Retiro-Espiritual-Para-Catequistas Esp Santo-Conf
Retiro-Espiritual-Para-Catequistas Esp Santo-Conf
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“El Espíritu Santo vendrá sobre tí”
Invocación al Espíritu Santo:
Todos: Ven Espíritu Santo, ilumina nuestros corazones y llénalos con el fuego
de tu amor: Envía, Señor, tu Espíritu. Que renueve la faz de la tierra.
Guía: Oh Dios, que llenaste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu
Santo; concédenos que, guiados por el mismo Espíritu, sintamos con rectitud
y gocemos siempre de tu consuelo. Por Jesucristo, Nuestro Señor.
Texto del Evangelio (Lc 1,26-38): Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una
ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la
casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia,
el Señor está contigo». Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel
saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande
y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre
la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin».
María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”. El ángel le
respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel,
tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban
estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios». Dijo María: “He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel dejándola se fue.
Respiro,
Y el aire en mis pulmones
Ya es saber, ya es amor, ya es alegría,
Alegría entrañada
Que no se me revela
Sino como un apego
Jamás interrumpido
-de tan elemental-
a la gran sucesión de instantes
en voy respirando,
abrazándome a un poco
de la aireada claridad enorme.
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• Con la Resurrección de Jesucristo tuvo lugar la máxima efusión del Espíritu Santo.
Según aquella promesa, el Espíritu Santo renueva los corazones de los hombres y reúne y
reconcilia los pueblos dispersos y enfrentados, recreando para siempre al mundo y a la
humanidad.
• El Espíritu Santo es quien congrega a la Iglesia. Gracias al Espíritu Santo, el nuevo
Pueblo de Dios abarcará el mundo entero y todos los tiempos.
• El Espíritu Santo es el don que Jesús resucitado, desde el Padre, manda a la Iglesia.
Jesucristo prometió estar con los suyos hasta el fin del mundo y envió al Espíritu Santo,
mediante el que está presente y obra en medio de la Iglesia y en el mundo.
• El Espíritu Santo asiste siempre a la comunidad cristiana, sobre todo cuando sus
miembros sienten el rechazo del mundo al anunciar el Evangelio.
• El Espíritu Santo congrega constantemente a los cristianos en la Iglesia y hace brotar
y renueva la comunión de los creyentes con Dios y entre sí.
• El Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo. La Iglesia confiesa que el Espíritu Santo
es la comunión de amor con que se aman entre sí el Padre y el Hijo, y también el origen de
toda verdadera comunión.
Con valentía los apóstoles anuncian tras Pentecostés a todos los pueblos: “El Dios de nuestros
padres resucitó a Jesús. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo”. ¿Cómo lo dirían
hoy? Así sabrás como ser tu también testigo como ellos…
Quien recibe el bautismo es sumergido en la Muerte de Cristo y resucita con él como una nueva
criatura. Hacerse mayor también implica acoger cada vez más el don de la fe y aceptar
voluntariamente los compromisos bautismales que tus padres y padrinos tomaron en tu nombre.
Con la gracia del Espíritu Santo puedes llegar a ser un verdadero testigo del Señor, en la Iglesia
y en el mundo, acompañado de la gran familia de los cristianos. Como signo de esta realidad, la
Iglesia celebra cada año en la Vigilia pascual la renovación de las promesas del bautismo.
¿Sabes el día de tu bautismo? Dice el Papa Francisco que saberse el día del bautismo es tan
importante para un cristiano que saberse el día del nacimiento. Si no lo sabes, no tardes en
enterarte… Y en celebrarlo tanto o más como tu cumpleaños. Porque es tu cumpleaños a la vida
eterna.
• La liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas del bautismo
y la profesión de fe de los que van a ser confirmados. Así se manifiesta que la confirmación
constituye una prolongación del bautismo.
• Después el obispo extiende las manos sobre todos los confirmandos, gesto que, desde
el tiempo de los Apóstoles, es el signo del don del Espíritu. El obispo invoca así su efusión:
Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que regeneraste, por el agua y el
Espíritu Santo, a estos siervos tuyos y los libraste del pecado: escucha nuestra oración y
envía sobre ellos el Espíritu Santo Paráclito; llénalos de espíritu de sabiduría y de
inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y
cólmalos del espíritu de tu santo temor.
