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Varios Autores - Entre El Silencio y La Ira

Entre el Silencio y la Ira

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ENTRE EL SILENCIO Y LA IRA [NARRATIVA CONTEMPORÁNEA DE YUCATÁN]

CAROLINA LUNA SERGIO SALAZAR CELIA PEDRERO CRISTINA LEIRANA VÍCTOR GARDUÑO ADOLFO FERNÁNDEZ JORGE
PECH CASANOVA WILBERTH MANZANILLA PABLO TEC RUIZ MANUEL CALERO BRENDA ALCOCER ARMANDO ÁVILA
MALBA ALFARO

SELECCIÓN & PROLOGO: JORGE LARA


RIVERA
Producción: Jorge A. Zapata Sánchez
2 Coordinación: Jorge Lara
Dibujo: “Presencia” Técnica Mixta, De Renán Novelo
Diseño: Carlos Cámara
Captura & Formato: María De Los Ángeles Pedraza
Corrección: Teodomiro Rivero / Héctor Molina
Fotomecánica & Selección: Carlos Olivares / David Trujillo
© Primera Edición impresa. 1992. Ediciones Diario Del Sureste
©Primera Edición electrónica (Con adiciones). 2007. Ediciones Diario Del Sureste
Digitalizado por Abel Raúl Tec Kumul. Agosto 2007
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Entre el Silencio y la Ira: Narrativa Contemporánea de Yucatán

Los acontecimientos mínimos del amor, la amistad, el dolor, lo vergonzoso y las


irrelevancias que conforman este accidente al que llamamos vida, son la materia de la
literatura, el sustento y motivo del narrador, que los rescata de un mareo de luces y
sombras que conforman sus anos, y las ofrece, a través de sus habladurías (o
escrituras nada sagradas), al lector presentido o deseado.

Esas historias mínimas, sin embargo, reordenan la visió n de que un lugar y una época
se tiene, son la réplica irrespetuosa y necesaria a la gran Historia Oficial, que desdeña
a los anónimos del tumulto y sólo enfoca su atención en paladines y principales del
grupo.

Hasta hace unos diez anos, la visión de los escritores sobre la realidad yucateca era
nebulosa y poco comprometida con los hechos más desagradables del entorno:
prostitución, corrupción política y moral, y otros muchos problemas. Aunque se había
superado la visión idílica del "Mayab resplandeciente" y de la tierra tropical que
aguadaba a viajeras de cabellos rubios, ni la poesía ni la narrativa presentaban
versiones cabales del entorno.

Así, la idealización folclórica fue sustituida por textos de tono mesiánico que se
adherían a revoluciones no natas, proletariados difusos y otros giros retóricos
favoritos de una "literatura comprometida" (que se hacía desde la comodidad de un
sitio en las cúpulas o una mansión solariega).

Pero la década de los ochentas vio surgir trabajos de autores que, sin más
pretensiones que registrar la realidad cotidiana, transformaron poco a. poco la
expresión del Yucatán actual. No hubo, en la mayoría de los autores, una conciencia
política clara de lo que estaban develando. Casi todos eran jóvenes de menos de
veinticinco anos que se encontraban con que, en Yucatán, "poesía" era sinónimo de
canción romántica, y "relato" no podía ser otra cosa que exaltación del pasado.

En la ciudad de Mérida y en el medio rural yucateco ocurrían -y ocurren- cosas que


impedían hablar, con honradez, de la tradición maya, de la confianza en la liberación
del pueblo, y de la grandeza cultural de los habitantes de un estado cuya noción de
literatura se reducía a dos libros: La Tierra del Faisán y del Venado y Canek.

Los nuevos autores surgidos en esa década dejaron las consignas mesiánicas de
discursos que se pretendían "socialistas", y rechazaron con inflexibilidad la
idealización folclórica de la "provincia" separatista.
Los poetas han elegido seguir el camino de la introspección y la exploración de los
4
infiernos del pensamiento, cuando no se enfrascan en una imprecación agresiva
contra las injusticias sociales. Las tendencias de la nueva poesía yucateca han
motivado que la lectura de sus exponentes sea impopular, o bien, políticamente
riesgosa.

Los narradores, por su parte, se han orientado a exponer los sucesos de la vida urbana
y del medio rural semiurbanizado, con una voluntad crítica que pone en tela de juicio
no sólo la descomposición moral de una sociedad, sino también sus sueños de
renovación.

Irónicos o amargos, la mayoría de los narradores surgidos en la década pasada han


afinado sus recursos expresivos para manifestar los cambios de una sociedad que
perdió su engañosa tranquilidad provinciana para lanzarse hacia los caminos
desapacibles y fascinantes de la modernidad.

Esta antología agrupa a la mayor parte de esos autores que cuestionan por igual
sueños provincianos y mesiánicos. Ya no es posible creer, al leer a estos nuevos
narradores, en el mito de que basta para cambiar el mundo con sólo una consigna o un
velo de romanticismo. Sin embargo, la expresión literaria de estos autores, si bien
dura, no es desgarradora. Pesimistas, sí, pero no desesperanzados, han elegido indicar
los problemas de su entorno sin patetismo ni grandilocuencia. Su ex presión no asume
la forma del grito, el denuesto o el llanto, sino la ironía o la desconfianza del que ve
cómo un mundo se pulveriza inexorablemente. Inclusive los que no abrazan una
narrativa realista, sino simbolista, comparten esa visión angustiante de una
tranquilidad que está a punto de desquiciarse.

Esta antología pretende conjuntar textos que ejemplifican suficientemente las nuevas
tendencias de la narrativa yucateca.

Algunos de los autores incluidos aquí no nacieron en Yucatán, pero han pasado la
mayor parte de su vida en el estado y, en ocasiones, presentan una visión aun más
penetrante de la realidad local que la de los yucatecos por nacimiento. Por ese motivo
aparecen en estas páginas, ya que su aportación complementa el panorama de la
nueva literatura en la entidad.

Existe una correspondencia secreta e inalterable entre el espíritu de la comunidad y el


lenguaje del inconsciente, el cual emplea la literatura para describir y registrar la
realidad, comunicándose la a los individuos que conforman aquélla.
No es posible ni aconsejable desinterarse de esa dimensión -psicoafectiva del hombre.
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Así se explica que los más media incluyan entre sus aspiraciones la de ocuparse del
acontecer en la cultura y el arte.

El periodismo también está preocupado por la realidad, por los hechos; el más
sinceramente interesado en servir a los hombres, profundiza en las motivaciones y las
causas que acechan tras los hechos fríos. La verdadera función del periodismo es
ampliar, en los lectores, la percepción de la realidad inmediata, sea informando,
pronunciándose sobre algún aspecto de la vida, o propiciando la formación de
opiniones en el público.

El Diario del Sureste, en cuyo suplemento "El Juglar" colaboran periódicamente los
autores aquí incluidos, continúa con este volumen una tradición de apertura que le ha
permitido, a través de sus 61 años de existencia, reunir en sus páginas a varias
generaciones de valiosos escritores nacionales.

En décadas pasadas, el Diario del Sureste fue tribuna de autores como Octavio Paz,
Efraín Huerta y Ermilo Abreu Gómez, cuyo prestigio ha trascendido las fronteras.
Asimismo, en sus páginas colaboraron asiduamente escritores yucatecos que forman
parte de la mejor tradición literaria regional, como Clemente López Trujillo, Leopoldo
Peniche Vallado, Raúl Renán, Joaquín Bestard y Roldán Peniche Barrera. Con esta
antología, el Diario del Sureste, a través de su suplemento cultural "El Juglar",
continúa una tradición necesaria: reunir a los mejores exponentes de la literatura
yucateca actual en una publicación abierta a todas las tendencias y manifestaciones
artísticas.

Jorge Lara Rivera.


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CAROLINA LUNA

Antes y Ahora

A Martina E. Gutiérrez

“Esa indiferencia que aflora en las frases más atentas y más sentidas y que notan tan
bien los niños, los ancianos, los enfermos graves y los desgraciados, en fin, todos los
que están todavía o estén ya cerca de ese limite tan tenue y decisivo”. P. Drleu La
Rochelle

Abandonamos la casa de techos altos un mediodía, sola quedó la terraza de ángulos


perfectos e interminables, expuesta al sol, desnuda de pájaros y macetas.

Desde el umbral, intuía la próxima nostalgia mezclada con el entusiasmo de habitar


una nueva casa.

Mi madre entraba y salía acarreando las últimas cajas. Me hice a un lado para no
estorbar y permanecí en la sala. Desde ahí podía divisar parte de casi todas las
estancias. La sala dominaba mi atención; los retratos amarillentos de los padres de mi
abuela, unos muebles que nunca usé, el librero empolvado con menos libros que
adornos; una vitrina semicircular, que entonces no sabía tan hermosa; y la araña de
cristal, que a pesar de ms intensos deseos, nunca llegó a caer.

Giré la cabeza a la izquierda, miré la puerta altísima, cerrada. Volví la mirada al punto
del principio; el comedor se recortaba con el arco que lo dividía de la sala. En él, seis
sillas y la mesa rectangular, unas mecedoras; otra puerta alta y la terr aza vecina a dos
cuartos; estantes, pabellones, medias lunas. Un espacio breve e inútil entre la cocina y
el baño, separado de otro mayor que tenía a los extremos los cuartitos del servicio y
de la bodega. Un baño minúsculo, el lavadero, y hasta ahí con los ladrillos. Comenzaba,
entonces, el patio: Buganvilias, ciruelos, maravillas, galán de noche y, espinoso junto al
muro enmohecido, el árbol de naranja agria, escalera perfecta a la azotea.

Entre el verde habitaba un monstruo. Su cuerpo dejaba huellas sobre la tierra y tenía
una mueca de risa forzada. Le perdí el miedo a tal punto que le puse un nombre
imperdonable. En recompensa, le daba plátano o sandía directamente a la boca
desdentada y le pinté el carapacho rojo bandera para que no se me perdiese entre las
plantas. Tuvo hijos porque tenía marido, y salían todos en fila india cuando llovía o
querían refrescarse en la pila de cemento que les hizo Pedro, carpintero o albañil,
según las necesidades que tuviéramos cuando él se presentaba, por lo general, cada
quince días.
El recorrido visual, percibido en parte, me llevó a caminar de nuevo por la casa.
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Pensaba en qué tan diferente disposición Pudo tener antes de que mi madre y yo
llegásemos; antes de que mi abuela fuese abuela de nadie. ¿Habría más plantas o
menos, tendría la terraza interior el ajedrez rojo y blanco del piso, las mamparas no
rechinaban al abrirse, los ni nos verían menos poderosas e infinitas las vigas del
techo?

Cuando llegué al patio, la tortuga pretendía esconderse en un arbusto. Me


preocuparon los zopilotes; con frecuencia bajaban a comer tortugas tiernas o, bien, el
producto recién ovado. Sin estar yo, quién los espantaría.

La veleta del vecino rechinó moviéndose apenas. Sabina destendía una hamaca.
Morena en hipil blanquísimo, descalza entre agua y piedras, era el rostro más
arrugado que convivía con nosotros. Veinte años al servicio de la casa.

Mi abuela surgió de la bodega.

-Guardé la olla de sancochar ropa, a lo mejor vuelve a servir; ya no hay de esas.

Yo seguía inquieta por el futuro de mis animales.

-Chichí, ¿qué van a comer el gato y las tortugas?

-Cuando Saby venga a limpiar, yo le voy a dar para el bofe y la fruta.

-¿No va a ir a la otra casa?

-Quién sabe, es el monte, le queda lejos.

-Pero está más cerca de su pueblo, mamá- volteamos a la voz de mi madre. Mi abuela
apretó los labios y no hizo caso del comentario.

Después de trancar puertas y ventanas, salimos. Yo, repito, aturdida de emociones


contrarias.

Todo el trayecto al lugar donde el diablo escondió la cola, como le decía mi abuela a la
colonia donde viviríamos, lo hizo en silencio. Tenía sombras en la mirada. Interrumpió
su mutismo sólo una vez para decir: Esa casa tiene setentidós años. Lo sé mamita,
contestó mi madre.

Tardamos algunas semanas en instalamos por completo. Un olor a nuevo y a brisa


renovada fueron las características de aquella casa de fraccionamiento. Mi madre, feliz
con la cocina estrecha, aunque dos años más tarde la mandó agrandar.
Mi primer gozo y mi primera lamentación coincidieron en provenir de ausencias. Debí
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al miriñaque la inexistencia de moscos y, por eso mismo, la inutilidad de pabellones.

Conforme nos incorporábamos a la rutina, las ausencias aumentaban. Las más visibles,
a saber: veletas, zopilotes, el pichel que llenábamos con agua de lluvia, el panadero en
bicicleta, en fin. Pero la ausencia más incomprensible, a mi modo de ver las cosas en
esa época, fue la de mi abuela, pese a estar ahí, con nosotros.

Al anochecer, sentada en el porche, decía descansar de la inactividad del día. El centro


de la ciudad le quedaba a media hora en camión, cuando antes, con caminar tres
cuadras, llegaba ahí. Las conocidas y contemporáneas a quienes solía frecuentar,
vivían relativamente cerca entre sí, todas en los primeros cuadros de la ciudad; ahora,
para ir a verlas, necesitaba del autobús, y jamás lo usó, simplemente porque no sabía
cómo. Para salir a comprar cualquier ocurrencia, debía recurrir al supermercado, y
nunca quiso ir, ni le ofrecieron llevarla. Por lo tanto, no tenía a dónde ir.

Se limitó, pues, a conformarse con las visitas que sus amigas hacían los fines de
semana, a manera de excursión, a las que, como ella ahora, vivían en el exilio de los
fraccionamientos.

Sus pasos se acortaron, perdió la prisa; con frecuencia se limpiaba los lentes.

Algunas noches jugábamos damas o memoria; lotería ya no tanto; esto era cuando yo
salía de mi cuarto donde empezaba a crear no sé que mundo propio. Otras veces,
callada, veíamos correr una jauría famélica detrás de un coche.

En una ocasión, o quizá varias, pero no muchas, tocamos el tema:

-Abue, extraño el ruido de los coches de caballo, creo que hasta a tus vecinas.

Ella jaló un poco de hilaza y luego de verme, la enrolló en el dedo índice y dio otra
puntada al tejido: -Les queda lejos nena, respondió.

Sonreí: -¿Te acuerdas del caballo con plumero rosa en la frente?

-Sí, la yegua atabacada. Pero no sonrió.

Me preguntaba si alguna vez se iniciaría todo de nuevo. Entre semana, antes,


almorzábamos a las doce treinta, luego, la siesta. A las cuatro o cinco, bañadas y
entalcadas, mi abuela y yo, nos sentábamos a hacer mi tarea; a veces daba tiempo de
costurar o jugar algo; torear al gato en la terraza, regar las plantas. La merienda a las
siete: pan bueno, azúcar con leche, puntita de café para dar color; terminando, sacar
sillones a la escarpa e iniciar el rito: "Buena noche Finita, buena noche doña Judith.
Pilarcita ¿qué tal? Bien, aquí, acalorada. ¿Y Concha? Tiene gripa, no se quiere serenar".
Abanicos de sándalo, zapatos de tacón corrido, vestidos frescos, pechos bien huesudos
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o abundantes en carne y arrugas; miradas dulces, reumas, artritis, arritmias, muertes
de contemporáneos y artistas, el último beso atrevido de la telenovela.

La inolvidable hora de dormir. Mi abuela sentada en mi hamaca, yo en el "tup", batita


ancha de algodón.

