0% encontró este documento útil (0 votos)
30 vistas24 páginas

Tems 9 Comunitaria

Cargado por

Maria Mota
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
30 vistas24 páginas

Tems 9 Comunitaria

Cargado por

Maria Mota
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 24

TEMA IX

La escuela como comunidad crítica al servicio de la comunidad

Desde la realidad de los centros escolares y con la mirada puesta en una sociedad
auténticamente democrática, los docentes comprometidos con la realidad social,
busca­rán las estrategias más adecuadas a su propio contexto, para llevar a cabo los
valores democráticos en nuestras prácticas sociales y educativas, perfilando una
praxis escolar crítica. Finalmente va concretando su propuesta mediante la función
de resistencia y de crítica, la contestación y la lucha cultural, la creación de nuevos
significados y la pro­moción de pautas de relación social contrahegemónicas.

A medida que nos alejamos en el tiempo de aquellos años, no tan leja­nos por cierto,
en que pensábamos que la democracia había de ser res­taurada y conquistada por y
en nues­tro país en todas las esferas sociales, también educativas, las militancias,
los compromisos y los discursos abierta­mente ideológicos y de izquierda, parecen
haber ido cediendo terreno en muchos ámbitos de la vida nacio­nal a la fuerza de la
racionalidad cien­tifica, económica y gerencial, al prag­matismo que persigue
rentabilidades inmediatas, y también a notables gra­dos de escepticismo y
desencanto con respecto a la persecución y pro­fundización en la conquista de
valores realmente democráticos. Aconteci­mientos de muy diverso signo en la esfera
internacional, y determinadas manera de interpretarlos y sacar con­clusiones de los
mismos, han genera­do, sin duda, una cultura cargada de matices nihilistas
preocupantes, y, lo que es peor, especialmente inhibito­ria de nuestra capacidad de
seguir pensando e imaginando alternativas de cambio y transformación social,
cultural, educativa ….

En educación de modo particular, los aires frescos impulsados hace dos décadas por
los primeros movimien­tos de renovación pedagógica, y su progresiva vitalización
hasta bien entrada la democracia política, han terminado amainando, cuando no
reducidos y “controlados”. Su aparen­te institucionalización y apropiación por el
discurso administrativo de reformas, la asimilación de profesores y profesoras
innovadoras por los dis­positivos y lenguajes del reformismo “oficial”, la
desmovilización de las bases primero, y la sucesiva frustra­ción de muchas
expectativas genera­das en los ochenta, han contribuido, por citar sólo algunos
indicios, a con­formar un panorama pedagógico y educativo que, en el contexto
social, económico y político más amplio, resulta particularmente “enrarecido”.

El discurso pedagógico más oficial ha terminado apropiándose de muchos de los


lemas de la renovación pedagógica, y se ha ocupado de reves­tir la política de
reforma de nuevas apelaciones como la participación, autonomía, el trabajo en
equipo, el reconocimiento del protagonismo de profesores y centros. En el desarrollo
de la reforma, la descentralización, la corresponsabilidad. El nuevo contex­to político
democrático exigía la declaración de este tipo de principios y valores, y nuevos
desarrollos en la teoría pedagógica, tanto en relación con el curriculum y los
profesores como con los centros, reclamaban nuevas formas de diseñar y promulgar
reformas desde la administración. Ésta, al menos en la declaracion de sus metas y
políticas de cambio, no ha hecho oídos sordos a ese tipo de razones en las que
confluyen tanto lo político y social como lo más estricta­mente pedagógico.

Pero apenas se ha puesto a fun­cionar en la práctica la reforma, car­gada de sus


buenas declaraciones y legitimidades, su discurso ha ido sufriendo un progresivo
deterioro. La realidad de las decisiones políticas y de las prácticas cotidianas se ha
ido encargando de negar las mejores intenciones, y el imperio de la retóri­ca parece
haberse convertido en dueño de la situación. Los afanes de unos por difundir,
convencer, orde­nar y gestionar los cambios, que se presentan avalados por un
diagnóstico certero de la realidad nacional y edu­cativa, han tenido efectos más que
dudosos en la apropiación social, en los compromisos, en los significados y en la
prácticas con que centros y pro­fesores estamos “implantando” la LOGSE. Los
fervientes discursos de unos procurando justificar, defender y lograr afiliación
respecto a una refor­ma necesaria y “razonable”, se han visto contestados por los
discursos de otros, que denuncian, con razón también, la pervivencia de modos de
pensar y gestionar la renovación pedagógica tal como se está haciendo. Y, por
supuesto, más allá de los dis­cursos “oficiales” de uno u otro signo, o mejor dicho,
coexistiendo a su manera con los mismos, ahí está la realidad de nuestros centros,
prendi­da de su propia lógica histórica y con­textual, y el difícil ejercicio de la
pro­fesión docente que trata de sobrevi­vir, contestar y resistir de múltiples formas, o
encontrar sentidos a la edu­cación en tiempos ciertamente com­plejos y
problemáticos.

En este artículo pretendo abor­dar una cuestión que me parece importante, pues
tiene que ver con el reto de conectar nuestras realidades educativas con los desafíos
de una sociedad que se proclama democráti­ca y es consciente, al tiempo, de que es
preciso inventar, crear, seguir luchando y profundizar en el desarro­llo de una
democracia realmente pro­gresista. En lo que atañe a la educa­ción, ese reto pasa
por muchos fren­tes. Los valores de la democracia deben servir para pensar, legitimar
y diseñar el curriculum, esto es, la selección, organización, tratamiento y distribución
del conocimiento que ofrecen y promueven las escuelas y la educación (Conrbleth,
1990). Al mismo tiempo, creo que esos mismos valores deben servir también para
reflexionar, imaginar y pelear por un nuevo tipo de escuelas como organi­zaciones
educativas que tienen enco­mendada, y de hecho realizan, una función mediadora
más importante de lo que suponemos en la conformación del tipo de educación que
ofrecen a los ciudadanos y la sociedad.

La idea de la renovación pedagógica en nuestro país sigue preferente­mente


vinculada en la mentalidad de muchos profesores al aula y al trabajo cotidiano entre
profesores y alumnos. Creo, para evitar cualquier posible malentendido, que dicha
idea e ima­gen es incuestionable. Me parece que no puede hablarse de alguna
modali­dad de innovación educativa que no pase, incida y exista en los procesos de
enseñanza y aprendizaje que cada profesor trata de lograr, y logra de uno u otro modo,
con sus alumnos. Pero siendo cierto que el foco de la innovación y mejora, o de la no
inno­vación y no mejora, reside en el aula, por localizarlo físicamente de alguna
manera, también parece hoy suficien­temente razonable ampliar nuestras
perspectivas y derivar de ello algunas implicaciones.

