La Espana Del Siglo de Oro - Manuel Rivero Rodriguez
La Espana Del Siglo de Oro - Manuel Rivero Rodriguez
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Manuel Rivero Rodríguez
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Manuel Rivero Rodríguez, 2023
Advertencia: por la propia naturaleza de la web, es posible que algunos enlaces que figuran
en la bibliografía hayan dejado de funcionar después de que la obra fuera editada
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A mis queridos hijos Jaime y Arturo.
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Presentación
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otra, por los consejos y sugerencias de colegas, amigos y lectores, y por
último, por una necesaria actualización. El cambio más importante es el
añadido de los capítulos sobre la decadencia y la «leyenda negra», que
obedecen al renacimiento de discusiones que parecían pertenecer al pasado y
que hoy regresan de la mano de controversias relacionadas con la identidad
nacional española. Así mismo, la bibliografía no sólo está actualizada, sino
que he procurado que sea una guía útil para quienes quieran profundizar en
cada apartado, respondiendo así a los reproches y preguntas de muchos
lectores insatisfechos por la escasez de referencias.
La realidad es que los historiadores avanzan en el conocimiento del
pasado haciendo hallazgos, revisando tópicos, desvelando prejuicios y
visiones partidarias, falsas apreciaciones e interpretaciones abusivas
elaboradas por quienes fomentan distorsiones y un desconocimiento
interesado de episodios y parcelas de la Historia que no convienen a sus
intereses o a su ideología. Pese a todo, en plena resaca posmoderna, los
historiadores se esfuerzan por investigar con rigor, hallar la verdad y conocer
más profundamente el pasado, el mejor laboratorio existente de ciencias
sociales, donde vemos sin necesidad de hacer pronósticos lo que sucede al
tomar determinadas decisiones o afrontar ciertos problemas, como las
epidemias.
Estas reflexiones me situaban en un contexto que hacía casi imposible una
nueva edición: o bien se dejaba la obra como estaba o bien se procedía a una
reescritura. Por otra parte, como afirmaba Karl Popper defendiendo su última
redacción de La sociedad abierta y sus enemigos, «ningún libro puede
alcanzar nunca una forma definitiva. Cuando creemos haberlo concluido,
adquirimos nuevos conocimientos que nos lo hacen parecer inmaduro».
Palabras que hago mías. Pese a todo, sigo teniendo como referencia al
historiador holandés Johan Huizinga y su forma de abordar el conocimiento
del pasado. Al fin y al cabo, la historia cultural que él aprendió en Tubinga
sigue siendo válida como presupuesto para abordar el Siglo de Oro como
periodo histórico. He procurado mantener los contenidos originales,
corrigiendo errores, reescribiendo textos, incorporando contenidos y, sobre
todo, actualizando la bibliografía. Tanto las fuentes como las referencias han
sido objeto de una cuidadosa atención para contentar a los lectores que
querían saber con exactitud de dónde procedían muchas de las informaciones
contenidas en el libro al no poder satisfacer su curiosidad con las escuetas
referencias del original. La obra también recoge algunas ideas y comentarios
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relativos a su estructura y contenidos, articulando sus capítulos como temas y
enunciados de forma que se puedan seguir como una guía.
Se repiten contenidos, y algún lector creerá que siguen faltando muchas
cosas, pero, como en 2005, sigo pensando que la mejor manera de aburrir es
contarlo todo. No se ha seguido, como entonces, la estructura clásica de los
manuales, no se distingue lo político de lo cultural, lo social o lo económico.
Lo que hoy contemplamos como cosas separadas entonces estaban
impregnadas las unas en las otras, y se contemplaba el mundo con otras
categorías. Ocurre que, utilizando los preceptos de nuestros manuales, resulta
muy difícil relacionar fenómenos que hace cuatrocientos años no estaban
separados, como la medicina de la política o la teología de la economía. Por
tal motivo se mantiene una técnica de exposición transversal, y la España del
Siglo de Oro está enmarcada por un espacio –los territorios que poseyó la
Monarquía Hispánica en el mundo– y un tiempo, que es el transcurrido entre
los reinados de Carlos I y Felipe IV. En este libro, capítulo a capítulo, se
explica cuál es la relación de los individuos que vivieron en ese tiempo con la
autoridad, cuáles fueron sus vivencias religiosas, cómo organizaban su
supervivencia, qué sentían como identidad y en qué lugar se contemplaban en
el mundo. Con esos ámbitos se corresponden los capítulos del libro, que
encierran en su disposición y enunciado un intento de aproximación distinto
al habitual no por capricho, como ya hemos señalado arriba, sino como
resultado de mi propia experiencia como investigador y lector.
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1. España
Afloramiento
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del rey y del pueblo los que habrían de traer la tragedia. Covarrubias mismo la
atribuyó a «nuestros pecados», y es tradición bien aireada en el romancero y
en las crónicas. La Crónica sarracina de Pedro del Corral (1430) popularizó
la historia de la violación de La Cava, la hija del conde don Julián, quien, para
vengar su ultraje, abrió la puerta a los árabes, invitándolos a la invasión. El
drama El último godo, de Lope de Vega, inspirado en esta tradición,
recordaba al público una historia que no por bien conocida debía de dejar de
recordarse. Los pecados del rey eran también los del pueblo, y el castigo
afectaba a todos, invitándolos, como le ocurriera al pueblo de Israel, a expiar
su culpa (Ryjik 2004; Tate 1970).
En pleno siglo XVII fray Diego de Jesús María refería que la invasión de
711 fue como un nuevo diluvio en el que todo quedó sepultado. Después,
España fue emergiendo desde Covadonga y la montaña de Asturias, actuando
los descendientes de don Pelayo al igual que los de Noé, dando vida a la tierra
que había quedado cubierta y estéril bajo las aguas. Fray Diego escribió la
historia de cómo después de expulsar a los moros, los nuevos pobladores
cristianos de Ciudad Real hallaron la imagen de la Virgen del Prado. Era el
relato de uno de los múltiples hallazgos que, conforme «se retiraban las
aguas», afloraban a la superficie y eran recuperados para la cristiandad:
reliquias, imágenes, tesoros e incluso escrituras. Se creía que los antiguos
pobladores cristianos pusieron a salvo todo lo que pudiera ser necesario para
proveer la restauración futura, preservando reliquias, imágenes y objetos
sagrados que no debían ser mancillados por las manos de los infieles. Este
relato se repite en las historias de muchas imágenes de la Virgen, veneradas
como patronas de ciudades y localidades españolas, que fueron halladas en
muros, cuevas o enterradas, como la ya mencionada del Prado y las de
Montserrat, la Almudena o Guadalupe. La fuerza de esta creencia se
transmitió en libros de devoción y de historia sagrada, como también en
cuentos, leyendas y romances. En la segunda mitad del siglo XVI circularon
unos librillos llamados gacepas, gacetas o recetas que eran una especie de
guías crípticas para hallar tesoros preislámicos (y que se hacían eco de las
fantasías del imaginario colectivo, de la mina fabulosa donde se hallaba
escondido el tesoro del rey Rodrigo y otras cosas por el estilo), siendo
conocida la existencia de buscadores «profesionales» de tesoros en Castilla la
Nueva y Andalucía (Peinado Santaella, Barrios Aguilera y Andújar Castillo
2000, 2: 386).
La lectura culta y popular de la historia de España interpretó la
Reconquista como un tiempo de expiación de los pecados cuyo final abriría
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una Edad de Oro. Así lo anunciaba una profecía atribuida a San Isidoro de
Sevilla, que alimentó la creencia de la llegada de un monarca que purificaría
el mundo y recibiría a Jesucristo en la Casa Santa de Jerusalén. Tal misión
sería la del soberano que restaurase España, «el Murciélago», «el
Encubierto», que derrotaría al Anticristo. Como mostró Alain Milhou, estas
profecías constituyeron el escenario en el que se desenvolvió en 1492 la
aventura de Cristóbal Colón y la interpretación del descubrimiento de
América, a renglón seguido de la conquista de Granada. Expulsado el islam
de España, las Indias (pues se creía que se trataba del Extremo Oriente)
abrirían el camino hacia Jerusalén y daría comienzo una nueva edad.
Lógicamente, el mito resurgió cada vez que España parecía reconstituida, y es
por eso por lo que, a partir de 1580, cuando Felipe II incorporó Portugal a la
Monarquía Hispania, el ciclo de la pérdida y la restauración recobró nueva
actualidad (Milhou 1983; Vivar 2004).
En la primavera de 1590, una visionaria predicaba en Madrid «que las
cosas de España van perdidas», y anunciaba el advenimiento de una nueva
destrucción. No era ni la primera ni la última profecía que escuchaban los
madrileños; dos años antes se produjo lo que Juan Blázquez denomina el
«cénit visionario de 1588». La irrupción de profetas, predicadores y
visionarios de toda laya en aquel año era la culminación de una suma de
experiencias cuyo origen nacía de la incorporación de Portugal a la Corona en
1580. En Lisboa tuvieron gran predicamento las visiones, éxtasis y arrebatos
de la priora de la Anunciada; en Toledo, los milagros de Juan de Dios; en
Madrid, los sueños proféticos de Lucrecia de León, del doctor Miguel de
Piedrola o del alcalde de corte Trijueque. Entonces se desató una «auténtica
psicosis de sueños» que interesaban tanto a las clases populares como a las
personas más encumbradas, reverdeciendo la actualidad de la pérdida de
España hasta el punto de que algunos grupos comenzaron a prepararse para
afrontar tal acontecimiento acondicionando cuevas (a lo largo del Tajo o en
Asturias según los gustos) y enterrando tesoros e imágenes. Fray Lucas de
Allende creó una Congregación de la Nueva Restauración, a la que perteneció
entre otros el famoso arquitecto Juan de Herrera, artífice de El Escorial, que
adquirió la cueva de Sopeña en las cercanías de Toledo. En dicha gruta, el
arquitecto del rey acondicionó el refugio donde se ocultarían los futuros
salvadores de la nación, lo proveyó de un buen número de imágenes y
almacenó en sus estancias grandes cantidades de trigo y garbanzos. Esta
cueva disponía de capilla, habitaciones acondicionadas para vivienda y
almacenes. Disponía, así mismo, de las condiciones para hacer de ella el
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punto de partida de la segunda Reconquista, desde donde se efectuaría la
postrera restauración de España y la apertura de la Edad de Oro que
disfrutaría la humanidad con la segunda venida de Cristo (Beltrán de Heredia
1947; Zambrano, Simons y Blázquez 1987).
No era la crisis o la decadencia de España lo que animaba el ambiente
visionario que predicaba una nueva caída, sino la percepción de un momento
extraordinario de apogeo. En él, la Monarquía se hallaba en su cénit, y pocos
momentos como aquél podían equipararse respecto al pasado lejano y aun al
reciente. Portugal tuvo una trascendencia similar a la que en su día tuvo la
conquista de Granada. De modo que, aunque algunos historiadores han visto
en los profetas que auguraban la pérdida de España una señal de la crisis, de
la decadencia y del fatalismo con que los españoles percibían claras señales
de ruina ya en el umbral de 1600, parece más consistente reflexionar sobre la
concepción cíclica del tiempo. Estas prevenciones ante la crisis nos hablan de
la certidumbre en la sucesión de momentos opuestos, de uno de plenitud y
otro de miseria que se encadenan y alternan. También había otra lectura: era
obvio que la Reconquista había concluido y se había restaurado la unión
peninsular del viejo reino visigodo bajo el cetro de Felipe II, pero todavía
estaba pendiente un paso más para proceder a una restauración completa que
facilitase la llegada de la Edad de Oro: la purificación de la nación para que
toda ella se hallase unida bajo una sola fe (Beltrán de Heredia 1947).
Siempre que circulaban profecías mesiánicas referidas al «Encubierto», la
restauración o la destrucción de España, se producían pogromos,
persecuciones y bautismos forzosos de las minorías étnico-religiosas
peninsulares. Expulsados los judíos en 1492, a finales del siglo XVI los
musulmanes representaban, a ojos de muchos, el obstáculo que impedía la
plena restauración de la España sagrada. Casi todos los especialistas
coinciden al señalar que fue en 1580 cuando se reavivó con intensidad el
debate en torno a la expulsión de los moriscos, pues parecía inconcebible la
presencia de una minoría infiel en el lugar desde el que nacería la cristiandad
triunfante. (Por otra parte, para quienes creían que era casi irremediable una
segunda «inundación», los moriscos constituían una quinta columna que
abriría las puertas a los invasores, como en el pasado hiciera el conde don
Julián). Por tal motivo, no es casual que en 1588 también se produjera otro
suceso asombroso y extraordinario: el descubrimiento de los plomos del
Sacromonte en Granada. Comenzaba una batalla de opinión en torno a la idea
de España en la que entraban en juego falsificaciones, falsas profecías e
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incluso historiadores moriscos nacidos de la imaginación de eruditos y
autores de ficción (Caro Baroja 1992).
Partiendo de la noción popular de la España sagrada, los falsificadores de
los plomos del Sacromonte manipularon con gran efectividad la creencia de
que los cristianos del año 711 ocultaron objetos sagrados a los conquistadores
sarracenos. En las obras de ampliación de la catedral de Granada se demolió
la torre Turpiana, un antiguo minarete de la mezquita nazarí, y apareció una
caja de plomo entre los escombros. Al abrirla se halló una tela pintada
representando a la Virgen María con vestiduras orientales, un trozo de hueso,
un pergamino enrollado y arenilla azul y negra. El pergamino, escrito en
árabe, griego y latín, contenía noticias sobre San Cecilio, un comentario a una
profecía de San Juan Bautista firmado por Dionisio Aeropagita y un relato
que aclaraba el significado de los objetos de la caja: la tela era un paño en el
que secó sus lágrimas la Virgen, y el hueso, una reliquia de San Esteban. Los
textos insinuaban que el aljamiado (la lengua propia de los moriscos) y el
árabe estaban vinculados a la antigua lengua de España, anterior a la invasión
de 711 (Hagerty 1980; García-Arenal 2003).
Algo más tarde, en 1595, afloraron nuevos y sorprendentes hallazgos: una
tabla de plomo datada en tiempo de Nerón básicamente escrita en árabe con
caracteres «hispano-béticos». Entre el 21 de febrero y el 10 de abril
aparecieron aún más tablillas e inscripciones que ofrecían una nueva lectura
de la historia de España, al informar que los árabes acompañaron al apóstol
Santiago y formaban parte de su círculo íntimo, que el árabe se hablaba ya en
la antigüedad ibérica como lengua primitiva y que Granada y su «Monte
Sacro» eran la verdadera sede primada de la primitiva Iglesia española, y no
Santiago de Compostela o Toledo. Los textos situaban en Granada el
comienzo de la cristianización de la península, siendo el lugar donde
murieron los primeros mártires.
Como es fácil de apreciar, los plomos dignificaban a los árabes; según
estos documentos, no fueron invasores extraños sino más bien los primeros
cristianos de la península. Los autores de los plomos no se conformaron con
este intento de dignificar a la minoría morisca y defender su españolidad;
también pretendieron algo más complicado: conciliar el mensaje de Cristo y
el de Mahoma. Los escritos eran perturbadores, muy heterodoxos en relación
con el islam y muy «españoles» por sustentar con su prueba la Inmaculada
Concepción y la predicación de Santiago en España, dos cuestiones en las que
Roma no disimulaba su escepticismo y se resistía a aceptar. Los hallazgos del
«Monte Sacro» (Sacromonte) trastocaban la comprensión social, religiosa y
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política de España la colocaban a la cabeza de la cristiandad, hacían de ella la
provincia donde el catolicismo era más puro y, por añadidura, vinculaban esas
excelencias al legado árabe, que quedaba así tan unido a la nación como la
raigambre goda o cantábrica (Barrios Aguilera 2002).
En palacio se acogió con interés y un entusiasmo contenido el hallazgo
del Monte Santo. En julio de 1597 Felipe II encargó un relicario para poner en
él una reliquia granadina, y examinó algunos documentos con el secretario
Gassol y fray Martín de Villanueva. Esta astuta mezcla de historias antiguas
alimentaba las bases ideológicas de la facción más poderosa de la corte,
defensora de un catolicismo de tradición española diferenciado del
universalismo romano, al tiempo que devolvía a la minoría morisca su
derecho a la existencia como parte fundamental de la sociedad. El arzobispo
de Granada, don Pedro de Castro, asumió con ardor la causa, aprendió árabe y
fue acérrimo defensor de los moriscos. Enfrente tuvo a la nunciatura, los
jesuitas y en general a quienes querían o deseaban que la Monarquía se
vinculase menos a lo hispánico y más a lo católico romano (Caro Baroja
1992).
Aunque no se tiene noticia cierta de quién fue el autor de tan audaces
falsificaciones, se cree que fue un grupo de sabios moriscos preocupados
precisamente por el ambiente de xenofobia existente contra esta minoría. Es
casi seguro que participaron un traductor de árabe de la Inquisición, Alonso
del Castillo, y otro oscuro intérprete morisco, Miguel de Luna. Queda claro
que, para los falsificadores, el tema de la pérdida de España constituía uno de
los argumentos de peso esgrimidos contra la minoría. Los hallazgos, si se
aceptaba su veracidad, forzosamente habían de cambiar la interpretación del
significado de la «caída», pues siendo también los árabes pobladores
primitivos, no cabría hablar de invasión sino de otra cosa. Luna añadió
testimonios complementarios a los «descubrimientos»: «halló» unos
manuscritos árabes, obra de un tal Abulcacim Tarif Abentarique, cuya
importancia era tal que juzgó que debía «traducirlos» y publicarlos con el
título La verdadera historia del rey don Rodrigo, en la qual se trata la causa
principal de la pérdida de España y de la conquista que de ella hizo
Miramamolín Almanzor, rey que fue del África y las Arabias. Compuesta por
el sabio Alcayde Abulcacim Tarif Abentarique de nación árabe y natural de
la Arabia Pétrea; nuevamente traduzida de la lengua arábiga por Miguel de
Luna, vezino de Granada, intérprete del Rey Don Phelippe nuestro señor
(Granada, René Rabut, 1592). Luna, por medio de un supuesto historiador
árabe, describía la pérdida de España como un negativo de lo que se reflejaba
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en el romancero y la tradición popular. El texto venía a decir que en realidad
no hubo pérdida sino restauración, destrucción de la tiranía, restablecimiento
del imperio de la justicia. A pesar de las innegables contradicciones que
implicaba mantener el mito y subvertir su significado, nuestro autor no se
arredró y llevó a la imprenta un segundo texto: Historia de la pérdida de
España y vida del Rey Iacob de Almançor: en la cual el autor Tarif
Abentarique prosigue la primera parte dando particular quenta de todos los
sucessos de España, África y las Arabias hasta el rey don Fruela (Granada,
Sebastián de Mena, 1600).
Mucho se tardó en determinar la falsedad de los documentos. Los plomos
fueron declarados falsos por una comisión de expertos celebrada en Roma en
1631, mientras que las «traducciones» de Miguel de Luna tuvieron bastante
éxito: en 1646 vio la luz en Zaragoza nada menos que la cuarta edición de La
verdadera historia… El Sacromonte y sus misterios dieron lugar a una
intensísima polémica, a numerosos tratados en defensa de su autenticidad o
denunciando su falsedad, a acaloradas discusiones en mentideros y corrillos y
a agrias polémicas en los pasillos de palacio y en el seno de las corporaciones
eclesiásticas (Hagerty 1980; García-Arenal 2003).
De esta polémica se hizo eco Cervantes presentando el Quijote como una
traducción del manuscrito de un ficticio autor árabe:
Si a ésta (historia) se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino
haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos.
Nación
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multiplicaba como un juego de espejos en las Españas. En los Col·loquis de la
insigne ciutat de Tortosa (1557) Cristófor Despuig, al reivindicar que
«aquesta provincia no sols és Espanya mas es la millor Espanya», venía a
representar que Cataluña era a España lo que España era a la cristiandad. En
todo caso la nación, como provincia más o menos extensa, era espacio y era
—como señala Diego Catalán— objeto, y sólo un reducidísimo grupo de
personas cultas podía imaginarla como sujeto o actor de la historia,
cambiando la percepción popular de geografía mental en otra cosa más
complicada y con alcance político. De la distancia entre ambas percepciones
daba fe Covarrubias, quien, ante esta segunda definición, mucho más
compleja y sofisticada, prefería delegar en mejores plumas tan arduo
cometido:
Si en particular hubiera de tratar las cosas de España, hiciera un volumen entero. Muchos de los
coronistas han tratado desta materia, y particularmente Esteban de Garibay […] con Florián de
Ocampo, Ambrosio de Morales y los demás, a los cuales me remito (Beneyto 1975; Torres i Sans
2008).
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Santa María en torno a 1440 polemizando con franceses e ingleses en lo
referente a la dignidad de la nación española, pues existía una línea de
continuidad respecto a los reyes godos que confería a Hispania un carácter
particular, de modo que la invasión musulmana del siglo VIII fue para los
españoles lo que la caída del Imperio romano para el resto de los europeos. En
palabras de aquel tiempo, España como nación constituía un imperio
particular. Bajo Felipe II esta idea volvió a tener actualidad, y diversos
panegiristas al servicio de la Corona trataron de llenar de contenido específico
a la nación: Esteban de Garibay y Zamalloa, que (remontándose a Túbal y a
los primitivos vascos) quería «aprovechar y servir a la república d’España»
(Los cuarenta libros del compendio historial de las Crónicas y universal
historia de todos los reinos de España, Amberes, 1571); Julián del Castillo,
que mostró la línea de sucesión directa entre los reyes godos y los Austrias
conformando la Monarquía de España (Historia de los reyes godos… y la
sucession dellos hasta el catholico Rey Philipe segundo, Burgos, 1582), y
Fernando Vázquez de Menchaca, capaz de definir qué significaba ser «rey de
las Españas» («vicario, ministro y representante de Dios en la tierra») en sus
Controversias fundamentales (¿1580?).
Como puede apreciarse, la nación tenía un componente político, pero nada
parecido al que le confiere el nacionalismo puesto que no se derivaba de ello
un unitarismo a ultranza ni un soberanismo intransigente. Ahora bien, el
prestigio de la nación y su lugar dentro de la cristiandad tenían importancia
para determinar el poder que ostentaban los monarcas hispanos. La valía de la
nación fue uno de los argumentos esgrimidos por los soberanos de la Casa de
Austria durante los siglos XVI y XVII para obtener el reconocimiento de la
Santa Sede, y que ésta sancionase su posición de superioridad sobre el
conjunto de los soberanos católicos. De ahí que el desarrollo de una idea
política de España sea el resultado de una producción memorialística
destinada a justificar y proveer argumentos para alcanzar la precedencia de
los embajadores españoles sobre los franceses en la corte de Roma,
precedencia que significaba un reconocimiento público de superioridad y de
prerrogativas de gobierno eclesiástico y espiritual.
En 1562, cuando se produjo la primera discusión de precedencias entre el
embajador español y el francés por su asiento en la asamblea del concilio de
Trento, el arzobispo de Salamanca comentó maliciosamente que «hasta agora
están los franceses tan recios en su preeminencia como si todavía fuesen
cristianísimos». Mientras la monarquía de Francia se desvirtuaba y perdía su
libertad (por el azote de la guerra civil y el crecimiento del protestantismo), la
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de España hacía lo contrario (se reafirmaba en la pureza de la ortodoxia), y su
monarca lo hacía valer y le debía ser reconocido. Es decir, a la vez que
España había alcanzado un estatus mayor, Francia había perdido el suyo, lo
cual justificaba como poco la igualdad de las dos naciones (Casado
Quintanilla 1984).
Aunque parezca chocante, Francia era el modelo de nación. En el concilio
de Constanza sus reyes gozaron del reconocimiento de ser los primeros, y su
nación, la hija predilecta de la Iglesia. Los soberanos españoles fueron a la
zaga, aunque se les dio el título de «católicos» para equipararlos a los
«cristianísimos» franceses, y San Fernando fue la versión castiza de San Luis.
La tratadística «nacional» puso sus ojos en dicho reino, y las aspiraciones
para construir la monarquía en España se miraban en el espejo de Francia, que
fue la primera nación que reclamó y vio reconocida su excepcionalidad.
En definitiva, la emulación en las precedencias tenía que ver más con un
deseo de reconocimiento y equiparación que de competencia, la cual no
escapaba a la fina e irónica mirada de los embajadores venecianos, como
Badoero, que advirtieron un esquema imitativo de los formalismos de los
soberanos franceses —si el rey de Francia firmaba le Roy, Felipe II hacía lo
propio con el «artificio» Yo el Rey— para subrayar su dignidad. Pero los
soberanos españoles se sentían los reyes más dignos de la cristiandad; lo eran
por su linaje, pero sobre todo porque la dignidad de sus reinos les daba
derecho a una posición de honor y gobernaban a mejores súbditos, más leales
y cristianos (Rivero Rodríguez 2011b). A juicio de Lisbeth Geevers, el
problema no se reducía sólo a la mayor dignidad de las dinastías reinantes y
sus naciones respectivas, sino también a la propia realeza, que no aceptaba
ninguna forma de inferioridad, lo cual hacía que el conflicto fuera
interminable (Geevers 2013).
El reconocimiento de la eminencia de la «nación española» y de su
soberano iba indisolublemente unido al de la legitimidad de la intervención de
la Corona en el gobierno de la «Iglesia nacional», y por ello, en todo el pleito
de las precedencias se ventilaba algo más que puntos de honor o temas de
vanidad[1]; se reclamaba una homologación que incluyese a Felipe II en el
reducido grupo de los soberanos de naciones que trataban vis a vis al sumo
pontífice, prácticamente como papas en sus dominios. Diego de Valdés así lo
subrayó en su tratado sobre las precedencias, redactado para el Rey Prudente
y cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca de El Escorial: negar la
precedencia equivalía a no reconocer al «Rey de España superior en lo
temporal y tener título de Emperador en (su) Reyno»[2].
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La necesidad de ganar la batalla de la opinión llevó a potenciar e
incentivar desde el poder a memorialistas, publicistas y escritores para que
airearan públicamente el problema de las precedencias, aunque no siempre se
tuviese una plena convicción de la utilidad de estas tormentas de papel, muy
alejadas de la praxis política y que no eran del todo comprendidas por los
políticos y ministros al servicio de la Corona. El embajador Requesens, en
abril de 1564, manifestó su hastío por estas discusiones en los salones de la
corte papal, poco interesantes para un hombre de acción al que disgustaban
las tormentas de palabras: «Como Vuestra Magestad sabe, todos los italianos
son llenos de discursos y consecuencias». Pero Felipe II sí estaba interesado
en la polémica, y bajo su atenta mirada autores como Vázquez de Menchaca,
Diego de Valdés o Salazar de Mendoza trataron de satisfacer con discursos
sus alegatos ante la curia. Salazar de Mendoza tituló su tratado Monarquía de
España por expreso deseo del rey para asentar la denominación de «esta
provincia de plena soberanía desde los godos» (Casado Quintanilla 1984).
Campanella redactó su Monarquía de España en 1595 por encargo del conde
de Olivares, embajador de España, para fortalecer los argumentos por la
precedencia (Ernst 2010).
La competencia con Francia respondía tanto a una cuestión de orgullo
como de poder; Felipe II deseaba gobernar sin obstáculos las conciencias de
sus súbditos, como presumía que hacían los soberanos franceses. Por razones
obvias, la curia se resistía a perder autoridad y magisterio sobre los católicos
españoles, y menudearon las críticas a las pretensiones de la corte española,
siendo muy notables las del cardenal Acquaviva (a cuyo servicio estuvo
Miguel de Cervantes como mayordomo de cámara en 1569):
¿Pero quién no se da cuenta del grave error que comete quien en esto imita a Francia?, porque se
ve el resultado que ha salido. De modo que es necesario decir que estos reinos son de mejor
condición que Francia y los demás porque está más preservada la jurisdicción espiritual[3].
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«encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los sus reinos
confinantes, se tenían de sus obras». No parece que anduviese muy
descaminado el censor, pues en la nación vecina se seguía con mucha
atención lo que se hacía en España, y obras publicadas aquí tenían allí gran
aceptación y difusión. La Historia de España del padre Mariana fue quemada
por el verdugo en París por justificar el asesinato de Enrique III y por
denunciar la falta de compromiso de la Corona francesa con la ortodoxia
católica; las historias de España no eran bien recibidas por las autoridades
francesas, y no tardó en fructificar una literatura antiespañola fogueada no
sólo en la polémica sobre la excelencia de cada nación sino en la injerencia de
las armas españolas en el curso de las guerras civiles francesas. El
Antiespagnol de Arnauld (1590) marcaría el camino de una sólida
panfletística mal comprendida después como «leyenda negra» (Fabian
Montcher 2013; Ballester Rodríguez 2010).
La polémica sobre la superioridad de la nación podía seguirse con cierta
comodidad en París y Madrid, y no faltaban entretenidas réplicas y
contrarréplicas. En 1602, Jérôme Bignon publicó su opúsculo De l’excellence
des Rois et du Royaume de France como réplica a la Excelencia de la
Monarquía y Reino de España, que publicara en 1597 el doctor Gregorio
López Madera en Valladolid. Dicho doctor era un excéntrico erudito
granadino tan obsesionado por la «excelencia» de la nación que trató de
demostrar que el español era una lengua más antigua que el latín. Fue también
un furibundo defensor de la autenticidad de los hallazgos del Sacromonte
puesto que reforzaban los argumentos tocantes a la antigüedad de la
cristianización de Hispania, la predicación de Santiago, la Inmaculada
Concepción, etc. Autor en 1595 de un Discurso sobre las láminas, reliquias y
libros que se han descubierto en la ciudad de Granada y una Historia y
discurso de la certidumbre de las reliquias, láminas y prophecia descubiertas
en el Monte Santo y yglesias de Granada desde 1580 hasta 1598 (Granada,
Sebastián de Mena, 1601), aunó su defensa de la causa de los plomos con la
preeminencia española en el seno de la cristiandad. Paradójicamente, fue un
enemigo implacable de la minoría morisca, lo cual indica que los famosos
plomos sirvieron tanto para ayudar como para condenar a esa minoría (Caro
Baroja 1992: 133, 150).
López Madera representaba en sus escritos sobre España una síntesis de
las visiones culta y popular, pero en ningún caso podríamos decir de él que
fuera un «nacionalista». La expulsión de los musulmanes que tanto deseaba
tenía por objeto evitar la segunda caída, mientras que al glosar las
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«excelencias» de la nación cabe la sospecha de que buscaba llamar la
atención, de hacerse notar para obtener oficios y mercedes, aprovechando el
interés del rey por todo argumento que reforzara su superioridad en la
cristiandad católica.
Probablemente no deberíamos tomar demasiado en serio a todos estos
panegiristas de la nación. Algún historiador lo ha hecho, creyendo que el
cacareo de todos estos laudatores de España tenía una plasmación real en la
política de Felipe II y Felipe III. Sin embargo, desde el momento en que
ninguno de ellos tomó para sí el título de rey de España, ni lo empleó para
presentarse, dirigirse o dar órdenes a sus súbditos, entendemos que ser rey de
España tenía un valor más bien metafórico, vacío de contenido real, muy
diferente a la realidad de ser rey de Castilla para los castellanos, de Aragón
para los aragoneses, duque de Milán para los lombardos, señor de Vizcaya
para los vizcaínos…; no se era español por naturaleza ni se disponía de
vínculo jurídico alguno con el rey «de España» (quien, en pura ciencia
jurídica, no existía). Cuando en 1575 Lope de Aguirre y los marañones
quisieron crear su propio reino en la cuenca del río Amazonas y jurar
fidelidad al rey que habían elegido de entre ellos, advirtieron que «para hacer
esto era menester que se desnaturasen de los reinos de España y negasen el
vasallaje que debían al rey Don Felipe (II)» (Vázquez 1979; Díez Torres
2011). No se desnaturalizaban de España, sino de los reinos de los que eran
oriundos para no cumplir con la obediencia debida a su «soberano natural».
Ser natural de un reino significaba disfrutar de derechos y obligaciones
vedados al extranjero. En 1583 las Cortes de Navarra declararon extranjeros a
los habitantes de la merindad de Ultrapuertos o Allenpuerto por considerarse
tierra desamparada por la Corona y propiamente sometida al rey de Francia.
Tal decisión dio lugar a pleitos y litigios sólo resueltos cuando en 1660 la
Corona española cedió formalmente a la francesa dicho territorio. Hasta
entonces la merindad fue una tierra de nadie cuyos habitantes pleitearon
tenazmente para que les fuera reconocida su existencia, dado que la
declaración de extranjería les reducía a la inexistencia jurídica y a la
inhabilitación para toda clase de oficios, beneficios u honores, como expuso
puntualmente su abogado Martín de Vizcay (Derecho de naturaleza que los
naturales de la merindad de San Juan del Pie del Puerto tienen en los reinos
de la corona de Castilla, Zaragoza, 1621). Existía en Castilla, Aragón, Sicilia
y cualquier territorio o dominio de los reyes de España una copiosa
legislación que reservaba oficios, beneficios, rentas, cargos y honores para sus
naturales, excluyendo a los que no lo fueran. Dichas reglamentaciones
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estaban dirigidas sobre todo a impedir que otros súbditos del soberano
pudiesen disfrutar de los bienes de un territorio; los castellanos eran
extranjeros en Aragón y los aragoneses en Castilla, y así ocurría con todos los
territorios tomados de uno en uno. Sólo la generalización de la naturaleza
hubiera dado a España un contenido jurídico, político y administrativo. Pero
eso no se hizo (Carzolio 2002).
Se puede pensar que España era un calificativo cuyo contenido político
sólo se tomaba en valor en relación con los poderes universales de la
cristiandad, para sustraer autoridad al Papado, pero eso no significa que
hubiera una pretensión de hacer de ella alma de un Estado, y mucho menos
que hubiera unanimidad en torno a esto. Son muchos los autores, muchas las
ideas y las interpretaciones, y no es lo mismo citar a autores que esperaban
una recompensa de palacio o que directamente trabajaban a sueldo del rey que
a otros más independientes de la Corona pero vinculados a otras
corporaciones no menos poderosas a las que servían con celo y dedicación.
Así, la Historia de España del jesuita Juan de Mariana retrataba la nación en
términos no disonantes con el universalismo de la curia romana. El punto de
vista jesuítico, católico, apostólico y romano daba lugar a una historia de olor
conocido pero distinto sabor. Resultado de la Reconquista surgió «una nueva
y santa España […] refugio en este tiempo, amparo y columna de la religión
católica». Mariana informaba de cómo la fidelidad y el servicio a Dios y al
magisterio de la Iglesia habían preservado la conservación de los tronos y los
estados, y por tanto, censuraba sin paliativos las aspiraciones de gobierno
espiritual de los soberanos. Mariana concebía su historia como complemento
indispensable a su tratado De Rege et regis institutio («Del Rey y de la
institución real») y su objetivo era moderar y atemperar el poder del rey,
deslizando una crítica muy aguda respecto a la situación de 1600 al declararla
parecida a «cuando toda España fue vencida y subjetada por los moros». La
restauración gótica, la vuelta al reino de don Rodrigo podía interpretarse
como el regreso a la tiranía y, con ella, a la causa de la perdición. Estos
interrogantes quedaban en el aire; eran observaciones nada inocentes que
creaban cierto desasosiego por «pensar en la tempestad mientras dura aún la
mudanza» (Méchoulan 1986; Braun 2013).
Durante el reinado de Felipe IV (1621-1665), hubo una aproximación a la
creación de un perfil identitario asociado a España. Esto ocurrió en el curso
de la polémica sobre el patronazgo de Santiago y Santa Teresa. El 24 de
octubre de 1617, las Cortes de Castilla, celebradas en Madrid, declararon a
Santa Teresa patrona de España, siendo confirmado dicho reconocimiento por
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el papa Urbano VIII. La decisión acercaba a la Iglesia española al
universalismo romano y la alejaba del esencialismo hispánico. Dicha decisión
no era inocente y desató una intensa polémica en la que salió victoriosa la
causa santiaguista. En la disputa intervino Francisco de Quevedo, con
entusiasmado ardor antiteresiano, dando pie a una literatura que recuperaba el
mito de la restauración de la España sagrada. Quevedo ya había hecho su
aportación particular a la idea de España terciando en la polémica de la
preeminencia, refutando la «vulgar ignorancia» de los extranjeros renuentes a
reconocer la reputación nacional en su España defendida (1609). El Memorial
por el patronato de Santiago (1627) y su Espada por Santiago (1628)
recuperaban el mito de la Reconquista vinculando la existencia nacional a
Santiago («[él] solo dio el suelo a esta Iglesia de España»), que le confirió una
unidad mística como «único patrón de España». Patronato y nación eran
disposiciones que estaban fuera del alcance y la voluntad humana; eran obra
de Dios:
Ni se ha visto otra vez en el mundo pedir patronato de las naciones a tribunal alguno, Rey o
República, por haber sido esse repartimiento de la disposición de Christo (Díaz Fernández 2003;
Rey Castelao 2015).
Españoles
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Sólo los españoles podían asentarse en América. A partir de esta premisa, la
profesora Tamar Herzog advirtió que en los expedientes de expulsión de los
no españoles de América podrían hallarse las claves que distinguían a un
español de quien no lo era. Sorprendentemente, la noción de extranjero era
muy vaga puesto que la distinción de los individuos se hacía por una doble
vía: eran súbditos, ligados al rey, y naturales, ligados a la tierra. La condición
de natural estaba unida a la de vecindad, y esta categoría la concedían las
ciudades, que eran las que distinguían quién era extranjero y quién no. Por
tanto, quienes pertenecían a una comunidad como vecinos también eran o se
reconocían naturales de ella. De este modo quienes no eran naturales, aunque
fueran súbditos, quedaban excluidos de los privilegios y derechos de los
naturales. En Europa esto permitía excluir de los oficios a los naturales de
otros reinos de la Monarquía: un castellano era extranjero en Sicilia, lo mismo
que un catalán o un sardo, por poner un ejemplo. En América, sin embargo, la
naturaleza se extendía a todos los «naturales de los reinos de España», siendo
ese conjunto los españoles (Herzog 2006: 145).
Las élites locales preservaban los oficios públicos y eclesiásticos frente a
otros súbditos del rey que podían entrar en competencia con ellas. Esto no era
exclusivo de los castellanos, pues casi todos los reinos disponían de cláusulas
que garantizaban el acceso a los oficios públicos a los naturales. En Sicilia y
en Nápoles, el privilegio de la alternativa obligaba a alternar naturales y
extranjeros en los puestos[4]. Sólo a quienes eran propiamente sicilianos y
napolitanos se les consideraba naturales italianos, si bien era frecuente que
muchos extranjeros, españoles la mayoría, se naturalizasen para romper ese
bloqueo, recibiendo el calificativo despectivo de «genízaros», un término que
también se emplea en España para los extranjeros naturalizados o para los
naturales descendientes de extranjeros (Stein y Stein 2005: 29-32; Bustos
Rodríguez 2005). El doctor Villén de Biedma lo explicaba con meridiana
claridad en sus notas como traductor de Quinto Horacio Flaco:
Este nombre, Híbrida, propiamente quiere decir el puerco mestizo hijo de jabalí y de casero
doméstico los cuales aunque sean todos de una especie algo se diferencian en la naturaleza más
robusta y como entre los mismos hombres por ser unos de una nación o provincia y otros de
diferente llamamos jenízaro a sus hijos parecía ponerle este nombre a Híbrida significando el
sobrenombre de Persia por haber sido este hijo de padre Adriático y su madre romana (Flaccus
1599).
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coincidentes. Huarte de San Juan representó a los vecinos de San Juan de Pie
de Puerto para que se reconociese a todos los naturales de Navarra, incluidos
a los de Ultrapuertos, los privilegios concedidos a los navarros para ir a las
Indias y servir a la Corona como españoles.
Es decir, los españoles se contemplan más desde fuera que desde dentro.
Américo Castro observó la peculiaridad de español como único gentilicio
terminado en «ol», pensando que se adoptó una definición hecha desde fuera,
en el ámbito provenzal, y no le cupo duda de que, más que a una identidad, el
término aludía a categorías de clasificación y se usaba por oposición a
«indio» en América o por oposición a «moro» en la península Ibérica
(Américo Castro 1985: 126-134). Así mismo, le llamó la atención que Colón
usara el gentilicio para nombrar una de las islas recién descubiertas en el
Caribe, La Española, lo cual podía ser un síntoma de conciencia colectiva,
como cuando los compañeros de Cortés comenzaron a denominar la tierra
recién descubierta en el continente como Nueva España (Américo Castro
1972: 46). Colón denominó a la isla literalmente «isla de España», pero Las
Casas y Pedro Mártir al latinizarla como Hispaniola le dieron el gentilicio
actual. En definitiva, quedaba claro que española era «de los españoles»
(McIntosh 2000: 87-89).
En la construcción de los españoles como comunidad tuvo mucha
importancia la proliferación de gramáticas, diccionarios y métodos de
aprendizaje de la lengua que en la Europa de los siglos XVI y XVII da pistas
muy precisas sobre el significado de «lo español». En los Diálogos muy
apacibles, un manual para aprender y practicar conversación en español
publicado en 1599 (en Londres por John Minsheu como apéndice del
diccionario español-inglés de Percivall), la crítica o la censura no sólo estaban
ausentes, sino que se incluía un elogio de España nada ambiguo ponderándola
por su autosuficiencia: «Sola entre todas las provincias del mundo, podría
pasar sin comunicación con otra, por producir dentro de sí todas las cosas
necesarias a la vida humana», prácticamente transcribiendo a San Isidoro de
Sevilla.
En los siglos XVI y XVII existía una comunidad imaginada como España,
habitada por los españoles, surgida de la acumulación de siglos de historia,
unidos por su lengua, que se identificaban a sí mismos. Pero no es fácil
asegurar la existencia de nacionalismo en la Edad Moderna. La gran mayoría
de los historiadores niegan su existencia, pero, como muy bien subraya Olsen
para el caso de la imposibilidad de asimilar a los portugueses en la Monarquía
española, el sentimiento nacional de éstos era considerado por los españoles
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como un sentimiento político que no podía ser ignorado. E igualmente los
españoles manifestaban un sentimiento semejante (Olsen 2003).
Siguiendo a Olsen, debemos matizar la idea de que el nacionalismo como
identidad es una invención del siglo XIX. Quizá la diferencia radique en que
por españoles no entendamos a una comunidad política, pero sí a los
miembros de una forma de comunidad, algo que advertimos por ejemplo en el
prólogo de Francisco Tamara a su traducción de la obra de Johann Boehme,
El libro de las costumbres de todas las gentes del mundo:
Pues quiso [Dios] y fue así su voluntad que fuésemos de su corral y manada, haziéndonos
cristianos y no infieles, políticos y no bárbaros, españoles y no moros ni turcos.
Siglo de Oro
Los españoles de los siglos XVI y XVII no eran conscientes de vivir en el Siglo
de Oro, tal y como hoy lo entendemos. Colectivamente podían pensar que
eran súbditos del rey más poderoso de la Tierra o pertenecían a la «Quinta
Monarquía», anunciada por los profetas como la última y definitiva,
siguiendo una vieja creencia que situaba la hegemonía, el Imperio, en un
recorrido que iba de Oriente a Occidente, viajando el testigo de esta jefatura
desde Asiria, Persia, Grecia y Roma hasta España. Esta superioridad no se
correspondía sin embargo con una idea de perfección cultural: este término
fue acuñado en el siglo XVIII en circunstancias muy precisas, que acompañan a
un protonacionalismo o prefiguración de la nación española como prólogo de
la expresión ideológica de la construcción de un Estado-nación que se realiza
en el siglo XIX (Pro 2019: 40-44).
Los filólogos han indagado sobre cómo y cuándo escritores, pensadores y
académicos españoles tuvieron conciencia de que o bien vivían una edad
dorada de la cultura o que ésta había pasado. La influencia francesa, según
François López, condujo a la creación del concepto «Siglo de Oro» como
réplica o afirmación ante el Grand Siècle francés (López 1995). La polémica
erudita sobre la autoría de la novela Gil Blas de Santillana de Alain-Renè
Lesage sirve muy bien para ilustrar esta cuestión. Se trata de una novela
picaresca publicada en Francia en el año 1715 (con dos ampliaciones
sucesivas en 1724 y 1735), ambientada en el reinado de Felipe IV y su corte,
con tanto verismo que algunos críticos señalaron que Le Sage no era el
verdadero autor, sino que había traducido un original español manuscrito y
había robado su autoría (Morel Fatio 1925: vol. I, 61-64). El título de la
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«traducción» al castellano hecha por el padre Isla recogía un intento de
desagravio no exento de vindicación nacional, Historia de Gil Blas de
Santillana: compuesta sobre la de las «Aventuras del Bachiller de Salamanca
Don Querubin de la Ronda» original de Don Antonio Solis/publicada en
francés por Mr. Le Sage; y vertida al español por el P. Isla. Obsesionado por
sacar a la luz al «verdadero» autor español, hizo una segunda edición
«corregida a la vista de varios originales españoles de que se valió Lesage, y
adornada con gran número de grabados intercalados en el texto». Quienes
denunciaban el robo de la autoría señalaban que Lesage hablaba de cosas
ignotas para un francés, por mucho que se preciara de conocer España, cosas
que sólo podían conocer los españoles (hemos manejado la reimpresión de
Viuda e Hijos de Gorchs, Barcelona, 1836). No obstante, otros lectores con
más juicio y sentido crítico, como el afrancesado Juan Antonio Llorente,
advirtieron que el novelista había intercalado casi literalmente trozos de
noticias procedentes de avisos y relaciones de sucesos, con los que había
montado más bien un pastiche con tanta maestría que hacía creer en un
testimonio en primera persona, logrando dar una extraordinaria verosimilitud
a su relato (Llorente 1822: 64-68).
Para los defensores de la existencia de un autor español, la afrenta
representada por el «robo» de Lesage era un agravio que debemos entender en
el contexto mencionado como una defensa del acervo de la cultura áurea
española para mantener incólume uno de sus géneros emblemáticos, la
picaresca (Cañas Murillo 1997). La construcción imaginaria de un «Siglo de
Oro» equiparable al Grand Siècle hizo que hubiera una gran producción de
textos y estudios que procuraban mostrar cómo el genio español se adelantó al
francés en muchos aspectos: la biografía de Cervantes de Mayans, la edición
del Quijote por la Real Academia de la Lengua, la edición de las obras de
Quevedo y un enorme volumen de estudios eruditos sobre los que se sostiene
hoy buena parte de nuestra valoración del Siglo de Oro. Resulta curiosa esta
situación, porque —como advirtiera Morel Fatio— era una reacción un tanto
irracional respecto a la moda por lo español que se produjo en Francia al
despuntar el siglo XVIII, un interés que nacía de circunstancias muy
inmediatas, porque la casa real francesa, la Casa de Borbón, era la heredera de
España tras la extinción de la Casa de Austria. De ahí la fascinación por
conocer a un tradicional enemigo que, ahora, pasaba a integrarse en la familia
de las naciones amigas y hermanas. Esta eclosión fue después explotada por
la literatura romántica francesa, siendo el caso más notable el Ruy Blas de
Victor Hugo, y por eso mismo proliferaron versiones bizarras de la picaresca
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española, que nacían del interés por lo español sin ningún sentimiento de
superioridad (Morel Fatio 1925: 167-236).
Con todo, el «Siglo de Oro», desde que fue acuñado, ha sido siempre un
concepto difuso, carente de definición tanto cronológica como de alcance, por
una parte limitado a la literatura y las artes escénicas, pero poco o nada para
el arte, la arquitectura y las ciencias, y en cuanto a la cronología, ésta parece
ajustarse al tiempo de los Felipes de la Casa de Austria, quedando fuera
Carlos I y Carlos II, si bien hay quienes sitúan su inicio en tiempos del
emperador, con Garcilaso de la Vega, y su clausura con el último Austria y
con el escritor Bances Candamo. En todo caso, hay una cierta vacilación al
extender la denominación fuera del ámbito literario, prefiriéndose términos
como «España imperial», «España bajo los Austrias» o simplemente «España
en los siglos XVI y XVII» (J. Díez de Revenga 1995).
Cabría decir que no hay grandes discrepancias cronológicas entre una y
otra acepción, y que muchos historiadores consideran que el siglo XVII es
básicamente un siglo de crisis y de debilidad que cohabita extrañamente con
el mayor florecimiento cultural de la historia española. Como señaló Alberto
Blecua,
«al ser el término Siglo de Oro un concepto a la vez temporal y valorativo, se comprende que su
aplicación a un determinado período varíe en cuanto cambien los valores de una sociedad»
(Blecua 2004).
Hoy los españoles viven mucho mejor que sus antepasados, y la situación
actual no invita a pensar en los siglos XVI y XVII como un lugar deseable para
vivir. Son pocos los historiadores que han elegido este término. Marceline
Défourneaux lo escogió en 1964 para enunciar el contenido temporal de su
estudio sobre la vida cotidiana española, como hizo también Hugh Trevor
Roper en su síntesis de historia de España para sus alumnos de Oxford en
1937. En ambos casos se refieren a la doble dimensión del significado: el
momento de mayor poder político y económico de los españoles, al tiempo
que momento cumbre de su civilización, seguida como modelo por el resto de
las naciones europeas. Pero no se trata de nostalgia de imperio ni de nada
parecido, sino de, siguiendo el enunciado de Johan Huizinga en su celebrado
El otoño de la Edad Media, entender mejor un tiempo histórico poniéndonos
en conexión con la vida de ese momento. De ahí que su introducción «El tono
de la vida» siga siendo hoy en día, y pese a haber transcurrido casi cien años
de su redacción, la mejor manera de presentar un estudio histórico.
El Siglo de Oro, cabría concluir, comienza y termina cuando cambia el
tono de la vida, por eso es difícil determinar su principio y su fin. Quizá
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donde podemos hallar una buena expresión cronológica es en el sermón de
Antonio Pérez de Rúa pronunciado en las exequias de Felipe IV en Roma,
celebradas en la iglesia de Santiago de los Españoles el 18 de diciembre de
1665, cuando afirmaba, defendiendo la memoria del difunto soberano, que
había dejado la Monarquía en el mismo estado en que la legó Carlos V a
Felipe II. De manera discreta dibujaba el marco de un siglo que había sido de
oro y empezaba a oscurecerse (Pérez de Rúa 1666).
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2. Política
Cuerpo
En el siglo XVI, los médicos constituían una profesión que se hallaba a medio
camino entre las artes manuales y la especulación intelectual. En las
universidades, los estudios de medicina eran abstractos y doctrinarios.
Después de dos o tres años escuchando lecciones del Canon de Avicena, del
Arte de Hipócrates y de Galeno, se alcanzaba el grado de bachiller en
medicina sin haber tenido ningún conocimiento práctico, sólo la
memorización y exposición de textos de autores antiguos. Se alcanzaba la
licenciatura tras explicar durante tres años esos mismos cursos, examinarse
durante un día entero ante un tribunal sobre dichas materias y, finalmente,
pronunciar una lección magistral escogida del Canon o del Arte en una
ceremonia celebrada ante las autoridades académicas. A mediados del siglo
algunas universidades introdujeron cátedras de cirugía en las que se explicaba
la anatomía, lo que permitía acceder al conocimiento del cuerpo a través de la
disección de cadáveres. Esta última enseñanza estuvo siempre envuelta en la
polémica con teólogos y autoridades eclesiásticas, que censuraban el empleo
de los muertos para estos menesteres, de modo que la disección no siempre
fue posible y no siempre se realizó con rigor. No obstante, era la única
enseñanza académica que permitía a los futuros médicos establecer una
correspondencia entre el saber abstracto de las autoridades y la realidad
material del cuerpo humano. Gracias a la anatomía, el médico se acercaba a la
realidad física, aunque, todo hay que decirlo, no de manera directa (Granjel
1980: 46-50; Kagan 1981: 262-263).
La medicina era ante todo un saber especulativo, no muy diferente de la
filosofía, la teología, la física o las matemáticas, y esta dignidad como
conocimiento superior se mantuvo empleando a intermediarios que llevaban a
cabo el contacto con la realidad material. Las disecciones no las efectuaba el
catedrático, sino cirujanos-barberos que abrían el cadáver ante los alumnos
siguiendo sus indicaciones. Era raro el contacto material con los enfermos; los
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«físicos» —como entonces se llamaba a los médicos— no solían ensuciarse
las manos tocando los cuerpos, y las operaciones, sangrías y todo tipo de
intervenciones o tratamientos solían ejecutarlos cirujanos-barberos,
practicantes y sangradores. Para ser cirujano bastaba con examinarse de la
gramática de Lebrija, la Práctica de Cirujía de Juan Vigo y De las cuatro
enfermedades de Lobera de Ávila. Igualmente, los remedios que prescribían
los médicos solían confeccionarlos los boticarios siguiendo sus indicaciones.
Este distanciamiento respecto a los pacientes provocó la desconfianza popular
hacia la profesión —como figura en el refrán recogido por Gonzalo Correas:
«Los yerros del médico la tierra los cubre» (Vocabulario de refranes)—, de
modo que gozaron de una reputación semejante a la que tenían los abogados,
profesionales obsesionados por cobrar sus minutas y de cuya eficacia cabía
siempre desconfiar (Granjel 1980: 214-220).
Vicente Espinel satirizó la figura del médico ignorante a través de uno de
los amos del escudero Marcos de Obregón, el doctor Sagredo, que se jactaba
de no leer ni conocer más literatura científica que sus espadas:
Éstos son mis Galenos y mis Avicenas. […] Luego vuesa merced —dije yo— más aprendió a
matar que a sanar. Yo aprendí —respondió él— lo que los demás médicos.
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posible compendiar todo el conocimiento, «reducir todo a arte», siguiendo
unos preceptos básicos que permitirían hallar modelos válidos de aplicación
universal. El hombre era el punto de partida, construido a imagen y semejanza
de Dios, y cualquier obra que pretendiera alcanzar la perfección debía regirse
por las reglas de la armonía universal implícita en la composición de su
cuerpo. Seguía un tópico humanista señalado por Fernán Pérez de Oliva en el
Diálogo de la dignidad del hombre (Alcalá de Henares, 1546):
Cuando uvo de criarse el hombre refiere que dixo Dios: hagamos el hombre a nuestra imagen y
semejanza […] porque la imagen es la esencia y la semejanza es del poder y del oficio: que así
como Dios tiene en su poderío la fábrica del mundo, y con su mando la govierna, así el ánima del
hombre tiene el cuerpo sujeto y según su voluntad lo mueve y lo gobierna; el cual es otra imagen
verdadera de aqueste mundo a Dios subjecto.
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Como sabemos, la obra del científico británico estuvo muy vinculada a su
devoción hacia Carlos I de Inglaterra y al proyecto absolutista de los
Estuardo. En la católica España, sin embargo, fue más común una visión
descentralizada del cuerpo, en vez de comprenderse toda autoridad reunida y
reducida a la potestad absoluta de uno solo. Se entendía que el poder o la
autoridad se hallaban distribuidos en distintos centros, y a cada órgano, fluido
o espíritu le correspondía una función u oficio. No fueron pocos, ni raros, los
médicos que mezclaron su ciencia con la política y la teología: Jerónimo de
Merola (República universal sacada del cuerpo humano, Barcelona, 1587),
Cristóbal Pérez de Herrera (Curación del cuerpo de la República… Madrid,
1610), Pedro de Mercado (Diálogos de Philosophía natural y moral, Granada,
1558), Martín González de Cellorigo (Memorial. De la política necessaria y
útil restauración a la república de España…, Valladolid, 1600), Sancho de
Moncada (Restauración política de España, 1619), Dionisio Daza Chacón o
Francisco Vallés (De his quae scripta sunt physice in libris sacris situe de
sacra philosophia, Burgos, 1587), algunos más conocidos hoy como
arbitristas, politólogos, filósofos o economistas que como médicos… Pero no
era nada anormal. La medicina procuraba con su saber el conocimiento de la
constitución orgánica del cuerpo, de la función competente a cada parte, e
intervenía para remedar o mantener la armonía que procuraba el correcto
funcionamiento del todo; la medicina era al hombre lo que la política a la
república (la sociedad). En ambos saberes se tenía como referencia constante
al cosmos, y era la mímesis (la imitación) la regla constante de cómo actuar
para que el cuerpo o la sociedad funcionasen correctamente.
El conocimiento se formaba en el marco de la semejanza, considerada una
categoría fundamental del saber. Se admitía de antemano y como norma
general de análisis de la realidad la existencia de un sistema global de
correspondencia, en el que las cosas se encontraban organizadas siguiendo un
orden que era discernible por la relación del macrocosmos y el microcosmos.
El razonamiento mediante símiles (similibus ad similia) formó parte no sólo
del conocimiento en general, sino también se interiorizó en la relación de los
individuos con el medio social y con el discurso del poder. Así, desde San
Agustín, la sociedad terrena fue concebida como el reflejo de la sociedad
perfecta, que era la divina, esquematizada metafóricamente en el cuerpo
humano como correspondencia de la imagen de la divinidad.
El juego de las semejanzas, de la identidad de macrocosmos y
microcosmos, y la noción del mundo como una representación metafórica del
orden creado por Dios llevaron a una concepción corporativa de la sociedad y
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a la armonía de la desigualdad. La Iglesia, desde el siglo XII y a través de la
obra de Otón de Freising y Hugo de San Víctor, fue descrita como cuerpo de
Cristo, vivificada por un solo espíritu y unida por la fe: Ecclesia sancta
corpus est Christi, uno spiritu vivificata, et unita fide una, et sanctificata («La
santa Iglesia es el cuerpo de Cristo, por un espíritu vivificada, unida en una
sola fe y santificada»). Sobre este principio se construyó la teocracia
pontificia, donde el papa, como vicario de Cristo, encarnaba la cabeza que
regulaba y coordinaba los órganos de la Iglesia constituidos por los fieles. La
imagen de la Iglesia como cuerpo místico significaba que, como entidad
universal, nunca moría, era eterna, pues su cabeza —Cristo— también lo era
y su vicario mantenía su continuidad visible (Gilson 2007).
Esta representación de la sociedad perfecta que era la Iglesia, por
comparación y por semejanza, se trasladó a la sociedad política, y así el
Corpus Mysticum («Cuerpo Místico») tenía su correspondencia en el Corpus
Politicum («Cuerpo Político»): el rey era representado como cabeza, y los
súbditos, como miembros. La realidad política y social que imperó en la
España de los siglos XVI y XVII se fundó sobre la idea de que la armonía social
residía en la desigualdad funcional. El infante don Juan Manuel dejó
constancia de ello en su Libro de los estados, una especie de cosmogonía
sobre las categorías y jerarquías del mundo y del universo en el siglo XV:
Todos los estamentos del mundo […] se encierran en tres, al uno llaman defensores, et al otro
oradores, et al otro labradores (D. Juan Manuel 1991).
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tan resfriado, opilado, y de tan mala complexión, que engendra poca sangre y de mala calidad
[…] que se enflaquece todo y hace notable falta por tener la cabeza precisa necesidad de ser
servida y socorrida, como la parte principal de este cuerpo, adonde residen las potencias y
sentidos que le gobiernan y miran por él, que no sin propiedad es Vuestra Majestad y su real casa
y familia, Ministros y consejeros (Pérez de Herrera 1598).
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particular. Las universidades eran corporaciones articuladas en torno a
«estudios generales» que disponían del derecho a conceder títulos
académicos. «Universidad» tenía, por encima del significado que en la
actualidad le otorgamos como centro de estudios, el de comunidad con fuero
propio, como recordara Cristóbal de Villalón en su diálogo El Scholastico,
dedicado al análisis y elogio de esta institución: «Una académica república o
scholástica universidad» (Villalón 1967: 161-169).
Ese mosaico de ordenamientos particulares y autónomos no siempre se
ensamblaba de forma armónica, de ahí la necesidad del estudio y
conocimiento del derecho, de lo que era común a todos los ordenamientos.
Cristobal de Villalón, en su análisis de los estudios universitarios, consideró
que, de todos, ése era el más importante. La justicia era la actividad humana
que más se asemejaba a la potestad divina, pues su cometido en la tierra era
equivalente al de aquella en el cielo: «corregir y castigar los malos
oprimiendo los vicios y premiar los buenos con galardón». El derecho estaba
hermanado con la teología, porque el conocimiento de la ley era ciencia que
escrutaba los arcanos que regían la sociedad, mientras que el de Dios
desentrañaba los fundamentos que regían el mundo. Sin embargo, al no existir
un código que contuviese la ley ni un Estado que monopolizara el ejercicio de
la justicia, lo que caracterizaba al «orden jurídico» era el particularismo
(Villalón 1967: 72-74).
Dentro de una misma unidad política, ya se tratase del Reino de Castilla,
el de Valencia o el de Navarra, concurrían una pluralidad de ordenamientos
que convivían, cada uno con un ámbito propio —fueros, privilegios y
ordenanzas de ciudades, iglesias, señoríos, órdenes militares…— que muchas
veces entraban en colisión, armonizándose no tanto por una noción abstracta
de «derecho común» como por hallar un espacio de integración en los
«hombres del derecho», un conjunto de especialistas formados en las
universidades y con mentalidad jurídica uniforme que conformaban una
categoría homogeneizadora fundada sobre su experiencia y su contexto social
y familiar. Era el «cuarto estado» advertido por Michel de Montaigne en una
descripción que podría trasladarse a la realidad española:
¿Hay cosa más extraña que ver a una nación en la que por legítima costumbre, se vende la
función de juzgar y se pagan los juicios con dinero contante y sonante, y en la que legítimamente
se niega la justicia al que no tiene con qué pagarla, y tanto crédito tiene esta mercancía como para
que se cree una sociedad, un cuarto estado de gentes que manejan los procesos, para unirlo a los
tres tradicionales de Iglesia, nobleza y pueblo? El cual estado, teniendo la función de las leyes y
autoridad soberana sobre bienes y vidas, forma un cuerpo aparte del de la nobleza; de lo que se
deriva el que existan dobles leyes, las del honor y la justicia, totalmente opuestas (Montaigne
1985: vol. I, 166-167).
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Ya en 1558, el médico Pedro de Mercado en el séptimo de sus Diálogos
abordaba monográficamente el tema de los estados, incluyendo a los letrados
como uno de ellos. Y es que en España, y cabría decir que en el conjunto de
los territorios de la Monarquía Hispánica (muy particularmente en Nápoles,
Sicilia y Milán), es comprobable la persistencia de generaciones de familias
de juristas que conformaron una singular «nobleza de las letras» (P. de
Mercado 1574: 129r-139v).
Así pues, la sociedad, si bien parecía estratificada en los tres órdenes
típicos del feudalismo, mostraba en realidad una composición mucho más
compleja, con forma de mosaico cuyas teselas se engarzaban para ofrecer una
composición de conjunto. Más allá de los libros y los tratados, la sociedad
aparecía representada en toda su diversidad en las fiestas, ritos y ceremonias
públicas. Historiadores y antropólogos han encontrado una clave explicativa
para la sociedad en la valoración y análisis de estos acontecimientos como
representación cartográfica de la jerarquía social. El ceremonial radiografiaba,
valga el símil, la jerarquía del poder y la composición de la comunidad
mostrando su osatura, haciendo visible su articulación interna (Hortal Muñoz
et al. 2020). Antes de que Felipe III efectuase su entrada en Barcelona el 14
de mayo de 1599, las autoridades de la ciudad planificaron con sumo cuidado
el recibimiento que iban a ofrecer al soberano; sus embajadores salieron al
encuentro del séquito real para informarle puntualmente de todos los detalles
y concordar sus preparativos con lo que creyesen conveniente los maestros de
ceremonias de la casa real. No se improvisó nada, nada quedó al azar, todo se
planificó según el precedente de otras visitas reales, particularmente las de
1564 y 1585. Como en tantas otras ciudades que visitaron los monarcas, la
Ordinatio y forma de la serimonia y festa feta per la ciutat de Barcelona per
raho de la nova entrada del Catholic et molt alt senyor don Felip Rey y
senyor nostre[5] expresaba el ensamblaje del orden natural entre rey y reino
siguiendo lo orde antich: el soberano representaba la cabeza del cuerpo
político de la Monarquía, de Cataluña y también de la ciudad de Barcelona.
Esas tres realidades, que se referían las unas a las otras como otros tantos
microcosmos, debían quedar debidamente representadas tanto en el itinerario
del rey y su séquito como en los lugares donde sería recibido por las distintas
autoridades, los arcos de triunfo, las representaciones alegóricas y los
diversos agasajos de que sería objeto.
Al entrar el rey y su séquito por la puerta de San Antonio, fueron
recibidos con salvas de artillería desde los baluartes y la muralla. Allí les
esperaban los consellers y, detrás de ellos, una nutrida representación de la
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ciudad que habría de llevar los bordones del palio y el cordón que separaba al
cortejo del público. La distribución de los sujetos establecía una
correspondencia jerárquica del orden social, como puede apreciarse en este
esquema de la distribución de los que habían de portar el palio real:
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dentro de su grupo, perfectamente identificado en su función y rango. Al
abrirse las puertas, un molt gentil artifici hizo emerger ante todos a un
muchacho vestido de ninfa, que representaba a la ciudad. Recitó unos versos
de bienvenida en latín y, al concluir su parlamento, entregó las llaves de la
ciudad al rey; éste, a su vez, se las dio al conseller en cap, que besó las manos
del monarca mientras le cogía del brazo derecho a vista de totom. Daba así
comienzo un recorrido simbólico por Barcelona, en donde cada calle escogida
para transitar y cada parada enfatizaban la vinculación del rey con cada uno
de los estamentos y corporaciones urbanas, finalizando con el encuentro entre
soberano y república. Tras cruzar un arco de triunfo en la dressana, el cortejo
concluía su periplo ante un catafalco erigido en la plaza de San Francisco,
junto a una cruz y sobre los evangelios, donde se desarrolla el acto más
solemne, aquel en que
jura lo dit Senyor Rey de tenir y observar tots los usos, costums, constitucions e totes e sengles
coses en aquesta ciutat per sos antecessors Reys otorgades y concedides de tenir y observar.
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no faltaba ocasión para desplegar en el espacio público una representación
tanto o más importante que aquélla.
El Corpus Christi es buen ejemplo de ello, como recordara el Inca
Garcilaso de la Vega; constituía la gran ocasión, la fiesta más importante, el
día principal del año, aquel en el que toda la sociedad se hacía visible en las
calles y podía contemplarse el colorido espectáculo de su diversidad. En su
Historia del Perú. Segunda parte de los comentarios reales, el capítulo
primero del libro octavo titulado «Cómo celebraban indios y españoles la
fiesta del santísimo Sacramento en el Cusco. Una pendencia particular que los
indios estuvieron en una fiesta de aquellas» aborda la importancia que para
forjar la comunidad tenían estos actos. En su Cuzco natal, españoles e indios
festejaban la eucaristía fundiendo sus tradiciones respectivas. Por una parte,
los 80 vecinos españoles de la ciudad que eran señores de vasallos, es decir,
que tenían repartimiento de indios, acudían seguidos por sus séquitos
particulares de indígenas, que vestían sus libreas y colores y portaban cirios e
imágenes en andas, remedando a las cofradías de sus lugares de origen en
España. Al mismo tiempo, los caciques acudían rodeados por sus parentelas,
vasallos y criados, portando las galas y ornamentos propios de las fiestas
mayores de los incas, en las que cada nación se agrupaba en torno al blasón
de su linaje (Inca Garcilaso de la Vega 1920: tomo 6, 107-111).
Garcilaso describió un ritual que en el siglo XVII quedó formalizado en
torno a una solemne procesión encabezada por el corregidor de Cuzco, como
representante del rey; tras él, a la derecha, el cabildo municipal con los
vecinos españoles, en otro grupo los nobles incas, a la izquierda el cabildo
eclesiástico seguido de las órdenes religiosas y, en medio, el obispo que
portaba la custodia con la sagrada forma. Así, la alta jerarquía social, secular
y eclesiástica, indígena y española, quedaba asimilada a la manifestación de
Dios, fuente de toda autoridad. Detrás iban el pueblo, las cofradías o
confraternidades de los barrios de la ciudad, vinculadas a oficios y tradiciones
corporativas, las más principales cerca de los notables, y las más bajas, lejos.
La calle se convertía en espacio escénico, la procesión-cortejo discurría entre
banderas, arquitecturas efímeras, tapices, colgaduras, representaciones,
mascaradas… Al igual que en Toledo, Sevilla, Barcelona, Messina o ciudad
de México, la fiesta del Corpus era al mismo tiempo la fiesta del orden y de la
identidad, y representaba la relación entre la Majestad divina y la sociedad, un
microcosmos que toma carta de naturaleza como representación del
macrocosmos. La jerarquía como manifestación del orden y la disposición de
las corporaciones como suma de los órganos que conformaban el cuerpo
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político, donde todos participaban conforme a su función dentro del conjunto
haciendo visible su contribución al bien común, a la buena marcha de la
comunidad: danzas, representaciones, arcos, engalanamiento de calles,
monumentos efímeros… Todos competían y se emulaban en el brillo fastuoso
de la fiesta. El cortejo exhibía el poder tal y como estaba constituido, ilustraba
un orden cuyas partes se articulaban jerárquicamente de manera que la
autoridad circulaba desde las partes altas (las más cercanas a Dios, a la
custodia), pasando por las medianas, hasta llegar a las «partecillas de poco
tono puestas baxo la disciplina de aquellas» (las más alejadas de la custodia),
como decía Merola (Fernández Suárez y Martínez Gil 2002).
El derecho a participar en un acto público y el lugar que debía ocuparse en
el mismo eran acontecimientos de singular trascendencia para sujetos y
comunidades. El protocolo seguido en las manifestaciones públicas con
motivo de fiestas, ceremonias y solemnidades reflejaba la importancia
atribuida y reconocida a territorios, estados, oficios o materias que
representaban a una o varias corporaciones. Había fiestas que incidían más en
el protagonismo de un estamento y resaltaban su función social; por ejemplo,
las corridas de toros, los juegos de cañas y los torneos subrayaban la función
guerrera de la nobleza, para el lucimiento de los defensores mediante
imágenes simbólicas de la guerra. De la misma manera, durante la Cuaresma
y la Semana Santa los diversos oficios y rituales enfatizaban la función social
del clero, y el Carnaval o los mayos cedían el protagonismo al tercer estado,
los laboratores. Nos encontramos ante una sociedad-espectáculo, que gustaba
de representarse y mostrarse. Para muchos historiadores se trata de un aspecto
negativo: el arte de aparentar, el dispendio improductivo de adornos y arte
efímero, la ostentación, el gasto suntuario en carrozas, libreas, joyas,
vestidos… Sin embargo, cabe señalar que esas celebraciones públicas,
ritualizadas y representadas cíclicamente, reforzaban la memoria de la
comunidad, fijaban el orden y hacían asimilable la jerarquía social y sus
diferencias de manera suave, interiorizada, con una aceptación y sumisión
inconscientes, como se asumen con naturalidad las reglas de un juego, siendo
bastante más eficaces para el mantenimiento de la disciplina social y el poder
que ordenanzas, decretos y leyes (Díez Borque 2002; Hortal Muñoz et al.
2020).
Muestra del poder de integración de la fiesta lo tenemos en las Relaciones,
crónicas impresas que dan cuenta de ellas, muchas veces con grabados e
ilustraciones. Costeadas por las autoridades, guardaban la memoria de los
fastos y constituían un recuerdo al tiempo que servían de referencia para
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conocer el orden y consignar su norma. Por tal motivo, dichos textos eran
manipulados para ofrecer una imagen ideal, carente de conflicto y donde el
resultado era siempre positivo, tanto que a veces fueron objeto de burla y
sátira como documentos mentirosos; recuérdese sin ir más lejos a Quevedo y
su sarcasmo respecto a las deslucidas cañas celebradas en Madrid en 1623.
Esto obliga a aproximarse a las Relaciones con alguna que otra precaución,
primero porque reflejan un estado ideal, estático y sin conflicto, y segundo,
porque no se ajustan a la realidad sino a los convencionalismos de la propia
representación. La relación de la entrada de Felipe II en Toledo, escrita por
Álvar Gómez de Castro, fue entregada al rey para que introdujese las
enmiendas que creyera oportunas antes de darla a la imprenta. Enmiendas,
adiciones, correcciones y cambios generados por una censura previa trataban
de ocultar tensiones y conflictos que subyacían a la aparentemente feliz
armonía corporativa. Por otra parte, para mantener la tradición, los
municipios, instituciones civiles y eclesiásticas y la corte misma disponían de
libros de ceremonias, cuadernos de honras y relatos de diversa naturaleza
(como los diarios de los maestros de ceremonias) para preservar el protocolo,
precedencias y jerarquía de las representaciones públicas. En un sentido literal
podemos considerar estos textos como manuales de instrucciones del orden,
pues a través de ellos se puede acceder a la sutil composición del teatro
público, a los valores de referencia para determinar lo que es superior e
inferior, a los problemas de protocolo como ecuaciones donde ha de
despejarse con claridad la sustancia del estatus reservado a cada uno (Flor
2002).
De todo esto también cabe sacar otra deducción: que los síntomas de
enfermedad en el cuerpo de la república se hacían visibles en rituales y
ceremonias, siendo expresión de los conflictos existentes. En 1589 el marqués
de Cortes, don Martín de Córdoba, virrey de Navarra, hizo su entrada en
Pamplona de noche porque la ciudad no aceptaba que los jueces de comptos
(oficiales del séquito y servicio vicerregio) precedieran a los regidores en las
ceremonias cívicas. La amenaza de sedición por culpa de la disputa de
precedencia se sentía con tal intensidad que el marqués procuró evitar los
actos públicos con el fin de no verse envuelto en polémicas e incidentes que
menoscabasen su dignidad. Pero no podía estar siempre ausente, y menos en
la fiesta mayor de la ciudad y del reino, por lo que la chispa del conflicto
acabó saltando durante las celebraciones de San Fermín en 1592. Cuando el
virrey y su séquito abandonaban su tribuna, después de que saliese el último
toro, se soltó uno más, alterando la compostura con que las autoridades reales
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pretendían abandonar la fiesta. Fue la pérdida de decoro y dignidad lo que
provocó que el virrey reaccionara de muy mal talante a la broma, ordenando
prisión para los diez regidores de la ciudad, que fueron recluidos en las casas
del ayuntamiento por una noche. Cabe señalar que la salida indecorosa de las
autoridades virreinales constituyó algo más que una humillación (que la hubo,
y el marqués de Cortes quedó muy herido en su amor propio por la «mucha
risa y desverguenza» de los pamploneses): se vinculó la pérdida del «respeto»
al virrey con la misma pérdida de la obediencia y con un conato de rebelión.
En realidad, se remitía el incidente a un problema más profundo: en Navarra
el orden era imperfecto y careció siempre de una composición satisfactoria
debido al problema de la legitimidad dinástica (fue incorporada por conquista
en 1512) y a su unión con Castilla, que unos deseaban accesoria (lo cual
convertía al reino en una provincia) o aeque principalis (en pie de igualdad
como reino asociado). El ceremonial reflejaba necesariamente una de esas dos
opciones, y naturalmente definirlo en la forma que pretendía el virrey o el
concejo era materia de controversia y polémica (Floristán Imízcoz 2000).
Debe advertirse que, ya para concluir, cada cambio en el ceremonial, cada
modificación protocolaria, cada mutación en la precedencia o el saludo, o los
honores rendidos y debidos, significaban un cambio de estatus, una pequeña
revolución en la composición del tejido social. Por tal motivo, las peleas,
riñas y polémicas por precedencias y saludos estaban a la orden del día,
colapsando e impidiendo en muchas ocasiones la celebración normal de
fiestas, ceremonias y ritos. La feroz rivalidad existente entre las autoridades
civiles e inquisitoriales en Sevilla obligó a aplazar varias semanas la
celebración de las exequias de Felipe II ante el famoso túmulo celebrado por
Cervantes en un soneto que el autor consideró entre lo mejor, si no lo mejor,
de su obra poética. Francisco Ayala, en un breve ensayo sobre este poema,
observaba la relación entre el túmulo y la nada, el distanciamiento irónico
entre la colosalidad de la arquitectura efímera y la humanidad del valentón
que lo contempla, una distancia equivalente a la realidad idealizada de la
Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de
Sevilla en la muerte de Felipe II, escrita por el cronista hispalense Francisco
Gerónimo Collado en el año de gracia de 1599 y que poco tenía que ver con
el deslucido e indecoroso espectáculo de las trifulcas protocolarias de las
autoridades sevillanas (Lisón-Tolosana y Campo Urbano 1992).
Majestad
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Si la sociedad constituía un cuerpo perfecto y eterno, su cabeza, que era la
realeza, también. La inmortalidad de la realeza empezó a perfilarse en el siglo
XV, en textos como la disertación del obispo de Tarragona, escrita en 1412 y
dirigida a Fernando de Antequera Rex in eternum vive («el rey vive
eternamente»), en donde la preservación inmortal de la cabeza se
correspondía a la misma inmortalidad del cuerpo. Dios era la referencia
política por excelencia, prototipo al que se asimilaba el monarca,
constituyendo el modelo de relación entre él y la sociedad, como hizo Alfonso
X el Sabio al definir el poder del rey como vicario de Dios: «bien assí como
el Emperador en su imperio» (Partidas, II, título 2, ley V). En las Cortes
castellanas celebradas en Olmedo en 1445, tras ser derrotados los rebeldes, se
establecía:
Que ninguno non sea osado de tocar en su rrey e prinçipe commo aquel que es ungido de Dios nin
aun de retraer nin dezir del ningunt mal nin aun lo pensar en su espíritu, mas que aquel sea tenido
como vicario de Dios e onrrado commo por esçelente e que ningunt non sea osado de le rresistir,
por que los que al rrey resisten son vistos querer resistir a la ordenança de Dios (Colmeiro 1883:
vol. 3, 451-494).
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mantener la lealtad de por vida al «señor natural», pues del mismo modo que
los fieles quedaban sujetos a la Iglesia por medio del bautismo, también
quedaban por él sometidos a los superiores queridos por Dios para
gobernarles. De ahí la impronta indeleble del nacimiento como vínculo de
sujeción.
Una novedad introducida por Carlos V en 1519 marcó definitivamente ese
cambio al establecer el título de «Majestad» como fórmula para dirigirse al
soberano. «Majestad» era título reservado a Dios, que reconocía una dignidad
superior a la comunidad, externa a ella. Marcaba una relación con la sociedad
equivalente a la de Dios con la creación. Dicho cambio se materializó sobre
todo en la reforma del ceremonial cortesano y la introducción de la etiqueta
borgoñona en 1548. Simbólicamente deshizo la imagen arbitral del rey para
vincularla a jefatura, es decir, a un mando que no le confería la sociedad, sino
que procedía de Dios. De este modo, los reyes de la Casa de Austria,
soberanos por la gracia de Dios, fundamentaron su autoridad como
intermediarios entre Dios y sus súbditos, repartiendo entre ellos su gracia,
ejerciendo en su nombre el castigo de los malvados y el premio de los buenos
y justos. Todo ello quedó reflejado en el nuevo ceremonial, que, con su
compleja reglamentación del servicio del rey, de los honores de la casa real y
de las atenciones dadas a los cortesanos, ofrecía a las élites políticas honores,
oficios, bienes y rentas a través de la multitud de nuevos servicios que el
monarca demandaba. A cambio de lealtad y servicio, el soberano beneficiaba
a sus súbditos con los bienes que poseía para dar y repartir (D’Amico 2005;
Martínez Millán 2011a).
La nueva concepción de la superioridad real afectaba sobre todo a la
expresión justiciera de la realeza, al símil con la divinidad que premia a los
buenos y castiga a los malos en el juicio celebrado ante el trono celestial. La
jurisdicción, la ejecución de la ley, la administración de la justicia son las
funciones supremas que se arrogaba el soberano, cuyo ideal de buen gobierno
consistía básicamente en saber castigar y premiar. Éste es, por ejemplo, el hilo
conductor de los consejos sobre el buen gobierno que dio Don Quijote a
Sancho —que es uno de los episodios más conocidos y comentados de la
novela— y cuyo tema principal es la «equidad», fundamento de la literatura
áulica de espejos de príncipes y cortesanos que, a juicio de Martín de Riquer,
puede tener como fuente una serie de obras bastante populares por entonces,
como la traducción española de El Galateo de Giovanni della Casa (1585), El
perfecto regidor de Juan de Castilla y Aguayo (1586), El Galateo Español de
Gracián Dantisco (1593) u otros tratados del mismo signo que abordan la
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materia del gobernante y el buen gobierno desde un punto de vista moral. Los
sabios consejos se refieren casi exclusivamente a la administración de
justicia: compasión, búsqueda de la verdad, equidad y misericordia (Riquer
1970).
Aquí no hay crítica ni sarcasmo; los consejos dados a Sancho Panza
recogían los lugares comunes que solían aparecer en instrucciones y
ordenanzas para gobernadores, corregidores y otros oficiales de gobierno. La
instrucción que el virrey de Sicilia, don Diego Enríquez de Guzmán, dio a uno
de sus gobernadores provinciales seguía un discurso parecido:
Procurar exercer tan desinteressada y verdadera Justicia que todos, sin excepción ni accepción de
personas, gozen el fructo que la buena administración della produce […] ni (os) divirtáis un punto
del camino real de la Justicia haziendola assí a los ricos como a los pobres, a los forasteros como
a los naturales y de la misma manera a qualquier stado o genero de gente, tratando a todas las
personas que están de baxo de vuestro gobierno con el amor, blandura y término que tan buenos y
fieles vassallos merecen, acordándoos que para este efecto estáis en esse lugar[7].
