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Poder y Deseo: El Efecto Midas

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Desde sus orígenes, el hombre ha fantaseado con la idea de poseer la lámpara del

genio para que le conceda tres deseos. Y ¿por qué solo tres? ¿Por qué no un millón?
Infinitos. ¿Qué ocurriría si alguien pudiese convertir todos sus deseos en realidad?
Tendría un poder total. Sería Dios. ¿Está el hombre capacitado para gestionar un
poder infinito? ¿Está la psique humana concebida para gestionar el poder de un dios?
«El destino puede seguir dos caminos para causar nuestra ruina: rehusarnos el
cumplimiento de nuestros deseos y cumplirlos plenamente». Henry Frédéric Amiel,
Diario íntimo. Miguel Le Fablec, un joven profesor universitario, parece tener el
poder de convertir en realidad todo lo que imagina; es el denominado Efecto Midas.
Inconsciente de su poder, es vigilado por centros de investigación que lo involucran
en intrigas internacionales y operaciones de servicios secretos que sobrepasan su
propia capacidad de reacción. Todos lo quieren controlar y utilizar. Pero ¿cómo se
controla un poder así?

Página 2
Manuel Dorado

El efecto Midas
ePub r1.0
Titivillus 07-03-2022

Página 3
Manuel Dorado, 2016

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
EL EFECTO MIDAS
Manuel Dorado

Página 5
Para Mario y Pablo

Página 6
«El destino puede seguir dos caminos para causar nuestra ruina:
rehusarnos el cumplimiento de nuestros deseos y cumplirlos
plenamente».
Henry Frédéric Amiel, Diario íntimo.

«Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras


plegarias».
Oscar Wilde, Un marido ideal.

Página 7
PARTE I - LA CAPTACIÓN

Página 8
CAPÍTULO 1

A nadie le duele el centro de la cabeza. Los neurólogos se lo habían dicho muchas


veces a Miguel. Pero ahí estaba otra vez ese zumbido, como un pellizco continuo,
entre dulzón y eléctrico, en algún punto interior del cerebro. Su padre no era
neurólogo, pero sí uno de los mejores médicos de Sevilla: el doctor Benoît Le Fablec,
un francés casi sevillano. Siempre había cola en su consulta. Miguel recordaba muy
bien, cuando era niño, la sala de espera de su padre, llena de pacientes y él
metiéndose entre las piernas de las mujeres para «ver a mi papá». Y cada vez salía de
la consulta con el mismo diagnóstico: «El centro de la cabeza no duele, Miguel».
Después, durante años, los mejores especialistas, amigos de su padre, en España, en
Francia, con sus batas blancas y la nariz alzada le decían: «Ce n’est pas possible» o
«Caballerete, ¿no será una excusa para no ir al colegio?».
Pero a Miguel sí le dolía. Y ahora, después de tantos años, apoyado en la barra de
la cafetería de la universidad, pensó que le dolía más que nunca. Imaginó que sería
por los preparativos del viaje, la despedida, todo eso; o por no haber desayunado,
quizás.
Pidió un café. Los estudiantes abarrotaban la cantina de la escuela de ingeniería.
Hacían mucho ruido. «Mis alumnos siempre hablan demasiado», pensó. Pero el
bullicio parecía no agravar la migraña. En el fondo, tenía que reconocer que le
gustaban su jaqueca imposible, única, y el ruido de la cantina.
—El café —dijo el camarero poniendo una taza frente a Miguel—. Con leche
templada, como siempre. Me han dicho que nos dejas.
—Estados Unidos. Voy a probar un par de años. Toma, cóbrate.
—Allí sí que hacen bien las cosas. América. Lo normal: más pasta. Si aquí no
pagan bien, pues te tienes que ir allí. Es la fuga de cerebros.
«Mi cerebro no valdrá gran cosa si sigue doliéndome así», se dijo Miguel cuando
el camarero se volvió para guardar el dinero en la caja. Se quedó observándolo. No
merecía la pena intentar convencerlo de que él no iba a cobrar mucha más pasta en
California que en su puesto actual en la Universidad de Granada. Se iba porque le
apetecía volver a la investigación aeroespacial. Volver a su especialidad. Bueno, y por
vivir en un sitio nuevo. Calles distintas, voces diferentes. Una pequeña aventura en su
vida rutinaria de profesor de universidad. Una aventura en la que se hubiese
embarcado mucho antes de no haber estado con Ana. Tomó un sorbo y el vapor denso
del café entró por su nariz hasta diluirse en el dolor de cabeza.
En ese momento la vio aparecer en la puerta de la cafetería. Ana.
Miguel se atragantó. Tosió, se giró para dejar la taza y la miró de nuevo. Pero
cómo era posible: era ella. La cabeza le dio otro pinchazo. Miguel entornó los ojos
para mitigar el dolor, aunque aquel gesto no alivió nada.

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«Nadie tiene este dolor de cabeza y a nadie le pasan estas cosas», se dijo.
Ana vestía tal como la había imaginado. Había vivido tres años con ella, no era
extraño que conociese toda su ropa, pensó, pero él la había imaginado exactamente
así. Todo exacto. Sus vaqueros blancos ceñidos y su jersey blanco, de marca, muy
ceñido también sobre la camisa rosa; con el pelo negro y liso suelto como a él le
gustaba; con su maquillaje caro, la piel impecable, brillante, de papel cuché. Parecía
que hubiera venido caracterizada para representar la escena que él deseaba ver. Una
escena que había imaginado y repasado muchas veces desde que ella le dejara, hacía
poco más de un mes: Ana viniendo a suplicarle que volvieran. Y él rechazándola, en
un acto triunfal, público.
Ana pareció verle y se dirigió hacia él en línea recta, cruzando en diagonal la
cafetería. Su cuerpo menudo caminaba decidido, como si pensara llevarse por delante
a cualquiera que se interpusiese en su camino. Sonreía.
«No hay nada por lo que sonreír», pensó Miguel. Cogió la taza de nuevo.
El olor a Chanel llegó a la barra dos pasos antes que Ana. Ella sonrió mucho más
al detenerse frente a él y dijo:
—¿El segundo café de la mañana?, ¿el tercero? No cambiamos, ¿eh?
—Ya me iba.
—Te veo muy bien…
—Tengo prisa.
La sonrisa de Ana se esfumó como si fuera de arena y acabasen de soplarle en la
cara.
—Te acompaño —dijo ella—. Quiero hablar contigo. —Su voz apenas se oía
ahora.
Miguel pensó que si aquello iba a ser tal como lo había soñado, tendrían que
hablar allí, en la barra de la cantina, rodeados de estudiantes despeinados y ruidosos.
—Tengo prisa —repitió Miguel.
Ana apretó los labios, miró hacia atrás, hacia la puerta, como si pensara irse, y
respiró con fuerza. Su tórax subió y Miguel se fijó en su escote. El jersey blanco y la
camisa rosa dejaban ver poco, pero sí la terminación del canal entre sus pechos y una
sugerencia mínima de su redondez. Eran unos pechos pequeños, redondos y suaves
como bolas de árbol de Navidad.
«Sí, exactamente como me gustan», pensó Miguel.
Ana se giró de nuevo hacia él y bajó la cabeza.
—No te vayas a Estados Unidos —dijo, en un susurro—. Quédate. —Tragó saliva
—. Quiero que volvamos. Yo… te quiero.
Miguel sintió otra punzada en el centro del cerebro. «Ahora empezará a llorar».
—No —dijo Miguel.
Entonces, el maquillaje caro de Ana empezó a desplazarse, oscuro, fluido,
bajando por las mejillas. Era exactamente así como él lo había visto en sus fantasías:
lágrimas manchadas de negro como la tinta aguada. Miguel pensó que no era correcto

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recrearse con aquellos reguerillos oscuros, pero se sentía tan bien viviendo su sueño
que decidió que no lo podía detener.
—Pero yo… —intentó explicarse Ana. Levantó un poco la cabeza y buscó los
ojos de Miguel.
Algunos estudiantes la empezaban a mirar. Unos arrugaban el gesto y otros
sonreían y daban codazos para avisar a los que aún no se habían percatado. Ella debió
de sentirse observada y volvió a hundir la cabeza. Se limpió la cara con un pañuelo
que se ennegreció al momento. Toda vestida de blanco y rosa, inmaculada,
manoseaba el pañuelo tiznado, su cara manchada. Los estudiantes cuchicheaban,
divertidos. Demasiado público, quizás. Miguel sabía que no estaba bien hacerlo allí:
demasiado humillante; pero lo había imaginado así. Sentía el triunfo. La cabeza le
dolía ahora de una forma continua, era como una vibración suave dentro del cráneo;
tan agradable, tan dulce. Recordó su gesto final, el que había imaginado: simbólico y
dramático.
—Ana. —Miguel llamó su atención con voz grave, bien modulada.
Ella levantó los ojos sin mover la cabeza, lo justo para mirarle desde abajo.
Miguel se concentró en su rímel corrido; se echó hacia atrás el pelo que le tapaba un
poco los ojos; bebió un sorbo de café sin perder su mirada, y repitió:
—No. —Acompañó la negativa con un movimiento horizontal de su mano
derecha. Un gesto como de emperador romano impartiendo justicia.
El labio de Ana tembló varias veces. Después, bajó del todo la mirada. Se giró y
salió a más velocidad de la que había entrado, con pasos cortos y rápidos y la vista
clavada en el suelo. Tropezaba con los estudiantes como si ahora todos fuesen un
obstáculo para ella.
En unos segundos, el cuerpo menudo de Ana, sus curvas y los regueros de tinta
aguada desaparecieron de la cafetería. Y el dolor de cabeza se fue también. Miguel se
dio cuenta de que solo le quedaba ya un mareo leve, como otras veces. Nada más. Un
poco de vértigo y la victoria por fin.
Al girarse para dejar el café en la barra, Miguel vio que un muchacho apartaba
repentinamente la mirada de él. Era alumno suyo. Debía de haberle visto deshacerse
de Ana, decirle que no, gesticular. Bajó la vista hasta su taza. Terminó el café de un
trago. Quizás se hubiese excedido, se dijo, era inútil volver con Ana, no quería
hacerlo, ella no se había portado muy bien con él, nunca, y quizás mereciese un buen
escarmiento, el rechazo; pero disfrutar con el maquillaje aguado sobre las mejillas…
No, él no era así.
Empezó a caminar hacia la salida. Se sentía observado y aceleró el paso. «La
escena —se dijo— tenía algo extraño». O quizás solo veía rarezas para limpiarse la
culpa. No, él había notado un pálpito… ¿cómo explicarlo?, ¿sobrenatural? Todo
había ocurrido exactamente como él lo había imaginado. Ana había seguido el guion
de su fantasía sin desviarse nada. ¡Nada! Y Ana no se comportaba así, era mucho más
orgullosa. Lo normal hubiese sido que se girara con ímpetu y se marchara con la

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barbilla bien alta y una nube de Chanel tras ella en cuanto le dijo que no iban a hablar
en privado. No tenía sentido lo que había hecho.
En ese momento salió de la cafetería y de las miradas de los estudiantes. Se
detuvo en el pasillo. Lo que acababa de hacer no era como para sentirse orgulloso,
pero tampoco tenía la culpa de haberlo imaginado. La imaginación era así de
caprichosa, pensó. Y aquello…, en fin, solo era un golpe de suerte que había hecho
coincidir la realidad con su imaginación. Nada más.

***

«Un midas puede convertir su imaginación en realidad», pensaba Vladimir Gorlov.


Sentado a la mesa de su despacho, desenroscaba un bolígrafo de plástico, lo
desmontaba y lo volvía a armar, con parsimonia, como si estudiase sus mecanismos.
«Podría crear tormentas, rayos, mareas… —Metió el muelle dentro del bolígrafo
—. Paralizar el vuelo de una mariposa, sacar al planeta de su órbita, volver dulce el
agua del mar, resucitar ejércitos, la miel de color azul, destruir el universo…
Convertir cosas en oro. Un midas».
«Midas», se repitió Gorlov, y colocó el bolígrafo, una vez montado, junto a su
cuaderno. «Un midas podría hacer que un día todas las vacas fueran verdes y
amarillas. Y que volasen».
Volvió a coger el bolígrafo, como con ansia por manosearlo de nuevo. El ejemplo
estúpido de las vacas era lo mejor que venía a su cabeza cuando intentaba explicar lo
que era un midas. Un dios. Esa era mejor forma de resumirlo. Aunque estaba a punto
de demostrar que un midas no era omnipotente. Había algo que no podría hacer.
«No puede destruir su propia capacidad —pensó—. La Paradoja Midas: el sujeto
midas puede hacer cualquier cosa que imagine, pero no puede destruir su capacidad».
Pero ¿cómo expresarlo? Tenía que describir aquella paradoja con palabras
técnicas. No las encontraba. O quizás no quisiese encontrarlas. Contempló su mano
huesuda sobre la cuadrícula del papel. Aquella mano llena de arrugas había registrado
en cuadernos como ese más de cincuenta años de investigaciones. Y ahora parecía
resistirse a seguir haciéndolo. Empezó a mover el bolígrafo con una caligrafía
forzada, lenta:

Anotación 1067: La Paradoja Midas.

El sistema de ecuaciones que maximiza el Efecto Midas podría no tener


solución. Esto puede implicar que el sujeto midas, si existiese, no sería
capaz de eliminar su capacidad una vez experimentada…

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Gorlov llenó una página y media con palabras que pretendían aclarar las
implicaciones de la paradoja. Después de escribir su última conclusión, se detuvo y
leyó:

El sujeto midas está condenado por su propio poder.

«Demasiado melodramático», se dijo, y tachó la frase con una línea negra y


profunda.
Se quitó sus gafas rusas, las únicas con las que estaba convencido de poder ver
bien y que habían venido con él desde los años de Leningrado. Limpió los cristales
con un pañuelo y después la pasta negra de su montura. Volvió a ponérselas como si
las incrustase en un espacio reservado para ellas en su rostro y releyó la última
anotación tachada: «Condenado por su propio poder».
Un cuaderno de notas científicas no debía contener ese tipo de frases
sensacionalistas. Aunque en el fondo él se sentía así: sensacionalista, o, más bien:
inquieto, lleno de excitación, como un universitario brillante y mal peinado
exponiendo su tesis final. Solo venían a su cabeza estupideces como esa frase y la de
las vacas verdes y amarillas. Frases que se colaban como niños traviesos en sus
cuadernos.
«Cualquiera se sentiría inquieto si encontrase lo que ha buscado durante toda su
vida», se dijo. Ahora estaban a punto de captar a un midas, por supuesto. Parecía, al
menos, que por fin lo habían encontrado. Solo una vez antes habían creído estar tan
cerca. Pero ella falló.
Gorlov no quiso imaginar lo que sería volver a fracasar. Él, con toda probabilidad,
no viviría el tiempo suficiente para encontrar otro candidato. Dejó de mirar las hojas
cuadriculadas del cuaderno y se recostó sobre el respaldo ancho de la silla.
Contempló los haces de sol, madrugadores como él, que entraban en su despacho.
Bandas oblicuas sobre las paredes de color ocre. California le había acogido, le había
permitido casi terminar su investigación, la que había empezado en la vieja Unión
Soviética. Añoraba su tierra, era cierto —como cualquiera en su sano juicio, suponía
—, pero detestaba el frío. El frío ruso que le helaba los nudillos incluso bajo los
guantes. Tiritó al recordarlo. Ahí, sin embargo, en aquel despacho en el ala sur de su
edificio en la NASA, siempre hacía calor.
Pero el deber era frío. El deber.
Recuperó de sus años en el KGB la disciplina soviética, militar, y consiguió
volver la vista al cuaderno. Cambió el bolígrafo negro de las explicaciones por uno
azul. «Tinta azul para la notación matemática», se dijo, y empezó a escribir el sistema
de ecuaciones, todavía incompleto, que pretendía dar sentido a la paradoja. Al
terminar las fórmulas, anotó la fecha. Se quedó observándola un momento, serio, tras
las gafas cuadradas. 1 de abril.
«Hace casi un año que lo encontramos».

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Recordó que el mismo día en que empezaba a trabajar en esas ecuaciones, Eugene
Barrett había aparecido en el despacho con su sonrisa de ratón y le había anunciado
que habían localizado a un supuesto midas. En España. El bueno de Eugene, tan
inoportuno como su sonrisa.
Observó de reojo las ecuaciones azules de la paradoja, entre sus dedos. Los
movió, pero eran demasiado delgados para tapar las fórmulas. La paradoja era un
problema que no se podía esquivar. Incluso había pensado en posponer la captación.
Un midas era algo demasiado peligroso, demasiado poder para un hombre. Y ahora
sus fórmulas azules decían algo más: empezaban a demostrar que activar a un midas
era un proceso irreversible.
Cerró el cuaderno de notas. Nada más que explicar. Volvió la vista a las bandas
diagonales de sol en la pared; una de ellas tocaba ahora el cristal en el que estaba
enmarcada la tabla periódica de los elementos que había traído desde Rusia.
Prácticamente, solo había traído de allí sus cuadernos y esa tabla. Irina, sus recuerdos,
el pasado, todo lo demás se había quedado en el frío. El sol producía un destello en el
borde del cristal, no le dejaba ver bien. El midas le deslumbraba, le atraía, pero no le
dejaba abrir los ojos del todo. Ese mismo sol que entraba por la ventana que había a
su espalda le rozaba la nuca. Sintió un escalofrío mínimo, de placer. Tenía que ser
correcto lo que estaba haciendo, si no, toda su vida sacrificada para…
Entonces sonó el teléfono de su mesa y Gorlov sintió que el timbrazo lo arrancaba
de sus pensamientos, del sol de California, y lo devolvía de una patada a su despacho
frío y húmedo de Leningrado. Vio en la pantalla del teléfono que quién llamaba era
una de sus secretarias. Descolgó:
—¿Karen? —dijo.
—Profesor Gorlov —sonó la voz templada de Karen en el auricular—, el doctor
Barrett le espera en el sótano. Me ha dicho que se lo recuerde.
—Gracias, Karen.
Gorlov colgó. Metió el cuaderno en su maletín. Tenía que bajar a los niveles de
alta seguridad. Era allí donde debería estar aquel cuaderno y de donde no deberían
salir ni sus notas ni los documentos que ahora estaban desparramados sobre la mesa.
Los amontonó todos como barriéndolos. Los americanos, se dijo, eran demasiado
laxos con sus protocolos de seguridad. Pero agradecía que lo fueran con él, estaba
demasiado viejo para trabajar todo el día encerrado en un laboratorio subterráneo, por
muy tecnificado y acondicionado que estuviese.
«Si la vieja Karen supiera de verdad lo que es el sótano, no me dejaría bajar
más», pensó mientras guardaba los papeles amontonados.
Había una carpeta marrón que no entraba bien en el maletín. La apretó hasta
encajarla. Era el informe de seguimiento del supuesto midas. Aquella carpeta áspera
representaba al sujeto, todo lo que sabían de él. Y los planes para su captación.
Miró al reloj de su mesa y dedujo que en España debía de empezar a atardecer. En
esos momentos se estaría produciendo el primer encuentro con el sujeto. Eran los

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planes. Monica y Walter Castillo lo habrían seguido por Granada y ella lo
interceptaría antes de que el sujeto saliese hacia San Francisco.
Leyó el nombre del sujeto escrito con letras negras en la carpeta de color tierra.
Un nombre medio español medio francés: Miguel Le Fablec. Después cerró el
maletín y se alejó del sol de California.

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CAPÍTULO 2

Monica se sintió estúpida. Miguel Le Fablec parecía dormido, parecía no percatarse


de la presencia de ella a pesar de sus esfuerzos. En medio de aquellos jardines junto a
la Alhambra, disfrazada de turista con mochila, mapa y gorra de béisbol, agitaba una
cámara fotográfica en su mano para intentar llamar la atención del sujeto. Pero él
parecía dormido.
Lo observó en silencio. Le gustaba su pelo liso, castaño, un poco largo; le daba un
aspecto bohemio, un aire… ¿romántico? Se mordió el labio inferior por la parte
derecha. No, no estaba segura de que eso le gustase. Ella no era romántica, se dijo.
Todo lo contrario, detestaba las sensiblerías, ella era absolutamente práctica. El
Miguel que a ella le había gustado era el que había visto esa mañana en la
Universidad de Granada; el que había despedido a su antigua novia con un gesto
tajante y plano de su mano derecha, como si la barriese del planeta. Eso sí que había
estado bien. Era lo mejor que podía hacer; lo único que podía hacer. Deshacerse de
aquella desequilibrada de talle estrecho y tetas comprimidas que no hacía otra cosa
que entorpecer el viaje de Miguel a California. Monica estrujó el mapa de Granada
entre los dedos. Y no es que a ella le importase la vida sentimental de Miguel, por
supuesto que no, pero era mucho mejor que dejase resuelto el problema personal en
España: Ana. Eso era lo práctico. Alisó sobre su pierna el mapa estrujado, lo dobló y
lo guardó en el bolsillo de atrás de su vaquero.
«Demasiado atrezo de turista», pensó.
Lo práctico era… Monica se dio cuenta de pronto de que llevaba varios minutos
allí absorta, contemplando el pelo del sujeto, pensando en su exnovia. Miró hacia
atrás. Walter Castillo la estaría observando escondido detrás de alguna fuente, algún
rosal de aquellos jardines. No pensaba dejar que Walter, el más nuevo en el Proyecto,
diera un informe negativo sobre ella. Vio la cámara en su mano derecha. Se había
apagado. Presionó el botón de encendido. Ya había captado otras veces a sujetos para
el Proyecto, se dijo, sabía hacerlo muy bien.
Mientras ajustaba en la cámara el objetivo, el zum, la luminosidad…, volvió a
repasar sus instrucciones. Eran muy básicas, la primera fase de una captación típica:
«Fingir un encuentro fortuito con el sujeto en su ciudad de origen; mostrarme
simpática, amistosa y hacerle ver que yo también trabajo en su futura universidad en
Estados Unidos. —Ajustó el enfoque sobre Miguel—. ¡Qué gran casualidad, qué
suerte! —pensaría él—. La primera persona que conozco de mi mundo nuevo».
Ella se convertiría en la primera referencia de su nueva vida antes incluso de que
llegase allí. El protocolo habitual: forzar la casualidad.
Carraspeó, estiró el brazo con la cámara fotográfica en la mano y dijo:
—Please.

Página 16
***

—Please. —Escuchó Miguel que decía una voz femenina, parecía lejana. No le
prestó atención.
«Turistas —pensó—. La Alhambra, los jardines del Generalife, toda Granada
repleta de turistas con gorras. En primavera, todo el año, por todas partes». Acarició
la piedra áspera del banco en el que estaba sentado, abrió los ojos y se echó hacia
atrás el pelo que le caía sobre la cara.
Frente a él, más allá del mirador, estaba el paisaje con el que quería despedirse
del sur de España; para eso había subido allí esa tarde. Ya se había despedido de su
familia y de todos; pero para iniciar el viaje necesitaba el acto simbólico de
despedirse de su tierra. Cúpulas de iglesias, palmeras, la Alhambra, cipreses, casas
blancas, ciudad. Olía a azahar.
«En California hay naranjos», pensó, y entornó los ojos para ver California, para
olerla desde allí.
Empezó a imaginarse en un avión blanco y azul de British Airways, un
Boeing 747 enorme, con joroba y cuatro motores Pratt & Whitney de más de sesenta
mil libras, que lo transportaba hasta San Francisco. Su avión preferido. Era su futuro:
el Jumbo, los naranjos, el sol de California…
—Please. —Volvió a oír Miguel.
«¡Estúpidos turistas!». Se giró hacia la voz.
Era una chica. Joven. Estaba junto a él. Y le sonreía.
Tenía el pelo negro, muy largo, ondulado, como de actriz italiana; «aunque una
italiana nunca hubiese llevado gorra con ese pelo tan estupendo», pensó Miguel. Ojos
azules, una mirada brillante. Se quedó contemplándola con la cabeza un poco torcida.
Ella se mordisqueaba la parte derecha del labio inferior. Resultaba un mordisqueo
muy sensual.
La joven le mostró una cámara y se giró para señalar el paisaje. De uno de los
bolsillos de atrás de sus vaqueros, ceñidos perfectamente a sus curvas, sobresalía un
mapa de Granada arrugado, que quedó a la altura de los ojos de Miguel. «Buen culo»,
pensó. Después la miró de nuevo a la cara. Ella se quitó la gorra y movió el pelo con
dos giros de cabeza. Miguel abrió la boca; pero no supo qué decir.
—¿Por favor? —insistió ella en un castellano de erres suaves y largas. Mantenía
la mano derecha congelada entre ellos dos.
Miguel parpadeó y bajó la mirada. Entonces reparó en la cámara. La turista le
tendía una Réflex negra. Analógica, un buen objetivo; era parecida a una que él había
usado hacía años. Le gustaba esa máquina anticuada. Sonrió.
—Foto, ¿verdad? —dijo en inglés, mientras cogía la Réflex.
Ella sonrió también y empezó a señalarle con la mano el paisaje que quería de
fondo y dónde se iba a colocar. Se explicaba en un inglés rápido, con acento

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norteamericano. Como un director de orquesta, daba indicaciones concretas y
contundentes. Le gustó: parecía tenerlo todo claro, tomar decisiones rápidas,
prácticas. Directa, muy directa. Quería un plano de todo su cuerpo, apoyada en el
mirador y, de fondo, la Alhambra y la luz de la puesta de sol, que empezaba a estar
próxima. Y no tenía mal gusto, pensó Miguel, pero aquello no iba a ser posible.
—El sol está muy alto —dijo—. Vas a salir muy mal con toda esa luz detrás de ti
—añadió, mientras le devolvía la cámara.
La chica no la cogió. No se movió siquiera. Su mirada se apagó como si la
sombra de una nube acabase de caer sobre ellos. Su sonrisa se replegó también.
«No es para tanto», pensó Miguel. Pero aquella mirada, en realidad, le hizo
sentirse como si la hubiese insultado.
Sintió de pronto un frío inexistente allí. Tiritó. Y un pinchazo mínimo en el centro
de la cabeza. No podía empezar así el viaje hacia su nueva vida, negándole un deseo
tan pequeño a aquella chica. Miguel giró la cámara en sus manos y la observó como
si esta pudiera hablar y fuese a darle la solución. «Una foto en Granada… No hay
nada más fácil». De pronto, recordó las fotografías que se había hecho con Ana desde
el mirador de San Nicolás; las había tomado con su antigua Réflex. ¡Claro, eso era!
Borró a Ana de su cabeza con un solo parpadeo y miró hacia las casas blancas
arracimadas que subían por la colina que había frente a ellos. El barrio del Albaicín.
San Nicolás, la iglesia, el mirador, se podían ver entre las casas. Dudó unos segundos.
—Conozco un sitio perfecto para hacer fotografías panorámicas —dijo, y
extendió su dedo hacia el mirador de San Nicolás, al otro lado del abismo—.
Podemos llegar antes de la puesta de sol si nos damos prisa. Bueno… —se
interrumpió—, si quieres que te acompañe, claro. No sé…
—¡Vamos! —exclamó ella, casi una orden militar, a la vez que recuperaba la
cámara y la sonrisa. Parecía dispuesta a salir corriendo hacia allí.
—Hay un autobús… —dijo Miguel.

***

Media hora después, Miguel bajaba del autobús del Albaicín tras la americana. Ella le
sonrió, sacó el mapa del bolsillo de su vaquero y se lo ofreció.
—Es por ahí —dijo Miguel, sin coger el mapa. Señaló con la mano hacia una
esquina de la plaza de la que salía una calle minúscula—, en un minuto llegamos.
¿Monica, dijiste?
—Monica Eveleigh. Pero el apellido de soltera de mi madre es Graziano. Angela
Graziano. Italiana…
Mientras caminaban, Monica empezó a hablarle de sus orígenes, que su madre era
de ascendencia italiana, que sus bisabuelos eran de Nápoles, buenos católicos —ya
había visto la pequeña cruz de oro colgada de su cuello, sobre su camiseta gris—; que

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su padre era de Nueva Jersey; científico —algo sobre células embrionarias, cerca de
Houston—; que ella y sus hermanos habían nacido todos en Texas —hablaba sin
parar—. Ella también se dedicaba a la investigación, pero en un campo distinto al de
su padre; no le entusiasmaba la biología, había explicado. Miguel intentó
imaginársela en Texas investigando…, no se le ocurría qué. Aunque en Houston,
recordó, estaba el Johnson Space Center. Nada menos que el centro de control de
misiones de la NASA. Sería una suerte tremenda, pensó, conocer a alguien de la
Agencia. «La NASA», se decía, su sueño de niño. Él se había hecho ingeniero
aeroespacial solo por aquel sueño.
—¿A qué te dedicas? —preguntó Miguel.
—Soy psicóloga y matemática.
«¿Psicóloga y matemática? Americanos. Excéntricos».
—Universidad Católica de Saint Stephen —añadió ella.
Por supuesto, muy católica, ya lo había dicho, pensó Miguel. Giraron una
esquina. Él detestaba a los curas; sotanas amenazantes, infiernos negros, cielos
exclusivos. Monica empezó a sonreír de pronto, la cara como iluminada. Era
preciosa. «Inhumana».
—Es perfecto —dijo ella. Sonreía mucho.
Allí estaba el mirador de San Nicolás y sus vistas. Casi lo había olvidado. La luz
era excelente. Había sido buena idea llevarla allí. La Alhambra y el Generalife,
subidos a su colina y dorados por el último sol de la tarde; las cumbres de Sierra
Nevada al fondo, blancas; cielo añil intenso sobre toda la composición. Monica
parecía impresionada. «Como le ocurriría a cualquiera», pensó Miguel. Sus ojos
brillaban mucho de nuevo. Le gustaba esa cara como de niña desenvolviendo regalos
de Navidad.
—¿Quieres que nos sentemos? —dijo Miguel, señalando un banco de piedra.
Ella asintió sin decir nada, sin apartar la vista del paisaje, y se encaminó hacia el
banco. Se sentaron.
Miguel, al observarla embelesada, fantaseó con volver a verla en Estados Unidos.
Una pequeña aventura, quizás. «¡Qué estupidez! —pensó entonces—. Nadie se
encuentra por casualidad en un país del tamaño de un continente. Yo me iré a
California y ella a… Texas, o donde sea». Miguel se levantó y dijo:
—La foto.
—La foto —repitió ella.
—Será mejor que la hagamos antes de que se pierda esa luz.
—Claro. —Una respuesta casi inaudible.
Monica removió el fondo de la mochila mientras volvía a morderse el labio. Sacó
la cámara y empezó a accionar botones, a mirar por el visor, preparar el objetivo,
enfocar. Miguel pensó que podría quedarse horas viéndola moverse con esa
resolución suya, con esa especie de sensualidad de oficial femenina del ejército ruso.

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Pero pronto se iría, se obligó a pensar, desaparecería con su mochila, su gorra y su
foto. Y él también se iría.
—¡Tengo una idea! —exclamó ella de pronto—. Ponte en la foto conmigo.
Pediremos a alguien que la haga. Me gustaría tener un recuerdo tuyo.
Miguel se quedó mirándola.
—La gente no encuadra bien… —respondió—. Luego te hago yo una a ti sola. Ya
sabes, seguro que nos cortan los pies, o peor aún, cortan la Alhambra… —decía,
cuando localizó a un hombre con aspecto de comer bien y tener mejor humor—.
Perdone, ¿podría hacernos una foto con esta vista detrás?
—¡Eso está hecho! —respondió el hombre, con acento andaluz, mientras cogía la
cámara—. ¡Ponerse ahí!
—Va a destrozar la fotografía —le dijo Miguel a Monica, en voz baja, mientras se
sentaba de nuevo a su lado. Ella se rio.
—¡A ver, chaval! Achucha un poco a tu novia, que vais a parecer dos palos de
escoba si no —les espetó el hombre, haciendo aspavientos con la mano.
Miguel estaba a punto de corregir al retratista improvisado, cuando descubrió que
su brazo tomaba a Monica por el hombro, y que ella se estrechaba contra él. Supuso
que los gestos del fotógrafo habían hecho reaccionar a sus cuerpos antes de que sus
cerebros pudiesen tomar el control. Pero le gustó. Ella no olía a perfume con nombre
francés, como casi todas las chicas que había conocido. En cambio… olía a algo
mínimo, íntimo, salado. Gotas de sudor. Tenía un regusto pícaro que le excitaba. Al
oír el clic de la cámara, sintió que su pulso empezaba a acelerarse.
—¡De lujo! —exclamó el hombre, mientras encaminaba su barriga hacia ellos.
Devolvió la cámara a Miguel, con un guiño. Miguel le dio las gracias y, sin perder
un segundo, se alejó de Monica y empezó a dar instrucciones:
—Un poquito más hacia la derecha… eso es… a ver… ¡Sí! ¡Ahí! No te muevas.
—Apretó el botón de disparo.
Y el nuevo clic le golpeó en la cara como si lo barriese un viento helado. Por
primera vez, y a través del objetivo de la cámara, Miguel se fijaba en la camiseta gris
de Monica. Sobre el pecho tenía un acrónimo formado por letras en azul oscuro; eran
letras cuadriculadas y dispuestas en forma de arco. Sin duda, las siglas de su
universidad. Todo muy típico, salvo por el acrónimo en sí: SJSU. San José State
University. California. Su nueva universidad.
Se acercó a Monica.
—¿Conoces la San José State University? —preguntó.
—¿San Ho? Tengo una beca de investigación allí. Trabajo allí.
Miguel la miró con la boca un poco abierta. Luego sonrió. Un Boeing 747,
recordó, pronto lo iba a llevar hasta California. Con ella. Detrás de Monica, la
Alhambra se empezaba a oscurecer, pero antes de apagarse, brilló con un último
resplandor dorado, intenso, altivo. De éxito.

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CAPÍTULO 3

El vuelo de Londres a San Francisco acababa de alcanzar la altitud de crucero y, con


un pitido, se apagaron las señales que advertían del uso obligatorio del cinturón de
seguridad. Muchos pasajeros empezaron a levantarse, pero Walter Castillo no se
movió. Vigilaba; se mantenía callado, quieto, con la mirada oculta tras unas gafas de
sol negras. Observaba a Miguel.
Tras el pitido, Miguel pareció despertar. Se removió en su asiento y miró a los
lados y atrás, hacia donde estaba Castillo. Este se inclinó un poco a la izquierda para
quedar parcialmente oculto por el asiento de delante. Después vio que Miguel se
arrellanaba en su sitio y parecía dormirse de nuevo. La tripulación preparaba ya los
carritos azules con el desayuno.
Castillo observó de reojo su traje y la corbata granate que caía sobre el cinturón
de seguridad. El traje gris, junto con su pelo moreno, le harían parecer uno más de los
ejecutivos españoles que habían volado de Madrid a Londres y que de allí seguían a
San Francisco. Estaba seguro de que pasaría desapercibido. Casi como si fuese
invisible, pensaba.
En ese momento, una azafata le acercó una bandeja de desayuno. Castillo no se
movió. Mantuvo, en cambio, los ojos bien abiertos tras las gafas, concentrados en el
azul oscuro del uniforme de British Airways de la azafata. Ella, de inmediato, pasó la
bandeja a la mujer que se sentaba a su lado. Cualquiera, pensó Castillo, podría
suponer que estaba dormido, los ojos cerrados tras las gafas de sol. Eso era lo que
quería. Sonrió sin apenas mover la boca. Le resultaba fácil convencer a otros de que
vieran lo que él quería que viesen; era una de sus mejores habilidades. Respiró una
bocanada de orgullo. Cuando la azafata pasó de largo con el carrito del desayuno,
volvió a concentrarse en el sujeto.
Observó el pelo castaño de Miguel, demasiado largo para su gusto. Caía sobre su
hombro izquierdo en la postura en que se había dormido. Resultaba tan inofensivo
así. No podía ver su cara desde aquel ángulo, pero recordó las facciones rectilíneas,
suaves, los ojos un poco hundidos, como los de un poeta del romanticismo. O un ser
sin alma.
«Indefenso —pensó—, y temible».
Pero, sobre todo, peligroso. No debía perderlo de vista. Lo seguiría vigilando
hasta llegar a San Francisco. Sin descanso. Esa era su misión y la cumpliría como
había cumplido todas sus misiones anteriores.
Por eso había llegado hasta allí desde su barrio hispano en Miami (muchos de sus
amigos de infancia, recordó, nunca consiguieron moverse de Little Havana). A pesar
de su padre y del apego de este al ron, a pesar de que nadie creyese en él. Por eso
había conseguido estudiar en Yale (con todas aquellas estúpidas niñas ricas, rubias

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hijas de congresistas y abogados caros), terminar Derecho en tres años y ser admitido
en West Point, con los mejores, primero de su promoción. Por eso le habían reclutado
en la CIA nada más graduarse. Y por eso en la Agencia le habían encargado aquella
operación. Volvió a respirar profundamente y sintió cómo el orgullo, el éxito por
venir, palpable, a su alcance, inflaban de nuevo sus pulmones. Alisó su corbata.
Aún había mucho trabajo por hacer. Ya no era necesario seguir pareciendo
dormido. Se enderezó en el asiento y repasó en su memoria el informe: el resultado
de la inflexión en la Universidad de Granada. Él había estado allí. Recordó: la
exnovia de Miguel humillándose, implorándole con lágrimas manchadas de
maquillaje que se quedase. La escena parecía haberla causado él. Solo con su deseo y
su imaginación. Vio en su memoria los ojos de Miguel, marrones, ensimismados,
como si el poeta romántico estuviese siempre a punto de suicidarse. Aquellos ojos,
sin embargo, habían reflejado su ira de semidiós cuando humilló a aquella muchacha,
pensó Castillo. Además, estaba la inflexión que se produjo durante la escena. La
inflexión cuántica que había causado aquel insensato había ido más allá de cualquier
límite aceptable; era casi un Efecto Midas. Ahora tendrían que averiguar si de verdad
lo había producido él.
Miguel se movió en ese momento y Castillo tuvo que inclinarse hacia el lado
izquierdo de su asiento. Después de unos segundos, volvió a mirar. El semidiós
parecía haberse dormido de nuevo.
Habría que captarlo para el Proyecto, se dijo Castillo, para Gorlov y sus
científicos. Para que lo estudiasen. Y para su misión, su país.

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CAPÍTULO 4

Tres días después de llegar a Estados Unidos, Miguel seguía sintiéndose pequeño.
Siempre le ocurría en aquel país.
Todo le parecía demasiado grande en la autopista. Siete y media de la mañana,
todavía le quedaba media hora para llegar puntual a la universidad. Su primer día de
trabajo en San José. Apretó el volante. En ese momento atravesaba un nudo de
carreteras de varios pisos. Muchos carriles superpuestos, cruzados. Leyó las
direcciones en los carteles, pero no consiguió identificar ninguna; había demasiados
cruces como ese en la Route 101. Le adelantó un todoterreno con ruedas que parecían
de tractor, y volvió a él la sensación de liliputiense. ¿Y si había confundido millas con
kilómetros?, pensó, las distancias allí eran otra cosa. No, no era posible, había
preparado muy bien el camino el día anterior. No debería tardar más de una hora de
San Francisco a San José.
A la izquierda, más allá de una arboleda, apareció de pronto un edificio con forma
de tienda de campaña de bordes redondeados, todo blanco salvo por la parte superior
negra. Descomunal, un gigante en aquel país de cosas gigantes. La NASA. Miguel ya
había visto su foto en internet. Era una de las instalaciones del Centro de
Investigación de NASA Ames. Un hangar, o algo así.
La NASA nada menos, pensó, esa sí que era una buena señal. Desde NASA Ames
a la Universidad de San José quedaban unas doce millas, según recordaba. Llegaría
puntual. Alivió la presión sobre el volante.
Al sobrepasar la arboleda, dio un último vistazo al hangar por el retrovisor.
Parecía que tuvieran cohetes espaciales guardados allí. La NASA. Si Dani pudiese
verlo… Miguel sonrió al imaginar la cara de su hermano cuando le contase que
estaba tan cerca de aquellos ingenios espaciales con los que los dos habían soñado de
niños.
El hangar desapareció, pero la imagen de su hermano permaneció con Miguel.
Dani había sido la última persona que había visto en España, en Madrid, cuando lo
visitó para despedirse y dejarle su Renault Mégane Coupé amarillo. «¡Es como una
nave espacial!», había dicho su hermano al recibir las llaves del coche.
Dani adoraba la astronáutica; se sabía toda la historia de la carrera espacial: el
Sputnik, los Apollo, la llegada a la Luna. Adoraba todo lo extraterrestre. Siempre
había sido tan guapo y tan ocurrente que nadie había dudado de él y de su capacidad
para convertirse un día en astronauta. Salvo Miguel. Él no era astronauta, claro, pero
al menos se había doctorado en ingeniería aeroespacial. Pero Dani…
Recordó el accidente. Eran niños, en Niza, en el parque infantil. Su padre se
empeñaba en llevarlos todos los veranos a Niza, con su abuela. Allí pasaban más
tiempo juntos; y, por supuesto, se peleaban mucho más que en Sevilla. Dani no

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paraba de meterse con él. Se acababan de pelear cuando Dani encendió aquellos
petardos atados a un cohete de plástico. Quería mandarlo a Júpiter, decía. Después, la
explosión. La oreja de Dani sangrando. Era el tipo de fantasías que llevaba siempre a
Dani al desastre. Miguel vio mentalmente la muesca en el lóbulo de su hermano.
Sí, demasiadas fantasías. Le preocupaba a veces. Dani tenía mucha ilusión, tanta
como para estudiar ingeniería aeroespacial. («Très bien!, como tu hermano.
Aéronautique! Magnifique!», había dicho su padre, con la barbilla bien alta, cuando
Dani se matriculó). Pero sus libros siempre estaban nuevos, con páginas pegadas que
nunca habían visto la luz, y sus novias, sus discos, sus viajes, eran infinitos.
Un cartel azul de la autopista apareció al final de la siguiente curva:
(Interstate 280 North) San José Downtown – Next Exit.
Ya estaba. Miguel olvidó la muesca en la oreja de Dani.
«Sería una estupidez perderse justo ahora y terminar dando vueltas por Silicon
Valley».
Tomó la salida a San José que indicaba el cartel, circuló por el barrio residencial
al sur del campus y entró en el garaje universitario de la calle Séptima. No era un
camino difícil. Aparcó y, después de una carrera por el campus, llegó al
Departamento de Ingeniería de Sistemas. Eran las ocho menos dos minutos cuando
abrió la puerta.
Pero allí no había nadie. Era la hora de empezar a trabajar, pero aquello parecía
desierto, pensó Miguel.
—Buenos días —dijo una voz, seguida de un carraspeo.
Miguel reconoció aquel timbre de aserradero. Era el catedrático Darl Branson, el
director del Departamento de Ingeniería de Sistemas. Una comida juntos, después de
un congreso en Granada, y Branson ya le había fichado para su departamento en la
SJSU.
De un hueco tras una mampara no más grande que una cabina de teléfonos salió
el profesor Branson con una taza en la mano. Su barriga parecía no caber allí. La
barba blanca y el pelo largo le hacían parecer una mezcla entre Santa Claus y un
cantante de country.
—¡Muchacho! —exclamó—. ¿Era hoy cuando empezabas? Sí, claro. ¿Quieres un
café? —Branson se llevó la taza a la boca. Dio un trago y después señaló con la
misma taza hacia el hueco del que había salido su barriga—. Yo necesito uno antes de
empezar.
—No tengo taza —respondió Miguel; se acercó y miró tras la mampara. Allí
había una cafetera.
Branson se alejó y entró en un despacho. Miguel pudo ver cómo abría un armario.
El catedrático volvió y le tendió una taza blanca con el logotipo de la NASA.
—Pero…, profesor Branson.
—¡Vamos, muchacho! Tengo muchas. Me las regalan los colaboradores del
departamento. Es para ti; algo así como un regalo de bienvenida. ¡Y llámame Darl!,

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mi gente me llama Darl.
Miguel se acercó a la cafetera y pensó que su hermano Dani daría lo que fuera por
una taza de la agencia espacial.
—¿NASA? —dijo Miguel.
Mientras se servía, Branson le contó que esa taza se la había dado un tal Vladimir
Gorlov, muy buen amigo suyo, catedrático del Departamento de Física Aplicada en la
universidad. «Una eminencia». El tal Gorlov colaboraba, al parecer, con el Centro de
NASA Ames. Por lo visto era ruso, y además de doctor en Física y Matemáticas era
psiquiatra. Y regalaba tazas de la agencia espacial.
Psiquiatra, matemático y físico. «Monica —recordó Miguel, mirando su taza
blanca—. Matemática y psicóloga. Seguro que trabaja en el departamento del ruso,
son igual de raros».
Branson le invitó a seguirle con un gesto de su mano que parecía de vaquero
llamando al ganado. Empezaron a andar, pero se detuvieron a los pocos pasos. Un
joven menudo y moreno entraba en ese instante en el departamento.
—Buenos días —dijo el joven, con un acento indio muy marcado y una sonrisa
tan brillante, en contraste con su tez oscura, que parecía que no fuese de él.
—Este es Jagdish Lahiri, el ingeniero informático con el que trabajarás. Es indio
—dijo Branson—. Este es Miguel Le Fablec —dijo al indio—. Español.
Branson siguió andando mientras ellos se estrechaban la mano. Al fondo del
espacio diáfano lleno de mesas con ordenadores, junto a los ventanales que daban al
campus, había dos mesas enfrentadas. Branson las señaló con su café. Miguel sonrió
al ver que el sol las iluminaba. Una de ellas estaba llena de papeles, discos
compactos, libros y un ordenador repleto de notas amarillas. Miguel supuso que sería
la mesa de Jagdish. Cuando llegaron, el informático cogió una taza de la mesa y dijo
que iba a buscar café. Miguel vio las palabras «IBM – Silicon Valley» impresas en la
taza del indio. Un regalo del catedrático, supuso. Branson dijo que la otra mesa era la
suya.
Él se acercó, dejó su taza sobre la mesa y observó el campus desde el ventanal. Le
gustaba aquella vista: jóvenes apresurados por todas partes bajo el sol tibio de
California. Su nuevo lugar de trabajo.
—Los estudiantes acaban de volver de las vacaciones de primavera —dijo
Branson. Miguel lo miró de reojo, sin prestarle mucha atención—. En un mes habrá
exámenes. No podré dedicaros mucho tiempo a Jag y a ti. Os daré los requisitos para
el proyecto y en verano veremos qué tal vais, ¿de acuerdo? —Miró su reloj—.
Hablaremos más tarde, tengo que ir a clase.
Miguel le dio las gracias cuando ya se iba. Después contempló, satisfecho, la taza
blanca de la NASA sobre su nueva mesa.

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CAPÍTULO 5

Los separaba la mesa de madera oscura del despacho en la NASA. Monica sabía que
el científico se alegraba de verla, aunque la cara del Gorlov no expresase nada
concreto. El sol de la tarde entraba por las ventanas y lo iluminaba todo con una luz
exagerada. La luz desmedida del despacho de Vladimir, pensó Monica, y sonrió.
—Siéntate —le dijo Gorlov.
Monica se sentó frente a él y apoyó sobre sus piernas los papeles que había traído.
Al observar los pantalones vaqueros asomando por la abertura de su bata blanca,
recordó que eran los mismos que había llevado cuando conoció a Miguel. Habían
pasado cerca de dos semanas desde que se encontrase con él en Granada. En ese
tiempo ella había recopilado muchos más datos sobre la supuesta actividad de
inflexión cuántica de Miguel en España. Ondas residuales, mediciones directas…,
incluso había podido analizar algunos mapas de curvas isoinflexoras. Esperaba poder
mostrárselo todo a Vladimir ahora que estaba de vuelta.
—En un minuto estoy contigo —dijo Gorlov, sin mirarla. Leía algo dentro una
carpeta marrón que parecía tenerlo absorto.
Monica no dijo nada. Sabía que era mejor dejarlo tranquilo cuando estaba
concentrado. Se apretó el doble nudo de una de sus zapatillas de deporte blancas y
azules y levantó la vista. Contempló el despacho, su luz. Lo había echado de menos
durante la estancia en España. Vio la tabla periódica de los elementos, en la pared, a
la izquierda de Gorlov. Al otro lado de la mesa, la pequeña pizarra sobre un caballete.
Tiza auténtica y polvo blanco en el suelo. Solo Vladimir podía seguir utilizando esa
reliquia para escribir. Era la misma pizarra que usaba en la época en que la captó a
ella.
Monica entornó los ojos sobre el negro de la pizarra para recordar. Ella era una
estudiante con zapatillas de deporte y vaqueros parecidos a los que usaba ahora; pero
sin bata blanca. Vladimir era en ese tiempo su profesor de Geometría Diferencial en
la universidad y la llevó allí, a su despacho soleado de la NASA, para impresionarla
con sus logros matemáticos. Aunque, en realidad, ella lo impresionó mucho más a él
cuando se acercó a la pizarra, cogió la tiza y corrigió los límites de una integral en
una de las ecuaciones emborronadas que él había escrito. Se manchó mucho las
manos de polvo blanco. Esa fue una de las poquísimas veces en que lo había visto sin
sus gafas cuadradas. Gorlov se las quitó para ver sin nada de por medio la corrección
en la pizarra: la letra ordenada, homogénea y recta de su alumna sobre los trazos
angulosos y desiguales de él; corrigiendo, mejorando lo que él mismo había hecho.
Cosas así la habían convertido en su ayudante directa.
—¿Cómo fue todo por España? —preguntó Gorlov de pronto, cerrando la carpeta
con un golpe.

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Monica dio un respingo. Observó la carpeta en las manos huesudas. Tenía el color
de la madera vieja.
—El informe de captación, ¿no? —dijo.
Gorlov, en silencio, le mostró la portada y ella comprobó que era, en efecto, el
informe. Ahí estaban las notas de Castillo y las suyas; y todos los datos registrados en
Granada durante el seguimiento preliminar. Y los cálculos globales con la
información de los satélites, los mapas de isoinflexoras… Pero ella tenía ahora
muchos más datos que entonces.
—Todo en orden —respondió Monica.
—¿Interferiste en algo?
—No —dijo, a toda velocidad. Inmediatamente cayó en que Vladimir acababa de
leer el informe. Ahí estaban los registros de inflexión. Todo lo que había pasado. Ella
sí había interferido, lo sabía, y los registros lo mostraban. Lo que no llegaba a
entender era por qué acababa de mentir. No pretendía hacerlo, no lo necesitaba—. En
fin, sí —dijo. Monica notó que su pierna derecha empezaba a moverse rítmicamente
—, quizás interferí algo. Me impliqué demasiado. Ya estaba todo a punto y aquella,
su exnovia…, no sé…
—Monica —interrumpió Gorlov. Su rostro seguía inmutable, pero ella veía ahora,
o creía ver, la decepción en sus ojos—. Eres la mejor. Tú puedes ser mi sucesora: la
directora técnica del Proyecto. Serás mejor que yo con el tiempo, seguro. Pero no lo
estropees. —Monica miró hacia abajo—. No puedes tener una relación sentimental
con un sujeto de estudio. No debes, y menos con este. Puede ser un midas.
Monica se mordió el labio inferior por la parte derecha. Las palabras de Vladimir
vibraban con su acento ruso, sus consonantes abruptas que solo se percibían bien
cuando él se alteraba. Su maestro, su mentor, el que la había impulsado a ser una de
las mejores en el Proyecto. Él no merecía eso, defraudarlo. Sabía muy bien que no
debía implicarse sentimentalmente con un midas. Se mordió con más fuerza. Supuso
que se habría ruborizado porque sentía la cara ardiendo, y las orejas, como si
Vladimir le acabase de tirar de ellas como a una niña contestona y mentirosa. Ella no
actuaba así, pensó, era demasiado práctica para hacer esas estupideces, siempre lo
tenía todo bajo control. Siempre. Pero Ana… Le había parecido insoportable. Tuvo
que actuar, por el bien del Proyecto, se dijo. Miguel no se decidía y aquella estúpida
embadurnada de Chanel no hacía más que interponerse entre el sujeto y ellos. Sí,
había amplificado un poco los deseos de Miguel, pero eso era todo. Por el bien del
Proyecto. Miró a Gorlov a los ojos, viejos, grises, inexpresivos tras las gafas
cuadradas, y dijo:
—¿Debo seguir el protocolo de acercamiento? Estoy totalmente segura de mí
misma. No hay problema; pero, Vladimir, si consideras que debo abandonar…
—Has contaminado los registros.
—Aun así, la inflexión del sujeto fue muy intensa. Los registros sirven…
—¿Y Castillo? —preguntó Gorlov, de pronto.

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Monica detuvo sus explicaciones. La cara dejó de arderle en ese momento.
—¿Puedo suponer…? —empezó a decir.
—Sí, sigues en el proceso de captación, te necesito ahí, ya lo sabes. ¿Qué tal con
Castillo? —insistió Gorlov.
Monica notó cómo su boca se estiraba en una sonrisa larga. Vladimir no podía
soportar perder el tiempo. Ahora tampoco. «Asunto zanjado, a otra cosa», debía de
haber decidido.
—Castillo es un embaucador —respondió.
Después inhaló aire despacio. Buscó las palabras, debía ser clara, lo que iba a
contar ahora no aparecería en ningún informe. Para eso la había mandado Vladimir a
ella a interceptar a Miguel: para observar al nuevo agente impuesto por la CIA, el que
todos sospechaban que había venido a vigilarlos a ellos. Ella había recibido aquella
misión como una prueba más de la confianza de Vladimir. No, no le volvería a fallar,
se dijo Monica, nunca.
—Castillo tiene mil caras, todas buenas —siguió hablando a gran velocidad—,
pero yo no creo haber visto la suya todavía: la verdadera. Es muy ambicioso, pero
está frustrado, como si su meta final le superase. Desconozco cuál es, camufla muy
bien su objetivo entre arengas demasiado nobles para ser creídas por alguien más
adulto que un Boy Scout. Su sonrisa es impecable. Es el mejor vendedor de coches
que creo haber conocido.
Vladimir se quedó mirando hacia la luz del sol que entraba en su despacho.
Después dijo:
—Me entran ganas de conocerlo cuanto antes.
Monica se rio. Gorlov no.
—¿Todavía no conoces a Castillo? —preguntó ella.
—Fred y él están en Washington. ¿Cuándo volverás a verlo, a Miguel? Han
pasado casi dos semanas desde su llegada.
Como si le faltase algún dato para dar la respuesta, Monica repasó sus papeles.
Pero no le faltaba ningún dato. Volvió a recriminarse a sí misma por ese tipo de
escenificaciones con Vladimir.
—Mañana —respondió de inmediato—. Todo está listo. Y él también. Jagdish
nos ha informado de que Miguel está esperando verme de nuevo. Hoy ya es tarde, no
hay tiempo. Mañana, a la hora de comer.

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CAPÍTULO 6

Era casi la hora de comer y Jagdish se había ido a hacer fotocopias hacía un buen
rato. Si Jag se estaba comiendo un sándwich, ¿con quién almorzaría?, se preguntó
Miguel. Miró hacia el fondo del departamento. Varios de sus compañeros tecleaban,
silenciosos. Esperaría a Jag.
Se reclinó sobre el respaldo y leyó en el ordenador. Era un artículo sobre
interfaces virtuales para pilotos de combate. Le pareció muy extenso, demasiado. Vio
su taza de la NASA. Tomó un trago de café ya frío y se giró hacia el ventanal. Allí
estaba el campus de la San José State University. «San Ho», recordó que la había
llamado Monica.
Monica Eveleigh, una vez más.
La psicóloga y matemática volvía a su cabeza. Miguel enfocó la vista en el
ordenador e intentó buscar concentración en los pilotos de combate. No lo consiguió,
Monica no se fue. Volvieron a él una vez más las palabras, los gestos de ella esa tarde
en Granada. Veía su pelo de actriz italiana moviéndose al quitarse la gorra, sus ojos
azules brillando mientras observaban el paisaje, los labios mordisqueados… El mapa
en el bolsillo de atrás de su vaquero. Sí, tenía un buen culo, para qué negarlo:
redondo, respingón, perfecto; aunque eso no pensaba decírselo. «O sí, quién sabe —
se dijo—. Si algún día…».
—Ahí lo tienes —oyó la voz de Jagdish en ese momento.
Miguel se giró hacia la voz del indio.
Y vio a Monica.
—¿Te habías olvidado ya de mí? —exclamó ella.
Miguel abrió la boca, pero no llegó a decir nada. ¡Ella! Llevaba una camiseta
naranja, ajustada y corta —el escote no permitía ver nada más que el inicio de su
tórax—, y una chaqueta marrón de punto, entre infantil y puritana, que cubría sus
brazos. Aunque la camiseta casi dejaba ver su ombligo sobre los vaqueros. Se obligó
a mirarla a la cara. Era ella. Había venido, le había buscado.
—No… Yo… —consiguió decir Miguel.
Después se levantó, sonrió, fue hacia Monica y la saludó con dos besos en las
mejillas.
—¿Cómo te has adaptado a esto? Veo que bien, ya tienes sitio y todo. Vives en
San Francisco, ¿verdad? —preguntaba a toda velocidad. Sus ojos brillaban, se
movían inquietos. Miguel percibió de pronto la sonrisa blanca de Jagdish.
—Esta es Monica —dijo Miguel—. Es la chica de la que te hablé, la que conocí
en Granada.
—Miguel me ha hablado mucho de ti —dijo Jagdish mientras le daba la mano.
—¿Vamos a comer, Jag? —dijo Miguel.

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Jag de repente perdió la sonrisa, como si comer con él no encajase en sus planes.
—He quedado con un compatriota que acaba de llegar a la universidad —dijo al
fin. Miró de pronto su reloj, con los ojos muy abiertos, y exclamó—: ¡Llego tarde!
Nos vemos luego. —Y se fue casi corriendo.
Miguel miró a Monica.
—¿Has comido? —dijo.

***

Minutos más tarde, sentados en un banco, Miguel y Monica sostenían sendos vasos
de cartón y unos sándwiches de una de las cafeterías del campus. Aquellos vasos, los
bocadillos, pensó Miguel, conseguían quitarle al encuentro toda la magia que pudiera
tener. Aunque a él no le importaba. Había un movimiento de estudiantes intenso,
jovial, por todas partes. Siempre lo había en aquel campus, pero ahora Miguel lo
sentía mucho más: todo lleno de jóvenes recaudando fondos para sus asociaciones,
tocando la guitarra, intercambiando apuntes, tomando el sol, trabajando con sus
portátiles.
—Me gusta este sitio —dijo Miguel—: los estudiantes, mira, no paran de
moverse, ¿cuándo estudian?, ¿no van a clase? —Monica se encogió de hombros y
sonrió. Al fondo se veía la Tower Hall. Miguel señaló el edificio con el vaso—. La
torre es mi edificio preferido. Es tal como un europeo imagina una universidad
estadounidense: hiedra y ventanas con arcos. —Monica lo miraba fijamente. Seguía
sonriendo—. No tenéis muchos edificios antiguos en San Ho. Aunque… mira este
árbol. —Miguel señaló el árbol que daba sombra sobre ellos—. Un olivo. Es casi
como estar en casa, en el sur de España. Y allí: palmeras —señaló unas palmeras muy
altas, de tronco delgado y esbelto, junto a la Tower Hall—. Es como estar en casa y
en una avenida de Hollywood a la vez. Me gusta. Y eso solo son detalles…
decorativos, digamos. Lo mejor es la gente. El otro día, para transportar los muebles,
me prestó su ranchera uno al que ni siquiera conocía, amigo de un compañero, un tío
genial, toca la flauta travesera en un grupo de rock sinfónico. O algo así. Esa ha sido
la mejor sorpresa, sí, la gente.
—Me alegro de que te gustemos —dijo Monica—. Pero no todos tocamos rock
sinfónico, te lo advierto. —Hizo como si tocase la flauta travesera. Sus labios le
parecieron a Miguel aún más sensuales que en Granada. Respiró profundamente para
evitar la excitación que le provocaba Monica—. ¿Y tu beca? —preguntó. Después dio
un sorbo al vaso de cartón y arrugó la boca al tragar, como si no le gustase el café, o
el vaso, o ambos; aunque a él le sugirió el gesto de un beso.
—Trabajo con Jag en un prototipo de interfaz virtual para misiones de combate.
Muy interesante. Nos ocupará al menos dos años.
—¡Dos años! Una buena beca.

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—Sí.
Miguel no podía dejar de mirar a su boca. Ella se mordió el labio inferior y miró
hacia otro lado.
—¿Sigues haciendo fotos? —preguntó Miguel.
—¿Qué?
Monica contrajo la frente y se formó una pequeña arruga sobre su ceja derecha.
—Sí, la cámara Réflex, ¿la usas mucho?
Monica mantuvo la pequeña arruga sobre su ceja unos segundos más, como si no
supiese lo que era una Réflex. De pronto pareció recordar.
—¡Ah, eso! Sí, sí, mucho. ¿Qué tal por San Francisco?
Era un poco desconcertante cómo cambiaba de conversación. Miguel se acomodó
en el banco, echó un vistazo rápido al olivo y dijo:
—Seguí tu consejo y me fui a vivir allí. Tenías razón, San José es una ciudad
demasiado tranquila. San Francisco es… Puedes conocer a tanta gente…
—¿Conoces a mucha gente?
Miguel sonrió. En realidad, no conocía a casi nadie en San Francisco. Dio un
trago corto a su café. Monica y sus preguntas: siempre tan directa, tan sagaz.
—Prácticamente a nadie. Solo a mis compañeros de casa.
Ella se rio.
—Ya.
—Comparto una casa que pretende ser victoriana con un japonés y una chica de
Arkansas.
—Arkansas.
—En una calle de esas con una cuesta ondulada. Una pendiente descomunal.
—Típico.
—Desde mi ventana tengo una vista increíble de la bahía. En pleno Russian
Hill…
—¿Russian Hill? ¿Qué calle?
—¿Por qué…? Union Street, cerca del cruce con Levaenworth.
—¡Pero bueno! Tú me persigues. No lo puedo creer. ¿Has venido desde la otra
punta del mundo para trabajar justo donde trabajo yo y vivir donde yo vivo?
—¿Tú vives en…?
—Levaenworth con Lombard. Al lado de donde vives tú. Podríamos venir juntos
a la universidad.
El silencio que siguió duró varios segundos.
Cada vez era más directa, pensó Miguel.
—En fin, si tú quieres —añadió ella—. Perdona, no quería ponerte en un
compromiso; apenas nos conocemos.
Era la persona que más le interesaba en aquel país de cosas gigantes. Dos horas
diarias en el coche con ella. Solos los dos. No se le podría haber ocurrido una idea
mejor. Bebió un nuevo sorbo de su café y se quedó mirándola. Le encantaban sus

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preguntas directas, sus ideas prácticas, sus propuestas a bocajarro. Y mucho más le
gustaban aquellos labios redondos y entreabiertos que ahora ella se mordía. Imaginó
su tacto, su textura, qué se sentiría al morder el labio inferior… Pero el roce áspero
del cartón del vaso de café en la boca le sacó de su fantasía. Hizo un mohín; y esperó
que Monica no lo interpretase como un no a su propuesta.
—¡Sí! —dijo de inmediato.
Después, se bebió de un trago todo el café que quedaba en el estúpido vaso de
cartón.

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CAPÍTULO 7

Gorlov bebió un sorbo de café para digerir mejor lo que leía. El informe de Castillo
era demasiado categórico. No le gustaba. Pasó una página y leyó un poco más. Aquel
agente de la CIA era nuevo en el Proyecto, inexperto, y ya se mostraba tan seguro en
sus conclusiones como si hubiera trabajado en la investigación desde los días de
Leningrado. Finalmente, Gorlov cerró la carpeta de color tierra y se quedó mirándola
entre sus manos delgadas. Monica había interferido en los datos que había allí;
Castillo había escrito un informe que parecía el artículo de un periódico
sensacionalista. Toda la información nueva que contenía aquella carpeta era dudosa,
todo andaba mal. Demasiados descuidos. ¿No se daban cuenta de lo que tenían entre
manos? Estaba claro que no.
Y, para complicarlo todo mucho más, la CIA empezaba a entrometerse. Tenía que
ocurrir tarde o temprano, y ocurría justamente ahora. Gorlov se enderezó en la silla,
dejó su taza sobre la mesa redonda de reuniones del despacho y miró a Frederick
Windhorst.
—Fred —dijo Gorlov—, me dijeron que hubo problemas en Washington.
Windhorst revisaba varios folios llenos de números. Parecía comprobar cifras
(gastos, supuso Gorlov). No levantó la vista de los papeles para responder:
—Lo de siempre. Un par de llamadas, una reunión… Todo se solucionó.
Sonrió. Sus facciones anglosajonas se comprimieron con la sonrisa, y los ojos,
pequeños y claros, casi desaparecieron entre las arrugas carnosas de su cara.
—Todo bajo control —añadió, con un rotundo golpe de cabeza a modo de
asentimiento.
Después, volvió a zambullirse en sus cifras.
«¿Todo bajo control?», pensó Gorlov.
Contempló a Fred. Seguía viendo en él al agente que la CIA había enviado al otro
lado del telón de acero para ayudarle a escapar, hacía más de treinta años. Fred
siempre lo había protegido, como un hermano mayor.
Contempló sus manos enormes. Los folios entre los dedos gruesos, robustos,
suaves, parecían papel de Biblia. Su cara mansa. Desde que llegara a Estados Unidos,
recordó Gorlov, el agente de la CIA había compartido todo con él: su vida, su hogar,
su familia. Recordó a su padre, el viejo reverendo Windhorst. «Algún día encontrarás
a Dios en uno de tus tubos de ensayo», le había dicho una vez el reverendo, con su
sonrisa carnosa, como la de Fred. Recordó las charlas sobre religión que mantenían
por la noche, tras un vaso de whisky viejo, cuando el reverendo estaba mejor de salud
y lo visitaba con Fred por Acción de Gracias. Un buen hombre de Illinois. Frederick
Windhorst había heredado el aspecto de coloso, una bondad casi ingenua y las
creencias de su padre. Lo que no llegaba a entender Gorlov era cómo alguien con las

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convicciones morales de Fred podía haber trabajado tanto tiempo para la CIA. Tan
llena de trapos sucios como cualquier servicio de inteligencia de cualquier país del
mundo. De joven, era comprensible, pero ahora… Fred volvió una hoja y escribió
algo sobre ella, un gesto rápido.
«Quizás haya aguantado tantos años porque su única misión ha sido protegerme a
mí y a mi proyecto —pensó—. Y no hay ningún trapo sucio aquí. Por el momento».
Gorlov dejó la carpeta sobre la mesa, apoyó la mano sobre ella y dijo:
—La CIA empieza a intervenir en el Proyecto, ¿verdad?
Fred levantó inmediatamente la vista de los papeles.
—Si lo dices por lo de Washington, fue necesario. Pero apenas hubo intervención,
te lo aseguro.
—Lo digo por Walter Castillo.
La mirada de Fred escapó a la de Gorlov. Respiró profundamente; su pecho,
enorme y cuadrado, como los de los héroes de guerra de los monumentos soviéticos,
subió y bajó como una marea.
—Ya. Lo sé, Walter —dijo Fred—. Creo que ahora lo necesitamos. A mí tampoco
me gusta, pero es así. —Miró por fin al científico y le mostró sus papeles—.
Presupuestos, Vladimir.
Gorlov no dijo nada. No cogió los papeles. Fred siguió explicándose:
—Sin Walter, creo que Washington hubiese puesto problemas esta vez. Estos
proyectos no son fáciles de financiar, lo sabes; se necesita línea directa con las altas
esferas. Y eso lleva meses. Si no hubiese sido por Walter y sus contactos no lo
hubiéramos hecho en dos semanas, incluso puede que hubiésemos tenido problemas
serios para seguir. —Fred apretó los labios y volvió a respirar despacio, moviendo
mucho el pecho. Después siguió—: Pero todo está en orden ahora. Gracias a Walter
seguimos con nuestro presupuesto habitual, con todo el equipo, con las instalaciones
y, lo más importante —señaló hacia la taza de Gorlov con su grueso índice—, con la
tapadera de la NASA.
Gorlov observó la taza de café que acababa de dejar sobre la mesa; una taza
blanca con el logotipo rojo y azul de la agencia espacial, idéntica a la que habían
regalado a Miguel. Fred estaba en lo cierto: necesitaban todo aquello para seguir con
el Proyecto.
—Washington es un sitio endiablado, ya lo sabes —insistió Fred—. Quizás me
esté haciendo viejo…
—Los dos nos estamos haciendo viejos —dijo Gorlov. Se miraron a los ojos—.
Tal vez esto nos empiece a superar.
—Pero estamos a un paso del midas…
—Un midas es algo muy peligroso, Fred. Si la CIA intenta entrometerse, si tu
agente se equivoca, si hace algo que nosotros no controlemos…
—Te aseguro que Walter está bajo mi control.

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Gorlov negó con la cabeza, despacio. Recordó entonces, fugazmente, las
ecuaciones azules a medio resolver de la Paradoja Midas. Todo eran peligros por
venir. Volvió a mirar a los ojos a Fred y dijo:
—Un verdadero midas puede destruir el mundo si quiere. Nada está bajo control,
lo sabes. Y Castillo es un riesgo más.
Alguien llamó a la puerta del despacho en ese momento. Gorlov guardó de
inmediato la carpeta marrón en el maletín que había sobre la mesa.
—Debe de ser Walter —dijo Fred.
—¡Adelante! —dijo Gorlov, cuando hubo cerrado el maletín.
La puerta se abrió y un individuo trajeado y serio entró al despacho. Por su
aspecto, parecía un ejecutivo de Wall Street. Irrumpió con ímpetu militar, mirando
hacia la izquierda, en dirección a la mesa de oficina de Gorlov, en el extremo opuesto
del despacho. Les daba parcialmente la espalda. Sus zapatos negros brillaban como si
fuesen de porcelana. Al ver la mesa vacía, el ejecutivo se giró. Sonrió al verlos y
avanzó hacia la mesa redonda de reuniones.
—Este es el agente Walter Castillo —dijo Fred.
—Bienvenido a la NASA —dijo el científico, a la vez que se levantaba y le tendía
la mano al ejecutivo.
—Profesor Gorlov. —Castillo ofreció la suya.
A Gorlov aquella mano le pareció demasiado flácida, sin fuerza; nada que ver con
el aspecto agresivo del agente. Confuso, Castillo le pareció confuso.

***

A Castillo no le gustaba que le apretasen tanto la mano, y menos con unos dedos tan
leñosos. No le gustó el aspecto del ruso: todo él era desagradable a los sentidos, con
esa cara enjuta y extraña y las gafas pasadas de moda. Tampoco le gustó cómo le
miraba.
Gorlov le pidió que se sentase y sacó una carpeta marrón de su maletín. Castillo
vio que era la carpeta con sus datos de seguimiento. Contenía su informe. Y preguntó
de inmediato:
—¿Lo ha leído?
Sentado a la mesa redonda frente a Gorlov y Windhorst, se sintió como si le
fuesen a examinar. En realidad, él sabía que ese documento era su primer contacto
real con el Proyecto, su primer examen. Debía ganarse la confianza del científico, el
verdadero jefe, y ese informe, con toda seguridad, era el primer paso.
—Muy alarmante, sin duda; pero ambiguo —dijo Gorlov, y abrió la carpeta—.
Habrá que hacer más pruebas.
Castillo sintió aquellas palabras como un arañazo dentro del estómago. Tensó la
cara y el abdomen. ¿Qué tenía de ambiguo su informe? Él había sido muy explícito.

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Concluyente. Se quedó mirando a Gorlov. Parecía que el maldito ruso no quisiese
expresar ninguna emoción: miraba el documento como si fuera un prospecto de
aspirinas, como si leyese algo conocido y aburridísimo.
—Yo diría que es muy claro —objetó Castillo. Levantó la barbilla al hacerlo—.
La posición de Miguel Le Fablec coincide con las coordenadas geográficas y el
momento de cada inflexión registrada desde que lo seguimos. He estado allí, junto a
él, con un sensor en mis manos (todos los datos recogidos están en el informe). —
Gorlov pasó varias páginas—. Y vi su cara en Granada, cuando originó aquella
inflexión próxima a un Efecto Midas. Vi sus ojos, era él quien produjo aquella escena
en la universidad: se apoderó de los actos de su exnovia —bajó la voz al contar esto
— con solo imaginarlo. Sugiero que lo interceptemos cuanto antes.
Gorlov respiró pesadamente y después levantó la vista del informe; miró a
Castillo. Este tuvo la impresión de que aquellas gafas desproporcionadas, como
lupas, le permitían al ruso ver los recovecos de su cerebro. Después, Gorlov se dirigió
a Fred Windhorst:
—¿Ves lo que te dije? Esto va a complicar más las cosas.
—No necesariamente, Vladimir…
—Ya lo creo que sí. Él no conoce todos los detalles; ni los protocolos. —Su
acento ruso se había agudizado; por su forma de hablar, parecía ofendido. Su rostro,
en cambio, seguía sin revelar emoción alguna.
—Te aseguro que está capacitado —dijo Fred—. Lo entrené yo mismo.
—Pues no ha sido suficiente entrenamiento. Lo que propone está fuera de toda
lógica…
Castillo no estaba dispuesto a seguir escuchando una discusión sobre sí mismo en
su presencia, sin contar con él, como si fuese un niño travieso sobre el que se
decidiera qué castigo aplicar. Se irguió y dijo:
—¿Puedo saber qué ocurre? —Su voz le sonó muy seca. En realidad, no deseaba
enfrentarse a ellos—. Por favor —añadió con un timbre más modulado.
Gorlov volvió a mirarle.
—Mire, agente Castillo, le respeto y, por favor, no piense que esto es algo
personal; pero, le voy a ser sincero, yo no deseaba que usted entrara en el equipo. O,
para ser exactos, no deseaba que nadie más entrase en este proyecto, al menos, nadie
que yo no hubiese elegido y entrenado en persona. Y ese no es su caso.
Walter Castillo sabía que quisiera lo que quisiera el ruso, no tenía ninguna
capacidad de decisión en ese asunto. Los tres eran conscientes de ello. Se colocó el
nudo de la corbata y se estiró el traje. No había nada que responder.
—Vladimir —intervino Fred—, Walter es un agente con mucha experiencia. Y yo
lo he entrenado con el mismo rigor con que entrenamos a todos. De acuerdo, puede
que no alcance a valorar todos los matices, pero está más que preparado para formar
parte del equipo. Puedes confiar en mi palabra. —Frederick Windhorst se miró las

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manos, los dedos gruesos, y añadió—: Además, sabes que no me gusta, pero debo
recordarte que la CIA nos ha exigido que tengamos en nuestras filas a otro agente.
«Exacto», pensó Castillo. Gorlov respiró una vez, de forma sonora, y mantuvo la
mirada inmutable sobre él. «No voy a discutir contigo, no nos vamos a enfrentar aquí.
No ahora». Castillo buscó una expresión amable, como si sonriera, aunque sin
hacerlo, y dijo:
—Doctor Gorlov, creo que todos comprendemos que la CIA no quiere que Fred
esté solo en el Proyecto. Era inevitable que alguien entrase en su equipo tarde o
temprano; supongo que eso está claro. —Cogió aire—. Por mi parte, dada esta
situación, lo único que puedo hacer es ofrecer mi experiencia y mi mejor voluntad
para aprender todo lo necesario. —Silencio—. Y corregir mis errores, sean cuales
fueren. Creo que ese es el único aspecto que podemos solucionar; lo único que nos
importa ahora.
Un nuevo silencio. Castillo disfrutaba con sus silencios. Sabía que los dominaba
como cualquier otra forma de comunicación. Después añadió:
—Dicho esto, ¿cuál es el matiz que no he comprendido y por el que estamos
discutiendo?
Se echó hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, y apoyó las palmas de las manos
sobre la mesa de madera oscura. Ya había dicho todo lo que tenía que decir. Esperó
de nuevo en silencio.
Gorlov lo observó durante unos segundos y dijo:
—De acuerdo. —A Castillo le pareció que el científico se había relajado por fin;
su rostro seguía sin mostrar nada específico, pero su acento ruso casi había
desaparecido. Supuso que había logrado domar a la fiera—. Analicemos la situación.
Todo apunta a que Miguel Le Fablec es un inflexor cuántico —empezó a explicar
Gorlov—. Parece ser, además, un inflexor del tipo midas: el Efecto Midas. Como ya
debería saber, agente Castillo, el Efecto Midas no es más que un postulado teórico,
una hipótesis sostenida por la matemática y la física que jamás se ha comprobado
desde que estudiamos a los inflexores. —Castillo asintió con un movimiento lento de
los párpados—. El hecho es que no sabemos con exactitud cuál es su potencial, y eso
lo hace muy peligroso. Nos enfrentamos a un riesgo cuyas dimensiones
desconocemos por completo. La prudencia, y ahí es donde está el matiz, recomienda
que midamos muy bien nuestros pasos y que no nos precipitemos. Si interceptásemos
al sujeto, como acaba usted de sugerir, podríamos hacer que este sintiese pánico. Y es
demasiado poderoso para dominarlo. Sería como encadenar a King Kong con una
cinta de seda. Su capacidad, sin duda desconocida incluso para él mismo, podría
dispararse y quién sabe qué podría hacer. Podría fulminarnos a todos con solo
desearlo. Podría arrasar a toda la humanidad.
Castillo volvió a asentir. Gorlov siguió:
—Seamos sensatos; interceptarlo no es una opción, por el momento. Lo que
debemos hacer es ganarnos su confianza, convertirlo en un amigo, hacerlo afín a

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nuestro Proyecto y, entonces, estudiarlo y controlarlo. Amaestrar a King Kong.
«Ganarnos su confianza…, y entonces controlarlo», repitió Castillo mentalmente
las palabras de Gorlov. Eso era, en esencia, lo que él debía hacer. Su misión. En
líneas generales estaba de acuerdo con el ruso, salvo que su trabajo era más
complicado: él debía ganarse también la confianza de todos o, al menos, de muchos
de aquellos científicos de bata blanca. Y controlarlos. Debía amaestrar a King Kong y
a sus domadores. Y a los que protegían a los domadores. Miró a Fred. Asentía a las
explicaciones del ruso con golpes impetuosos de su cabeza grande. Parecía
inofensivo.
—Hay algo más —continuó Gorlov—. Hay que verificar que él es el autor de las
inflexiones que hemos medido. Ese es el aspecto ambiguo del informe.
Gorlov sacó de la carpeta un papel plegado con varios dobleces y lo extendió.
Abierto ocupaba casi toda la mesa de reuniones. Castillo se quedó mirándolo: era un
mapa de líneas isoinflexoras; parecía un mapa meteorológico. Recordó que Fred le
había hablado de lo que eran esas líneas, algunas nociones básicas, no las suficientes
como para saber interpretarlo. Él lo había incluido en el informe solo porque Fred le
había dicho que debía hacerlo.
—Agente Castillo —dijo Gorlov—, no dudo de la eficacia de su trabajo ni de la
calidad de los datos que registró con el sensor en Granada; pero yo conozco la
precisión de nuestros aparatos de medida mucho mejor que nadie (yo los diseñé), y,
se lo aseguro, solo tenemos una sospecha razonable a partir de esos datos.
—No entiendo.
—¿Ha visto las grabaciones de los detectores globales?
Castillo se quedó mirando al científico, después miró al mapa.
—El mapa de isoinflexoras —dijo.
—El mapa es solo una fotografía estática. Las grabaciones están abajo, en los
puestos de seguimiento global. ¿Sabe lo que es eso?
Castillo miró a Fred. Este no dijo nada. Volvió a mirar a Gorlov, a su cara
inexpresiva. El maldito ruso empezaba a incomodarle. Se aclaró la voz, intentó
aplanar el gesto y dijo:
—Los satélites recogen la información, la mandan aquí, se procesa, se sacan esas
líneas isoinflexoras y luego se representan en las pantallas de los puestos de
seguimiento global (en el sótano -4). Ahí se hace el seguimiento de los inflexores en
todo el planeta.
Gorlov se mantuvo en silencio. Era un examen, se dijo Castillo, estaba seguro. Y
acababa de responder como un niño que se hubiese aprendido la lección de memoria
sin entender nada.
—Estas líneas representan la actividad inflexora en el planeta —añadió. Ya no
tenía más que decir sobre aquel maldito mapa y los centenares de rayas concéntricas,
redondeadas e incomprensibles que lo abarrotaban.

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—En el nivel -4 —dijo Gorlov—, efectivamente, se hace el control mundial de
inflexión cuántica. Y sí, usamos datos de los satélites.
—Satélites con sensores cuánticos —afirmó Castillo para intentar mejorar la
imagen pobre que debía de estar dando. Vio de reojo que Fred negaba con la cabeza.
—No son sensores —dijo Gorlov—. Los sensores cuánticos más potentes solo
cubren un máximo de trescientos kilómetros (poco menos de doscientas de sus
millas). La tecnología que usamos abajo, en el nivel -4, es distinta: usamos
algoritmos de cálculo para predicción de datos georreferenciados en todo el planeta.
No hay sensores en los satélites. En realidad son simples satélites de comunicaciones.
Satélites espía.
Castillo se removió en la silla. Fred no le había dicho que fuesen satélites espía.
Tendría que tragarse la arrogancia del ruso, él aún no conocía todos los detalles.
—Satélites espía, claro —afirmó, aparentando no sorprenderse en absoluto.
—Lo que hacemos es predecir estados de la realidad y comprobar cómo estos son
modificados por las inflexiones cuánticas. Robamos datos de los satélites de
comunicaciones, meteorológicos, científicos, cualquiera que tenga información que
consideremos útil. Después, procesamos los datos: economía, tráfico aéreo,
meteorología, radiaciones solares…, todo; calculamos millones de variables que
pueden ser predichas dentro y fuera del planeta. Las técnicas matemáticas más
avanzadas para predecir el futuro: minería de datos, algoritmos genéticos, lógica
difusa…
Castillo asintió automáticamente a las explicaciones del científico.
—Es sencillo —siguió Gorlov—: cuando un inflexor actúa, cambia el mundo.
Nosotros predecimos el mundo y el inflexor lo cambia. Las líneas isoinflexoras
representan los cambios en cada punto del planeta. —Dio dos golpes sobre el mapa
con su dedo índice. El dedo enjuto caía sobre Granada. Allí se agolpaban las líneas—.
Este mapa describe el mundo que cambió Miguel Le Fablec durante su inflexión en la
cafetería de la universidad.
En realidad, pensó Castillo, el mapa representaba solo una pequeña porción del
sur de España. Miguel parecía haber cambiado muy pocas cosas.
—No ha cambiado mucho —dijo Castillo.
—No, no mucho —dijo Gorlov. Hizo un gesto circular con la palma de la mano,
abarcando todo el mapa. Las líneas, concentradas en Granada se hacían muy
dispersas y suaves pocas millas más lejos—. Una inflexión sin consecuencias
notables. Potente, pero no es un Efecto Midas.
—Pero yo medí con mi sensor una inflexión que se salía de la escala…
—Esto es mucho más preciso —interrumpió Gorlov—. Hablamos de una
precisión en la estimada de variables temporales de 385 milésimas de segundo con
una probabilidad del 99,9 % (hasta los cuatro minutos). ¡Predecimos el futuro!
Gorlov dio un golpe sobre el mapa con sus nudillos leñosos. Después cogió su
taza de café. Castillo, en silencio, lo observó beber. El ruso era bueno, se dijo. Lo

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abrumaría con una tormenta de detalles matemáticos si seguía preguntando. Parecía
tenerlo todo controlado. Lo necesitaba en su equipo.
—Si somos rigurosos —añadió Gorlov—, y según se lee en el mapa, diríamos
que cualquier inflexor en un radio de dos kilómetros desde la escuela de ingenieros
de Granada podría haber generado las perturbaciones cuánticas observadas en su
sensor. Usted mismo las podría haber generado.
—Nunca me han ocurrido las cosas que les ocurren a los inflexores cuánticos, así
que dudo que yo sea uno —dijo Castillo, y sonrió a Fred. Este le devolvió una sonrisa
llena de pliegues carnosos—. Además, hay muchos otros indicios que señalan a
Miguel Le Fablec.
—Por supuesto, de acuerdo, todo apunta a Le Fablec. —Castillo sonrió
ampliamente. Estaban los dos de acuerdo. La paz, por fin—. Pero debemos ser
cautelosos para poder obtener datos concluyentes, sin perturbaciones —siguió Gorlov
—. En este caso, además, debo informar de que ha habido, de hecho, una
interferencia externa.
De pronto, Castillo se tensó.
—¿Cómo…?
—La doctora Monica Eveleigh —dijo Gorlov—. Como sabe, es un inflexor de
tipo catalizador: amplifica las capacidades de otros. Ella amplificó sin querer la
supuesta inflexión de Miguel Le Fablec en Granada.
—¿Monica? —exclamó Fred.
—Nada decisivo —empezó a explicar Gorlov. Cogió un bolígrafo del bolsillo
superior de su bata y empezó a desmontarlo mientras hablaba—. Se dejó llevar por su
ímpetu, quería traer al sujeto aquí cuanto antes, por el interés del Proyecto. Ella
amplificó mínimamente el deseo de Miguel de humillar a su exnovia. Esa muchacha
española era la última traba para el viaje a Estados Unidos.
—Monica suele ser mucho más fría… —dijo Fred. En ese momento, Gorlov lo
miró y Fred cerró la boca.
Desde su silla de examinado, Castillo los observó en silencio. No se podía fiar de
ellos, tenía que ganarse su confianza, pero no podía fiarse en esos dos dinosaurios. La
intervención de Monica en Granada era inadmisible. Gorlov tendría que haberla
retirado cuando descubrió el problema. Esa científica estirada era la favorita del ruso,
posiblemente su sucesora en la dirección técnica del Proyecto, le había contado Fred.
Quizás la mantuviese allí por eso. Tocó el bulto de su móvil en el bolsillo de la
chaqueta.
—La doctora Eveleigh debió tener más cuidado —dijo. Respiró. Afinó el tono de
su voz—. Aunque todos confiamos en su profesionalidad.
Gorlov bebió café de su taza sin apartar la mirada, las gafas obsoletas, de Castillo.
Seguía radiografiándolo, pensó él, pero eso no le iba servir de nada al ruso.
—Por mi parte —continuó Castillo—, acepto sus críticas, profesor Gorlov. Mi
próximo informe será mejor. —Se levantó—. Si hemos terminado… Debo arreglar

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unos asuntos.
—Claro —dijo Gorlov.
Castillo volvió a sonreír, con la que él consideraba su sonrisa de vendedor de
biblias, y salió del despacho. Las secretarias de Gorlov lo miraron en silencio. Les
sonrió también y después aceleró el paso. Nada más abandonar el edificio llamó por
su móvil.
—Agente Roth —dijo Castillo—, ¿todo bien por Hampton? Bien, deje a alguien
encargado allí. Traiga a un equipo. Sí, le necesito en San José.

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CAPÍTULO 8

La Universidad de San José estaba casi vacía. El campus, sin estudiantes, el


departamento de Miguel, casi desierto. Miguel miraba a la pantalla de su ordenador;
la barbilla baja, los ojos congestionados, tensos, doloridos. Dios le había castigado
haciéndole cometer aquel error que ahora parecía resplandecer en la pantalla.
«Si algo le sobra al mundo, son religiones —recordó que le había dicho esa
misma mañana a Monica, en el coche, camino a la universidad—. Dios es un buen
montaje para que unos cuantos vivan bien a costa del resto».
Y ahora Dios le había castigado. Eso era. Sus ideas, sus frases cargadas de
razones, no eran el tipo de cosas que le gustase oír a una creyente católica, apostólica
y romana, supuso. Muy creyente, Monica, si no, no hubiesen discutido sobre religión,
claro. Ella pronto estiró el cuello, se giró para mirar por la ventanilla del coche y se
negó a escuchar, a seguir hablando. No debía haber dicho aquello, supuso, sus frases
arremetiendo contra la Iglesia. Le habían dejado un regusto a vinagre que le había
acompañado todo el día. Pero eran sus ideas. Contempló de nuevo el algoritmo
erróneo que mostraba la pantalla del ordenador.
«Concentración», se dijo.
La semana no había ido bien, el día no había ido bien, era viernes, era tarde y
todo el trabajo tendría que ir a la papelera. Pero ¿qué tenía que ver Dios en todo
aquello? Monica. Era su representante, claro. Monica.
Imposible concentrarse, lo sabía, ese era el problema. Siempre estaba ella. Metida
entre sus ecuaciones, dentro de sus libros, en las rendijas del teclado. En cada
pequeño pensamiento, ella se hacía un hueco. Si no era la religión, era su pelo
moviéndose como el de las actrices italianas, su camiseta ajustada, su escote, los ojos
brillantes, el labio inferior mordido, el contoneo… «Su culo». Contempló la mesa
llena de hojas desordenadas, repletas de fórmulas y tachaduras. Y el algoritmo que él
había especificado mal. Se lo había dado a Jagdish y eso les había hecho perder todo
el día. La formulación errónea parecía parpadear ahora en el monitor, como si se
estuviese grabando en su retina para que pudiera recordarla bien durante el resto del
fin de semana.
¡Y todo por una mojigata religiosa! ¡Castigo de Dios! «De la parroquia de Saint
Thomas —le había informado ella—, Universidad Católica de Saint Stephen —¡todo
santos!—, Houston, Texas». Su etapa como catequista con el padre O’Brien, de
doscientos años de edad (llegó a cantar misa en latín), amigo intimísimo de la familia
y todo eso. Curas. Lo último que necesitaba era discutir con ella sobre sotanas en el
camino al trabajo. Un plan ideal para destrozar el día. Por la Gracia Divina. Y el error
del mes parpadeando en la pantalla.
Miró a otro lado.

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Todas las mesas estaban vacías. Ya solo quedaban Jagdish y él en el
Departamento de Ingeniería de Sistemas. Jag recogía sus cosas, resoplaba.
«Quizás deberíamos venir cada uno en nuestro coche —pensó Miguel—. Si
somos tan distintos, cada uno por su lado. Yo no la entiendo, ella no me entiende».
—¿Todo bien? —oyó de pronto la voz de Monica. Miguel se giró y la vio junto a
la puerta de entrada al departamento—. Es tarde, son casi las ocho. —Alzaba mucho
las cejas y tenía una sonrisa plana, escasa, como si ya supiese que no todo iba bien.
Miguel sonrió al verla. No quería sonreír, pero sonrió. El pelo negro y ondulado
de ella caía sobre la camiseta verde oliva demasiado ajustada, demasiado corta. Su
ombligo diminuto parecía guiñarle un ojo proponiéndole travesuras.
—Bueno… —dijo Miguel. Intentó mostrarse tranquilo, despreocupado, simular
que no tenía problemas; pero se arrepintió al instante, se sintió infantil—. Hoy no ha
salido nada —dijo, muy serio—. Todo el día perdido por un error estúpido. Mío.
Jag lo miró mientras apagaba su ordenador, y luego a Monica.
—Cuídamelo este fin de semana —dijo Jag.
¿Presuponía Jag que iban a pasar el fin de semana juntos? Sí, él acababa de oírlo.
Miguel volvió a sonreír. Le gustaba la idea. Jag sonrió también, con todos sus dientes
tan blancos reluciendo de forma casi irreal.
—Vamos, Miguel, déjalo ya; el lunes empezamos de nuevo. Pasadlo bien —
añadió cuando salía.
Miguel alzó la mano como gesto de despedida. No dijo nada. Miró una vez más al
fallo, negó con la cabeza, se echó hacia atrás el pelo que le caía en la cara y se giró
hacia Monica. «Pasadlo bien», oyó el eco de Jag en su cabeza.
—Volvamos ya a San Francisco —dijo Miguel—. Es tarde, estarás cansada.
—¿Por qué no cenamos en San José? —dijo ella—. Conozco un restaurante de
diseño, te gustará, está muy cerca, en el centro.
Miguel volvió de inmediato la vista al ordenador, pero no lo miró con odio esta
vez. Se tuvo que morder los labios para que una sonrisa enorme no se le escapase.
¡Una cita!, con la mojigata de la camiseta verde oliva. No pensaba hablar de curas
con ella. No, por supuesto, no esa noche. El algoritmo erróneo parecía querer
parpadear de nuevo en la pantalla.
—Así nos relajamos y nos olvidamos del trabajo —insistió Monica.
Miguel apagó el ordenador.

***

Consiguió olvidar el trabajo. Como embobado, casi no apartó la mirada de ella en


toda la cena. El pelo de actriz italiana, los labios, que a veces se mordisqueaba…,
incluso hubiese jurado que le brillaban más los ojos.

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A veces bajaba la vista hasta el pequeño crucifijo dorado. Destellos en el escote
como llamando por morse. Miguel, por un instante, se quedó embelesado en la
sombra del canal entre sus pechos; podía distinguir un asomo mínimo de encaje
negro. Perfecto. Después volvió a los labios. Parecían pedirle que apartase las
palabras con un beso atropellado, sin aviso.
Monica también le miraba mucho, Miguel estaba seguro. Le observaba con algo
que a él le parecía… ¿deseo?, dudó. La mojigata de camiseta verde. Apenas probaron
la comida de diseño que les sirvieron.
Cuando Miguel vio que Monica dejaba los cubiertos sobre su magret de canard
con ostras y piña casi intacto, y que le miraba con la boca entreabierta, sintió la
electricidad bajo el ombligo.
«Ahora», se dijo. En ese momento el camarero vino a recoger los platos y Miguel
tuvo que apartar su mano, que ya casi había apresado la de Monica. Se sintió como
un soldado en retirada y maldijo al camarero y a sus platos triangulares. Ella no
dejaba de mirarle a los ojos.
Un instante después, el maldito camarero trajo los postres y los incrustó entre
ellos. Miguel se tragó sus deseos y observó su trozo de tarta de… lo que fuese, con la
boca apretada. Después subió la vista hasta Monica. Ella ya había empezado su pastel
de chocolate. Descubrió de inmediato una mancha oscura sobre su boca. Ella se
mordía, en ese gesto tan suyo, la parte derecha del labio inferior como si hubiese
adivinado la presencia de la mancha y la quisiese chupar. Pero la pincelada de
chocolate no estaba ahí, no la encontraría, se dijo Miguel, divertido, estaba justo
arriba. Aquel mordisqueo del labio la hacía parecer pensativa. O excitada. ¡Excitada!,
decidió Miguel, y alguna parte de su cerebro pensó en chupar el chocolate él mismo.
Y sintió que se le encogía el abdomen. Entonces, Monica lo miró a los ojos, con el
labio aún mordido y Miguel dejó de respirar.
—¿Sabes que la NASA…? —dijo ella.
—Tienes chocolate en el labio —dijo Miguel. Su mano derecha se escapó y su
dedo pulgar lo limpió con un solo movimiento. Vio los ojos azules de Monica seguir
el recorrido del pulgar.
Miguel chupó el chocolate en su dedo. Sabía a ella, pensó, a sus labios. Monica se
quedó con la boca abierta en una o minúscula.
Y Miguel se acercó a la o.
Caos en los labios y sabor a chocolate.
Miguel no tardó en sentir una convulsión en lo que él llamaba el sector del
hiperespacio, localizado entre el estómago y la nuca. Estaba loco por Monica, ya no
había duda.
El viaje de vuelta a San Francisco también se desarrolló en el hiperespacio, o en
algún lugar parecido. Miguel se teletransportó hasta la ciudad con los sentidos justos
para mantener el coche dentro de las curvas de la autopista.

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***

Monica observaba a Miguel. Tenía la mirada risueña, fija en la carretera, como si las
señales de tráfico le hiciesen gracia. Puso un dedo en la boca de él cuando intentó
decir algo. Y eso lo calló, pero Miguel humedeció aquel dedo con sus labios y el
gesto hizo que ella se excitase aún más.
Lo deseaba. Mucho. Y él la deseaba a ella.
«¡El deseo de Miguel!», recordó de pronto.
Monica sintió como si una tenaza le aprisionase el estómago. Miguel podría ser
un midas. Sería capaz de hacer que se volviese loca por él con solo desearlo. Podría
estar haciéndolo en ese momento: dominar su voluntad porque la deseaba, como
había dominado la voluntad de su exnovia para humillarla.
Ella siempre cumplía las normas. Ahora tenía una misión que no estaba
cumpliendo, unas normas que se iba a saltar…, simplemente porque él la había
besado.
Monica lo miró de nuevo y se sintió como una marioneta; imaginó un hilo
invisible obligándola a girar la cabeza en ese momento. Él seguía con su sonrisa
estúpida. Podía confiar en él, se obligó a pensar, con el miedo todavía agarrado al
estómago. Luego, Miguel se retiró un mechón de pelo de la frente con un golpe de
cabeza y Monica sintió que la piel le hormigueaba desde el pecho hasta las rodillas.
¿Cómo sería el sexo con un midas? ¿La dominaría, se apoderaría de su cuerpo, de su
mente, algo así? Era una locura, pero… Su respiración se aceleró. Se prohibió pensar
en el Efecto Midas. Se prohibió pensar en nada más que en el sexo que notaba en los
pechos, bajo el ombligo, por los muslos…
«Pero… ¡La casa de Miguel está llena de cámaras, micrófonos, sensores!».
—¡Vamos a mi apartamento! —dijo Monica.
Minutos después, Miguel paraba el coche frente al apartamento. Cuando bajaron,
la cabeza de Monica ya se había llenado con imágenes de él lamiendo chocolate por
todo su cuerpo. El hormigueo, como eléctrico, se había concentrado cerca de sus
ingles.
Entraron en el edificio con estruendo de ejército en busca de botín, subieron las
escaleras a toda prisa y, una vez en su piso, sin pasar más allá del salón, se
desnudaron. Sin hablar, sin orden, acompañados por el mismo caos y la misma
urgencia con que se habían besado en el restaurante, se deshicieron de todas sus
ropas.
Cuando el tanga de Monica, negro, mínimo, se deslizó por sus piernas, Miguel se
detuvo. Parecía que se deleitaba con su cuerpo desnudo. Él la miró a la cara y ella
sonrió, mordiéndose a la vez el lado derecho del labio inferior. Y aquel gesto pareció
disparar a Miguel.

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Se abalanzó sobre ella y la volvió a besar, a tocar. Al instante Monica sintió que le
ardía todo el cuerpo: le ardía el sexo, le ardían los pechos, le ardía allá donde Miguel
la tocaba; y Miguel no dejaba de hacerlo: la tocaba, mucho, por todas partes, su
pubis, él parecía no poder dejar de acariciarlo, amasarlo; Monica lo sentía casi como
una tortura; sus pezones, los sintió como si quisiesen salir de su cuerpo cuando él los
rozó; su cuello, sus orejas, las besaba, las mordía, las mojaba con su lengua.
Cuando Miguel humedeció con sus labios uno de sus pezones, Monica sintió una
descarga que la separó convulsamente de él. Lo observó despacio, recorrió con la
mirada su cuerpo: su pecho subiendo y bajando a toda prisa por la respiración
entrecortada, el pene a punto de estallar. «Si esto es lo que puede hacer un midas, lo
probaré hasta el final», se dijo. Volvió a abalanzarse sobre él. Lo besó con toda la
violencia que encontró en su mandíbula, en su lengua; eso parecía excitarlo e hizo
que él la agarrase como si quisiera estrujarla. Sintió los dedos tensos clavarse en sus
glúteos. Monica entonces lamió su cuello, su pecho, sus brazos. Miguel empezó a
jadear de nuevo como si no hubiese aire en aquel salón para los dos. Y ella cerró los
ojos. Oía su respiración apremiante. Escucharlo la excitaba, todo la excitaba. Lamió
sus pezones y lo miró: estaba arqueado y su pelo largo caía hacia atrás; eso le
gustaba, ver su pelo ondeando como el de un bárbaro. Entonces percibió su olor, el
olor húmedo, de miel densa y roble antiguo, de Miguel. Lo conocía desde mucho
antes, sabía que lo conocía, pero ahora lo identificaba sobre todos los olores, se había
multiplicado y estaba por todas partes. Respiró profundamente la miel y el roble y
sintió cómo la humedad de su sexo le quemaba el interior de los muslos. Lamió sus
piernas, su piel erizada con la misma electricidad que parecía impulsarla a ella,
impregnada en su olor, y se vio, sin saber cómo había llegado allí, tumbada sobre su
viejo sofá granate, con la espalda clavada en la tela áspera del asiento.
Respiró con espasmos que elevaron su abdomen varias veces antes de que Miguel
se arrodillara para ponerse frente a ella. Entonces se fijó de nuevo en su pene. Se
sentía salvaje. Quería su sexo, lamerlo, besarlo, tenerlo para ella; se incorporó, lo
buscó y lo consiguió; y unos segundos después estaba en otra postura imposible y
descontrolada, doblada sobre él, sobre su pene, en un beso que la excitó de una forma
que no recordaba. Después, se tiró de nuevo en el sofá.
Miguel se dobló sobre ella y, como si quisiera abarcarla entera, la penetró y la
besó a la vez. Monica se arqueó y llenó sus pulmones con el olor de Miguel hasta no
poder expandir más su tórax. El sofá volvió a clavarle su textura hosca en la espalda.
Ella la sintió como una punzada de realidad en aquel ensueño lascivo, algo que venía
a decirle que no era una fantasía, que era de verdad, el sexo con el midas, el hombre
más poderoso del planeta; y aquello excitó su cuerpo hasta sentir que perdía la
tensión en las venas.
Repitieron los juegos varias veces más esa noche. Sin orden ni preámbulos, como
la primera vez, en el sofá granate, como si estuviesen poseídos por algún espíritu
obsceno que viviese en aquel mueble.

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El resto del fin de semana lo pasaron juntos, sin separarse más de unos metros.
Durmieron poco y comieron menos. Sin salir de allí, en plena anarquía, ajenos al
horario. Cualquier asomo de racionalidad desapareció del apartamento durante
aquellos dos días. Monica no deseaba pensar, solo deseaba a Miguel, no quería
preocuparse por nada más, no pensaba enfrentarse a sus miedos. No, no lo haría hasta
que acabase el fin de semana. Luego recapacitaría, quizás. Eso había decidido.
Cuando terminase el fin de semana.

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CAPÍTULO 9

El fin de semana estaba a punto de concluir. Monica acarició el tapizado áspero, frío,
del sofá granate de su salón y empezó a tocar la realidad. Su vida, la de todos los días,
llena de miedos, compromisos y personas que la iban a juzgar, empezó a acudir a su
pensamiento con la misma tozudez con la que se apagaba el atardecer del domingo.
Separó las manos de la tela granate como si esta le hubiese dado una descarga de
estática. Después se tocó el cuello, sintió sus venas latir bajo la piel y la realidad se
fue. A través de la ventana vio moverse las petunias moradas con la brisa. Macetas
con flores bajo el marco de la ventana; era una costumbre que había heredado de su
madre. «Algo mediterráneo», decía mamá. Sintió un mareo ligero al ver las flores
moverse, como si estuviera en un barco. Después recordó que llevaba dos días sin
apenas comer. Decidió no moverse del sofá, de su hueco, como un nido, entre el
tapizado áspero y el cuerpo de Miguel. Cerró los ojos y se dejó llevar por un ensueño
leve, refrescante, como la brisa marina que entraba por la ventana del salón.
En ese momento, sintió cómo Miguel enredaba un dedo en una onda de su pelo.
Lo notó hurgar en su melena de una forma deliciosa, como si masajease su cabeza. Y
esa sensación transportó su ensueño. Sintió de pronto los pequeños tirones que le
daba su madre de niña, al peinarla en las mañanas frescas, antes de ir al colegio.
«Como una emperatriz», le dijo mamá un día después de peinarla. Era la primera
vez que ella preparaba el desayuno para toda la familia. No debía de tener más de
diez años. Mamá sonreía orgullosa. Su voz fue tan suave que parecía que no era de
ella; siempre usaba un tono mucho más severo, como si diera órdenes militares todo
el tiempo.
Pero ese día acababa de peinarla con una coleta alta y muchos tirabuzones le
colgaban a los lados de la cara. Le dio un beso cuando terminó de arreglarle el pelo.
«Como una emperatriz. El Señor te recompensará por ser tan madrugadora, tan
aplicada y tan obediente», añadió. Después, le fue hablando del cielo de los niños
buenos, de angelitos y cosas así, todo el camino, hasta dejarla frente a la puerta de
madera del colegio del Sagrado Corazón.
Mamá, una personalidad fuerte, mediterránea. «Angela Eveleigh. Antes, Angela
Graziano, Graziano de Nápoles», solía decir para hacer constar sus orígenes. Con
orgullo, aunque no sabía más de diez palabras en la lengua de sus abuelos y había
pisado Italia solo una vez, para oír al Papa dar misa en la plaza de San Pedro.
Católica, muy católica, muy practicante. Como toda su familia. Todos con sus
crucifijos de oro. Santa Gema guardaba su habitación de niña. Todo armonía en aquel
hogar bendecido por Dios… Hasta que un día empezaron los problemas: Patrizia y
mamá, y sus peleas.

