Personajes líquidos en El Domador (1995) de Rafael Pérez Estrada Blanca RIPOLL- Ana CABELLO
Personajes líquidos en El Domador (1995) de Rafael Pérez Estrada
Liquid Characters in Rafael Pérez Estrada’s El Domador (1995)
Blanca RIPOLL SINTES
Universitat de Barcelona
[email protected] ID ORCID: http://orcid.org/0000-0003-4759-702X
Ana CABELLO GARCÍA
Universidad de Málaga
[email protected] ID ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8037-8406
Microtextualidades
Revista Internacional de
microrrelato y minificción
RESUMEN ABSTRACT
Este artículo se propone realizar una This article aims to do an approach to
aproximación al libro El Domador the book El Domador (1995), written
Directora (1995) de Rafael Pérez Estrada. Para by Rafael Pérez Estrada. In order to do
Ana Calvo Revilla this, we will start from the author's
ello, partiremos de la poética literaria
Editor adjunto del autor y de su libre concepción de los literary poetics and his free conception
Ángel Arias Urrutia géneros literarios, que confunde los of literary genres, which confuses the
límites entre el microrrelato y la prosa limits between the microstory and the
poética, para analizar también la poetic prose, in order to analyze his
reflexión metaficcional y metafictional and metalinguistic
Artículo recibido:
metalingüística y la construcción de los thoughts and his particular way of
Enero 2021
Artículo aceptado: personajes. creating his characters
Abril 2021
PALABRAS CLAVE: Rafael Pérez KEYWORDS: Rafael Pérez Estrada;
Número 9, pp. 59-69
DOI: Estrada; microrrelato; personaje; microstory; character; Spanish
https://doi.org/10.31921/microtextualidades.n9a literatura española. literature.
5
ISSN: 2530-8297
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Personajes líquidos en El Domador (1995) de Rafael Pérez Estrada Blanca RIPOLL- Ana CABELLO
1 Límites acuosos: la poética literaria de Rafael Pérez Estrada
“La voz de que existía en Málaga un escritor inaudito, perversamente tierno,
refinadamente cómico, se fue corriendo. Pero era una voz en el desierto de las capillas”
(Molina Foix, 2000): así rinde Vicente Molina Foix su homenaje ante el fallecimiento
de Rafael Pérez Estrada, a quien califica de “escritor de escritores”, pues “en cualquier
profesión, el más alto juicio de calidad lo da el profesional”. En este artículo de El País
da en el clavo acerca de una de las características que definen más aspectos de Rafael
Pérez Estrada: su heterodoxia, manifiesta en múltiples niveles. Ajeno a cualquier
centralidad cultural, a cualquier moda o escuela literaria (de “damnificado por las
etiquetas o su imposibilidad” lo califica Villena, 1995), el malagueño fue un creador
indomable de vocación tardía que gestó un corpus literario y artístico amplio y
orgánico, con una marcada evolución interna hacia la contención estilística y con la
consolidación de un universo único y singular, definido por desviarse de convenciones y
normas preestablecidas a partir de relecturas muy personales de la tradición literaria y
de las bellas artes.
En la etapa que va desde su primera obra Valle de los Galanes (1968) hasta el
Libro de Horas (1985), la crítica coincide en señalar un primer momento de su
escritura, que se irá intensificando y depurando en una segunda fase, cuando la obra de
Pérez Estrada se acoja, “tanto en lo formal como en lo conceptual, a la tradición literaria
de lo conciso, así como a una textualidad –fronteriza entre lo lírico y lo narrativo– que
está en la línea de las nuevas maneras del microrrelato” (Ruiz Noguera, 2016: 14).
Fórmula narrativa que el artista malagueño englobó en el ramoniano concepto de
“brevedades” (“Yo siento una admiración enorme por Gómez de la Serna y le debo el
sentido de la brevedad.” – Aguado, 2000: 124) y a la que ha contribuido con
aportaciones capitales, avaladas por su inclusión en numerosas antologías de
microrrelatos y por los juicios elogiosos de la crítica académica (Valls, 2009: 143-144).
Samperio (2010) inserta lúcidamente la breve ficción estradiana en una genealogía de
grandes maestros como Ramón Gómez de la Serna, Borges, Italo Calvino, Cortázar,
Monterroso o Juan José Arreola, entre otros, conectando así la preferencia por el relato
y el microrrelato en una tradición literaria internacional que vetea la historia de la
Modernidad.