• Luego unge con el santo crisma la frente de quien va a ser confirmado. El obispo dice
estas palabras: Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo.
Por esta donación del Espíritu Santo los fieles se configuran más perfectamente con Cristo y se
fortalecen con su poder para dar testimonio de Cristo y edificar su Cuerpo en la fe y la caridad.
El carácter o el signo del Señor queda impreso de forma indeleble, de tal modo que el sacramento
de la confirmación no puede repetirse.
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4.- LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO
Con el bautismo y la confirmación, el Espíritu Santo nos comunica sus dones, pero no son para
quedárnoslos, sino para comunicárselos a los demás:
1. El don de la Sabiduría: El mismo Espíritu que con el “si” de María hace posible la
encarnación de la Sabiduría eterna de Dios, espera nuestro “si” para transformarnos según
el Verbo de Dios, según su sabiduría.
2. El don del entendimiento: Por el que podamos comprender cada vez más y mejor los
misterios de la fe. Si se desprecia o no se busca ni se pide este don, la comprensión de la fe
se paraliza, hasta que se pierde.
3. El don de consejo: Por el que podemos escuchar como en el fondo del corazón Él jamás
para de susurrarnos sus consejos. Y por este don, signo de la madurez del cristiano, unido
a una buena formación, podemos aconsejar a los demás.
4. Fortaleza: Para dar público testimonio de la fe, hasta dar la vida por no dejar de confesarla.
El cristiano puede hacer cosas insospechadas, pues por sus venas corre una sangre que no
es mortal: es la fuerza del Espíritu Santo.
5. Ciencia: Él nos hace ver el “hilo de oro” que vincula toda la creación en la mirada del Padre
sobre el Hijo, en el amor: todo (naturaleza e historia) creado por amor, todo en un único
designio del amor.
6. Piedad: Que no nos hace “devotos”, sino encontrarnos a gusto en nuestra verdadera casa:
la casa de la Trinidad, del cielo, la Gloria de Dios, y sentir la necesidad de la oración, y de
los sacramentos, para gustar ya aquí la vida de Dios.
7. Temor de Dios: que no es miedo a Dios, sino conciencia de nuestra condición de criatura
débil y limitada, y en el escalofrío de nuestra más absoluta inseguridad, sentir la necesidad
de confiar en el amor de Dios.
¿Cuál de estos dones más necesitas? Si es un don, será el que menos cuidas.
¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
• Algunos convierten la ciencia en una religión, y como la ciencia no le puede responder a las
preguntas más importantes, renuncian a hacerse estas preguntas.
• Otros, sin necesidad de recurrir a la ciencia, ni siquiera a ningún tipo de razón, se resignan
a no indagarlas.
• Nuestra capacidad no alcanza a conocer no sólo el designio de Dios, sino a Dios mismo, que
lógicamente no puede ser analizado en nuestros laboratorios.
• Pero él si puede compartir algo con nosotros. Y la sabiduría se nos puede dar como un don
bajado del cielo. Por eso, conviene que tu también te hagas la pregunta que se hace el libro
de la Sabiduría: ¿Quién rastreará las cosas del cielo?
• Sería el momento de pasar de las preguntas a las suplicas, de pedir el don de la sabiduría,
y de la ciencia, y del entendimiento.
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Tal vez ansiamos buscando sucedáneos de felicidad y no nos damos cuenta de que, en el fondo
de nuestro corazón, está la felicidad plena, esa paz infinita, que es el Espíritu Santo, “dulce
husped del alma”. Habitamos con una fuerza infinita, imparable, invencible, con la cual nada ni
nadie podrá frenarnos. Sólo nos pone dos condiciones para actuar en nosotros y a través de
nosotros: que lo que perseguimos sea lo que Él mismo persiga, el proyecto de Dios; y que se lo
pidamos, que confiemos en él, para que en nuestra debilidad se manifieste la fuerza del Espíritu
de Dios.
