FRAY MORMON
La Gacela Escarlata es un personaje con el que rindo admirado
tributo al hombre en cuyos relatos y escritos se inspiró mi vocación
literaria. Un hombre al que no llegué a conocer y con el que siempre
me unirá una profunda deuda de gratitud profesional: Guillermo
López Hipkiss.
Es, decía, un personaje de ficción al que he dado «vida» con todo
cariño y que dedico a quienes más se lo merecen: Oscar y Julia.
Frank Caudett
Primer Prólogo
CONSPIRACION
1
Monterrey, California, setiembre de 1889
Canto de guitarras, vaharadas de sudor y pescado frito, gritos en todos
los idiomas, carcajadas, estridencias de mujer a las que se trataba de poseer
por menos dinero del que ellas exigían, ladridos lastimeros de perros
vagabundos... Todo aquello, y posiblemente más, componía la atmósfera
singular y heteróclita del barrio chino de Monterrey.
Un barrio al que muchos habitantes de la ciudad jamás habían accedido.
Muy especialmente las damas que presumieran de tales, que se jactaran de
conducta impecable y gustos exquisitos, barajado todo ello con una
educación selecta y refinada. Los caballeros, que estaban exentos de ciertas
formalidades sociales, puede que alguna vez se hubieran dado una vuelta
por el lugar buscando emociones más fuertes de las cotidianas. Pero
algunos habían encontrado un final poco feliz y eso desanimó al resto de
quienes en principio apuntaban ansias aventureras.
Los chinos, en líneas generales y salvo contadas excepciones, estaban
considerados como una lacra social en California. Aunque, a fuer de
sinceros, Monterrey había resultado de las ciudades menos perjudicadas en
aquel aspecto.
La súbita riqueza que con destellos del oro encontrado por un obrero de
John Sutter en el pequeño valle de Coloma, California le brindara al mundo
en 1848, así como el tendido férreo del Central Pacific que desde
Sacramento partiera hacia el Este para fusionarse con la Union Pacific (10
de mayo de 1869 en Promontory Point), fueron los detonantes de la
inmigración china al nuevo estado de la Unión.
El puerto de San Francisco se vio de la noche a la mañana abarrotado de
buques procedentes de Oriente en los que viajaban, hacinados y en las
peores condiciones, multitud incalculable de chinos... Chinos que buscaban
riqueza y trabajo. O viceversa.
Eran gentes taciturnas y laboriosas de costumbres tan ancestrales como
opuestas a las de californianos y yankees. Por eso pronto crearon sus
propios barrios, sus ghettos, para seguir viviendo como lo hacían en los
lugares de procedencia, extendiéndose por toda la costa y ocupando
especialmente ciudades como San Francisco, Los Ángeles, San Diego y
Monterrey. Ofreciendo sus tradicionales profesiones: lavar, cocinar, y
tiendas de antigüedades.
Pero con el tiempo, aquellos barrios creados por los chinos habían
degenerado considerablemente, convirtiéndose en refugio de criminales de
la peor condición que campaban por el laberinto intrincado de sus calles y
callejuelas con verdadera patente de corso.
A este respecto, el barrio chino de Monterrey, aunque más reducido que
el de Los Ángeles y San Francisco, no era una excepción. Nido de asesinos
y miserables, posada de vicios e inmundicia humana, cloaca fétida donde se
daban cita los peores hombres y mujeres del mundo. Los miembros de la
policía y comisarios del sheriff, dependientes entonces ambos de Mario
Torreones, entraban en grupos de cuatro o cinco, apoyadas las palmas de las
manos en las culatas de sus revólveres, con los ojos bien abiertos y los
nervios en tensión. Las redadas que se efectuaban de tanto en tanto no
conducían prácticamente a nada. Se enviaba algunos delincuentes a recibir
hospedaje por cuenta del Gobierno, sí, pero lo mismo que si el barrio fuese
uno de aquellos míticos dragones a los que les nacían cien cabezas por cada
una que se les cortaba, el número de criminales, bandidos y contrabandistas,
de delincuentes de toda especie y ralea, se incrementaba a diario.
Se chapurreaban allí muchos idiomas en confusión digna de una
moderna y mezquina Torre de Babel; se gritaba en cualquier tono; se moría
de mil maneras diferentes, desde el opio al cuchillo, pasando por el revólver
y la violación más brutal. De mañana la policía se encargaba de recoger los
restos de quienes habían sucumbido durante el vértigo nocturno, en las
muchas peleas que enfrentaban a miembros de cuadrillas rivales. El amigo
de la delación poco tenía que hacer allí ya que su vida se prolongaba pocos
minutos luego de que hubiera hablado con la policía o el sheriff. El que
asomaba por el barrio con dinero en el bolsillo tenía menos segundos de
vida que los chivatos ya que, después de robarle, lo apeaban del mundo
sirviéndose de los métodos más ingeniosos y expeditivos.
Por las razones expuestas, sin lugar a la menor duda, el anciano
caballero de porte distinguido, venerables cabellos de leonino blanco,
elegante atuendo y mirada gris, se había rodeado de toda clase de
precauciones para penetrar en el barrio chino de Monterrey, aquel atardecer
de otoño.
Iba materialmente envuelto en la funda humana que formaban en torno
a él los cuatro guardaespaldas de expresivas cataduras y gestos decididos,
uno de los cuales empuñaba seria y firmemente una escopeta de postas.
Otro llevaba cruzado sobre el pecho con el dedo puesto en el gatillo un
moderno «Winchester» de repetición. Los dos restantes se limitaban a llevar
apoyadas ambas manos contra las culatas de sus revólveres... Y aunque no
hubiese sido así, nadie se habría atrevido a acercárseles. Porque los
maleantes y delincuentes del Chinatown monterrecino no estaban locos, ni
tampoco dispuestos a jugarse la vida sabiendo que tenían todas las de
perder.
Porque uno de aquellos dos individuos era Troy Sanders... Beau
Sanders. Uno de los gun-men más guapos, violentos y crueles al mismo
tiempo, que el Oeste le había dado a California en las dos últimas décadas.
Todo lo que tenía de bello y seductor para una muy determinada clase de
mujeres, tenía de canalla y veloz a la hora de «sacar» sus «Colt». Se le
contabilizaban a su favor más de una cincuentena de muertos derribados al
primer disparo. Siempre vestía de azul, con un pañuelo al cuello del mismo
color, ya que ello resaltaba el rubio miel de sus cabellos y el sorprendente
verde de sus ojos grandes, profundos y penetrantes. De mirar tan criminal
como sus instintos.
El otro era un chiquillo de diecinueve años recién cumplidos. Un sádico.
Un verdadero maníaco al que apodaban Crazy-boy1. A los diecisiete había
matado a su madre tras propinarle cuarenta y dos cuchilladas, de las cuales,
solo la última, hora y media después de haberle inferido la primera, fue
mortal de necesidad. Y eso, porque su progenitora le negó el permiso para
asistir a una fiesta dado que aquel día no había cumplido como era menester
sus tareas en la granja. Después, Francis Hillerman, sentado en una
mecedora y balanceándose continuamente sobre ella, esperó a que
apareciese su padre contra cuyo cuerpo vació sin piedad el tambor de dos
«Colt» del calibre 45.
Seguir contando excelencias acerca de la conducta de aquel muchachito,
se antojaba innecesario. Y la trayectoria de Hillerman era de sobra conocida
por los maleantes y facinerosos del barrio chino de Monterrey a quienes, la
sola presencia del angelito, les ponía los cojones en la garganta.
Aunque el venerable anciano hubiese aparecido allí escoltado
únicamente por Crazy-boy, nadie se habría atrevido a acercársele. No
obstante y por lo que se veía, al caballero, todas las precauciones se le
habían antojado pocas a la hora de internarse por los callejones de aquel
laberinto de fama tan deplorable.
Mat Burton, un tipo cuya cara lo decía todo y que era sin duda el espejo
de su alma diabólica y corrompida, a cuyo paso se apartaban velozmente
hasta las ratas y que abría aquella singular y silenciosa comitiva con la
escopeta de postas enfilada hacia delante, extendiendo el índice sobre la
esquina inmediata formada por la callejuela que cortaba Pennsylvania
Street, aquella por la que avanzaban, exclamó con rastrero servilismo:
—¡Es aquí, don...!
El anciano levantó una mano con actitud severa, exclamando a su vez:
—¡Nada de nombres, Burton! No lo olvides.
—¡Oh...! Discúlpeme. No... Es aquí, a la vuelta de la esquina.
—Troy, echa un vistazo —ordenó el caballero al jefe de sus
guardaespaldas.
—Enseguida, señor.
Tras hacer lo que le habían mandado, anunció:
—Camino expedito, señor.
2
Era delgado, bajito, lucía un recortado bigote, colgaba una coleta de su
nuca, se llamaba Chang Tsé-Huang, y era chino.
Un chino muy parecido a los otros millones de chinos que poblaban el
mundo.
Como decía un gran filósofo: Ves un chino y ya conoces China.
Además de todas esas cosas que servían para identificarle y de llevar
quince años viviendo en el barrio oriental de Monterrey, era inteligente.
Sutil. Delicado. Muy peligroso. Maligno también, y más sensual de lo que a
primera vista pudiera parecer.
La de Chang Tsé-Huang era la tienda de antigüedades más singular de
aquel barrio siniestro y oscuro... Una tienda que aquel barrio —se debe
insistir en ello— no se merecía en modo alguno.
Exhibía una impresionante colección de figurillas, miniaturas,
alfombras, tapices, jarrones, objetos de arte y otros adminículos al uso, muy
propios del país de procedencia de su propietario, que conservaban
esparcidos por encima el polvo de dos siglos... Y si el polvo no era de
siglos, ¿quién podía demostrarlo?
También había otros materiales, que sin ser todo lo antiguos que
pretendían ser, ni mucho menos, sí lo parecían gracias a una hábil imitación
de la pátina del tiempo.
Era evidente que Chang Tsé-Huang sentíase orgulloso de su negocio y
de su prestigio. Su persona, menuda y delgada, inspiraba no obstante un
profundo respeto a todos los habitantes del barrio, asesinos y delincuentes
incluidos a quienes, lo último que se les hubiera ocurrido en la vida habría
sido asaltar la tienda de aquel chino singular y causarle el menor daño a su
propietario.
Porque aunque aparentemente Chang Tsé-Huang no tenía nadie a su
servicio, habían más de cien hombres dispuestos a cumplir fiel y
escrupulosamente sus menores deseos. ¡Y no digamos sus órdenes!
Troy Sanders, tras echar un nuevo vistazo a su alrededor, empujó con
suavidad la puerta de la tienda de antigüedades y un musical campanilleo se
hizo oír al instante. Los guardaespaldas abrieron paso a su venerable jefe
para que este penetrase en el establecimiento.
Casi al unísono oscilaron los cortinajes que al fondo, a la izquierda,
separaban las dependencias privadas de lo que era zona de ventas,
apareciendo por entre ellas la diminuta figura del chino que, en principio,
semejó ser uno más de los objetos de arte que allí se vendían.
—Bienvenido a mí humilde «molada, honolable señol» —y ensayó una
reverencia de tal magnitud que dio la sensación de arrastrar la frente por el
suelo.
—Hola, Chang —repuso con cierta sequedad el recién llegado.
Añadiendo sin más protocolo—: Supongo que tu urgente llamada tendrá un
motivo harto justificado, ¿verdad?
—«Pol» supuesto que sí, «honolable señol» —hizo otra reverencia
apartando el terciopelo por entre el que había emergido, invitando—:
«¿Quiele pasal, pol favol?» Sus acompañantes, si lo desea, pueden
«espelal» aquí «afuela»...
—Es preferible, sí. ¡Troy!
Beau Sanders alzó la cabeza vivamente.
—¿Sí, señor?
—Tomad posiciones y que nadie nos moleste.
—Se hará como usted dice, señor.
El caballero de regia vestimenta y cabellos blancos se fue en pos del
chino y ambos se perdieron al otro lado de los cortinajes amarillentos.
—¿Por qué no prescinde de su falso acento, Chang? Usted se expresa en
un correcto inglés...
—Eso impresiona mucho, señor. La gente espera de mí ese acento y yo
se lo doy. Forma parte, digamos, de mi encanto oriental. Siéntese, por favor.
Señalaba una confortable y mullida otomana.
Chang, recogiendo los faldones de su túnica negra que llevaba en el
centro, a la altura del pecho, bordado en relieve un impresionante dragón
rojo, hizo lo propio en un asiento gemelo que estaba separado del de su
interlocutor por una mesita baja y redonda con superficie de Carrara
formando aguas blanquecinas.
—He cumplido sus instrucciones al pie de la letra, señor.
—¿Y bien...?
—Gracias a los buenos servicios de mi amigo Byron Scofield al que
hace unos años salvé la vida, y que actualmente trabaja para la Agencia
Pinkerton como representante de la misma en el noreste de Texas, he
podido saber toda la historia de los Sullivan. Me refiero a la más reciente,
claro. Al período que ha motivado el interés de su... organización. Y los
datos de que dispongo y que le entregaré en un detallado informe por
escrito, permiten suponer sin ningún género de dudas que ella, Beberly
Sullivan, es La Gacela Escarlata.