Desgraciadamente, el discurso innovador en nuestro país no suele ir vinculado al


centro como organiza­ción, a la escuela como un todo, a la comunidad educativa. La
organización escolar sigue despertando odiosas asociaciones con la burocracia, la
reglamentación, las ordenanzas minis­teriales, las formalidades vacías de
contenidos pedagógicos valiosos, las estructuras frías e insensibles a las fantasías
más dinámicamente renova­doras de la educación. El centro, muchas veces, es el
lugar de trabajo que hay que soportar e incluso contrarrestar para hacer algo
interesante con los respectivos alumnos. El cen­tro, frecuentemente, está repleto de
luchas profesionales, relaciones micropolíticas de poder y confronta­ción,
discordancias ideológicas y prácticas respecto a lo que es y debe ser la educación,
conflictos. Y al ser como son los centros escolares, al funcionar como lo hacen, no
solo contribuyen a educar en unos valores y de una determinada manera, sino que, a
la postre, hacen el juego a unos intereses sociales, culturales y políticos
determinados.

Me gustaría insistir aquí en una idea que, justamente como expresión de los ideales
de la democracia y tam­bién para su desarrollo, postula que repensemos los centros
de otra manera; que lo hagamos de forma tal que los mismos, como organizaciones
socialmente instituidas para la educa­ción, se hagan cargo de la reconstruc­ción
social, cooperativa, reflexiva y crítica de lo que hacen y las funciones educativas y
sociales que cumplen y debieran cumplir en el seno de una sociedad democrática.

Para ello, en primer lugar presen­taré algunas reflexiones en torno a una concepción
de los centros escola­res como espacios de resistencia y reconstrucción crítica de la
educa­ción, seguidamente sugeriré algunos contenios y cuestiones en torno a los
que ejercer tal resistencia, y, para finalizar, apuntaré algunas ideas sobre los centros
como comunidades críticas.

Las escuelas como espacios de resistencia y reconstrucción crí­tica de la


educación.

Postular que las escuelas sean pensadas como espacios socioeduca­tivos de


resistencia y reconstrucción de la educación significa apostar, de un lado, por una
opción ideológica y política que comporte mayores cotas de poder efectivo y
desarrollo de las competencias y capacidades corres­pondientes para ejercer
decisiones relativamente autónomas sobre los asuntos educativos que tienen
entremanos, y, de otro, legitimar, hacer explícitos y someter a deliberación social los
criterios de valor desde los que deben ejercer dicho poder.

Entiendo, al mismo tiempo, que esta concepción de las escuelas, lejos de suponer
una visión idealizada y romántica sobre las mismas, ha de ser entendida como la
concreción de una concepción progresista de la democracia en la esfera particular de
los centros educativos, donde, al mismo tiempo, deben tener lugar valores,
relaciones y prácticas que contribuyan a la formación de los ciudadanos para la
profundización en la construcción democrática de la socie­dad más amplia.

Puede ser oportuno, para acotar de alguna manera el significado y los valores
atribuidos a términos tan poli­sémicos y heterogéneos como pueda ser el de
democracia, autonomía de las escuelas en el ejercicio de su poder, resistencia y
reconstrucción de la educación a la luz de determina­das opciones de valor, precisar
algu­nas consideraciones al respecto.

Giroux (I 991), en uno de sus tra­bajos más recientes, donde trata de elaborar un
discurso sobre el tratamiento de las diferencias por la escuela desde una opción por
la democracia crítica, toma prestadas de Aronowitz las siguientes acotaciones:

Una concepción progresista de la democracia vinculada al proceso de socialización


viene a decir‑ ha de ser entendida hoy como una forma de autogobiemo construido y
realizado en todas las esferas sociales importantes: económica, social, cultural. La
democracia equivale, desde esta perspectiva, a plantear aquellas cuestiones que
tienen que ver con procesos de transferencia del poder desde las élites y autoridades
eje­cutivas, que controlan los aparatos eco­nómicos y culturales, a aquellos
“produc­tores” que operan con el poder a nivel local.. Significa sigue diciendo hacer
concreta la democracia a través de la organización y el ejercicio del poder horizontal,
donde el conocimiento debe ser ampliamente compartido a través de la educación y
la existencia de flujos libres de información, de modo que las decisiones científcas y
tecnológicas no sean tomadas exclusivamente por los sujetos que poseen el capital o
las credenciales políticas. Por el contrario, la base de una actividad productiva tiene
que ser radicalmente dispersa, no sólo para facilitar el control, sino también para
proveer las condiciones necesarias que requiere una sociedad gestionada desde la
base y las relaciones ecológicas que mejoren la calidad de vida”. (Aronowitz, citado
en Giroux, 1991 ,pág. 518).

En síntesis, el autobogierno y control de las decisiones a tomar desde la base de las


diferentes esferas sociales, económicas, culturales y educativas, y la apelación a sus
con­crecciones en formas de organización y ejercicio del poder, basadas en el
conocimiento e información comprar­tida, así como en las provisión de las
condiciones necesarias para ejercerlo, son las notas críticas con las que se precisa,
desde esta postura, el signifi­cado e implicaciones de una concep­ción crítica y
progresista de la demo­cratización social.

Es en este sentido, por tanto, en el que nos parece legítimo pensar en la educación y
las escuelas como un dominio particular‑ en el que puede y debe adquirir
concrecciones y mate­rialización histórica la idea de la democracia. Y es aquí, por
tanto, donde, al menos como hipótesis ini­cial de trabajo, procede postular la validez
de la proposición con la que encabezaba este punto.

