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CURIEL - 7 Dic

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Vikingos

Adrián Curiel Rivera

Vikingos

Los verdaderos descubridores de América


Vikingos
© Adrián Curiel Rivera

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2022


Batalla de Casa Blanca, Manzana 147-A, Lote 1621
Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección
C. P. 09310, Ciudad de México
Tel. 5581 3202
www.lectorum.com.mx
[email protected]

Primera impresión: febrero 2022


ISBN: 978-607-457-699-3

D. R. © Portada: Angélica Carmona Bistraín


D. R. © Imagen de portada: Shutterstock®

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.


Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.

Impreso y encuadernado en México.


Printed and bound in Mexico.
Para Mateo y Martina, pequeños y temibles vikingos.
El elixir de los dioses

Se cuenta —y no hay indicios que lo demuestren, pero tampoco que


prueben lo contrario— que un día de la época anterior al ocaso de
los dioses, llegó al reino de Asgard, cabalgando en un hipopótamo
amarillo, el siempre bromista Loki.
—Solicito permiso para pasar —le dijo a Heimdal, el guardián
del arco iris.
—¿Asunto? —inquirió Heimdal con una terrible sonrisa soca-
rrona que mostraba a Loki el puntiagudo colmillo labrado en oro.
—He vuelto de un viaje muy largo —respondió el jinete mien-
tras el hipopótamo olisqueaba la hierba—. En un paraje remoto, a
kilómetros y eras de distancia, en el extremo opuesto del mundo,
encontré a otros hombres y a otros dioses. Aprendí su lengua, sus
costumbres. Una mañana, vestido de ermitaño, me entrevisté con el
Augusto de Jade y le pregunté cuál era, entre los dones conferidos a
sus criaturas, el que más apreciaba el hombre. El Augusto sonrió, me
comentó que conocía mi identidad, que mi disfraz era inútil. Sentado
en un trono de zafiros, me explicó en tono afable, por encima de un
pergamino desenrollado que serpenteaba hasta el suelo, que tenía
muchas cosas que hacer. Se disculpaba de antemano, pero en esos
precisos momentos él no estaba en condiciones de atenderme per-
sonalmente. Se veía en la necesidad de canalizar mi petición al aura
del genio Chazu, que en la esfera de tiempo en que nos hallábamos,
me parece, igual que yo, aún no había nacido.
(De vez en cuando a los dioses también nos martirizan los
planteamientos metafísicos. ¿Si el genio Chazu aún no existía en el
círculo cerrado de su cosmos, desempeñando sus funciones en for-
ma de aura, existía yo, intruso proveniente de otro universo, de otra,
como dirán pomposamente los hombres de las eras futuras, dimen-

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sión espacio-temporal? Peor aún. ¿Existían mi hipopótamo y las alas
que Friga había cosido en sus costados para que yo pudiera hacerlo
volar? No lo sé. El caso es que mientras caminaba detrás del genio
sufría mareos espantosos, y la bestia desaparecía vaporizándose y
reaparecía en otro sitio distante, con la piel arrugada, sudorosa y de
distinto color.)
—¿Y? —preguntó con impaciencia Heimdal, poco aficionado
a los relatos estériles, y menos a los largos.
—Traigo un presente para Odín.
Loki se apeó para que el guardián del arco iris pudiera practicar
la inspección de rigor. Heimdal desató las aberturas de los sacos
sujetos a la grupa del hipopótamo y palpó en el interior.
—Las alas que te prestó Friga, supongo.
—Sí.
—¿Y esto?
—El regalo de Odín.
Un fardo compacto, de hojas olorosas.
—¿No será veneno o una sustancia de aspecto tan bondadoso
como tu cara y tan podrida por dentro como tus vísceras? —interro-
gó Heimdal, receloso.
—¡Oh, vamos, Heimdal queridísimo! —repuso Loki atusán-
dose con los dedos una punta del largo mostacho, negro por alguna
razón desconocida.
El guardián caminó hacia el escritorio, a un costado de la entra-
da. De un cajón extrajo una gruesa carpeta.
—Sólo a efectos del registro... Ya sabes, el papeleo. ¿Cómo di-
ces que se llaman esas hojas?
Loki suspiró, condescendiente.
—Esas hojas, estimado Heimdal, se llaman “té”. Mezcladas
con agua producen una bebida aromática, muy grata a los sentidos.
Heimdal escribió “té” con letra grande y legible. Cerró con
llave el cajón del escritorio, se puso de pie e hizo una reverencia bur-
lona, describiendo con movimientos de cabeza y brazo un abanico

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de aire. El paso quedaba libre. A través de las alturas, con lentitud,
el hipopótamo amarillo remontó la policromía comba del arco iris.
Loki dejó atrás, uno tras otro, los ciento cuarenta y tres mil
cinturones amurallados. Por fin divisó el Walgrind, la empalizada de
los muertos: un abismo marrón bordeado por paredes lisas inac-
cesibles a cualquier tipo de llave por no tener puertas ni ventanas
ni hendiduras. Salvo un resquicio diminuto, conocido sólo por los
dioses, en el que introducían una hebra de paja y otra de aluminio.
Cuando eso ocurría los paredones vibraban sumergiéndose con es-
trépito en el terreno pantanoso. Segundos más tarde, unos tablones
y cuerdas emergían de las profundidades pestilentes. El puente des-
embocaba en un valle verde y arañado por las finas uñas de unos
ríos que en algún punto convergían para desplomarse en cataratas.
No lejos de ahí, se abría la boca de una cueva, un tétrico sendero
que perforaba la selva Glasir, cuyos árboles mecían en lo alto unas
copas de oro macizo que dejaban ciegos a quienes, al ser requeridos
para dar cuenta de algún asunto en el reino de Asgard, se atrevían a
contemplarlas. Loki tenía prohibido atravesar la selva por encima de
la cueva, pues siempre que lo hacía trepaba a los árboles y cortaba las
ramas, engendrando al bajar posteriormente a Tierra innumerables
discordias.
Al otro lado del túnel de Glasir se izaba, imponente, la zona
de los palacios. En el centro de ésta, diez veces más grande que el
resto de los recintos, diez veces más grandes que el castillo mejor
construido jamás por arquitectos humanos, se erguía el palacio del
Walhalla. La residencia de Odín contaba con setecientas noventa y
ocho puertas. En cada una de ellas cabían sin problema, formados
en línea de frente, unos ciento veinte mil guerreros con sus hachas
descansando en las manos. En la sala majestuosa, al calor de una
llama eterna que proyectaba sus sombras contra el artesonado de
escudos y broqueles, los héroes mataban el tiempo entre torneos
y festines. La chimenea era de tal magnitud que, en una ocasión en
que los combates lo aburrían, Odín mandó colocar en su interior a

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cincuenta elefantes. Al principio la gruesa piel soportaba las brasas,
luego los paquidermos empezaron a sacudirse y barritar cayendo
unos encima de otros, aplastándose y volviéndose a aplastar apenas
intentaban levantarse de nuevo. Pero ni siquiera ese ruidoso mare
magnum de tonelaje movible pudo ocupar todo el espacio. Un oído
sutil aun hubiera percibido el eco que reverberaba entre los ladrillos.
Loki encontró a Odín en la misma actitud en que lo había ha-
llado la última vez: encaramado en su trono, riéndose a carcajadas.
Se golpeaba ruidosamente el muslo con una de sus manazas, con la
otra afianzaba un cuerno repleto de licor, casi del tamaño de una es-
pada. ¡Sólo el vino constituye un alimento indispensable!, solía decir
Odín cada vez que se presentaba la oportunidad. ¡Es lo único que yo,
el padre universal, necesito para saciar el hambre!, añadía mientras
arrojaba a los lobos echados a sus pies unos filetes de carne roja y
goteante dispuesta sobre una mesa junto al trono.
En esta ocasión el regocijo de Odín no se debía a ningún expe-
rimento en la chimenea sino a la destreza y poderío que mostraba su
hijo al debatirse en un certamen organizado en medio de la estancia.
Thor martillaba a sus rivales con facilidad, como un niño despan-
zurra a un mosco estrellándolo contra la pared. Al ver a Loki, Odín
chasqueó los dedos y la contienda cesó al instante.
—¿Cómo está el más siniestro y querido de mis villanos? —dijo
con sorna—. Llegas justo a la hora de comer. ¿Qué nuevas me traes
de tu excursión?
Una hermosa valkiria se acercó al trono y sirvió más vino a
Odín. Alguien hizo sonar una campana en la gran mesa de los ban-
quetes y el mago de la corte celestial esparció unos polvos sobre
los einherios, sanguinarios guerreros que luchaban a muerte entre
sí durante la mañana. Los einherios vencidos resucitaron reincorpo-
rándose poco a poco, aturdidos y ocupando a continuación su sitio
en la mesa, felices, dejando las rencillas y venganzas pendientes para
el día posterior. Esa tarde, como todas las anteriores y todas las del
futuro, sentados junto a dioses y enanos, comerían la deliciosa carne

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del Saehrimnir, jabalí que participaba de su misma naturaleza, puesto
que se sacrificaba y resucitaba diariamente, una vez devorado, en
forma de un cerdo gordo y robusto.
—No sé cómo os atrevéis a comer semejante porquería —obser-
vó Odín, instalado en la cabecera de la mesa. La valkiria le llevó otro
cuerno rebosante—. ¡Loki, te quiero aquí, a mi derecha! Vamos, di.
—En el extremo opuesto del mundo, en un paraje remoto, a
kilómetros y eras de distancia...
—¡Loki, por Dios! —interrumpió Odín—. La brevedad nunca
ha sido uno de tus talentos. Ve al grano.
(¡¿Por Dios?! Extraña manera de nombrarse a sí mismo, en
tercera persona. ¿O se referirá a El Otro, a El Sempiterno, adorado
por otras razas y pueblos que auguran el final cercano de nuestros
días en aras de una fe trinitaria? ¿O será sencillamente que Odín ha
adoptado por divertimento esa expresión, recogida desde la atalaya
de su trono cuando contempla con fascinación cómo sus hijos es-
candinavos tiñen de rojo la nieve cortando las cabezas de los monjes,
o atravesándolos con la espada. A Odín le complace escuchar a los
religiosos. Al ser testigos de la suplantación del crucifijo por la esta-
tua de Thor en el altar, murmuran alucinados, fuera de sí: “¡por Dios,
por Dios!” Entonces no hay modo de parar la risa de Odín. Los
frailes se rearman, una, dos, diez mil veces. Levantan del charco de
sangre el crucifijo maltrecho, reconstruyen el monasterio o emigran
a otros, más fuertes, protegidos por el escudo impalpable de su fe.
Dudo. Presiento vientos funestos. Y sin embargo mi señor me pide
brevedad. Así sea.)
—Al verme disfrazado de ermitaño, el gran Augusto Jade...
Loki relató los incidentes de su entrevista con el genio Chazu.
Explicó la forma en que éste había preparado en agua hirviendo
esas curiosas hojas que ahora observaban todos, desperdigadas so-
bre la mesa. Según el genio, esa mezcla maravillosa había sido y era
muy apreciada por varias culturas, y en el futuro su comercialización
transformaría las relaciones del planeta. Sería la causa de la cons-
trucción de barcos gigantescos, que atravesarían raudos los mares, y
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de divisiones entre ejércitos y países. Algunos verían en esas hojitas
propiedades medicinales. Otros prohibirían su consumo. Muchos
intentarían gravar su intercambio con impuestos descabellados y
otros más las transportarían de contrabando, escondidas en ataúdes
o encima de la cabeza bajo un gorro muy raro que se conocería con
el nombre de sombrero. Además, el genio le había dicho que los
dioses del Walhalla eran afortunados al poder saborear esa infusión,
porque sus criaturas no la probarían sino hasta que pasaran muchos
siglos, cuando el reino de Asgard (siempre en palabras de Chazu)
hubiera desaparecido y otra religión gobernara a los escandinavos
(aquí Odín hizo una mueca, describió con el brazo una desdeñosa
parábola y exclamó “!Bah, patrañas!”). Chazu le hizo saber también
que el entusiasmo por ese preparado alcanzaría las proporciones de
una pasión. Algún día, en la tierra de sus sufridos vecinos los anglo-
sajones, que en tiempos futuros se llamarían ingleses, se instauraría
como un auténtico deporte nacional con reglas y procedimientos
estrictos. Por ejemplo, que la poción no se “beba” realmente sino
que se “aspire” con los labios apretados, o que se acompañe de de-
terminados dulces si se sirve a las cinco de la tarde. Al final, Loki
relató que un incidente relacionado con esa bebida daría origen a
un imperio que extendería su dominio e influencia a casi todos los
rincones del mundo.
Pero el té no gustó a los dioses. Ni a los guerreros. Y a los ena-
nos todavía menos. Después de un par de sorbitos, más por cortesía
a Loki que por verdadera curiosidad, se concentraron en una serie
de rondas en las que deambulaban aguardientes más acordes con el
clima general de alborozo. Al poco rato comenzaron los cánticos, las
risas. Las palmotadas y puñetazos sobre la mesa o el rostro de algún
comensal distraído. Al ver tan triste a Loki, Odín le pasó un brazo
por el hombro y lo atrajo a su pecho.
—La única bebida bebible, hijo mío, y la única comida comi-
ble, es el vino. Lo demás, aparte de insípido, son meras cursilerías,
modas extranjeras.

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El nuncio

Una mañana brumosa del año 793 después del nacimiento de Cristo
Nuestro Señor, los clérigos del monasterio de Lindisfarne nos he-
mos despertado horrorizados por el tono desgarrador que alcanza la
voz familiar de alguien a quien conocemos y que al parecer se apoya
en la parte exterior del grueso portón de madera. Pide, por el amor
de todos los cielos, clemencia, un poco de clemencia por piedad, que
él es rico y puede pagar diez veces el precio de su vida. Se escucha
un golpe sordo, similar al hachazo con que el leñador quebranta la
corteza del árbol, y todavía reverbera en el aire el eco apagado de un
objeto que cae rebotando entre las ramas y el lodo. Las carcajadas.
Una risa así..., escupida con tanta impudicia. Nosotros, indefensos
monjes que hacemos de la propagación pacífica de la Palabra nues-
tro pan cotidiano, seremos los próximos. A furore normannorum, libera
nos, domine. ¡Líbranos, Señor, de la furia de los hombres del norte!
Los presagios no saben mentir. Gigantescos torbellinos naran-
ja habían cabalgado las aguas del mar revuelto. Policromos dragones
macrocéfalos flotaban entre ascendentes columnas de viento arro-
jando no sólo lumbre sino una sustancia viscosa y pardusca, bilis o
alguna secreción infernal parecida. Reconozco que yo no vi estas
funestas señales con mis propios ojos, pero para que sirvieran de
advertencia a mis oídos y de prevención a mi futura conducta me
las relató, a cambio de unas pocas monedas de cobre, el goliardo del
bosque, vagabundo digno de absoluta confianza incluso en aquellos
días de nieve en que apacigua el frío y la sed con una bebida aluci-
nógena de grosellas producto de su ingenio. “Llegará la hambruna”,
dijo, interpretando los sobrenaturales sucesos. “Y vendrán también
pestes que arrancarán a los hombres sus entrañas evacuándolas por
el camino de Sodoma”. Hubo hambre, sí. Los vientres se inflama-

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ron. Pústulas y escamas se entregaron a la geométrica faena de arar
rostros ilustres, aun los de las doncellas más recatadas. Pero eso no
era lo peor. Lo peor llegaría hoy por la mañana. Está allá afuera,
conteniendo su risa procaz, llamando tímidamente al portón del
monasterio.
Muy temprano, antes de que la aurora cejara en sus vanos in-
tentos de perforar la niebla con sus endebles cuchillos rosas, desa-
pareciendo del cielo gris como si en lugar de preceder la salida del
Sol anticipara el día del Juicio Final, el nuncio del rey se presentó
en nuestra casa, la casa de Dios y de todos vosotros, con el siguien-
te mensaje: “Una pequeña embarcación tripulada por paganos con
cuernos en las cabezas ha encallado en la playa, a escasos dos kilóme-
tros. Su Majestad, con la diligencia que lo distingue, se ha apresurado
a designar una comitiva para que se entreviste con dichos incrédulos
a fin de conocer qué estímulos o necesidades los han impulsado a
pisar esta tierra cristiana. Su Majestad también ha encarecido a los
delegados encontrar el modo de obtener una tajada gananciosa que
permita, merced a la magnífica plata que esos brutos extranjeros
idólatras desperdician en la fabricación de broches y anillos labrados
con imágenes de sus repugnantes dioses, el embellecimiento de la
ya de por sí excelsa capilla del monasterio. Para evitar la repetición
de anteriores e infortunados pillajes, os recomiendo que tranquéis el
portón con la viga más gruesa de que dispongáis. A título personal,
os garantizo que no hay nada que temer. Yo mismo he contemplado
el bote en que han llegado las bestias de cornamenta. Por sus dimen-
siones reducidas me atrevo a asegurar que en su interior difícilmente
cabrían más de diez remeros.”
Están utilizando el ariete. Se les puede escuchar tan claro que
de pronto me da la sensación de que mi celda no tiene muros. Adiós
disimulo de risas. Adiós llamamientos hipócritas. Los golpecitos con
los nudillos se transforman en siniestra alharaca, en vehemencia fes-
tiva, en iracundos chillidos de una lengua ininteligible. Yo, al igual
que el resto de mis hermanos espirituales, junto al nuncio, que co-
mulga con nuestra fe, aguardo oculto debajo de un catre, sumergido
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en el amparo imaginario que supone la oscuridad de un aposento
con las velas apagadas. Me santiguo y espero. Espero la aparición
milagrosa de mi protector celestial. Y rumio en silencio mi llanto.
El carnero de hierro no tardará en astillar la tenue frontera que nos
separa de la muerte. Así sea. Amén.
El nuncio volvió a nuestro refugio corriendo despavorido.
Cuando los emisarios del rey intentaban despojar a los recién llega-
dos de sus objetos más valiosos, aprovechándose de su superioridad
numérica, lo que parecía ser una nave se multiplicó por doce. La
nueva flota se deslizó fantasmagórica entre los peñascos de la playa,
la bruma se arremolinaba en torno a los mascarones que se elevaban
desde las quillas. El timonel de esa ominosa escuadra, según el nun-
cio, no podía ser otro sino Caronte. “Los remos ni siquiera rozaban
el agua. Oscilaban ligeros en el aire, horadando la niebla con un
espantable murmullo.”
Los hombres que desembarcaron contrastaban con el sem-
blante melancólico del día, como si fuesen soles confinados en las
profundidades del mar. Tenían el rojo y el amarillo inscrito en sus ca-
bezas, y tonos azules y glaucos centelleaban en sus ojos desenfrena-
dos. La comitiva los condujo a casa del rey sin darse muy bien cuenta
de que los papeles se habían invertido. Ahora toda ella iba en calidad
de rehén. El soberano los esperaba en una silla montada sobre una
piedra rectangular. Una fina diadema plateada se confundía con las
canas en su frente, y un cetro con un halcón en el pomo descansaba
en una mano apoyada en el regazo. Lo flanqueaban en sus sitiales
dos mujeres. Una, la más joven, destellaba tonos rubicundos, y su
cabellera era una lucha a muerte entre tirabuzones. Tenía algo que la
hacía parecida a los forasteros. La reina era una decena de años ma-
yor, pero aún conservaba en sus facciones la huella de la belleza que
la hija le había usurpado. Un enano con ínfulas de estar acostumbra-
do a mandar caminó desde un rincón al centro del vestíbulo. Alzó la
cabeza y, con dicción solemne, pronunció estas palabras: “Haced el
favor de descubriros y, como corresponde, arrodillaos ante Su Ma-

