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Yo: el resto de nosotros
Una revisión experiencial del duelo
Nadal Vallespir1
A Nelly
Ahora «nosotros» se ha diluido en «yo».
Julian Barnes, Niveles de vida
Entre la pena y la nada, elijo la pena.
William Faulkner, Las palmeras salvajes
En general, hablamos de duelo cuando debemos enfrentarnos a diversas
situaciones de pérdida: frustraciones, fracasos en la búsqueda del éxito,
ausencias, separaciones, abandonos o muerte. Empleamos el término, a
mi parecer, de una manera excesivamente amplia, tal vez hasta banal, en
vez de reservarlo para la mayor pérdida que podemos padecer los seres
humanos en cualquier momento de nuestras vidas, como es la muerte. El
duelo por antonomasia es el duelo por la muerte de un ser amado. Allouch
(1995/1996), unas líneas después de hacernos partícipes de la pérdida de
una hija, sostiene que la muerte del hijo es el caso paradigmático del duelo
(p. 22). Por mi parte, pienso que no deberíamos tomar un caso como
paradigmático del duelo: la intimidad de la muerte y del duelo excluiría
todo modelo.
Pero abordemos las parejas que se sienten relativamente felices. ¿Se quieren
hoy más que ayer pero menos que mañana? No es lo frecuente. Continúan
deseándose y su amor es placer más que pasión: han sabido transformar
la locura amorosa de sus comienzos en gratitud, en lucidez, en confianza,
1 Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay. [email protected]
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en cierta felicidad de compartir. La ternura es una dimensión de su amor,
pero no la única. Existe también la complicidad, el sentido del humor, la
intimidad, el placer explorado y reexplorado; existen esas dos soledades
cercanas, habitadas la una por la otra, existe esa familiaridad, existe ese
silencio, existe esa apertura de ser dos, esa fragilidad de ser dos. Hace
tiempo que renunciaron a ser solo uno. Han pasado del amor loco al amor
a secas y estaría errado quien viera esto solo como una pérdida o como
una banalización. (Hornstein, 2015, párr. 10; cursivas mías)
La pérdida real acontece cuando uno de los dos muere; la fragilidad de
ser dos se hace más ostensible al quedar solo uno, al diluirse «nosotros»
en «yo».
No hay duelo sin amor y sin deseo. Son inseparables. Y esta conjun-
ción se expresa dolorosamente en la sensación de vacío, la angustia, el
sufrimiento o el desasosiego que acompañan la muerte de la compañera o
el compañero de muchos años o de casi toda la vida, o la de un hijo o una
hija. Afortunadamente, no me tocó vivir esta última experiencia. Pienso,
de todos modos, que hay una diferencia esencial (que no determina, sin
embargo, que una muerte sea más o menos asoladora que la otra). Cuando
quien muere es un hijo o una hija y la pareja se mantiene unida (lo que no
siempre ocurre), ambos padres podrán transitar el duelo en mutua compa-
ñía. Si muere el compañero o la compañera, se pierde por el mismo hecho
al compañero o a la compañera de duelo. Si han tenido hijos, estos podrán
compartir el dolor de aquel de sus padres que continúe con vida, acompa-
ñarlo, ayudarlo, sostenerlo, pero no es lo mismo: la forma de relacionarse,
las vivencias, los recuerdos (a veces, de toda una vida juntos) difieren
considerablemente si comparamos ambos casos. En general, además, los
hijos han constituido su propia familia y son solicitados por ella.
Yo me referiré principalmente al duelo por la muerte de la compañera.
Y, como siempre sucede en psicoanálisis, la literatura nos brindará un
aporte fundamental. Para corroborarlo, además de lo que supone mi pro-
pia experiencia personal, recurriré al testimonio escrito de dos excelentes
narradores británicos: Julian Barnes y John Berger.
Tres mujeres: Patricia (Pat), Beverly, Nelly. Tres hombres: Julian, John,
Nadal. Los dos primeros, sin conocerme, sin saber de mi dolor, escriben
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sobre el suyo, lo comparten y, de esa forma, el suyo, el de ambos, el de
cada uno, se roza con el mío, reverbera en el mío y en mi propio escrito2,
destinado como los de ellos a elaborar lo «inelaborable» y, en el decir de
mi querido amigo Daniel Gil, a transmitir lo intransmisible. Paradojas
del «trabajo de duelo», si así lo podemos llamar, que bordea o quizá entra
de lleno en lo imposible, pero no por eso ceja en su propósito. Y es como
alguna vez expresó, creo que certeramente, una analizante: «El dolor no
se atenúa con el tiempo; se aprende a convivir con él». Y duelo proviene
del latín tardío, de dolus, dolor. Dolor que no nos abandona(rá) o, mejor,
que nosotros no quer(r)emos abandonar. Porque abandonar el dolor es
renunciar al amor.
Crees que el Año Dos no puede ser peor que el Uno, y te figuras que estás
preparado. Crees que has sufrido todos los diferentes tipos de dolor que te
ha tocado sobrellevar y que después solo habrá repetición. Pero ¿por qué
la repetición tiene que significar menos dolor? Las primeras repeticiones
te invitan a contemplar todas las que se producirán en los años futuros.
La aflicción es la imagen en negativo del amor; y si puede haber una acu-
mulación de amor a lo largo de los años, ¿por qué no de dolor? (Barnes,
2013/2014, p. 109)
Creo que ciertas fechas, como el aniversario del casamiento o de otros
acontecimientos significativos en la vida de la pareja, cumpleaños o Navi-
dades, al repetirse año a año ocasionan una sobreinvestidura de la repre-
sentación de la persona amada y perdida, incrementando el dolor de la
pérdida. Nasio (1990/1991) sostiene que «el dolor del duelo no es dolor
de haber sufrido una pérdida, sino dolor de reencontrar lo que se perdió,
sabiéndolo uno irremediablemente perdido» (p. 107). Lo que se perdió es
reencontrado en los recuerdos, en los hechos, en los lugares que vuelven
a poner delante de nuestros ojos la representación de ese ser amado ir-
remediablemente perdido. Y que relevan —o vuelven a relevar, a poner de
relieve— la soledad en que nos sumió su muerte (por más acompañados
2 Vallespir, N. (2015). Solo el amor consigue encender lo muerto. Trabajo inédito.
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que podamos estar realmente). Las fechas anteriormente mencionadas
no pueden desligarse de esos recuerdos, hechos y lugares. Freud (1926
[1925]/1979) ya había señalado en Inhibición, síntoma y angustia que la
sobreinvestidura de la representación del objeto amado y perdido causa
mayor dolor (pp. 160-161).
Se nos impone otra vida, una vida diferente, que debemos aprender a
vivir. Barnes (2013/2014) se pregunta: «¿Cómo [los pasajeros de un auto-
bús] podían estar allí sentados ociosamente, ignorantes, con aquel perfil
de indiferencia, cuando el mundo estaba a punto de cambiar?» (p. 85).
Aprendizaje difícil de dudosa eficacia. Próximos o, más aun, contiguos en
el sufrimiento y en el tiempo, aunque distantes en el espacio, damos cuenta
casi simultáneamente en nuestras creaciones de ese paradójico intento.
