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Las Palabras Mueven, Los Ejemplos Arrastran

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Las palabras mueven, los ejemplos arrastran. Una historia de infancia.


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! Los hombres somos hijos de la palabra,
ella es nuestra creación y también nuestra creadora,
sin ella no seríamos hombres.
A su vez, la palabra es hija del silencio,
nace de sus profundidades.
Aparece por un instante y regresa a sus abismos.
Octavio Paz.
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En una fría y lluviosa mañana bogotana de 1968 acudí por primera vez al colegio.
Experiencia ésta inolvidable para todos aquellos que creíamos encontrar en este
trance académico el primer y verdadero escenario de socialización, fuera de los a
veces restringidos círculos familiares. No olvidaré a quien a lo largo de muchos
años sería mi tutor y, por qué no decirlo, el hacedor de mis pasos futuros. Era un
hombre grave y afable, impecablemente vestido e inundado de una bondad
inexplicable. Inadvertidamente a mí y a mi amigo Guillermo López, con quien
habíamos trabado una gran amistad y una complicidad sin nombre, nos producía
una rara atracción y a la vez una repulsión justificada, quizás por su aspecto serio
y circunspecto o por su mirada siempre inquisitiva por encima de sus gafas
circulares de carey. Lo podría asociar en imágenes a aquel piano de cola que
reposa en forma sosegada en una sala en donde uno sabe que con él pasan
cosas importantes y maravillosas pero que a la vez nos atemoriza por su grandeza
y su carácter incomprensible. Como veremos, de aquel primer encuentro se
desprenderían muchos años de convivencia indirecta pero continua y los cuales
marcarían mucho tiempo después el destino de mis derroteros y el de mi
camarada de clases, pues Rogerio Erazo, así se llamaba, no sería nuestro
profesor sino once años después, a cargo del curso de filosofía. De hecho, pasó
mucho tiempo antes de que tuviéramos la oportunidad de tenerlo frente a nosotros
transmitiéndonos formalmente sus conocimientos en un salón de clases. Pero
para ese entonces, y como iríamos a corroborarlo posteriormente, logramos
atesorar tanto saber de él, no solamente a través de diálogos y consejos
rutinarios, que se daban en virtud de encuentros esporádicos y necesarios, sino
por algo que había en él que desbordaba su rol de profesor y de director del

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colegio. El presentimiento que teníamos desde el comienzo –el de estar frente a
una persona excepcional- fue progresivamente tomando cuerpo.
En esencia era un hombre bondadoso, con todo lo que esto verdaderamente
implica. Sus actos se caracterizaban por un equilibrio inusual entre autoridad y
benevolencia. Con sus conocimientos era ampliamente generoso y uno diría sin
exagerar que su vocación era dar todo se sí, desde un abrazo cálido hasta un
regaño a tiempo. Poseía algo que mucho tiempo después entendí racionalmente:
podía habitar el mundo del otro sin distorsionarlo y enriqueciéndolo con gestos
amorosos, llenos de sentido; en resumen, su vida estaba inundada de lo que
podríamos entender por una mística inaudita.
Por supuesto, y a raíz de esta experiencia previa, la primera clase de filosofía
estaba dentro de nuestro imaginario marcada por una aureola indescifrable y por
la ansiedad. Era el espacio predilecto, escogido con antelación por un estrecho
vínculo con el maestro, fundado en encuentros ocasionales por corredores, en
izadas de bandera, en rincones sombreados por grandes árboles más allá de los
confines del comedor o de los salones. Hasta que el día tan esperado llegó. Se
escapa de mi lenguaje el poder explicar lo que sentimos mi cuate y yo cuando en
la clase inaugural pronunció las siguientes palabras, las cuales quedaron como
una llama encendida en nosotros a lo largo de los años por venir: “lo primero que
quiero decirles es que espero que nunca, pero que nunca, estudien filosofía”
y a continuación, antes de que pudiéramos salir del arrobamiento y de la
perplejidad, a causa de este crudo e inesperado consejo, entró a describir con
gran detalle lo que fue en su momento, muchos años atrás, su primera clase de
Filosofía, guiada por el poeta y maestro Guillermo Valencia. “Todos nosotros
esperábamos con gran ansiedad al maestro Valencia, el cual irrumpió en el salón
solemnemente, llevando tan sólo en sus manos un paraguas negro. Tan pronto
llegó al escritorio lo recostó en uno de sus lados y, tras quitársela
parsimoniosamente, enfundó su gabardina también negra en el espaldar de la
silla. A continuación caminó hasta el atrio del salón y en todo el centro del tablero
dibujó un gran signo de interrogación con una tiza blanca, sin antes destemplarnos
los dientes a todos gracias al espeluznante chirrido. Sus movimientos eran

