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Retiro de Adviento para Sacerdotes 2024

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Pastoral de la Vocación

Al servicio de las vocaciones

LA EUCARISTÍA, ALIMENTO DE LA ESPERANZA


RETIRO PARA SACERDOTES
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Adviento 2024
P. Carlos María Moreno1

“Tú crees en una sola fuerza: La Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor que te dará la
vida...Como el maná alimentó a los israelitas en su viaje a la tierra prometida, así la Eucaristía te
alimentará en tu camino de la esperanza (Jn 6,50)”
Card. F. X. Nguyen van Thuan, Cinco panes y dos peces.

Introducción
«¡No nos dejemos robar la esperanza!» (EG 86), ¡qué hermoso lema para el tiempo litúrgico
del Adviento que vamos a comenzar, estando también a las puertas del Jubileo de la Esperanza
2025. Son palabras que nos dirige el Papa Francisco a todos los cristianos ante una humanidad
donde impera la violencia, el miedo, la angustia, la desesperación y el cansancio de una vida que
parece dirigirse hacia la nada. No podemos cerrar los ojos a lo que es evidente: nuestro mundo
actual padece una crisis de esperanza. Estamos en medio de mares embravecidos, las olas son
muy altas e impetuosas, parece que nuestra débil barca va a zozobrar: la reciente pandemia que
sigue dejando sus consecuencias, los conflictos bélicos interminables, una vida social, política y
también eclesial cada vez más polarizada, la erosión de la Verdad por el predominio de la opinión,
la incertidumbre que nos producen realidades como la ideología de género y el transhumanismo,
el drama de los abusos a menores, la creciente secularización de nuestro mundo occidental, la
dificultad creciente para la transmisión de la fe, la tragedia de nuestros hermanos migrantes…
todo esto y mucho más con nuestras propias luchas y oscuridades suscitan la pregunta por la
esperanza. ¿Qué futuro nos espera cómo sociedad y como Iglesia del Señor? ¿Qué podemos hacer?
¿Podemos generar un futuro nuevo, que nos acerque a un futuro pleno? ¿cómo se traduce todo
esto en nuestro seguimiento cotidiano de Cristo?
Sabemos como cristianos y como presbíteros que tenemos un fundamento para la
confianza, para la esperanza, que se eleva por encima de todas estas conmociones mundanas. El

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El P. Carlos María Moreno, licenciado en Teología, es sacerdote de la Diócesis de Canarias y profesor del Instituto Superior de Teología
de Canarias.

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Hijo de Dios no solo se entregó por nosotros en el Calvario, sino que se hace presente ante nosotros
todos los días en el altar. Jesús, Vencedor del Mundo, renueva esta victoria todos los días y quiere
que estemos allí para compartir esta victoria. Pero no quiere que nos quedemos simplemente
como observadores. ¡No! Nosotros mismos somos protagonistas de esta gran batalla que ya se ha
ganado a través de la participación en la Eucaristía. La Eucaristía no es simplemente un símbolo
que nos limitamos a contemplar desde la distancia. Nosotros comulgamos, entramos en comunión
con el Misterio. Dice el cardenal Van Thuan: “Jesús empezó una revolución en la cruz. Vuestra
revolución debe empezar en la mesa eucarística, y de allí seguir hacia adelante. Así podrán renovar
la humanidad.”
En verdad, hermanos, no puedo pensar en una sola cosa que nos induzca más a la
confianza que esto. Nada en el mundo puede quitarnos esta verdad. Lo único que nos lo puede
arrebatar es nuestro propio pecado y cerrazón a la gracia. En este sentido, aún nos queda mucho
en la lucha por nuestra configuración con Cristo, y específicamente, como veremos, con el cuerpo
de Cristo resucitado. Ese es nuestro mayor destino, hermanos, estar en Cristo resucitado. Si
decimos "sí" a este destino, nada se interpondrá en nuestro camino. La esperanza pertenece a
quienes dicen 'sí' a Dios como la Virgen María. Esto es muy alentador y ojalá podamos renovar
nuestro sí a la Eucaristía en este tiempo de adviento para ser testigos de esperanza allí donde el
Señor nos pone cada día.
En la Eucaristía Jesucristo «se nos ofrece como fuente inagotable, para sacar de ella
fuerza, serenidad, confianza en cada momento de la existencia» nos recuerda san Juan Pablo II.
Así que Jesucristo se nos da en su Cuerpo y su Sangre para que, al entrar en comunión con Él,
nuestra esperanza se fortalezca.
Es importante que recordemos que la relación entre Eucaristía y esperanza está arraigada
en la Última Cena de Jesús. El Señor celebra la Eucaristía mirando al futuro, dando gracias por el
cuerpo glorioso que le concederá el Padre en la resurrección sin olvidar para nada el drama de la
pasión. Y la Iglesia celebra la Eucaristía también tendida hacia el futuro, para que la Eucaristía nos
transforme según el modelo del cuerpo glorioso de Cristo, con esa energía que tiene para
sometérselo todo (Fil 3,21).
San Agustín ha llamado a la Eucaristía “sacramento de la esperanza”, esto significa que la
esperanza se hace visible y se concreta en la Eucaristía. Dime cómo es la Eucaristía y te diré cómo
es la esperanza cristiana. Y también: dime cómo celebras la Eucaristía, y qué puesto tiene en tu
vida la Eucaristía, y te diré cómo es tu esperanza.
El Adviento es tiempo de gracia para reavivar nuestra esperanza, esperanza también en el
poder de la Eucaristía para transformar al ser humano, a cada uno de nosotros que a lo mejor

