LIBRO: “La época del economista”. Autor: Daniel R. Fusfeld.
Texto:
LA ECONOMÍA NEOCLÁSICA
En su mayor parte, los economistas no aceptaron la posición extrema de la filosofía del
individualismo. Les interesaban los problemas sociales, y la influencia del utilitarismo de
Bentham los llevaba a apoyar la intervención gubernamental en los asuntos económicos si
podía demostrarse claramente la existencia de beneficios sociales. Sin embargo, la mayoría
de los economistas permaneció dentro del marco de la filosofía individualista, aceptando la
acción gubernamental solo en magnitudes limitadas para metas limitadas. Subsistió el
hincapié en el laissez-faire, y la teoría económica reflejó ese punto de vista.
También reflejaba algo más: la crítica marxista al capitalismo. En parte conscientemente y en
parte inconscientemente, los economistas de 1870 a 1900 desarrollaron nuevas
formulaciones teóricas que sirvieron para refutar las posiciones marxistas acerca del
capitalismo.
La utilidad marginal y el bienestar individual
Economistas de distintas partes, ignorantes de las ideas de los demás, desarrollaron una
nueva teoría del valor en sustitución de la antigua teoría del valor-trabajo. Un inglés, un
francés y un austríaco escribieron en idiomas diferentes, pero sus teorías eran notablemente
similares, lo que constituye otro ejemplo de ese fenómeno observado a menudo en el
desarrollo de la ciencia: el descubrimiento independiente y simultáneo de un principio nuevo.
En el lapso de diez años, las nuevas ideas habían invadido triunfantes la profesión económica
y eran aclamadas como un gran descubrimiento por todos, menos unos cuantos tercos que
se aferraban obstinadamente al antiguo sistema clásico. Para aumentar la coincidencia, el
descubrimiento llegó pocos años después de la publicación del ataque de Marx al
capitalismo, donde sustentaba en la teoría del valor-trabajo su teoría de la explotación.
Más tarde se descubrió que las nuevas ideas no eran tan nuevas después de todo. Los
principios básicos de la utilidad marginal habían sido expuestos por un matemático italiano
un siglo y medio antes, y durante los cincuenta años anteriores habían sido publicados por un
ingeniero alemán, un experto en servicios públicos francés y varios economistas ingleses
poco conocidos. Hasta Aristóteles había empleado la idea en su tratado de ética, y los
teólogos católicos habían discutido conceptos relacionados en los siglos XVI y XVII.
Todos estos escritos habían pasado desapercibidos hasta que Marx atacó el sistema de
empresa privada. Cuando esto ocurrió, la teoría del valor-trabajo debió ser abandonada, y los
economistas debieron prestar atención seria a los problemas de la distribución del ingreso y
los ciclos económicos. Nacía un nuevo enfoque de la ciencia económica.
El nuevo principio era sencillo: el valor de un producto o servicio no se debe al trabajo
incorporado en él, sino a la utilidad de la última unidad comprada. Tal, en esencia, era el
famoso principio de la utilidad marginal.
Karl Menger (1840-1921), el codescubridor austriaco, enunció mejor el principio básico.
Señaló que el consumidor racional, enfrentado a un gran número de opciones para el gasto
de su ingreso, tratará de maximizar su satisfacción. Esto se logrará cuando el consumidor
distribuya su gasto de tal modo que el último (marginal) peso gastado en un bien le dé una
satisfacción —o bienestar, o utilidad— no mayor ni menor que el último peso gastado en
cualquier otra cosa. Si es posible cambiar un peso de gasto de un bien a otro y aumentar así
la satisfacción total obtenida, el consumidor racional lo hará hasta que se iguale la utilidad
"en el margen”. Así se determina la demanda de cualquier bien ejercida por cualquier
consumidor.
Menger presentaba al consumidor como una persona que pondera de continuo las ventajas
relativas de cada curso de acción y escoge siempre el que le dé el mayor incremento de
bienestar.