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jestad.” Un esputo encumbrado entre las cejas del bufón. El brillo de
un hacha que emprende un fugaz vuelo transversal. Un escalofriante
rictus de pasmo que prevalece inmutable al rodar la cara por el suelo.
La humanidad de un enano que antes de derrumbarse alcanza a dar
un traspié y a palparse con manos trémulas la traquea floreciente.
“Eso fue sólo el principio”, relató el nuncio, al borde del co-
lapso. Mis hermanos y yo le administrábamos compresas de agua
fría en las mejillas y en la nuca. “Yo, que estaba escondido entre las
copas de los árboles sobre el tejado, fisgoneando por una ranura, no
pude soportar más el aciago espectáculo que contemplaban mis ojos
y huí hasta aquí para preveniros de la calamidad que se cierne sobre
nuestras almas pecadoras.”
A través de la penumbra se adivinan sus resuellos lascivos. Los
oigo. Los huelo. Oscuras siluetas se detienen delante del vano de
la celda y luego desaparecen. El nuncio se aferra a mi sotana con
desesperación. Se multiplican en nuestros oídos: “¡No, por favor,
no!”. E inmediatamente después los golpes pesados de espadas que
se entierran en colchones de paja hasta introducirse en los huesos
temblorosos de mis miserables compañeros. Encomendemos nues-
tras almas, que estamos en un tris de emprender viaje al purgatorio.
La penumbra se ennegrece con la sombra de un casco corni-
forme. Los cuernos se van espigando a medida que la sombra ad-
quiere cuerpo, se proyecta contra el muro y avanza hacia nosotros.
Los pasos firmes de unas polainas. Al llegar al borde del camastro se
balancean para afianzar mejor la postura de la trepidante osamenta
que sostienen. Cierro los ojos y alcanzo a intuir el tenue flexionar de
las piernas, el torso arqueado hacia atrás, listo para impulsarse con
toda su fuerza. Siento que los tímpanos me van a estallar cuando re-
cibo los dolorosos alaridos del nuncio. Pero reprimo cualquier reflejo
mimético, lo contengo con todo el estoicismo que es capaz de reunir
en un momento de desgracia alguien que por plena convicción ha
elegido en esta vida el celibato. Cruje la espada al salir. Las polainas
giran sobre sus talones dejando una estela de sangre en su marcha.
Estoy vivo. ¿Hay quien respire aún y no crea en los milagros?
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Danevirke

En el año 808 de nuestra era, el rey Godofredo decretó la construc-


ción de un dique que protegiese del pillaje a la esplendorosa ciudad
de Hedeby, cuya riqueza, por otra parte, era fruto e inversión de la
misma actividad que ahora se pretendía atajar con piedras. El dique
estaría coronado por una torre esbelta que permitiría avistar las em-
barcaciones que quisiesen llegar a los muelles navegando por el río
Trene, al oeste de la península de Jutlandia. Con ese mandato, Go-
dofredo demostraba haber entendido bien el sentir de sus súbditos
daneses, fieros y salvajes como los que más, pero también hartos ya
de que sus primos noruegos y suecos los despojaran de las mercan-
cías que ellos a su vez habían robado. Por si fuera poco, Hedeby se
ufanaba de aventajar en grandeza y poder a sus competidoras más
cercanas, las ciudades de Kaupang en Noruega y de Birka en Suecia.
Los cereales de Hedeby eran incomparables y los ganaderos presu-
mían de poseer unos becerros engendrados por el mismo Thor. Las
mujeres, si así lo deseaban, podían divorciarse de sus maridos repu-
diándolos. Les gustaba rodearse el cuello blanquecino con cuentas de
distintos colores, y sus broches, anillos y aros delataban las monedas
y tesoros apilados con recelo por los esposos entre los granos de la
troje o debajo de alguna pesada losa. Ni la delicadeza ni los modales
refinados que habían conseguido otras culturas coetáneas parecían
preocuparle mucho a nadie. Esos hombres altos y rubios, con vivos
tatuajes y forrados en pieles de bisonte, acostumbraban recostarse
sobre sus bestias en medio de los lodazales que servían como cami-
nos, o copular con ellas o con esclavas en presencia de todos. Una
palangana constituía el único artilugio de limpieza disponible en kiló-
metros a la redonda. Su agarradera, pese a ser de plata, lucía la textura
del asbesto. Del recambio del agua se encargaba el azar.

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Halfdan Encía Purpúrea era llamado así porque quince años
atrás, durante una operación de saqueo y exterminio en un monas-
terio de Lindisfarne, había patinado en un charco de sangre después
de dar cuenta de un monje excepcionalmente gritón que se ocultaba
muerto de miedo bajo un camastro. Halfdan se había golpeado la
boca con el pomo de su espada perdiendo en el acto la parte frontal
de la dentadura. Sus encías, en cambio, cobraron un colorido rojo
violáceo imborrable.
El cuarto mes de ese 808 d.C., Halfdan Encía Purpúrea invitó
al rey Godofredo a asistir a las exequias de su hijo mal venido Half-
dan el Nonato, extirpado del vientre de su madre Aud la Hipocon-
dríaca, quien en el desastroso parto había corrido la suerte cesárea
del pequeño. Godofredo estimaba mucho a los guerreros que, como
Encía Purpúrea, habían conseguido consolidar un sólido prestigio
en una sociedad donde los méritos se medían con la furia de los
músculos y el filo del acero. Se presentaba además la circunstancia de
que, con independencia de la invitación, tuviese ya contemplada una
visita a las canteras de Hedeby para examinar el material que reque-
riría la edificación completa del dique. Así que Godofredo aceptó
gustoso. “Lo único que mi Soberano pide al gran Encía Purpúrea”,
informó un mensajero, “es que ese día solemne impida a los escandi-
navos practicar el coito en los caminos por los que el cortejo fúnebre
tenga que pasar.”
El ojo de Odín relumbra en el punto más alto del cielo. Los
miembros principales del séquito se distinguen por sus atavíos cere-
moniales: pieles de grandes osos espolvoreadas en cal. Uno de ellos,
el más anciano, dirige una señal de asentimiento hacia un adolescen-
te elegido por su actuación valerosa en una emboscada. Con la soga
enrollada en el hombro, nadará por el mar hasta el magnífico barco
que han construido los carpinteros de Halfdan. Habían ensamblado
sus piezas en tierra, y a la tierra volvería ahora arrastrada la nave an-
tes de llevar a los difuntos, entre espirales de viento negro, al paraíso.
La piel del muchacho es tan blanca que deslumbra con el reflejo del

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sol a quienes intentan seguirlo con la vista. Remonta las olas, apenas
hace espuma con sus largas brazadas. Al cabo de poco tiempo, el na-
dador alcanza la quilla fría y maciza. Trepa a la proa por los tablones.
Una tarántula albina teje su tela alrededor del cuello del mascarón.
Hombres y mujeres tiran de la cuerda desde la costa. El barco
vacila montado en los vaivenes de las olas; vara por fin. El grupo
continúa tirando, no se concede más pausa que la necesaria para que
se pongan de pie los que han caído a la arena. “¡Vamos!” “¡Prruufff!”
“¡Prruuaaj!” El navío se balancea pesadamente, remueve y expulsa
piedras y conchas pulverizadas. A medio trayecto escora, atascado
en la granulosa densidad de ese océano de sílice. Los más jóvenes y
robustos toman por sus extremos varios troncos de árboles, braman
e imploran a Odín para que las fuerzas no los abandonen. Encajan
los maderos bajo el casco, que se desplaza un poco más. Con una
rústica polea, fabricada con vigas del astillero, elevan la carga, que
queda suspendida en el aire unos segundos. Los gruesos hilos de
cáñamo se astillan; la nave desciende poco a poco. Alrededor de la
embarcación amontonan leños secos.
En la popa, al pie del dosel que recubre la cámara fúnebre, ya
han colocado armas, bebida y trozos de animales recién descuarti-
zados que servirán de alimento durante el viaje. Sobre el lecho de
blandos cojines, entrelazadas las manos y ataviados con magníficas
ropas, yacen los cuerpos inertes. Una esclava es lo único que falta
para poder levar anclas.
Tres o cuatro noches atrás, dos criados ungían a Aud y al feto
con légamo y aceites, y preparaban las cajas donde los cuerpos se
conservarían hasta la fecha designada para remontar el viento desde
la hoguera. Entonces Encía Purpúrea mandó traer ante su presencia
a las esclavas más hermosas. ¿Quién quería honrar y ser honrada?
¿Quién quería acompañar al infeliz primogénito llevándolo de la
mano junto con la mano de su madre? Yesenia, una mujer menuda,
en la piel sedosa la oscuridad fértil de las tierras de Oriente, rompió
el corrillo adelantándose un paso. Encía Purpúrea inclinó la cabeza

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con profundo reconocimiento. Chasqueó los dedos. A partir de ese
instante todo se dispondría de la mejor manera posible para que la
cautiva fortaleciera su espíritu. Yesenia bebió lo que quiso, comió
cuanto pudo, seleccionó a varios varones que le hicieron compañía
en sus últimas horas. Algunos de ellos eran sirvientes, otros gente
principal y distinguida. El desolado viudo consumió la víspera de
las exequias, como era usanza inveterada, entre los pechos tibios de
la esclava.
Escoltada por dos hombres que cierran los puños en la more-
nez esbelta de sus brazos, Yesenia no parece rejuvenecida: se bam-
bolea por la playa crispada por el pánico, a punto de desvanecer-
se. La acercan al barco y, súbitamente, unas diez palmas de manos
se congregan formando una plataforma levadiza que empareja la
cintura femenina con la borda. Desde ahí, un elástico estirón de
piernas, como si montara a mujeriegas, y ante Yesenia aparece la
cámara fúnebre. Dentro del dosel, a un costado del lecho, aguarda
Sueño Traslativo. Es una mujer titánica puesta a régimen de engorde
y adiestrada en el arte de los sacrificios. Yesenia ha caído desmayada
mientras los miembros principales de la comitiva saltan a cubierta
uno tras otro, salvo el más anciano, que ha declinado su derecho de
despedida en favor del rey Godofredo, que a su vez ha declinado en
beneficio de Encía Purpúrea. Con uno solo de sus brazos, Sueño
Traslativo se echa al hombro a la inconsciente Yesenia. Un delicado
fardo de plumas. El horrendo contoneo de una giganta color leche.
Lo primero que ve Yesenia al volver en sí es la cara descolorida
de Sueño Traslativo: repleta de manojos de venas azules reventadas
en los párpados abultados y en las mejillas pálidas; las pupilas inquie-
tas, la cabellera rubia peinada hacia atrás en apretadas trenzas circu-
lares. Quiere gritar —en realidad lo hace—, rectificar, retractarse.
Muchas otras esclavas querrían acompañar a Halfdan y a su madre
Aud. Ella ha perdido el coraje. Ella no puede ir. Su cobardía sería
indigna para los viajeros y para los dioses. Sobre sus cejas pobladas
siente el poderoso aliento de Sueño Traslativo, los labios casi inexis-

20
tentes que ahora presionan los suyos larga, maternalmente. La sa-
cerdotisa le acaricia los cabellos, le coloca unos anillos de oro en las
manos, brazaletes en los pies. Yesenia cobra conciencia de que está
desnuda y tendida en un lecho, entre dos cuerpos exangües de dis-
tinto tamaño, con las muñecas doloridas atadas detrás de la cabeza y
las piernas sujetas con fibras de esparto. Frente a ella seis hombres se
despojan de sus abrigos de pieles, se bañan en cal volcándose enci-
ma unos sacos traídos con ese propósito. Cada uno, sucesivamente,
monta a Yesenia susurrándole al oído alentadoras frases proféticas.
El último en tener trato sexual con ella es Encía Purpúrea. Dos ve-
ces, en ejercicio del derecho que le ha cedido el rey.
La sacerdotisa sigue el desarrollo de la ceremonia con la trans-
parencia impávida de sus ojos azules. Impelida por sus resuellos,
camina con la brevedad de una tortuga. Al asomarse a cubierta, an-
tes de volver por última vez a la cámara, recibe la ovación de los
guerreros que la contemplan extasiados en la playa. Alza una mano.
Al instante los hombres golpean sus escudos con espadas y hachas.
Así el viento no podrá escuchar los gritos de Yesenia. No podrá
robarle el alma.
La comitiva y Sueño Traslativo descienden del barco por una
escala. Encía Purpúrea luce blanco por la cal y rojo por la sangre (un
poco menos rojo que Sueño Traslativo, un poco igual que el resto).
Enciende un leño y con éste enciende otro, y otro con éste... Y luego
todos encienden leños. El barco arde en su camino a las olas.
Cuando finalizaron los trabajos, el dique recibió el nombre de
Danevirke. Durante algún tiempo, gracias a sus piedras, o a lo que
simbolizaban, privó la paz en Jutlandia.

21
La boda de Encía Purpúrea

Godofredo encomendó a uno de sus escribanos que fuera a casa de


Halfdan Encía Purpúrea y preguntara al dueño si no se le ofrecía
algo, cualquier cosa, el rey vería la forma y los medios de satisfacer
sus deseos. Tras mucho llamar a la puerta, una vieja criada informó
que el viudo estaba muy mal. Llevaba semanas encerrado en el gra-
nero, echado sobre la paja, no probaba alimento ni concedía tregua
al vino. En su opinión, si proseguía con ese estilo de vida acabaría al-
canzando a su hijo y a su esposa en el paraíso. Y a la esclava Yesenia,
en caso de que ella también se encontrase en aquel sitio. La anciana
se tomó luego la libertad de preguntar si en el paraíso los esclavos
continuarían siendo esclavos, los escribanos, pues escribanos. O si,
por el contrario, en un ambiente tan acogedor todos serían iguales.
El embajador se limitó a encogerse de hombros y esbozar una son-
risa. Sin embargo, mientras caminaba de vuelta rumbo a palacio, no
podía quitarse de la cabeza la angustiosa idea de que en el paraíso
cada individuo tuviera que desempeñar exactamente el mismo papel
que en el mundo de los vivos.
Godofredo escuchó con gesto grave. Llevó la mano al mentón
y estuvo acariciándolo un rato con la vista fija. Su vasallo, de hinojos,
empezaba a sentir la dureza del piso. De pronto, exclamó:
—¡Mi sobrina!
El escribano fue corriendo entonces a casa de Thorunn, que
vivía en la parte sur de Hedeby, cerca de las obras de construcción
del dique. La sobrina del rey acababa de cumplir quince años. Al
enterarse de que su tío mandaba verla, se sonrojó.
—Un momento, por favor —dijo al boquiabierto mensaje-
ro—. Nuestro soberano no merece que una visión tan desastrosa le
arruine la jornada.

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Thorunn resurgió de la casa todavía más hermosa. Un broche
de oro ceñía la larga cola de caballo. Una fina ajorca de plata rodeaba
su delicado tobillo y a cada destello anunciaba el paso inminente y
gracioso de la otra pierna. Correas ligeras aseguraban los pies a unas
bonitas sandalias. El alfiler daba forma al escote del vestido blanco,
casi transparente, bajo el cual se insinuaban los pechos redondeados.
Una sutil aplicación de afeites en mejillas y brazos despedía un suave
aroma. Detrás de sus movimientos, a prudente distancia, el recadero
se esforzaba en atrapar su estela con la nariz.
Nunca llegaría a sentarse en el trono. Pero sí en el regazo de
su tío, que era el rey. Godofredo dio un sonoro beso a su sobrina
mientras el fiel amanuense, otra vez de rodillas, el rostro humillado,
seguía la escena con el rabillo del ojo.
—¡Lotario! —dispuso el monarca—, ve con Encía Purpúrea
y dile que se persone ante mí de inmediato. Quiero proponerle un
negocio que lo ayudará a superar el trance en que se halla sumido.
En tanto Lotario trasponía el vestíbulo, Godofredo preguntó a
su sobrina si no pensaba que ya iba siendo tiempo de casarse. Había
pensado en un candidato para ella. Seguramente había escuchado
muchas cosas acerca de ese viudo melancólico. Era un buen partido,
se lo aseguraba. Rico. Fuerte como un toro. Trabajador como una
mula. Algo ajado, tal vez. Y a últimos días bebedor empedernido. Sin
embargo las cosas cambiarían. Con su ayuda.
—¡Pero tío...! —protestó Thorunn.
Y aún habría añadido más si Lotario y su acompañante no hu-
bieran vuelto del granero. No podría decirse que el aspecto de Encía
Purpúrea fuera lo suficientemente seductor como para tomarlo en
matrimonio sin pensárselo diez mil veces. Lamparones de vino (de
diámetro irregular y tonalidad diversa) decoraban el chaleco de oso.
Briznas de paja sobresalían de la cabellera, la barba y los bigotes des-
aliñados. Un hipo persistente acompasaba sus gruñidos. Para colmo,
Halfdan se desmoronó entre ronquidos frente al trono sin enterarse
del asunto por el cual había sido requerido. A esa primera y caótica

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presentación seguirán los baños de espuma que Godofredo ordenó
administrar a su amigo. Un severo régimen para desintoxicarlo. Una
buena afeitada a cargo del barbero. Y meses de cortejo. Reticencias
convenientemente alternadas entre los novios.
Bajo el dominio de esa incongruencia perfecta que rige la vo-
luntad y los sentimientos de los hombres, la boda se celebró con
gran fausto. Aunque Thorunn estuviera enamorada de Godofredo,
Lotario de Thorunn, el rey de la imagen que le devolvía el espejo
en su alcoba y Halfdan Encía Purpúrea, el viudo inconsolable, del
recuerdo de una esclava llamada Yesenia.