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Espíritu Santo, Don de Dios,
te pido que desciendas sobre mí
y que me auxilies para poder cambiar desde dentro:
que tu gracia me ayude a mirar a mi alrededor,
a romper con mis actitudes egoístas
y me empuje a luchar contra lo que me esclaviza
para cada día parecerme un poco más a Jesús.
Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo,
Inspírame siempre lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia Santificación.
Espíritu Santo,
Dame agudeza
para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.
Dame acierto al empezar
dirección al progresar
y perfección al acabar. Amén.
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Hemos recibido
el Espíritu Celestial
Invocación al Espíritu Santo:
Siempre vivo y vivificante, el Espíritu Santo no descansa nunca. Esta oculto, pero
constantemente actuando y sosteniendo la historia de la salvación:
El soplo del Espíritu Santo está en el origen y en el ser de toda creatura (Gen.1,2; Sal.33,6)
y por tanto en el misterio de la creación. Dice San Ireneo que Dios crea al hombre, a su imagen
y semejanza, con sus dos manos: el Hijo y el Espíritu. La promesa de la descendencia de
Abraham, de la bendición de las naciones, y la unidad de los hijos dispersos se realizarán por el
poder del Espíritu (Rom.4,16-21), y la pedagogía de la ley, aún impotente para salvar al hombre,
suscita el deseo del Espíritu Santo (Rom.8,3).
La Iglesia lee en el Antiguo Testamento lo que el Espíritu habló a los profetas a cerca de
Cristo, e intuye, en las verdades dispersas en la historia de las religiones y del pensamiento
humano, las «semillas del Verbo» (San Ireneo) esparcidas por el Espíritu Santo.
Cuando Israel sucumbe a la tentación de convertirse en un reino como los demás reinos, cuando
olvida la ley, cuando es infiel a la alianza, se anuncia la restauración, la purificación, como
obra del Espíritu: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo
y fortaleza, espíritu de ciencia, piedad y de temor del Señor” (Is.11,1-2).
Si Juan Bautista es el último profeta por el que el Espíritu Santo prefigura lo que realizará
en Cristo, María es su obra maestra en la plenitud de los tiempos. «Llena de gracia» María
acoge su don inefable. Su virginidad se convierte en fecundidad por medio de su poder. Es el
medio por es cual el Espíritu Santo comienza a poner en comunión con Cristo a los hombres.
Cristo inaugura el anuncio de la buena nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías,
manifestándose como el ungido por el Espíritu Santo: “El Espíritu del Señor esta sobre mí, por
que me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobre la Buena nueva, a proclamar la
liberación a los cautivos, y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos, y proclamar un
año de gracia ante el Señor” (Lc.4,18-20).
De este modo el Espíritu Santo renovará por Jesucristo el corazón de los hombres
grabando en ellos una ley nueva (el mandamiento nuevo), reunirá a los pueblos divididos a
partir del pueblo de los pobres, los humildes, y los mansos, transformará la primera creación, y
Dios habitará con los hombres en la paz. Jesús, que sugiere la venida del Espíritu Santo en el
diálogo con los apóstoles (Mt,10,19-20) e incluso en el diálogo con la Samaritana o con
Nicodemo, sólo promete esta venida cuando va a llegar “su hora”.
Y cuando llega “su hora” Jesús entrega su Espíritu en manos del Padre (Lc.23,46; Jn
19,30), resucitado de entre los muertos en seguida da a sus discípulos el Espíritu Santo
dirigiendo sobre ellos su aliento (Jn.20,22), y la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la
misión de la Iglesia: «como el Padre me envió así también yo os envío» (Jn.20,21).
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2.- El don del Espíritu a la Iglesia de Cristo
Se dice en la «Lumen Gentium» (nº 4): «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar
al Hijo sobre la tierra fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar
indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por
medio de Cristo en un mismo Espíritu. El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta
hasta la vida eterna, por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que
resucite sus cuerpos mortales en Cristo».