Tres estilos, tres modalidades disímiles de homenajear a la mujer ama-
da y perdida, y de encarar en la escritura el amor, la muerte y el duelo:
Barnes (2013/2014) lo hace de forma autobiográfica y sin nombrar a Pa-
tricia (aunque sí cuenta sus «conversaciones» con ella); J. Berger (Berger
y Berger, 2014/2015) dirige su relato a Beverly, «habla» con ella, su com-
pañera de duelo, por más que el duelo sea originado precisamente por su
muerte; en mi caso, recurro a un relato ficcional, a personajes —principal-
mente uno, el Viejo de Lyon, quien ha existido realmente— que revelan
mis sentimientos y reflexiones (si puedo denominar así a pensamientos
forjados y desprendidos de la matriz del dolor y de la angustia).
Tres estilos, tres modos desemejantes de testimoniar afectos y pensa-
mientos, de testimoniar el inmenso amor y el hondo sufrimiento, la in-
tensidad de un duelo indisolublemente unido al amor, que es su razón de
ser. Duelo por la mujer amada y deseada. Lacan (1960-1961/2003) resalta
la fuerza de las determinaciones lingüísticas y la importancia de que «el
deseo ha adquirido en la conjunción de las lenguas románicas la conno-
tación de desiderium, de duelo y de añoranza» (p. 250).
Las concepciones dominantes sobre el duelo no deberían manten-
erse inalterables en quienes hemos atravesado la aterradora experiencia
de vivir la muerte de la persona amada, de la mujer que elegimos y nos
eligió para acompañarnos mutuamente en la aventura de la existencia.
La teoría no puede menos que quedar en suspenso cuando se instala
—bruscamente, brutalmente, sin un asomo de piedad— la muerte, tan
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imprevista como, sin embargo, aguardada porque sabemos de su inexo-
rabilidad. Otra paradoja.
Todas las palabras se acallan, todo discurso se detiene ante el agu-
jero real que supone la muerte, Amo absoluto, al decir de Lacan, que nos
acongoja, nos conmueve, prolongándose, extendiéndose, afincándose en
nosotros como un vacío que se rehúsa a ser colmado. No hay palabras,
solo balbuceos; no hay imaginarización posible: no la podemos cercar; la
muerte se fuga en un real inaccesible, hundiéndonos en un sufrimiento
infinito. Me asalta la mente la película Orfeo de Jean Cocteau. ¿Desen-
mascara Orfeo el real, se introduce en él, franqueando su velo imaginario,
cuando traspasa el espejo que le permite acceder al inframundo, al averno,
a los infiernos, para procurar rescatar a Eurídice de la muerte?
¿Qué hacer, entonces, con las letras, con las palabras? Vuelvo al prin-
cipio, a la denominación de estas Jornadas3, al quehacer con las letras, con
las palabras, a ¿qué hacer con ellas?, a su escritura, a intentar que hablen
del duelo y nos ayuden a transitarlo (no digo a elaborarlo o procesarlo o
tramitarlo, porque es «inelaborable»). Y retorno a las tres mujeres, a los
tres hombres, a los tres estilos, a la transmisión intransmisible del dolor,
del vacío, del sufrimiento fundidos con «el amor [que] todo lo puede, y nos
hace mejores» (Butazzoni, 2014, p. 757), para ahora sí reiniciar la teoría y, si
es posible, confrontarla con las vivencias experimentadas y exteriorizadas
en los tres relatos. Exteriorización incompleta, a medias, porque el lenguaje
resulta siempre insuficiente para vehicular vivencias que se resisten a las
palabras, a ser trasladadas por ellas.
El amor
La atención irrestricta que prodigaron a mi esposa tanto nuestros hijos
como nuestra nuera desde el instante en que se le diagnosticó la devasta-
dora enfermedad es una muestra elocuente e inequívoca del amor irrenun-
3 Este artículo fue presentado en las VI Jornadas de Literatura y Psicoanálisis: «Qué-hacer con las
letras: Texturas del psicoanálisis y la literatura». Centro de Intercambio de APU, 1 y 2 de abril de 2016.
Montevideo, Uruguay.
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ciable que se profesaban mutuamente. Durante su padecimiento, nuestra
hija le envió un mensaje de texto. Entre otras cosas, le decía: «Si me dan a
elegir entre todas las vidas del mundo, no lo pienso un segundo, me quedo
con esta. […] Aunque sea un momento muy duro, sentir dolor es vivir
y el amor que tenemos nos sobra». Sentir dolor es vivir, es vivir el amor.
Vuelvo a Barnes (2013/2014): «El dolor demuestra que no has olvidado;
el dolor realza el sabor del recuerdo; el dolor es una prueba de amor» (p.
137). El dolor, como el amor, mantiene la ligazón con la persona muerta.
J. Berger (Berger y Berger, 2014/2015), cuya elegía revela su maravilloso y
conturbador amor a Beverly, se (le) pregunta: «¿Qué hacer con tu ropa?
[…] guardar unas cuantas [prendas] sencillamente por amor» (p. 38). Su
amor le impide desprenderse de la totalidad de la ropa de su mujer, des-
prenderse de ella misma, evitar que deje de existir.
Barnes (2013/2014), a su manera, también procura atesorar la existen-
cia de Pat:
Comprendí que, en la medida en que mi mujer estaba viva, lo estaba en
mi memoria. […] Si ella estaba en algún sitio, era dentro de mí, interior-
izada. Esto era normal. Y era igualmente normal —e irrefutable— que no
podía matarme porque entonces también la mataría a ella. Moriría por
segunda vez, y mis luminosos recuerdos de ella se perderían en la bañera
enrojecida. (p. 110)
Enrojecida por su sangre, porque ha pensado en el suicidio como solu-
ción y ha pensado, incluso, en consumar el acto si después de un máximo
de dos años no podía vivir sin su mujer (p. 98).
«Solo el amor engendra la maravilla, solo el amor consigue encender
lo muerto», nos canta Silvio Rodríguez en Solo el amor, canción que com-
puso inspirándose en versos de José Martí. La maravilla del amor —su
fuego milagroso— consigue encender lo muerto, mantener existente al ser
amado en la medida que siga existiendo nuestro amor por él; milagro del
amor, que existe pese a la muerte del ser amado. El amor no es «hasta que
la muerte nos separe», sino que mientras uno de los dos esté vivo man-
tendrá con su amor la unión con el otro. Barnes (2013/2014) sostiene que
«el hecho de que alguien haya muerto puede significar que no está vivo,
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pero no significa que no exista» (p. 124). ¿No cuestiona esto la afirmación
de Freud en Duelo y melancolía (1917 [1915]/1979) de que el ser amado no
existe más?
J. Berger (Berger y Berger, 2014/2015) experimenta de diversas maneras
y en distintos momentos la amada «presencia» de Beverly.
Te fuiste hace cuatro semanas. Anoche volviste por primera vez. O, para
decirlo de otro modo, tu presencia sustituyó a tu ausencia. Estaba es-
cuchando una grabación del Rondó n.º 2 para piano (op. 51) de Beethoven.
