Esta es una historia que se ha repetido muchas veces en el tiempo, siendo
interpretada por muchos actores, pero todos basados en el mismo guion. El amor
en esta vida, así como muchas otras cosas, sigue una serie de patrones
establecidos, los cuales se repiten en un ciclo eterno. Esta es la historia de uno de
esos patrones, la mayor bendición y maldición que los humanos llaman "amor".
En una tierra lejana, un joven vestido completamente con una armadura negra se
apoyaba en su espada mientras observaba cómo el sol caía en un atardecer dorado.
La luz dorada del atardecer bañaba los campos de trigo donde los aldeanos de una
cierta aldea dedicaban su tiempo con esfuerzo y dedicación. Este caballero, a pesar
de haber estado en diferentes compañías y ejércitos, se encontraba solo,
contemplando aquel atardecer. Su corcel, negro también y de aspecto majestuoso
e imponente, mascaba la hierba tierna a su lado, siendo la única compañía leal del
caballero.
No era un sujeto de especial atención, no poseía grandes títulos ni poder. Solo era
un caballero diferente, acostumbrado a la soledad en la que encontraba tranquilidad
y paz. Sin embargo, para él, esta soledad era también su mayor campo de batalla,
donde sus demonios preparaban sus tropas. Al anochecer, la armadura que una
vez fue negra se cubría de rojo y la sangre teñía aquellos dorados campos de trigo.
Durante el día, el sol y la serenidad proporcionaban el descanso y la paz que
mantenían al joven enamorado de ellos.
A pesar de estar solo, no era una persona que la gente odiara. Como todos, los
enemigos iban y venían; era inevitable. Pero en general, las personas disfrutaban
de su compañía. Sin embargo, para él, todo aquello era ruido y agobio. Disfrutaba
de las fiestas, pero llegaba un momento en que todo lo que deseaba era volver al
silencio y la tranquilidad.
En cuanto al nombre de nuestro caballero de negra armadura, no se podría definir
uno solo, ya que su nombre había pertenecido a diferentes personas. Bajo muchos
nombres y apodos había servido toda su vida; para diferentes señores y patrones,
su nombre había sido utilizado para cumplir órdenes y llevar a cabo labores. Ningún
nombre le definía, ni siquiera él mismo podía encontrar uno adecuado. Cuando
pensaba en sí mismo, todo era desde la mirada del destino, en una línea trazada
para cumplir objetivos y encontrar respuestas a preguntas banales, manteniendo su
mente, personalidad y ánimo lejos de la desesperación nocturna y las mentiras de
los demonios. Por eso se veía simplemente como lo que era: un hombre en una
armadura negra, sin mentiras, sin segundas intenciones, sin pretensiones; solo la
dura y fría verdad. Así que cuando se refería a sí mismo, se apegaba a lo que su
corazón consideraba la verdad: el Caballero Negro.
Cuando el sol se ocultó en el ocaso y la oscuridad reinó en el mundo, la batalla
comenzó. En la cima de la pequeña loma desde donde el caballero de negro
observaba los campos de trigo, resonaron los gritos y chillidos de los demonios que
se agrupaban en la base de la colina. La horda de demonios sedientos de sangre
tenía formas y características diversas, cada uno con un único propósito: acabar
con el caballero. La cacería del caballero había comenzado años atrás; los
verdaderos motivos se habían perdido en las batallas y en la rutina interminable de
matanzas que se había convertido en una labor extenuante para él. El joven bajó la
visera del casco, ajustó sus guantes y tomó su espada. Una noche más entre
sombras y pesares, la batalla comenzaba. Nunca había tenido la esperanza de ver
un amanecer después de tantas arduas guerras; simplemente existía para luchar
contra los demonios que intentaban acabar con él. Todo se resumía en eso: una
noche, una pelea, con el destino y la muerte apostando en el juego.