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Patrizia tenía catorce años, ella doce. A partir de ese momento, incluso el
desayuno que ella preparaba servía de excusa para iniciar el cruce de frustraciones,
enormes rocas angulosas de odio lanzadas con catapulta. «Podrías imitar alguna vez a
tu hermana: hace sus tareas muy temprano y prepara el desayuno de la familia…»,
«Mi hermana es perfecta, como Dios, no se puede imitar», «¡No te consiento que
blasfemes en esta casa!».
Monica sintió un escalofrío que le cruzaba de un hombro a otro como si un
ciempiés anduviera paseándose por su espalda. Insectos corriendo por todo su cuerpo.
Odiaba aquellos recuerdos, los odiaba. Las peleas entre mamá y Patrizia. Siempre
enfrentadas, las dos, y a veces ella también, y papá, todos, excepto Paul, que solo
lloraba. Paul estudiaba ahora con los jesuitas, era el más influenciable y mamá
esperaba que algún día se ordenase. Ella misma también había congeniado con la
Iglesia, pero no tenía la vocación de Paul. Y Patrizia…, en fin, entre otras muchas
cosas que enfurecían a mamá, Patrizia nunca había tragado a los cuervos de la
sotana, como solía llamarlos. No era mala, Monica estaba convencida, pero no
soportaba a los curas. O quizás era solamente que no soportaba a mamá. Daba igual,
su hermana se había ido a Nueva York y mamá y ella no habían vuelto a hablarse. La
religión las había separado, a mamá y a Patrizia, eso era seguro.
Monica bajó la mano por su cuello y tocó su pequeño crucifijo de oro. Lo sintió
frío, metálico. Ausente. Como si allí solo quedaran ya su piel y un metal insensible
sobre ella. Giró un poco la cabeza, entreabrió los ojos y contempló los dedos de
Miguel enredando su pelo. Al ver la mano de él, los bichos de la espalda —todavía
quedaba alguno recorriéndola— desaparecieron de inmediato. Todos.
Era increíble el efecto de Miguel sobre ella. Miguel, un descreído antirreligioso
tan radical como Patrizia. Patrizia traía ciempiés a su nuca y él, en cambio, los
espantaba.
Recordó el enfrentamiento con Miguel del viernes por la mañana. Habían
discutido de religión. Él también había hablado de los cuervos de la sotana, o algo
parecido. Al final del mismo día ya estaban desnudos en el sofá granate. Pero
recordaba que esa mañana se había sentido furiosa. «Dios es un buen montaje para
que unos cuantos vivan bien a gusto a costa del resto, —le había dicho él—. Pero no
te ofendas», había añadido, como si decir de los creyentes que eran unos borregos,
embaucados y pastoreados por la Iglesia para llenar sus arcas no fuese ofensivo. Ideas
autocomplacientes de ateo. Miguel parecía sentirse liberado al escupir aquellas frases
mientras se rascaba las palmas de las manos. Monica había hecho un intento mínimo
de defender a la Iglesia, pero Miguel le habló de las múltiples Iglesias y de los
múltiples dioses verdaderos que «constataban el error de los creyentes». El discurso
típico de un ateo.
Miguel y ella habían logrado superar la discusión de aquella mañana, se dijo.
Según palabras de Miguel: «Haciendo el amor y dejando la teología para los curas».
Monica sonrió. Él no sabía hablar de religión sin arremeter contra la Iglesia. Lo

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llamaba ideales, pero Monica resolvió que era una de sus posturas exageradas e
infantiles. No merecía la pena discutir: ella tenía su Dios y él sus ideales. Todos en
paz.
Contempló el cuerpo de Miguel: desnudo, fibroso, un poco flaco, tendido junto a
ella con los ojos cerrados; y jugando todavía con su mechón. Y volvió a su mente el
ajetreo del sexo, el vaivén rítmico del pelo tostado de Miguel. Apretó los brazos del
crucifijo y estos se le clavaron en las yemas de los dedos.
Varias escenas de sus cuerpos en lucha pasaron por su cabeza. Y sintió por un
momento que se ruborizaba; se cubrió los pechos y cruzó las piernas desnudas.
Siempre, pensó, ¡siempre! se avergonzaba después del sexo. Quizás fuese por su
educación católica, se dijo, por la represión y todo eso. Aunque ella estaba segura de
que su Dios le perdonaría esos… ¿cómo lo llamaba el padre O’Brien? Sí: «Arrebatos
de lujuria que hay que cercenar». Decía cosas así cuando mamá lo invitaba los
domingos a comer a casa, después de misa. El padre O’Brien le recordaba su
adolescencia. Se acurrucó un poco más entre el sofá y el cuerpo de Miguel. En
aquella época ella ayudaba en las clases de catequesis de la parroquia de Saint
Stephen. Los amores impetuosos de los quince años le agarrotaban el estómago y
hacían que le picase todo el cuerpo. Ahora se sentía así: el estómago encogido, la piel
llena de pequeños pinchazos como si el tapizado del sofá fuese de esparto. Como una
adolescente… Volvió a tocarse el cuello, el pulso bajo el pecho, el crucifijo.
Miguel abrió los ojos en ese momento y la miró con su mirada del color de las
raíces. Lasciva todavía, agotada casi.
Se observaron en silencio. Era perfecto.
—¿Qué miras? —dijo Miguel—. ¿Te parezco un bicho raro? —Sonreía.
Monica se incorporó de pronto. Sintió un tirón en la cabeza al desenrollarse
bruscamente su rizo entre los dedos de Miguel.
«¡Un bicho raro!», pensó mientras se levantaba del sofá. La realidad le tiraba del
pelo para que despertase de una vez. No, no todo era perfecto. Miguel lo acababa de
decir: él era un bicho raro.
—Tengo sed —mintió Monica, por decir algo, mientras el torbellino de miedos
que había aplacado durante el fin de semana se precipitaba en su cabeza.
Dando la espalda a Miguel, caminó hacia el vaso de agua que había sobre la mesa
redonda del salón, junto a la ventana. Aunque él ya no podía ver su cara, mantuvo
una sonrisa falsa en su boca.
Cogió el vaso de agua y se lo bebió de un trago. Como si fuese sosa cáustica,
sintió que el líquido bajaba por su cuerpo, abrasando, intentando limpiar sus culpas y
sus miedos. Pero no limpió nada. Golpeó con el vaso vacío sobre la mesa.
Miguel seguía siendo un posible midas, el objetivo de su trabajo, y ella no había
cumplido con su misión. Esa era la realidad. Puede que Dios, e incluso el padre
O’Brien, la perdonasen por lo de la lujuria; o su madre por acostarse con un apóstata,
azote de cristianos. Pero Vladimir no la iba a perdonar. Era la segunda vez que le

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fallaba. Monica notó cómo el aire se bloqueaba en su garganta. Se aproximó a la
ventana, manteniendo a Miguel a su espalda. Había fallado, se repitió. Otra vez.
Monica empezó a mover rítmicamente una pierna, a tamborilear con los dedos sobre
el marco de la ventana. Hacía frío fuera y vio cómo se le erizaba la piel desnuda.
Apoyó en el marco los antebrazos cruzados sobre su pecho. La tierra de las petunias
estaba seca; había olvidado regarlas ese fin de semana.
—Vas a resfriarte, ahí desnuda —oyó que decía Miguel a su espalda. No podía
responder.
«Lo he estropeado todo», se dijo. Su misión era hablar con Miguel en la cena del
viernes, embaucarlo para que visitase los laboratorios de la NASA, no liarse con él.
Llevaba obviando pensar en ello durante todo el fin de semana. Había enterrado
aquella idea en el hueco más profundo que había encontrado en su cabeza: bajo
bloques macizos de pasión, de sexo, de vergüenza por el sexo, de temor a Dios, bajo
los sentimientos hacia Miguel, debajo incluso del miedo hacia Miguel y su capacidad
para dominarla; bajo todo lo que había encontrado. Vio varios coches, los oyó forzar
sus motores subiendo la calle y, al final de la cuesta, una furgoneta negra aparcada.
Era como las que usaban para vigilar a los inflexores. Se agarró al marco de madera
de la ventana.
¡Su misión incumplida! Ellos ya lo sabrían. Vladimir la repudiaría, quizás la
echase del Proyecto. Respiró profundamente cuando el chirrido del motor de un
coche que pasaba junto a la furgoneta negra ahogó el sonido en la calle. Los pétalos
de las petunias revolotearon con la brisa y Monica sintió otro escalofrío. Después se
giró hacia Miguel. Él aún sonreía, mientas la contemplaba desde el sofá granate y
áspero del sexo. Seguía siendo perfecto.
Sexo. Perfecto. Miguel. ¿Por qué se tenía que avergonzar?
No pensaba arrepentirse de lo que había hecho, se dijo de pronto, ¿por qué razón
iba a arrepentirse? De nuevo estaba proyectando más vergüenza sobre sí de la que
merecía; como con lo de la lujuria. Solo había actuado como una adulta, pensó, no
era culpable de nada. La misión aún se podía recuperar. «¡Qué le importa a Vladimir
lo que haga yo!», pensó. Debía hablar con Miguel sobre la NASA, ¿no? Pues bien,
ahora podía hacerlo perfectamente. Nadie le había dicho si debía hablar con el sujeto
sentada a la mesa de un restaurante o en la cama, ¿verdad? O en un sofá. De acuerdo,
lo haría en el sofá, entonces.
Vio su cartera de trabajo sobre la mesa, junto al vaso. La cogió, buscó un papel
dentro, lo sacó y se fue hacia Miguel.

***

Miguel vio cómo Monica se acercaba al sofá, casi desnuda, con una hoja de papel en
la mano. Le excitó pensar qué nuevo juego se le habría ocurrido y se incorporó para

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recibirla.
—Mira —dijo Monica, entregándole la hoja.
Miguel observó el tanga de Monica, apenas oculto tras el papel que le tendía.
Pensó que sus sueños no podrían haberse cumplido de una forma más completa.
Inmediatamente después enfocó la vista sobre el membrete de la hoja. Un
logotipo azul y rojo. El emblema de la NASA encabezaba aquella carta.
«Mis sueños», pensó.
—¿NASA?
—Te lo intenté contar durante la cena del viernes —dijo Monica—, pero…, ya
sabes.
Miguel cogió la carta, la leyó y miró a Monica, con la boca un poco abierta.
—Te han concedido una beca de investigación en NASA Ames —dijo Miguel.
—Hace meses que la pedí. ¿No es genial? Con el profesor Gorlov, el que le dio la
taza de la NASA a tu jefe, ¿recuerdas? —Le guiñó un ojo—. Quizás también tenga
un trabajo para ti…
Monica empezó a explicar que el profesor Gorlov conocía a mucha gente en la
universidad, que solía colaborar con otros departamentos, que tal vez ellos dos
podrían trabajar en Ames… Miguel volvió la mirada al logotipo de la NASA, los ojos
entornados, e imaginó uno de esos emblemas impresos sobre una bata blanca. La
suya.
—Me encantaría ir allí —dijo, en un susurro, sin apartar la vista del logotipo rojo
y azul de sus sueños.

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CAPÍTULO 10

La furgoneta negra de seguimiento paró frente a un pequeño edificio del Centro


NASA Ames. Walter Castillo bajó a toda prisa. Había pasado más de cuarenta y ocho
horas sin apenas salir de ese vehículo. Era lunes, muy temprano, acababa de
amanecer y él apenas había dormido. Pero no sentía sueño. Desde aquella furgoneta,
aparcada en la parte alta de la calle en cuesta, habían conseguido vigilar a Miguel y
Monica a través de las ventanas del apartamento de ella. No era momento de dormir,
desde luego, pensó. Debía haber ordenado a Roth que llenase el piso de Monica de
cámaras y micrófonos. Esa estúpida.
Mientras avanzaba con pasos largos y contundentes, como si quisiera romper el
hormigón de los cimientos con sus pies, Castillo miró a su reloj. Gorlov ya estaría en
su despacho, esperando el primer sol de la mañana; tan tranquilo, estaba seguro.
Completó en pocos segundos el trecho entre la furgoneta y la entrada al pequeño
edificio de ladrillo, y accedió empujando la puerta con un golpe. Pensó que debía de
parecer un pistolero entrando en un salón del Salvaje Oeste y decidió moderarse. Se
detuvo un momento. Aquellos científicos que jugaban a operativos de los servicios
secretos sabrían mucho de átomos y de física cuántica, pero no sabían nada sobre
cómo llevar a cabo una operación. «¡No tienen ni idea!». Se ajustó el nudo de la
corbata para recuperar la calma y siguió andando.
Consiguió hacer el ademán de una sonrisa cuando se encontró frente a las
secretarias de Gorlov. Una de ellas alzó la vista y después volvió a teclear en su
ordenador, sin decir nada. Karen, recordó Castillo, el perro guardián del ruso; llevaba
con él desde que llegara a Estados Unidos. La otra, la más alejada de la puerta del
despacho, una joven negra llamada Sherry, le devolvió la sonrisa.
«Demasiado guapa para este antro de científicos caducos», pensó.
—¿El profesor Gorlov?
—Le espera —dijo Sherry. La palma pálida de su mano le indicó la puerta
entornada del despacho.
Castillo se estiró el traje gris, impecable, recto, alzó la garganta y se volvió a
subir el nudo de la corbata. Después, borró la media sonrisa de su cara y entró en el
despacho acompañado por dos golpes rápidos de nudillo en la puerta.
Cuando entró, Gorlov lo observaba como si lo hubiese estado viendo antes
incluso de cruzar el umbral. Inexpresivo como siempre, tras sus gafas viejas, sentado
a la mesa de madera vieja, con su misma mirada vieja. Castillo cerró la puerta del
despacho con un movimiento rápido y preciso, sin portazo.
—Se ha liado con él —dijo el agente de la CIA.
Gorlov no respondió, solo le indicó con su mano huesuda una de las sillas delante
de la mesa. Pero Castillo permaneció de pie.

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—Esto no es profesional: se ha liado con Miguel Le Fablec —insistió—, su
protegida.
—No es mi protegida —dijo Gorlov. No se movió nada al hablar.
A Castillo le exasperaba la inmutabilidad del ruso.
«¡Qué más da lo que sea! —pensó—. Se ha liado con él».
—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Castillo—. ¿Podemos permitir que alguien
implicado sentimentalmente con el sujeto siga en la captación? —Él sabía que no.
Monica ya había vulnerado las normas antes, cuando amplificó la inflexión en la
universidad de Granada. Ahora se había saltado todos los límites. Gorlov no podría
negarlo.
—Veremos —fue la respuesta del ruso.
Castillo respiró profundamente, despacio. Y buscó una cara que ocultase su ira.
Gorlov no solo había cometido la torpeza de asignar una operación de inteligencia a
una no profesional, sino que además se enfrentaba a él. ¿Para defender a su alumna
aventajada? No le importaba para qué. Encontró la expresión que buscaba y se la
aplicó como una máscara. No podía verse en ningún espejo, pero sabía que su rostro
ahora no expresaba mucho más que el del ruso. Podía cambiar de cara a voluntad y
hacer muchas otras cosas necesarias para su trabajo. Él sí era un profesional, y no
hubiese fallado como aquella aficionada de espía.
—Al final lo ha captado —dijo Gorlov.
Castillo no dejó que su rostro se moviese ni un milímetro. El maldito ruso la iba a
defender otra vez, estaba claro. Sí, era cierto que al final Monica lo había captado;
ella había mandado un mensaje al laboratorio informando (lo único que había hecho
bien, dentro del protocolo). Lo había captado, pero no era procedente que se acostase
con él. Si su relación fallaba, el sujeto podría alejarse del camino marcado hacia el
Proyecto. ¿Es que Gorlov no sabía eso? Claro que lo sabía, pero al parecer pensaba
defender hasta el final a Monica. Tenía sentido. «Ella es la hija que nunca tuvo con su
mujer y que sí ha tenido con la ciencia», le había dicho Fred. Tonterías.
—Lo ha captado, es cierto —dijo Castillo—. Pero la quiero fuera de la operación.
Gorlov no dijo nada.
—Debo irme ahora —añadió Castillo—. Ya hablaremos —dijo mientras abría la
puerta.
Él mismo se encargaría de que Miguel no se saliese de su guion si llegaba el caso.
No iba a escapar solo porque aquel científico trasnochado quisiese defender a sus
colaboradores como si fuesen hijos. Cerró la puerta del despacho de Gorlov con un
golpe decidido. Sin portazo.

***

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Gorlov se quedó mirando la puerta por la que acababa de desaparecer Castillo. Aún lo
veía allí, cargado de razones contra él, cargado de ira bajo su máscara de jugador de
póquer.
Pero ¿en qué estaba pensando Monica para acostarse con Miguel?, ¿había perdido
el juicio?, pensó el científico. Era inexplicable; confiaba mucho más en la seriedad de
ella. Inexplicable.
Descolgó el teléfono. «Castillo se ha descubierto», pensó mientras marcaba el
número de Fred. Castillo se había mostrado por fin como era: al más mínimo
problema había intentado hacerse con las riendas del Proyecto. Estaba claro que no
pensaba dejar que nada escapase de su dominio. Había venido para controlarlo, el
Proyecto. Y a ellos, por supuesto.
Alguien descolgó después de varios tonos y Gorlov oyó la voz de una de las
secretarias de Fred.
—El director Windhorst está en el sótano —fue su respuesta cuando Gorlov le
preguntó.
Volvió a marcar, esta vez el número de Eugene Barrett. «En definitiva —pensó—,
Monica aún no ha estropeado nada; no ha actuado correctamente, eso es cierto, pero
su acción ha servido para desenmascarar a esa hiena con corbata. Eso está bien,
conocer a qué nos enfrentamos con Castillo. Nos quiere controlar. Fred tiene que
saberlo. —Barrett tampoco cogía el teléfono—. ¡Pero ¿dónde están todos esta
mañana?!».
Gorlov colgó. Le pareció oír que alguien hablaba con sus secretarias al otro lado
de la puerta.
Monica era el problema más urgente, decidió, tenía que hablar con ella, ver qué
había pasado por su cabeza para liarse con Miguel. El sol, como todas las mañanas,
empezó a iluminar la pared. Gorlov contempló las bandas anaranjadas. Debido a
aquella luz, recordó, Fred solía bromear diciendo que su despacho era el rincón más
romántico de NASA Ames, tonterías así. «Rincón romántico», se repitió. ¿Y si
Monica se había enamorado de verdad? Cogió un bolígrafo de plástico blanco de su
mesa y empezó a desmontarlo, a desenroscar sus piezas. Si se había enamorado,
puede que tuviese que alejarla del Proyecto una temporada (odiaba darle la razón a
Castillo). Metió el pequeño muelle dentro del bolígrafo y enroscó las piezas de
nuevo. Aunque, por otra parte, si la dejaba con Miguel crisparía la meticulosidad del
agente, lo enfurecería y le quitaría buena parte de sus máscaras, sus sonrisas; como
acababa de ocurrir hacía un momento.
Llamaron a la puerta del despacho. Gorlov se quedó observándola, pero no
respondió. Oprimió el pulsador del bolígrafo. No salió la punta; se había dejado el
tubo de tinta en la mesa al montar las piezas. Entonces se dio cuenta del problema. Se
recolocó las gafas. No estaba contando con ella.
Cogió las partes del bolígrafo y abrió un cajón. Decidió que debía hablar con
Monica cuanto antes. Durante unos segundos, se mantuvo pensativo, manoseando las

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piezas de plástico. Castillo la quería fuera… ¡Castillo no sabía lo que decía! Monica
era el catalizador de Miguel. Volvieron a llamar y Gorlov tiró las piezas al cajón.
—¡Adelante!
Era Eugene Barrett. No llegó a entrar, se quedó en la puerta mirando por encima
de sus pequeñas gafas redondas. No sonreía con su sonrisa de ratón, como solía hacer
cuando llegaba a su despacho, y estaba un poco encorvado, parecía que le pesasen las
noticias.
—Monica está con Fred en los niveles inferiores —dijo Barrett, después
carraspeó y se subió las gafas.
«¿Y por qué no ha venido a verme a mí antes?», pensó Gorlov.
—Vamos abajo —dijo, y se levantó.

***

Monica había decidido hablar primero con Fred Windhorst. Las paredes de la sala de
reuniones del nivel -3, plásticas, blancas, limpias en exceso, generaban en ella un
calor inexplicable, de mazmorra medieval en las entrañas de la tierra. El mismo calor
que había sentido cuando le explicó a Vladimir su inflexión en Granada, su primer
error.
Había decidido que no podría enfrentarse directamente con Vladimir, con su
mirada inexpresiva y su acento ruso amplificado por la decepción. Fred, en cambio,
siempre le había parecido un gigante bueno de cuento de niños.
Casi siempre, porque ahora Fred la observaba con dos enormes arrugas carnosas
que comprimían su entrecejo y casi ocultaban sus ojillos claros.
—Esto debemos hablarlo con Vladimir —dijo Fred. Había entrecruzado sus
dedos de gigantón sobre la mesa y miraba a Monica a los ojos.
Ella evitó su mirada, pero él insistió con una voz exageradamente grave:
—Has podido estropearlo todo. Además…
En efecto, pensó ella, el día no iba a ser fácil. Todos tendrían alguna secuela
nefasta y futurible que echarle en cara con cejas comprimidas y voz profunda de juez
inglés. Volvió a sentir una punzada de dignidad: ella no había estropeado nada
todavía. El olor a miel y roble viejo de Miguel revoloteó por su memoria, y Monica
tuvo que reprimir un conato de excitación. Se irguió en la silla. Pensaba defenderse.
En ese momento Barrett entró en la sala de reuniones. La miró por encima de sus
gafas redondas y después miró a Fred. No habló. Monica supuso que vendría a unirse
a la reprimenda, al juicio. Detrás, entró Vladimir.
Monica sintió que volvía a encogerse. La expresión del científico no decía nada.
Ni ella, que casi siempre podía ver algo de lo que sentía el ruso tras aquellas gafas de
pasta, lograba ahora descifrar sus pensamientos. Aunque los podía imaginar.

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Vladimir mantuvo todo el tiempo su mirada sobre Monica mientras él y Barrett se
sentaban. Ninguno abrió la boca y Fred se calló también. Por supuesto, concluyó
Monica, era ella quien debía explicarse. Bajó la vista a sus manos, pero seguía
sintiendo el peso de las miradas. Un tribunal de la Inquisición allí reunido para
juzgarla. Y quemarla. Sus piernas empezaron a moverse rítmicamente. El calor
imposible en aquella sala aséptica comenzó a nublarle la vista. Sentía el aire denso y
caliente, como vapor de alquitrán. Sus piernas se movían sin parar. La Inquisición.
¿Dónde estaba ahora su fuerza? Se mordió el labio.
De pronto, con la claridad que le proporcionó el mordisco, vio los papeles que
llevaba en las manos. Era el informe de su misión. Su misión cumplida. Alzó la
mirada.
—Miguel Le Fablec ha solicitado venir a ver los laboratorios de la NASA —dijo
Monica. Sintió su voz tenue, pero se esforzó en hacerse oír. Se enderezó—. Vendrá
voluntariamente al lugar de la prueba. El objetivo ha sido alcanzado con éxito. —
Aquello último le sonó falso, a arenga de película de comandos. Pero era verdad, lo
decía el informe.
Volvió a haber silencio en el tribunal. Monica supuso que ahora vendrían las
reprobaciones, los alegatos en contra de su proceder lascivo, irresponsable, egoísta.
El pecado. La hoguera.
—¿Quieres a Miguel? —preguntó Vladimir, en cambio. Apenas había acento ruso
en sus palabras.
Barrett y Fred se giraron hacia él; tenían la expresión arrugada del que escucha a
un genio decir sandeces. Monica cerró los ojos. El calor de las llamas se iba. Sintió
que era su padre, o alguien que bien podría serlo, el que le preguntaba por sus
sentimientos. A Vladimir no parecía importarle nada más ahora. Solo ella. Sabía que
no podía ser así, que Vladimir estaría intentando salvar el Proyecto, sus
investigaciones, la captación de Miguel, el resultado de toda una vida dedicado a
estudiar a los inflexores cuánticos. Pero en ese momento, ella era su primer interés.
Tuvo ganas de levantarse y darle un beso en la mejilla, como si estuviese
respondiendo a su propio padre.
—Sí —dijo Monica, rotundamente, y sintió un picor en la cara como si acabasen
de abrir frente a ella una ventana al aire de las Rocosas.

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CAPÍTULO 11

A Monica le gustaba notar el aire fresco en la punta de la nariz. Amanecía. El olor


pegajoso del Pacífico en verano, que entraba por la ventana del salón, se mezclaba
ahora con el olor de Miguel. Después de dos meses, desde que Vladimir le permitiese
seguir «su aventura con el supuesto midas», el olor a miel y roble viejo había
ocupado toda la casa. Se había adherido al sofá granate del sexo. A Monica se le
escapó una sonrisa.
Dejó de teclear en el portátil y giró la cabeza hacia la ventana abierta del salón.
Recordó el gesto arrugado de Miguel cuando se la encontró recibiendo al amanecer
en la ventana (más o menos como hacía ahora), la primera mañana después de irse a
vivir juntos a su apartamento.
«Desde los diez años —le había explicado a Miguel aquella vez—, me levanto
antes de que amanezca, trabajo un poco y preparo el desayuno de todos los de la casa;
cada día». Él arrugó aún más el gesto y le dijo que madrugar tanto era inhumano.
«Siempre he sido un poco rara». «Yo tengo rarezas peores», había respondido él.
El salvapantallas del ordenador se activó, acompañado por un pequeño chasquido.
Monica abrió los ojos, pestañeó y vio la pantalla negra del portátil. Dio un golpe con
el ratón sobre la mesa. De inmediato, el ordenador recuperó la imagen del informe
que estaba escribiendo. En el reloj que había sobre el frigorífico, Monica vio que eran
casi las seis. Empezó a teclear a gran velocidad:

Informe matinal: el supuesto sujeto midas ha dormido tranquilo, sus


niveles de inflexión estática son constantes y más elevados en las últimas
horas (ver mediciones adjuntas). En el plano psicológico, está preparado
para el experimento: será muy receptivo. La espera y las alusiones continuas
a la NASA, tal como estaba previsto, han creado en él un estado de ilusión
pueril aguda.

Cerró el informe y lo adjuntó a un correo electrónico. Después añadió las


mediciones de los sensores cuánticos instalados en la casa, su análisis preliminar, el
formulario psicológico; lo codificó todo y lo envió al laboratorio. Apagó el
ordenador, se levantó y fue hasta la cocina.
Algo era verdad, pensó, seguía haciendo lo mismo que cuando tenía diez años.
Encendió la cafetera. Veía a la niña preparando el desayuno para todos los de la
casa: huevos, beicon, tostadas, zumo, tortitas, café, cereales…, exagerado casi
siempre; ella apenas lo probaba. Pero se sentía tan bien haciéndolo. Su padre, su
madre, el pequeño Paul, incluso Patrizia, parecían desayunar orgullosos de la más
madrugadora de la casa. Aunque papá, una vez, a los pocos meses de que ella iniciase
aquella costumbre, intentó que un psicoanalista la viera. «La diligencia de nuestra

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hija es un don de Dios», sentenció mamá, y ahí terminaron las posibilidades del
psicólogo. Y ella se alegró de que la dejasen en paz con su don.
El café empezó a salir y a llenar la jarra de la cafetera; su olor inundó al instante
el rectángulo que ocupaban la cocina y el salón. Monica se sirvió una taza, añadió
unas gotas de leche y lo probó. Hizo un mohín. No entendía qué placer encontraba
todo el mundo en el café de la mañana. Lo tiró entero por el desagüe.
Después se sirvió leche fresca en una taza limpia; nada más, ese sería su
desayuno, no necesitaba más ceremonias para iniciar el día. Cogió una sartén de un
armario bajo la encimera y la colocó sobre la cocina; puso aceite en la sartén. No se
explicaba por qué la gente necesitaba tantos protocolos rutinarios para empezar la
mañana, tanta resistencia. «Los días tienen que comenzar de una forma u otra, ¿no?»,
solía pensar en sus madrugadas solitarias. A Miguel, en cambio, parecían poseerlo las
liturgias matutinas: insultar al despertador, eternizarse en la ducha, desayunar como si
no fuese a comer durante el resto de su vida, beber muchísimo café. «Los huevos
fritos con aceite, no con mantequilla», decía.
Pero él le gustaba así. Monica se bebió de un trago medio vaso de leche y
encendió un fuego de la cocina. Tenía a alguien a quien cocinarle un desayuno. Eso la
relajaba. Y, por otra parte, esa forma de comportarse de Miguel hacía más fácil su
trabajo. Seguir a alguien rutinario resultaba más sencillo. Y el seguimiento había sido
lo más importante en los últimos meses.
Se acercó al frigorífico y sacó varios huevos de una caja. El seguimiento. Recordó
lo que le había dicho a Vladimir. Ella quería irse con Miguel. «Todo son ventajas, lo
podré seguir más de cerca, vigilarlo durante más tiempo, casi las veinticuatro horas.
—Vladimir la miró a los ojos y le dijo—: Un midas puede hacer cualquier cosa. Es
factible que te hayas enamorado de Miguel solo porque él así lo desea. Lo sabes».
Casi se le cae uno de los huevos de las manos, pero lo recuperó en el aire. Lo
sabía. La cocina empezaba a lanzar un humo denso, de aceite a punto de hervir y
Monica rompió un huevo, lo escurrió en la sartén y la tapó rápidamente. Las gotas de
aceite saltaban por todas partes. Aquellas palabras de Vladimir aún le producían
punzadas inconexas en el estómago, como si las salpicaduras de aceite hirviendo la
quemasen de verdad. Si Miguel era un midas, podría hacerlo. Con una pequeña
inflexión, casi imperceptible, podría conseguir que ella se enamorase de él. O que lo
odiase, cualquier cosa. Miguel podría manipularla. Como había manipulado a Ana, su
exnovia de Granada.
Bebió otro trago de leche, se giró y observó su portátil, ya apagado. Acababa de
escribir allí el informe de seguimiento. No, se dijo, era ella quien lo controlaba todo,
quien escribía informes cada mañana, quien manipulaba a Miguel para llevarlo a los
laboratorios secretos de la NASA.
Lo engañaba constantemente. No era, claro, la relación con la que había soñado
de niña. Ni ella ni nadie normal, pensó. Pero, por supuesto, ellos dos no eran
normales. Levantó la tapa de la sartén y vio que el huevo se había quemado.

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Negó con la cabeza. Ella era capaz de pensar y freír huevos a la vez, se dijo,
podía hacer muchas cosas a un tiempo si se lo proponía. Podía hacerlo todo bien. Ya
quedaba menos para acabar con las mentiras, con parte de ellas al menos, pensó
mientras tiraba el huevo a la basura. Decidió que se sentiría mucho mejor si
preparaba un desayuno copioso, como los que hacía de niña. Abrió el frigorífico y
empezó a llenar la encimera de comida. La prueba ya estaba preparada en el
laboratorio, Miguel quería ir a la NASA, todos estaban dispuestos. Ella estaba
dispuesta. Era el día. Todo saldría bien. Beicon, tostadas, zumo… En ese momento,
Monica oyó el despertador de Miguel al fondo del pasillo.

***

Miguel dio un golpe al despertador y este se calló por fin. Junto con la brisa del
Pacífico, el sol de junio entraba en la habitación como un bloque sólido de luz.
Miguel vio las seis en el reloj, pero se sintió mucho más despierto que cualquier otra
mañana. Sintió la emoción en el aire. El bloque de sol estaba lleno de motas de polvo
que bailaban como si hubiese una fiesta en el éter de la habitación. Ese era el día: por
fin iba a visitar la NASA.
Percibió un olor a huevos fritos que venía como buscándole desde la cocina. Eso
lo terminó de despertar. Un suspiro después, traspasaba la puerta del pequeño salón
justo a tiempo de ver caer un huevo en la sartén. Un chisporroteo delicioso.
—¡Hombre! —exclamó Monica. Su sonrisa centelleó como todo centelleaba
aquella mañana, llena de luz, expectación y huevos fritos—. ¡El dormilón!
—Te prometo que mañana hago yo el desayuno. —No logró apartar la mirada de
la sartén.
—No lo creo —dijo ella.
Miguel, como todas las mañanas, retiró el ordenador de la mesa y lo puso sobre el
sofá granate. Esa misma noche habían practicado sus juegos sexuales, sus posturas,
en ese sofá. Miguel respiró profundamente por la nariz mientras intentaba reprimir
una réplica de la excitación de la noche anterior. Recordó a Monica charlando con él
después del sexo, sentada como solía sobre una pierna doblada bajo su cuerpo
desnudo. Hablaban de la NASA. En una misma imagen vio los pechos de Monica y el
Centro de NASA Ames. El tapizado del sofá era tan áspero.
Miguel apartó aquellas imágenes con un manotazo en el aire. Debían darse prisa.
Mientras silbaba Noche de paz, empezó a extender un mantel sobre la mesa. Le
pareció una buena melodía para ese momento, aunque estuviesen en junio. En ese
momento solo acudían a su cabeza villancicos y canciones infantiles.
Miguel se sentó a la mesa, dejó de silbar, y, con el gesto sonriente de un niño que
va de acampada, engulló medio huevo frito y un trozo de pan tostado del tamaño de

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tres de sus dedos. No había acabado de tragar cuando pidió a Monica que le repitiese
el plan.
Ella insistió en que todo aquello podría decepcionarle, que el complejo de la
NASA Ames no era más que un conjunto de edificios austeros, viejos (de los años
sesenta en su mayoría) y que, en el mejor de los casos, albergaban un pequeño
laboratorio, un túnel de viento o algún simulador. Las oficinas lo ocupaban casi todo
y, desde luego, no iba a encontrar naves espaciales, ni pilotos de pruebas, ni
astronautas con sus cascos bajo el brazo yendo de aquí para allá, contándose unos a
otros los avatares de su última misión. Aquello no era el puerto de lanzamiento de la
nave Enterprise.
«La nave Enterprise». Miguel se sentía como si tuviese cinco años y ella le
estuviera contando un cuento. Se comió media tostada con mantequilla de otro
bocado y dijo.
—¿Iremos adonde tú trabajas?
Monica sonrió. Miguel supuso que le gustaría enseñarle lo que hacía allí. SSRC,
Space Survival Research Center, recordó que se llamaba donde trabajaba Monica.
Investigaban los medios para sobrevivir en el espacio, le había contado: simulación
de estaciones espaciales, colonias, cosas así. Desde luego, sonaba interesante.
—¿Al Centro SSR? Sí, claro —contestó ella.
—Bien.
Monica agrandó la sonrisa. Después se giró y miró hacia el reloj sobre el
frigorífico.
—Houston, tenemos un problema —dijo Monica.
El niño que era Miguel esa mañana se tragó una loncha entera de beicon y se
levantó de la mesa. Vio que se había manchado un poco la manga con el beicon.
«¡Houston, tenemos un problema!», se repitió mentalmente con una voz que
imaginaba metálica, de astronauta llamando a Tierra.
Una hora más tarde, en el coche, Miguel todavía intentaba limpiar la pequeña
mancha de beicon en su camisa. Levantó la mirada y volvió a oír voces de
astronautas cuando vio aparecer el hangar gigantesco de la NASA a la izquierda de la
carretera.
Al llegar a las instalaciones del Centro Ames, un hombre corpulento y trajeado
les hizo gestos con unas manos enormes como zarpas para que estacionasen en el
aparcamiento exterior del recinto. Monica le dijo a Miguel que era Fred Windhorst, el
director del Centro SSR. Recordó que ella se lo había descrito como un gigante de
cuento de niños; pero a él aquel hombre le pareció más bien un oso que quisiera jugar
con ellos.
Cuando bajaron del coche, el oso le dio un apretón de manos que le estrujó los
dedos y, con voz grave, tronó:
—¡Bienvenido a la NASA!

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CAPÍTULO 12

Al final de la mañana, Miguel estaba saturado de NASA. Caminaba bajo el sol,


siguiendo a Fred Windhorst, no sabía adónde. Habían recorrido la mayor parte de las
instalaciones y, a esas alturas de la visita, temía cruzar la siguiente puerta y
encontrarse con un nuevo científico que tratara de explicarle los principios de su
experimento, su proyecto, su laboratorio… Charlas y más charlas. Toda la mañana.
Solo una cosa le había interesado: el complejo de túneles de viento. Túneles
supersónicos, de presión, hipersónicos…; nunca había visto tantos juntos. Dani,
pensaba, se moriría de envidia cuando se lo contase.
Miguel visualizó la muesca en la oreja de su hermano (la marca del accidente
astronáutico). Si Dani pudiera ver aquella catedral de los viajes espaciales, pensó,
seguro que le encantaría. Una visita como aquella podría ser un buen incentivo para
sus estudios, se le ocurrió. Recordó el túnel de viento más grande (ciento veinte por
ochenta pies de sección de pruebas, le habían dicho). ¡Un túnel con un F/A-18
dentro! Algo así necesitaba Dani. Miguel imaginó a su hermano andando por aquellos
túneles, por los laboratorios de aerotermodinámica. Los dos en aquel sitio, como
habían soñado de niños. Vio de nuevo el lóbulo herido en su oreja y la cabeza empezó
a dolerle de pronto, muy levemente. Aquel sol podría hacer que su cerebro se friera
como los huevos que había desayunado. Entonces sintió hambre. Era casi mediodía.
Hacía mucho que no le dolía el centro del cerebro, recordó, su dolor imposible y
dulce. Sus rarezas habían vuelto con aquel calor.
—Vamos a comer —dijo Fred. Al oírlo, Miguel sintió que el dolor de cabeza se
iba—. ¿Qué te ha parecido el Centro hasta ahora?
—Muchos científicos.
Fred se rio con varios golpes de voz, muy graves. Un gigante de cuento de niños.
—Aunque me encantaría que un día mi hermano pudiera ver esos túneles de
viento —añadió Miguel.
—Claro…
La cantina no estaba lejos. Pronto llegaron a un edificio de una planta, con
grandes ventanales desde los que se veían las mesas del comedor. Al entrar, Miguel
pensó que cogería un resfriado por el choque térmico, el aire acondicionado allí
dentro estaba demasiado fuerte.
Monica y Fred, desde la cola del autoservicio, observaban los platos del día,
cuando Miguel reparó en un hombre de cerca de ochenta años de edad. Su rostro,
encajonado en unas gafas de pasta enormes y pasadas de moda, lo miraba fijamente
desde las mesas. De pie. Miguel tiritó. Parecía una gárgola congelada sobre su
cabeza.

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***

A primera vista, pensó Gorlov, Miguel no parecía tan terrible, tan poderoso. Dejó su
bandeja de comida en una mesa y se quedó de pie, mirándolo. Por supuesto, ningún
inflexor parecía serlo. Y tampoco era de esperar que Miguel Le Fablec aparentase ser
un superhombre: atlético, pétreo, místico. Él ya lo había visto con anterioridad, de
lejos, espiándolo junto a Eugene por San Francisco o por los miradores del Golden
Gate, mientras Miguel paseaba con Monica. Pero de cerca, por alguna razón,
resultaba decepcionante.
Un midas era mucho más, se dijo Gorlov. Un fenómeno que sus cientos de
ecuaciones azules, sus decenas de cuadernos cuadriculados, toda la matemática y la
física teórica apenas podían sostener. Después de años buscando a la persona que
concretase el fenómeno, pensó, era normal que imaginase algo menos prosaico que
un joven de mirada distraída y pelo largo como el de un cantante de rock. Parecía un
soñador, lo peor que se podía esperar.
Volvió a dudar de si estaban haciendo bien al captarlo, incluso dudó de si ese
sería el midas que andaban buscando. No parecía muy seguro de sí mismo. Y
necesitaba a alguien fuerte. Recordó sus anotaciones sobre la Paradoja Midas. Si la
paradoja era cierta, un indeciso podría convertirse en el peor de los problemas. Era
muy probable que alguien inseguro no pudiese con el poder de un midas. Y cuando
entrase en crisis, la paradoja impediría quitárselo de encima. El desastre. Cogió una
cucharilla de café de la bandeja y la apretó entre sus manos huesudas. La cucharilla
se dobló como si fuese de hojalata.
En ese momento, Gorlov notó que Miguel lo observaba y creyó, por fin, ver algo
extraño en él. Quizás era ese el signo que había estado esperando, la prueba de que
Miguel era especial: su mirada. Calmada en exceso, de un color ocre tibio, extraño,
de una madera extrañamente oscura, madera muerta, mansa. «De ningún color de este
mundo». El Efecto Midas.
Como por iniciativa propia, su mano dejó la cucharilla doblada y saludó en la
dirección de Miguel. Fuese él o no, llevaba cerca de medio siglo esperándolo.
Cuando Miguel ya comprimía las cejas al ver su gesto, Monica le devolvió el saludo.
Dijo algo al oído de Miguel y este le sonrió. Parecía más decidido ahora.

***

Miguel dejó la bandeja sobre la mesa y tendió su mano a la gárgola. De cerca, la cara
y las gafas de Gorlov parecían aún más horribles.
—¡Vladimir! —tronó la voz de Fred—. Este es el doctor Miguel Le Fablec.

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—Encantado de conocerle, profesor Gorlov —dijo Miguel, y le estrechó la mano.
Gorlov apretaba mucho. No movió ni un músculo de la cara. Quizás, pensó, Monica
había comprometido al científico para que le atendiese durante su visita y él
respondía con aquel rostro seco. O quizás la cara se le había quedado congelada por
el aire acondicionado de la cantina—. Me han hablado mucho de usted.
—Por favor, siéntese —respondió Gorlov de forma pausada, con un acento ruso
casi nulo, aunque se le escapaban algunas consonantes que a Miguel le recordaban las
películas de espionaje de la Guerra Fría—. ¿Qué tal el profesor Branson? Trabaja con
él en la Universidad de San José, ¿verdad?
Entonces el ruso empezó a preguntar. Primero, poco a poco, datos sobre el sur de
España, su doctorado, su experiencia como profesor en Granada, cuestiones
inconexas; después, una batería de preguntas enlazadas. Parecía su hermano,
preguntándole todo lo que había hecho durante años de ausencia. Miguel no dejó de
responder. Disfrutaba con el interés de Gorlov.
Cuando pareció que habían terminado con el almuerzo, el científico se levantó e
instó a todos a seguirle al edificio del SSR. Monica, Fred y Miguel se levantaron tras
él. Al coger la bandeja Miguel vio su ensalada de pasta casi entera, el pastel de
manzana con un mordisco y el pan intacto. Pero había merecido la pena. Le gustaba
hablar con el ruso, a pesar de su cara de gárgola congelada.
Y mucho más le gustó el SSR. Nada que ver con los laboratorios y los científicos
desaliñados de la mañana. En el edificio lo recibió una temperatura fresca, moderada,
y un ejecutivo de unos cuarenta años, vestido con un traje azul de raya diplomática.
Moreno, un peinado impecable. Parecía salido del despacho de abogados más caro de
Boston.
—Buenas tardes, doctor Le Fablec. Es un placer recibirle en el Centro de
Investigación para la Supervivencia en el Espacio. Bienvenido —dijo en español, con
acento cubano—. Soy Walter Castillo, ayudante del director Windhorst. Permítame
presentarle a nuestros colaboradores…
Uno a uno, Castillo presento a los científicos congregados en la sala de reuniones.
Las miradas, a veces perdidas, a veces torvas, le sugirieron a Miguel que Castillo no
encajaba allí. A Windhorst, que era el director lo trataban con palmadas en la espalda;
sin embargo a Castillo, mucho más joven, con un puesto inferior, parecían
obedecerle.
Después de presentarlos a todos, Castillo se presentó a sí mismo como el más
nuevo del equipo, profano en todas las materias que allí se trataban y «humilde
ayudante de atrezo» de todos aquellos «destacados científicos» a los que, por
supuesto, cedería de inmediato la palabra, ya que él había dicho todo lo que podía
decir. Miguel vio cómo se relajaban las caras de aquellos hombres de bata blanca;
incluso hubo alguna sonrisa. Culminó su exposición con una pequeña rueda de
menciones individuales de cada uno de los doctores: premios, publicaciones. Castillo

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sabía vender, eso estaba claro. Solo Gorlov parecía no dejarse ablandar por el cubano.
El científico apretaba entre sus manos un bolígrafo como si quisiera partirlo en dos.
Cuando Castillo terminó, empezaron las presentaciones técnicas. Miguel contó
mientras se sentaba: había doce científicos allí. En aquella estancia estaba el mayor
despliegue de batas blancas que había visto en la NASA. También había buenos
medios: una sala de reuniones impecable, como nueva, muy pulcra, un proyector a
punto, carpetas blancas de cartulina brillante con el logotipo de la NASA, y dentro:
ponencias, artículos, folletos del SSR. Parecía que pensasen darle una charla al
mismísimo presidente de los Estados Unidos. Supuso que aquellas atenciones se las
debía a Monica. Pensaba en cómo agradecérselo, cuando se encendió el proyector.
Los doctores del SSR hablaron de los medios de subsistencia en el espacio, los
problemas de comportamiento humano, la falta de gravedad y las condiciones de
vida, la adaptación psicofisiológica, simulaciones en tierra de colonias espaciales…
Todo se entendía muy bien. Las presentaciones eran claras, llenas de colorido, de
vídeos, como si las hubiese preparado un publicista. Y las charlas: ordenadas,
comprensibles, con los cambios de tono justos para mantener la atención; divertidas
algunas. Parecía que el edificio del SSR hubiera tenido la suerte de concentrar a todos
los científicos de la NASA con dotes de exposición en público. Eran demasiados y
demasiado convincentes, como si se empeñasen en que nadie creyese que allí hacían
algo distinto a lo que se suponía que hacían. Como si ocultasen algo, en realidad. No
tenía sentido. Miguel supuso que eran sensaciones producidas por el cansancio.
Demasiadas charlas a lo largo del día.
El último en hablar fue el doctor Eugene Barrett, el más joven de los científicos.
Aparentaba unos cincuenta años de edad; la pajarita y los ojos vivos, pequeños, tras
unas gafas redondas le inspiraron a Miguel la imagen de un psicoterapeuta
neoyorquino. Dijo ser psiquiatra.
Barrett presentó un proyecto en el que estudiaban a supuestos casos de
esquizofrenia para… «ver su influencia en el entorno».
«¿Qué entorno?», pensó Miguel, aquello no lo había entendido. Era lo primero
que no comprendía en aquella sala. Su cansancio desapareció de inmediato. ¿El
entorno físico o el entorno humano? El humano, por supuesto, otra cosa sería un
despropósito.
Miguel arrugó las cejas. Barrett interrumpió su explicación y le preguntó si había
algo que no hubiese comprendido.
—¿No hacen pruebas médicas para seleccionar a los miembros de una
tripulación? —preguntó Miguel—, ¿cómo puede acceder un enfermo de
esquizofrenia?
—Alguien con una enfermedad de ese tipo no puede pasar los controles médicos
de ningún nivel de la NASA, y menos los del cuerpo de astronautas —aclaró Barrett
—. Pero, en este caso, evaluamos la influencia en el entorno de una persona sana
—«El entorno otra vez», pensó Miguel—, que debido al estrés y bajo ciertas

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condiciones, como pudieran ser las que se den en el futuro en una estación espacial
de larga permanencia, desarrollase episodios transitorios de psicosis delirante
paranoide. No debemos descartar esa posibilidad. Aunque solo se dé un episodio
pasajero y leve, podría desencadenar cambios en el entorno cerrado, limitado y, por
qué no decirlo, opresivo de una colonia espacial…
De acuerdo, pensó Miguel, se refería a alguien sano que pudiese pasar los
controles médicos, no a un loco de atar, pero ¿y el entorno? Barrett se explicaba
mucho peor que el resto.
—Entonces, el entorno al que se refiere, Dr. Barrett, es el conjunto de personas
que conviven con el afectado, ¿no es así?
Incluso el ronroneo de los ventiladores del proyector pareció ser tragado por el
silencio que se hizo en la sala de reuniones.
Todos miraron a Miguel muy serios, labios tensos, alguna cabeza ladeada. Como
si él hubiese descubierto un secreto terrible. Miguel se los imaginó como gánsteres
del Chicago de los años 20 que sopesasen hasta dónde sabía y si debían liquidarle o
no.
Barrett se giró apenas unos grados para mirar a Gorlov, sin decir una palabra.
Gorlov solo movió los ojos para recibir la mirada de Barrett, y después asintió con un
movimiento de cabeza casi imperceptible. Miguel no comprendía qué imprudencia
había dicho para conseguir aquellas caras; habían sido muy amables hasta ahora.
Barrett se volvió hacia Miguel y le devolvió una mirada de entrecejo arrugado que
parecía decir que no entendía de qué le estaba hablando; como si Miguel, en su
apreciación de que «entorno» significaba un grupo de personas, estuviese
radicalmente lejos de la realidad.
—Quizás es por mi inglés… —dijo Miguel, y se aclaró la garganta con una tos,
como si con eso su inglés fuese a mejorar—. Me ha parecido entender que ciertos
sujetos con episodios psicóticos pueden influir en su entorno cercano: en… la
materia, la física, las leyes del universo.
Silencio y ronroneo de ventiladores.
—Ya, ya, lo sé —insistió Miguel—, suena a estupidez. Si en realidad se refiere
a… las personas. O…
El silencio se dilató algunos segundos más. Por un momento, a Miguel le pareció
que le iban a decir que sí, que había sujetos que podían cambiar las leyes de la física.
—¡Entorno humano! —exclamó el Doctor Barrett con una sonrisa tan amplia que,
más que favorecerle, deformó su cara de barbilla huidiza hasta darle aspecto de
duendecillo burlón—. Me refería a las personas, por supuesto. Un sujeto con
episodios paranoides que genera una psicosis colectiva dentro de la nave.
Expresiones risueñas de nuevo. Miguel los observó de reojo. Todos parecían
haber enterrado al gánster que llevaban dentro.
Y ahí terminó el doctor Barrett. Apagó el proyector y encendió la luz de la sala.

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Miguel se quedó sentado, con un regusto a hiel. No acababa de encajar la charla
de Barrett con el resto de presentaciones del SSR. Ni entender por qué no había
sabido explicarse. «El entorno», pensó. No, no lo comprendía. Los científicos se
despidieron y se marcharon con sus batas blancas, sus sonrisas bonachonas y sus
apretones fuertes de mano.
Cuando casi todos se habían ido, Miguel empezó a recoger sus papeles. Vio que
Monica y Fred también recogían. Fred apagaba el proyector pulsando con sus dedos
gruesos los botones diminutos del aparato. Gorlov y Barrett hablaban junto a la
puerta. El ruso, sin expresión alguna en la cara, escuchaba a Barrett, mucho más bajo
que él, que le hablaba mirando hacia arriba por encima de sus gafas redondas.
Castillo se acercaba a ellos, las manos en el nudo de la corbata.
—Propongo ir a ver una simulación de colonias espaciales —dijo Gorlov,
mirando hacia Miguel.
Este asintió.
—O los experimentos del doctor Barrett —añadió el ruso—. Ya que nuestro
invitado ha mostrado tanto interés…
«El entorno».
Barrett sacó su sonrisa de duende burlón y dijo:
—En estos momentos está a punto de concluir uno. Le gustará verlo. ¡Vamos
abajo!

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CAPÍTULO 13

Las puertas del ascensor no se abrieron. Miguel recorrió con la mirada a sus
acompañantes: Castillo y Windhorst de traje; Barrett y Gorlov, con sus batas blancas,
y Monica, con sus vaqueros y sus zapatillas de deporte. Todos en silencio, mirando al
techo, las paredes, las puertas. Gorlov los había llevado a un ascensor de puertas
blancas vigiladas por un guardia de seguridad (puertas demasiado tecnificadas para el
viejo edificio de ladrillo del SSR; parecían robadas de una nave espacial) y había
pulsado el botón que indicaba el nivel -1. El ascensor había descendido y ahora la
pantalla del cuadro mostraba un -1. El ascensor se había parado. No había más
niveles. Solo 0 y -1. Nada más arriba, nada más abajo. Y las puertas no se abrían.
Miguel observó de nuevo el cuadro de control: debajo del botón del nivel -1 había
cuatro ranuras horizontales, como cuatro bocas de hucha colocadas en fila vertical. Se
le ocurrió que las cuatro ranuras corresponderían a cuatro niveles más de subsuelo.
«¡Laboratorios secretos!». De pronto empezaron a agolparse en su cabeza intrigas
tecnológicas, científicos pariendo engendros biomecánicos en sótanos inaccesibles…,
el tipo de tonterías que le encantaba a Dani. La excitación expandió sus fosas nasales.
—No nos detendremos aquí —dijo Gorlov, despacio—. En este nivel solo hay
experimentos comunes. Le aburriríamos. Gente imitando la vida en Marte.
Simulaciones de colonias espaciales…
—Personas encerradas durante meses —aclaró Barrett—, poco más.
«Simulación de colonias espaciales. ¿Poco más?».
Barrett sacó del bolsillo una tarjeta negra y pulida del grosor de un microchip. La
tarjeta estaba unida a un hilo metálico que salía de un bolsillo de su bata blanca. Era
evidente que Barrett no quería perderla. Parecía estar hecha para las ranuras del
cuadro de mandos del ascensor.
En un movimiento que a Miguel le pareció rutinario, Barrett introdujo la tarjeta
en la ranura más alta, la que debiera corresponder al nivel -2, y puso su dedo pulgar
en una placa negra que había junto al cuadro.
En ese momento, todos sacaron tarjetas idénticas a la de Barrett. Todas tenían
cordones metálicos que se perdían en los bolsillos.
—Ahora debemos pasar un nuevo control de seguridad —dijo Gorlov—. No se
asuste, doctor Le Fablec: hay militares en la puerta.
—¿Militares?
—Los proyectos que se desarrollan en los niveles inferiores. —«¡Los sótanos
ocultos!»— son de cierta… sensibilidad nacional. Algunos están financiados por el
Departamento de Defensa, otros son secretos —«Secretos»—, o prototipos que no
deben salir todavía al mundo. Todos son demasiado importantes como para estar en
un nivel abierto al público, incluso al propio personal de la NASA.

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«Laboratorios secretos…», Miguel saboreó las palabras de Gorlov.
«Pero yo… —recapacitó después— soy público».
¿Le iban a permitir acceder a secretos militares, secretos ocultos incluso al
personal de la propia Agencia? ¿Solo porque se había puesto pesado con su novia
para que lo llevase allí… a ver astronautas y naves espaciales y comprarse una gorra
de la NASA, como cualquier turista? No tenía sentido. Cuatro niveles de subsuelo
ocultos y custodiados por soldados; y todo para investigar la mejor manera de
sobrevivir en el espacio. Tampoco tenía sentido. Eso era a lo que decían dedicarse en
exclusiva en el Centro SSR, ¿no era así? Pero las simulaciones de colonias espaciales
se quedaban arriba, en el nivel -1. Allí pasaba algo extraño.
Miró a Monica, pero ella seguía observando el techo del ascensor como si le
interesase saber de qué material estaba hecho. Era absurdo, todo era absurdo. Las
caras de gánster de los científicos volvieron a su cabeza.
En ese momento, la pantalla mostró un -2 y la puerta del ascensor se abrió.
Dos soldados inmensos, pertrechados con casco, chaleco antibalas, uniforme de
camuflaje azul de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos (o eso le pareció a Miguel)
y cara de necesitar matar a alguien pronto, aparecieron frente a él. Sus fusiles, bajo el
brazo, colgados de sus hombros, apuntaban hacia el ascensor.
Imposible distinguir si les apuntaban a ellos o las armas solo descansaban en esa
postura. Miguel empezó a rascarse las palmas de las manos.
Estaba a punto de levantarlas en señal de rendición, cuando sus acompañantes
comenzaron a salir del ascensor. Castillo, ajustándose de nuevo la corbata; Windhorst
tras él, con sus movimientos pesados de oso, y Barrett, sonriendo a los soldados con
su cara de duende. Pasaron entre las armas sin mirarlas y empezaron a introducir sus
tarjetas negras por dos ranuras que había junto a sendas puertas de cristal.
Miguel los observó, con los brazos tensos, a media altura. Monica le indicó
entonces que saliese del ascensor y que esperase allí con ella. Le dijo que no se
preocupase, que la rutina de acceso era lenta y por eso los otros no los esperaban. No
dijo nada de los fusiles.
Al bajar del ascensor, Gorlov sacó otra tarjeta negra más y se la dio a Miguel.
—Es para entrar —fue lo único que explicó el ruso.
Poco más tarde, Miguel, mirando aún de reojo a los soldados, procedía a abrir una
de las puertas. El acceso requería las tarjetas negras, verificación de huella dactilar y
escáner de retina. Cada puerta, además, según comprobaba ahora Miguel, solo
permitía pasar a una persona de forma simultánea, encerrándola entre dos compuertas
contiguas en un compartimento estanco, de modo que la segunda solo se abría cuando
se cerraba la primera. Dentro y fuera había cámaras que los vigilaban. «Como en un
banco —pensó Miguel—. O una cárcel».
Una vez dentro, se encaminaron por una zona diáfana, de iluminación escasa,
suelo, paredes y techo oscuros y mates. Gorlov y Barrett encabezaban la marcha, sus
batas de científico destacaban en aquella penumbra. Aquel lugar estaba repleto de

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consolas con muchas pantallas y teclados, como puestos de control. Hombres y
mujeres con batas blancas vigilaban los monitores de los puestos. Científicos
controlando parámetros, supuso Miguel; nada, en realidad, fuera de lo común. Detrás,
a pocos pasos, Castillo y Windhorst le seguían en silencio, como si cubriesen la
retaguardia. Miguel recordó los fusiles. Monica caminaba junto a él.
—¿Eso era necesario? —dijo Miguel, en un susurro—. Los soldados.
—Medidas de seguridad. Ya te advirtió Vladimir.
—Ya, vale, lo de las tarjetas y los sensores y todo eso; pero ¡fusiles!… A mí no
me han apuntado con un arma en mi vida.
Monica le dedicó una sonrisa plana.
—No apuntaban a nadie —dijo.
En ese momento llegaron al borde del área de los puestos de control. Todos se
detuvieron. Miguel miró hacia delante. Abrió mucho los ojos. Y volvió a sentir que le
picaban las manos.
El resto de la superficie diáfana de aquel nivel estaba ocupada por bloques
inmensos de color negro, como casas oscuras de techo plano. Bloques recubiertos por
completo de picos agudos y angulosos de varios centímetros de longitud, distribuidos
de forma tupida y homogénea. Como erizos cúbicos. Miguel los observó con los ojos
entornados. Parecían celdas tecnificadas.
—Son las cajas —dijo Barrett.
Aquello estaba repleto. La vista de Miguel se empezaba a habituar a la penumbra
y ahora las podía ver mejor. Las cajas (algunas debían de ocupar la planta de una casa
mediana de tres habitaciones, otras no pasaban de ser un cuarto de residencia
universitaria), en ningún caso tocaban el techo de la estancia, y se separaban del suelo
con patas negras, cilíndricas, llenas de púas.
—Están aisladas por completo del exterior —añadió Barrett. Parecía tener ganas
de hablar—. Ahí no puede entrar ni salir nada: ni sonidos, ni luz, ni ningún tipo de
frecuencia de radio o cualquier otro soporte de comunicación conocido.
—Jaulas de Faraday —dijo Miguel. Pero no parecían jaulas de Faraday.
—Algo así, aunque mucho más complejo. Es un mecanismo aislante casi perfecto
—explicó Barrett—. Se trata de no interferir en el experimento…
—¿Y cómo se toman los datos? —preguntó Miguel de pronto. No necesitaba
conocer ese detalle, pero no pudo pasar por alto una incongruencia tan obvia—.
Quiero decir, supongo que todos esos puestos de control están monitorizando lo que
pasa dentro, ¿no? La información tiene que salir.
Barrett carraspeó. Miró a Miguel por encima de sus pequeñas gafas, después se
las subió y dijo:
—La información se toma y se almacena dentro de la propia caja. —Miró a
Gorlov. Después siguió—: Todas tienen un ordenador que gestiona su
funcionamiento y almacena los datos de los sensores internos, las cámaras, los

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micrófonos… —Volvió a carraspear y movió la nariz. Parecía un duende asustado—.
Hay un dispositivo, mediante un mecanismo estanco, es decir…
Las explicaciones de Barrett volvían a ser farragosas. Una vez más, Miguel tuvo
la sensación de que no le contaban lo que en realidad se hacía allí.
Aunque, quizás, no le enseñarían el resto si seguía incomodando a todos con sus
preguntas. Decidió no importunar más. No había pasado entre fusiles para que ahora
lo echasen sin enseñárselo todo. Contempló la pared erizada de la caja más cercana.
Barrett seguía con su cháchara incomprensible. Miguel alargó el brazo hacia las púas.
Pero antes de tocar, miró a Monica y ella asintió con la cabeza. Entonces tocó uno de
los picos angulosos que formaban la superficie. El material era esponjoso, blando;
pero su tacto era áspero como el papel de lija. Le dio dentera aquella textura. Pero
también le gustó. Si pudiera mirar en el interior de la caja…
—Bien —dijo Gorlov, de pronto—, vamos a entrar en la caja grande.
—¿Se puede entrar? —preguntó Miguel.
—Ya se han recopilado los datos imprescindibles —dijo Barrett—; el
experimento casi ha concluido.
—Pero… ¿no interferiremos?
Castillo, Windhorst y Monica se dirigían ya hacia una caja que había a la derecha;
parecía la más grande.
—Desde la sala de observación interior una persona interfiere muy poco —
respondió Barrett. Alargó su sonrisa de duendecillo—. De hecho se entra
constantemente para hacer observaciones directas.
—¿Una sala de…?
Miguel hizo un esfuerzo para evitar que sus cejas se contrajeran aún más y una
nueva pregunta saltase de su boca. Cada vez entendía menos qué tipo de pruebas
hacían allí, qué aislamiento pretendían conseguir si, en definitiva, podían entrar y
salir de las cajas herméticas.
Castillo entró el primero. El acceso de todos ellos requeriría varios minutos,
explicó Gorlov. Debían procesar tarjeta, huella dactilar y escáner de retina, doble
puerta con compartimento estanco… como en las puertas de los soldados. Gorlov le
propuso a Miguel que ellos dos entrasen los últimos: eso le permitiría contarle en qué
consistía el experimento.
Miguel asintió en silencio. No preguntaría nada más. Tenía que ver dentro.
—Se trata de cinco sujetos sanos que han sido encerrados durante tres semanas
con un esquizofrénico… —dijo Gorlov.
«¿Un loco?». Miguel se giró de inmediato hacia él.
El científico daba aquellas explicaciones sin emoción alguna, como si estuviese
sentado en su cocina y leyese a su mujer una estadística del periódico. Pero Miguel
sintió como si una mano, la mano de un psicópata demente le agarrara el estómago y
se lo estrujase. No era algo racional, lo sabía. Solo un pobre hombre enfermo, no

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debía temer. Vio que Barrett entraba después de Castillo. No pensaba preguntar. No
preguntaría nada, se decía. Pero preguntó:
—¿Encerrar a esas personas con un esquizofrénico es seguro? —Cerró los puños
y empezó a rascarse las palmas de las manos.
—Los sujetos del experimento no están encerrados —contestó Gorlov—;
aislados, sí, pero no encerrados. Pueden salir de la caja cuando quieran.
«Los de fuera pueden entrar, los de dentro, salir. No entiendo nada».
En ese momento, Fred Windhorst giró su cuerpo enorme para entrar por la puerta
de la caja.
—Si se encuentran mal —seguía explicando Gorlov—, si se ven amenazados,
salen libremente. No hay controles de seguridad para salir, ni dispositivos que los
obliguen a permanecer ahí durante todo el experimento. Un lector de huellas
dactilares abre las puertas y registra la salida. —Monica entró en la caja y le guiñó un
ojo a Miguel antes de que la puerta se cerrase tras ella.
Miguel ahora se rascaba las palmas de las manos como si quisiese hacerse líneas
nuevas con las uñas. Ya habían entrado todos menos ellos dos. Una luz verde se
iluminó junto a la puerta.
—Pero… —Tenía que preguntar. No sabía qué preguntar.
—Este sujeto, el esquizofrénico —explicó Gorlov, mientras operaba los
dispositivos de seguridad para acceder a la caja—, cree que puede comunicarse con
otras personas a través de su pensamiento. No es peligroso en absoluto, solo tiene
alucinaciones por las que dice que puede leer la mente y hablar a través de ella. —La
puerta exterior de la caja se abrió—. Lo hemos metido ahí con otras cinco personas a
las que ha intentado persuadir para mantener conversaciones telepáticas empleando la
mente de él como nexo. —Miguel entró en el compartimento estanco—. Ahora
veremos si ha conseguido una psicosis colectiva de telépatas. —Y la puerta se cerró
tras él.
Abrió las manos —le ardían de tanto rascarse—, y se las miró. Tenía que ver lo
que ocurría dentro de aquellas cajas ásperas, pero… un experimento con un
esquizofrénico, con militares apuntándole…
Varias identificaciones más tarde, se abría la segunda puerta del compartimento
estanco y Miguel accedía por fin al interior de la caja.
Lo primero que sintió fue un olor opresivo, acre. Aire artificial. La temperatura
allí, además, debía de estar uno o dos grados por encima de la del exterior. Miguel
sintió un pequeño mareo.
—Tienes mala cara —dijo Monica—. ¿Te encuentras bien?
—El aire aquí… Un poco mareado.
—Las primeras veces ocurre. Se te pasará. Nos ha pasado a todos.
Monica le acercó una silla y Miguel se sentó. Le animó saber que todos habían
pasado por aquello, que no era el único que hacía el ridículo. Aunque, por otra parte,
seguía sintiendo algo más que el agobio de aquel ambiente cerrado. Recordó algunos

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tugurios de Granada donde parecía que el humo y el calor se podían rebanar; pero
nunca le habían provocado una sensación de estrangulamiento así.
Fred Windhorst, con una sonrisa enorme que hacía que sus ojos casi
desaparecieran de la cara, lo animó a comportarse como un torero español.
Estaba haciendo el ridículo, se dijo, y se levantó. Con mareo o sin mareo, no
pensaba perderse el experimento. Se irguió, rechazó la mano de Fred y también el
hombro de Monica. Castillo y Gorlov se apartaron como para dejarle respirar. Monica
se situó junto a él. Todos lo miraban.
—Estoy bien —dijo, y sonrió, tragando saliva para mitigar la náusea.
Todos, entonces, se giraron hacia una mampara de cristal. Miguel miró alrededor.
La caja era gris por dentro. Casi todo gris. Estaba en una estancia que le
recordaba las salas de identificación de sospechosos en las series policíacas. Los
observadores, ellos, estaban situados en un cuarto sin luces frente a un cristal enorme
que dejaba ver lo que ocurría en la sala contigua. Al otro lado había dos mujeres y
cuatro hombres de entre treinta y cuarenta años sentados alrededor de una mesa
redonda. Vestían monos negros.
—¿Nos pueden ver? —preguntó Miguel a Monica en un susurro.
—Es un espejo —respondió ella, en voz alta—. Tampoco nos pueden oír; no es
necesario que murmures. Nosotros, sin embargo, sí los podemos oír a ellos.
No obstante, no se oía ninguna voz. Nadie hablaba al otro lado.
Miguel observó con atención más allá del espejo. Y volvió a rascarse las palmas
de las manos. Los de los monos negros estaban callados por completo. Pero
gesticulaban sin parar: sonreían, se miraban, asentían, negaban… Como si fueran
niños jugando a algún juego de secretitos.
—¿Qué hacen? —preguntó Miguel, sin dejar de observarlos.
—Hablan —respondió Barrett.
Miguel se tensó. Puede que quisiera decir otra cosa, pero… No sabía si lo hacía a
propósito, el doctor Barrett siempre conseguía sobresaltarlo con sus respuestas. Sintió
de nuevo la náusea.
—¿Hablan o creen que hablan? —dijo Miguel. No tenía cuerpo en ese momento
para dejarse embaucar otra vez con los misterios a medio sugerir del duendecillo
burlón.
—En apariencia, todos ellos piensan que hablan telepáticamente. Parece ser que
la psicosis paranoide se ha extendido. Vincent los ha sugestionado a todos.
Por primera vez, pensó Miguel, Barrett se explicaba de forma inequívoca.
—Vincent es el que está de espaldas a nosotros —aclaró Monica—. Es el
esquizofrénico.
«Esquizofrénico». Miguel se rascó más fuerte. Al mirar a Vincent, un pequeño
escalofrío le recorrió la nuca. No podía verle la cara. Se fijó entonces en que todos
recurrían periódicamente a él con la mirada. Por supuesto, creerían que era su nexo
telepático.

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Cuando Miguel se fijó bien, comprobó que aquellos gestos no parecían
expresiones inconexas de seis personas que mantuviesen seis conversaciones
individuales. No, pensó, aquello parecía más bien algo que él había visto al observar
una película en un televisor tras un escaparate: no se oía nada, pero los gestos y las
expresiones casi permitían seguir una conversación coherente. Como si de verdad
hablasen.
La caja le agobiaba. Miguel empezó a sudar: pequeñas gotas le picaban sobre las
cejas y en la espalda. Y el propio experimento empezaba a parecerle parte de aquel
ambiente enrarecido.
«¡Es grotesco! Ya está hecho, ¿no? —pensó—. Todos están sugestionados.
¿Cuándo se acaba?».
Parecía que Barrett los iba a dejar allí más tiempo con su cháchara muda. Aquella
gente con su mono negro, mirando al tal Vincent una y otra vez. Miguel se rascó una
vez más las palmas de las manos. Miró a la puerta como si esta le fuese a invitar a
salir. Después volvió a los supuestos telépatas. Rascó más fuerte. «Salir de aquí. Salir,
pero…». Entonces a Miguel se le ocurrió pensar que él también podría entrar en la
conversación. Apretó con fuerza las uñas contra las palmas. Deseó desaparecer de
allí, deseó oír lo que se decían. La cabeza empezó a dolerle, en el centro, como
siempre, una punzada mínima. «¡No, ahora la cabeza, no!». Era por culpa de aquel
lugar, seguro. Tenía que salir, pero antes… No se movió, miró a Vincent, salir,
escuchar, desaparecer, oír. «Tengo que irme. ¿De qué hablarán?».
Y en ese momento todos dejaron de gesticular.
Miraron a Vincent, muy quietos.
Miguel dejó de respirar y notó cómo su cuerpo se inclinaba hacia atrás, separando
su cara unos milímetros más del cristal. Parecía que le hubieran oído entrar en la
cabeza de Vincent y se hubiesen callado para que no pudiera husmear en su
conversación. La náusea, el dolor de cabeza…
Inmediatamente después, todos se volvieron y le miraron a la cara a través del
espejo. Sí, lo miraban a él. Dio un paso atrás. Su pulso golpeaba en la camisa
empapada de sudor. Aquello no podía estar pasando. ¡No podía respirar allí!
El último en volverse fue Vincent. Lo hizo lentamente. Miguel sintió cómo el
cuerpo entero se le erizaba. Una gruesa gota de sudor bajó deslizándose por el canal
de la columna en su espalda.
Vincent: pelo negro, esbelto, tez pálida y ojos demasiado oscuros, demasiado
opacos, como de otro planeta. Enfundado en su mono negro se le antojó bello e
inquietante a la vez, siniestro y seductor… No le pareció que tuviese el aspecto de un
esquizofrénico. «Un ángel negro», le dictó a Miguel su imaginación.
Ambos se miraron a través del espejo, fija e intensamente, como si se conociesen.
Dos viejos amigos. Como si supiesen lo que iba a ocurrir.
Miguel sintió un dolor repentino en las palmas de las manos. Y en el centro del
cerebro. Abrió la boca, como para hablar…

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«Hola, Miguel. —Oyó muy claro el saludo de Vincent dentro de su cabeza—,
bienvenido al Proyecto».

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PARTE II - EL PODER

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CAPÍTULO 14

Walter Castillo entornó los ojos sobre la pantalla del ordenador portátil. Acababa de
aparcar en el barrio residencial al sur de la universidad, a la sombra de los árboles
enormes. Hacía calor dentro de su Pontiac Solstice, pero no podía quitar la capota,
nadie debía ver lo que hacía. El color negro del coche debía de estar atrapando todo el
sol de California. Se aflojó el nudo de la corbata y activó en el ordenador la imagen
de las cámaras secretas. Solo el agente Roth y él conocían su existencia. Seleccionó
la del campus.
No se veía con nitidez. La cámara estaba instalada en una mesa de despacho, en
uno de los edificios administrativos de la universidad, frente a una ventana que
miraba hacia la Tower Hall. El cristal no debía de estar muy limpio.
Se concentró en la imagen: se distinguía a Miguel, sentado en el césped, a la
sombra de la Tower Hall. Parecía absorto, como atrapado en la contemplación de la
hiedra que envolvía el edificio.
Pronto, se dijo Castillo, Miguel estaría en el Proyecto. «Atrapado». Su vigilancia
sería mucho más fácil. Entonces vio que Monica llegaba adonde estaba Miguel.
«Veremos qué puede hacer la niña bonita del ruso», pensó Castillo. Subió la
potencia del aire acondicionado del Solstice y cogió su móvil.
La imagen en la pantalla tembló. Castillo vio que el agente Roth se sentaba a la
mesa en la que estaba instalada la cámara y cogía un teléfono.
—Profesor Roth al habla —oyó Castillo en su móvil.
—Roth, soy Walter Castillo. No he recibido su informe. ¿Va todo bien?
Castillo vio cómo Roth se giraba hacia la cámara, ocupando casi toda la pantalla.
Después se volvía para mirar hacia atrás. Por la línea telefónica se oían de fondo dos
voces femeninas. Roth miró de nuevo hacia la cámara. Después habló al teléfono:
—Sí, gracias por recordármelo, profesor, justo ahora iba a mandarlo. Todo bien
por aquí. Nuestros amigos irán a cenar al restaurante ruso.

***

«¿A ver a Gorlov? No pienso ir a ver a Gorlov», recordó Monica que había dicho
Miguel cuando se lo dijo por teléfono unos minutos antes. Él la había llamado al
menos diez veces esa mañana. Ella ya le había contado todo lo que podía decirle
sobre el Proyecto. Era el momento de hablar en serio, con Vladimir. Miguel caminaba
a su lado, en silencio. Cruzaban el campus en dirección al aparcamiento, en busca de
su coche. Iban a ver a Gorlov.
Miguel quizás no lo reconocería, pero aún tenía miedo. No había más que ver
cómo se rascaba las palmas de las manos, cómo se removía sentado en el césped bajo

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la sombra de la Tower Hall mientras la esperaba. Debía de temer encontrarse con
Vincent al regresar al SSR. Aunque Monica ya le había explicado que Vincent no era
un esquizofrénico telépata, que era un inflexor cuántico. Alguien con capacidades
mentales distintas. Como él.
Pero parecía no creerla. Miguel se detuvo, miró hacia atrás, hacia la hiedra,
tupida, enredada, de la Tower Hall. Después siguió andando. Quizás le asustase entrar
en un proyecto secreto, pensó Monica. Le había hablado de la CIA, del DoD, que
financiaban el Proyecto pero no intervenían, como antes había hecho el KGB.
Investigaciones científicas secretas. Que ella llevaba años trabajando allí, que la había
fichado el propio Gorlov. Le había contado que Vladimir había pertenecido al KGB,
que había empezado a descubrir a los inflexores en la universidad de Leningrado. Le
había hablado de la tapadera de la NASA. «Instalaciones secretas cerca de la ciudad.
Evitan que los científicos del Proyecto tengamos que vivir encerrados en una base
militar perdida en cualquier desierto de Nevada o Nuevo México».
Entraron en el aparcamiento. Espías, proyectos secretos, tapaderas, grandes
hallazgos científicos… Era el tipo de cosas que entusiasmaba a Miguel. Debería estar
emocionado. Claro, que solo había transcurrido un día desde la bienvenida telepática.
Su inflexión había sido muy fuerte. Se había desmayado, y al despertar, había tenido
que digerir el nuevo mundo que ella le explicaba. Su nueva vida.
Ambos subieron al Ford de Monica. Ella se mordió el labio inferior al coger el
volante. «Su vida nueva», se repitió. Más mentiras, recordó. Mentir hasta comprobar
si Miguel era un midas. Eso era lo más duro. Ya había captado a otros inflexores
antes, pero con Miguel… Tenía que conseguir que entrase en el Proyecto. No podía
fallar ahora. Convencerlo de que Vincent no era un peligro. Todo se complicaba. No
le podrían dar todas las explicaciones, claro. Vladimir la ayudaría. Arrancó el motor.
—Vincent no está ya en NASA Ames —dijo Monica, de pronto—. Estará fuera
durante algunos meses. Una clínica para recuperarse. Vacaciones, después. Es un
buen chico, ha trabajado duro.

***

«¡Un buen chico!», pensó Miguel. Vincent. Esperaba que estuviese muy lejos. Mucho
tiempo.
Aún oía las palabras rebotando dentro de su cráneo: «Bienvenido al Proyecto».
Sintió un escalofrío que le erizó el vello de los brazos.
Siempre había imaginado que la voz de un telépata se oiría profunda, cavernosa,
como si viniese de unos auriculares imaginarios. Pero no. Él había oído su propia
voz, su propio pensamiento, no la voz de Vincent. «¿Cómo la iba a oír?; ¡no la
conocía!». Su propio pensamiento, usurpado, dándole la bienvenida a no sé qué
proyecto.

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No tardaron en ver aparecer el hangar gigantesco del Centro NASA Ames. En el
control de seguridad de entrada, tenían un pase permanente para él. Estaba claro que
ya lo habían incluido en el Proyecto, se dijo. Se removió en el asiento del Ford.
Quería saber más sobre ese mundo del que le había hablado Monica, pero se sentía
incómodo.
Cuando llegaron al edificio del SSR, fueron directos al despacho de Gorlov.
—Hola, Karen —dijo Monica a una de las secretarias del ruso, la de más edad—.
Venimos a ver a Vladimir.
Karen sonrió a Miguel. A él le recordó la sonrisa de su abuela, en Niza. Parecía
querer invitarle a merendar chocolate con pastas. Era la primera cosa que le hacía
sentir bien desde el saludo telepático del loco ese.
—Os espera —dijo Karen, una voz cálida—. Pasad.
Sobrepasaron a las secretarias y sus sonrisas y Gorlov lo recibió con su semblante
de gárgola congelada y su mano huesuda extendida. Había mucha luz en aquel
despacho. Un invernadero.
—Doctor Le Fablec, siéntese, por favor —dijo Gorlov. Parecía una orden militar
soviética.
Se sentó donde le indicaba el científico, frente a su mesa, en una silla de cuero
oscuro, gastado por los brazos. Monica se sentó en otra silla igual, junto a él. La luz
del sol entraba por los huecos de las persianas parcialmente bajadas y formaba líneas
doradas, oblicuas, sobre los libros apilados en una estantería que había en la pared
izquierda. Olía a muebles viejos. Miguel empezó a relajarse.
—Ahora estoy con usted —dijo Gorlov, mientras, con parsimonia, ordenaba los
papeles que tenía sobre la mesa y empezaba a guardarlos. No parecía tener prisa.
Miguel se giró y observó el despacho. Una mesa redonda de reuniones detrás de
ellos, al fondo. De frente y a la derecha, dos paredes ocupadas por ventanales que
formaban una esquina hacia el sur. Luz, mucha luz. En un caballete, iluminada por el
sol de la tarde, al lado de la mesa, una pizarra negra. Una taza blanca de la NASA
sobre la mesa de Gorlov. Y en la pared izquierda, una tabla periódica de los
elementos enmarcada y protegida por un cristal. Debía de ser muy antigua,
amarilleaba; faltaban el galio, el germanio, el escandio. Una tabla de finales del XIX,
de las primeras de Mendeléiev, supuso Miguel. La casilla del oro estaba rodeada con
un círculo: «Au (Золото)». Gorlov parecía haber trabajado con ella. Seguro que la
lucía allí, orgulloso haber impartido clases en San Petersburgo (Leningrado, había
dicho Monica), en la misma universidad donde había trabajado Dmitri Ivánovich
Mendeléiev. Miguel recordó al inventor de la tabla periódica y su barba larga, espesa.
La tabla era la clasificación del mundo hecha por Mendeléiev. «El mundo tal y como
lo conocen los de fuera del Proyecto», pensó Miguel.
La cajonera de Gorlov produjo un chasquido metálico al cerrarse y Miguel salió
de sus pensamientos con un respingo.

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—Bien, doctor Le Fablec —dijo el científico—, ya tiene una idea de lo que
hacemos aquí, del Proyecto.
—El Proyecto. Sí.
—La doctora Eveleigh estaba autorizada a contarle algunos detalles una vez
hechas ciertas comprobaciones.
Miguel miró a Monica. Ella asintió. Una sonrisa plana. En ese momento prefirió
la sonrisa de Karen: chocolate con pastas.
—Creemos que usted es un inflexor cuántico —siguió Gorlov—. ¿Ha entendido
lo que es eso?
Maldito ruso, antes no tenía prisa, ahora parecía estar dispuesto no a perder ni un
segundo con preámbulos.
—Alguien con poderes mentales —respondió Miguel.
Gorlov se quedó mirándolo en silencio durante unos segundos. No expresaba
nada, como de costumbre. Debía de faltarle alguna terminación nerviosa en la cara,
pensó Miguel. Sus gafas, además, reflejaban las líneas de sol de la pared, le
deslumbraban.
—Vayamos a los aspectos generales de la investigación —dijo Gorlov—. Los
detalles, tendrá tiempo de conocerlos cuando entre en el Proyecto…
—Da por sentado que quiero entrar.
Gorlov lo miró de nuevo a los ojos con su cara de gárgola. Piedra, la nada en el
semblante. No se dejaría amedrentar, decidió Miguel.
—No doy nada por sentado —respondió Gorlov, después de unos segundos—.
Pero creo que la explicación le interesará, en cualquier caso.
—Claro.
—Inflexor cuántico —siguió Gorlov, sin perder ni un segundo más—. La física
cuántica establece que el estado de los componentes elementales de la materia
depende de funciones probabilísticas. Ya sabe, el ejemplo típico: la posición y la
velocidad de los electrones en el átomo. El electrón se encuentra en muchos sitios a la
vez, con más o menos probabilidad de estar en depende qué sitios, ¿verdad?
Heisemberg, pensó Miguel. Una consecuencia del principio de incertidumbre. Por
ahora Gorlov no le estaba contando nada que no supiese cualquier estudiante de
ciencias.
—Es como si el electrón existiese en muchas realidades distintas con más o
menos probabilidad de existir en unas u otras —dijo Miguel—. Como el gato de
Schrödinger, que está vivo y muerto a la vez —Miguel sonrió—, metido en su caja
cuántica de realidades probables.
—La realidad: ese es el concepto clave. El inflexor, sin embargo, consigue
controlar la probabilidad de estado de las partículas elementales. Manipula así el
estado cuántico de la materia. Controla la realidad, en definitiva.
Miguel entrecerró los ojos. Las implicaciones de lo que decía ahora Gorlov iban
mucho más allá de lo que Monica le había explicado. Controlar la realidad. Gorlov

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continuó:
—Al proceso lo llamamos inflexión cuántica. Es más fácil de entender con
ejemplos concretos: la telequinesia o la telepatía, por ejemplo. —Miguel asintió—.
En el caso de la telequinesia, los inflexores no mueven objetos con el pensamiento,
solo cambian la realidad cuántica lo necesario para que un objeto se mueva. Una
pequeña porción de la realidad se modifica y el objeto se desplaza solo. En el caso de
la telepatía ocurre algo parecido: el inflexor no lee la mente —Miguel recordó a
Vincent y se frotó las palmas de las manos contra el cuero viejo de la silla—, sino que
cambia la realidad para que una información contenida en un cerebro se reproduzca
en otro.
Miguel ni se movió. Gorlov cogió un bolígrafo de su mesa y empezó a
manosearlo. Siguió hablando:
—Admitido que algo o alguien que pueda cambiar el estado cuántico de la
materia, esté, en consecuencia, cambiando la realidad, la cuestión es: ¿Cómo puede
hacerlo una persona? La respuesta a esto es sencilla. —«¿Sencilla?», se dijo Miguel
—. Como sabrá, el funcionamiento del cerebro de los animales está basado en la
respuesta electroquímica de las neuronas a estímulos externos.
Miguel volvió a asentir.
—Un estímulo llega de fuera y activa nuestros sensores. La luz, por ejemplo. —
Gorlov abrió los brazos e hizo un gesto como si abarcase con ellos toda la luz de su
despacho y después la lanzase con sus manos huesudas a sus gafas—. La luz activa
los sensores de nuestros ojos y estos mandan un impulso electroquímico al cerebro,
que activa una respuesta. Y vemos la luz dentro de nuestra cabeza. —Gorlov dio dos
golpecitos con el bolígrafo en su sien.
»Por otra parte —siguió—, sabemos que existe, al menos en los humanos, algo
adicional: la capacidad de generar respuestas en el cerebro sin que haya estímulos
externos. Ese proceso es la base biológica del pensamiento. —Gorlov puso el
bolígrafo de plástico blanco en vertical frente a Miguel—. La imaginación, por
ejemplo. Podemos imaginar que este bolígrafo es un árbol, ¿verdad? —Miguel volvió
a asentir—, un árbol de hojas azules que jamás hemos visto. —Miguel vio el árbol en
la mano leñosa de Gorlov—. Nuestro cerebro describe dicho árbol, sus hojas azules,
imagine: de un añil brillante, oscilando movidas por el viento… ¿Lo puede ver? Sí,
¿verdad? Pero sus ojos no lo han visto, jamás han visto el árbol azul. ¿De dónde sale
entonces? De su imaginación, o, en otras palabras, de la respuesta de su cerebro a la
activación electroquímica de sus neuronas. Activación voluntaria e interna, no
activación externa.
Gorlov bebió café de su taza de la NASA. Miguel vio el logotipo azul y rojo de la
agencia espacial, pero apenas se fijó en él. Pensaba en la imaginación, y en cómo esta
generaba imágenes de la nada. El árbol azul.
«Imaginar nuevas realidades. Generar nuevas realidades», pensó Miguel. Aquello
era demasiado grande para pronunciarlo en voz alta; casi no se atrevía a pensarlo. Se

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frotó de nuevo las palmas de las manos contra el cuero viejo de la silla.
El científico dejó la taza sobre la mesa, guardó el bolígrafo en el bolsillo de su
bata blanca y siguió hablando:
—Hay algunos humanos que, por razones que no hemos determinado bien
todavía, han desarrollado la capacidad para llevar la activación voluntaria de sus
neuronas más allá de estas. El fenómeno es muy sencillo: en esas personas la
respuesta neuronal no es electroquímica, sino cuántica. —Miguel tosió. Pero Gorlov
no se detuvo—. Por tanto, no hacen que su cerebro vea una imagen creada por su
imaginación, hacen que la realidad muestre esa imagen. Los inflexores cuánticos ven
el árbol azul fuera de su cabeza. Hacen que todos lo veamos. No imaginan la
realidad, la cambian. Eso es todo.
Miguel pensó que ahora se oirían aplausos. Aquello le parecía tan coherente, tan
prosaico. Las explicaciones de aquel científico enjuto y arrugado como un mago de
cuento gótico no dejaban lugar para el misterio. Tan simples las respuestas, tan
limpias como su bata blanca.
«Como suelen ser las teorías científicas más valiosas. E=mc2», se dijo Miguel.
—¿Lo ha comprendido? —preguntó Gorlov—. Le aseguro que podría abrumarle
con infinitos detalles que no he abordado en mi explicación. No creo que sea el
momento, pero…
—Suena tan sencillo —dijo Miguel. Miró a Monica. Ella sonreía. «Chocolate con
pastas». Estaba preciosa—. Pero ¿todo eso se ha demostrado empíricamente?
—Casi todo se ha comprobado con experimentos y aparatos de medida
desarrollados dentro del Proyecto. Además, un enorme despliegue matemático da
soporte teórico a los fenómenos que le he descrito. —Gorlov le mostró un pequeño
cuaderno: papel cuadriculado, anotaciones escritas con tinta negra, en inglés y en
ruso, fórmulas escritas con tinta azul. Parecía un códice. Gorlov debía de ser más
viejo incluso de lo que aparentaba—. Todo está postulado y mucho está comprobado
con experimentos concretos.
Miguel carraspeó, arrugó las cejas y dijo:
—Pero las implicaciones de lo que me ha contado van mucho más allá de
fenómenos como la telequinesia o la telepatía. Según he entendido, un inflexor
cuántico podría hacer realidad cualquier cosa que imaginase.
Gorlov pareció cambiar la expresión, como si le inquietase la pregunta. Pero su
semblante variaba tan poco como la forma cuadrada de sus gafas; Miguel no pudo
interpretar nada definitivo en su rostro.
—Usted ve bien, ¿verdad? —dijo Gorlov. Miguel se echó hacia atrás en la silla y
arrugó las cejas un poco más.
—¿Yo? Nunca he tenido problemas. Pero ¿eso qué tiene que ver…?
—¿Usa gafas?
—Veo bien. No las necesito.
—Pero no ve el ultravioleta ni el infrarrojo.

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Miguel se encogió de hombros.
—Nadie los ve. Esos colores están fuera del espectro visible humano.
—Eso es. —Gorlov cogió el bolígrafo blanco de su bata y lo empezó a manosear
de nuevo—. Algo parecido ocurre con los inflexores cuánticos: ven mejor que el
resto, pero no ven todo.
Miguel miró con una media sonrisa al ruso. Empezaba a sospechar lo que vendría
ahora. Le gustaba. Aquel era un buen científico, parecía tener respuestas sencillas
para todo. Gorlov se explicó:
—Igual que la evolución natural nos ha diseñado para percibir solo el espectro de
colores entre el rojo y el violeta, también nos ha diseñado para tener un rango
limitado de capacidades de inflexión cuántica.
Gorlov accionaba el pulsador del bolígrafo como un sismógrafo enloquecido.
Miguel no entendía qué le ponía tan nervioso, su explicación era perfecta.
—El inflexor es un humano un poco más evolucionado —afirmó Miguel, de
pronto.
Gorlov golpeó con el bolígrafo sobre la mesa y Miguel se echó hacia atrás en su
silla.
—Eso no está probado —dijo el ruso, mientras se recolocaba las gafas—. El
argumento puramente evolutivo, quiero decir. Las capacidades que estudiamos, en
mayor o menor medida, parecen estar presentes en toda la especie. Aunque en la
mayoría de nosotros, son demasiado débiles para conseguir una inflexión que cambie
algo. Pero son muchas las capacidades, muy diversas. No lo vea como algo tan
simple…
—No pretendía…
—… Acotadas, sencillas, pero muchas. Puedo enumerarle, si quiere, todos los
tipos conocidos de inflexores cuánticos, catalogados por sus capacidades…
En efecto, se dijo Miguel, Gorlov pensaba catalogar el mundo como antes había
hecho Mendeléiev.
Se giró, mientras Gorlov seguía hablando de catalogar inflexores, y vio la tabla
periódica. Un poco más hacia la izquierda se podía ver la puerta del despacho, ahora
parcialmente iluminada por el sol. Más allá de esta se accedía a aquel nuevo mundo:
los laboratorios secretos, los sótanos del SSR, los inflexores cuánticos. El ascensor
con puertas blancas de nave espacial.

***

Gorlov observó cómo Miguel se giraba hacia la puerta y se preguntó si querría irse,
escapar de allí. Parecía inquieto. Quizás habían provocado su miedo más que su
interés.
—Doctor Le Fablec —llamó su atención—. Nos gustaría proponerle algo.

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Miguel lo miró serio, cejas hundidas, párpados entornados, como si estuviese
molesto.
Aquel era el momento más crítico de sus cincuenta años de investigaciones, pensó
Gorlov. La prueba del día anterior decía que Miguel era un midas o algo muy
parecido. Unos registros limpios, los sensores cuánticos lo habían detectado, una
capacidad inusual para producir la inflexión. Ahora debía entrar en el Proyecto de
forma voluntaria. Gorlov se aclaró la garganta e intentó hablar en su mejor inglés:
—Con los datos que tomamos en el experimento de ayer, llego a la conclusión de
que usted es un inflexor cuántico. —Respiró despacio, miró fijamente a Miguel. Este
mantenía los ojos entornados. Ya se había mostrado reacio a entrar en el Proyecto.
Debía ofrecerle algo que le interesase—. Quiero proponerle que entre a formar parte
del Proyecto de Investigación de Inflexores Cuánticos.
Miguel no respondió. Gorlov miró a Monica. Pero ella se encogió de hombros.
—No me malinterprete, por favor —añadió Gorlov. Empezó a desmontar el
bolígrafo que tenía en las manos—, no me refiero a hacer de usted exclusivamente un
sujeto de experimentación…
—Una cobaya —dijo Miguel.
Gorlov rompió sin querer el bolígrafo. Lo tiró a la papelera y cogió un lápiz de su
mesa.
—En fin, por supuesto, tendría que someterse a experimentos. Pero yo le
propongo tener una participación más activa, ser miembro del equipo investigador, si
así lo desea…
—Científico —dijo Monica.
—Científico —repitió Gorlov. El maldito español no estaba convencido, había
que atraerlo—. Laboratorios, tecnologías secretas, todos los medios… Además, debe
saber que los experimentos son inocuos, por lo que su integridad, en todo momento…
—¿Cuándo empiezo? —dijo Miguel, mientras Gorlov seguía hablando.
—El equipo de científicos… —Gorlov frenó su discurso.
Monica sonreía. Miguel aún le miraba con los ojos entornados. «¿Había dicho
que sí?».
—¿Empieza? ¿Podemos entender que…? Doctor Le Fablec, es un honor para el
Proyecto… —Miguel seguía mirándole con las cejas comprimidas. De pronto, el
lápiz se rompió, con un chasquido, entre sus manos—. ¿Le preocupa algo?
—Me deslumbran sus gafas —dijo Miguel—. Reflejan mucho el sol; no le veo
los ojos.

***

«Sin ellas es todavía más feo», pensó Miguel cuando Gorlov se quitó las gafas y las
miró en silencio.

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Miguel se giró hacia Monica y le sonrió. Había merecido la pena pasar por el
susto de Vincent. Todo. Ahora lo sabía. Y se lo debía a ella. Monica también sonreía,
parecía brillar, sentada en la vieja silla del despacho del ruso. Estaba estupenda.
Chocolate con pastas.
—¿Y qué tipo de inflexor soy? —dijo, sin dejar de mirar a Monica.
—No lo tengo claro —respondió Gorlov, mientras se colocaba las gafas de nuevo.
Se levantó y empezó a bajar las persianas—. Su caso plantea muchas e interesantes
cuestiones. La facilidad con la que llegó a la cabeza de Vincent… No es usual.
El despacho se había oscurecido un poco, pero mantenía un resplandor
anaranjado. Gorlov se sentó de nuevo en su silla y dijo:
—Lo que ha hecho solo lo hace un catalizador.
—¿Un catalizador?
—Los inflexores comunes tardan mucho en controlar sus capacidades —dijo
Gorlov—. Pueden dominar una o dos capacidades distintas a lo largo de su vida. Los
catalizadores, en cambio, son los únicos cuyo mecanismo de control cuántico está
basado en amplificar las inflexiones de otros. Y al desarrollar la habilidad para
amplificar cualquier inflexión, también desarrollan muchas de esas capacidades como
propias, y de forma muy rápida. No todas las capacidades, por supuesto, sigue
habiendo procesos neuronales incompatibles…
—Esto parece más complejo que lo que me ha explicado hasta ahora —
interrumpió Miguel.
—Es más complejo. E inusual. Desde que investigamos a los inflexores cuánticos
solo hemos encontrado a dos catalizadores; incluyéndolo a usted, si finalmente lo es.
Miguel se sintió de pronto excepcional, superior. Solo dos. Pero…
—¿Quién es el otro? ¿Está aquí, en el SSR?
Gorlov miró a Monica y Miguel se agarró a los brazos de cuero de su silla. El
resplandor anaranjado del despacho daba al rostro de Monica un aspecto
sobrenatural.
—El otro es la doctora Eveleigh —dijo Gorlov.
—¿Tú?

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CAPÍTULO 15

Miguel abrió los ojos. El interior de la caja estaba muy iluminado. Le recordaba en
cierto modo la luz exagerada del despacho de Gorlov. Hacía ya casi un mes desde que
este le propusiera entrar en el Proyecto. El despacho era cálido, la luz de la caja era
blanca, fría. Pero le daba a los experimentos un aspecto más limpio, menos
sobrenatural, más científico; nada que ver con el laboratorio en penumbra y el
exterior oscuro y erizado, de las cajas.
Miró el reloj que había en el panel de control junto a la puerta. Llevaba quince
minutos con los ojos cerrados dentro de la caja. Enfundado en el mono negro de los
inflexores cuánticos, se había sentado en la única silla, de plástico gris, y había
apoyado las palmas de las manos sobre la única mesa, también de plástico gris. Así
había esperado a que los inductores neuronales de la caja pusiesen su cerebro en
marcha. También había hecho algunos ejercicios de relajación.
Tocó el plástico de la mesa, algo rugoso a las yemas de los dedos; los sentía como
entumecidos por la relajación profunda. También las plantas de los pies; todo su
cuerpo hormigueante, relajado. «Consciencia ensoñadora», le habían dicho que se
llamaba ese estado mental. Estaba listo.
Miró al techo del pequeño cubículo interior de la caja. Donde se juntaba con las
paredes había una colección de aparatos que apuntaban hacia él. Cámaras de luz
visible, cámaras de infrarrojos, sensores térmicos, microrradares, barómetros,
micrófonos, medidores láser; apenas cabían tantos aparatos en los bordes del techo.
Observó los que le habían dicho que eran los más importantes, los sensores cuánticos:
unos dispositivos con aspecto de cámara de vídeo con un halo de luz azulada
rodeando un objetivo opaco. Había tres en el techo. Junto a uno de ellos, vio una
cámara. Levantó la mano hacia ella para dar a entender que iba a comenzar.
Como de costumbre, sobre la mesa había un papel amarillo con las instrucciones
operativas de la prueba. Todo lo que debía hacer estaba allí, en el anverso de aquel
folio vuelto deliberadamente boca abajo. Oculto, como siempre. Se preguntó por qué
no le explicarían nada sobre los experimentos hasta el momento de realizarlos. Nunca
sabía lo que iba a hacer hasta encontrarse con la hoja amarilla. Había muchas cosas
que no le explicaban, de hecho; claro, que aún no participaba en el Proyecto como
científico.
«Solo como conejillo de Indias», se dijo.
Intentó apartar esa idea de su cabeza moviendo la mano como si espantase a una
mosca veraniega. Con la otra mano dio la vuelta al papel amarillo. Pensar en que solo
le usaban como cobaya le hacía perder la concentración y él, ahora, estaba allí para
realizar una prueba. Lo demás, lo de ser investigador, lo resolvería en otro momento;

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después, quizás cuando saliese de la caja. Dio un golpe seco con el reverso del papel
amarillo sobre la mesa. Mosca aplastada.
Las instrucciones de la prueba quedaron frente a él. Entornó un momento los ojos
y volvió a visualizar su cuerpo relajado; al instante sintió de nuevo el hormigueo en
sus manos, en los dedos de sus pies. Todo relajado. Leyó el papel amarillo y empezó
a memorizar instrucciones.
«Fácil», pensó.
Cuando hubo terminado, apartó la hoja y observó el bloque de acero que había en
el centro de la mesa de plástico gris. Era el objeto de su prueba, un prisma
rectangular, tan pulido, tan perfecto, que reflejaba la luz intensa de la caja con
destellos blancos de espejo. Casi hacían daño a la vista. El bloque debía de ser muy
pesado porque tenía el tamaño de un lingote. «¿Cuánto pesará un lingote? Mucho. No
sé. ¿De qué metal?». No importaba lo que pesase, no lo iba a tocar siquiera. Miguel
se concentró en el acero, debía moverlo mediante telequinesia, como había hecho ya
con otros materiales.
Recordó cuándo movió su primer bloque de madera al entrar en el Proyecto.
Sonrió al recordar cómo sudaba, cómo le picaban los electrodos por todo el cuerpo.
Al final, tras un esfuerzo enorme de concentración, de imaginación y de sudor,
consiguió que el taco de madera se alejase unos centímetros, arrastrándose
penosamente sobre la mesa. «¡Pero se movió!».
Ahora movía cosas sin apenas esfuerzo; solo lo hacía, de hecho, para calentar el
cerebro, como los atletas antes de la verdadera prueba. «Entrenarás poco a poco el
músculo inflexor —le había dicho Gorlov, señalando hacia su cabeza, el día del taco
de madera—. Y Monica te ayudará».
Sintió dentro del cráneo como si el cerebro burbujease; después el dolor,
constante, monótono, dulce, en el centro de la cabeza. Ahora ya sabía que ese dolor
inexplicable por los médicos era causado por su condición de inflexor cuántico. Le
dolía la inflexión.
Ya había comenzado. ¿Dónde estaba Monica? Ella siempre le ayudaba desde otra
caja. Entonces sintió el impulso, el efecto catalizador de ella: ahí estaba. El bloque de
acero se empezó a mover.
Miguel se acomodó en la silla y dejó que el mundo reprodujese lo que veía dentro
de su cabeza. Despacio, el prisma de acero se alejó de él en línea recta hacia el
extremo opuesto de la mesa; después se acercó hasta volver al centro; hizo los
mismos movimientos rectos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, hasta
volver, deslizándose suavemente como si fuese un cubito de hielo, hasta el punto del
que había partido. Se detuvo ahí un momento, en el centro de la mesa de plástico.
Entonces, se elevó. Con la misma calma con la que había recorrido la mesa, el prisma
metálico levitó hasta alcanzar la altura de los ojos de Miguel. Los ejercicios de
calentamiento habían concluido; ahora empezaba la prueba de verdad. Miguel releyó
el papel amarillo y ejecutó el resto de las instrucciones:

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… Corte del bloque en dos mitades mediante desagregación molecular.
Separación de cada mitad dejando un espacio de unos diez centímetros entre ellas.
Corte similar de las dos mitades. Separación de las cuatro partes dejando diez
centímetros entre ellas. Intercambiar posición de la primera pieza por la tercera.
Agregación molecular para unir en una sola pieza las dos partes situadas a la
derecha. Fusión idéntica de las dos partes situadas a la izquierda. Enfriamiento de
los dos bloques resultantes. Descenso simultáneo de los bloques hasta la mesa.
Sobre el plástico gris de la mesa quedaron dos prismas de acero perfectos,
brillantes, de aristas limpias y afiladas, sin soldaduras ni uniones visibles, como dos
hijos irrefutables del bloque de acero original.
«Fácil», se repitió Miguel.
Se levantó y desconectó de un dispositivo en la pared una pequeña clavija
rectangular. En aquella clavija terminaba la maraña de cables que salían de los
sensores que llevaba pegados por todas partes: los brazos, las piernas, el tórax…
Empezó a despegarse los electrodos de la cara, con cuidado de no hacerse daño.
Pensaba que aquellos cables debían de conferirle aspecto de medio-hombre medio-
máquina. Pero ya se había acostumbrado, y no era en realidad consciente de ellos
hasta el momento de desenchufar la clavija y empezar a despegarlos de su cuerpo.
Se acercó al cuadro de mandos junto a la puerta y pulsó las teclas para iniciar el
protocolo de desinducción. Dejó por un momento de despegarse electrodos, debía
tener cuidado con aquel protocolo: la desinducción neuronal era peligrosa, le habían
dicho. Bajó un punto la potencia de los inductores. En ese momento, sintió en algún
lugar de su cerebro cómo se iniciaba su vuelta al mundo. Se notó más despejado,
como si respirase aire fresco.
Recordó entonces la verdad sobre las cajas: no eran cámaras de aislamiento, como
le había pretendido explicar Barrett la primera vez que las vio, cuando él aún no
formaba parte del Proyecto; eran, en realidad, mecanismos de inducción psíquica: una
ayuda para los inflexores novatos. Eso eran. Y había peligro dentro de ellas. Los
experimentos no eran tan inocuos como Gorlov le había contado.
Una cuenta atrás en la pantalla del cuadro de mandos le indicó el tiempo para la
próxima bajada de potencia. Debía esperar varios minutos. Se sentó. Monica le había
contado que tenía que seguir de forma estricta aquel protocolo de tiempos de espera.
Era algo parecido a la descompresión de los buceadores, le había dicho. Podía
dañarse el cerebro si no lo hacía correctamente. Por eso, según le explicaron después,
se había mareado la primera vez que entró en una caja, el día del saludo telepático de
Vincent. Aunque aquella caja estaba a la mínima potencia. Aún le producía un
escalofrío mínimo recordar al telépata.
Por suerte no había vuelto a encontrárselo. Miguel observó la cuenta atrás en la
pantalla: todavía le quedaba un minuto de espera.
«Capacidades de inflexor cuántico», se dijo. Visión de rayos X. Poderes de
superhéroe. Podría volar si quisiera, ponerse una capa y…

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Se giró y observó los dos prismas de acero que acababa de romper y volver a unir.
Eran perfectos. Si su capacidad para controlar la agregación molecular evolucionaba
como la telequinesia, pronto podría hacer aquello sin ayuda de los inductores; fuera
de las cajas. Podría romper y unir cualquier cosa.
«Construir…, hacer un puente de soldaduras perfectas, un gemelo del mismísimo
Golden Gate», pensó. Respiró por la nariz, despacio.
La cuenta atrás anunció el momento para ajustar el próximo nivel de potencia:
«… 3 segundos, 2, 1, 0». Miguel se levantó, bajó otro punto la potencia de inducción
y le pareció en ese momento que se le aclaraba la vista y recuperaba oído. La pantalla
indicó que debía esperar seis minutos en esa potencia.
Se volvió a sentar. Podría hacer tantas cosas con su capacidad cuando dominase
aquellos poderes. Sí, claro, a los científicos no les gustaba la palabra poderes.
«Capacidad es el término correcto», le habían dicho. A él le gustaba «poderes». De
niño siempre había soñado con esas cosas, como cualquier muchacho, suponía. Lo
había intentado tantas veces, era un juego, puede que alguna vez incluso lo hubiese
conseguido, sin saberlo.
«Jugar», pensó mientras observaba los bloques. Se le ocurrió que quizás podría
moverlos con aquella potencia de inducción reducida que había ahora en la caja. ¿Por
qué no? Sonrió. Eso no estaba en las instrucciones, no debía, pero… Atrapó su lengua
con los dientes sin dejar de sonreír. «Ahora puedo —se dijo—, estoy aquí para esto,
¿no?». Sin darse tiempo a arrepentirse, hizo una uve con los dedos índice y corazón
de su mano derecha y apuntó con ellos a los bloques de acero que reposaban sobre la
mesa. De inmediato, sintió el hormigueo en el centro de la cabeza.
Y los bloques volvieron a levitar.
Después empezó a subir y bajar los dos dedos, alternadamente, y los prismas
metálicos empezaron a bailar: uno ascendía mientras el otro bajaba, como en el
balancín de un parque infantil. Después empezó a encoger y estirar los dedos, y los
bloques de acero oscilaron como subidos a sendos columpios. Miguel se rio
quedamente. Un parque de juegos, con bloques de acero columpiándose, en lugar de
niños.
«Las capacidades se suelen desarrollar en la adolescencia —le había explicado
Monica—, pero no están ligadas a cambios fisiológicos. Se han dado casos en la
infancia…».
Mientras los prismas de acero se balanceaban en el aire, a la memoria de Miguel
vino nítida una imagen de su niñez. Aquel parque infantil en Niza. Dani y él.
Su padre siempre se empeñaba en hacerles pasar las vacaciones en Niza, con su
abuela. Así no perdían el contacto con Francia, con sus orígenes, solía decirles.
Aquello no era Sevilla, desde luego: lo pasaban bien en la playa, claro, pero en Niza
Dani y él tenían que ir juntos a todas partes, y Dani se pasaba todo el día fastidiando
y entrometiéndose en sus asuntos. Hasta tuvo que admitirlo en el club del Agujero
Secreto para que no se chivase a todos de dónde se escondían a jugar él y sus amigos.