Pensar, entonces, en una concep­ción de las escuelas como esferas sociales donde
lo cultural y la educación pueda ser abordado y resuelto de forma democrática, y por
lo tanto a la luz de los principios anteriores, no resulta sino una manera de
profundizar en algunas de las opciones ideológicas, de poder, y políticas, a través de
las que puede desarrollarse un discurso pedagógico sobre las virtuales
contribuciones de las escue­las al desarrollo de una sociedad democrática, y,
simultáneamente, ciertas prácticas organizativas y pedagógicas que, en el seno de
los mismos centros escolares, vayan bus­cando su realización histórica, concreta y
contextual.
Esta posición, sin embargo, puede no ir más allá de una mera declara­ción retórica de
intenciones a menos que realicemos los esfuerzos teóricos necesarios para desvelar
los valores más profundos que subyacen al plan­teamiento, y los pongamos en
relación, a su vez, con las condiciones estructurales, organizativas y per­sonales en
las que los educadores desarrollamos tanto nuestro pensa­miento como nuestras
prácticas sociales y educativas.

En realidad, la construcción teórica de las escuelas como espacios socieducativos


para la profundización en una democracia como la referida, así como una praxis
educativa con­gruente con esta idea, requiere un esfuerzo conceptual nada fácil, y
comporta una determinada opción ideoló­gica. Hemos de elaborar para ello una
plataforma que intente superar dialéc­ticamente dos posiciones que llevan por
derroteros diferentes y que merecen ser debidamente consideradas.

En efecto, esta opción de teoría y práctica en relación con las escuelas como
organizaciones educativas exige superar, por una parte, el pensamien­to burocrático y
tecnocrático que tanto tiempo ha dominado las con­cepciones sobre la organización,
administración y gestión de las escue­las; por otra, es necesario dar cabida a un
discurso sobre la escuela y la educación del “todavía no” (Giroux, 1991 b), o como
dijo el mismo autor en otra ocasión, un discurso de la “posibilidad o resistencia”, para
ir más allá del fatalismo sociológico que parecía derivarse de las denominadas
teorías de la reproducción económica y cultural. (Appel, 1987; Giroux, 1983).

Si se pretende, por lo tanto, un proyecto de escuelas que en sus estructuras y


funciones, en sus proce­sos, relaciones y prácticas organizati­vas, así como en la
reconstrucción de lo que enseñan, cómo lo hacen y para qué (curriculum), asuman la
parte que puede corresponderle en la profundi­zación de la democracia, es imperioso
cuestionar los modelos estructuralis­tas, ordenancistas y básicamente gerenciales,
que han primado tanto tiempo en el pensamiento y en la práctica de la organización,
gestión y funcionamiento de los centros educa­tivos. Como ha señalado con acierto
Bates (I 985), el pensamiento sobre las escuelas como organizaciones ha estado
dominado por cuestiones y valores preocupados obsesivamente por la
racionalización, la regulación y el control externos, como vías privile­giadas para
dirigir y ordenar su fun­cionamiento eficaz. Ese mismo discur­so que, en aras de la
pretendida eficacia y control de las escuelas, ha tendido a separar los hechos de los
valores, lo administrativo de lo educativo, la teoría de la práctica, ha silenciado de
modo sistemático múltiples cues­tiones ideológicas y valorativas que, al tiempo que
se reflejan en las estruc­turas y procesos de los centros esco­lares, son sutilmente
cultivados y reproducidos por los mismos.

En este sentido, Camp Yeakey (I 989) ha denunciado que la teoría organizativa


tradicional y más al uso “ha silenciado de modo sistemático cues­tiones que tienen
que ver con la desigual­dad social, el racismo, el sexismo, el poder, el control, la
devaluación de ciertas representacines y conocimientos y el conflicto,
presuponiendo homogeneidad y equilibrio” (pág. 23).

Desde otro frente distinto al organizativo, representado por cier­tos análisis marxistas
de la educación elaborados desde la nueva sociología del curriculum (Gordon, 1991),
se ha cuestionado de raíz el pretendido carácter neutral, libre de valores y conflictos
de la educación y las escuelas. Tanto la teoría de la reproducción económica sobre
las escuelas y sus funciones (Baudelot y Establet, Bow­les y Gintis), como la
generalmente agrupada en torno a la denominada teoria de la reproducción cultural
(Young, Bernstein, Bourdieu…), se han ocupado de mostrar cómo las escuelas
funcionan al servicio de los imperativos económicos de ¡asociedad capitalista, y
cómo perpetúan y racionalizan el sistema de clases mediante la “administración” del
capi­tal cultural y la violencia simbólica que ejercen sobre los alumnos de las cla­ses
más desfavorecidas al priorizar y seleccionar determinados contenidos y
conocimientos, al promover ciertas formas de expresión y de lenguaje, al primar
ciertas actitudes y modos de relación.

Diferentes contribuciones como las Bourdieu y Passeron (1970); Young, 1971;


Bernstein, 1975; Lerena, 1977; Appel, 1987; Giroux, 1983), nos han posibilitado
comprender, yendo más allá de los análisis estruc­turalistas y deterministas de la
reproducción económica, por qué y cómo las escuelas, al trabajar como lo hacen
sobre el conocimiento que seleccio­nan y distribuyen a los alumnos, ter­minan
legitimando y reproduciendo las condiciones sociales e ideológicas de una sociedad
de clases. Su foco de análisis, centrado, como digo, en el conocimiento escolar
entendido como “capital cultural”, y en los pro­cesos de selección, organización,
tra­tamiento y distribución del mismo como “violencia simbólica”, ha permi­tido
desvelar cúales son los mecanis­mos internos al mismo funcionamien­to escolar que
contribuyen a que cumpla como lo hace las funciones que realiza.

La selección y primacía otorgada a ciertos tipos de conocimientos y experiencias, los


estilos y códigos de lenguaje que promueve y trata de normalizar, la misma
organización estanca y fragmentaria del conoci­miento, así como las actitudes y
valo­res que sutilmente procura inculcar en los alumnos, representan los
mecanismos más notables a través de los que las escuelas promueven no sólo unos
conocimientos que pertenecen prioritariamente al capital cul­tural que los alumnos
de clases medias y altas traen a la educación desde sus contextos familiares, sino
que, al hacerlo, configuran un tipo de trabajo escolar que resulta ajeno, dis­tante y
discriminativo para los que provienen de las clases más desfavo­recidas y
marginales.