Hizo un alto fugaz, añadiendo a renglón seguido:
—Resumiendo, puede decirse que todo comenzó en Fort Worth, Texas,
hace dos años aproximadamente, con la violación de esa muchacha y
posterior incendio de la Cruz de Fuego, hacienda propiedad del matrimonio
Sullivan...2
Durante un largo espacio de tiempo, el chino refirió en líneas generales
la actuación de Greg y Beberly Sullivan, desde principios de 1887.
—... es curioso y significativo que la primera «galopada» de La Gacela
Escarlata se produjo en un saloon de Savannah, Tennessee, apoyando la
acción de Greg Sullivan, cuando este se enfrentó a varios de los violadores
de su esposa. Pocos días después se registró una escaramuza en el almacén
de la funeraria de Trevor Sanders, en esa misma ciudad, donde perdieron la
vida otros violadores de Beberly, también estando presente esa singular
enmascarada.
»Más tarde y conforme Greg Sullivan iba persiguiendo el fin de su
venganza, buscando al último de los que habían profanado el cuerpo de su
mujer, se registraron esporádicas apariciones de la enigmática dama de rojo
hasta que por fin en Fort Smith, la misma noche en que mataron a Belle
Star, La Gacela Escarlata se enfrentó al capitán del ejército Cyrus Clarkson,
antiguo amigo de los Sullivan, último violador de Beberly, al que dio
muerte en rápido y limpio duelo.
Tras un breve descanso, el chino, con expresión hierática pero acento
significativo, preguntó:
—¿No le parecen demasiadas coincidencias, señor? ¡Ah! y no
olvidemos que las primeras apariciones de la mujer de rojo en Monterrey,
coincidieron con la llegada de Beberly Sullivan.
El anciano, mesándose despacio los aladares, musitó sin aparente
interés:
—Pero no hay que olvidar tampoco que precisamente en la fiesta que se
dio en los salones de la posada Rey Don Felipe II como presentación de los
Sullivan a la sociedad monterrecina, La Gacela Escarlata y Beberly
Sullivan, aparecieron conjuntamente.
El oriental rechazó la observación con un elocuente ademán.
—¡Bah...! Ese es un argumento poco sólido. Cualquier muchacha
vestida de rojo pudo pasar por La Gacela. Precisamente para eso que usted
acaba de decir... Para que todos cuantos estaban allí tuvieran muy presente
que Beberly Sullivan y la enmascarada habían aparecido al unísono.
—Pero eso significaría que la Sullivan ha tenido que desvelarle su
identidad a la que ese día se hizo pasar por ella —siguió razonando el
anciano.
—No necesariamente, señor.
—Explíquese, Chang —pidió el otro, con interés ahora.
—Esa gestión pudo llevarla a cabo un intermediario de toda confianza
haciendo innecesario que Beberly Sullivan descubriese su doble
personalidad.
El viejo se frotó la barbilla como si de pronto se hubiese despertado en
su piel una intensa comezón.
—Sí, sí... —reconoció—. ¡Claro! ¡Bien pensado, Chang! Pero...
¿Quién?
Una extraña, misteriosa y a la vez terrible sonrisa, iluminó las
inexpresivas facciones del chino.
—Desde que llegó a Monterrey, la señora Sullivan ha intimado con tres
personas en la ciudad. Sergio Valdez... con el que vivió un fugaz e intenso
romance, razones por las que el hacendado, sabedor de la inmediata llegada
de Greg Sullivan, decidió iniciar un largo viaje a Europa; Julián Montoya,
que ha vendido al matrimonio la hacienda Rosa de Sangre donde ya llevan
instalados algo más de dos meses, y por último Calixto Borraleda,
propietario como usted bien sabe de la posada Rey Don Felipe II. No me
cabe la menor duda de que el intermediario fue este último, el cual, conoce
a su vez la identidad de la verdadera Gacela Escarlata.
—Razonable, muy razonable todo lo que usted me cuenta, Chang Tsé-
Huang. La organización sabrá recompensar sus servicios con la generosidad
que merecen, sí. Y... ¿qué hay de la persona que protagonizó el papel de
Gacela para que esta y Beberly pudieran coincidir, desvirtuando posibles
sospechas?
—Es la pieza del rompecabezas que me falta, señor. Pero descuide, que
Chang lo averiguará. ¿Tiene nuevas instrucciones para mí, señor?
—No por ahora. Pero tendrá que mantenerse siempre dispuesto por si en
algún momento determinado se hace necesaria su actuación. Vea entretanto
de averiguar la identidad de esa Gacela de emergencia. A partir de hoy,
Chang, pondremos en marcha la segunda parte de nuestro plan, de nuestra
conspiración contra La Gacela Escarlata.
—¿No tienen más interés en ella que secuestrarla, señor?
El otro sonrió enigmático. Dijo:
—No debiera hablarle según de qué cosas, pero usted goza de mi
confianza. Y... —remarcó con intencionado énfasis las palabras siguientes
—: Y estoy seguro de que jamás me defraudará. Por su propio bien, y el de
todos, claro. Realmente, Chang, nuestros propósitos van más allá de un
simple y vulgar secuestro.
Carraspeó e hizo un breve alto antes de proseguir:
—Beberly Sullivan en su papel de Gacela puede ser muy útil a la
organización. De eso estoy seguro de que la convenceremos fácilmente a no
ser que prefiera verse denunciada ante las autoridades. Necesitamos ir
introduciendo miembros de nuestra secta en California sin que nadie les
moleste... Si La Gacela Escarlata escarmienta a los primeros que interfieran
nuestro camino, las aguas volverán pronto a su cauce. Al margen de esta
cuestión le pediremos a Greg Sullivan cien mil dólares por la puesta en
libertad de su esposa...
—¿Cómo piensan raptarla?
—Tenemos a un verdadero especialista encargado del asunto. Uno de
nuestros hombres más importantes. Troy Sanders y los suyos le darán
cobertura en el instante que ello sea necesario. Por ahora... —se puso en pie
dificultosamente—, su actuación ha terminado Chan Tsé-Huang. No
obstante prosiga con sus averiguaciones y, como le he dicho, esté preparado
por si acaso.
—Siempre y en todo momento estoy a disposición de ustedes —dijo el
oriental con una de sus reverencias, al tiempo que se alzaba también.
—Pronto recibirá el importe de sus servicios, Chang.
—Gracias, señor.
Segundo Prólogo
PROYECTOS
1
Monterrey, California, setiembre de 1889
Beberly experimentó un intenso latigazo de placer cuando los labios
ávidos de Greg se apoderaron de sus pechos, alternativamente, para
mordisquear pezones y aureolas con sabiduría de verdadero experto.
—¡Oooh...!
—¿Eres feliz, mi vida? —él, por unos segundos, olvidó la vehemente
atención que dedicaba a aquellos promontorios de fuego.
—¡Mucho, vida mía, mucho! ¡Sigue, te lo ruego...!
Era aquella una de las órdenes que Greg Sullivan cumplía con mayor
satisfacción. Porque estaba igual de enamorado y la deseaba tanto, como el
primer día que la conociera. Beberly, como mujer que era, se daba cuenta de
la entrega y el fervor de su marido, de la voluptuosidad que él derrochaba
en cada caricia de que la hacía «víctima». Era el mismo ardor que todo
hombre ponía en su primer encuentro con una hembra.
Y eso la hacía muy feliz. Doblemente dichosa. Porque al placer físico
que le otorgaban los derroches de Greg, se unía el bálsamo restañador de la
herida que le abriera su romance con el apuesto hacendado de los ojos
verdes, el cual, paulatinamente se iba alejando, perdiéndose en el mundo de
sus recuerdos.
Greg, despacio, consideradamente, comenzó a poseerla con un tacto
exquisito. Y cuando minutos después estalló el vértigo inenarrable de la
locura en todos y cada uno de sus sentidos, Beberly se supo transportada a
otro mundo y no pudo, ni quiso, ahogar un rugido de satisfacción.
Luego dijo, convencida. O haciendo lo posible por convencerse de que
aquella frase era real:
—¡Oh, Greg! ¡Greg...! ¡Eres único!
Mezclando entre sus jadeos una tenue carcajada, Greg preguntó:
—¿Es que me comparas con alguien?
Un brusco estremecimiento se hizo patente en el desnudo y bien
formado cuerpo de Beberly, pero él no le dio importancia alguna
atribuyéndolo a las secuelas del sosiego que coronaban el orgasmo.
Ella, rehaciéndose con prontitud al tiempo que se ponía muy seria, ladeó
su azabache cabecita, interrogando con el entrecejo fruncido:
—¿Cómo puedes preguntarme eso, amor?
Besó los labios rojos de la hembra susurrando con los suyos pegados a
los de ella:
—Era una broma, cariño.
—¡Ah...!
Greg, lio un cigarrillo cuyo humo saboreó placenteramente en silencio.
Cuando ya la colilla quemaba las yemas de sus dedos salió del lecho,
despacio, al tiempo que sentado en el borde y de espaldas a la mujer,
comentaba:
—Hay algo de lo que hace varios días quiero hablarte, Gacela. Y pienso
que este es el mejor momento.
Ella, sobresaltada ligeramente, quiso saber:
—¿Qué ocurre, Greg? ¿Algo malo?
—¡No, cariño! Tranquilízate. Verás... —seguía sin volverse.
—¿Por qué no me miras, amor?
—¡Oh no, preciosa! Si te miro a los ojos pensaré en una sola cosa y este
asunto volverá a pasar al olvido.
La Gacela Escarlata soltó una argentina carcajada.
—¿Tan débil eres frente a la tentación de la carne?
Greg reconoció:
—Si esa carne es la tuya, sí.
—Habla entonces. Te escucho.
—Llevamos dos meses instalados en la Rosa de Sangre y pienso que ha
sonado la hora de orientar nuestro futuro, Beberly. Tengo proyectos...
—¡Vaya! —se quejó ella con fingido pesar—. Ya salió el hombre
emprendedor, ¿eh?
—El dinero no dura eternamente, cariño. Además, tenemos la
obligación de encontrar un trabajo, una tarea que llene nuestras vidas.
—¿Por qué no me dices rectamente, sin rodeos, lo que has pensado?
—Dedicarme a la crianza de reses —soltó él de un tirón. Queriendo
saber, segundos después— ¿qué opinión te merece mi idea?
Beberly tenía el suficiente tacto femenino como para saber cuál debía
ser su respuesta pese a no compartir con excesivo entusiasmo los proyectos
de su marido:
—Me parece excelente. Eso es algo en lo que tú estás ducho. ¿Y...?
Ahora se volvió para mirarla.
—Verás, si unimos a los doscientos cincuenta mil que produjo mi última
operación ganadera en Texas, el dinero que obtuve por la venta del Cruz de
Fuego, y deducimos los ochenta mil que pagamos a Julián Montoya por
nuestra actual hacienda, disponemos en metálico de trescientos veinte mil
dólares.
—¡No sabía que también eras un artista de la aritmética, Greg!
—Son números muy elementales, cariño. De sobra sabes que las
matemáticas jamás me han seducido. Mira, Beberly, he pensado hablar con
Calixto para que él me oriente acerca de la entidad bancaria de Monterrey
que ofrezca mejores intereses y mayor garantía. De acuerdo con lo que me
diga, pienso ingresar en ese banco doscientos mil dólares y pedir un
anticipo de los intereses, para así no mover dinero nuestro, y acudir con
ellos al mercado ganadero de Abilene...
—¡Dios mío, Greg! ¿Ya estás pensando en dejarme sola otra vez?
El hizo un ademán conciliador. Dijo:
—No estarás sola, cariño. Ahora ya tenemos amistades en la ciudad, sin
contar lógicamente a Borraleda y los Montoya. Comprende que es necesario
que vaya a Texas. Conozco a la perfección el mercado de Abilene y sé que
allí puedo adquirir a precios muy razonables vacas y excelentes sementales
para iniciar la tarea de crianza. De todas formas y antes de que respondas, si
no es de tu agrado el que yo...
—Greg —le interrumpió ella muy seria ahora pero con expresión
bonancible en sus agraciadas facciones—, ¿qué clase de esposa sería yo si
pretendiera coartar tus iniciativas obligándote a permanecer atado junto a
mis faldas? Eres mi marido, pero eres al mismo tiempo un hombre que
necesita realizarse, ser alguien por sí mismo... ¿Negarte que me disgusta
quedarme sola? No, no voy a negártelo. Pero comprendo que debes hacer lo
que dices. Que debes hacerlo. Y también estoy de acuerdo en eso de que el
dinero no nos va a durar toda la vida. Greg...
—¿Sí?
—Tus proyectos me parecen excelentes. ¿Cuándo tienes pensado partir
hacia Abilene?
—Esta mañana visitaré a Borraleda para que me indique el banco al que
debo acudir. Luego, será cuestión de una semana organizar mi marcha. Creo
que en un par de meses estaré de regreso... Porque debo contratar al mismo
tiempo personal especializado que además merezca mi confianza.
—Bien... —se mordió intencionada, provocativamente, el labio inferior.
Luego, acariciando despacio sus pechos con incitante lujuria, anunció—:
Ahora que te has desahogado explicándome tus proyectos, ven a mí lado,
porque yo quiero desahogarme explicándote los míos.
No supo decir que no.
Calixto Borraleda y el banco podían esperar un par de horas más.
2
Blas Monteagudo era quien hacía las veces de mayordomo y se cuidaba
de vigilar las evoluciones del personal que los Sullivan, con el beneplácito
de Borraleda que les había asesorado en aquello como en otros tantos
menesteres, contrataran al aposentarse definitivamente en la Rosa de
Sangre, para el cuidado y mantenimiento de la misma.