Partiendo de una profunda falta de fe acerca de la “eficacia aislada de los
géneros literarios” (Pérez Estrada, 1993: 187-188), podemos defender una concepción
estradiana del género del microrrelato tan líquida y heterodoxa como los personajes que
habitan sus textos: conviven en sus obras textos de extensión y estructura desigual, que
combinan de forma híbrida narración, diálogo y prosa poética. Así lo asevera Francisco
Ruiz Noguera, a propósito de la reciente publicación del segundo volumen de sus obras
completas:
[...] debe tenerse en cuenta la posición crítica que con respecto a la tradicional división de
los géneros literarios –y, sobre todo, su manifestación textual externa: versal o prosística–
tuvo el autor desde sus comienzos. La mayoría de los textos recogidos en este segundo
volumen se corresponden con lo que formalmente llamamos poemas en prosa; no
obstante, muchos de ellos tampoco son totalmente ajenos a formas narrativas como las de
los microrrelatos; es decir, terrenos fronterizos. (Ruiz Noguera, 2020: 8)
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Estos límites líquidos entre géneros, que se nos escapan entre los dedos como muchas
de sus criaturas de ficción, describen, no obstante, fundamentales líneas vertebradoras
que convierten a un texto del escritor en una pieza inclasificable pero que rápidamente
identificamos como suya, gracias a la huella de un estilo original. Algunas de estas
líneas son la voz enunciadora, caracterizada por la suma de humor y ternura, y el
objetivo que mueve la pluma, el motor de la escritura de Pérez Estrada: sorprender al
lector, dislocar su habitual relación con la realidad. La poética literaria del autor de El
Domador tiene que ver con su deseo de “sorprender y de producir perplejidad en el
sujeto que imagina” (Aguado, 2000: 118). Y es la imaginación, el “trapecio de la
imaginación” en sus palabras, la piedra de toque de la escritura estradiana (de ahí su
sintonía lectora con Giordano Bruno y Henri Corbin, dos de sus manes tutelares), que es
definida como “un estado del espíritu que tiende especialmente a buscar el perfil
distinto de las cosas” (Aguado, 2000: 117), acercándose así a una poética de lo insólito.
A este respecto, señala con tino Manuel Alvar que la voz de Pérez Estrada “instaura en
su arte una manera de racionalizar lo irreal, convirtiéndolo en hecho posible en un
mundo distinto del que poblamos los mortales” (Alvar, 2000: 137). La potencia de la
imaginación trata de generar realidades sustantivas, normalmente a partir de la
distorsión de lo real: si la imaginación es el trapecio, “la razón sería el salto” y “la red es
la lógica, la red es la realidad” (Aguado, 2000: 118).
La conjunción de estos tres vértices (imaginación, razón y realidad), con la
mediación del salto (“El vacío del salto se produce en el sofisma, en la brillantez, en el
espejo, en el filo de la navaja” – Aguado, 2000: 118), equivale a la escritura fascinante
de Rafael Pérez Estrada, que traza tres orientaciones temáticas recurrentes: en primer
lugar, los mundos imaginarios; a continuación y en la tradición de su admirado Jorge
Luis Borges (“De él he aprendido especialmente a elaborar una manera de escribir que
podría denominarse cultura-ficción” – Aguado, 2000: 124), el modo cronista de una
Historia ficticia, que aúna orientalismo, marginalidad, tradiciones sacroprofanas y una
cierta predilección por la época medieval; y por último, la convicción de que el mundo
de los sueños es el contraespejo de la realidad cotidiana (Ruiz Noguera, 2016: 14).
2 El Domador (1995): propuesta de una cosmología
Pieza fundamental de la segunda etapa literaria del escritor, El Domador aparece en
1995, editado por Huerga & Fierro en Madrid. Como es habitual en Pérez Estrada, el
estudio de las variantes editoriales de sus textos nos hablan de una Obra total, que va
haciéndose y revisándose: así Las horas crueles, volumen aparecido en la editorial
Bauma. Cuadernos de Poesía (Barcelona, 1993) en una magnífica edición en papel
verjurado y numerada a mano de cuatrocientos ejemplares, se integra como sección de
la primera parte de El Domador; también de excelente factura, la edición numerada con
grabados de Juan Carlos Mestre Crónica de amor de una muchacha albina (Andrea
Lúea, Madrid, 1993), constituirá el inicio de la segunda parte del libro de 1995, con el
epígrafe general de “Crónicas”.
