Una estela salvaje
kathryn schulz
Traducción de Marta Rebón
gatopardo ediciones
Título original: Lost & Found
Copyright © Kathryn Schulz, 2022
© de la traducción: Marta Rebón, 2023
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2023
Rambla de Catalunya, 131, 1.o- 1.a
08008 Barcelona (España)
[email protected]www.gatopardoediciones.es
Primera edición: septiembre, 2023
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: © Lucas Heinrich
Imagen de la solapa: © Dmitri Kasterine
ISBN: 978-84-127403-1-8
Depósito legal: B-17015-2023
Impresión: Liberdúplex S.L.
Impreso en España
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Para mi padre, al que perdí,
y para C., que me encontró
Nada abarca todo ni domina sobre todo.
Detrás de cada frase va la conjunción «y».
William James, Un universo pluralista
i
pérdidas
Nunca me han gustado los eufemismos para referirse a la
muerte. «Pasó a mejor vida», «voló al cielo», «nos dejó»,
«le llegó la hora»: este lenguaje, por muy bienintenciona-
do que sea, nunca me ha brindado consuelo. En aras de la
delicadeza, se intenta suavizar el impacto y la brusquedad
de la muerte; en aras de la comodidad, se elige lo seguro
y familiar en lugar de lo bello y evocador. A mí me parece
una manera de rehuir el tema, como mirar verbalmente a
otro lado. Pero la muerte es tan imposible de evitar —esta
es la verdad desnuda y fundamental— que cualquier in-
tento de ocultarla parece fuera de lugar. Como escribió el
poeta Robert Lowell: «¿Por qué no decir lo que pasó?».
Aun así, debo hacer una excepción. «Perdí a mi pa-
dre…» Hacía apenas diez días que había muerto cuando
me vi recurriendo por primera vez a esta expresión. Estaba
ya de vuelta en casa, después de largas semanas sin mover-
me de su lado en el hospital, después de su muerte, después
del servicio fúnebre, empujada de nuevo a una vida que
parecía idéntica a la de antes de irme, ordenada e ilumina-
da por la luz diurna, aunque el dolor convertía cualquier
obligación mundana en una tarea abrumadora. Tenía el
teléfono atornillado entre el hombro y la barbilla. Mientras
mi padre estuvo hospitalizado, primero en la unidad de
cardiología, luego en la UCI y finalmente en cuidados pa-
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liativos, recibí una serie de mensajes automáticos de la re-
vista para la que trabajo en los que se me informaba de que
debía cambiar la contraseña del correo electrónico, o se blo-
quearía. Estos mensajes llegaban con la regularidad de un
reloj, recordándome que mi acceso expiraría en diez días,
nueve, ocho, siete… Es asombroso cómo lo mundano y lo
existencial siempre están pegados, como las páginas de un
libro tan gastado que la impresión se ha transferido de
una hoja a otra. No logré cambiar la contraseña; perdí el
acceso a mi correo electrónico y, con él, cualquier posibi-
lidad de resolver el problema por mi cuenta. Y así, poco
después de que falleciera mi padre, me encontré hablando
por teléfono con un técnico del servicio de atención al
cliente, explicándole, aunque fuera del todo innecesario,
por qué no había tomado a tiempo las medidas oportunas.
Perdí a mi padre la semana pasada. Tal vez porque aún
estaba en esos primeros días distorsionados del duelo,
cuando gran parte del mundo familiar parece tan extraño
e inaccesible, de pronto me sorprendió como nunca lo ex-
traña que sonaba esa frase. Obviamente, mi padre no se
había alejado de mí como un niño pequeño en un pícnic,
ni había desaparecido como un documento importante en
una oficina en desorden. Y, sin embargo, a diferencia de
otras formas indirectas de nombrar la muerte, esta fórmu-
la no me parecía esquiva ni hueca. Sonaba sencilla, triste
y solitaria, como el duelo en sí. Desde la primera vez que
la pronuncié aquel día por teléfono, me dio la sensación de
que era algo que podía usar, como se usa una pala o una
campanilla: frío y sonoro, con un toque de desespero, pero
también de resignación, un fiel reflejo de la confusión y la
desolación propias del duelo.