William Stanley Jevons (1835-1882), el codescubridor inglés, subrayó otro aspecto del
principio mostrando que la utilidad en el margen disminuye: entre más tengamos de un bien,
menos satisfacción obtendremos del consumo de otra unidad y menos estaremos
dispuestos a pagar por ella. Esto significa que los bienes abundantes serán baratos porque
una unidad adicional no vale mucho para el comprador, aunque el bien mismo sea esencial
para la vida, como el agua o el pan. En cambio, los bienes escasos serán caros porque no
tenemos mucho de ellos y una unidad más producirá mucha satisfacción al comprador,
como ocurre con los diamantes o los abrigos de visón.
Léon Walras (1837-1910), el francés que publicó el mismo principio a inicios de la década de
1870, tenía otro énfasis. Explicó cómo están ligadas a las decisiones de gasto del consumidor
todas las partes del sistema económico, incluida la producción de equipo de capital y de
materias primas. La economía es una red continua de relaciones intrincadas entre precios y
cantidades compradas, donde todo cambio en la asignación de gastos del consumidor
repercute en ajustes minúsculos de la producción y los precios. Sobre todo en una economía
competitiva, todo el sistema se ajusta automáticamente para equilibrar la producción con la
demanda.
Esta teoría del valor observaba detrás de la demanda de un bien para analizar los factores en
que se basaba, mientras que la antigua teoría del valor trabajo se había concentrado en el
lado de la oferta del mercado y había encontrado que el valor y el precio se basaban en los
costos de producción, que en última instancia se reducían al trabajo. Correspondería a un
economista inglés, el gran Alfred Marshall (1842-1924), conciliar estos dos enfoques e insistir
en que el precio del mercado —es decir, el valor económico— se determina por la oferta y la
demanda, que se influyen recíprocamente en una forma muy similar a la descrita por Adam
Smith para la operación de los mercados competitivos. Marshall demostró que a largo plazo
los precios de los mercados competitivos tenderán hacia los costos de producción más bajos
a que se proveerán las cantidades deseadas por los consumidores. Pero aunque Marshall
introdujo de nuevo los costos de producción en el análisis, él y la mayoría de los economistas
aceptaron el enfoque más amplio de Menger y Walras: el patrón básico de la producción está
determinado por la miríada de decisiones independientes de millones de consumidores
individuales.
Una de las conclusiones más importantes obtenidas de esta línea de pensamiento fue que
un sistema de mercados libres tiende a maximizar el bienestar individual. Puesto que se
supone que los consumidores tratan de maximizar sus satisfacciones, y dado que la
producción está determinada por los deseos de los consumidores, se sigue que el resultado
será la maximización del bienestar. El análisis demostraba además que los costos de
producción eran impulsados hacia el nivel más bajo posible por las fuerzas de la
competencia. En cierto sentido, toda la economía es una máquina de maximización de
placer donde la diferencia entre beneficios de los consumidores y costos de producción se
lleva al más alto nivel posible, suponiendo que la economía pueda operar sin restricciones.
Estas ideas alejaban todo el enfoque de la ciencia económica de la gran cuestión de las
clases sociales y sus intereses económicos, subrayada por Ricardo y Marx, y centraba la
teoría económica en el individuo. Los principios de la distribución del ingreso, en los que
Ricardo había basado su análisis del progreso del industrialismo y en los que Marx había
hecho descansar su teoría del derrumbe del capitalismo, fueron reemplazados por el
consumidor individual como el determinante principal de la actividad económica y el
progreso económico. Todo el sistema económico se representó alrededor de los
consumidores individuales y sus necesidades.
La economía se transformó en una ciencia compatible con la filosofía social desarrollada por
Herbert Spencer y William Graham Sumner, y por irrestricto que estaba reformando la faz del
mundo. Los economistas y sus teorías muy abstractas formaban parte del mismo desarrollo
social e intelectual que produjo las teorías legales de Stephen Field y el folklore del individuo
que se forjaba a sí mismo.