Con todo, no es El Domador una mera compilación de textos, un libro de
aluvión. Otra de las notas definidoras de la segunda fase de Pérez Estrada es la mayor
preocupación por “la arquitectura íntima” de sus libros (Aguado, 2000: 126) –cuidados
hasta el extremo en todos sus aspectos: portada, gramaje del papel, tipografías,
ilustradores...–. De extensión desigual, El Domador muestra una estructura bimembre,
en que la primera parte, “El mar de fondo”, no solo tiene mayor extensión formal sino
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que muestra un mayor carácter narrativo en siete series 1 –también desiguales– en que
adquiere protagonismo la reflexión acerca de la temporalidad, la memoria y la escritura
como intento de restitución de la emoción efímera. “Crónicas”, la segunda parte del
volumen que estudiamos, concentra la atención en interlocutores habitualmente pasivos
(árboles, flores...)2 que devienen el doble, el reverso de los habitantes humanos del
poemario de Pérez Estrada, y que sirven a un mismo propósito: poner de manifiesto la
desigual batalla entre el hombre y el tiempo que se va, entre quien escribe por captar el
misterio de la realidad y sabe que apresarlo implica su aniquilación. En este sentido,
Teresa Hernández ya aseveraba en una reseña publicada al salir el libro: “Las dos partes
de El Domador fabulan con la noche, ‘la piedra de la memoria’, el tiempo y el sentido”
(2000: 231).
Una de las características singulares de los microrrelatos de Rafael Pérez Estrada
y que ejerce una mayor fascinación en una comunidad de lectores en crecimiento
continuo es el particular universo de espacios y criaturas que gestó (“fantasías
desbocadas” reza una reseña ante su publicación – J.G., 1995), cosmos alimentado no
solo por sus textos sino también de forma paralela con sus ilustraciones, cuya
interrelación, libro tras libro, percibía el mismo autor de manera orgánica:
Muchas veces he visto que, sin darme cuenta, he ido componiendo una cosmología. Me
gustaría alguna vez poner en orden una serie de textos que constituyeran una cosmología
en la que estuvieran los pájaros, los monstruos (es decir, los bestiarios), las nubes, los
ríos, los árboles, la botánica. Con una edición de ese tipo yo sería muy feliz. Y si esa
edición fuera bella, incluso de bibliófilo, disfrutaría mucho más. (Aguado, 2000: 123-
124)
De esos mundos poblados por los más fabulosos seres, apunta Fernando Valls en un
insoslayable estudio acerca de La sombra del obelisco (1993) –libro muy próximo a El
Domador por cronología de escritura y ámbitos compartidos–:
Los personajes de Pérez Estrada, sus figuras, acechados por la melancolía y el insomnio,
pueden ser ángeles, jóvenes atletas, animales (caballos, pájaros, peces, cisnes o tigres), o
seres híbridos (centauros o sirenas), que se desenvuelven en el paisaje de una playa
desierta observada por el narrador. O en mundos en los que las nubes, la lluvia, la luna,
las sombras y los objetos adquieren una presencia y un valor inusitados. (Valls, 2009:
154-155)
Más allá de la enumeración y la síntesis de esa cosmología estradiana, de la reflexión de
Valls podemos abstraer varios de los rasgos predominantes de los personajes del poeta
malagueño: la naturaleza insólita, inscrita en “casi todos los topoi de la poética de lo
fantástico” (Valls, 2009: 155); la condición culturalista, de “cultura ficción” en palabras
de Pérez Estrada, que combina aspectos borgeanos como la suma de ciencia y literatura,
el juego al enciclopedismo, el exotismo y el humor fino, y un profundo conocimiento de
la cultura clásica y sus mitos, y de tradiciones medievales como la del bestiario; y, por
último, una esencia romántica (la “melancolía” que observa Valls) que permea toda su
escritura (Hernández, 2000: 232). Cuestiones que configuran lo que Chantal Maillard
1
“Los días marinos” (14 textos); “Imágenes” (23); “Los lugares del sueño” (17); “Conspiraciones” (30);
“Las horas mágicas” (19); “Aguafuertes” (6); “Las horas crueles” (14).
2
“De la naturaleza de los árboles” (10); “Sedas del repostero de Prunella de Lancaster” (1); “Memoria de
las rosas clásicas” (1); “Tristes historias de rosas” (3).