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Mendoza abría su Guerra de Granada, donde, al analizar las causas del
levantamiento de los moriscos el día de Navidad de 1568, apuntó como origen
el desequilibrio entre gobierno judicial y gobierno político:
La mayor parte (de los jueces eran) ambiciosos de oficios ajenos y profesión que no es suya,
especialmente la militar; persuadidos del ser de su facultad que, según dicen, es noticia de cosas
divinas y humanas, y ciencia de lo que es justo e injusto; y por esto amigos en particular de traer
por todo, como superiores, su autoridad, y apurarla a veces hasta grandes inconvenientes, y raíces
de los que ahora se han visto. Porque en la profesión de la guerra se ofrecen casos, que a los que
no tienen práctica de ella parecen negligencias; y si los procuran emendar, cáese en
imposibilidades y lazos, que no se pueden desenvolver; aunque en ausencia se juzgan
diferentemente.
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La educación universitaria era un coto cerrado de los eclesiásticos. Los
letrados —o mejor dicho, los clérigos juristas, como el mismo cardenal
Espinosa— formados en las facultades de Derecho constituyeron el semillero
de la administración y gobierno de la Iglesia, y no tardaron en copar los
puestos de la administración real. Su experiencia de gobierno partía por tanto
de la concepción canónica del poder. Las libertades (fueros de las ciudades,
constituciones de los reinos, privilegios de los grandes, etc.) constituían
referentes legales, pero no políticos, porque el poder no era una invención
humana sino un don divino, que fundaba y constituía la comunidad. Quien
ejerciese cualquier clase de autoridad ignorando dicho precepto incurría en
tiranía, y era legítimo alzarse en su contra, pues era tiránico todo gobierno
constituido contra derecho o en ausencia de derecho. Así, la autoridad
legítima gobernaba de acuerdo con la ley de Dios y con principios legales y
morales fijados a partir de ella. Lo contrario de la tiranía era la justicia, no la
libertad, pues el buen gobierno era el que aplicando la jurisdicción (juris
dictio, «el que interpreta la ley») hacía reinar la justicia (Martínez Millán
1994; Volpini 2005).
Los canonistas —es decir, los expertos en derecho eclesiástico, formados
en las universidades— subrayaron el contraste fundamental existente entre
tiranía y justicia en la calidad del Consejo Real; el soberano, asesorado por
jurisconsultos para tomar decisiones, ejercía un buen gobierno. El mal
gobernante era el que actuaba solo o desconociendo la justicia por actuar sin
consejo. Esta doctrina se plasmó a finales del siglo XV y principios del XVI
con la presencia más o menos permanente de consejos de jurisconsultos en el
séquito de los reyes. Estos consejos tenían el carácter de comisiones de
expertos que sólo actuaban cuando se les requería, carecían de iniciativa y no
disponían de capacidad ejecutiva alguna, pues esta sólo estaba reservada al
rey, que simplemente les pedía su opinión cuando lo creía pertinente. Estas
comisiones, que a veces disponían de una ordenanza que regulaba su
composición y horario de trabajo, tenían un carácter intermitente y muy
borroso, dado que se reunían sólo cuando lo demandaba el soberano. El
principal de todos los consejos era el de Estado, que consistía en la reunión
del soberano con los más importantes de sus súbditos para tratar las materias
relativas al conjunto de sus posesiones, su conservación, defensa y seguridad
(de ahí que se desgajase un subgrupo que formó el Consejo de Guerra); en
segundo lugar se hallaba el Consejo de la Inquisición, que regía una red de
tribunales especializados en la preservación de la ortodoxia religiosa y estaba
formado mayoritariamente por juristas eclesiásticos. Así mismo, existían
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otros consejos que actuaban como tribunales supremos de los territorios; eran
el de Castilla, Aragón, Italia, Indias, Portugal y Flandes (los cuales
abordaremos en el capítulo 3), y otros de carácter temático que administraban
ciertas prerrogativas reales (Cámara de Castilla, Hacienda, Cruzada y Órdenes
Militares). Pero, como señalamos más arriba, cuando Felipe II tomó posesión
de todos sus estados en 1556, la «polisinodia» (gobierno por consejos) aún
estaba por constituirse, pues hasta entonces persistió la idea de que el consejo
formaba una unidad y que la diversidad de organismos no respondía tanto a
una especialización del trabajo como a comisiones que se dedicaban a tareas
que el rey les encomendaba hasta nueva orden. Tal sería el caso del Consejo
de Aragón, creado en 1495, donde el rey daba orden al vicecanciller, los
regentes y el protonotario de la Cancillería de Aragón para que se juntasen
con el Tesorero General de la Corona para resolver asuntos de justicia
remitidos en última apelación al soberano desde Cataluña, Aragón, Valencia,
Mallorca y Cerdeña (Molas Ribalta 1984; Barrios 2016).
Bajo Felipe II se operó un cambio muy importante en la concepción de los
consejos. Desde 1565 el hombre de confianza del rey, el cardenal Espinosa,
diseñó un ambicioso plan de reforma para construir, sobre ese conjunto de
comisiones con límites y funciones borrosas, un sistema más coherente y
especializado. Percibió los consejos como la columna vertebral de la
Monarquía: dotados de competencias precisas y con atribuciones de cierta
entidad para actuar de oficio, habrían de administrar la ley y ejercer por
delegación parte de la jurisdicción del soberano. Los consejos se constituirían
como un sistema de gestión de la administración real basado en la rigurosa
aplicación de leyes y normas, quedando fuera del ámbito de los juristas el
Consejo de Estado (diplomacia y política exterior) y Guerra (dirección
estratégica y militar). Más que la poderosa personalidad del cardenal, lo que
sedujo al soberano fue la materialización de un proyecto que satisfaría sus
convicciones más íntimas. Le parecía un buen medio para cohesionar y dotar
de unidad a la Monarquía, dado que este gobierno de los jueces se sustentaba
en el integrismo religioso (confesionalismo) y la reforma de la sociedad
siguiendo los preceptos establecidos por la Iglesia en el concilio de Trento.
Por tal motivo, Espinosa fue nombrado inquisidor general. Desde la
responsabilidad de dicho cargo implementó el desarrollo de una reforma
religiosa concebida para que la desarrollaran juristas, no teólogos, porque su
objetivo era hacer que prevaleciera la ley de Dios, la ley común y superior a
todos. Por último, su proyecto incluía una visión novedosa de la función de
los jueces, pues, al vincular delito y pecado, transformaba la visión tradicional
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de la justicia como actividad mediadora entre partes para hacerla mera
ejecutora de preceptos legales. Ésta es la falta de flexibilidad cuyas
consecuencias trágicas denunciara Hurtado de Mendoza (Martínez Millán et
al. 1998).
Las crisis de Granada y los Países Bajos en 1568 fueron el preludio de una
convulsión sin precedentes en un reinado que hasta entonces había discurrido
pacíficamente. En septiembre de 1572 Espinosa cayó en desgracia y falleció
poco después. Su cese no fue consecuencia del fracaso del proyecto, sino de
haber abusado de la confianza del rey, incurriendo en notorias corruptelas.
Con toda probabilidad, Felipe II siguió creyendo que en el fondo la idea era
buena, aunque su mayor inconveniente no era la clamorosa corrupción
existente en los consejos (que hacía dudar de la capacidad de los letrados para
asumir responsabilidades), sino la decidida oposición de los súbditos. El
profundo rechazo expresado por los grupos dirigentes de lugares tan alejados
entre sí como Nápoles, Perú, Cataluña o los Países Bajos obligó a pensar en
una reforma con un perfil más bajo que atemperara el excesivo judicialismo
espinosista y reequilibrara jurisdictio y gubernaculum, esto es, que
restableciera la complementariedad de las armas y las letras, entre justicia y
política, definiendo dos ámbitos separados (Martínez Millán 1994).
El nuevo modelo fue desarrollado por hombres vinculados a Espinosa, en
especial por el secretario Mateo Vázquez, que diseñaron una estructura que
separaba la administración del gobierno propiamente dicho. Los consejos de
letrados conformaron un ámbito ordinario donde se ejercían competencias
(jurisdicción) asignadas en instrucciones y ordenanzas. Constituían un ámbito
inferior, subordinado a otro superior, que elaboraba la política general y en el
que, junto al rey, se tomaban decisiones de amplio calado. La expresión de
este apartado privado del soberano fue la Junta de Noche de 1584, en la que
tomaron asiento don Juan de Zúñiga, que llevaba el orden del día y los temas
a tratar; el conde de Chinchón, que supervisaba los asuntos de Italia y la
Corona de Aragón; Juan de Idiáquez, que hacía lo propio respecto a los Países
Bajos, asuntos militares y diplomáticos; don Cristóbal de Moura, encargado
de Hacienda, Portugal y Castilla, y el secretario real Mateo Vázquez, que
actuaba como archisecretario y consejero. Fue la primera de las juntas que
funcionaron como gabinete especial del monarca, y no es difícil advertir que
el valimiento del duque de Lerma, don Francisco de Sandoval y Rojas, no fue
sino un desarrollo de este sistema, el paso de un asesoramiento colegiado a
otro unipersonal. Entre 1598 y 1621, los validos (primero el duque de Lerma
y luego el de Uceda) reorganizaron las relaciones de poder asumiendo el
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gobierno con el respaldo y la cooperación de las grandes casas nobiliarias. La
nobleza pasó así de casta o estamento a élite de poder, y la lucha política en el
siglo XVII quedó confinada a la rivalidad de las grandes casas por acaparar
poder e influencia a la cabeza de la Monarquía (Williams 2010).
Estas reformas del final del reinado, atentas al buen gobierno y al
necesario equilibrio entre armas y letras, donde las primeras eran superiores a
las segundas, nos obligan a detenernos en el mal gobierno, su valoración y la
forma en que el soberano debía comportarse para evitarlo. En primer lugar,
los efectos del mal gobierno remitían directamente a la necesaria vigilancia de
los oficiales que actuaban en nombre del soberano. Es decir, mal gobernante
era aquel que desconocía lo que hacían sus subordinados, era incapaz de
disciplinarlos y toleraba que tiranizasen a los súbditos abusando de la
autoridad que les había dado. Lope de Vega en Fuenteovejuna destacaba el
mal gobierno del maestre de la orden de Calatrava no por su complicidad con
el perverso comendador que tiranizaba al pueblo, sino por haber actuado sin
consejo, con interés particular, confiando sus vasallos a una persona
inapropiada y a la que no puso límites. El comendador actuó con «sobrada
tiranía» e «insufrible rigor» por desconocimiento de su señor, el maestre, cuya
obligación era estar atento a sus oficiales y corregirlos. En 1598, Baltasar
Álamos de Barrientos advertía a Felipe III sobre este necesario control sobre
los subordinados:
Y si alguna cosa [ha de salir] de la mano y voluntad de los reyes, [ha de ser] la moderación del
rigor y aspereza de los jueces y consejeros, y el remedio y satisfacción de sus agravios; y para
esto sólo han de saber las causas de la justicia y ver las sentencias; que los jueces en fin como
hombres, alguna vez puede ser que se dejen llevar de los afectos a que todos los hombres viven
sujetos. En fin, Vuestra Majestad en la justicia no ha de ser más que celador de ella, y
desagraviador de los excesos de sus ministros, y dispensador absoluto de las mercedes, gracias y
benignidad real, si bien para éstas es necesario el medio y ayuda de sus consejeros, a quien más
fácilmente acuden los menores a significar sus méritos y necesidades, y que mejor y con más
claridad se pueden informar de ellos y de su verdad, no siendo posible que Vuestra Majestad los
conozca a todos y lo sepa todo (Álamos de Barrientos 1990).
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rey quien sancionaba (siguiendo las recomendaciones de los jueces
inspectores) y a quien solamente cabía dirigir la apelación. Se trataba, en
definitiva, de un asunto personal entre el señor y sus servidores (Chabod
1959; Pizarro Llorente 2004; Peytavin 2003).
La diferencia entre visita, residencia o pesquisa se derivaba de un matiz
semántico. Parece que la pesquisa y la residencia respondían a la existencia de
una causa justificada para ponerla en marcha; la primera consistía en una
investigación nacida de denuncias recibidas, mientras que la segunda era un
procedimiento rutinario efectuado al concluirse el mandato de un oficial.
La visita, en cambio, era una comisión dedicada a indagar sin que
precediese un motivo aparente que, a diferencia de los otros procedimientos,
constituyó un instrumento de inspección relativamente novedoso a mediados
del siglo XVI. Tomada del ámbito eclesiástico para aplicarla a la
administración real, tenía una finalidad moral y ejemplar, de ahí que se tratase
de una operación de limpieza que recurría a un expediente extraordinario y
nada convencional para tranquilizar la conciencia del gobernante. Es decir, la
puesta en marcha de la visita no tenía más motivo que dar cumplimiento a la
obligación inherente a un soberano que sólo reconoce a Dios en lo temporal, y
cuya labor debe ajustarse a su designio. Así se lo explicaba Felipe II a don
Gaspar de Quiroga cuando le ordenó dar comienzo a la visita del Reino de
Nápoles el 19 de abril de 1558:
Siendo tan grande la obligación que los príncipes tenemos a saber de la manera y con el orden y
concierto que los tribunales, consejos y jurados de sus reinos y señoríos son regidos y gobernados
y queriendo nos cumplir en esta parte con el dever de buen príncipe y por lo que toca al descargo
de nuestra consciencia inquirir y saber de la manera que los officiales de Nuestro Reino se han
havido y han en la buena y recta governación y administración de sus cargos y oficios[8].
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ante ninguna instancia judicial porque era el rey el que procedía con sus
servidores.
El sistema no tardó en revelar defectos insalvables. Un publicista
siciliano, Scipione di Castro, advirtió en 1577 que la excepcionalidad del
procedimiento era síntoma inequívoco de caída en desgracia. Cuando el rey
autorizaba un proceso de estas características, denotaba «tener en para poco»
a sus oficiales, y lo mejor que podían hacer estos era renunciar a sus cargos
antes de padecer males mayores. Las visitas, como pesquisa extraordinaria,
tenían una lectura que iba más allá de la de un procedimiento administrativo
de inspección y corrección; encubrían represalias, caídas en desgracia y
ajustes de cuentas en la corte. Eran vendettas disfrazadas con ropajes
honorables, como denunció el secretario real Antonio Pérez en 1579. Las
visitas muy bien podían servir como indicadores de la lucha de partidos en la
corte, de los cambios en la privanza, de las represalias y del desalojo de un
grupo de los cargos y oficios que constituían sus recursos de poder. Pérez
sentenciaba: «El poder, o el enojo, o el enfado o la adulación son los jueces»
(Rivero Rodríguez 2014).
Como conclusión de todo lo que hemos expuesto en estas líneas sobre el
buen gobierno, cabe detenerse en la reflexión que sobre esta materia expresó
Miguel de Cervantes en su novela El amante liberal. El relato desarrolla su
trama en el «virreinato» otomano de Chipre. La elección del lugar y del
momento (justo cuando concluye la conquista turca de la isla) sirve para
resaltar la caracterización del Imperio otomano como encarnación del mal.
Sus instituciones eran como un negativo del ideal, que era la Monarquía
Hispánica; el bajá era el contrario del virrey; Chipre, el reverso de Sicilia; la
esclavitud de los súbditos otomanos contraria a la libertad de los de Su
Majestad Católica, y, claro está, los mecanismos de inspección y vigilancia de
los oficiales eran una residencia o visita vuelta del revés:
(Al bajá) le premian o le castigan, según la relación de su residencia; puesto que si biene culpado,
con dineros rescata y excusa el castigo; si no viene culpado y no le premian, como sucede de
ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que más se le antoja, porque no se dan allí los
cargos y oficios por merecimientos, sino por dineros; todo se vende y todo se compra; los
proveedores de los cargos roban a los proveídos en ellos y los desuellan; de este oficio comprado
sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete; todo va como digo, todo este
imperio es violento, señal que prometía no ser durable.
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su vínculo era puramente transaccional, usurario, en el mejor de los casos
simple comercio, con un sentido puro de ganancia económica. De este modo
su dictamen era ejemplar —«este imperio es violento»—, pues, ausente la
justicia (dar lo que en derecho pertenece a cada uno), priman las relaciones de
fuerza; ausente el «amor» en el servicio, desaparecía la piedad, la equidad y
todo rasgo de virtud, haciendo del gobierno y las instituciones una farsa, una
parodia o caricatura de éstas, como se apreciaba en las «residencias turcas».
Mal gobierno significaba siempre ausencia de justicia. Si examinamos los
alegatos y las denuncias que instaban la puesta en marcha de procedimientos
de inspección y fiscalización judicial de los oficiales reales en la segunda
mitad del siglo XVI, observamos que en casi todos ellos se pedía tal recurso
para restablecer el buen gobierno, perturbado por el mercadeo al que era
sometida la gestión de la jurisdicción real. La denuncia más corriente era que
se comerciaba y vendía la gracia y la justicia del rey. En la década de 1580
una junta de teólogos dictaminó que la venta de oficios de la Corona sólo era
lícita si proveía a personas que lo merecieran. La censura implícita en el
dictamen llevó a no reglamentar esta materia, y hubo de esperarse a 1600 para
que Felipe III se atreviera a dar pasos decididos para convertir en norma la
venta de oficios. Sería excesivo pensar que Cervantes hiciera esta reflexión
como una crítica a acontecimientos concretos, pero no cabe duda de que su
sensibilidad se corresponde muy estrechamente con la de quienes asistían con
él a las tertulias celebradas en la casa del secretario real Mateo Vázquez en
los primeros años de la década de 1580, donde defendían el empleo de las
visitas como un instrumento inherente a la renovación moral que debía
acompañar a la reforma del gobierno (Ignacio J. Ezquerra Revilla 2012).
Sin embargo, las visitas no eran ninguna panacea. Eran largas y
laboriosas, se tardaba décadas en emitir sentencias y aplicar castigos, por lo
que su utilidad fue puesta en duda con mucha frecuencia. El 30 de noviembre
de 1583 el cardenal Granvela escribió una nota de protesta al rey en la que
señalaba lo difícil que resultaba a los consejeros del Consejo de Italia trabajar
con normalidad cuando llevaban sufriendo ya varios años de inspección. Los
oficiales y ministros de los consejos acusaban una sensación agobiante, la de
sentir que sus actos y sus personas estaban siempre expuestos a un continuo
escrutinio. Al rey le gustaba que lo creyesen. De vez en cuando emborronaba
los márgenes de despachos y consultas con comentarios sobre debilidades,
vicios o detalles que alimentaban esta fabula:
Y porque es entendido que algunas veces juega demostradamente advierta el cardenal (Granvela)
que no se ha de jugar sino atender a su oficio sin perder sólo el tiempo con él, y que se tendrá
cuidado de saber si lo hace así (3 de diciembre de 1586).
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Dichas notas contribuían a hacer verosímil la opinión de que el rey lo
sabía todo, que nada quedaba fuera de su mirada vigilante; con eso bastaba,
cumplía su obligación (Rivero Rodríguez 1998).
Gracia
A partir del siglo XII, los libros de caballerías y la lírica de los cancioneros nos
informan de la irrupción en Occidente de un sistema de normas y valores, un
arquetipo que fue depurándose en los ideales caballeresco y cortés. El «amor
cortés» y la «caballería» fueron algo más que trasuntos literarios, pues
enfatizaron en el imaginario colectivo la noción de «servicio de amor»,
principio moral ligado a la virtud. El amor, don gratuito y desinteresado, se
sujetaba a unas normas, la liberalidad, que implicaban su concesión sin espera
de recompensa, don gratuito que sólo el afecto dirige. Éste era también el
principio básico del buen gobierno y al que debían atenerse gobernantes y
gobernados para conservar el bienestar y la paz social. Porque amor es lealtad
y el orden se sustenta sobre una «moral de servicio». Servir, obedecer a otro y
hacer su voluntad era virtud cuando se hacía libremente. Covarrubias recogió
entre las acepciones de servidor la de «el amigo que da gusto». Amor, amistad
y servicio comprendían los valores nucleares de aquel mundo presidido por la
economía del don, por la vinculación de las personas a través de las
obligaciones que se establecen en el triplete popularizado por el antropólogo
francés Marcel Mauss en su Ensayo sobre el don: «Dar, recibir, restituir»
(Mauss 2009).
No es capricho de antropólogos. La solidez de los vínculos de intercambio
de dones no es patrimonio exclusivo de las sociedades polinésicas; forma
parte de un concepto universal ya advertido por los jusnaturalistas del siglo
XVII al poner el acento en la sacralidad de los intercambios como la semilla en
la que fructifica el orden social (Liebersohn 2011; Bestor 2017). En España,
esta valoración del intercambio estuvo muy vinculada al estoicismo, marco
moral y fundamento intelectual de una forma de concebir la buena sociedad
en términos de intercambio de beneficios entre los miembros de la
comunidad, alentando el reparto de bienes y favores y su disfrute en común,
como explicó el secretario de Felipe II, Antonio Pérez, desde su exilio: «Las
gracias de palabra por beneficios recibidos en quien puede dar obras, no es
señal de agradecidos» (Pérez 1787). «Dar, recibir, restituir» eran preceptos no
ajenos a la cosmovisión estoica, sino parte integrante de la misma. Preceptos
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que se hallaban en el núcleo del buen gobierno y en la concepción del
soberano como distribuidor de dones para afianzar lealtades. En el año 1628
Quevedo lo expresó, en un parlamento puesto en boca del mismísimo Séneca,
en términos que admiten pocos comentarios:
En recibir lo que me dio (el soberano) no fui codicioso, sino obediente. Quiere el príncipe en
honras y haciendas mostrarse magnánimo, generoso y agradecido con un privado. Contradecir al
príncipe tales demostraciones es desamor y atención a la utilidad propia; pues rehusarlas es querer
que el acto de virtud sea el suyo, y preferir la admiración de la modestia y templanza del criado a
la esclarecida generosidad del príncipe. Recibir el valido lo que el príncipe le da es querer que se
vea su grandeza antes que la virtud y humildad propia, y dar luz a la virtud del príncipe es el más
reconocido vasallaje que pueda darle un vasallo (Quevedo 1900).
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cortesano era el contacto asiduo y personal con el rey. Aquel que rebasaba el
espacio público y participaba de la intimidad, juegos, vida familiar,
complicidad y amistad del soberano se convertía en «privado» (por rebasar el
espacio público para entrar en el privado) o «valido» (por valer más y tener
toda la confianza del rey). Pero, a diferencia del cielo, en la tierra la corte fue
un espacio de tensión y violencia contenida. Carlos V y Felipe II procuraron
disponer de varios privados y no confiarse enteramente a uno solo (salvo en
momentos circunstanciales, como fue la privanza de Espinosa). Sin embargo,
Felipe III dejó que su voluntad fuera dominada por uno solo, el duque de
Lerma, mientras que Felipe IV osciló entre ambos modelos: en un primer
momento restableció el régimen de su abuelo de la mano de don Baltasar de
Zúñiga hasta que, muerto éste, el conde duque de Olivares se hizo con el
valimiento. Tras su dimisión en 1643, nunca hubo un valido que concentrara
en sus manos todo el poder, como hicieran Lerma y Olivares, sino que más
bien hubo un conjunto de personas al frente de los asuntos públicos en
constante equilibrio donde el valido o primer ministro era parte de un grupo
colegiado (Martínez Millán 1993; Williams 2010; González Cuerva 2012;
Rivero Rodríguez 2018b; Malcolm 2019). El arzobispo Palafox lo describió
en los años finales del reinado de Felipe IV:
Veinte puestos que son sobre los que carga todo, pues seis presidentes, ocho virreyes, un valido,
cuatro consejeros de Estado y cuatro capitanes generales gobiernan en todo el Estado de paz y
guerra y así estos primeros puestos habían de proveerse en Ángeles, si pudiesen hallarse, sabios,
rectos, honestos, sufridos, sagaces, celosos, prudentes, finos y extremados en el amor y servicio
del rey (Palafox y Mendoza 1787).
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pensamientos se escapaban a la mayoría y sobre el que cabía la acusación de
comportarse caprichosamente, sin razón y sin objeto:
Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más activo nacen canas (Andrada 1993).
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disfrutar unos pocos de todo se producían revanchas y venganzas. Era preciso
mantener consensos y equilibrios, lo cual logró con cierto éxito, pues sus
reformas se mantuvieron tras su desaparición. Pudo retirarse hallándose muy
enfermo, siendo reemplazado por su sobrino, al que había instruido para ello,
y su familia siguió presente en la corte. En cierto modo logró que el puesto de
primer ministro no fuera irreemplazable y que la máquina de la Monarquía,
como escribiera Palafox, pudiera funcionar (Rivero Rodríguez 2018b).
Técnicamente, existía una separación entre el ámbito privado, la casa real,
y el público, la corte. En palacio, esta distinción se percibía en la
especialización de las estancias de la planta inferior, reservadas a uso público
(reuniones de los consejos, audiencias, recepciones, actos y ceremonias
diversas), y la superior, donde se hallaban los dormitorios, retretes, corredores
y estancias de recreo. Casa era la familia, el servicio y la residencia del rey, y
corte, su séquito, oficiales y consejeros, pero ambos espacios eran
indiscernibles, porque el espacio doméstico se prolongaba en lo público, y
este último se embebía en lo doméstico. Esta domesticación del gobierno —es
decir, esta prolongación del espacio familiar en el ejercicio del poder sobre
los reinos— constituyó el rasgo más reseñable de la técnica administrativa
empleada en la consolidación de las monarquías europeas (Hortal Muñoz y
Versteegen 2016; Martínez Millán 2011a).
La corte era un lugar de encuentro entre gobernantes y gobernados. Era un
espacio en el que el rey marcaba las reglas del juego, y se constituía en único
referente del poder y del prestigio social. Allí recibía a súbditos y extranjeros
en audiencia, se celebraban ceremonias que fijaban el estatus de súbditos,
vasallos e incluso de otros soberanos según el honor rendido a sus
embajadores, se celebraba consejo, etc. Pero la corte era un espacio de
representación donde se hacía público el resultado de un estado continuo de
negociación que se desarrollaba fuera de los ojos del público: la casa; por eso
los cargos y oficios de la corte no eran nada si no estaban acompañados de
responsabilidades en ella. Ser consejero de Estado y caballerizo mayor, como
señalamos en el caso de Lerma, permitía circular en los dos ámbitos
indicados, lo mismo que le ocurría al duque de Alba, cuyo cargo de
mayordomo mayor daba por sentada su posición superior en la corte por
prolongación de su estatus de maior domus, el responsable de la casa
(Martínez Millán y Visceglia 2008).
La casa era el lugar donde ejercía su autoridad el patriarcha o cabeza de
familia sobre sus parientes, servidores y criados. De modo que fue actuando
en calidad de «cabezas de familia» como los reyes de la Casa de Austria
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articularon su autoridad sobre los órganos políticos o corporaciones de los
reinos, anexionando y ampliando a los miembros de las élites políticas y
sociales su autoridad patriarcal, integrándolos como parientes, servidores o
criados. Así ocurrió en 1592, cuando Felipe II decidió ampliar el número de
servidores de su casa de Aragón para fortalecer unos vínculos descuidados y
que, a juicio de algunos consejeros, habían propiciado la revuelta aragonesa
de 1591. La reintegración de miembros de la nobleza y las oligarquías
municipales de Zaragoza o Teruel en el servicio doméstico —la mayoría
como continos— se valoró en 1609 como un elemento fundamental en la
pacificación del reino y en el restablecimiento de la confianza mutua entre el
soberano y sus súbditos. Así, desde los altos oficios palatinos hasta los
puestos más humildes, la casa se convertía en microcosmos de la sociedad
política de los reinos (una función complementada por las casas y cortes
virreinales como espacios delegados de la casa y corte reales). La Monarquía,
de esta manera, podía contemplarse como una gran familia en la que el rey
ejercía como padre de sus súbditos con poder (Martínez Millán y Fernández
Conti 2005).
Pero esto es una simplificación excesiva que olvida que la casa del rey no
se corresponde exactamente con la familia del rey; hay casas de la reina, del
príncipe heredero, de los infantes y algunos miembros de la casa real que
también se superponen o participan de la casa y corte del rey. Don Juan de
Austria reclamó infructuosamente el título de alteza real con el fin de poder
disponer de casa propia conforme a dicha dignidad, pues su servicio era
bastante modesto y su capacidad remuneradora e influencia políticas se
hallaban excesivamente limitadas. Cada casa era un centro de relaciones y
muchas veces eran lugares que vehiculaban movimientos de oposición
política y articulaban alternativas a los grupos políticos dominantes. La casa
de la reina Margarita fue el núcleo de la oposición al duque de Lerma, una
oposición dirigida por mujeres y a través de relaciones femeninas (conventos,
salones…), pero también por hombres, alentados por el favor de la reina y por
encontrar su lealtad remunerada con premios y honores. Las casas reales se
unían con las casas de la nobleza, y un espacio muy interesante e importante
de la vida política circulaba en un ámbito formado por la sociabilidad de las
mujeres. Girolamo Conestaggio (Dell’unione del regno di Portogallo alla
corona di Castiglia, Génova, 1585) relató la anexión de Portugal como una
larga cadena de intrigas desarrolladas fuera del ámbito público, destacando un
mar de fondo mayoritariamente contrario a la unión de las dos coronas. Esa
corriente de opinión circuló y tomó cuerpo entre las mujeres nobles
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portuguesas, y no debía echarse en saco roto su testimonio por articular una
red de oposición bastante sólida y eficaz, tanto como para ser considerada
como prueba manifiesta de la posición adversa de las élites portuguesas. Al
igual que en Lisboa, las casas señoriales establecidas en los palacios de
Madrid constituían nodos de una extensa red de poder en la que visitas,
tertulias, fiestas y otros encuentros creaban un ambiente de socialización
específico que hacía que el concepto «corte» abarcara al conjunto de la
ciudad. «Sólo Madrid es corte» era mote y definición de un espacio urbano en
el que se representaba el teatro de la Monarquía (Malcolm 2001; Martínez
Millán 2006; Labrador Arroyo 2009).
La «economía de la gracia» se desarrollaba en red. Desde el rey, la reina,
el príncipe heredero, los infantes y otros miembros de la familia real, los
validos, privados o favoritos y los confesores reales se tejía una red de
relaciones de patronazgo y clientelismo que transformaban el ejercicio del
poder en una vasta trama de intermediaciones e intercambios. El poder
circulaba por un circuito de «redes políticas» formadas por la superposición y
el solapamiento de intercambios personales de protección y favores a cambio
de lealtad y servicios. La lealtad y la obligación entre individuos se solían
expresar de forma vaga, con términos como «maestro», «benefactor»,
«hechura», «criatura», etc., cuya durabilidad dependía de la mutua confianza,
de las expectativas puestas en la relación, rompiéndose si alguna de las partes
no lo consideraba provechoso. Este último aspecto es subrayado generalmente
en la literatura del Siglo de Oro como exponente de la durabilidad de las
cosas y la mutación de los tiempos.
Algunos grandes y pequeños cortesanos disponían de cuadernos o
inventarios en los que llevaban la contabilidad de su protección. Se conservan
algunos, como el del cardenal Espinosa, interesantísimo testimonio donde
anotaba meticulosamente las personas a las que otorgaba favores, quiénes se
los solicitaban y qué puestos vacantes o rentas tenía disponibles. Es
interesante observar que la mayoría de los beneficiarios directos recibían sus
mercedes para satisfacer a terceros que actuaban como intermediarios. Así, al
anotar a una persona, como el licenciado Antonio Barba, escribía a su lado el
nombre de quien lo recomendaba, don Luis de Requesens. La obligación de
dar, recibir, restituir tenía de esta manera una construcción más compleja,
dado que se hacía beneficiario directo de una merced a un tercero,
consolidando lazos entre dos patronos por medio de criaturas y hechuras
compartidas (Martínez Millán 1993).
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Normalmente un oficial, la persona que ejercía un oficio en la
administración de justicia o en el gobierno, no era llamado a ocupar su cargo
por su capacidad, aptitud o cualificación objetiva para desempeñarlo, sino por
los servicios o la lealtad demostrada a un patrono que le favorecía de manera
directa o en cobro de servicios prestados a otros cortesanos. Sin embargo, el
premio y la confianza de un patrono a su cliente se hallaban siempre
atemperados por el merecimiento, por la proporcionalidad entre servicio y
gratificación.
Archivo
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doblaréis en cuatro y pondréis en la parte más desocupada: de fulano para M. V. Muy Señor;
recibida en tal parte con día, mes y año; y donde se respondiere se pondrá abajo: respondida;
también con mes y año; y a quien se da la respuesta y por qué vía va encaminada; podría alguna
vez ser provechoso. Cuando se hubiere acabado el mes, juntará todas las cartas que en él se
hubieren recibido y hará de ellas un legajo con su cubierta; y atado muy aseadamente pondrá mes
y año en la dicha cubierta; y el legajo en el estante; porque con esta claridad y distinción de meses
y años será siempre fácil hallar lo que se buscare. Los demás papeles que no fuesen cartas,
doblará e intitulará como está dicho, repartiéndolos por legajos y poniendo en las cubiertas una
memoria de todos los papeles que hay en cada uno, porque así se hallará el que fuere menester
con mucha brevedad. Tendrá un libro en que copiará todas las cartas que escribiera, cuya copia
sea necesaria para algún fin tenerla siempre. Tendréis una memoria de todas las personas con
quienes tengo correspondencia, de las cortesías y títulos que los suelo poner; de manera que
teniendo esta nómina no sea necesario preguntarme nada[9].
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la Monarquía, no en términos geográficos —como suele comprenderse— sino
de mayor o menor integración en esa red, en su participación en la vida de ese
grupo que constituye el núcleo de la vida política. Los índices de
corresponsales y correspondencias son un mapa de un fragmento de la red, un
fragmento en el que el autor de cada carta se sitúa en el centro y se mide con
su entorno, cartografiando la dimensión política y social en la que se
desenvuelve.
Como señaló McLuhan, la cultura del manuscrito es conversacional y
establece una relación física entre emisor y receptor de una intimidad que
convierte la lectura en un acto único y de particular emoción. El trasiego
constante de cartas mantiene vivos los lazos interpersonales, aunque muchas
veces las noticias o saludos intercambiados parezcan fútiles o carentes de
interés, casi como si de un ritual de entrelazamiento se tratase. Como dicho
espacio es inmaterial, todos sus actores articulan políticas de presencia ya
enviando cartas de manera constante y rutinaria (ofreciéndose,
solidarizándose, acompañando simbólicamente…), ya intercambiando avisos
y confidencias. La lógica de la lucha política cortesana, basada en la
observación, el disimulo y el aprovechamiento de la ocasión, determina tanto
los corresponsales como el archivo de las cartas. Como muy bien ha señalado
Nicoletta Bazzano, resulta muy difícil adjudicar filias y fobias de un
cortesano a través de su correspondencia, pues la memoria archivada por un
alto personaje es —y eso es notorio— una manipulación, un artificio. Dejar
tras de sí una huella de honorabilidad, lealtad y fidelidad es relativamente
sencillo; la destrucción de documentos comprometedores era una práctica
habitual; pero esa celosa preservación de una identidad o imagen adornada o
falsificada tenía agujeros y lugares que escapaban al propio control,
singularmente los depósitos de correspondencia de sus corresponsales. Nunca
se tenía certeza absoluta respecto a si las cartas que debían ser destruidas
efectivamente lo fueron; las negligencias o descuidos podían hacer que
cayeran en manos de personas que no eran de confianza, e incluso el engaño y
la mala fe de los falsos amigos, que reenviaban cartas confidenciales a los
enemigos (lo hacía Marco Antonio Colonna mandando la correspondencia de
Antonio Pérez a su encarnizado enemigo, Mateo Vázquez). En 1604, el
cronista real Antonio de Herrera y Tordesillas negoció con la familia Farnesio
un donativo a cambio de su silencio para no incluir en su crónica del reinado
de Felipe II algunos detalles poco honorables que había encontrado en cartas
que deberían haberse destruido. La posibilidad de que pudiera encontrarse una
sorpresa desagradable de esta naturaleza hizo que Felipe II no dudara en
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«secuestrar» los archivos de sus ministros, ordenase quemar los papeles de
Luis de Requesens en 1576, incautase y expurgase los pertenecientes a don
Juan de Austria en 1578 y tratase de hacer lo propio con los de Alejandro
Farnesio en 1594 (Pérez Bustamante 1933; Bazzano 2001).
Al mismo tiempo, desde el escritorio el soberano podía disciplinar y
jerarquizar el mundo alrededor de su persona. Esto lo descubrió Felipe II
cuando promulgó la pragmática de las cortesías en 1586, un documento
dirigido a sus ministros, secretarios y consejeros sobre la forma en que debían
encabezarse las cartas y dirigirse a cada persona, pues los tratamientos
implicaban jerarquía y también soberanía. El papa Sixto V protestó indignado
porque, a su juicio, el rey de España no podía legislar en materia eclesiástica,
y carecía de autoridad para determinar cómo se debía tratar a cardenales,
obispos y prelados. Del mismo modo, el dux de Génova se negó a admitir la
correspondencia en la que el rey se dirigía como «Nos, por la Gracia de Dios,
rey de Castilla etc.» porque él representaba a una república libre, que no
reconocía superior en lo temporal, y admitir semejante fórmula era aceptar
que Felipe II era medianero entre Dios y la República, lo que equivalía a
renunciar a su soberanía. Así, sobre el membrete de los sobres podía
construirse el orden del mundo y podían generarse tormentas y conflictos de
papel (Martínez Millán y Rivero Rodríguez 2011; Rodriguez de Diego 2018).
El papel acercaba y simplificaba el mundo, pues daba una extraña
sensación de control y dominio. Todo podía aparecer ante los ojos del
soberano: los chismes que circulaban en el palacio virreinal de México, las
penurias de la guarnición de Orán, la buena nueva del nacimiento de un
príncipe Habsburgo, las corruptelas de un oscuro oficial en la aduana de
Nápoles, los éxitos de un corregidor castellano, la delicada situación del
campo de operaciones en Flandes, el sórdido ambiente de la corte francesa,
las intrigas en Roma… Un suceso periférico, en virtud de la correspondencia
cruzada entre unos y otros, se situaba realmente en el centro mismo del
escenario del teatro político de una forma tan tangible como si el suceso
hubiera tenido lugar en los aposentos del palacio real de Madrid. El empleo
de la correspondencia permitía gobernar sin moverse de una mesa de trabajo,
del despacho, facilitando así la sedentarización de la corte al no tener el rey
necesidad de viajar continuamente por sus estados para estar en contacto con
sus súbditos. A partir de 1579, el correo con Italia dejó de ser intermitente
para convertirse en un servicio regular de la corte, un instrumento
imprescindible y cuyo elevado gasto no se escatimaba. La experiencia del
ordinario de Italia llevó a que en 1600 existiera un servicio de correo regular
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con todos los centros de la Monarquía gestionado por la firma genovesa
Tassis, correos mayores de Su Majestad (Rodríguez de Diego 2018).
Indudablemente, la rápida progresión del uso social y político de la
escritura estuvo emparentado con el desarrollo de lo que algunos autores no
han dudado en denominar como la «revolución educativa» del siglo XVI. La
capacidad de firmar se considera un índice razonable para aventurar una cifra
aproximada de la progresión de la cultura escrita entre los españoles del siglo
XVI. Grosso modo en las ciudades de Castilla se pasa de un 30 % de personas
que disponen de esta habilidad en 1540 a cerca de un 50 % en 1590. Saber
firmar no significa saber leer y escribir, pero debe tenerse en cuenta que el
analfabetismo no es un valor absoluto, que existen grados, como en lo relativo
a la alfabetización. La semialfabetización era una situación corriente entre
ambos polos, pero parece que en la segunda mitad del siglo XVI hubo una
demanda masiva de educación y amplios segmentos de la población antes
marginados de la cultura escrita hicieron considerables esfuerzos para invertir
parte de su renta en la alfabetización de sus hijos.
Se aprendía a leer y escribir en escuelas municipales, parroquiales o de
órdenes religiosas, por maestros contratados en las casas de los señores o por
aquellos, ambulantes o no, que se establecían en las ciudades e impartían
nociones de gramática y aritmética a cambio de unas monedas. Sabemos del
incremento de la demanda en instrucción por la gran cantidad de denuncias
que recibían las autoridades respecto a la falta de conocimientos de muchos
de estos maestros autónomos. Hay casos denunciados en Burgos, Valladolid y
Madrid. En noviembre de 1617 el cabildo de México tuvo que poner remedio
a la proliferación de escuelas que, sin ninguna garantía, se estaban abriendo
en la ciudad. Preocupaba a los regidores que muchos de estos maestros recién
instalados eran analfabetos y estafaban a los incautos vecinos, por lo que
resolvieron prohibir la compraventa de ejercicios de caligrafía para atajar este
problema:
Hay muchos que no saben escribir y compran muestras y papeles de curiosidad a otros y, dando a
entender que son suyos, engañan a los padres, y fuera desto enseñan a sus discípulos con materias
y guiones agenos, de que se consigue mayor daño a ellos y a los que se les encomiendan,
supuesto a que quien no lo sabe hacer menos lo puede enseñar, y es mucho daño de los hijos de la
república (Viñao Frago 1999).
Así, el incremento de las escuelas de primeras letras fue advertido por las
autoridades, que se preocuparon por vigilar que en ellas se diera una
instrucción adecuada. También la Iglesia se interesó por el problema puesto
que los maestros, además de rudimentos de caligrafía, ortografía y cálculo,
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enseñaban oraciones y preceptos básicos de la doctrina católica. Por eso desde
el sínodo de Salamanca de 1604 se vigiló el cumplimiento del requisito de
disponer de permiso eclesiástico para dar clase en cada lugar, expedido por
los párrocos, recordándoles la prohibición de utilizar libros deshonestos o de
caballerías para enseñar a leer.
Parece que en esta progresión de la alfabetización tuvo mucho que ver la
confesionalización, con la difusión de catecismos, breviarios y libros de
oración. La imprenta pudo contribuir a la normalización de la cultura escrita y
a una mayor difusión y circulación de los libros, pero es innegable que con el
desarrollo de la «corte de papel», de una sociedad que se sustentaba en la
memoria conservada en registros, actas, documentos, cédulas, cartas e
informes, el conocimiento de la escritura era una habilidad necesaria para
todo aquel que aspirase a un futuro mejor, a su ascenso social o el de sus hijos
(Viñao Frago 1999).
Como ha señalado Antonio Viñao, el Quijote bien pudiera representar los
dos extremos de la cultura de su tiempo, de la oralidad primaria del mundo
rural y de la alfabetización de los varones de las clases altas. Sancho, sujeto
oral cuyo conocimiento y comprensión del mundo nace de dichos, refranes y
romances, consumidor de una literatura escuchada y memorizada, era el
extremo contrario a Don Quijote, de saber y conocimiento librescos, lector
empedernido y hombre de la cultura escrita. Entre medias, gran parte de la
población se adscribía a una «oralidad segunda» parcialmente en contacto con
lo escrito, que ponía en cuestión los valores transmitidos por la oralidad
primaria (como supersticiones o manifestaciones de rusticidad), pero que no
por eso estaba exenta de prejuicios y errores. Es más, esta oralidad segunda
semianalfabeta o funcionalmente analfabeta situaba la escritura en un lugar
cercano a la autoridad, a la verdad incuestionable y a un lugar de excelencia
que Cervantes sabe retratar con acierto en la discusión entre el cura y un
ventero en el capítulo 32 de la primera parte del Quijote. Explica cómo en una
venta había algunos libros y cómo éstos eran empleados:
Cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay
algunos que saben leer, el cual coge uno de estos libros en las manos, y rodeámonos dél más de
treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas.
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¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros
dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia del Consejo Real, como si ellos
fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta y tantas batallas y tantos
encantamientos que quitan el juicio!
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intercambiadas entre los esposos en presencia de un sacerdote, con promesas
vinculantes de futura vida en común, solemnemente pronunciadas, y fundado
sobre gestos simbólicos como el beso, el intercambio de dones y cogerse de
las manos. Después de Trento, la firma de los testigos al contrato ya rubricado
por los contrayentes, su custodia y registro en el archivo parroquial son actos
imprescindibles para dar validez a una unión que, de no quedar registrada,
carecerá de reconocimiento legal, por no decir de existencia. Así mismo, la
unión no podrá celebrarse si no existe una autorización por escrito de las
autoridades eclesiásticas (cuyo dictamen es fruto de las informaciones
recogidas sobre los contrayentes). El papel determinará la diferencia entre
uniones legítimas e ilegítimas. La Iglesia por tanto no se limitaba a tomar nota
y guardar memoria de la unión de los contrayentes, sino que intervenía en un
espacio que hasta entonces había sido un asunto que sólo concernía a las
familias y los esposos (Franco Rubio 2018: 69-139).
Frente a la omnipresencia de lo escrito, también debe constatarse que
junto a su sacralización hallamos testimonios de su empleo para alterar su
función clasificatoria y disciplinaria. En la España del Siglo de Oro se mentía
por escrito, cotidianamente y con mucha desenvoltura. No hace falta ir muy
lejos para darse cuenta de esta subversión minimalista del orden disciplinario:
la familia de Miguel de Cervantes abunda en ejemplos. En 1552 su abuela,
Leonor de Torreblanca, escribió una falsa relación de propiedades y una
certificación fraudulenta sobre la edad de su hija María para evitar que le
embargasen los bienes por impago de deudas, y tuvo éxito, pese a que se
echaba de ver que su hija ya no era menor de edad y que los enseres
embargados no eran suyos. En 1577 su madre, Leonor de Cortinas, solicitó al
Consejo de Cruzada una ayuda para rescatarle a él y a su hermano, presos en
Argel, alegando hallarse desamparada y viuda pese a que Rodrigo Cervantes,
su marido, padre de sus hijos y cabeza de familia, estaba vivo y bien vivo,
ejerciendo su oficio de cirujano, lo cual no fue obstáculo para percibir un
donativo de 60 ducados. En 1607 su hermana Magdalena Cervantes profesó
en la orden terciaria de San Francisco firmando como viuda del general
Álvaro Mendaño (cuando nunca estuvo casada ni existió el tal militar). El
mismo Miguel firmó en 1587 una declaración como natural de Córdoba no
siéndolo (Canavaggio 2015; Trapiello 2015).
Es constatable que la utilización del documento escrito como fe de
autenticidad tenía una doble faz: si por una parte registraba el orden, por otra
podía sancionar la legitimidad de determinadas situaciones por el hecho
mismo de registrarlas. Al figurar en un documento como viuda, la hermana
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del escritor establecía un precedente que más adelante podría justificar una
pensión. Miguel de Cervantes así mismo iba creando rastros escriturales que
imperceptiblemente fueran borrando su origen alcalaíno (es una de las
razones que se esgrimen para aventurar su procedencia judía). La
desenvoltura con que la madre y la abuela mintieron por escrito marca
distancias con la presunción del poder omnipotente de los registros; el mundo
podía parecer controlado desde las escribanías de los juzgados y las
parroquias, pero la realidad es que jueces, párrocos y consejeros reales
carecían de capacidad para poder verificar las cosas, y estas mujeres nos
enseñan que esto era sabido por la gente común, que lo utilizaba en su
provecho. Para desmentir que se trataba de un «defectillo familiar», como
algún crítico ha subrayado, nos remitimos al testimonio mismo de los
consejos reales y las continuas advertencias de consejeros, secretarios y
escribanos respecto a las mentiras y falsedades contenidas en memoriales de
servicios, solicitudes de pensiones y otros asuntos. En 1598, Felipe II, muy
cercano ya a la muerte, advirtió un cierto descontrol en la provisión de plazas
de continos de la Corona de Aragón; demasiadas cédulas firmadas en poco
tiempo levantaron las sospechas del monarca moribundo, que con mano
temblorosa escribió a su consejo:
Avíseseme con particular relación de la horden que ay en estas plaças de continos de Aragón y la
calidad y cantidad de las unas y las otras y si ay número cierto dellas y quántos ay ahora.
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3. Intransigencia
Reforma
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había sido inmune a Lutero y al protestantismo debido a que sus ideas ya
estaban implantadas en el país. Lejos de ser impermeable a la modernidad y a
los cambios impulsados por el Renacimiento y la Reforma, España había sido
precursora. Maurenbrecher advertía la existencia de una «prerreforma
española» que precedía a las de Lutero, Calvino o Zwinglio, de modo que la
espiritualidad protestante apenas tuvo adeptos en las coronas de Castilla y
Aragón por el simple motivo de que la Reforma por la que suspiraba casi toda
Europa aquí ya se había efectuado. Esta renovación de la espiritualidad y de
la estructura eclesiástica española comenzó en el siglo XV y concluyó en la
segunda mitad del siglo XVI, y sus orígenes intelectuales se sitúan en el
llamado «movimiento de la observancia» (García Oro 1979).
El trauma sufrido durante la espantosa crisis del siglo XIV hizo que la
mayoría de los europeos demandasen una fe que más que conocimiento
proporcionase consuelo, que fuera motivo de esperanza. Se necesitaba una
espiritualidad cercana al hombre, capaz de mitigar su angustia ante la muerte
y la incertidumbre de la vida eterna. Se hablaba también de reforma (re
formatio, «volver a la forma inicial») porque existía una opinión muy
extendida respecto a que la Iglesia era incapaz de satisfacer las necesidades
espirituales de los creyentes al haberse separado del primitivo mensaje
evangélico y haberse institucionalizado, alejándose hasta hacerse
irreconocible respecto a la Iglesia de los apóstoles. Al mismo tiempo, el
mensaje de la Iglesia se hizo extraño para una mayoría que no entendía las
sutilezas de una teología especulativa que no enseñaba a vivir sino a discutir y
razonar.
Fue en las órdenes religiosas donde con más intensidad afloró esta
demanda. Los «espirituales», cada vez más numerosos, exigían la separación
entre fe y razón, entre el intelecto y el espíritu, siendo llamados «observantes»
los monjes que propugnaban este ideario, pues creían que la sinceridad y
sencillez de vida que reclamaban se hallaba en el estricto cumplimiento u
observancia de la regla primitiva de cada orden, desvirtuada por el paso del
tiempo y los abusos. Así, el ansia de renovación provocará una fractura
interna de las órdenes entre «claustrales» o «conventuales» y «observantes» o
«reformados», es decir, entre quienes querían y quienes rechazaban la
reforma. Fue una división ética, pero también partidaria, puesto que los
debates internos de franciscanos, dominicos, agustinos, benedictinos y
jerónimos, calaron hondo en las élites políticas y gobernantes, adquiriendo
rasgos de verdadero fenómeno social con ramificaciones e implicaciones que
iban mucho más allá de los muros de los conventos. Obsérvese que la
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literatura espiritual tuvo una extraordinaria difusión en la sociedad seglar, y
por tal motivo fue traducida a lengua romance para satisfacer su demanda y
propagación, teniendo un gran éxito obras como el Exercitatorio de la vida
espiritual de García Jiménez de Cisneros —dada a la imprenta en 1500— o la
Vida de Cristo, de Francesc Eiximienis (1496). Esta literatura enfatizaba una
religiosidad caracterizada por la preponderancia de lo emotivo sobre lo
racional, la preferencia por el aislamiento (recogimiento) y el realce de la
actitud individual, subjetiva. Esta espiritualidad, común a seglares y clérigos,
gustaba del conocimiento directo del Evangelio y de la oración mental, y
cultivaba la interioridad más radical; ponderaba la «santa simplicidad»,
detestando la teología verbosista por considerar que fomentaba la vanidad y
no la devoción, y valoraba «llorar en la celda» por encima del estudio de la
teología en las universidades, pues la teoría sin obras era como cuerpo sin
alma (García Oro 1979; Nieva Ocampo 2007; Andrés 2009).
El principal cometido de oraciones, prácticas y devociones era
fundamentalmente el conocimiento humilde de uno mismo. No obstante, de
este objetivo se pasará pronto a la técnica de la «aniquilación», cuando se dé
prioridad a una penitencia destinada a «tener siempre los corazones
abajados», humillados, como señalaba un famoso predicador de mediados del
siglo XVI. La penitencia externa afectaba a la comida y al sueño,
complementado con prácticas de abstinencia, mortificación corporal, silencio,
aislamiento o clausura rigurosa, etc. Todo ello derivó en diversas líneas
reformadoras diferenciadas por el peso que se diese a uno u otro aspecto, pues
el movimiento de la espiritualidad, como señaló Melquíades de Andrés, no se
desarrolló de forma uniforme sino a través de vías. «Vía», en la literatura de
la reforma, es camino, proceso, sendero, y es aceptado el término en el
sentido de «corriente». Así, por ejemplo, en 1524 los franciscanos reunidos en
Toledo llaman a los alumbrados «vía espiritual escandalosa y recién
inventada». Las vías o corrientes más reseñables en el siglo XVI español serían
la tradicional, la de la oración mental metódica, la del recogimiento, la
erasmista y la jesuítica. Fuera de la ortodoxia católica estaría la de los
alumbrados o «dejados» (Andrés 1962).
En un plano distinto, las diferentes órdenes religiosas representan cada
una, una o varias modalidades. Fijémonos tan sólo en un detalle, el de la
actitud ante los milagros o los sucesos extraordinarios; el ámbito franciscano
ve arrobos, éxtasis, revelaciones y transposiciones sin desconfianza, algo casi
perteneciente a la vida espiritual normal; por el contrario, los dominicos se
mostraban prudentes, si no desconfiados, ante estos fenómenos. Hubo
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distintas actitudes ante la oración mental metódica, la pobreza, la escolástica,
la vida en común, etc., que para Menéndez Pelayo correspondían a diversas
«religiones», como también se llamaba a las órdenes religiosas, por lo que
clasificó las diferentes corrientes según la regla y tradiciones de cada una,
distinguiendo tres grupos:
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volver al orden, tendría que ser el pueblo cristiano el que asumiera esa
responsabilidad. Para los hombres de los siglos XV y XVI la Iglesia se hallaba
ensimismada y la comunidad de fieles exigía una renovación radical, de la
cabeza a los pies (in capite et in membris). El desorden y la corrupción de la
curia hacían impensable que Roma liderase el cambio, y en el concilio de
Constanza quedó meridianamente claro que éste sólo podría desarrollarse por
naciones (una idea de la que ni el mismo Lutero se separó, dado que siempre
dirigió su mensaje a la nación alemana). Los concordatos permitieron
compartir tareas mediante acuerdo entre el papa y los soberanos seculares, y
la Iglesia universal se compartimentó en iglesias singulares en una estructura
cada vez más descentralizada, corporativa, como correspondía a la
cosmovisión bajomedieval o altomoderna de la comunidad como cuerpo
remitiéndose a San Pablo, que contemplaba la Iglesia como «cuerpo entero,
trabado y unido por todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada
miembro». La reforma, para llegar a la cabeza, bien podía comenzar in
membris por las órdenes religiosas, reinos, cabildos, parroquias, cofradías,
congregaciones, obispados o naciones (Andrés 1975; Jedin 2011).
En 1492, la conquista de Granada se sumó a la unión dinástica de las
coronas de Castilla y Aragón para dar el espaldarazo a los reyes Fernando e
Isabel en el liderazgo de la nación española. El título de Reyes Católicos que
inmediatamente les concedieron los papas para ellos y sus descendientes
rememoraba el título ostentado por San Hermenegildo y remitía al viejo reino
católico de los visigodos, a la Hispania cristiana anterior a la Reconquista.
Lógicamente, en ese ambiente de restauración de la España sagrada tuvo
lugar la reforma, dirigida y desarrollada principalmente por el episcopado
español que, asociado a la Corona, se afirmó en su aspiración nacional de
autonomía respecto a Roma (Pérez 2007).
De este modo, a las puertas del siglo XVI se produjo el gran salto
cualitativo y cuantitativo de la reforma española, un momento decisivo
calificado cómo la «generación cisneriana» (1500-1530), en el que entran en
contacto la espiritualidad de la observancia, el humanismo italiano, la devotio
moderna y el erasmismo, dando lugar a una de las etapas más interesantes de
la vida intelectual y espiritual de España. Después, fruto de la experiencia de
estos años, entre 1530 y 1570, el humanismo irá cediendo paso a un
catolicismo integral e intransigente que impregnará todos los aspectos de la
vida política y civil. Grosso modo, ambas etapas, ideológica y culturalmente,
corresponden a la pugna por hacer prevalecer como norma una de las vías
espirituales nacidas de la observancia. Las vías espirituales, no lo olvidemos,
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eran actitudes vitales cuya práctica y conocimiento llevaban aparejada una
comprensión particular del hombre y del mundo, lo cual, como es obvio,
incidía en todos los aspectos de la vida (García Oro 1979, 2007).
En principio, la necesidad o el ansia de reforma eran tan fuertes que pocos
repararon en el hecho de que reforma y vuelta a los orígenes tenían
significados distintos, lecturas que muchas veces eran incompatibles. El
desorden, la hipocresía, la inmoralidad, la ignorancia, el abuso de poder o el
absentismo eran males que todos coincidían en erradicar. La jerarquía
eclesiástica, como parte de los reinos, como uno de los tres estados que
constituían la comunidad política, estaba empeñada en restaurar su poder y su
credibilidad después de la crisis cismática, y preocupada por devolver a los
clérigos el prestigio y la preeminencia social que como guías espirituales les
correspondía ejercer. En torno a 1500, el episcopado, ya fuertemente
comprometido en el reformismo, siguiendo el ejemplo del arzobispo Diego
Anaya, que fundó en 1401 el Colegio de San Bartolomé de Salamanca,
promovió la fundación de nuevos colegios y centros universitarios, como el
Colegio de Santa Cruz de Valladolid, creado por el cardenal Mendoza (1484),
el Colegio de Cuenca en Salamanca, por Ramírez de Villaseca (1500), el de
San Ildefonso en Alcalá de Henares por Cisneros (1499-1502), el de Santo
Tomás de Sevilla por Deza (1507), el Colegio del Arzobispo Santiago Alonso
de Fonseca en Salamanca (1619) y el Colegio de San Salvador o de Oviedo
por el obispo Diego de Muros también en Salamanca (1524). Con el tiempo,
los seis centros principales, los cuatro de Salamanca, el de Valladolid y el de
Alcalá, recibieron el nombre de «colegios mayores» por ser los institutos
educativos de mayor prestigio y porque sus colegiales coparon las plazas de
las audiencias, los tribunales del Santo Oficio, los consejos reales y las altas
dignidades eclesiásticas. Quedó claro que era la educación el punto fuerte de
la recuperación del liderazgo social e intelectual de la Iglesia. Pero más que
un empeño corporativo, resultó ser una suma de iniciativas particulares:
fueron los altos personajes que dirigían la política como consejeros de los
reyes y la reforma eclesiástica como dignidades de la Iglesia, quienes se
preocuparon por forjar nuevas generaciones de sacerdotes bien preparados y
con una excelente formación especializada, capacitados para desarrollar la
Reforma y acabar con los males de la Iglesia. El cambio se haría por medio de
una mejor educación del clero, un clero que habría de educar, a su vez, al
pueblo. No obstante, en los programas de los nuevos centros aparecieron
diversas formas de entender los problemas, distintas prioridades. Quienes
daban prioridad al orden y la disciplina como elementos fundamentales para
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alcanzar la virtud no defendían exactamente lo mismo que quienes se la daban
a la experiencia, el conocimiento de la fe y la vivencia personal. No tardó en
comprenderse que muchas observancias y reformas eran, además de
incompatibles entre sí, incompatibles con la comprensión del orden social y
político existente (García Oro 2007).
Cuenta una anécdota que, paseando por las salas de El Escorial, Felipe II
mostró a unos visitantes un retrato de Fernando el Católico por el que sentía
gran aprecio, no por la calidad de la pintura, que no era buena, sino porque «a
éste se lo debemos todo». A nuestro juicio esa observación, relativa a la
constitución de los cimientos de la Monarquía, podía evocar el modo de
resolver la reforma española, la paz civil garantizada por la intransigencia
religiosa y la especial vinculación que, en lo sucesivo, existirá entre la Corona
y el altar. Fernando el Católico comprendió la trascendencia de aquellas
aparentemente inocuas discusiones de sacristía e hizo que la reforma española
fuera una reforma oficial y orientada, dirigida por la Corona, y que centró su
actividad en tres aspectos: la reforma del clero (secular y regular), la reforma
intelectual y finalmente su aplicación en el pueblo. Aquello que integraba a la
sociedad, que daba identidad a los individuos, que los hacía leales y
obedientes era la fe y, como constató en una audiencia que tuvo con él el
humanista florentino Guicciardini, comprendía perfectamente el valor de la
religión como instrumento de poder. La reina Isabel, sin embargo, no
compartía el punto de vista de su marido; sus confesores y consejeros
espirituales veían la religión como un fin en sí mismo, no como un
instrumentum regni, una simple herramienta de poder con la que dominar a
los sujetos por medio de las conciencias (Gargano 2014; Menéndez Pidal y
Alonso 1952).
El desarrollo de los nuevos centros universitarios no se sustrajo a las
visiones enfrentadas de los personajes y a los proyectos políticos de los
consejeros de los reyes. Por el contrario, estos vínculos explican la especial
virulencia que adquirirían las disputas intelectuales en los claustros
universitarios españoles de los siglos XV y XVI, y que están ligadas a la
herencia intelectual dejada por dos personajes clave para el desarrollo de la
reforma española, dos eclesiásticos con puntos de vista muy diferentes
respecto al rumbo que debía seguir el proceso reformista: el arzobispo Diego
de Deza y el cardenal Francisco de Cisneros (García Oro 2007).
Diego de Deza, que murió poco después de la guerra de las comunidades,
era confesor de Fernando el Católico. Denunció la política «condescendiente»
con la heterodoxia que apreciaba en el entorno de la reina y marcó las
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directrices intransigentes del partido aragonés. A su juicio, para mantener la
pureza del cuerpo social y los valores de la verdadera religión debían tomarse
medidas drásticas de exclusión de las personas y grupos inasimilables. Judíos
y musulmanes debían ser forzados a elegir entre la conversión o el exilio
(como él mismo hizo en 1500 con la minoría morisca residente en su diócesis,
Palencia). Así, la reforma era algo más que una reflexión espiritual, era un
movimiento activo que debía usar la fuerza si era preciso para erradicar los
cuerpos extraños, los órganos enfermos del cuerpo social, eliminando aquello
cuyo ejemplo fuera perturbador o no se ajustase a la unidad y disciplina
requeridas en una sociedad virtuosa. Consciente de la necesidad de contar con
cuadros bien preparados para semejante empresa, empleó sus bienes en la
fundación del Colegio de Santo Tomás de Sevilla, que en 1517 obtuvo
licencia para expedir títulos universitarios y no tardó en convertirse en cantera
de prelados, juristas e inquisidores. Lo curioso de su iniciativa es que creó el
colegio con la intención de hacerlo paralelo y antagonista de Alcalá, para
contrarrestar la influencia y las enseñanzas impartidas en la universidad
fundada por Cisneros (García Oro 2007).
El cardenal Francisco de Cisneros fundó en 1499 la Universidad de Alcalá
de Henares, que comenzó a funcionar en 1502. Este centro simbolizaba y
compendiaba su compromiso con la espiritualidad afectiva, corriente que
protegió e impulsó decididamente en la reforma de su orden, la franciscana, y
que profesó a lo largo de su vida, gustando relacionarse con místicos y
recogidos de otras órdenes, algunos en los límites de la ortodoxia, como la
madre Marta de Jesús, la famosa beata de Piedrahíta.
La espiritualidad de Alcalá estaba íntimamente conectada con las vías de
la «imitación de Cristo», la devotio moderna y el humanismo del norte de
Europa e Italia. Cisneros estaba hondamente preocupado por la ausencia en
España de libros espirituales semejantes a los que él más admiraba y gustaba,
por lo que se encargó personalmente de que la imprenta de su universidad
sirviese para la propagación de dichas obras. Se imprimieron muchas
traducciones al castellano, y de forma programada, hizo editar la Vida de
Santa Catalina de Siena (1511) del reformador dominico Raimundo de
Capua, el Viola Animae del cartujo Petrus Dortland y la vida y obras de Santa
Adela de Foligno, Santa Matilde, San Juan Clímaco, Hugo de Balma, etc.
Señala Américo Castro que la tendencia a traducir las escrituras y los libros
de piedad «para el conocimiento de todos» es la señal que marca un nuevo
rumbo en la piedad y cuya culminación será la traducción de la Biblia
efectuada por Lutero, fomentando una espiritualidad individual, de exaltación
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íntima, en busca de la mística unión con Dios. Así, Castro observaba que las
traducciones encargadas por el cardenal y su gran proyecto, la Biblia
Políglota Complutense (una edición crítica de las Sagradas Escrituras en
varias lenguas realizada por un prestigioso equipo de filólogos encabezado
por Elio Antonio de Nebrija), servían para reforzar la posición del hombre
como medida de todas las cosas y afirmar en España la cosmovisión
individualista que se afianzaba en Europa por medio del Renacimiento y del
humanismo (Beltrán de Heredia 1939; Sala Balust 1968).
Alcalá se distinguió por las novedades introducidas en el estudio de la
teología. Se optó por enseñar a la par las tres vías teológicas más acreditadas,
tomismo, escotismo y nominalismo, dando entrada a esta última en el ámbito
académico. La incorporación del sistema nominalista en el mundo académico
hispano, que no había sido admitido oficialmente antes, fue vista con recelo
en Salamanca y agriamente criticada desde Santo Tomás de Sevilla. Como
autor nominal, Cisneros sentía predilección por Gabriel Biel (muerto en
1494), escolástico, asceta, predicador y liturgista alemán, fundador de la
Universidad de Tubinga y cuyo Sentenciario fue escogido como libro de texto
en Alcalá. Su mensaje se resumía en la idea de que Dios no podía ser
conocido por la razón, sólo por la fe. El Sentenciario fue fundamental en la
formación de grandes predicadores y divulgadores de la espiritualidad
alcalaína, como Francisco Ortiz, Juan de Ávila y Francisco de Osuna, pero
fue también el texto en el cual cursó teología Martín Lutero. Más allá de la
coincidencia, resulta que místicos y luteranos bebieron de las mismas fuentes,
y ello explica parte del fondo común de las reformas española y protestante
que advirtiera Maurenbrecher a finales del siglo XIX. Quizá sea exagerado, o
una conclusión precipitada de algún historiador llevado por el fervor
ecuménico, pero no podemos soslayar unos puntos de contacto que también
percibieron los hombres del siglo XVI. Lutero se había educado bajo
inquietudes religiosas idénticas a las que profesaban algunos reformadores
españoles, y tal vez por ello el luteranismo no arraigó en España, porque el
desarrollo radical de la corriente afectiva de la mística había ocupado su
lugar; alumbrados y dejados, aunque próximos al monje alemán por provenir
de una cultura común, nada tenían que ver con el protestantismo, y es más
que dudoso que conocieran la obra del rebelde agustino (Andrés 1962; Sala
Balust 1968).
La corriente fideísta y afectiva, patrocinada por Cisneros, fue conocida
vulgarmente como «vía del recogimiento», aludiendo a las casas de retiro, de
soledad, de oración o recolectorios en las que los franciscanos de la
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observancia llevaban una vida más austera, recogida y religiosa. Su
espiritualidad se extendió al pueblo a través de grandes frailes predicadores
como Francisco Ortiz o Francisco de Osuna, cuyo magisterio fue decisivo
para Teresa de Jesús, Juan de Ávila, Francisco de Borja, Juan de la Cruz…, y
la espiritualidad de la Compañía de Jesús. La vía del recogimiento condujo
hacia la mística española, pero también dio lugar, por el subjetivismo que
propugnaba, al desarrollo de corrientes y tendencias heterodoxas, como el
alumbradismo y el dejadismo. Cabe señalar a este respecto que cuando a
Francisco Ortiz se le reprochó en 1523 que su predicación fuese causa de
herejías, comentó que «no es nuevo en la Iglesia haber nacido las herejías del
mal entendimiento de las verdaderas palabras».
El alumbradismo nació como una derivación errónea del misticismo,
desarrollada por individuos carentes de una formación teológica básica que no
entendían los planos más altos de la vía del recogimiento ni sus fórmulas más
breves y características, donde, por ejemplo, se llevaba hasta el paroxismo la
técnica de la aniquilación, lanzándose al dejamiento del amor de Dios. Tal
herejía nunca fue muy consistente y los alumbrados fueron grupos episódicos
y aislados de muy escasa penetración social, aunque a partir de 1550 en
muchos momentos se afirmó desde instancias oficiales que del misticismo al
alumbradismo o al luteranismo había una distancia muy corta y que era muy
fácil traspasar. Lo llamativo de estas acusaciones es que los teólogos del
Santo Oficio de la Inquisición sabían perfectamente que el alumbradismo o
dejadismo era recogimiento mal entendido por personas legas y
desorientadas, y los inquisidores, salvo excepciones intencionadas, sabían
distinguir una cosa de otra y reconocer cuándo había herejía consciente y
cuándo no. De hecho, en el índice de 1559, el inquisidor general Valdés
decidió incluir en la lista de libros prohibidos un buen número de
devocionarios en romance para desarraigar estas desviaciones, un propósito
del que se burló fray Luis de Granada, divertido por ver al Santo Oficio
ocupado en perseguir cosas «de contemplación para mujeres de carpinteros»,
aunque tenía una mayor trascendencia como nos recuerda Santa Teresa de
Jesús en el libro de su vida:
Cuando se quitaron muchos libros de romance que no se leyesen yo sentí mucho, porque algunos
me daba recreación leerlos, y yo no podía ya por dejarlos en latín (cap. XXVI).
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ejercitando la oración vocal; la penitencia y la mortificación de la ascesis
debían exhibirse de manera clara. Fue entonces cuando un confesor pidió a
Teresa que no contase sus experiencias místicas, ni siquiera en el
confesionario, «que callase y no diese parte a nadie, porque mejor era ya estas
cosas callarlas». Como se ve, la antítesis de todo aquello que Cisneros quiso
llevar a cabo (Selke de Sánchez 1952; Andrés 1973; Américo Castro 1982;
Montero Galán 2015).
Ahora bien, cuando intencionadamente se ponía bajo sospecha al
misticismo y la vía del recogimiento era porque en la reforma española la vía
ascética se perfilaba no como otra opinión, sino como alternativa para
comprender al mundo y al hombre. Recogimiento y nominalismo estaban tan
íntimamente conectados que se vieron arrastrados el uno con el otro en la
caída cuando se hicieron sospechosos de una inconveniente proximidad al
luteranismo. Las circunstancias políticas castellanas en la posguerra de las
Comunidades y las dificultades surgidas en el Imperio por causa de las
doctrinas luteranas hicieron que de alguna manera los nuevos detentadores del
poder unieran todo en un solo bloque. Entonces se desarrolló un feroz proceso
de revisión anticisneriana, cuya primera señal fue el encuentro de Burgos
entre Nebrija, Deza y los dominicos, que acusaron al equipo de la Políglota de
tergiversar las Sagradas Escrituras. Sobre el gran proyecto cisneriano se
cernió la sombra de la sospecha; su olor a heterodoxia hizo que aquel prodigio
filológico y tipográfico pasara desapercibido, que no se difundiera como
merecía y que sobre él se corriera un tupido velo. La Universidad de Alcalá
sufrió un veto silencioso, y a diferencia de otras universidades no sería en el
futuro semillero de servidores de la Corona. Por último, no produjo ningún
asombro leer en el Índice de libros prohibidos de 1559 los títulos de un buen
número de las obras traducidas por orden del cardenal para reconfortar la vida
espiritual de los castellanos: Rickert, Taulero, Herph…, obras que echaron de
menos muchos lectores inquietos, como Teresa de Jesús.
El afectivismo de los recogidos se fue identificando con el fideísmo
protestante, arreciando las críticas que hicieron a toda manifestación mística
sospechosa de luteranismo o con sabor a herejía. En 1540 Santa Teresa se
hallaba complacida porque su padre había comprendido el valor de la oración
mental; sin embargo, a los pocos años el temor a la persecución hizo presa en
ella:
Creció de suerte este miedo, que me hizo buscar con diligencia personas espirituales con quien
tratar, que ya tenía noticia de algunos, porque habían venido aquí a Ávila en 1554 los de la
Compañía de Jesús, a quien yo, sin conocer a ninguno, era muy aficionada de sólo saber el modo
que llevaban de vida y de oración.
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En 1557 conoció a Francisco de Borja, que fue quien le dio seguridad
respecto a sus arrebatos místicos y sus proyectos: «Siempre me ayudaba y
daba avisos en lo que podía» (Libro de su vida, cap. XXIII).
Sin embargo, pese a la prudencia y el temor a la persecución, la vía
recogida tenía fuerte arraigo y episódicamente constituyó la ideología
dominante en la corte. Hubo un momento efímero, entre 1525-1530, cuando
la hostilidad del papa Clemente VII a Carlos V no dejó otra posibilidad que la
de dar voz a quienes propugnaban una reforma en profundidad de la
cristiandad. Entonces triunfaron las ideas religiosas de la devotio moderna en
la corte y gozaron de crédito los continuadores del espíritu cisneriano y
humanista, como los hermanos Alfonso y Juan de Valdés. Las guerras de
religión y el concilio de Trento determinaron, a la postre, una definición
oficial de la espiritualidad, formalista e intransigente en sus ideas y creencias,
que resultaba más fácil de controlar que la «recogida», cuyos límites borrosos
respecto a la heterodoxia la hacían sospechosa. La corriente rigorista acabaría
imponiendo sus criterios, de modo que la espiritualidad hispánica, definida
como ecléctica por Menéndez Pelayo, resultaría un híbrido que oscilará de
uno a otro extremo según las coyunturas. Cuando Felipe II subió al trono en
1556, las guerras de religión asolaban Europa; pudo verlo en primera persona
en Inglaterra y llegó al convencimiento personal de que las disputas religiosas
constituían la principal amenaza contra la paz civil por la simple razón de que
se disgregaba la solidaridad básica de la comunidad política y se creaba
identidades, patrias y lealtades separadas. La alteración de religión significaba
mudanza y alteración de Estado. El inquisidor Fernando de Valdés, digno
epígono de Deza, pudo convencer sin dificultad al monarca de que una
religiosidad nacida en los principios del recogimiento no era la más adecuada
para practicar en aquellos momentos de fractura político-religiosa; era precisa
una espiritualidad externa, visible, ejemplar y pública, que pudiera ser
contemplada y controlada, y ahí encajaba la ascética, con sus mortificaciones,
penitencias y oración verbal, audible y comprensible, una espiritualidad
exhibicionista cuyo fin es el ejemplo y la disciplina. La mística, recatada,
individualista, intimista y centrada en la oración mental, la reflexión y el
examen de conciencia, no era fácilmente controlable y además era sospechosa
de albergar desviaciones. A este fin, la Inquisición se mostró como una
institución apropiada para vigilar a aquellos disidentes que no asumían la
ideología propugnada por la Monarquía. Desde la segunda mitad del siglo
XVI, la mayoría de procesados por el Santo Oficio no fueron los
judeoconversos —objetivo por el que se había fundado dicho organismo—,
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sino todos aquellos que expresaban ideas no conformes con la ortodoxia
impuesta, lo que en terminología inquisitorial se denominaba «delitos de
proposiciones». Las actitudes de espiritualidad individual quedaron
circunscritas a la propia persona, marginadas del espacio público por el temor
a ser mal interpretadas bajo la siempre amenazadora presencia de la
Inquisición. Por ello, la famosa recomendación del padre Juan de Ávila,
recogida por los místicos —Santa Teresa entre otros— («Lo que en su
corazón pase con Dios, cállelo con grande aviso, como debe callar la mujer
casada lo que con su marido pasa»), además de pudor espiritual, bien pudiera
reflejar un estado de ánimo que se estaba extendiendo en España. El espíritu
crítico fue sustituido por la mansedumbre, la sumisión a la autoridad, y no
deja de ser llamativo que una personalidad tan fuerte como Santa Teresa de
Jesús escribiera en el prólogo al Libro de las fundaciones toda una apología a
la obediencia:
Por experiencia he visto, dejando lo que en muchas partes he leído, el gran bien que es para un
alma no salir de la obediencia […] no queriendo tener otro parecer que el de su confesor.
Cuando escribió esas líneas, corría el año 1573, aquel en el que fueron
interrogados y molestados por la Inquisición los biblistas de las universidades,
quizá los únicos individuos que aún discutían y opinaban sobre las Sagradas
Escrituras como en los viejos tiempos. En lo sucesivo aquellos catedráticos,
fray Luis de León, Cantalapiedra y Gudiel, se expresarían con menos
desenvoltura (Huerga 1978; Pastore 2010).
La reclusión del individuo en sí mismo, la renuncia, la obediencia y la
sumisión a la autoridad superior permitieron adaptar el recogimiento y la
mística a los nuevos tiempos que corrían. Cervantes, admirador y devoto de
Santa Teresa, escribió una canción que apareció publicada en el Compendio
de las fiestas celebradas en España con motivo de la beatificación de la
madre Teresa de Jesús, compilado en 1615 por fray Diego de San José. La
pieza se titulaba «Los éxtasis de la beata madre de Jesús» y ponderaba
éxtasis, arrobos y experiencias místicas «admirables y sobrehumanamente
nuevos» gracias a que
el visorrey de Dios nos da certeza
que sin enigma y sin espejo miras
de Dios la incomparable hermosura.
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sobresaltos ni discontinuidades, a la Contrarreforma. Con ello, creemos
pertinente concluir casi como comenzamos, citando a Marcel Bataillon:
«Reforma y Contrarreforma son dos movimientos solidarios, a menudo
difíciles de discernir» (Bataillon 1976; Américo Castro 1982).
Sangre
La reforma espiritual tenía como objeto último la reforma del pueblo. Para
alcanzar una sociedad armónica, conformada según lo dispuesto y querido por
Dios, se operaba en dos planos complementarios: reformatio doctrinae y
reformatio moram. La educación del pueblo en el conocimiento de los
rudimentos de la fe y de la moral se hallaba en un mismo proceso de
identificación colectiva bajo creencias y valores compartidos. Cabe decir que
entre rigoristas y recogidos había diferencias en los medios, pero no en los
objetivos. La exigencia de un cristianismo purificado, al enfatizar las virtudes
del hombre interior y propugnar el cultivo de la virtud personal, llevaba a la
universalización de la perfección cristiana, a su extensión sin distinciones a
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todos los bautizados. La incorporación del fiel a la Iglesia a través del
bautismo correspondía a un juramento indisoluble de fidelidad y pertenencia a
la comunidad que se trasladaba al ámbito político en virtud de la teoría
paulina del poder: todos los hombres por igual son fieles, de la misma manera
que son súbditos, formando una comunidad orgánica.
De esta idea de unidad religiosa y política era fácil deducir dos formas de
acometerla: bien a través de la integración (ya fuera coactiva o por
persuasión), bien por medio de la expulsión o exclusión del cuerpo social de
las minorías disidentes o diferentes (física o jurídica). No obstante, todos
convenían en una cosa: la unidad espiritual de los súbditos era indispensable
para el mantenimiento de la paz pública y de la integración social. Américo
Castro percibió ahí, en la armonía estamental, la muerte de las tres culturas
como posibilidad de una España diferente. Aunque, en realidad, esa
posibilidad de convivencia nunca se dio ni pudo darse. Los pogromos y las
furiosas persecuciones de finales del siglo XIV y principios del XV provocaron
conversiones masivas de judíos. Los judíos vivían en las ciudades y se
dedicaban a profesiones liberales, la banca y el comercio, y a los soberanos y
a un sector importante de las élites sociales y políticas no les pareció mal que
esta ola de violencia redundase en su integración. La pragmática de expulsión
de los judíos en 1492 perseguía, precisamente, favorecer este proceso, pues se
creía que con esta medida los convertidos al cristianismo —los llamados
«conversos» o «cristianos nuevos»— perderían totalmente el contacto con su
vieja fe y se impedía el proselitismo que desde las juderías trataba de
recuperar a quienes por miedo o conveniencia habían abandonado la ley de
sus mayores. Aunque parece que tal medida era innecesaria, pues la judería
española estaba en franca decadencia, imposibilitada para influir en una gran
masa de conversos perfectamente adaptados e integrados en la sociedad
cristiana (Ruiz Martín 1949; Yovel 2018).
El abultadísimo número de conversiones hizo que el problema judío se
convirtiese en problema converso. En el siglo XV, bajo el pretexto de que la
mayoría de las conversiones eran insinceras, fruto de la coacción, se dictaron
medidas excluyentes que marginasen a los «nuevos convertidos» exigiendo
certificados de limpieza de sangre para ejercer determinados oficios o ser
miembros de algunas congregaciones e instituciones. Los casos más antiguos
pueden datarse en torno a 1414 o 1418, pero debe destacarse (y es importante)
que esta medida no tuvo una aplicación universal, pues fue establecida
separada e individualmente en cabildos, municipios, cofradías y órdenes
religiosas sin un orden cronológico y organizativo de signo generalista. Hay
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que esperar al año 1550 para que se introduzcan en el cabildo de la catedral de
Toledo. Así mismo, lo singular y disperso de la medida es buena muestra de
las dudas y reticencias que causaba. Alonso Díaz de Montalvo, a instancias de
Juan II de Castilla, dictaminó sobre la materia demostrando que los estatutos
de limpieza de sangre eran heréticos por pretender separar y distinguir dos
clases de cristianos (lo cual era imposible al profesar todos una sola fe, recibir
un mismo bautismo y pertenecer a una sola Iglesia), pero también dos clases
de súbditos, e invocaba para ello las Sagradas Escrituras: «Vosotros habéis
dispersado mi rebaño, lo habéis descarriado y no habéis cuidado de él»
(Jeremías XXIII, 2). Similares razonamientos los encontramos en otros
especialistas en derecho y teología, como Fernán Díaz de Toledo, Lope de
Barrientos, Alonso de Cartagena, o fray Hernando de Talavera, que
compartían esa interpretación. Si la infidelidad confesional era fuente de
deslealtad al soberano, pues quien se rebela contra Dios se rebela contra el
poder temporal, lo sensato era buscar la unidad religiosa, y la predicación y la
conversión de los judíos al cristianismo no tenían sentido si ello no acababa
con su exclusión (Domínguez Ortiz 1988; Melammed 2005; Pastore 2010).