Este tipo de discurso sociológico y crítico sobre las escuelas ha contri­buído, por un
lado, a despertar una necesaria conciencia crítica que cues­tiona la pretendida
neutralidad de las mismas, o su catalogación como un terreno de juego sólo regido
por las reglas del mérito y esfuerzo personal como garantes de la movilidad y
pro­moción social de los individuos. Pero este mismo tipo de análisis, de otra parte,
ha terminado generando una cierta propensión hacia el fatalismo sociológico en
relación con los come­tidos y las posibilidades de las escue­las y de la educación. Es
por eso por lo que, como decía más arriba, la construcción de un discurso
compro­metido con la idea de recuperar y conquistar los márgenes propios y viables
que pueden existir en las escuelas para la construcción demo­crática exige, sin duda,
superar tanto la visión tecnocrática de las mismas como la fatalista que puede
extraerse de la constatación y denuncia socioló­gica de sus funciones reproductoras.

Una cuestión que cabe plantear­se, por tanto, es la relativa a si las escuelas sólo son
pensables como organizaciones burocráticas al servi­cio del estado y de los intereses
de las clases sociales a quienes preferen­temente sirve, y si inapelablemente están
condendas a operar como fieles y fatales servidoras de la legitimación y perpetuación
de una sociedad desi­gual, discriminatoria e injusta.
Estas dos preguntas no resultan nada fáciles de responder. Hay que advertir que,
además, resulta más factible, al respecto, un discurso del “deber ser” que, en
congruencia con el mismo, la concrección histórica y contextual de la praxis social,
organi­zativa y educativa que pueda realizar sus metas e ideales en situaciones y
contextos pedagógicos particulares.

Conviene advertir, sin embargo, que un pensamiento crítico sobre la educación


alberga, como algunos de sus propósitos más importantes, la elaboración de nuevos
lenguajes y referentes, el planteamiento de nue­vos problemas, la defensa de ciertos
valores, y la construcción discursiva de nuevos antagonismos y formas de lucha
cultural, de forma tal que, como suscribe Giroux (1991), se provoque una ruptura
epistemológica. Esta, pre­cisa nuestro autor:

“no se preocupa tanto de la pro­puesto de soluciones y procedimiento como de


generar un cambio radical en el debate, con la intención de recomponer nuevos
sentidos para viejos problemas” (pág. 507).

Así pues, es preciso elaborar una cierta ruptura epistemológica con respecto a la
escuela como organiza­ción, de manera tal que pueda ser pensada como espacio
cultural e insti­tucional de resistencia contra la hege­monía que trata de ejercer sobre
la misma la ideología burocrática y los intereses de clase dominantes. Y tam­bién,
aunque pueda resultar sospechoso para algunos, esa ruptura a que aludo debiera
albergar entre sus pro­pósitos la intención de dar la batalla a ciertos análisis críticos
que, prendidos de sus bien trabados argumentos sociologizantes, terminan
abocando al inmovilismo pedagógico unas veces, o a la conciencia de que, sea cual
sea la opción que se tome, terminamos haciendo, inapelablemente, el juego al poder
constituido.
Desde mi parecer, el surgimiento reciente de concepciones alternativas a la
estructural y burocrática sobre las escuelas como organizaciones, de un lado, y
ciertas versiones de la teoría de la resistencia, de otro, constitu­yen algunos
derroteros por los que puede irse construyendo esa nueva plataforma
epistemológica, ese nuevo discurso de la crítica como posibilidad a que estoy
aludiendo.

Las concepciones positivistas sobre la organización escolar, amén del


cuestionamiento que merecen por el tipo de valores a que sirven e intentan promover
(racionalización, dirección y control externo, jerarqui­zación, separación entre
quienes pien­san, diseñan y gestionan, y quienes hacen, ejecutan y son gestionados),
resultan poco realistas para el gobier­no y el funcionamiento de las mismas
instituciones educativas. Estas, como han argumentado de modo fechacien­te
diversos autores (Bolman y Deal, 1.984; Bates, 1985; González, 1989), son mucho
menos racionales que lo que algunos suponen. En realidad, su funcionamiento es
más desarticulado y, más débil, por tanto, el acopla­miento entre sus miembros y
unida­des organizativas, que lo que subyace a los diversos esquemas y fórmulas para
la gestión científica de las mismas. Por el contrario, las escuelas son y funcionan de
acuerdo con complejos procesos contextuales, micropolíticos y personales de
construcción interna, no siempre caracterizados por notas tales como la
racionalidad, el segui­miento lineal de prescripciones o mandatos externos y la
previsibilidad.

Cada escuela tiene su propia his­toria y genera sus propias dinámicas de


reconstrucción interna, aún cuando todas las de un mismo país estén regidas
formalmente por las mismas estructuras, normativas y madatos oficiales. Y es más,
en el proceso de su desarrollo y construcción histórica, cada centro escolar habita en
las coordenadas de las creencias, valores, sentidos y significados que componen su
cultura explícita e implícita. Al mismo tiempo, la cultura que define y caracteriza a
cada escuela resulta ser un referente importante para lo que hace, el significado que
lo atribuye, así como para sus propias dinámicas de desarrollo y funcionamiento.

Esta concepción de las organiza­ciones educativas, ampliamente elabo­rada desde


perspectivas fenomenoló­gicas y críticas, permite pensar que, siendo como son
construcciones social, histórica, cultural e ideológica­mente determinadas,
representan esferas de actividad social, humana y educativa, con relativos márgenes
de autoconstrucción. En una dirección parecida se encaminan algunas de las críticas
formuladas desde la “teoría de la resistencia” con respecto al determinismo y
inapelabilidad a que parecen conducir los análisis sociológicos reseñados más
arriba. Desde esta perspectiva, (ver Appel, 1.987; Giroux, 1.983; Gordon, 1.991), se
afirma que, siendo importante la determinación ideológica, social, eco­nómica y
cultural que la sociedad de clases ejerce sobre las escuelas, la dominación no es
total.

Tanto en la fábrica como en la escuela, tal como han documentado diversas


investiga­ciones realizadas desde la etnografía crítica, los trabajadores, los alumnos,
o los mismos profesores (Smyth, 1991), construyen diversas y sutiles formas de
resistencia.

