TEODICEA
Dentro del conjunto del saber filosófico clásico, hay una rama que se ocupa de todo lo
relacionado con Dios: es la Teodicea, a veces denominada Teología natural o racional. Ya se ha
dicho que filósofos precristianos recunieron a un ser superior, al que calificaron Dios,
describiéndonos una serie de atributos constituyentes de dicho ser en cuestión (bien supremo,
ser primero, acto puro, motor inmóvil, inteligencia autopensante). Según esto, cabría deducir
que racionalmente puede llegarse a Dios y conocer algo de su naturaleza. San Pablo mismo
sería de esta opinión, anemetiendo contra quienes (en este caso los filósofos), a pesar de ello,
optan por otro proceder: «La cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se
puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios,
desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder
eterno y su divinidad, de forma que ,son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le
glorificaron, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se
entenebreci6: jactándose de sabios se volvieron estúpidos» (Rm1,18-22).
La cuestión radica en si la noción de Dios así obtenida refleja fielmente lo que Dios es; de si la
idea de Dios coincide con Dios. No hay que olvidar que la razón es un recurso tan poderoso
que, cuanto necesita para su funcionamiento lo descubre o lo crea, sin que esto sea garantía
suficiente de que lo supuesto tenga su correlato extra racional. La razón funciona por lógica,
por normas fijas, necesarias, justificadas universalmente; lo que no deja de ser un círculo
vicioso: la razón se da a sí misma la razón. Se añade una dificultad a lo anteriormente indicado
si se constata que el Dios, que nos presentan los filósofos griegos y otros posteriores (deístas),
no tiene relación alguna con el mundo, o mejor: el hombre no tiene posibilidad de acceso a ese
Dios, por estar más allá del mundo. ¿De dónde pues derivar la idea de Dios? No faltará quien
diga que es innata (Platón, San Agustín, Descartes, Leibniz), dado el abismo insalvable entre la
realidad divina, por una parte, y nuestra condición temporal y nuestras capacidades
cognoscitivas, por otra. Pero también: si todo conocimiento surge con la experiencia, y ésta
siempre es sensible, concreta, y acomodada a nuestros recursos, ¿cómo elevamos a algo que
se presenta por encima de nuestros alcances epistemológicos? ¿No se trata de un triple salto
mortal lo que la razón humana ha llevado a cabo en el tema de Dios? ¿No arriesga demasiado?
Además, ¿a partir de qué mundo se abstrae la noción de Dios? Si Dios se identifica con el bien
supremo y con el ser perfecto y omnipotente, ¿cómo compaginar estos atributos con la
realidad de un mundo limitado, transido de imperfecciones y dolor?, ¿qué Dios deducir
lógicamente de tales premisas?, ¿y no será, después de todo, que al topar con este tema, la
lógica del razonamiento tenga que saltar y echar mano de otras alternativas?, ¿no será Dios,
después de todo, una cuestión que desborda las capacidades humanas? Entonces: ¿puede la
filosofía ofrecemos un Dios? A lo mejor sucede que al presentamos la razón humana un Dios,
lo que en realidad se está llevando a cabo es un empleo divino, o con poderes casi divinos, de
la razón. De hecho este recurso filosófico llegará a reemplazar con el paso del tiempo a Dios,
autoproclamándose la diosa razón. Y es que las ambiciones del saber humano parecen
insaciables; quizá haría bien en prestar atención a la oración también humana de un hindú del
siglo VIII: «Señor, perdona mis tres pecados. En la contemplación te he revestido de forma, a ti
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que no posees forma alguna. En la alabanza te he descrito a ti, que eres inefable. Y al visitar
templos he ignorado tu omnipresencia»
Al menos durante la edad media, por imperativos de la lógica de la causalidad, abundan las
argumentaciones en favor de la demostración filosófica de Dios: se parte de lo contingente
para llegar a lo necesario, de lo móvil a lo inmóvil, de lo perecedero a lo eterno, en definitiva:
de los efectos a la causa primera. Ciertamente que con la modernidad el principio de
causalidad sufre ciertas críticas (Hume), dando paso a otras interpretaciones, como a la
probabilidad (Carnap), a la estadística, o al principio de incertidumbre (Heisenberg).