Justicia económica: la distribución del ingreso
Los economistas de fines del siglo XIX aplicaron también el análisis marginal a la distribución
del ingreso. Afrontando el reto marxista, estos nuevos teólogos de la sociedad industrial
desarrollaron una teoría para probar que todos los factores productivos —mano de obra,
tierra o capital— obtenían una remuneración exactamente igual a su contribución al valor del
producto. Nadie podía explotar a nadie, no había ningún excedente no ganado que pudieran
apropiarse los dueños del capital, y una justicia plena debe prevalecer en la distribución del
ingreso. El trabajador recibe lo que merece, ni más ni menos.
El nuevo análisis de la distribución del ingreso recibió el nombre de teoría de la productividad
marginal. Como la teoría de la utilidad marginal, se basaba en la última unidad, utilidad
marginal, y su conclusión es muy sencilla - los trabajadores recibirán un salario igual al valor
de la última unidad de producto que generen. Por ejemplo, consideremos una planta
manufacturera que elabore un solo producto. Esta planta pagará salarios iguales a los
establecidos en el mercado competitivo de la mano de obra. El administrador aumentará su
fuerza de trabajo mientras el producto agregado por trabajador pueda venderse en una suma
mayor que el salario pagado, es decir, mientras los beneficios aumenten en virtud de que los
ingresos adicionales superen a los costos adicionales. El administrador dejará de contratar
trabajadores cuando el aumento de la producción no genere un ingreso adicional suficiente
para pagar los nuevos salarios. La demanda de mano de obra de la planta se determina por el
nivel en que los salarios sean iguales al valor de la producción de un trabajador en el margen.
Si un patrón tratara de pagar un salario menor que este valor, el trabajador podría desde luego
obtener un empleo en otra parte con una empresa competidora. Era esta una teoría
maravillosa. El trabajador no obtendría más ni menos que su contribución a la sociedad. Si su
productividad es elevada, ganará salarios elevados; si es flojo o incompetente, ganará poco.
La misma teoría se aplicaba al patrón, a los beneficios ganados por el capital, y a la renta de
la tierra. Cada uno de estos elementos del proceso productivo está sujeto a la misma ley
económica. Nadie puede explotar a nadie porque todos obtienen lo que merecen. Los
economistas llegaron a resucitar un teorema elaborado por un matemático suizo más de un
siglo antes, demostrativo de que no podría haber un valor excedente una vez hechos los
pagos a los diversos factores productivos. Marx estaba muerto.
La validez de la teoría de la productividad marginal dependía de la existencia de ese nirvana
teórico, la competencia perfecta. Requería también que todos los factores productivos
pudiesen sustituirse entre sí sin restricciones y que los costos de producción por unidad de
producto no cambiaran cuando el nivel de la producción aumentara o disminuyera. Pero
estos supuestos tan restrictivos no agobiaron a muchos economistas, los que para este
momento ya estaban perdidos en las glorias teóricas de una economía perfectamente
competitiva.
Prosperidad y depresión: los ciclos económicos
Dondequiera que aparecía la industrialización, el sistema económico quedaba sujeto a
períodos alternados de prosperidad y depresión, marcados a menudo por una “crisis” de las
finanzas y la confianza empresarial. Estos derrumbes aparecían con grados variables de
severidad pero con una regularidad aparente que exigía una explicación. Sin embargo, debe
advertirse que algunos economistas no aceptaron nunca la teoría de la productividad
marginal. Este grupo disidente incluyó a Alfred Marshall, la figura dominante de la ciencia
económica inglesa desde 1890 hasta después de la primera Guerra Mundial.
El problema se pasó por alto al principio. Tanto los economistas clásicos de la primera mitad
del siglo como el grupo neoclásico que apareció después de 1870 aceptaron las
proposiciones generales de la Ley de los Mercados de Say, según la cual no podría haber
derrumbes económicos periódicos y la economía debería continuar operando en forma
ininterrumpida a niveles altos de producción y empleo. Los pocos investigadores de los ciclos
económicos buscaron las causas fuera del sistema de producción y distribución, porque la
Ley de Say enseñaba que la producción creaba la demanda y que, en el total, no podría haber
ningún desfasamiento entre una y otra.
