El Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de la Mancha
I
Miguel de Cervantes
El Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de la Mancha
I
Presentación de
Juan Villoro
Prólogo de
Benjamín ValdIVIA
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, I
Primera edición digital, 2023
D. R. © Universidad de Guanajuato
Lascuráin de Retana núm. 5, Centro
Guanajuato, Gto., México
C. P. 36000
Producción:
Editorial de la Universidad de Guanajuato
Mesón de San Antonio
Alonso núm. 12, Centro
Guanajuato, Gto.
C. P. 36000
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Formación: Ángel Hernández Carrillo
Diseño de forros: Jaime Romero Baltazar
Corrección: Fabiola Correa Rico
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o transmisión parcial o total de esta obra bajo cualquiera de sus
formas, electrónica o mecánica, sin el consentimiento previo
y por escrito de los titulares del copyright.
ISBN: 978-607-580-018-9
Hecho en México
Made in Mexico
ÍNDICE
Presentación
La invención del futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Juan Villoro
Prólogo
Nuevamente Don Quijote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Benjamín Valdivia
Primera parte de
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
Al duque de Béjar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Al libro de Don Quijote de la Mancha . . . . . . . . . . . . 45
Capítulo I
Que trata de la condición y ejercicio del famoso
hidalgo Don Quijote de la Mancha . . . . . . . . . . . . . . 55
Capítulo II
Que trata de la primera salida que de su tierra
hizo el ingenioso Don Quijote . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
Capítulo III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo
Don Quijote en armarse caballero . . . . . . . . . . . . . . 71
Capítulo IV
De lo que le sucedió a nuestro caballero
cuando salió de la venta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
Capítulo V
Donde se prosigue la narración de la
desgracia de nuestro caballero . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Capítulo VI
Del donoso y grande escrutinio que el Cura
y el Barbero hicieron en la librería de
nuestro ingenioso hidalgo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Capítulo VII
De la segunda salida de nuestro buen caballero
Don Quijote de la Mancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
Capítulo VIII
Del buen suceso que el valeroso Don Quijote
tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura
de los molinos de viento, con otros sucesos
dignos de felice recordación . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Capítulo IX
Donde se concluye y da fin a la estupenda
batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente
manchego tuvieron . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
Capítulo X
De los graciosos razonamientos que pasaron entre
Don Quijote y Sancho Panza su escudero . . . . . . . . 133
Capítulo XI
De lo que le sucedió a Don Quijote
con unos cabreros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
Capítulo XII
De lo que contó un cabrero a los que estaban
con Don Quijote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
Capítulo XIII
Donde se da fin al cuento de la pastora
Marcela, con otros sucesos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
Capítulo XIV
Donde se ponen los versos
desesperados del difunto pastor, con otros
no esperados sucesos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
Capítulo XV
Donde se cuenta la desgraciada aventura
que se topó Don Quijote en topar con unos
desalmados yangüeses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
Capítulo XVI
De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo
en la venta que él imaginaba ser castillo . . . . . . . . . . 195
Capítulo XVII
Donde se prosiguen los innumerables trabajos
que el bravo Don Quijote y su buen escudero
Sancho Panza pasaron en la venta que,
por su mal, pensó que era castillo . . . . . . . . . . . . . . 205
Capítulo XVIII
Donde se cuentan las razones que pasó Sancho
Panza con su señor Don Quijote, con otras
aventuras dignas de ser contadas . . . . . . . . . . . . . . 217
Capítulo XIX
De las discretas razones que Sancho
pasaba con su amo, y de la aventura que le
sucedió con un cuerpo muerto, con otros
acontecimientos famosos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231
Capítulo XX
De la jamás vista ni oída aventura que con más
poco peligro fue acabada de famoso caballero
en el mundo, como la que acabó el valeroso
Don Quijote de la Mancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241
Capítulo XXI
Que trata de la alta aventura y rica ganancia del
yelmo de Mambrino, con otras sucedidas a
nuestro invencible caballero . . . . . . . . . . . . . . . . . 259
Capítulo XXII
De la libertad que dio Don Quijote a muchos
desdichados que, mal de su grado, los llevaban
donde no quisieran ir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275
Capítulo XXIII
De lo que le aconteció al famoso Don Quijote
en Sierra Morena, que fue de las más raras
aventuras que en esta verdadera historia
se cuentan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289
Capítulo XXIV
Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena . . . 305
Capítulo XXV
Que trata de las extrañas cosas que en
Sierra Morena sucedieron al valiente caballero
de la Mancha, y de la imitación que hizo de la
penitencia de Beltenebros . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
Capítulo XXVI
Donde se prosiguen las finezas que de enamorado
hizo Don Quijote en Sierra Morena . . . . . . . . . . . . 339
Capítulo XXVII
De cómo salieron con su intención el Cura y el
Barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten
en esta grande historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351
Capítulo XXVIII
Que trata de la nueva y agradable aventura que
al cura y barbero sucedió en la mesma sierra . . . . . . . 373
Capítulo XXIX
Que trata del gracioso artificio y orden que tuvo
en sacar a nuestro enamorado caballero de la
asperísima penitencia en que se había puesto . . . . . . 393
Capítulo XXX
Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea,
con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo . . . . . . 409
Capítulo XXXI
De los sabrosos razonamientos que pasaron
entre Don Quijote y Sancho Panza su escudero,
con otros sucesos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 423
Capítulo XXXII
Que trata de lo que sucedió en la venta a toda
la cuadrilla de Don Quijote . . . . . . . . . . . . . . . . . 435
Capítulo XXXIII
Donde se cuenta la novela del curioso
impertinente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 445
Capítulo XXXIV
Donde se prosigue la novela del Curioso
impertinente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 469
Capítulo XXXV
Que trata de la brava y descomunal batalla que
Don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto,
y se da fin a la novela del curioso impertinente . . . . . 493
Capítulo XXXVI
Que trata de otros raros sucesos que en la
venta le sucedieron . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 505
Capítulo XXXVII
Donde se prosigue la historia de la famosa infanta
Micomicona, con otras graciosas aventuras . . . . . . . 519
Capítulo XXXVIII
Que trata del curioso discurso que hizo don
Quijote de las armas y las letras . . . . . . . . . . . . . . . 533
Capítulo XXXIX
Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos . . . . . . . . 539
Capítulo XL
Donde se prosigue la historia del cautivo . . . . . . . . . 549
Capítulo XLI
Donde todavía prosigue el cautivo su suceso . . . . . . . 565
Capítulo XLII
Que trata de lo que más sucedió en la venta
y de otras muchas cosas dignas de saberse . . . . . . . . 591
Capítulo XLIII
Donde se cuenta la agradable historia del mozo
de mulas con otros extraños acaecimientos
en la venta sucedidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 601
Capítulo XLIV
Donde se prosiguen los inauditos sucesos
de la venta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 615
Capítulo XLV
Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo
de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras
sucedidas, con toda verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 627
Capítulo XLVI
De la notable aventura de los cuadrilleros,
y la gran ferocidad de nuestro buen caballero
Don Quijote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 637
Capítulo XLVII
Del extraño modo con que fue encantado
Don Quijote de la Mancha, con otros
famosos sucesos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 649
Capítulo XLVIII
Donde prosigue el canónigo la materia
de los libros de caballerías con otras cosas
dignas de su ingenio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 663
Capítulo XLIX
Donde se trata del discreto coloquio que
Sancho Panza tuvo con su señor Don Quijote . . . . . . 673
Capítulo L
De las discretas altercaciones que Don Quijote
y el Canónigo tuvieron, con otros sucesos . . . . . . . . 683
Capítulo LI
Que trata de lo que contó el cabrero a todos
los que llevaban a Don Quijote . . . . . . . . . . . . . . . 693
Capítulo LII
De la pendencia que Don Quijote tuvo con el
cabrero, con la rara aventura de los diciplinantes,
a quien dio felice fin a costa de su sudor . . . . . . . . . . 701
Presentación
LA INVENCIÓN DEL FUTURO
Juan Villoro
U n libro cerrado no es una obra de arte; es la
posibilidad de una obra de arte: solo se convierte en
hecho estético al ser leído. Su destino depende de quie-
nes se asoman a sus páginas o, en tiempos más recientes,
de quienes reciben su mensaje de luz en una pantalla.
Ningún libro inicia sus días como un clásico. No hay
manera de anticipar desde un principio si perdurará en el
gusto de la gente. Son los lectores los que deciden salvar-
lo del fuego y el olvido. En forma asombrosa, ese fervor
puede durar lo suficiente para que un filósofo o un poeta
sobreviva a la civilización que le dio origen. Desde el si-
glo viii antes de Cristo, Homero —o los muchos recita-
dores que asociamos con ese nombre— no ha perdido
vigencia. Su lengua se convirtió en otra y el mundo que
vio antes de quedarse ciego dejó de existir, pero el de-
safío de Ulises sigue siendo el nuestro: en una época de
exilios y desplazados, donde las grandes ciudades nos
desconciertan con sus laberintos, ningún recorrido supe-
ra al de volver a casa.
“El amor es eterno mientras dura”, escribió el poeta
y letrista de bossa nova Vinicius de Moraes. Lo mismo
17
18
sucede con los clásicos. Hay obras que cautivan a varias
generaciones y más tarde son relegadas al rincón de las
bibliotecas que solo disfrutan los ratones.
Resulta imposible saber durante cuánto tiempo un clá-
sico estará vigente o en qué momento alcanzará ese ran-
go. Ciertas historias comienzan sus días como muestras
de ingenio y entretenimiento, pero están destinadas a
fundar una tradición todavía futura. El caso más evidente
es el Quijote. El gran cervantista Francisco Rico ha llama-
do la atención sobre un hecho singular: durante un par
de siglos, los avatares del Caballero de la Triste Figura
fueron apreciados como un arte mayor en Francia, Ingla-
terra y Alemania y solo más tarde adquirieron el mismo
prestigio en España, donde la novela de Cervantes había
sido leída como un divertimento popular.
Ningún escritor decide la forma en que perdura su tra-
bajo. Esa magia le corresponde a los lectores. Defoe no
pensó que sería recordado por Robinson Crusoe y apos-
tó a que la posteridad leyera algunos de sus versos, del
mismo modo en que Cervantes creyó sellar su pacto con
la gloria con su última obra, Los trabajos de Persiles y Se-
gismunda, menos leída que el Quijote. Ni Defoe ni Cer-
vantes podían prever los gustos del porvenir. Nadie es
contemporáneo de su futuro. Por eso Oscar Wilde pudo
decir con ironía: “Hasta ahora, la posteridad no ha hecho
nada por nosotros”.
Algunos autores han desarrollado brillantes estrate-
gias para definir la forma en que deben ser leídos, pero
eso solo atañe a su presente. Pessoa juzgó que la tradición
lírica portuguesa era demasiado pobre y decidió inventar
a sus precursores a través de las biografías imaginarias y
las variadas obras de Alberto Caeiro, Bernardo Soares,
19
Ricardo Reis, Álvaro de Campos y otros heterónimos
destinados a dotarlo de una genealogía.
Si el poeta portugués se adjudicó un linaje literario,
Borges transformó su contexto cultural para insertarse
en él de manera conveniente. En una de sus clases de li-
teratura, Ricardo Piglia afirmó: “Borges construye una
tradición con sus lecturas […] No quiere ser leído desde
una tradición narrativa en el interior de la cual sus textos
no valgan nada. Si Borges es leído desde Dostoievsky o
desde Proust, no queda nada de él. Como no quedó nada
durante años porque era, se decía, ‘algebraico’, ‘cerebral’,
en sus textos no había ‘vida’. Esto quiere decir que Borges
hizo y construyó toda una red de lecturas —alguna vez
habrá que hacer un seminario sobre él como crítico—
hasta terminar por imponer el contexto dentro del cual
sus textos fueran leídos”.
Tanto Borges como Pessoa influyen en la valoración
que de ellos hacen sus contemporáneos; crean un modo
propicio para ser entendidos y valorados. Pero no ase-
guran su futuro. Eso les corresponde a los desconocidos
que los seguirán leyendo o no. Consciente de esto, Bor-
ges señala que un clásico no es otra cosa que un libro
“que los hombres no han dejado morir”.
La historia de la cultura incluye la historia de su des-
trucción. Esquilo escribió 82 obras de las que se conser-
van siete; se estima que Sófocles concluyó 123 piezas y
también en su caso solo disponemos de siete; conoce-
mos 18 obras de las 92 que compuso Eurípides (o 19,
si se acepta su autoría de Reso). La incesante labor de
las termitas, la humedad, los incendios, los tiranos, las
mudanzas, los robos y los fanatismos han acabado con
20
buena parte del acervo cultural. Pero nada es tan frágil
como el gusto.
Y pese a todo, Esopo, Virgilio, Apuleyo, Aristóteles,
Horacio, Arquímedes y otros autores resistentes llegan a
nosotros. Ninguno de ellos estuvo conforme con su tiem-
po. Si los seguimos leyendo es porque no han dejado de
manifestar su rebeldía o, mejor aún, porque la seguimos
necesitando y no permitimos que desaparezca. Desde el
presente, garantizamos su porvenir.
Los libros son más significativos que los autores. Con
el tiempo, dicen cosas que pueden llegar a contradecir
a quienes los concibieron. Esto se debe a la cambiante
manera en que son leídos. Dostoievsky escribió Crimen y
castigo para criticar a los anarquistas que tomaban el des-
tino en sus manos y no reconocían otro tribunal ético que
su libre albedrío: “Si Dios no existe, todo está permitido”,
opina Raskolnikov, el inconforme que protagoniza la no-
vela. Dostoievsky cuestiona el individualismo que pue-
de llevar al crimen en aras de ideales “superiores”. Leída
muchos años después, en los cafés humeantes de París
donde se fundaba el existencialismo, la misma historia
adquirió un valor distinto. Jean-Paul Sartre encontró en
ella un desafío para la elección individual. Raskolnikov
piensa que el ser libre no debe rendirle cuentas a Dios;
Sartre está de acuerdo con él, pero agrega que no por ello
todo está permitido. La ética existencial consiste en ac-
tuar correctamente sin una coacción externa. La actitud
de Raskolnikov, que para Dostoievsky solo se redime a
través de un castigo, representa para Sartre el inquietante
reto de elegir.
La escritura no existiría sin una noción de futuro.
Toda historia se dirige hacia un desenlace: algo que no
21
ha ocurrido, ocurrirá. Ese horizonte determina la aven-
tura de Ulises. A lo largo de veinte años se somete a ten-
taciones que podrían desviar su travesía. Oye el seductor
canto de las sirenas y pide que lo amarren al mástil de su
embarcación para no abandonar la ruta; rechaza el paraí-
so artificial de los lotos alucinógenos; repudia la poción
de Circe, fantástica hechicera; llega al Hades y dialoga
con el profeta Tiresias; puede obtener la vida eterna,
pero prefiere seguir su inalterable destino. ¿Por qué se re-
siste a estos prodigios? Cuando enfrenta a los lotófagos,
teme que la droga borre sus recuerdos. Desea atesorar lo
ocurrido para contarlo al volver a Ítaca, la isla de la que
partió. Su auténtica misión es el nóstos, el regreso. Italo
Calvino comenta que Ulises no tiene miedo de olvidar el
pasado, sino el futuro, la historia que vive en tiempo real
y que deberá contar. Se arriesga en el presente para que
su historia posterior exista.
Siglos más tarde, ante el mismo mar, Platón dirá que
el conocimiento es una forma del recuerdo. Etimológi-
camente, “recordar” significa “volver a pasar por el cora-
zón”. Ulises se somete a sus tareas para que eso emocione
después.
Cada escritor vive su propia odisea. Emprende un via-
je que lo devolverá al punto de partida y espera, como el
esforzado Ulises (que los griegos llamaron Odiseo), que
sus peripecias tengan sentido en otro tiempo: “La memo-
ria solo cuenta verdaderamente —para los individuos, las
colectividades, las civilizaciones— si reúne la impronta
del pasado y el proyecto delfuturo”, escribe Calvino.
Los autores que hemos convertido en clásicos propo-
nen un singular modo de leer que no se limita a sus li-
bros, sino que abarca la realidad circundante. Al levantar
22
la vista de la página, el mundo puede parecer kafkiano o
quijotesco. La literatura expande su efecto hacia el en-
torno y modifica a quien la lee. El máximo personaje de
Platón es el lector platónico.
Hemos sido inventados por los clásicos y los defende-
mos para que no olviden su futuro. •
Prólogo
NUEVAMENTE DON QUIJOTE
Benjamín Valdivia
E l Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
es un libro que nunca está de más. Es la obra lite-
raria más publicada y traducida en toda la historia hu-
mana. Ahora, al ver esta nueva edición, constatamos su
trascendencia, pues hay algo por descubrir en este libro
cada vez que alcanza nuevas lecturas. Eso es una verdad,
sobre todo cuando llega a la gente joven. Baste poner
como ejemplo (pues es un caso que conozco de cerca)
mi primera experiencia con este libro.
A mis catorce años, en clase de español en la escuela
secundaria, me vi obligado —como suele suceder— a en-
frentarme al capítulo VIII, que lleva por título: “Del buen
suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable
y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con
otros sucesos dignos de feliz recordación”. ¿Por qué al-
guien podría creer que los edificios de los molinos eran
gigantes, y sus brazos las aspas giradas por el viento? Sin
duda, habría de estar loco quien tuviera confusión seme-
jante. Y así era, pues don Quijote es un personaje que está
loco. Aquel muchacho que fui abordaba la lectura del ca-
23
24
pítulo VIII para enterarse que a ese loco lo acompaña un
hombre muy sensato, llamado Sancho Panza, quien in-
tenta, en vano, convencerlo de que son molinos de viento
esos gigantes de largos brazos. ¿Por qué alguien intenta-
ría convencer de eso a un loco, en especial si el loco tiene
la evidencia de lo que imagina? Lo importante fue que
aquel joven de secundaria siguió adelante en el capítulo
para ver que aparece otra confusión: un grupo de monjes
es visto por don Quijote como si fueran atroces encanta-
dores y los ataca para liberar a una mujer que, según él,
llevan a la fuerza. Sancho intenta de nuevo convencerlo
que esos monjes no son una pandilla de seres mágicos.
En este segundo caso hay que ver que don Quijote no
suplanta cosas, como en el caso de los molinos, sino a
personas. Y aún queda otro detalle en la memoria del jo-
ven lector que entonces fui: de entre los que acompaña-
ban a la dama supuestamente cautiva sale un muchacho a
enfrentar a nuestro protagonista y le da una cuchillada en
el hombro. Por fortuna, don Quijote trae una armadura.
Enseguida, con su espada, don Quijote ataca al mucha-
cho. Y, de modo sorpresivo, cuando levanta la espada se
suspende la historia y el narrador deja de contarla, “dis-
culpándose que no halló más escrito de estas hazañas de
Don Quijote, de las que deja referidas”. ¿Qué? ¿Interrum-
pe la pelea en lo más intenso que se hallaba? Pues sí. Y
dice que lo contará en el siguiente capítulo.
Como el escritor supo crear el suspenso, imaginemos
a aquel muchacho lector buscando ahora el próximo ca-
pítulo para saber qué pasa con esa historia en la que don
Quijote confunde cosas y confunde personas, pero pelea
de verdad contra el del cuchillo (en eso no hay confu-
sión, aunque sí hay locura). Antes de continuar con el
25
relato, este libro discurre acerca de la literatura, de los
personajes caballerescos, de las circunstancias en las que
pudo hallar papeles en los que se contaba el resto de la
historia, pero que no estaban en español. Narra, ante eso,
cómo fue el proceso de la traducción y, al igual que va-
mos ahora nosotros, se separa del asunto para hablar de
otros temas.
En menos de lo que nos damos cuenta, ya estamos de
lleno en el capítulo IX, pero todavía se demora en contar-
nos que los papeles por traducir traían un grabado de los
personajes en plena pelea, y nos dice qué palabras acom-
pañaban al dibujo. Nos cuenta que al caballo de don Qui-
jote, llamado Rocinante, se le pintaba muy ‘hético’. El mu-
chacho de secundaria que estaba leyendo el capítulo se
preguntó si no se trataba de un error y que la palabra co-
rrecta debía ser ‘ético’. Pero no tendría sentido: sin duda,
la palabra era ‘hético’ y era la correcta. Así que a buscar en
el diccionario (no existía aún en esos años ese prodigioso
depósito de todas las cosas llamado la Internet). Hético,
según el diccionario, significa “muy flaco”. Ya está entendi-
da, entonces, la palabra, y sabemos ahora que, en el dibu-
jo, a Rocinante se le representaba muy flaco.
En fin, así como venimos platicando este caso de la
lectura obligada del capítulo VIII, pasó una página y pasó
otra página y pasó el capítulo IX, en el que don Quijote
da un golpe con la espada a su oponente; y aquello ya no
es más la imaginación enferma de un loco, sino la sangre
verídica de un acompañante del cortejo en el que iban
los monjes. Esa mezcla sorprendente de fantasías y rea-
lidades se entrelaza en una historia que a cada paso nos
asombra y maravilla. Y entendemos por qué Sancho Pan-
za sigue al lado de don Quijote a pesar de esos arrebatos
26
dementes, Sancho quiere llegar a ser gobernador de un
territorio que conquiste don Quijote, quien le promete,
en diversas ocasiones, el cumplimiento de ese anhelo.
Esa ambición de Sancho también está llena de locura,
pues quien quiere gobernar a la gente algo de eso padece.
Continuaron los capítulos, y el muchacho que estaba
obligado a leer en su clase de la secundaria olvidó ya la
obligación y está leyendo, por puro gusto, lo que sigue
y lo que le sigue a lo que le sigue. Ese placer de imagi-
nar, ese gusto de estar leyendo el libro mientras la ima-
ginación construye rostros, castillos, situaciones, es algo
incomparable. Esperemos que tú, que ahora lees estas
palabras, encuentres ese placer en la lectura del Quijote.
La narración sigue adelante en el libro y encontramos
pastores declamando poemas, cuidadores de chivas en el
cerro (y evoco que aquel muchacho lector fue también,
en esos días, cuidador de chivas), comidas en el cam-
po, críticas a la Inquisición, medicinas mágicas —y aquí
Sancho, más ambicioso aún, pide que mejor le regalen
la patente de una de esas medicinas, aunque tenga que
renunciar a su posible gubernatura—. Y, después, de las
pócimas de los hechiceros pasamos al queso y a la cebo-
lla en la hora de comer con pedazos de pan junto a los
pastores.
La mezcla de la realidad inmediata con las cosas más
inverosímiles recorre todas las páginas de esta novela, es-
crita por Miguel de Cervantes en el cruce de los siglos
xvi y xvii, y que sigue viva ya bien entrado el siglo xxi
en el que nos toca enterarnos de que, al acercarse a unos
pastores, don Quijote y Sancho escuchan una canción
acompañada de un rabel (que es instrumento pariente
de la guitarra), mientras circula el vino. En ese grupo de
27
gente alegre se habla luego de la tragedia de Grisóstomo,
joven estudiante de bachillerato que, dicen, murió de
amor por la pastora Marcela.
Al leer ese pasaje acerca de Grisóstomo, el muchacho
que fui, en su lectura, está más atento, porque se habla del
amor, de sus poderes que son más fuertes que los de la
música, la comida, la pelea con espadas, la confusión de
molinos con gigantes, las sustancias curativas de la magia
y cualquier otra cosa que contenga la novela de Cervan-
tes (o la vida). ¿Acaso no sabemos ya que Don Quijote
es una novela de amor? Todos los afanes y combates y
destinos de don Quijote tienen como objetivo enaltecer
a Dulcinea, de la que está idealmente enamorado y a la
que construye con dosis alternas de fantasía y de reali-
dad. Dulcinea es, digámoslo así, su Dulcinea. Y cómo no,
si en cada relación de amor hay cantidades variables de
la realidad directa de la persona y de su idealización por
parte de quien la ama. Cervantes juega con eso y reúne
la figura delicada de su joven amada con las actividades
más materiales del mundo. Así, a la belleza imaginaria de
Dulcinea se le añade “que tuvo la mejor mano para sa-
lar puercos que otra mujer de toda la Mancha”. Y cuando
Sancho vuelve hacia don Quijote, quien lo había enviado
a llevarle un mensaje a Dulcinea, este le pregunta a San-
cho: “¿qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen
seguro que la hallaste ensartando perlas”; pero Sancho
contesta que no, que la halló limpiando cien kilos de tri-
go en el corral de su casa. Esa mujer, celebrada por su
fantástica hermosura, es la que sala puercos y limpia el
trigo. Mujer bella, mujer trabajadora. Imagen y acción.
Ese modelo de mujer real que pasa por el tamiz de la
fantasía —el cual es muy propio de la literatura a la vez
28
que de las realidades del amor— sirve para cuando apare-
ce en la novela la pastora Marcela. La acusan de crueldad
por no haber correspondido a los ruegos del estudiante
Grisóstomo. Y le achacan ser causa de la muerte de este.
Aquel muchacho lector en la secundaria, del que veni-
mos hablando, leyó con empatía —por estar también
muerto de amor no correspondido— lo que decían los
pastores en esos capítulos en que se cuenta la historia de
Marcela. Se dice que siendo niña quedó huérfana (y con
mucha riqueza) al cuidado de su tío; que creció muy her-
mosa y estando en edad de casarse (como a los quince
años según se usaba en ese tiempo en que era corta la
expectativa de vida), su tío no quería casarla sin el propio
consentimiento de Marcela. Porque hemos de saber que,
en los tiempos del machismo de entonces, como en el de
ahora, hay comunidades que no permiten el propio con-
sentimiento de las mujeres. La cosa es que Marcela vivía
su vida, pero muchos, tanto de aquí como de fuera, la
querían para ellos. Cervantes nos presenta, en esa parte
de su novela, una reveladora postura respecto de la liber-
tad de la mujer para elegir su propia experiencia vital, a
pesar de los “lamentos de los desengañados”.
