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Memorias de Luisa Bergel para sus hijos

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Donde hay memoria, hay nostalgia.

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Para mis cinco hijos: Diego, Juan, María Luisa, Emilio y Francisca. En la memoria de

los que ya no están y en homenaje a los descendientes presentes y futuros. Porque mis

andanzas, aciertos, desventuras y adversidades son parte fundante de vuestra historia.

Sentados de derecha a izquierda: Francisco, Emilio, María Luisa y Francisca


Parados de derecha a izquierda: Emilia, Diego y Juan

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INDICE

Páginas

1. Donde nací y me crié. 6

2. Mi infancia en Los Pinos. 12

3. Mi educación. 16

4. Mi primer trabajo. 22

5. Mi segunda novia, vuestra madre. 28

6. Mi primer viaje a la Argentina. 35

7. Mi regreso a España. 44

8. La hermana mayor de mi padre. 49

9. Mi vida de casado. 53

10. Mi segundo viaje a Buenos Aires. 60

11. La salud de Juan, el Bueno 73

12. La muerte de Emilia. 77

13. Apostilla 80

Anexo I: selección de versos familiares 84

Anexo II: galería de fotos familiares 87

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Para dar nítida cuenta a mis hijos de las fortalezas y debilidades de sus progenitores;

para que valoréis lo que sois como producto de mis certezas y errores me propongo dejar

algunas fotos y escribir estas memorias que les servirán, además, como guía de vuestras

conductas el día que os consideréis independientes o se queden huérfanos o viudos en

vuestra juventud. Quiero reflejar aquí, lo mejor que me sea posible, mis costumbres e ideas;

mas no con el objeto de que vosotros hagáis o penséis igual porque muy poco vale la

opinión de las personas que se dejan seducir, sin actitud crítica, por las acciones o palabras

(bien o mal intencionadas) de parientes o extraños. Cuando empiecen a leer esta crónica

autobiográfica recuerden que su padre tuvo mucha voluntad y poco estudio; pero poseyó la

lucidez de no confundir las circunstancias con su condición. Quizá este diario sea lo único

que les quede al fin de mis días.

Hacer fácil lo difícil

es algo que fui aprendiendo

y aunque no nací sabiendo

descubrí, como al pasar,

que hay que saber escuchar

y al mirar: saber ir viendo.

Agradecido, imploro al cielo:

¡Que baste mi memoria para dejarles harto consuelo!

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1. Donde nací y me crié.

Nací en Vera, un pueblo pesquero, carbonero y agricultor en la comarca del Levante

Almeriense (la más oriental junto al mar Mediterráneo), provincia de Almería, en 1882.

Dicho pueblo, cuya única vía de comunicación eran caminos carreteros, distaba dieciocho

leguas de la capital homónima de la provincia y, con dieciocho mil habitantes, era cabeza

de partido de unos cuantos municipios de alrededor: Garrucha, Cuevas del Almanzora,

Antas, Sorbas, Palomares, Los Pinos y Bédar, entre otros.

Garrucha “la marítima” era un paseo y puerto de mar, puesto que la pesca era su

industria principal (además de embarques de plata, hierro y plomo de la mimas de Levante).

Cuevas era un pueblo minero de cuyas menas ha salido plata pura lo que hacía aun más

atractiva su explotación. El descubrimiento de filones de metales nobles (a fines de siglo

XIX y principios del XX) originó el esplendor de este municipio, que, desde entonces, fue

considerado uno de los más ricos y prósperos. Durante esta época, se construyeron grandes

casas señoriales y solariegas, para acoger a los 27.000 cuevanos que las habitaban, algunos

de ellos, pequeños y medianos propietarios de las minas. Por otro lado, Antas era un pueblo

dedicado a la actividad agrícola y a la manufactura del esparto.

Los Pinos y el Pinar de Bédar merecen un párrafo aparte. En las sierras de Bédar, me

crié. Tenía yacimientos ferrosos, de plomo, zinc, azufre y cobre. Era la tercera cuenca en

importancia de hierro que tenía la provincia (detrás de Filabres y Alhamilla). De ellos, el

único que tuvo alguna relevancia fue la galena. El hierro se encontraba depositado en

yacimientos de sustitución, con una disposición irregular, característica de las menas

almerienses. Era la zona más alejada del mar de las mencionadas, por lo que no comenzó a

rendir hasta que no se construyeron medios mecánicos de transporte (cable aéreo,

6
vagonetas y líneas ferroviarias) y se instaló un alto horno en la playa de Garrucha, lugar

por donde se podía importar y exportar el combustible (hulla inglesa) que se necesitaba.

Las minas más importantes eran Las Cañadicas, cercanas a la pedanía de Serena, donde

trabajaba mi padre. Las Cañadicas fue el centro de la producción minera en la segunda

mitad del XIX, concentrando la mayor parte de los trabajadores del sector y

proporcionando el porcentaje más elevado del valor total de los minerales obtenidos en la

provincia. El mineral más apreciado, en cantidad y valor, era el sulfuro de plomo con

elevado contenido argentífero. El tenor argentífero era muy variable, siendo mayor en las

llamadas "minas ricas" del barranco Jaroso y en las capas más superficiales, descendiendo

el contenido de plomo y plata conforme se profundizaba la extracción. La disposición de la

galena era bastante irregular, en filones sin paralelos, lo que imposibilitaba un laboreo

ordenado, pues se producían cambios en la dirección y en el contenido mineral de los

filones.

La península Ibérica fue el primer exportador europeo de sustancias minerales no

energéticas. La explotación del subsuelo fue uno de los sectores más dinámicos de la

economía española del siglo XIX, contribuyendo con un porcentaje elevado a su balanza

comercial. La actividad minera tenía inversores locales y nacionales, primero y luego,

extranjeros que arrebataron el liderazgo que habían tenido, hasta entonces, los inversores

españoles. De aquí, surge la importancia de este primer apartado e intentaré explicar, cómo

se explotaba, quiénes trabajaban y en qué condiciones, entre otras peculiaridades de la

actividad minera.

La explotación local minera bedarense, desde el descubrimiento del filón, consistía en

la extracción y la remoción manual de los escombros. No se utilizaba ningún medio

mecánico en las labores extractivas, como podrían ser los malacates movidos por

7
caballerías. Debo decir, que en esta época el único método de transporte posible, debido a

lo accidentado del camino serrano, eran las reatas de burros. Estos animales cargaban todo

el material y las herramientas necesarios para la instalación (¡y detonación!) de los

yacimientos: los planos inclinados, los puentes móviles, los elementos de iluminación,

explosivos, detonadores, máquinas de tracción, cables metálicos auxiliares, cuerdas,

vagonetas, tolvas de intercambio, compresores de aire, mangueras de presión, martillos

neumáticos, paleadoras, afiladores de barrenos, etc.

Los lunes, al tocar el silbato a las cinco de la mañana, en verano e invierno, con un

cesto colgado de un brazo (para los cascotes) y su vara en la otra mano (para el camino), mi

padre comenzaba a andar las tres leguas sinuosas que lo separaban de las minas. El

domingo estaba en su trabajo al sonar, nuevamente, el silbato a las 5. No existían días libres

ni feriados ni asuetos (excepto Navidad y Pascua lo que permitía contabilizar 360 jornadas

de trabajo al año). Cuando papá llegaba a casa me encontraba durmiendo y, del mismo

modo, me dejaba al marcharse. Lo veía sólo uno o dos días al mes cuando los curas venían

a decir misa y los mineros, con sus familias, bajaban al pueblo al escuchar el tañido de la

campana, que anunciaba el servicio. Yo tenía cinco o seis años y sabía cuando se había ido

porque mi madre me daba una golosina diciendo que papá me la había dejado.

La clase empresarial inversora, propietaria y arrendataria se mostraba muy reacia a

invertir en la comodidad y salubridad del obrero; lo poco que se hacía se consideraba más

un acto de beneficencia que una necesidad u obligación, primando la producción y el

beneficio sobre la seguridad. Esto impactaba directamente en las lamentables condiciones

laborales con jornadas, sin luz natural, extenuantemente largas. Los frecuentes accidentes

ocurrían por falta de recaudos durante las explosiones que provocaban derrumbes de

techos, desprendimiento de piedras, hundimientos del terreno y colapsos de las galerías. La

8
roca era muy dura lo que hacía obligatorio y continuo el uso de la pólvora para poder

avanzar. Las galerías no tenían una dirección fija, sino que se orientaban por los puntos

donde la piedra tenía menor dureza. Así, lo mismo subían que bajaban, alterándose la

dirección de forma continua. Pero la mayor dificultad que presentaban, era su reducido

diámetro: por ellas sólo se podía caminar encorvado o arrastrándose. No se hacía ningún

trabajo de conservación o seguridad (mantenimiento, entibación o relleno) pues eran muy

costosos. Ello hacía que las desgracias fueran usuales, sobre todo en algunas zonas donde el

terreno era más frágil. La gran demanda de mano de obra, también, fue cubierta con la

utilización de niños tanto en minas como en fundiciones. En las primeras, los niños

trasladaban el mineral a través de las galerías (gavias) puesto que, por su tamaño, se

adaptaban mejor a su estrecho y tortuoso recorrido; y en las segundas se ocupaban de su

clasificación. El laboreo de las minas no sólo implicaba muchos riegos, sino que era fuente

de diversas enfermedades que se atribuían a la precaria higiene, la falta de ventilación, la

deficiente iluminación, la escasa comida y el maltrato físico (ocasional) a los trabajadores

menores de doce años. Desde 1867, el Archivo Municipal de Vera, daba a conocer una

estadística (poco fiable) de las desgracias en las minas, en la que se indicaban los muertos,

heridos graves y leves con incapacidades permanentes totales o parciales. Sin embargo, los

accidentes mortales ocurridos en las minas de Bédar quedaban fielmente ventilados en la

prensa local y provincial. Estos datos reflejaban la nula preocupación por la salud y la

seguridad de los obreros quienes, en este punto, afectaban los beneficios que obtenían las

empresas explotadoras.

De este pueblo son pocos y tristes mis recuerdos: la ausencia y el cansancio de mi

padre; la resignación y los suspiros de mi madre. Esos suspiros que he oído, mucho

después, tantas veces en otros pueblos y me traen recuerdos de mi querida España castiza.

9
Vestigios de la minería del plomo que, a

pesar del desarrollo descontrolado de la

urbanización, todavía se pueden apreciar

en las proximidades de Bédar.

http://novaciencia.es/turismo-minero-por-la-sierra-de-br/

Imagen ilustrativa: las minas de Bédar se

estuvieron explotando desde 1843 hasta

1926.

https://cedetrabajo.org/los-autores-del-libro-de-la-

contraloria-mineria-en-colombia-comparten-

publicamente-las-conclusiones-del-estudio/

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Antes de mudarnos al distrito de Bédar, vivimos en Palomares donde mi padre fue

fogonero de un ferrocarril minero de vía estrecha que transportaba hierro desde allí hasta

Cuevas del Almanzora (una obra de 115 km. con capital Vasco). De este sitio sólo recuerdo

que papá me levantaba muy temprano para que lo acompañara a tocar el silbato. Ignoro el

tiempo que vivimos en este pueblo; pero creo que no pasó de los dos años.

Luego mi padre alquiló un cortijo en Los Pinos y, a mitad del verano, nos mudamos

para allá. Mi madre y yo íbamos montados en una mula; en otra, llevábamos todos nuestros

muebles y menajes: un catre, dos colchones, una mesa, dos sillas, una sartén, una bota y un

candil. Sé, con certeza, que la mudanza se hizo durante el verano porque por primera vez

vi trillar el trigo a la manera que todavía existe en muchos pueblos rurales de España: un

hombre montado en una tabla provista con una cuchilla de hierro y dos machos tirando.

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2. Mi infancia en Los Pinos.

La población de Los Pinos no era muy numerosa. No tenía más de cuarenta vecinos

en 1889. Dista de Vera tres leguas a pié porque en burro es (casi) imposible el acceso por el

camino montañoso. Precisamente, Los Pinos está edificado entre cuatro montañas, sin

calles ni líneas divisorias. Algunas de las casas se levantan, anárquicamente, en una rambla

y otras terminan diseminadas en lo alto de la montaña. Para que os deis una idea, si hoy

quisierais ir de una casa a la otra, tendríais que moveros en cuatro patas como las cabras

monteses que hemos criado allí.

Las dos grandes industrias de todos aquellos contornos: Bédar, Serena, Los Pinos,

Torrecica, Alvarico y el Pinar son las minas ferruginosas y el cultivo de almendras, peras,

higos, duraznos, granada, ciruela, algarroba, uva, trigo, cebada, maíz, garbanzo y chumbos

(para engordar cerdos). No obstante la existencia de algunas plantas industriales, como el

esparto y, sobre todo, la barrilla, comercializada junto con otros productos agrícolas,

permitió el desarrollo de una incipiente burguesía mercantil en la zona, dedicada a su venta

y a la importación de artículos de consumo. Minería y agricultura se complementaban,

compartiendo en parte una misma mano de obra. Aunque una gran porción del suelo era

muy pobre e improductivo por ser piedra; el chacarero que recogía suficiente para su

consumo era considerado inmensamente rico. La agricultura era de subsistencia. Hay que

tener en cuenta, además, que Almería era el lugar más árido de Europa. Las dificultades

climáticas se veían agravadas por la sucesión de períodos de sequía cada cierto número de

años y por la torrencialidad de sus lluvias, lo que ligado a un gran desnivel del terreno

provocaba numerosas anegaciones. A todo ello se le sumaban otros problemas, como por

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ejemplo las frecuentes plagas de langosta, que arrasaban completamente las cosechas a su

paso.

En este pueblo no había muchas facilidades ni servicios. Los dos o tres boliches

existentes vendían vino o agua ardiente; pero para conseguir otros artículos de almacén mi

madre tenía que montar una de las burras montaña abajo hasta Los Gallardos y cargarle

cinco o seis arrobas de harina. Para volver a Los Pinos no sólo tenía que subir andando,

sino que también tenía que ir empujando a la bestia que siempre llevaba demasiado carga.

Por aquellos sitios no llegaba el panadero y la peluquería era ambulante. Los viernes

por la tarde aparecía un peluquero de Bédar, se instalaba en la casa de un vecino cualquiera

y estaba hasta la media noche rasurando a todo aquel que se acercara. El que por cualquier

motivo no se afeitaba esa noche, tendría que estar sin hacerse el toilette hasta la próxima

semana. ¿Afeitarse solo? ¡Jamás! Para eso estaba el barbero al que se le pagaba 2 pts (dos

pesetas) al año y tenía la obligación, además, de sacar las muelas, tomar el pulso o recetar

purgantes de sal inglesa, según lo requiera la situación.