Blas era un hombre servicial —que no servil—, cuidadoso, pulcro hasta
el mimetismo, muy amante de los detalles, a lo que unía una extraordinaria
facilidad de verbo y un aspecto físico harto agradable.
—Buenos días, señora —dijo, al ver que Beberly hacía acto de
presencia en el salón principal—. ¿Ha desayunado ya...?
—Sí, Blas. Gracias.
—Tiene una visita esperando, señora.
La dueña de la hacienda se sorprendió visiblemente.
—¿Cómo no me has avisado antes?
—La propia señorita Gonzaga-Oviedo me ha prohibido
terminantemente que la molestara, señora. Ha dicho que no tenía prisa y
que esperaría a que usted bajase.
Beberly frunció el entrecejo con expresión preocupada.
—¿Chabeli3...?
—Sí —afirmó contundente el mayordomo, algo desconcertado ante la
actitud de su señora—, claro. Chabeli Gonzaga-Oviedo.
—¿Sabes el motivo de su venida, Blas?
Hizo él un gesto de alarma.
—¡Por Dios, señora! Yo no puedo permitirme la libertad de interrogar a
sus visitas.
Beberly rio al momento.
—¡Oh, Blas, perdóname! ¿En qué estaré pensando hoy...? Voy a
recibirla inmediatamente. ¿La has hecho pasar a la biblioteca?
—Por supuesto, señora.
Chabeli se alzó de la butaca en que estaba sentada al verla entrar. Lucía
un precioso vestido negro, ajustado a la cintura, que realzaba las magníficas
sinuosidades de su cuerpo.
—¡Buenos días, señora Sullivan! Espero no importunarla con mi
presencia...
—¿Cómo puedes decir eso, Chabeli? Siéntate, por favor. ¡Ah! otra cosa,
te ruego que suprimas las formalidades conmigo, ¿eh? Beberly a secas. ¿De
acuerdo?
—Si usted lo dice...
La dueña de la hacienda tomó asiento en la butaca gemela que había
frente a la ocupada por la muchacha.
—Y bien, ¿a qué debo el placer de tu visita?
La señorita Gonzaga-Oviedo inclinó la cabeza. Parecía no atreverse a
decir lo que deseaba, de permanecer mirando con rectitud a su interlocutora.
—Verá, señ... ¡Oh, disculpe! Beberly. Le decía... Bueno, he dejado pasar
dos meses aunque hace mucho tiempo que deseaba venir a verte para darte
las gracias por todo cuanto hiciste por mí padre.
Beberly forzó una imagen de asombro.
—¡Chabeli...! No comprendo nada de lo que intentas decirme.
La muchacha, mirándola ahora fijamente, le dedicó una amplia sonrisa
de cordialidad y simpatía.
—Conmigo no es necesario que finjas... Sé que tú eres La Gacela
Escarlata. La auténtica.
Beberly Sullivan, que desde el momento en que Blas le anunciara la
visita de Chabeli Gonzaga-Oviedo, había intuido aquello, no prolongó su
sorpresa ni dijo nada para convencer a la otra de que estaba en un error.
Aceptando sin aspavientos la realidad, se limitó a preguntarle:
—¿Cómo lo has sabido?
—Tienes una peca reveladora al principio del escote. Llevabas la blusa
roja levemente desabrochada y ello me permitió percatarme del detalle.
Además, y a pesar del miedo que en principio tenía, te observé
cuidadosamente. Lo soy por naturaleza.
—Condición muy importante para quien tiene la gentileza de suplirme
en determinados momentos. Me había olvidado de esa peca.
—Yo me pinté una de igual, la tarde en que aparecí por primera vez
vestida de Gacela en la posada Rey Don Felipe II. Beberly... Tu secreto
morirá conmigo. Nadie me lo arrancará mientras me quede un hálito de vida
en mi cuerpo. Puedes dormir tranquila. Mi agradecimiento por cuanto
hiciste...
—Cumplí con lo que creía mi obligación, Chabeli. Con lo que es la
obligación que me he impuesto a mí misma y que tú, de alguna manera,
compartes: defender al débil de las injusticias y abusos del poderoso.
Además, el asunto de tu padre, puede decirse que lo solucionaste tu misma.
—Gracias a tus averiguaciones. He venido porque no podía seguir
callando por más tiempo. Deseaba que tú supieras que yo... Lo contrario me
habría parecido una terrible infidelidad que tú no te mereces.
—Te lo agradezco desde lo más profundo de mi corazón, pero ahora,
quiero que lo olvides. ¿De acuerdo? —la vio cabecear afirmativamente,
preguntándole—: ¿Qué tal don Jorge Juan Gonzaga-Oviedo?
—¡Loco de alegría! No cabe en sí de gozo al saber que ya nadie podrá
discutir sus derechos de legítima propiedad sobre La Macarena. Está como
un niño...
Beberly se había puesto en pie, interrumpiéndola al tiempo que la
invitaba:
—¿Quieres conocer la casa?
—¡Oh, sí, por supuesto! Me hará mucha ilusión.
—Acompáñame.
3
El barrigudo y patizambo Borraleda, al percatarse de la presencia de
Sullivan en el vestíbulo de la posada, exclamó, haciendo uno de sus
teatrales ademanes:
—¡Aleluya! ¡Por fin os habéis acordado de que existo!
—No digas bobadas, Calixto —protestó Greg con otro ademán no
menos teatral—. ¡Si nos pasamos el día hablando de ti!
—Saberlo me reconforta. ¿Has desayunado ya?
—Sí. Pero se agradece la intención.
—Tú dirás entonces, Greg.
—¿Podemos pasar a tu despacho?
El posadero alzó ambas manos con patetismo al tiempo que se
«desesperaba»:
—¡Por Dios! ¿Desde cuándo necesitas pedir permiso en tu casa?
—¡Qué excelente actor se perdió Shakespeare contigo! —exclamó a su
vez el de los largos cabellos color miel, mientras caminaban hacia la oficina
del posadero.
—¡Hombre...! ¿No me dirás que has leído a «don William»?
Fingiéndose altamente ofendido, Greg se encaró con Borraleda.
—¡Vive Dios! ¿Pero acaso eres tan pedante que te crees el único ser
culto del mundo? Mira... —el muchacho, mordiéndose el labio inferior
como si se sumiera en una profunda meditación, arrancó de pronto—: Pues
¡ved ahora qué indigna criatura hacéis de mí! Queréis tañerme; tratáis de
aparentar que conocéis mis registros; intentáis arrancarme lo más íntimo
de mis secretos; pretendéis...
—¡Aprobado, aprobado! —aplaudió con una sincera carcajada el dueño
de la posada. Añadiendo, para dejar bien sentado su nivel cultural—:
«Hamlet, príncipe de Dinamarca». Acto tercero, escena segunda.
—Me descubro, me descubro...
Ya habían entrado en el despacho y ambos adoptaron expresiones más
serias.
—¿Y bien, Greg? —quiso saber Borraleda.
—Necesito que me aconsejes en una especie de inversión financiera —
dijo. Y acto seguido le explicó lo que había hablado aquella mañana con su
mujer.
—Me parece, en principio, una buena idea. Y ahora pretendes que corra
con la responsabilidad de asesorarte acerca de la entidad bancaria donde
debes depositar esos doscientos mil dólares, ¿no?
Sullivan soltó una tenue carcajada.
—¡Es impresionante la capacidad de asimilación que tienes, Calixto!
—Tú te lo tomas a broma, Greg... ¡Pero me metes en un buen lío!
Pronunciarse sobre la solvencia de un banco no es tan sencillo como te
crees. Es cuestión, más que de acierto, de suerte. Sé de entidades muy
sólidas y prósperas que se han venido abajo en menos de lo que cuesta
decirlo. Ha bastado para ello que alguien mal intencionado hiciera correr
falsos rumores acerca de la salud financiera del establecimiento, y todos sus
depositarios han acudido a retirar el importe total de sus cuentas. ¡Y adiós
banco! ¿Puede ocurrir eso en el que yo te recomiende? ¡No lo sé, demonios!
—Por qué no te dejas de filosofías y vamos al grano, posadero... ¿cuál?
—Si se tratase de mi dinero obraría con mayor libertad.
—Haz un esfuerzo imaginativo y piensa que se trata de tu dinero,
Calixto.
Movió la cabeza de un lado para otro al tiempo que se mordisqueaba el
labio inferior.
—No sé, no sé...
—¿Quieres que te haga partícipe de mi último pensamiento, posadero?
A lo mejor te ayuda a decidirte, ¿sabes?
—Te oigo, tejano.
—Caminando con precaución evita uno el caerse, desde luego; más
avanza poco. Corriendo es fácil tener tropezones, sí; pero a menos que se
parta uno la crisma contra un tabique, es seguro que acabará por llegar a
algún sitio. ¿Te digo la moraleja?
—No hace falta. La he captado.
—Espero entonces tu sabio consejo.
—Odio los consejos.
—¡Mientes como un bellaco! Te fascina ayudar a los demás, saber que
eres útil, que se cuenta contigo...
Calixto rechazó los argumentos de su interlocutor con un contundente
ademán.
—¡Cuán equivocado estás! —y el tono de su exclamación parecía
bastante sincero. Añadió—: Si yo fuese en verdad ese sabio que tú dices,
ese filósofo que la gente me cree, el hombre inteligente que muchos dicen,
aquel que tiene respuestas para todo lo que no las tiene... ¿Supones de
verdad que me habría conformado siendo el humilde propietario de esta
mísera posada?
Greg rio con ganas.
—Vuelves a mentir como un bellaco, Borraleda. Realmente, no sabes
que hacer ni decir en tal de no responder de una manera concreta a mí
pregunta.
—Es que piensas «jugarte» doscientos mil dólares y me pides que
asuma yo la responsabilidad.
—Eres mi amigo, ¿no?
—S-sí... Pero no tu consejero de finanzas.
—¡Calixto, por Dios! Estamos perdiendo un tiempo precioso.
Fingió recapacitar, resolviendo al fin tras un largo minuto de silencio:
—Hace un año se instaló en California el IJSUDU Bank & C.°, que
parece ser por ahora una de las entidades bancarias más sólidas y serias de
la nación. Según comentarios llegados a mis oídos hay intereses
gubernamentales metidos en esa corporación, y además, su consejo
administrativo está formado por hombres muy influyentes, al parecer, en la
política del país. Quiero decir con eso que, según mis referencias, su
garantía es total.
—¿Tiene sucursal en Sacramento?
—Sí, por supuesto. Yo abrí una cuenta corriente en ella hace seis meses
aproximadamente.
—Esta misma mañana visitaré a su director.
—Winston Donahue es un hombre muy agradable y competente. Estoy
seguro de que te satisfará su talante.
—Calixto...
El posadero le echó una ojeada al tejano como si se sorprendiera de su
presencia allí... Al menos eso pareció manifestar la fingida extrañeza de sus
ojos.
—¡Pero...! ¿Aún estás aquí? ¿No te he dado ya mi consejo? ¿No has
dicho que acudirías a visitar al señor Donahue?
—Dentro de una semana aproximadamente —dijo Sullivan como si no
hubiese escuchado los burlones interrogantes del otro—, partiré hacia Texas
para comprar ganado. Beberly me quiere demasiado y es lo suficiente
inteligente como para no interferir mis deseos ni coartar mi independencia,
pero sé que la preocupa, y mucho, volver a quedarse sola.
Calixto alzó la mirada llevándola hasta los ojos negros de Greg.
—¿No estoy yo aquí? ¿De qué te preocupas entonces?
—Si en mi ausencia le ocurriera algo malo jamás me lo perdonaría.
Borraleda fue distendiendo sus labios para ocuparlos con una extraña
sonrisa que, esta vez, su interlocutor no supo interpretar adecuadamente.
—Pienso que estás muy equivocado con respecto a tu mujer —dijo el
posadero con acento convencido. Añadiendo—: Es más fuerte y entera de lo
que imaginas. Capaz de tomar decisiones importantes y de burlar al más
peligroso de los enemigos. Lo que ocurre, como acabas de decir, es que se
trata de una muchacha sumamente inteligente que ha sido capaz de hacerte
creer que depende por completo de ti. No... No quisiera molestarte, Greg.
Pero Beberly tiene una personalidad mucho más acusada y firme que la
tuya propia. En realidad, eres tú quien depende de ella.
El hombre se mantuvo en silencio durante más de un minuto.
—Puede que tengas razón... —admitió, inclinando la cabeza.
—De todas formas, amigo, puedes irte tranquilo. Calixto Borraleda
velará por La Gacela Escarlata.
—Gracias... Es una bendición del cielo que te hayamos encontrado a ti.
—¡Ya será menos, exagerado!
Primera Parte
«FRAY MORMON»
1
Monterrey, California, setiembre de 1889
Frente al edificio principal de la Rosa de Sangre se abría una inmensa
rotonda y por debajo de esta una gran circunferencia de verdor en forma de
bien cuidado jardín que daba aroma y color a la hacienda, rodeándola por
completo. También existía hacia la izquierda, lindando con el muro y la
verja que delimitaban el inicio de las propiedades de los Sullivan, un
pequeño bosquecillo, umbrío y fragante, que ponía una nota de controlado
agreste, de salvaje libertad.
