0% encontró este documento útil (0 votos)
77 vistas14 páginas

Historia de La Literatura Hispanoamericana - J M Oviedo (Pp. 11-24)

Cargado por

Jamir Rodriguez
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
77 vistas14 páginas

Historia de La Literatura Hispanoamericana - J M Oviedo (Pp. 11-24)

Cargado por

Jamir Rodriguez
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 14

INTI=l.

ODUCCIÓN

Hay muchos modos de escribir Wla historia literaria lúspanoame-


ricana, pero esos modos bien pueden reducirse a dos. Una opción es
eséribir Wla obra enciclopédica, W1 registro minucioso y global de
todo lo que se ha escrito y producido como actividad literaria en nues-
tra lengua en el continente a lo largo de cinco siglos. Esta es la histo-
ria-catálogo, la historia-depósito general de textos, que realmente casi
nadie lee en su integridad y cuyas páginas se consultan como las de W1
diccionario o Wla guía telefónica: cuando WlO busca W1 dato específi-
co por W1 motivo también específico. Este modelo atiende más al pro-
ceso histórico que genera los textos, que a los textos mismos, que apa-
recen como Wla ilustración de aquél. Es decir, privilegia la historia
misma sobre la literatura; mira hacia el pasado espiritual de W1 pueblo
(o conjllilto de pueblos) y recoge sus testimonios escritos con actitud
imparcial y descriptiva.
La otra opción es la de leer el pasado desde el presente y ofrecer W1
cuadro vivo de las obras según el grado en que contribuyen a definir
el proceso cultural como W1 conjllilto que va desde las épocas más re-
motas hasta las más cercanas en el tiempo, obras cuya importancia in-
trínseca obliga a examinarlas con cierto detalle, mientras se omite a
otras. Esta historia no ofrece el cuadro rigurosamente total, de la A
hasta la Z, sino el esencial: el que el lector contemporáneo debe cono-
cer y reconocer como su legado activo. No recoge Wla lista completa
de nombres porque se concentra en ciertos autores y textos de acuer-
18 Historia de la literatura hispanoamericana. 1
---·~~·-~·~--"·---------~-,-----

do con su significación propia (sin descuidar, por supuesto, los con-


textos); no es un índice de toda la cultura escrita, sino una revisión de
lo mejor y lo de mayor trascendencia dentro y fuera de su tiempo. Este
modelo de historia ofrece un conjunto que, siendo amplio y abarca-
dor, es un compendio manejable y legible para un lector interesado en
saber, no el universo babélico de lo producido por centenares de auto-
res en medio milenio, sino aquella porción que nos otorga sentido his-
tórico y nos explica hoy como una cultura particular de Occidente. En
vez de hablar un poco de muchos, prefiere hablar mucho de pocos.
Más que descriptivo y objetivo, este segundo modelo de historia li-
teraria es valorativo y crítico, lo que siempre supone los riesgos inhe-
rentes a una interpretación personal; tales riesgos, sin embargo, serán
quizá menores si el historiador asume y declara desde el principio que
no hay posibilidad alguna de una historia imparcial, salvo que se la
convierta en una mera arqueología del pasado, sin función activa en el
presente. El historiador realiza una operación intelectual que combina
las tareas del investigador, el ensayista y el crítico, cuando no la propia
de un verdadero autor cuyo tema no es él, sino su relación con los
otros autores. Es esta opción la que se ha tomado para la presente his-
toria de la literatura hispanoamericana. Pero hacer este deslinde no es
sino el comienzo: el segundo modelo está, como el primero, erizado de
muchas otras dificultades, problemas y peligros. Tratar de encararlos
y, si se puede, resolverlos, es quizá la parte más cautivante de una em-
presa como ésta, porque la define y al mismo tiempo la justifica. Ex-
pongo algunas de esas cuestiones.
l. El primer gran problema consiste en establecer, siquiera dentro
de los términos de una obra como ésta, qué entendemos por «literatu-
ra>> y cómo establecemos sus valores. Esta cuestión desvela ahora mis-
mo a muchos teóricos e historiadores, y ha generado una corriente re-
visionista que llama la atención sobre el hecho de que las líneas gene-
rales según las cuales la historia ha leído los textos hispanoamericanos
han establecido un «canon» tendencioso, dando preferencia (sin base
científica de apoyo) a unos textos sobre otros, y que al hacerlo así he-
mos falseado la interpretación de nuestra cultura, negándonos a noso-
tros mismos. Tal visión se aplica a todo el proceso literario, pero se ha
concentrado con mayor intensidad en el periodo colonial (el menos
revisado, el más oscuro) de nuestras letras, pues es en ese periodo for-
mativo y contradictorio en el que dos culturas se funden, donde los
criterios establecidos por la historiografía parecen más débiles y recu-
sables. Ya se ha propuesto eliminar el término <<literatura» por incó-
Introducción 19