25
Rumbo a Irlanda

Con el paso del tiempo Thorunn y Halfdan Encía Purpúrea llegaron


a quererse y engendraron tres hijos varones. En el año 823, cuando
ella cumplía los 30 y él pasaba los 49, Thorunn quedó embarazada
por última vez. Aunque tenían buenas amistades y disfrutaban de
una consolidada posición económica (cada uno había aportado sus
bienes, más el fruto de los botines de Halfdan y unas joyas estupen-
das obsequio de Godofredo), era evidente que la fortaleza física de
Encía Purpúrea empezaba a menguar y lo ponía en apuradas situa-
ciones durante los saqueos que ejecutaba en compañía de sus primos
noruegos y suecos. Esa circunstancia, aunada a cierto reblandeci-
miento del temperamento y —vaya paradoja— a una agudización
del espíritu de aventura (otro tipo de aventura en que las emociones
entraban en el cuerpo de otra manera, ya no a través del sonido
del hacha), acabó alimentando en Halfdan el deseo irreprimible de
moverse. Un movimiento que no se relacionaba con la inercia auto-
mática de las incursiones guerreras. Comentó entonces a su mujer
que sería buena idea cerrar las casas, vender las granjas, los esclavos,
las cosechas y las bestias. Emprenderían una vida nueva. Quién sabe,
podría ser extraordinario. Thorunn había sufrido el dolor de ver a
sus tres hijos imberbes zarpar en distintos navíos rumbo a lugares
ignotos de los que nunca regresarían. En su vientre se gestaba tam-
bién la esperanza de que el nuevo retoño siguiera otro destino. Así
que decidieron emigrar de Hedeby. Viajaron hacia las Islas Hébridas
y de ahí a Irlanda.
Desde el río, la ciudad parecía un manchón verde que resplan-
decía húmedo en el centro de una gran extensión de tierras yermas y
grises. Las casas estaban construidas sobre postes y de algunas facha-
das pendían cuernos de carnero, piezas de otros animales. Flexibles

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tiras de mimbre, varas y juncos servían de persianas, se enrollaban
con cordones para dejar libres las entradas. Los edificios importantes
tenían adosados a sus muros graneros y establos. Junto a la calzada
que corría de norte a sur, dos largas hileras de troncos formaban un
canal que transportaba el agua del río a un abrevadero muy grande
que con los años se transformaría en una presa. Barracas diminutas
situadas al suroeste, tierra adentro, constituían los primeros talleres
de artesanos, especialmente fabricantes de peines y zapateros. Las
poblaciones indígena y extranjera llevaban más de un lustro convi-
viendo en paz, se mezclaban sin escrúpulos y asimilaba cada una las
costumbres y religión de la otra. Muchos buenos cristianos se habían
convertido en fanáticos adoradores de deidades iracundas, mientras
que numerosos ex idólatras portaban crucifijos en el pecho con la
misma devoción que habían prodigado a sus quiméricas figuras de
madera y piedra antes de lanzarlas al río o someterlas al fuego. Pese a
ese mestizaje, cuando Halfdan y Thorunn llegaron a Irlanda todavía
era común vislumbrar, tras el paso de las naves, un sendero acuático
sembrado en ambas orillas de monasterios incendiados. Las altas
cruces celtas partidas y humeantes recortándose contra la impasible
transparencia del cielo.
A sus siete años, el hijo de Thorunn, Torkel Pestañas Verdes,
testimoniaba el tiempo exacto que sus padres llevaban establecidos
en la nueva residencia. Lo habían llamado así por una conjuntivitis
contraída tras su nacimiento y que lo acompañaría hasta el día de
su muerte. Torkel había ocasionado a Thorunn muchos malestares
durante el parto. Ahora su madre lo miraba embelesada, henchida de
orgullo, y le entregaba unas herramientas que esa mañana Halfdan
había olvidado llevar consigo al río, donde varios hombres se afana-
ban en la modernización del embarcadero. Torkel cogió las pesadas
llaves y unas tuercas. Enfiló la calzada dando brinquitos y silbando
una melodía que había escuchado interpretar a un viejo gaitero. Al
doblar una esquina, desapareció de la regocijada vista de Thorunn.

28
El último mes de 840 finalizaron las obras del puerto de Du-
blín. La misma tarde en que Halfdan Encía Purpúrea, de sesenta y
seis años, fallecía. Cinco años después, dos antes de que el célebre
noruego Turgeis cayera prisionero de los O’Neills, dos antes tam-
bién de que el rey de Osraige, el terrible Cerball, castigara sin piedad
a los dublineses de origen escandinavo, atracaría un bajel que apenas
cabía en el río. Lo capitaneaba un joven danés. No muy alto ni tam-
poco grueso, pero tenía una mirada sedienta que realzaba el esbozo
burlón de una sonrisa e infundía miedo a quien se le ponía enfrente.
Ragnar trabó fuerte amistad con Torkel, que por entonces alcanzaba
la primavera veintidós. Lo invitó a embarcarse con él inmediatamen-
te. El hijo de Thorunn aceptó gustoso, no obstante la gran triste-
za que ocasionaba a su madre. Apesadumbrada, viuda, más débil,
Thorunn no podía resignarse a la idea de despedir por cuarta vez a
un hijo que, presentía, no volvería a ver jamás.

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Fragmento de una carta que
Alcunio de York...

...consejero de enseñanza de Carlomagno, escribió a título privado


al obispo sobreviviente de la matanza de Lindisfarne, fechada en
octubre de 813 y encontrada muchos años después en el interior de
un mohoso tonel de vino:

Querido Ermentarius:

Dispensarás que prescinda del tratamiento de “Excelentísimo


Señor”, puesto que las cuestiones sobre las que ahora demando tu
atención, muchas de ellas adelantadas ya en otras misivas, son fruto
de mis cavilaciones personales y del deseo imperioso, necesidad diría
yo, de tratarlas con un amigo al margen de la correspondencia que
mantenemos de forma oficial y obligatoria. Espero que esta breve
explicación preliminar baste y encuentre en tu corazón magnánimo
la indulgencia indispensable para tolerar semejante quebranto a la
cortesía.
Han pasado más de trescientos años, y todavía podrías agre-
gar media centuria (e incluso un poco más), desde que nuestros pa-
dres se establecieron en esa bellísima tierra llamada Gran Bretaña,
de cuyas piedras, árboles y ríos nosotros mismos somos un trozo
indisoluble. Cualquier ataque a su gente, creencias o riquezas, frontal
o subrepticio, es una afrenta a todo nuestro ser. No te imaginas el
temblor irreprimible que sacudió mi cuerpo cuando leí la narración
acerca de la forma milagrosa en que tú, por entonces un modesto
monje que iniciaba su carrera religiosa, lograste escapar a la muerte
oculto bajo un camastro como gallina acorralada por el lobo. Corris-
te, por fortuna, una suerte muy distinta a la lóbrega y fatal del rey
Brihtric, su esposa e hija, el infeliz nuncio que te sirvió de parapeto.

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Seguía el relato y temblaba de rabia, de impotencia, de nostalgia sal-
vajemente removida, puesto que desde Normandía, a donde, como
tú sabes, me había trasladado para asesorar a mi señor Carlomagno
en las labores de los dos gobiernos, me era imposible hacer nada.
Nada por los míos, por mí mismo. Sí, confieso que lloré como un
niño, encerrado en el sótano donde guardaban los vinos del alcázar.
¿Quién habría imaginado alguna vez que una partida de ladro-
nes miserables sería capaz de perpetrar semejantes inmundicias?
¿Que una raza atroz y vil humillaría a un reino tan glorioso? ¡Quién,
oh sacrilegio de los sacrilegios, podría albergar en su mente la idea
siniestra de la profanación de un altar!
Sin embargo, amado Ermentarius, justo es reconocer que la
impronta de la destrucción no es exclusiva de los hombres de los
fiordos. Un año después de que desembarcaran como avispones
aguijoneantes en Lindisfarne, ávidos de saqueos, torturas y asesina-
tos, decidieron probar fortuna en Jarrow, a pocos kilómetros al sur
del monasterio que con tanto valor y prudencia diriges. En esa oca-
sión los cristianos estaban prevenidos y la masacre se efectuó contra
los invasores. Les tendieron una trampa en el bosque; los humilla-
ron y les hicieron horrores. Les cortaron la lengua, amputaron sus
cuerpos por simple diversión, sin atender los reclamos de caridad a
que todo creyente está obligado ni los alaridos que, según mi infor-
mante, proferían los escandinavos. Al final decidieron ahorcarlos en
las ramas más sólidas. Nuestros hermanos sembraron el paisaje de
cadáveres colgantes, descuartizados, semejaban las siluetas deformes
de reses sin pellejo ensartadas en ganchos.
¿Por qué, Ermentarius, el descomedimiento y la ignorancia
absoluta del significado que entraña la palabra “misericordia”? Des-
pués de mucho sopesar razones y, creo, penetrar en ellas, he llegado
a una conclusión. La causa de las calamidades que se ciernen hoy día
sobre nosotros radica en la sobrecogedora y necia regularidad con
que los monjes infringen las reglas de la vida monástica. Dios nos
castiga, en consecuencia, por la infidelidad que mostramos hacia Él.

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Para acabar con tan lamentable situación, me he tomado la libertad,
tras haber hecho la consulta correspondiente con nuestros señores
el papa León III y el emperador de Occidente Carlomagno, de re-
dactar una serie de disposiciones orientadas a...

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El asedio a París

Torkel: el paso de los días ha ido afincando mi amistad con Ragnar.


Es mi señor, no sólo le profeso lealtad sino que los considero una
especie de brújula. Ragnar es un marinero que señala con el dedo
las conjugaciones astrales, conoce las latitudes y descubre el brillo
intermitente de alguna estrella fugaz que se desploma agonizando
detrás del espeso manto de la niebla. Tampoco titubea al sofrenar
a su tripulación cuando brinda amparo a las monjas y sacerdotes
que han caído prisioneros, o cuando ordena que no incendien las
reliquias y los altares. Admiro su instinto y la prudencia con que
mantiene a raya su temperamento tumultuoso. Es un vikingo como
yo, igual que el resto, pero está harto de serlo. Él mismo lo ha insi-
nuado en distintas ocasiones: “¿No creéis que ya hemos tenido sufi-
ciente?”, gritó aquella vez desde el campanario de la catedral en París
mientras la luz exangüe del cielo se difuminaba y cedía su espacio a
la noche lunar. Nosotros lo mirábamos desde abajo en medio de la
polvareda. Nuestras ropas chorreaban sangre, sudábamos, el botín
engarzado en el círculo de nuestros brazos doloridos. Algo similar
había dicho esa misma mañana cuando comenzamos a remontar
el río Sena: “Querido Torkel, ¿qué provecho sacamos destruyendo
villas y poblados sin establecernos en ningún sitio?” Y añadió to-
davía: “Seremos hombres prósperos cuando encontremos dónde
establecernos. Entonces podremos orquestar verdaderas campañas
militares, perseguir importantes designios.” En combate Ragnar era
audaz y temerario, pero odiaba la rapiña. Por eso arengaba después
a sus guerreros, para infundir en ellos la conciencia de algún límite.
Inútilmente.
Llegamos a París al caer la tarde de un soleado día de primavera
del año 845. A lo lejos se escuchaban las campanadas y los aleluyas

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de la celebración de la Pascua en catedral. Carlos el Calvo, hijo de
Luis el Piadoso, nieto del gran Carlomagno, había sido prevenido de
nuestra visita. La táctica que decidió emplear para repelernos consis-
tía en la división de su ejército en ambas márgenes del río. Al ver esa
defensa Ragnar no pudo contener la risa. Atacamos al grupo menos
nutrido, apiñado en la orilla que daba al corazón de la ciudad. Di me-
dia vuelta al timón, mis compañeros desplegaron la vela e izaron un
gallardete. La escuadra secundó la maniobra. En pocos minutos en-
filamos la corriente a una velocidad endemoniada. Al atracar, la qui-
lla de nuestro barco hizo añicos las lanchas enemigas que flotaban
en el muelle. Una breve y desigual lid, entramos y salimos del templo
ante los ojos incrédulos de los francos que nos miraban impotentes
al otro lado del río. Colgamos de los árboles a varios soldados, con
gran alharaca y aplausos, y a otros buenos creyentes que tuvieron
la desdicha de asistir en esa fecha a la misa de la Resurrección del
Señor. No sabíamos qué hacer con las monjas. Una se atrevió a pe-
dir la palabra y dijo que no sería justo que ellas corrieran una suerte
distinta a la de sus hermanos. Nos pareció que la mujer era valiente y
razonaba bien, así que sin mayores preámbulos la pusimos a patalear
en la cima de un roble. Nos aburrimos de matar cuando empezaba a
anochecer. A continuación siguió la colecta del botín. Entonces Rag-
nar, que llevaba rato en el campanario, tañó la campana y preguntó a
sus hombres lo que ya relaté.
Más tarde, sobre una balsa malamente improvisada, se acercó a
nosotros el mismísimo Carlos. Lucía un aspecto deplorable. Estaba
pálido y encorvado, los ojos se sumergían en unas cuencas azul os-
curo. Era mucho más calvo de lo que uno podría imaginarse. El rey
de los francos rindió a Ragnar los honores de rigor. Luego le entregó
siete mil libras de plata a condición de que nos fuéramos de ahí. A
cualquier parte. Incluso sugirió la región de Borgoña, donde podría-
mos pasar el invierno asolando libremente a sus súbditos.
Ragnar: de todos los hombres que he conocido, Torkel Pesta-
ñas Verdes es quien está más cerca de mi corazón. Come y bebe con

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moderación, ríe cuando hay motivo y posee la extraña facultad de
poder diferenciar un asesinato a sangre fría, de una victoria gloriosa
obtenida en un combate equilibrado. No le complace encarnizarse
con los vencidos ni gozar a sus esposas e hijas, salvo que ellas quie-
ran, y aun así sigue ciertos principios de pudor que él mismo se ha
fijado. Es incapaz, por ejemplo, de tener trato carnal con mujeres
embarazadas, mutiladas o paralíticas, e incluso cuando alguna joven
esclava lloriquea atemorizada prefiere consolarla antes que saciar sus
apetitos. “No hay nada parecido al dolor en los ojos”, explica a los
brutos de mis hombres cuando se mofan de alguien que implora pie-
dad con la cara brillosa por las lágrimas. La raza de los fiordos teme
más al llanto que al vaticinio de que el cielo se desplomará sobre
nuestras cabezas. Por eso admiro a Torkel. Los días en que la conjun-
tivitis reactiva su ciclo funesto, se vuelve loco. Con los ojos sellados
por las legañas deambula por las calles; gimotea, da gritos espeluz-
nantes arrancándose desesperadamente los cabellos hasta caer de
rodillas delante de alguna tapia. Restriega el rostro contra las piedras.
Mis vasallos corren a casa y me informan de lo que ocurre. Acudo
de inmediato en compañía de mis guardias y transportamos a Torkel
a una habitación oscura. El adivino le unta un légamo oloroso que al
cabo de tres o cuatro noches lo hace sanar. Torkel el Llorón reapa-
rece radiante en público, de espléndido humor, con bríos renovados.
Lo recibimos con gran cariño.
Podría decirse que últimamente se ha convertido en el hombre
más feliz de la tierra. Se lo ve caminar ufano por las avenidas de
Aquitania, de la mano de Alba, quien deleita nuestra vista con sus
pasos de canela. Alba también parece feliz. Desde que arrumbó el
velo en el armario gracias a los consejos de nuestras mujeres, acom-
paña a la vivacidad de sus iris avellana una conversación cada vez
más desenvuelta, que nos fascina tanto como la textura rojiza de sus
amplios labios. En pocos meses ha aprendido en nuestra lengua las
mismas palabras que dicen los niños.