Bien es cierto, como han contra­argumentado algunos (Hargreaves, 1982), que


muchas de esas formas de resistencia, como por ejemplo las ilustradas por Willis en
relación con alumnos de clases desfavorecidas en contra de la cultura académica,
termi­nan constituyendo una forma todavía más sutil de automarginación. Pero
también es verosímil, sin embargo, como sostienen algunos de los que más han
insistido en el potencial carácter liberador y emancipador de las escuelas y la
educación (Freire, 1975; Oakes y Sirotinik, 1986; Sirotnik, 1988; Giroux, 1991), que el
discurso y la práctica educativa puede tratar de sacar partido de aquellas fracturas y
márgenes de construcción que han de conquistar las escuelas y los educadores en
sus correspondien­tes coordenadas históricas, sociales e ideológicas. Si es bien
cierto, como dato de realidad, que las determina­ciones que emanan de estas
pueden hacer de las escuelas instancias de mediación y perpetuación de la
ideo­logía y valores dominantes con res­pecto a sus alumnos, no debe descartarse,
como una opción de deber ser y de posibilidad, la construcción de escuelas
alternativas para la resisten­cia y la crítica, la contestación y la lucha cultural, la
creación de nuevos significados y la promoción de pautas de relación social
contrahegemónicos.

Las escuelas y los educadores pueden optar por irse construyendo a sí mismos como
instituciones socioe­ducativas y como profesionales “resis­tentes” tomando
conciencia, en primera instancia, de que operan con capi­tal cultural y simbólico que
seleccio­nan, organizan y distribuyen a los alumnos (Cornbleth, 1990), y que al
hacerlo no sólo enseñan habilidades y conocimiento, sino que, al mismo tiempo,
crean “identidades sociales, for­mas de moralidad y consiguientemente también de
política” (Giroux, 1991). Dicha conciencia crítica ha de llevar, como apunta Camp
Yeakey (I 989), a situar el conocimiento que enseñan las escuelas, las relaciones que
domi­nan en las aulas, a las escuelas en su conjunto “como mecanismos de
preser­vación, distribución cultural y económica, y a nosotros mismos que
trabajamos en ellas, en los contextos estructurales y sis­témicos en los que
funcionan” (pág. 24).

Simultáneamente, las escuelas y los mismos educadores pueden cuestionarse y


decidir sobre preguntas tan importantes como a quién pertenece y puede favorecer el
tipo de conoci­mientos, actitudes, relaciones y expe­riencias que mantienen tanto en
las estructuras y procesos organizativos como en las aulas. Qué respuestas se
ofrecen a los alumnos más desfavore­cidos, cómo se perpetúa o no la
dis­criminación en razón del género, la raza o la clase de pertenencia, y en qué
medida todo ello responde a valores de una democracia progresista que debe
perseguir con decisión la promoción de la igualdad, el respeto y el trabajo educativo
desde los conoci­mientos, las experiencias, realidades, posibilidades y
contradicciones de los alumnos, la formación crítica de su conciencia, el esfuerzo y
la responsa­bilidad por la construcción de una sociedad más humana y equitativa.

La escuela como organización socieducativa, vigilante y preocupada por este tipo de


cuestiones, puede y debe ejercer sobre las mismas una opción democrática,
conquistando progresivamente, como decía más arriba, formas de autogobierno,
pro­moviendo espacios para la toma de decisiones participativas desde la
comunicación parcialmente libre y competente (Oakes y Sirotnik, 1986) de los
miembros de la comunidad escolar que ha de asumir la capacidad y el compromiso
de debatir, legitimar e ir realizando en sus estructuras, procesos y resultados una
cultura compartida en torno a estos valores, así como en las creencias, formas de
organización, relaciones y prácticas pedagógicas en que se manifiestan.

De este modo, la conquista inter­na, que no la “donación o delegación


administrativa”, de la democratización de la escuela, el intento de ir confor­mando
relaciones fuertes y sostenidas de colaboración y comunicación, y la creación
compartida por parte de los profesores y la comunidad escolar de los valores que
deben fundamentar tanto sus decisiones organizativas como pedagógicas, pueden
representar excelentes plataformas para libe­rar de sinsentido muchos de sus
rituales y “artefactos” formalistas (Proyectos de Centro, Planes, Memorias,
coordinaciones vacías…) tantas veces vacíos de significado y perpetuadores de la
ceremonia escolar de hacer algo distinto para dejar todo igual.

Una perspectiva de esta naturale­za, por lo tanto, puede ser la más adecuada para
cuestionar y reconstruir estructuras que frecuentemente, siendo expresiones
formales de democracia, como por ejemplo los Consejos Escolares, terminan
operan­do como rituales simbólicos y caren­tes de los principios y procesos más
dinámicos que debieran presidirlos. Estas coordenadas, asimismo, pueden y deben
representar una opción que supere los caracteres reales de facha­da, formalidad y
rutina no cuestinada que definen con frecuencia la natura­leza y las funciones de
tantos Planes y Memorias de Centro, la coordinación meramente formal y referida
sólo a los aspectos más irrelevantes de lo que las escuelas hacen y cómo lo hacen.

Una escuela, por lo tanto, que aspire a conquistar su propio espacio de resistencia en
el senti­do que estoy sugiriendo; que preten­da reconstruir desde estos principios la
educación y socialización que pro­mueve, ha de esforzarse, atenta a su propia
historia, presente y contexto, en identificar cúales son los dominios concretos sobre
los que debe ejercer su propio autogobierno, así como dilucidar desde dentro cómo
promo­ver, críticamente, este tipo de valo­res.

Si realmente se aspira a construir un tipo de escuela que persiga y reali­ce una


educación acorde con los valo­res democráticos, ella misma ha de ser por dentro
democrática, ejerciendo una forma de poder compartido y colegiado para adoptar
sus decisiones.

Entiendo, por tanto, que ninguna fuente de autoridad externa puede prescribir, en el
sentido técnico del término, cúales deben ser las esferas concretas sobre las que
cada escuela haya de definir sus espacios de resis­tencia, de desarrollo y de
reconstruc­ción a la luz de los valores que vengo refiriendo. Pienso, sin embargo, que
una teoría crítica de la escuela y la educación debe elaborar, articular y dar forma
concreta a aquellas ideas, principios y valores, lenguajes y formas de pensamiento,
sin descuidar la puesta a punto de procesos y procedimientos, que puedan
representar una referencia para que cada comuni­dad escolar revise, analice, valore y
decida democráticamente sobre su pasado, su presente y su futuro.

En suma, mi argumentación fundamental es que una pedagogía crítica, interesada y


comprometida, como decía recientemente Giroux (1991c), con la creación de un
nuevo lenguaje educativo que no silencie las cuestio­nes éticas, políticas e
ideológicas, que cuestione los márgenes y relaciones de poder social y educativo,
que rompa la distinción entre cultura de alto y bajo estatus, y que no sólo se piense a
sí misma como productora de conocimiento, sino también como creadora de
identidades sociales, ha de llevar estos mismos presupuestos a nuestro discurso y
pensamiento sobre las escuelas como organizacio­nes educativa.