modo y estrecho, y reemplazarlo por «discurso», que,permite introdu-


cir formas y expresiones que han sido consideradas marginales a lo li-
terario, por ser orales o estar asociadas a manifestaciones culturales de
otro orden (mitológico, iconográfico, etc.).
Así, el historiador debería considerar no sólo textos y autores de
textos, sino también acciones, objetos y cualquier vestigio de procesa-
miento intelectual o imaginario que pueda asociarse al proceso de una
cultura. Dentro de esta perspectiva, una historia debería incluir, por
cierto, los poemas de Sor Juana y los cuentos de Borges, pero también
textos legales y canciones agrícolas; es decir, todo aquello que sea por-
tador de significado humano transformador de la realidad. Y ya se ha
planteado que aun el concepto de «discurso» no alcanza, en el caso de
la cultura hispanoamericana, a cubrir toda la gama de <<interacciones
semióticas» que la caracterizan, con su constante entrecruzamiento de
sistemas de signos, notaciones·. prácticas, etc.
Es fácil comprender que una historia de esa totalidad es una em-
presa imposible no sólo para un hombre, sino tal vez para un equipo
de investigadores: es una nueva versión del viejo enciclopedismo
(idea muy europea, por lo demás) que puede ser fascinante en teoría,
pero irrealizable como tarea concreta. También es estimulante la idea
de que debemos entender nuestra problemática en sus propios térmi-
nos, sin interferencia de valores o prejuicios provenientes de otras
culturas: somos una realidad distinta y sólo podríamos comprender-
nos a nosotros mismos si nos miramos sin espejos deformantes, inca-
paces de recoger todos los matices de nuestra fisonomía. Pero quizá
ese empeño, guiado por un sano impulso esclarecedor, encierre otra
riesgosa quimera.
El término <<literatura» no es recusable o inservible: es un concep-
to que se renueva con cada época y que admite varias interpretaciones;
es relativo a nuestra experiencia histórica y en ese sentido es particu-
.larmente revelador. No significó en el sigio xvrlo mismo que-signffica
ahora, pero en cualquier época señala un conjunto de convenciones
establecidas para reconocer, ordenar y conservar lo que la mente crea-
dora de los hombres elabora con los materiales que le brinda su tiem-
po y con los que lo supera. Nada más relativo que eso; nada más com-
prensible también para cualquiera que tenga alguna familiaridad con
el modo como se configuran y diseminan los productos estéticos. No
sólo cada época interpreta lo que es la <<literatura>>, sino también cada
cultura y cada lengua. Nuestra concepción de ella proviene de la retó-
rica griega, cuyo primer gran modelo es la Retórica de Aristóteles, ree-
20 Historia de la literatura hispanoamericana. 1

laborada a lo largo de los siglos por teóricos, retóricos y críticos, des-


de Longino hasta Barthes y De Man. Es obvio que la contribución eu-
ropea y, más recientemente, norteamericana, a ese corpus de ideas y
propuestas ha sido mayor que la hispanoamericana, pese a las conside-
rables contribuciones de Bello (7.7.)1, Alfonso Reyes y Paz. No pode-
mos escapar de los hechos: incluso cuando hablamos de géneros y de-
cimos que esto es «novela» y aquello Wl «poema», estamos repitiendo
esquemas y categorías que fueron pensados mucho tiempo antes del
descubrimiento de América o· de que su problemática cultural inquie-
tase a nuestros espíritus. No creemos que haya que pedir disculpas por
aprovechamos de ellos, ni que sea indispensable usar ooa nomencla-
tura completamente nueva, inmaculada de toda conexión con el moo-
do cultural eurocéntrico; en estas materias la tentación adánica puede
tener el resultado contraproducente e indeseable de aislamos más en
el contexto global al que pertenecemos por derecho propio. Por ser
americanos somos ooa fracción de Occidente, un~ suerte de europeos
más complejos (y tal vez completos) que los europeos mismos, pues
hemos sido enriquecidos por nuestras propias tradiciones indígenas y
las africanas, asiáticas, árabes, etc. Somos ooa distinta versión de lo
mismo. Nuestro costado europeo no nos encasilla: es un modo de re-
conocer que somos ooiversales, aooque lo somos a nuestra manera y
-a veces- al grado de casi no parecerlo.
El historiador literario debe operar con su materia de manera ra-
zonable (es decir, inteligentemente y sin dogmatismos), evitando acti-
tudes grandiosas o desorbitadas; debe resistir la pretensión de que su
obra puede resolver todas las grandes cuestiones estéticas, culturales e
ideológicas, aooque debe plantéarselas y tenerlas en cuenta. Existen
evidencias ante las cuales hay que rendirse: por ejemplo, no puede
abarcarse la literatura hispanoamericana con el criterio de las «bellas
letras» que predominó hasta el siglo pasado. En la medida en que nos
permite incorporar formas de «discurso» que escapan a ese molde y
tienen un alto valor espiritual en el orden literario (las tradiciones ora-
les, las pictografías de los antiguos códices, la escritura cronística, el
entrecruzamiento de la ficción con el testimonio y el periodismo, etc.},
las nuevas propuestas son válidas y tienen el mérito de haber llamado
la atención sobre aspectos <;:>lvidados de nuestra herencia cultural, que