A partir del decenio de 1860, los estadísticos británicos y franceses, más bien que los
economistas, empezaron a verificar el carácter periódico y cíclico de las fluctuaciones
económicas. Identificaron varios ciclos de cerca de diez años de duración y especularon
sobre las causas posibles. Stanley Jevons en Inglaterra fue uno de los pocos economistas
que prestaron mucha atención al problema, y atribuyó las causas de las “grandes
fluctuaciones irregulares” a las variaciones experimentadas en la agricultura, a la inversión o
especulación excesivas, a las guerras y perturbaciones políticas, o a “otros sucesos fortuitos
que no pueden calcularse o preverse”. Más tarde, Jevons desarrolló una teoría más favorable
aún para los defensores de la Ley de Say y del estado actual de las cosas. Tras encontrar una
correlación estadística entre los ciclos de las manchas solares y las fluctuaciones
económicas, escribió en 1884:
Parece probable que las crisis comerciales estén conectadas con la variación periódica del
estado del tiempo que afecta a todas las partes de la tierra, derivada probablemente del
incremento de las ondas de calor recibidas del sol en intervalos con duración media de diez
años y fracción.
Pero los ciclos económicos estaban creándole problemas al gobierno también, y los
administradores responsables de la política económica necesitaban hechos. Los
gobernantes se dispusieron a analizar los datos. En 1886, Carroll Wright, en su primer informe
anual al Comisionado de Trabajo de los Estados Unidos, señaló la inversión empresarial
como el elemento de fluctuación más importante en la economía. Las causas naturales, las
guerras y la especulación no eran la causa de las crisis: culpable era la inversión excesiva en
equipo de capital. Los tiempos malos llegaban cuando las oportunidades de inversión eran
inadecuadas. Este hincapié en el proceso de inversión fue reiterado pocos años más tarde
por Sir Hubert Llewellyn Smith, el Comisionado de Trabajo en la Junta de Comercio de
Inglaterra, quien informó en 1895 al Parlamento que la inestabilidad económica se
concentraba en pocas industrias, como la de maquinaria y otras industrias metálicas, la
construcción de barcos, la construcción en general y la minería, todas ellas sujetas a una
“oscilación violenta” de la inversión.
Otros sectores de la economía eran relativamente estables, y sus fluctuaciones reflejaban los
grandes cambios ocurridos en las industrias inestables.
Sin embargo, estas investigaciones de los funcionarios públicos no afectaron mucho a los
economistas, quienes continuaron siguiendo las indicaciones que les daba la Ley de Say. En
su formulación mejor y más completa, esa ley utilizaba la tasa de interés como el
estabilizador automático de la economía, como el factor asegurador de que el ahorro se
canalizara hacia la inversión e impidiera toda alteración del flujo regular del gasto.
Pero dado que las alteraciones estaban ocurriendo a todas luces y que la tasa de interés
formaba
parte del sistema monetario, resultaba lógico el examen de ese sector de la economía en
busca de
las causas de la dificultad: podría haber problemas en el sistema monetario aun cuando la
producción y la distribución fuesen saludables. Para el último decenio del siglo XIX, los
economistas empezaron a aceptar que los ciclos económicos eran provocados por una
expansión indebida de la oferta monetaria. El crédito fácil haría bajar las tasas de interés y así
estimularía la inversión y especulación excesivas. Una vez que la economía se expandiese
demasiado, una crisis resultaba inevitable, porque la operación normal del sistema no podría
soportar la capacidad de producción y el crédito innecesarios creados durante la oleada de
optimismo. Una vez iniciada la crisis, la economía tendría simplemente que sufrir hasta que
los precios altos y la expansión injustificada regresaran a su nivel normal. El remedio de esta
desafortunada secuencia de
eventos consistía en el manejo correcto del sistema monetario. La limitación de la expansión
del crédito a las necesidades legítimas de los negocios mediante una acción eficaz del banco
central podría evitar la iniciación del proceso o podría detenerlo mientras el periodo de
reajuste consiguiente fuese todavía breve y superficial. La estabilidad del sistema monetario
y crediticio podría llevar la estabilidad al conjunto de la economía. Esta teoría fue enunciada
por el inglés Walter Bagehot, ya en el año de 1873, en Lombard Street, una obra clásica sobre
los mercados monetarios. A principio de este siglo enseñaba la teoría en Harvard Oliver M. W.