El sol salió sobre los árboles y con sus rayos disipó las sombras del bosque. No
quedaba rastro de los demonios, solo un caballero vestido por completo con su
armadura cubierta de un rojo opaco, recostado pesadamente contra un árbol. De
las juntas de la armadura brotaba un rojo más vivo y ardiente, un rojo que contenía
la vida de un guerrero cuyo destino la muerte había reclamado, llevándolo al
cementerio, donde la soledad y la tranquilidad reinan como en ningún otro lugar en
la tierra de los vivos.
La Parca se inclinó sobre el caballero y le quitó el casco. El caballero fijó sus ojos
en ella, sosteniéndole la mirada fríamente. No había miedo en sus ojos, solo paz.
Nada en este mundo realmente le preocupaba como para temer darle la mano a la
Parca. Al menos, al final de su tiempo, alguien le tomaría de la mano y le guiaría;
ya no tendría que pensar más en el siguiente paso, su destino pertenecería a otro.
Ese momento fue interrumpido por la voz de una chica, una voz más dulce que la
de ningún ave, más tierna que cualquier otra melodía, más viva y alegre que
cualquier balada. La Parca sonrió, y en medio del vapor de la sangre que manaba
de la armadura se esfumó. La chica cruzó su mirada con el caballero, quien la
observó sin decir palabra. En aquel momento, el sol brilló con fuerza sobre la piel
de la chica, el viento jugueteó con sus cabellos castaños, y el bosque danzó de
alegría, una imagen que se ha repetido en la historia del mundo más veces de la
que debería. Para el joven caballero, aquel momento se grabó a fuego en lo más
profundo de su ser. Donde su corazón debía estar, solo quedó un vacío, pero
aquella chica con su voz lo aprisionó sin pensarlo ni meditarlo. Más allá de todo
entendimiento, su corazón había sido apresado y capturado por una extraña, pero
no estaba preso. El lugar en el que estaba ahora era cálido y la libertad se podía
respirar. Ahí, junto a él, un fuego infatigable, tremendo y hermoso ardía con ímpetu.
Si eso era estar preso, la vida y la libertad podían ser borradas de la existencia. Un
día preso por aquella chica era mejor que una eternidad de libertad solitaria.
La oscuridad cubrió los ojos del caballero, y la paz reinó en un mundo de caos. En
medio de los campos de flores de su mente, en un mundo de sueños, solo una
persona caminaba, danzando y saltando entre las flores. Un sueño que todo ser
viviente con alma ha tenido, aquella persona jamás saldría de su mente, no mientras
las memorias y el mundo siguieran existiendo.
Cuando el mundo volvió a él, su armadura estaba tirada a un lado; el negro se
mezclaba con el rojo y la pila de piezas de hierro era un feo recordatorio de su
pasado y de dónde volvería cuando la noche llegara. Lo esperaban en el suelo,
anhelando que la fuerza volviera a moverlos y una vez más, la masa de hierro se
pusiera en pie. Sin embargo, recostado entre las sábanas de la cama, un joven de
piel blanca, de cabellos negros, con los ojos apagados por el desvelo y el cansancio,
cubierto de vendas y heridas, aquel que le daba las fuerzas a su armadura para
resistir los embates, no tenía las fuerzas para vivir por su cuenta.
Paseó la mirada por su entorno: una casa de madera común, nada lujosa, sencilla
pero acogedora, con un calor y una sensación de seguridad que nunca había
logrado sentir en su vida. Una chimenea con un fuego cálido y sonante mantenía
viva esa sensación de vida. Una puerta se abrió, y el viento entró antes que nadie;
las llamas del fuego se avivaron como dándole la bienvenida alegremente a la figura
delicada y alegre que recién llegaba. Su calidez, como si de un aura se tratase, llenó
la casa. No hacía falta estar cerca de ella para contagiarse de ese ambiente y esa
sensación tan penetrante.
Para el joven, el sentimiento que pudo describir en su mente era paz mezclada con
gozo y alegría. No necesitaba el sol ni el día para sentir una paz así; esa misma paz
emanaba de esa chica, la misma calma que tanto echaba de menos cada noche, y
que los demonios intentaban robarle. Era la misma paz que recuperaba cuando el
sol brillaba fuerte y disipaba sus dudas y temores. Esa misma paz la recibió de lleno,
y toda ella emanaba de la chica. No había dudas para él; ella era capaz de brillar
tanto como el sol.