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pausados y obedecían al ritmo de alguien que quiere atrapar todas las miradas y,
al mismo tiempo, generar suspenso por algo que anuncia la tensión del momento
y que se consuma en forma de juego prodigioso. Pasaron largos segundos antes
de finalizar lo que para mí sería la más importante revelación filosófica de mi vida,
llena de significados, de perplejidad y de la cual carecía absolutamente de
cualquier idea o noción por ser, a causa de mi edad, completamente ignorante. Al
instante se quito el sombrero que llevaba, el cual recuerdo de buen calado y que le
hacía juego a todo el conjunto de su vestimenta gris obscura, de tarde lluviosa y
sin titubear lo colgó del punto del signo de interrogación que acababa de dibujar
en el tablero. No se cuanto tiempo pasó entre este momento y el que con gran
esfuerzo pude salir de mi aletargamiento, mirando sin entender, cómo era posible
que el sombrero pudiera flotar, como por arte de magia, sobre un punto misterioso
y que ahora, a causa del mismo sombrero era imposible observar. Recuerdo
vagamente que el maestro Valencia habló sobre la duda como punto de partida del
viaje filosófico y que disertó durante casi dos horas, en las cuales, escuchándose
apenas nuestra respiración, mirábamos sin fatiga y sin parpadear al sombrero
reposar en el tablero. Finalizada la sesión, el maestro tomo de nuevo el paraguas,
vistió el sobretodo y con un movimiento ágil tomo su sombrero y con él se despidió
de todos nosotros con un gesto a la vez sarcástico y misericordioso. Antes de que
alcanzara la puerta estábamos de un salto al lado de la pizarra para mirar de cerca
el escenario del milagro. Con gran sorpresa descubrimos una pequeña tachuela,
seguramente pegada previamente para los efectos de la clase y sobre la cual
reposó todo el tiempo su sombrero. Por un momento, y sin superar mi
atolondramiento, sentí una gran desilusión, perdiendo definitivamente la
posibilidad de tener a mano una prueba fehaciente de la realidad de los milagros,
pero al instante me invadió en forma soberana la convicción de haber vivenciado
en toda su potencialidad lo que realmente era la duda filosófica”
A lo largo de dos años la frase “espero que nunca estudien filosofía” se volvió
recurrente y cotidiana. Sin embargo, para mi amigo Guillermo y para mí, el
maestro Rogerio Erazo significaba algo especial. No sabría decir hasta que punto
ni de qué manera, pero siempre lo teníamos por un ser paradigmático y

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excepcional y llegó a convertirse en una figura modélica e incuestionable para
nosotros. Inclusive nos percatamos que lo que mayor arrobamiento nos causaba
de él no eran sus clases, sin dejar de ser importantes y maravillosas, sino su gran
misterio, que lo hacía un ser humano extraordinario y fuera de serie. A decir
verdad, ninguno de nosotros se atrevió jamás a preguntarle el por qué de sus
peticiones y de sus negativas respecto a la filosofía, quizás porque en la mente de
nosotros ni siquiera se pasaba esa posibilidad de estudio, así fuera remota, como
proyecto de vida. Todos estábamos apresados culturalmente del derecho, de la
ingeniería o de la medicina. Y en ese momento sólo a un loco o a un ser realmente
marginal se le ocurriría estudiar esa carrera poco lucrativa llamada filosofía.
Pasaron los años, y efectivamente de nuestra promoción, casi todos, si no todos,
iniciamos estudios en carreras altamente complacientes para nuestros padres.
Oscar Mendoza, el mono Gutierrez y yo comenzamos derecho, Carlos Arrázola y
el negro Pittore entraron a estudiar ingeniería; mi amigo y cómplice Guillermo
López inició publicidad junto con otros dos de los que ahora no recuerdo su
nombre, y así sucesivamente. De esta manera, cada uno embargado en nuevas
tareas y en escenarios distintos, fuimos perdiendo entre nosotros el rastro. Al cabo
de dos años de ausencia forzada, un día, una especie de azar necesario nos
cruzó a mi camarada Guillermo y a mí; y para sorpresa nuestra, nos encontramos
con que, al poco tiempo de comenzar, los dos habíamos desertado de nuestras
carreras elegidas, él de la publicidad y yo del derecho, y que ambos, no sabemos
si para nuestra desgracia o para nuestra fortuna, contra la voluntad de nuestro
añorado maestro, y como obedeciendo su voluntad en forma contraria y rotunda,
ahora sin premeditarlo éramos dos estudiantes más de filosofía. Y desde entonces
vivimos con una suposición que se ha vuelto credo, y es que el primer día de
clases de Rogelio Erazo, el maestro Valencia lo primero que les dijo a sus
estudiantes fue “nunca estudien filosofía”.
De esta experiencia asumo que al maestro no sólo le compete mostrar el camino
para que el otro camine, sino que además debe ser el faro que ofrezca la
suficiente luz para que, sin encandilarlo, descubra por sí mismo un camino que
quizás aun no está trazado y que, si es del caso, lo construya desde sus propias e

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ignoradas profundidades. En principio, ese en-señar no debe ser referido
exclusivamente a lo ya trazado, sino que también puede alimentar procesos de
apertura a rutas indefinidas, insospechadas y a veces, para algunos, imposibles.
El maestro, entendido como ejemplo, como modelo: este es un punto de partida
esencial y vivo. Si no se involucra el maestro como un hacedor en función de la
vida, tal vez ya no se pueda entender como maestro sino como un medio
transmisor de conocimientos y de información. El maestro debe tender al hacer,
más allá del pensar y del hablar, sin que por ello estas etapas previas no sean
entendidas como esenciales. Él debe en términos del saber, poder romper el
abismo, muchas veces insondable, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que
se hace. Más que ser un héroe del pensamiento y de la palabra, debe ser un
héroe de la acción. Allí, en ese escenario, es en donde se afirma como guía y
como posibilitador, pues, bien entendida, la palabra define y delimita, siendo
elemento valioso de los universos mentales y de “las geometrías de la razón”, pero
mientras no descienda a las manos, mientras no se haga concreta en los hechos y
los episodios de la vida, no deja de ser una entelequia vacía, como lo sería un rubí
utilizado afanosamente para quitar la sed en medio de un desierto. Por algo
Goethe, hace más de 150 años, decía gustosamente a su amigo Eckermann: ‘las
palabras mueven, pero los ejemplos arrastran’.
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Leonardo Otálora Cotrino
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