Durante casi nueve minutos, por lo menos, fuiste ese rondó, o ese rondó
se convirtió en ti. Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas,
tu ternura. (p. 14; cursivas del autor)
Con estas hermosas palabras, John da cuenta de que Beverly sigue
existiendo para él: su desaparición, su ausencia, es sustituida por su pres-
encia; reaparece, aunque más no sea, en ese rondó de Beethoven. ¿Su
existencia es sostenida por la simbolización? Prosigue: «Estamos escribi-
endo [junto con su hijo Yves] esta elegía para ti, y es algo parecido a una
respuesta a ese rondó» (p. 14). Mientras escribe esas páginas, espera que
Beverly le responda.
Más adelante, dice: «Cuando paso en coche por delante del banco, nos
veo sentados en él, con las piernas colgando, como sobre la eternidad» (p. 36).
Creo que es necesaria una larga transcripción en la que J. Berger rela-
ciona la «presencia» de Beverly con la eternidad:
Miramos atrás y tenemos la sensación de que estás con nosotros en el
momento de mirar. Es absurdo, porque estás más allá del tiempo, donde
no existe ni atrás ni adelante. Y, sin embargo, estás con nosotros.
¿Podría ser que de un modo incalculable seamos nosotros quienes nos
reunamos (¡brevemente!) contigo en algún lugar más allá del tiempo?
¿Y podría ser que suceda en virtud de la naturaleza de los momentos que
recordamos? Momentos que ya eran eternos cuando ocurrieron. (p. 42)
¿Dónde existe Beverly? ¿En el rondó de Beethoven, en los recuerdos
sorpresivos o solicitados, en la interioridad, el aparato psíquico de J.
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Berger? «Estás más allá del tiempo», le dice este. Y, sin embargo, es
posible reunirse con ella, más acá o más allá, en los recuerdos de mo-
mentos eternizados. Si no hay inscripción de la muerte propia, lo que
hace que «en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de
su inmortalidad» (Freud, 1915a/1979, p. 290), si el devenir del tiempo es
engendrado por la muerte como límite, podemos atribuir a esa ausen-
cia de inscripción la atemporalidad del inconsciente, donde no hay ni
comienzo ni final del tiempo, donde los momentos vivenciados, enton-
ces, cincelan huellas —no más que huellas— imperecederas. Donde la
representación de la persona amada (las múltiples representaciones-cosa
que la constituyen) no será desinvestida, contrariando la pretensión de
que, una vez declarada su inexistencia, destino que le atribuye Freud
(1917 [1915]/1979), la libido pueda investir a nuevos objetos sustitutivos
(Freud, 1916 [1915]/1979). Por el contrario, los recuerdos de cada instante
compartido con ella y los pensamientos que la involucran permanecerán
sustentados por la libido. No será abandonada a su suerte porque el
amor todo lo puede, y no será reemplazada porque es insustituible. Y
no es que niegue u olvide la ambivalencia. Tampoco Barnes (2013/2014),
quien confiesa:
Y en consecuencia este puente inofensivo [que le recuerda un viaje que
había imaginado que harían, pero que nunca hicieron y ya nunca harán]
llegó a representar parte de nuestro futuro perdido, todos los impulsos,
segmentos y divagaciones de la vida que ahora nunca compartiríamos;
pero también las cosas omitidas en el pasado: promesas incumplidas, neg-
ligencias, malos modos, momentos en los que no hicimos lo que debería-
mos haber hecho. (pp. 115-116)
Dos páginas después, agrega:
Quizá los sueños [en que Pat goza de buena salud y nunca le hace re-
proches ni lo induce a sentirse culpable] son como son porque hay bastante
remordimiento y autorreproche en la vigilia, en el tiempo vivido. Pero son
siempre una fuente de consuelo. (p. 118)
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A partir de la muerte de la persona amada, se opera —aun de forma
retroactiva— una redistribución de las investiduras y del interés, lo que
conduce a una valoración diferente de las cosas, de los hechos, relativi-
zando y hasta, en ciertos casos, invirtiendo su importancia. Veamos qué
escribió Iman Abdulmajid (2016), esposa de David Bowie, cuando este
murió: «A veces no reconoces el verdadero valor de un momento hasta
que se transforma en un recuerdo» (párr. 5).
«Trabajo de duelo» y objeto sustitutivo
Allouch (1995/1996) proclama:
Que el duelo sea llevado a su estatuto de acto. El psicoanálisis tiende a
reducir el duelo a un trabajo; pero hay un abismo entre trabajo y subjeti-
vación de una pérdida. El acto por sí mismo es susceptible de efectuar en el
sujeto una pérdida sin ninguna compensación, una pérdida a secas. (p. 9)
Sin compensación, sin objeto sustitutivo.
El 26 de enero de 1920, Freud le escribe a Jones: «Ayer he pasado por
algo que me hace desear que ese día [el de su propia muerte] no tarde en
llegar» (Jones, 1957/1962, p. 29). Se refiere a la muerte de su hija Sophie.
Desea morir porque ha muerto su amada hija. Y en una carta a Binswanger
del 12 de abril de 1929 (más de nueve años después), luego de decirle que
Sophie habría cumplido ese día treinta y seis años, asegura:
Aunque sabemos que después de una pérdida así el estado agudo de pena va
aminorándose gradualmente, también nos damos cuenta de que continu-
aremos inconsolables y que nunca encontraremos con qué rellenar adecua-
damente el hueco, pues aun en el caso de que llegara a cubrirse totalmente,
se habría convertido en algo distinto. Así debe ser. Es el único modo de per-
petuar los amores a los que no deseamos renunciar. (Freud, 1960/1972, p. 141)
Qué lejos quedaron ahora la resolución del duelo y el objeto sustitutivo:
Freud vaticina que continuará inconsolable y que el hueco excavado en él
por la muerte de Sophie, testigo mudo de lo que ha perdido de ella y de él,
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nunca podrá ser rellenado4. No hay con quién ni con qué hacerlo: nada ni
nadie podrá ocupar ese lugar, colmar ese vacío. O sería algo distinto. Nunca
más será lo mismo, nunca más será como antes. La vida ha cambiado y no
hay otro modo de custodiar los amores que deseamos perpetuar.
El duelo es único, íntimo —lo que no excluye la necesidad del (de los)
otro(s) para encaminar su penoso tránsito—, personal e intransferible:
en el caso de la pareja depende de la personalidad de cada uno («Nuestro
duelo se ajusta a nuestro carácter», escribe Barnes, 2013/2014, p. 87), de
cómo ha sido la relación hasta el aciago tiempo de la enfermedad y la
muerte, de la historia propia y de la pareja, de la forma en que se instala y
transcurre la enfermedad y acontece la muerte (circunstancias e historia
de las mismas), del momento en la vida de cada uno, de la pareja y familiar
en que se producen y del vínculo de cada uno —insertados ambos en una
determinada trama psicológica, cultural, religiosa, social y económica—
con la muerte. Pero, asimismo, el duelo es múltiple porque la muerte del
ser amado despliega el montaje reminiscente de los sucesivos períodos
vividos con él, en cada uno de los cuales se renuevan su pérdida y el duelo
consiguiente. Hasta entonces habían sido mantenidos en la memoria y
evocados entre los dos, ya que la memoria es entre dos.