t E.<;tas referencías, que aparecerán frecuentemente en las páginas siguientes,


remiten a otros capítulos y parágrafos del volumen en los que se estudia el autor citado.
Introducción 21

poco o nada deben a Europa. Este libro trata de respetar esa flexibili-
dad, haciendo referencia incluso a expresiones que caen fuera del
marco de la lengua castellana: nuestra literatura es plural y a veces ha-
bla en lenguas indígenas o en el producto lingüístico de un largo mes-
tizaje. Al usar este concepto tenemos que hacerlo, pues, conscientes de
que manejamos una noción que, no por ser borrosa en sus márgenes,
es incierta en su núcleo. No necesitamos disolverla en el océano de fe-
nómenos que producen significado y que se han englobado bajo el tér-
mino de «semiosis», para extender lo estrictamente literario a esas y
otras manifestaciones marginales que son propias de la cultura ameri-
cana. En muchas partes de esta historia se verá cómo se ha aplicado
ese criterio y cómo se han tratado de salvar sus problemas específicos.
2. También es necesario referirse en detalle al segundo término de
la expresión literatura hispanoamericana. Por un lado, la palabra hispa-
noamericana desencadena de inmediato una serie de preguntas: ¿se re-
fiere a la literatura escrita en Hispanoamérica? ¿O a la escrita por his-
panoamericanos donde quiera que ellos se encuentren? ¿O acaso es
aqudla cuyo tema o asunto es hispanoamericano? Si respondemos
afirmativamente a cada una de estas interrogantes, estaremos aplican-
do respectivamente un criterio geográfico, genético o temático -nin-
guno de los cuales parece muy satisfactorio. Por otro lado (y esta cues-
tión es más grave), el concepto literatura hispanoamericana es difuso
porque también lo es el concepto mismo del que deriva: Hispanoamé-
rica. Esta palabra designa un mundo cultural formado básicamente
por el aporte hispánico, las culturas precolombinas y luego la sociedad
mestiza o criolla. Pero parece soslayar o encubrir los otros aportes a
los que hemos hecho referencia más arriba (africanos, asiáticos, ára-
bes, europeos no hispánicos) que configuran ese mundo en proporcio-
nes que varían de región en región. La enorme variedad de nombres
con que se han propuesto para designar esta parte del continente y su
cultura («Iberoamérica>>, «Eurindia>>, «Indoamérica>>, «América His-
panoindia», «Indo-afro-iberoamericano»... ) reflejan ese hecho. Hispa-
noamérica no es una realidad cultural homogénea, ni menos se agota
en los límites etimológicos de esa expresión. Es una realidad múltiple,
de extraordinaria diversidad y riqueza, en la que las más variadas
creencias espirituales, formas estéticas, construcciones culturales y
tiempos históricos conviven y se nutren mutuamente. Ese abigarra-
miento o conjunción de lo dispar y distante, es precisamente Hispa-
noamérica, y eso explica la dificultad para aprehender su esencia y,
consecuentemente, establecer los límites de su corpus literario.
22 Historia de la literatura hispanoamericana. 1