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estamos tentados la toalla. No, Dios nos ama y se entrega como alimento por eso tenemos
presente y futuro.
Quisiera que meditemos sobre esta esperanza que nace de la Eucaristía en tres aspectos
inspirados por la reflexión del sacerdote y teólogo José Granados.
a) el hombre nuevo; b) la comunión nueva; c) el fruto nuevo.

a) El hombre nuevo
Comencemos por el poder transformador de la Eucaristía. La teología ha descrito esta
potencia como algo solo equiparable al poder creador, y por tanto solo atribuible a Dios mismo.
Pues a Él sólo compete producir el ser de la nada, creando el mundo, y a Él sólo también compete
transformar un ser en otro ser, la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Jesús. En cada
Eucaristía contemplamos y recibimos esa misma energía que desplegó el universo. Afinando,
tendríamos que afirmar: la Eucaristía solo compete a Dios porque esta no es simplemente un
cambio entre dos sustancias (del pan al cuerpo), sino que es la transformación de la sustancia de
este mundo creado (representada por el pan y el vino) en el cuerpo resucitado de Jesús. Es decir,
es el paso de este mundo creado a su meta definitiva en Dios, pues el cuerpo de Jesús es el que
se sienta a la derecha del Padre. Es un cuerpo, como dice san Ireneo de Lyon, que se ha olvidado
de sí y ha asumido las cualidades del Espíritu. Por eso la Eucaristía no solo se compara al acto
creador, sino que lo supera, porque, más grande que el paso de la nada a la carne, es el paso de
la carne a Dios.
Esto implica que la transustanciación del pan y vino en cuerpo y sangre de Jesús es
precedida por otro cambio, por otra transformación radical, que es el cambio del cuerpo mortal
de Cristo al cuerpo resucitado, lleno del Espíritu Santo. Cristo ha transformado la muerte en un
acto de amor, para que el Padre transformase su cuerpo mortal en un cuerpo resucitado y lleno
de vitalidad. Y a este cuerpo transido de Vida nos vamos asimilando en la Eucaristía. Con otras
palabras: cada vez que comemos el cuerpo de Cristo estamos resucitando en la espera de la
resurrección final. Ante esto solo puede brotar de nuestro corazón la acción de gracias: Gracias
Señor porque el fundamento de nuestra esperanza está en que ya estamos participando de la vida
gloriosa de tu cuerpo glorificado.
Pues bien, este poder transformador, de la sustancia de este mundo a la sustancia del
cuerpo de Cristo que implica también una transustanciación de todo el cosmos, es, justamente,
la medida de nuestra esperanza. Benedicto XVI lo explica en Spe Salvi 7-8 al comentar Heb 10,34:
“aceptastaron con alegría que les confiscaran su sustancia, (sus bienes materiales) sabiendo que