A pesar de los dictámenes de los juristas, la presión social se incrementó
de manera intensa, y a las matanzas de judíos siguieron las de conversos. El
historiador israelí Benzion Netanyahu piensa que estos sucesos, junto a una
realidad cada vez más restrictiva para los cristianos nuevos, ejemplifican la
existencia de un antisemitismo netamente racista en la sociedad española,
algo en lo que incidía Américo Castro al definirla como una sociedad de
castas en la que los individuos quedaron marcados por el estigma de la sangre
desde su nacimiento. Los estatutos de limpieza exigían certificar cuatro
generaciones limpias de sangre judía o mora, los famosos «cuatro costados»
que borraban la huella del origen impuro. Así mismo, observamos que el
progreso y desarrollo de los estatutos de limpieza de sangre vinieron de la
mano de la reforma: en la orden de los jerónimos en 1495, en las
universidades de Valladolid, Salamanca e incluso Alcalá de Henares en 1519,
en las sedes episcopales de Córdoba y Sevilla hasta culminar con su inclusión
en los estatutos del cabildo catedralicio de Toledo, promovidos por el
cardenal Silíceo en 1550. Quizá el espíritu de la reforma católica o la
posterior Contrarreforma pesó bastante en la difusión de esta medida, pero
tampoco hallamos una explicación muy convincente desde una perspectiva
puramente espiritual o confesional. Hay que tener en consideración los
alegatos sobre la igualdad de los cristianos en una sociedad fundada sobre la
desigualdad, o el hecho mismo de que cada estatuto de limpieza sólo es
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comprensible en el contexto en que se produce, en unas circunstancias
políticas muy concretas, normalmente de lucha por el poder. Claramente es el
caso del cardenal Silíceo, que utilizó este medio para doblegar la oposición de
un cabildo reticente a su programa y sus proyectos pastorales. Parece como si
esta práctica fuera puesta en funcionamiento sólo para conquistar el poder o
arrebatárselo a alguien. También, cabe añadir, únicamente en esos momentos
específicos que circundan el establecimiento de los estatutos hallamos una
relativa eficacia en su aplicación. Un caso claro lo tenemos en la pragmática
de Carlos V dictada en 1523 que prohibía a los judíos, musulmanes, cristianos
nuevos o sus descendientes que viajaran o poblaran América. A tal fin, los
pasajeros de Indias se sometían al rutinario examen de su linaje, de modo que
sólo una vez certificada su limpieza podían embarcar. Pero la cifra de
procesados y condenados por practicar el judaísmo en América testimonia
que los cristianos nuevos viajaban a las Indias. Un caso muy sonado fue el de
Luis Carvajal, gobernador de Nuevo León, y su familia, procesados en 1590
por el tribunal de México, que puso en evidencia la laxitud con que se
practicaba la exclusión. Mateo Alemán o fray Bernardino de Sahagún son dos
casos muy notables de conversos establecidos en América que no parece que
tuvieran problemas para instalarse allí. Los conversos —o mejor dicho, el
común de la población— sorteaban los estatutos como un engorro, un
requisito o formalidad que a veces resultaba complicado acometer. Salvo
casos específicos, como los chuetas mallorquines, los cristianos nuevos no
vivían como una casta, como comunidad apartada y marginada; la exclusión
era puntual y relativa a casos concretos (Domínguez Ortiz 1988).
La reforma (o las reformas) modeló una sociedad que oscilaba sobre dos
principios contradictorios: la igualdad de los hombres como cristianos y
súbditos, y la armonía social fundada sobre la desigualdad jurídica de los
hombres. Cada individuo vivía en función del lugar que le había tocado en
suerte por nacimiento. El linaje determinaba el estatus, la tradición
consolidaba las normas, el tiempo asentaba la fama y el honor consistía en la
lectura que el entorno hacía de la posición que correspondía a cada uno
desempeñar en la sociedad. En un mundo en el que lo novedoso se ponía en
entredicho por carecer de la aceptación que confiere la experiencia y la
confianza de lo conocido, «cristiano nuevo» era una categoría asignada en un
medio social obsesionado por el orden y la clasificación. Fueron más visibles
los cristianos nuevos de origen judío por constituir una minoría urbana
acomodada que se integró, por su riqueza y por sus estudios, a la cabeza de la
sociedad, que los de origen musulmán, que, en su gran mayoría agricultores,
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al integrarse por abajo no causaron los mismos resquemores. Del mismo
modo que frente a la mayoritaria asimilación de los judeoconversos, los
moriscos fueron en su gran mayoría irreductibles e inasimilables por hallarse
en los márgenes y apartados en comunidades rurales y porque la falta de
contactos e intercambios con la mayoría cristiana no creó las condiciones
necesarias para su integración (Bravo Lozano 1999).
En el siglo XV los estatutos se emplearon como certificados de identidad y
lealtad al estar presente el prejuicio de la falsa conversión de los judíos,
corroborado por algunos procesos sonados. Entrados los siglos XVI y XVII, ya
no se cuestionaba la sinceridad de los cristianos nuevos de origen judío (si
exceptuamos a los «marranos» portugueses) y la «sangre infecta» importaba
como punto de honor y de estatus social, porque el marco cultural en el que
semejantes disposiciones tenían lugar respondía a una mentalidad que había
construido su identidad sobre la fe y el antisemitismo. En 1608 Batasar
Porreño escribió una Defensa del estatuto de limpieza que tiene la Santa
Iglesia de Toledo, que defendía estas medidas para marginar a la «raza
deicida». Convertidos o no, los judíos seguían siendo judíos, y «hasta el fin
del mundo pagarán la pena con su largo cautiverio, con las afrentas que cada
día padecen y con ver a sus hijos y descendientes echados de los oficios
honrosos». La imagen abstracta del judío correspondía a la abyección, a la
degradación de la naturaleza humana, tal y como testimonian algunos
ejemplos recogidos por el profesor Jesús Bravo, como el de un informe
redactado por un secretario de un tribunal de distrito en 1585:
No se contentan los judíos con degollar y desollar a un cristiano, sino que en su sangre se bañan y
lavan las manos, chupándose los dedos y lamiéndose los labios.
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Siguiendo un recurso equivalente al de El traje nuevo del emperador, en
que la fama, la vergüenza y el miedo obnubilan la razón, los jocosos apartes
de los personajes insisten sobre este rasgo de comicidad: «Todos ven lo que
yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla» (Bravo
Lozano 1999).
Los miedos de los espectadores del retablo eran miedos reales. En 1599
fray Agustín de Salucio envió un memorial a las Cortes de Castilla para pedir
la abolición de los estatutos de limpieza de sangre, que, a su juicio, sólo
servían para manchar el honor de familias «de cuya cristiandad no se duda
poco ni mucho», y porque, al remontarse a los rebisabuelos, 16 para cada
individuo, raro era no encontrar a algún familiar manchado con algo. Como
los espectadores del retablo, la mayoría de la gente se tenía por honrada:
«Hay sin número que ninguna cosa saben contra sí y de cuerdos no quieren
que se escarbe en su linaje». Pero las opiniones críticas no calaban en una
opinión mayoritaria antisemita que veía en ellas una protección sanitaria
contra una fantástica infiltración judía, de modo que la introducción de los
estatutos en instituciones y organizaciones de todo género siguió progresando.
La Compañía de Jesús, símbolo del rechazo a este mecanismo de exclusión,
acabó por aceptarlo el 23 de diciembre de 1593, cuando la Congregación
General decretó que ningún cristiano nuevo podría ser admitido en la orden.
En 1616 el arzobispado de Tuy pleiteaba sin éxito para introducir los estatutos
en su cabildo (Sicroff 1985; Irigoyen 2010).
La condición de los descendientes de conversos en Castilla era de
integración y asimilación, y un gran número de intelectuales, ministros,
prelados y gente de toda naturaleza y condición abogó por la supresión de las
certificaciones de linaje. A finales del siglo XVI ser cristiano nuevo,
descendiente de conversos, era, en la mayoría de los casos, una condición
inconsciente que sólo se descubría hurgando en los archivos o con la
desagradable sorpresa de recibir una respuesta negativa a una solicitud de un
oficio o una capa de una orden militar. Santa Teresa desconocía su condición
de cristiana nueva, como también la desconocía la Inquisición, que nunca
tuvo eso en cuenta en los interrogatorios e informaciones que abrió sobre ella.
Se sospecha que Cervantes pudo ser de linaje converso, algo que, de
confirmarse, no añadiría nada sobre su obra y su trayectoria vital, pues ni él ni
sus contemporáneos lo sabían. En general, los conversos se hallaban
completamente asimilados; desde mediados de siglo escaseaban los
judaizantes denunciados y procesados por la Inquisición, y su incremento a
partir de 1580 tiene que ver con el gran número de «marranos» portugueses
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que se instalaron entonces en Castilla y Aragón (Américo Castro 1982;
Arrizabalaga y Giordano 2020; Sicroff 1985).
Américo Castro sostuvo que los judíos al incorporarse al cristianismo
llevaron consigo sus particulares aportes culturales y vivenciales, y a partir de
ellos unió los rastros de una cultura neocristiana que estaba en la raíz del
despegue de la cultura española del Siglo de Oro. La mística, la picaresca, la
autobiografía o una nueva lírica eran pruebas aducidas para acotar la situación
existencial, separada de la norma, de un grupo de autores. En ellos rezumaba
la tradición judaica, eran portavoces de la angustia de su casta. La crítica a
esta tesis no tardó en apuntar a su flanco más débil: la falta de pruebas. Ser
descendientes de conversos no implicaba disponer de una especie de
«conciencia de grupo», y autores ejemplares del «neocristianismo» como fray
Luis de León o Mateo Alemán ni se sentían identificados ni eran miembros de
una casta marginada. Para funcionar como tal «clase social» tendrían que
sobrevivir tradiciones, redes de parentesco, cultura gastronómica, canciones,
ceremonias nupciales, fiestas…, tendría que existir una sociedad oculta de la
que no hay pruebas documentales de su supervivencia más allá de la segunda
mitad del siglo XVI, encontrándonos casos aislados como el de la familia
Carvajal en México (Américo Castro 1967; Liebman 1963).
Cuando en 1478 se creó el primer tribunal de la Inquisición en Sevilla, su
función fue extirpar la herejía judaica. La gran mayoría de los convertidos en
masa siguió residiendo en los mismos barrios que antaño, manteniendo un
mismo entorno social y familiar, una misma cultura, vestido, alimentación,
costumbres…; sólo habían cambiado de religión. Pero la brutal persecución
desatada contra el marranismo, el judaísmo clandestino de los conversos, fue
en la dirección de erradicar no sólo una fe, sino un estilo de vida. Entre 1482
y 1532, sobre una población de unos 400 000 conversos, hubo unos 35 000
penitenciados, y unos 6000 fueron condenados a muerte (aunque cerca de la
mitad huyeron y fueron quemados en efigie). Los inquisidores, desde la
perspectiva de una «antropología parda», entendían que la religión formaba
parte de un sistema cultural cuyas piezas encajaban unas con otras y cuyos
elementos se remitían los unos a los otros. Los judaizantes o criptojudíos que
perecieron en las hogueras de Córdoba, Sevilla o Llerena fueron al patíbulo
por probarse que no comían carne de cerdo, que descansaban los sábados, que
se habían circuncidado, que guardaban ciertas normas de higiene, que vestían
de determinada manera, que confeccionaban ciertos dulces o que mantenían
algunas tradiciones familiares. Indicios materiales y culturales cuya
malignidad, en principio, desconocían los encausados. Netanyahu afirma que
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los inquisidores quemaban como judíos a personas que sabían que eran
cristianos, pero eso es una verdad a medias, porque se entendía que la
sinceridad de la conversión se medía en la integración a la sociedad civil en
todos sus aspectos. En cierto modo, la persecución fue dirigida hacia la
aniquilación cultural, y es seguro que quienes eran cristianos convencidos
pusieron un cuidado extraordinario para borrar todas las huellas de su vieja fe
y sus antiguas costumbres, como es el caso del abuelo de Santa Teresa, que
cambió su nombre y apellidos y su lugar de residencia para empezar una
nueva vida en Ávila, donde nadie conocía su origen y donde sus
descendientes vivieron como hidalgos (Sicroff 1985; Netanyahu 1999;
Américo Castro 1982).
La persecución y los estatutos impulsaron a la mayoría de los conversos a
romper sus lazos sociales y a hacer todo lo posible por mezclarse con linajes
cristiano-viejos, y conforme avanzaba el siglo XVI, hasta la incorporación de
Portugal a la Monarquía en 1580, los casos de judaizantes fueron cada vez
más escasos y aislados. Ese lento goteo marcaba la paulatina disolución del
marranismo y la desaparición de los últimos vestigios de la memoria del
judaísmo en las coronas de Castilla y Aragón. El prejuicio racial, las fábulas y
las fantasías sobre su carácter nacieron de ese vacío y de la oleada de
cristianos nuevos portugueses que coparon los negocios a comienzos del siglo
XVII. El mantenimiento de los estatutos se esgrimió como contención de una
emigración masiva de criptojudíos, estimándose que la mayoría de los
hombres de negocios portugueses eran «marranos». En noviembre de 1604
Paulo IV ratificaba con un breve el perdón concedido a 6000 familias de
marranos portugueses que, con jugosos desembolsos a la Hacienda real y a los
ministros de la Monarquía, lograban penosamente hacer borrón y cuenta
nueva. No había altruismo: en 1607 un real decreto les recordaba que la
demora de los pagos acordados podía hacerles perder el perdón, y otro de
1610, al no satisfacerse los pagos pendientes, arremetía contra la comunidad
judeoconversa portuguesa dando fin al estado de relativa tolerancia del que
habían disfrutado. Se entendía que su perseverancia en el judaísmo era prueba
de que habían desperdiciado la oportunidad de integración que se les brindaba
con tolerancia. Se pensó incluso adoptar con ellos medidas semejantes a las
decretadas contra los moriscos —la expulsión de todos los dominios de la
Monarquía—, y si no se hizo, fue por la dificultad para identificarlos y por su
peso en el sistema financiero (Sicroff 1985; Pulido Serrano 2003; López-
Salazar Codes 2011).
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Confesión
La reforma en las coronas de Castilla y Aragón aspiró a ser una «reforma total
de todos los súbditos», cuyas consecuencias fueron un crecimiento cualitativo
de la autoridad real, con la ampliación e integración de jurisdicciones y
funciones de gobierno, y un crecimiento cuantitativo consistente en el
aumento de recursos y propiedades a través de la apropiación de bienes y
rentas de la Iglesia. Desde que los Reyes Católicos la iniciaran y hasta su
conclusión con Felipe II, los monarcas, como tutores ecclesiae, asumieron el
papel de guardianes de la fe, obligándose a llevar a la sociedad hacia la
salvación, como el pastor que defiende y protege su ganado (un símbolo y una
idea frecuentemente expresados), lo cual permitió una notable expansión y
fortalecimiento de su poder. Al comprometer a la alta jerarquía en el servicio
a la Corona, hicieron de la propia estructura eclesiástica una vertiente nueva y
extensiva del poder real, que amplió el campo de actividad de la Corona a
materias nuevas como matrimonio, educación, familia, bienestar, caridad,
sexualidad, etc. La aplicación del axioma religio vincula societatis se tradujo
en la estandarización de las prácticas religiosas y culturales, disciplinando a la
sociedad.
Pese a lo que la tradición historiográfica conservadora ha querido
transmitir, la unión entre el trono y el altar no fue tan idílica como muchas
veces se ha presentado y los desencuentros con la Santa Sede acompañaron
habitualmente las relaciones entre la Iglesia y la Corona. Felipe II comenzó su
reinado entrando en guerra con el papa Paulo IV, que quiso condenarle a él y
a su padre por herejía y le desposeyó del título de rey de Nápoles en julio de
1556. Así, los primeros pasos de su reinado se vieron envueltos en
contradicciones, la primera y más importante, que el catolicismo que
pretendía implantar como norma para toda la sociedad no comulgaba con
Roma. La actitud hostil del pontífice y la guerra emprendida contra él y sus
súbditos ponían en tela de juicio la validez de muchas de las ideas y proyectos
desarrollados en su entorno por su hermana Juana y el príncipe de Éboli, que
abrieron las puertas de la corte a los jesuitas por la espiritualidad recogida
adoptada por su amigo el arzobispo Carranza en la conversión de Inglaterra.
La decepción o el desánimo derivados de la guerra con el papa dejaron
espacio para que el inquisidor general Fernando de Valdés, aprovechando el
descubrimiento de focos luteranos en Valladolid y Sevilla, impusiera sus
criterios respecto a la prevención de una amenaza que parecía infiltrarse en el
corazón mismo de la Monarquía. Valdés hizo un uso partidista de su llamada
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al estado de emergencia, pues parece probado que exageró la trascendencia de
los focos luteranos (que eran alumbrados) y que utilizó la defensa de la fe
para hacer algunos ajustes de cuentas, como el proceso incoado contra el
cardenal Carranza, al que no perdonó que hubiera sido elegido para la mitra
toledana (Hinojosa 1889; Martínez Millán 1995; Pattenden 2013).
Así, los años de 1558 y 1559 marcaron un despliegue represivo que dejó
una fuerte impronta en el futuro: las hogueras inquisitoriales de Sevilla y
Valladolid iniciaron una persecución intensiva contra todo lo que pareciera
protestante, el cardenal Carranza sufrió un largo y penoso proceso que se
prolongó más de una década, se dictó el decreto que prohibía estudiar en el
extranjero, se impuso la obligatoriedad de la censura y se publicó el primer
Índice de libros prohibidos… Una lectura sin matices de esta cadena de
acontecimientos perfila un momento trágico; la noche de la intolerancia se
cernía sobre España, cerrada a cal y canto por un cordón sanitario establecido
para impermeabilizarla del resto del mundo (Tellechea Idígoras 2003).
Pero mientras se amontonaba la leña de las piras de Valladolid y Sevilla, y
cuando los oficiales de la Inquisición presentaban las cédulas para detener al
arzobispo de Toledo, el duque de Alba, al mando de un poderoso ejército,
acababa de obligar al papa a firmar un humillante armisticio. Contempladas
desde el palacio Vaticano, las decisiones de la corte española tenían el aspecto
de una reafirmación del poder monárquico en la dirección de una reforma
nacional. El Índice de 1559 tuvo un claro sabor antirromano, como la
prohibición de estudiar fuera (que afectaba a un colectivo de estudiantes
instalados en universidades en las que se cultivaba la ortodoxia católica) o el
mismísimo proceso de Carranza, un mensaje dirigido al alto clero español
recordándole su sujeción a la Corona. Ese abanico de medidas se
complementó con otro acontecimiento: la firma de la paz de Cateau-
Cambrésis en 1559, que garantizaba una larga hegemonía española en Italia.
En 1559 el cónclave reunido para decidir la sucesión de Paulo IV,
fallecido en agosto, fue objeto de una contundente manipulación para impedir
la elección de un pontífice discordante con la política del Rey Prudente.
Quien saliese elegido debía estar comprometido con la conclusión del
concilio de Trento. Ante el temor a la herejía y la subversión del orden, se
precisaba un dogma expuesto con claridad que sirviese de norma para
perseguir eficazmente las doctrinas y comportamientos desviados, pues
mientras no entrasen en vigor los decretos conciliares, era muy difícil
distinguir ortodoxia y heterodoxia (concurriendo el peligro de que, por un
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exceso de celo, las autoridades españolas estuviesen incurriendo en tiranía o
algo peor al aplicar leyes inexistentes).
El negocio era complicado porque el tour de force de 1558-1559 lanzó a
la Corona en un camino sin retorno. No tardaron en surgir diferencias entre
Madrid y Roma. Pío IV quiso convocar el concilio de nuevo, haciendo tabula
rasa e ignorando las sesiones ya celebradas, mientras que Felipe II insistió en
que fuera expresamente declarado como «continuación»; tal discrepancia no
era baladí: la continuidad confirmaba que el confesionalismo hispano era la
vía correcta y que la Monarquía en ningún momento había abusado de su
autoridad; además, se desencadenaría un embarazoso juicio paralelo a la
Inquisición, cuyos métodos serían puestos en tela de juicio. Por el contrario,
Pío IV, la corte francesa y el emperador querían la «indición nueva» porque
veían que podía partirse de cero, restablecer la paz y restaurar la unidad entre
católicos y protestantes. Para zanjar la disputa, el pontífice propuso expedir
un breve secreto que declarase expresamente que se trataba de una
continuación, mientras que públicamente convocaba un nuevo concilio. En
España la idea se rechazó con el argumento de que
esta inteligencia secreta tenía olor de liga, lo cual en cosas de religión y de tal calidad sería muy
peligrosa y odiosa y a saberse venía a traer consigo muy mayores escándalos e inconvenientes
que la publicación del breve.
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ilegítimos e infundados y el gobierno y los tribunales quedarían reducidos a
simple tiranía, actos de fuerza ajenos al derecho. Eran cuestiones importante.
Existía otro problema. Al buscar la sanción de la Iglesia por medio de un
concilio que, más que representar a la comunidad de los cristianos, era ya un
simple amplificador de la voluntad de la curia, Felipe II volvía a enfrentarse
al dilema que le angustiara en 1558: la doble lealtad de los súbditos hacia el
rey y hacia el papa (como súbditos y como fieles). De ahí que, concluido el
concilio en 1563, el rey tardase bastante en aprobar la publicación y difusión
de sus decretos en sus estados. Esta información era tan sorprendente y
llamativa que al embajador inglés Chaloner, en un despacho cifrado el 24 de
julio de 1564, le pareció importante introducir el siguiente dato: «Las actas
del Concilio no han sido publicadas en España». En cierto modo, Felipe II
podía temer que el pontificado recortase su autoridad o que la simple lectura
de las actas redujese la preeminencia de las disposiciones reales
subordinándolas a las de la Iglesia. Debía admitir que su monarquía era una
entidad política bicéfala, con dos centros de poder, Madrid y Roma. En 1565
el embajador veneciano Giovanni Soranzo lo describía en breves trazos:
Con su autoridad [la del papa] el rey gobierna aquellos reinos y los mantiene bajo su obediencia,
retirándosela provocaría en aquellas provincias confusión y desorden. En honor a la verdad debo
decir que Su Majestad más parece gobernar aquellas provincias por medio de la autoridad de la
Sede Apostólica, la cual ejerce a través de la Inquisición y otras muchas cosas, que con el poder
que él mismo posee.
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cuatro áreas de acción prioritaria: la reforma de las órdenes religiosas, la
definición de la doctrina ortodoxa, la mejora de la educación y la formación
moral del pueblo (con especial atención al mundo rural) y la represión de las
conductas y creencias desviadas, impidiendo su difusión (censura e Índice de
libros prohibidos) o aplastando cualquier manifestación de disidencia por
medio de una Inquisición adaptada a los nuevos tiempos, como aparato de
vigilancia y control social (Martínez Millán 1994; Gómez Rivas 2000).
En lo relativo a las órdenes y la ortodoxia, la reforma fue lenta y tortuosa
debido a las fuertes discrepancias con la Santa Sede, que consideraba tal
pretensión una injerencia intolerable en la jurisdicción eclesiástica. No fue el
único contratiempo, y podemos advertir que desde el principio no había un
ambiente propicio para avanzar con Roma sino a pesar de Roma. La
publicación en 1564 del Índice romano —el catálogo de libros prohibidos
elaborado por la curia siguiendo los preceptos del concilio de Trento— no
coincidía con el español de 1559, que llevaba el nombre del inquisidor
general que lo hizo publicar, el Índice de Valdés. Puede comprenderse el
asombro y estupor de censores, letrados, teólogos y toda persona relacionada
con el saber, el estudio y la lectura. Muestra de la confusión fue la avalancha
de consultas de tribunales, oficiales reales y personas particulares recibidas en
el Consejo de Inquisición. La respuesta fue clara: «Que no se guarde el
Cathálogo del Concilio de Trento, sino el publicado por este Consejo». En la
duda, prevalecía la legislación real frente a los decretos apostólicos, pero no
sin cierto escándalo, por lo que se propuso mejorar el índice existente con uno
mejor y más completo. En octubre de 1569 se informaba a los tribunales y
universidades de la decisión de «hazer un nuevo cathálogo para en él prohibir
y vedar los libros a donde se allaren los dichos errores y falsa doctrina», y
magistrados y profesores universitarios eran emplazados a colaborar con sus
opiniones y sugerencias. Comenzaba un largo proceso que concluiría en 1583
con la publicación del Índice de Quiroga, que, por cierto, tampoco coincidía
con el romano y era una mejora del de Valdés (las ediciones con enmiendas y
añadidos del Índice valdesiano o español se mantuvieron hasta 1790).
(Rodríguez 1998).
Otro paso fue la reestructuración territorial de las diócesis, creando
circunscripciones más pequeñas que fueran más controlables. El arzobispo
Guerrero, un prelado que había asistido a Trento y se hallaba plenamente
comprometido con la regeneración de la Iglesia, definió la evangelización
como la principal misión episcopal, opinión compartida por el obispo de
Córdoba, Rojas y Sandoval, que presidió el concilio de Toledo en 1565. Allí
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se definió todo un plan de acción por el que se estableció la formación
intelectual y moral del clero, la creación de seminarios, las visitas periódicas
de las diócesis, la vigilancia de la residencia obligatoria de los clérigos, la
catequesis, etc. El principal instrumento para llevar a cabo dicha tarea, el
catecismo, planteó problemas parecidos al Índice. Lo cierto es que se impidió
la traducción y difusión del catecismo de Trento publicado en Roma en 1566
(que se produjo finalmente en 1782, reinando Carlos III). Las diferencias con
la curia no eran baladíes, pues dejaban al descubierto la característica
principal de la reforma: su función instrumental respecto a la Corona.
Religión y gobierno eran inseparables, sacerdocio y función pública eran las
dos caras de una misma moneda, por lo que en el poder proliferaban juristas
que eran a la vez eclesiásticos, como el cardenal Espinosa, pero también otros
personajes de gran relieve, como los cardenales Guerrero, Quiroga o
Granvela, compaginaban sus labores pastorales y políticas, dando curso a la
confesionalización como prelados y como ministros de la Corona. Ahí Roma
era extraña, por no decir que un incómodo compañero de viaje (García-
Villoslada 1979).
La confesionalización no consistió solamente en implantar normas,
unificar creencias, extirpar la superstición y educar y adoctrinar al pueblo,
sino también en vigilar el comportamiento social y la ortodoxia religiosa
sirviéndose de la Inquisición. Tal utilidad era inherente a la misma institución.
Torquemada, el primer inquisidor general, recordó a los Reyes Católicos que
se equivocaban quienes creían que sólo estaba facultado para perseguir
judaizantes, pues su materia era la cristianización de la sociedad:
Porque en estos Reynos ay muchos blasfemadores, renegadores de Dios y de los Santos, y ansí
mesmo hechiçeros y adivinos […] cosas que debían remediar los reyes.
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Calahorra se trasladó a Logroño y su jurisdicción se amplió a Navarra; se
crearon nuevos tribunales en México, Perú y Canarias (y fracasó la fundación
de los de Nápoles y Milán en 1564) y se creó la Inquisición de la Mar para
vigilar si entraban libros y predicadores protestantes, creando un cinturón
sanitario de carácter ideológico. Con la reorganización territorial se produjo
un importante aumento de personal y recursos, principalmente en las zonas
fronterizas, al tiempo que se reglamentó —desarrollando las instrucciones de
Valdés de 1561— la figura de oficiales y familiares, su número, su fuero
particular y las condiciones para acceder a dicha condición, exigiéndose de
manera sistemática la «limpieza de sangre» a todos los candidatos que
quisieran pertenecer al Santo Oficio (Martínez Millán 2007).
Poner la Inquisición al servicio de la política religiosa de la Corona
implicaba que el monarca podía intervenir en materia de fe y de disciplina
social en todos sus reinos con las mismas facultades y poderes, sorteando el
obstáculo que suponían los fueros, leyes y constituciones locales. Esta
función no pasó desapercibida a los súbditos, y fue la causa de los motines
que en Milán y Nápoles impidieron el establecimiento de la Inquisición
española en 1564, y fue la causa también de innumerables conflictos con
parlamentos, cortes, municipios y cabildos. El resultado fue un rosario de
«concordias» o documentos legales que fijaban los límites de la jurisdicción
inquisitorial respecto a otras jurisdicciones seglares o eclesiásticas. Estos
acuerdos nunca fueron satisfactorios para las partes y siempre estuvieron en
tela de juicio. Tal sería el caso de la Concordia de Sicilia, establecida en 1580,
revisada en 1597 y siempre puesta en tela de juicio, ampliada y recortada
hasta la promulgación de otra nueva en 1635. En Valencia, la Concordia de
1554 fue rechazada por las Cortes de 1564. El malestar llevó a dictar una
nueva Concordia en 1568. Casos parecidos encontramos en Aragón y
Cataluña.
Los roces y encontronazos con las autoridades civiles derivaban de la
dificultad para distinguir los delitos de los pecados. Las condenas impuestas
por el Santo Oficio eran penitencias, y sus condenados, penitenciados. El
cuidado de la salud de las almas por medio de una vía judicial confundía en
un solo término a fieles y súbditos, y hacía de los infieles no-súbditos y de los
disidentes religiosos disidentes políticos. Igualmente, el hereje, relajado al
brazo secular, era condenado a muerte por cuanto al abjurar de la fe era reo de
lesa majestad. Quien era traidor a Dios era traidor al rey (Gómez-González
2021; Rivero Rodríguez 2000b).
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Calendario
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proliferación de interpretaciones diferentes y encontradas de las Sagradas
Escrituras, el cuestionamiento sistemático de la vida política y civil, y la
exaltación de la Antigüedad como contrapunto del desorden presente
constituyeron el caldo de cultivo en el que se fraguó la intolerancia, es decir,
un ambiente en el que tomó cuerpo el ansia por la seguridad, la certeza, la
exactitud y la previsión.
Un mundo plural, polícromo y compuesto de realidades entrecruzadas y
yuxtapuestas, inabarcable e imprevisible, recordaba al caos de Babel. La
reforma propuesta por los predicadores y teólogos de la primera mitad del
siglo XVI perseguía, sobre todo, la restauración de la uniformidad y la
autoridad, tal como se enunciará en el primer concilio de la cristiandad, el de
Nicea (325), cuyos decretos fueron el acta de creación de una cristiandad
unida y vivificada por un mismo espíritu. En Nicea se sancionó la
cooperación entre el trono y el altar, entre el poder secular y el poder
espiritual, y durante las discusiones sobre la celebración de la Pascua se
advirtió la importancia de la celebración simultánea y uniforme de
celebraciones y fiestas eclesiásticas para garantizar una identidad común. Por
eso se tuvo especial cuidado en fijar el calendario ritual como complemento
inherente a la disciplina.
A comienzos del siglo XVI el calendario ritual de Nicea era un precepto
inaplicable. En primer lugar, porque era impreciso. Con el paso de los siglos
la Pascua no coincidía con el equinoccio de primavera, y, como ocurría con
otras fiestas, los cómputos para fijarlas eran inexactos. En realidad, no había
un tiempo único, coexistían diversas medidas y concepciones del tiempo, y
convivían en un mismo espacio y lugar diversos calendarios y sitemas de
medición. La mayoría de la población, en España e Inglaterra, seguía un
calendario articulado por los ciclos de la supervivencia, y era la naturaleza la
que medía el tiempo. El campesinado —más del 80 % de la población— veía
nacer el año en primavera y morir en invierno, siguiendo un ciclo asociado al
de la vida y la muerte, desde la floración hasta la caída de la hoja. Junto al
calendario natural, existían los de gremios, comunidades, cofradías, iglesias,
concejos o reinos, unos calendarios artificiales que siempre resultaban
imperfectos e inexactos. En un mismo lugar, como decíamos, el año oficial
podía tener comienzo en momentos diferentes: el 25 de diciembre, el 1 de
enero, el 1 de marzo, el 25 de marzo, el 1 de septiembre… En Roma, sin ir
más lejos, las bulas se fechaban tomando como comienzo del año el 25 de
marzo (estilo de la Encarnación) y las cartas pontificias lo hacían a partir del
25 de diciembre (estilo de la Natividad); en Calabria la población seguía el
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cómputo bizantino, comenzando el año el 1 de septiembre, mientras que los
notarios seguían el estilo de la Encarnación; en Sicilia se utilizaban
«promiscuamente» los estilos de la Natividad y de la Encarnación en los
documentos públicos (Grafton 1985; Carabias Torres 2012).
En 1547, el reformador protestante Phillip Melanchton, discípulo de
Lutero, recordaba que, discutiendo en cierta ocasión con un doctor sobre el
estudio de las matemáticas, se dio cuenta de la importancia del control sobre
la medida del tiempo. El contertulio de Melanchton despreciaba la obsesión
por medir y clasificar que observaba en su entorno, ponderando la
espontaneidad del conocimiento de los campesinos, que sabían perfectamente
en qué hora del día estaban, en qué estación y qué correspondía hacer en cada
momento, sembrar, cosechar, aparear el ganado… sin necesitar instrumentos
ni conocimientos matemáticos, ni autoridades para reglar su vida cotidiana. A
partir de esa observación, el reformador advirtió la utilidad de manipular el
vínculo tiempo-naturaleza para dar nueva forma a la sociedad. Para la
reformatio, el calendario se revelaba un instrumento muy útil porque la
medida del tiempo disciplinaba el orden de la vida del individuo y de la
comunidad, el trabajo, el ocio, la fiesta… El calendario, como apreció
Melanchton, reemplazaba ese vetusto conocimiento oral, espontáneo, que
ajustaba la vida a ciclos productivos y reproductivos, por uno científico,
universal, basado en leyes objetivas y administrado por las autoridades (que
lo son no por disponer de más fuerza sino de un mayor conocimiento).
(Grafton 1985).
Tradicionalmente, el tiempo se vinculaba al azar, kairos, el término griego
popularizado por los humanistas que también designaba la oportunidad, la
ocasión. Porque el paso del tiempo era revelador de la verdad y del
conocimiento de las cosas. Quien dominara el tiempo vencería a la Fortuna,
desigual y caprichosa, pero sobre todo se hallaría en el lado de la verdad.
Quien reglaba el tiempo reglaba el mundo. Eso lo sabía la jerarquía
eclesiástica mucho antes de que Melanchton reparara en ello. En el concilio
Lateranense (1512-1517) se concluyó que la reforma de la Iglesia no sería
completa mientras no se acometiese la reforma del calendario. Pero no se dio
un impulso definitivo a esta materia hasta el concilio de Trento (1547-1563),
cuando nuevamente se situó el calendario entre las prioridades de la reforma y
quedó como una de las tareas que inmediatamente debería realizar la Santa
Sede junto con la reforma y unificación de los ritos, la misa, las devociones,
oraciones, catecismos, etc.
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En 1575, siguiendo las recomendaciones del concilio, el papa Pío V
decidió poner en marcha una comisión de teólogos y científicos que debían
elaborar un nuevo calendario. En 1577 fue nombrado al frente de la misma el
cardenal Guglielmo Sirleto, prefecto de la Biblioteca Vaticana que había
trabajado ya en las comisiones de la misa y el martirologio. La comisión de
curiales y sabios estuvo compuesta por gente tan diversa como el astrónomo
calabrés Antonio Giglio, el erudito dominico boloñés Ignazio Danti, el jesuita
alemán Christopher Clavius («Clavio», el amigo de Galileo), el matemático
español Pedro Chacón y el auditor de La Rota, natural de Francia, Seraphin
Olivier (Panofsky 1972; Rosen 1995; Carabias Torres 2012).
El calendario romano se publicó por bula papal fechada el 1 de marzo de
1582 y se hizo efectivo en el mes de octubre. Fue una de las obras más
acabadas de la Contrarreforma y una pieza muy importante para definir el
nuevo estilo de la cristiandad católica, indispensable para fijar los ciclos
litúrgicos, los registros parroquiales, la memoria de la Iglesia, etc. Por
supuesto tuvo un componente simbólico en el que quiso aunarse la tradición
con la exactitud. Así las semanas, los meses y los años siguieron teniendo la
misma medida que marcaban la costumbre y la Biblia, 12 meses, semanas de
7 días, y el calendario contemplaba mecanismos correctores para evitar
cambios en la secuencia de las estaciones. Se estableció que fueran bisiestos
todos los años múltiplos de cuatro, mientras que de los años seculares
(acabados en dos ceros) sólo serían bisiestos aquellos cuyas centenas fueran
múltiplos de cuatro. Estas excepciones permitían reducir y evitar una
acumulación de error respecto al año solar, de un día cada 128 años en el
sistema juliano a un día cada 3323 años.
La comisión siguió criterios que vinculaban simbólicamente el orden
natural con el catolicismo romano. El credo del concilio de Nicea constituía la
oración fundamental de la profesión de fe de todo católico, y no fue sólo
coincidencia que se restablecieran las estaciones según el ciclo solar existente
en el año de dicho concilio (325), en el que se habían fijado las principales
reglas del cómputo eclesiástico y del calendario canónico (así como de los
ciclos litúrgicos de la cristiandad latina). En los 1257 años transcurridos desde
entonces se había acumulado un retraso de 10 días, por lo que se decretó que
el 4 de octubre de 1582 pasara a ser 15 de octubre (lo cual se aplicó
inmediatamente a toda Italia, España, Portugal y sus dependencias; en Francia
el 9 de diciembre de 1582 pasó a ser día 20).
La comisión trabajó en un ambiente totalmente adverso a la doctrina
copernicana, pues la mayoría de los científicos, matemáticos y filósofos de su
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tiempo la rechazaban de manera tajante. Kaspar Peucer, Julio César Scalígero,
Jean Bodin, Tycho Brahe, Giovanni Antonio Magini, Francesco Maurolico,
Francesco Barozzi, Christopher Clavius y un largo etcétera de astrónomos y
matemáticos de la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII
denostaban la «falsa opinión de Aristarco y Copérnico». Los matemáticos de
la congregación del calendario no mantenían opiniones muy diferentes, pero
experimentaron con el método para afinar la exactitud de sus cálculos y salvar
posibles contradicciones. Esto hizo suponer a Galileo que el éxito de la curia
consistió en utilizar las teorías de Copérnico para elaborar el calendario
gregoriano, pero no fue exactamente así; se empleó una fuente indirecta: el
Nuevo método para restaurar el calendario del matemático Luigi Giglio, que
falleció antes de que se formase la comisión pontificia, de modo que fue su
hermano Antonio Giglio el que desarrolló su método y quien soslayó la teoría
copernicana por las dificultades prácticas y técnicas para medir el año
siguiendo la revolución de la Tierra alrededor del Sol. Hizo uso de algo más
sencillo y práctico, las Tablas Alfonsinas, cuya medida de la longitud del año
tomada de la observación de las estrellas era verificable e incuestionable sin
necesidad de entrar en especulaciones heliocéntricas o de cualquier otra
naturaleza. Con los medios disponibles, era más preciso un artefacto diseñado
en el siglo XIII que la teoría de Copérnico; además, no eran incompatibles.
Cuando el papa Gregorio XIII publicó la bula del 1 de marzo de 1582, dio
toda clase de detalles y explicaciones sobre los criterios seguidos para
elaborar el calendario. Se había interpretado el misterio del tiempo utilizando
el lenguaje con el que estaba escrito el libro de la naturaleza, las matemáticas.
El calendario romano era el único cómputo posible del tiempo. El éxito
fue innegable; no había más remedio que plegarse a la verdad revelada por
Roma y eso, al principio, limitó el nuevo calendario al mundo católico. Fue
un logro de la astronomía técnica, pero sobre todo un éxito organizativo de la
nueva Iglesia católica nacida de Trento. Roma irradiaba orden al mundo y la
imprenta vaticana no tenía inconveniente en difundir los cálculos efectuados
para invitar a creyentes y no creyentes a adoptar su cómputo. La divulgación
del calendario por Christopher Clavius (Romani calendario a Gregorio XIII
P. M. restituti explicatio, Roma, 1603) añadía a la pedagogía un timbre de
orgullo y de hallarse en el camino recto. Un astrónomo inglés manifestó que
prefería vivir en desacuerdo con el Sol a estar de acuerdo con el papa, y lo
mismo pensaron sus gobernantes, que por prejuicios ideológicos impusieron
como norma para los reinos de Inglaterra e Irlanda el calendario juliano y el
estilo de la Anunciación (el año comenzaba el 25 de marzo). Siglo y medio
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más tarde hubieron de cambiar de actitud. En 1752 no hubo más remedio que
aceptar el calendario gregoriano, lo cual provocó motines y tumultos en
Londres y las principales ciudades inglesas porque se corrió la especie de que
el gobierno robaba 11 días de vida a sus súbditos: el 1 de septiembre de dicho
año pasó a 14 y el año 1753 comenzó el 1 de enero (Poole 1995).
Desde España, bajo un tiempo reglado por un calendario cuya autoridad
no ofrecía dudas, el mundo protestante era un inframundo desordenado,
caótico e indisciplinado. El dominio sobre el tiempo fue compañero de la
uniformización de costumbres, ritos y cultura. En cierto modo, Felipe II se
adelantó a Gregorio XIII encargando a la Universidad de Salamanca que
estudiase el asunto. La aplicación del nuevo calendario formó parte de un
proceso en el que la fascinación por la uniformidad, la identidad común, la
ausencia de diferencias y la erradicación de la diversidad pusieron fin al
tiempo de las reformas, de los cambios, de la incertidumbre, del azar, de la
fortuna…, y unos gobernantes asustados por la mutación de los tiempos veían
en la ciencia matemática, física o astronómica el modelo de certidumbre que
habría de presidir la ciencia política, la ciencia jurídica o la ciencia moral para
hacer de ellas instrumentos útiles con los que garantizar el orden, la
estabilidad, la quietud y la seguridad de la sociedad (Carabias Torres 2012).
El ritmo natural de la vida se encorsetó en otro artificial. Donde no existía
la precisión, ésta se impuso gracias al dominio del tiempo. Los registros
parroquiales pudieron ofrecer con exactitud el número y edad de las
poblaciones, informaciones necesarias para facilitar levas, alistamientos o
cargas fiscales. La edad natural, la deducida por la complexión y la
apariencia, da paso a una edad legal que permite fijar con certidumbre y de
manera fehaciente la minoría y la mayoría de edad, requisito indispensable
para determinar la aptitud en el servicio o la asunción de tareas y
responsabilidades.
La obsesión por medir con exactitud estuvo muy vinculada a la tarea de
disciplinar. Un mundo sin límites conocidos daba paso a un mundo limitado.
En este cambio es donde se encuentra una nueva concepción de la naturaleza
y de la ciencia.
La intolerancia fue un obstáculo para expresar la opinión religiosa, no
para la ciencia. Los índices de libros prohibidos apenas relacionaban libros
científicos; eran tan escasos los títulos y los autores que resulta difícil
concebir esa censura como un obstáculo para el pensamiento científico,
aunque sí lo fue para las obras de ficción, filosofía, historia y humanidades en
general. El conde de Lemos lo tuvo presente en su programa de mecenazgo
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cultural al frente del Virreinato de Nápoles entre 1610 y 1616. Al incluir en su
Accademia degli Oziosi el estudio de la ciencia matemática seguía el precepto
de Galileo de que el libro de la naturaleza estaba escrito en lenguaje
matemático. La intolerancia contribuyó a desarraigar los aspectos espirituales
y metafísicos de la astrología o la alquimia, desnudándolas de todo contenido
trascendente para convertirlas en astronomía, física y química. De modo que
la revolución galileana consistió en valorar la astronomía no como una ciencia
metafísico-teológica, sino matemática. Es decir, se fundamentaba sobre
principios eternos e incorruptibles, despreciando el interés por ocuparse de las
esencias o de desentrañar el carácter divino de los astros. La ciencia
matemática sólo se preocupaba de comprender los fenómenos, sin ir más allá
de lo que se puede observar y medir. La astronomía, la física y las ciencias
naturales se despojaban de toda pretensión trascendente o metafísica para
seguir una senda puramente material, el descubrimiento del enunciado de las
leyes que rigen la naturaleza; la ciencia se limitaba a consignar esas leyes,
verdades absolutas que se verifican siempre independientemente del lugar,
época del año o religión del país. Para los teólogos o los metafísicos, aquello
era un estudio superficial que ponía en orden las apariencias, inocuo e incapaz
de dañar el verdadero conocimiento, el conocimiento de Dios. La teología
estaba por encima de todos los saberes; sobraban más explicaciones (Green
1951; Rosen 1995).
La intolerancia acotó la opinión religiosa como discurso teológico, y el
miedo a incurrir en proposiciones heréticas hizo que la discusión o la simple
exposición de cosas relativas a la espiritualidad se replegase al campo
exclusivo de los especialistas de las facultades de Teología. No era materia
opinable y se evitaba a todo trance que lo fuera. La Inquisición impidió la
difusión del catecismo romano por transmitir la doctrina en lengua vulgar, en
castellano y no en latín. Así mismo, el padre Bleda justificaba haber escrito su
obra Defensio fidei in causa neophytorum (Valencia, 1610) en latín porque
«ay ley en Castilla que prohíbe escribir contra herejes en lengua vulgar». Fue
la intolerancia la que abrió la puerta de la secularización del pensamiento, y la
opinión se refugió en categorías mundanas.
Los tiempos de la intolerancia eran tiempos duros. Escribía Santa Teresa
en Las Moradas: «En lo que he vivido he visto tantas mudanzas que no sé
vivir». La certeza vino de la mano de la intolerancia; la seguridad, del rigor;
la estabilidad, de la disciplina. Era el resultado de la voluntad por vivir el
propio tiempo, sin nostalgias, recreaciones o mitos, tal como propuso el
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general de los jesuitas, Laínez, en su famoso voto del 15 de junio de 1563
ante los padres del concilio de Trento:
Algunos pretenden que la Iglesia retorne al tiempo de los Apóstoles o que quede como la iglesia
primitiva: Éstos no saben distinguir los tiempos y qué conviene a éste y qué convenía a aquéllos
(C. Gutiérrez 1995).
Intolerancia
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de cambios que afectó a las estructuras de la religión, la cultura, la política y
la sociedad durante los siglos XVI y XVII. La «confesionalización» designa la
fragmentación de la cristiandad en iglesias que formaron cada una un sistema
altamente organizado, tendente a monopolizar la «cosmovisión» respecto al
individuo, el Estado y la sociedad, dotándose de normas estrictamente
formuladas en política y moral. La formación de confesiones fue el resultado
de un desarrollo y una evolución paralelos a las reformas luterana, calvinista y
católica, que crearon cada una por separado sus propios sistemas de doctrina,
ritos, jerarquía, personal eclesiástico e instituciones. Dicho desarrollo fue
parejo a la implantación de un proceso de disciplinación social, término que
hace referencia al refuerzo de la disciplina eclesiástica, la consolidación de la
propia identidad confesional y la exigencia de conformidad religiosa a los
súbditos (Reinhard 2004; Schilling y Müller-Luckner 2016).
Desde esa óptica, se puede decir que tanto la llamada Reforma protestante
como la denominada Contrarreforma católica tuvieron estructuras paralelas y
siguieron pautas de comportamiento muy parecidas. En un principio los
dogmas y ritos practicados por protestantes y católicos no eran muy
diferentes, y hasta mediado el siglo XVI se mantuvo un ambiente de
ambigüedad, que se rompió por la voluntad expresa de cada confesión de
diferenciarse. Dicha diferenciación se llevó a cabo con el apoyo del poder
temporal (e incluso como resultado de su iniciativa) e hizo que cada iglesia se
representase como la verdadera cristiandad. La Iglesia católica, por medio de
los decretos del concilio de Trento en 1563, procedió a la reforma de sus
estructuras, perfilando todo un sistema de control del clero y del pueblo
(visitas), con una política de presencia constante entre los fieles (residencia de
los eclesiásticos), con la creación de centros educativos para el clero
(seminarios) y el establecimiento de una disciplina ritual, litúrgica y doctrinal
común y unitaria para el pueblo católico recogida en el misal, el breviario y el
catecismo romanos. Como complemento a estas medidas, la Inquisición y la
censura de libros completaron el esquema disciplinar de la Iglesia (Jedin
1972; Fernández Terricabras 2000; Prosperi 2001).
Si sólo atendiéramos al catolicismo, hablaríamos únicamente de
Contrarreforma, pero las iglesias reformadas siguieron caminos paralelos.
También el calvinismo creó su corpus dogmático y disciplinar al concluir en
1549 el Consensus Tigurinus, por el cual dicha corriente reformadora se
fundió con el zwinglismo. Desde entonces, el calvinismo representó uno de
los modelos organizativos más originales de la Reforma, coincidiendo con el
catolicismo en la idea de que la comunidad necesita la implantación de una
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disciplina para alcanzar sus objetivos espirituales (pero ésta deriva del
derecho común positivo y no del derecho eclesiástico).
En cuanto al luteranismo, el desarrollo hacia la confesionalización fue
más vacilante. La doctrina de Lutero dejaba muy poco espacio para poder
establecer, y mucho menos imponer, una unidad dogmática y organizativa. Su
idea de comunidad de creyentes era lo suficientemente libre e inconsistente
como para generar todo tipo de iglesias. Tras su muerte en 1546, proliferó la
división entre sus seguidores y la necesidad de mantener su legado llevó a la
publicación de la Confutación de Weimar en 1559, en la que los radicales,
vinculados al poder de los príncipes, implantaron la ortodoxia a través de la
publicación de un índice de libros, la condena de las corrientes heterodoxas y
la persecución violenta de la disidencia. No obstante, la represión era
insuficiente, de modo que se hacía necesaria una definición doctrinal precisa.
En 1577, el elector Augusto de Sajonia, angustiado por la creciente división y
la diversidad de corrientes entre los luteranos que los debilitaba ante la
enérgica ofensiva del calvinismo y del catolicismo, propugnó la unidad
dogmática y reunió a un grupo de teólogos para que confeccionaran una
colección oficial de dogmas de la confesión luterana, cuyo resultado fue la
Concordiae Formula, publicada en 1580. Una vez establecida la unidad,
fueron reprobadas y perseguidas las doctrinas espiritualistas, las anabaptistas,
las antitrinitarias y las calvinistas, amén, por supuesto, del catolicismo
(Gorski 2003; Quantin 2009; Wallace 2004).
En paralelo a la unidad dogmática y disciplinaria de las iglesias, se
produjo un incremento de la centralización política, que se valió de la religión
para consolidar los límites territoriales de las entidades políticas
altomodernas, incorporando a la Iglesia dentro de sus respectivas estructuras
administrativas e imponiendo a través de ella el control social sobre los
súbditos. El poder político se erigió en protector de las iglesias y en garante
de su unidad, y a cambio, éstas, por medio de la educación y la disciplina,
sostuvieron la obediencia de los fieles a los poderes constituidos; pero
también de ese modo la disidencia religiosa dio lugar a la disidencia política,
originando a su vez el fenómeno de las guerras de religión.
Volviendo a la persecución de los valdenses en Calabria, con la que
comenzamos este capítulo, no fue sólo la intolerancia española la responsable
de su exterminio; también tuvo su parte el cambio de mentalidad operado en
la era confesional. Durante siglos aquellas comunidades habían vivido en la
clandestinidad, pero en 1535 cambiaron su tradición para adherirse al
movimiento reformado, acercándose al luteranismo. Los nuevos predicadores
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llegados del norte en la década de 1550 les educaron aceptando los
compromisos inherentes al modelo confesional, la obligación con la fe, según
la cual debía buscarse el triunfo de la verdad y, en consecuencia, cada
individuo debía hacer profesión de fe, adherirse públicamente a su confesión,
dar testimonio de ella y morir si era preciso para alcanzar su triunfo. El
martirio era testimonio y ejemplo; era mejor morir que llevar una vida indigna
en el pecado y la mentira. La efervescencia de estas comunidades, antaño
tranquilas, hizo que las autoridades prendiesen y ejecutasen a algunos
predicadores. Hubo algunos desórdenes y altercados en San Sisto y las
autoridades contestaron con la brutal contundencia que ya conocemos (Musca
2003; Scaramella 2009).
Cuando peligraban la unidad o uniformidad social y los fundamentos que
legitimaban la autoridad y el poder, había pocas dudas sobre cómo actuar. El
teólogo calvinista Theodore Beza escribió:
Pretender que no hay que castigar a los herejes equivale a decir que no hay que castigar a los
asesinos de padre y madre, ya que los herejes son infinitamente peores (De haereticis a civili
magistratu puniendis).
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remitían las unas a las otras. La reforma católica implicaba precisamente eso:
dar nueva forma a la sociedad (Gorski 2003; Barrios Aguilera 2002).
El gran conflicto confesional al que hubo de hacer frente la Monarquía
española fue el de los Países Bajos, y su causa profunda fue precisamente el
amplio paquete de reformas que se introdujo en su gobierno temporal y
espiritual. En 1556, cuando Felipe II accedió al trono, los Países Bajos eran
un conjunto de 17 provincias que habían sido unidas muy recientemente en
una sola estructura política. Algunas, como Flandes y Artois, eran feudos
vasallos de Francia, y otras, Holanda, Zelanda, Hainaut, Namur, Brabante,
Limburgo y Luxemburgo, lo eran del Sacro Imperio. Todas procedían de la
herencia borgoñona de los Habsburgo y fueron reorganizadas como una
unidad político-administrativa por el emperador Carlos V, que creó la figura
de un gobernador supremo auxiliado por tres consejos: Estado, Privado y
Hacienda. El primero agrupaba a miembros de la alta nobleza, mientras que
los otros dos a juristas y oficiales. Cada provincia constituía una comunidad
autónoma semiindependiente, hasta el punto de que dentro de la unión se
formaban ligas de provincias o ciudades para adoptar políticas comunes en
temas o cuestiones concretas. En casi todas ellas existían bandos enfrentados
por el control político de la provincia. En Ámsterdam y Holanda esta disputa
por el control político se producía entre bandos del patriciado; en otras como
Amberes se articulaba en torno a los gremios o corporaciones artesanales; en
el sur, ésta lucha se articulaba entre la oposición de la nobleza rural y la
burguesía urbana, siendo una lucha entre las élites del campo y las de la
ciudad por la obtención del control político de la provincia (Lem 2019).
Básicamente, los focos del poder se articulaban en el trinomio príncipe-
nobleza-ciudades. Durante el reinado de Carlos V se mantuvo un precario
equilibrio entre los tres poderes, y el emperador supo sacar provecho de las
disputas entre nobleza y ciudades para reforzar su propio poder, pero no en
una dirección absolutista, pues a la postre se produjo un proceso
contradictorio de fortalecimiento del poder central y de los cuerpos
estamentales. Por otra parte, ese proceso de integración que culminó con la
unificación de las 17 provincias en un círculo imperial contrastaba con una
fragmentación religiosa más que notable que desembocó en la proliferación
de sectas y movimientos heterodoxos de carácter radical, dándose casos de
cooperación tácita entre católicos y luteranos para erradicar el anabaptismo.
En 1560, la influencia del calvinismo en los Países Bajos era escasa, sólo
tenía un cierto seguimiento en las ciudades del sur; su progreso estaba
obstaculizado por la amplia aceptación del luteranismo y del anabaptismo en
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aquellas tierras. Los magnates, a cuya cabeza estaba Guillermo de Nassau,
príncipe de Orange, más que preocupados por los problemas confesionales, lo
estaban por la pérdida de influencia sobre un gobierno que, desde 1559, iba a
tener su sede en el extranjero. Fue el sentimiento de pérdida de la centralidad
en la Monarquía lo que afectó primero a las élites neerlandesas, pues la
Monarquía pasaba de tener un manifiesto perfil borgoñón a tenerlo español, y
la corte no se estableció en Bruselas sino en Madrid. Otra iniciativa de la
Corona que contribuiría a aumentar la tensión fue la bula concedida por el
papa a Felipe II para reorganizar las diócesis de los Países Bajos. A las cuatro
diócesis existentes se sumaron catorce, de modo que el territorio quedó
dividido en 18. Se estableció que los nuevos prelados debían ser doctores en
leyes o teología, disponiéndose así de una prelatura idónea para la reforma,
cualificada y preparada. Pero esta jerarquía perfecta eliminaba una salida
tradicional de los segundones de la aristocracia neerlandesa, que era
marginada de las rentas, las propiedades y beneficios que acostumbraban a
disfrutar. Además, se cortó toda vinculación con el exterior, puesto que los
Países Bajos, divididos antes entre las provincias eclesiásticas de Reims y
Colonia, eran tres autóctonas: Cambrai, Utrecht y Malinas, cuyos obispos
pasaban ahora a ser nombrados por el rey. Una tradición de lazos e
intercambios quedaba rota; los neerlandeses tenían más vínculos con las
antiguas cortes arzobispales que con Madrid, perdiendo las provincias y la
nobleza todo control sobre los ámbitos eclesiásticos de sus respectivas áreas
de influencia. Al mismo tiempo, en 1559, se promulgaron nuevos placards
contra la herejía, y si bien las clases dirigentes los habían secundado para
aplastar a las sectas radicales como el anabaptismo, ahora no ocurría lo
mismo respecto al calvinismo. Además, los inquisidores —como magistrados
extraordinarios— disminuían las prerrogativas de las justicias locales
generando el descontento ante una clara injerencia del poder central sobre los
poderes provinciales (Gelderen 1992a; Lem 2019).
Todas estas medidas, que eran impopulares en mayor o menor medida,
eran atribuidas al cardenal Granvela, principal ministro de la gobernadora,
Margarita de Parma, y presidente del Consejo de Estado, al cual se acusaba de
aprovechar estos cambios para colocar a su clientela y marginar a las casas
que tradicionalmente habían dominado la vida política y social del país. La
presión de un sector importante de la nobleza, encabezado por el príncipe de
Orange, bien conectado con el grupo ebolista en la corte, facilitó que el rey
decidiese destituirlo. De este modo los grandes aristócratas de los Países
Bajos monopolizaron el Consejo de Estado y, con ello, obtuvieron el control
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de la administración real. No obstante, el triunfo orangista fue precario, las
luchas faccionales se intensificaron y los Estados Generales no votaron
impuestos para el nuevo régimen. El equilibrio existente entre los orangistas y
los partidarios de Granvela llevó al príncipe de Orange a buscar la mayoría
incorporando a grupos marginados de la vida política y civil, los calvinistas,
que constituían ya una minoría fuerte y bien organizada, en expansión gracias
a las aportaciones que recibían de sus correligionarios en Francia. Quizá ése
fue el motivo por el que Orange se mostró partidario de la tolerancia, y a lo
largo de 1565 y 1566 encabezó las demandas a la corte para obtener algún
tipo de libertad religiosa. En este sentido, la postura de la aristocracia
orangista coincidía con la de los politiques franceses: conjurar el peligro de
una guerra civil disociando la lealtad política de la religiosa y buscar un
acuerdo que supusiese un «edicto de Augsburgo» a la medida de los Países
Bajos, de manera que cada provincia decidiera su estatuto religioso. La
respuesta de Felipe II fue, sin embargo, promulgar nuevos y más severos
placards y fortalecer los poderes extraordinarios de la Inquisición. Esta
solución era poco realista; la propia gobernadora, Margarita de Parma, la
consideró inviable y reunió a todos los notables en una gran asamblea para
consultarles. Los nobles se unieron en una liga llamada del «Compromiso» y
enviaron a la gobernadora, el 5 de abril de 1566, una petición de anulación de
los placards y de la Inquisición (Durme 2000).
Mientras se acentuaba la crisis política, el clima social se fue
enrareciendo, ya que a una grave crisis comercial e industrial se sumaron las
malas cosechas y el hambre. El 10 de agosto de 1566, a consecuencia de una
nueva subida de precios, estalló una violenta revuelta iconoclasta dirigida
contra el clero y los diezmos, aunque en poco tiempo la furia iconoclasta
derivó hacia la desobediencia a la autoridad real. La regente-gobernadora
carecía de tropas para sofocar los disturbios y de apoyo en las élites locales,
enfrentadas mayoritariamente a la línea política y religiosa de la Corona; así
que el día 23 se vio obligada a firmar un compromiso que garantizaría la
libertad de cultos si se respetaba el culto católico y el pueblo deponía las
armas. Orange quiso ampliar dicho acuerdo y establecer una paz religiosa
entre católicos, calvinistas y luteranos. Astutamente incluyó a los últimos para
asegurarse el apoyo de los príncipes alemanes del Imperio y poner límites al
calvinismo, cuya agresividad temía y le preocupaba como factor de
inestabilidad.
Orange no se equivocaba; tampoco la Corona. La solución «política» no
era del gusto de nadie, como ocurrió en las guerras de Francia; los edictos de
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tolerancia parecían treguas durante las cuales las confesiones tomaban fuerzas
para proseguir sus cruzadas particulares. En Madrid se aceptó para ganar
tiempo y reunir un ejército que fuera a poner orden en aquellas tierras
turbulentas. Así mismo, el compromiso fue aprovechado por los calvinistas
para intentar eliminar por la fuerza al resto de las confesiones, provocando la
vuelta al bando realista de los grupos moderados o tolerantes, así como de la
nobleza católica. Ya no era un problema político, sino una guerra de religión,
y ante este salto cualitativo hubo una importante deserción que supieron
aprovechar la gobernadora y su consejo, reduciendo a los disidentes a una
minoría. Además, sus consejeros Brederode y Mansfeld recomendaron
focalizar la represión en las turbas incontroladas y los calvinistas, siendo
notable la cooperación de heterodoxos moderados; así, en la primavera de
1567 católicos y luteranos unieron sus fuerzas para expulsar a los calvinistas
de Amberes (Durme 2000; Gelderen 1992a).
Antes de que llegase un ejército español para poner orden, la revuelta se
hallaba en gran parte bajo control, originándose una oleada de emigración de
los disidentes políticos y religiosos a las naciones protestantes. En agosto, el
duque de Alba, al mando de un imponente ejército, se establecía en Bruselas e
implantaba una implacable administración militar haciendo uso de los poderes
extraordinarios que le había otorgado el rey. La política represiva se cebó en
los dirigentes moderados so pretexto de depurar responsabilidades por los
tumultos pasados. La ejecución pública de los condes de Egmont y Horn fue
un acto ejemplar que anunciaba la apertura de un período de terror. Alba
erigió el Tribunal de los Tumultos, versión corregida y aumentada de la
Inquisición, cuyo fin era mantener la ortodoxia religiosa del país, y además
ideó un sistema fiscal sumamente impopular que permitió el mantenimiento
del enorme ejército acantonado en los Países Bajos sin apenas gasto para la
Corona; este sistema se sustentó sobre el impuesto denominado la «décima».
Con ello se consiguió mantener una paz relativa que se mantuvo sin apenas
sobresaltos hasta 1572 (Schubart 1962; Maltby 1985).
La paz implantada por Alba fue pura apariencia. El almirante Coligny,
dirigente hugonote y favorito del rey de Francia, permitió a los exiliados
holandeses instalarse en el puerto de La Rochelle y convertirlo en base de
operaciones corsarias para dañar el comercio entre España y los Países Bajos.
Las actividades de corso y piratería de los gueux de mer («mendigos del
mar») paralizaron prácticamente el comercio y la navegación en el Canal de
la Mancha, hostigando eficazmente a las tropas españolas de los Países Bajos
al cortarles sus suministros. Se había «internacionalizado» el conflicto y los
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calvinistas habían logrado entrelazar la guerra civil francesa y el conflicto
neerlandés. El 1 de abril de 1572, un grupo de corsarios calvinistas tomaron
por sorpresa el puerto de Brill. Esta acción, que en un principio era un acto
más de hostigamiento, tuvo, sin embargo, unos efectos imprevistos debido a
la impopularidad del gobierno tiránico del duque de Alba. La noticia del
suceso de Brill provocó la sublevación de Flesinga y las provincias de
Zelanda, Holanda, Utrecht, Güeldres y Frisia. Por el suroeste, animado por
estos acontecimientos, Luis de Nassau, ayudado por el almirante Coligny,
tomó Mons y Valenciennes, mientras que el príncipe de Orange a través de
Güeldres y Brabante se internó en Flandes (Gelderen 1992a; Lem 2019).
Ayudado por la crisis política de Francia y el exterminio de protestantes
acaecido en la matanza de la Noche de San Bartolomé (24 de agosto), Alba
pudo llevar a cabo una brillante contraofensiva en la que derrotó a Orange.
Estos éxitos no consiguieron despejar la sospecha de que las extralimitaciones
del duque habían provocado la crisis poniendo a casi todo el territorio en
situación de rebeldía. Se pensó que su cese y el nombramiento de un nuevo
gobernador podían devolver las aguas a su cauce. La Corona cambió de
estrategia en un ambiente de replanteamiento de su política confesional, y en
marzo de 1574 se anunció una amnistía general y la posibilidad de suprimir el
impuesto de la décima y el Tribunal de los Tumultos. Pero la mayoría de los
neerlandeses esperaban algo más que gestos y los combates continuaron en
forma de una brutal guerra de desgaste en la que se fueron sucediendo
avances y retrocesos de una y otra parte. Para la Corona la guerra se había
convertido ya en la principal partida de sus gastos, y la bancarrota de 1575 y
la guerra civil de Génova dejaron sin crédito al soberano. En 1576 estuvieron
a punto de perderse irremediablemente los Países Bajos porque la falta de
dinero para pagar a las tropas provocó motines de los tercios, que saquearon
las poblaciones para cobrarse lo que se les adeudaba. Tras el bárbaro saqueo
de Aalst, los estados de Brabante convocaron los Estados Generales para
organizar su propio ejército y exigir la retirada de las tropas españolas. El 4 de
noviembre de 1576 Amberes conoció los horrores de la «furia española»; las
atrocidades que aquel día cometieron los soldados sin paga fueron suficientes
para unir al norte y al sur contra los españoles. En el norte, la unión de
Holanda y Zelanda constituía ya de hecho un «Estado» calvinista dentro de
los Países Bajos, y sus representantes reunidos con los Estados Generales
alcanzaron un acuerdo el mismo 8 de noviembre de 1576, la Pacificación de
Gante, que aspiraba a ser un equivalente neerlandés de la Paz de Augsburgo
(Schubart 1962; Maltby 1985).
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Sin dinero y sin tropas, el nuevo gobernador general, don Juan de Austria,
no tuvo más remedio que firmar el Edicto Perpetuo, el acuerdo que le
presentaron los Estados Generales de las 17 provincias y al que dio curso
legal el 12 de febrero de 1577. Lo principal era la salida de los tercios del
país, que se produjo en marzo, lo cual significó no sólo un alivio para la
población sino también un nuevo cambio político. Ya no había motivos para
que el norte protestante y el sur católico continuasen unidos, máxime cuando
la unidad pendía del mutuo respeto entre las distintas confesiones del país.
Entre 1577 y 1578 el calvinismo siguió extendiéndose por Flandes y Brabante
provocando levantamientos contra las autoridades católicas. Radicales
calvinistas se hicieron con el poder en Gante, Courtrai, Brujas e Ypres,
proscribiendo el culto católico. Orange veía al país devorado por la guerra
civil confesional mientras que don Juan de Austria, sin recursos, se retiraba a
Namur, dejando que en Bruselas católicos, luteranos y calvinistas se
debilitasen en sus luchas intestinas por el poder. El tiempo le dio la razón, y
aunque falleció sin poder ver el resultado de su estrategia, en enero de 1579
los estados de Artois y Hainaut, junto a la ciudad de Douie, formaron la
Unión de Arrás con el objeto de defender la Pacificación de Gante y tratar de
alcanzar la reconciliación con Felipe II. La Corona empezaba a recuperar el
terreno perdido (Tellechea Idígoras 2004).
Entre tanto, mientras se nombraba a un nuevo gobernador, Alejandro
Farnesio, se consumaba la división política de los Países Bajos. La Unión de
Utrecht (provincias de Holanda, Zelanda, Utrecht, Güeldres, Overijssel, Frisia
y Groninga, con las ciudades de Gante, Ypres, Brujas y Amberes) articulaba
una confederación calvinista mientras que la Unión de Arras (27 de mayo de
1579), auspiciada por Farnesio, cohesionaba los estados católicos. En ambas
partes se impuso el integrismo: en el sur fueron proscritos los cultos
reformados, y en el norte, el catolicismo. Poco más tarde, en 1581, los
Estados Generales de Holanda abjuraban de su lealtad a Felipe II y
consideraban rotos todos los lazos que pudieran existir entre él y los
holandeses:
Toda la humanidad sabe que un príncipe es designado por Dios para cuidar de sus súbditos, del
mismo modo que un pastor lo es para guardar sus ovejas. Por consiguiente, cuando el príncipe no
cumple con su deber de protector, cuando oprime a sus súbditos, destruye sus antiguas libertades
y los trata como esclavos, hay que considerarle no como príncipe sino como tirano. En tal caso,
los estados del país pueden legítima y razonablemente deponerle y elegir a otro en su lugar
(Parker 1990).
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reformista se fue fraguando la guerra de religión, pues todas las medidas
tomadas a partir de 1559 se desarrollaban en una línea unidireccional: «un
rey, una ley, una fe». En 1565, antes de la furia iconoclasta, circuló un
panfleto atribuido al príncipe de Orange en el cual se proponía una solución a
los problemas de los Países Bajos: Brief discours au Roy Philippe pour obvier
aux troubles et émotions pour le fait de la religion et extirper les sectes et
hérésies pulullantes en ses dicts païs. En él se proponía la tolerancia como
remedio, la «antigua religión» sería aceptada si en vez de la violencia utilizara
la persuasión para convencer a los fieles; además, frente a quienes decían que
era imposible la convivencia de diversas religiones, ahí estaba el Imperio
turco para demostrar que tal cosa era posible y que la convivencia de
cristianos, musulmanes y judíos había contribuido a que la puissance du Turc
fut devenue si grande. Aquellos consejos en defensa de la tolerancia tenían un
fondo malintencionado; sus dos argumentos invitaban a la intolerancia, y el
catolicismo aparecía como una antigua religión, perteneciente a un pasado
muerto, como la religión de los romanos. El Imperio otomano era el
antiejemplo, pues para ningún europeo era un modelo legítimo que debiera
seguirse. En el fondo, se proponía a Felipe II aceptar la tolerancia, asumiendo
la muerte del catolicismo y convertirse en un tirano semejante al Gran Turco.
El documento en sí mismo mostraba que la vía de la tolerancia estaba cerrada;
nadie podía construir sobre ella una paz estable, pues sobre ella ningún
gobierno era justo o legítimo (Gelderen 1992b; Geevers 2010).
Está claro que en el horizonte de las reformas no hubo otro objetivo que el
de imponer la uniformidad religiosa como mejor garantía para mantener la
unidad política. El fracaso de Felipe II consistió en su poca capacidad para
atraer a las élites e integrarlas en un marco de consenso; tomó partido a favor
de una facción y acabó por arruinar el equilibrio al excluir a un sector —que
por comodidad denominamos orangistas— que se hizo fuerte al estrechar
lazos con los disidentes religiosos, hasta entonces marginados de la vida
política. Repitió los errores cometido por su padre en Castilla en 1520 al dejar
los asuntos en manos de extranjeros, sólo que ahora no fue capaz de
recapacitar debido a la rigidez del sistema confesional que se estaba
imponiendo. El fracaso de los Países Bajos y los sucesos de 1566 y 1567 no
fueron obstáculo para que la corte española cejase en su empeño por imponer
la unidad en el catolicismo. El Reino de Granada fue el otro escenario en el
que este empeño también mostró su cara más amarga.
Desde la anexión del Reino de Granada a Castilla en 1492, permaneció en
el reino una fuerte mayoría musulmana impermeable a todos los intentos de
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asimilación, cultural y religiosa, efectuados por los gobernantes castellanos.
Desde 1527, cuando el emperador Carlos V renunció a la conversión forzosa
y se decidió a probar la asimilación pacífica a través de la catequesis y del
envío de predicadores, remitió la resistencia violenta, y salvo la existencia de
un bandolerismo musulmán, los monfíes, que asaltaban a viajeros y
poblaciones cristianas, puede decirse que el reino se hallaba relativamente
tranquilo. No obstante, esa calma se vería rota cuando se constató el fracaso
de las predicaciones; la persuasión no había dado ningún fruto y los naturales
del reino seguían siendo tan musulmanes como en tiempos de la conquista,
contaminando incluso a los cristianos que se habían instalado allí. En
consecuencia, el concilio granadino, celebrado en 1565, acordó aplicar
medidas especiales para la conversión de la minoría morisca que serían
llevadas a cabo esencialmente por los jesuitas. Sin embargo, al año siguiente
una junta presidida por Espinosa interpretó los acuerdos conciliares en un
sentido mucho más riguroso y mando ejecutar la conversión por medios
drásticos e intransigentes, al tiempo que nombraba a un nuevo presidente de
la Chancillería, Pedro de Deza, encargado de hacer cumplir la orden a la
mayor brevedad posible (Domínguez Ortiz y Vincent 1978; Barrios Aguilera
2002; Varo Zafra 2012).
La minoría morisca granadina vivía una situación excepcional; estaba
aislada respecto a las otras comunidades moriscas españolas que habían
logrado firmar concordias con los tribunales de la Inquisición y, en
consecuencia eran más o menos toleradas y respetadas. Aquí, sin embargo, la
minoría era totalmente impermeable a la asimilación y al acuerdo. Entre las
autoridades castellanas existían fuertes discrepancias respecto a cómo
cambiar esta situación, y la noticia de la misión de Deza no fue recibida
precisamente con alegría. Incluso quienes se contaban entre sus colaboradores
consideraban temeraria la radicalidad de su misión. Pero el presidente no se
arredró. El 12 de enero de 1567 informó con satisfacción a sus superiores de
que, en menos tiempo del que creía y con menos costes de los previstos, había
coronado su misión con éxito. A pesar de las advertencias del arzobispo y
otros oficiales a los que consultó, decidió aplicar la medida por sorpresa y de
manera simultánea en todo el territorio:
Otro día después de la publicación, se derribaron los baños de que no solamente se han sentido
los moriscos y moriscas, mas también los christianos y christianas viejas, que es harta presunçión
para creer lo que se dize que allende las ceremonias de Mahoma que en ellos exercitaban los
nueuamente conuertidos, se hazían allí grandes offensas a nuestro Señor por los christianos
viejos. Esta misma orden se embió a los corregidores deste Reyno para que cada qual en su
districto lo hiciesen ansí cumplir y guardar y me avisasen de todo lo que suçediesse y a los de
Málaga, Guadix y Almería para que lo comunicasen con los Obispos, a los quales yo también
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escriuí siguiesen esta orden y que aduirtiessen de lo que se les offreciese que se podría hazer para
enseñar a los moriscos hablar nuestra lengua; han me respondido los corregidores que la
publicaçión se hizo y que ya muchas moriscas traen hábitos de christianas viejas, lo mismo han
començado a hazer en esta çiudad y hay esperança que muchas lo harán de aquí adelante porque
los moriscos sienten tanto que anden las moriscas los rostros descubiertos que dan grandíssima
priessa a hazerles vestidos a la castellana y las moriscas se huelgan con el nueuo hábito ansí
porque les dizen que está mejor como porque las honran más con él. Lo que más se ha sentido
con estas premáticas es lo que toca a la lengua que con no les obligar de aquí a tres años lo
sienten mucho por pareçerles negoçio muy dificultoso y en que ha de haber gran trabajo[10].
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cristiana, hubo una relativa calma sólo interrumpida por brotes xenófobos
contra los moriscos recluidos en ellas. Hubo episodios atroces, como la
matanza del 2 de abril de 1569, cuando fueron asesinados 110 moriscos
presos en la cárcel de la Chancillería granadina. Fue exterminada la alta
sociedad morisca del reino o gran parte de ella, que era esencialmente urbana
(Barrios Aguilera 2002).
Las fuertes discrepancias que surgieron entre políticos y letrados,
polarizadas en los consejos de Castilla y de Guerra, obstaculizaron una
respuesta rápida al conflicto. El rey decidió finalmente enviar a su hermano
don Juan de Austria para que se hiciese personalmente cargo de la guerra
asesorado por un consejo heterogéneo de militares y juristas. Durante un año
los musulmanes dominaron el territorio del reino, salvo las ciudades, y
solicitaron la ayuda otomana, que les fue prometida pero que nunca
recibieron.
Los éxitos islámicos nacían de la desorganización del bando cristiano; no
era una guerra atractiva para reclutar tropas: no había ricas ciudades que
saquear, ni expectativas de botín, ni buenas pagas, ni siquiera gloria y honor.
Perseguir bandas de monfíes armados por las sierras era una tarea penosa y
peligrosa. La población cristiana del reino tampoco cooperaba. Las milicias
de Córdoba, Jaén y Murcia no se empeñaban a fondo y se limitaban a impedir
el contagio de la revuelta a los moriscos de sus provincias. La única forma de
incentivar la participación era utilizando el señuelo de las dádivas y
recompensas de la corte. Por tal motivo el rey se trasladó a Córdoba para
seguir de cerca el curso de la campaña y proveer las recompensas sobre la
marcha. Esta política exacerbó la lucha faccional en la corte y produjo un
intenso trapicheo de cargos, oficios, honores y recompensas en el Reino de
Granada; Deza, Mondéjar y el propio Juan de Austria gastaban gran parte de
su tiempo escribiendo cartas de recomendación para sus amigos y protegidos.
Se sucedían nombramientos y ceses en una dura disputa entre Espinosa y los
políticos, los nobles encabezados por Éboli y Mondéjar, por acaparar más
recursos y aumentar sus redes clientelares. Con todo, la llegada del
comendador mayor de Castilla al mando de una flota de galeras que bloqueó
eficazmente las costas granadinas dio un vuelco a la guerra, pues los moriscos
quedaban aislados del exterior y sin esperanza de obtener socorros (Martínez
Millán et al. 1998, 118-121).
Cercando a los moriscos por hambre y mediante una política despiadada
para forzar la rendición de los sublevados, se fue poco a poco aplacando la
revuelta. Pero mientras se sometía el territorio, el problema del coste de la
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guerra se iba haciendo más preocupante, porque había que dejar guarniciones
y presidios en las localidades conquistadas y dedicar un esfuerzo a la defensa
de las costas. La victoria ponía al descubierto la debilidad interna de la
Monarquía, evidenciando que, de haberse producido la ayuda turca, la
situación podía haberse tornado catastrófica. Así que, evaluados los altísimos
costes de la ocupación, la persistencia de una población hostil e inasimilable
que podría volver a levantarse o el peligro de que abriese las puertas a un
invasor extranjero (el Imperio turco), se tomó una decisión durísima:
dispersar a los moriscos granadinos por la península, desarraigándolos en
pequeños grupos muy distantes entre sí que acabarían por integrarse y
asimilarse en la sociedad cristiana; de este modo la sociedad granadina se
volatizaría sin dejar huella. Los supervivientes de aquella espantosa guerra —
unos 80 000— hubieron de pasar la dura prueba del exilio y la destrucción de
su mundo, fueron conducidos en largas columnas hacia el norte en el duro
invierno de 1570 y 1571, muriendo muchos en ese éxodo. Aunque no
tenemos noticia de su número, don Juan de Austria admitió no poder soportar
la visión del terrible espectáculo de esas muchedumbres dolientes. Pero la
operación fue un éxito: según eran dispersados por las dos Castillas, el
antiguo reino musulmán de Granada era repoblado con cristianos viejos
(Domínguez Ortiz y Vincent 1978).
Todos aquellos sucesos fueron traumáticos y causaron una honda
impresión. Mientras se apagaban los rescoldos de la guerra, se hacía cada vez
más patente la irresponsabilidad de quienes quisieron efectuar una reforma
tan radical sin tener en cuenta los medios de que disponían, la fuerza con la
que habían de contar y el volumen de individuos a reeducar. Cuando Pedro
Deza fue señalado como único culpable, se encargó al doctor Redín que le
«visitase», quedando relegado a la sombra de la vida política, aunque aún se
mantuvo en su puesto unos cinco años. Su situación es el mejor ejemplo para
mostrar el eclipse de unos modos y una ideología que demostraron ser poco
operativos. La violencia reformista había fracasado y los letrados fueron
abandonando silenciosamente la escena (Martínez Millán et al. 1998: 118-
121).
Universalismo
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por todos los colonos, las autoridades civiles y las eclesiásticas (no faltaban
las firmas del obispo y del gobernador) que, reunidos en asamblea, instaban a
la Corona a que sin demora emprendiese la conquista de China. Pese a lo que
hoy nos pueda parecer, no se trataba de un plan descabellado, y su finalidad
era cerrar el dominio de las Indias Occidentales y Orientales que por derecho
pertenecían a las coronas de Castilla y Portugal.
China se contemplaba como México, un país densamente poblado,
civilizado, organizado con estructuras e instituciones políticas y sociales
desarrolladas. Al igual que los aztecas, los chinos eran vulnerables a la
conquista por las diferencias políticas y la lucha de facciones en la corte
imperial, por el descontento de los pueblos sometidos y por la existencia de
naciones que, como sucediera a Hernán Cortés, cooperarían en la conquista.
Obviamente Pekín no era Tenochtitlan, pero esta vez los españoles no habían
de enfrentarse a un mundo desconocido. Juan González de Mendoza había
publicado no hacía mucho su Historia de las cosas más notables, ritos y
costumbres del gran Reyno de la China (Roma, 1585) y se tenía noticia más o
menos precisa de la fuerza miliar y las comunicaciones y fortificaciones del
Imperio chino, por lo que era posible evaluar la cantidad y calidad de los
efectivos requeridos para la empresa. La «entrada» precisaría de 12 000
soldados españoles e italianos, 5000 o 6000 japoneses y otros tantos filipinos.