Algunos dominios sobre los que ejercer la resistencia escolar.

Una teoría crítica de la escuelas como organización y de la educación, como sugería


más arriba, no puede convertirse en un recurso ideológico, y menos, instrumental,
para que la administración, los expertos, aseso­res, formadores, o los mismos
teóricos críticos, digan a las escuelas lo que han de hacer, sobre qué cuestio­nes y
cómo. El mismo Giroux (1991 c) denunciaba hace poco que uno de los mayores
problemas de la izquierda ha sido que siempre ha intentado decir qué es lo que la
gente debe hacer. Más bien, seguía precisando, es la gente la que debe sentirse
implicada con su imaginación, su deseo, historia, experiencia y posibilidad, en la
transformación social y educativa que requiere una sociedad democrática.

Esto no quiere decir a mi modo de ver, sin embargo, que el proyecto de elaborar teoría
crítica sobre una escuela resistente y contrahegemónica haya de quedar situado sólo
en la esfera de la reflexión. Los sujetos lla­mados y dispuestos a implicarse en los
mismos teóricos investigadores, prác¬ticos han de perfilar al tiempo una praxis
escolar crítica. Toda ideología, y esta se presentan como tal, necesita orquestar
debidamente tanto un discurso que opere en el plano de la representación y de las
ideas como en los niveles de la acción, de la praxis, debidamente contextualizada y
desarrollada en momentos históricos concretos.

En los últimos años, sea desde la que algunos califican como investigación
democrática, crítica y militante (Lather, 1986; Escudero, 199 I ), o desde lo que para
otros puede suponer una perspectiva del centro como lugar colegiado de
investigación crítica, desarrollo y formación, (Oakes y Sirotnik, 1986; Sirotnik, 1988;
Escudero, 1990; 1991 b), se están elaborando plataformas educativas que, al tiempo
que suscriben esta concepción democrática de la educación y las escuelas, se
esfuerzan en sugerir diversas opciones estratégicas que articulen una praxis concreta
(acción informada y reconstrucción teórica de la misma) en contextos y situaciones
escolares y educativas bien determinadas.

No pretendo en este caso descri­bir con detalle estas opciones educa­tivas. Pero sí
me parece oportuno identificar, sólo a título ilustrativo, algunos dominios particulares
y pre­supuestos desde los que las escuelas pueden ir articulando sus valores,
procesos y temas sobre los que ejer­cer sus opciones críticas de resisten­cia y
reconstrucción de la educación. Se me ocurre que algunos de los que siguen pueden
constituir puntos importantes para hacerse una idea de lo que quiero decir.

A) Resistencia escolar a aquellas ideologías que dicotomizan el pensamiento y la


acción educativa en bino­mios como los siguientes: teoría-práctica; expertos,
profesores; directrices superiores, ejecución; investigación, acción; fines,
medio; diseño, ejecución.

La ideología que fragmenta de este modo el pensamiento y la acción educativa


tiende, como es bien sabido, a relegar a los centros y a los profesores hacia los
segundos términos de estos binomios. Así, unos y otros son considerados como sólo
prácticos, Necesitados de regulación y dirección externa, ejecutores de planes y
decisiones tomadas por otros, aplicadores de la racionalidad científica de los
teóricos y de los diseños realizados por expertos o de los mandatos prescritos por las
autoridades administrativas dotadas de credenciales y legitimidad formal.

En este sentido, sería bueno que las escuelas tomasen conciencia de cómo y por
qué resistir a aquellas reglamentacio­nes internas que puedan ir buscando, en
determinadas circunstancias, la instauración de rituales y artefactos simbólicos
asociados a la elaboración o adopción de proyectos externos, sean proyectos
particulares de innovación, o sea, como en estos momentos, la imperiosa necesidad
(de la administra­ción) de que los centros escriban sus PEC, PCC, POC, y otros
similares. Si algunos cuestionan esta lógica tecnocrática en razón de su ineficacia
para lograr el funcionamiento adecuado de la educación y las escuelas, desde la
teoría crítica se cuestiona, además, porque suponen una forma sutil de atentar
contra los valores de una democracia progresista, ya que consi­guen realizar en la
práctica otros bien distintos como son el dirigimos, el poder desigual, la
dependencia, el control y la des cualificación del cuerpo social y de los profesionales
de la educación.

Una escuela resistente y democrática no debe permitir esta frag­mentación de su


papel en la funda­mentación de sus valores y decisiones educativas. Debe revelarse
contra la alienación que suponen no sólo con respecto a su poder social y educati­vo,
sino incluso con respecto a sus capacidades para ejercerlo. Por con­tra, y si, además,
la resistencia escolar quiere ser una resistencia activa, los profesores, los centros y
las comunidades educativas, han de intentar recuperar y conquistar las fracturas
existentes en la determinación exter­na, que es ideológica, social, económi­ca y
administrativa al tiempo, para construir su propio espacio alternati­vo de teoría, de
valores y decisiones, de investigación, fundamentación diseño desarrollo y
evaluación de sus proyectos. Es esta, como sugería más arriba, una de las ideas
troncales de esas propuestas de investigación militante y democrática, o de
desarrollo colegiado y crítico de las escuelas a que hice mención.
b) Resistencia a la idea de la escuela como una anarquía organizada sin dirección y
regulación institucional, como un sistema débil y fragmentariamente articulado,
como un espa­cio sacralizado para el cultivo del individualismo y de la autonomía de
los profesores, cuando esta equivale a rutina no cuestionada, a comodidad de
funcionario, o a hacer que perviva la máxima de “cada maestrillo tiene su librillo”.