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Escandinavos coléricos,
moros atrabiliarios

Cinco años después del asedio a París, en 850 d. de J.C. (aunque


parezca extraño hemos adquirido la costumbre de datar conforme
al calendario cristiano, puesto que al ser el más difundido entre los
pueblos empieza a ser el de más fácil manejo), tras habernos esta-
blecido en Aquitania, territorio que yo, Ragnar, gobierno, decidimos
emprender viaje rumbo al sur, donde, nos habían informado nues-
tros exploradores, se levantaba una ciudad esplendorosa. Conseguí
reunir una flota de cien barcos e hicimos navegación de cabotaje a
lo largo de la bahía de Vizcaya. Bordeamos el cabo Finisterre luego
de enfrascarnos en sangrientas peleas con los pertinaces campesinos
de la Coruña y con los aguerridos asturianos. En Lisboa, con treinta
embarcaciones menos, obtuvimos un botín formidable. Continua-
mos el descenso sin perder de vista la costa. Despedazamos Cádiz
y luego proseguimos tierra adentro nuestra marcha de muerte. En
Medina Sidonia el ataque fue tan veloz que ni siquiera me dio tiempo
de descargar un buen hachazo. Volvimos a las embarcaciones que
habíamos dejado atracadas en Cádiz. Navegamos hacia el norte. La
desembocadura del río Guadalquivir apareció a estribor. Entonces
viramos en dirección al oriente para remontar su curso.
Sevilla, en efecto, era una ciudad resplandeciente, sembrada de
minaretes espigados cuyas piedras, a fuerza de austeridad y sencillez,
rivalizaban en luminosidad y grandeza con el sol y las altas nubes.
Pensé que no éramos dignos de ese entramado de construcciones
perfectas. Las casas se extendían en largas terrazas, los parterres hú-
medos cobraban, a la sombra embriagadora de los naranjos, una co-
loración azul oscuro. Ordené a mis hombres que fuesen comedidos;
que tomaran sólo lo indispensable: las jóvenes más hermosas, los
metales más relumbrantes. Mandé asimismo que, por esta ocasión,

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se abstuviesen de colocar la imagen de Thor en el interior de las
mezquitas, y que no les prendieran fuego. Cuál sería mi sorpresa al
contemplar que el emir, a quien llamaban Abd al-Rahman, en lugar
de hacernos frente procedió a encerrarse junto con sus guerreros en
la ciudadela. Salvo esa fortificación, durante seis o siete semanas, Se-
villa fue nuestra. Dispusimos de ella a nuestro antojo. Cánticos, vino
y hembras a granel, abundantes banquetes. Hasta que una mañana
terrible —todavía me estremezco al recordar el espumoso dolor de
la resaca en mi cabeza— las puertas de la ciudadela se abrieron de
par en par. No acertábamos a determinar qué producía más espanto:
los cascos de los corceles árabes que machacaban nuestras humani-
dades medio dormidas y diseminadas plácidamente por las calurosas
calles de la ciudad, o las cimitarras resbalando insonoras en nuestras
pieles. Jamás me había visto obligado a dirigir una precipitada retira-
da. A quienes no lograron escapar los ahorcaron en un paraje que se
conoce con el nombre de Talyata.
De vuelta en casa, discutía con Torkel los factores de nuestra
humillante derrota. Un mensajero moro llamó a la puerta y colocó
a los pies de mi sitial setenta sacos de cuero que me entregaba por
encargo del emir. Uno por uno, asiéndolos de la cabellera, Torkel ex-
trajo los cráneos de las bolsas y me los mostraba para comprobar si
alguno de ellos era susceptible de reconocimiento. A eso se reducía
la nobleza guerrera que me había acompañado a la desgraciada ex-
pedición. Sevilla no sólo nos había agasajado con su magnificencia.
Nos había ofrecido también un rival que estaba, sobradamente, a
nuestra altura.
Con el paso de las lunas y los soles, tras varios choques bruta-
les, Abd al-Rahman y yo comprendimos que nos convenía más ser
amigos. Dos acontecimientos favorecieron un cese de hostilidades
que, durante poco más de una década, nos permitió navegar por el
sur con cierta tranquilidad. Al menos, con la tranquilidad de saber
que no nos toparíamos con los atrabiliarios musulmanes. El prime-
ro ocurrió aquí en Aquitania. El mensajero que había traído ante

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mi presencia las cabezas decapitadas de mis queridos combatientes,
volvió un día y me anunció que un servidor ilustre del emir, llamado
Al-Ghazal, solicitaba una audiencia con el rey de los adoradores del
fuego. Me complació que nos llamasen “adoradores del fuego”, y
respondí al mensajero que dijera a Al-Ghazal que podía acercarse a
mí cuando mejor le pareciese. Sería bienvenido de día o de noche,
y si él prefiriera la oscuridad me ayudaría a sobrellevar con su con-
versación algunas horas de insomnio. No dejaba de sorprenderme
que, entre la raza morena, hubiera mujeres y hombres que hablaran
nuestra lengua, mientras que mi gente no entendía la suya. Antes de
retirarse, el enviado me advirtió, con voz humilde pero firme, que
yo no debía exigir al embajador del emir arrodillarse ante mi persona
como hacían mis súbditos, pues era ley sagrada y costumbre milena-
ria de su pueblo sólo consagrar ese acto a Alá y sus sacerdotes. Me
pareció entonces que sería divertido poner a prueba la dignidad de
un sarraceno tan puntilloso. Mandé traer al carpintero, quien empu-
ñó el martillo y con unos tablones redujo el espacio de la entrada de
tal forma que cualquiera que pretendiese franquearla estaría obliga-
do a hacerlo de rodillas. Hay que reconocer que Al-Ghazal encaró
el reto con diplomacia y buen tacto. Al percatarse de que la parte
frontal de mi casa era una sólida tapia horadada sólo por abajo, se
recostó sobre su espalda y arrastrándose a reculones irrumpió en la
estancia donde lo aguardábamos con divertida impaciencia. A la luz
de las velas, tratamos muchos asuntos, la mayoría de ellos relaciona-
dos con rutas de navegación. Gustaron tanto los modales exquisitos
de Al-Ghazal y la sensatez de que hacía gala en cada una de sus
propuestas, que la corte me pidió permiso para celebrar un banquete
en su honor. Y mi mujer, la reina, para ofrecerle en privado su hos-
pitalidad. Naturalmente, en ambos casos dije que sí.
El segundo suceso tuvo lugar en la tierra del emir. Por ins-
trucciones mías, para dar muestras de buena voluntad y devolver la
visita de Al-Ghazal, Torkel viajó a Sevilla y se entrevistó con Abd
al-Rahman, a quien su embajador le había descrito con lujo de de-

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talles y desbordado entusiasmo la cortesía a la que los adoradores
del fuego le habíamos hecho acreedor. Refrendada la paz entre los
pueblos, el emir tomó de la mano a su huésped y lo llevó a través
del palacio. Recorrieron salas enormes, vestíbulos alfombrados que
amortiguaban suavemente las pisadas de los pies desnudos (bajo el
suntuoso arco de la puerta principal, a Torkel le habían pedido sus
sucias sandalias de cuero). Los muros estaban cubiertos con tapices
que representaban paisajes desconocidos. Luego se internaron en un
refrescante laberinto de corredores, a tramos umbroso y a tramos
blanco por la luz que caía desde las bóvedas acristaladas. Salieron a
un patio de mosaicos. En el centro había una piscina. De los plie-
gues humeantes de agua perfumada emanaba vapor. Jóvenes con
velos transparentes vaciaban o llenaban jofainas gravitando en torno
a un pozo que lindaba con el jardín. “La hora del baño”, observó
el emir, quien no soltaba la mano de Torkel. “Justo a tiempo”. Dos
mujeres se acercaron a ellos sonriendo y los ayudaron a despojarse
de sus dispares vestiduras. Se metieron en el agua sentándose con
placidez en los estrados sumergidos. Abd al-Rahman ofreció a su
huésped la serpentina pipa de caoba y ambos dieron unas caladas
al hachís chisposo. Luego le pidió que escogiera a una doncella para
que se convirtiese en su esposa. Como Torkel no acertaba a articular
palabra, una muchacha de grandes ojos solicitó al emir permiso para
acercarse y preguntar al forastero si ella podía tomarlo por esposo.
De vuelta en Aquitania, después de la exitosa misión, Torkel
farfullaba frases que no tenían pies ni cabeza. Brincaba y entona-
ba cánticos, incapaz de dominar sus emociones. Ensalzó al emir de
forma desproporcionada e inverosímil, lo que causó suspicacias en
la corte y, lo admito, cierto agrietamiento receloso en mi vanidad de
gobernante. Pero al cabo de una semana se tranquilizó y todos le
deseamos suerte en su nueva aventura. Me explicó el programa de la
boda, el cual incluía una sesión de adoración simultánea a nuestros
respectivos dioses. Abd al–Rahman y sus súbditos orarían en un sa-
lón del palacio arrodillados frente a un hueco en la pared orientada

42
hacia una ciudad llamada La Meca. Nosotros, al mismo tiempo pero
en una floresta colindante, ofrendaríamos las inmolaciones de cos-
tumbre ante la imagen protectora de Thor. Opiné, en tono de bro-
ma, que esas ceremonias híbridas me daban mala espina, pero que
al tratarse de un amigo entrañable estaba dispuesto a ceder en todo.
Viajé a Sevilla en compañía de mi mujer y las principales per-
sonalidades del reino. Son extraños los musulmanes: al enterarse de
que la reina iría conmigo, el buen embajador y amigo Al-Ghazal,
quizá temiendo una escena de celos de mi parte, o a lo mejor de la
suya, pretextó padecer un resfriado mortífero que le impedía asistir
a las nupcias.
De esta suerte, la paz y la libre navegación privaron durante
algunos años entre los mundos de Alá y Thor.

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Los rus

Ragnar murió en el año 860 d. de J.C. aquejado por una fulminante


enfermedad que en menos de cuatro noches le carcomió los órganos
y la sangre. Torkel, la mora Alba y su hijo Horik, perseguidos por
los enemigos políticos del rey exangüe, abandonaron Aquitania y se
embarcaron rumbo a Kiev, donde un primo de Alba les daría aloja-
miento a cambio de ayuda en las labores cotidianas del huerto y los
establos. Después de un periplo borrascoso por el Mar Báltico, en el
que estuvieron a punto de naufragar, una mañana de granizo Torkel
divisó desde cubierta una efímera línea marrón a ratos devorada por
la bruma. Al tocar costa, sus trabajos y penurias no se aligeraron.
Torkel tuvo que talar él solo los árboles necesarios para procurarse
leña, durante meses arrastró por tierra la pequeña embarcación en
que habían viajado. Entre guijarros y montañas, sin más medios que
una cuerda de esparto atada alrededor del mascarón de proa. Con-
fiaba en que pronto apareciese un lago, un río o un canal. Mientras
tanto Alba se encargaba de recolectar frutos silvestres y verduras que
descubrían en su trayecto, aplicaba frías compresas de lodo a Ho-
rik, quien en su ignorancia natural de nueve años había ingerido un
atractivo hongo multicolor. Cuando el niño se repuso, ascendieron
a las Colinas de Valdai, donde un sonido refrescante anunciaba unas
cataratas. Más abajo se extendió la vista sinuosa de un caudaloso
destello de plata. Siguieron el curso del Dniéper y en pocas jornadas
llegaron a Kiev.
La ciudad no aventajaba a Aquitania. En muchos aspectos eran
parecidas. Los habitantes de Kiev, llamados rus, poseían rasgos simi-
lares a los escandinavos. Ello se debía, según explicaron a Torkel, a
que no hacía muchos años hombres del norte idénticos a él habían
llegado a esta tierra. Primero la habían saqueado y atormentado a

45
los pobladores primitivos, pero después habían vuelto en son de paz
mezclándose con las mujeres y aportando parte de sus cosechas. El
primo de Alba, que en las guerras intestinas de Damasco había com-
batido con los omeyas, a quienes apoyaba el emir Abd al–Rahman,
procedía de la ruta opuesta hacia el sur. Recibió a Alba y a su nueva
parentela con los brazos abiertos. A lo largo de cinco veranos, los
cuatro ampliaron la granja y se enriquecieron con la venta de sus
productos.
Enfrentar los rigores de la sexta canícula demandaba diversos
preparativos. Había que acondicionar la troj para el almacenamien-
to de los cereales y mantener la harina triturada del trigo en sacos
guarecidos del sol en depósitos subterráneos. Un mediodía, Olaf
se acercó a la finca de Alhakem. Necesitaba, dijo, la colaboración
de los hombres del predio. “El emperador Miguel guerrea contra
tus hermanos árabes, querido Alhakem. Constantinopla ha quedado
desprotegida. Ha llegado el momento de ajustar cuentas pendien-
tes. He oído que Torkel Pestañas Verdes tiene mucha experiencia en
combate. Y que su hijo Horik anhela iniciarse en la guerra.” Hacía
mucho que Torkel había decidido cambiar el hacha por la azada,
pero consideraba a Olaf su amigo. “Será la última vez que los acom-
pañe”, aseguró. Olaf asintió con gravedad, el gesto de gratitud dibu-
jado en los labios.
Los rus aprovisionaron los barcos fondeados a la orilla del
Dniéper. Alba lloraba. Encomendó al orgulloso Horik, impaciente
por entrar en liza, a Alá y a todos los dioses, y abrazó desespera-
damente a Torkel, que la miraba con aire triste e indulgente. Besó
también a su primo y le rogó que velara por todos, que cuidara a
Torkel y su hijo porque tenía un terrible presentimiento. Alba fue
interrumpida por el estrépito de los gritos y los cánticos guerreros.
Las amarras se soltaron de los pilotes con un chasquido silbador.
Navegaron por el curso inferior del río hasta su desembocadu-
ra. Surcaron la densidad salobre del Mar Muerto dejando atrás los
apretados declives rocosos del estrecho del Bósforo. El mes de junio

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la flota se alineaba a lo largo de la extensa playa de Constantino-
pla. Antes de atracar, los habitantes de la nueva Roma, considerada
una plaza inexpugnable, se atrevieron a mirar detenidamente a esos
hombres que se amontonaban en el pretil de cubierta. Las barbas
rojizas cortadas por una sonrisa alienada. Los cascos de resplando-
res metálicos. Las centelleantes puntas de los cuernos afilados. Las
espadas tornasol izadas contra el cielo. Ante semejante visión, mu-
chos constantinopolitanos huyeron en desbandada. Otros se entre-
garon al saqueo anticipándose a los invasores. Los monjes corrieron
al campo llevando consigo reliquias sagradas de los altares y templos
que ahora serían destruidos y más tarde reconstruidos, así como los
cuerpos embalsamados de santos varones. Verbigracia el del padre
José, que Dios tenga en su gloria.
Focio, otro patriarca de la iglesia (pero vivo), había conminado
ya a su rebaño. Si persistían en comportarse como rateros, incestuo-
sos, fornicadores y adúlteros una negra desgracia se abatiría sobre
sus cabezas. Ahora permanecía oculto en Constantinopla, cerca de la
residencia imperial, y era testigo de lo que ocurría. Esos hechos casi
palpables se transformarían en la materia de un sermón apocalíptico
que leería semanas después, una vez que la “granizada de bárbaros”
se hubiese disipado.
Los rus no tuvieron conmiseración alguna con aquellos que se
habían resistido a abandonar la ciudad. Olaf mandó prender fuego a
las casas, metieron a sus víctimas en costales y las arrojaron al mar o
las atravesaron con sus espadas en medio de una cerrada ovación y
exclamaciones de burla. A los más afortunados, en su mayoría hom-
bres robustos cuya fuerza podría aprovecharse en trabajos penosos,
les pusieron cadenas y grillos, y los hacinaron en las embarcaciones
junto a bestias de carga y aves de corral. Con las mujeres tampoco
tuvieron miramientos. Las lapidaban mientras corrían desorientadas
y buscaban con desesperación un sendero por donde escapar. Focio
se parapetaba detrás de unos trastos oxidados en un ático colindante
con el castillo del emperador. Miraba con un solo ojo a través de una

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ranura en la pared. Entonces percibió un rapto de humanidad entre
los miembros de esa tribu impía. Alguien propuso ofrendar a los ni-
ños que habían quedado huérfanos, una práctica habitual tratándose
de criaturas nacidas deformes. Pero un hombre alto y fornido (pese
a que rebasaría ya los cuarenta) se opuso. El ciclo de calamidades y
sucesos felices, dijo, se repetía en Kiev y en todas las regiones del
mundo con independencia de los sacrificios exigidos por los brujos.
Matar a esos inocentes despertaría la cólera de Thor.
Esas razones no convencieron al increpado, quien las impugnó
no con argumentos sino con la espada. Desde su escondrijo, Focio
seguía la riña, en torno a la cual se formó de inmediato un corro.
“¡Vamos, Torkel!” “¡Venga, Eowils!” Al ver que las embestidas del
joven Eowils hacían perder el equilibrio al rival, un adolescente de
unos quince años, réplica casi exacta de Torkel, desenfundó un largo
cuchillo. Ciego de rabia, no se percató de que los combatientes gira-
ban cambiando de posición y lo enterró con fuerza en el primer bul-
to que encontró. Horik, hijo de Torkel, había asesinado a su padre.
Olaf intentó consolar a los huérfanos hablándoles en un idio-
ma para ellos incomprensible que excitaba el llanto en vez de apaci-
guarlo. Ya nada debían temer, no los sacrificarían. Y luego ordenó a
sus hombres que dejasen en el suelo todo lo que llevaban consigo:
vasijas, alhajas, monedas. Todo salvo las armas.
Nada de esto referiría más tarde el patriarca Focio. Ni en su
famosa prédica ni en la procesión que, en agradecimiento a la virgen,
bajo su manto, presidió a través de los tesoros que los sanguina-
rios-bárbaros-infernales-castigo-del-cielo habían inexplicablemente
olvidado desperdigados por la ciudad. Así se celebró la vuelta del
emperador Miguel y del resto de los moradores a Constantinopla.

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La penitencia de Horik

Los tres están juntos en una habitación de la casa en Aquitania: si


es posible que un cadáver haga compañía a sus veladores. Alba se
sienta junto a su marido en el borde de la cama, el rostro sombrío
demacrado por la desolación. Horik se acurruca en un banco ocupa-
do hasta hace poco también por Olaf, Alhakem y el contrito Eowils,
que luego habían decidido ponerse de pie y marchar a la playa. Ahí
los carpinteros dan los últimos retoques al barco que se emplea-
rá para las honras fúnebres. Horik entrelaza las manos detrás de la
nuca, un grueso cobertor le cubre las piernas y se desdobla llegando
hasta el suelo. Lo aparta de sí y el lienzo de lana se arremolina en
una protuberancia informe. Se incorpora entre sollozos, camina al
encuentro de su madre. Se siente miserable, dice, el más desdichado
de los mortales. De los asesinos el más criminal, el más estúpido.
Estrecha a Alba y levanta los ojos, mira las vigas del techo. “Adon-
de quiera que vaya, madre, aunque los demás finjan comprender o
incluso aceptar, un parricida sólo recibe odio y desprecio.”Alba y
Horik se vuelven a abrazar junto al cuerpo yaciente de Torkel.
La cama y los muros de la habitación empiezan a trepidar con
violencia. Las llamas de las velas vacilan unos instantes, se desvane-
cen en un abrupto chisporroteo y resurgen del humo copioso. Ante
el espanto y asombro de su viuda e hijo, la pálida figura de Torkel se
reclina trabajosamente en el lecho. Pasa la lengua morada por en me-
dio de sus labios mustios, resecos, de un púrpura tenue. Carraspea y
habla. El sonido es tan ronco y áspero que se vuelve casi inaudible.
“Alba”, dice, “adorada Alba”. Tose. Escupe. “Deseo revelarte algo
que te ayudará a resignarte más fácilmente a mi muerte. No debes
preocuparte por mí. He estado en un lugar apacible donde los ár-
boles son muy altos y sus troncos no son de madera y resina sino

49
de agua limpia que fluye de las raíces al follaje. A lo lejos, parecen
frondas suspendidas sobre columnas de cristal. Alba, te desposarás
con un próspero comerciante búlgaro. No pertenece a la raza que
extiende su dominio en el río Volga, sino a aquella tribu establecida
cerca del Danubio. Este segundo marido tuyo será un buen hombre
llamado Boris. Te llevará a vivir con él a Islandia. Le sobrevivirás y
luego cambiarás de fe marchando a Roma en peregrinación para
volver a la granja islandesa y fundar en ella un monasterio cristiano.
Quiérelo sin reservas, te proporcionará más dichas que amarguras.
Hazlo por mí.”
Torkel tose, un breve y nuevo temblor. Añade: “Horik, animo-
so e impaciente hijo, a ti debo el tránsito al paraíso. No temas. Serás
una persona querida y respetada. Como castigo a tu precipitado acto
deberás aceptar la penitencia de perder tu nombre y recibir a cam-
bio el de Boris. Lo transmitirás a tu primogénito y éste a su primer
hijo varón, y éste al suyo, y así a lo largo de otras dos generaciones.
En Jutlandia nacerá el último Boris, incansable viajero.” Dicho esto
Torkel se desplomó recobrando la postura yerta. Alba y Horik per-
manecieron en silencio. Entraron unos hombres que amortajaron el
cadáver y lo subieron a un dosel portátil para llevarlo al barco.
Boris, el último descendiente de aquel otro Boris que había
tomado el nombre de su padrastro perdiendo el suyo, nació en Jut-
landia en el año 985 después de la encarnación de Cristo. Esa pri-
mavera, los escandinavos aparejaban sus navíos para zarpar desde
Islandia (poblada densamente y donde ya no era posible encontrar
una finca cultivable) rumbo al oeste. Se decía que allende el mar
unas enormes planicies de hielo, resquebrajadas en fiordos profun-
dos, hacían brotar en su superficie alba, como moho sobre queso,
unos anillos de tierra verde y rica en frutos comestibles. Los peces
nadaban en incontables riachuelos y había osos, morsas y focas. Si
la historia de los campos fértiles resultaba mentira, podrían de todas
maneras consumir su carne y volver con sus pieles para venderlas.

