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Petrucci Alfabetismo Escritura Sociedad

Capítulo de libro de Armando Petrucci

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Chartier, Roger; Hébrard, Jean.

“Morfología e historia de la cultura


escrita”, en Petrucci, Armando, Alfabetismo, escritura, sociedad.
Gedisa, Barcelona, 1999. Pp. 11-24.
Para Petrucci, una correcta comprensión de la cultura escrita
supone avanzar al mismo tiempo en tres historias diferentes:
1. La historia del libro y, más en general, de los objetos
manuscritos o impresos
2. La historia de las normas, de las capacidades y de los usos de la
escritura
3. La historia de las maneras de leer
De ahí, el privilegio concedido al estudio morfológico de los
testimonios escritos, cualesquiera que sean, a fin de poder reconstruir
tanto las razones y las constricciones que gobernaron su producción
como las maneras en que fueron utilizadas y comprendidas.
Hay que prestar atención a los objetos mismos para no descuidar el
estudio de las prácticas que han guiado su producción y sus
apropiaciones. p. 11
Para Petrucci, una historia social de las diferencias y de las
divergencias culturales puede y debe arraigarse en el análisis de las
formas mismas de los objetos escritos.
Esta perspectiva permite, además, pensar de otra manera la relación
entre los escritos y sus lecturas. A distancia de las aproximaciones
puramente formalistas, que localizan la significación sólo en el
funcionamiento automático e impersonal del lenguaje, Petrucci
considera que “el mundo del texto” es un mundo de objetos o de
“performances”, cuyas formas permiten o constriñen la producción
del sentido, y que el “mundo del lector” es aquel de la comunidad a la
que pertenece y que define un mismo conjunto de competencias, de
normas, de usos y de intereses. De donde la necesidad de una doble
atención: tanto a la materialidad misma de los textos -manuscritos o
impresos-, como a los gestos y a los hábitos de los lectores. p. 12
En varios ensayos, consagrados a la tipología del libro manuscrito y a
las bibliotecas medievales, formula dos tesis fundamentales.
Por un parte, vincula las funciones sucesivamente atribuidas a
lo escrito con las mutaciones de la tipología del libro y de las
maneras de leer en la Edad Media. La trayectoria (construida a
partir del caso italiano más generalizable, con desigualdades, a toda
la Europa occidental) identifica, en primer término, un tiempo del
“escribir sin leer) característico de la alta Edad Media, donde lo
escrito, revestido de una función de conservación y de justificación,
no está destinado a la lectura.
A parir del siglo XII, sigue una lectura de estudio y de profesión, la de
los universitarios y la escolástica, que hace del “libro da banco” en
latín, del gran libro sobre pergamino que debe ser puesto sobre un
pupitre, la herramienta del trabajo intelectual.
Desde el siglo XIII, la constitución de un ambiente de laicos letrados,
que leen por curiosidad o placer fuera de toda obligación profesional-,
modifica la práctica de la copia, que ya no es la propia de los talleres
monásticos o universitarios, sino que se convierte también en un
asunto de copias no profesionales que deben “escribir para leer”.
Al final de la época medieval e incluso antes de la invención de la
imprenta, se afirma una nueva tipología que distingue el libro
humanista, que es libro de corte o de lujo y donde se copian a toda
página y en “littera antiqua”, o minúscula carolingia los textos
clásicos, el “librito de mano”, que se puede llevar consigo y que da a
leer en la nueva escritura a los autores contemporáneos, y el libro
“popular”, el “libro de alforja”, fiel a las escrituras cursivas y que
dispone el texto en dos columnas, lo cual permite que los lectores
más populares lean fuera de la biblioteca o el gabinete los textos en
vulgar. 13
Por otra parte, en esta serie de contribuciones. Petrucci retoma con
fuerza una idea ya presente en la recopilación que había dirigido en
1979 y que insiste en la relevante continuidad existente entre el
mundo del manuscrito y el tiempo de la imprenta. En los siglos
XV y XVI, la producción impresa depende directamente de la jerarquía
de los formatos establecida durante la Edad Media (gran formato,
libro humanista, libro transportable), como también la tipología de las
escrituras. El carácter romano retoma la “littera antiqua” de los
humanistas de fines del siglo XIV (Poggio Bracciolini o Niccolò Niccoli)
y la itálica, utilizada por Aldo Manuzio para sus ediciones
transportables de los clásicos greco-latinos, deriva de la escritura
cursiva puesta a punto por el escriba paduano Bartolomeo Sanvito a
finales del siglo XV. Contra todas las tesis que han afirmado una
ruptura absoluta entre la cultura del manuscrito y la de la imprenta y
que han hecho de la invención de Gutenberg una revolución radical,
los estudios de Armando Petrucci señalan no sólo que la circulación
manuscrita de los textos está lejos de desaparecer en la época de la
imprenta, sino que ésta hereda ampliamente formas gráficas o
librarias que le han sido legadas por una larga Edad Media. 13
Petrucci se ha dedicado especialmente a una forma de escritura: las
escrituras monumentales o “expuestas”, que están en el centro de los
dos libros que ha publicado en 1986 y 1995. El primero, La scrittura.
Ideologia e rappresentazione, estudia a las escrituras situadas en el
interior o en el exterior de los edificios públicos y destinadas a una
lectura colectiva, hecha a distancia. Estas escrituras de aparato eran
numerosas en las ciudades romanas antes de desaparecer, con el
reflujo de la cultura escrita, en las urbes de la alta Edad Media.
Petrucci muestra cómo, entre los siglos XV y XVI, los artesanos que
las graban recuperan las grandes mayúsculas romanas de las
inscripciones antiguas, que los príncipes renuevan con ambiciosos
programas epigráficos. El más espectacular es, sin duda, el del papa
Sixto V en Roma, que asocia a una transformación profunda del tejido
urbano, atravesado por grandes calles rectilíneas y por plazas
geométricas, la edificación de numerosos monumentos (puertas,
arcos de triunfo, obeliscos, fuentes, etc.) cuyos muros son
susceptibles de acoger la escritura, y una innovación gráfica: las
“litterae sixtinae”. Esta nueva escritura se debe a Luca Orfei, uno de
los copistas de la Biblioteca Cresci, y da una interpretación original y
elegante de las mayúsculas romanas.