La resistencia, entonces, de una escuela crítica tiene no sólo una ver­tiente de


cuestionamiento de las determinaciones internas, sino tam­bién de las
cristalizaciones ideológicas y concrecciones prácticas que han hecho de las
escuelas y sus habitantes verdaderos nichos en los que reside una ideología
dominante que promue­ve el desgobierno de lo público, el mero cumplimiento formal
de los fun­cionarios. En estos momentos, cuan­do impera el neoliberalismo más
sutil, una escuela resistente no debe ofre­cer bazas fáciles a la idea social de que lo
privado es más eficaz y valioso que lo público. De este modo, por tanto, una escuela
resistente no equi­vale a una escuela anárquica, indivi­dualista, ineficaz,
descontrolada. Ella misma, por imperativos éticos, mora­les, ideológicos, sociales y
democráticos, debe construir sus propias coordenadas para la coordinación, control
social de sus procesos y prácticas, así como para perseguir el buen funcio­namiento
interno y cotas cada vez más aceptables en lo que se refiere al logro de sus objetivos
sociales y edu­cativos. Una escuela crítica, y menos aquí y ahora, no puede equivaler
a una escuela débil, desidiosa con res­pecto a sus procesos de funciona­miento y a
sus resultados, inoperante e ineficaz.

c) Resistencia, asimismo, contra tantas fuerzas, externas unas, y tam­bién internas,


otras, que tienden a conformar muchas prácticas escolares y educativas bajo los
imperativos regios de la rutina no cuestionada, de la historia no revisada, de los
dere­chos adquiridos por razones de antigüedad, del así se ha hecho siempre, o de
fatalismos, todavía más pernicio­sos que mantienen representaciones y prácticas
acordes con la idea de, en las condiciones presentes, nada puede cambiar para
mejor. La resistencia, de modo particular, debe operar contra aquellos supuestos y
prácticas que mantienen el seguimiento de fórmulas externas (textos, programas
oficiales, contenidos establecidos, lo que “doy todos los años”) como los
determinan­tes más poderosos de lo que se ense­ña, cuándo y cómo se enseña.
Una escuela resistente no debe permitir, en su conjunto como institu­ción y también
por cada uno de sus miembros en particular, que la tradi­ción y rutina no
cuestionada, los pro­gramas oficiales establecidos, la industria editorial, etc.. sean
las fuentes de determinación más importantes de la selección y organización de los
conte­nidos y experiencias que ofrece a sus alumnos y a la comunidad.

d) Resistencia a la inercia de la máxima según la cual, primero, que la administración


ofrezca tiempo y for­mación como condición imprescindi­ble para hacer algo; que la
sociedad valore y dignifique más la profesión para poder trabajar con compromisos
serios, y que dispongamos de mayores recursos y medios para trabajar con mayor
eficacia.

Es bien cierto que una escuela necesita tiempos, apoyos, formación, recursos,
reconocimientos, y estos tienen sus correspondientes raíces en las condiciones
estructurales, sociales y culturales externas. Pero no es menos cierto que estos
argumentos Se convierten, con frecuencia, en pre­textos razonables para el fatalismo
estructural que permite justificar y racionalizar la inoperancia. De este modo, a la
postre, termina haciéndose el juego al “sistema”. Cuando ope­ramos bajo sus
imperativos unidirec­cionales, no solemos advertir que esa es una forma sutil de
satisfacer los intereses de quienes persiguen que, a la postre, las escuelas no sean
críticas, no se muevan, sean conformistas, y si, puede ser, no demasiado eficaces.

Resistir, pues, también en estas cues­tiones, puede significar que la escuela, los
profesores y la comunidad cons­truyan sus propios espacios para la crítica, la
reflexión y la acción, recu­peren sus propios recursos humanos para el propio
perfeccionamiento en y desde la acción, racionalice los pro­pios recursos materiales
disponibles, y, en suma, trate de construir desde donde se está, sin esperar a que
“nos sean generosamente dadas” las condiciones estructurales, sociales y de
recursos ideales. Una escuela democrática y para la democracia se sitúa no del todo,
pero sí en gran medida, en el plano de los compro­misos profesionales y éticos, en la
fantasía e imaginación, en la lucha ide­ológica y en las prácticas cotidianas, que los
docentes y comunidades escolares podemos y debemos con­quistar peleando
contra condiciones adversas, no esperando, pasivamente, a que se tornen favorables.

e) Un dominio especial de resis­tencia, para finalizar, me parece que puede ser el


cuestionamiento de la ideología más sutilmente tecnocrática con la que se
acompañan ciertas reformas que invaden a los centros escolares con las más
recientes terminológias, procedimientos y rituales extraídos de las últimas
contribuciones de la ciencias psicológica cogniti­va, didáctica u organizativa de corte
gerencial. Jergas que, si resultan vacías de significados como suele ocurrir con
nuevas codificaciones y clasifica­ciones del conocimiento (conceptua­les, de
procedimiento, actitudinales), la introducción técnica de procedi­mientos sobre
cómo hacer programas de intervención para el pensamiento crítico, u otras visiones
que redundan en exclusiva en cómo hacer el aprendizaje, los centros y la dirección
más eficaz, han de ser abiertamente resis­tidas y contestadas. De modo particular,
cuando todo ello busca lograr una imagen social y una simbología de afiliación con
respecto a cambios pro­puestos, que intentan transmitir la impresión de que algo va
a cambiar realmente, ya que son muy distintos los lemas y términos que se proponen
para ello.

Las imposiciones externas de nuevas definiciones terminológicas, que resultan a


veces difíciles de relacionar con su realidad, lenguaje y experiencia por parte de los
profesores, logran asentar una sensación per­niciosa de que, para cambiar, hay que
hacer poco menos que un borrón y cuenta nueva de todo su conocimien­to e historia
previa, de sus modos de hacer y sus funciones.

En estas circunstancias, la resistencia debiera ejercerse de modo decidido contra


cualquier invitación sutil que lleve a pensar el cambio de la educación más con
categorías de cómo hacer según las prescripciones externas, en lugar de con
aquellas otras que son requeridas para legitimar y fundamentar qué hacer, por qué y
para qué. Así, la resistencia a hacer por hacer lo que otros prescri­ben ha de
constituir un espacio pro­pio para que la escuela crítica funda­mente y legitime su
trayectoria desde una plataforma de pensamiento y acción educativa que integre, al
tiem­po, qué hacer, por qué, para qué, al servicio de quién, y cómo.

Una escuela crítica y resisten­te ha de ser una escuela que opte por la colaboración
comunitaria.