Sprague, uno de cuyos estudiantes era el joven Franklin D. Roosevelt (quien aprendió bien la
lección, pero tenía suficiente sentido crítico para rechazarla como base de la política
económica). Fue esta la base teórica para el establecimiento del Sistema de la Reserva
Federal en 1914. El presidente Herbert Hoover pensaba en esta teoría cuando afirmó, poco
después de la quiebra del mercado de valores en 1929: “El negocio fundamental del país —es
decir, la producción y la distribución— es saludable.” No mencionó el sistema monetario y de
crédito, que obviamente no era saludable y que trató de fortalecer con préstamos a bancos y
ferrocarriles (cuyos bonos estaban en gran medida en manos de los grandes bancos) e
intentos de reducción de los gastos federales. Pero las políticas de Hoover revelaban la
orientación inherente en la Ley de los Mercados de Say y en la teoría de los ciclos
económicos derivada de ella. La producción y la distribución no eran saludables en 1929,
aunque la teoría negase que en tales áreas pudieran encontrarse y aplicarse las causas y los
remedios.
EL MÉTODO CIENTÍFICO
Una de las grandes ventajas de la economía neoclásica era el uso de métodos científicos
similares a los utilizados en las ciencias naturales y las matemáticas. Una metodología
rigurosa daba a la ciencia económica cartas de crédito ante la comunidad intelectual que no
podía igualar ninguna otra de las ciencias sociales. El método incluía varios elementos: rigor
analítico, lógica matemática y estudios empíricos. Esa combinación permitió a los
economistas la elaboración de “leyes” del comportamiento económico y de prescripciones
para la política pública que tenían la apariencia de verdades científicas.
El rigor analítico fue proporcionado por la teoría de los mercados competitivos desarrollada
por Menger, Walras y Marshall, a partir de la formulación original de Adam Smith. La teoría
parte del supuesto conductista de que los individuos tratan de maximizar sus utilidades. Una
línea de razonamiento deductivo concluye que, si todos los individuos maximizan sus
utilidades, se maximizarán los beneficios del conjunto de la sociedad. Una segunda línea de
razonamiento analizó la demanda, la oferta y el precio en mercados individuales, mostrando
cómo responde la producción a la demanda de consumo. En el proceso, se demuestra que
los productores producen bienes al costo más bajo posible compatible con la continuación
de la oferta a los niveles deseados por los consumidores. Una tercera línea de razonamiento
mostraba cómo todas las partes del sistema de mercado están enlazadas en una red sin
solución de continuidad, creando un equilibrio general que maximiza el beneficio y minimiza
el costo.
Este modelo básico fue complementado más tarde por los sucesos siguientes: el análisis de
las condiciones necesarias para la obtención de resultados óptimos, encabezado por un
economista italiano, Vilfredo Pareto (1848-1923); las teorías de la competencia imperfecta y
el monopolio elaboradas por Joan Robinson (inglesa, nacida en 1903), Edward H.
Chamberlain (norteamericano, 1899-1967), Heinrich von Stackelberg (alemán, 1905-1946) y
otros; y los conceptos del espíritu empresarial y la innovación elaborados por Joseph A.
Schumpeter (austriaco, 1883-1950), para solo mencionar unos cuantos de los desarrollos
principales, para quienes deseen profundizar en esta cuestión.