Harry no acepta tomar el cianuro que Rittenmeyer le lleva a la cárcel:
No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin,
por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería
memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la
mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejará
de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena. (Faulkner, 1939/2010,
p. 265; cursivas de autor)
Difícil elección, y extremadamente dura. Si sabrá de esto Barnes
(2013/2014), que llega a confesar sus deseos suicidas.
No solo ha muerto la mujer amada tal como era en el instante de su
muerte, sino todas sus diferentes versiones reveladas a lo largo del tiempo
4 Tampoco el agujero real (Lacan) podrá ser rellenado.
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transcurrido. Mientras ella estaba viva, los recuerdos construidos entre
los dos revivían esos períodos. Una vez que ha muerto, ya no es posible.
Te preguntas: ¿en qué medida, en este torbellino de añoranza, la añoro a
ella o añoro la vida que tuvimos juntos, o añoro lo que en ella me hacía ser
más yo mismo, o el simple compañerismo o el (no tan simple) amor, o todo
esto o pedazos superpuestos de cada cosa? Te preguntas: ¿qué felicidad
hay en el solo recuerdo de la felicidad? ¿Y cómo, de todos modos, podría
haberla, puesto que la felicidad solo ha consistido siempre en el hecho de
compartir algo? (p. 98)
La felicidad plena no existe en los recuerdos. En todo caso, serían
recuerdos sobre la felicidad brindada por determinados acontecimientos
en el tiempo que ocurrieron. El recuerdo está constituido por una pér-
dida: recordamos aquello que perdimos y no vamos a recuperar. Y aquello
perdido e irrecuperable tiñe el recuerdo de tristeza y dolor, a menos que
lo podamos recrear y revivir con el otro amado aún vivo.
En el Canto V de La divina comedia (Alighieri, ca. 1307-1314/trad.
en 2013), Dante hace saber a Francesca su anhelo de conocer el origen
del amor que la une a Paolo, junto a quien está condenada en el segun-
do círculo del Infierno. «Y ella me respondió: “No hay dolor más grande que
el recordar los tiempos felices en la desgracia; y bien sabe esto tu Maestro”»5
(p. 60). Después de siete siglos, su Comedia sigue desafiando el paso del
tiempo y maravillando con el profundo conocimiento del alma humana
que poseía el Poeta. Incluso en el infortunio que supone la condena en el
infierno, no hay mayor dolor para Francesca que recordar el tiempo feliz.
Y ese tiempo feliz concierne al amor.
Los recuerdos convergen, se entrecruzan, divergen, se telescopan, se
amontonan, se condensan, se ramifican, nos engañan. La rememoración
—tal vez sobreinvestida debido a la función que cumple— de hechos an-
5 «E quella a me: “Nessun maggior dolore/ che ricordarsi del tempo felice/ ne la miseria; e cio` sa ‘l tuo
dottore”» (Alighieri, ca. 1307-1314/s. f.. pp. 346-347); Alighieri, D. (s. f.). Divina comedia. (Trabajo original
publicado en ca. 1307-1314).
Disponible en: www.ladeliteratura.com.uy/biblioteca/divinacomedia.pdf
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teriores al encuentro con nuestra compañera de vida nos resguarda como
un refugio: podremos sentir añoranza, nostalgia, pero no dolor (aunque
no siempre es así porque no todos los recuerdos son asépticos debido,
justamente, a las implacables ramificaciones de sus asociaciones). En esos
recuerdos no falta, no ha desaparecido; no está, simplemente, porque to-
davía no sabíamos de su existencia. Pero el dolor regresa sin cesar, sin
piedad (quizá es piadoso con quien ha muerto), porque lo elegimos antes
que la nada, no solo para retener parte de la memoria, sino también para
preservar nuestro amor y la existencia del que murió. Su representación
permanecerá investida, encendida por el triunfo del amor sobre el odio
y el olvido, asegurando su persistencia, su vida en la memoria, lo que no
obsta a la aceptación de su muerte, no de su inexistencia.
La muerte introduce el duelo en un tiempo sin nombre. Barnes
(2013/2014) ubica los acontecimientos posteriores a la muerte de su esposa
en el Año Uno, el Año Dos, y así sucesivamente. Está comenzando otra
vida, una nueva, al menos diferente a la anterior con su mujer, y es como
si se iniciara una nueva era, se inaugurara un calendario nuevo. Y de eso
se trata: el dolor, el vacío, la soledad, el desconsuelo perviven en un tiempo
desconocido, extraño, anónimo. Un tiempo sin nombre. Y para sacarlo
del anonimato es necesario nombrarlo, ordenarlo, numerarlo, inscribirlo
en una cronología: Año Uno, Año Dos… Escribe:
El duelo reconfigura el tiempo, su duración, su textura, su función: un
día no significa más que el siguiente, ¿y entonces por qué los han distin-
guido y les han puesto nombres distintos? También reconfigura el espacio.
Has entrado en una nueva geografía, con mapas trazados por una nueva
cartografía. (p. 103)
Ya antes había manifestado: «Has cruzado el espejo, como en una
película de Cocteau, y te encuentras en un mundo donde reinan una lógica
y una pauta nuevas» (p. 89).
Me interesa destacar ahora sus reflexiones acerca de la elaboración del
duelo y una supuesta superación exitosa del mismo.
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Elaboración del duelo. Suena como un concepto muy claro y sólido, con
el aplomo de la primera palabra. Pero es fluido, escurridizo, metamórfico.
A veces es pasivo, la espera a que el tiempo y el dolor desaparezcan; otras
veces es activo, una atención consciente a la muerte y a la pérdida del ser
amado; a veces, necesariamente, te distrae (el insulso partido de fútbol, la
abrumadora ópera). (p. 127)
Define la «superación» del duelo de una forma tan metafórica como
magistral: «lo superas más bien a la manera como una gaviota se libra por
fin de la pegajosa mancha de petróleo. Alquitranado y emplumado de por
vida» (p. 139). Y en las últimas páginas se pregunta qué es el «éxito» en el
duelo. Y se responde que lo que quizá suceda con la aflicción es que
imaginamos que la hemos combatido, que hemos sido resueltos, superado
la tristeza, restregado la herrumbre de nuestra alma, y lo que en verdad
ha ocurrido es que la aflicción se ha desplazado a otro sitio, ha cambiado
su propósito. (pp. 142-143)
Hemos aprendido, en realidad, a convivir, a estar en sintonía con ella,
a integrarla a nuestro yo, a no sentirla ajena. Uri —el hijo militar de David
Grossman, escritor israelí activista por la paz— murió alcanzado por un
misil en la segunda guerra del Líbano. Su padre escribió un libro poético,
Más allá del tiempo, sobre el fallecimiento de su hijo y su propio duelo
interminable. Grossman reveló su convencimiento de que el dolor lo iba
a acompañar siempre.
La gente se preocupó por mí. Me decían: ¿Por qué te metes ahí? ¿Por qué
no esperas a que se te curen las heridas? Yo les contestaba que, si acaso, el
tiempo ya lo curaría. O no. Soy de los que sospechan de las recuperacio-
nes rápidas. No quiero distraerme para lograr no estar en contacto con
el dolor. Lo que me pasó fue demasiado doloroso, pero ahora es parte de
quien soy. Y yo quiero ser yo. (Grossman, citado por Juan Cruz I, 24 de
diciembre de 2013, párr. 16)
Aserción escalofriante y elocuente.