Comenta este texto San Juan Pablo II en la Encíclica “Dominum et Vivificantem” nº 25 diciendo
que, “de este modo, el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de
Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había
realizado en el mismo Cenáculo el Domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y trajo a los
apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: Recibid el Espíritu Santo. Lo que había sucedido
entonces en el interior del Cenáculo, estando las puertas cerradas, más tarde, el día de
Pentecostés, es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del
Cenáculo, y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con
ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo,
se cumple el anuncio: “El dará testimonio de Mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque
estáis conmigo desde el principio” (Jn. 15,26)”.
¿También nosotros? Desde entonces, en el alma de todos los bautizados el Espíritu Santo,
que habló por los profetas, nos hace oír la Palabra del Padre, pero a él no lo oímos. ¿O sí
lo oímos? El nos hace conocer a Cristo, su verbo, su Palabra viva, pero no se revela a si mismo.
El Espíritu Santo no habla de sí mismo, sino que evoca al Padre y al Hijo. En su ocultamiento,
nos transparenta al Padre y al Hijo.
La teología de los carismas del Espíritu Santo en la Iglesia parte de san Pablo: “Hay
diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor
es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las
cosas en todos. Porque a uno el Espíritu lo capacita para hablar con sabiduría, mientras a otro
el mismo Espíritu le otorga un profundo conocimiento. Este mismo Espíritu concede a unos el
don de la fe, a otros el carisma de curar enfermedades, a otro el poder de realizar milagros, a
otro el hablar en nombre de Dios, a otro el distinguir entre espíritus falsos y verdaderos, a otro el
hablar un lenguaje misterioso y a otro, en fin, el don de interpretar ese lenguaje. Todo esto lo
hace el único y mismo Espíritu, que reparte a cada uno sus dones como él quiere” (1 Cor 12, 4-
11).
Y el texto más claro del magisterio de la Iglesia sobre la teología de los carismas, que
interpreta para hoy el anterior texto paulino, es sin duda éste del nº 12 de la Constitución
Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium del Concilio Vaticano II: “El mismo Espíritu Santo
no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna
con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier
condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12,11) sus dones, con los que les hace
aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la
mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno... se le otorga la
manifestación del Espíritu para común utilidad (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los
extraordinarios como los más comunes y definidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo,
porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios
no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del
trabajo apostólico. Y además, el juicio de autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a
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quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu,
sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19,21)”.
Estos saltos y remedios no son otra cosa que la iluminación de un aspecto de la revelación
a partir, no tanto, o no en principio, de una relectura teológica del mismo, sino por una renovación
testimonial y vital de esa verdad, a través de un carisma. Lo expilca así Piero Coda, profesor de
teología fundamental en la Universidad Pontificia Lateranense: “la novedad está en el hecho de
que el Espíritu Santo de tiempo en tiempo -y no sin un preciso designio del amor del Padre- pone
de relieve, ilumina, y hace operante, un aspecto particular del inagotable misterio de Cristo. Aquel
aspecto, que, en la lógica del designio providencial que guía la historia, es respuesta
sobreabundante a la pregunta de una determinada época: pregunta que a fin de cuentas es
suscitada por el mismo Espíritu, conduciendo a un buen fin también los extravíos de los hombres.
Todo esto conforme a la promesa de Jesús: cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará
para que podáis entender la verdad completa (...) porque todo lo que os de a conocer, lo recibirá
de mí. Todo lo que tiene el Padre, es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu
os de a conocer, lo recibirá de mí (Jn 16, 13-15)”.
A la actualidad a la que parecen responder todos los carismas, habría por último que añadir otro
aspecto no menos importante, que es el de la unidad en la pluralidad. Si los carismas en la
Iglesia, ya sean los carismas religiosos de siempre, ya sean los nuevos carismas eclesiales de
los movimientos, dibujan el más variado mosaico de la pluralidad de formas en la Iglesia, junto a
la variedad aportada por las diversas riquezas culturales de las Iglesias particulares, esta
pluralidad sólo es de origen divino si, como en el misterio mismo de Dios, está ordenada a la
unidad, porque, como decía el texto paulino antes citado, “hay diversidad de carismas, pero el
Espíritu es el mismo”.