Las ya clásicas cinco vías de santo Tomás, desperdigadas en diferentes autores, siguen el
esquema arriba indicado. Es un sistema válido racionalmente, siempre y cuando se acepte una
determinada lógica. Identificar a Dios con la conclusión última de cada prueba, está
suponiendo dos cosas: que ese Dios es el de la filosofía (y por tanto cuestionable), y que se da
un salto cualitativo al equiparar ese Dios con el Dios de la revelación cristiana. Habría que
distinguir, por tanto, entre validez racional por una parte, y eficacia teológica, por otra. De
hecho las argumentaciones tomistas no desembocan irremediablemente, ni el autor lo
pretendía, en la confesión de fe de quienes las estudian. Valga a este respecto lo que una
filósofa de nuestro siglo comenta: «Cuando [se] trata de captar el ser divino como se trata
habitualmente de captar una cosa por la vía del conocimiento, se encuentra con que éste se
aleja y no aparece ya como fundamento suficiente para edificar una prueba. Parece de tal
manera imposible para el creyente, cierto de su fe, el pensar en Dios como inexistente que se
lanza con confianza a convencer aun al insipiens de la existencia de Dios. El pensador que se
atiene al conocimiento natural retrocede cada vez ante el salto que franquearía el abismo.
Pero ¿las pruebas de Dios a posteriori, las conclusiones que parten de los efectos creados para
ascender hacia una causa increada, han tenido mejor resultado? ¿Cuántos incrédulos han
encontrado la fe gracias a las pruebas tomistas? Estas últimas también son un salto por encima
del abismo: el creyente lo franquea fácilmente, el incrédulo se detiene frente a él.
Algo semejante ocune si se echa mano de pruebas a priori, como el argumento ontológico de
San Anselmo; para unos la existencia necesaria de Dios es la consecuencia del todo lógica, para
otros, no deja de ser una conclusión abusiva 13. De alguna manera este proceder guarda
relación con otro recurso que viene en apoyo de la existencia de seres divinos; aquí se echa
mano del peso de la tradición universal y de la estadística, según lo cual, todos los pueblos de
la tiena han creído en la existencia de un Dios o de varios dioses. Quienes se mueven en esta
dinámica, opinan que no es de recibo pensar que la mayoría se ha equivocado; del creer por
parte de la mayoría se exige la realidad de lo creído. Pero, ¿por confesar -muchos o pocos- a
Dios se convalida su existencia?, ¿el número -lo grande que se quiera- es garantía absoluta de
certeza?, ¿no esconde esta argumentación un salto cualitativo que invalida el razonamiento?
Cosas más cercanas se han admitido como verdaderas, y luego han resultado ser falsas.
Aun admitiendo la posibilidad de la afinnación de la existencia de Dios a partir de métodos
racionales, siempre quedará en el aire cómo conjugar este Dios filosófico, con el Dios objeto de
culto y veneración. El Dios de la fe no es el Dios de la razón; ¿con cuál quedarnos? Conociendo
un poco la historia de la filosofía, se cae en la cuenta de que el Dios que aparece en los autores
se reduce a ser en buena medida una hipótesis de trabajo, una idea regulativa, un postulado,
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una especie de premisa mayor, cuya presencia garantizaría el perfecto funcionamiento del
saber humano. Después de todo, es un Dios al servicio de intereses intelectuales del hombre.
No es de extrañar, por tanto, que con la misma ligereza con que se lo admitió en tiempos
pasados religiosos, con igual facilidad se lo destierre en épocas posteriores a partir del
racionalismo
¿ALTERNATIVAS IRRACIONALES?
La insatisfacción que nos transmite el uso especulativo de la razón en el tema de Dios debe
obligarnos a sondear nuevos campos. El hombre no es solo razón lógica; goza también de otros
resortes capaces de lanzarle a horizontes insospechados hasta ahora, o no tenidos
suficientemente en cuenta.
El ser humano puede acercarse a la cuestión de Dios por sendas propias y hasta originales, y
que colaboran igualmente en la constitución del complejo mundo del hombre; el abanico de
posibilidades no se agota en la especulación. Por suerte la variada gama de experiencias de los
sujetos brinda múltiples alternativas, incluidas las referidas el acceso a lo divino. Escribe Max
Scheler: «Siempre que el hombre se siente removido y conmovido hasta en su último fondo
por cualquiera cosa, sea por el placer o el dolor, no puede huir esa hora sin que levante el
hombre sus ojos interiores, espirituales, a lo eterno y absoluto, y lo anhele en voz alta o baja,
secretamente o en la forma de un grito aunque sea inarticulado. Pues en la totalidad indivisa
de la persona humana ... reside en lo más profundo de nosotros aquel maravilloso resorte, en
circunstancias usuales y regulares inadvertido y desatendido la mayoría de las veces, que
siempre actúa constantemente para elevarnos a lo divino, por encima de nosotros mismos, y
más allá de todo lo finito» 15. Para este fenomenólogo, la fe en Dios no puede depender de la
justificación racional, sino que se ha de recurrir a otras instancias humanas, como por ejemplo,
la intuición.