Sánchez garantizaba que los jesuitas actuarían (y ya lo estaban haciendo)
como informadores y espías, y se harían cargo de la educación del pueblo una
vez concluida la conquista. La referencia constante era México, una
civilización derrotada cuyos dioses habían sido vencidos a ojos de sus fieles y
cuyo vacío de identidad fue reemplazado por la labor de colonizadores y
evangelizadores. Sólo la victoria militar, como juicio de Dios, podría facilitar
la cristianización de China. Tanto Sánchez como la asamblea de Manila se
expresaban en términos de un imperialismo evangélico que entroncaba con
los perfiles ideológicos que acompañaron a la conquista de América en la
década de 1520 y que habían marcado toda una tradición española de
conversión violenta (Vega y De Luque 1980; Ollé 2002).
Evangelizar era la consecuencia del sometimiento de los pueblos
indígenas y la fuerza, como argumentaba fray Toribio de Motolinía en su
polémica con Bartolomé de Las Casas, era necesaria para asegurar el
establecimiento de la Quinta Monarquía, el momento en el que se implantaría
el reino de Cristo en la tierra. En la polémica que enfrentó a ambos
misioneros salían a la luz discusiones que no eran nuevas. El esquema clásico
de «una sola ley, una sola fe, un solo pastor» inherente a los postulados
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reformistas de los Reyes Católicos y Carlos V, planteaba ya, desde la Guerra
de Granada, dos vías distintas para alcanzar ese objetivo: el empleo de la
fuerza o el de la persuasión. El precedente a Las Casas lo encontramos en fray
Hernando de Talavera, confesor de Isabel la Católica, contrario al
«proselitismo del terror» y cuya labor en el reino andaluz es todo un ejemplo
de persuasión y de disciplinamiento social con «rostro humano». Procuró que
la predicación se efectuara en árabe y editó catecismos y libros espirituales en
la lengua de los naturales del reino. Para el arzobispo, la conversión se
planteaba como un lento trabajo de captación que abarcaba no sólo los
aspectos religiosos sino que partía de la convicción de que sólo una reforma
global de la sociedad granadina garantizaría su éxito, otorgando tanta
importancia a la predicación como a la modificación de los hábitos y
costumbres de los moriscos, cristianizándolas: el vestido, los alimentos…
«procuraba cuanto podía olvidassen sus costumbres, y aprendiessen las
nuestras».
La línea marcada por Talavera y Las Casas en la evangelización de los
infieles y los indígenas entroncaba con la vía del recogimiento y una
espiritualidad vivida como experiencia interior, como resultado de la fe y del
conocimiento. Cuando San Ignacio de Loyola y sus primeros seguidores
renunciaron a la peregrinación a Jerusalén, optaron también por un nuevo tipo
de orden religiosa dedicada a la predicación y la educación, promoviendo la
evangelización por el conocimiento. Se ocuparon de las «Indias interiores»
tomando como tierras de misión territorios descuidados o abandonados por
las autoridades eclesiásticas ordinarias, como Córcega, el Tirol, Baviera o
Polonia. Sin embargo, a la muerte del fundador, y debido a la integración de
sus dirigentes, los padres Laínez y Francisco de Borja, con la élite gobernante
española, los jesuitas asumieron que el triunfo del catolicismo sólo se
produciría bajo el concierto común de las monarquías papal e hispana. En
1561 los predicadores de la Compañía evangelizaron las desoladas
poblaciones valdenses de Calabria, y se pensó en ellos para predicar en
Granada tras la guerra. Al igual que tantas otras órdenes religiosas, como los
franciscanos o los dominicos, fueron detrás o al lado de los conquistadores en
Chile, Paraguay, Nuevo México o Filipinas para convertir a los pueblos
conquistados e integrarlos en la comunidad cristiana como fieles y como
súbditos (Ricard 2008; Prosperi 2004; Suess 2002; Biedermann 2016).
Los españoles que encomendaron a Sánchez su misión en la corte
entendían que la labor de los jesuitas era cooperar con la Monarquía, y nadie
mejor que ellos para concertar a las cortes de Madrid y Roma en una gran
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empresa. Al otro lado del mundo, aislados en aquel rincón del Imperio que era
Filipinas, los asistentes a la asamblea de Manila seguramente desconocían que
hacía tiempo que las cosas habían cambiado. El experimento confesional
había producido tal malestar en los grupos dirigentes de la Monarquía que el
Rey Prudente se decidió a cambiar de estilo, y este cambio coincidió además
con un giro en las relaciones con la Santa Sede, cuando el papa Gregorio XIII,
elegido en 1572, decidió cambiar la relación existente entre Roma y las
potencias católicas.
Gregorio XIII conocía muy bien la política confesional española: Había
sido el legado pontificio que envió Pío V para negociar la solución del caso
del arzobispo Carranza, y había comprobado de primera mano los problemas
ocasionados por la intervención real en la reforma de las órdenes religiosas y
la vinculación que existía entre la Compañía de Jesús y los partidos políticos
de la corte. Temía que la Iglesia acabase cautiva del Imperio español,
sometida a su dictado, y le preocupaba sobre todo la pérdida de la
independencia de la Compañía de Jesús. A la muerte del general Francisco de
Borja, aprovechó la circunstancia para presionar a la Congregación de la
Compañía, de mayoría española, reunida en Roma en abril de 1573, para que
nombrase un nuevo general que «no fuese español». Su gestión tuvo un éxito
relativo: fue elegido el flamenco Everardo Mercuriano, que, si bien no era
español, sí era súbdito de Felipe II. Pero no importaba, no era un personaje
comprometido con la política de la Monarquía y para el papa se convirtió en
un colaborador valiosísimo para poner a su servicio a una orden que iba a ser
la fuerza de choque de la Contrarreforma romana, sacándola del ámbito
hispano en que se hallaba sumida. Estos cambios abrieron la época de
esplendor de la Compañía de Jesús, que se expandió por toda Europa,
América y Asia (Karttunen 1908; Pavone 2013).
El cambio que se estaba operando era muy significativo en lo relativo a
las misiones. En los años inmediatamente posteriores a Trento los fieles eran
los súbditos de los soberanos sometidos a la autoridad espiritual del papa.
Esta intermediación dejaba en manos de los soberanos católicos la
responsabilidad de defender y extender la fe por el mundo. Pero una nueva
generación de jesuitas, entre los que destacaban Belarmino, Possevino y
Ricci, abogaba por nuevas formas de evangelización. El papa tenía que
asumir como propia la obligación de extender y propagar la fe entre los no
creyentes, y a tal fin se fundaban colegios y seminarios para formar a aquellos
que irían a tierra de infieles a evangelizar, y que no lo harían siguiendo a
ningún ejército, ni bajo protección armada. El 10 de marzo de 1585 entró en
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Roma una embajada de nobles japoneses acompañados de varios padres
jesuitas. Eran el testimonio vivo de la credibilidad misionera. Los japoneses
no eran trofeos, como había sucedido con los «salvajes» americanos o
africanos exhibidos en ocasiones anteriores; se trataba de hombres cultos que
hablaban latín e italiano con bastante corrección. Japón, ése era su testimonio,
podía someterse a la obediencia del pontífice (Brown 1994; Tremml-Werner
2015).
El nuevo modelo jesuítico de evangelización, cuyos frutos eran expuestos
en esta embajada, recogía en buena parte la pedagogía cortesana, la
disimulación, la adaptación siguiendo el modelo de virtù vince fortuna, donde
las relaciones de fuerza obligaban a utilizar la ocasión y la conveniencia.
Envolver la propia verdad con ropajes que la adaptaban al medio donde debía
ser expuesta era un método experimentado por Antonio Possevino en Suecia y
en Rusia o por el padre Campion en Inglaterra, experiencias que se tuvieron
en cuenta en la infiltración en Extremo Oriente. El padre Valignano,
misionero en Japón, señaló como primer objetivo para tener éxito adquirir
autoridad, no política, sino moral, social, cultural e intelectual. Hacía falta
verdadera agudeza para reconocer esos signos, pero los colegios de la
Compañía no tardaron en convertirse en centros de antropología aplicada. Los
jesuitas debían reconocer los rasgos de superioridad y rango dentro de una
cultura para adquirir ellos mismos esa superioridad y estar atentos a los signos
de estatus y clase, vestido, ademanes, dicción, vivienda, higiene…, símbolos
externos a los que la sociedad cortesana europea había conferido valor
absoluto: se es lo que se representa ser. Como señala Prosperi, la misión se
concebía como una estrategia de poder en la que invertir relaciones de fuerza
desfavorables, como en la sociedad de corte (Karttunen 1908; Moran 1993;
Mungello 1989).
Mientras tanto, después de casi dos años de viaje, Sánchez llegó a Madrid
en enero de 1588. Su viaje desató una agria polémica y dejó al descubierto las
profundas diferencias existentes en su orden entre quienes añoraban y
defendían el viejo estilo y los nuevos dirigentes. Matteo Ricci y José de
Acosta, que dieron voz en la discusión al punto de vista romano, se opusieron
rotundamente a la empresa. Sánchez quedó perplejo y adujo la legitimidad de
la conquista esgrimiendo los ejemplos de México y Perú. Acosta replicó que
una «entrada» en China sería escandaloso para la fe, ruinosa e improductiva.
Por su parte, Ricci rebatió punto por punto los argumentos de la asamblea
filipina y manifestó su temor a que una acción imprudente arruinase la exitosa
introducción del catolicismo en China, de cuyas buenas perspectivas de
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desarrollo podía dar fe. Felipe II no mostró mucho interés, aunque alegó que
no quería aumentar el número de sus enemigos en el mundo (Martínez Millán
2003).
La reacción de Sánchez, de incredulidad, da cuenta del giro radical de la
política confesional española. No comprendía cómo el poder secular podía
inhibirse en semejante materia; era su responsabilidad:
Ansí como para convertir Dios el antiguo mundo y enviarle la primera predicación le unió al
gobierno de un solo Imperio de los Romanos, ansí para convertir el nuevo y enviarle esta segunda
a querido con gran providencia juntarlo todo debaxo del amparo, gobierno y dirección de un solo
señor qual lo ha hecho en la majestad del rey don Felipe.
Moriscos
El 4 de abril de 1609 Felipe III firmó la tregua de los Doce Años con las
Provincias Unidas de los Países Bajos, y al mismo tiempo firmó el decreto de
expulsión de los moriscos de España. Era el final de una larga serie de
discusiones, debates y polémicas sobre las dos grandes cuestiones político-
confesionales dominantes en el reinado de su padre. El problema de la guerra
de los Países Bajos pasó a ser tratado como un asunto de política exterior
desde que fueran cedidos al archiduque Alberto de Austria en 1598, mientras
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que los moriscos, como problema, ocuparon un lugar preferente hasta que se
tomó una drástica solución.
El antecedente más remoto suele situarse en una reunión del Consejo de
Estado que tuvo lugar en Lisboa en septiembre del año 1582 y en la que se
planteó de manera seria la posibilidad de expulsar a la minoría morisca de
España. Era la primera vez que se planteaba al más alto nivel, aunque este
debate ya existía en la sociedad. No faltaban argumentos. Para los defensores
de una medida tan extrema se trataba de una minoría inasimilable que odiaba
lo cristiano, desleal y siempre dispuesta a abrir las puertas del país a los
turcos. En las discusiones del Consejo, así como en memoriales, cartas y
obras de entretenimiento, se desgranaban tópicos comunes sobre la doble
vida, la ocultación y la actitud conspirativa de los moriscos, que encerraban
algo de cierto, pues los musulmanes, a diferencia de los judíos, podían
conciliar actitudes externas cristianas con la práctica clandestina del islam, la
taqiyya, un precepto que les permitía ocultar su verdadera fe en caso de
necesidad (Magnier 2010; Callado Estela 2014; Poutrin 2012).
Según la tradición coránica, el islam constituye todo un sistema de vida,
por lo que para los musulmanes resulta muy difícil vivir en una sociedad
regida por otras normas. Lo aconsejable es no residir entre infieles para evitar
caer en prohibiciones expresas, como jurar obediencia a instituciones o
autoridades ajenas o ser leales o servidores de gentes de otra religión. Por tal
motivo, la suerte de los moriscos preocupó a los sabios musulmanes de las
universidades y escuelas coránicas de Marruecos, Túnez y Egipto, y las
diversas fatwas que se pronunciaron sobre esta materia insistieron en la
necesidad de abandonar tierra cristiana. Sin embargo, una gran mayoría de
moriscos que hablaban árabe y mantenían todos los preceptos de la fe —es
decir, la mayoría de los moriscos andaluces, murcianos y valencianos— no
abandonaban el país porque albergaban la esperanza de una restauración
islámica. Los jofores o pronósticos mantenían vivo el mito de la renovación
de Al-Ándalus, y las profecías que circularon a finales del siglo XVI sobre la
caída de España reforzaron esa esperanza. El ambiente mesiánico que hacía
presentir la reedición de 711 fue una de las razones que los mantuvo
inasimilables al cristianismo y reacios a abandonar la península, una tierra a la
que no renunciaban, que consideraban suya y sobre la que no tardarían en
volver a ser los amos. Estos peligros comenzaron a barruntarse en la sociedad
cristiana y a afrontarse como un problema por parte de las autoridades. Con
toda seguridad la mayoría de los moriscos eran trabajadores del campo,
inofensivos labriegos y buenos musulmanes que hacían su vida sin
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preocuparse por estas cosas, y cuya irreductibilidad se debía a que nadie les
hacía caso, porque su único contacto con el mundo cristiano consistía en
pagar diezmos y tributos. En el Reino de Valencia, durante el Ramadán
reinaba el más absoluto silencio en las aldeas y pueblos moriscos; en los
telares de seda o en los ingenios azucareros casi ningún cristiano nuevo comía
o bebía; todos habían perdido el apetito y la sed coincidiendo con la festividad
islámica; eran signos visibles que servían para probar la denuncia del
arzobispo de Valencia, el patriarca Ribera, que no cesaba de repetir que los
moriscos vivían públicamente como musulmanes. A su juicio, constituían un
peligro por ser una población que crecía a un ritmo muy superior a la de los
cristianos, deseosa de servir a un príncipe musulmán y dispuesta a actuar
como quinta columna del turco (Benítez Sánchez-Blanco 2001; Poutrin
2012).
Frente a los informes de oficiales y eclesiásticos que veían cómo Valencia
podía acabar siendo un país islámico, la aristocracia valenciana minimizaba el
problema y recordaba los muchos años, siglos, de convivencia pacífica que
había existido entre las comunidades cristiana y musulmana del reino. A los
nobles no les hacía gracia perder a una mano de obra laboriosa, sumisa
(mientras no se interfiriese demasiado en sus costumbres) y puntual en el
pago de tasas e impuestos. Quienes se oponían a la expulsión argumentaban
que la existencia de una minoría musulmana se debía al descuido de las
autoridades. Habían sido olvidados como tierra de misión. Como observara el
cardenal Quiroga en julio de 1582, tal vez se convirtieran si se cambiase de
actitud, «si tuviesen quien les predicase con amor y caridad y no les
tiranizasen». El lobby valenciano, y todos aquellos que percibían las funestas
consecuencias económicas de la medida, lograron que el rey, en contra del
criterio de las autoridades eclesiásticas valencianas, decidiese que se intentase
de nuevo la cristianización persuasiva de la minoría. Fue en vano. En 1599,
un año después de la muerte de Felipe II, un informe daba cuenta del
estrepitoso fracaso de las misiones en tierras de moriscos. La «pertinacia» de
los infieles era francamente desalentadora, y el arzobispo Ribera y el
estamento eclesiástico contemplaban todo con una actitud de «si ya lo decía
yo». El patriarca escribía en 1601: «Sabemos con evidencia moral que todos
son moros y viven en la secta de Mahoma». Nadie se hacía ilusiones sobre la
posibilidad de integrarlos, y existía una opinión general adversa a la minoría
(Benítez Sánchez-Blanco 2001; Seguí Cantos 2005).
En la literatura sobre la expulsión se da por descontado que Felipe II fue
reacio a dicha medida. Después de la Guerra de Granada parecía poco
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entusiasta por las soluciones ideológicas. El ambiente dominante en la corte
era pragmático y «político», atento a los intereses propios antes que a los
universales. Felipe III pertenecía a una generación distinta; educado en un
ambiente rígidamente confesional, no entendía otra lealtad y otra misión en la
vida que no fuera la de servir al triunfo de la fe. Así, las palabras del patriarca
no caían en saco roto y sintonizaban con un estado de opinión crecientemente
xenófobo y hostil a la minoría. El bandolerismo morisco en Aragón y
Andalucía o la cooperación de los moriscos con los corsarios bereberes en las
costas andaluzas y levantinas no ayudaban precisamente a mejorar una
imagen del musulmán que en hojas volantes, cantares de ciego o comedias se
dibujaba cada vez más repulsiva. Se les acusaba de sacrilegios, profanaciones,
crímenes horrendos, secuestro de niños y otras atrocidades que llevaron a
algunos radicales a hablar de exterminio. A causa de esta presión ambiental,
muchos moriscos acaudalados tomaron el camino del exilio anticipándose a
una expulsión de la que se hablaba cada vez más en los mentideros y ya
formaba parte del debate público; robos, agresiones, amenazas y algún que
otro asesinato llevaron a un grupo de moriscos de Jaén, Úbeda y Baeza a
instalarse en Ámsterdam en 1608; otros de Sevilla se hallaban ya en Provenza
en 1606, y desde principios de siglo un número cada vez más creciente
cruzaba la frontera de Cataluña para embarcar en Niza o Marsella rumbo a
Túnez. La actitud de las autoridades ante este éxodo espontáneo queda
perfectamente retratada en la instrucción que el Consejo de Estado transmitió
al virrey de Cataluña el 24 de junio de 1608: «Disimulen y los dexen pasar,
porque cuantos menos quedaren mejor» (Domínguez Ortiz y Vincent 1978;
Benítez Sánchez-Blanco 2001).
¿Había un clamor por la expulsión? Ni las Cortes de Castilla ni las de la
Corona de Aragón solicitaron semejante medida. El Consejo de Aragón la
desaconsejó, y la aristocracia aragonesa y valenciana era muy reticente, pero
el ambiente xenófobo tenía la suficiente fuerza como para ahuyentar del país
a los moriscos pudientes, bien situados para conocer y saber el curso que
tomaba la política y la actitud del gobierno. Era evidente que las autoridades
no les protegían y que la opinión que de ellos se tenía era muy mala.
Cervantes, cuya familiaridad con el tema morisco es notoria, escribía en 1604,
en El coloquio de los perros:
Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana […]
crecen y han de crecer en infinito, como la experiencia lo demuestra. Entre ellos no hay castidad,
ni entran en religión ellos ni ellas; todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente
aumenta las causas de la generación. No los consume la guerra ni ejercicio que demasiadamente
los trabaje. Róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras propias heredades, que nos
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revenden, se hacen ricos, dejándonos a nosotros pobres. No tienen criados, porque todos lo son de
sí mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que del robarnos,
y ésta fácilmente la deprenden.
Cervantes había sido cautivo en Argel, sabía que en muchas ocasiones los
moriscos de las localidades costeras habían abierto las puertas a los corsarios
argelinos y constató que al incremento de la presión de la mayoría cristiana le
acompañó un creciente deseo de emancipación de la minoría. El relato del
lugar de moriscos a «una legua de la marina, en el reino de Valencia», que
incluyó en el capítulo XI del libro 3 de Los trabajos de Persiles y Segismunda
parece un reportaje periodístico de un suceso habitual en las costas levantinas.
Los peregrinos que protagonizan la novela, al llegar al lugar, son bien
recibidos: «Yo no sé quién dice mal de esta gente, que todos me parecen unos
santos». Pero bajo la aparente normalidad de una tranquila villa costera, bulle
una sociedad musulmana clandestina que espera la noche para salir a la luz y
huir a Berbería en una flota que irá a buscarlos. Los protagonistas salvarán la
vida gracias a la advertencia de una hermosa mora y, atrincherados con el
cura en la iglesia fortaleza, asistirán a un asombroso espectáculo pasada la
medianoche:
La [gente] del lugar, que los esperaba, cargados con sus más ricas y mejores alhajas, adonde
fueron recibidos de los turcos con gran grita y algazara, al son de muchas dulzainas y diversos
instrumentos que, puesto que eran bélicos, eran regocijados, pegaron fuego al lugar y asimismo a
las puertas de la iglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal que pudiesen […],
derribaron una cruz de piedra que estaba a la salida del pueblo, llamando a grandes voces el
nombre de Mahoma; se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestos públicos. […]
Poco faltaba para llegar el día, cuando los bajeles, cargados con la presa, se hicieron al mar,
alzando regocijados ililíes y tocando infinitos atabales y dulzainas.
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no muy largo. Pero esos pecados tenían diferentes lecturas; casi nadie
comparaba a Felipe III con la iniquidad de don Rodrigo; su falta no era otra
que la de permitir que muchos de sus súbditos se burlaran de las leyes, del
orden, las buenas costumbres…; su pecado no era otro que ser
condescendiente con la deslealtad, la mentira, la herejía… (Magnier 2010;
Seguí Cantos 2005; Callado Estela 2014).
La expulsión volvía a estar encima de la mesa, y aunque las discusiones
siguieron en un tono bastante apagado, no debemos olvidar que era asunto
manoseado y discutido por el rey, el duque de Lerma y los ministros de la
Monarquía con harta frecuencia. Lo que obstaculizaba una decisión firme era
de índole económica: el quebranto gravísimo de la economía de los reinos de
Valencia y Murcia, los escrúpulos de conciencia al enviar a la perdición a un
buen número de cristianos verdaderos diseminados entre los musulmanes y el
lugar a donde enviarlos (pues mandándolos a países islámicos se renunciaba a
procurar la salvación de sus almas, algo a lo que estaban obligadas las
autoridades civiles y eclesiásticas). Cervantes recogía estos escrúpulos en el
capítulo mencionado del Persiles más como pretextos que como verdaderos
obstáculos para decidirse:
Ea, rey invencible, atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España
tersa, limpia y desembarazada de esta mi mala casta.
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Valencia el 22 de septiembre de 1609; del Reino de Murcia, el 9 de
diciembre; de Aragón y Cataluña, el 29 de mayo de 1610, y de las dos
Castillas, La Mancha y Extremadura, el 10 de julio de ese año. Se hizo en
oleadas sucesivas para evitar que las deportaciones se solapasen y funcionase
de manera fluida la salida de los moriscos.
El Reino de Valencia, por albergar más población, constituyó la
experiencia piloto para proceder en los otros reinos. En el verano de 1609
fueron trasladados al reino 4000 soldados de los tercios de Italia cuya función
era cerrar las fronteras y formar corredores donde, desde el interior hacia la
costa, se fuera moviendo a la población en grandes columnas hasta los puertos
de embarque, Denia, Alicante, el Grao de Valencia y Vinaroz principalmente.
La orden daba un plazo de tres días a todos los moriscos para que fueran a
embarcarse en el lugar que el comisario de su localidad les indicare; sólo
podían llevar algunos bienes y se les recomendaba que se proveyeran de
alimentos. Aproximadamente 50 galeras de guerra aseguraron que los barcos
que transportaban a los deportados saliesen de las aguas españolas y se
incentivó la cooperación de los armadores haciendo que los moriscos
abonasen su flete y que los ricos cubriesen el pasaje de los pobres (Epalza
1992; Benítez Sánchez-Blanco 2001).
A pesar de las precauciones, hubo algunos levantamientos notables, en La
Muela de Cortes y en La Marina de Alicante, que obligaron a traer más tropas
de Italia, tras lo cual fueron reprimidos con severidad. Cuando se rindieron
los de La Muela, 1500 de ellos fueron degollados y otros 3000 fueron
deportados. En La Marina la rebelión afectó a cerca de 20 000 moriscos, pero
los tercios, las milicias locales y las mesnadas de la nobleza se ensañaron en
una represión salvaje: se quemaron poblaciones y fueron exterminados o
reducidos a esclavitud aquellos que se negaron a rendirse. La cifra de muertos
no debió ascender a más de 3000. Se calcula que fueron cerca de 130 000 los
moriscos deportados de Valencia. Después se procedió con los de Aragón y
Cataluña, 70 000 y 9000 respectivamente. El 18 de septiembre de 1610, casi
de madrugada, embarcaban los últimos moriscos catalanes y aragoneses en el
puerto de los Alfaques; según el sacerdote Jaime Bleda, aquella noche hubo
un resplandor y en el cielo se dibujó una cruz celebrando que la Corona de
Aragón había quedado limpia (Benítez Sánchez-Blanco 2001).
En Castilla la expulsión fue menos dramática porque los moriscos eran
pocos y se hallaban muy dispersos. Además, era donde sufrían un mayor
acoso y donde la «emigración espontánea» llevaba ya tiempo en marcha. Las
autoridades habían estado facilitando el éxodo, por lo que las cifras de
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deportados no fueron tan altas como se esperaba. En Andalucía fueron 60 000
los individuos (se dice que antes del bando ya habían salido 20 000)
embarcados en Sevilla, Sanlúcar, Cádiz y Málaga. En La Mancha,
Extremadura y las dos Castillas la cifra total pudo ascender a 30 000, que
pasaron a Francia por Irún. En Murcia, sin embargo, las cosas no discurrieron
con la misma fluidez porque hubo una fuerte oposición al decreto en la vega
del Segura; la oposición de los dirigentes retrasó la puesta en marcha del
bando de expulsión hasta el 8 de octubre de 1611, pero tampoco entonces las
autoridades locales lo ejecutaron. El problema lo constituían los moriscos del
valle de Ricote, que se hallaban totalmente cristianizados. El marqués de los
Vélez y el clero murciano abogaron por ellos, pero, al final, prevaleció la
intransigencia rigorista y finalmente los cerca de 10 000 moriscos murcianos
(2500 del Ricote) fueron embarcados en Cartagena en octubre de 1613
(Epalza 1992; Bernabé Pons 2009).
Muchos moriscos que eran cristianos sinceros se instalaron en Francia e
Italia, pero la gran mayoría —que eran musulmanes— se encontraron con la
sorpresa de que las poblaciones autóctonas de los países islámicos no les
acogieron como verdaderos fieles de Mahoma, y hubieron de sufrir rechazo e
incomprensión, cuando no la sospecha de profesar ocultamente el
cristianismo. Los moriscos, aunque devotos y sinceros en su fe, eran el
resultado de un intenso proceso de aculturación. Con el paso de varias
generaciones, la práctica de la taqiyya había desdibujado los límites entre lo
cristiano y lo musulmán. Muchos se dieron cuenta de que se hallaban a
caballo entre dos civilizaciones y de que el islam que practicaban era
heterodoxo. Los moriscos de Hornachos (Extremadura) constituyeron un caso
excepcional dado que trasplantaron su sociedad de España a Marruecos,
crearon su propia república en Salé, en la costa atlántica marroquí, y la
hicieron florecer dedicándose al corso. Su república de piratas tuvo una fama
tan brillante y siniestra como la famosa isla de La Tortuga en el Caribe, y a
ella le dedicó algunas páginas Daniel Defoe en Robinson Crusoe. Sin
embargo, la gran mayoría no corrió esa suerte y tuvo que integrarse en
sociedades que les resultaban tan extrañas como la cristiana, adaptándose a
una lengua, vestido y costumbres diferentes. Un número reducido se instaló
en Egipto, el Egeo y el Cercano Oriente. La mayoría se dirigió al norte de
África y fueron muy bien acogidos en Túnez, Marruecos y Argel, mientras
que los que desembarcaron en zonas de Berbería dominadas por tribus
beduinas, en el área comprendida entre Fez y Tremecén, fueron expoliados y
maltratados (Domínguez Ortiz y Vincent 1978; Epalza 1992).
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El 25 de marzo de 1611 se celebró en Madrid una procesión y misa de
acción de gracias por el éxito y feliz término de la gran operación de
expulsión, a la que el rey asistió vestido de blanco. España estaba purificada,
aun cuando quedasen algunos flecos, como el de Murcia. Se desconocen las
cifras totales de la deportación, algo más de 300 000 individuos, aunque el
nuncio la situó cerca del medio millón, de los que una cifra no inferior al
10 % murieron de agotamiento en los caminos, fueron asesinados durante las
revueltas o perecieron víctimas de asaltos. Habría que sumarles los que
fallecieron en el mar, en naufragios o arrojados por la borda por patronos
poco escrupulosos, víctimas de los bereberes en la costa norteafricana, del
hambre y de las privaciones. De los vivos, muchos acabaron en los mercados
de esclavos del Mediterráneo.
La celebración aquel día primaveral de 1611 no logró disipar una
sensación embarazosa, pues en el ambiente de la corte se mezclaban los
mensajes triunfalistas con la pesadumbre. ¿Por qué se hizo? La respuesta que
resultara satisfactoria para Marcelino Menéndez Pelayo (por un alto ideal: la
unidad de la fe, la raza, la lengua, la cultura y las costumbres) no lo es para
nosotros. Los inconvenientes que figuraban en los informes de las sucesivas
juntas entre 1580 y 1608 siempre repetían los mismos argumentos para
rechazar los proyectos de expulsión: empobrecimiento de los reinos, condena
a inocentes, faltar a la obligación del soberano con sus súbditos. Y las
consecuencias fueron las que siempre habían figurado en dichos análisis, por
lo que resulta llamativo que se ignorasen deliberadamente en la toma de
decisión. En 1619 el Consejo de Castilla elaboró un informe sobre las causas
del empobrecimiento del país, y Fernández de Navarrete (Conservación de
Monarquías, 1621) le dedicó un extenso análisis en el que concluía que el
descenso de la riqueza y del nivel de vida que sufrían los españoles era una
consecuencia de las expulsiones, que habían agudizado una tendencia al
despoblamiento que dejaba los campos sin brazos, las arcas reales sin
tributarios y los ejércitos sin soldados: «A ninguno corre tanta obligación de
ayudar al bien común como a los reyes, cuya conservación consiste en
conservar el pueblo». A pocos les sorprendió contemplar cómo el Reino de
Valencia pasaba de vergel a páramo, el reino había perdido una cuarta parte
de su población, las clases medias se empobrecieron o arruinaron por el
impago de los préstamos hipotecarios (los censales sobre lugares de moriscos
eran una inversión habitual de los rentistas valencianos), los señores perdieron
una mano de obra que no pudieron reemplazar, se hundió la producción
agrícola…
Página 133
En el Consejo de Estado, en las cortes de los virreyes y entre la gente
informada se sabía que las consecuencias económicas iban a ser nefastas, y en
cuanto a las ventajas «espirituales» había dudas. La larga lista de obras
justificativas de la expulsión muestran el impacto traumático de la medida.
Fray Marcos de Guadalajara (Memorable expulsión y justísimo destierro de
los moriscos de España, Pamplona, 1613), Damián Fonseca (Justa expulsión
de los moriscos de España, con la instrucción, apostasía y traición dellos: y
respuesta a las dudas que se ofrecieron acerca desta materia, Roma, 1612),
Pedro Aznar de Cardona (Expulsión justificada de los moriscos de España,
Huesca, 1612), Juan Méndez de Vasconcelos (Liga deshecha por la expulsión
de los moriscos, Madrid, 1612), Antonio del Corral y Rojas (Relación de la
rebelión y expulsión de los moriscos del reino de Valencia, Valladolid, 1613)
o fray Blas Verdú (Engaños y desengaños del tiempo con un discurso de la
expulsión de los moriscos, Barcelona, 1612) no eran historiadores sino
publicistas que escribieron para convencer y acallar las conciencias, y los
títulos, salpicados con calificativos como «justa», «justísimo», «justificada»,
indican y adelantan un contenido apologético a la vez que tranquilizador.
Esta literatura muestra que no hubo un consenso tan fuerte en la sociedad.
Alguien tan atento al problema como fue Cervantes, ante tanta justificación
expresó dudas de conciencia e inseguridad y, saltándose los
convencionalismos, mostró al lector de la segunda parte del Quijote, en el
capítulo 54, el drama de una familia de moriscos manchegos arrojados a tierra
de infieles:
La Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas, y aunque yo no lo soy
tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro.
Quien así hablaba era el morisco Ricote, vecino de Sancho, cuyo nombre
evoca a aquella comunidad de moriscos murcianos que, pese a saberse que
estaban totalmente asimilados, fueron expulsados tras un intenso debate sobre
su excepción. Ningún autor pone los nombres de sus personajes porque sí; el
nombre suscita asociaciones, evoca cosas que nunca son neutras respecto al
curso de la narración, y todavía en 1616 la suerte de los moriscos de la vega
del Segura seguía siendo objeto de controversia, algo que no ignoraba un
lector de entonces.
Sensible a un acontecimiento que conmocionó a sus contemporáneos,
Cervantes expuso la complejidad de sentimientos encontrados que provocó la
expulsión. La familia de Ricote no fue objeto de la xenofobia; al contrario,
contaba con las simpatías y el apoyo de sus vecinos, algo que, por cierto, fue
frecuente en La Mancha. Allí hubo muchos lugares donde la población
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cristianovieja consideró la medida brutal y desproporcionada. Sin entrar en la
polémica sobre este episodio, sobre si comporta maurofobia o maurofilia, si
defiende la convivencia entre cristianos y musulmanes por medio de los
abrazos simbólicos de Sancho y Ricote o el amor de Ana Félix y don Gaspar
Gregorio o deplora dicha tolerancia en el curioso discurso de Ricote alabando
la «heroica» decisión de Felipe III, Cervantes, al salirse del discurso unilateral
dominante y dotar de rasgos humanos a unos moriscos expulsados, exponía
un punto de vista crítico, no tanto con la medida en sí, sino con su alcance,
por expulsar a los asimilados y los no asimilados, por no haber distinguido a
los cristianos y a los musulmanes y haber seguido el solo criterio de la sangre.
El relato cervantino, sin embargo, cobra rasgos de algo más que verosímil
según estudios recientes efectuados en Castilla la Nueva y Aragón, en lugares
donde la cifra de expulsados es sorprendentemente baja y en otros donde se
ha detectado resistencia a la medida en muchas localidades cuyos habitantes
prefirieron amparar a sus vecinos moriscos y sortear la expulsión mediante
ardides o simple pasividad. Los estudios de campo de Moreno Díaz del
Campo y Dadson parecen indicar que la expulsión no alcanzó las cifras que se
han mantenido hasta ahora y que tampoco estaba extendida una identidad de
raza de naturaleza impermeable e intolerante. Más bien parece que primaron
las solidaridades comunitarias sobre la obligación de obedecer una orden
extraña y ajena a la comunidad (Moreno Díaz 2009; Dadson 2017).
El episodio de Ricote también podría expresar el horror de quien, teniendo
una opinión xenófoba, era consciente de las consecuencias que comportaba
pasar de las palabras a los hechos, y que no era eso lo que quería que se
hiciera, pues sólo deseaba que se cumpliese la justicia. Dudas de conciencia
más que arrepentimiento que, no obstante, despejaba poco después en el
Persiles, donde daba por buena la medida, sin matices. La reacción de
Cervantes puede compararse con la del arzobispo Ribera, que murió
apesadumbrado y amargado por las críticas a la expulsión; parece que le
angustiaba sobremanera haber arrojado al abismo a muchos inocentes, es
decir, muchos bautizados a los que debería haber protegido. Los beneficios
«espirituales» quedaron eclipsados por un amargo sabor a injusticia (Seguí
Cantos 2005; Magnier 2010).
La expulsión fue sobre todo una gran demostración de la fuerza y del
poder de Felipe III respecto a la corte y respecto al mundo. En la famosa
reunión del Consejo de Estado del 4 de abril de 1609, el rey había planteado a
sus consejeros una decisión definitiva sobre el «modo y tiempo de librarse de
esta gente», y sólo admitía dos soluciones: la deportación o el exterminio; no
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cabían más alternativas ni aplazamientos y sólo sometía a consulta el modo y
manera. El duque de Lerma y el resto de los asistentes no pudieron objetar,
oponerse o plantear otras salidas, pues no era eso lo que les pedía su
soberano. La opinión general atribuyó al valido un papel menor en el asunto.
Jaime Bleda lo recordaba al dedicar al duque de Lerma la Defensio fidei in
causa neophytorum sive Morischorum Regni Valentiae, totiusque Hispaniae
(Valencia, 1610). Pretendiendo reparar una falsa idea, la confirmaba:
Hablando un día con el marqués de Carazena, Virrey deste Reyno, sobre la impresión deste libro,
me encargó mucho que me acordasse de hazer particular memoria de Vuestra Excelencia a quien
después del rey nuestro señor se atribuye este hecho.
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se hizo la expulsión obligó al cumplimiento del voto (Luis Muñoz, Vida y Virtudes de la
venerable virgen D.ª Luisa de Carvajal, Madrid, 1632).
El otro dato llamativo, que no han pasado por alto los historiadores, es la
coincidencia de la firma del decreto de expulsión con la tregua con los Países
Bajos. Desde 1592 los jesuitas habían iniciado una acción misionera
sistemática en las Siete Provincias; hacia 1610 una veintena de misioneros
mantenía regularmente su actividad en ciudades como La Haya, Ámsterdam o
Utrecht y los colegios de la Compañía en Colonia y Lieja preparaban y
formaban a un número creciente de sacerdotes holandeses dispuestos a la
misión. Felipe III ofreció el reconocimiento de la soberanía a cambio de la
tolerancia hacia el catolicismo, oferta que rechazaron las autoridades de la
República por temor al crecimiento de una minoría que cuestionaba su
legitimidad (de hecho, su crecimiento pesó en la decisión española de
reanudar la guerra en 1621). Al final, la tregua vino a significar que no habría
paz verdadera mientras el catolicismo no fuera respetado, lo cual era una
severa advertencia que obligaba a los holandeses a valorar si les interesaba
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mantener su intransigencia y no obtener los beneficios de la verdadera paz
que habían alcanzado Inglaterra y Francia. La defensa y protección de los
católicos era un empeño personal del rey, y aunque ni el duque de Lerma ni el
archiduque Alberto querían que esto obstaculizase la paz, la intransigencia del
soberano sólo permitió que se fijase una tregua.
En palacio, desde la casa de la reina y las Descalzas Reales se estimulaba
una línea de acción contraria a la razón de Estado y a la doctrina de los
políticos, pues parece que se impulsaba una política férreamente ideológica.
Rafael Benítez señala que la actitud del arzobispo Ribera a favor de la
expulsión, más que causada por la maurofobia, lo estaba por el temor a que en
el gobierno de la Monarquía se impusiera la visión de los políticos, pues la
razón de Estado implicaba tolerancia aun cuando se disfrazase bajo el manto
de la conveniencia y la necesidad. La literatura política que circulaba en el
entorno del rey (Ribadeneyra, Belarmino y Suárez) enfatizaba el ideal de
servicio del príncipe a la Iglesia. Tácito y Justo Lipsio empezaban a eclipsarse
para dejar paso a los moralistas. El padre Suarez fue requerido en diversas
ocasiones para despejar los escrúpulos de conciencia que atormentaban al rey,
y en una de sus intervenciones tocó un tema sensible: la concesión de regalos
y sobornos a varios cardenales en vísperas del cónclave de 1605.
Con los vientos que corrían, más valía adaptarse. En 1612, después del
fallecimiento de la reina, la desbordante producción publicística tocante a la
expulsión de los moriscos exaltó el papel protagonista de Lerma. El valido fue
consciente de que la voluntad del rey pasaba por Roma. La hipersensibilidad
de la conciencia regia le permitió adaptarse reemplazando el vacío político
dejado por Margarita de Austria, y tal disposición le granjeó el favor de la
curia, que acabó recompensándole con un capelo cardenalicio. Dentro de la
campaña de imagen desarrollada por el valido, cabe reseñar un tratado que
parece compendiar el nuevo rumbo ideológico de la Monarquía Hispánica, se
trata de la obra del dominico fray Juan de la Puente Tomo primero de la
conveniencia de las dos Monarquías Católicas, la de la Iglesia Romana y la
del Imperio español y defensa de la precedencia de los Reyes Católicos de
España a todos los Reyes del Mundo (Madrid, 1612). Dedicada a Felipe III, la
portada del libro sitúa bajo las armas entrelazadas de la Casa de Austria y la
Santa Sede las insignias de la orden dominica y el blasón del duque de Lerma
con el lema in mutuo auxilio. Es un resumen simbólico de un libro dedicado a
exponer el argumento de que en el mundo existen dos luminarias, el sol y la
luna, la Iglesia y la Monarquía, y el poder espiritual se proyecta sobre el
poder temporal, que es su reflejo. En consecuencia, la Monarquía está al
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servicio de la fe, y en el éxito de dicha misión redunda la pureza de España,
único lugar del mundo donde no habitan gentes extrañas al credo católico
(lógicamente en este empeño por la pureza destaca el papel protagonista del
duque de Lerma en la expulsión de los moriscos, a quien atribuye el éxito).
(Rivero Rodríguez 2018c; Williams 2010).
La expulsión acreditaba la disposición a mantener a España entera en la fe
y se identificó la medida con el verdadero final de la Reconquista. Restaurada
la España sagrada, no había que temer una segunda caída. Puede que cuando
Felipe II pronunciara la frase «a este me lo han de gobernar» referida a su hijo
y heredero pensase más en la Iglesia que en los validos. Señalaba Américo
Castro que cuando en tiempos de Felipe III el Consejo Real de Castilla
prohibió al capitán Bernardo de Vargas Machuca publicar su crítica a la obra
de Las Casas, «el motivo de tan alta protección era que la capacidad
razonadora de los españoles había sido absorbida por la religiosidad totalizada
de su existencia». A su juicio, Las Casas no brillaba como defensor de los
indios sino por representar la aspiración a una «justicia divinal, ultraperfecta y
superhumana». Sin embargo, hubo resistencias a esa «religiosidad totalizada
de la existencia» y el episodio de la polémica sobre el patronazgo de España
lo puso de relieve (Américo Castro 1967).
En 1617 las Cortes de Castilla designaron patrona de España a Santa
Teresa de Jesús, un acto con el que se tomaba en consideración la crítica de
los teólogos y los historiadores de la Iglesia que denunciaban la historia de
Santiago en España como una sarta de patrañas e infundios. Los cardenales
Belarmino y Baronio demostraron la imposibilidad de que el apóstol viajara a
la península Ibérica, y su opinión influyó en el enfriamiento del fervor
santiaguista. Un catolicismo acorde con Roma iba desustanciando las raíces
del catolicismo hispano para caracterizarlo como expresión de un nuevo
espíritu contrarreformista cuyo modelo era Santa Teresa.
Tal decisión produjo el enfado de personas como Francisco de Quevedo,
portavoz del viejo estilo y ardiente defensor de Santiago, y también de un
catolicismo singular, paralelo, pero no enteramente sometido a Roma, porque
la Iglesia española procedía de Jesucristo por vía directa del apóstol Santiago,
como la romana del apóstol San Pedro. Defender a Santiago era defender la
nación, y por eso su primera obra polémica en torno a la discusión del
patronazgo la tituló España defendida (1609). Por otra parte, y en otro lugar,
comentando una famosa carta de Fernando el Católico al duque de Ribagorza
que encontró Quevedo en la Biblioteca Real de Nápoles, comparaba cómo la
razón y el sentido de Estado habían orientado las decisiones de aquel gran
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rey, mientras que Felipe III, a diferencia de su padre, parecía no recordar ya
los fundamentos sobre los que se había construido su Monarquía (Rey
Castelao 2015; Quevedo 1946).
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4. Monarquía
Territorios
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No conocemos una descripción del túmulo bonaerense, pero sí de otros
tantos erigidos en las iglesias y catedrales a lo largo y ancho de la Monarquía
Hispánica. Medio siglo antes, el túmulo erigido en Ciudad de México con
motivo de las exequias de Carlos V fue objeto de una elaborada formulación
iconográfica, diseñada y descrita por el humanista Cervantes de Salazar
(Túmulo imperial de la ciudad de México, México, 1560). Lo adornaban
escenas mitológicas que subrayaban las virtudes del soberano (prudencia,
justicia y fortaleza), pero también dibujos y relieves legitimadores de la
conquista (Fernando el Católico recibiendo del papa las bulas, escenas de las
hazañas de Hernán Cortés y su entrevista con el emperador) y alusiones al
pasado azteca que dotaban de continuidad al presente con el pasado y el
futuro. El Reino de Nueva España se «normalizaba» como miembro de la
Monarquía Hispánica. La celebración de estos actos reforzaba el sentido de
pertenencia porque existía una unidad imaginaria, simbólica, que no era
administrativa sino identitaria (Mejías Álvarez 2002).
Quizá hoy se traten con cierto desdén estos vínculos, pues parece que sólo
pueden considerarse sólidos los lazos jurídico-administrativos formales, hasta
el punto de que se niega la existencia de la unidad de la Monarquía. Fijando la
atención sólo en la diversidad, cabe hablar de «Monarquía compuesta»,
«Reino compuesto», Commonwealth o «Monarquía policéntrica», conceptos
que muestran un cuerpo desagregado, formado por elementos aislados y con
pocas cosas en común, con una especie de reparto o distribución territorial de
la soberanía (Elliott 2009; Russell, Gallego, y Rojo 1996; Cardim et al. 2012).
Pero símbolos, liturgias y ceremonias expresan una realidad orgánica y tienen
una función agregadora, nada superficial y más sólida y penetrante de lo que
suele creerse, porque bonaerenses, palermitanos, milaneses, sevillanos o
mallorquines eran conscientes de pertenecer a un espacio común y
homogéneo, de compartir una misma cultura política, articulada, y de
participar en una comunidad formada por súbditos de un mismo rey aun
cuando no fueran naturales de un mismo lugar. Buenos Aires, durante la
celebración de las exequias de Felipe II, se transfiguraba simbólicamente en
tres estadios, ciudad-reino-monarquía, escenificando la jerarquía de la
identificación del microcosmos al macrocosmos. Allí se representaba no sólo
una ciudad, sino la entera comunidad política constituida y vinculada por la
fidelidad a un mismo soberano. Los bonaerenses respondían como «leales y
buenos vasallos», y aunque su modesto túmulo no podría competir con el
inmortalizado por Cervantes erigido en Sevilla, en aquel rincón de la América
austral donde se carecía de casi todo (ni siquiera había velas y lienzos negros)
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se hizo un enorme esfuerzo para adquirir y llevar a la ciudad todo lo necesario
para hacer unas exequias dignas. Los días de luto, con sus procesiones y
homenajes, con las honras en las que se compusieron sonetos castellanos,
italianos y portugueses, convirtieron a la ciudad en teatro del reino, de la
Monarquía Indiana y de la Monarquía Universal (Zapico 2000).
En 1599 la Monarquía Hispánica se contemplaba como un mundo fuerte,
bien cimentado y enraizado sobre sólidos principios: consejo, prudencia y
religión. España constituía su núcleo, su cabeza, pero resultaría problemático
describir a los territorios que la componían como oprimidos bajo la
«dominación española». Monarquía era, sobre todo, pluralidad. A comienzos
del siglo XVII un anónimo libelista siciliano, defensor de la Corona española,
replicaba a los simpatizantes de Francia que «un solo Reino (por muy grande
que se quiera en lo político) no constituye Monarquía; este nombre
comprende reinos, provincias y diversas naciones». Concordaba con el
dominico calabrés Tommaso Campanella al describirla como un mosaico de
múltiples microcosmos integrados orgánicamente dentro de un macrocosmos
cuyas relaciones internas no eran de sumisión o asimilación, sino de
congregación integrada bajo un príncipe común. Campanella pensaba que esta
organización permitiría a los reyes de España convertirse en monarcas del
mundo siempre y cuando respetasen la diversidad, al tiempo que no olvidasen
reforzar una identidad común de carácter espiritual. Esta forma de contemplar
la Monarquía Hipánica la compartían sus propios dirigentes y responsables
políticos, y era asunto perfectamente comprendido por los soberanos de la
Casa de Austria. Es conocida la introducción que realizó Felipe IV, siendo
príncipe, a su traducción de la Storia d’Italia de Guicciardini, donde
justificaba su ejercicio como responsabilidad de quien habría de ser soberano
de naciones y por tanto obligado a conocer la historia y manejar la lengua de
cada una de ellas (Guicciardini 1899; Headley 1997).
Por otra parte, el propio Consejo Real era una representación palaciega
del microcosmos de su monarquía. La extraordinaria diversidad de los
territorios se reflejó en la autonomía que, a partir de 1580, adquirieron los
consejos territoriales de Italia, Aragón, Indias, Borgoña, Portugal y Castilla,
que garantizaban la independencia jurídica y legal de cada parte, sin mezcla ni
intervención de los naturales de una en otra, jurisdiccionalmente separados y
a la vez sentimentalmente unidos. Esto era elogiado como una virtud, pero
también constituía una seria limitación, señalada por Cristóbal Suárez de
Figueroa (El pasagero, Madrid, 1617), al no poder trasvasarse la fuerza de
unas partes a otras, impidiendo reequilibrios internos especialmente
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necesarios para mantener los imperios ultramarinos de castellanos y
portugueses que
sólo se valen de la gente de su nación […] deberían admitir en tales ocasiones los pueblos cuya
fidelidad, obediencia y quietud asegura el largo tiempo en que los mantiene súbditos del Imperio
español y más cuando el vasallaje es natural, no de conquista.
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hasta 1536 con los nombramientos de Pedro de Toledo para Nápoles y
Antonio de Mendoza para la Nueva España.
Los virreyes no eran oficiales, no desempeñaban un cargo, sino que
hacían las veces del soberano, y su autoridad no residía en una concesión
administrativa, sino en su calidad de miembros de la familia real. El título de
virrey de Sicilia, de Portugal, Cataluña o Perú contenía el reconocimiento a
sus titulares de ser primos del monarca y, como se puso de manifiesto en el
pleito del virrey extranjero en Aragón, no eran oficiales sino «personas
reales». Esta definición entrañaba, como se aclaró en Nápoles en 1564, que
toda agresión o atentado contra la persona del virrey se imputaba como delito
de lesa majestad, pues contra la misma persona del soberano se dirigía. En
tales condiciones, la autoridad del rey sobre los virreyes no se ejercía por
medio de canales administrativos sino personales, como cabeza de familia; así
mismo, la lealtad, devoción y obediencia de los virreyes se correspondía por
el mismo camino. No obstante, el vínculo entre el rey y sus súbditos nunca
desapareció por la interposición de la figura de los virreyes. El monarca era el
único depositario de la lealtad y fidelidad de los naturales de los reinos (así se
entiende la aparente contradicción que encierra el célebre grito de las
revueltas de Nápoles y Sicilia en 1647: «Viva el rey, muera el mal
gobierno»), y esto se debía a que la propia ausencia del rey se presentaba
como pasajera, provisional, como lo era la autoridad de la persona que le
reemplazaba (Cañeque 2004; Rivero Rodríguez 2011a).
Al tratarse de una relación personal, afectiva y familiar, los virreyes no
estaban sujetos a rendición pública de cuentas, a excepción de los de Perú y
Nueva España, pues procesarlos era casi lo mismo que procesar al propio
soberano. Las visitas y residencias de los virreyes americanos constituyeron
una excepción a la regla porque la lejanía de aquellos territorios hacía
imposible una visita real; sus virreyes no guardaban una ausencia, eran
oficiales de gobierno por delegación del rey. Sin embargo, el establecimiento
de la corte en Madrid en 1561 acabó con la idea de que la ausencia del rey era
accidental, pues en adelante sería permanente. En 1558 el virrey de Sicilia,
Juan de Vega, conocedor de los planes de su soberano, advirtió de que sería
necesario replantear la figura de los virreyes, subordinarlos a la corte y fijar
vínculos administrativos. En su opinión, dicho cambio acabaría con la
institución, porque los virreyes no eran corregidores, no estaban sujetos a
consejos y tribunales. Los virreyes formaban un solo cuerpo con el rey, hacia
quien dirigían su correspondencia y de quien recibían, sin intermediarios, la
expresión de su voluntad; nadie tenía ni podía tener jurisdicción sobre ellos, y
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esto les daba una independencia casi absoluta. Ningún noble aceptaría un
cargo con las atribuciones recortadas y con menores prerrogativas que sus
antecesores, pues pocos admitirían que los límites tuvieran una causa distinta
a la desconfianza (Rivero Rodríguez 2011a).
Vega tenía razón, y no pudo imponerse ninguna clase de límite salvo el
cese o la expiración del mandato. La sabiduría popular se hizo eco de esta
percepción, y de hecho aún hoy circula en Sicilia un refrán nacido de la
experiencia de la dominación española que dice «Por encima del rey está el
virrey». Concuerda con el famoso «Se obedece pero no se cumple»,
contestación frecuente de los virreyes americanos cuando no podían o no
querían aplicar las órdenes provenientes de la metrópoli. Fueron muy escasos
los virreyes cesados, depuestos o castigados públicamente. Felipe II tuvo
fama de prudente y cauteloso en esta materia, y ante los virreyes de los que no
estaba satisfecho,
solía por medio de su Consejo de Estado u otro, ordenarles pidiessen licencia para dejar los
cargos, medio prudente para sacarlos dellos con mayor dulzura y sin quiebra de reputación como
se hizo con el duque de Osuna siendo virrey de Nápoles[11].
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ambos obligados al duque de Osuna el uno por parentesco habiendo casado entre sí sus hijos, el
otro por amistad y los dos por muchos presentes recibidos no se atrevían a desampararle[14].
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definido; tanto el de Indias, que empezó a funcionar en 1521, como el de
Aragón, que lo hizo en 1495, sólo se limitaban a dar dictámenes y opiniones
que les demandaba el soberano. Se les llamaba a consultas cuando debía
tomarse una decisión o dar un veredicto; carecían de autonomía para actuar
por sí mismos, y no eran ministerios sino órganos consultivos, aunque su
asesoría permitió limitar la autoridad de los virreyes en materia de gracia y
justicia, que gracias a los Consejos de Aragón e Indias eran administradas
directamente por el soberano (nombramiento de jueces y altos oficiales,
diseño de la política general, etc.). (Vicens Vives 1971; Arrieta Alberdi 1994;
Schäfer 2003).
En la segunda mitad del siglo XVI este modelo cambió. Los trabajos de
Juan de Ovando y sus colaboradores en la «reforma espiritual de las Indias»
llevaron a la conclusión de que las Indias no eran ni colonias ni provincias,
sino un sistema cerrado, la Monarquía Indiana, formada por dos grandes
unidades políticas, el Reino de Nueva España y el del Perú, reinos no sólo
equiparables a los europeos, sino que componían un sistema como lo eran las
coronas fundadoras de la Monarquía, Castilla y Aragón. Si bien las Indias
nunca se desvincularon completamente de Castilla, el hecho de disponer de
una legislación propia, diferenciada y común a todo su espacio, de un
gobierno espiritual regido desde el patriarcado de las Indias y de un consejo
propio en la corte que actuaba como tribunal supremo hizo que se
configuraran como un espacio particular, intermedio, situado entre los reinos
(Perú y Nueva España) y la Monarquía Universal o católica. Después de
concluida la reforma del Consejo y gobierno de las Indias en 1571, se dio
contenido a los Consejos territoriales de Aragón e Italia, los cuales, a su vez,
sirvieron de modelo para la creación del de Portugal (1580) y del de Borgoña
(1588). En lo sucesivo los consejos «territoriales» de la Monarquía ya no
fueron concebidos como un canal de comunicación rey-reino, sino que se
configuraron como instituciones con iniciativa en la vigilancia y custodia de
la jurisdicción real en los dominios que estaban bajo su competencia; eran
guardianes de territorios administrados. En este proceso, Italia a través de su
Consejo se perfiló y tomó cuerpo como entidad autónoma, «subsistema», a
medio camino entre la Monarquía y cada uno de los reinos. Así lo reconocía
en 1626 el jurista napolitano Carlo Tapia al publicar en Nápoles su Decisionis
Supremi Italiae Senatus, el primer estudio sobre la jurisprudencia del
Consejo. Tapia entendía, a través de la descripción de diversos casos elevados
a la atención del organismo y de sus dictámenes, una capacidad normativa
italiana, fuente de derecho, cuyas decisiones corregían las deficiencias u
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omisiones de leyes y costumbres particulares de los reinos de Sicilia y
Nápoles o del ducado de Milán y, lo que es más importante, con una
aplicación común. Si bien no existía una naturaleza italiana, como tampoco la
había española, la institucionalización del Consejo de Italia en 1579 confirió
unidad y organicidad a los dominios italianos, del mismo modo que lo estaban
las coronas de Castilla y Aragón y la Monarquía Indiana a través de sus
consejos. Como remate, los consejos «nacionales» asociados a fundaciones
nacionales como hospitales, congregaciones y templos (entre los que se
encontraban la Iglesia y Hospital de San Pedro y San Pablo de los Italianos
fundado en 1580) confirieron a Madrid (y durante un corto intervalo a
Valladolid) el doble carácter de corte y —como dijo Lope de Vega—
«archivo de naciones» (Los mártires de Madrid).
En definitiva, los consejos territoriales nos permiten identificar los
subsistemas de la Monarquía y contemplar también la articulación orgánica
de una monarquía de naciones compuesta por reinos. Cada conjunto tenía un
lugar, disponía de una función más o menos reconocida, contaban con una
composición diferente y una articulación interna singular. Aspectos que
podremos apreciar contemplando separadamente los espacios internos de la
Monarquía (Rivero Rodríguez 1998; Rabasco Valdés 1987; Luxán Meléndez
1988; Arrieta Alberdi 1994).
Castilla y Aragón
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tendente al autoritarismo monárquico, contrapuesto al arcaico y
medievalizante de la Corona de Aragón, asfixiado por el particularismo de los
estamentos. Por último, se ha insistido tanto en subrayar las grandes
diferencias entre las dos coronas, su posición fuertemente asimétrica, que
ambas parecen antitéticas, y su unión, poco menos que contra natura. Castilla
se caracterizaba por el absolutismo, y Aragón por el pactismo, dando pie a un
juego de alternancias: centralización frente a descentralización, cohesión
frente a conflicto social, preeminencia aristocrática o carácter burgués
predominante, y así (Belenguer Cebrià 2001; Barrios 2016).
La lectura que suele sacarse de ese juego de contrarios es que la vitalidad
burguesa de Cataluña quedó esterilizada por el arcaísmo aristocratizante de
Castilla, y ello abrió el camino hacia la decadencia. Desde el siglo XIX, la
historiografía nacionalista y la liberal situaron el origen del atraso español en
la frustración del modelo de Estado-nación o Estado moderno que pudo
haberse encarnado en la monarquía del siglo XVI si los valores que
representaban los comuneros y las burguesías catalana y valenciana hubieran
sido asumidos como propios por los soberanos de la Casa de Austria. Suele
pensarse, por tanto, en la imposición de un modelo intransigente, absolutista,
asumido y liderado por la aristocracia castellana. Sin embargo, las
aportaciones de la tradición aragonesa fueron más determinantes que la
preeminencia castellana en la organización interna de la Monarquía. El
modelo organizativo de la Corona de Aragón se impuso como el más idóneo
para regir un sistema tan complejo como el de la Monarquía Hispánica. Fue el
gran canciller Gattinara quien en 1528 convenció a Carlos V para que
adoptase este sistema como mejor forma de evitar la disgregación de sus
estados, y las reformas de Felipe II no hicieron sino ampliar y dar contenido a
esta idea. La monarquía de Fernando el Católico, estudiada por Gattinara y
admirada por Felipe II, se caracterizaba por la agregación de territorios que
conservaban su independencia (Rivero Rodríguez 2018c).
En Castilla, durante la Reconquista había funcionado un sistema muy
diferente. Los reinos de León, Toledo, Jaén, Córdoba, Sevilla o Granada lo
eran sólo de nombre; se definían como territorios en los que el rey ejercía su
jurisdicción, pero no tenían personalidad jurídica. Eran reinos unidos
«accesoriamente» a Castilla que se gobernaban bajo sus leyes pues, como
recordara el jurista Juan de Solórzano, «se tienen y juzgan por una misma
cosa». La expansión era judicial y jurisdiccional mediante la absorción de
distritos y provincias que precisaban audiencias y tribunales que
administrasen las leyes y la justicia castellanas. Así, la creación de las
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Audiencias indianas respondía a un modelo experimentado tras la creación de
la Chancillería de Ciudad Real (trasladada a Granada en 1501) y de la
Audiencias de Sevilla, Canarias y La Española. Bien diferente era el caso de
los reinos de Aragón, Valencia, Mallorca y Cerdeña y del Principado de
Cataluña, porque cada territorio tenía su propia personalidad jurídica, sus
propias leyes y códigos, lengua administrativa, régimen fiscal, fronteras,
monedas, etc., y se trataba de una asociación aeque-principal, en pie de
igualdad, siguiendo el principio de la col·ligaçiò, por el que cada territorio se
incorporaba individualmente y sin sujeción a otro en el seno de la Corona de
Aragón, que resultaba así un conjunto cuyo común denominador era tener un
soberano de la Casa Real de Aragón. La adhesión aeque-principal se utilizó
para vincular a Navarra con la Monarquía en 1512, y será este principio el que
regirá la agregación de los territorios no castellanos tras la conquista de
México y Perú. La creación de los virreinatos y las Leyes de Indias adaptaron
para América una versión castellanizada del sistema aragonés (Rivero
Rodríguez 1998; Schäfer 2003).
Los naturales de los reinos de la Corona de Aragón fueron conscientes de
su aportación al modelo orgánico de la Monarquía, único capaz de hacerla
viable por su compleja diversidad, y no olvidaban refrescar la memoria de los
castellanos cuando se subestimaba su contribución, como hizo Francisco de
Moncada al escribir la historia de la Expedición de los catalanes y aragoneses
contra turcos y griegos, publicada en 1623, para recordar a los reyes de
España las acciones «sobre cuyo fundamento hoy se mira levantada su
monarquía». En 1616 el noble catalán Francesc de Gilabert dedicó al príncipe
Felipe sus Discursos sobre la calidad del Principado de Cataluña, donde
exponía la diversidad de reinos, leyes y lenguas como característica de la
Monarquía Hispánica y, dentro de ella, la Corona de Aragón, germen de ésta.
Su objeto era describir un sistema que contribuía eficazmente a la estabilidad
y cohesión del conjunto y alertaba contra aquellos cortesanos que pensaban
que los fueros y leyes particulares impedían hacer justicia o gobernar con
eficacia; a su juicio, esos apologetas de la utilidad, de la razón de Estado, no
debían olvidar que «la Monarquía de España, pues para ser tan estendida se
forma de diversos temperamentos de tierras». Más unidad, más centralismo
diríamos hoy, no garantizaba la supervivencia del conjunto (Belenguer Cebrià
2001; Molas Ribalta 1996).
Ahora bien, la adopción de las estructuras no oculta la preeminencia
castellana y el favor expresado a esta nación por la Corona. En las Cortes de
Castilla, celebradas en Toledo en 1558, Felipe II declaró «el amor que tuve
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siempre a estos reinos, cabeza de mi monarquía, donde nací, me crié y
comencé a gobernar». Castilla ocupaba un lugar especial, y para subrayarlo,
se concedió al Consejo Real de Castilla por la ordenanza de 1598 un rango
superior y arbitral sobre el resto de los consejos. Además, al establecerse la
entrada de dos de sus consejeros en el Consejo de la Inquisición, la judicatura
castellana protagonizó de manera indiscutible el aparato de control social e
ideológico de la Monarquía. Castilla, España y Monarquía fueron términos
que con mucha frecuencia se manejaban como equivalentes. Las Cortes de
Castilla hicieron patrona de España a Santa Teresa en 1617 capitalizando una
parte del todo, de la misma manera que los defensores de Santiago se remitían
a la vieja corona gótica que había pervivido a través del linaje de don Pelayo.
Pero esto no constituye una razón de peso para explicar por qué la Monarquía
prefirió y favoreció a los castellanos; la historiografía tradicional recurrió a
una explicación basada en el «hecho diferencial» que apuntamos al principio,
porque Castilla disponía de una cultura política absolutista, y Aragón,
pactista. Una Monarquía en expansión no podía permitirse el lujo de ver
entorpecidos o limitados sus designios históricos por el regateo de unos
súbditos que exigían continuamente contrapartidas. La riqueza y sumisión
castellana eran preferibles a la pobreza y la altivez aragonesa. Los reyes
ejercían su autoridad cómodamente en el ámbito castellano, mientras la veían
sistemáticamente entorpecida en el aragonés (Batista i Roca 1975, 1992).
Deben matizarse las diferencias, en primer lugar, porque hay un
conocimiento más completo de muchas cosas, y por otra parte, porque se ha
rebajado la carga sentimental e ideológica que pesaba sobre hechos e
instituciones del pasado. Así, se ha revisado el papel de las Cortes castellanas,
tratadas tradicionalmente como una institución débil sometida al arbitrio de la
casa real, y también se ha matizado la falta de diversidad en la Corona de
Castilla y la pluralidad característica de la de Aragón, pues existían otras
asambleas de estados además de las Cortes: las Juntas Generales en el Reino
de Galicia, las del Principado de Asturias, la provincia de Guipúzcoa y las del
señorío de Vizcaya, que han sido objeto de detallados estudios. El respeto a la
ley, las constituciones y los fueros no era ajeno a la cultura política castellana.
El rey no disponía de un poder ilimitado, y la oposición y la negociación
formaban parte de un juego político en el que las resistencias eran tan
cotidianas como los consensos (Díez de Salazar Fernández 1990; Truchuelo
García 2006; Cebreiros Álvarez 2020; Jauregi Intxaustegi 2018; Menéndez
1992).
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Por otra parte, una nueva lectura de las condiciones de la lucha política en
los siglos XVI y XVII obliga a reconsiderar la comprensión de las Cortes. La
historiografía del siglo XIX y XX interpretaba la relación entre rey y
parlamentos desde la perspectiva de Montesquieu y los experimentos
constitucionales que desde 1812 trataban de equilibrar tradición y liberalismo,
monarquía y constitución. Rey y reino se veían naturalmente opuestos, su
relación era dialéctica y, normalmente, se hallaba en tensión. Pocos concebían
entonces que la cooperación constituía la normalidad, que los enfrentamientos
eran escasos y que la lucha política se movía más en el terreno de la
complementariedad que en el de la oposición de contrarios. La ley era
producto del acuerdo entre rey y reino, y el espacio en que ambas partes se
reunían y negociaban lo constituían las Cortes; allí se votaban los servicios
(aportes de dinero para la Corona) y se reparaban agravios y quejas. Las
diputaciones eran comisiones de diputados que funcionaban mientras no se
celebraban Cortes; se encargaban de recaudar y administrar los servicios
acordados con el soberano, vigilaban el cumplimiento de las leyes y
representaban al reino, enviando embajadas o dirigiéndose a otras
instituciones en su nombre (Fortea Pérez 2008).
Las largas Cortes castellanas celebradas entre 1592 y 1598 muestran en su
curso la existencia de arduas negociaciones y de una complejidad que
difícilmente se puede ventilar como sumisión al dictado de la Corona. Fueron
seis años de interminables discusiones, en las que los ministros del soberano
hubieron de escuchar, y aceptar, duras críticas a su gestión, a cómo se gastaba
el dinero de los servicios que le otorgaban los castellanos. Felipe III en las
Cortes de 1598-1601 no tuvo menores dificultades, pero pudo sortear mejor a
la oposición y obtener el servicio en menos tiempo, aunque en condiciones de
gasto y fiscalización muy rigurosas. La celebración de Cortes casi continuas
en la última década del siglo XVI indica que éstas servían para algo más que
conceder sumisamente dinero al rey (Fortea Pérez 2008).
Las Cortes de la Corona de Aragón se convocaron menos veces y duraron
menos tiempo que las castellanas. Felipe III sólo convocó Cortes en Cataluña
una vez, en 1599, y lo hizo en el marco de las Cortes Generales de Monzón.
Las de Castilla se celebraron en Madrid (1598-1601), Valladolid (1602) y
otras cuatro veces en Madrid, de 1607 a 1611, de 1611 a 1612, en 1615 y de
1617 a 1620. Las últimas fueron especialmente duras; la Junta de Cortes, una
comisión creada ad hoc para negociar con el reino, se quejaba en sus informes
de lo limitados que eran los poderes que concedían las ciudades a sus
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diputados y de las rígidas condiciones que ponían para conceder un servicio
de dieciocho millones (Colmeiro 1883; Belenguer Cebrià 2001).
La ausencia del rey fue el factor principal de la decadencia de las Cortes
aragonesas; si éstas se hubieran adaptado como las asambleas estamentales de
Italia, que podían reunirse sin el rey bajo la presidencia del virrey, habrían
corrido una suerte pareja a las tradiciones parlamentarias de Sicilia y Nápoles.
Lógicamente, la debilidad de las Cortes contribuyó al fortalecimiento de las
diputaciones como expresión institucional del reino. Tal es el caso de la
Generalitat Catalana o Diputación del General de Cataluña, una institución
que en origen se limitaba a recaudar los servicios votados y otros gravámenes,
como las generalidades (impuesto sobre productos que entran o salen del
principado) o la bolla (impuesto sobre los productos textiles). Pero la
ausencia de los soberanos dilató en el tiempo la convocatoria de la asamblea
estamental, y al ser cada vez más extraordinaria la celebración de Cortes, la
Generalitat obtuvo un mayor peso político. La Corona contribuyó bastante a
que esto fuera así, pues con dicha institución disponía de un interlocutor
mucho más ágil con el que negociar. Al General correspondía defender las
leyes, libertades y usos catalanes, y estaba facultado para denunciar agravios
(greuges). A partir de 1569 pudo incluso convocar unilateralmente a los
diputados en Cortes a las llamadas Juntas de Brazos, asambleas sin
participación del rey, de carácter extraordinario, requeridas para resolver un
problema específico. Las Cortes de 1585 sancionaron legalmente estas juntas
y abrieron la puerta a la cooperación con la Corona en la publicación de las
leyes y costumbres sobre las que se edificaba el sistema constitucional
catalán. Prevaleció una idea de equilibrio, de fuerzas que se complementan y
se apoyan unas a otras, siguiendo la idea de «república bien concertada» que
tantas veces repite Cervantes en el Quijote, refiriéndose al orden como
concierto, como articulación de diversos poderes distintos que compaginan
sus funciones en aras del bien común. Siguiendo esta directriz de cada órgano
en su oficio, se crearon las divuitenas, comisiones de las Juntas de Brazos que
atemperaban el poder de la Generalitat y que, además de vigilar el
cumplimiento de lo acordado en las juntas, podían ordenar visitas y realizar
pesquisas relativas a las finanzas y actividades de la Diputación o de alguno
de sus miembros. Pero en vez de consolidarse un sistema de contrapesos y
garantías, las nuevas medidas redundaron en beneficio de algunos diputados
que llegaron a acumular un enorme poder político y social manipulando la
composición de las divuitenas al colocar en ellas a miembros a sus hechuras.
La impunidad de estos individuos, que dio lugar a sonoros altercados
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jurisdiccionales con la Audiencia, hizo que en 1593 Felipe II prohibiese las
convocatorias de Juntas de Brazos. Sin embargo, en las Cortes de 1599 Felipe
III aceptó su restauración anulando por inconstitucional el decreto de su padre
(Molas Ribalta 1996; Pérez Latre y Serra i Puig 2004; Arrieta Alberdi 1995).
Esta marcha atrás anuló el ejercicio arbitral que correspondía ejercer a la
Corona y convirtió el esquema de contrapesos catalán en un sistema de
tensión de fuerzas que bordeaba el estado de guerra civil permanente. En un
informe del duque de Alburquerque escrito en 1616, se aludía al mal
endémico del bandolerismo como un fenómeno que recorría transversalmente
la sociedad catalana. La nobleza «criaba» bandoleros en sus dominios, los
eclesiásticos les daban refugio y la población en general, por miedo o
simpatía, los ayudaba. El bandolerismo en este y otros informes del virrey se
describía como algo más que delincuencia; era una faceta de las parcialidades
en que estaba fragmentada la sociedad catalana, articulada en grupos
familiares o linajes asociados, extendidos sobre el territorio gracias a sus
redes clientelares, que mantenían un estado de perpetua guerra privada. Los
nobles con sus escoltas armadas se dedicaban a bandolear, a hostigar al bando
o facción enemiga, haciendo todo el daño que podían, quemando viviendas,
destruyendo cosechas, asaltando poblaciones, etc. Las huestes de las
parcialidades, una vez licenciadas, se dedicaban al robo y la delincuencia al
tiempo que seguían actuando en pro de la causa. La fuerza y la violencia eran
inherentes a la vida política del país. La causa profunda radicaba en que
Barcelona no había logrado consolidarse como corte, como arena política
donde bajo el arbitraje del virrey se compitiese por la obtención de honor,
riqueza y poder. La limitada capacidad remuneradora de los virreyes y las
escasas posibilidades de los barones para prosperar como cortesanos
impidieron que Barcelona contase con un teatro urbano semejante a Palermo,
Nápoles o Lisboa, cuyas brillantes cortes atrajeron a las noblezas locales, que
construyeron allí sus palacios, y donde el desarrollo de la corte disolvió las
viejas banderías en partidos políticos cortesanos. Así mismo, el desarrollo de
las cortes virreinales suponía la integración en un circuito de poder que
alcanzaba a la corte del rey en Madrid, por lo que esta desconexión convertía
al principado en periferia y, como escribió Francesc Gilabert, la inexistencia
de actividad remuneradora de la corona condenó la contienda política al
localismo:
Esperan poco los de este Principado en el alcanzar merced; y assí desconfiados della cada cual
echa su cuenta de que á de acabar su vida en la vereda donde su patrimonio tiene.
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En Cataluña los nobles vivían en sus castillos, recluidos en sus baronías
(la mitad de la superficie del país); las confederaciones y concordias
particulares entre municipios, señores y prelados eran moneda corriente, y las
parcialidades enfrentaban a señores, eclesiásticos y élites urbanas. Las Cortes,
la Generalitat, los municipios, los cabildos catedralicios eran la caja de
resonancia de estos conflictos que en el ámbito del principado se alineaban en
red abarcando dos grandes bandos, nyerros y cadells, más o menos estables
desde 1592, en que aparecen así designados de manera explícita en la
documentación de la cancillería de los virreyes.
De todo esto tomó buena nota Cervantes al relatar la estancia de Don
Quijote en Barcelona. Roque Guinart, el bandolero nyerro, extiende
salvoconductos para que el caballero y su escudero puedan viajar por
Cataluña, por las tierras que domina su parcialidad, y cartas de
recomendación para sus amigos en Barcelona. Cervantes introduce en su
relato a un personaje real, un famoso bandolero que se había enseñoreado del
Montseny, la Segarra y los alrededores de Barcelona: Perot Roca Guinarda, el
Roque Guinart de la novela. El autor nos brinda con total naturalidad la
descripción de la contigüidad entre la vida legal y la clandestina, entre el
forajido y la gente de la buena sociedad, entre la montaña y la ciudad (Q2: 60,
61). El nyerro armado Perot Roca Guinarda y el nyerro honorable,
acomodado y tal vez ciutadà honrat de Barcelona Antonio Moreno
pertenecían en apariencia a clases distintas, pero en realidad no había
distancia o diferencias entre ellos y sí mucho en común: compartían
identidad, lealtad a los nyerros, odio a los cadells. La vida catalana se hallaba
impregnada por la contienda entre las parcialidades, y no se puede
comprender ésta con una descripción abstracta e institucional de las libertades
catalanas. Joan Reglà precisamente aventuró esta realidad como clave de «los
orígenes remotos de la revolución de 1640». La consolidación de las
parcialidades a partir de la década de 1590 era la muestra palmaria del
desarrollo de una comunidad política cuyos dirigentes se habían
acostumbrado a no recibir nada de la Corona, a trabar redes de solidaridad
autónomas, de justicia y guerra privada, a bastarse por sí mismos… Poco
debían a la Corona, salvo la perpetuación del statu quo (Reglá 2000).
La situación del Reino de Aragón era muy parecida. Aragón, como
Cataluña, era tierra montañosa y de frontera, lugar de tránsito de mercancías,
lugar también idóneo para salteadores de caminos y contrabandistas y lugar
también donde el mundo de la delincuencia se mezclaba con conflictos
políticos y de banderías. Bajo Felipe II se celebraron Cortes Generales en
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1564 y 1585 sin que resultaran particularmente conflictivas, y en las que los
brazos pidieron una mayor intervención real para pacificar el reino. No
obstante, la relación de la Corona con Aragón suele presentarse como ejemplo
de la escasa tolerancia del «absolutismo real» frente a las «libertades
estamentales», capitalizando esa realidad conflictiva la revuelta de Zaragoza
de 1591. Un suceso fortuito, la fuga de la cárcel de corte del secretario real
Antonio Pérez, provocó una crisis política de consecuencias muy graves.
Pérez era natural de Aragón, y cuando cruzó la raya de Castilla, en vez de irse
al exilio, se presentó ante la corte del Justicia en Zaragoza acogiéndose al
privilegio de Manifestación. El tribunal accedió a juzgar su causa, y su titular,
Juan de Lanuza «el joven», se enfrentó a las reclamaciones del rey y sus
ministros para trasladar al reo a una jurisdicción más favorable, el Consejo
Real (la Audiencia) o el Tribunal del Santo Oficio. La sociedad se hallaba
dividida; el Justicia y algunos miembros de la Diputación, amparándose en la
defensa de los fueros, se negaron rotundamente a entregar al preso a las
autoridades reales, pero las más que notables disensiones existentes en la
sociedad aragonesa nos impiden calificar el motín zaragozano como una
rebelión del reino contra el soberano. Un pequeño contingente militar al
mando de Alonso de Vargas entró en la capital el 12 de noviembre de 1591 y
restauró la tranquilidad pública sin encontrar ninguna resistencia (Ladero
Quesada 1996; Molas Ribalta, s. f.; Gascón Pérez 2010).
La confusión de los sucesos, el hecho de que no pueda verificarse la
existencia de un movimiento fuerista con un programa constitucional y que la
restauración de los fueros legitimase la intervención real llevó a utilizar el
término «alteración» en vez de rebelión, revuelta o conjura. Los soberanos
tenían la función de «solucionar diferencias» para asegurar la paz y el
bienestar público, y la intervención real se atuvo escrupulosamente al
ejercicio de dicho papel. Las «diferencias» no constituían grandes cuestiones
de amplio calado político, sino una colección de conflictos susceptibles de
concatenarse los unos con los otros provocando «alteraciones» que podían
poner en peligro a toda la comunidad. Los episodios de esta naturaleza eran
frecuentes; baste señalar sólo en la década de 1590 las alteraciones de Ávila
(1591), Madrid (1591), Barcelona (1591), Pamplona (1592), Quito (1592),
Beja (1593), Lisboa (1596), Calabria (1599)…, incidentes diseminados que
evidencian un estado de conflictividad latente que obligaba a un arbitraje
continuo sobre bandos urbanos, jurisdicciones, Inquisición y autoridades
civiles, etc., conflictos que eran muestra fehaciente de cómo el régimen
corporativo constituía un régimen de equilibrios inestables. En Aragón, las
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diferencias entre las casas señoriales —los Urrea y los Mendoza, los Luna y
los Aranda—, los contenciosos jurisdiccionales entre señores y vasallos en
Ariza, Monclús, Ayerbe y Ribagorza, las competencias entre tribunales —la
Audiencia, la corte del Justicia y el Tribunal del Santo Oficio—, el pleito del
virrey extranjero (que se esgrimía para que dicho cargo se diese a un noble
aragonés, lo cual era inaceptable para la Corona porque la alineaba en los
conflictos banderizos del reino)… nos remiten a problemas de parcialidades y
de tensiones en el seno de las élites políticas y sociales más que a un
problema que enfrentara a absolutismo y constitucionalismo. Antonio Pérez,
con su inopinada petición, desató todos los conflictos existentes que, como
piezas de dominó que caen una tras otra, se ensartaron unos con otros. Detrás
de la disputa por la custodia del reo en la cárcel de los manifestados o en
cualquier otra, las disputas jurisdiccionales, por su tozudez y violencia,
engarzaban con las diferencias entre el virrey, el marqués de Almenara, y el
clan de los Lanuza, al que pertenecía el Justicia; había viejos asuntos
pendientes entre casas y linajes, entre grandes casas, los Cabrera y Bobadilla
(condes de Chinchón) frente a los Gurrea (condes de Ribagorza), entre los
letrados de los tribunales y las familias de la judicatura, entre las ciudades y
en el seno mismo de la oligarquía urbana de Zaragoza (Clark 1985; Bouza
Álvarez 1997; Gascón Pérez 2010; Gascón Pérez 2020).
Las Cortes de Tarazona, que comenzaron el 15 de junio de 1592, tuvieron
como fin restablecer el orden y restaurar el sistema foral. Las correcciones
introducidas sirvieron sobre todo para rebajar la tensión creando un ambiente
de resolución pacífica de los conflictos. Al zanjarse el pleito del virrey
extranjero a favor de la posición de la Corona, que pretendía ejercer su papel
arbitral con la mayor asepsia posible, pudo transformarse Zaragoza en una
verdadera corte virreinal. Al nombrarse virreyes a individuos desvinculados
del país, éstos pudieron cumplir su papel remunerador y distanciarse de los
litigios internos de las élites aragonesas. El resultado más inmediato fue la
reducción de las bandosidades y la violencia que perturbaba al reino; así, si la
ejecución del Justicia puede presentarse como un acto de represión, otras
medidas, como la deportación a Castilla del conde de Aranda y el duque de
Villahermosa, tuvieron un carácter profiláctico, de esterilización de los
conflictos faccionales. Un informe que el conde de Villafranqueza entregó al
duque de Lerma en 1598 coincidía con este análisis, y no era precisamente
amable con el reinado que acababa de concluir:
Al reyno de Aragón le dexa reformadas sus leyes con yugo de guarnición en Zaragoza y otras
partes haviendo degollado a los que perturvavan la Paz pública y la buena administración de la
justicia (Gascón Pérez 2010).