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Personajes líquidos en El Domador (1995) de Rafael Pérez Estrada Blanca RIPOLL- Ana CABELLO
bautizó como una “mitología personal”:
Feliz Rafael Pérez Estrada, feliz y sobreabundante por poder andar reconociéndose en
tantos seres que pueblan ese universo, rico de tantas maneras de decirse el mismo y otro a
la vez, y descansar, extenuado de matices, en una de esas nubes de las que es experto
cazador furtivo. (Maillard, 2000: 246)
Cazar nubes, domarlas, robarlas. El Domador adquiere en las palabras de Maillard un
carácter metaliterario que ya había observado Valls a propósito de La sombra del
obelisco (2009: 158) y que vamos a desarrollar en este análisis. La reflexión metaficticia
que es, a nuestro juicio, central en el poemario de 1995 está muy presente en todo el
corpus estradiano; sirva, a modo de botón de muestra, este inédito recuperado para el
volumen póstumo El levitador y su vértigo, titulado “La caza”, en que el narrador
parece equivaler al sujeto autorial en una maniobra demiúrgica llena de ironía:
Recuerdo haber participado en un suceso muy especial: estaba hace años en una playa
polvorienta, un lugar en el que todo era desolación, un plano con algunas referencias
estéticas con la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, cuando descubro a alguien
que, lejano, corre hacia mí. A medida que el corredor se acerca, su figura se va
perfilando: es un joven, a quien no deseo reconocer en ese momento, y que, ya muy
próximo, evidencia los signos de una gran agitación espiritual. Ahora, con un gesto
terrible, como un suplicante de la antigüedad, me toma de las manos a la vez que grita:
¡Sálveme, la poesía me ha cogido a traición! Su voz, que rompe la soledad de la playa,
deshace también la tarde. Insisto, me negué a reconocerle. Me incomodan los problemas
que afectan a la identidad de los personajes dramáticos. (Pérez Estrada, 2000: 86)
Si en “10 microapuntes sobre micronarrativa”, Andrés Neuman sentenciaba que “Los
personajes de un microcuento caminan de perfil” (2012: 8), las criaturas de ficción de
Pérez Estrada se deshacen en luz de luna, se desintegran en el cosmos o se vuelven
líquidas fundiéndose con la lluvia y el viento; sus perfiles se desdibujan
metamorfoseándose en seres híbridos (mujeres-pájaro o mujeres-cometa),
animalizándose o transformándose en plantas, o el camino contrario: árboles que
encanecen, muñecas que palidecen hasta morir; estatuas que se humanizan y mujeres
que acaban siendo maniquíes.
La heterogeneidad de personajes resulta complicada de sintetizar o categorizar.
Con todo, sí podemos fijar dos grandes tipologías, muy evidentes: el narrador de los
textos, pues aparece como un personaje más que interactúa en los relatos; y el resto de
criaturas. El narrador de Pérez Estrada es un personaje peculiar; en ocasiones hay
fragmentos que pueden inducir a identificarlo con el sujeto autorial y a considerarlo
como la aparición puntual del autor implícito. Existen guiños autoficcionales que nos
hablan de la importancia del mar para el escritor, cuyo descubrimiento fue un punto de
inflexión en su obra (Aguado, 2000: 126) o de su oficio como abogado (“Siendo yo
abogado matrimonialista” – Pérez Estrada, 2020: 808). 3
Valls lo define como “un mirón, como un observador de casos raros” (2009:
155) y ello nos remite al hermoso texto de Camilo José Cela “Elogio del mirón”, en que
el novelista gallego dibuja a un observador que comparte mucho con el narrador
3
Esta es la primera cita de El Domador que aparece en nuestro artículo; a partir de aquí, solo
mencionaremos la página o páginas entre paréntesis, para agilizar la lectura.
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Personajes líquidos en El Domador (1995) de Rafael Pérez Estrada Blanca RIPOLL- Ana CABELLO
estradiano:
El mirón –que no es el observador, ni el espectador y ni siquiera el contemplador- es el
hombre con alma de árbol que necesita ver la vida de los otros hombres para poder
escuchar, casi como sin querer, el tímido latido de su propio corazón. El mirón es el
hombre espejo –por eso se asusta cuando se ve reflejado en la luna de los escaparates–, el
hombre que vive en los demás –en este, en aquel o en aquel otro de más allá–, el hombre
que en los momentos de tránsito llega a olvidarse de sus mismas carnes para ser, según la
exacta expresión del pueblo, todo ojos. (Cela, 2002: 171)
Con todo, no es solo un ojo que ve, una cámara que registra: el narrador interactúa con
otros personajes, siente, padece (“Al anochecer sentí miedo” – 762), observa y aprende,
duda, descubre y comparte vaticinios y visiones. 4 Es un personaje a veces solitario, pero
que en muchas ocasiones se halla en una comunidad (“Disparábamos guijarros” – 759;
“Una tarde visitamos la casa del hombre que espera la muerte” – 764), interpelado por
otros personajes (“Un drama excesivo –dijo el muchacho, mi acompañante en las cosas
inesperadas”– 759) o entre personajes colectivos, desdibujados, que recuerdan
levemente al coro trágico. Si bien apenas tenemos información concreta (género, edad,
físico), en ocasiones los textos lo sitúan en actitudes que remiten a la edad de la
infancia: el juego, la relación ingenua con el mar, con la desnudez de los cuerpos… Y
en otras, lo situamos en una edad adulta: “Como a un viajero de curiosidades, se me
permitió conocer el lunarium” (777); así también en las diversas escenas amatorias que
acontecen a lo largo de El Domador.