Jardín y bosquecillo estaban tejidos y entretejidos por una serie de
senderos y caminos que desembocaban, indefectiblemente, en la amplia
avenida enarenada que desde la carretera conducía a la entrada principal del
lugar.
Por aquella caminaban ahora, despacio, Beberly y Chabeli, seguidas a
prudencial distancia por el criado que llevaba al paso y sosteniendo las
riendas con la diestra, el hermoso animal en que llegara a la Rosa de Sangre
la señorita Gonzaga-Oviedo.
—No quisiera insistir en lo de mi agradecimiento hacia ti por...
—Ni debes hacerlo, Chabeli. Ese asunto está olvidado. Y en cuanto al
hecho de que en algún momento determinado debas sustituirme en mi papel
de Gacela para evitar suspicacias con relación a mí doble personalidad,
piensa que no es un tributo que te exijo, si no un favor que...
—¡Beberly, te lo ruego! No sigas. Quiero que entiendas que para mí es
un orgullo ser, aunque solo esporádicamente, la doble de La Gacela
Escarlata. Sabes de sobra que en cualquier momento estaré a tu disposición
y que procuraré cumplir mi cometido como si fueses tú misma.
La propietaria de la hacienda sonrió cordialmente.
—Es curioso —musitó—. Cuando Calixto Borraleda descubrió el gran
parecido existente entre nuestros perfiles pronunció esas mismas palabras:
Como tú misma. Es algo que me quedó muy grabado.
—Es un gran hombre...
—Desde luego que sí. De no haber sido por su apoyo y consejos, es
muy posible que a estas horas La Gacela Escarlata hubiera dejado de existir.
—¡Por favor! —hizo la joven y bella Chabeli un ademán horrorizado—.
No digas eso. Pienso que hay mucha gente que te necesita.
—Sí... —se mordió Beberly Sullivan el labio inferior—. Pero a veces no
estoy segura de nada. Quiero decir que no tengo la certeza de que ir,
actuación sea la correcta. Porque en muchas ocasiones me veo obligada a
transgredir la justicia que trato de defender. Y eso, me preocupa.
—¿Te reclama algo tu conciencia?
—No, eso no.
—¿Entonces...?
—Ya sabes lo que ocurre con el pensamiento cuando se le deja libre,
¿verdad?
—Sí. Algo parecido me sucedió a mí durante el tiempo que mi padre
estuvo en la cárcel detenido injustamente. Llegué a confundir los conceptos
hasta tal extremo, que en algunos momentos no sabía con exactitud si pedía
justicia o venganza.
—Ese es el peligro, Chabeli.
La muchacha se volvió hacia su anfitriona con una amplia sonrisa en
sus labios carnosos.
—Debo irme, Beberly.
—Ha sido un placer volver a verte. Ya sabes que en esta casa serás
siempre bien recibida. ¡Norberto, el caballo de la señorita, por favor!
Se acercó al punto el fámulo ayudando a Chabeli a encaramarse sobre la
silla. Una vez arriba, agitó la diestra en señal de despedida y acto seguido
picó espuelas alejándose hacia la carretera en moderado galope.
—¿Desea algo más la señora?
—Gracias, Norberto. No... Puedes retirarte.
—Con el permiso de la señora.
Al quedarse sola, Beberly decidió pasear unos minutos por el bosque
envolviéndose en sus propias meditaciones. De manera instintiva dirigió sus
pasos hacia una minúscula glorieta que se encontraba en la parte más
umbría del bosquecillo, envuelta entre arbustos y frente a la cual se erguía
una cantarina fuente de agua fresquísima y potable.
Estaba llegando al lugar, absorta en sus pensamientos, cuando al
levantar la vista del suelo soltó un apagado respingo, sobresaltándose, al
descubrir la presencia de una sombra inclinada bajo el chorro de la fuente y
bebiendo de esta con avidez.
El hombre también se dio cuenta de que había dejado de estar solo y, al
tiempo que se ponía derecho, dio un paso atrás, murmurando:
—Perdón, señora. Espero no haberla asustado.
—No...
Beberly, pasado el sobresalto inicial, estudió con atención al personaje.
Era un fraile que envolvía su anémica condición física con un deslucido
hábito franciscano, ceñido a la cintura por un raído cíngulo que le colgaba
por debajo de las rodillas. Su delgadez era extrema hasta el punto de
conferirle una imagen paupérrima, enfermiza. Muy alto y encorvado, eso sí,
evidenciaba en su rostro las huellas de la fatiga producida por una larga
caminata.
Pese a que el capuchón del hábito no permitía escrutar con total nitidez
sus facciones, a lo que contribuía también la profusa y descuidada barba
rizosa, Beberly descubrió en aquel rostro una expresión cansada y
bonancible al mismo tiempo, y en la mirada sumisa de sus ojos oscuros un
destello de paz, de tranquilidad espiritual. La cara era de tonalidad
broncínea y trazo anguloso. Todo él respiraba un total y profundo
misticismo, una bondad secular.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí, padre?
—Sé que debo pedirle disculpas, señora, porque me encuentro en una
propiedad privada, pero la sed, el cansancio y el sol, me han obligado a
cometer este pequeño pecadillo. De nuevo le pido perdón.
—¡Oh no, padre, se lo ruego! No me abrume... Acabará usted
haciéndome sentir profundo sentimiento de culpabilidad. ¿Viene de muy
lejos?
Sonrió apagadamente el franciscano.
—Un poco, sí. Desde Misión Carmelo, en San Francisco.
—¡Oh, Dios! No me dirá que ha recorrido andando el camino.
—Así lo he hecho, señora.
Beberly se llevó ambas manos a la cabeza.
—¡Virgen Santa! ¡Eso es una barbaridad, padre!
El religioso la contuvo con un enérgico ademán que parecía contrario a
su naturaleza.
—No, hija mía. Es una prueba de amor a Dios y al prójimo.
La mujer abrió los ojos con evidente sorpresa.
—¿Quiere convencerme de que para demostrar amor a Dios se tiene que
caminar hasta la extenuación?
Ahora, una tibia sonrisa cubrió los labios incoloros del franciscano.
—No he querido decir eso.
—¿Entonces...? ¡Oh, padre, perdóneme! ¿Quién soy yo para hacerle
tantas preguntas? —señaló el banco que había en el centro de la glorieta,
inquiriendo afablemente—: ¿No le apetece sentarse?
—Pues sí. Sí, hija mía. Es un detalle que te agradezco enormemente.
—Debiera habérselo ofrecido antes.
—La sorpresa que te ha causado mi presencia no te ha permitido en
principio reaccionar como una buena cristiana. Pero algo me dice aquí... —
se golpeó encima del hábito, a la altura del corazón—, que lo eres.
Tomaron asiento.
—¿Por qué no me cuenta el motivo de ese largo y dificultoso viaje,
padre?
—Antes debo presentarme... Soy Fray Jacinto, de la Misión Carmelo
como te he dicho. Aunque mis compañeros de sacerdocio y la mayoría de
mis feligreses y amigos, me llaman Fray Mormón.
Beberly, ahora, no pudo contener una espontánea y argentina carcajada.
—¡Por Dios, padre! Eso es un enorme contrasentido.
—Ciertamente lo es —admitió el religioso. Añadiendo, sin embargo—:
Pero tiene su lógica, no creas. ¿Quieres que te lo refiera?
Sin saber por qué, la dueña de la hacienda se sintió incómoda frente a la
infantil franqueza de Fray Jacinto.
—Padre, tengo la sensación de estar siendo tremendamente injusta e
incorrecta con usted.
—¡No digas eso, criatura! Me encanta explicarle mi historia a la gente.
—Bueno... Siendo así, le escucharé con sumo placer.
Estuvieron en silencio entrambos hasta que la voz cansada pero
agradable del franciscano, inició fluidamente su relato.
—Verás hija mía, cuando yo era un hombre del mundo...
—¿Acaso no lo es ahora, padre? —le interrumpió ella sin poder
contenerse.
—Vivo... vivo en el mundo, pero soy un hombre de Dios, consagrado a
su servicio y por amor a Él, al de mis semejantes. Cómo te decía, cuando
participaba en la vorágine pagana, me llamaba Honoré Chamberlain. Mi
madre era francesa y mi padre inglés, pero yo nací en Kirtland, Ohio, en el
seno de una familia de mormones. Según he podido saber, mi padre se afilió
a esa secta porque al llegar a este país se encontraba sin recursos y los
mormones, a cambio de que se convirtiera en uno de ellos, le ofrecieron la
solución a sus problemas más perentorios. Podría decirse y con ello no
pretendo establecer un juicio de valor sobre la persona de mi padre, que
vendió la primogenitura de su propia libertad por un plato de comida.
Despacio y haciendo frecuentes pausas para recobrar el aliento, fray
Jacinto prosiguió su relato. Interesante relato, o al menos así se lo pareció a
Beberly Sullivan.
Explicó que le habían sido inculcados los preceptos de la llamada
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, basada en la Biblia
y el Libro de Mormón, hechos que hubo de admitir como admitía su propia
existencia: o sea, como algo consumado en lo que no había intervenido su
voluntad.
Siguió contando que él había conocido al fundador de la secta, Joseph
Smith, quien le dijo en muchas ocasiones que estaba convencido de que él
acabaría siendo alguien importante en la familia de los mormones.
Tras un nuevo lapso de silencio, el franciscano prosiguió:
—Pero míster Smith se equivocaba de lleno porque yo no estaba de
acuerdo con los dogmas que él pretendía imponer, y que de hecho imponía
a los demás mormones. Cuando el 27 de junio de 1844 y tras ser
encarcelado con su hermano Hyrum en la prisión de Carthage, ambos
fueron muertos a tiros por el populacho enfebrecido, comprendí que había
llegado el momento de tomar una determinación, pese a que contaba solo,
en aquel entonces, quince años de edad. Seis meses después moría mi padre
y a partir de aquel instante, no lo pensé un segundo más. Hui... Eché a
correr como un poseso y dando tumbos de un lado para otro llegué a
California, apareciendo una mañana de marzo de 1846, medio muerto, en el
patio de naranjos de la Misión de San Bernardino.
—¡Su historia es fascinante, padre!
Volvió a sonreírle bondadosamente.
—Terrible... terrible diría yo, hija mía.
—Ahora ya empiezo a comprender por qué le llaman a usted Fray
Mormón...
—Es un sobrenombre que se arrastrará conmigo hasta la muerte. Bien...
Como le contaba, aparecí exhausto y desfallecido en aquel jardín y los
pobres franciscanos se las vieron y desearon para recuperarme ya que, si la
memoria no me engaña, pasé varias jornadas sin probar bocado. Ellos se
encargaron de nutrir mi cuerpo pero, como era su obligación, no
descuidaron mi espíritu. Las enseñanzas que de mis salvadores recibí, tan
diferentes a la doctrina mormónica con la que había pasado los primeros
años de mi vida, despertaron en mí, al principio, una serie de inquietudes
que, poco a poco, se fueron transformando en una firme y decidida
vocación religiosa. Y quién era un vagabundo, un desertor mormón4, acabó
convertido en el franciscano que usted tiene delante.
»En la misión, al principio, como les resultaba difícil llamarme Honoré,
de manera instintiva se dirigían a mí nombrándome por El Mormón.
Cuando el superior se dio cuenta de ello y les reconvino por el desliz, ya era
tarde. Igual quienes después serían mis compañeros de sacerdocio como los
indios que vivían en la misión, y algunos pobres que trabajaban allí a
cambio de recibir instrucción, comida y cama, siguieron llamándome en
voz baja, El Mormón. Años después, claro, Fray Mormón.
Aprovechando el silencio en que se acababa de sumir el bondadoso
franciscano, ella le preguntó:
—¿Y el motivo de su fatigoso peregrinar hasta aquí, padre?
Lo mismo que si se hubiera olvidado de aquel detalle, exclamó con
expresión de sorpresa:
—¡Ah, sí, mi viaje! Claro... Verás, hija mía... ¡Oye! Aún no me has
dicho tu nombre. ¿Puedo saberlo?
La dueña de la hacienda notó, sin que supiese exactamente la razón ni el
por qué, que un acceso de rubor encendía sus mejillas, coloreándolas.
—¡Por supuesto! Es que desde que le he conocido a usted, voy de
incorrección en incorrección. Debía haberme presentado al principio.
Perdone... Me llamo Beberly Sullivan.
El franciscano puso expresión de éxtasis y su mirada se tornó
evocadora.
—Beberly... Beberly... ¡Maravilloso nombre! ¡Caramba! Entonces tú,
¿no eres californiana?
—No.
—¡Pues te felicito por tu español! Es perfecto.
—Y el suyo, padre.
—No olvides que mi adolescencia y mis estudios los cursé en la lengua
de Cervantes. Tengo la obligación de expresarme correctamente en
castellano.
—Yo procedo de una región donde el idioma de los virreyes sigue
siendo común a muchas gentes.
—¿Texas...? —arqueó el religioso las cejas, interrogante.
Beberly afirmó con una sonrisa:
—Texas —y tras un alto fugaz, comentó—: Parece que no tiene usted
excesivo interés en explicarme el motivo de su presencia en Monterrey.
¡Oh, Dios, soy el colmo de la indiscreción! Quizá usted considere que yo
no...