Es la unidad en el único Espíritu, no sólo con los carismas jerárquicos, sino la unidad, en
el entramado de toda la vida de la Iglesia, con cada uno de los demás carismas proféticos.
Valga como testigo el texto de San Bernardo de Claraval que recoge en su nº 52 la exhortación
apostólica de Juan Pablo II Vita Consecrata, en la que el santo habla así de las demás ordenes
religiosas: “Yo las admiro todas. Pertenezco a una de ellas con la observancia, pero a todas en
la caridad. Todos tenemos necesidad los unos de los otros: el bien espiritual que yo no poseo,
lo recibo de los otros (...) En este exilio la Iglesia está aún en camino y, si puedo decirlo así, es
plural: una pluralidad múltiple y una unidad plural. Y todas nuestras diversidades, que manifiestan
la riqueza de los dones de Dios, subsistirán en la única casa del Padre que contiene tantas
mansiones. Ahora hay división de gracias, entonces habrá una distinción de glorias. La unidad,
tanto aquí como allá, consiste en una misma caridad”.
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están dirigidos a despertar de forma siempre nueva la acogida del misterio de Cristo en la
subjetividad de los singulares creyentes y de la Iglesia. Acogida que se expresa
fundamentalmente en tres actitudes que definen la relación de la Iglesia con su Señor: la apertura
virginal al don que viene dado por Dios en Cristo, la comunión esponsal con el Señor, la
fecundidad materna en el generar nuevos discípulos y en el hacer crecer a los creyentes hacia
la plena maduración en Cristo (cf. Ef 4,13)”.
Ya lo indicaban así los Padres de la Iglesia, como Basileo de Cesarea, que en su obra sobre el
Espíritu Santo dice con la gran belleza literaria de su estilo: “Y como los cuerpos resplandecientes
y traslúcidos, cuando cae sobre ellos un rayo luminoso, ellos mismos se vuelven brillantísimos y
por si mismos lanzan otro rayo luminoso, así también las almas postradas del Espíritu,
iluminadas por el Espíritu, ellas mismas se vuelven espirituales y proyectan la gracia en
otros”.
Convencidos de que, como decía Karl Rhaner, “el elemento carismático pertenece a la misma
esencia de la Iglesia de un modo tan necesario y permanente como puede ser su ministerio
jerárquico y los sacramentos”, es evidente que la relación entre los carismas proféticos y los
jerárquicos no sea una relación dialéctica, una especie de tensión continua controlada por un
equilibrio de fuerzas, como si las misiones de ambas tuviesen que replegarse o que
problematizarse entre si.
En realidad de trata de algo mucho más sencillo: cuando el Señor fue formando en torno a si
la comunidad apostólica, y en torno a ella, la primera comunidad cristiana de Jerusalén, no
redactó los estatutos de una regulación interna para sus seguidores, sino que el entramado de
relaciones entre ellos dependía de la llamada, y con la llamada la mirada, con que se dirigía a
cada uno, pero que todos conocían, y a la que todos correspondían.
De este modo todos sabían que Simón era aquel a quien el Señor había llamado Pedro,
porque de esa piedra edificaría su Iglesia (cf.: Mt 16,18), así como todos sabían que la
grandeza de María no estaba sólo en ser la madre del Mesías, sino en que «cumple la voluntad
del Padre que está en los cielos» (cf.: Mt 12,50).
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autoridad de Pedro, se da el primado, que aún lo precede y lo envuelve, de la maternidad de
María.
En esta gran panorámica, este nuevo lenguaje que nos permite expresar de modo aún mucho
mejor el modo de entenderse la diversidad de carismas, jerárquicos y proféticos en la Iglesia, y
la relación entre ellos, Von Balthasar llega incluso a explicar en que realidades ve él este perfil
mariano de la Iglesia de nuestro tiempo. En el resumen de la tesis doctoral del obispo irlandés
Breandán Leahy, sobre “El principio mariano de la Iglesia en Von Balthasar” se recoge algunas
ideas poco conocidas del teólogo suizo, como que la maternidad eclesial de algunas mujeres,
como siempre ha habido en la historia de la Iglesia, sería una primera expresión del perfil
mariano. En concreto él señala a Adrienne von Speyr, Madeleine Delbreg, Edith Stein, Madre
Teresa de Calcuta, Gertrud von Lefort, Frederike Gorres, y Chiara Lubich.