- ¿Cuál quieres hoy?

-El príncipe loro o Los siete hermanos. Mejor Rosa Blanca y Roja flor.

-Bueno.

-y después la canción.

Para la canción ya tenía los músculos aflojados y escuchaba a distancia. ¿Dónde vas
Alfonso XII, dónde vas triste de aquí? Voy en busca de Mercedes, que ayer tarde la
perdí".

Mi abuela no era alta y tenía los ojos azules o grises según la hora. Cuen tan que de
joven tuvo buen cuerpo y rechazó a muchos por usar los zapatos sucios o el bigote mal
cortado. Una vez sí, se enamoró; pero el muchacho murió en un asilo para locos. Ella lo
iba a visitar. No, no sé que tipo de locura sería ésa.

Una tarde de aquéllas, cuando mi abuela iba a supervisar la limpieza semanal de su


casa, mi mamá la fue a buscar y ella informó que no regresaría al fraccionamiento; que
podían irle mandando sus cosas porque de su casa sólo la sacaban con las patas por
delante.

Su hija se alteró, que no era posible, que cómo le hacía eso, que jamás estaría
tranquila sabiéndola sola.

-No estoy sola, Saby vendrá a limpiar y a hacer la comida.

-Pero mamita, me voy a preocupar. -Para eso hay teléfono.

- ¿Y tu nieta? Te va a extrañar.

-No qué, ya tiene otros relajitos. Además, puede venir cuando salga de la escuela el día
que quiera.

Mi mamá se enojó, gimoteó y de vuelta al enojo; mi abuela la dejó hacer hasta que dio
el motivo que finalizó la discusión: Me da la gana y punto.

La otra impotente, se encaminó a la salida y oyó antes de abrir:


-No vayas a aporrear la puerta.
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Se hizo como ella lo decidió. Le devolvieron sus cosas y yo pude pasarme todas las
tardes e incluso noches que quise, en su casa.

Algún domingo regresamos a la misa de Santa Lucía. Sentí una verdadera lástima por
mí misma cuando al sostener la mantilla, la observé distinta a pesar de oler como
siempre, estar doblada de igual forma y tener atravesado, cuidadosamente, el alfiler
con cabecita de perla que tanto me emocionaba en otros tiempos. Era plástico la
mentada perla, nunca lo ignoré; pero no lo parecía y con eso me bastaba. Mi abuela me
vio con la mantilla entre las manos, reticente o confusa. ¿No te la quieres poner?
preguntó; turbada, moví negativamente la cabeza.

-Está bien nena, sonrió triste. Mirándome a los ojos me la quitó despacio y después de
guardarla en un cajón, musito, creo yo, más para sí que para mí: ¿Verdad que ya no es
igual?

Cada vez se espaciaron más mis visitas a su casa. Un distanciamiento lógico y cruel
marcó la pauta; ella parecía entender. Después sobrevino su primer infarto.

Regresó a vivir con nosotros hasta restablecerse. Pidió volver a su casa y no le fue
concedido; pidió volver de nuevo y aceptó mi madre.

El segundo infarto la situó, otra vez, en la mía. Ya no protestó. Sentada o acostada en


su hamaca practicó el juego que después adoptaría como oficio: mirar al vacío. En ese
instante, por primera vez, la visualicé como a una anciana.

Lúcida, quizá demasiado; soportaba con altivez, ser considerada casi una menor de
edad. A veces, conservando retazos de su antiguo humor, respondía irónica a mimos,
cuidados y tabúes de esa casa que no era la suya. Sin embargo, iba con frecuencia a la
propia y a veces le permitían unos días. Pero ya debía llevar la ropa e n una de sus
incontables bolsas, el gato se había largado y las tortugas... no se saben.

Un día, al salir de la escuela, pasé al centro y fui a su casa. Cuando abrí la puer ta, miré
en el comedor el perfil enjuto de su cuerpo en un sillón. No se mecía. Volteó al oírme
llegar. Mientras me acercaba observé sus labios como endurecidos, luego, el iris tan
blanco que me pareció inconcebible no haberlo notado antes; las manos, más que
descansar, se aferraban a sí mismas sobre su regazo. Lloraba, ¡qué decir! Entre los
emblemas de la familia contaba un orgullo duro, incluso cruel, cuando se considerase
necesario. Las veces que la había visto llorar habían sido tan solemnes y escasas; y en
ese momento parecía sin razón, sin algo natural que lo justificara.

-No llores, le dije, y apretó los labios; no llores, repetí.


-Nena, ya me quiero morir. No agregué nada a lo que dijo y me sentí estúpida. Tú lo
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sabes, afirmó.

-Sí. Contesté.

-Hay que empacar mis cosas.

Volvió a mi casa, no pidió regresar a la suya, ni siquiera para supervisar la limpieza. Le


costaba más caminar, comer, hablar, esto último lo hacía poco; sólo con aquéllos que
mostraban un interés auténtico por conversar con ella. Hubo un espectro (de la edad,
de la muerte) que nos hacía a otros rehuir, por instinto, su cercanía. No. Es demasiado
fácil plantearlo así, cuando en realidad es brutal que salgan manchas en la piel, los
dientes se desprendan, que huela uno distinto, que cualquier capricho sea una
chochera. Arrastrar los pies pequeños para llegar a tiempo al baño y no dar trabajos, y
no pasar la vergüenza de orinar a gotas en el camino. Que, a fin de cuentas, disimulado
o no, uno sea un estorbo.

Aquél pensar "de veras te amé" cuando la vi ridículamente maquillada en un ataúd


que le quedaba grande.

Abandonamos la casa de techos altos un mediodía. Muchas de sus vecinas actualmente


son comercios o casas en venta.

Yo paso ahora, cualquier noche. He tenido la suerte de no ver ningún borracho


vomitando al pie de la puerta angosta, descascarada. En cambio, pude meter los dedos
en la herrería garigoleada de los postigos e intentar, por una hendidura, atisbar un
recuerdo luminoso. Sonidos que rememoren tanta vida que hubo detrás de esa puerta,
que el ruido de camiones y otros vehículos, ahora tan frecuentes, hacen deshacerse día
a día.

Marinas (Additional story)

Sin yo saberlo, creo que mi cuerpo se colmó de sensaciones durante la infancia, la


intensidad como las percibía es lo que hoy me permite poder hablar de ella. Así como
a otros, la música también tiene el poder de remitirme al pasado, pero son las
sensaciones —aromas, texturas, colores—, quienes pueden transportarme de forma
más directa y rápida, no tanto a un pasaje específico de mi vida, sino a un entorno en
el cual acontecieron cosas de manera, muchas veces, accidental. En todo ca so, lo que
importaba a mi memoria era el conocimiento perfecto de la tierra bajo mis pies, la
anatomía de las piedras y las conchas, el sabor de la arena y el mar, el de las flores y
las frutas, la rugosidad de un tronco, el vello liso que cubre las alas de las mariposas.
Nunca me era suficiente el tiempo.
Entre lo desconocido por explorar y la satisfacción del reconocimiento de aquello que
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me complacía, andaba de un lado a otro sin descanso. Unas vacaciones estábamos en
la playa; otras, en la Quinta; si no, en la casa del centro de la ciudad, donde repasaba el
catálogo de las sensaciones que ya conocía e incluso las combinaba con las recién
adquiridas. Por ejemplo, en la ciudad, el calor me despertaba con mi batita de lino
pegada al cuerpo y era agradable porque, a eso de las siete de la mañana, al levantar el
pabellón, aún había un aire fresco que al atravesar la tela producía la temperatura de
la brisa marina. Sentada, con el cuerpo aún suspendido por la hamaca, cerraba los ojos
y sin gran esfuerzo podía imaginar la playa: sonido de mar, olor a puerto. Pero el bajar
los pies al mosaico tibio, el acto mismo de tocar el pabellón —que en la playa no
usábamos—, el murmullo de afuera —voces, autos, cascos de caballo—, me ubicaban
de inmediato en la realidad, en las prisas escolares, en las manos de mi nana
vistiéndome, sirviendo el desayuno.

Implicaba un verdadero esfuerzo para mí desasirme de la hamaca cuando había


escuela. Por el contrario, los días que pasaba en la Quinta o en el puerto de Progreso
me convertían en niña madrugadora. La playa. Había mañanas que amanecían grises,
cuando entraba algún norte. Entonces el mar también se oscurecía y, fuera de sí,
arrojaba peces y caracoles. Malhumorado, se arrancaba mechones de cabello y los
aventaba a la orilla; su rumor se volvía sombrío y amenazante. Para el mediodía o la
tarde caía la lluvia; con menos frecuencia, desde el amanecer. A los otros niños no les
gustaba salir cuando no había sol; para mí era difícil obtener el permiso de mi madre
si estaba nublado. Conseguí su autorización tolerando usar un suéter —el único que
me empacaban para la playa— color rojo, abierto al frente y por demás innecesario.

Pero ya sabía: nada de salir corriendo descalza y con la batita o el traje de baño; si
quería salir en mañanas así, debía vestirme, usar calcetines, zapatos y el chocante,
abrigador, suéter rojo. Valía la pena, la casa estaba frente al mar y sólo unos pasos me
colocaban en la orilla espumosa. Al contrario que a mis primas y amigas, el sargazo no
me asqueaba. Lo creía algo así como el cabello del mar. Aunque nunca determiné su
cuerpo en mi imaginación —si tenía o no brazos, manos, el tamaño de su rostro—;
cabello y boca seguro tenía. La confirmación de esto último era cómo, a cada rato, se
tragaba hombres y barcos, niños desobedientes si hacía falta. Y el cabello, pues si no
era de él, debía ser de las sirenas porque mi nana casi siempre tenía razón en esa
época.

Un día me enseñó a no tenerle miedo al sargazo que se enredaba entre los dedos y s e
adhería a la piel. Me contó: —Es pelo de sirena. — ¿Sí? —pregunté escéptica y ansiosa
de creer. —Seguro. — ¿Cómo sabes? —Me lo dijo mi abuelito cuando estaba chica.
Era pescador. Al notarme el gesto de no considerar garantía las palabras de un abuelo
desconocido como prueba de un hecho tan serio, agregó con lógica imbatible: —Pues
cómo más puede ser el pelo de las sirenas. No creerías que lo tengan como nosotros,
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¿verdad?, ya ves cómo maltrata la sal nuestro pelo. Para mí, en la playa no existía la
frase “hay mal tiempo“: el cielo uniforme besándose con el mar, confundiéndose; las
crestas de las olas estallando como nubes muy bajas, repentinas y efímeras. La arena
adquiriendo una opacidad silenciosa, prudente y húmeda, privada de los destellos
nacarados que le otorgaba la confianza con el sol.

Cuando estaba nublado, luego de un par de veces de observarme levantar y ponerme


el suéter rojo, mi madre se ahorraba cualquier comentario o preocupación, pues sabía
con certeza mi conducta de la próxima media hora: llegar a la orilla, extender la toalla
—que me había ordenado usar—, sentarme sobre ella, cruzar las piernas, echar el
torso hacia adelante e ir variando esa posición de rato en rato hasta que empezar a
aburrirme. A veces tardaba un poco más en entrar a casa. Esto era cuando se
presentaba una mujer joven a quien sólo veía en esas ocasiones. Recuerdo bien la
primera vez que la vi. Absorta en el mar, particularmente gris ese día, casi plata, sólo
sentí una presencia que con actitud segura, pero discreta, se sentó a unos centímetros
de mí.

Volví la cabeza para descubrir un perfil de muchacha mirando el mar. Al sentir que la
miraba sólo giró a verme, dijo “hola“y regresó a la posición anterior. Me incomodó.
Pensé que mi madre la había mandado a cuidarme sin tomar en cuenta que yo
precisaba estar sola en mi ritual, en la inexplicable comunión con la fuerza, con la
belleza que vagamente intuía, y por ello, lo frágil de mi receptividad debía ser
respetado. — ¿Vienes a cuidarme? —observaba su cabello alborotándose con el aire
casi frío. Las facciones borrosas sobre el fondo apagado de la playa desierta. Sin
moverse contestó: —No. —Se soltó las manos que tenía enlazadas sobre las rodillas
encogidas sólo para liberar su rostro del cabello que, revuelto por el viento, lo cubría.
Dejé de observarla. Silencio. La brisa se colaba en mis oídos como en pequeños
caracoles.

Extendí las piernas y comencé a jugar con la arena. Sin poder evitarlo pregunté de
nuevo: — ¿A qué viniste, pues? Se volvió a verme, sonrió; fue cuando su cara me
pareció real, como la mía en el espejo, a excepción de los ojos, grises. —Vine a lo
mismo que tú. No te molestaré. Inconforme insistí: — ¿Y por qué no te vas allá? La
playa es grande. — ¿Quieres que me vaya? Súbitamente apenada no contesté. Bajé la
vista a la arena. Agregó de inmediato: —Vine para ver cómo era alguien a quien le
gusta hacer lo mismo que a mí, pero que usa suéter rojo. ¿Sabes que desde lejos puedo
reconocer que eres tú la que está sentada junto al mar? Intenté justificarme
encogiéndome de hombros: —Mi mamá me lo puso. Si no me lo pongo no me dejan
salir.
—Eso pensé. Ni modo, así son las mamás. Su comprensión me desconcertó. Era una
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muchacha mayor, qué podía ella entender. Me levanté y tomé de la orilla un sargazo.
De pie frente a ella lo extendí cerca de su cara. Apenas se movió, levantó una mano y lo
alejó de sí. Por un momento me decepcionó. Arrojé el sargazo y volví a sentar -me.
Dudaba en confesarle el secreto. Temía que se burlara. Podía aceptar la incredulidad
de otros respecto a mis fantasías, pero no la burla. — ¿Sabías que es pelo de sirena?
Ella contestó con naturalidad. —Sí. Desconfiada, pregunté de nuevo: — ¿Cómo sabes?
—Ni modo que lo tengan como nosotros. Y para que esté suavecito y ondeé así de
precioso como ondea, tiene que ser de un material especial para el mar. De todas
maneras, no me caen bien las sirenas.

No tienen piernas y la cola de pescado sólo me gusta frita. Sentí claramente cómo una
sonrisa iluminó mi cara, ella correspondió al gesto y ambas volvimos la mirada al mar.
Irene se hizo mi amiga de algún modo. Durante dos períodos vacacionales la tuve por
compañera en mis ritos marinos. Su regularidad era inconsistente en los días
nublados, pero aunque sabía dónde llegaba durante la “temporada“, nunca fui a
buscarla. Si aparecía y se sentaba conmigo a ver el mar, intercambiábamos dos o tres
comentarios y nos quedábamos calladas; si no aparecía, yo retomaba el hábito de
ensimismarme con el inacabable devenir de las olas. Era hija de unos conocidos de mi
madre. Por eso me enteré, antes de que ella me dijera, del motivo de su ausencia tres
días nublados seguidos.

Considerando su poca frecuencia, su valor se incrementaba y había que aprovechar el


mar a punto de convertirse en mercurio. Regresaba con mi suéter rojo a desayunar.
Como de costumbre, me zafé de él y de los zapatos enarenados apenas traspasé la
puerta, y me puse las sandalias. Estaba especialmente triste pues había visto pasar
cerca de mí a una jaiba mutilada de la tenaza izquierda. Mi madre me observó
mientras servía el chocolate en mi taza favorita que tenía un conejo de porcelana,
paradito en medio; conejo que también se ponía triste si no tomabas la leche hasta
descubrir sus patas al fondo de la taza. — ¿Qué tienes, nena? —Nada. Colocando el
plato con un huevo estrellado y longaniza frente a mí, insistió en conversar: — ¿No fue
tu amiga a la playa hoy? Distraída pregunté: — ¿Quién? — ¿Quién va a ser? Irene. —
Ah, no —respondí y me percaté de que no la había visto desde que llegué.