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«Toda historia de amor es una potencial historia de aflicción» (Barnes,
2013/2014, p. 84). Historia potencial que se actualiza, se realiza, cuando se
produce la pérdida del ser amado; más aun, cuando la pérdida es ocasionada
por la muerte a secas. Aflicción que no es depresión, sino una tristeza debida
porque va a suceder necesariamente a la muerte, la que no pone punto final
ni a la existencia ni al amor, aunque sí a la vida. (Podríamos establecer una
ética del duelo, como hay también una ética del deseo y de la muerte, a la que
eventualmente agregaría una del amor). «Los afligidos no están deprimidos,
sino solo debida, adecuada, matemáticamente tristes (“el dolor es directa-
mente proporcional al valor de lo que hemos perdido”)» (p. 88). Sin embargo,
como ya he dicho, Barnes confiesa sus pensamientos suicidas. Pero ¿tales
pensamientos y la depresión son correspondientes? Cuando el valor de lo
que hemos perdido nos es tan importante que supone una enorme pérdida
en nosotros mismos, en nuestro propio yo, despojado por la muerte que
no pide permiso para su siega cruel, ¿no es comprensible que no queramos
seguir viviendo? Una enorme pérdida. Tan enorme que, después de treinta
años de vivir juntos, Barnes siente que ha quedado reducido a nada. Peor
aun, podría ser caracterizado por un «−», un menos, un signo negativo:
Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. […] a veces fun-
ciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano,
en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo
que desaparece es mayor que la suma de lo que había. [Si amar es «dar lo
que no se tiene», Barnes nos estaría ofreciendo una confirmación]. Esto es
quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible. (p. 83)
¿Quién está muerto? De los dos, por supuesto. Una amiga me contó
que en los primeros tiempos que siguieron a la muerte de su marido se
hacía esa pregunta.
El duelo patológico ¿existe?
Ni Freud —Duelo y melancolía (1917 [1915]/1979)— ni Klein —El duelo y
su relación con los estados maníaco-depresivos (1940/1983)— reflexionaron
sobre el duelo independientemente de la melancolía y la manía. Quizá con-
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tribuyeron así a que el duelo perdiera su especificidad y se le atribuyeran,
además, formas patológicas, próximas a la melancolía o la manía. Klein
(1940/1983) incluso lo consideró una enfermedad: «El sujeto en duelo es
realmente un enfermo» (p. 288). ¿Se elabora el duelo, se supera? Yo prefería
hasta hace un tiempo los términos tramitar o procesar, pero ahora tam-
poco me conforman: considero que hacer el duelo es transitar a tientas
por un camino casi intransitable, con avances, caídas y retrocesos, del cual
cada uno saldrá a su manera, como y cuando pueda (en el tiempo que
necesite), si es que puede6. Pero, en el mejor de los casos, «alquitranado y
emplumado de por vida». Muy lejos de la restitutio ad integrum tan cara
a la medicina, al menos en cierta época no muy lejana. Pero tal parece ser
la ilusión de Freud (1916 [1915]/1979): el completo restablecimiento de un
estado anterior, un retorno sin siquiera cicatrices (ni alquitranado ni em-
plumado). Veamos qué nos propone: «Sabemos que el duelo, por doloroso
que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar
a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra
libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de
vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo
posible, tanto o más apreciables» (p. 311). Sustitución imposible: si esa per-
sona fuera sustituible, no fuera para nosotros irreemplazable, no haríamos
el duelo por ella. Y, encima, ¿sustituible por alguien más apreciable?
Si cada uno transita el duelo como puede, ¿debemos distinguir dos
categorías de duelos?, ¿debemos hablar de duelos normales y duelos pa-
tológicos? ¿En base a qué: duración, conjunto de las manifestaciones, in-
tensidad de las mismas? El duelo es algo subjetivo, íntimo, y su duración
(no pueden existir normas que la pauten) no tendría que definir un duelo
como normal o patológico. Allouch (1995/1996) cuestiona la noción freud-
iana de «trabajo de duelo» y se pregunta por qué Freud no pensó el duelo
como traumatismo:
6 En la película Truman (2015) —dirigida por Cesc Gay—, Julián, encarnado por Ricardo Darín, padece
una enfermedad terminal. En cierto momento, afirma que cada uno se muere como puede. La muerte
es siempre terrible, tanto para el que sabe que se está muriendo como para el (los) doliente(s). Y cada
uno transita el duelo también como puede. Gay, C. (director). (2015). Truman [cinta cinematográfica].
España/Argentina: Audiovisual Aval SGR, BD Cine, Canal+, Fox+.
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Se hubiera podido situar así la temporalidad del duelo gracias a la del
après-coup (consustancial a la noción de traumatismo), cuando en la ver-
sión freudiana persiste la mayor vaguedad en lo que concierne al tiempo
del duelo. (p. 129)
Sin duda, la muerte de un ser amado es traumática. Es más: es un
trauma ocasionado por la más desconsiderada de las tragedias, impensable
e inimaginable hasta que es vivido en carne propia (literalmente, ya que el
cuerpo —la carne— es incapaz de permanecer ajeno al dolor y sufrimiento
psíquicos). Pero cuando de la muerte se trata, no hay una conexión de
dos escenas que otorgue a la primera su valor patógeno. Lo que sí habría
serían sucesivas resignificaciones —recuerdos y vivencias mediante— que
permitirían reconocer la magnitud de la pérdida, la violencia inusitada
del traumatismo con su inicial secuela de estupefacción, instaladas en
un tiempo subjetivo diferente al devenir cronológico. En un tiempo sin
nombre. Las muertes no son autónomas respecto de aquellas otras que
las precedieron o las sucederán: una muerte ocasiona una remoción de
muertes anteriores y las resignifica, así como ya está enlazada —augurán-
dolas— con las que vendrán.
No se puede pensar un «trabajo de duelo» similar al trabajo del sueño,
con los mismos mecanismos inconscientes, pero si consideráramos que
aquel es homogéneo con este, su duración sería puesta en cuestión por la
atemporalidad de lo inconsciente. Si los procesos anímicos inconscien-
tes —raíces de un pretendido «trabajo de duelo»— no se modifican por
el transcurso del tiempo (Freud, 1915b/1979, p. 184), mal puede un duelo
llegar a buen puerto. Entiéndase esto, en caso de concordar con Freud (1917
[1915]/1979), como la constatación de la inexistencia del objeto y el con-
siguiente desasimiento de la ligazón con él7 (p. 252). El tiempo del duelo
estaría, entonces, en un caso, situado en la temporalidad del après-coup o,
en otro, atascado en la atemporalidad de lo inconsciente.
7 Klein (1940/1983), contrariamente a Freud, sostiene que «el trabajo de duelo» concluye cuando «el
individuo reinstala dentro de él sus objetos de amor perdidos reales y al mismo tiempo sus primeros
objetos amados» (p. 301).
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Los sueños pueden ayudarnos a transitar el duelo; ser un consuelo,
como dice Barnes. En sus sueños, Pat goza de buena salud; en los míos,
junto al deseo de que Nelly estuviera viva, en los primeros meses apa-
recía facilitado el camino hacia la muerte. Por otro lado, considero que
no hay sueños patológicos: hay sueños a secas, que difieren según las
diversas estructuras psicopatológicas de los individuos que los sueñan.