El concepto Hispanoamérica es relativamente reciente: surge en los


albores del proceso emancipador y se establece a comienzos del si-
glo XIX, popularizado por el ideal integrador de Bolívar (7.3.). Su uso
está asociado al vocabulario político e ideológico de ese momento,
más que a una definición cultural; en esa época también nos llamába-
mos, con igual orgullo, «la América española», para señalar a la vez la
semejanza y la diferencia. Su extensión al campo literario parece natu-
ral, pero no está exento de dificultades. Octavio Paz ha declarado que
expresiones similares a ésta como «poesía latinoamericana>>, provocan
su duda: «Una y otra designan realidades heterogéneas y, a veces, in-
compatibles» («¿Poesía latinoamericana?», p. 153). Nuestros ensayis-
tas y pensadores siguen discutiendo qué es, en el fondo, Hispanoamé-
rica; si ese concepto es debatible, ¿podremos acaso decir que literatu-
ra hispanoamericana señala una noción más precisa? Se trata de una
ecuación o incógnita que no ha sido del todo despejada.
Pero la misma persistencia de la pregunta señala algo: creemos en
esa identidad o comunidad al menos como una proyección o destino;
tal vez no somos, pero sin duda queremos ser. Hispanoamérica es un
conjunto de países, pueblos, regiones culturales, ideales y pasiones dis-
persos (y a veces incomunicados), que sin embargo buscan desespera-
damente una unidad que todos puedan compartir y una realidad en la
que todos puedan participar: una constelación de átomos errantes y
excéntricos que anhelan un núcleo perdido en lo más hondo de su
conciencia histórica. Siendo intensamente fragmentada y dispar, la
cultura hispanoamericana tiene una continuidad en verdad sorpren-
dente si se toman en consideración las barreras y los obstáculos que se
abren entre sus panes. Hay notables diferencias entre la cultura mexi-
cana frente a la argentina, así como entre la cubana frente a la perua-
na, pero también es notable su voluntad integradora dentro de una
gran órbita que no se confunde, de ninguna manera, con la europea o
la norteamericana, aunque tenga grandes deudas con ambas. Es ·preci-
samente esa diferencia del conjunto, esa unidad en las raíces (ya que no
en todas sus ramificaciones y floraciones) lo que nos hace distintos de
los otros y semejantes a nosotros mismos.
En términos prácticos, pues, la literatura hispanoamericana será
aquélla.que exprese ese· denso y confus() fondo común, ya sea que los
criterios geográfico, genético o temático estén todos presentes o falte al-
guno y aun todos. Cito dos casos extremos y al mismo tiempo indiscuti-
bles: La Florida del Inca Garcilaso (4.3.1) narra la conquista de la penín-
sula de ese nombre, en Norteamérica, y fue escrita en España, pero na-
Introducción 23

die duda de que forma parte de nuestra literatura y no porque el Inca


nació en el Cuzco, pues el dato es casi accidental en relación con esta
obra, sino porque agrega algo fundamental a la visión épica y fabulosa
del Nuevo Mundo. Lo núsmo puede decirse de la poesía surrealista de
Ludwig Zeller, hijo de alemanes y clúleno de primera generación, que ha
escrito principalmente desde Canadá, y aunque lo ha hecho casi com-
pletamente al margen de las grandes vías por las que discurre la poesía
hispanoamericana de hoy, no puede negarse que su obra es un despren-
dimiento tardío de las propuestas del grupo <<Mandrágora>> surgido en
el país sureño. En ambos casos hay una asimilación de profundas esen-
cias espirituales e intelecruales de la experiencia hispanoamericana: ex-
presan algo que nos pertenece por una especie de derecho histórico.
Nada de esto significa que los lúnites que separan lo hispanoame-
ricano del resto, sean precisos y fácilmente verificables: nuestra litera-
tura (y tal vez todas las otras: en diversos grados) está llena de casos
fronterizos de no siempre fácil discriminación. Quizá ese hecho con-
tenga una útil lección para el historiador: siendo en verdad enorme, la
literatura hispanoamericana es tan sólo una parcela de las literaturas
de Occidente; está especialmente vinculada a la española y luego -en
la época modernista y más tarde en la etapa que va de la vanguardia a
la postvanguardia- a las literaturas francesa y norteamericana. Tam-
bién tiene contactos de otro rango con la brasileña y las literaturas an-
tillanas de lengua francesa o inglesa, como bien saben los que estudian
de cerca la literatura caribeña y especialmente la cubana. Paradójica-
mente, estas manifestaciones franco-inglesas de la región --tan próxi-
mas por geografía al área hispanoamericana-, no forman parte de
ella, aunque no le sean del todo ajenas. La literatura hispanoamerica-
na no se define, pues, por sus fronteras geográficas: es un espacio cul-
tural, no físico, en el que se abren espacios paralelos (el más grande es
el del Brasil, cuya dinámica es peculiar) y se producen superposiciones
(sin la poesía norteamericana no puede entenderse la poesía nicara-
güense de este siglo). Las discontinuidades son tan importantes como
las confluencias y son parte del conjunto que consideramos.
3. Los primeros esfuerzos por organizar, en historias, antologías o re-
pertorios, la literatura hispanoamericana datan de mediados del siglo pa-
sado pero maduran al comenzar el presente. Son, primero, un brote del
espíritu de afirmación nacionalista -el Volksgeist- exaltado por el ro-
manticismo y, luego, de las teorizaciones del positivismo de Taine 0828-
1893) y otros sobre la influencia del medio y la raza en las creaciones hu-
manas. Nuestras primeras historias literarias nacionales se basan en esos
24 Historía de la literatura hispanoamericana. 1