En la época barroca, la escritura monumental pública se hace más


discreta: En Roma, por ejemplo, no aparecerá ni en la plaza Navona ni
en la ‘plaza de San Pedro. La “epifanía gráfica” del siglo XVII
encuentra otros soportes: los monumentos funerarios en el interior de
las iglesias, las escrituras sobre madera, cartón o telas puestas sobre
las arquitecturas efímeras que constituyen un elemento esencial de
los programas festivos, o también los libros de lujo y de gran formato
que se convierten en verdaderos “libros epigráficos”. 14
Las escrituras monumentales tienen, por función primordial
manifestar la autoridad de un poder, dueño del espacio urbano y
gráfico, o también la potencia de una dinastía o de un individuo muy
ricos para hacer grabar su nombre en la piedra o el mármol. Leer
estas inscripciones es a menudo imposible. Situadas demasiado altas,
y a veces disimuladas por la arquitectura, no pueden ser descifradas
por los paseantes; escritas en latín, no serían comprendidas por
aquellos, numerosos, que sólo dominan la lengua vulgar. Pero su sola
presencia significa la supremacía y la gloria.
Sin embargo, hay otros usos de la escritura “expuesta”. Redactadas
en lengua vulgar, mezclando mayúsculas y minúsculas, ignorando las
reglas impuestas por los profesionales de la escritura (escribientes,
escribas de las cancillerías, doctos calígrafos), inscripciones “sin
cualidades”, extrañas a la norma gráfica de su tiempo, se encuentran
por todas partes entre los siglos XVI y XIX: en los santuarios con los
cuadros de ex votos o las lápidas conmemorativas de las
corporaciones; en las calles con los rótulos de los comercios, los
carteles manuscritos, los pasquines infamantes, o también en las
mismas casas, grabados sobre las puertas y las ventanas, sobre los
muebles y los objetos cotidianos. Sus modelos vienen de las
estampas y de los libros “populares” que adornan los fardos de los
buhoneros. Ellas traducen las aspiraciones de una población semi-
alfabetizada que disputa a los nobles y a los poderosos su monopolio
sobre la escritura visible. Si las escrituras “expuestas” son uno de los
instrumentos utilizados por los nobles y las elites para enunciar su
dominio -y producir una adhesión- son, asimismo, una manera que
tienen los más débiles de decir su existencia y su dignidad. Es así
que, para Armando Petrucci, el estudio de los usos de la escritura
puede aclarar, a la vez, la historia de las formas de ejercicio del poder
y el de las diferencias socioculturales. P. 15

Petrucci, Armando, Alfabetismo, escritura, sociedad. Gedisa,


Barcelona, 1999. Pp. 11-24
2. Tipología del libro y de la lectura en la Italia del
renacimiento: de Petrarca a Poliziano
Pp. 92-