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Los bloques de acero seguían columpiándose. Miguel recordó lo que ocurrió el día
siguiente al ingreso de Dani en su club secreto. Aquella vez estaban los dos solos.
Habían bajado a jugar al parque y se peleaban por un columpio: «Tú no sabes
columpiarte, —le había dicho a Dani—; Sí sé». «Llevas una hora. Me toca a mí…».
«¡No llevo una hora!», decía Dani cuando él agarró las cuerdas del columpio. Casi se
cayó. «Idiota», le dijo Dani mientras se alejaba. «Imbécil. Me tocaba a mí», dijo él,
columpiándose ya. Su hermano se fue hacia la bolsa de la merienda y sacó algo. Era
aquel cohete de plástico cargado de petardos que había traído desde España. Daba
igual, no lo podría hacer volar hasta Júpiter, como había anunciado al enseñárselo a
escondidas esa misma mañana; no tenía cerillas. «Yo voy a ser astronauta y tú no»,
decía Dani mientras sacaba del bolsillo el mechero de su padre. Se lo debía de haber
cogido a papá sin que se diese cuenta. Era su hermano pequeño, acababa de cumplir
seis años, él tenía diez, no debía dejar que jugase con fuego, pero… «Eres tonto, tú
no puedes ser astronauta, yo sí», canturreaba Dani mientras encendía el mechero.
Todos decían que Dani sería astronauta; era tan guapo, tan ocurrente, tan listo; de él
nadie decía nada. «¡Ojalá te explote!», pensó Miguel, dándose un fuerte impulso en el
columpio cuando Dani prendió la mecha.
Los bloques de acero cayeron sobre la mesa de plástico gris haciendo un ruido
metálico, de choque, de accidente dentro de la caja.
Miguel abrió mucho los ojos. La imagen de la explosión del cohete permanecía
frente a él. El lóbulo herido, sangrando, la oreja de Dani.
«No fue culpa mía —se dijo—. No me dolió la cabeza aquella vez. ¿O sí? No. No
recuerdo…».
«Destrucción —pensó después—. Creación y destrucción. No es un juego».
Un cero parpadeaba en la pantalla del cuadro de mandos, y un pitido insistente
acompañaba el parpadeo del cero. La cuenta atrás. Miguel se levantó y bajó la
potencia de inductores hasta su nivel mínimo. En ese momento percibió mucha más
sensación en su cuerpo, en cada una de sus células; y desapareció casi todo el
aturdimiento que le producía la caja. El lóbulo herido no desapareció.
Volvió a sentarse para hacer la última espera. «No, no es un juego», se repitió al
hacerlo. Después de lo de los petardos se había peleado con Dani muchas otras veces.
Eran niños, claro; pero nunca más se atrevió a desearle nada malo. Nada tan malo,
que pudiera recordar. ¿Había sido él?, ¿sus capacidades? Imposible saberlo. No era
un juego, aquellos poderes debían ser controlados. Pero ¿qué sabía él acerca de sus
poderes? Poco. Nada. Gorlov le había contado los fundamentos, generalidades.
Monica también, el efecto catalizador de ella, poca cosa; aquellas cajas, que inducían
ondas alfa o algo así, que aturdían las actividades cerebrales psicomotrices,
sensoriales… «Es cuestión de frecuencias cerebrales y umbral perceptivo: adormecer
los sentidos ayuda a imaginar, a hacer inflexiones». Una explicación escasa, mínima,
como todo lo que le habían contado hasta ahora. Nadie, ni Monica, le había dado
explicaciones como si fuese un verdadero científico. No podían decirle nada más

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todavía. «¿Cuándo, entonces?». Se rascó las manos sobre el plástico áspero de la
mesa gris.
«Destrucción y creación». Él necesitaba saber, no solo porque quisiera ser
investigador del Proyecto, sino porque tenía —contempló sus manos— un poder que
necesitaba dominar, comprender…, «usar», llegó a oír en su cabeza.
«¡Y me lo habían prometido!».
Se arrancó de un tirón todos los electrodos que llevaba pegados en el pecho y los
arrojó sobre la mesa. No era nada más que una rata de laboratorio, se dijo mientras se
abrochaba la cremallera del mono negro. Una rata con poder. Él era el inflexor, se
investigaría a sí mismo, por su cuenta, si lo obligaban. Claro, por supuesto, él no
disponía de medios… Pero podía crearlos. No, eso era una estupidez. Pero era su
capacidad, ¿no?
La última cuenta atrás se puso a cero en la pantalla. Ya podía salir. Golpeó con el
dedo pulgar sobre un lector de huellas dactilares y las puertas de la caja se abrieron.
Salir de allí era fácil, eso estaba bien; y el experimento había salido perfecto, eso
también era bueno. Todas sus pruebas estaban funcionando perfectamente. Pediría
que le asignasen un proyecto para investigarse a sí mismo y ellos no se podrían negar,
decidió; no había razones para negárselo. Se apartó el pelo que le caía sobre la cara,
se lo echó hacia atrás, apretó las mandíbulas y dio un paso que terminó de sacarlo de
aquella «maldita jaula de ratón».

***

Monica sintió como si una corriente eléctrica hubiese estado pasando por su cerebro,
y ahora alguien la hubiese desconectado. Abrió los ojos y vio el interior gris de su
caja. En ese momento Miguel debía de haber terminado el experimento del bloque de
acero. Acababa de desaparecer la inflexión que ella estaba amplificando, y con esta
desaparecía el hormigueo constante en el centro de su cabeza.
Él, según le había contado, también la percibía a ella cuando ejercía su efecto
catalizador: «Un impulso que arrastra mis pensamientos fuera de la cabeza y los lleva
hasta la realidad», le había contado en un arranque de emoción. Una ayuda
imprescindible, aseguraba Miguel. Aunque pronto, pensó Monica, él ya no
necesitaría esa ayuda. Como tampoco necesitaría la inducción de la caja. Nada, no
necesitaría nada ni a nadie. Monica se calzó la zapatilla deportiva blanca y azul en el
pie derecho y se la ató con fuerza, dos nudos, tal como le habían enseñado a hacer de
niña. «Tú solita», le decía su madre.
Muy pronto, pensó, Miguel podría hacerlo todo solito. Se calzó la zapatilla
izquierda. Le gustaba descalzarse cuando producía inflexiones, pensaba que así
tocaba mejor la tierra, que no se separaba tanto de la realidad. Esa realidad que
Miguel y ella deformaban. Realmente, solo se metía en las cajas porque allí se podía

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descalzar a gusto, nada más. Su caja estaba apagada, ella podía realizar las
inflexiones sin ayuda de los inductores. Todas.
Todas, salvo claro, las que no podía hacer, con o sin inductores. Como lo que
acababa de realizar ahora Miguel: romper y unir la materia. Ella nunca había llegado
tan lejos. Ató con fuerza la zapatilla izquierda: un nudo, dos. Podía amplificar a
Miguel, pero eso, la desagregación de la materia, no podía hacerlo ella sola. Cuando
lo intentó por primera vez, recordó, mientras la investigaban, casi sufrió un colapso,
no pudo ni hacer bien el protocolo de desinducción y tuvieron que ingresarla durante
varios días.
Se quedó mirando sus pies un momento, sus zapatillas deportivas. Ese calzado era
lo más cómodo que se podía utilizar para estar todo el día de pie, recorriendo los
pasillos subterráneos. Fred, siempre tan trajeado, con zapatos negros y relucientes,
militares, solía decirle en la época en que ella entró en el Proyecto que ese no era
calzado propio para una doctora del SSR. Sonrió. «Esas zapatillas de correr
maratones no te van a ayudar a ser un buen científico», le dijo Fred el día que le
dieron su bata blanca de investigadora; después le dio una palmada con su mano de
gigante. Fue poco después de que ella fallase la prueba de desagregación del bloque
de acero, al salir de la unidad clínica.
Monica se levantó casi de un salto y se estiró la bata. Un electrodo le tiró de la
piel del brazo. Entonces recordó: los electrodos. No tardaría tanto como Miguel en
quitárselos, solo le ponían una docena de ellos para monitorizar algunos de sus
parámetros. Si se daba prisa podría llegar a ver los resultados del experimento en el
puesto de control antes de que Miguel terminase con la desinducción. Sin perder un
segundo, se quitó de la cabeza una cinta con cuatro electrodos, cuatro más del tórax y
cuatro de los brazos. Miguel aún estaría entretenido unos minutos. «Un catalizador,
eso es lo que eres y eso es lo que estudiarás —recordó que le había dicho Vladimir a
ella aquel día en que le dieron su bata blanca—, lo más importante que hemos
conseguido hasta el momento». Miguel sería ahora lo más importante. Ella solo sería
su descubridora. Toda una científica del SSR, solía decir Fred. La descubridora del
midas, si Miguel no fallaba, claro. Ella había fallado. Fred no volvió a decir nada
sobre sus zapatillas.
Pulsó con ímpetu el lector de huellas dactilares y las puertas de la caja se
abrieron. Las zapatillas blancas y azules salieron corriendo hacia el puesto de control
que monitorizaba a Miguel.
Cuando llegó, Monica observó la pantalla de seguimiento. Arrastró el dedo sobre
el cristal del monitor siguiendo una línea magenta en una gráfica. La medición del
diferencial cuántico, la mejor variable para un análisis rápido. Estaba bien, muy bien,
pero… ¡tenía unos picos al final! ¿Había actividad inflexora en la caja de Miguel? El
experimento ya había terminado.
—¿Qué es eso? —dijo.

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El controlador que operaba en ese puesto la miró y pestañeó dos veces,
rápidamente.
—El sujeto —dijo. Señaló con el dedo una pantalla donde se veía la imagen de
dos bloques metálicos que se movían en el aire— se ha puesto a jugar con los prismas
de acero mientras espera. Por eso los picos. —Se quedó mirando a Monica con la
boca abierta y pestañeó dos veces más—. ¿No?
—Claro, claro… —dijo Monica, y se mordió el labio.
No le gustaba. Miguel empezaba a hacer inflexiones sin que ella las amplificase,
empezaba a actuar por su cuenta. Claro, pensó, que ella no era su niñera, algún día él
tendría que ejercitar sus capacidades solo. «Pero… ¿jugar? No se juega con las
inflexiones cuánticas». Ella lo había descubierto; era la responsable de su captación,
de su adiestramiento. «¡Jugar!», se repitió. «La capacidad de un midas es una cosa
muy seria», recordó que fueron las palabras de Vladimir cuando le contó lo que era
un midas y que ella había sido candidata a serlo. Rememoró la cara de Gorlov aquella
mañana, informándole de que había estado a punto de ser omnipotente. Su despacho
soleado, su rostro inexpresivo enmarcado con la tabla periódica de Mendeléiev. Fue
una pequeña decepción para ella, le hubiese gustado serlo, claro, el Efecto Midas.
Pero también sintió alivio: no se creía capaz de manejar tanto poder… «El poder de
un dios. En mis manos. Ser dios». Mentalmente se santiguó y pidió al Señor que la
perdonase por pensar así. Le daba miedo solo imaginarlo. Sintió un estremecimiento
en el cuello que le hizo encoger los hombros. Era algo muy serio, no se podía jugar
con ese poder. ¡Bloques de acero bailando! Y ella era la responsable. Tenía que
controlarlo. En ese momento Miguel salió de la caja.
Monica hizo un esfuerzo por sonreír y caminó deprisa hacia él. Parecía cansado,
se echaba el pelo hacia atrás como cuando estaba agotado, o resentido. Pero ella no
quiso prestar atención a sus gestos. Lo cogió por el brazo y prácticamente lo arrastró
hacia fuera del laboratorio, hacia el ascensor.
—¡Lo has hecho perfecto! —exclamó Monica en voz baja—. Nadie había
conseguido esto antes: romper la materia. Aunque al final…, debo decirte: lo de los
bloques bailando en el aire…
—Ya —dijo Miguel, con un tono seco que Monica no esperaba.
—¿Qué ocurre? —Se pararon frente a las puertas de salida del laboratorio. Más
allá se veía a los militares que custodiaban la entrada del nivel -2.
—Nada… Bueno, sí: que todavía no me habéis asignado tareas como investigador
—dijo Miguel—. Y no me vengas ahora con que mi pose es demasiado
melodramática.
Monica lo miró seria. Hubo un tiempo en el que ella hubiese preferido no ser
investigadora, seguir haciendo pruebas, pero no pudo ser: ella no era un midas; y
él…, él quería además una bata blanca. Tenía la mayor capacidad que un humano
pudiera soñar y también quería la bata.

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—Quiero investigar mis experimentos, mis capacidades —insistió Miguel—.
Ahora lo único que hago son estas pruebas ridículas de… magia.
Ningún inflexor conocido, pensó ella, había logrado hacer aquella prueba de
magia.
—Hablaré con Vladimir —le dijo—. Mañana veremos qué se puede hacer para
que te den tu bata blanca.

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CAPÍTULO 16

Castillo tecleaba en su portátil, sentado dentro de una de las cámaras de seguridad


antinflexores. Alzó la vista. El interior era alargado, el techo muy bajo (se podía tocar
si se estiraba el brazo), las paredes metálicas, doradas. Parecía un microondas de lujo.
Pero le gustaba aquel sitio: en el nivel -5, el último sótano del Centro SSR. Una
sala a prueba de escuchas, de espías, incluso de las intromisiones de los inflexores
telépatas. El lugar más secreto del mundo. Inaccesible.
Aunque no era seguro que un midas no pudiese romper las barreras de distorsión
cuántica y meterse a husmear allí.
Los distorsionadores de la cámara producían un efecto de electricidad estática que
erizaba el vello de la piel constantemente. Castillo se estiró la chaqueta con la palma
de la mano, con un movimiento en el sentido de la raya diplomática que produjo
varios chispazos. Pero aún no había ningún midas que pudiese entrar allí, por
supuesto.
«Habrá que presionar a los científicos».
Fred, sentado a la mesa metálica que había en el centro de la sala, estudiaba un
mapa de isoinflexoras y cada poco tiempo daba un vistazo a su reloj. Castillo supuso
que estaría inquieto porque Gorlov los había citado allí. De hecho, si estaban dentro
de aquel microondas era porque lo que les iba a decir el ruso era importante.
Esperaba que lo fuera, porque él ya se estaba cansando de esperar resultados metido
en cajitas metálicas doradas como joyeros. Pulsó una tecla en el ordenador portátil
que tenía sobre las piernas y se detuvo la grabación de vídeo que había estado viendo.
En la imagen se veía el despacho de Gorlov. Era del día en que el científico le
había explicado a Miguel lo que era un inflexor. Castillo amplió la imagen hasta tener
un primer plano del sujeto. Gorlov le acababa de pedir que se uniese al Proyecto y
Miguel, con los ojos entornados, parecía dudar.
—Vladimir ya no está en sus mejores condiciones —dijo Castillo.
—¿Qué estás diciendo? —Fred lo miró; dos arrugas enormes, carnosas, en la
frente.
—Mira. —Castillo volvió el portátil hacia Fred de modo que pudiese ver la
pantalla. Señaló la imagen—. Casi se le escapa.
—Vamos, Walter, sabes que Vladimir es un profesional. A Miguel lo deslumbró
un reflejo en las gafas, lo dijo, está claro.
—Creo que debió dejarnos estar con él en aquella entrevista.
Fred debió de dar por cerrada la discusión porque no respondió. Apartó la mirada
del ordenador y volvió a escudriñar las líneas redondeadas y concéntricas del mapa.
Miles de isoinflexoras. Como si él fuese un científico y pudiera entenderlas.

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—Cada una de esas líneas le cuesta cientos de dólares a nuestro país —dijo
Castillo.
Fred no se movió, pero lo miró con el extremo del ojo.
—Los satélites, los equipos de procesamiento, la red de comunicaciones, la
información que compramos, la que robamos. Todo en esas líneas cuesta —siguió
diciendo Castillo.
—Por supuesto —dijo Fred, volviendo a concentrar sus ojos pequeños en el
mapa.
—Este lugar cuesta —dijo Castillo, mirando hacia arriba.
Fred lo miró de frente.
—Ya sé que cuesta…
—Gastamos millones de dólares en el Proyecto, Fred. Y ¿qué nos da Gorlov?
Fred no respondió. Lo miraba con los labios cerrados, la mandíbula tensa.
—Nada.
—¿Nada?
—El Proyecto no da resultados. Millones invertidos. ¿Cuándo vamos a probar al
midas?
—No se puede…
—Sí, sí, claro. Los protocolos. Por seguir esos protocolos anticuados casi se le
escapa.
—No…
—Gorlov ya está viejo.
—¡No te consiento que faltes al respeto…! —Fred se levantó de su silla. Parecía
un elefante desbocado—. Eres demasiado nuevo aquí; demasiado joven. Por muchas
medallas que tengas, no tienes ni la experiencia ni los conocimientos para criticar al
profesor…
En ese momento, Vladimir Gorlov abrió la puerta de la sala, y los dos se
quedaron en silencio.
Windhorst, mientras volvía a sentarse, lanzó una mirada a Castillo. Este creyó ver
la autoridad pretendida de Fred en sus labios tensos y los ojillos azules casi ocultos
tras las arrugas de sus cejas. Decidió fingir que acataba esa autoridad y apagó la
pantalla del portátil. La imagen de Miguel desapareció de allí. Tres pasos después,
Gorlov alcanzaba la mesa metálica que había en el centro de la sala. No cogió
ninguna silla, ni se sentó; se limitó a sacar una carpeta negra de experimentos de su
maletín; la dejó sobre la mesa y dijo:
—Tengo buenas noticias.
Castillo se levantó del rincón donde había estado trabajando con su ordenador y
se dirigió hacia la mesa metálica. Se sentó junto a Fred, sin perder de vista la carpeta
negra.
—Miguel ha superado todas las pruebas preliminares —dijo Gorlov—. Y ha
alcanzado el nivel máximo de capacidad inflexora medido hasta el momento.

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—¿Ha realizado el último ejercicio? —preguntó Fred—, ¿la desagregación de la
materia?
Gorlov sacó dos prismas de acero de un bolsillo de su bata blanca y los lanzó
sobre la mesa. Los bloques rodaron, chocando entre ellos con un ruido metálico. Un
sonido alegre, de campanillas, pensó Castillo. Las campanas del éxito. Se alegró
durante un momento de ver aquel pequeño logro, pero luego recordó que el éxito, el
verdadero éxito, el que él esperaba, aún no había llegado; seguía tardando mucho en
llegar.
—¡Ni Monica fue capaz de esto! —exclamó Fred, mientras cogía uno de los
bloques de metal.
Castillo cogió el otro y lo examinó, haciéndolo girar entre sus dedos. Era un
prisma perfecto, observó, de aristas limpias, afiladas, resplandecía con destellos
amarillentos provocados por la luz dorada de la sala antinflexores.
—Ha separado el bloque en cuatro partes. Y las ha unido después —informó
Gorlov, dirigiéndose a Castillo—. Es imposible apreciar que esos trozos de metal
hayan formado partes distintas de un mismo bloque hace unas horas. Ni un
microscopio electrónico podría distinguirlo. De aquí al Efecto Midas solo hay un
paso —sentenció.
Castillo dejó el bloque de acero sobre la mesa y dijo:
—Un paso que jamás se ha dado.
Gorlov y él se miraron a la cara, en silencio; Castillo sentado, Gorlov de pie, alto,
enjuto, encorvado como un brujo. El ruso se tomó el tiempo de una respiración antes
de hablar:
—Siempre hay un primer intento para todo. —Su rostro era, como siempre,
impermeable. Su acento estaba lleno de sílabas agresivas, cortantes.
Pero a Castillo no le importaba que el ruso se enojase; él tenía sus propias
preocupaciones.
—Sí —respondió—, pero los hechos son que llevamos un mes realizando
pruebas. Y todavía no se ha determinado si Miguel es el midas que buscamos. —
Cogió de la mesa la carpeta negra, los resultados del último experimento, y hojeó los
papeles—. He leído los informes de casi todas las investigaciones desde que existe el
Proyecto. Y estoy preocupado.
—No hay razón para… —intervino Fred.
—No hay ningún procedimiento para detectar a un midas —dijo Castillo—.
Nunca se ha llegado tan lejos. Es una buena razón para preocuparse, ¿no? —Y tiró la
carpeta sobre el bloque de acero. Después se alisó la corbata.
Fred abrió la boca, como si fuese a decir algo, pero no lo hizo, finalmente. Miró
al científico. Este, entonces, abrió su maletín y sacó una hoja amarilla con el formato
de descripción de experimentos.
—Este es el paso que vamos a dar —dijo Gorlov. Castillo se enderezó en la silla,
despacio—. Nadie salvo yo lo conoce. —Gorlov estiró el brazo y puso la hoja

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amarilla al alcance de Fred, que la cogió de inmediato. Castillo siguió el movimiento
del papel con la vista—. Lo ideé antes de que Monica hiciese las pruebas de
desagregación de la materia. Ella falló y yo lo he guardado desde entonces. Por
supuesto, no era algo que pudiera enseñar sin tener un candidato disponible. Un
material inútil. Hasta hoy.
El ruso mantenía la mirada sobre Castillo mientras hablaba. Este escapó de las
gafas del científico y se acercó a Fred, a la hoja amarilla donde parecían estar las
respuestas.
Leyó el encabezado de la hoja. El código del experimento era: MIDAS-000.
Demasiado sugerente, atraería la curiosidad de Miguel, pensó. Leyó más abajo.
Aquello parecía ser una… Sí, una transmutación. Pero eso estaba incluido en la
categoría de capacidades catalogadas, recordó. Desde luego, no era una capacidad
muy común, pero entraba dentro del control de la materia, como lo que acababa de
hacer con el bloque de acero. No era necesario ser un midas para transmutar
elementos de la tabla periódica. Castillo siguió leyendo: Miguel, en su ejercicio,
debía convertir un lingote de plomo en…
—¿Oro?
Fred, quizás porque conocía mejor a Gorlov, pareció comprender al instante.
Sonreía como si en la hoja amarilla hubiese un chiste escrito.
—¡Magnífico! —tronó Fred y dio una palmada con el reverso de su mano enorme
sobre el papel—. Tan elegante como de costumbre, Vladimir.
Castillo los miró, serio. No terminaba de comprender qué nueva jugarreta se les
había ocurrido a aquellos dos residuos de la Guerra Fría. Pero no pensaba darles el
gusto de demostrarles una vez más su ignorancia. Se acomodó en la silla, volvió a
cruzar los brazos y cerró la boca.
—Como verás, Walter —dijo Gorlov. Hablaba sin acento, parecía mofarse de su
ignorancia—, el objetivo del experimento no es solo que Miguel convierta el plomo
en oro. No deseamos que haga una reordenación atómica; eso entraría dentro de las
capacidades de un inflexor común. —Castillo alzó una ceja—. Bien, lo admito,
ninguno de los inflexores que conocemos podría hacerlo, pero eso no demostraría que
fuese un midas.
Castillo asintió con la cabeza, sin cambiar el gesto. Seguía sin ver a dónde
llevaban aquellas explicaciones. Gorlov siguió hablando:
—Lo que se espera que ocurra en el experimento no está en el resultado, sino en
el proceso, en la forma. —«¡Oro!». Castillo, de pronto, empezó a comprender; ladeó
la cabeza un poco y entornó los ojos para observar ruso. Este parecía excitado—. Por
eso el experimento se llama MIDAS-000, para que Miguel lo lea y piense que lo que
va a hacer tiene reminiscencias mitológicas. Tenderá a apoyarse más en su
imaginación que en su raciocinio. —«Imaginación…», pensó Castillo—. Por eso es
un lingote en lugar de un prisma frío, nada evocador. Tiene que pensar que esa forma
corresponde al oro, en lugar de pensar en los átomos. —Gorlov empezó a alzar la voz

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—. Y por eso tiene que tocar el lingote de plomo en lugar de mirarlo y concentrarse
en él (os recuerdo que nunca ha tocado los objetos de sus experimentos), porque debe
sentirse como el rey Midas: ¡tocar el plomo y convertirlo en oro! —Gorlov casi
gritaba, como un demente exaltado sin expresión en la cara—. Debe ser su deseo de
cambiar la realidad lo que le lleve a hacerlo. Eso disparará su capacidad, demostrará
que Miguel es un Efecto Midas —concluyó, apoyando los puños huesudos sobre la
mesa metálica.
«¡Efecto Midas!», repitió un eco en la cabeza de Castillo.
—Eso, y los parámetros de inflexión, claro —añadió Gorlov, en un tono más bajo
—. Esto sigue siendo un experimento científico, caballeros.
Castillo miró a Gorlov con una media sonrisa que, por vez primera desde que se
habían conocido, era de complicidad. Sintió algo parecido a respeto hacia él. Volvió a
ojear el papel amarillo y allí detectó la frase que buscaba: «Tocar el lingote de plomo
y convertirlo en oro». Por supuesto. El experimento no solo evocaba las acciones del
rey Midas, sino que requería imitarlas, escenificarlas, y lo hacía en términos
concretos. Estaba claro, pero…
—¿Y si, a pesar de toda esta evocación del rey Midas, Miguel decide obviar las
fantasías y reordenar las partículas elementales de los átomos? —preguntó Castillo—.
Es ingeniero, conoce las leyes fundamentales de la física y la química que rigen el
proceso. —Confiaba en que Gorlov ya tendría preparada una respuesta.
—Tú estudiaste ciencias, ¿no es así? —preguntó Gorlov.
—En Yale estudié Derecho, pero tengo una licenciatura en Ciencias por West
Point; primero de mi promoción. —Levantó un poco la barbilla al decirlo.
—¿Has estudiado alguna vez la transmutación de elementos? La transmutación
atómica, quiero decir.
—Sé los conceptos básicos.
Gorlov sacó un cuaderno de su maletín, arrancó una hoja cuadriculada y la puso
sobre la mesa. Se la acercó a Walter. Después cogió un bolígrafo de plástico del
bolsillo superior de su bata y lo puso sobre el papel.
—Por favor, ¿podrías explicarnos los detalles de la conversión de un átomo de
plomo en un átomo de oro: qué partículas elementales hay que añadir o quitar, qué
aportes energéticos serían necesarios, qué radiaciones residuales se generarían…? El
proceso completo.
Castillo lo miró serio, sin moverse. Después miró a la hoja cuadriculada, vacía,
delante de él. No llegó a tocar el bolígrafo. Volvió a mirar al científico. Pensó que le
diría que era una broma. Pero Gorlov no dijo nada; parecía seguir esperando una
respuesta.
—No puedo hacerlo ahora —dijo Castillo—. Sé cómo se hace, pero ahora no
recuerdo todos los detalles. Tengo la preparación, sí, pero hace años que no estudio
esas cosas. Con los libros adecuados, con tiempo, podría intentarlo…

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—No es necesario que te excuses —interrumpió Gorlov—. Cualquiera con
formación en química o física tendría que consultar para describir esos detalles, a no
ser, por supuesto, que trabajase en un campo directamente relacionado. Y Miguel no
trabaja en ese campo.
Castillo asintió. Efectivamente, Gorlov lo tenía todo resuelto.
—No —continuó Gorlov—, es muy improbable que Miguel Le Fablec recuerde
de pronto todos los detalles de los procesos y las leyes que intervienen en una
transmutación atómica. Por eso este experimento no es como romper un bloque de
acero en dos. En el caso del bloque, el inflexor puede imaginar las moléculas del
corte que se separan y se vuelven a ordenar distribuyéndose en cada uno de los
bloques nuevos. Puede hacerlo aunque no sepa nada de física o de química. Pero con
la transmutación… Miguel no puede visualizar nada a nivel atómico, no puede
imaginarse cómo replicar un proceso complejo que desconoce o apenas recuerda. Lo
único que puede desear es que el lingote se convierta en oro. El milagro.
Castillo asintió. Después volvió a observar la hoja amarilla del experimento
MIDAS-000.
—Solo espero que Miguel no se eche atrás —dijo—. La prueba parece absurda,
estaréis de acuerdo conmigo.
—He pensado en eso también —respondió Gorlov, y Castillo dudó de si el
estiramiento en la boca del ruso, aunque esta permaneció perfectamente recta, era o
no una sonrisa—. Miguel anhela entrar en el equipo de investigación, y llevamos
cerca de un mes negándoselo. Acaba de hablar con Monica, y ha exigido ser
investigador.
—¿Lo ha exigido? —dijo Fred.
—Era algo esperable, que quisiese investigar, ya lo sabíamos. Pero que lo reclame
ahora es muy bueno para nosotros: disparará el deseo de que su prueba sea un éxito.
Castillo miró fijamente al científico. Gorlov era un profesional: no había ninguna
fisura en su plan. Ninguna. Por primera vez sintió admiración por aquel miembro de
los antiguos servicios secretos soviéticos. Uno de los suyos, se dijo. Se estiró de
nuevo el traje, sintió varias descargas de estática y sonrió.
—Propondremos a Miguel que esta prueba sea el objeto de su primera
investigación —dijo Gorlov—. Oro, y tendrá su bata blanca.

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CAPÍTULO 17

El refugio de las batas blancas. Era la primera vez que Miguel estaba en el nivel -3, el
sótano de oficinas dedicadas a las investigaciones secretas. Miraba a todas partes y se
acariciaba las palmas de las manos, apoyadas sobre la mesa blanca de la sala de
reuniones. Había dejado la puerta abierta y desde allí veía el trasiego continuo de
científicos. Se oía el repiqueteo incesante en los teclados de ordenador, olía a papel
recalentado por las impresoras. Como en cualquier oficina, se dijo. Aquel sitio, en
realidad, no tenía nada fuera de lo común como el nivel -2: ni cajas de inducción de
superficie erizada, ni puestos de control, ni laboratorios ni tecnologías desconocidas
para el mundo; solo oficinas y salas de reuniones blancas y limpias como cuartos de
plancha. Pero era apasionante estar allí. Se rascó un poco las palmas de las manos.
Nivel -3.
Los niveles -4 y -5, según le habían contado, estaban dedicados a maquinaria,
superordenadores, talleres para reparar las cajas, cosas así. No había tenido ocasión
de visitarlos; ni le interesaban demasiado, en realidad. A él solo le interesaba el nivel
-3. El de los científicos.
Y Monica había conseguido por fin que le asignasen un proyecto. Aunque había
tenido que presionarla un poco. Quizás no hubiese debido, Monica no era la culpable
de que no le hubiesen dejado investigar hasta entonces. Pero… Sonrió. Ahora estaba
allí, por fin.
Dejó de observar las mesas y los ordenadores al otro lado de la puerta y cogió uno
de los manuales que había traído.
Antes de abrir el documento, miró el reloj en su muñeca: solo habían pasado
cinco minutos. Había llegado con media hora de adelanto a la reunión. La sala, por
supuesto, después de cinco minutos seguía desierta. Blanca, silenciosa. Y él ya había
leído —varias veces— todos los documentos que le habían dado. Bajó la vista y
decidió releer una vez más aquel manual. En ese momento Castillo apareció en la
puerta.
Sonreía, como de costumbre; y sus zapatos brillaban, impecables, como siempre;
como los de Windhorst: zapatos brillantes de la CIA. Castillo se estiró la corbata azul
marino bajo el traje gris marengo y se acercó a Miguel. Se sentó a su lado, y Miguel
le devolvió la sonrisa.
—Has llegado muy pronto —dijo Castillo.
—Es mi primera investigación.
Castillo amplió la sonrisa. Después dijo:
—Entiendo. Yo venía a ordenar papeles en mi oficina antes de la reunión. —
Cogió uno de los manuales que Miguel había dejado sobre la mesa—, te he visto al

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pasar y… ¿Ya te has leído todo esto? —Dobló el libro en sus manos y empezó a
hojearlo haciendo que los cantos de las páginas saltasen bajo la yema de su pulgar.
—Más o menos.
Castillo devolvió el libro a la mesa blanca y sonrió de nuevo.
—Este también lo he leído —añadió Miguel, acercándole el otro manual.
Castillo lo cogió, se lo puso sobre la palma de la mano derecha y lo movió en
vertical, como si comprobase su peso. Después dio un silbido corto y subió las cejas.
Le caía bien Walter. Sabía que muchos en el Proyecto no conseguían llevarse bien
con él. Monica, sobre todo. Por supuesto, Castillo resultaba demasiado pretencioso,
siempre con trajes caros y corbatas conjuntadas; un medio espía, medio auditor del
Proyecto. Castillo se apretó el nudo de la corbata. Por muchas sonrisas y dotes
comerciales que tuviese, era comprensible que encontrara problemas con todos
aquellos científicos empecinados en sus experimentos. Ellos apenas querían saber
nada del mundo exterior, y menos de la CIA. «De la realidad sobre cómo se financia
un proyecto», pensó Miguel. Alguien tenía que hacer el trabajo sucio, el papeleo,
conseguir los fondos; y estaba convencido de que Walter lo hacía todo él solo.
—Debes de tener mucho interés por ser investigador en el SSR —dijo Castillo.
Después dejó sobre el otro el manual que le había dado Miguel.
—Ser investigador en un laboratorio secreto: imagínate… —Miguel se rio,
Castillo también.
—Un sueño casi infantil, ¿verdad? —dijo el agente.
—Algo así. —Le resultaba fácil sincerarse con Castillo—. Pero es más.
—¿Más?
—Soy un inflexor.
—Ya.
—Quiero saber qué soy, qué mecanismos me hacen ser este… bicho raro, o lo que
sea.
—Comprendo.
—Y, quizás, controlarlos.
—Por supuesto.
El agente de la CIA tocó con el dedo índice las palabras TOP SECRET escritas en
rojo sobre la portada del manual.
—Y ¿cómo llevas lo del secreto? —preguntó Castillo en español.
Miguel apretó las cejas. Castillo dejó de sonreír.
—¿Qué…? —dijo Miguel, también en español. No solía hablar con Walter en su
idioma.
—Yo también he pasado por ello. —Castillo puso una mano sobre el hombro de
Miguel. Siguió en español, con su acento caribeño, dulzón—: Soy de la CIA, casi
todo lo que hago es secreto. Al principio se lleva mal: no puedes decirle a nadie lo
que haces, cómo te sientes, tú sabes…

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Miguel supuso que Castillo, pese a su entonación de bolero, lo estaba
interrogando. Debía pretender averiguar si era fiable. Tenía lógica: le habían
proporcionado documentos confidenciales, material mucho más reservado de lo que
él había visto hasta ahora (aquellos dos manuales gordos con las palabras top secret
en rojo escritas en las tapas). Parecía que el hombre de la Agencia quería ver si
podían confiarle ese tipo de secretos, aquellos papeles. Miguel sonrió. Eso significaba
que lo que iba a investigar era importante.
—No voy a revelar nada del Proyecto fuera de aquí —dijo Miguel en inglés—, si
es eso lo que te preocupa.
Castillo sonrió también.
—¿Piensas en tu familia?, ¿en España? —preguntó en inglés. Miguel volvió a
apretar las cejas—. ¿Los echas de menos?
Le desconcertaba, Walter. Se preguntó si de verdad se interesaba por él o si solo
merodeaba alrededor de su presa.
—No te estoy evaluando —dijo Castillo, después de unos segundos de silencio.
Miguel miró hacia abajo. Después volvió a mirarlo a la cara. Walter no había perdido
la sonrisa. Con su traje recto, su peinado impecable y su sonrisa, parecía que estaba
dispuesto a venderle el último modelo de Chevrolet—. Yo echo de menos a los míos,
allá en Miami, eso es todo. Mi gente de Little Havana. Apenas saben de mí, es por
culpa de mi trabajo.
Miguel no respondió.
—Pero entiendo que no contestes. Muchos desconfían de mí. Casi todos, de
hecho. También es por mi trabajo. —La sonrisa de Castillo se hizo aún más amplia.
Se colocó las solapas de la chaqueta—. Soy un profesional, lo he superado. No me
importa que desconfíes…
—No es eso.
—Ya, no importa. Pero si tuvieses problemas con todo esto: los secretos, la vida
paralela —miró hacia el techo—, jornadas enteras bajo tierra, sin ver el sol; puedes
contármelo. Yo sé lo que es: ahora todo es nuevo, fascinante, pero algún día todo esto
te aburrirá.
Miguel apretó la boca y respiró profundamente por la nariz.
Los dos se miraron en silencio.
—Pienso en mi hermano a veces —dijo Miguel, por fin—. Dani.
Miguel visualizó la oreja derecha de Dani: la muesca diminuta en el lóbulo.
Después lo imaginó en Madrid, malgastando el tiempo en lugar de estudiar
aerodinámica. En cambio él, allí estaba, en la NASA, viviendo el sueño que los dos
habían imaginado de niños, y sin poder hacer nada por Dani.
—Yo también pienso en mis dos hermanas, a veces. Pienso en toda mi familia.
—A Dani le apasionaría todo esto.
—No puedes contarle nada, lo sabes.

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—Ya, ya, por supuesto, no me refería a estos sótanos. Lo que hay en la superficie
del Centro NASA Ames bastaría para impresionarlo.
—¿Le gustaría NASA Ames?
—Intenta ser ingeniero aeroespacial, pero es muy mal estudiante. Me imita,
siempre lo ha hecho, y eso hace que me sienta un poco culpable de su fracaso. Pienso
mucho en él, ¿sabes? En el fondo me gustaría tenerlo cerca, para ayudarle, aunque
cuando estamos juntos apenas podemos dejar de pelear. Cosas de hermanos, desde
niños ha sido así. No sé, quizás es nostalgia de mi vida en España…
Castillo se encogió de hombros.
—Tráelo —dijo.
Miguel abrió mucho los ojos.
—A veces se necesita a alguien cercano que no esté metido en este mundo. Lo sé
por experiencia. Tú tienes a Monica, pero ella es parte de estos sótanos, de todo este
ambiente viciado. A ti te vendría bien, y a tu hermano lo podría motivar: podría
trabajar como becario en la NASA, supongo.
—Pero…
—Yo podría arreglarlo si tú quieres.
—¿Podrías?
Castillo se estiró la corbata y miró, serio, a Miguel. Después dijo con voz grave:
—Arreglé lo de tu beca en la Universidad de San José.
Miguel recordó. Jagdish, el Profesor Branson, su beca para diseñar interfaces
virtuales de combate. Últimamente apenas prestaba atención a su trabajo en la
universidad. Imaginó a Dani en San José.
—Estoy aquí para eso —siguió Castillo—, para solucionar esos detalles. Para
haceros la vida fácil. Aunque todos penséis que lo único que quiero es espiaros. —En
ese momento, las voces de Gorlov y Fred llegaron desde más allá de la puerta abierta
de la sala de reuniones. Castillo miró hacia la puerta y bajó el tono de voz—. Ya
hablaremos. Ahora debemos centrarnos en esto. —Dio dos golpecitos con su dedo
índice sobre los manuales.
Castillo volvió a sonreír y empujó los documentos secretos hasta ponerlos frente a
Miguel. Él sonrió también.
Gorlov y Windhorst entraron en ese momento en la sala de reuniones.
Mientras se sentaban, Gorlov observó a Castillo. Barrett entró después y cerró la
puerta tras él. Las paredes blancas de aquella sala debían de ser muy delgadas: los
teclados seguían oyéndose al otro lado de las mamparas. Cuando Barrett se sentó,
Gorlov se ajustó las gafas sin dejar de mirar a Castillo y, sin perder un segundo,
empezó a hablar.

***

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No podía quitar la vista de Castillo. Gorlov se recolocó las gafas para que no se le
notase. ¿Qué hacía allí el agente, con Miguel, los dos en la sala de reuniones? No le
gustaba verlo a solas con el midas.
—Buenos días —dijo, dirigiéndose a Miguel—. ¿Has leído los manuales? —
Miguel asintió con un golpe de cabeza y Gorlov siguió hablando antes de que pudiese
decir nada—. El doctor Barrett será tu jefe de proyecto. —Miguel miró a Barrett y
este se quitó las gafas con un tirón—. Como habrás deducido de los manuales, este no
es un experimento habitual. Es, de hecho, muy novedoso, por lo que te aconsejo que
sigas en todo momento las indicaciones de Eugene.
Gorlov se quedó mirando Barrett. Este empezó a hablar de inmediato:
—Bien, Miguel, te explicaré la importancia de tu papel en el experimento. —Por
las cejas altas de Barrett y su manoseo de las gafas redondas, Gorlov temió que
iniciase una de sus explicaciones farragosas. Pero Eugene se explicó muy bien—:
Vamos a realizar una serie de experimentos que nunca se han intentado antes. Los
resultados, por novedosos, podrían ser difíciles de interpretar. Esperamos, sin
embargo, que tú, como sujeto del experimento e investigador —Gorlov vio cómo
Miguel apenas contenía una sonrisa al oír la palabra «investigador»—, nos puedas
ayudar a interpretarlos.
»La descripción operativa de las pruebas, como en todos los casos, la encontraras
en el papel amarillo, dentro de la caja, cuando se realice el experimento. Todo lo
demás será como siempre: seguir los protocolos, interrumpir el proceso ante
cualquier ambigüedad en las instrucciones…
En ese punto de la charla, Barrett se detuvo y carraspeó. Miguel lo miró con las
cejas contraídas. Gorlov estaba a punto de hablar cuando Barrett siguió:
—Debo advertirte de que en este caso no sería conveniente detener el proceso una
vez iniciado: los inductores psíquicos estarán funcionando a la máxima potencia
dentro de la caja.
—Eso es un mayor riesgo para mí —dijo Miguel, y sonrió, una sonrisa arrugada,
parecía falsa.
—Vamos a iniciar una línea de experimentación nueva y tú serás quien la
investigue —dijo Gorlov.
Había que motivar a Miguel. Gorlov sacó un pliego de especificaciones técnicas
de su maletín. Eran varias hojas grapadas donde no se explicaba la prueba, pero se
incluían los datos de configuración de equipos para el experimento; lo había
preparado Eugene. Eso sí se lo podía enseñar ya a Miguel. Supuso que a él le gustaría
ver uno de esos pliegos; eran, en realidad, trabajo de científico. Comprobó
rápidamente los datos antes de dárselo: en efecto, la potencia de los inductores era la
máxima, las medidas de seguridad también estaban al máximo, y el despliegue de
sensores era mucho mayor que el habitual, próximo al triple.
Le dio el pliego a Miguel y este lo leyó en silencio.

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—Parece que hay muchos medios puestos a mi disposición —dijo Miguel,
después de unos segundos.
—Es un experimento de gran envergadura —dijo Gorlov—. Ya te ha advertido
Eugene, es de lo más importante que hemos abordado en los últimos tiempos.
Miguel acarició los manuales mientras releía datos en el pliego. Gorlov observó
cómo pasaba su mano por la cubierta gris, satinada; se entreveía el rojo de las
palabras top secret entre sus dedos.
—Vamos a probar una nueva capacidad inflexora contigo —añadió Barrett.
Miguel levantó la cabeza de inmediato. Miró al científico.
—¿Qué capacidad?
—Eso es parte de la descripción operativa…, ahora no podemos hablarte de…,
estará en el papel amarillo, claro… —Barrett volvía a farfullar frases a medias.
Sonreía, pero le delataban sus ojos de ratón asustado—. No puedes fallar, Miguel —
terminó susurrando.
—No debe fallar —dijo Gorlov, con la mirada fija en Barrett. Después miró a
Miguel a los ojos—. Esta es su investigación, doctor —añadió, mientras sacaba una
bata blanca nueva, muy bien doblada, de su maletín. Sobre el bolsillo superior estaba
cosido el logotipo de la NASA.
El silencio que se hizo dejó oír el repiqueteo de los teclados fuera de la sala.
Gorlov observó a todos, uno por uno, los rostros serios. Incluso el rostro de Castillo
estaba serio, aunque el insensato parecía querer sonreír. Observó cómo Miguel
miraba fijamente la bata nueva e inflaba sus pulmones, despacio, con el aire del
sótano -3. El nivel de los científicos.
—No fallaré —dijo Miguel.

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CAPÍTULO 18

Miguel falló.
Monica, desde su caja, acababa de sentir cómo se detenía de pronto el hormigueo
eléctrico en su cabeza. Desaparecía la inflexión de Miguel. Pero el experimento aún
no había terminado. Se levantó de inmediato, descalza, y salió abandonando allí sus
zapatillas deportivas. Necesitaba ver qué ocurría.
Al salir de la caja, vio a Eugene junto a un puesto de control. Sus ojillos, por
encima de las gafas redondas, estaban detenidos en la pantalla de seguimiento de
parámetros; negaba con su cabeza pequeña. Se acercó corriendo hasta él y pudo
comprobar en la pantalla cómo caía la línea magenta del diferencial cuántico. La
potencia de inductores también se precipitaba; todos los parámetros se venían abajo.
El equipo médico corría también, en dirección a la caja de Miguel, empujando
una camilla.
En ese momento, se abrió la puerta de la caja y apareció un haz de luz del interior
del cubículo. Iluminó el campo en penumbra del laboratorio como si de la caja
escapase un espíritu. Y entre la luz, apareció la silueta de Miguel. Monica corrió a su
encuentro. Parecía un superviviente del desierto: sudaba, la cara enrojecida, pasos
temblorosos. Miguel se desplomó.
«Daños cerebrales», fueron las palabras que llenaron la cabeza de Monica. Era lo
que le habían enseñado que podía ocurrir, lo que casi le ocurrió a ella. Miguel podría
ser ahora un zombi. Los inductores, el protocolo de salida, se había saltado todos los
tiempos. Monica sintió el aire sólido, atravesado en la garganta, pero aceleró el paso.
Cuando casi lo había alcanzado, un miembro del equipo médico se interpuso entre
ella y Miguel.
—No puede tocarlo —dijo el médico—. No, hasta que hayamos terminado.
Vio cómo lo cogían, lo tumbaban en una camilla y le inyectaban una jeringa llena
de un líquido azul.
«Calmante retardado —pensó Monica—, como a mí».
Después se lo llevaron a una de las unidades médicas. Eugene y ella los siguieron
varios pasos por detrás. Tendrían que esperar fuera, les dijeron. Monica, mordiéndose
el labio, se acercó a la sala y se quedó observando a través de la puerta acristalada.
Detestaba las clínicas en miniatura del nivel -2: sombrías, llenas de aparatos
electrónicos como robots, con paredes negras y mates como las púas de las cajas. El
día en que falló su primera prueba, recordó, la metieron en una de esas. No le gustó.
Ni le gustaba ahora. Los médicos empezaban a colocar un casco en la cabeza de
Miguel.
«Electroencefalograma plano», pensó Monica, y sintió como si un bloque de aire
entrase en su cuerpo con un espasmo, después, su garganta se volvió a solidificar.

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Cogió su crucifijo de oro entre los dedos y lo apretó. Los médicos no paraban de
poner aparatos en torno a Miguel. Él no se movía.
En un gesto mecánico, Monica se mordió con fuerza el labio inferior. Desde que
Miguel hiciera el experimento con el prisma de acero no le había ido muy bien con él,
recordaba. Habían discutido por casi todo: por su empeño en que le dieran una bata
blanca, por el uso que él empezaba a hacer de sus capacidades. Seguía jugando al
terminar los experimentos, investigaba por su cuenta, ejercía lo que él denominaba su
derecho a utilizar su capacidad. Miguel parecía creerse el único inflexor sobre la
Tierra. Y eso que todavía no le habían dicho que podría ser un midas. Ella casi había
deseado que fallase por fin, que algo arruinase aquellos aires petulantes que… Pero
ahora que había ocurrido…
Los médicos observaban un monitor cuya pantalla Monica no podía ver desde
allí; sus caras no expresaban nada, ni buenas ni malas noticias.
Estaba a punto de saltarse las prohibiciones y entrar en la sala cuando un médico
abrió la puerta.
—Está bien —dijo el médico, mientras el resto de su equipo empezaba a salir—.
Ahora está consciente, pero se dormirá en unos minutos. Lo mantendremos dormido
al menos una hora. Pueden pasar, pero, por favor, no toquen nada. Y tampoco a él —
añadió.
Monica se metió en la sala casi antes de que el médico terminase de dar
instrucciones. Entró, se acercó a Miguel y se sentó a su lado. Después, se inclinó para
sujetarle la cabeza, pero recordó la prohibición de tocarle y se detuvo en el último
momento, con los dedos a unos milímetros de su media melena. «¡Shhh!», silbó hacia
dentro y retiró la mano como si hubiese recibido un latigazo. Se sentía torpe, perdida.
Miró a Eugene; también parecía desubicado: permanecía de pie, unos pasos detrás de
ella, en una posición absurda entre la puerta y la camilla. Agradeció la intimidad que
le ofrecía. Un poco de espacio, lo suficiente para que Miguel no se sintiera tan
observado por todos y pudiera sincerarse con ella. Le indicó a Eugene con la palma
de la mano vuelta hacia él que no se moviese. Eugene asintió con su cabeza pequeña
y entonces ella se giró hacia Miguel.
—Miguel —dijo Monica. Intentó ocultar su preocupación con una voz que
pretendía ser neutra. Él giró apenas la cabeza para mirarla—. ¿Estás bien?
Miguel la observó durante unos segundos y luego apartó la mirada hacia uno de
los aparatos médicos.
—No he podido hacerlo.
—Algunos experimentos no salen a la primera, es normal…
—¡No, no lo entiendes! —exclamó Miguel; de pronto, apretó los dientes, con los
labios exageradamente abiertos y los párpados muy comprimidos—. ¡Mierda!, ¡mi
cabeza! —Monica ya había experimentado por sí misma los efectos de una
desinducción rápida; y conocía bien el dolor que debía de estar sufriendo ahora
Miguel. El centro del cerebro como estrujado por un puño. Si se excitaba lo

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agudizaría. Pero también sabía que se le iba a pasar en unos minutos, cuando el
calmante azulado se activase en su cuerpo.
Windhorst entró en ese momento en la sala de curas. Monica y Barrett se giraron
hacia él, pero ninguno habló. Barrett le indicó con el dedo en los labios que guardase
silencio, y después, con ese mismo dedo, que esperase en aquella posición en la que
se había quedado él. Windhorst se acercó a Barrett y le dio una carpeta negra, sin
decir nada.
Cuando Monica se cercioró de que ninguno iba a hablar, se giró de nuevo hacia
Miguel.
—Tranquilo —dijo—, el dolor pasará pronto.
—Leí el procedimiento —dijo Miguel, miró a Monica—. La hoja amarilla. Yo no
puedo hacer eso… ¡Convertir cosas en oro! —Volvió a arrugar la cara. El gesto de
sufrimiento parecía menos intenso que el anterior: los sedantes debían de estar
haciendo ya su efecto—. Eso no es científico.
—Procura no excitarte.
—Me puse nervioso al ver que no lo conseguía. Perdí la paciencia. Creo que hice
mal el protocolo de desinducción: me salté algún tiempo.
—Todos los tiempos. Pero ya no importa, has tenido suerte, no es grave. Se te
pasará pronto —insistió Monica, y esperó unos segundos antes de preguntar lo que
necesitaba saber—: ¿Qué pasó con el lingote de plomo?
—Pues que no pude convertirlo en oro. ¡Buf! —resopló Miguel—. Si lo digo en
voz alta me parece aún más ridículo: MIDAS, un experimento que se llama como el
rey del cuento; y yo tenía que… —Miguel sonrió— tocar el lingote con el dedo y
convertirlo en oro. ¿Pero qué quiere Gorlov, hacerse rico, o qué?
Monica se echó hacia atrás.
—Lo siento —dijo Miguel—, todavía estoy nervioso —añadió, mirando por
encima del hombro de ella, en la dirección de Barrett y Windhorst. Los saludó
levantando levemente la mano.
—No pasa nada —dijo Monica—. Intenta calmarte. La prueba requería más
esfuerzo, sí, pero ya has hecho cosas como esa otras veces: romper bloques de acero
y unirlos. Ya has jugado con la materia otras veces.
—No, no es lo mismo. —Volvió a apretar los dientes, solo un poco esta vez—.
Separar y unir cosas es mover moléculas. Mover cosas es fácil y… —dudó— además
tiene un sentido físico de lo que haces. Pero tocar algo y convertirlo en oro… Qué
quieres que te diga, no veo cómo una cosa se puede convertir en oro, la toque yo o
no.
Parecía evidente: Miguel no se lo había creído. Monica miró a Eugene. Este abrió
la carpeta que le había dado Fred, y empezó a hojear los papeles que contenía. Ella
volvió al interrogatorio:
—¿Has notado si te hervía el cerebro cuando tocabas el lingote?, ya sabes, el
dolor dulce en el centro de la cabeza, el zumbido…

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—No…, creo que no —respondió Miguel, con lentitud. Empezaba a parecer
cansado.
—¿Nada?
—No…, nada.
Los ojos se le cerraron. Luego los volvió a abrir. «El calmante», pensó Monica,
debía de estar diluyéndose en su cerebro. El dolor de cabeza desaparecería con
rapidez. Con la misma rapidez con la que el líquido azul lo dormiría por completo.
No les quedaba mucho tiempo. Volvió a mirar a Eugene.
Este le enseñó una gráfica: era la línea magenta del diferencial cuántico, aunque
ella no podía leer los detalles desde donde estaba. Eugene señaló con el dedo a
Miguel y Monica supuso que quería preguntar algo. Asintió.
—Miguel —dijo Barrett—, ¿has imaginado el plomo convirtiéndose en oro?, ¿has
deseado verlo convertido en oro?
—No…, no he… podido —respondió Miguel, con los ojos cerrados.
Hubo unos segundos de silencio, parecía que se había dormido finalmente.
Entonces, abrió los ojos de nuevo, algo mínimo, apenas una línea plana entre sus
párpados que no permitía distinguir a quién estaba mirando.
—Me pareció… imposible —dijo. Y se durmió.

***

Gorlov estudiaba los números que le acababan de dar. Resultados preliminares de la


prueba MIDAS-000. Clavaba las gafas en cada cifra, cada hoja de datos, todos los
números. Pero no era suficiente, necesitaría las gráficas finales, la carpeta negra.
Miguel había fallado, no el experimento sino Miguel, se dijo, estaba casi seguro,
pero no podía demostrarlo. Aquellas cifras, el momento del fallo, eran confusos.
Castillo golpeaba con las uñas sobre la mesa metálica de la sala antinflexores. Un
repiqueteo acompasado, como de bolero, que parecía reverberar en las paredes de
metal de la sala. Gorlov miró al agente.
—¿Has encontrado ya el problema? —dijo Castillo. Dejó de hacer ritmos con la
mano y se estiró la corbata. No sonreía.
—No —respondió Gorlov—. Pero te agradezco que dejes de hacer ruidos, no me
puedo concentrar.
Castillo asintió con los párpados, se cruzó de brazos en silencio y Gorlov cogió
un bolígrafo del bolsillo de su bata. Empezó a accionar el pulsador que sacaba la
punta, mientras volvía a inclinar sus gafas sobre los registros del diferencial cuántico.
El diferencial parecía caer antes de que Miguel produjese el Efecto Midas. Pero no
tenía las gráficas. La carpeta. Miguel parecía no haberlo conseguido, pero…
En ese momento, la puerta de la sala antinflexores se abrió.

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***

Monica entró deprisa. Sintió la electricidad estática de los distorsionadores cuánticos


y maldijo mentalmente la sala. Vio que Gorlov y Castillo ya estaban allí. Mejor, tenía
prisa.
—Eugene y Fred vienen detrás —dijo Monica, dejando sobre la mesa la carpeta
negra de resultados que le había dado Barrett—. Creo que ya hemos terminado este
experimento.
Ninguno respondió. Pero, por ella, en efecto, ya había concluido aquella prueba
inútil. Barrett entró en ese momento. Avanzó y se sentó junto a Vladimir.
—¿Hay resultados concluyentes? —preguntó Castillo, poniendo las manos sobre
la mesa y empezando a dar pequeños golpes rítmicos con las yemas de los dedos.
Monica pensó que no era él quién debía preguntar, pero respondió:
—Sí.
—No —dijo Vladimir, casi a la vez.
Los dos se miraron. En ese momento Fred entró en la sala.
—Nos queda menos de una hora antes de que Miguel despierte —informó
Monica mientras Fred se sentaba junto a Castillo.
No había tiempo, pensó, para librar una batalla con todos ellos. Y tampoco quería
librarla. Y menos con Vladimir. Bajó la mirada hacia la carpeta que tenía en sus
manos. Las pruebas del fallo en el experimento estaban allí; junto con los datos sobre
la desinducción que había dejado a Miguel maltrecho. Empujó la carpeta sobre la
mesa metálica y esta se deslizó hasta Vladimir.
—Veamos —dijo este.
Mientras Gorlov cogía la carpeta y empezaba a hojearla, Monica se sentó y
observó a los demás. La estática producida por las paredes de la sala seguía
incomodándola. Aunque allí dentro había algo peor: Walter. Castillo la miraba,
circunspecto, con el ojo derecho entornado como si la enfocase con una mirilla
telescópica que tuviera entre las pestañas. Continuaba dando golpecitos con las
yemas de los dedos sobre el metal frío. Música. O una ametralladora silenciosa.
Seguía sin gustarle nada de él. Castillo, sin dejar de mirarla, preguntó:
—¿Es normal que un inflexor entre en una cámara a prueba de inflexores?
Monica hizo un mohín de asco antes de responder:
—¡Por supuesto que no es normal! ¡Investigar a Miguel no es normal…!
—Monica es parte del equipo que investiga a Miguel —interrumpió de pronto
Gorlov. Ella se calló de inmediato—. No hay más que decir. ¿Eugene? —dijo
tendiendo a Barrett la carpeta negra. Era evidente que Vladimir daba por terminada la
discusión.

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«Directo al asunto, como siempre», pensó Monica. Y agradeció que lo fuera: no
deseaba perder el tiempo discutiendo con el estúpido de Walter. Se cruzó de brazos y
sonrió a Castillo.
Barrett abrió la carpeta y la puso sobre la mesa de reuniones. Todos dejaron de
prestar atención a Monica. Ella también observó la hoja que mostraba ahora Eugene:
era la misma que le había enseñado en la sala de cuidados médicos.
—Este es el problema —dijo Barrett—: el diferencial cuántico externo cae aquí.
—Señaló un punto en una gráfica donde una línea magenta descendía de forma
brusca y se quedaba en cero—. Miguel interrumpió su actividad inflexora cuando
tuvo que imaginar el plomo convirtiéndose en oro. —Barrett miró a Gorlov y siguió
—. El experimento ha empezado de forma correcta. Miguel ha empleado la
telequinesia para mover el lingote en todas las direcciones y su nivel de inflexión ha
aumentado paulatinamente. —Recorrió con el dedo la parte donde la línea magenta
crecía—. Todo en orden hasta aquí. Los registros de actividad inflexora son correctos
en todo el proceso preliminar de movimiento telequinésico. —Miró a Castillo—. En
el calentamiento —añadió—, pero desaparecen cuando empieza el proceso de
transmutación. Con el oro.
—¿Sugieres —dijo Gorlov, mirando la gráfica— que Miguel ha detenido su
actividad inflexora al llegar al punto de tocar el lingote? —Hizo un gesto circular con
la mano sobre el papel, como si quisiera abarcar la maraña de líneas de colores que se
mezclaban en aquella gráfica—. No todas las variables que se han medido muestran
esa tendencia.
Monica observó las líneas de colores: un manojo de cerca de treinta variables
distintas que se enredaban en aquella hoja como garabatos de niños. Vladimir era el
mayor experto, Monica no lo dudaba, él podía interpretar aquel galimatías de
variables, tendencias, gradientes, mejor que nadie. Respetaba su opinión, pero él
podría estar ahora sesgado por una defensa demasiado orgullosa de su experimento.
—Correcto, no todas las variables lo muestran —dijo Barrett—. Pero el
diferencial cuántico no cae a cero si no se detiene la actividad inflexora del sujeto.
—¿Y no puede ocurrir —dijo Gorlov— que, sencillamente, el doctor Le Fablec
no sea un inflexor de tipo midas? —Monica abrió mucho los ojos—. Puede que no
haya sido capaz de convertir su imaginación en realidad —insistió Gorlov, sin variar
el gesto.
Monica vio que todos los presentes en aquella sala se removían en sus sillas.
Incluso a Castillo pareció caérsele alguna de sus máscaras: arrugó el gesto de
autosuficiencia, dejó de incordiar con los golpecitos en la mesa y se aflojó el nudo de
la corbata.
Pero Castillo y el resto no importaban ahora. «¡Vladimir!», se dijo. No podía
derrumbarse solo por una prueba fallida.
—No he analizado todos los datos con detenimiento —admitió Eugene. Removía
los papeles como un colegial asustado, y empezaba a farfullar—, pero pienso que el

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sujeto no ha llegado a imaginarlo. Y si no lo ha imaginado no ha podido… La
gráfica…
Gorlov cogió la carpeta y miró la gráfica.
—Todo este material debemos analizarlo con cuidado, Eugene —dijo. Cerró la
carpeta y la dejó sobre la mesa—. No entiendo por qué te empeñas en que Miguel no
llegó imaginar la transmutación. Estos datos no son…
—Él me lo dijo —interrumpió Barrett—. «Me pareció imposible», fueron sus
palabras. Monica y Fred estaban allí.
—Es cierto —intervino Monica, mirando a Fred. Este asintió con un golpe
rotundo de su cabeza.
Vladimir la observaba inexpresivo, más inexpresivo que de costumbre, como si
aquellas gafas que no habían cambiado en décadas hubiesen transmitido por fin la
inmutabilidad definitiva a su rostro. Monica imaginaba que la miraba enojado
siempre que lo hacía muy fijamente. Y ahora la miraba muy fijamente.
—Monica —dijo Gorlov—, sabes que las impresiones del sujeto pueden ser
erróneas.
—Sí, pero cuando le pregunté por lo que había sentido en el cerebro al intentar la
transmutación me dijo…
—«Nada» —adelantó Gorlov—. Supongo que respondió que no había sentido
nada.
Monica creyó percibir el acento ruso en sus palabras. Le dolía enfrentarse a él. No
quería hacerlo, pero sus datos eran los que eran, eso no podía evitarlo. Tenía que
exponerlos todos.
—Yo soy inflexora —dijo—. Cuando no se siente nada es porque no se está
realizando nada. Pienso que Miguel creyó inviable la transmutación y no llegó a
desearla. No la imaginó, no se atrevió a hacerlo. No podemos determinar si es un
midas porque no ha realizado el experimento. Esta prueba… no ha servido para
comprobarlo. —La última frase le dolió como si hubiese abofeteado a Vladimir. Una
bofetada con la mano muy abierta, sonora, pública—. Lo siento —añadió.
Gorlov guardó silencio durante unos segundos. Todos guardaron silencio.
—No hay nada que sentir —dijo por fin. Su acento ruso era muy pronunciado, sus
palabras eran lentas—, no estamos aquí para lamentarnos ni disculparnos por
nuestros hallazgos. Hemos venido a investigar. —El científico volvió al silencio y
recorrió a todos con la mirada. Después siguió hablando—. Hay un dato que indica
que Miguel dejó de producir inflexiones al llegar a la transmutación, pero no es
concluyente. No sabemos si no deseaba hacerlo o si no podía hacerlo: esa es la
realidad. Veamos…
Gorlov empezó ahí una serie de explicaciones detalladas sobre las teorías, la
matemática, la incertidumbre de las variables…, todo lo que podía defender su
hipótesis. La tensión, su acento ruso, llenaron la sala antinflexores de ecos metálicos.
Monica sintió que no soportaba verlo así: buscando en el fango de las matemáticas

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una excusa con que lavar la cara a su experimento. Era ridículo. Parecía tener miedo a
seguir investigando. O quizás al fracaso final. Miró hacia otro lado para no tener que
atender a sus explicaciones. No quería oírlo, no podía.
Vio entonces la carpeta negra sobre la mesa metálica. No había tenido tiempo de
analizar bien aquel material, y pensó en ese momento que quizás ella podría
encontrar alguna respuesta. Eugene no era muy imaginativo, era un buen jefe de
laboratorio, sí, muy meticuloso, pero no era muy ocurrente cuando había que buscar
rarezas. Decidió echar una mirada rápida a la carpeta; era lo mejor que podía hacer
para evitar a Vladimir.
Estiró el brazo discretamente, para no interrumpir las explicaciones, y cogió la
carpeta. La abrió y buscó la hoja que había mostrado Eugene. Observó las líneas, las
variables. En efecto, la línea magenta del diferencial cuántico se truncaba y caía a
cero en el momento en que Miguel tocaba el lingote. Esa variable no era interna al
sujeto, recordó, era una medida de la inflexión cuántica fuera de él. No mostraba nada
de lo que le había ocurrido a Miguel dentro de la cabeza, solo lo que este provocaba
fuera, en los sensores. Las consecuencias, en definitiva, no las causas.
Vladimir tenía razón, aquella línea por sí sola, su color llamativo destacando
sobre las otras líneas, podía significar que Miguel había abandonado antes de
intentarlo o que lo había intentado y no lo había conseguido. El fracaso del
experimento o el fracaso del midas. Monica miró a Vladimir: seguía discutiendo con
Eugene; sus consonantes rusas parecían chocar en las paredes metálicas como balas
perdidas; de forma convulsa, quitaba y ponía la capucha de una pluma estilográfica
que ella le había regalado en su último cumpleaños. Un regalo caro, la muestra de su
afecto por él. «Pronto la habrá destrozado», pensó Monica. Pero Vladimir estaba en
lo cierto: necesitaban algo más, una medida, una prueba de lo que le estaba
ocurriendo a Miguel en el cerebro en el momento en que cedió.
«Si se pudiesen hacer mediciones de inflexión dentro de la cabeza…», pensó.
Pero no se podía.
La cabeza. Su cabeza. Había algo… Monica buscó en la carpeta su gráfica de
frecuencia cerebral. Solía mirarla siempre, después de los experimentos. Una hoja
aislada con su nombre dentro de la carpeta negra de resultados. Era una gráfica
sencilla, de color azul plomo, una medición rutinaria, sin apenas importancia, pero
que solo le pertenecía a ella; la prueba de su efecto catalizador en los deseos de
Miguel. Al recordar, revivió un pequeño escalofrío, el mismo que sentía cuando hacía
inflexiones con él. Sí, se dijo, Miguel tenía que ser un midas, si no, cómo explicar
aquel escalofrío, el espasmo en el cerebro que notaba cuando hacía de catalizadora
suya. Siempre percibía en él un poder de inflexión inalcanzable. Lo había sentido en
tantos experimentos que era imposible que estuviese equivocada. Vladimir no sabía
lo que estaba diciendo.
Gorlov dio un golpe con la pluma sobre la mesa metálica y Monica se estremeció.
Eugene, sin decir una palabra, sacó una hoja de la carpeta que Monica sostenía en las

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manos, y la hizo deslizar por la mesa hasta Gorlov. «¿Lo ves?», dijo este cuando
recibió el papel, y siguió soltando consonantes rusas en una perorata científica que
parecía no tener fin.
«Una decepción para su orgullo científico», se dijo Monica, mientras volvía a
remover papeles en la carpeta en busca de su gráfica de frecuencia cerebral. Claro
que para Miguel, pensó, si de verdad había fallado, no sería solo una decepción.
Monica levantó la mirada, los ojos muy abiertos, desenfocados en el espacio vacío
entre ella y la pared dorada de la sala antinflexores. Sintió el zumbido de los
distorsionadores cuánticos oprimiéndola, la estática erizando su piel, y recordó las
palabras de Castillo: «¿Es normal que un inflexor entre en una cámara a prueba de
inflexores?». Y comprendió de pronto: ¡ella era la única inflexora que podía acceder a
aquella sala! Se mordió el labio.
Los inflexores no formaban parte del equipo de científicos. Ella era una
excepción, había sido investigadora desde el principio, era la mano derecha de
Vladimir. Pero Miguel… Solo le habían prometido que sería investigador para
motivarlo, para conseguir el Efecto Midas. Y si no lo conseguía, ¿qué interés tenía el
Proyecto en un ingeniero aeroespacial? Apenas sabía nada de las disciplinas que
usaban allí. Solo le dejarían ser una cobaya, como Vincent, como el resto de
inflexores. Y ella… Ella lo había estado engañando solo para eso. Apretó mucho más
la presa de sus dientes sobre el labio inferior; no sintió que le doliese, la saliva se le
agolpaba en el principio de la garganta. «Lo he engañado para que sea una rata de
laboratorio. Me odiará». Sus dos piernas empezaron a moverse de forma automática.
Vladimir golpeaba ahora con la punta de la pluma sobre el metal de la mesa, como si
quisiese taladrarlo. Monica creía sentir las punzadas de la pluma en sus sienes. De
pronto, las imágenes se agolparon en su cabeza: Granada, el restaurante en San José,
el mirador de la Alhambra donde lo conoció, se besaban, el sofá granate, el desayuno
que preparaba para él, charlaban desnudos después del sexo. Imágenes que se
desvanecían, se esfumaban para siempre. «¡No puede ser!». Se ahogaba.
«¡Miguel es un midas!», se dijo cuando vio en la carpeta su gráfica de frecuencia
cerebral. La sacó de un tirón que rompió la hoja, y el ruido del papel rasgándose
atrajo las miradas de todos.
Los observó sin decir nada, con el papel en la mano y su labio mordido. Detuvo el
movimiento de sus piernas, respiró y volvió a moverlas. Todos devolvieron la
atención a Gorlov.
Monica contempló la gráfica que había sacado, aunque ya no le interesaba en
realidad. Allí no había nada que pudiera salvarla. Su línea azul plomo tenía una
oscilación rítmica, como la de sus piernas. La prueba de su actividad inflexora,
constante, monótona, para amplificar los pensamientos de Miguel. El efecto
catalizador típico. Todo normal. Miguel la odiaría, eso era lo único que no era
normal.

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Iba a cerrar la carpeta negra y devolverla a la mesa, cuando una idea pasó por su
cabeza, rápida, como un movimiento de prestidigitador. Quizás la frecuencia de
Miguel…
¿La frecuencia de Miguel? De pronto, empezó a notar cómo la adrenalina
chisporroteaba por sus venas. Apartó su gráfica de frecuencia cerebral y buscó la de
Miguel. A él también le medían la frecuencia cerebral, y eso… eso podría explicar…
Mientras buscaba, sintió una punzada mínima en la cabeza, como si sus instintos
inflexores le augurasen lo que iba a encontrar. Si hubiese un pico… Pensó en su
crucifijo de oro, quería tocarlo, pero tenía que buscar en los papeles. Parecían quemar
las yemas de sus dedos. La frecuencia cerebral de Miguel. La explicación. Un pico.
La frecuencia…
—¡Ah! —se le escapó cuando vio la gráfica de Miguel.
Allí estaba: el pico.
Había un máximo en la línea azul plomo, justo antes del fallo, y después un
aumento tenue de la frecuencia cerebral. Era tan simple, tan estúpida la forma en que
eso lo aclaraba todo. Se frotó los ojos como si su descubrimiento fuese una mota de
polvo que pudiese desaparecer al frotar. Pero no desapareció. Allí seguía la respuesta.
—¿Alguien ha visto la curva de frecuencia cerebral de Miguel? —dijo. El tono de
su voz se alzó sobre la palabrería angulosa de Vladimir.
Este interrumpió sus explicaciones y todos miraron a Monica. Barrett cogió la
carpeta de las manos de ella. Se subió las gafas redondas y escudriño la gráfica con
un gesto que comprimía toda su cara.
Después de unos segundos, miró al centro de la gráfica, donde estaba el pico en la
línea azul plomo de Miguel. Contempló la hoja con sus ojillos pequeños muy
abiertos, como si estuviera viendo un truco de magia. Después le dio la carpeta a
Gorlov, sin decir nada. Este la cogió, la miró y asintió despacio con la cabeza. Parecía
no necesitar buscar lo que ya había encontrado Monica. Fred se levantó y se acercó al
científico; también miró la gráfica. Castillo no se movió.
—No entiendo cómo se te ha escapado este detalle —dijo Gorlov, mirando a
Barrett—. Y tampoco entiendo cómo se me ha escapado a mí —añadió. Observó la
hoja durante unos segundos más. Después negó con la cabeza—. No puedo creer que
no lo hayas visto, Eugene.
—Es humano. Puede equivocarse —dijo Monica.
Gorlov giró la cabeza bruscamente y la miró.
—Jamás he dudado de la eficacia de Eugene —dijo—. Ni de la mía. Y ya sé que
somos humanos. —El acento ruso había desaparecido por completo de su inglés—.
Cualquiera se equivoca, pero que los dos nos hayamos equivocado en lo mismo es
una buena coincidencia. —La mirada y las gafas de Gorlov seguían clavadas en ella
—. Y sabes que no creo en las coincidencias —añadió.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo Barrett—, ya había mirado esta gráfica antes.
Pero… ahí está la respuesta.

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—Bien —dijo Vladimir—, no hay más que hablar. El experimento ha fracasado.
Eugene, veremos esto más despacio.
Fred puso una de sus manos de gigante sobre el hombro de Gorlov y dijo:
—Encontraremos otra forma.
Monica estaba segura de que Vladimir no necesitaba ánimos: su experimento
había fallado, pero el Proyecto seguía; eso era lo importante. Miguel seguía siendo un
candidato.
«¡Miguel!», recordó, sobresaltada.
Se había olvidado de que estaba encerrado solo en aquella sala oscura de la
unidad clínica. Y lo había dejado en un estado lamentable. Debía subir para
comprobar si estaba bien, ayudarle a recuperarse. Miró a su reloj: aún le quedaban…
diez minutos; pero tenía que pasar los controles de salida del nivel -5, el ascensor, los
controles del nivel -2… Pediría a Vladimir indicaciones sobre cómo proseguir y se
iría sin perder ni un segundo más.
Gorlov entonces abrió la boca, parecía que iba a decir algo, cuando Castillo
intervino:
—¿Me podéis explicar qué ocurre? —dijo. Su voz modulada produjo un eco
firme en las paredes metálicas de la sala antinflexores.
Todos se giraron hacia él. Ajeno a sus máscaras sonrientes, Castillo apretaba sus
labios en una mueca que sellaba su boca. Los miraba a todos echado hacia atrás en su
silla, con los brazos cruzados, como si los detestase.

***

Detestaba a aquella pandilla de científicos crípticos. Castillo sintió cómo se tensaban


los músculos en sus brazos cruzados. Todos ellos parecían gozar hablando en su
jerigonza de inflexores cuánticos y variables neuronales. Solo había entendido una
cosa en toda la discusión: que Gorlov había fallado. Pero Miguel… Nada probaba
que Miguel fuese un midas. El nudo de la corbata le apretaba y se lo aflojó un poco
más.
—Déjalo, Walter —dijo Fred, y resopló mientras volvía a su sitio—. Es mejor no
entrar en los detalles técnicos cuando los científicos empiezan a discutir. Ya nos lo
contarán con calma en otro momento, en nuestro lenguaje.
—Yo preferiría oírlo ahora —dijo Castillo, y apretó más los brazos frente a su
pecho.
Fred arrugó su cara enorme, pero Gorlov hizo un gesto a Barrett con la mano
extendida. Eugene empezó a dar explicaciones de inmediato:
—El pico en la gráfica azul significa que Miguel ha abandonado el experimento
antes de enfrentarse a la transmutación. —Barrett mostró el papel a Castillo—. Es un
salto de ondas de baja frecuencia alfa, estado mental en el que se puede imaginar con

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la nitidez necesaria para realizar inflexiones cuánticas, a ondas de alta frecuencia
beta, que no sirven para producir imágenes que den lugar a inflexiones. Después, la
frecuencia sube hasta estabilizarse en la zona beta…
Castillo empezó a abrir la boca a medida que Barrett se embarraba en su
explicación. Parecía que le estuviese hablado en alguna lengua muerta. «Muerta y
enterrada», pensó. Detestaba a Eugene y sus explicaciones, nunca conseguía
entenderle del todo. Miró a Monica y vio que ella le sonreía; parecía disfrutar
viéndolo allí, sin comprender nada, como el idiota que ella pensaba que era. Estaba
convencido de que esa engreída, la niña mimada del ruso, se reía de él. Había
conocido a muchas arpías como ella en Yale. Monica miró su reloj, negó con la
cabeza e interrumpió a Barrett:
—Lo que Eugene quiere decir es que Miguel salió del estado mental capaz de
producir inflexiones antes incluso de intentar la transmutación —dijo Monica. Barrett
asintió—. Lo demuestra la frecuencia cerebral. No ha llegado a imaginar el plomo
convertido en oro. Salió antes del estado, digamos… imaginativo, por llamarlo de una
forma que lo entiendas —añadió. Después volvió a mirar a su reloj.
Ahora no importaba lo que la estirada de Monica pensase. Recordó que le habían
explicado que los ejercicios debían ser diseñados para evitar que eso ocurriera: que el
inflexor desconfiase de su capacidad y dejase de imaginar. Por eso se hacía el
calentamiento, y por eso se usaban los inductores de la caja. Claro, que él tampoco
hubiese confiado en una escenificación de un rey mitológico convertido en cuento de
niños. Se ajustó el nudo de la corbata, puso las manos sobre la mesa y, después de
sentir el frío del metal en las palmas, preguntó:
—¿Se puede repetir? —Suponía que no.
—No —respondió Barrett—. No serviría para nada: si Miguel no se lo cree y ya
ha conseguido romper la inducción de la caja una vez, lo hará siempre que lo
intentemos. No, este experimento ya no sirve. Y, sinceramente, no se me ocurre nada
para sustituirlo que no se le parezca: convertir el plomo en estaño y cosas así. ¡Bah!,
si le damos eso, Miguel pensará que nos estamos burlando de él. No, no se me ocurre
nada.
Monica volvió a mirar a su reloj. Se inclinó hacia Barrett y le dijo en voz baja:
—Me voy en cinco minutos.
Castillo se quedó mirándola. Parecía que pensaba irse de allí sin solucionar el
problema.
Gorlov, en ese momento, se puso a ordenar los papeles y a guardarlos en la
carpeta negra. Parecía dispuesto a marcharse también. Castillo pensó que el nudo de
la corbata le apretaba de nuevo, pero no lo tocó esta vez.
«De aquí no se larga nadie hasta encontrar una solución», se dijo. Estaba
levantando el dedo índice de su mano derecha, a punto de prohibir a todos que se
moviesen, cuando Gorlov colocó la carpeta sobre la mesa, pasó su mano sobre ella
como si la alisara y dijo:

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—Hay un plan alternativo.
Todos se enderezaron en sus sillas, con las frentes arrugadas, como si no hubiesen
oído bien al ruso.
—¿Qué plan? —dijo Castillo de inmediato, con el dedo índice aún estirado.
—No estoy seguro de querer utilizarlo —dijo Gorlov—. Es peligroso.
—¿Qué plan? —repitió Castillo. Ahora sí le apretaba mucho la corbata.
—¿Un experimento peligroso? —intervino Barrett—. Va contra la política del
Proyecto poner en peligro a los sujetos de experimentación.
—No es Miguel el que va a estar en peligro.
Castillo usó el dedo con el que les apuntaba para aflojarse el nudo de la corbata.
Le pareció que Gorlov, aun sin expresar nada definido, no podía evitar esta vez que se
le escapase un aire de gravedad en la mirada. Eso debía significar que había una
alternativa seria. ¡Una nueva posibilidad! Castillo respiró profundamente, con la boca
cerrada, en silencio. «¿Qué plan?», pensó, pero consiguió mantenerse callado esta
vez.
—¿Quién va a estar en peligro? —preguntó Monica.
Gorlov la miró a los ojos.
—Tú.
Gorlov volvía a hablar con su acento ruso afilado y Monica lo miraba seria,
mordiéndose el labio.
—No tienes por qué hacerlo —añadió Gorlov.
—Dime lo que hay que hacer y yo decidiré.
—Tendremos que ponerte en una situación de peligro de muerte para que él te
salve utilizando sus capacidades.
Monica bajó la vista a su reloj, después subió los párpados, en un movimiento
atrozmente rápido, hasta volver a enfrentar la mirada del ruso, y dijo:
—Lo haremos.
Los dos se quedaron mirándose, callados.
Castillo rompió de inmediato aquel silencio angustioso:
—¿Eso… se puede hacer? —preguntó.
Miró a Monica, luego a Gorlov. Nadie parecía querer responderle. Insistió:
—Quizás no se lo crea tampoco. Ya hemos intentado que imite al protagonista de
un cuento. Ahora tendría que hacer de… ¿superhéroe de cómic?, ¿salvar a la heroína
con sus superpoderes, o qué?
—Como un personaje de cómic —repitió Barrett en voz baja, despacio, con los
ojos entornados como si saborease la idea.
—Sí, algo así, pero sugestionado previamente —dijo Gorlov.
«¡Están todos locos!», pensó Castillo.
—También es necesario que la persona en peligro esté implicada emocionalmente
con él. —Gorlov miró a Monica—. La motivación de Miguel es primordial…

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—Peligro de muerte… —dijo Fred—. Vladimir, sabes que no podemos
arriesgar…
A Castillo le parecía increíble: ¡pensaban hacerlo!
—El peligro que va a correr Monica no será real, lo fingiremos —respondió
Gorlov—. Monica tendrá que engañarle, hacer de señuelo. El verdadero riesgo está
en que no sabemos cómo va a actuar Miguel. Podría tener una reacción violenta y
descontrolada, con consecuencias quizás peligrosas. Monica estará allí, en medio de
las inflexiones, amplificándolas, sin saber siquiera si lo que amplifica pone en peligro
su vida. Ese es el riesgo.
Castillo quiso decir algo, oponerse, volver a sacar su dedo índice, cuando Monica
dijo:
—¿Has diseñado ya los procedimientos?
—Prácticamente —respondió Gorlov—. Sí, lo esencial. Queda por definir algún
detalle, por supuesto.
El maldito ruso parecía ir siempre por delante de todo: ya había trabajado en el
plan B. Castillo se apretó de nuevo la corbata.
—Bien, lo haremos —dijo Monica—. Ahora me tengo que ir, Miguel despertará
pronto. ¿Cuál es la versión que debo darle del fallo de hoy?
Castillo la observó, en silencio. Monica parecía querer sonreír. Quizás, pensó,
estaba aliviada por haber encontrado una forma de compensar a Gorlov por el fallo en
su experimento. O por encontrar otra oportunidad para Miguel, pero… ahora tendría
que engañarlo. Mucho más. A su novio, al amor de su vida o alguna sensiblería
semejante. Ella estaba enamorada de él, eso era seguro —Roth los vigilaba muy de
cerca… Sí, era seguro—. Y ahora tendría que mentirle hasta llevarlo a una situación
límite: de vida o muerte. Las mujeres podían mentir muy bien, eso él lo había
comprobado sobradamente. Pero Monica… No era solo ocultarle algunos datos a
Miguel, como había hecho hasta ahora; esta vez, tendría que tenderle una trampa, una
buena trampa. Y hacer de señuelo. Pero estaba enamorada de él. No podría hacerlo.
—Cuando despierte, dile que la hoja amarilla de instrucciones estaba mal —dijo
Gorlov—, que debíamos haberle descrito el proceso atómico de transmutación para
que lo pudiera imaginar y reproducir. Pero que hemos recogido muchos datos y que
sus investigaciones seguirán cuando se haya repuesto del todo. Pronto, en unas
semanas.
«La idea de las reacciones atómicas la había planteado yo antes», recordó
Castillo. El ruso se la acababa de robar. Improvisaba bien. O quizás no estuviese
improvisando, quizás ya lo tuviese todo pensado. El viejo zorro soviético.
En cambio, Monica… No, seguro que no podía confiarle a ella todo el éxito del
experimento, podría fallar. Fallaría. Salvo que él lo arreglase antes, claro. Buscó su
teléfono móvil en el bolsillo interior de la chaqueta. No intentó sacarlo, allí no había
cobertura y todos se extrañarían, pero su tacto lo tranquilizó. Quizás habría una
oportunidad si él intervenía. Debía pensar en algo.

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«Un héroe de cómic», se dijo.

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CAPÍTULO 19

Junto al teclado había un cómic. Atraído por el golpeteo rápido, Miguel había mirado
hacia el teclado de Jagdish. El indio escribía a gran velocidad. No sabía que a Jag le
gustasen los cómics.
Solo quedaban Jagdish y él en el Departamento de Ingeniería de Sistemas; agosto
había vaciado el campus. Miguel le acercó un papel a Jag y dijo:
—Esto debería solucionar el problema de la semana pasada.
Jag dejó de teclear, cogió el papel y le dio un vistazo.
—Está muy bien —dijo, sonriendo, con la mirada fija en la hoja que le acababa
de dar. Después miró a Miguel—. Espero que no me abandones del todo cuando
venga el nuevo.
Miguel le devolvió la sonrisa y respondió:
—Bueno, puedes venir a verme a NASA Ames…
—Ya, ya. —Jagdish parecía tener prisa. Empezó a escribir de nuevo.
—¿Te gustan los cómics? —preguntó Miguel, y cogió el de la mesa.
—Los colecciono —respondió Jag sin mirarle, mientras seguía tecleando—. Me
encantan estos antiguos. Ese es un clásico, es de Iceberg-man.
Miguel jamás había oído hablar de Iceberg-man. Lo hojeó. Era un cómic de diez
centavos con dibujos en blanco y negro de villanos de ceño fruncido y sonrisa
pérfida, heroínas en peligro gritando e Iceberg-man, el héroe, en poses
hipermusculosas. En la primera página Iceberg-man tenía que defender a una joven
de un atracador y se le veía sin su indumentaria de superhombre. Estaba vestido, en
cambio, con un traje que lo convertía en un transeúnte al parecer anónimo. Y se
enfrentaba a una de las disyuntivas eternas de los superhéroes: «¿Salvo a la chica y
descubro mi identidad o dejo al malo hacer su fechoría ante mis narices?». Iceberg-
man se agarraba la camisa como si quisiese arrancársela. Miguel volvió la página y
vio que el héroe no se había quitado la camisa; pero miraba con las cejas
comprimidas y los ojos muy abiertos en dirección a la pistola del atracador. En la
siguiente viñeta, aparecía una línea discontinua que salía de sus ojos y terminaba en
el arma. La pistola parecía congelarse en dos viñetas más: primero el cañón y luego la
empuñadura. El atracador, con los ojos y la boca abiertos de forma exagerada y las
cejas muy altas, casi saliéndose de la frente, soltaba la pistola y esta caía al suelo y se
rompía en muchos pedazos, como si fuese de cristal.
—Congela cosas con la mirada —dijo Miguel.
—No exactamente: las transforma en hielo —dijo Jag, sin mirarle—. Transforma
en agua congelada cualquier cosa, pero tiene que tocarla con las manos. Este número
es una pieza única: Iceberg-man convierte algo en hielo sin tocarlo, solo con el
pensamiento.

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—Ya veo.
—La pistola del atracador del principio, ¿te has fijado? Es la única vez que lo
hace en toda la historia de este superhéroe. Un pequeño fallo. Una joya para
coleccionistas.
Miguel volvió a observar la escena. «Menos mal que no convertí el lingote de
plomo en oro —pensó—, me habrían llamado Gold-man». Volvió a sonreír. Después,
devolvió el cómic a la mesa de Jag.
—Me voy —dijo—. He quedado con Monica para cenar. Suerte con el programa.
—Tú sí que tienes suerte. Algún día me contarás cómo lo hiciste para ligar con
ella —dijo Jag. Sonrió con su sonrisa luminosa.
Miguel salió contagiado por la sonrisa del indio y pensando en que sí, que era
cierto que tenía suerte. Monica, recordó, le había ayudado mucho después de su
pequeño fracaso con el estúpido lingote de plomo. Era incondicional, le había
apoyado incluso cuando él se puso impertinente con lo de la bata blanca de la NASA.
Sí, tenía mucha suerte.
Cuando abandonó el edificio de ingeniería miró hacia atrás. Pronto su nuevo
trabajo en la NASA lo iba a alejar definitivamente de aquella universidad. La echaría
de menos. Tras la ventana del primer piso, la que daba al departamento, vio a Jag.
Parecía teclear algo en su móvil. Le lanzó un último saludo levantando la mano. Jag
lo vio a él y le devolvió el gesto con la mano del teléfono.

***

Monica estaba sentada en el banco donde solía quedar con Miguel, bajo la Tower
Hall. A esa hora de la tarde, el campus estaba cubierto casi por completo por las
sombras de los edificios, pero aún hacía mucho calor. De pronto, los aspersores de
riego del césped se activaron y Monica dio un respingo. Guardó de inmediato el papel
amarillo que estaba leyendo.
Antes de volverlo a sacar, miró alrededor. La Universidad estaba desierta. Olía al
césped tostado de principios de agosto. Después, terminó de leer la hoja amarilla. Allí
estaba el próximo experimento con Miguel, el plan alternativo de Vladimir. Lo
memorizó.
No habría cajas ni inductores esta vez; lo tendría que hacer todo Miguel. Y ella.
Ellos dos solos, sin ayuda de máquinas. Tendría que esforzarse para detectar la
inflexión y amplificar lo que él hiciese. No era fácil.
Cuando levantó la vista, Miguel había aparecido al fondo de la avenida, y
Monica, al verlo, guardó de nuevo el papel en el bolsillo de atrás de su vaquero.
Después, empezó a sonreír: una sonrisa grande, la mayor que pudo conseguir sin
sentirse como una alimaña. Sus dientes intentaron morder los labios, pero eso le
impedía sonreír, y se contuvo.

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Se esforzaba por congelar aquel rictus de reencuentro de serial televisivo, cuando
el móvil vibró en el bolsillo de su pantalón. Miguel estaba muy cerca ya. Lo sacó y
comprobó que era un mensaje de Jagdish. Lo leyó: «Ok! Iceberg-man en marcha»,
decía. Y lo borró.

***

—¿Lista? —exclamó Miguel al llegar junto Monica. Se fijó en que ella guardaba su
móvil en el bolsillo prieto de atrás de su vaquero. Llevaba la camiseta verde oliva
ajustada que a él le gustaba tanto, con el ombligo a la vista. Estaba estupenda esa
tarde: toda curvas, el pelo de actriz italiana balanceándose con cada movimiento—.
Bueno, dime: ¿qué celebramos?
Ella le lanzó una mirada de ojos brillantes. No dijo nada.
Y lo besó. Un beso largo, intenso.
Inesperado. Miguel, al terminar, la miró aturdido y después miró en todas
direcciones; no era habitual que lo besase en público, de esa manera, y menos en la
universidad, aunque ahora estuviese desierta. Pero le había encantado.
—¿Y esto? —dijo.
—Es por lo mismo que te invito a cenar: un viernes como hoy, hace cuatro meses,
salimos de la universidad, fuimos a cenar juntos y… ¡tachán!, empezó todo. Quiero
que vayamos al mismo restaurante. Y lo repitamos —Monica entornó los ojos,
brillaban mucho, y se mordió el labio inferior, muy tenso. Aquel labio travieso
parecía querer escapar del mordisco y sonreír—. ¡Todo! —añadió Monica.
Miguel sonrió también. Vio de reojo la cruz de oro. Brillaba igual que la primera
vez que ella lo había llevado al restaurante. Bajo el pequeño crucifijo, el escote de su
camiseta ajustada mostraba el nacimiento del canal entre sus pechos. La atrajo hacia
sí y repitió el beso.
Cuando terminaron, Miguel cogió a Monica por la cintura y abandonaron el
campus.
«Un aniversario cuatrimestral —pensaba—. Cosa de adolescentes, casi infantil».
No imaginaba que a Monica, tan práctica, le gustasen esos juegos. Volver a aquel
restaurante de diseño y dejar todos los platos a medias, jugar con el chocolate del
postre y besarse sin orden. Y después, teletransporte hasta San Francisco para
revolcarse como dos sátiros lascivos. Miguel pasó su mano por la curva de la cintura
de Monica; acarició su piel en el espacio, próximo a sus caderas, en que la camiseta
verde oliva no la cubría. Estaba húmeda, quizás debido al sudor producido por aquel
bochorno, o quizás por el agua traidora de los aspersores. Su cuerpo. Percibió el
aroma tenue de su sudor. Vio en su imaginación el momento en el que el tanga negro
de ella rodaba hacia abajo por su pierna, la primera vez que la desnudó. Un
hormigueo lo recorrió desde la garganta hasta los pies, agolpándose entre sus muslos.

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Volvieron al restaurante de diseño, dejaron los platos a medias, jugaron con el
chocolate del postre y se besaron como dos quinceañeros. Rememoraron entre risas
aquella primera cita y se comprometieron de forma solemne, entre risas solemnes, a
repetir aquella primera noche. Y todo aquel fin de semana.
Monica quiso pagar. Mientras firmaba la nota de la tarjeta de crédito, Miguel la
contempló. Le gustaba mirarla cuando hacía cosas así: seria, diligente, decidida,
segura, con el pelo ondulado y largo recogido en el lado derecho por detrás de la
oreja, para que no le molestase al escribir, y cayendo libre por el otro; y su labio
inferior, sin parar de ser mordisqueado. Ella levantó la vista y él vio que tenía
chocolate sobre el labio superior. «¡Como aquella vez!».
Se volvieron a besar.
Salieron del restaurante y se dirigieron hacia el aparcamiento de la universidad.
Había oscurecido, pero aún quedaba algo de luz del día. Entonces intentó abrazarla.
Pero ella se soltó.
—Tengo que comprar leche —dijo.
Miguel abrió la boca y la miró como si le hubiese dicho que tenía que comprar
una cabeza nuclear.
«¿Leche? ¡Ahora toca teletransportarse! Sexo. Mucho», pensó Miguel, con la
boca todavía abierta.
—No queda nada en casa. Vamos a esa tienda —añadió ella, señalando a un
edificio de una planta. Junto a la puerta abierta había un letrero con las palabras
«OPEN 24h» en un cartel de tubos de neón azules, amarillos y rojos. Colores
chillones como el traje de Superman, pensó Miguel.
Sí, podía estar de acuerdo con que la rutina diaria y esos detalles (¡la maldita
leche!) eran necesarios; pero ¿tenía que ser ese día? No pensaba discutir. Siguió a
Monica hacia la tienda sin decir nada. No recordaba que allí hubiese una tienda antes
y maldijo a quien hubiese decidido ponerla en aquel lugar.
Monica entró en el establecimiento y Miguel pensó esperar fuera, pero el letrero,
parpadeando alternadamente en rojo, amarillo, azul… parecía desintegrar su
romanticismo, su excitación, todo. Entró y se quedó junto a la puerta abierta. Monica,
al fondo, miraba una botella de leche.
«¿Qué buscará ahora?».
Se fijó en el dependiente, tras el mostrador que había a su derecha. Era un hombre
de unos sesenta años, el pelo lleno de canas, tenía rasgos orientales y le sonreía.
—No, no quiero nada. Vengo con ella —dijo Miguel.
El oriental mantuvo sus ojos rasgados y su sonrisa sobre él. Miguel decidió que
aquella sonrisa pertinaz era más incómoda incluso que el parpadeo multicolor de los
neones. Se volvió para mirar hacia fuera desde la puerta. La avenida estaba vacía, no
parecía haber nadie en todo San José, salvo ellos dos. Y el dependiente chino, claro.
Y tampoco había coches, solo se veía una furgoneta negra con los cristales tintados
aparcada al fondo de la calle, en la otra acera.

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***

Castillo bajó de la furgoneta de seguimiento junto al actor disfrazado de vagabundo.


Bajaron por el lado del vehículo opuesto a la tienda y miró hacia los lados para
comprobar que nadie podía verlos desde allí. Barrett, dentro de la furgoneta, le dijo
que el hombre que hacía de dependiente acababa de mandar el mensaje. Monica y
Miguel ya estaban en la tienda falsa.
El vagabundo se puso una camisa enorme y rota, casi un harapo, y una gorra tan
mugrienta como su pelo largo. Eso completaba el disfraz de pordiosero. Castillo
sostuvo un espejo frente a la cara del actor para que pudiese darse los últimos
retoques de maquillaje. Mientras lo hacía miró los ojos azules de aquel hombre. Algo,
quizás esos ojos, desentonaba con el atuendo de vagabundo. Esperaba que Miguel no
lo notase. No parecía muy buen actor. De hecho, pensó, debía de ser uno más de los
despojos de Hollywood. Un pobre aspirante a la gloria, escaso de fondos. Claro que,
si andaba escaso de dinero, serviría.
Castillo miró hacia la furgoneta. Barrett estaba al fondo, concentrado en una
pantalla, con los cascos puestos. No le oiría. Después miró al actor y dijo:
—No sueltes a Monica.
—No lo haré —respondió el actor.
—Y si él no reacciona —Castillo bajó la voz—, si os deja ir sin enfrentarse a ti, la
golpeas con la pistola.
El actor apartó el espejo que Castillo sostenía entre ellos, y lo miró a la cara.
—Eso no está en el contrato —dijo—. No lo hemos ensayado.
Castillo le devolvió el espejo, sin apartar la mirada, sonriendo.
—Ella no es una actriz profesional —insistió el actor—, no sabrá hacer que
encaja un golpe.
Castillo se apretó el nudo de la corbata sin cambiar el gesto, y después sacó un
sobre alargado de un bolsillo interior de su chaqueta.
—Dos mil dólares —dijo Castillo, en un susurro.
—Ya… he cobrado. Solo debía golpearle a él, un poco, ¿no?…, no muy fuerte.
—Te daré otros dos mil más si le pegas de verdad a ella. Vamos, hombre, diremos
que fue un malentendido. La televisión es así, todos los sabemos. Espectáculo. Hay
que hacer que parezca real.
El actor miró hacia la cámara que había en el interior de la furgoneta. Después
cogió el sobre, lo abrió, echó una mirada rápida en su interior y se lo guardó en un
bolsillo del vaquero mugriento.
Castillo entró en la furgoneta sin decir nada más. Cerró y observó como su actor
empezaba a avanzar por la acera con la cabeza hundida y el paso tambaleante de los
sintecho.

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***

Miguel vio aparecer a un hombre tras la furgoneta negra al fondo de la calle. Por su
aspecto parecía un indigente. No era habitual ver vagabundos en San José en esa
época. En San Francisco, sí, allí había legiones de ellos, pero en San José… «¿De
dónde habrá salido este?», se preguntó.
Al llegar a la altura de la tienda, el hombre empezó a cruzar la calle. Miguel se
quedó observando su andar cabizbajo.
Cuando el vagabundo estaba ya muy cerca, a la luz escasa del atardecer se le unió
el resplandor del letrero de neón: azul primero, rojo después, amarillo, azul… y
Miguel pudo verlo mucho mejor. Vestía el atuendo desarrapado de un sintecho, pero
su rostro desentonaba con su vestimenta: era un hombre blanco, de ojos claros, cara
musculosa y barba de varios días, bien cuidada. No era el aspecto habitual de un
vagabundo. Ni su mirada fría ni la determinación con la que se acercaba a la tienda
encajaban tampoco con su apariencia. Ya no se tambaleaba y los ojos azules de aquel
hombre le miraron fijamente. Así no se desenvolvían los sintecho. No parecía…
El harapiento entró en la tienda, sacó una pistola y tiró a Miguel al suelo de un
golpe en la cara con la culata.
Miguel cayó sobre una estantería de galletas y vio de refilón, con la vista nublada
por el golpe, que Monica se giraba y el dependiente levantaba las manos.
Cuando Miguel consiguió incorporarse, aún aturdido, el atracador tenía a Monica
apresada por el cuello y apoyaba el cañón de la pistola sobre su sien.
Miguel la miró a los ojos y le pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Vio
que todavía tenía una huella mínima de chocolate sobre el labio superior. «¡Hijo de
puta!», pensó. Recordó la mirada excitada de ella hacía pocos minutos, en el
restaurante, y al ver su expresión ahora… Notó su pulso latir con furia en la mejilla,
que ahora sangraba. Lo mataría, se dijo. ¡No, no, no! Debía pensar en algo.
El dependiente había vaciado el contenido de la caja sobre el mostrador y
levantaba las manos de nuevo. Sonreía sin motivo; parecía nervioso. Miguel volvió la
vista al atracador y llevó su mano al bolsillo de atrás del pantalón.
—¡No te muevas, tío! —gritó el atracador, y le apuntó con la pistola. Luego
volvió a apuntar a la sien de Monica.
—No pasa nada, ¿vale? —dijo Miguel, notaba el corazón como si se le fuese a
salir por la mejilla—. Solo busco la cartera. —Le enseñó su cartera—. Coge todo el
dinero y déjanos. No queremos líos.
—¡Tú, puta, coge el dinero del mostrador y la cartera de este! —dijo el atracador,
y empujó con fuerza el cañón de la pistola contra la sien de Monica.
Monica recogió el botín en una bolsa de papel. Miguel no podía dejar de mirar al
atracador. Apretó los dientes, la mandíbula. No le gustaba que le golpeasen y no le
gustaba que llamasen puta a Monica. Y mucho menos le gustaba que le apretasen un

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cañón de pistola contra la sien. Sintió que las palmas de las manos le empezaban a
picar. Le picaban mucho, pero no se rascó, no pensaba rascarse; apretó los puños con
fuerza. Vio el crucifijo de oro de Monica. El atracador no lo debía de haber visto,
pensó, se lo habría arrancado. No lo iba a permitir.
—¡Aparta de ahí! —dijo el atracador a Miguel.
El crucifijo. Dios no los iba a ayudar. La pistola parecía de verdad. El cañón
brillante, enorme sobre la cabeza de ella. Miguel dio un paso hacia atrás, con las
manos a media altura. El atracador salió sujetando a Monica.
—¡Esta puta se viene conmigo! —gritó desde la puerta. Los neones los
iluminaban. Azul, rojo, amarillo…
Miguel se sintió impotente. Impotente y furioso. Muy furioso. Sudaba. La mejilla
parecía arderle. Y las palmas de las manos también. Pero no se movió, no movió ni
un dedo. «¡Muerto!», era lo único que empezaba a sonar en su cabeza.
El atracador se separó unos pasos de la tienda.
—Si veo a la poli antes de una hora, me la cargo. ¡Díselo al chino! Tú, chicano,
mantén al chino a raya o me cargo a la puta.
Miguel saboreó la sangre que venía de su mejilla, y notó que de pronto su cerebro
empezaba a reaccionar. Sintió las primeras punzadas de la inflexión como un
chisporroteo vago dentro de su cabeza y miró al atracador como si quisiese que los
ojos saltasen de su cara y fuesen a estrellarse contra él.

***

Monica se fijó en los ojos de Miguel: entornados, tensos, como inyectados de odio.
Debía de estar furioso, pronto actuaría, pensó. Entonces notó como vibraba su móvil
en el bolsillo: era la señal. Del cerebro de Miguel debían de estar empezando a
escapar las inflexiones cuánticas, ondas invisibles, pero apreciables por los sensores
instalados en la tienda falsa. La vibración de aquel móvil era el mensaje de Castillo.
Monica imaginó los equipos de seguimiento de la furgoneta mostrando una gráfica;
una línea magenta que subía y estaba a punto de alcanzar un nivel marcado con las
siglas M. E.: Midas Effect.
Buscó la inflexión, se concentró un poco, intentó captarla y… sintió entonces, en
su propio cerebro, los deseos de Miguel. Era una sensación clara, el zumbido como
eléctrico en el centro de la cabeza, como siempre. Empezó a amplificarla de forma
casi automática. Era fácil. Con Miguel podía hacerlo sin apenas concentrarse. Y se
alegró de que fuese así, porque quizás necesitase hablar con el falso atracador
mientras producía la inflexión catalizadora.
El actor apoyó con más fuerza la pistola sobre su sien y Monica recordó la escena
de Iceberg-man en el cómic que había preparado Jagdish. No quería que una pistola
convertida en hielo le quemase la piel.

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—Separa un poco el arma de mi cabeza —dijo Monica en voz muy baja, con los
dientes apretados y manteniendo la expresión de susto en la cara.
Pero el atracador, en lugar de hacer lo que le decía, gritó:
—¡Venga, puta, tú y yo nos vamos a dar una vuelta!
«¡Imbécil!», pensó. Parecía que había decidido sobreactuar por su cuenta. El actor
tiró de ella hacia atrás y eso hizo que se desequilibrase; casi se cayó.
«Estúpido», y se dejó llevar girando la cabeza hacia arriba para que no le hiciese
daño al tirar. Entonces vio que sobre la ciudad se había formado un cúmulo de nubes
negras que oscurecían casi todo el cielo y se comían las últimas luces del oeste. El
cielo amenazaba con una buena tormenta de verano; si Miguel no actuaba pronto,
aquel actor inepto puede que no supiese reaccionar ante el chaparrón y lo estropease
todo. Entonces miró a Miguel a los ojos y le señaló la pistola con la mirada.

***

Miguel vio que Monica lo observaba fijamente: una mirada extraña. Siguió el gesto
de sus ojos y vio la pistola. En ese momento recordó la escena del cómic de Jagdish:
estaba el atracador, la chica en peligro, la pistola y… el superhéroe.
Aquello desató su imaginación. Visualizó las viñetas en blanco y negro, recordó
cómo Iceberg-man aplicaba sus poderes con la mente, a distancia, y en su cabeza
empezó a formarse la idea de que él podía hacer cualquier prodigio que imaginase.
Era un inflexor. Iceberg-man convertía cosas en…
Muerte. Miguel solo podía pensar en muerte. Se concentró en el atracador. Este se
alejaba de la tienda con Monica. Sintió como si su cerebro empezase a hervir. La
oscuridad del cielo cubría ahora todo San José. Miró hacia arriba y vio las nubes.
Parecían más negras que el propio anochecer.
Pero él ya había visto antes esas nubes, esa penumbra. En su imaginación. Eran
suyas.
Un viento húmedo atravesó la calle y le refrescó la mejilla sangrante. Ese viento
también era suyo. Miguel concentró entonces su odio. Y empezó a llover. Gotas
enormes, de tormenta. Al caer las primeras, Monica miró hacia arriba y el atracador
levantó la pistola y…
La golpeó.
Un golpe tosco, con la culata en la sien. Miguel sintió el impacto de la culata en
su propia cabeza, pero no en la sien, sino dentro, muy dentro. Después sintió el
miedo, el odio de ella, repentino, como una oleada de inflexión que se acoplaba a la
suya, a su propio odio, para multiplicar su poder.
El atracador torció la boca y apretó los dientes, como si sintiese un dolor interno y
repentino, y soltó a Monica. Pareció quedar paralizado. Ella se separó un paso de él y
lo miró con los labios unidos y los ojos apretados por sus cejas, mientras se tocaba la

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sien. Después observó su pistola y torció la cabeza como si esperase ver en las manos
del atracador algo distinto a un arma.
Miguel no se fijó en que el ladrón ya no sujetaba ni apuntaba a Monica.
«Muerte», se repitió. El atracador levantó el arma, como para volver a golpear y el
cerebro de Miguel hirvió. Y sintió una punzada intensa en el centro de su cabeza.
Entonces las nubes chocaron. Un relámpago iluminó la ciudad y el rayo cayó, limpio
y mudo. Monica miraba a los ojos del atracador.
Y el rayo lo atravesó.
Varias gotas enormes cayeron sobre ellos, empapándolos, y el olor a tierra
húmeda se mezcló con otro mezcla de electricidad y de carne quemada.
Y un trueno exagerado, innecesario, retumbó sobre ellos.
Después del trueno, el atracador yacía en el suelo; rígido, con la boca retorcida.
Lo había matado.
Monica se cogió el pequeño crucifijo de oro. Parecía no poder moverse.
Observaba ahora, con los ojos muy abiertos, a aquel hombre. Miguel se acercó y ella
lo miró sin cambiar la expresión, como si no lo conociera, como si él fuera el hombre
de la pistola.
La furgoneta negra que estaba aparcada al fondo de la calle arrancó y llegó a gran
velocidad hasta donde estaban ellos. Paró con un frenazo chirriante al otro lado de la
calzada. Miguel y Monica la miraron. Se abrió el portón lateral y de dentro salió
Walter Castillo indicándoles con el brazo que subiesen. Ninguno habló. Corrieron a la
furgoneta y subieron rápidamente.
Dentro del vehículo había sensores cuánticos, cámaras y equipos de seguimiento.
Miguel se quedó mirando todo aquello. «¿Qué hace esto aquí?», se preguntó. Aunque
eso no importaba. Le importaba Monica. El atracador había estado a punto de
matarla. Intentó coger su mano y ella la retiró.
—Monica… —dijo Miguel.
Ella no habló, no apartaba la mirada del asiento delantero.
Miguel miró hacia la parte posterior de la furgoneta. Vio a Walter. Eugene
también estaba allí. Walter observaba una gráfica en la pantalla de un ordenador.
Sonreía. «No entiendo…».
Volvió la vista a Monica. La observó; empapada, como él; parecía confundida,
como él.
—Monica, el atracador te iba a…
—¡Era un actor!, ¡y lo has matado, joder, lo has matado! —gritó Monica.

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CAPÍTULO 20

—Eres un Efecto Midas —dijo Gorlov.