—¡Nada de eso, hija! No es ningún secreto. De veras. Mira, te lo voy a
referir seguidamente... Uno de los peones de Misión Carmelo, Nicéforo
Ventura, recibió hace días una carta de su hijo Juan quien, por una serie de
extrañas circunstancias, se encuentra escondido en Monterrey.
—¿Escondido? —se sorprendió la mujer, interrumpiéndole.
—Suena raro, lo sé. Voy a explicarte esta historia desde el principio,
¿quieres?
—Por supuesto, padre. ¿Me cree si le digo que me tiene profundamente
interesada?
—Sí... ¿Por qué no iba a creerte? Nicéforo Ventura es un descendiente
de mexicanos al que mis compañeros de vocación decidieron hace años
casar con una india, llamada Adelia. Los curas en general solemos defender
el sacramento del matrimonio asegurando que es el estado ideal del
hombre... Yo discrepo, ¿sabes? No sé hasta qué punto estamos capacitados
quienes hemos elegido una vida de celibato y... y abstinencia, a defender
esa teoría. Además, siempre me he preguntado hasta qué punto se le hace
favor a un hombre, casándolo. ¡Oh, Dios del cielo! —miró a una Beberly
que difícilmente podía aguantarse las carcajadas, con aspecto consternado
—. ¡He metido la pata, lo sé! A veces soy un cura muy bruto, desde luego.
Perdona, hija, no he querido ofender tu sensibilidad femenina. Ocurre que
en estos menesteres no tengo excesivo tacto y...
—Olvídelo, Fray Jacinto. Le juro que no me ha ofendido.
—¡Uf...! —exclamó con manifiesto alivio—. ¡No sabes el peso que me
quitas de encima!
—¿Va o no a terminar de contarme las razones de su viaje a Monterrey?
—¡Vive Dios que sí! Y de un tirón. A Nicéforo lo casaron con Adelia,
como te he dicho, y de ese emparejamiento nació Juan Ventura. ¡Y fíjate lo
que ocurre cuando a un hombre se le mezcla en las venas la sangre
española, mexicana, e india! ¡Menudo explosivo! Juan, al parecer, es todo
un revolucionario a sus dieciocho años. Un independentista que junto con
otro grupo de mocosos de su edad se ha revelado contra lo que ellos
denominan «tiranía yankee» —sonriendo abiertamente, exclamó el
religioso—: ¡A buena hora mangas verdes! Cuando ya todos los
californianos de cuna han aprendido el inglés, ellos reclaman la
independencia de California. Todo un contrasentido, desde luego.
Respiró profundamente y:
—El caso concreto es que Juan y sus compañeros intervinieron en una
conjura anti-yankee, la policía les descubrió, y un par de ellos pudieron
escapar de San Francisco de verdadero milagro. Pero la escasez de recursos
pronto les ha hecho frenar su carrera. De ahí que Juan se halle escondido en
Monterrey, esperando ayuda para poder huir a México.
—¡Vaya, por fin! Esa es la razón de que usted haya caminado tantas
millas.
—Sí. Una buena razón, hija. Como todas las que tienen por finalidad
ayudar a nuestros semejantes aunque estén equivocados o hayan cometido
errores. Juan le envió una carta a su padre, a Misión Carmelo, escrita en una
especie de clave por si caía en manos de la policía y era leída, en la que le
contaba su situación desesperada. Y su falta de dinero para proseguir su
escapada hasta México.
—¿En qué lugar exacto de Monterrey se encuentra el tal Juan?
A pesar de la profusa y rizada barba y a pesar también del color cetrino
de su piel, Beberly captó la oleada roja que acababa de inundar las mejillas
del religioso. Le vio también inclinar la cabeza al tiempo que pretendía
esconder su expresión en el interior de la capucha.
—¿He dicho algo malo, padre? —se sorprendió la mujer.
—¡No, no, nada de eso! —se apresuró a rechazar el franciscano.
—¿Entonces...?
—Ve-verás —tartamudeó—. Es que... Bueno, el sitio que ha elegido
Juan Ventura para esconderse es... ¿Cómo te diría yo?
Una lucecita brilló entonces en el cerebro lúcido de Beberly al
comprender el porqué de la turbación de Fray Jacinto.
Con voz segura y gesto entero, indagó:
—¿Se trata de un prostíbulo, no es eso?
Sin alzar la cabeza que ahora parecía haberse perdido en el último
rincón de la capucha, susurró:
—Eso... ¡Vaya intuición la tuya, hija mía!
Tentada estuvo Beberly Sullivan —dada la condición de sacerdote de su
interlocutor y para hacerle las cosas más fáciles— de confesarle a Fray
Jacinto que, quien hoy era su marido, la había arrancado del pernicioso
ambiente de una casa de mala nota5, donde la incomprensión y las
circunstancias la habían precipitado. Un sentimiento de pudor, no obstante,
la impidió sincerarse.
En su lugar, dijo:
—Sus dudas y la manera de expresarse, así me lo han hecho
comprender, padre.
—En efecto, Juan Ventura se encuentra oculto en un lupanar del barrio
chino de Monterrey. Creo que-que s-se llama... se llama Ruleta de los
Placeres, y está en Noray Street.
—¿Y ha venido usted decidido a visitar ese lugar, padre?
—Son los sacrificios que a veces impone el ministerio. Será un trago
amargo, pero...
Ella, tomando una rápida y vehemente decisión, le interrumpió
exclamando:
—¡Creo que yo puedo ayudarle, Fray Jacinto!
Los ojos casi se le salieron de la capucha.
—¿TU? ¡Oh, Dios! ¡No digas eso, hija mía! Tú eres toda una señora. Tú
no puedes...
—No he dicho que vaya a ir yo personalmente a ese prostíbulo para
cumplir el encargo que le ha traído a usted hasta Monterrey.
—¿No...? —el franciscano estaba, evidentemente, desconcertado—.
Entonces no te comprendo, Beberly. Puedo llamarte por tu nombre,
¿verdad?
—¡Desde luego que puede! Para eso me lo pusieron. Escuche, padre...
Yo tengo un buen amigo que se encargará de cumplir esa penosa obligación.
—¡Oh, no, no, nada de eso! —rechazó contundente el religioso.
Razonando—: No quiero involucrar a nadie en mis problemas, ni causar
trastornos a personas decentes que no deben verse envueltas en un asunto
tan turbio como este. Porque no se trata solo del hecho concreto de tener
que visitar una casa de tolerancia y lenocinio que, al fin y al cabo y mirado
fríamente, podría ser lo menos importante de la cuestión. Lo auténticamente
grave, según se desprende del escrito de Juan, es que la policía ha puesto
precio a su cabeza y se tienen sospechas de su posible estancia en
Monterrey. ¿Lo entiendes, hija? Cualquier persona que sea sorprendida
ayudando a Juan Ventura, será juzgada por el mismo «delito» que a él se le
imputa.
—Ese amigo mío, Fray Jacinto, es hombre de grandes recursos.
—Sí, pero...
—Es la entrega de una cantidad en metálico a Juan la verdadera razón
de su venida hasta aquí, ¿cierto, padre?
Afirmó con un contundente cabezazo.
—Desde luego.
—¿Puedo saber qué dinero le trae, Fray Jacinto?
—Veinticinco dólares.
Beberly soltó una incontenida exclamación de asombro, repitiendo:
—¡¿VEINTICINCO DOLARES?! ¿Veinticinco... ha dicho usted?
—Sí... ¿Por qué te sorprendes tanto?
—Bueno, porque resulta lógico pensar que con esa cantidad, Juan
Ventura no podrá ir muy lejos. Menos hasta México.
Una mueca de consternación pinzó las ajadas y bondadosas facciones
del religioso.
—¡Pues, hija mía...! —exclamó abatido—, ¡es todo lo que hemos
podido reunir mis compañeros, yo, y el padre de Juan!
—Hay que aumentar esa suma, por lo menos, a quinientos dólares. En la
situación de Ventura es necesario, con frecuencia, tener que sobornar a
ciertos individuos.
—¡Virgen de Guadalupe! ¿De dónde supones que voy a sacar yo ese
dinero?
—Nadie ha dicho que sea usted quien deba hacerse con él, Fray Jacinto.
De sobra conozco las penurias económicas en que se desenvuelven ciertas
órdenes religiosas. Yo... yo le facilitaré ese dinero.
—¡Oh, Dios, Dios mío que estás en el cielo! —alzó ambos brazos al
techo azul que lucía sobre sus cabezas—. ¡No es posible que me envíes
tantas bendiciones! ¡No las merezco!
Cayó de rodillas besando la tierra muy cerca de los pies de Beberly.
—¡Padre, por favor! No haga eso. Se lo suplico.
Volvió a sentarse junto a ella.
—Es que lo que acabo de oír es mucho, muchísimo más de lo que yo
podía esperar.
—¿Me permite que me encargue, con la ayuda del amigo al que me he
referido antes, de solucionar los problemas de Juan Ventura?
—¡El Señor te bendiga, hija mía!
—Y ahora, ¿por qué no hace usted una cosa, padre? Ha realizado un
largo viaje y se le ve agotado. Necesita reponer fuerzas, descansar... Y
comer, naturalmente. Esta hacienda es muy grande y en ella hay un sitio
para usted.
—¡NO! —la exclamación fue decidida y el franciscano se puso en pie,
incluso, para realizarla—. ¡No puedo consentirlo! ¡Ni puedo seguir
abusando de tus bondades!
Una amplia y a la vez pícara sonrisa, iluminó las hermosas facciones de
la mujer, al tiempo que le preguntaba:
—Fray Jacinto, por casualidad ha oído usted en alguna ocasión,
pronunciar algo parecido a... Dar posada al peregrino, ¿eh?
También él ahora sonrío pícaramente.
—¿Tratas de envolverme y confundirme con mis propios argumentos y
convicciones?
—Trato de hacerle entender que usted, por muy franciscano que sea, no
es nadie para impedirme cumplir con mis obligaciones de cristiana.
—Visto así... —se rindió, ampliando su sonrisa.
2
Winston Donahue había dejado a un lado las obligaciones burocráticas
en que se encontraba inmerso en aquel momento para atender, como se
merecía, al nuevo y futuro cliente de la entidad cuya sucursal en Monterrey,
él dirigía.
—¡Señor Sullivan! —exclamó sin grandilocuencia pero sí con la
ceremonia que solían utilizar los banqueros, saliendo de la mesa al tiempo
que extendía, cordial y abierta, su diestra—. ¡Crea que es un verdadero
placer recibirle! ¿A qué debo el honor de su visita?
—Me abruma usted, míster Donahue —dijo el tejano con una suave
sonrisa en sus carnosos labios.
El despacho del banquero era regio y un tanto fúnebre, pero nada
ostentoso.
Le indicó un cómodo butacón a su visitante mientras él regresaba al otro
lado de la mesa de nogal de abrillantada superficie, sobre la que destacaba
una escribanía de cuero repujado y un doble tintero de trabajado bronce.
—He venido a traerle dinero —anunció sin más preámbulos el
propietario de la Rosa de Sangre—, hecho este que siempre satisface a un
banquero.
—¡Por supuesto, señor Sullivan! Y me alegra enormemente que sea
usted un hombre directo. Con este lenguaje será muy fácil que nos
entendamos. Los banqueros, aunque tengamos fama de pragmáticos somos
en realidad gente muy sencilla. Amigos del lenguaje corriente y poco dados
a la retórica. ¿Hablaba usted de dinero...? ¿De cuánto dinero, señor
Sullivan?
No se hizo esperar para decir:
—De doscientos mil, míster Donahue.
El banquero, sin demostrar excesiva sorpresa pero no ocultando
tampoco que el importe de la suma le hacía feliz, pasó la mano por sus
canosos aladares, como si pretendiera plancharlos, a la vez que esbozaba
una tímida sonrisa. Su expresión se hizo radiante, de todas formas, y sus
arrugas desaparecieron fugazmente de la piel, cuando admitió:
—Es una bonita suma, sí. Pero... Como adivino que es usted, además de
directo, inteligente, estoy seguro de que pretende algo a cambio. ¿O va a
conformarse solo con que el IJSUDU Bank & C.°, se convierta en
depositario de sus doscientos mil?
—No, en efecto. Quiero servirme de buena parte de los intereses que
esta entidad abonará en mi cuenta por el depósito.
—¿Puedo saber cuánto?
Greg sonrió cautamente.
—Es lo mismo que yo quiero saber, míster Donahue.
—¡Oh...! ¿Se lo acabo de decir, no? Es usted un hombre muy listo, sí.
Muy listo. ¿Por qué no vamos al grano y me dice exactamente la cantidad
que necesita?
—Primero, si no le importa, quiero hablarle de mis proyectos.
Winston Donahue movió la mano derecha significativamente.
Instándole a que expusiera sus razones.
Lo hizo. Y al término del relato, insistió:
—¿Qué cantidad puede avanzarme el banco?
El director humedeció el labio inferior con la punta de la lengua.
—De acuerdo con lo que acaba de decirme —habló despacio, como si
meditara cada una de sus palabras—, pienso que podemos llevar a término
otro tipo de operación, que le otorgará una mayor autonomía económica a la
hora de realizar sus proyectos, señor Sullivan.
Greg, que ya había esperado aquello, quiso saber no obstante:
—¿Y es...?
—El banco puede concederle un préstamo con la garantía de su
depósito, el cual podría usted cancelar cómodamente en dos o tres años,
teniendo en cuenta que el interés que le gravaríamos por el mismo vendría a
quedar compensado, casi, por el producido por el saldo de su cuenta en ese
mismo espacio de tiempo.