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Quince años antes, Eirik el Rojo se había trasladado a Islandia,
habitada por anacoretas irlandeses antes del arribo de los escandina-
vos. Huyó de la región noruega de Jaederen a causa de las conflic-
tivas relaciones que mantenía con unos vecinos, a los cuales había
liquidado en el transcurso de una pendencia. Se estableció con su
padre Thorvald, con quien había emprendido la fuga, en Drangar
Rocas Altas. Allí tuvo la desdicha de ver morir a su progenitor pero
también la alegría de casarse con una mujer, Thjodhild, que lo adora-
ba. Su suegra, Thorbjorg, también lo quería de corazón. Más de una
noche Eirik despertó presa de gran sobresalto después de un sueño
placentero en el que mantenía trato sexual con Thorbjorg. La culpa
nocturna no desaparecía al día siguiente, las fantasías no abandona-
ban el estado de plena conciencia sino, muy al contrario, cobraban
mayor poderío y una sensación angustiosa sojuzgaba el ánimo del
yerno. Pero Eirik era un hombre disciplinado y amaba a su esposa,
que sería la madre de su querido hijo Leif. Cuando su voluntad era
tentada por esos apetitos, tomaba su hacha, se internaba en las mon-
tañas y arremetía contra árboles, bestias y rocas hasta caer extenuado
cerca de algún río o arroyo, en cuyas gélidas aguas se sumergía a con-
tinuación sin siquiera quitarse las polainas. Thorbjorg era una mujer
esplendorosa (por algo la llamarían Pecho de Barco). Si alguien se lo
hubiese preguntado, tal vez habría admitido que a ella el marido de
su hija tampoco le era indiferente.
El problema de Eirik era su carácter bilioso. Se enardecía con
facilidad y su tez adquiría el color bermejo de la cabellera. De Dran-
gar Rocas Altas, él y Thjodhild se mudaron al Valle de Hauka avecin-
dándose en Eiriksstadir, donde nació Leif. Esa temporada la cosecha
fue estupenda, pero a la época de bonanza siguió un nuevo altercado
con dos rivales que previamente habían asesinado a unos esclavos de
Eirik por unos estropicios accidentales en sus granjas. Eirik fue des-
terrado del Valle de Hauka y se instaló en la Isla de los Bueyes. Ahí,
en compañía de Thjodhild, que empezaba a fatigarse, y del inquieto
Leif, roturó unos montes descuajados en los que clavó unas estacas.

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Los palos desaparecían sin causa aparente hasta que se presentó en
la casa de Eirik un hombre llamado Thorgest, quien le reclamó una
indemnización por “fisgonear en predios que eran de su propiedad”.
Eirik se disculpó avergonzado y prometió al dueño que los devol-
vería pasada la cosecha. Esa promesa no agradó a Thorgest. A la
mañana siguiente, envió a sus hijos para exigir a Eirik los frutos que
acababa de recolectar. Uno de ellos agarró al pequeño Leif por el
pescuezo y amenazó con degollarlo. Eirik dejó el azadón en el suelo,
dio media vuelta, traspasó el umbral a paso cansino y el hacha brilló
en la penumbra antes de que saliera corriendo y gritando con sobre-
cogedora furia. La noticia de la muerte de esos jovenzuelos se pro-
pagó por la Isla de los Bueyes. Thorgest montó en cólera y empezó
a juntar en su casa una partida de guerreros mientras Eirik hacía lo
mismo en su casa, muchos labradores y aldeanos que atravesaban las
fincas de Thorgest estaban cansados de los abusivos peajes que les
imponía. Estaba por desencadenarse una auténtica guerra civil. Los
próceres ancianos se reunieron en Asamblea de la Isla y declararon
a Eirik proscrito durante tres años. El desterrado y su familia se des-
pidieron de sus amigos con gran tristeza. Eirik dijo que aprovecharía
ese tiempo para ir en busca de las costas que Gunnbjorn, el hijo de
Ulf el Cuervo, había avistado en occidente mientras navegaba a la
deriva en el transcurso de una tormenta. Al concluir el tercer verano,
Eirik volvió por última vez. Se reconcilió con Thorgest y dijo a la
gente que había descubierto un gran país. Lo llamó Groenlandia
por el verdor de su tierra. Quien quisiera podría acompañarlo, es-
tablecerse en esas tierras lejanas donde prados extensos auguraban
tiempos felices lejos de la hambruna. Eirik izó las velas al principiar
el otoño. Muchos le siguieron. Otros lo alcanzarían más tarde.

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El danés de nombre eslavo

Mi nombre es Boris. Cumpliré quince años en marzo del nuevo si-


glo. Soy hijo de Boris, cuyo padre también era Boris, lo mismo que
mi bisabuelo. Y así podría remontarme hasta Horik, quien perdió el
derecho a existir como Horik por haber matado a su padre. Yo, final-
mente, podré designar a mi descendencia como mejor me parezca.
Siempre he vivido en Hedeby. Si se hace caso a lo que refie-
ren los viejos, alguna vez fue la ciudad más grande del mundo. Las
esposas de los comerciantes se pasean por las calles con collares de
cuentas, broches y anillos. Las mujeres aún disfrutan del derecho de
divorciarse de sus maridos. Los hombres no se recuestan más sobre
sus bestias en medio de lodazales ni copulan con ellas o sus esclavas
a la vista de todos. Las palanganas se han multiplicado y de la ducha
se ocupan los propios interesados, ya no el azar. El dique primitivo
se ha convertido en una muralla coronada de torres. Desde las coli-
nas las almenas semejan lanzas de puntas romas pujando contra el
sol. Cualquiera diría que los vicios citadinos han disminuido y las
virtudes aumentado. Pero Hedeby también continúa siendo la plaza
donde es habitual ver a dos hombres darse de puñaladas por una
discusión relacionada con el precio de un carnero.
Debe ser de familia la tendencia al parricidio. No porque alber-
gue la idea de atentar contra mi padre. Ni siquiera en los momentos
más tensos de la vida doméstica he concebido la idea de alzarle la
mano. Pero mi padre es viejo y viudo, necesita de mí para procurarse
alimento y abrigo. Y yo soy joven, estoy sediento.
Desde hace cuatro años empujo junto con otros dos daneses
el pesado tronco que pone a girar el mecanismo de la noria. Empujo
y empujo, los brazos estirados, la barbilla enterrada en el pecho, las
plantas de los pies deshaciendo las polainas zurcidas una y otra vez.

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En las piernas sufro ese dolor nudoso que ni la fuerza abrumadora
de la rutina es capaz de desatar. Doy un paso, otro. Siento que los
muslos van a desprenderse en hilachos. Empujo, camino. Camino,
empujo. Pienso en la huida. Volveré a casa. Daré el último abrazo a
mi padre y él, acostumbrado al mutuo silencio, se asombrará de esa
inesperada muestra de cariño. A medianoche me haré con algo de
ropa y comida, meteré las provisiones en un saco de arpillera. Para
no arrebatar el sueño a quien tan malamente traicionaré, saldré por
un hueco en la techumbre. Arrojaré el saco sobre unas matas cerca-
nas, como un escarabajo bajaré por los tablones del muro. Escalaré
la muralla, por la noche sus puertas están selladas. Con ayuda de
una cuerda me precipitaré cuesta abajo, a grandes brincos, impulsán-
dome con los pies. El bosque me abrirá sus brazos fragantes y yo
correré a toda prisa a través de su intrincada oscuridad. No pararé
hasta llegar a la arena.
Empujo, camino. Camino y empujo la barca. El vaivén del agua
fría que moja mis polainas es una bendición.

Conocí a Boris en el año 1000 d. de J.C.. Como todos los ve-


ranos, yo había vuelto a Eyrar, en Islandia, tras un largo periplo por
tierras remotas, donde habíamos trabado amistad con muchos pue-
blos y hecho excelentes negocios. Atracamos en el muelle y arriamos
un bote. En la taberna de Thorhall me dieron la noticia de que mi
padre Herjolf había vendido su granja y emigrado a Groenlandia
para encontrarse con su amigo Eirik el Rojo. Me quedé perplejo y
cabizbajo. Yo solía pasar un invierno fuera de Eyrar, recorriendo el
mundo, y el siguiente a lado de Herjolf, cuya compañía añorada me
hacía olvidar los malos tragos de las travesías. Pedí a Thorhall que
acercase a la mesa un tonel de vino y carne de ciervo, para mí y mis
marineros. Mientras pensaba en la posible razón por la cual Her-
jolf no me había comunicado su deseo de marcharse, fastidiado por
romper con la deliciosa costumbre de disfrutar de la hospitalidad de
mi padre, llegó a nosotros un fortachón con cara de niño.

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—Tú te entristeces porque no has encontrado a tu padre. Yo,
porque no he podido evitar separarme del mío.
Lo que Boris (así dijo llamarse) había hecho me parecía una
crueldad. ¡Cuándo dejaría yo a Herjolf desamparado! No obstan-
te, me esforzaba por ponerme en sus polainas. Sólo Thor y Odín
sabrían sus motivos. Pregunté al muchacho si le gustaría navegar
conmigo, ya que deseaba dirigir mi barco hacia Groenlandia, em-
presa peligrosa que nunca antes habíamos intentado. A los otros
pregunté lo mismo, y todos estuvieron de acuerdo. Brindamos por
esa tierra verde para nosotros desconocida, por el amor enfermizo
que los escandinavos profesamos a las aguas del océano traicionero.
Y por las habilidades culinarias con que Thorhall, el mesonero, había
condimentado la carne de ciervo que devorábamos. Boris propuso
después un brindis por el valeroso capitán cuyo nombre quería co-
nocer. Le tendí la mano gustoso, contento porque la tristeza se había
esfumado de mi cuerpo. Apenas conocía a Boris y ya le debía un
favor. Bjarni, le dije. Mi nombre es Bjarni.
Levamos anclas tan pronto salimos de la taberna, sin desem-
barcar el cargamento que habíamos traído con nosotros. Podríamos
hacer buenas ventas en Groenlandia y en el peor de los casos, pensé,
estaba dispuesto a regalar a mi padre y a Eirik el Rojo las mercancías
que escasearan en aquellos parajes. Al tercer día, la tenue faja morena
de la costa se difuminó. En el horizonte el mar espejeaba resplan-
dores de plata a través de las ondas inmóviles, deslumbrándonos
en la proa. Por la tarde la brisa se fue espesando y los vientos que
imprimían velocidad a nuestro barco comenzaron a enturbiarse. La
vela desplegaba su blancura abombada, fue bruscamente sacudida y
antes de que lográramos bajarla los nubarrones se cernieron como
buitres codiciosos. La noche prematura nos hizo perder el norte.
Cuando volvimos a ver el sol no sabíamos cuánto tiempo había
pasado. Sus rayos se infiltraban entre los cúmulos de la tormenta.
Fuimos capaces de orientarnos nuevamente y retomamos el rumbo.
Tres auroras más tarde, el vuelo de unos pájaros salpicó con su graz-

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nido la renovada limpidez del aire. Tendimos la vela para acercarnos
más rápido.
Pregunté a Boris, que había subido al mástil, qué clase de tierra
divisaba. Respondió que no pensaba fuese Groenlandia. Aunque a la
distancia era posible ver algunos árboles dispersos, las colinas eran
calizas, achaparradas y yermas. Ordené dirigir la nave hacia el sep-
tentrión y, recorridas dos singladuras, se recortaron a babor las lade-
ras abruptas de una montaña. Las bordeamos y apareció una llanura
inusual hecha de lajas bruñidas ensambladas de modo tan uniforme
que daban la impresión de ser una sola y gigantesca pieza gris caída
del cielo el día de la creación.
Viramos en redondo y pusimos la proa en dirección sur. Tres
días después brotó a través de la bruma vespertina el delicado con-
torno blanco de una playa extensa. Recias coníferas se apiñaban
unas sobre otras, no encontraban espacio para las ramas. Aquélla,
qué duda cabía, era una tierra verde que se inclinaba apaciblemente
hacia el mar invitándonos a pisarla. Pero entonces Boris gritó desde
la cofa:
—Capitán Bjarni, lamento ser aguafiestas, pero según las des-
cripciones más difundidas, en Groenlandia hay glaciares y por aquí
no se ve ninguno.
Lo que Boris decía era verdad, pero sus palabras merecieron
la censura de mis hombres, que temían discordias si el agua y los
víveres llegaban a agotarse. Arriesgándome a provocar un motín,
dispuse que los bogadores dejasen tierra a popa y que la tripulación
izara la vela. Agradezco a Odín que hayan obedecido.
El viento que abultaba la vela detrás de nosotros cesó de soplar
y se clavó en las aguas removiéndolas. Delante de la quilla emer-
gió un paredón negro. El barco se bamboleaba a un ritmo infernal,
las cubiertas subían y bajaban alcanzando cada vez mayor altura.
Durante cinco semanas estuvimos perdidos en alta mar, navegando
probablemente hacia el norte. Hasta que las nubes castañas se disol-
vieron en tiras de luz. Ante nosotros se configuró una nueva tierra.

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Era más blanca que verde. Glaciares enormes y extensas placas de
hielo flotante se sucedían alrededor de su litoral nevado.
—¡No pensaría yo que esto fuese Groenlandia! —gritó Boris
desde lo alto del mástil, entre copos de nieve, enfundado en un grue-
so abrigo con capucha—. ¡Sin embargo, Bjarni, distingo una nave a
lo lejos, junto a un farallón!
En efecto, a escasos kilómetros de ese sitio se asienta Herjolfsnes,
la granja que habita mi padre y donde yo me he establecido. Eirik el
Rojo vive en Brattahlid, el poblado vecino. A él debemos los emigran-
tes de Escandinavia la atractiva pero falaz idea de que Groenlandia,
como sugiere su nombre, es verde. Cierto que en ella abundan grandes
mamíferos y también hay peces de toda clase. Pero si Groenlandia hu-
biera sido descrita tal como es, nadie habría querido visitarla.

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Vinlandia

Leif Eiriksson y Boris se hicieron amigos. Solían reunirse al anoche-


cer a mitad del sinuoso sendero que unía las villas de Herjolfsnes y
Brattahlid. Desde ese punto se internaban por diversos atajos del
bosque hasta salir a un descampado de nieve. A esas horas la planicie
comenzaba a teñirse de sombras, y los caminantes experimentaban
la sutil pero desoladora sensación de encontrarse repentinamente
desprotegidos sobre un inconmensurable océano de negra blancura.
“Algo parecido debe de ser la propia muerte”, comentó ese día Bo-
ris. “Quiero decir, la vida y sus matices y en un instante los colores
desaparecen y se abre una inmensidad oscura. A lo mejor ni siquiera
muy oscura, tal vez gris, pero infinita...” Y Leif, impresionado por el
poder sugestivo que las palabras obraban en el paisaje, o que el pai-
saje obraba en las palabras, resolvió aplazar esas tétricas reflexiones
para tiempos futuros. Clavó el codo en las costillas de Boris antes
de huir a la carrera. Su compañero lo alcanzó unos metros más ade-
lante. Luego los dos anduvieron sin rumbo fijo. La noche se volvió
impenetrable y las gruesas polainas unos pesados bultos impregna-
dos de agua. Leif y Boris palpaban a ciegas los troncos y el ramaje.
Llevaban un odre de vino que habrían de beber por riguroso turno
tan pronto pudieran acomodarse en algún sitio.
Cerca de un pinar, en la senda que enlazaba las villas, encon-
traron una hendidura entre las rocas. Encendieron unas ramas e
iluminaron el interior. Por encima de sus cabezas sintieron el ale-
teo asustadizo de los murciélagos. Adentro había suficiente espa-
cio, pensaron que podría ser divertido pernoctar allí. Hicieron una
fogata, antes de quitarse las polainas pisotearon con diligencia los
insectos que bullían por el suelo. “¡Ah!”, exclamó Leif una vez que
se quitaron los abrigos, los estiraron en el piso y se echaron sobre

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ellos al cálido reverberar de las llamas. El chisporroteo incesante se
vio interrumpido por el aullido lejano de los lobos. Entonces Boris
dijo a Leif que nunca había visto tierras tan hermosas, tan verdade-
ramente verdes, como las que habían emergido casi al final del viaje
junto al capitán Bjarni. Creía recordar que era lo último que habían
divisado antes de perderse en alta mar y llegar por fin a la blanca,
marmórea Groenlandia.
A la mañana siguiente, en compañía de su amigo, Leif fue a la
casa de Bjarni en Brattahlid, donde a la sazón residía Boris. “Boris y
yo queremos comprar tu barco”, le explicó Leif a Bjarni. “Deseamos
explorar las tierras que descubriste cuando zarpaste de Islandia.” A
Bjarni le pareció bien la idea y, por tratarse de ellos, les ofreció la
nave a un precio especial. Boris y Leif lograron reunir hasta treinta y
tres hombres curtidos en el oficio del mar.
Influido por una extraña superstición, Leif pidió a su padre
que capitaneara la cuadrilla expedicionaria. Una profetisa había
asegurado que si Eirik colocaba en persona el sitial donde su hijo
ejercería el gobierno de los nuevos territorios, ni el hambre ni la
enfermedad ni las sediciones anidarían en ellos. Eirik respondió que
ya estaba cansado. Los tiempos en que encaraba con furibunda rabia
las penalidades se habían marchitado. Florecían en cambio las nos-
tálgicas remembranzas, esa multiplicidad de espesos perfumes ma-
rinos que acaso jamás hayan existido y que ahora creía recordar con
asombrosa nitidez. Su mujer Thjodhild, entre tanto, hacía construir
una iglesia cerca de la granja y se negaba a dormir con él hasta que
no abandonara a sus dioses y aceptase de buen grado el abrigo de
otra fe. Esas fragancias de sal traídas por la memoria desconcertaban
a Eirik. Era como si hubieran estado contenidas de forma misteriosa
en los vericuetos de su nariz, durante años, liberando sus virtudes
justo ahora que en tierra firme se tornaban irrecuperables. Leif no
se dio por vencido ante la negativa paterna. Insistió con reiteradas
adulaciones y apelando a la buena estrella de Eirik. Éste finalmente
aceptó.