En plena ceremonia fúnebre, cuando ante la tumba se
están leyendo poemas que el estudiante le escribió (y los
están quemando conforme al deseo de Grisóstomo en su
testamento), llega Marcela. De esta forma lo relata Cer-
vantes:
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado
del fuego, lo estorbó una maravillosa visión —que tal
parecía ella— que improvisamente se les ofreció a los
ojos; y fue que por cima de la peña donde se cavaba la
29
sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que
pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces
no la habían visto la miraban con admiración y silencio,
y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron
menos suspensos que los que nunca la habían visto.
Lo que en el día anterior era una historia contada por
los pastores ahora se convierte en el hecho de estar dan-
do sepultura a Grisóstomo mientras Marcela declarará su
repudio al machismo.
La juventud actual, que verá este libro, encontrará
muchos motivos actuales e históricos, así como variadas
reflexiones sobre las cosas de la vida, dichas con buen
humor o con la seriedad requerida, según el caso. Todo
lo que nos inquieta como seres humanos tendrá algún si-
tio para dejarse ver en esta novela: la vida y la muerte, el
cielo y el infierno, el amor y la decepción, el delito y la
virtud, el temor y la temeridad, la fantasía y el realismo, el
arte, la religión, la ciencia teórica y mecánica, en fin, todo
tipo de asuntos que sean de nuestro interés tienen alguna
participación en estas páginas. Al respecto se han hecho
encuentros académicos de gente sabia, se han escrito pá-
ginas de todo tipo acerca de los contenidos y las impli-
caciones de esta novela. Pero nada que podamos decir
podrá sustituir la lectura directa y jubilosa que hagamos
de este libro.
Qué mejor que sea en la Universidad de Guanajuato
la que publique El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha, en esta colección orientada a lectores jóvenes.
Con ello, se cumple una labor cultural, que incide en la
educación y en la sensibilidad de quienes se están forma-
do en la perspectiva de diversas profesiones y disciplinas.
30
Pero no digamos más, dejemos paso a esos personajes
increíbles en los que tanto creemos. Y que la lectura que
tú hagas de estas páginas te revele pedazos sabrosos de
la existencia, como lo hizo con aquel muchacho de se-
cundaria que, por su buena fortuna, fue obligado a leer
el capítulo VIII y, en ello, encontrar la libertad lectora,
la lectura placentera, que es la que esperamos que tengas
desde ya mismo.
Primera parte de
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote
de la Mancha
Al Duque de Béjar
Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar y
Bañares, Vizconde de la Puebla de Alcocer,
Señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos
E n fe del buen acogimiento y honra que hace
vuestra excelencia a toda suerte de libros, como
príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, ma-
yormente las que por su nobleza no se abaten al servicio
y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a la luz El
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha al abrigo del
clarísimo nombre de vuestra excelencia, a quien, con el
acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba
agradablemente en su protección, para que a su sombra,
aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegan-
cia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que
se componen en las casas de los hombres que saben, ose
parecer seguramente en el juicio de algunos que, no con-
teniéndose en los límites de su ignorancia, suelen con-
denar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos,
que, poniendo los ojos la prudencia de vuestra excelencia
en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de
tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra
33
Prólogo
D esocupado lector: sin juramento me podrás creer
que quisiera que este libro, como hijo del enten-
dimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más
discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo
contravenir a la orden de naturaleza; que en ella cada
cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar
el estéril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de
un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensa-
mientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien
como quien se engendró en una cárcel, donde toda inco-
modidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace
su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad
de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar
de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte
para que las musas más estériles se muestren fecundas y
ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y
de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin
gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda
en los ojos para que no vea sus faltas; antes las juzga por
35
36
discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agu-
dezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy
padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corrien-
te del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos,
como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disi-
mules las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu li-
bre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, don-
de eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes
lo que comúnmente se dice: que “debajo de mi manto, al
rey mato”. Todo lo cual te exenta y hace libre de todo res-
peto y obligación, y así, puedes decir de la historia todo
aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el
mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el orna-
mento de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo
de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que
al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé
decir que, aunque me costó algún trabajo componerla,
ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas
leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribilla, y
muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando
una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja,
el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo
que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien
entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me pre-
guntó la causa, y, no encubriéndosela yo, le dije que pen-
saba en el prólogo que había de hacer a la historia de don
Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerlo,
ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
“Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el
37
qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando
vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en
el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a
cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de
invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta
de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las már-
genes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que
están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan
llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la
caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen
a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes?
¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán
sino que son unos Santos Tomases y otros doctores de la
Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que
en un renglón han pintado un enamorado distraído y en
otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento
y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi
libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué
anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para
ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras
del A B C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xe-
nofonte y en Zoilo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el
uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de
sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores
sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poe-
tas celebérrimos; aunque si yo los pidiese a dos o tres
oficiales amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no
les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en
nuestra España. En fin, señor y amigo mío —proseguí—,
yo determino que el señor Don Quijote se quede sepul-
tado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo
depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan;
38
porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insufi-
ciencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón
y perezoso de andarme buscando autores que digan lo
que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y
elevamiento en que me hallastes: es bastante causa para
ponerme en ella la que de mí habéis oído”.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la
frente y disparando en una larga risa, me dijo:
—Por Dios, hermano, que ahora me acabo de des-
engañar de un engaño en que he estado todo el mucho
tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he
tenido por discreto y prudente en todas vuestras accio-
nes. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo
está el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas
de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan
tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan ma-
duro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar
por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de
falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de
discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues es-
tadme atento y veréis como en un abrir y cerrar de ojos
confundo todas vuestras dificultades, y remedio todas las
faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar
de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso
don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
—Decid —le repliqué yo, oyendo lo que me decía—:
¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y redu-
cir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigra-
mas o elogios que os faltan para el principio, y que sean
de personajes graves y de título, se puede remediar en
39
que vos mismo toméis algún trabajo en hacerlos, y des-
pués los podéis bautizar y poner el nombre que quisié-
redes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Em-
perador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia
que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido
y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás
os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos
maravedís; porque ya que os averigüen la mentira, no os
han de cortar la mano con que lo escribistes.
En lo de citar en las márgenes los libros y autores de
donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes
en vuestra historia, no hay más sino hacer de manera que
venga a pelo algunas sentencias o latines que vos sepáis
de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo
el buscallos, como será poner, tratando de libertad y cau-
tiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo.
Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con
Pallida mors oequo pulsat pede pauperum tabernas, Re-
gumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga
al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divi-
na, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir
las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem
dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos
pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt
cogitationes malae. Si de la instabilidad de los amigos, ahí
está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos
Tempora si fuerint nubila, solus eris.
40
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera
por gramático; que el serlo no es de poca honra y prove-
cho el día de hoy.
En lo que toca al poner anotaciones al fin del libro,
seguramente lo podéis hacer de esta manera: si nombráis
algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante
Golías, y con solo esto, que os costará casi nada, tenéis
una grande anotación, pues podéis poner: “El gigante Go-
lías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de
una gran pedrada, en el valle de Terebinto, según se cuenta
en el libro de los Reyes…”, en el capítulo que vos halláre-
des que se escribe.
Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras
humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vues-
tra historia se nombre el río Tajo, y vereisos luego con
otra famosa anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho
por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar
y muere en el mar Océano, besando los muros de la famo-
sa ciudad de Lisboa, y es opinión que tiene las arenas de
oro, etc. Si tratáredes de ladrones yo os diré la historia de
Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el
obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y
Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles,
Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y he-
chiceras, Homero tiene a Calipso y Virgilio a Circe; si de
capitanes valerosos, el mismo Julio César os prestará a sí
mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejan-
dros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis
de la lengua toscanà toparéis con León Hebreo, que os
hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras
extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de
Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso
41
acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay
más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o
tocar en la vuestra estas historias que aquí he dicho, y
dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acota-
ciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de
gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
Vengamos ahora a la citación de los autores que los
otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El re-
medio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de
hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos,
desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo
abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto
que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que
vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y
quizá alguno habrá tan simple que crea que de todos os
habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vues-
tra; y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos, ser-
virá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso
autoridad al libro. Y más que no habrá quien se ponga a
averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole
nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuen-
ta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa
de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es
una invectiva contra los libros de caballerías, de quien
nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni
alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fa-
bulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las
observaciones de la astrología; ni le son de importancia
las medidas geométricas, ni la confutación de los argu-
mentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué
predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino,
que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir
42
ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprove-
charse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que,
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que
se escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira a más
que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y
en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para
qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos
de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de
retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la lla-
na, con palabras significantes, honestas y bien colocadas,
salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintan-
do, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra
intención, dando a entender vuestros conceptos sin in-
tricarlos y escurecerlos. Procurad también que leyendo
vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño
la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire
de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente
deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derri-
bar la máquina mal fundada de estos caballerescos libros,
aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si
esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi ami-
go me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus
razones, que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por bue-
nas y de ellas mismas quise hacer este prólogo, en el cual
verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena
ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal conse-
jero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revuel-
tas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de
quien hay opinión por todos los habitadores del distrito
del campo de Montiel que fue el más casto enamorado y
el más valiente caballero que de muchos años a esta parte
43
se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte
el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y
tan honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el
conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su
escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las
gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos
de caballerías están esparcidas. Y con esto Dios te dé sa-
lud y a mí no olvide. Vale.
44
Al libro de
Don Quijote de la Mancha
Uganda la desconocida
Si de llegarte a los bue—,
libro, fueres con lectu—,
no te dirá el boquirru—
que no pones bien los de—.
Mas si el pan no se te cue—
por ir a manos de idio—,
verás de manos a bo—
aun no dar una en el cla—,
si bien se comen las ma—
por mostrar que son curio—.
Y pues la experiencia ense—
que el que a buen árbol se arri—
buena sombra le cobi—,
en Béjar tu buena estre—
un árbol real te ofre—
que da príncipes por fru—,
en el cual floreció un du—
45
46
que es nuevo Alejandro Ma—.
Llega a su sombra, que a osa—
favorece la fortu—.
De un noble hidalgo manche—
contarás la aventu—,
a quien ociosas lectu—
trastornaron la cabe—:
damas, armas, caballe—,
le provocaron de mo—
que, cual Orlando furio—,
templado a lo enamora—,
alcanzó a fuerza de bra—
a Dulcinea del Tobo—.
No indiscretos hieroglí—
estampes en el escu—;
que cuando es todo figu—,
con ruines puntos se envi—.
Si en la dirección te humi—,
no dirá mofante algu—:
“¡Qué don Álvaro de Lu—,
qué Anibal el de Carta—,
qué rey Francisco en Espa—
se queja de la fortu—!”.
Pues al cielo no le plu—
que salieses tan ladi—
como el negro Juan Lati—,
hablar latines rehú—.
No me despuntes de agu—,
ni me alegues con filó—,
porque, torciendo la bo—,
dirá el que entiende la le—,
47
no un palmo de las ore—:
“¿Para qué conmigo flo—?”.
No te metas en dibu—,
ni en saber vidas aje—,
que en lo que no va ni vie—
pasar de largo es cordu—,
que suelen en caperu—
darles a los que grace—;
mas tú quémate las ce—
sólo en cobrar buena fa—;
que el que imprime neceda—
dalas a censo perpe—.
Advierte que es desati—,
siendo de vidrio el teja—,
tomar piedras en las ma—
para tirar al veci—.
Deja que el hombre de jui—
en las obras que compo—
se vaya con pies de plo—
Que el que saca a luz pape—
para entretener donce—
escribe a tontas y a lo—.
Amadís de Gaula a Don Quijote de la Mancha
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado, sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida:
48
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
Don Belianís de Grecia
a Don Quijote de la Mancha
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Mas, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
49
La señora Oriana a Dulcinea del Toboso
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula,
a Sancho Panza, escudero de Don Quijote
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
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y a tus alforjas igualmente envidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez ¡oh Sancho! tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
Del Donoso, poeta entreverado, a
Sancho Panza y Rocinante
A Sancho Panza
Soy Sancho Panza, escude—
del manchego don Quijo—:
puse pies en polvoro—,
por vivir a lo discre—:
que el tácito Villadie—
toda su razón de esta—
cifró en una retira—,
según siente Celesti—,
libro, en mi opinión, divi—,
si encubriera más lo huma—.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo—,
bisnieto del gran Babie—:
por pecados de flaque—,
fui a poder de un don Quijo—.
Parejas corrí a lo flo—;
mas por uña de caba—
51
no se me escapó ceba—;
que esto saqué a Lazari—,
cuando, para hurtar el vi—
al ciego, le di la pa—.
Orlando Furioso a Don Quijote de la Mancha
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares,
ni puede haberle donde tú te hallares,
invicto vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
El Caballero del Febo a Don Quijote de la Mancha
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
52
Imperios desprecié: la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Amelia por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
De Solisdán a Don Quijote de la Mancha
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis andado
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conhorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella y vos no amante.
53
Diálogo entre Babieca y Rocinante
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Quereislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar?
R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis.
R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero.
R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
54
CAPÍTULO I
Que trata de la condición y ejercicio del famoso
hidalgo Don Quijote de la Mancha
E n un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidal-
go de los de lanza de astillero, adarga antigua, rocín flaco
y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sába-
dos, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura
los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.
El resto della concluían sayo de velarte, calzas de vellu-
do para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los
días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más
fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuaren-
ta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo
de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba
la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los
cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes,
enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o
Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores
que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosí-
miles se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto
55
56
importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración
dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ra-
tos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se
daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto,
que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y
aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su
curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas ane-
gas de tierra de sembradura para comprar libros de ca-
ballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos
pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan
bien como los que compuso el famoso Feliciano de Sil-
va, porque la claridad de su prosa y aquellas intricadas
razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba
a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en
muchas partes hallaba escrito: “La razón de la sinrazón
que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaque-
ce, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”. Y
también cuando leía: “… Los altos cielos que de vuestra
divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os
hacen merecedora del merecimiento que merece la vues-
tra grandeza”.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido,
que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles,
si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las
heridas que D. Belianís daba y recibía, porque se imagi-
naba que, por grandes maestros que le hubiesen curado,
no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor
aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacaba-
57
ble aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la
pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y
sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros
mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar
—que era hombre docto, graduado en Sigüenza—, sobre
cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra
o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mis-
mo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del
Febo, y que si alguno se le podía comparar era D. Galaor,
hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomo-
dada condición para todo, que no era caballero melin-
droso ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se
le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días
de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho
leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder
el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía
en los libros, así de encantamentos como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormen-
tas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en
la imaginación que era verdad toda aquella máquina de
aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no ha-
bía otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el
Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no
tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que
de solo un revés había partido por medio de fieros y des-
comunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Car-
pio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el
encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuan-
58
do ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos.
Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser
de aquella generación gigantea, que todos son soberbios
y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero,
sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y
más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos to-
paba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma
que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por
dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que
tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más
extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo,
y fue que le pareció convenible y necesario, así para el
aumento de su honra como para el servicio de su repú-
blica, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo
con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejerci-
tarse en todo aquello que él había leído que los caballe-
ros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de
agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, aca-
bándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el
pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos
del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agrada-
bles pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos
sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba. Y
lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían
sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de
moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvi-
dadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que
pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no
tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto
suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de
media celada que, encajada con el morrión, hacían una
59
apariencia de celada entera. Es verdad que, para probar si
era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó
su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un
punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no
dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer
de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de den-
tro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza
y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y
tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos
que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que
tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cua-
tro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría;
porque —según se decía él a sí mesmo— no era razón
que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por
sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba aco-
modársele de manera, que declarase quién había sido an-
tes que fuese de caballero andante y lo que era entonces;
pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor
estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famo-
so y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al
nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de mu-
chos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo
y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le
vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sono-
ro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín,
antes de lo que ahora era, que era antes y primero de to-
dos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso
ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros
60
ocho días, y al cabo se vino a llamar Don Quijote; de don-
de, como queda dicho, tomaron ocasión los autores desta
tan verdadera historia que sin duda se debía de llamar
Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero,
acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había
contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió
el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se
llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero,
añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse Don Qui-
jote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al
vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobre-
nombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada,
puesto nombre a su rocín y confirmádose a sí mismo, se
dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una
dama de quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin
alma. Decíase él: “Si yo, por malos de mis pecados, o por
mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros andantes,
y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del
cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien
tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque
de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humil-
de y rendida: ‘Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singu-
lar batalla el jamás como se debe alabado caballero Don
Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me pre-
sentase ante la vuestra merced, para que la vuestra gran-
deza disponga de mí a su talante?’” ¡Oh, cómo se holgó
nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y
61
fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había
una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un
tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,
ella jamás lo supo ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza
Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora
de sus pensamientos, y, buscándole nombre que no des-
dijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de
princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Tobo-
so, porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer,
músico y peregrino y significativo, como todos los demás
que a él y a sus cosas había puesto.
62
CAPÍTULO II
Que trata de la primera salida que de su
tierra hizo el ingenioso Don Quijote
H echas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar
más tiempo a poner en efeto su pensamiento, apre-
tándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mun-
do su tardanza, según eran los agravios que pensaba des-
hacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y
abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así, sin dar
parte a persona alguna de su intención y sin que nadie
le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los
calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas,
subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada,
embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa
de un corral salió al campo, con grandísimo contento y
alborozo de ver con cuánta facilidad había dado prin-
cipio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el campo,
cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por
poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le
vino a la memoria que no era armado caballero, y que,
conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar ar-
mas con ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de
llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa
en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos
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pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas,
pudiendo más su locura que otra razón alguna, propu-
so de hacerse armar caballero del primero que topase, a
imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él
había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las ar-
mas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo
lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se
quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel
que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía
la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero,
iba hablando consigo mesmo y diciendo: “¿Quién duda
sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta
mi primera salida tan de mañana desta manera?: ‘Apenas
había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y
espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabe-
llos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus
harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua
armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la
blanda cama del celoso marido, por las puertas y balco-
nes del manchego horizonte a los mortales se mostraba,
cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha,
dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso ca-
ballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo
y conocido campo de Montiel’. Y era la verdad que por
él caminaba. Y añadió diciendo: “Dichosa edad y siglo
dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas
mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en már-
moles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh
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tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de
tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote
que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eter-
no mío en todos mis caminos y carreras”. Luego volvía di-
ciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: “¡Oh,
princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho
agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme
con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer
ante la vuestra fermosura. Plegaos, señora, de membra-
ros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por
vuestro amor padece”.
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al
modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando
en cuanto podía su lenguaje; y, con esto, caminaba tan des-
pacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que
fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que
de contar fuese; de lo cual se desesperaba, porque qui-
siera topar luego luego con quien hacer experiencia del
valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice;
otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que
yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado
escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansa-
dos y muertos de hambre; y que mirando a todas partes
por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de
pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su
mucha necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba,
una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los
portales, sino a los alcázares de su redención le encami-
66
naba. Diose priesa a caminar, y llegó a ella a tiempo que
anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas
que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos
arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensa-
ba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo
de lo que había leído, luego que vio la venta se le repre-
sentó que era un castillo con sus cuatro torres y chapite-
les de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y hon-
da cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
castillos se pintan. Fuese llegando a la venta que a él le
parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas
a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre
las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llega-
ba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban y
que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza,
se llegó a la puerta de la venta y vio a las dos destraídas
mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos her-
mosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la
puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió
acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos
rastrojos una manada de puercos —que, sin perdón, así
se llaman— tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen,
y al instante se le representó a Don Quijote lo que desea-
ba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y,
así, con extraño contento llegó a la venta y a las damas,
las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suer-
te armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban
a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su
huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descu-
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briendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y
voz reposada les dijo:
—Non fuyan las vuestras mercedes ni teman desagui-
sado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non
toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas
doncellas como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándo-
le el rostro, que la mala visera le encubría; mas como se
oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión,
no pudieron tener la risa y fue de manera, que Don Qui-
jote vino a correrse y a decirles:
—Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha
sandez, además, la risa que de leve causa procede; pero
non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal ta-
lante; que el mío non es de al que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle
de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el
enojo, y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el
ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífi-
co, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de
armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y
coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas
en las muestras de su contento. Mas, en efeto, temiendo
la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle
comedidamente, y así le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, busca posada,
amén del lecho —porque en esta venta no hay ningu-
no—, todo lo demás se hallará en ella en mucha abun-
dancia.
Viendo Don Quijote la humildad del alcaide de la for-
taleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, res-
pondió:
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—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta,
porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear,
etcétera.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano
había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla,
aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar,
no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estu-
diante o paje, y así le respondió:
—Según eso, las camas de vuestra merced serán duras
peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así, bien se
puede apear, con seguridad de hallar en esta choza oca-
sión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto
más en una noche.
Y diciendo esto, fue a tener el estribo a Don Quijote, el
cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel
que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuida-
do de su caballo, porque era la mejor pieza que comía
pan en el mundo. Mirole el ventero, y no le pareció
tan bueno como Don Quijote decía, ni aun la mitad;
y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que
su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las
doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las
cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar,
jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola ni qui-
talle la contrahecha celada, que traía atada con unas
cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse
quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en nin-
guna manera y, así, se quedó toda aquella noche con la
celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura
que se pudiera pensar; y al desarmarle, como él se ima-
ginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarma-
69
ban eran algunas principales señoras y damas de aquel
castillo, les dijo con mucho donaire:
—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino.
O Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías,
de mi caballo, y Don Quijote de la Mancha el mío; que,
puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas
fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuer-
za de acomodar al propósito presente este romance viejo
de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes
de toda sazón; pero tiempo vendrá en que las vuestras se-
ñorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo
descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes
retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si
quería comer alguna cosa.
—Cualquiera yantaría yo —respondió Don Quijo-
te—, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había
en toda la venta sino unas raciones de un pescado que
en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en
otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntárole
si por ventura comería su merced truchuela, que no había
otro pescado que dalle a comer.
—Como haya muchas truchuelas —respondió Don
Quijote—, podrán servir de una trucha, porque eso se
70
me da que me den ocho reales en sencillos que en una
pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen
estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la
vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere,
venga luego; que el trabajo y peso de las armas no se pue-
de llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco,
y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor
cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como
sus armas; pero era materia de grande risa verle comer,
porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera,
no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no
se lo daba y ponía, y ansí, una de aquellas señoras servía
deste menester. Mas al darle de beber, no fue posible, ni
lo fuera si el ventero no horadara una caña, y, puesto el
un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y
todo esto lo recibía en paciencia, a trueco de no romper
las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la
venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó su
silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó
de confirmar Don Quijote que estaba en algún famoso
castillo y que le servían con música, y que el abadejo eran
truchas, el pan candeal y las rameras damas, y el ventero
castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada
su determinación y salida. Mas, lo que más le fatigaba era
el no verse armado caballero, por parecerle que no se po-
dría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir
la orden de caballería.
CAPÍTULO III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo
Don Quijote en armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su
venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al
ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó
de rodillas ante él, diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso ca-
ballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don
que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra
y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó seme-
jantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué
hacerle ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y
jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba
el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran magnificencia
vuestra, señor mío —respondió Don Quijote—; y así, os
digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad
me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me ha-
béis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste
vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo
dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder como
se debe ir por todas las cuatro partes del mundo buscan-
71
72
do las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a
cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como
yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón
y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su
huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle seme-
jantes razones, y, por tener que reír aquella noche, deter-
minó de seguirle el humor; y, así, le dijo que andaba muy
acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto
era propio y natural de los caballeros principales como él
parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él,
asimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a
aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del
mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado
los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevi-
lla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla
de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las
Ventillas de Toledo, y otras diversas partes, donde había
ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos,
haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas,
deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos
pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas au-
diencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo
último, se había venido a recoger a aquel su castillo, don-
de vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en
él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad
y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les
tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de
su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no
había capilla alguna donde poder velar las armas, porque
estaba derribada para hacerla de nuevo, pero que en caso
73
de necesidad él sabía que se podían velar dondequiera,
y que aquella noche las podría velar en un patio del cas-
tillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las
debidas ceremonias de manera que él quedase armado
caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el
mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondióle Don Quijo-
te que no traía blanca, porque él nunca había leído en
las historias de los caballeros andantes que ninguno los
hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba:
que, puesto caso que en las historias no se escribía, por
haberles parecido a los autores dellas que no era menes-
ter escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse
como eran dineros y camisas limpias, no por eso se ha-
bía de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto
y averiguado que todos los caballeros andantes, de que
tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien he-
rradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que
asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena
de ungüentos para curar las heridas que recibían, por-
que no todas veces en los campos y desiertos donde se
combatían y salían heridos había quien los curase, si ya
no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que
luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube
alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de
tal virtud, que, en gustando alguna gota della, luego al
punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si
mal alguno hubiesen tenido; mas que en tanto que esto
no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa
acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros
y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos
74
para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros
no tenían escuderos —que eran pocas y raras veces—,
ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy suti-
les, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como
que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo
por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy
admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba
por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahi-
jado, que tan presto lo había de ser que no caminase de
allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas,
y que vería cuán bien se hallaba con ellas, cuando menos
se pensase.