También el duelo, como la muerte que lo origina, es a secas. No hay
duelos patológicos: los duelos, como los sueños, pueden inscribirse en
una estructura psicopatológica determinada que le otorga sus caracteres.
Según Allouch (1995/1996), Marguerite Anzieu en (con) su locura hace el
duelo por su hija muerta al nacer (p. 18). Pero su duelo psicótico no es un
duelo patológico, sino una psicosis, aunque, al fin y al cabo, sea la forma
de hacer su duelo. Podemos pensar que también la manía o la melancolía
pueden ser formas de hacer el duelo por la muerte de un ser querido.
Pero el duelo no les proporciona sus síntomas, sino que es acogido en
ellos —diría que el duelo es «tragado» por la melancolía o la manía, y no
a la inversa—, aunque debo admitir que en algunas ocasiones la muerte
de un ser querido actúa como desencadenante de la locura. Aquí no hay
ningún «trabajo de duelo».
Con cierta frecuencia y, a veces, al poco tiempo, se produce la
muerte de quien perdió a su cónyuge o un hijo o una hija. ¿Deberíamos
considerar esta muerte como una imposibilidad de hacer el duelo? ¿o
como el desenlace de un duelo patológico? ¡Qué exceso de duelos pa-
tológicos habría entonces!
¿Y qué destino le damos al traumatismo? «El duelo por mi hermano lo
había neutralizado casi por completo mediante abreacción a lo largo de la
evolución, jalonada de esperanzas truncadas, de su enfermedad; de modo
que su muerte y entierro me emocionaron, pero no despertaron en mí
ninguna desesperación ni sufrimiento profundo» (Freud y Ferenczi, 2001,
p. 47), le escribe Ferenczi a Freud el 18 de febrero de 1912, días después de la
muerte de un hermano. ¿Es suficiente con la abreacción? Además, ¿abreac-
ción casi completa y durante la evolución de la enfermedad, o sea, previa
a la muerte? ¿Tendremos que reconsiderar la pertinencia del «trabajo de
duelo»? ¿O bucearemos en la subjetivación de la pérdida? Dejemos hablar
a Barnes (2013/2014):
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Al principio sigues haciendo lo que solías hacer con ella, por familiaridad,
amor, necesidad de una pauta. Pronto te percatas de la trampa en que has
caído: atrapado entre lo que hacías con ella, pero sin ella, y por lo tanto
añorándola; o haciendo cosas nuevas, cosas que nunca hiciste con ella, y
por lo tanto añorándola de otro modo. (p. 108)
Es una trampa sin salida: no la hay porque ella ya no está y su ausencia
es irreversible. Pese a que desea (añora) un objeto imposible, lo que hace
de su deseo un deseo imposible, de imposible satisfacción, apela a un juego
fantasmático, imaginario, de presencia-ausencia que le permita instalar la
simbolización como «solución»8:
Así pues, hablo con ella continuamente. Es algo tan normal como necesa-
rio. […] Externalizo a mi mujer sin esfuerzo y de un modo natural porque
ahora la he internalizado. La paradoja del luto: si ya he sobrevivido a cuatro
años de su ausencia es porque viví cuatro años de su presencia. (p. 125)
Otra forma de hacer el duelo con ella, entre dos. Pero no se engaña:
algo más adelante dice que perdió a su compañera de duelo (p. 126). Y ya
había dicho:
Cuentas continuamente cosas para que el ser amado lo «sepa». No cejas
en tu empeño por más que seas consciente de que te estás engañando
(aunque, si lo eres, al mismo tiempo no te engañas). Y todo lo que hagas
posteriormente es más pobre, más endeble, importa menos. No produce
eco: no hay textura, ni resonancia, ni profundidad de campo. (p. 122)
A mi entender, subjetivar la pérdida implica reconocerla y acogerla
dentro de sí. Supone internalizarla, «apropiarse» de la falta, de la muerte
del ser amado, del ser amado muerto; supone impedir que la pérdida sea
perdida, evitar la pérdida de la pérdida. Solo así podrá ser simbolizada,
8 Contribuye igualmente a la simbolización —así como también lo hacen los ritos funerarios— el recurrir
a la escritura para darle palabras al dolor y, haciéndolo público —publicándolo—, compartirlo.
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incluida en una cadena significante, en un entramado de representaciones,
en una malla de recuerdos, y externalizada, «devuelta» con una «escritura
diferente». Solo así el ser amado estará muerto, pero no inexistente.
De un trabajo de Vázquez y Cattivelli (2000), transcribiré un frag-
mento del Coloquio con la madre, epílogo de la película Kaos, dirigida por
los hermanos Taviani, adaptación libre de Novelle per un anno9 de Luigi
Pirandello:
Madre: No llores… me debes pensar como aquí, ahora, viva.
L. Pirandello: Sí, viva te veo pero no lloro por eso. Te pienso, te imaginaré
siempre como ahora, pero lloro por otra cosa, lloro porque tú no puedes
pensar en mí… Cuando estabas sentada aquí, en ese ángulo yo decía: si
ella desde lejos me viera yo estoy vivo para ella, y esto me sostenía y me
confortaba. Ahora que estás muerta y no me piensas más yo ya no estoy
vivo para ti, y no lo estaré más. (p. 221)
Cuando muere un ser querido, algo nuestro muere con él. Estar vivo
para el otro es ser amado, pensado, recordado, simbolizado por él. Hare-
mos, por tanto, el duelo por él cuando su muerte haga que nos falte y ya
no nos piense más, no nos re_presente más, no pueda ya recordarnos, no
nos tenga más ni en su cabeza ni en su corazón. Su muerte no impide, en
cambio, que sostengamos su existencia si podemos seguir pensándolo
(pensándolo vivo, como el muerto, a su vez, demanda desde ese lugar de
la falta), si somos capaces tanto de aceptar su muerte real como de inmor-
talizarlo al mismo tiempo en nuestra memoria.
Las identificaciones en los duelos
En un excelente trabajo, Ihlenfeld de Arim (1998) examina la identifi-
cación de una niña, Esther, con su madre. Esther inició su análisis a los
seis años; su madre murió dos años después en un accidente automov-
ilístico. Luego de esta muerte, la niña concurrió durante mucho tiempo a
9 Cuentos para un año.
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las sesiones vestida con un buzo negro y blanco a rayas que había pertene-
cido a su madre, y permanecía «sentada, quieta, sin hablar, con expresión
lívida pero sin llorar» (p. 45). No me voy a detener en los comentarios de
la autora con los que, en buena medida, coincido. Las rayas, la alternancia
del negro y el blanco, quizá aludan a la coexistencia en ella de la vida (una
vida que ha quedado en blanco) y la muerte, de la madre viva (revivida
bajo el buzo que esta había usado en vida) y de la madre muerta, de la
muerte misma (la imagen lívida, de silenciosa inmovilidad).
«“La muerte llama a la muerte”», dice Allouch (1995/1996, p. 40; en-
tre comillas en el original). Una analizante cuya abuela había muerto
muchos años antes soñó una noche que esta salía de su tumba y la lla-
maba para que fuera con ella, pero se encontraba con la negativa de la
nieta a acompañarla. A partir de ese momento, se sintió más aliviada. ¿La
identificación imaginaria de la niña analizada por Ihlenfeld de Arim sería
una manera de invertir ese llamado, trayendo ella a su madre muerta?