60
La mañana en que planeaban levar anclas, el Rojo llegó frente
al barco cabalgando sobre una hermosa bestia pinta. Al tirar de las
riendas el caballo relinchó, piafó, se irguió sobre sus corvejones y
despidió del lomo al viejo guerrero. Eirik surcó los aires como un
ave quebrantahuesos, la espalda inclinada hacia adelante y los bra-
zos y piernas totalmente abiertos. “Estoy arruinado”, se le escuchó
decir. Lo ayudaron a incorporarse, se sacudió la arena y la nieve y se
fue cojeando a reconciliarse con su esposa. Sacrificaron al indócil
animal, entonaron cánticos en honor a Odín y, por si acaso, la única
e incompleta plegaria cristiana que creía saber un vikingo. Luego se
hicieron a la mar. Funestos presagios, pese a las animosas palabras
de Boris, embargaban el corazón de Leif.
Desde el punto de vista de la navegación, Leif y Boris mejo-
raron notablemente lo que había hecho el capitán Bjarni. Estable-
cieron la ruta exacta de las nuevas tierras, circunstancia favorecida
desde luego por las buenas condiciones climáticas. No se confor-
maron con dibujar rústicos mapas de las regiones avistadas desde
cubierta. Arriaron los botes y exploraron cada una de ellas. Boris
pudo percatarse de que la segunda tierra que habían localizado en el
anterior viaje, quedaba al sur de Groenlandia. Las piedras planas se
confabulaban en un insólito erial. A lo lejos parecía perfectamente
liso, como si un ocioso gigante lo hubiera pulido con un esmeril. Sin
embargo, de cerca se apreciaba la superficie rugosa de nervaduras
volcánicas. Sus únicos moradores eran sabandijas y unos tallos ama-
rillentos y raquíticos salpicados de aguanieve. Al no encontrar obstá-
culo alguno, el viento soplaba con mucha fuerza y traspasaba como
una cuchilla las ropas. A nadie gustó ese desierto de lava muerta, al
que nombraron Helluland.
Después dirigieron la nave hacia el Mediodía. Las costas ro-
cosas se sumergieron en la esmeralda transparencia del agua. En el
escenario que dominaba la vista de los mareantes desfilaron espa-
ciosas playas, arrecifes a flor de mar y peñascos. Algunos de éstos,
al bordearlos, descollaban por encima del mástil enfriando con su

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sombra la cubierta. La marea descendente develaba la colorida fauna
acuática adherida al limo que recubría esos bloques de cimientos
insondables. Apareció una montaña. Las extensiones de arena se
ondulaban en una geografía más compacta. La textura cenicienta de
las colinas se ensombrecía bajo el crepúsculo, cuyo intenso rojo en
cambio daba al mar una vívida tonalidad de arcilla.
Desembarcaron al amanecer. Encontraron algunos conejos
corriendo entre achaparradas ondas calizas, árboles resecos de ra-
mas escuetas, una pálida víbora que no se desenroscó al sentir sus
pisadas. Un pequeño arroyo fluía entre los lomos de las colinas. Lla-
maron a ese lugar Markland, la primera tierra señalada por Boris
durante la travesía con Bjarni. Tampoco convenció a nadie, pues
distaba de ser un paraje de hermosas tierras verdes. Volvieron al
barco deprisa, tras una dura caminata para sortear el terregoso y
laberíntico paisaje ondulante en que se habían metido.
Como venían haciendo desde que salieron de Groenlandia,
continuaron navegando hacia el sur sin perder de vista la costa. Un
par de jornadas después, a través de la bruma matinal, se fue prefi-
gurando progresivamente una franja verde. Hacia ella enderezaron
la nave. Millas más adelante los oscuros contornos de los álamos,
de un azul casi añil, se redondearon. El viento mecía suavemente
las copas frondosas y se respiraba una humedad tonificante. Había
palmeras y chopos, la esbelta estructura de éstos contrastaba con los
anchos pliegues cilíndricos de aquéllas. Cuando la marea descendió
llegaron a una zona de amplios bajíos. El barco quedó en seco y en
alto, como si en lugar de haber partido de Groenlandia fuera a ser
carenado en un astillero. No esperaron a que la marea subiera. Unos
cuantos arriaron los botes, Leif y Boris los empujaron por la arena
movediza y se internaron por un río en el enjambre arbóreo. Siguie-
ron por la orilla el trazo del caudaloso ramal, junto al valle había un
lago. Visto desde la cima de un pedregón, semejaba el lunar púrpura
de una turquesa. Innumerables caminos de agua se ramificaban per-
diéndose en el horizonte. A Leif le parecieron gusanos de ámbar

62
que, pese a la ondulación de sus anillos, permanecían en su cauce
sin desplazarse. Volvieron al mar siguiendo el curso principal del
río. Desvarado el barco, lo condujeron por el estero al lago. Cuando
arrojaron el ancla el estruendo de los eslabones quebrantó el ronro-
neo de la brisa.
En tierra extrajeron madera de los árboles. Clavaron tablones
en el suelo lodoso y extendieron unas lonas a modo de cobertizo.
Con filosas estacas improvisaron una empalizada, cavaron una zanja
a su alrededor. Ni en el río ni en el lago faltaban los salmones. Eran
los más grandes que hubieran visto nunca. Los lomos azules y sus
vientres plateados horadaban el agua como veloces flechas reblan-
decidas, se detenían de repente en un frenético ir y venir de irisacio-
nes cromo. A unos cuantos pasos del campamento, desperdigadas
por doquier, unas plantas perfumadas hacían brotar los conocidos
frutos, aunque mucho más brillantes y rollizos, que destilaban un
líquido parecido a la sangre. Pero su olor no era el rancio óxido que
invade los campos de batalla y permanece obstinadamente adherido
a las armas. Por el contrario, se trataba de un efluvio tan delicioso
que despertaba un irrefrenable cosquilleo en el paladar. Leif mandó
cortar docenas de esas plantas. Desechaban los sarmientos nudo-
sos y las hojas, esparcían las uvas sobre una tabla circular provista
de una canaleta. Encima, de modo que los canales contrapuestos
formaran un conducto más grande, colocaban otra tabla idéntica y
después todos saltaban sobre ella con regocijo. Así estuvieron sema-
nas, sin conceder tregua a la embriaguez maravillosa ni a los espan-
tables dolores de cabeza que sólo se curaban con renovadas dosis de
bebida. Colmaban las vasijas, pisoteaban el mecanismo, cantaban y
se abrazaban. Cortaban más plantas. Llenaban de nuevo las vasijas.
Separaban los tablones, los lamían y los juntaban. Pisoteaban, canta-
ban y se pegaban, gritaban y bailaban. Se lanzaron piedras. Hubo un
descalabrado. Un muerto. Entonces Leif consideró que ya habían
tenido suficiente de celebraciones. Era hora de regir los destinos de
la tierra descubierta.

63
El martillo de Thor

Al igual que la mayoría de los mortales, los dioses estamos condena-


dos a desempeñar papeles perversos. Ni el odio ni el rencor nos son
ajenos. Muy al contrario, los padecemos con espantosa familiaridad
e hipocresía, como si hubiésemos sido creados no para dar y quitar
vida a los hombres sino para aborrecernos. Así transitamos por los
mundos divino y humano, aquejados de las mismas miserias.
De todos las deidades resentidas que pueblan el reino de As-
gard, yo, Loki, que cargo estas cadenas por ser responsable de la
muerte de Balder, soy el más consciente del inmensurable odio que
gobierna mi conducta. Profeso verdadera devoción a mi deseo de
venganza. A diferencia de otros dioses, sometidos como yo al supli-
cio del trato caprichoso de Odín y del déspota de su hijo Thor (in-
capaz de sonreír ante su propia imagen en el espejo), no me confor-
mo con quejarme o calumniar a hurtadillas para luego retractarme
lloriqueando de hinojos. ¡Gloriosa estampa de los padres celestiales!
Prefiero ensayar una cínica sonrisa, urdir asechanzas siniestras que
me proporcionen el inexpresable placer de contemplar en la cara de
nuestras divinidades, siquiera un instante, un asomo de contrariedad.
En tan plausible designio invierto mi existencia inmortal. Por eso me
pareció fina ocurrencia robar el martillo de Thor.
Ideé el plan después del estrepitoso fracaso de la sesión de té
en el palacio de Walhalla. Entonces me sentí terriblemente humilla-
do. Sólo obtuve, como recompensa a mi peligroso viaje al otro extre-
mo del mundo, la brutal mofa de Odín, para variar borracho como
una cuba. Le pesará no haber atendido mi relato de las profecías del
genio Chazu, que predicen nuestro ocaso.
Una noche me deslicé en los aposentos de Thor. Sigiloso, tomé
el “Mjolnir”, su arma predilecta: temible maza que nunca yerra y

65
vuelve siempre en zigzag a la manos de quien la ha lanzado por
los aires. Además, si es necesario ocultarla, se dobla reduciéndose
al tamaño de un pequeño pañuelo. Guardé el martillo en un bolsillo
del pantalón y salí por una ventana. Monté mi hipopótamo limón.
Volamos a través del cálido viento de las constelaciones. En tierra de
los gigantes lo entregué a Thrym.
Volví al despuntar el alba. Thor, en cuclillas frente al trono,
lloraba como una frágil mujercita con la cara hundida en el regazo
de su padre. Daba débiles puñetazos en el brazo del asiento imperial.
Experimenté una sensación gozosa que estuvo a punto de hacerme
perder el equilibrio y delatarme. Primero fingí no estar al tanto de lo
que había ocurrido; luego, el falso gesto de sorpresa en la boca, me
dediqué a maldecir al ignoto usurpador con furibundos aspavientos.
Era inadmisible, manifesté, lo sucedido. Había que encontrar cuanto
antes al culpable e infligirle un castigo ejemplar. Chasqueé los dedos
como quien ve por fin la luz en un asunto confuso y participé a
Thor y a Odín una “corazonada personal”. No sería descabellado
suponer que los gigantes, acérrimos enemigos, hubiesen robado la
portentosa herramienta.
Me ofrecí como voluntario para ir al amurallado país de los gi-
gantes y averiguar, en caso de que tuvieran el arma, cuáles eran sus
pretensiones y las exigencias que imponían para devolverla. Una vez
más mi hipopótamo y yo cabalgamos sobre los sinuosos caminos
estelares. La entrevista con Thrym no pudo haber ido mejor. Para
nadie era un secreto que este no muy perspicaz edificio de músculos
estaba perdidamente enamorado de Frigia. Una vieja fantasía, encap-
sulada en el quiste maligno de la obsesión, enloquecía a Thrym. No
sólo estaba dispuesto a restituir con una sonrisa tan larga como él un
objeto que había hurtado pasivamente, era capaz de apuñalar por la
espalda a todos los gigantes de la aldea con tal de saciar sus deseos.
Con astucia y disimulo seguí azuzando al gigante lo mejor que pude.
Me hacía el distraído —como quien se ha pescado una gripe— mien-
tras lo incitaba para que llevase a cabo su plan de enamorado.

66
Cuando terminé de explicar a los dioses la condición que exigía
el gigante Thrym, en los salones del Walhalla se hizo un silencio se-
pulcral. A Odín se le bajó la resaca como por arte de magia, abando-
nó el trono hecho una furia. “¡Pero... será posible!”, exclamó. Si algo
ofende al Todopoderoso, más que la ofensa misma, es la obcecación
estúpida y arrogante de sus criaturas. Al ver disponible la silla ma-
yestática, Thor se sentó a descansar un rato. Ahora era Odín quien
humillaba el rostro en el regazo de su hijo.
Es mentira que Frigia, al ser informada de que su comprensi-
va colaboración en unas nupcias aberrantes permitiría recuperar el
martillo de Thor, haya reventado su collar de oro por efecto de la
colérica hinchazón de las venas. Pero sí es cierto que su piel blanquí-
sima cobró una tonalidad escarlata en el dorso de las manos y en las
mejillas por donde resbalaron las lágrimas. Al principio brotaban a
cuentagotas, luego fluían como un vaso al que se hubiera despren-
dido el fondo. En esos momentos la dicha me embriagaba. Un ric-
tus de felicidad reprimida amenazaba con traicionarme. Me pareció
el colmo del deleite la ironía de que fuera precisamente yo quien
propusiera la solución al problema y salvara de paso a Frigia del
adulterio. De esa madera fraudulenta están hechos muchos héroes,
señores. Sugerí lo primero que cruzó por mi cabeza. Una propuesta
absurda, digna de dioses.
Pusimos a Thor el traje y el collar de Frigia, un largo velo de
desposada. Como el hijo de Odín desconfiaba de mi estratagema,
me ofrecí a acompañarlo disfrazado de sirviente. Una semana des-
pués, estábamos sentados a la mesa junto a Thrym y el resto de los
crecidos comensales. En el banquete la novia dio muestras de una
ingente capacidad de digestión al devorar en escasos cinco minu-
tos treinta marmitas del estofado de cola de buey. De boca a oído
empezó a propagarse la sospecha de que la prometida alojara en su
vientre a un colosal gusano. Tuve que explicar que cuando una per-
sona estaba sometida a una presión emocional muy intensa, tantas
eran las ganas de Frigia de yacer con su segundo marido, el apetito

67
de pronto se disparaba. Thrym, un sentimental cándido y redomado
pese a su aspecto de ogro, dio un profundo suspiro y se abalanzó
sobre la novia —que alcanzó a agachar la cabeza— para abrazarla.
El gigante se sorprendió de la contorneada rigidez de los hombros
y, cuando levantó el velo, del fulgor amedrentador de unos ojos vi-
driosos que él había imaginado delicados y mujeriles. Argumenté
entonces que tan mordaz brillo se debía a que la pobre mujer había
llorado copiosamente las últimas seis noches debido a la confusa
dicha que le ocasionaba tener que casarse por segunda vez sin que
su primer matrimonio se hubiera disuelto. Thrym, incapaz de resistir
un segundo más, mandó traer el martillo para consagrar las nupcias
en la forma que dictaba la costumbre y colocó la herramienta sobre
las rodillas de la contrayente. Acaso alguien haya podido percibir el
lento desliz de la manga del vestido, el crispamiento de la insospe-
chada manaza en la empuñadura. Unos chillidos estremecedores, la
tierra abriéndose en grietas por las pisadas de los gigantes que huían
despavoridos. La cara atónita de Thrym desfigurándose entre furio-
sos mazazos. No hubo un solo superviviente, cosa que más tarde
recriminarían los dioses a Thor.
Mi ardid fue descubierto. Yo, confinado a las tinieblas. Y luego
maté a Balder (¿o eso fue antes?). Nada importa ya en la víspera del
Ragnarök, los cánticos de los escaldos —¿callas Bragi?— no resue-
nan más en los confines de los hombres ni en la morada de Asgard.

68
La Casa de Leif

En Vinlandia la noche jamás era más larga que el día. Nunca he-
laba, no precisábamos almacenar forraje para las bestias. Bastaba
con estirar el brazo y en nuestro puño quedaban aprisionadas uvas y
vides, hermosas y doradas espigas de trigo silvestre. Día a día fuimos
extendiendo el campamento. Desclavábamos estacas y rellenábamos
zanjas; clavábamos estacas metros más adelante y abríamos nuevas
fosas profundas delante de ellas. Sustituimos puntiagudos palos por
piedras, y sobre las piedras pusimos piedras. Una muralla discreta
se alzó ante nosotros. La alzamos nosotros mismos, mejor dicho,
con nuestras manos raspadas después de meses de ardua albañilería.
Los sacos de dormir y las chozas endebles fueron reemplazados por
sólidas casas de ladrillo. Leif, rey de Vinlandia, se negó a levantar
el magnífico palacio que correspondía a su dignidad. En cambio
mandó construir tres largas estancias comunicadas entre sí. No ha-
bía puertas ni señales divisorias. Sólo tres peanas de mármol que
sostenían los penates protectores, labrados en pulido marfil: Frigia
irradiaba su poderío maternal con el torso desnudo cruzado por un
fino tahelí; Thor desafiaba sus propias centellas con el martillo y los
demoledores ojos de bestia enardecida; Odín equilibraba el cosmos
sentado en su trono, el cetro sobre las piernas y un cuerno rebosante
de vino alzado con mucha solemnidad. Leif dispuso también que
las paredes fueran pintadas de blanco, y que se construyeran muchas
ventanas. Era un hombre austero, decía que cuanto mejor ventilado
estuviera un recinto con mayor claridad podría pensar el hombre.
Prohibió colocar muebles o adornos, solamente una pequeña mesa
para comer, un fogón para que le cocinaran, el lecho y, sobre un
estrado, el sitial. A menudo Leif bajaba de su asiento y se volvía
para mirarlo detenidamente. Entonces recordaba la mañana en que

69
el caballo tiró a su padre delante de todos, la nieve empapada por la
sangre del desdichado animal que chillaba horrorosamente cuando
lo sacrificaron en la playa. Sacudía la cabeza para disipar esa imagen,
pero ya lo atormentaban auspicios nefastos.
La Casa de Leif, conocida con el nombre de Leifsbudir, iman-
taba un aura especial. En las mañanas de sol, su blancura se recor-
taba contra el verde paisaje y la casa entera parecía inclinarse caden-
ciosamente sobre la cuesta del lago.