Como decíamos, es difícil resumir la gran variedad de personajes en una serie
de frases que puedan abstraer características generales. Sin embargo, vamos a aventurar
alguna premisa a este respecto. El cosmos de Rafael Pérez Estrada cuenta con
personajes pasivos, contemplativos y estáticos; y con criaturas dinámicas que hacen y se
deshacen, que incluso se transforman, actualizando los mitos que consolidó para todos
los tiempos Ovidio en sus Metamorfosis y que ya en el siglo XX, Franz Kafka asoció a
los dilemas identitarios del individuo en una modernidad cada vez más acelerada,
cambiante y, como diría Bauman muchos años después, líquida. Valls enmarca esta
naturaleza fronteriza y transformista de los personajes estradianos dentro del cauce de la
literatura fantástica: “Rafael Pérez Estrada juega aquí con curiosas variantes de añejos
motivos de la literatura fantástica: el de la sombra como manifestación del doble, con el
papel que desempeña, y el de la metamorfosis” (2009: 157). Así pues, podemos partir
de una convicción firme: los personajes del autor malagueño reflejan las complejas
relaciones entre la identidad individual, la memoria, la temporalidad de la existencia
humana, la escritura y sus límites.
En cuanto a las estrategias más habituales de caracterización que sigue Pérez
Estrada en sus microrrelatos, debemos recalar en dos lugares de larga tradición literaria:
en primer lugar, la utilización de imágenes procedentes de las bellas artes o del cine
como fuente de inspiración, que el escritor subvierte, modifica y actualiza (la crítica ha
señalado ya modelos como Chirico, Max Ernst, Rosetti o Buñuel, entre otros; debemos
añadir el guiño a Rembrandt y a la Lección de anatomía presente en El Domador); y,
4
Es interesante notar la presencia de verbos que remiten a visión, a conocimiento, a aprendizaje: “Este
amanecer vi a un viejo pescador andando desnudo por la playa” (761); “Me había sido dado contemplar la
desolación de una playa inalcanzable” (762); “Lo he visto durante treinta días y treinta noches sostener la
cometa frente al mar” (763); “Nunca más supe de ella” (768); “Entonces supe el sabor de la derrota”
(772); “En la esquina del mercado, casi oculta, descubrí a la mujer” (772); entre otras.
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acto seguido, cabe apuntar la fórmula literaria que arranca en Francisco de Quevedo,
sigue en Valle-Inclán y en Ramón Gómez de la Serna, humaniza Cela y, en paralelo con
Pérez Estrada, retomará Francisco Umbral: la mezcla de síntesis expresiva, sátira y
emoción, y perspectiva inusual para configurar en muy pocas palabras el retrato de un
personaje. Otro de sus padres literarios, Jorge Luis Borges, definiría en “Pierre Menard,
autor del Quijote” esta estrategia de caracterización como la “conjunción eficaz de un
adjetivo moral y otro físico” (Borges, 1998: 91). Esa suma de etopeya y prosopopeya,
con la voluntad de alterar las expectativas del lector, se observa por doquier en los
textos de Rafael Pérez Estrada: “Tenía en los labios una palabra de hielo, y en el
corazón un malestar de eclipse” (786).