También la vida llama a la vida. No en el sentido de Freud, que requiere
un controversial «examen de realidad», el cual probaría que el objeto
amado ya no existe más, y el sobreviviente, para no correr la misma
suerte, optaría por desinvestirlo. La llama de tal modo que el doliente se
identifica con el ser amado muerto, pero en cuanto vivo, como una forma
de reintegrarlo a la vida y recobrar lo que ha perdido en él. Así como la
muerte llama al vivo a la muerte, la vida llama al muerto a la vida. El vivo,
aquel que ha sobrevivido, llama al muerto a la vida. Es así como Esther le
da vida a su madre debajo del buzo a rayas (otra inversión: fue su madre
quien primero le dio a ella la vida) y mi analizante sueña con su abuela
levantándose de su tumba y convocándola, para lo cual es necesario que
esté viva, por lo menos en ese instante antes de regresar a su sepulcro. Y
es así como el muerto aparece frecuentemente vivo en los sueños o se le
cree ver en la calle o en cualquier otro lugar en el que haya alguien con
rasgos similares. También por muy breve tiempo. ¿Cómo podríamos
confiar, sin ser incautos, en el «examen de realidad» si esta es engañosa,
aun cuando lo fuera fugazmente?
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Más sobre el amor. El agalma. La herida narcisista
La elegía de John e Yves Berger (2014/2015) se inicia con estas conmo-
vedoras palabras de Yves: «Mamá, estoy a punto de inaugurar mi primera
exposición en Londres. Cuánto te echo de menos. Sé lo contenta que estarías»
(p. 10, cursivas del autor).
Es un bello ejemplo de que
solo estamos de duelo por alguien de quien podemos decirnos Yo era su
falta. Estamos de duelo por personas a quienes hemos tratado bien o mal
y respecto a quienes no sabíamos que cumplíamos la función de estar en
el lugar de su falta. (Lacan, 1962-1963, p. 155)
Es decir, en el lugar del objeto a —objeto causa del deseo— como falta.
Allouch (1995/1996), empleando unos términos que toma de El banquete
de Platón (ya utilizados en su seminario sobre La transferencia por Lacan,
1960-1961/2003), sostiene que «por su muerte, el muerto adviene como ero-
menós, detentador del agalma (el pequeño trozo de sí de inestimable valor);
quien está de duelo se halla pues, brutalmente, salvajemente y públicamente
puesto en posición de erastés, de deseante» (p. 31). Pero en el duelo no se
trata de la transferencia. O, ineludiblemente, sí se trata, pero de un modo
diferente al de la transferencia en la cura psicoanalítica. El analista ocupa el
lugar del muerto, pero no lo está; no es más que un lugar, una función. En
el duelo hay una reciprocidad, un entrecruzamiento de erastés y eromenós.
Yves añora a Beverly al tiempo que mantiene su posición de eromenós,
deseado como poseedor del agalma: su brillo, su éxito en el arte. Siguiendo
esta línea de pensamiento, escuchemos a Barnes (2013/2014):
Es cierto que parte de mi congoja se centra en mí mismo —mira lo que he
perdido, mira cómo se ha empobrecido mi vida—, pero más, mucho más,
y ha sido así desde el principio, en ella: mira lo que se ha perdido, ahora
que ha perdido la vida. (p. 96, cursivas del autor)
La pérdida no es solo del sobreviviente por lo que se ha llevado el ser
amado muerto (el pequeño trozo de sí): es también de este por lo que ha
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dejado. Como hemos visto, la madre de Pirandello le demanda que la
piense viva.
Sin embargo, en el duelo no podemos obviar la dimensión del amor
(algo ya he dicho al respecto), que excede las consideraciones anteriores,
denunciando su insuficiencia. «En el amor resalta una dimensión donde
predomina la unidad, la totalidad; en síntesis: la síntesis, la estructura
narcísica» (Harari, 1987, p. 187). El agalma (el pequeño trozo de sí) no lo
es todo, no puede dar cuenta de todo.
El amor de J. Berger (2014) por Beverly se manifiesta de manera per-
turbadora cuando, en las condiciones más penosas del deterioro producido
por la enfermedad, no cesa de verla bella, «incomparablemente bella» (33).
Belleza que asienta la permanencia de Beverly, su existencia: «La belleza
de tu valentía te acompañó hasta el final. Y, desafiando el tiempo, se ha
quedado con nosotros. Llena el silencio» (34).
La identificación con el ser amado muerto procura desafiar el tiempo,
colmar el silencio, restablecer la unidad, la estructura narcísica (aunque
estas —la unidad y la estructura narcísica— se corresponden más estricta-
mente con el enamoramiento que con el amor). Con incomparable lucidez,
que su dolor no alcanza a empañar, Barnes (2013/2014) nos alerta:
Pero en el duelo hay muchas trampas y peligros, y el tiempo no los atenúa.
La autocompasión, el aislamiento, el desprecio del mundo, el egotismo de
creerse excepcional: todos ellos aspectos de la vanidad. Mira cuánto sufro,
hasta qué punto los demás no comprenden: ¿no demuestra esto lo mucho
que amé? […] El duelo también puede ser competitivo: mira cuánto le o
la amé y lo demuestro con mis lágrimas (y gano el trofeo). (pp. 137-138)
En tales circunstancias, el dolor genera un placer y una gratificación de
índole narcisista que resarcen al doliente, aunque más no sea que de forma
precaria, de la pérdida sufrida en el yo como consecuencia del quiebre,
diría de la demolición, de la estructura narcísica.
Freud no es ajeno a esto. En una carta a Ferenczi del 4 de febrero de
1920, a los 10 días del fallecimiento de Sophie, le confiesa:
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«Las invariables y recurrentes horas del deber» [cita de Schiller] y «El caro
y encantador hábito de vivir» [cita de Goethe] contribuirán a que todo
vuelva a ser como antes. En el fondo de mi ser siento, no obstante, una
herida amarga, irreparable y narcisista. (Freud, 1960/1972, p. 94)
La muerte del ser amado nos desgarra hasta nuestras profundidades,
nos abre una herida narcisista honda y perdurable. No habrá reparación
de la herida ni recuperación de lo que por allí hemos perdido de nosotros
mismos. No habrá restitutio ad integrum: es irreversible. Y por ende, al
oponerse la realidad al deseo, nada será como antes. Freud procura, in-
útilmente, desmentir esa nueva realidad.
La gratificación narcisista suministrada por el dolor (al que pretende
compensar, de la misma manera que intenta restañar la herida, impedir la
prosecución de la hemorragia —vano intento, pues la herida permanecerá
abierta) no se limita a los duelos por la muerte de seres queridos. Hace
algunos años, una analizante me confió: «Soy la monopolista del infierno».
Esta dramática definición de sí misma sustentaba su comprometida iden-
tidad —soy— al mismo tiempo que afirmaba su omnipotencia narcisista,
en procura de mitigar, hasta donde ello fuera posible, su sufrimiento, su
terrible dolor vinculado a una pérdida en su cuerpo que le había causado
una importante discapacidad. Monopolizar el infierno era, para ella, ganar
el siniestro trofeo que la resarciera de su impotencia.