En el pueblo existía un solo doctor especialista en matar gente, era el médico-

cirujano de las compañías mineras cuyo punto de residencia debía estar dentro de los diez

kilómetros de la mina de referencia. Lo único que tenía para ejercer la profesión era un

botiquín bastante desprovisto. Como médico de la Compañía, recibía 5 pts anuales de

sueldo y entre sus funciones se incluían el realizar los diagnósticos, autopsias y tratamiento

a los mineros accidentados hasta su recuperación. Habitualmente se lo acusaba de ceder a

las incómodas presiones de la Compañía y firmar las altas a pesar de que los lesionados no

estaban del todo curados y útiles para el laboreo. Sólo estaba obligado a dar asistencia a los

trabajadores contratados a jornal por ésta, disponiendo para ello de un listado de obreros en

los que constaba esta condición. El matasanos se jactaba de atender “por caridad” a los

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vecinos; pero había que buscarlo con una caballería cada vez que se requería su visita. Las

medicinas se conseguían a través de los peluqueros que también hacían de boticarios para

ganarse la vida.

En resumen, la comarca ofrecía dificultades naturales para la vida de su población y

una economía atrasada, en la que predominaba el autoconsumo. Su situación era la más

precaria de las tierras almerienses. En otras zonas de la provincia se apreciaba un mayor

desarrollo, como era el caso de la parte del Levante. Ello se podría entender en el hecho de

que allí existía otra fuente de ingresos suplementaria, el contrabando o mejor, “el tráfico

ilícito”, que se veía facilitado por la extensa costa y la proximidad a Gibraltar, entre otros

puertos peninsulares.

Imagen ilustrativa: se observan las viviendas características de bloques alargados de un solo piso.
Todavía no se había instalado el cable aéreo que venía de la estación de carga de Serena.
http://www.juntadeandalucia.es/cultura/archivos/web/ListadoExposicionVirtualArchivo?idArchivo=6fda16c0
-58a3-11dd-b44b-31450f5b9dd5&idContArch=d99091d0-e652-11dd-ac81-00e000a6f9bf&pag=2.

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Imagen ilustrativa: vista parcial del Pinar de Bédar, 1911.
https://minasdebedar.files.wordpress.com/2012/09/accidentes-bedar86-95.pdf

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3. Mi educación.

Instalados definitivamente en nuestro nuevo hogar, mejoraron las costumbres

cotidianas: mi padre dormía todas las noches en su casa, en su cama. A mi madre le

aumentó el trabajo doméstico; pues pasamos de vivir en un pueblo a radicarnos en el

campo. Yo tenía seis años y mi tarea era mantener a los conejos encerrados en las jaulas

hasta que el sol hubiera secado el moho que cubría la hierba, para evitar que los animales

enfermaran al comerla.

En Vera, mi pueblo natal, había asistido a la escuela; pero en Los Pinos no había

quien supiera leer o escribir. Sólo existían dos o tres montañeses que cobraban cuarenta

centavos por redactar cartas para los maridos o hijos que estaban sirviendo al rey.

Para que os deis más exacta cuenda de mi educación debo retroceder un poco y

referirme, primero, a la formación de mis padres.

Papá, oriundo de Vera, quedó huérfano de padre a los siete años de edad. Su madre

puso un boliche y él, quien era el mayor de tres hermanos, se pasó la infancia arriando,

muerto de frío, una burra cargada con bebidas para el parador de su madre. Nunca fue al

colegio y tampoco trató de enseñarse. Cuando fue mozo, trabajó como fogonero en

Palomares y como minero en Bédar. Su única experiencia del mundo la obtuvo durante los

cinco años que estuvo al servicio de la guerra entre Carlistas y Republicanos. Era un

hombre lego pero sabio; inspiraba mucho respeto y admiración.

Mi madre nació en El Real de La Jara, en un cortijo de labradores a orillas de un

camino carretero en la parte más occidental de la Comarca de la Sierra Norte de la

provincia de Sevilla, Andalucía. Era la mayor de seis hermanos: Marcos, Martín, Diego,

Beatriz y Catalina. Todos analfabetos. Para saber cuánto era dos veces cincuenta, recurrían

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a los granos de maíz. La chacra, La Talaya, dónde vivían no era propiedad de mis abuelos.

Pertenecía a un terrateniente, que no sabía nada de la labranza de la tierra; pero pasaba

todos los veranos a recoger el trigo, la cebada y el maíz, que era lo único que producía la

tierra. La Talaya era un lugar muy solitario. La labor cotidiana de mi madre, entre otras

faenas rurales, consistía en esperar que pasara algún transeúnte por el camino, pedirle un

fósforo, encender una soga y llevar a su casa el fuego para todo el día.

Después de analizar brevemente la infancia y juventud de mis padres, volvamos a los

momentos felices de Los Pinos cuando me ocupaba de cuidar a los conejos y de corretear

por los montes. Recuerdo que a la semana de haber llegado, mi padre me obsequió unas

esparteñas hechas por él. ¡Qué alegría fue tirar las alpargatas viejas y las medias rotas! En

el campo no había donde comprar ropa u otros elementos de “lujo”. Por ejemplo, para

obtener una libra de pescado o una caja de tabaco, había que bajar hasta el pueblo con una

docena de huevos o una arroba de paja para hacer el intercambio de productos sin que

intervenga el dinero. Y ese trueque no se hacía con mucha frecuencia.

Mis padres eran los primeros forasteros que llegaron a vivir a Los Pinos y, a decir

verdad, eran los más cultos entre aquellos serranos. ¡Imagínense el grado de ignorancia! Mi

padre era muy atento con los vecinos. Tenía consejos para todos y, además, les regalaba

tomizas, cuerdas, sogas y cestos de esparto que hacía con sus propias manos. Ahora el

esparto se conseguía en abundancia, desde que las autoridades locales habían tomado

medidas contra el arranque indiscriminado de esta materia prima utilizada por los

fundidores como combustible vegetal para los hornos. Para complementar los modestos

ingresos de la familia, mi madre cosía. En la costura, estaba más adelantada que las mujeres

de aquel sitio, cortaba camisas para unas vecinas, hacía delantales para otras y

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confeccionaba calzoncillos con la tela de algodón de los sacos de harina. Sus dedos

manipulaban con gran destreza los bolillos con las cuales confeccionaba encajes y puntillas.

Mientras tanto, yo iba a recoger almendras, algarrobas o aceitunas con otros niños.

Como estos servicios eran recompensados con un cesto de frutas; mis padres no tenían

inconveniente en que, a los ocho años, estuviera todo el día fuera de casa (muerto de frío en

invierno y de calor en verano) para ganar el sustento. Recuerdo que más de una vez, mi

padre, después del trabajo, salía a buscarnos por las montañas si no llegábamos antes de

oscurecer. Se nos hacía de noche y habíamos cargado mal la burra, entonces, teníamos que

regresar, lentamente, sosteniendo la carga y la burra. Este fue mi oficio hasta los doce años,

además de proveer la leña y el agua para la casa y darle de comer a los animales.

A pesar de no haber maestros allí, mis progenitores se preocuparon porque recibiera

una crianza y educación esmeradas. Al poco de habernos instalado en Los Pinos llegó,

desde Vera, un viejo amigo de mi padre buscando trabajo. A cambio de casa y comida se

comprometió a darme educación regular y sistematizada. Era un buen maestro puesto que le

faltó poco para terminar la carrera de cura. Por la réplica de San Francisco de Borgia, que

guardaba en su dormitorio, supusimos, inequívocamente, que había pertenecido a la orden

de los jesuitas. La primera clase empezó recitando el Spiritus Sanctus y después de

pronunciar unas breves palabras de bienvenida al maravilloso mundo del saber y la

educación cristiana, comenzó a enseñarme las letras antiguas (muy característico de los

jesuitas) con un voluminoso diccionario latino. Todas las noches después de cenar me ponía

a dar lección delante de mis padres. Tenía un régimen de enseñanza muy particular: me

hacía poner de rodillas y mediante el palabreo de su escolástica, su filosofía medieval y su

verbosidad insustancial pretendía enseñarme el texto de Nebrija. Mi madre, al verme en el

horrible suplicio (¡al fin madre!) se acostaba llorando y yo me quedaba con mi maestro y su

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sonrisa de menosprecio durante largas horas en clase nocturna. Mi padre, con un gesto

afectado de impaciencia, lo apoyaba porque estaba convencido de que si no me castigaba

no iba a aprender. Cómo sería el miedo que le cobré a mi señor maestro (¡al fin cura!) que

cuando empezaba a oscurecer, yo comenzaba a tartamudear. Estuve dos o tres años con ese

maestro, poco sensato y nada realista, hasta que se dio por vencido. Según él, era estéril

cualquier esfuerzo; yo no hablaría claro nunca.

Muy pronto, mi padre me encontró otro maestro; pero éste era aún mucho peor que el

cura. Un joven hijo de muy buena familia que, como es natural en los mozos de su edad,

todos los días se iba de novias. Después de una breve conversación con mi padre, aceptó

gustoso darme lecciones en su casa todas las noches, tarea ímproba para la cual no había

nacido. Para la hora de las lecciones, nunca estaba en su domicilio, que quedaba a tan sólo

dos cuadras de la mía. Entonces comenzaba mi itinerario vespertino hasta dar con él en la

casa de alguna de sus queridas.

Salir de recorrida,

entrada la noche.

Regresar con algunos

apuntes y reproches.

Hacer garabatos

con líneas muy tiernas

mientras a la novia

le miraba las piernas.

Intentaba enseñarme lo único que sabía: gramática latina y versos griegos en metros

líricos (como bien imaginarán, éstos son conocimientos innecesarios para el hijo de un

19
fogonero o minero). Aparentemente tenía la intención de sacarme bueno, presentando sus

exigencias con una sarta de descalificativos, insultos e improperios frente a familias

extrañas. Mantenía su sonrisa altanera cuando yo no podía hacer bien las cuentas; pero ¿qué

cuentas? ¿De dividir sin haber pasado por las de multiplicar? Por eso digo que este joven

era más bestia que el cura, pues, estaba preso del pánico a que se revelara su ignorancia

ante la distinguida familia que oficiaba de testigo.

Las situaciones de humillación y vergüenza pública, que ya llevaban casi un año,

fueron interrumpidas, muy oportunamente, por un menudo trabajillo nuevo. Un día estaba

jugando en la calle y una vecina me pidió que vaya hasta el trabajo de mi padre para

avisarle que ya había nacido mi hermanita. Más trabajo, digo, porque ahora, además, tenía

que mecer la cuna para que se durmiera vuestra tía Antonia.

Francisco (Paco) Bergel y la tía Antonia no tuvieron hijos. En la foto posan junto a Francisca, la menor de
mis cinco hijos (aprox.1918).

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Afortunadamente, en este tiempo, se instalaron en el pueblo dos o tres escuelas. Estas

instituciones, generalmente, estaban dirigidas por hombres rengos, mancos o inútiles para el

trabajo manual y daban clases particulares para ganarse la vida. Aquí recién comienza mi

estudio formal y sistematizado. Éramos muy pocos los niños privilegiados que, pagando

una peseta al mes, teníamos acceso a una básica educación académica y religiosa. La

mayoría de las necias madres, argumentando que sus hijos no habían aprendido a redactar

una carta en un mes o que eran necesarios para las faenas agrícolas, retiraban los alumnos

de la escuela y los desdichados maestros, al poco tiempo, debían huir para eludir la

indigencia. Las épocas de mayor demanda campesinas se apreciaban, también, en el éxodo

definitivo de los docentes.

Cuando cumplí doce años, ya estaba hecho un hombre. Brincaba como un cordero por

esas montañas con una soga y un escardillo para cortar leña, hacerla un manojo y cargarla

hasta la casa. Sabía dónde estaban las mejores higueras y uvas. Ayudaba en los quehaceres

domésticos y cuidando a mi hermanita. Una noche mientras cenábamos en familia, mi

padre me comunicó que me había conseguido un puesto en la mina.

Adiós libros. Adiós comodidad. Adiós juegos. Adiós dignidad.

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4. Mi primer trabajo.

Las minas distaban de casa dos kilómetros de camino sinuoso y agreste. Dos horas de

viaje, doce horas de trabajo rudo, catorce horas fuera del calor de mi hogar para ganar, por

ser menor, sólo una peseta. El primer día me levanté a las cinco de la mañana y con el cesto

bajo el brazo (para los escombros) y una vara en la otra mano (para el camino) me presenté

media hora más tarde ante mi patrón. El capataz era contratista lo cual significaba que todos

teníamos que trabajar el doble para que ganara el contratista y la Sociedad Civil Minera La

Recuperada, que rentaba las concesiones. Eran escasas las referencias que poseía sobre esta

Compañía. En general, se caracteriza por su falta de capital, la ausencia de reinversión de

los beneficios, su responsabilidad (muy) limitada, la lentitud en la toma de decisiones, falta

de asesoramiento de personal facultativo, la incoherente dirección económica y por una

impronta especulativa y bastante depredadora en la compra y venta de acciones mineras.

Las empresas mineras, para afrontar los desembolsos de la explotación, recurrían a los

adelantos de los comerciantes y fundidores, quienes actuaban como auténticas instituciones

de crédito. Les proporcionan dinero a cuenta de la galena que iba a ser extraída, lo que

producía, por una parte, una menor necesidad de capital en las sociedades mineras y, por

otra, los fundidores, lograban asegurarse el abastecimiento de galena y obtener un beneficio

adicional con el préstamo. La descapitalización de dichas sociedades se había hecho

evidente con las protestas que hubo después de 1830, cuando, a raíz de la baja de .los

precios del plomo, dejaron de concederse temporalmente los adelantos.

La jornada de trabajo alcanzaba las doce horas efectivas (con dos descansos para las

comidas), en tareas que, por la temperatura, no permitían otra vestimenta más que un

pañuelo a guisa de hoja de parra. A fines de la centuria, los transportes subterráneos

22
seguían siendo ejecutados por las cuadrillas de "gavieros" compuestas por niños de menos

de 15 años. Algunos de mis compañeros desde los 9, se veían obligados a realizar estas

penosas tareas ante los insuficientes jornales de sus progenitores. Enviar a los niños a

trabajar a la mina era una forma de obtener un dinero con qué alimentarlos –sin que ello

redundara en una merma, a priori, de los recursos para mantener a los adultos. El niño

minero a menudo sufría, como cualquier otro minero adulto de accidentes y enfermedades

en el trabajo y entornos adyacentes (explosiones, derrumbamientos, amputaciones, ceguera,

hernia de fuerza, silicosis, saturnismo o emplomamienro, asma, anemia, reuma, artrosis,

etc.); y era muy posible que la muerte acabara sobreviniéndole antes de llegar a los 40.

Sírvanles unas cifras a modo de ejemplo. Desde Agosto de 1901 hasta Septiembre de 1906

se produjeron 15 accidentes, con 9 muertos y 24 heridos (entre ellos algunos niños) de

diversa consideración. Unos dígitos ciertamente elevados, que evidenciaban la precariedad

del trabajo, pero no mayores a los de otras cuencas mineras como fue el caso del accidente

en Villanueva del Río, ocurrido en 1904, en el que murieron 63 obreros, quedando otros

tantos heridos.