—Ha de estar muy ocupada. Me contaron que se va a casar. La noticia terminó de


espabilarme. Claro, lo más natural era que una muchacha mayor se casara, pero
Irene... Se convertiría en mamá tarde o temprano, ya no entendería los suéteres
impuestos ni el origen del sargazo. Ya no se detendría en el mar, con las piernas
replegadas contra su pecho, mirando por una eternidad de minutos; ya no iba a ser
“alguien que le gustara hacer lo mismo que a mí“. Y en vez de guardar silencio,
guardaría monsergas, regaños, consejos. Empecé a comer. Evité cualquier frase.
Dándome la espalda mi madre preparaba algo en la hornilla. — ¿Oíste lo que dije,
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nena? Entre dientes contesté: —Sí —encogí los hombros y me llevé un bocado grande
a la boca—.

A mí qué. —Grosera. El verano de ese año tuvo lluvias breves y escasas. El sol
penetraba los rincones más ocultos impidiéndole respirar a cualquier sombra. A
varios primos y amigos hubo que untarles menjurje y medio porque se achicharra -ron
la espalda. La siguiente mañana nublada no fue sino al final de las vacaciones. Irene
llegó a los pocos minutos de que había extendido mi toalla para sentarme.
Permanecimos en silencio hasta que habló primero: —Vine a invitarte a mi boda. Me
voy a casar. Sin volverme a verla empecé a dibujar sobre la arena y respondí: —Ya lo
sabía. No voy a ir. —Venciendo el malestar impreciso que sentía la miré y pregunté—:
¿Vas a volverte señora? Muy seria evadió mi mirada y desvió la suya al mar. Se
encogió de hombros:

—Qué más... —dijo. Volvimos a quedar en silencio y también volví a quedar apenada,
sin saber por qué, como el día cuando la conocí. En ese momento tuve la noción de que
las cosas no se terminaban nada más con la muerte; que uno podía perder a alguien
para siempre sin que esa persona tuviera que morir, que incluso, bastaba con crecer,
bastaba el tiempo para ir acumulando pérdidas de todo tipo, y que las ganancias no
importaban pues sólo éramos conscientes de ellas cuando se convertían en pérdidas.
Era ese el vacío que sentía; Irene, mi compañera de días nublados, nunca me importó
como en esos instantes en que la intuí irrecuperable. Dos años habían pasado desde
que la conocí; los mechones del mar, el cabello de las sirenas, se habían marchado ya
cediendo su lugar al sargazo, irrecuperables también.

Maldije para mis adentros el no haberme percatado del momento de su fuga. Maldije
también mi impotencia ante acontecimientos que no podía explicarme. La falta misma
de explicaciones a porqués de los que precisaba respuestas inmediatas para atenuar el
dolor que los hechos contundentes, desnudos de palabras, provocaban. Entendí con
apesadumbrada lucidez una frase usada con frecuencia y resignación, por mi madre:
“Así es la vida“. El último vestigio de mañanas grises junto al mar venía a despedirse.
Arrojé la varita con la que dibujaba en la arena. Rectifiqué: —Está bien. A lo mejor voy
a tu boda. Irene se volvió a sonreírme. Ambas regresamos la mirada a la incesante
belleza que se agitaba, que reventaba en espuma y poderío. Piel inapresable de
continuas metamorfosis, casi mercurio según la luz.

El mar. —Me hubiese gustado llamarme Marina. —A mí también


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SERGIO SALAZAR VADILLO

Carmen

"Para un hombre me imagino que es más difícil entenderlo. Muchas veces he oído que
comentan que basta con cruzar las piernas y tú ya no puedes ser penetrada. La verdad
es que para una tampoco es muy fácil de entender. Lo de siempre es pensar que eso es
algo que les pasa a las demás y si te llega a pasar a ti, pues, como dice el chiste, relájate
y disfrútalo".

Carmen maravillosa. Profunda, querida, hija. La mejor de mis historias.

"Pero es que por la tradición, la educación religiosa, el rollo moral por lo que gustes o
mandes una que es muy liberada y no le hace caso a nada de eso, muy valemadrista,
por encima de las minucias sociales. Sólo es ver que cualquier cochino te esté
morboseando los pechos para sentirte ultrajada y que te reviente lo del objeto sexual
y la manipulación de roles. Te dan ganas de ir y apretarle un huevo al cabrón. Ahora
imagínate que una bola de degenerados te restrieguen tu debilidad y tú sólo puedes
responder con el viejo y ridículo expediente de tu llanto, y entre tu vergüenza y su
burla, la desesperación y el jodido raciocinio que te hace ver que tu resistencia los está
excitando y que su excitación es tu derrota".

Yo pude habértelo dicho, supongo, inventándolo. En mi mano, literalmente, armada


con este mismo lápiz, que hoy te recuerda, estuvo la posibilidad de hacerte saber, sin
el dolor de verte a los ojos, que comprendía lo que por ti pasaba, cariño.

"Imagínate lo que es sentir ahogarse tus gritos entre frases absurdamente obscenas.
Que si las oyeras en otro contexto te harían sonreír con suficiencia y pensar en la
elementalidad de la plebe, en si condicionamiento hacia formas y modos gastados de
expresión que constituyen su representatividad. La onda so ciológica, pues. Pero bajo
el peso abrumador de tu impotencia, esas mismas vulgaridades te hacen pensar que te
has vuelto loca, que todo es un contrasentido que te ha hecho presa de repente.
Recuerdo especialmente que uno de aquellos animales me insultaba porque yo no me
quedaba quieta y así no se podía venir y, mientras tanto, se babeaba en mi cara corno
una bestia repugnante. De repente me sorprendí analizando la técnica erótica de ese
baboso que ignoraba la mínima sutileza de un amante. ¿No te mata? Es q ue deberás ya
la locura y la razón pierden sus limites y se relacionan penosamente".
Pero ninguno de los otros confió en el otro. En el amor del otro. Los dos sostuvimos la
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absurda batalla entre el respeto y el orgullo. Nos pareció inmadura la elemental ac ción
de las palabras y los sentimientos.

"Y lo físico es otro fenómeno. No sólo por el modo sistemático, profesional, con que me
golpearon, en la medida inexacta de una resistencia que se concentraba en mi
incapacidad para aceptar la poca suerte de mi lucha, sino por la asunción de un papel
absoluta-mente ajeno a mí, de una manera vehemente y ciega. Yo, que me he fabricado
mi mundo a partir de conceptos, que nunca quise, por feminista, dejarme crecer las
unas, las utilicé, así, romas como las traigo, buscando ojos, cuellos, testículos. Me
fracturé los dedos de los pies de tanto patear, me pegaban en la parte interna de los
muslos para mantenerme abierta, pero a la mínima liberación, al menor aflojamiento,
se me rebelaba la tensión acumulada en cada brazo, en cada pierna sujetados, para,
incansable, seguir rasgando, seguir pataleando".

Carmen. Fugaz siempre, como los días de tu niñez que fueron míos, pero no sólo míos,
pero siempre míos.

"Y sé que querrás saber si experimenté algún placer cuando me penetraban. Después
de lo que te conté de Raúl, primero, y de Omar ahora, es natural. Pero no, cuando te
dije que Raúl me conquistó haciéndome el amor, como él lo hacía, lleno de
imaginación y febrilidad, convirtiendo en seda sus caricias y regateándome su
virilidad hasta que se agotaba mi ansia y mi búsqueda, erupcionando conmigo, me
refería al placer que ha llevado el antecedente de la ternura, que se ha dimensionado
de piel adentro a piel afuera. Cuando te confesé que me siento enamorada del pene de
Omar, tan grande, tan hermoso, tan duro, tan dulce, quería realmente decirte que el
hombre que amo me hace sentirme una mujer privilegiada, dueña de una capacidad
de excepción de ser feliz a partir del deseo realizado; inmune a cualquier envidia,
prolongada hasta el extremo de la más sincera vanidad. En cambio, lo de esa noche, es
una pesadilla interminable que convirtió mi sexo en algo ajeno y monstruoso y me
impregnó la carne de un recuerdo de asco, dolor y un inmenso odio".

"Pero a pesar del tiempo, o con su complicidad, siempre fuiste mi niña, frágil y etérea,
como ahora, recostada en esta cama absurda de tu convalecencia. Tú no lo sabes
porque no te eduqué para que fueras una cursi o un accesorio mío, pero yo te veo aún
a través de la felicidad aquélla de despertarme cada mañana y descubrir en tu cuna el
tesoro de tu mirada gozosa por mi cercanía".

Pobre viejo, no encuentra las palabras que sostengan nuestra posición y revelen
claramente sus sentimientos. El le da tanta importancia a esas cosas.
"Me gustaría presumir de mi participación en tu modo de visualizar el universo, de
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ideologizarte sexo, de selecciona .tus bellas artes, de fomentar aspiraciones,
discriminadas o dudosas, con retóricas y transparencias. Quisiera sentirme el
Prometeo que te comunicó el fuego de esa combatividad invencible con la que te
oponías a las costumbres y las rutinas, con la que no cejabas de inventar cada parte de
tu ser. Sin embargo, más allá de mis comprensiones y de mis impulsos, tus fórmulas
fueron las que te diseñaron es espíritu más abierto que independiente que permitió,
entre tantas cosas buenas, nuestra relación de confidencias y reflexiones. Si hay algo
hermoso como el amor, es la amistad y no puede describirse la belleza del amor y la
amistad compartidas".

Viejo querido. Padre de mi honestidad y de mi fuerza interior aunque quisieras


disimularlo con una modestia que no te conocía. Tú que tuviste que ver tanto con mi
felicidad, te quedaste, de repente, a la intemperie de mi desdicha.

"Recuerdo, desde muy niña, tu emoción por las palabras; por conocerlas,
desentrañarlas, recorrerlas en todos sus sentidos... Para mí, ser escritor fue, por un
lado, el orgullo de tu orgullo y, por otro la incertidumbre de tu crítica, la primera y la
más difícil. La que no me perdonaba mi inclinación por los clásicos, mi parcialidad o
imparcialidad, mis inconsecuencias; sobre todo, mi preferencia por los personajes
masculinos. Cómo te indignó que mi Margarita fuera una mesera y su galán un
estudiante y que ella se quedara esperándolo toda la vida llena de pasión en sus
entrañas. Te discutí que así tenía que darse la historia porque en la mujer se da esa
permanencia en sus afectos, producto no de una inferioridad sino de la calificada
virtud de saber ser leal. Los hombres, en cambio -te sostuve- tenemos la discutible
aptitud de olvidar, sin remordimientos. En esa ocasión, como en tantas otras, llegué a
reconocer que estaba en un error, pero hoy, al verte, absorta y muda, no puedo dejar
de suponer que la ausencia de Omar, su completo abandono, es la parte fundamental
de tu estado".

"Tú, que me conoces como nadie, debes estarle dando vueltas a mi postración, a mi
mudez, a mi inmovilidad, pero espero que comprendas que todo esto es externo y por
dentro estoy armando este confuso rompecabezas en que se ha convertido mi mundo.
Es tan duro dejar de ser feliz, perder del alcance de la mano todos los granitos de
arena de la dicha. Sentirte realizada es un arma de dos filos, porque te vuelve
indiferente, te da la idea de que lo bello es simplemente natural y tú te lo mereces. Te
hace definir la prepotencia en los demás y disimula tu soberbia en una suficiencia
altanera que combina tus rebeldías y tu lucha diaria, como si fueran mayores o más
importantes que tus satisfactores, que el amor y la tranquilidad, que la placidez
cotidiana. Y, de golpe, tu mazo de naipes se desmorona y ya no están ahí, junto a ti,
próximas y confiables, como una bendición, las cosas que redondeaban tu vida,
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dándole un sentido".

Y junto con tu silencio fui enredando las horas muertas y nuestro cariño en receso. .

"Viejo hermoso, me dejaste cerca tu cuaderno de apuntes y, breves Y buenos, me he


vertido en ellos, con su profundidad que es la de mi circunstancia... A pesar de todo he
podido equilibrarme y tomar Y respetar la decisión de quitarme la vida. Tal como has
supuesto, no puedo encontrarme en una realidad en la que tendré que desprenderme
de la pasión que colmaba mi existencia. Le agradezco, sin embargo, a Omar que sí se
haya parado por aquí. Me doy cuenta que lo vería siempre con desconfianza y recelo.
Mi herida es más profunda que mis sentimientos y me hace aborrecer cualquier
contacto anterior o futuro. Va nunca sería lo mismo, me defraudaría, en primer lugar,
a mí misma. V además esto es más extenso que lo carnal. A lo mejor lo físico podría
superarlo, pero, para mí que traté de ser, como dijo Machado, en el buen sentido de la
palabra, buena, que quise portarme bien con todos y no hacer nunca daño
conscientemente a nadie, que quise a la humanidad sin distingas, sólo por ser, cómo
voy a poder afrontar este odio, esta repugnancia, que me inunda cuando oigo una voz,
cuando miro una figura, cuando siento un roce, inclusive de ti, papi adorado, inclusive
de ti. Me siento monstruosa, anormal, incapaz de soportarlo. Cuando leas mis escritos
que te dejo para que te acompañen y me justifiquen, te pido que nuevamente me
comprendas y me apoyes, refugiándote en la felicidad de todos nuestros recuerdos y
no en el dolor de mi desgracia; tengo que decirte que no hubo nunca un padre como tú
y que sólo por ti fui libre y dichosa hasta cuanto pude serio, hasta donde pude serio.

Adiós papá. Adiós querida.

La Pesquisa

¿Qué cuánto tiempo llevo aquí? Saque usted la cuenta. El día que entré se inauguraron
las olimpiadas y me acuerdo rebién porque quién me iba a decir a mi de la
aglomeración. Para llegar tuve que esperar tres camiones y me aventé más de media
hora de retraso. Eso sr, primera y única vez en tantos anos. Veintitantos ¿No? sr,
Siempre como portero, ya ve que con el problema de mi cadera pues en qué otra cosa.
No, el más antiguo no. sr el que me contrató fue don Jorgito que en aquel entonces era
el superintendente de la compañía. Sólo él, tan buena persona me pudo dar la chamba,
a mi edad y con mi defecto, fíjese, luego que me corrieron por chocar un carro de la
camionera y sin pagarme la rehabilitación. Sr, yo los conozco perfectamente a todos,
cómo no, hasta por sus apodos.
Luego de tanto tiempo de verlos entrar y salir todos los días y cada que se presenta la
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oportunidad les presta uno un servicio, que un recado, que un encargo, en fin. ¿El
director? Uy, ese pobre muchachito, le voy a decir que está mal hablar así, yo nunca he
renegado de mis patrones y eso que he tenido cada fiera, pero de donde vino éste. Era
todos antojos y aquí su buen para entendérselos. Y cuidadito me fuera a retrasar
tantito cuando me hablaba o para venirle a jalar la puerta cuando llegaba, porque
créame que se me quedaba viendo con cara de fuchi. Incapaz que él fuera a empujar
esta mustia puertecita. Podrá yo estar trayendo sus paquetes o regresando de
comprarle sus cigarros o el periódico o lo que se le hubiera ocurrido ese día, pero él se
esperaba a que yo viniera arrastrando mi pierna para darle paso al Emperador.