presupuestos, asumidos con el natural entusiasmo de pueblos jóvenes,


plurirraciales y asentados en ámbitos naturales de fuertes rasgos telúricos.
Sin duda estos factores nacionales no son desdeñables y tienen su
impacto en las manifestaciones literarias. Pero no del modo mecánico
y aun determinista que nos ha permitido hablar de una literatura boli-
viana, por ejemplo, como un proceso por completo desgajado de la
peruana o chilena; las afmidades y entrecruzamientos entre la literatu-
ra argentina y la uruguaya son demasiado evidentes como para estu-
diar una ignorando la otra; lo mismo puede decirse de ciertas expre-
siones literarias que son comunes a zonas específicas del Ecuador, Co-
lombia y Venezuela. Un fenómeno político y cultural que es muy
característico de nuestra historia -el exilio del escritor hispanaomeri-
cano- crea una complicación adicional: por ejemplo, ¿a qué literatu-
ra pertenece el teatro del guatemalteco Carlos Solórzano, exilado por
muchos años en México y asimilado a su cultura? Los casos de Augus-
to Monterroso, otro guatemalteco, y del colombiano Álvaro Mutis,
ambos exilados también en México, presentan otros matices del mis-
mo problema. La cuestión puede extenderse a muchas grandes figuras
del pasado: Rubén Darío tiene una obra chilena, argentina y también
española; la porción más madura de la de Martí es neoyorkina, etc. El
peligro de la concepción nacionalista de la historia literaria es la ten-
dencia a convertir lo que es una realidad flexible, llena de reflejos e
interacciones, en compartimentos estancos que se dan las espaldas.
Una historia de la literatura de hispanoamérica no puede ser una mera
suma de historias literarias nacionales vistas en una escala superior.
Hay que admitir -aunque para el sentimiento nacionalista de algu-
nos sea difícil de aceptar- que no pocas fronteras nacionales son arti-
ficiales o arbitrarias: responden a menudos intereses y circunstancias
políticas, más que al reconocimiento de una identidad cultural. (Habría
que aclarar que lo mismo pasa en otras partes del mundo, pero esa pro-
blemática no interesa aquí.) El mapa de América Latina está configura-
do como consecuencia de una intrincada red de conflictos armados,
acuerdos diplomáticos precarios y pactos políticos de conveniencia; im-
posible fundar el mapa literario sobre esas bases. No es que los países
no existan, sino que la literatura -muchas veces nacida de una profun-
da experiencia nacional- es precisamente un fenómeno cultural que
los desborda y contradice. El ámbito de la literatura no es necesaria-
mente el de la realidad de un país; podemos hablar de literaturas nacio-
nales, pero sabiendo que no son procesos autónomos y que tampoco se
ciñen a un espacio geográfico definido. Lo que sí tenemos son regiones
Introducción 25

o zonas culturales (que a veces coinciden con un país o que, por el con-
trario, coexisten dentro de uno) marcadas por ciertos rasgos, prácticas
y experiencias históricas. Puede establecerse así la existencia de cinco
grandes regiones y de ciertas áreas <<intermediaS>>, que llamamos así no
porque sean menores en importancia, sino porque participan en diver-
sa proporción de los rasgos de aquéllas con las que colindan:

l. Región rioplatense: Argentina y Uruguay


Zona intermedia: Paraguay

II. Región andina: Ecuador, Perú, Chile y Bolivia


Zona intermedia: Colombia

III. Región caribeña: Cuba y las Antillas


Zona intermedia: Venezuela

IV Región centroamericana
Zona intermedia: Guatemala

V Región mexicana

Dos cosas deben anotarse respecto de este esquema y su uso: pri-


mera, que no acepta necesariamente y sin cuestionarlas, nomenclaturas
comúnmente aceptadas como «cono suD> o «países andinos>>. Colom-
bia, por ejemplo, es considerado un país andino, pero su literatura -
como lo demuestra un libro de la importancia de Cien años de sole-
d4d- no siempre parece encajar fácilmente dentro de esa denomina-
ción; aquí, por eso, aparece dentro de una zona intermedia entre la
región andina y la caribeña. Paraguay ofrece un caso todavía más com-
plejo porque, siendo intermedio entre la región rioplatense y la andina,
es al mismo tiempo una cultura aislada y diferente de ellas, aparte de
ser bilingüe. La segunda es que este esquema tiene una cabal aplica-
ción al presente primer volW11en, por la sencilla razón de que en el pe-
ríodo colonial y en la etapa de la en1ancipación no existen todavía «paí-
ses» propiamente dichos (aunque su anticipación aparezca en la obra
de varios autores). En el segundo volumen, que cubre el inicial perío-
do republicano y la época contemporánea, se hará referencia a países,
pero tratando de asociar siempre esta noción a la de regiones y zonas
cuando resulte pertinente por la naturaleza del fenómeno o género es-
tudiado. Es decir, no evita del todo hablar de determinados países y
26 Historia de la literatura hispanoamericana. 1

movimientos nacionales; simplemente, no emplea ese criterio como


principio organizador de la mayor parte de su desarrollo histórico.
4. Una de las cuestiones más constantemente debatidas en la histo-
riografía literaria es la de la periodización, ese mecanismo por el cual
se articula el proceso que, a través del tiempo, se manifiesta en las
obras y estilos de una lengua literaria. Hoy, más que nunca, el tema se
discute mucho entre los críticos hispanoamericanos, descontentos con
los cuadros históricos y las correspondientes nomenclaturas aplicados
para entender ese proceso. Hay una razón muy poderosa para ello:
esos conceptos han sido aplicados, de modo bastante desaprensivo, a
una historia literaria como la hispanoamericana, que es distinta de la
española aunque su vehículo lingüístico sea básicamente el núsmo.
Este tema está vinculado al que hemos examinado en el apartado 1,
pero merece tratársele aparte por su importancia: de él depende la
conftguración que adopta una historia literaria.
Sin duda, hemos heredado de los cuadros históricos l:Uropeos un
orden o sistema de lectura cultural que no corresponde -del todo ~ la
realidad, y menos ahora. Un ejemplo de eso es la vasta Antología de
poetas hirpano-americanos (4 vols., 1893-1894) de Menéndez Pelayo
0856-1912), el primer repertorio de su tipo y el más completo de su
tiempo, que es parte de un proyecto de raíz nacionalista del hispanismo
europeo: quería demostrar que, así como la literatura gallega o portu-
guesa, era literatura «española», también lo era la producida en la <<Es-
paña de ultrama[)>; así, nuestra literatura era vista como una extensión
o provincia de la metropolitana. Ese error --comparable al de conver-
tir la literatura norteamericana en apéndice de la inglesa- ·contribuyó
a difundir una aplicación mecánica y acrítica de ciertos modelos o esti-
los de época (Renacinúento, Barroco, Neoclacisismo, etc.) para orde-
nar el corpus literario hispanoamericano en unidades comprensibles.
Subrayando excesivamente las afinidades y semejanzas se perdieron de
vista las esenciales diferencias y transformaciones. Nadie niega que esos
grandes estilos europeos se reproducen en América (sobre todo en los
primeros siglos) y que dan una idea de los derroteros que tomaba nues-
tra literatura en distintas épocas; lo que sí resulta discutible es que ope-
ren del núsmo modo o signifiquen lo mismo aquí y allá. La historia lite-
raria -y la ·historia a secas-- es un precario compronúso entre las fuer-
zas de la tradición y el cambio, entre lo permanente y lo nuevo, entre la
repetición y la creación. La diferente relación dialéctica que adopta
cada literatura entre esas fuerzas, es lo que la hace distinta de las otras
y lo que la convierte en un material interesante para el estudio.
Introducción 27