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La crisis sirvió para que Aragón se integrase en el circuito de poder de la
Monarquía y sus élites tuviesen presencia en la casa y corte del rey. El 4 de
julio de 1594 el Consejo de Aragón tramitó una merced que solicitaba Juan
Herbás para que sus hijos «continúen el servicio de Vuestra Magestad». El
peticionario era
uno de los ciudadanos más principales de Çaragoça y que mejor han acudido en las cosas pasadas
al servicio de Vuestra Majestad y por consideración desto le hizo Vuestra Magestad merced de la
administración de aquellos estados (de Villahermosa y Aranda) en que se ha gobernado y
gobierna muy bien,
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también lo que aportaba, y lo mismo puede decirse del alto clero. Se ha dicho
ya que hablar de decadencia de las Cortes no se ajusta a la realidad castellana;
la nobleza y el clero dejaron de asistir porque formaron cuerpo con el rey,
pero el reino no por eso desapareció, más bien se clarificó el estatuto de cada
miembro de la comunidad política conforme a la realidad imperial que se
estaba gestando. En Castilla se perfiló la comunidad política escindiendo en
ámbitos separados la tradicional composición dual rey-reino representada en
las Cortes medievales, componiendo espacios políticos diferentes. Espacio
político exclusivo del reino fueron las Cortes, donde acudían los
representantes de las ciudades para aconsejar y cooperar con el monarca en la
gobernación de Castilla; las congregaciones del clero, los concilios
provinciales y el patriarcado de las Indias perfilaron el gobierno espiritual en
un ámbito extra regnum en el que también contaban la nunciatura y la Santa
Sede. Por último, la nobleza, que, al formar cuerpo con la Corona, cooperaba
y participaba en el gobierno y servicio de la Monarquía a través de la casa y
corte del rey, desmarcándose —sobre todo la grandeza— de la especificidad
del reino para nutrir las necesidades imperiales de la Corona (Martínez Millán
2006).
También concurrió la percepción castellana de la ley y el desarrollo del
derecho como ciencia jurídica, inspirada en el derecho romano, y que
permitió no sólo afinar el papel justiciero del rey sino despolitizar su acción
mediadora, de tal modo que la lógica de bandos y linajes (presentes en las
guerras civiles castellanas hasta el levantamiento de las Comunidades en
1520) se fue desdibujando hasta afianzar los tribunales de justicia y el
Consejo Real (en calidad de Tribunal Supremo) como únicos lugares de
resolución de litigios. La extraordinaria conflictividad de la sociedad
castellana no tuvo parangón con sus equivalentes catalán y aragonés, y es el
factor que acabó con la lógica de los bandos y linajes. En Castilla, en los
siglos XV y XVI, las luchas de bandos poco tenían que envidiar a las de los
reinos orientales; en ese aspecto, Toledo no era muy diferente de Gerona. El
desarrollo de la corte y su capacidad de integración de las élites pacificaron el
país y trasladaron la guerra civil a la arena cortesana, como simple contienda
política. La justicia privada de las bandosidades desapareció definitivamente
ante el ascenso de los letrados y la sacralización de la justicia, de modo que el
abismo entre la sociedad castellana y la catalano-aragonesa se puede resumir
con una observación de Felipe II sobre los problemas constitucionales de
Cataluña cuando mostró más perplejidad que enojo porque «dieciocho
personas legas y sin letras» —los diputados de la Generalitat—, pudiesen y
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pretendiesen corregir y enmendar la plana a «los doctores del Consejo Real
con el acuerdo y estudio que suelen». La diferencia de mentalidad era
apreciable: o bien la ley era contemplada como composición y acuerdo entre
partes, o bien era entendida como una norma superior a la sociedad que había
de ser estudiada e interpretada por expertos para aplicarla con asepsia y rigor.
Lógicamente en la Corona de Aragón las universidades no tuvieron la
relevancia que en Castilla como semillero de altas dignidades eclesiásticas,
magistraturas y consejeros de la Monarquía, y su vida social y política no se
hallaba tan judicializada, si exceptuamos Valencia. La aristocracia y el
estamento eclesiástico castellano se ajustaron perfectamente a las necesidades
del ejercicio de la autoridad de la Corona: la nobleza en el gobierno político,
el gubernaculum (puestos diplomáticos, militares y virreinatos) y los
prelados-juristas en el administrativo-judicial, la jurisdictio. Abandonaron el
marco político del reino, en el que permaneció el tercer estado representado
en las Cortes, para integrarse en el ámbito del poder de la Monarquía.
Gilabert, al reflexionar sobre las razones por las que los castellanos habían
alcanzado el lugar preeminente en la Monarquía, lo atribuía precisamente a
que por ser más ricos y poderosos podem seguir millor lo rey («pueden seguir
mejor al rey»). Maravall describió esa situación como la trasformación de un
estamento del reino en élite de poder de la Monarquía (Kagan 1981; Arrieta
Alberdi 1995; Reglá 2000; Torres i Sans 2008).
Italia
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Amescua, Gabriel de Barrionuevo, Antonio de Laredo, Francisco de Ortigosa
y Gabriel Leonardo de Albión; como se ve, salvo los Argensola y Mira de
Amescua, el resto de los elegidos no tenían ni tuvieron después ningún
reconocimiento. Quedaron fuera (y enojados) los más eximios representantes
de una cultura que se hallaba en su cenit, en la médula de su «Siglo de Oro»:
Lope de Vega, Luis de Góngora, Cristóbal Suárez de Figueroa y Miguel de
Cervantes, entre otros muchos. La «corte de poetas» defraudó todas las
expectativas y, con la inquina propia de los envidiosos, fue ridiculizada
(«dicen que todos los despachos se han de hacer en poesía») o simplemente
menospreciada como corte de pedantes o de amigos de poetas. Cervantes, en
El viaje del Parnaso, calificó a «los Lupercios» de tener «la voluntad, como
la vista, corta», y agregaba:
pues si alguna promesa se cumpliera
de aquellas muchas que al partir me hicieron,
lléveme Dios si entrara en su galera
(Rovito 2003; Green 1951; D’Agostino 2019; Green 1933).
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admirado y, a la vez, objeto de codicia tras las famosas guerras de Italia
(1494-1559), los españoles fueron dominadores en lo político y «dominados»
en lo cultural. Como ya pusiera de manifiesto Benedetto Croce, la «vida»
española e italiana discurrieron en paralelo, interaccionaron y formaron uno
de los complejos culturales y políticos más cohesionados de su tiempo, de
modo que si Ariosto, Castiglione o Tasso no pudieron pasar por alto los
modelos de comportamiento «españoles», tanto en lo que afecta a la cultura
cortesana, militar o religiosa, es raro no encontrar en Cervantes, Quevedo o
Lope de Vega referencias a lecturas, préstamos y comparaciones con autores
italianos (Croce 1919). Desde el siglo XV (y quizá antes) hubo un rico
intercambio entre las dos penínsulas que se intensificó en los siglos XVI y XVII
de la mano de la hegemonía política de la Monarquía Hispánica en Europa.
Saavedra Fajardo (Republica Literaria, 1612) establecía un paralelo entre los
ingenios de ambas naciones; las dos cayeron en el silencio durante las
invasiones de bárbaros y musulmanes y las dos despuntaron al unísono.
Petrarca y Dante por un lado y Juan de Mena y el marqués de Santillana por
otro sacaron a las lenguas italiana y española respectivamente de la barbarie
igualándolas al latín: «Su espíritu, su pureza, su erudición y gracia les igualó
con los poetas antiguos más celebrados». A pesar de este forzado paralelismo,
Diego de Saavedra situaba en primer lugar a los italianos; Petrarca, Dante,
Ariosto y Tasso abrían caminos y eran inequívocamente señalados como
precursores, y marcan como punto de partida (y de comparación) su breve
relato de la literatura española desde Garcilaso (que comenzó a escribir «en
tiempos más cultos») hasta Lope o Góngora. Parecía ineludible que al hacer
repaso de la historia de la literatura española se comenzase con autores
italianos porque, salvo Camoens y Ausias March, ningún otro autor de
ninguna otra lengua figuraba en el Parnaso español (Saavedra Fajardo 2006).
Reconocida a primera vista esta realidad, es preciso constatar que además
de leerse muchas obras traducidas, era de buen tono en la alta sociedad y en
los círculos literarios la lectura, redacción y conversación en italiano. Italia
tuvo un significado para los españoles que estaba a medio camino entre lo
extraño y lo propio, y oficiales, soldados, virreyes, aristócratas o artistas la
percibían como un complemento indisoluble de España, en lo político (con la
política de quietud y el desarrollo del «sistema español»), en lo militar (frente
a la agresión musulmana y la creación de un aparato defensivo desde el
Adriático hasta el estrecho de Gibraltar) y en lo religioso (por ser firmes
reductos del catolicismo ante la marea protestante).
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En el ámbito de las bellas artes la superioridad era indiscutible, tanto que,
salvo raras excepciones, dificultaba la valoración de lo propio. Pintores,
escultores y arquitectos españoles eran poco estimados si no habían viajado a
Italia para perfeccionar su arte, al tiempo que debían hacer frente a una fuerte
competencia donde un cuadro mediocre con firma italiana era sobrevalorado
respecto a otro de un artista nativo. El valor de la firma ocultaba el de la
propia pintura. Una colección de cuadros que regaló el duque de Mantua a la
corte española se estropeó tanto durante el viaje que Rubens, encargado de
trasladar las obras a Madrid, tuvo que repintarlos de mala manera antes de
entregarlos a sus destinatarios. Le sorprendió que los aristocráticos
coleccionistas madrileños ponderaran el arte de cada pintura y elogiaran el
estilo de los grandes maestros italianos, por lo que pensó que en España no se
sabía mucho de pintura, pues aquellas obras desfiguradas habrían irritado a
todo buen connaisseur al norte de los Pirineos. Los oficiales reales, militares,
letrados y eclesiásticos españoles en Italia adquirían obras para decorar sus
casas en España, para sorprender o regalar a sus paisanos, y presumir de estar
a la moda o al corriente de las últimas tendencias en boga. El conde de
Villamediana trajo de su estancia en aquellas tierras una impresionante y
selecta colección en la que destacaron los primeros lienzos de Caravaggio
conocidos en Madrid; el marqués de Villafranca, cuando dejó el gobierno de
Milán, se trajo en su equipaje una pinacoteca cercana al centenar de lienzos, y
no menos asombrosas fueron las colecciones del conde de Benavente, el
conde de Lemos y el duque de Osuna que trajeron de Nápoles. En Madrid,
Sevilla, Córdoba, Cádiz o Lisboa se instalaban pintores italianos que pronto
reunían grandes clientelas y disfrutaban de un éxito y reconocimiento que no
alcanzaban en su patria. Así mismo, se importaban masivamente pinturas,
esculturas, joyas, muebles y objetos artísticos en tales cantidades que, por
falta de encargos, el pintor Carducho decidió dejar los pinceles para dedicarse
al más lucrativo negocio de la importación, aprovechando su conocimiento
personal de artistas y marchantes en la Toscana; en la década de 1600
marchantes italianos con sede en Florencia, Nápoles o Roma, como Sorri y
Lucchi, Finson, Antiveduto della Grammatica o Procaccini, se habían
especializado en satisfacer la demanda del mercado español, y se consigna la
exportación masiva de obras de arte desde Nápoles, Milán, Génova, Florencia
y Roma. Italia, según el título de un libro de Cristóbal Suárez de Figueroa, era
la Plaza universal de todas las ciencias y artes; imponía la moda y la
vanguardia artística, y fijaba el criterio del buen gusto, el saber y el
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conocimiento (García Cueto 2019; Mauro 2018; Simal López 2011; Portús
Pérez 1999; Portús y Morán 1997).
Pero el complejo de inferioridad cultural se subsanó con la dominación
política, con la soberbia española, tan odiosa en Italia. Como muy bien
señalaron los tratadistas españoles, «sin Roma no hay Imperio», y la
dominación de Italia siempre estuvo en la médula de la solidez de la
Monarquía Hispánica, cohesionada bajo la unidad religiosa. El control
político y militar de la península hizo innecesaria para España la pretensión
de construir una Iglesia nacional como en Inglaterra o Francia. A lo largo del
siglo XVI, una vez consolidada la hegemonía tras la paz de Cateau-Cambrésis
(1559), se fue tejiendo una densa trama política, financiera y militar que
configuró lo que el profesor Musi ha denominado el «subsistema Italia»
dentro del «sistema imperial español», sustentado sobre una base territorial
(los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, el ducado de Milán y los presidios
de Toscana), una masiva presencia militar (con guarniciones desde Malta
hasta los pasos alpinos) y la asunción de un papel tutelar que garantizaba la
paz: es la política de quietud, establecida en el congreso de Bolonia, por la
que las potencias italianas dejaban en manos de Carlos V y sus descendientes
la resolución de los conflictos que hubiera entre ellas como instancia arbitral.
La base territorial de la Monarquía Hispánica en Italia constituía cerca de
un 50 % del territorio actual de la República italiana. La extraordinaria
autonomía de la que gozaron los territorios italianos y la casi ausencia de
elementos institucionales comunes y vertebradores del conjunto han
permitido tradicionalmente abordar el estudio de los dominios como historias
separadas, singulares e inconexas. Aunque nuestro propósito es mostrar un
panorama orgánico, parece preceptivo detenerse brevemente para contemplar
algunas de estas peculiaridades.
Cerdeña fue un territorio excéntrico y nunca considerado como
propiamente italiano. La isla, concedida a los reyes de Aragón por bula del
papa Bonifacio VIII (1297), se sometió muy lentamente y a muy alto coste. El
resultado de más de cien años de cruentas guerras fue que la mitad de la
nobleza sarda en el siglo XVI era de origen catalán, otra cuarta parte, aragonés
y valenciano, y el resto sardo, italiano y mallorquín. La isla fue ocupada y
sometida por una élite de conquistadores que impusieron sus leyes,
instituciones y costumbres en el territorio. A imitación de Cataluña, se
crearon en 1355 el Parlamento y las dos gobernaciones o capi de Cagliari y
Sassari (que en 1401 quedaron subordinadas a la autoridad de un virrey). En
1421 el Parlamento adoptó la fórmula de que
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las corts e parlaments quant se celebraran [se debían] celebrar e proseguir iuxta lo styl e practica
de Cathalunya.
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policentrismo siciliano dificultó la creación de un espacio de consenso, y la
rivalidad Palermo-Messina, así como y los fueros e inmunidades de sectores
amplios de la población (fuero de Cruzada, Inquisición o Deputazione degli
Stati), hicieron fracasar iniciativas como la reforma de los tribunales (1569) o
el proyecto de un Consiglio Collaterale siciliano (1612-1616), un tribunal
supremo que habría sido una vía idónea para introducir letrados españoles en
la cúspide de la magistratura (reforzando al mismo tiempo la autoridad del
virrey). (Sciuti Russi 1984; Giarrizzo 1999).
Nápoles, pese a ser un territorio conquistado, fue respetado en su
estructura básica, y Fernando el Católico sólo impuso algunas correcciones a
su sistema de gobierno. El virrey disponía de un órgano asesor, el Consejo
Colateral, que canalizaba la apelación al soberano y tutelaba la actividad del
alter ego; así mismo, tenía bajo su autoridad los altos tribunales de justicia
(Sacro Regio Consiglio y Gran Corte de la Vicaría) y la administración fiscal
(Tesorería General, Regia Corte de la Summaria). El sistema de acceso a los
cargos era parecido al siciliano, pero más flexible en cuanto a la naturaleza de
los poseedores de oficios públicos. Pese a la conquista, el reino no perdió su
representación siendo su voz el Parlamento, cuyo funcionamiento y
atribuciones eran muy semejantes al de Sicilia, y, como ocurría en la isla, la
Diputación del reino también actuaba como garante del cumplimiento de las
leyes (Villari 2012; Rovito 2003).
El control político se hallaba intermediado por la amplia jurisdicción
feudal que poseían los barones y por la férrea autonomía de la magistratura.
Fracasaron los esfuerzos de la Corona por disponer de mecanismos de control
más fiables siendo el más clamoroso fue el intento frustrado de introducir la
Inquisición española, rechazada en tres ocasiones, 1510, 1547 y 1564. El
reino estuvo lejos de ser un ejemplo de paz y tranquilidad. En 1595, el conde
de Miranda redactó un Advertimiento para el Conde de Olivares, un extenso
informe dirigido a su sucesor como virrey en el que no se mostraba
demasiado optimista respecto a la realidad del Regno. A su juicio, uno de los
factores que propiciaban la situación de desorden radicaba en la debilidad del
poder real, pues existían demasiadas jurisdicciones privilegiadas, inmunes a la
intervención del gobierno, que no sólo no se sometían a ningún control, sino
que rara vez cooperaban subordinándose a las directrices del virrey. Además,
tampoco los oficiales reales se caracterizaban por su ejemplaridad; aún era
necesario que a las «justas y prudentes leyes» del reino le correspondiera un
sistema judicial que las hiciera efectivas. Desde su punto de vista no había
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remedio, salvo que se consiguiera transformar la sociedad y las instituciones
según el modelo de la pacífica y ordenada Castilla (Villari 2012).
Los problemas percibidos entonces como más acuciantes nunca se
resolvieron satisfactoriamente y adquirieron un carácter endémico bajo el
virreinato español: el bandolerismo, conflictos jurisdiccionales entre
autoridades civiles y eclesiásticas, la asfixia comercial de los puertos
adriáticos debido al monopolio de Venecia, el acoso otomano a las costas, la
fuerte fiscalidad y el endeudamiento de la administración para satisfacer las
necesidades de la política militar española y sus compromisos «imperiales».
Al norte, Milán, por su importancia estratégica, fue denominada la «llave
de Italia», pues desde allí se controlaban los accesos terrestres a la península,
los pasos alpinos y la entrada al valle del Po. Era el nudo de los corredores
militares españoles en Europa que enlazaban los Países Bajos, Italia y el
Sacro Imperio Germano. Se hallaba bajo la autoridad de un gobernador cuyas
funciones y autoridad eran semejantes a los de un virrey. Si no ostentaba
dicho título era porque tenía encomendada la administración de un ducado,
mientras que los estados meridionales de la Monarquía eran reinos. Un viejo
dicho señalaba que i ministri del re in Sicilia rosicchiavano, a Napoli
mangiavano, a Milano divoravano («los ministros del rey en Sicilia
mordisqueaban, en Nápoles comían y en Milán devoraban»), refiriéndose más
que al enriquecimiento personal de los oficiales españoles, a la libertad de
éstos para obtener oficios y rentas en Lombardía sin las severas restricciones
existentes en el sur. Al igual que el Milanesado, los presidios de Toscana
tuvieron una importancia militar extraordinaria; si Milán era la llave terrestre
de Italia, los presidios eran su llave marítima, pues permitían el control de
todo el tráfico peninsular en el Mediterráneo occidental (Chabod 1971;
Signorotto 1996; Álvarez-Ossorio Alvariño 2002; D’Amico 2012).
En el pasado, la insistencia en el estudio de los mecanismos
institucionales y administrativos dio una imagen falsa de desagregación de los
dominios italianos; sin embargo, la Monarquía experimentó instrumentos de
integración bastante eficaces en el medio y largo plazo. Como ha señalado
Carlos Hernando, el linaje era la máxima instancia ideológica e institucional
de la sociedad del siglo XVI, y fue la convergencia o acomodo entre esa
realidad y la dinastía gobernante lo que cimentó la cohesión. El patronazgo
del soberano permitió crear una comunidad de intereses entre la Corona y las
élites italianas que alcanzaba más allá de sus dominios patrimoniales,
abarcando al conjunto de la península, a los potentados (los príncipes, señores
y patricios de los «pequeños estados» de la península). Spagnoletti ha
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observado que dicha comunidad se vertebraba por la dirección de la Corona
en las estrategias matrimoniales de las casas italianas, la integración de la
nobleza en empleos y oficios de alta responsabilidad política (jefaturas
militares, embajadas, virreinatos…) y la obligación de éstas a través de los
dones materiales o simbólicos que les otorgaba la Corona, siguiendo la triple
vinculación señalada por Mauss: dar-recibir-restituir (Hernando Sánchez
1994; Spagnoletti 1996).
En sí misma, la Monarquía era un espacio compuesto por circuitos de
mediaciones. Como señala Antonio Álvarez-Ossorio, la tendencia de emplear
a los ricos y poderosos en las magistraturas y oficios de gobierno del
Milanesado, integrando al servicio de la Corona las solidaridades familiares
del patriciado lombardo, garantizó «un gobierno suave y a la vez fructífero
del territorio». En el reinado de Felipe III, el duque de Lerma y muchos
responsables políticos de la corte veían con acrimonia la excesiva autonomía
de los italianos y procuraron introducir un «contrapeso español» en
detrimento de la presencia de naturales en puestos de responsabilidad, lo cual
consiguieron con relativo éxito, provocando descontentos. En 1640 la grave
crisis política y militar de la Monarquía forzó a cambiar esta política para
garantizar la conservación del territorio, pero la fidelidad de las casas italianas
planteaba ahora algunas dudas. El acuerdo tácito entre las facciones
dominantes en Madrid y Milán supuso una redistribución del poder: en manos
de los milaneses quedaba el ejercicio del poder, y a cambio asumían más
cargas fiscales y militares para contribuir a la defensa y los gastos de
gobierno; no hubo demasiados problemas para proceder a unos reajustes que
propiciaran un consenso. Tal «reintegración» no tuvo lugar en los reinos
meridionales, lo cual, a su juicio, podría ser una de las claves que expliquen
las revueltas «antiespañolas» de 1647 en Nápoles y Sicilia (Álvarez-Ossorio
Alvariño 2002).
Las Indias
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serias como dedicarse al comercio de vino (prohibido a los corregidores),
sisar dinero y trigo en la alhóndiga, negociar con carne clandestina (de reses
sacrificadas fuera del matadero, sin control) y mantener una timba o casa de
juego organizada en su domicilio. No obstante, la residencia, hecha pública el
21 de marzo de 1620, le declaraba «buen juez y ministro». Don Alonso no era
particularmente depravado; se admitía que su comportamiento era normal, y
donde se insistía era más que en las faltas, en el descuido de sus obligaciones:
sólo visitó los ejidos una sola vez y frecuentemente se ausentó de su puesto;
podría haberse añadido un reproche (del que también fue exonerado): «Que
no miró por el bien de los yndios en las cossas que refiere el cargo» (Alonso
1960).
Todo español que, como Tello, se hacía cargo de un oficio indiano se
enfrentaba al dilema de conocer la existencia de una legislación que
garantizaba los derechos de los indígenas, y al mismo tiempo seguir la
práctica de ignorarla como si no existiera. Lo normal era mirar y no ver. Las
Leyes Nuevas promulgadas en 1542 abolieron la encomienda. Esta
institución, crucial en la primera fase de la conquista, consistía en el reparto
de los indígenas entre los colonos, que trabajaban a cambio de protección,
educación y catequización. Este intercambio desigual encubría una situación
de esclavitud y opresión difícilmente disimulable. La presión de los colonos
impidió que la protección a los indígenas pasara de las palabras a los hechos;
así, aunque en 1607 la encomienda era ya una institución en declive, no
faltaron otras fórmulas de trabajo forzoso, como el repartimiento o cuatequil
en México, o la mita en Perú, que mantuvieron el disfrute para los colonos de
mano de obra forzada que atendía los trabajos más duros de las minas,
agricultura, obrajes y obras públicas. En 1601 el virrey Enríquez de Almansa
intentó abolir sin éxito los repartimientos en México, pero su sucesor don
Luis de Velasco los restableció en 1609 a la vista del incumplimiento general
de la ley y la necesidad de establecer al menos una regulación que permitiese
el control del trabajo indígena. En general, la benigna legislación de la
Corona no se correspondía con la realidad dura y cruel que vivía el indígena;
el «se obedece pero no se cumple» solía referirse a estas cosas, a
encomiendas, repartimientos o servidumbres juzgados como intolerables, pero
que los oficiales de la Corona contemplaban con desinterés y tibieza para
evitar conflictos con los colonos (Sánchez-Albornoz 1988; Sempat
Assadourian 1989).
Tampoco se puede reprochar completamente a los oficiales su actitud
contemporizadora. La Corona acababa plegándose a las exigencias de los
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conquistadores con mayor o menor celeridad, y el ejercicio de la autoridad
solía ser el resultado de negociaciones y componendas. En 1579, en el marco
de las reformas emprendidas por Felipe II, se formó una Junta de Contaduría
Mayor cuyo objeto era estudiar la manera de acabar con los abusos
perpetrados en América; principalmente debía hallar la manera de liquidar las
encomiendas y la apropiación ilegal de tierras. Su resultado fueron las
«composiciones», la legalización, previo pago de tasas, de las tierras, recursos
hídricos y mineros explotados sin ningún derecho legal reconocido. Así pues,
la tendencia era convertir las situaciones de hecho en situaciones de derecho,
con las oportunas compensaciones para el fisco real (Nestares Pleguezuelo
1992).
Los oficiales de gobierno, justicia, hacienda y guerra que procedían de
España, con poca o ninguna preparación respecto a la realidad americana, se
encontraban de buenas a primeras inmersos en una sociedad pluriétnica,
multilingüística y, a pesar de los esfuerzos confesionalistas, multicultural.
Aunque no la comprendían, diferenciaban grosso modo a dos comunidades, la
república de los indios y la república de los españoles, y preferían
preocuparse por la segunda y ser indiferentes a la primera. Sería fácil decir
que una la conformaban los dominados y otra los dominadores, pero en el
ámbito indígena persistió la existencia de una élite dirigente (nobles incas o
aztecas, curacas, caciques, etc.) cuyo estatus se asimilaba a la élite española,
mientras que en el grupo de los españoles hubo una población flotante de
pobres y «vagabundos» cuya presencia en México, a juicio del virrey Luis de
Velasco en su relación de 1601, constituía una amenaza para la república,
pues engrosaban grupos de delincuencia organizada o se enrolaban como
«soldados», esbirros a sueldo que amplificaban —en el mejor de los casos—
las bandas armadas de terratenientes o encomenderos que imponían su ley en
regiones inaccesibles a las autoridades; era «gente ociosa y perdida que hay y
viene cada año en las flotas deste Reino» (Navarro de Anda y Torre Villar
1991; Hanke y Rodríguez 1980).
Durante la segunda mitad del siglo XVI, al tiempo que se consolidaba la
organización política y administrativa, la sociedad se estabilizó adoptando las
formas y estructuras de la metrópoli y reproduciendo su estructura estamental.
El papel de los bellatores lo ocupó naturalmente la casta de los
conquistadores y sus descendientes, una élite social que gracias a las
encomiendas ejerció un dominio señorial sobre tierras e indígenas. Así
mismo, como resultado de las composiciones de tierras, se fue fraguando a
partir del grupo inicial de los encomenderos una especie de aristocracia
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terrateniente: los hacendados, cuyo poder y riqueza no se entienden sin la
contribución del mayorazgo para mantener unida la propiedad, vinculándola a
un linaje. Los hacendados eran pater familias rodeados de parientes,
servidores y criados, con clientelas y redes extensas de amigos y compadres
que los conectaban entre sí y los integraban en auténticos entramados de
poder. Haciendas agrícolas, haciendas de minas, estancias (dedicadas a la
ganadería), casi todas estas unidades sociales y económicas tenían una
estructura interna muy semejante; como una pequeña corte, el hacendado o
estanciero disponía de una capilla en la propiedad y disfrutaba de los servicios
de un sacerdote, un mayordomo que le ayudaba a administrar el patrimonio y
la casa, capitanes u oficiales que dirigían diversas secciones de la casa y de
las actividades de la hacienda o estancia, y capataces y mandadores que
mandaban directamente a gañanes, peones (en régimen semiservil a causa de
la encomienda) y esclavos. Arrendatarios, aparceros, terrazgueros o rancheros
indígenas, que cultivaban lotes de tierra cedidos en arrendamiento, solían
hallarse, más que bajo un contrato libre, en una relación virtual de
servidumbre respecto al hacendado (Chocano Mena 2000).
Entre 1570 y 1620 la brutal explotación de los indígenas, las
enfermedades y la hambruna redujeron la población indígena a una cuarta
parte; en el antiguo Imperio inca, donde los datos son más fiables gracias a
que se conoce la contabilidad tributaria con bastante exactitud; se consignó un
descenso en las tierras altas de 1 045 000 habitantes a 585 000, y en la costa
de 250 000 a 87 000. El epicentro del hundimiento demográfico de la
población indígena situado en torno a 1600 provocó una importante crisis de
la producción, que se solventó parcialmente con la importación de esclavos
africanos (alrededor de 2800 individuos fueron llevados anualmente a las
colonias entre 1595 y 1640, destinados la mayoría a las minas de Perú y
México) y con un incremento de la presión tributaria y del trabajo forzado
sobre la población (que agudizaron el descenso, no hallándose síntomas de
recuperación hasta la década de 1680). Lógicamente estos cambios afectaron
a las actividades productivas (Chocano Mena 2000; Restall y Lane 2011;
Cook 1981).
Así mismo, hacendados y encomenderos siguieron las prácticas habituales
de las aristocracias: dirigirse a la corte en busca de favor y protección. Cada
vez con más frecuencia, los terratenientes abrían casa en las capitales y
construían ostentosos palacios para recibir, hacerse visibles e integrarse en la
alta sociedad. Su aspiración era hacerse con cargos municipales o provinciales
que les garantizasen autoridad y recursos. La domesticación de las élites
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criollas, que acudieron a las cortes virreinales en demanda de mercedes,
cargos, oficios y honores, chocó con el hecho de que un alto número de
oficios estaba reservado a españoles, aunque debe subrayarse, por otra parte,
que los virreyes buscaron la forma de satisfacer a estos sectores utilizando al
máximo su capacidad de patronazgo, buscando el apoyo de esta aristocracia
de encomenderos del mismo modo que en Europa buscaban el de la nobleza
titulada siguiendo el adagio atribuido al conde de Olivares en Sicilia: Coi
baroni sei tutto, senz essi sei nulla, («Con los barones lo sois todo, sin ellos
no sois nada»). (Chocano Mena 2000; Restall y Lane 2011; Rivero Rodríguez
2011a).
La venta de oficios satisfizo en parte las aspiraciones de la élite criolla
para constituir una especie de nobleza togada al tiempo que ayudó a enjugar
el déficit financiero de la Corona y su quebrantada Hacienda. La Junta de
Hacienda de las Indias, convocada en 1595 para analizar un mejor
rendimiento fiscal en los territorios ultramarinos, además de introducir la
alcabala, dio luz verde a la venta de oficios menores. Desde 1600 la tendencia
fue de incremento de la calidad y cantidad de los oficios vendidos a
perpetuidad.
En algunos lugares, la presión sobre los indígenas provocó sublevaciones
de cierta importancia. En teoría, la legislación garantizaba la autonomía de la
República de los Indios. En el Reino del Perú, los curacas seguían ejerciendo
la autoridad sobre sus súbditos, cobraban los tributos y convocaban las levas
para las mitas. Sin embargo, la crisis demográfica, la escasez de mano de obra
y la resistencia indígena a participar en un sistema de trabajo inhumano
provocaron abusos y violaciones sistemáticas de la ley que dieron lugar a la
gran conjura del Corpus Christi de 1613, en la que se activó una tupida red de
alianzas entre comunidades indígenas de las tierras altas y bajas. El corregidor
de La Paz logró evitar el estallido gracias a una habilísima negociación en la
que contó con la ayuda de los franciscanos. Como rasgo anecdótico, cabe
señalar que en aquella ocasión se apreció que la actitud de los indígenas ante
la conquista adoptó fórmulas y aspectos rituales hispánicos, no sólo por la
elección de la fecha sino por el paralelismo con la tradición española de la
Reconquista. La invasión entendida como inundación y la preparación de
cuevas en los alrededores de La Paz para ocultarse y resistir con provisiones
suficientes hasta «la retirada de las aguas» recuerdan las previsiones hechas
ante la profecía de la segunda caída de España.
Más al sur, no cabe hablar de rebeliones sino de resistencia. En Chile, el
Biobío marcó desde 1610 la frontera con los araucanos, una zona de guerra
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endémica donde los españoles no lograron imponer su autoridad, lo mismo
que en el área colindante al otro lado de los Andes, en Tucumán (Lorandi
2002; Restall y Lane 2011).
Al norte, las guerras con los chichimecas obligaron a los virreyes de
Nueva España a efectuar numerosas expediciones de castigo en los confines
septentrionales del virreinato. Sería impropio referirse a estos episodios como
sublevaciones; «chichimeca» designaba en náhuatl a algo parecido a lo que
denominamos «bárbaros», pueblos sin civilizar. Hay noticias de asaltos de
estas tribus a las caravanas mineras de Zacatecas desde 1552, en las que
causaban estragos de tal magnitud que los empresarios mineros y los
comerciantes costearon expediciones de represión. La fiebre de la plata estaba
detrás de muchas acciones aparentemente punitivas que en realidad buscaban
apoderarse de nuevos yacimientos, por lo que el problema se agravó al
perpetrarse acciones contra los «indios pacíficos», sumiendo a los distritos
mineros en una espiral de violencia imparable. En 1561, los zacatecas y los
guachichiles formaron una gran coalición que hostigó sin desmayo a los
mineros y sus abastecimientos. En menos de un año se había perdido el
control del distrito minero, y su capital Zacatecas se hallaba en estado de sitio.
La restauración del orden no fue completa y las guerras chichimecas se
prolongaron cerca de medio siglo, siendo muy costosa la pacificación de estas
poblaciones.
Como ya señalamos más arriba, en la segunda mitad del siglo XVI
concluyó la época de la conquista y comenzó una era menos gloriosa, la de la
colonización y la administración de los territorios conquistados. Bajo Felipe II
se trató de dar coherencia administrativa al conjunto de territorios recién
incorporados a la Monarquía dando contenido jurisdiccional a los reinos por
medio de las «Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación
de las Indias» en 1573. Para hacer realidad sus disposiciones, era necesario
conocer el espacio americano, darle forma y contenido, y para ello se puso en
marcha en el Consejo de Indias un impresionante trabajo cartográfico
encomendado al cosmógrafo mayor Juan López de Velasco, que tardó casi
una década en concluir su Geografía y descripción universal de las Indias,
instrumento con el que se articuló el territorio de los virreinatos de Nueva
España y del Perú, junto a la Audiencia de La Española. El Virreinato de la
Nueva España, cuya capital era México, abarcaba el área continental
americana al norte del istmo de Panamá, mientras que el del Perú, con capital
en Lima, ocupaba todo el territorio situado al sur; la Audiencia de La
Española disponía del gobierno de las Antillas. Estos tres espacios
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jurisdiccionales constituían el «gobierno general», reservado a autoridades
supremas de última apelación antes que el rey, mientras que se denominaba
«gobierno ordinario» al asignado a audiencias y gobernadores que ejercían la
autoridad en el ámbito provincial. La Audiencia administraba la justicia, y era
un órgano colegiado formado al menos por tres jueces: un oidor (causas
civiles), un alcalde del crimen (causas penales) y un fiscal (defensor de la
jurisdicción real). Los gobernadores asumían la defensa y el orden público.
Las audiencias de México y Lima eran tribunales supremos de sus respectivos
reinos y legislaban con el virrey por medio de los Reales Acuerdos,
disposiciones legales que eran norma para todo el reino. Por último, según las
ordenanzas filipinas, el Virreinato de Nueva España se componía de las
audiencias-gobernaciones de México, Nueva Galicia, Guatemala y Manila, y
el del Perú, de las de Tierra Firme, Santa Fe (Nuevo Reino de Granada),
Quito, Charcas y Chile (Muro Romero 1975).
Pese a las órdenes reales, hubo serias dificultades para integrar
racionalmente y de manera jerárquica las gobernaciones y audiencias
americanas, que se habían creado de manera un tanto caótica y descontrolada.
Desde los primeros tiempos de la conquista se habían nombrado jueces e
instituciones cuyo contenido político y jurisdiccional era una incógnita; los
territorios descubiertos muy pronto eran denominados «provincias», aunque
no era raro encontrar que su conquista y administración era más imaginaria
que real, como ocurrió con La Florida. En ese período, durante el
asentamiento de las colonias, gobernadores y audiencias provinciales
disponían de capacidad normativa; los autos acordados tenían fuerza de ley, y
no era infrecuente su falta de sintonía con las leyes del reino. Más aún, el
reconocimiento de la subordinación a Lima y México fue discutido por los
gobernadores de Tierra Firme y Nueva Galicia, que se negaron a ver
intermediada su relación con la metrópoli. En 1570, los jueces y gobernadores
de estos territorios no se sentían inferiores a sus homólogos de México y
Lima, y, como explicara desde Compostela el gobernador Martín Enríquez
quejándose del expansionismo novohispano, «a de venir a ser tan diviso
aquella gobernación desta como lo es la del virrey del Perú con la Nueva
España» (23 de octubre de 1574). (Muro Romero 1975; Mazín 2007).
Así pues, la idea ordenada de las Indias encontró algunas resistencias,
pero también las sociedades americanas, o mejor dicho, las incipientes élites
criollas (como naciones políticas en formación) tenían conciencia de ser algo
más que territorios adyacentes a los reinos de Castilla y León. En 1567 el
concilio limeño defendía que las exacciones fiscales revirtiesen en gastos
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útiles sólo para el Reino del Perú, pues dentro de la Monarquía debía
considerarse «cada reino por sí». Poco a poco comenzaban a dibujarse
identidades propias, diferenciadas respecto a la metrópoli. Entre el Reino del
Perú y el de Nueva España se fue configurando una diferencia
«constitucional» bastante notable relacionada con la memoria o el olvido de la
conquista. El Inca Garcilaso, al relatar la fiesta del Corpus Christi en Cuzco,
refería cómo se dio escarmiento a un indígena de casta inferior que portaba
entre sus galas una cabeza reducida, trofeo de guerra ganado al servicio de los
españoles. Los notables incas protestaron ante el corregidor y éste arrebató la
gala al individuo, que fue, además, debidamente castigado. El episodio ilustra
los dos tiempos de la formación del reino. La caída del Tahuantisuyu a manos
de Pizarro tuvo rasgos de revolución social, de destrucción del orden de castas
del Imperio inca. Las guerras civiles de los conquistadores, no obstante,
relegaron el momento fundacional del reino no a la conquista, sino a la
restauración del orden, y ese restablecimiento implicaba el entronque con la
tradición prehispánica. En la catedral de Lima y en la de Cuzco, así como en
las fiestas públicas, se reafirmó por medio de pinturas y arte efímero la
continuidad entre el Imperio incaico y la Monarquía, entre los incas y los
soberanos de la Casa de Austria (con algo tan simple como pintar series de
retratos de los incas continuados con los de Carlos V, Felipe II y Felipe III),
borrando todo signo de legitimidad del poder por la conquista.
En Nueva España se operó en sentido inverso. La conquista fue el
momento fundacional que puso fin a la tiranía de los aztecas.
Sistemáticamente los virreyes tomaban posesión de su cargo repitiendo
minuciosamente el itinerario seguido por Cortés desde su desembarco en
Veracruz, como homenaje a las naciones indias y ciudades que lo hicieron
posible, recuerdo constante de que la conquista no fue obra exclusiva de los
españoles sino de tlaxcaltecas, mexicas, etc., y que México se constituyó a
partir de la conjunción de esos componentes, como todavía puede apreciarse
hoy en ciudades del área maya o del norte, donde aún se conservan separados
un barrio mexicano o un barrio tlaxcalteca, barrios donde reside la oligarquía
local (Puente 2013; Cuevas 1924).
Portugal
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conquistar el reino de Marruecos se reveló como una alocada empresa que
arrojó al reino a la más grave crisis de su historia, crisis que acabaría
costándole su independencia, aunque no hay que dramatizar, porque desde la
Baja Edad Media la política matrimonial y dinástica de las casas reales de
Portugal y Castilla había buscado precisamente la unión de las dos coronas.
La suerte del joven soberano era una muerte anunciada. Desde febrero, los
informes confidenciales que manejaba la corte española anunciaban la
catástrofe; los portugueses no tenían ni la preparación ni la fuerza suficiente
para someter al sultanato marroquí, su desconocimiento del territorio y de la
sociedad magrebí era descorazonador y a todo ello se sumaba un ambiente
profético y mesiánico que galvanizaba a la corte lisboeta en una empresa que
recogía los ideales de la caballería andante. Lisboa, en la primavera de aquel
año fatídico, se aprestaba a vivir glorias semejantes a las de los paladines de
la Gerusalemme Liberata de Tasso o del Orlando Furioso de Ariosto. La
realidad fue más dura y prosaica; el anciano tío del rey, el cardenal Don
Enrique, tomó posesión del trono, pero era sólo el inicio de la cuenta atrás
para que Felipe II de España acabase ocupándolo. Se puede decir que, desde
antes de que la alegre corte militar de Don Sebastián desembarcase en la costa
marroquí, ya se había comenzado a estudiar con detalle el problema de la
sucesión y los mejores derechos del soberano español respecto a otros
candidatos. Cuando en el verano llegaron a la corte las primeras noticias del
desastre, se pusieron en marcha todos los procedimientos previstos para
cumplir ese objetivo: jurídicos (a cargo de Arias Montano y un equipo de
expertos en derecho dinástico), diplomáticos (para disuadir a otros posibles
candidatos y vencer la oposición de la Santa Sede), militares (no se descartaba
reducir el reino por la fuerza) y de «relaciones públicas», pues mientras
viviese el rey-cardenal debía conseguirse que la candidatura de Felipe II fuera
la más atractiva para los portugueses (Buescu 2007; Olsen 2003).
Dada la dramática situación que atravesaba el reino y la extraordinaria
riqueza que atesoraba el soberano español, le fue fácil obtener la gratitud y la
lealtad de las élites pagando al sultán de Marruecos los rescates de los
prisioneros portugueses confinados en no muy buenas condiciones en los
baños de Salé, Rabat y otros lugares. No es este el momento para describir las
resistencias de la comunidad internacional ante la unión de las coronas que
convertían a la Monarquía Hispánica en una potencia global con un poder y
una fuerza hasta entonces desconocidos, y que se resume en el emblema con
que a partir de 1580, el año de la anexión, Felipe II quiso que se conociera su
reinado: Non sufficit orbis («El mundo no es suficiente»). Tampoco debe
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menospreciarse la efímera resistencia de Don Antonio, prior de Crato, hijo
bastardo de Juan II y candidato de un pequeño sector de la sociedad
portuguesa, que logró mantener en jaque a las tropas del duque de Alba hasta
1583 con la ayuda de Francia e Inglaterra y conservar un espíritu de
resistencia a la anexión que después se recogería con la revolución de 1640 y
la independencia del reino. Pero en un momento de postración como aquél, la
sociedad portuguesa confiaba en el poderío español para apuntalar su propio
imperio, que parecía desmoronarse; además, tenía poco que perder, porque los
pactos de Tomar firmados por el rey y el reino como acto constitutivo del
nuevo régimen, garantizaba la más absoluta independencia de Portugal,
reservando todos los oficios militares, de gobierno y justicia a sus naturales.
Bien podían decir que el único cambio apreciable era sólo el nombre del
soberano (Valladares 2000).
Portugal se parecía mucho a Castilla. Su aristocracia y su jerarquía
eclesiástica también formaban un solo cuerpo con la Corona; las Cortes
portuguesas se asemejaban más a las castellanas que a otras asambleas
estamentales europeas; el derecho, la justicia y la ley tenían una valoración
equivalente, al igual que el papel de las universidades como semillero de
clérigos-juristas empleados en la reforma, que hizo de Coimbra el equivalente
de Salamanca (bajo la unidad dinástica ambas universidades iniciaron una
relación intensa de intercambio de profesores y estudiantes que no tuvo
parangón con otros centros educativos y universitarios de la Monarquía). Pero
precisamente por ser tan semejantes, en Castilla la «anexión» de Portugal no
fue precisamente bien recibida.
Portugal se parecía tanto a Castilla que los castellanos temieron verse
reemplazados por los portugueses. Pero las críticas no sólo se dirigieron a este
asunto. La Compañía de Jesús vio en peligro su nueva política misionera e
hizo campaña en contra de la unión de las dos coronas, y en España el padre
Ribadeneyra fue la voz que de manera más clara se pronunció en contra. Era
preciso que Monarquía Hispánica y catolicismo no se confundieran como una
misma cosa: la aspiración universal del catolicismo no debía asociarse al
imperialismo español. La opinión de la corte estuvo dividida, y quienes más
cerca estaban de los jesuitas, los romanistas, se inclinaban por favorecer la
opinión del papa Gregorio XIII, que defendía la separación de las dos coronas
porque temía que el catolicismo fuera sólo expresión del poder español. Pero
también los castellanistas, los defensores más acérrimos de la superioridad de
Castilla en la Monarquía, eran reticentes. La cabeza más visible de este grupo
era el secretario real Mateo Vázquez, y a la tertulia que se celebraba en su
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casa acudía Cervantes entre otros muchos (Fernández Conti 2009; Fernández
Conti y Labrador Arroyo 2009; Rey Hazas 2000).
En la polémica suscitada por la anexión, Miguel de Cervantes, recién
liberado de su cautiverio argelino, tenía mucho que decir. Por una parte,
representaba a quienes opinaban que la política dinástica del soberano daba la
espalda a la demanda de sus súbditos cautivos en Berbería o continuamente
amenazados por la piratería berberisca, a la prioridad militar; la única causa
de guerra justa era la que condujese a la victoria contra el islam, y desde ese
punto de vista, su obra La gran sultana era una obra de propaganda dirigida a
influir en la opinión pública. La memoria de los cautivos y la necesidad de
hacer frente a la amenaza otomana fueron asuntos reiterativos en su obra;
siempre que pudo presentó a la opinión de su tiempo una realidad que no
debía olvidarse: en El trato de Argel, El amante liberal, el relato del cautivo
en la primera parte del Quijote o el combate con galeras turcas en la rada de
Barcelona en la segunda. Pero el autor del Quijote, además de reiterar sus
convicciones respecto a que las energías de la Monarquía debían gastarse en
la seguridad de sus súbditos y no en la expansión mundial, también se hizo
eco de los temores y preocupaciones de la élite castellana en La Galatea
(1585), una novela pastoril que, como todas las de este género, al lector actual
le resultan bastante lejanas y poco atractivas.
Bajo su apariencia bucólica, La Galatea es atípica respecto a los tópicos
del género pastoril, pues, lejos de tener un argumento totalmente imaginario,
hace guiños constantes a la actualidad de su momento. La novela contenía un
mensaje cifrado donde mediante recursos fuertemente simbólicos se hacía un
repaso crítico de la realidad. Los personajes eran fácilmente identificables por
el público de su tiempo como personas reales: Tirso (el poeta Francisco
Figueroa), Damón (Laínez), Lauso (Cervantes), Meliso (Diego Hurtado de
Mendoza), Larsileo (Mateo Vázquez), Astraliano (don Juan de Austria)…;
sus vicisitudes pueden leerse en clave porque por sus páginas circulan los
debates y rivalidades intelectuales, literarias y políticas disfrazados de
coloquios y aventuras pastoriles. Así ocurre con uno de los momentos de
mayor intensidad de la obra, el matrimonio concertado de Galatea con un
pastor lusitano, que desata una escena insólita en el género pastoril, como es
el recurso a la violencia para impedir la boda y la exaltación a una guerra
entre pastores castellanos y portugueses. El «gran rabadán» que injustamente
concertó el matrimonio era trasunto del rey Felipe II, la boda era la entrega de
Castilla a Portugal, y los llamamientos de los pastores castellanos a «no
consentir que Galatea al forastero pastor se entregase» dejaban ver el enfado
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de quienes como Cervantes —que viajó a Lisboa sólo para ver rechazadas sus
peticiones de merced— veían cómo para ganarse el favor de los portugueses
el rey repartía honores, mercedes, cargos y empleos que los castellanos
consideraban suyos (Rey Hazas 2000).
Si los castellanos hubieran sido como la historiografía nacionalista lusa
los pintaba, ávidos de tierras, de riquezas, dominadores de pueblos y tiranos
por antonomasia, no habrían puesto reparos a la pretensión anexionista de su
rey. La realidad, sin embargo, era que Portugal, por ser un Imperio de
dimensiones notables cuyas posesiones abrazaban el globo terráqueo, se
asociaría a la Monarquía en un nivel no inferior a Castilla, y la preeminencia
castellana peligraría. De hecho, después de la campaña de 1580, las
discusiones en torno al traslado de la corte a Lisboa para fijar allí la residencia
de la casa real reforzaron muchos de los temores y sospechas enunciados
antes de la guerra y que aún estaban presentes cuando Cervantes escribió la
obra.
En definitiva, Portugal quedó unido pero separado bajo un mismo rey,
Felipe I para los portugueses, Felipe II para los castellanos. Como decían
algunos observadores políticos, eran dos imperios unidos pero de espaldas el
uno respecto al otro, desconfiados y celosos de sus prerrogativas. Las Cortes
portuguesas estuvieron siempre en guardia, temerosas de que los castellanos
quisiesen entrar a saco sobre sus riquezas, y en eso no se quedaron a la zaga
las castellanas, que denunciaban reiteradamente la penetración portuguesa en
el tejido económico del país; algunos denunciantes decían que en Sevilla se
oía hablar más portugués que castellano, y la entrada masiva de los cristaos
novos contribuyó a crear un sentimiento xenófobo que identificaba judío con
portugués (López-Salazar Codes 2011).
Portugal, según el pacto de Tomar (1581), sería gobernado en ausencia del
rey por un virrey de sangre real o una junta de gobernadores portugueses. Allá
donde residiera el soberano, siempre tomaría sus decisiones asistido por un
consejo formado por letrados lusos, y la separación incluso en la cúspide del
poder, y también el poder y el papel preeminente de la aristocracia y el alto
clero. La estructura resultante fue la de permanencia de un Consejo de
Portugal en Madrid para asesorar al rey y con funciones de tribunal de
apelación al soberano en última instancia. Mientras, el gobierno efectivo del
país quedaba en manos de un virrey asesorado por un elenco de consejos que
le obligaban a consensuar sus decisiones: un consejo político, el Conselho de
Estado; otro para la administración colonial, el Conselho das Indias; otro de
finanzas, el Conselho da Fazenda; otro de justicia, el Desembargo do Paço;
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otro de órdenes militares y patronato real, la Mesa da consciencia e ordens, y,
por último, la Inquisición, el Conselho Geral do Santo Oficio. Como se puede
apreciar, era una monarquía dentro de la monarquía o, mejor dicho, una
monarquía adosada a otra. El cronista portugués Agostinho Manuel de
Vasconcelos escribía en 1638: «Portugal totalmente es reino tan separado
como si gozaran príncipes naturales» (Veríssimo Serrao 1979).
El pacto garantizó un marco de estabilidad y de continuidad política,
social e institucional. Sin embargo, durante el reinado de Felipe III el
consenso comenzó a quebrarse a causa de tres cuestiones: los cristianos
nuevos, la integridad del Imperio colonial y la participación portuguesa en la
empresa de la Monarquía global.
La minoría de origen judeoconverso nunca alcanzó niveles de integración
social parecidos a los de sus homólogos castellanos. Fue una minoría que
mantuvo fuertes rasgos comunitarios e identitarios, preservados a través de
lazos de linaje y de solidaridad cuyos nodos los constituían empresas
comerciales familiares, las casas de negocios, diseminadas entre las colonias,
la metrópoli y los centros comerciales europeos y presentes en todos los
puntos del tejido económico portugués, desde la explotación de recursos hasta
su transformación y comercialización dentro y fuera del país. A través de su
especialización, los judeoconversos formaban una casta bastante
impermeable, sospechosa de practicar masivamente el judaísmo. Como
hombres de negocios de gran valía, la Corona española no tuvo inconveniente
en permitir que se estableciesen en los dominios castellanos, en Andalucía e
incluso en Indias. Algunos firmaron asientos con la Corona y su ascenso
social y económico los llevó a entrar en el círculo privilegiado de los
financieros de la Monarquía a partir de 1627. Los cristaos novos encontraron
en los Austrias a unos soberanos mucho más receptivos que los Avis; el
perdón general decretado por Felipe III en 1605 pretendió hacer borrón y
cuenta nueva para integrar a la minoría. La reacción de las élites portuguesas
fue muy dura: hubo episodios de violencia antisemita por la suspensión de
autos de fe y la salida de presos de las cárceles. Las presiones obligaron a
rectificar y endurecer las leyes en 1610 con el fin de marginar a la minoría.
En 1619, cuando el rey visitó el reino, uno de los actos a los que asistió la
corte fue un espectacular auto de fe celebrado en Évora cuyo mayor atractivo
fue la quema de un nutrido grupo de judaizantes. En el séquito real causó una
pobre impresión y puso de relieve la incomprensión entre castellanos y
portugueses al respecto. Las presiones de la comunidad política lusa iban en
la dirección de proceder contra la minoría siguiendo el ejemplo de los
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moriscos, proponiendo su expulsión sin paliativos de todos los estados de la
Monarquía. Los castellanos eran reticentes; entendían que no había
comparación y que no sería fácil aplicar semejante medida por la integración
de los conversos en la sociedad. No faltaron las acusaciones de concusión, de
que los financieros judíos compraban la voluntad del rey, y la tensión
antisemita se confundió con la oposición a los Austrias. El «sebastianismo»,
con sus ingredientes mesiánicos y antisemitas, canalizó una opinión
desfavorable; la popularidad de la Inquisición y de su política cada vez más
intransigente con la minoría capitalizó uno de los puntos de desacuerdo entre
Madrid y Lisboa; por último, los disturbios de 1630 y 1631 en Santarém,
Torres Novas y Portalegre, que tuvieron como víctimas a los conversos,
podían verse como síntomas de desafección a la Casa de Austria (López-
Salazar Codes 2011; Melammed 2005; Yovel 2018).
En el ámbito colonial, los portugueses vieron defraudada su esperanza en
la fuerza del paraguas militar español. Antes de finalizar el siglo hubo algunos
destellos de esplendor: en 1597 fue nombrado virrey de la India Don
Francisco da Gama, IV conde de Vidigueira, descendiente del descubridor y
conquistador de la India; su nombramiento coincidía con el centenario del
virreinato; en Goa, la capital, se erigió una estatua de Vasco da Gama
coronando el arco de los virreyes y se celebraron solemnes ceremonias en las
que se confundía la gloria de los Gama con las de la Corona. Además de la
revitalización simbólica, hubo aún en ese año una última expansión territorial
cuando el rey de Ceilán, Joao Perapondar, legó su reino a la Corona
portuguesa; mientras, el pirata Cunhale Marcá era capturado y degollado
públicamente en Goa. Nadie dudaba de que Portugal era la potencia
dominante en el Índico.
Pero este esplendor era más aparente que real. En 1580 el Estado da Inda
se hallaba en crisis; la red de factorías y colonias que iban desde el cabo de
Buena Esperanza en África del sur hasta Macao en China no eran rentables, y
su mantenimiento era muy costoso. En la Carreira da India, los convoyes que
circunnavegaban África no daban beneficios porque los particulares preferían
asumir los riesgos de la navegación libre a los elevados costes de protección
de las flotas (por lo demás bastante vulnerables); las fortificaciones y la
defensa del Índico se subsanaban con las rentas de las colonias, pero desde
1600 éstas apenas alcanzaban para cubrir los gastos de los oficiales civiles y
militares de la corte virreinal de Goa. Cuando en 1587 algunos corsarios
ingleses irrumpieron en Indonesia, asaltando factorías y apresando navíos, se
puso de relieve la vulnerabilidad de un tráfico comercial confiado en su
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aislamiento del resto del mundo; la incursión de Drake anunciaba que los días
del Índico como pacífico lago portugués estaban contados (Birmingham 1999;
Newitt 2004; C. Boxer 1963).
En 1602 se creó la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. A
finales de 1604 diez navíos holandeses bombardearon Goa y pusieron sitio a
la capital del Imperio portugués en la India. Mientras, otros navíos holandeses
atacaban Ormuz, Cochín y varias fortalezas de la costa de Malabar y
Coromandel. Hasta 1607 no se pudo reunir una flota de socorro, apenas
catorce navíos, casi todos destruidos por la flota del almirante Peter
Grimaltes: Java, las Molucas y El Cabo se hallaban en manos holandesas
antes de que acabara la primera década del siglo XVII. La tregua de los Doce
Años firmada en 1609 convirtió en repliegue asiático lo que pudo ser un
desmoronamiento.
Al mismo tiempo, el Atlántico cobró un protagonismo que antes no había
tenido. África Occidental y las capitanías brasileñas, vértices del floreciente
triángulo Angola-Brasil-Lisboa, ocupaban las prioridades defensivas y de
seguridad por constituir el núcleo de la actividad económica, de la riqueza,
del Imperio portugués. El comercio de esclavos y azúcar reemplazó al de las
especias. Esa nueva orientación del Imperio ya no hacía tan interesante la
asociación con la Monarquía Hispánica; la perspectiva oriental daba un valor
muy importante a la capacidad de España para poner freno al Imperio
otomano y desviar su atención del mar Rojo y del golfo Pérsico, pero la
perspectiva atlántica podía ver en la América española un competidor más
que un socio; además, la política internacional de la Monarquía podía
resultarle una carga demasiado costosa no tanto por la contribución en dinero
y tropas como por convertirse en objetivo de los enemigos de la Casa de
Austria. Cuando ingleses y holandeses comenzaron a construir sus imperios
ultramarinos a costa del Imperio portugués, fue muy difícil asegurar que la
Monarquía ponía el mismo interés en defender las posesiones ultramarinas de
Castilla que las de Portugal (C. R. Boxer 1990; Clulow 2018).
Flandes
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independiente, de la Casa de Habsburgo, que sería capaz de satisfacer las
aspiraciones de sus súbditos y crear un nuevo marco de convivencia (Hortal
Muñoz 2006).
Las guerras de Flandes fueron objeto de una dura controversia; las Cortes
de Castilla y el Parlamento de Nápoles, por ejemplo, se quejaron de que las
sumas recaudadas por el fisco se destinasen a aquella guerra desatendiendo
las necesidades de los reinos. Fueron muchas las protestas por la sangría
financiera del gasto militar, y menudearon memoriales y arbitrios pidiendo a
la Corona que considerase que el esfuerzo bélico estaba agotando todos los
recursos, devorando los medios con los que debían atenderse las necesidades
de sus súbditos. Por el contrario, la Iglesia, los jesuitas, algunos políticos y
estrategas militares se resistían al abandono y manejaban argumentos
impecables: la defensa del catolicismo y el temor al efecto dominó. Se temía
que la derrota diera alas a los protestantes para continuar su labor de
destrucción del catolicismo, animándolos a una retirada que interpretarían
como victoria. Así mismo, si el rey no sometía y castigaba a unos rebeldes
que se habían alzado contra su señor natural, si no actuaba con ejemplaridad,
cundiría el mal ejemplo en otros territorios, que uno a uno y finalmente en
tropel se desgajarían del cuerpo de la Monarquía hasta aniquilarlo. La herida
abierta en Flandes amenazaba con gangrenar el cuerpo, y debe reconocerse
que la cesión de soberanía era una solución ingeniosa y práctica (Esteban
Estríngana 2009; Duerloo y Thomas 1998; Duerloo 2012).
Pero la herida no se cerró. No ya porque el matrimonio de los archiduques
no tuviera hijos y no fueran capaces de generar una dinastía borgoñona, sino
porque los archiduques nunca pudieron bastarse solos para defender el
territorio, y ello implicó una constante presencia militar española. Los Países
Bajos «católicos» o «españoles» nunca llegaron a desvincularse totalmente de
la Monarquía. Existieron poderosas razones para ello, sentimentales, políticas
y económicas. Borgoña era la cuna de la casa real; el ceremonial, los símbolos
(la cruz de San Andrés), los lemas (plus ultra) o la misma orden del Toisón de
Oro procedían de allí, y los Austrias tuvieron siempre en alta estima su solar
de origen. Separarse de él o de su legado habría sido incomprensible. Pesaban
también otras razones, geográficas y militares, como observatorio
privilegiado de la Europa septentrional y plataforma desde la que intervenir
contra los principales enemigos de la Corona: Francia, Inglaterra y las
rebeldes Provincias Unidas. Era así mismo un nudo de comunicaciones
fundamental para mantener los vínculos de cooperación de todo tipo entre los
Austrias españoles y sus primos los Habsburgo alemanes.
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La separación obedecía a un proyecto transitorio: el restablecimiento de la
integridad del patrimonio borgoñón, y conectaba con un sector de las
provincias rebeldes que habían buscado un príncipe Habsburgo para
reemplazar como soberano a Felipe II. En 1596, el archiduque Alberto fue
nombrado gobernador y capitán general de los Países Bajos, como paso
previo a la cesión de las tierras de Borgoña en 1598, el Pays de pardeça
(ducados de Brabante y Luxemburgo y condados de Cambrai, Namur,
Hainaut, Flandes, Limburgo y Artois) y el Pays de pardelà (el Franco
Condado). Teóricamente también era soberano sobre Zelanda, Holanda,
Utrecht, Güeldres, Overijssel, Drenthe, Frisia y Groninga, pero estos
territorios no reconocían la soberanía de la Casa de Habsburgo desde 1580 y
se estaba consolidando su independencia bajo un sistema republicano. Cabía
la posibilidad de invertir esta tendencia si se trasladaba el conflicto fuera de la
Monarquía, en un ámbito neerlandés que debería ser resuelto entre
neerlandeses (Duerloo y Thomas 1998; Israel 1997; Parker 1990).
Para los historiadores nacionalistas belgas del siglo XIX y principios del
XX, la cesión de soberanía no fue sincera y estuvo limitada hasta el punto de
que la corte de Bruselas fue un apéndice del poder español, un gobierno títere
incapaz de ejercer una actividad plenamente autónoma. Ahí se cifró el fracaso
del restablecimiento de la unidad de Bélgica, nombre latino con el que se
designaba toda el área de las tierras bajas. Los fuertes lazos existentes entre la
Monarquía y los Países Bajos dieron a la independencia de éstos un carácter
ambiguo, más que nada porque nadie quería disolver los vínculos entre
Madrid y Bruselas; así, ni era un gobierno totalmente soberano ni un gobierno
provincial. El archiduque Alberto y la infanta Isabel se intitularon duques de
Borgoña, pero Felipe III también; además, no desaparecieron ni de sus títulos
ni de su escudo la relación de los estados de los Países Bajos. Sin embargo, es
un hecho que dicha soberanía fue reconocida por las potencias europeas, que
destacaron embajadores en la corte belga, y por la Santa Sede, que estableció
una nunciatura (Carter 1964; Echevarría 1998).
La presión de la guerra obligó a mantener el dispositivo militar español, y
ello condicionó totalmente el gobierno de los archiduques; Alberto e Isabel
fueron soberanos «civiles» puesto que carecieron del control efectivo sobre
los ejércitos. Pero al mismo tiempo, el gobierno de los archiduques no sólo se
desembarazó de la tutela española sino que marcó las pautas de lo que la
Monarquía debía hacer en la Europa septentrional, una relación que se puede
calificar como entente. Así, dispusieron de plenas facultades para negociar
con Inglaterra y las Provincias Unidas, para firmar treguas y paces, y tanto en
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Londres como en La Haya no hubo dudas sobre su capacidad para llegar a
acuerdos, puesto que de lo contrario, no habrían mostrado interés en las
conversaciones.
Los archiduques disponían de una casa y corte. La Audiencia, el Consejo
Privado y el Consejo de Estado, órganos consultivos y de gobierno, estaban
integrados por personal natural de los Países Bajos, aunque los empleos
militares quedaron a cargo de españoles. Entre 1596 y 1618 estuvo al frente
de la Secretaría de Estado y Guerra Juan Mancisidor; a él le reemplazaron sus
asistentes Mateo de Urquina y Pedro de San Juan, que se dividieron la
Secretaría de acuerdo con la labor que como oficiales habían desempeñado
con Mancisidor: el primero encargado del despacho militar, y el segundo, del
diplomático. Esta Secretaría, junto con el embajador español en Bruselas,
constituían los principales vínculos de unión entre las Cortes de España y los
Países Bajos (Carter 1964; Echevarría 1998; Esteban Estríngana 2002).
La organización de la defensa, la dirección de las operaciones militares,
los nombramientos de los mandos y el simple pago de las soldadas y los
pertrechos dependían del capitán general del ejército de Flandes, Ambrogio
Spinola, que era responsable de su mando ante Felipe III de España. El
archiduque Alberto ni exigía responsabilidades ni ejercía el mando sobre el
capitán general; ambos cooperaban y trabajaban conjuntamente para conciliar
la jurisdicción militar y la civil, la primera «española» y la segunda
neerlandesa. Esta estrecha cooperación dio resultados en la reforma del
ejército y en la concertación entre autoridades civiles y militares para reducir
al máximo los conflictos que resultaban del alojamiento de tropas en las
poblaciones; se castigaban severamente los delitos cometidos contra la
población (robos, asesinatos, violaciones), mientras que se era más
condescendiente con incumplimientos de las leyes locales (por ejemplo, la
prohibición de comer carne en viernes y Cuaresma en los Países Bajos se
extendía al queso y los huevos; los soldados que tomaron estos alimentos
fueron remitidos a la jurisdicción militar para evitar las penas que las
autoridades civiles aplicaban a esta infracción).
Curiosamente, los «ministros españoles», Mancisidor y Spinola, pero
también el confesor de Alberto, Íñigo Brizuela, apoyaron vehementemente
una mayor autonomía respecto a Madrid y fueron los artífices de los actos
más audaces de ruptura con las directrices de la corte de Felipe III: Spinola
presionó brutalmente a la Corona amenazándola con no darle más crédito si
no aceptaba la iniciativa de Bruselas y ratificaba la tregua con los holandeses;
Brizuela logró que Lerma se tragase su propia opinión y consiguió la firma
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del rey en el tratado de Amberes, mientras que Mancisidor, pese a recibir su
sueldo de la corte española, actuó más como abogado de Alberto que como
agente de aquélla (Carter 1964; Echevarría 1998; Vermeir, Ebben y Fagel
2011).
Esta posición ambigua como satélite de la Monarquía podía haberse
decidido hacia el incremento de una mayor autonomía e independencia sólo si
se hubieran dado dos circunstancias. La primera que los archiduques hubieran
engendrado un heredero, y al mismo tiempo, que se hubiese alcanzado un
acuerdo duradero con las provincias del norte, ya fuera una paz, concordia,
etc., para establecer un estatuto legal que zanjase el conflicto. La ausencia de
un hijo convertía en heredero a Felipe III de España y contribuía a que pesase
con fuerza un ambiente de transitoriedad.
La segunda es que con las provincias rebeldes sólo se alcanzó un cese
provisional de las hostilidades, una tregua por doce años firmada en 1609,
pero las conversaciones se estancaron ahí, sin alcanzar un desarrollo más
profundo, por lo que la guerra se reanudó en 1621 (Carter 1964; Echevarría
1998).
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5. Fortuna
Órdenes militares
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de San Juan, embutido entre los dominios calatravos y santiaguistas (Ayala
Martínez 2003).
Casi un 80 % del territorio que iba desde la frontera de Portugal hasta
Murcia, entre el Tajo y el Guadalquivir, se hallaba en manos de las órdenes
militares. Era tal su poderío político, económico y militar que constituyó una
amenaza para la estabilidad del reino. Concluidas las guerras civiles del siglo
XV, los monarcas dedicaron un enorme esfuerzo a conseguir tenerlas bajo su
control, un propósito que vieron coronado entre 1467 y 1523, cuando la Santa
Sede accedió a que los reyes de Castilla incorporaran los maestrazgos de las
órdenes a su patrimonio. Quedó fuera la orden de San Juan, mientras que la
de Montesa, en la Corona de Aragón, se incorporaría en 1587 (Ayala
Martínez 2003; Álvarez-Coca González 1994).
Antes de la incorporación a la corona, al frente de cada orden militar se
hallaba un maestre que, auxiliado por los comendadores mayores, disponía de
plena autoridad temporal y espiritual en los territorios bajo su jurisdicción.
Dirigía a un nutrido grupo de caballeros seglares y monjes profesos, freyles,
de entre los que se elegía a los oficiales que habían de administrar y gobernar
los estados o señoríos de la orden. Normalmente, estos estados se hallaban
divididos en partidos, cada uno administrado por un gobernador que ejercía
en nombre del maestre funciones judiciales, administrativas y fiscales: la
gestión de las mesas maestrales y los bienes y rentas de la orden, el ejercicio
del patronato sobre iglesias, conventos y hospitales, el control de los
gobiernos municipales nombrando corregidores y vigilando la gestión de los
concejos, la administración de justicia, la concesión de gracias y mercedes, la
recaudación de los tributos laicos y eclesiásticos y la defensa militar del
territorio.
Los maestres disponían de señorío propio, los maestrazgos y mesas
maestrales, sobre los que ejercían una autoridad privativa, disfrutando
también de los bienes y rentas como señorío propio y vitalicio. Así mismo, las
encomiendas eran señoríos de la orden entregados a algunos de sus
caballeros, que tomaban título de comendadores y ejercían jurisdicción civil,
penal, militar y eclesiástica; también eran concesiones vitalicias de señorío,
cuyos titulares disfrutaban de los bienes y rentas de la demarcación, al tiempo
que ejercían la jurisdicción de la orden en ese distrito.
En 1523 la incorporación de los maestrazgos a la Corona no cambió
sustancialmente la realidad descrita más arriba. Al convertirse los reyes en
grandes maestres de Calatrava, Santiago y Alcántara, tuvieron la necesidad de
contar con asesoramiento en el ejercicio de las obligaciones y prerrogativas
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que habían asumido; para ello crearon un órgano consultivo, el Consejo de las
Órdenes Militares, que con el tiempo se perfiló como el instrumento con el
cual ejercieron su jurisdicción en esta materia. Esto permitió un tratamiento
separado que significaba en la práctica que la persona del gran maestre era la
misma persona que era rey. Y poco más. La Corona mantuvo la estructura,
gobierno y privilegios de las órdenes en vez de asimilarlas o destruirlas en
beneficio propio; sólo enajenó una pequeña parte del patrimonio, alrededor de
un 20 %, para aliviar sus deudas. Se vendieron algunos señoríos de la orden
de Calatrava al norte de Ciudad Real, tierras ricas, como Malagón, y se
arrendaron los pastos del valle de Alcudia y del Campo de Calatrava a los
banqueros alemanes Fugger (Fernández Izquierdo 1992).
No hubo una venta masiva de tierras y jurisdicciones tal vez porque los
estados de las órdenes disponían de un capital remunerador muy interesante
para concitar adhesiones a la Corona, como la concesión de hábitos, de
encomiendas y de honores, muy apreciados por la nobleza y las personas
pudientes con aspiraciones de ascenso social. Así mismo, en vez de anularse
la autoridad de las órdenes a favor de una racionalización administrativa y
judicial, nos encontramos con un refuerzo e incremento de su poder. Por
ejemplo, tradicionalmente hubo una autonomía municipal muy amplia en los
dominios de las órdenes, pero Felipe II, en vez de favorecerla, la limitó en
beneficio de los gobernadores. Por pragmática dada en 1566 decidió suprimir
la primera instancia civil y criminal de los concejos trasvasándola a las
autoridades de las órdenes. A tal efecto, los partidos se dividieron en alcaldías
mayores y los alcaldes mayores asumieron las competencias judiciales
concejiles. No obstante, en 1589 el rey dio la oportunidad a los municipios de
rescatar sus antiguos privilegios previo pago de una compensación
económica, lo que ocasionó la ruina de varios concejos que no pudieron hacer
frente al endeudamiento (López-Salazar Pérez 2000).
En 1212, después de la batalla de las Navas de Tolosa, se incorporó a la
Corona de Castilla un vasto territorio despoblado y con condiciones
excelentes para el pastoreo en Extremadura y La Mancha, que permitió a las
órdenes militares especializarse en la explotación económica del ganado
lanar. Los freyles veedores se dedicaron a la gestión del patrimonio pecuario
de la Meseta meridional, al tiempo que ciudades como Soria, Cuenca, León y
Segovia enviaban sus ganados a invernar al sur, intensificándose la
trashumancia entre el valle del Duero y el del Guadiana, conformándose tres
cañadas fundamentales o rutas seguidas por las ovejas en su viaje de las
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sierras a los extremos: la leonesa, la segoviana y la manchega (Fernández
Izquierdo 1992; López-Salazar Pérez 2000).
Debido a la bondad del clima, la zona meridional se configuró como un
importante lugar de invernada de los ganados trashumantes que venían del
norte de Castilla (de Cuenca y Soria principalmente). La Mancha
septentrional y oriental se hallaba atravesada por cañadas, caminos y veredas
por donde discurrían los rebaños de ovejas que se dirigían a las amplias
dehesas y ricos herbajales del Campo de Calatrava y de Montiel, o al valle de
Alcudia, el principal de los invernaderos manchegos. Esta importancia
pecuaria dio lugar a numerosos conflictos entre agricultores y ganaderos; las
vías y los lugares donde se concentraban los rebaños fueron un obstáculo para
las roturaciones, pues las ovejas invadían sembrados y destrozaban cultivos.
Además, los ganaderos actuaban con cierta impunidad, protegidos por los
privilegios del Honrado Concejo de la Mesta, que trasladó los conflictos entre
labradores y pastores al choque jurisdiccional con autoridades eclesiásticas,
concejiles y de las órdenes militares (Klein 1979).
Merece la pena que nos detengamos un momento en la Mesta para hacer
comprensible la complejidad del sistema pecuario castellano, y sobre todo
para ver el fondo de los conflictos a los que nos referimos. Nacida como
asociación de ganaderos de Castilla en 1273, por privilegio de Alfonso X,
llegó a constituir una formidable organización que monopolizó la gestión y el
control de la ganadería castellana hasta 1836, año en el que fue disuelta por el
gobierno liberal. Técnicamente, la Mesta tenía competencia para mantener el
buen estado de las cañadas y garantizar las rutas del ganado trashumante. Más
adelante, desde el siglo XIV, fue ampliando su poder y atribuciones hasta
ejercer jurisdicción plena sobre todo el ganado, recaudando para la Corona los
tributos de servicio y montazgo.
El Honrado Concejo lo formaban todos los «hermanos de la Mesta», es
decir, todos aquellos individuos que pagaban el servicio de ganado. Se
hallaban organizados en cuatro grupos o cabañas en que se dividían los
ganaderos de las sierras: las cuadrillas de Soria, Segovia, León y Cuenca. Las
cuatro cuadrillas se reunían anualmente en asambleas generales, y al frente de
cada una de ellas había dos alcaldes cuatrienales que entendían y dictaban
sentencia en todos los pleitos surgidos entre los hermanos, y que podían
apelarse ante los alcaldes de alzada. La Mesta era como un estado ganadero
en sí mismo, entre cuyos miembros administraba justicia y recaudaba sus
impuestos. Así mismo, su relación con el mundo exterior estaba mediada por
oficiales del rey, los alcaldes entregadores, dirigidos por el alcalde mayor
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entregador, que velaban por el cumplimiento de los privilegios e imponían
sanciones y multas a quienes los violaran. Se supone que estos alcaldes
debían sancionar también los abusos de los ganaderos, pero las quejas de
corregidores, concejos o alcaldes de las órdenes militares hacen pensar en un
trato de favor que el resto de las autoridades afectadas no admitían fácilmente
(Marín Barriguete 1994).
Desde 1500 el Honrado Concejo dispuso de un presidente de
nombramiento real, señal inequívoca del patrocinio de una actividad que
reportaba extraordinarios beneficios fiscales a los soberanos al incrementarse
a lo largo del siglo la producción y comercio de lana. Esta riqueza lanera dio
lugar a un proteccionismo exagerado del ganado ovino, en detrimento de los
agricultores. Las cañadas quedaron vinculadas al Concejo, lo que supuso que
grandes extensiones de tierra de Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva
quedaran enajenadas para usos agrícolas (Klein 1979; Marín Barriguete
1994).
En esta coyuntura, los concejos de Castilla la Nueva opusieron una
enconada oposición a los privilegios mesteños, ya pleiteando, ya negando
simple y llanamente su validez. Negaron jurisdicción a los alcaldes
entregadores para dirimir los pleitos con los ganaderos, fijaron impuestos de
paso y defendieron sus baldíos, rastrojeras y dehesas comunales con uñas y
dientes. A pesar de las iniciativas de los labradores, se consignan a finales del
siglo XVI varios triunfos judiciales de los ganaderos ante los tribunales reales,
sentencias favorables que en el Campo de Montiel lograron paralizar el
proceso de roturaciones y acabar con la destrucción de pastizales. Pero el
éxito de los ganaderos en esta comarca se considera una excepción a la regla,
pues, pese a las sentencias y resoluciones de los pleitos, la aritmética de los
hechos se fue imponiendo en las primeras décadas del siglo XVII,
constatándose un progresivo retroceso de la ganadería en favor de la
agricultura.
Estos conflictos ponen al descubierto otro rasgo característico de los
territorios castellanos al sur del Tajo; allí se yuxtaponían multitud de
jurisdicciones, hasta el punto de que en las Relaciones Topográficas de 1575
(una especie de encuesta realizada por el Consejo de Castilla para conocer el
estado del reino) muchos pueblos contestaban de manera ambigua y oscura a
la pregunta de quién era su señor directo y bajo qué jurisdicción se hallaban.
Podía ser astucia de rústicos, pero sorprende que en un buen número de
formularios las autoridades locales confesasen desconocer quién era su señor.
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Más complicado, si cabe, era saber hacia dónde dirigirse para poner pleito
o ante qué instancia reclamar. Tribunales había donde acudir: de las órdenes
militares, del arzobispado de Toledo, del obispado de Cuenca, de los
corregidores, del Santo Oficio, la Chancillería de Granada, la Hermandad de
la Mesta, de los señores de vasallos, de los concejos…, todos ellos constituían
una maraña de autoridades que hacían muy difícil orientarse en la enorme
complejidad jurisdiccional del territorio. Recuérdese, por ejemplo, la
diferencia entre los pueblos que desde 1589 habían rescatado la jurisdicción
en primera instancia y los que no, y los problemas puntuales que podían
aparecer para exponer un caso, si procedía, ante el alcalde mayor o ante el
concejo. La cosa se complicaba cuando se hallaban varios fueros interesados:
eclesiástico, inquisitorial, mesteño…, que podían enrevesar los trámites de un
pleito arrojándolo a un oscuro laberinto. Esto favoreció, por una parte, una
litigiosidad muy alta, y por otra, el recurso frecuente a los hechos consumados
para imponer autoridad.
La misma complejidad jurisdiccional permitió una amplia libertad de
acción a individuos e instituciones, que podían acogerse al amparo de la
lectura más apropiada de su estatus para ignorar leyes, privilegios o
jurisdicciones inconvenientes. Así hacían los concejos, que ignoraban las
patentes de hidalguía y obligaban a sus vecinos caballeros e hidalgos a pagar
pechos, o las autoridades de las órdenes militares al recaudar diezmos e
ingresos del arzobispado de Toledo, o los labradores que roturaban dehesas o
compraban y vendían pastos ignorando la jurisdicción de la Mesta (López-
Salazar Pérez 2000; Klein 1979; Marín Barriguete 1994).
Pobres y ricos
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reconocida incluso en su testamento: «Con ira y enojo he mandado hacer
algunos destierros en mi tierra y algunas prisiones súpitas» (Mélida 1903).
Treinta años después su hijo, don Martín de Gurrea, ya anciano, vivió un
extraño suceso. Su amigo el obispo de Huesca, que había acudido a visitarlo,
cayó súbitamente muerto en su presencia. Quedó tan impresionado que
decidió cambiar radicalmente sus hábitos. Prócer de las letras y mecenas de
las artes, coleccionista de antigüedades, pinturas y objetos artísticos, hombre
de gustos refinados, se volvió austero y taciturno como su padre; olvidó sus
palacios y jardines para retirarse largas temporadas al monasterio de Veruela,
asistiendo con los frailes a sus oraciones y vida en comunidad. Durante uno
de estos retiros, dejó escritas unas interesantes reflexiones que muestran su
angustia y su estado de ánimo:
Los vasallos, los estados, el valor, las riquezas y las honras ¿de qué me aprovecharán? Todo el
mundo con sus vanísimas vanidades ¿de qué consuelo ni de qué servicio me podrán ser? […] toda
una vida es corta para aprender a morir: momento de que pende una eternidad.
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un carácter degradante sino edificante, mientras que la riqueza no se admitía
como valor; antes bien, tenía un carácter negativo. Quien perseguía la riqueza
y la comodidad no constituía ningún ejemplo, pero sí quien renunciaba a
ellas. La indigencia voluntaria adquiría la más alta estimación social, pues
compartir la suerte de los pobres y renunciar al mundo se contemplaba como
el medio más eficaz para alcanzar la salvación. El mensaje social del
Evangelio identificaba pobreza, abnegación y humildad como las más altas
virtudes siempre que se amase profesarlas. La misericordia, la limosna y la
caridad como actos de amor a los pobres y a la pobreza permitían la redención
de los ricos y poderosos. Esto significaba que si éstos aspiraban a la
salvación, debían considerar su patrimonio como una especie de bien social,
haciendo que su riqueza aliviase a los más necesitados. Esta idea aparecía
frecuentemente representada y recordada en pinturas y devocionarios, que
recogían diversas imágenes y motivos tomados de las Escrituras, historia
sagrada y vidas de santos.
Entre los motivos preferidos para exaltar estos valores se hallaba la
historia de San Martín y el mendigo, un tema muy popular del que en el taller
de El Greco se realizaron al menos cinco pinturas. El pintor cretense realizó
hacia 1597 un inolvidable San Martín que hoy se conserva en la National
Gallery de Washington. A partir de él se hicieron en su taller varias copias,
pues era una imagen muy solicitada entre su clientela. El San Martín estaba
destinado al retablo del altar de la capilla de San José de Toledo, donde fue
colocado con otras telas del pintor para completar un programa iconográfico
diseñado por los albaceas de Martín Ramírez, un rico patricio de la ciudad. En
1569 Martín Ramírez falleció dejando un importante legado patrimonial con
el que fundó la capilla para dejar memoria de sí mismo y destacar un mensaje
que para él tenía un significado personal extraordinario: la exaltación de la
caridad. En el epitafio de su tumba relacionó puntillosamente sus obras de
caridad no como muestra de orgullo sino como memoria de sus buenas obras.