—Entiendo, señor director, que el interés de mi depósito en ese período,
partiendo de que la suma será sensiblemente superior a la del crédito que
ustedes me concedan, debe equilibrar la de los intereses de este último. En
diferentes condiciones, como comprenderá, deberé estudiar las ofertas de
otras entidades bancarias. ¿No haría usted lo mismo?
El banquero estuvo reticente a la hora de responder. Y no solo fue eso, si
no, que dando muestras de una sutil astucia profesional, rehuyó en principio
el interrogante, para salirse con un tema que nada tenía que ver, al menos
aparentemente, con el motivo del diálogo.
Dijo:
—Antes de conocerle, señor Sullivan, había oído hablar de usted,
mucho y bien. Opinión que ahora suscribo. ¡Ah! y dado que tengo la
oportunidad, debo pedirle disculpas por...
—No entiendo nada de lo que usted me está diciendo, míster Donahue.
El banquero, fingiéndose contrariado por la interrupción, dijo cortés
pero frío:
—¿Me permite que siga?
—¡Por supuesto!
—Quería disculparme por no haber podido asistir a la fiesta de
presentación que ustedes ofrecieron a la ciudad en los salones de la posada
Rey Don Felipe II, y a la que don Calixto Borraleda tuvo la gentileza y
atención de invitarme. Mis múltiples ocupaciones profesionales me
impidieron cumplir con ese agradable deber de convivencia. Espero...
—Aceptadas sus excusas —volvió a cortarle, un tanto rígido esta vez.
Añadiendo—: Y ahora, lo que yo espero es su respuesta a mí petición.
—Yo me debo a mis superiores y aunque tengo autoridad para tomar
cierto tipo de decisiones...
Greg Sullivan, con elegancia y una sonrisa en los labios, se alzó de su
asiento, diciendo:
—Me temo que le estoy haciendo perder su valioso tiempo, míster
Donahue. Un tiempo que, como muy bien usted acaba de decir, debe
dedicar a sus múltiples ocupaciones profesionales.
El banquero, frente a la actitud de su interlocutor, a todas luces
inesperada, pegó un sonoro respingo:
—¡Espere, señor Sullivan! Se lo ruego... Iba a decirle que pese a mis
limitaciones, tengo cierta tolerancia por parte del Consejo de
Administración para establecer en casos muy determinados, las excepciones
que considere oportunas. Su caso se me antoja susceptible de una de esas
excepciones. Entonces y para no prolongar el protocolo, le hago saber que
este banco acepta su propuesta. Cancelaremos los intereses del préstamo
con el que produzca su depósito durante los primeros dieciocho meses. Y la
devolución del mismo podrá efectuarla en un plazo máximo de tres años.
¿Está conforme?
—Lo estaré en cuanto usted me diga el importe del referido préstamo.
—Cien mil dólares.
—Trato hecho, míster Donahue.
—¡Lo ve, hombre! ¡Ay, qué impaciente es la juventud! Los hombres,
señor Sullivan, hablando se entienden.
Hizo un gesto dubitativo al corregir:
—No siempre, míster Donahue. No siempre...
—Ha dicho que piensa ir usted al mercado ganadero de Abilene, ¿no?
Afirmó con la cabeza.
—Eso he dicho, sí.
—Entonces, el Banco puede tener otro detalle de buena voluntad hacia
usted.
—No entiendo...
El banquero sonrió melifluo.
—En primer lugar, cualquier problema económico que a usted se le
pueda presentar durante su estancia en aquella ciudad, gustosamente será
atendido por nuestra sucursal en Abilene, que dirige mi buen amigo y
compañero, Chad Donlevy. Pero además y dándose la feliz coyuntura que
desde hace un par de días se encuentra en Monterrey el inspector general de
la entidad, míster Buddy Johanson, el cual emprende esta tarde viaje hacia
Phoenix, desde donde seguirá a Tucson, El Paso ya en territorio de Texas,
Midland, San Angelo y Abilene, pienso que para usted sería mucho más
rápido y cómodo compartir su vehículo. Además el señor Johanson, viaja
con una escolta federal compuesta por cuatro hombres, hecho este que
constituye toda una garantía. ¿Qué le parece?
Greg, dubitativo, se mordió el labio inferior.
—Es una excelente idea, sí. Pero me obliga a precipitar
considerablemente mi viaje.
—Un viaje que de todos modos debe realizar y que ahora tiene la
opción de hacer con mayor rapidez, economía y seguridad. No creo que sea
para pensárselo mucho, ¿o sí?
—¿Qué opinará míster Johanson al respecto?
—¡Oh...! ¿Es eso? Tranquilo, señor Sullivan. ¡Buddy es un gran amigo
mío! Me debe algún que otro favor. Por esa parte delo usted por hecho.
¿Qué decide?
—¡De acuerdo! Partiré esta tarde con el señor Johanson.
3
Greg, estaba tan sumamente excitado con sus propios argumentos —tan
satisfecho del balance positivo de sus gestiones acerca del director del
IJSUDU Bank & C.°—, que apenas si prestó la menor atención al relato de
su mujer.
Beberly era demasiado femenina, demasiado perspicaz, y conocía
demasiado bien a su marido, como para que le pasase por alto el estado
anímico de este.
—¿Puedo saber lo que estás pensando, hombre de la casa? Parece que
no te ha interesado lo más mínimo mi narración sobre las vicisitudes del
pobre Fray Jacinto.
—¡Oh, sí, claro! —exclamó, forzando una sonrisa, lo mismo que si
cayera de una nube muy lejana—. Lo que ocurre es que me parece bien
todo lo que haces... Y en esta ocasión, tu criterio es más acertado que nunca.
Ese pobre fraile necesitaba descansar y comer. Te felicito por la decisión de
darle hospedaje entre nosotros.
Ella, sonrió maliciosa al preguntar:
—¿Por qué no me cuentas la tuya, Greg? Para que yo también goce de
la oportunidad de felicitarte. ¿O vas a «robarme» ese privilegio?
El hombre de los largos cabellos color miel, evitando la mirada directa
de Beberly, comentó:
—Es menos importante que la tuya.
—Dímela de todos modos, ¿no?
—Bien... Si lo deseas. De acuerdo con lo que hemos hablado esta
mañana y tras consultar con Borraleda, he visitado a Winston Donahue,
director en Monterrey de la sucursal del IJSUDU Bank & C.°. Debo admitir
que he tenido éxito y...
Le explicó detalladamente la parte económico-administrativa de la
cuestión. Preguntando después con una abierta e infantil sonrisa:
—¿Qué le parece a mí mujercita el talento financiero de su esposo?
La risa de Beberly no fue menos franca y sutil.
—Lo que tu mujercita quiere saber, esposo mío, es lo que te dejas en el
tintero.
Arqueó las cejas fingiendo sorpresa.
—No te comprendo.
—Greg, Greg... Me estoy refiriendo a lo que no me has contado.
—¡Ah! Bueno... Poco hay que explicar. Ocurre que se da la
coincidencia...
Se lo dijo abiertamente y sin rodeos.
La reacción supuestamente «hostil» de la mujer no se produjo. No
porque ella no lamentase que Greg hubiera de partir antes de lo esperado, y
sí por el hecho de que Beberly había jugado una vez más su astucia
femenina reservándose la parte de la historia de «Fray Mormón» que se
refería a la realidad de su viaje: los problemas de Juan Ventura.
Porque estaba convencida de que en esta ocasión, Greg se hubiese
opuesto a que actuara La Gacela Escarlata en un ambiente tan peligroso
como el barrio chino de Monterrey haciendo, además, acto de presencia en
un lupanar.
Esta y no otra era la razón de que Beberly no estallara al saber que su
marido iba a emprender viaje precipitadamente. Pero consciente de que a él
le habría extrañado una actitud positiva por su parte, al cabo de unos
segundos, exclamó:
—¡Oh, Greg, Greg...! ¿Es que te pasas la vida pensando en cómo
dejarme sola?
—Cariño... ¿No hemos quedado de acuerdo por la mañana en este
tema?
Frunció sus jugosos morritos grana.
—Sí... ¡Pero has hablado de emprender viaje dentro de una semana!
¿no?
—Lo sé, preciosa. ¿Pero crees que debo desaprovechar la circunstancia?
Por mí propia seguridad incluso.
—¡Pero qué «zorro» eres, Greg Sullivan! ¿Desde cuándo te preocupas
tanto por tu seguridad? ¿Desde cuándo le temes tú a los caminos?
—Me ahorraré un dinero también.
—¡Vaya, ahora te ha dado por las finanzas!
—¡Está bien, Beberly! Si no lo deseas...
Se acercó, mimosa, enroscándole los brazos al cuello. Después de rozar
su boca contra la de él, runruneó:
—No te enfades que te pones muy feo. De acuerdo hombre, ¡de
acuerdo! Si consideras oportuno viajar con ese caballero, hazlo. Pero antes
y pensando en el tiempo que vas a estar fuera... ¿Por qué no me amas
intensamente?
—¡Cariño! Eres, eres...
—Tratándose de mi marido soy insaciable. ¿Te sabe mal?
—¡Beberly! Por qué gozas tanto tratando de confundirme con tu
dialéctica, ¿eh?
Soltó ella una argentina carcajada.
—¿Cómo se puede entender que yo sea capaz de confundir a un tipo
que se las ve con un banquero y consigue llevar el agua a su molino?
El, cambiando radicalmente de tema, dijo muy serio:
—Lo que no me satisface es marcharme habiendo un desconocido en
casa.
Beberly hizo un gesto de verdadera contrariedad.
—¡Greg...! ¿Sabes bien lo que dices? Ese hombre es un pobre
franciscano. Y aunque se tratara de un seglar, ¿acaso no tienes confianza en
mí?
—¡Por Dios, preciosa! No lleves las cosas tan lejos. No pensaba en eso,
me refería tan solo a tu seguridad.
—Fray Jacinto es un pedazo de pan bendito. Además, mañana o pasado,
proseguirá su viaje. Es un peregrino infatigable.
Greg la besó en la boca.
—Perdóname.
—Lo haré si tú me haces el amor. Mucho rato. Mucho...
—¡Toda la vida, mujercita deliciosa!
—Entonces, no te vayas.
—Beberly...
—¡Disculpa, Greg! Soy una egoísta y una estúpida.
Le cerró los labios con un nuevo beso.
—No digas eso, querida. Eres, solo, una mujer enamorada.
Volvió a besarla.
Después, hicieron mucho rato el amor.
4
Los grandes, profundos, penetrantes ojos del pistolero, se hacinaron
hasta empequeñecer considerablemente, en la persona que se encontraba al
otro lado de la mesa.
Escuchó en silencio la pregunta:
—¿De cuántos hombres dispones, Troy?
Beau Sanders se limitó a responder:
—De ocho, si me incluyo en la lista.
—Si os dividís en dos grupos, ¿en quién confías para comandar uno de
ellos?
—En Francis Hillerman. Está loco de remate pero es cruel y despiadado
como una alimaña. Obedece sin rechistar.
—Perfecto —sonrió oscuramente el caballero de los blancos cabellos.
Añadiendo—: Escúchame con atención puesto que voy a introducir un
ligero cambio en los planes anteriormente establecidos.
—Usted dirá, señor.
—Esta tarde, alrededor de las seis, Greg Sullivan partirá de la ciudad en
el carruaje de un hombre llamado Buddy Johanson, que se dirige a Phoenix.
El vehículo pertenece al IJSUDU Bank & C.° y lleva el escudo y nombre de
esa entidad en ambas portezuelas, por lo cual, tus hombres no tienen
margen al error. Quiero que asalten ese carricoche entre Salinas y Fresno...
Y quiero que no queden supervivientes.
Sin hacer aspavientos ni gestos sorpresivos, preguntó con voz natural:
—¿El tal Johanson, también...?
—También —fue la seca y escueta respuesta. Y tras unos segundos de
suspenso, agregó el anciano—: ¡Ah! que tengan presente que le dan escolta
al vehículo cuatro agentes federales.
—¿No será eso muy peligroso, señor?
La mirada del caballero tuvo matices fulminantes.
—¿No se os paga acaso con la suficiente generosidad, Troy Sanders?
Toda su violencia y apostura se vinieron abajo frente a la actitud
agresiva de aquel insignificante anciano.
—Por supuesto, señor. Perdone... Solo lo decía por las posibles
repercusiones.
—Eso es algo que a ti no debe preocuparte.
Aquí, NO LO OLVIDES, las órdenes las doy yo. Y sé por qué las doy.
—Se hará como usted dice, señor.
—Tú y tres más os ocuparéis de La Gacela tal como estaba previsto.
Los otros que se encarguen del carruaje. Teniendo a su favor el factor
sorpresa, no es de esperar que se les plantee ningún inconveniente.
El guapo pistolero hizo un movimiento contundente con la cabeza.
—No habrá inconvenientes, señor. Se lo garantizo.
—Por tu bien y el de todos, espero que así sea. ¿Quiénes enviarás junto
con Crazy-boy?
—Joe Hurt, Ibrahim al-Krim, y Charles Ebsen. Si usted me lo permite...
El otro arqueó las cejas a la vez que le interrumpía:
—¿Sí, Beau?