Y, por último, ¿duelo terminable o interminable?
Nacemos y morimos con el otro. Para hacer el duelo también necesitamos
del otro. Barnes (2013/2014) nos refiere que demoró varios días en reac-
cionar ante el suicidio del hijo de unos amigos porque le faltaba Pat, su
compañera de duelo (p. 126). ¿Qué hacer, entonces, si quien muere es jus-
tamente esa compañera de duelo? ¿Cómo hacer el duelo por ella? Barnes
le habla a Pat, como yo también lo hago con Nelly, mientras que J. Berger
(Berger y Berger, 2014/2015), en su elegía, se dirige directamente a Beverly.
Allouch (1995/1996), quien critica la identificación con el objeto per-
dido (pp. 140-141), escribe: «La identificación está al servicio del acto; no
se trata, esencialmente, de un acto de identificación» (p. 141). Creo, como
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él, que no se trata de sustituir por identificación al objeto insustituible
(p. 139), lo que supondría una contradicción. Se trataría más bien de
poderlo externalizar (acto, según pienso, a cuyo servicio estaría la iden-
tificación) por haberlo internalizado —simbolizado (¿subjetivado?)—,
tal como lo expresa Barnes. Y de este modo poder afrontar y transi-
tar el duelo entre los dos. Procurando recuperar el nosotros diluido en
yo. Procurando recuperar también el imprescindible soporte narcisista
perdido que la mirada proporciona: verme mirado. Sostén imaginario,
asevera Nasio (1990/1991), que el otro significaba para mí cuando vivía:
«mi propia imagen devuelta por el otro vivo y amado» (p. 110). Y procu-
rando recobrar por esa vía la voz del otro, envoltura sonora que también
me sostenía.
Cierro estas páginas con la conjetura de que es muy difícil, si no im-
posible, establecer una teoría única, abarcadora, inclusiva, del duelo: no
es unívoco, no es transitado de la misma manera por todos los supérstites.
Tiene un carácter impar, personal, íntimo e intransferible. Es, en gran
medida, un enigma. Su final, si lo tiene, es privativo e incierto. No hay
garantía de terminación, aunque algunos autores, pienso que con cierta
precipitación y, muchas veces, en franca oposición —lo vimos en Freud
y Klein—, describen los procesos que, según ellos, nos conducirían a una
solución exitosa de los duelos. El cambio de postura que Freud evidencia
en algunas de sus cartas posteriores a la muerte de Sophie no aparece en
sus artículos ulteriores. Allouch (1995/1996), quien centra el duelo en la
pérdida del pequeño trozo de sí, considera que
no hay subjetivación de la pérdida del duelo sin pérdida de ese suplemento;
no es sino al ser perdido, graciosamente sacrificado, que ese suplemento
satisface su función de hacer posible la pérdida de aquel que ha sido per-
dido. Así, de desaparecido ese alguien adquiriría el estatuto de inexistente.
Así dejaría posiblemente de aparecer, como un fantasma [fantôme]10 o una
alucinación. (p. 413)
10 Entre corchetes y en francés y cursiva en la traducción al español.
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Al final de Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, admite que
el «gracioso sacrificio de duelo» (p. 420) puede o no cerrarse, dependiendo
de la presencia o ausencia de su exposición, rasgo distintivo determinante.
Aceptar que el ser amado ha muerto, aprender a convivir con el dolor11
ocasionado por su desaparición y salvaguardar su existencia en nosotros
manteniéndolo investido con nuestro amor son mojones o quizá el destino
definitivo al que nos conduzca el camino trazado por el duelo si tenemos
la suficiente fortaleza para recorrerlo. ◆
11 Convivir con el dolor —y no solo en los duelos— no significa que debamos mantenerlo peligrosamente
recluido dentro de nosotros. A Frida Kahlo, que bien sabe de esta convivencia por haber soportado
el dolor con enorme entereza durante una vida saturada de penurias, se le atribuye una frase que
corrobora lo dicho anteriormente: «Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore
desde el interior». Su enorme talento artístico le facilitó la exteriorización del suyo, reflejándolo(se) en
su pintura.
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Resumen
El duelo por antonomasia es el duelo por la muerte de un ser amado. Se
recibido: julio de 2016 - aceptado: agosto de 2016
considera principalmente el duelo por la muerte de la compañera, indi-
solublemente unido al amor, que es su razón de ser.
El duelo es único, íntimo —lo que no excluye la necesidad del (de los)
otro(s) para encaminar su penoso tránsito—, personal e intransferible.
Pero, asimismo, es múltiple, porque la muerte del ser amado despliega el
montaje reminiscente de los sucesivos períodos vividos con él, en cada uno
de los cuales se renuevan su pérdida y el duelo consiguiente.
Se revisan aspectos tales como el trabajo de duelo, el objeto sustitu-
tivo, el duelo patológico, el papel de las identificaciones, el quiebre de la
estructura narcísica. Es muy difícil, si no imposible, establecer una teoría
única, abarcadora, inclusiva, del duelo: no es unívoco, no es transitado de
la misma manera por todos los supérstites. Su final, si lo tiene, es privativo
e incierto.
Aceptar que el ser amado ha muerto, aprender a convivir con el dolor
ocasionado por su desaparición, salvaguardar su existencia en nosotros
manteniéndolo investido con nuestro amor son mojones o quizá el destino
definitivo al que nos conduzca el camino trazado por el duelo si tenemos
la suficiente fortaleza para atravesarlo.
Descriptores: amor / duelo / escritura / viudez / identificación / hombre / muerte
Persona-tema: berger, j. / barnes, j.
Obra-tema: niveles de vida / barnes, j.
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issn 1688 - 7247 | (2016) Revista uruguaya de Psicoanálisis (en línea) (122)
Summary
The quintessential mourning process is the mourning of the person loved.
There is a central consideration of the mourning for the death of the part-
ner, insolubly bound to love, the reason for its existence.
The mourning process is unique, intimate —which excludes the need
for the other(s) in order to deal with its painful transition—, personal and
non-transferrable. But, at the same time, it is multiple because the death of
the loved one displays the staging of reminiscences of successive periods
of time lived with him, every one of which renew its consequent feelings
of loss and mourning.
The paper reviews different issues such as the work of mourning, the
substituting object, the pathological mourning, the role of identifications
and the breakdown of the narcissistic structure. It is very difficult, if not
impossible, to establish a unique, all-embracing, inclusive theory of the
mourning process: it is not univocal, it is not experienced in the same way
by all survivors. Its end, if there is one, is exclusive and uncertain.
Accepting that the loved one has died, learning to live with the pain
caused by his death, safeguarding his existence in us, keeping him invested
with our love, are milestones or perhaps the final destination reached by
the path opened by the process of mourning, if we have enough strength
to go through it.
Keywords: love / mourning / writing / widowhood / identification / man / death
Author-subject: berger , j. / Barnes, j.
Work-subject: niveles de vida / barnes, j.
yo: el resto de nosotros. una revisión experiencial del duelo | 115
issn 1688 - 7247 | (2016) Revista uruguaya de Psicoanálisis (en línea) (122)
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