Prometióle Don Quijote de hacer lo que se le acon-
sejaba, con toda puntualidad, y, así, se dio luego orden
como velase las armas en un corral grande que a un lado
de la venta estaba; y recogiéndolas Don Quijote todas,
las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, em-
brazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil conti-
nente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando
comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta
la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón
de caballería que esperaba. Admiráronse de tan extraño
género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vie-
ron que, con sosegado ademán unas veces se paseaba;
otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin
quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la
noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía com-
petir con el que se la prestaba; de manera, que cuanto el
novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele
en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a
75
dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de
Don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole
llegar, en voz alta le dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero,
que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que
jamás se ciñó espada! Mira lo que haces, y no las toques,
si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones —y fuera mejor
que se curara, porque fuera curarse en salud—; antes,
trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo
cual, visto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo y, pues-
to el pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dul-
cinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que
a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me des-
fallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando
la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran
golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo
tan maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera ne-
cesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus
armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que pri-
mero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado
—porque aún estaba aturdido el arriero—, llegó otro con
la mesma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a
quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar Don
Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez
la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos,
hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se
la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la
venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto Don Quijote,
embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:
76
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del de-
bilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los
ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tama-
ña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le
acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el
pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los
vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre
Don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con
su adarga, y no se osaba apartar de la pila, por no des-
amparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen,
porque ya les había dicho como era loco, y que por loco
se libraría aunque los matase a todos. También Don Qui-
jote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traido-
res y que el señor del castillo era un follón y mal nacido
caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen
los andantes caballeros, y que si él hubiera recibido la or-
den de caballería que él le diera a entender su alevosía;
“pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso al-
guno; tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudié-
redes; que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra
sandez y demasía”.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió
un terrible temor en los que le acometían; y así por esto
como por las persuasiones del ventero, le dejaron de ti-
rar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus
armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su hués-
ped, y determinó abreviar y darle la negra orden de ca-
ballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y así,
llegándose a él, se desculpó de la insolencia que aquella
gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa algu-
77
na; pero que bien castigados quedaban de su atrevimien-
to. Díjole como ya le había dicho que en aquel castillo no
había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero
consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él te-
nía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en
mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cum-
plido con lo que tocaba al velar de las armas, que con so-
las dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había
estado más de cuatro. Todo se lo creyó Don Quijote, y
dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que con-
cluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque, si
fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas
que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego
un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los
arrieros, y con un cabo de vela que le traía un mucha-
cho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
Don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas y,
leyendo en su manual —como que decía alguna devota
oración—, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole
sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma es-
pada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre
dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de
aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con
mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menes-
ter poca para no reventar de risa a cada punto de las ce-
remonias; pero las proezas que ya habían visto del novel
caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada dijo
la buena señora:
78
—Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballe-
ro y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él
supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la
merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la
honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respon-
dió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que
era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía a las
tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella
estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote
le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí
adelante se pusiese don y se llamase “doña Tolosa”. Ella
se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual
le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada.
Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera,
y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a
la cual también rogó Don Quijote que se pusiese don y
se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios
y mercedes.
Hechas, pues, de galope y apriesa las hasta allí nunca
vistas ceremonias, no vio la hora Don Quijote de verse a
caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando luego
a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo
cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle
armado caballero, que no es posible acertar a referirlas.
El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos
retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a
las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la
buena hora.
CAPÍTULO IV
De lo que le sucedió a nuestro caballero
cuando salió de la venta
L a del alba sería cuando Don Quijote salió de la
venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por
verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por
las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los
consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan ne-
cesarias que había de llevar consigo, especial la de los di-
neros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse
de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a
un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero
muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería.
Con este pensamiento guio a Rocinante hacia su aldea,
el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana co-
menzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el
suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que a su
diestra mano, de la espesura de un bosque que allí esta-
ba, salían unas voces delicadas, como de persona que se
quejaba, y apenas las hubo oído, cuando dijo:
—Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues
tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cum-
plir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el
79
80
fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de al-
gún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor
y ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia
donde le pareció que las voces salían. A pocos pasos que
entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y
atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo
arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las
voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con
una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y
cada azote le acompañaba con una reprehensión y conse-
jo. Porque decía:
—La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
—No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de
Dios que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de
aquí adelante más cuidado con el hato.
Y viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada
dijo:
—Descortés caballero, mal parece tomaros con quien
defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y to-
mad vuestra lanza —que también tenía una lanza arrima-
da a la encina adonde estaba arrendada la yegua—, que
yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de
armas blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por
muerto, y con buenas palabras respondió:
—Señor caballero, este muchacho que estoy castigan-
do es mi criado, que me sirve de guardar una manada de
ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan des-
cuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su
descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable,
81
por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi
ánima que miente.
—¿“Miente” delante de mí, ruin villano? —dijo Don
Quijote—. Por el sol que nos alumbra que estoy por pa-
saros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin
más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os con-
cluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra,
desató a su criado, al cual preguntó Don Quijote que
cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete
reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote y halló que
montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al
momento los desembolsase, si no quería morir por ello.
Respondió el medroso villano que para el paso en que
estaba y juramento que había hecho —y aún no había ju-
rado nada—, que no eran tantos; porque se le habían de
descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le
había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho
estando enfermo.
—Bien está todo eso —replicó Don Quijote—; pero
quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin
culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los za-
patos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su
cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo,
vos en sanidad se la habéis sacado: ansí que por esta par-
te, no os debe nada.
—El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí
dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los
pagaré un real sobre otro.
—¿Irme yo con él —dijo el muchacho— más? ¡Mal
año! No, señor, ni por pienso; porque en viéndose solo
me desollará como a un San Bartolomé.
82
—No hará tal —replicó Don Quijote—: basta que yo
se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me
lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir
libre y aseguraré la paga.
—Mire vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el
muchacho—; que este mi amo no es caballero, ni ha re-
cebido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo
el rico, el vecino de Quintanar.
—Importa poco eso —respondió Don Quijote—; que
Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que cada
uno es hijo de sus obras.
—Así es verdad —dijo Andrés—; pero este mi amo, ¿de
qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y
trabajo?
—No niego, hermano Andrés —respondió el labra-
dor—; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro
por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo
de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
sahumados.
—Del sahumerio os hago gracia —dijo Don Quijo-
te—; dádselos en reales, que con eso me contento; y mi-
rad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el
mismo juramento os juro de volver a buscaros y a casti-
garos, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más
que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto,
para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed
que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el des-
facedor de agravios y sinrazones, y a Dios quedad, y no se
os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de
la pena pronunciada.
Y en diciendo esto, picó a su Rocinante y en breve es-
pacio se apartó dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y
83
cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no
parecía, volvióse a su criado Andrés y díjole:
—Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo,
como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado
—Eso juro yo —dijo Andrés—; y ¡cómo que andará
vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de
aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de
valeroso y de buen juez, vive Roque que si no me paga,
que vuelva y ejecute lo que dijo!
—También lo juro yo —dijo el labrador—; pero, por
lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por
acrecentar la paga.
Y asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde
le dio tantos azotes, que le dejó por muerto.
—Llamad, señor Andrés, ahora —decía el labrador—,
al desfacedor de agravios: veréis como no desface aqués-
te. Aunque creo que no está acabado de hacer, porque me
viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a bus-
car su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia.
Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al
valeroso Don Quijote de la Mancha y contalle punto por
punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con
las setenas. Pero con todo esto, él se partió llorando y su
amo se quedó riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso Don
Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, parecién-
dole que había dado felicísimo y alto principio a sus ca-
ballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminan-
do hacia su aldea, diciendo a media voz:
—Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy vi-
ven sobre la tierra, ¡oh, sobre las bellas bella Dulcinea
84
del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y ren-
dido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero como lo es y será Don Quijote de la
Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió
la orden de caballería y hoy ha desfecho el mayor tuerto y
agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy
quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo
que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y
luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde
los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de
aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato quedo;
y al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a
Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual
siguió su primer intento, que fue el irse camino de su ca-
balleriza. Y habiendo andado como dos millas, descubrió
Don Quijote un grande tropel de gente, que, como des-
pués se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a
comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quita-
soles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de
mulas a pie. Apenas los divisó Don Quijote, cuando se
imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo
cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en
sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba
hacer. Y así, con gentil continente y denuedo, se afirmó
bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pe-
cho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando
que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por
tales los tenía y juzgaba; y cuando llegaron a trecho que
se pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la voz, y con
ademán arrogante dijo:
85
—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no con-
fiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa
que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del
Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver
la extraña figura del que las decía; y por la figura y por las
razones luego echaron de ver la locura de su dueño; mas
quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión
que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y
muy mucho discreto, le dijo:
—Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea
esa buena señora que decís; mostrádnosla: que si ella fue-
re de tanta hermosura como significáis, de buena gana y
sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte
vuestra nos es pedida.
—Si os la mostrara —replicó Don Quijote—, ¿qué
hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria?
La importancia está en que sin verla lo habéis de creer,
confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que ahora
vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería; ora
todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los
de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la
razón que de mi parte tengo.
—Señor caballero —replicó el mercader—, suplico
a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes
que aquí estamos, que, por que no encarguemos nues-
tras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás
vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las empe-
ratrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra
merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa
señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que
86
por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto sa-
tisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y
pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que,
aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y
que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo
eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor
todo lo que quisiere.
—No le mana, canalla infame —respondió Don Qui-
jote encendido en cólera—; no le mana, digo, eso que
decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta
ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guada-
rrama. Pero ¡vosotros pagaréis la grande blasfemia que
habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi
señora!
Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra
el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la
buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tro-
pezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mer-
cader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena
pieza por el campo; y queriéndose levantar, jamás pudo:
tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y ce-
lada, con el peso de las antiguas armas. Y entretanto que
pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
—Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended;
que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí
tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no de-
bía de ser muy bienintencionado, oyendo decir al pobre
caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la
respuesta en las costillas. Y llegándose a él, tomó la lan-
za y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos
comenzó a dar a nuestro Don Quijote tantos palos, que,
87
a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera.
Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le
dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar
el juego hasta envidar todo el resto de su cólera, y, acu-
diendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de
deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella
tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca,
amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines,
que tal le parecían.
Cansose el mozo, y los mercaderes siguieron su cami-
no, llevando que contar en todo él del pobre apaleado.
El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía
levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bue-
no, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aun se tenía
por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgra-
cia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de
su caballo, y no era posible levantarse, según tenía bru-
mado todo el cuerpo.
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CAPÍTULO V
Donde se prosigue la narración de la des-
gracia de nuestro caballero
V iendo, pues, que, en efecto, no podía menearse,
acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era
pensar en algún paso de sus libros, y trújole su locura a la
memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua,
cuando Carloto le dejó herido en la montaña, historia sa-
bida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y
aun creída de los viejos, y, con todo esto, no más verda-
dera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció
a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba;
y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó
a volcar por la tierra, y a decir con debilitado aliento lo
mesmo que dicen decía el herido caballero del bosque:
—¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y desta manera fue prosiguiendo el romance, hasta
aquellos versos que dicen:
89
90
—¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó
a pasar por allí un labrador de su mesmo lugar y vecino
suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el
cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le
preguntó que quién era y qué mal sentía, que tan tris-
temente se quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que
aquél era el marqués de Mantua, su tío, y así, no le res-
pondió otra cosa sino fue proseguir en su romance, don-
de le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo
del Emperante con su esposa, todo de la misma manera
que el romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos dispara-
tes; y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos,
de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de
polvo y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le
dijo:
—Señor Quijana —que así se debía de llamar cuando
él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a
caballero andante—, ¿quién ha puesto a vuestra merced
de esta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba.
Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó
el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no
vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y
no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por pare-
cerle caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las
astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó
de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su
pueblo, bien pensativo de oír los disparates que Don Qui-
91
jote decía; y no menos iba Don Quijote, que, de puro mo-
lido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico y
de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en
el cielo; de modo, que de nuevo obligó a que el labrador
le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino
que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomoda-
dos a sus sucesos: porque en aquel punto, olvidándose de
Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el
alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y
llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labra-
dor le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le
respondió las mesmas palabras y razones que el cautivo
Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo
modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge
de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della
tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de
oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que
su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo por
excusar el enfado que Don Quijote le causaba con su larga
arenga. Al cabo de lo cual dijo:
—Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Nar-
váez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la
linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago
y haré los más famosos hechos de caballerías que se han
visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
—Mire, vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo
no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Man-
tua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es
Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del
señor Quijana.
92
—Yo sé quién soy —respondió Don Quijote—, y sé
que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los
Doce pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama,
pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno
por sí hicieron se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes llegaron al lu-
gar, a la hora que anochecía; pero el labrador aguardó a
que fuese algo más noche, por que no viesen al molido
hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le
pareció, entró en el pueblo, y en la casa de Don Quijote,
la cual halló toda alborotada; y estaban en ella el cura y el
barbero del lugar, que eran grandes amigos de Don Qui-
jote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
—¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado
Pero Pérez —que así se llamaba el cura—, de la desgracia
de mi señor? Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni
la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí!,
que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací
para morir, que estos malditos libros de caballerías que él
tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio;
que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces,
hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante
e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomen-
dados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han
echado a perder el más delicado entendimiento que ha-
bía en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mismo, y aun decía más:
—Sepa, señor maese Nicolás —que éste era el nombre
del barbero—, que muchas veces le aconteció a mi señor
tío estarse leyendo en estos desalmados libros de des-
venturas dos días con dos noches, al cabo de los cuales
arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada,
93
y andaba a cuchilladas con las paredes, y cuando estaba
muy cansado decía que había muerto a cuatro gigantes
como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio
decía que era sangre de las feridas que había recebido en
la batalla, y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y
quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era
una preciosísima bebida que le había traído el sabio Es-
quife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me
tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes
de los disparates de mi señor tío, para que los remedia-
ran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos
estos descomulgados libros; que tiene muchos que bien
merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
—Esto digo yo también —dijo el cura—, y a fee que
no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga
acto público, y sean condenados al fuego, porque no den
ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo
debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Quijote,
con que acabó de entender el labrador la enfermedad de
su vecino y, así, comenzó a decir a voces:
—Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al
señor marqués de Mantua, que viene malferido, y al se-
ñor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Ro-
drigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y como conocieron los
unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se
había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a
abrazarle. Él dijo:
—Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa
de mi caballo. Llévenme a mi lecho, y llámese, si fuere
posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.
94
—¡Mirá, en hora mala —dijo a este punto el ama—,
si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi
señor! Suba vuestra merced en buena hora, que, sin que
venga esa hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos,
digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballe-
rías, que tal han parado a vuestra merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no
le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento,
por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo,
combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y
atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
—¡Ta, ta! —dijo el cura—. ¿ Jayanes hay en la danza?
Para mi santiguada que yo los queme mañana antes que
llegue la noche.
Hiciéronle a Don Quijote mil preguntas, y a ninguna
quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y
le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hí-
zose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador
del modo que había hallado a Don Quijote. Él se lo contó
todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había
dicho, que fue poner más deseo en el licenciado de hacer
lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero
maese Nicolás, con el cual se vino a casa de Don Quijote.
CAPÍTULO VI
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el
barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
E l cual aun todavía dormía. Pidió las llaves
a la sobrina del aposento donde estaban los libros
autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana;
entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más
de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuaderna-
dos, y otros pequeños, y así como el ama los vio, volvióse
a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con
una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este
aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos
que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las
que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y man-
dó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a
uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algu-
nos que no mereciesen castigo de fuego.
—No —dijo la sobrina—; no hay para qué perdonar
a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor
será arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero
dellos y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se
hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
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Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían
de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino
en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero
que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de
Amadís de Gaula, y dijo el cura:
—Parece cosa de misterio ésta, porque —según he
oído decir—, este libro fue el primero de caballerías que
se imprimió en España, y todos los demás han tomado
principio y origen déste; y, así, me parece que, como a
dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin ex-
cusa alguna condenar al fuego.
—No, señor —dijo el barbero—, que también he oído
decir que es el mejor de todos los libros que de este gé-
nero se han compuesto; y así, como a único en su arte, se
debe perdonar.
—Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le
otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
—Es —dijo el barbero— las Sergas de Esplandián, hijo
legítimo de Amadís de Gaula.
—Pues en verdad —dijo el cura— que no le ha de va-
ler al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama; abrid
esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón
de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de
Esplandián fue volando al corral, esperando con toda pa-
ciencia el fuego que le amenazaba.
—Adelante —dijo el cura.
—Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de
Grecia, y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del
mesmo linaje de Amadís.
—Pues vayan todos al corral —dijo el cura—; que a
trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor
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Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas
razones de su autor, quemaré con ellos al padre que me
engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
—De ese parecer soy yo —dijo el barbero.
—Y aun yo —añadió la sobrina.
—Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con
ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera
y dio con ellos por la ventana abajo.
—¿Quién es ese tonel? —dijo el cura.
—Éste es —respondió el barbero— Don Olivante de
Laura.
—El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo
que compuso a Jardín de flores, y en verdad que no sepa
determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por
decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá
al corral, por disparatado y arrogante.
—Este que se sigue es Florismarte de Hircania —dijo
el barbero.
—¿Ahí está el señor Florismarte? —replicó el cura—.
Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su
extraño nacimiento y soñadas aventuras; que no da lugar
a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con
él, y con esotro, señora ama.
—Que me place, señor mío —respondía ella; y con
mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
—Éste es El Caballero Platir —dijo el barbero.
—Antiguo libro es ése —dijo el cura—, y no hallo en
él cosa que merezca venia. Acompañe a los demás sin ré-
plica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía
por título El Caballero de la Cruz.
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—Por nombre tan santo como este libro tiene se podía
perdonar su ignorancia; mas también se suele decir: “tras
la cruz está el diablo”. Vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
—Éste es Espejo de caballerías.
—Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda
el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y com-
pañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el
verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera
porque tienen parte de la invención del famoso Mateo
Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poe-
ta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla
en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno;
pero, si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
—Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—;
mas no le entiendo.
—Ni aun fuera bien que vos le entendiérades —res-
pondió el cura—; y aquí le perdonáramos al señor capi-
tán que no le hubiera traído a España y hecho castellano;
que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán
todos aquellos que los libros de verso quisieren volver
en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y
habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos
tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este
libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas
de Francia se echen y depositen en un pozo seco, hasta
que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos,
ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí, y
a otro llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis
manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del
fuego, sin remisión alguna.
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Todo lo confirmó el barbero y lo tuvo por bien y por
cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen
cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa
por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vio que
era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se lla-
maba Palmerín de Inglaterra; lo cual, visto por el licen-
ciado, dijo:
—Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun
no queden della las cenizas, y esa palma de Ingalaterra se
guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para
ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos
de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del
poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autori-
dad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bue-
no, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto
rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Mira-
guarda son bonísimas y de grande artificio; las razones,
cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del
que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo,
pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás,
que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y
todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
—No, señor compadre —replicó el barbero—; que
este que aquí tengo es el afamado Don Belianís.
—Pues ése —replicó el cura—, con la segunda, tercera
y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibar-
bo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester
quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras im-
pertinencias de más importancia, para lo cual se les da
término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará
con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tened-
100
los vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer
a ninguno.
—Que me place —respondió el barbero.
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías,
mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con
ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a
quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela,
por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de
una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos jun-
tos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó
gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia del
famoso caballero Tirante el Blanco.
—¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una gran voz—.
¡Que aquí está Tirante el Blanco! Dádmele acá, compa-
dre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de
contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Qui-
rieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su herma-
no Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la
batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las
agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores
y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz,
enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, se-
ñor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro
del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mue-
ren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte,
con otras cosas de que todos los demás libros deste gé-
nero carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que
le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,
que le echaran a galeras por todos los días de su vida.
Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél
os he dicho.
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—Así será —respondió el barbero—; pero ¿qué hare-
mos destos pequeños libros que quedan?
—Éstos —dijo el cura— no deben de ser de caballe-
rías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana de Jorge de
Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran
del mesmo género:
—Éstos no merecen ser quemados, como los demás,
porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías
han hecho; que son libros de entretenimiento sin perjui-
cio de tercero.
—¡Ay, señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vues-
tra merced mandar quemar, como a los demás, porque no
sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la en-
fermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de ha-
cerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando
y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que según
dicen es enfermedad incurable y pegadiza.
—Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será
bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión de-
lante. Y pues comenzamos por La Diana de Montemayor,
soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo
aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encanta-
da, y casi todos los versos mayores, y quédesele enhora-
buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes
libros.
—Este que se sigue —dijo el barbero— es La Diana
llamada segunda del Salmantino; y éste otro que tiene el
mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
—Pues la del Salmantino —respondió el cura— acom-
pañe y acreciente el número de los condenados al corral,
y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apo-
102
lo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa;
que se va haciendo tarde.
—Este libro es —dijo el barbero abriendo otro— Los
diez libros de Fortuna de amor, compuestos por Antonio
de Lofraso, poeta sardo.
—Por las órdenes que recebí —dijo el cura—, que
desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poe-
tas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése
no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el
más único de cuantos deste género han salido a la luz del
mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que
no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre;
que precio más haberle hallado que si me dieran una so-
tana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero pro-
siguió diciendo:
—Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de
Henares y Desengaños de celos.
—Pues no hay más que hacer —dijo el cura— sino en-
tregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el
por qué, que sería nunca acabar.
—Este que viene es El Pastor de Fílida.
—No es ese pastor —dijo el cura—, sino muy discreto
cortesano; guárdese como joya preciosa.
—Este grande que aquí viene se intitula —dijo el bar-
bero— Tesoro de varias poesías.
—Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fue-
ran más estimadas; menester es que este libro se escarde
y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene.
Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto
de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
103
—Éste es —siguió el barbero— el Cancionero de López
Maldonado.
—También el autor de ese libro —replicó el cura—
es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran
a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que
los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas; pero
nunca lo bueno fue mucho; guárdese con los escogidos.
Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
—La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el bar-
bero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cer-
vantes, y sé que es más versado en desdichas que en
versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone
algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda
parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del
todo la misericordia que ahora se le niega; y entretanto
que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada.
—Señor compadre, que me place —respondió el bar-
bero—. Y aquí vienen tres todos juntos: La Araucana de
don Alonso de Ercilla; La Austriada de Juan Rufo, jura-
do de Córdoba, y El Monserrate, de Cristóbal de Virués,
poeta valenciano.
—Todos esos tres libros —dijo el cura— son los me-
jores que en verso heroico en lengua castellana están es-
critos, y pueden competir con los más famosos de Italia:
guárdense como las más ricas prendas de poesía que tie-
ne España.
Cansose el cura de ver más libros, y así, a carga cerra-
da, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía
abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de
Angélica.
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—Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre—
si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue
uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España,
y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de
Ovidio.
CAPÍTULO VII
De la segunda salida de nuestro buen
caballero Don Quijote de la Mancha
E stando en esto, comenzó a dar voces Don Quijote,
diciendo:
—Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester
mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos; que los
cortesanos llevan lo mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelan-
te con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y
así, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La
Carolea y León de España, con los hechos del emperador,
compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían
de estar entre los que quedaban, y quizá, si el cura los
viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a Don Quijote, ya él estaba levantado
de la cama y proseguía en sus voces y en sus desatinos,
dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan
despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse
con él y por fuerza le volvieron al lecho; y después que
hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura,
le dijo:
—Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran
mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan sin
105
106
más ni más llevar la vitoria deste torneo a los caballeros
cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el
prez en los tres días antecedentes.
—Calle vuestra merced, señor compadre —dijo el
cura—; que Dios será servido que la suerte se mude y
que lo que hoy se pierde se gane mañana, y atienda vues-
tra merced a su salud por agora, que me parece que debe
de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está
malferido.
—Ferido no —dijo Don Quijote—; pero molido y
quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo
de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una
encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el
opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinal-
dos de Montalbán, si en levantándome deste lecho, no
me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos; y, por
agora tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me
hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo así: diéronle de comer, y quedose otra vez
dormido, y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros
había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de ar-
der que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas
no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y
así, se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces
justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron,
por entonces, para el mal de su amigo fue que le murasen
y tapiasen el aposento de los libros, por que cuando se le-
vantase no los hallase —quizá quitando la causa, cesaría
el efecto—, y que dijesen que un encantador se los había
llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha
107
presteza. De allí a dos días se levantó Don Quijote, y lo
primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba
el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra
parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y
tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por
todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza,
preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento
de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo
que había de responder, le dijo:
—¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced?
Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se
lo llevó el mesmo diablo.
—No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encan-
tador que vino sobre una nube una noche, después del
día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de
una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y
no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza sa-
lió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y
cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos
libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien
a mí y al ama, que al tiempo del partirse aquel mal viejo,
dijo en altas voces que por enemistad secreta que tenía
al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el
daño en aquella casa que después se vería. Dijo también
que se llamaba el sabio Mutañón.
—Frestón diría —dijo Don Quijote.
—No sé —respondió el ama— si se llamaba Frestón o
Fritón, sólo sé que acabó en tón su nombre.
—Así es —dijo Don Quijote—; que ése es un sabio
encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza,
porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, an-
dando los tiempos, a pelear en singular batalla con un ca-
108
ballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que
él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos
los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá
él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
—¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero
¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pen-
dencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa y no
irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin conside-
rar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
—¡Oh, sobrina mía —respondió Don Quijote—, y
cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me
tresquilen tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos
imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que
se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy
sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus prime-
ros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuen-
tos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que
él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo
era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la
caballería andantesca. El cura algunas veces le contrade-
cía, y otras concedía, porque si no guardaba este artificio
no había poder averiguarse con él.