—Yo tengo suficiente con que me acompañen Mat Burton y Chris
Blake. Así, podría mandar a Sean Davis con Hillerman. Es mejor que ellos
sean cinco, señor. Para prevenir cualquier contratiempo.
—No voy a meterme en esas cuestiones puesto que te considero lo
suficientemente capacitado para tomar una decisión. Si crees que vosotros
tres seréis bastantes para reducir a La Gacela, obra como creas más
conveniente. Pero asegúrate muy bien de lo que haces, Sanders. De
cualquier fallo que se produzca me responderás con la vida. Inclinó la rubia
cabeza con mansedumbre.
—Lo sé, señor.
—No hay más que hablar entonces. Pon manos a la obra, ¡y suerte!
5
Tras el reparador y prolongado descanso —había dormido casi diez
horas consecutivas—, aquel a quién apodaban Fray Mormón, ofrecía un
aspecto mucho más agradable que cuando Beberly, por la mañana, lo
sorprendiera bebiendo ansiosamente en la fuente del bosquecillo.
—Parece usted otro, Fray Jacinto —le comentó ella, cuando tomaron
asiento alrededor de la mesa ovoidea que ocupaba uno de los comedores de
la hacienda. Añadiendo con una sonrisa—: Se diría que no es usted el
mismo Fray Mormón al que he... ¡Oh, disculpe! Creo que acabo de cometer
una incorrección imperdonable.
El religioso la obsequió con una abierta sonrisa.
—¡No, por Dios! Te aseguro que con el tiempo me he acostumbrado a
que me llamen así. Y no me molesta que nadie lo haga.
—Es usted muy generoso...
—Sincero, hija mía. Soy sincero. Lo que acabo de decirte es la verdad.
Yo no acostumbro a hacer cumplidos ni cuando me hallo en casa ajena.
Hablando de eso... No tengo palabras para agradecer vuestra hospitalidad. Y
ahora, espero me sea hecho el honor de conocer al dueño de la Rosa de
Sangre.
Un rictus dolorido frunció los labios de Beberly.
—Me temo —dijo—, que por el momento, eso no va a ser posible,
padre.
El franciscano abrió los ojos con manifiesta sorpresa.
—¿Por qué? ¿Ocurre algo acaso?
—¡No, nada! —rechazó ella con un ademán el tono sombrío que el
sacerdote había puesto en ambos interrogantes—. Nada malo, desde luego.
Solo que mi marido ha tenido que partir urgentemente hacia Abilene, en
Texas, por asuntos de la hacienda.
—¡Vaya! Pues no sabes cuánto lo lamento. Me habría encantado
conocerle. Por cierto, el día que le vea voy a llamarle enérgicamente al
orden.
Beberly arqueó sus bien trazadas cejas.
—¿Por qué, Fray Jacinto?
—Porque no es bueno ni prudente dejar sola a una mujer tan bella como
tú. No vayas a creer que por que soy franciscano no tengo ojos en la cara
que me permiten contemplar la hermosura de una muchacha como tú. La
hermosura, digo, es también una creación del Señor. Y los humanos
tenemos la obligación de admirarla. Aunque a veces...
—¡Va a conseguir usted que me ruborice!
—... algunas mujeres ponen su belleza al servicio del mal. Aunque me
consta sobradamente que ese no es tu caso. ¿Tardará mucho en regresar el
señor Sullivan?
—Pues no lo sé con exactitud, padre.
—Deseo fervientemente que no se demore mucho. Porque adivino en
tus ojos el gran amor que sientes por él.
Beberly tuvo la sensación de saberse cogida en falta. No tenía razón
concreta con que alimentar aquel súbito e inesperado sentimiento, pero
pensó que los ojos escrutadores del franciscano habían penetrado hasta lo
más profundo de su mente descubriendo, incluso con sobresalto, la aventura
que ella viviera en brazos de Sergio Valdez.
A la vez que se recriminaba por aquella absurda idea y reaccionando a
tiempo, dijo, convencida:
—Es el hombre de este mundo a quién más amo. Y el único.
—Celebro tu fidelidad, hija mía. Es un sentimiento que te honra. Y
ahora, si me lo permites y no te enfadas, quisiera hablarte de un asunto.
—Le escucho, Fray Jacinto.
El religioso puso suavemente su mano encima de la de Beberly,
golpeándola con cariño, para retirarla de inmediato.
—Mira, Beberly, yo agradezco de todo corazón el interés que te has
tomado por mí y por mí causa... Pero pienso que no debo permitir que ese
amigo tuyo corra el menor riesgo, tratando de ayudar a un hombre que no
conoce y al que nada le debe. No sería justo.
—¿Acaso la caridad y el cariño hacia los demás son patrimonio
exclusivo de los sacerdotes, padre?
—Eres muy hábil con el verbo y tienes gran facilidad para envolver a
los demás con tus argumentos, hija mía. Bien sabes que no es eso lo que yo
quería decir... Lo que pretendo hacerte comprender es que no me asiste
ningún derecho moral a involucrar a los demás en mis problemas. Y son
problemas míos esas mismas obras de caridad, o compasión, que pretendo
ejecutar en favor de mis semejantes. Así que, tal como pensaba al llegar a
Monterrey, seré yo quien acuda junto a Juan Ventura. Si tú quieres
ayudarme económicamente, no voy a impedírtelo, ya que el dinero le es
muy necesario a ese pobre desgraciado. Pero no te permitiré nada más.
Beberly fingió una severidad que estaba muy lejos de sentir. Inquirió:
—¿Quién es usted para prohibirme nada, padre?
Levantó ambas manos al cielo.
—¡Oh, Dios! ¿Por qué no metes un poco de juicio en esa cabecita loca?
¿Es que no lo comprendes, señora Sullivan? ¿Qué diría tu marido si por
causa mía te sucediese a ti cualquier percance?
La dueña de la hacienda se armó de paciencia. Mintiendo a
continuación... Mintiendo al asegurar:
—Le he dicho que de este asunto se encargará un amigo mío.
Mentía porque no entraba en los planes de Beberly, esta vez, acudir a
Calixto Borraleda. Conociendo al posadero estaba segura de que trataría por
todos los medios de disuadirla de sus propósitos alegando mil y un
razonamientos, ciento y una filosofías. Lo cierto era que Calixto no le
permitiría correr el riesgo que significaba adentrarse de noche, sola, en el
terrible barrio chino de Monterrey.
—¿Y es que crees que acaso no temo también por él?
—¿Debo repetirle que se trata de un hombre de grandes recursos?
Fray Jacinto, al que se conocía más por Fray Mormón, con un gesto de
abatimiento e impotencia, dejó caer ambos brazos a lo largo del cuerpo.
—¡Me rindo! —exclamó. Añadiendo a renglón seguido con una mueca
de espanto apretando sus bondadosas facciones—: ¡Menos mal que no eres
el diablo!
—¿Por qué dice usted eso, padre?
—¡Por qué acabarías convenciéndome de que debía haber seguido
siendo mormón!
Beberly soltó una sonora y feliz carcajada.
—¡No logro imaginármelo rodeado por siete u ocho mujeres!
—¡Prefiero el infierno! —estalló él espontáneamente. Y
recomponiéndose al momento, pidió—: Perdóname, señor. Sé que estoy
diciendo disparates. Pero es que esta criatura... ¡Oh Beberly, Beberly! ¡Qué
Dios te bendiga y se haga siempre su santa voluntad!
—Si me lo permite, padre... Iré a visitar a ese amigo mío para pedirle su
ayuda —y se había puesto en pie.
El franciscano la detuvo con un ademán. Diciendo al mismo tiempo,
con matiz interrogante:
—Sabes que el mentir es pecado, ¿verdad?
Beberly Sullivan, sin poder evitarlo, se puso roja como la grana.
—¿Por qué lo dice?
—Porque tú me estás mintiendo. No vas a solicitar la ayuda de ningún
amigo si no que eres tú la que va a acudir junto a Juan Ventura.
No queriendo prolongar aquella ficticia postura suya, se limitó a
preguntar:
—¿Cómo lo ha sabido, Fray Jacinto?
—Porque desde mi apostolado, hija, estoy hecho a conocer a las gentes.
Y sé cuándo me mienten. Y sé cuándo la generosidad de una persona es tal,
que no sería capaz de impulsar a otros hacia un riesgo que se cree en la
obligación de correr ella. Por eso, sencillamente, lo he adivinado.
Sonrió la muchacha con suavidad.
—Entonces, padre, solo me resta decirle que soy una mujer de grandes
recursos. Ya le he dado órdenes a Blas de que le sirva la cena a las diez en
punto... si yo no he regresado.
—Rezaré por ti, Beberly Sullivan.
—Gracias, Fray Mormón. Procuraré volver a tiempo para acompañarle
en la cena.
—Ve con Dios, hija mía.
La vio salir del comedor con un rictus de preocupación en sus ajadas y
bondadosas facciones.
Estuvo en un tris de detenerla y prohibirle tajantemente que corriera
aquella aventura. Pero algo le dijo muy dentro de sí que no tenía derecho de
coartar la iniciativa de un ser humano a la hora de realizar una buena
acción.
Pero no estaría tranquilo hasta que la viese regresar.
Segunda Parte
SECUESTRO
6
Como una sombra más de las muchas que poblaban la noche del barrio
chino de Monterrey, La Gacela Escarlata, que había cubierto su roja
indumentaria con una ancha capa negra y un sombrero de copa baja y ala
rígida, se hundió en el intrincado laberinto de callejuelas, procurando pasar
desapercibida rumbo a Noray Street.
Nadie se fijó en ella y quienes lo hicieron de soslayo, la tomaron
evidentemente por un hombre. Pudo presenciar algunos altercados y fue
abordada, en alguna ocasión, por las zarrapastrosas «hijas de la noche» que
susurraron cerca de su oído proposiciones que le causaron náuseas.
Se dijo que no podía entender cómo algunos hombres tenían estómago
de...
Hubo de rechazar las «invitaciones» de tres o cuatro chinos sonrientes y
serviciales que le hablaron del paraíso... Paraíso que se encontraba en la
cazoleta de una pipa de opio.
Dobló por la primera esquina que le salía al encuentro tras haber
avanzado unos trescientos metros en línea recta y se halló en Noray Street.
Un farol rojo anunciaba el establecimiento de placer y vicio al que las
circunstancias la precipitaban.
Primero había un tabernucho lleno de humo y olores ofensivos donde
hombres procaces bebían junto a mujeres de ninguna moral sobándoles los
pechos y las nalgas descaradamente a lo que ellas respondían con soeces
risotadas.
Con dificultad pudo atravesar aquella muchedumbre hedionda y lasciva
hasta alcanzar unas mugrientas cortinas verdes al otro lado de las cuales se
dio de cara con una mujer de enormes senos y labios voluptuosos que le
preguntó:
—¿Buscas diversión, bonito?
—Busco a Juan Ventura.
La alcahueta se puso muy seria.
—No te comprendo, muchacho. Aquí solo hay mujeres.
—Me envía Fray Jacinto de Misión Carmelo.
—¡Ah! Ese es otro cantar... —y señalando con la diestra el pasillo
estrecho que se iniciaba al frente, orientó—: La última puerta a la izquierda.
Golpea dos veces seguidas y una de separada.
—Gracias.
Echó corredor abajo hasta detenerse delante de la puerta que le había
indicado la «matrona», golpeándola con la señal convenida.
Un hombre, fingiendo voz femenina, respondió a la llamada, mintiendo:
—Estoy ocupada.
—Vengo de parte de Fray Jacinto...
—¿Por qué otro nombre se le conoce?
—Fray Mormón.
La puerta se abrió de par en par.
Era una habitación pequeña y desnuda de todo mueble a excepción de
una mesa y una silla. Un muchacho sentado a ella la estaba encañonando
con un largo revólver.
Beberly se despojó de la capa, diciendo:
—Me llaman La Gacela Escarlata y Fray Jacinto me ha pedido que te
ayude.
—Gracias por venir... Y perdone que la reciba así, pero me estoy
jugando la vida a cada segundo.
—Lo comprendo, Juan —le sonrió ella afablemente. Dijo—: El
franciscano me ha explicado que pretendes llegar a México.
—Así es señora. Pero estoy sin dinero.
—Te traigo quinientos dólares.
Acababa de enfundar el revólver y exclamó:
—¡Dios la bendiga!
—Pienso que el dinero no será suficiente, Juan. Tienes que salir de
aquí... inmediatamente. Ahora mismo. No muy lejos de este lugar tengo dos
caballos esperando. Es una de tus últimas oportunidades, ¿comprendes?
Conforme vayan pasando los días tu situación se agravará.
—Tengo miedo... ¡No puedo evitarlo!
La enmascarada, haciéndose cargo del estado de ánimo en que se
encontraba aquel joven desdichado y temeroso, repuso con voz dulce y
quedo el tono:
—Lo comprendo. Y no debes avergonzarte por ello. Pero admite que
tenías que haber pensado antes en las consecuencias que te reportaría tu
precipitada y vehemente acción. El mundo, Juan, no es como queremos, ni
podemos hacérnoslo a nuestra medida. Lo encontramos hecho y así se ha de
aceptar.
—¿Me está diciendo que debemos aceptar las injusticias, señora?
—No puedo decirte eso, cuando yo soy precisamente una persona que
lucha contra la opresión y la injusticia. Pero desde otra perspectiva,
¿comprendes?
Juan Ventura hundió la cabeza entre las manos.