En el caso de que yo llegara a la juventud y madurez, tendría la experiencia y la

fortaleza (que no aportaba ninguna academia) como para labrarme cierto futuro en el

trabajo, aunque dicho futuro fuera simplemente ser poseedor de trabajo constante.

La inexistencia de medidas de seguridad y de higiene en el trabajo hacía que fuera

común la enfermedad producida por el plomo en suspensión, el "cólico saturnino", que allí

se conocía con el nombre de "emplomamiento". Los afectados no sólo eran los

trabajadores del interior de la mina, sino también los del exterior, a causa del sistema de

limpieza por garbillo. En las fundiciones, también, se sufrirá el emplomamiento, pero aquí

aparecía con unos síntomas diferentes. Esta enfermedad era muy común y recurrente,

23
siendo raro el minero que no la hubiera sufrido. Se combatía con un remedio popular: la

"bebida de Ohanes" que la facilitaban los peluqueros y barberos. Su fórmula era

desconocida y, según parece, entre sus componentes estaba el opio

Debo insistir que en el entorno minero de compañías sostenidas con capital

extranjero, los niños fueron usados como mano de obra principal puesto que se les pagaba

menos (aunque era un suficiente complemento para la magra economía familiar) y permitía

al empresario foráneo no tener que invertir demasiado en labores de apuntalamiento y

entibado de las minas, haciendo estas más estrechas y largas, con las dimensiones justas

para que un niño cupiera, extrajera el mineral y lo transportara al exterior. Es decir, el

trabajo de los muchachos adolescentes consistía en sacar tierra en unas espuertas dobladas

en las espaldas sobre el torso desnudo y amarrada con una soga por la cintura. Cada

espuerta llena de tierra pesaba alrededor de cuatro arrobas. Era como el trabajo que hacen

las hormigas.

A los 12 años, veía la luz del día durante la media hora que tenía para almorzar y

merendar porque entraba a la mina muy de madrugada y salía de noche. Tampoco

abundaba el agua. Había que traerla, desde varios kilómetros, en cántaros de barro. La

primera noche llegué a casa con la espalda en carne viva. Mi madre, muy cariñosa, me curó

con vinagre y sal. Todavía no existía la Ley de Accidentes de Trabajo ni las Juntas de

Reformas Sociales. A la mañana siguiente amanecí con fiebre y no me presenté ante el

encargado. A los treinta días cobré mi primer sueldo: 29 pts. Me habían descontado el día

no trabajado. Sólo yo sé el efecto que ese dinero les hizo a mis padres; y sólo yo sé el

efecto que hacía perder un día de jornal.

Hasta hacer efectivo el pago mensual, los obreros podíamos satisfacer nuestras

necesidades básicas mediante el empleo de unos vales suministrados por el patrón con su

24
correspondiente descuento. Estos se canjeaban en el almacén de la misma empresa minera o

en aquellas tiendas del pueblo que estuvieran en convivencia con el expendedor de los

vales, siendo frecuente que al querer pagar con este papel por valor menor del que

representaba, el tendero se negaba a dar vuelto y obligaba a que se emplee, desde luego,

toda la cantidad que representada. Un verdadero saqueo.

De los 12 a los 19 años hice todo tipo de labores mineras, no solo de interior (hoyos

y galerías) sino también en el exterior en actividades tan diversas como el acarreo de agua o

el transporte, lavado y concentrado del mineral. En aquellos tiempos, y al tener otras

responsabilidades asignadas, mi jornal ascendía a 2 pts diarias. A esta altura la tía Antonia,

que ya era una señorita, y yo teníamos una prenda más de vestir que el resto de los jóvenes.

Entré a trabajar a la mina de muy niño y salí del pueblo de Los Pinos a los 23.

Durante siete años trabajé doscientos metros bajo tierra a la luz de un candil a

kerosén, tragando humo y con el cuerpo negro sin haberme ausentado más de cinco días en

esos años. El tiempo suficiente para templar el carácter del más indómito.

¡Y pensar que mi viejito llevaba más de 25 años en aquel maldito hoyo estrecho, mal

ventilado, apenas iluminado; ronco y jorobado a fuerza de doblar el espinazo!

Igualmente, la plata nunca alcanzaba. Después de haber estado doce o catorce años

pagando un alquiler, nos hicimos la casa propia en Los Pinos. Para solventarla, mi padre

había puesto un boliche atendido por mi madre que, como contaba con los dedos, las

cuentas dieron pérdida que fueron reparadas por el trabajo de mi padre y el mío.

A los 19 años me tocó la conscripción. En España se llamaba quintos a los varones

útiles, quienes al cumplir la mayoría de edad, debían realizar el servicio militar obligatorio.

En 1901 existía la posibilidad de pagar una cuota para eludir el reclutamiento. Este dinero

resultaba en la manutención de soldados de las clases sociales bajas en el desarrollo de la

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actividad militar para la defensa de la patria. Aunque era sabido que esta “redención en

metálico” causaba mucha animadversión entre los afectados; mis padres me libraron,

igualmente, porque se necesitaban las 60 pts mensuales.

Esta libranza les costó 360 pts. Esto deshacía todos mis planes de ser carabinero y de

conquistar honores militares. En mi fuero interno, sentía una inquietud, un afán de aventura

que, pese a la desagradable existencia que llevaba en aquel agujero negro, se hacía más

fuerte y apremiante cada día que pasaba.

En Argentina, el servicio militar era obligatorio desde 1902. En la foto aparece Emilio, mi cuarto hijo,
usando su uniforme del ejército a principios de la década de 1930.

26
A esta edad me divertía mucho en los bailes que se organizaban alrededor de una

guitarra. A los 18 años me eché una novia. Nada serio, no era para casarme, sino para tener

donde pasar las noches. Tres años fui su novio; hasta que llegó un momento en que

comprendí que esa señorita podía casarse con un buen vecino y busqué un piadoso pretexto

para disgustarme de ella. Nos es de caballero dejar a una novia sin causa justificada y

mucho menos vanagloriarse de que la ha dejado. Aunque esto sea así, debe decirse lo

contrario. Estuve seis o siete meses sin novia ¡Mucho tiempo para un pueblo de campaña y

para un joven de 20 años! Lo mucho que pesaba la soledad y lo incesante del trabajo hacían

notar que el tedio laboral desaparecía ante la perspectiva de un momento de ocio. Los

jóvenes buscan donde pasar un rato y distraerse fuera de la casa: en el boliche o en lo de la

novia. Para el primero nunca alcanza la plata y es, por esa razón, que los campesinos se

casan jóvenes.

Mi primera novia y su madre (aprox.1901).

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5. Mi segunda novia, vuestra madre.

En 1903 conocí a la que sería mi compañera para toda la vida y la autora de vuestros

días. Un viejo vecino de Los Pinos había fallecido y se había pasado la voz para que todo

el pueblo concurra al velorio. Me había ofrecido como voluntario para llevar el cajón en

hombros hasta Vera donde sería sepultado. El féretro estaba hecho de percal e iba cubierto

con un manto funerario. Allí no había coches fúnebres y además, no había otro modo de

trasladar al muerto que no sea a pulso: eran cuatro leguas de camino por las sierras. Si el

finado estaba descompuesto igualmente había que cargarlo entre seis jóvenes fornidos y

hacer relevos entre los dolientes más fuertes que iban en el cortejo. Algunos amigos del

muerto llevaban candeleros abollados, otros llevaban palas, el carpintero llevaba una cruz

de pino negra bajo el brazo; otro, el epitafio escrito a mano con letras blancas. Los hombres

usaban luto en sus rústicos sombreros; las damas iban vestidas de negro riguroso y, en estas

condiciones, la comitiva avanzaba trabajosamente en el zangoloteo del empedrado. El

muerto era un tío lejano de vuestra madre.

Íbamos por mitad de camino cuando divisé entre los deudos sollozantes una señorita,

en edad casadera, con ojos húmedos y un traje muy usado ceñido a la cintura. Llevaba el

largo cabello castaño recogido en unas trenzas enrolladas alrededor de la cabeza debajo de

un pañuelo negro, según la moda del luto. Al esquivar un grupo de personas rezagadas de la

comitiva, el sol la iluminó de tal forma que la silueta de su delgada figura se dejó entrever a

través del raído tejido del vestido. Sus manos, juntas en oración, tenían el aspecto

característico de las lavanderas: deformadas, hinchadas, callosas y rojas. Ella me regaló una

de esas sonrisas inconfundibles, llenas de resignación o, tal vez, de hondo dolor. El resto

del camino me la pasé averiguando quién era y dónde vivía. Las muchachas de familias

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honradas permanecían púdicamente recluidas hasta que se desposaban, pero yo me enamoré

de ella al instante. Según averigüé, aún no se había prometido con ningún joven.

Por la misma razón, que os he dado detalles de mi infancia y juventud, os voy a contar

dónde nació y cómo se crió vuestra madre. No hay nada de bueno o agradable en este

relato; pero, así, os daréis cuenta de la ingratitud de ciertas personas: no importa que una

mujer sea decente, trabajadora y honrada, si es huérfana de padre y, por ende, no tiene qué

comer, no vale absolutamente nada.

Vuestro abuelo materno, Juan Cabezas, era un viudo viejo y con hijos ya grandes y

casados cuando se casó con la abuela Francisca, también entrada en años (tenía casi

treinta). Él fabricaba cernidores para harina y salía todas las mañanas de Sorbas e iba con

su burro de campo en campo vendiendo los utensilios ambulantemente. Le pagaban con

harina, papas, aceite, higos u otras verduras. A la noche llegaba a la casa con el burro

cargado o vacío según hubiera sido su suerte.

Juan y Francisca tuvieron una única hija, Emilia, que quedó huérfana de padre a los

seis. En vida, Juan Cabezas había tenido muchos clientes, amigos y parientes; pero después

de muerto nadie se acordó de la viuda ni de su hijita. Ambas mujeres quedaron solas,

desamparadas y en la más indigna de las pobrezas. Vivían en un ranchito prestado en el

cual había más hambre que comida. ¡Qué terrible conjunción! ¡Pobreza y soledad! Se puede

soportar la pobreza en compañía y la soledad en riqueza; pero pobres y solas ...

¿En que podría trabajar Doña Francisca y ganar lo suficiente para las dos? ¡Una mujer

que no sabía contar hasta veinte sin recurrir a los dedos y en un pueblo tan miserable como

era Sorbas! A la abuela no le quedó otra alternativa que ofrecerse como sirvienta en casas

de vecinos, hombres borrachos e inútiles. Ahora les pregunto: ¿hay algo más injusto que

limpiar lo que otros ensucian? Humillaciones, denigraciones y maltrato eran toleradas por

29
un puñado de papas, un poco de aceite o unos cuantos higos. La abuela era incapaz de

pronunciar un solo grito de sublevación o de protesta porque ¡el patrón es el patrón!, así

que simplemente hacía el gesto más triste de este mundo: mostrar una sonrisa que, ojalá,

Dios nunca permita que vosotros tengáis en la cara.

Mientras la abuela se pasaba los días limpiando mugre ajena, mamá, muy niña aún,

quedaba encerrada en la casa, desde muy temprano, y a oscuras para que nadie supiese que

estaba sola. Cuando fue adolescente, se ganaba su jornal cosechando o lavando ropa. La

lavandería casera era una buena opción para mujeres jóvenes: empezó a los 7 años como

arrapiezas, recogiendo y repartiendo bultos con prendas lavadas. La ropa se lavaba en un

lugar de acceso público al que llamaban La Fuente: consistía en dos zanjas de material con

agua helada proveniente de las montañas. Las mujeres se metían en una zanja y en la otra

lavaban la ropa, un burro o lo que fuera. El agua corría constantemente, pues ambas zanjas

estaban en pendiente. La baja temperatura del agua y la tensión repetitiva del trabajo,

congelaban, enrojecían e incluso deformaban las manos de las lavanderas. A los 12,

frotaba, restregaba, retorcía, golpeaba, exprimía y enjuagaba la ropa sobre la tabla,

sufriendo el escozor de la lejía alcalina en las manos y brazos, encorvada hora tras horas

sobre la tina con agua helada y con los pies hundidos en un jabonoso barrizal. Emilia

llegaba a La Fuente de madrugada para poder ocupar el mejor sitio del lavadero y hacer uso

del agua limpia, lo que no ocurría si se retrasaba en la recolección de prendas. En esos

casos, estaban libres los puestos sucesivos de la hilera, en los cuales el agua llegaba sucia y

grasienta. El polvo y la suciedad de la ropa lavada aguas arriba se deslizaban por la

corriente y estropeaba la ropa lavada aguas abajo.

¡A los 12 años! ¡Hasta qué punto puede ser cruel la pobreza! No tenía domingos, ni

paseos, ni juegos al escondite con otros niños. Nunca aceptó ser sirvienta, porque sabía que

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se expondría a las mismas bajezas humanas a las que, lamentablemente, estaba

acostumbrada su madre. Así iban sobreviviendo entre hambre y miseria, donde el

desayuno, el almuerzo y la cena se tomaban en el mismo momento; sin saber lo que era

ponerse un vestido sin remiendos, medias limpias ni zapatos nuevos.

Aquella noche, después de venir del entierro, hablé con mi mamá y la tía Antonia de

aquella señorita que había visto en la procesión. Cuando la vieron en los rezos del finado,

ambas me dieron su aprobación. Me enteré que madre e hija se hospedaban,

temporalmente, en la casa de uno de los obreros de la mina. Al día siguiente, le pedí a mi

compañero que me permita visitar su casa para pedirle relaciones a su joven pariente. Era

una señorita de 18 años que no estaba acostumbrada a hablar de amoríos con hombres, por

lo que le llevó bastante tiempo darme el sí. Ambos comprobamos que nos sentíamos a

gusto en mutua compañía. Seguidamente, madre e hija fueron invitadas a cenar a casa

aunque muy pronto debieron regresar a Sorbas, otro municipio de la provincia de Almería,

distante a tres leguas de Los Pinos.

Desde el momento que le pedí relaciones, toda la ropa que ambas vestían y los

alimentos que comían, se los mandaba mi madre. Nunca les habían hecho regalos. A las dos

horas de viaje hasta la mina y las doce horas de trabajo bajo tierra se sumaban tres horas a

pié, con el cesto bajo el brazo (para la ropa y provisiones) y vara en mano (para el camino),

hasta la casa de mi novia.

¡Cuántos milagros hacen veintidós años en un hombre!

Pocas visitas fueron suficientes para convencerme de su mucha capacidad, de la

amabilidad en todos sus actos y su dulzura en el trato. Emilia era joven, inocente y con

carácter voluntarioso. Me divertían sus repentinos e infantiles arrebatos de mal genio,

seguidos por carcajadas y una sonrisa radiante. ¡Era increíble que fuese hija de semejante

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mujer! Se había criado sin más contención que la de una madre ausente, aún así, no tenía un

comportamiento indigno, ni hablaba cosas impropias, ni era callejera.

