Fondo de Cultura Económica, UNAM, 2016 (versión online)
Educación
GABRIELA DIKER
Universidad Nacional General Sarmiento, Argentina
Su definición exige superar por lo menos dos obstáculos. El primero es la dificultad para
distinguir la educación de otras prácticas sociales, tales como socialización, transmisión, crianza,
instrucción, por mencionar sólo algunas de las que más recurrentemente se utilizan, o bien como
sinónimos o como categorías vinculadas entre sí por relaciones de inclusión imprecisas. Esta
indistinción nos confronta sin cesar con el problema de la especificidad de lo educativo como
práctica, relación y acción social y como objeto de estudio. El modo en que históricamente se ha
resuelto este problema constituye justamente el segundo obstáculo que debemos superar: la
identificación entre educación y escolarización, construida progresivamente a partir de la
emergencia, en el siglo XVII, de lo que Vincent (1994) llamó la forma escolar de socialización. Esta
identificación obedece no sólo a la descomunal expansión de los sistemas educativos nacionales
que ha convertido a la escuela en la experiencia educativa que toda la población tiene en común
(Diker, 2008), sino también a la extensión de la forma escolar sobre otras esferas de la vida social.
Al respecto, Vincent (1994, p. 40) ha dicho que “la forma escolar ha desbordado largamente las
fronteras de la escuela”, al punto que, como afirma Perrenoud (1984, p. 73), “nuestra sociedad
escolarizada es incapaz de pensar la educación de otro modo que no sea el escolar, aun en
dominios extranjeros al currículo consagrado por las escuelas”. Que la pedagogía, como campo
de conocimiento sistemático sobre la educación, se haya configurado en la modernidad en torno
y como parte del desarrollo de la tecnología de la escolarización; a su vez ha contribuido a
encerrar el campo conceptual de la educación en las coordenadas escolares, invisibilizando toda
otra práctica educativa.1 Ahora bien, en tiempos en los que las ciudades se definen como
“educadoras”, el acceso al conocimiento se multiplica en infinidad de pantallas, millones de
familias en los países desarrollados optan por la homeschoolling, o el futuro del aprendizaje se
diseña desde empresas multinacionales;2 no podemos seguir pensando la educación bajo las
coordenadas de la escolarización moderna sin el riesgo de diluir o negar el carácter educativo de
esos fenómenos, subsumiéndolos en prácticas sociales de otra naturaleza.
No se trata, sin embargo, de buscar una definición que capture la “esencia” de la educación
por fuera de sus formas históricas, ya que, como bien señala Canciano (2013, p. 22),
“la educación en tanto institución de la condición humana y del lazo social se expresa, toda vez,
en grupos, organizaciones. Nunca se ve a la institución; se ven universidades, escuelas,
organizaciones educativas que tienen la misión de mantener viva la institución de la educación”
(Enríquez, 2002).3 De lo que se trata, en todo caso, es de desbordar las coordenadas escolares
para avanzar en un trabajo conceptual más capaz de dar cuenta de las formas que adopta la
educación hoy.
Las herramientas disponibles son las que se encuentran en ese fondo común de diálogos y
de disputas por imponer lo que es la educación, lo que constituye la tradición pedagógica. No
nos proponemos sumar aquí una definición “nueva” que ingenuamente pretenda romper con
ese fondo común, ni tampoco reseñar en estas pocas líneas la infinidad de definiciones
existentes.4 Antes bien, intentaremos entrar en diálogo con esa tradición, tratando de rescatar la
especificidad de lo educativo respecto de otras prácticas, acciones y relaciones sociales, pero
evitando los atajos que durante por lo menos tres siglos nos ofreció la escuela (la
intencionalidad, la sistematicidad, la direccionalidad unilineal de una generación a otra, el niño,
el maestro, el encierro).