—¡Fui traicionado! —sollozó—. ¡Traicionado por unos que decían
pensar como yo y sentir lo que yo!
—Esa es una lección que no debes olvidar jamás, amigo. Y ahora, creo
que ha llegado el momento de la marcha. Te acompañaré hasta la carretera
de San José... Deberás cabalgar toda la noche, sin descanso, para poder
dormir de día.
Tu primera parada debe ser San Luis Obispo. De allí seguirás hasta
Santa Bárbara y en la tercera parte de tu viaje, ya en San Diego, podrás
cruzar la frontera de México pasando a Tijuana. ¿Entendidos?
—Lo haré tal como usted dice, señora.
—¡Vamos pues, Juan! El tiempo apremia.
Justo en el momento en que el muchacho se incorporaba, la puerta se
abrió.
Se abrió violentamente.
—¡Traición! —gritó Ventura, llevando su diestra a la culata del
revólver.
No tuvo tiempo material de empuñarlo porque una andanada de plomo
le destrozó la cara convirtiéndosela en un amasijo sanguinolento,
espectacular, brutal, causándole la muerte instantánea.
Salió proyectado atrás hasta estrellar la espalda contra la pared, por la
que resbaló hasta apelotonarse en tierra, hecho una madeja inerme.
Muerto.
La Gacela Escarlata, ahogando un juramento, quiso revolverse.
Pero algo duro, entonces, entró en violento contacto con su nuca
haciéndole perder por completo el conocimiento.
7
No tenía la más mínima noción del tiempo que había transcurrido desde
que la golpeasen, sumiéndola en la inconsciencia.
Lo mismo podían haber pasado diez minutos que diez horas.
El dolor que le producía el golpe era aún muy intenso. Dándole la
sensación de que flotaba, de que nada era real... Pero la cruel y dura
realidad era una sola: estaba tumbada en tierra como un fardo, medio
recostada contra el vértice que formaban en su correspondiente ángulo dos
paredes al encontrarse. Y para mayor inri, para que la vejación fuese más
grande, estaba completamente desnuda.
Le costó mucho, una enormidad, descorrer los párpados.
—Perdone que la hayamos desnudado, señora —dijo una voz hueca,
grave. Justificando—: Nuestro interés no ha sido el de comprobar la
perfección de sus curvas, la generosidad de sus pechos y la redondez
perfecta de sus nalgas, si no que hemos querido asegurarnos de que no
llevaba oculta ningún arma en el sitio más inverosímil. Dicho esto, ¡sea
bienvenida, señora Sullivan!
Consiguió abrir los ojos por completo.
Se trataba de una estancia parecida a aquella en que encontrara a Juan
Ventura, por la carencia de muebles y enseres, pero de dimensiones
sencillamente mayores.
En el centro había una enorme caja de embalar que hacía las veces de
mesa, y sobre ella, una lámpara de keroseno. Detrás acertó a distinguir un
hombre de mediana estatura que cubría sus facciones con un ancho
capuchón en el que se habían practicado dos aberturas para los ojos, que le
llegaba hasta casi la mitad del tórax.
Estaba cubierto por tres tipos con pinta inequívoca de pistoleros, que
ocultaban buena parte de sus rostros escondiéndolos tras amplios pañuelos
oscuros que anudaban a la nuca.
Procurando mostrarse serena, preguntó:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué pretenden de mí?
El de la capucha, que era quien parecía llevar la voz cantante en todo
aquel teatro de misterio, repuso:
—Vayamos por partes, señora. Somos... hombres de la Organización.
—¿La... Organización? —repitió con sorpresa. Insistiendo—: ¿A qué
organización se refiere?
La respuesta fue concreta:
—Mormones.
—¡Mormones! ¡Ahora comprendo...!
—No, señora Sullivan. No comprende usted nada. Porque ese estúpido a
quién llaman Fray Mormón, es un enemigo nuestro. Le hemos utilizado a
través de Juan Ventura para tenderle una trampa a usted, para llevar a feliz
término su secuestro. A su debido tiempo nos ocuparemos también de
Honoré Chamberlain. Tiene muchas cuentas pendientes con nosotros. Su
segunda pregunta ha sido... ¡Ah, sí! Lo que pretendemos de usted, claro.
Verá, querida señora... —se mantuvo el encapuchado unos segundos en
silencio antes de añadir con tono decidido y ominoso al mismo tiempo—:
Pretendemos que usted nos ayude.
—¿Yo...? ¿A qué?
—Es sencillo, Beberly Sullivan. Necesitamos que cinco mil hermanos
nuestros se instalen en California, mil de ellos concretamente, en
Monterrey. El populacho no ve con buenos ojos a los hombres de la Iglesia
de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ¿sabe? En muchos puntos
del país, a excepción hecha de Utah, hemos sido objeto de vandálicas
represalias por parte de turbas enfebrecidas y manipuladas por intereses
ajenos que, tras llenarles la cabeza de absurdas teorías con respecto a los
mormones, haciéndonos pasar poco menos que por diablos rezumantes de
lujuria, locos peligrosos, brujos, hechiceros, y un sinfín de cosas más,
consiguieron en todos los casos que nuestros hermanos fuesen brutalmente
asesinados. Quemados en la mayor parte de las ocasiones. Violadas
atrozmente nuestras mujeres... Amputados los genitales de algunos hombres
dejándoles que se desangraran hasta encontrar una muerte horrible en
medio de insoportables dolores. Y eso, señora, no queremos que nos suceda
en California.
—California es un estado de la Unión. Y existe la misma Ley que en los
demás estados.
La voz que se gestaba al otro lado de la cortina negra que sobre sus
labios formaba la capucha, dijo con sádico escepticismo:
—Tenemos evidencias sobradas para no creer en esa Ley que usted
esgrime... Ley en la que tampoco tiene depositadas excesivas esperanzas ya
que, su línea de conducta y su rojo disfraz, así lo proclaman.
Beberly sintió un doloroso aguijonazo en la nuca al intentar removerse
en tierra, dado que aquella postura la cansaba y la presión de las ligaduras
en muñecas y tobillos se hacía insoportable por momentos, y hubo de acudir
a toda su capacidad de sacrificio para no prorrumpir en un quejido
lastimero.
—Yo no puedo ayudarles.
Sonó una risita seca, breve, detrás de la capucha.
—¡Ya lo creo que puede! Se lo explicaré de la forma más clara posible,
señora Sullivan. Si cuando se produzca el menor altercado contra nuestros
hombres, contra aquellos que pretenden instalarse pacíficamente en
California, usted, que ya empieza a ser un héroe popular, interviene
castigando ejemplarmente a los culpables, la gente que nos es hostil
entenderá de inmediato dos cosas; primera: que si La Gacela Escarlata está
con los mormones, es por el hecho de que no son lo malos que les intentan
hacer creer; y segunda: el respeto y miedo que al mismo tiempo sienten por
usted, les impedirán cometer nuevos actos de salvajismo.
—No es esa mi manera de hacer justicia.
—¡Pues tendrá que serlo de ahora en adelante, Beberly Sullivan! Si es
que quiere seguir viviendo. ¡Ah! y si la asalta la peregrina idea de aceptar
mis condiciones para después traicionarlas piense, tan solo, que nosotros
conocemos su identidad. Algo que también les encantaría saber a las
autoridades. ¿Se da cuenta de que está en un callejón sin salida?
Inclinó la cabeza sin pronunciar una sola palabra.
Tras un largo período de silencio, el encapuchado prosiguió:
—Para darle un aire de veracidad a todo esto, usted escribirá una carta
de su puño y letra al director de la sucursal en Monterrey del IJSUDU Bank
& C.°, retirando el importe total del depósito que su marido ha hecho en el
día de hoy por importe de doscientos mil dólares. Cien de ellos, son para
obtener su propia libertad; los otros cien, señora... para recuperar el
cadáver de su marido.
Beberly sintió igual dolor que si acabaran de clavarle despacio,
lentamente, un afilado y largo cuchillo en mitad del corazón.
—¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOO!!!
Fue el suyo un aullido brutal, desesperado. De bestia en celo herida con
toda violencia.
—¡ESO NO ES VERDAD... NO LO ES!
El hombre de la cabeza cubierta movió esta, despacio, en sentido
afirmativo.
—Lo es... Y es también al mismo tiempo una demostración manifiesta
de que no estamos dispuestos a detenernos ante nada ni ante nadie.
Gruesas, silenciosas lágrimas, rodaban desde los grandes ojos
almendrados de la mujer hasta sus mejillas, salpicándolas, resbalando
después por la barbilla hasta perderse sobre su cuerpo desnudo.
—Ahora, señora, cortaremos las ligaduras que retienen sus brazos y
piernas, dejándole ropa para que se cubra. Y también pluma y tintero para
que escriba esa carta al señor Winston Donahue. Debe significar en la
misma que el portador está autorizado a retirar los doscientos mil dólares.
Si interpreta nuestro buen deseo de desatarla y dejar que se vista, como un
sentimiento de debilidad y pretende escapar, le ruego que se detenga a
pensarlo un par de veces. Porque si traspasa la puerta de esta habitación sin
el correspondiente permiso... MORIRA. Eso es todo, señora Sullivan, por el
momento. Volveré por la tarde a conocer su respuesta.
Salió de la estancia el hombre de la capucha y uno de sus pistoleros se
encargó de segar las ligaduras que mantenían inmovilizada a la mujer,
mientras que otro, con desprecio, le echaba contra el rostro un mugriento y
raído vestido.
El tercero, puso encima del cajón que servía de mesa, pluma, papel y
tintero.
Segundos después la dejaron sola.
Beberly Sullivan rompió a llorar como una criatura, revolcándose en
tierra al compás de espasmos y sollozos, de violentas contracciones.
Lloró amargamente primero. Con rabia después. Con infinito odio por
último.
—¡Greg, Greg... GREG! ¡No es posible, Dios mío! ¡DIME QUE NO ES
POSIBLE! ¡QUE MI GREG SULLIVAN NO PUEDE ESTAR MUERTO!
Poco a poco se fue calmando, y pasada más de una hora desde el
momento en que se había quedado sola, lo mismo que si cobrase ahora
noción de que estaba desnuda, comenzó a vestirse.
Luego, muy despacio, como si mover los pies le costara un penoso
esfuerzo, avanzó hasta la caja de embalar y puso ambas manos encima de
cada extremo de la misma.
De súbito, impulsada por un incontenible ataque de ira, empezó a
propinar violentos golpes contra la madera... De un manotazo lanzó al otro
extremo de la estancia, el recado de escribir, salpicando con la tinta una de
las paredes.
Después, alzando los brazos al cielo con crispado patetismo, exclamó,
ronca la voz, agrietadas las palabras, desgarrado el tono:
—¡¡OH, DIOS, DIOS MIO... ES VENGANZA Y NO JUSTICIA LO
QUE HOY TE PIDO!! ¡¡JURO QUE LOS EXTERMINARE UNO A UNO
SIN PIEDAD!! ¡¡NO DESCANSARE UN SOLO SEGUNDO DE MI
VIDA HASTA QUE EL ÚLTIMO DE ESTOS CANALLAS ESTE
MUERTO!! ¡¡MI VENGANZA SERA SU TOTAL EXTERMINIO!!
¡¡EXTERMINIOOOOOOOOOOO!!
Notas
[←1]
Muchacho loco. (N. del E.)
[←2]
Véanse las novelas de esta misma colección, números 77 y 80 respectivamente,
tituladas: «La leyenda de Greg Sullivan» y «Venganza cumplida». (N. del E.)
[←3]
Véase la anterior aventura de La Gacela Escarlata, publicada en el número 97 de
esta misma colección, con el título: «Como ella misma». (N. del E.)
[←4]
Los datos que durante la conversación del protagonista de esta secuencia se han
vertido con respecto a los mormones y el mormonismo, son genuinamente verídicos.
A ellos podemos añadir que, tras la muerte violenta de los hermanos Joseph e
Hyrum Smith —27 de junio de 1844— en la prisión de Carthage, Brigham Young
fue elegido jefe supremo de los mormones por unanimidad, emprendiendo en 1846,
con los 12.000 miembros de la secta la famosa expedición que, tras superar graves
dificultades, se detuvo en el valle del Gran Lago Salado donde, en 1847, fundaron la
ciudad de Salt Lake City. La comunidad entró a formar parte de la Unión al ser
denominado su lugar de residencia Territorio de Utah.
La ley que permitía a los mormones tener varias esposas, hecho que tuvo su
génesis en una supuesta revelación divina a Joseph Smith acerca del «matrimonio
celestial» (poligamia) —en 1844—, fue revocada en 1890 por boca de su presidente
Wilford Woodruff.
Actualmente el mormonismo se encuentra dividido en dos grupos: la Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y la Iglesia Reorganizada de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días, constituida en 1852, cuyo primer presidente fue
Joseph Smith III. La base teórica de ambas iglesias es la Biblia y el Libro de
Mormón; admiten la revelación continuada, el milenarismo, la tolerancia de otros
credos, la resurrección literal de la carne y el bautismo por inmersión. (N. del A.)
[←5]
Véase la primera aventura de La Gacela Escarlata, publicada en esta misma
colección con el número 77, titulada: «La leyenda de Greg Sullivan». En esa obra, la
propia Beberly Sullivan (páginas 25 a 27, inclusive) explica la verdad de sus
orígenes. (N. del A.)