No, cómo iba a creer que me alegre lo que pasó, pero Dios sabe por junto a usted y no
es capaz de darte los buenos días o las buenas tardes porque el caballero rara vez
llegaba antes del mediodía. Qué diferencia con don Jorgito. El que también es jefe,
cuándo va a dejar de llegar sonriente y saludando a todo mundo, siempre tempranito,
el primero. Bueno, casi siempre, hoy no, porque algo debió pasarle y se presentó hasta
por ahí de las diez. Sr, claro, mucho después de lo del Director. Yo creo que a él lo
mataron unos muchachitos que entraron muy sospechosos, como ocultándose. Se
verán como disfrazados, con tremendos bigotes Y sombreros que les cubran el rostro
y cuando salieron ya mero me tumban de lo apurados que iban. No, nunca se habían
parado antes por aquí, por ellos fueron, señor, segurito que ésos fueron los que
mataron al director.

No joven, yo no soy la secretaria del director. Jacqueline, para variar, se toma la


semanita por que dizque tiene un resfriado terrible, que no le extrañe a usted que se
esté curando en la playa. Claro, como su jefe le tiene todas las consideraciones porque
ella es muy servicial, se puede imaginar. Hasta he llegado a pensar que a propósito le
dan permiso cada jueves y domingo, así viene su tonta y le arregla el archivo, pone al
día la correspondencia, prepara las actas retrasadas, en fin, sacándole el puesto,
porque ella, entre que llega, se pone su cremita en las manos, se pinta las unas, espera
que se le sequen, baja a desayunar, se dedica a chismorrear con cualquiera que se le
acerque, lee sus revistas y luego entra a "acuerdo", resulta que siempre está
ocupadísima para hacer su trabajo. La pobrecita, como dice el alcahuete de su jefe, por
eso se enferma tanto y vive estresada.

Ay, sr, como decía el difunto, que Dios me perdone era un alcahuete. Si joven, yo si
trabajo de planta, soy la secretaria de don Jorgito desde hace quince años y
afortunadamente no he tenido otro jefe más que ocasionalmente, como ahora que
estoy supliendo en la dirección. A mi me llaman porque, modestia aparte, conozco la
oficina de arriba a abajo. Yo he sido ascendida junto con mi jefe, que ha llegado hasta
donde ha llegado a base de esfuerzo no porque le hayan regalado nada como a otros.
Es de plano el que más y mejor trabaja, figúrese. Todo lo que yo he aprendido con él.
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Desde hacer el café con su punto de canela, que no lo hay más rico y si no vea cómo
vienen todos a robármelo, hasta inventariar un archivo muerto, revisar y dictaminar
contratos, ¿Qué? ¿Celosa yo? ¿De Jacqueline? ¿Qué le pasa? Ni aunque me suplicaran
dejaba yo a don Jorgito.

Ya sé que así como a mi jefe nunca le van a dar la dirección porque no hay justicia en
el mundo, yo siempre voy a estar con el y muy a gusto. Si Señor. Don Jorge es todo
corazón, ¿No fue él, sin tener porqué el que me facilitó lo de la operación de mi
mamacita, cuando el director no me quiso autorizar no digamos su atención médica,
siquiera el préstamo para que no perdiera la vista mi madrecita? Disculpe usted que
me ponga sentimental, pero es que todavía me puede aquello. Por eso ni voy a decirle
que me pese lo que le pasó a ese fulano. No, la verdad que no me di cuenta de nada. Si,
ya había llegado a trabajar, pero la verdad es que en ese preciso momento, cómo le
diré, pues no estaba en mi escritorio. Había ido, ya sabe usted, al tocador, y no me fijé
quién entró al privado.

Sí, ya habían llegado todos, bueno, casi todos, porque don Jorgito, cosa rara, llegó
hasta muy al rato. Quién sabe quien haya matado al director. Pues sí, sí comandante,
yo soy el que aseo aquí ¿a esa hora? Normalmente ya terminé de hacer la limpieza
general y estoy pendiente de lo que se ofrezca. Casi siempre al que se le ofrecía era al
directorcito; que si bajara a lavarte el coche, que fuera a ponerle gasolina, revisarle las
llantas, el aceite o el agua, un día si y otro también; los martes y viernes ir a su casa a
hacerte el arreglo a su casota que parece que adrede la ensuciaran para que yo tenga
trabajo. ¿Gratificación especial? Ni lo sueñe. Según, yo para eso estoy. En cambio don
Jorgito, déjeme le cuento, a su casa voy los sábados y aunque vive solo con sus dos
jovencitos, desde hace dos anos que enviudó, uno llega y todo está tan limpio como lo
dejé antes de irme, si ya le he dicho que le estoy robando lo que me paga, pero además
me da la comida y hasta para llevar.

Sí, verdad, perdóneme, me distraje, usted me preguntó dónde estaba yo a esa hora.
Pues ahí, en la oficina del director, mejor dicho, en la parte de atrás, donde están los
archivos. Resulta que hoy salió el bendito de que su mozo nuevo no sabe bolear los
zapatos y ahí me tiene con el encarguito de un bonche de zapatos de toda la sagrada
familia. No es que no me guste mi trabajo, lo que pasa es que luego ni un gracias, ni
una palmadita, cuanto menos una gratificación. Ah, si le contaba que en eso andaba
cuando oí el disparo, la verdad es que tardé un poco en salir porque me dio miedo que
sea un asalto y me tocara una bala perdida. Habrán pasado unos diez minutos en que
si salía o no salía, hasta que me armé de valor y me aventé para afuera. Entonces lo vi,
como ustedes lo encontraron después, tirado sobre su escritorio y más que frio.
Claro que ya no había nadie más en el privado, púes ni que fuera tan quedado el que lo
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hizo. ¿Imaginarme? Pues me puedo imaginar, verá usted, de algunas de las tantas
movidas del licenciado, que ése si que la gozaba, fíjese que todo el tiempo estaba yo
yendo a encargar flores, a comprar flores, a comprar chocolatitos de esos raros, con su
rellenito de alcohol, o tarjetas de ésas que ya sabe, te quiero mucho, te extraño tanto,
nadie como tú, ya le tenia medido el gusto. Claro, como era joven, cargadazo y la
verdad de no malos bigotes, no le faltaban. A mí nadie me quita de la cabeza que una
de sus damas se lo echó. Le voy a suplicar que esto sea breve y que vea usted que no se
me vaya a estar molestando para ratificar cosas o dar firmas ni para ningún tipo de
diligencias engorrosas de esas en las que ustedes son especialistas.

Ya le habrán informado quien soy yo y no quiero perjudicar a nadie. La verdad es que


yo no me di cuenta de nada ni tengo la menor idea de quién haya asesinado a ese
muchacho. Sí, yo estaba haciendo antesala afuera de su oficina, pero no oí el disparo,
ni me fijé si alguien salió después. Debe haberme quedado dormido o me distraje o
qué se yo, pero no puedo referirle que pasó ahí adentro. Bueno, sé que hubo un
disparo porque oí que alguien lo esté comentando, creo que la secretaria o el de la
limpieza ¿Ya hablaron con ellos? Le pueden decir mucho más que yo. Las personas de
mi edad ya no le damos mucha importancia a las cosas que pasan a nues tro alrededor,
usted se hace cargo, más allá de nuestras narices. Yo ya estoy jubilado y sólo me gusta
salir de vez en cuando a ver cómo andan mis acciones en esta compañía porque,
francamente, vengo a echarme una platicada con un buen amigo, ese gran caballero
que es don Jorge.

Buen hombre, noble como pocos, don Jorge. El alma de este negocio. Aquí entre nos no
crea que estoy tan viejo como para no entender que mi época de financiero ya es
cuestión de historia, ya a nadie le interesan mis anticuadas concepciones y estos
jovencitos que están apenas abordando sus naves reniegan de nuestros consejos,
según ellos anacrónicos y en desuso. Puede ser, pero uno todavía está vivo, cuando
menos lo suficientemente vivo para que no lo estén enterrando. Ese es uno de los
grandes méritos de Jorge, sabe que todos tienen algo que ensenarnos y por eso ha
aprendido tanto y era el indiscutible aquí, hasta ahora, claro, porque ya ve lo que le
están haciendo. De eso vine precisamente a hablar con el muchachito al que mataron.
De ninguna manera iba a permitir que me cambiaran de ejecutivo para que me
pusieran a uno de esos compañeritos suyos que están acomodando desde que lo
pusieron al frente por puras palancas, si a mí no me van a contar cómo s e maneja el
pandero.

Pero no Señor, si no soy el único, me consta, eh, no soy el único que se queja de la
nueva administración. Pero a mí me dejan a don Jorge para atender mis acciones o de
plano me retiro, faltaba más. Todo está claro como el agua mi comandante. El culpable
está clavadísimo. Es ese Señor al que todos dicen don Jorge. Tiene treinta anos
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trabajando aquí, según me informaron en el departamento de Recursos Humanos,
donde también me dijeron que desde hace varias administraciones era el consejero
principal de la dirección y parecía que cuando se jubiló el director anterior a él lo iban
a situar en el puesto, pero siempre impusieron al hoy difunto que era hijo de uno de
los principales accionistas de la empresa y que apenas estaba regresando de terminar
sus estudios en el extranjero.

Averigüé que desde que entró a la compañía el muertito empezó a hacerle la vida
imposible a todos, pero especialmente al tal don Jorge, dizque por la envidia que le
daba ver que desde los clientes, los accionistas, los ejecutivos hasta el más humilde
empleado respetaban al otro y le reconocían más que a él que era el mero mero. Así
que a don Jorge le recortaron su cartera, le cambiaron el vehículo por uno de los
descontinuados de la compañía, lo refundieron en una oficina que ya estaba cerrada y
es prácticamente inhabitable y para acabar lo obligaron a checar tarjeta, como si fuera
tropa. Por supuesto el hombre no aguantaba más y pidió su jubilación que le
aceptaron de inmediato. Esta iba a ser su última semana y, cosa extraña, para
despedirlo el director le organizó una reunión.

Resulta que sólo invitaron a los nuevos gallones que entraron con el nuevo y durante
la pachanga uno de ellos le puso algo en la copa a don Jorge que lo hizo perderse. Ya
sin sentido, la fiesta se convirtió en un relajo. Vistieron de mujer al pobre viejo y le
pintarrajearon la cara, lo iban ultrajando y haciéndole burla y media mientras lo
fotografiaba n en poses vergonzosas. Finalmente lo dejaron en la puerta de su casa,
medio desnudo, vomitando, apestoso de alcohol y semi inconsciente. El que contó
todo esto fue precisamente uno de los que lo llevaron a la casa, junto con el mismo
director y me dijo que se quedaron a esperar, desde lejos, para que abrieran la puerta,
y cuando se asomó uno de los hijos que estaba con una muchacha, se morían de la risa
viendo la desesperación de los jóvenes.

Ya se puede usted imaginar, ese señor tan digno y tan decente como todos dicen que
es él, el bochorno que debió pasar. Fui a su casa y me entrevisté con uno de sus hijos,
le pregunté sobre lo que le acabo de contar y se me soltó a llorar, tamaño muchachote.
Se ve que les dolió mucho, pero naturalmente no me quiso platicar nada al respecto.
Con el único que falta hablar es precisamente con don Jorge. Se la ha pasado todo el
día en su oficina, sin salir ni recibir a nadie. Yo creo que el asunto está resuelto. Si
usted lo declara no creo que lo vaya a negar, enseguidita suelta la sopa. ¿Quiere que le
acompañe comandante? Buen trabajo compañero. Le felicito por su labor, pero tengo
que prevenirle que no sea tan fantasioso ni tome decisiones tan a la ligera, máxime
tratándose de asuntos tan delicados como son siempre los homicidios.
No se puede lanzar una acusación tan grave, si n analizar a profundidad todos los
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elementos de la investigación. En primer lugar, cuando menos tres testigos afirman
que a la hora del crimen su sospechoso no se encontraba en el edificio. Por otro lado,
el portero recuerda haber visto a tres sujetos de mala catadura que se introdujeron de
manera subrepticia hasta el área de oficinas para salir posteriormente del mismo
modo. Además, uno de los empleados reveló que el occiso llevaba una vida
desordenada y tenía una gran afición por damas de reputación dudosa. No hace falta
mucha imaginación para deducir que es muy posible que alguna mujer despechada o
quizás un marido vengativo hayan contratado gente profesional para ultimar al
victimado.

Esta es una hipótesis y sobre ella realizaremos la investigación, dejando de lado esa
temeraria idea de usted, basada en un hecho del cual me parece que está
dramatizando. Sí le voy a pedir que vaya a platicar con don Jorge que seguramente
está y es lo más lógico, consternado por un acontecimiento tan terr ible como el
sucedido por la mañana. Hágame el favor de tranquilizarlo, indicándole sobre el
rumbo que daremos a la pesquisa y de camino devuélvale este sombrero que
seguramente dejó olvidado en días pasados en la oficina del director.
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CELlA PEDRERO

Anábasis

Tú, ígneo dios egocéntrico, ¡si sólo riges los doce momentos en que te dejo estar!
Dilatas, iluminas, calientas y ellos te rinden pleitesía... Tus fáculas no me perturban.
Estarás mientras yo no me interponga.

Aun siendo la pequeña, soy la que pare noches de lujuria, la que destina suicidios,
tiempos, desvaríos. Es mi influjo lo que media entre lo "irracional" y ellos. Delimito
menstruaciones, cabelleras, cultivos, mareas y hasta preñez. Es mi halo el que en veta
blanca se filtra por las ventanas y soy testigo de orgasmos, goces solitarios e insomnes
melancolías.

Aullidos, ruidos de latas, grillos, sapos, pájaros y -por supuesto-ellos, que no


entienden, ¡que no quieren entender! Saber que estos lúcidos instantes, este repentino
obscurecer es tan sólo un anticipo.

Harta del decurso en ejes, órbitas, apogeos de infinitos giros, yo -la minúscula-
romperé el sortilegio que nos une a los tres. Y pronto, en un eclipse permanente
retornaremos al Caos.

Nadie llora por mí

...Sé que cuando leas ésta me estarás odiando por haber usado tus pinturas y tu ropa,
pero te juro, no aguanté la tentación, fue más allá de mis fuerzas, y eso que dudé en
ponerme tu blusa blanca de olanes (aquélla que te regalé para tu cumpleaños), pero
después lo pensé mejor: si de todas maneras te ibas a molestar, mejor usarla... y con tu
minifalda azul marino, que enmarca tan bien las caderas porque es 'strech'.

Tú, siempre tan cuidadosa... olía tu ropa -¿a suavitel? ¿O belrosita?-, tu blusa,
impecablemente planchada con almidón -ahora está tan escaso-. Nunca pude dejar mi
ropa como la tuya.

Sé que me estarás odiando. Por cierto, tus pinturas las dejé en el lugar de siempre:
primer cajón del tocador, sí, -el de la izquierda-; menos la pintura de labios, la rosa,
ésa me la llevé en el bolso (sí, también torné tu bolso blanco).
No lo sabes (bueno, no lo sabías hasta hoy), pero cuando tenías 'guardia' me probaba
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tus vestidos y faldas y usaba tus pinturas a mi antojo; tus 'sombras', tu ' rímel' -el
'rubor' me quedaba un poco fuera de tono, ya que eres más blanca que yo

Y tus medias, tan suaves, con mucha dificultad me entraron (no sé cómo las aguantas
con este calor). Tu brassier, también probé usarlo pero me apretó, así que me lo quité.
Se veía mejor tu blusa blanca sin él, creo luce más.