Diremos que una acción es educativa cuando involucra por lo menos tres operaciones:
1. 1) Transmitir, distribuir un “fondo cultural común” de conocimientos, saberes,
valores, reglas, etc. (Antelo, 2005). Según ha señalado Puiggrós (2001), esta acción
está relacionada con “la raíz edo- (en griego, ‘alimentarse’; edoceo, en latín, ‘instruir
a fondo’, ‘enseñar puntualmente’, ‘enseñar algo acerca de algo o alguien’)”. Se trata
de la acción que remite de manera más directa a la enseñanza y presupone que
alguien está “antes”, que dispone de ese fondo cultural y que lleva adelante la tarea
de pasarlo a los que llegan “después”. Desde la clásica definición de educación
de Durkheim, estas posiciones han sido leídas casi exclusivamente como relaciones
intergeneracionales. Sin embargo, no deben reducirse a ellas. En la medida en que
ese fondo de conocimientos puede corresponder a esferas particulares de la vida
social y cultural, puede ser objeto de pasaje intrageneracional. Tal es el caso cuando
el que lleva adelante la acción de educar está “antes”, exclusivamente en relación
con un campo determinado de actividad o con un conjunto de conocimientos y
saberes, resultando irrelevante allí la relación intergeneracional, a menos que se le
tome en un sentido metafórico (Meirieu, 2001, p. 98).5 El carácter intergeneracional,
o más bien transgeneracional, debe aplicarse al fondo cultural que se transmite, no
necesariamente a las posiciones. Finalmente, interesa destacar la lucha política que
se da en la selección de la herencia (y en las disputas por imponer el valor universal y
por tanto común de esa selección) (Diker, 2008), y en la designación de los
herederos. Dos posiciones salen al ruedo de estas disputas: 1) el carácter universal
de aquello que se transmite no es anterior, sino que se pone a prueba en el acto
mismo de transmitirlo (Meirieu, 2001), y 2) la educación es acción política sólo
cuando el que se designa como heredero es “el colectivo” (Frigerio, 2005, p. 17).
2. 2) Orientar o ayudar a sacar algo que alguien ya tiene. Esta acepción combina dos
sentidos que provienen del latín: educere (‘hacer salir’, ‘extraer’, ‘dar a luz’)
y educare (‘conducir’, ‘guiar’, ‘orientar’). En la pedagogía moderna encuentra su
principal punto de anclaje en la categoría naturaleza infantil, cuyo desarrollo debe
ser orientado y no interferido por la acción educativa. En la clásica formulación
de Rousseau, “si el hombre es bueno por naturaleza […] seguirá siéndolo mientras
nada ajeno a él lo altere”. Ya se ha aclarado suficientemente que el desarrollo no
interferido de la naturaleza del niño no significa ninguna clase de abstencionismo
pedagógico; por el contrario, requiere el despliegue de un conjunto de operaciones
muy precisas a las que llamamos, a partir de Rousseau, acciones educativas. Esta
acción pone el acento en el aprendizaje más que en la enseñanza, y ha dado lugar,
entre otras corrientes, al despliegue de las llamadas pedagogías activas, centradas
en el desarrollo psicológico infantil y en la actividad del niño. Aunque hoy están
definitivamente en discusión la pretensión de universalidad de la noción de
naturaleza infantil y la idea misma de la educación como desarrollo de esa
naturaleza, pervive sin embargo esa dimensión de la acción educativa en el
reconocimiento de que la educación se realiza cuando el que se educa “hace algo”
con lo recibido (lo rechaza, lo transforma, lo incorpora; en fin, despliega sobre
aquello que se le transmite una actividad). Así, desde una perspectiva muy distinta,
la acción educativa reaparece en la concepción de educación
emancipadora desarrollada por Rancière (2003), que consiste no en enseñar ni
explicar, sino en forzar a otro a utilizar su propia inteligencia. También destacando el
carácter político de la acción de educar, la pedagogía de la liberación de cuño
freiriano y las pedagogías críticas en general pondrán el acento en la actividad del
individuo que se educa, en este caso, en dirección hacia su concientización.