Durante el siglo XIV la experiencia cultural de Petrarca fue decisiva


para cambiar el curso de la producción del libro italiano y europeo y
de la evolución de la escritura latina. Su extremada sensibilidad en
las cuestiones relacionadas con el libro y la escritura se había hecho
más viva con el tiempo, sea por la comparación directa con unas
experiencias que no eran italianas, sino sobre todo francesas, sea por
su creatividad de coleccionista y de bibliófilo, cada vez más atenta.
Se sabe que Petrarca critica muchas veces la escritura textual de su
tiempo, es decir, la escritura gótica, caracterizando pertinentemente
sus elementos más negativos: el aspecto excesivamente artificial del
dibujo, la compacidad de las letras apretadas las unas con las otras y
la exigüidad de los signos. Le opone las cualidades de la claridad, de
sobriedad y de elegancia de la antigua minúscula carolingia
propuesta como modelo de un nuevo estilo gráfico que él mismo
intenta realizar en su “semigótica” textual. Pero Petrarca no se limita
sólo a impugnar, desde un punto de vista puramente estético o
gráfico, la escritura dominante de su tiempo; en su madurez y en su
vejez llega incluso a trastocar la jerarquía de las tipologías del libro
que dominan el mundo de la producción de entonces, poniendo en
ejecución un nuevo modelo: el del “librito de mano”, manejable con
una sola mano que menciona en una carta (Sen. XV, 7) del mismo año
de su muerte, dirigida a Luigi Marsili, y en la cual da al menos dos
memorables ejemplos de su mano: el autógrafo del Bucolicum
Carmen de 1357 (Vat. Lat. 3358) y el primero de los dos autógrafos
de De sui ipsuis et multorum ignorantia (Hamilton 493 de Berlín) de
1368: los dos de unos 16 cm de altura y de apenas 11 cm de ancho.
(92).
Incluso en este caso, es necesario precisar a continuación que la
propuesta formulada por Petrarca de un pequeño libro de lectura fácil
de manejar con una sola mano, escrito de manera clara pero
cuidadosa, superaba ampliamente los aspectos exteriores de una
contestación sólo formal de la jerarquía de los tipos de libro propia de
la cultura oficial de su tiempo. En efecto, esta propuesta fue sólo uno
de los elementos de la polémica que Petrarca, tanto en su práctica
casi cotidiana de copista, como en sus declaraciones públicas, llevó a
cabo contra los fundamentos mismos del sistema contemporáneo de
producción del libro, impugnando su rígida práctica de división del
trabajo y su imagen clave del escriba trabajador.
Las razones de la posición crítica de Petrarca están enunciadas muy
claramente tanto en el cap. XLII, De librorum copia, del tratado De
remediid utriusque fortune, en el que trabajaba en Milán en 1353,
como en una carta a su hermano Gherardo de un año después (Fam.
XVIII, 5). En el tratado, Petrarca acusa directamente a toda la
sociedad de su tiempo, desde las autoridades públicas hasta a cada
docto en particular, de no cuidar la preparación técnica de los
escribas como habría sido necesario hacer. En efecto, éstos “no están
incluidos e ninguna ley, ni han aprobado ningún examen, ni son
elegidos por sentencia alguna”; de modo que, concluye, “cualquiera
que haya aprendido a pintar algo sobre el pergamino o a sostener
una pluma con la mano, será considerado un copista”. Esta situación
determinaba, según la opinión de Petrarca, no sólo un estado de
incertidumbre y de confusión en la transmisión y en la difusión de los
textos, sino graves peligros también para su integridad; a tal punto,
afirma, que “no se podían reconocer los escritos mismos que se han
compuesto”. Por otra parte, en la carta a Gherardo critica la práctica
de la división del trabajo, responsable, en su opinión, de la
incorrección de los textos. “Aquí -afirma-, unos preparan el
pergamino, otros escriben los libros, otros más los corrigen, unos los
ilustran y otros, por último, los encuadernan y adornan su superficie
exterior”.
A este extremo no queda nada del sistema de producción del libro y
de la jerarquía tipológica que era su apoyo ideológico; en
consecuencia, es preciso restablecer el proceso de producción del
libro manuscrito volviendo al origen, es decir, es preciso resolver ante
todo el problema fundamental, el de la relación entre el autor y su
texto, y sólo después y como consecuencia el de la relación entre el
texto y el público.
El mecanismo de producción industrial del libro, propio de las grandes
ciudades de la Europa gótica, ignoraba prácticamente a los autores y
excluía toda participación suya en el proceso de reproducción y de
difusión de los textos; es otro aspecto del que Petrarca se lamenta,
denunciando la indiferencia de los doctos hacia sus obras, confiadas a
las manos de copistas ignorantes: “El espíritu generoso -observa-,
aspira a las cosas más elevadas, dejando de lado las humildes; de
modo que los libros de los doctos, como los campos de los ricos,
parecen a menudo más incultivados que los de los demás”.
La solución del problema planteado por Petrarca está contenida en el
producto que puede definirse como el “libro de autor”, es decir, el
manuscrito autógrafo que el creador del texto escribe de su propia
mano y que estaba destinado a una circulación muy limitada y a una
reproducción garantizada por otros colegas-autores, por otros
intelectuales, si se puede definir así a los amigos y discípulos que
constituían su primer público de elección. Representaba el punto
culminante de un largo proceso de elaboración del texto
completamente controlado por el autor por medio de una total
autografía, desde el primer esbozo sobre el papel hasta la última
página del manuscrito definitivo. Este, por añadidura, volvía a ser a
menudo un “códice-archivo”, obra abierta, que recibía también
correcciones, añadidos y modificaciones. Un proceso que el mismo
Petrarca realizó con cada una de sus obras, desde las más complejas,
continuadas durante muchos años y nunca terminadas, hasta las
cartas; él dejó un testimonio directo y elocuente de ello en muchos