Cuando hice indagaciones más tarde, descubrí que
no era una coincidencia que «perder» se me hubiera reve-
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lado tan adecuado. Siempre había supuesto que en refe-
rencia a los muertos se empleaba en sentido figurado, que
quienes estaban de luto se lo habían apropiado y habían
desvirtuado su significado original. Pero resulta que no
era así. El verbo «perder» hunde sus raíces en la pena. La
forma del participio pasado lost significa «perdido», pero
también «olvidado», «desamparado». Proviene de una pa-
labra del inglés antiguo que significa «perecer» y deriva, a
su vez, de otra palabra aún más antigua que significa «se-
parar», «cortar». El sentido moderno de extraviar un objeto
no surgió hasta más tarde, en el siglo xiii; cien años des-
pués, to lose adquirió el significado de «no ganar». En el si-
glo xvi empezamos a perder la cabeza; en el siglo xvii, el
corazón. Dicho de otro modo, el círculo de lo que podemos
perder comenzó con nuestras propias vidas y con las de los
demás, y desde entonces se ha ido ampliando sin cesar.
Así sentí la pérdida después de la muerte de mi pa
dre: como un campo de fuerza concéntrico que se expandía
sin parar. Al final incluso hice una lista de todas las otras
cosas que también había perdido con el tiempo, sobre todo
porque no dejaban de venirme a la mente. Un juguete de
la infancia, un amigo de la infancia, un gato muy querido
que un día se fue y nunca regresó, la carta que me escribió
mi abuela cuando acabé la carrera en la universidad, una
camisa de cuadros azules raída pero perfecta, un diario que
escribí durante casi cinco años. La lista era interminable,
una especie de anticolección, un catálogo melancólico de
todo cuanto había ido perdiendo.
Cualquier lista como esa —y todos tenemos una— re-
vela enseguida cuán extraña es la categoría de la pérdida:
cuán enorme e inmanejable es, cuán poco tienen en común
los elementos que la componen. Al reflexionar sobre ello,
me sorprendió darme cuenta de que en realidad algunas
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formas de pérdida son muy positivas. Podemos perder la
timidez y el miedo, y, aunque resulta aterrador perderse
en la naturaleza, es maravilloso perderse en un ensueño, en
un libro o en una conversación. Pero se trata de felices ca-
sos excepcionales en un ámbito por lo general difícil de la
experiencia humana. Nuestras pérdidas suelen parecer-
se más a la muerte de mi padre: nos empobrecen la vida.
Puedes perder la tarjeta de crédito, el carné de conducir, el
recibo de una compra que quieres devolver; puedes perder
la reputación, los ahorros de toda una vida, el trabajo; pue-
des perder la fe y la esperanza; puedes perder la custodia
de tus hijos. Gran parte de la experiencia del desamor tam-
bién entra en esta categoría: una ruptura o un divorcio no
deseados implican la pérdida no solo de la persona amada,
sino también de la textura familiar de la vida cotidiana y
de una preciada visión del futuro. Lo mismo ocurre con las
enfermedades y lesiones graves, que pueden llevar a la pér-
dida de todo, desde capacidades físicas elementales has-
ta partes primordiales de nuestra identidad. Esto incluye
algunas de nuestras experiencias más íntimas, como la
pérdida de un hijo antes de nacer, así como algunos de los
acontecimientos más públicos y devastadores de la histo-
ria: guerras, hambrunas, terrorismo, desastres naturales,
pandemias, todas las horribles tragedias colectivas que re-
velan la pérdida en su forma más extrema.
Esta es la naturaleza esencial y voraz de la pérdida. Lo
abarca todo sin distinción: lo trivial y lo importante, lo abs-
tracto y lo concreto, lo extraviado temporalmente y lo desa-
parecido para siempre. A menudo procuramos ignorar su
verdadero alcance, pero por un tiempo, tras la muerte de
mi padre, vi el mundo tal como es en realidad, marcado
por las pérdidas pasadas y la inminencia de las futuras. No
se debió a que su muerte fuera trágica: mi padre murió en
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paz a los setenta y cuatro años, atendido hasta el final por
sus seres queridos. Fue porque su muerte no fue trágica;
lo que me impactó fue que algo tan triste pudiera ser el
curso normal y necesario de los acontecimientos. A raíz de
eso, me pareció que cada vida individual contenía dema-
siada angustia para su efímera duración. La historia, que
yo siempre había apreciado con sus lagunas y enigmas, de
repente parecía poco más que un relato a gran escala de la
pérdida, en especial cuando no podía ofrecer ningún rela-
to. El mundo en sí se me reveló fugaz: glaciares, especies y
ecosistemas desaparecían, daba la impresión de que los
cambios ocurrían a cámara rápida, como si a los que está-
bamos vivos hoy se nos hubiera permitido verlo todo des-
de la escalofriante perspectiva de la eternidad. Todo pare-
cía frágil, todo parecía vulnerable; la idea de la pérdida me
asaltaba por todos lados, como un orden oculto de la exis-
tencia que solo emergiera en presencia del dolor.