A Emilia le parecía que su joven y rendido enamorado era el hombre más inteligente

el mundo (¡y eso que nada le había contado de mis dos primeros maestros: uno malo y otro

peor!). Fuimos novios alrededor de tres años y en todo ese tiempo sólo tuvimos un

altercado del cual yo asumo la culpa. No puedo precisar la causa, probablemente haya sido

mi exceso de libertad en hecho o palabras. Sin embargo, recuerdo nítidamente que mamá,

se levantó abruptamente de mi lado, entró en su habitación y me arrojó todas las prendas

que le había regalado mientras me reprochaba con firmeza y convencimiento:

—Al darle a Ud. entrada en mi casa, lo creíamos todo un caballero; pero resultó ser lo

contrario. Trató de aprovecharse de mi soledad y mis muchas necesidades.

¿Manifestaba el orgullo fingido de la pobreza o la vergüenza disfrazada de orgullo?

Aún, hoy no logro diferenciarlo.

Lo cierto es que en tales circunstancias, era de esperar que un muchacho como yo

fuera, por mi impertinencia, arrojado de la casa de esas damas, sin malos modos, pero con

decisión y de forma permanente. Me di cuenta de que la estaba perdiendo a consecuencia

de mi propia estupidez y después de pedirle disculpas en reiteradas oportunidades,

volvimos a quedar como antes. Pese a haber caído en desgracia ante estas mujeres, yo era

sin dudas el mejor partido que Emilia tendría ocasión de encontrar en una olvidada comarca

como Sorbas.

¡Comparad a vuestra madre con las señoritas que con frecuencia vemos y oímos en

este país hoy en día! ¿Heredarán mis hijas la decencia y el temple de su madre?

32
Emilia a los 21 años

Quería casarme cuanto antes para que Emilia y su viejita tuvieran una vida digna y

más amparada; pero mi padre tenía ya cincuenta años y en poco tiempo tendría que dejar

de trabajar. Con 60 pts al mes, no había forma de ahorrar para casarse y ser el sostén

económico de ambas familias. Además, mi padre todavía tenía la deuda de mi libranza que

saldaría en, no menos, de dos o tres años. No me podía casar y dejarlos empeñados o

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comiendo de fiado todos los días. La pobreza no es la escasez de recursos materiales, sino

el estado de ánimo que tal escasez genera.

Durante los almuerzos en la mina, ciertos rumores me llenaron de esperanza: los

foguistas de vapores ganaban más dinero y trabajaban menos horas que los mineros. Yo ni

siquiera conocía el mar, pero tenía algunos conocimientos teóricos de fogonero gracias a

los relatos y las anécdotas de mi padre cuando trabajó en Palomares. ¡No debe ser tan

difícil alimentar el fuego de una máquina o auxiliar en la limpieza y engrase de las piezas!

En esos días, nos había ido a visitar un conocido de la familia que venía de Garrucha. Era

fogonero de una pequeña locomotora conocida como la Garruchera que transportaba el

mineral extraído de las minas hasta un alto horno que había en el puerto. Después de

escuchar atentamente sus estimulantes palabras y de elucubrar durante semanas, tomé una

decisión sin entrever que me disponía a provocar una explosión que le cambió el destino a

mi familia. A partir de ese día, mi ansiedad, en lugar de disiparse poco a poco, se fue

intensificando. Me había afanado en preparar minuciosamente mi discurso. Estaba bien

delineado, expuesto de forma razonada y respetuosa; contenía ejemplos muy precisos sobre

los motivos que me inducían a creer que permanecer en Los Pinos era un error. A

continuación hice unas sugerencias prácticas con respecto a una nueva organización

económica y familiar que prescindiera de mi mensualidad. Era, en todos los aspectos, un

alegato excelente del que podía sentirme justificadamente orgulloso, pero lo cierto es que

no contenía ni una palabra que mi familia deseara oír. A pesar de los ruegos de mi padre,

los lamentos de mi madre y las lágrimas de mi novia, me embarqué en un puerto

Mediterráneo para América.

Los Pinos, Almería. España, 1906

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6. Mi primer viaje a la Argentina.

Mi madre me preparó un baúl con ropa limpia y zurcida para que bajara de Los Pinos

hasta Garrucha (uno de los más importantes puertos pesqueros y comerciales) y tenerlo

listo hasta que se produzca una plaza de palero o fogonero en alguno de los vapores que

transportaban mineral hasta América. En este pueblo teníamos varios parientes en cuyas

casas me repartí comiendo y durmiendo para no serles molesto a ninguno. El mismo día

que llegué había un vapor cargando; pero no precisaban hombres. Según el proveedor, a los

pocos días llegarían otros en los cuales podría haber plazas. Durante un mes me la pasé

mirando fijo el horizonte. Las olas, que rompían sobre la rocosa costa, tenían un sonido

melancólico. Pero quizá se debiera a mi estado de ánimo. El mar Mediterráneo era como la

imagen líquida de la desolación; la miseria hecha agua. Creo que era la época de carnaval

porque mis primos me invitaban todos los domingos a las fiestas y desfiles para ver las

máscaras; pero yo prefería seguir de guardia, muerto de frío, sentado en la arena. Con sólo

ver el humo a lo lejos, saltaba de alegría, aunque el vapor pasara de largo. Rápidamente, me

di cuenta de dos cosas curiosas: que al hablar con la gente me agachaba, como si me

concentrara intensamente en lo que decían; pero cuando no conversaba con nadie, mis ojos

adquirían una expresión distante, como si soñara con algún lugar remoto. Pensar en

volverme a Los Pinos frustrado y lleno de vergüenza hacía que se me llenaran los ojos de

lágrimas.

A modo de distracción, me acercaba al muelle para presenciar los remates de

pescados. De un barco pescador bajaban tres atunes de variado kilaje. El rematador se

paraba al lado del pescado, para que los posibles compradores tengan referencias del

tamaño, y comenzaba la subasta con un precio máximo, 100 pts por ejemplo. Según el

35
intercambio de pujas, iba reduciendo el precio del atún hasta que uno de los interesados

aceptara el precio. Era lo que llamaban subasta descendente.

Finalmente amarró un vapor para cargar 8000 toneladas de hierro. La línea férrea de

transporte (cuencas del sureste-Garrucha) tenía inversores vascos. Su financiación coincidió

con una campaña en pro de la nacionalización de la minería española desde sectores de la

burguesía vasca. Sin embargo, los inversionistas debieron afrontar no pocas dificultades. La

pésima infraestructura de comunicaciones, el mal funcionamiento del ferrocarril y sus altas

tarifas hicieron que el traslado de los minerales, a pesar de la escasa distancia desde las

minas a la costa, redujera de forma importante los beneficios. El embarque era también un

elemento importante, que había que cuidar para obtener una mayor ganancia. Los vagones

del ferrocarril descargaban el hierro en la estación, teniendo que trasladar el mineral en

carros hasta los muelles y, de ahí, cargarlos, a mano, en esportones hasta las bodegas de los

buques. El pronto despacho (que consistía en cargar un buque en menos del tiempo

promedio establecido) suponía una ganancia adicional que nunca se obtenía. Al contrario,

cuanto más se tardara, había que abonar el tiempo extra que el barco permaneciera sin

realizar ningún servicio. Además de ello, estaba las labores de estiba, por la que no se pudo

economizar debido a las precarias instalaciones en los muelles y las estaciones embarque.

Entonces, mil toneladas de plomo se cargaban en una jornada de diez horas, utilizando

trescientos hombres y noventa carros.

El transporte del metal almeriense (plomo fundamentalmente y, al final del siglo,

hierro) se realizaba casi en su totalidad en barcos con pabellones franceses e ingleses, que

recogían el mineral en los puertos de Garrucha y Almería, terminando de completar su

cargamento en el de Málaga. El elevado peso específico del plomo hacia que las bodegas

no pudieran llenarse por completo con este artículo, lo que permitía compartir la carga con

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otros productos de mayor volumen por unidad de peso: uvas de mesa, pasas, vino, esparto,

barrilla y aceite, por ejemplo. Los barcos extranjeros se encargaban, así mismo, de

transportar el carbón asturiano o la hulla inglesa en los viajes de retorno, lo que disminuía

el costo del flete y permitía obtener el combustible (y otras mercancías de contrabando) a

un menor precio. Dato importante, por si me daba por regresar.

A finales del siglo XIX, la economía almeriense mostraba, pues, una gran fragilidad,

dependiente del intercambio internacional de unos pocos productos. Debilidad que fue

puesta de manifiesto a principios del siguiente siglo, cuando disminuyeron las salidas de

plomo, hierro, esparto y otros productos provocando dramáticas consecuencias en la

provincia. El dato más significativo de ello, era la masiva emigración que se produjo

durante el primer decenio de 1900, colocando a Almería entre las primeras provincias de

España en cuánto a pérdida de población. Yo sería uno de esos viajeros.

Una vez cargado el hierro en el vapor, bajó un mayordomo francés y le pidió al

proveedor un hombre para trabajar de mozo. La primera vez que subí a un barco de carga

trabajé como camarero. No sabía ni agarrar un plato; pero prefería que me tiren al agua por

inútil que seguir esperando en Garrucha. El trabajo era sencillo: debía levantarme a las

cuatro de la mañana, llevarle el desayuno al Capitán y los demás oficiales, limpiar las

cubiertas, los camarotes, los bronces, hacer las camas, preparar y servir la mesa para el

almuerzo. Llegar de la popa al puente con una bandeja llena de tazas de porcelana, café

caliente, mareado y en pleno temporal en el mar Atlántico era toda una odisea. Sin

embargo, cualquier cosa era mejor que seguir en la oscuridad de las minas ferruginosas de

Los Pinos o sentado en la orilla del puerto. Además, jamás hubiera tenido la posibilidad de

conocer Rótterdam, Cartagena, Marsella y Liverpool (sin pagar pasaje), de comer carne de

novillo y tomar café en abundancia.

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Estuve de camarero dos meses durante los cuales engordé cinco kilos. Luego

convencí al mayordomo que tenía mejores dotes para la mecánica que para la cocina, así

que me pasó a otro barco de la misma compañía como foguista. Recibí mi paga y con mi

colchoneta y baúl a cuestas llegué a tierra firme en un bote remero. Aquel día fue uno de

los más tristemente célebres en la historia de mi vida. En el puerto había millares de

vapores. Tenía que buscar uno llamado Diciembre con la cama y el baúl sobre las espaldas,

acalambrado de tanto frío y hambre. No me podía hacer entender con los boteros y estuve

desde las ocho de la mañana a las seis de la tarde sin dar con él. A esa hora, bien oscuro y

bien frío por cierto, estaba sentado al amparo de unos fogones de ferrocarril con las manos

y piernas entumecidos, cuando veo desembarcar cuatro marineros que, por la boina, advertí

que eran españoles. Los grumetes me ayudaron con la carga y hablaron con un botero que

me acompañó a bordo de Diciembre. Cuando embarqué, la tripulación ya había cenado así

que me acosté medio muerto de hambre, de frío y de miedo.

Hacían ya ocho meses que estaba en altamar enviando dinero, fotos y cartas que

prometían mucho para muy pronto. No fui negligente en mi correspondencia con los seres

queridos porque sabía que mi silencio debía inquietarlos. A mi novia le escribía cada

quince días, pero sólo la participaba de mis logros y nada se enteraba de mis penas y

fatigas. Todas las cartas cerraban con una posdata que la informaban de la buena opinión

que el capitán tenía de mí. En ese tiempo, comprendí que los marineros están tan mal pagos

como los mineros; y que la mayoría de los hombres que se embarcan son incapaces de vivir

en tierra por su poca cultura y sus muchos vicios.

Mis compañeros me reprochaban no acompañarlos a boliches u otras casas

transmisoras de enfermedades cada noche en puerto. Se gastaban el sueldo en tabernas y

sucios lupanares y después terminaban en el hospital por las enfermedades propias de la

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promiscuidad y la vida licenciosa. Antes de bajar, pedían dinero adelantado al capitán o

vendían sus prendas. Era digno de lástima ver al oscurecer como las trotacalles (que tenían

edad suficiente como para ser mi madre) vestidas con colores violentos, sobrecargadas de

maquillaje y colonias baratas se acercaban al muelle, agitando sus manos y mostrando esos

sucios mechones de pelo negro bajo los brazos, a buscar muchachos de 16 o 17 años para

enseñarles, según ellas, “la armonía del placer y el arte de practicar el amor”. Los

depravados, con ansias de hacerse hombres, bajaban corriendo y después de cuatro días de

aventuras prostibularias y excursiones lujuriosas terminaba hospitalizados. Volvían con los

aires de las personas que se disculpan por tener que ir a satisfacer necesidades perentorias e

inconfesables. Seguramente al regresar a sus hogares, después de un viaje de dos o tres

años, les decían a sus familias que habían tenido mala suerte con el ahorro.

Por el contrario, yo me había propuesto guardar diez duros de los catorce que cobraba

y, ni bien consiguiera un trabajo en tierra firme, en el cual ganara como en alta mar, me

quedaría. Una noche mientras estaba de guardia arrimando las cuatro toneladas de carbón a

los dos foguistas, recibimos la orden de ir a Inglaterra y luego a Buenos Aires. Fue una gran

alegría para toda la tripulación y, especialmente, para mí porque sabía que muchos vecinos

de Los Pinos, habían tenido que disponer de un gran capital para venir a la Argentina, de la

cual, se decía, se podía ahorrar el doble. Después de treinta y seis días de viaje trabajando

muy duramente debido a los temporales y el calor del Ecuador, llegamos al puerto de

Buenos Aires.

Al amarrar el barco comprobé que en este país había más abundancia que en España:

los jornaleros cargaban los cereales al hombro desperdiciando algo de trigo y maíz que

quedaba en la tierra. ¡Pensar que si aquellos granos estuvieran en suelo español,

necesitarían un centinela cada uno para que nadie se los lleve!

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Pergeñé un plan para desertar del barco. Observé, pensé, estudié y busqué un punto

conveniente alejado del puerto y, fundamentalmente, de la prefectura para esconderme. Me

iría a Ensenada o La Plata para evitar ser arrestado. Yo era el único de los hombres de proa

que traía cuatro libras en mi poder. Otros marineros se aventuraron a seguirme, a pesar de

no tener ni para cigarros, con esa complicidad amistosa que suelen tener los muchachos que

comparten infortunios. Cenamos en una fonda de Ensenada, volvimos a bordo y, a la

madrugada, en un descuido del sereno, huimos sin cobrar nuestros sueldos. Eso fue lo único

que me costó venir a América: 80 pts, el jornal que me debían.

Al día siguiente, nos lanzamos a pedir trabajo donde veíamos una chimenea echar

humo. Una semana anduvimos como tres linyeras caminando por todas las calles platenses.