El hecho de que el modelo central pudiese extenderse con sentido en muchas direcciones
nuevas a manos de estos economistas y muchos otros constituía un importante atractivo
para la innovación. El modelo analítico derivaba gran parte de su rigor de la sencillez de su
estructura teórica. Los límites de la actividad económica estaban claramente definidos en la
estructura institucional de un sistema de mercados autocontrolados. No había
complicaciones derivadas de instituciones sociales complejas como la familia, la religión o el
Estado, que casi no mencionaban los economistas neoclásicos. La fuerza motriz era sencilla
también: la naturaleza adquisitiva de los seres humanos, que se suponía como una
constante universal. Esto daba a los resultados del análisis teórico una aureola de validez y
aplicabilidad universales. Como la física newtoniana, era una ciencia de espacio finitodonde
ciertas fuerzas naturales inexorables generaban un equilibrio estable.
La economía adoptó también la metodología de los experimentos de laboratorio tomada de
las ciencias naturales, pero la aplicó a investigaciones teóricas. La idea esencial consistía en
partir de una situación estática, o de equilibrio, cambiar una sola variable mientras todas las
demás permanecían constantes, y luego observar y analizar los resultados. Por ejemplo, en la
química, se añadiría un ácido a un compuesto estable, o se calentarían una sustancia. En el
análisis económico, este método implicaba la partida de un equilibrio de mercado estable, la
postulación de un cambio, y luego el análisis de la cadena de eventos que se producirían
hasta el establecimiento de un nuevo equilibrio de mercado. El cambio postulado podría ser
un aumento de la demanda de un producto, el establecimiento de un impuesto, o el
descubrimiento de un método de producción menos costoso. Cualquiera que fuese el
cambio supuesto, el economista trabajaría con su modelo analítico para llegar a los
resultados probables. Esta metodología recibió el nombre de análisis del equilibrio parcial
(porque solo se permitía el cambio de una variable) o estática comparativa porque podía
compararse una situación de equilibrio estático con otra.
El análisis teórico se facilitaba en gran medida por el uso de la lógica simbólica y la notación
matemática. Cuando dos filósofos ingleses, Bertrand Russell y Alfred North Whitehead,
demostraron en Principia Mathematica (1910-1913) que cualquier enunciado verbal o
cualquier argumento lógico podría expresarse en notación matemática y analizarse con
cuidado sin las confusiones (ambigüedades) inherentes en el empleo de las palabras, todo el
trabajo subsecuente basado en el análisis lógico sufrió una revolución. Algunos estudios
anteriores, como Mathematical Investigations Into the Theory of Value and Price (1892) de
Irving Fisher y Mathematical Psychics (1881) de Francis Y. Edgeworth, se convirtieron en los
modelos de una reformulación de los principios económicos de acuerdo con la nueva
fundamentación de la lógica analítica.
Sin embargo, como ocurre con toda metodología nueva, varios críticos se apresuraron a
señalar sus defectos. Se criticó a la nueva metodología por ser esencialmente estática, como
la física newtoniana, y por no adaptarse bien al análisis de una economía en constante
cambio y desequilibrio. La metodología suponía la existencia de una naturaleza humana
universal —hombres económicos adquisitivos—, lo que se consideró como una distorsión.
No había lugar para los cambios de la estructura institucional de la economía en una
metodología que suponía el ceteris paribus, es decir, que "todo lo demás permanece igual". Y
no había manera de determinar los cambios que ocurrirían entre una posición de equilibrio y
otra. En suma, los críticos sostenían que los conceptos analíticos eran limitados, poco
realistas, y no cuantificables.
Esta crítica condujo al último elemento de la metodología de la economía neoclásica:
estudios empíricos tendientes a verificar o refutar los resultados del análisis teórico. La teoría
proveía una hipótesis, que luego se sometería a prueba mediante estudios empíricos. Por
ejemplo, la conclusión de que el aumento de precio de los automóviles se traduciría en
menores compras de gasolina podría ser verificada o refutada mediante estudios estadísticos
que relacionaran los precios de los automóviles con la demanda de gasolina. Esto requería
que los conceptos teóricos pudiesen someterse a prueba, por lo menos en potencia.