Esta incesante desaparición no es el único tema de
nuestras vidas; ni siquiera es el único tema de este libro.
Aun así, en las semanas y meses posteriores a la muerte de
mi padre, no podía dejar de pensar en ello, en parte porque
me parecía importante entender qué tenían que ver todas
esas pérdidas entre sí, y en parte porque me parecía impor-
tante entender qué tenían que ver todas ellas conmigo. Una
billetera perdida, un tesoro perdido, un padre perdido, una
especie perdida: por muy diferentes que fuesen entre sí,
estas y todas las demás cosas que faltaban de repente se
me revelaron cardinales para abordar la cuestión de cómo
se debe vivir; parecían, por estar ausentes, tener algo ur-
gente que decir sobre nuestra existencia en la Tierra.
Mi padre tenía algo urgente que decir sobre casi todo. El
mundo entero le resultaba infinitamente interesante, y dis-
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frutaba debatiendo sobre cualquiera de sus facetas: ya
fuesen las novelas de Edith Wharton, la radiación cósmi
ca de fondo, la regla del infield fly en el béisbol, las secuelas
de la Ley Taft-Hartley de 1947, el descubrimiento de una
nueva especie de mono nocturno en Sudamérica o los mé-
ritos del apple pie americano frente al crumble de manza
na. En cuanto supimos hablar, a mi hermana mayor y a mí
nos incluyó en estas conversaciones, aunque nunca le fal-
taron interlocutores. Mi padre atraía a la gente con el mag-
netismo de un planeta de tamaño mediano. Tenía una voz
estentórea, un marcado acento europeo, una mente for
midable, una barba de rabino, una barriga de Papá Noel
y el alcance gestual del hombre de Vitruvio; en conjunto,
el efecto que causaba era una mezcla de Sócrates y Tevie el
Lechero.1
El acento de mi padre era consecuencia de su infancia
desarraigada, que le llevó también a dominar seis idiomas.
Por orden aproximado de adquisición: yidis, polaco, he-
breo, alemán, francés e inglés. Muy a mi pesar, a mi herma
na y a mí nos educó exclusivamente en el último de estos,
pero lo compensó con la prodigalidad con que lo hizo. Mi
madre, profesora de francés y una gramática excelente, me
enseñó a trabajar con el lenguaje: cómo pronunciar «epí-
tome», cuándo usar el subjuntivo, cómo distinguir entre
los pronombres «quién» y «cuál». Pero fue mi padre quien
me enseñó a jugar con el lenguaje. Gracias a su formación
políglota, tenía una visión relativista de las reglas grama-
ticales y de su uso; no es que las desobedeciera a concien-
cia, pero le encantaba estirar las frases, hasta que casi se
1. Tevie el Lechero es el personaje principal de los cuentos recogidos en el
libro de título homónimo de Scholem Aleijem. Representa al judío sufrido y
trabajador, el padre de familia comprensivo y afable que afronta con entere-
za los reveses del destino. (N. del E.)
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rompieran, antes de dejar que volvieran a su sitio con una
violenta sacudida. No he conocido a nadie que pueda sa-
carse tan fácilmente de la manga frases asombrosas ni a
nadie que se divierta tanto simplemente al hablar. Cuando
expresé incredulidad en el momento en que corrigió mi
pronunciación de «epítome», enseguida me proporcionó
un recurso mnemotécnico inolvidable: rima con «antílope,
cíclope».
Existe un tópico según el cual todos los escritores han
tenido una infancia infeliz y buscan refugio en el lenguaje
y las historias para expresar o escapar de su miseria. En mi
caso, no es cierto. Provengo de una familia feliz en la que
el lenguaje y las historias eran un placer compartido y om-
nipresente. Uno de mis primeros recuerdos es el de ver a
mi padre, con su metro setenta y cinco de altura, asomarse
por la puerta mientras yo jugaba en la habitación: sorpren-
dida por su aparición repentina, a mí me parecía un gigan-
te benévolo y fascinante, que sostenía una antología Nor-
ton de poesía en una mano mientras agitaba la otra en lo
alto como Merlín al tiempo que recitaba Kubla Khan. Otro
recuerdo igualmente vívido data de unos años después,
cuando nos hacía escuchar a mi hermana y a mí, boquia-
biertas, el prólogo de Los cuentos de Canterbury, declamado
en un entusiasta y estentóreo inglés medio. Mi madre
pronto desistió de la tarea de convencerlo de que no nos
diera cuerda a la hora de dormir; él era el encargado de
leernos algo en voz alta cada noche, y lo hacía con gestos
extravagantes, voces dramáticas, muchos golpes en sus ro-
dillas, sobre las que estábamos sentadas, y una interpreta-
ción libérrima del cuento que tocara. En las mejores noches
dejaba los libros a un lado y nos deleitaba con una serie de
historias de cosecha propia sobre las aventuras de Yana y
Egbert, dos hermanos aficionados al peligro provenientes
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de un lugar llamado Rotterdam, un topónimo que eligió
porque sabía que su sonido haría reír a sus hijitas.
Aunque mi padre era mucho más leído de lo que yo
seré nunca, la literatura era su pasión, no su vocación. Era
abogado de profesión y ocasionalmente daba clases en la
Facultad de Derecho; ambos trabajos se le daban bien, pero
sobre todo la docencia, pues encarnaba a la perfección el
personaje del profesor distraído. Tenía una memoria pro-
digiosa, una curiosidad omnímoda y la capacidad de sepa-
rar el grano de la paja con la misma rapidez que una má-
quina clasificadora de monedas separa los centavos de los
cuartos. Lo que no solía tener, al menos nueve de cada diez
veces, era su billetera ni la menor idea de dónde había
aparcado el coche. Conforme al estereotipo, estos despistes
siempre parecían ser consecuencia de su extraordinario
intelecto, como si se las arreglara para canalizar hacia pro-
pósitos mejores toda la energía mental que el resto de los
mortales invertimos en no perder nuestras pertenencias.
Relacionadas o no, estas curiosas cualidades contradicto-
rias —una percepción notable del mundo y un notable ol-
vido de este— eran dos de las características definitorias
de su personalidad.
Entre las muchas cosas que mi padre era propenso a
perder figuraba él mismo. Crecí en un suburbio de Cleve-
land, y varias veces al año íbamos a Pittsburgh a visitar a
mi abuela materna. En teoría el viaje duraba poco más de
dos horas, pero antes de cumplir los diez años yo ya sabía
que debía alarmarme cuando mi padre se ponía al volante
y anunciaba que conocía un atajo. Para un niño todos los
viajes en coche son eternos, pero los nuestros eran mucho
más largos de lo necesario, porque a mi padre, terco y ama-
ble a partes iguales, no se le podía convencer de que no
sabía adónde iba. Recuerdo que una vez nos dirigimos más
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de media hora hacia el oeste en lugar de hacia el este, y otra
en que nos las arreglamos para tomar la misma salida in-
correcta de la autopista tres veces consecutivas. Mi madre
habría podido poner fin a todo esto, ya que tenía un senti-
do de la orientación mucho más afinado, pero también era
una esposa amorosa y pragmática, por lo que solo interve-
nía con delicadeza en estas desventuras cuando teníamos
prisa, cosa infrecuente según mi padre ya que, además de
no tener sentido de la orientación, también carecía del sen-
tido del tiempo.
En cualquier caso, como puede deducirse de su inca-
pacidad para localizar una ciudad como Pittsburgh, mi pa-
dre era un caso perdido cuando se trataba de seguirles la
pista a los objetos más pequeños. Su apodo cariñoso para
mi madre era Maggie (derivado de Margot, su nombre de
pila y el que usaba todo el mundo), y una de las frases que
más oí de niña fue «Maggie, ¿has visto mi…?», seguido de
talonario, gafas, lista de la compra, citación judicial, taza
de café, abrigo de invierno, el otro calcetín, entradas para
el béisbol o cualquier otra cosa extraviada, y eso varias ve-
ces al día. Sin falta, la parte final de este juego de pregunta
y respuesta era: «Está aquí mismo, Isaac». Afortunadamen-
te para mi padre, mi madre por lo general había visto el
objeto perdido y recordaba dónde estaba, o bien, en caso
contrario, tenía la paciencia de buscarlo hasta que apare-
cía. En consonancia con sus habilidades de orientación su-
periores, mi madre era paciente, metódica y muy conscien-
te de su entorno.