70
Un cargamento insólito

Después de dos años en Vinlandia, Leif se volvió taciturno. A punto


de cumplirse el tercero, corrió la noticia de que Thorvald, su her-
mano, vendría a reunirse con nosotros trayendo consigo una cu-
riosa carga: mujeres. Recias mujeres noruegas, danesas, islandesas
y groenlandesas. Muchas de ellas eran viudas, otras jóvenes núbiles.
Habían aceptado la misión que distintos reyes escandinavos les ha-
bían encomendado: poblar Vinlandia o, si se quiere ser más preciso,
contribuir al crecimiento de una población hasta entonces exclusi-
vamente masculina.
Una mañana de invierno gris y bochornosa, el mástil de un
drakkar partió la espesa bóveda de ramas y hojas que se combaba
sobre el río. Los marinos de Thorvald arrojaron el ancla al recalar
en el fondeadero del lago, junto a la pendiente coronada por la Casa
de Leif. Tendieron una pasarela entre cubierta y el pequeño male-
cón. Por ella caminó, haciéndola temblar, un hombre bastante más
bajo que Leif pero igual de robusto, de cabeza cúbica y pecosa, los
miembros comprimidos como tapones de corcho. Thorvald lanzó
su casco al río (era pelirrojo) y estrujó a su querido pariente. Detrás
de Thorvald fueron desfilando ellas. Se asían al trémulo barandal de
cuerda, la otra mano apuñaba el fardo blanco de sus pertenencias; se
desplazaban a paso lento, cautelosas. La mirada desconfiada —tam-
poco demasiado—, el ceño fruncido. Llevábamos semanas soñando
con esas mujeres, por la noche y por el día, dormidos y despiertos, a
la hora del trabajo y en la holgura. Hablábamos el día entero sobre
ellas, cómo serían, hasta que nos cansábamos y entonces iniciába-
mos otra conversación cuyo tema de nuevo incidía en ellas y deri-
vaba inexorablemente hacia ellas... Era tan grande la expectativa que
verlas cruzar el puente nos decepcionó.

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La noche, por fortuna, aplacó nuestra pesadumbre como un
agraciado telón. Esa velada, Leif permitió que las severas reglas de
su casa se relajasen. Con ayuda de los marineros recién llegados, me-
timos unas mesas. En el techo y en las paredes blancas colgamos un
festivo arco iris de listones (amarillos, verdes, violetas). Colocamos
sillas, y sobre las esteras pusimos naranjas, plátanos, higos y ciruelas.
Ataviamos los penates protectores con minúsculos vestidos de ter-
ciopelo rojo. Cuando ya marchaban los preparativos del banquete,
Thorvald se presentó escoltado por su formidable séquito. Dentro,
tras los saludos protocolarios, se formó un silencio compacto sólo
aligerado por el estridente ruido de un cuchillo que alguien afilaba en
la cocina con una piedra. Se escuchaba el sutil susurro de los pasos
que iban y venían con platos y vasijas, el estruendo dócil de esos
platos y vasijas al chocar entre sí. Para romper el hielo sugerí que
bebiésemos vino, ya que se daba tan bien en la región. Ellas mani-
festaron su anuencia a través de socarronas sonrisas y movimientos
de cabeza afirmativos.
Nos habíamos refinado mucho desde nuestra llegada a Vinlan-
dia. Después de aplastar las vides maduras en las ruedas apisonado-
ras, vertíamos el zumo en barricas que guardábamos en un sótano.
Luego trasegábamos el líquido a toneles más pequeños, los mismos
que ahora rodaban por la estancia. Pedí a un sirviente que trajera
varios vasos de cuerno. Propuse un brindis en honor de los dioses y
nuestras invitadas. Freydis, hija de Eirik el Rojo, algo hombruna y re-
gordeta, ante el gesto incrédulo de Leif y los complacientes aplausos
y risas de Thorvald, lanzó un grueso chorro púrpura que comenzó
a escurrir en la pared. A partir de ahora no habría más noches con-
sagradas al vino, a la comida y al ajedrez; a partir de ahora se consa-
grarían al vino, a la comida y a la felicidad.

72
Freydis

A media fiesta, Thorvald tomó del brazo a Leif y lo llevó a un rin-


cón apartado. En el fogón se cocían lechones, aves y jabalíes que los
esclavos servirían en unos minutos. El alegre rostro de Thorvald,
poco propenso a las melancolías, cobró un aspecto sombrío. Freydis
no lo sabía, dijo, pero su padre, el padre de ellos tres, estaba muy
enfermo. Eirik el Rojo le había encomendado, puesto que viajaría a
Vinlandia, que instara a Leif a reunirse con él de inmediato. Thor-
vald, por su parte, ya se había despedido de Eirik. Los hermanos,
conmovidos, se abrazaron. Convinieron en que Thorvald se quedara
temporalmente a cargo del gobierno. Poco antes de salir de casa,
Leif me lo comunicó a mí, Boris, por ser su hombre de confianza.
Los marineros que recién habían desembarcado con las mujeres se
resignaron de mal humor a dar por terminada tan prometedora ver-
bena. Thorvald pronunció unas palabras enérgicas y, como un solo
hombre, salieron todos en estampida tras Leif. Levaron anclas esa
misma noche.
Thorvald desempeñaba su puesto de gobernante sustituto con
bastante aburrimiento. Daba vueltas como una bestia acorralada al-
rededor del sitial de Leif, se sentaba en él y a continuación se ponía
de pie, caminaba de un lado a otro, inspeccionaba distraído las figuri-
llas de los dioses (¿existirían de verdad Odín, Frigia, Thor, el innom-
brable Loki?). Paseaba por las habitaciones con las manos hechas
nudo detrás de la espalda; cada tres o cuatro pasos ensayaba una
especie de tedioso puntapié. Se detenía ante la pared y se llevaba el
puño a los hirsutos pelillos rojos del mentón. Permanecía ahí un rato
mientras contemplaba la huella tenue del vino, una mancha lavada
y relavada, obra maestra del impulsivo ingenio de Freydis. Eran cu-
riosas las diferencias de temperamento entre los tres hermanos. Leif

73
personificaba una pulcritud exagerada. A Thorvald lo abrumaba la
inactividad. Freydis se encolerizaba bajo cualquier pretexto. La vida
entera se entreteje con esas disparidades. Las viviendas de ladrillo
crudo de los pobladores de Vinlandia y el blancor de la Casa de Leif.
Las murallas magníficas de otros asentamientos allende el mar y los
paredones rústicos que nosotros apenas hemos levantado. La sutile-
za de Leif a la hora de mover las piezas del ajedrez y la majadería y
alharaca de Freydis cuando aporrea el tablero.
A propósito del ajedrez (un juego extranjero que hemos asimi-
lado a nuestras costumbres), fue una de esas partidas la que originó
el desaguisado entre los hermanos. Como todos los anocheceres
desde que Leif se marchara a encontrarse con su padre, Freydis y
yo nos reuníamos con Thorvald para hacerle compañía. Ella volvió
del bosque e irrumpió ruidosamente con su elefantino contoneo de
caderas. Luego la criada se acercó a nosotros y colocó la mesa de
ajedrez cerca de la chimenea. La limpió con un trapo húmedo una
docena de veces, y lo más probable es que la anciana hubiera conti-
nuado esmerándose si el rey vicario de Vinlandia no hubiese hecho
un gesto de impaciencia. Al quinto jaque mate sucesivo propinado
por Thorvald a su hermana, después de otras tantas derrotas sufri-
das por Freydis cuando se enfrentó conmigo (por supuesto, yo no
me atreví a obsequiárselas de manera tan expedita), ella se levantó
furiosa y volcó el tablero encima de su hermano. Se derrumbó de
nuevo en el asiento con sus carnosas posaderas; lloró con amargu-
ra y, desde su sitio, pisoteó las piezas de cedro ensañándose con la
reina y el alfil negros. A Thorvald y a mí nos pareció prudente di-
simular. Con un cuerno de vino en la mano, nos trasladamos a una
mesa contigua y nos pusimos a jugar vencidas. El certamen resultaba
muy reñido con el brazo derecho, pero al tocar el turno al izquierdo
me era prácticamente imposible sostener más de cinco segundos el
pulso a la poderosa manaza de Thorvald. El antebrazo caía veloz,
estrellándose con estrépito, y mi adversario aplaudía y soltaba una
retumbante carcajada.

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La crisis de Freydis se disipó por completo. Relajó el rostro
contraído, adquirió un aspecto de serenidad. Se aclaró la voz chi-
llona, carraspeó y tosió a fin de llamar nuestra atención. La hija de
Eirik nos pidió sinceras disculpas. Entonces a Thorvald se le ocurrió
una idea. ¿Por qué no asumía Freydis por unos días el gobierno de
Vinlandia? Entre tanto, él y yo exploraríamos lo que había más allá
del lago. Cuando Freydis guardaba silencio con la mirada fija y seria,
en sus pómulos y boca se dibujaban unos trazos infantiles que con-
trastaban ruinmente con su carácter y gordura. Nos obsequió una
sonrisa inigualable. Empezaba a imaginar los numerosos decretos
que confeccionaría en nuestra ausencia. Por ejemplo, el que orde-
naría la decapitación de los hermanos Helgi y Finnbogi, a quienes
envidiaba por sus riquezas.

75
El pañuelo rojo

Al amanecer reunimos una cuadrilla de hombres y bajamos a saltos


por la cuesta que descendía de la Casa de Leif. Subimos al bote que
flotaba junto al barco encallado en el fondeadero. El lago era mucho
más grande de lo que habíamos imaginado. Dos horas de remo se
convirtieron en seis, y a éstas todavía se sumaron dos. Por fin se
alzó frente a nosotros un promontorio grisáceo y terroso que con-
trastaba pálidamente con la apretada y colorida selva que, al fondo,
extendía su enmarañado telón de pájaros, crujidos, animales invisi-
bles. Bordeamos las faldas rocosas de esa desangelada isla lacustre
sorteando con los remos los escabrosos bancos de arrecifes. Dimos
con una especie de plataforma tendida sobre piedras que servían de
pilotes. No podía ser un capricho de la naturaleza ese suelo volan-
te, como comprobamos al encontrar una anilla donde introdujimos
con comodidad la amarra. Bajo nuestros pies se extendieron unos
tableros enmohecidos, sujetos malamente con tallos de junco y en-
tre cuyos resquicios se azotaban las algas. Trepamos las pedregosas
laderas. En la cima se abría un llano circular, poblado de peñascos
y escuálidos matorrales, que de golpe se deprimía en declives cen-
trípetos. En el centro había un cráter poco profundo. Dentro de
él, el lago se teñía con colores de arcilla empapada y despedía un
agradable perfume. Sus ondas apacibles irradiaban una temperatura
cálida y eran atravesadas por cardúmenes vigorosos. Gritábamos,
reíamos, nadábamos, procurábamos pescar con las manos. En de-
terminado momento, el sol se colocó justo encima del cráter y lo
inundó con una luminosidad que eclipsaba sus contornos. Esa luz
nos aplastaba, por instantes fuimos incapaces de ver nada sumidos
en esa abrumadora blancura corrosiva. Dejamos de gritar, de reír y
de nadar. Temíamos que hubiese llegado el Ragnarök, un castigo de

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los dioses, la maldición divina por nuestros actos reprobables. Pero
el sol salió de la órbita del ojo volcánico y prosiguió indiferente su
marcha sideral. El resto del día continuamos ocupándonos en las
mismas actividades, aunque con menos entusiasmo. Un intangible
recelo había hecho presa en nosotros. Por la noche encendimos una
discreta fogata, no queríamos que un humo excesivo atrajera a los
demonios. Tendimos los sacos de dormir en el suelo y, sin decir pa-
labra, nos acostamos muy juntos, una mano en el pecho y la otra en
el puño del hacha.
A la mañana siguiente volvimos a la cima del cráter. Nos perca-
tamos con sorpresa de que a pocos pasos serpenteaba veloz, sobre
rocas y un manojo de ramas, el humillo de un fuego reciente. Cami-
namos hasta allí y distinguimos junto a nuestro bote cuatro canoas
de cuero. Y más allá, sobre un pequeño terraplén, una docena de
bultos desperdigados. Era evidente que la repentina existencia de
un bote había delatado nuestra presencia. Aquellos visitantes habían
decidido acampar en las inmediaciones para no perdernos de vista.
Avanzamos bordeando la boca del promontorio. Crujió una rama,
reverberó el choque sordo de unas rocas desprendidas bajo el peso
de nuestras pisadas. En medio de un torbellino de gritos chillones
y silbidos, esas protuberancias morenas se levantaron y corrieron
hacia nosotros con las espigadas lanzas en las manos. Bajamos por
la ladera con miedo. Ambos bandos nos fuimos acercando. La cris-
pación en el rostro, largas matas de cabello negro aceitoso, amplios y
prominentes pómulos. Aquellos hombrecillos tenían un aspecto de
ambigua maldad, como si fueran susceptibles de humillarse ante no-
sotros y, también, propensos a las peores crueldades. Nos quedamos
frente a frente, quietos, la plataforma desplegando la infranqueable
(y a la vez magnética) muralla sicológica en el escabroso piso. Yo
dirigía insistentes ojeadas a nuestro bote, que flotaba a poca distancia
como lo haría en el mejor de los sueños un bajel cargado de tesoros.
Calculé el tiempo que necesitaríamos para practicar un abordaje de
emergencia, el punto adecuado para cortar de un hachazo la soga

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atorada en la anilla. Sus embarcaciones parecían de una liviandad en-
demoniada. En la zozobra del silencio resonó una retahíla de gritos
agudos, incomprensibles. Volví la cabeza. La transparencia tornasol
del lago se sembró de oscuros puntos que aumentaban de tama-
ño conforme se acercaban al promontorio. Los pequeños seres, al
remar, blandían los palos con una sincronía perfecta. Primero a la
derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la izquierda, a la derecha.
Las canoas se derramaban por el agua como resina sobre la corteza
de un árbol herido. No teníamos escapatoria.
Cuando nos vimos tan numerosamente rodeados al pie del
promontorio, a Thorvald se le ocurrió desatar un pañuelo que lle-
vaba enredado en la agarradera del escudo. Lo agitó en el aire en un
gesto que, a nosotros sus guerreros, se nos antojó desesperado. Pero
el rojo trozo de tela gustó mucho a los skraelingar, “la gente que
grita”. Su jefe, un moreno alto, se acercó hasta Thorvald y con un
movimiento de culebra le arrebató el pañuelo. Lo examinó detenida-
mente. Asintió con la cabeza. Tres veces. Siguió una aguda alharaca
de chillidos. Unos hombres cargados de bultos rompieron el cerco
de lanzas y depositaron a nuestros pies unas pieles grises y tersas.
Se alejaron sin darnos la espalda, inclinaban la cabeza mientras re-
trocedían a paso rápido. En un instante volvieron a sus canoas lle-
vándose el amuleto personal de Thorvald. Por extraño que parezca,
los remos sincrónicos, al compás de los aullidos y de las poderosas
matracas, no siguieron el camino del litoral selvático. Sino el del sol
dolorosamente blanco en su ascenso al cenit.

79
La mirada torva de los skraelingar

A partir de este encuentro, muchos de los skraelingar, al principio, y


sobre todo su embajador, después, empezaron a devolver con bas-
tante frecuencia las visitas que los vikingos les hacían. Desde la Casa
de Leif se advertía la remota presencia de sus canoas; se deslizaban
con celeridad sobre el glauco terciopelo del lago, insinuaban con
timidez, en la lejanía, los rimeros que formaban los cargamentos de
pieles en la popa. A los skraelingar les fascinaba la tela roja. Por cada
palmo que les entregaban ellos retribuían con el liso revestimiento
de un mamífero (un bisonte, un oso, una marta o una cebellina). A
los escandinavos ese tipo de trueque les parecía a todas luces venta-
joso. Incluso Freydis, quien empezaba a interesarse por el comercio
a raíz de su destitución (decretada más por sus tropelías que por el
nulo entusiasmo de Thorvald al tener que hacerse nuevamente cargo
del gobierno de Vinlandia), intentaba prevenirlos: “¡Señores, pero si
estos pañuelos no valen una brizna!” Pero los skraelingar no enten-
dían, o no querían entender. Se marchaban felices, la blanca sonrisa
afilada en sus semblantes color tierra, el trozo de tela roja atado con
desenfado alrededor de la cabeza. Era como si bebieran vino. Gritos
y gritos y más gritos.
Un día, la mercancía empezó a escasear. Ahora los skraelingar
miraban a los vikingos cortar en tiras —no más anchas que la muñe-
ca de un niño— las pocas piezas que aún conservaban. Se tornaron
recelosos, huraños. Dejó de ser habitual, a través de las ventanas
impolutas de la Casa de Leif, el espectáculo distante del hervidero
de canoas. A la vuelta de los meses, el número de embarcaciones
se redujo a media docena, y un poco después a la unidad. Aunque
la barca del embajador era de mayor calado y eslora que cualquiera
de los botes, ya no traía a bordo las acostumbradas pilas de pieles.