Miguel miró al ruso y apretó la boca.
«Efecto Midas —pensó—. Otra ocurrencia léxica para no decirme lo que ocurre.
Para tenderme más trampas con las que experimentar conmigo. ¡Más mentiras!». No
pensaba hablar, eran ellos los que debían decirlo todo.
Habían venido los importantes: Gorlov, Barrett, Windhorst… Castillo no estaba.
Y Monica. Monica estaba allí.
No la había visto en los últimos días, desde lo del atracador. No había visto a
nadie, de hecho; había estado sedado la mayor parte del tiempo, en una de las oscuras
salas de cuidados médicos del nivel -2. Le habían realizado pruebas, le habían
mantenido dormido o semiconsciente y solo le habían permitido despertarse del todo
para asistir esa mañana a la reunión en el nivel -5. En aquella sala de paredes doradas.
Parecía el interior de un sarcófago de oro. Aquel lugar producía una especie de
electricidad estática que ponía la piel de gallina. Una cámara a prueba de inflexores,
le habían dicho que era. Un mecanismo de distorsión cuántica, que no terminaba de
comprender ni le interesaba lo más mínimo, envolvía a aquella sala e impedía que las
inflexiones comunes entraran o saliesen de ella. ¿Inflexiones comunes? A él nunca le
habían hablado de inflexiones comunes, ni le habían llevado antes a esa sala, ni había
bajado al nivel -5. Tampoco le habían dicho la verdad sobre lo que había en aquel
nivel. Le habían contado muy pocas verdades. «Cámara antinflexores, distorsión
cuántica. ¡Efecto Midas!…», repasó todos los términos nuevos que acababan de
nombrarle en menos de cinco minutos. ¡No sabía nada del verdadero Proyecto! ¡No
habían hecho más que engañarle! Apretó la boca un poco más. Y Monica estaba allí.
La miró y ella evitó su mirada. Monica. Engañado. Todos lo habían engañado. Todos.
Conejillo de Indias de ojillos rojos y nariz vibrante. Miguel se removió en la silla.
—¡¿Y qué demonios es un Efecto Midas?! —Miraba a Monica mientras lanzaba
su pregunta. Después se giró hacia Gorlov. Y volvió a cerrar la boca.
—Un Efecto Midas es un inflexor cuántico con capacidades muy superiores a las
de los demás —dijo Gorlov.
Miguel permaneció en silencio. Notó que se le había acelerado la respiración
mientras Gorlov hablaba. Nuevos poderes. Intentó retener el aire en su cuerpo bajo
los labios apretados. «Capacidades muy superiores», pensó. Llevaban mintiéndole
demasiado tiempo.
—Me contaste que las capacidades de los inflexores estaban limitadas a los
poderes paranormales clásicos —dijo Miguel—. Eso fue lo que me dijiste el día que
fui a tu despacho, cuando me embaucasteis para que entrase en el Proyecto. Lo del
espectro visible, las capacidades acotadas y todos esos embustes.

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La cara de Gorlov no cambió. Miguel supuso que si no cambiaba para expresar
ninguna emoción, tampoco lo haría para expresar vergüenza; si es que sentía
vergüenza. Lo dudaba.
—Un Efecto Midas es algo muy serio —dijo Gorlov—, no se puede divulgar su
existencia. Y tú solo eras un candidato, no podíamos informarte sin haber
comprobado que eras el midas que buscábamos. Nunca antes hemos tenido a un
midas en el Proyecto. Ni siquiera conocemos el alcance real de esa capacidad.
Hubiese sido peligroso…
—¿Peligroso? ¡He matado a un hombre!
Al decirlo, Miguel vio nítida en su memoria la expresión descompuesta del
atracador muerto, retorcido, chamuscado sobre el asfalto, golpeado por gotas de agua
enormes como si el cielo le escupiese. La tormenta que él había creado. Solo él. Se
miró las palmas de las manos. No había sangre en ellas. La sangre le hubiese
reconfortado, pensó, así habría una prueba humana de lo que había hecho, un arma
sobre la que hacer recaer alguna culpa. Pero no había nada, solo estaba él. Él era el
arma.
—El experimento no ha resultado como esperábamos —dijo Barrett.
Miguel se giró de inmediato, volvió a apretar los labios, entornó los párpados y
lanzó a Barrett una mirada como si quisiese degollarlo con los ojos.
Barrett tragó saliva y movió su cuerpo unos centímetros hacia atrás. En la huida,
las ruedas de su silla chirriaron sobre el suelo metálico de la sala. Un chirrido
quejumbroso. Barrett estaba aterrado, pensó Miguel. Debía pensar que iba a ser el
próximo en morir, que empezaría pronto a lanzar rayos a todos sus enemigos.
«Pero ¿en qué clase de monstruo me he convertido? Yo no… Un asesino».
Miguel desvió su mirada hasta la pared que había frente a él. Imaginó que el
metal dorado se combaba, se rompía como hojalata y que, de detrás de aquella pared
del mundo subterráneo del SSR, salía un monstruo oscuro, dentado, obsceno, para
devorarlo. Pero en realidad, el monstruo era él. Sintió un pinchazo en el centro de la
cabeza y dio un respingo. Parpadeó.
La pared seguía intacta, sus capacidades muy superiores no habían traído al ser
de los avernos. Todavía no, pensó. Las manos le sudaban, le ardían, y se las llevó a la
cara.
Todos seguían en silencio. Se restregó los ojos. El monstruo.
—Miguel —dijo Monica. Su voz le llegó lejana, dulce. Engañosa.
Miguel apartó las manos de la cara. No miró a Monica directamente, pero giró la
cabeza en su dirección para hacer ver que atendía.
—Ya has comprobado el alcance de tu poder —siguió ella—. No podíamos
decirte toda la verdad, se necesitaban ciertas precauciones…
—¿Precauciones? Mentiras —interrumpió Miguel, sin mirarla—. He matado a un
hombre por vuestra culpa.

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Oírse decir esto le hizo sentir mejor. Pensó que ya que se habían tomado tantas
molestias para evitar unos peligros que al final no habían evitado, debían compartir
con él la culpa por la muerte del actor. Y sus monstruos.
Gorlov habló en ese momento:
—Miguel, no veo necesario seguir insistiendo en que el experimento se
descontroló. Tú has dedicado toda tu carrera a la ciencia, creo que esto lo puedes
comprender: el sujeto más peligroso de nuestra investigación —tú— nos era
totalmente desconocido. Hemos hecho lo que menos riesgos entrañaba. Debes
comprender que es muy difícil controlar una capacidad que es desconocida incluso
para el sujeto que la tiene.
«Capacidad», se dijo Miguel, y volvió a mirarse las manos. Ya no imaginaba
sangre en ellas. Negó con la cabeza.
—¿Y qué capacidad tengo? —preguntó—. ¿Habéis analizado los datos?,
¿conocéis ya las dimensiones reales del peligro o tengo que matar a otro actor para
conocer mi propia capacidad?
Buscó la respuesta en todos ellos; los miró a la cara uno por uno, pero no parecían
dispuestos a hablar. Puede que quisieran seguir engañándolo para protegerlo.
¡Demasiada protección! Quizás debiera amenazarlos con un rayo para que
hablasen…
«¡No, otra vez no!». Cerró los ojos y los apretó todo lo que pudo. El monstruo.
Gorlov esperó unos segundos antes de responder:
—La práctica ha constatado que tu capacidad es más grande de lo que nosotros
pensábamos que podríamos conseguir en un primer intento —dijo. Su acento ruso
había vuelto a él. ¿Estaba enojado? ¿Qué derecho tenía a enojarse?, se preguntó
Miguel—. La matemática dice que es infinita.
«¿Infinita?». Miguel empezó a rascarse las palmas de las manos. Sintió que las
palabras aún no pronunciadas por el científico empezaban a avanzar hacia él como
una apisonadora dispuesta a aplastar todas las mentiras, todas las verdades, cualquier
conocimiento, verdadero o falso, que hubiese entrado antes en su cabeza.
—Puedes convertir en realidad cualquier cosa que imagines, cualquier cosa que
desees. Todo —dijo Gorlov.
Miguel sintió que el planeta se volcaba y se ponía boca abajo en ese momento.
Vértigo.
La sala antinflexores se quedó en silencio. Miguel solo oía un zumbido sordo que
parecía venir de las paredes doradas, del techo, del suelo. Los distorsionadores
cuánticos erizando la piel. Un zumbido que le ahogaba.
Notó de pronto la boca seca y el pulso, golpes rítmicos en la herida a medio
cicatrizar de su mejilla. Le dolían las manos de rascarse. Se las miró. Ahora le
parecían las manos de otro, como si no las hubiese visto nunca, como si de esas
manos pudiera salir el poder infinito que Gorlov le había anunciado. Infinito. No, no
podía comprender qué significaba, hasta dónde llegaba y… para qué, por qué. Se

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sintió mareado: acababa de aterrizar en una nueva vida, perdido, con una capacidad
que no alcanzaba a comprender y mucho menos se sentía con fuerzas para dominar.
Sus manos, eran tan extrañas ahora. Quizás ellos tuvieran razón, quizás lo mejor
había sido mantener aquella realidad oculta hasta ser comprobada. O hasta
controlarla. Ambas cosas.
—En cuanto al actor —dijo Gorlov—, nada va a devolver la vida a ese hombre.
Lo que debemos hacer es estudiar los datos y buscar la mejor manera de controlar tu
capacidad de inflexión cuántica. Nadie desea que se produzcan más accidentes como
el de hace unos días.
—¿Accidente? —dijo Miguel, mirándose aún las manos. Aunque otra cosa entre
las palabras del ruso desviaba ahora su atención.
—Sí —respondió Gorlov—. Si piensas que eres un asesino… —se interrumpió—
o alguien aquí lo piensa…, —miró a través de las enormes gafas cuadradas a todos
los presentes— se equivoca. Tu capacidad es un arma y nosotros pusimos esa arma
en tus manos. Si hubieses sabido que con tu solo deseo podrías matar a aquel hombre,
con toda probabilidad hubieses deseado otra cosa, ¿no es así?
—No entiendo —dijo Miguel. En realidad sí podía comprenderlo, pero seguía sin
atender. Aún buscaba algo entre lo que decía el científico. «Puedo desear cualquier
cosa, y se hará realidad», pensaba.
Gorlov seguía hablando:
—Eres como un mono —disculpa la comparación— al que se le da una pistola y
se le hostiga para que se defienda arrojando el arma al hostigador. Si, por casualidad,
el mono apretase el gatillo… Dar a un mono un revólver y hostigarlo puede producir
una muerte. Un accidente… ¿Entiendes?
Gorlov con sus comparaciones impecables. Pero Miguel escuchó otra frase más
en su cabeza: «Nada va a devolver la vida a ese hombre», había dicho el ruso. ¡Eso
era!
—Ya, ya —lo interrumpió Miguel—. Entendido, pero ¿has dicho que no podemos
devolverle la vida?
Todos lo miraron, parecieron arrugar sus frentes todos a la vez. Miguel obvió sus
caras de duda, respiró despacio y dijo:
—Yo sí puedo.
Todos, excepto Gorlov, sonrieron. Sonrisas que a él le parecían como conmovidas
por la propuesta inocente de un chiquillo. Debía de haber dicho una estupidez,
seguro. No podía ser tan fácil, si no ya le hubiesen pedido que lo hiciera. Se sintió
pequeño, como un niño sugiriendo salvar el negocio de su padre con los ahorros de su
hucha. Monedas, un cerdito. Infantil.
—Pero ¿puedo o no puedo hacerlo?
—¿Quieres empezar a hacer milagros? —preguntó Gorlov.
—Supongo que hay algún impedimento que yo desconozco; pero si puedo hacer
cualquier cosa que imagine con solo desearla… Quiero decir: os aseguro que puedo

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desear muy firmemente que ese hombre vuelva a la vida.
—No, no puede hacerse —dijo Gorlov.
Miguel se sintió como si al niño de la hucha le tiraban las monedas a la cara.
—No lo entiendo —insistió—. Si puedo imaginar un rayo y hacerlo realidad,
también puedo imaginar que ese hombre sale de su tumba.
Gorlov extendió una mano hacia Barrett y este le dio una carpeta negra.
—Este es el efecto secundario de la tormenta —dijo Gorlov, mientras sacaba de la
carpeta una fotografía de satélite.
Miguel la miró. Había una formación nubosa en espiral con un agujero en el
centro.
—Es el huracán Laura. Tú lo has creado.
Miguel comprimió el rostro y volvió a mirar a Gorlov.
Monica se estiró sobre la mesa de reuniones y alcanzó la carpeta negra de Barrett.
Buscó en su interior, sacó una hoja plegada varias veces y la desdobló. El papel
desplegado ocupaba buena parte de la mesa. Miguel lo observó: era un mapa de la
Costa Oeste de Estados Unidos, Centroamérica, el Caribe… Por el sur llegaba hasta
las costas de Brasil. Unas líneas repetidas y concéntricas, como las isobaras de un
mapa meteorológico, lo llenaban todo, superpuestas a la tierra, al océano, las islas, las
líneas de costa. Al mundo.
—Es un mapa de isoinflexoras —dijo Monica.
—Con esto vigilamos la actividad de todos los inflexores del planeta —añadió
Barrett—. Son estimaciones globales hechas con información sobre la realidad
predicha en millones de datos y la realidad transformada por la inflexión. Nuestros
satélites espía mandan los datos a los puestos de vigilancia del nivel -4, allí…
«Nos tienen vigilados —pensó Miguel—, a los inflexores. Nivel -4. Nos espían».
Volvió a apretar los labios.
Gorlov levantó los dedos huesudos de su mano derecha hacia Barrett. Este se
calló de inmediato.
—No es momento de entrar en los detalles técnicos —dijo Gorlov. Después miró
a Miguel—. Las inflexiones cuánticas, como sabes, moldean la realidad. La cambian.
El efecto residual de ese cambio se extiende por todo el universo para adaptar este a
las modificaciones producidas. —Gorlov pasó la mano sobre el mapa—. Las líneas
isoinflexoras muestran cómo se distribuye la onda residual por la superficie terrestre.
En ocasiones, genera vértices de inflexión secundaria. En este caso ha producido
cambios en todo el planeta y fuera de él. Y algunos, muy importantes.
—El huracán Laura —repitió Miguel.
Gorlov se incorporó y señaló un punto en el mapa de isoinflexoras, cerca de
Brasil. Allí las líneas se agolpaban.
Miguel observó el mapa y, luego, la fotografía del satélite meteorológico. Junto a
las costas brasileñas, en el mismo punto que señalaba Gorlov en el mapa, la

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fotografía mostraba el ojo de la formación nubosa en espiral. El huracán. No solo
había matado a un hombre en California.
—Pero… el Atlántico Sur no es zona de huracanes —dijo Miguel—. Es
imposible.
—No es imposible —dijo Gorlov—. La inflexión producida para generar el rayo
ha ocasionado muchos otros cambios, pero, en concreto (aquí se ven las líneas que lo
demuestran) ha creado una inestabilidad meteorológica aquí. Y un calentamiento de
las aguas aquí. —Golpeaba con el dedo sobre la fotografía—. Todo eso ha generado a
Laura. Categoría 3.
Miguel observó su huracán, en silencio.
—No ha habido muertos en Brasil —dijo Gorlov—, pero ese es el efecto real de
la tormenta que produjiste hace unos días.
—Impacto meteorológico… —dijo Miguel.
—Impacto cuántico —intervino Barrett. Miguel se giró hacia él—. No es un
reajuste de parámetros meteorológicos. Bueno, si cambias el tiempo, por supuesto la
meteorología se adapta, pero eso no es nada. Son las ondas de inflexión las que se
extienden en el efecto residual, y pueden generar grandes cambios en los puntos
donde se reorganizan y se concentran. Mira. —Barrett volvió a señalar el punto
donde se concentraban las líneas en el mapa, al sur de Río de Janeiro—. El gradiente
es aquí casi tan elevado como en San José, donde se produjo la inflexión original.
¿Lo ves? Eso ha generado el huracán. Podría haber creado cualquier otra cosa: un
terremoto, un nuevo virus, un meteorito… Pero, dado que tu inflexión original
generaba efectos meteorológicos, la réplica ha imitado a la original. Normalmente eso
depende de las variables estocásticas del proceso, que, en este caso…
—Entiendo, entiendo —dijo Miguel. No estaba de humor para soportar las
explicaciones crípticas de Barrett—. Los efectos residuales de la inflexión cuántica
para devolver la vida al hombre que maté podrían ser devastadores. ¿No es eso?
Todos asintieron, con la cabeza, con la mirada. Menos Gorlov.
—Podrían ser devastadores o no serlo —respondió el ruso—. Podrían incluso dar
una cosecha abundante a una zona arrasada por la sequía. Cualquier cosa. El
problema es que no sabemos cómo se puede extender el efecto inflexor necesario
para resucitar a alguien. Ni sabemos cómo detenerlo. Es un proceso incontrolado. Un
riesgo muy alto para todos.
Miguel volvió a mirarse las manos. Volvían a parecerle suyas. Seguían llenas de
poder, pero ahora volvía a imaginar sangre en ellas. Estaban llenas de poder y de
defectos, de mecanismos incontrolables, desconocidos. Como herramientas que no
supiese usar.
—Y si no lo teníais controlado —dijo—, ¿por qué me hicisteis el truco del
atracador?
—Porque falló el experimento del oro. Ese sí estaba controlado —respondió
Barrett. Miguel abrió mucho los ojos—. Un fenómeno de baja intensidad, como las

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capacidades clásicas. Podemos simular su efecto, los parámetros de inflexión están
muy bien estudiados, caracterizados en modelos matemáticos…
—¿El experimento MIDAS-000? ¿Aquella estupidez de convertir plomo en oro?
—No lo podías hacer sin generar un Efecto Midas —respondió Gorlov.
Miguel negó con la cabeza. Apenas podía creer que hubiera estado tan cerca de
librarse de ser un asesino. ¡Aquel maldito experimento!
—¡Joder…!
—Fue por tu seguridad… —empezó a decir Monica.
—¿Y solo se os ocurrió provocarme con un tío apuntándote con una pistola en la
cabeza? —exclamó, mirándola como si fuese la única culpable.
—¡Tenías que convertirla en hielo, como Iceberg-man! —gritó ella—. El cómic
de Jagdish.
Todos se quedaron en silencio. Monica y Miguel se miraban intensamente, ambos
respiraban con fuerza, como si quisiesen escupir el aire por la nariz. Miguel
contempló los ojos de Monica: unas ojeras violáceas enmarcaban el azul plomizo de
sus iris. Parecía que ella también estaba cansada. No se había fijado hasta ahora.
—Jagdish también está en esto, claro —dijo Miguel, casi para sí mismo. Volvió la
vista al mapa, aunque no lo miró—. Pues fue un truco estúpido. Lo último que se me
ocurrió cuando vi a aquel harapiento apuntándote a la cabeza fue convertir cosas en
hielo. ¡Bah!, si no había convertido el plomo en oro cómo iba a convertir una pistola
en hielo. —Las últimas palabras las dijo en un susurro.
—Yo también he colaborado en la muerte de ese hombre —dijo Monica. Miguel
la volvió a mirar, volvió a ver sus ojeras—. Amplifiqué tus deseos, les di fuerza. Yo
aumenté aquel rayo, lo sabes.
—Pensabas que amplificabas algo inocuo, que ayudabas a Iceberg-man a
convertir cosas en hielo. Yo deseé de verdad que ese hombre muriera.
Miguel miró al resto. Esperaba que le dijesen qué hacer ahora; él no lo sabía, no
lo podía saber.
—Pienso que ahora Miguel debe descansar —dijo Fred—. Estos días han sido
muy duros para él.
Miguel se quedó mirándolo. Fred no había dicho nada en toda la reunión. Era el
único que no había intentado convencerlo de nada.
«Es el más humano», pensó.
—Miguel —dijo Fred.
—¿Sí?
—¿Podemos contar con tu discreción en este asunto?
«¡Por supuesto, la confidencialidad! —se dijo Miguel—. Eso es todo lo que te
preocupa ahora. Muy humano, sí, pero un agente de la CIA, en definitiva. Nada más.
Como Walter, la CIA. ¿Dónde está Walter ahora? Todo da asco».
—No quiero que discutamos ahora sobre tu futura participación en el Proyecto —
siguió diciendo Fred—, Monica te contará todo lo importante; pero sí necesito saber

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que no vas a contar nada de lo que ha sucedido aquí. —Fred señaló las paredes
metálicas de la sala, y Miguel las miró extrañado—. Es una cámara a prueba de
inflexores, ni los telequinéticos pueden oírnos. Solo nosotros sabemos lo que en
realidad ha pasado y lo que se ha hablado aquí hoy. Bueno, Walter también lo sabe.
No ha podido venir.
«¿Y qué me importa a mí Walter?».
—No voy a decir nada —dijo—. Lo juro por… ¿la Biblia?, ¿vale con eso? Ya
hablaremos, ahora estoy agotado.
Fred lo miró con una expresión hundida, como de oso herido que se doblara para
protegerse el abdomen.
—Sí, es mejor que te vayas —dijo Fred, con una voz grave pero tenue saliendo
apenas de su cuerpo enorme.
Miguel se levantó y se dirigió hacia la salida.
—Monica, acompáñale —pidió Gorlov—. No creo que deba conducir con los
sedantes que todavía lleva en el cuerpo.
Miguel no le prestó atención, pero se detuvo cuando Monica ya se levantaba. Allí,
junto a la puerta, vio una pequeña estantería metálica y dorada como las paredes.
Sobre ella, mapas, hojas amarillas, bloques de acero y aparatos desconocidos para él.
Y un lingote grisáceo. Miguel contrajo las cejas y luego miró al científico.
—Es el mismo del experimento MIDAS-000 —dijo Gorlov—. Sigue siendo
plomo.
Miguel contempló el lingote. Arrugó la boca hacia abajo, con asco.
Después lo tocó con el dedo y el lingote resplandeció con el brillo opulento del
oro.
—Ya no. —Y salió.

***

Monica lo observó de reojo, mientras conducía. Miguel no la miraba.


—No debiste tratar así a Fred —dijo ella cuando salieron a la Route 101, camino
de San Francisco.
Miguel no contestó.
—Jurar, burlarte de la Biblia. Sabes que él es muy creyente. Su padre es muy
religioso, un buen hombre, el reverendo Windhorst, allá en Illinois. Fred siempre te
ha defendido…
—Estoy harto de mojigatos creyentes. Su fe no ha impedido que yo mate a un
hombre —exclamó Miguel, mirándola. Monica supo por su tono que ese comentario
también se refería a ella.
Después, Miguel se cruzó de brazos, apretó los labios y se volvió a girar hacia el
paisaje.

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El calor, la carretera. No era el sitio donde conversar sobre su futuro. Era mejor
dejar que Miguel ordenase primero sus ideas. Ella debía ser práctica. Eso evitaría
enfrentamientos innecesarios. Cuando llegasen a San Francisco, quizás en casa
pudieran hablar…
Una hora después, al entrar en el apartamento, Miguel pareció encontrar lo que
quería decir:
—Es un decorado, ¿no? —Golpeó una pared con los nudillos, como si esperase
oír el sonido hueco del cartón-piedra.
—Es mi apartamento —dijo Monica—, donde he vivido los últimos años. Mi
casa. Y la tuya ahora.
Miguel contempló las paredes y el techo como si los viera por primera vez.
Observó las sillas, la mesa, el sofá. Parecía dudar. Se sentó finalmente en el sofá.
—Es una farsa. Toda esta vida —dijo, contemplando el techo de nuevo.
Monica cogió una silla y se sentó frente a él, poniendo el respaldo entre los dos.
—Ya te lo hemos contado. Has visto el peligro que tienes; había que investigarte,
controlarte cuanto antes. Eso es lo que hemos hecho.
Monica se mordió el labio inferior por el lado derecho y empezó a mover una
pierna de forma rítmica. Miguel mantenía ahora la mirada, como adormecida, sobre
ella.
—Había sensores en toda la casa, micrófonos, cámaras. Los pusimos cuando
viniste a vivir aquí. Había que vigilarte. El resto es un hogar como cualquier otro. Ya
no hay nada de eso…
—Nuestro encuentro en Granada tampoco fue casual, ¿verdad? Me controlabais
con los satélites esos de las líneas isoinflexoras. Toda mi vida en los Estados Unidos
está controlada por el Proyecto: mi trabajo en la Universidad, Jagdish, el doctor
Branson…, todos están involucrados, ¿no? Como tú.
Miguel no cambió la expresión al referirse a ella, como si el papel de falsa
enamorada que le atribuía no le importase en realidad. Su mirada volvió a las
paredes. Ahora empezaba a apretar los puños de nuevo. Quizás solo necesitase un
pequeño impulso para explotar: protestas, maldiciones, insultos. Eso era lo que
necesitaba, algo que dejase escapar la tensión, que les permitiese a ambos enfrentarse
al fin. Monica aceleró el vaivén de su pierna. Si no, no lo superarían. Y ella quería
que Miguel lo superase, volver a la normalidad. Si es que la vida de dos inflexores —
no solo dos simples inflexores: un catalizador y un midas— podía considerarse
normal.
Respiró despacio. Su iniciativa, su inteligencia, su sentido práctico estaban con
ella. Podía hacerlo, conseguir el respeto de Miguel. Y ahora contaba con algo más: la
verdad. Ahora podía dársela. Implicarlo, involucrarlo en lo que sabían y lo que no
sabían, en los peligros que acechaban al Proyecto. Monica sintió que su pierna
golpeaba contra la pata de la silla produciéndole un dolor intermitente en la rodilla.
La verdad…, la verdad dolía: podría incluso provocarlo con ella… ¡Claro!

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—¿Te gusta el poder que tienes? —dijo Monica.
Miguel abandonó el mundo de las paredes y la miró de inmediato; pero no
respondió. Suspiró, un suspiro como cargado de asco, y negó con la cabeza muy
lentamente, sin dejar de mirarla.
—Es una pregunta del Proyecto, ¿no es así? —dijo. Retorció la boca como para
tragar algo amargo—. Quieres saber si voy a colaborar con vosotros, si sigo
interesado. Necesitáis ese dato, claro. ¡Solo os importa el Proyecto! ¡Nada más! ¡Idos
a la mierda!
La pierna de Monica abandonó el vaivén y se pegó a la silla como si ambas
estuvieran imantadas. Lo había conseguido.
—Puedo imaginar cómo te sientes —dijo ella.
—¡No, no puedes! Es eso: imaginar. —Miguel volvió a mirar a las paredes, ahora
con los ojos muy abiertos—. Tengo miedo a imaginar, a pensar, a desear algo. Se
puede hacer realidad, ¿no te das cuenta?
—Claro.
—No todo lo que pienso es noble; no soy un santo. ¡Maldita sea!, ¿cómo voy a
controlar este poder si no me sé controlar a mí mismo? —Sus puños, apoyados sobre
las piernas, parecían querer exprimir el aire atrapado dentro de ellos. Su tórax subía y
bajaba como si luchara contra el peso de todo el planeta en cada inhalación.
—En el Proyecto te ayudaremos a controlarlo —dijo Monica—. Para eso te
hemos traído hasta aquí.
—¡Tú no sabes lo que es! ¡No lo sabes!
Monica no respondió.
—Malditos. Malditos todos por sacar al demonio… —siguió Miguel, entre
dientes.
Monica se levantó de la silla y se sentó junto a él en el sofá, mirándolo con todo
su cuerpo, con una pierna cruzada bajo ella, como solía hacer cuando hablaban allí
sentados desnudos, después del sexo. Le cogió una mano con las suyas.
—No estás solo.
Miguel la miró a los ojos. A Monica le pareció que su respiración empezaba a
pausarse.
—Me has engañado —dijo Miguel.
Monica mantuvo su mirada y dijo:
—Mis sentimientos son reales. Siempre lo han sido. Lo demás era mi trabajo.
Nuestro trabajo.
La respiración de Miguel se había calmado por fin, sus puños ya no estaban
comprimidos. Y la miraba fijamente. La verdad, recordó Monica, eso los salvaría.
Apenas había barreras ya. Era el momento. Apretó su mano, para que no escapase y
dijo:
—No me has respondido todavía.

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Miguel se echó hacia atrás, como sorprendido, pero dejó su mano entre las de
Monica.
—¿Te gusta el poder que tienes? —insistió ella.
—¿Tu trabajo de nuevo? —Miguel pestañeó, pero no intentó apartarse. Arrugó un
poco las cejas, como si empezara a intrigarse por algo—. Monica, detesto tus poses
hiperprácticas, lo sabes. Y ahora las estás llevando demasiado lejos.
—¿Te gusta?
—No lo he pensado —dijo Miguel. Pero ella sabía que sí lo había hecho. Su
poder le asustaba, lo acababa de reconocer. Y si le asustaba, también sabría si le
gustaba tenerlo. Miguel giró la cabeza levemente hacia la izquierda y miró por la
ventana—. No lo sé.
—De acuerdo —dijo Monica, y le sonrió.
—Pero ¿por qué lo preguntas? —dijo Miguel. Volvió a mirarla, apretaba las cejas
mucho más.
«La verdad», se repitió Monica. Serían aliados.
—El interés del Proyecto es ayudarte a controlar el Efecto Midas…
—Investigarme —puntualizó Miguel.
—E investigarte, por supuesto. Pero la CIA puede tener otros planes.
Miguel ladeó la cabeza. Monica sintió cómo apretaba su mano entre las suyas.
—Planes para utilizarte.
—¿Utilizarme?
—Ya sabes el secreto último del Proyecto: el Efecto Midas. Estás en condiciones
de conocer todo lo que Vladimir y yo sabemos. Y lo que no sabemos, claro. —Miguel
abrió la boca, como para decir algo, pero no interrumpió a Monica—. Los planes de
la CIA pueden depender de ti, de lo bien que te sientas con tu capacidad. —Levantó
la mano de Miguel y besó su palma—. Por eso te pregunto si te gusta tu poder.
Estamos en peligro.
—La CIA.
—Castillo.
—¿Walter?
—Puedes dudar de mis sentimientos, estás en tu derecho. Pero, piénsalo, ¿crees
que los de la CIA te quieren más que yo? No, en ellos puede haber más peligro y
engaños que los que has vivido durante toda tu vida.
Miguel observó las manos de Monica. Todavía sujetaban la suya.
—¿Dónde está Walter? —preguntó.
—En Washington D. C., o en Langley. Nunca lo dice con exactitud. Todo es lo
mismo. En los pasillos de los poderosos.
—¿Langley?
—Langley, junto a Washington. La central de la CIA.

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CAPÍTULO 21

A Walter Castillo le gustaba oír sus pasos, secos y regulares, golpear en el suelo
encerado de los edificios de Washington.
El Capitolio, el Pentágono, Langley. El poder. Acababa de sobrepasar el emblema
en el suelo de mármol de la Central de la CIA en Langley (el águila, la rosa de los
vientos de dieciséis puntas, el escudo; amaba ese emblema) y caminaba con firmeza
por uno de sus pasillos. En la mano llevaba su maletín negro agarrado con fuerza.
Dentro estaban sus planes. Y la información sobre Miguel. Sonrió mirando hacia el
sol que iluminaba las cortinas blancas de los ventanales a su izquierda.
El pasillo solitario se abrió en su lateral derecho para formar una sala rectangular
con dos puertas. Sentada a una mesa entre ambas puertas, una joven pelirroja, el pelo
corto pegado a la cabeza, le solicitó que se identificase y él le mostró su acreditación
de la CIA. La joven se levantó y le pidió que la acompañara. Abrió la puerta de la
derecha e indicó a Castillo que pasase. Él se alisó las solapas del traje azul oscuro, se
apretó el nudo de la corbata granate y entró.
La sala estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz de unos halógenos en el
techo alto y el reflejo de la pantalla de un proyector. Una mesa ancha, de madera
oscura, como la madera que cubría las paredes, se extendía ante Castillo. Sentados a
la mesa, los allí congregados parecían de cera, rostros congelados en la lectura de los
informes que todos sostenían; sobres grises, carpetas grises, todas con las palabras
CIA - TOP SECRET impresas en rojo sobre la cubierta. Al entrar Castillo, la luz de
los ventanales del corredor brilló en las gafas de aquellas estatuas. Parecieron cobrar
vida y se giraron para mirarle. Sus expresiones, graves, seguían pareciendo de museo
de cera. La secretaria pelirroja cerró la puerta tras él y la luz casi desapareció.
—Permítanme presentarles a Walter Castillo —dijo William Whitaker, el director
de la CIA—. Es el agente encargado de esta operación.
Castillo hizo un breve movimiento de cabeza a modo saludo.
—Caballeros —dijo, y dejó su maletín sobre la mesa
Se sentó en el extremo próximo a la puerta (la única silla libre) y vio que Roth
estaba junto a él.
Roth se puso de pie mientras él se sentaba. Había mandado al agente unos días
antes para preparar la presentación y todo parecía listo. Era un buen agente, Roth. Le
dio el disco compacto y este se alejó con él.
El ordenador estaba en el otro extremo de la sala, cerca de la pantalla de
proyección. A Castillo no le gustaba estar tan lejos de la imagen. Hubiese preferido
estar junto a ella, para levantarse y señalar los detalles cuando fuese necesario, para
desplegar su capacidad de convicción. Pero no podía hacer nada al respecto.

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Mientras Roth operaba con su disco en el ordenador, se fijó en los reunidos. La
mayoría estaba por encima de los cincuenta años. La penumbra de la sala no dejaba
ver bien, pero identificó de un vistazo rápido a varios generales, algún pez gordo del
Departamento de Defensa y varios altos cargos de la CIA. El director Whitaker estaba
en silencio, y frente a él… ¡Wella!
Wella Anderson. ¡No era posible! ¿Cuánto tiempo había pasado? La miró
fijamente para verificar que era ella.
Tan fría como siempre, Wella se colocaba un mechón rubio y liso detrás de la
oreja y se ajustaba unas gafas de pasta oscura, quizás de color caoba, de diseño,
carísimas sin duda, como las perlas grises de sus orejas. «¿Son las de siempre o serán
perlas nuevas? Nuevas, seguro». Ella no le miraba siquiera.
Pero ¿qué hacía Wella allí? Sí, claro, estaba en política, como su padre, el
congresista. Había subido mucho desde los años de la facultad de Derecho. Debía de
venir en representación del secretario de Estado de Defensa. Ocupaba un alto cargo,
había oído. No la había vuelto a ver desde Yale. Más de quince años. No había
cambiado nada. Castillo sonrió levemente: al menos, ella había llegado a tiempo de
ver su triunfo.
En ese momento, el proyector mostró una fotografía de Miguel y todos se giraron
para mirarla. Castillo se ajustó el nudo de la corbata.
—Este es el sujeto —dijo; voz varonil, templada, segura—. Es lo que en el
Proyecto se llama un Efecto Midas.
Así empezó las explicaciones sobre el Proyecto y los planes que tenían para
utilizar los logros conseguidos. Habló de algunos detalles de la operación, no todos;
solo las bases científicas que soportaban el Proyecto, algunas ideas poco relevantes;
cómo habían identificado a ese candidato. Para conseguir una mayor atención, mostró
varios vídeos de los experimentos que se desarrollaban en el edificio tapadera del
Centro SSR, en NASA Ames. Por supuesto, no mencionó el otro edificio tapadera
que tenían en las instalaciones de la NASA en Hampton, Virginia, en aquel mismo
Estado. Whitaker le había dado instrucciones sobre qué podía y qué no podía contar.
Y él seguía bien las órdenes.
Los vídeos mantuvieron las bocas de todos entreabiertas. Se veían pruebas de
telequinesia, percepción extrasensorial, telepatía. Castillo informó de que eso lo
podían hacer muchos de los inflexores cuánticos reclutados en el Proyecto, en San
José, California.
—Pero Miguel Le Fablec —aclaró— no es como el resto de inflexores, es
especial. Es como un dios.
Todas las caras dejaron de mirar hacia la pantalla, se giraron y lo miraron a él.
Ahora tenía la atención de todos. Incluso había captado la mirada de Wella.
Respiró por la nariz, despacio, para no romper en su boca la media sonrisa que le
producía dominar a aquellos peces gordos. Entonces se levantó, no podía mantenerse

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más tiempo allí, alejado de la pantalla, y siguió hablando mientras se dirigía hacia
ella.
De forma casi frenética, empezó a mostrar datos, fotografías, vídeos de los
experimentos de Miguel. Los explicó señalando con su mano los detalles importantes
y jugando con su voz como si fuese un presentador de televisión.
Su audiencia pareció dejar de respirar cuando mostró la imagen de la ruptura del
bloque de acero. Castillo vio de reojo la sonrisa del director Whitaker. Murmuraba
algo al oído de un militar sentado junto a él. Era el general George Rosmouth. Lo
conocía. Había sido compañero de promoción de Whitaker. Academia Naval, Cuerpo
de Marines. Era amigo personal del presidente, según decían.
La presentación terminó con el vídeo del simulacro de robo. Castillo explicó la
trampa que habían tendido a Miguel y el proyector mostró a cámara lenta cómo el
rayo alcanzaba al falso ladrón. Un resplandor iluminó la sala e hizo que todos
entornaran los ojos. Después, en la pantalla, el hombre de la pistola caía muerto en el
suelo. Se oyó el trueno sobre San José. Y la sala quedó en silencio.
Nadie parecía atreverse a pestañear siquiera, ni a romper el silencio que Castillo
había dejado.
El proyector se apagó y la luz de los pequeños halógenos subió levemente su
intensidad. Castillo pensó que aquella sala de reuniones estaba pensada para ser
siniestra y que no habría más luz que aquella. No la hubo. Ni parecía que fuese a
haber ninguna pregunta. Todo era impecable, pensó. Su plan lo era, y su presentación
también.
—Y ¿cómo saben que el rayo no es natural? —preguntó de pronto Wella
Anderson. Se quitó las gafas y se recogió el pelo rubio, liso, pulcro, tras las orejas—.
Podría haber sido una casualidad —añadió.
¿Es que creía aquella niña de papá estúpida que eran unos imbéciles?, los
científicos del Proyecto y él mismo. No pensaba darle más explicaciones de las que
ya había dado. No a ella. Si preguntaba algún general, alguien con criterio, daría
explicaciones, pero no a aquella niñata, política ambiciosa, que estaba allí por su
apellido.
—Ca-sua-li-dad —pronunció despacio Castillo, mirando a Wella con los ojos un
poco entornados—. Desde que estoy en la CIA he aprendido que la casualidad es el
modo como los ingenuos llaman a las manipulaciones a las que nosotros sometemos
sus vidas.
Todos, excepto Wella, sonrieron. Aquello no era cierto, por supuesto, pero era una
buena frase, y servía para responder e insultar a un tiempo. Castillo se deleitó con la
expresión plana, congelada, que causó en Wella.
—No, no ha habido ninguna casualidad en este experimento —añadió antes de
que el ácido de su respuesta corroyera a la hermosa colaboradora del secretario de
Estado de Defensa—, todo está rigurosamente registrado.

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Ella lo miró con los ojos tensos; parecía querer estrangularlo. Volvió a colocarse
el pelo tras las orejas, aunque este no se había movido de ahí, y se puso las gafas sin
apartar su vista de él. Estaba furiosa, conocía ese gesto muy bien. Monica Eveleigh
hacía a veces algo parecido con el pelo. Eran todas iguales. Aunque Wella estaba muy
guapa con esas gafas de diseño.
—Bien —dijo ella. Su tono era seco, pero aparentaba satisfacción, como si
estuviera contenta con la respuesta. Castillo sonrió para sus adentros. Seguía siendo
igual de fría, pensó—. Entonces ese hombre es un arma poderosísima, ¿no es así?
—Por supuesto —respondió Castillo—. Pero el plan de la CIA no es utilizarlo
como arma. Todo lo contrario…
—Ya —interrumpió Wella—. ¿Y el presidente tiene conocimiento de su plan?
—No lo hemos considerado oportuno —intervino Whitaker, de inmediato, como
si su frase fuese continuación inseparable de las palabras de Wella. Castillo agradeció
la agilidad del director—. No, por ahora —aclaró.
—¿Y podríamos saber por qué motivo un plan de esta envergadura se oculta al
presidente de la nación? —insistió Wella. Parecía preguntar a Whitaker, pero miraba
a Castillo al hacerlo.
Él guardó silencio. Intuía que esa pose para incomodarle era el menor de los
peligros que se escondían detrás de aquella estirada de Yale.
Ella se giró por fin hacia Whitaker y este respondió:
—Hasta hace unos días, el Efecto Midas era solo un postulado teórico. Ahora,
acaba de manifestarse de forma práctica por primera vez en ese sujeto del vídeo. Es
obvio que todavía deben hacerse muchas pruebas para determinar su utilidad en el
plan que el agente Castillo nos ha presentado. Cuando todo se compruebe, por
supuesto, informaremos al presidente. Y solo nos pondremos en marcha con su
aprobación. Créame, señorita Anderson, no queremos molestar al presidente con
planes increíbles basados en hipótesis de científicos que llevan años gastando fondos
del Gobierno sin producir nada útil.
Wella Anderson no respondió. Permaneció un momento mirando al director
Whitaker con cara de haber entendido mucho más de lo que había dicho. Después se
quitó las gafas y volvió a hacer el gesto de colocarse el pelo detrás de las orejas.
En ese momento, alguien cerró su carpeta con un golpe y todos se giraron hacia
él. Era el general Rosmouth.
—¿Para qué nos has convocado, entonces, Bill? —dijo Rosmouth, dirigiéndose a
Whitaker—. Si no hay operación todavía, es un gasto inútil de confidencialidad.
—He congregado a los que estaréis implicados —dijo Whitaker—. Los
preparativos… Necesitaremos vuestra colaboración cuando empiece. La de todos. No
podíamos informaros de algo tan importante en el mismo momento de comenzar.
Rosmouth miró la carpeta. Mantenía la boca cerrada, aunque su labio inferior
sobresalía exageradamente en su cara como si se le saliese una hamburguesa de la

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boca. Respiró varias veces por la nariz (su respiración se podía oír en toda la sala),
corrigió el gesto de la boca y dijo:
—Entendido.
Castillo sintió que había habido más tensión en las palabras breves entre
Rosmouth y Whitaker que con las preguntas de la arpía de Wella.
Whitaker disolvió la reunión. Todos guardaron los informes en el sobre de alto
secreto y después en sus maletines, y empezaron a salir de forma ordenada, en
silencio.
Castillo esperó para recoger su disco. Ya pensaba salir cuando vio que Wella le
miraba fugazmente mientras recogía sus cosas.
Se acercó hasta ella. A fin de cuentas, pensó, eran viejos conocidos. Muy
conocidos: se habían acostado juntos. En un pasado muy lejano ya, por supuesto. Se
alisó la solapa del traje azul, después, apretó el nudo de la corbata.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Sí, claro —dijo ella, sin mirarle, como si hablase con el dependiente de
congelados mientras seleccionara una rodaja de merluza—. Me tengo que ir, ya nos
veremos. —Entonces lo miró y sonrió; una de sus sonrisas ensayadas. Después metió
el sobre gris en un maletín de cuero color caoba que hacía juego con sus gafas. Aquel
cuero debía de ser tan suave como su piel.
«Espero que no —pensó Castillo—. Estúpido».
Whitaker llamó su atención.
Castillo se giró y vio al director. Junto a él permanecía el general Rosmouth,
todavía sentado, con sus manos sobre el informe. Rosmouth le miraba fijamente.
—Por favor, Castillo —dijo Whitaker—. Díganos, usted ha convivido varios
meses con los científicos del Proyecto: ¿cree que Miguel Le Fablec funcionará?
Responda con sinceridad, no necesitamos que nos venda nada.
—Estoy seguro —respondió Castillo, mirando a Rosmouth, que era quien él
pensaba que le preguntaba en realidad. Rosmouth mantenía de nuevo el labio inferior
adelantado.
—Bien, siéntese —dijo Whitaker, mientras se levantaba y comenzaba a recoger
papeles por toda la mesa—. Debemos resolver algunos asuntos con el general
Rosmouth, y quiero que usted esté presente. —Whitaker miraba uno por uno los
papeles que iba recogiendo. Castillo sabía que era un maniático de la limpieza
Wella Anderson salía de la sala. Los tres la miraron y ella, para despedirse, hizo
un gesto con los dedos como si tocase escalas de piano en el aire. Castillo conocía ese
gesto, siempre le había parecido una cursilada de niña rica.
Después de Wella, salió Roth y tiró de la puerta desde fuera. La hoja de madera
oscura se cerró con un golpe suave, dejándolos a ellos tres allí aislados.
—¿Tenías que llamar a la zorra esa? —dijo Rosmouth en cuanto se oyó el golpe
de la puerta.

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Castillo casi se atragantó con la risa que tuvo que ahogar. Whitaker también
pareció atragantarse.
—¡George, por Dios! —exclamó el director—. Te ha debido de costar una úlcera
mantener a raya tus expresiones de cuartel.
—No aguanto al gilipollas de Anderson y menos a su hija —dijo el general.
—Pues a ella la necesito para plantear esta operación al presidente. Por eso estaba
aquí.
—Eso lo podría haber hecho yo mismo. John confía en mí, lo sabes.
Castillo respiró con fuerza, abriendo mucho las aletas su nariz. Se sentía más
grande que de costumbre, allí, con los peces gordos, los que tuteaban al presidente.
—Por eso en concreto no quiero que se lo digas tú —dijo Whitaker—. Quiero que
se entere por vía oficial, no por un amigo. Y no quiero implicarte, te necesito en otro
sitio.
—La hija de Anderson te puede traer más problemas que ayuda. ¡A saber con qué
cuento le irá al secretario de Estado! Se fía de ella… ¡Ja! Se la está tirando, ¿cómo no
va a confiar?
—Está bien, sí, se lo tira, ¿y qué? Yo la necesito. Su vida sexual me importa un
carajo —respondió Whitaker. Su tono de voz: calmado, siempre bajo control, no se
correspondía con sus palabras.
El general sonrió. Castillo también, y pensó que los tres coincidían en odiar a
Wella Anderson. Estaban en el mismo barco.
—Me encanta cuando te pones cuartelario, Bill —dijo Rosmouth—. Me recuerda
los días en Annapolis, ¡qué tiempos! —Miró a Castillo—. Me da usted envidia,
agente: en plena acción. El viejo zorro de Bill y yo éramos como usted. ¿Disfruta?
—Por supuesto, señor.
—Claro —siguió Rosmouth—. Aunque yo no podría haber hecho esa
presentación.
—¿Señor?
—Ni entonces ni ahora, la verdad. Usted, sin embargo, parecía un mercachifle
vendiendo naves espaciales. Buen agente, según he oído, buen soldado también. Y,
por lo que veo, buen comercial. —Rosmouth sacó el labio de nuevo y asintió con la
cabeza, como para sí mismo—. En nuestros tiempos el trabajo no era tan complejo:
no había que vender nada. Estaban los rusos y estábamos nosotros… y estaban los
misiles, claro. Nada más. El mundo era más sencillo en aquellos años. Usted es
enrevesado como las guerras de ahora.
—Sí, señor.
Whitaker recogió varios papeles más, con ímpetu, como si no pensase dejar ni
una mota de polvo para los de la limpieza. Después se paró y dijo:
—Pronto entraremos en acción.
—¿Con lo que nos habéis contado hoy? —dijo Rosmouth

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—Es un plan que llevamos preparando desde hace años. —Whitaker señaló a
Castillo con los papeles que tenía en la mano—. Y él hará que sea un éxito. Estoy
seguro.
Castillo volvió a hincharse. Sentía ganas de gritar «¡Señor, sí, Señor!».
—No estoy tan seguro de que ese plan sea bueno —dijo Rosmouth.
Whitaker dejó los papeles sobre su maletín y se quedó mirando al general.
—Demasiado pacifista para mi gusto —añadió Rosmouth—. Ya me conoces. Y,
además…, ¡maldita sea!, ¡tengo que darle la razón a la zorra de Anderson! Esto es
demasiado gordo, hay que informar al presidente. Esto es… —abrió la carpeta del
informe como si necesitase ver algo allí, pero lo hojeó sin mirar nada concreto—.
Esto tiene implicaciones mundiales, más allá de cualquier operación a la que ningún
país se haya atrevido nunca. Es el control total del planeta… ¿Piensas esperar a
contárselo al presidente cuando lo hayas terminado?
—Te recuerdo que aún no he empezado.
—Sigue siendo muy gordo.
—George —dijo Whitaker. Había bajado el volumen de su voz—, no voy a
empezar la operación sin el presidente. —Lo miraba con los ojos muy abiertos, como
si quisiese que el general leyera sus pensamientos a través de ellos.
Rosmouth lo observó en silencio. Cerró la carpeta gris con otro golpe seco.
—Eso espero.
Castillo se apretó el nudo de la corbata. Pensó que siempre que se enfrentaban
aquellos dos temblaba la sala.
—¿Tendré tu cobertura militar cuando informemos al presidente? —preguntó
Whitaker.
—Sí.
—Ahora necesito tu apoyo logístico para empezar los preparativos. Tienes
hombres en Egipto, ¿no es así? Los acuerdos con el gobierno Egipcio…
Rosmouth entornó los ojos para mirar a Whitaker. Sacó el labio de nuevo.
Después lo volvió a meter.
—Puedes contar con mis hombres para los preparativos —dijo, y aguardó unos
segundos antes de seguir—. Pero también tengo dos portaviones cargados de marines
en el mar Rojo. Si empiezas esto por tu cuenta mando a los F-18 a reventar hasta el
último de tus inflexores… ¿térmicos?
—Cuánticos, inflexores cuánticos, señor —dijo Castillo.
Rosmouth se giró hacia él inmediatamente.
—¡Me da igual cómo se llamen! —exclamó, y volvió a mostrar el labio.
Castillo se apretó el nudo de la corbata.
Whitaker sonreía. Cogió el teléfono y marcó un número. Después recitó un
código.
—Voy a ordenar que inicien los preparativos de la operación —dijo Whitaker a
Rosmouth, tapando el micrófono del teléfono.

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Rosmouth miraba de nuevo la carpeta gris. Encogió el labio, sonrió de forma casi
imperceptible y dijo:
—Lo único que me gusta es el nombre en clave de la operación. Es muy
simbólico, como los que usábamos en los viejos tiempos.
—Lo sé —dijo Whitaker, y le tendió el teléfono a Castillo—. Haga los honores,
por favor —le dijo—. Lo merece.
Castillo sintió cómo su pulso se multiplicaba, junto con su orgullo. Cogió el
auricular.
—¡Sí, señor! —dijo.
Miró una vez más al general. Este le observaba fijamente, algo cabizbajo, el labio
inferior bien desplazado de su boca. Rosmouth asintió con un fuerte golpe de cabeza.
—Inicien la Operación Mesías —dijo Castillo.

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CAPÍTULO 22

Desde la puerta del túnel de viento, Miguel observó embelesado aquel prototipo de
vehículo espacial. Blanco, como un ángel allí arriba, parecía de otro planeta, o de otro
tiempo. Del futuro.
Era una nave entera; no una maqueta a escala, ni una parte del fuselaje. Era el
propio vehículo, cargado de sensores para las pruebas aerodinámicas en el túnel. El
mayor túnel de viento que había visto jamás.
Un operario de la NASA, vestido con mono blanco y el logotipo de la agencia en
el pecho, tomaba medidas con un dispositivo láser y ajustaba algo en la base de los
tres soportes hidráulicos, gruesos como columnas de un templo, que mantenían el
vehículo a varios metros de altura sobre sus cabezas. El hombre se movía sin parar de
una columna a otra. Medía con la luz roja del láser y cogía herramientas de una
mesilla con ruedas que parecía salida de un quirófano. Miguel se encaminó hacia él.
Cuando llegó a su lado, bajo el prototipo, el operario empezaba a girar unas
pequeñas ruedas con una llave del tamaño de un bolígrafo. Entornaba los ojos al girar
la llave, despacio, muy despacio, como si estuviese afinando un piano. O un órgano
de catedral, se le ocurrió a Miguel. Debía de estar equilibrando las columnas
hidráulicas.
Miguel levantó la mano para saludar al afinador de órganos. Le hubiese dicho que
le había citado allí Walter Castillo, el subdirector del Centro SSR, que tenía pase y
todo eso, pero el hombre no parecía interesado en nada más que en su rayo láser y sus
pequeñas herramientas. Miguel decidió guardar silencio mientras miraba bajo la
nave.
No pudo evitar abrir la boca al mirar hacia arriba. La sección de pruebas de aquel
túnel era del tamaño del interior de una catedral. Y la nave suspendida sobre él
parecía un baldaquino sobre el altar; los pies hidráulicos como columnas de mármol
sujetándolo. Nunca había visto una prueba aerodinámica con un vehículo de verdad,
siempre maquetas a escala; y nunca volvería a verla. No había esos túneles
gigantescos fuera de la NASA.
La gran NASA, pensó. Pronto iniciarían las pruebas de aquel prototipo de nave
del futuro. En otro tiempo le hubiese resultado algo fascinante; ahora, le resultaba
ingenua, casi ridícula, la imagen de la Agencia Espacial que tenía antes de llegar al
Proyecto. Todo era mucho más pequeño después de conocer los sótanos secretos del
SSR.
Recordó: nivel -2, el laboratorio oscuro, las cajas inductoras; nivel -3, las oficinas
del equipo científico, salas de reuniones blancas; nivel -4, puestos de monitorización
global, las pantallas de curvas isoinflexoras, todo el planeta vigilado allí (a él lo
habían detectado desde aquel lugar hacía más de un año); nivel -5, las salas

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antinflexores, la maquinaria. Tecnologías impensables incluso para la gran NASA.
Todo oculto y en producción allí abajo, a pocos pasos del edificio de la cantina, a
unas decenas de metros de los túneles de viento.
Se alegraba de haberlo visto por fin. Walter había insistido. «Hay que enseñarle
todo lo que hay en los sótanos. La verdad, toda. Acabar con los recelos hacia el
Proyecto», les había dicho a Gorlov y Barrett.
Se oyó un chasquido y Miguel bajó la vista del palio de la nave. Miró hacia un
extremo del túnel, hacia el cono de compresión, y vio relucir el mono blanco de otro
operario a lo lejos, en la penumbra. Aquel hombre debía de estar utilizando una pinza
eléctrica de soldadura, algo así. Cerca de la pared se veían chispas. Soldaduras
limpias, pensó Miguel, seguramente para instalar un sensor en la entrada del túnel.
Levantó de nuevo la cabeza hacia la nave.
Cuando le llegó el olor a electricidad, Miguel observaba la superficie agujereada
de uno de los estabilizadores verticales dobles del aparato. Aquellos dos
estabilizadores estaban unidos en su parte superior por una especie de estabilizador
horizontal incomprensible para él. El conjunto formaba un empenaje que parecía el
spoiler de un coche de carreras. Calculó la distancia del empenaje a los timones de
profundidad de tipo canard, cerca del morro. Olor a electricidad; otra chispa de
soldadura crujió en el aire, pero Miguel siguió concentrado en la nave. Aquel
vehículo tenía que volar en las capas altas de la atmósfera, despegaría de un B-747
adaptado, pensó, ¿para qué quería un timón canard? Olor a electricidad otra vez. El
diseño no tenía una lógica sencilla, desde luego. Dos pequeñas toberas direccionales,
atrás, bajo el plano del estabilizador horizontal o lo que fuera aquello. Más olor a
electricidad, otra chispa. Maldito soldador. Las alas en delta, muy pequeñas,
demasiado. La nave en su conjunto parecía un pico aplastado de cuervo. ¿Dónde tenía
los flaps? Cuervo blanco. Electricidad. ¡Rayo! ¡Carne quemada! En ese momento, la
nave desapareció de su cabeza y en su lugar se dibujó la imagen del actor, el falso
ladrón, con la boca abierta y los ojos azules desencajados, retorcido en el suelo.
Muerto. Electrocutado.
Sintió un golpe de náusea, pero lo contuvo. Miguel, para no caerse, se apoyó en
uno de los pies hidráulicos. El afinador de órganos lo miró, con los ojos muy abiertos.
Miguel retiró la mano de la columna y se apoyó, casi tambaleándose, en la mesa de
herramientas.
La cara del atracador muerto seguía allí. La iluminación en el túnel era escasa,
amarillenta. No había otra forma, se repitió, era así como debían hacerlo: el
experimento de Iceberg-man. ¡No había otra forma! Detectar que él era un midas.
Miguel agitó la cabeza como si fuese un perro sacudiéndose el agua del baño, las
pulgas, el dolor, la náusea.
—No se pueden tocar los pies hidráulicos —dijo el afinador de órganos. Una
mirada hosca, cabizbaja—. ¿Se encuentra bien?

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—La tensión —dijo Miguel, sudoroso—. Lo siento, a veces me mareo. Ya se
pasa… Tengo una cita aquí con Walter Castillo.
Pero el afinador de órganos ya no le atendía. Empezó a recoger sus herramientas
con gran pulcritud, todo en orden. Cada nota, cada octava había encontrado ya su
sitio en la armonía de la catedral. Eso parecía ser lo único que le importaba.
Era su trabajo, por supuesto, se dijo Miguel. Él no tenía por qué ver actores
electrocutados. Miguel soltó la camilla de herramientas y el afinador de órganos se
marchó empujándola.
No había pasado ni una semana desde que saliese de la clínica del nivel -2. Ya le
habían advertido: podría marearse. Una semana y media desde lo del actor. Seguía
sintiendo náuseas bajo la garganta. No había otra forma, se repitió, y miró hacia
donde estaba el operario de las soldaduras. Ya no se veían chispazos. Tampoco al
operario. Debía de haber salido por otra puerta. Solo se veía el hueco oscuro del túnel
inmenso, la catedral vacía. Se encaminó hacia la pared donde estaba la puerta por la
que había salido el afinador. Aún sentía algo de mareo. El olor a electricidad se le
había incrustado en la nariz. ¿Dónde estaba Walter?
Al llegar a la pared, se apoyó en ella. Recordó que Castillo, con voz bajísima, le
había propuesto que se viesen en aquel túnel. Fue al terminar la visita a los sótanos
del SSR, cuando Gorlov, Barrett y los otros ya se marchaban. No debía de querer que
ellos se enterasen de su cita. Pero el túnel no era un lugar secreto; ni estaba protegido
como las salas antinflexores del nivel -5. No podía ser muy confidencial lo que quería
decirle. El soldador apareció de nuevo, como un fantasma con su mono blanco, desde
la oscuridad del cono de compresión. Se dirigió directamente a Miguel.
—Vamos a poner esto en funcionamiento dentro de diez minutos —dijo al llegar
adonde estaba—. No puede apoyarse ahí.
Miguel se incorporó de su apoyo en la pared del túnel. Los operarios de aquel
lugar eran los más antipáticos que había conocido nunca.
El soldador salió por la puerta cercana. En el brazo de su mono blanco, el
logotipo de la NASA brillaba como si fuese nuevo.
Miguel decidió seguirle, esperar a Castillo fuera del túnel, cuando este apareció y
se cruzó en la puerta con el operario. Walter sonreía. Saludó al soldador y se ajustó la
corbata.
—¡El NFAC! —exclamó Castillo, mirando hacia arriba con las manos abiertas y
los brazos extendidos— National Full-Scale Aerodynamics Complex. Uno de los
pocos túneles de viento en el mundo para pruebas a escala real. —Golpeó con la
palma de su mano la pared. Parecía un rajá palmeando con orgullo el lomo de su
elefante predilecto—. Ochenta por ciento veinte pies en la sección de pruebas. —
Unos veinticuatro metros de alto por treinta y seis de ancho, calculó Miguel—. Aquí
cabe un camión. Incluso dos. Y tenemos otro NFAC más en el complejo, más
pequeño. Y túneles transónicos, supersónicos, hipersónicos, de temperatura regulada,
presurizados…

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—Me lo enseñaron casi todo cuando hice la primera visita al Centro, el día de mi
captación; la bienvenida de Vincent, el telépata ese, ¿recuerdas? —dijo Miguel.
Creyó que volvía a sentir una náusea, pero se repuso.
—Vincent, claro.
—Aquí dentro había un F-18.
—Es el túnel más grande del mundo.
Castillo dio un golpe en el hombro a Miguel y empezó a caminar hacia el fondo
del túnel, hacia el difusor y la sección de empuje.
—Pruebas de aviones comerciales, modelos acústicos, vehículos a escala
natural… —Castillo continuó vendiendo túneles de viento mientras Miguel lo seguía
—, programas de investigación aerodinámica. El Departamento de Defensa prueba
aquí todos sus jets.
Entonces Walter sacó algo del bolsillo de su chaqueta. Parecía un mando a
distancia. Presionó una tecla y el espacio de la sección de empuje se iluminó con una
luz azulada, como de ultratumba. Seis ventiladores inmensos aparecieron frente a
ellos. Tres columnas de dos ventiladores cada una, con aspas más grandes que una
persona.
—Los ventiladores de succión —dijo Castillo, dando grandes pasos hacia las
aspas—. Cuarenta pies de diámetro cada uno, quince mil caballos de potencia por
ventilador.
Miguel lo siguió. Si alguien conectaba aquellos ventiladores gigantescos en ese
momento, pensó, ellos dos saldrían volando y terminarían descuartizados,
pulverizados por las aspas. Se oían ruidos, como pequeños chasquidos en el techo, y
en las paredes, por todas partes. Miguel se acarició la palma de la mano izquierda.
—¿Para qué querías verme aquí? —preguntó, y se detuvo.
—¿Te gusta? —dijo Castillo, mientras levantaba las manos de nuevo y giraba su
cuerpo en redondo, como si todo aquello fuese suyo.
—¿Me quieres vender un túnel de viento?
Walter se rio. Después dijo:
—No a ti, a tu hermano. ¿Damián?
—Daniel. Dani.
—Dani. Quiero que venga aquí, ya está todo arreglado. Los mejores laboratorios
de aerotermodinámica, los mejores túneles de viento del mundo.
Miguel sintió que las palmas de las manos dejaban de picarle. Walter había
arreglado la beca de Dani allí. ¡Lo había conseguido! Hubiese abrazado a Castillo en
ese momento.
—Podrá seguir estudiando ingeniería aeroespacial en la Universidad de San José
—añadió Castillo—. También está arreglado. Todo.
—Yo… No sé qué decir.
Castillo apoyó la mano derecha sobre su hombro y lo miró a los ojos. Ahora
parecía un mafioso hispano ofreciéndole a su sobrino un ascenso en el clan. Le

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faltaba quizás algo de oro: cadenas, anillos. Miguel sonrió.
—Tú eres un midas, Miguel —Castillo bajó mucho el volumen de su voz—. El
objetivo único, lo más importante de todo el tinglado que tenemos en las entrañas el
SSR. Yo sé que necesitas a tu hermano cerca. Lo sé por experiencia, ya te lo dije. Se
necesita contacto con alguien de fuera, si no estás perdido. Estoy seguro. —Lo miró
con mucha más intensidad. Miguel dejó de sonreír—. Hago mi trabajo.
—Gracias —dijo Miguel.
Castillo se giró sin responder y miró hacia los ventiladores. Después dijo:
—Observa esas aspas —los señaló—, podrían cortarnos en filetes si algún
despistado accionase ahora el túnel. Claro, que tú eres un midas, nos salvarías.
Miguel miró hacia atrás. Olió el aire: aún había un regusto quemado, eléctrico,
allí dentro. Ya había intentado salvar antes a alguien, pensó. Monica. ¡Un muerto!
Sintió que la tensión de sus venas volvía a bajar, que su estómago se volcaba.
Walter lo cogió por el brazo.
—Vamos —dijo Castillo—. Salgamos ya de aquí. Solo quería enseñarte lo que
había conseguido para Dani. Si estás de acuerdo, podría incorporarse a principios del
año próximo.
—Lo siento —dijo Miguel—. Mi tensión, a veces recuerdo y…
Caminaron en silencio. Los chasquidos se oían con mayor frecuencia. Cuando
llegaron a la salida, Castillo se detuvo junto a la puerta y dijo:
—Una cosa más. No he podido hablar contigo a solas desde el accidente. —
Walter siempre se refería a la muerte del actor como el accidente. Volvió a poner la
mano derecha sobre su hombro. Miguel la sintió cálida ahora, firme—. No quiero que
esto lo oigan los científicos (se supone que somos un equipo) —miró hacia fuera—,
pero yo no estaba de acuerdo con el experimento: la trampa al superhéroe, ya sabes.
Lo siento, lo siento mucho.
—No importa ahora. —Miguel miró hacia la nave espacial. Aún no podía
sostener la mirada de nadie cuando recordaba que había matado a un hombre.
—Pude haberlo evitado —dijo Castillo—: la escena de cómic, ridícula, el peligro.
Le advertí al actor que tuviese cuidado, pero era imposible controlarlo todo.
Sobreactuó, supongo. Debí pararlo…
Walter parecía ser el único dispuesto a admitir su parte de culpa en el accidente.
Su voz era segura, pausada. Creíble. Se suponía que todos ellos formaban un equipo,
lo acababa de decir. Pero nadie se fiaba de él. La CIA, Walter representaba a la
Agencia. La luz de la sección de pruebas se apagó y solo quedaron, al fondo, las luces
azules que había encendido Castillo. Un resplandor lejano, helado.
—Van a hacer una prueba ahora, en el túnel —dijo Castillo, sin quitar la mano del
hombro de Miguel—. Me aseguraré de que todo esté controlado de aquí en adelante.
Nada de experimentos arriesgados. Nada de trucos. También ese es mi trabajo:
protegeros.

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«Protegernos», se repitió Miguel. La CIA deseaba algo, se lo había advertido
Monica. Pero Walter… él no le había hecho nada malo. Traería a Dani a investigar
prototipos blancos de naves espaciales como ángeles bañados de luz azul. A la
catedral de los túneles de viento. Observó el prototipo, su aerodinámica
incomprensible. Walter hacía su trabajo. Era un profesional, solo eso. Y un espía.
—Walter —dijo Miguel, y lo miró a la cara.
Castillo quitó la mano de su hombro y se ajustó el nudo de la corbata. El color
granate se había convertido en un morado casi negro con la luz azulada del túnel.
—¿La CIA tiene planes para mí? —preguntó Miguel.
Castillo sonrió; una sonrisa azulada. Después, abrió la compuerta del túnel.
—¡El mundo tiene planes para ti!
Después, salió del túnel.
—Será mejor que nos vayamos —añadió.
Miguel salió tras él. La luz anaranjada fuera, como la de un amanecer después de
la noche azul, le hizo sentir que recuperaba la tensión arterial y que respiraba mejor.
Otro operario, también con un mono blanco de la NASA, se dirigía directo hacia ellos
a buen paso.
—¡Aquí no pueden estar! —les gritó.

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CAPÍTULO 23

Desde la colina donde habían asentado el campamento del SSR se podía divisar,
hacia el este, la llanura ocre del desierto. Castillo la contempló durante unos
segundos: rocas, polvo, algún arbusto leñoso. El horizonte estaba lleno de reflejos de
aspecto líquido producidos por el aire caldeado del mediodía.
—A principios de octubre aún hace calor en Nevada —dijo, volviendo a su
trabajo. Ajustó un electrodo que se le había caído a Monica de la frente. Ni ella ni
Miguel le miraron—, pero nada comparado con los meses de verano. Ahora se está
bien —añadió. Pero él no estaba bien. El experimento no estaba dando resultado.
Monica y Miguel, sentados uno junto al otro, miraban hacia la misma llanura.
Parecían en trance, casi no parpadeaban, como si contemplasen una obra de teatro
que los mantuviese absortos. Sus cuerpos estaban repletos de electrodos y muchas
cámaras y sensores cuánticos los enfocaban desde varios mástiles y trípodes que los
rodeaban.
Castillo miró a Barrett, en la parte alta del campamento, y vio que este se llevaba
un dedo vertical a los labios y hacía un ademán con su cabeza diminuta.
En silencio, empezó a caminar hacia el científico.
—¡Los vas a desconcentrar! —exclamó Barrett, con la voz contenida, cuando
llego a su posición.
Castillo miró a Monica y Miguel, inmóviles donde los acababa de dejar, a unos
cincuenta pies colina abajo. Desde allí no se les podía ver la cara.
—No me oyen, están en trance —dijo Castillo en voz baja. Después golpeó la
esfera de su reloj dos veces con el dedo—. Si no hay resultados en diez minutos, paro
el experimento. Ya nos hemos arriesgado demasiado. Diez minutos.
Pero Barrett no parecía querer prestarle atención. Observaba una pantalla por
encima de sus gafas redondas y tecleaba algo en un ordenador.
Castillo volvió a contemplar la llanura seca al este del campamento. En su vida
había tenido que tragar mucho polvo de desiertos como aquel para llegar adonde
estaba, pensó. El hijo de un disidente cubano aficionado al ron, un hispano más
abriéndose camino en Florida, no era el hijo de un general ni el de un congresista. Él
no era Wella Anderson. Hizo un mohín de asco al recordar su último encuentro con
ella en la sala de reuniones de Langley. Pronto aquella engreída vería hasta dónde
había llegado. Él solo. Aunque no le gustaba que se inmiscuyera en sus planes. El
general Rosmouth podría estar en lo cierto: Wella los vendería al diablo para subir un
escalón más en política. Se limpió el sudor de la frente con la manga del traje de
campaña.
Barrett escribía ahora en varios teclados; saltaba de uno a otro como si tuviese
cuatro manos. Parecía tenso. Todos lo estaban. Puede que esa fuese la razón de que el

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experimento estuviera fallando. Todos estaban molestos. Los había obligado a
realizar esa prueba en aquel desierto pedregoso y huraño. Era la primera vez que la
CIA requería un experimento concreto; y a los científicos no les gustaba que la
Agencia se metiese en sus tubos de ensayo. Pero qué importaba ya, parecía que iba a
fracasar. Tendrían que volver a intentarlo más adelante, apenas había tiempo ya.
Observó su reloj. Manillas de acero sobre una esfera negra. Avanzaban demasiado
deprisa. Llevaban allí dos horas sin conseguir nada y en quince minutos pasaría un
satélite haciendo fotografías. Dentro de quince minutos, el campamento no debería
estar allí. Lo más acertado era llamar a los helicópteros y desaparecer. Pero aún le
quedaban…
—Diez minutos para abortar la misión —dijo—, desde… tres, dos, uno…
—Deja de decir tonterías —respondió Barrett.
Castillo levantó rápidamente la cabeza y miró al científico. La insubordinación no
era algo que él esperase de Barrett. Ni la soportaba en nadie. Miró alrededor. No
había soldados bajo el toldo de redes de camuflaje. La tropa que había instalado el
campamento estaba a la sombra de los helicópteros de transporte, dos Black Hawks y
un Chinook enorme, muy lejos, abajo, en la base de la ladera oeste de la colina, a
unos mil pies de ellos. Desde allí no los podían oír.
—Nueve minutos —insistió Castillo mientras daba la espalda a Barrett para
volver a mirar hacia el desierto. Respiró pausadamente—. Y no me hables así, yo
también estoy cansado. Esto es una operación militar, no debes olvidarlo…
—No es eso.
Castillo se giró de inmediato. El tono de voz del científico, como divertido, su
rostro de pulga, su sonrisa diminuta, anunciaban novedades. El éxito del experimento.
—Está subiendo, mira —dijo Barrett, señalaba un monitor—, la inflexión.
A toda prisa, Castillo rodeó la mesa y miró a la pantalla. La línea magenta del
diferencial cuántico subía a buen ritmo, pronto alcanzaría el límite máximo. ¡Miguel
y Monica lo estaban consiguiendo!
De pronto, sintió una ráfaga de aire caliente en la cara. Dejó de mirar a la pantalla
y volvió a observar la llanura. Buscó ansioso, moviendo los ojos a gran velocidad de
un lado a otro de la planicie. Piedras y arbustos, nada más.
—No era mi intención ofenderte —dijo Barrett.
—Sí, sí, de acuerdo.
Barrett señaló de nuevo la pantalla. Castillo la miró y comprobó que la línea de
inflexión estaba a punto de entrar en la zona del Efecto Midas.
—Estamos casi en el límite —dijo Barrett—. Tendremos el milagro.
«¡El milagro!», se repitió Castillo, y volvió a forzar la vista sobre el desierto
vacío.
Vacío.
Y el desierto dejó de estar vacío.

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Un parpadeo después, la llanura se llenó de soldados, camiones, carros de
combate, helicópteros.
Como si siempre hubiesen estado allí, batallones y batallones de infantería y de
artillería de la US Army empezaron a moverse hacia el diminuto campamento del
SSR. Un rugido repentino, el estruendo de aquel ejército en movimiento, llegó hasta
ellos como si las piedras del desierto hubiesen decidido estallar todas a la vez.
Barrett y Castillo miraban con la boca abierta. Una nube de polvo inmensa se
levantaba al paso del ejército y venía hacia ellos.
—Posición Alfa-Charlie —dijo de pronto la voz metálica de la radio—, aquí
posición Eco-Delta, interrogando. ¿Todo bien en el campamento, señor? Cambio.
Castillo se giró para mirar hacia el otro lado de la colina, donde estaba el teniente
con sus hombres. La posición Eco-Delta. Los soldados habían salido de la sombra de
los Black Hawks y miraban inquietos hacia el este. Era seguro que verían la nube de
polvo y que estarían oyendo el estruendo del ejército que se aproximaba.
—Aquí Alfa-Charlie —dijo Castillo—. Afirma. Todo correcto por aquí. Cambio.
—¿Qué es ese ruido, señor? Vemos una nube de polvo que viene por el este.
Suena como si se nos echase encima un ejército entero. Cambio.
Se les echaba encima un ejército entero.
—Nada, teniente. Seguimos con el plan. Cambio.
—¿Seguro, señor? Cambio.
—Seguimos con el plan, Eco-Delta. Cambio.
—Recibido. Les quedan cinco minutos, señor. Corto.
«Cinco minutos. Suficiente», pensó Castillo.
Se volvió y observó al ejército del desierto a través de sus prismáticos. Todos los
detalles eran perfectos: carros de combate Abrams, Bradleys, helicópteros Chinook
de las divisiones aerotransportadas cargados de hombres en retaguardia, los Apaches
volando en formación en vanguardia, divisiones acorazadas, brigadas de artillería, de
infantería. Nada diferenciaba a aquel ejército de uno real, nada distinguía a aquellos
soldados virtuales de los soldados de carne y hueso que se movían nerviosos junto a
los tres helicópteros a sus espaldas.
—Viene un Jeep —dijo Barrett, señalando con el dedo extendido hacia la llanura.
«¿Un Jeep?», se alertó Castillo. Eso no era realista, el ejército ya no usaba Jeeps.
Castillo enfocó los prismáticos sobre un vehículo que se aproximaba en vanguardia.
Sonrió. Era un Humvee de color caqui. Un vehículo aplanado, de ruedas muy
separadas, perfecto. Sobre el techo se veía el cañón de un lanzador de misiles
contracarro TOW.
—Es un Humvee —dijo Castillo, mirando aún a través de sus prismáticos—.
Miguel lo ha hecho muy bien —añadió, y se giró hacia Barrett con una sonrisa. Este
se encogió de hombros.
El Humvee paró derrapando a unos doscientos pies delante del campamento.
Debido al frenazo, hasta donde estaban Castillo y Barrett llegó una pequeña ráfaga de

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polvo. Ambos entornaron los ojos y movieron la lengua entre los labios. ¡Sabía a
tierra! Castillo se preguntó si sería polvo de verdad o si también lo habrían creado sus
inflexores. Todo parecía tan real.
Los soldados bajaron del vehículo y saludaron en dirección al campamento.
Cuando Castillo vio el saludo empezó a descender la ladera este. Los soldados del
Humvee parecían esperar que se acercase. Él tenía que verlos de cerca, esas eran las
instrucciones: ver de cerca el milagro. Al sobrepasar a Miguel y Monica, vio que
seguían en trance. Miguel apretaba con fuerza en su mano la hoja amarilla de
instrucciones del experimento.
Lo felicitaría cuando acabasen, pensó. Luego siguió bajando entre las piedras
mientras observaba a los soldados del vehículo.
Vestían uniformes de combate del desierto, fundas de camuflaje para el casco,
chalecos antibalas camuflados, rifles M-16. Le recordaron sus años en la academia,
las maniobras en Nuevo México. Sintió la boca seca, y como un golpe de emoción en
la garganta. E intentó aflojarse el nudo de la corbata. Pero no había corbata en el traje
de campaña que vestía ahora. Un traje igual al de aquellos hombres. Se acercó a un
sargento que parecía ser el soldado de mayor rango en el Humvee.
—Sargento Cruz, a sus órdenes, señor —dijo este, al tiempo que se cuadraba
frente a Castillo.
El sargento Cruz sudaba. Castillo se quedó mirándolo. El sargento Cruz olía; olía
a sudor y polvo como lo hacían todos los que marchaban por el desierto. Como él
mismo había olido cuando había hecho en el pasado lo que esos soldados falsos
hacían ahora. Apenas podía creer que fuesen falsos. Pero tenían que serlo, antes no
estaban allí, pensaba mientras miraba y olía a aquel sargento hispano que parecía
haber salido del barrio de Little Havana, de la misma calle de Miami de la que había
salido él. Sonrió mínimamente, con orgullo. El sudor del sargento era el aroma de su
éxito. Castillo extendió su mano.
—Deme la mano, sargento —ordenó.
El sargento arrugó la cara y miró a sus compañeros. Parecía no entender para qué
quería un oficial de Inteligencia estrecharle la mano en medio de aquella campaña
militar. Los soldados se cuadraron mientras el sargento sudoroso se acercó a Castillo
y le dio la mano.
Castillo la sintió húmeda y cálida. Recibió un apretón firme. El sargento sonrió, y
a Castillo le pareció que era Miguel el que sonreía.
Sonó de nuevo la voz metálica de la radio. De fondo se oían sus helicópteros de
transporte.
—Aquí Eco-Delta, señor. Ha finalizado la misión. Vamos a recogerlos. Cambio.
—Aquí Alfa-Charlie. Recibido. Procedan. Corto.
En ese momento el sargento Cruz y sus soldados, el Humvee, los helicópteros de
ataque, los carros blindados, las brigadas de artillería, desaparecieron.
El ejército desapareció.

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El polvo desapareció y el estruendo de guerra, también.
Y el olor a sudor.
Todo. Todo desapareció.
Castillo observó el desierto vacío, unos segundos, sin respirar. Piedras y arbustos
leñosos. Nada más. Misión cumplida.
Después miró las agujas de acero de su reloj. Quedaban cinco minutos para que el
satélite de vigilancia de la CIA pasase por allí. Un satélite que hubiese hecho
estremecerse hasta al último oficial del Pentágono de haber visto a aquel ejército
avanzando en medio de su país. Pero ya no verían nada. Como mucho, tres
helicópteros de transporte desmontando un pequeño campamento científico en un
desierto de Nevada.
Castillo subió despacio la ladera. Sonreía, saboreaba aquella victoria, el polvo, el
sudor que había quedado en el recuerdo de su paladar, de su nariz. Apenas había dado
unos pasos en dirección al campamento cuando vio a los soldados de su tropa de
transporte en la cima; soldados de verdad. Debían de haber subido corriendo por la
ladera oeste. Las órdenes eran recoger el campamento científico en menos de cinco
minutos; debían hacerlo rápido, por supuesto, pero estaba seguro de que la curiosidad
por ver lo que había ocurrido al otro lado de la colina había impulsado sus piernas por
la cuesta arriba con mucha más fuerza que ninguna orden. Castillo se quedó
mirándolos, daban bocanadas de aire como si les faltasen pulmones para respirar y
sus caras arrugadas reflejaban la desilusión de encontrar una llanura vacía. Vacía.
Los soldados empezaron a recoger el campamento lanzando vistazos esporádicos
al desierto, como si se negasen a admitir que allí no había nada. Allí había mucho,
pensó Castillo, allí había sucedido el primero de los milagros. Sonrió, la boca
apretada.
En ese instante, los dos Black Hawks de su transporte aparecieron desde detrás de
la ladera oeste y aterrizaron en la cima, a ambos lados del campamento. Castillo vio a
Barrett acercarse a uno de ellos. El científico le miró y señaló con la mano el
helicóptero donde se montaba, después le hizo gestos para que se diese prisa. Cargaba
un maletín con los datos y los ordenadores que debía llevarse consigo. Los soldados
ayudaron a Barrett. Él les señalaba el resto del material, parecía darles indicaciones.
Debían cargarlo todo en el tercer helicóptero, el que se llevaría a toda la tropa. Un
Chinook igual a los que acababan de desaparecer, pero de verdad. Nada lo
diferenciaría de los Chinooks virtuales. Los soldados se movieron con rapidez.
Castillo llegó arriba y entró con el científico en el Black Hawk.
—Bien hecho, Eugene —dijo Castillo, gritando para hacerse oír por encima del
ruido del rotor. Dio una palmada a Barrett en el hombro.
Después miró, a través del portón, hacia el segundo Black Hawk, el del equipo
médico del SSR. Monica y Miguel se habían desembarazado ya de sus electrodos y
subían en silencio al helicóptero. Volvió a sonreír. Allá iban sus inflexores cuánticos,
pensó mientras el Black Hawk del equipo médico despegaba. Sus nuevas armas.

Página 160
***

Monica notó cómo se elevaba el helicóptero. Se sentía excitada, inquieta. Una


emoción que no podía medir bien, a medio camino entre el pánico y la euforia.
Los del equipo médico los habían tumbado en dos camillas, habían comprobado
su estado físico y después, los habían dejado solos. Monica notó que su camiseta
estaba manchada de sudor. El calor del desierto, supuso. Aspiró profundamente. El
olor entre miel y roble viejo de Miguel estaba también allí. Debía de estar sudando
como ella, y su olor llenaba la cabina insonorizada donde los habían metido. Sintió
una pequeña punzada de excitación bajo el ombligo.
Siempre le ocurría cuando amplificaba un Efecto Midas de Miguel. Era como una
adrenalina inexplicable, casi sexual, que le chisporroteaba en el cerebro durante
varios minutos después de la inflexión. Le llenaba la cabeza y todo el cuerpo de
sensaciones extremas y contradictorias. O quizás era que ahora necesitaba a Miguel.
Y el sofá granate, áspero, del sexo en su apartamento.
—Ha sido impresionante —dijo Monica, tumbada en la camilla y mirándolo—.
¡Tan real!, y sin inductores de inflexión.
—Yo ya no necesito inductores —dijo Miguel. Miraba hacia el techo del
helicóptero—. Puedo hacerlo solo.
—Al menos me necesitarás a mí, ¿no? —dijo ella, con voz quejumbrosa.
Miguel se giró. Se sonrieron mirándose a la cara, cada uno tumbado en su
camilla.
—Me gusta el empujón que me das —dijo Miguel—. Siento cómo me amplificas
y me lanzo; es como un trampolín.
Monica hizo el gesto de un beso, y sopló para que llegase hasta él desde su
camilla.
—¿Te ha gustado el detalle del sudor del sargento Cruz? —dijo Miguel—. Saqué
la idea de nuestra visita a aquel cuartel de Arizona. Había un soldado que olía así…
Castillo se ha quedado patidifuso.
—Me ha impresionado más la imagen del ejército. Era enorme. Toda la llanura
estaba llena. Millas y millas. Increíble. Te he visto crear muchas imágenes, pero el
ejército virtual era… no sé…
—Era igual que cualquier otra ilusión —interrumpió Miguel—. Más de lo mismo.
Puedo hacer cosas mucho mejores que soldaditos de mentira. Podría hacer soldaditos
de plomo. O, mucho mejor, de oro. ¡Soy Midas!
Miguel se rio toscamente, como un ogro de cuento. Monica lo miró, seria. Ella no
secundó sus risas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Miguel—. Estaba bromeando.
—No me gusta que bromees con eso.
Miguel arrugó la frente.

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—Tu capacidad no es una broma —insistió ella.
—Ya lo sé.
Miguel se volvió a tumbar boca arriba, dejó de mirarla.
—Si yo tuviese ese poder… —añadió Monica.
—Pero no lo tienes.
Monica iba a protestar, cuando alguien abrió la puerta de la cabina insonorizada.
El rugido del helicóptero entró junto con la cara de un médico. Miguel y ella hicieron
un gesto con el pulgar hacia arriba. Después el médico y el ruido desaparecieron
detrás de la puerta.
—Creí que te gustaba la idea del ejército virtual —dijo Miguel—. Tú me
animaste a hacerlo. «Es el arma ideal, disuade al enemigo y no produce bajas. Es
inocua. ¡Un arma para la paz!», algo así dijiste, ¿o fue Walter quien lo dijo?
—Fue Walter.
—Pero tú estabas de acuerdo.
—Y sigo estándolo. No es eso…
—A veces no te entiendo.
—Siempre he sido sincera contigo… —empezó a decir Monica.
—¿Siempre? —interrumpió Miguel.
Monica cerró los ojos y respiró con fuerza; se puso boca arriba y apretó mucho
los labios. ¡No era justo! ¿A qué venía sacar eso ahora? Sí, lo había tenido engañado
durante la captación, y mientras probaban que era un midas, pero…
—Siempre he sido sincera en lo que se refiere a mis sentimientos —dijo, y volvió
a mirarle.
Miguel no respondió.
—No me gusta tu actitud cuando acabamos los experimentos —dijo Monica.
—Eso otra vez.
—Sí. Parece que disfrutas cuando ejerces tu poder.
—¡Bah! ¿Y qué quieres que haga? No puedo evitar tener esas capacidades.
Fuisteis vosotros los que las descubristeis. Y, además, solo las uso para vuestras
investigaciones, y para… Mira el ejército virtual: un arma que no mata. ¿No es eso un
avance?
Monica lo observó fijamente. Miguel disfrutaba con su poder, estaba claro.
—También podrías crear ejércitos de verdad, ¿no? Sabes lo peligroso que es…
—¡Tonterías! ¡No pienso crear ningún ejército! ¿Quién ha hablado de crear
ejércitos? No sé a qué viene eso. No sé… —negaba con la cabeza—. No sé si mi
actitud cambia después de los experimentos, pero tú… No se puede hablar contigo.
Te empeñas siempre en no dejarme disfrutarlo.
—¿También disfrutaste en San José…?
Miguel giró la cabeza de un golpe hasta volver a enfrentar la mirada de Monica.
Ella no se atrevió a seguir hablando. Sintió cómo la ira de él, brillante en sus ojos
entornados, sus labios tensos, comprimidos, acababa con cualquier complicidad, con

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la euforia, con cualquier resto de la adrenalina que le producía hacer inflexiones con
él.
Una nueva discusión. Otra. Se repetían cada vez con mayor frecuencia después de
los experimentos. No, no podría aguantarlo mucho más.
—¡Fue un accidente! —gritó Miguel—, ¡un accidente por vuestra negligencia!
¡Por vuestra culpa!
Miguel se volvió de nuevo hacia el techo de la cabina. Cruzó los brazos y dijo:
—Te pones insoportable.

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CAPÍTULO 24

Era inusual, pensó Castillo, Fred no solía llegar tarde. No le gustaba aquel retraso.
Gorlov los había convocado media hora antes en la cámara antinflexores, todos
habían llegado y Fred aún no había aparecido. Castillo se removió en la silla
metálica.
Barrett, sentado frente a él, revisaba unas gráficas con Gorlov. Eran los datos del
experimento del ejército virtual en el desierto de Nevada. Hacía un mes de aquello.
—Estás en lo cierto, Vladimir —dijo Barrett—, la inflexión residual de Miguel es
difusa a partir del momento en que Monica empieza a amplificarla. Otra vez esa
incongruencia.
—Y ha ocurrido en todos los experimentos —dijo Gorlov—. Mira las gráficas.
Barrett dio un vistazo rápido a varios papeles y asintió moviendo su cabeza
pequeña.
—Ya veo —dijo, y volvió a observar la gráfica que tenía en las manos, mirándola
por encima de sus gafas.
Castillo observaba a los dos científicos. Se estiró la corbata. Parecía que tenían un
problema serio. «Una incongruencia», habían dicho. Eran siempre tan crípticos.
Intentó prestar más atención a lo que decían.
—Nunca hemos medido efectos midas —dijo Gorlov—, es muy difícil establecer
el comportamiento de las variables sin una referencia preestablecida. Estas
mediciones, no obstante, están en contra del principio de indeterminación…
Gorlov le mostró a Barrett uno de sus cuadernos. Lo abrió por una página donde
se veían varios sistemas de ecuaciones escritos con tinta azul. El ruso y sus estúpidas
manías con los colores. «La formulación matemática con tinta azul», algo así decía.
—No, no es eso —dijo Barrett. Miró de reojo las ecuaciones y volvió a observar
las gráficas—. Es por el efecto catalizador de Monica: lo confunde todo. El efecto
cruzado de las inflexiones de Monica y Miguel incumple el sistema de ecuaciones
fundamentales de disrupción cuántica. Todavía no hemos resuelto la integral de Henk
para el caso de dos inflexores…
«¡Malditos científicos!», pensó Castillo. Las reuniones con ellos eran una pérdida
de tiempo. A pesar de su título en ciencias casi nunca lograba comprender lo que
decían. Claro, que tampoco podía dejarlos solos. No se fiaba de ellos. Aunque…
ahora tenía tantas cosas que hacer… Si al menos Fred estuviera allí para ayudarle.
«¿Dónde demonios está?», refunfuñó para sí mismo.
Barrett, de pronto, abrió mucho los ojos y miró a Gorlov con expresión asustada,
como si acabase de descubrir que los papeles que había estado leyendo fuesen su
sentencia de muerte o algo parecido.

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—¿Y si nos hubiésemos equivocado desde el principio…? —empezó a decir
Barrett.
Castillo los miró divertido. Después de unos minutos, las discusiones entre ellos
empezaban a ganar dramatismo. En ocasiones le resultaban graciosos, tan inocentes
con sus ecuaciones y sus fórmulas azules.
Barrett le mostró a Gorlov algo en una gráfica. Miraba con una seriedad
exagerada, el dedo cayendo, categórico, sobre el dato, la boca fruncida, como si fuese
a silbar.
—No, no puede ser —empezó a decir Gorlov—. Eso es una réplica de la
inflexión de Miguel…
En ese momento, la puerta de la sala antinflexores se abrió con un ruido
mecánico, y Gorlov se calló de inmediato, como si aquella puerta que se abría a sus
espaldas fuese a dejar escapar alguna idea. Se giró y miró hacia la entrada.
—Siento el retraso —dijo Fred Windhorst, mientras avanzaba girándose un poco
para hacer pasar su cuerpo enorme por la estrecha puerta.
—¿Vienes solo? —preguntó Castillo.
—Sí —respondió Fred—. Me ha entretenido una llamada para ti. Era urgente.
Castillo sacó su móvil y lo observó. Cualquiera con urgencia le habría llamado…
Por supuesto, no tenía cobertura. Ninguna señal de radiofrecuencia entraba o salía de
una cámara antinflexores. Sonrió, los científicos habían conseguido ofuscarlo del
todo con su cháchara.
—Te tienes que ir —dijo Fred—. Un tal Jack Harper, de la Central, está en San
Francisco.
«¡Whitaker!», pensó Castillo. Sintió que el nombre de Jack Harper le producía
una tos que consiguió detener apretándose la corbata. Ni siquiera Fred conocía ese
nombre en clave. Whitaker quería verlo. Y había venido hasta California, en persona.
Debía de ser muy importante. Se levantó de inmediato.
—Debo irme —dijo.
—¿Quién es Harper? —preguntó Fred, mientras se sentaba junto a Barrett—. No
lo conozco.
Castillo se quedó mirando a Fred. No podía decirle nada, por supuesto. Después
miró a Gorlov: este le observaba fijamente, con su expresión dura y ambigua, desde
detrás de las enormes pantallas de sus gafas. Parecía estar mirándole por dentro,
como tantas otras veces.
—Un burócrata —dijo Castillo, manteniendo la mirada de Gorlov. Después se
giró hacia Fred—. Debo darle algunas explicaciones sobre las cuentas del SSR.
—A mí nadie me ha dicho nada —dijo Fred.
—Es papeleo, nada más —insistió Castillo—. Una metedura de pata mía en mi
última visita a Langley. Ahora tengo que dar un informe.
Castillo se acercó hasta la puerta y se giró antes de salir.

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—¿Qué era eso que estabais discutiendo cuando llegó Fred? —preguntó—, ¿algo
importante?, ¿un descubrimiento?
Barrett, con los labios apretados, se giró para mirar a Gorlov por encima de sus
gafas redondas.
—Hemos descubierto más incongruencias en los datos —dijo Gorlov—. Esta vez
en el experimento en el desierto. Por eso os convoqué a esta reunión.
Castillo miró a su reloj, después a Gorlov. Quizás debiera escuchar lo que
tuviesen que contarle, se dijo. Dudaba si tendría tiempo para pedir una última
aclaración cuando, de pronto, Barrett arrancó a hablar:
—Es por la inflexión residual de Monica, que al amplificar las transformaciones
cuánticas de Miguel, genera un espectro difuso. Lógicamente, las ecuaciones de
disrupción cuántica no están diseñadas para esa singularidad en las condiciones de
contorno, y la integral de Henk…
Barrett parecía poseído por algún demonio parlanchín venido del infierno de las
matemáticas.
—Vale, vale, vale —atajó Castillo—. No necesito esas explicaciones ahora. Lo
siento, tengo mucha prisa. —Volvió a mirar al reloj y pulsó el lector de huellas
dactilares de la salida.
La luz junto a la puerta se puso roja mientras esta se abría. Después Castillo salió
a toda prisa maldiciendo mentalmente a los científicos una vez más.

***

Gorlov se quedó mirando el indicador luminoso junto a la puerta. La pequeña luz roja
era lo único que quedaba ahora de la presencia de Castillo en la sala antinflexores. De
pronto, la luz cambió a verde: el agente estaba fuera. Gorlov sintió como si un
semáforo acabase de cambiar y debiera aprovecharlo para moverse en el escaso
tiempo que este les permitiese hacerlo. Se giró hacia Barrett y dijo:
—Aquí ya hemos terminado, Eugene, te puedes ir.
Barrett no dijo nada, empezó a recoger los papeles en silencio y a ordenarlos
dentro de su maletín. Gorlov y Windhorst lo contemplaban recoger sin decir una
palabra.
—Adiós, Fred. Vladimir… —dijo Barrett cuando hubo terminado.
Fred le dedicó una sonrisa y levantó su mano de coloso de piedra para despedirlo.
Gorlov no respondió ni miró a Barrett. Observaba a Fred, sus reacciones.
Cuando la puerta se cerró detrás de Barrett y se encendió de nuevo la luz roja,
Fred bajó la vista y empezó a mirarse las manos como si estuviese descubriendo en
ese momento que eran el doble de grandes que las de cualquier persona que
conociese. Dijo:

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—Eugene habla mucho, da muchas explicaciones. Y Walter realmente tenía
mucha prisa.
Gorlov no dijo nada. Fred siguió:
—Sé que estás preocupado, Vladimir, aunque nadie lo vea en tu rostro. Llevo
tanto tiempo contigo que no puedo evitar darme cuenta. ¡Viejo zorro! Pones las
mismas caras que en Leningrado. —Sonrió, parecía nostálgico, como si en sus manos
estuviese viendo una película en la que aparecieran ellos dos de jóvenes, durante sus
años en la Unión Soviética—. Todo el mundo cree que no tienes más que esa
expresión impertérrita de bolchevique estreñido, pero yo veo mucho más en tu cara
de lo que todos piensan.
Gorlov se mantuvo unos segundos más en silencio. Después dijo:
—Tenemos problemas para explicar los efectos provocados por Miguel. Una
incongruencia en los datos. Hay algo mal…
—Ya, problemas técnicos. Siempre hay.
—No, no, esto es otra cosa. Nada cuadra.
Fred no dijo nada, no se movió, pero miró de reojo a Gorlov. Este siguió
hablando:
—Desde las primeras pruebas del midas, los datos no son como debieran.
Justifican lo que ocurre, sí, pero están mal. Todos los experimentos están llenos de
resultados incongruentes, inexplicables. Es como si no supiésemos nada sobre los
inflexores. Como si las ecuaciones fundamentales no sirvieran para nada.
Fred volvió a mirarse las manos, parecía no prestarle atención.
—Todo problemas —concluyó el científico—. Y ahora, además, Walter.
Fred, entonces, levantó la cabeza con un golpe de cuello como si le hubiesen
tirado del pelo por detrás. Sus cejas hicieron una gran arruga carnosa en su frente.
—¿Walter?
—Os había convocado para daros los detalles —dijo Gorlov—. Los datos
erróneos, las incongruencias o lo que sean. Necesitamos ayuda. Pero…, ya ves,
Walter tiene asuntos más importantes que atender.
—Castillo trabaja para la CIA, Vladimir; yo trabajo para la CIA.
Gorlov negó con la cabeza, despacio.
—¿Recuerdas la concentración de inflexiones que detectamos hace dos años
cerca del centro de la NASA en Hampton, Virginia? Seguro que la CIA tiene algo
allí, un laboratorio paralelo, una réplica de este. Quizás este de aquí ya no les sirva.
Tú sabes cómo son…
—¡Yo no sé nada! —tronó Fred.
—Por supuesto —atajó Gorlov—. Pero escucha, todos lo sospechamos, tú
también, Fred, no lo niegues: Walter quiere algo. Jack Harper, ¡vamos!, es un nombre
en clave; hasta tu nieto se hubiese inventado uno mejor.
Fred inspiró profundamente, despacio, moviendo con lentitud su pecho de
monumento soviético. Volvió a mirarse las manos.

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—Prefería el trabajo en Leningrado —dijo.
—Fred…
—Pelear con Sergei, preparar tu huida… Tenía todo el apoyo de la CIA entonces.
A la memoria de Gorlov vino nítida la imagen de Fred Windhorst cuando se
conocieron en la Unión Soviética, treinta años antes. En esa época Sergei Krushenko
lo seguía a todas partes, lo vigilaba; su joven espía personal del KGB (tenía la misma
edad que Fred, recordó). Fred casi mata a Sergei. Era una máquina implacable
entonces, actuaba como programado. Por suerte, no lo mató. Gracias a la ayuda de
Sergei, él pudo salir del país. En parte, comprendía a Fred, desde su misión en Rusia
solo se había dedicado al papeleo. A gestionar el Proyecto para que un tiburón como
Castillo llegase para llevárselo todo.
—Sergei —dijo Gorlov—. ¿Qué será de él?
A veces Fred le daba noticias de Sergei. Ahora era un traficante de armas, un
mafioso; pero Fred parecía añorar a aquel malhechor que en otro tiempo fuera su
rival, y un buen amigo después de perdonarse la vida el uno al otro.
—Roba armas, ya lo sabes —dijo Fred—. Se echó a perder. Todo se echa a
perder. —Apoyó las manos enormes sobre la mesa metálica e hizo ademán de
levantarse—. ¿Nos vamos? La estática de las salas antinflexores me da dolor de
cabeza.
—Ten cuidado con Walter… —empezó a decir Gorlov mientras se levantaba
también.
—¿Qué opina Monica de las incongruencias en los datos? Ella es tu mejor
analista.
Gorlov detuvo su movimiento y lo miró fijamente. Estaba claro que Fred no
quería enfrentarse a su problema con Walter. Sergei primero, Monica después…; Fred
no quería ni oír hablar de Castillo.
—Todavía no ha tenido ocasión de ver los datos —respondió Gorlov—. Ahora
solo se dedica a los experimentos. A hacer de catalizador de Miguel.
—Hace mucho que no la veo.
—Ella también me preocupa. —Gorlov salió andando detrás de Fred—. No creas,
yo también añoro los días de Leningrado. Todo son problemas últimamente aquí.
Monica no está bien.

***

Monica se despegó los últimos electrodos del tórax, cerca de sus pechos, y se limpió
el gel pegajoso con una toalla. El gel no era fácil de quitar, parecía baba de trol sobre
todo su cuerpo. Tiró bruscamente la toalla sobre la repisa metálica donde ponían el
instrumental clínico. Después observó los registros en las pantallas del equipo
médico. Todo normal, parecía.

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Intentó levantarse de la camilla, pero el efecto del sedante para la prueba médica
aún no había pasado. Creyó marearse y se volvió a sentar. Entonces lo vio, a lo lejos.
¿Era él? ¿Vincent? ¿Había vuelto?
Monica se frotó los ojos. Le dolían las cuencas, los párpados, los lacrimales
secos. Y volvió a mirar.
Más allá de la puerta acristalada de la sala médica, Vincent se movía en la negrura
del laboratorio. Lo vio aparecer entre la penumbra de las cajas. Con el mono negro de
los inflexores, su cara pálida parecía flotar en el aire, como la cabeza solitaria del
fantasma de un decapitado. Al llegar a la luminosidad tenue de los puestos de control,
el resto de su cuerpo apareció.
Parecía más alto, más fresco, más joven. No veía a Vincent desde el día de la
bienvenida telepática a Miguel. Junio, hacía ya más de cuatro meses. Vincent había
estado fuera, según le había dicho Eugene, apartado del Proyecto, descansando.
Monica se tocó las sienes, la piel de su frente estaba húmeda, correosa, bajo el casco
del electroencefalógrafo.
—¿Se encuentra bien, doctora Eveleigh? —se oyó la voz del médico a través de
la megafonía de la sala.
—El sedante, todavía lo siento… —respondió Monica.
—Es mejor que no se mueva en los próximos diez minutos. Debe reposar.
«No me moveré de aquí en los próximos diez años», pensó.
—De acuerdo —dijo.
Le dolían los ojos de vivir bajo tierra. Siempre en el nivel -2. De las cajas a las
clínicas, de las clínicas a las cajas. Siempre bajo suelo, viviendo como topos
tecnificados. Miguel y ella. Las pruebas, la inactividad física, todo empezaba a
agotarla. Y Miguel estaba insoportable.
Monica observó de nuevo el monitor de seguimiento médico, sobre su camilla.
Curvas que representaban sus constantes vitales. Su ánimo no estaba allí, en aquellas
gráficas. Su ánimo, más y más bajo. Resultaba cada vez más difícil intimar con
Miguel. El gran midas. Pasaba de comportarse como una superestrella de Hollywood
a reaccionar como un niño envidioso y consentido. Ella también era una inflexora
importante, y la mejor investigadora del SSR. Pero estaba allí, haciendo de cobaya al
servicio de las pruebas de Miguel. ¿Es que él no se daba cuenta de que todos se
sacrificaban por sus malditas pruebas? Monica se quitó de un empellón el casco del
electroencefalógrafo y este le tiró del pelo. «¡Trasto del demonio!», pensó, y estuvo a
punto de estamparlo contra el suelo.
Intentó serenarse. El indicador del ritmo cardiaco había subido a cien pulsaciones
por minuto. De acuerdo, ella no era el gran midas, pero podía hacer cosas muy
importantes. El ritmo cardiaco bajó hasta noventa. La investigación de su vida la
esperaba después de todas aquellas pruebas, se dijo.
Eugene le había contado que el estudio de las inflexiones midas avanzaba con
pasos de gigante. Datos y más datos. Todo iba muy bien, salvo que no podían

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explicar algunos resultados. Lo típico de cualquier investigación en terrenos
desconocidos, pensaba. Pronto tendrían que parar de hacer experimentos para
procesar toda aquella información. Monica respiró despacio. Su ritmo cardiaco se
había estabilizado. Sí, pronto pararían.
Y además, se dijo, Walter no les había vuelto a molestar con sus caprichos
militares después de lo del ejército virtual. Todo en orden. El sacrificio de ser topo
por unos meses quizás merecería la pena. Tenía que merecerlo. Dejó de observar la
pantalla de monitorización médica y volvió a mirar afuera.
El nivel -2 era tan oscuro…
Se recostó y observó a Vincent. Charlaba con un operario. Ver su mono negro, su
peinado brillante e impecable, como siempre, era como ver a un compañero del
instituto, un viejo amigo de otros tiempos. Tiempos más tranquilos para el Proyecto y
los inflexores. Ojalá él la viera y viniese a hablar un rato con ella. Sería tan
reconfortante oír historias del mundo de arriba. La brisa del Pacífico, las ofertas de
los supermercados, los aspersores al atardecer, el zumbido ronco de los tubos de
escape en Market Street, las petunias en los tiestos de su ventana, turistas
fotografiando el Golden Gate y comiendo cangrejos asquerosos en los diques de
Fishersman’s Wharf, el sofá granate y su tapizado áspero… Monica respiró despacio,
profundamente. ¿Se habrían secado sus petunias?
Vincent la miró desde el puesto de control donde estaba. La miró fijamente con su
cara pálida y sonrió.
Entonces, como si acabara de leer sus pensamientos, Vincent empezó a andar
hacia la sala de cuidados médicos. Daba pasos firmes, largos, seguros. No había
cambiado nada, pensó Monica, seguía con ese don para adelantarse a los deseos de la
gente. Vincent avanzaba y sonreía con su cara de facciones perfectas, perfiles bien
marcados, simétricos, como hechos por ordenador.
«Un telépata feliz», pensó cuando Vincent abrió la puerta de la sala clínica.
—¡Moni! —exclamó.
Con tres pasos llegó hasta la camilla. Ella se incorporó un poco y Vincent la
abrazó. Despacio, con suavidad, como si no quisiera romperla o desease abrazarla
solo con su mente, casi sin tocarla. Un abrazo tan cálido, sin embargo. Vincent seguía
oliendo a colonia para bebés.
—Vince —dijo Monica. Sonrió y le dolieron los ojos al hacerlo.
—Tienes mala cara. ¿Estás bien?
—Una batería de experimentos —dijo ella, señalando con las manos abiertas la
habitación, el sótano entero—. Será solo un par de meses más. Nada que un buen
inflexor no pueda superar, ya sabes.
—Las pruebas con Miguel Le Fablec, supongo. Lo captasteis, ¿verdad?
Monica asintió con la cabeza. Se incorporó un poco, subió las piernas a la camilla
y se abrazó a ellas.

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—Se quedó aterrado cuando me dejó entrar en su cabeza para hablarle —dijo
Vincent—. ¿Era el tipo de inflexor que esperabais?
No podía hablarle de Miguel. Ni de nada de lo que hacía, ni, por supuesto, del
tipo de inflexor que era. Vincent se sentó junto a ella. Olía tan bien, como un niño
después del baño, tan fresco, tan vulnerable.
—¿Qué has hecho todo este tiempo? —preguntó Monica—. Cuéntame algo de
ahí fuera.
—Vacaciones. Egipto.
—¿Egipto?
—Pirámides y templos, ya sabes. Dioses de piedra, muchos dioses por todas
partes. Y sol, claro, un sol perfecto en las playas del mar Rojo. Buceo, corales
impresionantes. Hay que descansar, salir de todo esto de vez en cuando.
Monica lo imaginó tomando una cerveza a la sombra de una palmera en un hotel
junto a la playa, decidiendo qué templo, qué pirámide ir a visitar, bañado de luz, de
destellos oscilantes del agua de una piscina; y la brisa del mar esparciendo su olor a
colonia infantil por todo el jardín, entre las palmeras. Respiró despacio por la nariz.
—Uno de los faraones —siguió diciendo Vincent—, Akenatón (vi sus estatuas en
el museo de El Cairo), tenía una cara como la mía: extraña, recta. Más feo que yo,
claro —le guiñó un ojo—. Un tío rarísimo. Impulsó el monoteísmo o algo así. Lo
mataron, por supuesto. Debía de ser extraterrestre…
—Tú no eres raro.
Vincent hizo una mueca con la boca, como una media sonrisa arrugada. Después
dijo:
—Un poco, sí.
Monica sonrió también y le volvieron a doler las cuencas de los ojos. «Si
conocieras al midas…», pensó.
—Hay cosas más raras que ser un telépata silencioso con cara de faraón
alienígena —dijo, y los dos se rieron.
Monica sintió que los párpados le pinchaban y los entornó, tensos, en un gesto de
dolor. Vincent le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Pobre —dijo—. Eugene me tuvo una vez cuatro meses aquí encerrado. Hacía
experimentos sin parar. Llega uno a odiar este sótano…
Era tan bello, Vincent. Tenía como un halo sobrenatural. Sería por su ascendencia
alienígena, se dijo Monica. Desenfocó la vista en su pelo negro y brillante, tan bien
peinado, mientras él hablaba con su voz calmada. Una vez, recordó, poco después de
que lo captaran para el Proyecto, salieron juntos. La doctora Eveleigh, recordó, a
cargo de uno de los primeros experimentos del telépata, y él. Fueron a cenar a
Sausalito, y Vincent intentó seducirla en uno de los miradores del Golden Gate. Con
tal suavidad, de una forma tan callada, tan elegante, que casi se rinde. Pero no lo hizo,
ella era una profesional, eso hubiera transgredido las normas del SSR. Y por entonces
ella no rompía normas. Era tan fácil todo con Vincent. El olor a bebé volvió a llenar

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sus pulmones y sus recuerdos. Ahora todo era complicado. Las normas, pensó,
estaban para algo.
De pronto, sintió que Vincent separaba su mano de la mejilla. Enfocó la vista y
vio que Miguel acababa de abrir la puerta. Vincent le daba la espalda, pero se giró
hacia él con una sonrisa en la boca ya preparada, como si lo hubiese visto venir.
Vincent siempre veía antes que los demás.
Dos ojeras violáceas enmarcaban los ojos de Miguel. El pelo, algo sucio, más
largo que de costumbre, le caía en la cara. Miguel miró a Vincent, sin moverse del
umbral de la puerta.
—Me ha dicho el médico que te encontrabas mal —dijo Miguel.
—Yo ya me iba —dijo Vincent. Se levantó—. Cuídate —le dijo a Monica, y le
guiñó un ojo.
Vincent y su olor a colonia de bebé salieron de la sala de cuidados médicos con
un golpe de cabeza en forma de saludo a Miguel. Este se apartó para dejarlo salir y se
quedó en la puerta viéndolo alejarse con sus pasos largos y precisos, su mono negro
impecable, su peinado reluciente.
—¿Qué hace este aquí? —dijo Miguel, sin moverse.
—Hacía tiempo que no nos veíamos. Vino a saludarme. Vince es un buen chico.
—¿Vince?
Monica se incorporó en la camilla, se levantó y comprobó que ya no se mareaba.
Caminó despacio, pesadamente, hacia Miguel. Él seguía mirando en la dirección por
la que había desaparecido Vincent.
—Da miedo —dijo—. ¿A qué huele?