En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador
vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se
puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la
mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió
y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse
con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas,
Don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana,
porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en
109
quítame allá esas pajas, alguna ínsula y le dejase a él por
gobernador della. Con estas promesas y otras tales, San-
cho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y
hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego Don Quijote orden en buscar dineros, y,
vendiendo una cosa, y empeñando otra, y malbaratándo-
las todas, llegó una razonable cantidad. Acomodóse asi-
mesmo de una rodela que pidió prestada a un su amigo
y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a
su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse
en camino para que él se acomodase de lo que viese que
más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase
alforjas. Él dijo que sí llevaría y que asimesmo pensaba
llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no esta-
ba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un
poco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún
caballero andante había traído escudero caballero asnal-
mente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas con
todo esto determinó que le llevase, con presupuesto de
acomodarle de más honrada caballería en habiendo oca-
sión para ello, quitándole el caballo al primer descortés
caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las de-
más cosas que él pudo, conforme al consejo que el ven-
tero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin
despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote
de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin
que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al
amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriar-
ca, con sus alforjas y bota, y con mucho deseo de verse ya
gobernador de la ínsula que su amo le había prometido.
110
Acertó Don Quijote a tomar la misma derrota y camino
que él había tomado en su primer viaje, que fue por el
campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pe-
sadumbre que la vez pasada, porque, por ser la hora de la
mañana y herirles a soslayo los rayos del sol no les fatiga-
ban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
—Mire vuestra merced, señor caballero andante, que
no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido;
que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual respondió Don Quijote:
—Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costum-
bre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer
gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que
ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte
tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella:
porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a
que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos
de servir y de llevar malos días y peores noches, les da-
ban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués,
de algún valle o provincia de poco más a menos; pero si
tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días
ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes, que
viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos.
Y no lo tengas a mucho; que cosas y casos acontecen a
los tales caballeros por modos tan nunca vistos ni pen-
sados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que
te prometo.
—De esa manera —respondió Sancho Panza—, si yo
fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced
dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a
ser reina, y mis hijos infantes.
111
—Pues ¿quién lo duda? —respondió Don Quijote.
—Yo lo dudo —replicó Sancho Panza—; porque tengo
para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra,
ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutié-
rrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina;
condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
—Encomiéndalo tú a Dios, Sancho —respondió Don
Quijote—, que Él dará lo que más le convenga; pero no
apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con
menos que con ser adelantado.
—No haré, señor mío —respondió Sancho—, y más
teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me
sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
112
CAPÍTULO VIII
Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo
en la espantable y jamás imaginada aventura de los
molinos de viento, con otros sucesos dignos
de felice recordación
E n esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos
de viento que hay en aquel campo, y así como Don
Quijote los vio, dijo a su escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo
que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho
Panza, donde se descubren treinta, o pocos más desafo-
rados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles
a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a
enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio
de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tie-
rra.
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los
brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos
leguas.
—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que
aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos
de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas,
que, volteadas del viento hacen andar la piedra del molino.
113
114
—Bien parece —respondió Don Quijote— que no es-
tás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y
si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el
espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla.
Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Roci-
nante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le
daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos
de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer.
Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las
voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque
estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en
voces altas:
—Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo
caballero es el que os acomete.
Levantose en esto un poco de viento, y las grandes as-
pas comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijo-
te, dijo:
—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante
Briareo, me lo habéis de pagar.
Y en diciendo esto, y encomendándose de todo cora-
zón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le
socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el
ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embis-
tió con el primero molino que estaba delante; y dándole
una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia,
que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al
caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo.
Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su
asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal
fue el golpe que dio con él Rocinante.
115
—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a
vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran
sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien
llevase otros tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho —respondió Don Quijote—;
que las cosas de la guerra, más que otras están sujetas a
continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así
verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento
y los libros que ha vuelto estos gigantes en molinos, por
quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad
que me tiene; mas al cabo al cabo, han de poder poco sus
malas artes contra la bondad de mi espada.
—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Pan-
za.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Roci-
nante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la
pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice,
porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de
hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy
pasajero, sino que iba muy pesaroso, por haberle faltado
la lanza; y diciéndoselo a su escudero, le dijo:
—Yo me acuerdo haber leído que un caballero espa-
ñol llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una
batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado
ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y ma-
chacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Ma-
chuca, y así él como sus descendientes se llamaron desde
aquel día en adelante Vargas y Machuca. Hete dicho esto
porque de la primera encina o roble que se me depare
pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquel
que me imagino, y pienso hacer con él tales hazañas, que
tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir
116
a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser
creídas.
—A la mano de Dios —dijo Sancho—; yo lo creo
todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese
un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser
del molimiento de la caída.
—Así es la verdad —respondió Don Quijote—; y si no
me quejo del dolor es porque no es dado a los caballeros
andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan
las tripas por ella.
—Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió
Sancho—; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra
merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí
sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que
tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de
los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír Don Quijote de la simplicidad de su
escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse
como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta
entonces no había leído cosa en contrario en la orden de
caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de co-
mer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía
menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta
licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su
jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había
puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy
de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota,
con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado
bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella
manera menudeando tragos, no se le acordaba de ningu-
na promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por
117
ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscan-
do las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos ár-
boles, y del uno dellos desgajó Don Quijote un ramo seco
que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro
que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella
noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora
Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus li-
bros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas
noches en las florestas y despoblados, entretenidos con
las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Pan-
za, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de
chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte
para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del
sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que,
muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día
saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla
algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el cora-
zón, por parecerle que no llevaban camino de remediar
tan presto su falta. No quiso desayunarse Don Quijote,
porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas
memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto
Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.
—Aquí —dijo en viéndole Don Quijote— podemos,
hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos
en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque
me veas en los mayores peligros del mundo, no has de
poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres
que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en
tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros,
en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes
118
de caballería que me ayudes, hasta que seas armado ca-
ballero.
—Por cierto, señor —respondió Sancho—, que vues-
tra merced será muy bien obedecido en esto, y más, que
yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en rui-
dos ni pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a
defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas
leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno
se defienda de quien quisiere agraviarle.
—No digo yo menos —respondió Don Quijote—;
pero en esto de ayudarme contra caballeros has de tener
a raya tus naturales ímpetus.
—Digo que así lo haré —respondió Sancho—, y que
guardaré ese preceto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino
dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre
dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos mulas
en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quita-
soles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco
de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas
a pie. Venía en el coche, como después se supo, una se-
ñora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido,
que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No
venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo cami-
no; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a su
escudero:
—O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa
aventura que se haya visto; porque aquellos bultos ne-
gros que allí parecen deben de ser, y son, sin duda algu-
nos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en
aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo
mi poderío.
119
—Peor será esto que los molinos de viento —dijo San-
cho—. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Beni-
to, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire
que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que
le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho —respondió Don Quijote—,
que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo
es verdad, y ahora lo verás.
Y diciendo esto se adelantó y se puso en la mitad del
camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan
cerca, que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese,
en alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad luego al pun-
to las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si
no, aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de
vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admira-
dos así de la figura de Don Quijote como de sus razones,
a las cuales respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni
descomunales, sino dos religiosos de San Benito que va-
mos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vie-
nen, o no ningunas, forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas; que ya yo os
conozco, fementida canalla —dijo Don Quijote.
Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la
lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tan-
ta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de
la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y
aun malferido, si no cayera muerto. El segundo reli-
gioso, que vio del modo que trataban a su compañero,
puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a
120
correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo
viento.
Sancho Panza que vio en el suelo al fraile, apeándose
ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a qui-
tar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes
y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles
Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como
despojos de la batalla que su señor Don Quijote había
ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni enten-
dían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya Don
Quijote estaba desviado de allí hablando con las que en
el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con
él en el suelo, y, sin dejarle pelo en las barbas, le molie-
ron a coces y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento ni
sentido; y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile,
todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y
cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un
buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando
en qué paraba aquel sobresalto, y, sin querer aguardar el
fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su cami-
no, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las
espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con
la señora del coche, diciéndole:
—La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su
persona lo que más le viniere en talante, porque ya la so-
berbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada
por este mi fuerte brazo; y por que no penéis por saber
el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo
Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventu-
rero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del
Toboso y, en pago del beneficio que de mí habéis recebi-
121
do, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que
de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo
que por vuestra libertad he fecho.
Todo esto que Don Quijote decía escuchaba un escu-
dero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno;
el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche ade-
lante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al
Toboso, se fue para Don Quijote y, asiéndole de la lanza,
le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta
manera:
—Anda, caballero que mal andes; por el Dios que
crióme, que, si no dejas coche, así te matas como estás
ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho sosie-
go le respondió:
—Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera
castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
—¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cris-
tiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto
verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por
mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra di-
ces cosa.
—Ahora lo veredes, dijo Agrajes —respondió Don
Quijote.
Y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y em-
brazó su rodela, y arremetió al vizcaíno, con determina-
ción de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir,
aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las
malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer
otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se
halló junto al coche, de donde pudo tomar una almoha-
122
da, que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para
el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás
gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque de-
cía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le
dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar
a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora
del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al
cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos
se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de
la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don Quijote
encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a
dársela sin defensa le abriera hasta la cintura. Don Quijo-
te, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe,
dio una gran voz, diciendo:
—¡Oh, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermo-
sura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer
a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se
halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien
de su rodela y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un
tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la
de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien enten-
dió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo
mesmo que Don Quijote; y, así, le aguardó bien cubierto
de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra
parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes
niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha
dicho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada
en alto, con determinación de abrirle por medio, y el viz-
caíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y afo-
rrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban
123
temerosos y colgados de lo que había de suceder de aque-
llos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora
del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil
votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de de-
voción de España, por que Dios librase a su escudero y a
ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero
está el daño de todo esto que en este punto y término
deja pendiente el autor desta historia esta batalla, discul-
pándose que no halló más escrito destas hazañas de Don
Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el
segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa
historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que
hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Man-
cha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios
algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y
así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin
desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favora-
ble, le halló del modo que se contará en la segunda parte.
124
CAPÍTULO IX
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que
el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
D ejamos en la primera parte desta historia
al valeroso vizcaíno y al famoso Don Quijote con las
espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furi-
bundos fendientes, tales, que, si en lleno se acertaban,
por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y
abrirían como una granada, y que en aquel punto tan du-
doso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin
que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo
que della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de
haber leído tan poco se volvía en disgusto, de pensar el
mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi
parecer faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa im-
posible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen
caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a car-
go el escrebir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó
a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las
gentes que van a sus aventuras, porque cada uno dellos
tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente
escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen;
125
126
y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que
le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y,
así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia
hubiese quedado manca y estropeada, y echaba la culpa
a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de
todas las cosas, el cual, o la tenía oculta, o consumida.
Por otra parte me parecía que, pues entre sus libros
se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos
y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia
debía de ser moderna, y que, ya que no estuviese escrita,
estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y de-
seoso de saber real y verdaderamente toda la vida y mila-
gros de nuestro famoso español Don Quijote de la Man-
cha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos
se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al
de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas,
de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y
de valle en valle; que si no era que algún follón, o algún
villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante
las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al
cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un
día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura como
la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y
otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Quijote
de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se
me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en
buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sé que
si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo
127
quedara falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi
dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcana de Toledo, llegó un
muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a
un sedero, y como yo soy aficionado a leer, aunque sean
los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho
vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y
puesto que aunque los conocía no los sabía leer, andu-
ve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete
semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más
antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó
uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él,
se comenzó a reír. Preguntéle yo que de qué se reía, y res-
pondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita
en el margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él,
sin dejar la risa, dijo:
—Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto:
“Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia
referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos
que otra mujer de toda la Mancha”.
Cuando yo oí decir “Dulcinea del Toboso”, quedé
atónito y suspenso, porque luego se me representó que
aquellos cartapacios contenían la historia de Don Quijo-
te. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el princi-
pio, y, haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo
en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de
la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador
arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular
128
el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título
del libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho
todos los papeles y cartapacios por medio real; que si él
tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien
se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la com-
pra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la
iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios,
todos los que trataban de Don Quijote, en lengua caste-
llana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga
que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fiel-
mente y con mucha brevedad; pero yo, por facilitar más
el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo,
le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la
tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural
la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, puestos en la
misma postura que la historia cuenta, levantadas las espa-
das, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada,
y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando
ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el
vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpetia, que,
sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinan-
te estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba Rocinante
maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan ate-
nuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado,
que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia
y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante.
Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a
su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía:
Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostra-
ba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas
129
largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza
y de Zancas; que con estos dos sobrenombres le llama al-
gunas veces la historia. Otras algunas menudencias había
que advertir; pero todas son de poca importancia y que
no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que
ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su
verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábi-
go, siendo muy propio de los de aquella nación ser men-
tirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se
puede entender haber quedado falto en ella que demasia-
do. Y ansí me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera
extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero,
parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal he-
cha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los histo-
riadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y
que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no
les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es
la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, ad-
vertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo
lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo
bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del
galgo de su autor, antes que por falta del sujeto. En fin, su
segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de
los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía
sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abis-
mo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el pri-
mero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno;
el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que, a no
130
volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera
bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las
aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que
para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de
su contrario, de modo que, aunque le acertó en el hom-
bro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo
aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada,
con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa rui-
na vino al suelo dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pue-
da contar ahora la rabia que entró en el corazón de nues-
tro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se
diga más sino que fue de manera, que se alzó de nuevo
en los estribos, y apretando más la espada en las dos ma-
nos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándo-
le de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin
ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una
montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la
boca, y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula
abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara con el
cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y
luego soltó los brazos, y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio
con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando Don Quijote,
y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha li-
gereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada
en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría
la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado, que no podía
responder palabra; y él lo pasara mal, según estaba ciego
Don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces
131
con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran
adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento
les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a
aquel su escudero. A lo cual Don Quijote respondió, con
mucho entono y gravedad:
—Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento
de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condi-
ción y concierto: y es que este caballero me ha de pro-
meter de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte
ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo
que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuen-
ta de lo que Don Quijote pedía, y sin preguntar quién
Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría
todo aquello que de su parte le fuese mandado.
—Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño,
puesto que me lo tenía bien merecido.
132
CAPÍTULO X
De los graciosos razonamientos que pasaron
entre Don Quijote y Sancho Panza su escudero
Y a en este tiempo se había levantado Sancho
Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes,
y había estado atento a la batalla de su señor Don Quijo-
te, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle
vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hi-
ciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo,
pues ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir
sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo, y antes que
subiese se hincó de rodillas delante dél y, asiéndole de la
mano, se la besó y le dijo:
—Sea vuestra merced servido, señor Don Quijote
mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigu-
rosa pendencia se ha ganado, que, por grande que sea, yo
me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien
como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió Don Quijote:
—Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las
a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de en-
crucijadas, y en las cuales no se gana otra cosa que sacar
rota la cabeza, o una oreja menos. Tened paciencia, que
aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda ha-
cer gobernador, sino más adelante.
133
134
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la
mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Ro-
cinante, y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a
su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar más
con las del coche, se entró por un bosque que allí junto
estaba. Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento;
pero caminaba tanto Rocinante, que, viéndose quedar
atrás, le fue forzoso dar voces a su amo, que se aguardase.
Hízolo así Don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegan-
do, le dijo:
—Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer
a alguna iglesia; que, según quedó maltrecho aquel con
quien os combatistes, no será mucho que den noticia del
caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha
de sudar el hopo.
—Calla —dijo Don Quijote —. Y ¿dónde has visto
tú, o leído jamás, que caballero andante haya sido puesto
ante la justicia, por más homicidios que hubiese come-
tido?
—Yo no sé nada de omecillos —respondió Sancho—,
ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la Santa Her-
mandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y
en esotro no me entremeto.
—Pues no tengas pena, amigo —respondió Don Qui-
jote —; que yo te sacaré de las manos de los caldeos,
cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu
vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo
descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que
tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento
135
en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en
el derribar?
—La verdad sea —respondió Sancho— que yo no he
leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escre-
bir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo
que vuestra merced yo no le he servido en todos los días
de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se
paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra
merced es que se cure; que le va mucha sangre de esa
oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco
en las alforjas.
—Todo eso fuera bien excusado —respondió Don
Quijote — si a mí se me acordara de hacer una redoma
del bálsamo de Fierabrás; que con sola una gota se aho-
rraran tiempo y medicinas.
—¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? —dijo Sancho
Panza.
—Es un bálsamo —respondió Don Quijote — de quien
tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener
temor a la muerte ni hay pensar morir de ferida alguna.
Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que ha-
cer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han
partido por medio del cuerpo —como muchas veces suele
acontecer—, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere
caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la san-
gre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en
la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo.
Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo
que he dicho, y verásme quedar más sano que una man-
zana.
—Si eso hay —dijo Panza—, yo renuncio desde aquí
al gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa
136
en pago de mis muchos y buenos servicios sino que vues-
tra merced me dé la receta de ese extremado licor; que
para mí tengo que valdrá la onza adonquiera más de a dos
reales, y no he menester yo más para pasar esta vida hon-
rada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene
mucha costa el hacelle.
—Con menos de tres reales se pueden hacer tres
azumbres —respondió Don Quijote.
—¡Pecador de mí! —replicó Sancho—. ¿Pues a qué
aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
—Calla, amigo —respondió Don Quijote—; que ma-
yores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes ha-
certe; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más
de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas
cuando Don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó per-
der el juicio, y, puesta la mano en la espada y alzando los
ojos al cielo, dijo:
—Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a
los santos cuatro Evangelios, donde más largamente es-
tán escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués
de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobri-
no Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni
con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no
me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar en-
tera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
—Advierta vuestra merced, señor Don Quijote, que si
el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a
presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá
cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no
comete nuevo delito.
137
—Has hablado y apuntado muy bien —respondió Don
Quijote—; y así, anulo el juramento en cuanto lo que
toca a tomar de él nueva venganza; pero hágole y confír-
mole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto
que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta
a algún caballero. Y no pienses, Sancho, que así a humo
de pajas hago esto; que bien tengo a quien imitar en ello;
que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de
Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
—Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos,
señor mío —replicó Sancho—; que son muy en daño de
la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, díga-
me ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre
armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cum-
plir el juramento, a despecho de tantos inconvenientes
e incomodidades, como será el dormir vestido, y el no
dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía
el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua,
que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vues-
tra merced bien, que por todos estos caminos no andan
hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo
no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en
todos los días de su vida.
—Engáñaste en eso —dijo Don Quijote —; porque
no habremos estado dos horas por estas encrucijadas,
cuando veamos más armados que los que vinieron sobre
Albraca, a la conquista de Angélica la Bella.
—Alto, pues; sea ansí —dijo Sancho—, y a Dios praz-
ga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de
ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo
luego.
138
—Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado
alguno: que cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Di-
namarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al
dedo, y más que, por ser en tierra firme, te debes más ale-
grar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes
algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego
en busca de algún castillo donde alojemos esta noche y
hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto a
Dios que me va doliendo mucho la oreja.
—Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso, y no
sé cuántos mendrugos de pan —dijo Sancho—; pero
no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero
como vuestra merced.
—¡Qué mal lo entiendes! —respondió Don Quijo-
te—; hágote saber, Sancho, que es honra de los caballe-
ros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea
de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hicie-
ra cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que
aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado
hecha relación de que los caballeros andantes comiesen,
si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les
hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aun-
que se deja entender que no podían pasar sin comer y
sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque,
en efecto, eran hombres como nosotros, hase de enten-
der también que andando lo más del tiempo de su vida
por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más
ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las
que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te
congoje lo que a mí me da gusto, ni quieras tú hacer mun-
do nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios.
139
—Perdóneme vuestra merced —dijo Sancho—; que
como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he dicho,
no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeres-
ca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo
género de fruta seca para vuestra merced, que es caballe-
ro, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas
volátiles y de más sustancia.
—No digo yo, Sancho —replicó Don Quijote —, que
sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa
sino esas frutas que dices; sino que su más ordinario sus-
tento debía de ser dellas, y que algunas yerbas que ha-
llaban por los campos, que ellos conocían, y yo también
conozco.
—Virtud es —respondió Sancho— conocer esas yer-
bas; que, según yo me voy imaginando, algún día será
menester usar de ese conocimiento.
Y sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los
dos en buena paz y compaña. Pero, deseosos de buscar
donde alojar aquella noche, acabaron con mucha bre-
vedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo,
y diéronse priesa por llegar a poblado antes que anoche-
ciese; pero faltóles el sol, y la esperanza de alcanzar lo
que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y
así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesa-
dumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento
para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle
que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesi-
vo que facilitaba la prueba de su caballería.
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CAPÍTULO XI
De lo que le sucedió a Don Quijote con unos cabreros
F ue recogido de los cabreros con buen ánimo,
y habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado
a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despe-
dían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fue-
go en un caldero estaban; y aunque él quisiera en aquel
mesmo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del
caldero al estómago, lo dejó de hacer porque los cabre-
ros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas
pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica
mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena
voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de
las pieles seis dellos, que eran los que en la majada ha-
bía, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a
Don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto
del revés le pusieron. Sentóse Don Quijote, y quedába-
se Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
—Por que veas, Sancho, el bien que en sí encierra la
andante caballería y cuán a pique están los que en cual-
quiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente
a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí
a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y
141
142
que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y na-
tural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo
bebiere: porque de la caballería andante se puede decir lo
mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
—¡Gran merced! —dijo Sancho—, pero sé decir a
vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan
bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como
sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir ver-
dad, mucho mejor me sabe de lo que como en mi rin-
cón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla,
que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso
mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no
estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas
que la soledad y la libertad traen consigo. Ansí que, señor
mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por
ser ministro y adherente de la caballería andante, como
lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas
en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho;
que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las renun-
cio para desde aquí al fin del mundo.
—Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se
humilla, Dios le ensalza.
Y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se
sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escu-
deros y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que
comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho
donaire y gana embaulaban tasajo como el puño. Acaba-
do el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran
cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron
un medio queso, más duro que si fuera hecho de argama-
143
sa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba
a la redonda tan a menudo —ya lleno, ya vacío, como
arcaduz de noria—, que con facilidad vació un zaque de
dos que estaban de manifiesto. Después que Don Quijote
hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de be-
llotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz
a semejantes razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los
antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en
ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se
estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga algu-
na, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban
estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa
edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario
para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo
que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas,
que liberalmente les estaban convidando con su dulce y
sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en
magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas
les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco
de los árboles formaban su república las solícitas y dis-
cretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés
alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los va-
lientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que
el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que
se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas
sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias
del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo con-
cordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo
arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas
las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese
144
hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la po-
seían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y
en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menes-
ter para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere
y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos
de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y
la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de
algunas hojas verdes de lampazos y yedra, entretejidas,
con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como
van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado.
Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma
simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que
ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras
para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la ma-
licia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se
estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar
ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora
la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún
no se había sentado en el entendimiento del juez, por-
que entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzga-
do. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la
ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y
su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ago-
ra, en estos nuestros detestables siglos, no está segura
ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto,
como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por
el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la
amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogi-
145
miento al traste. Para cuya seguridad, andando más los
tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden
de los caballeros andantes, para defender las doncellas,
amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los me-
nesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a
quien agradezco el gasajo y buen acogimiento que hacéis
a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están
todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros
andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta
obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga —que se pudiera muy bien ex-
cusar— dijo nuestro caballero, porque las bellotas que
le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y an-
tojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros,
que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le
estuvieron escuchando. Sancho asimesmo callaba y co-
mía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque,
que, por que se enfriase el vino, le tenían colgado de un
alcornoque.
Más tardó en hablar Don Quijote que en acabarse la
cena; al fin de la cual uno de los cabreros dijo:
—Para que con más veras pueda vuestra merced decir,
señor caballero andante, que le agasajamos con pronta
y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con
hacer que cante un compañero nuestro que no tardará
mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y
muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y
es músico de un rabel, que no hay más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando
llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el
146
que le tañía, que era un mozo de hasta veintidós años,
de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si
había cenado, y respondiendo que sí, el que había hecho
los ofrecimientos le dijo:
—De esta manera, Antonio, bien podrás hacernos pla-
cer de cantar un poco, por que vea este señor huésped
que tenemos que también por los montes y selvas hay
quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habili-
dades y deseamos que las muestres y nos saques verdade-
ros; y, así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el
romance de tus amores, que te compuso el beneficiado tu
tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
—Que me place —respondió el mozo.
Y sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de
una desmochada encina, y, templando su rabel, de allí a
poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo
desta manera:
Antonio
—Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
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Mas allá, entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
148
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
“Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio.
Merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al amor mismo”.
Desmentila, y enojose;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón;
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella:
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro
por el santo más bendito
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto: y aunque Don
Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió
Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para
oír canciones. Y, ansí, dijo a su amo:
—Bien puede vuestra merced acomodarse desde lue-
go adonde ha de posar esta noche; que el trabajo que es-
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tos buenos hombres tienen todo el día no permite que
pasen las noches cantando.
—Ya te entiendo, Sancho —le respondió Don Quijote
—; que bien se me trasluce que las visitas del zaque pi-
den más recompensa de sueño que de música.
—A todos nos sabe bien, bendito sea Dios —respon-
dió Sancho.
—No lo niego —replicó Don Quijote —; pero acomó-
date tú donde quisieres; que los de mi profesión mejor
parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, se-
ría bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que
me va doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba, y, viendo uno de
los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena; que él
pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y toman-
do algunas hojas de romero, de mucho que por allí había,
las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándose-
las a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no
había menester otra medicina, y así fue la verdad.