81
El único tripulante, con sus gestos enfáticos, evidenciaba que los
skraelingar estaban dispuestos a condescender hasta cierto punto
al comerciar con ese pueblo advenedizo. Thorvald, por su parte, ya
había encargado a su hermano Leif que enviara de inmediato un car-
gamento de telas rojas desde Groenlandia. La molestia de los nativos
era comprensible. Ellos debían internarse en parajes intrincados a la
caza de sus presas, mientras que los forasteros se contentaban con
almacenar las pieles en sus viviendas preparándose para un invierno,
debido a las condiciones climatológicas de Vinlandia, de por sí be-
nigno. Pero el periodo de ganga había concluido. Por cuatro o cinco
jirones rojos (hilacha cuya única cualidad era volver dichosos a los
skraelingar) del último retazo de tela, el embajador entregó un palo
relleno de piedritas. Al girarlo se escuchaba el sonido de la lluvia.
Semanas después, al final de un banquete, a Boris se le ocurrió
una estrategia para seguir beneficiándose de las pieles de los skrae-
lingar en tanto Leif remitía los pañuelos solicitados (tendrían que
ser estibados en barcos de Islandia, donde los marineros, a su vez,
habrían de esperar los carretones de los marchantes procedentes de
Noruega, Suecia y Jutlandia). ¿Por qué no —propuso— ofrecían le-
che a los indígenas? “Si la que producen nuestras vacas no fuera su-
ficiente”, lo secundó Thorvald, “podríamos pedir a las mujeres que
la extraigan de sus pechos”. A Freydis le pareció una estupenda idea.
A la siguiente visita, colocaron en el suelo una ringla de vasijas
repletas de líquido espeso, mezcla animal del ganado vacuno de los
establos y la buena voluntad de las primeras madres vinlandesas. El
embajador trajo más de esas varas que simulaban la lluvia, que por
cierto no habían despertado entusiasmo entre los nórdicos. A excep-
ción de Freydis, a quien encantaba blandir la suya cuando Thorvald
y su séquito se entretenían por la noche en la Casa de Leif con teme-
rarios desplazamientos de caballos y alfiles.
Pese a sus protestas, pues era muy voluntarioso, ayudaron al
embajador a subir las vasijas. Una sola bastaba para arrancar perladas
gotas de sudor. Las canoas volvieron a cabalgar los extensos gajos

82
salmón y rosa del crepúsculo mientras el sol recomponía su esfera
proyectándola en el agua tras su provisoria destrucción nocturna.
Otra vez los gritos, una hilaridad no compartida pero contagiosa.
Palos de lluvia a montones, otra vez las pieles. Y otra vez también, a
la llegada del invierno, la mirada torva de los skraelingar. Su inquie-
tante silencio.
Una mañana el embajador los sorprendió desde la barca soli-
taria y vacía con unas palabras dichas en su propio idioma de runas:
“Mi gente no está contenta. Ustedes no tienen más lienzos de sangre
y la miel blanca no nos conviene porque la perdemos en el estómago.
Ustedes, en cambio, se quedan con nuestros abrigos.” Era verdad,
los vikingos se habían acostumbrado a que los vistieran, descuida-
ban la caza, salvo la imprescindible. Como el barco de Leif tardaba
sobremanera, tuvieron que pensar en otra cosa para no granjearse
la enemistad de los skraelingar. Freydis se encargó de encontrar la
fórmula mágica.

83
Azares, azahares

Nunca supe con seguridad por qué llamábamos “embajador” y no


“embajadora” al enviado de los skraelingar, teniendo en cuenta que
era mujer. Tampoco se notaba mucho a simple vista. Iba siempre
con un grueso poncho de lana, hiciera frío o calor, con lluvia o cielo
despejado. Le gustaba calarse en la cabeza un gorro muy curioso que
ninguno de los demás se ponía. Las manos acaso revelaban cierta
soltura, cierta carencia de brusquedad ajena al resto de su gente. Era
de baja estatura, pero ese dato no revelaba nada en particular que la
diferenciara de sus compañeros. Me enteré de que era mujer por azar
y, bueno, por un azahar.
Freydis, Thorvald y yo pasábamos una velada en Casa de Leif.
Los hombres nos afanábamos en devorar las piezas enemigas sobre
el tablero, procurábamos el menor número de pérdidas posible bajo
el amparo de un grandioso vino protector. Freydis ensayaba amagos
de lluvia con su adorado palo, caminaba impaciente a lo largo de la
estancia y esgrimía el instrumento musical como si fuera un juguete.
Entonces se le ocurrió ir a buscar a los skraelingar y ofrecerles, a
cambio de las habituales pieles, que ya ni siquiera necesitábamos, una
veintena de hachas. Thorvald se quedó de una pieza con un caballo
suspendido entre los dedos y abrió los ojos alarmado. Se lo advertía:
más valía a Freydis no pasarse de lista o lo lamentaría. ¡Por todos los
dioses del Walhalla!, bramó Thorvald. Luego se levantó y volcó la
mesa de ajedrez sobre su hermana. Sólo ella podría haber concebido
algo así. Hachas por pieles. Pieles por hachas. Lamenté el incidente.
Estaba a punto de conseguir el jaque mate.
Lo que sucedió después me sigue ensombreciendo. Ante la al-
ternativa de ser fiel a Thorvald o satisfacer los caprichosos deseos
de Freydis, opté por lo segundo. No sé muy bien por qué, tal vez

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por vil estupidez. Freydis no me sedujo con sus encantos, si alguno
tenía, ni prometió recompensarme con riquezas o fincas. Justifiqué
mi partida, para que Thorvald no sospechase, bajo el pretexto de
que emprendería un paseo solitario por el campo. Una madrugada
apacible, cargué el bote con las hachas y remé hacia el promontorio.
Levanté una tienda en el terraplén junto a la plataforma. Pa-
saron tres largas y aburridas noches y los skraelingar no daban in-
dicios de haberse percatado de mi intrusión. A la cuarta mañana,
justo cuando me disponía a retornar arrepentido, me sorprendió el
reiterado rumor de algo que caía y se zambullía en el agua. Imaginé
el movimiento de las brazadas a través de las tonalidades del líquido
estancado. Quienquiera que fuese la persona que nadaba dentro del
cráter no tenía intenciones de matarme. Salí del cobertizo, trepé has-
ta la cima y descendí el curso circular de los declives. Me escondía a
intervalos regulares detrás de las rocas, encogía el cuerpo o caminaba
con extrema cautela, casi de puntillas. Las brazadas cesaron. Con
timidez, asomé la cabeza por encima del parapeto. Mi asombro fue
mayúsculo. Con el torso desnudo reverberante fuera del agua arcillo-
sa, una hermosa skraelingar me saludaba y hacía señas con los bra-
zos. Era evidente que quería que me acercara. Salté para refugiarme
detrás de una peña. Aguardé en esa vergonzosa postura: en cuclillas,
de espaldas contra el pedregón, el corazón se me había subido a la
garganta. No escuchaba la reanudación del chapoteo. Pero sí una
“risita” pésimamente disimulada. Me erguí despacio, di media vuelta
con falsa cara de tranquilidad. Traté de convencerme de que se tra-
taba de una broma, los skraelingar siempre habían hecho gala de un
peculiar sentido del humor. Ladeé mi casco cornígero con ademán
seguro, aunque al caminar las rodillas —a mí, estigmatizado con un
nombre eslavo, que abandoné a mi padre y he sobrevivido a tantos
mares y batallas— me traicionaban con un incesante temblor. Me
detuve cerca del remanso. Ella vino a mi encuentro. Las ondas que
rodeaban su cintura fueron dilatándose a medida que se aproximaba
a la orilla. Al llegar al punto de menor profundidad, la bañista se

86
dio un pequeño impulso para poder salir por completo. Un espeso
manto de agua se aferró a esa brillosa y torneada oscuridad emer-
gente antes de escurrirse por las caderas. La skraelingar me caló con
la mirada aguda del ámbar; cruzó los brazos, juntó las piernas y, al
revelar el castañeteo de los dientes, apretó su cuerpo al mío. Aco-
modó, remolona, su mejilla en mi pecho. La abracé con desesperada
ternura. En sus hombros temblequeaban diminutas perlas de agua.
Las células cobrizas de la piel se habían rizado por efecto del cambio
de temperatura y la acción de un viento repentino.
—Amolap —dijo—. Un aromático azahar se enredaba en su
cabellera. No dejó de extrañarme, en aquel sitio no se veía ningún
naranjo, cidro o limonero. Cerré los ojos y apoyé mi barbilla en la
flor para aspirarla más profundamente—. Mi nombre es Amolap.
—El mío —respondí dulcemente desmadejado— es Boris.
—Ya lo sé. Siempre lo he sabido.
Pasé el día entero con ella, como después pasaría muchos
otros. Y luego volví a Casa de Leif sin llevar conmigo las codiciadas
pieles, ni siquiera las hachas.

87
El Ballenero Frugal

Boris hizo muchas veces más el trayecto de Casa de Leif al pro-


montorio, del promontorio a Casa de Leif. Salía en su bote cargado
clandestinamente de hachas; volvía con nuevos “palos de lluvia” que
Freydis esperaba con ansiedad. Una tarde, Boris atracó en el fondea-
dero de Vinlandia escoltado por una multitud de canoas skraelingar.
Esa mañana, mientras se bañaba con ella en el cráter, Amolap le
susurró al oído que sus hermanos —en esos momentos rodeaban
como laboriosos insectos el promontorio— deseaban acompañarlos
a tierra pues querían proponer al jefe de Boris un nuevo negocio. Al
ver a los skraelingar fuertemente armados no sólo con lanzas sino
también con hachas escandinavas, Thorvald abofeteó a Freydis y es-
cupió a la cara del subrepticio navegante un ruidoso salivazo, un hi-
riente “traidor”. Hubo un alboroto de los mil demonios; una reyerta
en la que Boris y Amolap se mantuvieron al margen. Un pequeño
hombre se deslizó hasta donde Thorvald peleaba y le clavó el filoso
acero debajo de la axila.
Nunca llegaría a Vinlandia el barco con el cargamento de pa-
ñuelos rojos. Después del altercado con los skraelingar, sus poblado-
res (salvo Boris) emigraron a distintos puntos, bien al norte de Eu-
ropa, o bien a Brattahlid, en Groenlandia, donde Leif tendría noticia
de la deslealtad de Boris y sus funestas consecuencias. El afligido co-
razón de Leif ya tenía bastante que soportar con la reciente muerte
de su padre, Eirik el Rojo, y a esa tragedia se sumaba ahora la muerte
de Thorvald. Leif cayó en cama, sumido en profunda depresión,
pero otro anuncio importante, para su fortuna, feliz, la atemperó: el
inminente matrimonio de Gudrid, viuda de otro de sus hermanos,
el difunto Thorstein Eiriksson, con Thorfinn Karlsefni, un comer-
ciante islandés noble, rico y próspero. Se decía que la buena estrella

89
de Karlsefni brillaba desde aquella vez que había encontrado, jun-
to con sus marineros, cerca de la costa, una ballena embarrancada
y moribunda. Él había propuesto que intentasen liberar a la pobre
bestia, que chillaba y se revolcaba desesperadamente dando terribles
aletazos en el agua. Pero sus hombres lo desoyeron y la arponearon
con saña. Luego la destazaron, extrajeron sebo para velas, guisaron
su carne y la devoraron con gran prisa y apetito en medio de una
estruendosa sinfonía de eructos. A los últimos bocados sucedieron
unas náuseas punzantes, escandalosas arcadas, aullidos de dolor. Y
encomendamientos paganos. Y plegarias cristianas. Y confesiones
y susurros en el tránsito fugaz a Walgrind. Cuando las gemebundas
exclamaciones cesaron por fin, el inapetente timonel salió a crujía y
se topó con un indigesto cementerio esparcido por cubierta. Tuvo
que deshacerse de ese túmulo de cadáveres arrojándolos uno por
uno al mar. Más tarde cayeron las tormentas, masas de agua turbia
bamboleaban un barco que él solo no podía gobernar. Los arrecifes
pulverizaron la quilla. A Karlsefni no le quedó más remedio que
saltar a ese revoltijo espumoso que azotaba con furia los restos de
la nave destruida y despanzurraba los fardos de pañuelos rojos dise-
minados en la borrasca del oleaje. A nado, exhausto, se aferró a un
material flotante, providencial: el fuste del mástil. Lo abrazó, aspiró
el vaporoso aroma de algas y sal que despedían las vetas oscuras. En-
roscó una pierna en el madero para hacer contrapeso y que no diera
vueltas. A la deriva, ingresó en una letárgica duermevela.
Una mañana soleada, arribó en estado inconsciente a las costas
de Brattahlid zarandeado por el vaivén de las olas ahora inofensivas.
Los hombres de Leif, que despedían a Eirik el Rojo enterrándolo
conforme al rito cristiano, y no como prescribía el venerable culto
del Walhalla, dejaron las palas en el suelo y corrieron a rescatarlo.
Leif y su madre Thjodhild acabaron de cubrir con tierra el ataúd.
El náufrago reveló su identidad. Era el capitán a quien se había
encomendado transportar precisamente a ese sitio el cargamento de
pañuelos solicitado por Thorvald desde Vinlandia. Karlsefni narró

90
las desventuras que habían precedido su llegada. Leif ordenó que lo
trasladasen de inmediato a su casa, donde podría tener una conva-
lecencia más cómoda. Pidió a Gudrid, mujer llena de virtudes, que
cuidara de él. El trato cotidiano de la viuda con el capitán, las animo-
sas charlas, los innumerables gestos de cortesía y el agradecimiento
sincero que éste le dispensaba, terminaron enamorándola. Karlsefni,
por su parte, había quedado prendado de la enfermera desde que
pudo cobrar conciencia del milagroso desenlace de su periplo. La
gente comenzó a llamarlo “El Afortunado”, “El Ballenero Frugal”,
“El Enfermo Feliz”.
Más tarde se sabría lo del trágico incidente con los skraelingar.
Un noviazgo discreto, como las primeras caminatas por el bosque
que Gudrid había permitido a Karlsefni tras su completo restable-
cimiento, acompañó a un periodo de luto de varios meses durante
el cual Leif no hacía otra cosa que revolverse en su cama cubierto
hasta la cabeza con mantas. Los novios entonces resolvieron tomar
una determinación. Gudrid se acercó a la casa de Brattahlid, donde
una criada y la viuda de Eirik el Rojo, apesadumbrada ahora también
por la suerte que había corrido su hijo Thorvald, intentaban en vano
procurar algún consuelo al individuo que se adivinaba bajo el ama-
sijo de cobertores. Gudrid saludó y luego dijo claro y fuerte: “Leif,
comprendo tu dolor, pero con esa actitud no conseguirás nada. Si
quieres pudrirte en tu amargura, estás en tu derecho, querido Leif,
pero no pienses que ese derecho deba extenderse a los demás.” Gu-
drid explicó que planeaba casarse con Karlsefni. Para ellos sería un
gran honor que Leif presidiera la ceremonia. Las mujeres allí presen-
tes, por supuesto, también estaban invitadas. Gudrid se marchó y al
poco Leif, macilento, se levantó de la cama. El día de la boda vistió
una soberbia hopalanda púrpura.
Después de la ceremonia Leif convocó una asamblea para de-
cidir qué debía hacerse con Boris. Todos opinaron que, por tratarse
de una ofensa contra su hermano, sólo a él correspondía emitir un
veredicto que, en otras circunstancias, debiera ser un fallo colectivo.

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Leif se aclaró la garganta, agradeció al cuerpo deliberante la confian-
za y facultades que depositaban en su persona. Dijo estar harto de
que las vidas de sus seres queridos se fueran extinguiendo mientras
su alma se acongojaba cada vez más. Boris, pese a todo, era un ser
querido. No vengaría la muerte de Thorvald echándose sobre los
hombros otro cadáver. Condenaba a Boris a remar perpetuamente
a bordo de las galeras recién construidas que cubrirían el trayecto
entre Groenlandia e Islandia. Para que su misericordia no se tomara
por debilidad y sirviera de castigo y ejemplo, mandaba asimismo, ya
que Boris era extraordinariamente fuerte, que se le reservara el pues-
to de primer remero en el banco principal de la embarcación. Como
el capitán Bjarni, hombre de máxima confianza, había emigrado a
Noruega tras el fallecimiento de su padre Herjolf y se había puesto
al servicio del rey Olaf, Leif encomendó la ejecución de la sentencia
al flamante marido de Gudrid.
Karlsefni viajó a Vinlandia. Le sorprendió mucho que, pese
a sus maravillosos paisajes, estuviera despoblada. Boris no opuso
resistencia. Lo encontraron absolutamente solo, sentado sobre una
roca. Cuando escuchó lo que habían ido a comunicarle, inclinó la
cabeza y la enterró entre sus manazas mesándose con suavidad los
cabellos.

92
Cadenas

¡Cuán lejanos aquellos maravillosos episodios, aquellas sesiones de


oscuridad bajo mi cuerpo también tendido a plena luz del día, esa
oscuridad salobre, olorosa, palpitante, cruel y radicalmente distinta
a ésta pútrida y estrecha que ahora me asfixia y aplasta! En la pa-
red hay una pequeña claraboya, por donde sale el remo, pero con
el tiempo he perdido el interés por la azul monotonía del mar o
sus furiosas borrascas. Entre el banco cubierto de moho y el techo
empapado apenas si hay sitio para la espalda, lo que dificulta sobre-
manera volver la cabeza y mirar a cualquier parte, suponiendo que
mis ojos todavía pudieran responder rápidamente a los estímulos
luminosos. Sufro los roces continuos e inevitables con la humani-
dad de mi compañero de banco —que al igual que yo no tiene más
remedio que soportar de la mejor manera posible nuestro común y
mutuo hacinamiento. La brisa enrarecida que se cuela por el peque-
ño orificio y la falta de asepsia me han cubierto con pústulas y llagas.
De la cintura para arriba puedo sentir cómo se inflaman y revientan,
cómo se abren de nuevo al compás grave de los rítmicos tambores
y del movimiento mecánico de mis brazos. Lo que ya no siento son
las piernas. Cuando estoy despierto escucho un doble, infinito chas-
quido: el agua vapuleada por los remos, el látigo. Y si se me permite
dormitar unas horas, sueño que vuelvo a despertar.
Me aferró a un consuelo, uno solo: yo, Boris, soy el hombre
más fuerte de la galera. El que marca el paso. El líder de todos los
remadores. El gran bogavante. Por eso remo. Remo, remo, remo...

93
Índice

El elixir de los dioses 7


El nuncio 13
Danevirke 17
La boda de Encía Purpúrea 23
Rumbo a Irlanda 27
Fragmento de una carta que Alcunio de York... 31
El asedio a París 35
Escandinavos coléricos, moros atrabiliarios 39
Los rus 45
La penitencia de Horik 49
El danés de nombre eslavo 53
Vinlandia 59
El martillo de Thor 65
La casa de Leif 69
Un cargamento insólito 71
Freydis 73
El pañuelo rojo 77
La mirada torva de los skraelingar 81
Azares, azahares 85
El Ballenero Frugal 89
Cadenas 93
Vikingos,
de Adrián Curiel Rivera,
fue impreso y terminado en febrero 2022,
en los talleres de Lectorum,
Ciudad de México. Teléfono 5640 9062.

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