3. 3) Hacer algo con alguien, de alguien o, en términos de Antelo (2005), intervenir,
“meterse” con el otro. Meirieu (2001) ha explorado largamente la desmesura de las
metáforas que se asocian con esta acción: la fabricación, el modelado, la creación, la
producción y el gobierno de individuos y de poblaciones. En su origen, es posible
reconocer la impronta del empirismo del siglo XVII, que en la imagen de la tabula
rasa de Locke, o en la de los “cerebros blandos sobre los que es posible imprimir una
huella” de Comenio, abre la posibilidad de reconocer en el sujeto la educabilidad y
en la acción educativa el poder de modelarlo. Esta pretensión encuentra su punto
más desmesurado en la famosa frase de Watson: “Dadme una docena de niños
sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de
ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo
que yo pueda escoger” (Watson, 1913). No es éste el lugar para tratar los aciertos o
desaciertos del conductismo. Lo que interesa retener es que, más allá de los
enfoques, modelos, instituciones o momentos históricos, la acción de educar
contiene siempre cierta fantasía demiúrgica; “el educador moderno, dice Meirieu,
quiere hacer del hombre una obra, su obra”. El punto es que la acción educativa
entendida como una operación sobre el otro es, por definición, fallida. En efecto,
“una característica singular de la intervención educativa es su inadecuación o, quizá
sea más exacto decir, su carácter desmedido, desmesurado, inapropiado, no
correspondido […]; se trata de una intervención que está siempre en falta con el
resultado […], que precisa omitir en algún punto la determinación plena del
resultado” (Antelo, 2005, p. 174).
Y no se trata de una inadecuación que un mejor conocimiento psicológico o didáctico podría
resolver; se trata más bien de una inadecuación constitutiva de la acción. En palabras de Cerletti
(2008, p. 182), “cuando la educación en alguna medida falla, es cuando puede
haber realmente educación”. Y es en ese mismo gesto fallido de querer hacer algo con alguien
o de alguien que la acción educativa contribuye a formar “un otro […] reconocido a la vez como
semejante y como sujeto diferenciado” (Frigerio, 2005, p. 30), al tiempo que habilita que la
novedad se introduzca en la cultura.
De allí que afirmemos que los efectos de la acción de educar son, a la vez, subjetivos y
políticos. Entre los primeros, desde el mito de Prometeo hasta el psicoanálisis, pasando por la
tradición filosófica y pedagógica de la modernidad, se destaca el efecto de suplementar,
completar una falta constitutiva, operar sobre la indeterminación que es propia de lo humano.
La tradición moderna colocó este efecto en términos de humanización, de producción de lo
humano: “la educación es la empresa de formar un hombre” (Rousseau); “únicamente por la
educación el hombre puede llegar a ser hombre” (Kant); “conviene formar al hombre si debe ser
tal” (Comenio). No es éste el lugar para abrir la discusión sobre el carácter unívoco y universal
que los filósofos del siglo XVIII asignaban a lo que llamaban “humano”. La pluralización de esta
definición no cambia el efecto de completamiento, de estructuración psíquica, de constitución
identitaria que produce la acción educativa, efecto que puede interpretarse en toda su
literalidad cuando se trata de la acción desplegada sobre la cría humana, y que persiste, aunque
metaforizado, en toda relación educativa (aun las que se despliegan sobre sujetos adultos).
Este efecto subjetivo es al mismo tiempo político, toda vez que se produce mediante la
incorporación de los “nuevos” a una cultura común y de su inscripción en una genealogía, en una
historia que es a la vez individual, familiar y social; de allí que, aun en el registro de la
constitución psíquica de los sujetos, la educación constituye un problema de naturaleza política.
Para decirlo en los términos de la sociología, en el mismo movimiento la educación produce
sujetos sociales y socializa, aunque no en los viejos términos durkheimianos, que llamaban a
hacer del niño lo que “la sociedad política en su conjunto y el medio ambiente específico al que
está especialmente destinado” exigen de él, ya que los efectos de la educación se erigen
justamente contra el destino. Basculan siempre entre conservación y cambio, entre lo nuevo y lo
viejo, o, en palabras de Cerletti (2008), entre repetición y novedad. Es con la cultura acumulada
transgeneracionalmente que puede producirse algo nuevo; gracias a esa falla constitutiva de lo
educativo tiene lugar la emergencia del sujeto, ese otro diferenciado por el cual el mundo se
renueva.
Finalmente, digamos que este movimiento entre conservación y cambio que es efecto de la
acción educativa exige la puesta en juego de tres condiciones. En primer lugar, el ejercicio de lo
que Laurance Cornu (2002) llamó la “responsabilidad educativa”. Siguiendo el ya clásico
desarrollo propuesto por Hannah Arendt, se trataría de una doble responsabilidad: debe
proteger la novedad y la promesa de renovación que la infancia trae consigo (lo único que
impide —nos dice Arendt— el retorno de lo mismo, lo que renueva sin cesar a la sociedad, salva
al mundo de la ruina y lo preserva “de la mortalidad de sus creadores y de sus habitantes”), y al
mismo tiempo debe presentarles el mundo a los “recién llegados”, hacerles allí un lugar,
inscribirlos en la cadena de las generaciones, para así también proteger ese mundo, para impedir
que “sea devastado y destruido por la ola de recién llegados que arriban a él con cada nueva
generación” (Arendt, 1991), para que los niños encuentren el modo de realizar lo nuevo sin
atentar contra él.