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CAPÍTULO XII
De lo que contó un cabrero a los que estaban
con Don Quijote
E stando en esto, llegó otro mozo de los que les
traían del aldea el bastimento, y dijo:
—¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
—¿Cómo lo podemos saber? —respondió uno dellos.
—Pues sabed —prosiguió el mozo— que murió esta
mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisós-
tomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella
endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico,
aquella que se anda en hábito de pastora por esos andu-
rriales.
—¿Por Marcela dirás? —dijo uno.
—Por ésa digo —respondió el cabrero—. Y es lo bue-
no que mandó en su testamento que le enterrasen en el
campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña
donde está la fuente del alcornoque, porque, según es
fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio
la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que
los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni
es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A
todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el
estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se
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152
ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó manda-
do Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado;
mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y to-
dos los pastores sus amigos quieren, y mañana le vienen
a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo
para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no
dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
—Todos haremos lo mesmo —respondieron los ca-
breros—, y echaremos suertes a quién ha de quedar a
guardar las cabras de todos.
—Bien dices, Pedro —dijo uno de ellos—; aunque no
será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré
por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad
mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro
día me pasó este pie.
—Con todo eso, te lo agradecemos —respondió
Pedro.
Y Don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era
aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió
que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico,
vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual
había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo
de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy
sabio y muy leído. Principalmente decían que sabía la
ciencia de las estrellas, y de lo que pasan allá en el cielo el
Sol y la Luna, porque puntualmente nos decía el cris del
Sol y de la Luna.
—Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse
esos dos luminares mayores —dijo Don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su
cuento diciendo:
153
—Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año
abundante o estil.
—Estéril queréis decir, amigo —dijo Don Quijote.
—Estéril o estil —respondió Pedro—, todo se sale
allá. Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y
sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque ha-
cían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: “Sembrad este
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos
y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres
siguientes no se cogerá gota”.
—Esa ciencia se llama astrología —dijo Don Quijote.
—No sé yo cómo se llama —replicó Pedro—; mas sé
que todo esto sabía, y aún más. Finalmente, no pasaron
muchos meses después que vino de Salamanca, cuando
un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pe-
llico, habiéndose quitado los hábitos largos que como
escolar traía, y juntamente se vistió con él de pastor otro
su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su
compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir cómo
Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer
coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche
del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios,
que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y to-
dos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar
vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos
escolares, quedaron admirados, y no podían adivinar la
causa que les había movido a hacer aquella tan extraña
mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nues-
tro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad
de hacienda, ansí en mueblos como en raíces, y en no
pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran
cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor
154
de soluto, y en verdad que todo lo merecía: que era muy
buen compañero, y caritativo, y amigo de los buenos, y
tenía una cara como una bendición. Después se vino a
entender que el haberse mudado de traje no había sido
por otra cosa que por andarse por estos despoblados en
pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró
denantes, de la cual se había enamorado el pobre difunto
de Grisóstomo. Y quiéroos decir agora, porque es bien
que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá,
no habréis oído semejante cosa en todos los días de vues-
tra vida, aunque viváis más años que sarna.
—Decid Sarra —replicó Don Quijote, no pudiendo
sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
—Harto vive la sarna —respondió Pedro—; y si es,
señor, que me habéis de andar zahiriendo a cada paso los
vocablos, no acabaremos en un año.
—Perdonad, amigo —dijo Don Quijote —; que por
haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero
vos respondistes muy bien, porque vive más sarna que
Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré
más en nada.
—Digo, pues, señor mío de mi alma —dijo el cabre-
ro—, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico
que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo,
y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes rique-
zas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la
más honrada mujer que hubo en todos estos contornos.
No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del
un cabo tenía el Sol y del otro la Luna; y, sobre todo, ha-
cendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe
de estar su ánima a la hora de ahora gozando de Dios en
el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer
155
murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela,
muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y be-
neficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belle-
za, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo
muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le había de
pasar la de la hija. Y así fue que cuando llegó a edad de
catorce a quince años nadie la miraba que no bendecía a
Dios, que tan hermosa la había criado, y los más queda-
ban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío
con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con
todo esto, la fama de su mucha hermosura se extendió
de manera que así por ella como por sus muchas rique-
zas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los
de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos,
era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese
por mujer. Mas él, que a las derechas es buen cristiano,
aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad,
no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de
la moza dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto
en más de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen
sacerdote; que quiero que sepa, señor andante, que en
estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmu-
ra; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de
ser demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus fe-
ligreses a que digan bien dél, especialmente en las aldeas.
—Así es la verdad —dijo Don Quijote —, y proseguid
adelante; que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro,
le contáis con muy buena gracia.
—La del Señor no me falte, que es la que hace al caso.
Y en lo que demás sabréis que, aunque el tío proponía a
156
la sobrina y le decía las calidades de cada uno, en parti-
cular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole
que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió
otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que,
por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder llevar
la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer,
justas excusas, dejaba el tío de importunarla y esperaba a
que entrase algo más en edad y ella supiese escoger com-
pañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que
no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su
voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que re-
manece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y,
sin ser parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo des-
aconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas
del lugar y dio en guardar su mismo ganado. Y así como
ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto,
no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos,
hidalgos y labradores, han tomado el traje de Grisóstomo
y la andan requebrando por esos campos; uno de los cua-
les, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual de-
cían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense
que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan
suelta y de tan poco o de ningún recogimiento, que por
eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menos-
cabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigi-
lancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven
y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá
alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de al-
canzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva
de la compañía y conversación de los pastores, y los trata
cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su in-
tención cualquiera de ellos, aunque sea tan justa y santa
157
como la del matrimonio, los arroja de sí como con un tra-
buco. Y con esta manera de condición hace más daño en
esta tierra que si por ella entrara la pestilencia; porque su
afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la
tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño
los conduce a términos de desesperarse, y, así, no saben
qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida,
con otros títulos a éste semejantes, que bien la calidad de
su condición manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor,
algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con
los lamentos de los desengañados que la siguen. No está
muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de
altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no
tenga grabado y escrito el nombre de Marcela, y encima
de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como
si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y
la merece de toda la hermosura humana. Aquí sospira un
pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas cancio-
nes, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas
las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o
peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y
transportado en sus pensamientos, le halló el Sol a la ma-
ñana, y cuál hay que sin dar vado ni tregua a sus suspiros,
en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano,
tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al pia-
doso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos,
libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela, y
todos los que la conocemos estamos esperando en qué
ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha
de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de her-
mosura tan extremada. Por ser todo lo que he contado
tan averiguada verdad, me doy a entender que también
158
lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de
la muerte de Grisóstomo. Y así os aconsejo, señor, que no
dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de
ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está
deste lugar a aquel donde manda enterrarse media legua.
—En cuidado me lo tengo —dijo Don Quijote—, y
agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narra-
ción de tan sabroso cuento.
—¡Oh! —replicó el cabrero—. Aun no sé yo la mitad
de los casos sucedidos a los amantes de Marcela; mas po-
dría ser que mañana topásemos en el camino algún pas-
tor que nos los dijese. Y por ahora, bien será que os vais
a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría
dañar la herida; puesto que es tal la medicina que se os
ha puesto, que no hay que temer de contrario accidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar
del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase
a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más
de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulci-
nea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Pan-
za se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió,
no como enamorado desfavorecido, sino como hombre
molido a coces.
CAPÍTULO XIII
Donde se da fin al cuento de la pastora
Marcela, con otros sucesos
M as apenas comenzó a descubrirse el día por
los balcones del Oriente, cuando los cinco de los
seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a Don
Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir
a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le ha-
rían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba,
se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase
al jumento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con
la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hu-
bieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de
una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores,
vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno
un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos,
asimismo, dos gentiles hombres de a caballo, muy bien
aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que
los acompañaban. En llegándose a juntar se saludaron
cortésmente, y, preguntándose los unos a los otros dón-
de iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del
entierro, y así, comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
159
160
—Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por
bien empleada la tardanza que hiciéremos, en ver este
famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, se-
gún estos pastores nos han contado extrañezas, ansí del
muerto pastor como de la pastora homicida.
—Así me lo parece a mí —respondió Vivaldo—; y no
digo yo hacer tardanza de un día; pero de cuatro la hicie-
ra, a trueco de verle.
Preguntóles Don Quijote qué era lo que habían oído de
Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella
madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y
que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían
preguntado la ocasión por que iban de aquella manera;
que uno de ellos se lo contó, contando la extrañeza y her-
mosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de
muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Gri-
sóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo
que Pedro a Don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el
que se llamaba Vivaldo a Don Quijote qué era la ocasión
que le movía a andar armado de aquella manera por tie-
rra tan pacífica. A lo cual respondió Don Quijote:
—La profesión de mi ejercicio no consiente ni permi-
te que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo
y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos;
mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron
e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros
andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor
de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por
loco; y por averiguarlo más y ver qué género de locura era
161
el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que qué quería decir
caballeros andantes.
—¿No han vuestras mercedes leído —respondió Don
Quijote — los anales e historias de Ingalaterra, donde se
tratan las famosas hazañas del rey Arturo, que común-
mente en nuestro romance castellano llamamos el rey Ar-
tus, de quien es tradición antigua y común en todo aquel
reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que,
por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y que,
andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su
reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel
tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella
famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla
Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que
allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina
Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan
honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan
sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino.
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amo-
rosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en
mano, fue aquella orden de caballería extendiéndose y
dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en
ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valien-
te Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la
quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania,
162
y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi
que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al
invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia.
Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he
dicho es la orden de su caballería; en la cual, como otra
vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y
lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso
yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados bus-
cando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi
brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me
deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo acabaron de enterarse los
caminantes que era Don Quijote falto de juicio y del gé-
nero de locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la
mesma admiración que recibían todos aquellos que de
nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era
persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin
pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba,
al llegar a la sierra del entierro quiso darle ocasión a que
pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
—Paréceme, señor caballero andante, que vuestra
merced ha profesado una de las más estrechas profesio-
nes que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los
frailes cartujos no es tan estrecha.
—Tan estrecha bien podía ser —respondió nuestro
Don Quijote —; pero tan necesaria en el mundo no estoy
en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir
verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución
lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que
se lo ordena. Quiero decir, que los religiosos, con toda
paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los
soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
163
piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y
filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al
cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos
del Sol en el verano y de los erizados yelos del invierno.
Así, que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos
por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las co-
sas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no
se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y
trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen,
sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz
y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco
pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento,
que es tan buen estado el de caballero andante como el
del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporrea-
do, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojo-
so; porque no hay duda sino que los caballeros andantes
pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su
vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor
de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y
de su sudor, y que si a los que a tal grado subieron les fal-
taran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos
quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engaña-
dos de sus esperanzas.
—De ese parecer estoy yo —replicó el caminante—;
pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de
los caballeros andantes, y es: que cuando se ven en oca-
sión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que
se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel
instante de acometella se acuerdan de encomendarse a
Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peli-
164
gros semejantes; antes se encomiendan a sus damas, con
tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios; cosa
que me parece que huele algo a gentilidad.
—Señor —respondió Don Quijote —, eso no puede
ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el ca-
ballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en uso
y costumbre en la caballería andantesca que el caballero
andante que al acometer algún gran fecho de armas tu-
viese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y
amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y
ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie
le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dien-
tes, en que de todo corazón se le encomiende; y desto te-
nemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha
de entender por esto que han de dejar de encomendarse
a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el
discurso de la obra.
—Con todo eso —replicó el caminante—, me queda
un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se tra-
ban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en
otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caba-
llos, y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más
ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar, y
en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; y lo
que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las
ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de
parte a parte, y al otro le viene también, que, a no tenerse
a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y
no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse
a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor
fuera que las palabras que en la carrera gastó encomen-
dándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba
165
obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para
mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a
quien encomendarse, porque no todos son enamorados.
—Eso no puede ser —respondió Don Quijote—: digo
que no puede ser que haya caballero andante sin dama,
porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser ena-
morados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro
que no se haya visto historia donde se halle caballero an-
dante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin
ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bas-
tardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha,
no por la puerta, sino por las bardas, como salteador, y
ladrón.
—Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si
mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, herma-
no del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama se-
ñalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto,
no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso
caballero.
A lo cual respondió nuestro Don Quijote:
—Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto
más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy
bien enamorado, fuera que aquello de querer a todas bien
cuantas bien le parecían, era condición natural, a quien
no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado
está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho
señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a
menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto
caballero.
—Luego si es de esencia que todo caballero andante
haya de ser enamorado —dijo el caminante—, bien se
puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la pro-
166
fesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan
secreto como don Galaor, con las veras que puedo le su-
plico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos
diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama;
que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo
sepa que es querida y servida de un tal caballero como
vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro Don Quijote, y dijo:
—Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o
no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir,
respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me
pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso,
un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos ha de ser
de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura,
sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos
todos los imposibles y quiméricos atributos de belle-
za que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son
oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo,
sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas
sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil
sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista
humana encubrió la honestidad son tales, según yo pien-
so y entiendo, que sólo la discreta consideración puede
encarecerlas, y no compararlas.
—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber —re-
plicó Vivaldo.
A lo cual respondió Don Quijote:
—No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones
romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de
los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de
los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas,
Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces
167
y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y
Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de
Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje,
aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio
a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se
me replique en esto, si no fuere con las condiciones que
puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando,
que decía:
Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
—Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo —
respondió el caminante—, no le osaré yo poner con el
del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad,
semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
—¡Como eso no habrá llegado! —replicó Don Qui-
jote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la
plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pas-
tores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro
Don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su
amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole
conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo
era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, por-
que nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás
a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso. En estas
pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos
altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, to-
dos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con
guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de
tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas,
168
cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo
cual visto por uno de los cabreros, dijo:
—Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo
de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar
donde él mandó que le enterrasen.
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya
los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cua-
tro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura,
a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente, y luego
Don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar
las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuer-
po muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de
treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había
sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrede-
dor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y mu-
chos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto mira-
ban como los que abrían la sepultura, y todos los demás
que allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta
que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
—Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisós-
tomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente se cum-
pla lo que dejó mandado en su testamento.
—Éste es —respondió Ambrosio—; que muchas ve-
ces en él me contó mi desdichado amigo la historia de
su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a
aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue tam-
bién donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan
honesto como enamorado, y allí fue, la última vez, donde
Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que
puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en me-
169
moria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en
las entrañas del eterno olvido.
Y volviéndose a Don Quijote y a los caminantes, pro-
siguió diciendo:
—Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis
mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo
puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo de
Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cor-
tesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad, mag-
nífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y,
finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin
segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien,
fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera,
importunó a un mármol; corrió tras el viento; dio voces
a la soledad; sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por
premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera
de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procura-
ba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes,
cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mi-
rando, si él no me hubiera mandado que los entregara al
fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
—De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos —
dijo Vivaldo— que su mesmo dueño, pues no es justo ni
acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que or-
dena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera
bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en eje-
cución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento
mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuer-
po de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos
al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien
que vos cumpláis como indiscreto: antes haced, dando la
vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de
170
Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que
están por venir, a los vivientes, para que se aparten y hu-
yan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y
los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamora-
do y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra y
la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar
de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar
cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Gri-
sóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que
tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el
desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche su-
pimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había
de ser enterrado, y así, de curiosidad y de lástima, deja-
mos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver
con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y
en pago desta lástima, y del deseo que en nosotros na-
ció de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto
Ambrosio!, a lo menos, yo te lo suplico de mi parte, que,
dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos
dellos.
Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la
mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; vien-
do lo cual Ambrosio, dijo:
—Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con
los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de
abrasar los que quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían,
abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título: Can-
ción desesperada. Oyólo Ambrosio, y dijo:
—Ése es el último papel que escribió el desdichado; y
por que veáis, señor, en el término que le tenían sus des-
171
venturas, leedle de modo que seáis oído; que bien os dará
lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.
—Eso haré yo de muy buena gana —dijo Vivaldo.
Y como todos los circunstantes tenían el mesmo de-
seo, se le pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara,
vio que así decía:
172
CAPÍTULO XIV
Donde se ponen los versos desesperados del difunto
pastor, con otros no esperados sucesos
Canción de Grisóstomo
Y a que quieres, cruel, que se publique
de lengua en lengua y de una en otra gente
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
173
174
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentirle arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para cantalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas,
o ya en oscuros valles o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el Sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano.
Que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
175
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto,
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos! ponedme un hierro en estas manos.
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas ¡ay de mí! Que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y porque nunca espere
176
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de Amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de como alegre a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta
descubre que el fin mío fue tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
177
Tántalo con su sed: Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egión no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto,
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
—si ya a un desesperado son debidas—
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo, a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstruos,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues, que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la can-
ción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó dijo que
no le parecía que conformaba con la relación que él había
oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se
quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia,
todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Mar-
cela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sa-
bía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
—Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que
sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción
178
estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausenta-
do por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de
sus ordinarios fueros; y como al enamorado ausente no
hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcan-
ce, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y
las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con
esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de
la bondad de Marcela; a la cual, fuera de ser cruel, y un
poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la mesma envi-
dia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
—Así es la verdad —respondió Vivaldo.
Y queriendo leer otro papel de los que había reserva-
do del fuego, lo estorbó una maravillosa visión —que tal
parecía ella— que improvisamente se les ofreció a los
ojos; y fue que por cima de la peña donde se cavaba la
sepultura pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que
pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces
no la habían visto la miraban con admiración y silencio;
y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron
menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas
apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de
ánimo indignado le dijo:
—¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas
montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heri-
das deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida, o
vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición,
o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el
incendio de su abrasada Roma, o a pisar arrogante este
desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello
de que más gustas; que por saber yo que los pensamien-
tos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida,
179
haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aque-
llos que se llamaron sus amigos.
—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que
has dicho —respondió Marcela—, sino a volver por mí
misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos
aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo
me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me
estéis atentos: que no será menester mucho tiempo, ni
gastar muchas palabras, para persuadir una verdad a los
discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermo-
sa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a
que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que
me mostráis, decís, y aun queréis que esté yo obligada
a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que
Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas
no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo
que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más,
que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese
feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal
el decir: “Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque
sea feo”. Pero, puesto caso que corran igualmente las her-
mosuras, no por eso han de correr iguales los deseos; que
no todas las hermosuras enamoran; que algunas alegran
la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas
enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades
confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de pa-
rar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infini-
tos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el
verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no
forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué
queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no
más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si
180
como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera jus-
to que me quejara de vosotros porque no me amábades?
Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí
la hermosura que tengo: que, tal cual es, el cielo me la
dio de gracia, sin yo pedirla ni escogella. Y así como la
víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene,
puesto que con ella mata, por habérsela dado Naturaleza,
tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa;
que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego
apartado, o como la espada aguda: que ni él quema ni ella
corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes
son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo
sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es
una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y
hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por
hermosa, por corresponder a la intención de aquel que,
por solo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias pro-
cura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre
escogí la soledad de los campos: los árboles destas mon-
tañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos,
mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico
mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y es-
pada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he
desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan
con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisósto-
mo ni a otro alguno, el fin de ninguno de ellos, bien se
puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad.
Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamien-
tos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos,
digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava
su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le
dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que
181
sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los des-
pojos de mi hermosura; y si él, con todo este desenga-
ño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el
viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo
de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le con-
tentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto.
Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mi-
rad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la
culpa! Quéjese el engañado; desespérese aquel a quien
le faltaron las prometidas esperanzas; confíese el que yo
llamare; ufánese el que yo admitiere; pero no me llame
cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño,
llamo ni admito. El cielo aún hasta ahora no ha querido
que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar
por elección es excusado. Este general desengaño sirva
a cada uno de los que me solicitan de su particular pro-
vecho; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por
mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque
quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos, que los
desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El
que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudi-
cial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que
desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga;
que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta
desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá
en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impa-
ciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi ho-
nesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con
la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la
pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo,
como sabéis, sí tengo riquezas propias, y no codicio las
ajenas; tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni
182
quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito
a aquél; ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro.
La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el
cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos
por término estas montañas, y si de aquí salen, es a
contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina
el alma a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna,
volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un
monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de
su discreción como de su hermosura, a todos los que allí
estaban. Y algunos dieron muestras —de aquellos que de
la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban
heridos— de quererla seguir, sin aprovecharse del mani-
fiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por Don
Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caba-
llería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta
la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles
voces, dijo:
—Ninguna persona, de cualquier estado y condición
que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena
de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado
con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa
que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena
vive de condescender con los deseos de ninguno de sus
amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser se-
guida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los
buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la
que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de Don Quijote, o
porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a
su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió
183
ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abra-
sados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en
ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerra-
ron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se aca-
baba una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar
hacer, con un epitafio que había de decir desta manera:
Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de Amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas
flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Am-
brosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y
su compañero, y Don Quijote se despidió de sus huéspe-
des y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese
con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar
aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofre-
cen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el
aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo
que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta
que hubiese despejado todas aquellas sierras de ladrones
malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas.
Viendo su buena determinación, no quisieron los cami-
nantes importunarle más, sino tornándose a despedir de
nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual
no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y
184
Grisóstomo como de las locuras de Don Quijote. El cual
determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle
todo lo que él podía en su servicio; mas no le avino como
él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdade-
ra historia, dando aquí fin la segunda parte.
CAPÍTULO XV
Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó
Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses
C uenta el sabio Cide Hamete Benengeli que,
así como Don Quijote se despidió de sus huéspe-
des y de todos los que se hallaron al entierro del pastor
Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo
bosque donde vieron que se había entrado la pastora
Marcela; y, habiendo andado más de dos horas por él,
buscándola por todas partes, sin poder hallarla, vinieron
a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual
corría un arroyo apacible y fresco; tanto, que convidó y
forzó, a pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente
comenzaba ya a entrar. Apeáronse Don Quijote y Sancho
y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer
de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alfor-
jas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compañía,
amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron.
No se había curado Sancho de echar sueltas a Roci-
nante, seguro de que le conocía por tan manso y tan poco
rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no
le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y
el diablo —que no todas veces duerme—, que andaban
por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas
185
186
de unos harrieros yangüeses, de los cuales es costumbre
sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua, y
aquel donde acertó a hallarse Don Quijote era muy a pro-
pósito de los yangüeses. Sucedió, pues, que a Rocinante
le vino en deseo de refocilarse con las señoras hacas, y sa-
liendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre,
sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadi-
llo y se fue a comunicar su necesidad con ellas; mas ellas,
que, a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer
que de ál, recibiéronle con las herraduras y con los dien-
tes, de tal manera, que a poco espacio se le rompieron las
cinchas, y quedó sin silla, en pelota. Pero lo que él debió
más de sentir fue que, viendo los harrieros la fuerza que
a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos
palos le dieron, que le derribaron malparado en el suelo.
Ya en esto, Don Quijote y Sancho, que la paliza de Ro-
cinante habían visto, llegaban ijadeando, y dijo Don Qui-
jote a Sancho:
—A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballe-
ros, sino gente soez y de baja ralea. Dígolo, porque bien
me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio
que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
—¿Qué diablos de venganza hemos de tomar —res-
pondió Sancho—, si éstos son más de veinte, y nosotros
no más de dos, y aun quizá nosotros sino uno y medio?
—Yo valgo por ciento —replicó Don Quijote.
Y sin hacer más discursos echó mano a su espada y arre-
metió a los yangüeses, y lo mesmo hizo Sancho Panza, in-
citado y movido del ejemplo de su amo; y a las primeras
dio Don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió un sayo
de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
187
Los yangüeses, que se vieron maltratar de aquellos dos
hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus esta-
cas, y, cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menu-
dear sobre ellos con grande ahinco y vehemencia. Verdad
es que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo,
y lo mismo le avino a Don Quijote, sin que le valiese su
destreza y buen ánimo, y quiso su ventura que viniese a
caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levanta-
do: donde se echa de ver la furia con que machacan esta-
cas puestas en manos rústicas y enojadas. Viendo, pues,
los yangüeses el mal recado que habían hecho, con la ma-
yor presteza que pudieron cargaron su recua y siguieron
su camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y
de peor talante.
El primero que se resintió fue Sancho Panza; y hallán-
dose junto a su señor, con voz enferma y lastimada, dijo:
—¿Señor Don Quijote? ¡Ah, señor Don Quijote!
—¿Qué quieres, Sancho hermano? —respondió Don
Quijote, con el mesmo tono afeminado y doliente que
Sancho.
—Querría, si fuese posible —respondió Sancho Pan-
za—, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella
bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced ahí a
mano; quizá será de provecho para los quebrantamientos
de huesos, como lo es para las feridas.
—Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos fal-
taba? —respondió Don Quijote—. Mas yo te juro, San-
cho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen
dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de
tener en mi poder, o mal me han de andar las manos.
—Pues ¿en cuántos le parece a vuestra merced que po-
dremos mover los pies? —replicó Sancho Panza.
