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HP-4 Keith Luger (1970), El Vengador

Oeste del gran escritor Keith Luger

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En la población de Silvertown (Arizona) el humilde ranchero Robert

Wynn está a punto de ser ahorcado por asesinato después de un


juicio amañado. Todas las pruebas parecen estar en su contra hasta
que aparece un misterioso forastero llamado Larry Mason.
Keith Luger

El vengador
Bolsilibros - Héroes de la pradera - 004

ePub r1.0
Titivillus 21-06-2019
Keith Luger, 1970

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
PRÓLOGO

—¿Te das cuenta, Paul? —dijo con vehemencia Dan Gardner a Paul
Benny, su compañero de aventura—. ¡Tenemos oro para comprar
medio Kansas!
—No tanto… —replicó Benny, con voz que parecía ausente,
mientras contemplaba el cabrilleo de los últimos rayos del sol sobre
los riscos.
—¡Al diablo contigo! ¿Qué quieres?
Benny volvió la cabeza, miró irónicamente a Gardner y comentó:
—El oro sería condenadamente bueno si no fuésemos tres a repartir.
—¡Ah! ¿Es eso? ¡Hay diez mil para cada uno! ¿No crees que sea un
bocado apetitoso?
—Treinta mil es una fortuna.
—¡También lo es diez mil!
Benny sonrió a su amigo, y tornó a fijar sus pupilas en el paisaje.
Gardner tosió, escupió un par de veces y luego declaró:
—Lo que es para mí, tengo bastante. No sé lo que harás tú o lo que
hará Jack, pero yo veo mi porvenir con claridad. Regresaré a mi
pueblo, ¿entiendes? Todas las noches sueño con ello. Entraré en
Baklahova con un flamante traje y montando un potro de la mejor
estampa. La gente se detendrá mirándome primero con extrañeza y
luego con estupor. ¿Y sabes lo que pasará?
Gardner hizo una pausa, como tratando de saborear el instante que
reflejaba su imaginación.
—No, no lo sé —contestó Benny, dejando resbalar la mirada por el
borde del precipicio que se abría a unas veinte yardas.
—Pues me apuntarán con el dedo y dirán: «¡Pero si es Dan Gardner!
¡Es Dan Gardner!». Y la noticia correrá de boca en boca y en menos
tiempo del que utilizaba Pianola Jos, el mayor borracho que he
conocido, en acabar con un cuartillo de whisky, tendré a mi
alrededor a todo Baklahova saludándome, apretándome las manos,
pegándome palmadas y convidándome a beber… ¡Eso es lo que
pasará!
—Es un bonito sueño —convino Paul.
—Y cuando sepan que llevo una buena bolsa, querrán que forme
parte del Consejo Municipal, y hasta es posible que me nombren
hijo predilecto de Baklahova, con sólo que haga cualquier cosa en
favor de la ciudad. ¿Qué te parece una biblioteca? A la gente le
gusta leer, digo yo.
—No es mala idea.
—Me alegro de que te guste, Paul. Yo siempre he dicho que si
hubiera tenido una cultura, seguramente me hubiesen ido mejor los
negocios. Aprendí a leer a los treinta años y entonces pensé que ya
no necesitaba saber las cosas de los libros para tirar adelante, pero
ahora comprendo que estaba equivocado. Uno puede adquirir una
cultura a cualquier edad y sacar provecho de ella. Por eso se me ha
ocurrido lo de la biblioteca pública. En Baklahova no hay ninguna,
y se pondrán contentos cuando les suelte la noticia de que van a
poder presumir de una. En todo el condado será la primera y eso
creo yo que da categoría, ¿no te parece?
—Seguro, Dan.
Gardner inspiró profundamente. Estaba satisfecho. Su amigo Paul
daba la aprobación a la idea que llevaba rumiando desde hacía
varios días. Había sentido temor de que a Paul le pareciese mal o
ridiculizase su plan.
—¿Y Jack? —preguntó Benny.
—Se marchó con el pequeño al bosque. Jack le prometió una
ardilla.
—¿Hace mucho?
—Cosa de una hora.
Transcurrió un minuto. Gardner sacó una bolsa de tabaco, armaron
cigarrillos y encendieron amparando la llama del fósforo detrás de
una roca.
Se mantuvieron en silencio hasta que, de pronto, Paul exclamó:
—¿Qué es aquello?
Dan miró al amigo, interrogando:
—¿Qué?
—Allí, por el borde del tajo, se ha metido en la grieta… Creo que es
una serpiente…
Benny señalaba con el dedo índice.
—¿Sí? —dijo Gardner, al tiempo que desenfundaba el revólver—.
No me son simpáticos esos bichos. Me gustará volarle la cabeza.
Echó a andar bajo la mirada de Benny. Éste dio una chupada al
cigarrillo, y después lo tiró al suelo, aplastándolo con la bota.
Gardner pateó la grieta, esperando ver surgir de ella a la serpiente.
—Puede que el interior esté removido aquí —opinó— y entonces no
volverá a salir por aquí.
En ese instante, un violento empujón lo lanzó hacia el abismo. El
instinto de conservación le hizo revolverse hacia quien lo asesinaba,
y durante una décima de segundo pudo contemplar el rostro de su
amigo Paul Benny. Vio unos labios contraídos, unos ojos que
fulguraban odiosamente y una nariz que palpitaba como el vientre
de un sapo. Luego sintió que unos brazos invisibles lo atraían con
fuerza poderosa hacia abajo y empezó a caer, a caer.
Benny oyó un aullido, y después un golpe seco. Se humedeció los
labios con la lengua, y se asomó al precipicio. Allá al fondo, vio el
cuerpo exánime de Gardner. Sus brazos y piernas estaban abiertos,
y la cabeza aparecía grotescamente doblada. En la frente tenía una
mancha rojiza y pardusca. Parecía un muñeco de trapo.
Observó que continuaba con el revólver en la mano y no le gustó.
Bajó, sosteniéndose en las hendeduras de las rocas y en las raíces
que salían a flor de tierra.
Al llegar junto al cadáver, tuvo miedo, porque los ojos abiertos e
inmóviles de Gardner parecieron maldecirle. Pensó no mirarlos más.
Se agachó, y se dio cuenta de que los dedos sin vida estaban
agarrotados sobre la culata del «Colt». Le costó no poco trabajo
desarmarlo. Después, le enfundó la pistola.
La sangre había saltado a las piedras cercanas. Sangre y algo de
color terroso. Masa encefálica.
Benny se dijo que nunca había sentido tanta necesidad de un trago
de whisky. Debía darse prisa. En el campamento tenía una botella.
Subió, y quince minutos más tarde bebía ansiosamente el licor,
junto al carromato.
El sol había terminado de ponerse, y la noche se iba tragando poco
a poco los objetos.
Oyó la risa alegre del hijo de Jack y la voz de éste, y poco después
llegaron a su lado.
Jack llevaba una ardilla en los brazos, atada por las patas, y el
chiquillo no apartaba los chispeantes y regocijados ojos de ella.
—¿Qué tal, Paul? —saludó Jack, al llegar.
Benny miró a su socio durante unos segundos, y finalmente, empinó
de nuevo la botella.
El niño palmeó feliz.
—¿Has visto, tío Benny? —gorjeó—. Mi padre ha conseguido una
mascota.
Paul depositó la mirada en el pequeño. Jack percibió algo raro en la
atmósfera, y preguntó:
—¿Ocurre algo?
—Será mejor que el chico se acueste.
Hubo un silencio. Los dos hombres se quedaron mirando. En la
frente de Jack apareció una arruga.
—Métete en el carro, Jimmy —dijo.
—¿Por qué, padre? Quiero ver cómo duerme la ardilla.
—Ya habrá tiempo. Obedece, Jimmy.
El rostro del niño mostró una sombra de decepción y subió al
vehículo.
Benny se alejó sin soltar la botella y Jack fue detrás de él. Se
detuvieron junto a un álamo.
—Está bien —rezongó Jack—. ¿De qué se trata?
—Es Dan. —Benny miró a su amigo, y parpadeó—. Ha muerto.
Jack arrugó la nariz y entrecerró los ojos.
—¿Qué dices? ¡Muerto! ¡No es posible!
—Yo tampoco lo puedo creer. Subimos arriba. Me dijo que lo
acompañase. Ya sabes que le encantaban las puestas de sol. Y
luego…
—¿Qué? ¿Cómo fue?
—Estábamos charlando. Me contaba lo que pensaba hacer con su
parte. Se acercó al borde del precipicio. No me di cuenta de lo que
hacía. Era infantil en sus menores actos. Quizá para arrojar una
piedra y ver cómo llegaba al fondo. De pronto… resbaló y
desapareció… ¡Ha sido horrible! Cuando caía lanzó un grito. ¡Se me
eriza el vello al recordarlo!
Los ojos de Jack se nublaron. Transcurrió un minuto antes de que
acertase a decir:
—Gardner… Dan Gardner… No he conocido un hombre más bueno.
—Yo tampoco —murmuró Benny. Y bebió una vez más.
—¿Dónde está? —preguntó Jack, con voz ronca.
—En el barranco. No lo he movido. Ocurrió hace una hora. Me vine
aquí a esperarte. Hay cosas que se hacen mejor entre dos.
—Vamos —dijo Jack.
—¿No bebes? Te hará falta.
Jack negó con la cabeza. Cogieron un pico y una pala, y fueron al
lugar donde se encontraba el cadáver.
—Lo subiremos a la cumbre de la colina —decidió Jack, mientras
cerraba los párpados de Dan.
—¿Por qué? Éste es un buen sitio para enterrarlo.
—Desde allí podrá ver todas las puestas de sol. Estoy seguro de que
nos lo agradecerá.
La botella resbaló de la mano de Benny y se hizo añicos al chocar
con una piedra. La tierra embebió el whisky.
—Ayúdame —pidió Jack—. Cógelo de las piernas.
Paul se echó a temblar y tuvo que hacer un gran esfuerzo para
vencer la extraña sensación que se había apoderado de él.
Tardaron media hora en llegar a lo alto del monte. Jack cavó y Paul
sacó la tierra. Antes de depositar el cadáver en la fosa, Jack rezó
una corta oración. Mientras tanto, la trente de Benny transpiraba
gruesas gotas de sudor.
Había cerrado la noche cuando lo enterraron.
Jack cogió dos leños secos, e hizo con ellos una tosca cruz que clavó
en la cabecera de la tumba.
Al día siguiente, los dos buscadores de oro fueron a la orilla del río,
y empezaron a trabajar en las bateas. Durante una hora no hablaron
más que lo necesario. A mediodía llegó el hijo de Jack con la
comida.
El niño, después de comer, se marchó a jugar por las inmediaciones.
Mientras fumaban, opinó Benny:
—Creo que hemos sacado todo el oro de esta parte del río.
—Podemos seguir ascendiendo —contestó Jack.
—Es mejor que nos marchemos. Pronto empezarán las lluvias y aquí
lo pasaremos mal. Después de todo, ahora tocamos a más.
Jack miró a su socio y preguntó:
—¿Te refieres a la parte de Gardner?
—Son cinco mil para cada uno.
—No tenemos derecho a ella.
Los labios de Paul dibujaron una mueca.
—¿Qué quieres decir con eso de que no tenemos derecho?
Formamos una sociedad para esta aventura, ¿no? Cuando uno de los
socios muere, sus beneficios se reparten entre los que quedan.
—No ocurre exactamente eso cuando el que fallece tiene herederos.
Gardner estaba casado, tú lo sabes.
—Pero se separó de su mujer.
—No legalmente. Tuvieron una pelea y él entonces se marchó de
Baklahova. Si deseaba que lo nuestro tuviera éxito, era para poder
regresar allá.
—¿Y qué? —rezongó Benny—. Su esposa no sabe nada. Hasta puede
que se haya olvidado de él y esté con otro.
—No debes hablar así. Y aun cuando hubiese ocurrido como tú
dices, a nosotros no nos importa. La parte de Gardner corresponde a
su viuda.
Benny entrecerró los ojos, observando fijamente a su compañero.
—¿Hablas en serio, Jack?
—Puedes jurar que sí.
—Baklahova queda muy lejos de mi ruta. Tú tendrías que entregar
la parte de Dan a su viuda.
—Mi camino tampoco pasa por allí, pero iré a Baklahova aunque
tenga que perder dos semanas.
Benny soltó una carcajada y Jack lo miró con sorpresa.
—¿Qué te pasa ahora, Paul?
—Tiene gracia…, mucha gracia…
—¿Dónde está el chiste?
—No había caído. Tú me convences para entregar los beneficios de
Gardner a su esposa, doy mi consentimiento, nos despedimos… y te
encuentras con el doble de lo que te corresponde. Es una bonita
faena.
Jack palideció hasta la raíz de los cabellos.
—Eres un canalla, Paul —dijo roncamente.
Benny dejó de reír bruscamente.
—Está bien, Jack. Yo iré a Baklahova y haré esa visita a la viuda de
Dan.
—Sé perfectamente que no la harías. Te ciega el oro. Lo vi el día
que hicimos el primer lavado de arena. Te pusiste como loco. No
eras, ni has sido desde entonces, el Paul Benny que Gardner y yo
conocimos en Dodge City. Para ti no existe más que el metal. Se
acabó el afecto, la amistad y el recuerdo del juramento que hicimos
antes de iniciar el viaje. Serías capaz de todo por un puñado de oro.
Benny apretó los dientes, murmurando:
—¿Quieres decir que yo maté a Dan?
—No he dicho eso. Pero su parte es sagrada y no permitiré que la
toques.
Hubo un silencio, mientras los dos hombres se miraban cara a cara.
Finalmente, Benny rió de nuevo y dijo:
—No hay por qué pelear. Estoy de acuerdo. La viuda de Gardner
gana.
Jack asintió con la cabeza, y repuso:
—Nos iremos mañana. Será mejor que volvamos al campamento
para preparar la marcha.
Volvió la espalda a Benny, y se acercó a la orilla del río, donde
estaba su batea. Se agachó para recogerla y cuando se enderezó oyó
un estampido, y algo como una aguja al rojo vivo le penetró por la
espalda, quemándole la carne. Giró sobre sus talones haciendo un
esfuerzo para no caer, al tiempo que llevaba su mano derecha a la
funda que sostenía el revólver.
Entonces vio a Benny que reía con la pistola humeante.
—¡Habrá una sola parte, Jack! —le gritó. Y disparó de nuevo.
Jack sintió que el proyectil le quitaba la vida, y su mente se anegó
en la nada antes de desplomarse.
Benny dio unos pasos y se acercó a su socio, comprobando que
había muerto. La segunda bala estaba alojada cerca del corazón.
—¡Padre!
La exclamación, un alarido de angustia, sobrecogió al asesino.
Vio al hijo de Jack a unas treinta yardas, subido a una alta roca que
había a la otra margen del río.
—¡Ven, Jimmy! —le gritó.
El pequeño estaba inmóvil como una estatua, y sus ojos
permanecían fijos en el cadáver de Jack.
—¡Jimmy! —chilló otra vez—. ¡Ven! ¡Tu padre ha sufrido un
accidente!
El niño levantó la cabeza y miró a Paul.
—¡Tú lo has matado, Benny! ¡Tú!
Era la primera vez en mucho tiempo que no lo llamaba «tío Benny».
Tragó saliva y vociferó:
—¡Te digo que vengas!
—¡Has matado a mi padre! ¡Eres un criminal! ¡Te ahorcarán por
eso!
Benny levantó el revólver para disparar, pero en ese instante el
chiquillo saltó de la roca y se guareció tras ella.
—Conque lo has visto, ¿eh, Jimmy?
No hubo respuesta, y Paul se puso en movimiento.
Cuando llegó al lugar donde se había escondido el hijo de Jack, lo
encontró vacío.
La rabia le invadió de nuevo.
—¡Jimmy! ¡Jimmy!
Oyó que una piedra caía por la ladera cercana, y al volver la cabeza
vio al niño saltando por entre las peñas. Hizo fuego y la bala silbó
por encima de la cabeza de Jimmy. Después, volvió a desaparecer.
Benny echó a correr en persecución del fugitivo. Le daría alcance
antes de que lograra subir a la cumbre.
Empezó a ascender. De cuando en cuando pasaban a su lado las
piedras que Jimmy hacía rodar con sus pies. Era una buena pista.
No podría escapársele.
Lo vio fugazmente junto a una piedra negra, respirando
fatigosamente, y disparó. Soltó una maldición porque falló de nuevo
la puntería.
Cuando llegase a lo alto estaría en posición de no marrar. Jimmy
tendría que bajar por la otra ladera y podría disparar sobre él hasta
sentado sin temor a desperdiciar un solo proyectil.
Por fin pisó la cumbre, y vio al chiquillo corretear
desesperadamente hacia un bosque de álamos.
Rió entre jadeos. Desde aquella altura, Jimmy parecía un conejo. Le
colocaría una bala en la nuca, dejándolo tieso a mitad de camino.
Treinta mil dólares era un buen precio para pagar tres vidas.
Benny dio unos pasos rápidos, siguiendo la carrera del niño con el
punto de mira de su revólver.
De pronto algo se agarró a su bota derecha, y le pareció que tiraba
de él con fuerza. Perdió el equilibrio y cayó de bruces, golpeándose
la sien con una piedra. Centenares de lucecitas se desparramaron
por su cerebro.
Estuvo inconsciente durante varios minutos. Cuando se levantó, de
su boca brotó una maldición.
Allá abajo no había nadie. Jimmy había logrado llegar al bosque.
Podía estar horas y horas o días buscándolo, y quizá no lo
encontrase.
Pensó que al fin y al cabo, aquélla era una región salvaje. ¿Qué
podía hacer un niño apartado por centenares de millas del primer
lugar civilizado? Moriría de hambre.
Sí, era lo mismo que si lo hubiera matado. Eso le hizo recordar que
algo en que tropezó le había impedido hacer fuego.
Se volvió y un estremecimiento le sacudió la espina dorsal.
La cruz de la tumba de Dan Gardner estaba doblada y los
sarmentosos leños eran como dos brazos que emergían de la tierra.
CAPÍTULO PRIMERO

Elías Sumter pidió un nuevo whisky y lo bebió de un trago. Luego


se dirigió a Bill Rainer y aseguró:
—Lo que pasa es que por aquí no queda nadie con agallas. Wynn es
incapaz de haber matado a Thompson. ¿Qué ganaba con ello?
—¿Y me lo dices a mí? ¡Lo sé mejor que tú! Le han hecho una
encerrona. Una sucia y vulgar encerrona. ¿Cómo se puede defender
un hombre honrado contra estas alimañas?
—¡Cuidado, Elías! Yo en tu lugar no hablaría así, te pueden oír.
Mientras Bill hacía la advertencia, su mirada recorría el local
abarrotado de parroquianos.
Ambos bebían acodados al mostrador.
—Míralos —siguió diciendo Sumter—, parecen una bandada de
cuervos antes de arrojarse sobre un cadáver.
—Ninguno quiere perderse el juicio de Wynn. ¡Y vaya juicio!
Un hombre de cara pecosa empujó los batientes de la entrada, e
irrumpió en el local exclamando:
—¡Eh, muchachos! ¡Va a empezar la fiesta!
Se produjo un rugido unánime, y al instante casi todos los clientes
quisieron abandonar el local. Gritaron y se atropellaron, luchando
por salir cuanto antes.
—¿Vamos, Bill? —invitó Sumter.
—Sí, quiero estar presente para contárselo a mis hijos.
Rainer giró sobre sus talones demasiado de prisa, y tropezó con las
botas del hombre que tenía a su izquierda. Éste se volvió y
preguntó:
—¿Ha estallado la guerra?
Bill y Elías se dieron cuenta de que era un forastero. No lo habían
visto nunca antes de ahora. Aparentaba unos treinta años, y era
largo como una escoba. Su rostro moreno, curtido por el viento y el
sol, parecía esculpido en granito. Poseía unos ojos profundamente
negros, que se clavaban como saetas en donde miraban. Su camisa
negra estaba sucia, y llevaba al cuello un pañuelo rojo deshilachado
por los bordes.
—No, no es la guerra —contestó Bill. Y se alejó del mostrador,
seguido por Elías.
Ya en la calle, dijo el segundo:
—¿Te has fijado, Bill?
—Sí, un pistolero más al servicio de Allighan.
—¿Quién será? Oí decir que Pete Chamber venía a Silvertown.
—Vi una vez a Chamber. Fue hace tres años, en Jackson City. Es
más bajo que ese tipo del saloon.
La gente corría por la calle, en dirección al edificio de ladrillo que
ocupaba el tribunal de justicia de la ciudad.
Cuando los dos amigos llegaron ante la puerta, hubieron de esperar
durante quince minutos para entrar.
La sala era bastante amplia, pero daba la impresión de que sus
paredes iban a estallar de un momento a otro.
El fiscal Howard interrogaba al hombre que se sentaba en un sillón,
bajo el estrado del juez Puchkin.
—Entonces, señor Wynn, ¿continúa negando ser el autor del
asesinato de Wallace Thompson?
Robert Wynn había cumplido los veinticinco años y era rubio, de
ojos verdes que denotaban un gran nerviosismo.
—¡Ya he respondido cien veces! ¡No he matado a Thompson! —Y
luego añadió, con un gesto de asco—: ¡Usted lo sabe perfectamente,
fiscal!
El juez golpeó su mesa con un martillo de madera, gritando:
—¡No toleraré que insulte al señor fiscal, acusado!
Wynn se puso en pie de un salto, mirando a Puchkin.
—¡Y usted también sabe que soy inocente, juez!
Algunos de entre el público rieron regocijadamente.
—¡Le impongo una multa de cinco dólares por insolentarse con este
tribunal! —chilló Puchkin, rojo de ira, sin dejar de golpear con el
martillo.
—¿Sí? ¿Y quién la va a pagar? —replicó sardónicamente Wynn.
—¡Diez dólares!
Un hombre de unos cincuenta años con cara de perro dogo, se
levantó de una silla y dijo:
—Ruego a Su Señoría perdone a mi defendido. Él se da cuenta de la
monstruosidad cometida y tiene los nervios rotos.
Wynn miró con ojos relampagueantes al abogado.
—¿Cómo se atreve a decir eso, Carrigan? Es usted tan fullero como
ellos. Así que… ¡ésa es su defensa!
—¡Silencio! —bramó el juez—. ¡Y escuche esto, acusado! Si vuelve
a interrumpir el curso legal de este juicio, lo haré encerrar y
continuaremos sin su presencia. ¡Ya está advertido!
Wynn se pasó una mano por el cabello y volvió a sentarse.
El fiscal, sonriendo, dio las gracias al juez con la mirada. Después se
dirigió al procesado.
—¿Está usted dispuesto a contestar a mis preguntas señor Wynn?
—Creo que no tengo dónde elegir. Puede empezar cuando quiera.
—¿Qué hizo usted la tarde en que Thompson fue asesinado?
Wynn se hundió en el sillón y miró al techo como si su respuesta, a
fuer de repetirla, la supiese ya de memoria.
—Comí a las doce en mi casa. Frijoles, tocino y…
—¡No nos importa lo que comiese!
—Está bien. Salí hacia las doce y media…
—¿Adonde fue?
—Quería acercarme a La Jara para comprar unas pastillas de
tabaco. Como no tenía prisa, dejé ir el potro al paso, y me entretuve
contemplando el paisaje y pensando en mis negocios.
—¿Qué negocios?
—Todos saben que tengo media docena de vacas lecheras. Hace
algunas semanas leí en un diario de Chicago que allí se deseca la
leche. Pensé que yo también lo podría hacer. Mientras iba hacia La
Jara, hice cálculos sobre el dinero que tengo para hacer frente a los
gastos que requiere poner en marcha una industria así.
Wynn, haciendo una pausa, miró hacia los estrados donde se
sentaban los componentes del jurado. Éstos eran en su totalidad
hombres y no halló ninguna cara amiga.
—Continúe, señor Wynn —instó el fiscal.
—Cuando me hallaba a unas doce millas de La Jara, encontré a un
desconocido. Me preguntó dónde estaba Yunta. Yo se lo indiqué.
Seguimos juntos hasta La Jara y nos despedimos a la entrada del
pueblo.
—¿Y qué pasó después?
—Tuve que darme prisa, porque empezó a llover torrencialmente.
Fui al establecimiento de Lou Jarry y le compré tres pastillas de
tabaco.
—¿Había alguien en el local?
—Solamente Lou.
—Bien, termine.
—Después regresé a casa.
—¿Lloviendo?
—Sí.
—¿Por qué no esperó a que acabase de llover?
—Calculé que había para rato y quería estar en casa antes de que
fuera de noche. ¿Hay alguna ley que prohíba a un hombre cabalgar
durante una tormenta?
—No, no la hay, señor Wynn —repuso el fiscal. Se volvió hacia el
juez—: He terminado por ahora, Señoría.
Puchkin asintió, y dijo:
—El abogado defensor puede preguntar.
El de la cara de perro se irguió y dio unos pasos acercándose al
acusado.
—Dice que un hombre le acompañó hasta La Jara. ¿Sabe dónde
podemos encontrarlo?
—He dicho que era un desconocido y que se dirigía a Yuma.
Cuando el alguacil me detuvo y supe de qué lado se encontraba, le
invité a que fuésemos a Yuma antes de que ese hombre
desapareciera.
—El alguacil fue a Yuma con dos de sus hombres. Ningún forastero
había entrado en el pueblo que respondiese a las señas que usted
dio.
—¡No lo creo! —Wynn adelantó el busto agresivamente, pero
pareció pensarlo mejor y trocó su mirada furiosa por otra divertida
—. Me gustaría saber quién es el fiscal en este juicio.
Carrigan tosió y dijo embarazado:
—Nada más, Señoría.
—¡Llame al testigo! —ordenó el juez, dirigiéndose al hombre que
hacía de secretario.
Éste se incorporó, y leyó en un papel:
—¡Lou Jarry!
Un individuo rechoncho y cargado de espaldas braceó entre las
primeras filas de espectadores para abrirse paso.
Wynn abandonó el sillón del estrado y se sentó junto a su defensor.
Su lugar fue ocupado por Jarry.
Después de las preguntas sobre la identidad y domicilio del testigo,
éste prestó juramento y el juez autorizó al fiscal para que
preguntase.
—¿Ha oído al acusado el testigo?
—Sí, señor fiscal.
—¿Ratifica o niega su declaración?
—La niego.
Wynn saltó de la silla.
—¡Maldito canalla!
El juez golpeó la mesa e impuso silencio. El acusado volvió a
sentarse.
Howard preguntó, sonriendo triunfalmente:
—¿Quiere explicar al jurado, señor Jarry, qué parte de la
declaración del acusado es la que niega?
Jarry giró la cabeza hacia el jurado, contestando:
—Wynn no estuvo en mi establecimiento ese día que dice. Hace
más de dos meses que no lo veo.
Las manos de Wynn se crisparon en los brazos del sillón.
—Nada más —dijo el fiscal, invitando con los ojos a Carrigan para
que lo sustituyese.
Pero el abogado sólo se incorporó unos centímetros para manifestar:
—Renuncio al interrogatorio del testigo.
Puchkin movió la cabeza en sentido afirmativo.
—El testigo puede retirarse —dispuso—. ¿Está el fiscal preparado
para el informe final?
—Lo estoy.
—¿Y el abogado defensor?
—También, Señoría.
—Hable, pues, el señor fiscal.
Howard paseó ante la baranda tras la que se hallaban los miembros
del jurado, y empezó a decir:
—No será necesario que emplee mucho tiempo en mi acusación. Los
hechos acusan por sí solos. Wallace Thompson fue asesinado en su
propia casa la tarde del día 24 de octubre último por Robert Wynn.
¿Qué motivos tenía Wynn para llevar a cabo el crimen? Thompson
y Wynn no se llevaban bien desde hacía tiempo. Pleitearon por unos
cuantos acres de pastos y Thompson ganó el juicio civil. Esto creó
un resentimiento en Wynn. La tarde del día 24 pasado estalló una
tormenta en Silvertown. Fue entonces cuando Wynn pensó que era
el momento para vengarse de su competidor. Sabía que Thompson
estaba solo en casa, ya que su hermana por ser ese día jueves, se
encontraba en la iglesia. Todo le salió como había planeado, y es
fácil suponer de qué forma se produjeron los hechos. Wynn llamó a
la puerta de Thompson, éste le abrió y quizá quedaría un poco
extrañado por la visita. Mas Wynn iría preparado y con unas
cuantas frases desvanecería las sospechas de su rival. A
continuación, Thompson lo dejaría entrar y al dar la espalda, Wynn
lo baleó. La víctima murió instantáneamente, al recibir un proyectil
en la nuca.
El fiscal hizo una pausa, mientras metía los dedos en las sisas del
chaleco.
—¿Qué es lo que alega el acusado para contrarrestar lo que acabo
de relatar? ¡Yo os lo diré! Un estúpido cuento, una sarta de
embustes que ni un chiquillo podría creer. Presenta un testigo, Lou
Jarry, que se ha encargado por sí mismo de echar por tierra las
ilusiones del acusado. Y luego, de propina, habla de un desconocido
que le acompañó en un viaje que nunca hizo. —El fiscal miró a
Wynn—. Debo reconocer que el acusado posee una imaginación
fantástica, pero esta vez no le ha servido.
—¡Lou Jarry se ha vendido a ustedes! —gritó Wynn, fuera de sí,
poniéndose nuevamente en pie.
—¡Cállese! —bramó el juez Puchkin—. ¡Ya hablará por usted su
abogado cuando le toque!
—¿Mi abogado? —replicó el reo, con una mueca—. ¿Qué abogado?
Es un actor más en esta inicua farsa.
—¡Siéntese!
—¡Hablaré una sola vez, y luego ahorcadme! He dicho la verdad, y
hay un hombre que puede dar fe de que cuando Thompson era
asesinado, yo estaba camino de La Jara.
—¿Quién? —preguntó Howard, con ironía—. ¿El desconocido del
cuento?
—¡Yo, señor fiscal!
La voz partió de entre el público y fue seguida por un silencio
impresionante.
Todas las cabezas giraron hacia el lugar donde se abría paso un
individuo de unos treinta años, de rostro moreno y ojos negros.
Vestía una camisa negra y un pañuelo rojo rodeaba su cuello.
CAPÍTULO II

—¿Quién es usted? —dijo el juez Puchkin.


—El hombre que acompañó al acusado hasta La Jara —respondió el
del pañuelo rojo, deteniéndose junto a Wynn.
En ese instante, el público de la sala estalló en un clamor, y Su
Señoría golpeó media docena de veces la mesa antes de imponer
silencio.
—¿Cómo se llama?
—Larry Mason.
—¿A qué se dedica?
—A viajar.
—¿Es ésa una profesión?
—De cuando en cuando me contrato en algún trabajo… hasta que
me canso.
Algunos espectadores rieron y el juez tosió dirigiendo una mirada
acerada al interrogado.
—¿Qué día acompañó al acusado hasta La Jara?
—El 24 de octubre.
—¿Cómo es posible que se acuerde de la fecha?
—Yo tenía que estar en Yuma el 26 para resolver un asunto. Lo
liquidé y retrocedí para seguir hacia el Oeste. Me encuentro aquí de
paso.
—¡Protesto, Señoría! —intervino el fiscal, interponiéndose entre
Larry Mason y Puchkin—. ¡Ya terminó el período aprobatorio y el
testigo no acudió!
—No he sido llamado —replicó el forastero.
—¡Es irregular! —exclamó Howard—. ¡Yo estaba emitiendo mi
informe! ¡Solícito de Su Señoría determine la improcedencia de
aceptar la declaración de este hombre!
El juez miró a Carrigan, preguntando:
—¿Qué dice el abogado defensor?
—Que estoy conforme con la sugerencia del señor fiscal. Es duro
para mí tener que reconocerlo, pero uno de mis deberes es velar por
la pureza del procedimiento.
Puchkin carraspeó, y advirtió:
—En estas circunstancias, me temo, señor Mason…
—¿Puedo decir unas palabras? —solicitó el que había interrumpido
el juicio.
—Hágalo, pero sea breve.
Larry se acercó al secretario, seguido por las miradas expectantes de
todos.
—¿Quiere leerme unas frases que se han pronunciado?
El secretario dejó la pluma sobre el pupitre y rezongó:
—¿Cuáles?
—Las anteriores al instante en que yo he intervenido.
El actuario cogió el folio que tenía encima, buscó con la mirada, y
leyó en voz alta:
—«Acusado: He dicho la verdad y hay un hombre que puede dar fe
de que cuando Thompson era asesinado, yo estaba camino de La
Jara». «Fiscal: ¿Quién? ¿El desconocido del cuento?».
—Gracias, secretario —dijo Mason. Se volvió hacia el juez—:
Señoría, la pregunta del señor fiscal abre una posibilidad para la
presentación no de uno, sino de cíen testigos aun cuando estuviese
emitiendo su informe.
—¡Y un cuerno! —chilló Howard, con los ojos desorbitados—.
¿Dónde se ha creído que está?
Larry recitó, sin dejar de mirar al juez:
—Caso «Happel contra Scroen», llevado al Tribunal Supremo en
1887. Número 324 del Repertorio de Justicia, tomo IV, editado por
Mac Millan en Nueva York.
El juez, el fiscal y el abogado defensor parpadearon, arrugando la
nariz, se miraron unos a otros e hicieron otros gestos que indicaban
la estupefacción que les producía lo que acababan de oír.
Finalmente, Puchkin, armándose de valor pegó un martillazo y
decretó:
—¡Se suspende la vista hasta mañana a las doce! Usted señor Mason
vendrá a mi despacho dentro de quince minutos. El fiscal y el
abogado, pueden acompañarme ahora. El acusado queda bajo la
vigilancia del alguacil. En cuanto a los miembros del jurado, debo
recordarles que no pueden hablar del asunto que se juzga hasta que
hayan pronunciado un veredicto. ¡Despejen la sala!
El público tardó un minuto largo en comenzar a desplazarse hacia
la calle.
Howard y Carrigan se lanzaron en pos del juez, y Larry Mason se
acercó a Wynn.
—¿Cómo va eso, muchacho?
El acusado miró a su salvador, y habló en voz baja:
—¿Por qué lo ha hecho, señor Mason? Usted no es el hombre que
me acompañó a La Jara…
—¡Cierre la boca!
Fue oportuna la advertencia, porque el alguacil, un individuo de
robusta complexión y hocico saliente, se aproximó diciendo:
—Vamos, Wynn. Te has ganado otro descanso.
El joven se incorporó y dirigió una mirada de agradecimiento a
Larry, antes de echar a andar junto al representante de la ley.
Minutos más tarde, Mason entraba en el despacho del juez, tras
solicitar permiso.
Sobre una mesa vio el tomo IV del Repertorio de Justicia de Mac
Millan. Puchkin fumaba un cigarrillo sentado en un sillón. Howard
y Carrigan apoyaban la espalda en la pared y se mantenían en
actitud dubitativa.
—¿Es usted abogado, señor Mason? —preguntó el juez.
—Ya le dije a qué me dedico —repuso Larry.
Transcurrieron varios segundos.
—Está bien —asintió Puchkin—. Lo importante es que tenía usted
razón. He leído el caso «Happel contra Scroen». Una pregunta
inoportuna del fiscal —el juez miró a Howard y éste apretó los
dientes—, dio lugar a que un abogado presentase ciertos testigos.
Comparecerá usted mañana a las doce y declarará lo que sepa
respecto al asunto Wynn.
—Deseo que se me haga la citación formalmente.
—¿Dónde se aloja?
—En el Hotel Minero.
—De acuerdo. Allí se le hará antes de las doce de la noche. Hasta
mañana, señor Mason.
Larry hizo una inclinación de cabeza y salió del despacho. Ya en la
calle, dos hombres se pusieron a su lado. Eran los mismos que había
visto en el mostrador del saloon, antes del juicio.
Se detuvo preguntando:
—¿Quieren algo de mí?
—Sí. Darle escolta.
—¿Por qué?
Elías Sumter respondió:
—Harán lo posible para que usted no declare mañana en favor de
Wynn. Ya nos entiende.
—No necesito niñeras.
—Le matarán, Mason —vaticinó Bill Rainer—. Usted no sabe cómo
están las cosas en Silvertown. Con su intervención, les ha
estropeado el plan.
—¿A quiénes?
—A unos cuantos que quieren hacerse los dueños de esta parte del
país. ¿Es que no ha visto cómo procedían el juez, el fiscal y el
abogado? Todo estaba ensayado. Pura comedia.
—¿Y qué pinta Wynn en eso?
—Es el único hombre que hasta ahora no ha tenido miedo. Quería
reunir a los hombres honrados de la región para acabar con la
pandilla de buitres antes de que fuese demasiado tarde.
—¿Quiénes son los buitres?
—Siegel, el banquero, Laing, Charters y otros cuantos. Los irá
conociendo, si es que no se va de la ciudad y vive aún unos cuantos
días.
Larry sonrió, manifestando:
—Me quedaré en Silvertown y procuraré conocer a esos personajes.
Pero sigo pensando en que deben dejarme solo. Sé valerme por mis
propios medios. Nos veremos.
Mason se tocó el sombrero y se alejó de sus informantes.
La gente se detenía para verlo pasar. Todas las miradas convergían
en aquel hombre que había dado, con su presencia, un nuevo giro al
juicio de Robert Wynn. Pero al propio tiempo nadie envidiaba al
forastero, y ni por cien mil dólares se hubieran cambiado con él.
Frank Logan, herrero de la localidad, y Alone Peabody, su
ayudante, contemplaban al forastero desde la puerta de la fragua
cuando el primero expuso:
—Veinte dólares de los míos contra diez de los tuyos a que a ese
tipo lo entierran mañana.
Peabody sopesó la propuesta, acariciándose la barbilla, y contestó:
—Es una apuesta ganada… por usted. Me arriesgaría si agregase a
los veinticinco el ruano.
Logan miró a su ayudante, y lanzó una carcajada.
—Está hecho, muchacho.
Se hicieron más apuestas en Silvertown sobre el futuro inmediato de
Larry Mason, y en todas ellas la vida de éste, alcanzó una mínima
cotización.
Larry entró en el Hotel Minero y cuando se dirigía hacia la escalera
para subir a su habitación, una joven de unos veintitrés años, de
cabello rubio y ojos azules, le atajó el camino.
—Perdone, señor Mason. ¿Puede dedicarme unos minutos?
—Naturalmente. Pero no estoy muy presentable. ¿Qué le parece si
me da tiempo a que tome un baño, y luego nos divertimos en
grande?
La muchacha se sonrojó levemente.
—No se haga demasiadas ilusiones, señor Mason. Creo que equivoca
la invitación.
Larry frunció el ceño.
—¿Sí?
—Soy Arlene Laurice, periodista del Silvertown Journal.
—¿Una mujer periodista? Pensaba que eso sólo se daba en Nueva
York.
—Aquí estamos muy adelantados.
Larry contempló más detenidamente el bello rostro de Arlene,
mientras ésta agregaba:
—Deseo hacerle un reportaje, señor Mason, y permítame que le
felicite por su suerte. Hay muchos hombres en nuestra ciudad que
darían un puñado de billetes por salir en la primera página del
diario.
—No me interesa, señorita Laurie.
La joven se quedó unos segundos perpleja, pero pronto reaccionó y
dijo sonriendo:
—Está bromeando.
—Le aseguro que no. Es mi última palabra al respecto.
—¿Cómo? ¿Es que no se da cuenta de lo que ocurre en Silvertown?
—No me importan los problemas de su pueblo, señorita, si es a eso
a lo que usted se refiere. No le dé tanta importancia a lo que he
hecho en ese juicio. Cualquiera que hubiera estado en mi lugar…
—¡Tonterías! Se equivoca nuevamente, señor Mason. Nadie en su
lugar se hubiera atrevido a salir en defensa de Robert Wynn. ¿Y
sabe por qué?
—Es inútil que pretenda convencerme.
—No se preocupe. La respuesta es gratuita. Ni un solo hombre ha
movido un dedo en favor de Wynn, porque caso de hacerlo, no
hubiese vivido para celebrar su próximo cumpleaños.
—¿Aunque los cumpliese mañana?
Los labios de Larry se distendían socarronamente.
La joven dio un resoplido, y exclamó:
—No sé si usted es un loco o un atrevido, pero sea lo que fuere, me
interesa el reportaje.
—A mí, no. Buenos días, señorita.
Larry se tocó el ala del polvoriento sombrero y empezó a subir la
escalera.
La periodista apretó los labios, mientras sus ojos fulguraban de
rabia. Un hombre de unos cuarenta años, de cabello entrecano, se le
acercó, jugueteando con un «Colt».
—¿Tuvo dificultades, Arlene?
La joven giró bruscamente, y miró a su interrogador.
—No sé quién se habrá creído que es ese engreído —declaró.
—Lo malo para su diario es que no tendrá otra oportunidad de oír
lo que pudiera decir el señor Mason.
—¿Usted cree, señor Carruthers? Resulta un poco raro que eso lo
diga un alguacil.
Carruthers repuso sonriendo:
—¿Por qué cree que estoy aquí? He seguido a Mason desde que
salió de la sala, y pienso quedarme cerca de él. Haré lo que pueda
para que mañana acuda a prestar su testimonio en favor de Wynn.
—No me diga; ¿es posible? —replicó Arlene, con un punto de
ironía.
—Es mi deber, ¿verdad que sí?
—Seguro, alguacil, seguro. ¿Puedo decir en el periódico que el juez
ha ordenado la custodia del testigo?
—Naturalmente. Y añada que dos de mis ayudantes seguirán a
Mason como la sombra al cuerpo.
—¿Dónde están?
—Los espero de un momento a otro.
—¡Qué emocionante! Los contribuyentes tendrán motivo para
sentirse orgullosos, cuando se enteren mañana de que Silvertown
cuenta con un maravilloso equipo de protección ciudadana. Hasta la
vista, alguacil.
—Mis respetos, Arlene. Ah, supongo que mi nombre…
—No sufra. Saldrá con los tipos de letra que se utilizaron cuando el
asesinato de Lincoln…

***
Larry, llegado a su habitación, se quitó las botas y se tendió en la
cama vestido. Cerró los ojos, y poco después dormía.
Cuando despertó, el sol ya se había puesto.
Se levantó y mojó la cabeza en el lavabo. Después de peinarse, se
calzó las botas y abandonó la habitación.
En el comedor del hotel se hizo servir un plato de verdura y otro
con unas lonchas de tocino frito. Tomo dos tazas de café, y más
tarde salió a la calle.
Había oscurecido totalmente. Se dirigió al saloon que ya conocía,
mas cuando se encontraba a unas veinte yardas de la puerta, un
hombre emergió de una casa, y le apretó duramente el cañón de un
revólver en el hígado.
—¡Ni un solo movimiento, zanquilargo! —amenazó.
—¿De qué se trata? —inquirió Larry.
—Se celebra una fiesta en cierto sitio.
—Pues tendrán que pasar sin mí. Soy un muchacho educado. No
acudo a reuniones donde no he sido invitado.
—¡Qué gracioso! ¡Si abres la boca otra vez, te la cierro! Gira
despacio y echa a andar. Separa los brazos del cuerpo. Así me gusta.
Adelante, y dobla por la primera esquina…
Larry obedeció las instrucciones del asaltante, y cinco minutos más
tarde entraban por la puerta trasera de una casa. Recorrieron un
pasillo que desembocaba en una habitación.
Tres hombres se levantaron de sus sillas al ver a Larry. Dos de ellos
de pocas carnes, habían cumplido ya los cincuenta años, pero el
otro aparentaba tener treinta y era de robusta complexión, moreno
y con cejas espesas.
Mason observó a los que se cobijaban allí y comentó, volviéndose
hacia su capturador:
—No me gustan esta clase de reuniones. Faltan las mujeres.
—Sí, ¿eh…? ¡Te voy a…! —Inició un movimiento con la mano
armada, pero lo detuvo la voz del cejudo.
—¡Quieto, Contex!
Se produjo un silencio que rompió uno de los cincuentones al
sugerir:
—¿Por qué no le dejas que lo ablande un poco, Henry?
Henry era el joven, quien repuso:
—Quiero charlar antes con el señor Mason. Quizá de sus respuestas,
dependa el que Contex nos muestre una de sus habilidades.
—Soy mal conversador —advirtió Larry.
—Me lo tendrá que probar. Es preferible para usted que haga un
pequeño esfuerzo.
—¿De qué quiere que hablemos?
—De cierto viaje que hizo usted con Robert Wynn.
—Ciertamente, lo hice.
—¿No le han dicho alguna vez que conviene olvidar?
—Sí. Cuando me enamoré por primera vez. Es una historia que
merece oírse. Ella era una pelirroja que trabajaba en un saloon.
Tenía diez años más que yo…
—¡No me interesa! —le interrumpió Henry, haciendo una mueca de
desagrado.
—Usted me preguntó.
—No se pase de listo, Mason. Y entérese de esto: Ignoraba quién era
usted hasta que lo vi en el juicio de Wynn. No me ha gustado nada
su aparición en escena. Naturalmente, usted ha creído servir a la
justicia.
—¿No es así? —preguntó Larry, con la más ingenua expresión.
—¡No! Wynn es un delincuente. Ha infringido varias veces las leyes,
pero nunca se le pudo probar nada. Ahora, con la muerte de
Thompson, esta comunidad puede desembarazarse de él.
—Cargándole el asesinato.
—Exacto. Veo que lo comprende. Colgaremos a Wynn. No muere
por el delito de que se le acusa, sino por otros que cometió y que
quedaron impunes.
—En resumen, ¿cuál es su proposición?
—Que se marche de Silvertown mañana al amanecer. No queremos
que entorpezca la labor de la justicia con su declaración, ¿entiende?
—Está perfectamente claro. Le haré una pregunta. ¿Y si me niego a
marchar?
—Haría usted el peor negocio. Contex se pone a veces muy pesado.
Larry midió a Contex con la mirada. Era corpulento, de ancho tórax,
brazos largos y manos poderosas. Se reía enseñando unos dientes
separados y cortantes.
—Está bien —asintió Mason—. No me deja elegir.
Henry sonrió y dijo:
—Sabía que se decidiría por lo mejor. Por eso le rugué que viniese.
Me fue usted simpático.
—He tenido suerte, ¿no? Si me lo permiten, desearía volver a la
calle…
—Contex lo acompañará. Buenas noches, Mason. Le deseamos todos
un buen viaje.
Larry dio las gracias y salió seguido por Contex.
Cuando llegaron al exterior de la casa, el primero manifestó:
—Fue una gran fiesta, Contex; de las que no se olvidan. Siento que
no se divirtiese usted.
—No ha sido por falta de ganas. Tenía pensado aplastarle la nariz y
quitarle la dentadura.
—Qué bonito.
—Es mi especialidad. En la ciudad me llaman el «sacamuelas».
Dicen que soy la ruina de los profesionales.
—¿Lo hace así?
El puño derecho de Larry rasgó el aire, y se estrelló en el maxilar de
Contex.
Sonó a cascajo, y el gigantón se desplomó estrepitosamente,
quedando exánime.
Luego, todo lo cubrió el silencio, y Mason se retiró de aquel lugar
andando con paso corto.
CAPÍTULO III

Eran las nueve de la mañana. El alguacil Carruthers dormitaba en


una silla, apoyando la espalda en la pared del vestíbulo. A su lado,
en otra silla, su ayudante Jones armaba un cigarrillo. Se oyeron
pasos de alguien que descendía por la escalera. Jones levantó la
cabeza, y al ver a Larry Mason pegó con el codo a su jefe. Éste se
despertó sobresaltado.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —Y al ver a Larry se incorporó, exclamando—:
¡Usted…!
Mason se detuvo frente al alguacil, y dijo:
—Sí, soy yo. ¿Ocurre algo?
—Pues… no, quiero decir… Naturalmente, no pasa nada.
—Me vigilan, ¿verdad?
—Eso hacemos.
—Por orden del juez, es claro. —En los ojos de Larry había un brillo
de ironía.
—Sí, por orden del juez —ratificó Carruthers, un poco embarazado.
—Ya ven. Estoy entero. ¿Por qué no se van a dormir?
—Pero…, pero ¿no se marcha?
—¿Marcharme? ¿Quién le metió eso en la cabeza? ¿No sabe que
estoy citado? Su propio ayudante me ordenó que firmase el
duplicado.
Larry sonrió. Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y salió a
la calle, dejando al alguacil en la ingrata tarea de intentar
comprender «aquello» rascándose el cogote.
Quedó asombrado en la acera, contemplando a dos docenas de
ciudadanos que lo miraban desde el otro lado de la calle como si
fuese una aparición fantasmal.
Se frotó la nariz, y decidió no hacer caso del grupo de
madrugadores, dirigiéndose al Topace con el ánimo de aclararse la
garganta antes de acudir a la sala donde se celebraba el juicio de
Wynn.
En el local había pocos clientes. Se acodó en la barra y pidió un
whisky. El pelirrojo que había tras el mostrador lo miró durante un
minuto, y luego se movió como un sonámbulo para servir el pedido.
Los escasos parroquianos, apenas se dieron cuenta de la presencia
de Larry, se apresuraron a beber sus copas, a pagar y a salir al
exterior.
En el saloon sólo quedaron el pelirrojo y Mason.
—¿Por qué tienen tanta prisa ésos? —preguntó Larry, después de
beber el primer trago.
—No quieren perderse el espectáculo.
—¿Cuál?
El del mostrador tragó saliva, y contestó:
—Han «mascado» en el aire un tiroteo.
—Bueno, en ese caso, yo tampoco me lo perderé. Me gusta el olor
de la pólvora.
Los batientes de la puerta se abrieron con violencia, y unos pies se
quedaron inmóviles en el umbral.
Mason vio que los ojos del pelirrojo se agrandaban. Sólo entonces
dobló la cabeza para ver al hombre que la noche anterior había
conocido como Henry.
—¿Qué tal? —le saludó—. ¿Bebe conmigo?
Henry clavaba en él sus aceradas pupilas. Dos arrugas surcaban su
frente, y los labios estaban plegados, produciendo dos hoyuelos en
sus comisuras.
—¿Se va ya, Mason? —interpeló, arrastrando las palabras.
El pelirrojo se retiró del mostrador, retrocediendo, y cuando llegó al
extremo, desapareció tras una puerta interior.
—Me quedaré, Henry —repuso Larry, descansando el cuerpo sobre
la pierna izquierda, ligeramente inclinado hacia su interlocutor.
Transcurrieron treinta segundos.
—Así que su palabra no vale nada —murmuró Henry.
—No le dije que me iría. Recuérdelo. Usted lo habló todo. Yo me
limité a indicarle que no me dejaba elegir. Creo que ha existido por
su parte un simple error de interpretación…
—Y ahora queda claro todo.
—Para usted.
—Y para usted —dijo Henry. A continuación dio media vuelta, y
salió a la calle.
Larry bebió el último trago de su vaso, y dio una palmada en el
mostrador.
El pelirrojo asomó la cabeza por la puerta del fondo.
—¿Qué le debo? —inquirió el cliente.
—Es por cuenta de la casa.
Larry frunció el ceño, asintió, se aseguró de que sus pistolas salían
fácilmente de las fundas, y echó a andar hacia los batientes.
La calle estaba ahora vacía, pero no era difícil presentir a la gente
tras los cristales de las ventanas.
Sus pasos resonaban en los tablones de madera.
De repente, en lo hondo de la calzada aparecieron tres hombres.
Larry reconoció en el del centro a Contex.
Los tres sujetos y él estaban separados por una distancia de
cincuenta yardas.
Aquéllos miraron en dirección a Larry, cambiaron unas palabras y
se pusieron a andar.
Mason continuó moviendo las piernas sin modificar el ritmo,
vigilando atentamente las manos del terceto.
Súbitamente, cuando se hallaban a unas veinte yardas, Contex lanzó
un grito.
El impresionante silencio de la calle fue turbado por cuatro
estampidos. Tres de éstos los produjeron las armas de Larry, y el
cuarto brotó de un revólver de Contex.
Los ciudadanos que tuvieron la curiosidad de no perderse el
espectáculo desde las ventanas, pudieron ver que de los tres
hombres que intentaban matar a Larry Mason, uno de ellos se
desplomaba, llevándose una mano al pecho sin haber tenido tiempo
para desenfundar; otro caía también fulminado, con un agujero en
la frente, y Contex daba un traspié como si estuviera borracho al
recibir el primer proyectil en el estómago, disparaba sin puntería, y
por último se abatía al sentir en la carne el aguijón de un nuevo
insecto de plomo.
Después reinó el silencio.
Larry bajó a la calzada, y se acercó adonde yacían los tres cuerpos.
Los ciudadanos empezaron a salir de las casas, pero no se atrevieron
a aproximarse al lugar de la matanza.
Carruthers, por razón de su cargo, fue el primero en dirigirse a
Larry.
—¿Están muertos? —preguntó, al llegar a su lado.
—Sí.
—No me gusta que se ande a tiros por el pueblo, Mason. Hay una
orden sobre ello.
—¿Lo sabían esos tres hombres?
—Creo que sí, pero usted pudo evitar el incidente.
—Marchándome, ¿verdad? ¿Cuánto le pagan, alguacil?
Carruthers enrojeció visiblemente. Larry sonrió, enfundó los «Colt»,
y se separó del representante de la ley.
Media hora más tarde, en la sala utilizada como tribunal de justicia,
el juez Puchkin abría la sesión invitando al secretario a que llamase
a Larry Mason.
En el sector destinado al pueblo no cabía un alfiler.
El testigo compareció, y contestó a las preguntas del fiscal Howard.
Quedó determinado que el 24 de octubre último, por la tarde, el
declarante acompañó a Robert Wynn a La Jara.
El abogado Carrigan renunció al interrogatorio.
El jurado no necesitó mucho tiempo para emitir su fallo. Bastaron
cinco minutos. El secretario recogió la papeleta del presidente, la
cual fue entregada al juez y leída por éste. En su virtud, Robert
Wynn era inocente de la muerte de Wallace Thompson.
Puchkin dio por finalizado el juicio agradeciendo a los miembros
del jurado la colaboración prestada.
Wynn y Larry salieron juntos de la sala.
Ya en la calle, y cuando se encontraron en condiciones de hablar sin
ser oídos, Wynn inquirió:
—¿Por qué ha hecho esto, Mason?
—¿El qué?
—No se haga de nuevas. Sabe a qué me refiero. Usted no es el
hombre que me acompañó a La Jara.
—¿Me va a acusar de perjuro?
—¿Cree que podría? Le debo la vida. No me subestime. Sé
agradecer un favor, y acostumbro a pagarlo…
—Conmigo no tendrá oportunidad. Me largo de Silvertown dentro
de un rato.
—¡Que me emplumen si consigo entenderlo! ¿Quiere decir que iba
de paso, y sólo se ha quedado para sacarme del atolladero?
—Oí que le habían tendido una trampa y, efectivamente, he hecho
lo posible por ayudarle. Eso es todo. Ahora nos despedimos. Usted
sigue su camino, yo el mío, y se acabó.
—¡Si ha matado a tres hombres para lograr hacerse oír ante el
jurado! ¿Es que no tiene importancia eso para usted?
—No eran hombres, sino ratas envenenadas. Hay una diferencia
apreciable, y le aseguro…
En ese momento oyeron un disparo a sus espaldas, y el sombrero de
Wynn voló atravesado por un proyectil.
Los dos giraron con la velocidad del relámpago, aun cuando Wynn
estaba desarmado. Larry tenía el dedo en el gatillo.
—¡Quieto, Mason! —gritó Robert.
Una carcajada ruidosa hirió los tímpanos de los dos hombres.
Quien reía era una mujer que cabalgaba un potro color canela.
Vestía como un hombre, y su cara era una máscara indescifrable
porque estaba sucia, cubierta de polvo y sudor. En su mano derecha
esgrimía el revólver, aún humeante, que había disparado.
—¡Jean! —exclamó Wynn.
La aludida pegó un salto, puso los pies en tierra y dijo:
—¡El mayor farsante del país! ¿Cómo está mi viejo amigo Bob?
Wynn se acercó a la chica con los brazos abiertos, pero ella lo
detuvo con un empellón, advirtiendo:
—Nada de aprovecharte, ¿eh, Bob? ¡No creas que soy una de esas
fulanas del saloon! —Y soltó otra carcajada.
—Eres la última persona que imaginaría en Silvertown, muchacha.
—Tienes suerte.
—¿Yo?
—Claro que sí. Me dejé caer por Yuma para comprar las provisiones
del invierno, y allí supe que te habían cogido por lo de Thompson.
Vine hacia acá, porque quería ajustar cuentas con el que te la jugó.
Y ahora resulta que te encuentro paseando como un señorito por la
calle. Te juro que el que me engañó se va a divertir en grande. ¡Le
voy a…!
—¡Pero si es cierto, Jean!
Los ojos de la muchacha se fijaron, por encima del hombro de
Wynn, en Larry.
—He sido juzgado —seguía diciendo Robert—. Lo que pasa es que
me han absuelto.
—¿Sí? ¿Quién es ese tipo?
Wynn se volvió hacia su salvador.
—Oh, perdona que no te haya presentado, muchacha.
—Está ahí mirándome como si nunca hubiera visto a una mujer —
rezongó Jean, sin apartar los ojos de Mason.
—No con esa facha, se lo aseguro —repuso calmosamente Larry.
La joven apretó los dientes, y chilló:
—Conque ha salido contestón el grandullón, ¿eh? —Disparó en un
segundo sin desenfundar, y otro sombrero, el de Larry, surcó el aire
y cayó a unas yardas de su dueño.
—¡Jean! —exclamó Wynn—. ¡Es mi amigo!
—¿De dónde la ha sacado, Bob? —masculló Larry, serio.
—¿Es otro chiste? —repuso malhumorada ella, levantando otra vez
el cañón del revólver.
Wynn se interpuso entre los dos antagonistas, diciendo:
—¡Él es quien me ha librado de la horca, Jean!
La joven pareció sorprenderse, miró a Robert, y después a Mason.
—Está bien, es su amigo. No se quede ahí parado como una estatua.
Le pagaré otro sombrero.
—No es necesario.
—¿Por qué demonios? Es un sombrero viejo. Tiene más grasa
encima que la rueda de un carro. Le compraré uno.
—Insisto en rechazarlo. Es un recuerdo de familia.
—Si se empeña, allá usted. —Luego miró a Wynn, anunciando—:
Me tendré que marchar.
—Si apenas has llegado. ¿Por qué no te quedas unos días?
—Los pequeños tienen hambre. No pueden obligar al estómago a
esperar.
—A propósito, no te he preguntado cómo están.
—Fuertes como robles, Johnny ya dispara contra conejos y pájaros.
—En la primavera os haré una visita.
—Llevas cinco años diciendo lo mismo.
—Te aseguro que ahora…
—¡Vete al infierno! Palabra de hombre… ¡Puaf! —Joan hizo una
mueca de asco.
—¿Por qué no te casas conmigo, muchacha? —propuso Wynn—. Es
lo que te conviene…
—Bob Wynn, te he oído repetir esto un centenar de veces y ya me
estoy cansando. A la próxima, te quitaré esa idea de la imaginación
metiéndote una bala en la cabeza.
Robert rió fuerte y dijo:
—Eres la misma condenada Jean Wallace de siempre. Oye, te
propongo un plan. Puedes adquirir aquí las provisiones, cuando
termines el trabajo te acompaño hasta el Llano Estacado.
La joven arrugó la frente, sopesando la proposición. Al cabo de
medio minuto, preguntó:
—¿Palabra de hombre?
—Palabra de Bob Wynn.
Se estrecharon la mano sellando el pacto.
Entretanto, Larry había cogido los dos sombreros. Se puso el suyo,
entregando el otro a Robert.
—Bueno, yo me voy.
—Quería hablar con usted de algo importante, Mason —indicó Bob.
—No tengo tiempo. En otra ocasión.
—No habrá otra oportunidad. Se trata de que dentro de unos días se
renovarán varios cargos en el pueblo. Entre ellos el de alguacil.
Hasta el momento presente sólo hay un candidato, Carruthers. Se da
por segura su reelección, y nadie se atreve a disputarle el bocado.
Carruthers forma parte del equipo a las órdenes de los caciques que
dominan la región. ¿Se da cuenta?
—No me interesa —contestó Mason.
—Escuche sólo hasta el final, y luego váyase si quiere. He luchado
para que los hombres honrados formen un frente unido. Si
perdemos esta elección, Silvertown se convertirá en una nueva
Dodge City. Correrán ríos de sangre, y no habrá hogar en que se
pueda vivir en paz. Está en juego el porvenir de la ciudad, y el de
otros muchos pueblos colindantes que por inercia están sometidos a
la política local.
—Lo siento, Wynn. Tengo otras ocupaciones que atender.
—¿Es que tienes cataratas en los ojos, Bob? —chilló Jean—. ¿No
ves que tu amigo está muerto de miedo?
—¿Qué sabes tú, muchacha? Es Larry Mason. Esta mañana ha
liquidado a tres hombres de Siegel…
Jean escrutó el rostro de Larry y luego dijo:
—No lo creo.
—Puedes ir a la funeraria de Leo. Aún estarán calientes los
cadáveres.
—Sería por casualidad —murmuró la joven—. Conozco a los
hombres a una milla de distancia. No es el tipo que necesitas, Bob.
Mason declaró, mirando a Jean:
—Aceptaré. Wynn.
—¡Estupendo! —gritó Bob.
—Pero le hago una advertencia. Cuando las cosas marchen bien en
Silvertown, presentaré la renuncia.
—¡De acuerdo!
La muchacha enseñó los dientes, unos dientes blancos como la
leche, y preguntó:
—¿Y para cuándo espera que las cosas marchen bien en Silvertown,
señor Mason?
—De aquí a siete días. Le veré luego, Wynn. Ya sabe dónde
encontrarme. —Larry dio media vuelta y se alejó.
—No debiste exasperarlo, Jean —reprochó Bob—. Si no hubiera
sido por él, mañana me hubieran colgado.
—¿Y cómo crees que podías convencerlo para que aceptase?
La joven sonrió, dejando estupefacto a Wynn. Éste exclamó:
—¡Lo hiciste para que se quedase, Jean!
—Bueno, creo que necesito un buen baño.
—Vente a mí casa.
—¿Qué supones? Soy una mujer soltera.
—¡Perdona, lo había olvidado!
—¿Dónde se aloja tu amigo?
—En el hotel Minero. ¡Pero no es un sitio recomendable para ti!
—Nadie me comerá, no te preocupes. Oye esto. Consígueme ropa de
mujer.
Wynn abrió la boca, y no pudo articular palabra en unos segundos.
Al fin, replicó:
—¿Tú, ropa de mujer? ¿Para qué?
—He pensado casarme con tu amigo.
Jean sonrió, dio unos pasos, montó el potro, y se separó del
asombrado e inmóvil Wynn.
CAPÍTULO IV

Larry se hallaba comiendo en el salón del hotel destinado al efecto,


cuando oyó una voz femenina frente a él:
—¿Qué tal, héroe?
Levantó la mirada, y vio a la periodista que había estado intentando
interrogarle el día anterior.
—¿Puedo sentarme? —sonrió Arlene.
—Nadie se lo impide. A una de estas mesas se pueden sentar hasta
cuatro personas.
La joven se sentó, cruzó los brazos sobre la mesa, y dijo:
—Ya he comido. Pensé que hoy estaría de mejor humor.
Larry emitió un gruñido por toda respuesta y siguió dando cuenta
del plato de judías.
Durante diez minutos no cambiaron una sola palabra. Arlene se
dedicó a hacer unos trazos con un lápiz en una cuartilla. Cuando
Larry terminó las judías, la periodista le presentó su trabajo.
—¿Éste soy yo? —preguntó Mason.
—Es una caricatura.
—No le encuentro ningún parecido.
—Se ve que no se observa muy a menudo en el espejo, héroe.
—Deje eso ya, ¿quiere?
—Se molesta, ¿eh? Son gajes del oficio. Sea bueno, y lo dejaré en
paz. Sólo pretendo una entrevista.
—¿Qué puede interesar de mí a sus lectores? Soy un hombre vulgar.
—Eso es lo que usted piensa. Ha salvado a un hombre de morir
ahorcado, y como compensación ha enviado al infierno a tres.
Dígame, señor Mason, ¿cuándo cree que un hombre empieza a
salirse de «lo vulgar»?
—¿Imagina que soy un pistolero profesional?
—Eso me lo tendrá que decir usted. Yo también le contaré mi parte.
—Oigamos primero la suya.
—De acuerdo. He tenido oportunidad esta mañana de compulsar el
efecto de su actuación en las pocas horas que lleva en Silvertown.
Hace mucho tiempo que no veía nerviosos a los personajes que
rigen los destinos de la ciudad. Ha sido una verdadera bomba. En
estos momentos hay una docena de hombres que se increpan,
gritan, y pasean encolerizados por culpa suya. Naturalmente, se
habrá puesto precio a su cabeza.
—¿Cuánto?
—Más de lo que quizá suponga. Pero lo importante es que ha
sacado de sus casillas a Siegel y a los zorros que lo secundan.
—Es posible que me quede algún tiempo en Silvertown. ¿Por qué no
me habla de Siegel y los zorros?
—La ciudad necesita una limpieza, pero no creo que pueda usted
barrer solo. Se necesita más de una escoba. ¿Habla en serio de
quedarse?
—Es asunto decidido.
—No trataré de disuadirlo. Ya sé que es usted de los hombres que se
obstinan en una cosa, y la han de llevar a cabo, pese a quien pese.
—Usted también es de esas personas —sonrió Larry—. Pero
háblame de Siegel.
—Ya sabrá que es el banquero de la localidad. Llegó aquí hace unos
quince años. Esto era entonces un poblado minero. Ya sabe, plata
casi a flor de tierra que atrajo a miles de personas de todos los
rincones del país. Luego, los filones se fueron agotando, y la
mayoría de los mineros se marcharon, buscando otro milagro.
»Hubo muchas familias que se quedaron. El terreno no es malo por
la parte del río Calves, y empezaron a cultivar centenares de acres
que dieron buen rendimiento. Más tarde se trajeron unas cuantas
docenas de reses que se reprodujeron en inmejorables condiciones.
Silvertown crecía rápidamente. Siegel tuvo la feliz idea de constituir
un Banco. En principio realmente no hacía falta, puesto que el
dinero escaseaba, ya que todo se invertía en las obras de
colonización, pero Siegel obró con astucia. Hizo préstamos a los
agricultores y ganaderos cobrándoles un alto interés, atándoles de
pies y manos por largos años. Ya se puede figurar que los cargos
públicos han sido dados o quitados por Siegel.
»Esta situación hizo que un numeroso grupo de agricultores y
ganaderos pensase independizarse de la tutela del Banco. Tal cosa
no podía ni puede consentirla Siegel. Para evitarlo trajo una
pandilla de facinerosos, con lo que consiguió que el estado de cosas
impuesto por él se respetase. La resistencia cesó. Sólo ese Robert
Wynn continuó laborando por una unión, pero sus esfuerzos se
perdieron en el vacío.
»Ahora Siegel tiene un plan más audaz. Quiere convertir Silvertown
en el lugar predilecto de los cuatreros de cinco estados y de los
compradores de ganado robado para sus transacciones. ¿Sabe lo que
significa eso? Bandidaje, asesinatos, robos, borracheras, escándalos
públicos, juego, tahúres, mujeres de mala vida y un montón de otras
cosas que caen dentro de la esfera del delito.
—Es un buen programa —comentó Larry.
Hubo una pausa. Arlene miró fijamente a Mason y dijo:
—He hablado con Bob Wynn, y sé que el grupo que capitanea lo
presentará a usted como candidato al cargo de alguacil.
—¿Por eso ha querido informarme?
—Pensé que sería justo que supiese con qué clase de gente se va a
enfrentar. ¿Cambia eso sus planes?
—Le agradezco su buen deseo, pero lo que me ha contado lo deja
todo como estaba.
—Me alegra oírselo decir. Bien, ahora llega su parte.
—¿Qué quiere que le conteste?
—¿Quién es usted?
—Larry Mason.
—Eso ya lo sé. Me refiero al lugar de donde viene, adonde va,
cuáles son sus antecedentes… Recuerde que necesita hacer una
campaña electoral.
—¿No pertenece a Siegel el periódico en que trabaja?
—Sí, pero siempre se pueden enmascarar las noticias. Se escribe en
un sentido y el efecto entre el público es otro.
Larry hizo una señal a un mozo y pidió dos tazas de café.
—Creo que mis declaraciones al respecto carecerán de interés para
sus lectores. He llegado a Silvertown de paso.
—¿Hacia dónde?
—Ponga usted rumbo desconocido. A veces me detengo en los
lugares más insospechados. Esto ocurre cuando se me vacía la bolsa.
Entonces acepto cualquier trabajo honrado y permanezco en él
hasta ahorrar unos dólares que me permitan marchar y holgazanear
una temporada.
—¿Con qué objeto hace tal cosa?
—Ninguno concretamente. Debo tener un espíritu nómada. Ello me
arrastra de un lado a otro.
—Ese aspecto de su personalidad no será del agrado de los
contribuyentes. Imaginarán que el día menos pensado puede usted
cansarse de la estrella y marcharse.
—No serán necesarios mis servicios en Silvertown cuando ocurra…
El mozo puso las tazas de café y un azucarero sobre la mesa.
—¿Tiene familia, señor Mason? —preguntó la joven.
—Ninguna.
—Usted dejó asombrado al juez, a los abogados y al público cuando
citó ese caso del repertorio de justicia. ¿Ha cursado estudios?
—¿Es necesario que haga mención de ello en el diario?
—La gente está intrigada. Muchas personas creen que es usted
abogado.
Larry bebió un sorbo de café, y contestó:
—Ponga que he cursado dos años en la Facultad de Harvard.
Una mujer de unos veinte años entró en el comedor. Seis hombres
interrumpieron los movimientos de sus maxilares para
contemplarla. Por su belleza, su lozanía y su fragancia, era lo más
parecido a una radiante rosa que hubiese brotado súbitamente en el
salón.
Larry estaba de espaldas a la entrada, y no la pudo ver hasta que
pasó a su lado. Instintivamente, al oír el frufrú de las sedas, levantó
la cabeza y quedó admirado.
La joven se sentó dos mesas más allá y por un instante sus ojos se
encontraron con los de Mason. Éste creyó ver en las verdosas
pupilas un brillo de regocijo.
Arlene se levantó y él lo hizo asimismo por cortesía.
—Una última pregunta señor Mason. ¿Aprendió a disparar también
en la Universidad?
—No. Me dediqué a ese deporte en las horas libres.
—Gracias por su amabilidad.
—Estoy a su disposición.
La periodista dirigió una mirada a la joven que se sentaba más allá,
y advirtió:
—Tenga cuidado, alguacil. Creo que empiezan a ponerle sitio.
No esperó a oír la respuesta de Mason. Dio la vuelta, y se encaminó
a la salida.
Larry tosió antes de sentarse, y miró de soslayo a la mesa de la
bella. Al descubrir una sonrisa en sus labios, se animó a pasar a la
ofensiva. Correspondió con otra sonrisa, y también hubo
contestación. Entonces hizo una señal a un mozo, y cuando llegó a
su lado, dijo:
—¿Quiere preguntar a la señorita si aceptaría una invitación?
El mozo fue y volvió.
—La señorita dice que acepta muy gustosa.
Se puso en pie, y se acercó a su vecina.
—Mi nombre es Larry Mason —declaró con jovialidad, antes de
sentarse.
—El mío Ganapierde.
Larry dio un respingo, frunciendo el ceño.
—¿Cómo ha dicho? —balbució.
—Ganapierde Smith —repitió la joven, sonriente—. Parece raro,
¿verdad? Pero te aseguro que yo no lo elegí. Fue mi padre, y tuvo
sus motivos para hacerlo. La noche en que yo vine al mundo la pasó
mi padre jugando al póquer en nuestra casa con un par de amigos.
Papá se pasó horas y horas diciendo: «Gano veinte dólares; pierdo
quince; gano tres…», y mientras tanto, mi madre pasando las suyas.
Pero ¿no se sienta?
Larry se humedeció los labios, observando el rostro de Ganapierde.
Había en su voz algo que le era familiar. Después del examen,
decidió que tal vez le recordara a alguna otra mujer que habría
conocido en su vida, pero no podía identificarla.
Se sentó y preguntó:
—¿Trabaja aquí?
—En el Topace Saloon. ¿No ha visto todavía mi número?
—Llevo muy poco tiempo en la ciudad.
—¡Pues tiene que ir a verme esta noche! ¿Recuerda la canción Por
el río baja una barca?
Larry miró al techo durante tres segundos, bajó los ojos y negó con
la cabeza.
—Es la que yo canto —manifestó ella—. Un verdadero éxito. La
repito tres veces todas las noches. Y no se crea que me agrada. Paso
mucho frío, ya me entiende…
Un carraspeo indicó a Larry la presencia del mozo.
—¿Qué va a tomar, señorita Smith?
—Un whisky, naturalmente.
—Traiga dos —dijo Mason.
—¿Y por qué no una botella? —sugirió la muchacha.
El mozo se partió en dos mitades, cacareando:
—Es lo que digo yo.
Larry arrugó la nariz, asaeteando con la mirada al entrometido,
pero pidió la botella.
—¿No cree que el alcohol es malo para su garganta, señorita Smith?
—¡Oh, no! Eso ocurriría si cantase en Nueva York. Pero aquí es
distinto. Mi público no me quiere con voz de tiple. Prefieren un
poco de ronquera, y descubrí que el whisky es un magnífico
reactivo.
Mason iba de sorpresa en sorpresa. Aquello no era lo que él había
esperado. ¿Cómo un cuerpo tan armonioso y un rostro tan atractivo
podían dar cobijo a una intrascendencia tan recalcitrante?
—¿Y sabe una cosa, señor Mason?
—¿De qué se trata?
—Los hombres en general, cuando hacen el amor, prefieren la voz
temblorosa que produce el whisky.
—¿Tiene mucha experiencia al respecto? —inquirió él.
—¿Quién? ¿Yo? —La joven levantó la barbilla—. ¡Se han matado
por mí!
—¡Pero si no puede tener usted más de veinte años! —exclamó
Larry, sin poder contenerse.
—Eso es lo que todos creen. La semana pasada cumplí los
veinticinco. Y sepa usted que hago mi trabajo desde los dieciocho.
Como puede suponer, no me conocen por mi nombre; es demasiado
largo. El de batalla es Lou Smith…
De pronto, los ojos de la muchacha se agrandaron. Larry observó
que estaban fijos en la puerta. Giró la cabeza y vio a Robert Wynn
que se acercaba a grandes zancadas por entre las mesas. Lou Smith
se incorporó rápidamente.
—Perdone, volveré —y salió disparada.
Wynn se detuvo, mostrando en su rostro una gran sorpresa; fue a
decir algo a la joven, pero ésta pasó de largo.
—¡Que me maten! —exclamó—. ¡Casi no la hubiese reconocido!
Larry se le aproximó, diciendo:
—¿Conoce a Ganapierde Smith?
—¿A quién?
—A esa mujer.
—¡Pero si es Jean!
Mason abrió lentamente la boca. Bob lo miró parpadeando, y
súbitamente lanzó una carcajada.
—¿Cómo ha dicho? ¿Ganapierde Smith? ¡Ja, ja, ja! —Se echó hacia
atrás, mientras se agitaban sus hombros—. ¡Ganapierde! ¡Ja, ja ja!
Es lo más gracioso que he oído en mi vida…
Las lágrimas le saltaron de los ojos. Reía estruendosamente, en
tanto se cogía los riñones.
Larry apretó los labios, y murmuró:
—Conque me ha estado tomando el pelo…
Wynn se sentó, sepultando la cabeza entre las manos. Poco a poco
fue calmando su jolgorio y pudo decir:
—Esa chiquilla es el mismo demonio. No se lo tenga en cuenta,
Mason.
—Espere a que me la encuentre. Está mal criada. Primero se lía a
tiros conmigo, y luego me embroma… Le hace falta una buena
tunda. Seguro que sus padres no se la han dado.
Wynn se quedó serio, y repuso:
—No les fue posible… Murieron cuando ella tenía siete años.
Larry miró a su nuevo amigo, y hubo una pausa.
—Su padre se llamaba Peter Wallace —manifestó Wynn, con visible
emoción—. Hace cosa de veinte años se instaló con su esposa, y
Jean, que acababa de nacer, en los límites del Llano Estacado. Allí
construyó Peter una casa y cultivó sus acres. Vinieron al mundo
otros dos hijos. Era una familia feliz. Pero un día, cuando Jean
había celebrado su séptimo aniversario, su padre cayó del caballo y
murió del golpe. La mujer no le sobrevivió mucho tiempo. Falleció
más tarde, víctima de unas fiebres malignas. Quedaron Jean y los
dos pequeños. Había una india que trabajaba en la casa, Azucena, y
ella se encargó de atenderlos. Pero Jean se dio cuenta pronto de
cuál era la situación, y cuando todavía era una mocosa, ya llevaba
el rancho como el más exigente de los capataces. Luchó bravamente
con los hombres que intentaron despojarla de su propiedad. Desoyó
los cantos de sirena, y si tuvo necesidad de echar mano a la pistola,
no vaciló en hacerlo. Creció indómita, salvaje, pero sensata. Y
hermosa como ninguna otra mujer que he visto. Ahí la tiene. Se lo
debe todo a ella misma, y lo sabe. Parece un varón, pero estoy
seguro de que no hay hembra más femenina de Norte a Sur y de
Este a Oeste. Es un tesoro que guarda en lo más profundo de su
corazón. —Wynn dio un suspiro, y añadió—: Un tesoro que yo
pretendo poseer desde hace bastante tiempo. Ya lo vio usted cuando
la encontramos. Me dio calabazas en sus propias narices…
—Habla como un enamorado.
—¡Y lo estoy!
—Sólo ve en ella virtudes. Es lógico. A mí me da la impresión de
que es una metomentodo. ¡Y por mil diablos que me ponen nervioso
las mujeres así!
Cuatro hombres entraron en el comedor.
—¡Cuidado, Mason! —advirtió Wynn—. Éstos quieren pelea.
Larry se echó hacia atrás, contemplando al cuarteto que se
desplazaba hacia ellos.
—Hace tiempo que no me divierto —dijo.
—¡No gaste bromas! ¡Son profesionales del gatillo!
Los cuatro hombres se detuvieron ante los que estaban sentados.
Uno de ellos, de nariz arremangada y ojos pequeños, masculló,
mirando a Larry:
—Conque es usted el matón…
El aludido chasqueó la lengua, y repuso:
—Molesta, compañero. Lárguese.
—Lo haré cuando me dé la gana. ¿Lo oyó?
—Un simple zumbido de abejorro —desdeñó Larry—. Son
desagradables. Los atrapo con la mano y los aplasto con el pie.
—Ha salido gracioso el chico. ¿Verdad, muchachos?
Larry sonrió, recomendando:
—No diga tonterías y váyase. Es un consejo desinteresado. Palabra
que no le cobro nada por él.
—En cambio, nosotros sí que cobramos por hacer nuestro trabajo.
Cinco de los grandes.
—Es un buen trabajo. ¿Y qué es lo que pagan con él?
—Su vida, Mason. A mí me parece cara. Yo lo hubiese dejado en
dos mil, pero el patrón tiene ganas de gastar, y el dinero es suyo.
Los demás comensales se levantaron de sus mesas en cuanto oyeron
las frases que se proferían y abandonaron el salón.
—¿Está incluido el señor Wynn en el negocio? —inquirió Larry.
—No, pero ya que se encuentra con usted, lo incluiremos. Es un
regalo que le hacemos al patrón, y de paso, usted no se encontrará
tan sólo durante el viaje que va a emprender.
—Magnífico, piensa usted en todo. Buen muchacho.
Larry vigilaba atentamente las manos de los pistoleros. Se
encontraba en mala posición para disparar, pero no quería ponerse
en pie de repente, ya que antes de que pudiera conseguirlo, los
otros lo coserían a balazos.
Wynn trataba de estirar las piernas buscando la postura más
cómoda, dentro de lo posible, para hacer fuego.
—Terminemos la conversación, Mason —dijo de nuevo el de la
nariz arremangada.
—Fue instructiva —murmuró Larry—. Hasta la otra.
Los cuatro hombres empezaron a recular lentamente, mirando con
fijeza a los que estaban sentados.
El tic tac del reloj de pesas que había en la pared resonaba como los
crujidos de las pezuñas de un ciervo sobre un terreno pizarroso.
Las ruedas de un carro chirriaron en la calle durante unos instantes,
y luego volvió a quedar en el aíre la inexorable marcha del
segundero.
Las botas de los asesinos a sueldo se deslizaban suavemente por el
piso.
De súbito, del fondo del salón partió una voz:
—¡Eh, muchachos!
Las cuatro cabezas se movieron unos centímetros.
Fue la señal para que el comedor del hotel se convirtiese en un
infierno.
Los revólveres salieron de las fundas. Rojas llamaradas brotaron de
los hocicos negros. Los proyectiles silbaron y mordieron la carne.
Los cuerpos se contorsionaron, como si marcasen el ritmo de una
danza epiléptica.
Los cuatro pistoleros fueron cayendo lenta, perezosamente. Uno de
ellos quedó de rodillas, igual que si se dispusiese a orar. Pero luego
abrió los labios, arrojó una bocanada de sangre, y se echó hacia
adelante pegando la cara al suelo.
El humo de la pólvora invadió la estancia.
Larry vio que Wynn estaba herido en un hombro Allá, en el fondo
del salón, Jean Wallace tenía subida la falda hasta la cintura, y
sobre sus enaguas había un cinturón con dos fundas vacías. Las
pistolas que debieran contener eran esgrimidas por sus manos, y de
los cañones salían volutas de humo gris.
CAPÍTULO V

Robert Wynn, con el brazo izquierdo en cabestrillo, llamó


suavemente a la puerta de la habitación, y una voz le autorizó a
entrar.
Larry Mason estaba tendido vestido sobre la cama, con las manos
bajo la nuca.
—¿Cómo va esa herida, Bob?
—Hoy me ha dicho el doctor que en diez o doce días estaré curado.
—Hizo una pausa y luego dijo—: Me produce escalofríos tu
serenidad, Larry.
—¿Sí? ¿Por qué? —inquirió Mason, sin mirar a su visitante.
Cualquiera se puede introducir en esta habitación y coserte al
colchón a balazos. Le bastaría con llamar como yo lo he hecho, y
esperar el permiso.
—Sabía que eras tú. Es un sexto sentido. Hablemos de otra cosa.
¿Cómo va mi campaña electoral?
—¡Estupenda! El tiroteo de ayer ha decidido a los más cobardes.
Vencerás a Carruthers por más de cien votos de diferencia a tu
favor.
—¿Y crees que los de enfrente van a consentirlo?
—Estaremos preparados para cualquier contingencia. Mañana se
decide el futuro de Silvertown, y no permitiremos que se nos
arrebate el triunfo legítimamente conseguido en las urnas.
Hubo un silencio. Larry miraba distraídamente al techo. Wynn se
sentó en una silla, y al observar a su amigo, preguntó:
—¿En qué piensas?
—Hace un par de horas di un paseo por el pueblo. He visto a gente
extraña…
Wynn carraspeó, y repuso:
—¿Conque ya lo sabes? Bueno, así es mejor.
—Y tú eres un embustero, Robert —continuó Larry,
parsimoniosamente.
—Eh, eh, cuidado… No consiento que nadie me insulte.
—Un condenado embustero. Eso es lo que eres. Mi campaña
electoral es un fracaso. La gente sigue teniendo miedo, y se
abstendrá en la elección o dará su voto a Carruthers. Esos tipos que
he visto por la calle son pistoleros de Dodge City. La banda de Pete
Chamber «en persona». Si hubiesen sabido quién era yo, no me
habrían dejado acabar el paseo.
Wynn abrió los ojos, asombrado.
—¡Sabes quiénes son, y ni siquiera te has encerrado con llave!
—Cada persona tiene su sino, ¿verdad, Bob? Si he de morir, el sitio
es lo que menos importa.
Wynn se frotó la barbilla, y dijo con pesar:
—Yo te metí en este fregado, Larry. Reconozco que he sido un
estúpido optimista. No calculé con qué nos enfrentábamos. Estaba
equivocado.
Hubo otra pausa. Larry siguió imperturbable, con los ojos fijos en el
techo.
—¡Y bien! —chilló Robert—. ¿Por qué no lo sueltas de una vez?
Mason bostezó, y después preguntó:
—¿Qué es lo que tengo que soltar?
—¡Recrimíname, dime que te he engañado, que soy un pobre iluso!
¡Cualquier cosa!
Larry continuó sumido en el silencio. Wynn inquirió, exasperado:
—¿Cuándo te marchas? ¡Yo en tu lugar lo haría sin perder tiempo!
Larry se incorporó y puso los pies en el suelo.
—Creo que es una buena idea —convino.
—¡Qué! ¿Quieres decir que te vas a largar?
—Tú mismo me lo has sugerido y es lo más razonable que he oído
salir de tu boca desde que te conozco, Bob. Después de todo,
reconocerás que a mí me importa poco Silvertown y sus problemas.
No soy de aquí, ni malditas las ganas que tengo de dejarme la piel
en este pueblo…
En el rostro de Wynn se reflejaba la más profunda decepción.
Larry se levantó, pasó junto a su amigo y cogió el sombrero que
había colgado en una percha de un solo brazo.
—¿Vienes, Bob? —invitó, con la mano en el pomo de la puerta.
Wynn se enderezó, y como un sonámbulo precedió a Larry en la
salida.
Bajaron la escalera, y en el vestíbulo vieron a Jean que hablaba con
el conserje. La joven continuaba vistiendo su ropaje femenino,
llevaba un lazo azul sujetando el cabello. Al ver a los dos hombres,
les sonrió abiertamente.
—¿Cómo va eso, compañero? —saludó, moviendo rápidamente una
mano. Y al ver la cara de Wynn, añadió—: ¿Dónde es el entierro?
—Mason se va.
—¿Adónde?
—No lo sé. Se marcha de la ciudad.
Jean clavó las centelleantes pupilas en Larry, y exclamó:
—¡No es posible! ¡No tiene derecho!
—¿Quién ha dicho eso?
—¡Yo! ¡Usted dijo que se quedaría! ¡Que aceptaba la candidatura
ofrecida por Bob! ¡Un hombre tiene una sola palabra!
—Fui mal informado.
—¡Y un cuerno! ¡Bob le dijo que el asunto estaba feo, y usted se
hizo el valiente! ¿Qué es lo que le pasa ahora? Tiene miedo, ¿eh?
—Un poco.
—Un poco, ¿verdad? ¿Fueron los tiros de ayer? ¡Qué pena que yo
estuviese en el hotel! Debí dejar que aquellos tipos lo llenasen de
agujeros.
—Ya es bastante, Jean —atajó Wynn—. Larry tiene perfecto
derecho a irse. Realmente, ha hecho más de lo que podríamos
exigirle.
—Palabra de hombre… ¡Puaf! —murmuró la joven,
desabridamente.
Larry, sin alterar un músculo de su faz, dijo:
—Esto acabó. Les deseo suerte.
—Nos desea suerte, ¿eh? —repuso Jean, sarcástica—. ¿Qué espera?
¿Que se nos nublen los ojos de lágrimas? ¡Menudo fanfarrón! Ya le
expuse a Bob qué clase de tipo me parecía usted.
—Adiós —dijo Mason.
Y se dirigió hacia el encargado del hotel. Pago el importe del
alquiler de la habitación, y luego se volvió, encaminándose a la
puerta.
Antes de que llegase al umbral se oyó un estampido, y un proyectil
se incrustó en el piso de madera, a dos centímetros de su bota
derecha. Quedó inmóvil unos segundos, y después giró sobre sus
talones, des pació.
Jean tenía el revólver en la mano. Wynn estaba a su lado,
sobrecogido.
—No ha debido hacer eso, señorita Wallace —reprochó Mason.
—¿No? —sonrió ella—. Tendrá que perdonarme. Me he de entrenar
a menudo para no perder la puntería. Le aseguro que a veces resulta
divertido. Me gusta tirar sobre los sombreros. Creo que al suyo le
hace falta un agujero para que haga juego con el que le hice el otro
día… En cuanto termine, podrá ya marcharse…
Jean levantó el revólver, y de pronto, sin que ella ni los dos
espectadores se diesen cuenta de cómo podía ser, de cada una de las
manos de Larry brotó una lengua de fuego.
Un proyectil arrancó el «Colt» que esgrimía la joven, y el segundo
desató el lazo azul que recogía su cabellera. Rápidamente se tocó la
cabeza, como si necesitara cerciorarse de que continuaba estando
sobre sus hombros.
—También me gusta divertirme a veces —ironizó Larry, con voz
ronca—. Buena suerte, señorita Wallace.
Se volvió nuevamente, y desapareció por la puerta, sin que la
muchacha y los dos testigos hubiesen salido aún de su asombro.
Diez minutos más tarde Larry salía del pueblo montando su potro.
Tomó la dirección este a través de una llanura de tierra rojiza sobre
la que no crecía un solo arbusto. Más tarde se desvió hacia el
noroeste, y remontó el lecho seco de un arroyo. Dio vista a un
desfiladero, y cuando se acercaba a él una detonación seguida por
el silbido de una bala, le hizo detener.
Tres hombres montados se acercaban al trote. Llegados junto al
solitario jinete, el que parecía de mayor edad, preguntó:
—¿Se le perdió algo, compadre?
—Vengo a hablar con el señor Siegel —contestó Larry.
El otro lo observó con más atención, y manifestó:
—El señor Siegel recibe las visitas en Silvertown los martes y los
jueves. ¿No lo sabía?
—Sí, pero no puedo esperar al próximo martes. Lo que tengo que
decirle es importante.
—¿Para usted?
—Para Siegel.
—¿De qué se trata?
—Será mejor que lo escuche él.
El interlocutor de Larry adoptó una actitud dubitativa durante un
minuto, y al fin dijo:
—De acuerdo. Lo llevaré a su presencia. Pero si me gano una
bronca por culpa de usted, le prometo corresponderle…
—No pase cuidado.
Penetraron en el desfiladero, y media milla más allá desembocaron
en un amplio valle cubierto de verde. En el centro se levantaba una
casa de imponente aspecto, si se le comparaba con las edificaciones
rústicas de Silvertown.
Por los alrededores, Mason contó hasta diez hombres.
Desmontaron al pie de una escalera, y Larry subió por ella
precedido por el sujeto que había llevado la voz cantante.
Un criado les abrió, y tras cambiar unas palabras con el guía, les
acompañó por un pasillo hasta llegar ante una puerta. El criado
entró, y salió en seguida moviendo la cabeza afirmativamente. Los
otros entraron.
Un hombre de unos cincuenta años de edad, de cabello entrecano y
ojos negros, que se hallaba sentado tras una mesa cubierta en gran
parte de papeles, levantó la mirada del que leía en aquel instante, y
preguntó:
—¿Qué ocurre, Alsop?
—Se trata de este individuo, señor Siegel. Quería verle.
Siegel continuó con los ojos fijos en Alsop.
—Mal hecho —objetó—. ¿Cuántas veces he de repetir…?
—Ha asegurado que se trataba de algo importante.
El dueño de la casa miró por primera vez a Larry.
—¿De qué se trata?
—Quisiera hablarle a solas.
—No acostumbro a hacer excepciones respecto a mis visitantes. El
próximo martes le veré en la ciudad. Buenos días.
Siegel hizo un gesto indolente de fastidio, y reanudó la lectura del
papel que tenía en la mano.
—¡Ya lo oyó! —dijo Alsop, con brusquedad, cogiendo a Larry por
un brazo—. ¡Andando!
Mason se desasió y declaró:
—Soy Larry Mason.
El banquero irguió la cabeza, murmurando con el ceño fruncido:
—¿Larry… Mason?
Hubo un silencio, que interrumpió Siegel, con una carcajada.
—Es usted el último hombre que esperaría ver en mi despacho,
Mason.
—A mí me hubiera extrañado… ayer.
—¿Y qué es lo que ha ocurrido de ayer a hoy que le ha hecho
cambiar tan de repente?
—También soy hombre de negocios. Se me ha ocurrido una idea,
pero necesito un socio para llevarla a cabo…
—Un socio capitalista, supongo.
—Es usted un águila, señor Siegel. Dio en el clavo. ¿Qué le parece sí
le dice ahora a Alsop que nos deje solos?
El banquero dirigió una mirada a Alsop, y éste abandonó la
estancia. Larry no habló de nuevo hasta que hubo oído el chasquido
producido por la puerta al cerrarse.
—Tiene una bonita choza. Debe de haber gastado unos cuantos
billetes en su construcción…
—Sí, unos cuantos. ¿Cuál es ese negocio?
—Y cuando uno se aficiona a la buena vida —ignoró Larry la
pregunta—, es difícil renunciar a ella…
—¿Ha venido aquí para filosofar, Mason? Vaya al grano.
—He ido derechito a él. Estoy tratando de inculcarle la idea de lo
que perdería usted si insiste en continuar por el camino que ha
seguido hasta ahora.
Siegel palideció, y sus labios se estiraron en un rictus de ira.
—¡Se está pasando de la raya, Mason!
—Usted atravesó la divisoria hace ya mucho tiempo. ¿No supuso
nunca que tarde o temprano se vería obligado a retroceder?
—¡No escucharé ni un minuto más sus necedades! ¡Márchese ahora
que puede!
—Usted vendrá conmigo.
La voz de Larry sonó ominosa.
—¿Qué dice? —barbotó Siegel—. ¿Está ebrio?
El joven sacó un revólver, y apuntó a la cabeza del banquero,
mientras respondía:
—Quizá lo esté o me haya vuelto loco. El decidir sobre ello es
cuenta suya. En cualquier caso, le conviene seguir mis
instrucciones. No pestañearé si me coloca en la coyuntura de volarle
la tapa de los sesos.
Siegel observó los ojos de su interlocutor, y debió leer en ellos que
existía una gran probabilidad de que la amenaza pudiera
convertirse en un hecho cierto. Se incorporó y preguntó:
—¿Adónde quiere que le acompañe?
—Permítame que me reserve por ahora esa noticia. Ya tendrá
informes sobró la agilidad de mis dedos cuando se trate de sacar el
revólver. Voy a enfundar, y saldremos al exterior. Usted pedirá un
caballo, pero se guardará de hacer la menor señal a sus hombres. Sí
intenta burlar mi propósito, le prometo que no tendrá oportunidad
de arrepentirse. Eso es todo. ¡Póngase en marcha!
El banquero estaba demasiado asustado para desobedecer las
instrucciones recibidas, y así, quince minutos después de terminada
la entrevista en el despacho, cabalgaba junto a su aprehensor en
dirección al desfiladero.
CAPÍTULO VI

Larry entró en el edificio de ladrillo rojo en cuya pared, sobre la


puerta de la calle, unas letras negras indicaban que aquél era el
Banco Siegel.
Los empleados trabajaban tras una baranda. En un rincón, a la
derecha, había dos ventanillas desde las que se atendía a la
clientela.
Mason habló con un anciano que se hallaba sentado en una silla
cerca de la entrada, al que consideró como informador.
—Vengo a ver a Henry Laing.
El anciano asintió con la cabeza, y repuso:
—Diríjase a la puerta del fondo. La que dice: «Vicepresidente».
Larry dio las gracias, y se encaminó al lugar señalado. Llamó, pero
no esperó a que le diesen permiso para entrar.
Henry Laing estuvo a punto de volcar el tintero en que mojaba la
pluma cuando vio aparecer a Mason.
—¿Qué tal está, Henry?
—¿Cómo se atreve a venir por aquí?
—Tampoco me invitó la otra noche, y el difunto Contex se encargó
de llevarme a su presencia. Pensé que tendría ganas de verme, pero
que no encontraría entre sus pistoleros a uno con agallas para hacer
el trabajo.
Henry pareció reponerse de la sorpresa. Preguntó:
—¿No ha visto a Pete Chamber?
—No.
—Está en Silvertown.
—Bueno. Creo que puede estar en los sitios donde a su cabeza aún
no se le ha puesto precio. Quedan muy pocos, y seguramente
Silvertown es uno de ellos.
—Se cree inteligente, ¿verdad, Mason?
—Cuando usted lo dice…
—Burló a un juez, a un fiscal…
—Y a un abogado defensor.
—Puede que sí. Eso no importa, porque aquello es agua pasada.
Pero nos hemos enterado de que usted no es el hombre que
acompañó a Wynn a La Jara.
—¿Ha sido un trabajo de Carruthers, mi contrincante?
—Usted no será contrincante de nadie. Respecto a ese desconocido,
apareció en Yuma. Estuvo tres días borracho, y cuando recobró la
lucidez y se enteró de lo que había sucedido aquí, se apresuró a
venir…
—Se acercó a ganarse una recompensa, para seguir bebiendo.
Supongo que lo habrán tratado bien.
—Lo tenemos encerrado en la cárcel. Se nos ocurrió que podía
servirnos. —Laing sonrió.
—¿Por qué no acaba? —indicó Larry—. Me tiene emocionado.
—¿No lo supone?
—Poco más o menos. Falleceré repentinamente, y se reservan a ese
amigo de Baco para demostrar que yo era un perjuro y algo peor,
teniendo en cuenta la profusión de entierros que se ha originado en
el pueblo desde que llegué.
Henry sacó un cigarro de un cajón, y lo mordisqueó. Al escupir el
trozo de tabaco, observó:
—Aún no me ha explicado la razón de su inopinada visita.
—Quería oír primero lo suyo. Lo mío es esto: tengo a Siegel en mi
poder.
Henry se quedó inmóvil unos segundos.
—¿De qué está hablando, Mason?
—Se lo repetiré. He raptado a su jefe, ¿entendido?
—¡No lo creo! —exclamó el vicepresidente del Banco, sin mucha
seguridad.
Larry introdujo la mano en el bolsillo de su camisa y la sacó
arrojando algo sobre la mesa.
—¿Qué es esto? —inquirió Laing.
—El calcetín del pie izquierdo de Siegel. Confieso que no es una
cosa correcta, pero me pareció la prueba más convincente para
abrirle los ojos. Usted sabe muy bien que ese calcetín sólo puede ser
usado por su jefe. No hay una persona en toda esta parte del país
que se atreva a hacerle la competencia en mal gusto.
La prenda era de un color calabaza.
Henry tragó saliva, y dijo:
—Suponiendo que confirme su noticia, ¿por qué lo ha hecho?
—¿No lo supone? —retrucó Mason. Después de una pausa continuó
—: Se lo diré yo. Tendré en mis manos a Siegel hasta que se hayan
celebrado las elecciones. Éstas se celebrarán de acuerdo con las más
estrictas y puras normas democráticas. Nada de violencias ni
coacciones. Usted ordenará a sus pistoleros que se mantengan
serenos y se porten como buenos chicos. He tomado las medidas
oportunas para que si algo ocurre que no me guste, su jefe pague las
consecuencias. ¿Está claro? Usted es el responsable de la vida de
Siegel.
La puerta del despacho se abrió de golpe.
Larry giró la cabeza y vio en el hueco a un hombre de su misma
edad y aproximada estatura. Tenía los ojos verdosos, y la nariz
achatada. Su barba no había sido afeitada en un par de semanas.
Distendía los labios en una sonrisa forzada.
—¿Larry Mason? —preguntó, con las manos colgando junto a las
fundas de sus revólveres.
—¿Pete Chamber? —repuso el interrogado, al tiempo que se volvía
para enfrentarse con el pistolero.
Los antagonistas se quedaron mirando a los ojos, inmóviles, sin
parpadear.
—Tenía ganas de conocerlo, Mason. He llegado a pensar que era
usted un personaje de leyenda. Algo así como Robin Hood…
—Ya ve que soy de carne y hueso.
—Le cedo la prioridad. Puede mover las manos cuando quiera. Si
tiro antes, no quiero que se lleve un mal recuerdo de mí.
—Muy generoso —murmuró Larry—. ¿Da siempre esa ventaja en
sus asesinatos?
Del rostro de Chamber desapareció todo vestigio de humanidad.
—¡Quieto, Pete! —exclamó Henry, yendo hacia el pistolero.
Éste miró al vicepresidente con enojo.
—¿Qué le pasa ahora?
—¡No puede matarlo!
—Creí que se me pagaba para eso.
—Las cosas han cambiado algo. Mason ha cogido prisionero al
señor Siegel.
Chamber hizo una mueca, y luego dijo a Larry:
—Una buena treta. Pero no le valdrá por mucho tiempo. ¿Qué he de
hacer, Laing?
—Esperar. No hay más remedio.
Mason sonrió, y empezó a andar hacia la puerta abierta.
—Son ustedes muy comprensivos —declaró—. Transmitiré sus
saludos al señor Siegel.
—Escuche esto, Mason —advirtió Chamber.
—Venga, suéltelo —replicó Larry, girando en el umbral.
—Lo mataré en cuanto tenga oportunidad. En Silvertown o en
donde sea. He cobrado, y soy hombre que cumple. No trate de huir.
Es mejor que arreglemos el asunto en este pueblo.
—No me marcharé sin darle esa oportunidad —prometió Larry.
Se miraron una vez más, y luego Mason dio la vuelta y salió de la
habitación.
Ya en la calle, se dirigió al almacén de subsistencias de Ibrahim
Goldman, e hizo a éste un pedido importante que quedó en recoger
al finalizar la tarde. Pagó el importe de la compra, y cuando salía
estuvo a punto de atropellar a Jean Wallace, que entraba.
—¡Usted! —exclamó la joven.
—¿Es que no puedo dar un paso sin que se interponga en mi
camino? —le espetó Larry.
—¡Lo mismo puedo decir yo! ¡Y no se crea que logró asustarme con
su exhibición! La próxima vez no tendré contemplaciones…
Mason la observó de pies a cabeza. Continuaba vistiendo ropas de
mujer.
—¿Acaso empieza a perder personalidad, Jean Wallace? —apuntó
con ironía.
—Creo que está en condiciones de contestar a esa pregunta, señor
Mason. ¿Qué fue lo que sintió al verme aparecer en el hotel?
—Nada.
—No diga tonterías, Algo le interesaría.
—En absoluto.
—¿Por qué, entonces, me transmitió la invitación por mediación del
mozo?
—Quizá porque necesitaba oír una voz de mujer.
En el rostro de Jean aparecían, uno tras otro, los más encantadores
mohines.
—Es malo ser embustero, Larry. ¿No recuerda que acababa de oír la
voz de una señorita? Se marchó cuando yo me senté.
Él carraspeó, un poco perturbado, y ella dijo divertida:
—Estoy segura de que se ha quedado por mí.
—¿Por usted? ¡Oiga…!
—No es preciso que me dé explicaciones. Lo comprendo. Se ha
enamorado.
—¿Yo enamorado de usted?
—¿Acaso es algo imposible? Hay muchos hombres que darían años
de su vida porque yo les correspondiese.
—¡Deben de ser idiotas!
Los labios de Jean se plegaron rápidamente. Con ojos furibundos,
exclamó:
—¿Cómo se atreve…? ¡No tiene educación!
—Es difícil que usted me dé lecciones al respecto.
El tendero asistía a la escena acodado en el mostrador, mirando a
los protagonistas, mientras fumaba una pipa. De vez en cuando, al
término de una frase, asentía con la cabeza o arrugaba la frente a la
espera de una respuesta.
—¡Es posible que le enseñe modales con esto! —estalló la
muchacha, moviendo una mano hacia el lugar en que, bajo la falda,
tenía el revólver.
En ese instante, entró en el almacén Robert Wynn.
—¿Qué es lo que…? —empezó a decir, y al ver a Mason, preguntó
—: ¿Todavía aquí?
—Me marché y volví.
—¿Con qué intención?
—Con la de presentar mi candidatura, si es que insistes en tu idea.
—¡Larry! ¡Que me maten si he cambiado! —Abrazó al aspirante a
alguacil, y, separándose, dijo a Jean—: ¿Lo has oído, pequeña? ¡Es
de los nuestros!
La joven ronroneó, y repuso:
—No me gusta.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—Esa forma de comportarse. ¿Qué es lo que le ha hecho volver?
Pensaba marcharse. Pagó la cuenta del hotel. ¿Quién no te asegura
que ha ido a ponerse de acuerdo con Siegel? Anda, pregúntale
adonde ha ido.
—Está en lo cierto. Hablé con Siegel.
—¿Qué? —chilló Robert.
—¿No te lo decía? —murmuró ella, en tono rabioso—. ¡Es un
traidor!
—No puedes haber hecho eso, Larry —gimió Wynn.
—Es mi prisionero. Lo conservaré como rehén para garantizar la
legalidad de las elecciones.
Wynn y Jean perdieron el habla durante un largo minuto. Fue el
propio Mason quien reanudó el diálogo:
—Quisiera hablar al mayor número de votantes, Bob. ¿Puedes
reunirlos esta noche en algún sitio?
—¡Claro que sí! ¡Cuenta con ello!
—Hasta luego, entonces. ¿Nos veremos en el Topace a las nueve?
—No faltaré.
—Adiós, señorita Wallace.
Ella no contestó, y cuando Larry se hubo ido, Wynn la miró y lanzó
una carcajada.
—¿Qué te pasa ahora? —refunfuñó la muchacha, malhumorada—.
¿Te hace gracia algo?
—Sí, es muy bueno. Este round también lo ha ganado nuestro
amigo.
Jean soltó un bufido, y se dirigió hacia el tendero, en tanto Bob
continuaba riendo.
CAPÍTULO VII

Larry había hablado a cuatro docenas de electores que a duras


penas pudo reunir Bob Wynn en una cuadra de las afueras de
Silvertown. Otros muchos fueron invitados, pero excusaron su
asistencia por razones de salud, cuando la verdadera causa de su
inhibición radicaba en el temor que sentían a que en mitad del
discurso apareciesen los pistoleros de Siegel y disolvieran el
cónclave con sus poco recomendables medios expeditivos. No les
hizo cambiar de opinión el oír que el banquero había sido puesto a
buen recaudo por el candidato orador, ya que tal argumento fue
considerado como una añagaza del propio Wynn, convertido en
agente electoral del forastero.
Larry dirigió la palabra al rebaño durante quince minutos, tratando
de levantar los ánimos decaídos, para lo que pulsó la cuerda
patriótica, la familiar y la social.
Sobre el resultado de tal arenga preguntó a su amigo después de
terminada la sesión, recibiendo la respuesta de que él también lo
ignoraba, por no haber tenido oportunidad de hablar con los
asistentes.
Regresaron al centro del pueblo, entrando en el hotel Minero.
Jean les esperaba sentada en el vestíbulo. Después de informarla del
acontecimiento que acababa de tener lugar, Bob se despidió
alegando que se caía de sueño, y que deseaba estar fresco al día
siguiente «por lo que pudiera ocurrir».
Así quedaron solos Jean y Larry, dándose el caso de que era la
primera vez que se contemplaban sin ánimo belicoso.
—¿No se va usted también a dormir? —preguntó ella.
—Sí. Me espera una larga carrera. He de arropar al señor Siegel.
Los grandes ojos de Jean se abrieron con asombro.
—¡Por eso pagó el hotel! ¡Usted se marchó de aquí con la idea de
capturar al banquero!
—Así fue.
—¿Por qué no nos lo comunicó? ¡Y permitió que yo le ofendiera…!
—No sabía que me resultaría tan fácil lograr mi propósito. Prefería
silenciarlo porque quería hacerlo yo solo, y usted y Bob no me
hubieran dejado.
La joven movió la cabeza, y murmuró con voz contrita:
—Me he comportado como una salvaje.
—Olvídelo.
—A veces me pregunto por qué he de ser tan impulsiva.
—Resulta atrayente.
—¿Usted cree? Debería reflexionar con más detención mis actos.
Hubo un silencio. Larry lo interrumpió, diciendo:
—Hace una noche hermosa. ¿Ha observado el cielo?
—No —sonrió ella. Y añadió—: Pero me agradaría.
Salieron al exterior y echaron a andar por la calle hacia el sur del
pueblo.
Caminaron en silencio respirando la fresca brisa, y se detuvieron
junto a un pino que se erguía cincuenta yardas más allá de la última
casa. Jean apoyó la espalda en el tronco del árbol y comentó:
—Realmente, sabemos muy poco uno del otro.
—Yo conozco su historia.
—¿Se la contó Bob?
—Sí, y sentí admiración por usted. Lo suyo es una historia de
«impulsos». ¿Ve como la naturaleza compensa? Sin ese espíritu de
lucha que la posee, no hubiera sacado su hogar adelante.
—No hablemos entonces de mí. ¿Por qué no me cuenta su vida?
Larry tardó varios segundos en contestar.
—Es poco interesante. Una vida vulgar.
—Estoy segura de que no dice la verdad. ¿Por qué? ¿Tan entrañable
es su secreto?
—Es algo triste que no debo contar a nadie.
La joven se humedeció los labios y repuso:
—Puede tener confianza en mí. Larry.
Él la miró a los ojos y contempló en ellos la lealtad. Entonces
manifestó:
—Mi vida sólo tiene un objetivo. Desde hace diez años busco a un
hombre para que sea ahorcado.
Jean no pudo evitar un estremecimiento.
—¿Ahorcado? —inquirió—. ¿Por qué?
—Asesinó a mi padre y a otro amigo para robarles. —La voz de
Larry sonó grave, solemne—. Eso ocurrió hace veintitrés años, y
cuando yo era un chiquillo. Mi padre y dos hombres constituyeron
una sociedad para buscar oro en el río Travers, en California. Lo
encontraron en cantidad suficiente para que cada uno de ellos
iniciase una nueva vida con posibilidades de prosperar. Uno de esos
hombres se llama Paul Benny y el otro Dan Gardner. Benny mató a
Gardner arrojándolo por un precipicio, y luego baleó a mi padre.
—¿Cómo se enteró?
—La tarde que Gardner murió, yo había acompañado a mi padre al
bosque para que me cogiese una ardilla. Al regresar al campamento
con el animalito, Benny dijo que deseaba hablar con mi padre, y
tuve que marcharme al carro. Pero me escurrí, y pude escuchar la
explicación que daba Benny sobre el presunto accidente sufrido por
Gardner. Todo parecía normal, justificado, pero no habían pasado
veinticuatro horas cuando Benny remataba su obra, disparando
sobre mi padre por la espalda. Fui testigo presencial de este
segundo crimen, y pretendió eliminarme a mí también. Corrí
desesperadamente y me escapé por milagro. Debió de pensar que
moriría de inanición, y así hubiese ocurrido si no me hubieran
recogido otros buscadores de oro tres días más tarde.
»Tuve la suerte de que uno de los buscadores se encariñase
conmigo. Se llamaba Lewis Mason, y me adoptó. Cuando se cansó
de corretear por California, nos marchamos a Nueva York. Allí crecí
y me eduqué. Lewis Mason me envió a la universidad y cursé dos
años de estudios en la Facultad de Derecho. Interrumpí la carrera
cuando aquel buen hombre murió, dejándome único heredero de su
fortuna. Entonces el recuerdo de las circunstancias en que lo conocí
se hizo vivido en mí hasta el punto de convertirse en una obsesión.
Decidí que no recobraría la paz hasta que encontrase a Paul Benny,
y me lancé en su busca. Desde hace diez años recorro el país, estado
por estado, desde la ciudad más grande hasta el más insignificante
pueblo esperando hallar algún día a mi hombre.
—Pero eso es una locura, Larry. Paul Benny puede haber muerto
hace una infinidad de años…
—Es posible, pero también es un riesgo que me propuse correr
cuando abandoné Nueva York.
—Y aun cuando estuviese vivo, es casi imposible que lo pueda
encontrar. ¡Han pasado más de veinte años! Ha debido cambiar su
aspecto, su fisonomía. ¡Hasta tendrá otro nombre!
—Creo que lo reconocería entre un millón de individuos. Hasta hoy
no lo han visto mis ojos. De eso estoy seguro.
—¿Tan presente tiene ese recuerdo de cuando usted era un
chiquillo?
—Millares de veces he soñado con su rostro. Me lo conozco pulgada
a pulgada, y aunque hubiese envejecido cuarenta años, lo
identificaría.
Los dos jóvenes guardaron silencio durante un rato. Al fin, dijo ella:
—¿Por qué salvó a Bob? Ya sé que el hombre que lo acompañó a La
Jara está detenido en la cárcel del pueblo.
—Me enteré casualmente de la injusticia que se iba a cometer con
él.
—Pero debió marcharse después de sacarlo en libertad. Tal como
están las cosas, puede dejar incumplida la misión que se ha
impuesto. El hecho de que salga usted elegido, lo cual es bien
difícil, no significará que haya derrotado a Siegel.
—Lo sé. Entonces será cuando la batalla llegará a la máxima
virulencia.
—¿Piensa tener permanentemente en su poder a Siegel?
—El rapto es extralegal, y si me convierto en autoridad, lo primero
que he de hacer es dejarlo en libertad.
—Se acabará en ese caso su ventaja inicial. No habrá nadie en su
sensato juicio que luche a su lado. ¿Sabe también eso?
—Sí.
Hubo otro silencio.
—Márchese, Larry.
—Usted es quien se va a ir. Dijo que estaría un par de días para
comprar sus provisiones de invierno. Ha tenido tiempo para
hacerlo. Le diré a Bob que la acompañe hasta el Llano Estacado, tal
como se lo prometió.
—No quiero irme —repuso ella, resueltamente.
—Tendrá que hacerlo. Esta vez no son necesarios «impulsos».
—Disparo mejor que cualquier hombre…, a excepción de usted.
—Eso es lo que cree. Hay unos cuantos pistoleros en la ciudad que
aprietan el gatillo hasta durmiendo. Además, debe pensar en sus
hermanos. ¿Qué sería de ellos, si por una locura de usted quedasen
solos…?
Jean se ablandó.
—Está bien. No comprendo qué me pasa cuando me habla. Jamás
ha habido un hombre que haya logrado convencerme.
Larry cogió instintivamente a la muchacha por los brazos y dijo:
—Buena chica.
Se quedaron mirando fijamente, y de pronto, él la besó en la boca,
sin que ella hiciese el menor movimiento para impedirlo.
Al separarse, Jean musitó:
—Ignoraba que tuvieras «impulsos».
Él arrugó el ceño, y replicó:
—No ha sido más que eso: un impulso.
—¿Qué quieres decir, Larry? —inquirió ella, muy seria.
—No debes dar importancia al hecho de que te haya besado. Para
mí no tiene ningún significado.
Jean sintió que una ráfaga helada pasaba por su corazón.
—¿Es eso lo que realmente piensas?
—No hay nada más.
Ella sonrió amargamente y declaró:
—Es una tontería, ¿verdad? Prometí que sólo me besaría el hombre
con quien compartiera mi hogar.
Larry apretó los labios, y más tarde murmuró, con un hilillo de voz:
—Lo siento.
—¿Lo sientes? ¿Por qué? Tú lo acabas de decir. Carece de
importancia. Y creo que no te falta razón.
—Cállate, Jean.
—Sí, me callaré. Nos queda muy poco que hablar. Sólo la
despedida. Me iré mañana al amanecer. Y no es necesario que
recuerdes a Bob su promesa. Conozco el camino de vuelta. Te deseo
suerte. Creo que la necesitas. Adiós, Larry.
La joven dio la vuelta, y él la detuvo cogiéndola por el brazo,
mientras decía:
—Te acompañaré hasta el hotel.
Ella se desasió de un tirón, y repuso:
—Quédate ahí. Iré sola. Lo prefiero.
Echó a andar con paso rápido, y Larry la dejó alejarse sabiendo que
perdía a la mujer que amaba.
CAPÍTULO VIII

Larry detuvo su alazán en lo alto de la colina, y prestó atención.


Momentos antes, mientras cabalgaba, había creído oír ruido lejano
de cascos. Pero ahora nada vino a turbar el silencio de la noche.
Terminó por concluir que todo había sido producto de su
imaginación, y reanudó la carrera.
Hacía dos horas que había salido de Silvertown cuando llegó a su
destino; una cabaña que se levantaba en los linderos de un bosque.
Descabalgó cerca de la puerta, y al instante ésta se abrió de golpe,
recortándose en el hueco la figura oscura de un hombre que
empuñaba un revólver.
—¿Es usted, Mason?
—Él mismo. ¿Alguna novedad, Tom?
El otro emitió un gruñido. Larry quitó la silla del caballo y la dejó
en el suelo, junto con un pesado saco. Luego llevó al animal a un
cobertizo anexo a la vivienda.
Regresó, cogió la silla y entró en la cabaña.
Siegel estaba sentado a una mesa, manejando unos sucios naipes. Al
ver a Mason hizo una mueca, y masculló amenazadoramente:
—Esto le costará caro.
—No lo sabemos aún, banquero —repuso Larry.
Y salió para traer las provisiones compradas a Ibrahim.
Cuando volvió, el guardián cerró la puerta, enfundó la pistola, y se
dejó caer en una desvencijada mecedora, que crujió como si fuera a
saltar en pedazos.
—¿Piensa tenerme mucho tiempo aquí? —preguntó Siegel.
—No más del necesario —contestó Larry, destapando una olla que
había en el fuego—. ¡Judías! En este condenado país sólo hay
judías… Le he traído algunas cosas del pueblo para que cambie de
menú, Tom.
—¡Estupendo! ¿Sabe que nuestro amigo quiso hacer otro trato en su
ausencia?
Larry se volvió hacia el dueño de la cabaña.
—¿Interesante? —inquirió.
—Psch… ¡Me daba mil dólares por dejarlo marchar. Luego subió a
mil quinientos, después a dos mil… Hubiese seguido subiendo, de
no haberse presentado usted!
—¿Por qué no aceptó la oferta? Yo le doy solamente diez por
custodiarlo.
—Usted consiguió mi simpatía cuando se acercó a esta choza en su
camino a Yuma. Curó a mi caballo en el instante que lo daba por
muerto.
—Ya le dije que había comido una mala hierba. No tuvo
importancia.
—Para mí, sí. Por eso no podía traicionarle. Aunque me hubiera
ofrecido el Banco entero, aquí habría encontrado a Siegel.
—Gracias —dijo Larry, observando la mirada cargada de odio que
dirigía su prisionero a Tom.
Éste se levantó, y después de examinar el contenido de la olla,
declaró que la cena estaba a punto.
Despejaron la mesa, y llenaron tres platos de judías con tocino.
Siegel hizo un gesto de repugnancia, y renunció a su parte.
—Tocamos a más —comentó Larry.
Tom pasó junto al banquero, y éste movió su mano rápidamente
queriendo quitarle el revólver. Pero Tom anduvo listo, y lo evitó
inclinándose a un lado. Al enderezarse, estrelló su puño en la
mandíbula de Siegel, quien rodó por el suelo.
—Esto le enseñará a ser un buen muchacho.
Siegel se incorporó vacilante, escupiendo saliva mezclada con
sangre.
—Ha dictado su sentencia de muerte, Tom —barbotó, resoplando.
—Échese en el jergón y duerma —contestó el aludido—. Está
demasiado nervioso.
Siegel, obedeciendo, se tendió sobre un colchón.
Los otros dos hombres empezaron a comer las judías. Tom sacó una
hogaza de pan, y la partió en dos trozos.
Aún no habían llevado a la boca media docena de cucharadas,
cuando la puerta se abrió de repente y una voz conminó:
—¡Quédense donde están, o los achicharramos!
El que hablaba era Pete Chamber, y detrás de él había cuatro
hombres. Todos esgrimían «Colt».
—¡Maldita sea! —exclamó Tom—. ¡Debí atrancar la puerta!
—No les hubiera servido de nada —repuso Pete avanzando hacia la
mesa seguido por sus secuaces.
Siegel se levantó como una exhalación.
—¿Es usted Peter Chamber?
—Sí. Me dieron el encargo de ponerlo en libertad.
—Ha sido usted muy oportuno. ¡Deme su revólver!
Chamber le cedió el que tenía en la mano izquierda.
El banquero giró hacia los hombres que permanecían sentados.
—¡Levántense! —ordenó.
Larry y Tom se incorporaron lentamente.
—Ha sido divertido, ¿verdad, señor Mason? Ya le advertí que lo
pagaría. Y en cuanto a ti, Tom, ya ves lo que son las cosas. Pudiste
ganar dos mil dólares, y ahora…
Dejó la frase sin terminar, porque empezó a reír espasmódicamente.
De pronto se quedó serio, levantó la pistola apuntando a Tom, y
disparó dos veces.
En el pecho de la víctima aparecieron dos agujeros, y casi
instantáneamente, se pusieron a echar sangre.
—¡Ahí tienes…! —chilló salvajemente Siegel—. ¡Sentencia
cumplida!
Tom inclinó el cuerpo hacia adelante, puso las manos sobre la mesa
y fue desplomándose poco a poco. Cuando su cabeza tocaba la
madera se le doblaron las piernas y cayó al suelo muerto.
El asesino desplazó el revólver hasta apuntar a Larry.
—¡Le tocó su turno Mason…!
La mano de Chamber se aferró a la muñeca del banquero.
—No lo haga Siegel.
—¿Qué le pasa? ¿Quiere matarlo usted?
—La vida de ese hombre me pertenece. He cobrado adelantado por
ella. Pero no se trata de eso ahora.
—¿De qué, pues?
—Hay orden de llevarlo entero.
Siegel parpadeó unos segundos.
—¿Quién dio la orden?
—La recibí de Henry, y me encargó también que le transmitiese que
alguien desea verlo. Tenemos instrucciones de acompañar a Mason
y a usted hasta cierto lugar. Ha de ser en seguida.
—De acuerdo, Chamber. —Siegel se acercó a Larry—. No crea que
esto signifique su salvación, Mason. Considérelo únicamente como
un aplazamiento de su ejecución. Cuando quiera, Pete.
Uno de los pistoleros desarmó a Larry, y a continuación salieron de
la cabaña.
El candidato a alguacil estaba sorprendido. ¿Cómo era comprensible
que Henry diese orden de respetar su vida siendo así que estaba por
debajo de Siegel? ¿No tenía archisabido que éste era el promotor de
la ola de delincuencia que azotaba Silvertown?
No penetraron en la ciudad, sino que cuando llegaron a sus
proximidades torcieron por un sendero que se dirigía hacia el sur.
Cuando descabalgaron Larry no pudo reconocer el lugar en que se
encontraban. El cielo se había cubierto de nubes y la oscuridad
reinante dificultaba aún más la localización.
Siegel le puso el cañón del revólver a la espalda, y le conminó a que
anduviese.
Chamber y los miembros de su pandilla se quedaron junto a los
caballos.
Si Larry hubiese querido, le hubiera sido posible desembarazarse
del banquero, aun cuando su huida fuese más difícil, por la
presencia cercana de los otros bandidos. Empero, lo que más le
indujo a seguir adelante sin ofrecer resistencia fue la posibilidad de
aplacar su curiosidad respecto al problema que se había planteado
en su mente como consecuencia de la liberación de Siegel.
Caminaban por un terreno cubierto de fina grava.
—Cuidado —advirtió Siegel—. Ahora viene una escalera.
Subieron, y al instante, una puerta se abrió. La voz de Henry dijo:
—Al fin llegaron. Empezaba a creer que era usted el mismo diablo
Mason.
Entraron en un vestíbulo de amplias dimensiones. Al fondo se veía
un salón brillantemente iluminado con candelabros.
—¿Pasaste apuros? —preguntó Henry a Siegel.
—Una cosa corriente. ¿Nos espera?
—Sí. Vamos. Está también muy nervioso.
Cruzaron el salón y Henry abrió una puerta, indicando a Mason con
la mano que pasase delante. Así lo hizo Larry, y se encontró en una
habitación donde había una mesa, dos sillones, varias sillas y un
hombre.
El hombre tendría unos cincuenta y cinco años de edad. Sus ojos
eran negros, y tenía la barbilla partida. Vestía un elegante traje
color marrón.
Los candelabros habían sido colocados de forma que no quedase un
palmo de la habitación sin luz.
Siegel y Henry entraron tras el prisionero.
—Buenas noches, señor Johnson —saludó Siegel—. No comprendo
su presencia aquí…
—¡Cállese! —le interrumpió secamente el aludido. Luego miró a
Larry, y continuó—: Así pues, usted es Mason…
El hijo de Jack Allen no contestó.
—Y quiere estropear mis planes, según me han contado —sonrió
Johnson—. Usted, en cambio, no me conoce ni sabe nada de mí. Yo
le informaré al respecto. Si es que le interesa, naturalmente.
—No me aburre.
—Es una bonita frase. No me han engañado. Tiene usted
personalidad. Me preguntaba cómo era posible que hombres como
Siegel y Henry lo hubiesen dejado vivir en esta ciudad más de
veinticuatro horas. Ahora comprendo por qué.
—Ha dicho que hablaría de usted.
—Oh, sí. Ha hecho bien en recordármelo. A veces cojo la palabra y
no sé acabar. Hablaré de mí. Me llamo Abel Johnson. El nombre
quizá no le diga nada, pero eso no hace al caso. Le bastará saber
que controlo una cuarta parte del territorio del Oeste. Mi
jurisdicción comprende varios Estados. Usted se preguntará en qué
condiciones puede un hombre tener ese poder, siendo desconocido.
Yo le responderé.
Johnson hizo una pausa, y sacó un cigarro.
Henry y Siegel sacaron fósforos, pero la llama sostenida por el
primero llegó antes que la del otro al extremo del veguero.
Johnson dio unas chupadas, lanzó nubes de humo, y prosiguió, tras
un fuerte carraspeo:
—El procedimiento es sencillo. Me valgo de unos cuantos hombres
que son los que aparecen ante el público como los poderosos
señores de ciertas regiones. Tal actuación ofrece grandes ventajas
para una actividad como la que yo despliego, que se extiende por
un territorio dilatado. Soy como un general que ante el mapa del
campo de batalla explica a sus oficiales la forma en que se ha de
desarrollar una operación, y asigna a cada uno su cometido. ¿Lo
comprende, Mason?
—Perfectamente.
—Pues también comprenderá que una condición esencial para la
salvaguarda de mis intereses, consiste en tener de mi parte a las
personas representativas de una ciudad. Por este motivo he de
prestar especial atención a las elecciones que se celebran de cuando
en cuando en lo que pudiéramos llamar «mi distrito». He venido a
Silvertown para inspeccionar la buena marcha de las que se
celebrarán aquí, y me he encontrado con la sorpresa de que había
un hombre que no sólo desafiaba al orden creado por mí, sino que
pretendía sustituirlo por otro. ¿Qué le induce a ello, Mason? Por lo
que sé, usted es un forastero en la ciudad, Tampoco es un chiquillo.
Se ve que tiene experiencia y, al parecer, posee una puntería nada
común con el revólver. ¿Qué es lo que quiere?
—Hacer justicia.
—¿Eso? No me diga que es usted un romántico. Me decepcionaría.
—Le ampliaré la respuesta. No me gustan las bellaquerías señor
Johnson. Odio el crimen. Aborrezco a las personas que basan su
vida y su fortuna en el pillaje, el soborno, el cohecho, la extorsión y
el robo.
—¿No es demasiado suspicaz? Realmente, se comporta ahora como
un hombre vulgar, Mason. Le diré algo para su ilustración. Puede
considerarlo como el reverso de la moneda. Yo soy un creador de
riqueza. Hay lugares en mi jurisdicción que estarían desiertos sin mi
ayuda.
—Se refiere, sin duda, a los pueblos donde se trafica con ganado
robado, aquellos otros que se han convertido en el centro de
reunión de los tahúres y viciosos del Oeste…
—¡Exacto! Pueblos en que sólo habría lagartijas y coyotes si yo no
hubiera prodigado en ellos mi bolsa.
—¿Sí? Dígame, señor Johnson. ¿Cuántos dólares recoge por cada
uno que invierte?
—En algunos sitios he cosechado trescientos por uno. En los peores
no baja de cien. No está mal, ¿verdad?
—No. Es un gran negocio.
—Celebro su opinión. Precisamente he de decirle algo importante.
Una de las causas de mi éxito se debe a que sé elegir los hombres
que han de regir esos negocios. No olvide que yo ejerzo sobre ellos
una supervisión. Es decir, trazo las normas a que se han de ajustar y
adopto las medidas trascendentales que les afecten cuando sean del
caso.
Abel Johnson hizo una nueva pausa para inhalar del cigarro casi
apagado.
Larry lo observaba sin hacer el menor movimiento.
Siegel y Henry se habían sentado en sendas sillas y escuchaban con
atención al que era su jefe. Éste manifestó:
—Le propongo trabajar para mí. Mason.
—¿Trabajar para usted?
—No le sorprenda. El hecho de que usted se halle con vida, obedece
a esa ocurrencia mía. Necesito hombres audaces, con agallas.
—Ya le he dicho…
—No repita sus ideas sobre la moralidad de mis procedimientos, se
lo ruego. Yo siempre he pensado que todos los humanos tenemos un
precio. Coja usted al que se jacte de honrado, y ofrézcale una
cantidad. Le dirá que no. ¡Doble la oferta! Si recibe nueva respuesta
negativa, duplique de nuevo… Empezará a vacilar. ¡Continúe
machacando! Usted sabe el resultado. Ese hombre claudicará.
—Pierde su tiempo, Johnson.
—Mil dólares mensuales es un buen sueldo. Tengo una vacante para
usted en una casa de juego de Wichita. De un tiempo a esta parte,
hay numerosos pistoleros por allá. Arman alborotos y peleas. Nos
han obligado a reponer las mesas y las sillas seis veces. Y no es eso
lo peor. Cuando empiezan el jaleo, el dinero que hay a la vista
desaparece. Para usted será sencillo implantar el orden. Le bastará
con una exhibición de sus habilidades con el «Colt». Además,
tendría bajo su mando a un buen equipo de ayudantes.
—La respuesta es no.
—¿Quiere jugar? De acuerdo, dos mil.
Larry movió la cabeza, en sentido negativo.
—Cuatro mil y cójame la palabra. Tenga en cuenta que lo que le
dije antes era un ejemplo. No crea que le voy a dar todos los
beneficios que pueda producir la casa que administre. Los gastos de
personal suben bastante.
—No, Johnson —denegó impertérrito—. Yo no tengo cabida en su
historia.
El rostro del magnate adquirió una dureza de granito. Palpitaron las
aletas de su nariz.
—¿Sabe cuál es la alternativa?
—Me la supongo.
—Pete Chamber está ansioso por cumplir su parte del contrato
verbal que lo ha obligado a venir aquí.
—Chamber es un hombre de palabra. Se lo oí decir a él mismo.
Bueno, ¿nos deja que nos enfrentemos?
Johnson meditó unos segundos, y luego repuso:
—Le advierto que no puedo correr el riesgo de que usted sea el
vencedor en el duelo. ¿Me entiende lo que pretendo sugerir?
—A medias, pero por mí no se detenga. Haga lo que quiera. Le
recuerdo que estamos en su casa.
Johnson miró hacia donde se sentaban sus silenciosos sicarios y
ordenó:
—¡Llévatelo arriba, Siegel! Tú, Henry, avisa a Chamber. Que suba a
la habitación de Mason con un par de hombres.
El banquero mostró el revólver a Larry, indicándole que le
precediese. Atravesaron el salón y subieron por una escalera.
—Entre por la primera puerta, Mason, y nada de trampas. Continúe
andando hasta el centro de la habitación.
El aludido cumplió la orden.
—Ya puede volverse —dijo Siegel. Y cuando Larry hubo girado,
añadió—: He visto hombres locos, pero usted se lleva la palma.
—Está por determinar quiénes son los locos —replicó Larry,
echando una ojeada a la habitación.
Vio una cama, un lavabo y dos sillas, pero lo único que le interesó
fue la ventana que había a la derecha de la cama. Pensó que
correspondería a la parte frontal del edificio.
Pete Chamber entró, seguido por dos de sus hombres. Éstos eran
corpulentos, de ancho tórax, brazos largos y piernas gruesas.
—Me han dado carta blanca, Mason —dijo Pete, sonriendo—. ¿No
conoce a estos muchachos? El de la cicatriz en la barba es Jo
Duncan. Quizá haya oído hablar de él. En los ferrocarriles de Kansas
guardan buenos recuerdos de Jo. El otro es Tab Charley. ¿Se
acuerda del robo de la casa de juego de Abilene? Lo hizo Tab. Se
llevó ocho mil hojas de lechuga sin ayuda de nadie, pero las
malgastó en un mes de juergas. Ése es su defecto… Le gustan
condenadamente las mujeres.
Chamber hizo una pausa para sacudirse de polvo la manga de la
camisa.
Jo Duncan avanzó hacia Larry, y éste, de pronto, le lanzó un
puñetazo en pleno rostro. Sonó un terrible chasquido, y Jo se
tambaleó, yendo a estrellarse contra la puerta.
—No dejaré que me peguen —advirtió Mason—. Sería preferible
para ustedes que me descerrajasen un tiro.
Tab Charley había sacado el revólver y estaba dispuesto a apretar el
gatillo cuando lo detuvo Pete.
—¡No hagas eso, Tab! Sería demasiado rápido para él. Empieza a
tener miedo, y prefiere acabar cuanto antes. ¿No te das cuenta? Y
creo que Jo tampoco te lo perdonaría.
Duncan se tocó los labios y miró la sangre que había en su mano.
Inspiró profundamente y masculló:
—Pete tiene razón. Hay que alargar el espectáculo. He de
relacionarme más con este cerdo.
Se acercó a Larry con más precauciones que antes. Simultáneamente
Tab enfundó el arma y echó a andar hacia la víctima.
El ataque fue desencadenado a un tiempo. Los dos fornidos asesinos
lanzaron al aire sus puños. Larry consiguió burlar el de Duncan,
mas al hacerlo se ladeó y recibió el de Charley junto a la oreja.
Aturdido por el golpe, retrocedió, moviendo la cabeza para
recobrarse. Empero, los verdugos, aprovechando su inferioridad, le
castigaron ferozmente el hígado, los riñones y el estómago. Abrió la
boca para tragar aire y se la cerraron de un gancho. Aunando sus
energías disparó el brazo izquierdo en un intento desesperado por
defenderse. Tab, lanzando un aullido, se desplomó haciendo
retumbar las paredes. Pero entonces se quedó con la guardia baja, y
Jo Duncan le colocó un directo en la mandíbula.
Mason se derrumbó y quedó inerte.
CAPÍTULO IX

Robert Wynn entró precipitadamente en el Hotel Minero y subió los


escalones de dos en dos. Corrió por un pasillo, y al llegar ante la
puerta marcada con el número 7, la golpeó con fuerza.
—¿Qué pasa? —dijo una voz dentro—. ¿Se ha pegado fuego al
hotel?
Wynn penetró en la habitación. Jean se peinaba frente al espejo.
—¿Has visto a Larry, Jean?
La joven, girando con brusquedad, exclamó:
—¡Si has venido a hablarme de ese tipo, lárgate de aquí!
—¿Qué mosca te ha picado? Lo estoy buscando desde hace dos
horas. Tenía que estar ya en la ciudad.
—¡No me importa lo que haya podido ser de él! ¡Yo me marcho!
—¿Te vas? ¡Magnífico! Es lo mejor que puedes hacer.
—Sí, ¿eh? ¿Puede saberse por qué?
—Hoy no estará la ciudad para que paseen las mujeres, y tú eres de
las que lo quieren husmear todo. Al fin te convenció Larry.
—¡No me ha convencido nadie! ¡Y si te crees que me voy porque
tengo miedo…!
—¡Oh, no, claro que no, Jean! Tú eres muy valiente. —Wynn se
pasó una mano por la cabeza y emitió un gemido—. ¿Qué nos
ocurre? ¿Por qué estamos discutiendo como dos tontos? ¡Larry no
está y eso es lo que más debe importar!
—¡Al infierno con él!
—No sé lo que habrá pasado entre vosotros, pero he de decirte una
cosa. Si dentro de una hora Larry no ha comparecido ante el juez
Puchkin, no podrá presentar su candidatura al cargo de alguacil.
—¡Eso es una arbitrariedad!
—La ley así lo establece, Larry tiene que probar que es un ente
físico. ¿No lo comprendes? Si no fuese así, se podría lanzar como
candidato un nombre que no correspondiese a persona alguna.
—¿Estás seguro de que es cosa de la ley y no de Puchkin?
—Lo he leído con mis propios ojos. No me hubiese fiado de la
palabra del juez.
—¡Está bien! Se habrá retrasado.
—Ojalá fuese así. Pero temo lo peor. Larry me dijo que estaría aquí
a las siete y son las nueve y media.
Wynn paseaba nerviosamente por la habitación, pellizcándose el
labio inferior.
—¿Quieres dejar de ir de un lado a otro, Bob?
—Tú no lo entiendes.
—¿Qué es lo que yo no entiendo?
—La importancia de las elecciones que se van a celebrar esta
mañana. Nos jugamos el todo por el todo. La semana próxima se
renovarán los cargos de juez y fiscal. Si hoy pudiésemos conseguir
que a Larry lo eligiesen alguacil, aunque no fuese más que por un
voto de diferencia, demostraríamos que podíamos barrer de
Silvertown a Siegel y a su pandilla. —Wynn se golpeó con el puño
cerrado la palma de la otra mano, al tiempo que añadía—: Ten la
seguridad de que la semana próxima tendríamos a Ben Thomas de
juez y a Walter Rodhes de fiscal. ¡Y entonces empezaría una nueva
era para la ciudad!
Jean se puso en jarras, gritando:
—¿Y qué haces tú ahí hablando y hablando? ¡No adelantaremos
nada encerrados en esta habitación! ¿Es que acaso crees que Larry
se va a descolgar de esa ventana? ¡Hay que ponerse en movimiento!
¡Lo buscaremos! ¡Vamos!
—¡Pero si no sabemos dónde está! No quiso decirme el lugar en que
tenía prisionero a Siegel.
La joven se dirigió a la puerta, y cuando hacía girar el pomo se
detuvo tocándose la cintura.
—¡Ya se me olvidaba! —dijo. Y retrocedió hasta acercarse a la silla,
de donde colgaban los revólveres—. ¡Vuélvete de espaldas, Bob, si
es que eres un caballero!
Wynn asintió, y ella se colocó el cinturón bajo el vestido. Después,
salieron.
Ya en la calle, se encaminaron hacia el edificio del juzgado, donde
se debían celebrar las elecciones.
Había mucha gente por los alrededores, esperando el momento en
que se declarase iniciada la votación. Wynn sabía que los
ciudadanos darían su voto a Carruthers o Larry, según se presentase
el panorama. Y éste, en aquellos instantes, no podía ser más
desconsolador para el bando de la justicia. Había muchos pistoleros
estratégicamente situados. Su sola presencia bastaría para
convencer a los dudosos sobre el candidato que debían votar.
Tras unos minutos de búsqueda infructuosa entre el cuerpo
electoral, decidieron acercarse a la mesa tras la que se hallaban el
juez Puchkin, el fiscal Howard y Carruthers.
—¿Ha encontrado al señor Mason? —preguntó Puchkin a Wynn.
—No debe tardar. Es seguro que vendrá.
El juez consultó el reloj que tenía en el bolsillo del chaleco sujeto a
una cadena de plata y repuso:
—Es ya la hora. No podemos esperar más.
—Yo, en su lugar, esperaría —murmuró Jean.
Puchkin miró a la muchacha, y dijo:
—¿Me está amenazando?
—Tómelo como quiera.
—Si el señor Mason no se presenta dentro de dos minutos,
empezaremos sin él…
—¡Pero entonces Carruthers no tendrá contrincante!
—Eso no es cuestión mía, señorita. Yo me limito a cumplir con mi
obligación.
—¿Es una obligación procurar por todos los medios que Carruthers
salga reelegido?
Puchkin soltó un bufido, mientras Wynn apartaba a Jean de la
mesa.
—¡Buena la estás haciendo, muchacha! Así no ayudarás a Larry.
—¿Y qué podemos hacer? Esta gente sólo entiende un lenguaje. Y
yo tengo aquí dos amigos que están deseando decir unas cuantas
cosas.
—¡Nada de pistolas, Jean! ¡Maldita sea! No tenía que haber ido al
hotel. Ahora estarías camino de tu casa.
—Lo que siento es haber tenido que venir con este vestido. Me lo
estaba probando por última vez cuando llegaste.
—¡Mira aquello! —exclamó Wynn—. ¿Ven tus ojos lo que los míos?
La joven siguió la dirección que le indicaba Bob con la mano.
—¡Siegel! ¡No es posible!
—¡Lo es! No hay nadie que se le parezca. Y el que va a su lado es
Pete Chamber.
—¡Eso quiere decir que Larry…! —La voz de Jean se quebró.
—¡Lo han matado!
—¡Me las pagarán ahora mismo!
La muchacha fue a levantarse las faldas, pero Wynn le cogió
fuertemente la muñeca.
—¡Estate quieta, Jean!
—¿Crees que puedo? Esos canallas han asesinado a Larry.
—Aunque mates a Siegel y a Chamber, tú caerás también. No tienes
derecho a dejar abandonados a tus hermanos. Eres lo único con que
cuentan en el mundo.
Los ojos de ella se quedaron fijos en los de él.
Siegel y Chamber llegaron junto a la mesa. El primero habló al oído
al juez Puchkin. Éste tosió fuertemente, tocó una campanilla y
declaró:
—¡Ciudadanos de Silvertown! Nos hemos reunido en esta hermosa
mañana para proceder a la elección de vuestro alguacil. De acuerdo
con la ley, procederé a leer los nombres de los candidatos.
Hizo una pausa para beber un trago de agua de un vaso que había
sobre la mesa.
Los electores, en número de unos doscientos, se habían aglomerado
frente a la urna. Jean y Wynn se hallaban en la primera fila.
El juez cogió un papel y tras un carraspeó, leyó:
—¡Candidato Douglas Carruthers! —Apartó los ojos de la cuartilla y
siempre mirando al público, indicó—: ¡Preséntese ante la mesa!
El alguacil que estaba al lado del juez y con quien había hablado
recientemente, dio un paso al frente, diciendo:
—Aquí me tiene.
Puchkin asintió y volvió la mirada al papel.
—¡Candidato Larry Mason! ¡Preséntese!
La llamada quedó suspendida en el aire. Las cabezas de los electores
se movieron, y hubo murmullos y cuchicheos.
Los ojos de Jean se nublaron de lágrimas, y Robert Wynn se mordió
el labio inferior.
El juez desparramó la mirada protocolariamente entre el público,
como si esperase ver surgir a Mason.
—¿No se encuentra el candidato entre los presentes?
Tampoco hubo contestación.
—Muy bien. De acuerdo con las facultades que me confieren las
reglas para la elección de cargos públicos, yo, Spencer Puchkin, juez
de Silvertown, declaro nula la candidatura de…
En ese instante, un disparo atronó el espacio.
Todos los ojos se volvieron simultáneamente hacia el lugar de
donde procedía la sonora interrupción.
Wynn lanzó un alarido de triunfo, mientras Jean saltaba una y otra
vez, estirando el cuello.
Tres jinetes se acercaban por la calle. Dos de ellos cabalgaban
maniatados, y el tercero era Larry Mason. El aspecto de éste era
deplorable. Tenía la camisa rasgada, y en su cara se observaban
varios hematomas. Pero tampoco era muy ejemplar el de los
fornidos hombres que lo acompañaban. Uno tenía un ojo
completamente negro, y el otro mostraba una grieta en un pómulo.
Pete Chamber se dispuso a sacar el revólver, pero Siegel se opuso a
tal acción en voz baja:
—No haga eso, Pete. Hay demasiados testigos. Se sabría en el
gobierno del Estado y nos enviarían un juez especial. Sería peor el
remedio que la enfermedad.
—¿Qué hacemos, pues?
—Que se celebren las elecciones. Si Larry sale elegido, entonces
habrá llegado su turno. Recuerde que tiene cobrado un precio.
—No se preocupe. Le ofreceré la mercancía, sea cual fuere el
resultado de la votación.
El juez dobló la cabeza hacia Siegel comentando:
—Esto se complica.
—¡Anuncie la candidatura de Mason!
—Pero…
—¡Haga lo que le digo!
Mientras tanto, Larry había desmontado y Wynn lo abrazaba
jubilosamente.
Jean no había querido acercarse, y permanecía escondida.
Poco a poco, los partidarios de Mason se fueron agrupando a su
alrededor, y Wynn aprovechó la coyuntura para exhortarlos a que
cumpliesen un deber de ciudadanía votando su candidatura.
Puchkin hacía esfuerzos desesperados para hacer oír su voz sobre
aquel maremágnum, agitando la campanilla.
Duncan y Charley, con las manos atadas a la espalda, continuaban
montados en las sillas.
Carruthers se abrió paso a codazos hasta llegar junto a Larry.
—¿Qué ha pasado, señor Mason?
—¿Y lo pregunta usted? —replicó el aludido, con ironía.
—Aún soy el alguacil de Silvertown.
—Aproveche la oportunidad.
Un coro de carcajadas acogió la respuesta de Larry.
—¿Por qué trae así a esos hombres?
—Pensaban asesinarme y yo me adelanté.
—No puede detenerlos. Mason.
—¿Quién ha dicho que los haya detenido? Se los he traído para que
usted haga de ellos lo que le convenga.
Carruthers se dirigió a los pistoleros:
—¿Qué tenéis que decir?
—Es falsa su acusación. Él fue quien nos atacó por sorpresa. Debe
de estar loco. No tenemos nada contra él. Ni siquiera lo conocemos.
El numeroso público contemplaba la escena interesado.
Carruthers sacó un cuchillo y cortó las ligaduras de los facinerosos.
—Quedáis en libertad.
Con tal acto, ejecutado ante los ojos de los votantes, el alguacil cavó
su tumba, en la que quedaron enterradas sus probabilidades de
reelección.
El juez anunció la candidatura de Larry Mason, y poco después se
inició la votación.
A las once se verificó el escrutinio, cuyo resultado arrojó una
diferencia de sesenta y ocho votos en favor de Larry. Los partidarios
de éste prorrumpieron en gritos de victoria, mientras Wynn se
abrazaba a su amigo. Todos juntos se marcharon al Topace Saloon
para celebrar el éxito.
Larry se vio obligado a aceptar invitaciones de unos y otros. Al fin
pudo zafarse de sus admiradores, y arrastró a Wynn hasta la puerta.
—He de irme, Bob —le anunció.
—¿Adónde diablos quieres marcharte?
—He de arreglar un pequeño asunto.
—Ya lo harás mañana. No debes ir solo por ahí. Ahora menos que
nunca.
—Sabré cuidarme. Dime, ¿y Jean?
—¡Atiza! ¡Se me había olvidado! Estaba conmigo cuando tú
llegaste. Se debió escurrir. Ahora que recuerdo, ¿qué pasó ayer
entre tú y ella?
—Una tontería. Quiero que la veas y le digas algo de mi parte.
—¿Es que no puedes decírselo tú?
—No tengo tiempo. Le dirás que… Bueno, que la quiero.
Wynn se quedó perplejo unos instantes, y de pronto se echó a reír.
—¡Ésta sí que es buena! ¡Esa condenada muchacha se saldrá con la
suya! Me dijo que se casaría contigo.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—El día que te conoció. Ya te advertí que era el mismo diablo.
Larry dio una palmada en la espalda de Bob, y salió corriendo del
establecimiento.
Veinte minutos más tarde, llegaba junto a la casa de que había
logrado escapar horas antes, cogiendo desprevenidos a Duncan y
Charley.
Descabalgó y echó a andar hacia la puerta. Antes de pisar los
escalones, aquélla se abrió y apareció Pete Chamber.
—¿Qué tal, alguacil? —saludó, sonriendo, el asesino—. ¿Viene en
uso de sus atribuciones?
—Todavía no. Es una simple visita de cortesía.
Los dos hombres estaban inmóviles, separados por una distancia de
seis pasos, mirándose cara a cara.
—Pues celebro que esté aquí. Lo vi llegar por la ventana. Me ahorra
un viaje.
—No lo crea. Precisamente venía a invitarle a que se marche antes
del amanecer. No quiero ver más su cara por mi jurisdicción.
—Suena a chiste, ¿verdad? ¿O habla en serio?
—Si no se larga, lo sabrá.
Hubo un silencio. Chamber se separó de la puerta, hasta llegar al
borde del escalón superior. Allí se detuvo, con las manos colgando.
—Usted sabrá ahora mi respuesta, Mason.
Pete tiró de las culatas, pero antes de que pudiera apretar el gatillo,
Larry disparó dos veces.
El bandido se estremeció de derecha a izquierda, sus ojos se
agrandaron, dobló el cuerpo hacia adelante y finalmente, cayó
rodando por la escalera.
Mason saltó por encima del cadáver y subió. Al llegar a la puerta
abierta, sonó un estampido y un proyectil arrancó astillas de la
madera.
El nuevo alguacil se agachó y acercó la cabeza al hueco. Cuando
hicieron fuego, desde dentro, él hizo vomitar plomo repetidamente
a sus pistolas. Un grito de muerte anunció el éxito de su ofensiva, y
penetró en la casa de un salto, lanzándose después al suelo. Desde
arriba crepitó un revólver. Larry se ladeó, buscando a su agresor, y
apenas lo descubrió le colocó una bala entre ceja y ceja. Era
Duncan.
Entonces, corriendo atravesó el salón en zigzag, abrió la puerta del
despacho en que había sostenido la conversación con Johnson, y se
encerró. No había nadie. Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la
frente. Desconocía el número de pistoleros que había en la casa. Lo
mismo podían ser tres que diez. Todo dependía de que hubiesen
adoptado o no precauciones después de la derrota de Carruthers.
De súbito, oyó el galope de un caballo. Se acercó rápidamente a la
ventana y descubrió a un jinete que se alejaba de la casa a galope
tendido. Reconoció en él a Abel Johnson.
Sin dudarlo un instante, metió los «Colt» en las fundas, abrió la
ventana y se dejó caer al exterior. Luego corrió hacia su alazán,
subió de un salto a la silla y el animal salió como una exhalación.
Vio a Johnson a cosa de media milla, cuando se separaba del
sendero sur, internándose por un terreno pedregoso. Comprendió
que pretendía salvar la colina para seguir por la carretera de Dodge
City. Alentó a su caballo, y fue acortando distancias.
El perseguido desapareció por entre unas rocas, y Larry calculó que
lo alcanzaría antes de que llegase a la carretera.
De pronto, al llegar a las peñas, oyó un disparo, y un proyectil rasgó
el aire. Inmediatamente, se arrojó del animal, que cambió su carrera
hacia la derecha.
Rebotó en el suelo varias veces y rodó hasta quedar a cubierto del
fuego de Johnson. A continuación sacó los revólveres, para
completar la munición de los cilindros. Después se arrastró a gatas
hacia arriba, cuidando no ofrecer blanco. Se detuvo junto a una
piedra blanca, y gritó:
—¡Eh, Johnson! ¿Me oye?
La respuesta fue otro proyectil, que silbó siniestramente antes de
sepultarse en la tierra.
—¡Quiero decirle algo, Johnson! Usted me hizo una oferta. Ahora le
hago yo la mía. ¡Salga y entréguese!
—¡No dice más que tonterías, Mason!
—¡Es posible que se encuentre en un error respecto a las causas que
me inducen a detenerlo! ¡Y por ello considero justo que las sepa!
—¡Váyase al infierno!
—¡Será juzgado por asesinato!
—¿Asesinato? ¡No está en su juicio, Mason! ¿Se refiere a la muerte
de Thompson? ¡No hay jurado que pueda declararme culpable! Es
cierto que mataron a Thompson para cargarlo en la cuenta de
Robert Wynn, pero yo no lo ordené. ¡Fue cosa de Henry y Siegel!
—¡No se trata de ese asesinato! ¡Me refiero a dos crímenes que
cometió hace muchos años!
—¡Está loco! ¡No sé de qué me habla!
—¿Es preciso que se lo recuerde Paul Benny?
Siguió un minuto de silencio. Larry lo interrumpió al decir:
—¿Se ha quedado sin habla, Benny?
—¿Quién es usted? —La voz del presunto Johnson era temblorosa.
—¿Necesita que se lo diga? ¿Cómo puedo saber que usted cometió
dos asesinatos hace veintitrés años?
—¡El hijo…!
—¡Sí, Benny, sí! ¡El hijo de Jack Allen!
—¡No! ¡No es posible!
—Entréguese, Paul. No quiero matarlo. Será juzgado legalmente.
Puede creerme. He estado buscándole durante mucho tiempo. Me
he dicho innumerables veces que cuando cayese en mis manos, lo
mataría como a un perro. Como mató usted a Gardner y a mi padre.
Sabía que mi deber era entregarlo a la justicia, pero al propio
tiempo dudaba de que lo hiciese si este momento llegaba. ¡Ahora
estoy decidido! ¿Me oye? Será juzgado con todos los derechos. ¿Qué
responde?
Una, dos, tres balas crujieron rebotando en las rocas.
—Está bien, Benny. ¡Iré por usted!
Larry salió de la peña donde se parapetaba y empezó a ascender a
saltos sin dejar de disparar. De cuando en cuando, se apretaba a la
tierra, burlando la puntería de Paul.
Por fin consiguió lo que deseaba. Un chasquido le enteró de que su
rival se había quedado sin municiones.
Entonces se lanzó a campo descubierto, corriendo hacia arriba.
Benny emergió por encima de una roca y gritó:
—¡No puedes ser Jimmy Allen!
Mason se detuvo, y dijo:
—Sí, Paul. Yo soy el hijo de Jack.
—¡No! ¡Te digo que no!
Los ojos de Paul se abrían espantados y su labio inferior colgaba
babeando.
De repente dio media vuelta y echó a correr monte arriba.
—¡Deténgase, Benny! —conminó Larry, lanzándose en pos de él.
Al llegar a la cumbre, Paul desapareció, al tiempo que su garganta
emitía un aullido de terror.
Larry se asomó al precipicio y lo vio en el fondo. Tenía la cabeza
doblada. Brazos y piernas se abrían en cruz. Las piedras cercanas
estaban manchadas de sangre y de una sustancia pardusca.
Permanecía con los ojos abiertos, aterrorizados, pero ya no miraba
nada. Había muerto.
CAPÍTULO X

Jean había cambiado su indumentaria de mujer por la que estaba


más acostumbrada a llevar. Aquella mañana logró adquirir un carro
y un par de caballos a buen precio, y se acercó con el equipo al
almacén de Ibrahim, quien ayudó a cargar las provisiones de
invierno. Una vez todo dispuesto, se despidió del comerciante, ató
su ruano a la parte trasera del carro, subió al pescante y emprendió
la marcha, tras chasquear repetidamente la lengua.
Al pasar por el Topace Saloon, la vio Wynn y éste se apresuró a
subir junto a ella.
—¿Es ésa tu educación muchacha? ¡Marcharte sin decir adiós!
—Ya sabes que nunca la he tenido.
—Por eso me gustabas.
—¿Te gustaba? ¿Quieres decir que ya no estás enamorado de mí?
Wynn movió la cabeza en sentido negativo.
—Me ha pasado algo raro.
—¡Te pasará cuando te meta una bala en la cabeza! ¡Me has
engañado!
—Me ha ocurrido algo más gracioso. Hay una mujer en Silvertown
que conozco desde hace doce años. Pues bien, esta mañana he
descubierto que la amo, que no puedo vivir sin ella.
—¿Quién es?
—Arlene Laurice, la periodista. Tuve que informarla de los últimos
sucesos.
—¿Por qué no lo hizo Larry?
—Estaba cansado, y además…
—¿Qué?
—Ha presentado la dimisión.
—¡Pero si lleva dos días de alguacil!
—Se ha empeñado en que aquí no hay nada que hacer ya. Después
de la detención de Siegel y Henry, los pistoleros se han largado,
como si los persiguiera el diablo. Dentro de unos días elegiremos a
los nuevos juez y fiscal. Sí, creo que tiene razón Larry. Esto no es
para él. Habrá demasiada paz.
—¿Quién ocupará su puesto?
—Provisionalmente, yo, porque me nombró su ayudante.
—Y te casarás, ¿eh?
—Mañana mismo se lo pediré a Arlene. He de recuperar el tiempo
perdido.
—¡Grandísimo hipócrita! Me juraste amor eterno. Palabra de
hombre… ¡puaf!
—No me digas que lo sientes. Tu corazón pertenece a Larry.
—¿A Larry? ¡Salta del carro ahora mismo, si quieres ver otra vez a
tu Arlene!
—¿Por qué no dejas el orgullo a un lado, muchacha?
—¡Lárgate de aquí, te digo!
—Está bien, está bien… Me pasa por dar un consejo.
Robert Wynn saltó del pescante y ella fustigó los caballos.
—Iré al rancho por la primavera, Jean.
—Siempre dices lo mismo.
—Esta vez va en serio. ¡Pero seremos dos! ¡Buena suerte!
—¡Hasta la vista, Bob!
El carro salió del pueblo y se desvió hacia el Oeste.
Jean descubrió un jinete bajo un árbol al aproximarse, sintió que se
le ensanchaba el corazón. Era Larry.
Al cruzar frente a él, la saludó y se colocó a su lado, poniendo el
caballo al paso.
—Vuelves al Llano Estacado —dijo Larry, por decir algo.
—Sí.
Viajaron cinco minutos en silencio. Al fin habló ella por hablar de
alguna cosa.
—Y tú vuelves a Nueva York.
—Sí.
Transcurrieron otros cinco minutos, y de pronto él soltó las bridas,
subió al pescante, cogió a la joven por la cintura y la besó
fuertemente en los labios.
Cuando se separaron, Jean abrió la boca y respiró
entrecortadamente.
—¿Qué…, qué te ha pasado, Larry?
—¿Sabes lo que me pasa? Pues que soy un «impulsivo».
Se miraron muy serios y al cabo de un rato, ella le guiñó un ojo y
sonrió, diciendo:
—Otro «impulso», querido.
Y él volvió a besarla.

FIN

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