La joven entró en la casa, dejó las flores que había tomado del campo en la mesa,
y saludó al joven mientras se dedicaba a cuidar de sus heridas. En el momento en
que sintió el tacto de ella y la calidez de sus manos sobre su piel, el joven se percató
de que no llevaba su armadura. Hacía mucho tiempo que no sentía el calor de otra
persona; su armadura, aquello que lo mantenía a salvo y seguro, era fría y pesada,
pero era ahí donde sabía que estaba a salvo de los males que tanto demonios como
vivos podían causarle.
Aquella chica no buscaba su mal, y no se asustaba de quién era, ni de sus heridas
o cicatrices. Mientras se preocupaba por él, sonreía y conversaba, dándole el regalo
de su dulce voz.
Un calor que nunca había sentido ardió en su pecho, y torpemente palpó con su
mano, como quien busca su corazón. No había cicatriz ahí, pero también sabía que
algo faltaba y entonces la verdad lo golpeó. Ese calor era su corazón recordándole
que ya no le pertenecía más a un guerrero en una fría armadura negra, que lo
arriesgaba a demonios y batallas inútiles, sino que ahora se encontraba en un lugar
más cálido y tranquilo, junto a un corazón que ardía más brillante que el hierro al
rojo vivo, el mismo corazón al que ahora le debía la vida.
El tiempo pasó y mientras más conversaba el joven con la chica, sus heridas
sanaban y la vida volvía a él. La paz lo era todo; los demonios de la noche habían
perdido su presa y la calidez y alegría que contagiaba la chica reconfortaban al joven
caballero. La única forma de describir a la joven era comparándola con la primavera,
que valientemente retorna después de un duro invierno. Con brisas suaves y
refrescantes, bañada en los cálidos rayos dorados del sol, al compás del suave
canto de las aves en una mañana tranquila. Ella era suave y tierna pero también
decidida y valiente, paciente y comprensiva.
Aquello era algo nuevo para el caballero. Sus heridas le decían que algo tan
hermoso era demasiado para existir en un mundo donde todos se alejaban cuando
las cosas iban mal. Mientras más tiempo pasaba con ella, descubrió que un
sentimiento de temor había despertado en él: temía separarse de ella y perderla,
temía que aquella paz y alegría fueran arrebatadas de su lado, que aquella voz
dulce y alegre fuera silenciada por la soledad, que aquella atmósfera de tranquilidad
fuera destruida y los horrores de la guerra, la sangre y la muerte volvieran a
reclamarlo. Fue entonces que descubrió que ese temor nacía del amor que
albergaba por aquella chica. La maldición nació ese día: un sentimiento tan puro y
noble como el amor estaba maldito por culpa del mundo oscuro en el que el joven
caballero había estado sumergido. El miedo a perder aquello que más amas se
aferra al cuello de la presa y presiona hasta cortar la respiración. No hay manera de
pelear contra ello, y el joven había visto a muchos de sus camaradas ser abatidos
por ese enemigo tan feroz.
Poco a poco sus sentimientos crecían, y junto a ellos el temor a perderla. Cuando
reflexionaba sobre su miedo y pensaba en sus razones, simplemente parecían no
haberlas o no existir. Pero la duda, uno de los demonios más escurridizos, logró
sentir aquello y junto a eso, el olor del miedo llegó a las narices maldecidas de los
demonios. La cacería volvía, el mal se ponía en camino otra vez.
Cuando el sol volvió a esconder su rostro tras las montañas y las sombras se
alargaron, el fuego de la casa brilló con intensidad. La joven, ajena al aire enrarecido
en el ambiente, no se percataba de los enemigos al borde del bosque, ocultos en
las sombras y atemorizados por el resplandor del fuego que escapaba por las
ventanas. El caballero sintió la presencia de los demonios; sus antiguos enemigos
volvían para cobrar. Sin embargo, la joven no podía sentirlos; su mundo era
demasiado brillante para estos demonios y no podía distinguirlos, pues no había
lidiado con ellos tanto como el caballero negro.