El método estaba completo. El análisis teórico, refinado con la notación matemática,
proveería proposiciones comprobables. Los estudios estadísticos verificarían o corregirían
luego las hipótesis, lo que conduciría a proposiciones más refinadas, más cercanas a la
realidad. En esta forma, la ciencia económica podría avanzar hacia un entendimiento mejor
del mundo, justo como las ciencias físicas.
LA IDEOLOGÍA DEL CAPITALISMO
A pesar de su método científico, la economía neoclásica tenía fuertes implicaciones
ideológicas. El modelo teórico suponía la existencia de una estructura de instituciones
económicas basadas en individuos que operaban en un ambiente de mercados
autocontrolados. Mostraba una economía de empresa privada que producía lo que los
consumidores deseaban y así maximizaba el bienestar, distribuía los productos en forma
justa, y normalmente operaba con empleo pleno. El crecimiento económico mediante el
ahorro y la acumulación de capital era la fuente del progreso. El modelo era esencialmente el
mismo de Adam Smith, modernizado para eliminar la teoría del valor trabajo y hacerlo
compatible con la filosofía del individualismo y las ideas más nuevas acerca del método
científico.
Sin embargo, al revés de lo ocurrido con el darwinismo social de Spencer, Sumner, Field y
Carnegie, la economía neoclásica no era una teoría rigurosa de laissez-faire. Una excepción
importante se encontraba en el área de la política monetaria, donde la responsabilidad del
mantenimiento de la estabilidad económica mediante la administración adecuada de la
oferta monetaria se asignaba al gobierno a través del banco central. Pero aún en esta área
debía limitarse la discreción de la política económica: el criterio de la política monetaria era
la limitación de la expansión del crédito a las necesidades legítimas de los negocios, es decir,
a las necesidades de la producción y la distribución. Estos dos aspectos de la economía
deberían gobernarse por el libre juego de las fuerzas del mercado sin el obstáculo de la
intervención gubernamental. En último análisis, la escasa intervención monetaria permitida
debería ser indicada en gran medida por el mercado libre.
La mayoría de los economistas neoclásicos aprobaba también otros tipos de intervención.
Uno de ellos era el esfuerzo tendiente a la preservación de la competencia por las llamadas
leyes “antimonopólicas”. Dado que sus teorías se basaban en el supuesto de la competencia
perfecta en todos los mercados, los economistas eran por lo menos consistentes cuando
defendían la regulación de los monopolios “naturales” y las leyes tendientes a impedir la
restricción del comercio. Pero su adhesión a la competencia y su apoyo a la legislación
antimonopólica no eran completas. Algunos economistas sostenían que los monopolios
privados, no respaldados por restricciones gubernamentales a la competencia, caerían
inevitablemente de sus posiciones de poder por efecto de los esfuerzos de otras empresas
por obtener una porción de los beneficios excesivos. Otros querían un avance lento por temor
a que la acción antimonopolica redujese las ventajas de la producción en masa. Pero a pesar
de estos disentimientos relativamente moderados, se subrayaron, de manera consistente,
las ventajas de la competencia que se ha sostenido hasta nuestros días.
Se hicieron también otras concesiones a la intervención gubernamental. Por ejemplo, Henry
Sidgwick, un prominente economista inglés, en un ensayo leído en 1886 ante la Sección
Económica de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, enumeró varias
“excepciones económicas al laissez-faire”. Se incluían aquí acciones basadas en
consideraciones morales, tales como las reglamentaciones sanitarias, el control de
narcóticos e intoxicantes, y las restricciones a los juegos de azar; los esfuerzos tendientes a
mejorar la productividad de los individuos mediante la educación; las medidas que requieren
para su eficacia una participación pública total, como las de salud pública y control de
inundaciones; y la provisión de servicios cuyos beneficios sean generales y no puedan
cobrarse al individuo, como los faros en costas rocosas o ciertos tipos de investigación
científica. Ninguna de estas excepciones parece especialmente importante para el hombre
moderno, acostumbrado a casi cien años de creciente actividad gubernamental, pero
señalan el hecho de que gran parte de la economía neoclásica representaba acomodos a las
necesidades existentes y no era el simple himno al individualismo y el laissez-faire que
pretenden sus críticos en ocasiones. Muchos economistas neoclásicos podían contemplar
su disciplina como una ruta científica y racional hacia la reforma.