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CAPÍTULO 25

Walter Castillo condujo su Pontiac Solstice negro hasta el aparcamiento subterráneo.


Era el punto de encuentro acordado si Whitaker se ponía en contacto con él. Un
centro comercial a las afueras de San José. Recordó el punto exacto del aparcamiento
y empezó a bajar. Sótano 2, aparcamiento C-22.
Por el camino, había hecho muchas hipótesis sobre qué era lo que había traído al
director hasta San José. Se le había ocurrido incluso que en la prueba del desierto, el
satélite, al final, hubiese llegado antes de lo previsto y hubiera tomado alguna
fotografía. Bajó las dos plantas y estacionó junto a un gran todoterreno, un Cadillac
Escalade negro con los cristales tintados. Era posible que el satélite los hubiera visto,
a ellos y al ejército virtual. Tendría que explicar por qué se había arriesgado tanto, por
qué había exprimido hasta el último minuto. Accionó la subida automática de la
capota de su deportivo, cogió su maletín negro y entró en la parte de atrás del
todoterreno.
Whitaker estaba allí, sentado en los asientos traseros. Dos hombres más, vestidos
con traje negro, estaban en los asientos de delante. Whitaker no dijo nada, solo tocó
el hombro del conductor y el Cadillac se puso en movimiento.
—¿Cómo va todo, Castillo? —preguntó el director Whitaker cuando salieron del
centro comercial.
—Los experimentos marchan según lo previsto. Hemos superado las últimas
comprobaciones aquí, las pruebas del ejército virtual. Han funcionado a la perfección.
Casi nos ve uno de nuestros propios satélites, pero no nos vio… ¿verdad?
—No, nadie ha visto ningún ejército. Salvo yo, por supuesto. Las grabaciones que
usted me envió.
Castillo observó al director. Este no le miraba, parecía leer los carteles de la
carretera. Vio uno grande y azul que indicaba que el todoterreno iba a entrar en la
Route 101 en dirección a Los Ángeles. Algo preocupaba a Whitaker, el nudo de su
corbata azul marino estaba torcido, flojo, el botón del cuello desabrochado. Castillo
se ajustó el nudo de su propia corbata y dijo:
—Habrá comprobado que Miguel puede conseguir que veamos cualquier cosa.
¡Todo un ejército! Eso es lo que necesitamos para empezar con la operación. Tendría
que haberlo visto: aquellos soldados… incluso olían a sudor…
—Sí, sí —le interrumpió Whitaker—; pero no le he llamado por eso.
Whitaker se volvió hacia él. Castillo no pudo evitar fijarse de nuevo en su corbata
descolocada, aunque esta vez logró contener el gesto de apretarse su propio nudo. Lo
miró a los ojos.
—Agente Castillo —dijo Whitaker. Sus ojos claros, tan sosegados como siempre,
parecían tener el poder de penetrar en su cabeza y convencerle de cualquier cosa—, si

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todo está en orden aquí, debe empezar con la Operación Mesías. Debe irse y llevarse
a sus científicos y a sus inflexores inmediatamente.
—No entiendo. El plan era empezar dentro de dos meses, cuando…
—Wella Anderson ha empezado ya —volvió a interrumpir Whitaker.
—¿Wella?
—Sí, la hija del congresista, la ayudante del secretario de Estado de Defensa.
Estaba en Langley cuando usted presentó…, ¿no recuerda?, la que…
—Sé muy bien quién es. Tuve una… aventura con ella hace muchos años. En
Yale.
Whitaker lo miró con un ojo levemente entornado. El Cadillac entró en la
autopista y la aceleración hizo que los dos se inclinasen hacia atrás.
—Es una hiena —dijo Castillo. Él se consideraba hasta cierto punto ambicioso,
pero ella… Era como un vampiro, siempre dispuesta a chupar la sangre a cualquiera
se acercase a menos de una milla de ella.
Whitaker volvió a acomodarse en el asiento y a mirar hacia fuera, a contemplar
con pequeños giros de cabeza los camiones y los coches que adelantaban.
—Bien —dijo el director—. Wella Anderson está intentando hacerse con un buen
puesto, y su familia es poderosa. Tiene otros proyectos más adecuados que la
Operación Mesías para emplear nuestros fondos. Va a vender mi cabeza al presidente
para conseguirlo todo: los fondos y el puesto, todo. Un buen disparo.
No esperaba menos de ella, pensó Castillo mientras adelantaban a un enorme
camión rojo. Whitaker giró la cabeza para contemplar todo el vehículo. Wella. A él
mismo lo había utilizado para acercarse al colectivo de disidentes cubanos en Florida;
uno de sus primeros escarceos en el mundo de la política. Whitaker empezó a dar
manotazos al cuero beige de los asientos delanteros. Los respaldos tenían algo de
polvo y el director parecía no soportarlo.
El cuero del Cadillac era suave, pensó Castillo, de buena calidad, pertenecía a
aquel círculo de los poderosos. Durante sus años en Yale, Wella había tenido un
Mercedes descapotable tapizado con cuero beige idéntico a aquel. Suave, como la
piel de detrás de los lóbulos de sus orejas; siempre adornados con dos perlas grises.
«Es lo más cerca que he estado nunca de la maldita piel tersa de la clase alta. Del
poder. Los que ahora juegan con nuestros presupuestos», reflexionó mientras
adelantaban a otro camión. La cabina tenía la parte superior llena de focos y una
especie de diosa guerrera pintada en la puerta; la diosa blandía una espada
deslumbrante y barroca y mostraba unos enormes pechos casi desnudos.
—Conté con ella porque era un buen enlace con la Casa Blanca —dijo Whitaker
mientras volvía la cabeza para contemplar los focos del camión. O los pechos de la
guerrera, no se podía saber—. Es lo que le dije a George: «Mi mejor contacto con el
presidente es Wella».
Whitaker cerró con fuerza el puño izquierdo como si estrujase a una rata sobre el
cuero beige de la tapicería. Castillo recordó el labio salido del general George

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Rosmouth. El general también la hubiese estrujado.
—Pensé que a Wella Anderson le interesaría estar de nuestra parte y colgarse la
medalla de nuestro éxito —añadió Whitaker, y dio dos fuertes manotazos sobre el
respaldo delantero. Castillo no había visto más polvo que allí—. Pero no piensa
esperar ni arriesgar nada. Esa niña ambiciosa —«zorra ambiciosa», entendió Castillo
— prefiere colgarse la medalla ella sola.
La mirada de Whitaker se volvió ahora hacia Castillo, una mirada llena de calma:
ojos azules, fríos. Castillo pensó que el director podría haberla degollado sin cambiar
esa expresión de quietud. Se fijó de nuevo en el nudo descolocado de la corbata azul
marino y estuvo a punto de apretarlo para que el director pudiese ejecutar a su
enemigo con la elegancia completa que requería su posición.
Pero había algo más. Algo turbio en los movimientos de ellos dos, lo sabía. Por
eso Wella estaba actuando. Ella utilizaba, en realidad, las grietas que dejaba su plan.
Quizás si hiciesen lo correcto, ella no tendría ocasión de perjudicarlos. Se alisó la
corbata, miró a los ojos a Whitaker y dijo:
—En todo caso, debemos informar al presidente antes de empezar, ¿no es así?
—¡No sea ingenuo, Castillo! ¡Habla usted como Rosmouth! —Castillo se echó
hacia atrás—. Claro que informaremos antes de empezar la acción, pero no ahora.
Ahora no tenemos resultados. Dese cuenta: solo somos una especie de traidores que
gastamos fondos federales en planes de guerra que desconoce el presidente. ¡Carnaza
para tiburones como Anderson!
«Ya. No soy tan ingenuo», se dijo Castillo. Volvió a imaginar el labio salido del
general Rosmouth, como si protestase por lo que Whitaker iba a hacer. Había
entendido muy bien: iban a empezar sin autorización. Para evitar la maniobra política
de un adversario demasiado ambicioso, con pocos escrúpulos: Wella. Ningún
escrúpulo. Castillo asintió y Whitaker siguió hablando:
—Cuando tengamos los primeros éxitos, en cambio, el presidente estará
encantado. Entonces tendrá la oportunidad de dar su aprobación. Y lo hará.
En ese momento Whitaker volvió a tocar el hombro del agente que conducía el
coche. El Cadillac tomó la primera salida de la autopista mientras Whitaker intentaba
coger un maletín de la parte trasera del coche.
Le asqueaba aquel mundo, pensó Castillo, la política. Pero si no hacían lo que
había dicho Whitaker, aquella zorra los sangraría a todos, eso era seguro. Qué otra
alternativa tenían. Castillo vio que el todoterreno giraba a la izquierda por un puente
y se dirigía de vuelta hacia la Route 101, que acababan de abandonar, en dirección a
los carriles que iban en sentido contrario. Volvían ya. Detestaba alterar los planes.
Parecía una guerra de ambiciones: la suya contra la de Wella. Pero él… su
operación… No, se dijo, la operación no era solo por él, tenía un sentido, unos
ideales. ¿Engañar al presidente de los Estados Unidos entraba en sus ideales? No, por
supuesto que no. ¡Maldita zorra! Entraba de nuevo en su vida y lo ponía todo al
revés.

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El coche empezó a desandar el camino recorrido. Llegarían en unos minutos al
centro comercial donde se habían encontrado. Pronto, pensó Castillo, se quedaría otra
vez solo con sus instrucciones. No había tiempo para reaccionar, para pensar, para ver
lo correcto. La operación, se dijo, debía empezar ya. Por encima del presidente.
¡Estúpida niña rica! Sí, por supuesto, la Operación Mesías estaba por encima de todo,
era la mejor idea que había tenido el hombre para proteger a la humanidad entera.
Eso tenía que estar por encima de todo: de las ambiciones de los políticos, de las
suyas, de Wella, de Whitaker. Del presidente. Castillo se tocó el nudo de la corbata.
Después se lo ajustó de nuevo y observó el nudo descolocado del director.
«Planes de guerra», se repitió las palabras que acababa de decir Whitaker. El
Cadillac salió de la autopista. No era correcto, no se había expresado bien: los planes
no eran de guerra aunque hubiese soldados.
—Y ¿qué ocurre con los militares? —preguntó Castillo.
—Nada. El general Rosmouth nos dará cobertura. Por ahora. Usted ocúpese de
que el midas esté listo y en su sitio, yo me ocupo de George.
Whitaker sacó un sobre gris de su maletín y se lo dio.
—Aquí tiene las órdenes y los códigos secretos que necesitará. Eso es todo.
¿Algún problema en el SSR? —Whitaker lo miró de nuevo con sus ojos claros.
—Ninguno, señor —dijo Castillo, cogiendo el sobre gris de sus manos.
Whitaker, entonces, se volvió hacia la ventanilla y contempló el centro comercial
que habían abandonado poco antes.
—Bien —dijo.
Empezaba a atardecer y al fondo se veían las luces, los primeros adornos
navideños. Iban directos hacia allí: estrellas, ángeles, renos luminosos. Símbolos de
ilusión en medio mundo, pensó Castillo, contemplando el parpadeo de las luces.
Después bajó la vista hacia el sobre gris con las instrucciones que iniciarían la
Operación Mesías y lo guardó en su maletín.

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CAPÍTULO 26

Miguel se miró en el espejo del ascensor que lo bajaba del nivel -2 al nivel -3. La
nueva reunión convocada por Walter los había cogido por sorpresa. Se acababa de
levantar y, como todos los días, unas ojeras verdosas, hinchadas, comprimían sus
ojos. No le gustó su aspecto de cobaya subterránea. Walter había dejado instrucciones
la tarde anterior: quería hablar con todos en el nivel de oficinas en cuanto despertasen
los inflexores. Escuchar a Walter resultaría refrescante.
Monica bajaba con él, pero no hablaron. La miró de reojo, su imagen reflejada en
otro espejo de las paredes del ascensor. Ella también se miraba las ojeras, tiraba de la
piel bajo sus ojos con un dedo; parecía cansada, como él.
Los dos prácticamente vivían en las unidades médicas del nivel -2 desde hacía
meses. Por su seguridad, le habían dicho. Hacían experimentos y pruebas médicas,
más experimentos y más pruebas. Miguel se tocó también las ojeras. Piel aceitosa.
Bajar a las salas blancas y bien iluminadas del nivel -3 solo podía significar que
Walter tenía otro experimento. Más experimentos, más pruebas…
Aunque, si era una prueba de la CIA, al menos podrían salir de allí, como había
ocurrido con lo del ejército en el desierto. Repetir algo así estaría bien, pensó, y
sonrió levemente, empujando las ojeras contra sus párpados. Para preparar lo del
desierto habían tenido que salir muchas veces. Ver, memorizar, tocar…, oler soldados
y tanques de verdad. «Salir», se repitió Miguel cuando el ascensor se paraba en el
nivel -3. Se cogió con las dos manos las mechas de pelo largo que le caían sobre la
cara, más grasiento de lo que él hubiese deseado, y se lo hecho hacia atrás.
—Tu primero —le dijo a Monica. Ella le sonrió como con desgana, y salió del
ascensor en dirección a los militares y las puertas.
Pocos minutos después, tras pasar los controles de seguridad, llegaban a la sala
blanca de reuniones. Al entrar, Miguel vio que solo estaban allí Gorlov y Barrett. Este
último parecía nervioso: limpiaba sus gafas redondas como si quisiese hacer
desaparecer los cristales, y miraba hacia todos los lados casi a la vez. Miguel saludó
sin mucho entusiasmo y se sentó junto a Monica. Eugene, sin las gafas, tenía más
aspecto de duendecillo de lo habitual.
—No me gusta esta reunión —dijo Barrett a Gorlov con una voz casi
imperceptible.
Gorlov lanzó una mirada rápida a Barrett, posiblemente de reprobación. Debían
de seguir temiendo alguna jugarreta de Castillo. Qué importaba. Él se sentía
demasiado cansado. Y le apetecía ver a Walter. Fred, que entraba en ese momento,
debió de percibir su cansancio, supuso Miguel, porque le lanzó una sonrisa carnosa y
se sentó a su lado.

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—¿Te encuentras bien? —preguntó Fred, mientras cubría su hombro con la
enorme zarpa. Miguel la sintió cálida, como siempre sentía a Fred.
—Bien. Cansado —bostezó.
—Te traeré un café —dijo Fred, levantándose.
Salió hacia las oficinas. Miguel no dijo nada. Se tapó la cara con las manos para
restregarse los ojos.
—¿Qué te pasa? —preguntó Monica.
—Otro experimento.
—En el helicóptero parecías entusiasmado con los experimentos de Walter.
—Ya. No quiero hablar de eso otra vez —dijo Miguel, mientras se cogía de nuevo
el pelo que le caía sobre la cara y se lo echaba hacia atrás. Odiaba sentir el pelo tan
grasiento.
—No hemos hablado desde entonces —insistió Monica.
—¡No nos hemos visto desde entonces! —contestó Miguel. Aunque intentó
hablar en voz muy baja, su exclamación subió el tono y alertó a los científicos. Se
giraron hacia Miguel. Fred volvía con dos tazas de café en la mano: dos tazas blancas
con el logotipo rojo y azul de la NASA.
«¡La NASA! ¡Magnífica trampa!», se dijo Miguel. Fred se quedó frenado en la
puerta, mirándolo fijamente también.
—¡Estoy harto de los experimentos! —exclamó Miguel—. ¡No tenemos vida!
¡Llevamos meses encerrados aquí!
Castillo entraba en ese momento en la sala de reuniones. Llevaba muchos papeles
y rollos de planos bajo el brazo. Esquivó al gigante y sus tazas de café, y avanzó
hasta la mesa blanca sin perder la sonrisa en el gesto. Miguel supuso que le habría
oído renegar de aquella vida de rata de laboratorio. No era para reírse, lo había dicho
en serio.
—¿Qué te hace tanta gracia? —le espetó—. Quiero salir de estos sótanos. Tengo
derecho, ¿no?
Castillo no dijo nada. Ni retiró la sonrisa. Desplegó un mapa que ocupó toda la
mesa. Miguel lo miró con las cejas apretadas y las ojeras doloridas. El mapa
representaba el mar Rojo, la península del Sinaí. El Nilo.
—Nos vamos a Egipto —dijo Castillo.

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CAPÍTULO 27

—Lo siento —dijo Miguel.


Necesitaba reconciliarse con Monica después de sus últimas discusiones. La
necesitaba, pensó, ahora que por fin habían salido de la ratonera del Centro SSR.
Tenía que compartir con ella su excitación, la energía que le daba aquel viaje. Egipto.
Monica, sentada a su lado, miraba por la ventanilla del jet que los llevaba a El
Cairo. No se movió ni intentó mirarle. Debía de estar muy cansada, pensó Miguel.
Diez horas de viaje en el Boeing 747 que los había llevado a Londres, el cambio de
avión… Estaban todos agotados.
Miguel miró alrededor: Gorlov y Barrett dormían, o parecían intentarlo,
recostados varios asientos más atrás; Fred, en su misma fila, al otro lado del pasillo,
leía unos papeles y, a veces, miraba por la ventanilla. Miguel se quedó observando a
Fred, parecía un oso encajonado en el asiento del avión. Solo. Castillo no estaba,
había salido hacia Egipto una semana antes. No había nadie más en la cabina de
pasajeros del Bombardier. La CIA había querido que viajasen en un jet privado desde
Londres. Aislados del resto del mundo. Por el silencio, parecía que incluso viajaban
aislados de ellos mismos.
—¿Qué sientes? —preguntó Monica, de pronto.
Se arrebujó debajo de la manta y se giró para mirar a Miguel.
—Últimamente no me he portado muy bien contigo —respondió Miguel.
—Sí —dijo Monica.
—¿Sí?
—Sí, claro. ¿Qué quieres que te diga? Apenas me dirigías la palabra. No es lo que
una sueña que haga su novio.
Al verla desde arriba, allí encogida en el asiento, le pareció pequeña, débil,
indefensa.
—Estoy un poco confundido…
—Muy confundido —puntualizó ella.
Miguel notó cómo se le tensaba la frente. No esperaba esas respuestas. Empezó a
acariciarse las palmas de las manos. No le había dicho que lo sentía para empezar a
discutir de nuevo. Respiró despacio y dijo:
—Me siento muy bien cuando produzco las inflexiones midas. No lo puedo
evitar, es como una droga, siento una euforia…
—Yo también siento esa euforia durante las inflexiones, pero cuando terminamos
empieza a bajar, y desaparece en pocos minutos. Y cada vez la siento menos. Nos
estamos acostumbrando al Efecto Midas, supongo.
Miguel cogió unos auriculares que había en la bolsa del asiento y se concentró en
enredar el cable en un dedo. Él pensaba que la euforia era algo exclusivo de los

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midas, exclusivo suyo. No había hablado con ella sobre eso. No habían hablado
mucho últimamente.
—Quizás sea porque tú no eres un midas —dijo Miguel—. Tú solo amplificas la
inflexión. Yo la siento en su totalidad.
Monica lo miró seria, su pequeña arruga sobre la ceja derecha.
—Puedo sentir casi todo lo que tú sientes —dijo Monica—. Es inevitable. Al
amplificar tus deseos, los percibo y los hago míos de forma automática. Tus
sentimientos, los percibo también, como si fuese yo la que los siente. Solo tengo que
pensarlo y ahí están. Es algún tipo de inflexión residual, creo. ¿A ti no te pasa?
—A veces, sí, si me concentro veo lo que tú sientes, pero intento no hacerlo, es…
como pasar una puerta, no sé.
Monica sonrió. Miguel la vio de reojo mientras seguía enrollando el cable en su
dedo, parecía contenta de sincerarse con él después de tanto tiempo, tantas peleas.
Sus ojeras verdosas seguían ahí, sin embargo; el cansancio sobre su sonrisa.
—Si se lo contásemos a Vladimir seguro que encontraría una fórmula matemática
que lo explicara —dijo ella.
—Supongo.
Miguel vio que había enrollado todo el cable de los auriculares en el dedo índice
de su mano izquierda, uniformemente, sin dejar huecos, como si fuese el vendaje de
una momia. Entonces empezó a desenrollarlo, despacio, y a enrollarlo a la vez en el
dedo índice de su mano derecha.
—No he percibido en ti una euforia distinta de la que yo siento —dijo Monica—.
Sí, puede que más intensa, tú eres el midas, claro, pero igual. Después…, después es
otra cosa. ¡Como ahora! Lo estás haciendo otra vez.
Miguel dejó de enrollar el cable y la miró a la cara.
—Estás empezando otra vez —insistió ella—. Eso que sientes ahora no es
euforia.
—¿Estás viendo lo que siento?
—Es… vanidad.
Miguel tiró del cable bruscamente y lo rompió con un chasquido sordo.
«No es vanidad», pensó, pero no dijo nada. Apretó la boca. Después, metió el
auricular roto en la bolsa del asiento y miró hacia otro lado. Fred alzaba en ese
momento la vista de su lectura. Cruzó la mirada con Miguel. Los dos se sonrieron y
Fred hizo un gesto rápido con las cejas, como un saludo.
—¿Qué tal? —dijo Miguel alzando la voz para que le oyese por encima del
zumbido de los motores—, ¿cansado?
—Bien —respondió Fred. No parecía estar bien.
Se giró de nuevo hacia Monica.
—Fred lo está pasando mal —le dijo Miguel a Monica al oído—. No dice nada,
pero está derrumbado. Castillo tiene el control y nadie en la CIA se ha molestado en
informarle a él. No merece ese trato.

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—No cambies de tema —dijo Monica.
—Me pone de mal humor hablar de eso.
—Estás disfrutando con tu poder. Te sientes bien ejercitándolo. Te gusta ese
poder, reconócelo.
Miguel volvió a sacar el auricular de la bolsa del asiento de delante. Observó el
cable pelado, roto, y lo hizo girar entre sus dedos.
—No pasa nada por ello, supongo —siguió diciendo Monica—. Pero debes ser
consciente…
—Sí, supongo que sí. Me gusta.
—Es peligroso, lo sabes.
—No sé, bueno… —Empezaba a sentirse de nuevo como un niño aguantando una
reprimenda. Odiaba parecer un niño. Y Monica le hacía parecerlo, siempre
aleccionándolo.
—Te sientes orgulloso de tu poder, pero inseguro.
—Puede. —Miguel cogió el cable con las dos manos y empezó a estirarlo con
fuerza, para romperlo de nuevo. Le había gustado el sonido que había hecho antes al
partirse.
—Fíjate en tus reacciones. Todos estamos preocupados por saber qué planes tiene
Walter para nosotros, qué quiere hacer con el Proyecto, con el Efecto Midas, contigo,
y tú estás emocionado como un colegial. —Miguel tiró con fuerza del cable—. ¿Y si
lo que quiere es crear ejércitos virtuales que controlen el Medio Oriente, o matar con
un relámpago a un líder enemigo? Eso es lo más probable, planes de guerra. ¿Qué
piensas, que quiere buscar el tesoro de los faraones? Pero mira —Monica se
concentró en los ojos de Miguel, como si leyese su pensamiento. El cable del
auricular, estirado entre sus manos, volvió a partirse con otro chasquido, pero
ninguno de los dos le prestó atención. Miguel no apartó su mirada de la de Monica—,
mira lo que sientes cuando te hablo de Egipto.
Miguel recordó que desde que Walter les hablase de Egipto, él no había parado de
imaginarse a sí mismo haciendo prodigios en el país de las pirámides. Vistiendo una
camisa de lino caqui, unos pantalones cortos y un sombrero salakot de explorador, se
veía en el desierto, usando su poder para descubrir las maravillas tecnológicas de los
faraones. Cosas así. Habían cruzado el Atlántico en un Boeing 747 como el que lo
había llevado a California. Un Jumbo lo transportaba de nuevo hacia sus fantasías.
Cómo no iba a soñar. Pero era solo eso: un poco de fantasía.
—Me gusta la idea. Solo es eso.
—Solo te importa tu aventura: tan exótica, tan… de espías y operaciones secretas,
¡por Dios!, a veces eres como un niño…
—¡Tú me tratas como a un…! —exclamó Miguel, tirando los trozos de cable al
suelo.
Se giró de nuevo para comprobar si Fred le había oído. Pero este parecía muy
concentrado en lo que pasase detrás de la ventanilla. «Nada; a treinta mil pies de

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altura, no pasa nada fuera», pensó Miguel. Seguramente Fred habría escuchado su
protesta, pero disimularía para no entrometerse en la discusión. «Pobre Fred», pensó.
Él al menos podía discutir con Monica sobre aquel mundo secreto en el que vivían,
aunque ella terminase crispándolo casi siempre con su pose de madre católica,
siempre riñéndole como a un chiquillo que salpicase agua en el baño. De pronto
recordó algo.
—Vincent usa colonia de bebés —dijo Miguel. Y volvió a mirarla—. Eso sí que
es infantil. ¿De qué hablabais en la unidad clínica?
—Vincent no tiene nada que ver con esto.
—Se os veía muy unidos.
—Me preocupas —dijo Monica, despacio—. Tu poder empieza a ser más fuerte
que tú. —Ella seguía insistiendo. Parecía no importarle otra cosa. Qué quería, a él
también le preocupaba. Pero él intentaba salvar su relación, encontrar de nuevo a la
norteamericana de labios carnosos mordisqueados y vaqueros ceñidos que le había
abordado con un mapa y una Réflex en los jardines de la Alhambra. Con la que
compartía un apartamento en Russian Hill. La misma que le abría las ventanas de par
en par todas las mañanas. Aunque ahora estuviesen tan lejos de San Francisco, de su
campus soleado en San José. Recuperarla—. No lo dominas, te gusta demasiado —
insistía ella—. Lo veo en tus sentimientos.
Monica mantenía su mirada quieta sobre él. Acurrucada ahí abajo, seguía
hurgando con su mente en sus sentimientos. Pero ya no lo trataba como a un niño. Él
la necesitaba.
—Sí, me gusta cuando ejerzo mi poder. Me gusta mucho, pero también me da
miedo. Siento que no lo controlo. —Empezó a rascarse las palmas de las manos—. A
veces pienso en el hombre que maté, ¿sabes? Y tengo miedo. Tengo miedo de pensar,
de imaginar, de desear. Cualquier cosa se podría convertir en realidad, y…, ya lo
sabes, mis deseos no siempre son…
—Los de cualquiera. Nadie controla sus deseos.
—La ira, la ira me llevó a matar al actor. ¿Qué pasará la próxima vez que esté
furioso?
—Tus deseos son humanos, normales, todos podemos…
—¡Tengo miedo de mis deseos! —dijo Miguel, con una exclamación ahogada.
Después inspiró profundamente.
—Como el rey Midas —dijo Monica—: su deseo se volvió contra él.
—Sí, —Miguel se miró las manos. Las tenía rojas de rascarse, rojas de una sangre
que no se iba, que él no podía desear que se fuese—, como el rey Midas. Qué bien
buscasteis el nombre para esta maldición. —Monica sacó una mano de debajo de su
manta y cogió la mano de Miguel—. Él pecó de codicia; yo, de ira…, por ahora. ¿Ves
lo que te digo? ¿Cuál será la consecuencia del próximo pecado?
Monica miró hacia abajo, hacia la mano de Miguel que sostenía sobre la manta y
la acarició despacio, casi sin tocarla, como si acariciase a un cachorro de león

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asustado, pequeño, pero que pudiera morderle en cualquier descuido. Monica ya
había visto sus sentimientos, recordó Miguel. Él necesitaba saber cuáles eran los de
ella, los más profundos. Se concentró.
Confusión.
Deseo.
Miedo.
Y…
—¿Sientes pena por mí?
—No pasa nada malo contigo, yo lo sé —dijo Monica, atropelladamente—. Pero
eres humano, y pecas y tienes los defectos que tenemos todos los humanos. Salvo
que, además, tienes el poder de… —Ella apretó su mano con fuerza.
—Pena —repitió Miguel.
—Lo había pensado muchas veces antes —seguía explicándose Monica—, desde
que me hablaron del Efecto Midas. Yo creo en Dios, tú lo sabes, y puedo imaginar su
poder. Pero, claro, Él es perfecto; puedo imaginar que controla ese poder. Lo que no
puedo imaginar es… —Miguel sintió la oleada de pena de Monica barriendo su cara,
entrando en su cuerpo, parecía que iba a empezar a llorar por él. Ella tocó con la otra
mano su pequeño crucifijo de oro—. ¿Cómo puede un humano vivir con el poder de
un dios?

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CAPÍTULO 28

Si Dios había estado allí, se había marchado hacía mucho, pensó Miguel.
Contemplaba a los turistas, los peregrinos, bullendo por el monasterio de Santa
Catalina, en ascenso por las escaleras de roca del monte Sinaí, en el huerto, en la
iglesia, por todas partes.
La zarza ardiente no impresionaba tanto como había supuesto. Ni ardía ni era una
zarza; solo un arbusto. Desde el mirador en la muralla del monasterio observó a un
peregrino acercarse al arbusto para arrancarle a hurtadillas una hoja. Nada le ocurrió,
ningún rayo apareció para fulminarlo. Miró a Monica: ella también observaba al
ladrón de reliquias y negaba con la cabeza.
Entonces ella se giró hacia él y le sonrió. Le gustaba con ese disfraz de
arqueóloga, la camiseta caqui sin mangas, ajustada, bajo la camisa caqui abierta. Era
como su propio disfraz de arqueólogo, salvo que el suyo no incluía camiseta ajustada.
Miró hacia los lados: no había nadie en esa plataforma sobre la muralla. La besó. Un
beso rápido.
Y ella se lo devolvió.
Se separaron y volvieron a mirar alrededor.
Monica empezó a cerrarse los botones de la camisa caqui, ocultando la camiseta y
cualquier atisbo del canal entre sus pechos. Se mordía el labio. Estaba magnífica,
pensó Miguel, contemplándola.
Habían pasado varios días desde que llegaran al campamento, recordó. Llamaban
campamento a un conjunto de hangares oxidados y edificios casi en ruinas junto a un
oasis en una explanada pedregosa del desierto Arábigo, entre el Nilo y el mar Rojo.
No habían hecho nada en toda la semana: ni experimentos, ni pruebas médicas ni
informes. Solo tomar el sol y esperar a que Walter volviera de una misión. No se
estaba tan mal allí, de vacaciones con Monica junto al oasis de al-Hakim. Aunque los
científicos estaban nerviosos. Monica se abrochó el botón de su escote; se observó un
momento, lo desabrochó; después, lo volvió a abrochar. Ella también parecía
nerviosa: se mordía mucho el labio y había recuperado el interés por el sexo de una
forma exagerada.
Miguel sonrió. Esa misma mañana, antes de salir hacia Santa Catalina, se habían
revolcado escondidos en un barracón polvoriento. De no ser por el Jeep que habían
pedido a los agentes de Castillo, hubiesen llegado tarde a la cita con los helicópteros.
El olor de Monica vino a él. Era como el de los soldados del desierto, pero más dulce.
Y más intenso a veces. Recordó el sudor del sexo de esa mañana y el polvo, la arena
del suelo del barracón sobre el cuerpo de Monica desnudo. Arena del desierto en sus
nalgas, sus caderas, sus pechos, sus pezones. El recuerdo le devolvió la excitación y
tensó su abdomen. La arena le picó de nuevo en la espalda, en los muslos; como le

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picaba el tapizado rugoso del sofá granate de San Francisco. Podría tirarla allí mismo
y repetir las posturas de aquella mañana. Bajo la mirada de los peregrinos, de los
monjes, de los agentes de la CIA que lo custodiaban como a un ídolo de oro.
Monica terminó con los botones.
—Hay que taparse para volver donde los monjes —dijo. Después se recogió el
pelo en una coleta.
Sí, estaba estupenda. Y no habían vuelto a discutir; eso era lo mejor.
—¿Volvemos abajo? —dijo ella.
—Vamos.
—Espero que Walter tenga algo importante que contarnos después de hacernos
perder toda la mañana aquí.
A Miguel no le molestaba que Walter los hiciese esperar. Pero no respondió. Ella
tenía razones para enojarse, Walter los había dejado allí plantados toda la mañana.
Quizás quisiera que se ambientasen para contarles por qué estaban en Egipto. Y lo
había conseguido, desde luego. Todos, por aburrimiento, se habían visto obligados a
invertir la mañana en visitar el enclave: Monica y él, Eugene, Vladimir, Fred, los
agentes de la CIA, los otros científicos del SSR que Walter había traído a Egipto, los
científicos nuevos (nadie sabía de dónde habían venido estos; y ellos no lo decían).
Todos haciendo de peregrinos vestidos de caqui.
Monica llegó al extremo opuesto de la plataforma, por donde se entraba a la torre.
«Peregrinos», pensó Miguel. Sonrió, y dijo:
—Tú no has perdido la mañana.
—¿Qué…?
—Cuando vuelvas por Houston a ver a tu familia puedes contarle al padre
O’Brien que has estado de peregrinaje en Santa Catalina.
Monica volvió a negar con la cabeza, en silencio, y empezó a bajar las escaleras
de piedra de la torre.
Miguel la siguió, sin dejar de sonreír. Estaba seguro de que Walter tendría algo
grande que contar. Si no, por qué citarlos en aquel sitio. La zarza ardiente, los monjes
ortodoxos con sus túnicas negras, sus gorros cilíndricos y sus barbas de medio metro;
agentes de la CIA disfrazados de arqueólogos por todas partes; el monasterio
fortificado bajo la masa de granito del monte Sinaí. Tenía que ser algo grande.
—Cuidado con estos escalones, están desgastados —dijo Monica mientras bajaba.
Miguel pisó con cautela. Según había contado Castillo, iban a Egipto a hacer una
nueva prueba secreta exigida por la CIA. Pero no podía ser solo eso: el despliegue de
medios, de personal. Habían montado una réplica del Centro SSR en el campamento
de al-Hakim. Incluso tenían una sala antinflexores escondida en un hangar oxidado.
Una pareja de turistas jóvenes se cruzó con ellos en la escalera de caracol. Miguel
se pegó a la pared exterior para dejarlos subir.
Los helicópteros, recordó, eran magníficos, parecían nuevos. Esa mañana, cuatro
Sokols rusos de transporte los habían recogido muy temprano en el campamento de

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al-Hakim para cruzar el mar Rojo y llevarlos allí. Walter no escatimaba medios.
Cuando llegaron abajo, apareció otro helicóptero. Miguel esperó que fuese el de
Walter. Sobrevolaba la montaña sagrada. Otro Sokol.
En ese momento, las campanas de la iglesia de Santa Catalina empezaron a sonar.
Un repique extraño, rápido, con tres tonos agudos seguidos y uno grave, cerrado, que
parecía marcar el final de cada bloque. Entonces, como impulsados por las campanas,
decenas de monjes barbudos empezaron a pastorear a los turistas y a los peregrinos
para que salieran de allí. Los sacaban de la iglesia, de la mezquita, de las capillas, de
las celdas y las oficinas y de cada uno los edificios del monasterio; incluso parecían
estar evacuando el hospicio.
Miguel miró a Monica. Ella se encogió de hombros. Hicieron el gesto de salir
andando en la dirección en que iban los turistas, pero un hombre con disfraz de
arqueólogo, gafas de sol oscuras, pelo muy corto y brazos nudosos como amarres de
portaviones, les hizo un gesto con la palma de la mano hacia abajo para que no se
movieran. Era uno de los agentes de Walter. Miguel vio que había otros clones de
aquel hombre de hierro en casi cada esquina del complejo de edificios del
monasterio; todos cruzados de brazos, con la mirada escondida tras gafas de sol.
Ninguno se movía. Y los monjes barbudos pasaban con sus túnicas negras junto a
ellos sin mirarlos siquiera, como si fuesen invisibles a pesar de ser grandes como
goliats.
—¿Qué hacemos? —dijo Monica.
—Quieta —respondió Miguel.
Ningún monje se acercó a ellos ni a nadie vestido de arqueólogo. Monica y él se
pegaron a la muralla y permanecieron allí contemplando al desfile de peregrinos
evacuar la tierra sagrada. El golpeteo de las aspas del Sokol se oía como ruido de
fondo.
Después de unos minutos, allí solo quedaron la CIA y los científicos del SSR. En
ese momento, Walter entró en el recinto amurallado del monasterio junto con un
monje de barba gris y abultada. Vincent iba con ellos.
—¿Qué hace Vincent aquí? —preguntó Miguel a Monica en voz baja.
—Y yo qué sé.
—Es tu amigo.
Monica no contestó.
Walter hizo que todos lo siguieran hasta la edificación del hospicio. Casi todos los
agentes de la CIA se quedaron guardando las esquinas, salvo algunos, que ayudaron a
Walter a congregar a los científicos, desperdigados por los edificios del monasterio.
Subieron varios pisos y el monje de la barba abultada (era igual a una foto que
recordaba de Mendeléiev) les condujo por un corredor con una balconada llena de
arcos, abierta al conjunto de edificios del monasterio y al valle por el que habían
desaparecido los peregrinos. Miguel observó las vistas. Aquello le recordaba algo.
Tropezó con Monica cuando el monje se detuvo y todos lo imitaron.

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Mendeléiev abrió las dos hojas de una puerta de madera gruesa que daba acceso a
una sala. Dentro había una gran mesa y una veintena de sillas de madera muy oscura,
casi negra.
«La sala de reuniones. La hora de la verdad», pensó Miguel.
Ya habían instalado un proyector en la mesa, y un agente de Walter lo conectaba a
un ordenador portátil.
Mientras todos se sentaban, Miguel se acercó a una de las cinco ventanas que
había en la sala. Estaban muy altos, observó. Desde allí ya no se veía el monasterio,
se divisaba en cambio el jardín lateral, sus cercados de piedra, cipreses milenarios,
huertos, olivos. Era como la vista desde algún mirador de Granada; pero más seco.
Tenía su encanto. Granada, pensó. Aquel lugar era como una constatación de su
reencuentro con Monica. Al fondo, vio el cementerio. Miguel recordó que unas horas
antes habían visitado el osario: cientos de calaveras de los monjes expuestas allí. Eso
no era como Granada.
En ese momento, el monje con cara de Mendeléiev, que estaba cerrando todas las
ventanas y contraventanas, se acercó a él y cerró la suya. Miguel se echó hacia atrás
para dejarle hacer. De cerca, el monje aún se parecía más a Mendeléiev; Miguel
recordó la tabla periódica en cirílico que Gorlov tenía en su despacho. Luego, el
monje se fue hacia la puerta, donde estaba Castillo. Todos se habían sentado ya: los
científicos del SSR, los agentes de la CIA, los inflexores… Al final de la mesa estaba
a Vincent.
Mientras se sentaba junto a Monica, Miguel observó al telépata. Su pelo moreno y
liso peinado pulcramente, la cara pálida, angulosa, perfecta. Nadie les había dicho
que él estaría allí. Vincent no lo miró; no miraba a nadie; contemplaba ensimismado
una hoja de papel en blanco que tenía sobre la mesa, como si pudiera leer algo allí.
Miguel sintió un pequeño escalofrío en la base de la espalda. Vincent, tan siniestro
como siempre. Percibió en ese momento su maldito olor a agua de colonia para
bebés. La esencia había llenado la vetusta sala e impregnado las paredes, la mesa y
las sillas macizas de madera. Miguel se pasó los dedos por la nariz. Los monjes no
sacarían ese olor de allí ni con todo el incienso del mundo. Visualizó de nuevo la
montaña de calaveras. Esperaba que Walter lo tuviera todo controlado.
Monica, entonces, le hizo un gesto con los ojos hacia la puerta. Miguel vio que
Walter hablaba con Mendeléiev, le daba un sobre abultado y el monje hacía el gesto
de la cruz con dos dedos de la mano derecha extendidos hacia Castillo. Después, se
acarició la barba gris y gorda y cerró la puerta tras él con un sonido de quilla de barco
crujiendo.
Quedaron todos allí aislados, en la frescura que guardaban las paredes de más de
un metro de grosor del monasterio. Miguel vio que Vladimir, Eugene y Fred hablaban
entre ellos. Gorlov enroscaba y desenroscaba una pluma. Si seguía así pronto
inundaría de tinta azul aquella mesa de madera tan antigua como la zarza ardiente,

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pensó Miguel. Gorlov no perdía de vista a Castillo. Asintió a algo que le cuchicheaba
Fred y dijo:
—Bien, Walter, ¿podemos saber ya, qué nos ha traído a Egipto con tanta
urgencia? —hablaba con mucho acento ruso.
Castillo apoyó los puños sobre la mesa, y los miró a todos, uno por uno, con los
ojos a medio entornar, como si fuese a revelarles el último secreto de las pirámides. A
Miguel le encantaban sus poses comerciales.
Aunque la pregunta de Vladimir, por supuesto, era razonable. Castillo no había
dado ninguna explicación en San José, solo las indicaciones sobre cómo llegar a
aquel lugar: qué vuelos coger, pasaportes, identidades, contactos. Nada sobre el
experimento que los había llevado hasta Egipto. Si es que era un experimento.
—Un dios —dijo Walter Castillo, en voz muy baja.
Miguel sintió que le empezaban a picar las manos.
—Eso venimos a hacer aquí: un dios —insistió Castillo, en voz mucho más baja
que la anterior. Señalaba las paredes del monasterio como si fuese evidente. Era la
casa de Dios, desde luego.
—¿Quieres que Miguel prenda de nuevo la zarza? —estalló Gorlov de pronto—.
¿O que resucite a un dios del antiguo Egipto? Alguna majadería parecida. Lo sabía —
exclamó, y el cartucho de tinta de la pluma salió disparado de entre sus manos,
dejando varias gotas azules esparcidas como sangre real por la mesa. Su acento ruso
chocaba con el inglés produciendo consonantes que semejaban aristas en su boca—.
¡Sabía que algún día alguien vendría con algo así! Te lo dije, Fred —exclamó,
mirando a Fred, que no dijo nada. Luego miró a Barrett—. A alguien en la CIA se le
ha ocurrido la estupidez de buscar sentidos esotéricos a nuestras investigaciones. Y
usar al midas para dar vida a alguna tontería mayúscula de las que quedan a medio
explicar en la historia. ¿Qué se creen, que vamos a encontrar a los dioses
extraterrestres que construyeron las pirámides hace cuatro mil años?, ¿para que nos
den su tecnología de guerra?, ¿para que nos cuenten de qué planeta vinieron?, o
quizás piensen que vamos a invocar a Yahvé en su zarza para turistas. ¡Ineptos! ¿A
qué imbécil se le ha ocurrido mezclar la superchería mitológica con la ciencia? ¿Y
para esto tanta prisa?, ¿tanto secretismo? Si esa es la política para gestionar el
Proyecto…
Castillo, sin dejar de mirar a Gorlov, como si estuviese muy interesado en
escuchar lo que decía, abrió su maletín y sacó unos sobres grises y abultados del
tamaño de carpetas.
Mientras Gorlov seguía insultando a la CIA, Castillo llamó con dos golpes
rápidos de su mano a los agentes que había junto a la puerta. Miguel reconoció a uno
de ellos: era el que les había enseñado la sala antinflexores de al-Hakim. Roth o algo
así se llamaba; no tenía los brazos hinchados como los otros, no parecía un matón, no
hablaba demasiado. Los agentes empezaron a distribuir los sobres de Castillo. En al-

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Hakim hacía mucho calor, recordó, no quería ni pensar lo que hubiese sido tener esa
reunión en la sala metálica antinflexores del desierto.
Roth, o como se llamase, puso uno de los sobres grises frente a Miguel, y siguió
repartiendo.
Cuando a Gorlov se le acabaron los exabruptos, Castillo pidió a todos que
abriesen los sobres. Dentro había una carpeta de idéntico color gris plomo. La
cubierta tenía escrito en letras mayúsculas de color rojo, muy vivo: TOP SECRET -
OPERACIÓN MESÍAS.
Miguel se frotó las palmas de las manos contra la madera reseca de la mesa.
—No vamos a hacer ningún experimento sobre especulaciones pseudocientíficas
de egiptología —dijo Castillo. Habló despacio, con calma—. Nada de eso. Esta es la
primera aplicación práctica de los inflexores cuánticos. Es una aplicación científica,
sobre efectos controlados y ya probados, y cuyo objetivo es dar soporte a un plan de
la CIA a escala mundial. —Su voz parecía poder domar a todos, incluso a Gorlov,
que recomponía ahora su pluma. Nadie más se movía—. En esas carpetas están los
detalles de la operación. Ahora mostraré un breve vídeo explicativo.
Apagó la luz y encendió el proyector. Las palabras «Operación Mesías»
aparecieron en rojo sobre un fondo blanco, reflejando una luz rosada sobre las caras.
Castillo detuvo la imagen.
—Solo aclararé una cosa antes de empezar con el vídeo: esta operación no
pertenece a un plan de guerra, sino a un plan de paz. Pretendemos crear un nuevo
mundo, y esta es la paz que lo sustentará.
A Miguel el eslogan le pareció más próximo a la publicidad de electrodomésticos
que a la grandilocuencia que Castillo parecía querer darle, pero le inquietó
igualmente. Entonces empezó el vídeo. No tardaron en aparecer los detalles que
constataban la grandiosidad del proyecto de Castillo.
El vídeo mostraba un plan para crear una nueva religión.
Era algo que, sacado de aquel contexto, solo podía parecer extravagante, irrisorio,
una estupidez, se dijo Miguel. Aunque era un plan, por lo que se deducía allí, serio.
Nadie interrumpió.
En aquel vídeo se explicaba que un nuevo mesías bajaría a la Tierra para unificar
en un solo credo todas las religiones; primero: Judaísmo, Cristianismo e Islam; y
después se abordarían las otras grandes religiones. Los detalles teológicos parecían
muy cuidados. A Miguel, al menos, le pareció que era así, aunque él no entendía
mucho de aquello. Miraba de reojo a Monica cuando se mencionaba algún aspecto
religioso, para ver si ella se escandalizaba, si se sorprendía o se mofaba por algún
error, pero no parecía que lo hubiera; su rostro, al menos, no lo indicaba.
La Operación Mesías era el primer paso de aquel plan de unificación religiosa
universal. Consistía en representar a una mezcla de profeta e Hijo de Dios, que
recorrería varios países de Oriente Medio reproduciendo los prodigios y vivencias de
Moisés, Jesús y Mahoma. Miguel se empezó a rascar las palmas de las manos al oír

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aquella mezcla de ídolos… No se atrevía ni a llamarlos ídolos; ni su ateísmo le
libraba de pensar que aquella amalgama era una burla irreverente. Irreverente e
increíble. El supuesto mesías debía empezar imitando a Moisés (las tres grandes
religiones lo aceptaban como profeta, decía el vídeo). Dividir las aguas del mar Rojo,
subir al monte Sinaí (también tierra sagrada para las tres religiones, se explicaba) y
recoger la nueva palabra de dios. Después, predicar, imitando la vida de Jesús, viajar
a Jerusalén, subir a un monte, decir que era el Gólgota, morir allí y resucitar.
«Increíble», se dijo Miguel. Y, para terminar, viajaría a la Meca, buscaría la cueva del
monte Hira y allí se le aparecería el Arcángel Gabriel, como a Mahoma, para pedirle
esta vez que uniese a todos los pueblos de dios en uno.
«Al que pretenda hacer todas esas imitaciones lo matan antes de dar el primer
paso», pensó Miguel.
Aunque daba la impresión de que llevaban años preparando la maquinaria
teológica, organizativa, incluso institucional. Todo aquello, desde luego, a Miguel le
había desbordado hacía minutos. Volvió a mirar a Monica y siguió sin ver dudas en
su rostro. Ella miraba el vídeo, muy atenta, cuando este se terminó.
Castillo apagó el proyector y encendió la luz de la sala. Rodeó la gran mesa de
madera y empezó a recoger sus papeles.
Nadie habló. Nadie parecía poder hablar. Todos miraban a Walter Castillo recoger
sus cosas con ademán de irse sin dar más explicaciones. Y, aunque todos sabían que
había poco más que decir, parecían querer más. Más mesías.
Miguel se removió en la silla. Se secó el sudor de la cara con la mano. Sudaba
aunque allí, dentro de las paredes gruesas del monasterio, no hacía calor. Cogió la
carpeta de color plomo y el sudor de sus manos marcó inmediatamente sus dedos
sobre ella, como si acabase de firmar allí.
—La teología parece resuelta —dijo Miguel.
Castillo levantó la vista de su maletín para mirarle. Sonreía. Miguel siguió:
—Eso es el qué de este Plan. Pero ¿y el cómo?
—Un dios, Miguel —dijo Castillo—. Estamos creando un nuevo mundo, y
necesitamos un nuevo dios.
Las manos le picaban mucho, la madera de la mesa era áspera. Castillo se
enderezó y le miró fijamente a los ojos.
—Te pedimos que tú seas ese dios.
Miguel sintió que acababan de llevarse todo el aire de aquella sala. Se agarró con
fuerza la madera negra de la mesa. Lo sabía, lo había sospechado desde que Castillo
empezase a hablar de la operación. Había comprendido que no los había llevado allí
para que resucitasen dioses egipcios, ni para que introdujesen un ejército virtual en
Oriente Medio, ni para hacer más experimentos. Sabía que él era el nuevo Hijo de
Dios, el nuevo mesías. ¡Allí no se podía respirar!
Castillo terminó de recoger y se dirigió a la puerta de la sala. Parecía que solo le
hubiese ofrecido un trabajo nuevo en una universidad de pueblo y no necesitase

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esperar su respuesta. Todos lo siguieron con la mirada.
—Ahora tengo que irme —dijo—. Debo supervisar los trabajos en uno de los
emplazamientos. Volveré dentro de cinco días. Entonces nos reuniremos de nuevo.
Os dejo solos durante ese tiempo; he pensado que a todos os gustará meditar sobre lo
que acabo de presentaros. Y sobre vuestra participación en este… —levantó las
manos hacia el cielo, como un predicador en trance— nuevo mundo.
Después, salió.

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CAPÍTULO 29

«Nuevo mundo. Nuevo dios», se repitió Miguel.


Al salir Castillo, la luz del mediodía entró en la sala del monasterio y las caras de
todos, vueltas hacia Miguel, se iluminaron. Todos lo miraban. En silencio. El calor
inexplicable en la sala le presionó el pecho tanto como las miradas ceñudas, fijas, de
todos ellos. Miguel sintió los ojos pendientes de él, de sus reacciones. Parecían
esperar que golpease la mesa, que se pusiese a temblar, a reír, a correr, quizás.
—No sé qué voy a hacer —dijo Miguel, con la voz entrecortada—. No lo sé.
Necesito aire.
Cogió la carpeta gris de la Operación Mesías, se levantó y se dirigió en silencio a
la puerta. Vio que Monica se levantaba tras él. Nadie dijo nada. Cuando llegó a la
puerta, Castillo ya se había esfumado. Miguel se volvió antes de salir. Todos los ojos
le habían seguido.
—Necesito aire —repitió, y salió a toda prisa.
En pocos minutos, Monica y él sobrepasaban la zarza, los monjes, sus barbas,
Mendeléiev, el monasterio entero, subían a uno de los Sokol y pedían al piloto que los
llevase de vuelta al campamento de al-Hakim.
Miguel no dijo nada en todo el trayecto del helicóptero. «Un dios, un dios», se
repetía mientras comenzaba a hojear los papeles de la carpeta gris. Empezó a leer
tímidamente primero, con avidez después. Hasta que aterrizaron.
—Vamos a dar una vuelta —dijo Monica cuando bajaban del Sokol.
Acomodados a la semipenumbra del interior del helicóptero, el sol les golpeó en
los ojos al salir. Miguel cerró los párpados y respiró una bocanada del aire tibio que
se agitaba por el desierto. Sintió cómo este le secaba el rostro y evaporaba las gotas
de sudor que le corrían por la espalda. Vino a su cabeza de nuevo el vídeo de Castillo,
sus palabras como bálsamo, las miradas de todos sobre él al terminar. La brisa
templada del desierto era mucho más fresca sin duda que el aire denso, lleno de ojos,
de la sala del monasterio. Miró a Monica. Ella entornaba los párpados, la cara
golpeada, como la suya, por el sol.
—A un lugar tranquilo —insistió ella—. En el Jeep.
—Te sigo.
Monica se encaminó hacia el vehículo que habían dejado esa mañana a la sombra
de un hangar próximo. Subió de un salto al asiento del conductor y Miguel se sentó
en el del copiloto. Sonrió al verla tan resuelta. Era la Monica de siempre: la
necesitaba así ahora. Le ayudaría a actuar, a decidir, seguro.
Antes de arrancar, Monica abrió una portezuela en el salpicadero y sacó una
gorra. La ajustó a su cabeza con ímpetu, se bajó la visera y arrancó de inmediato. Con

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un giro de ciento ochenta grados, el Jeep lanzó una polvareda de tierra y piedras hacia
las paredes desconchadas del hangar y emprendió el camino.
Poco después sobrepasaban los barracones del antiguo campamento de al-Hakim.
Al pasar junto al dispensario médico, un edificio de ladrillos pardos y pintura
descascarillada, Miguel se quedó mirándolo. Sabía que por dentro, tras aquella
apariencia de ruina, había una réplica de las salas de cuidados médicos del nivel -2.
Unos equipos tan tecnificados como los del sótano de la NASA. Nada era lo que
parecía en aquel rincón del desierto. Todo, ahora lo sabía, estaba preparado para él.
Con la mano, Monica señaló más allá del palmeral del oasis, hacia la primera
colina visible fuera del perímetro de vallas rotas del campamento. Miguel observó la
colina; un montículo truncado por la parte alta en una pequeña meseta. Asintió, le
gustaba aquella colina: era como un mirador al desierto. Monica y él habían ido allí
varias veces durante los últimos días. El reencuentro con ella, su reconciliación, el
sexo, recordó.
Poco después, el Jeep llegó dando sacudidas al puesto de control del
campamento. Miguel y Monica mostraron sus pases a un soldado egipcio y este dijo
unas palabras en árabe a otro joven uniformado que se entreveía más allá de la
polvareda, a la sombra de la caseta. El segundo soldado levantó una barrera con la
mano y el Jeep salió dejando otra nube de polvo.
Miguel se giró hacia atrás con uno de los traqueteos del vehículo y observó el
puesto de control. Los soldados se sentaban de nuevo a la sombra de la caseta y
encendían sus cigarros. Pensó que podrían haber sacado de allí un sarcófago de oro y
aquellos muchachos ni los habrían mirado.
—Se supone que somos arqueólogos. Es nuestra tapadera aquí, ¿no? —gritó
Miguel por encima del carraspeo del motor y los crujidos de la carrocería. Se
mantuvo mirando hacia atrás.
—Eso dijo aquel agente de Castillo, Roth —respondió Monica.
—¿Por qué hay soldados por todas partes?
—No sé. Cosas de la CIA.
—¿La CIA nos controla con soldados egipcios?
—¡Y qué sé yo! Castillo, sus planes secretos, él sabrá.
Otro Jeep salió del campamento. Miguel, entornando los ojos, pudo distinguirlo
entre la estela de polvo de su vehículo.
—Nos siguen —dijo.
—Supongo que no quieren que pierdas eso —dijo Monica. Miguel miró a la
carpeta que llevaba en las manos—. O que te la roben. Debiste dejarla en el
campamento, es alto secreto. Ya deberías saber esas cosas…
«Soy un midas, nadie me puede robar nada», pensó.
Observó la carpeta. Le gustaba su cubierta plomiza, las letras rojas. Las huellas de
sus dedos marcadas en el papel gris como en un contrato firmado. Por lo que se leía
en las referencias, la carpeta era solo un resumen de tomos y tomos de

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especificaciones y planes. Una obra colosal de ingeniería religiosa, institucional,
política… Algo propio de faraones, por supuesto.
Después de atravesar el palmeral de al-Hakim, dejaron el camino y empezaron a
subir por el terreno pedregoso hacia la parte alta de la colina truncada. Pronto
llegaron a un punto, a unos doscientos metros de la cima, en el que no podían seguir
con el coche. Monica bajó, se quitó la camisa, la tiró al Jeep, se estiró la camiseta sin
mangas y empezó la subida a pie. Miguel la siguió; los faraones y los tomos de la
Operación Mesías aún llenaban su cabeza. El Jeep que los seguía paró en el camino, a
los pies de la colina, y dos hombres, dos supuestos arqueólogos vestidos con la ropa
de color caqui de todos los supuestos arqueólogos del campamento, bajaron de él. Se
sentaron a la sombra del coche, con los brazos cruzados, y se quedaron observando
en la dirección de Monica y Miguel.
—De la CIA —dijo él, mirando hacia abajo, con la respiración forzada. Después,
continuó la subida.
Cuando llegaron arriba sudaban mucho. Monica se quitó la gorra y empezó a
abanicarse. Movió la cabeza para soltar el cabello apelmazado. Miguel observó
ondular su pelo negro de actriz italiana. Era como en Granada, pensó, el día en que la
conoció, disfrazada de turista con gorra. Tan sensual como entonces. Más,
probablemente. La camiseta caqui sin mangas se ceñía a todas sus curvas. El sudor
humedecía su espalda y brillaba en pequeñas gotas sobre su cuello y sus hombros.
Sobre su escote, mojando el pequeño crucifijo de oro. El olor suave de Monica llegó
a Miguel. De nuevo, el recuerdo del sexo de esa mañana le hormigueó en las piernas.
Miguel sintió que se le contraía el abdomen, los músculos, las manos.
Entonces, notó en sus dedos el tacto áspero de la carpeta.
La carpeta gris. Su misión. Un dios.
Y el hormigueo producido por la camiseta húmeda de Monica desapareció.
Monica dejó de abanicarse; se sentaba en una roca casi al borde de la meseta.
Miró hacia el desierto. Estaba seria. Miguel se sentó junto a ella y observó también.
Hacia el este solo se veían llanuras baldías y pedregosas, lomas ocres y una línea
irregular, azulada, de montañas resecas y chatas más allá.
—Me recuerda el paisaje del desierto de Nevada —dijo Miguel—. El ejército
virtual.
Monica no respondió.
Miguel rememoró la imagen de los batallones de soldados falsos, los carros de
combate, los helicópteros en el desierto; aparecían de la nada. Respiró profundamente
y dejó escapar el aire despacio, casi silbando. Después se imaginó a su nuevo ejército,
un ejército de fieles que le seguían, escuchaban sus enseñanzas, le adoraban; él,
predicando, subido a una colina como aquella. Casi podía verlos allí, mientras lo
proclamaban el nuevo mesías. El único. «Necesitamos un nuevo dios», volvieron las
palabras de Castillo.
—¿Qué piensas? —preguntó Monica.

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Miguel pestañeó y su muchedumbre de fieles se fue.
—Nada —respondió.
—Lo que nos ha contado Walter…
—Mira —interrumpió Miguel, señalando un párrafo en una página de la carpeta.
Monica miró hacia donde le señalaba.
—Es parecido a lo del ejército virtual. El plan es bueno —dijo Miguel—. Primero
creo una muchedumbre de adeptos virtuales; luego, se sumarán adeptos reales:
curiosos, chiflados al principio, y menos chiflados después, vendrán y se unirán a mi
doctrina. Después empiezo a hacer prodigios, cruzo el mar Rojo con todos ellos,
como Moisés. Éxodo 14: 16-30… ¿Ves?, por aquí —señaló un punto en un mapa.
—Ya —dijo Monica, mirando al mapa y a Miguel alternadamente.
—Tiene que empezar en Egipto, claro, aquí empezó todo…, o casi todo. Mira,
está documentado en este párrafo. Citas por todas partes: el Antiguo Testamento, La
Torá, el Corán… Parece creíble.
Se miraron a los ojos. Sobre la ceja derecha de Monica, una arruga ínfima.
Miguel volvió a hojear la carpeta.
—¿Hemos subido aquí para que estudies esos papeles? —preguntó Monica.
—¿Cómo? —dijo él mientras desplegaba otro mapa.
—¿Te parece buena idea todo eso de la Operación Mesías?
Miguel no respondió. Contemplaba el mapa.
Entonces, Monica, de un tirón, le quitó la carpeta de las manos y Miguel siguió el
recorrido de esta con la boca entreabierta. Hasta toparse de nuevo con la mirada de
ella.
Estaba muy seria, sus ojos azules, ahora completamente comprimidos por las
cejas, parecían preparar la reprimenda. Reñirle como a un niño, pensó Miguel, una
vez más; como había estado haciendo antes de llegar a Egipto. «Otra vez, no», se
dijo; casi podía oír las acusaciones saliendo de su boca aún cerrada por los labios
tensos. Hacía un momento hubiese practicado con ella cualquiera de sus juegos
sexuales sobre esa misma roca. Ahora, en cambio…
—He preguntado si te gusta la idea de la Operación Mesías —dijo Monica.
—No te entiendo.
—Que si la vas a llevar a cabo. Eso es lo que Walter nos ha pedido que
decidamos.
Claro que le gustaba la idea, pensó Miguel.
—Te miré durante la proyección del vídeo —respondió—. Parecía que a ti sí te
gustaba.
Monica volvió a mirar hacia el desierto. Negó con la cabeza y dijo:
—Me parecería lo mejor del mundo que algunas creencias pudiesen reconciliarse.
Algunos pueblos…
—Ya. Pero no crees que yo pueda hacerlo —dijo Miguel, mientras recuperaba la
carpeta de las manos de Monica.

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Ella se la cedió sin resistencia y Miguel la colocó en su regazo. Se miraron de
nuevo.
—Tú eres casi un dios. Ya te lo dije en el avión. Pero…
—Yo no veo nada malo…
—No lo has pensado, ¿verdad? No, supongo que no.
Monica entornó los párpados, concentrando su mirada sobre los ojos de él, como
si quisiese que sus convicciones se transmitieran a través del aire. Miguel, entonces,
dejó que los sentimientos de Monica penetrasen en su cerebro.
Percibió su miedo, un miedo condensado, que casi se podía tocar, sólido, dentro
de ella. Tiritó, sin apartar su mirada de la de Monica.
—Sería una burla hacia todos los creyentes —dijo ella—. Y hacia Dios.
—Dios… —repitió Miguel.
Ella era creyente. «La religión, claro», pensó. ¿Se sentía ofendida? No, no podía
ser solo eso.
—Tú no eres un dios. Eres humano, lo sabes, terminarás haciendo algo mal,
equivocándote.
«No soy Dios —se dijo—. Solo un hombre, por supuesto».
—Y sería la dominación de la humanidad —insistió Monica. Ahora, Miguel
percibió con mucha más claridad su miedo. Y su pena—. El hombre dejará de ser
libre si tú intervienes, terminarás controlando su destino. Es una aberración. Eso, si es
que consigues controlar tu poder…, tu propio destino. No eres Dios —repitió.
Miguel apartó su mirada y se esforzó en dejar de sentir lo que ella sentía, dejar de
ver dentro de ella. No le gustaba. Contempló el horizonte de nuevo, aquel desierto
que él ya había llenado antes de ejércitos y que ahora podría llenar de fieles.
«Necesitamos un nuevo dios», sonaron de nuevo las palabras firmes de Walter en su
cabeza.
—A tu amigo Vincent sí le gustaba la Operación Mesías —dijo Miguel, de
pronto.
—¿Pero Vincent qué tiene que ver…?
—Venía con Walter. Tu amigo es de los suyos.
—¡No es mi amigo!
—Ya.
Miguel acarició la carpeta gris sobre sus piernas.

***

Gorlov cerró con un golpe la carpeta gris que les había dado Castillo unas horas
antes. Decidió que ya había leído suficiente.
Dentro de la sala antinflexores de al-Hakim hacía un calor de horno a medio gas
que no tardaría en tostar sus cerebros, pensó. Levantó la cabeza, se secó el sudor de

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las sienes con el reverso de la mano y miró a sus compañeros. Fred y Eugene sudaban
también.
Pero no podrían hablar fuera, estaba convencido. Walter contaba con Vincent. Y
si Walter tenía un telépata también tendría inflexores con percepción extrasensorial
que oirían todo lo que hablasen fuera de la sala. Había que quedarse en el horno.
Gorlov dejó la carpeta gris sobre la mesa. Eugene, sentado frente a él, se había
quitado las pequeñas gafas redondas y las limpiaba con un pañuelo. Mientras lo hacía
miraba a las paredes doradas, al techo, al suelo, a todas partes. Empezaba a parecer
un ratón en una jaula.
—¡Eugene! —exclamó Gorlov.
Barrett dio un respingo, dejó de manosear las gafas y lo miró con los ojos muy
abiertos. Después dijo:
—Esta es una sala antinflexores auténtica, ¿verdad?
—Ya has visto las paredes. Y la maquinaria ahí fuera.
—¿Y si la han desconectado? —Barrett se puso las gafas.
—Se notaría, Eugene. Eso se nota: el zumbido, la estática, la piel erizada…
—Pero si yo fuese la CIA…
Barrett se calló de pronto y miró en dirección a Fred con sus pequeños ojos por
encima de los cristales redondos.
Gorlov también observó a Fred. Por supuesto: la CIA. Pero Fred no era como el
resto de la CIA.
Sentado en el otro extremo de la mesa rectangular, Fred contemplaba los papeles
de su carpeta grisácea. Respiraba sonoramente por la nariz. Los músculos de su cara
estaban marcados, contraídos sobre la mandíbula. La cara redondeada de su padre, de
reverendo de pueblo, que parecía haberse fijado en sus facciones durante los últimos
años, casi había desaparecido ahora.
En ese momento, Fred levantó la vista y exclamó:
—¡Para esto nos quería Walter! —Sostuvo la carpeta casi en horizontal, a la altura
de su mandíbula tensa—. ¡Este despropósito!
Gorlov sintió un frío imposible, antiguo, que parecía venir de los inviernos del
pasado. Los ojos azules de Fred, como perdidos en alguna tarde de niebla en
Leningrado. Aquella misma expresión. Una gota de sudor bajó por la sien del
científico. No hacía calor en Rusia. Gorlov vio la imagen de Fred apuntando con su
Colt a la cabeza de Sergei. La expresión helada había vuelto ahora a su cara, la del
joven agente de los servicios secretos norteamericanos que él había conocido en
Rusia.
—Tú eres de la CIA —dijo Gorlov—. No puedes hablar así de una de sus
operaciones.
—¡Yo estoy apartado de esta operación! —retumbó la voz grave de Fred—.
¡Estoy apartado de todas! Si no fuese porque hago el papeleo en San José me habrían
jubilado hace años. —Dio un golpe con la carpeta sobre la mesa—. Es Castillo quien

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manda aquí, tú lo sabes. Y lo que está haciendo… Esto no es limpio. No lo es. Esta
operación de guerra no la ha aprobado el presidente.
Fred agarró su carpeta gris con las dos manos y la miró, muy serio. Parecía que la
iba a hacer pedazos.
—No es una operación de guerra —intervino Barrett con una voz aguda y tímida,
como de niño.
—Es algo muy parecido, Eugene, créeme —dijo Fred, apaciguando su voz de
titán—. Yo sé cómo funciona Washington. Una operación así… Habría huellas,
movimiento, en el Pentágono, en Langley, en el Capitolio, por todas partes. En la
mismísima Casa Blanca. Y no hay nada. Todavía tengo mis contactos. Están todos
demasiado tranquilos. No, esto no es limpio, te lo aseguro.
Gorlov estaba de acuerdo. Pero también sabía que nada era del todo limpio o
sucio cuando se trataba de operaciones tan ambiciosas como poner un nuevo dios en
el mundo. Encogió los hombros y dijo:
—Puede que piensen informar al presidente cuando tengan los primeros
resultados. Justo después de empezar, en un límite en el que el jefe pueda tomar la
decisión última. O que le parezca que decide. Yo lo haría así.
—El presidente nunca autorizará esto —Fred volvió a levantar la carpeta hacia
Gorlov.
Gorlov negó con la cabeza, despacio, y dijo:
—Fred, tú y yo hemos trabajado para los servicios de inteligencia de nuestros
países. —Fred comprimió las cejas y varias arrugas carnosas se formaron en su frente
—. Los dos sabemos los intereses que mueven a nuestros políticos, a cualquiera en
las altas esferas. ¿De verdad piensas que este mecanismo de poder puede ser
rechazado por motivos… nobles? ¡Vamos, Fred!
Windhorst volvió a apretar los músculos de sus mandíbulas. Observó de nuevo la
carpeta. Después, hizo un rollo con ella; sus manos robustas la cubrieron por
completo como una pinza de desguace a un automóvil. Respiró con fuerza por la
nariz, una vez. Entonces miró a Gorlov y le apuntó con el rollo de papel.
—Puede que en la Unión Soviética pensaseis así —exclamó—. Los del Partido
erais todos unos ateos. Pero en mi país creemos en Dios, lo sabes. Hay millones de
creyentes allí; y en todo el mundo. La fe de la humanidad usurpada por un… ¿mesías
de diseño? ¿Crees que el presidente va a autorizar eso? Es… ¡es una blasfemia!
Díselo tú, Eugene.
—Yo…, yo no soy muy religioso, Fred —dijo Barrett—. Pero, Vladimir, eso es
cierto, somos un país creyente.
Gorlov miró a Barrett en silencio. Y volvió a negar levemente con la cabeza. No
podían ser tan ingenuos.
—No pienso discutir con vosotros sobre religión —dijo—. Creo que estáis de
acuerdo conmigo en que no debemos permitir…

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—¡Desde luego que no lo pienso permitir! —exclamó Fred—. Haré que lo sepa el
presidente. Ahora mismo iré…
—¡Fred! —interrumpió Barrett, cuando Windhorst casi se levantaba de la mesa
metálica.
—¿Qué?
Fred lo miró y se detuvo. Barrett empujó sus gafas hacia arriba con el índice.
—Hay algo… —dijo Barrett, contemplando su carpeta de color plomo con la
boca arqueada hacia abajo, como si fuese un objeto sin valor—. No sé, ¿de verdad
creéis que esto puede funcionar? —Después, miró a Gorlov—. El presidente no es
estúpido (bien, estoy de acuerdo: puede ser ambicioso); pero… la paz mundial que
vende Walter, ¿pensáis que se va a conseguir por tener un nuevo dios? —Fred lo
observó, sin decir nada, ladeando la cabeza hacia la izquierda. Gorlov asintió—.
Quiero decir: en cuanto se establezca esta religión del nuevo mesías, si es que eso se
consigue, aparecerán facciones, tarde o temprano, seguro: cismas, escisiones, grupos
disidentes, herejes, separatistas, nuevos credos, santones, iluminados, profetas al
abrigo del mesías que luego renegarán de él… Todos con ganas de poder. Y
establecerán sus nuevos credos. Así ha pasado siempre, toda la historia. —Fred
enderezó la cabeza. Barrett volvió a empujar sus gafas hacia arriba con el índice—.
¿No lo veis? En cuanto Miguel desaparezca, nacerán divisiones de su propia religión.
Muchas. Y entre todos volverán a saturar el planeta con guerras y pueblos
irreconciliables. Eso por no hablar de las guerras económicas, políticas. ¿Un credo
universal para conseguir la paz completa? —Barrett sonrió; su sonrisa pequeña de
ratón—. No —dijo con una vocal abierta, llena menosprecio—, esto no hay quien se
lo crea. Y menos el presidente. Es tan infantil: creer que un dios va a unir a la
humanidad. —Sonrió mucho más—. Imposible.
Hubo unos segundos de silencio después de la exposición de Barrett. No era
habitual que se expresase tan elocuentemente, pensó Gorlov. Ni que hablase sobre sus
ideas más allá de sus cálculos, sus aparatos y sus gráficas de colores.
«Sus ideas. Ideas equivocadas», se dijo Gorlov. El calor se hacía por momentos
más denso en la sala metálica. Notó que otra gota de sudor bajaba entre la piel del
pómulo y la pasta negra de las gafas. Pensó en quitárselas, pero no lo hizo. Sintió
prisa por terminar aquella discusión. Pronto el calor les impediría respirar y los
obligaría a salir de allí.
—Todas las guerras son económicas, Eugene —empezó diciendo Gorlov, con la
mirada fija en Barrett—. Pero este nuevo dios podría cambiar las cosas. —Gorlov vio
que Fred se enderezaba, con el ceño carnoso nuevamente apretado—. Fred, no
pretendo ofenderte, ni discutir ahora sobre teología. Dejadme explicaros.
Fred cruzó los brazos como vigas delante de su pecho. Gorlov recuperó su carpeta
gris de la mesa metálica y buscó entre los papeles. Cuando encontró la hoja que
buscaba, puso la carpeta abierta sobre la mesa. Vuelto el texto hacia Fred y Barrett,
Gorlov señaló con su dedo huesudo un párrafo. Los dos se inclinaron sobre la mesa.

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—El sujeto midas será un dios inmortal —leyó Barrett en voz alta— que
resolverá con su presencia y los milagros de su obra todas las dudas de fe, las
divisiones en su religión, en su pueblo y en toda la humanidad. Y sobrevivirá muchos
siglos, el tiempo necesario para encontrar a otro midas que pueda seguir con su obra
cuando él decida voluntariamente descansar…
Barrett asintió. Después dijo:
—No lo había visto. Si es inmortal, quizás haya una oportunidad de que perdure.
—¡Sigue siendo una blasfemia! —tronó Fred.
—¡Voluntariamente! —dijo Gorlov, y volvió a apuntar con su dedo hacia el
párrafo que acababan de leer. Golpeó con la yema arrugada sobre la palabra
«voluntariamente».
Fred y Barrett volvieron a observar el párrafo.
—¿Creéis que alguien va a vivir varios siglos haciendo lo que voluntariamente
considere el bien para la humanidad? —preguntó Gorlov—. ¿Para luego pasar el
testigo a otro dios? ¿Voluntariamente? ¿Otro dios que haga su propio bien?
Fred lo miró en silencio, volvió a ladear la cabeza. Barrett se quitó de nuevo las
gafas y empezó a limpiarlas, mirando también a Gorlov.
—Castillo debe de tener un medio para dominar la voluntad del midas. No sé
cuál, pero seguro que lo tiene. No puede arriesgarse a que Miguel ejerza su propia
voluntad. Nadie construye un misil y lo pone a volar sin control de navegación, ¿no?
—Lo va a controlar todo él —dijo Barrett, abriendo mucho los ojos, como si
pudiera ver al fin. Dejó de manosear sus gafas.
—Por supuesto —dijo Gorlov.
—Va a controlar a Miguel —dijo Fred.
—Y si vuestro presidente no quiere utilizarlo —añadió Gorlov—, Castillo lo hará.
¿Crees que va a guardar su arma en un hangar polvoriento como esos de ahí fuera?
Lo utilizará para dominar a la humanidad. Un dios que lo entrone a él. Hasta que
alguien consiga arrebatarle el control. Otro que lo usará para lo mismo. Hasta que
muera y otro herede el control, o se lo robe. Siempre el control. El poder. El control
del poder de un dios. ¡Un dios! —exclamó Gorlov.
—Una religión —dijo Fred, con la voz profunda, pero apagada.
—Un dios, Fred, un dios.
Hubo unos segundos de silencio. Calor creciente, los distorsionadores cuánticos
erizaban sus pieles. Las paredes doradas de la sala parecían emitir microondas para
cocerlos allí.
—Muchos reyes y un midas para concederles sus deseos —siguió Gorlov—. Pero
algún día, uno de los reyezuelos se equivocará y pedirá al midas algo cuyas
consecuencias no estén bien calculadas. —Eugene y Fred lo miraban, muy atentos—.
Y destruirá el universo entero —concluyó Gorlov.
Fred presionó entre sus manos el rollo que había hecho con la carpeta, hasta
hacerlo crujir y doblarse. El calor parecía congestionar su rostro, pero sus ojos

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pequeños y azules permanecían fríos. Desenfocó la vista y la ancló en algún punto del
infinito entre él y la mesa metálica de la sala antinflexores. «Esa expresión —recordó
Gorlov—. Los días de niebla de Leningrado».
Sintió el sudor empapando su mejilla donde esta tocaba sus gafas rusas. Entonces
se las levantó un poco para secarse y vio que Eugene volvía a limpiar las suyas.
Cogió su carpeta de la mesa y la cerró. Sobre el fondo plomizo de la cubierta,
observó las palabras TOP SECRET escritas en rojo brillante bajo el emblema de la
CIA.
El águila, la estrella de dieciséis puntas… La CIA, pensó. No era muy probable
que la Agencia fuese a dejar a Fred actuar por su cuenta. Miró a su amigo: este ahora
dejaba el rollo de papel gris y maltrecho sobre la mesa, con parsimonia, y metía una
mano bajo su chaqueta. Lo más seguro era que Fred no consiguiera acercarse al
presidente ni a nadie que pudiese parar a Castillo a tiempo. «Miguel», pensó, él era la
única esperanza.
—Hay que convencer a Miguel de que se niegue a colaborar —dijo Gorlov—.
Toda la operación depende de él.
Barrett se enderezó en la silla, mirando hacia el bulto que formaba la mano de
Fred bajo la chaqueta arrugada y beige del atuendo de arqueólogo.
—Convencer a Miguel, sí. O a Walter —dijo Fred, despacio, casi en un susurro,
con la mano escondida y los ojos todavía perdidos en el mismo punto etéreo y
caldeado de la sala antinflexores.
Gorlov lo observó. Podía imaginar lo que Fred estaba buscando bajo su chaqueta.
Incluso lo que estaría pensando. Fred parecía tranquilo al fin.
—Es muy probable… —dijo Barrett. Tosió y se tocó la garganta— que ya se haya
convencido él mismo, Miguel. —La sonrisa de ratón volvió de forma fugaz a su cara
y desapareció después. Sus manos volvieron a la limpieza de las gafas—. Es un buen
muchacho, ¿no creéis?
Gorlov negó levemente con la cabeza. Después volvió la vista al bulto de la
pistola bajo la chaqueta de Fred.

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CAPÍTULO 30

Miguel lo vio de espaldas: su silueta oscura y esbelta, las manos cruzadas por detrás.
De pie, quieto, sobre el terreno allanado que se usaba como helipuerto, Vincent
parecía mirar hacia algún punto del horizonte. Al norte. Miguel se dirigió a su
encuentro. Junto a los barracones de la derecha, se veía a varios soldados egipcios
haraganeando en un puesto de guardia. Nadie más en el campamento a esas horas de
la madrugada.
El amanecer del desierto era frío, muy frío. Ya se lo había advertido Vincent
cuando hablaron, la tarde anterior. «La chaqueta», recordó; pero no era momento de
volver a buscar la chaqueta que había olvidado en el dormitorio. Tiritó mientras se
frotaba los brazos erizados, descubiertos por la manga corta de la camisa caqui. A
pesar de aquel frío, intentó convencerse de que la invitación para ir a ver
emplazamientos era una buena idea. Lo que ahora necesitaba era otra perspectiva de
la Operación Mesías. Tiritó de nuevo. No pensaba volver atrás solo por una estúpida
chaqueta de lino. Además, podrían descubrirle.
Había tenido que salir casi a escondidas del edificio donde se alojaban los del
SSR. Si los otros supiesen que se iba a dar una vuelta en helicóptero con Walter y
Vincent… No lo entenderían. Castillo era el enemigo para ellos. Su plan, lo
consideraban diabólico, poco menos. «Un plan de guerra», había dicho Fred. Sí, en
cierto modo podía considerarse una invasión pacífica de todo el planeta. Pero
invasión, en definitiva. Miguel estaba ya a unas decenas de metros de Vincent. Este
seguía embelesado en la línea quebrada del horizonte. Miguel tiritó de nuevo.
También le preocupaba, desde luego, la idea de que Castillo o la CIA, o Vincent, por
qué no, o todos ellos juntos, solo intentasen controlarlo, dominar su poder para sus
propios fines. Vladimir había intentado convencerlo de ello. Pero su explicación le
habían parecido una más de sus teorías científicas: muy sencilla, muy comprensible.
Pero llena de mentiras. No le convenció.
«Soy un midas, nadie me puede controlar si yo me opongo», se dijo.
Metió las manos en los bolsillos y sintió cómo lo recorría otro temblor. En ese
momento, al dar el siguiente paso, le dio una patada a una piedra que salió rodando y
casi golpeó a Vincent. Estaba a varios pasos de él y la piedra siguió rodando delante
de sus pies. Pero el telépata no se volvió, como si le estuviese dando la bienvenida de
espaldas. Era raro, Vincent. Asustaba un poco, como siempre. Todos, de hecho,
habían intentado asustarlo.
Pero ahora todos dormían. Excepto ellos dos.
—Hola, Vincent —dijo Miguel—. ¿No ha llegado?
Vincent se giró sin sorpresa alguna, y lo miró como si lo hubiese estado viendo
acercarse con algún ojo que tuviese en la nuca.

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«No puede evitarlo. Siniestro».
—Buenos días, Miguel —respondió Vincent, con una voz débil pero firme, como
si le hablase al oído. O dentro de la cabeza—. No tardará, Walter es muy puntual.
«Se conocen bien».
Vincent se quedó mirándolo en silencio: sus ojos demasiado negros, como de
extraterrestre; su faz pálida, de ángel gótico. Olía a colonia de niños.
—Podemos hablar por telepatía, si quieres —dijo Vincent al fin—. He oído que
dominas la técnica.
«Ni lo sueñes», pensó Miguel.
—Sí, bueno —dijo—, puedo hacerlo. Pero… preferiría no usar la telepatía. No
me gusta utilizar las inflexiones fuera del Proyecto; ya me entiendes: fuera de los
experimentos —mintió. Le encantaba jugar fuera de los experimentos, pero no
pensaba decírselo. «Dentro de mi cabeza otra vez —se dijo—, ni hablar».
—Entiendo. —Vincent volvió a mirar hacia el horizonte. Parecía ver el
helicóptero de Castillo, aunque allí no se veía nada.
—Y, además, todavía me dura el susto que me diste en la caja —dijo Miguel, y
simuló una risita, nasal, mínima. Se le ocurrió que bromear sobre aquello era una
buena forma de entablar una conversación civilizada con aquel inflexor oscuro con
olor a bebé—. Cuando me diste la bienvenida al Proyecto, ¿recuerdas?
—Fue idea de los científicos —dijo Vincent. Seguía mirando al horizonte—.
Ellos diseñaron ese experimento para culminar tu captación. Yo no pretendía
asustarte. —Sonrió sin apartar la mirada del norte.
De pronto, Miguel pensó que Vincent había perdido todo su aspecto siniestro. Su
sonrisa había transformado completamente su cara, como si fuese otro. Ahora solo se
percibía un joven de facciones rectas y bellas y pose sosegada que contemplaba el
desierto en silencio. Miguel comprendió en ese momento que a Monica le hubiese
resultado atractivo alguna vez. Si es que había sido así. Aunque ahora ella lo odiaba
por haberse unido a Castillo.
—¿Qué piensas? —preguntó Miguel.
—¿No quieres que hablemos por telepatía, pero quieres saber lo que pienso? —
dijo Vincent, aumentando su sonrisa. Miró a Miguel.
Miguel sintió que la vergüenza le calentaba la cara. «¿Qué piensas?» —se dijo—.
Es lo que le pregunta cualquier jovenzuela a su novio del instituto. ¿Cómo se me ha
ocurrido preguntarle esa estupidez?
—Pienso en la Operación Mesías —respondió Vincent, rápidamente—. Desde
que Walter me dio los detalles no he podido pensar en otra cosa.
—Yo tampoco —admitió Miguel.
Empezaba a gustarle hablar con Vincent. Se sentía más libre, más relajado. Se
notaba que a este nadie lo presionaba, que podía pensar, sacar sus propias
conclusiones. Y Vincent tampoco lo presionaba a él.
—Debes de estar orgulloso de tu misión —dijo Vincent.

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—¿Orgulloso? —Eso no lo había oído hasta ahora.
—Yo solo seré un apoyo para algunos efectos de transmisión telepática. Es lo
único que sé hacer. Pero tú… Te envidio. —Vincent se giró y volvió a contemplar la
nada en el horizonte nítido al norte del campamento. Un golpe de olor a colonia de
bebés acarició la cara de Miguel como una brisa fría.
«Me envidia», pensó. Él también miró hacia el norte. La claridad crecía muy
deprisa por el este y ya iluminaba parte del horizonte que ellos observaban. El sol
saldría pronto. Entonces apareció un punto negro superpuesto a la línea quebrada del
cielo; pero Miguel no le prestó atención. Vio que Vincent ponía una mano sobre las
cejas, formando una visera, y entornaba los ojos.
—¿Por qué me envidias? —preguntó.
—Tu misión —dijo Vincent sin mirarle—. Eres el medio para construir un mundo
mucho más justo: sin guerras santas ni cruzadas, ni pueblos elegidos, ni gentiles ni
infieles. Nada de eso. —Miguel tiritó—. Un mundo —siguió diciendo Vincent— con
una religión única que no diferencie a los hombres. Una religión creada con
inteligencia, controlando cada detalle, diseñada científicamente para unir a todos los
pueblos.
Miguel sintió que el vello de los brazos se le erizaba. Lo achacó al frío. Se metió
las manos de nuevo en los bolsillos del pantalón caqui y volvió a mirar hacia el
horizonte donde Vincent parecía encontrar aquellas palabras. En realidad, pensó,
sonaban como extraídas de una de las arengas de Castillo. Pero le gustó oírlas. Pensó
que también él podría sentirse orgulloso de sí mismo si conseguía ese objetivo del
que Vincent hablaba. El punto negro del horizonte había crecido, era mucho más
visible ahora. Él era un midas, el Efecto Midas. Él podía hacerlo posible: un mundo
idílico; podía hacer cualquier cosa que imaginase. Era su deber.
—Soy creyente, ¿sabes? Metodista —dijo Vincent de pronto, como si acabase de
recordar ese dato.
Miguel abrió mucho los ojos.
«¿Metodista?».
La religión. Otra vez. Allí estaba de nuevo, pensó, y negó con la cabeza. No lo
había esperado de Vincent. Pero allí estaba; como todos. La religión volvía a cargar
contra él. Una religión de verdad, le diría ahora, estaba seguro, no como la suya, una
que no había sido programada y preparada con tanta meticulosidad. De eso le
acababa de hablar. Vincent había conseguido despistarlo muy bien con sus halagos.
Otro embaucador intentando adoctrinarlo.
El telépata levantó el brazo derecho y señaló con su dedo índice en dirección al
punto negro en el cielo. Miguel no quiso mirar hacia allí; miró a Vincent y torció el
gesto. Ya estaba cansado de toparse con las otras religiones únicas, tan falsas,
pensaba, como la de la Operación Mesías. Y siempre apuntándole como pecador.
Eugene le había dicho que despreciaría a todos los creyentes del mundo si aceptaba
unirse al plan de Walter; Fred que le dolería que pisase su fe y la fe que su padre

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había predicado para ayudar a los demás; Vladimir, que su religión solo serviría para
que los poderosos dominasen más al pueblo. «¡Como si a las otras religiones no les
importase el pueblo! ¡Dominarlo, claro!». Monica, que ofendería al hombre libre y a
Dios. «Pero ¡si cada uno tiene un dios distinto! ¡Dioses que los esclavizan! —pensó,
y sintió ganas de escupir sobre la arena del helipuerto—. ¡Más se ofenden entre ellos,
que comparten un dios que es casi el mismo y a la vez lo rechazan! ¡Hipócritas! Pero,
claro, tienen sus instituciones bien pomposas y seculares que los cobijan y negocian
qué es ofensa y qué no lo es. ¡Ja! ¿Qué van a hacer?, ¿no dejarme entrar en el club?».
Estaba seguro de que cualquier creyente, de cualquier religión, credo, escisión,
rama, grupúsculo, se uniría al coro de acusadores que ahora le señalaban con sus
dedos índices como púas. Todos intentarían convencerle de que sus múltiples
religiones verdaderas, sus múltiples dioses únicos, eran más auténticos que él. No
pensaba aguantar más reprimendas religiosas mojigatas. Se rascó las palmas de las
manos sin sacarlas de los bolsillos.
Después, concentró la mirada en el punto negro del horizonte: este se había
convertido en un Sokol enorme que estaba casi encima de ellos. Supuso que Vincent
le diría ahora qué podía esperarse de un metodista embadurnado con colonia de bebé.
No sabía muy bien qué era un metodista. Ni le importaba, desde luego. El helicóptero
estaba cayendo sobre ellos. Aún no sentían el viento de las aspas, pero Miguel estaba
seguro de que el aire los iba a golpear en ese instante.
—Soy creyente —repitió Vincent—. Y creo que tú eres el Mesías.
En ese momento, Miguel notó en su cara y en su pecho el golpe del aire que
desplazaba el helicóptero. Un golpe violento, ensordecedor, que se introdujo en su
cuerpo por la boca, la nariz, y lo empujó hacia atrás, haciéndole casi perder el
equilibrio. Aquel golpe ahogado le hizo sentir algo parecido a un cambio de estado de
su materia. Como una revelación. «Tú eres el Mesías». Las palabras de Vincent lo
golpearon junto con el viento del helicóptero.

***

Castillo los vio por la ventanilla del helicóptero: Vincent y Miguel junto al helipuerto.
Miguel se tapaba la cara.
«¡Perfecto!», se dijo Castillo. Era lo que esperaba, poder hablar con Miguel sin
los científicos delante. Vincent lo había hecho bien, parecía que lo había convencido.
O quizás era que Miguel estaba dispuesto a dejarse convencer. Mejor.
El helicóptero aterrizó y Castillo abrió la compuerta. Asomó medio cuerpo fuera
del aparato. Sabía que no podrían oírle. Con una de sus manos se aferró a una
agarradera y con la otra gesticuló para indicarles que subieran. Vincent miró a Miguel
y señaló al helicóptero; después empezó a caminar hacia él con la cabeza baja.
Miguel lo siguió, cubriéndose el rostro.

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Al subir al aparato, Castillo les dio sendos cascos como el que llevaba él. Vincent
y Miguel se los pusieron de inmediato.
—Hola, Miguel, me alegro de que vengas con nosotros —dijo Castillo al
micrófono de su casco—. Vamos a ver el lugar por el que cruzaréis el mar Rojo. Te
gustará. ¿Qué tal todo por el campamento? ¿Mucho revuelo estos días?
—Soltaste la bomba y te fuiste. —Castillo oyó la voz de Miguel, metálica, por los
auriculares del casco.
—Pensé que sería mejor así: irme para dejar un tiempo de digestión. No te
preocupes, todo se calmará. Los grandes cambios siempre asustan al principio.
Deliberadamente, Castillo dio por hecho que Miguel aceptaría; pensaba tratarlo,
de hecho, como si ya hubiese aceptado. Era su estrategia de venta. Miguel necesitaba
seguridad. Por los informes que había recibido sabía que el museo de viejas glorias
científicas y su novia habían invertido todo el tiempo de reflexión en minar la poca
seguridad que pudiera tener. Le mostraría, más allá del desierto, el lugar del primer
prodigio. Eso sería más convincente que los sermones de los científicos.
El helicóptero sobrevoló las pequeñas colinas áridas al nordeste del campamento
y en poco tiempo llegó a una región llana y arenosa. Al fondo se veía el mar.
«Primer milagro», se dijo Castillo.
Cuando se acercaron a la playa, señaló hacia una lengua alargada de agua que se
adentraba en la tierra formando una bahía con un estrechamiento. Allí el helicóptero
redujo su velocidad hasta casi detenerse en el aire.
—¡Bahía de Suez! —Castillo oyó su propia voz metálica por los auriculares.
Señaló un farallón que sobresalía junto a la orilla, al final de una pequeña playa—.
Algunos historiadores griegos y hebreos creían que fue por ahí por donde cruzaron
los israelitas cuando huyeron de Egipto. Otros piensan que lo hicieron más al sur
—Creo que el informe menciona algo de Flavio Josefo, Heródoto… —empezó a
decir Vincent.
—Da igual —atajó Castillo—. La roca al borde de la playa es un buen sitio para
subirse a dividir las aguas. Es muy efectista.
Miguel miraba embelesado hacia abajo, hacia la roca y el mar. Castillo pensó que
ahora, seguramente, estaría imaginándose subido allí, dividiendo las aguas como en
una superproducción de Hollywood, y a sus fieles cruzando por el pasillo de mar
desecado. Sonrió.
—Hay que recorrer unas seis millas si se cruza por el estrechamiento, junto a la
boca de la bahía —siguió explicando Castillo—. El otro lado es la península del
Sinaí. Es un sitio perfecto para evocar a Moisés y a su Pueblo Elegido. Hemos hecho
un estudio submarino. El fondo en esa bahía tiene muchos bancos de arena (¿los ves
clarear bajo el agua?) y el resto no es demasiado accidentado. La inflexión que
generes solo debe empujar un poco el mar hacia la costa y crear varios diques
mentales; el camino surgirá prácticamente de debajo de las aguas. Es fácil.

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Miguel lo miró de pronto. No dijo nada, pero en su cara enmarcada por el casco
se veían arrugas de duda. Debía de esperar más explicaciones, claro: dividir el mar…
—Ya, ya sé que no parece tan fácil —dijo Castillo—. Te daremos muchas más
explicaciones, todo lo necesario para que puedas imaginarlo: topografía submarina,
situación de los bancos de arena, dónde colocar los diques. Es cierto, dividir las aguas
no es lo que has visto en las películas, es mucho más complejo, por supuesto. Un
verdadero problema de ingeniería de la imaginación.
Miguel asintió sin decir nada.
El helicóptero sobrevoló la bahía y Castillo siguió dando detalles. Vincent hizo
alguna pregunta, pero Miguel siguió sin hablar. Castillo supuso que opinar sobre
aquello era casi como admitir que era parte de la operación. No importaba que no lo
hiciese todavía: su cara, el interés con que lo miraba todo le decían que lo estaba
convenciendo. Y aún no había empezado lo mejor.
Descendieron y el helicóptero aterrizó sobre la playa del farallón. Vincent y
Miguel bajaron primero.
Cuando se quitó el casco, Castillo sintió que el olor a mar y el aire fresco de la
orilla le desembotaban la cabeza. Respiró despacio, por la nariz. Olió con calma la
brisa. Le encantaba aquel lugar.
—Hemos hecho varias pruebas aquí —dijo Castillo—. Con inflexores
telequinéticos. Consiguieron abrir corredores secos del tamaño de un carro de
combate. Yo caminé por uno hasta allí. —Tiró una piedra al mar y esta se hundió en
las olas, a unos cincuenta pies de la orilla—. Más o menos —añadió—. Tenemos un
sensor cuántico sumergido cerca de ese punto. Y muchos más en toda la bahía.
Miguel miró a Castillo con las cejas comprimidas.
«Ya hablarás», pensó Castillo. Después dijo:
—¿Para qué? Para controlar los efectos secundarios de la inflexión. No queremos
que por mover un poco de agua aquí, tengamos un maremoto en Sudáfrica.
—¿Y está todo bien? —preguntó Vincent.
—Nada de lo que está previsto aquí generará problemas en otros lugares. Como
mucho puede que haya una pequeña tormenta más al sur. Depende del día que
elijamos finalmente para hacer el milagro.
Castillo vio que Miguel miraba hacia el cielo al mencionar la tormenta. Quizás
buscaba alguna nube negra como las que había creado en San José, cuando se cargó
al actor. Pero aquel cielo estaba limpio por completo. Brillante, azul y limpio. No era
un cielo peligroso. Castillo se acercó adonde estaba Miguel.
—No va a haber ninguna muerte —dijo, despacio, mirándole a los ojos, mientras
se sentaba en una roca, con las piernas abiertas. Se sacudió el polvo de los pantalones
caqui de arqueólogo—. Esta ropa… No me gusta nada —dijo, y después volvió a
mirar a Miguel—. No te preocupes, aquí todo está controlado.
Miguel se sentó frente a él, en otra roca.
—¿Aquí? —dijo, rompiendo por fin su silencio.

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Castillo no sonrió por fuera, estaban hablando de cosas graves; su cara, ahora
seria, no se inmutó. Pero por dentro sintió ganas, de abrazar a Miguel. ¡Lo había
conseguido! Se esforzó en respirar despacio.
—Sí —respondió—. Quiero decir que no volverá a ocurrir un accidente como el
de San José.
Miguel giró la cabeza y miró hacia el mar.

***

Miguel miró al mar. Cualquier sitio era bueno para escapar de aquel recuerdo. Seguía
sin poder sostener la mirada de nadie cuando pensaba en la muerte del actor.
—Ya te lo dije en el túnel de viento —oyó que decía Walter—, yo estuve siempre
en contra de aquella prueba.
Miguel hizo un esfuerzo y lo miró por fin.
—Esa no era la forma correcta de estimular tus capacidades —siguió diciendo
Castillo—. Pero no pude evitarlo, todos insistieron: Vladimir, Barrett, Fred… —
Walter pareció dudar; no había nombrado a Monica—. Todos. Tú no eres el culpable
de aquella muerte, pero no volverá a ocurrir. Aquí todo está controlado, créeme.
Miguel intentó sopesar si decía la verdad o solo pretendía atraerlo hacia su causa.
Pero se cansó pronto: no deseaba seguir evaluando a todos los que hablaban con él.
Walter nunca le había hecho ningún mal, al contrario, había sido el único en
preocuparse por sus problemas, desde el principio. Dani, recordó; le había dicho que
lo llevaría a la NASA, al túnel de viento; eso y cosas parecidas.
—Ahora es distinto —continuó Castillo—. Este no es un experimento para tomar
datos con los que seguir cebando los estudios del Proyecto. No, el Proyecto no
tendría sentido sin un beneficio para la humanidad. Los riesgos que ha generado
desde que se creó, y sus consecuencias, incluidas las muertes, serían una burla si se
empleasen solo para rellenar informes baldíos y alimentar la vanidad de científicos
sesudos. —Castillo se levantó, y su voz se elevó con él—. El Proyecto necesitaba un
objetivo, y ahora hay un objetivo, algo mucho más ambicioso que el propio Proyecto
—hablaba en voz muy alta y miraba alternativamente a Miguel y a Vincent, como
desde un púlpito—, algo de lo que enorgullecernos, un legado para nuestra
descendencia: ¡la paz total!
Castillo había absorbido por completo su atención. Vincent lo miraba con la boca
a medio abrir y Miguel… apenas podía moverse. Sintió que necesitaba seguir
escuchándolo, oír más sobre aquel prodigio que ellos podían llevar a cabo. Castillo
siguió:
—El poder del Efecto Midas no se puede desperdiciar. Hay que usarlo para el
gran avance de la humanidad: una religión organizada, controlada. Piénsalo. Puede
que Cristo, Mahoma, Moisés, los otros profetas, los santos de todas las religiones del

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mundo fuesen inflexores cuánticos, efectos midas, incluso, por qué no (yo diría que
es la mejor explicación, la única quizás, para la mayoría de ellos), o solo hombres
normales… o dioses, da igual: el caos que han sembrado esas religiones puede ser
reconducido. Los otros midas fueron interpretados y usados por la religión; el nuevo
midas será dirigido de forma racional, sin fallos, por la ciencia…
—Vladimir dice que la ciencia no puede sostener a un dios —interrumpió Miguel
—. Que es imposible controlar un poder infinito como el mío, que lo usaremos mal.
—Vladimir sabe mucho de física cuántica y neuronas, pero no ha leído a los
teólogos modernos. Filósofos, físicos, ingenieros informáticos que reinterpretan hoy
el universo y a dios. Teilhard de Chardin, por ejemplo, es compatriota tuyo, francés,
teólogo, paleontólogo, filósofo, sacerdote jesuita. Está en el informe…
—Pierre Teilhard de Chardin, claro. El Punto Omega.
—El Punto Omega, sí. El hombre, que en un paso más de la evolución natural
llega a ser dios. Y armoniza el mundo físico y el mundo espiritual; el hombre que
controla la materia. ¡Tú controlas la materia! —Miguel empezó a rascarse las palmas
de las manos. Castillo dio unos pasos hacia él—. Mírate: ahora tenemos un punto
omega, un midas, un nuevo mesías, llámalo cómo te parezca. Tú eres omnipotente,
no puedes fallar. Eres el germen de una nueva religión científicamente controlada, sin
fallos, que sirva al mundo. Para el mundo. ¡Por Dios! —Castillo miró al cielo—,
incluso Él tiene que estar de acuerdo con este plan. Tú —miró fijamente a Miguel—
eres su enviado: su arcángel.
Miguel sintió un escalofrío en la parte alta de los hombros y pensó que le iban a
salir alas. No pudo hablar.
—Piensa en las vidas que salvarás —añadió Castillo, en voz mucho más baja.
Respiró pausadamente, sosteniendo su mirada sobre él. Miguel sintió que el picor que
le producían las alas recorría ahora todo su cuerpo—. Piénsalo —repitió despacio.
Castillo no esperó una respuesta. Como hiciera en Santa Catalina, se giró de
pronto y se encaminó hacia el Sokol. Mientras caminaba hizo un gesto al piloto,
girando su dedo índice en vertical en el aire, y las aspas empezaron a moverse
lentamente.
—Creo que vamos a ver otros emplazamientos —dijo Vincent; sus palabras,
ahogadas por el ruido creciente del rotor, apenas llegaron hasta Miguel. Vincent se
levantó y siguió los pasos de Castillo.
Miguel los observó alejarse. Casi no podía moverse de allí después de oír a
Walter. «La paz total», volvió a oír las palabras de Castillo en su cabeza.
Lentamente, bajó la mirada y vio el agua a sus pies.
Las olas, muy débiles, traían el mar mansamente hasta la roca donde estaba
sentado, formando en la arena de la playa un charco redondo, del tamaño de… «una
pila bautismal», imaginó Miguel. Algo en aquel pequeño remanso, en sus aguas
quietas, atrajo su atención.
«Un pedazo de mar Rojo —se dijo—. Separar las aguas».

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Sintió que el sol le picaba en la espalda; parecía que acelerase el crecimiento de
sus alas. El mar Rojo. Podría intentarlo, solo una pequeña prueba: algo que pudiera
hacer cualquier telequinético. Nada importante. Un milagro mínimo, por qué no. No
necesitaba estar en una caja de inducción del SSR. Aprisionado, vigilado siempre. Y
tampoco necesitaba una hoja amarilla de experimentos que le marcase incluso cómo
debía respirar o cuándo hacerlo. Él podía respirar cuando quisiese. Miguel metió el
dedo en el charco hasta tocar la arena del fondo. Se concentró y no tardó en sentir el
hormigueo en el centro de su cerebro.
El agua empezó a retirarse de su mano hasta que se formó un agujero cilíndrico
en el líquido alrededor del punto en que su dedo tocaba la arena.
«Tú eres el Mesías», recordó las palabras de Vincent. «Eres su enviado: su
arcángel», repitió la voz de Castillo en su cabeza. Respiró de forma convulsa, y quitó
la mano del charco.
Y las aguas separadas cayeron rápidamente sobre el vacío que había creado.
Se levantó contemplando las ondas del milagro en el charco. En el mar Rojo. Las
alas le picaban, la cabeza le dolía, su dolor dulce. El rotor del Sokol rugía como si
fuese a estallar y el aire caliente que desplazaba le golpeó de nuevo en la cara.
Miguel avanzó con la cabeza hundida para evitar la arena y el aire. Entró por fin
en el helicóptero y este se elevó de inmediato, antes de que pudiera sentarse.
Tambaleándose, llegó a su asiento. Se sentía mareado; o quizás fuese el vaivén brusco
del despegue. Walter le sonreía. Vincent también; el olor de su colonia de bebé
parecía llenar la cabina del Sokol. Con alguna dificultad, se colocó el casco y accionó
el botón de su comunicador.
Respiró profundamente una vez más y cerró los ojos. Olor a queroseno y a baño
infantil. Una explosión y el nacimiento de un nuevo mundo. El suyo. Se sentía tan
bien allí. Era como si aquel helicóptero fuese su hogar. Ellos, su familia. La imagen
de su dedo separando las aguas volvió a él: nítida, terrible. El milagro. Después oyó
su propia voz, metálica, a través de los auriculares del casco:
—Creo que aceptaré la misión.

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CAPÍTULO 31

Cuando Miguel bajó del helicóptero, lo primero que vio fue a Monica, que venía en el
Jeep hacia él. No podía distinguir bien su expresión, tras las gafas de sol de ella, pero
por el gesto de su boca, recta y cerrada, como si le acabasen de sacar una muela,
supuso que no estaba contenta. La nube de polvo que la seguía le hizo pensar en una
tormenta de arena. La tormenta que esperaba que ella desencadenase en cuanto le
hablara de su propósito de unirse a la Operación Mesías.
El Jeep frenó con gran estrépito y mucho más polvo.
—¿Se puede saber dónde te has metido? —exclamó Monica, dando un salto del
vehículo. Se dirigió hacia él con la barbilla muy alta—. Llevo toda la mañana
buscándote. ¿Cómo se te ocurre desaparecer así?
—Desperté pronto, todos dormíais…
—Creí que te había pasado algo. He recorrido todo el campamento, los
barracones, los hangares, las casetas de los guardias, el oasis entero, la colina…
Debía de venir directamente de hacer la subida a la colina truncada: su cuello y su
pecho brillaban con pequeñas gotas de sudor, había manchas húmedas aflorando por
toda su camiseta caqui sin mangas. Olía a soldado del desierto. Miguel inhaló su olor.
—Me fui a dar una vuelta en helicóptero —dijo Miguel cuando ella se calló.
Monica miró, por encima del hombro de Miguel, hacia el Sokol a sus espaldas.
Allí vería a Vincent y Castillo: ahora sabría con quién había estado.
«La tormenta».
Monica se quitó de un tirón las gafas de sol. Sin dejar de mirar hacia el
helicóptero, apretó los labios como si quisiese escupir desde allí y estuviera
calculando la distancia al aparato. Después lanzó sus ojos azules contra Miguel.
—Veo que tienes nuevos amigos.
Miguel no quería discutir. Ni soportar tormentas.
—No hablaré contigo si te pones así —dijo, despacio.
—¿Te han convencido ya para que hagas su juego? —El desprecio se masticaba
entre cada sílaba.
—Puede —respondió Miguel, y se encaminó hacia el campamento, dándole la
espalda a Monica. No pensaba aguantar una nueva reprimenda.
Al llegar a la altura del Jeep, Miguel se giró hacia ella. Monica lo miraba con una
expresión indefinida entre la ira y el desconcierto, como si las palabras que acababa
de decirle fuesen insultos pronunciados en un idioma desconocido. Después ella
volvió a apretar las cejas. Miguel vio la arruga pequeña y profunda sobre su ceja
derecha, como un ojo de huracán.
—Voy a ducharme. Dentro de una hora tenemos una reunión en la sala
antinflexores —dijo Miguel—. Habla con Walter.

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Se giró y se fue. Odiaba las tormentas.

***

Una hora después del conato de tempestad con Monica, Miguel llegaba a la sala
antinflexores.
El hangar polvoriento donde la habían instalado estaba vacío salvo por la enorme
estructura cúbica y dorada de la sala, los generadores y los equipos de control. Todo
ello agolpado en medio del hangar lleno de ecos. Dos hombres de Walter controlaban
el acceso al recinto. Otros dos operarios traídos del Centro SSR mantenían aquel
artilugio en funcionamiento. Miguel los observó mientras completaba el protocolo de
entrada. Todos aquellos hombres pronto formarían parte de su equipo, pensó. Y
muchos más. Entonces la primera puerta del compartimento estanco se abrió, dándole
acceso a la cámara de entrada.
Cuando se abrió la segunda puerta, Miguel vio que ya estaban todos allí: Gorlov,
Monica y Fred (el Proyecto) sentados en un extremo del rectángulo de la mesa
metálica; Vincent y Walter (la Operación Mesías), sentados en el otro extremo. De
pie, detrás de Castillo, dos agentes más: Roth y otro con aspecto de guardaespaldas,
disfrazados de arqueólogos.
Walter ya se había quitado la ropa caqui y volvía a lucir traje oscuro, camisa
blanca y corbata azul marino. Elegante, como de costumbre, vestido para su gran
ocasión, aunque hacía calor entre las paredes doradas de la cámara antinflexores.
Miguel se colocó en medio. Eligió una de las sillas de entre la media docena que
separaba a un grupo del otro, dejó su carpeta gris de operaciones en la mesa y se
sentó. Apoyó las manos en la superficie de metal aún fresca y cruzó los dedos de una
mano con los de la otra. En pocos minutos haría mucho calor allí; esperaba que
terminasen pronto.
Walter Castillo inició su discurso en ese momento:
—Os he reunido aquí para tomar una decisión —empezó diciendo—. En realidad,
para que toméis una decisión histórica. —Se levantó y empezó a caminar alrededor
de la mesa—. Ya conocéis los detalles de la Operación Mesías…
Castillo no contaba nada nuevo. Daba más detalles técnicos, organizativos,
institucionales, sociológicos. Habló de algunas de las ideas que había mencionado
junto al mar Rojo: algo de filosofía, la evolución de la especie, el Punto Omega otra
vez. Razonamientos, todos, por los que Miguel podía ser considerado un verdadero
mesías. Pero sobre todo habló de la humanidad, de lo que él llamaba «el Gran
Avance», o «la Paz Total». Miguel sentía hormiguear su orgullo cada vez que oía a
Castillo hablar de aquello.
Walter se extendió durante algo más de media hora. Nadie le interrumpió en ese
tiempo.

Página 212
—No hay grietas —sentenció cuando terminó su discurso—. La operación, el
plan, son seguros y todos los detalles están controlados.
Después mantuvo unos segundos de silencio. En su charla, sin interrumpir su
caminar por la sala, Castillo había terminado detrás de Miguel. Entonces, apoyó las
manos sobre sus hombros. Miguel sintió la presión, cálida, sobre sus alas de arcángel.
Walter volvió a hablar:
—Confío en que estos días que habéis tenido para estudiar la carpeta, para
meditar, os hayan servido para comprender el alcance, tomar una decisión; la
correcta, espero. No hay mucho tiempo. Debemos empezar muy pronto. Si todos
aceptáis uniros a este gran avance de la humanidad, la semana próxima Miguel
empezará a predicar en el desierto para un grupo numeroso de seguidores virtuales.
Una campaña de prensa sutil pero contundente llevará la noticia del verdadero mesías
hasta el último rincón del mundo. Y en menos de tres meses podremos tener a una
muchedumbre de fieles reales cruzando un mar Rojo separado por el milagro de
Miguel.
—¿Y qué te hace pensar que vamos a unirnos a esa insensatez? —preguntó
Gorlov. Sus palabras, pronunciadas con un acento ruso exagerado, sonaron angulosas,
como sus gafas, como su mirada. Ya no parecía la misma, desde que llegaran a Egipto
había conseguido expresar algo, hacerse más dura que de costumbre.
—¿Consideras una insensatez la paz total, la alianza de todos los pueblos? —dijo
Castillo.
—Tu mesías de cartón no va a conseguir ninguna paz total.
Miguel apretó los dientes al oír a Gorlov referirse a él como mesías de cartón.
«¿Cómo se atreve?». Supuso que ya lo consideraba un enemigo. Aquellos científicos,
pensó, le habían manipulado y engañado para jugar con él, para hacer sus estúpidos
experimentos (incluso le habían llevado a matar a un hombre), y ahora que era útil
para algo ajeno a sus laboratorios improductivos le repudiaban y le insultaban.
«¡Mesías de cartón!», se repitió. Apartó la vista de ellos, miró hacia la pared de
enfrente y hundió la barbilla.
—Ya lo habéis leído —dijo Castillo—: hay todo un plan de continuidad trazado,
revisado y consensuado por nuestros expertos. —Su voz había conseguido una nueva
modulación, se parecía esta vez a la de un moderador de debate televisivo. Era un
tono convincente y firme, pero musical—. Llevamos años preparándolo. —Soltó los
hombros de Miguel y empezó a caminar de nuevo alrededor de la mesa—. Todo está
estudiado para que perdure: la base teológica, los acuerdos con las grandes
instituciones religiosas…
La voz de Castillo era seductora, difícil de eludir. Cuando pasó junto al grupo de
Gorlov, Miguel se giró hacia su voz y se encontró con la expresión de Fred.
Fred Windhorst, enorme como era, con sus formidables manos reposando sobre
su carpeta de operaciones arrugada, como acariciándola, miraba hacia abajo con los
ojos perdidos en algún futuro triste que parecía imaginar.

Página 213
«Fred es creyente —recordó Miguel—. Su familia, su padre, toda una vida tan
cerca de Dios, y su país le pide ahora que lo abandone. ¿Cómo se lo planteará al
reverendo Windhorst? ¿Le engañará? No, no puede. Será solo un pequeño daño
colateral, claro».
—La nueva Iglesia que crearemos —seguía explicando Walter—, las Nuevas
Escrituras…
—¡El nuevo orden mundial! —exclamó Gorlov.
Todos miraron al científico. Todos excepto Miguel que permaneció mirando a
Fred.
—Vamos, Vladimir —dijo Castillo. Su voz seguía siendo melódica, pero firme—,
por supuesto que habrá un nuevo orden mundial. Y por supuesto que los Estados
Unidos serán los que controlen ese orden; pero, si eso trae la paz y el bienestar, ¿por
qué te empeñas en rechazarlo?, ¿qué mal hay en ello?
Había algo mal. Miguel no atendía ya a la discusión. No deseaba oírla, ya la había
tenido con todos los que conocía en aquel campamento. Otra cosa ocupaba ahora su
interés: Fred. Había algo en él… Fred no le odiaba, ni le ofendía; solo estaba triste.
Una idea imprecisa picoteó dentro de su cabeza como si quisiese salir a codazos entre
un tumulto de pensamientos: «Hay algo que estoy haciendo mal».
—Porque no va a traer ninguna paz —respondió Gorlov—, solo va a traer control.
No sé si eres un hipócrita o un iluso, o ambas cosas. La religión es una excusa…
«¡Monica!», pensó Miguel de pronto. En los últimos días solo habían discutido: si
aquel plan era correcto, si era justo, si serviría para algo. Como ahora discutían
Walter y Vladimir. Pero, realmente, ¿qué iba a sentir ella si realizaban la operación
contra sus creencias, su mundo, su Dios? Contra lo que ella llamaba la humanidad
libre. Lo sabía, Miguel lo sabía muy bien.
—Vladimir, pienso que no has recapacitado lo suficiente acerca del alcance de
este plan —dijo Castillo cuando pasaba detrás de Miguel.
Lo sabía: miedo, pena en Monica. Enormes. Estaba seguro. Miguel vio de reojo a
Castillo dirigirse al extremo de la mesa opuesto, junto a Vincent y los arqueólogos
con brazos de guardaespaldas.
—Creo que debemos seguir trabajando en ello; todavía no descarto poder
convencerte —seguía diciendo Walter—. Convenceros a todos.
Miguel dejó de seguir la voz de Castillo y miró a Monica.
—Supongo que mantenéis una postura común. Quizás por razones dispares, pero
común, en definitiva. Y os comprendo…
Y la mirada de Monica hizo sentir a Miguel que se derrumbaba toda su
determinación.
No parecía enojada, como la había visto durante los últimos días en Egipto. No
parecía querer discutir, ni reprenderle, ni enfrentarse a él. Nada de eso. La tormenta
había pasado. Ella miraba con una expresión vacía en su rostro, como la de Fred,
perdida. Pero no miraba al infinito, lo miraba a él, con sus ojos azules apagados,

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plomizos. Unos ojos que parecían debatirse entre arrancar a llorar o preguntarle quién
era él, como si no lo reconociesen. Y sus dedos girando sin parar su pequeña cruz de
oro. Parecía agarrarse a ella para no hundirse en algún pozo que la ocultase de
Miguel.
—Lo que nos interesa ahora es conocer la decisión de Miguel… —dijo Castillo
en ese momento.
Miguel reconoció la mirada de pena que había visto en ella durante el vuelo hacia
El Cairo: los ojos entornados como si sintiese una punzada de dolor en medio de la
frente. Cuando le dijo que era un humano con el poder de un dios. Una tristeza tan
grande como el Jumbo que los había transportado hasta allí.
—No tiene sentido discutir nada sin saber cuál es la decisión de nuestro mesías…
—seguía diciendo Castillo.
«Yo no soy un dios», pensó Miguel. Y recordó cuánto daño podía hacer, y cuánto
podía hacerse a sí mismo, y reconoció en la mirada de Monica cuánto le estaba
haciendo a ella. Dudó. Dudó de la bondad de aquel plan. «Yo no soy un dios», se
repitió. No quería hacer más daño. No quería hacer ese daño a Monica. Y se
concentró en ver los sentimientos de ella, sentirlos dentro de él.
—Miguel —dijo Castillo—. ¿Quieres ser tú el dios que necesita el futuro?
Y una oleada de tristeza proveniente de Monica le barrió la cabeza, empujándolo
hacia atrás como el viento de los helicópteros, haciéndole casi perder el equilibrio.
Aquella tristeza se le metía como la arena por los ojos, por la nariz, por la boca…
—Miguel —repitió Castillo, quedamente.
Una tristeza que lo ahogaba.
—¿Miguel?
—No —dijo Miguel, mirando aún a Monica, con una voz apenas audible.
Después se giró para mirar a Castillo, en el otro extremo de la mesa, y se sintió
como un niño que se atreviese a contradecir a su profesor por primera vez.
—No… lo sé —añadió.
Vio a Vincent sentado junto a Walter. Le sonreía. Percibió su olor a bebé; tan
inofensivo. Parecía confiado. Vincent tocó con un dedo su propia cabeza y luego
señaló la de Miguel. Miguel asintió.
«Miguel —dijo Vincent telepáticamente—, tú eres el punto omega, el arcángel. El
mesías».
—¿No lo sabes? —preguntó Castillo. Su registro de moderador televisivo no
cedió; su voz no expresaba ni sorpresa ni enfado alguno. Miguel no dejó de mirar a
Vincent—. Creí que ya lo habías decidido, que colaborarías en la operación.
«No puedo…, no sé, —respondió Miguel a Vincent con su pensamiento—. Hay
algo… incorrecto». Observó la carpeta gris como si pudiese ver en ella lo que estaba
mal escrito, una falta de ortografía en el título, algo, que por obvio, le hubiese pasado
inadvertido hasta ahora. Pero no vio nada.

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«Eres tú —insistió Vincent—. La paz total. Está todo bien, lo sabes, lo has leído.
Lo sabes». Le miraba a los ojos. Seguía sonriendo.
«Todo bien. Soy yo, el único que puede hacerlo —pensó Miguel—. No, no
puedo. Yo… no».
Se giró y buscó de nuevo la mirada de Monica; ella comprendería.
Pero Monica lo contemplaba ahora con la boca abierta y los ojos exageradamente
abiertos. Fred, junto a ella, también hacía una mueca extraña: apretaba la mandíbula y
metía la mano derecha bajo su chaqueta.
«¡Ahora!», oyó Miguel la voz telepática de Vincent gritando dentro de su cabeza.
Pero no le gritaba a él.
Miguel se giró justo a tiempo de ver cómo Castillo y Vincent sacaban sendas
pistolas blancas y disparaban.
Los dos guardaespaldas, también habían sacado sus armas. Sus pistolas eran
negras, mates y gruesas, de aristas afiladas. No eran blancas como las de Vincent y
Castillo.
«¿Pistolas blancas?», pensó Miguel a la vez que recibía el impacto de un dardo en
el tórax.
El dardo le oprimió el pecho y sintió su aguijonazo como el de una avispa.
Después notó que su cuerpo se relajaba. Y empezó a sentirse cansado, muy cansado.
Pero no era cansancio físico. Era como si soñase. Un sopor mental. Experimentó
de pronto lo mismo que había sentido muchos días después de una jornada dura de
trabajo: solo deseaba dejar de pensar. Ver la televisión, desconectarse, enchufarse a
algo que le impidiese razonar. Eso era lo que quería.
Y no pensó.
Después de unos segundos, se adaptó a aquel estado semiconsciente. Empezó a
sonreír. Se estaba bien así. Observó lo que estaba ocurriendo en la sala. Sin prisa. Lo
vio todo como desde fuera, como si lo viese en aquella televisión imaginaria a la que
deseaba engancharse. Los agentes de la CIA le quitaban a Fred de las manos una
pistola oscura, parecía antigua; Walter y Vincent dejaban sus armas sobre la mesa
(aquellas pistolas blancas eran muy modernas, parecían salidas de una película de
naves espaciales). Era divertido, muy divertido. Miguel contempló las armas con
aspecto de cañones láser y sonrió; le gustaban las historias de naves espaciales. «¿O
es a Dani a quién le gustan?», se preguntó.
«A tu hermano le gustan las naves espaciales —le dijo la voz telepática de
Vincent—. A ti te gustan las pistolas y las aventuras».
Miguel miró a Vincent. Le sonreía. Sonreía y le hablaba dentro de la cabeza. Le
caía bien Vincent. Olía a niño recién salido del baño. Aunque le había dado un susto
una vez; no se acordaba de cuándo. Estaba muy cansado, no quería recordar nada.
Prefirió engancharse de nuevo a aquella escena televisada; eso era mucho más
divertido que pensar. En el otro extremo de la mesa, lejos, infinitamente lejos, vio a
sus otros amigos: Fred, con las manos en alto, «Fred parece que va a bailar. A mí me

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gusta Fred porque es muy cariñoso, es grande y dulce como un oso pardo. ¿Por qué le
apuntan esos dos con las pistolas? Están jugando a vaqueros, seguro; —Gorlov—,
con su estúpida cara que no dice nada; ¡nunca dice nada!»… y Monica, «sonríe y me
mira. A mí me gusta sonreír. Sonríe como yo. Tiene una flecha blanca clavada en el
hombro. Es pequeña y blanca. Como la mía. No quiero esta flecha». Miguel tiró del
dardo y se lo arrancó, «¡Isssh! ¡Escuece!». Y lo lanzó lejos.

***

Walter Castillo vio cómo el pequeño dardo cerámico se estrellaba contra la pared
dorada de la sala antinflexores. El sonido, como de bombilla al explotar, hizo que
todos se giraran.
—Que nadie se mueva —dijo Castillo. Se había acercado hasta el extremo de la
mesa donde estaban Fred y Gorlov y recogía la vieja Colt 45 de Fred—. Tranquilo,
Miguel.
Miguel le sonrió.
—¿Qué les has hecho? —preguntó Gorlov, despacio; por su acento parecía hablar
en ruso—. Ubljudok!
Castillo conocía el insulto, pero no le prestó atención. A Miguel, en cambio,
pareció hacerle gracia el exabrupto y se rio y aplaudió. Monica secundó su aplauso y
sus risas.
—Los ha dejado tontos —dijo Fred.
—No, nada de eso. —Castillo le apuntó con la Colt que le acababa de quitar—.
Son demasiado valiosos. Los necesito. Al menos, a Miguel.
—¿Los dardos…? —dijo Gorlov.
—Les he administrado una droga que les impide concretar sus deseos. Los hace
perezosos para pensar. No pueden concentrarse en un deseo propio.
—Una droga —dijo Gorlov, despacio. Parecía más calmado, ahora casi no se
notaba su acento ruso. Después, miró a través de sus gafas enormes hacia la mesa,
como si viese allí la respuesta a algún enigma que llevase tiempo enredando su
cabeza. Volvió a mirar a Castillo y asintió—. Comprendo.
Castillo sonrió mientras se acercaba a Miguel para comprobar su estado. Sabía
que el ruso apreciaría sus ideas, probablemente sería el único.
—¿Qué les ha hecho, Vladimir? —preguntó Fred—. ¡Aún puedo cargarme a estos
dos niñatos con mis manos! —Fred movió sus manos gigantescas y los agentes de
Castillo dieron un paso atrás a pesar de ser dos y estar armados.
A sus sesenta y cinco años, Fred aún estaba en forma, Castillo lo sabía, pero sobre
todo, seguía siendo un mastodonte con la fuerza de cuatro hombres juntos. No
convenía provocarlo más de lo necesario.

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—Podéis marcharos —dijo Castillo a sus hombres—. Yo controlo a Windhorst y
a Gorlov.
—Pero, señor… —dijo Roth.
—¡Retírense! —exclamó Castillo. Su voz era firme—. Es una orden. Lo que
vamos a tratar ahora es secreto. —Levantó la Colt y se la mostró a sus agentes—.
Todo bajo control —añadió en un tono menos severo—. Esperen fuera.
Los dos agentes guardaron sus Glock automáticas y salieron de la sala
antinflexores.
Después, Castillo se sentó junto a Miguel, que le sonrió al hacerlo, y dijo:
—Siéntate tú también, Fred. Y baja las manos, no tengo intención de dispararte.
Hasta ahora no hay nadie herido, dejemos que eso siga así. —Observó en su mano la
Colt 45 negra, empuñadura de madera—. Una Commander de los 60. ¿Todavía
funciona esta reliquia?
Fred se sentó con movimientos lentos y huraños, de oso mal amaestrado, y dijo,
señalando a Monica con un golpe de cabeza:
—Ellos sí parecen heridos.
—Walter ha encontrado la forma de enfrentarse a un dios —dijo Gorlov—. Te
dije que tenía una forma.
—¿Qué forma? —gruñó Fred.
—¿Cómo enfrentarse a alguien que puede convertir sus deseos en realidad? —
respondió Gorlov—. Impidiéndole desear. Simple. —Se aplaudió a sí mismo. Tres
palmadas huecas y lentas, mirando a Castillo—. Les has administrado una droga que
inhibe su deseo; ¿un derivado de codeína, un opiáceo quizás? Es una idea excelente.
Es como dormirlos, pero sin dejarlos inmovilizados. ¡Una droga! Es casi estúpido.
—No son drogas simples… —dijo Castillo.
—Pero ¿si no pueden pensar, cómo van a producir inflexiones cuánticas? —
interrumpió Fred—. ¿Para qué los quiere?
—¡Fred, por favor! —exclamó Gorlov—. Si tiene una droga para evitar que
piensen, tendrá otra para conseguir que hagan su voluntad. Es elemental.
—No tan elemental. Pero sí, es algo parecido —dijo Castillo. Sacó dos cajas de
plástico de su bolsillo—. Drogas para evitar que deseen —golpeó sobre la mesa con
la caja que contenía dardos con una banda roja—. Drogas para neutralizar las
anteriores —golpeó con la caja que tenía en la otra mano. Dardos con una banda
verde—. Las drogas para controlar la voluntad están en un lugar seguro, por
supuesto. —Miró a Vincent y este asintió—. Todo esto no es tan simple. Los
científicos de la Operación Mesías llevan años desarrollando las drogas para controlar
a los inflexores. Tenemos otro centro de investigación de inflexores cuánticos en
NASA Hampton, Virginia. Un complejo de laboratorios similar al SSR. Lo hemos
desarrollado todo allí.
—NASA Hampton —dijo Gorlov—. Los americanos siempre tan precavidos,
todo por duplicado. Qué te dije, Fred: Hampton.

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—No fabriques una espada sin construir también un escudo —dijo Castillo.
Disfrutaba pavoneándose con sus frases de rey-guerrero erudito con barba hasta la
cintura. Esa se le había ocurrido hacía ya tiempo, cuando empezaron a montar el
centro de inflexores paralelo de Hampton—. No íbamos a desarrollar un arma tan
potente como un midas sin prepararnos para controlarla y defendernos de ella.
—Para controlarla: el arma —puntualizó Gorlov—. Pero la idea es muy buena.
—¡Vladimir! —estalló Fred, golpeando con sus manos sobre la mesa metálica.
Castillo le apuntó inmediatamente con la Colt—. ¿Qué es tan bueno?, ¿que esta
alimaña los haya drogado para adueñarse del mundo?
—Vamos, Fred, no seas tan trágico —dijo Castillo—. Esto no es un plan para
adueñarse del mundo, sino para hacerlo mejor.
—¡Seguro!
—Y tampoco es mi plan —siguió Castillo—, es el plan de tu país…, nuestro país.
Tú has trabajado en la Agencia mucho más tiempo que yo, conoces muchos planes y
operaciones que se han llevado a cabo por el bien general…
—¿Lo ha aprobado el presidente? —le interrumpió Fred.
Walter se quedó mirándolo, sin contestar.
—Aún tengo mis contactos, ¿sabes? —siguió Fred, y le apuntó con el índice
grueso de su mano derecha como si pretendiese dispararle con él—. Y sé que esto no
está aprobado. No me hables de un plan de mi país. El presidente no va a permitir que
pisotees la fe de Estados Unidos con tu dios de diseño.
—Lo aprobará —respondió Castillo— cuando vea el poder que pone en sus
manos. Lo aprobará.
—Entonces —intervino de nuevo Gorlov—, admites que esto es una operación
para ganar poder.
—¡Ganar poder, ganar poder…! —dijo Walter, y sonrió—. ¡Ah, Vladimir, cuánto
te gusta la retórica! —exclamó, abriendo mucho los brazos. En el recorrido de su
gesto, la Colt fue a parar frente a la cara de Miguel—. Siempre hurgando en las
palabras. Poder, ¿qué es poder…?
De pronto, Castillo notó que tironeaban de la pistola. Miró sorprendido hacia
Miguel. Este, con cara de estúpido, tiraba del cañón para apoderarse del arma.
—¡Miguel, no es un juguete…! —empezó a decir Castillo.
En ese momento vio de reojo que Fred saltaba sobre la mesa mientras él
forcejeaba con Miguel por recuperar el control del arma. El enorme agente agarraba a
la vez la silla vacía a su derecha y la lanzaba contra ellos, a toda velocidad, como si
pesase lo mismo que una bola de papel.
La silla metálica salió disparada de las manos de Fred, directa a la cabeza de
Castillo. Una fracción de segundo después, la silla se estrellaba contra él. Pero había
recuperado el arma. Disparó.
Mezclado con el estrépito de la silla que golpeaba contra su cabeza y lo derribaba
al suelo, Castillo oyó su propio disparo. El resonar de aquel tiro, amplificado por las

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paredes metálicas y herméticas de la sala, lo ensordeció con un estallido que pareció
reventarle los tímpanos. El trueno se replicó en su cabeza enredado con la caída hacia
atrás y los golpes imparables, atropellados, sin orden, de la silla de metal en su
cráneo.
Otra fracción de segundo después, Fred caía sobre él, y lo derribaba con su
movimiento de búfalo desbocado. La vista nublada solo le dejó ver el cuerpo de Fred
chocando contra el suyo y el de Miguel.
La pistola escapó de sus manos y resbaló por el suelo metálico de la sala, en la
dirección en que estaba Vincent. Castillo alcanzó a ver cómo este se levantaba, veloz,
y la recuperaba antes de que los tres cuerpos empujados por el impulso de Fred
hubiesen dejado de rodar.
Cuando pararon, Miguel quedó sentado en el suelo, flácido, con las piernas
abiertas, como un payaso de trapo. Sonreía. Fred estaba tumbado boca abajo. Vincent
encañonó a Fred: la Colt temblaba levemente en su mano. No sabía usar un arma.
Sin perder un segundo, aunque con movimientos torpes, doloridos, Castillo
consiguió incorporarse y sentarse en el suelo. Se tocó la cabeza herida. Palpó una
brecha que le cruzaba toda la frente, de lado a lado. Le ardía la cara y sintió como si
la silla le hubiese arrancado medio cráneo. Casi cubiertos por la sangre, se limpió los
ojos, y miró a Fred.
«Maldito estúpido», pensó, y lo empujó. Le debía de haber alcanzado su disparo,
pero seguro que estaba vivo.
Aunque Fred no se movía.
—¿Fred?
Castillo le tocó la garganta. El pulso, ¿dónde estaba? Un buen agente, un buen
soldado. «¡Mi cabeza!». Castillo sentía un dolor como si el cráneo fuera a caérsele.
No podía ser. Un buen americano.
Una mancha roja se extendió bajo el cuerpo de Fred y más allá de este, por el
suelo, hasta alcanzar los pantalones de Castillo. Él retiró súbitamente la pierna
mojada por la mancha. Aquella sangre tibia le quemaba.
Miró a Vincent. ¡No podía ser, no!, se repitió. Su cabeza, apenas podía soportar el
dolor. Vincent seguía apuntando con la Colt a Fred, parecía dispuesto a disparar.
¡Maldito estúpido, Fred! No era posible. La cabeza. Esa pistola…
—¡Deja de apuntarle! —gritó Castillo—. ¡Está muerto!

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CAPÍTULO 32

«¡Han matado al sheriff! —pensó Miguel—. Los malditos forajidos han matado al
sheriff. Me gusta jugar a vaqueros… y me gustan las pistolas, me lo ha dicho
Vincent».
Castillo y Vincent, en cuclillas dentro de un charco de sangre, daban la vuelta a
Fred. Habían dejado las pistolas blancas en el otro extremo de la mesa.
«¡Las pistolas! ¡Rápido Flanagan!», se arengó Miguel a sí mismo al verlas allí
abandonadas.
Se levantó con movimientos torpes, sin dejar de sonreír. Se sentía feliz jugando a
cowboys del Salvaje Oeste.
Llegó a las pistolas, las piernas muy arqueadas: era John Wayne.
—¡Manos arriba, forasteros! —exclamó Miguel, cuando tuvo las dos pistolas
blancas en sus manos.
Walter y Vincent se giraron de inmediato, sin levantarse siquiera.
Vincent aún empuñaba la pistola negra de Fred; Miguel decidió dispararle
primero. El dardo le acertó en el cuello, y Vincent se quedó quieto, en cuclillas,
apuntando a Miguel pero aparentemente incapaz de mover ni el dedo del gatillo.
Vincent empezó a sonreír.
«¿De qué se ríe? No sabe jugar a vaqueros —pensó Miguel—; debería tirarse al
suelo, está muerto. Peor para él si no sabe».
Miguel observó que Castillo intentaba incorporarse. Había disparado a Vincent
con la pistola de su mano derecha; ahora disparó con la izquierda. Se sentía como un
auténtico justiciero con dos revólveres. El dardo cerámico impactó en el brazo de
Castillo antes de que este consiguiera levantarse. «¡Bien hecho, Flanagan!», se dijo
Miguel. Castillo se quedó inmóvil, arrodillado junto a Vincent.
También sonrió.
Nadie se movió después de aquellos dos disparos.
—¡General Custer! —exclamó Miguel dirigiéndose a Gorlov—. Le entrego a
estos dos malhechores.
Gorlov miró a Miguel en silencio durante unos segundos. Bajó las manos
después, se levantó y se encaminó despacio hacia él. Le miraba muy atento, como si
esperase un disparo.
—Gracias, soldado —le siguió el juego Gorlov—. Permítame sus armas para
custodiar a los forajidos.
Miguel le entregó las dos pistolas blancas.

***

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Gorlov, todavía confundido, cogió las pistolas de manos de Miguel y se giró para
mirar a Fred, tumbado en el suelo sobre un charco de sangre. Muerto. Un golpe
sordo, interno, como un latido mal ubicado, le retumbó sobre el estómago e hizo que
su cuerpo se arquease. «Demasiado viejo», pensó.
«¡Las armas! ¡Los enemigos! ¡Neutralizar! ¡Ya!», le dijo inmediatamente una voz
interior que provenía de su juventud, de los años fríos de entrenamiento en el KGB.
Guardó las pistolas cerámicas en los bolsillos de su chaqueta y pidió a Miguel que
se sentase. Este obedeció sin decir nada. Sonreía. Se sentó y sonrió. Después se
acercó Vincent, que tenía la misma sonrisa estúpida de Miguel, le quitó la vieja Colt
de Fred y le golpeó en la nuca con ella. Vincent se desplomó en el suelo. Después se
puso detrás de Castillo y le golpeó también en la nuca. Castillo cayó junto a Vincent.
«Mejor inconscientes —se dijo Gorlov—. No más complicaciones». Se guardó la
Colt junto a las pistolas cerámicas.
Miró a Monica: sonreía sentada en un extremo de la mesa. Miró a Miguel: sonreía
desde el otro extremo. «Todo bajo control», se dijo. Y se giró hacia Fred.
Se acercó a él y se agachó.
Tocó su cuello.
Esperó.
Tras unos instantes de silencio mirando a las paredes doradas de la sala, observó
el reloj en su muñeca. Un segundo, dos segundos, tres, cuatro… No había pulso en el
cuello de Fred.
Otra convulsión golpeó en el estómago al científico. Y el aire, faltaba el aire
dentro de aquel horno. Demasiado calor para un muerto. Fred no estaba frío. Gorlov
dio una bocanada inconsciente.
Se quitó las gafas y apoyó su cabeza sobre el enorme pecho de monumento
soviético derrumbado, como si así pudiese oír algo dentro de él.
Nada. No se oía nada.
De repente, los recuerdos le encogieron los puños. Los días de Leningrado, las
comidas de los domingos en casa de Fred, su mujer, sus hijos que casi le habían
adoptado como si fuese su abuelo ruso; las visitas a Illinois por Acción de Gracias, el
reverendo Windhorst… ¿Cómo se lo diría al reverendo? Aquel pobre hombre tendría
que enterrar a su hijo por servir a su patria, a su dios. Gorlov apretó los dientes.
Contempló las manos enormes de Fred, como palas. Retorcidas ahora sin sentido en
el suelo. Sobre su sangre.
—Niet —dijo.
Gorlov, despacio, levantó la cabeza del pecho de Fred. Cerró sus ojos pasando la
mano delgada sobre ellos. Los pliegues carnosos de las cejas casi le impedían llegar a
sus párpados pequeños.
—Tavarish, viejo amigo. —Y apretó el hombro de Fred como este hubiese hecho
con sus manos enormes—. Malditos todos.

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Se levantó apoyando el peso de su vejez en la mesa metálica de la sala
antinflexores
—¡Te juro que voy a parar esta locura! —le dijo al cuerpo de Fred.

***

«Fred se hace muy bien el muerto —pensó Miguel—, juega muy bien a los vaqueros.
Es mi amigo. ¡Grande, grande!».
Gorlov se levantó y cogió de la mesa una caja de plástico con dardos.
«Munición —pensó Miguel—. Hará falta mucha munición contra los indios».
El científico sacó una pistola cerámica del bolsillo y empezó a hurgar en la culata.
De repente, salió el cargador como impulsado por un muelle interno. Gorlov cargó
dos dardos con banda verde.
«¡Qué feo es el General Custer! —pensó Miguel—. Con esas gafas, los indios van
a ver los reflejos de los cristales y nos atraparán a todos».
—Tranquilo, Miguel —dijo Gorlov, apoyando el cañón de la pistola blanca en su
brazo—. Vamos a jugar a los médicos.
«Me gusta jugar a los médicos. El profesor Gorlov es un gran médico. Me gusta,
es mi amigo».
Gorlov disparó y se oyó el sonido ahogado de la pistola cerámica.
«Mi amigo».
—¡Isssh! ¡Mierda! —gritó Miguel, retorciéndose.
Sintió como si le empujasen hacia la pantalla de televisión y entrara en la película
del Oeste dando tropezones. Se sintió pesado, muy pesado, y rígido, como si se
hubiera vuelto más sólido.
Respiró de forma convulsa y empezó a tiritar. Hacía un calor horrible en aquel
sitio. El desierto del Salvaje Oeste, paredes metálicas, doradas, como de microondas,
serpientes de cascabel, los indios, dentro del hangar en medio del desierto. Otro
desierto. Egipto. El mesías. Una gota de sudor se deslizó por su nariz, cerca de los
ojos. Tiritó una vez más.
Gorlov volvía a amartillar la pistola blanca. Entonces Miguel vio el dardo en su
brazo. Un dardo blanco con una banda verde. Se lo quitó de un tirón. Flechas de los
indios. Se sintió mareado y por un momento perdió la vista. Cerró los ojos. Había
habido un tiroteo en el salón. El general Custer…
Cuando abrió los ojos de nuevo, Gorlov estaba junto a Monica. La apuntaba con
la pistola blanca. No, no podía haber ocurrido, solo era un sueño, un juego, una
película de televisión, el Oeste… Otra gota de sudor resbaló bajo de su ceja izquierda
y le entró en el ojo. Miguel pestañeó.
Monica sonreía como una estúpida. Walter y Vincent desplomados sobre el suelo
metálico y Fred…

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¡No, no, no! Sintió una arcada.
Gorlov disparó a Monica en el brazo. Ella apretó los dientes e hizo un
movimiento convulso, como un espasmo. Después tiritó y empezó a sudar. Todos
sudaban ahora.
—¿Podéis entenderme? —dijo Gorlov.
Miguel asintió. La cabeza, las sienes le dolían mucho.
—¿Eh? —dijo Monica.
—Monica —dijo Gorlov, y con su mano levantó la barbilla de ella e hizo que lo
mirase.
Ella lo observó con los párpados caídos y la boca medio abierta.
Después de unos segundos ella dijo con voz muy baja, vacilante:
—¿Vladimir?
Monica cerró los ojos y se tocó las sienes.
—Walter ha intentado adueñarse de vuestra voluntad —dijo Gorlov, mirando
alternadamente a Monica y a Miguel—. Ha utilizado una droga. Fred ha muerto por
intentar salvaros.
Miguel miró hacia el cuerpo de Fred. Por supuesto, reconocía la historia.
—¡Lo sé! —exclamó Monica. Después comprimió toda la cara, los dientes muy
apretados—. ¡Mierda! La droga… no me importaba nada… ¿Dónde…? —Su mirada
se volvió a perder—. Padre O’Brien… ¿Y Patrizia?
—Tranquila —dijo Gorlov, y cogió su mano.
Monica, entonces, pareció recuperar la mirada.
—Dame la pistola —dijo de pronto—. Castillo, ¡hijo de puta! ¡Ha matado a Fred!
—Intentó levantarse. Pero se llevó la mano derecha a la sien y con la otra se apoyó en
la mesa metálica.
Gorlov dio un paso atrás y cubrió con la mano el bulto del arma de Fred bajo su
chaqueta.
—Nos vamos, Monica —dijo Gorlov. Después se giró—. Miguel, supongo que ya
tienes claro el verdadero objetivo de la Operación Mesías.
Miguel no dijo nada. Dejó que otra gota de sudor le bajase por la mejilla sin
moverse siquiera para limpiarla. Gorlov siguió hablando:
—Tú no ibas a ser un dios, sino un pelele, uno que sabe hacer buenos trucos,
como separar aguas o fingirse muerto para luego resucitar…
—Tienes razón —interrumpió Miguel. Se sentía mareado, confundido. Miró a las
paredes doradas de la sala antinflexores. Oro por todas partes. Había sido un
vanidoso, un estúpido. Después miró a Monica.
Ella le estaba observando, pero apartó la vista inmediatamente, como si la mirada
de él la hubiese golpeado.
—Quiero ir con vosotros —dijo Miguel.
Gorlov se quedó en silencio, mirándolo. Miguel pensó que le iba a decir que no,
que él era parte del enemigo, que debería huir por su lado, si es que quería huir. Sí,

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por supuesto que pensaba salir de allí. Pero, sobre todo, tenía que hablar con Monica.
Debía ir con ellos.
—Sería lo mejor —dijo Gorlov, al fin—. Aquí corres peligro, todos corremos
peligro.
El ruso cogió a Monica por el brazo; Miguel se levantó tambaleándose.
—Intentarán seguirnos —dijo Miguel.
—No podrán. Hablaré con Eugene antes de que nos vayamos. Él puede ayudarnos
sin comprometerse. Basta con que sea un poco torpe en el seguimiento al principio.
Cuando estemos lejos ya no podrán encontrarnos.
Gorlov mostró las dos pistolas blancas, una en cada mano, y dijo:
—Saldré yo primero. Debo neutralizar a los agentes de la puerta.
—¡Por Dios! A tu edad con eso —dijo Monica—. Déjame a mí…
—Tú no sabes disparar.
Antes de entrar en el compartimento estanco, Gorlov se giró hacia Fred. Sin soltar
la pistola, el ruso estiró hacia él los dedos de su mano derecha. La mano huesuda,
larga, se despedía temblando en el calor denso de aquel aire.
Gorlov se volvió deprisa y entró en el compartimento. La puerta se cerró tras él.
Monica se mantuvo junto a la salida, los ojos cerrados, las manos contra la pared
dorada.
Después se encendió una luz verde y la puerta se abrió. Monica entró en el
compartimento, tambaleándose todavía. Miguel cogió su brazo para intentar ayudarla
y ella lo retiró de un tirón.
—Pero…
—¡Mesías! —exclamó Monica. Lo miraba con los párpados un poco caídos, pero
sus ojos azules brillaban como el metal recién afilado—. Ya tienes tu religión.
—¿Cómo?
—Ahí tienes a tu muerto —dijo Monica, escupiendo cada palabra, mientras
señalaba con un golpe de barbilla hacia Fred—. El primer muerto en el nombre de
Dios…
—No es justo…
—…, el nuevo dios verdadero: Miguel Le Fablec.

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PARTE III - LA CAÍDA

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CAPÍTULO 33

El aeropuerto de El Cairo estaba abarrotado de turistas. Miguel, parado junto a


Monica, buscó sus ojos. Ella, al percibir su mirada, se giró como si aquel maremagno
de hombres y mujeres con gorras, papiros y mochilas le interesase muchísimo.
Aunque estaba claro que no observaba nada concreto; solo le evitaba a él, por
supuesto. Miguel no insistió; tenía que hablar con ella, lo necesitaba, pero quizás no
pudiera encontrar las palabras entre los turistas moviéndose por la sala de facturación
como bancos de peces desorientados.
Él también se sentía perdido. Haría todo lo que le dijese Vladimir. Eso los sacaría
de Egipto. Lejos, quizás pudiera hablar con Monica. Se giró hacia la tienda que había
a sus espaldas.
Cuando Gorlov los abandonó junto a aquella tienda del aeropuerto, les dijo que
no se movieran de allí. Miguel esperaba que no tardase mucho en volver. Apoyó la
espalda en el escaparate y observó los artículos que había sobre una estantería
montada fuera, junto a él. Vasijas con supuestos jeroglíficos egipcios, faraones de
alabastro, babuchas. Pensó en qué le diría a Monica cuando pudieran hablar, cómo
explicarle…, si es que antes podía explicárselo a sí mismo. Al «dios verdadero»,
recordó las últimas palabras de ella. Vio un Anubis de barro en la estantería y se le
ocurrió que él había sido un dios tan de barro como aquel.
«Efecto Midas… El Proyecto… Operación Mesías», pronunció mentalmente
aquellos nombres de complots secretos que le habían parecido tan atractivos. Antes
de todo lo que le había ocurrido en los últimos meses le habría emocionado la idea de
formar parte de cualquier intriga con un nombre en clave la mitad de sugestivo que
aquellos. «¡Estúpido!», se dijo.
Miguel vio que el dueño de la tienda salía y venía hacia él. Su sonrisa alargada,
de dientes amarillentos y separados, le recordó la de Walter Castillo, ¡el tiburón
embaucador!
—¿Italiano, españolo? Anubis bueno precio —dijo el vendedor, cogiendo la
figurilla del dios de la estantería.
—No, gracias —respondió Miguel, y apartó la mirada.
Vio que Gorlov volvía en ese momento.
—¡Vamos, rápido! —dijo Gorlov—. Hay un vuelo a Madrid con varios asientos
libres. Tenemos quince minutos para comprar los billetes.
—Anubis veinte dólares —dijo el vendedor, metiendo la estatuilla entre Miguel y
Gorlov.
Gorlov obvió al dios de barro y cogió del brazo a Monica, que aún miraba a los
turistas, y la atrajo hacia Miguel. El vendedor empezó a limpiar la figura con un trapo
que parecía tener todo el polvo del mundo.

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—Necesito que generéis tres pasaportes falsos —les dijo Gorlov al oído.
Los dos inflexores se separaron del científico y lo miraron con los ojos muy
abiertos.
—¿Cómo…? —dijo Miguel.
—Anubis quince dólares. No baja más —insistió el vendedor.
—Saca tu pasaporte español —dijo Gorlov—, estúdialo: los visados, los sellos
egipcios de entrada… todos los detalles. Después genera tres iguales con tres
nombres españoles que te inventes. Y nuestras fotos. Monica, tú amplifica su
inflexión. Esto debe ser rápido. Necesitamos…
—Diez dólares, no baja más —dijo el vendedor, envolviendo la estatuilla en papel
de periódico, como si ya la hubiese vendido—. Yo pierde dinero. Ten dollars, no
more.
Miguel y Monica se miraron con la boca entreabierta. Él, por supuesto, haría lo
que Vladimir dijese, estaba convencido, pero… El vendedor seguía moviendo las
letras árabes del periódico frente a su cara.
Gorlov miró al vendedor. Miguel pensó que el hombre, no acostumbrado a la
ausencia de expresión del científico, se asustaría y los dejaría por fin en paz.
—Cinco dólares por la figura y tres libretas de postales —dijo Gorlov en inglés.
Miguel que estaba a punto de preguntar qué hacer para crear tres pasaportes de la
nada (si debían ser virtuales o qué demonios esperaba que hiciese), cerró la boca y
miró al vendedor. Monica también miró al comerciante.
—Yo hablo con españolo. Tú no habla. Diez dólares Anubis y tres libros postales.
Último precio. Ten all —sentenció el vendedor.
—Acepta, Miguel —ordenó Gorlov.
—Pero…
Miguel sacó los diez dólares y se los dio al hombre.
—Nos lo llevamos así —dijo Gorlov, y cogió todo: la figura de barro y tres
libretas de postales de la estantería.
El vendedor miró con los ojos entornados a Gorlov y desapareció en el interior de
la tienda.
Gorlov dio a Miguel las libretas de postales y dijo:
—Convertir esto en pasaportes requerirá una inflexión cuántica muchísimo más
pequeña que crearlos de la nada. El esfuerzo imaginativo es mucho menor, y la
probabilidad de que Castillo detecte la inflexión, también. Miguel, busca tres
nombres españoles y genera los pasaportes con estas libretas. Ayúdale, Monica.
Los dos se miraron y Miguel asintió. Inmediatamente, los tres se cerraron en un
pequeño corro para ocultar lo que hacían.
Miguel hojeó su propio pasaporte y lo memorizó. Después observó una de las
libretas: estaba llena de imágenes de pirámides, templos, estatuas… sintió que su
cerebro empezaba a burbujear y que la inflexión de Monica se unía a la suya,
amplificándola. «Como mi hermano, pero con apellidos típicos españoles», pensó, y

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una de las libretas se convirtió en el pasaporte a nombre de Daniel González Martín;
tenía su foto. Cogió la segunda libreta de manos de Gorlov. «Gorlov parece… ¿del
norte?». La segunda libreta se convirtió en el pasaporte de Iñaki Ugarte Zuloeta, con
la foto de Gorlov. «Y Monica… parece andaluza. —La miró. Ella estaba concentrada
en amplificar la inflexión, pero los músculos tensos de sus mandíbulas le confirmaron
que seguía muy enfadada con él—. Andaluza ofendida, altiva y despechada: Ana».
La tercera libreta cambió las postales del Nilo por un pasaporte de Ana Montalvo
Ortiz.
La inflexión se detuvo en ese momento.
—¿No descubrirán que son falsos? —preguntó Miguel cuando le daba los
pasaportes a Gorlov.
—De eso me encargo yo —dijo el ruso, y le dio a Miguel la estatuilla de Anubis
—. Seguidme.
Gorlov echó a andar con paso firme, esquivando a los turistas y sus equipajes.
Monica y Miguel lo siguieron en silencio.
Mientras caminaban, Miguel observó la estatuilla a medio envolver que llevaba
en la mano. La cabeza de chacal de Anubis salía entre el papel arrugado de periódico.
El dios de barro, recordó. En ese momento un muchacho rubio, de unos doce años, se
cruzó corriendo delante de ellos y llamó a sus padres en francés: «Papá, esperadme».
Llevaba una gorra de la NASA vuelta hacia atrás. Miguel se giró para contemplar el
logotipo rojo y azul de la Agencia Espacial alejándose de él. Un sueño en la cabeza
de un niño. El muchacho se perdió de vista entre la marea de viajeros. Miguel se
volvió de nuevo para mirar hacia delante y dio varios pasos rápidos para alcanzar a
Monica. El Anubis de barro entre sus manos. El fin del sueño. Su vida destrozada por
aquel semidiós.
—¡Operación Mesías! ¡Efecto Midas! ¡Una mierda! —exclamó entre dientes,
para sí, mirando la figurilla como si la quisiese estrangular.
Miguel notó que Monica lo observaba.
—Nombres en clave estúpidos para juegos estúpidos —le dijo, y tiró la estatuilla
a una papelera.
Monica se quedó observando la papelera mientras se alejaban, y después, en
silencio, volvió a mirar a Miguel.

***

Walter Castillo vigilaba lo que hacía Barrett, de pie, detrás de él. Eugene miraba por
encima de sus gafas la gran pantalla de uno de los puestos de monitorización
instalado en el campamento de al-Hakim. Habían pasado dieciocho horas desde que
Miguel escapase, y la sala de seguimiento estaba abarrotada de científicos, operarios.
Todos lo buscaban, a Miguel, sus inflexiones.

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Castillo miró hacia atrás, hacia la puerta. Allí, dos de sus agentes, con los brazos
cruzados, en silencio, observaban de pie lo que hacían los científicos. Sabía que más
allá de aquel campamento, en NASA Ames, en San José, y en NASA Hampton, todos
trabajaban también para él. Los satélites mandaban sus señales al SSR, la
información se procesaba y se enviaba a Egipto. Tenía a los mejores dentro y fuera de
aquella sala de seguimiento. Pero a él sobre todo le interesaba Eugene. Y la señal que
observaba.
—¿Algo nuevo? —dijo Castillo.
—Es difícil de saber… —Barrett sudaba mucho, se movía mucho, como un
insecto metido en un tarro.
La señal que estudiaba se había recibido hacía menos de tres horas. Correspondía
a una inflexión producida en una zona al noroeste, a unas cien millas de allí, en algún
lugar próximo a El Cairo.
«El Cairo», pensó Castillo. Si habían llegado a El Cairo sería imposible encontrar
el Jeep con el que habían huido. Y sus fugitivos serían solo tres extranjeros más en la
ciudad, pequeñas cabezas irreconocibles entre miles de turistas inquietos como
hormigas. Podrían tomar cualquier rumbo, cualquier medio de transporte: autobuses,
barcos, aviones… «¿En avión?», se preguntó. No, Gorlov no sería tan estúpido. Si
intentasen usar sus pasaportes los encontrarían. El desierto era la mejor alternativa: si
se procuraban un buen guía era posible que pasasen meses antes de que nadie se
tropezara con ellos en una cueva, un poblado, un oasis. Perdidos. ¡Miguel perdido!
Castillo se tocó la venda, la sentía húmeda, como si la brecha producida por el
golpe de la silla aún sangrase.
«Malditas pistolas», se dijo contemplando una pistola cerámica que había sobre la
mesa, junto a Barrett, una de las que no había robado Gorlov.
Arrugó la cara al recordar cómo había dejado las pistolas al alcance de Miguel.
Incluso el viejo Fred había tenido más reflejos que él. Fred. Ahora estaba muerto.
Había sido un insensato, atacarle así, ¡él iba armado! Barrett no dejaba de teclear,
frenéticamente. Fred no tendría que estar muerto. Ni el midas perdido.
Observó de nuevo la señal del sensor en la pantalla, cerca de El Cairo. No era un
Efecto Midas, era una señal tan débil que hubiese pasado inadvertida de no haber
tenido a todo el personal del campamento estudiando los registros. Ahora, en la
pantalla de isoinflexoras se veía la onda expansiva residual. Tres horas después de la
inflexión, las líneas de onda eran muy claras. El foco de isoinflexoras se había
producido en el aeropuerto de El Cairo.
—¿Son ellos? —dijo Castillo, y se volvió a tocar la venda. Guiñó un ojo para no
mostrar el dolor.
—Es una señal escasa —farfulló Barrett—. Es complicado; las isoinflexoras
residuales, y, claro, el retardo de los satélites…
«En avión», se dijo Castillo. La brecha le palpitaba. Arrugó mucho más la cara.
Debían de haber hecho algo para conseguir pasajes en un vuelo, seguro. Barrett

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seguía parloteando detalles incomprensibles.
—Son ellos —interrumpió Castillo, mientras buscaba el teléfono en su chaqueta
tirada sobre la mesa—. Están en el aeropuerto.
Cogió el teléfono móvil y volvió a tirar la chaqueta junto a su corbata manchada
de sangre. Barrett lo miró desde la silla donde estaba sentado.
—¿Y si no son…? —empezó a decir.
Castillo lo miró muy serio, desde arriba. Barrett se quitó las gafas y las empezó a
limpiar.
—Eugene —dijo Castillo, mirándolo fijamente—. No te voy a mandar de vuelta a
San José. —Barrett se puso las gafas y pareció encogerse—. Vendrás conmigo y me
ayudarás a encontrarlos… ¿Vincent? —dijo Castillo al teléfono—. Aeropuerto de El
Cairo. Rápido, están allí… Pistolas de dardos, sensores cuánticos y dos agentes…
Discreción.
Barrett volvió a mirar a la pantalla, a teclear a gran velocidad, con sus ojos de
comadreja moviéndose sin parar. Ocultaba algo, pensó Castillo. Sabía que Gorlov
había hablado con él antes de huir. Barrett insistía en que solo se habían despedido.
No podía confiar en él. Eso le hizo recordar a Vincent. ¿Podía confiar en Vincent? Le
era leal, pero no tenía experiencia. Se giró hacia sus agentes. Junto a la puerta, de pie,
con los brazos cruzados, permanecían en silencio tras sus gafas de sol. Infalibles.
Podía confiar en Roth.
—Roth, acompaña a Vincent. Yo me basto aquí.
Roth se levantó un poco las gafas de sol y lo miró, serio, pero no a los ojos, sino
más arriba, a su frente. Castillo se tocó la venda una vez más. Bajo ella percibió de
nuevo el latir de la brecha. Roth tenía razón al preocuparse por él. Aquel dolor era lo
más parecido que podía imaginar a meter el cráneo en una prensa y accionarla poco a
poco; podría incluso desmayarse. Ni un solo analgésico, le habían dicho en la clínica,
la droga aún recorría su cuerpo.
—Estaré bien —dijo—. Vincent —habló al teléfono—, espera a Roth, irá con
vosotros.
Roth asintió y salió de la sala. Después de que cerrase la puerta, Castillo se volvió
hacia Barrett.
—¿Todo correcto?
—Ya te lo dije antes: no es seguro que esa señal… Cuando la onda global
registrada por el satélite… y la inflexión local, además…
—¡Eugene, maldita sea, deja de farfullar estupideces!
Barrett se giró en su silla y volvió a mirarle desde abajo; los ojos desorbitados por
encima de las pequeñas gafas; apenas pestañeaba. Castillo observó su gesto, su
postura encogida, parecía tan diminuto. Le recordaba a su hermana pequeña,
contemplando desde abajo con los ojos muy abiertos las amenazas de su padre
bebido, tironeándose de las trenzas hasta arrancarse pequeños mechones de pelo; eran
solo dos niños. Miedo, pensó. No le gustaba.

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Pero ahora tenía que ser así.
—Busca a Miguel —dijo Castillo, con una voz como un susurro.
Barrett le dio la espalda y volvió a teclear códigos en su ordenador portátil. El
sudor formaba una enorme mancha que cubría el centro de la espalda de su camisa
caqui. Barrett era el mejor analista que le quedaba. No se podía fiar demasiado de él,
pero le serviría, tenía suficiente miedo.
Después observó su reloj. Las agujas de acero avanzaban con firmeza sobre la
esfera negra.
Avanzaban demasiado deprisa.
Una hora más tarde, llamó Vincent.
—Han estado en el aeropuerto —oyó Castillo que decía a través del teléfono.
—¿Estás seguro? —preguntó, aunque él sí estaba seguro.
—Un vendedor ha reconocido las fotos de los tres. —Debido al ruido del
aeropuerto, la voz de Vincent se oía entrecortada—. La de Gorlov la ha mirado con
desprecio y… algo en árabe: un insulto, supongo. Estaba seguro… ellos… estatuilla
de Anubis y unas postales.
—No os mováis, vamos hacia allá. Pásame con Roth. Sí. Adiós. —Barrett y él se
miraron—. Sí, Roth. ¿Me oyes bien? Perfecto. Quiero un rastreo de pasaportes de
todos los vuelos que han salido de El Cairo hacia Europa en las últimas doce horas.
En Langley conocen nuestra prioridad, pedirán ayuda a las agencias europeas.
Buscamos tres pasaportes falsos. Gorlov los habrá conseguido de algún modo. Adiós.
—Colgó el teléfono sin perder la mirada de Barrett—. ¿Cómo habrá conseguido el
viejo zorro los pasaportes? —preguntó, aunque no esperaba respuesta.
—Los ha generado Miguel —dijo Barrett, de pronto, mostrando una gráfica en su
ordenador—. Supongo que eso justifica la inflexión que hemos detectado. —Castillo
miró la gráfica—. Aquí está la señal característica de Miguel y Monica cuando
operan juntos. Finalmente, he conseguido filtrarla. —Barrett señaló con el índice un
pico en una línea magenta. Después se quitó las gafas—. Vladimir y yo lo llamamos
la incongruencia. Una vez te lo intenté explicar en la sala antinflexores de NASA
Ames, ¿recuerdas? Tú te tenías que ir, un tal Jack Harper…
—Sí, de acuerdo. La incongruencia, ¿qué es?
—Cuando Miguel y Monica actúan juntos es imposible distinguir la inflexión
midas de la del catalizador. Son unos resultados que no cumplen con las ecuaciones
fundamentales. Las variables…
—¡Eugene!
—Es la señal que buscaba. Solo eso. —Se secó el sudor de la cara con un pañuelo
—. Y coincide con la onda global que nace en el aeropuerto de El Cairo. Son ellos,
sin duda.
Castillo se mantuvo en silencio unos segundos, mirando aquella gráfica. Después
volvió a mirar a Barrett.
«Me das la información cuando ya la tengo», pensó.

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—Vamos, coge un sensor cuántico y ven conmigo al helicóptero, quizás te
necesite en El Cairo. Supongo que no volverás a fallar en la detección de esa
incongruencia, ¿verdad?
Barrett volvió a ponerse las gafas y el sudor reapareció en su frente como si su
cabeza fuese una esponja llena de agua y alguien la acabase de comprimir.
En ese momento, el teléfono de Castillo empezó a sonar.
—Ve al helicóptero, Eugene, ahora te sigo.
Cuando descolgó la voz del director de la CIA salió del auricular como un dragón
que quisiese quemar su oreja, su pelo, la venda de su cabeza y su cerebro después. La
brecha golpeó contra el frontal de su cráneo como si la silla lanzada por Fred volviese
a chocar contra él.
—Sí, Jack Harper, le escucho —dijo al móvil. Apretó las mandíbulas y se tocó la
frente como en un saludo militar. Sintió la venda húmeda de sangre.

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CAPÍTULO 34

Miguel, sentado sobre el capó de su Renault Mégane Coupé amarillo, contemplaba el


edificio de la Escuela de Ingeniería Aeroespacial de Madrid. El edificio de techos
altos le llenaba la cabeza de recuerdos de su juventud, de cuando había estudiado allí.
Dos muchachas y un joven, pasaron junto a él hablando de aerorreactores, del
último examen y de que el Toberas los iba a suspender a todos una vez más. Miguel
vio en su recuerdo la imagen de aquel profesor de mandíbula alargada y fosas nasales
exageradamente grandes, redondas y oscuras como toberas de escape de un reactor.
Sonrió. La tradición había conservado intacto el apodo.
Aquellos estudiantes reían ahora, hacían bromas sobre el Toberas y su nariz que
podía respirar todo el aire del aula si estornudaba. Reían a pesar de estar asediados
por los primeros exámenes del año; exámenes que era muy probable que
suspendiesen; lo que sería uno de los mayores problemas de sus vidas
postadolescentes. Su gran amenaza. Pero reían. Como habían hecho sus antiguos
alumnos, como él había hecho en esa misma circunstancia.
Cerró los ojos y percibió con más nitidez el frío de diciembre, el sol de Madrid en
la cara. Y, por un segundo, se sintió fuera de peligro.
Cuando volvió a abrir los ojos, vio a Dani.
Al verlo aparecer, intuyó el lóbulo herido en su oreja derecha, marcado con una
muesca ínfima imposible de distinguir desde allí, pero que él podía imaginar a la
perfección.
Daniel salía de la Escuela de Ingeniería cargado de libros. Enfundado en un
anorak azul voluminoso, empezó a subir la cuesta que llevaba al aparcamiento de
alumnos. Se paró antes de llegar al Mégane amarillo y miró sucesivamente a los
libros que llevaba en las manos, a un bolsillo de su anorak y al suelo. Miguel supuso
que Dani buscaba el modo de coger las llaves del coche sin dejar los libros sobre el
asfalto húmedo por la lluvia de la noche anterior. Así los mantendría nuevos hasta
que terminase el curso, pensó, como de costumbre. Y se le escapó una sonrisa.
—¿Te ayudo? —dijo Miguel.
Dani alzó la cabeza, veloz, como si le hubiese hablado un fantasma, y se quedó
mirándolo con la boca abierta.
—Pero… ¿tú qué haces aquí? —dijo Dani.
Avanzó hacia Miguel con los libros abrazados y una sonrisa que le estiraba la cara
y le echaba hacia atrás las orejas y el lóbulo mellado hasta casi hacerlo desaparecer.
Miguel lo abrazó con fuerza.
Después, Miguel se separó y le dio una palmada a Dani en el hombro. Dani dejó
los libros sobre el capó del coche y le devolvió un golpe con el revés de la mano
sobre el estómago.

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—Cómo no has dicho nada, tío, que venías a España. Estás más delgado. No, no
sé, distinto. El pelo más largo. —Le dio otra palmada en un brazo—. Qué fuerte. Pero
¡qué pasa! ¡Qué bueno, tío! Vaya sorpresa…
—¿Te ayudo con esos libros y nos vamos? —interrumpió Miguel la retahíla de
interjecciones, palmadas y aspavientos de Dani—. Necesito un favor.
Dani lo miró con una ceja levantada, con una forma de extrañarse que Miguel
recordaba como idéntica a la de su padre.
—¿Un favor…? Eres más raro…
Minutos después, los dos salían en el coche con rumbo al piso de Dani. Este
empezó inmediatamente a preguntar a Miguel sobre su vida al otro lado del Atlántico
y Miguel tuvo que remontarse a los primeros meses de estancia en California para
contarle algún detalle que no fuese secreto. Todo confidencial, todo tan oculto.
Empezó a sentir algo parecido a un hueco bajo el abdomen, como si de pronto le
estuviese desapareciendo el estómago.
Dani detuvo su interrogatorio para vigilar a su izquierda el tráfico veloz,
ininterrumpido, de una calle a la que debía incorporarse. Miguel identificó la avenida,
aunque no recordó su nombre. Y tampoco le hizo sentir mejor reconocer aquel lugar
de su pasado de estudiante, aquel mundo tan lejano ya. Su aventura exótica, pensó
Miguel en ese momento, el nuevo mundo en el que había entrado, le había separado
del resto del planeta, incluso de su pasado, de su familia. Y ese mismo mundo nuevo
le amenazaba ahora. Y los únicos que no eran una amenaza, sus únicos aliados,
Monica, Vladimir, lo rechazaban también. Ellos dos parecían temerle, admitirlo a su
lado solamente por el peligro que suponía dejarlo suelto. Incluso Monica. Todos
tenían algo que temer de él. Sí, Dani tenía razón: era raro.
El vacío que se le había formado bajo el abdomen pareció empujar su estómago
hacia su boca. Miguel bajó la ventanilla del coche para respirar aire fresco cuando
Dani se incorporaba al tráfico de la avenida. Tráfico rápido, impersonal.
Se sentía tan solo.
—¿Vamos a comer a algún sitio? —dijo Dani—. Mi cocina sigue hecha un
desastre. Está incluso peor que cuando viniste la última vez; la hemos declarado zona
catastrófica…
«Debo recuperar a Monica», pensó Miguel.
—… Han abierto un restaurante…
—No, gracias, Dani. No me puedo quedar.
—¡Venga, hombre! ¿Cómo que no?
—Venía para que me prestases el coche. —Miguel sintió el tono de su voz
apagado, quejumbroso. Pensó que aquella voz podría delatar que estaba ocultando
algo, y que su hermano se daría cuenta.
Dani frenó en un semáforo en rojo y pareció que su entusiasmo frenaba con el
coche. Su rostro se volvió serio, alzó una ceja y encogió la otra. Dani no pensaba
ponérselo fácil, intentaría averiguar qué le pasaba, seguro.

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—He venido con mi novia y necesito el coche para llevarla de viaje. Al sur.
Quiero enseñarle Sevilla, Granada… —mintió Miguel para anticiparse a las
preguntas de Dani. La mentira la había preparado y acordado ya con Gorlov, entonces
les había parecido suficiente, pero ahora sentía que no lo era—. Queremos salir esta
misma mañana. ¿No te importa que te deje sin coche un par de semanas?
—¡Vamos, tío! ¿Vienes con tu novia y no te vas a quedar ni a comer? ¡Venga ya!
—Bueno, quizás a la vuelta —respondió Miguel, mientras pensaba en cómo
reforzar su excusa—. Vengo también con uno de mis directores de proyecto… y
claro…
—¡Joder, tío! ¿Vienes a España con tu novia y te traes al jefe? ¡Vamos, no me
jodas! No has cambiado nada. Un muermo. No sé cómo te aguanta tu novia.
«No me aguanta», pensó Miguel.
—En serio, te los presento ahora y nos vamos. Se nos ha hecho tarde y no quiero
coger el atasco de salida de Madrid. Los viernes, ya sabes. A la vuelta pasaremos un
día contigo. ¿Vale?
«Si volvemos», pensó.
—Nada, pasas de mí… —dijo Dani, mientras introducía la primera marcha y
reiniciaba el movimiento.
—No es eso…
Ojalá pudiera tomar un café con él, charlar un rato, saber si le iba mejor ese año
en la carrera, qué hacía con su vida. Recordó de pronto la oferta de Castillo para que
Dani estudiase en San José, una beca en NASA Ames. Todo mentiras. Castillo,
maldito embustero. Debía huir de él. Alejarlo de Dani.
Cuando el coche giró, Miguel reconoció los edificios vetustos de la Avenida de la
Reina Victoria. Buscó la cafetería en la que había dejado a Monica y Gorlov. Dani le
dio una palmada en la rodilla y dijo, sonriendo:
—¡Qué cabrón! Me debes una comida. Tú pagas. En el Tontxu, de las caras, ¿eh?
—¡Hecho!
—¿Vais a Sevilla? ¿Se la vas a presentar a papá y a mamá?, a tu novia.
—Para ahí, en la esquina. —Miguel señaló hacia uno de los edificios, cerca de
donde Dani vivía—. Te presento a Monica y a mi jefe y nos vamos. ¿No te importa
que te deje aquí con todo eso? —Miró hacia los libros que habían cargado sobre los
asientos traseros.
—¡Joder! ¿Tanta prisa tenéis?
Miguel bajó del coche sin responder y entró en la cafetería de la esquina. Dani
bajó después y empezó a sacar sus libros y a apilarlos en un banco de la calle.
Refunfuñaba cuando Miguel y Monica salieron, pero sonrió al verla; su sonrisa recta,
de galán de cine, pensó Miguel.
—Pleased to meet you! —dijo Dani en un inglés lento. Monica le tendió la mano,
pero él le dio dos besos—. ¡En España se dan dos besos! —le gritó en español.
Monica sonrió. Su sonrisa, sus ojos brillantes.

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Hacía días que Miguel no la veía sonreír, parecían años. Se alegró de que Dani lo
hubiese conseguido por él. Quiso pensar que la sonrisa se debía al recuerdo del
momento en que le enseñó la costumbre española del saludo con dos besos, en
Granada, muchos meses antes. Cuando todo iba bien.
En ese momento, salió Gorlov. Dani le estrechó la mano con la cara circunspecta,
como si saludase al rector de la universidad.
—Dani —dijo Miguel—. Lo siento, de verdad, nos tenemos que ir ya. Siento
quitarte así el coche.
—Un atraco.
—En unas semanas nos vemos, ¿vale? Te llamo. ¿Me dejas tu anorak? No he
traído ropa de abrigo…
—Eres la hostia —dijo Dani, mientras se quitaba el anorak.
—¿Necesitas algo? —preguntó Miguel. Sentía que no podía irse sin más.
—¡Venga, tira ya! —dijo Dani, y le dio un manotazo en la espalda. Después se
abrazaron, un abrazo contundente, rápido.
Monica y Gorlov subieron al coche en silencio. Miguel entró tras ellos.
—Cuídate —dijo Miguel a Dani desde el asiento del conductor.
—Vale, vale.
Miguel arrancó y empezaron a circular por la avenida en dirección norte. Miguel
vio por el retrovisor que Dani le hacía señas de que girara allí mismo, en el primer
cambio de sentido. Por supuesto, lo mejor para ir hacia el sur de Madrid era girar allí
y circular en sentido contrario, Miguel lo sabía. Pero no giró. Siguió adelante.

***

Walter Castillo se detuvo junto a un banco en el aeropuerto de Madrid. Miró su reloj


y se sentó. Estaban perdiendo demasiado tiempo. Habían tenido que esperar allí a que
llegase el agente nuevo, a que les diesen luz verde para perseguir a Miguel por
Europa, a que Whitaker les abriese las cuentas para alquilar un maldito par de coches.
«¡Controlado!», así era como se sentía.
Pero estaba en Madrid por fin, en aquel terminal luminoso, diáfano. Tras la pista
de Miguel. Algo de luz sobre sus problemas.
Sacaba sus notas de un maletín cuando vio acercarse a Vincent y Barrett. Se
sentaron uno a cada lado. Castillo volvió a mirar su reloj y comprobó que habían
pasado quince minutos desde que mandara a Roth y Kells a alquilar los coches. Aún
tardarían en volver, supuso.
«Tiempo», se repitió, y miró hacia arriba. El tercer agente, el nuevo, estaba de pie
junto al banco. No se separaba de él. Los brazos de paquidermo cruzados, su cabeza
gorda de pelo rubio y rapado mirando hacia la derecha. Lo había mandado Whitaker.
John Smith, decía llamarse.

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«Se les han acabado los nombres en la Central y han recurrido al absurdo», había
pensado Castillo cuando oyó presentarse al agente con ese tópico como nombre en
clave.
El director decía que mandaba a aquel atleta de halterofilia para ayudarle. Castillo
se ajustó la corbata. Su versión era que Smith (o como se llamase) estaba allí para
controlarlo, llevarlo de vuelta a los Estados Unidos y ponerlo delante de un consejo
de guerra si perdía a Miguel, o si caía en manos de algún enemigo. Si perdía al midas.
La brecha de su frente palpitó y Castillo se tocó la venda. Todo parecía en orden en
su cabeza. Solo había que recuperar a Miguel, se obligó a pensar, y el resto de las
heridas sanarían solas.
Miró a Barrett, sentado a su derecha, revisaba un sensor cuántico. Castillo estiró
el cuello, miró la pantalla del sensor y vio que no había ninguna inflexión cercana.
Barrett activó después el receptor portátil de señales del SSR. Castillo vio las líneas
isoinflexoras sobre el mapa de Europa en la pantalla: los datos del SSR llegaban sin
problemas. Sobre aquel mapa tampoco se veía el efecto residual de ninguna inflexión
que mereciera la pena tener en cuenta. Todo en calma con los inflexores, pensó.
Demasiada calma.
—No sé cómo los vamos a encontrar ahora —dijo Barrett—. No creo que vayan a
ir por ahí haciendo inflexiones para que les sigamos la pista.
Castillo no contestó. Volvió la atención a sus notas. Pasó varias páginas de su
cuaderno adelante y atrás y encendió su portátil después.
—¿Para qué necesitabas pedir el informe de pasaportes a la Central? —dijo
Vincent. Castillo levantó la cabeza de sus notas y lo miró, sentado a su izquierda.
Vincent mantenía la vista fija en el agente Smith, que ahora se alejaba de ellos
caminando despacio, como paseando bajo la luz del edificio terminal—. Ahora nos
han complicado la vida. Ese tío no va a hacer otra cosa que molestarnos.
—No lo podemos cambiar —dijo Castillo, y volvió a hojear su cuaderno.
Detestaba perder el tiempo quejándose sobre lo que ya era inevitable.
—Yo hubiese podido buscarlos —insistió Vincent—, seguro que los habría
encontrado en algún aeropuerto. Solo había que investigar un poco los vuelos y
descartar algunos. —Vincent empezó a bajar la voz cuando los pasos del agente
Smith lo trajeron de vuelta—. Podría haber mirado en los aeropuertos, en los vuelos
sospechosos. No era demasiado trabajo…
—¿Desde cuándo tienes capacidades de percepción extrasensorial? —preguntó
Barrett por encima de Castillo.
—Estoy en el Proyecto paralelo de NASA Hampton ¿sabes?, desde hace casi un
año —respondió Vincent—. Allí me entrenaron.
—No me habías dicho nada —dijo Barrett—. Yo era tu investigador en el SSR.
—Era secreto… —Vincent continuó flanqueando a Castillo con su conversación.
«¿Dónde está la referencia?», pensó Castillo. El sol que entraba por las cristaleras
enormes caía sobre ellos. Se reflejaba en la pantalla del ordenador e impedía ver bien.

Página 238
Castillo encontró de pronto una referencia en clave entre sus notas. «¡Aquí!».
—El Proyecto de NASA Ames también es secreto —dijo Barrett.
—Sí, pero Hampton…, la CIA, imagínate.
Castillo tecleó en su portátil. En ese momento, Smith se paró junto a ellos y la
sombra de su cabeza enorme, su cuello de gorila, tapó el sol que caía sobre la
pantalla. Eso permitió ver bien la imagen que había en ella.
—¡Lo tengo! —exclamó Castillo.
Barrett y Vincent, a ambos lados, y Smith desde arriba, miraron hacia el portátil.
Castillo leyó despacio lo que él mismo había escrito allí meses antes. Con fecha uno
de abril, la pantalla indicaba: «Daniel Le Fablec, hermano de Miguel Le Fablec».
Debajo había una fotografía y una dirección. Avenida de la Reina Victoria, Madrid.

Página 239
CAPÍTULO 35

Hacía más de media hora que el Renault de Miguel había sobrepasado Perpignan, tras
cruzar la frontera francesa en dirección noreste. Miguel conocía bien aquella
carretera, aunque no recordaba haber viajado por ella de noche. Miraba el paisaje
negro por la ventanilla del copiloto. Era la misma autopista que usaba su padre para
llevarlos de vacaciones a Niza, recordó. Salvo que ahora no hacían descansos cada
dos horas como entonces. Y no iban a Niza. ¿O sí? No sabían adónde iban. Gorlov no
lo quería decir. Casi no hablaban. Conducían a la máxima velocidad legal, sin apenas
detenerse. Solo paradas cortas para repostar, turnarse al volante con Monica o pagar
los tramos de autopista.
Un nuevo peaje apareció al final de una recta. Debían de estar cerca de Narbonne.
Miguel recordó que por allí había una salida hacia la autopista que iba al oeste, a
Toulouse. Monica bajó la ventanilla, pagó y desvió el coche a la derecha nada más
cruzar la barrera del peaje. Cuando lo hizo, ella bajó por el lado del conductor y
Miguel abandonó el del copiloto. Se estiraron, intercambiaron sus sitios sin hablar y
arrancaron de nuevo. Miguel resopló al volver a coger el volante.
—No hemos descansado desde que salimos de Madrid. Más de ochocientos
kilómetros sin parar —dijo Miguel. «Y tampoco hemos hablado», pensó—. ¿Salgo
hacia Toulouse?
—No, al norte, paralelo a la costa —dijo Gorlov desde el asiento de atrás—.
Descansaremos en algún hotel de carretera cerca de Montpellier o Avignon.
Miguel sonrió al oír cómo pronunciaba Gorlov el francés. Claro, que el francés
abrupto del ruso era mejor que el silencio. Montpellier estaba a unos cien kilómetros,
Avignon a doscientos. En Avignon había otra encrucijada de autopistas, podrían ir
más al norte (Lyon) o al este (Marsella, Niza, Italia).
«Niza», pensó, y recordó su playa, el parque con enormes pinos donde jugaba con
Dani, las callejuelas por las que se perdían cuando querían que su abuela no los
encontrase, el hotel de monsieur Parvais, el club del Agujero Secreto, Dani y él
discutiendo. No había vuelto allí desde que su abuela muriera. Vio la tienda de
souvenirs de los abuelos cerca del Marché aux Fleurs. Estaba ahora tan cerca de casa.
Se recolocó en el asiento y sintió como si sus huesos pincharan la carne. Silencio
y oscuridad. Monica parecía adormilarse en el asiento del copiloto. La miró de reojo.
Tenían que hablar, por supuesto, pero en un lugar que no tuviese un espía ruso en el
asiento de atrás.
—A-vi-gnon —dijo Miguel, pronunciando con lentitud—. Se dice así, Vladimir.
Le gustó oírse hablar en francés. Miró al indicador de la gasolina, la luz naranja
de la reserva encendida. Pronto tendrían que pararse a repostar. Al menos, podría
hablar un poco en la lengua de sus abuelos.

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—No sé francés —dijo Gorlov—. No sé pronunciar los nombres de esas
ciudades.
—No nos has dicho a qué ciudad vamos.
Gorlov no respondió.
—No es justo —insistió Miguel.
—No importa lo que sea justo. Vincent debe de estar rastreándoos mentalmente.
Se lo podríais descubrir por error. Lo podríais pensar con demasiado anhelo. Estáis
cansados por el viaje, deseosos de que termine. Existe un mecanismo de intrusión
mental que Vincent domina muy bien. No es un método preciso, pero podría
conseguir entrar en tu cabeza durante la fase transitoria entre el sueño y la vigilia…
Por fin había conseguido empujar a Gorlov a una conversación, pensó Miguel.
Aunque fuese una de sus explicaciones técnicas interminables, la prefería al silencio.
Siguió preguntando:
—Y ¿no podría Vincent entrar en tu cabeza y averiguarlo?
—Yo no soy un inflexor. Vincent estará buscando inflexores. Os busca a vosotros:
a Monica y a ti.
Monica se removió en el asiento. Aunque tenía los ojos cerrados, Miguel supuso
que no estaría dormida del todo.
—Esta no es forma de viajar para un midas —comentó Miguel—, ¿por qué no
hacemos algo menos agotador? Desplazarnos en el espacio, teletransportarnos, algo
así. Seguro que podría hacerlo. Sigo siendo todopoderoso, ¿no? Así nos desharíamos
de Walter y de Vincent de una vez.
—¡No digas estupideces! —replicó Gorlov—. No puedo calcular qué onda
residual tendría una inflexión como esa. Podrías arrasar el planeta por hacer algo así.
O no, no lo sé, no tengo aquí medios para calcularlo. Lo sabes bien.
Lo sabía, era cierto, pensó Miguel. Pero seguía siendo un midas.
—Yo podría calcular las consecuencias sin ayuda de los ordenadores del SSR —
dijo.
—Es posible —dijo Gorlov—, pero se requiere una sabiduría ingente para
comprender y controlar los efectos residuales de esas inflexiones.
—Ya.
—¿Crees de verdad que podrías producir un pliegue en el espacio? ¿Crees tener la
sabiduría para controlarlo?
—No lo sé.
Miguel se rascó la cabeza. Después se echó el pelo hacia atrás.
—¿Lo crees?
—Aun así, este viaje es agotador. Espero que sepas adónde vamos.
—No puedes hacerlo si no crees en ello…
—Ya, ya, de acuerdo…
—Vamos hacia Mulhouse —dijo Gorlov, de pronto—. Es un punto de paso en
nuestra ruta; solo te puedo decir eso por ahora.

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—¿Mulhouse…? —Miguel entornó los ojos, como para leer un mapa imaginario
que hubiese en el parabrisas. Adelantó a un coche y entonces pareció ver mejor el
mapa. Claro, al noreste—. La frontera con Alemania.
Gorlov no respondió.
—Vamos a pasar a Alemania, ¿verdad? ¿Y qué haremos allí? Quizás veamos a
algún científico de los del viejo régimen, sí, de la antigua Alemania del Este, un
amigo tuyo. ¿Nos ayudará a ocultarnos? Stuttgart queda cerca, Friburgo, Munich.
Quizás tenga una fórmula secreta para que no se detecten nuestras inflexiones y la
CIA deje de seguirnos. ¿Es en Alemania donde está el científico o en Suiza? Suiza
también está muy cerca, Basilea…
—No es un juego —dijo Gorlov—. Deja ya de decir estupideces, esto es muy
serio. —Miguel, con la escasa luz que había en el coche, vio por el retrovisor los ojos
del científico, e imaginó que estos querían atravesar con un rayo las gafas enormes y
cuadradas, rebotar en el espejo y alcanzarle a él. Aunque la expresión de Gorlov
seguía tan inmutable como siempre—. Te ruego que no frivolices con lo que está
ocurriendo, es muy grave. —El sonido de las consonantes, cada vez más ruso, le
confirmó a Miguel que Gorlov se había molestado.
«Más derecho tengo yo a molestarme», pensó.
—No frivolizo —dijo—. Pero este viaje del demonio me desquicia. Sin descanso,
sin destino…
—Tenemos un destino.
—…, sin conversación, como si fuésemos enemigos, como si nos odiásemos por
ser lo que somos…
—Todavía tengo contactos. Podrán parar a Castillo: un consejo de guerra…
—¡Estoy harto de contactos!, de guerras, de espías, de organizaciones secretas y
de todas esas estupideces sin las que vivía tan bien antes…
Miguel casi gritaba. Gorlov se calló de pronto.
—…, de nombrecitos en clave para proyectos secretos, operaciones secretas,
¡todo secreto!
Miguel se dio cuenta de que había pasado de protestar por el viaje y se estaba
quejando por fin de lo que en realidad le preocupaba: su vida, su poder.
—No, no frivolizo —dijo en un tono de voz más bajo—. Sé muy bien lo grave
que es ser un midas. Yo lo sé mejor que vosotros.
Apretó el volante y negó con la cabeza, despacio.
—Ojalá no lo fuera —añadió en un susurro.
Monica abrió los ojos en ese momento, se giró hacia él y se quedó mirándolo.
Miguel la vio de reojo. Después, se dio cuenta de que estaba casi encima del camión
que iba delante de ellos. Lo adelantó con un volantazo y se concentró en las líneas de
la carretera.
Volvió a mirar a Monica. Ella seguía observándolo y él le tendió la mano sin dejar
de vigilar la autopista. Esperaba que no le rechazase. En las últimas cuarenta y ocho

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horas se había sentido más solo de lo que nunca hubiese pensado que podría sentirse.
Un bicho raro, único, incomprendido incluso por aquellos que más sabían sobre su
rareza. Monica lo observaba fijamente; sintió la mirada de Gorlov también, desde el
retrovisor. Él mismo no se comprendía, no sabía de dónde habían venido aquellos
delirios de poder, de divinidad, que le habían cegado. Una divinidad sola en su
paraíso. No, no quería estar solo de nuevo, ni por todo el oro que el maldito rey
Midas pudiera transmutar. Pensó que lo cambiaría todo por la mano de Monica.
Y Monica cogió su mano.
Durante casi un kilómetro, dentro del coche se hizo un silencio denso, cargado de
miradas, ahogado por el ruido del motor del Mégane avanzando por la autopista.
Un cartel luminoso, rojo y verde, apareció a la derecha de la carretera. Indicaba la
proximidad de un hotel de la cadena Ibis. Aquello parecía muy solitario, debían de
estar en medio de la campiña del sur de Francia, supuso Miguel. No habría muchos
más hoteles en quizás cientos de kilómetros. Qué importaba, Monica ahora estaba
con él. Su mano, por fin.
Pero Gorlov terminó con el silencio:
—Coge la primera salida, Miguel. Quizás debamos descansar. Sigue las
indicaciones hasta el Ibis.
Miguel tuvo que soltar la mano de Monica para cambiar de marchas al salir de la
autopista. Después de cerca de mil kilómetros, el maldito ruso decidía que tenían que
descansar. Desde que lo conocía, no recordaba que el científico hubiese sido oportuno
en ninguna ocasión.

***

Pocos minutos después, habían descargado su equipaje escaso y Miguel hablaba en


francés con la recepcionista del pequeño hotel.
Miguel miró a Gorlov y Monica, y ambos asintieron. Él se giró hacia la
recepcionista. La muchacha, de pelo muy negro y corto, con flequillo, le miraba
desde detrás de unas pestañas inmensas cubiertas de rímel. Le recordaba a alguna
novia francesa de Dani.
—Trois chambres —dijo Miguel.
La joven tecleó algo en su ordenador y empezó a distribuir tres tarjetas
magnéticas; una llave para cada uno de ellos. Los labios de la joven, muy pintados de
rosa, se estiraron en una sonrisa. Parecía divertirle que él no pudiese dormir con
Monica, pensó Miguel.
—Es mejor coger tres habitaciones —dijo Gorlov cuando ya se encaminaban
hacia sus cuartos—. No me fío de vosotros dos. Vuestros sentimientos, vuestro amor,
vuestro odio, me dan igual. Pero no quiero que produzcáis una inflexión. Walter nos
encontraría y estaría aquí antes de que despertásemos…

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—Ya, ya —dijo Miguel. Gorlov parecía dispuesto a seguir con el sermón.
—Recuerda que hemos venido en tu coche, descubriéndonos a tu hermano y
poniéndolo en peligro, para que no tuvieseis que generar otra inflexión con la que
conseguir un medio de transporte. No quieras estropearlo ahora.
—Ya lo has dicho antes —dijo Miguel, arrastrando las palabras—. Dormiremos
separados.
Miguel abrió su puerta y, sin encender la luz, tiró la mochila adentro.
—Voy a tomar un poco el aire —dijo.
Monica, que parecía a punto de entrar en la habitación contigua, se detuvo de
pronto y se dio la vuelta. Miguel la observó moverse: su pelo se contoneó con el giro
de cabeza.
—Creí que estabas cansado —dijo ella.
—Sí. Solo quiero tomar un poco de aire fresco.
—Voy contigo.
Gorlov la miró, inexpresivo, en silencio.
—Solo charlar —añadió ella, mirando a Gorlov.
—Haced lo que queráis, pero tened cuidado. Recordad que hay muchas vidas en
juego. Sois responsables directos del futuro de este planeta…
—Vamos a charlar, Vladimir —dijo Monica en voz baja. Su tono de voz era firme
—, no a lanzar bombas atómicas.
Gorlov entró en su habitación negando con la cabeza, sin decir nada más.

***

La moqueta de la habitación parecía áspera. Gris y áspera. Gorlov tiritó como si


hiciese frío allí. Aunque hacía calor. Todo el hotel tenía un aspecto pulcro, los
muebles eran nuevos, la estancia, espaciosa, olía un poco a desinfectante. Gorlov
sintió las manos frías.
Se acercó a la cama, dejó su pequeña maleta sobre ella y se sentó en el borde,
junto a la mesilla. Sobre esta había un teléfono blanco. Gorlov lo observó en silencio,
su diseño moderno y frío. Apoyó las manos sobre las piernas.
Estaba tan delgado, tan viejo, pensó al verse los dedos huesudos sobre el pantalón
caqui de arqueólogo. ¡Aquella ropa todavía!, se dijo, como un recuerdo pertinaz y
vívido de lo que había creado. El desierto, los dioses falsos. Un monstruo, eso había
construido. Desfilaron por su cabeza las fórmulas, las ecuaciones del Efecto Midas
escritas con tinta azul en sus cuadernos.
Si al menos Fred siguiera vivo, los dos podrían lamentarse juntos por haber
malgastado sus vidas en buscar a un insensato para darle el poder de un dios. Y de
servirlo después en bandeja a las legiones de ambiciosos, desalmados. Toda su vida

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esforzándose en una investigación extenuante para, al final… crear un nuevo artilugio
de guerra. Nada más.
Volvió a mirar al aparato de teléfono. Graham Bell, al menos, había conseguido
inventar algo útil para la humanidad, se dijo. «No como yo. Mis inventos…».
Recordó alguno de sus primeros inventos, en Rusia. Había más artilugios que
quizás podrían servirle ahora. Pero necesitaba un lugar donde esconderse, donde
ganar tiempo para pensar en algo, para hacer pruebas, buscar una salida. Sergei tenía
todo lo necesario.
Descolgó el auricular y tecleó un número en el teléfono.
Tras varios segundos se oyó un tono. Después, una voz femenina en ruso:
—Universidad de Leningrado. Cátedra del profesor Vladimir Gorlov. Deje su
mensaje después de la señal —dijo aquella voz anacrónica, imposible, desde algún
limbo informático donde aún existía su despacho anclado en 1980. Inmediatamente
sonó un pitido.
—Sergei Krushenko —dijo—, soy Vladimir Gorlov. Llámame a este número. —
Colgó después.
Se quitó los zapatos despacio y notó los pies doloridos, cansados. Un viejo. Pero
pronunciar en voz alta el nombre de Sergei le había dejado un eco de su juventud, de
los tiempos en que estudiaba a los primeros inflexores en la Unión Soviética.
Recordó la cara ancha y sonriente, los ojos verdes de Sergei Krushenko el día en
que le dio el último adiós. En Friburgo. Su risa melódica, como salida de los coros
del ejército ruso. Irina aún vivía; ella nunca conoció California, no salió de Alemania
Federal; la bronquitis crónica, su corazón debilitado por los inviernos rusos falló
antes de que pudiera llegar al sol del Pacífico que Fred había prometido. Pero a
Sergei y a Fred no se les podía reprochar nada, hicieron todo lo posible para que
llegasen a Estados Unidos cuanto antes.
Gorlov colocó los zapatos en el armario y se volvió a sentar junto al teléfono. El
frío en sus manos y en sus pies, la moqueta áspera, le mantenían en aquel pasado.
Sergei le debía la vida, recordó, lo hubiesen deportado a Siberia, años antes, cuando
aquel robo de los equipos médicos en la universidad. Él mintió por Sergei, aunque
sabía que el KGB lo había enviado para mantenerlo vigilado (su espía personal).
Sergei era entonces un muchacho desorientado por la decadencia del Régimen, del
Partido, los cambios que crecían desordenadamente en el país. Un ladrón, pero
merecía una oportunidad lejos de Siberia.
Y él se la dio. Y Sergei traicionó al KGB y lo sacó de la Unión Soviética.
Con toda probabilidad, aquello fue lo último noble que hizo aquel muchacho
antes de ingresar en la mafia y convertirse en uno de los mayores traficantes de armas
del mundo.
El teléfono sonó de pronto. Gorlov se sobresaltó, pero no movió ni un músculo.
Se giró despacio. El aparato blanco que había inventado Bell. Lo dejó sonar dos
veces más y descolgó.

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—Gorlov —dijo al auricular.
—¡Vladimir! —se oyó una voz de barítono de ópera al otro lado de la línea—.
¡Ja, ja, ja! ¡Profesor! —parecía cantar en ruso.
—Sergei —dijo Gorlov—. Veo que todavía funciona esta vieja línea del KGB.
—Funciona todo lo que se paga, Vladimir, ya lo sabes.
Por supuesto, un jefe de la mafia rusa podía mantener viva una línea telefónica de
contacto entre espías del pasado. Era probable que Sergei ahora la usase para sus
acuerdos con traficantes y ladrones de todo el mundo. Si usaba la línea para organizar
delitos, debería haber borrado el mensaje de su departamento en la Universidad de
Leningrado, pensó Gorlov. Pero Sergei siempre había sido un nostálgico.
—Necesito ayuda —dijo Gorlov.
—¿Estás bien? ¿La CIA?
—Algo así. ¿Puedes esconderme un tiempo? Sigues en Bratislava, ¿verdad?
Necesito un lugar seguro para hacer algunos contactos.
—Vladimir —se oyó la voz musical, contenida y profunda de Krushenko—,
pídeme lo que quieras. Te debo la vida.
—Vamos, Sergei, eso ya…
—¿Sabes que me hice con todo el material de tu laboratorio? —interrumpió de
pronto Krushenko—. Tenían todas las máquinas expuestas como reliquias en el
antiguo Museo del Ateísmo de Leningrado. Todavía conservo alguna…
Fred le había dado la noticia del robo muchos años antes. Alguien había
irrumpido en la catedral que el Partido había habilitado como museo y se había
llevado un traje de astronauta y sus aparatos: una rudimentaria cabina antinflexores,
un intento fallido de sensor cuántico que parecía un cañón de barco, un distorsionador
hecho con amplificadores de válvulas, cosas así. Aquello podría ser de utilidad ahora,
pensó, aunque no sabía muy bien cómo ni para qué lo usaría. Fred sospechaba que
había sido Sergei. «Un maldito ladrón. Y un nostálgico. Ya lo conoces», había dicho.
—Sí, ya contaba con que los tendrías tú. Quizás necesite esos equipos, pero lo
que más necesito ahora es un escondite seguro. La CIA…
—No necesito saber más —interrumpió Krushenko—. Cuenta con ello. ¿Cuándo
llegas?
—En unos días. Te llamaré cuando esté cerca.
—Viejo amigo. Pondré una botella del vodka especial del Partido a enfriar. Por
los viejos tiempos.
—Te llamaré —repitió Gorlov.
—Te espero.
La línea se cortó sin más despedidas, sin más palabras. El mensaje conciso, de
espías, de mafiosos, no necesitaba otros protocolos.
Después de colgar, Gorlov se levantó, anduvo despacio, casi arrastrando los pies
por la moqueta áspera y se detuvo antes de entrar al baño. Se giró y observó el
teléfono, callado ahora.

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Después caminó hasta el lavabo, abrió el grifo de agua fría, se quitó las gafas
rusas y se empapó la cara con un agua que sintió helada como la de las cañerías de su
piso en Leningrado.

***

Castillo y Vincent se detuvieron frente a la puerta del piso de Daniel Le Fablec y


llamaron al timbre.
—Abran, por favor, somos de la Policía Nacional —dijo Castillo. Hablaba en
español, intentando disimular su acento cubano—. Creemos que a Miguel Le Fablec
lo han secuestrado. Queremos hacerles unas preguntas.
Castillo mostró a la mirilla su placa falsa de la Interpol. De pronto, se abrió la
puerta y apareció Daniel. Los miró, muy serio.
—Policía Nacional, trabajamos para la Interpol. ¿Podemos entrar?
—¿Secuestrado? —dijo Daniel, con voz trémula.
Castillo y Vincent entraron hasta el salón y se sentaron en un sofá lleno de libros
que había en el centro. Otros dos jóvenes acudieron de inmediato. Castillo supuso que
serían los estudiantes con los que Daniel compartía el piso. Parecían alarmados y
cohibidos por la imagen de la policía instalada en su sofá. No pasaron del umbral de
la puerta del salón.
Castillo se ajustó el nudo de la corbata. Con apenas un leve movimiento de
cabeza, miró alrededor. Libros, revistas, una caja de cartón de pizzas sobre la pequeña
mesa frente al sofá. Todo estaba muy desordenado. Sacó una fotografía de Miguel.
—¿Es este su hermano? —pregunto, mostrando la foto a Daniel.
—Sí. Pero acabo de verlo, esta mañana.
Castillo miró a Vincent. ¿Qué hacía Miguel con su hermano? ¿Le habría
prevenido sobre ellos?
«Miguel no le ha prevenido. Dani no nos esperaba», le dijo Vincent mentalmente.
A Castillo, aquellas palabras telepáticas le golpearon dentro del cráneo como si
Vincent las hubiese incrustado a empujones en sus pensamientos. La brecha en la
frente palpitó y Castillo pensó que la presión en su cabeza la abriría de nuevo. No le
gustaba nada la telepatía.
Volvió a mirar al muchacho, y, tocándose la venda, dijo:
—Esto es un regalo de los secuestradores. —Daniel arrugó la cara, con la mirada
fija en el vendaje—. Casi los cogemos hace unos días. Hubiésemos evitado el
secuestro, pero… ¿dice que ha visto a su hermano hoy?
—Esta mañana. Se iba de viaje. Eso me dijo. ¿Cuándo lo han secuestrado?
—¿Él dijo que iba de viaje? ¿Notó algo extraño?
—No sé…
—¿Iba con personas desconocidas? Debe recordar, es importante.

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Castillo vio que Daniel miraba de reojo a Vincent y apartaba la mirada
rápidamente. Supuso que Vincent lo intimidaría, como solía hacer con todos los que
lo veían por primera vez, y se preguntó si había sido buena idea traerlo. Vincent no
podría hablar, no sabía ni una palabra de español. Solo podía intentar leer los
pensamientos de Daniel, buscar si decía la verdad. Pero eso también podía hacerlo
más tarde, cuando tuvieran al muchacho. Ahora podría asustarlo.
—¡Tenían mucha prisa! —dijo Daniel, de pronto.
—Bien.
—Viajaba con dos personas. Pero…
—¿Sí?
—Que los dos que le acompañaban no eran extraños.
Castillo metió su mano derecha bajo la chaqueta. Allí tenía las fotografías de
Monica y Gorlov. Vio cómo los estudiantes se miraban. Quizás pensaran que iba a
sacar una pistola. Sacó su placa falsa de la Interpol junto con las fotos, y la puso bien
visible sobre la caja de pizza.
—Una era su novia —siguió diciendo Daniel—. Yo no la conocía en persona,
pero Miguel me ha mandado fotos de ellos dos por correo electrónico. Las tengo
aquí, en el ordenador, si las quiere ver… —Castillo hizo un gesto de negación con la
mano. Se guardó la fotografía de Monica—. Al otro no lo conocía. Dijo que era su
jefe. Parecía un anciano. Demasiado viejo para secuestrar a nadie.
Castillo le dio la foto de Gorlov a Daniel.
—Sí, es él —dijo el muchacho.
—Es muy peligroso a pesar de su aspecto de anciano. Y siempre va acompañado.
Aunque, por supuesto, no es fácil detectar a sus compinches.
—Pero yo estuve a solas con Miguel en el coche —replicó Dani, levantando la
mirada hacia la derecha y entornando los ojos, como si rememorase la escena—.
Nadie nos veía. Me podría haber avisado en ese momento.
—Le deben de haber amenazado con matar a su novia. Para eso la llevan.
Dani entornó un poco más los ojos. Luego dijo:
—Claro, seguro. Estaba muy raro, Miguel. Sí, muy raro.
—¿Raro?
Daniel observó de nuevo la fotografía de Gorlov. Después se la devolvió a
Castillo.
—Pero mi familia no puede pagar ningún rescate —dijo.
Castillo guardó la foto y se ajustó de nuevo el nudo de la corbata. Daniel no era
tan estúpido como pensaba.
—Su hermano ha hecho un descubrimiento científico muy importante en la
Universidad de San José —dijo Castillo—. Algo relacionado con armamento para
cazas o cosas así (los americanos no nos han dado esos detalles, por supuesto). Los
secuestradores quieren apoderarse del descubrimiento. Mercado negro de armas, muy

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peligroso. Esa gente degollaría a todos los que están en esta habitación por conseguir
una simple tuerca del chisme que ha inventado su hermano.
Los estudiantes se miraron de nuevo. Uno empezó a morderse las uñas.
—¿Por dónde se fueron? —preguntó Castillo.
—Dijeron que iban al sur.
—Al sur. Bien.
—¡No! ¡Eso es! Miguel dijo que iban al sur, pero en realidad condujo hacia el
norte. Claro, claro, claro…
Vincent sonrió. Castillo lo vio sonreír por el extremo del ojo y lo miró, serio.
Entonces Vincent recuperó el gesto austero y Castillo volvió la atención a Daniel.
—No es raro que unos secuestradores den información contraria a la real —dijo
Castillo—. Es un viejo truco para despistar a la policía. Aunque poco efectivo, ya ve.
Ahora sabemos hacia donde van, —miró a Vincent y asintió. Se levantaron—. ¿Nos
acompaña a comisaría, por favor? Tenemos que hacerle algunas preguntas más. A
usted solo. —Los otros dos jóvenes seguían mirándolos desde el dintel de la puerta
del salón—. A ustedes puede que los necesitemos más tarde; por favor, no se muevan
de aquí esta noche.
En silencio, estos asintieron de inmediato.
Daniel siguió a Castillo hacia la puerta pero, de pronto, se detuvo.
—Una cosa —dijo—: ¿para qué quieren el coche?
—¿Qué coche?
—Miguel vino para pedirme el coche. ¿Los traficantes de armas internacionales
no tienen coches? No entiendo.
Castillo observó al joven en silencio; mantuvo su rostro serio de policía de
servicio. Ahora comprendía para qué habían venido a ver a Daniel. El coche era una
buena jugarreta de Gorlov para conseguir un medio de transporte limpio, pensó. Sin
pagos, ni tarjetas de crédito, ni robos ni inflexiones. Pero el ruso no debía de contar
con que él hablase con el muchacho. La jugada les había salido mal: en lugar de
escapar limpiamente, ahora sería mucho más fácil localizarlos. Daniel se mantenía
parado en el pasillo, con una ceja alzada y la otra comprimida. Parecía que no se
hubiese creído nada, como si acabara de descubrir que ni había secuestro ni ellos dos
eran de la policía. El maldito coche complicaba las explicaciones que tenían que dar
para sacarlo de su casa. Castillo se ajustó el nudo de la corbata. Él era un profesional,
podía engañar a un simple estudiante.
—Deben de utilizar su coche porque de ese modo no tienen que robar uno —dijo
Castillo—. Sospechamos que quieren sacar a su hermano del país, y, como es lógico,
no querrán hacerlo con un coche robado.
Daniel se mantuvo quieto, mirando a Castillo. Este estaba a punto de volver a
hablar cuando Vincent le dijo telepáticamente: «Se lo ha creído», y Castillo notó el
golpe de los pensamientos del telépata empujándole el cerebro hacia la brecha en su
frente. No se tocó la cabeza esta vez. Respiró despacio.

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Daniel avanzó entonces hacia la puerta, removió los abrigos que colgaban en un
perchero y se giró hacia atrás, hacia los otros muchachos.
—¿Me dejas tu anorak? —dijo, mirando a uno de ellos—. El mío se lo llevó mi
hermano.

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CAPÍTULO 36

Hacía demasiado frío fuera, pensó Miguel, abrochándose el anorak que le había
prestado Dani. No recordaba que en el sur de Francia helase en diciembre. Claro, que
él rara vez había estado allí en invierno.
Monica y él caminaban por el pequeño jardín que rodeaba el hotel. Luces de
exterior a ras de suelo, como setas ordenadas al borde del césped, delimitaban el
camino. Al final había una cerca cubierta de hiedra, y más allá, el aparcamiento.
La hiedra trajo a Miguel el recuerdo de la Tower Hall. De sus encuentros con
Monica en la Universidad de San José. Aquel podría ser un nuevo encuentro, pensó,
el que necesitaba ahora. Hablar con ella. Por fin.
Recorrieron el sendero sin prisa, ajenos al frío. La luz de las setas iluminaba el
pelo de Monica. Miguel la observó, bajó un poco la vista, hasta la camisa, hasta los
pechos. Hacía demasiado frío para salir solo con una blusa. A contraluz se apreciaban
los pezones. De pronto, vino a su mente la imagen del sofá granate en su apartamento
de San Francisco. El sexo con vistas a las cuestas de Russian Hill. El atardecer cálido
de California. Sin la NASA, sin la CIA, ni sus laboratorios secretos. Solo ellos dos.
Deseó tocarla. La luz de las setas la iluminaba desde abajo como si estuviera en un
pedestal. Perfecta. Una diosa. Como él.
Miguel estaba a punto de acercarse y estrecharla contra sí, cuando el camino se
acabó y la luz del pedestal desapareció.
Monica, sin detenerse, dejó atrás la cerca con hiedra y se internó en el
aparcamiento. Solo una farola la iluminaba ahora, con una luz escasa y blanquecina,
como aguada.
El color amarillo del Mégane Coupé destacaba entre los otros coches. Ella llegó
hasta él y se sentó en el capó, en la penumbra.
Miguel la siguió y se sentó junto a ella. El aire estaba frío y el metal del Renault
estaba mucho más frío que el aire. Necesitaba hablar con ella, sí, pero aquel lugar…
«Si al menos hubiese silencio». Este se rompía cada pocos minutos por el rugido de
los coches que pasaban por la autopista. No había sido tan buena idea salir, pensó.
Las luces de los automóviles iluminaban unos árboles esbeltos con escasas hojas
amarillas, que los separaban de la carretera (chopos, dedujo Miguel). Empujados por
el viento helado, sus siluetas de ramas casi peladas iban y venían, amenazantes como
un mal presagio.
—Me llamo Ana en mi pasaporte falso —dijo Monica.
Miguel percibió en la boca un sabor áspero, como de serrín. El presagio.
—Es por tu antigua novia, ¿verdad? —insistió ella.
—No lo sé, se me ocurrió. No es por nada.
—Yo no soy Ana.

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No había nada que responder. Por supuesto, no era Ana, pero cuando se ponía así
se le parecía mucho.
—No eres el mismo de antes —dijo ella. La luz de un coche volvió a iluminar las
siluetas de los chopos.
—No te entiendo —dijo Miguel.
Monica cogió su mano. Notó las de ella cálidas.
—Miguel, conocer ese poder te ha cambiado, te ha hecho distinto. Tú no eras así.
¿No lo ves?
—Pero… ¿qué tontería es esa?
Los árboles movieron sus hojas escasas con un sonido de celofán. Parecían reírse.
Buena jugarreta le había hecho Monica: engatusarle para ir allí y lanzarle otra
reprimenda, y que todos se riesen de él. Soltó su mano de un tirón.
—¡Yo soy lo que soy! ¡Antes y ahora! ¿Por qué no dejas de atacarme?
—No te ataco. Yo quiero al Miguel de antes. Ya te lo dije en nuestro vuelo hacia
El Cairo: eres un humano con el poder de un dios. Ese poder te ha cambiado, tienes
que superarlo, te impide… amar.
—¿Que no puedo…? —Miguel vio el brillo del crucifijo de Monica en la
penumbra. Sonrió con una sonrisa que solo abarcaba la mitad de su cara—. ¿Y tu
Dios? ¿Él sí puede? ¡Ah, claro! Que Él es amor infinito, por eso no me deja entrar en
su club.
Monica se mordió el labio y tensó las cejas. A pesar de la penumbra él se percató
de su expresión de asco, el hoyuelo sobre su ceja derecha, como si lo último que
había dicho se lo hubiese escupido a la cara cargado de saliva.
—Mira, Miguel —dijo Monica, al tiempo que se levantaba del coche y se sacudía
el frío del trasero—: podría explicarte por qué Dios es Dios y tú no lo eres, su amor
infinito, que somos parte de Él, muchas cosas. Pero no he venido aquí para hablar de
teología.
—¿Y para qué has venido, entonces?, ¿para hacerme creer que querías
reconciliarte conmigo?
—¡Creí que te estabas dando cuenta de que ese poder te supera! ¡No lo controlas!
En el coche dijiste…
«Ojalá no fuera un midas», recordó. Pero eso no tenía nada que ver. Hablaban de
Dios, y él había renunciado a ser un dios por ella.
—Renuncié a la Operación Mesías por ti.
Monica se quedó en silencio, el vaho de su respiración se condensaba frente a su
cara, a contraluz del camino de setas luminosas. A Miguel le pareció que por fin
Monica se daba cuenta del esfuerzo que él había hecho, de todo lo que había
abandonado por ella.
—Tienes que renunciar a algo más —dijo Monica.
—¿Más? —exclamó Miguel—. Pero ¿qué más quieres? ¡Me has tomado el pelo!
¡Me has engañado! ¡Un paseo romántico! ¡Cogidos de la mano! ¡Guárdate tu manita!

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Monica dio un paso atrás.
—Me equivoqué —dijo ella, en poco más que un susurro—. Perdona, no he
querido hacerte creer nada.
Miguel sintió como si las palabras dichas en voz baja le golpearan en medio de
sus gritos. Monica se giró y echó a andar.
Él pretendió decir algo, pero no encontró qué y se limitó a verla marchar por el
camino de setas luminosas, en silencio, los dos en silencio. Monica se alejaba de él.
Y Monica se fue.
Pasó un nuevo coche por la autopista. Miguel se giró hacia el ruido y volvió a ver
las siluetas de los árboles.
«Yo no quería discutir. ¡Mierda! —pensó, hablaba a los chopos—. ¿Me estoy
volviendo loco o qué?».
Sentía la boca seca, como si las palabras que había escupido a Monica le hubiesen
quemado al salir. Se preguntó si sería verdad que aquel poder le había cambiado.
«Estoy destruyendo todo lo que toco… como el rey Midas, ¿no?».
Los árboles se movieron un poco. Parecían asentir ahora.
Contempló sus manos, las tenía heladas. El frío invisible de su poder. Las apoyó
sobre el capó del coche. Con una, la izquierda, sintió un poco más de frío, el metal.
Aún podía haber más frío del que ya tenía. Con la otra, la derecha, sintió el tacto tibio
del lugar donde había estado sentada Monica. El calor de ella, de su cuerpo, aún allí,
con él. Tragó saliva.
«Esa es la elección», pensó al sentir el contraste de temperatura en sus manos. Era
evidente: su poder le aislaba en un mundo donde solo estaba él, el todopoderoso; un
paraíso frío que le hacía insensible, lo entumecía y lo anestesiaba con su propia
gloria; y solo le ofrecía más frío. Más soledad. Y estaba el otro mundo, uno cálido,
pequeño, que apenas percibía ya. Su pasado. Monica era el otro mundo. Todo
rodeado de frío y poder, un pequeño foco de calor remanente, de un cuerpo pequeño.
Ella podía salvarlo, quizás.
Otro coche pasó despacio e iluminó los árboles de nuevo durante unos segundos
largos. El viento hizo que los chopos volviesen a asentir, movían sus hojas de forma
compulsiva. Un gran aplauso.
«Pero… ¿y las capacidades midas?, ¿y el poder? —pensó—, ¿por qué tengo que
renunciar? Es mi poder. Yo soy el único inflexor cuántico de tipo midas. ¡El Efecto
Midas! El único en el mundo. Soy yo».
Sintió que la mano derecha volvía a helarse. El escaso calor que dejara Monica
allí casi había desaparecido.
Los chopos se detuvieron de pronto. El frío había vuelto. Frío. Él era el único
midas. Y estaba solo. «Tengo que deshacerme de esto». Miró a los árboles.
—¡Ayudadme vosotros! —les gritó.
Su voz se la tragó el vacío de la campiña francesa. Ni un eco. Nada. Solo frío.
Pero los árboles asintieron de forma unánime.

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«¡A la mierda con el Efecto Midas!».
Se concentró, se concentró todo lo que pudo y deseó que aquella capacidad de
inflexor cuántico desapareciese de él. Si podía hacer cualquier cosa que imaginase,
también podría deshacerse de su poder. Y los árboles le ayudarían. Y ayudado por sus
gigantes imaginarios siguió concentrándose más y más hasta que sintió como su
cerebro empezaba a burbujear. Y después, el pinchazo inequívoco, dulce,
desproporcionado, en el centro de la cabeza. El Efecto Midas.
Podía hacerlo. Deshacerse de él. Y sintió la inflexión, su cerebro hervía. Mucho
más que nunca.

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CAPÍTULO 37

Miguel abrió los ojos.


Al enfocar la vista, vio a la joven de la recepción del hotel que los había atendido.
Labios pequeños muy pintados; rosa muy brillante. Ella lo miraba con la boca a
medio abrir, como con un beso diminuto contenido, y los ojos muy abiertos. Desde
arriba, como si flotase. Sus ojos enmarcados por un rímel denso y un flequillo negro.
Su cara flotaba sobre él. Parecía un ángel.
Muy lejos, oyó la voz de Monica que preguntaba que qué había pasado y unos
pasos que parecían que arrancaban a correr. Pasos de varias personas, acercándose.
—Il s’évanouit —dijo la voz del ángel.
«No te va a entender —pensó Miguel—, Monica no sabe francés».
Intentó levantarse y, al recuperar la consciencia de su cuerpo, sintió que todo el
peso de la madrugada caía sobre él.
Una arcada vino a su garganta desde algún lugar que parecía más profundo que su
estómago, pero no pudo vomitar. Tosió. Tosió como si quisiese escupir el alma.
Estaba helado, el cuerpo le tiritaba, no podía ejercer ningún control sobre sus
miembros, entumecidos, espasmódicos. Un olor agrio, de materia semidigerida, le
golpeó la nariz y de un vistazo rápido comprobó que estaba tendido sobre un charco
de vómito.
Sintió la cabeza como si le fuese a estallar. Como si le hubiese estallado ya. «Mi
cerebro de inflexor», pensó. Imaginó un buen cráter como la boca abierta de una olla,
y la masa restante de su cerebro, licuada, flotando dentro ella. Quiso tocarse la
cabeza, pero su mano parecía formar un bloque rígido de madera con el brazo.
Apenas podía moverse. La mano tardó en llegar arriba. Allí había pelo, pelo
manchado de vómito. Y debajo, su cráneo; parecía entero. Más adentro se podía
suponer que estaría el cerebro. Intacto, dolorido pero intacto, eso lo supo con certeza.
El centro del cerebro le dolía como si se lo cortasen con docenas de hojas de
afeitar. Pero no había pasado nada ahí dentro. Todo estaba perfecto. ¿Su
capacidad…?
Su capacidad de inflexor cuántico estaba intacta también. Podía sentirla como
sentía el peso de la escarcha de la campiña francesa sobre su piel.
No había eliminado su poder. Todo seguía allí.

***

Castillo miraba la pantalla del monitorizador portátil. En el sur de Francia las curvas
isoinflexoras se arremolinaban. Barrett movía papeles sin parar, de un lado a otro,
sobre la mesa de la sala de reuniones que habían alquilado en el Hotel Villamagna de

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Madrid. El científico volvía a parecer un ratón sin queso. Castillo se ajustó el nudo de
la corbata.
—¿Qué demonios hay que comprobar ahora? —dijo.
Barrett no respondió, siguió tecleando en su portátil de una forma que a Castillo
le parecía caótica, algo desmedida. Vincent entraba en ese momento en la sala.
—¿Nos vamos ya? —dijo Vincent—. Tus agentes empiezan a impacientarse.
—¡Solo una última comprobación! La incongruencia… —dijo Barrett.
—Déjalo, nos vamos —atajó Castillo, y empezó a recoger los papeles esparcidos
por la mesa como si recogiese los desperdicios de una fiesta—. Ayúdame con esto,
Vincent.
Vincent empezó a recoger papeles también.
—Pero no he comprobado… —insistió Barrett—. ¿Y si no son ellos? Aquí solo
hay una inflexión, es fuerte, sí, pero no es de tipo midas. No llega, se corta antes.
Puede que sigamos una pista errónea. ¿Y si nos alejamos de ellos?
Castillo miró a Barrett seriamente. Barrett lo miró desde abajo y se quitó las gafas
como si le fuese a pegar. Miedo, pensó Castillo. No pensaba repetir más la lección a
los niños que no atendiesen.
—Nos vamos. No hay nada más que buscar —lo pronunció con calma, pero con
un tono de voz que sabía que podría disuadir a cien Barretts de seguir argumentando
con sus cien discursos farragosos.
Entre los tres recogieron todos los papeles y los aparatos y abandonaron la sala.
De camino al coche, Vincent marcó un número en el móvil y se lo pasó a Castillo.
—Sí, nos vamos —dijo Castillo al teléfono—. Coged al muchacho, comprobad
que está bien drogado y metedlo en vuestro coche. Nos vemos en el aeropuerto.
¿Habéis alquilado el jet? Bien.
Después se volvió hacia Vincent.
—Vincent —dijo a la vez que le mostraba un mapa. Seguían andando a grandes
pasos hacia el aparcamiento del hotel—. Esta es la zona en la que se ha producido la
inflexión, cerca de Narbonne. No es un área muy grande, apenas un diámetro de unas
cinco millas. Céntrate en las carreteras principales. La atraviesan dos autopistas,
la A9 y la A61, empieza por ellas. Pueden ir hacia Toulouse, al oeste, o seguir hacia
el norte. Las curvas isoinflexoras han permanecido estáticas durante la noche. Miguel
no se ha movido de donde esté. Puede que en un hotel o un pueblo. Busca los
cercanos a las autopistas. Y el coche amarillo, un coche europeo…
—Sí, sí: Renault Mégane Coupé amarillo con matrícula española número… —
empezó a recitar Vincent.
—Encuéntralos.
Guardaron todo en el maletero y entraron al coche. Barrett conducía. Vincent
cerró los ojos en cuanto se hubo acomodado en los asientos de atrás. Parecía que
empezaba a buscar con su mente.

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Tras comprobar que todos cumplían sus órdenes, Castillo abrió el maletín de
pistolas cerámicas para comprobarlas. El coche se incorporó al tráfico del paseo de la
Castellana. Los grandes árboles dejaban entrar el sol en el coche y le permitían
verificar el material. Revisaba el muelle de un cargador cuando, de pronto, vio que
Vincent arrugaba las cejas. Después apretaba los labios. Vincent arrugó toda la cara.
—¿Vincent?
—El Renault amarillo. Creo que lo tengo.
Castillo se enderezó en el asiento del coche y Barrett frenó y se paró junto a la
acera. Varios coches pitaron.
—Un pueblo muy pequeño, cerca de la A9, pasada la bifurcación hacia Toulouse.
Sí, es el Renault Coupé.
—Van hacia el norte. ¿Qué hacen? ¿Están todos? ¡Vamos!
—No…, no están en el coche.
—¿Cómo? Búscalos. No andarán lejos. Vamos, busca en los edificios cercanos.
—Solo hay casas. Déjame ver, sí, hay una con un letrero en la puerta que parece
de un dispensario médico. Quizás…
—¡Mira dentro! Seguro…
—Ya lo hago. Deja de… ¡Sí! Gorlov está dentro, y Monica a su lado. Miguel…
¡está en otra habitación!
—¿Qué hace?
—Está tumbado en una camilla. Habla en francés con un hombre. Un médico,
supongo. Se toca la cabeza. No sé qué dicen.
Sin dejar de mirar a Vincent, Castillo se reajustó el nudo de la corbata, después se
estiró la chaqueta de nuevo y apretó varias veces los puños.
—Bien, bien, bien. A Miguel le debe de doler la cabeza por la inflexión de ayer.
Vuelve con Vladimir y Monica. ¿Qué hacen ellos?
—Déjame ver… Sí, están sentados, Monica tiene un mapa de carreteras.
—¿Un mapa? ¡Míralo! ¿Qué hay en el mapa?
—Walter, me haces perder la concentración… El sur de Francia, creo. ¡Niza! —
exclamó Vincent— Monica toca con el dedo sobre Niza.
Castillo cerró los ojos y se tocó la venda que le cubría la herida en la frente. Era la
primera vez que no le dolía desde la huida de Miguel. Respiró despacio. Miró a
Barrett.
—Vamos, Eugene, nos espera un avión a Niza. ¿No te apetece conocer la Costa
Azul?

***

Monica localizó en el mapa el pueblo diminuto donde estaban ahora. Saint Rémy en
Val. No estaba lejos de las ciudades de la Costa Azul de las que ella había oído

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hablar: Marsella, Cannes, Montecarlo, Niza.
Tocó Niza en el mapa. No estaba en su camino, ellos irían más al norte. Aunque a
ella le gustaría ver Niza. Miguel le había hablado tantas veces de sus aventuras
infantiles con Dani, cuando veraneaba con su familia allí. Era casi como si ahora
hubieran vuelto a su hogar, como si él hubiese venido a morir al lugar de su infancia.
Monica sintió que se le encogía la garganta y levantó la vista. El sol de la campiña
entraba e iluminaba exageradamente la sala de espera; resplandecía en las paredes
blancas del pequeño dispensario médico de pueblo. Plegó el mapa de carreteras para
no dejarse atrapar por los recuerdos de Miguel. Aquella luz irradiaba una alegría que
ella era incapaz de sentir. Puso el mapa plegado sobre su pierna derecha y empezó a
moverla.
Vladimir estaba a su lado. Quieto, muy quieto. Observó los dedos leñosos, largos
e inmóviles, apoyados en el regazo. Sus piernas estaban muy quietas. Con los dedos
huesudos de su otra mano rodeaba un vaso de plástico; el café de una máquina que
había en la sala de espera. Gorlov bebió y Monica recuperó en su memoria el sabor
amargo, estúpido, del café matinal. Y los desayunos que preparaba para Miguel.
—¿Estará bien? —dijo, y se mordió con fuerza el labio inferior.
Gorlov no se movió, no la miró siquiera. Apenas apartó el vaso de plástico de su
boca para hablar:
—Lleva mucho tiempo ahí —dijo el científico, sin retirar la mirada de la puerta
por la que Miguel había accedido a la consulta—. Si le pasase algo grave ya lo
habrían mandado a un hospital.
«Algo grave —pensó Monica—. ¿Como haber destruido parte de su cerebro en
un intento por deshacerse de su capacidad midas?».
Era culpa de ella. Su última discusión. Otro latigazo en la garganta le hizo toser.
Movió con más ímpetu la pierna y empezó a tamborilear con los dedos sobre el mapa.
La sala de espera estaba vacía. Solo estaban Vladimir y ella. Y aquel sol
innecesario. Miguel estaba solo dentro, con un médico francés de nariz grande que
los había mirado con desprecio. Nadie los ayudaría. Se volvió a morder el labio.
—Tengo contactos en Europa —dijo Gorlov, de pronto, como si también le
molestase aquel silencio lleno de sol de vendimia—. El antiguo KGB.
Gorlov seguía mirando a la puerta. Parecía que viese allí una película antigua; de
espías y soldados. Pero a ella no le importaban los agentes secretos ni las guerras de
Vladimir.
—Hay que ayudar a Miguel —dijo Monica.
—Si consigo mover los hilos correctos, Castillo estará sentado frente a un consejo
de guerra antes de una semana.
—¿Bastará con eso, tus contactos?
Gorlov la miró. Sus gafas enormes reflejaban el sol de aquella sala de espera
como lo hacían en su despacho de la NASA. No podía ver sus ojos con los destellos,

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pero los imaginó preocupados, una tensión mínima, casi imperceptible. El KGB, la
CIA. No podían fiarse de esos.
—No lo sé —dijo Gorlov.
«Miguel no podrá superarlo», pensó Monica. De pronto, vino a su cabeza la
imagen del restaurante en San José. Su primera cita. Él le tocó el labio para limpiarle
el chocolate. San Francisco, su vida con Miguel, su apartamento. Las petunias
estarían secas. Su amor, seco también. Tamborileó más deprisa sobre el mapa
plegado. Su pierna no paraba de moverse. Ellos lo habían forzado a desencadenar
aquella aberración: el Efecto Midas. Ellos. Ella.
—Pero él quiere quitárselo: el Efecto Midas —dijo Monica—. Esa sería la
solución. Sería…
—Imposible —dijo Gorlov—. No se puede hacer.
Monica dejó de tamborilear.
En ese momento, la puerta blanca de la consulta se abrió y Miguel apareció tras
ella, acompañado por el médico francés de nariz grande. Miguel entornaba los ojos
como si todavía sintiese dolor.

***

El doctor Miart le abrió la puerta de la consulta. Miguel entornó los ojos cuando la
luz de la sala de espera iluminó su cara. Paredes blancas, puerta blanca, bata… Todo
blanco, todo luz. Insoportable.
Entre la luminosidad pudo ver a Monica y a Vladimir sentados. Parecían
inquietos. Vladimir estaba como petrificado. Monica tamborileaba con los dedos, se
mordía el labio y hacía oscilar rítmicamente sus piernas. Los dos se levantaron en
cuanto él dio el primer paso para salir de la consulta.
El doctor Miart movió su enorme nariz aguileña y despidió a Miguel con gestos
exagerados y muchas recomendaciones hechas con su acento del sur.
—Au revoir. Merci beaucoup —respondió Miguel mientras el médico cerraba la
puerta blanca.
Duchado, saturado de analgésicos, Miguel sintió que por fin entraba en calor.
Aunque tanta luz…
—Conduces tú —dijo Miguel a Monica.
Era obvio que él no podría llevar el coche, pero también era lo único que deseaba
decir. No quería hablar, se sentía agotado. Monica asintió con la cabeza.
Los tres se acercaron en silencio al Mégane. El amarillo del coche reflejaba el sol
matinal de la campiña francesa de una forma que parecía taladrar las pupilas. Miguel
mantuvo los ojos casi cerrados hasta entrar en la sombra de la parte trasera del coche.
Gorlov se sentó junto a él.
—¿Qué tal la cabeza? —preguntó Gorlov una vez que Monica hubo arrancado.

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—Mejor.
Monica lo miró por el retrovisor, pero no dijo nada. Miguel vio sus ojos en el
espejo. Se tocó sobre las orejas, era la zona donde más le había dolido. Pero el dolor
ya no estaba; en su cabeza ahora solo había somnolencia y un malestar difuso que
parecía aplastarlo. Y angustia. No quiso mirar más hacia aquel espejo donde en
cualquier momento podría encontrarse con la mirada azul de ella. Miró a Gorlov.
—No me he zambullido en alcohol, si es eso lo que pensáis —dijo Miguel. Su
voz, mermada por las toses y los vómitos, apenas le sonaba convincente.
—No pensamos… —dijo Monica.
Gorlov la interrumpió:
—No has podido deshacerte de tu capacidad midas, ¿verdad? —dijo.
Miguel se enderezó en el asiento.
—¿Cómo sabes tú…?
—La resaca no duele en la región temporal. Has debido de hacer un esfuerzo
gigantesco, ¿no es así?
Miguel dejó de tocarse sobre las orejas. No respondió, no deseaba explicar cosas
que Gorlov parecía ya saber. Lo sabía todo, el ruso. El sopor se hacía más pesado por
momentos.
—Y, a pesar del esfuerzo, no lo has conseguido —continuó Gorlov.
—Ya te he dicho que no.
—Lo sabía —dijo Gorlov.
«¡Científico del demonio!».
Sentía deseos de dormir, no de responder a las pesquisas autocomplacientes del
ruso.
—No entiendo, Vladimir —dijo Monica al otro lado del retrovisor. Sus ojos
seguían mirándole.
—Verás —dijo Gorlov, mientras hacía el ademán de colocarse sus gafas enormes,
aunque no las movió—: Miguel ha descubierto lo que Eugene y yo llamamos la
Paradoja Midas.

***

—¿Qué dicen? —preguntó Castillo. Miró a su reloj y después a la cabina de pilotaje


del jet. Los labios apretados, respiraba con brío por la nariz, como si con aquel
esfuerzo el vuelo pudiera despegar antes—. ¿Qué ves?
Vincent, sentado en el asiento contiguo, junto a la ventanilla, permanecía con los
ojos cerrados.
—Gorlov dice algo de una paradoja: la Paradoja Midas —dijo Vincent, sin abrir
los ojos—. Eugene sabe de qué habla. Que te lo cuente él, a mí déjame concentrarme,
los podría perder.

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Castillo se giró hacia atrás. Allí estaban Roth, Kells y Smith, sobre el que se
apoyaba Daniel, dormido. Barrett viajaba en el asiento posterior al suyo. Podía
esperar a que el maldito piloto consiguiese autorización de su maldita torre de control
para despegar de aquel maldito aeropuerto, pero no iba a dejar que Barrett siguiese
tomándole el pelo. Lo miró con los ojos entornados, y volvió a respirar con fuerza por
la nariz.
—¿Qué es la Paradoja Midas? —preguntó Castillo—. ¿Es la incongruencia esa?
Barrett lo miró con sus ojos pequeños e inquietos por encima de las gafas
redondas. Carraspeó.
—No, es un postulado teórico sin comprobar —dijo Barrett al fin—. Vladimir y
yo llevamos tiempo investigándolo.
Barrett se calló y pestañeó varias veces, muy deprisa. Era desesperante, aquel
cuentagotas de información. La paradoja, la incongruencia… Aquella comadreja
conocía más trampas del Proyecto que todos los científicos del SSR y de Hampton
juntos.
—Eugene —dijo Castillo, intentando parecer calmado—, si no me lo cuentas
voluntariamente…
Barrett volvió a parpadear, se quitó las gafas y empezó hablar de inmediato:
—La paradoja es un punto crítico al que llega el inflexor midas. Nunca se había
dado antes, por lo que no se ha estudiado en la práctica. Claro, que nunca antes
habíamos tenido un midas. No hemos encontrado todavía un sistema de ecuaciones
cuánticas completo que explique todo el fenómeno…
—¡Eugene! —exclamó Castillo. No llegó a gritar.
—Es muy simple: a la paradoja se llega cuando un midas reniega de su poder y
pretende eliminarlo.
Castillo notó un latido de dolor en la brecha de su frente.
—¿Eliminarlo? —dijo—. ¿Puede eliminar su poder? —Ahora la venda le oprimía
mucho la herida.
—No —dijo Barrett—. Como en todas las paradojas, esta es una situación en la
que es fácil entrar, pero imposible salir.
—Sigue.
—Un midas puede hacer realidad cualquier cosa que imagine y desee con
suficiente intensidad, ya lo sabes. —Castillo asintió y se tocó la venda—. Podría, por
tanto, eliminar su capacidad inflexora si lo desease. —Castillo se aflojó el nudo de la
corbata—. Pero no después de experimentar su poder. Es superior a su propio deseo.
Y no creemos que un midas pueda conseguir la intensidad de deseo suficiente para
contrarrestar la intensidad del poder que experimenta. Lo dice la matemática: el
sistema de ecuaciones que maximiza el Efecto Midas no tiene solución…
Castillo levantó un dedo. Barrett parpadeó de nuevo. Y siguió explicándose, sin
matemáticas esta vez:

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—La paradoja consiste en que cuanto más desea el midas deshacerse de su poder,
más poder necesita para hacerlo, y más poder experimenta y, por tanto, más deseo
necesita, y así sucesivamente. Un círculo vicioso. No hay respuesta a ese
planteamiento: la respuesta es que un midas sí puede eliminar su poder, pero no
puede obligarse a sí mismo a hacerlo. Puede y no puede. La paradoja.
Castillo alzó los ojos y miró un poco hacia la izquierda, buscando allí arriba el
entendimiento que necesitaba.
—¿Seguro? —preguntó después de varias respiraciones—. No veo por qué no va
a poder deshacerse de su poder. Yo puedo imaginarlo perfectamente.
—Tú no tienes ese poder. No, no puedes imaginarlo, no lo has sentido. Puede que
lo visualices en un héroe de cómic o algo así. Pero un inflexor es un hombre, no un
héroe de cartón, bondadoso e inquebrantable. No puede desear deshacerse del poder
de un dios, no tiene capacidad para ello, es superior a él. Vladimir y yo lo hemos
empezado a formular, y…
—Vale, vale, olvida las fórmulas. —Castillo se giró hacia la puerta de la cabina.
¿Por qué no despegaba aquel maldito jet? Volvió a mirar a Barrett—. Admito que un
midas podría ser incapaz de eliminar su capacidad (la matemática, todo eso); pero,
dime, ¿por qué querría hacerlo? Eso no lo entiendo.
—No hay razones concretas y puede haber muchas. En general están relacionadas
con lo mismo que le pasó al rey Midas de la mitología. —El jet empezó a moverse y
eso mitigó un poco el dolor de cabeza de Castillo. Al menos algo se movía—. La
idea, y esto es solo una suposición, es que un hombre con el poder de un midas tiene
muchas probabilidades de ser infeliz: porque no controla sus impulsos y estos
producen daños no calculados (recuerda lo del rayo y el atracador); porque es
humano, imperfecto, y sus deseos son imperfectos (como le pasó al rey Midas, que
convertía en oro incluso el agua que iba a beber; un deseo imperfecto); porque es un
engendro, un bicho raro, un incomprendido, que solo puede vivir aislado del resto de
los hombres. Porque lo mejor que puede hacer es separarse de todos para no herir a
nadie con esa arma que empuña constantemente; porque… tiene el poder de un dios,
pero no la psicología de un dios (sea cual sea esta). Es un hombre. La psicología de
un hombre no tiene capacidad para administrar tanto poder, ni siquiera para
entenderlo. —Los ojos de Barrett saltaban como dos pulgas alegres. Parecía orgulloso
de su exposición. Era de las pocas explicaciones coherentes que Castillo le había
escuchado—. No sé, mil razones. Todos somos felices con un grado de poder
concreto. Unos con mucho, otros con menos, pero poseer más del que deseamos nos
hace infelices. No, no hemos encontrado ningún teorema que establezca que un midas
está abocado a ser infeliz, pero todo apunta a que tarde o temprano podría serlo. Y
entonces, renegaría de su poder. Y si lo hace, la Paradoja Midas le impedirá
quitárselo. Aunque nada de esto está completamente demostrado.
El jet llegó a la pista de despegue. Castillo se giró en su asiento, dio la espalda a
Barrett, y se abrochó el cinturón de seguridad. Pensaba en lo que el científico le

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acababa de explicar. Se sintió incómodo en el asiento y se removió. Finalmente, se
giró de nuevo hacia Barrett.
—Eugene —dijo—, Miguel ha llegado ya a la Paradoja Midas, ¿verdad?
—Si Vladimir le está hablando de ella, sí, supongo que sí. Eso explicaría, además,
la inflexión tan extraña que hemos registrado esta noche.
Barrett terminó su frase a la vez que bajaba la vista a sus papeles, los últimos
datos.
—Esta inflexión hay que estudiarla —decía Barrett—. Aquí nada cuadra. La
paradoja. Miguel lo debe de estar pasando mal…
A Castillo le pareció sincero. Pero él también lo estaba pasando mal. Todos,
pensó, lo pasarían muy mal si Miguel destruía su capacidad. Se acomodó en el
asiento cuando el avión empezó su carrera de despegue. Si se equivocaban con lo de
la paradoja…
Castillo sintió cómo el impulso de aceleración del pequeño jet le empujaba hacia
atrás y lo aplastaba contra el asiento. Si podía hacerlo, estaba seguro, Miguel
destruiría su capacidad.

***

—No puedes hacerlo —dijo Gorlov.


Monica frenó y todos cabecearon hacia delante. Miguel miró de reojo al
acelerador y vio cómo este bajaba desde ciento ochenta kilómetros por hora. Supuso
que Monica habría perdido la noción de la velocidad, absorta en las explicaciones de
Gorlov sobre la Paradoja Midas. Una nueva desgracia que caía sobre él. Otra. Estaba
cansado, todo era agotador.
—Pero todavía no está todo demostrado —añadió el ruso—. Si nos dejasen
tranquilos unos meses, podríamos investigarlo. Tenemos un midas para las pruebas:
tú. Y tenemos a Monica, la mejor analista. Quizás, con los medios adecuados, creo
que podría conseguir algo…
Miguel no podía soportar más el sueño ni la mirada imperturbable y agria del
científico. Cerró los ojos. Al menos, la esperanza incondicional de Gorlov le
reconfortaba. Eso y los analgésicos con los que el doctor Miart le había atragantado.
—Un lugar escondido y algunos medios básicos —repitió Gorlov—. Vamos hacia
allí.
—¿Podemos conseguir lo que necesitamos en Alemania? —preguntó Monica.
—¡Shhh! Nos pueden estar escuchando. No vamos a Alemania.
Miguel oyó los últimos retazos de la conversación mezclados con sus sueños. La
paradoja, él era el gato de Schrödinger, estaba vivo y muerto, podía quitarse su
capacidad midas y no podía. Una ecuación de ondas de su materia cuántica hacía que
se le erizasen los pelos de gato negro. Vivo y muerto a la vez. Una paradoja cuántica.

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Un semidiós. «Sigfrido mata al dragón y se hace invulnerable al untarse con su
sangre, menos por un lugar, que no se moja de sangre. Como Aquiles, más o menos.
Sigfrido no era un gato, era un normando o algo así. Aquiles es inmortal, pero tiene el
talón vulnerable porque a su madre no se le ocurrió sumergirlo entero en el Éstige.
Aquiles era griego, como Midas, ¿o Midas era frigio?, más o menos griego, ¿o persa?
Un gato persa. ¿Todos los superhéroes tienen una tara? ¿El poder absoluto en un
hombre es una tara? ¿Y en un gato? Un gato en una caja puede estar vivo y muerto a
la vez, lo dijo Schrödinger». Miguel tuvo el tiempo justo para agradecer mentalmente
a Gorlov con un maullido que mandase callar a Monica. Aunque sabía que pedir a
Monica que se callase no era por deferencia a su sueño mitológico, cuántico, sino…
¿qué había dicho Vladimir sobre que podían escucharlos? Miguel se durmió
definitivamente.

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CAPÍTULO 38

El jet aterrizó en suelo francés y Castillo sintió como si el nudo de su corbata cediese
por fin y dejara de asfixiarlo. La venda de su cabeza también había dejado de apretar.
En poco menos de dos horas, el avión que habían alquilado en Madrid los había
llevado a Niza. No tardarían en alcanzar a Miguel, pensó, y se desabrochó el cinturón
de seguridad.
—¡Vamos! —dijo, girándose hacia atrás para mirar a su partida de perseguidores:
Barrett, Smith, Vincent y los dos agentes que custodiaban a Daniel.
Vincent fue el último en bajar las escalerillas. Abrió los ojos al hacerlo.
—¿No los perderás? —dijo Castillo.
—Acaban de desviarse, cerca de Avignon —respondió Vincent. Volvió a cerrar
los ojos y cogió el hombro de Barrett para que lo guiase.
—¿Avignon? —dijo Castillo.
—No vienen hacia aquí, Walter. Nos equivocamos con lo del dedo de Monica en
el mapa. Van hacia el norte.
Castillo cogió un mapa que le ofrecía Roth. Observó las carreteras y calculó que
el Renault de Miguel estaba a solo dos horas de allí; más lo que tardasen en
abandonar el aeropuerto y alquilar los coches. No era demasiada ventaja.
—Tienes que hablar con Miguel en cuanto despierte —dijo Castillo, y miró su
reloj—. Están a dos horas de aquí. Deprisa.
Vincent volvió a abrir los ojos, se detuvo y lo miró fijamente. Barrett los observó
a los dos por encima de los cristales redondos de sus gafas.
—Vamos Walter —intervino Barrett—, no le presiones más. Ya sabe lo que tiene
que hacer.
—Solo nos llevan dos horas de ventaja —dijo Vincent.
—No podemos relajarnos —respondió Castillo—. Vladimir tiene algún plan.
Vincent volvió a cerrar los ojos, cogió el hombro de Barrett y todos siguieron
caminando por la plataforma del aeropuerto.
—Los tengo de nuevo —dijo, tras varios pasos—. El Renault amarillo, la
autopista hacia el norte. Es imposible perderlos.
Castillo levantó una mano y todos se detuvieron.
—Kells —dijo, dirigiéndose al agente que iba con Daniel—, quédate aquí con el
muchacho, en Niza. Ya sabes: busca un sitio discreto. —Daniel lo miraba con la
sonrisa estúpida que producía la droga de los dardos. Castillo miró al resto, todos
atendían a sus órdenes, incluso Smith le observaba atento con su cara cuadrada—.
Smith, Vincent y yo iremos en el primer coche. Eugene y Roth en el segundo. Roth,
encárgate de la valija diplomática y las armas.

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Caminaron a buen paso por la plataforma de estacionamiento del aeropuerto de
Niza.
Media hora después, la partida de Castillo avanzaba en dos Volvo todoterreno a
más velocidad de la permitida en la autopista francesa. Eran los coches más robustos
que Castillo había podido alquilar. Hubiese utilizado Humvees o incluso carros de
combate si hubiesen estado a su alcance. Doscientas millas de aquellas carreteras los
separaban de Miguel.
—Más rápido, Smith —dijo Castillo.
Smith aceleró.
—Está despertando —dijo Vincent en ese momento, sin abrir los ojos.
Castillo miró al telépata.
—Ya sabes lo que tienes que decirle.

***

Miguel abrió los ojos, pestañeó y vio a Gorlov mirando por la ventanilla, inexpresivo
como siempre, tras sus gafas anticuadas.
—¿Qué has dicho? —preguntó Miguel mientras se restregaba los ojos.
Gorlov se giró hacia él.
—No he dicho nada.
—Me pareció que… ¿Cuánto llevo durmiendo?, ¿dónde estamos?
—Muchas horas —dijo Monica—. Acabamos de cruzar el Rin. Ya estamos en
Alemania.
Gorlov entornó mínimamente los ojos; un gesto enorme para él.
—¿Has oído que alguien te llamaba? —preguntó. Su acento había recuperado la
pronunciación rusa. Monica miró por el retrovisor.
—¿Qué ocurre, Vladimir? —preguntó ella.
—Nos han encontrado —respondió.
Miguel intentó conseguir una postura más erguida en su asiento, como si así
pudiera defenderse mejor.
—Lo esperaba —siguió diciendo Gorlov—. Han debido de monitorizar tu
inflexión de ayer. Después nos habrán buscado cerca de ella, hasta que han dado con
nosotros.
La autopista tenía un tráfico muy fluido, con escasos coches que los adelantaban
esporádicamente. Miguel miró por la ventanilla trasera. Nadie parecía seguirlos.
—No están aquí —dijo Gorlov.
Miguel lo miró con la boca un poco abierta.
—Habrán utilizado a un inflexor con capacidad de percepción extrasensorial, un
preceptor, para localizarnos —explicó Gorlov—; y ahora tendrán a un telépata
intentando hablar contigo.

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Miguel, al oír aquello, cerró la boca, como si el telépata fuese a entrar en su
cabeza por allí.
—Si lo has oído es que ha intentado la técnica de intrusión durante la fase de
vuelta a la vigilia —dijo Gorlov.
—¿Y qué hago? Ya no oigo nada.
—Supongo que está esperando que le permitas entrar en tu mente. Será mejor que
hables con él. Si nos han encontrado, ya no podremos evitar que nos sigan. Quizás
debamos saber qué pretenden.
Monica miró a Miguel a través del retrovisor. Sus ojos azules, muy abiertos,
parecían asustados. Ella asintió con dos movimientos leves de cabeza.
Miguel se concentró. Cerró los ojos.
Sintió el hormigueo leve en su cerebro y abrió los ojos de nuevo. Acababa de
recordar la inflexión de la noche anterior; no podría soportar aquel dolor de nuevo.
—Después de lo de ayer… Yo no…
—No necesitas generar una inflexión grande —dijo Gorlov—, basta con que
imagines que abres tu mente a quien quiera hablarte. Lo mismo que hiciste cuando
Vincent se comunicó contigo la primera vez que bajaste a los sótanos del SSR.
Apenas necesitas concentrarte. Relájate.
—Intento relajarme…
«Hola, Miguel, soy Vincent», oyó Miguel que decía Vincent dentro de su cabeza.
—Es Vincent —dijo Miguel.
Gorlov pestañeó, lo que Miguel interpretó como un «ya lo imaginaba».
«¿Qué quieres, Vincent?», pensó Miguel.
«Os tenemos localizados. Por favor, parad y hablaremos. Estamos a unos cien
kilómetros por detrás de vosotros, por la A36 hacia Mulhouse», dijo Vincent.
—Vienen detrás de nosotros. Todavía no han cruzado la frontera. Aún les
llevamos ventaja, pero nos tienen localizados. Vincent dice que los esperemos.
Monica no apartaba los ojos del retrovisor y Gorlov no dijo nada. Miguel aguardó
unos instantes a las instrucciones, pero parecía que nadie se decidía a hablar. Se
sentía incómodo con sus pensamientos abiertos al telépata.
«¿Y por qué íbamos a esperaros? Estamos huyendo de vosotros», pensó Miguel.
«Porque tenemos a Dani», fue la respuesta de Vincent.
Miguel se enderezó completamente en el asiento e inhaló aire en un suspiro corto,
como si le acabasen de asestar una puñalada rápida, inesperada, en un costado. El
lóbulo de la oreja herida de Dani, la pequeña muesca llenó su pensamiento. Después
imaginó a Vincent entrando por aquella herida en la cabeza de su hermano.
—¡Para aquí, Monica! —exclamó.
—¿Cómo? No puedo parar aquí.
—¡Sí puedes! ¡He dicho que pares!
Monica miró a Gorlov por el retrovisor. Gorlov asintió y ella pulsó el botón de
luces de emergencia.

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—Tienen a Dani —dijo Miguel, mientras se desviaban hacia el arcén de la
derecha.
«Si le hacéis algo a Dani os buscaré y os mataré a todos, ¿me oyes, Vincent?»,
dijo Miguel con su pensamiento. El coche frenó hasta detenerse. En ese momento,
Miguel pudo percibir un palpitar tenue, aunque inconfundible, en la mente de
Vincent: miedo.
«Será mejor que nos esperéis. Tenemos que hablar», insistió Vincent.
Miguel ya estaba preparado para enfrentarse a Gorlov. Suponía que este no
querría esperar allí, que no le importaba nada su hermano. Estaba ya abriendo la boca
para oponerse a continuar el viaje cuando Gorlov dijo:
—Esperaremos. ¿Me oyes, Vincent? —gritaba mirando hacia arriba, hacia ningún
lugar concreto, como si hablase con un espíritu—. Sí, sé que me oyes. Os
esperaremos unos kilómetros más adelante, en algún lugar tranquilo, donde podamos
hablar.
Miguel lo miró extrañado, como si no hubiese entendido ni una sola palabra de lo
que había dicho. Por supuesto, él quería parar; pero qué pretendía Gorlov.

***

—Pretende tendernos una trampa —dijo Castillo cuando Vincent le comunicó el


mensaje del ruso.
—¿Y qué hacemos, entonces? —preguntó Vincent.
—Iremos adonde nos digan. Tú sigue vigilándolos; vigila sobre todo a Vladimir,
quiero saber qué intenta. La trampa se la tenderemos nosotros a ellos.
Castillo miró a John Smith: seguía conduciendo el Volvo en silencio. Parecía que
no fuese capaz de moverse siquiera para manejar el volante, como el conductor de
plástico de un coche de juguete. Un robot. Contempló los pliegues musculosos de su
cuello. Después miró hacia atrás. El otro todoterreno, conducido por Roth, los seguía
de cerca.
—Pare en esa gasolinera —dijo Castillo a Smith—. Tenemos que preparar un
plan.
Los músculos de la cara de Smith se movieron como si quisiese sonreír, aunque
no lo hizo.
«Bien, si te gusta la acción —pensó Castillo— servirás para algo más que
vigilarme a mí y a mis hombres».
—Vincent, dile a Gorlov que no vaya a un sitio público. Ya conozco esa treta. No
quiero un encuentro en un lugar donde haya mucha gente y policía que nos vea sacar
nuestras armas. Un sitio tranquilo, eso quiero. Si no hay nadie en varias millas a la
redonda, mejor.

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Vincent guardó silencio, lo ojos cerrados, aunque los movía como si estuviese
leyendo subtítulos dentro de sus pestañas.
El Volvo paró en la gasolinera y el segundo todoterreno paró detrás.
—Dice Gorlov que nos veremos en los bosques de la Selva Negra. Que si sirve
eso.
—¡Viejo bolchevique retorcido! ¿Se cree Robin Hood y me quiere tender una
trampa en los bosques? ¡Dile que sí!

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CAPÍTULO 39

El Mégane amarillo de Miguel había avanzado unos kilómetros por la autopista


alemana paralela al Rin. Al sobrepasar Friburgo se desvió hacia el noreste por una
carretera secundaria que se internaba en los bosques. Avanzaron despacio entre
pueblos cada vez más pequeños y granjas cada vez más escasas por una carretera que
serpenteaba entre las colinas boscosas. Miguel esperaba alguna indicación secreta de
Gorlov: alguna pista sobre su plan. Pero el científico se durmió.
«Inoportuno —pensó Miguel—. Siempre inoportuno. Ahora se duerme».
Miguel lo miró varias veces más, para comprobar si despertaba; pero desistió al
ver que no lo hacía. Así dormido, se dijo, parecía el anciano que en realidad era.
Contempló su rostro, la luz pálida del atardecer entre los bosques resaltaba sus
arrugas. Su cara se había suavizado, como si solo dormido los músculos de su rostro
pudieran perder la tensión inmutable, esa especie de rictus forzado que usaba por
cara. Sintió de pronto pena por el viejo científico: toda su vida dedicada a un
proyecto que ahora tendría que destruir. ¿Era realmente necesario destruirlo? Sí, si
quería salvarse. Y salvar al planeta del dominio de Walter. Tendría que destruir el
Proyecto, desde la primera a la última piedra. Vladimir no lo había expresado de ese
modo, puede que nunca lo hiciese, pero él sabía que no había otra solución. Con
paradoja o sin ella, el Efecto Midas y quizás todos los inflexores debían ser
erradicados de la Tierra. Puede que él fuese un iluso, un vanidoso que se había dejado
embaucar por promesas y sueños infantiles, pero no era un estúpido.
Gorlov seguía durmiendo; daba con la cabeza pequeños golpes contra la
ventanilla izquierda del Mégane. Sus planes, si tenía alguno, no saldrían de su boca.
Apenas saldrían de sus pensamientos. No con Vincent escuchando.
¿Vincent no dormiría nunca?, se preguntó Miguel. Decidió que no, que Walter lo
tendría drogado para que no se durmiese y los pudiera vigilar siempre. Walter era
capaz de todo. Monica se salió un poco de la carretera y la rueda trasera del Mégane
golpeó en un bache, haciendo que las cabezas de Gorlov y Miguel chocasen contra
sus respectivas ventanillas.
—Lo siento —dijo Monica. Sus ojos azules miraron por el retrovisor y después
desaparecieron de nuevo en la carretera—. Me he despistado. Estoy un poco cansada.
—Ya llegamos —dijo Gorlov, y se arrellanó de nuevo en el asiento.
Walter era capaz de todo, se repitió. Tenía a Dani. Maldito embaucador; había
fingido preocuparse por su hermano y lo único que quería era utilizarlo. Secuestrarlo.
Walter Castillo. Como a él, como a todos. Vio su sonrisa. Era una hiena que los había
engañado a todos. No, en realidad solo lo había engañado a él. ¡Qué estúpido!
«Walter, ¡valiente hijo de puta!». Apretó los puños y empezó a rascarse las palmas de

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las manos. Apretó hasta que sintió que los dedos le ardían y que su cerebro parecía
empezar a hervir.
Atravesaban en ese momento un pueblo diminuto; en el centro, una iglesia con
torre de tejado estrecho, afilado y negro. ¿Protestantes? Más dioses. Abrió las manos
para dejar de rascarse. ¡Arrasarlos a todos!
No, no podía hacer eso. No más inflexiones. Debía distraerse, evitar que sus
deseos se dispararan antes de que empezase a matar. Al menos, pensó, debía evitarlo
hasta recuperar a Dani. Intentó sacar de su cabeza todos los golpes, los rayos, las
heridas sangrantes en la mejilla, y probó a llenarla con el paisaje.
Bosques inagotables, abetos que se movían con ellos, difuminados y ennegrecidos
ya por el anochecer y sus sombras. Sombras y silencio. Monica tampoco hablaba.
Había pretendido decirle algo poco después de que Gorlov se durmiera, pero ella le
había dicho que Vincent estaba escuchando. Sí, el siniestro de Vincent lo estropeaba
todo, su presencia quebraba cualquier intimidad. El ángel gótico volvía a dar miedo.
«Otro con dos caras», pensó Miguel, y luchó por apartar de su cabeza la imagen
de la cara perfecta de Vincent con una mejilla partida y sangrando. El paisaje más allá
de las luces del coche era muy oscuro. Como Vincent. Y hacia aquel paisaje negro se
dirigían ellos. De pronto, recordó a Dani y el paisaje negro de abetos le mostró unos
dientes afilados y aceitosos, como los tejados picudos de las iglesias, y devoró de
varios bocados a sus enemigos. Miguel volvió a luchar contra aquellas imágenes; su
monstruo interior. Pero ¿cuándo iban a llegar a su destino?
En ese momento, Monica redujo la marcha y detuvo el coche en la cuneta. Frente
a ellos había una pequeña gasolinera y un cartel blanco que indicaba Mühlenbach. La
flecha que formaba el propio cartel apuntaba hacia un camino forestal. Monica sacó
un mapa y empezó a desplegarlo.
El ruido del papel pareció despertar a Gorlov. Entonces, de inmediato, su rostro
recuperó la dureza como un muelle extendido que volviese a su estado natural.
—Sí —dijo Gorlov, sujetando sus gafas para observar el cartel—, es por ahí.
Monica inició la marcha de nuevo y empezó a avanzar por el camino. Miguel se
quedó mirando a Gorlov, ahora despierto; esperaba su señal secreta, algo que pudiera
pasar desapercibido a Vincent y que le diese una idea de cómo actuar.
—Conozco este sitio —dijo Gorlov, en lugar de lanzar señales—. Solía venir por
aquí a pasear cuando vivía en Friburgo. Trabajé allí algo menos de un año, los meses
previos a establecerme en California. El Instituto Max Planck, la Universidad Albert
Ludwig, miles de estudiantes en la ciudad, un lugar ideal para la investigación, pero
un invierno demasiado largo para Irina. Ella aún vivía.
Miguel nunca le había oído hablar de su mujer. Y Monica tampoco le había dicho
mucho sobre ella; era probable que a Monica tampoco le hubiese contado nada.
Quizás la muerte cercana, a manos de los pistoleros de Castillo, estuviera volviendo
sensible al viejo ruso.

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—Ella murió poco después de que llegásemos a Alemania —siguió contando
Gorlov. Su rostro parecía triste, Miguel no sabía explicarse por qué—. Miguel —
añadió, mirándole a la cara—, no es necesario que mates a nadie más. Solo necesitas
recuperar a tu hermano y eso no lo conseguirás si los matas.
Miguel lo miró en silencio. Se fijó en que las cabezas de los dos oscilaban y sus
cuerpos parecían dos tentetiesos al vaivén de los baches del camino. Resultaban tan
poca cosa, ellos, tan ridículos frente a la CIA.
—Intentarán atraparme con dardos llenos de esa droga que tenían en Egipto —
dijo Miguel—. Dani es el cebo, ¿verdad?
—Sí, supongo que ese es el plan de Walter —respondió Gorlov, parecía tranquilo,
recostado en el asiento—. Si te apuntan con una de estas pistolas cerámicas… —Sacó
la suya del bolsillo de su chaqueta y se la dio a Miguel—, concéntrate en sus dardos,
en el contenido. Conviértelo en suero fisiológico…
«¿Suero? —pensó Miguel—, ¿eso es todo?».
—…, así, cuando te alcance algún dardo, solo te inyectará una sustancia inocua.
Tú puedes hacerlo, conviertes plomo en oro; lo de la droga es mucho más fácil. Sabes
cuál es la composición del suero fisiológico, ¿verdad? Agua destilada con una
disolución de cloruro sódico al 0,09 %. NaCl…
—¡Sé perfectamente la fórmula de la sal! —exclamó Miguel.
Gorlov lo miró en silencio, unos segundos, y después dijo:
—No intentes nada más espectacular que una transmutación de elementos sencilla
o provocarás un desastre. Recuerda al atracador de San José. El huracán Laura. No
más rayos. Piensa en una hoja amarilla de experimentos de las que usábamos en el
SSR. Las instrucciones son: convertir la droga en agua salada.
«Como la del mar Rojo», pensó Miguel.
—Se acaba de encender la luz de la reserva —dijo Monica. Miguel vio la
lucecilla naranja en el salpicadero—. ¿Queda mucho? Quizás debamos volver a
repostar a la gasolinera que vimos antes, a la entrada del camino.
—No —dijo Gorlov—. No volveremos, no quiero encontrarme con Castillo en un
lugar habitado. Ya casi estamos.
Les quedaban cuarenta o cincuenta kilómetros de reserva, pensó Miguel. Perderse
en un bosque deshabitado, sin combustible, en pleno invierno alemán, sería una
muerte estúpida. Tendrían que esperar a que Walter los encontrase. Dani atrapado,
ellos indefensos. Nada tenía sentido.
—¡Por ahí! —dijo Gorlov, y tocó el hombro de Monica—. Coge ese camino. Hay
un claro con una pequeña pradera al final. Será un buen sitio. Yo solía ir allí con
Irina… —Volvió a recostarse y a mirar por la ventanilla—. Fueron unos meses muy
felices…
—No voy a dejar que hagan daño a Dani —dijo Miguel.
—Lo sé —contestó Gorlov—. Por eso paramos.

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«Por eso paro yo». Mantuvo la mirada de una forma obstinada sobre el científico.
Le pareció que lo incomodaba porque, finalmente, el ruso se giró hacia él.
—Vincent ve todo lo que hacemos y escucha todo lo que decimos —dijo Gorlov
—. Sabe siempre dónde estamos. No tiene sentido huir. Es mejor que escuchemos lo
que tienen que decirnos.
Miguel esperó antes de hablar. Después, cuando se convenció de que Gorlov no
pensaba decirle nada, preguntó:
—¿Nada más?
—Nada más.
—Pero… ¡mierda!, ¿no tienes un plan?
—Vincent nos escucha, ya te lo he dicho —respondió Gorlov—. Es aquí —
anunció, de pronto—. Monica, para el coche más allá del riachuelo. —Después miró
a Miguel y dijo—: Confío en ti. Eres un midas, no lo olvides. Puedes conseguirlo
todo. Todo. Tú defiéndete con lo del suero y no mates a nadie. Nada más.
El camino entraba en un claro del bosque. Los faros del coche iluminaron la plaza
casi circular; paredes altas formadas por los abetos y suelo enmoquetado de hierba.
Un arroyo cruzaba el claro, cortándolo casi diametralmente. Una cabaña de madera a
la derecha, junto a los árboles, sugería que aquel claro debía de ser un punto de
referencia de excursionistas; un refugio o algo así. Debía hacer frío fuera. El invierno
alemán, pensó Miguel, y cogió el anorak de Dani.
Cruzaron el río por un puente mínimo que solo dejaba pasar a un vehículo.
Monica giró hasta sacar al Mégane del camino, y lo aparcó sobre la hierba, con los
faros apuntando hacia el lugar por el que habían llegado.
Miguel sintió que le picaban las palmas de las manos. Pero no intentó rascarse.
Cruzó los brazos, en cambio, y contempló el puente. Podría ser un puente como los
de intercambio de espías, si querían cambiar a Dani por él, supuso. O quizás fuese un
paso, una ventaja para el enemigo en el campo de batalla, y un riachuelo como
ridícula línea defensiva.
«No mates a nadie», recordó las palabras de Vladimir.
Dani secuestrado. En manos de Walter. Venían a por él.
«¡Mataré a quien yo quiera!».

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CAPÍTULO 40

Casi una hora después de que llegasen al claro del bosque, las luces de un coche
aparecieron abriéndose paso entre los troncos de los abetos. Monica entornó los ojos
para no ser deslumbrada. Debían de ser ellos, pensó: Walter y los suyos. Un solo
coche. El enemigo.
Por la posición de los faros, muy altos sobre el suelo, parecía un todoterreno, pero
avanzaba despacio por el camino, como si sus ocupantes tuvieran miedo de que el
vehículo fuese a entrar en arenas movedizas. La luz de los faros, desgajada por el
bosque en haces irregulares y cambiantes, parecía venir del Más Allá. Monica sintió
que se le erizaba el vello de la nuca y se abrochó el último botón de la chaqueta de
lana que había comprado en Francia. Hacía mucho frío en aquel bosque. Miró hacia
su izquierda. Allí estaba Miguel. Y su ira, más terrible que nada que pudiera venir de
ultratumba. Sintió un nuevo escalofrío.
Después miró hacia la derecha, a Vladimir. Él y Miguel la flanqueaban. Los tres
en fila, enfrentando el puente que tendrían que defender. Tras ellos, las luces del
pequeño coche europeo de Miguel; un intento infantil de cegar al adversario. Gorlov
y ella empuñaban las pequeñas pistolas blancas. Parecían niños con armas de juguete
plantados frente a Rommel y todos los Panzers de los Afrika Korps. Vladimir era el
único que sabía disparar, pero no dejaba de manosear su pistola; la desmontaría y
rompería algo si seguía así. Monica pensó en decirle algo, pero finalmente decidió
dejarlo en paz.
Entonces cerró los ojos y miró con la mente al bosque que los rodeaba. Ella podía
practicar la percepción extrasensorial con un esfuerzo mínimo. Miguel y ella, los dos
juntos, eran fuertes. Esa era su verdadera arma. Recordó en ese momento el rayo en
San José, la tormenta, y, por un segundo, se sintió crecer como si ella sola pudiese
aplastar a todo aquel ejército con un solo pisotón. No eran armas de juguete lo que
tenían.
Aunque… en realidad, sería Miguel quien lo haría casi todo. Volvió a tiritar. Un
dios y un demonio. Abrió los ojos, se subió el cuello de la chaqueta y miró a Miguel.
Observó su perfil, su media melena de color tostado iluminada casi a contraluz
por los faros del Renault. Era como verlo en los atardeceres del Golden Gate, en los
miradores de Granada, con los ojos entornados, como dormido de pie. Su perfil
contra la última luz del día. Creyó percibir desde allí su olor a miel y roble viejo, la
mezcla de hogar cálido y sexo que un día la empujó hacia él. Los faros iluminaban el
vaho de su respiración. Miguel se subió la cremallera del anorak que le había dado su
hermano y pareció estremecerse. Ella sentía la punta de la nariz helada. Sonrió al
verlo tiritar.
—¿Me miras? —dijo Miguel, sin abrir los ojos. También sonrió.

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—¿Me estás viendo? —dijo ella.
—Sí. Y deja de distraerme, tengo que vigilar el coche. —Se estremeció de nuevo
—. Hace un frío del demonio aquí.
—Parece una luz del Más Allá —dijo ella—, el coche de Walter.
—Pues es de este planeta.
—Yo también tengo frío. Y miedo —dijo Monica, con voz suave, como si le
hablase a aquel ingeniero aeroespacial del que se había enamorado en San José.
Miguel se giró y la miró con los ojos muy abiertos, como si le hubiese
sobresaltado su voz. Monica sintió la emoción de su mirada. Era él, el ingeniero
aeroespacial. Había vuelto.
—Te quiero —dijo Monica. Después se giró para enfrentar de nuevo las luces que
avanzaban por el camino—. No quiero que muramos o nos convirtamos en dos
zombis sin que lo sepas.
El todoterreno salió al claro del bosque y estrelló su luz contra la del Renault. La
plaza de árboles se iluminó como si se hubiese hecho de día allí dentro.

***

Las luces lo deslumbraron. Miguel entornó los ojos.


Monica volvía a él, pensó. ¿O era solo el miedo a la muerte? Qué importaba. La
quería, y podría demostrarle que había superado el maldito Efecto Midas. Pero no
ahora. Ahora debían defenderse. ¡Doblegar a Walter! Se sentía eufórico.
Solo había que acabar con Castillo y los otros. Y salvar a Dani. Y todo en orden.
Le picaban las palmas de las manos. Hacía mucho frío. Había sido una suerte haber
traído el anorak de Dani. Aún olía como él. ¿Cómo lo iba a salvar? Vladimir le había
dicho que podía conseguirlo. Terminó por cerrar los ojos y mirar dentro del coche
empleando la percepción extrasensorial. Gorlov y Monica le acababan de enseñar a
usar la percepción. Era fácil. Si Vincent podía, él también, le habían dicho. Solo debía
concentrarse.
—Es un Volvo. Un todoterreno grande —dijo Miguel cuando consiguió ver con
su mente—. Dentro están Walter, Vincent y Eugene. ¡No traen a Dani!
—Cálmate —dijo Gorlov—. No se arriesgarían a traerlo aunque quieran utilizarlo
para negociar. Concéntrate. Suero fisiológico.
—No veo nada en el bosque —dijo Monica, y abrió los ojos.
El todoterreno paró antes de llegar al puente.
—Sigue buscando —dijo Gorlov a Monica—. Cierra los ojos y mira. Busca en el
bosque. Tienen que ser más, seguro. Puede que Dani esté con los otros.
Miguel vio que bajaban tres personas del Volvo. Los faros del vehículo seguían
deslumbrándole. Con el pensamiento pudo ver bien a Walter. Tenía una venda en la
cabeza y una pistola blanca. Vincent también iba armado. Le miraba a los ojos desde

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aquella distancia. Vincent estaba a unos cincuenta metros y le miraba como si
estuviesen sentados a la misma mesa, frente a frente. Tan siniestro como de
costumbre. Las facciones rectas y pálidas. Eugene no tenía pistola.
—Solo son tres —dijo Miguel.
—¡Apagad las luces! —gritó Gorlov.
Pero nadie respondió. Caminaban hacia ellos y parecían no querer escuchar.
¿Acaso tener a Dani les daba tanta seguridad? Miguel empezó a sentir el pulso de sus
latidos en la sien. Empezó a rascarse las palmas de las manos. «Agua y cloruro sódico
al 0,09 %, agua y cloruro sódico al 0,09 %… —se repitió—, eso es, agua y cloruro
sódico…».
—¡Solo queremos hablar! ¡Vamos desarmados! —gritó Castillo, y levantó las
manos.
Los focos de los coches enfrentados cegaban hasta una altura de varios metros
sobre el suelo. Solo se podía mirar hacia arriba para no sentir el dolor de aquella luz.
—Tiene una pistola de dardos —dijo Miguel—. Y Vincent, otra.
Después miró hacia arriba. Podía verlos con la mente mientras desenfocaba la
vista en algún punto menos doloroso para los ojos. Sintió que allí arriba se podía
concentrar mucho mejor. «Agua y cloruro sódico», se repitió. Aquella plaza de
árboles enormes le parecía un circo romano. Miguel se imaginó a los espectadores en
las copas altas de los abetos, gritándole con su dedo pulgar vuelto hacia abajo. En
Roma no debía de hacer tanto frío. Pensó en Vincent y su cara le inspiró la imagen de
algún emperador perturbado y obsceno, envuelto en togas y pieles. Era una de
aquellas tres siluetas al otro lado del puente. Iba armado con una pistola blanca llena
de droga para él. No quería mirar hacia allí, ya sabía lo que hacían. Droga, dardos.
«Agua y cloruro sódico, agua y…».
—¡Miguel! —gritó la silueta de Castillo—, ¡acércate!
«Agua y cloruro sódico…».
—¡Nadie se va a acercar! —gritó Gorlov.
Miguel cerró los ojos y vio las moléculas de agua y los iones de cloro y sodio
deambulando por el líquido en una solución al cero coma cero nueve por ciento. Era
fácil. Los iones se movían.
—¡Tenemos a tu hermano! —dijo Castillo.
«Eso ya lo sé —pensó Miguel—. Cloro y sodio, iones en el agua…».
—¡Compréndelo, esta guerra tendrá bajas; pero se puede evitar…!
«Cloruro sódico…».
—¡Dani morirá si no llegamos a un acuerdo!
«¡Dani!».
Los iones desaparecieron de su cabeza y las uñas se le clavaron en las palmas de
las manos. Miguel sintió la vena de su sien izquierda golpear como un pequeño mazo
metálico dentro de la cabeza, y su pie derecho adelantarse, como si su cuerpo hubiese
decidido echar a andar por decisión propia.

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—¡Hay alguien a nuestra izquierda! —gritó Monica en ese momento.
Su voz se confundió con uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…, muchos disparos
sordos, como de aire comprimido. Pistolas blancas. En el bosque, a la izquierda, más
allá de la caseta de madera.
La composición del suero fisiológico ya no estaba ahí. Miguel borró a Dani lo
más rápido que pudo de su cabeza y buscó los dardos que venían hacia ellos.
«Agua y…».
Un dardo, dos, tres, cuatro, cinco se clavaron en su cuerpo como aguijones. Todos
soltaron su sustancia. Miguel sintió el dolor, el frío.
Y una solución de cloruro sódico en agua se diluyó en su sangre.
Miró a Monica y vio que le observaba con una ceja torcida y la cabeza ladeada.
Tenía un dardo en el cuello y otro en un brazo.
—No me han drogado —dijo Monica—. Pero a Vladimir sí.
Se oyeron más disparos a la izquierda. Esta vez, Miguel había localizado el origen
y los transformó rápidamente. Dos aguijones más se clavaron en su pierna y su
cadera. Miguel torció el gesto; aquellas malditas avispas…
Miró hacia su derecha y vio que Vladimir contemplaba el cielo con una sonrisa
estúpida, como si se hubiese vuelto loco. Debían de haberle alcanzado en la primera
ráfaga con un dardo sin transformar.
Sonaron otros cuatro disparos, esta vez desde el frente, desde la luz del Más Allá
que escupía el maldito Volvo. Dos disparos más desde el lateral izquierdo. Monica se
tiró al suelo. Tres disparos por la derecha.
«¿Por la derecha?», pensó Miguel mientras se tiraba también al suelo. Después
vio que uno de los tres del todoterreno se había separado y había saltado el arroyo.
Les disparaba ahora desde la derecha. ¿Eugene? No, Vincent. Si al menos él tuviese
la pistola de Vladimir, pensó. Imposible acercarse a cogerla ahora.
Monica disparó la suya, sin ningún orden, sin apuntar apenas. Más dardos
silbaron sobre su cabeza y oyó cómo varios se estrellaban contra Gorlov. Golpes
sordos en su cuerpo.
«¿Cuánta droga resistirá?», se preguntó, y vio a Monica rodar hacia el Mégane.
Dos dardos se estrellaron contra la carrocería, sobre la cabeza de ella, con un estallido
metálico.
Él también rodó. Los disparos se multiplicaron. Tres por la derecha. No creía que
pudiese transformar tantos objetivos móviles. Cuatro por la izquierda. Los dardos se
estrellaban a alrededor de él y de Monica. Dos de frente. Consiguió transformar uno
justo antes de que se clavase en su hombro. Otro aguijonazo. La lluvia de aguijones
seguía arreciando sobre ellos y el todoterreno cegándole. Varios dardos más
estallaron contra el amarillo de su Renault Coupé. Lo agujerearían, seguro. El coche
que le había prestado a Dani. Miguel percibió de nuevo el olor de su hermano en el
anorak. No podía ver nada. Salvo dardos volando y los iones de cloro y sodio.

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—Estoy contigo —susurró Monica. Miguel sintió un poco más fuerte el impulso
de la inflexión de ella.
—Ya… —Miguel no pudo terminar de responder. Otro dardo transformado. Otro
aguijonazo. En el cuello. Y otro. Más disparos. Dani. La luz del todoterreno. Otro
dardo chocaba contra la carrocería amarilla. Tres dardos hincándose en el tórax de
Monica y sus ojos apretados por el dolor. Dani, lo matarían. Su anorak olía a él. Más
dardos volando, por la derecha, de frente. Cuatro disparos por la izquierda. El suelo
helado. Las manos le ardían. Monica cubriéndose la cabeza con los brazos. Otro
aguijonazo más y…
«¡A la mierda con todos!», pensó.
Los faros del Mégane de Miguel se apagaron de pronto y el Volvo y su haz de luz
fantasmal salieron volando, dando vueltas, como si un gigante jugase a las canicas
con él.
Los tres últimos dardos disparados chocaron en ráfaga contra el Mégane: uno,
dos, tres choques, y no se oyó nada más. El circo romano quedó en silencio mientras
el todoterreno iluminaba en su giro las copas de los árboles, las últimas gradas, desde
las que los ciudadanos de Roma apuntaban con sus pulgares hacia abajo. Muerte.
El silencio se hizo tan intenso que, durante aquellos segundos en los que el
todoterreno giraba en el aire, solo se oyó correr el agua rápida del arroyo, tintineando,
como si aquel lugar en ese momento no fuese un campo de batalla, sino un
merendero bucólico donde pasar la tarde con un amor recién estrenado.
Miguel estaba tendido en el suelo, con los puños cerrados y los ojos también.
Tensos, apretados. Inmóvil.
No pasaron muchos segundos cuando, con un estruendo de ejército aplastado, el
Volvo negro cayó sobre el lateral izquierdo de la plaza, muy cerca del refugio de
madera. Arrasó los abetos como si su vuelo no pudiese ser detenido ni por los troncos
más recios.
Quien quiera que estuviese disparando desde allí podía esperar una muerte
inminente aplastado por la lengua de chatarra y troncos, pensó Miguel.
La luz del todoterreno desapareció de pronto y Miguel se levantó del suelo con el
brazo derecho, la mano y los dedos extendidos delante de él.
Tras el estruendo se volvió a escuchar el silencio clamoroso de los espectadores
de Roma. Miguel miró hacia arriba, a los graderíos. Todos, absolutamente todos los
romanos lo observaban, iluminados ahora solo por la Luna, más sombras que luz en
sus caras pálidas. Los pulgares vueltos hacia abajo.
Después miró hacia delante y vio las siluetas desperdigadas e inmóviles de
Barrett, Castillo y Vincent. De inmediato, les apuntó con su mano extendida y los tres
salieron proyectados por los aires hasta chocar contra tres troncos gruesos como
cañones napoleónicos. Aquellos gladiadores podrían muy bien ser decapitados en
esas tres columnas, pensó Miguel. O crucificados, ¿por qué no?

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Se quedaron colgados allí, con los pies a una altura de casi dos metros sobre el
suelo, como si los hubiesen clavado con una estaca.
Después, Miguel buscó mentalmente al que había disparado desde la izquierda.
No sabía si lo encontraría vivo. Ni le importaba.
Sí, estaba vivo. «El hijo de puta ha sobrevivido a la lengua de chatarra —pensó
—. Veremos si sobrevives a esto».
En ese momento, el pistolero salió volando, y atravesó el follaje denso como un
campo de látigos. Fue a parar a otro tronco, del que quedó suspendido como sus
compañeros. Parecía inconsciente.
Miguel avanzó, con su brazo derecho y sus dedos extendidos, hacía la
composición de cuerpos que acababa de hacer con sus adversarios. Se detuvo sobre el
pequeño puente. La Luna apenas los iluminaba, pero los podía ver bien. Cuatro
cuerpos podrían ser cuatro crucificados. Si él era un nuevo dios, necesitaría más
crucificados que los anteriores, ¿no?, se dijo, y sonrió; media sonrisa. Solo se oía el
arroyo.
—Miguel —dijo Monica, en un susurro, detrás de él.
Él no quiso escucharla. Solo deseaba contemplar su obra.
—¡Miguel!
Entonces se giró hacia ella.
Parecía aterrada, le miraba con los ojos muy abiertos y las cejas encogidas y
tensas, como si esperase que fuese a saltar sobre ella y comérsela.
—Tienes la cara de un loco, parece que no eres tú —dijo Monica. Entonces
Miguel sintió cómo su propio rostro se relajaba. Le dolían los músculos de la
mandíbula, los dientes. De apretarlos, supuso. El monstruo. Había vuelto—. ¿Los has
matado?
—No.
—No respiran.
Miguel recordó que los había cogido mentalmente por el cuello. No podrían
respirar; pero eso no lo pensó cuando tuvo que cogerlos. El cuello le había parecido
un buen sitio. Inmejorable. El monstruo se acercó de nuevo a él.
Se concentró e hizo que los brazos y las piernas de los gladiadores rodeasen los
troncos sin que sus cuerpos abandonasen la posición que tenían, con las espaldas
unidas a los árboles. Lo hizo uno a uno, sin prisa. Ahora parecían paracaidistas con
un paracaídas a la espalda con forma de abeto gigante. Ridículo. Volvió a sonreír con
media sonrisa. Ellos, todos salvo el nuevo, que permanecía inconsciente, le miraban
con los ojos desorbitados.
«Terror, ¿verdad?», pensó. Entonces los dejó respirar.
El silencio se rompió de pronto con bocanadas de aire desesperadas, toses
convulsas, pitidos casi agónicos de pulmones congestionados, sollozos…
«¿Sollozos? —pensó Miguel—. ¿Quién solloza?».
Era Vincent.

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Se acercó a él. Allí, llorando, Vincent no daba ningún miedo ya. Parecía un
pelele, colgado, dando bocanadas al aire entre sollozos. Un besugo llorón recién
sacado del agua. Olió entonces los estragos del miedo en el cuerpo de Vincent. Sus
esfínteres debían de haber cedido al terror y su intestino se había vaciado sobre las
piernas, sobre el tronco del abeto. El olor de sus heces se mezclaba con el de su
colonia de bebé, que ahora se percibía claramente, como si quisiese camuflar el
miedo.
«Un niño», pensó Miguel, y se deleitó viéndolo temblar.
—No los mates —dijo Monica.
«No los voy a matar», pensó Miguel. Se sentía mucho mejor, ahora podía pensar.
El monstruo retrocedía. Parecía que el pavor de Vincent lo había satisfecho.
Monica le tocó el hombro y le señaló a Gorlov.
—Despiértalo —dijo—, él sabrá que hacer.
Miguel se giró y vio al científico. Este seguía mirando a las estrellas con la
sonrisa vacua que le dibujaba la droga en la cara.
—¡No… nos… puedes… matar! —se oyó la voz de Castillo, entrecortada por
toses espasmódicas con las que parecía querer dar la vuelta a sus pulmones—. En…
una hora… eliminarán a tu hermano. Si no…
Un acceso de tos lo interrumpió.
«¡Dani!», pensó Miguel. Ahora él tenía el control. Un control total sobre sus
enemigos. Y sobre el monstruo. Aunque ellos no sabían que había controlado al
monstruo. Eso le dio una idea: terror.
—¡Pienso mataros a todos! —exclamó, forzando la voz para que le oyeran bien.
—Si me… matas, matarán a… Dani —dijo Castillo.
Monica tiraba de su brazo hacia atrás. Miguel deseó decirle que estaba fingiendo,
pero por muy baja que fuese su voz, Vincent podría oírlo. Buscó una cara de odio
apropiada: apretó mucho las cejas, las mandíbulas, y, rechinando los dientes, dijo:
—¿Por cuál quieres que empecemos, Monica?
—No, por favor, Miguel.
Miguel pasó su mirada de odio por la fila de enemigos. Parecían un pequeño
ejército empalado. La escena tenía toda la crueldad que él necesitaba. Serviría para
aterrarlos. Buscó una víctima entre ellos. El que no conocía seguía inconsciente;
Eugene podría servir, aunque quizás no supiese todo lo que él necesitaba; Castillo…
Castillo era intocable, no parecía lógico que amenazase con matar primero al que
tenía toda la información. ¡Vincent! Ese sí que serviría. Allí estaba, colgado en su
árbol, empalado, crucificado en su tronco, entre Barrett y Castillo, con su miedo y sus
heces malogrando la colonia de bebé.
—Empezaré por Vincent —anunció Miguel, hablando para el público del circo
romano. Después miró a Vincent a los ojos—. Estoy harto de ti y de tus incursiones
telepáticas —Miguel dudó cómo seguir con su comedia. Su propia voz le sonaba
impostada. ¿Podría Vincent leer su pensamiento? No, estaba claro que no: Vincent

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estaba aterrado—. ¡Y de que nos vigiles! —añadió—. No volverás a ver lo que
hacemos —dijo, apretando los dientes al hablar. Eso último le pareció mucho más
dramático, mejor conseguido. Levantó su mano derecha con los dedos tensos, muy
extendidos y separados, como un mago que pretendiese lanzar un hechizo pavoroso
sobre su adversario. Le terminó pareciendo un gesto exagerado.
En ese momento, Vincent arrancó a llorar y a gritar. El ángel gótico que leía
mentes y veía con su pensamiento y asustaba a todos con sus miradas de efebo
siniestro imploraba ahora piedad. Miguel se concentró y creó un aro de vapor de agua
alrededor del tronco de Vincent, a la altura de su cuello. Sabía que esos efectos
especiales no iban a generar inflexiones residuales importantes. Ahora podía pensar
en esos detalles, y controlarlos. Controlar su poder le devolvería a Dani, se dijo.
Vladimir estaba seguro de ello.
Miguel cerró el círculo de vapor alrededor del cuello de Vincent. La Luna
creciente, casi llena, iluminaba los abetos donde estaban colgados Vincent y los
demás. Aquella luz hacía brillar el aro de vapor, que oscilaba con suavidad, delgado y
plano, afilado como una guadaña, haciéndolo parecer un espectro… «de la piel de la
misma muerte», pensó Miguel, y se mordió el labio para que no le vieran sonreír. Ese
sí era un buen efecto.
—Adiós, Vincet —anunció. Pero Walter no parecía tener intención de salvar a su
esbirro. Ni parecía temer al anillo de la muerte.
—No te va… a matar —dijo Castillo. Su voz empezaba a recuperarse—. Ya ha…
controlado su furia.
«Maldito cerdo», pensó Miguel.
No resultaría tan fácil asustar a un agente de la CIA. También podía matar de
verdad a Vincent. ¿Quién lo iba a echar de menos?, se dijo. Él no, desde luego.
Castillo aprendería. El monstruo. Lo liberaría si su truco no funcionaba. Apretó los
puños y se empezó a rascar con fuerza las palmas de las manos. Monica seguía
tironeando de su brazo; ella lo abandonaba, el impulso de su inflexión amplificadora
perdía intensidad, se desvanecía. Vincent miraba con sus ojos negros exageradamente
abiertos al círculo de vapor que amenazaba su cuello. Parecía ser el único que veía al
monstruo. Siempre había visto mucho.
Entonces, Vincent empezó a escupir ideas.
—¡A mí no, a Walter! —gritó entre sollozos—. ¡Métete en su cabeza!
—Calla…, Vincent —logró decir Castillo, en un tono que había ganado
autoridad, pero no volumen.
Pero Vincent, concentrado en el aro que se estrechaba alrededor de su cuello,
siguió hablando:
—Yo no puedo, tú sí, tú eres un midas. No me mates, no a mí. Yo no puedo entrar
en una mente si no me deja su dueño. Pero tú eres un midas. No me necesitas. El
control. ¡Sí, eso es!, ¡el control total! —Se rio con una risa aguda, histérica—. No
solo es entrar y ver. Tú lo puedes controlar. Su mente es tuya, tú puedes. Déjame.

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¡Métete en su cabeza! —Arrancó a llorar de nuevo—. A mí déjame, yo no te puedo
ayudar. Yo no te he hecho nada… Él. ¡Su cabeza! ¡Métete y contrólalo! ¡Quítame
esto!
Miguel miró a Monica (ella era la experta) y preguntó:
—¿Se puede? Las ondas residuales.
—Sí. —Ella parecía dudar. Le miraba fijamente—. Supongo que sí.
—Ayúdame. Voy a entrar en su cabeza. No lo voy a matar —añadió en un
susurro.
Miguel sintió el impulso catalizador de Monica, fuerte, resuelto. Se concentró en
los ojos de Castillo. Lo miró con toda la profundidad que pudo imaginar. Walter,
entonces, hizo un gesto extraño, miró hacia arriba como si de repente hubiese
empezado a dolerle la cabeza y quisiera ver el punto en que le dolía. Miguel observó
su venda, la herida que le había hecho Fred. Entraría por ahí. Castillo forzó más su
mirada hacia arriba. De pronto, pareció desistir, miró hacia abajo y parpadeó como
para deshacerse de una mota en un ojo. Hizo un nuevo intento de mirar hacia arriba y
después miró a los ojos a Miguel. Y Miguel sintió la mente de Walter.
«¡Déjame en paz!», le dijo Castillo. No parecía el vendedor de coches de siempre.
Por dentro, pensó Miguel, no era tan seductor.
«Dime qué le ocurrirá a mi hermano», preguntó Miguel.
«¡Lo matarán! Sí, lo matarán si no llamo dentro de una hora».
Miguel supo que mentía.
«No lo matarán, —dijo Miguel—. ¿Dónde está?».
«No te lo diré… Niza… ¡Mierda!».
«Los pensamientos se te escapan», dijo Miguel. Después se volvió hacia Monica.
—No podemos ir hasta Niza ahora, supongo —dijo.
—Controla su cuerpo —dijo Monica—. Que haga lo que tú quieres. Él puede
liberar a tu hermano.
Miguel se quedó en silencio, pensativo. Supuso que no bastaba con entrar en la
mente de Walter. Tendría que controlarlo y obligarle a hacer lo que él quisiese.
—Estoy contigo —añadió ella.
Miguel asintió. Se concentró. Entonces Castillo lanzó un pequeño gemido e,
inmediatamente, miró a Miguel con los ojos desorbitados.
«Ya era hora de que tú también lo probases —pensó Miguel—, el miedo».
En ese momento, Castillo soltó su brazo derecho del árbol. Buscó el móvil en el
bolsillo interior de la chaqueta. Lo sacó y marcó un número.
Cuando respondieron al otro lado de la línea telefónica, Castillo intentó resistirse
a hablar. Pero habló finalmente.
—Agente Kells —dijo su voz. Apretaba los ojos como si luchase con algo interior
—. Soy Castillo.
Después, apretó mucho más los párpados, como si le doliese mucho más lo que
iba a hacer. Miguel se concentró y Castillo, con un espasmo abrió los ojos y

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desenfocó la mirada. Y empezó a recitar:
—Alfa-tango-tres-tres-sierra. Alcatraz. Delta-november-ocho-cuatro-mike-romeo.
Delaware…
Miguel intentó memorizar algo de aquel galimatías (claves secretas, supuso), por
si le era útil en el futuro. Pero desistió: le hacía perder concentración, y no quería que
Castillo se le escapase. Y tampoco creyó que aquellas claves fuesen a estar operativas
mucho tiempo después de que él las usara.
—Sí —dijo Castillo. Por fin algo con sentido—. Misión abortada. Libere al rehén
y desaparezca del país. Hágalo inmediatamente.
Hubo unos segundos de silencio.
—Negativo —dijo Castillo—. Olvide los rastros, nos encargaremos nosotros.
Abandone el país ahora. ¿El chico está consciente? Mejor. Dele dinero antes de irse.
Y el teléfono, tengo que hablar con él. Buena suerte.
Castillo le tiró el teléfono a Miguel y volvió a pegar el brazo al tronco del abeto.
Miguel cogió el móvil del suelo.
—¿Da… Dani? —dijo.
Era Dani, hablaba atropelladamente al otro lado de la línea.
—Sí, sí, sí… ya sé lo que ha… Sí, te han secuestrado… y te han drogado. Lo sé
todo. —Dani no paraba de hablar—. Dani, escúchame… Sí, vale, tú escúchame: ¿Se
han ido los que te vigilaban?… ¿Solo uno? Bien. ¿Se ha ido? ¿Lo ves por la ventana?
Ha subido a un todoterreno negro. Perfecto. Tienes que huir de ahí.
—No —dijo Monica—. Lo encontrarán si se mueve. Que se esconda. Iremos a
buscarlo.
—Espera un momento, Dani —dijo Miguel. Después tapó el micrófono del móvil
—. No puede esconderse, ¿dónde se va a esconder…?
—Está en Francia —dijo Monica—, en Niza. Los dos conocéis muy bien esa
zona. Algún lugar habrá…
«Niza, ¡claro!», pensó Miguel. Vio Niza en su mente, vio a Dani y los petardos de
su cohete, la explosión en el parque junto a la playa. La muesca en el lóbulo de la
oreja de su hermano. Sus peleas, sus juegos. El club del agujero secreto, por supuesto.
¡Inmejorable!
—De acuerdo —dijo Miguel al teléfono—. Escúchame bien… Sí, ya te contaré lo
que ha pasado.
Dani no paraba de hablar. Tenía que indicarle cómo ocultarse sin que nadie más
se enterara. Walter seguía despierto. No era tan sencillo enfrentarse a la CIA. Todo
aquello le superaba. Podía drogar a Castillo para que no le oyese, pero quizás lo
necesitase despierto, y, por otra parte, puede que ese teléfono tuviese escuchas, ¿por
qué no?, si era de ellos.
—¿Crees que me tendrían vigilado de niño? —preguntó a Monica.
—Nosotros no. Seguro. Pero en NASA Hampton, el otro laboratorio. No sé desde
cuándo existe.

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—Entiendo.
Miguel hurgó en la mente de Castillo.
«¡No! —respondió este—. No existíamos entonces».
—Dani, escucha. ¡Calla y escucha de una vez! Bien. Te voy a decir lo que vas a
hacer. Coge el dinero… ¿Dos mil?, perfecto… Vete a aquel sitio donde solíamos
escondernos cuando éramos niños, cuando veraneábamos con la abuela en Niza… Sí,
claro, ¿no lo sabes? Estás en Niza. Nuestro sitio secreto; solo lo conocemos tú y yo.
No lo nombres, podrían tener intervenido el teléfono. Te vas y no sales de allí; es
peligroso, ya lo sabes. No salgas a la calle. Vale… Vete de una vez. Y deshazte de ese
teléfono; yo me pondré en contacto contigo. En unos días. Sí, no te encontrarán. ¡No
salgas de allí!
Miguel se tocó las sienes. Tragó saliva y miró de nuevo a Monica.
—Ten cuidado, Dani —dijo, y colgó.
Después detuvo todas sus inflexiones.
Los cuatro hombres se desplomaron sobre el suelo con un ruido como si a los
árboles se les estuviesen cayendo las ramas. Los faros del Mégane se volvieron a
encender y el claro del bosque se volvió a iluminar con su luz artificial y templada.
Miguel sintió, al desaparecer la luz blanquecina de la Luna, que todo lo anterior había
ocurrido en una película y que acababan de encender las luces del cine. Pero era real.
Volvió a ver el vaho de su respiración y percibió de nuevo el frío en los dedos, las
articulaciones, el reverso de sus manos.
Los enemigos, caídos sobre el suelo helado del bosque alemán, se frotaban el
cuerpo torpemente. Todos intentaban desentumecerse, excepto el pistolero
corpulento, que permanecía doblado sobre el cuello, tal y como había caído. Habría
que drogarlos a todos antes de irse. Pero la droga… La pistola la tenía Gorlov.
—Monica, ¿qué hacemos con él?
Monica miró al científico. Paseaba mirando a las estrellas.
—Hay que neutralizar la droga. Su pistola. Yo he perdido la mía.
—Tráelo, no quiero moverme de aquí; hay que vigilar a estos cuatro.
Los cuatro, en realidad, parecían poco peligrosos. Apoyados en los troncos de los
abetos, eran como una caterva de mendigos desparramados a la puerta de una iglesia,
recostados en las columnas del templo.
Monica volvió con Gorlov cogido de la mano. Él se dejaba llevar como un
colegial dócil. La sonrisa estúpida seguía en su cara. Miguel buscó los dardos
inhibidores en la chaqueta del científico. Monica cogió la pistola. La cargaron y
Monica le disparó. Al instante, la sonrisa se fue.
—¿Irina? —dijo el científico, mirando a Monica—. Castillo, los dardos…
¿Vamos a pasear? —Después dijo algo en ruso.
Miguel y Monica lo sentaron en un tocón de abeto cercano. No dijo nada al
principio. Después, volvió a hablar en ruso y se apoyó en el brazo de Monica. Parecía
que iba a caerse desmayado, pero inhaló aire sonoramente y se volvió a erguir.

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—¿Qué ha pasado? —preguntó, con la respiración entrecortada.
—Te alcanzaron con varios dardos —dijo Monica—. Te drogaron.
Gorlov miró hacia Castillo y los otros.
—Los habéis neutralizado —dijo—. ¿A qué precio?
Miguel supuso que preguntaba por los efectos especiales. Parecía que Gorlov solo
pensase en buscar inconvenientes nada más despertar, después de haberle salvado la
vida. Siempre tan directo. Aunque ahora tenía razón, había que darse prisa.
—Miguel ha hecho volar el todoterreno de Castillo —empezó a contar Monica,
una relación ordenada, como si fuese un parte de bajas. Volvía a parecer la Monica
eficiente y práctica que a él le gustaba—, después los ha hecho volar a ellos y los ha
colgado en esos árboles. También hizo un aro de vapor alrededor de Vincent; para
atemorizarlo, supongo…
—¿Virtual? —preguntó Gorlov.
—Condensación —respondió Miguel.
—Bien.
—Después nos metimos en la cabeza de Castillo (yo le ayudé) y le obligamos a
liberar a Dani. Lo tenían atrapado en Niza —aclaró Monica.
—¿Algo más?
—Nada más.
—También corté la electricidad de las luces de mi coche —añadió Miguel.
Gorlov se quedó pensativo. Después enumeró:
—Telequinesia, telepatía, un pequeño enfriamiento del aire para la condensación
(muy localizado), control eléctrico y la transmutación de la droga…
—Convertí todos los dardos que pude.
—¿Sin rayos ni fuego, ni demostraciones de las tuyas?
—No, salvo lo del todoterreno. No pude contenerme ahí. Arrasé aquel lateral del
bosque. —Miguel señaló con el dedo hacia los abetos destrozados.
—Está bien. No creo que haya una onda residual importante por lo que has hecho.
Casi todo ha sido de muy pequeña escala. Y la telequinesia del todoterreno… No, la
telequinesia apenas genera ondas de inflexión residual. ¿Tu hermano está a salvo? —
preguntó de pronto, sin cambiar el tono de voz.
—Sí… Creo que sí —respondió Miguel, sorprendido.
—Entonces, nos vamos —dijo Gorlov, y cogió la pistola blanca de la mano de
Monica—. Los drogaré y los dormiré. Eso nos dará ventaja.
Sin dar tiempo a replica alguna, se levantó del tocón y se acercó cojeando al
extremo derecho de la fila de vencidos.
En lo que parecía un orden lógico, empezó a disparar y a golpear en la cabeza de
derecha a izquierda. Primero Castillo: este no llegó a alzar la mirada, se observaba las
manos como si no supiese quién era. Le disparó un dardo y, cuando empezó a sonreír,
le asestó un golpe con la culata sobre la nuca. Vincent lo miraba muy serio, pero no

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parecía tener miedo ya. Gorlov disparó a Vincent, y repitió el golpe. Ahora le tocaba
a Barrett.
Sin embargo, Gorlov lo pasó de largo y miró al nuevo, al agente corpulento.
—¿Está vivo? —preguntó.
—Lo estaba cuando lo puse ahí —dijo Miguel.
Gorlov le disparó. Después se acercó y tocó su cuello.
—Está vivo —dijo, mientras lo empujaba para que quedase en una postura que
resultase menos forzada—. E inconsciente. Todos están ya inconscientes.
Miguel se quedó mirando a Barrett. Eugene no estaba inconsciente.

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CAPÍTULO 41

Monica contaba con que Vladimir no dispararía a Eugene. Sonrió al ver cómo el
científico se acercaba a Barrett y le tendía la mano.
—¿Estás bien?
Miguel y ella no se movieron del centro del claro, junto al tocón de abeto, a unos
diez pasos del árbol en el que se apoyaba Barrett. El claro del bosque parecía ahora
un patio de cárcel: las paredes altas de la barrera de abetos, la luz de los focos del
Renault, la caseta solitaria de madera como una garita, el sonido del arroyo, húmedo,
frío, como una cloaca por la que escapar. Vincent, Castillo y el otro hombre habían
quedado tendidos, inconscientes, cada uno junto a su tronco de árbol, sobre la hierba
helada. Monica tiritó y sintió los aguijones de los dardos por todo su cuerpo.
Empezaba a hacer mucho frío en aquel bosque. Debían sacarse los dardos.
—Ha estado a punto de matarnos —dijo Barrett, mirando a Miguel mientras se
levantaba ayudado por Gorlov.
Miguel se sentó en el tocón. Después alzó un poco la mirada hacia Barrett y dijo:
—Lo siento, Eugene. Perdí el control. Tú estabas con ellos, compréndelo…
Gorlov, de repente, como con urgencia, levantó una mano huesuda y le mostró su
palma a Miguel. Este se calló de inmediato.
—¿Nos pueden oír? —dijo Gorlov a Barrett—, los inflexores de NASA Hampton.
¿Nos pueden ver?
—No —respondió Barrett. Se tocó un hombro e hizo una mueca que le arrugó
media cara, como si le doliese mucho—. Walter solo tiene a Vincent. Bueno, sí, tiene
a otros en Hampton: perceptores, telequinéticos y algún telépata; pero con muy poca
capacidad, todos necesitan línea de vista. —Se quitó las gafas y comprobó que
estaban intactas. Se las volvió a poner y tiritó—. No, nadie nos ve ahora.
—Bien —dijo Gorlov, volviéndose en dirección a Miguel y a ella—. Preparadlo
todo para escapar.
Después se quitó el abrigo, se lo puso a Barrett y siguió preguntando:
—Cuéntame: ¿qué más medios tiene Walter…?
—Eugene lo está haciendo muy bien —dijo Monica a Miguel—. Vamos, te quito
los dardos. —Monica se acuclilló junto a él—. Fred habría sabido apreciar su juego
de doble agente. Pobre Eugene, no sé de dónde saca el valor. Él nunca ha sido…
—Fred está muerto —dijo Miguel, de pronto; la mirada perdida en el bosque de
abetos—. Y Dani podría haber sido el siguiente. O Eugene. No me hables de espías.
Monica se mordió el labio inferior. Le gustaba oír a Miguel repudiar a Castillo y a
su mundo. Sí, ese era el Miguel que ella deseaba. Vio los dardos en su cuerpo, el
abdomen, los hombros, la espalda. «¡Práctica!», se dijo. Había que salir de allí, lo
había dicho Vladimir. Quitar los dardos primero. Después hablarían. Había una

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oportunidad para ellos. De pronto se sintió con mucha más fuerza, segura de sí
misma. «Emprender la huida. Rápido». Quizás habría una esperanza de escapar.
Le quitó un dardo a Miguel y él dio un respingo.
—¡Ish! —exclamó Miguel entre dientes.
Monica no le prestó atención, sabía que los dardos dolían al salir. Se concentró en
buscarlos y sacarlos del cuerpo. Desde allí se podía oír la charla de los científicos.
Pero ella debía concentrarse en los dardos. Eugene y Vladimir hablaban de un
descubrimiento, Eugene estaba muy serio. No debía dejar que eso la desconcentrase.
Escapar era lo que importaba ahora.
—Vladimir —oyó que decía Eugene—, cuando venía hacia aquí he estudiado los
datos de la inflexión que hizo Miguel en el sur de Francia. Hay algo extraño en los
últimos registros.
—La incongruencia sistemática en los resultados —dijo Gorlov.
Monica arrancó otro dardo del cuerpo de Miguel y él se estremeció. No quedaban
muchos más. Pronto desaparecerían de allí y nadie los encontraría, se dijo. ¿De qué
incongruencia hablaban?
—No, no —respondió Barrett—. La incongruencia no estaba en la inflexión de
Francia.
Miró a Barrett. Se tocaba las costillas con los dedos, como contándolas. Ella no
sabía de ninguna fuente sistemática de fallos en el Proyecto. Ninguna incongruencia.
Arrancó otro dardo del gemelo de Miguel y este dio un taconazo en la hierba
congelada.
—Es lógico —dijo Gorlov—. Produjo la inflexión él solo, Monica no hacía de
catalizador esa vez. Si no están los dos no hay incongruencia, ya lo sabes. La
Paradoja Midas, Eugene, eso es lo importante. Las ecuaciones que tú y yo
empezamos a formular eran correctas, ¿no lo ves? Miguel no lo consiguió. Es casi
como una demostración empírica de la paradoja.
Monica volvió a mirar a los científicos. Eugene negaba con la cabeza, el rostro
encogido y los ojillos apretados por encima de sus pequeñas gafas redondas. Monica
arrancó otros dos dardos de la espalda de Miguel y este se volvió.
—Ya acabo —dijo Monica, y volvió la atención a los científicos mientras
arrancaba otro dardo del hombro derecho.
—Pero Miguel no llegó —oyó que decía Barrett.
—La Paradoja Midas, Eugene —insistía Gorlov—, Miguel no lo consiguió…
—¡Miguel no llegó, Vladimir! —exclamó Eugene, enfatizando cada palabra, en
voz muy baja aunque se le podía oír perfectamente—. No hubo incongruencia, ni
hubo Efecto Midas ni hubo paradoja. Él no llegó —volvió a enfatizar las palabras.
—¿No llegó? —dijo Gorlov, también en voz baja. Se percibía su acento ruso.
Monica quitó el último dardo, sin dejar de mirar a los científicos.
—Los tuyos ahora —dijo Miguel. Y se agachó junto a ella.

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—No, Vladimir —dijo Barrett—, no llegó. ¿Recuerdas el experimento del
ejército virtual en el desierto? Yo sospechaba… Eso explicaría la incongruencia. Nos
hemos equivocado todo el tiempo.
Monica estaba pensando en acercarse a ellos cuando Miguel le arrancó un dardo
del muslo. «¡Ish!».
Entonces Barrett miró hacia el lugar donde estaban Miguel y ella. Vladimir
también miró. Miguel seguía arrancando agujas de su cuerpo. Otro aguijón. Monica
apretó los dientes por el dolor y después sonrió a los científicos. Miguel le arrancó
otro dardo del tobillo. «¡Mierda!». El dolor le produjo un calambre que le subió hasta
la nuca.
—Esto lo cambia todo —dijo Gorlov. Se llevó una mano a las gafas y se las quitó,
como si quisiera verles con sus propios ojos—. Debo hablar con Miguel en una
cámara antinflexores.
—Es imposible —dijo Barrett.
—Miguel, me haces daño —dijo Monica.
—Puedo conseguir una —respondió Gorlov—, el prototipo de Leningrado.
—Hago lo que puedo —dijo Miguel.
—¿Eso funciona? ¿No estaba en un museo?
—Funcionaba, sí, lo suficiente. Puedo conseguirlo.
—¿Y Miguel?
Miguel parecía haber terminado con la tortura de desclavar dardos del cuerpo de
Monica. Tiró un puñado de ellos junto a la base del tocón.
—Ya no hay más —dijo.
—Si es lo que parece —dijo Gorlov—, entonces hay una posibilidad de eliminar
el Efecto Midas.
—¿Qué ocurre? —dijo Monica, acercándose con pasos largos a los científicos—.
¿Puedo hacer algo?
Barrett la miró por encima de sus gafas. No dijo nada.
—Eugene ha encontrado un fallo en la Paradoja Midas —dijo Gorlov.
—Me ha parecido entender… —dijo Monica.
—¿Nos vamos? —gritó Miguel, junto al tocón—. Tengo que ver a Dani.
Gorlov señaló con la mano hacia Castillo y los otros, tendidos en el suelo, y dijo:
—Llevadlos a todos a la cabaña. Si no, morirán de frío antes de que amanezca.
Quitadles los teléfonos y las armas. Eugene, ve tú también al refugio, sigues con
ellos. Después nos iremos.
—Pero, la incongruencia… —protestó ella.
—Tenemos que irnos, Monica —atajó Gorlov. Se volvió hacia Barrett y puso una
mano delgada sobre su hombro—. Eugene, no te preocupes si nos siguen. Si ves una
señal clara, dásela a Walter.
—¿Una inflexión? —preguntó Barrett.

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—Cualquier señal. Pero tú no te arriesgues, yo tengo mis planes. Y otra cosa:
procura olvidar cualquier conclusión que hayas sacado hoy. Piensa en tus hijos, por
ejemplo.
—¿En mis hijos?
—¡En lo que quieras! Tus conclusiones pueden ser erróneas, yo me encargaré de
comprobarlo todo, ¿de acuerdo?
Barrett empezó a caminar hacia la cabaña. Negaba en silencio, con su cabeza
pequeña. Monica ayudó a Miguel a arrastrar los cuerpos. «Práctica», se obligó a
pensar. Vladimir tenía razón, había que salir de allí cuanto antes. Pero no era justo
que no le contasen lo que habían descubierto, ella era mejor analista que Eugene,
podría ser de mucha ayuda si había que resolver incongruencias, buscar soluciones…
En pocos minutos Vincent, Castillo y el hombre corpulento estaban tendidos
dentro de la cabaña. Barrett devolvió el abrigo a Gorlov y ambos se estrecharon la
mano. Monica y Miguel los observaban desde la puerta. Barrett dio unos pasos hacia
atrás. Se sentó en el suelo, con la espalda en la pared de madera, junto al resto de los
enemigos caídos. Después, Gorlov sacó la pistola cerámica.
—¿Vas a dispararle? —dijo Monica.
—Lo tengo que dejar en el mismo estado que ellos —respondió Gorlov, mientras
apuntaba a Barrett—. Es nuestro infiltrado.
—Estúpidos juegos de espías —murmuró Miguel con una voz áspera, como
cansada.
—¡Vladimir! —exclamó Barrett, de pronto—. Antes de que me dispares. Espías.
—¿Cómo…?
—Sí, espías. Al salir del camino del bosque veréis una gasolinera. Allí habrá otro
todoterreno. Un Volvo negro igual al que Miguel acaba de destrozar. En él os espera
un agente de la CIA: Roth. Creo que lo conocéis.
Vladimir asintió con la cabeza.
—Os disparará con una pistola de dardos cuando paréis a repostar —añadió
Barrett—. Era el plan B de Walter. O quizás el plan A; quién sabe.
—¿Solo un agente?
—Sí. Uno basta si estáis desprevenidos. Es muy tarde y la gasolinera estará muy
solitaria. Casi no os queda combustible, Vincent nos lo dijo.
—Gracias, Eugene —dijo Gorlov—. Haremos que no parezca que estábamos
avisados.
—Bien.
Gorlov disparó y el dardo cerámico se clavó en el tórax de Barrett.
Después, Gorlov se acercó a él —ya sonreía como un duendecillo estúpido— y le
dio un golpe con la culata sobre la nuca. Monica pensó que le golpeaba más despacio
que al resto.
Cerraron la puerta de la cabaña y subieron rápidamente al Renault amarillo.

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—Vamos a Niza —dijo Miguel al sentarse en el asiento del copiloto—. Hay que
poner a Dani a salvo.
—Iremos a otro lugar antes —dijo Gorlov.
—¡No pienso dejar…! —intentó protestar Miguel.
—¡Tengo un plan para ayudarte! —exclamó Gorlov—. Pero hay que viajar a otro
sitio, necesito una cámara antinflexores y otros dispositivos. En dos días podremos ir
a Niza. Tu hermano está en un lugar seguro, ¿no?
Miguel no respondió.
—Podemos eliminar el Efecto Midas —añadió Gorlov—. Haz lo que te digo si
quieres que te ayude.
Abandonaron el claro del bosque en silencio. El campo de batalla, pensó Monica.
Miró la aguja de la gasolina; la luz de reserva se había encendido cuando venían
hacia allí, recordó. Ahora iluminaba en naranja todo el tablero de indicadores del
coche.

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CAPÍTULO 42

Casi nueve horas de viaje en coche desde la Selva Negra, sin paradas, salvo para
repostar, repasó Miguel. Se sentía agotado. Un café, por fin.
La cafetería estaba en pleno centro histórico de Bratislava. El sol matinal que
entraba por los ventanales le calentaba los hombros y eso le produjo un pequeño
escalofrío. Algo así contaba Vladimir que sentía en su despacho de California. Las
tazas eran blancas y esbeltas, podrían muy bien albergar un logotipo de la NASA.
Bebió otro sorbo de café. Era bueno, denso, casi alquitrán. No deseaba moverse
de allí. Estaba tan cansado de huir. Observó a la gente dentro de la cafetería.
Ancianos lentos, veteranos de la Europa del Este, leían el periódico y fumaban.
Parejas jóvenes hablaban en voz baja. No se veía prisa en sus rostros. Todos parecían
de otro mundo.
Él era de otro mundo.
Pero Vladimir le había prometido arreglarlo, por eso estaban allí. El Efecto
Midas. Acabar con su maldición.
Gorlov estudiaba ahora un mapa de carreteras. Más carreteras, pensó Miguel.
Observó entonces a Monica. Ella, mirando hacia la ventana, bebió café e hizo un
mohín. Miguel sonrió y se preguntó si lo escupiría. Si pudiera, estaba seguro, lo
tiraría todo por el desagüe, como hacía en San Francisco.
California estaba ahora muy lejos. Tenía mucho de qué hablar con Monica.
Cuando llegase el amigo de Vladimir quizás podrían quedarse solos…
En ese momento alguien abrió la puerta. Nadie se movió demasiado, pero
hombres, mujeres, ancianos, todos, miraron de reojo y volvieron rápidamente a sus
asuntos con un estremecimiento general, como de trigo agitado por una ráfaga de
viento. Miguel se giró para ver quién había causado aquella convulsión.
Desde la puerta, un hombre sonriente venía hacia ellos. Paso firme, mandíbula
cuadrada, ojos verdes muy claros, entrado en los sesenta. Gorlov se levantó al verlo.
—¡Tavarish! —exclamó el hombre con una voz rotunda, como de solista de coro
del ejército ruso.
—Sergei —dijo Gorlov. La cara del científico parecía querer sonreír; tocó la
barriga incipiente del hombre—. Has engordado.
Se abrazaron con fuerza y se dieron un beso en los labios. Gorlov lo presentó
como Sergei Krushenko.
Durante el viaje desde Alemania, el científico les había hablado de él: que el
KGB había ordenado a Sergei su vigilancia, pero que él lo había salvado de que
acabase en Siberia y eso los había convertido en camaradas, aliados. «Amigos, se
podría decir —había explicado Gorlov—. Me ayudó a escapar de la Unión
Soviética».

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—Bienvenidos a Bratislava —dijo Krushenko, con una sonrisa cargada de dientes
apretados que inspiraba más recelos que simpatía—. Es un placer recibir a dos
norteamericanos en nuestra ciudad. —Su inglés era perfecto, pero las uves y las erres
cortaban el aire como las consonantes angulosas de Gorlov cuando se excitaba.
Antes de que Miguel pudiese corregir el error sobre su nacionalidad, Krushenko
se sentó con ellos y empezó a hablar en ruso con Gorlov.
Ahora, según había contado el científico, Sergei era un capo de la mafia rusa en
Eslovaquia. Un mafioso iba a esconderlos. Un ladrón. Incluso había robado los
instrumentos de Gorlov de un museo soviético. Aunque, claro, eso hacía que él
tuviese el material que necesitaban para quitarle el Efecto Midas. Todo lo necesario
estaba allí, en Bratislava. Merecía la pena tratar con ladrones si eso le iba a quitar el
Efecto Midas. Miguel bebió más café.
Una camarera se acercó a la mesa. Krushenko levantó la cabeza con un gesto
altivo, como si el local fuese suyo, y miró a la joven. Quizás, pensó Miguel, el par de
matones con bigote y gafas de sol que Sergei había dejado en la puerta, había
convencido a todos de que la cafetería, en realidad, era tan suya como él desease. La
camarera, una muchacha muy joven, de cara redonda, también parecía pertenecerle.
Miguel observó su escote y dudó de si estaba tan bajo cuando les sirvió el café a
ellos. El hueco apretado entre sus pechos salía ahora como disparado hacia la cara de
Krushenko. La sonrisa de la muchacha no parecía sincera.
Krushenko echó un vistazo casi imperceptible a su escote, le dijo algo y la
camarera se fue. Después se giró hacia ellos y dijo:
—Aquí no podemos hablar.
Los invitó a levantarse con su sonrisa apretada mientras se levantaba él mismo.
Salieron y Gorlov subió al Mercedes plateado de Krushenko. A Monica y a
Miguel les dijo que subieran en el Mercedes en el que viajaban sus dos amigos.
Bajo las chaquetas grises, pasadas de moda, de los amigos con bigote y gafas de
sol de Krushenko abultaban los ángulos de sus armas. Pistolas en ambos costados,
como bandoleros mexicanos. A Miguel le parecieron dos mariachis descoloridos.
Antes de subir al coche, Miguel miró hacia su Mégane, tan amarillo, tan
llamativo, aparcado allí; parecía invitar a ser robado. Un policía en la frontera les
había advertido de que los coches extranjeros debían vigilarse bien, que las mafias los
robaban, los arreglaban (fuese lo que fuese arreglar) y los revendían. Y aquel era su
único medio de transporte. De huida, quizás.
—¿Puedo dejar aquí el coche? —le dijo Miguel a Krushenko cuando este entraba
en el Mercedes.
Krushenko se detuvo, le miró a la cara y encogió la frente. Después, soltó una
carcajada sonora, pausada y regular, como si estuviese interpretando una ópera con su
voz impecable.
—¡Estás conmigo! —exclamó el mafioso, levantando un poco las manos con las
palmas hacia arriba—. Nadie en esta ciudad se atrevería a tocar ese coche. Estos

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americanos… —Subió riéndose a la parte de atrás del Mercedes.
Monica y Miguel entraron en la oscuridad de los cristales tintados del otro coche.
Los mariachis de Krushenko iban delante. No dijeron nada ni cambiaron el gesto. El
del bigote más oscuro conducía, el otro fumaba.
Miguel cogió la mano de Monica. Los rusos no parecían poder entenderles. Qué
importaban los rusos.
—¿Aún me quieres? —dijo Miguel—. En el bosque dijiste…
Monica se giró hacia él. Volvía a tener aquel brillo en los ojos, revoloteaban como
inquietos sobre los suyos.
—Miguel —dijo ella, y apretó su mano. Después miró de reojo a los mariachis;
ellos mantenían su atención en el Mercedes de delante.
—Siempre ha sido por ti —dijo Miguel.
Monica se mantuvo en silencio, atenta. Los coches entraron en una avenida ancha
llena raíles y cables colgados. Con el balanceo del primer bache de las vías, Miguel
vio de reojo las señales borrosas en el suelo que indicaban las preferencias de paso de
los tranvías, los trolebuses, coches, bicicletas, motos. Aquel enredo de vehículos y
caminos era la imagen de su desorden interior, pensó, la dificultad que tenía en
encontrar su propio camino. Volvió a la mirada azul, intensa, de Monica.
—En Egipto —empezó a contar Miguel—, cuando dudé, en la sala, cuando los
dardos… —Miró a los mariachis. Monica asintió, parecía entenderle—. Pensaba en
ti. Después, en Francia, en el hotel, cuando intenté eliminar…, ya sabes…, lo hice…
—¿Lo hiciste por mí? —terminó ella la frase.
Miguel volvió a mirar por la ventanilla tintada del Mercedes. No lo había hecho
por ella. Un coche de policía paró y el agente se quedó mirándolos. Miguel vio en las
señales del suelo que circulaban por una calle de paso prohibido para los coches. Los
Mercedes se habían detenido en un semáforo para tranvías.
—Tú fuiste el detonante —dijo Miguel, mirando aún al coche de patrulla. Quería
a Monica, pero aquella capacidad, su poder, le impedía acercarse más a ella,
sincerarse—. Esto es muy difícil. Tú no sabes lo que es. Te quiero, pero…
El policía entornó los ojos mirando a los Mercedes. El mariachi que conducía
bajó su ventanilla y el agente pareció reconocerlo, bajó la mirada, arrancó y se fue de
inmediato. Miguel observó huir el coche de patrulla. Huir, eso era lo único que hacía
él, lo único que podía esperar. Huir de todos.
—Es la paradoja —dijo Monica—. Ya oíste a Vladimir. Te perseguirá siempre.
Conmigo o sin mí. A no ser que el artefacto ese… —Monica sonrió y le acarició la
cara. Miguel sintió cómo los pelos de su barba de muchos días raspaban la mano de
ella. Como todo en él, la herían.
El mariachi de bigote más claro se giró hacia ellos y los miró desde el asiento del
copiloto. Monica le sonrió y él les lanzó una bocanada de humo de cigarro que llenó
toda la parte de atrás del Mercedes. Después se volvió. Monica y él se quedaron en
silencio y los dos coches continuaron la marcha.

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***

El todoterreno estaba aparcado junto a la pequeña gasolinera. Era la carretera


secundaria a la que desembocaba el camino del bosque. Cuando Castillo, que
caminaba el primero, casi arrastrando los pies, vio el Volvo negro y brillante, como
nuevo, le pareció un espejismo, un oasis.
Los demás: Smith, Vincent, Eugene, debieron de pensar algo parecido, supuso,
después de más de cuatro horas de caminata sin equipo, ni ropa ni calzado propio
para el bosque; tras haber pasado la noche en el suelo de una cabaña de madera en
pleno invierno alemán; después de ser drogados, golpeados y vapuleados por los
brazos telequinéticos de Miguel.
Castillo se tocó la frente y comprobó que ya no estaba la venda. Debía de haberla
perdido en la refriega, pero no se había acordado de ella hasta ese momento. La
brecha provocada por la silla de Fred y los puntos que le habían dado en Egipto
hacía… una eternidad, estaban ahí, bien a la vista, como sus nuevas heridas.
Apretó el paso y vio de reojo que los otros también lo hacían. Debían de parecer
una horda de muertos vivientes, porque cuando los vio el muchacho que atendía la
gasolinera, salió corriendo hacia dentro de la tienda. Castillo esperó que no llamase a
la policía; aunque eso no importaba mucho ahora. Miguel, que lo hubiesen atrapado,
eso importaba.
Aunque, de ser así, Roth habría ido a buscarlos. Castillo aceleró aún más el paso.
Entonces, se percató de que allí solo había un coche aparcado, el todoterreno.
«¿Dónde está el Coupé amarillo? —se preguntó, y la rabia le impulsó por encima
de sus fuerzas—. ¡Han escapado, maldita sea, han escapado!».
Al llegar al todoterreno descubrió que Roth estaba dormido en los asientos de
atrás. Tenía un dardo en el cuello.
Castillo imaginó, en una fracción de segundo, el consejo de guerra, la prisión
militar, Wella Anderson riéndose con su sonrisa perfecta y el pelo rubio, liso, pulcro,
detrás de las orejas. Dos perlas grises como su ropa de presidiario.
Cuando el resto de los zombis llegó hasta el Volvo, Castillo lo golpeaba con los
puños cerrados. Quería partirlo en dos, hacerlo volar como había hecho Miguel con el
otro vehículo, aunque las fuerzas que le quedaban apenas le llegaban para hacer el
gesto apagado, ridículo, de cada golpe.
—Han escapado —dijo el agente Smith.
Todos lo miraron. No hablaba mucho, Smith. Su voz era calmada, pero ni su voz
ni los andrajos de sus ropas le restaban fiereza a su aspecto. Parecía un gladiador
indultado dispuesto a matar en la primera ocasión que se le presentase. El consejo de
guerra.
Castillo abrió la puerta del todoterreno, cogió un sensor cuántico que había bajo
la cabeza de Roth (este apenas se movió) y se lo dio a Barrett. El científico sostuvo el

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aparato con los brazos temblorosos, como si pesase como un yunque.
—No, no han escapado —dijo Castillo. Y subió al asiento del copiloto—. ¡Arriba
todos!