Mientras la chica prestaba atención a las flores recién puestas en agua y las
acomodaba para alegrar la casa, caminaba en silencio ligero y tranquilo, disfrutando
de su propio mundo. El caballero mantenía su propio silencio negro y pesado en
una esquina. No deseaba perturbar a la persona que amaba ni mostrarle el miedo
que albergaba al perderla, ni contarle sobre los peligros que asechaban fuera.
Temía que los demonios fueran tras ella y apagaran esa luz tan brillante que poseía.
Temía no poder proteger ese lugar donde su corazón había encontrado paz y al que
deseaba pertenecer.
Inconscientemente extendió la mano hacia su espada, y al sentir que su amo volvía
a ella, mostró su lado frío. Ese frío que antes era tan natural para la mano del
caballero, el frío de la paz manchada por la soledad, ahora reaccionó, enviando un
escalofrío por su brazo. Aquello fue suficiente para que el joven caballero recobrara
la conciencia de sus acciones. Miró su espada en su mano y sintió su frío, el temor
llenó su corazón. Miró hacia un lado donde estaba su armadura, oscura y fría, inerte
como un muerto con forma humana, sin espíritu ni voluntad. Ella lo miró de vuelta y
un pensamiento surgió del frío metal: ahí, debajo de esas placas de metal, de todo
ese peso, podría protegerse si así lo deseaba.
El fuego de la chimenea sintió el frío de la negra armadura y vaciló por un segundo.
La armadura ofrecía seguridad, una paz fría y solitaria; dentro de ella no lastimaría
a nadie. Su armadura sostendría su cuerpo cuando la muerte llegara, pero no
ofrecía más que eso. Todo lo que podía ofrecer era el mismo trato que un ataúd o
una celda oscura. En su pecho, el caballero sintió una punzada profunda y
penetrante. Su corazón le amenazaba con abandonarlo si vestía aquella armadura,
si se atrevía a dejar a la joven y volver a su vida anterior. Su corazón no iría con él;
volvería siendo menos de lo que fue.
El peso agobió al caballero; sus piernas flaquearon y cayó de rodillas al suelo. Sus
manos temblaban, y llamó a la chica por un nombre cariñoso que le había dado. La
joven acudió al escuchar su voz y, al verlo caído, se arrodilló dispuesta a escucharlo.
Por un momento, su mente quiso lastimarla, obligarla a alejarse de su lado, decirle
cosas duras y mostrarle un poco del frío que su espada poseía, revelarle al asesino
de la negra armadura y llenarla de terror, hacer que su fuego flaqueara para que
huyera de él. De esa forma, podría tomar su armadura y simplemente refugiarse en
la idea de que lo había hecho por amor. Su espada aprobó su decisión y se aferró
a su mano con fuerza. Pero una vez más, la dulce voz de la chica llegó a sus oídos;
sus palabras le hicieron recordar la imagen de la primera vez que la vio en el bosque,
y sus ojos no pudieron contener las lágrimas. Alzó la vista y sonrió a la joven, le
recordó con sus mejores palabras lo hermosa y preciada que era para él, y mintió
al decir que sus manos temblaban por el frío de la noche y por la espada.
El calor volvió a su pecho y pudo sentir su corazón arder en las llamas del corazón
de la chica, recuperando la vida. La joven se despidió de él al irse a dormir, no sin
antes pedirle que no tardara mucho en unirse a ella también. El joven caballero
sonrió y aceptó. Cuando la luz se apagó y solo quedó una pequeña brasa del fuego
iluminando su rostro, uno de los demonios acechantes dio un paso fuera del bosque
y lanzó un chillido agudo que solo los demás demonios y el caballero pudieron
escuchar.
El joven se levantó de la silla en la que estaba, tomó su armadura y se la puso.