manuscritos de su propia mano y sobre todo en los dos del
Canzionere, el de borrador sobre papel (Vat. lat. 3196) y aquél sobre
pergamino (Vat. lat. 3195), al que se acostumbraba denominar el
“original”.
En el pensamiento y la práctica de escritura de Petrarca el “libro de
autor”, sólo podía ser también el mejor libro de lectura, dado que su
perfecta textualidad, emancipación directa del autor, garantizada por
su autobiografía, era y continuaba siendo siempre una garantía de
legibilidad absoluta para el lector. De este modo se cerraba el círculo
y el problema parecía resuelto, pero lo estaba sólo para una elite muy
restringida de humanistas. 94
La reforma de la producción y de la tipología del libro, que la
aparición de los textos en lengua vulgar no había conseguido
provocar, causando sólo una reorganización en el plano inferior de las
categorías existentes fue, propuesta por Petrarca; pero solamente
para los altos niveles del sistema, es decir, para la producción docta
(y para personas cultivadas) en lengua latina: el Canzonieri original, el
único y gran libro de autor, en lengua vulgar de Petrarca, se distingue
de todos los demás. (94) No obstante, la reforma propuesta por
Petrarca se impuso sólo en el ámbito de la escritura, con el éxito de la
estilización gráfica, “semigótica”, y no en relación al libro como
mercancía. Es por eso que la producción continúa siguiendo los viejos
modelos y los viejos sistemas. Sin embargo, los modelos propuestos
por Petrarca, difíciles de aplicar en la sociedad cultural del siglo XIV,
quedarán a título de propuesta y advertencia para el futuro; en
alguna medida, serán retomados, aunque mucho más tarde, por los
intelectuales italianos de finales del siglo XV. En realidad, Petrarca ya
había comprendido muy claramente una de las razones de la crisis
que minaba la producción del libro en su época; ésta, a causa de su
impersonalidad mecánica y repetitiva y de la estrechez de su
repertorio, ya no respondía a las exigencias de un público que estaba
cambiando; un público compuesto por hombres socialmente
importantes y con una cultura refinada; un público representado por
Petrarca, por sus amigos, sus discípulos y corresponsales, por los
doctos eclesiásticos y laicos, los maestros, los notarios, los jueces y
los funcionarios un poco desparramados por todas partes en Italia y
también en Europa.
Este público reclamaba un nuevo repertorio, y este nuevo repertorio,
presentaba, a su vez, la exigencia de una identificación precisa, y de
una nueva tipología del libro. Esta nueva tipología exigía también
nuevos medios y sistemas de producción. Todo esto se realizó
gradualmente en el centro y en el norte de Italia durante los últimos
años del siglo XIV, al principio en ámbitos muy limitados; pero con el
nuevo siglo se produjo en Florencia un cambio fundamental gracias a
Niccolò Niccoli, quien se convirtió de comerciante en humanista, y a
Poggio Bracciolini, quien desde muy joven (aun no tenía veinte años)
ya era un escriba de gran valor.
Parece que en la historia de la cultura escrita no hubiera cambios, o
innovaciones, incluso radicales, que no se inspiraran en modelos
eventualmente de varios siglos antes. Esto también se verificó a
propósito del tipo de libro del todo nuevo, en su aspecto y escritura
que Niccoli y Poggio, ayudados por Coluccio Salutati elaboraron y
produjeron por su cuenta en Florencia en los últimos años del siglo
XIV y en los primeros del XV; un libro que quería ser, y en buena parte
era, una reproducción exacta de los manuscritos de estudio
producidos en Italia, desde el siglo XI hasta comienzos del XII; se
reproducía de una manera mecánica el formato, el sistema de
pautado, la impaginación, la ornamentación (las célebres iniciales de
“bianchi girari”) y, por último, o ante todo, la escritura, la minúscula
(95) carolingia, “castigata et clara”, ensalzada por Petrarca, que fue
reproducida de una manera casi fotográfica y llamada “antiqua”, con
cierto orgullo; una escritura, para decirlo todo, a la vez antigua y
nueva, una exhumación que afirma, en poco tiempo su gran vitalidad
y que, en veinte o treinta años se extendió por casi toda Italia.
En el proceso iniciado por los dos reformadores florentinos, uno en su
calidad de bibliófilo, el otro en la de escriba-aficionado, dos elementos
a los que se puede calificar como estructurales, cuestionaban el
sistema productivo existente. El primero estaba constituído por la
radical revolución de la técnica de escritura impuesta por los modelos
de la minúscula carolingia: es así como fueron sustituidas la pluma
biselada a la izquierda y la escritura quebrada que derivaba de ella,
por la pluma tallada por el centro y de una escritura libremente
dibujada, menos ligada que la otra al trabajo repetitivo del copista
operario. El segundo elemento consistía en la diferente distribución,
en comparación a la situación del pasado, de los centros de la nueva
producción del libro, formados por libreros-papeleros especializados o
incluso por copistas que ya no se establecían cerca de las
universidades, sino más bien en las capitales de la nueva escritura,
Florencia en la primera mitad del siglo, y a continuación Roma, o
junto a las cortes de los grandes príncipes mecenas y sus bibliotecas;
ellos se desplazaban de un lugar a otro de Italia, allá donde tanto el
beneficio económico, como la creación de una nueva biblioteca o el
llamamiento de un mecenas podía llevarlos.
Los nuevos libros, de formato mediano, a veces casi cuadrado, con el
texto dispuesto en una sola columna, prácticamente desprovisto de
abreviaturas, con un escritura y una ornamentación del todo nuevas,
contenían casi exclusivamente textos en latín, sobre todo de autores
clásicos, traducciones del griego y textos de humanistas; muy pocas
veces, al menos en los primeros diez o veinte años, su contenido era
distinto; además, los productos diferentes eran solicitados y
comprados de pasada por los viejos intermediarios y respetando los
viejos modelos.
En efecto, el libro vulgar continuaba produciéndose siguiendo los
esquemas formales del siglo XIV; y esto valía también para los libros
litúrgicos y para los que estaban vinculados a la cultura universitaria,
de los que nadie había modificado el sistema de producción, sobre
todo porque no se había planteado ninguna demanda de innovación
por parte del público de eclesiásticos, profesores y estudiantes que
seguían usándolos. Pese a lo cual, el nuevo modelo de libro, al
principio prácticamente fuera del campo de la literatura vulgar, (97)
influyó negativamente en su difusión contribuyendo a la eliminación
gradual de sus vehículos y de sus intermediarios naturales.
Esta evicción se produjo automáticamente cuando, en virtud de la
conversión a la cultura humanista de los más importantes
representantes de la gran burguesía mercantil, por un lado, y de la
introducción del nuevo repertorio en las bibliotecas principescas del
norte de Italia, por el otro, a los viejos modelos de libro de lectura y
de prestigio en lengua vulgar llegó a faltarles su público natural; de
suerte que, a partir de mediados del siglo XV, el libro humanista
ocupó prácticamente en toda Italia la doble función de libro de lujo
para los hombres cultivados y de libro cortesano para y en las
bibliotecas principescas.
La caída de la producción organizada, que, como en el pasado, sólo
se basaba en la iniciativa de los escribas y de un número muy
limitado de talleres, fue probablemente inmediata. Ya en 1429
Ambrogio Traversari no podía encontrar en Florencia manuscritos en
lengua vulgar y se lamentaba de ello en una carta a Leonardo
Giustiniani, quien se lo había solicitado. Parece evidente que el
comercio de estos textos, dejado de lado por los empresarios más
importantes, estaba confiado a algunos modestos talleres, como el
del libro-papelero florentino Giovanni di Michele Baldini, muerto en
1425, cuyo inventario revela la existencia, junto a pequeños libros
escolares, de un Marco Polo, de colecciones de leyendas y “Cantari”,
del Filóstrato de Boccaccio y otros.
Sin embargo, estos textos aún tenían su público, que la creciente
difusión del alfabetismo hacía incluso progresivamente más vasto,
sobre todo en las ciudades más pobladas.
Se trataba de un público de cultura casi exclusivamente vulgar,
prácticamente obligado a escribir por sí mismo los textos que quería
leer y conservar a causa de la crisis de la producción artesanal
organizada; y a escribirlos sobre todo en esta escritura cursiva, la
mercantesca, que se había hecho habitual para los excluidos de la
escuela de grammatica. En efecto, es en el curso del siglo XV cuando
se manifiesta de la manera más evidente y cruda una especie de
bipolarización gráfica que dividió a la Italia alfabetizada, y en virtud
de la cual aquellos que estudiaban y conocían el latín empleaban la
nueva escritura humanística o sus variantes cursivas, mientras que
los demás, confinados en el conocimiento exclusivo del vulgar,
escribían en cursiva mercantesca. Esta bipolaridad era bien conocida
por los contemporáneos, pues en 1454 Enea Silvio Piccolomini podía
reprender a uno de sus corresponsables, culpable de haberle escrito
en una grafía indescifrable, recordándole que había aprendido
“latinas litteras, (97) non uncinos mercatorios”. Los “crochés” de los
mercaderes, la cursiva mercantesca, iban adquiriendo, pues, una
connotación no sólo gráfica o cultural, sino también social, de
diversidad y de marginación, en tanto que signo visible de una cultura
inferior y monolingüe.
Sin embargo, precisamente en esta época continuaba y aumentaba
cuantitativamente en cada región de Italia la producción de libros
vulgares, confiada a los modestos fabricantes de libros sobre papel
en escritura mercantesca, a los religiosos y a las religiosas que aún
empleaban una escritura gótica deformada y a los copistas aislados
que utilizaban las más elegantes cursivas bastardas o semigóticas. A
propósito de la supervivencia de textos en lengua “franco-véneta” en
unas copias del siglo XV, Gianfranco Folena escribía: “Estas copias
presentan los signos de una degradación, de un declive cultural, pero
también de una ampliación social y, además, de un tenaz amor por la
literatura vulgar”; y postulaba la existencia de nuevos mercados y de
un vasto comercio al detalle.
Veamos ahora desde más cerca quién podía alimentar este comercio
y ampliar los nuevos mercados del libro vulgar en el curso de un siglo
dominado por el libro latino de tipo humanista. Un censo sumario de
los copistas en lengua vulgar del siglo XV ha revelado la existencia de
unos 230 copistas que escribían libros que contenían textos en
italiano, de los cuales sólo diecisiete parece que eran profesionales;
dos de ellos son notarios y uno es maestro de escuela; algunos
escriben sobre todo textos en latín, como los célebres copistas por
pasión o por gusto, se puede identificar a dieciocho religiosos y trece
notarios; los demás -la inmensa mayoría- no son profesionales de la
escritura; muchos de ellos escriben para sí mismos y para sus
bibliotecas familiares declarando que lo hacen “por diversión”, “para
entretenerse”, “para consolarse” o “para vencer la ociosidad”.
Copiar para leer, más que un placer, era, pues, una necesidad y no
era cuestión de preocuparse demasiado del aspecto exterior del
producto, cuya incorrección y negligencia deploraban, a veces, los
mismos copistas; pero ellos nunca se lamentaban de su fatiga física,
como hacían los copistas operarios del medioevo, cuyas quejas o
expresiones de alivio por haber acabado la obra caracterizaban tantas
rúbricas. Nos parece que la escritura como diversión es un aspecto
destacable de esta “libertad de escribir”, que había sido conquistada
en el siglo XIII por un círculo cada vez más amplio de laicos
alfabetizados y que, en el siglo XV, aún no había sido amenazada en
su creatividad por el advenimiento de la imprenta y por la