188
—De mí sé decir —dijo el molido caballero Don Qui-
jote— que no sabré poner término a esos días. Mas yo
me tengo la culpa de todo; que no había de poner mano
a la espada contra hombres que no fuesen armados caba-
lleros, como yo; y así creo que en pena de haber pasado
las leyes de la caballería, ha permitido el dios de las ba-
tallas que se me diese este castigo. Por lo cual, Sancho
Panza, conviene que estés advertido en esto que ahora te
diré, porque importa mucho a la salud de entrambos; y
es que, cuando veas que semejante canalla nos hace algún
agravio, no aguardes a que yo ponga mano al espada para
ellos, porque no lo haré en ninguna manera; sino pon tú
mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor, que si en su
ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defen-
der, y ofendellos con todo mi poder; que ya habrás visto
por mil señales y experiencias hastadónde se extiende el
valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con el venci-
miento del valiente vizcaíno. Mas no le pareció tan bien
a Sancho Panza el aviso de su amo, que dejase de respon-
der diciendo:
—Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y
sé disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer y hi-
jos que sustentar y criar. Así, que séale a vuestra merced
también aviso, pues no puede ser mandato, que en ningu-
na manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni
contra caballero, y que desde aquí para delante de Dios
perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer,
ora me los haya hecho, o haga, o haya de hacer, persona
alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar,
estado ni condición alguna.
Lo cual, oído por su amo, le respondió:
189
—Quisiera tener aliento para poder hablar un poco
descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se
aplacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en el
error en que estás. Ven acá, pecador: si el viento de la for-
tuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuel-
ve, llevándonos las velas del deseo para que seguramente
y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las
ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti, si, ganán-
dola yo, te hiciese señor della? Pues lo vendrás a imposi-
bilitar, por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor
ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío.
Porque has de saber que en los reinos y provincias nue-
vamente conquistados nunca están tan quietos los áni-
mos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que
no se tengan temor de que han de hacer alguna novedad
para alterar de nuevo las cosas, y volver, como dicen, a
probar ventura; y así, es menester que el nuevo posesor
tenga entendimiento para saberse gobernar y valor para
ofender y defenderse en cualquiera acontecimiento.
—En este que ahora nos ha acontecido —respondió
Sancho—, quisiera yo tener ese entendimiento y ese va-
lor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre
hombre, que más estoy para bizmas que para pláticas.
Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos
a Rocinante, aunque no lo merece, porque él fue la cau-
sa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de
Rocinante; que le tenía por persona casta y tan pacífica
como yo. En fin, bien dicen que es menester mucho tiem-
po para venir a conocer las personas, y que no hay cosa
segura en esta vida —¿Quién dijera que tras de aquellas
tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel
190
desdichado caballero andante había de venir por la posta
y en seguimiento suyo esta tan grande tempestad de pa-
los que ha descargado sobre nuestras espaldas?
—Aun las tuyas, Sancho —replicó Don Quijote—, de-
ben de estar hechas a semejantes nublados; pero las mías,
criadas entre sinabafas y holandas, claro está que sentirán
más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque imagi-
no…, ¿qué digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas
incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas,
aquí me dejaría morir de puro enojo.
A esto replicó el escudero:
—Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de
la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy a
menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que acae-
cen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedare-
mos inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita mise-
ricordia no nos socorre.
—Sábete, amigo Sancho —respondió Don Quijo-
te—, que la vida de los caballeros andantes está sujeta
a mil peligros y desventuras, y ni más ni menos está en
potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes
y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en
muchos y diversos caballeros, de cuyas historias yo ten-
go entera noticia. Y pudiérate contar agora, si el dolor
me diera lugar, de algunos que sólo por el valor de su
brazo han subido a los altos grados que he contado, y
estos mesmos se vieron antes y después en diversas
calamidades y miserias: porque el valeroso Amadís de
Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcalaús
el encantador, de quien se tiene por averiguado que le
dio, teniéndole preso, más de doscientos azotes con las
riendas de su caballo, atado a una coluna de un patio.
191
Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que
dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una
cierta trampa, que se le hundió debajo de los pies, en
un cierto castillo, y al caer, se halló en una honda sima
debajo de tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron
una destas que llaman melecinas, de agua de nieve y are-
na, de lo que llegó muy al cabo; y si no fuera socorrido
en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo
pasara muy mal el pobre caballero. Ansí que bien puedo
yo pasar entre tanta buena gente; que mayores afrentas
son las que éstos pasaron que no las que ahora nosotros
pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no
afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que
acaso se hallan en las manos, y esto está en la ley del
duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero
da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que
verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda
apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque
no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia
molidos, quedamos afrentados: porque las armas que
aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no
eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se
me acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.
—No me dieron a mí lugar —respondió Sancho— a
que mirase en tanto; porque apenas puse mano a mi ti-
zona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos,
de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza
de los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde
no me da pena alguna el pensar si fue afrenta o no lo de
los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que
me han de quedar tan impresos en la memoria como en
las espaldas.
192
—Con todo eso, te hago saber, hermano Panza —re-
plicó Don Quijote—, que no hay memoria a quien el
tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.
—Pues ¿qué mayor desdicha puede ser —replicó Pan-
za— de aquella que aguarda al tiempo que la consuma y
a la muerte que la acabe? Si esta nuestra desgracia fuera
de aquellas que con un par de bizmas se curan, aun no
tan malo; pero voy viendo que no han de bastar todos los
emplastos de un hospital para ponerlas en buen término
siquiera.
—Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho —
respondió Don Quijote—, que así haré yo, y veamos
cómo está Rocinante; que, a lo que me parece, no le ha
cabido al pobre la menor parte desta desgracia.
—No hay de qué maravillarse deso —respondió San-
cho—, siendo él tan buen caballero andante; de lo que yo
me maravillo es de que mi jumento haya quedado libre y
sin costas donde nosotros salimos sin costillas.
—Siempre deja la ventura una puerta abierta en las
desdichas, para dar remedio a ellas —dijo Don Quijo-
te—. Dígolo, porque esa bestezuela podrá suplir ahora la
falta de Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún
castillo donde sea curado de mis feridas. Y más, que no
tendré a deshonra la tal caballería, porque me acuerdo
haber leído que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo
del alegre dios de la risa, cuando entró en la ciudad de las
cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy
hermoso asno.
—Verdad será que él debía de ir caballero, como vues-
tra merced dice —respondió Sancho—; pero hay grande
diferencia del ir caballero al ir atravesado como costal de
basura.
193
A lo cual respondió Don Quijote:
—Las feridas que se reciben en las batallas antes dan
honra que la quitan; así que, Panza amigo, no me repli-
ques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor
que pudieres, y ponme de la manera que más te agradare
encima de tu jumento, y vamos de aquí, antes que la no-
che venga y nos saltee en este despoblado.
—Pues yo he oído decir a vuestra merced —dijo Pan-
za— que es muy de caballeros andantes el dormir en los
páramos y desiertos lo más del año, y que lo tienen a mu-
cha ventura.
—Eso es —dijo Don Quijote— cuando no pueden
más o cuando están enamorados; y es tan verdad esto,
que ha habido caballero que se ha estado sobre una peña,
al sol, y a la sombra, y a las inclemencias del cielo, dos
años, sin que lo supiese su señora. Y uno déstos fue Ama-
dís, cuando, llamándose Beltenebros, se alojó en la Peña
Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses; que no estoy
muy bien en la cuenta: basta que él estuvo allí haciendo
penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo la señora
Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que
suceda otra desgracia al jumento, como a Rocinante.
—Aun ahí sería el diablo —dijo Sancho.
Y despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros y ciento
y veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído,
se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino,
como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y
con todo este trabajo aparejó su asno, que también había
andado algo destraído con la demasiada libertad de aquel
día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua
con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo
no le fueran en zaga. En resolución, Sancho acomodó a
194
Don Quijote sobre el asno, y puso de reata a Rocinante,
y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más a
menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino
real. Y la suerte que sus cosas de bien en mejor iba guian-
do, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le
deparó el camino, en el cual descubrió una venta, que a
pesar suyo y gusto de Don Quijote, había de ser castillo.
Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino cas-
tillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin aca-
barla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más
averiguación, con toda su recua.
CAPÍTULO XVI
De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en
la venta que él imaginaba ser castillo
E l ventero, que vio a Don Quijote atravesado en
el asno, preguntó a Sancho que qué mal traía. Sancho
le respondió que no era nada, sino que había dado una
caída de una peña abajo, y que venía algo brumadas las
costillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de la con-
dición que suelen tener las de semejante trato, porque
naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades
de sus prójimos; y así, acudió luego a curar a Don Quijote
y hizo que una hija suya, doncella, muchacha y de muy
buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en
la venta, asimismo, una moza asturiana, ancha de cara,
llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del
otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo
suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies
a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban,
la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera. Esta
gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron
una muy mala cama a Don Quijote, en un camaranchón
que, en otros tiempos, daba manifiestos indicios que ha-
bía servido de pajar muchos años; en la cual también alo-
jaba un harriero, que tenía su cama hecha un poco más
195
196
allá de la de nuestro Don Quijote. Y, aunque era de las
enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a
la de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas ta-
blas, sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que
en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no
mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento, en
la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de
cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisie-
ran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó Don Quijote, y luego
la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alum-
brándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y
como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a par-
tes a Don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes
que caída.
—No fueron golpes —dijo Sancho—; sino que la peña
tenía muchos picos y tropezones, y que cada uno había
hecho su cardenal.
Y también le dijo:
—Haga vuestra merced, señora, de manera que que-
den algunas estopas, que no faltará quien las haya me-
nester; que también me duelen a mí un poco los lomos.
—Desa manera —respondió la ventera—, también de-
bistes vos de caer.
—No caí —dijo Sancho Panza—; sino que, del sobre-
salto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me
duele a mí el cuerpo, que me parece que me han dado
mil palos.
—Bien podrá ser eso —dijo la doncella—; que a mí
me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una
torre abajo y que nunca se acababa de llegar al suelo, y
197
cuando despertaba del sueño hallarme tan molida y que-
brantada como si verdaderamente hubiera caído.
—Ahí está el toque, señora —respondió Sancho Pan-
za—: que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto
que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales
que mi señor Don Quijote.
—¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la astu-
riana Maritornes.
—Don Quijote de la Mancha —respondió Sancho
Panza—; y es caballero aventurero, y de los mejores y
más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en
el mundo.
—¿Qué es caballero aventurero? —replicó la moza.
—¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos?
—respondió Sancho Panza—. Pues sabed, hermana mía,
que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras
se ve apaleado y emperador: hoy está la más desdichada
criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana ten-
dría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.
—Pues ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor —
dijo la ventera—, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún
condado?
—Aún es temprano —respondió Sancho—, porque
no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras,
y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y
tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es
que, si mi señor Don Quijote sana desta herida o caída y
yo no quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas
con el mejor título de España.
Todas estas pláticas estaba escuchando, muy atento,
Don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, to-
mando de la mano a la ventera, le dijo:
198
—Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar
venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a
mi persona, que es tal, que si yo no la alabo es por lo que
suele decirse que la alabanza propia envilece; pero mi
escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que tendré eter-
namente escrito en mi memoria el servicio que me ha-
bedes fecho, para agradecéroslo mientras la vida me
durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no
me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos
de aquella fermosa ingrata que digo entre mis dientes:
que los desta fermosa doncella fueran señores de mi
libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Ma-
ritornes oyendo las razones del andante caballero, que así
las entendían como si hablara en griego, aunque bien al-
canzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y re-
quiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje, mirá-
banle y admirábanse y parecíales otro hombre de los que
se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones sus
ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó
a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.
Había el harriero concertado con ella que aquella no-
che se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra
de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo
sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto
le mandase. Y cuéntase de esta buena moza que jamás dio
semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las die-
se en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy
de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio
de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y
malos sucesos la habían traído a aquel estado. El duro,
estrecho, apocado y fementido lecho de Don Quijote, es-
199
taba, primero, en mitad de aquel estrellado establo, y lue-
go junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una
estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de
anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el
del harriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas
y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía,
aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era
uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el au-
tor desta historia, que deste arriero hace particular men-
ción, porque le conocía muy bien, y aun quieren decir
que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate
Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en
todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que que-
dan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las
quiso pasar en silencio; de donde podrán tomar ejemplo
los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan
corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios,
dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o
ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil
veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro
libro donde se cuenta los hechos del Conde Tomillas, y
con qué puntualidad lo describen todo! Digo, pues, que
después de haber visitado el arriero a su recua y dádole
el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a
esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho
bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo
consentía el dolor de sus costillas; y Don Quijote, con
el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había
otra luz que la que daba una lámpara, que colgada en me-
dio del portal ardía.
200
Esta maravillosa quietud y los pensamientos que siem-
pre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso
se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo
a la imaginación una de las extrañas locuras que buena-
mente imaginarse pueden; y fue que él se imaginó haber
llegado a un famoso castillo —que, como se ha dicho,
castillos eran a su parecer todas las ventas donde aloja-
ba—, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo,
la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y
prometido que aquella noche, a furto de sus padres, ven-
dría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda esta
quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera,
se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en
que su honestidad se había de ver, y propuso en su co-
razón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del
Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dueña
Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo
y la hora —que para él fue menguada— de la venida de
la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los ca-
bellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados
pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban, en
busca del harriero. Pero apenas llegó a la puerta, cuando
Don Quijote la sintió y, sentándose en la cama, a pesar
de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los bra-
zos para recibir a su fermosa doncella. La asturiana, que
toda recogida y callando iba con las manos delante bus-
cando a su querido, topó con los brazos de Don Quijote,
el cual la asió fuertemente de una muñeca y tirándola
hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar
sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella
era de harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delga-
201
do cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio;
pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orien-
tales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a cri-
nes, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia,
cuyo resplandor al del mismo Sol escurecía; y el aliento,
que sin duda alguna olía a ensalada fiambre y trasnocha-
da, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave
y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación,
de la misma traza y modo que había leído en sus libros
de la otra princesa que vino a ver el malferido caballero,
vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí
van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo,
que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la
buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran
hacer vomitar a otro que no fuera harriero; antes le pare-
cía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura.
Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le co-
menzó a decir:
—Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta se-
ñora, de poder pagar tamaña merced como la que con la
vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero
ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los
buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y
quebrantado, que, aunque de mi voluntad quisiera satis-
facer a la vuestra, fuera imposible. Y más, que se añade a
esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que
tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única seño-
ra de mis más escondidos pensamientos; que si esto no
hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero
que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que
vuestra gran bondad me ha puesto.
202
Maritornes estaba congojadísima y trasudando, de
verse tan asida de Don Quijote, y, sin entender ni estar
atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar
palabra desasirse. El bueno del harriero, a quien tenían
despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su
coima por la puerta, la sintió, estuvo atentamente escu-
chando todo lo que Don Quijote decía, y, celoso de que
la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue
llegando más al lecho de Don Quijote, y estúvose quedo
hasta ver en qué paraban aquellas razones que él no po-
día entender; pero como vio que la moza forcejaba por
desasirse y Don Quijote trabajaba por tenella, parecién-
dole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó tan
terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamo-
rado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no
contento con esto, se le subió encima de las costillas y,
con los pies más que de trote se las paseó todas de cabo
a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no firmes
fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del harrie-
ro, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el
ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias
de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no
respondía. Con esta sospecha, se levantó y, encendiendo
un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza. La
moza, viendo que su amo venía, y que era de condición
terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama
de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se
hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
—¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus co-
sas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi
encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó a
203
dar puñadas a una y otra parte, y, entre otras, alcanzó
con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del do-
lor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno a San-
cho con tantas, que, a su despecho, le quitó el sueño, el
cual, viéndose tratar de aquella manera, y sin saber de
quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes y
comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escara-
muza del mundo. Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del
candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a Don
Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo
hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue
a castigar a la moza, creyendo, sin duda, que ella sola era
la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele de-
cirse: “el gato, al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo”,
daba el harriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a
él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta
priesa, que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno
que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron a
escuras, dábanse tan sin compasión, todos a bulto, que
adoquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero
de los que llaman de la Santa Hermandad Vieja de Tole-
do, el cual, oyendo ansimesmo el extraño estruendo de
la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus
títulos, y entró a escuras en el aposento, diciendo:
—¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Her-
mandad!
Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de
Don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendi-
do boca arriba, sin sentido alguno; y, echándole a tiento
mano a las barbas, no cesaba de decir: “¡Favor a la justi-
cia!” Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni
204
meneaba, se dio a entender que estaba muerto y que los
que allí dentro estaban eran sus matadores, y, con esta
sospecha, reforzó la voz, diciendo:
—¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren que no se
vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pen-
dencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el vente-
ro a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su
rancho; solos los desventurados Don Quijote y Sancho
no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el
cuadrillero la barba de Don Quijote, y salió a buscar luz
para buscar y prender los delincuentes, mas no la halló,
porque el ventero, de industria, había muerto la lámpara
cuando se retiró a su estancia, y fuele forzoso acudir a la
chimenea, donde, con mucho trabajo y tiempo encendió
el cuadrillero otro candil.
CAPÍTULO XVII
Donde se prosiguen los innumerables trabajos
que el bravo Don Quijote y su buen escudero Sancho Panza
pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo
H abía ya vuelto en este tiempo de su parasismo
Don Quijote, y, con el mesmo tono de voz con que
el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba
tendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar, di-
ciendo:
—Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
—¿Qué tengo de dormir, pesia a mí —respondió San-
cho, lleno de pesadumbre y de despecho—, que no parece
sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche?
—Puédeslo creer así, sin duda —respondió Don Qui-
jote—; porque o yo sé poco o este castillo es encantado.
Porque has de saber… Mas esto que ahora quiero decirte
hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de
mi muerte.
—Sí juro —respondió Sancho.
—Dígolo —replicó Don Quijote—, porque soy ene-
migo de que se quite la honra a nadie.
—Digo que sí juro —tornó a decir Sancho—, que lo
callaré hasta después de los días de vuestra merced, y ple-
ga a Dios que no lo pueda descubrir mañana.
205
206
—¿Tan malas obras te hago, Sancho —respondió Don
Quijote—, que me querrías ver muerto con tanta brevedad?
—No es por eso —respondió Sancho—, sino porque
soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría
que se me pudriesen de guardadas.
—Sea por lo que fuere —dijo Don Quijote—; que más
fío de tu amor y de tu cortesía; y así, has de saber que esta
noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras
que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve, sabrás
que poco ha que a mí vino la hija del señor deste casti-
llo, que es la más apuesta y fermosa doncella que en gran
parte de la tierra se puede hallar. ¿Qué te podría decir del
adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimien-
to? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe
que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar
intactas y en silencio? Sólo te quiero decir que, envidioso
el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en
las manos, o quizá, —y esto es lo más cierto— que, como
tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo
estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios,
sin que yo la viese ni supiese por dónde venía vino una
mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante
y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo
todas bañadas en sangre; y después me molió de tal suer-
te, que estoy peor que ayer cuando los arrieros, que, por
demasías de Rocinante nos hicieron el agravio que sabes.
Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta
doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no
debe de ser para mí.
—Ni para mí tampoco —respondió Sancho—; porque
más de cuatrocientos moros me han aporreado a mí, de
207
manera, que el molimiento de las estacas fue tortas y pan
pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a esta buena y
rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos?
Aun vuestra merced, menos mal, pues tuvo en sus manos
aquella incomparable fermosura que ha dicho; pero yo
¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir
en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que
me parió, que ni soy caballero andante, ni lo pienso ser ja-
más, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte!
—Luego ¿también estás tú aporreado? —respondió
Don Quijote.
—¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? —dijo
Sancho.
—No tengas pena, amigo —dijo Don Quijote—, que
yo haré agora el bálsamo precioso, con que sanaremos en
un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y
entró a ver el que pensaba que era muerto; y así como
le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su
paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala
cara, preguntó a su amo:
—Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que
nos vuelve a castigar, si se dejó algo en el tintero?
—No puede ser el moro —respondió Don Quijote—,
porque los encantados no se dejan ver de nadie.
—Si no se dejan ver, déjanse sentir —dijo Sancho—:
si no, díganlo mis espaldas.
—También lo podrían decir las mías —respondió Don
Quijote—, pero no es bastante indicio ése para creer que
este que se vee sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan
sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad
208
que aún Don Quijote se estaba boca arriba sin poderse
menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él el
cuadrillero y díjole:
—Pues ¿cómo va, buen hombre?
—Hablara yo más bien criado —respondió Don Qui-
jote—, si fuera que vos. ¿Úsase en esta tierra hablar desa
suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre
de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y, alzando el candil
con todo su aceite, dio a Don Quijote con él en la cabe-
za, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y como
todo quedó a escuras, salióse luego, y Sancho Panza dijo:
—Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y
debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo
guarda las puñadas y los candilazos.
—Así es —respondió Don Quijote—; y no hay que
hacer caso de estas cosas de encantamentos, ni hay para
qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invi-
sibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos,
aunque más lo procuremos. Levántate, Sancho, si pue-
des, y llama al alcaide desta fortaleza y procura que se
me dé un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer
el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he
bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la
herida que esta fantasma me ha dado.
Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue
a escuras donde estaba el ventero; y encontrándose con
el cuadrillero, que estaba escuchando en qué paraba su
enemigo, le dijo:
—Señor, quienquiera que seáis, hacednos merced y
beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino,
que es menester para curar uno de los mejores caballe-
209
ros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella
cama, malferido por las manos del encantado moro que
está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre fal-
to de seso; y porque ya comenzaba a amanecer, abrió la
puerta de la venta y, llamando al ventero, le dijo lo que
aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a Don Quijote, que es-
taba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del
candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle
dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era
sangre no era sino sudor que sudaba, con la congoja de la
pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo
un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un
buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su pun-
to. Pidió luego alguna redoma para echallo, y como no la
hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o
aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo gra-
ta donación, y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta
paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y
a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendi-
ción; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ven-
tero y el cuadrillero, que ya el arriero sosegadamente an-
daba entendiendo en el beneficio de sus machos. Hecho
esto, quiso él mesmo hacer luego la experiencia de la vir-
tud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba, y así,
se bebió, de lo que no pudo caber en la alcuza y quedaba
en la olla donde se había cocido, casi media azumbre; y
apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar, de
manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las
210
ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísi-
mo por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo.
Hiciéronlo ansí y quedose dormido más de tres horas, al
cabo de las cuales despertó, y se sintió aliviadísimo del
cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento,
que se tuvo por sano, y verdaderamente creyó que había
acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel
remedio podía acometer desde allí adelante, sin temor
alguno, cualesquiera ruinas, batallas y pendencias, por
peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría
de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la
olla, que no era poca cantidad. Concedióselo Don Qui-
jote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor
talante, se la echó a pechos y envasó bien poco menos
que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre
Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo,
y así, primero que vomitase le dieron tantas ansias y bas-
cas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó bien
y verdaderamente que era llegada su última hora; y vién-
dose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al
ladrón que se lo había dado. Viéndole así Don Quijote,
le dijo:
—Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no
ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor
no debe de aprovechar a los que no lo son.
—Si eso sabía vuestra merced —replicó Sancho—,
¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿para qué consintió
que lo gustase?
En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó el
pobre escudero a desaguarse por entrambas canales, con
tanta priesa, que la estera de enea sobre quien se había
211
vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se cubría,
fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales
parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos
pensaron que se le acababa la vida. Duróle esta borras-
ca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales
no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado,
que no se podía tener; pero Don Quijote, que, como se
ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a
buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que
allí se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menes-
terosos de su favor y amparo, y más, con la seguridad y
confianza que llevaba en su bálsamo. Y así, forzado deste
deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al ju-
mento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y a
subir en el asno. Púsose luego a caballo, y, llegándose a un
rincón de la venta, asió de un lanzón que allí estaba, para
que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en la venta,
que pasaban de más de veinte personas; mirábale tam-
bién la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos
della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro, que
parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas,
y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía
en las costillas; a lo menos pensábanlo aquellos que la
noche antes le habían visto bizmar.
Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta
de la venta, llamó al ventero, y, con voz muy reposada y
grave, le dijo:
—Muchas y muy grandes son las mercedes, señor al-
caide, que en este vuestro castillo he recebido, y quedo
obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida.
Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún sober-
212
bio que os haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio
no es otro sino valer a los que poco pueden y vengar a los
que reciben tuertos, y castigar alevosías. Recorred vues-
tra memoria, y si halláis alguna cosa deste jaez que enco-
mendarme, no hay sino decilla; que yo os prometo por
la orden de caballero que recebí, de faceros satisfecho y
pagado a toda vuestra voluntad.
El ventero le respondió con el mismo sosiego:
—Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vues-
tra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé to-
mar la venganza que me parece cuando se me hacen. Sólo
he menester que vuestra merced me pague el gasto que
esta noche ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de
sus dos bestias, como de la cena y camas.
—Luego ¿venta es ésta? —replicó Don Quijote.
—Y muy honrada —respondió el ventero.
—Engañado he vivido hasta aquí —respondió Don
Quijote—; que en verdad que pensé que era castillo, y
no malo; pero, pues es ansí que no es castillo, sino venta,
lo que se podrá hacer por ahora es que perdonéis por la
paga, que yo no puedo contravenir a la orden de los ca-
balleros andantes, de los cuales sé cierto —sin que hasta
ahora haya leído cosa en contrario— que jamás pagaron
posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque
se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogi-
miento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo
que padecen buscando las aventuras de noche y de día,
en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con
hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las incle-
mencias del cielo y a todos los incómodos de la tierra.
—Poco tengo yo que ver en eso —respondió el ven-
tero—. Págueseme lo que se me debe y dejémonos de
213
cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con
otra cosa que con cobrar mi hacienda.
—Vos sois un sandio y mal hostalero —respondió
Don Quijote.