Si me hubieras visto cuando salí de la casa... ¡era tú!, era tu ropa y tu perfume, tus
pinturas... Tan sólo faltó sentirme realmente tú, y digo 'realmente tú' porque faltó
sentir las caricias de él sobre mi cuerpo -sobre el tuyo-.

¿A qué no sabías que conocía tu secreto? Tus 'martes y jueves'. Los martes y jueves a
las seis en el Hotel París. ¿Te sorprende?, hace ya tiempo que lo supe. No sabes cómo
te envidiaba, ¡tantas ataduras juntas: amor, deseo, celos, odio! Tú con él. Pensar que
sus besos, piernas, lengua, eran para ti.

Después, todos los jueves aprendí a gozar a través de tu cuerpo. El Hotel Colón a las
seis; un baño de vapor, y podía verte, verlo, sentirlo; su lengua dividiendo mi espalda,
sus piernas contra las mías, sus manos en mi cintura, y esa calidez de su pecho contra
mi espalda.

Llegar a casa y verte tan hermosa, plena, en camiseta (esa camiseta larga y vieja de
Mickey Mouse); tus senos firmes, tus pezones duros, satisfechos, y yo. Y tú, mimosa de
martes y jueves, eras entonces más cariñosa que de costumbre. Me platicabas de los
chismes de la clínica, de la película en la T.V. Justificabas con eso tu ausencia de seis a
nueve. Y nos dejábamos querer; jugábamos a que eras mi muñeca y me permitías que
te bañara, enjabonara cada cóncavo de tu ser.

Con la toalla azul secaba primero tu cabello, luego, de tu cuello a los hombros, a tu s
senos; de tu vientre a tu íntima ventana y con malicia me detenía allá, el rubor y tu
sonrisa eran mi deleite. Podía tocar tu cuerpo como horas antes lo había hecho él.

Los demás días lo tenía sólo para mí. Los tres salíamos al cine, conmigo platicaba, a mí
me pasaba el brazo sobre el hombro, para mí eran los chismes y las confidencias. Yo lo
tenía para mí; tú te conformabas con escuchamos y cuando por una casualidad tu
mira-da y la mía se cruzaban, en mi interior te gritaba "¡aguántate hijueputa"! Pero un
feto filtra el destino eliminando a terceros, y a mí me tocó estar fuera del juego.

Lo acepto. Ya no estarás en la casa, vivirás con él. Cuando vengas a buscar tus cosas ya
no estaré. Ausencia mía, salvo este miserable papel.
Me veo en el espejo. Miro y comienzo a darme cuenta: he descubierto que tu ropa me
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va mal; tú eres más blanca, tu ropa me aprieta.

Punzadas en las sienes. Todo se ve naranja. Llevo horas escuchando en mi cabeza


"Only women blind" (¿Alice Cooper, tal vez?)

-no me deja en paz. Sé que me estará odiando.

Pero por tu blusa no temas, la volverás a ver...

Siempre la verás. Siempre: en la calle, manchada de sangre, o tal vez la veas cayendo,
desde lo más alto del edificio central de la Universidad. No te olvidarás de ella, ni de
mí.

Carlos.

Luna Negra

Y sintió que le asfixiaba la rutina de su vida, los recuerdos, el pasado, rostros de gusto
ácido en la boca. Hijos y marido le habían descuartizado el lado pequeño del cerebro
que le permitía pensar. Se sentía como alcancía llena, repleta de do mingos, de lunes de
clases; una cama para las cogidas, una sonrisa descongelada para los amigos de los
sábados por la noche.

En el estómago se le revolvieron los pagos vencidos, la lista del súper, la invariable


cara de su suegra...

Estaba asqueada. Se metió un dedo hasta el principio de la garganta... ¡Qué alivio! Qué
bueno vomitar la mar de insatisfacciones. Sin embargo, aún así regresaron los mismos
sentimientos, -quizá nunca se irían.

La piel le quemaba. El cuarto se estrechaba más y más, ¡Y ese dolor punzando su


cabeza! Abrió la puerta. Caminó la breve distancia a la calle. Allí, respiró, respiró
hondamente, pero sólo logró hacer palpitar sus sienes, al punto de sentir casi reventar
las venas.

Pareció entonces que sus piernas cobraron voluntad propia y se encaminaron -con
apresuramiento- sabrá Dios a dónde; caminaba a prisa, muy de prisa más. Sus manos
acariciaron su vientre, su pecho; los senos, alguna vez libres. Le ardía el cuerpo.

Desabrochó la blusa y tiró, con un sólo jalón, del carcelero 32-"B". Luego, las manos
actuaron nerviosamente, descorrieron el cierre de la falda, que cayó ondulándose. El
bikini, por sorber acuosidad, quedó manchado de lodo al caer sobre un charco
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septembrino.

¡Qué sensación tan nueva mirar su cuerpo mojado, desnudo! Fue, por fin, cuando se
dio cuenta que llovía. Besó las gotas. Miró las nubes cargadas, plenas de promesas de
resurrección.

La agitación había pasado. De los dedos, del cabello, de los oídos, brotaba un
desconocido júbilo, una impensable alegría. Así, aunque consiente de ser observada
por los perplejos vecinos, no pudo contenerse, detener la risa, y se carcajeó. Lo hizo
hasta extenuarse y sentir dolor en el centro del estómago. Le dolió, le dolió allí tan
fuerte como aquellas -tantas- veces que no quería coger y él se la metía a la fuerza.

Fue precisamente al parar de reír cuando descubrió que ya no estaba en la calle; la


acera era un piso marmoleado y las miradas de los vecinos eran paredes sin ventanas;
su cuerpo era una bata con las mangas atadas por la espalda en un nudo gordiano.
Pero no importaba, realmente no importaba. Sabía ya que después de una jeringa de
diazepán volvería a ese mundo invertido que ella contenía, donde el sueno y la muerte
son lo mismo.

Topodrilo

Nació como todos los de su especie: primero fue casi una adherencia a la piedra; crecía
con lentitud lamiendo lodo, Hocico maloliente, brazos de algo parecido a lo que en la
Tierra llaman humano, pecho con pelaje pardo, patas de cocodrilo y una cola verde -su
apéndice rastreador. Su fin cargar piedras y tirarlas a la Gran Charca. Siempre en fila,
sin nunca saber quién era el primero, quién el ultimo. Con el tiempo sus patas se
tomaron musculosas; el cuerpo. Su quijada rompía fácilmente los huesos de los viejos
topodrilos y los engullía sin problema, Por la noche -todas las noches- su mirada, fija
en mandíbulas, y en el líquido espeso en el suelo. ¿Quiénes serán los próximos?
¿Aquéllos con patas ya flácidas? ¿Los de la cola agrietada? Cerca de las charcas crecían
plantas lechosas.

Una noche las comió y nunca más volvió a dormir. Largas, interminables noches
observó patas obscenas, hocicos semiabiertos, arañas voladoras entrando y saliendo
de las fauces, eructos por doquier. ¿Qué lo impulsaba a mirar complacido la palidez
del amanecer? ¿Qué a ver esos matices de lila, naranja, y distintos tonos de verde en el
cielo; a tener esas ansias de llegar hasta allí, de trasponer el firmamento? Cuando el
Astro Mayor calentaba la pelambre de su cuerpo sabía que era llegada ya la hora de
empezar, de padecer la execrable rutina; caminar, caminar cargando pesadas piedras,
llegar hasta los bordes de la Gran Charca, tener precisamente en ese instante una
brevísima pausa durante la cual podía verle los ojos a ellos -los ¿suyos? buscándoles la
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mirada.

Hubiera querido a aludir, empujar, y que todos lo vieran. Se sentía diferente. Por qué
no tirarse sobre ellos como se hacía con los viejos topodrilos y arrancarles los ojos, las
orejas... ¿cuándo le tocaría su tumo a él? Una de tantas noches, con un hueso
puntiagudo, rayó un pedazo de piel apergaminada, sucia, que estaba en el suelo, raspó
formando dibujos que simulaban troncos, charcas, piedras, el Astro Mayor. Una llaga
le surgió entonces entre las piernas, le brotó sin saber cómo y al contacto con sus
dedos, un escalofrío partió desde allí recorriéndolo hasta la nuca y luego de regreso,
abarcando de la lengua a los pechos, llenándole a la vez de placer y dolor. Alguien notó
la diferencia. Alguien durante muchas noches lo observó. No supo ni cuándo, ni quien,
ni cómo, ni exactamente el momento en que lo tomaron de las patas para llevarlo
hacia la Gran Charca con una enorme piedra.

¡Por qué no lo mataban de una buena vez! Ojos nebulosos, lo miraban, por primera vez
lo miraban. ¿Porqué la espera?, ¿porqué no lo devoraban? Lo ataron a dos troncos
viejos. Patas y brazos fueron amarrados con lianas. Las piedras caían corno lluvia en el
vientre en las piernas, en la llaga. Alucinaba sin duda a causa del dolor, ¿por qué si no,
al cerrar los ojos veía a un ser desconocido a quien apedreaban corno a él? Ya oía el
odio en las voces, los gritos rabiosos, "muere maldita". Lila, naranja y tonos de verde
en el cielo... Lo último que vio.
30
CRISTINA LEIRANA

Insomnio

Tu sueño se consume en la amarga desidia con que habitas. Un fantasma activa tu


sangre, se agolpa en tu mente. Entonces pierdes el hilo de tus meditaciones, te admites
culpable; desde fuera percibes tu debilidad. La realidad te sofoca y deseas que nunca
hubieran existido las palabras; su presencia te atosiga hasta el llanto. Con opaca furia
te sometes a la rutina.

Buscas diluir el miedo; ¿Quién te hará compañía? Cada vez es más fácil asociar tu
imagen a la ira. A veces piensas romper el ciclo, explicarte que asumes tu vida, ser de
nuevo. Sólo te queda abrir esa ventana, inventar liviandad al peso, un cese al
intercambio de sueños y de lágrimas. Porque en la oscuridad un hombre cincela tu
rostro.

Requerimientos

Cuando vi a la culebra irguiéndose, lanzando lengüetazos, hubo una conmoción en mis


recuerdos. Sólo sentí que mi cuerpo se tendía y en movimientos cíclicos exigía una
absoluta presencia. Mis venas requerían ese lento quemarse. Deseaban palpitar al
insólito ritmo del veneno. La nostalgia, así, se acabaría; ya no tendrían objeto las
reencarnaciones del pasado que intentan seducirme (y que se marchan, siempre, al
punto de trasponer el umbral).

La oscuridad se haría más habitable. Por eso dejo que me recorra, que muerda cuanto
quiera. Yo misma la induje a traspasar mi ser. No importa que expanda su seseo en mi
interior, con tal de sentir al fondo de mi vientre su agudo desplazarse.

El Color del Cristal

Me sorprende mi desnudez. No; no es precisamente hermosa, pero es -y de pronto-


intensa como el verdor del monte tras la lluvia. La descubrí por casualidad; mucho
tiempo después de abandonar la búsqueda de mi belleza en el fondo de los espejos,
cuando aún no me resignaba a mi imperfección.

Entonces, mujer de nuevo Edén, dejaron de importunarme las miradas ajenas y perdí
el medio a las comparaciones. Ahora, simple y deteriorada, huyo de los espejos y
disfruto la feliz parcialidad de la propia mirada.
Mensaje cero
31

La vida no es la vida cuando se amanece sin ti; exangüe, el ánimo inicia la batalla, se
arroja a invisible enemigo. No conoce su causa, y huye.

La remota posibilidad de ascender sin ti, le aterra. Recrea la opresión de un mundo -


que se inventa salvaje-. Prefiere la colectiva humillación a tu renuncia.

¡Adentro, una marea plácida, ardiente arena y, a ratos, huracanes de furia y de


recuerdos esperan que termine el duelo! Movimientos precisos, calculados, lentos.

Tu carcajada reverbera como advertencia, admonición contra cualquier impulso que


arruine la partida.

Secreto (Additional story)

A don Cesar Martín Euán:

El hombre certifica de falsas sus historias, vuelos de fantasía. El calor se sobrelleva


con algunas cervezas. Entre sorbo y sorbo, reitera que son cuentos de la gente antigua:
“encerrada entre piedras ya se hubiera muerto la princesa”.

Enrojecida, la tarde se desliza. Ahora, el cuenta del aire herido por la piedra. Se
detiene un momento. Mirada contra mirada, revela al muchachito el preciado secreto:
es poseedor del casco que protegió al nieto de la Bruja de Uxmal, y puede recorrer el
camino que la abuela siguió hace siglos para salvarlo.
32
VÍCTOR GARDUÑO

Amputaciones

¿Hay algo más Irreal y más misterioso que la luz? Andrés Henestrosa

Hoy mi cola adoptó figuras ocurrentes; a ratos apuntaba hacia el Norte o hacia el Este,
incluso al Sur; al Oeste poco, porque se inicia paralela a la pared Poniente del rincón
que ocupo; a veces parecía un triángulo o un círculo y hasta formó una espiral perfecta
y eran tantos y tan imprevistos y fugaces sus cambios, que al abrir los párpados de mi
somnolencia para mirarla, nunca pude determinar si tenía o no, en ese instante, la
misma apariencia que en mi observación anterior.

Noté que mi cola creció, en los momentos en que se tomaba más grasienta de sudor,
mientras se reducía la de la vieja gata que actúa a mi derecha; ella es repugnante, eso
la beneficia. En cambio mi belleza me perjudicó desde el principio; todos se paran
frente a mí hasta agobiarme, pero mi vista se halla siempre sola cuando busca las
miradas ajenas.

Eso es cosa que sucede a diario, lo que en realidad me demolió la jornada fue no poder
sentir con mis ojos la revista europea que estaba a un lado mío, dentro de su funda de
papel. La ansiedad por ojearla me hizo sangrar medio día. En los descansos que me
permitió mi asquerosa cola, con el filo de mis uñas pretendí destaparla y ver al menos
la cubierta, pero al intentarlo volvía mi prolongación sudo-rosa a importunarme.
Durante ese tiempo, mis pupilas sólo atraparon el título de la publicación, las letras
que el sobre dejó desnudas: Sybarite.

Ahora, en el baño de mi casa, fuera del horario en que soporto ese apéndice frontal
que detesto, abro la revista. Imagino a la mujer con "la boca entreabierta, la de la
portada, besar el mueble que la soporta. Paso las hojas con rapidez, pues la segunda
chica es quien me interesa, aunque la primera exhibe también las aberturas de sus
carnes con un atrevimiento similar y hasta introduce en ellas grandes cilindros,
imitaciones portentosas. Pero las fotos de la segunda son mejores, ella aloja
hermosura desmedida parece que la luz nace de su cuerpo. Despego mi visión de las
páginas y la poso hebra a hebra, en una imagen más viva la del espejo, y en él
reconozco las mismas formas descubiertas de la revista. El encanto engendra una
seducción que opaca mi continencia. Cierro la puerta del baño. Dejo que las yemas de
mis dedos recorran mi piel, y después permito el auxilio de las falanges en mi
onanismo digital, manoseando cosas más sensuales que los billetes del trabajo diario.
Dos minutos, cinco minutos, siete... no sé. Luego mi mano empuña el picaporte, ahora
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para abrir la puerta, para permitir al hogar solitario ser testigo de mi limpieza
cotidiana, de la luz limpia de mi cuerpo.
34
ADOLFO FERNÁNDEZ GARATE

Por qué no

Ora sí la hicimos, nada de que manan a o mejor otro día. Hoy. El Babuchas comenzó
trayendo unas botellas para su cuadrilla, luego vinieron los ayudantes, al rato los
maistros y ya después andábamos todos en la fiesta.