***

Los Mercedes abandonaron el centro de la ciudad y giraron a la izquierda antes de


atravesar el puente Nový sobre el Danubio. Miguel iba pensando que aquel coche
lleno de mafiosos tampoco era el lugar donde hablar con Monica. Se adormeció.
Cuando abrió los ojos de nuevo, estaban deteniéndose frente a un edificio largo,
varios cientos de metros de fachada, geometría y arquitectura sencilla, repleto de
ventanas muy juntas. Miguel pensó que todas las escuelas de ingeniería del mundo
eran iguales. Sobre la puerta principal se leía: «Slovenská Technická Universita».
Bajaron de los coches y entraron en el edificio. En los sótanos los esperaba un
hombre de unos setenta años, calvo y extremadamente delgado. Hubiese sido el
mismo Nosferatu de no estar vestido con una bata tan blanca, se le ocurrió a Miguel.
Gorlov empezó a hablar en ruso con el vampiro. Entretanto, Krushenko les contó
que Vladimir le había llamado dos días antes para pedirle un lugar donde pasar una
temporada. Pero que después le había vuelto a llamar, esa misma noche, para que
pusiera en funcionamiento uno de sus aparatos; y ahora decía que quería irse en
cuanto terminase allí.
—Yo tengo un asunto familiar que resolver —explicó Miguel—. Tengo que irme
cuando acabemos, pero Vladimir quizás pueda quedarse.
—¡Bah! —exclamó Krushenko—. Irá adonde vayáis vosotros; era un padre
protector en Rusia y lo sigue siendo treinta años después.
—Tenemos que irnos hoy —dijo Monica.
Krushenko le sonrió con su sonrisa llena de dientes apretados.
—Mañana podríais iros en mi jet privado —insistió—. He encargado una cena
especial para vosotros. Podría hacer que el Renault amarillo llegase a cualquier parte
de Europa en dos días, si es por eso…
El vampiro parecía entenderse con Gorlov, asentía a las palabras del científico.
Entonces, Vladimir se dirigió a ellos:
—Todo está listo —dijo—. Sergei me ha conseguido el material que tenía en
Rusia. Y este hombre es el catedrático de electrotecnia de esta facultad. Estudió en
Leningrado y sabe de mi prestigio allí. Ha realizado el montaje de la cámara y su
alimentación eléctrica, y ha proporcionado todo el material que faltaba. —Miró a
Miguel y a Monica, y les indicó con la mano que se acercasen—. Cree que es una
especie de jaula de Faraday electrificada —les dijo en un susurro. Después, mirando a
Krushenko, exclamó—: ¡Todo está listo para la prueba!

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—Ya te dije que lo estaría —dijo Krushenko—. He conseguido al mejor
ingeniero, ya ves. Estudió en Rusia. Los mejores medios…
Cuando todos se encaminaban por el pasillo oscuro hacia el laboratorio de
electrotecnia, Miguel sintió un pequeño escalofrío.
—Tengo un Gulfstream —dijo Krushenko, poniendo una mano sobre el hombro
de Miguel—. Creo que entiendes de aviones. Motores Rolls-Royce. Un Mercedes
entre los jets privados, ¿verdad, muchacho?
—Sí —respondió Miguel. Aunque no atendía. En otro momento le hubiese
encantado hablar del avión, pero ahora solo podía pensar en lo que le había dicho
Vladimir en el camino de Alemania a Eslovaquia. Entrarían en una cámara
antinflexores rudimentaria (la primera que había construido) y allí eliminarían su
capacidad midas con un distorsionador cuántico (un prototipo que descartó en
Leningrado por no tener ninguna utilidad entonces, le había explicado). Aquel trasto
actuaría directamente sobre su cerebro. Miguel sintió que le empezaban a picar las
manos.
—Podríais iros mañana en el Gulfstream —insistía Krushenko—. Sería un honor
para mí…
Pero él no sabía si eso era seguro. La cámara antinflexores, le había explicado
Vladimir, absorbería la onda expansiva de inflexión residual. Nadie podría
localizarlos. Si salían vivos, claro. «Un distorsionador cuántico dentro de una cámara
de distorsión cuántica». Dudó. Quizás, se dijo, fuese un efecto de la Paradoja Midas:
de pronto, había perdido cualquier interés por entrar en ninguna cámara, y menos
probar aparatos obsoletos que le podían licuar el cerebro. Hizo un esfuerzo y durante
varios metros de aquel pasillo mal iluminado consiguió olvidar su miedo.
Hasta que llegaron a la entrada del laboratorio del vampiro y Nosferatu abrió las
puertas dobles.
«¡El artilugio!», pensó Miguel.
Frente a ellos, en el centro de un laboratorio, había un engendro electromecánico
que parecía salido de una película en blanco negro sobre científicos locos. Miguel
imaginó toda su sangre huyendo a los pies, junto con su determinación. Una cabina
de base hexagonal reposaba con su compuerta abierta en el espacio dejado por el
mobiliario. Estaba conectada por una maraña de cables a varias fuentes de
alimentación, osciloscopios y otros dispositivos irreconocibles. A la izquierda, una
caja de madera alta como Krushenko y del grosor de cuatro ataúdes dejaba ver su
interior a través de muchos agujeros pequeños. Dentro lucía algo parecido a
bombillas… ¡Válvulas de vacío!
—¿Válvulas? —dijo Miguel en un susurro. «Pero ¿de qué año es esto?».
Mientras sus pies se flexionaban para retroceder, Miguel bajó la vista y vio algo
más frente a él, sobre un taburete: un casco.
Un cable con forma de serpentín, que salía del interior de la cabina, terminaba
conectado a lo que parecía un casco de vikingo sin cuernos. El casco, delante de la

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cabina, como una ofrenda, parecía invitar a Miguel a cogerlo y ponérselo. Aquello le
freiría el cerebro o se lo dejaría como el de una lechuga, pensó. Alzó la vista. El
vampiro de bata blanca le sonreía y señalaba al casco con un dedo pálido y afilado,
mientras le decía algo en su lengua del mundo de los no-vivos. Miguel lo imaginó
sorbiéndole los sesos por el cable en forma de serpentín. Creía verle brillar los
colmillos cuando estiraba la sonrisa lo suficiente.
—¡Miguel! —exclamó Monica.
Miguel dio un respingo y un paso atrás. Entonces se dio cuenta de que todos
menos él habían entrado ya.
—¿Te encuentras bien? Estás pálido.
—¿Para qué es el casco? —Dio dos pasos ínfimos hacia el laboratorio, sin llegar a
cruzar el umbral de la puerta.
Gorlov no respondió. Empezó a hablar en ruso y todos salieron por otra puerta
que había en el lateral izquierdo del laboratorio. Un ventanal en aquella pared dejaba
ver que iban a un aula contigua. Los mariachis y Krushenko ya estaban cruzando la
puerta del aula, cuando Gorlov dijo:
—Tú también, Monica. Les he dicho que es solo una prueba, que esperen cerca,
pero no aquí. Esto puede ser peligroso. Ve con ellos.
Monica lo miró con las cejas comprimidas.
—Este sitio se llenará de descargas eléctricas cuando conecte las máquinas —
insistió Gorlov sin dejarla hablar—. Sal de aquí. —A Miguel le pareció una orden
militar. Su acento ruso era incuestionable.
Monica se fue con los labios apretados, dando un fuerte giro que hizo ondear su
melena. Gorlov cogió dos alicates de una caja de herramientas y empezó a forcejear
con algo pequeño y metálico que acababa de sacar del bolsillo: una bala.
—¿Qué haces? —dijo Miguel.
—No te va a pasar nada, solo es una cámara antinflexores.
—Creo que estoy sintiendo la Paradoja Midas…
—No es la paradoja, es miedo. Si entras conmigo ahí podré ayudarte. ¡Entra de
una vez!
—¿Tú vas a entrar también? ¿Y el casco? Pensé que me darías más instrucciones,
algo… una hoja amarilla de experimentos… Pero ¿qué haces con esa bala?
—El casco no sirve para nada, no hace nada —dijo Gorlov en un susurro,
acercándose a Miguel—. Coge esto y entra, ahora voy yo. —Y le dio la bala.
Miguel la miró como si le hubiese dado una trompeta. O una escoba. Era gótico y
surrealista, Vladimir.
—Me la ha dado Sergei en el coche. Necesitamos el plomo —fue la única
explicación de Gorlov al ver su boca abierta. Mientras lo decía empezaba a accionar
interruptores en el ataúd lleno de válvulas.
Miguel entró en la cabina hexagonal con la bala en la mano. Por dentro, paredes
de la cabina eran doradas, como las de las salas antinflexores. Giró la bala entre sus

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dedos. No tenía casquillo, solo era el proyectil; por la parte de atrás, según veía, la
funda de cobre dejaba a la vista el plomo de su interior. Plomo. Miguel sacó la cabeza
del brillo dorado de la cabina y miró a Monica. Le enseñó la bala; quizás ella supiese
algo. Monica le miraba desde la puerta del aula. Directamente a los ojos. No prestó a
atención a la bala.
—¡Buena suerte, Miguel! —gritó ella—. Te quiero.
Gorlov entró, forzando el paso, y empezó a cerrar la compuerta de la cabina.
Lo último que vio Miguel de su vida, tal como la concebía hasta entonces, fue a
Monica.

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CAPÍTULO 43

Monica cerró la puerta, se sentó en una de las sillas del aula y echó un vistazo a su
reloj. Después, miró alrededor.
Era una clase pequeña, unas doce mesas. Supuso que serviría para explicar los
experimentos a los alumnos antes de realizarlos en el laboratorio. El catedrático, cuyo
nombre desconocía y además no le importaba (le había parecido un viejo verde desde
que lo vio; «esa mirada vidriosa y obscena»), se había sentado en la mesa del
profesor y garabateaba papeles que cogía de un montón. Monica sonrió: aquel
hombrecillo, ajeno a su papel en el destino de la humanidad, se acababa de poner a
corregir exámenes, ejercicios o quién sabe qué otra tarea rutinaria en el momento en
que el hombre más poderoso del planeta, el único que se podía comparar a Dios, era
desprovisto de su deidad.
Monica volvió a mirar el reloj. El tiempo pasaba muy despacio en las aulas,
recordó.
Los mafiosos tampoco parecían hacer honor al momento histórico que vivían. El
de bigote más oscuro se limpiaba las uñas con una navaja pequeña, el de bigote más
claro fumaba; los dos desplomados sobre los pupitres, como si no supiesen cómo
sentarse de forma correcta en clase. Le habían parecido dos vendedores de
enciclopedias alcohólicos desde que los vio. Krushenko era el único que no
desentonaba.
Observó al ruso, sentado erguido sobre una mesa. Él le devolvió la mirada, con
una sonrisa. Sus gestos le parecían solemnes, calmados. El abrazo y el beso a Gorlov;
el rechazo elegante a la camarera que se le había insinuado en la cafetería; su
insistencia en cenar juntos, como si fuesen su familia… No parecía un mafioso. En
realidad, ella no sabía cómo debía parecer un mafioso, pero Krushenko… No,
Krushenko parecía un padre bonachón de familia numerosa.
Cuando volvió a mirar al reloj, habían pasado ya veinticinco minutos y Miguel y
Vladimir no habían salido aún. Si les pasaba algo sería imposible saberlo hasta
pasado mucho tiempo; tanto, que todos se extrañarían al no verlos de vuelta. Pero
entonces, con toda probabilidad, ya sería demasiado tarde. Empezó a mover las
piernas de forma convulsa, como si fuesen parte de algún automatismo invisible que
se hubiese atascado en un vaivén continuo; también empezó a tamborilear con los
dedos sobre el pupitre; un ritmo desacompasado. Sintió de pronto la boca seca, y unas
ganas casi irrefrenables de salir a buscar un grifo. Pero no podía salir de allí, se lo
había dicho Vladimir. Pensó en entrar en la cámara y mirar. Mentalmente.
Pero, por supuesto, la percepción extrasensorial, su efecto cuántico, podría ser
detectado. Aunque era algo mínimo, desde luego, apenas se distinguiría en un sensor,
una onda residual escasa… No, decidió esperar. Su pierna no paraba de moverse.

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Tamborileó un poco más con los dedos, eso la calmaba: a ella y a su pierna. Volvió a
observar al catedrático tachando papeles con un bolígrafo rojo; el mafioso del bigote
oscuro afilaba ahora su navaja con una pequeña piedra, el otro fumaba y chupaba la
boquilla del cigarro; Krushenko, como un padre preocupado, de pie, con las manos
cruzadas por detrás, miraba serio por el ventanal hacia el laboratorio. Monica miró
también. La máquina parecía seguir en marcha. Después, miró al reloj de nuevo.
Veintiocho minutos. Sus piernas aceleraron el vaivén, sus dedos tamborilearon más
deprisa, se mordió el labio inferior. Tenía que ver qué hacían.
Se concentró, cerró los ojos y buscó una inflexión mínima.
Cuando consiguió ver con su mente y acercarse a la cámara, un bloque de energía
oscura, difusa, dispersó su capacidad y la diluyó hasta hacerla inservible; le impedía
entrar en la cámara. Era el efecto de distorsión cuántica de las salas antinflexores, lo
conocía bien. El artilugio funcionaba, eso parecía. Al menos, los distorsionadores
funcionaban bien. No había manera de ver dentro de aquella cámara. No quiso
insistir, un intento más potente sería detectado de inmediato por Walter. Se mordió de
nuevo el labio, reanudó el movimiento de sus piernas, sus dedos. Abrió los ojos.
En ese momento vio la barriga de Krushenko, como la de un granjero saciado tras
el desayuno, poniéndose en marcha hacia ella. Su gesto sonriente, la mirada, los ojos
verdes, como cansados, la calmaban un poco.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Krushenko. Su voz de barítono pareció reverberar
en las paredes del aula.
Aquellos primeros compases de ópera detuvieron por fin los movimientos
espasmódicos de la pierna y los dedos de Monica. Krushenko se sentó en un pupitre
cercano al suyo. Una sonrisa protectora.
—Estoy bien —dijo ella. Monica cambió el tamborileo por miradas esporádicas
al ventanal del laboratorio—. ¿Hace mucho que conoces a Vladimir? —preguntó.
—Yo era un muchacho cuando me asignaron en el KGB la misión de vigilarle. —
Su acento ruso sonaba más dulce que el de Vladimir—. Me trató como un padre. Él
siempre trata a la gente que quiere como si fuese su padre. Claro, que siempre ha sido
viejo, desde que yo lo conozco. Nos sobrevivirá a todos, seguro, el viejo Vladimir.
¿No os quedaréis a cenar, entonces?
Monica volvió a mirar hacia el laboratorio.
—Tenemos prisa —respondió mientras observaba el brillo de las válvulas metidas
en una caja de madera del tamaño de un armario.
—No deberíamos estar tan cerca del cristal —dijo Krushenko—. No nos
resguardará si alguno de esos cacharros del laboratorio estalla.
Monica agradeció con una sonrisa el consejo del ruso. Y empezó a mover las
piernas de nuevo. Si había una explosión, Miguel podría morir, pensó.
Inmediatamente después, empezó a tamborilear con los dedos de su mano derecha.
Krushenko se volvió y miró a sus hombres. No les dijo nada. Se giró de nuevo hacia
ella.

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—Tu amigo debe de estar muy interesado en las investigaciones de Vladimir para
meterse en esa máquina decimonónica con él.
La preocupación del mafioso por Miguel ablandó un poco más las barreras de
Monica. Era como tener a alguien que la comprendía dentro del mundo hermético en
el que se movían Vladimir, Miguel y ella. Alguien en quién confiar en ese momento
en el que cualquier palabra disparaba las piernas y los dedos y los hacía moverse
como sismógrafos detectando desastres por venir.
—Miguel tiene algo realmente peligroso, para él y para todos —dijo Monica—.
Pero, con suerte, Vladimir se lo va a quitar con la máquina decimonónica.
La sonrisa del Krushenko se congeló de pronto, como si se le hubieran pegado los
dientes, pero el resto de su cara se arrugó. Monica pensó que un dolor agudo acababa
de aquejar a Krushenko. Iba a preguntarle si se encontraba bien, cuando este se
levantó y empezó a gritar en ruso. Su voz de ópera se elevó como en un gran finale.
Gesticulaba como cortando algo en el aire con sus manos extendidas.
De inmediato, los dos vendedores de enciclopedias borrachos se levantaron y
corrieron hacia la puerta. Pero se detuvieron antes de llegar. Miraron hacia atrás. El
catedrático se había levantado también y gritaba; hacía gestos de negación con los
brazos.
Los matones de Krushenko no se movían. Miraron a su jefe. Este sacó una pistola
de su chaqueta, un arma brillante y enorme. Apuntó al catedrático y disparó.
El sonido del disparo convulsionó a Monica como la onda expansiva de un
cañonazo. No podía digerir a tal velocidad todo lo que estaba ocurriendo, pero algo
en su cerebro rápido sintetizó lo único que importaba: Krushenko no iba a permitir
que Gorlov le quitase su capacidad a Miguel. Y lo impediría parando la máquina,
cortando los cables o matándolos a todos, si era necesario.
El catedrático cayó sobre los exámenes con su cara de viejo verde congelada por
la muerte y la bata blanca impregnada de sangre. Monica estaba segura de que ahora
tendría que usar sus capacidades para defenderse. Tendría que detener a Krushenko.
Castillo los encontraría si producía una inflexión, pero eso no importaba ya. No podía
permitir que parasen la máquina. Aprovechó el pequeño desconcierto que había
causado el catedrático, para interponerse entre la puerta y los mafiosos.
Krushenko agitó la pistola en el aire, como si indicase a sus hombres que se
diesen prisa. Y al girarse, se topó con la mirada de Monica. Y con su pequeño cuerpo
bloqueando la puerta.
Monica levantó las manos frente a su cara, las palmas vueltas hacia ellos como si
pretendiese parar un camión en marcha. Y se concentró en las pistolas. Preparó el
golpe de telequinesia. Ella no era Miguel, pero podía barrerlos como pelusas si se lo
proponía. Su cerebro ya empezaba a hervir. No pensaba dejar que tocasen la cámara.
Krushenko soltó la pistola brillante e hizo que sus hombres, que ya habían
desenfundado, hiciesen lo mismo.

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—Ese loco quería matarlo, a Vladimir —dijo Krushenko, señalando al catedrático
con su brazo y su dedo índice extendidos hacia atrás; la miraba a ella a los ojos—.
Acaba de decir que Vladimir lo mandó a prisión cuando era estudiante, en
Leningrado. Ha saboteado la máquina para que mueran dentro. —Los gestos
perentorios, desesperados, del catedrático antes de morir no habían contado esa
historia tan oportuna que ahora narraba Krushenko—. Yo no sabía nada. Hay que
desactivarla, la máquina —Krushenko seguía hablando mientras se acercaba a
Monica. Su voz había abandonado el bel canto y ahora Monica solo distinguía sus
sílabas rusas afiladas—; por eso no salen. Yo quiero a Vladimir, es como mi padre,
Monica.
Krushenko se había acercado despacio hasta casi poder tocar las puntas de sus
dedos estirados, tensos. Monica dudó. Krushenko mentía, se dijo, se acababa de
inventar esa historia de estudiantes encarcelados por el Partido y venganzas
guardadas en el frío siberiano durante décadas. Krushenko dio otro paso. Sonreía
como un padre benévolo. Cómo iba aquel viejo verde con bata a esperar encontrarse
algún día con su viejo maestro para vengarse. ¿En Eslovaquia, precisamente? Era
Krushenko quién había buscado al catedrático, él era de la mafia, del KGB: sabía a la
perfección a quién contrataba. Nunca a un enemigo. Krushenko dio otro paso ínfimo,
ahora podía tocarla, pero no lo hizo. Había matado a aquel hombre para que no dijese
la verdad, para que no les impidiese parar la máquina. Los dos del bigote no se
movían. La historia de venganza contenida era increíble, pero Krushenko la había
inventado con tal rapidez. «He tenido que disparar, créeme», decía Krushenko
mientras seguía acercándose. Despacio, pulgada a pulgada. Ella misma había pensado
que algo andaba mal con la máquina hacía solo… ¿Cuánto hacía?, pensó, y abandonó
aquella pose defensiva para mirar al reloj.
«¡Media hora ya!», se dijo, cuando un golpe feroz, desproporcionado cayó sobre
su cara.
Monica oyó crujir un diente dentro de su boca mientras su cabeza se desplazaba
como si no tuviera cuello que la sujetase, empujada por una especie de pistón que la
hacía volar. Su cabeza voló, y su cuerpo, detrás, hasta rodar entre los pupitres y sillas.
Con la escasa consciencia que las contusiones le dejaron, Monica vio cómo los
esbirros de Krushenko corrían y parecían saltar casi por encima de él, como dos
buitres espoleados por el hambre. De inmediato, salieron al laboratorio y empezaron
a arrancar todos los cables que estaban a su alcance. Monica los veía, con el párpado
izquierdo sellado por una herida, desde el rincón en el que había acabado el tumulto
de su cuerpo, los hierros y las maderas de sillas y mesas. Los esbirros de Krushenko
parecían no temer a las chispas eléctricas que escupían los cables. O quizás temieran
más a su jefe. El padre bonachón, el inventor de mentiras rápidas. Ejecutor. Monica
luchó por no desmayarse.
Pero se desmayó.

Página 303
***

Roth conducía el todoterreno. Le habían administrado una dosis de inhibidor de la


droga y ahora era el más fresco del equipo. Casi todos los demás dormitaban.
«¡Incluso el burro de Smith!», pensó Castillo.
Pero él ni podía ni quería dormir. Miró a su reloj: la esfera negra y las agujas de
acero avanzando constantemente. Aún funcionaba, a pesar de los golpes de Miguel.
Habían conseguido llegar en poco menos de tres horas a Munich. Roth buscaba ahora
un hotel cerca del aeropuerto. Allí montarían su cuartel general. Debían estar
preparados para salir en un jet privado en cualquier momento. Roth pareció decidirse
por el Sheraton, y salió de la autopista en dirección al edificio del hotel.
Castillo dejó de mirar por la ventanilla y apretó entre sus manos un miniterminal
de monitorización. En la pantalla estaban los mapas de isoinflexoras emitidos por los
centros de la NASA en Hampton y en San José. Solo les quedaba ese miniterminal,
un sensor cuántico y un ordenador portátil. El resto del equipo lo había destrozado
Miguel junto con el otro Volvo. No era mucho, pero si lo usaban bien, ese equipo
bastaría para detectar a los inflexores. Dio un vistazo rápido a la pantalla. Nada.
Líneas isoinflexoras casi constantes, inmóviles. No podía dejar de mirar a aquellas
curvas, los mapas, los datos. Apretó los dientes y exhaló el aire con fuerza por la
nariz. Y maldijo a Gorlov y a Monica y al momento en que decidió llevarlos a Egipto.
¿Cómo iba a dormir?
En ese momento, una onda residual y sus curvas isoinflexoras brillaron al este de
Viena. Castillo observó con recelo el mapa de Europa que representaba la pequeña
pantalla. La señal era muy débil. Amplió la imagen y descubrió que el destello que
había visto no provenía de Austria. Estaba muy cerca, Bratislava, Eslovaquia. Él
apenas había oído hablar de Eslovaquia. Y Bratislava… Sabía que era su capital, pero
solo eso. «¿Qué hay en Bratislava? Nada. No tiene sentido». La señal se perdió en
unos segundos. Roth detuvo el Volvo a las puertas del Sheraton y se giró.
—¿Servirá? —dijo Roth—, el hotel.
—Intenta despertar a estos —gruñó Castillo. Seguía mirando la pantalla, y trataba
de imaginar qué podría querer hacer Gorlov allí. La señal era tan débil. Apretó un
poco más los dientes.
«¡No! —pensó—. No voy a ir al fin del mundo por una estúpida inflexión vulgar
producida por cualquier estudiante con la cara llena de espinillas que acaba de
descubrir sus capacidades de inflexor».

***

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Una inflexora como ella podía neutralizar el dolor, pensaba Monica. Podría hacerlo,
pero eso crearía una onda residual tan definida que Walter la reconocería de
inmediato. Y ya se había arriesgado demasiado con la pequeña inflexión cuando
intentó entrar en la cámara. Le pareció que se iba a desmayar de nuevo, pero una
nueva ola de dolor, como un pinchazo dentro del ojo, la trajo de vuelta a la
consciencia.
El dolor no se iba. Su cuerpo golpeado, herido, le ardía, tumbada en un pupitre
boca arriba. Ponerse de lado para ver lo que ocurría le hizo acercarse de nuevo al
desvanecimiento. Pero lo superó, finalmente.
Entonces los vio. Custodiados por los esbirros de Krushenko, Miguel y Vladimir
estaban en el aula.
Miguel tenía los párpados caídos, la mirada baja, los hombros hundidos, todo el
cuerpo derrumbado, como sin fuerzas. Parecía vencido. Monica sintió una nueva
punzada de dolor bajo el tórax. No supo ubicar dónde le dolía.
Buscó a Krushenko. Pero cuando vio su cara, comprobó que el padre de familia
barrigudo y bonachón había desaparecido y, detrás de la máscara, solo había un
mafioso armado.
En la mano derecha tenía una pistola cerámica blanca. La observaba,
manoseándola. Consiguió sacar el cargador del arma.
—Aquí va la droga para controlarlo, ¿verdad? —dijo Krushenko en inglés. Su
voz seguía sonando con fuerza, pero había perdido toda la modulación de la ópera.
Ahora solo se oía un inglés tosco y descuidado, lleno de consonantes rusas.
Monica siguió la línea de los brazos de Krushenko hasta encontrar la otra mano.
En ella tenía la otra pistola, metálica, brillante, la que había usado para matar al
catedrático. Apuntaba a su cabeza. Vio el cañón tan cerca que distinguió las estrías en
su interior. Sintió que los ojos querían cerrársele, pero antes miró a Miguel y se chocó
con los suyos. El cuerpo le ardió de nuevo por el dolor.
Miguel mantuvo la mirada sobre ella. La observaba de un modo extraño. «¡Ha
dejado de ser un midas! —pensó—. Si fuese un midas ahora habría rayos o
terremotos o explosiones… La ira de Miguel. Sí. Y estos estarían degollados o
crucificados o… Ya no es un midas, seguro». Pretendió sonreír, pero el dolor en el
hueco del colmillo arrancado por el puñetazo le recordó su estado, la pistola brillante,
las estrías del cañón. Y le borró la sonrisa.
Miguel no podría hacer nada para defenderlos, parecía tan abatido. Todos
dependían de ella, se dijo. Sintió una arcada, pero el dolor dentro de su cuerpo
impidió que Monica vomitara.
Oyó que Gorlov decía algo en ruso. Krushenko se encogió de hombros y
respondió:
—Hablo en inglés porque no quiero que nadie más entienda lo que tenéis que
decirme. —Miró de reojo a sus secuaces.

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Monica pensó que debía hacer algo, pero no estaba segura de qué. Entonces,
Miguel empezó a observar a los hombres de Krushenko.
—Y ¿qué piensas que te vamos a decir? —dijo Gorlov en inglés. Sus sílabas eran
tan afiladas como las del mafioso.
—Todo —respondió Krushenko—. Si no, la mataré. Quiero el arma, tengo
buenos compradores.
«Si no elimino el dolor no podré generar una onda telequinética suficiente, no me
concentraré. Imposible», pensaba Monica, que atendía solo a medias a la
conversación entre los rusos.
—Quien te haya hablado de un arma te ha engañado. No hay arma —dijo Gorlov.
—Podemos perder el tiempo y esperar a que esta muchacha tan guapa muera
desangrada por alguna de sus hemorragias internas —dijo Krushenko.
«¡Cerdo!», pensó Monica. El padre bonachón.
—El arma soy yo —dijo Miguel.
Al oírle hablar, Monica se sobresaltó. Parecía tan tranquilo.
—¡Ya sé que eres tú! ¡Imbécil! Estúpidos americanos, creéis que todos somos
tontos.
«No es americano —pensó Monica—. ¡Mierda! Tengo que hacer algo».
—Los tuyos te han vendido —añadió Krushenko.
—¿Alguien de la CIA?, ¿un topo? —preguntó Gorlov.
Krushenko alzó las cejas.
—En cuanto me hablaste de que necesitabas ayuda empecé a mover contactos. No
había apenas información disponible. El secreto estaba muy bien custodiado esta vez,
se notaba que era algo muy gordo. Pero, ya sabes cómo funciona el negocio, hay
muchos confidentes si uno sabe buscarlos. Basta con pagar bien. Vamos, ¿cómo lo
activo?, ¿cómo lo controlo?
«Pero si elimino el dolor, no tendré fuerzas para generar la inflexión
necesaria…».
—¿A quién piensas que le vas a vender el arma? —preguntó Gorlov—. ¿Crees
que vas a poder colocar algo así? Ni siquiera sabes lo que tienes entre manos.
Krushenko sonrió y se hinchó un poco.
—Soy uno de los mayores traficantes de armas. Tengo cola entre los grupos
terroristas más ricos para comprar esto. El terrorismo religioso ha disparado el
negocio…
—No la querrán cuando sepan lo que es —dijo Gorlov—. Esta arma ofende a
Dios. Es una blasfemia, una burla, una parodia de Dios.
«Walter verá la inflexión. Otra vez lo tendremos encima. ¡Dios, no! ¿Qué dicen
de Dios?».
Krushenko amplió su sonrisa como si Gorlov le estuviese contado un chiste e
intuyese el final.

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—¡Vladimir! Siempre tan ingenuo —dijo—. No entiendes el mundo. Los átomos
y los electrones, sí, pero el mundo ni lo ves. ¿Piensas que un fundamentalista
religioso va a rechazar un arma por ser contraria a su dios? —Soltó una carcajada de
ópera—. No hay ningún arma en la Tierra que no pueda servir a Dios. ¡A cualquiera
de ellos! Aunque en su empuñadura diga que ha sido forjada en las mismísimas
calderas del infierno. Basta con creer que la ha enviado Él mismo para que se
convierta en ¡la espada de Dios!
«¡Crearé una onda telequinética aunque me muera!», pensó Monica con toda la
rabia que pudo acumular.
Entonces, sin razón aparente, Miguel se levantó.
Los esbirros con bigote lo miraron, aunque parecían incapaces de reaccionar.
Monica intentó incorporarse, pero Krushenko apretó la pistola sobre su cabeza. Ella
obvió la presión del arma en su cráneo. Estaba a punto, lo sentía. Entonces notó cómo
su cerebro empezaba a hervir. Pero no era una onda telequinética lo que estaba
generando.
No, no podía ser. Era el efecto catalizador. Amplificaba la inflexión de Miguel. La
sentía como siempre la había sentido. Él estaba allí.
Miguel no cambió el gesto sereno. Antes de que nadie pudiera moverse, las tres
pistolas se convirtieron en hielo. Los tres mafiosos parecieron quemarse por el
contacto de las armas y las soltaron espasmódicamente. Monica llegó a sentir el
cañón helado de la pistola de Krushenko, quemándole el pelo, la piel de la cabeza,
antes de que esta cayese de sus manos.
Las armas chocaron con las baldosas del aula y desaparecieron convertidas en
cristales ínfimos de hielo azul. Iceberg-man y sus poderes. Los tres mafiosos,
entonces, se sentaron y pusieron las manos sobre sus regazos, como si fuesen
escolares traviesos y arrepentidos, castigados por el profesor. A esas alturas de la
inflexión, incluso la cara de Krushenko mostraba pánico. Se miraba la mano con los
ojos muy abiertos, roja por la quemadura del hielo subenfriado. Después Krushenko
enarcó las cejas, apretó los dientes y abrió mucho más los ojos, como si de pronto le
acabasen de incrustar un tronco de árbol afilado en el estómago. Monica recordó la
cara de Castillo cuando Miguel se apoderó de sus actos y supuso que ahora se
acababa de apoderar de los cuerpos de los mafiosos. Por sus caras, parecía que los
tres se iban a echar a llorar. Pero Monica notaba en su inflexión que Miguel no les
estaba infligiendo ningún daño.
«Por el momento», pensó.
Debería estar ya haciendo volar cosas o desencadenando tormentas. No, no era
normal. O bien Miguel se había vuelto loco o estaba reprimiendo su rabia hasta que
esta saliera toda como un torrente y arrasara aquel laboratorio, la universidad y la
ciudad entera.
—Miguel —dijo Monica con voz entrecortada. Se incorporó mientras lo llamaba.
Sintió dolor, pero mucho menos del que esperaba.

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Miguel la miró mientras recogía la pistola cerámica de la mano inerte de
Krushenko. La miraba de una forma tierna, como si pensase besarla. Era absurdo.
—¡¿Qué nos has hecho?! ¡No nos mates! ¿Qué nos has hecho? —gritó
Krushenko. Lloraba—. Monstruo, monstruo, ¡no!
Monica sentía mucho menos dolor. Miguel se lo había atenuado, seguro.
Entonces vio cómo Miguel buscaba con parsimonia algo en el bolsillo interno de
la chaqueta de Krushenko. Sacó un teléfono móvil y lo puso en la mano quemada del
ruso. Krushenko dejó de llorar en ese momento y perdió la expresión en la cara. Los
esbirros, también.
«Los va matar. Ahora los degüella —se dijo Monica—. Vladimir ha fallado,
Miguel se ha vuelto loco y Walter nos encontrará por esta inflexión. Todo mal».
Miguel recorrió el aula con la mirada: la mesa del profesor con el catedrático
muerto sobre los exámenes; los pupitres amontonados en un lateral. Lo miraba todo
con cara beatífica, como la del padre O’Brien cuando impartía la comunión, pensó
Monica. Finalmente miró a Vladimir.
Gorlov se había levantado, les daba la espalda y observaba desde la puerta los
restos de su maquinaria. La reliquia tecnológica de sus comienzos, imaginó Monica
que estaría pensando. Todo destrozado. Parecía no preocuparle otra cosa. No
mostraba ningún interés por lo que le ocurriese a Krushenko.
—¿Estás bien, Vladimir? —preguntó Miguel.
—Desaparezcamos cuanto antes —respondió Gorlov sin apartar la vista del
laboratorio.
Miguel miró a Monica. Ella se observó también: magullada, sangraba por
numerosas heridas. Por dentro se encontraba bien. Miguel la había sanado. «Como
hubiese hecho un buen dios».
—¿Puedes caminar? —le preguntó Miguel.
Monica se levantó y, en dos pasos, cojeando, se abrazó a él.
—Salgamos de aquí —dijo Monica. Supo que temblaba porque no podía agarrase
bien a él.
Entonces percibió un movimiento en el extremo de su campo de visión y, aun con
dolor en el cuello, consiguió girar la cabeza. Krushenko marcaba números en su
teléfono sin mirar al aparato. Después se lo llevó al oído. Empezó a hablar en
eslovaco, o en ruso, ella no podía distinguirlo. Parecía dar instrucciones con su voz de
ópera, pero seguía mirando al ventanal del laboratorio.
Después de que Krushenko colgara, los tres mafiosos se desplomaron en el suelo.
Parecían estar muertos. Uno de los esbirros cayó de cabeza y se hizo una pequeña
brecha en la frente. Monica, al ver la sangre, los cuerpos retorcidos en el suelo,
supuso que Miguel los había matado. Abrió mucho los ojos, mirando a Miguel,
negaba con la cabeza.
—Duermen —dijo él—. Nos vamos a Niza en el Gulfstream de Sergei.

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CAPÍTULO 44

Con el portátil en la mano, Castillo bajó del Volvo. Todos bajaban del todoterreno
estacionado en la puerta del Sheraton junto al aeropuerto de Munich. Movimientos
torpes, gestos de dolor. Barrett llevaba el miniterminal de monitorización que él había
estado observando durante todo el viaje; Vincent, el sensor cuántico, y Smith, el
maletín con las pistolas cerámicas y las drogas. Era todo su equipaje.
Debían montar un nuevo cuartel. Intendencia, logística, ropa nueva, descanso.
Organizar las guardias de búsqueda. Poner a Vincent en marcha en cuanto
descansase. Roth estaba ya en la recepción del hotel.
Cargado con el monitorizador, Barrett salió andando delante de él. El científico
no apartaba la vista de la pantalla mientras caminaba. Era lo que le había dicho que
hiciese y parecía que, ahora que Miguel los había amenazado de muerte, Eugene
cumplía sus instrucciones con más diligencia.
Castillo observó el aparato en manos de Barrett y recordó la señal que había visto
en Bratislava. Tantos indicios equívocos, pensó. En ese momento pasaba junto a
Roth, que parecía estar esperando para firmar la hoja de registro del hotel. Se
apoyaba en el mostrador mientras miraba el trasero de la recepcionista, inclinada
sobre una impresora. Nadie se fijaba en Roth, se dijo, nadie sabía lo que observaba.
Roth miraba todo con la discreción exquisita con la que un agente de la Central de
Inteligencia debía hacerlo; tanta discreción que solo otro agente podía notarlo.
«¡Otro agente de la CIA! ¡Claro!», se dijo.
—Roth —lo llamó—. ¿A quién conoces en Bratislava? ¿Te dice algo?
Roth abortó de inmediato la vigilancia del culo de la recepcionista y se giró hacia
Castillo. Elevó los ojos como si repasase la lista de la compra, parpadeó una vez, con
determinación, y, sin dejar de mirar hacia arriba, respondió:
—Krushenko, Sergei Krushenko. En la actualidad es el principal capo de la mafia
rusa en Eslovaquia. Uno de los mayores traficantes de armas en todo el mundo. Fue
agente del KGB y agente doble de la CIA. En los ochenta…
Mientras Roth recitaba datos, Castillo vio en su mente el informe de Vladimir
Gorlov. Se detuvo en medio de la recepción del hotel. De pronto, un detalle saltó a su
cabeza: entre 1970 y 1980 Gorlov había tenido un vigilante del KGB. Los informes
decían que aquel hombre, al final, había ayudado a Gorlov a escapar a Alemania
Federal. Le debía un favor, Gorlov había evitado que lo deportasen a Siberia. Su
nombre era… Castillo abrió mucho los ojos. Sergei Krushenko.
Barrett se dio la vuelta en ese momento. Miraba la pantalla del miniterminal de
monitorización. Después, miró a Castillo por encima de las gafas redondas.
—Tengo una inflexión midas en la pantalla —dijo Barrett—. Y el efecto
catalizador, la incongruencia, todo. Son ellos. Están en… —Miró la pantalla y se

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recolocó las pequeñas gafas.
—Bratislava —dijo Castillo.
Barrett levantó la vista y lo miró con la boca un poco abierta.
—Bratislava —dijo Barrett—. ¿Cómo lo sabes?
—¡Smith! —dijo Castillo—. Nos vamos ahora. —Miró a los otros. Aún parecían
una cuadrilla de zombis. No podía contar con ellos en ese momento—. Vosotros os
quedáis. Descansad, os necesitaré frescos dentro de unas horas. Roth, organízalo todo
aquí. Y consígueme un jet.

***

A Monica le preocupaba Miguel. Estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Demasiado


ausente. Y la evitaba. Monica se tocó el párpado izquierdo, aún dolorido.
Miguel dijo algo en francés al taxista. Después se arrellanó en el asiento, mientras
el coche abandonaba el aeropuerto y empezaba a recorrer las calles de Niza. Era cerca
de la una de la madrugada y Vladimir se había dormido nada más sentarse en el taxi.
La avenida avanzaba paralela al paseo marítimo. Estaba casi desierta.
—Conozco muy bien esta ciudad —dijo Miguel, mirando los edificios correr por
la ventanilla de la izquierda. Mansiones del XIX pintadas con colores pastel: ocres,
amarillos, naranjas; dinteles blancos; pequeños jardines a la luz de farolas. Miguel
suspiró con un aire que a Monica le pareció de nostalgia—. Mis padres, Dani y yo
veníamos aquí todos los veranos. Mi abuela tenía una tienda para turistas cerca de la
playa, por la zona del Marché aux Fleurs, más adelante. Vino de Burdeos, jabón de
Marsella, souvenirs.
—Has estado muy callado todo el camino —dijo Monica.
Miguel no respondió.
—¿Qué piensas? —insistió ella.
—Mi coche —dijo, manteniendo la vista en las calles de Niza—. Mi Mégane
Coupé amarillo. Se ha quedado allí, en Bratislava. El capullo de Krushenko lo
desguazará. Seguro.
Monica lo miró fijamente. No podía estar pensando en su maldito coche europeo
y diminuto. No ahora. Y si era así, es que se había vuelto loco de verdad.
—¿Solo te importa ahora tu Renault?
Miguel se giró hacia ella. Hundió la barbilla un poco y la observó con los ojos
muy fijos en los suyos, como si la mirase desde un lugar profundo, hundido en un
agujero en la tierra. Monica sintió que se estremecía.
—Me importa que no puedo deshacerme de la puta capacidad midas.
Apenas levantó la voz para hablar.
—Miguel…

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—Me importa que estoy harto de huir, harto de que me amenacen, de que
amenacen a mi hermano, a mi familia, a ti; me importa que no sé cómo me voy a
proteger y cómo voy a protegeros a vosotros; protegeros a todos sin sacar al monstruo
que anda paseándose por mi cabeza, pidiéndome a gritos que lo saque y que dé un
buen espectáculo de fuegos artificiales de una vez: rayos, cañonazos, fuego, sangre,
un buen estallido de huesos. Me importa que da igual a cuántos mate, a cuántos
electrocute, a cuántos estrangule —Monica miró al taxista. Temía que pudiera
entender lo que Miguel estaba diciendo, pero este no parecía enterarse; silbaba una
versión en francés de Blowing in the wind que sonaba en la radio—, porque siempre
habrá otros esperando para dominarme y utilizarme. Fanáticos, idealistas, dictadores,
tiranos, ateos acérrimos o religiosos fundamentalistas hasta la médula. Da igual, a
todos les soy útil. —Miguel ahora respiraba moviendo mucho el pecho—. A veces
pienso que quizás debería haber aceptado el plan de Castillo, haberme hecho con el
poder y haberlos mandado a todos a la mierda. Sí, yo sí que hubiese sido un buen
dios, no te quepa duda.
Otro escalofrío recorrió a Monica desde las plantas de los pies hasta la base de la
nuca, pinchándole en cada poro de la piel. Sintió palpitar el hueco del diente que
había perdido. Todos los golpes de su cuerpo palpitaron a la vez.
—No creo que eso te hubiese hecho feliz —dijo ella, con una voz muy tenue.
Miguel volvió la mirada a los hoteles del paseo marítimo. Ahora se veían grandes
edificios que solo dejaban huecos diminutos para casitas pintadas de colores claros.
Hotel Negresco, Casino, leyó Monica los letreros más lujosos. El poder, pensó,
ahogando a las casitas con jardines no más espaciosos que una tumba.
—No creo que ser feliz esté ya al alcance de mi mano —dijo Miguel—. No lo
creo.
Monica le acarició el pelo. Miguel no se movió. El taxi giró en una rotonda y se
internó en las callejuelas interiores de Niza. Y Miguel pareció concentrarse en el
recorrido de nuevo. «Midas. Qué bien buscasteis el nombre para esta maldición»,
algo así había dicho Miguel una vez, recordó Monica.
El taxi pareció salir de la ciudad y Miguel se quedó mirando hacia atrás, hacia las
luces de las calles. Monica decidió buscar algo con lo que confortarlo.
—Has mejorado —dijo.
Miguel volvió a mirarla. Seguía serio. Ella añadió:
—En la Universidad de Bratislava no hiciste ningún espectáculo de fuegos
artificiales. Estuviste muy bien. Me sentí orgullosa de ti al ver cómo controlabas tus
impulsos.
Miguel pareció recuperar la sonrisa en la mitad de su rostro.
—No estás tan solo —dijo ella—. Lo sabes, ¿verdad?
Miguel cogió su mano, se acercó a ella y, sin ningún gesto previo que delatase lo
que iba a hacer, la besó.

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Un beso, después de tanto tiempo. Monica cerró los ojos y aspiró el olor a miel y
roble viejo de Miguel.
Una catapulta al recuerdo. Miguel y ella, la pareja de investigadores universitarios
que compartían un apartamento en las calles empinadas de San Francisco. Monica
sintió que se ahogaba. Era como si él hubiese vuelto de pronto, después de años
separados. Había vuelto. Entonces el taxi se detuvo.
Miguel y Monica se separaron. Ella, con la respiración entrecortada, miró
alrededor y vio que habían parado frente a un cementerio. También había un hotel;
unas luces de neón anunciaban un hotel solitario. Era un palacete antiguo de dinteles
blancos y paredes azul cielo. Parecía asomarse a los cipreses que sobresalían de la
valla de piedra del camposanto.
—C’est ici —dijo el taxista, y siguió silbando Blowing in the wind.
Gorlov se despertó y miró hacia las lápidas mientras Miguel pagaba. Después,
miró a Monica. Ella sonrió. Se sentía estúpida. Aunque los servicios de inteligencia y
los mafiosos más importantes del planeta estuvieran cayendo sobre ellos, Miguel la
había besado.
—¿Mandaste a tu hermano al cementerio? —preguntó Gorlov.
—No podemos ir ahora adonde está escondido —dijo Miguel—. Llamaríamos la
atención. Y no hemos dormido bien desde… ¿Alemania?, ¿Francia? Necesitamos un
sitio discreto. Este hotel es adecuado, creo.
El taxista, con el cambio en la mano, miraba a Miguel muy serio. Ya no silbaba.
—Mañana —añadió Miguel—, cogeremos a Dani y seguiremos huyendo. Hasta
desaparecer.
Monica y Gorlov asintieron en silencio.
—Si es que se puede desaparecer —concluyó Miguel en voz baja, como para sí,
mientras cogía el cambio. Después señaló con el dedo el pequeño palacete donde
estaba el hotel.

***

Castillo y Smith aparcaron junto a la entrada de una gran mansión a las afueras de
Bratislava. El reloj del coche marcaba la una. Pero en la casa había muchas luces
encendidas, casi todas, y se veía un movimiento incesante de sombras tras los
numerosos ventanales del edificio principal.
Un conjunto arquitectónico demasiado anguloso, muy moderno en comparación
con las mansiones antiguas y demacradas de esa calle, pensó Castillo. Buscó algo
para llamar, pero en las vallas metálicas no había timbres ni cámaras ni pulsadores.
La puerta de forja de la entrada dejaba ver parte de un jardín interior iluminado con
pequeñas luces sobre el césped. De pronto, un hombre alto como un tanque, un poco

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bizco, envergadura de cíclope, se plantó ante ellos, al otro lado de la puerta. Él y los
bultos de su chaqueta.
«Va armado hasta los dientes, el cíclope», pensó Castillo.
—Tus informes eran buenos —le dijo a Smith, y se fijó en que el guardián era
más grande que el agente—. Tiene que ser aquí.
Smith no habló.
Castillo se abrochó los dos botones superiores de la chaqueta y dejó desabrochado
el tercero.
—Deseamos ver a Sergei Krushenko —dijo al cíclope, mientras se ajustaba el
nudo de la corbata—. Somos de la CIA. Agentes Smith y… Brown.
Esperaron. Castillo suponía que el guardián de la verja no habría entendido nada.
Pero también suponía que alguien como Krushenko sabría que ellos estaban en
Bratislava desde que pusieron el primer pie en tierra. No habían hecho nada para
ocultarse.
El cíclope se tocó un auricular que llevaba en la oreja derecha. Sin cambiar el
gesto, sin decir nada, abrió y les señaló con la palma de la mano hacia donde debían
dirigirse. Apuntaba a la entrada principal de la mansión, al final de un camino
asfaltado que bordeaba una fuente atestada de querubines.
Al pasar junto a los querubines barrocos («robados», pensó Castillo), se giró para
mirarlos. Echaban agua con pequeños cántaros. Más allá, en penumbra, al fondo del
recinto, había un edificio de un solo piso, paredes desconchadas; no encajaba ni con
la mansión cubista ni con la fuente barroca. Unas caballerizas, pensó, quizás un
garaje. De uno de los portones laterales se veía salir algo amarillo. El morro de un
coche.
«¡El Renault de Miguel!». Le dio un codazo a Smith y, con un golpe de cabeza, le
señaló la carrocería amarilla.
Smith miró, asintió y mantuvo su marcha hacia la mansión.
Al llegar a la puerta, antes de que pudiesen llamar siquiera, un hombre armado
con un AK-47 les abrió. Otros dos hombres, también armados con Kalashnikovs los
cachearon. Había hombres armados por toda la casa. Los condujeron hasta una puerta
de doble hoja que parecía la entrada a un salón. En la antesala, unas jóvenes de caras
redondas y muy pintadas, vestidas solo con lencería, parecían esperar turno. Fumaban
y jugaban a las cartas. También allí había hombres armados. Castillo sonrió a una de
las muchachas, que le miraba. Nadie le sonrió a él. En ese momento, alguien abrió la
puerta del salón.
Cuando entraron, la imagen de nido del hampa que le había producido la casa a
Castillo se desvaneció por completo. Allí había casi tantos médicos como mafiosos.
Bloqueando el acceso, un gorila de dimensiones parecidas a las del cíclope miraba un
televisor (azafatas pechugonas y presentadores histriónicos) mientras limpiaba una
Mágnum. Una Desert Eagle 44, observó Castillo; un cañón grande como el gorila.
Próximos al pistolero, estaban sentados dos hombres desnudos de cintura para arriba,

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que eran auscultados por sendos médicos. Los dos tenían vendas en la mano derecha,
como si se hubiesen quemado las palmas. Tenían bigote; el del bigote más claro
fumaba, el otro miraba la televisión. A uno le habían hecho una sutura sobre la ceja
izquierda.
Castillo se tocó la frente. Sin venda, sus puntos de sutura estaban al descubierto.
Quizás a aquel hombre también le hubiesen estrellado una silla en la cabeza, como a
él. Pero no era Krushenko.
Siguió mirando hasta descubrir un sofá demasiado antiguo junto a una chimenea
demasiado moderna, minimalista. En él había un hombre de unos sesenta y cinco
años. Su barriga empezaba a pronunciarse. Un médico le tomaba la tensión y una
enfermera con aspecto de institutriz le aplicaba una pomada en la mano derecha.
Castillo vio que también la tenía quemada. ¿Miguel les había quemado las manos a
los mafiosos?
«¡Iceberg-man! —recordó—. El hielo que quema. Un buen truco». Miguel estaba
aprendiendo a dominarse.
En la chimenea ardía un fuego artificial y aquel hombre lo miraba embelesado.
Una botella de vodka a la que le faltaba más de un tercio del líquido descansaba sobre
una mesa de cristal cercana. Otra parte de ese mismo vodka estaba en un vaso
pequeño, en la mano ilesa del hombre del sofá. Castillo podía imaginar lo que un
enfrentamiento con Miguel podía haber hecho con aquel hombre, con su entereza, por
muy mafioso y tipo duro que fuese.
—Somos el agente Smith y el agente Brown, de la CIA —dijo Castillo,
acercándose a él.
—Ya sé quiénes sois —dijo Krushenko, sin dejar de contemplar el contoneo del
fuego falso. Su acento ruso estaba lleno de consonantes forzadas—. Buscáis al
demonio ese: Miguel Le Fablec. Se os ha escapado.
—Desearíamos cierta información —dijo Castillo, alargando los silencios entre
palabras como si tuviese algo muy importante que decir. Había muchas cosas que
podría ofrecerle a cambio de la información. Ya había preparado la estrategia.
Entonces Krushenko empezó a gritar:
—Doloj! Doloj!
Al oír los gritos, todos, heridos, médicos, enfermeras, matones, empezaron a salir
del salón.
En unos segundos aquello se vació. Todos salieron excepto Castillo, Smith y
Krushenko.
Castillo se tocó la corbata. El ruso lo miró a los ojos.
—Están en Niza —dijo en voz baja, con los dientes apretados, y después se tragó
todo el vodka del vaso con un golpe de cabeza hacia atrás.
Castillo pensó rápidamente: Miguel había liberado allí a su hermano; ahora debía
de haber ido a Niza a por él, para protegerlo. Tenía sentido.

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—Esa información es de gran valor para evitar una catástrofe mundial… —
empezó a improvisar Castillo a modo de discurso de agradecimiento. Ya no había
nada que negociar.
—¡Ese hijo de puta se metió en mi cabeza! —gritó Krushenko.
Castillo se calló.
—¡Joder! Aún creo que está aquí —se tocó la sien con un dedo—. Podía controlar
mi cuerpo como si fuese suyo. —Cogió la botella de vodka y dio un trago que parecía
que iba a acabar con todo el líquido—. Fue como si… como si…
«Como si te hubiesen violado —pensó Castillo—. Lo sé muy bien».
Ninguno de los dos remató la frase de Krushenko.
—Quiero algo —dijo el ruso, mirándolo con sus ojos verdes inyectados de vodka.
«Llegas tarde para negociar», pensó Castillo. Pero sonrió.
—Por supuesto —respondió—. Veremos qué se puede hacer.
Krushenko se sirvió más licor, esta vez en el vaso.
—Matadlo si lo encontráis.
—Me temo que eso… —empezó a decir Castillo.
Krushenko se bebió el vaso de vodka con un nuevo impulso.
—¡Entonces, lo mataré yo! ¡Lo juro! —exclamó y estampó el vaso contra los
troncos artificiales de la chimenea.

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CAPÍTULO 45

Era muy temprano: las siete de la mañana. Monica se alegró de dejar atrás el
cementerio. No le había gustado la mirada de Miguel al despertar, apoyado en la
ventana con vistas al descanso eterno, la expresión apagada, perdida entre lápidas,
ángeles grises y mausoleos rodeados de cipreses, como si fuese parte de aquel
paisaje.
Las panaderías, las fruterías, las pescaderías empezaban a prepararse para la
venta. En las calles del centro de Niza no había turistas, solo gente trabajando. Reían
y bromeaban entre ellos. Entraron en una calle peatonal: «Rue Masséna», leyó
Monica. Al pasar junto a una panadería, percibió el olor de los croissants recién
hechos. Sintió que no le desagradaba como de costumbre ese olor a rutina matinal, a
desayuno recién cocido, y miró a Miguel. Vio que él cerraba los ojos y aspiraba
también. Después, que sonreía levemente. Quizás, pensó, sí habría alguna esperanza
de volver a la normalidad.
Cruzaron una avenida en la place Masséna y, tras caminar por varias calles
estrechas, el Mercado de las Flores apareció ante ellos. Monica sintió, al ver los
puestos repletos de rosas, petunias, tulipanes amarillos como el Renault de Miguel,
que estaban allí de vacaciones en realidad y que a partir de ese momento todo sería
diversión.
—El Marché aux Fleurs —anunció Miguel, aún sonreía un poco—. Más allá está
la place Charles-Félix. Mi abuela tenía allí la tienda. Dani está cerca.
Pronto llegaron a una calle estrecha y sombría, con una pequeña iglesia. Miguel
se detuvo.
—Es aquí —dijo, mirando a la fachada amarilla de un hotel diminuto (tres pisos
estrechos) que había junto a la iglesia—. Monsieur Parvais es amigo de mi padre. Es
el dueño. De niños, su hijo y yo jugábamos en la buhardilla. Estaba llena de
percheros, baúles, islas del tesoro, transbordadores espaciales y regimientos de
caballería. «El club del agujero secreto», lo llamábamos. En realidad, Parvais hacía
como que no se enteraba de que entrábamos allí, supongo. —Monica vio la ventana
redonda de la buhardilla, sobre la vertiente del tejado. Después, los labios de Miguel
se estiraron un poco hasta formar casi una sonrisa—. Dani se entrometía en todo y
tuvimos que acabar admitiéndolo en el club. ¡Qué estorbo era!
Miguel miró a Gorlov en silencio. Después a Monica. La sonrisa mínima aún
estaba en sus labios.
—Es un lugar secreto —añadió Miguel.
Un hombre recio y pequeño, con un bigote grueso, salió de la casa.
—¡Monsieur Parvais! —le gritó Miguel.

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El hombre se volvió y lo miró arrugando la cara y, de pronto, levantó los brazos
exageradamente, como si le apuntasen con una pistola. Abrió mucho los ojos y una
sonrisa ovalada le elevó el bigote.
—Ah, Miguel! C’est toi? Mon Dieu, tu as tellement grandi!
Miguel y él se abrazaron y empezaron a hablar en francés. Parvais le daba fuertes
palmadas después de cada frase y lo zarandeaba casi con la misma frecuencia.
Hablaba a gritos.
Al final de la conversación Parvais señaló hacia arriba. Después se fue, mientras
le indicaba a Miguel, con movimientos exagerados de sus brazos, que entrase al
hotel.
—Dani está arriba —dijo Miguel cuando Parvais se alejó—. Le ha alquilado una
habitación. Me ha dicho que cree que está durmiendo. Subiré yo solo, ¿de acuerdo?
Gorlov y Monica asintieron.
—No tardes —dijo Monica. No le gustaba dejar solo a Miguel.
—Quince minutos. Quiero hablar con él.
Miguel desapareció en el hotel de Monsieur Parvais. Monica miró a Gorlov. Este
la observaba callado. Apenas había dicho nada desde que salieran de Bratislava. Miró
más allá de él, en la dirección por la que habían venido. Quizás, pensó, podría invitar
a Vladimir a un café en la place Charles-Félix, mientras esperaban a Miguel. Le
apetecía tomar algo, descansar un momento en una de las terrazas al sol.
Iba a proponerlo cuando Gorlov, sin cambiar el gesto, levantó su dedo leñoso y
señaló hacia el hotel. Monica se giró despacio. Miguel volvía. Miró a su reloj: había
tardado solo tres minutos en bajar. Se fijó entonces en su cara: retorcida, como si le
acabasen de arrancar el estómago. Se rascaba compulsivamente las palmas de las
manos, las tenía manchadas de… algo rojo. ¿Alguien le había herido? Buscó la
sangre en su cuerpo.
—¡Miguel! —exclamó ella.
—¡Lo han matado! —dijo Miguel, y vomitó.

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CAPÍTULO 46

Desde el pequeño jet que habían alquilado en Munich, Castillo observaba las últimas
estribaciones de los Alpes. El piloto acababa de comunicarles que aterrizarían en
Niza en menos de media hora.
—¿Ves algo? —preguntó Castillo. Había preguntado lo mismo cinco minutos
antes, y diez minutos antes, y quince, y muchas otras veces más. Lo sabía, pero tenía
que preguntar.
—¡No, no veo nada! —exclamó Vincent, con los ojos cerrados—. ¿Me quieres
dejar en paz? No puedo concentrarme.
Castillo, sentado junto a él, trató de imaginarse lo que vería Vincent ahora: las
calles de Niza, playas, hoteles, tiendas, mansiones. La cara de cada turista, de cada
pareja sentada en el banco de un maldito mirador de esos que le gustaban a Miguel.
Olvidó las visiones de Vincent y miró hacia atrás. Smith y Roth ajustaban sus pistolas
cerámicas. Barrett vigilaba la pantalla del monitorizador. Pero en esa pantalla no
habría nada, pensó Castillo, Miguel no iba a dejarle más pistas. Krushenko y su
codicia ignorante habían sido la última oportunidad. Cuando Miguel cogiese a Dani,
desaparecería para siempre. Si él no llegaba antes.
—Deja que descanse —dijo Barrett, sin dejar de mirar la pantalla—. Así no va a
encontrar nada.
Castillo observó de nuevo al telépata. Puede que Barrett estuviera en lo cierto.
Había drogado a Vincent, lo había extenuado, al máximo. Era su único inflexor útil.
Y seguía siendo fiel. Fiel a una causa. A una misión.
—Descansa, Vincent —dijo Castillo.
Vincent abrió los ojos y lo miró.
—Lo siento —añadió Castillo.
—¿Lo sientes?
—Todo esto. No es lo que te prometí. Lo del bosque en Alemania.
Vincent desvió la mirada hacia la ventanilla.
—Yo sabía que Miguel no te haría daño. Solo era un farol —dijo Castillo.
—Les descubrí tu plan. Les dije cómo arrancarte toda la información, dónde
estaba Daniel Le Fablec.
—Ya. Yo quizás también lo hubiera hecho. Quién sabe.
—Creí que me mataría…
—Esta vez lo haremos mejor. Necesito que los localices. El factor sorpresa…
—¿Aún crees que esto que hacemos está bien? —preguntó Vincent, volviéndose
de pronto hacia él—. No sé, cuando vi tan cerca el final (yo lo creí cerca), pensé…
Vincent se interrumpió de pronto. Volvió a mirar por la ventana.

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—Por esto no merece la pena morir —siguió Vincent—. No es un plan tan noble,
ni tan patriótico.
Castillo no creía poder encontrar en ese momento las palabras ni el tono de voz
adecuados para convencer a Vincent. Aunque… aún había algo que demostrar al
mundo entero, a los políticos ambiciosos como Wella Anderson. Eso, por sí solo,
tenía que ser bueno para la humanidad.
—Es nuestro deber cumplir esta misión —dijo al fin—. Una misión de paz para el
mundo.
—Miguel es un arma. Lo sabes.
Vincent y él se miraron en silencio.
—Descansa cinco minutos —dijo Castillo—. Después, sigue buscando.
Dependemos de ti para atraparlos por sorpresa. No quiero esa arma en manos del
enemigo.

***

Monica observó el paseo marítimo. Ancianos sentados en hileras de sillas azules


mirando al mar; terrazas que servían desayunos a los turistas de invierno; parecían
tragarse el sol pálido de diciembre a cucharadas.
En el tiempo que había transcurrido desde que Miguel encontrase el cadáver de
Dani, Niza se había abarrotado de caras sonrientes y ojos cerrados vueltos a la luz, a
la brisa.
Gorlov y ella habían llevado a Miguel a las terrazas junto a la playa para intentar
convencerlo de que se sentara al sol y tomase un té. Pero él se había negado.
Pasaron rápidamente entre las caras de placer, y Miguel empezó a subir las
cuestas y escaleras de una montaña que formaba un parque junto al paseo marítimo.
«Colline du Château», leyó Monica en un letrero. Gorlov se detuvo ante el primer
tramo de escalera; con la mano, le indicó a ella que siguiera a Miguel.
En los caminos estrechos de subida a la colina había bancos de piedra, jóvenes
leyendo, pequeños miradores hacia la playa en forma de media luna. Lugares donde
meditar como los que le gustaban a Miguel. Pero él no se detuvo en ninguno de
aquellos miradores. Siguió ascendiendo con ímpetu por los caminos del parque sin
prestar atención a las ramas de follaje que a veces le golpeaban la cara.
Cuando casi habían llegado a lo más alto, Miguel se detuvo y boqueó para coger
aire. Monica miró hacia abajo y vio que Gorlov subía despacio.
Pensó en decir algo, pero Miguel, en ese momento, reemprendió la subida. Ella lo
siguió con la respiración entrecortada. Quería preguntarle qué había encontrado en el
escondite de Parvais. Dani muerto, claro, no había mucho que preguntar. Intentó
recordar la cara de Daniel, lo había visto una sola vez, en Madrid, cuando le pidieron
el coche. Era tan sonriente. Aunque no conseguía recordarlo bien. Mientras Miguel

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vomitaba en la calle del hotel de Parvais, recordó, había visto a un joven asomado a
la ventana de la buhardilla. Por un momento, había creído que era Dani. Había estado
a punto de decírselo a Miguel. Pero no, debía de haber sido una confusión. Al
instante, el joven desapareció tras las cortinas.
Apenas podía seguir el ascenso de Miguel. Lo observó desde atrás. Sus manos
aún estaban rojas. Su sangre, la de su familia, derramada por el Efecto Midas. Habían
matado a Dani, eso era todo. Y Miguel lo había encontrado en su escondite, adonde él
mismo lo había enviado. Un tiro en la cabeza. Debían de haberlo encontrado los
hombres de Krushenko, o la CIA, quizás Dani había forcejeado para escapar y…
De pronto, la subida terminó y una pequeña meseta llena de árboles se abrió ante
ellos. Monica tosió y miró hacia atrás. Vladimir aún tardaría en completar la subida.
Miguel, sin detenerse, bordeó una terraza llena de turistas, después, un abeto que
parecía milenario, varios árboles más, y fue directo hacia el otro lado de la montaña.
Monica lo siguió, varios pasos detrás de él.
Llegó a un mirador. Allí, al otro lado, vio un precipicio se asomaba al pequeño
puerto; abajo, barcos de vela, un faro diminuto al final del espigón. Todo muy abajo,
al fondo del abismo. No se podía ir más allá.
Dani. Un tiro en la cabeza.
Monica se apoyó en la baranda de piedra y volvió a toser. Ahora, pensó, nada
podría parar la ira de Miguel. El monstruo.
Aun con la respiración forzada, notó que olía a mar. Era la ciudad de los veranos
de la infancia de Miguel. Quizás aquella brisa aplacase al monstruo, se dijo Monica.
O no. La ira de un midas no se aplacaba tan fácilmente. Brisa, sol, las vistas desde el
mirador, un lugar tranquilo. Meditar. Miguel estaba demasiado tranquilo.
«¿Tranquilo?», pensó de pronto Monica, y sintió que volvía a faltarle la
respiración. En ese instante, recuperó la imagen de la pequeña meseta llena de árboles
que acababan de atravesar. Se mordió el labio. Allí no había solo árboles.
Monica se giró despacio. El parque estaba lleno de turistas, paseantes, mujeres
con carritos, bebés, niños corriendo por todas partes. Si Miguel soltaba a sus
demonios allí… Aquello no era un bosque solitario en medio del invierno alemán.
Rayos, tormentas. Debajo del abeto enorme había un malabarista. Ensayaba con unas
mazas que se le caían constantemente. Muchos niños correteaban cerca de él;
parecían desconcentrarlo. «Ojalá —pensó Monica—, yo también pudiera
desconcentrar a Miguel». Tenía que hacerlo, llevárselo de allí antes de que
empezasen los fuegos artificiales.
Miguel ahora contemplaba el abismo bajo el mirador, de pie, apoyado en la
baranda. Monica se sentó junto a él. Vio sus manos apretadas, rascándose las palmas
con fuerza, la respiración, por momentos violenta. Podría estallar en cualquier
momento.
—Miguel…
—Parece el Albaicín —dijo él, de repente—, Granada, ¿verdad?

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Monica se tensó. Miguel, sin apartar la vista del paisaje, se echó hacia atrás el
pelo largo que le caía en la cara. Deliraba, se había vuelto loco. ¿Granada? ¿Qué
estaba diciendo?
Monica miró hacia abajo. En el fondo del abismo estaba el puerto, y al otro lado,
edificios señoriales (dinteles blancos y paredes de color pastel), y más lejos, casas
encaramadas en una cuesta abrupta. Mucha vegetación y casas aferradas a una cuesta
casi vertical. Sí, se parecía al Albaicín, la vista desde la Alhambra. O desde los
jardines del Generalife, donde ella había hablado con Miguel por primera vez
disfrazada de turista con una estúpida cámara Réflex en la mano.
—Siempre me ha gustado este mirador, me recuerda Granada —añadió Miguel.
Después se giró y, sin decir nada más, se fue al encuentro de Gorlov, que ya había
aparecido en la cima y miraba a izquierda y derecha, con una mano en el costado y
boqueando como un pez sobre la arena. Miguel se comportaba de un modo tan
extraño. Monica miró de reojo a los carritos con los bebés.
Gorlov empezó a hablar con él. Quizás ahora se irían, se intentó convencer
Monica. Vladimir había insistido en salir cuanto antes de Niza. Miguel se había
negado. Si se negaba… Vladimir aún tenía las pistolas cerámicas. Dardos. Sintió un
escalofrío. Claro, eso era, podrían drogar a Miguel si se resistía. Y sacarlo de allí. Sí,
esa era una buena idea. Los observó hablar desde el banco de piedra del mirador.
Puede que estuviesen preparando la huida. Quizás Vladimir pudiera convencerlo sin
necesidad de los dardos. Al malabarista de debajo del abeto se le cayeron de nuevo
las mazas y los niños se rieron de él. Entonces, Miguel le dio la mano a Gorlov.

***

Castillo pensaba en las últimas palabras de Vincent. El jet estaba llegando a Niza, no
tardarían en aterrizar. Vincent renegaba de su misión, de la paz mundial. Vincent
tenía miedo, se dijo, eso era todo.
El sol que entraba por las ventanillas le recordó el sol que lo había acompañado
por los pasillos amplios de la central de la CIA. Rememoró los nervios burbujeando
cerca del estómago antes de entrar en la sala de madera oscura donde explicaría a los
grandes jefes la operación. Su misión, se repitió. Entonces lo tenía todo bajo control.
Se aflojó el nudo de la corbata. Ahora, en cambio…
—¡Los tengo! —exclamó Vincent.
—¿Los ves? —dijo Castillo.
Vincent permanecía con los ojos cerrados.
—Están en un parque; una especie de montaña entre la playa y el puerto. Están…,
sí, los tres.
—¿Qué hacen? —se oyó la voz de Barrett desde los asientos de atrás.
Vincent guardó silencio.

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—¿Qué hacen? —urgió Castillo.
—No sé. Miguel le da la mano a Vladimir.
—¡Se separan! —dijo Castillo—. Mejor, solo necesitamos a Miguel.
—Miguel va hacia Monica —siguió relatando Vincent—. Gorlov se ha quedado
atrás… Miguel llega hasta Monica. Le dice que él se tiene que ir. Ella le dice que no,
que no se pueden separar. Ahora mira hacia el cielo y…
Vincent estaba pálido. Unas gotas de sudor acababan de aparecer en su frente. Sus
ojos se movían como dos canicas nerviosas dentro de los párpados cerrados.
—¡Y ¿qué?! —gritó Castillo.
—Me ha descubierto —dijo Vincent—. Ya no hay sorpresa.
—¿Cómo que te ha descubierto? Eso es imposible —dijo Castillo.
—Quizás él sí pueda —argumentó Barrett—. Aquí se ve la onda de una inflexión
en Niza. Ha encontrado la forma de…
Vincent abrió los ojos. El sudor corría ya en pequeños regueros por su frente.
—¡No abras los ojos! —gritó Castillo—. ¿Qué haces? ¡Sigue mirando!
—Me ha dicho adiós.
—¿Adiós?

***

Monica sentía la inflexión de Miguel. Él estaba haciendo algo, y ella lo amplificaba,


como siempre. Parecía una comunicación telepática…
—¿Con quién hablas? —preguntó.
—¿Ves ese A-320? —dijo Miguel.
Un avión de Airfrance descendía, enorme, a la derecha del mirador. Monica lo
miró de reojo. Miguel acababa de contarle que Niza le recordaba a Granada. El
avión… ¿qué le iba a recordar ahora el avión?, ¿que había que seguir huyendo?
—¿Qué le pasa al maldito avión? No nos podemos separar. Huiré contigo. Me
necesitas, yo amplifico tus inflexiones, ¿no lo sientes…?
—Está en el tramo de aproximación final al aeropuerto de Niza, el A-320.
—¿Y?
—En el siguiente vuelo vienen Castillo y los suyos. Acabo de hablar con Vincent.
Pronto estarán aquí.
«¡Vincent!», pensó Monica. Los habían encontrado. Fuegos artificiales. Rayos.
Los bebés del parque…
—Nos enfrentaremos a ellos —dijo Monica.
Miguel la miró muy serio, la barbilla hundida en el pecho.
—Sabes que eso no es posible. Los mataría. Podría arrasar toda la ciudad si veo la
cara de Walter…
—En otro lugar. Yo te ayudaré.

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—… Después, ondas residuales —Miguel parecía no atender. Miró de nuevo
hacia el precipicio—. Un desastre natural, quién sabe qué catástrofe.
—Pero la última vez lo controlaste.
—Una casualidad. No, ya han muerto demasiados. Yo no estoy hecho para esto.
—Pero…
—Dani ha muerto. Es absurdo seguir.
Monica bajó la mirada. Contempló la altura del precipicio. No, no podía replicar
nada a Miguel. Su hermano, un tiro en la cabeza era suficiente razón. Se mordió el
labio y empezó a mover la pierna derecha de forma convulsa. No podía hacer nada si
Miguel quería separarse de ella. Quinientos pies, calculó que podía ser la altura de
aquel abismo al que se asomaba el mirador.
En ese momento, Miguel subió al pequeño muro donde se encastraba la baranda.
Monica alzó la vista lentamente, aturdida. Entonces, empezó a comprender. Estiró los
dedos de sus manos como si con ellos pudiese llegar a sujetarlo.
—No… —consiguió articular.
Miguel sacó algo pequeño de un bolsillo y se lo tiró desde allí arriba. Ella lo
cogió al vuelo. Una bala. Después, con la boca a medio abrir, volvió a mirar a
Miguel.
—Quédatela de recuerdo —dijo él—. Me la dio Vladimir antes de entrar en la
cámara de Bratislava para quitarme esto —señaló su cabeza con el índice—. El
chisme no funcionó, ya sabes.
Monica se incorporó de un salto. ¡Podía detenerlo!, se dijo.
—Adiós, Monica. Te quiero —añadió Miguel, y se lanzó hacia los quinientos pies
de caída del precipicio.
Monica apretó la bala como si lo agarrara a él mismo y se abalanzó hacia la
barandilla. Miguel descendía con rapidez. Monica sacó medio cuerpo fuera del
mirador.
Pero apenas se asomaba al precipicio, cuando vio el golpe sordo, lejano, del
choque de Miguel contra el mundo.
Sintió un zumbido que le oprimió el centro del cerebro como si acabase de
atravesar con la cabeza una nube de alfileres. Respiró con una arcada sin apartar la
vista del fondo del abismo. El cuerpo de Miguel estaba allí abajo, plegado en una
postura imposible.
Miguel muerto.

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CAPÍTULO 47

Castillo llegó exhausto, ahogado debido la subida por las cuestas y escaleras de aquel
estúpido parque encaramado a una montaña. Se había quitado la corbata de un tirón y
la llevaba hecha un ovillo en el puño. Smith iba junto a él, los otros habían quedado
atrás. De repente, vio a Gorlov. Deseó estrangularlo allí mismo.
El ruso esperaba bajo un abeto, alejado del mirador, del corro de curiosos y del
precinto de la policía. Junto a él, un malabarista guardaba sus mazas en una bolsa sin
dejar de mirar hacia el precinto. Monica no estaba. Miguel, claro, tampoco.
Cuando llegó Castillo, Gorlov hizo un gesto mínimo con la mano, como un
saludo. Después le indicó con el dedo enjuto extendido el lugar hacia el que miraba el
malabarista. No explicó nada, el viejo debía suponer que ellos (Vincent y su
percepción extrasensorial) lo habían visto todo. Castillo corrió hacia el precinto, pero
un gendarme le impidió pasar.
Retrocedió hasta donde estaba Gorlov. Mientras lo hacía, cogió su móvil y marcó.
—Necesito acceso al escenario de un suicidio en Niza —dijo al aparato—. Sí, ha
ocurrido ahora mismo. Un varón con pasaporte español. En el parque… —Miró
alrededor, buscando el nombre del maldito parque.
—Colline du Château —dijo Gorlov.
—Colline du Château —repitió Castillo.
Después de colgar, volvió a acercarse al gendarme y le enseñó su acreditación
falsa de la Interpol. El agente habló en francés por la radio. Esperó respuesta, asintió
y dejó pasar a Castillo.
Este miró hacia abajo desde el mirador y vio el cuerpo de Miguel en el fondo del
precipicio. Unos hombres uniformados lo cubrían en ese momento con una tela
brillante, de aspecto metálico.
Castillo cerró los ojos y vio las expresiones, afiladas como aristas de acero, de los
oficiales del consejo de guerra. El aire salió de sus pulmones despacio y él pensó que
no era solo aire lo que escapaba de su cuerpo.
Intentaba borrar al consejo de guerra de su cabeza cuando el gendarme se dirigió
a él en un inglés cargado de erres guturales:
—Llaman de París. La Direction Genérale. Dicen que puede usted ver a su
falsificador. Tendrá que bajar por el otro extremo del parque y dar la vuelta a la
colina.
—Merci —dijo Castillo, y llamó a Smith con la mano.
Los dos se encaminaron inmediatamente por donde les indicaba el gendarme.
Cinco minutos después, estaban junto al cuerpo.
Castillo lo miró con la respiración entrecortada por el paso rápido. La manta
metálica tenía un brillo dorado, como si los sanitarios supiesen que asistían al óbito

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de un rey. El rey Midas, pensó Castillo, y sintió que todos se burlaban de él.
Levantó la manta despacio.
Tosió.
Aquel cuerpo doblado, sangriento, había contenido al último dios vivo del
planeta. Su misión, sus esperanzas, su futuro estaban allí: arruinados como aquel
cuerpo que parecía de trapo.
Muerto.
Dijo a los gendarmes que no era el hombre al que buscaba y él y Smith se fueron
de allí.
Había fracasado, se dijo Castillo mientras subían de vuelta al parque, al encuentro
de Gorlov y los otros. Perdido, el midas, Miguel. Smith llevaba en la mano el sensor
cuántico. Mientras caminaban, le enseñó la pantalla a Castillo. Había una señal difusa
y constante. Parecía que toda la Costa Azul fuese ahora un nido de inflexores
cuánticos de baja intensidad. Castillo no podía entender aquella señal, ni se sentía con
ánimos para investigar nada que tuviese que ver con inflexores. Acababa de perder al
único que necesitaba.
Cuando alcanzaron al resto, Barrett le informó de que en los centros de vigilancia
de la NASA también recogían una onda global difusa como la que se veía en el
sensor. Castillo le mostró las curvas isoinflexoras a Gorlov.
—No lo sé, Walter —dijo el ruso, mientras se alejaban del mirador—. Supongo
que es un efecto residual de la desaparición de un midas. Nunca antes había ocurrido
algo así en el Proyecto. Lo estudiaremos cuando volvamos.
Mientras se alejaban del parque, Castillo se giró para contemplar de nuevo el
lugar desde el que había saltado Miguel. Más allá se veía el barrio del puerto, con sus
casas subiendo por la colina de enfrente. La vista desde allí le recordaba algo. Algún
barrio de Granada, quizás, cuando vigilaba al supuesto midas, antes de captarlo.
Mucho antes de perderlo para siempre.

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CAPÍTULO 48

La muerte de Miguel la había dejado en un estado como de limbo semiinconsciente,


narcótico. Monica miró por la ventana del tren que la conducía de Madrid a Granada.
Un ejército de olivos corriendo hacia atrás, parecía huir. Ella también huía.
Junto con el limbo, o quizás parte de él, el zumbido persistente de una inflexión
ínfima, casi involuntaria, hacía que el centro de su cerebro no dejase de molestarla
con el dolor dulce de los inflexores. Debía de ser su deseo de ver a Miguel vivo. Un
deseo imposible que la acompañaba desde Niza.
«Niza, —se repitió—. Miguel muerto».
Vladimir debía sospechar que Miguel pensaba suicidarse. Había hablado con él
antes de su muerte. Monica apretó los puños. Puede que Vladimir incluso le hubiese
aconsejado hacerlo. «Tu única salida», imaginó que le habría dicho. Cerró los ojos, el
paisaje de millones de olivos la saturaba. Tenía que haber otra salida para acabar con
el Efecto Midas.
Tenía que haberla.
Pero qué importaba ya. Vladimir había dejado morir a Miguel y después se había
rendido. Volver al Proyecto, estaba demasiado viejo, cosas así había dicho. Ella no
pensaba volver. El limbo ahogaba sus sentidos, apenas le dejaba pensar ahora.
Recordaba vagamente que había corrido lejos del parque, del precipicio, de Gorlov,
del mirador. Hasta que los pulmones se le colapsaron y tuvo que tirarse en la arena de
la playa de Niza para toser y jadear. Después volvió a correr. Desapareció. Días
perdida por el sur de Francia. España. Madrid. Correr. Diluirse entre los turistas, los
jóvenes con mochila. Sin rumbo. Los sentidos embotados por aquel limbo obstinado.
Miguel muerto. La culpa era de Vladimir, que no lo había impedido. Monica se
restregó los ojos. Se restregó toda la cara. Tenía que despedirse de Miguel. Granada
sería un buen sitio.

***

Llegó a Granada casi de noche. Se registró en el mismo hotel del centro en el que se
había hospedado cuando conoció a Miguel, en abril, hacía solo ocho meses. No
soportaba quedarse en aquella habitación, sin sueño, sin nada que hacer, y decidió
salir para intentar despejarse. El limbo seguía con ella.
Cuando salió a la calle hacía frío, había oscurecido por completo. Caminó hasta
perderse por unas callejuelas llenas de tiendas, con aspecto de zoco árabe.
«Alcaicería», leyó en un cartel. Vagamente creyó recordar que Miguel la había
llevado allí después de hacerse la foto en el mirador. Se detuvo y cerró los ojos. No,
no podía recordar bien a Miguel. No entendía por qué. El limbo.

Página 326
Siguió caminando. En aquellas calles llenas de pequeñas tiendas los adornos de
Navidad se mezclaban con la decoración árabe de las fachadas. Luces de colores,
relieves geométricos en arcos de herradura, ángeles brillantes, estucos. Monica
observó la mezcla de simbología y vino a su cabeza de pronto la lucha de adornos
navideños en su casa de Houston: Jesús, San José y la Virgen en el Presepe
napolitano de mamá se disputaban el protagonismo con Santa Claus, sus renos y las
millas de luces con las que su padre envolvía la casa entera. La nieve falsa de
Houston, el ángel anunciador, mamá haciéndole las coletas de niña, el padre O’Brien
bendiciéndolos, Patrizia provocándolos a todos con sus «cuervos de la sotana». Tocó
su crucifijo de oro. ¡Dios por todas partes!
«Miguel Le Fablec, el dios verdadero», recordó que le había dicho a Miguel.
Se dio un pellizco en el brazo para salir de aquel ensueño. No deseaba pensar en
religión, ni en la suya ni en ninguna otra. Verdadera o falsa. Después se quitó el
crucifijo y lo guardó en un bolsillo. No era el momento de hablar con Dios.
Siguió paseando, pero no consiguió despejarse, así que pronto volvió al hotel.
Esa noche, como la anterior, apenas durmió.
El día siguiente empezó para Monica mucho antes de que el sol lograra salir.
Despertó sobresaltada con el zumbido de sus recuerdos y ya no pudo volver a
dormirse. Se había acostado aturdida y se levantaba aturdida. Le hubiese gustado
ponerse a cocinar un desayuno: huevos, beicon, tostadas…, aunque no hubiese nadie
a quién servírselo. A Miguel le hubiera encantado. Pero no podía cocinar allí.
Salió del hotel y buscó algún sitio donde comer algo. Eran las seis de la mañana,
pero encontró un bar abierto donde algunos hombres con monos azules tomaban café;
varios, una copa redonda con licor.
—Coñac —le dijo el camarero, cuando ella señaló las copas—, para el frío.
Monica pidió un café y un coñac. Se le ocurrió que aquel licor quizás pudiera
amortiguar el zumbido en su cabeza. Tomó un sorbo. Un trago mínimo, pero el licor
entró por su estómago como si una gota de ácido le perforase las vísceras. Sintió una
arcada que dobló su cuerpo. Se le nubló la vista y pensó que el ácido, además de
taladrar su estómago, subía hacia su cerebro haciendo un agujero hasta el centro
mismo de su cabeza. Sintió que por aquel agujero se le escapaban los sentimientos, se
intensificaban sus sentidos. Contuvo el vómito, se agarró a la mesa. Vio de pronto la
imagen vívida del sofá granate en su piso de San Francisco, áspero, acompañando
siempre el sexo entre ellos, y la mirada perdida, muerta, de Miguel justo antes de
saltar al vacío en Niza.
Visiones iluminadas por el coñac, decidió. Apartó la copa y bebió un sorbo de
café que no la reconfortó nada. Los hombres con monos azules la miraban de reojo y
sonreían. Debía de parecer una turista estúpida imitando a los lugareños. Les dio la
espalda y desplegó el mapa de Granada que llevaba en el bolsillo de atrás del
vaquero.

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Con el mapa frente a ella, terminó de concretar sus planes: realizaría el mismo
recorrido que había hecho mientras vigilaba a Miguel; la universidad, la cantina de la
escuela de ingenieros donde le ayudó a deshacerse de Ana; después, subiría a la
Alhambra, los jardines del Generalife e intentaría localizar el lugar donde hablaron
por primera vez; más tarde iría al mirador de San Nicolás, en el Albaicín, y
contemplaría la vista que ambos compartieron el día en que ella lo empezó a atraer
hacia el Proyecto.
«El Proyecto —pensó—, yo lo capté. Yo lo metí allí». Miró de reojo al coñac.
Cogió la copa y bebió un trago corto. Esta vez le quemó menos. Una náusea menor.
Vladimir tenía la culpa. Y Walter. Sin pensarlo, terminó la copa con otro trago más.
El limbo no se iba, pero la náusea del coñac hacía que se sintiese mejor. Algo
mareada, con la vista turbia, con una nueva arcada contenida, pero mucho mejor.
Después, sacó una foto de su mochila. En ella, se veía la Alhambra, los jardines del
Generalife, Sierra Nevada y a Miguel y a ella juntos. Siempre la llevaba. Con el
último trago de café y el asco que le produjo consiguió levantarse y salir del bar.
No encontró paz alguna en su recorrido. Solo vio fuentes, turistas, naranjos, curas.
Cuando, después de invertir toda la mañana y parte de la tarde caminando, comprobó
que su ánimo no se había inmutado, y que el limbo seguía ahí, a punto estuvo de
volver de inmediato a Texas, a la Navidad mitad napolitana mitad estadounidense de
sus padres. Pero se había propuesto dar el último adiós a Miguel desde el mirador del
Albaicín. Lo haría rápido.
Y no tardó en llegar. La vista desde allí le pareció distinta a la que había
contemplado con Miguel. Sierra Nevada, blanca, como en la foto; pero la Alhambra
tenía una luz fría, escasa. La tarde de diciembre era corta. No había nadie en el
mirador.
Vio el banco de piedra donde Miguel y ella se hicieran la foto. Se acercó hasta él
y se sentó con las piernas muy juntas. Hacía frío. Contempló el paisaje durante unos
minutos; no muchos, se cansó enseguida. Buscó unas palabras para dedicar a Miguel,
para despedirse, pero no encontró ninguna. ¿Dónde estaba su sentido práctico ahora?
¡Maldito mirador para turistas! Estaba claro que no iba a ganar nada con aquel gesto
sobreactuado. Apenas podía decidir cuál sería su siguiente paso, cómo sería ahora su
vida. Puede que a Miguel esas poses, las despedidas en ciudades milenarias, los
adioses sellados con piedra antigua, le impresionasen, pero a ella no le ayudaban. Y
él ya no estaba allí.
Sacó la fotografía de nuevo, la miró y leyó el acrónimo en la camiseta que ella
vestía en la foto: SJSU. San José State University. Una tapadera del Proyecto, como
la NASA. Todo tapaderas, todo confidencial. Sintió que su respiración se aceleraba.
Ella lo había empujado al mundo secreto donde había muerto. Ella lo había llevado a
San José, al Proyecto.
Deseó tener allí otra copa de coñac. Su vista se concentró en el Miguel de la foto,
quería recordarlo vivo, pero no pudo sostener su mirada. La culpa era de los otros,

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¿no? El limbo la embotaba, le impedía pensar, reparar en su propia culpabilidad. Pero
ahora lo veía más y más claro. Culpa. ¡Ella era la culpable de la muerte de Miguel!
Sí, ella. Se maldijo, maldijo al Proyecto y a los inflexores cuánticos y sus poderes de
cómic que solo servían para que científicos obsoletos como Vladimir hiciesen
experimentos para los poderosos. El limbo se iba. Sintió, al pensar en los inflexores y
recordar que ella también lo era, una náusea que arqueó su cuerpo. Coñac, pensó. No,
no quería ser de ellos, de los inflexores. Nunca más. Se aborrecía. Y deseó por
primera vez que desapareciese su capacidad. Se mordió con fuerza el labio inferior.
Deseó que desapareciese todo rastro de inflexión en ella. Su pierna derecha empezó a
moverse. El gen, o lo que quiera que causase su capacidad, no lo quería. Ni lo quería
vivo en nadie. Apretó los puños, los tenía helados. Odiaba el maldito logotipo azul y
rojo de la NASA, el Centro SSR, el Proyecto, sus sótanos, sus hojas amarillas de
experimentos, las cajas oscuras, las clínicas sombrías del nivel -2, las carpetas negras
de resultados. Odiaba a los inflexores y sus monos negros. Aún sentía el limbo, muy
disminuido ahora. Un viento frío le movió el pelo como si un ángel oscuro la hubiese
rozado. Le erizó la pierna que se movía, la espalda, la nuca, como cuando recordaba a
Patrizia y a mamá escupiéndose su odio, entre ondear de sotanas y batir de alas de
cuervo. ¡Los odiaba a todos! Y deseó que las inflexiones cuánticas desapareciesen.
Sí, eso era. No las podía soportar. Angustia y odio. Culpa. Y lo deseó con toda la
fuerza que aquel limbo obstinado, inútil, le permitía sentir. Cerró los ojos y se
concentró en su deseo firme, como si fuese un midas y pudiera convertir sus deseos
en realidad.
«¡Que desaparezcan los inflexores!», pronunció mentalmente, con los párpados
muy apretados.
Entonces, empezó a notar la sensación de burbujeo en su cerebro.
Apenas se daba cuenta del hecho de que estaba generando una inflexión cuántica
que respondía a su deseo, cuando este se disparó. «¡Que desaparezcan los
inflexores!», oyó dentro de su cabeza, como si el planeta entero lo desease con ella.
De pronto, sintió un pinchazo agudo en el centro del cerebro, minúsculo pero
insoportable. Demasiado concentrado. Demasiado grande. Inmenso, imposible,
imparable. Y la mayor inflexión cuántica que jamás hubiera experimentado.
Electricidad, un zumbido por todo el cuerpo, creciente; perdía la vista, los sentidos
y…
Su cabeza dejó de hervir.
«¿Qué…?».
Monica tuvo la impresión de que le apagaban la luz, le tapaban los oídos y le
ataban los brazos, entre otras muchas sensaciones que la acotaron. Como si fuese otra
persona. Más pequeña, mucho más. Sintió un vértigo que casi le hizo perder la
consciencia. Sus capacidades de inflexor ya no estaban.
Detuvo la pierna. Relajó los puños. Dejó de morderse el labio.

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Abrió los ojos y comprendió entonces. El pulso incalculable, una sensación de
vacío en la garganta. Hacía demasiado frío en aquel mirador. Era casi de noche en
Granada.
Ella era el inflexor midas.

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CAPÍTULO 49

Gorlov aguardaba sentado, sin hacer nada. En diciembre el sol de California


iluminaba tan decididamente su despacho como el resto del año, pensó. Era un buen
sitio para esperar.
Eso era lo único que había hecho desde que llegara de Francia. Hacía ver que
ponía cosas en orden, retomaba sus investigaciones, pero, en realidad, solo esperaba.
Pasó una vez más la mano sobre el papel suave y cuadriculado de su cuaderno
abierto. Las ecuaciones de la Paradoja Midas. Dedos arrugados sobre fórmulas
azules. No pensaba escribir más fórmulas.
En ese momento sonó el teléfono. Era la línea interior, la que unía su despacho
con los niveles subterráneos. Si alguien se atrevía a usar esa línea confidencial era
que estaba ocurriendo una catástrofe. Gorlov miró al reloj de su mesa y comprobó la
hora: eran las ocho de la mañana. «Las cinco de la tarde en Europa», calculó.
Sonrió levemente y sintió un dolor mínimo en los pómulos, como de piel
acartonada que se estirase. Hacía tanto tiempo que no sonreía. Todo había concluido,
por fin. Borró la sonrisa de su rostro antes de descolgar el teléfono.
—Gorlov al habla.
—Soy Walter. Por favor, Vladimir, baja al nivel -4. Tenemos un problema. Es
muy urgente.
—Voy.
Gorlov colgó y se levantó sin perder un segundo. A punto estuvo de volver a
sonreír.
Cuando pasó los controles de seguridad del nivel –4 y entró en la sala de
monitorización global, comprobó que el problema era más grande de lo que había
previsto. Todos los operadores observaban sus pantallas, pero nadie hacía nada, como
si hubiesen olvidado para qué estaban allí.
Al acercarse a las posiciones de monitorización todos lo miraron. Castillo y
Barrett salieron en ese momento de detrás de una de las filas de consolas.
—Se han perdido todas las señales de los medidores globales —informó Castillo.
Tenía la corbata descolocada y había dejado la chaqueta de su traje tirada en una silla.
Su elegancia se había desvanecido, su voz no vendía nada ya.
—Eso no puede ser. ¿Me permite? —dijo Gorlov a uno de los operadores, y este
le cedió el sitio.
Gorlov escribió algo en el teclado del puesto y miró después a la pantalla. Allí
había un mapa del sur de Europa. Pero no había ninguna señal. Nada. Aquello era
mucho más de lo que él había esperado. No imaginaba que Monica fuese a destruir
toda la capacidad de inflexión del planeta. Solo tenía que destruir su propia

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capacidad. Mejor así, pensó, de ese modo no correrían el riesgo de que cualquier día
apareciese un nuevo midas para los planes de Castillo.
—Debe de haber un fallo en las comunicaciones —dijo Gorlov; pero no esperó
que nadie le creyese.
—Lo hemos comprobado —informó el operador que le había cedido el sitio.
Hablaba muy bajo, como con timidez por contradecir al jefe—. Los sensores de
muestreo automático han sido interrogados y han enviado las señales testigo. Todas
las transmisiones están bien, pero no envían señal. Parece que los inflexores
cuánticos han decidido no realizar más inflexiones… hoy. —Aquello sonaba a
insensatez, el operador lo pronunció con una voz casi inaudible—. O que ya no hay
inflexores ahí fuera —añadió en un tono todavía más bajo.
—Ni aquí dentro —dijo Castillo, y señaló hacia el puesto de monitorización de
las cajas del nivel –2.
Gorlov se acercó al puesto que le indicaba Castillo. No había señal alguna en
aquellas pantallas. Era innecesario preguntar si no se estaban realizando
experimentos, todas las cajas no podían estar desocupadas e improductivas a la vez.
—¿Habéis hablado con el supervisor del nivel –2? —preguntó.
—Acabo de hacerlo —respondió Barrett, sombrío, como buscando la solemnidad
adecuada en su gesto. Por fin había conseguido no parecer un ratón asustado—. Sus
sensores directos no muestran actividad cuántica. Han sacado a todos los inflexores
de las cajas. Dicen que son incapaces de producir inflexiones. No sienten nada, no
pueden generar nada. Vincent ha llamado desde NASA Hampton: allí tampoco.
Incluso él se ve incapaz de generar la más mínima inflexión. Me lo ha asegurado.
—¿Alguna onda residual? —preguntó Gorlov, mirando a Barrett.
—Nada.
Gorlov se quitó las gafas que le habían acompañado desde Leningrado. Pocos le
habían visto sin ellas, pensó. Recorrió a todos con la mirada. Y finalmente se detuvo
en Castillo y dijo, con tono grave:
—Creo que el midas que murió en Niza deseó que desapareciesen las inflexiones
cuánticas. Y lo ha conseguido. —Se quedó en silencio unos segundos. Nadie se
movió—. La señal difusa que se ha registrado estos días expandiéndose por todo el
sur de Europa debía de ser la inflexión última creada por él, y que hoy se ha hecho
efectiva en todo el planeta destruyendo las capacidades de inflexión cuántica. Miguel
Le Fablec nos ha vencido, aun muerto.
Nadie parecía atreverse a decir nada, a moverse, ni un solo ojo en la sala parecía
poder parpadear. Salvo el nuevo de la CIA, John Smith, que había estado sentado
todo el tiempo sin inmutarse, y en ese momento se levantó, despacio.
—Los inflexores… —dijo Castillo, la voz quebrada, impropia de él.
—Ya no hay inflexores cuánticos —dijo Gorlov.
Smith hizo dos movimientos rápidos de su mano para llamar a otro agente, uno de
los hombres fieles de Walter: Roth. Los dos se acercaron a Castillo, situándose uno a

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cada lado.
—Agente Castillo —dijo Smith con una voz demasiado suave para su
envergadura—. Aquí ya hemos terminado. Debemos irnos.
Castillo ni le miró, se mantuvo observando a Gorlov, inmóvil, como si no hubiese
entendido una sola palabra de lo que le acababa de decir.
—No hay inflexores, Miguel los ha destruido —insistió Gorlov, mirando
fijamente a Castillo.
—Vamos, Walter —dijo Roth, y sacó unas esposas del bolsillo interior de su
chaqueta—. No lo hagamos más difícil.
Castillo miró a Roth, se tocó el nudo de la corbata, pero no llegó a apretárselo,
como si no tuviese fuerzas. En silencio, sin decir una palabra, ni despedirse ni
detenerse siquiera a coger su chaqueta tirada en la silla, salió de la sala custodiado
por los agentes de la CIA.
—El Proyecto ha terminado —dijo Gorlov.
Monica lo había hecho muy bien, pensó mientras todos se levantaban negando
con la cabeza. Sabía que su rostro sin gafas permanecía inexpresivo, como siempre.
Por dentro, sonrió. Su alumna más inteligente. Pelo demasiado voluminoso y calzado
demasiado informal para llevar bata blanca. Monica lo había hecho muy bien.

***

Ella era el inflexor midas, se repitió Monica, mirándose las manos, tocándose los
pantalones vaqueros, observando sus zapatillas de deporte blancas y azules como si
no reconociese nada de su cuerpo, de su indumentaria.
Lo que estaba experimentando solo lo podía provocar un midas. Y el midas era
ella. Y Miguel… Miguel solo había sido un catalizador que había potenciado sus
deseos.
«Cuando el midas y el catalizador actúan juntos es imposible distinguir cuál es
cuál», recordó que le había explicado Gorlov durante su viaje a Bratislava. Se refería
a una incongruencia en los resultados. Ella había pensado que le contaba aquellas
teorías científicas solo por su insistencia en saber lo que habían hablado él y Eugene
en el bosque alemán. O para que no se durmiese al volante. Parecían carecer de
importancia entonces. «El deseo es de los dos —había dicho Vladimir—, la inflexión
es de los dos; los parámetros, las ecuaciones fundamentales, ya no sirven, dejan de
cumplirse. No hay forma de explicar el fenómeno o asignar la inflexión a uno u otro.
Salvo que sabemos que es uno solo el que convierte su deseo en realidad y el otro
simplemente lo potencia».
Tocó la piedra fría del banco. Una realidad áspera, ajena. Ella era el midas, no
Miguel. Entonces repasó los momentos en los que él había generado inflexiones
midas o próximas al Efecto Midas. Era fácil, no había ocurrido demasiadas veces: la

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escena con su antigua novia en la universidad de Granada, el atraco fingido en San
José, el lingote de plomo en la sala antinflexores, las pruebas en el SSR, el ejército
virtual, los pasaportes falsos en Egipto, la lucha en el bosque de Alemania, el
enfrentamiento con Krushenko… ¡Ella siempre había estado con él! Siempre había
deseado lo mismo. ¿Y las inflexiones de Miguel antes de conocerse? No, no eran más
que efectos menores, cosas que podía hacer cualquier catalizador. Una vez, le había
contado Miguel, había conseguido que explosionasen unos petardos; nada importante.
También había movido papeles, telepatía, nimiedades así.
Todos se habían equivocado. El viento frío volvió a mover su pelo y Monica se
estremeció. Vio una hoja seca arrinconada en la base de la baranda de piedra del
mirador. Tenía que comprobarlo, que sus capacidades de inflexor habían
desaparecido, asegurarse, se dijo.
Entonces, intentó mover la hoja con la mente. Eso era algo que podría realizar
casi sin esfuerzo de tener intactas sus capacidades. De hecho, era casi trampa:
cualquier soplo de viento podía mover la hoja en ese momento.
Pero ni el viento apareció, ni la hoja se movió. Ni Monica sintió el más mínimo
hormigueo en su cerebro. Nada. A Monica ya no le cabía ninguna duda de que
acababa de ejercer su último deseo como inflexor midas. Y este se había cumplido:
las capacidades de inflexión cuántica, todas, habían desaparecido del mundo.
Entonces se dio cuenta de algo más: el limbo había desaparecido también.
«Miguel está muerto», recordó de pronto. Y un frío mucho mayor que el que
hacía allí agarrotó su cuerpo.
En ese momento, en sucesión pausada, imparable, sus sentimientos empezaron a
hacerse evidentes, a precipitarse sobre ella. Odio. Angustia. Miedo. Culpa. Y, por
encima de todos ellos… ¡Miguel estaba muerto! Y ella, sola. ¡Sola! El cielo de
Granada, negro, frío, pareció convertirse en plomo. Pesaba. Mucho. Estaba sola.
Plomo blando, correoso. La aplastaba. Sus ojos estallaron comprimidos por el peso
del metal. Acompañada de convulsiones, dejó que sus mejillas, su boca, su nariz, su
cuello, se inundaran.
Cuando, minutos después, recuperó el control de sus ojos empapados, Monica vio
que aún tenía la foto en la mano, arrugada dentro de su puño. La colocó sobre su
muslo y la estiró. Vio a Miguel y sus párpados empezaron a temblar de nuevo. Ella lo
podía haber evitado. Ella era el midas. No podía soportar la mirada de Miguel. Se
levantó y guardó la fotografía en su bolsillo.
Entonces tocó la bala.
Sintió como una descarga eléctrica en la punta del dedo al tocarla. Miguel le
había dado una bala, recordó, antes de saltar. La tenía allí, guardada en el bolsillo de
su vaquero.
La sacó y la miró despacio. Se volvió a sentar. La luz de las farolas cercanas era
escasa. Era una bala sin casquillo, solo un proyectil de cobre o alguna aleación
parecida. «¿Cobre?», pensó. Giró rápidamente el proyectil entre los dedos, le dio la

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vuela y lo miró por detrás. La camisa de cobre del proyectil no se cerraba en la parte
trasera. Su interior era de…
Sintió que la garganta se le secaba en ese momento. Un nuevo soplo de aire frío
aguijoneó los regueros húmedos de sus mejillas. Por dentro, ¡la bala era de plomo!
Abrió mucho los ojos, como si quisiese respirar por ellos, y sintió que se le
secaban al momento. Miguel no podía hacer la transmutación del plomo en oro. Él
solo no podía. No era un midas. Y para demostrarlo, Vladimir solo necesitaba aislarle
dentro de una cámara antinflexores y darle plomo. «¡La bala!». Aislarlo de ella, del
verdadero midas. ¡Vladimir lo sabía! Por eso los había llevado a Bratislava. «Debo
hablar con Miguel en una cámara antinflexores», le había dicho Vladimir a Eugene
en el bosque de Alemania. Ellos lo habían descubierto.
Monica se levantó. «Pero si Miguel lo sabía…». Intentó pensar con rapidez, y
empezó a dar paseos cortos, de dos o tres pasos paralelos al banco. Sentía la garganta
seca como las piedras del desierto de Egipto. No tenía sentido suicidarse entonces,
salvo que… Recordó las palabras de Gorlov cuando les habló de la Paradoja Midas:
«Un midas puede hacer realidad cualquier cosa que desee, excepto eliminar su
capacidad inflexora; no después de experimentar el poder». «No después de
experimentar su poder», se repitió Monica, despacio.
«La única forma de que un midas pueda eliminar su poder es haciéndolo antes de
conocerlo», pensó.
Monica detuvo su respiración. Era lo que ella acababa de hacer.
Se derrumbó sobre el banco de piedra como si acabasen de cortar unos hilos que
la hubiesen estado sujetando como a una marioneta. Si Miguel podía hacer ver
ejércitos enteros, usando la capacidad midas de ella como si fuese propia, también
podía hacer ver su propia muerte. Podía convencerlos a todos, incluso a ella misma,
con un cuerpo virtual que tuviese la apariencia de su cuerpo, el tacto de su cuerpo, su
olor a roble viejo y miel. Todo. Y también podía crear un limbo que embotase sus
sentidos de inflexora y le impidiese percibir que estaba vivo. Ella había estado
realizando una pequeña inflexión, de forma inconsciente, todo el tiempo. ¡Le había
ayudado sin saberlo! Y todo ese montaje para… mostrar su muerte.
Su muerte la había llevado a odiar a los inflexores, a desear que todo aquello
desapareciera, que se esfumase su capacidad. La de todos.
Destruir el Efecto Midas.
«Pero Miguel estaba deprimido, por eso se suicidó. Habían matado a su
hermano», se dijo en un intento por convencerse de que lo que estaba deduciendo era
una estupidez provocada por su desesperación. Él se había tirado al vacío porque
Dani…
¡Dani estaba vivo!, se dio cuenta de pronto. Ella lo había visto en la ventana de la
buhardilla. ¡Estúpida! ¡Era él! La habían engañado en todo.
El aire frío había secado sus mejillas y ahora Monica las sentía tirantes. Seguía
sin respirar cuando un nuevo soplo de viento la sacó de su ensoñación. Se fijó en que

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aún sostenía la bala en la mano. Miguel se la había dado antes de ¿saltar?
Pero si no había saltado.
Monica sintió que sus labios se estiraban en una sonrisa. «Saltar: un gesto muy
dramático, muy de Miguel. —Todo tan dramático—. Le encantaría verme ahora
pensando, buscando las respuestas, dando pasos cortos y acelerados con la bala en la
mano. Verme…».
Monica se giró despacio.
El mirador parecía tan desierto como cuando ella había llegado. Se giró más. Y
entonces lo vio.
Allí de pie, detrás del banco, a tan solo unos pasos de ella, había un hombre. Una
farola tras él dejaba ver solo su silueta ensombrecida a contraluz. Monica entornó los
ojos para intentar ver el rostro de aquella sombra. El pulso pareció agolparse en su
garganta. La luz lejana de la Alhambra se reflejaba mínimamente en la figura,
iluminando sus facciones. Parecía joven, tenía el pelo un poco largo, caído sobre la
cara, barba de varios días y unos ojos oscuros como los de Miguel. Sonreía.
Con la sonrisa de Miguel.
El aire entró en el cuerpo de Monica con una convulsión que volvió a inundar sus
ojos. El joven se acercó a ella, cogió la bala de su mano y la tiró por el mirador.
Después se sentó a su lado y, con la yema del pulgar, limpió un reguero húmedo en su
mejilla.
Su mano olía a miel y roble viejo. A dios verdadero.
—Deseo concedido —dijo Miguel.

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MANUEL DORADO Cuando nací ya era un soñador.
Nací en el apogeo del empeño del hombre por pisar la Luna.
Fui caballero Jedi, como cualquier niño de mi época.
Durante la adolescencia me dio por escribir poesía, pintar paisajes manchegos al óleo,
presentarme a concursos de inventores y tocar heavy metal y canciones de tuna. Lo
que podría explicar, quizás, mi tendencia a las vocaciones antagónicas.
La ciencia ficción me inició en la lectura y en la escritura. La ciencia real me inició
en el mundo aeroespacial.
Me formé como ingeniero aeronáutico en la Universidad Politécnica de Madrid. Me
formé como escritor en la Escuela de Escritores.
Ahora ejerzo como ingeniero y escritor.
Y sigo soñando.

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