Yo heredé esas cualidades de ella; mi hermana, que
ahora es científica cognitiva en el MIT, no. En este sentido
había una brecha en nuestra familia de cuatro, por lo de-
más muy unida. En una escala que va del orden compulsi-
vo a la sublime despreocupación por el mundo físico coti-
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diano, mi padre y mi hermana estaban…, en realidad, en
ninguna parte; o cerca de la frontera entre Ohio y Pensil-
vania, en busca de esa escala. Mi madre y yo, entretanto,
estábamos ocupadas organizándolo todo por colores y
tamaños. Recuerdo nítidamente haber visto a mi madre
intentando enderezar el marco de un cuadro un tanto tor-
cido en el Museo de Arte de Cleveland. Mi padre, en cam-
bio, se pasó unas vacaciones enteras con dos zapatos dife-
rentes, porque no había metido otros en la maleta y
descubrió que los que llevaba puestos no eran del mismo
par solo cuando le pidieron que se los quitara en el control
de seguridad del aeropuerto. El mejor numerito de mi her-
mana en cuanto a viajes en avión consistió en perder su
ordenador portátil, tomar prestado el de su pareja y luego
olvidárselo en una puerta de embarque de United Airlines
una semana después del 11S, lo que estuvo a punto de pro-
vocar el cierre del aeropuerto de Oakland. También sobre-
sale, al igual que en su día nuestro padre, en el sutil arte de
la pérdida en serie: el móvil, una vez al año; la cartera, una
vez cada tres meses; las llaves, una vez al mes. La única vez
en mi vida adulta en que perdí la cartera, cometí el error
de quejarme a mi hermana, que no dudó en reírse de mí:
«Llámame cuando se sepan tu nombre en la Dirección Ge-
neral de Tráfico».
Como abanderada de mi linaje materno, al menos en
este aspecto, siempre he tenido una inclinación natural a
hacer cosas un poco antinaturales, como organizar la des-
pensa por grupos de alimentos, o volver a colocar cada uno
de los sesenta y cuatro lápices de colores en el mismo lugar
que les asignó el fabricante. Esa actitud quisquillosa, por
no decir compulsiva, puede ser útil cuando quieres ser ca-
paz de encontrar tus pertenencias a ciegas; una de las ra-
zones por las que muy pocas veces pierdo cosas es que me
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pongo enferma si no las devuelvo a su lugar destinado en
casa. Hasta bien entrada la edad adulta, esta tendencia al
orden, combinada con mis dos familiares directos que me
hacían quedar bien en comparación con ellos, me llevó a
creer que yo no era de ese tipo de personas que pierden
cosas.
Pero el orgullo se esfuma después de tener que pasar-
te tres cuartos de hora buscando el papel que acababas de
tener en las manos, y la realidad al final se impone: todo el
mundo es de ese tipo de personas que pierden cosas. Al
igual que ser mortal, ser un poco despistado forma parte
de la condición humana: llevamos perdiendo cosas de ma-
nera sistemática durante tanto tiempo que las leyes esta-
blecidas en el Levítico incluyen una advertencia para que
no mientas sobre el hallazgo de las pertenencias perdidas
de otro. La vida moderna no ha hecho más que empeorar
este problema. En el mundo desarrollado, incluso las per-
sonas de medios modestos viven en una abundancia in-
sondable en términos históricos, y cada nuevo artículo que
poseemos se suma a la lista de objetos susceptibles de aca-
bar perdidos. La tecnología tampoco ayuda, ya que nos ha
vuelto crónicamente distraídos a la vez que nos propor-
ciona enormes cantidades de cosas adicionales que per-
der. Hace tiempo que es así —el mando a distancia sigue
siendo uno de los objetos que más se extravían en los ho-
gares estadounidenses—, pero, a medida que nuestros
dispositivos se vuelven cada vez más pequeños, las proba-
bilidades de perderlos aumentan. Cuesta perder un orde-
nador de sobremesa, es más fácil perder un portátil o más
todavía un teléfono móvil, y es casi imposible no perder un
lápiz de memoria USB. Luego está el tema de las contrase-
ñas, que son a los ordenadores lo que los calcetines a las
lavadoras.
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