¡Big parti!, gritaba el Chicanek por todos lados. Total, es sábado, nos rayamos y ya
tenemos seis meses el que menos, metidos aquí en la obra, durmiendo entre el
material nomás tapados con la muda de ropa que traemos para el otro día. No, sí yo
estoy bien, me voy cada quince días a mi pueblo a visitar a la familia, porque hay otros
que ni eso pueden, pero este sábado ya estábamos prendidos. Si ya todos saben que no
es la primera vez que pasa ni fue la última, nomás se espantan a fuerzas, dicen que nos
va a llevar la fregada. ¡Si fregados ya estamos! O qué, a poco es muy bonito ver cómo
va creciendo una pared, bloque tras bloque, luego el techo, y un piso y otro piso y más
bloques y otro piso y mezcla y bombas y otro techo hasta llegar al mero cielo, allá
arriba donde nosotros somos los primeros en subir. Pero nada más subimos una vez y
luego, hasta abajo; a la calle a trabajar todo el día bajo el rayo del sol, viendo desde
lejos la arena blanca llena de güeras asoleándose y que pasan caminando enfrente sin
voltear a vernos, a nosotros, los mugrosos llenos de mezcla que en las noches
andamos alumbrándonos con pedazos de palos y periódicos, con un kiler pren dido
para espantar a los mosquitos mientras buscamos un rincón entre el material para
echamos a dormir.

¿Cómo va a ser justo? Si bien dice el Ñeris que nosotros hicimos todo esto, no fue el
inge, ni el arqui, bueno, ni siquiera el contratista. El Ñeris dice que él solito hizo el
Kukulcán, con sus propias manos, que él sabe cuántos sacos de cemento y cuántas
cabillas se llevó cada columna, y si le dijeran: "Ñeris, aviéntate otro igualito". Él les
diría: "No. mi jefe, mejor hacemos uno más grandote para que le quepa el buti de
gente". Habla muy raro el Ñeris, no es de acá, pero igual que todos se vino a buscar la
papa. Todos dicen que aquí se gana más que allá en la milpa, y lo peor es que sí es
cierto, ni modo, aunque uno tenga que hacerse su comida y andar nomás con una
muda de ropa para todos lados, con los pelos tiesos porque a veces sólo se puede
bañar en el mar, pero entonces se queda todo pegajoso por la sal.

Y luego esas güeras que iban pasando y voltearon nomás para que el Ñeris y el Cocom
les comenzaran a decir, adiós mamacitas, vénganse acá con nosotros que hace mucho
calor allá en el sol. Y al principio a los demás nos daba pena, nos mirábamos y
comenzábamos a reír como si no estuviéramos ahí con ellos, pero seguía la
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conversada y los tragos y acordarse uno de la familia allá lejos, como el Juanico que de
repente se puso triste y nos decía que ya era tiempo de ir a ver a su hijito para
cargarlo en sus brazos y ponerte la coa que puede que nunca use, pero la tiene que
conocer, luego la escopeta para ir a cazar y el cuchillo para cortar; y algo más, a lo
mejor la cuchara, de albañil, o una pala, ya luego el destino dirá. Porque fue cosa del
destino que seguían pasando las güeras y la obra se hacía más grande aunque
nosotros no hiciéramos nada, parecía que cada trago que le dábamos era como echar
otro piso y otro y otro y otro hasta que se volvía el cuento de nunca acabar, con las
güeras caminando allá enfrente y el Ñeris y el Cocom que seguían gritándoles sus
piropos, pero entonces como que ya no daba tanta pena. ¿Por qué va a darnos pena si
nosotros somos bien fregones? Nosotros, los meros que hacemos sus hotelotes donde
ellas hacen quién sabe cuántas cosas, y luego les limpiamos la playa y ponemos sus
albercotas más grandes que todas nuestras casas juntas, por qué nos va a dar pena.
¡Vénganse para acá, canijas güeras asoleadas!

El Ñeris está bien atacado, no deja de reírse ni acá arriba del camión, dicen que ni
cuando se rompió la pata se puso triste. Se pasó a matar, según se entiende que se
atoró en unas viguetas que estaban atravesadas yeso fue lo que lo ayudó, porque si no
ya estaría bien frío. El otro bien tocado es el Cocom, por eso se llevan bien, quesque a
él le tocan puros reyes mayas de antepasados, y de los buenos, de los que no se
dejaban con los españoles, pero ahora está igual de jodido que todos los demás.

Ya no hay reyes ni princesas, puros amolados, por eso estamos aquí, porque si no, a
quién se le ocurriría dejar sus milpas, y a la familia allá esperando a que el jefe regrese
el fin de semana con unos cuantos pesos en la bolsa. Pero ahora sí nos fregamos, los
pocos pesos que habían ya nos los tomamos, y si alguien trae algo guardado, nomás
nos bajan del camión y todo eso vuela igualito que las faldas de esas viejas que
pasaban caminando no más para que la brisa del mar nos ayudara a verles sus piernas
todas quemaditas por el sol.

En una de esas, que nos van gritando de cosas, al principio hasta parecía que nos
estaban haciendo la segunda, y claro, nos alborotamos más. Al chico rato ya todos
andábamos ahí asomándonos por los huecos del edificio, acechando a ver quién le
entendía a las güeras lo que estaban diciendo, alguien se acordó que el Chicanek
siempre decía que él se fue a los Yunaites a chambear, por eso le decimos así. ¡Órale
gallo, qué dicen las gringas! Guan dólar plis, guan dólar plis, pásenle a lo barrido mis
reinas Y fue cuando nos dimos cuenta que el Chicanek ya andaba hasta atrás, porque
ni se fijó que ya habían llegado los novios de las güeras, con sus lentes oscuros y sus
botellas de cerveza destapada. Así son, todo el tiempo es lo mismo, van tomando en la
calle con su botella en la mano y nadie les dice nada, pero a nosotros que nos chinguen
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si se nos ocurre hacerla.

Como dicen no es igual lo mismo que lo mismo, y ahí se armó el mitote. Los galanes le
gritaban de cosas al Chicanek. Pero éste no se dejó ni tantito, todos nos quedamos
callados cuando nos dimos cuenta que el Sukún les estaba mentando la madre, en
buen cristiano, el inglés lo dejó para otro día. Aquellos jijos de seguro le decían lo
mismo mismo, a gritos, con señas, hasta que alguien aventó una botella. No se quién
fue, para qué te digo que fueron los gringos si a lo mejor empezó alguno de nosotros,
pero de ahí se puso feo. Las viejas se echaron a correr como si trajeran al huaychivo
tras ellas, los novios también pelaron gallo pero todos andábamos ya bien prendidos.
Carajito que pasaba le llovían sus botellazos y rocas: luego hasta a los coches les
aventábamos de cosas. ¡A ver, jijos de su pelona! ¡Sigan viéndonos feo como de
siempre lo hacen! Nada chavo, al chico rato ya nadie podía cruzar, ni para un lado ni
para el otro.

Entonces llegaron ellos, hubieran estado de nuestro lado, aquí bailando con la menos
fea, pero esta tarde traían uniforme. Al principio muchos ni nos dimos cuenta, nomás
oíamos un murmullo que entraba por los claros y se iba rebotando en las paredes
hasta llegar al mar, pero luego la cosa se puso seria, un comandante gritaba que nos
entregáramos y no nos iba a pasar nada malo, ¡Como si fuéramos delincuentes! El
Cooom les repondría en maya que nos dejaran en paz, te juro que la mayoría le
entendió, pero ponían cara así como de que les estuvieran hablando en chino, porque
el inglés bien que lo entienden.

Poco a poco nos fuimos juntando todos en el frente, aunque hubieron algunos que se
quedaron tirados entre el material, pero luego ni esos se salvaron de que los subieran
a los camiones. La música se apagó como si alguien hubiera cortado la corriente desde
la calle, los pedazos de candela seguían iluminando lo poco que les quedaba cerca,
apenas para damos cuenta que la fiesta estaba terminando. A la media hora ya toda la
avenida estaba llena de antimotines, con sus cascos puestos y unos escudos que
parecían de vidrio, no sé qué decirte, la verdad yo creo que todos sentimos miedo,
pero qué le íbamos a hacer. Nos tomamos los tragos, sí, es cierto; anduvimos fregando
a los turistas, la verdad que sí, para qué te digo que no; y las piedr as a los carros, pues
la verdad también es cierto, todos lo hicimos ¿Por qué? Por qué no. Nadie dice nada de
lo que nos pagan, nadie se queja porque dormimos entre las obras, y menos reclama
que traguemos puras tortillas con queso de lata, o tortas todas puercas que vienen a
vender otro igual de jodidos que nosotros.

Así es la vida. Hoy por ti, mañana por ti y pasado mañana también por ti. A nosotros
que nos traguen los perros, no somos tan necesarios, hay otros quinientos felices de
venir a ocupar nuestro lugar, igualito que yo ocupé el lugar de uno que se fue de aquí a
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quién sabe dónde. El mar se ve bien bonito desde acá, más ahora con la lluvia que lo
pone quieto como un nenecito durmiendo. El camión ya va llegando al cuartel, ahí nos
bajan, preguntan que cómo te llamas y de dónde eres, te quitan los pocos pesos que no
pudiste esconder, pasas una noche metido en los separos y al otro día jálale, sin
trabajo, a buscar otra obra para entrarle duro a los bloques y las vigas y las bovedillas.
Un piso y otro piso y otro piso, hasta llegar al cielo, allá donde nosotros somos los
primeros en subir.
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JORGE PECH CASANOVA

Feracidad del Dodo

Nadie va a decirle al dodo que murió desde hace siglos en su isla deshabitada. Los
marinos y los perros que llegaron al archipiélago de las Mascareñas a finales de 1500
descubrieron con regocijo enormes pájaros de alas ineptas que se entregaban, con
docilidad, a garrotes y colmillos. Durante décadas los intrusos se aplicaron a
minuciosa depredación, y luego, hace dos siglos, se fueron. Dejaron al último dodo
intocado, sin darle tiempo a comprender su aislamiento, y él continuó con sus hábitos,
invariable, salvo que murió poco después de soledad, de olvido.

El docto ignora que ha muerto y todos los días, desde hace doscientos ano s, recorre las
playas de la mañana al crepúsculo. Busca un camino que lo lleve más allá de las orillas
arenadas, de los riscos y roquedales, de las olas persistentes, de la repetición de su
imagen en los estanques. Busca, sobre todo, un camino que lo lleve muy lejos del mar
incesante.

La disminución de la luz suele detener el recorrido del dado, que se refugia por las
noches en una gruta rocosa y escuchar con temor, en la oscuridad, el ruido apagado de
la resaca, el viento con reminiscencias de humedad y sal. El mar es bueno para
mojarse las patas y para nadar cerca de la orilla cuando el calor pesa; pero un día el
sueno podría vencerlo en la playa y entonces sería la aniquilación, una turbulencia de
plumas dispersas en el agua, el final de los paseos. El dado evita esa amenaza y se
mantiene bien despierto siempre que está próximo a las olas. Camina despojado de
gracia y de orgullo, atento al horizonte que se pierde en el océano.

A medida que el dado se aleja el viento borra sus huellas con lentitud, pero conforme
alguna desaparece da origen a un nuevo dado, reverberación del muerto, que anuncia
con gritos inútiles su aparición. Los pájaros suscitados anidan entre la maleza o al pie
de una palmera, y continúan gritando y agitando sus alas desde que surgen hasta el
siguiente amanecer, cuando la luz los borra. El breve territorio se satura, así, con el
clamoreo y la actividad del innumerable dado que no existe.

El dodo ignora que ha muerto y se siente acosado por su especie infecunda pero feraz
como una mala hierba. Su vana descendencia agobia la isla con gritería y ale teos
mientras él busca su camino fuera de esas rutinas. Cuando la noche interrumpe su
marcha, corre con torpeza a su gruta, a refugiarse de la cháchara y los aleteos que se
prolongan hasta el alba. Entonces llega el silencio y el dodo se aduerme, por fin, en la
tregua del día incipiente.
A veces la noche ocupa la isla sin que el docto se detenga. Bajo las estrellas, su paso no
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procrea más repeticiones. El amanecer lo sorprende fuera de su refugio, de pie ante un
risco, con los ojos llenos de silencio y del horizonte apenas esbozado, mientras el
viento salado acaricia sus alas ineptas. Entonces suena en una tierra más allá del mar,
sin gritos, sin reflejos, sin feracidad de dodos, donde no hay sino césped, árboles,
nuevas aves. Y suena que el viento llega a sus oídos con un rumor de follajes dulces,
perfectamente seco.
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WlLBERT MANZANILlA HERRERA

Encuentro con Cronos

Para estos días en rojo el resplandor de los instantes se nos toma vida y es verde el
cabalgar del tiempo en la Ciudad.

Frente a mí, por ejemplo, parados en el crucero dos anónimos miran hacia un lado y
otro; hacia el frente también, pero con ansiedad.

El viste una camisa dos veces más grande que él mismo; tiene las carnes desgastadas
por el sol y los ojos, grandes y acuosos como si fuera un pez acabado de salir del agua.
Su boca se curva hacia abajo. ¿Será sólo esa falta de dientes la causa de que tenga esa
triste sonrisa?, me digo.

Bajando más la mirada descubro sus zapatos, que hablan de muchos anos de caminata
y también de ingentes trabajos.

Su compañera no dista mucho de él en apariencia; porta un vestido sencillo, lavado y


planchado ya tantas veces, que las flores que lo adornan acabaron por parecer el
paisaje de una tarde otoñal. Ella tiene en la mano un gran pañuelo rojo con el que se
enjuga de rato en rato el sudor-¿o serán lágrimas?-, fluido que brota desde una
pequeña frente de pájaro y resbala por los ojos a través de grandes surcos, presencias
del tiempo que saben del dolor, de la falsedad de los hijos y, también, de algunas
pequeñas alegrías.

El semáforo cambia. Por fin puedo continuar mi ruta. No, no sé si esos ancianos
lograron cruzar. Lo único que me queda de este hallazgo es la certeza de que,
prematuros fantasmas, no pertenecían más a este victorioso mundo urbanístico, corno
los pájaros, que ya dejaron de pertenecemos y vuelan hacia horizontes más azules.
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PABLO TEC RUIZ

En el Duelo

Lo primero que veo al salir es a esa patética y morbosa multitud amontonada sobre
los graderíos de piedra, también veo al hombrecillo del traje ceñido esperándome,
ensenando sus flacas piernas, poniendo de relieve sus genitales a través de la sedosa
tela de sus pantalones, ostentando sus glúteos sobresalientes... permanezco inmóvil
unos segundos, mientras lo estudio, el gentío me abuchea pero hago caso omiso, él
entonces toma la iniciativa, avanza hacia mí con saltitos ridículos que lo hacen ver más
vulnerable, más enclenque, tomando en cuenta que mi peso alcanza fácilmente los
cuatrocientos kilos, considero que todavía no es hora de matar, hay que dejar que se
confíe y, sobre todo, no debo dejarle ver que las cosas han cambiado.

Y vaya que sí han cambiado, ahora pienso, eso no había ocurrido con Sansón, ni con el
Pinto, ni con mis otros compañeros, ellos sólo eran puro instinto y fuerza bruta, y
cuando entraban al duelo ya estaban condicionados para matar y sólo era cuestión de
incitarlos para que atacaran. Embisto con timidez, arremeto sin un blanco preciso, lo
hago cuatro o cinco veces para disimular, así, sin buscar el cuerpo brillante de oropel,
y a cada ataque una ovación, no para mi, claro, sino para el payaso.