Pese a que el escritor dude de ello, claramente su escritura es, en palabras de
Jesús Aguado, “una invitación al gozo de vivir” (2000: 126) y, en consecuencia, una
denuncia de todos aquellos elementos ensombrecedores, represores, que impiden por
una u otra razón la materialización de ese placer. En El Domador aparecen policías de
diversa índole que encarnan de forma palmaria ese extremo opresor, que en Federico
García Lorca se localizaba en la guardia civil frente a la defensa de la libertad de
mujeres y gitanos. Así vemos en Pérez Estrada las tretas de la Policía del Mar,
desconocedora de placeres y alegrías:
No era entonces fácil bañarse desnudo. Era uno de los placeres perseguidos por la Policía
del Mar. Esta gente, para sorprendernos, se camuflaba de marejadas y olas. Cuando algún
niño infringía la prohibición, de inmediato era arrastrado al mar. Allí debía sufrir un
número odioso de ahogadillas. Sin embargo, aquellos agentes del orden marino ignoraban
el placer de las aguas, que, al jugar con nuestros cuerpos, los convertían en espejos
luminosos, les daban un brillo de hermosura nunca más conocido. Y el resplandor de la
carne cegaba a los policías terribles. (760)
O a los policías de la virtud, que desfilan por la ciudad controlando a sus gentes y a
quienes quiere seducir la “pobre de amor”, “atesoradora de caricias y orgasmos”, en
cuya lengua “un tatuaje infame ha dibujado la palabra sexo” (778-779). A estas figuras,
se suman otros personajes de poder que, al querer poseer la belleza, la asfixian y la
destruyen (como el Duque cazando a una hermosa cierva – 816-817; o el Rey que
destierra a un árbol por negarle su sombra – 830); y asimismo, personajes corales, casi
sin cuerpo, que muchas veces representan las convenciones, la hipocresía y los
prejuicios de la sociedad: así los “moralistas y canonistas” (777) que persiguen al
enamorado del rinoceronte, por ejemplo.
De alguna manera, Rafael Pérez Estrada articula, entre otras muchas reflexiones,
dicotomías fundamentales como las que median entre la opresión social y la libertad del
individuo; entre la amargura y el gozo de vivir; o entre la razón y la imaginación como
potencias epistemológicas, ontológicas y creativas. Todas las relaciones mixtas, híbridas
y prohibidas (con animales, con estatuas que cobran vida, etc.) se describen en el texto
estradiano con profunda alegría y belleza; y sin embargo, todas ellas acaban proscritas,
condenadas al ostracismo, al olvido o a la muerte:
Fue un encuentro casual, y la niña sintió en el corazón, que era pequeño como una jaula
de grillos, como una caja de sellos, un amor inmenso por el caballo. Lo acarició, volvió a
acariciarlo, y después le dio un número infinito de besos, allí donde el destino graba un
lucero en los caballos guapos. Desde entonces se vieron a hurtadillas. Paseaban unas
veces entre las moreras del parque, y otras entre las acacias próximas al mar, y fueron
felices hasta que la niña se quedó embarazada. Luego todo fue sucio y distinto, pues ya
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nadie quiso saber de ellos, y el caballo acabó perdiendo su oficio de tirador de carga.
(799-800)
3 Temporalidad y escritura en personajes que se deshacen
Cuando entran en escena el mundo onírico y los parámetros éticos y estéticos del
surrealismo, es difícil y hasta un sinsentido tratar de descifrar el enigma que palpita en
una obra de arte. Sin embargo, no hay nada superfluo en un buen poemario, ningún
elemento completamente al azar. Lo primero que llama la atención de El Domador,
como elemento que dota de una cierta continuidad a este vasto mundo repleto de seres,
es la presencia del agua, en sus múltiples estados. Si bien en la fase sólida solo hallamos
las “palabras de hielo” ya citadas, son más relevantes el estado gaseoso y el líquido.
Leemos el protagonismo del mar en toda la obra –cuestión autobiográfica, cuyo
hallazgo manifestó Pérez Estrada en muchas ocasiones–, un mar que alumbra criaturas
pero que también las acoge en su seno para desaparecer (nacimiento y muerte); pero
también ríos –curiosa versión del topos manriqueño: el río estradiano huye del mar
(800)–; estanques, como el de la Menara de Marrakech, que quiere aprisionar nubes
(795-796); y amenazadora lluvia, que puede deshacer literalmente a determinadas
criaturas al igual que lo hace el agua del mar:
Es santa, y lo sabemos. Si se baña en el mar se disuelve y solo dejará un rastro de intenso
azul entre las olas. Entonces me llevaron a una barraca en un lugar donde la pesca y la
indigencia habitaban juntas. La muchacha tenía una palidez suave de mar calma, de día
de bonanza y horas de la tarde. Una palidez hecha silencio. Hemos techado –me
explicaron temerosos– por si también la lluvia la disuelve. Un muchachito, queriendo
realzar los prodigios de la Santa, dijo: Su pelo cambia de color con la luna. Y una mujer
gorda y sucia empezó a explicarnos: Las lágrimas son de oro y las guardamos para bordar
con ellas un manto. Cuando mostré mis dudas, un viejo susurró: Fíjese en las manos. Y
descubrí que no tenía manos. Se le disolvieron –continuó el hombre– una vez que la
llevamos al mar. Después, nos vendieron estampas de la Santa. (765)
Las nubes son, en El Domador, otro elemento del cronotopo que adquiere en ocasiones
estatuto de personaje: mujeres que se transforman en nubes “cruzando el horizonte”
(768); nubes amansadas por un auténtico pastor de algodones celestes (801-802), que
quería ser enterrado en una de ellas; nubes que se aparean y se reproducen (805-806);
nubes perfumadas por el jardín de rosas clásicas de Alejandría (833); o la depositaria de
un “poema celeste”:
Con la precisión de quien domina el ritmo de las letras, su medida y sus cuerpos, una
tarde de otoño en el sur, Francisco Peralto, amigo muy querido, se disponía a montar
sobre la herida abierta de un folio marfileño un poema celeste.