Los criollos se reían de nuestra torpeza de modales, de nuestra falta de elegancia, y de

nuestro desaliño. A pesar de que la inmigración había comenzado lentamente unos años

antes, se percibía un síntoma de malestar, de desconfianza, tal vez, por la amenaza de la

mano de obra barata. Como los inmigrantes veníamos de una sociedad rígida y de zonas

pauperizadas, teníamos hábitos de trabajo agotadores, de sumisión y de ciega obediencia al

patrón. Lo cierto es que la mayoría de los lugareños le temían a los conflictos sociales y

rechazaban la llegada de los gringos amparados en la represiva Ley de Residencia. Tuvimos

que superar ésta y otras situaciones de discriminación por nuestra procedencia que, aunque

me marcaron para toda la vida, no llegaron a bloquear mi disposición para el éxito.

Decididos a evitar los conventillos y todos los fenómenos de hacinamiento por sus

consiguientes secuelas: falta de higiene, deficiente nivel sanitario y las enfermedades

típicas de la falta de cultura y principios; nos decidimos a comer y dormir en una austera

fonda impregnada de un agradable olorcillo a guiso con azafrán y pimentón.

40
Antes de cambiar la última libra que me quedaba, debíamos encontrar trabajo que

garantizara la regularidad de nuestras comidas. A los siete días lo conseguimos a través de

una agencia de colocación. Mis compañeros tomaron los puestos de peón de hornos de

ladrillos. Por mi experiencia de mozo a bordo, tomé un puesto de ayudante de cocina en la

ciudad de Berisso, llamada así por su fundador (Juan Berisso) un inmigrante genovés. Le

aboné la comisión al empleado, les di cincuenta centavos a cada uno de mis compañeros y

les pagué el tranvía. Desde entonces, jamás volvimos a vernos.

Por dos pesos adicionales, el agenciero me escribió una carta de recomendación

para Carlos Carreto (tal vez, Diego se acuerde de él), el encargado de la cocina. No me

agradaba mucho deambular cerca puerto porque el vapor todavía no había zarpado, pero me

propuse salir lo menos posible a la calle. El trabajo no era gran cosa, pero pagaban treinta y

dos pesos libres (lo mismo que a bordo pero sin mareos ni temporales).

En 1906, en Berisso había poco menos que doscientas casas y muy pocas familias

españolas (creo que no llegaban a una docena) aunque, de a poco, la zona fue acogiendo a

una gran cantidad de inmigrantes, atraídos por las posibilidades laborales que ofrecía el

lugar. Trabajé en la cocina de la fonda durante siete meses. Cada vez que le decía al patrón

que me iba a ir, me aumentaba dos pesos a mi salario; así llegué a ganar cuarenta pesos.

Después trabajé en el puerto (descargando kerosén al hombro), en la destilería de YPF, en

el frigorífico norteamericano Swift y en el arsenal de Río Santiago. Nunca estuve más de

una semana sin trabajar. Gastaba lo menos posible para poder girar dinero quincenalmente

a España. Mi único vicio era comprar de vez en cuando libros que leía antes de dormir. Los

libros son un gran consuelo, quizá el mayor de todos. Recuerdo que cada vez que salía a dar

una vuelta por Ensenada o Berisso me quedaba contemplando extasiado los estantes de las

librerías, pensando que en toda Almería no había visto tantos libros como en una sola repisa

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de esos negocios. Una tarde vi, en un destartalado escaparate, un libro titulado: Historia de

la Inquisición Española de un tal Llorente, fraile comisario de la Santa. Lo compré porque

me di cuenta que en aquellos tiempos, ese libro jamás hubiera ocupado un sitio en ninguna

librería española. Las ideas y las religiones no se exhibían tan abiertamente como en

Argentina. Todo esto me llevó a meditar y reflexionar sobre las diferencias que existían

entre los dos mundos. Al año de estar aquí, ya había enviado el dinero suficiente para

proporcionar a mis padres cierta holgura económica. Había cumplido como hombre y como

hijo.

En 1908, mientras hacía trabajos de herrería, carpintería y mecánica en los talleres del

Astillero del Arsenal de la Base Naval de Río Santiago, llegó una carta de mi novia

urgiéndome a que regrese para casarme. Al mismo tiempo, uno de mis jefes, que me tenía

mucho aprecio, me propuso ir a la escuela de mecánicos bajo su recomendación. Al

finalizar mis estudios estaría cobrando un salario de doscientos pesos. Sin embargo, con

veintiséis años, una mujer comprometida y único sostén de padres viejos y cansados no

podía hacerme acreedor ni culpable de las penas que les estaba causando a todos en España

por mis ansias egoístas de superación.

Estuve dos o tres meses buscando una solución que satisfaga a la mayoría. Entonces,

mandé a decir a mi novia y a su viejita que se vengan para la Argentina. Aquí nos

casaríamos y yo podría hacer carrera en la escuela de formación. Todo fue inútil. Aunque

Emilia hubiera aceptado hacer el viaje, mis padres no la hubieran dejado venir, por temor a

no verme más; a pesar de que les había prometido traerlos detrás de ellas.

Regresé a España no sin antes averiguar sobre su conducta durante mi ausencia. Mis

padres me escribieron que ella pasaba más tiempo en Los Pinos (con ellos) que en Sorbas

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(con su madre) y que estaban convencidos que era una señorita discreta, leal y había

guardado decoro.

Francisco en Berisso, 1908.

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7. Mi regreso a España.

Para no faltar a mi palabra de escribir todo mi pasado en este cuaderno, debo de

admitir que regresaba a España como los presos que van entre vigilantes para la comisaría.

Sólo adquiría otro aspecto mi semblante mientras pensaba que iba a abrazar a mis padres y

a contemplar de cerca de la mujer que sería finalmente mía y que tanto había alimentado mi

cariño con sus cartas durante los tres años que me estuvo esperando. Llevaba el suficiente

dinero para la vida en matrimonio; pero cuando pensaba que tendría que volver a las

circunstancias extremas de inseguridad, carencia y miseria de las minas para hacer frente a

las necesidades de mi casa, señora y suegra; mi espíritu se comprimía de tal manera que se

me hacía dificultoso tragar la saliva.

Cuando llegué al puerto de Almería fue muy grande mi abatimiento al ver una gran

cantidad de mendigos alargando la mano pidiendo una limosna por Dios (no por ellos) a

todos los, supuestamente, ricos que bajaban del vapor procedente de Buenos Aires. Fui a

una fonda, alquilé una pieza, me puse la mejor ropa limpia que tenía y aquella misma noche

viajé en diligencia hasta Sorbas. Me hice conducir por un mozo hasta la casa de mi novia.

El rostro y el cuerpo de la adolescente desamparada que conocía, habían perdido todo

resto de grasa superflua, y su delgada figura había sido sustituida por los contornos firmes y

voluptuosos de una mujer. Había cambiado, pero su espléndida madurez, era tal cual me la

había imaginado. Emilia tenía el rostro fijo en el carruaje observando la escena fascinada.

Cuando me apeé de él, percibí el olor alcalino con el que las lavanderas se diferenciaban

del resto de los mortales, y me di cuenta de que no había olvidado aquel ingrato hedor. Su

cutis seguía teniendo el color tostado por el sol de La Fuente y una lisura sin tachas que

parecía emitir un leve fulgor; era obvio que la vida bajo el amparo de mis padres, le sentaba

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mucho mejor. La joven, hija de una criada, huérfana de padre, que se reía a carcajadas

después de sus arrebatos infantiles y me veneraba por mis epigramas inteligentes, se había

transformado, en el intervalo de pocos años, en una adulta juiciosa. Eso era de esperar, pero

no obstante, la contemplé, unos momentos, sorprendido. De este encuentro pocos detalles

os daré porque soy un caballero.

La tarde siguiente, alquilé un burro para transportar el baúl y marché a Los Pinos. Mis

padres habían terminado de cenar y estaban alrededor de la cocina cuando llegué muy

silencioso y a hurtadillas ¡Es indescriptible la emoción que se siente al estrechar en brazos a

los seres queridos después de tres largos años de ausencia! Acudieron vecinos y amigos al

improvisado convite de bienvenida. Cuando, ya tarde, nos quedamos solos, le entregué las

llaves del baúl a mi madre y un cheque por cobrar a mi padre. Antes de irse a acostar mi

madre entró a mi pieza para arroparme y dijo:

—Bueno, ahora antes de pensar en nada, te casas.

Como he dicho antes, yo había observado y leído mucho sobre la vida y costumbres

de los argentinos. Esto llevó a convencerme de que no debía estar subyugado por los curas.

Como tenía destinada poca plata para la boda, no permitiría que éstos se quedaran con poca

(o mejor, nada) de la mía. Fue entonces cuando les dije a mis padres que me casaría sin

misa nupcial; y aunque no eran muy religiosos y pocas veces oyeron misa, se opusieron

vehementemente a que no me casara como “Dios mandaba” (al parecer de ellos). Más

suplicaba mi madre; más porfiaba yo. Después de muchas discusiones y de reproches, les

hice entender que casarse por iglesia costaba caro: las flores, el órgano, los cirios para la

iluminación, las ofrendas y la “colaboración voluntaria”. Los hermanos puritanos y

conservadores de mi madre reaccionaron enérgicamente contra la visión de un pariente

anticlerical y demócrata que se negaba a recibir la bendición del sacramento. La única

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hermana de mi padre, que vivió circunstancialmente con nosotros después de enviudar, casi

se enferma por la mortificación que le causó mi anuncio (más adelante hablaré de la tía

Bárbara). Me acuerdo que mi tío Martín, al que tenían por el más sabio en la familia, me

aconsejó:

—Sobrino... al mundo dejémoslo cómo lo encontramos. La iglesia es sagrada y

constituye la indiscutible voz de la autoridad moral.

—¡Queridísimo tío, estoy seguro que si Ud. supiera lo que dice, no lo diría más!

Puedo dudar de la santidad de los curas y cuestionar la autoridad de estos grandes

servidores de la iglesia, como la del advenedizo canalla que me enseñaba en casa.

Mi novia fue la más fácil de persuadir. Me respondió, con la serenidad y la dulzura

con que siempre lo hacía:

—Como tú quieras, lo quiero yo.

Cuando comencé con los trámites para el civil en Sorbas, todo el pueblo se enteró.

En España, se conservaba todavía la unidad religiosa, algo inútil y hasta peligroso. Mi

propuesta, por razonable que fuera, se consideraba herética e indecente así que todas las

comadres y vecinas de mi madre acudieron ofendidísimas a darle consejos. Hasta el cura,

un gordo perezoso y glotón con privilegios seculares, me mandó llamar a la sacristía para

convencerme. Aludió al hijo pródigo, a la oveja descarriada, la tentación de Adán y eligió

el más claro ejemplo de apostasía bíblica: la caída de Sodoma y Gomorra. Este cura, más

bien hombre de palabra que de iglesia, a quien consideré el auténtico enterrador del

cristianismo, debió haberse vuelto loco:

—Los pecados capitales son los que se cometen adrede y con conocimiento de causa,

los que hacen que el pecador vaya al infierno. Ellos son: la soberbia, la avaricia, la lujuria,

la ira, la gula, la envidia y la pereza ¿De cuáles eres culpable hoy aquí? —prosiguió la voz

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cortante del canónico—. En primer lugar, del pecado de la avaricia, un pecado sin perdón.

Estás dispuesto a condenar tu alma por dinero, el amor por el dinero es avaricia y eso es

una falta muy grave. Y luego ¡el pecado de la soberbia, Francisco! —gritó con aires de

virtuosa autoridad.

— En ese caso, sólo soy culpable de la lujuria, pero ¿qué joven veinteañero no es

lujurioso?

—El deber de la iglesia es velar por la condición espiritual de las personas laicas.

Debéis hacer penitencia por vuestros pecados —me ordenó en tono imperioso——. Y no

pretendáis alterar la tradición eclesiástica con vuestros ardides.

Me abstuve de responder, pues una afirmación tan aberrante me daba el pie para una

cínica disputa ético-moral: ¿existe algún pecado para el que no haya redención? Esta

facción intolerante, intransigente y dogmática de la iglesia católica irritaban a los hombres

de buena fe como yo.

—No discutas nunca con un imbécil. De ese modo, ganarás— me había prevenido mi

padre.

Fue una visita muy ingrata y constaté que era un experto en el arte del debate

intelectual y religioso que me recordaba al jesuita de mi niñez. No le daría cuentas de mi

conducta a un maestro de la hipocresía ni a un supuesto garante de la moral.

A un mes de llegado de la Argentina, y después de sortear trabas y obstáculos, el 8

de enero de 1909, según consta en la partida de matrimonio, nos casamos en Sorbas. No

viene al caso contar si el cura me disuadió o no; pero quiero haceros comprender que si fui

un necio fue porque no tuve otro remedio y sin haberse dado ningún caso antes de un

enlace civil, yo quise ser el pionero; y, por lo tanto, creo daros a comprender que aunque

era muy joven, yo ya había pensado un mundo y una vida a mi manera.

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Francisco y Emilia, 1909. Francisco, un hombre bien plantado y de mediana estatura,
llevaba bigote y cabellera con raya al costado. La lisa melena de Emilia tenía las puntas
hacia adentro, un peinado que conseguía utilizando unas tenazas calientes y que daba un
aire aristocrático a su armonioso semblante.

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8. La hermana mayor de mi padre.

Con el fin de que conozcáis toda mi familia directa, os voy a dar referencia de la

única hermana de mi padre, Bárbara, mayor que él.

Se casó con un primo hermano, de quien nadie podía precisar si era un hombre o un

barril de vino. Tanto su borrachera constante como su mal carácter le habían granjeado la

antipatía de la gente. Sin embargo, ambos eran mis padrinos. Desde que tengo uso de razón,

la tía siempre estuvo de posadera en Garrucha, en una fonda a la vera del camino donde

paraban a comer y dormir los carreros. Bárbara se estaba haciendo vieja, según le recodaba

a menudo su marido. La edad no había mermado su belleza. Tenía unos hermosos ojos

oscuros que antes estaban llenos de alegría; pero a la sazón mostraban una expresión

pensativa, un poco resignada. Los visitábamos una o dos veces al año y jamás recuerdo

habernos despedido de él, pues siempre estaba borracho, de mal humor o durmiendo.

Cuando encaraba para la cama decía:

—Me voy a dormir porque esta gente se querrá ir.

Mi tía lo justificaba diciendo que bebía de alegría, por nuestra visita y que brindaba

por nosotros. Él decía que sólo tomaba una vez al mes, pero que, lamentablemente, la

borrachera le duraba treinta días. Ella siempre tuvo que buscarse los medios para sobrevivir

y mantener a este borracho holgazán. No pudieron tener hijos; pero adoptaron, desde niña,

a Soledad, una sobrina de mi padrino.

Una mañana de invierno, mi tío quedó muerto de repente sentado en su silla de

madera. La noche anterior habían vuelto a pelearse. Los encontronazos acompañados de

gritos e improperios entre la pareja eran muy comunes, pero nunca habían derivado en una

agresión física.