La capilla, su tumba y las pinturas eran un recordatorio perpetuo de la
obligación que tenían los ricos de compartir los bienes con los pobres y seguir
el ejemplo de Martín, el noble húngaro al que, después de partir en dos su
capa para cubrir con la mitad a un pobre que pasaba frío, se le apareció Cristo
diciéndole: «Lo que has hecho por ese pobre por mí lo hacías» (Monguilot
Benzal 1988).
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San Martín y el mendigo. El Greco. Óleo sobre lienzo. National Gallery of Art, Washington (EE. UU.)
©Archivo Anaya (Martín, J.).
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la muerte para subrayar que no había olvido ni indiferencia respecto a su
condición. La presencia de pobres en las exequias, acompañando al ataúd o
acudiendo a los velatorios, reforzaba el mensaje de que pobres y ricos
constituían dos partes complementarias de la sociedad, y hacía visible la
caridad como privilegio de los humildes y obligación de los ricos.
La caridad, una de las tres virtudes teologales (junto a la fe y la
esperanza), se manifestaba a través de la hospitalitas y la liberalitas.
Hospitalitas era ejercitarla sin condiciones; liberalitas, en cambio, era
administrarla según el merecimiento de aquel al que se dirige, a los pobres
honestos, indigentes, vergonzantes y realmente necesitados.
La hospitalitas era función reservada a congregaciones, órdenes
religiosas, instituciones municipales, fundaciones, cofradías y hermandades
laicas especializadas en la asistencia a los más desfavorecidos. Dar sin
conocer a quién se da era la más virtuosa de las formas de caridad, puesto que
era impensable un agradecimiento o contraprestación por el beneficio
recibido. Los hospitales se mantenían con limosnas de particulares y rentas
cedidas o asignadas por autoridades y personas devotas, y su labor era acoger
y recoger pobres, huérfanos, enfermos, prostitutas, locos e incurables. En
1613 se decía que era raro el lugar de España donde no se hallara una de estas
instituciones, y prácticamente todas las ciudades contaban con ellas; había
hospitales en los pueblos costeados con las limosnas de los vecinos,
hospitales de naciones —como el de San Pedro y San Pablo de Madrid,
fundado en 1580 por la comunidad italiana de la capital y que amparaba a los
naturales de aquel país—, de pobres peregrinos, como los de la orden de
Santiago, etc. De todas las asociaciones, instituciones y organizaciones de
asistencia, la más importante fue la orden de los Hermanos de San Juan de
Dios, que desde 1550 se convirtió en la principal entidad gestora y
administradora de hospitales y fundaciones pías de la península Ibérica.
La ritualización de la atención a los pobres fue criticada por algunos
laicos y sacerdotes reformistas que, a finales del siglo XVI, exigían una
vivencia sincera y responsable de la caridad. Se reprochaba, sobre todo a los
Hermanos de San Juan de Dios, hallarse más preocupados por los mármoles y
pinturas de los templos y estancias de sus hospitales que por el alivio de la
necesidad. No faltaron arbitrios y memorias denunciando el desvío de las
limosnas hacia la fábrica y mantenimiento de los edificios, de modo que éstas
no llegaban a quien verdaderamente estaban destinadas. Así mismo, la crítica
señalaba que la caridad no consistía simplemente en paliar las necesidades de
los más desfavorecidos, sino en vivir con ellos su pobreza. Un grupo de estos
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críticos creó en Madrid en el año 1594 la Hermandad de San Martín. Formada
por 84 personas (12 sacerdotes y el resto laicos), tenía como fin amparar a los
pobres vergonzantes (los que «no quieren descubrir sus necesidades
mendigando de puerta en puerta»). Los miembros de esta hermandad, entre
los que estaba el novelista Mateo Alemán, eran gente acomodada (letrados,
comerciantes, médicos…) que ejercía así un compromiso ético y social
alternativo al de las organizaciones caritativas existentes. Los hermanos
sufragaban los gastos, se organizaban por turnos para atender a pobres y
enfermos, y los domingos acudían a casas particulares para pedir limosnas
para el mantenimiento de la obra. La hermandad facilitaba a sus acogidos una
ración diaria de alimento y atención médica. Aunque su ayuda se prestaba a
domicilio, dispuso de una enfermería con 12 camas para recoger a las
personas enfermas que no tenían comodidad para curarse en sus casas. Al año
de su fundación, había repartido 18 000 raciones y había acogido a 670
enfermos (Cavillac 1994; Campos y Fernández de Sevilla 2020; Guillamón
Álvarez 1980).
La atención a los pobres y la existencia de estas instituciones paliaban los
desajustes de una sociedad en la que no existía ninguna noción de bienestar
social. La pobreza se entendía como resultado de la fortuna adversa, y era una
situación en la que la mayoría de la gente podía caer de manera episódica
varias veces en su vida. A excepción de un reducidísimo grupo de
privilegiados, la mayoría podía verse en esa condición en momentos de malas
cosechas, hambrunas, epidemias y otros avatares de una vida que la mayor
parte de los hombres y mujeres de 1600 soportaban con enormes estrecheces.
Ser pobre no tenía mayor mérito; aceptar esa condición con humildad y
mansedumbre, sí.
Los moralistas advertían contra la falsa renuncia al mundo. Sólo era
admisible como virtuosa y moralmente edificante la pobreza voluntaria de los
ricos y poderosos, pero no la de los miembros del tercer estado, los
laboratores, donde el abandono del trabajo por la mendicidad era interpretado
como un acto contra la naturaleza, contra su estado, siendo más un acto de
orgullo que de humildad. Sólo se consideraba pobres legítimos a las personas
que carecían de bienes para mantenerse y salud o fuerza para ganarlos: niños,
locos, minusválidos, viudas, doncellas sin dote, enfermos y ancianos.
Al mismo tiempo, se tenía la convicción profunda de que la pobreza no
podía erradicarse, sólo suavizarse, pues formaba parte del orden de las cosas:
su existencia era necesaria para sostener la virtud (caridad, hospitalidad y
misericordia). Sin embargo, sí se podía, y se debía, erradicar la falsa pobreza,
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el vagabundaje nacido de la ociosidad. El vagabundaje hizo que la divisoria
entre pobreza y vicio fuera muy tenue, y evitar la confusión entre una y otra
preocupaba extraordinariamente a las autoridades civiles y eclesiásticas.
Los pobres eran un mal necesario, pero para evitar abusos contra los
legítimos desamparados era precisa la «gobernación de la pobreza», según
defendían algunos arbitristas, como el médico Cristóbal Pérez de Herrera, el
letrado del Consejo de Aragón Miguel Giginta o el licenciado Alonso de
Barros. Este gobierno se hizo necesario en la segunda mitad del XVI, cuando
los caminos y las calles de las ciudades se llenaron de oleadas de vagos. La
proliferación de mendigos, vagabundos, prostitutas y toda clase de «gente
ociosa y perdida» se percibió como una amenaza para la sociedad en tanto
que desvirtuaba la pobreza tal y como se había entendido hasta entonces.
Hubo de hacerse un esfuerzo esclarecedor para no confundir pobres con
explotadores de la caridad. Un peligro que recordaba el canónigo sevillano
Alonso Coloma el 20 de diciembre de 1596 al firmar la censura de la obra
titulada Amparo de pobres de Pérez de Herrera: «Este título y nombre de
pobre es de Dios tan honrado, que no le merecen los que lo quieren ser por
sus comodidades». De modo que, aunque parezca un contrasentido, la
comodidad sería un rasgo diferenciador del nuevo pobre respecto al
tradicional; las estructuras del bienestar y la buena organización de la caridad
permitían definir la vida del pobre como «seguridad», un «estar sin cuidado
en que solamente parece que difiere de las riquezas», definición dada por
Diego Gracián en su particular versión castellana de las Morales de Plutarco
(Pérez de Herrera 1598; Carreño Rivero 1997; Hernán Carral 2011).
Se ha señalado que el extraordinario incremento del vagabundaje y la
picaresca en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII es un claro
indicio del comienzo de la decadencia española. Es una opinión objetable. Las
grandes ciudades europeas se hallaban infestadas de vagabundos, mendigos,
prostitutas, ladrones y hampa organizada; Venecia, París, Nápoles, Londres o
Roma serían buenos ejemplos de ello. Alrededor de 1587, la ausencia de
vagos y maleantes en Barcelona se interpretó como señal de decadencia,
porque la falta de riqueza incidía en las limosnas, escasas y poco interesantes
para los mendigos profesionales, y en la disminución del gasto en ocio (juego
y prostitución). Del mismo modo, Madrid, Sevilla, Valencia, Nápoles o
Ciudad de México hubieron de enfrentarse a un fenómeno nuevo que
acompañó al crecimiento económico, un viraje social que arranca en torno a
1540 y en el que los habitantes de las ciudades advierten con inquietud que
sus pobres ya no son personas conocidas, más o menos familiares, cuya
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desgracia y circunstancia son por todos sabidas. No; en la segunda mitad del
siglo, seres anónimos, forasteros, vagabundos y pícaros invaden las ciudades,
se instalan en las escalinatas de las iglesias y ocupan plazas y calles
generando un ambiente de temor e inseguridad (Thompson 1968; Cavillac
1999; Guillamón Álvarez 1980). Cristóbal Pérez de Herrera advertía al rey y a
sus conciudadanos del peligro de estos
pobres fingidos, pidiendo limosna para encubrir su viciosa vida, y con esta ocasión, entrando por
las casas a pedir, reconocer de día por dónde se pueda hacer el robo y escalar las casas de noche,
y adónde hay hacienda a propósito para ello y poca defensa.
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En 1617 las Cortes de Castilla evaluaron en torno a un millón de personas
el número de vagabundos desperdigados por las dos mesetas y Andalucía. La
cifra era exagerada, pero indica un problema muy presente, tanto que la
picaresca es buen reflejo de ella. Pícaros y pícaras proliferaban por todo el
país, desarraigados que vivían de pequeños hurtos y mendicidad esporádica,
esportilleros, ganapanes…, siempre en los márgenes de la sociedad. Las
historias de pícaras indican que el fenómeno no se limitaba a los varones, y la
irrupción de mujeres vagabundas, prostitutas eventuales, causará problemas
bastante serios que se recogen en algunos memoriales del momento. El
incremento de la prostitución, que advierten muchos viajeros extranjeros,
asombrados por la desvergüenza de mozas y empleadas de mesón, tuvo dos
gravísimas consecuencias: la extensión de la sífilis, que alcanzó niveles muy
altos y quedó consignada como terrible epidemia, y el incremento de niños
expósitos, cuya atención se hallaba desbordada por la falta de recursos.
Alrededor de 1600 nacían anualmente en Salamanca un centenar de niños
abandonados, una cifra muy alta para una población estimada en 40 000
almas. Se puede objetar que no es buen ejemplo por ser una ciudad atípica
debido a la alta densidad de estudiantes y al conocido ambiente de relajación
sexual que existía alrededor de las universidades, pero esa proporción era más
o menos parecida en Valladolid, Córdoba y Sevilla. Desde 1606, la creación
de centros de acogida (casas de «trabajo y labor») en Madrid, Salamanca,
Valladolid y Granada parecía un buen remedio para albergar y dar trabajo a
mujeres solteras con hijos, aunque pronto se mostró ineficaz. El caso es que
los caminos se llenaron de niños vagabundos, y según una opinión extendida,
pero difícilmente verificable, muchos niños expósitos eran alquilados o
vendidos a mendigos profesionales. Según Cavillac, «el expósito se convertía
así en una especie de mercancía» (Cavillac 1999, 1993).
El comercio de niños para la mendicidad y la venta de niñas para la
prostitución tocan de cerca la existencia y el desarrollo de una criminalidad
organizada cuyo alcance real desconocemos. Las germanías o hermandades
de delincuentes operaban en los grandes centros urbanos de la península
Ibérica; se cree que existía una división tácita en zonas de influencia y en
redes de negocios y actividades dentro de cada lugar. Los delincuentes
profesionales encuadrados en estas cofradías se hallaban especializados en
variantes más o menos definidas: rufianes (trata de blancas), ladrones,
truhanes (jugadores, embaucadores), rufos (sicarios)… Pero esa división es
una convención moderna; los límites son muy difusos. Por ejemplo, los jaques
(cabecillas que dominan un distrito) eran una mezcla de chulos, matones,
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ladrones y asaltadores que hacían su meritaje dominando diversas
especialidades. Por otra parte, el término «ladrón» apenas sirve para describir
un oficio en el que más o menos se distinguían cerca de trescientas
especialidades (birlos), muy distintas en la ciudad que en el campo. Las
asociaciones de «germanes» se basaban en la solidaridad y un fuerte espíritu
de cuerpo que les permitían funcionar en red, más allá de los límites de su
territorio o distrito. Así, los «secretos» (fugitivos de la ley) podían encontrar
amparo y refugio en lugares lejanos e insospechados, pero relacionados con
un grupo de solidaridad y ayuda mutua. Así mismo, internamente
funcionaban como un remedo de los gremios, manteniendo una rigurosa
jerarquía de los oficios y una cierta reglamentación de los negocios, como
señala don Luis Zapata en su Miscelánea. En el escalón más bajo se hallaban
«reclamos» (mozos de mancebía), espadachines (aprendices de matones o
sicarios), guardapostigos (porteros que ejercen el derecho de admisión en los
locales), etc. El jaque o engibacaire, equivalente a un maestro, acogía a estos
aprendices y facilitaba su ascenso conforme a sus aptitudes, permitiéndoles
constituir negocio propio a cambio del pago de un tributo; estos delincuentes
de nivel medio son mencionados en la literatura con términos como
«mandilandín», «maniblas» o «mandil». El nivel de violencia en el que vivían
estos individuos indica que los pasos que se recorrían del aprendizaje a la
maestría no siempre seguían formas regladas, sino de reconocimiento del
grupo y de competencia, muchas veces sangrienta, por el liderazgo (Cavillac
1993; Ourvantzoff 1976; Pike 1975).
Las asociaciones delictivas dirigían la mendicidad en la ciudad,
distribuían los puestos callejeros y vigilaban que no intervinieran intrusos. El
interés de las cofradías por controlar las redes de mendigos radicaba en los
pingües ingresos de las limosnas y sobre todo en su importancia para adquirir
información para la industria del robo. El producto de los robos se
administraba en las llamadas «aduanas» o patios, donde se guardaba la
mercancía y se traficaba con ella.
El juego era también un área donde el crimen organizado extendía sus
tentáculos; locales, impresión ilegal de naipes o tahúres profesionales que
desplumaban a los incautos necesitaban una cobertura corporativa; además, el
juego atraía actividades mercantiles complementarias: el préstamo usurario en
las timbas, el suministro de bebidas y comidas y el servicio de recaderos.
La prostitución era otro sector de actividad importante, con su complejo
mantenimiento de locales, reclutamiento de mujeres, etc. Se calcula que en
Madrid existían en 1600 algo más de ochocientas casas «de niñas» y un
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número parecido de «casas de conversación» (timbas y lugares de juego
también llamados «polinches»). En Sevilla, las tres casas de la mancebía —
establecimientos de prostitución autorizados y controlados por las autoridades
municipales— competían con un intenso tráfico ilegal que se extendía por
toda la ciudad, por casas, calles y plazas. En 1620, las autoridades
municipales trataron de poner límites a la prostitución ilegal, pero no por
razones morales, sino porque el desarrollo de este negocio, fuera del área
asignada al lupanar, afectaba a los ingresos del municipio y perjudicaba a las
capellanías, hospitales y monasterios que tenían boticas en ese distrito. La
espectacular caída de las rentas de los negocios dependientes o vinculados a
la mancebía ponía en peligro la solvencia de dichas instituciones. En
Valencia, donde la mancebía era tan extensa que se hallaba cercada por un
muro y constituía una ciudad dentro de la ciudad, un viajero francés de paso
por allí en 1603 constató que el tráfico se había extendido a todo el casco
urbano; desde el centro hasta la periferia pululaba una multitud de mujeres
que se vendían «a vil precio» (Thompson 1968; Pike 1975).
Probablemente, lo que ocurría en Sevilla y Valencia se puede extender a
otras ciudades. Las mancebías —prostíbulos legales que se hallaban fuera del
alcance del hampa, reguladas en Castilla según pragmática expedida en 1570
— perdían terreno frente a una prostitución no reglada y en la que se
constataban situaciones vedadas en aquellos establecimientos (sometidos a
una vigilancia más o menos rigurosa): la compraventa de mujeres, el trabajo
de prostitutas enfermas y de niñas, y la ausencia de controles sanitarios. Bajo
Felipe III se autorizó el aumento de burdeles reglamentados; en Madrid se
extendieron desde la Puerta del Sol hasta Santa María de la Almudena,
constituyendo el barrio de la calle Mayor un centro que se sumaba a los ya
populares de la calle Huertas, Santa María, San Juan y Amor de Dios. La
liberalización de las licencias no impidió que en el barranco de Lavapiés
siguiera concentrándose el tráfico ilegal, y no parece que la redacción de unas
nuevas ordenanzas de mancebía en 1621 lograra tener mucho éxito
(Thompson 1968; Tomás y Valiente 1969).
Capítulo aparte en las especialidades del hampa era el de los «jácaros» o
«rufos», ejecutores por encargo de crímenes, asesinatos, cortes o heridas y
amputaciones. Hombres jóvenes de entre 20 o 30 años que podían ser
contratados en Medellín para cometer un asesinato o dar un escarmiento en
Sevilla o Córdoba, y profesionales más cualificados, como los sicarios que
presuntamente contrató la familia Colonna en Nápoles para vengar al virrey
de Sicilia Marco Antonio Colonna. El virrey había fallecido yendo camino de
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la corte, en Medinaceli, en 1584. Murió enfermo y apesadumbrado por la saña
con que sus enemigos políticos le habían perseguido hasta provocar su
desgracia. Según parece, su familia no perdonó a los responsables de su ruina
y desprestigio, y dejaron patente su intención de efectuar un ajuste de cuentas.
La muerte violenta y en extrañas circunstancias de algunas personas
relacionadas con la política siciliana en Madrid, Nápoles y Palermo encendió
las alarmas del Tribunal del Santo Oficio de Sicilia, dado que la amenaza de
la vendetta alcanzaba incluso a los inquisidores del reino. En enero de 1588
los inquisidores verificaron, a través de su red de confidentes, la presencia en
Palermo de un grupo de asesinos profesionales de gran fiereza. «Eran
hombres —escribían los inquisidores en su informe— que por dinero
matarían al virrey en la cama». Aunque los ministros del Santo Oficio no
sufrieron ningún atentado, es constatable que vivieron con bastante
desasosiego durante unos años[16].
Ladrones, asesinos y rufianes vivían asociados en comunidades que
recibían nombres como «jacarandina», «hampa», «heria» o «carda». La
sociedad germanesca mejor conocida de España es la de Sevilla. La
jacarandina sevillana era una organización mafiosa que controlaba las
principales actividades ilícitas de la urbe: el robo, el juego, la prostitución y la
«valentía» (los sicarios). Se decía que a principios del siglo XVII la ciudad
estaba dividida en unos 24 distritos con un cónsul al frente de cada uno de
ellos. Cada consulado disponía de especialistas en diversas tareas, con una
escala de oficios y oficiales complementarios al de los ejecutores de los
delitos, como los «avispones», que estudiaban las calles para buscar casas
vulnerables para robar, y los «postas», infiltrados en las instituciones que
desviaban y entorpecían la acción de las autoridades avisando de las redadas,
extraviando papeles o gestionando sobornos. La buena organización y la
eficacia de estas cofradías fueron proverbiales, tanto que Cervantes, en
Rinconete y Cortadillo, bromea sobre su funcionamiento al describir la
cuidadosa administración de Monipodio y sus libros de registro, en los que
guardaba memoria de «las cuchilladas y palas que han de dar esta semana», y
del «Memorial de agravios comunes». Cervantes, como Luis Zapata, Mateo
Alemán, el padre León y otros, equiparaba la honrada sociedad de los
ladrones y delincuentes con las casas comerciales y los tribunales bien
administrados. Sin ir más lejos, don Luis Zapata sentenciaba que el hampa
sevillana «durará mucho más que la señoría de Venecia, porque, aunque la
justicia entresaca algunos desdichados, nunca ha llegado al cabo de la hebra».
El problema era la connivencia existente entre el poder político y el crimen
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organizado; sin decir quiénes, Zapata advertía de que muchos criados de
hombres poderosos eran «germanes», algunos alguaciles y ministros de
justicia; además, las cofradías mafiosas dedicaban parte de sus ingresos a
cohechar y «torcer la vara de la justicia» (Ourvantzoff 1976; Cavillac 1993;
Pike 1975).
Más que la pobreza, los factores que incidieron en la criminalidad fueron
la alta densidad de población de las ciudades, la incapacidad de las
autoridades para perseguir eficazmente el delito, la práctica general de portar
armas y la condescendencia de la sociedad respecto al crimen, siempre
redimible y susceptible de perdón. El simple perdón de las víctimas eliminaba
la pena del reo, pero, por si esto no fuera suficiente, las autoridades podían
ejercerlo graciosamente. El soborno para la conmutación de penas estaba a la
orden del día. En 1591 se decía que las cofradías sevillanas habían
conseguido por este medio que ninguno de sus socios pisara el cadalso en una
década. Al mismo tiempo, una real cédula de 1589 hubo de poner orden y
llamar la atención a los jueces del Consejo Real que visitaban los sábados la
cárcel de Madrid por su excesiva liberalidad en los perdones. Al parecer, eran
hombres muy piadosos y caritativos que soltaban con mucha facilidad a los
reos, sin distinguir si estaban ya condenados o en espera de juicio. La cédula
nada decía ni insinuaba sobre cohechos, y es que era frecuente un ejercicio de
la caridad de manga muy ancha. Contemporáneamente, en Mallorca, en el año
1600, el virrey Ferran Sanoguera recibió una reprimenda de la corte porque
no se ejecutaban las penas impuestas por los tribunales, y se le advertía que
por lo menos debían hacerse efectivas algunas condenas a muerte para que la
justicia cumpliese su función ejemplar, castigando a los delincuentes y
obrando de manera que se disipase la sensación de impunidad de los delitos
que existía en el reino. No obstante, la compasión y el perdón se hallaban
íntimamente ligados a la crueldad y la brutalidad de los castigos; la
condescendencia con criminales convictos de robos y homicidios contrastaba
con la falta de piedad con los herejes y el ensañamiento respecto a ciertos
comportamientos, como la homosexualidad, castigada con la hoguera y hacia
cuyos condenados rara vez se observaba compasión.
Ya fuera por caridad o sobornos, la excesiva liberalidad de los
magistrados era causa de alarma para las autoridades reales, sobre todo si
afectaba a condenados a galeras. Los delincuentes que no eran condenados a
muerte, azotes o penas pecuniarias solían serlo a galeras, por una cantidad
mayor o menor de años en función del delito cometido. Los galeotes eran el
motor de la armada del Mediterráneo, los remeros que impulsaban las galeras
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que patrullaban las costas y hacían frente a la amenaza otomana y berberisca.
La flota siempre tenía necesidad de ellos, y el Consejo Real solía recordar
este hecho a los magistrados para que no fueran remisos a condenar con esta
pena. En vísperas de grandes empresas militares, ya fuera la ofensiva contra
el Imperio otomano en 1571 o la Armada Invencible en 1588, no faltaban
avisos de la necesidad de «forzados buenas boyas» o «buenas boyas galeras»
para que los tribunales lo tomasen en cuenta a la hora de dictar sentencias. La
pena en sí era atroz: amarrados a los bancos y encadenados al remo, los
galeotes vivían como ganado estabulado, y sólo eran retirados del bancal
cuando morían o recuperaban la libertad. El hedor de la sentina, la
acumulación de heces, la falta de higiene, los malos tratos, la desnutrición, los
parásitos, las enfermedades y un esfuerzo físico extenuante convertían una
condena de más de tres años a galeras en una suerte de brutal sentencia de
muerte. Suárez de Figueroa recordaba que en su experiencia como juez había
tratado de evitarla porque era peor que la pena capital, y advertía a sus
compañeros de profesión que si visitasen las galeras o viajasen alguna vez en
ellas no impondrían ese castigo con la facilidad con que lo hacían.
Los condenados a una pena tan extrema y cruel eran blasfemos, herejes
extranjeros, bígamos, rateros, moriscos, gitanos, vagabundos…, pobres
diablos que no tenían manera de redimir la condena con dinero o despertar la
piedad, que siempre era más generosa cuanto más alto era el reconocimiento
social del delincuente. Los reos se alojaban en las cárceles de los tribunales
donde se les había impuesto la pena (no parece haber distinción en la forma
de proceder de los tribunales reales, señoriales o eclesiásticos) hasta reunir un
número suficiente (casi nunca menos de doce) para formar una cuerda de
presos. Encadenados con argollas por el cuello y los pies, escoltados por
corchetes y alguaciles, recorrían los caminos en condiciones muy penosas
hasta los puertos de embarque: Cartagena, Sevilla, Málaga, Gibraltar y el
Puerto de Santa María. Las cordadas de presos que bajaban del norte al sur —
a veces procedentes de Pamplona, donde estaba la cárcel del Reino de
Navarra y de la archidiócesis de Burgos— debían de ser espectáculo frecuente
en los caminos que atravesaban Castilla la Nueva, ya en dirección a Levante,
ya a Andalucía (Heras Santos 1990).
La línea divisoria entre el vicio y la virtud, el trabajo honesto y el delito,
el hombre honrado y el delincuente era muy borrosa. La caza furtiva, por
ejemplo, se hallaba muy extendida, y la población en general no la
contemplaba como delito. El derecho a cazar era facultad de los señores, y los
campesinos aceptaban mal que se les vedase una actividad que
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complementaba sus maltrechas economías. Sin ir más lejos, la ciudad de
Toledo disponía de una magistratura especial para proteger los recursos
cinegéticos de su señorío, el Juzgado de los Propios y Montes de Toledo,
presidido por un regidor denominado «fiel». El «fiel», su teniente, alguaciles
y guardas de montes hacían frente a un campesinado que sistemáticamente
desobedecía leyes y ordenanzas, trabajando en un ambiente en el que nadie
veía y oía nada, y donde hasta los alcaldes de algunas localidades eran
«cazadores corsarios». Se registran en los archivos del tribunal muchos
incidentes en los que los presos de los alguaciles y guardas eran liberados por
los vecinos, como sucedió en 1614 en la cárcel de Yébenes, donde fue preciso
soltar a un furtivo porque más de doscientos vecinos la habían rodeado y
amenazaban con linchar a los oficiales del «fiel» (Ignacio Javier Ezquerra
Revilla y Mayoral López 2008).
Sea como fuere, la desobediencia a las leyes de caza a ojos de la mayoría
de la población no constituía una falta reprobable, y en algunos tratados se
recordaba que la tradición castellana recogía la caza como un derecho
universal. Cosa muy distinta ocurre con bandoleros y salteadores de caminos.
Aun cuando encontraran refugio y apoyo en las comunidades campesinas,
parece que se hallaban en un espacio intermedio entre la popularidad y el
rechazo. El bandolero se ha descrito como un delincuente social, nimbado por
un prestigio casi heroico. No obstante, los bandidos que robaban a los ricos
para repartir su ganancia entre los pobres son más producto de la fantasía y de
la literatura popular, pero no de la realidad. Las leyendas de bandidos podían
reflejar si acaso una idea del imaginario colectivo del medio rural de algunas
regiones adquiriendo una justificación moral como mecanismo de
redistribución de la riqueza y de reequilibrio social. El bandolerismo era un
mal endémico que azotaba caminos y carreteras dificultando el comercio y las
comunicaciones. Era muy frecuente que los campesinos de una comarca
echasen mano de este recurso en momentos puntuales, dejando las labores
agrícolas para desvalijar a un viajero y luego proseguir con su tarea, como
ocurre en algunos lugares del Reino de Nápoles, donde el virrey Juan de
Zúñiga decidió en 1596 arrasar algunas aldeas de Basilicata como
escarmiento contra esta práctica. Puede ocurrir, como en las inmediaciones de
Barcelona, que los bandoleros y salteadores de caminos sean parte de una red
extensa de banderías con ramificaciones que alcanzan al poder político de la
ciudad y del principado, y cuya actividad delictiva tiene un componente
político (Hernández 2013; Reglá 2000; Villari 2012).
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Como señalábamos, la frontera entre lo lícito y lo ilícito no era fácil de
discernir y el delito podía tener un valor relativo. Cervantes aborda el
bandolerismo catalán en el capítulo 60 de la segunda parte del Quijote
describiendo a Roque Guinart (inspirado en un bandolero real, Perot Roca
Guinarda) y nos remite, más que a un problema de orden público, a una faceta
de las «bandosidades», o conflictos de banderías. La participación de gentes
de todos los estamentos en las partidas desmiente que este bandolerismo
tuviese un carácter social, pues formaba parte de las violencias que
enfrentaban a nyerros y cadells en el principado, de rivalidades tradicionales
entre linajes y sus clientelas. Los bandoleros se identificaban con uno u otro
signo, concitando adhesiones de partido y enemistades. Sus actividades
delictivas podían ser independientes de su filiación, pero ésta era fundamental
para tener cobertura en el territorio. Roca Guinarda, el modelo cervantino, lo
mismo robaba cálices y adornos de iglesias o desvalijaba a los viajeros y
comerciantes que circulaban por el camino real de Barcelona a Gerona, que
«hacía política» banderiza. En septiembre de 1609 fue acogido con su
cuadrilla en el castillo de Barberá, de la orden de San Juan, donde dos
caballeros nyerros, Miguel de Sentmenat y Galcerán Turell, le pidieron
colaboración contra el cadell Onofre de Biure para atacar su castillo de
Vallespinosa (Torres i Sans 1994).
La novela picaresca fue el equivalente a lo que supuso la novela negra en
la sociedad norteamericana del siglo XX, donde la descripción del hampa, del
delito y de la vida en los bajos fondos producía a partes iguales atracción y
repulsión, curiosidad y desprecio. Sin embargo, la veracidad o la descripción
de la realidad dio paso, en la segunda generación de la picaresca —la
posterior a El lazarillo de Tormes y al Guzmán de Alfarache de Mateo
Alemán—, a un relato histriónico y caricaturesco de la vida marginal. En las
novelas picarescas del siglo XVII se observa un tratamiento insincero,
efectuado desde fuera de ese mundo, como ocurre en El Buscón de Quevedo.
Como ha señalado Francisco Rico, se impuso el criterio de que el carácter de
los personajes estaba determinado por el lugar que ocupaban en la escala
social: ideales y sentimientos pertenecían a los estratos superiores; los
inferiores no podían tomarse en serio, sólo movían a risa. Ciertemente, en el
cambio de siglo los ideales humanistas que subyacen en el Lazarillo o en la
obra cervantina se diluyen a lo largo de un ambiente más rígido y
aristocratizante, como el que se va imponiendo a lo largo del siglo XVII (Rico
2000).
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Por lo general, sólo se aceptaba como lícita la actividad de cada hombre
según su estado, aquello que la Fortuna le otorgaba, mientras que la voluntad
de cambio, de novedad de estado, era completamente censurable. Según
Cesare Ripa (Iconologia… parthim ethica et phisica: partim vero historica et
Hieroglyphica, Roma, 1603), la Fortuna fue entre los romanos imagen y
expresión de la felicidad de la comunidad. Como ésta era frágil e inconstante,
se asimiló con el azar y con el incierto destino del hombre. De modo que para
prevenir su inconstancia debía anteponerse la virtud, la previsión, para hacer
que perdurara la felicidad. Ciertamente la buena administración de los bienes,
del propio tiempo de ocio y del trabajo constituyó la base de dicha previsión,
cuyo punto de partida era el hogar. «Economía» procede de Oeconomica,
administración de la casa. El ocio saludable era el que resultaba complemento
idóneo del negocio. Los moralistas que en 1600 clamaban contra el ocio no
lanzaban exactamente sus dicterios contra una sociedad adormecida en la
holganza, sino en la reprobación del empleo inútil o deshonesto del tiempo
(Valencia 1994; González Cañal 1991). Contradiciendo la molicie y
haraganería «meridionales», la falta de espíritu comercial y la repugnacia por
los negocios habitualmente asignados a los españoles, encontramos un
informe de un gobernador de Filipinas que en 1596 ve a los colonos españoles
tan integrados e interesados en el comercio entre China y América que han
abandonado la explotación de las tierras y el gusto por las armas, prefiriendo
esas ganancias a nuevas conquistas o a la explotación de sus encomiendas
como nuevos señores de la tierra.
El valor moral de la ociosidad era negativo. Si hay algo que caracterizaba
a la sociedad española del Siglo de Oro era un rechazo profundo y visceral a
la ociosidad, madre de todos los vicios y causa de la degradación social. Fray
Luis de León describió «tres maneras de vida» o formas familiares: la «vida
de labranza», la «vida de contratación» y la «vida descansada». La primera
designaba al espacio rural en su conjunto; la segunda, al urbano, y la tercera,
al aristocrático («nobles y caballeros y señores, los que tienen o renteros o
vasallos de donde sacan sus rentas»). Para él, labranza, contratación y
descanso eran tres estados en los que la perfección residía en el primero y lo
contrario en el último. La vida del campo era proclive al ejercicio de la virtud,
pues allí «la ganancia es inocente y natural»; la ciudad ofrecía también «vida
ocupada», pero el comercio muchas veces incurría en usura y engaño, por lo
que contenía «algo de peligro» para la virtud, mientras que la tercera, al no
existir ocupación, contenía aún más peligro: «Ésta es muy ociosa y por la
misma causa muy ocasionada de daños y males gravísimos». En las tres
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maneras podía alcanzarse una vida virtuosa, pero la vida campesina discurría
con menos amenazas para la integridad que las otras; el aislamiento, la
simplicidad, la ausencia de malicia, el autoconsumo… era una suerte perfecta.
La casa y la familia campesinas serían modelo y dechado de república bien
ordenada; la mujer casada, cabeza de la familia a la vera del marido, debía
tener a la labradora como modelo, ser hacendosa, aprovechada y trabajadora;
su función, ya fueran duquesas, aldeanas o burguesas, era administrar la casa
y el orden de la familia, «y el velar sobre las criadas y el repartirlas las tareas
y las raciones» (La perfecta casada).
Las buenas esposas, para fray Luis, eran «hacendosas y acrescentadoras
de sus haciendas»; las malas, «perdidas y gastadoras». Gobierno y
Oeconomica (administración de la casa) estaban tan emparentados que la
familia era contemplada como germen de la comunidad política, una res
publica en miniatura, y como tal regida por principios de jerarquía funcional,
desde cuya cima —el marido, pater familias—, la autoridad se distribuía entre
sus miembros: la esposa, los hijos, los parientes, los criados y servidores. La
separación de las esferas pública y privada en el siglo XVIII arrojó a las
mujeres a un plano invisible de la realidad social, pero en la Europa preliberal
tal invisibilidad no existía porque las mujeres disponían de espacios y formas
propias de sociabilidad y presencia social, desde el palacio hasta la aldea.
Espacios como la casa y corte de la reina (muchas veces más influyente que la
del rey), las casas y cortes de las damas de la nobleza, los establecimientos
religiosos femeninos, las asociaciones urbanas, etc., eran lugares de
promoción social, mecenazgo, beneficencia… La no diferenciación de lo
público y lo privado permitía a las mujeres mantener una actividad transversal
a la reservada a los hombres, y si bien éstos eran titulares del gobierno civil y
eclesiástico, la milicia y la diplomacia, estas actividades no serían lo mismo si
no existieran cortes de virreinas, embajadoras, visitas de conventos, monjas a
las que se requiere su opinión en materia espiritual, literaria e incluso política
(como Santa Teresa de Jesús), una red de intermediaciones femeninas cuyo
papel no era precisamente marginal y que tampoco puede describirse como
«complementario». La correspondencia de la santa de Ávila muestra en
ocasiones una voluntad y un poder de influencia tal que explican su poderosa
singularidad; sin embargo, al contrastar su experiencia con la de otras mujeres
de su tiempo, dejando a un lado su figura mística e intelectual, su influencia
se canaliza en el ámbito de la normalidad femenina, no en la excepción o lo
extraordinario (Franco Rubio 2018).
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El tránsito hacia la muerte iguala a todos los hombres. En ese momento,
para reforzar la idea esencial de la condición humana, lo más alto y lo más
bajo de la sociedad se asociaban, de modo que los pobres tenían una presencia
especial en las exequias de los nobles, y éstos, en el acompañamiento a los
más humildes en sus últimos momentos. Damas y patricios acudían a los
hospicios de incurables para reconfortar a los moribundos. En Palermo existía
la Compañía del Santísimo Cristo, popularmente conocida como «la Orden de
los Blancos». Fundada en 1541 por pragmática del virrey Ferrante Gonzaga,
estaba formada exclusivamente por nobles, regentaba el hospital de pobres
incurables de San Bartolomé, poseía una espléndida capilla en la Real Vicaría
y estaba declarada Confraternidad Real, exenta de ordinario, es decir, no
reconocía otro superior que no fuera el rey y sus virreyes, y ningún tribunal,
seglar o eclesiástico, podía ejercer jurisdicción sobre sus miembros. A la
compañía se le consignaban todos los condenados a muerte de cualquier
tribunal tres días antes de la ejecución, y era costumbre que un cortejo de
caballeros blancos acompañara a los reos arrepentidos y que habían hecho
examen de conciencia en su camino hasta el patíbulo. Las ordenanzas del
duque de Terranova (1576), el conde de Olivares (1594) y el marqués de
Geraci (1596) convirtieron a esta asociación de asistencia en símbolo y
representación de la nobleza siciliana en su conjunto, de modo que un cronista
del siglo XVII, al explicar qué era la Compañía de los Blancos, decía:
«Consiste quasi en toda la Nobleza de Sicilia». Su hábito blanco era muy
apreciado como rasgo de distinción y de pertenencia a la aristocracia, por lo
que el Consejo de Italia dictó órdenes en febrero de 1597 para que en el reino
sólo pudieran llevar capa y hábito blanco los miembros de la compañía «para
evitar desórdenes y escándalos», es decir, evitar la confusión de estatus
(Rivero Rodríguez 2021).
Hoy nos sorprende que una organización de caridad pueda transformarse
en una corporación elitista, definitoria de una casta superior, pero se explica
sin dificultad con la básica complementariedad entre riqueza y pobreza de la
cultura católica, entre la parte superior de la sociedad y la inferior, entre
quienes ejercen la liberalidad y quienes gozan de ella. Una moral que sólo
reconoce como lícita la riqueza recibida, no la buscada, aquella que implica
obligaciones morales de redistribución por ser una gracia. Otra cosa, más
complicada, es la situación de quienes persiguen y alcanzan la riqueza fuera
de su estatus u officium, como veremos a continuación.
La condena a los ricos siempre estuvo dirigida a la adquisición de la
riqueza, pero nunca podía olvidarse que los ricos eran tan necesarios para la
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república como los pobres. Ya fueran nobles o burgueses, los ricos podían
redimirse si compartían parte de su patrimonio con los necesitados, de manera
que las dádivas cumplían un papel ritual de obtención de perdón, lo cual tenía
un cierto aroma de hipocresía, pero que debía aceptarse para que la
comunidad política y los negocios funcionasen, y la sociedad no se
empobreciese en su conjunto. Este dilema resultaba muy difícil de resolver
para los teólogos y los moralistas; la Iglesia no tenía posiciones inflexibles,
dando margen para que se desarrollaran intensas polémicas sobre la licitud de
la ganancia financiera o mercantil.
Leemos con frecuencia que la moral católica era un obstáculo para los
negocios, pero a la vista de las discusiones habidas entre moralistas y teólogos
en la segunda mitad del siglo XVI, todo apunta a que había márgenes muy
amplios para actuar y llevar a cabo actividades comerciales sin demasiados
tropiezos. En 1595, los herederos del hombre de negocios toledano Gonzalo
de la Palma verificaron que disponía de dictámenes de teólogos para
confirmar la licitud de sus tratos, de modo que tranquilizaba su conciencia
mediante este curioso seguro moral. Otros hombres de negocios como
Rodrigo de Dueñas, Asensio Galiano, Martín Ramírez, Alonso de Ávila o
Simón Ruiz también recurrieron a la consulta de moralistas y teólogos para
encontrar la misma seguridad. Algunos de estos dictámenes conocieron
merecida fama y estuvieron en el centro de enconadas polémicas; tal es el
caso de la obra de Martín de Azpilicueta, Comentario resolutorio de cambios
(Salamanca, 1556), fruto de una consulta realizada por los hermanos Antonio
y Luis Coronel, dos hombres de negocios segovianos. La doctrina del lucro
cesante —aquel que no se gana mientras se tiene el dinero prestado y por lo
cual es lícita una indemnización— fue una doctrina aceptada y extendida,
admitiendo de facto el préstamo con interés. Caro Baroja advirtió que una
buena muestra de esta aceptación del comercio y los negocios fue la
introducción del lenguaje mercantil en la obra de moralistas y predicadores.
Se refiere a obras y discursos dirigidos al pueblo en general, con un fin
didáctico y de vulgarización de la doctrina, en los que se utilizaban conceptos
que pudieran ser fácilmente comprendidos por la gente común; la salvación se
presentaba como el mejor negocio, la conciencia como rica mercancía, el
precio como la virtud, etc. (Caro Baroja 1985).
Ciertamente muchos moralistas criticaron con dureza la hipocresía de los
negociantes, pero incluso en las sátiras más feroces salía a relucir la
obligación inherente a los ricos de redistribuir su patrimonio. Esta literatura,
más que execrar a los ricos y pretender la extinción del capitalismo,
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funcionaba como recordatorio permanente sobre la salvación, aunque no
dejaba de observarse la hipocresía que subyacía en el carácter redistributivo
de la riqueza, más cuando se trataba de genoveses:
Ayer murió un genovés muy rico, y ha fundado un hospital con mucha renta para curar los
pobres, y ha mandado poner este epitafio en su sepultura: Aquí yace Marcantonio Polifemo,
mercader Genovés natural de Fremura, que primero hizo los pobres y después el hospital (Carta
ridícula de Diego Monfar, 1621, citado en Fernández Mosquera 2009: 164).
Genoveses
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capitalista genovés, un patrón andaluz y un factor castellano. Colón era
genovés, pero, al margen de la naturaleza del descubridor, no cabe duda de
que sin la confianza y el dinero de los emprendedores genoveses difícilmente
se hubiese llevado a cabo la expansión hispano-portuguesa y la construcción
de los imperios ultramarinos de Castilla y Portugal (Pike 1963; Marsilio
2012).
El beneficio o los beneficios fueron mutuos, y la figura estereotipada del
genovés avariento y obsesionado por el negocio formaba parte ya a
comienzos del siglo XVI del paisaje de tipos característicos representados en
sonetos, comedias, sátiras y canciones. La percepción del trabajo manual
como ocupación impropia de nobles, la idea misma de que las actividades
comerciales y bancarias no eran apropiadas para la vida aristocrática, el
mando militar y el señorío sobre las personas estaban arraigadas en el desdén
de las élites sociales y políticas hacia los genoveses. Pero esas mismas
cualidades causantes de desprecio eran a su vez admiradas; la frugalidad, la
laboriosidad y la prosperidad de los genoveses empañaban el tópico como
elogios frente a la pereza, la abulia o la ineptitud de los nativos. Los
genoveses no siempre respondieron a la imagen negativa creada por sus
críticos, y a veces destacaron más como militares que como financieros;
recuérdese el sentido elogio que dedicó Quevedo a Federico Spinola en un
hermoso soneto: «Marte genovés, siempre triunfante».
Señala Arturo Pacini que el caso genovés debe servir para reconsiderar la
naturaleza del Imperio español y la contribución de los italianos al mismo.
Hace ya varias décadas, algunos historiadores como Federico Chabod,
Fernand Braudel o Felipe Ruiz Martín destacaron la existencia de una
«internacional» de eclesiásticos, hombres de negocios, militares, políticos,
juristas e intelectuales que sirvieron a la Monarquía española desde los
puestos más altos; esta internacional dirigente se fue especializando grosso
modo, siendo los genoveses quienes se centraron en el control de las finanzas
del Imperio. Se iniciaba así, desde mediado el siglo XVI hasta la mitad del
XVII, el llamado «siglo de los genoveses». Los hombres de negocios de
aquella procedencia monopolizaron el mercado del crédito de la Monarquía,
al tiempo que copaban la administración y gestión de su fiscalidad. Así, no
era raro encontrar al frente de las administraciones financieras a genoveses,
ya fuera en las aduanas de Nápoles, como contadores del ejército, tesoreros en
Sicilia y magistrados del fisco en Milán. Asentistas genoveses adquirían
deuda pública y privada, se hacían con monopolios, compraban tierras,
comerciaban con grano, seda…, y también invertían en el sector productivo,
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aventurándose a crear pequeñas industrias, por lo que la presencia de
emprendedores de esta nación ni siquiera es extraña en La Mancha: en 1575
la villa de Montiel informaba de la presencia de un lavadero de lanas
instalado y regentado por una familia ligur, «los Fornieles genoveses» (Pacini
2005; Dauverd 2014; Álvarez Nogal 2005; Ruiz Martín 1968).
En 1603 los tercios de Flandes se quedaron estancados en el sitio de
Ostende. El archiduque Alberto lamentó haber emprendido una campaña que,
lejos de ser rápida y brillante, había resultado lenta y demasiado costosa, tanto
que estaba poniendo en riesgo su gobierno y la estabilidad de los Países Bajos
católicos. Desde la corte española, que corría con los gastos de la defensa de
los Países Bajos, se tomó una decisión que sorprendió a muchos y provocó
protestas de algunos mandos militares, especialmente de los veteranos de
aquella guerra. El 2 de noviembre, el Consejo de Estado resolvió otorgar el
mando de las fuerzas estacionadas en Flandes a Ambrogio Spinola. Hasta
entonces, dicho individuo sólo era conocido como un reputado hombre de
negocios genovés, miembro de una de las más distinguidas familias ligures.
Pero no era un nombramiento habitual: era un contrato por el cual el general
se comprometía a desembolsar el coste de la operación militar, administrando
el ejército a cuenta de la Corona, algo parecido a lo que hoy llamaríamos
«privatización de la gestión»; se trataba de un «asiento», es decir, una
concesión para administrar un bien perteneciente al soberano, que se
arrendaba a un particular para su explotación comercial en régimen de
monopolio; en contrapartida, el «asentista» garantizaba el cumplimiento de un
servicio determinado (en el caso que nos ocupa, nada menos que la defensa de
un vasto territorio sobre el que pesaban más de cuarenta años de guerra
continua). Ambrogio Spinola levantó y equipó un ejército a sus expensas,
para lo cual gastó unos 60 000 ducados mensuales. Al mismo tiempo, cuando
la confianza en el rey se hallaba bajo mínimos, pudo negociarse en 1606 un
empréstito de 2 260 000 escudos para el ejército de Flandes, a cuyo pago se
comprometía el banquero en el caso de que, llegado el plazo convenido,
Felipe III fuese incapaz de satisfacerlo (Rodríguez Villa 1905).
El sitio de Ostende concluyó victoriosamente para las armas españolas el
22 de septiembre de 1604; Felipe III concedió al marqués la orden del Toisón
de Oro, el oficio de maestre general de campo, con 12 000 escudos anuales de
sueldo, así como el de Superintendente del Tesoro militar, con otros 12 000
escudos anuales. Mezclando guerra y negocio, Spinola fue un firme defensor
de la paz con los holandeses, tanto por convicciones privadas como públicas.
Su servicio tenía como límite su propia fortuna; arruinado no podría seguir
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sirviendo con eficacia y tampoco tenía el menor interés en desangrar a la
Monarquía, su patrono, y de la cual dependían sus negocios. Spinola conocía
las dificultades de la Corona para satisfacer sus deudas, y sus consejos y
advertencias indicaban que la ventaja militar debía aprovecharse para alcanzar
una buena paz. Con motivo de la tardanza en el reembolso de las cantidades
que había anticipado, no dudó en presionar a la corte en este sentido,
advirtiendo al rey, el 3 de septiembre de 1606, con extraordinaria franqueza:
«Debo quedar escusado con Vuestra Majestad y con todo el mundo en
cualquier evento». Estaba claro que la liquidación de la deuda debía
prevalecer, por el bien de la Corona y de quienes la sustentaban. Spinola,
inmortalizado por Velázquez como general victorioso en La rendición de
Breda, no podía escindir su personalidad entre banquero-asentista y general-
tesorero de los ejércitos de Su Majestad. Su actitud crítica y sincera no fue
obstáculo para que ese mismo año entrara en los consejos de Estado y Guerra
(Álvarez Nogal 2010; Esteban Estríngana 2002; Mérique 2015).
El caso de Spinola fue un asiento a lo grande, aunque no fue singular,
puesto que es demostrativo de un cambio en la política de la Monarquía. La
incapacidad de hacer frente a la administración directa de sus propios recursos
llevó a que la Corona optase por encargar a cuenta el mantenimiento y la
gestión de las armadas, fortalezas y áreas de la defensa del Imperio. Los
asentistas proveían las pagas de los soldados, los artículos para equipar el
ejército, bebidas, pólvora, grano…, resolvían problemas que la Corona no
podía afrontar de manera instantánea, se hacían cargo de movilizar recursos
en momentos que requerían celeridad y liquidez. A cambio, estos hombres de
negocio soslayaban los posibles riesgos con fabulosas perspectivas de
negocio. Piénsese en Spinola, en su doble condición de asentista y general-
tesorero del ejército, con libertad absoluta de contratación y licitación: ¿qué
volumen de beneficios no alcanzaría? En 1612 la Hacienda Real aún le debía
un millón de ducados, y para liquidar esa cantidad se le concedieron las rentas
de alcabalas de siete villas «muy buenas» de Tierra de Campos, la
consignación de parte de la recaudación de la bula de cruzada, subsidio y
excusado. Pese a las fuertes sumas que le adeudaba la Corona, lejos de estar
arruinado, tenía liquidez suficiente como para plantearse la compra de varios
lugares de Castilla (por los que ofreció buen precio), negociaba la adquisición
del ducado de Becerril y ya había cerrado la compra del ducado de Sesto en
Nápoles. Entonces, como hoy, la guerra era un inmenso negocio (Álvarez
Nogal 2010; Esteban Estríngana 2002).
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Desde las altas finanzas hasta el menudeo financiero, los asentistas
genoveses pululaban por todo el espacio de la Monarquía Hispánica. Su
presencia era masiva en todos los centros de gestión financiera y de toma de
decisiones de carácter económico, no sólo a nivel global, también a nivel
local. En los reinos de Nápoles, Sicilia, Mallorca y Valencia, en el ducado de
Milán o en la ciudad de Sevilla, la penetración de los genoveses en todos los
organismos de administración económica, ya fueran locales o altas
magistraturas políticas, estaba unida a la propia negociación del crédito, que
adoptaba de este modo una doble cara, una superposición —así lo califica
Pacini— de papeles que era un factor estratégico de primer orden para los
operadores económicos genoveses: eran ellos los que administraban las
finanzas y por tanto los que negociaban la obtención del crédito; los que
contrataban deuda y ofertaban crédito, y, por si fuera poco, esta oferta y
demanda se satisfacía habitualmente entre gestores y banqueros que
mantenían afinidades familiares y faccionales dentro de Génova. El financiero
español Simón Ruiz observaba desde Medina del Campo estas afinidades y
divergencias en el ambiente genovés. Protestando contra la mala prensa de
que gozaba en España la gente de aquella nación, distinguió a los genoveses
buenos y a los malos con los dos partidos de la nobleza que dividían la vida
política de la República: nobili nuovi y nobili vecchi, los «nobles nuevos», a
los que encomiaba como gente frugal y amigable, y los «nobles viejos»,
codiciosos y usureros (Ruiz Martín 1990).
El dinero es miedoso y las operaciones financieras tienen siempre un
trasfondo de incertidumbre irracional basado en algo tan voluble y sutil como
la confianza. La información económica era extraordinariamente ágil en una
plaza financiera como Génova, y ésta se utilizaba muchas veces en clave de la
política de la República. Las redes de alianzas en el ámbito de los negocios
generaban un flujo constante de información, buena y mala, veraz, falsa o
especulativa, cuya circulación tenía su origen en las tensiones internas de la
sociedad genovesa, donde la quiebra o ruina económica del adversario estaba
unida a su derrota política. Bastaba un rumor sobre el reembolso de los juros,
la pérdida o el retraso de la Flota de Indias, la falta de liquidez de los
asentistas, etc., para que se produjera una pequeña crisis, a veces grande, que
tenía consecuencias en las finanzas internacionales y en la estabilidad de la
Monarquía española. Estos momentos de pánico y de crisis de confianza se
sucedían sobre un sistema básicamente estable debido a la diversificación de
sus intereses, de modo que, siguiendo a Pacini, cabe hablar de «estabilidad
conflictiva». Una dinámica no sólo marcada por los flujos del mercado, pues
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en ella concurre la competición entre las élites de poder genovesas por
acaparar recursos y situarse a la cabeza de la República y del sistema imperial
español, con lo cual desplegaban dos estrategias complementarias: la
competición por el poder republicano y por el poder «imperial».
Las luchas en el seno del patriciado genovés alcanzaron su techo en 1575.
Después de dicha crisis, casi nunca las disputas faccionales volverían a
rebasar los límites de prudencia marcados por el instinto de supervivencia. En
la primavera de 1575, las luchas entre nuovi y vecchi provocaron un estallido
de violencia que, pese a los intentos mediadores de la Santa Sede y la Corona
española, desembocó en una guerra civil. Ambos partidos se necesitaban y se
complementaban, de modo que la crisis política afectó directamente al
sistema financiero. Génova dejó de ser una plaza segura para los
inversionistas y se dieron casos cada vez más numerosos de falta de
reembolso de las letras de cambio. Nicola Grimaldi, uno de los mayores
operadores financieros de Europa y conocido como «el Monarca» por los
fabulosos caudales que movilizaba, se declaró incapaz de hacer frente a un
asiento de 1 400 000 ducados por falta de liquidez. Los inversionistas,
genoveses o no, esperaban a ver cómo acababa el conflicto para depositar sus
caudales (Pacini 2002).
En este contexto se produjo la famosa suspensión de pagos decretada por
la Corona española el 10 de septiembre de 1575, y que como ya señaló en su
día Felipe Ruiz Martín, no tuvo otro fin que deshacerse de los genoveses. La
debilidad de la República y el deterioro de su sistema financiero no pudieron
recibir un golpe más duro que ése. Pero también mostró dónde estaba el límite
que no se podía cruzar. La mediación de la Santa Sede y de algunos ministros
de Felipe II, preocupados por las consecuencias que a largo plazo podía tener
la quiebra del sistema financiero, estableció el consenso interno entre los
partidos nobiliarios, y la recuperación de la normalidad política genovesa
estuvo entrelazada con la normalización financiera, con un compromiso de
pago de la deuda de la corona conocido como el «medio general» de 1577
(Ruiz Martín 1968, 1990).
Aquélla fue la crisis más importante entre la Monarquía y la República,
con la magnitud de un verdadero terremoto, una brutal sacudida en la caja de
caudales del Imperio. A partir de entonces, Génova no fue un simple
protectorado español: fue uno de los centros indispensables de una Monarquía
que tenía su cabeza en Castilla y su bolsa en aquella ciudad italiana. Era tan
importante que se prefirió perder Túnez para recuperarla, trasladándose allí la
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flota y el ejército empleados para contener la expansión de los turcos en el
norte de África (Pacini 2002).
Precios
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fácil y abundante, derrochada y dilapidada con igual rapidez y facilidad a
como se había adquirido, con consecuencias funestas en la moral y la
economía. La revolución de los precios era ejemplo o enseñanza que podía
sacarse de la codicia insaciable de los españoles. Tanta sangre y vidas de
indígenas inmoladas en Zacatecas, Guanajuato o Potosí, bajo terribles
condiciones de explotación y un trato inhumano, no reportaron mucho a sus
explotadores, no les sirvieron de nada o, mejor dicho, sirvieron para el
provecho de terceros (banqueros genoveses, fabricantes flamencos y
franceses, comerciantes británicos y holandeses, artistas y marchantes
italianos…). Los colonizadores fueron colonizados (Wootton 2018).
Los españoles, según el tópico fijado en el siglo XVIII, no invertían sus
beneficios, sino que los consumían alegremente en dispendios nada
productivos, gastando a manos llenas su riqueza. Siglo y medio antes, el
juicio no era tan unilateral, y la impresionante subida de los precios fue objeto
de interesantes controversias. En 1568 Jean Bodin observó que era normal
que en España los precios fueran altos y que todo fuera caro, como
correspondía a una nación «rica, altiva e indolente». Escribió esta afirmación
en respuesta a un tratado «sobre el encarecimiento de todas las cosas» del
señor de Malestroit, expresando su convencimiento de que si todo era caro,
era por la abundancia de moneda. No fue el único; ratificaba lo que muchos
«economistas primitivos» españoles llevaban tiempo denunciando, que
consideraban la inflación pura y llanamente un fenómeno monetario. El
remedio parecía sencillo, o así lo creían estos autores: los consumidores no
podrían seguir la escalada de los precios si no se les proveía constantemente
de numerario (que se depreciaba por su abundancia), de modo que sólo podría
detenerse el incremento de los precios e invertir su tendencia cuando dejase
de fluir la plata americana. Pero las cosas no eran tan simples (Finkelstein
2006).
Estudios recientes sitúan en el siglo XV el comienzo del crecimiento de los
precios e indican la poca relación que muchas veces se observa con las
remesas de oro y plata que llegan al Viejo Continente. La cota máxima de
afluencia de plata a Sevilla se produjo entre 1590 y 1620, mientras que el alza
de los precios se incrementó mucho más antes y después de dicho periodo,
siendo más moderado precisamente cuando la afluencia era más masiva. A la
vista de estos datos, se buscaron otros motivos y se concibió una
interpretación pluricausal en la que las remesas de metal tendrían una
importancia limitada y puntual. El movimiento de los precios pudo deberse a
otras causas: a un prolongado crecimiento de la población, al esfuerzo militar,
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al déficit fiscal de la Corona o a las alteraciones monetarias. Ninguna causa
eliminaba a la otra, y se entiende que todas, incluidas las remesas de plata,
fueron factores que en mayor o menor medida contribuyeron al desbarajuste
económico (Yun Casalilla 2012).
El crecimiento de la población es una explicación plausible, porque la
oferta de bienes no podía satisfacer la demanda, lo cual era especialmente
llamativo en los artículos de primera necesidad. En 1500 la población de la
península Ibérica era de algo más de 5 millones de habitantes. En 1600 era de
unos 7,5 millones, el 75 % de las cuales eran campesinos. El 80 % de los
habitantes de la península vivía en Castilla, una proporción que se mantuvo a
lo largo de todo el siglo, lo cual no quiere decir que el crecimiento fuera igual
en todas partes: más intenso en Andalucía occidental (0,7 % anual) que en
Castilla la Vieja (0,37 % anual); muy ligero en Aragón (0,3 % anual) y muy
acelerado en Valencia o Navarra (0,9 % anual). En todo caso, se trata de un
crecimiento desigual e inconstante, con episodios de sobremortalidad en
momentos puntuales: el tifus de 1557, la peste de Cataluña de 1559, la peste
de 1563-1569 que abarcó Aragón, la cornisa cantábrica, Galicia y Portugal, la
hambruna de 1570, el «catarro general» de 1580, las viruelas y difterias
infantiles de la década de 1580, hasta alcanzar las graves epidemias de fin de
siglo. A pesar de todo, el balance total fue positivo; a comienzos del siglo XVI
este crecimiento supuso un aumento de la riqueza, hubo más brazos para el
campo, para las manufacturas o las empresas coloniales, se roturaron nuevas
tierras y se impulsó la conquista de más espacio en los territorios de ultramar:
en 1574 alrededor de 174 000 españoles estaban ya establecidos en América,
una cifra que rondaba los 250 000 en el año 1600 (cifra nada desdeñable si se
tiene en cuenta que por aquellas fechas el Reino de Aragón lo poblaban unas
330 000 personas). Fue un tiempo de bonanza, época de la máxima actividad
manufacturera, donde descollaron los establecimientos textiles de Baeza,
Barcelona, Ciudad Real, Córdoba, Cuenca, Chinchilla, Palencia, Perpiñán,
Segovia, Toledo, Úbeda, Valencia, Zamora y Zaragoza. Un tiempo en el que
se observa un volumen importante de tráfico comercial con el exterior,
saliendo de los puertos españoles lana, trigo, aceite, capullos de seda… La
subida de los precios estimuló un mejor aprovechamiento de los recursos y un
aumento de la producción agrícola, especialmente en productos como el vino
y el trigo (Domínguez Ortiz 1984; Fernández Vargas 1989).
No obstante, en la segunda mitad del siglo XVI el crecimiento alcanzó el
límite de subsistencia, el momento crítico en que la producción comienza a
dar muestras de no poder abastecer suficientemente a la población. En torno a
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1575 y 1578 se habla claramente de superpoblación en Castilla la Nueva, y
sobre esa región se cierne el fantasma del hambre; en 1580 grandes zonas
rurales de las dos Castillas se encuentran al borde del colapso, mientras que
Andalucía hace ya una década que pasó de ser exportadora a importadora de
grano. A finales de siglo se produce el estancamiento: una población mal
alimentada cae pasto de las epidemias, la más grave la de la peste de 1596-
1602, que afectó a la cornisa cantábrica, las dos Castillas y Andalucía, con
pequeños focos dispersos en los reinos de Portugal y Valencia, que provocó la
muerte de un 10 % de la población, aunque hubo lugares que registraron una
mortandad muy considerables, como Ávila, que perdió a un tercio de sus
habitantes. La escalada epidémica afectó también a la Corona de Aragón,
mientras que otra epidemia diferente azotó Cataluña entre 1589 y 1592. Más
grave que las enfermedades fue el descenso de la natalidad; las dificultades
económicas retrasaron la edad de nupcialidad y redujeron el número de hijos
por pareja; también aumentó el número de solteros eclesiásticos de ambos
sexos y el número de varones que emigraron a América o se enrolaron en los
ejércitos de Su Majestad.
Otro factor que intervino en el movimiento de los precios fue el derivado
del gasto militar, pues si bien éste se había ido incrementando desde
principios de siglo, se disparó a partir de 1580, cuando los compromisos
estratégicos de la Monarquía se globalizaron. Antes de 1580 la fiscalidad
descansaba en un corto número de impuestos sobre el consumo (en Castilla
almojarifazgos, alcabalas…), concesiones eclesiásticas (tercias) y los
donativos de las asambleas estamentales. Las rentas correspondientes a la
prerrogativa real se conocían como «ordinarias», mientras que las otorgadas
excepcionalmente por los estamentos eran calificadas de «extraordinarias».
Fue necesario aumentar esta segunda fuente hasta casi hacerla un ingreso
regular para sufragar el coste del Imperio. En principio no se pretendió tal
cosa, pues para hacer frente a las necesidades defensivas y ofensivas se
reclamaron servicios, donativos y ayudas a los súbditos para poder hacer
frente a los gastos inmediatos. Castilla, Portugal, Valencia, Nápoles, Sicilia…
contribuyeron en la medida de lo posible y en distinta proporción al esfuerzo
bélico, y fue la mayor o menor disponibilidad de los reinos para satisfacer el
apetito de la Corona lo que determinó que en unos lugares la renovación fuera
tan automática y regular que pasó a formar parte de la fiscalidad ordinaria y
en otros no. Dado que los impuestos más fáciles de recaudar eran los que se
cargaban sobre el consumo, se puede decir que toda la población, en mayor o
menor medida, sufrió este estado de excepcionalidad fiscal, justo en un
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momento de malas cosechas que, sin embargo, no fue objeto de una
contestación social reseñable. El sacrificio fue más o menos llevadero —
contrajo el consumo—, mientras que el empobrecimiento por la pérdida de
valor de las rentas sólo llamó la atención de algunos moralistas y religiosos
dedicados al «amparo de pobres», que contemplaron un nada tranquilizador
aumento de los indigentes en el final de siglo (Clark 1985; Ringrose 1987;
Castillo Pintado 1989).
Por otra parte, merece la pena atender a las fluctuaciones de la deuda de la
Corona. Desde finales del siglo XV, los soberanos habían recurrido a
préstamos de particulares para obtener liquidez; a cambio, se obligaban a
pagar una renta anual que se mantendría hasta concluir la deuda contraída.
Esta anualidad recibió el nombre de «juro» y fue el recurso habitual empleado
por Carlos I y Felipe II para satisfacer sus gastos inmediatos. De este modo
las rentas de la Corona (sus rentas ordinarias, las que producía su patrimonio
y jurisdicciones privativas) fueron destinadas en una gran parte al pago de los
intereses de los juros. Bajo Felipe II los juros cubrieron la casi totalidad de las
rentas ordinarias de la corona en Castilla (alcabalas, aduanas, azúcar, seda,
saca de lana, etc.), y hubo momentos de falta de liquidez en que fue necesario
suspender pagos y renegociar la deuda. La famosa bancarrota del 10 de
septiembre de 1575 quizá pudo haberse evitado, pues tenía la finalidad de
librarse del monopolio de los genoveses, pero, en lo sucesivo, la Corona hubo
de declararse insolvente en varias ocasiones, que no arredraron a buen
número de inversores para seguir adquiriendo juros y confiar su dinero en
semejante inversión, sin duda porque la inseguridad obligó a gratificarlos con
unos intereses más que atractivos. En este panorama, el único valor firme que
sobresalía en medio de tanta inestabilidad fue la tierra, y hacia ella se
dirigieron los capitales (Domínguez Ortiz 1984; C. J. de Carlos Morales 2008;
Drelichman y Voth 2014).
Consecuencia de la desconfianza en la moneda (cada vez más depreciada)
y en la deuda pública (poco segura) fue el desvío de la inversión hacia la
propiedad inmobiliaria, lo que provocó el aumento de su valor, siendo
innegable una progresiva concentración de la propiedad de la tierra en el
último tercio del siglo XVI y el primero del XVII. Naturalmente, parejo a este
proceso fue el de expansión del préstamo hipotecario, el censo consignativo
«al quitar», que aprovechó la coyuntura de alza, impulsó la producción
agraria (al dotar a los agricultores de dinero para mejorar y ampliar sus
explotaciones) y favoreció la bonanza económica característica de 1550-1580.
Sin embargo, la depresión de 1590-1600 llevó a gran número de agricultores a
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enajenar sus tierras a los prestamistas, acentuando el proceso de
concentración territorial. Un memorial de aquel final de siglo no dejaba dudas
sobre la situación creada por los préstamos usurarios (juros):
Por la misma razón que los señores de juros están apoderados y enseñoreados dellos, lo están
asimismo destos reinos y de todas cuantas haciendas hay en ellos, que algo valgan, porque les han
ido y van comprando cada día y cada año a menos precio de los miserables labradores con los
mismos réditos que les van cayendo de sus juros. Y lo peor es que también han ido y van
comprando con los dichos otros nuevos juros, con que han doblado y redoblado sus réditos y
ganancias y la perdición de estos reinos, como si Dios nuestro señor lo hubiera creado todo para
ellos y nada para los demás (Domínguez Ortiz 1984).
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plata. En 1603 se ordenó recoger el vellón para «resellarlo», es decir,
imprimir una rectificación que duplicaba su valor nominal. La Corona incautó
así una gran cantidad de cobre dado que devolvía una pieza resellada por dos
que recibía. Obviamente, este robo de «guante blanco» —denunciado como
tal por el padre Mariana— tuvo el agravante de unir a la depreciación de la
moneda la inseguridad sobre su valor y su posesión, y desvió la atención del
público del dinero a los bienes, provocando una dinámica que se
retroalimentaba: la inflación estimulaba el acaparamiento de bienes en vez del
ahorro, toda vez que el valor de éstos era más o menos constante, mientras
que el dinero se depreciaba e influía en la especulación sobre bienes de
primera necesidad, revendiéndose los productos a precios más altos de lo que
costaban o bien conducía al anquilosamiento de la oferta al provocar la
adquisición de bienes, no para satisfacer las necesidades, sino para anticiparse
al incremento de los precios (Hamilton 1934; García Guerra 2000).
Así pues, entre 1590 y 1603 se contempla un estancamiento de la
población, la concentración de la propiedad y el descenso del nivel de renta
de la masa campesina. Todo esto pudo influir en la relativa estabilidad de los
precios en aquellos años de contracción del gasto y de la inversión, pero ello
no significa decadencia, y debe señalarse que el extraordinario incremento de
las remesas de plata en estos años ofrece un panorama de riqueza y
estabilidad sin parangón en el pasado. Los embajadores venecianos, si bien
podían manifestar sus reservas con respecto a las estructuras económicas del
Imperio español, no podían dejar de asombrarse por el inmenso caudal de
plata que llegaba a Sevilla en aquellos años, cuyo ritmo se incrementaba
vertiginosamente convirtiendo a su Monarquía en la más poderosa del mundo.
Esa convicción de poderío y riqueza había llevado a casi todos los soberanos
europeos a buscar la paz con Felipe III, no sólo para no ser aplastados por su
poderío, sino para poder participar de los beneficios de su amistad, del
comercio con sus súbditos y de la inversión en sus dominios (Fernández
Vargas 1989).
Todavía entre 1600 y 1621 más que de recesión cabría hablar de
prosperidad razonable. La decadencia no se contemplaba. Castilla era una
parte de un Imperio de extraordinario volumen y complejidad, y sus
dificultades se podían considerar algo anecdótico y pasajero. Sin embargo,
más que la coyuntura económica, lo que fue determinante a largo plazo fue
que, desde 1580, cuando se produjo la anexión de Portugal, la Monarquía se
convirtió en un «imperio cautivo». Solamente contemplando el espectáculo de
la inmensa red de comunicaciones y transacciones que se operaban en el seno
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del Imperio, y su complejidad, puede uno hacerse idea de las dificultades que
planteaban su seguridad y su defensa. El tráfico de las flotas en el Atlántico
estaba rígidamente regulado para garantizar el régimen de monopolio que
ejercían los mercaderes de Sevilla sobre el comercio indiano; así mismo,
dicha organización hubo de atender no sólo a la preservación de los
privilegios, sino sobre todo al asalto que contra dicho comercio
protagonizaron piratas y corsarios de todas las naciones. El régimen de puerto
único, afianzado a partir de 1573, tenía indudables ventajas para la Corona,
como la facilidad para controlar todo lo que entraba y cobrar tasas e
impuestos. La Casa de Contratación de Sevilla, creada en 1503, fue el centro
desde el que se organizó el comercio indiano; era consulado de mercaderes,
tribunal mercantil, consejo o tribunal real competente en la liquidación de
tasas e impuestos, lonja o factoría, centro organizador del aprovisionamiento
de las flotas y entidad encargada de proveer sus mandos y autorizar sus
navíos. Esta institución permitió a los comerciantes sevillanos obtener
grandes ganancias al tener la exclusiva de todo lo destinado a América y
actuar como grandes intermediarios de los proveedores europeos y los
consumidores americanos (Bernal 1993; Castillo Pintado 1989).
A partir de 1543 el comercio transatlántico hubo de organizarse en
convoyes. Piratas y corsarios de todas las naciones infestaban el Caribe, el
área del estrecho de Gibraltar y algunos puntos estratégicos de la ruta de
regreso de América. Los peligros a los que estaban expuestos los navíos si
viajaban en solitario hicieron obligatoria la navegación en convoy bajo la
protección de una escuadra de guerra. Naturalmente, tal organización impuso
ciclos muy estrictos para el comercio (más de lo que ya disponía el ciclo
estacional), un gasto enorme en protección y seguridad (pagados con una
cuota denominada «avería») y unas rutas y trayectos de diseño muy rígido.
Hasta 1564 sólo partía una flota anual, pero desde ese año se dispusieron
dos, que salían de Sevilla en abril y en agosto. Cada flota, al llegar al Caribe,
se dividía en dos: hacia Veracruz, la Flota de Nueva España, y hacia Panamá,
el Galeón de Tierra Firme (que conectaba con la ruta hacia Perú). Los navíos
navegaban en filas, tras la nao almirante, y detrás, cerrando la marcha, la
capitana. A barlovento del grupo navegaba la escuadrilla de buques de
escolta. La travesía era lenta porque el criterio era viajar al unísono, lo cual
significaba ajustar siempre la velocidad del grupo a la de los navíos menos
rápidos; esto permitía agruparse rápidamente en caso de ataque y facilitaba la
asistencia en situaciones de apuro y el socorro en los naufragios. Sin
embargo, la seguridad del sistema tuvo como inconveniente un
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encarecimiento extraordinario de los productos europeos llevados al Nuevo
Mundo, ya que la rigidez de las flotas limitaba la cantidad de género, por lo
que a una demanda abundante le correspondía una oferta escasa. Además, los
derechos de aduana (almojarifazgos), las tasas de avería, los donativos que
debían pagar los comerciantes del monopolio, etc., incrementaban costes y
precios, que, no obstante, dejaban aún unos impresionantes márgenes de
beneficio en los puntos de llegada de las flotas (Veracruz, Cartagena de Indias
y Portobelo), donde se celebraban ferias al arribar las naos de Sevilla.
(García-Baquero 1986).
El viaje de vuelta tenía características similares; las flotas de Veracruz y
Portobelo se reunían en La Habana en febrero, desde donde regresaban
bordeando la costa norteamericana hasta el paralelo 38, donde los vientos
septentrionales del Atlántico la llevaban a las islas Azores y desde ahí se
dirigían a Sevilla. La Flota de Indias retornaba con el producto de las minas
americanas. Su carga era depositada en la Casa de Contratación, cuyos
factores separaban el «quinto real» (1/5 de la carga de metal precioso
pertenecía a la Corona) y efectuaban la liquidación correspondiente (García-
Baquero 1986; Céspedes del Castillo 1992; Castillo Pintado 1989).
La estructura monopolística se reproducía en todas las variables del
comercio americano. Las mercancías de Veracruz se almacenaban en México,
desde donde se distribuían y revendían para todo el Virreinato de Nueva
España. Cartagena era el centro desde donde se distribuía a toda Nueva
Granada y las Antillas, mientras que los productos depositados en Portobelo
se embarcaban en Panamá en la Armada del Sur, que desembarcaba las
mercancías en El Callao para desde allí llevarlas a Lima, capital del virreinato
y centro de comercio y redistribución para toda la América del Sur. Una
mercancía podía tener en Portobelo un valor de un 300 % respecto a su precio
en Sevilla (que ya era un 50 % superior al de la media andaluza), y en Potosí
alcanzaba un 1000 % sobre dicho valor de origen.
La ruta transoceánica así organizada recibió el nombre de «Carrera de
Indias». Su coste se justificó por su invulnerabilidad, pero significó la
renuncia a una política activa y agresiva para dominar el espacio atlántico,
optándose por atrincherarse en un sistema defensivo demasiado rígido y
estrecho, muy costoso y que en el siglo XVII se vería desbordado por la
superioridad tecnológica de ingleses y holandeses (que le asestaron golpes
cada vez más severos) y por la proliferación del contrabando (los fabulosos
márgenes de beneficio de la política de altos precios y mercancías
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sobrevaloradas eran una invitación a asumir el riesgo que comportaba el
comercio ilegal).
Este sistema de flotas privilegiaba unos puertos y ciudades sobre otros y
condenaba a muchos lugares al aislamiento y la marginalidad dentro del
Imperio; tal sería el caso de Buenos Aires, que se abastecía a través del Perú y
que, pese a tener puerto y una posición estratégica privilegiada en el Atlántico
Sur, sólo consiguió algún que otro permiso comercial para evitar su
despoblamiento o episódicos desabastecimientos.
Pero, como señalábamos, el régimen monopolístico ofrecía a los
privilegiados mercaderes sevillanos unos beneficios tan espectaculares que
era difícil cambiar esta situación. El año 1608 debe apuntarse como el del
récord del comercio indiano; se consignaron 45 078 toneladas de mercancías
en las dos flotas de ida. Este flujo se mantuvo más o menos constante hasta
1620, cuando se observa un descenso que iría incrementándose a lo largo del
siglo. Naufragios, piratas y decadencia española no explican suficientemente
un descenso que habrá que atribuir a un incremento espectacular del
contrabando y al desarrollo de vías alternativas al régimen de monopolio
(García-Baquero 1986; Céspedes del Castillo 1992).
El contrabando y la vulnerabilidad del régimen comercial —puesta de
manifiesto en 1585 cuando sir Francis Drake dio la vuelta al mundo
saqueando posesiones españolas y portuguesas en América, Asia y Africa—
obligaron a incrementar los gastos de control y defensa mediante sistemas
complejos y muy costosos en El Callao, Cartagena, Portobelo, Veracruz o La
Habana, y mediante el mantenimiento de flotas como la Real Armada del
Océano (Atlántico oriental), la Armada del Sur (océano Pacífico) y la Armada
de Barlovento (mar Caribe). Así, el tráfico atlántico fue objeto de especial
protección y de unos desembolsos que no fueron compensados; al final del
reinado de Felipe III ni hubo incremento de los ingresos fiscales ni se
produjo, como ya vimos, el aumento del volumen de la carga de las flotas.
El Galeón de Manila puede servir como ejemplo de los límites y carencias
de la rigidez del sistema. En 1571 se inauguró la ruta que rigió el comercio
con Extremo Oriente por medio de un navío que comunicaba Acapulco con
Manila; este galeón (más bien flotilla), conocido como la «Nao de la China»,
viajaba una vez al año transportando mercancías, correspondencia y viajeros
entre los dos puertos; en marzo partían de Acapulco y en junio o julio —
dependiendo del monzón— de Filipinas, empleando unos cuatro meses hacia
Asia y entre seis y nueve de regreso. Manila era un activo centro mercantil —
con una importantísima comunidad china que hacía las veces de genoveses
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asiáticos— en el que convergían redes comerciales muy importantes; por allí
pasaba la comunicación entre India e Indochina con China, Japón y Corea,
resaltando su valor estratégico por la conexión de estas vías comerciales con
América. De Nueva España llegaban a Asia plata, armas, municiones,
herramientas y manufacturas europeas, y a América partían sedas, porcelanas,
lacas, té, especias y una gran variedad de productos orientales. En 1593 el
Consejo de Indias consiguió que el soberano limitase dicho tráfico a sólo dos
barcos con el objeto de impedir la exportación de plata mexicana hacia
Extremo Oriente, por una parte, y por otra, para acabar con la competencia de
las manufacturas chinas con las españolas en el mercado novohispano. Se
suponía que el tráfico debía limitarse sólo a lo imprescindible para mantener
la colonia de Filipinas y evitar su abandono. No parece que las restricciones
tuvieran mucho éxito; era difícil definir lo imprescindible para cubrir
necesidades. En 1604 se prohibió el comercio entre El Callao y Acapulco
precisamente porque el volumen de mercaderías chinas que se
comercializaban en el Perú había provocado la devaluación de los productos
llegados en la flota y se temía un excesivo drenaje de plata peruana hacia
Asia. Si ambas reglamentaciones hubieran tenido éxito, el comercio asiático
habría desaparecido. La monótona serie de prohibiciones y restricciones que
se promulgaron entre 1610 y 1631 nos hablan de una tradición de
incumplimientos. Incumplimientos que, como ocurre con el tráfico de
contrabando de porcelana y seda china en la región de los Andes, son
protagonizados por los mismos virreyes, que participan de los lucrativos
beneficios de este comercio. Al mismo tiempo, el desarrollo comercial al
margen de un régimen monopolístico cada vez más contestado dejaba a la
Corona fuera de los beneficios, pero sí a cargo de los gastos de defensa
(Schurz 1939; Tremml-Werner 2015; Giráldez 2015).
El sistema americano, si bien importante, era sólo parte de un vastísimo
complejo cuyos intereses eran globales. Al igual que había sucedido con los
principales puertos españoles de América, gran parte de las factorías
portuguesas de África oriental no disponían de sistemas fortificados o de
defensa, pues tales prevenciones no fueron necesarias mientras los océanos
Índico y Pacífico fueron inmensos lagos ibéricos. Pero a partir de 1580 la
cosa cambió radicalmente, máxime tras los viajes de los piratas ingleses
Drake y Cavendish, pero no fueron los únicos que contribuyeron al cambio:
en 1589 Malindi se vio seriamente amenazada por la irrupción de corsarios
turcos en el Índico y la expansión del islam entre las poblaciones de la costa
de Somalia a Tanganica. Una posición avanzada otomana en el sultanato de
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Mombasa fue desmantelada por los portugueses en 1589 y, tras la ocupación
de esta isla de la costa keniata, se vio la necesidad de establecer un sistema
defensivo que abarcase el control del área comprendida entre Adén y
Tanganica. A tal efecto, en Goa, los ingenieros militares del virrey de la India
tuvieron que diseñar un sistema defensivo basado en una cadena de fuertes
que vigilaban y dominaban el territorio al tiempo que servían de refugio para
las naos portuguesas, de centros comerciales y de puntos desde los que ejercer
influencia política y obtener información. En esa cadena se incluyó el fuerte
Jesús en Mombasa (que todavía hoy conserva en su entrada las armas de
Felipe II), que reemplazó a Malindi en 1593 como principal centro portugués
de la zona. El fuerte de Mombasa tenía cuatro bastiones y unas murallas de 13
metros de altura construidas con bloques de coral sobre un promontorio que
dominaba el puerto y que se hallaba entre el barrio «moro» y el de los
«muzungulos», las dos comunidades de la ciudad. La fortaleza había sido
diseñada por un arquitecto italiano, Giovanni Battista Cairato, arquitecto del
virrey de la India, que había confeccionado un modelo tipo de los fuertes que
habría que diseminar por las costas africanas del Índico, consistentes en
fortalezas de cuatro esquinas con bastiones, murallas en terraplén a la italiana
y un patio central con dependencias para albergar a una guarnición. El atlas
de Manuel Godinho de Heredia, realizado en 1610, daba cuenta del enorme
esfuerzo hecho por los portugueses en apenas veinte años para acondicionar la
defensa y seguridad del tráfico de la India, justo cuando los holandeses se
apoderaban del cabo de Buena Esperanza y el Império da Pimenta entraba en
crisis (C. R. Boxer 1952; Cortés López 1991; Newitt 2010; Kirkman 1983;
Giráldez 2015).