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tienen una sustancia mejor y permanente”. Allí dice el Papa que es propio de la esperanza
reconocer que nuestra sustancia, aquello sobre lo que se sustenta o apoya nuestra vida, no son
los bienes materiales perecederos. El creyente tiene otra sustancia, y esta sustancia está en el
futuro, en Cristo resucitado que ha penetrado los cielos. Por eso puede renunciar a sus bienes e
incluso soportar con paciencia las persecuciones y llegar así a la promesa (Heb 10,36). Parafreando
a san Pablo podemos escuchar en esta mañana el grito del apóstol que nos pide: en nombre de
Cristo, déjemonos transustanciar por él.
En Heb 10,36 “paciencia” traduce el griego hypomoné, que dice en realidad algo más hondo
que una simple capacidad de espera. Se trata de una esperanza activa. Tiene hypomoné aquel
que está radicado más hondo (hypo) que en los bienes pasajeros, y por eso puede renunciar a ellos
y confesar su fe en medio de situaciones donde estos bienes se tambalean porque sus raíces
están ya en la plenitud adonde esos bienes apuntan, en Cristo resucitado. Así lo expresa san Pablo
a los colosenses: “ Ya que han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba donde está
Cristo, aspiren a esos bienes”. (Col 3,1)
Hermanos, más allá de que esto nos parezca un poco abstracto, lo que se nos quiere decir
tiene una honda repercusión en nuestra vida espiritual: Estamos ya en el Cuerpo de Cristo
resucitado, con nuestras luchas, alegrías, miedos, debilidades y fortalezas… este es el fundamento
de nuestra esperanza y esto lo anticipa la Eucaristía. Les animo y me animo a contemplarlo en
esta mañana de retiro. En la Eucaristía nos arraigamos día a día en el cuerpo de Cristo, de modo
que nuestras raíces pasan a estar en la futura plenitud de todas las cosas. No nos extraña
entonces que los Padres hayan llamado al pan eucarístico “pan del mañana”, traduciendo así la
petición del Padrenuestro (“nuestro pan de cada día”). Ni que el grito de la Eucaristía sea el “marana
tha”, “¡Ven, Señor Jesús!” o como dice unos de los primeros documentos del cristianismo: “Que
venga tu gloria y pase este mundo” (Didajé 10)
El santo cardenal Newman habla, en uno de sus sermones, del “mundo invisible”, que existe
y nos rodea sin que lo percibamos con los sentidos. Es el mundo de la gracia, de los santos y de
los ángeles. Podríamos decir, a la luz de la esperanza, que ese mundo invisible que nos rodea es
el mundo futuro, que ya se ha anticipado. Lo que existe ya, aunque no lo percibimos, es la plenitud
a que está llamada cada cosa. Según esto, la vocación última de las cosas y personas no es para
el cristiano una mera posibilidad, algo que depende mayormente de nosotros, sino que es una
realidad, pues existe ya en el cuerpo de Cristo y él convive con ella. Está garantizado que podemos
llegar a la plenitud a la que estamos llamados. Y esta garantía, hermanos, la encontramos en la
Eucaristía.
Les invito a contemplar un testimonio concreto de esta relación entre Eucaristía y
esperanza: San Ignacio de Antioquía. En sus cartas, el santo obispo muestra que vive de esperanza,

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anticipando su martirio. Por ejemplo, en su sobrecogedora carta a los Romanos que seguro todos
recordamos:

“Mis deseos personales han sido crucificados, y no hay fuego de anhelo material alguno en
un agua que habla dentro de mí, diciéndome: ven al Padre. No tengo deleite en el alimento de la
corrupción o en los deleites de esta vida. Deseo el pan de Dios, que es la carne de Cristo, que era
del linaje de David y por bebida deseo su sangre, que es amor incorruptible”

Ignacio se refiere además a la Eucaristía como “medicina de inmortalidad, antídoto para


no morir, sino vivir para siempre en Cristo Jesús” (Carta a los Efesios 20,2). Para Ignacio la
Eucaristía contiene en sí la superación de la muerte, porque nos une a Jesucristo, Ignacio lo llama
nuestro inseparable vivir, que “en la muerte, llegó a ser vida verdadera (Carta a los Efesios 7,2).
Llegados a este punto podemos planteo varias cuestiones que pueden ayudarnos en
nuestra meditación personal:
¿Dónde están nuestras raíces, nuestros cimientos, en definitiva, nuestra esperanza, ¿en
las cosas y afanes de este mundo o en el Cuerpo de Cristo resucitado que se hace presente en la
Eucaristía?
¿Es la Eucaristía el motor que me impulsa a esta configuración cotidiana con Cristo
resucitado?
Sin embargo, esta transformación del hombre nuevo no agota toda la energía eucarística
porque la Eucaristía nos abre a la comunión.

b) La comunión nueva
Volvamos a san Ignacio de Antioquía quien se refiere repetidas veces a Jesucristo como
“nuestra común esperanza” (Carta a los Efesios 21,2). Igual que hay un bien común, un bien que no
es solo nuestro bien privado, sino que nace de la comunión entre nosotros, hay que hablar de una
esperanza común. No es mi esperanza sino nuestra esperanza. Y la Eucaristía contiene esta
esperanza común. ¿En qué consiste?
Resulta que aquello que estamos llamados a ser, en su plenitud desbordante, no puede
realizarse sin tener en cuenta lo que está llamado a ser el hermano. No somos sin los demás ni
nos plenificamos individualmente. Este es uno de los principios antropológicos fundamentales del
cristianismo que se desprenden de nuestra comprensión trinitaria de Dios. La verdadera
esperanza es una esperanza juntos, dice el filósofo Gabriel Marcel: “espero en Ti (en Dios), para