organización de la enseñanza primaria. (98).
En el curso de los últimos treinta años del siglo XV, el mundo de la
cultura escrita italiana fue dominado por un acontecimiento de
enorme alcance cultural, además de social: la introducción en la
Península de la imprenta de caracteres móviles y su primera difusión
en las ciudades más grandes y pequeñas; pero este acontecimiento,
aunque amplió enormemente el público de los lectores e hizo del libro
un producto de precio relativamente modesto, no provocó, al menos
en el siglo XV, profundas modificaciones en la tipología del libro: los
proto-tipógrafos, en efecto, se limitaron a transferir a los nuevos
libros los formatos, impaginaciones, caracteres y ornamentos típicos
y propios de los manuscritos, dando vida así en nuevas formas a los
mismos tipos de libro que se comercializaban en Italia hacia
mediados de siglo, aunque esto no se produjo a través de un proceso
inmediato, ni lineal, sino contradictorio, a veces incierto, a menudo
tortuoso.
El primer tipo de libro que reprodujo la imprenta fue, como ya había
ocurrido en Alemania, el libro solemne de la tradición eclesiástica y
de la cultura oficial y universitaria, el gran libro “da banco” (de banco)
en caracteres góticos o semigóticos; siguió el libro de lectura
humanística, más pequeño, y con características gráficas y
tipográficas diferentes; y, por último, el libro en lengua vulgar, el libro
“da bisaccia” (de “bolsillo” o saco), que, con una producción cada vez
más vasta, conoció su apogeo después de los años setenta, la
consagración de la imprenta.
En 1479, Vespasiano da Bisticci, el papelero-librero florentino que
había sido el mayor proveedor de libros humanistas de lujo para las
bibliotecas nobiliarias y principescas de Italia y de Europa, había
cerrado su taller; al año siguiente, Antonio Sinibaldi, el más hábil de
los copistas florentinos de su tiempo, acusaba explícitamente al
nuevo arte tipográfico de haber destruido el arte de la escritura a
mano y de haberlo arruinado personalmente: “Y mi único trabajo es
escribir a destajo, que se ha visto reducido por culpa de la imprenta,
de manera que apenas saco para vestirme, y es un trabajo
agotador…”. Sin embargo, la producción de manuscritos proseguirá
durante todo el siglo XV y aún el XVI; pero en el conjunto dos
modalidades adquieren un relieve del todo particular, aquellas que se
sitúan en los límites extremos y opuestos de la escala tipológica; de
un lado, la de los libros “cortesanos” en pergamino, de un nivel cada
vez más refinado, y, del otro, la de los libros vulgares en papel de un
nivel cada vez más bajo, tanto desde el punto de vista del texto como
del aspecto material.
En el curso de los últimos veinte años del siglo los manuscritos
cortesanos de lujo adoptan un formato cada vez más reducido; (99)
se trata, en general, de libros en pergamino ejecutados con el mayor
cuidado, hábilmente escritos en escritura humanística redonda o en
itálica y generosamente adornados e iluminados. Buena parte de
estos manuscritos contienen textos de autores clásicos latinos (o
griegos traducidos), sin comentarios ni anotaciones; son producidos
en los mayores centros de la cultura y de la producción italiana del
libro de su tiempo: en Florencia, en Milán, en Venecia y en Nápoles.
Se trata, evidentemente, de ejemplares de lujo, destinados al uso
privado de personajes cultivados y socialmente eminentes y a la
conservación en las bibliotecas nobiliarias o principescas.
A veces estos pequeños manuscritos, muy ricamente iluminados,
contienen también textos poéticos vulgares; pero, cuando esto
sucede, se trata siempre de un tipo particular o, mejor, único de
texto: es decir, de las Rimas y/o de los Triunfos de Petrarca. Desde
este punto de vista parece ejemplar en Italia la producción de dos de
los más grandes calígrafos del Renacimiento: el florentino Antonio
Sinibaldi, que ya ha sido mencionado, y el veneciano Bartolomeo
Sanvito. Los dos copian muchos manuscritos que contienen textos
clásicos, de los cuales varios en un formato muy pequeño; Sanvito, en
particular, copia también unas deliciosas colecciones epigráficas. Los
dos copian igualmente pequeños libros de horas; esto tiene una gran
importancia, pues el libro de horas representó durante mucho tiempo
en la Europa de finales de la Edad Media y del renacimiento el primer
y único ejemplo de libro manuscrito de pequeño formato. Uno y otro,
por último, escriben un único tipo de texto vulgar: las obras poéticas
de Petrarca y siempre en manuscritos de pequeño formato.
Si se extendiera la investigación a los manuscritos de lujo de las
obras de Petrarca, producidos en Italia a finales del siglo XV, se vería
que el fenómeno no afecta sólo a los dos copistas recién
mencionados. En efecto, entre los años sesenta del siglo XV y el
fatídico año secular de 1500, hay muchos “petrarquinos” de lujo
producidos por copistas anónimos en las más importantes ciudades
de Italia, y todos se parecen: el mismo formato, la misma
impaginación y los mismos ornamentos. ¿Qué hay detrás de este
fenómeno? Muchos factores de diferente origen; quizá la influencia,
lejana sin duda, pero siempre viva, de los venerables autógrafos del
mismo Petrarca; desde luego, la influencia del libro de lectura
cotidiana más extendido entre los laicos: el libro de horas; pero
también el nacimiento de una nueva manera de leer, favorecida por
la difusión del libro impreso, y que trasladaba la operación de lectura
de sus escasos y solemnes lugares establecidos de antes (el taller, la
biblioteca, la celda), (100) a los lugares y a los hábitos más comunes
y frecuentes de la vida cotidiana; una manera de leer típica de una
sociedad cultivada, pero no profesionalmente literaria, que a
continuación habría aprendido a amar el texto libre de comentarios,
la elegancia y la legibilidad inmediata de los caracteres, el formato
manejable: una sociedad al mismo tiempo burguesa y bilingüe.

En un lapso de poco más de un mes y medio, entre finales de


septiembre y noviembre de 1494, morían en Florencia Angelo
Poliziano y Pico della Mirandola y comenzaban a dispersarse sus dos
colecciones de libros, que, por razones opuestas, habían representado
admirablemente la fase de transformación de la biblioteca privada del
modelo de la edad Media al modelo moderno, del tesoro de los
manuscritos a la colección de libros impresos. La biblioteca de
Giovani Pico della Mirandola era una de las más importantes de su
época, entre las privadas; a su muerte contaba con 1190 volúmenes,
de los cuales unos 500 impresos; pero su característica no consistía
tanto en la cantidad de libros como en la gran variedad de intereses
que estaban representados, reflejados también en la pluralidad de
lenguas y de culturas. Si bien los volúmenes en latín constituían la
gran mayoría (unos 900 ejemplares), era remarcable también la
presencia de textos en griego (unos 160) y significativa la de 70
manuscritos hebreos, de manuscritos árabes y de algunos
manuscritos arameos; en comparación, los volúmenes con textos en
lengua italiana (entre los que se destacan Dante, Cecco d’Ascoli y
Giacomo da Varazze) o en lengua francesa son muy escasos. Dejando
de lado el interés particular del propietario por la filosofía y las
ciencias ocultas y naturales, el conjunto de los textos en latín daba un
cuadro suficientemente completo no sólo del repertorio literario
clásico y humanista de su tiempo, sino también de la gran tradición
escolástica de finales de la Edad Media.
La aspiración de Pico era evidentemente poseer una biblioteca total,
un “thesaurus” de la cultura escrita en los límites del universo
conocido; y, desde luego, no es casual que entre sus libros se
encuentra una copia del inventario de la biblioteca de Sixto IV y una
copia del de la Urbino, es decir, de dos de las más importantes
“bibliotecas de Estado” de la Italia contemporánea. Si se cree una
anécdota contada por Pietro Crinito, Pico, alabado un día por su
talento por Poliziano y otros, sostuvo que no había que exaltar tanto
sus cualidades naturales, sino más bien el estudio intensivo y lo que
él denominaba “supellectilem nostram”, es decir, los libros de su
biblioteca; una (101) biblioteca que Crinito definía como rica,
sumamente abastecida y en la que había un gran número de libros de
todo tipo.
Parece, pues, que Pico, por su parte, pensaba que el estudio podía
realizarse a través de un solo medio, el libro, y un solo método, la
lectura; y que, en consecuencia, separaba el proceso formativo el
elemento oral, que, sin embargo, había jugado un papel importante
en la educación cultivada de la Edad Media, y también la práctica
escrita, que había sido una parte integrante de esta educación. La
concepción general de la cultura escrita que Pico se había formado en
la obsesiva relación con su biblioteca acababa proponiendo en
términos nuevos los modos mismos de la lectura y la relación entre el
libro y el lector; y eran unos modos y unas relaciones mucho más
libres y más complejos que los que se habían supuesto por el
esquema, antiguo pero aún muy vivo en la realidad contemporánea,
de la biblioteca pública con los libros encadenados; unos modos y
unas relaciones típicos de una nueva realidad cultural modificada
rápida y profundamente por la irrupción del libro impreso, su rápida
difusión y su invasora realidad cuantitativa.
Angelo Poliziano no solo era admirador y un amigo fiel de Giovanni
Pico, sino también un asiduo usuario de su biblioteca; y estaba
estrechamente ligado a él, aunque Pico tenía una conciencia muy
viva del profesionalismo filosófico y literario de Poliziano y le oponía,
en un impulso de falsa modestia, su propio diletantismo. Pero, que la
biblioteca de Pico podía parecer, en su imponente carácter orgánico,
la biblioteca de un profesional de los estudios filosóficos, la de
Poliziano tenía una consistencia y un aspecto del todo distintos. En
efecto, se trataba de una “pequeña y pobre biblioteca”, de la cual,
después de su inmediata dispersión, hoy sobreviven menos de 60
obras, entre manuscritos, incunables, autógrafos y misceláneas
literarias.
Tanto más fuerte aparece, pues, para la posteridad la disparidad
entre la pequeña colección de libros del genial hombre de letras y la
enorme cantidad de las lecturas de las que, con una disciplina asidua,
se había nutrido su “eruditio interior atque politor”, según una
expresión de Filippo Beroaldo. Se trataba de una disparidad colmada
por la práctica del trabajo ejercido no en un despacho confortable,
sino en las bibliotecas públicas de Florencia, en las colecciones
privadas de los Medici y de su amigo Pico, en las bibliotecas de Roma
y de otras ciudades de Italia; y gracias también a los préstamos que
se le concedían generosamente. Se trataba de una disparidad y de
una práctica de trabajo que tenían un punto de encuentro y de
mediación en la filología enteramente formal de Poliziano, (102) que
lo llevaba a privilegiar naturalmente la relación verbal con el texto,
más que la relación física con el libro, y a poner en un mismo plano el
uso de un manuscrito o el de un libro impreso. Se trataba también de
una disparidad y unas prácticas que son siempre típicas de los
hábitos de trabajo de los doctos pobres, pero que, en la experiencia
de Poliziano, debían tomar el aspecto de un rechazo personal de los
elementos rituales de la función profesoral, de la cual era una parte
esencial la posesión de muchos libros; disparidad y práctica marcadas
igualmente por este sentido de trágica precariedad que ejerció su
influencia en todos los momentos de su breve existencia,
condicionando también su manera de estudiar y de leer.
Desde luego, ésta era concebida por el filólogo de los Médicis desde
una perspectiva totalmente hedonista de los hechos de la vida, donde
la lectura se situaba sencillamente al lado de otras y diferentes
actitudes del cuerpo y del espíritu, casi como una consecuencia y una
premisa; como él mismo explicaba en una carta en lengua vulgar
dirigida a Clarice de Médicis: “Una vez llegados a San Miniato, ayer
por la noche, nos pusimos a leer un poco de san Agustín. Y esta
lectura se resolvió al fin en hacer música y en guiar y desasnar a un
aprendiz de bailarín que hay aquí”. Si se compara una de estas citas
con los elementos y las impresiones extraídas de las vicisitudes
humanas y culturales de Poliziano, aún vivas en sus autógrafos, sus
cartas y sus obras, se puede decir que con su experiencia de lectura
global, exenta de limitaciones ideológicas, de coacciones rituales y de
reglas fijas, superó las viejas expresiones de la aculturación del libro;
en efecto, al inventar nuevas y más libres relaciones con los textos
escritos y un nuevo estatuto de lectura docta, negaba en los hechos
el valor simbólico de la posesión de libros.
En realidad, a finales del siglo XV, algunos factores más generales de
renovación convergían para conferir a los nuevos textos, entre los
que estaban aquéllos en lengua vulgar, el derecho a la conservación
de larga duración y a la consagración bibliotecaria, que hasta
entonces se les había negado; al lado de la experiencia “libraria” de
un Pico y de un Poliziano, que anticipaba los desarrollos y los
progresos futuros, se produjeron, por una parte, la presión de una
industria del libro naciente y en busca de nuevos mercados, y, por la
otra, el comienzo de un proceso ininterrumpido de canonización de la
lengua escrita italiana. El efecto de estas tendencias en la práctica y
también en la teoría de la conservación de los libros se percibió
mucho más tarde, pero no se puede negar que el inicio de la
transformación que volvió las bibliotecas de la segunda mitad del
siglo XVI muy diferentes de las del siglo precedente se sitúa en el
breve (103) espacio de tiempo comprendido entre las experiencias de
Pico y de Poliziano, que vio cambiar al libro mismo, antes que los
lugares de su conservación.
Como se ha visto, fue precisamente a finales del siglo XV cuando,
gracias a algunos de los escribas y artesanos del libro más geniales y
refinados que Europa haya jamás conocido, nació el pequeño libro
para tener a mano, nuevo en cuanto al formato, a la impaginación, al
empleo del texto (para leer, no para estudiar) y, en consecuencia, en
cuanto al papel, pero que sigue siendo sencillamente “cortesano” y
de elite, como si fiera manuscrito; es decir, hasta el momento en que,
a principios del siglo XVI (1501), Aldo Manuzio tuviera la intuición de
que tenía un valor potencial de mercancía de masas y lo convirtiera
en un producto de gran difusión: sus “libelli portatiles in forman
enchiridii”.
La colección de pequeños libros de bolsillo inaugurada por Aldo, en
1501, bajo la dirección de Pietro Bembo, contenía libros latinos,
griegos e italianos. Hay que decir, pues, que exactamente en el
momento en que iba a ceder su puesto a la imprenta el libro
manuscrito se reveló aún capaz de renovar tipos, expresiones y
funciones de la producción y del disfrute intelectuales, y de mantener
y de transmitir al naciente proceso industrial una relación fecunda
con el público. (104).