Luego, cogió su espada y la colgó a su costado. El peso agobió sus piernas y cuerpo,
y el frío gélido le llegó hasta los huesos. Aquel montón de hierro, cargado de tristeza
y desesperación, se aferraba a sus carnes, reptando por sus venas directo hacia su
corazón. El joven podía sentir el veneno de su armadura corriendo por él, buscando
su camino al corazón. Miró su espada en la mano y sintió desesperación; aquel frío
metal podía acabar con el sufrimiento rápidamente. Su espada anhelaba sangre sin
importar de quién fuera.
Supo entonces que todo aquello estaba maldito, y que esa maldición era parte de
él. La verdad abrumadora lo hizo temblar, pero mientras aún sostenía su espada en
la mano, y esta le rogaba por sangre, el calor en su pecho, donde una vez estuvo
su corazón, una llama de fuego brillante creció súbitamente. Su corazón no volvería
a él jamás, pero mientras peleara por estar junto a la joven que poseía la calidez de
la primavera, mientras vistiera su armadura y lidiara con sus demonios para no
dejarla ir sin dar pelea, el calor que su corazón experimentaba al estar junto al
corazón de la joven le pertenecía al joven caballero, otro de los regalos de
invaluables que la joven inconscientemente le ofrecía.
Se enderezó y tiró al suelo su casco, aquel casco oscuro donde la oscuridad reinaba,
limitando su visión de las cosas hermosas, alejando de su rostro la calidez de la
sonrisa de la joven, infundiendo miedo y ocultando sus verdaderos sentimientos, el
casco de la vergüenza rodó por el suelo. El joven sostuvo su espada con firmeza,
miró a los demonios que salían de las sombras y corrían desesperados por
lastimarlo y matarlo, y sonrió. Una risa liviana y alegre, llena de completa paz, se
reflejó en sus ojos, donde brillaba el fuego de su pecho. Era el mismo fuego que la
joven dormida dentro de la cabaña poseía, pues le pertenecía a ella, pero su
corazón lo prestaba al corazón de un alma rodeada de peligros, que se erguía por
el único deseo de no perderla y poder amarla como ella merecía.
Cuando el sol salió sobre el bosque, llenando de luz dorada el claro donde se
encontraba la casita, una joven salió por la puerta con alegría, llevando una cesta
en sus manos para recolectar flores. Dio dos pasos fuera de la casa y lo vio: él
estaba bañado por la luz del sol, apoyado en su espada, pero dándole la espalda,
cubierto de sangre.
A su alrededor, los cuerpos de los demonios se quemaban bajo el sol, mientras él
vestía la armadura que ella le había quitado una vez, un recordatorio del peligro y
la miserable situación en la que lo había encontrado. El joven giró la cabeza al
escuchar los pasos de la chica y la miró a los ojos. En su mirada se reflejaba el
cansancio; una herida en su frente dejaba escapar un hilo de sangre, cubriendo su
ojo derecho. Intentó caminar hacia ella, pero sus fuerzas le fallaron y cayó de rodillas,
apoyándose en su espada. Las lágrimas recorrían su rostro, pero mantuvo su
mirada fija en los ojos de la chica, aquellos ojos y aquel rostro que tanto amaba, el
rostro de la persona que poseía su corazón.
La miró anhelando poder correr hacia ella y abrazarla, pero su cansancio, su pesada
armadura y su cuerpo le fallaban, y sus temores se abalanzaron sobre él, quitándole
el coraje de hacerlo. Solo podía contemplarla y admirarla, esperando que ella
tomara su destino en sus manos y diera el paso hacia él. Sus ojos expresaban todo
eso, pero su voz se ahogó cuando intentó decirlo, así que exhaló hondo y, haciendo
uso de toda la fuerza que aún quedaba en él, llevó su cuerpo y mente más allá de
los límites, sin importar si perecía en el esfuerzo.
Tomando aquella fuerza, extendió su mano hacia la joven, depositando todas sus
esperanzas en sentir la calidez de sus manos. El destino observó la escena desde
la lejanía y se abstuvo de intervenir, sin apartar la mirada de la chica, estudiándola
mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro…