El misterio de la tumba de Palenque
En el año 1947, un arqueólogo mexicano, Alberto Ruz L’Huillier, observó una piedra de gran
tamaño en el llamado Templo de las Inscripciones. Estaba atravesada por doce agujeros
tapiados con tapones perfectamente encastrados. El arqueólogo sospechó que algo se
escondía tras la piedra y ordenó levantar la Josa. Asombrado, vislumbró a la pálida luz del
templo una escalera que descendía interminablemente.
Hasta entonces, no se habían hallado sepulturas en las pirámides mayas y se creía que su
función era sólo contener los templos construidos en sus cimas. Pero este nuevo
descubrimiento desconcerté al arqueólogo. La escalera estaba repleta de escombros, que
comenzaron a ser retirados en lo que resultó ser un esfuerzo continuado durante años, ya
que la galería era increíble-mente larga y estaba cubierta de piedra y maleza que hacían
imposible avanzar por ella.
Tras varios años de trabajo y habiendo desprendido las piedras de cincuenta y nueve
escalones, en 1952 fue posible descender. La escalera terminaba en una pared. Hubo que
abrir un hueco allí para descubrir un segundo muro, y tras él se encontró una caja de
material que contenía tres pequeñas fuentes de cerámica, tres conchas marinas y adornos
de jade: se trataba sin lugar a dudas de una ofrenda, pero ¿a quién estaba destinada?
Las ofrendas halladas daban esperanza después del duro trabajo realizado. Ruz L’Huillier y
sus ayudantes sentían que por fin estaban por hallar algo realmente importante. Pero
todavía faltaba la prueba mayor. Frente a ellos cerraba completamente el paso una nueva
pared, un obstáculo más grande que las anteriores porque tenía nada menos que tres
metros de espesor. El pasadizo era estrecho, el calor, sofocante, demoraron días
extenuantes en poder abrir un pequeño paso en el muro.
Tras él, había una cavidad. En ella hallaron por fin lo largamente esperado: la explicación de
la galería misteriosa y un hallazgo conmovedor. Seis osamentas, los restos de cinco
hombres y una mujer. Amontonados en la estrecha sepultura, no cabían dudas de que
habían sido víctimas inmoladas a algún dios sanguinario. Los restos eran de personas
jóvenes, asesinadas.
Luego se conocería que era una más de las muchas ofrendas realizadas y que este
misterioso pueblo tenía corno costumbre inmolar a personas cuya sangre se ofrecía para
aplacar a los dioses. Un nuevo bloque de piedra impedía el paso a los investigadores, pero
no era ocasión de dejarse vencer por el desaliento cuando se estaba tan cerca del éxito. El
arqueólogo logró abrir un nuevo paso en la piedra monolítica y antiquísima. Al mirar por la
abertura, el explorador no podía creer lo que veía.
Como Carter frente a la tumba de Tutankamón, hubiera podido exclamar: “Veo cosas
maravillosas”, ya que también él observó un espectáculo fantástico: una gran cripta con
muros cubiertos completamente por bajorrelieves, cuyo centro estaba ocupado por un
monumento de piedra esculpida. El arqueólogo mexicano expresó:
"Se podría decir que era una gran gruta mágica esculpida en el hielo, con paredes brillantes
que centelleaban como los cristales de la nieve. Delicados festones de estalactitas colgaban
como los cordones de las cortinas y las estalagmitas en el suelo parecían como
oscilaciones de luz de un gran cirio. Las formaciones calcáreas, conformadas durante el
transcurso de los siglos, por encima de la gruta, daban al conjunto un aspecto mágico e
irreal".
Realizando un gran esfuerzo, lograron que el monolito girara sobre si mismo. En ese
instante en que pudieron penetrar; al fin, en el santuario, la emoción llegó a su punto
máximo. La habitación medía nueve metros por tres, en ella estaban representados nueve
personajes de estuco: los Nueve Señores de la Noche, reyes del mundo infernal de los
antiguos mayas. dispersas, había. numerosas ofrendas, además de dos maravillosas
cabezas de estuco, cubiertas por abundantes cabelleras, atadas con cintas y adornadas por
flores secas de nenúfares.
Sin dudas, lo más extraordinario era el gran monumento que ocupaba todo el centro del
lugar, un enorme bloque de piedra que debía pesar cerca de veinte toneladas y cuya
superficie estaba recubierta por una losa finamente esculpida.
En esta cripta funeraria se encontró una lápida de piedra de 5 t con magníficas tallas,
colocada sobre un sarcófago; en todas las paredes había relieves escultóricos que
representaban a los nueve Señores de la Noche venerados por los mayas. Dentro del
sarcófago, Huillier descubrió los restos de un hombre alto, fallecido hacia sus 40 años. Su
cuerpo y su rostro permanecían cubiertos de joyas de jade, que contrastaban con el
revestimiento rojo de la tumba. Enormemente lujosa era la máscara funeraria, de mosaico
de jade, con curiosas incrustaciones de obsidiana y nácar en los ojos. Las tallas de la lápida
del sarcófago no representan un astronauta en una cápsula espacial como asegura Erich
von Daniken en su obra Recuerdos del futuro, sino que constituyen un valioso símbolo del
tránsito del alma al reino de los muertos. Y más concretamente, describen la trasformación
de un jefe maya en un dios
En el medio de la losa había una pintura de un hombre joven, adornado con gran riqueza, a
quien rodeaba un exuberante decorado (le signos sagrados y jeroglíficos que eran por sí
solos un enigma suficiente para desvelar al descubridor. ¿Cómo desplazarlo? Trabajaban
en muy poco espacio bajo un calor insoportable, en una cripta de aire enrarecido y
sofocante. Lograron moverlo con gatos de automóvil fijados sobre tacos de madera. Y ante
sus ojos, descubrieron una nueva losa, un nuevo obstáculo de piedra.
Está de más decir que los mayas guardaban celosamente sus secretos. Pero Ruz L’Huillier
era pertinaz y no cejaría hasta develar la última incógnita. Así que levantaron esta nueva
loza para encontrar, por fin, el motivo central de tanto misterio: un esqueleto adornado
prolijamente con ricas joyas. No habían subsistido los ropajes con que había sido enterrado,
sólo quedaban hilos sueltos de ellos, pero estaba cubierto de hermosos adornos de jade
que refulgían en las sombras de la bóveda. El rostro del muerto estaba cubierto con una
máscara funeraria de jade, una obra maestra del arte maya, con los ojos realizados en
conchillas y el iris de obsidiana. La expresión del rostro es tan realista que se puede
suponer que era un retrato, una representación.