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nosotros”. Esto es lo opuesto a una esperanza de corte marxista, que es una esperanza para todos,
pero no una esperanza juntos, una esperanza compartida. Es, en definitiva, una deformación
individualista y mundana de la esperanza.
Podemos imaginar esta esperanza común a la luz de unos padres que quieren tener un
hijo. No hay aquí una esperanza tuya ni mía, sino nuestra, que depende de nuestra unidad.
Precisamente la esperanza que nace de la Eucaristía se apoya también en la pertenencia a un
cuerpo común que es la Iglesia. Hermanos, nuestra esperanza es la esperanza de la Iglesia,
estamos invitados a sentir con la Iglesia.
La capacidad de la Eucaristía para generar esperanza se percibe si tenemos en cuenta
que la Eucaristía no beneficia solo a quien la recibe, sino que puede ofrecerse por otros y dar vida
a quienes no están presentes en la celebración. Es el clásico fin propiciatorio de la Eucaristía. En
esto se diferencia, dice santo Tomás de Aquino, de los otros sacramentos. Es decir, el fruto de la
Eucaristía transciende a quien comulga, se comunica a todo el cuerpo de Cristo, porque en la
Eucaristía no nace solo la asamblea local, sino que se edifica toda la Iglesia. La Eucaristía es la
Iglesia. Todo esto ya pone la Eucaristía como manantial del “más” de la esperanza, que se difunde
más allá de cada uno y más allá de la asamblea concreta, para vivificar a todo el cuerpo de la
Iglesia. Claro está que para recibir el efecto de la Eucaristía hay que estar unidos al cuerpo de
Cristo por el amor. La comunión en el amor con los hermanos (en nuestro caso en el presbiterio y
con los fieles) y en la Eucaristía que nos hace un solo cuerpo por el Espíritu Santo, nos abre a la
esperanza. Así lo recuerda el papa Francisco en la bula de convocación del Jubileo 2025 Spes non
confundit:
“La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón
de Jesús traspasado en la cruz....He aquí porqué esta esperanza no cede ante las dificultades:
porque se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, y de este modo hace posible que sigamos
adelante en la vida”.
En esta línea continúa santo Tomás diciendo que es posible esperar para otros en la
medida en que nos une a ellos la caridad. Fijémonos que esto es precisamente lo que ha dicho
sobre la Eucaristía: puede dar fruto en todos aquellos que se unen a Cristo por la caridad.
La lógica de la esperanza y la lógica de la Eucaristía van por tanto de la mano. Producen
un desbordamiento a partir de la unión por el amor, a partir de la vida compartida en amistad.
Ignacio de Antioquía expresa que la unidad se asocia al impulso hacia el futuro: “Laboren juntos
los unos con los otros, luchen juntos, corran juntos, sufran juntos, reposen juntos, levántense
juntos, como mayordomos y asesores y ministros de Dios” (Carta a Policarpo 6).

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La Eucaristía, podemos resumir, no contiene solo el futuro de cada uno, sino que contiene
nuestro futuro común. No contiene solo el futuro de nuestras trayectorias individuales, sino el
futuro de nuestras relaciones, de nuestros esfuerzos, de nuestros dolores y amores, también de
nuestro trabajo pastoral. Es decir, contiene la potencia de todo lo que compartimos y de todo lo
que nos vincula. Por eso la Eucaristía es el fundamento y el aliento del camino sinodal de la Iglesia.
Juntos somos y seremos más en Cristo porque juntos participamos de la Eucaristía. Podemos
afirmar sin reservas que en ella nuestros vínculos se transustancian, y apuntan a la plenitud de la
vida con Dios.
En este momento, es bueno que resuenen algunos interrogantes en nuestro corazón:
¿Cómo vivo la esperanza? ¿Es algo intimista e individualista o la comparto con mis
hermanos en la conciencia de una esperanza común? ¿La Eucaristía me lleva a preocuparme,
desde la caridad pastoral, del presente y del futuro de mis hermanos?
Y este hombre nuevo que vive en comunión da frutos nuevos, frutos de vida eterna.