Pero la nueva ciencia económica tenía fuertes implicaciones ideológicas. Era una respuesta
completa a Marx. Mientras los economistas clásicos habían usado la teoría del valor trabajo
para justificar la propiedad privada, Marx la había usado como base de su teoría de la
explotación. Una vez escrito por Marx su ataque devastador contra el capitalismo, resultaba
inevitable que la ideología del orden existente se deshiciera de la teoría del valor trabajo, y es
esta necesidad la que explica en gran medida el “descubrimiento” de una “nueva” teoría del
valor y su rápida aceptación.
La teoría del valor trabajo resultaba obsoleta desde mucho tiempo atrás por efecto de la
Revolución Industrial y la sustitución de los trabajadores por las máquinas como la fuente
principal del aumento de la producción. Para mediados del siglo XIX resultaba obvio que una
gran inversión de capital en procesos mecanizados era el camino hacia la riqueza para el
individuo y para la economía en conjunto. La idea de que el trabajo humano era solo un factor
productivo, no la única fuente de la riqueza, tenía una validez de sentido común a pesar del
argumento marxista de que hasta el capital tenía su origen en el tiempo de trabajo de los
trabajadores.
La teoría del valor trabajo había triunfado a causa de los usos ideológicos que permitía para
justificar la propiedad privada, pero cuando Marx volteó la teoría y la esgrimió para atacar los
derechos de propiedad, todo el concepto debía abandonarse. Contemplado desde este
punto de vista, el desarrollo de la nueva ciencia económica del decenio de 1870 debe
hacernos reflexionar.
Sugiere que las ideas no se aceptan porque sean “correctas” ni se rechazan porque sean
“incorrectas”, sino que se aceptan cuando son útiles y se rechazan cuando cesa su utilidad.
En este caso, la teoría del valor trabajo formó parte del canon aceptado de las ideas
económicas mientras pudo ser empleada como parte de la ideología del capitalismo.
Cuando Marx destruyó su utilidad, la teoría fue descartada y sustituida por la teoría de la
utilidad marginal, que podía apoyar la teoría de los mercados libres y emplearse en contra de
los marxistas.
En realidad, la nueva teoría volvía innecesaria la refutación a Marx, ya que permitía
reconstruir sobre una base nueva la teoría del capitalismo de la empresa libre. Como señaló
en 1884 el economista austriaco Eugen Böhm-Bawerk (1851-1914), todo el análisis marxista
carecía ahora de interés. Este discípulo de Karl Menger dedicó gran parte de su carrera a
atacar el marxismo en gran detalle, pero siempre creyó que el mejor argumento singular era
que la teoría del valor trabajo era un error absoluto. En Inglaterra, Philip Wicksteed (1844-
1927) llegó a la misma conclusión más o menos por la misma época; escribió que todo el
análisis marxista era inválido porque se basaba en el trabajo en lugar de hacerlo en la
utilidad. El consenso de los economistas ortodoxos de fines del siglo XIX y principios del siglo
XX fue enunciado, tal vez en la forma más sucinta, por otro austriaco, Friedrich von Wieser
(1851-1926), quien rechazó la teoría marxista de la plusvalía en estos términos:
“Este argumento no es concluyente, aunque no sea por otra razón que el hecho simple de
basarse en la teoría del valor trabajo, la que no puede sostenerse en las condiciones
desarrolladas de la economía nacional”.
La ideología del capitalismo había sobrevivido a su primera gran crisis y había sido
reconstruida sobre bases nuevas.