Sigo con el juego durante más o menos quince minutos, luego él cree que ha llegado la
hora de matar, despliega la fina hoja de acero y adopta su postura de asesino, de
matador, de verdugo, yo le veo a los ojos y por primera vez sé. Que tiene miedo, ¿sabrá
ya todo?, me detengo y decido ser magnánimo; de donde está hasta el cerco sólo hay
quince metros; calculo que él podrá salvar esa distancia antes que yo pudiera llegar a
la mitad del camino que me separa de él, pero no se mueve y aunque comienza a sudar
no abandona su gesto, ¡al diablo con él!

No digan que hubo ventaja, yo no estaba armado y él sr, eso compensaba su fragilidad.
Cuando ataqué, lo hice esquivando su filosa espada que apenas me rozó las espaldas,
en cambio, yo lo atrapé en la entrepierna y con un corto giro le destrocé la arteria
mayor y por un momento ésta pareció una manguera rota aventando sangre al aire y
al polvoriento suelo.

Apenas noté el silencio, concentrado en mi tarea no me di cuenta siquiera de la mujer


desmayándose, ni de los rostros azorados de aquel populacho que estaba ávido de
sangre, ¿por qué ese horror?, ¿no querían ver la sangre?, allí estaba, no era la mía pero
era igual de roja y también se condensaba en negros cuajarones... No hubo más que
hacer.
Permanecer en mi sitio cuidando de que nadie se acercara, esperando que el tipo se
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desangrara como buey en el matadero, alguien gritó que trajeran un arma, otros
agitaban banderolas esperando distraerme; pero cuando decidí moverme no fue
porque así ellos lo quisieron, lo hice porque mi atrevido rival estaba muerto. Entonces
busqué la salida y me dirigir a ella con tranquilidad.
43
MANUEL CALERO
El Cazador

Justo se acomodó la lámpara en la gorra de beisbolista, con la visera hacia atrás. En la


oscuridad de la milpa brillaban nítidos los ojos del ciervo; su cornamenta erg uía las
puntas ante el ruido de la carga del fusil. Y la pólvora estalló tras de la albarrada; llenó
el aroma del monte, quebró ramas y huesos, dejando un rastro de sangre en la brecha.
Justo quiso seguir a su presa, pero el brillo de otros ojos opaco su intento de saltar por
la albarrada: la venada ofrecía el pecho a su escopeta de repetición. Y otra vez cargó y
nuevamente el horizonte se resquebrajó ante el disparo.

Lo llenó de júbilo la claridad de las huellas que la venada dejó en el desenfreno de su


fuga.

Justo esperará la mañana para recorrer con perros la milpa. Montado a caballo,
buscará a la presa en el potrero cercado con púas y alambre. Sabe que al mediodía
mayo revienta de calor y polvo y que la hembra al menos, sobre todo si está preñada,
no resistirá a las heridas del cuello. El macho podrá escapar hacia la podredumbre de
alguna zopilotera, la venada no.

El joven dormirá en la cocina para despertarse al alba de esta noche sin luceros. Mamá
le hará un café negro en la hornilla de carbón. Luego se acercará a la hamaca: hijito,
dijiste que te hablara antes de que amanezca. Y él oirá sus chanclas junto a la mesa y el
rumiar del caballo amarrado al álamo, pero el reflejo del quinqué de viento en los ojos
de su madre le recordará los de su presa, en la madrugada amarga de café y cigarros.

Retorno

-¿Vino por sus recuerdos?-, pase. Penetra al cuarto plizado de cortinas y distingue una
silueta junto al zaguán. -¿Natalia? La luz entre la gasa del cortinaje ilumina el estambre
del chal, los cabellos esparcidos sobre los hombros estrechos. -¿Eres Natalia?, insiste. -
Su casa es la de aliado, señor. ¿No lo recuerda? -Venga. La mano se alza en el espacio.
Señala un pasillo de humedad.

El haz del sol en el techo descubre la escalinata, la puertecita al fondo del pasadizo. Y
Antonio debe guiarse por el sonido del llavero que agita la mano blanca, la que flota en
la penumbra. Esta vieja tapó con bloques la arquería de La Bombilla. El interminable
corredor de arcadas. Si. Mi casa estaba dividida en dos. Ocupaba la cuadra entera. Y
pretende despojarme.
Adueñarse de lo que era La Bombilla. -Tenga cuidado con los techos, señor... No se
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apoye mucho en las paredes. La anciana se detiene bajo el tragaluz. El pelo escaso,
largo. La bata... Esa palidez... No, no es Natalia. La anciana sujeta el candado y la puerta
se abre con un chillido. -Me agrada que alguien venga, se encargue de restaurar la
casa, y sonriendo a su visitante, la mujer cierra tras de sí la puerta.

"He venido de nuevo a tus rincones... Camino por la fila de tus cuartos y nada detiene
la nostalgia de mis pasos. Ni siquiera un viejo sillón, ni tan sólo una hamaca. Ahí, al
fondo, distingo la silueta de abuelo. Veo que platica con papá. Están sentados a la
cabecera de la enorme mesa del comedor. Oigo sonar las ramas del caimito, rozan las
vigas del techo.

Es mentira que no haya. Que grite cuando quiera. No le abriré. Atranqué la puerta que
da a La Bombilla. Que se rompa los dedos de tanto golpear... Me ha mentido. Me dijo
que los techos están desplomados. Y es mentira. Acecha por la rendija. Veo su ojo. Esa
vieja no para de gritar majaderías contra mí. Dice que me ha visto andar a gatas en
derredor de mi cuarto buscando a mi nana, llamando a Natalia.

Afirma que ella compró toda la casa desde hace tiempo y que desde entonces la ha
mantenido cerrada por el peligro de los techos. Y es mentira. Por eso mi abuelo ni la
escucha. Dice sus poemas. Mi padre tampoco le hace caso... Ambos conversan. Tienen
húmedos los ojos y parpadean. Ha de ser por lo que el abuelo dice. Mamá conversa con
abuela.

Están tejiendo en sus sillones junto a la puerta que da a la calle. Al paso de las calesas.
Pues oigo sonar los cascos de los caballos; sus herraduras sobre el pavimento de la
calle dispareja. Sí. Ha terminado el cine, la función de las nueve. Es por eso que vienen
de la plaza las calesas. Y mamá y abuela tejen en la puerta porque adormecieron a mi
hermanita en la cuna de miriñaque... Oigo sus voces a través de la mampara, por
donde la luz, y el ruido del péndulo del reloj se cuelan a mi cuarto desde la sala... los
gajos del caimito rozan los techos... Huelo tu chal...

El de estambre gris. Méceme. Méceme. Huelo el estambre... Tu chal. ¿Quién grita


lamiándome en la Bombilla? ¿Nana, lo sabes Natalia?
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BRENDA ALCOCER
Tal vez pronto...

Ser libre, libre para correr y correr por el parque, pasando por los mismos lugares
cien y mil veces, pasar a galope tendido entre los puestos, rodear la fuente en una
vuelta infinita, subir, bajar, caer, levantarme para impulsarme de nuevo; continuar,
brincando con un pie, con el otro, con los dos lados, a un lado, al otro, sentir la
velocidad en el aire que desplazo, en el pelo, en la falda tratando de seguirme y los
pies, que no quieren parar, vuelan, patinan giran, se escurren y me llevan en vértigo
incontenible, arrebatado, con esa sensación de caballo o de pájaro; cuando me elevo
en el columpio, agarro fuertemente la cadena, camino hacia atrás, me dejo caer en el
asiento, al mismo tiempo que levanto los pies, voy volando, cuando llego arriba doblo
las piernas hasta pegarlas bajo la silla, regreso con una prontitud acelerada, uso
piernas y pies como alas, extendidas, dobladas, extendidas, dobladas, el cuerpo en
rítmico movimiento, adelante, atrás, alcanzo una rosada nube, al poco tiempo me
empalaga, la quería de piña y no de fresa, dejé un ángel sin almohada, mamá eleva un
cometa de palabras para que yo descienda por su cuerda, dejo las piernas en una sola
posición para ir perdiendo altura, de un saho escapo de unos brazos que me esperan,
pongo en movimiento la pelota con una fuerte patada.

Abro los ojos, las tres paredes que me rodean las conozco de memoria, las he mirado
por meses, en los momentos más intensos de mi estado de ánimo y en los más simples,
la celosía de madera a cuadros verdes que hace las veces de pared la h e recorrido
hasta el cansancio, conozco todos sus rincones, sé en que parte se confundió el
carpintero y dejó los huecos más grandes o cuando llegó la araña paracaidista a
adueñarse de los cuadros del rincón derecho.

Nunca estoy completamente a oscuras, la celosía permite el paso de la luz, a través veo
cuadricularse las nubes, tienen muy divertidas formas, a veces son canguros, otras
conejos, elefantes o diablos, una sola puede ir tomando diversas caras, cambiando en
pocos segundos; en algunas ocasiones, cuando en medio de muchas de ellas se abre un
pequeño agujero y miro el cielo, se me imagina que por ahí me acecha Dios y me
sonríe; algunas nubes se van desbaratando mientras se alejan y otra pasa a tomar su
lugar en dirección a mis ojos.

A la araña la contemplo trabajando todo el día ocupada en tejer y tejer afanosamente


su tela, la construye de un transparente y mágico hilo, cuando le da el sol toma los
colores del arco iris que entra por las rendijas después de un día de lluvia. Cuando
mamá la descubre, la desbarata con un escobazo y ella corre a esconderse entre las
tablas, cuando pasa el peligro, vuelve a empezar el tejido. El otro día que no corrió a
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tiempo estuvo a punto de morir bajo el zapato de mi madre, grité asustada y eso le dio
oportunidad de salvarse.

Cuando me fastidio de este cuarto cierro los ojos y huyo al parque a disfrutar del sol,
los juegos y los árboles. Pasan días enteros sin que recuerde que soy una piedra atada
a este colchón, estoy clavada, atornillada, pegada, solidificada a él. El problema no es
ése, sino que soy el motivo del drama que están viviendo mis padres; lloran por lo que
me pasa, pero a mí no me sucede nada, es a ellos que no se conforman; mamá se debe
cansar mucho, bañarme, vestirme, atenderme, siempre dejando todo para venir a ni
llamado y gastando en mí hasta el último quinto de su sueldo. Pero él, él me usa de
pretexto para desaparecer en la cantina y luego viene con sus ayes alcohólicos a
remacharme más en esta cama; sólo en estos momentos, cuando está hincado con la
cabeza puesta sobre mis inmóviles piernas, llorando más que por mí por su vergüenza
de haber tirado el dinero que gana, en parrandas, es cuando realmente me entra una
ansiedad por no poder flexionar la rodilla y asestarle un golpe en la cuenca del ojo, así
lloraría por él mismo.

Hay alguien que todas las mañanas me ayuda a aflojar el tornillo que me afianza al
lecho, es la abuela, a ella no le importa mi invalidez, con sus cuentos me lleva a otros
lugares, mientras vamos camino al hospital para hacer la terapia.
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ARNALDO ÁVILA

Salón Rojo

Sergio García apareció entre luces multicolores que ambientaron de carnaval el Salón
Rojo, miró los guiños rímel de la Ramona y contestó vacilador los besos que le
enviaron algunas mujeres del rincón caliente, en el salón los destellos revelaron seres
comprometidos en ritmos mágicos. Sergio pasó, galán, entre caderas acompañadas
por bongós, trompetas y pasitos chéveres, centró la vista en el lugar que anos atrás
ocupara Nereida González, y celebró las nostalgias con algunos movimie ntos
contagiados de danzón. García tomó por la cintura a la Ramona y sobrevinieron los
roces sensuales. Sergio, marcó en ese momento su territo rio con desplantes de
bailarín, la Ramona, cuerpecito de mariposa prieta y vestido entubado, comprendió el
lenguaje que le impulso su compañero, así como lo entendieron los hombres del Salón
Rojo.

García prendió el cigarro, se ajustó la chamarra al talle y caminó ya sobrio algunas


esquinas. El encuentro con la Ramona le pareció similar a otros encuentros en el
salón, eran" semejantes los pormenores, casi todo como aquella noche en que conoció
a Nereida González: olores de cerveza y pachuli, danzones prendidos en la sangre y el
husmeo de los galanes de barrio en busca de güilas trasnochadas, todo en conjunto
quiso provocar al instante Sergio García, se emocionó y continuó pensando bajo el
cintilar de un anuncio luminoso. "Nereida el misterio, Nereida como el danzón de
Acerina, Nereida el dancing", Sergio apresuró el paso tratando de apartarse del Salón
Rojo y vivir de evocaciones. Las cenizas del cigarro mantuvieron firmeza en el cilindro
de papel y no cedieron hasta que a García le temblaron los dedos y continuó
adentrándose en pensamientos contaminados de Nereida González y aquellos ojos
enmascarados que emanaban entre luciérnagas de nicotina. "Me gustas, muñequito de
organdí". Voluptuosidad encarnada en los oídos, Sergio murmuró el campo del danzón
donde se engendraban el movimiento lascivo de los hombros y el avance erótico de
Nereida, con aquellos brazos y manos que lo tomaban del cuello y lo hacían sentir
único. "Nereida Danzón, Nereida Cumbia, Nereida Maaambo".

Sergio bajó del taxi y desdibujó la figura desgarrada en lo oscuro del cuarto, encendió
el foco y así, como al momento se iluminó el espacio, retornaron a él las caricias, los
murmullos lejanos de Nereida. El tocadiscos acaparó la habitación con danzones y
Sergio palpócon ojos nostálgicos los vestidos y lo s cabellos sintéticos que
permanecían en el estante, y en su tiempo ayudaron a ocultar el misterio de Nereida.
Los labios de Sergio aguardaron la boca que no cobró materia, el danzón continuaba
cierto en el vecindario. "Te quiero por entrador y porque bailas como muñequito de
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cuerda. Nereida González me pasas un resto porque eres el mismísimo baile. Acércate
muñeco de celuloide y pega tu piquito aquí en mi lengua, así nene, demuéstrame que
eres bien machín".

García vivió de nuevo el hotel, la intimidad con Nereida y las confesiones que
argumentaban tolerancia por parte de él y que en un principio no fueron reconocidas
debido a la repugnancia y el rechazo de saberse en esas circunstancias. ¿Amarte,
Nereida o como te llames? Para que después sobreviniera en Sergio la reflexión y
aceptara a Nereida tal como era; arribaron a él los minutos plenos de rendición, goce y
muestras de cariño que ningún otro ser le había prodigado.

La Ramona se inquietó ante el paso decidido de Sergio García, miró aturdida a sus
compañeras y asomó los dientes metálicos en sonrisa que semejó una tajada de oro. El
cornetín mareó con danzón la sala, García movió sabroso el cinto, practicó media
vuelta apantalladora y se aferró al cuerpo de la Ramona, las miradas y los tanteos se
prodigaron. Sergio recordó malhumorado los días previos a su desgracia y maldijo la
noche en que Nereida conoció a Raúl; desde aquella fecha, observó actitudes poco
usuales en la cotidianeidad de Nereida, las citas se tornaron frívolas y distanciadas.
Sergio miró la luz intensa del salón que los envolvía con manchas púrpuras, como los
coágulos de sangre imborrables, que demostraban en sus manos la ligereza con que
actuó aquel día, Sergio recordó el tajo firme en el cuello de Nereida por donde escapó
el Salón Rojo con todos sus resplandores míticos y fantásticos, que dejó huir al danzón
bailado por putillas y jotos del rincón caliente. Emanaron violentos por esa rendija
mortal, guiños, agasajos, secretos, manas, suspiros y besos del salón. Sergio García no
olvidó los ojos agónicos de Nereida, primero con sorpresa e interrogantes que él no le
pudo desentrañar, luego la mirada sin reproches redimiéndole de culpas, García
volvió a los recuerdos en el periódico: un hombre ebrio, semiinconsciente sobre la
cama, aliado, el cadáver de Nereida, después líneas que daban un nombre; Raúl leyó:
el asesino no recordaba cómo realizó el crimen.