En segundo lugar, la acción y el efecto de educar y el ejercicio de la responsabilidad
educativa sólo son posibles en el marco de relaciones asimétricas. Al respecto conviene despejar
algunos equívocos: 1) aunque para Arendt y, como ya hemos señalado, en general para la
pedagogía, esta asimetría es básicamente intergeneracional, está presente en toda relación
educativa en la que alguien dispone y lleva adelante la acción de pasaje de un fondo cultural a
otros seres “nuevos” o “extranjeros” de ese sector de la cultura, sean éstos niños o
adultos; 2) aun en la perspectiva intergeneracional, la asimetría no puede tomarse ya como
constitutiva de las relaciones entre adultos y niños, ya que lo propio de estos tiempos es la
movilidad y la variabilidad de los atributos que corresponden a una y otra posición. En efecto,
saber y no saber, autonomía y heteronomía, debilidad y cuidado, son rasgos que ya no definen
dicotómicamente la adultez y la niñez, sino que pueden desplazarse y combinarse de maneras
diferentes en distintas situaciones y condiciones. En consecuencia, el carácter de las relaciones
entre adultos y niños tampoco puede ser fijado: podrán ser a veces asimétricas en favor del
adulto, a veces asimétricas en favor del niño; otras veces podrán ser relaciones de “igual a igual”,
y otras, de simple indiferencia (Diker, 2009); 3) asimetría no equivale a desigualdad; se trata de
una relación siempre temporal (Tavoillot, 2003) que no se estructura sobre la asignación y
fijación de posiciones “superiores e inferiores” (Rancière, 2003), sino sobre el reconocimiento de
la autoridad.
La autoridad constituye, entonces, la tercera condición que hace posible la acción y el efecto
de educar. Sostiene la asimetría que es propia de toda relación educativa sobre la base del
reconocimiento de la capacidad y la legitimidad de quien la ejerce para orientar la propia
conducta (hacer crecer, desarrollar, etc.). Como señala Herfray, “la autoridad es acordada a
alguien por quienes otorgan confianza a su palabra. Se trata de una palabra otra, que puede
enseñarnos, hacernos aprender cosas, guiarnos; una palabra que representa a alguien a quien se
quisiera parecer, que quisiera ser y que posee eso que se quiere tener” (Herfray, 2005, p. 50).
Ahora bien, para que la autoridad se realice tiene que tener lugar un reconocimiento mutuo. No
sólo tiene que registrarse un reconocimiento de aquel sobre el que se ejerce, sino que también es
necesario que el que pronuncia las “palabras de autoridad” ponga en juego el reconocimiento
hacia aquellos a quienes se dirige. Según Foessel, lo que se reconoce (lo que mutuamente se
reconoce) es que la autoridad misma podría ser transmitida en un futuro a aquel sobre el que se
ejerce. “Para que la autoridad pueda ser aceptada serenamente, es necesario que el sujeto que la
reconoce pueda al menos imaginar que un día la reivindica” (Foessel, 2005, p. 12).6
De allí que la educación siempre sea, en algún sentido, una forma de autorización: para
ocupar un lugar en el mundo y hacer de él otra cosa.
BIBLIOGRAFÍA
Antelo, E., “Notas sobre la (incalculable) experiencia de educar”, en G. Diker y G.
Frigerio, Educar: ese acto político, Del Estante, Buenos Aires, 2005.
—, “La pedagogía y la época”, en S. Serra (comp.), La pedagogía y los imperativos de la
época, Noveduc, Buenos Aires, 2005 (Ensayos y Experiencias).
Arendt, H., La crise de la culture, Gallimard, París, 1991.
Canciano, E., Lo escolar fuera de la escuela. Un estudio acerca de los modos de organización
de la acción educativa destinada a niñas, niños y adolescentes en ámbitos situados fuera
del sistema educativo, tesis de maestría, FLACSO-Argentina, 2013.