Componer la palabra nube –me explicó en un susurro– solo es posible usando el exacto
concepto de la propia palabra. Así que dejamos un vacío para sus cuatro signos. Después
nos dijimos adiós, y al día siguiente, en el azul brillante y luminoso de la mañana, sobre
una forma algodonosa y pasajera, aparecía grabado , en un rojo de sangre muy
caliente, y en el papel, con aire de altura y levedad, se leía la fiel caligrafía del poema.
También el cielo es impresión, me comentó mi amigo en voz muy baja. (792-793)
El valor simbólico del agua en la mayoría de tradiciones culturales coincide en la
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representación de la vida y, en consecuencia, de la temporalidad. A la reflexión acerca
de la imposibilidad humana de apresar el tiempo, suma el escritor malagueño la
dificultad para que la escritura, la palabra, pueda fijar el instante y convertirlo en
eternidad. Así, el deseo del personaje Francisco Peralto por “poseer” la nube a partir de
un tatuaje invertido hecho con su propia sangre (de la misma forma que el tatuaje es
signo de posesión en las escenas amorosas del volumen); el del estanque por apresar el
reflejo (la escritura siempre es eco, representación); o la “manera posesiva de contar
nubes” que nos explica el narrador del libro:
Hablábamos de las antiguas cosas. Los recuerdos deshacían su sencillez sin apenas prisa,
tenían que ver con la manera posesiva de contar nubes, o con el día en que descubrimos el
lucero del alba. También nos gustaba tratar de las marcas que los caracoles dejan de
noche en los jardines. […] En un momento, sin poder evitarlo, toqué a mi interlocutor y
sentí el frío de cuantas cosas están desprovistas de alma, y me puse triste, y para que él no
advirtiera que estaba muerto seguí hablándole. (800-801)
Esta cita confirma el carácter de reflexión sobre el poder de la palabra, sobre la función
creadora del lenguaje como generador de realidades. Asevera lúcidamente Valls: “La
escritura surge en Pérez Estrada como un imperativo del que no pudiera zafarse, como
si de un artista romántico se tratara” (2009: 153). Y así lo pone el autor en boca de uno
de sus probables alter ego, Arcángelo Belli: “He leído en mi propio diario: Escribir es el
destino del hombre” (794). Sin embargo, esa pulsión irrefrenable choca contra la
romántica insuficiencia del lenguaje, contra los límites de la lógica y la razón y contra la
imposibilidad de apresar el agua –el tiempo– entre los dedos: escribir es una carrera,
perdida de antemano, contra la muerte.
Esta lucha infinita se encarna en personajes relevantes, aunque de presencia sutil
y contada. Empecemos por el domador, que da título al poemario y es protagonista de
una de las dedicatorias que abren el libro (Llueve, y en la tarde brillan los ojos del
Domador – 755) y de un microrrelato:
También la luz en África está hecha de barro. Como un grito sólido y espeso cae sobre la
plaza. En ella, el domador de sombras, un pícaro muy eficiente, muestra su arte por
escasas monedas. Quién no adquiere una sombra por un precio asequible. Es fácil. El
domador las dobla, cruza y empaqueta. Después, de regreso a Londres, si liberas una de
estas sombras, las noches de invierno tendrán un aire exótico y las verás bailar en las
paredes del salón, invitándote a volver a África. (770)
El domador aquí es un ser capaz de cazar algo inaudito, las sombras, metáfora que
remite a su simbología en el campo de la literatura fantástica, la del doble (Valls, 2009:
157). El doble, el otro y las variantes (transformadas) de uno mismo son estrategias de
larga tradición a la hora de reflexionar acerca de la naturaleza y los límites de la
identidad del sujeto; identidad, por otro lado, que se anuda al paso del tiempo, a la vida
y a la muerte, y que precisa de la escritura, del arte, para ser y para permanecer.