c) El fruto nuevo
La Eucaristía nos da esperanza también para animar y dar sentido al trabajo del ser
humano, a los frutos que está llamada a dar nuestra vida. Aquel que come la carne y bebe la sangre
de Jesucristo, que lo adora sacramentalmente, sabe que vale la pena combatir con el «yelmo de
la esperanza» (1 Tes. 5, 8), con voluntad tenaz y benéfica para seguir construyendo y mejorando la
sociedad actual que sobrevive contra toda esperanza (Rm 4), con el ánimo puesto en todo
momento en tensión hacia la Jerusalén celestial. Esto se aplica a la ofrenda del sacrificio
cristiano, que tiene un poder transformador y vivificante. Y ello sucede en primer lugar en
nosotros, presbíteros, que decimos en primera persona “esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”.
Estas palabras contienen, hermanos, una gran esperanza. El sacerdote confiesa con ellas una
comunión con Cristo, su “inseparable vivir”. Y esta unión sucede porque compartimos un cuerpo
que se entrega, es decir, una misma capacidad oblativa y sacerdotal para dar vida a otros, sobre
todo a los que menos vida tienen, para transformarlos hacia la vida plena. Y lo que vive el
presbítero se comunica a todo fiel y a todo el trabajo humano, porque también sus cuerpos
ofrecidos se va asimilando al cuerpo eucarístico de Cristo para hacer más fecundo y auténtico el
trabajo de cada día en espera de la llegada del Señor que hace nuevas todas las cosas. Así nos lo
recuerda el papa Francisco:
El encuentro con Jesús en la Eucaristía será fuente de esperanza para el mundo si,
transformados por el poder del Espíritu Santo a imagen de Aquel que encontramos, acogemos la

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misión de transformar el mundo, dando la plenitud de la vida que nosotros mismos hemos recibido
y experimentado, brindando esperanza, perdón, sanación y amor a cuantos lo necesitan. En
particular a los pobres, a los desheredados y oprimidos, compartiendo sus vidas y anhelos y
caminando con ellos en busca de una vida humana auténtica en Cristo Jesús. (Mensaje en el 51
congreso eucarístico internacional)
Al contemplar la Eucaristía como generadora de transformación del mundo a todos los
niveles, nos podemos hacer las siguientes preguntas:
¿Qué frutos de esperanza y caridad estoy dando en mi vida, especialmente con los más pobres?
¿Reconozco que nacen de mi comunión con el Cuerpo eucarístico de Cristo?

Conclusión
Desde la Eucaristía se abre, pues, la esperanza. Todo intento de avivar la esperanza pasa
por reavivar la Eucaristía: porque haya más días con Eucaristía y más Eucaristía en nuestros días.
Y no es solo que la Eucaristía nos da esperanza, sino que la Eucaristía contiene toda la esperanza,
porque contiene a todo Cristo que es nuestra esperanza. Vivimos con la certeza de que cada
pequeña esperanza nuestra puede asimilarse, transformarse, transustanciarse a la gran
esperanza, si participa de la Eucaristía.
Estamos acostumbrados a llamar a los cristianos “fieles”, y también “creyentes”. No nos
parece raro suponerles la fe. Y también la caridad se les atribuye fácilmente: existe “caritas” en
todas nuestras parroquias y estamos por lo general orgullosos de cómo funciona. No parece
ocurrir lo mismo con la esperanza, como si fuera una virtud que no puede darse por supuesta.
Imaginemos que a los feligreses se les llamara, no “fieles”, sino “esperanzados”. ¿Cuántos
“esperanzados” hay en esta diócesis o parroquia? O imaginemos que una de nuestras oficinas
parroquiales no se llamara “caritas”, sino “spes”.
El uso del lenguaje puede indicar un olvido de la esperanza, y del alto destino al que
estamos llamados, que ya se anticipa. Puede indicar una dificultad para mirar nuestras vidas
desde su plenitud en Cristo. Y es que, en realidad, ser esperanzado, vivir en esperanza, debe ser
tan connatural al cristiano como tener fe y caridad. Y muchas veces la esperanza es la parienta
pobre de las virtudes teologales. Pues la Eucaristía contiene el dinamismo de la esperanza, y
participar en la Eucaristía es respirar en el ambiente de la esperanza. Nos conviene, pues “ amar,
para resucitar” como nos recuerda san Ignacio de Antioquía y yo añado también creer. Nos hace
mucho bien seguir celebrando la Eucaristía para nutrir nuestra esperanza en que cuando
ofrecemos nuestros cuerpos unidos a Cristo como una hostia pura, santa, agradable a Dios, ya

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estamos haciendo presente la Victoria de Cristo resucitado en nuestros cuerpos y en el Cuerpo


eclesial que esperamos en plenitud en la Bienaventuranza eterna. Pido para todos en este Adviento
que la Eucaristía sea el verdadero alimento de nuestra esperanza. Gloria al Padre...

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