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Evolución del lenguaje humano

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El mono desnudo

Desmond Morris
[...]

El hábito de comportamiento consistente en hablar deriva, en principio, de la


creciente necesidad de intercambio cooperativo de información. Procede del
común y extendido fenómeno animal de la vocalización no verbal. Partiendo del
típico e innato repertorio de gruñidos y rugidos de los mamíferos, se desarrolló una
serie más compleja de señales sonoras aprendidas. Estas unidades vocales y sus
múltiples combinaciones constituyeron la base de lo que llamamos lenguaje de
información. A diferencia de los más primitivos sistemas de señales no verbales,
este nuevo método de comunicación permitió a nuestros antepasados referirse a
objetos del medio y, también de pasada, al futuro y al presente. Hasta hoy día, el
lenguaje de información ha sido la forma más importante de comunicación vocal
de nuestra especie. Pero al evolucionar no se detuvo aquí, sino que adquirió
funciones adicionales. Una de éstas tomó la forma de lenguaje de sentimiento.
Estrictamente hablando, éste era innecesario, porque las señales no verbales del
estado de ánimo no se habían perdido. Aún podemos expresar y expresamos
nuestros estados emocionales valiéndonos de los gritos y gruñidos de los antiguos
primates, pero lo cierto es que reforzamos estos mensajes con la confirmación
verbal de nuestros sentimientos. El gemido de dolor es seguido de cerca por una
señal verbal de «me duele». El rugido iracundo va acompañado del mensaje «estoy
furioso». En ocasiones, la seña inarticulada no se emite en su estado puro, sino que
se expresa en el tono de la voz. Las palabras «me duele», son pronunciadas en un
gemido o en un grito. Las palabras «estoy furioso» suenan como un rugido o un
bramido. En tales casos, el tono de la voz ha sido tan poco modificado por la
instrucción y está tan cerca del antiguo sistema de señales no verbales de los
mamíferos que incluso un perro puede comprender el mensaje, y mucho más un
desconocido de otra raza de nuestra propia especie. Las verdaderas palabras
empleadas en tales casos resultan casi superfluas. (Díganle «bonito» a su perro, en
tono de enfado, o «malo», en tono de mimo, y comprenderán lo que quiero decir.)
En su grado más tosco y más intenso, este lenguaje es poco más que un
«despilfarro» de sonidos verbalizados en una zona de comunicación ya atendida de
otro modo. Su valor reside en las mayores posibilidades que proporciona para una
señalización más sutil y más sensible del estado de ánimo.

1
Una tercera forma de verbalización es el lenguaje exploratorio. Es el hablar
por hablar, el lenguaje estético o, si lo prefieren, el lenguaje de juego. Ya hemos
visto cómo otra forma de información-transmisión, la pintura, llegó a ser empleada
como medio de exploración estética; pues bien, lo mismo ocurrió con el lenguaje.
El poeta imitó al pintor. Pero lo que más nos interesa en este capítulo es el cuarto
tipo de verbalización, al cual se ha dado recientemente el adecuado nombre de
lenguaje de cortesía. Es la charla vana y cortés de las ocasiones sociales, el «hoy
hace buen día» o el «¿ha leído usted últimamente algún buen libro?». No se realiza
con él ningún intercambio de ideas o informaciones importantes, ni revela el
verdadero estado de ánimo del que habla, ni es estéticamente agradable. Su función
consiste en reforzar la sonrisa de saludo y mantener la unión social. Es nuestro
sucedáneo del aseo social. Al suministrarnos una preocupación social no agresiva,
nos da la manera de manifestarnos unos a otros durante períodos de tiempo
relativamente largos, creando y reforzando valiosos lazos de grupo y amistades.