El danzón ocupó espacio entre los cuerpos y quedó prisionero en la habitación del
hotel, Sergio tomó entre sus brazos a la Ramona y ambos imaginaron el Salón Rojo, los
pies de García marcaron la ruta del compas que ella siguió fiel y casi mecánica, trazos
dibujados, armónicos pautaron el Piso de la estancia, allí Nereida resurgió como
maquinación de rectas y curvas que describían la fidelidad ritmada del flautín o el
desentono de alguna clave en la melodía que, sin embargo, formaban parte del danzón
y una verdad ya aceptada, que ahora él defendía sin prejuicios. Los besos de la
Ramona mordieron los labios de García, él contestó con caricias que recorrieron
ángulos húmedos, indiscutiblemente femeninos: Sergio, titubeó ante la excitación de
ella y, confuso se percató que él mismo trataba de engañarse, no existía en la Ramona,
Nereida González con sentimiento de mujer, inspirados en el danzón y ciertísimos en
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espíritu, como también no habitaba en Nereida sexo de coral, negado en una
prolongación viril irrefutable. Sergio García abandonó el hotel llevando los secretos de
amor y la verdadera naturaleza masculina de Nereida González. El Salón Rojo
esperaba mágico y real.

Mimetismo

La mano acortó distancia y empujó la ficha que fue al fondo de la máquina; pronto
todo se activó con movimientos entrelazados por ruido y música electrónica durante
la actividad. Juan Montana tomó como en otras ocasiones el mando de la nave militar
y oprimió algunos botones del tablero, de inmediato, Juan observó a través del cristal
cómo las aspas del helicóptero abatían con virulencia los árboles de la jungla, bastaron
segundos para que Montana desapareciera de la nave guerrera y asomara comendo
con dificultad en medio de varios edificios destruidos: ruinas acosadas por manchas
verdes que simulaban follajes encendidos. Juan intuyó los objeto s que le rodeaban y
sus sentidos concentraron fuerzas en los espacios donde pudieran mostrarse
guerreros contrarios, -alucínate Montana, quimbombéales media madre y media más-
-si te la dejan ir yo te sigo-. Los ojos de Montana permanecieron insomnes, sin
parpadeos nerviosos, ojos que confundan en un solo haz de rencor a los enemigos sin
rostro de las máquinas y las pandillas que desarbolaban cuerpos por la colonia.

Montana guió sus pasos a tientas por territorio desconocido, esa noche no hubo salida
de luna en la ciudad que perfilara los bordes de las sombras, en cambio existió el
silencio torcido de las calles, en complicidad con la pupila del miedo. En el rumbo de la
Meche, la ansiedad y la espera permanecieron ocultas entre los porros. Detrás del
muro, Juan Montana, en cuclillas: aspiró el vapor del carrujo y se vio nacer del agujero
profundo de una perra. Pero no sólo Juan Montana fue parido por el animal, sino que
sus compañeros emergían de ese hoyo herido, nacían la misma laceración; entonces
Juan introducirá un fragmento del pensar por los burdeles de sus Incontables
progenitoras y allí mismo tomaba de las manos al Suncho, al Claudia, al Satán, a todos
Juan los apretó contra si y sintió el poderío de su unión y por ello ya no le penetró en
el tiempo, en la esquina de la Meche diversas sombras se trenzaron y repelieron en el
fragor de la lucha; entonces sobrevino la ruptura de la frágil insonoridad y dio
entrada, en la herida del sigilo, a los gritos e insultos de la lucha.

El índice de Juan Montana apretó con destreza el gatillo y los destellos del arma
fundieron los cuerpos de los primeros combatientes en un capullo uniforme; Montana
imprimió velocidad a su accionar entre dibujos coloreados, pinturas elaboradas con
paisajes sin olores y sin brisas, trazos vertiginosos impelidos por la misma
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desesperación con que Juan liberaba sus nervios; para entonces, el enemigo ya no
surgió en determinadas distancias, sino que las figuras sin rostro saltaban al combate
siguiendo estrategias programadas en alguna fábrica.

Los hombres caricatura de las máquinas y los porros de las otras colonias iniciaron el
ataque que Juan y sus amigos, ya no pudieron contener, pero a Juan aún le quedaron
segundos para mirar de reojo al Suncho y al Claudia, que yacían desarticulados sobre
el pavimento de la banda del Coralito.

El aparato electrónico inició el juego con las figuras sin rostro, los sonidos mecánicos,
los colores estridentes. Juan Montana entonces continuó su guerra que no tenía fin.
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MELBA ALFARO

Viaje

Cuando avancé en la anchura de la vereda, una lluvia de mosquitos orbitó mi cabeza.


Resaltaban los pájaros por encima de las copas de los grandes árboles. A mi derecha
los herrumbrados rieles se dirigían al poniente. Ahora, los almendros y flamboyanes
confunden sus ramas, entrelazan sus hojas formando un largo túnel verde con racimos
como manchones y guirnaldas naranja-rojizos.

Prosigo. Llego al cruce de vías. Aquí suelen pasar los camiones, que lo mismo llevan
gente que animales o carga. Aparece uno casi enseguida de mi instalación sobre una
gran laja. "Yo pensé que tardaría más, suerte de pobretón". Los mosquitos se han
multiplicado por encima de mí. Ya perfilan la cabellera que descansa sobre los
hombros huesudos y cansados.

Con el brazo bien extendido pido al vehículo que se detenga. Lo hace. La gente grita,
vocifera. El camionero se levanta violentamente de su asiento sólo para regresar
enseguida a él, acelerar y conducir, como suelen hacerlo los que tienen alguna
urgencia o como aquellos faltos de escrúpulos, al momento de ponerse al volante. No
entiendo nada más, sino que me quedaré aquí, que deberé esperar hasta el momento
en el que algún conductor quiera llevarme.

Casi oscurece. El zumbido que me acompaña crece minuto a minuto. Desaparezco


entre la negrura. Ningún ser ha cruzado por estos lugares. Decido avanzar.
Misteriosamente, no siento sed ni calor, aunque confieso que la incertidumbre me
invade. Creo percibir otras formas de voladoras a mí alrededor. No sé cuánto tiempo
llevo intentando avanzar; parece como si un muro transparente me detuviera.
Diamantinada, la luna brilla.

Nubes pequeñas la cruzan de vez en cuando. En este instante los árboles cantan en el
túnel inaccesible. Se mecen y abanican, abanican, abanican. Abanican ya con ráfag as
de impensada violencia. El azoro me posesiona. Los dípteros crueles y demás insectos
se desprenden a cada raudo soplido del viento que ha llegado. Parece que observo el
derrumbe de mi casa; sin embargo, me siento crisálida terminal y casi vuelo, casi
zumbo.

Muevo -estrenándolas- mis alas. Voy por el túnel vegetal; los pájaros me envidian, los
mosquitos vuelven a ser en otra forma mis compañeros, mis compañeros. Por la
vereda caminan dos borrachos. Se parece al tipo loco, ¿no?". "Yo creo que se pasó de
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mota. .Sí; puede ser, pero seguro tuvo viajes agradables... Ahora luce tan tranquilo. .

Confusión de Ceniza

A ciento diez... El aire azota el rostro. Entrecierro constantemente los ojos. "Tengo que
comprar unos lentes". En el horizonte, un gris en remolinos asciende y erosiona
amarillas tonalidades. Llegar a un poblado, bajar la velocidad. Al paso, pitahayas,
flores de mayo, flamboyanes, limonarias. En mi cerebro, las palabras que hicieron el
vacio.

Por las ventanas de la nariz entra a ráfagas el aroma de jazmines sin que lo aprecie.
Oscurece. El vehículo va dando saltos entre la velocidad y las fracturas del asfalto. A la
derecha, sin respeto, una señal de peatones, un volquete amarillo junto al mera
melindro. Aminorar. Una niña en bicicleta irrumpe a la entrada ya de otro poblado y
me obliga a frenar.

Oleadas de calor en mi superficie. Los labios demasiado fríos. Avanzo. Ciento nausea.
Cruzo los 'topes' y el pueblo. Hay dolor en los brazos. A pesar del viento, necesito
aspirar profundamente. "Verde, verde, verde" "Curvas". "No rebase". No encuentro el
lugar donde venden esperanzas. Un olor a gasolina quemada llega intensamente.
Acelero.

Dos autos y una combi -parecen ir a enorme velocidad- cruzan en sentido inverso.
También un camión de carga pasa zumbando junto a mí. Acelero. Alcanzo a leer
palabras que se abrevian San Ant..., Hacie... "Este sol se está volviendo blanco"
Tiemblan mis pómulos. El aire llega gélido a mi cuerpo. Qué de verdes en el campo en
esta época del año.

¡Qué grises en la sangre! "Creo percibir un blanco ataúd" El cuerpo entumido, la


cabeza pesada, los hombros... duele. "Pensé que el camino al abismo era más largo".
Cien relámpagos cruzan. Se rompió el horizonte, enraizarán en él arborescencias
eléctricas. Pero... Los faros vuelven los lilas y verdes, muros oscuros. Es el tiempo. Me
confundo entre cenizas.

Marea

El rumor de las olas mece los recuerdos. Evoco: mis ojos ríen. Miro: en ellos, cariño,
pasión; en ellos, entrega, regocijo; en ellos, el placer de recibir tu aliento (vigor y vida).
Giro entorno a ti, Giro. Las aves entonan las ansias mías. Infinito amor. Mis manos
disfrutan calor, matices voluptuosos, graves: lentas cadencias y roces de palmas al
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compás de melodías que mueven nervios y agitan respiraciones.

Las aves entonan nuevos ritmos, interpretan tus murmullos a mi oído. Dejo: que mis
labios arrullen tus sienes y tu frente tersa. Dejas: que mis labios recorran una y otra y
otras veces tu cuerpo. Nuestros pechos surgen los pezones que ávidos se acarician en
satisfacción mutua. Advenimiento de la dicha. De nuevo hablan tus manos a mi cuerpo.
Ya enterramos las voces antiguas en carcajadas violetas.

Devoro tu esencia para ser fuerte en los instantes no compartidos, en las horas largas,
largas. Devoro el rumor de las olas presagiando la inagotable sal, espumas yagua,
líquidos que me llenan (los tuyos), me colman. En el pasado, el presente fue rostros
encendidos. El susurro de las olas mece los recuerdos.

Con sombras tras las sombras (Additional story)

Paso ante la lápida esperando que me oigas, más el cementerio está sordo y me es
ajeno. No encuentro en él rastros del aire que tenías o de los sueños que, al menos,
dejaras. En el aturdimiento busco mezclarme entre mochilas multicolores, semáforos
y pasos apresurados. -Te siento fuera del sepulcro. Cruzo frente a la iglesia. Las
campanas, cada vez más agudas, provocan que las lágrimas desanden, regresen -más
allá de la conciencia- al fondo de los remordimientos, a ése dolor hondo que hace
tomar el aire a bocanadas, mientras el viento hiela las orejas y penetra resquicios del
abrigo.

Si hace tan solo una semana tú y yo compartimos el sol aporreado en los pilares de la
envejecida casona y reñimos junto al grueso tronco del tamarindo. -¿Me acompañas?
Hoy el laurel del campanario está muy verde y me quema el frío. Nos presentaron en
otras circunstancias -recordarás- las de tu desparpajo ante la vida... ¡la vida! Y fuimos
amigos y hablamos de tu piel y las osadías de la naturaleza, de las hazañas de las
hormonas, de nuestras alegres justicias e injusticias llorosas, de competencias y
alianza, de chicos y de chicas, y fuimos amantes.

Quisiera poder retroceder a las carretas y tinajas, a -¿recuerdas?- los primeros paseos
en bicicleta hasta los cenotes del barrio y querría también olvidar la ponzoña que
depositamos uno en el otro, hasta rugir como felinos acorralados, rabiosos que roen la
vivencia y desean su exterminio. -¿Me acompañas?- Paso ante camiones y pórticos.
Circulan camisas a rayas, autos azules, letreros que deliran.

Divago por la gente con sombras tras la sombra de las gafas, porque te dije que gente
como tú no debería existir, que era mejor que murieras. Hace ocho días apenas,
vestido de blanco, lejos de los pilares de la casona, miraste de reojo y con tristeza
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nuestra marcha, y yo de verde, toda verde, temerosa, deseé acabara la existencia.
Tenías la misma convicción, así de grande el daño entre nosotros.

Sin pronosticarme tus acciones fuiste hasta la soga para hacer de ti el cuerpo colgante
que me trajeron como noticia unos labios. -¿Me acompañas?- Duele. No podía saber. Es
el tiempo de la ausencia.
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Índice

Entre el Silencio y la Ira: Narrativa Contemporánea de Yucatán.................................................... 3


CAROLINA LUNA........................................................................................................................ 6
Antes y Ahora........................................................................................................................ 6
Marinas (Additional story).................................................................................................... 11
SERGIO SALAZAR VADILLO ....................................................................................................... 16
Carmen............................................................................................................................... 16
La Pesquisa ......................................................................................................................... 19
CELlA PEDRERO ....................................................................................................................... 25
Anábasis ............................................................................................................................. 25
Nadie llora por mí................................................................................................................ 25
Luna Negra.......................................................................................................................... 27
Topodrilo ............................................................................................................................ 28
CRISTINA LEIRANA ................................................................................................................... 30
Insomnio............................................................................................................................. 30
Requerimientos................................................................................................................... 30
El Color del Cristal................................................................................................................ 30
Mensaje cero ...................................................................................................................... 31
Secreto (Additional story)..................................................................................................... 31
VÍCTOR GARDUÑO................................................................................................................... 32
Amputaciones ..................................................................................................................... 32
ADOLFO FERNÁNDEZ GARATE .................................................................................................. 34
Por qué no .......................................................................................................................... 34
JORGE PECH CASANOVA .......................................................................................................... 38
Feracidad del Dodo.............................................................................................................. 38
WlLBERT MANZANILlA HERRERA .............................................................................................. 40
Encuentro con Cronos.......................................................................................................... 40
PABLO TEC RUIZ ...................................................................................................................... 41
En el Duelo.......................................................................................................................... 41
MANUEL CALERO .................................................................................................................... 43
El Cazador ........................................................................................................................... 43
56
Retorno............................................................................................................................... 43
BRENDA ALCOCER ................................................................................................................... 45
Tal vez pronto...................................................................................................................... 45
ARNALDO ÁVILA ...................................................................................................................... 47
Salón Rojo........................................................................................................................... 47
Mimetismo.......................................................................................................................... 49
MELBA ALFARO ....................................................................................................................... 51
Viaje ................................................................................................................................... 51
Confusión de Ceniza ............................................................................................................ 52
Marea ................................................................................................................................. 52
Con sombras tras las sombras (Additional story).................................................................... 53
Índice ..................................................................................................................................... 55

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