Al mismo tiempo, Brasil desplazó a Asia como eje del Imperio portugués;
era el vértice del legendario triángulo comercial formado por el tráfico de
esclavos trasladados desde Angola a las plantaciones y explotaciones mineras
de Brasil, y del comercio de los productos brasileños vendidos en Lisboa para
ser redistribuidos en Europa. Las incursiones holandesas en Angola y la costa
brasileña abrieron un nuevo frente ante el que la Corona hubo de emplear
ingentes recursos para preservar un área vital para el Imperio portugués
(Couto 1997).
Podríamos seguir enumerando lugares, circunstancias, episodios: la
Carrera de Indias, el camino español de Flandes, el triángulo Lisboa-Brasil-
Angola, la circunnavegación africana, el Índico y la red asiática del Império
da Pimenta, el antemural italiano, la contención del norte de Africa…,
demasiados espacios y áreas vitales de interés, rutas comerciales y redes de
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comunicación que cubrían el globo terrestre. Sobre esas extensísimas redes,
corsarios o piratas holandeses, ingleses, franceses, suecos, berberiscos, turcos,
chinos y javaneses, bandoleros catalanes, chichimecas, tagalos, napolitanos o
aragoneses obligaban a mantener puntos avanzados, fortalezas, guarniciones,
presidios, convoyes y escuadras.
Algunos podían vislumbrar en el horizonte tiempos de penuria causados
por la voracidad del gasto de la máquina imperial. Spinola creyó que podría
salvar su negocio y la Real Hacienda sacando a la Corona de la guerra de los
Países Bajos, pero a pesar de la Pax Hispanica, la deuda siguió creciendo. En
1621 se advertía con desazón que el pacifismo apenas había influido en la
reducción de unos gastos que, por otra parte, eran inevitables. Se trataba de
una trampa infernal que obligaba a empeñarse más para mantener los
compromisos de seguridad y defensa, caminando con paso firme hacia la que
podría ser la bancarrota definitiva. Después de sortear una larga cadena de
suspensiones de pagos, superadas con más o menos esfuerzo, y atrapados en
el círculo vicioso en el que estaban prisioneros, resulta extraño que la Corona
siempre consiguiese préstamos y hallase nichos fiscales inéditos.
Economía
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Martín de Azpilcueta, «el doctor Navarro», suele advertirse el primer
balbuceo de un pensamiento económico jusnaturalista español que afloraría
en su Comentario resolutorio de cambios (Salamanca, 1556). Escrito al
repasar el Manual de confesores, Azpilcueta advirtió que la doctrina de la
Iglesia era oscura y confusa en materia mercantil debido a que los autores del
manual desconocían muchos aspectos de la realidad económica y de las
transformaciones que se habían operado en ella. Su opúsculo fue publicado
precisamente como apéndice a dicho manual, actualizando así la doctrina
eclesiástica. Pero su actualización no fue precisamente empírica; sus fuentes
eran teológicas y sus deducciones provenían de lecturas de esa materia y no
de la experiencia del trato mercantil. Inspirado en Juan de Soto y Juan de
Medina principalmente, que abordaron en sendos tratados teológicos escritos
en latín la cuestión de la justicia en los cambios y la equidad de las
transacciones, expuso en qué consistía la gratitud, la restitución del don
entregado o prestado, y que solía utilizarse para justificar el interés,
diferenciando las restituciones o devoluciones lícitas de las ilícitas.
Azpilcueta, al convertirse en divulgador de una compleja doctrina —destilada
de una no menos compleja casuística— y romancearla, no se convertía en
economista sino en transmisor de un análisis y una doctrina de la justicia, de
la equidad, de la explicación del pecado de la usura.
Otro autor muy celebrado fue el dominico fray Tomás de Mercado, que
tuvo un notable éxito con su libro Tratos y contratos de mercaderes y
tratantes (Salamanca, 1569). Dos reimpresiones en Sevilla (1571, 1587) y una
traducción al italiano (Brescia, 1591) atestiguan un éxito que no sabemos si
fue debido a sus cualidades como economista o como moralista. Mal que a
muchos les pese, parece más lógico inclinarse por la segunda explicación.
Dado lo obtuso e intrincado de la materia económica, disponer de un sencillo
manual que distinguiese la licitud de diversas prácticas de cambio, préstamo e
inversión, matizando debidamente cada supuesto, no era cosa fácil de
encontrar, y parece que los confesores, mercaderes, hombres de negocios y
banqueros-cambistas que residían en ciudades de intenso tráfico comercial,
como Sevilla, agradecían un manual sencillo y asequible de aquellas
características. A Mercado le preocupaba deslindar el papel del comercio en
el bien común, distinguir el justo precio, la licitud de los cambios, los
préstamos y los límites de la obligación de restituir. Dispuesto, como estaba, a
que su obra fuera comprensible (y por ello la redactó en romance y no en
latín, para el público, no para los doctos), utilizó ejemplos de la vida
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cotidiana, mostrando ser un agudo analista de los cambios económicos de su
momento, de una manera sencilla y fácilmente comprensible:
En Indias vale el dinero lo mismo que acá, un real treinta y cuatro maravedís […] y lo mismo vale
en España, mas aunque el valor y precio es el mismo, la estima es muy diferente en entrambas
partes, que en mucho menos se estima en Indias que en España […] dentro aún de España, siendo
los ducados y maravedises de un mismo valor, vemos que en mucho más se tienen mil ducados en
Castilla que en Andalucía […] La cual estima y apreciación se causa lo primero de tener gran
abundancia o penuria de estos metales. […] Hace tambien mucho al caso haber mucho que
comprar y vender (T. de Mercado 1571).
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indemnización libremente asumida. Así mismo, era moralmente inaceptable
obligar a devolver una donación con intereses, dado que su objeto debía ser la
ayuda o el socorro sin perseguir beneficios o ganancias superiores al valor de
la cosa dada (Clavero 1991).
Se repudiaba la idea desnuda de beneficio o ganancia económica sin más
(como ocurría en las actividades cambiarias y bancarias), y es que en una
sociedad de órdenes la complementariedad de los servicios que cada órgano
aportaba al conjunto se insertaba siempre en un ámbito de correspondencias;
una transacción puramente económica suponía una separación entre las
personas y las cosas, no creaba vínculos de obligación y solidaridad: comprar
y vender a secas no resultaba saludable; dar y recibir como gratitud y
contraprestación sí lo era.
La banca constituyó el núcleo del problema; el simple préstamo con
interés era ilícito, como también la remuneración de los depósitos. Ahora
bien, el padre Vitoria contempló la licitud del negocio si respondía a la
caridad, a una buena obra, de modo que los intereses suponían una
compensación por el riesgo asumido al adelantar una cantidad o depositarla.
Un cambio de custodia del dinero debía y podía ser remunerado mientras
constituyera un servicio. El crédito tenía una consideración caritativa, y
siempre que fuera así, podía admitir un beneficio.
Es evidente que nada de esto ocurría en la realidad de las transacciones,
pero queda claro que la obra de los teólogos dio cobertura de respetabilidad a
un mundo de negocios que precisaba una normalización, marcando unos
límites morales a una actividad que se comprendía de obvia utilidad social. En
1571 una extravagante de Pío V puso orden en esta materia; condenó el
cambio seco o ficticio, pero autorizó el cambio real como legítimo, es decir,
se condenaba una operación puramente especulativa realizada mediante el
cruce y retorno de letras, pero no la que se realizaba materialmente en dinero
contante. Mucho más laxa que la Iglesia española, la Iglesia italiana asumía
con mucha más naturalidad la existencia y la necesidad de los negocios
económicos, y no es casual que el cosmopolitismo universalista de los jesuitas
acompañe esta literatura conciliatoria que se publica a partir de la década de
1570 y que legitimaba la exigencia de una compensación cuando se daba
prestado, dado que se adecuaba la moral a la norma del derecho común que
obligaba a devolver las cantidades adelantadas y compensar el esfuerzo del
prestamista con el pago de los intereses negociados en la deuda (Ruiz Martín
1968; Bermejo Cabrero 2016; C. J. de Carlos Morales 2008).
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Al acentuar la licitud de todo pacto o concierto realizado de buena fe entre
dos particulares y en aras de un mutuo beneficio es donde Tomás de Mercado
rompía con la habitual condena sumaria a «tratos y contratos»; por amistad y
benevolencia, todo trato comercial y financiero era en principio lícito. En
cualquier caso, la nueva percepción de la economía, la admisión de un punto
de vista moral más relajado con respecto al préstamo, los beneficios, el
interés…, es decir, una actitud más indulgente y abierta, más capitalista en
definitiva, dio paso a una generación de literatura económica «fin de siglo»
despegada de la moral y vinculada a la política: el arbitrismo. A nuestro
juicio, el apogeo del arbitrismo en los años comprendidos entre 1590 y 1621
está unido al nacimiento de la ciencia política y a una nueva forma de
especulación relativa a la mejora de la comunidad. Es decir, esta literatura no
es fruto de la decadencia, sino de una transformación cultural de amplio
calado que tiene lugar en España y en Europa.
El arbitrismo no era más que publicística a la que por su generalización
los intelectuales del Siglo de Oro dieron un tono peyorativo. Recuerda
Gutiérrez Nieto que son centenares los arbitrios que se custodian inéditos en
nuestros archivos, y que esta copiosísima literatura inundó las oficinas de
secretarios, virreyes, capitanes generales, consejos… Suele señalarse una
vinculación entre decadencia y la desenfrenada producción de remedios
universales redactados en el cambio de siglo. Esta fecunda memorialística
parece recoger el descontento de muchos súbditos de Su Católica Majestad
ante la penuria existente y los signos de crisis o decadencia que observan.
Pero más que la alarma social, parece determinante la costumbre de la Corona
de hacer partícipes de los beneficios a los autores que ingeniaban medios para
obtener nuevos recursos fiscales, mayores ingresos y un ahorro considerable
en el gasto. Parece que este beneficio material, conocido y apreciado,
estimuló extraordinariamente la producción de arbitrios. Por tal motivo, el
grueso de los arbitrios se concentra en la materia fiscal, en la mejora de la
gestión de los gastos e ingresos de la Corona; lógicamente la materia en la
que obtener una compensación del soberano era más fácil de lograr, pues los
beneficios —de haberlos— se contabilizaban de inmediato. A veces la
Corona no era tan generosa y se mostraba renuente a reconocer los méritos de
un autor en su decisión de reformar la fiscalidad; así le ocurrió a Luis Ortiz,
autor de un famoso memorial empleado para la reforma fiscal, que se pasó su
vida reclamando en las antesalas de palacio una participación en los
beneficios producidos por sus propuestas (Gutiérrez Nieto 1996).
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Las autoridades no eran sordas ni ciegas ante la realidad económica; había
una fluidez de comunicación bastante alta, y aunque buen número de arbitrios
se desestimaban, otro tanto, nada desdeñable, se sometían a atento estudio. En
algunos casos el autor mismo entregaba su arbitrio aprovechando una
audiencia pública del rey. En 1583, el financiero Peter van Oudegherste
propuso personalmente a Felipe II la creación de un banco que articulase todo
el espacio bancario de la Monarquía en un solo sistema, con sede central y
sucursales en todas las capitales, ciudades y villas importantes de los reinos.
El proyecto, que incluía una detallada planificación y estudio de Peter van
Rotis, fue analizado en los consejos de Estado y Hacienda con pareceres
favorables. Sin embargo, esta especie de banca nacional se topó con los
intereses de los asentistas —el capitalismo genovés—, quienes movieron sus
influencias para parar un remedio que les perjudicaba. Hubo otros proyectos
que tuvieron una mejor fortuna, aceptándose y gratificándose propuestas de
Alonso de la Peña o de Antonio Portillo y Vivero que sirvieron para elaborar
las leyes que en 1602 regularon la venta de oficios en villas y lugares de los
maestrazgos.
Si atendemos al tiempo dedicado al examen de tanto proyecto, advertimos
que la Corona siempre se mostró abierta y dispuesta a escuchar a sus súbditos,
de modo que la Monarquía parece siempre inmersa en un concurso de ideas
permanente para buscar nuevos e insospechados yacimientos fiscales. Pero la
Corona no sólo era un receptor pasivo de arbitrios, sino que también
fomentaba la discusión y estimulaba la búsqueda de remedios en los asuntos
que le interesaban. A finales del reinado de Felipe III el Consejo Real de
Castilla abrió un interesante debate para levantar la maltrecha economía
castellana. La «Consulta hecha por el Consejo Real a Su Majestad sobre el
remedio universal de los daños del reino y reparo de ellos», efectuada el 1 de
febrero de 1619, proponía el fomento de la agricultura, la rebaja de impuestos
para incentivar las manufacturas del reino, los aranceles a productos
extranjeros, el fomento del ahorro y la necesidad de incrementar la población.
Sancho de Moncada contribuyó ese mismo año a la reflexión con su
Restauración política de España, sumándose al concurso de ideas y al debate
público suscitado por obras tan interesantes como Conservación de
Monarquías, de Fernández de Navarrete (publicaba en 1621). Lógicamente, la
reflexión suscitada, más que el bienestar de los castellanos, lo que buscaba
eran recursos e ingresos de los que la Monarquía andaba corta y donde
parecía que ya no era posible obtener mucho más (Echevarría 1998; Vermeir
2006; Fernández de Navarrete 1626).
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La mayoría de estos arbitrios reposan o reposaron inéditos para el gran
público, perdidos entre las montañas de papel de la administración, y cuyos
autores esperaban ser recompensados por las ideas aportadas a la Corona.
Algunos, desesperados por el silencio administrativo o simplemente para
hacerse oír, llevaron sus propuestas a la imprenta o las hicieron circular en
copias manuscritas para publicitar sus remedios. Son estos documentos más o
menos públicos los que han merecido más atención de los estudiosos, no tanto
por su influencia en la toma de decisiones como en la creación de opinión.
Durante la celebración de las Cortes de Castilla de 1588, los diputados del
reino manifestaron su inquietud por la profusión de esta literatura que,
amparada por el estímulo de la Corona, planteaba el cuestionamiento
sistemático del orden existente en aras de la razón. Los diputados, temiendo
los daños que las novedades reportaban a la Monarquía, pidieron al rey que
hiciese salir de la corte a todos los autores de «arbitrios, medios y novedades»
tocantes a reformas fiscales, económicas, políticas y sociales. Las Cortes
temían la popularización de unas ideas y opiniones que desmontaban
tradiciones, leyes, fueros y privilegios, no en aras del bien común, sino de una
utilidad pública vinculada al exclusivo interés de la corte (C. J. de Carlos
Morales 1996; C. de Carlos Morales 2016).
En realidad, en la preocupación manifestada por los representantes del
reino afloraba el hecho de que el arbitrismo no era más que un subgénero de
la literatura de razón de Estado entonces en boga. Una literatura que, ya fuera
tomando como referencia a Tácito o encubiertamente a Maquiavelo,
subrayaba la necesidad del gobernante de actuar conforme a la utilidad, al
beneficio, e imponía una disciplina de análisis de la acción política y sus
consecuencias que sacrificaba lo «honesto» en aras del pragmatismo. Según
Sancho de Moncada, la tradición, la costumbre y las leyes debían
subordinarse a la consideración de que «el gobierno o razón de Estado es
medio para fundar, conservar o aumentar un reino», una traducción casi literal
de la definición dada por Giovanni Botero respecto a la obligación del
gobernante de «emplear los medios justos y necesarios para aumentar y
conservar el Estado» (Raggione di Stato, 1580). El discurso de la utilidad
pública, en lo relativo a la fiscalidad, tal y como temían las Cortes de Castilla,
abundaba en la idea de que había excepciones que justificaban el
incumplimiento de leyes y tradiciones si constituían obstáculos para el bien
común (Meinecke 1983; Peña Echeverría 1998; Bom 2011).
La razón de Estado implica disciplina, cálculo, prudencia y conocimiento
de la ocasión. Los reformadores económicos, los arbitristas, y los políticos
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reivindicaban la figura del homo oeconomicus, desaprobando el ocio y
confiando en el trabajo y en el mercado. O, como señalaba Mateo Alemán, en
el trabajo estaba «la verdadera razón de Estado». Una nueva forma de pensar,
razonar e intervenir sobre la realidad que se fundamentaba en que lo útil
servía tanto para la justificación mercantil como para una nueva comprensión
de la política. El doctor Pérez de Herrera, el padre Mariana, el licenciado
Valle de la Cerda o Martínez de Cellorigo hablaban insistentemente de
corregir, desterrar o reformar costumbres, y esta forma de reflexionar conduce
directamente a la razón. Consignan en sus textos, que se leen en la Junta de
Reformación, la circulación social del reformismo; en ellos manifiestan un
cierto optimismo expresado por sus contemporáneos relativo a la capacidad
del hombre para transformar la sociedad y la posibilidad cierta de hacerlo. En
Guzmán de Alfarache, Mateo Alemán empleó el término «medio» remitiendo
a la disciplina de análisis del comportamiento vinculada a la razón de Estado;
el último capítulo de la novela, de título aparentemente anodino —«Prosigue
Guzmán lo que le sucedió en las galeras y el medio que tuvo para salir de
ellas»—, cobra significado al vincularlo con el grabado con que Perret ilustró
la portada de la edición príncipe de la obra: un retrato del autor con un
volumen en la mano en cuyo lomo está escrito Cor. Ta. («Cornelio Tácito»).
La novela aborda el conocimiento de los medios y abunda en la
popularización de la razón de Estado en los aspectos prácticos de la vida
cotidiana (Cavillac 1980).
La obra de Tácito no llamó mucho la atención de los eruditos del
Renacimiento, pero a finales del siglo XVI refería Saavedra Fajardo: «Un
flamenco le dio a conocer a las naciones; que también ha valedores la virtud»
(República literaria, 1612). La lectura del humanista belga Justo Lipsio
confirió al historiador latino el mérito de haber sentado los fundamentos de la
ciencia política. Era algo más que un maquiavelismo sin Maquiavelo. Justo
Lipsio, sus seguidores y corresponsales —Arias Montano, Antonio Pérez o
Alamos de Barrientos, entre otros— forjaron una corriente de pensamiento, el
tacitismo, que proponía un nuevo modelo de virtud basado en la prudencia,
una nueva virtud que no nacía de una percepción complaciente de la realidad,
sino de la necesidad de superar la incertidumbre. La «razón de Estado»
constituía un complejo de máximas y preceptos para garantizar el éxito. La
preocupación obsesiva por conservar, por reducir la tarea de gobierno —por
hallar y emplear medios para alcanzar ese fin—, ilustra un sentimiento
abrumador de amenaza y peligro de subversión de un sistema que era mucho
menos estable de lo que quería aparentar. Pero era evidente que la rígida
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representación corporativa de la sociedad y la intransigencia religiosa estaban
lejos de garantizar a la comunidad un sentimiento de seguridad y estabilidad
incuestionables. Desde 1580 parecía que el único objeto del «arte» de la
política consistía en conocer cómo preservar el dominio, el poder. Sólo la
lectura del índice de las obras más celebradas de la literatura política
producida entre 1580 y 1630 nos da idea de las variables que manejaban:
máximas y consejos para procurar la lealtad, obediencia y sumisión de los
individuos al gobernante, informando a éste de cómo conservar y aumentar su
autoridad, de si era mejor el amor o la fuerza, el respeto a la tradición, la
moral o las costumbres, razonando sobre la licitud o ilicitud de determinadas
decisiones o acciones, pero con la mira puesta en no perder la posesión del
gobierno, sin que existiera una auténtica reflexión sobre lo político. Ludovico
Settala escribía en Milán en 1627:
La razón de Estado procura primordialmente el bien de los jefes de la república […] no puede ser
más que o una sección de la política o una de sus ramas subordinadas.
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Era en este punto donde políticos y magistrados entraban en colisión, en
un aspecto nada marginal y de fuerte calado ético como era la decisión de si
debía prevalecer la razón de Estado o la ley. Ciertamente, para los juristas-
eclesiásticos se incurría en tiranía al contravenir la ley, que a fin de cuentas
era expresión de la ley de Dios, pero, como señalara Hurtado de Mendoza
(Guerra de Granada), era más sensato evaluar los medios con que se cuenta y
la ocasión propicia para aplicar las leyes que ejecutarlas sin atender a otra
cosa que la de hacer prevalecer su imperio. En Granada, en el año 1568,
habría sido más conveniente y ajustado a la razón, a la utilidad, hacer la vista
gorda ante la insincera conversión de los moriscos granadinos que obligarles a
ser y vivir como católicos por la fuerza. Contemporizar para evitar una
guerra, aceptar males menores para no bregar con otros peores, era lo que
tenía que haberse evaluado antes de tomar las decisiones que colocaron a los
moriscos «en desesperación», provocando la cruenta y costosa guerra de
Granada, en la que todos, vencedores y vencidos, salieron perdiendo. Las
reflexiones de Arias Montano y Justo Lipsio relativas a la revuelta de los
Países Bajos tenían un tono semejante (Hurtado de Mendoza 1970; Schubart
1962; Ramírez 1966).
La prudencia, así mismo, debía poner en guardia al gobernante que
pretendiese cambios taxativos y demasiado enérgicos. Todo aquello que
quebraba la naturaleza conocida de las cosas, señalaba Hurtado de Mendoza,
necesariamente había de provocar el caos en la comunidad. Coincidía con
unas curiosas reflexiones médico-políticas de Jorge Henriques (Retrato del
perfecto médico, Salamanca, 1595), que advertía contra toda alteración que
desordenase los humores del cuerpo; toda novedad o cambio en la naturaleza
de cada Estado podía provocar la enfermedad o muerte de la comunidad, e
igualmente, los remedios —para ser eficaces— debían siempre incidir en la
restauración del equilibrio armónico de los órganos. Normalmente, en las
revueltas el poder no era fundamentalmente impugnado, sólo la actuación de
quienes lo ostentaban. El empleo del término «revolución», localizado en los
albores del siglo XVII como metáfora política, es sabido que hacía referencia
al movimiento de los planetas cuando concluyen su órbita e inician una
nueva. Revolución significaba retorno al punto de origen, restauración del
orden, y no reforma radical, empleándose en la descripción de las
revoluciones de Cataluña, Portugal, Sicilia y Nápoles en la década de 1640.
Todo conflicto era político, no social. El caso más representativo lo
tenemos en la llamada crisis de 1590 y las «alteraciones» acaecidas en esa
década en Ávila (1591), Madrid (1591), Barcelona (1591), Zaragoza (1591),
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Pamplona (1592), Quito (1592), Beja (1593), Lisboa (1596) o Calabria
(1599). Ningún disturbio fue igual a otro, ni en intensidad, motivos, desarrollo
o participantes. Ninguna categoría o grupo social puede ser destacado como
más relevante en los sucesos, pero en todos ellos la violencia ejerce una
función simbólica que revela un carácter de diálogo ritual con las autoridades,
donde se enfatiza la solicitud de satisfacción de unas demandas que el
gobierno no sabe atender, pero sí la autoridad superior del rey. En las
alteraciones de Zaragoza de 1591 —seguramente los sucesos más graves
porque fueron los únicos que pudieron trascender hacia un derrotero de
quiebra del espacio político—, la visión del rey separado del mal gobierno
prevaleció hasta el final; los «rebeldes» no fueron tales, pues quisieron en
todo momento acceder y servir a un monarca mal aconsejado y dominado por
ministros que habían quebrado la natural comunicación entre rey y súbditos
(Gil Pujol 1988; Clark 1985; Gascón Pérez 2020).
Ni siquiera el hambre o la carestía fueron causa automática de motines o
revueltas; se tiene noticia de muchas hambrunas y la carestía era un estado
casi inherente a esa sociedad, de modo que un motín o un estallido de
violencia no pueden explicarse más que a través de un análisis contextual;
cada brote de descontento surgía desde una cadena de pequeños errores
estratégicos que, sumados, habían precipitado el conflicto. Estos errores
consistían en atentados a la «economía moral de la multitud» y por tanto, a la
forma en que las autoridades gestionaban la situación de escasez.
En definitiva, la virtud debía vencer a la fortuna. Escribía Mateo Alemán
que los egipcios, a quienes los españoles del Siglo de Oro consideraban el
pueblo más supersticioso de la tierra, «adoraban a la Fortuna, creyendo que la
hubiera»; con ello simplemente estaban abandonados a la naturaleza. La
ciencia permitía que el comercio venciese a la escasez y la política al
desorden. La razón hallaba los medios para adquirir la seguridad: «En
cualquier acaecimiento más vale saber que haber; porque si la Fortuna se
rebelare, nunca la ciencia desampara al hombre» (Cavillac 1980, 1983).
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6. El mundo
El turco
Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada [la batalla de Lepanto, el 7 de octubre
de 1571], ya hecho capitán de infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más
que mis merecimientos. Y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se
desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran
invencibles por la mar: en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana
quebrantada […] el [corsario argelino] Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar
cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres; porque
fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al
remo en la turquesca armada. […] Halléme el segundo año, que fue el de setenta y dos, en
Navarino, bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no
coger en el puerto toda el armada turquesca, porque todos los leventes y jenízaros que en ella
venían tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a punto
su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser
combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de
otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros regía, sino por los pecados de
la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen.
[…] El año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había
ganado a Túnez, y quitado aquel reino a los turcos y puesto en posesión dél a Muley Hamet,
cortando las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y
más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco, y, usando de la
sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos, que mucho más que él la
deseaban; y el año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que junto a Túnez
había dejado medio levantado el señor don Juan. […] Perdióse, en fin, la Goleta; perdióse el
fuerte.
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asombraba por que la falta de empuje cristiano. En Lepanto quedó manifiesta
la verdadera naturaleza militar del Imperio turco y la falta de un plan o de una
acción decisiva contra el islam sólo podía comprenderla como fruto de un
oscuro designio, un castigo a «los pecados de la cristiandad, y porque quiere y
permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen». Lo
asombroso fue que a Lepanto le siguieron una cadena de desastres y derrotas,
un retroceso inexplicable. A partir de 1574, con la caída definitiva de Túnez,
el Magreb quedó bajo la influencia otomana, culminando así un proceso
expansivo iniciado con la conquista de Egipto y la Tripolitania en 1529.
A comienzos del siglo XVI, en torno a 1520, los turcos estaban más
preocupados por el reto que para su hegemonía representaban las monarquías
saadí de Marruecos y hafsí de Túnez que por su confrontación con la
cristiandad. Estos principados musulmanes constituyeron el único obstáculo a
su pretensión universal de dirigir al conjunto de los creyentes islámicos (que,
por cierto, enraizaba en la tradición imperial romana y su concepción del
totius orbius). La hostilidad de los principados norteafricanos fue mucho más
decisiva para frenar el avance otomano en el Mediterráneo occidental que la
sola fuerza de las armas cristianas, a las que se unieron muy frecuentemente.
La alianza con los reyes de Francia y la cooperación de la regencia de Argel
permitieron a los turcos minar estas resistencias, pero, como puede apreciar
cualquier observador medianamente informado, las alianzas entre cristianos y
musulmanes, ya fueran hafsíes o saadíes con españoles y portugueses, por un
lado, u otomanos, argelinos y franceses por otro, dicen muy poco de la
existencia de un dramático choque de civilizaciones en el Mediterráneo.
Presuponer que la política mediterránea de los principados cristianos giraba
exclusivamente en torno al ideal de cruzada es tanto como mantener que los
musulmanes subordinaban todo en aras de la yihad. Esta presunción, por lo
demás, era ya considerada a mediados del siglo XVI una opinión vulgar
mantenida por personas poco informadas y desconocedoras de la realidad, no
sólo del islam, sino de la propia cristiandad, como irónicamente observara en
1558 el autor de Viaje de Turquía:
No hay a quien no mueva risa ver algunos casamenteros que dan en sus escripturas remedios y
consejos, conformes a las cabezas donde salen, cómo se pueda ganar toda aquella tierra del turco,
diciendo que se juntasen el Papa y todos los príncipes cristianos, y a las dignidades de la Iglesia y
a todos los señores quitasen una parte de sus haciendas, y cada reino contribuyese con tanta gente
pagada, y paresciéndoles decir algo encarescen el papel, no mirando que el gato y el ratón, y el
perro y el lobo no se pueden iuncir para arar con ellos (Villalón 1980).
Por otra parte, la experiencia de lo sucedido entre 1571 y 1574 parecía dar
por concluida la tradicional política norteafricana de la Corona española,
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basada en la contención, no en la conquista, preocupada exclusivamente por
mantener el control del Mediterráneo occidental, por garantizar la seguridad
del espacio comprendido entre Malta y el estrecho de Gibraltar. Esta política
venía de lejos: a comienzos del siglo XVI, el Magreb era un territorio muy
inestable; en la franja costera, desplegada al norte del Atlas, se situaban los
«reinos» wattasí de Fez, abdalwadí de Tremecén y hafsí de Túnez. Más que
entidades consolidadas, estos «reinos» eran agregados de carácter feudal cuya
estabilidad política era muy débil. Los hafsíes tunecinos apenas ejercían una
autoridad efectiva más allá de Túnez y Constantina, estando el territorio
dominado por tribus, comunidades religiosas o ciudades-Estado tributarias de
aquéllos y que reconocían su autoridad en distinto grado. En Marruecos la
situación no era muy diferente; los wattasíes no consiguieron unificar el reino
y fueron despojados del poder por los Banu Said, un clan del sur que irrumpió
en Fez en 1549 y se hizo con el trono en 1555. Por último, Tremecén era sin
duda la zona más inestable; en las sierras y montañas que atravesaban el
territorio estaban asentadas numerosas tribus, causa de constantes disturbios
protagonizados por sus incursiones a la costa, que desarticularon el reino y
facilitaron que o bien quedase sometido a la influencia de sus vecinos, o que
sus puertos y costas se convirtieran en enclaves de piratas y corsarios
independientes (Hess 1978).
La necesidad de garantizar la seguridad del tráfico comercial y de las
costas hizo forzosa la intervención de la Corona de Castilla en esta área,
estableciendo presidios, es decir, enclaves fortificados de policía y vigilancia.
En 1497, con la toma de Melilla, los castellanos inauguraron un proceso de
establecimiento de enclaves a lo largo de la costa cuyo objeto era el control
del espacio marítimo del Mediterráneo occidental: Mazalquivir (1505), Peñón
de Vélez (1508), Orán (1509), Bugía (1510), Peñón de Argel (1510) y Trípoli
(1510). Como consecuencia, en 1510 Túnez rindió vasallaje a la Corona
española, y al año siguiente también lo hicieron Dellys, Mostaganem,
Cherchell y el Reino de Tremecén (Abun-Nasr 1987; Rivet 2012; Alonso
Acero 2017).
A partir de 1529 la estructura de policía corrió serio peligro con el
desarrollo de la potencia argelina, que, asociada al Imperio otomano, pronto
tuvo bajo su control una enorme área de la región: Hone, Cherchell,
Mostaganem, Tremecén y, por último, Túnez, tomada por Barbarroja en 1534.
Ello obligó a los españoles a redoblar los esfuerzos en el área magrebí, de
modo que en la década de 1530 se sucedieron continuas empresas militares,
victoriosas algunas, como las de Cherchell (1530), Hone (1535) y Túnez
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(1535), o desastrosas, como la de Tremecén en 1535. Pero, a pesar de la
amenaza turco-argelina, no se pensó en la conquista del territorio, sino en
mantener el sistema de vigilancia, perseverando en el mantenimiento de
presidios a la par que, a través de ellos, se ejercía un control indirecto dando
apoyo a príncipes musulmanes amigos. Túnez fue restituida a la dinastía hafsí
por Carlos V en el verano de 1535, con lo que se mantenía un principio de
«protectorado» que dejaba patente la inmutabilidad del statu quo (García-
Arenal y Bunes Ibarra 1992; Alonso Acero 2017).
Las relaciones entre los presidios y los indígenas no fueron siempre
hostiles; alianzas e intercambios eran moneda corriente, y para los poderes
locales no era infrecuente invocar la ayuda de los cristianos para defenderse
de otros príncipes musulmanes. El sultán de Marruecos, Muhammad al-Sayj
(asesinado por agentes otomanos en 1557), consideraba que la mayor
amenaza para su soberanía venía de oriente, no del norte, y tanto para él como
para sus sucesores lo más preocupante era la expansión turca, contra la que,
en ocasiones, se llegó a decretar la yihad o guerra santa.
En 1541 fracasó una expedición dirigida por Carlos V a Argel, que se
quería decisiva para acabar con la influencia turca. Las consecuencias fueron
tremendas en el Magreb, donde se produjo un acusado repliegue de las
posiciones hispanas y de sus aliados: en 1551 Trípoli fue conquistada por
Dragut a los caballeros de San Juan, Bugía fue tomada en 1555 por el
gobernador de Argel Salah Rais, y al año siguiente, en 1556, Orán fue
asediada por los argelinos sin que lograran tomarla. Pese a los denodados
esfuerzos hispanos por hacer frente al avance otomano —como la expedición
a Mostaganem mandada por el conde de Alcaudete en 1558 o el bombardeo
de Trípoli en 1559—, la recuperación de la iniciativa se vio truncada en 1560,
al producirse una sonada derrota de las armas de Felipe II en Djerba. No
obstante, las galeras de don García de Toledo, con la toma del Peñón de Vélez
en 1564 y el socorro de Malta al año siguiente, decidieron la «empresa de
África» en favor de los españoles por algún tiempo. En 1565 se logró
preservar in extremis el control del eje estratégico Túnez-Sicilia,
manteniéndose todavía cerrada a los turcos la puerta del Mediterráneo
occidental.
El éxito en la «empresa de Africa» no consistía en conquistar o dominar el
territorio sino simplemente en estar presentes. Pero nada era definitivo en esta
región. El equilibrio era frágil e inestable, y la sublevación de los moriscos de
Granada, al atraer a las fuerzas españolas, permitió a los argelinos tomar
Túnez en el verano de 1570; sin embargo, aunque se trataba de un asunto de
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la máxima prioridad defensiva, no se dispuso de recursos para recuperarlo
hasta tres años después. No obstante, una vez repuesto Muley Hamida en el
trono tunecino, apenas se pudo impedir que en 1574 su reino fuera
definitivamente ocupado por los turcos y pasara a convertirse en provincia
otomana (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992; Alonso Acero 2017).
Es legión el número de autores que indican que Túnez se perdió porque a
Felipe II ya no le interesaba (o le interesaba menos) el Mediterráneo, que
hubo de desviar sus recursos a la guerra de Flandes y que tenía puestos sus
ojos en el Atlántico, lo que le llevó a firmar las treguas hispano-turcas de
1578, renovadas en 1581, 1584 y 1587, con el fin de tener las manos libres en
aquella zona. Lo cierto, y así se constata documentalmente, es que parte de
los recursos empleados en Túnez en 1573 o en la fallida expedición a Argel
iniciada al año siguiente hubieron de utilizarse en otro lugar, pero no
extramediterráneo; en 1575 las galeras de Juan Andrea Doria y parte de la
escuadra de Sicilia intervinieron en la guerra civil de Génova, un conflicto
poco conocido pero que mantuvo distraídas a las fuerzas españolas, pues las
prioridades estratégicas estaban en Italia (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992;
Alonso Acero 2017; Pacini 2002).
No parece que la falta de recursos fuera la causa del desinterés por una
acción más decidida contra el islam, sino el pragmatismo. El caso de Túnez lo
demuestra; podía conquistarse un reino, pero mantenerlo requería un enorme
esfuerzo de dinero y hombres totalmente improductivo. Era más sensato
mantener enclaves fortificados que hostigasen continuamente al enemigo; el
corsarismo y las razias eran una guerra barata y de poco esfuerzo, mucho más
interesante que la movilización de grandes flotas y ejércitos con las que si
bien era fácil obtener una victoria militar, lo verdaderamente difícil era
mantener la ocupación.
Así mismo, la coyuntura estaba cambiando de tal modo que la pérdida de
Túnez pudo asumirse, no entrando en las prioridades de la Corona
reconquistar la plaza. Las conversaciones iniciadas para firmar una tregua,
alcanzada en 1578, indicaban que el sultán tenía más interés por Persia,
Arabia y el mar Rojo que por el Magreb. Con el tiempo, la incorporación de
Portugal en 1580 compensó con creces los retrocesos posteriores a Lepanto
porque, con la posesión del Algarve alem mar (el Marruecos portugués), se
dispuso de una excepcional plataforma de intervención en el área magrebí a
través de las plazas fuertes de Ceuta, Arcila, Tánger y Mazagón, con las que
se cerró el control del paso del estrecho de Gibraltar. Por otra parte, los jerifes
marroquíes no quisieron mantener una posición hostil a Felipe II; eran muy
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celosos de su independencia y trataron de mantenerse equidistantes respecto a
las potencias otomana e hispánica. En 1580 el sultán de Marruecos recibió
simultáneamente a embajadores del turco y del monarca hispano, y en 1589
las relaciones estaban ya «normalizadas», hasta el punto de que Felipe II
aprobó una propuesta por la que se entregaría Arcila a los marroquíes a
cambio de que el jerife Al-Mansur cesara en su apoyo a los rebeldes
portugueses partidarios del prior de Crato (García-Arenal 2009; Mouline
2015).
Esto no quiere decir que a partir de 1580 imperara la paz. La hostilidad se
mantuvo, pero relegada al ámbito «privado»; el período de las grandes flotas
otomanas y cristianas dio paso a una guerra de baja intensidad que afectó a
toda el área mediterránea y al Atlántico. En todas las potencias ribereñas se
cronificó la presencia de piratas y corsarios, y se desarrolló la industria del
secuestro de poblaciones costeras por los beneficios del rescate de cautivos y
del comercio de esclavos; la piratería eclipsó y se confundió con el comercio.
El Mediterráneo occidental se convirtió en un espacio de frontera, sin leyes,
sometido a la violencia, plagado de aventureros que obtenían fáciles fortunas.
La piratería y los ataques a las poblaciones costeras obligaron a mantener y
organizar un sistema de protección en el área del estrecho; en 1593 se creó
una flota portuguesa encargada de patrullar el espacio comprendido entre la
costa atlántica marroquí, las Azores y la costa del Algarve, y cuatro años
después se creó en la parte española la Escuadra de la Guarda del Estrecho de
Gibraltar (García-Arenal y Bunes Ibarra 1992; Alonso Acero 2017).
Tampoco en el lado otomano se hicieron muchas ilusiones con el alcance
de las treguas. En Estambul no faltaron voces que pidieron la reanudación de
la campaña norteafricana, toda vez que las regencias de Argel, Túnez y
Trípoli no disponían de seguridad en sus costas ni en sus territorios y habían
de soportar el azote del corso cristiano y las razias emprendidas desde los
presidios. En 1585, el gobernador de Argel, Hasán Pachá, puso en serios
aprietos al presidio de Orán y levantó contra los españoles a las tribus del área
de Tremecén para poner fin a los pillajes que desde allí se cometían.
Las paces hispano-turcas fueron frágiles e inconsistentes, compatibles con
actos de hostilidad que en muchas ocasiones eran difícilmente discernibles
como paz; lo único que parecía verificarse era que ambas partes habían
renunciado a la conquista, a adquirir más territorios. En el lado español, pese
a que en muchas ocasiones se discutió sobre la conveniencia de evacuar los
presidios, siempre acabó prevaleciendo una política continuista, en la que
estas plazas mantuvieron el ambiente de guerra perpetua en la región, siendo
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la base desde la que se lanzaban operaciones limitadas de acoso, castigo y
devastaciones. Eran observatorios, puestos avanzados de contacto con el
mundo musulmán desde donde se articulaba la intervención en la región a
través de la alianza con príncipes musulmanes, ya fuera con los saadíes de
Marruecos como con otros príncipes o señores berberiscos. Pero esta
presencia que ni avanzaba ni retrocedía era muy costosa y paralizaba otras
acciones; su conservación se anteponía a acciones más audaces y agresivas.
Cervantes observó que en el Magreb no existía una verdadera paz ni guerra, y
los presidios, como fue el de La Goleta hasta su pérdida, sólo eran «gomia o
esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban».
Para él, la única política posible era la que condujese a la destrucción de
aquellos «infames» principados norteafricanos (Rodríguez-Salgado 2004).
Pero ¿qué relación tenía la batalla de Lepanto con todo eso? La victoria
naval tuvo lugar en un pequeño puerto vecino al Peloponeso, lejos del
Magreb. Grecia, el Adriático y las islas del Egeo nunca figuraron en las
prioridades militares y estratégicas de la Corona española en el Mediterráneo;
sólo los virreyes españoles de Sicilia y Nápoles tuvieron una cierta conciencia
sobre la importancia del área levantina, pero pensaban que bastaba con una
política de hostigamiento constante al tráfico y los puertos otomanos para
mantener a raya el peligro. Por tal motivo, los reinos de Nápoles y Sicilia
constituyeron la plataforma desde la que solían enviarse expediciones «a
Levante» de carácter limitado, depredador, para obtener riquezas, esclavos y
otros frutos del corso, sin afán de conquista. Pero estas razias no tenían nada
que ver con la idea de dirigir la acción contra el corazón del Imperio turco y
darle un golpe definitivo.
Tanto los virreyes como las autoridades militares españolas eran
conscientes de sus limitaciones, sabían que no podían ir más allá de mantener
puestos fortificados, hostigar al comercio y las comunicaciones y estorbar
todo lo posible a los turcos. Lepanto se salía de los esquemas habituales, un
hecho aislado e insólito en la trayectoria de la política mediterránea hispana,
cuyo lugar y razón deben buscarse fuera de los presupuestos del choque de
civilizaciones, de la reanudación de la confrontación entre la cristiandad y el
islam. Para comprender Lepanto hallaremos las claves en el interior de
Europa, en el confesionalismo y su impacto en una nueva comprensión de las
relaciones exteriores (Hess 1978; Rodríguez-Salgado 2004).
Estado
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A comienzos de la Edad Moderna, los europeos comprendían con el término
«cristiandad» el único espacio de civilización existente; todo lo que estaba
fuera de ella era como si no existiera desde un punto de vista cultural y
jurídico, era un espacio vacío donde imperaba la barbarie y no tenía cabida el
derecho. Heredera de la tradición latina, Europa se sentía continuadora del
legado del Imperio romano cristiano de Constantino, de modo que toda guerra
contra bárbaros o infieles era justa y legítima, puesto que siempre constituía la
integración de nuevas tierras y poblaciones a la vida civilizada.
Al leer tratados y narraciones relativas al mundo musulmán escritos en el
Siglo de Oro, no deja de advertirse una fuerte minusvaloración del mundo no
cristiano y el orgullo de la superioridad occidental, aun en circunstancias tan
adversas como la esclavitud. La visión que nos ofrece el capitán Contreras en
el relato de sus actividades corsarias en las costas del Egeo, Berbería, Libia, el
Líbano o Anatolia, describe la captura de esclavos como algo que no puede
faltar en un buen botín; no hay compasión ni lástima por seres que casi se
observan como subhumanos. Una visión que no dista de la actitud hacia el
indígena americano, contemplado casi siempre —y en el mejor de los casos—
como un menor de edad casi perpetuo, incluso después de ser bautizado
(Serrano y Sanz 1900; Todorov 1987).
La guerra entre cristianos, sin embargo, sucedía en un espacio común de
entendimiento, entre individuos que se reconocían como iguales y compartían
más o menos las mismas nociones de derecho y justicia. Era guerra «política»
o guerra civil, pero dentro del mundo civilizado, con lo que se ajustaba a
convenciones de derecho, como ya en el siglo XIV explicaba Eiximenis:
Ací nota que les batalles e guerres o són justes per just manament del príncep o por justa causa,
ço es, per defensió o prossecuçió de dret («Así advierte que las batallas y guerras o son justas por
justo mandato del príncipe o por justa causa, como es la defensa y ejecución del derecho»).
La guerra entre cristianos era «justa», según San Agustín, cuando no había
otro medio de reparar un acto ilegítimo, restableciendo por la fuerza la
justicia. Antonio de Guevara lo ejemplificó en su famoso relato del
campesino del Danubio, incluido en su Relox de Príncipes, en el cual un
campesino reprochaba a los conquistadores romanos de Dalmacia haber
emprendido una guerra injusta, alentada sólo por la codicia, sin que mediase
una agresión previa de los dálmatas, ni hubiera que restituir el orden tras una
supuesta ruptura del lazo de obediencia de los vasallos a su legítimo señor, ni
hubiera que dar cumplimiento a ningún derecho de sucesión y cesión de
señorío. Se comprende así que, como sinónimo de «guerra», se emplee
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«litigio», que era una forma de juicio y de ejecución del derecho (Rivero
Rodríguez 2000a).
La guerra entre cristianos, por tanto, era un acto de justicia y se generaba
dentro de convenciones ritualizadas de pleito; la declaración de guerra, con
sus alegaciones justificativas, formaba parte de un complejo formulario que
mantenía la confrontación dentro del marco jurídico que se acataba como
norma común. Un contemporáneo de Guevara, Fortunio García de Ercilla,
señaló en su Tratado de la Guerra y el duelo que los pleitos entre soberanos
que no reconocen otra autoridad superior a la suya que la de Dios sólo podían
resolverse por la guerra; sólo el juicio de Dios podía dirimirlos. De modo que,
argumentaba, para evitar la inútil efusión de sangre de inocentes, bastaba
reemplazar este recurso por un simple duelo entre los propios soberanos o sus
representantes. La idea del duelo como alternativa a la guerra entre cristianos
fue valorada y defendida por los humanistas, dado que en él se resolvían
contenciosos entre príncipes en una escala limitada y relativamente incruenta.
Por otra parte, el gobernante, en tanto que garante del cumplimiento del
derecho, debía proteger a la comunidad y hacer cumplir la ley con su persona
y sus recursos. Guerra, batalla y duelo eran obligaciones que debía asumir
cuando era necesario restablecer el derecho.
En los siglos XVI y XVII, guerra y diplomacia eran actividades que se
encuadraban dentro de las llamadas «materias de Estado», aquellas
directamente relacionadas con el dominio del soberano, con todo aquello que
concernía a la conservación y aumento de su patrimonio. Las materias de
Estado se enunciaban en instrucciones, consultas y notas diplomáticas como
una política patrimonial pura, donde la actividad diplomática y militar se
dirigía a la defensa de las propiedades de la casa real y a definir estrategias
matrimoniales para garantizar la supervivencia futura de la dinastía. En 1565,
el embajador veneciano en Madrid, Giovanni Soranzo, reducía la política
exterior a un breve axioma: «Los príncipes ni se aman ni se odian entre ellos,
no buscan otra cosa que el beneficio presente y particular». Lo decía al
analizar el lugar que ocupaba la intransigencia religiosa en el diseño de la
política exterior de Felipe II, y su conclusión era que, de momento, ninguno.
Todavía en aquellas fechas la ruptura entre católicos y protestantes no se
había hecho sentir en las relaciones exteriores, y todos los soberanos se
sentían miembros de una misma comunidad ideal, la cristiandad. La
diferencia de confesión no era argumento para romper hostilidades; la alianza
de Felipe II con Isabel I de Inglaterra, siendo uno católico y la otra
protestante, lejos de producir extrañeza, era vista con naturalidad, pues desde
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la lógica de la «conservación» actuaban de forma legítima en defensa de sus
intereses patrimoniales frente a la amenaza que para ambos suponía la alianza
franco-escocesa. La toma de Le Havre por los ingleses y la intervención de
tropas de Isabel I en las guerras civiles de Francia en 1562 se trataron en
Madrid con indulgencia, como acciones dirigidas a mantener a raya a un
enemigo tradicional (Martínez Millán et al. 1998; Parker 2010).
La solidaridad entre príncipes tenía mucha más fuerza que la pertenencia a
una misma fe. En 1567, al producirse los primeros disturbios que llevaron a la
rebelión de los Países Bajos, Isabel I ignoró toda petición de ayuda de los
rebeldes holandeses, no sólo para preservar la entente cordiale con Felipe II,
sino porque le repugnaba el alzamiento de unos súbditos contra su señor
legítimo y consideraba su causa injusta y deplorable. Razones semejantes a
las que esgrimió Felipe II para omitir su ayuda a los católicos irlandeses
durante la rebelión de Shane O’Neill en 1566. Igualmente, la inhibición
hispana respecto a las guerras de religión en Francia se justificaba por el
absurdo de acudir en ayuda de un príncipe enemigo, no conmoviéndose la
corte española por la suerte del catolicismo francés, cuya defensa imploraba
el papa (Hirst 2012; Le Roux 2014).
Sin embargo, los soberanos no pudieron permanecer indiferentes a la
marea del odio confesional que, con su intransigencia, ellos mismos habían
fomentado y que acabaría afectando a sus relaciones más allá de lo dinástico.
Felipe II se encontró con una creciente presión de sus súbditos para
confesionalizar su política exterior. Como denunciara el duque de Alba, esta
campaña de opinión no era espontánea, partía de Roma y tenía como más
firme valedora a la Compañía de Jesús. Concluido el concilio de Trento en
1563, los pontífices Pío IV y su sucesor Pío V demandaron al Rey Prudente la
creación de una liga militar de príncipes católicos decididos a extirpar la
herejía y hacer frente a los infieles. Concluida la Reforma, la Iglesia se puso
manos a la obra para restaurar la cristiandad en su integridad material y
espiritual. Tales proyectos se veían en Madrid con suspicacia, como un
intento de subordinar la Monarquía Hispánica al dictado de Roma (Rivero
Rodríguez 2000a; Prodi 2013).
Mientras arreciaba la presión confesional, la Corona fue mucho más
escrupulosa en la justificación de sus acciones exteriores conforme a derecho.
Invocaba exclusivamente la guerra justa, el derecho de cada soberano a
defender o mantener la integridad de su patrimonio. En 1565 el exterminio de
los protestantes franceses establecidos en Florida se presentó como defensa de
la integridad del territorio, una prevención contra los establecimientos piratas,
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y se pasó de puntillas sobre el hecho de que se trataba de herejes y que por esa
razón no hubo clemencia con ellos. Igualmente, en la guerra de los Países
Bajos se rebajó el tono de la cuestión religiosa enfatizándose la cuestión
jurídica, la rebeldía, la traición y la deslealtad, con el fin de no suscitar
solidaridades confesionales. El temor a la ruptura del consenso establecido
sobre la legitimidad del principio dinástico, al cuestionamiento de los
principios legales sobre los que se sustentaba la soberanía, impedía utilizar la
fe como causa para declarar la guerra. Pero esto encerraba también una
contradicción que no podía ignorarse por mucho tiempo, y era el hecho de
haber empleado la defensa de la ortodoxia católica como instrumento de
poder. Las atrevidas doctrinas de los jesuitas, insinuando la legitimidad del
tiranicidio, la contestación a todo soberano impío que actuase contra la Ley de
Dios, fueron caldeando un debate que no era del agrado del soberano
(Martínez Millán 1998).
A la postre, tuvo que conciliarse el principio confesional con el dinástico.
Pero esto no ocurrió de la noche a la mañana; todavía en 1569 la estrategia
general de la corona española apenas había sufrido modificaciones respecto a
las directrices heredadas de Carlos V. Francia seguía contemplándose como el
principal obstáculo para la hegemonía hispánica, mientras que Inglaterra
constituía un aliado incómodo por motivos confesionales, pero del que se
confiaba en que rectificase el rumbo. Aquel año, la llegada a Castilla del
nuncio papal Luis de Torres con una propuesta política de gran alcance —una
liga o confederación de príncipes católicos— que fue acogida con bastante
frialdad por la corte madrileña. Con enojo, el cardenal Espinosa explicó al
legado la inoportunidad del planteamiento: no se podía pensar en aventuras en
plena crisis política tras la muerte del príncipe heredero y con problemas tan
serios como la rebelión de los moriscos o la pacificación de los Países Bajos.
No sirvieron de mucho la campaña de opinión de los jesuitas ni las gestiones
del partido ebolista abogando por el cambio a favor de una política exterior
universal y católica. La respuesta fue que, por el momento, no (Martínez
Millán 1998).
Con desaliento, el legado extraordinario informó al papa Pío V del poco
entusiasmo que había encontrado para convertir a la Monarquía en vanguardia
armada del catolicismo militante. Su desánimo era parecido al del cardenal de
Guisa cuando pudo apreciar el desinterés español por la suerte de los católicos
franceses y la íntima satisfacción de los españoles ante la guerra civil
francesa. No obstante, al pontífice nada le cogía por sorpresa: sabía que
Felipe II daría largas al asunto y dejaría que se pudriera con el tiempo. Como
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soberano católico, no podía negarse de manera tajante, pero como simple
monarca debía privilegiar y dar curso a otras prioridades. Así pues, para que
el rey de España pusiera el asunto en el primer lugar de su agenda había que
tomar medidas expeditivas. El pontífice contestó que comprendía los motivos
por los que Felipe no podía comprometerse en la empresa, pero determinó que
las concesiones pontificias para financiar la cruzada ya no tenían razón de ser;
los impuestos y rentas eclesiásticas concedidos para costear la guerra con el
islam serían inmediatamente retirados (Rivero Rodríguez 2008a).
Ante semejante amenaza, Felipe II no tuvo más remedio que transigir;
sólo con el envío de embajadores y manifestando el propósito de participar en
la empresa consiguió cambiar la decisión de la curia. El tiempo apremiaba,
pues los turcos habían comenzado la conquista de Chipre, una isla de una
importancia estratégica fundamental para cualquier intento de recuperación de
Tierra Santa. Esta circunstancia obligó a formar apresuradamente una
escuadra que se dirigió al teatro de operaciones del Egeo sin que hubiese
fraguado ningún acuerdo. Pero la diplomacia pontificia llevaba la iniciativa, y
los españoles, a regañadientes, se veían forzados a seguirla, encontrando por
el camino alguna que otra sorpresa. Al poco de iniciarse los contactos entre
Madrid, Roma y Venecia, se publicó la bula Regnans in Excelsis que
excomulgaba a Isabel I de Inglaterra y liberaba a sus súbditos del deber de
obediencia, alentándoles a rebelarse contra la tiranía. Era difícil no pensar en
que esta decisión tenía como cobertura política la gran alianza que se estaba
gestando entre Madrid y Roma, haciendo creíble la existencia de un oscuro
contubernio católico para dominar Europa y el mundo.
Felipe II se esforzó porque no lo pareciese. Antes de cerrarse el tratado de
la Liga, logró que figurase claramente una cláusula que declaraba que su
único fin era luchar contra el islam. Pero eso no era precisamente un gesto
tranquilizador; el embajador francés escribió en un despacho que no podía
asegurar que existieran cláusulas secretas declarando otros objetivos; al fin y
al cabo, excusatio non petita… La relativa pacificación de Francia, el ascenso
de los protestantes en la corte y la tolerancia religiosa podían ser causa
suficiente para activar una intervención que asegurase el reino para la fe
católica y otorgase a Felipe II la hegemonía mundial (Rivero Rodríguez
2008a).
La campaña naval de 1571 evidenció que el objetivo de la Santa Liga era
la cruzada, la lucha contra el Imperio turco, y si bien no pudo impedir la
conquista otomana de Chipre, se saldó con una rotunda victoria el 7 de
octubre en el golfo de Lepanto. Pero aquella victoria fue algo extraordinario y
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anómalo. Para sus contemporáneos supuso un acontecimiento impresionante:
por vez primera los cristianos tomaban la iniciativa en el mar y derrotaban a
una potente armada turca; pero la victoria no marcó un punto de inflexión en
la expansión otomana, pues no sirvió para impedir la conquista de Chipre,
concluida en 1572, o la de Túnez en 1574. Los turcos frenaron su ofensiva al
tener que distraer sus esfuerzos hacia Oriente debido a la guerra con Persia. A
pesar de esto, la victoria tuvo un inmenso valor para los cristianos, y aún hoy
hay muchos que identifican la batalla con el principio del fin del poderío de la
Sublime Puerta.
Sin duda alguna contribuyó a esa percepción la enorme producción de
materiales conmemorativos del evento. Las pinturas de Vasari en Roma, las
de Luca Cambiaso en El Escorial, los cuadros alegóricos de Tiziano, las
pinturas del Veronés y de Andrea Vicentino en el palacio ducal de Venecia,
las pinturas conmemorativas del palacio del marqués de Santa Cruz, de la
villa Barbarigo en Vicenza, del palacio Colonna en Roma, de los maestres de
Malta en La Valetta, la celebración de la fiesta del Santo Rosario en acción de
gracias, los grabados realizados por diversos artífices que producían escenas
de la batalla, las relaciones impresas, descripciones del botín, canciones, hojas
volantes y todo tipo de relatos, objetos e imágenes circularon por Europa para
dar noticia y guardar memoria. La exaltación de la victoria se produjo en el
mismo momento en que sucedió; no tuvo carácter retrospectivo, no fue una
mirada hacia el pasado, y por tanto difícilmente podía pensarse que aquello
fue el principio de un final, algo que sí observamos más de cien años después
en Polonia: la serie de pinturas conmemorativas de las victoriosas campañas
de Sobieski contra los turcos en 1679 remiten a Lepanto para presentar el
triunfo polaco como culminación de lo que allí se inició; también hará esa
misma referencia la Casa de Habsburgo en el siglo XVIII, durante sus
campañas contra los turcos en los Balcanes, como se aprecia en las pinturas
realizadas por Enderle en la iglesia de St. Ulrich en Allgau (Hess 1978; Rabb
2011; Lefèvbre 2005; Grogan 2021).
La exaltación de Lepanto fue una operación de propaganda en la que se
celebraba la catolicidad triunfante; en Roma se exaltó la guía espiritual del
Papado para preservar la casa común que era la cristiandad; en Venecia, la
necesidad de reactivar las ligas de Italia que en el pasado sirvieron para
proteger a la península y hacer que sus soberanos fueran respetados; para la
Monarquía Hispánica, en fin, supuso la declaración más rotunda de que sin
las armas y la potencia españolas Italia, Europa y la cristiandad en su
conjunto estaban inermes e indefensas ante la barbarie. Había muchas lecturas
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políticas, pero todas giraban en una interpretación de consumo interno: unidad
de los cristianos, restablecimiento de la Iglesia universal. Como ya dijo el
duque de Alba cuando recibió la buena nueva en los Países Bajos, no podría
sacarse otro provecho de la batalla; sólo tenía valor propagandístico porque la
victoria carecía de utilidad material, militar o estratégica. No se había
obtenido ninguna ventaja, avanzado posición alguna, tomado ciudades,
fortalezas o reinos; sólo se había hundido un número nada despreciable de
galeras enemigas.
Alrededor de Lepanto, otros acontecimientos nos indican que tras esa gran
manifestación de fuerza de las potencias católicas se gestaba un
impresionante vuelco en la cristiandad: la conspiración católica del duque de
Norfolk y el complot de Ridolfi, desarticulados en Inglaterra en 1571, o la
matanza de la Noche de San Bartolomé en 1572 en Francia, invitaban a
pensar en un gran baño de sangre protestante o en la recuperación de la
iniciativa católica para acabar con el mundo nacido de la Reforma iniciada
por Lutero. El «miedo» fue el protagonista de la deriva hacia la confrontación
confesional. En cada país se generalizaba la creencia en la subversión de la
paz y la seguridad por la mano de disidentes religiosos alentados desde el
extranjero. El miedo y la desconfianza eran la reacción natural a la retórica
del odio que iba imponiéndose y que hacía cada vez más difícil la
comunicación entre católicos y protestantes, conscientes de que ya no
compartían el espacio común de la cristiandad, como tampoco normas y
principios similares (Delumeau 2012; Haynes 2005).
Sin duda, la acción diplomática de la Santa Sede comprometió a la
política exterior española en el giro confesional. Pese a que se hizo lo que se
pudo para ocultar la bula Regnans in Excelsis, prohibiendo su difusión en los
territorios de la Monarquía, advertimos a finales de 1571 un distanciamiento
imposible de disimular. En Londres, el partido protestante ayudaba sin recato
a los rebeldes neerlandeses. En Madrid, la protección dispensada a los
católicos ingleses e irlandeses era notoria. En ambas cortes nadie puso freno a
estos actos hostiles. La acción confesional se abría camino tangencialmente,
como empresa indirecta, disimulada. El temor a la ruptura del orden dinástico
y su sustitución por el caos hizo que la «confesionalidad» como elemento no
convencional de las relaciones exteriores se asumiese ocultamente. La
ambigüedad de los fines de la política exterior de las monarquías, que
fluctuaban entre la conservación (el interés de Estado) y la confesión (el
interés de la religión), llevó a lo que sir Walter Raleigh denominó «política a
medias», en la cual no existía un compromiso a fondo, sólo ambigüedad y
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gestos —como la expulsión de los exiliados holandeses de Inglaterra en 1572
— que hacían pensar en un último esfuerzo por hacer prevalecer los viejos
principios dinásticos, ya que seguía siendo ley el respeto al principio cuius
regio eius religio («la religión según la del rey»). (Wilson 1979; Collinson
2007; Paranque 2019).
No tardó en tomarse conciencia de que al practicarse la «política a
medias», el consenso respecto a la guerra justa podía darse por liquidado.
Relativizar las normas implica siempre destruirlas. La ausencia de reglas
universalmente aceptadas generalizó la desconfianza, porque no era fácil
calibrar las intenciones de los príncipes ni seguir con un mínimo de fiabilidad
el desarrollo de sus relaciones exteriores y el respeto a los tratados y
compromisos que firmaban. Aquello que jurídicamente estaba sólidamente
constituido podía disolverse alegando problemas de conciencia y viceversa.
Así, ni los tratados de alianza o confederación ni las solidaridades
confesionales tenían consistencia suficiente para ser tomados en serio.
En la corte española, el análisis de estos cambios llevó a una reflexión
profunda. Aceptar la confesión como criterio orientador de las relaciones
exteriores era, simple y llanamente, abandonarse en manos de Roma. La
Santa Liga era un obstáculo que limitaba la soberanía real, por lo que era
necesario transformarla en un instrumento útil al soberano. En una carta
escrita tras conocerse la victoria de Lepanto, el duque de Alba informaba a
don Juan de Zúñiga, embajador en Roma, que había llegado el momento de
«desengañar» al papa; Lepanto había sido una brillante victoria que había
servido para demostrar la potencia militar de la Monarquía, sin la cual Italia
no podía defenderse ni el Papado ejercer ninguna política autónoma; era pues
preciso que Roma y Venecia se «acomodaran» a la realidad de los hechos.
En el verano de 1572 se dio orden a don Juan de Austria para forzar a la
Liga a dirigir sus campañas militares al norte de África con el propósito de ir
subordinando la coalición al mando y las necesidades estratégicas hispanas.
Detrás, en los despachos del «Rey Prudente» se iba perfilando el proyecto que
redefiniría la coalición como una «Liga de defensa de Italia» que subsumiría a
todas las potencias italianas (incluido el pontífice) al mando español. El papa
Gregorio XIII aparentemente aceptó dicha política para, en la primera ocasión
que se le presentó, darle otra vez la vuelta manipulando la Liga al servicio de
Roma. En 1573 se coronó con éxito la conquista de Túnez. La sorpresa del
Rey Prudente y sus consejeros fue mayúscula cuando don Juan de Austria se
negó a entregar el reino a Muley Hamida y el papa escribió a Madrid para que
el hermanastro del rey fuera coronado rey de Túnez. Roma aprovechaba
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cualquier oportunidad para subordinar la fuerza española a sus intereses,
como si fuera una fuerza propia bajo su mando. Túnez marcó la ruptura. La
corte española comprendió que era mejor mantener el statu quo ante,
olvidarse de las ligas y definir la política exterior en el marco del propio
interés, es decir, volver al dinasticismo para salir del callejón sin salida en que
se había entrado (Rivero Rodríguez 2008a).
A partir de 1578, después de la muerte del rey de Portugal Don Sebastián,
el dinasticismo se recuperó como idea directriz de la política exterior, sin
matices ni paliativos. Ante la sucesión de Portugal, Felipe II hizo valer sus
derechos recordando al papa que, en lo que respectaba a asuntos temporales,
la curia no tenía ninguna autoridad para intervenir, y que nadie, salvo él
mismo, estaba capacitado para dictar lo que en ese terreno podía o no podía
hacer. La tregua con los turcos en 1578, la purga del partido «romanista» en
1579 y la anexión de Portugal en 1580 eran manifestaciones de un nuevo
rumbo político, marcado por un nuevo lenguaje y propósito: la razón de
Estado, aquello que Giovanni Botero en 1589 había definido como el arte de
«usar y conocer los medios aptos para fundar, conservar y ampliar un dominio
sobre los pueblos» (Fernández Conti 1996).
Hegemonía
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participado activamente en la campaña de Portugal a favor del prior de Crato
y ayudaban con poco disimulo a los rebeldes neerlandeses. Por el tratado de
Plessis-lès-Tours (1580), los estados holandeses convirtieron a Enrique,
duque de Anjou y hermano del rey de Francia, en una especie de monarca
constitucional. Para afianzar su poder, firmó una alianza con Inglaterra e
inició conversaciones con Isabel I para contraer matrimonio y sellar su
compromiso con una unión que le afianzaría incontestablemente como
soberano de los Países Bajos. Eran actos de una hostilidad manifiesta,
conculcaban la soberanía de Felipe II y le arrebataban parte de su patrimonio,
lo cual, dados los vientos que soplaban en la corte española, no se dejaría
pasar por alto (Paranque 2019; Durme 2000).
En 1583 concluyó la guerra de Portugal. En la batalla de las Azores fue
hundida una escuadra francesa, y no hacían falta más pruebas para declarar
las hostilidades acogiéndose al derecho a la justa defensa. Había un ambiente
de euforia belicista; la maquinaria militar hispana parecía imparable y los
éxitos de Farnesio en Flandes contribuyeron a crear un ambiente general de
confianza y optimismo en la victoria total sobre los enemigos. Así mismo, se
exaltaron los ánimos antifranceses al descubrirse que el embajador francés en
Lisboa, Saint Gouard, estaba implicado en intrigas para dar un golpe
antiespañol en Portugal. El ambiente estaba tan caldeado que Isabel I envió a
sir Henry Killigrew en misión secreta a Madrid para proponer su cooperación
a cambio de que Felipe II rompiera toda relación con la reina de Escocia y los
católicos ingleses. Pero su propuesta chocó con un sector de la corte española,
encabezado por el marqués de Santa Cruz, que consideraba a la reina inglesa
el principal enemigo de la Monarquía (Fernández Conti y Labrador Arroyo
2009; James 2012).
A principios de 1584, según los informes del embajador francés Longlée,
la guerra estaba prácticamente decidida. Justo entonces falleció el duque de
Anjou y los planes españoles quedaron en suspenso. La muerte del hermano
del rey, soltero y sin hijos, abrió la incertidumbre respecto a la futura sucesión
al trono de Francia. La perspectiva del estallido de una nueva guerra civil
sucesoria si fallecía Enrique III hizo que los planes de agresión se
reconsideraran. Felipe II encargó a diversos juristas que analizasen sus
derechos al trono francés, y se formalizó un replanteamiento de la política
exterior con el fin de buscar apoyos para un nuevo movimiento expansivo. El
cardenal Granvela, consciente de la hostilidad que dicho plan podía generar,
planteó la creación de un ambiente más cordial hacia la Monarquía de España,
que debía pasar por un acercamiento más estrecho a Roma. Ante el Consejo
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de Estado el cardenal propuso la creación de una «Liga de defensa de Italia»,
formada por Felipe II, el papa y los potentados italianos (los duques de
Saboya, Toscana y Parma y la República de Génova), cuyo fin sería preservar
el catolicismo y evitar que Francia cayese en la órbita protestante. No hay que
decir que Gregorio XIII, viendo que el mundo católico podía quedar sometido
a los intereses del monarca español, rechazó vehementemente la sola idea de
constituir semejante coalición, temiendo que, perdida la independencia del
reino de Francia, desapareciese la única garantía de equilibrio de poderes en
el ámbito católico. Dicho plan podía constituir el final de la libertad e
independencia de Roma (Karttunen 1911; Fernández Collado 1991).
A la vista del fracaso del proyecto, se apostó por una acción menos
comprometida, intensificando la política de desestabilización del reino vecino
y apoyando a los católicos que no estaban dispuestos a admitir como futuro
soberano a Enrique de Navarra, de confesión calvinista. La firma de un
tratado con la Liga Católica francesa en Joinville (31 de diciembre de 1584)
tuvo como objetivo impedir que en el futuro pudiera sentarse un protestante
en el trono de San Luis por razones estratégicas (Francia se hallaba en el
centro de la red de comunicaciones europeas de la Monarquía Hispánica),
confesionales (habría sido un golpe durísimo para el catolicismo) y prácticas
(un soberano católico en Francia tendría en lo sucesivo una deuda de gratitud
especial con los reyes de España). A la postre, si todo salía bien, el rey de
Francia dejaría de ser un competidor para convertirse en un aliado que
permitiría al rey de España confirmarse como rey de los católicos y protector
de la Iglesia (Garrisson 1995; Le Roux 2014).
Enrique III de Francia, acosado por la Liga Católica, se vio obligado a
decretar como «ley fundamental» del reino que el soberano debía profesar la
confesión católica. Pero no era suficiente garantía para el futuro; se le exigió
más, y hubo de promulgar el edicto de Nemours (18 de julio de 1585), que
declaraba su sucesor a Carlos, cardenal de Borbón, mientras que Enrique de
Navarra era despojado de sus derechos y declarado proscrito, fuera de la ley,
junto con el príncipe Enrique de Condé, líder del partido protestante.
Neutralizada Francia, y con una innegable capacidad de intervención en sus
asuntos internos, Felipe II adquiría un dominio hegemónico indiscutible sobre
Europa; sólo una potencia interfería en la paz y seguridad de sus dominios:
Inglaterra.
En 1584, ante los rumores de guerra que circulaban, el embajador
veneciano Zane vaticinó que tarde o temprano tendría lugar el choque armado
entre la monarquía de España y el reino de Inglaterra, que se produciría en el
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momento en que se estableciese una unión o alianza franco-española, lo que
significaría que Isabel I había quedado aislada y sería el único soberano
independiente y hostil al rey de España. En ese momento no habría lugar a
negociaciones porque Felipe II exigiría una sumisión incondicional.
No tardó en cumplirse el vaticinio. Al año siguiente se produjeron graves
acontecimientos: la expulsión del embajador español en Londres, don
Bernardino de Mendoza (implicado en un complot contra la reina), el
embargo de buques y mercancías inglesas en los puertos españoles, la
expedición de Drake a las Indias Occidentales en los años 1585 y 1586 en la
que saqueó puertos españoles y portugueses en los cuatro continentes, la
intervención de una fuerza expedicionaria inglesa comandada por el duque de
Leicester en los Países Bajos y la proclamación de Isabel I como protectora de
los Países Bajos por los Estados Generales marcan el proceso de ruptura que
desembocó en hostilidades abiertas (Garrisson 1995; Le Roux 2014; Lem
2019).
Una intervención indirecta, como la que con éxito se practicó en Francia,
resultaba en esta ocasión tremendamente difícil al haber sido desarticulada la
oposición católica, mientras que las actividades desestabilizadoras en Irlanda
daban poco fruto. Esta vez, la decisión fue un ataque directo y sin
contemplaciones. Se armó una gran flota que, como demostrara el profesor
Geoffrey Parker, fue equipada para una acción de conquista; el material de
sitio embarcado que se encontró en los pecios del mar de Irlanda estaba
destinado a destruir murallas, asaltar fortalezas y sitiar ciudades. La Armada
Invencible —que así llamó la posteridad a esta flota— se organizó para algo
más que disuadir a los ingleses. El conocimiento público de la preparación de
un operativo militar a tan gran escala era inevitable y anulaba el factor
sorpresa, pero el secreto de por qué y para qué se organizaba semejante
contingente naval permitió emplearla como arma disuasoria con la que
terminar de someter al renuente Enrique III de Francia. El embajador francés,
el veneciano y el florentino llegaron a creer que el verdadero objetivo de la
armada era dar apoyo militar a la Liga Católica; el papa, informado de tratos
secretos de Enrique III con los hugonotes, comunicó al embajador francés que
de persistir en dichas negociaciones, debía considerar que la Armada tenía a
Francia en el punto de mira (Martin y Parker 1988; Gómez-Centurión
Jiménez 1990).
En cualquier caso, ya pusiese rumbo a las islas Británicas o a las costas de
Normandía y Bretaña, la empresa se dirigía hacia la modificación global del
escenario de la política septentrional —lo que afectaba tanto a Francia como a
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Inglaterra— con el objetivo último de resolver la situación de los Países Bajos
a favor de Felipe II. Si se conquistaba Inglaterra, Francia quedaría totalmente
subsumida en el poderío español y las posibilidades de supervivencia de la
República de los Países Bajos serían poco menos que nulas. Ésa es la razón
por la que las consecuencias del desastre de la Invencible fueron casi más
importantes para Francia que para Inglaterra. Al conocer la catástrofe de la
Armada, el embajador francés, el señor de Longlée, escribió:
Enfin touttes choses ont esté contraires ceste foys aux Espaignolz. […] Dieu donnera une aultre
fois meilleur succez à ceulx qui ne l’ont pas eu trop bon et nous mettera à repos en France quand
il luy plaira, comme je l’en supplie[17].
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arena francesa con una apuesta de alto riesgo al proponer la candidatura de la
infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II e Isabel de Valois, al trono
francés. Pero la candidatura de la infanta española tenía un problema: la ley
sucesoria que vetaba la trasmisión del trono de Francia a las mujeres, pero
Enrique IV también la incumplía por ser calvinista. De modo que ambos
candidatos partían de posiciones ilegítimas que dificultaban el reconocimiento
de su derecho al trono. No obstante, el rey de Navarra podía adaptarse
abjurando de la fe reformada, mientras que a la infanta española no le era
posible cambiar su condición femenina, y eso le concedió ventaja al varón
(Greengrass 1984; Racaut 2009).
El análisis de las posiciones ilegítimas de ambas partes llevó a los
consejeros del rey de Navarra a proponerle la conversión al catolicismo. La
mayoría de los católicos lo aceptaría si procedía —no tanto con sinceridad
como con credibilidad— de la mano de Roma y bajo la bendición del papa
(tal vez entonces pensara en aquella famosa frase que se le atribuye: «París
bien vale una misa»).
Mientras se iniciaban los primeros contactos diplomáticos con la curia, el
tiempo corría en contra de los intereses españoles, por lo que Felipe II
desplegó una intensa ofensiva en todos los frentes al unísono. En septiembre
de 1590 había ejércitos españoles ocupando porciones de Languedoc y
Bretaña, mientras Farnesio, desde los Países Bajos, avanzaba sobre París y la
«liberaba» del asedio de los hugonotes. La Liga Católica estaba al borde del
triunfo. Bretaña y las principales ciudades del reino sellaron incluso tratados
de amistad con Felipe II, y mientras los protestantes sufrían una derrota tras
otra ante el empuje de las tropas católicas, se perfilaba la posible coronación
de una infanta española (Greengrass 1984; Racaut 2009).
Pero a pesar de las brillantes campañas militares de los ejércitos de Felipe
II, el éxito en Francia estaba íntimamente ligado a lo que sucediese en las
negociaciones emprendidas en Roma; era notorio que un cambio de actitud de
la Santa Sede podía ser más decisivo que la suerte de los campos de batalla,
pero la muerte de un aliado incondicional como Sixto V y el fracaso de la
diplomacia española para colocar a un hombre de confianza en el trono de
San Pedro arruinaron todas las ventajas obtenidas sobre el terreno (Pitts
2009).
En el cónclave celebrado el 30 de enero de 1592 salió elegido papa el
cardenal Ippolito Aldobrandini, quien tomó el nombre de Clemente VIII, un
hombre pragmático, preocupado por la libertad de la Iglesia y dispuesto a
escuchar a Enrique IV. La embajada española en Roma, pese a sus denodados
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esfuerzos por impedirlo, no pudo hacer nada ante la oportunidad que se le
ofrecía al nuevo papa de pacificar Francia, obtener la lealtad y el apoyo
inquebrantable de un soberano que le debía el trono y restablecer el equilibrio
tradicional entre Francia y España, cuyo antagonismo bajo la obediencia
católica preservaba la libertad de la Iglesia. En un marco de mutuos
beneficios, y pese a la laxitud de la conversión de Enrique IV, Roma frenaba
una vez más las aspiraciones hegemónicas de Felipe II al dar el espaldarazo
definitivo al rey de Navarra. En los Estados Generales de 1593 sólo una
escasa minoría de diputados puso objeciones a su coronación (Borromeo
1978).
Los reveses políticos no arredraron a la corte de Felipe II, pues entonces,
más que nunca, las ofensivas españolas adquirieron dimensiones globales. La
toma de Calais en 1596, el desarrollo de las revueltas irlandesas de 1595 y la
victoria contra la escuadra de Hawkins y Drake en Panamá manifestaban
fuerza y no debilidad. Esta agresiva recuperación condujo a la firma del
tratado de Greenwich, por el cual Francia, Inglaterra y Holanda unieron sus
fuerzas en 1596 contra el común enemigo hispano. Pero esto no desanimó el
empuje y la iniciativa militar de su enemigo: en 1597 la toma de Amiens y la
organización de una segunda empresa en Inglaterra fueron causa de asombro
(Lem 2019).
Como muy bien sabían los diplomáticos españoles, la alianza del Rey
Cristianísimo con las potencias protestantes provocó la suspicacia de la
mayoría de los católicos franceses, que no estaban dispuestos a cooperar de
buen grado contra la causa católica en Europa y el mundo, verificando la
sospecha de la insincera conversión del rey. Felipe II volvía a tener en sus
manos la política francesa por el simple hecho de constituir un referente para
los católicos franceses, que lo contemplaban como protección y salvaguarda,
no como enemigo. La amenaza de reedición de la guerra civil, el agotamiento
económico y la censura de Clemente VIII a la alianza con los protestantes,
decidieron a Enrique IV a aceptar la mediación romana para firmar una paz
definitiva. Felipe II, por su parte, aceptó también dicha mediación para
concentrar sus fuerzas contra Inglaterra, antepuerta para resolver los
problemas de los Países Bajos. Fruto de ello fue la paz de Vervins (mayo de
1598), que constituyó un éxito rotundo de la diplomacia papal pues, aunque la
defensa del catolicismo presidió la iniciativa, no fueron indiferentes la «razón
de Estado» y los intereses seculares de la curia. El resultado de la negociación
aseguró Italia como espacio político en el que los pontífices disponían de un
poder preeminente y extenso. Muestra de ello es que después tuvieron lugar
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los conflictos jurisdiccionales con las repúblicas de Lucca y Venecia para
obligarlas a aceptar la autoridad de la Inquisición romana en sus dominios, la
creación de alianzas militares exclusivamente italianas lideradas por la curia o
la integración del ducado de Ferrara a los Estados Pontificios (1598),
ignorando su condición de feudo imperial vacante (Greengrass 1984; Pitts
2009; Prodi 2013).
En cualquier caso, el retroceso registrado en Italia compensó las ventajas
obtenidas en el norte: los Países Bajos quedaban aislados, y sólo era cuestión
de tiempo que Inglaterra se aviniese a un acuerdo. Para facilitar una salida al
conflicto, se incluyó en el articulado de Vervins la cesión de los Países Bajos
al archiduque Alberto de Habsburgo y su mujer, la infanta Isabel Clara
Eugenia. Era obvio que la independencia de los estados gobernados por los
archiduques era muy limitada, pero el distanciamiento español —el despego
con que se actuaba— favorecía el enfriamiento del conflicto (Carter 1964;
Duerloo 2012).
Esta reorientación «pacifista» no era fruto de la debilidad, sino de la
capacidad de reconducir la situación desde una posición de fuerza,
combinando una presión militar intensiva, con nuevas armadas contra las islas
Británicas, con un despliegue diplomático sin precedentes. Ingleses y
neerlandeses debían valorar qué era mejor para sus intereses, si continuar el
conflicto o avenirse a una buena paz. Desde 1585, los embargos decretados
esporádicamente contra navíos y productos británicos y neerlandeses fueron
mucho más costosos para sus respectivas economías que los beneficios que
les pudieran reportar el corso y el contrabando. Así mismo, la actividad de los
corsarios españoles de Calais y Dunkerque tenía efectos nada desdeñables
sobre el tráfico comercial del mar del Norte, encareciendo los fletes por la
subida espectacular de las primas de los seguros. Así que cuando falleció
Isabel I, su sucesor, Jacobo I, se apresuró a firmar las paces el 18 de agosto de
1604. Era una nueva vuelta de tuerca en el aislamiento de las Provincias
Unidas. Mientras tanto, el embargo decretado en 1598 contra los holandeses
daba sus frutos; desde Ámsterdam se contemplaba con preocupación cómo
los ingleses entraban en los mercados españoles mientras ellos quedaban
fuera. La diplomacia española entró en juego una vez creadas las condiciones
para alcanzar una buena paz, sólo posible negociando desde una posición de
fuerza, una posición que obligaría a sus rivales a abandonar las hostilidades y
adquirir compromisos con la Monarquía Hispánica. No era debilidad y derrota
lo que había como telón de fondo del «pacifismo», sólo interés (Sanz
Camañes 2007).
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Paz
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Vervins en mayo de 1598, que establecieron la transferencia de los Países
Bajos con los condados de Borgoña y el Charolais a los archiduques Alberto e
Isabel de Habsburgo (Carter 1964).