La capacidad para transformar lo dado -e, inversamente, para fi-


jar lo que es efúnero en un molde más o menos establ~ genera la in-
cesante dinánúca del fenómeno literario: definiéndose siempre entre la
continuidad y el cambio, la literatura no progresa en línea recta ni en
una dirección única, sino que se mueve entre retrocesos, adelantos,
ecos, reflujos, reinterpretaciones, vueltas y revueltas. La historia no es
unidimensional y sucesiva, sino un sistema plural y heterogéneo, lleno
de inesperadas articulaciones, conexiones laterales, súbitas convergen-
cias y fértiles regresiones. En esa compleja red se producen ciertas
concentraciones --que llamamos, por ejemplo, Renacimiento o Ro-
manticism~, pero también dispersiones no menos importantes de
esas mismas unidades, que las disuelven en nuevas formaciones, de
signo distinto y aun contradictorio. Por eso hay que evitar dos posicio-
nes extremas: la de usar membretes --«Barroco», por ejempl~
como unidades estéticas fijas y preestablecidas, que aparecen en un
momento histórico determinado y ya no cambian; o la de extenderlos
-forzándolos y desfig¡Jrándolos- hasta contener redaboraciones y
materiales que ya no corresponden del todo al concepto original. Los
peligros que encierran ambas posturas son más evidentes cuando se
trata de la literatura colonial, puesto que en esos años los trasvases cul-
turales incluían sutiles variaciones que la cultura dominada hacía so-
bre los moldes de la dominante, precisamente mientras aparentaban
no alterarlos; el elemento de cambio, contradicción y recreación ope-
ró casi desde el principio y el historiador debe registrarlo en donde
aparezca: es un dato esencial para la formación de una literatura. Los
grandes membretes de los períodos literarios son útiles como indicios
o cauces generales, pero hay que usarlos con una actitud crítica y tra-
tando de anotar las diferencias que se filtran entre lo aparentemente
idéntico.
Todo esto quiere decir que tomaremos esas periodizaciones, no-
menclaturas y cuadros establecidos con bastante precaución y con cri-
terio ecléctico, pues unos funcionan más que otros: no son absolutos,
sino meros instrumentos de trabajo que facilitan el estudio. Tiene ra-
zón Claudio Guillén cuando dice:

La vieja noción de período como concepto que aspira a coincidir plena-


mente con un segmento de tiempo y que de tal suerte constituye una Wlidad
singular de la lústoria literaria, queda descartada; o por decirlo aún más pro-
saicamente: la noción de período como a la vez continente y contenido ya no
es aceptable (Teorías ... , p. 124).
28 Historia de la literatura hispanoamericana. 1

5. La literatura es indudablemente un fenómeno social. Esta carac-


terística ha dado lugar a interminables discusiones, con alguna fre-
cuencia confusas o basadas en dudosos argumentos, cuyas conclusio-
nes suelen ser todavía más especiosas. Algunos de estos excesos pue-
den verse en la pretensión de cierta <<Sociocrítica» de hoy, que valora
los textos por sus méritos como testimonios históricos, como meros
elementos de una «ideología» personal, de clase o de época, lo que
permitiría colocar las obras en las distintas trincheras donde se libra la
batalla por la <<liberación cultural». Así, la literatura tiende a agotarse
en su significado documental, que suele ser el más efímero, y a ser sólo
un arma de esa batalla. Queriendo escapar de esos esquemas, otros
críticos han optado por la posición contraria: la literatura debe ser es-
tudiada más bien como una realidad desgajada de sus raíces, como un
sistema o mecanismo cuyo funcionamiento puede examinarse con la
autonomía de un puro objeto científico o de laboratorio, puesto que es
repetible si las condiciones son propicias: los patrones son únicos y las
variantes no son sino accidentes que lo subrayan. En nuestros días,
esta interpretación hiperformalista ha llegado a extremos absurdos, lo
que no le ha impedido ganar entusiastas adeptos capaces de convertir
la literatura en un conjunto de fórmulas matemáticas, modelos lógicos
y cuadros sinópticos.
La afirmación general que hemos hecho al comienzo del párrafo an-
terior -la literatura como fenómeno social- es en verdad un punto de
partida, no de llegada. Decirlo es reconocer un hecho indudable, pero
quedarse en ese nivel es perder de vista el valor mismo de la literatura,
que está en otra parte. Si su origen es social, con claras connotaciones
históricas y cargas ideológicas, su significado profundo se sitúa más allá:
precisamente, en lo que añade a su tiempo y lo excede. Del subsuelo his-
tórico la literatura extrae su alimento y estímulo, pero se levanta como
algo que aquél no puede explicar del todo. El valor específico del fenó-
meno literario está precisamente en ese margen o nivel, en esas formula-
ciones únicas que brotan como una total novedad, como un reto y fre-
cuentemente como una contradicción de las normas de su tiempo
-aunque, luego, a la distancia, aparezca como la mejor definición del
mismo. La gran literatura surge generalmente como una manifestación
contra los límites que la historia ejerce sobre la libertad y la imaginación
de los hombres; igual que un árbol, la creación tiene hondas raíces socia-
les, sin las cuales no podría vivir, pero no puede juzgarse su naturaleza ni
su belleza propia por ellas, sino por la amplitud, variedad y altura de sus
ramas y frutos. Cada uno es distinto e irrepetible.
Introducción 29