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He aquí la versión de mi pariente: era media tarde y mi tío estaba ebrio, no mucho

sino lo bebido que solía estar a esa hora del día. Aparte de eso no paraba de bramar: no por

su ebriedad -eso, por lo general, lo sumía en un profundo mutismo-, sino porque estaba

furioso. A través de la bruma causada por los vapores etílicos y la rabia que le nublaba la

vista, mi tío había logrado distinguir, con bastante nitidez, al dúo que tenía en frente:

Bárbara, su corpulenta esposa de cabellera gris que lo despreciaba y la figura esbelta y

delgada de Soledad, que acababa de hablar.

Mi tío trató de fijar la vista en su hija adoptiva. Enseñaría a esa muchacha una lección

que no olvidaría.

— ¡Mocosa insolente! —vociferó.

Soledad lo miró de cabo a rabo: el padre no supo interpretar la expresión de los

grandes ojos castaños de la joven: ¿ira, odio, temor, rechazo? No tenía importancia.

— ¡Yo soy el propietario de esta casa, el dueño de la fonda! —gritó.

Esa niña de baja estatura, con el pelo negro y rizado y unos ojos luminosos, lo estaba

desafiando.

— ¡No quiero dependientes, ni ayudantes, ni empleados en esta casa! Para lo que hay

que hacer, basta con ustedes dos.

—¿Y qué piensas hacer? —le espetó la joven—. Supongo que nada, como de

costumbre, salvo emborracharte, dormir y esperar que se agote mi madre.

Cada palabra destilaba desprecio. Mi tío abrió la boca para gritar, pero su cerebro se

negó a suministrarle la palabra adecuada. Entonces recordó el jarro de metal que tenía en la

mano. Con un esfuerzo tremendo, se precipitó hacia Soledad y le descargó un golpe con

todas sus fuerzas…

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Se escucho el impacto del latón sobre un cuerpo sólido, seguido por una exclamación

de dolor y el derrame del vino; al mismo tiempo. ¡Le había dado una lección a la chica! Mi

tío miró a ambas mujeres con expresión de triunfo. Luego arrugó el entrecejo. Algo había

salido (muy) mal. Bárbara permanecía quieta con una gran mancha roja en la ropa. Una

gota de sangre se deslizaba por la comisura de sus labios. ¿Cómo era posible que hubiera

errado el golpe a tan corta distancia? El rostro de mi tía contenía, además, toda la rabia y la

frustración que se habían acumulado en todos esos años. El hecho de ver a su esposa

sangrar tanto hizo que mi tío se serenara en el acto. Avergonzado, bajó la vista, encorvó la

espalda y se sentó en una silla de madera. Allí lo encontraron la mañana siguiente.

Los padres biológicos de Soledad, se la quitaron al darse cuenta de que la (ahora)

viuda nunca haría fortuna para dejarle a su hija. Esas dos personas eran todo cuanto ella

tenía.

Bárbara se encontró sola agotada, sin recursos y vino a vivir con mi padre, viejo y

cansado también, pero con dos hijos jóvenes y trabajadores. Y aunque no quería ser una

carga, se quedó al lado de mis padres hasta que me los traje a la Argentina.

Dicen, que ella se empleó como ama de llaves en la casa de un viejo ermitaño y

gruñón que pretendía ser servido en todo. Al fin de cuentas, Bárbara sabía que no podía

esperar mucho más de la vida y que tendría que luchar para sobrevivir; esa certeza era lo

único que tenía para protegerse contra la humillación. ¿Tendría una vida larga? No le

resultó difícil imaginársela. Con suerte trabajaría en la casa del viejo unos veinte años, o

quizá trabajara de lavandera, lo cual aceleraría su muerte. Entre tanto, tendría que poner en

orden sus asuntos y ahorrar para comprar el boleto a Buenos Aires.

Sin embargo, murió de tristeza al poco tiempo de venirse mis padres.

51
Bárbara (aprox 1909)

52
9. Mi vida de casado.

Emilia ya había preparado su ajuar mientras esperaba mi regreso a España. Había

cortado y cocido el vestido, bordado el velo y confeccionado de ropa de dormir, ropa de

cama, manteles y servilletas. Sólo tenía que comprar una cama, una mesa y dos sillas; pues

mi madre nos daría la mitad de su batería de cocina. Unos cuarenta pesos españoles

(equivalente a ochenta argentinos en ese momento) fue el gasto que hice en amoblar mi

habitación (¡más caro salía casarse por iglesia!). En la mejor de las cuatro alcobas que tenía

la casa de mis padres (o sea en la de ellos), instalamos nuestra cama y ellos se mudaron a

otra más chica (o sea a la mía).

Nos casamos en una calurosa mañana de enero de 1909 y dimos un austero convite

para las dos familias y unos pocos vecinos. Para las dos de la tarde, alquilé un coche tirado

por un caballo para viajar dos leguas. El animal tenía un collar cascabeles, que al andar el

coche sonaban advirtiendo de su paso. Después caminamos una legua de montaña hasta

llegar a Los Pinos. Cuando arribamos a la casa, mi tía Bárbara, nos tenía la comida hecha,

la mesa puesta y la cama arreglada. Cenamos y boda terminada. De este primer encuentro

de casados tampoco os daré detalles porque sigo siendo un caballero. Lo único que puedo

declarar es que por primera vez sentí tal éxtasis de felicidad que logré olvidarme del

hechizo de los pecados capitales que casi me condenan al infierno.

Os preguntareis: ¿por qué no hubo música, baile y festejo a un mes de mi llegada de

la Argentina con algo de plata y mucha salud? Pues, absolutamente nada hubo aparte de la

alegría de tener a mi mujer puesto que continuaba aquella tristeza, pesadumbre y

preocupación que se apoderó de mí al desembarcar en Almería. Después de haberme

esperado tanto y de haber sufrido hambre y frío, esta mujer, no merecía que la dejara,

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nuevamente para enterrarme en una mina. Era un vivir doloroso y resignado el de esos

labriegos por la monotonía y la desesperación de las doce horas que pasan lentas y eternas

sepultados en las minas. Entonces, volvéis a salir para ir a vuestras casas, volvéis a caminar

azotados por el viento, cegados por el polvo, entráis a vuestro cuarto (donde tampoco hay

luz natural), os sentáis, os entristecéis y sentís sobre vuestras espaldas, todo el tedio, la

absoluta soledad, los ruidos de la herrería, la explosión de las detonaciones, toda la angustia

de la mina una y otra vez. Era lo que pasaba por entonces, con aquellas mujeres que se

casaban con un minero y no tenían otros recursos para hacerle frente a las necesidades de la

casa y la familia, más que las dos míseras pesetas diarias que ganaban sus maridos. Era por

todo esto, que no había necesidad de despilfarrar el dinero en fiesta o ceremonia religiosa.

A nadie demostraba mi disconformidad ni mi impotencia. Quería brindarle a mi

esposa más comodidades de las que aquel sitio ofrecía. Mis padres, mi hermana, mi tía e

incluso mamá me preguntaban con frecuencia, por qué no estaba más contento. Se

asombraban, (¡y con mucha razón, porque había nacido y me había criado allí!) cuando les

contestaba que no me podía acostumbrar a tantas miserias y tantas fatigas para poder

sobrevivir apenas.

Al mes de casado estaba decidido a volverme a la Argentina, a Berisso. Mis padres se

mortificaban, cada vez que hacía un comentario de este tipo. A mamá la conformaba

pintándole el mundo que yo había visto y que deseaba para ella y le decía que tan pronto yo

llegara a Buenos Aires, podría mandar por ella y por su madre.

Hacía poco que había llegado de la Argentina y estuve un mes más, después de

casado, sin necesidad de preocuparme por el trabajo, viviendo con mis ahorros. Sesenta

días es el período más largo, hasta la fecha, que he estado si trabajar desde los doce años.

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Ya tenía preparado el baúl y la maleta con ropa zurcida y limpia para embarcarme

desde Almería, cuando mi padre llegó de trabajar con novedades laborales: un contratista

necesitaba hombres para hacer un pozo cerca de las minas. El boom minero produjo un

incremento de la demanda de mano de obra. La extracción, fundición y las actividades

complementarias (transporte de la galena, carga de los buques, aprovisionamiento de la

cuenca, etc.) elevó considerablemente el empleo en la comarca durante mi ausencia. Mi

padre logró convencerme de que me ausentara de mi hogar incipiente y recién casado.

Nuevamente, la despedida: adiós comodidad y adiós familia. Este trabajo me despojaría de

todo, incluso de mi dignidad.

Al otro día estaba preparado y amarrado a una soga esperando que dos hombres

fortachones me bajaran hasta el fondo del hoyo a unos sesenta metros de la superficie. Ésta

era otra manera de explotación subterránea. Se buscaba el mineral mediante pozos y nunca

por galerías, ya que la irregular disposición de las bolsadas hacía poco viable este último

sistema. Los hoyos eran rentables dada la poca profundidad a la que se encontraban las

bolsas. Donde los capataces tenían la sospecha de que podía haber una galena, mandaban

excavar un agujero. Si había suerte y se daba con el mineral, se realiza un segundo pozo

complementario para ventilación. La profundidad que alcanzaban no superaba las

doscientas varas (160 metros), siendo lo normal entre cuarenta y sesenta m. (la

imperfección del laboreo no permitía alcanzar mayores profundidades) y un diámetro en

torno al metro y medio. Por ellos, se realizaba la entrada a la mina, siendo raras las galerías

que salieran a la superficie, que allí se denominan trancadas. Nunca podrán imaginar la

sensación que provoca verse colgado de una soga (cual balde) dependiendo de la habilidad

física de dos personas. Los instrumentos empleados en la extracción seguían siendo

rudimentarios. El único aparato que se utilizaba para sacar los minerales a la superficie era

55
el torno movido a mano. Las herramientas eran muy simples: se reducían a las necesarias

para romper la roca y a un conjunto de utensilios fabricados con esparto por los mismos

mineros. Nada parecía haber cambiado en tres años. Se mantenían las mismas formas de

explotación y tampoco habían variado los sistemas y cánones de arrendamiento.

Entre las nueve o diez de la mañana, llegaron mamá y la tía Antonia a traerme el

“bocado” (especie de caldo hecho de comino, pimiento molido, ajos, aceite y sal y un

cuarto de pan). No por necesidad (puesto que la empresa se encargaba de la manutención y,

por ella, cobraba más de lo que realmente le costaba); sino por curiosidad. Querían saber

dónde y cómo trabajaba. Al verme emerger a la superficie amarrado con la soga, cubierto

de tierra y polvo y enceguecido por la luz natural, mamá se impresionó de tal manera que

le vi correr lágrimas por las mejillas. La vergüenza era completa. Me tuve que hacer el

alegre y el chistoso para minimizar la situación y hacerle creer que el trabajo no era tan

denigrante como aparentaba. Podría llenar páginas enteras describiendo el laboreo; pero

como anhelo que vosotros nunca tengáis que someterse a la humillación que provocan estas

actividades, seguiré adelante con relatos más felices.

Imagen ilustrativa: pozo de ventilación.


https://www.um.es/hisminas/wp-content/uploads/2012/06/Minas-de-Corcoya-1840-1922.pdf

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Cuando cobré mi primer sueldo, alquilamos una casita (cortijo se dice allí) al lado de

mis padres y fuimos a buscar a la abuela Francisca, que había quedado en Sorbas.

Empezamos nuestra vida los tres solos, en apariencia, porque mamá ya estaba esperando a

Diego. Como es natural, las primeras semanas se sentía un poco extraña, así que mi nueva

casa estaba constantemente concurrida por mis padres, mi tía y mi hermana que no paraban

de llorar de orgullo y emoción.

Transcurrieron nueve meses que me parecieron nueve días. En ese lapso, cambié de

patrón, me hice contratista con personal bajo mis órdenes, hice trabajos por mi cuenta y

gané algunas pesetas extras.

El 25 de septiembre de 1909 nació mi primogénito: Diego. Alguna vez comprobaréis

la emoción de ver patalear indefenso a vuestros hijos en la cuna; y sentiréis la ineludible

responsabilidad de proveer el pan y el bienestar para la madre y el hijo. Además, teníamos

la difícil tarea de hacerlo un hombre de bien. La inmensa alegría que me trajo Diego estaba

empañada por mi eterna preocupación: mamá y yo nos habíamos criado en un ambiente de

necesidad y privación, y ahora queríamos darle lo mejor a nuestra nueva familia; y lo mejor

estaba en América. El nacimiento de Diego, precipitó mi segundo viaje a la Argentina.

Mis padres quedaron atónitos cuando, una noche después de volver del trabajo, me

presenté ante ellos y les anuncié:

—Me vuelvo a embarcar para Buenos Aires.

—Eso es imprudente. Eres un hombre casado y padre de familia —repuso mi madre

en tono tajante suponiendo que con ello quedaba finalizada la cuestión

—De todas formas iré. Emilia no se opone —insistí con terquedad.

¿Cómo se atrevía un hombre a abandonar a su familia por segunda vez? Era una

aventura absurda. Mi padre me miró serio. Sabía que lo que yo decía era cierto y, en su

57
fuero interno creo que se sentía orgulloso de mis hazañas extraordinarias allende del mar.

Mi madre sabía que algunas vecinas hablaban de mí a sus espaldas debido a mis delirios de

grandeza. Las tías Antonia y Bárbara apoyaron mi precipitado viaje, lo que entristeció aun

más a mi madre.

—Yo lo he visto en el hoyo —dijo Antonia— y, prefiero tenerlo vivo allá lejos, que

muerto acá cerca.

58
Emilia y Diego, 1909.

59
10. Mi segundo viaje a Buenos Aires.

Llegué a Berisso el 12 de diciembre de 1909, y en el primer almacén que encontré,

me gasté los únicos veinte centavos que traía desde España. Tenía decidido dormir en

aquella fonda que conocí mi primera vez en esa ciudad, así que no necesitaba mucho dinero

por el momento. El posadero era un italiano que, no sé por qué razón, me apreciaba

bastante y me cedió un cuarto sin necesidad de pagarle por adelantado. A los tres días

estaba trabajando en el frigorífico Swift. Las empresas productoras de carne eran tan

lucrativas que ocupaban un porcentaje muy alto de la oferta de mano de obra existente. El

trabajo era pesado, sucio y con un ritmo extenuante. En las cámaras reinaba el frío intenso

mientras que en otras áreas el calor era insoportable. Sin embargo, yo había entrado como

peón foguista. En aquellos tiempos, un peón común ganaba $ 2.75. Yo ganaba $3 y, como

no había abundancia de personal con experiencia laboral anterior, hacía horas extras o

trabajos de apuro (en las cámaras, en la playa de matanza, en el departamento de tripería o

enlatado de conservas) día y noche para atender, decentemente, mis obligaciones en

España. Era un esfuerzo colosal dejar solos a su mujer e hijo a los veinticuatro días de

haber nacido; pero vale la pena dejar tristes unos cuantos días a la familia con tal que no

sufran miseria ni desamparo de por vida.