Cerletti, A., Repetición, novedad y sujeto en la educación. Un enfoque filosófico y político, Del
Estante, Buenos Aires, 2008.
Comenio, J. A., Didáctica Magna, Porrúa, México, 1976.
Cornu, Laurance, “Responsabilidad, experiencia, confianza”, en G. Frigerio (comp.), Educar:
rasgos filosóficos para una identidad, Santillana, Buenos Aires, 2002.
Diker, G., “¿Por qué hablar de transmisión?”, en G. Frigerio y G. Diker (comps.), La
transmisión en las sociedades, las instituciones y los sujetos. Un concepto de la educación
en acción, Noveduc/Fundación CEM, Buenos Aires, 2004.
—, “Cómo se establece qué es lo común?”, en G. Frigerio y G. Diker (comps.), Educar:
posiciones acerca de lo común, Del Estante, Buenos Aires, 2008.
—, ¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias?, Universidad Nacional de General
Sarmiento/Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2009 (Colección 25 × 25).
Durkheim, E., Educación como socialización, Sígueme, Salamanca, 1976.
Enríquez, E., La institución y las organizaciones en la educación y la formación, Novedades
Educativas/UBA, Buenos Aires, 2002.
Foessel, M., “Pluralisation des autorités et faiblesse de la transmisión”, Faire autorité?, núm.
313, Esprit, marzo-abril de 2005.
Frigerio, G., “En la cinta de Moebius”, en G. Diker y G. Frigerio, Educar: ese acto político, Del
Estante, Buenos Aires, 2005.
Herfray, C., Les figures d’autorité, Arcanes, Estrasburgo, 2005 (Hipotheses).
Jacquard, A., P. Manent y A. Renaut, Une éducation sans autorité ni sanction?, Grasset, París,
2003.
Kant, I., Pedagogía, Akal, Madrid, 1983.
Meirieu, P., Frankenstein educador, Laertes, Barcelona, 2001.
Perrenoud, P., La fabrication de l’excellence scolaire, Droz, Ginebra, 1984.
Puiggrós, A., “Educación”, en Diccionario de ciencias sociales y políticas, Emecé, Buenos
Aires, 2001.
Rancière, J., El maestro ignorante, Laertes, Barcelona, 2003.
Rousseau, J. J., Emilio y otras páginas, CEAL, Buenos Aires, 1982 (Biblioteca Básica
Universal).
Tavoillot, en Albert Jacquard, Pierre Manent y Alain Renaut, Une éducation sans autorité ni
sanction?, Grasset, París, 2003.
Vincent, G., B. Lahire y D. Thin, “Sur l’histoire et la théorie de la forme scolaire”, en G.
Vincent, L’education prisonnière de la forme scolaire? Scolarisation et socialisation dans
les sociétés industrielles, Presses Universitaires de Lyon, Lyon, 1994.
Watson, J., “La psicología tal como la ve el conductista”, Psychological Review, núm. 20, Los
Ángeles, 1913, pp. 158-177.
1
Los esfuerzos que se registran desde la década de 1960 para visibilizar y dar cuenta de los
fenómenos, experiencias e instituciones educativas que tienen lugar por fuera de las escuelas ilustran
este encierro conceptual de la pedagogía en torno de las coordenadas escolares: no escolar, no
formal, no sistemática, asistemática, no reglada, etc. Véase al respecto, Canciano, 2013.
2
Véanse por ejemplo los estudios sobre “el futuro del aprendizaje” elaborados por Pearson
Education, corporación que se presenta como “empresa líder en educación en todo el mundo”.
3
La autora parte aquí de la distinción entre institución y organización.
4
Véase para ello el erudito y extraordinario recorrido por los distintos modos de entender la
educación que realizó Adriana Puiggrós en la entrada “Educación”, en el Diccionario de ciencias
sociales y políticas, en 2001.
5
En contraposición con lo que decimos aquí, Meirieu, retomando el pensamiento de Arendt,
afirma que un adulto no puede ni debe ser educado, ya que, a diferencia de un niño, “él mismo elige
qué aprender”. Si reemplazamos la preeminencia de la cuestión intergeneracional por la figura de la
extranjeridad (educar es ingresar en un territorio desconocido, extranjero), los adultos entonces
podemos seguir siendo educados.
6
Véase el interesante estudio sobre el concepto de autoridad elaborado por Estanislao Antelo en
este diccionario.