Otra expresión sería, en principio, todos los carismas de fundación. Y entre estos, Von
Balthasar ve tanto en los antiguos como en los nuevos movimientos carismáticos expresiones
claras del perfil mariano de la Iglesia de nuestro tiempo por el haz de algunas de sus más
importantes características: el origen carismático, el primado de la espiritualidad, la prevalencia
laical, la participación de todo el Pueblo de Dios, el acento en la dimensión comunitaria, la
irradiación evangelizadora de su testimonio, y la apertura dialógica y convivencial sin
compromisos con los hermanos de otras confesiones cristianas, de otras confesiones religiosas,
y de otras convicciones humanas.
“El hombre contemporáneo prefiere escuchar a los testigos que a los maestros, o si
escucha a los maestros es porque estos son también testigos. En efecto, encuentra una
repulsa instintiva por todo aquello que pueda parecerle engaño, apariencia, obligación (...)
Nuestros hermanos necesitan encontrar a otros hermanos que irradien serenidad, alegría,
esperanza, amor, no obstante las pruebas y las contradicciones que ellos mismos experimentan
(...) El hombre contemporáneo se plantea también, a menudo y dolorosamente, el problema del
sentido de la existencia humana. Se pregunta el porqué de la libertad, del trabajo, del sufrimiento,
de la muerte, de la presencia de los otros. Y por eso, en medio de estas tinieblas, quien trata de
vivir el Evangelio aparece como aquel que ha encontrado un sentido, un fin para la vida, muy
lejos de las doctrinas antropológicas opresoras. Este testimonio personal debe ser ofrecido por
todos los bautizados, por todos los ungidos, laicos, religiosos o sacerdotes”.
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El cardenal Suenens escribía en 1975, en su libro “El Espíritu Santo, nuestra esperanza. ¿Una
nueva Pentecostés?”: “Instintivamente, nosotros tememos la intrusión de Dios en nuestras cosas,
aún cuando éstas van mal; nos revelamos ante cada injerencia externa como ante un riesgo de
alienación; tememos una sabiduría que no obedezca a nuestras leyes. Sólo con pensar en una
intervención de Dios nos pone nerviosos. Saltamos asustados ante un par de pasajes de la
Biblia no conformes a nuestros esquemas; la cercanía de Dios nos preocupa. La rechazamos en
el momento en que toma un aspecto demasiado concreto y viene a meterse dentro de nuestra
historia cotidiana, mientras nuestro verdadero temor debería en cambio ser aquel de no poder
reconocer a su tiempo la venida de Dios, el faltar a su cita cuando llame a nuestra puerta”.
Y como dice Papa Francisco: “El Espíritu Santo nos da fastidio. Porque nos mueve, nos
hace caminar, impulsa a la Iglesia a ir adelante (…) Queremos domesticar al Espíritu Santo.
Y esto no funciona. Porque Él es Dios y Él es ese viento que va y viene, y tú no sabes de dónde.
Es la fuerza de Dios; es quien nos da la consolación y la fuerza para seguir adelante”.
Yo te diré de donde
Viene el Espíritu, hijo mío.
Abre los ojos. Mira. Divide por tu pie
los oscuros océanos galácticos.
Ese, precisamente, es el Espíritu.
Yo te diré de dónde
Viene el Espíritu, hijo mío.
Por detrás de la música,
Oye la melodía
que queda colgada del silencio.
Ese, precisamente, es el espíritu.
Yo te diré de dónde
Viene el espíritu, hijo mío.
Extiende todo el beso,
De par en par,
frente al lago vacío de la muerte.
Ese, precisamente, es el Espíritu.
Yo de diré de dónde
Viene el espíritu, hijo mío.
Apuéstate la rosa,
El sol y la ternura
por alguien que grita desolado.
Ese, precisamente, es el espíritu.
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