En el título de este trabajo se aludía, con toda intención, a la escuela como


comunidad crítica para el desarrollo de una sociedad democrática. En los dos puntos
anteriores he procurado desarrollar la idea de que las escuelas, conscientes y
vigilantes con respecto al tipo de funciones “antidemocráticas” que cumplen a veces
en la sociedad en que vivimos, pueden recuperar y construir su relativo espacio de
contestación, resistencia y contribución al desarrollo de una sociedad más humana,
menos discri­minativa, más profundamente democrática. He señalado, también,
algunas esferas particulares en las que, de un lado, puede y debe tener lugar la
resistencia, y, al mismo tiempo, la reconstrucción alternativa y crítica de la educación
y de las escuelas. He apuntado, igualmente, que una escuela crítica, que aspire a
formar a ciudadanos democráticos, ha de contemplarse a sí misma, en sus
estructuras, relaciones y procesos de trabajo insti­tucional, como un espacio
particular de concreción de esa visión progre­sista de la democracia a la que hice
alusión en páginas anteriores.

En este último punto me gustaría insistir brevemente en el significado que cabe


atribuir en este contexto a la idea de la escuela como comunidad. Esta, a mi parecer,
es una cuestión crucial que hay que tener en cuenta en cualquier proyecto de escuela
como el que estamos considerando. Una escuela que busque la realización de
valores democráticos en la educación, si pretende congruencia con los mismos hasta
sus últimas consecuencias, debe ser una escuela en la que tengan lugar relaciones,
procesos de comunicación y decisión, estructuras y funciones, inspirados y
realizadores de la solidaridad, de la cooperación y colaboración, de la democracia en
suma.

La idea de la colaboración escolar ha surgido con fuerza en los últimos años. Ha


aparecido vinculada a concepciones y postulados que apelan a expresiones tales
como: la escuela como unidad autónoma de cambio, el desarrollo curricular basado
en los centros, la potenciación de la capaci­dad de los profesores para diseñar y
desarrollar el curriculum, el fortaleci­miento de las relaciones de colabora­ción y el
trabajo en equipo entre los profesores.

Desgraciadamente, muchas de los planteamiento implícitos en estos lemas han


emanado de nuevas concepciones que, parad ógicamente, siguen obedeciendo, en
sus concreciones, a esquemas gerencialistas y burocráticos de la educación. Por
mucho que en el plano de las declara­ciones retóricas sus promotores han querido
acogerse a la cobertura de nuevos valores como los de la des­centralización formal,
la implicacion y participación de los centros y profe­sores, el curriculum abierto, etc.,
el tema de la colaboración escolar puede convertirse en un arma sutil para controlar
de forma indirecta, y quizás más perversa, el quehacer de los centros al servicio de
políticas de la administración, y, también, las con­diciones y la naturaleza del trabajo
de los profesores. Smyth (1991) ha reali­zado un análisis lúcido y crítico al respecto.

Desde la perspectiva de una escuela crítica, sin embargo, que, como es exigible, no
sólo proclame en sus proyectos la democracia, sino que al tiempo procure realizarla
en sus dimensiones organizativas y peda­gógicas, el norte de la colaboración, de la
solidaridad, de la toma de deci­siones participativa, de la comunicación libre y
abierta entre sus miem­bros pese a todas las barreras y limi­taciones existentes, es
un reto inexcusable. Bien es cierto que debe dotarlo de sentidos, valores, procesos y
funciones que se sitúan más allá de las jergas o lemas retóricos, que de forma
inteligente pueden servir para legitimar y desarrollar políticas educa­tivas que lleven
consigo “los mismos perros con diferentes collares”.

La colaboración escolar en una escuela crítica y democrática bien podría servir como
la expresión con­creta de un tipo de valores en los que primen, como ha señalado
Mahaffy (1989), las ideas de la interdependen­cia y la comunicación, la publicidad,
autoregulación, colaboración, y auto­nomía sin menoscabo de la equidad. (Escudero,
1992; Bolívar, 1993).

Puede, de este modo, ser una contestación práctica de valores tan hegemónicos en
nuestra sociedad, y en la misma escuela reproductora, como son el individualismo, la
insolidaridad, el control de la información y la comunicación desigual, la dirección
por las élites, la dependencia, la auto­nomía como parapeto para la actuación libre y
acrítica.

La colaboración escolar, así pen­sada, parece que habría de convertirse en una


perspectiva integradora, tanto en el plano del discurso crítico como en el de la praxis
escolar, que haga posible la relación entre la teoría y la práctica, la construcción de
los valores democráticos que han de ser debatidos y compartidos en los cen­tros, la
articulación de la dirección y el liderazgo pedagógico dentro de los mismos, la
incorporación significativa de padres y alumnos al proyecto escolar. Puede ser
pensada, asimismo, como una espacio de encuentro entre el centro escolar y otros
antes educativos (asesores, formadores, psico­pedagogos…), así como uno de
con­fluencia y debate con movimientos y agentes sociales que persiguen un
determinado desarrollo social, político y comunitario.

Esta misma idea cuadra bastante bien, asimismo, con una nueva redefinición de la
categoría y naturaleza del intelectual que este tipo de sociedad necesita para no bajar
la guardia en la crítica necesaria y para conformar plataformas alternativas de acción
social y educativa. Me parece oportuno, en este sentido, terminar con una frase de
uno de nuestros pensadores más reconocidos en la reflexión ética, y empeñado en
recordar con insisten­cia a nuestro país que no debemos olvidarnos de los criterios
morales en los diversos temas que ahora nos ocupan.

A la época del intelectual indivi­dual, escribe López Aranguren (1992), está


sucediendo la del intelectual colecti­vo, más no en la acepción dada por Gramsci a
este expresión, el partido (comunista). Hoy la experiencia nos muestra cada día que
el partido estable­cido no cumple esa función. ¿Quién habrá de ser entonces nuestro
intelectual colectivo?. El conjunto, cada vez más numeroso, de quienes dentro del
partido, pero en discrepancia con él, y el de los que, sin pertenecer a ningún partido,
están pres­tos al ejercicio de la ciudadanía y la lucha por la democracia.

La época intermedia de los movi­mientos sociales alternativos ha de dar paso a esta


otra, en la cual serán dota­dos de un plan global, auténticamente político, de actual.
Una verdadera demo­cracia será aquella en la que, para empezar, todos pueden tener
la palabra. Nuestra época no puede ser ya aquella en la cual el intelectual de turno
termina­ba su discurso con las litúrgicas palabras: “He dicho”. Al contrario, es
entonces cuando, en el coloquio colectivo, empeza­rá a decirse, libre,
democráticamente, cuanto haya que decir.

También podría gustarte