Merecería un estudio detallado la presencia del “doble” en El Domador, pero a modo de
enumeración caótica de ejemplos señalaremos los numerosos relatos protagonizados por
estatuas o personas que parecen estatuas desde lejos; por muñecas que se asemejan a sus
propietarias; o por árboles y flores que tejen relaciones simbióticas con seres que
conviven con ellos.
Como variaciones del personaje del domador, encontramos ladrones “de
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oscuridad” que dotan “de claridad a todo lo oscuro” (771), a cazadores de lunas, que
“dominan de tal modo la ficción que son tenidos por expertos creadores de ilusiones
poéticas” (783), a toreros que son “filósofos de la muerte” (811) o a funambulistas,
“grupo superior en lo social y en lo profesional” pues pueden “hablar de tú a las
golondrinas” (781). Todos ellos –quizá los toreros, los menos– llevan a cabo una
representación, una actuación y, por tanto, actos que conllevan ilusión, artificio, un
cierto truco. Pero consiguen que nosotros, espectadores-lectores, firmemos el pacto de
la ficción y nos adentremos en la ilusión de verdad poética. Y, como en el poema, el
truco no puede desvelarse, o desaparece el misterio y la magia, se pierde la emoción
poética y su verdad se desvanece.
Los funambulistas nos llevan a mencionar otro importante grupo de criaturas
que, como ellos, viven entre dos dimensiones, entre el nivel de lo terrenal y el celestial,
entre el ámbito de lo real y el de lo imaginario: pájaros de muy diverso plumaje; ángeles
cada vez más humanos y más alicortados (Alberti, al fondo con Sobre los ángeles); o
mujeres que son cometas (770), que se transforman en pájaros (807) y que se balancean
en lo alto de una columna de pórfido por que están enamoradas del aire (778). Tanto en
tradiciones religiosas como la bíblica o la mística cristiana, como en la cultura clásica,
estamos frente a seres cuya función es la de ser mensajeros entre la tierra y el cielo,
entre la materia y el espíritu. Para la mística, el canto del pájaro es signo de verdad
poética y verdad religiosa. En el caso de Pérez Estrada, del mismo modo que “los niños
juegan a lo imposible pisando sus sombras” en el Libro de horas (2020: 30), los ángeles
y los demás seres alados nos susurran acerca de lo imposible (Valls, 2009: 155), de todo
aquello que deseamos y no podemos conseguir.
Como, por ejemplo, apresar en palabras la realidad inasible de la emoción
poética.
4 Conclusiones
Con esta sucinta aproximación, hemos tratado de presentar a nuevos públicos la obra El
Domador del escritor y dibujante malagueño, cada vez menos desconocido y más
presente en amplias esferas de lectores; del mismo modo nos hemos introducido en su
poética literaria y en su libre concepción de los géneros literarios, y hemos recogido las
más relevantes aseveraciones críticas que suscitó El Domador en el momento de su
aparición, así como los juicios académicos últimos que quieren justipreciar su figura y
su obra.
En cuanto al estudio de los personajes estradianos, nos hemos detenido en la
naturaleza de la voz narrativa, que deviene un personaje más y cuenta con una
personalidad propia; para, a continuación, tentar una breve categorización de las
diversas criaturas –heterogéneas, de difícil sistematización– que nos acercara a las
grandes problemáticas que vetean la obra de Pérez Estrada: la contraposición entre el
individuo y la sociedad; la lucha entre la libertad y la opresión; o entre el gozo y la
tristeza. Por último, hemos estudiado cómo a partir de algunos de estos personajes, el
poeta vehicula su reflexión metaliteraria acerca de las relaciones entre el tiempo, la
existencia, y su representación, la palabra.
Aunque aparentemente Rafael Pérez Estrada nos sitúe en universos imaginados,
fantásticos, oníricos y surreales, su escritura está reflejando cuestiones que afectan a
reflexiones universales sobre la identidad individual, sobre los procesos que conducen
de la memoria a la escritura, o sobre los límites de la palabra para contener una
experiencia, la revelación poética, imposible de encarcelar en la linealidad de la razón y
la lógica.
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