Mamá recibía quincenalmente dinero y una carta en la cual le había detallado todo lo

que debía hacer o dejar de hacer cuando zarpase desde el puerto Almería. Con dinero

ahorrado y prestado logré traer a mi esposa, hijo y suegra al año siguiente. Mis padres y

hermana quedaron tristemente desolados al venirse el nieto pensando, erróneamente, que no

nos volverían a ver. Pero yo les había prometido traerlos a morir acá y cumpliría con ese

compromiso solemne.

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Viajé hasta Montevideo, donde anclaría el barco por algunas horas, para darles una

sorpresa. Mi intención era comprar un pasaje en ese mismo buque, el Cambodge, para

viajar los cuatro juntos desde Montevideo hasta Buenos Aires y, así, anticipar por algunas

horas el reencuentro. Para mi desconsuelo, ya no quedaban boletos. Además, como era día

hábil y el buque venía con algunas horas de retraso, tampoco dejarían bajar a los pasajeros

en tránsito para evitar más demoras en la aduana. Se me llenaron los ojos de lágrimas

cuando vi a mamá con Diego en brazos asomada en la proa y saludando a los portuarios

uruguayos. Las autoridades del barco no me dejaron subir a bordo, ni siquiera para

abrazarlos; pero era tal mi ansiedad y zozobra que, en un descuido de los marineros, me

trepé por una soga y viajé (de polisón) el resto del trayecto hasta Buenos Aires. Yo sabía

muy bien dónde esconderme en un vapor como ese.

61
Al desembarcar en el puerto de Buenos Aires, fuimos directamente a nuestro hogar

provisorio de Berisso: una casilla con dos piezas y cocina detrás de una panadería. Había en

ella una cama, cuatro sillas y una mesa de pino cubierta con un mantel de hule. Las paredes

estaban blanqueadas con cal y tenían un ancho zócalo ceniciento; el piso estaba cubierto

por una estera de esparto blanco. La cocina estaba enfrente de uno de los cuartos; en una de

las paredes laterales colgaban cazos, sartenes y cazuelas muy viejas. Había decorado la

casita lo mejor que pude.

Yo estaba progresando en el trabajo en la fábrica de carnes. Había sido peón foguista,

uno de los trabajos más duros ya que me pasaba ocho horas (o catorce si llegaba a faltar

personal) acercando el carbón a las calderas con quemaduras en las manos y llagas en el

rostro. Luego fui changarín en tiempo de carga y finalmente engrasador en la sala de

máquinas del frigorífico. Ya veis, fui ascendiendo, poco a poco, de mi situación inicial por

otra más floreciente. Mi sueldo era ahora de $110 y no me llevó mucho tiempo devolver el

dinero que debía a base de trabajo, tenacidad, paciencia, viveza y, sobre todo, ahorro.

En el momento que mamá y Diego llegaron a Berisso, enero de 1911, creo que mi

deuda, si mal no recuerdo, era poco más de $400. Cuando mamá conoció la suma se

preocupó mucho porque, doscientos duros, como ella decía, un jornalero español no los

devolvía ni en dos años. Fue muy grande su satisfacción cuando la deuda quedó

completamente saldada a los seis meses y nos estábamos preparando para edificar en un

pedazo alquilado de terreno fiscal entre los dos canales, cerca del puerto. Mamá manejaba

el dinero de este país como si estuviera en España: no quería gastar 10 centavos porque,

para ella, eran un real. No derrochábamos ni en ropa ni en diversión; pues anteponíamos el

deseo de una casa propia.

62
Francisco, Emilia y Diego, 1911.

Al poco tiempo de llegar, mamá se puso gruesa de Juan. El buen clima y la estable

situación financiera colaboraron para que aumentara de peso. Al año pesaba 15 kilos más

que cuando desembarcó a pesar de los disgustos que le provocaba su madre con sus

costumbres españolas y sus usos raros. Yo trataba de compensarla dándole todos los gustos

y cubriéndole sus necesidades.

63
A los quince meses de establecernos definitivamente en América, construimos las

primeras cuatro piezas en el terrenito alquilado. Dos eran para ser habitadas y dos para ser

rentadas. Cuando había dinero seguro, gracias a que mamá manejaba hábilmente los

intereses, comenzaba a levantar la siguiente pieza. En mis ratos libres, en vez de ir de

boliches o a las carreras o a pasear simplemente, lo pasaba en mi casa enseñándome a hacer

puertas, ventanas y rejas. Yo era el albañil, el carpintero, el pintor y el herrero. Además,

hice una huerta chiquita

a dos pasos del taller

porque me da gusto ver

a través de la ventana

tempranito a la mañana

la vida verde crecer.

No es difícil de creer

que entre fierros y maderas,

con la pasión verdadera

del que disfruta lo que hace

más de un domingo lo pase

zarandeando la abonera.

La familia estaba prosperando modestamente. Cuando nació Juan, mamá se pasaba

horas parada al pié de la cuna contemplándolo sin parar de lagrimear: se acordaba de la

soledad y la escasez que había padecido en Sorbas y ahora estaba rodeada de familia y

confort. Lloraba de felicidad; de esa felicidad de los pobres en presencia de las cosas

materiales, del pan asegurado, de saber que ya no habría más miseria.

64
Ya sabéis como se crió mamá; ahora voy a contaros, también, como era su físico y su

salud. Se hizo señorita muy joven, tan solo tenía doce años. A los quince, tenía sus cosas de

mujer cada 20 o 25 días con gran abundancia. Por lo tanto, su salud también era mucha. Yo

era joven y robusto así que es natural que a los nueve meses de casados llegara Diego y a

los nueve meses de llegar aquí nació Juan. Antes de tiempo, mamá le quitó el pecho a Juan

porque venía María Luisa y poco después, Emilio y, por último Francisca (a quien Diego

llamaba afectuosamente Frasquita). En un momento dado, estaba criando a Juan y María

Luisa con biberón y a los dos últimos con pecho. Fueron muchas las lágrimas que derramó

por lo continuo que tenía los hijos; pero mamá nació para ser madre. Mientras dio el pecho,

jamás se le interrumpió el ciclo. Recuerdo que la partera que la asistía nos aseguraba que

jamás había visto un organismo igual y le decía muy satisfecha:

—No se aflija señora, Ud. ha nacido para tener muchos hijos.

Ni un esfuerzo, ni resfrío, ni mojadura quebrantaban la salud de mi Emilia.

Por otra parte, en mi juventud, fui muy reservado y nada mujeriego. Otros hombres

que conocí, aún después de casados abusaban de su naturaleza y andaban en aventuras

ilícitas conociendo todo tipo de enfermedades, propias de la promiscuidad, cuyas

consecuencias pagaban señora e hijos durante toda su vida. No pretendo el título de santo;

pero fui metódico y previsor. Jamás he conocido ninguna enfermedad. Es por esto, que al

unirme a una mujer como mamá, venían hijos robustos, sanos y en abundancia.

65
Diego, Juan y María Luisa, 1914.

Transcurrieron los años como cuentas de rosario, trabajando ocho horas de guardia

como engrasador y el resto disfrutando de mis hijos, ayudando a mi mujer en lo que

precisara o trabajando la madera y el huerto. Otros hombres hubieran malgastado su tiempo

en divertirse fuera de su casa. Yo no salía a pasear si no venía mi familia con migo, aunque

preferíamos disponer de ese tiempo para arreglar nuestro hogar de la mejor y más

económica forma posible.

¡Cuántos hombres tienen una mala mujer; y es porque ellos la han hecho así!

Pero todo no era felicidad: mamá adquirió una enfermedad que nos hizo sufrir a

todos. A ella porque lo padecía y a nosotros porque la veíamos sufrir. Piedras en el hígado,

según los muchos doctores que la vieron, producto de los continuos embarazos. Era un mal

66
que la atacaba de pronto y la postraba en la cama por 24 horas con un agudo dolor en el

estómago que sólo a fuerza de ponerles barras de hielo, le pasaba. Se enfermaba cada 20,

30 o 40 días. Dos veces estuvo internada en un hospital a punto de operarse. Pero los

doctores no querían intervenirla quirúrgicamente porque decían que ni su cara ni su cuerpo

manifestaban visiblemente la enfermedad.

Me pasé la vida convencido de que mi mujer se sanaría ya que nunca me faltaron $10

para la consulta. Ella no paraba de trabajar en los quehaceres de la casa o atareada con sus

cinco hijos. El dolor lo sentía igual, esté en la cama o la cocina. Sus manos no podían

descansar: se ocupaba de mis prendas, le arreglaba los trajecitos y chalecos a Diego, a Juan

y a Emilio; les zurcía las medias y la ropa interior a María Luisa y a Frasquita; hacía la ropa

de cama y las toallas.

Era 1914 y todavía no había podido traer a mis pobres padres ni hermana. Les escribía

con mucha frecuencia, sabía que estaban bien y no les hacía faltar nada. Pero me

mortificaba saber que mi viejito estaba próximo a los sesenta años, todavía seguía

trabajando para llevar el sustento a casa y su único hijo estaba lejos. No me parecía justo.

La tía Antonia no se había casado y aún estaba con ellos; pero yo era el varón que debía

ayudar en la economía del hogar. Esto me tenía más preocupado que la enfermedad de

mamá ya que estimo que es lo único que castiga la providencia. Según reza un viejo

epigrama español:

Del cielo muy bien colmado,

la bendición obtendrás.

Si amor y sustento das

al que la vida te ha dado.

No todo se puede pagar

67
ni todo se puede vender.

No hay gran riqueza en “tener”

y mucha virtud en “dar”

aprendiendo a cultivar

aprenderás a florecer.

Tengo la esperanza de que vosotros haréis con migo lo propio cuando fueseis

hombres. Para ejemplificar la situación os voy a contar lo que se escuchaba en mi niñez

allá por mis pagos: había una familia que tenía una extraña costumbre. Cuando los padres

llegaban a viejos y ya no tenían las fuerzas necesarias para realizar ningún trabajo, los

hijos, sacando provecho de sus miserias, los mandaban a mendigar. Había ya pasado toda

una generación de viejos, cuando en una oportunidad un padre le dijo a su hijo de diez

años:

—Bartolo, trae una manta para dársela al abuelo, que sale a pedir limosna, y para que

pueda taparse cuando la noche lo encuentre en uno de esos campos helados.

El hijo hizo lo que el padre le había ordenado; pero antes de entregarle la manta

gastada a su abuelo, la cortó por la mitad.

— ¿Qué haces? —preguntó el padre.

—Voy a darle la mitad al abuelo y quedarme con la otra para Ud. Para cuando vaya a

pedir —contestó el hijo muy tranquilo.

— ¿Cómo? ¿Todavía soy joven y ya te estas preparando para cuando sea viejo?

—Sí señor. Con la misma insensibilidad que Ud. deja ir a su padre; yo lo dejaré partir

a Ud.

Un niño de diez años le dio una lección a su padre.

68
La verdad de estos ejemplos se pueden comprobar entre nuestros parientes: Pepe

Sánchez (sobrino de una prima hermana de mamá) y Francisco Jerez (mi primo hermano).

El primero, dejó a su madre ciega de tanto llorar en España, quien murió en las más

indignas de las miserias pues no tenía nada que comer. Mientras que él, aquí ganaba tanto

como yo, en un trabajo que yo le conseguí y se jactaba diciendo que no gastaba menos de

un peso diario en cigarros, copas y mujeres. Mamá y yo intentamos convencerlo de que

mande algunos pesos para su madre y hermanos menores; pero jamás lo hizo. Se casó, muy

a pesar nuestro, con una de esas mujeres que frecuentaba y fue entonces cuando

comenzaron sus desgracias. De ser un hombre honorable, henchido y ufano pasó a ser una

persona sucia y pestilente al poco tiempo de casado. Un día mamá se lo encontró en la

ciudad y su aspecto la dejó pasmada. Pepe, siempre tan robusto y unos años menor que ella,

parecía un anciano. Caminaba despacio y con dificultad; sus pantalones, siempre pulcros y

bien planchados antes, tenían los dobladillos deshilachados de tanto arrastrarlos por el

suelo. Estaba reducido a tan penosa situación que, incluso, le faltaban algunos dientes y

tenía un pañal de franela puesto de corbata. Mucho ha sufrido hasta el día en que murió de

apoplejía, en compañía de un gato, quien era el único que le evidenciaba algo de afecto.

(¡El pecado debe ser solitario y no tener cómplices!).

Don Pepe ya descansa

bajo un manto de tierra.

Dará vida a otras vidas

por razón natural.

Las flores de su tumba

no serán arrancadas

para el frío florero

69
ni otro fin comercial.

No dejó descendencia,

presumen… los vecinos.

Su miserable herencia,

nadie fue a reclamar.

Por otro lado, mi primo Francisco Jerez, al principio y siguiendo mi ejemplo, mandó

socorro a España durante unos pocos años. Después no sólo dejó de enviar dinero, sino que

dejó de escribir. Llegó a decir que lo hacía para castigar a los que lo habían traído al

mundo. Él, también, mucho ha padecido. Mozo, como era, se casó con una viuda con tres

hijos impertinentes y maleducados. En menos de seis meses, habían conseguido

transformarlo en un anciano. Aquella figura de aspecto espléndido: alto, ancho de espaldas

y semblante rubicundo era ahora una sombra de sí mismo. Andaba siempre cabizbajo,

como si le pesara el sombrero, con la espalda encorvada y las mejillas pálidas; el

lamentable aspecto que ofrecía se veía exagerado por su negativa a afeitarse, de modo que

por encima del labio lucía cuatro pelos blancos que no llegaban a constituir un bigote. En

lugar de caminar con paso arrogante y erguido como antes, andaba arrastrando los pies.

Dicen que lo envenenaron con estricnina ni bien entró en vigencia una magra póliza en la

que los hijastros le habían asegurado la vida en diferentes compañías.

Les confieso que estas dos personas tienen, para mí, la misma categoría que dos

extraños. Ante semejantes actos es mejor decir lo que Virgilio aconseja a Dante de

aquellos cuyas vidas carecen de nobles impulsos y cuyas intenciones son triviales: “…No

hablemos de ellos, pero mira y pasa”.

En fin, las obras den a cada uno el infortunio o la fortuna.

70
María Luisa, Juan, Frasquita y Emilio, 1932.

71
María Luisa, 1933

72
11. La salud de Juan, el Bueno.

Juan fue el primero de la familia que no tuvo como patria dos naciones. Tenía

alrededor de un año cuando cayó en cama por un simple resfrío, que de haberlo curado bien

no hubiese traído mayores complicaciones en las vías respiratorias. Como hubo que quitarle

el pecho antes de tiempo por la llegada de María Luisa; al pobre Juan se le juntó el destete,

un fuerte resfriado y su corta edad. Los diez primeros años de vida no estuvo sano ni un

mes de corrido con una tos tan espasmódica que, en tres o cuatro oportunidades pensamos

que se moriría asfixiado a pesar de los fomentos y las ventosas. Nos daba mucha

impotencia el ruido de la respiración, escucharlo toser, ponerse lila por la falta de aire y ver

como sus ojos, desmesuradamente, abiertos, nos miraban fijos como pidiendo auxilio.