Seguramente que el carácter netamente antropológico de la filosofía moderna, a la par que
cierra caminos o establece límites, abre nuevas perspectivas y posibilidades, ofertando así
recursos no explorados para una aproximación al Dios religioso. Por ejemplo, ya no se anhela
tanto justificar argumentativamente, cuanto sentir la presencia -yen ocasiones la ausencia- de
10 divino como parte integrante del sujeto humano. La razón cede el testigo a otros
constitutivos: la voluntad, el amor, la vida, el dolor ...
Ciertas corrientes, ante el panorama novedoso de la modernidad con su interés por el hombre,
han re situado el problema religioso en ámbitos ya referidos por autores antiguos. Está el caso
de san Agustín, para quien Dios y el hombre se explican mutuamente, que están hechos el uno
para el otro; el lugar privilegiado para hallar a Dios es el hombre, y éste a su vez no se entiende
sino desde el reconocimiento de que Dios forma parte del mismo, que le es más interior que
su misma interioridad; en definitiva, que el hombre es experiencia de Dios. Tal planteamiento
está evocando el discurso zubiriano, con su teoría de la religación. Según el pensador
moderno, «el hombre encuentra a Dios al realizarse religadamente como persona, y lo
encuentra en todo el ámbito del poder de lo real; por tanto, en todas las cosas reales y en la
propia persona... El apoderamiento de la persona humana por el poder de lo real es entonces
un apoderamiento del hombre por Dios ... ». Y continúa: «El hombre es formal y
constitutivamente experiencia de Dios. Y esta experiencia de Dios es la experiencia radical y
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formal de la propia realidad humana. La marcha real y física hacia Dios no es sólo una
intelección verdadera, sino que es una realización experiencial de la propia realidad humana
en Dios»
Si unos recurren a san Agustín, otros vuelven la mirada a los místicos, al considerar que la
experiencia mística no sería sino el desarrollo pleno de lo que Henri Bergson denomina
impulso vital, presente en la realidad y que empuja al hombre hacia la divinidad. Por supuesto,
que para este autor, como para cualquier creyente de a pie, los místicos son originales y raros,
mas no ajenos a la condición de todo sujeto humano, sino más bien lo contrario, hoy se les
concede el ser buenos conocedores y experimentadores de cuanto afecta el hombre (son
excelentes introspectores de profundidades, lugar propicio para el encuentro con el Dios
personal ); de aquí que sean tenidos por grandes benefactores de la humanidad. Ironizando
acerca de las aportaciones de la ciencia, y de la poca atención prestada hacia estos hombres de
fe, un autor de nuestros días ha dejado escrito: «Se han requerido millones de dólares, miles
de asistentes bien preparados, años de duro trabajo, para permitir a un par de nuestros
contemporáneos, no muy inteligentes y más bien cortos, dar algún que otro salto torpe en un
lugar que ningún hombre razonable quisiera visitar jamás: sobre una roca árida, ardiente, sin
aire. Pero los místicos, con ayuda solamente de su espíritu, sin ayuda económica, sin
asistentes, sin un equipo científico, han atravesado el universo hasta ver a Dios mismo en toda
su gloria, y nos han conseguido, no piedras áridas, sino consuelo a la humanidad» 17. Dejando
de lado la crítica mordaz referida, ¿no será la experiencia mística, en la que todo el hombre se
ve involucrado, la que mejor garantiza la existencia y el conocimiento del Dios de la religión?
Sucede que, como durante mucho tiempo el criterio selectivo estaba en manos de la razón,
cualquier otro comportamiento, incluido el místico, venía desechado olímpicamente como
inútil, absurdo, y hasta como peligroso.
Otro posicionamiento desde el que se están abriendo accesos a Dios es la pregunta por el
sentido. Se parte, como en los anteriores, del análisis de la existencia humana, para
desembocar en: ¿Qué significa el hecho de que yo estoy en el mundo?, ¿qué sentido tengo yo,
cuanto me rodea, el mundo en general? Aquí se sitúa toda la literatura existencialista de signo
muy diferente entre sí; y aun cuando la respuesta opte por el sinsentido o por el absurdo, no
se invalida el proceso. En la apuesta por un incondicionado que respalde el sentido total y
particular, cabe situar la aceptación de Dios; pero se trata de una puesta en práctica de la
libertad, más que de un ejercicio de racionalidad.