Y poniendo piernas a Rocinante y terciando su lanzón
se salió de la venta sin que nadie le detuviese, y él, sin mi-
rar si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho. El
ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar
de Sancho Panza, el cual dijo que, pues su señor no había
querido pagar, que tampoco él pagaría, porque, siendo él
escudero de caballero andante como era, la mesma regla
y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa
alguna en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto
el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, que lo cobra-
ría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió
que, por la ley de caballería que su amo había recebido,
no pagaría un solo cornado, aunque le costase la vida;
porque no había de perder por él la buena y antigua usan-
za de los caballeros andantes, ni se habían de quejar dél
los escuderos de los tales que estaban por venir al mun-
do, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que en-
tre la gente que estaba en la venta se hallasen cuatro pe-
railes de Segovia, tres agujeros del Potro de Córdoba y
dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bienin-
tencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como
instigados y movidos de un mesmo espíritu, se llegaron
a Sancho, y, apeándole del asno, uno de ellos entró por
la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella,
alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo
de lo que habían menester para su obra, y determinaron
salirse al corral, que tenía por límite el cielo; y allí, puesto
214
Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarle
en alto y a holgarse con él como con perro por carnesto-
lendas.
Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas,
que llegaron a los oídos de su amo; el cual, deteniéndose
a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura
le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba
era su escudero; y volviendo las riendas, con un penado
galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por
ver si hallaba por donde entrar; pero, no hubo llegado
a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando
vio el mal juego que se le hacía a su escudero. Viole ba-
jar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza, que,
si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera. Probó a
subir desde el caballo a las bardas; pero estaba tan moli-
do y quebrantado, que aun apearse no pudo, y así, desde
encima del caballo comenzó a decir tantos denuestos y
baldones a los que a Sancho manteaban, que no es po-
sible acertar a escribillos; mas no por esto cesaban ellos
de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus
quejas, mezcladas, ya con amenazas, ya con ruegos; mas
todo aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que, de puro
cansados le dejaron. Trujéronle allí su asno, y, subiéndo-
le encima, le arroparon con su gabán; y la compasiva de
Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien so-
correlle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo,
por ser más frío. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca,
se paró a las voces que su amo le daba, diciendo:
—Hijo Sancho, no bebas agua; hijo, no la bebas, que te
matará. ¿Ves? Aquí tengo el santísimo bálsamo —y ense-
ñábale la alcuza del brebaje—, que, con dos gotas que dél
bebas, sanarás, sin duda.
215
A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y
dijo con otras mayores:
—Por dicha, ¿hásele olvidado a vuestra merced como
yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las
entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor
con todos los diablos, y déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber, todo
fue uno; mas como al primer trago vio que era agua, no
quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes que se le truje-
se de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo
pagó de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della
que, aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y
lejos de cristiana. Así como bebió Sancho, dio de los car-
caños a su asno, y, abriéndole la puerta de la venta de par
en par, se salió della, muy contento de no haber pagado
nada y de haber salido con su intención, aunque había
sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus
espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alfor-
jas, en pago de lo que se le debía; mas Sancho no las echó
menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar
bien la puerta así como le vio fuera; mas no lo consin-
tieron los manteadores, que era gente que, aunque Don
Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes
de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
216
CAPÍTULO XVIII
Donde se cuentan las razones que pasó Sancho
Panza con su señor Don Quijote, con otras
aventuras dignas de ser contadas
L legó Sancho a su amo marchito y desmayado,
tanto, que no podía arrear a su jumento. Cuando así
le vio Don Quijote, le dijo:
—Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel cas-
tillo o venta que es encantado, sin duda, porque aquellos
que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué
podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y
confirmo esto, por haber visto que, cuando estaba por las
bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia,
no me fue posible subir por ellas, ni, menos, pude apear-
me de Rocinante, porque me debían de tener encantado;
que te juro, por la fe de quien, soy que si pudiera subir,
o apearme, que yo te hiciera vengado, de manera, que
aquellos follones y malandrines se acordaran de la bur-
la para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las
leyes de la caballería, que, como ya muchas veces te he
dicho, no consienten que caballero ponga mano contra
quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y
persona, en caso de urgente y gran necesidad.
—También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera
armado caballero, pero no pude; aunque tengo para mí
217
218
que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas
ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino
hombres de carne y de hueso, como nosotros; y todos,
según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus
nombres: que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro
Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan
Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no poder saltar
las bardas del corral, ni apearse del caballo, en ál estu-
vo que en encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de
todo esto es que estas aventuras que andamos buscando,
al cabo al cabo nos han de traer a tantas desventuras, que
no sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo que sería
mejor y más acertado, según mi poco entendimiento,
fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo
de la siega y de entender en la hacienda, dejándonos de
andar de ceca en meca y de zoca en colodra, como dicen.
—¡Qué poco sabes, Sancho —respondió Don Qui-
jote—, de achaque de caballería! Calla y ten paciencia;
que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa
cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor
contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede
igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar de su
enemigo? Ninguno, sin duda alguna.
—Así debe de ser —respondió Sancho—, puesto que
yo no lo sé; sólo sé que, después que somos caballeros
andantes, o vuestra merced lo es –que yo no hay para qué
me cuente en tan honroso número–, jamás hemos venci-
do batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y aun de aqué-
lla salió vuestra merced con media oreja y media celada
menos; que después acá, todo ha sido palos y más palos,
puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el man-
219
teamiento, y haberme sucedido por personas encantadas,
de quien no puedo vengarme, para saber hasta dónde lle-
ga el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra
merced dice.
—Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes te-
ner, Sancho —respondió Don Quijote—; pero de aquí
adelante yo procuraré haber a las manos alguna espada
hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no
le puedan hacer ningún género de encantamentos; y aun
podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís,
cuando se llamaba El Caballero de la Ardiente Espada,
que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en
el mundo, porque, fuera que tenía la virtud dicha, corta-
ba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y
encantada que fuese, que se le parase delante.
—Yo soy tan venturoso —dijo Sancho—, que, cuando
eso fuese y vuestra merced viniese a hallar espada seme-
jante, sólo vendría a servir y aprovechar a los armados
caballeros, como el bálsamo; y a los escuderos, que se los
papen duelos.
—No temas eso, Sancho —dijo Don Quijote—; que
mejor lo hará el cielo contigo.
En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero,
cuando vio Don Quijote que por el camino que iban ve-
nía hacia ellos una grande y espesa polvareda; y, en vién-
dola, se volvió a Sancho y le dijo:
—Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver
el bien que me tiene guardado mi suerte; éste es el día,
digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno,
el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que
queden escritas en el libro de la Fama por todos los ve-
220
nideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta,
Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército
que de diversas e innumerables gentes por allí viene mar-
chando.
—A esa cuenta, dos deben de ser —dijo Sancho—;
porque de esta parte contraria se levanta asimesmo otra
semejante polvareda.
Volvió a mirarlo Don Quijote y vio que así era la ver-
dad; y alegrándose sobremanera, pensó sin duda alguna
que eran dos ejércitos, que venían a embestirse y a en-
contrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Porque
tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aque-
llas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores,
desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y
todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a
cosas semejantes; y la polvareda que había visto la levan-
taban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por
aquel mesmo camino de dos diferentes partes venían, las
cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llega-
ron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que
eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle:
—Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
—¿Qué? —dijo Don Quijote—. Favorecer y ayudar a
los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho,
que este que viene por nuestra frente le conduce y guía
el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla
Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha, es el
de su enemigo, el rey de los garamantas, Pentapolín del
Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas
con el brazo derecho desnudo.
—Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores?
—preguntó Sancho.
221
—Quiérense mal —respondió Don Quijote— porque
este Alifanfarón es un furibundo pagano, y está enamo-
rado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y
además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se
la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley
de su falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya.
—¡Para mis barbas —dijo Sancho—, si no hace muy bien
Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere!
—En eso harás lo que debes, Sancho —dijo Don Qui-
jote—; porque para entrar en batallas semejantes no se
requiere ser armado caballero.
—Bien se me alcanza eso —respondió Sancho—;
pero ¿dónde pondremos a este asno que estemos ciertos
de hallarle después de pasada la refriega? Porque el en-
trar en ella en semejante caballería no creo que está en
uso hasta agora.
—Así es verdad —dijo Don Quijote—. Lo que puedes
hacer dél es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no;
porque serán tantos los caballos que tendremos después
que salgamos vencedores, que aun corre peligro Roci-
nante no le trueque por otro. Pero estame atento y mira,
que te quiero dar cuenta de los caballeros más principa-
les que en estos dos ejércitos vienen. Y para que mejor
los veas y notes, retirémonos a aquel altillo que allí se
hace, de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse sobre una loma, desde
la cual se vieran bien las dos manadas que a Don Quijote
se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que levanta-
ban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto,
viendo en su imaginación lo que no veía ni había, con voz
levantada comenzó a decir:
222
—Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que
trae en el escudo un león coronado, rendido a los pies de
una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente
de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae
en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el te-
mido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro de
los miembros giganteos, que está a su derecha mano, es el
nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las
tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpien-
te, y tiene por escudo una puerta, que, según es fama, es
una de las del templo que derribó Sansón, cuando con su
muerte se vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a
estotra parte, y verás delante y en la frente de estotro ejér-
cito al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Car-
cajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado
con las armas partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y
amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo leo-
nado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del
nombre de su dama, que, según se dice, es la sin par Miu-
lina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que
carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que
trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin
empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés,
llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el
otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella
pintada y ligera cebra y trae las armas de los veros azules, es
el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque,
que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con
una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte.
Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del
uno y del otro escuadrón, que él se imaginaba, y a todos
223
les dio sus armas, colores, empresas y motes de improvi-
so, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y,
sin parar, prosiguió diciendo:
—A este escuadrón frontero forman y hacen gentes
de diversas naciones: aquí están los que beben las dul-
ces aguas del famoso Xanto; los montuosos que pisan los
masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo
oro en la felice Arabia; los que gozan las famosas y fres-
cas riberas del claro Termodonte; los que sangran por
muchas y diversas vías al dorado Pactolo; los numidas,
dudosos en sus promesas; los persas, arcos y flechas fa-
mosos; los partos, los medos, que pelean huyendo; los
árabes de mudables casas; los citas, tan crueles como
blancos; los etiopes, de horadados labios, y otras infini-
tas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los
nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los
que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis;
los que tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre
rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas
del divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de
pastos abundantes; los que se alegran en los elíseos jere-
zanos prados; los manchegos, ricos y coronados de ru-
bias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de
la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso por
la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apa-
cientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana,
celebrado por su escondido curso; los que tiemblan con
el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del le-
vantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en
sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas
naciones nombró, dándole a cada una, con maravillosa
224
presteza, los atributos que le pertenecían, todo absorto y
empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar
ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si
veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y
como no descubría a ninguno, le dijo:
—Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni
caballero de cuantos vuestra merced dice, que parece por
todo esto. A lo menos, yo no los veo. Quizá todo debe ser
encantamento, como las fantasmas de anoche.
—¿Cómo dices eso? —respondió Don Quijote—. ¿No
oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el
ruido de los atambores?
—No oigo otra cosa —respondió Sancho— sino mu-
chos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
—El miedo que tienes —dijo Don Quijote— te hace,
Sancho, que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de
los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que
las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes,
retírate a una parte y déjame solo; que solo basto a dar la
victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y, pues-
ta la lanza en el ristre, bajó de la costezuela como un rayo.
Diole voces Sancho, diciéndole:
—Vuélvase vuestra merced, señor Don Quijote; que
voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embes-
tir. Vuélvase, ¡desdichado del padre que me engendró!
¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero
alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros,
ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace, peca-
dor soy yo a Dios?
225
Ni por esas volvió Don Quijote, antes en altas voces,
iba diciendo:
—¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de
las banderas del valeroso emperador Pentapolín del Arre-
mangado Brazo, seguidme todos; veréis cuán fácilmente
le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapo-
bana!
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las
ovejas y comenzó de alanceallas con tanto coraje y de-
nuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemi-
gos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían
dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que
no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenza-
ron a saludalle los oídos con piedras como el puño. Don
Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a
todas partes, decía:
—¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí;
que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, pro-
bar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al
valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole en un
lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan
maltrecho, creyó, sin duda que estaba muerto o malferi-
do; y, acordándose de su licor, sacó su alcuza, y púsosela
a la boca, y comenzó a echar licor en el estómago; mas,
antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era
bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el
alcuza, tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole,
de camino, tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y
machucándole malamente dos dedos de la mano. Tal fue
el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al
226
pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse
a él los pastores, y creyeron que le habían muerto; y así,
con mucha priesa recogieron su ganado y cargaron de las
reses muertas, que pasaban de siete, y sin averiguar otra
cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta mi-
rando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las bar-
bas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le
había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo,
y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y
llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había
perdido el sentido, y díjole:
—¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se volviese,
que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino mana-
das de carneros?
—Como eso puede desparecer y contrahacer aquel la-
drón del sabio mi enemigo. Sábete, Sancho, que es muy
fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y
este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que
vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los
escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no,
haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes
y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y sí-
guelos bonitamente, y verás como, en alejándose de aquí
algún poco, se vuelven en su ser primero, y, dejando de
ser carneros, son hombres hechos y derechos como yo te
los pinté primero. Pero no vayas ahora, que he menester
tu favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas muelas y
dientes me faltan; que me parece que no me ha quedado
ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en
la boca; y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo
227
en el estómago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho
llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una
escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las
barbas del compasivo escudero.
—¡Santa María! —dijo Sancho—. Y ¿qué es esto que
me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido de
muerte, pues vomita sangre por la boca.
Pero reparando un poco más en ello, echó de ver en
la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo
de la alcuza, que él le había visto beber; y fue tanto el
asco que tomó, que, revolviéndosele el estómago, vomitó
las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos
como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de
las alforjas con qué limpiarse y con qué curar a su amo,
y como no las halló, estuvo a punto de perder el juicio:
maldíjose de nuevo, y propuso en su corazón de dejar a
su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario
de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prome-
tida ínsula.
Levantóse, en esto, Don Quijote, y puesta la mano
izquierda en la boca, por que no se le acabasen de salir
los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que
nunca se había movido de junto a su amo —tal era de
leal y bien acondicionado—, y fuese adonde su escudero
estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la me-
jilla, en guisa de hombre pensativo además. Y viéndole
Don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta
tristeza, le dijo:
—Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro
si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos
suceden son señales de que presto ha de serenar el tiem-
po y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posi-
228
ble que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue
que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cer-
ca. Así, que no debes congojarte por las desgracias que a
mí me suceden, pues a ti no te cabe parte dellas.
—¿Cómo no? —respondió Sancho—. Por ventura, el
que ayer mantearon, ¿era otro que el hijo de mi padre? Y
las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas ¿son
de otro que del mismo?
—¿Que te faltan las alforjas, Sancho? —dijo Don Quijote.
—Sí que me faltan —respondió Sancho.
—Dese modo, no tenemos qué comer hoy —replicó
Don Quijote.
—Eso fuera —respondió Sancho— cuando faltaran
por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que
conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan
malaventurados andantes caballeros como vuestra mer-
ced es.
—Con todo eso —respondió Don Quijote—, tomara
yo ahora más aína un cuartal de pan o una hogaza y dos
cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe
Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Lagu-
na. Mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bue-
no, y vente tras mí; que Dios, que es proveedor de todas las
cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio
como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni
a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y
es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los
malos, y llueve sobre los injustos y justos.
—Más bueno era vuestra merced —dijo Sancho—
para predicador que para caballero andante.
—De todo sabían, y han de saber, los caballeros an-
dantes, Sancho —dijo Don Quijote—; porque caballe-
229
ro andante hubo en los pasados siglos que así se paraba
a hacer un sermón o plática en mitad de un campo real
como si fuera graduado por la Universidad de París; de
donde se infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni
la pluma la lanza.
—Ahora bien, sea así como vuestra merced dice —res-
pondió Sancho—; vamos ahora de aquí, y procuremos
donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte
donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni
moros encantados; que si los hay, daré al diablo el hato y
el garabato.
—Pídeselo tú a Dios, hijo —dijo Don Quijote—, y
guía tú por donde quieras, que esta vez quiero dejar a tu
elección el alojarnos. Pero dame acá la mano y atiéntame
con el dedo y mira bien cuántos dientes y muelas me fal-
tan deste lado derecho, de la quijada alta; que allí siento
el dolor.
Metió Sancho los dedos, y estándole tentando, le dijo:
—¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta
parte?
—Cuatro —respondió Don Quijote—, fuera de la
cordal, todas enteras y muy sanas.
—Mire vuestra merced bien lo que dice, señor —res-
pondió Sancho.
—Digo cuatro, si no eran cinco —respondió Don Qui-
jote—; porque en toda mi vida me han sacado diente ni
muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido de negui-
jón ni de reuma alguna.
—Pues en esta parte de abajo —dijo Sancho— no tie-
ne vuestra merced más de dos muelas y media; y en la de
arriba, ni media, ni ninguna; que toda está rasa como la
palma de la mano.
230
—¡Sin ventura yo! —dijo Don Quijote, oyendo las
tristes nuevas que su escudero le daba—; que más quisie-
ra que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el
de la espada. Porque te hago saber, Sancho, que la boca
sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se
ha de estimar un diente que un diamante. Mas a todo esto
estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de
la caballería: sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso
que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pa-
reció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino
real, que por allí iba muy seguido.
Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las
quijadas de Don Quijote no le dejaba sosegar ni atender
a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille di-
ciéndole alguna cosa y entre otras que le dijo fue lo que
se dirá en el siguiente capítulo.
CAPÍTULO XIX
De las discretas razones que Sancho pasaba
con su amo, y de la aventura que le sucedió con un
cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos
—P aréceme, señor mío, que todas estas desventuras
que estos días nos han sucedido, sin duda
alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra
merced contra la orden de su caballería, no habiendo
cumplido el juramento que hizo de no comer pan a man-
teles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se
sigue y vuestra merced juró de cumplir hasta quitar aquel
almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no
me acuerdo bien.
—Tienes mucha razón, Sancho —dijo Don Quijo-
te—; mas, para decirte verdad, ello se me había pasado
de la memoria, y también puedes tener por cierto que
por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te
sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda;
que modos hay de composición en la orden de la caballe-
ría para todo.
—Pues ¿juré yo algo, por dicha? —respondió Sancho.
—No importa que no hayas jurado —dijo Don Qui-
jote—: basta que yo entiendo que de participantes no
estás muy seguro, y, por sí o por no, no será malo pro-
veernos de remedio.
231
232
—Pues si ello es así —dijo Sancho—, mire vuestra
merced no se le torne a olvidar esto como lo del juramen-
to: quizá les volverá la gana a las fantasmas de solazarse
otra vez conmigo, y aun con vuestra merced, si le ven tan
pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad
del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche
se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que
perecían de hambre; que con la falta de las alforjas les
faltó toda la despensa y matalotaje. Y para acabar de con-
firmar esta desgracia, les sucedió una aventura que, sin
artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que la
noche cerró con alguna escuridad; pero, con todo esto,
caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era
real, a una o dos leguas, de buena razón hallaría en él al-
guna venta. Yendo, pues, de esta manera, la noche escu-
ra, el escudero hambriento y el amo con gana de comer,
vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia
ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino es-
trellas que se movían. Pasmose Sancho en viéndolas, y
Don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del
cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino,
y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía
ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando
a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían; a
cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado,
y los cabellos de la cabeza se le erizaron a Don Quijote, el
cual, animándose un poco, dijo:
—Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y pe-
ligrosísima aventura, donde será necesario que yo mues-
tre todo mi valor y esfuerzo.
233
—¡Desdichado de mí! —respondió Sancho—: si aca-
so esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pare-
ciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran?
—Por más fantasmas que sean —dijo Don Quijote—,
no consentiré yo que te toquen en el pelo de la ropa; que
si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude
yo saltar las paredes del corral; pero ahora estamos en
campo raso, donde podré yo como quisiere esgremir mi
espada.
—Y si le encantan y entomecen como la otra vez lo hi-
cieron —dijo Sancho—, ¿qué aprovechará estar en cam-
po abierto o no?
—Con todo eso —replicó Don Quijote—, te ruego,
Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te
dará a entender el que yo tengo.
—Sí tendré, si a Dios place —respondió Sancho.
Y apartándose los dos a un lado del camino, tornaron
a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres
que caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrie-
ron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo
punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó
a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuarta-
na; y creció más el batir y dentellear cuando distintamen-
te vieron lo que era; porque descubrieron hasta veinte
encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas
en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubier-
ta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, en-
lutados hasta los pies de las mulas; que bien vieron que
no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban
los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja
y compasiva. Esta extraña visión, a tales horas y en tal
despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazón
234
de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en cuanto
a Don Quijote, que ya Sancho había dado al través con
todo su esfuerzo. Lo contrario le avino a su amo, al cual
en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo
que aquélla era una de las aventuras de sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir
algún malferido o muerto caballero, cuya venganza a él
solo estaba reservada, y, sin hacer otro discurso, enris-
tró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío y
continente se puso en la mitad del camino por donde los
encamisados forzosamente habían de pasar, y cuando los
vio cerca alzó la voz y dijo:
—Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y
dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde
vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis; que, según
las muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han fecho,
algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo
sepa, o bien para castigaros del mal que fecistes, o bien
para vengaros del tuerto que vos ficieron.
—Vamos de priesa —respondió uno de los encamisa-
dos—, y está la venta lejos, y no nos podemos detener a
dar tanta cuenta como pedís.
Y picando la mula, pasó adelante. Sintióse desta res-
puesta grandemente Don Quijote, y trabando del freno,
dijo:
—Deteneos, y sed más bien criado, y dadme cuenta
de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en
batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se es-
pantó de manera que, alzándose en los pies, dio con su
dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie,
viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a Don
235
Quijote; el cual, ya encolerizado, sin esperar más, enris-
trando su lanzón, arremetió a uno de los enlutados, y,
malferido dio con él en tierra; y revolviéndose por los
demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía
y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante
le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero
y orgulloso. Todos los encamisados era gente medrosa y
sin armas, y así, con facilidad, en un momento dejaron
la refriega y comenzaron a correr por aquel campo, con
las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las
máscaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los
enlutados asimesmo, revueltos y envueltos en sus falda-
mentos y lobas, no se podían mover; así que, muy a su
salvo, Don Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar el
sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquél
no era hombre, sino diablo del infierno, que les salía a
quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimento de
su señor, y decía entre sí: “Sin duda, este mi amo es tan
valiente y esforzado como él dice”. Estaba una hacha ar-
diendo en el suelo, junto al primero que derribó la mula,
a cuya luz le pudo ver Don Quijote; y, llegándose a él,
le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que
se rindiese; si no, que le mataría. A lo cual respondió el
caído:
—Harto rendido estoy, pues no me puedo mover; que
tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si
es caballero cristiano, que no me mate; que cometerá un
gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras
órdenes.
—Pues ¿quién diablos os ha traído aquí —dijo Don
Quijote—, siendo hombre de iglesia?
236
—¿Quién, señor? —replicó el caído—. Mi desventura.
—Pues otra mayor os amenaza —dijo Don Quijote—,
si no me satisfacéis a todo cuanto primero os pregunté.
—Con facilidad será vuestra merced satisfecho —res-
pondió el licenciado—; y así, sabrá vuestra merced que,
aunque denantes dije que yo era licenciado, no soy sino
bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alco-
bendas; vengo de la ciudad de Baeza, con otros once sa-
cerdotes, que son los que huyeron con las hachas; vamos
a la ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto,
que va en aquella litera, que es de un caballero que murió
en Baeza, donde fue depositado, y ahora, como digo, lle-
vábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia,
de donde es natural.
—¿Y quién le mató? —preguntó Don Quijote.
—Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que
le dieron —respondió el bachiller.
—Desa suerte —dijo Don Quijote—, quitado me ha
nuestro Señor del trabajo que había de tomar en vengar
su muerte, si otro alguno le hubiera muerto; pero, ha-
biéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y enco-
ger los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí mismo
me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia que yo
soy un caballero de la Mancha llamado Don Quijote, y
es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios.
—No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos —
dijo el bachiller—, pues a mí de derecho me habéis vuel-
to tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se
verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio
que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de
237
manera que me quedaré agraviado para siempre; y har-
ta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando
aventuras.
—No todas las cosas —respondió Don Quijote— su-
ceden de un mismo modo. El daño estuvo, señor bachi-
ller Alonso López, en venir como veníades, de noche,
vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas en-
cendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente
semejábades cosa mala y del otro mundo; y, así, yo no
pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos,
y os acometiera aunque verdaderamente supiera que éra-
des los mesmos satanases del infierno, que por tales os
juzgué y tuve siempre.
—Ya que así lo ha querido mi suerte —dijo el bachi-
ller—, suplico a vuestra merced, señor caballero andante
que tan mala andanza me ha dado, me ayude a salir de de-
bajo de esta mula, que me tiene tomada una pierna entre
el estribo y la silla.
—¡Hablara yo para mañana! —dijo Don Quijote—.
¿Y hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que viniese, pero él
no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijan-
do una acémila de repuesto que traían aquellos buenos
señores, bien bastecida de cosas de comer. Hizo Sancho
costal de su gabán y, recogiendo todo lo que pudo y cupo
en el talego, cargó su jumento, y luego acudió a las vo-
ces de su amo, y ayudó a sacar al señor bachiller de la
opresión de la mula, y, poniéndole encima della, le dio
la hacha; y Don Quijote le dijo que siguiese la derrota de
sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón del
agravio, que no había sido en su mano dejar de haberle
hecho. Díjole también Sancho:
238
—Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido
el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced que
es el famoso Don Quijote de la Mancha, que por otro
nombre se llama El Caballero de la Triste Figura.