Mamá lloraba diciendo:

— ¡Se me va a morir mi Juanito!

Los médicos le diagnosticaron tos convulsa, más conocida en nuestra época como

coqueluche. Era una enfermedad infecciosa muy contagiosa que derivaba en

complicaciones como asma e incluso la muerte. En el año 1921, día de carnaval, cayó

nuevamente enfermo de la maldita pulmonía. Permaneció internado cuarenta días en el

Hospital de Niños de Berisso y se salvó gracias a los cariñosos cuidados de mamá y la

abuela. Los doctores hablaban de una enfermedad pulmonar pronosticando mala calidad de

vida hasta los doce años como mínimo. Juan nos ha costado muchas lágrimas y demasiadas

preocupaciones. Poco a poco fue superando su enfermedad y quedó definitivamente fuera

de peligro antes de cumplir los once.

(En rigor de verdad, Juan vivirá hasta los noventa y dos años).

73
Por ser tan enfermizo, nunca se apartaba del lado de mamá, se sentía más seguro y

protegido junto a ella. Mientras María Luisa y Emilio jugaban en el piso, Juan se paraba al

lado de mamá (siempre sentada junto a la ventana cociendo, bordando o haciendo labores

con aguja e hilo) y le acariciaba el lóbulo de la oreja. Por eso decía mamá:

—Con mi Juan tengo las orejas siempre bien guardadas.

Cuando María Luisa y Emilio salían a jugar al fondo, Juan se sentaba sobre un

cajoncito de madera a mi lado. Me observaba trabajar en la huerta, dar de comer a las

gallinas o sacar la miel de las colmenas y traía la radio para escuchar la música.

(Dicen que los niños que se crían y curan, con el calor de la madre, son más

buenos).

Para distráelo un poco de mamá, y aprovechando que le gustaba el tango, le compré

un violín y lo llevé a tomar clases particulares con un profesor de música que se había

mudado, recientemente, al barrio. Juan decía que estaba aprendiendo a tocar serenatas para

enamorar a las muchachas.

74
Juan, su esposa Catalina y su hija Liliana.

75
Juanito Cansado

Juanito convoca ternura a su paso,


pese a las rodillas con reuma…y con años.
Lleva una sonrisa a flor de labios,
él piensa morirse… sin miedos extraños.
Regala caricias de aloe con ajo,
audífonos viejos le acercan un tango.
Extraña a los hijos… al nieto… al hermano,
que tienen problemas para visitarlo.
Trabaja su huerto de noventa años
y cosecha frutos que entrega en regalos,
para sus vecinos… jóvenes y ancianos
y a quien sólo pasa a saludarlo.
Susurró en mi oído camino a un recado,
que le queda poco, que está muy castado.
Sus viajas rodillas se han “oxidado.”
duelen sin que él pueda al dolor calmarlo.
Que hoy sabe de España mucho más que antaño,
que ha visto los toros que el cable ha mostrado.
Juanito regala su ternura de años,
no sabe de odios, es bueno y es sabio.
Aún dice piropos a niñas del barrio
que al cruzar la calle, corren a ayudarlo.
Y que ha de ir al cielo, Juanito cansado
comentan las niñas, ¡quién puede dudarlo!

(Berisso, 2004.Carlos)

76
12. La muerte de Emilia.

Cuando finalmente Juan quedó fuera de peligro, cayó mamá en cama. Con regular

frecuencia, pasaba uno o dos días acostada esperando que se aliviara el dolor abdominal

ocasionado por los cálculos biliares. No le dimos a la enfermedad debida importancia y

cuando la llevamos al hospital fue demasiado tarde. Sus cinco hijos hermosos y robustos

debilitaron paulatinamente la salud de mamá. Pasó largo tiempo postrada en cama,

gastamos mucho dinero en medicamentos, internaciones y operaciones. En 1921, mis cinco

hijos pequeños – Diego de 11 y Francisca de 3 – se vieron privados de las tiernas caricias y

los dulces besos de mamá. Emilia tenía 33 años.

¡Espera, Muerte, espera un poco más!

¡Mis 5 hijos son pequeños aún y no hemos vivido mucho ¿verdad?!

Su mirada tan triste

nunca pudo olvidar

aquellas caminatas,

que con su patroncita,

ya enferma y cansadita

solía realizar.

¡Oh, la nostalgia de las cosas que podrían haber sido! Viudo a los 40 años, al cuidado

de cinco hijos pequeños viviendo en el campo con una cantidad considerable de animales,

mis padres en España y mi suegra muy viejita; decidme un poco ... si es cierto que Dios

está en el cielo, lo ve todo y es inmensamente justo, ¿por qué nos ha privado de algo que

nos hacía tan felices? Tanto ella y como yo necesitábamos un poco de esa felicidad de la

que no hemos tenido demasiada nunca. Me declaro culpable de otro pecado capital: la ira.

No he vuelto a rezar desde aquel día cuando decidí que era mejor admitir que el Creador no

77
existe antes que tratar de explicar y justificar a un Dios que castiga a los que ama y que

permite que ustedes queden sin su madre. Su muerte fue tan terrible para mí que, aun

cuando alguna vez haya dominado el lenguaje, no tengo palabras para expresar mi

indecible aflicción ¿Dónde estaba Dios cuando, de rodillas, le suplicaba que me la

devuelva? Si alguno de vosotros creéis en el Todopoderoso, me explicaréis alguna vez,

porqué no lo puede todo. Yo sólo atino a llorar a mis anchas esta pérdida tan amarga.

Por ahora con el corazón ulcerado no puedo hacer otra cosa que dejarles escrito mi

pasado, las memorias y los recuerdos de mi infancia, porque conociendo mi juventud y mis

pensamientos, comprenderán mi melancólica vejez honrada y serena.

En la mayoría de los casos, los hijos tenemos una visión idealizada de nuestros

padres: son hombres mejores que los demás y superiores al resto. Pero cuando llegamos a la

razón y estamos en pleno uso del sentido común analizamos con meridiana claridad

nuestros actos y el de nuestros progenitores. Cuando cumplí 18 años recién comprendí que

mi padre no había podido recibir una educación regular ni sistematizada porque había

tenido, desde muy temprano, la penosa obligación de proveer el pan. Si en lugar de haberse

ido a Los Pinos, se hubiese venido a las Américas del Sur o del Norte, hubiese manejado

más dinero y Antonia y yo hubiéramos tenido más estudios, otros oficios y mejores

oportunidades laborales. Ahora a los 40 mientras escribo estas líneas pienso que mis cinco

hijos podrían estar más confortables y en mejores escuelas si hubiese incrementado mi

capital. Tened en cuenta que cuando vine a la Argentina a los 23 años, no conocía más que

el trabajo rudo, no sabía dividir correctamente y tenía algunos compromisos financieros

contraídos. No me podía largar a las aventuras desconocidas sin que mi familia sufriera las

consecuencias.

78
En 1923, cumplí con la promesa de traer a mis padres, hermana y a su marido Francisco

Bergel. La hermana mayor de mi padre, la tía Bárbara, ya no vivía en Los Pinos con ellos.

Se había marchado, temporalmente, al norte con intensión de buscar trabajo (y albergue) en

alguna casa a fin de ahorrar lo suficiente para venir, también a la Argentina. Había dejado

algunas pertenencias y objetos personales, pero olvidó avisar dónde y para quién trabajaba;

pues, al decir de ella, volvería pronto.

En casa había lugar suficiente para todos y la industria frigorífica berissense podría

ofrecerle trabajo estable a mi cuñado. Antonia y Paco no tuvieron hijos propios, sin

embargo, me ayudaron en la crianza y educación de los cinco niños. Antonia se habría

ocupado de explicar los asuntos femeninos y del matrimonio a María Luisa y Frasquita.

Una de las cosas, que deseo que aprehendan con el paso del tiempo es cierta

resignación, el sentido de la renuncia y la aceptación de lo inevitable.

A mis queridísimos cinco hijos.

Berisso, capital provincial del inmigrante.

1 de Enero de 1924.

Francisco.

79
13. Apostilla

Diego, el primogénito viajará de regreso a España natal, por primera vez (aunque no

será la única) después de 60 años. De haberle preguntado cuál era su nacionalidad, no

habría tenido dificultades para responder. Ni el acento español tenía en el habla. La idea de

hogar era más importante que el vago concepto de nación. Esta oportunidad será una

travesía por placer con su esposa María del Carmen (Mariquita) que incluirá, además de

algunas ciudades portuarias europeas, pueblos y municipios del litoral costero del Levante

Almeriense: Vera, Los Pinos, El Pinar de Bédar, Monserrat, Cuevas del

Almanzora, Antas, Los Gallardos, Turre, Mojácar, Sorbas y Garrucha. Las carreteras

seguirán angostas pero asfaltadas, no habrá que subir, bajar o rodear montañas en burro.

Los pueblos se comunican por túneles con cabina de peajes, luces, teléfonos para

emergencias y ventiladores. Comprará, por anticipado, dos boletos para el vapor Cabo San

Vicente, con suficiente antelación como para elegir la ubicación del camarote y el turno de

las comidas. En la dársena A del puerto de Buenos Aires, se reunirán sus dos hijos, nueras,

algunos de sus nueve nietos, familiares y amigos para verlos zarpar.

Vapor Cabo San Vicente, 24 de junio de 1970

80
En Vera, el pueblo natal de su padre, encontrará algo de progreso (no mucho) y

mejoras. Ahora, en la intersección de las cuatro calles más importantes, habrá un caño con

tres grifos para sacar agua. Se dirigirán a la casa a la casa donde nació en Los Pinos y el

dueño actual lo dejará entrar y recorrer. Una casa muy modesta pero llena de recuerdos: en

la reja del dormitorio que da a la calle todavía estarán sus iniciales forjadas en hierro (pues

su abuelo se llamaba como él). En un rincón, bien amontonados, estarán los hatillos que la

tía Bárbara había dejado, al marcharse, todo este tempo, esperando a que alguien los

reclamara.

Casa donde nación Diego el 25 de septiembre de 1909. Los Pinos 1970.

81
Se encontrará con vecinos y parientes que conocieron a sus padres y les contarán

anécdotas graciosas e historias tristes de aquellos días. Los más viejos asegurarán que la

explotación minera en Almería fue abandonada, definitivamente, en 1926 después de que

un hundimiento enterrara un número elevado de trabajadores; muertos que nunca fueron

rescatados, ni identificados, ni reclamados por sus familiares. También les hablarán del

cable aéreo más largo de Europa, de operarios venidos de fuera, de empresas extranjeras, de

la dimensión de los criaderos (y sus instalaciones) y de la cuantía y el destino de los

minerales extraídos. Visitarán las minas (donde trabajaron su papá y abuelo), los hornos del

pueblo costero de Palomares, la cortadura, los pozos y los restos de edificios, que son parte

del senderismo histórico-cultural almeriense y de la ruta de la Minería de Bédar.

Conocerá la casa que Paco Bergel construyó para su tía Antonia en 1922. Comerán

almendras frescas, chumbos, turrones, migas, longaniza, buñuelos y rosquitas.

Vera, Almería. España 1970.

82
Es enorme la melancolía que me provoca mirar estas imágenes y desandar mis

memorias. Es la conciencia de la finitud confrontada con la permanencia de quienes ya no

están ni estarán jamás. Vida y muerte, presencia y ausencia, pasado y presente se abrazan

en estas fotografías y de ese abrazo, surge la conciencia de donde hay memoria, hay

nostalgia.

Berisso, donde ancló el mundo.


25 de septiembre de 1970.
Francisco.

83
Anexo I
Selección de versos familiares.

84
Dedicado a quien me regaló un libro sobre juegos tradicionales andaluces.

De tu pueblo de Vera, mis raíces,


a buscar su destino en Argentina
trajeron los abuelos en la fina
estela de un vapor…sus cicatrices.

Y llegaron a Berisso esperanzados


a la que llaman “Capital del Inmigrante”
como solían decir viejos paisanos:
con una mano atrás…y otra adelante.

Y trabajaron muy duro…y al instante


ricos nutrientes de esa “tierra prometida”
les ofrendaron la savia de una vida
de trabajo… de amor… de fe constante.

Mas la nostalgia del terruño y de tu playa


vio florecer un lagrimón en primavera
que deslizóse sobre el Río de la Plata,
para ir nadando hasta la entraña de tu Vera.

Llevando un tango que una hija le tejiera


con el muñeco del bolillo y la puntilla,
para tornar presuroso de tu orilla
hecho lamento en seguiriya y petenera.

¡Si el majestuoso Atlántico quisiera


reducirse a la cintura de una espina!
¡Qué abrazo grande de tu gente y de mi España
podrían darse con mi gente… y tu Argentina.

Berisso, 25 de enero de 1997. Carlos

85
Recuerdos de una abuela española

Mi abuela llegó de España


a bordo de un gran vapor,
trajo mueco y bolillos,
y de Manila, un mantón.

Tras los pasos del abuelo


cuando del hambre escapó,
trajo a su niño pequeño
para enseñarle el amor.

Y del aquel niño pequeño


al que le enseñó el amor,
surgió un racimo de nietos
que hoy rezan con su oración.

Y yo les cuento a esos primos


que la abuela me enseñó
a querer mucho a mi tierra
y a cultivar con amor.

Y a pesar de mis desvelos


mi nieto ayer me contó
que tramita el pasaporte,
¡Que hay trabajo en Aragón!

Berisso, enero de 2002. Carlos.

86
Anexo II
Galería de fotos familiares

87
Bodas de Plata de Diego y Mariquita, 1956.

88
Mar del Plata, 1951

89
Diego y familia. Fernando debería tener 12 ó 13 años, ya que el traje con pantalones
largos se usaba a partir de los 14 años (1949).

90
Diego, Mariquita y sus hijos Francisco y Fernando. 24 de marzo de 1955 festejo en ocasión
a los 18 años de Fernando.

91
Diego, Mariquita, hijos y nietos, 1981.

92
Emilio y su esposa Beatriz (1943).

93
Emilio, Beatriz y sus hijos varones (1953). Antes de Alberto y Carlos, perdieron a
Tito (a los5años de difteria) y Beatricita (al nacer).
En la década del cincuenta, arreciaba el traje de pantalón corto, clásico, cruzado o
derecho con dos o tres botones, en tonos sobrios: grises, marrones o tostados.

94
Emilio, Beatriz, Alberto y Carlos (1954)

95
María Luisa y su esposo Pedro, 1955.

96
María Luisa y Pedro, 1950. La el motivo de la reunión es por el festejo del 18°cumpleaños
de Francisco,

97
Carlos, Pedrito (hijo de Ma. Luisa), María Luisa, Juan y sobrinos, 2002.

98
Frasquita, su esposo Miguel e hijos: Emilia, Alicia, Cristina y Daniel (1985)

99
Los nombres propios, los topónimos, las personas en las fotografías, las fechas, la

selección poética y demás datos no son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad NO

es coincidencia ni casualidad.

Francisco.

100

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