Desde este punto de vista, resulta divertido seguir el curso de la charla de


cortesía durante un encuentro social. Representa su papel dominante
inmediatamente después del inicial saludo ritual. Luego, pierde terreno, pero
vuelve a recuperarlo en el momento en que el grupo se separa. Si éste se ha reunido
por motivos puramente sociales, la charla de cortesía puede persistir durante todo
el tiempo, con exclusión total del lenguaje de información, de sentimiento o de
exploración. Las reuniones para tomar el aperitivo nos dan un buen ejemplo de
esto; en tales ocasiones, el anfitrión o la anfitriona suelen impedir la conversación
«seria», interrumpiendo las largas peroratas y procurando que intervengan todos
los presentes, a fin de lograr un máximo contacto social. De esta manera, cada
miembro del grupo es reiteradamente devuelto al estado de «contacto inicial»,
donde es más fuerte el estímulo de la charla de cortesía. Para que estas sesiones de
ininterrumpida cortesía social sean eficaces, hay que invitar a un número
considerable de personas, evitando así que se agoten los nuevos contactos antes de
que la fiesta termine. Esto explica que en reuniones de esta clase se exija
automáticamente un misterioso número mínimo de invitados. Las cenas con pocos
comensales y de confianza dan lugar a una situación un poco diferente. La charla
insustancial va decayendo a medida que transcurre la velada, y, con el paso del
tiempo, ganan terreno los intercambios de ideas y de información seria. Sin
embargo, antes de que la fiesta llegue a su fin, se produce un breve resurgimiento
de aquella charla, previamente al último ritual de despedida. Reaparece la sonrisa,
y el lazo social recibe un último apretón que hará que se mantenga sólido hasta el
próximo encuentro.
2
Si llevamos ahora nuestra observación al campo más serio de los encuentros
de negocios, cuya principal función de contacto es la toma de información,
advertiremos una más acusada pérdida de terreno de la charla de cortesía, pero no,
necesariamente, su desaparición total. La expresión de la misma se limita, casi
exclusivamente, a los momentos de apertura y de cierre. En vez de menguar poco a
poco, como en los banquetes se extiende rápidamente después de unas cuantas
cortesías iniciales, para reaparecer al término de la reunión, cuando ha sido
señalado de algún modo, y por anticipado, el momento de la separación. Debido a
nuestra acusada tendencia a la charla de cortesía, los grupos de negocios se ven
generalmente obligados a exagerar el formalismo de sus reuniones a fin de eliminar
aquélla. Esto explica el origen de los procedimientos de comité, donde el
formalismo alcanza unos extremos raras veces observados en otras ocasiones
sociales privadas.

Aunque el lenguaje de cortesía es nuestro más importante sucedáneo del


aseo social, no es nuestro único desahogo a esta actividad. Nuestra piel desnuda
puede no enviar señales de aseo particularmente excitantes; pero, con frecuencia,
podemos emplear en su sustitución otras superficies más estimulantes. Las ropas
muelles o peludas, las alfombras y ciertos muebles suscitan, a menudo, fuertes
reacciones de aseo. Los animalitos domésticos son aún más incitantes, y pocos
monos desnudos pueden resistir la tentación de acariciar la pelambre del gato o de
rascarle al perro detrás de las orejas. El hecho de que el animal aprecie esta
actividad de aseo social es sólo parte de la recompensa de su autor. Mucho más
importante, para nosotros, es que la superficie del cuerpo del animal nos permite
desahogar nuestros remotos impulsos primates de aseo.

En lo que atañe a nuestros propios cuerpos, pueden aparecer desnudos en la


mayor parte de su superficie, pero todavía conservan en la región de la cabeza una
frondosa mata de cabello disponible para el aseo. El pelo recibe grandísimos
cuidados -muchos más de los que pueden explicarse por razones de simple higiene-
por parte de personas especializadas, como barberos y peluqueros. Es difícil
contestar inmediatamente la pregunta de por qué el peinado mutuo no ha llegado a
ser una parte de nuestras funciones sociales domésticas corrientes. ¿Por qué -pongo
por caso- hemos perfeccionado el lenguaje de cortesía como especial sucedáneo
del más típico aseo amistoso de los primates, cuando habríamos podido concentrar
fácilmente nuestros primitivos impulsos de aseo en la región de la cabeza? La
explicación parece radicar en el significado sexual del cabello. En su forma actual,
la disposición del pelo de la cabeza difiere extraordinariamente entre los dos sexos
3
y, por ende, constituye una característica sexual secundaria. Sus asociaciones
sexuales han influido inevitablemente en los hábitos de comportamiento sexual,
hasta el punto de que el acto de mesar o acariciar el cabello de otra persona es, hoy
en día, una acción demasiado cargada de sentido erótico para ser permisible como
simple ademán amistoso social. Si, como consecuencia de esto, ha quedado
prohibido en las reuniones sociales entre amigos, es necesario encontrar otro
desahogo a nuestro impulso. Acariciar un gato o pasar la mano sobre la tapicería de
un sofá pueden ser un desahogo a nuestro impulso de asear, pero la necesidad de
ser aseado requiere un contexto especial. El salón de peluquería es la respuesta
perfecta. El parroquiano puede someterse al aseo, a plena satisfacción, sin el menor
temor de que ningún elemento sexual se interfiera en el procedimiento. Este
peligro queda eliminado por el hecho de haber formado una categoría especial de
cuidadores profesionales, completamente separada del grupo «tribal» de amistades.
El empleo de cuidadores varones para los varones, y hembras para las hembras, ha
reducido todavía más el riesgo. Cuando no se hace así, la sexualidad del cuidador
se reduce en cierto modo. Si una hembra es atendida por un peluquero varón, éste
se comporta generalmente de un modo afeminado, con independencia de su
verdadera personalidad sexual. Los varones son casi siempre atendidos por
barberos del mismo sexo; pero, si se emplea una masajista hembra, ésta suele ser
bastante masculina.

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