Common questions

Con tecnología de IA

Giovanni Pico della Mirandola consideraba que su biblioteca no solo servía como una colección de libros, sino como un recurso fundamental para su formación intelectual. Valoraba el estudio intensivo y los libros de su biblioteca, separando el proceso formativo de los elementos orales y escritos tradicionales de la Edad Media. Pico proponía un nuevo modelo de lectura más libre y complejo, enfatizando el papel del libro como el núcleo del aprendizaje. Este enfoque reflejaba una transición hacia una cultura escrita más moderna, que integraba la riqueza de textos de diversas culturas y lenguas .

Los hábitos de lectura de Angelo Poliziano jugaron un papel crucial en su erudición, caracterizados por un enfoque hedonista hacia el aprendizaje, en contraposición a la sistematización de la biblioteca de Pico. Poliziano prefería las bibliotecas públicas y las colecciones privadas de amigos para acceder a los textos, dependiendo de préstamos y aprovechando su entorno cultural. Mientras que Pico valoraba la posesión de libros como un medio de estudio intensivo, Poliziano priorizaba la relación verbal e informal con los textos, reflejando una perspectiva más flexible y práctica hacia el conocimiento .

La biblioteca de Pico della Mirandola representó un avance hacia la concepción moderna de las bibliotecas durante el Renacimiento. Su colección, diversa en lenguas y culturas, reflejó la aspiración de una 'biblioteca total' o 'thesaurus' de la cultura escrita. Este enfoque anticipó la futura transformación de las bibliotecas en recursos más inclusivos y extensos, que ya no se limitaban a las colecciones de manuscritos encadenados. Pico enfatizaba un nuevo estatuto de lectura que favorecía la interacción más libre y personal con los textos, un concepto adelantado para su tiempo y que promovió un modelo bibliotecario más amplio y accesible .

Niccolò Niccoli, junto con Poggio Bracciolini, impulsó un cambio fundamental en la producción de libros en Florencia mediante la adopción de la minúscula carolingia como técnica de escritura. Esta técnica, combinada con la innovadora forma de fabricación y distribución de libros, permitió una conexión más libre y estética con el texto, alejándose del formato pesado y mecánico previo. Este cambio permitió que el libro se convirtiera en un vehículo de escritura y lectura refinado y reproducible, marcando la pauta para futuros desarrollos en toda Italia .

La propuesta de Petrarca de crear libritos manejables con una sola mano marcó un cambio significativo en la tipología del libro del Renacimiento. Sus críticas a la escritura gótica establecieron un nuevo estándar gráfico que fue imitado por generaciones posteriores. Aunque sus ideas no fueron fácilmente adoptadas en su tiempo, influyeron en la producción de libros a finales del siglo XV, adaptándose a la demanda de un público más sofisticado y diversificado. Este público exigía libros más personales y estilizados, lo que promovió una evolución gradual en los sistemas de producción y tipografía .

La producción de libros en Italia sufrió cambios estructurales significativos cuando los libreros-papeleros y copistas comenzaron a operar fuera de las universidades, estableciéndose en capitales culturales como Florencia y Roma. Este cambio permitió una distribución más efectivamente alineada con las demandas de los mecenas y un público urbano creciente. La reorganización contribuyó a que el libro se convirtiera en un objeto de lujo y prestigio, favorecido por el mecenazgo de la gran burguesía y las cortes. Este sistema promovía una oferta más personalizada y estilizada, diferenciándose de los libros académicos tradicionales .

El desarrollo del libro impreso revolucionó la percepción del libro como objeto, ampliando significativamente su papel en la difusión del conocimiento. Reduciendo costos y aumentando la accesibilidad, los libros impresos transformaron las prácticas de lectura, facilitando un acceso más democratizado a la cultura escrita. La rápida producción y distribución de textos impresos promovió una literatura más estandarizada y favoreció la canonización de la lengua escrita, influyendo de manera profunda en las bibliotecas y en la educación. Este cambio estructural permitió una interacción más constante y libre con los textos, desplazando gradualmente los modelos de bibliotecas medievales de manuscritos .

Las escrituras expuestas eran utilizadas por los nobles y las élites para enunciar su dominio y producir adhesión. A través de estos instrumentos de escritura eran capaces de manifestar su autoridad y status social, mientras que los sectores más débiles las usaban para declarar su existencia y dignidad. Este fenómeno, tal como lo describe Armando Petrucci, proporciona claridad sobre la historia de las formas de ejercicio del poder y las diferencias socioculturales .

La práctica de la filología formal influyó en la relación de Poliziano con los textos escritos, llevando a privilegiar la interacción directa con el contenido textual sobre la posesión material de los libros. Poliziano manejaba los textos con flexibilidad y aplicaba un enfoque hedonista al aprendizaje, destacando la importancia del contenido intelectual por encima de las normas tradicionales de acumulación bibliográfica. Esto permitió que Poliziano desarrollara una erudición rica, nutrida en gran medida por su acceso práctico y fluido a múltiples fuentes textuales, reflejando un entendimiento más moderno de la interacción entre lector y texto .

La nueva técnica de escritura adoptada por los escribas florentinos, basada en la minúscula carolingia, contribuyó significativamente a la evolución del libro durante el Renacimiento. Esta técnica permitía una escritura más clara y menos restringida, facilitando la lectura y distanciándose de la labor repetitiva del copista. Gracias a esta revolución técnica, el formato de los libros se rejuveneció, creando una nueva experiencia de lectura más accesible y personal, que reflejaba las exigencias cambiantes del público culto y las necesidades de las nuevas bibliotecas urbanas y cortesanas .

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