La historiografía tradicional interpretó el tratado de Vervins como una
manifestación de fracaso. Se decía que, tras haber consumido ingentes
cantidades de recursos, la Monarquía hubo de abandonar y admitir su derrota
en el norte de Europa. Sin embargo, desde otro punto de vista, el matrimonio
de los archiduques y la forma de liberarse de la carga de Flandes anuncian un
giro basado en consideraciones de orden práctico. En la década de 1590 se
admitía que la ofensiva general sólo podía tener como resultado un
compromiso, no una victoria total. Las armadas a Inglaterra se planteaban, a
diferencia de la de 1588, con objetivos periféricos: Irlanda, Escocia, Gales o
la isla de Wight, cuyo objetivo era ejercer una presión intolerable sobre la
corte británica, obligándola a negociar; lo mismo que se pretendía de la casa
real de Francia: un gran compromiso en el norte de Europa que liberase la
solución del conflicto de los Países Bajos de la dimensión internacional que
había adquirido para devolverlo a un ámbito doméstico. Aun así, nadie creía
que el aislamiento facilitase el éxito de una operación militar. En el Consejo
de Estado hubo un amplio debate en torno a las posibles soluciones y se pidió
asesoramiento al filósofo holandés Justo Lipsio, que recomendó una cesión de
soberanía dentro del derecho dinástico, una cesión que devolvería las cosas a
su principio, abriendo camino a una renovación del pacto entre súbditos y
soberano, puesto que lo que mantenía la cohesión de las Provincias Unidas
era la unión contra el enemigo común; desaparecido éste, era previsible que
las provincias se reintegrasen a su contexto primigenio (Ramírez 1966; Sanz
Camañes 2012).
Nada nuevo decía el filósofo, pero su dictamen coincidía con una opinión
que iba cobrando fuerza. La guerra, tal como se había desarrollado hasta
entonces, era un callejón sin salida, y era preciso explorar otra vía distinta,
pacífica y suave. En 1592, la oferta hecha al duque de Saboya, marido de la
infanta Catalina Micaela, indica que las líneas maestras de la nueva directriz
ya iban por el camino de la cesión de Flandes a un príncipe extranjero, un
soberano que por una parte no fuese obstáculo para la reunificación de las
provincias rebeldes con las provincias leales, y que por otra tuviese lazos de
sangre con la Casa de Habsburgo para mantener la continuidad dinástica y la
legitimidad del monarca (una opción que los mismos Estados Generales
habían tanteado con ofertas a otros hijos del emperador Fernando). La idea
era ingeniosa; la Pax Hispanica no renunciaba a un propósito hegemónico a
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largo plazo, sino que cambiaba los medios: Bella gerant alii, tu Felix Austria
nube («deja que otros guerreen; tú, Austria feliz, concierta bodas»). Así, la
reintegración patrimonial de los Países Bajos vendría de la mano de los lazos
de familia. Con el tiempo, por medios legítimos, se podría restaurar no sólo la
unión del patrimonio de Carlos V, sino alcanzar los objetivos de la Monarchia
Universalis por medio de la unión de las dos ramas principales de la Casa de
Habsburgo y las líneas colaterales que fueran surgiendo de las bodas y
alianzas matrimoniales que se irían concertando (Raviola 2011; Ducreux
2011).
¿Era esto un regreso al dinasticismo más rancio, a aquel que posibilitó la
unión de los cetros de Castilla, Aragón, Borgoña y Alemania en las manos de
Carlos V? No exactamente. En 1598, un informe del embajador veneciano,
Agostino Nani, daba cuenta de que la política exterior de la Monarquía
Hispánica se construía a ragion di Stato. Se hacía eco de cómo en Madrid, en
el entorno de Felipe II y de su heredero Felipe III, la ciencia política había
introducido un cambio importante en la comprensión del mundo. Más que
Botero, el «redescubrimiento» de la obra de Tácito permitió fijar conceptos
como utilidad, interés y ocasión en el diseño de las relaciones exteriores. Se
ha discutido largamente sobre si el tacitismo fue una forma de maquiavelismo
encubierto, pero es inevitable asociarlo a este nuevo modo de interpretar los
arcana imperii a finales del siglo XVI (Bom 2011; Mechoulan 1991; Antón
Martínez 1992).
El enorme peso intelectual y político del tacitismo en la corte hispana
hace que las observaciones sobre la ragion di stato ejercida por la Monarquía
sean algo más que retórica de los diplomáticos residentes en Madrid, pues no
sólo observamos una extensa producción de tratados sobre Tácito, sino
también el enorme interés que la interpretación de su obra despertó en altos
dignatarios, como Juan de Idiáquez, el marqués de Velada, el duque de
Gandía, el ya anciano Felipe II, Felipe III y otros miembros de la familia real,
corresponsales, amigos y protectores del humanista flamenco Justo Lipsio, su
más eminente estudioso. La teorización de la «razón de Estado», su
popularización y el profundo desarrollo de la literatura que sobre esta materia
se produjo en la corte durante los años últimos del siglo XVI y los primeros del
XVII acompañaron al nuevo curso que tomaron las relaciones exteriores en
aquellas fechas. «Razón de Estado» se interpretó como un sinónimo de
prudencia política (de ahí tal vez el apodo conferido a Felipe II), que radicaba
en saber esperar para obtener el mejor resultado; hallar la ocasión, no
precipitarse. La razón de Estado no añadía nada sustancialmente nuevo a la
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idea de Estado, era un recetario para conservar y aumentar el Estado del
príncipe, su patrimonio. Pero a esta concepción convencional de la
«conservación» se agregaba un complemento: la reputación, la opinión que se
tiene del príncipe, una garantía para preservar su integridad: «Parte grande de
la conservación de los Estados, que cada estado tenga respeto al compañero».
Álamos de Barrientos advertía que la reputación así comprendida tenía una
amplia lectura, el respeto, la preservación de la integridad y la seguridad:
Las resoluciones con deshonra y afrenta no son seguras para los príncipes, por lo que con esto
pierden de reputación, en que principalmente está fundada la conservación del Imperio (Álamos
de Barrientos 1990).
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de vastos operativos militares en la región: expedición de Juan Andrea Doria
a Argel (septiembre de 1601), del marqués de Villafranca al norte de
Marruecos (1605), de Luis Fajardo a La Goleta (1609), ocupación e
incorporación de Larache al conjunto de presidios de la Corona (1610),
expedición del marqués de Santa Cruz a La Goleta (1612) y ocupación de La
Mamora (1614). Una escalada cuya culminación pudo ser la «jornada real» a
Argel, prevista para 1617 y que nunca llegó a efectuarse (Bunes Ibarra 2021).
La relativa paz existente en la Europa septentrional, que reservaba a la
Monarquía Hispánica el papel de rectora del equilibrio europeo, permitió
dedicar recursos al área norteafricana, preferentemente a la zona del estrecho
de Gibraltar y la costa marroquí, acariciándose la idea de proceder a una
amplia conquista territorial. Los centros corsarios de Túnez y Trípoli se
hallaban en franca decadencia, mientras que Argel, Rabat y Salé se
encontraban en pleno apogeo. El espectacular crecimiento del comercio
americano y de Oriente trasladó el corsarismo hacia la fachada atlántica del
Magreb, y es indicio de la relativa decadencia del comercio en el
Mediterráneo central. Así, la empresa de África cobró nueva actualidad, y las
sucesivas expediciones lanzadas contra Argel, Salé, Rabat, La Mamora y
Larache fueron muy celebrados. La ocupación de los dos últimos puertos
satisfizo parcialmente las necesidades de seguridad en el área, al tiempo que
se cumplía con la prioridad que la opinión española concedía a esta zona. La
toma de La Mamora fue ampliamente festejada en España. Tirso de Molina
saludó la victoria como fecunda señal del cambio emprendido por Felipe III:
Y el Rey que gobierna y rige
las dos esferas o mundos,
bárbaros cuellos humille
La paz, si bien era un estado deseable, lo era sólo como situación interna
de la comunidad, pero, extra republicam, recurrir a la guerra para afianzar los
valores de la civilización constituía un deber ineludible del soberano. Tirso,
en su descripción de la victoria de don Luis Fajardo sobre pichelingües
(ingleses), holandeses y berberiscos en la memorable jornada de La Mamora,
situaba en un mismo plano a musulmanes y protestantes. Los enemigos de la
civilización se describían confrontados con sus defensores, los católicos-
españoles «que el non plus ultra extendieron desde Cádiz hasta Chile». En el
ámbito de la opinión pública, aquel en el que dramaturgos y comediantes eran
tanto creadores como receptores de opinión, se perfilaba de manera clara la
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impregnación del confesionalismo tridentino en la conciencia colectiva; sólo
se comprendía como cristiandad a la católica, y ésta constituía la única patria.
Al otro lado del océano, en medio del Caribe, el arzobispo Agustín Dávila y
Padilla amonestaba en noviembre de 1601 a sus feligreses de La Española por
comerciar con contrabandistas británicos y holandeses, recordándoles que
podían ser reos de excomunión, pues en tal castigo incurrían aquellos que
abastecían con «todo género de mercadurías a tierras de ynfieles». Al margen
de las disputas teológicas, la conciencia popular amalgamaba como conjunto
a protestantes y musulmanes, porque la diferencia no estribaba en ortodoxia y
heterodoxia, verdad y error, sino en pertenecer o no a una misma civilización,
a una patria común, distinguiendo sólo dos realidades: «nosotros» y «los
otros». De esta manera, el concepto de «guerra justa» se había ampliado
decididamente al amparo de la confesión, de la propia identidad y la
seguridad (Molina 1939).
El compromiso confesional obligaba a amparar y ayudar a los católicos
perseguidos por herejes e infieles, a defender al catolicismo en su conjunto,
mientras que los derechos jurídicos del soberano quedaban en último lugar
(«la cuarta en servicio de su rey en la guerra justa»). Esta toma de conciencia
marcó el desarrollo de la segunda generación de los tacitistas españoles, que
profundiza en el camino emprendido desde el giro de 1598. Una mayor
exigencia moral significaba reinterpretar a Tácito y la razón de Estado en el
sentido de una verdadera razón católica de Estado, lo cual entra en la lógica
del desencanto respecto al reformismo de Lerma y los malos resultados de su
gobierno, que había hecho de la utilidad norma.
En 1611 Fernando Alvia de Castro publicó en Lisboa Verdadera razón de
Estado, donde, siguiendo la doctrina de los politólogos jesuitas
(particularmente Ribadeneyra), planteó la revisión de la estrategia política
subordinando la utilidad a la religión, entre otras cosas, porque ésta como fin
era en sí misma útil toda vez que legitimaba la autoridad del soberano y
amparaba como justa cualquier acción preventiva o expansiva en el exterior.
Ese mismo año, en Bruselas, fray Gracián de la Madre de Dios publicaba Diez
lamentaciones del miserable estado de los ateístas de nuestros tiempos,
furibundo libelo antimaquiavélico que cuestionaba la ciencia política como
disciplina y recordaba que toda definición del gobierno y su utilidad debía
subordinarse a lo dispuesto por Dios. En la publicística de la década de 1610
apreciamos cómo iba tomando cuerpo como corriente de opinión
preponderante una especie de imperialismo o patriotismo católico que
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contemplaba a la Monarquía Hispánica como reducto y vanguardia de la
Iglesia militante.
Esta publicística confesional se desarrolló en sintonía con los cambios
acaecidos en la corte. La disputa entre el cardenal Bellarmino y Jacobo I de
Inglaterra en torno al poder de los reyes y sus límites puede ilustrar el
trasfondo al que nos referimos; el absolutismo sólo era posible si el rey era al
mismo tiempo cabeza de la Iglesia, y tal cosa era imposible en una comunidad
católica. El dominico Juan de la Puente (La conveniencia de las dos
monarquías católicas) destacaba la utilidad de la Monarquía para el triunfo de
la fe; si la Iglesia gobernaba el mundo en el terreno espiritual, Felipe III podía
legítimamente aspirar a gobernarlo en lo político; en esto coincidía con
Tommaso Campanella, quien en su Monarchia di Spagna, redactada en 1595
y objeto de sucesivas correcciones entre 1610 y 1623, hacía planteamientos
parecidos (Rivero Rodríguez 2018c).
La razón católica de Estado tuvo detractores entre quienes seguían de
cerca el curso de la política italiana y no compartían la idea de que los
intereses de Roma y Madrid fueran los mismos. El más agudo de estos
críticos fue Francisco de Quevedo, quien, comentando la Carta de Fernando
el Católico al duque de Ribagorza, ponía en tela de juicio la política
claudicante con Roma, verdadero obstáculo para reconocer el propio interés y
hacerlo prevalecer. A su juicio, Fernando el Católico resplandecía como
defensor resoluto de la Monarquía, y al leer su apología no se nos olvida que
el Rey Católico pudo ser uno de los modelos en los que se fijó Maquiavelo
para redactar El príncipe (Quevedo 1946; Peraita 1997).
No obstante, el asesinato de Enrique IV de Francia en 1610 ayudó
bastante al éxito de la corriente universalista. La Monarquía Hispánica
nuevamente ejercía el liderazgo del mundo católico en solitario; había
desaparecido un firme apoyo de las Provincias Unidas de los Países Bajos y
quedaba neutralizado un factor desestabilizador de la política italiana. El
soberano francés había sido contemplado siempre en España como la
principal amenaza contra la integridad y la seguridad de la Monarquía en
Europa, y por dicho motivo se pensó que tras el cuchillo homicida del
perturbado Ravaillac se hallaba la larga mano de los servicios secretos
españoles, ya implicados y descubiertos en otras intentonas golpistas contra el
soberano, como la conspiración de Biron. A partir de ese año, y sobre todo en
el periodo comprendido entre 1614 y 1618, se dio paso libre a la
configuración de un poderoso conglomerado católico cuyos vértices se
hallaban en Madrid, Praga y Roma (Le Roux 2014).
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Mientras se consolidaba dicho eje, Alcalá-Zamora ha constatado el
incremento de un lenguaje cada vez más beligerante tanto en la publicística
como entre los miembros de la élite gobernante. Algunas críticas o llamadas
de atención respecto a los peligros de esta deriva los hallamos en 1619 en las
advertencias recogidas en dos tratados publicados aquel año: Restauración
política de España, de Sancho de Moncada, y Política española, de Juan de
Salazar, que ponían el acento en la debilidad estructural de la economía y la
sociedad castellana, demasiado frágiles para asumir la carga de los
compromisos políticos de la Monarquía. Si en dicho año afloraron críticas,
fue debido a la caída del duque de Lerma y a la esperanza de una rectificación
de la acción exterior que mirase más al interés de Castilla y los reinos
españoles. Pero no fue así. Hubo una línea de continuidad básica en los años
sucesivos, incluso tras la muerte de Felipe III en 1621. En París, Londres,
Praga o Cracovia el partido católico pasó a denominarse denominó partido
español, Felipe III era contemplado como rey y protector de los católicos y
sus embajadas fueron centros de promoción y protección de los católicos
ingleses, checos o alemanes, al tiempo que trascendían los complots, golpes
de Estado y conspiraciones que se urdían en las sedes diplomáticas españolas
(Alcalá-Zamora y Queipo de Llano 1975).
Ciertamente, la doctrina «pacifista» nunca existió, sólo fue el resultado de
un análisis de los medios de que se disponía y de un aprovechamiento eficaz
de los recursos, no usando sólo la fuerza sino también la disuasión, el
compromiso o el pacto. Tras comprender que guerra y diplomacia eran
instrumentos empleados para un mismo fin, la conservación y aumento de los
estados de la Monarquía, nadie percibió las paces como signo de debilidad
sino de fuerza. Al mismo tiempo, recuperada la calma, pudo apreciarse que la
confesión resultaba un complemento útil y nada desdeñable para la política
española, pues legitimaba la aspiración a alcanzar la hegemonía y la
acumulación de poder. También ayudaba, como fue notorio en las guerras
civiles de Francia, para disponer en cada lugar de una quinta columna afecta y
leal que debilitaba a los enemigos de manera sensible. En Inglaterra, el
Popish Plot («el complot papista»), instigado desde España, se convirtió en
paranoia u obsesión nacional. La agresividad cambiaba de medios y la
aspiración a la Monarquía universal era más real que nunca (Haynes 2005).
Guerra
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En los años finales del siglo XVI, el jesuita Antonio Possevino diseñó un
ambicioso proyecto político-religioso de evangelización que fue el origen del
sistema misionero romano del siglo XVII. Los jesuitas que se infiltraban en los
países protestantes o que se establecían en Rusia, Persia, China o Japón se
mimetizaban con el medio en el que se instalaban procurando atraer a las
élites locales al catolicismo, vía más adecuada que la evangelización de los
pobres para alcanzar el triunfo de la Iglesia. No se trataba de convertir a
pueblos vencidos y sometidos, sino de llevar pacíficamente a sociedades
enteras al catolicismo. Mateo Ricci recomendó a los misioneros jesuitas que
vistieran como bonzos en Japón para que sus predicaciones fueran atendidas,
mientras que en China, donde los bonzos estaban socialmente desprestigiados,
debían adoptar vestiduras de letrados. Los jesuitas estaban atentos a los
símbolos, las señales de prestigio y reputación, al respeto y la distinción
social como vías más seguras para ganar adeptos, pues quienes gozan de
prestigio son aquellos hacia los que se dirige la gente para asociarse con ellos.
Los misioneros de la Compañía de Jesús fueron hombres de una preparación
extraordinaria, expertos en comunicación, edición, antropología, oratoria,
lingüística y otras artes útiles para apoderarse de las conciencias; su actividad
era una mezcla de predicación y acción subversiva, la mayor parte de las
veces actuando en la clandestinidad con el propósito de alterar el orden
existente cuando éste era hostil al catolicismo (Karttunen 1908; Jiménez
Pablo 2014).
Esta labor al servicio de la Iglesia católica era importante en tierra de
herejes, infieles y paganos, pero también lo era en los territorios católicos,
como generadora de opinión y de exigencia de un mayor compromiso en la
defensa y triunfo de la fe. En Bohemia, el líder del partido español, el
canciller Lobkovic, tenía entre sus libros de cabecera, anotado y gastado por
las sucesivas lecturas, un ejemplar del Tratado de la religión y virtudes que
debe tener el príncipe cristiano (Amberes 1597), y no sólo era un buen lector:
favoreció la implantación de la Compañía en Bohemia y Moravia hasta el
punto de que los calvinistas checos vieron aquí la principal amenaza que
gravitaba sobre su confesión, pues la nobleza católica comenzó a cuestionar el
clima de relativa tolerancia que había en el país. Los jesuitas monopolizaban
la educación de las élites; la nobleza checa y la corte imperial disponían de
tutores, confesores y capellanes de la Compañía, de modo que en Bohemia,
Moravia y Silesia, al igual que en la mayoría de los países católicos, la
educación jesuítica introdujo en los grupos dirigentes un compromiso
militante con la fe. El Colegio de Nobles de Madrid fue uno de sus centros
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más notables, y no cabe duda de que los intelectuales y pensadores de la
Compañía ejercieron una muy poderosa influencia en la conciencia política de
los dirigentes de la Monarquía Hispánica, contribuyendo a crear un estado de
opinión beligerante en la causa del triunfo del catolicismo. En cierto modo,
esa cultura común compartida identificaba como iguales o compatriotas a
nobles checos y españoles, cuya identidad se configuraba ad maiorem dei
gloriam («A mayor gloria de Dios»). (Jiménez Pablo 2014; Negredo del
Cerro y Villalba Pérez 2015).
La Guerra de Sucesión de Monferrato (1613-1615) y la paz de Asti
mostraron cómo en Italia la Corona española se plegaba a las prioridades
marcadas por Roma. Al mismo tiempo, las misiones diplomáticas a Persia y
Rusia para llevar a cabo una gran ofensiva contra el Imperio otomano
recordaban los viejos tiempos de la Santa Liga y la forja de una entente entre
las cortes papal y española. La diplomacia romana favoreció el entendimiento
entre las dos ramas de la Casa de Habsburgo al despejar suspicacias por el
derecho de Felipe III a la corona imperial. En 1617 el embajador español, don
Íñigo Vélez de Guevara y Tassis, conde de Oñate, firmó un tratado secreto de
ayuda y asistencia entre las dos casas, que, en lo sucesivo, actuarían como una
sola. En 1618 el emperador Fernando II de Estiria, aconsejado por su confesor
jesuita, hizo una lectura restrictiva de la Carta de Majestad, la ley por la que
se regulaba la tolerancia religiosa en el Reino de Bohemia, respetando a los
protestantes, pero prohibiéndoles hacer proselitismo y edificar nuevas
iglesias. Estas medidas desataron el conflicto religioso: el 23 de mayo un
grupo de notables arrojaron por la ventana del castillo de Praga a dos
consejeros imperiales dando lugar a la insurrección general del reino (Raviola
2011; Merlotti 2018; González Cuerva 2012).
Pocos podían imaginar que la «defenestración de Praga» iba a dar lugar al
primer conflicto global, a una guerra mundial cuyos frentes estuvieron en el
Palatinado, Dinamarca, Brasil, Indonesia, Angola, las aguas del Índico, del
Báltico o del Caribe. El 30 de mayo Oñate redactó el Memorándum sobre los
asuntos de Bohemia, en el que defendía una intervención militar para acabar
con los problemas del reino. Pero su informe apuntaba más allá del Imperio
alemán; sugirió que el duque de Osuna, virrey de Nápoles, comandase una
expedición de ayuda que necesariamente debía pasar por Venecia (González
Cuerva 2012; Rivero Rodríguez 2018a).
La política exterior española de los años finales de Felipe III estuvo
dominada por fuertes personalidades independientes, individuos de la alta
aristocracia castellana cuyo principal objetivo político era el poder, sin
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matices. A tal grupo pertenecería Oñate junto al embajador en Venecia, el
marqués de Bedmar, el gobernador de Milán, el marqués de Villafranca y el
duque de Osuna, virrey de Nápoles. Estos políticos disponían de un fuerte
ascendiente en la corte imperial y en Roma, y el apoyo recibido en esas cortes
indica que no estaban solos. La guerra particular de Osuna contra Venecia
contó con la complacencia de la Santa Sede y la cooperación del Imperio
alemán, así como del puerto de Trieste y sus célebres corsarios, los uskokes,
que fueron esenciales en el hostigamiento al comercio veneciano desarrollado
por las galeras del virrey de Nápoles. Sin duda, el famoso complot de 1618
que pretendía descabezar el gobierno de la República correspondía al cierre
de la concertación de las tres grandes cortes católicas, que tenían en Italia una
plataforma segura de comunicación y transferencia de recursos sólo estorbada
por la presencia veneciana (Tarpley 2009; Keenan 2015; Preto 1996).
La culminación de este proceso de simbiosis o convergencia católica
vendría con la concesión del capelo cardenalicio al duque de Lerma, pues en
virtud de dicha dignidad el duque era al mismo tiempo valido de Felipe III y
miembro del consejo del papa, ministro del rey y príncipe de la Iglesia, un
dato que conviene no pasar por alto para comprender la unidad católica que
estaba tomando cuerpo. La retirada de Lerma en octubre de 1618 facilitó el
éxito de los postulados imperialistas, pero la información al respecto es
contradictoria, y debe advertirse que la decisión de intervenir es anterior a su
separación de la corte, pues es promovida por personajes de gran relieve,
como el conde de Oñate, don Baltasar de Zúñiga, don Juan de Velasco y el
duque de Osuna (Brightwell 1979; González Cuerva 2012).
La guerra de Bohemia, rápida y brillante, ofreció el espectáculo de la
debilidad y falta de cohesión de los protestantes. El duque del Palatinado,
elegido soberano por los rebeldes bohemios, fue «rey de un invierno», perdió
sus estados y hubo de exiliarse. Ahora el panorama internacional había
cambiado tanto que parecía evidente que una buena guerra traería una buena
paz, y esto cobraba actualidad porque estaba cercana la fecha en que habría de
expirar la tregua con los holandeses. La falta de hijos en el matrimonio de los
archiduques devolvía a la Corona española la responsabilidad directa de los
Países Bajos, y existía unanimidad para reanudar las hostilidades. Las
Provincias Unidas estaban aisladas en Europa y la tregua sólo había servido
para facilitar su crecimiento a costa de las colonias hispano-portuguesas. Los
establecimientos holandeses en América y el Índico constituían una grave
amenaza para la estabilidad y seguridad del comercio colonial y para la
integridad de las posesiones de ultramar. En este sentido, renovar la tregua
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habría significado contemporizar con el contrabando y dar casi carta de
naturaleza a unas provincias rebeldes y heréticas, lo cual era un contrasentido.
Parece fuera de toda duda que se decidió reanudar la guerra en el invierno de
1619, y se esperó tranquilamente a que concluyera la tregua en 1621 (Sanz
Camañes 2007; Esteban Estríngana 2009).
Si contemplamos como un todo el periodo comprendido entre la victoria
de la Montaña Blanca en Bohemia (1620) y la rendición de Breda en Holanda
(1625), advertiremos también un despliegue militar, un esfuerzo bélico aún
más espectacular que el de 1590 y en el cual la sucesión de victorias insufló al
optimismo hispano una sensación irreal de prepotencia y poder. Encontramos
numerosos testimonios de militares y hombres de Estado complacidos y
satisfechos por el éxito de la política de poder, una política en la que la
seguridad se basaba en la guerra preventiva, donde se apostaba por golpear
primero para mantener la integridad de la Monarquía, el dominio supremo; la
hegemonía en solitario constituía el único antídoto eficaz contra la acción de
los numerosos enemigos que iban surgiendo. En este contexto, hubo un
fenómeno nuevo: la intervención armada sin causa que la justificase, como
fue la ocupación de la Valtelina en 1620, por simple interés estratégico. Esas
acciones provocaron dudas y problemas de conciencia a algunos ministros y
consejeros escrupulosos, pero se impusieron el pragmatismo y la razón
católica de Estado, condescendientes con los actos destinados a alcanzar un
fin superior. Sólo el ejercicio incontestable del poder ofrecía alguna certeza
en materia de seguridad (Marrades 1943; Brightwell 1979, 1982).
Al calor de las victorias de la Casa de Habsburgo se producía la
recatolización de Bohemia, Hungría y buena parte de Alemania. Detrás de los
ejércitos hispano-imperiales, la Compañía de Jesús iba reformando a las
poblaciones. La victoria de las armas católicas precisó de una institución que
gestionara la restauración y el engrandecimiento del catolicismo: la
Congregación de Propaganda Fide, que, creada por el papa Gregorio XV,
comenzó a funcionar en 1622. Al año siguiente, la biblioteca palatina de
Heidelberg —requisada al «rey de un invierno»— era donada al pontífice en
un acto marcadamente simbólico: el depósito del saber protestante y su
memoria ingresaban en el seno de Roma; al mismo tiempo, eran proclamados
santos Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila y Pedro de Alcántara, apóstoles y
mentores materiales e intelectuales del nuevo catolicismo triunfante
(Brightwell 1982; Pizzorusso 2013).
El despliegue de poder, legitimado por el catolicismo, que justificaba
acciones preventivas y actuaciones de gran envergadura en escenarios cada
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vez más alejados, tenía un problema fundamental, advertido por algunos
memorialistas, la multiplicación de enemigos a los que era preciso contener y
golpear: Francia, las Provincias Unidas, Venecia, Inglaterra, Dinamarca,
Suecia, los estados protestantes de Alemania, el Imperio otomano, Saboya,
los principados norteafricanos… En el año 1600 el padre Mariana había
alertado ya sobre ese peligro:
Nos amenazan graves daños y desventuras, principalmente por el grande odio que nos tienen las
demás naciones; cierto compañero sin duda de la grandeza y de los grandes imperios, pero
ocasionado en parte de la aspereza de las condiciones de los nuestros, de la severidad y arrogancia
de algunos de los que mandan (Mariana 1981).
Dieciocho años después, Vicente Espinel ponía en boca del pícaro Marcos
de Obregón una reflexión parecida: «Por la misma razón que pensamos ser
señores del mundo, somos aborrecidos de todos» (Espinel 1959). Querer «ser
señores del mundo» no era una idea extraña; al fin y al cabo, se aceptaba
como un compromiso inherente al mismo hecho de pertenecer a una
Monarquía de dimensión planetaria, enfrentada a la mundialización de sus
intereses estratégicos y cuyos habitantes estaban acostumbrados a contar sus
enemigos en los cuatro puntos cardinales de la tierra.
Las críticas a la política de poder vinieron de esa confrontación universal,
no por tener a todo el mundo como enemigo sino por la falta de capacidad
para determinar prioridades y elegir los escenarios de confrontación. Es
significativo que en 1618 se abandonase definitivamente el proyecto de la
gran armada contra Argel para concentrar el esfuerzo militar en Bohemia, lo
cual deploraron quienes contemplaban el resurgimiento del corso berberisco
con precaución y temor. Pero tampoco constituyó un hecho insólito; trasladar
recursos de un sitio a otro sobre la marcha y para atender lo más urgente era
ya un modus operandi habitual en «tiempos de paz», como vemos, por
ejemplo, en el testimonio del capitán Contreras relativo a la suerte del tercio
de Filipinas. En el otoño de 1615 se aprestó en Sanlúcar una armada que
debía ir a Filipinas; en noviembre hubo contraorden, incorporándose este
cuerpo a la Armada del Estrecho para evitar que una escuadra holandesa
entrara en el Mediterráneo, aunque finalmente combatió contra galeras
argelinas y turcas en el cabo Espartel:
Esto fue por enero de 1616, y por marzo o abril vino orden que se deshiciese aquella armada,
como se hizo, y en particular la que había de ir a Filipinas, donde era harto menester. Mandóse
que los seis galeones se agregasen a la Armada Real y que la infantería, que era la mejor del
mundo, pasase a Lombardía a cargo de Don Carlos de Ibarra, que la llevó.
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Así se atendía la defensa de fronteras extensas, inseguras y sometidas a
una especie de asalto universal, cuya seguridad se complicaba no sólo por
tener que atender diferentes partes del planeta, sino por acudir a cada nueva
contingencia echando mano de recursos necesarios en otra parte. La flota de
Filipinas era imprescindible para atender la revuelta de la comunidad china de
Manila y las graves tensiones con Japón, pero, a la postre, hubo de aceptarse
que los problemas filipinos se resolviesen por sí solos (Serrano y Sanz 1900;
Calvo 2019).
Cuando Felipe IV y sus validos, Baltasar de Zúñiga y el conde duque de
Olivares, tomaron las riendas del poder en 1621, advirtieron que disponían de
un estrecho margen de maniobra: la defensa y la seguridad del Imperio
dependían del mantenimiento del prestigio militar y la reputación
internacional de poder; no era posible inhibirse ante provocaciones o
agresiones de diversa índole, ni se podía dar muestras de debilidad o flaqueza.
Las obligaciones imperiales ni constituían una especie de trampa mortal de la
que era imposible zafarse. Cada vez se era más consciente de que abandonar
el gasto militar era imposible, al tiempo que se sabía con certeza que
devoraba y consumía recursos que eran cada vez más escasos y que a medio y
largo plazo harían imposible atender las necesidades más perentorias. El
compromiso católico había convertido a la Monarquía Hispánica en una
potencia cautiva sometida a una constante presión para aumentar las misiones
ofensivas, realizar nuevas intervenciones preventivas y afirmar los propios
intereses en seguridad. El dominio supremo era inalcanzable, y el esfuerzo
para conseguirlo estaba muy por encima de los recursos disponibles; entre
1598 y 1621 el gasto militar se había incrementado ostensiblemente: si al
principio del reinado de Felipe III rondaba cerca de un millón de ducados,
pasó a unos tres millones al concluir, y después se disparó. No quiere decirse
que esos recursos se destinasen a fuerzas movilizadas en «combate activo»;
en dicha situación sólo se hallaba una selecta minoría; la mayoría se empleaba
en guarniciones, fortalezas, patrullas, puestos avanzados, vigilancia de
comunicaciones terrestres y marítimas…, es decir, en conservar (Jiménez-
Moreno 2021; C. J. de Carlos Morales 2010).
Además, para mantener este esfuerzo era necesario también un proyecto
que se ligaba al catolicismo, lo cual, tras ser coronado pontífice Urbano VIII
Barberini el 12 de agosto de 1623, ya no iba a ser fácil de realizar. La
divergencia en los fines y en los medios fue tan notoria que el conde duque de
Olivares halló en Roma el obstáculo más difícil de sortear para llevar a cabo
su política. La revuelta de México de 1624 tuvo lugar a causa de las
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diferencias entre el virrey y el arzobispo de México, con una consecuencia
importante e imprevista: la creación de la congregación romana de la
Inmunidad Eclesiástica en 1626. Era el primer paso para erosionar la
autoridad del rey sobre la Iglesia. En muy poco tiempo la congregación se
hizo cargo casi exclusivo de asuntos que concernían a la superioridad de las
autoridades eclesiásticas sobre las autoridades temporales. La tensión entre
Madrid y Roma fue creciendo hasta el punto de que se produjo la ruptura de
relaciones diplomáticas en 1640 (Pastor 1938; Caravale y Caracciolo 1976).
En 1630 circuló por la corte un libelo anónimo que luego se supo que era
obra de Francisco de Quevedo y Villegas. Dicho opúsculo se titulaba El
chitón de las tarabillas y formaba parte de la campaña de propaganda con que
el equipo de gobierno del conde duque de Olivares arropaba y justificaba su
política de reformas, cuyos resultados estaban siendo cuestionados. Libelos,
sátiras y hojas volantes destacaban los reveses de la guerra de Flandes, la
pérdida de la flota de la plata en la bahía de Matanzas, los progresos de los
holandeses en Brasil y en el Índico, el descontento ante la penuria, los reveses
en Italia, la fortuna adversa del catolicismo en Alemania… En la crítica a la
política gubernamental ocupaba un lugar no pequeño una reevaluación del
lugar de la Monarquía en el mundo y cuáles habían de ser sus prioridades en
política exterior. Se recordaba con añoranza la gestión del duque de Lerma, su
política pacifista y útil, que seleccionaba los objetivos bajo la prioridad
marcada por la seguridad. Como respuesta, El chitón echaba por tierra esa
memoria atacando uno de los pilares que habían prestigiado a Felipe III y sus
validos: la ofensiva antiislámica dentro y fuera de España. Quevedo, con
acritud, denunció que la expulsión de los moriscos no sirvió para refrenar el
islam, sino para alimentarlo: los centros de Rabat y Salé repoblados por
moriscos, hábiles artesanos, buenos marineros, asolaron toda el área del
estrecho del lado atlántico y del mediterráneo, obligando a redoblar el gasto y
el esfuerzo militar en la zona, al tiempo que las paces con franceses, ingleses
y holandeses sólo sirvieron para enriquecer y rearmar a los enemigos.
Quienes se lamentaban de una guerra que devoraba los recursos y la Hacienda
debían recordar que era mejor que aquella paz «entremetida y desapoderada»
que no supuso menos gasto, ni redujo las obligaciones militares, ni alivió a los
súbditos, ni les dio seguridad. «Mejor será que nos acabemos por
conservarnos que conservarnos para que nos acaben», sentenciaba,
planteando un dilema impecable: o bien se gastaba todo el potencial
económico en seguridad y defensa, o bien, ahorrando el gasto, el
desmoronamiento vendría por inseguridad e indefensión. Ciertamente
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Quevedo había retratado muy bien la trampa en que había quedado atrapada
la Corona española (Quevedo 1998; García de Paso 2002; Iglesias 2013).
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7. Epílogo
Decadencia
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del siglo XVII, comparándola con la del Imperio romano, lo cual —a nuestro
juicio— indica que el término no parece adecuado, dado que ese proceso
condujo a la desaparición del Imperio romano y la extinción de su
civilización, cosa que no ocurre con España en el siglo XVII (Vilar 1988).
Los españoles de ese siglo temían a la decadencia porque sabían que era el
final inexorable de los imperios; por eso mismo cundió esa preocupación que
vemos reflejada en muchos escritos y memoriales ante un declive que tarde o
temprano habría de ocurrir. De entre los textos que reflexionaron sobre el
declive, más que decadencia, me parece extraordinariamente importante un
breve ensayo del arzobispo Juan de Palafox y Mendoza, Juicio interior y
secreto de la monarquía, para mí solo, probablemente escrito en 1659 y al
que los historiadores le han concedido escasa importancia, si bien tanto su
persona como sus escritos son de enorme interés para comprender la segunda
mitad del siglo XVII hispano (Palafox y Mendoza 1787; Álvarez de Toledo
2011). Sus reflexiones personales sobre la deriva histórica de los imperios, y
en concreto del español, parten de la consideración de la Monarquía como un
conjunto de reinos y territorios agregados a las coronas unidas de Castilla y
Aragón: América, Italia, Países Bajos y Portugal con sus dependencias. Un
sistema construido por Fernando el Católico, perfeccionado por sus sucesores,
Carlos V y Felipe II, que, en apenas 66 años, que van desde 1492 hasta 1558,
se había erigido alcanzando su cénit y que empezó a declinar en el momento
mismo de su constitución, comenzando ahí su decadencia:
Vemos con todo exceso cuán breve vida ha tenido y la prisa con que ha ido declinando, pues
apenas acabó de perfeccionarse el año de 1558 cuando ya había comenzado su ruina, desde el año
de 1590 y en el de 1599 había perdido ya parte de los Países Bajos y cinco o seis provincias y en
ellos en el de 1605 (sic) hizo treguas con sus rebeldes con poca reputación y en el de 1619 perdió
a Hornos y las Minas, desde 20 fue perdiendo más plazas en Flandes y algunas en Italia, desde el
30 fue declinando con más fuerza hasta perder casi toda Cataluña y luego a Portugal, el Brasil y
las Terceras y algunas plazas de África y todo lo que tenía en la India oriental y ha estado a pique
de perderse Nápoles, turbada Sicilia y en diversas partes inquieta Castilla y hoy se halla en estado
que sólo Dios con su gracia y el rey con su santo celo y valor y tan buenos ministros y vasallos
como los que tienen su servicio puede volverla al antiguo crédito y esplendor […] Y nuestra
monarquía apenas tuvo 30 años de vida desde su formación hasta su conocida declinación
(Palafox y Mendoza 1787).
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Esto y seguirse el dictamen de gobernar desde la silla del imperio y los vicios públicos que han
ido creciendo y la perdición de la real hacienda han empeorado lo público, sin bastar las virtudes
de tan grandes reyes para conservar y defender sus reinos con aquellos buenos sucesos que pedía
la justificación de su causa. El dictamen de que habiendo guerras no salga el príncipe de la Corte
contra los ejemplos de los señores reyes Fernando el católico y el emperador Carlos V y casi
todos los anteriores tiene más dificultades que respuestas.
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veces parecían carecer de racionalidad, con pocas garantías de reembolso.
Parecía casi inexplicable que Felipe II declarase cuatro suspensiones de pagos
y, pese a todo, dispusiese de crédito una y otra vez. Se planteó la hipótesis de
que la fama o el prestigio de la Monarquía como potencia pudo ser un
elemento fundamental para obtener crédito. La Corona pudo disponer de
fondos porque la cercanía al soberano más poderoso de la tierra encandilaba a
los banqueros, que se sentían dichosos de pertenecer a su círculo íntimo y
gozar de su aprecio. Por otra parte, los historiadores del siglo XX interpretaron
los impagos de la Hacienda de los Austrias como acontecimientos
catastróficos, como si tuvieran la repercusión que tuvo el crack de 1929 en la
economía mundial. Desde su perspectiva, la Corona dilapidaba el dinero de
sus súbditos y de los ahorradores en empresas desmesuradas, provocando la
ruina de España. Así, la decadencia —es decir, la pérdida de peso como gran
potencia mundial— se relacionó con la sobrecarga de las obligaciones
imperiales; la ambición desmedida y la falta de realismo en los objetivos
llevaron parejas una fuerte irresponsabilidad financiera y un endeudamiento
ruinoso (Ruiz Martín 1968; Thompson 1981; Domínguez Ortiz 1984).
Investigaciones recientes han mostrado que muchos de estos tópicos se
fundaban en ideas preconcebidas. Las suspensiones de pagos causaron
trastornos, pero las consecuencias no fueron devastadoras ni catastróficas; las
relaciones entre la Corona y los inversores se regían por un complejo
entramado de obligaciones contractuales destinadas a garantizar el pago,
sabiendo ambas partes que la liquidez era escasa y que los impagos eran
altamente probables. Ya vimos que las grandes familias de banqueros
genoveses obtuvieron sus beneficios en el largo plazo, y no sólo vinculados al
reintegro de sus desembolsos, mientras que la Corona dispuso siempre de
recursos para administrar un gigantesco Imperio.
Drelichman y Voth han observado que, en contra de lo que se creía,
Castilla dispuso de «un superávit primario en casi todos los años del reinado
de Felipe II». La deuda se pagó con los ingresos ordinarios y no se recurrió a
préstamos extraordinarios para pagar los intereses. Cuanta más deuda había
que pagar, mayor era la cantidad de dinero disponible para este fin, y los
impagos fueron acontecimientos puntuales de falta de liquidez; al menos en el
reinado de Felipe II, los recursos disponibles fueron grandes y crecientes, y de
hecho los prestamistas corrían poco riesgo: en el horizonte no se perfilaba la
bancarrota total, aquella que no permitía pagar, aunque se quisiera
(Drelichman y Voth 2014).
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Las cláusulas contractuales muestran que los préstamos estaban
supeditados a diversas circunstancias: la llegada de las flotas de plata o el
cumplimiento de ingresos fiscales específicos. Tanto la Corona como los
banqueros disponían de opciones para retrasar los pagos o cambiar los lugares
de entrega y los vencimientos. Las suspensiones se vinculan a
acontecimientos que forzaban a reprogramar la deuda pendiente, lo cual, a
juicio de Carlos Javier de Carlos, obliga a matizar el uso del término
«bancarrota». Los banqueros comprendieron que se trataba de sucesos
puntuales y que la actividad comercial se reanudaría con normalidad en
cuanto se disiparan las conmociones negativas. Por esa razón los préstamos se
reanudaban cuando se restablecía la liquidez de la Corona; las bancarrotas no
pueden medirse en los mismos términos que las crisis de deuda soberana de
los siglos XX y XXI (Drelichman y Voth 2014; C. J. de Carlos Morales 2008,
2013).
El hecho de poner el foco en la singularidad española ha obviado que sus
problemas financieros eran exactamente los mismos que afrontaba el resto de
las monarquías de su tiempo: para gastar más que sus rivales militares
necesitaban nuevos y mayores impuestos. En el caso español, los primeros
historiadores de la decadencia subrayaron que el poder de los soberanos, tras
limitar y erosionar la autoridad de las ciudades, las Cortes y los estamentos,
era tan fuerte que podía anular libertades, pasar por encima de los intereses
económicos de sus súbditos, embargarles a capricho, incumplir contratos y
establecer impuestos a voluntad paralizando el emprendimiento y, cómo no,
ahogando toda la actividad económica. Pero si observamos el caso francés
nos encontraremos con problemas muy semejantes, porque las políticas
fiscales de los soberanos se justificaban por la guerra, que legitimaba el
empleo de medidas excepcionales, y las reformas se subordinaban a sus
necesidades y urgencias (Palacio Atard 1987; Thompson 1981; Bonney
1981).
Estudios recientes como los de Drelichman y Voth, Carlos Morales o
Álvarez Nogal, muestran las incongruencias de una interpretación nacida del
esfuerzo por dar una explicación socioeconómica a un elemento que se daba
por supuesto: la decadencia. Prejuzgando un periodo histórico como
decadente se encontró en la azarosa historia de la fiscalidad una explicación
plausible. Pero los impagos no pueden interpretarse como causa y señal de la
decadencia; las suspensiones de pago formaban parte de una estructura
eficiente de reparto de riesgos: los inversores recibían buenos beneficios en
tiempo de bonanza, sabiendo que en coyunturas difíciles la Corona podía
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aplazar pagos, renegociar sus deudas o asumir pérdidas previsibles. Como ya
señalamos antes, las dinastías bancarias genovesas, los nobili vecchi,
prestaron fielmente a los soberanos de la Casa de Austria superando cada
crisis sin demasiados estragos (Drelichman y Voth 2014; C. de Carlos
Morales 2016; Álvarez Nogal 2010). Esto nos debe hacer pensar a qué nos
referimos cuando hablamos de «decadencia» y cuáles fueron sus causas.
Volviendo de nuevo a Palafox y sus reflexiones, más que en la ruina de la
Hacienda es en la desmembración donde se sitúa el proceso de declinación,
cuyo detonante es la conjunción de dos elementos: la ausencia del rey y la
inaccesibilidad de los súbditos a su persona por la interposición del valido. No
es una opinión aislada; para muchos historiadores el año 1640 sería el hito
que marcó el momento de irreversibilidad de la decadencia con la rebelión de
Cataluña y la separación de Portugal, episodios que se explican en el contexto
de las reformas emprendidas por el valido de Felipe IV, el conde duque de
Olivares (Elliott 1982; Simo Tarres 1992).
El conde duque dominó la política española entre 1622 y 1643
persiguiendo un ambicioso plan de reforma de las costumbres, un riguroso
programa de rearme moral, rigorista e intransigente, que condujese a la
culminación del proyecto de Monarquía Universal católica concebido por
Carlos V (Rivero Rodríguez 2018b). Las pragmáticas de reforma de 1623
fueron bien acogidas por verse en ellas un cambio respecto a los malos usos
que habían afligido a la Monarquía; los abusos que habían caracterizado el
valimiento de Lerma bajo Felipe III debían corregirse, y era necesario
reorientar el dispendio de la gracia real hacia quienes tuvieran méritos
suficientes para recibirla, aquellos que fuesen galardonados por su virtud y su
excelencia. No era necesario impulsar un cambio de mentalidades, sino que se
afirmase la virtud cristiana, y con ella se acabaría con la ociosidad y las malas
prácticas que paralizaban la Hacienda Real (González Cuerva 2012; Hugon
2012; Rivero Rodríguez 2018b).
Fue en la Iglesia donde halló una fuerte oposición, porque era a ella a la
que le correspondía el liderazgo moral y la defensa de la virtud, viendo en
esta reforma un intento de someter la jurisdicción eclesiástica a las
autoridades civiles, como se pudo apreciar en el motín de México de 1624,
cuando el virrey se vio obligado a huir excomulgado y acusado de hereje por
el arzobispo. Estas tensiones se fueron agravando, y pese a enviarse
embajadores extraordinarios a Roma, no se obtuvo ningún acuerdo sino más
bien una profundización en las diferencias (Büschges 2010; Israel 1980;
Feijoo 1964; Ballone 2017). En la Monarquía Universal concebida por
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Olivares, el Papado tenía un papel secundario, pues sería la hegemonía de la
Casa de Habsburgo la que restauraría el catolicismo en Europa, derrotando a
los herejes y además extendiendo la evangelización a nuevas tierras.
En Roma, sin embargo, las cosas se veían de otra manera, y se quería
romper con la sujeción de las misiones a las autoridades españolas y
portuguesas. La Congregación de Propaganda Fide creada en 1622 surgió con
este fin, y en lo sucesivo se procuró que los misioneros no actuaran bajo la
tutela de los conquistadores. Así mismo, con la creación de la Congregación
de Inmunidades en 1626, el papa Urbano VIII dio otro paso al reservarse la
resolución de los conflictos entre autoridades civiles y eclesiásticas, siendo el
conflicto de 1624 entre el arzobispo de México y el virrey el primer asunto
tratado por esta institución. Por último, deploró la aspiración a la Monarquía
Universal y abogó por el equilibrio entre príncipes católicos bajo la mediación
pontificia (Rawlings 2012; Negredo del Cerro y Villalba Pérez 2015;
Campanelli 2003).
El reformismo de Olivares tenía también una vertiente material: su
persecución de la ociosidad y el fomento de la laboriosidad; consideraba la
agricultura como principal fuente de riqueza, y para lograr brazos que
trabajaran el campo expulsó de la corte a la gente ociosa, limitó el número de
servidores de los cortesanos y desterró de Madrid a aquellos aristócratas y
prelados que carecían de oficio en la casa y corte reales para que atendiesen a
sus vasallos y administrasen sus tierras. Este mismo propósito se deduce de
sus proyectos de reforma comercial o bancaria, que buscan la autosuficiencia
de la Monarquía, por una parte, y la revitalización de la economía, por otra.
No obstante, como muy bien señaló John Elliott, todos estos esfuerzos fueron
estériles por causa de una guerra larga, interminable y muy costosa, cuyo
objetivo, la Monarquía Universal, era más lejano conforme pasaba el tiempo
(Elliott 1990).
Lo principal para su proyecto era conseguir que España y Portugal
cooperasen en la defensa de sus intereses comunes. Olivares observó que
resultaba más fácil disponer de armadas y fuerzas militares de aliados
extranjeros, unidos en una liga o confederación por un tratado de defensa
mutua, que de España y Portugal, dos monarquías unidas pero no asociadas,
que en muchas ocasiones se comportaban como rivales y competidoras. La
cooperación pudo articularse tras no renovarse la tregua con los holandeses en
1621, obligando a castellanos y portugueses a combatir unidos en la
recuperación de Bahía en 1625; para los españoles, la pérdida de esta plaza
abría América del Sur a los holandeses, y para los portugueses habría llevado
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a la pérdida de Brasil. A esta victoria se unieron éxitos militares y
diplomáticos en los Países Bajos, Alemania e Italia, lo cual hizo pensar al
valido que su proyecto estaba bien encaminado. Si la guerra contra los
holandeses en el mar y los protestantes en el Imperio hubiera terminado en
1634 con la victoria de las armas de los Habsburgo, el sueño político de
Olivares habría culminado con éxito, pero Francia les declaró la guerra en
1635. Al no ser ya una guerra de religión, sino un conflicto político entre
soberanos católicos por la hegemonía, la reforma de Olivares y sus objetivos
morales quedaron descuadrados. La justificación en la fe, empleada para pedir
servicios con los que combatir a herejes, carecía de legitimidad, y Olivares
fue desautorizado por la Iglesia cuando quiso imponer violentamente su
contribución al gasto militar, causando la ruptura diplomática con la Santa
Sede. No hubo nuncio en Madrid entre 1640 y 1641 (Negredo del Cerro 2014;
Burgos Esteban 1995; Martínez Millán 2011b).
El fracaso en 1638 de la ofensiva francesa en Fuenterrabía llevó a los
generales de Luis XIII a abrir un frente en el flanco más débil: Cataluña. Los
mejores contingentes militares españoles se encontraban en los Países Bajos y
Lombardía, mientras que allí había tropas mal pagadas e indisciplinadas que
se movían por el territorio como una horda destructora, cometiendo brutales
excesos en los lugares donde se alojaban que daban lugar a verdaderas
atrocidades. El 7 de junio de 1640, campesinos que entraron en Barcelona
para celebrar la fiesta del Corpus se rebelaron contra la permisividad del
gobierno ante los desmanes, matando soldados y autoridades reales, entre los
que se encontraban varios jueces y el propio virrey (Elliott 1977; Torres i
Sans 2006).
La incomprensión de Olivares empeoró la situación. En un primer
momento sólo le preocupó que los franceses aprovechasen la ocasión, y
cometió la torpeza de querer solucionar rápidamente el asunto acusando a las
autoridades catalanas de traición. Éstas, presionadas entre el castigo del
gobierno y los desórdenes populares que escapaban a su control, acabaron
proclamando soberano a Luis XIII de Francia en 1641, colocándose bajo su
protección. Más que una revolución, fue un cambio de señor natural (Elliott
1977; Ledroit 2009; Torres i Sans 2006; Ettinghausen 1998).
Se ha escrito muchas veces que esta revuelta tuvo un efecto dominó,
arrastrando otras como la de Portugal y los intentos de Andalucía o Aragón,
pero no fue exactamente así. Ya desde que Olivares pergeñara la Unión de
Armas preocupaba la escasa consistencia de la unión con Portugal. En 1626 el
Consejo de Estado analizó la preocupante desafección portuguesa, en 1630 se
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denunció el peligro de separación y la escasez de personas leales en las que
confiar, y en 1637 se confirmaron dichas sospechas al inhibirse la mayor parte
de las élites en la represión de los motines de Évora. Preocupó en Madrid la
complacencia manifestada por muchos portugueses de posición respecto a los
revoltosos. Los ataques holandeses e ingleses contra los dominios
ultramarinos se intensificaban sin que la Corona española acudiese en su
auxilio; por eso mismo Olivares presentó a bombo y platillo la victoria de
Bahía de Brasil, para hacer entender a los portugueses los beneficios de su
asociación. Sin embargo, en 1639, una lista de desafectos entregada en
secreto a la virreina, la duquesa de Mantua, incluía a casi toda la alta nobleza,
clero y patriciado urbano, por lo que la ruptura parecía un acontecimiento
previsible. El 1 de diciembre de 1640 se produjo aquello que se temía: la
nobleza lusitana, encabezada por el duque de Bragança, proclamó la
restauración del reino y, tras reunirse las Cortes en Lisboa, Juan IV fue
proclamado rey de Portugal (Costa y Cunha 2008; Valladares 2000; Bouza
Álvarez 1991; Rivero Rodríguez 2018b).
No fue una revuelta, fue un golpe de Estado. La separación de Portugal y
la rebelión de los catalanes fueron funestas, y las conjuras del duque de
Medina Sidonia para alzarse en Andalucía, del duque de Híjar en Aragón, el
supuesto complot del marqués de Nocera también en Aragón, y el del conde
de Paternó en Sicilia, así como la ruptura de relaciones con la Iglesia, ilustran
la importancia y gravedad de la crisis de 1640. Gaspar Sala escribió por
encargo de las autoridades catalanas un memorial de descargo dirigido al rey
y a la opinión pública, Proclamación Católica a Su Majestad Felipe IV, en el
que protestaban defendiendo su lealtad, explicaban la revuelta a causa del
descontento de quienes se veían gobernados por autoridades excomulgadas,
detallaban las atrocidades de los soldados y la falta de castigo a sus desmanes
y la tiranía del valido, la ausencia y el abandono del rey y el sinsentido de la
guerra. No reclamaban la independencia, sino la restauración del orden (Salas
Almela y Mackay 2013; Martínez Hernández 2014; Gil Pujol 1988).
Para los disconformes con el valido, era perentorio restaurar la dignidad
de la Iglesia y cesar la guerra. Olivares se retiró en 1643, incapaz de hacer
frente a la situación, consumido por la enfermedad. Sus sucesores en el
valimiento nunca tuvieron el poder, la autoridad y la visión política de los que
él disfrutó. Tras su renuncia, el gobierno de la Monarquía nunca quedó en
manos exclusivas de una sola persona; pese a que don Luis de Haro le
sustituyera como primer ministro, se impuso el gobierno por consejos,
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disponiendo sus presidentes de una autoridad ejecutiva de la que nunca antes
habían gozado (Malcolm 2016; Valladares Ramírez 2016).
La cohesión de la Monarquía se reconstruyó lentamente, y no fue posible
dotarla de fortaleza hasta que no concluyó la guerra en 1659. En el año 1647
tuvo lugar una segunda oleada de revueltas, esta vez en el sur de Italia,
consecuencia de las subidas de impuestos y la onerosa carga de la guerra. En
mayo estalló la rebelión en Palermo, extendiéndose a toda la isla de Sicilia
excepto a Messina, y en julio alcanzaba Nápoles. El peso eclesiástico en las
revueltas italianas fue muy fuerte, y Roma tuvo mucho que ver en su
resolución: los cardenales Filomarino y Doria lideraron la recomposición del
orden. Después, don Juan José de Austria, reconocido como hijo legítimo por
Felipe IV, viajó en persona para sellar un nuevo pacto entre la Casa de
Austria y los reinos, llegando como virrey a Sicilia, Nápoles y Cataluña,
pacificada en 1652 (Sciuti Russi 1983; Rovito 2003; Villari 2012; Cancila
2013; Palermo 2009; Trápaga Monchet 2015).
Entre 1648 y 1659 se logró invertir la tendencia, comenzando un proceso
de reconfiguración de la Monarquía. Las revueltas tuvieron su raíz en el
problema de la ausencia del rey y su inaccesibilidad para los súbditos, como
muy bien señalara Palafox, y como también él afirmó, el cambio de
orientación requería un nuevo estilo de gobierno más o menos en los términos
que él había indicado (véase pág. 96).
En líneas generales, éste sería un esquema que, como se aprecia, deja al
rey en un papel casi exento de la toma de decisiones, lo cual permitiría que la
máquina del gobierno superase la vejez de Felipe IV (fallecido en 1665) y la
discapacidad intelectual de Carlos II, que reinó hasta su muerte en 1700; un
gobierno soportado por instituciones más fuertes capaz de mantener la
atención a los súbditos de una manera más eficiente que el modelo
«compuesto» imperante hasta la década de 1640. Los validos ejercieron en lo
sucesivo como primeros ministros, pero no como señores absolutos de la
voluntad real. El fortalecimiento de los consejos permitió que los súbditos
recuperasen la confianza de que el rey atendía sus peticiones y necesidades, y
la venta de oficios permitió a su vez regenerar la Monarquía al posibilitar el
acceso de personas que invertían en ella para prosperar. Así, durante el último
cuarto de siglo las cortes virreinales fueron perdiendo competencias en favor
de la corte del rey (Martínez Millán y Hortal Muñoz 2015; Trápaga Monchet
2015; Malcolm 2019).
La crisis llevó a reconsiderar las bases y los supuestos sobre los que se
edificaba la Monarquía, que se reorganizó siguiendo unos principios y
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tendencias de concentración de la autoridad en la corte real que serían válidos
durante el siglo XVIII; las Leyes de Indias, promulgadas en 1680, se
mantuvieron sin cambios hasta 1776. La concentración de autoridad en los
consejos siguió el curso emprendido entonces, como apreciamos en los
consejos de Indias e Italia, que acumulan competencias y jurisdicción que
pertenecieron a los tribunales locales. Así en la década de 1660 el Consejo de
Indias nombraba a todo el personal del palacio real de México, y el Consejo
de Italia se hacía cargo de la venta de oficios en Nápoles, que hasta entonces
había sido competencia de la Cámara de la Sommaria (Rivero Rodríguez
2011a).
Esta transformación no parece que pueda identificarse con un proceso de
decadencia sino con un cambio de tendencia. Una crisis que además no fue
muy distinta a las que sufrieron otras monarquías europeas. Quizá habría que
ceñirse a un término más fino como es el de declinación, de pérdida de
hegemonía, primero en el mundo católico y después en la política
internacional. Al concluir la Guerra de los Treinta Años, la religión dejó de
ser un elemento importante en el diseño de las políticas exteriores de las
potencias europeas, al tiempo que la Santa Sede dejó de apoyarse en las
potencias ibéricas para su labor misionera, que en lo sucesivo no acompañaría
a procesos de conquista. A su vez, la pérdida de un liderazgo hegemónico
estuvo causada por el ascenso de otras potencias que cerraron el ciclo
expansivo, convirtiéndolo en defensivo, con un balance negativo de
«sobrecarga imperial», señalado por Paul Kennedy, como principio de declive
imperial. Y si bien no superó la crisis con un gobierno monárquico capaz de
actuar con pocas restricciones, como en Francia, o mediante un consenso
entre la Corona y quienes pagaban impuestos permitiendo un cierto grado de
control sobre el gasto, el endeudamiento y la gobernanza, como en Inglaterra,
no puede seguir afirmándose que no hubiera un desarrollo institucional fuerte,
ni que hasta la llegada de la Casa de Borbón la Monarquía fuera un cuerpo
pasivo o resiliente, ensimismado o decadente (Mestre 1996; Pinillos 1998;
Onnekink 2009; Sánchez Belén 1999; Begué 2017; Kennedy 1992).
Leyenda negra
A Su Alteza, Oliver, Lord Protector de la Mancomunidad de Inglaterra, Escocia e Irlanda, con los
dominios que le pertenecen.
Con la venia de Vuestra Alteza, he puesto aquí postradas ante el trono de vuestra Justicia, las
voces de más de veinte millones de almas de los indios masacrados; cuyo violento abandono de
sus cuerpos, la propia crueldad compadece. Sin embargo, me parece oír un silencio repentino
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entre ellos, el llanto de la sangre cesando al ruido de vuestros grandes preparativos, mientras
vuestro brazo se alza para su venganza. Lo cual se evidencia por lo bien que observa vuestra
Alteza la voluntad del Altísimo, usando vuestro vasto poder y dignidad sólo para el avance de su
Gloria entre las naciones: mientras la Divina Deidad os lega de nuevo recompensas inmediatas;
coronándoos, como su santo guerrero, David, con el más alto grado de Fama terrenal. Por lo
tanto, ha inspirado a vuestra Alteza con una Proeza como la de Josué, para dirigir sus ejércitos a
la batalla; y un celo más devotamente ferviente que el de Jehú, para cercenar la idolatría de la
tierra. Estas virtudes divinas parecen tan eminentes en Vos, que no hay hombre que no se oponga
al Cielo, sino que exalte Vuestra justa ira contra la nación sangrienta y papista de los españoles,
cuyas supersticiones han superado a las de Canaán, y cuyas abominaciones han superado a las de
Ajab, que derramó la sangre del inocente Nabot, para obtener su viña.
Y ahora, si le place a vuestra Alteza, habiéndoos dado Dios una plena victoria sobre vuestros
enemigos en esta Tierra, y un eterno reconocimiento por el próspero y total sofocamiento de esos
pertinaces espíritus; ciertamente no hay verdadero inglés que no levante sus ojos al cielo con
agradecimiento a Dios Todopoderoso, porque habéis hecho esta tierra tan feliz, como para ser la
admiración de otras naciones, que se han puesto a vuestros pies para concertar alianzas, como
conocedores de vuestros maravillosos éxitos tanto por mar como por tierra.
Perdonadme, Gran Señor, si unido a mi celo por el Cielo, el fuerte grito de tantas masacres
sangrientas, que superan con creces las crueldades del Papismo en Irlanda, el Honor de mi País,
para vos tan querido como la niña de vuestros propios ojos, me ha inducido, por un constante
afecto al Servicio de Vuestra Alteza, a publicar esta relación de las crueldades españolas; para que
todos los hombres de bien pueden ver y aplaudir la justicia de vuestros planes: Confiando en que
Dios, que ha puesto en vuestras manos este gran designio, se complacerá también en concederle
una bendición especial; lo cual es la oración de vuestro más fiel y obediente servidor (Phillips y
Las Casas 1656).
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su biografía espiritual, indicando que la Divina Providencia le había guiado
siempre, dándole la victoria en la guerra civil y sometiendo a escoceses e
irlandeses, por lo que no podía dudarse de que esta vez lo conseguiría. España
era el último reducto que había que abatir para alcanzar la paz, y era voluntad
de Dios ejecutar ese mandato. En ese contexto, la traducción de Phillips
cumplía una función muy importante (Venning 1995; Maltby 1982; Pestana
2009).
Años atrás, Cromwell se había propuesto expulsar a España de América y
ocupar su lugar. La publicación de la obra de Las Casas acompañó a
discursos, intervenciones públicas y publicaciones que trataban
desesperadamente de convencer y mantener el apoyo a una empresa cuyos
resultados no estaban siendo los esperados. El Parlamento «rabadilla» —así
denominado con desprecio por haber sido depurado por la dictadura, dejando
sólo a los incondicionales— formó en 1654 una comisión secreta, presidida
por el cuñado del dictador, John Disbrowe, para organizar la Western
Dessign. Como la guerra era un recurso impopular, se concibió el proyecto
con sigilo, con la esperanza de que cuando la flota se apoderara del tesoro
americano y la plata desembarcara en Londres y no en Sevilla, el gobierno
dejaría atrás su impopularidad y recibiría el aplauso de los súbditos (Venning
1995; Pestana 2017).
En diciembre de 1654 se reunieron en Portsmouth 38 navíos, 10 barcos de
guerra y 18 de transporte que embarcarían a 7000 soldados, bien equipados
con artillería y caballería. La República se hallaba en guerra con Holanda, y
parecía natural que se reuniese allí una armada de ese tamaño y esas
características. Disbrowe planificó el operativo con mucho cuidado, con
especial atención a las particularidades del Caribe. Tras consultar a expertos,
se señaló el mes de enero como el más óptimo para su inicio, con el objetivo
de alcanzar el Caribe en abril o mayo, evitando la temporada de huracanes, y
fijándose La Española como el primer objetivo a capturar, para establecer allí
la base desde la que conquistar el continente (Pestana 2017). Se nombró
comandante en jefe al almirante Penn, vencedor del almirante holandés
Tromp en Scheveningen, que contaba con marinos avezados en la guerra
contra la primera potencia naval del mundo. Si la flota disponía de una
acrisolada experiencia en el combate por mar, no menos puede decirse del
ejército de tierra, formado con veteranos experimentados en la guerra civil y
en las campañas de Irlanda y Escocia.
Zarparon en enero de 1655. Sólo los generales Venables y Jackson y el
almirante Penn conocían el objetivo, y cuando, ya avanzada la navegación, las
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tripulaciones advirtieron que el rumbo marcado llevaba hacia América, hubo
dificultades para convencer a la marinería y a la tropa de la seguridad de la
misión, pues todos tenían la esperanza de hacerse con los ricos botines de las
opulentas ciudades holandesas y desconfiaban de obtener gloria y riqueza al
otro lado del Atlántico. Los mandos tranquilizaron a sus subalternos
asegurando que se obtendría una victoria fácil, rápida y rotunda contra un
enemigo depravado y rico, y que los pueblos tiranizados de América deseaban
liberarse, por lo que les recibirían con los brazos abiertos y les entregarían la
plata que les robaban los españoles en señal de agradecimiento (Pestana
2017).
Cuando se hizo oficial el objetivo de la flota, Cromwell justificó el secreto
mediante una campaña de prensa que exaltó la fuerza de «la invencible
Armada Inglesa», garantizando una guerra corta y provechosa. También se
hizo una campaña paralela, antiespañola, en la que se encargó la traducción y
edición inglesa de Las Casas, porque era importante hacer ver que se trataba
de una guerra justa, en cumplimiento de la voluntad de Dios. La seguridad de
las afirmaciones del gobierno se debía, se decía, a un acopio de información
exhaustivo. Según informó el gobernador de Barbados, la guarnición de La
Española era muy escasa, apenas 400 soldados, mal abastecidos y casi
incomunicados con Cuba y México; además, las posibilidades de socorro eran
pocas porque los españoles estaban en guerra con Portugal y Francia, y tenían
sus principales fuerzas distraídas en otros escenarios (Venning 1995; Maltby
1982; Pestana 2009).
Esta meticulosa planificación se edificó sobre demasiadas presunciones
no verificadas. Ciertamente las tropas regulares eran escasas, pero las cosas
no funcionaban allí como en Europa. Para empezar, la armada no pilló por
sorpresa a los españoles; el secreto no fue tan riguroso como creyeron
Cromwell y sus ministros. En febrero la flota inglesa arribó a Barbados y la
noticia corrió en todas direcciones. El 23 de abril de 1655, el ejército inglés
desembarcó en La Española, en un punto alejado de Santo Domingo, con el
objetivo de poner sitio a la capital. Las autoridades de La Española estaban al
tanto de todos sus movimientos, y durante el camino los ingleses fueron
hostigados por tropas irregulares que les tendieron diversas emboscadas
dificultando su avance y diezmando sus fuerzas. La más decisiva la
efectuaron apenas dos centenares de hombres cerca de San Jerónimo, que
obligó a la fuerza expedicionaria a dar media vuelta. Lo que más desmoralizó
a los ingleses fue verse hostigados por fuerzas irregulares, los cowkillers,
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negros cimarrones que combatían a cambio de la manumisión. Los pueblos
oprimidos no les recibían entre vítores, sino que les perseguían y daban caza.
En apenas tres semanas de campaña cerca de 2500 soldados habían
desaparecido en combate (entre muertos, prisioneros y desertores), se habían
perdido 3000 fusiles y lo que quedaba del ejército estaba en un estado
lamentable. El general Venables informó a Londres de la baja moral de la
tropa, de soldados que se autoinfligían heridas para ser evacuados, de la
cobardía de los oficiales y sobre todo de la enfermedad y el hambre que
padecía su tropa por falta de suministros, que causaron 1700 muertos. Apenas
2000 supervivientes estaban en condiciones de servir. En menos de un mes, la
Western Design se había evaporado y los ingleses abandonaron la isla el 4 de
mayo (Pestana 2017).
La maltrecha fuerza expedicionaria se dirigió entonces a Jamaica, una isla
poco poblada cuyos habitantes huyeron al interior. Los ingleses
desembarcaron sin encontrar resistencia, pero sufrieron continuos ataques de
fuerzas irregulares, mientras que las enfermedades seguían infligiendo bajas
inasumibles —unas cincuenta muertes semanales—, de modo que la tropa
había quedado reducida a la mitad en el mes de noviembre. El balance final
de la campaña fue un desastre. Cromwell hizo que Penn y Venables fueran
arrestados, degradados y despojados de su patrimonio. Pero estos castigos
ejemplares no pudieron impedir que en 1656 creciera la impopularidad del
gobierno y que se contemplase con muy poco optimismo una guerra con
España que, al final, estaba resultando ruinosa para los ingleses. De ahí que se
intensificaran los discursos legitimadores, y es en este contexto donde
situamos la traducción y la dedicatoria de John Phillips (Venning 1995;
Pestana 2017).
El Lord Protector intensificó la campaña de propaganda con la esperanza
de que el descalabro quedara oculto tras la imperiosa necesidad de afrontar el
papel de liderazgo del protestantismo que se autoasignaba el régimen y
legitimaba sus decisiones. Jamaica no atraía colonos, y hasta que una década
más tarde no se introdujo la economía de las plantaciones de azúcar, no fue
rentable. Cuando terminó la guerra anglo-española en 1660 su cesión fue el
premio de consolación del Western Design, muy lejos de lo que se había
previsto. Además, en lo sucesivo, la América española se contempló en Gran
Bretaña como una fortaleza inexpugnable que se podía arañar pero no
conquistar (Venning 1995; Roper 2009; Pestana 2017).
Este episodio resulta muy revelador respecto a lo que se ha denominado
«leyenda negra», pues nos muestra el contexto en el que se produce una
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campaña «antiespañola», la cual atiende a unas necesidades específicas y no a
un planteamiento de fobia secular contra los españoles. Resulta interesante
observar cómo casi toda la literatura existente sobre la leyenda negra se
fundamenta sobre una idea predeterminada de hispanofobia que da por
supuesta una continuidad en el tiempo, una suerte de confabulación
persistente que desacredita a los españoles y niega sus virtudes como nación.
La leyenda negra es un artefacto cultural inventado por autores
nacionalistas españoles a finales del siglo XIX, cuyo planteamiento tiene que
ver más con la construcción del imaginario del nacionalismo español que con
la historia de los siglos XVI y XVII propiamente dicha. El punto de partida lo
ofrece Julián Juderías:
Por leyenda negra entendemos el ambiente creado por los fantásticos relatos que acerca de nuestra
patria han visto la luz pública en casi todos los países, las descripciones grotescas que se han
hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y como colectividad, la negación o
por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto nos es favorable y honroso en las diversas
manifestaciones de la cultura y del arte, las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado contra
España fundándose para ello en hechos exagerados mal interpretados o falsos en su totalidad y
finalmente la afirmación contenida en libros, al parecer respetables y verídicos, y muchas veces
reproducida, comentada y ampliada en la prensa extranjera, de que nuestra patria constituye desde
el punto de vista de la tolerancia de la cultura y del progreso político una excepción lamentable
dentro del grupo de las naciones europeas (Juderías 1914).
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Esto habría que matizarlo indicando que no es exactamente «como España
la ve», sino como algunos españoles creen que es vista España o quieren
hacernos creer que es vista (Villanueva 2011).
La leyenda negra ha sido abordada por ensayistas, periodistas,
historiadores y polemistas con desigual fortuna, girando todos ellos en un
debate ahistórico, nacionalista y dominado por pasiones ocultas o manifiestas,
pronunciándose tanto a favor (leyenda blanca) como en contra (leyenda
negra). El tema merece ser estudiado como parte de la historia del
nacionalismo español, en su vertiente conservadora, de su imaginario y de sus
mitos, del mismo modo que también debe formar parte de los mitos de los
nacionalismos construidos en oposición al nacionalismo español, ya sea en
Latinoamérica o los micronacionalismos en la propia España.
Para entender la obra de Juderías, inventor del problema, debemos
fijarnos en el hecho de que en el siglo XIX un número creciente de personas
cambió la clave con la que comprendían el mundo, y se comprendían a sí
mismos, de una forma nueva, sintiéndose pertenecientes a una comunidad
consciente, la nación, unidos por un elemento común, la conciencia nacional.
Esto creó realidades imaginadas y la necesidad de narrar la identidad, pues la
nación tiene su propia biografía, al igual que los individuos:
Las naciones son como los individuos y de su reputación viven lo mismo que éstos. Y, como
éstos, también cuando la reputación de que gozan es mala nadie cree en la firmeza, en la
sinceridad ni la realidad de sus propósitos. Esto ocurre precisamente con España. En vano somos,
no ya modestos, sino humildes; en vano tributamos a lo ajeno alabanzas que por lo exageradas
merecen alguna gratitud; en vano ponemos lo nuestro —aunque sea bueno— al nivel más bajo
posible; en vano también progresamos, procurando armonizar nuestra vida colectiva con la de
otras naciones: la leyenda persiste con todas sus desagradables consecuencias y sigue ejerciendo
su lastimoso influjo (Juderías 1914).
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Villanueva —que contextualizan el artefacto como producto de la
imaginación nacionalista— es infrecuente. Como complemento, pueden
leerse estudios académicos que defienden la modernidad de España
(Silverblatt 2007), que proponen darle una utilidad responsable a la leyenda
negra (Herzog 2021), que estudian las crueldades de la conquista y los
debates historiográficos al respecto (Molina Martínez 1991) o que lo analizan
como fenómeno discursivo en la construcción de las naciones americanas al
independizarse de España (Carbia 2004).
El asunto cobra otra dimensión si atendemos al apasionado debate que en
los últimos años ha interesado a la opinión pública española, fuera del ámbito
académico. Ahí observamos estereotipos que confunden a la nación española
con comportamientos individuales de sus soberanos (principalmente Felipe
II), con instituciones (como la Inquisición) o con un grupo de personas (los
conquistadores). Se asume que circula por el mundo la opinión equivocada
que asimila lo español con despotismo, intolerancia y crueldad, siguiéndose
diversas estrategias para combatirlo, bien sea refutando esas afirmaciones, o
señalando que el resto de las naciones fueron iguales o peores que la española
(Vélez Cipriano 2014; Roca Barea 2018). Por otra parte, hay también una
aceptación de la leyenda negra por parte de quienes rechazan el nacionalismo
español, bien sea para subrayar que hay alternativas mejores, bien sea para
desacreditarlo (Batista i Roca 1992; Villacañas Berlanga 2019). En un rápido
resumen, se puede decir que se acepta a derechas e izquierdas para ser
utilizada como arma dialéctica en discusiones que exaltan o denigran ideas y
valores sobre los que se construye una idea de nación.
La leyenda negra tiene lugar en la imaginación nacionalista, pero no en la
realidad científica y académica; merece la pena recordar que junto a toda
hispanofobia vive y crece una hispanofilia, como muestran los estudios de
José Javier Ruiz Ibáñez y su equipo, con interesantes precedentes de estudio
de contexto, como el que hizo Jover Zamora sobre la polémica franco-
española de 1635, porque la producción de textos a favor o en contra de
naciones responde a tiempos, momentos y coyunturas, y no existe un
fenómeno estructural y organizado de oprobio sistematizado (Jover Zamora
2003; José Javier Ruiz Ibáñez y Vincent 2021).
El ejemplo de cómo procedió Cromwell en su Western Design es muy
ilustrativo de lo que decimos. La guerra anglo-española de 1654 a 1660
concluyó con el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambas
naciones. Fue una guerra muy impopular. Por aquel entonces, Samuel Pepys,
oficial del Almirantazgo inglés, anotó en su diario diversos episodios que nos
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muestran cómo los textos antiespañoles eran obras de circunstancias, con
poco calado en la realidad. Él mismo hablaba español, leía habitualmente en
nuestra lengua y adquiría libros importados para mantener su conocimiento.
Le gustaba asistir a reuniones en las que estaba el embajador español, el
príncipe de Ligne, para practicar idiomas, pues en su círculo se conversaba en
francés, español e italiano; en cierta ocasión pudo burlarse de un grave
profesor de Oxford que desconocía idiomas y no podía participar en las
tertulias. La embajada española era un lugar que irradiaba cosmopolitismo y
conocimiento de las últimas novedades de Europa, no sólo políticas, sino
atinentes a cultura y gusto. Así mismo, en su diario hay constantes referencias
a estrenos teatrales de obras traducidas o adaptadas de dramaturgos españoles.
El día que se tuvo noticia de la muerte de Felipe IV de España se decretó luto
oficial en Inglaterra, ocasión que aprovechó Pepys para estrenar un traje de
terciopelo negro en señal de respeto al soberano español. Dentro de todas las
informaciones que ofrecen sus diarios, cabe mencionar y transcribir la entrada
del 30 de septiembre de 1661, que menciona un incidente diplomático que
puede indicar lo efímero de las campañas de opinión pública, cinco años
después de la publicación de Phillips:
Oí que había una pelea entre los embajadores de España y Francia, y que hoy, con motivo de la
entrada de un embajador de Suecia, pretendían luchar por la precedencia. Nuestro Rey, según oí,
ordenó que ningún inglés se inmiscuyera en el asunto, sino que les dejaran hacer lo que quisieran.
Y para ello todos los soldados de la capital estuvieron en armas toda la jornada, y algunas de las
trainbands [milicias urbanas]; y hubo un gran bullicio por la ciudad todo el día. Fuimos a la
tienda y cenamos allí, y luego salimos al exterior, y en Cheapside oímos que los españoles habían
sacado lo mejor de sí mismos y matado a tres de los caballos franceses de la carroza (del
embajador francés) y a varios hombres, y que habían atravesado la ciudad junto al carruaje de
nuestro Rey; por lo que es extraño ver cómo se alegró toda la ciudad. Y es que, naturalmente,
todos amamos a los españoles y odiamos a los franceses. En el Mewes vi pasar la carroza
española, con por lo menos cincuenta espadas desenvainadas para guardarla, y nuestros soldados
gritando de alegría (Pepys 1926).
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Abreviaturas y siglas empleadas
Fuentes manuscritas
Fuentes impresas
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Manuel Rivero Rodríguez es catedrático de Historia Moderna de la
Universidad Autónoma de Madrid. Es especialista en el estudio de los
virreinatos, las relaciones entre España e Italia durante el Renacimiento y la
Edad Moderna, y el conde duque de Olivares. Actualmente es director del
Instituto Universitario La Corte en Europa y del grupo de investigación
IRMA (Italia Rinascimentale e Moderna). Fue fundador y director de la
revista Los libros de la Corte del Instituto Universitario La Corte en Europa,
desde 2009 hasta 2017. Ha hecho estancias docentes y de investigación e
impartido cursos y seminarios en diversas universidades de Argentina, Reino
Unido, Francia, Alemania e Italia, y dirigido proyectos de investigación
nacionales e internacionales con las universidades de Roma, Florencia y
Catania.
Es autor de numerosas publicaciones, libros, artículos y ponencias de
congresos. Entre sus libros cabe destacar Diplomacia y relaciones exteriores
en la Edad Moderna, La España de Don Quijote y La Monarquía de los
Austrias.
Página 338
Notas
Página 339
[1]Allegaciones sobre la precedencia en assiento del embaxador de España al
de Francia (autor anónimo, circa 1565) BE, iv b.13, 1-2. <<
Página 340
[2]
Diego Valdés, Tractado de la precedencia de los reyes y reyno de España
en los lugares y assientos de la yglesia católica y concilios de ella,
manuscrito, año 1581, BE, ii b.23. <<
Página 341
[3]Scrittura sopra l’autorità ecclesiastica data al Re Filippo da Mgr.
Acquaviva, 2 de marzo 1568, Biblioteca Corsiniana Codice 504, fol. 42. <<
Página 342
[4] Voto del regente Ferrante Brancia fundando que la aternativa en lo
eclesiástico comprehende el caso de vacante por traslación como el de
muerte, año de 1632 en Antonio Valladares, Semanario erudito, tomo 33,
Madrid 1790, pp. 199-220. <<
Página 343
[5] ACA, Consejo de Aragón, Legajo 1350, 30/2. <<
Página 344
[6] ACA, Consejo de Aragón, Legajo 1350, 30/2. <<
Página 345
[7] Borrador sin fecha redactado en 1590, BNE Ms/3827, 137. <<
Página 346
[8] BNE Ms. 988, 63. <<
Página 347
[9]Dada en Colmenar de Oreja el 11 de enero de 1584, IVDJ. Envío 54, t. 3.º,
fols. 3-4. <<
Página 348
[10] Pedro de Deza al cardenal Espinosa, enero 1570, AZ. Carpeta 158, n.º 47.
<<
Página 349
[11]Reflexiones sobre el gobierno de Sicilia, ms. anónimo s. XVII, RAH
9/3947 (1). <<
Página 350
[12]Relación de la entrada del cardenal de Borja en Nápoles, BNE Ms. 11344,
4v.º-5r.º. <<
Página 351
[13] Ibídem, 3v.º-4r.º. <<
Página 352
[14] Ibídem, 3 v.º. <<
Página 353
[15] ACA. Consejo de Aragón, Lg. 14, s.f. <<
Página 354
[16]Informes del Consejo de la Inquisición al tribunal de Palermo, Madrid, 7,
8 y 19 de enero de 1588, AHN Inquisición, Libro 879, fols. 44-48. <<
Página 355
[17] Longlée a Mandelot, Madrid, 15 de octubre de 1588. DDL, pp. 389-390.
<<
Página 356
Página 357