No hay que perder de vista la unidad del fenómeno creador con el


subsuelo de su cultura, y menos en una historia, que justamente debe
registrar esa constante interrelación, pero tampoco hay que reducir la
creación literaria a una monótona serie de reflejos de la vida social. La
razón es que sencillamente la literatura no existe para decirnos sólo
eso, y que si así fuese, la historia ya la habría absorbido hace mucho
tiempo. Su significado social no agota, ni agotará, su significado espe-
cífico. Leer hoy la Divina Comedia como documento de la cuestión re-
ligiosa que enfrentó a güelfos contra gibelinos, o el Quijote como una
diatriba contra las novelas de caballerías, quizá sea posible como ejer-
cicio académico, pero seguramente no es razonable si queremos acce-
der a las capas más profundas de esas obras. En la presente historia
trataremos de no olvidar este aspecto, porque sería como olvidar la
esencia misma de la invención literaria. Ni producto salido de una at-
mósfera al vacío, ni emanación directa de condicionamientos históri-
cos, el estudio de los orígenes, desarrollo y diseminación de la literatu-
ra debe ser encarado con cierta humildad intelectual, precisamente si
queremos ser rigurosos y objetivos: podemos saber todo sobre una
obra, pero eso tal vez no alcance a explicar el placer y la emoción que
es capaz de brindar, incluso al más lego. De otro modo, ya sabríamos
todo de todo, y ni la literatura ni la historia tendrían sentido. El espíri-
tu humano no cesa de plantearse las mismas preguntas y de encontrar
nuevas respuestas e interpretaciones; el historiador no puede sino tra-
tar de registrar las suyas del mejor modo posible, pero sabiendo que la
curiosidad de su lector y el diálogo implícito con él siguen siempre
abiertos, dispuestos a corregir y revisar lo que ya creíamos sabido.

Dicho todo esto, resta sólo agregar que, para hacer lo más legible
esta historia, su designio narrativo -la forma personal de contar la
historia protagonizada por otros- y su presentación editorial tratan
de aliviar lo más posible, el aparato crítico de notas, citas y otras refe-
rencias en el cuerpo del texto. Dentro de cada capítulo, se brinda la
información bibliográfica indispensable para que los lectores más acu-
ciosos puedan ampliar sus conocimientos sobre los períodos, fenóme-
nos o autores que allí se tratan. Ciertas secciones aparecen en tipo me-
nor, para señalar su importancia secundaria o relativa frente a lo que
se considera indispensable; y, de paso, dan una idea de todo lo que
queda eliminado. Las obras de crítica que se citan más de una vez es-
tán indicadas con un asterisco y sus datos completos pueden hallarse,
al fmal del libro, en la bibliografía general, que reúne y clasifica los tra-
30 Historia de la literatura hispanoamericana. 1

bajos de referencia y consulta que han setvido como fuentes principa-


les paJa es<:::rttbi1r esra historia.

Crítica:

C.tU.VO· SM!rz, RoBERTO. Literatura, histoniz e historia de la: literatura.


Introducción a una Teoría de la Historia Literaria. Kassel: Edition Reichen-
berger, 1993.
ELLIS, John M. Teoría de la crítica literaria, Análisis lógico. Madrid: Tauros,
1987.
FUENTES, Car-hns.. ~riSis y croncinuidad cultural». En Valfenffe·111.U!rl.ib mtevo.
México: Joaquín Mortiz, 1992.
GUILLÉN, Claudio. Teorías de la historia literaria. Madrid: Colección Austral
Espasa-Calpe, 1989.
l-IENR1QUFZ UREÑA, Pedro. «Seis wsayos en busca de nuestra expresión». En
Obr.aa:itica.*, pp. 241-2-Tt.. ·
- - - La utopía de América. Ed. de Ángel Rama y Rafael Gutiérrez Girar-
dot. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978.
PAZ, Octavio. El arco y la lira*.
- - - «¿Pbesía latinoamericana?». En Ef signo y el' garabato. México: Joa-
quín Mortiz, 1973.
f>ERKINs, David. Is Iiterary !Hstory Possible? Baltimore-Londres: John Hop-
kins University Press,. 1992.
ROJAS Mrx, Miguel. Los cien nombres de América. Barcelona: Lumen, 1991.
RosE de FuGGLE, Sonia, ed. Discurso colomizl hispanoamericano.
REYES, Alfonso. El deslinde. Wxico: Fondo de Cultura Econónúca, 1%3
(Obras completas, vol. 15).

También podría gustarte