Con esto se fue el bachiller, y Don Quijote preguntó a
Sancho que qué le había movido a llamarle El Caballero
de la Triste Figura, más entonces que nunca.
—Yo se lo diré —respondió Sancho—; porque le he
estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva
aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra mer-
ced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto; y
débelo de haber causado, o ya el cansancio deste comba-
te, o ya la falta de las muelas y dientes.
—No es eso —respondió Don Quijote—; sino que
el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia
de mis hazañas le habrá parecido que será bien que yo
tome algún nombre apelativo como lo tomaban todos los
caballeros pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente Es-
pada; cuál, el del Unicornio; aquél, el de las Doncellas;
aquéste, el del Ave Fénix; el otro, el caballero del Grifo;
estotro, el de la Muerte; y por estos nombres e insignias
eran conocidos por toda la redondez de la tierra. Y, así,
digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua
y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero
de la Triste Figura, como pienso llamarme desde hoy en
adelante; y para que mejor me cuadre tal nombre, deter-
mino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo
una muy triste figura.
—No hay para qué gastar tiempo y dineros en hacer
esa figura —dijo Sancho—; sino lo que se ha de hacer
es que vuestra merced descubra la suya y dé rostro a los
que le miraren; que, sin más ni más, y sin otra imagen ni
239
escudo, le llamarán el de la Triste Figura; y créame, que le
digo verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor
—y esto sea dicho en burlas—, que le hace tan mala cara
la hambre y la falta de las muelas, que, como ya tengo
dicho, se podrá muy bien excusar la triste pintura.
Rióse Don Quijote del donaire de Sancho; pero, con
todo propuso de llamarse de aquel nombre, en pudien-
do pintar su escudo, o rodela, como había imaginado. Y
díjole:
—Yo entiendo, Sancho, que quedo descomulgado por
haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada,
juxta illud, si quis suadente diabolo, etcétera, aunque sé
bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más,
que yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la
Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cris-
tiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mun-
do. Y cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le
pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la silla del embaja-
dor de aquel rey delante de Su Santidad del Papa, por lo
cual lo descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo
de Vivar como muy honrado y valiente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho,
sin replicarle palabra. Quisiera Don Quijote mirar si el
cuerpo que venía en la litera eran huesos, o no; pero no
lo consintió Sancho, diciéndole:
—Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa
aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto;
esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que
cayese en la cuenta de que los venció sola una persona, y,
corridos y avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a
buscarnos y nos diesen en qué entender. El jumento está
como conviene; la montaña, cerca; la hambre carga: no
240
hay qué hacer sino retirarnos con gentil compás de pies,
y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a
la hogaza.
Y antecogiendo su asno, rogó a su señor que le siguie-
se; el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin vol-
verle a replicar, le siguió. Y a poco trecho que caminaban
por entre dos montañuelas, se hallaron en un espacioso y
escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió el ju-
mento, y tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su
hambre, almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a
un mesmo punto, satisfaciendo sus estómagos con más
de una fiambrera que los señores clérigos del difunto —
que pocas veces se dejan mal pasar— en la acémila de su
repuesto traían. Mas sucedióles otra desgracia, que San-
cho la tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino
que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y, acosados de
la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban
estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá
en el siguiente capítulo.
CAPÍTULO XX
De la jamás vista ni oída aventura que con poco más
peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como
la que acabó el valeroso Don Quijote de la Mancha
—N o es posible, señor mío, sino que estas
yerbas dan testimonio de que por aquí cerca
debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas hu-
medece, y así, será bien que vamos un poco más adelante;
que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible
sed que nos fatiga, que, sin duda causa mayor pena que
la hambre.
Parecióle bien el consejo a Don Quijote, y tomando
de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno,
después de haber puesto sobre él los relieves que de la
cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arri-
ba a tiento, porque la escuridad de la noche no les deja-
ba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos
pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua,
como que de algunos grandes y levantados riscos se des-
peñaba. Alegróles el ruido en gran manera; y parándo-
se a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora
otro estruendo que les aguó el contento del agua, espe-
cialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de
poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a
241
242
compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, acom-
pañados del furioso estruendo del agua, que pusieran
pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don
Quijote. Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos
acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas,
movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso
ruido; de manera que, la soledad, el sitio, la escuridad,
el ruido del agua, con el susurro de las hojas, todo cau-
saba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los
golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba;
añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se ha-
llaban. Pero Don Quijote, acompañado de su intrépido
corazón, saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela,
terció su lanzón y dijo:
—Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer
del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en
ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy
aquel para quien están guardados los peligros, las gran-
des hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez,
quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce
de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner
en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes,
los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos
caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este
en que me hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de
armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron.
Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche,
su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos
árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca
venimos, que parece que se despeña y derrumba desde
los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que
243
nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas
y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor
y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en
aquel que no está acostumbrado a semejantes aconteci-
mientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son
incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tie-
ne de acometer esta aventura, por más dificultosa que se
muestra. Así que, aprieta un poco las cinchas a Rocinante,
y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más,
en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra
aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás
al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dul-
cinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas
que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a
llorar con la mayor ternura del mundo, y a decille:
—Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced aco-
meter esta tan temerosa aventura: ahora es de noche;
aquí no nos ve nadie: bien podemos torcer el camino y
desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días;
y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note
de cobardes; cuanto más que yo he oído predicar al cura
de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que
quien busca el peligro perece en él; así que no es bien
tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde
no se puede escapar sino por milagro, y basta los que ha
hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser man-
teado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo
de entre tantos enemigos como acompañaban al difunto.
Y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro cora-
zón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vues-
244
tra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi
ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé
hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyen-
do valer más, y no menos; pero como la cudicia rompe
el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando
más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada
ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido,
veo que, en pago y trueco della, me quiere ahora dejar en
un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo Dios,
señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que
del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer
este fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la mañana; que, a
lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era
pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas,
porque la boca de la bocina está encima de la cabeza, y
hace la media noche en la línea del brazo izquierdo.
—¿Cómo puedes tú, Sancho —dijo Don Quijote—,
ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese
colodrillo que dices, si hace la noche tan escura que no
parece en todo el cielo estrella alguna?
—Así es —dijo Sancho—; pero tiene el miedo mu-
chos ojos, y vee las cosas debajo de tierra, cuanto más
encima, en el cielo; puesto que, por buen discurso, bien
se puede entender que hay poco de aquí al día.
—Falte lo que faltare —respondió Don Quijote—;
que no se ha de decir por mí, ahora ni en ningún tiem-
po, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que
debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que
calles; que Dios, que me ha puesto en corazón de aco-
meter ahora esta tan no vista y tan temerosa aventura,
tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar tu
tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a
245
Rocinante, y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto,
o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho, la última resolución de su amo,
y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos,
determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle es-
perar hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba las
cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con
el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de ma-
nera que, cuando Don Quijote se quiso partir, no pudo,
porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo
Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
—Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y
plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinan-
te; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle, será enojar
a la Fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto Don Quijote, y, por más que
ponía las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin
caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sose-
garse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se
menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra
parte que de la industria de Sancho; y así, le dijo:
—Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede mo-
verse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aun-
que yo llore lo que ella tardare en venir.
—No hay que llorar —respondió Sancho—, que yo
entretendré a vuestra merced contando cuentos desde
aquí al día, si ya no es que se quiere apear y echarse a
dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros
andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el
día y punto de acometer esta tan desemejable aventura
que le espera.
246
—¿A qué llamas apear o a qué dormir? —dijo Don
Quijote—. ¿Soy yo, por ventura, de aquellos caballeros
que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que nacis-
te para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que
viere que más viene con mi pretensión.
—No se enoje vuestra merced, señor mío —respondió
Sancho—, que no lo dije por tanto.
Y llegándose a él, puso la una mano en el arzón delan-
tero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado
con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél
un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que to-
davía alternativamente sonaban. Díjole Don Quijote que
contase algún cuento para entretenerle, como se lo había
prometido; a lo que Sancho dijo que sí hiciera, si le deja-
ra el temor de lo que oía.
—Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una his-
toria, que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es
la mejor de las historias; y esteme vuestra merced atento,
que ya comienzo. Érase que se era, el bien que viniere
para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar… Y
advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que
los antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera,
que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que
dice “y el mal, para quien le fuere a buscar”, que viene
aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté
quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que
nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a
que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
—Sigue tu cuento, Sancho —dijo Don Quijote—, y
del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.
—Digo, pues —prosiguió Sancho—, que en un lugar
de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir
247
que guardaba cabras; el cual pastor o cabrerizo, como
digo, de mi cuento se llamaba Lope Ruiz; y este Lope
Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba
Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un
ganadero rico, y este ganadero rico…
—Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho —dijo
Don Quijote—, repitiendo dos veces lo que vas diciendo,
no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo
como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
—De la misma manera que yo lo cuento —respondió
Sancho— se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo
no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me
pida que haga usos nuevos.
—Di como quisieres —respondió Don Quijote—; que
pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte,
prosigue.
—Así que, señor mío de mi ánima —prosiguió San-
cho—, que, como ya tengo dicho, este pastor andaba
enamorado de Torralba la pastora, que era una moza
rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía
unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo.
—Luego ¿conocístela tú? —dijo Don Quijote.
—No la conocí yo —respondió Sancho—; pero quien
me contó este cuento me dijo que era tan cierto y ver-
dadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afir-
mar y jurar que lo había visto todo. Así que, yendo días
y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo
añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a
la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la
causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de
celillos que ella le dio, tales, que pasaban de la raya y lle-
gaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborre-
248
ció de allí adelante, que, por no verla, se quiso ausentar
de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás.
La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le qui-
so bien, más que nunca le había querido.
—Ésa es natural condición de mujeres —dijo Don
Quijote—: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las
aborrece. Pasa adelante, Sancho.
—Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso por
obra su determinación, y, antecogiendo sus cabras, se
encaminó por los campos de Extremadura, para pasar-
se a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se
fue tras él y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un
bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde
llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un
peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas
llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora
en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con
su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba
crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no
había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su gana-
do, de la otra parte, de lo que se congojó mucho porque
veía que la Torralba venía ya muy cerca, y le había de dar
mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto
anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí
un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en él
una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y con-
certó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que
llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra;
volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.
Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pesca-
dor va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se
acabará el cuento, y no será posible contar más palabra él.
249
Sigo, pues, y digo que el desembarcadero, de la otra parte,
estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador
mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por
otra cabra, y otra, y otra.
—Haz cuenta que las pasó todas —dijo Don Quijo-
te—, no andes yendo y viniendo desa manera, que no
acabarás de pasarlas en un año.
—¿Cuántas han pasado hasta agora? —dijo Sancho.
—Yo ¿qué diablos sé? —respondió Don Quijote.
—He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta.
Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay
pasar adelante.
—¿Cómo puede ser eso? —respondió Don Quijote—
¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han
pasado, por extenso, que si se yerra una del número no
puedes seguir adelante con la historia?
—No, señor, en ninguna manera —respondió San-
cho—; porque así como yo pregunté a vuestra merced
que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me res-
pondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue
a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe
que era de mucha virtud y contento.
—¿De modo —dijo Don Quijote—, que ya la historia
es acabada?
—Tan acabada es como mi madre —dijo Sancho.
—Dígote de verdad —respondió Don Quijote— que
tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento
o historia que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal
modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá
visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de
tu buen discurso, mas no me maravillo, pues quizá estos
250
golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el enten-
dimiento.
—Todo puede ser —respondió Sancho—; mas yo sé
que en lo de mi cuento no hay más que decir: y que allí
se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de
las cabras.
—Acabe norabuena donde quisiere —dijo Don Qui-
jote—, y veamos si se puede mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a
estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya
venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas leniti-
vas, o que fuese cosa natural —que es lo que más se debe
creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que
otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que
había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un
negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que
tenía gana, tampoco era posible; y, así, lo que hizo, por
bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida
al arzón trasero, con la cual bonitamente y sin rumor al-
guno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se
sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela,
dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos; tras
esto, alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire en-
trambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho
esto —que él pensó que era lo más que tenía que hacer
para salir de aquel terrible aprieto y angustia—, le so-
brevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía
mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar
los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligen-
cias, fue tan desdichado, que, al cabo al cabo vino a hacer
251
un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le po-
nía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo:
—¿Qué rumor es ése, Sancho?
—No sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva
debe de ser; que las aventuras y desventuras nunca co-
mienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien,
que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló li-
bre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas,
como Don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo
como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido
con él que casi por línea recta subían los vapores hacia
arriba, no se pudo excusar de que algunos no llegasen a
sus narices; y apenas hubieron llegado, cuando él fue al
socorro, apretándolas entre los dos dedos, y, con tono
algo gangoso dijo:
—Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
—Sí tengo —respondió Sancho—; mas, ¿en qué lo
echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar
—respondió Don Quijote.
—Bien podrá ser —dijo Sancho—; mas yo no tengo la
culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por
estos no acostumbrados pasos.
—Retírate tres o cuatro allá, amigo —dijo Don Qui-
jote, todo esto sin quitarse los dedos de las narices—, y
desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con
lo que debes a la mía; que la mucha conversación que
tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
—Apostaré —replicó Sancho— que piensa vuestra
merced que yo he hecho de mi persona... alguna cosa que
no deba.
252
—Peor es meneallo, amigo Sancho —respondió Don
Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la no-
che amo y mozo; mas, viendo Sancho que a más andar se
venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y
se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque
él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y co-
menzó a dar manotadas; porque corvetas —con perdón
suyo— no las sabía hacer. Viendo, pues, Don Quijote
que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal y creyó
que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba, y de parecer dis-
tintamente las cosas, y vio Don Quijote que estaba entre
unos árboles altos, que ellos eran castaños, que hacen la
sombra muy escura. Sintió también que el golpear no ce-
saba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más de-
tenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando
a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase
tres días, a lo más largo, como ya otra vez se lo había di-
cho, y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese
por cierto que Dios había sido servido de que en aquella
peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle a re-
ferir el recado y embajada que había de llevar de su parte
a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga
de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado
hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde
se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata
por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero, que
si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cau-
tela, se podía tener por muy más que cierta la prometida
ínsula. De nuevo tornó a llorar Sancho oyendo de nuevo
253
las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de
no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan honrada de San-
cho Panza saca el autor desta historia que debía de ser
bien nacido, y, por lo menos, cristiano viejo. Cuyo sen-
timiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que
mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor
que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le
pareció que el ruido del agua y del golpear venía. Seguía-
le Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del
cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prós-
peras y adversas fortunas; y habiendo andado una bue-
na pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos,
dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se
hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de
agua. Al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas,
que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre
las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de
aquel golpear, que aún no cesaba. Alborotose Rocinante
con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegándo-
le Don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas,
encomendándose de todo corazón a su señora, suplicán-
dole que en aquella temerosa jornada y empresa le favo-
reciese, y, de camino, se encomendaba también a Dios,
que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el
cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista, por entre
las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan
suspenso y medroso le tenía. Otros cien pasos serían los
que anduvieron, cuando al doblar de una punta pareció
descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese
ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable rui-
do que tan suspensos y medrosos toda la noche los había
254
tenido. Y eran —si no lo has, ¡oh lector! por pesadumbre
y enojo— seis mazos de batán, que con sus alternativos
golpes aquel estruendo formaban.
Cuando Don Quijote vio lo que era, enmudeció y pas-
mose de arriba abajo. Miróle Sancho, y vio que tenía la
cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar
corrido. Miró también Don Quijote a Sancho, y viole
que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa,
con evidentes señales de querer reventar con ella, y no
pudo su melancolía tanto con él, que a la vista de Sancho
pudiese dejar de reírse; y como vio Sancho que su amo
había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo ne-
cesidad de apretarse las ijadas con los puños, por no re-
ventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió
a su risa, con el mismo ímpetu que primero; de lo cual
ya se daba al diablo Don Quijote, y más cuando le oyó
decir, como por modo de fisga: “Has de saber ¡oh Sancho
amigo!, que yo nací por querer del cielo, en esta nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella, la dorada, o de oro.
Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las
hazañas grandes, los valerosos fechos…” Y por aquí fue
repitiendo todas o las más razones que Don Quijote dijo
la vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, Don Quijote que Sancho hacía burla
dél, se corrió y enojó en tanta manera, que alzó el lanzón
y le asentó dos palos, tales, que si, como los recibió en
las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de
pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo San-
cho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor
de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha
humildad le dijo:
255
—Sosiéguese vuestra merced; que por Dios que me burlo.
—Pues, porque os burláis, no me burlo yo —respon-
dió Don Quijote—. Venid acá, señor alegre: ¿Paréceos
a vos que, si como éstos fueron mazos de batán, fueran
otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo
que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo
obligado, a dicha, siendo, como soy, caballero, a conocer
y distinguir los sones, y saber cuáles son de batán o no? Y
más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto
en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin
que sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced vos que
estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos
a las barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no
diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que
quisiéredes.
—No haya más, señor mío —replicó Sancho—; que
yo confieso que he andado algo risueño en demasía. Pero
dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz, así
Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan
sano y salvo como le ha sacado désta: ¿No ha sido cosa de
reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A
lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sé
que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
—No niego yo —respondió Don Quijote— que lo
que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa; pero no
es digna de contarse, que no son todas las personas tan
discretas que sepan poner en su punto las cosas.
—A lo menos —respondió Sancho—, supo vuestra
merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la
cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios y a la
diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo
256
saldrá en la colada; que yo he oído decir: “Ese te quiere
bien, que te hace llorar”; y más, que suelen los principa-
les señores, tras una mala palabra que dicen a un criado,
darle luego unas calzas; aunque no sé lo que le suelen dar
tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros
andantes dan tras palos ínsulas, o reinos en tierra firme.
—Tal podría correr el dado —dijo Don Quijote—,
que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo
pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros mo-
vimientos no son en mano del hombre, y está advertido
de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y re-
portes en el hablar demasiado conmigo: que en cuantos
libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he
hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor
como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran fal-
ta, tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en
que no me dejo estimar en más. Sí, que Gandalín, escu-
dero de Amadís de Gaula, conde fue de la Ínsula Firme, y
se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en
la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo, more
turquesco. Pues ¿qué diremos de Gasabal, escudero de
don Galaor, que fue tan callado que, para declararnos
la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan grande como ver-
dadera historia? De todo lo que he dicho has de inferir,
Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo,
de señor a criado y de caballero a escudero. Así que, des-
de hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto,
sin darnos cordelejo, porque, de cualquiera manera que
yo me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro. Las
mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a
257
su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha
de perder, como ya os he dicho.
—Está bien cuanto vuestra merced dice —dijo San-
cho—; pero querría yo saber —por si acaso no llegase el
tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los
salarios— cuánto ganaba un escudero de un caballero an-
dante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses,
o por días, como peones de albañir.
—No creo yo —respondió Don Quijote— que jamás
los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y
si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado
que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder; que
aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos
nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas
penase mi ánima en el otro mundo. Porque quiero que
sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que
el de los aventureros.
—Así es verdad —dijo Sancho—, pues sólo el ruido
de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el
corazón de un tan valeroso andante aventurero como es
vuestra merced. Mas bien puede estar seguro que de aquí
adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de
las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle,
como a mi amo y señor natural.
—Desa manera —replicó Don Quijote— vivirás sobre
la haz de la tierra; porque, después de a los padres, a los
amos se ha de respetar como si lo fuesen.
258
CAPÍTULO XXI
Que trata de la alta aventura y rica ganancia
del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas
a nuestro invencible caballero
E n esto comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho
que se entraran en el molino de los batanes; mas ha-
bíales cobrado tal aborrecimiento Don Quijote, por la
pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar den-
tro; y así, torciendo el camino a la derecha mano, dieron
en otro como el que habían llevado el día de antes. De allí
a poco, descubrió Don Quijote un hombre a caballo, que
traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera
de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió a
Sancho y le dijo:
—Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea ver-
dadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma
experiencia, madre de las ciencias todas, especialmen-
te aquel que dice: “Donde una puerta se cierra, otra se
abre”. Dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la
puerta de la que buscábamos, engañándonos con los ba-
tanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor
y más cierta aventura, que si yo no acertare a entrar por
ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca no-
ticia de batanes, ni a la escuridad de la noche. Digo esto,
porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que
259
260
trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre
que yo hice el juramento que sabes.
—Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo
que hace —dijo Sancho—; que no querría que fuesen
otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear
el sentido.
—¡Válate el diablo por hombre! —replicó Don Quijo-
te—, ¿qué va de yelmo a batanes?
—No sé nada —respondió Sancho—; mas, a fe que si
yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales
razones, que vuestra merced viera que se engañaba en lo
que dice.
—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor
escrupuloso? —dijo Don Quijote—. Dime, ¿no ves aquel
caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo ru-
cio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
—Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho—
no es sino un hombre sobre un asno, pardo como el mío,
que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
—Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo Don Quijo-
te—. Apártate a una parte y déjame con él a solas; verás cuán
sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta
aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.
—Yo me tengo en cuidado el apartarme —replicó San-
cho—; mas quiera Dios —tornó a decir—, que orégano
sea y no batanes.
—Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis ni por
pienso más eso de los batanes —dijo Don Quijote—, que
voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el
voto que le había echado, redondo como una bola.
261
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero
que Don Quijote veía, era esto: que en aquel contorno
había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica
ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí; y así, el bar-
bero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad
un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para
lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar; y qui-
so la suerte que, al tiempo que venía comenzó a llover, y
por que no se le manchase el sombrero, que debía de ser
nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba
limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un
asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a
Don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero,
y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha
facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y
malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre
caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a
todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo,
llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuan-
do a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
—¡Defiéndete cautiva criatura, o entriégame de tu vo-
luntad lo que con tanta razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir
aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio para po-
der guardarse del golpe de la lanza si no fue el dejarse
caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando
se levantó más ligero que un gamo, y comenzó a correr
por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la
bacía en el suelo, con la cual se contentó Don Quijote,
y dijo que el pagano había andado discreto, y que había
imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los caza-
262
dores, se taraza y harpa con los dientes aquello por lo que
él, por distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó
a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándola en las
manos, dijo:
—Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de
a ocho como un maravedí.
Y dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza,
rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y,
como no se le hallaba, dijo:
—Sin duda que el pagano a cuya medida se forjó pri-
mero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabe-
za; y lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo
tener la risa mas vínosele a las mientes la cólera de su
amo y calló en la mitad della.
—¿De qué te ríes, Sancho? —dijo Don Quijote.
—Ríome —respondió él— de considerar la gran cabe-
za que tenía el pagano dueño deste almete, que no semeja
sino una bacía de barbero, pintiparada.
—¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pie-
za deste encantado yelmo, por algún extraño accidente
debió de venir a manos de quien no supo conocer ni es-
timar su valor y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro
purísimo, debió de fundir la mitad para aprovecharse del
precio, y de la otra mitad hizo esta, que parece bacía de
barbero, como tú dices. Pero sea lo que fuere; que para
mí que la conozco no hace al caso su trasmutación; que
yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero,
y de suerte, que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la
que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de
las batallas; y en este entretanto, la traeré como pudiere,
263
que más vale algo que no nada; cuanto más que bien será
bastante para defenderme de alguna pedrada.
—Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda,
como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le
santiguaron a vuestra merced las muelas, y le rompieron
el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me
hizo vomitar las asaduras.
—No me da mucha pena el haberle perdido; que ya
sabes tú, Sancho —dijo Don Quijote—, que yo tengo la
receta en la memoria.
—También la tengo yo —respondió Sancho—; pero
si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi
hora. Cuanto más, que no pienso ponerme en ocasión de
haberle menester, porque pienso guardarme con todos
mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo
del ser otra vez manteado, no digo nada; que semejantes
desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay
que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el
aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y
la manta nos llevare.
—Mal cristiano eres, Sancho —dijo, oyendo esto, Don
Quijote—, porque nunca olvidas la injuria que una vez
te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles y ge-
nerosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo,
qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te
olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue
y pasatiempo; que, a no entenderlo yo así, ya yo hubiera
vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que
el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual si
fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pu-
diera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa
como tiene.
264
Y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes. Y dijo
Sancho:
—Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar
en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las
burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria,
como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando
esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste
caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó
aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced de-
rribó, que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las
de Villadiego, no lleva pergeño de volver por él jamás. Y
¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!
—Nunca yo acostumbro —dijo Don Quijote— des-
pojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los
caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor
hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso,
lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lí-
cita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú
quisieres que sea; que como su dueño nos vea alongados
de aquí, volverá por él.
—Dios sabe si quisiera llevarle —replicó Sancho—, o,
por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan
bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de ca-
ballería, pues no se extienden a dejar trocar un asno por
otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
—En eso no estoy muy cierto —respondió Don Qui-
jote—; y en caso de duda, hasta estar mejor informado,
digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad
extrema.
—Tan extrema es —respondió Sancho—, que si fue-
ran para mi misma persona no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio
265
caparum, y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole
mejorado en tercio y quinto. Hecho esto, almorzaron de
las sobras del real, que del acémila despojaron, bebieron
del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a
mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían, por el
miedo en que les habían puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subie-
ron a caballo, y sin tomar determinado camino, por ser
muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto,
se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinan-
te quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del
asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba,
en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al
camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro disig-
nio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
—Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que
departa un poco con él? Que, después que me puso aquel
áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más
de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora ten-
go en el pico de la lengua no querría que se malograse.
—Dila —dijo Don Quijote—, y sé breve en tus razo-
namientos, que ninguno hay gustoso si es largo.
—Digo, pues, señor —respondió Sancho—, que, de
algunos días a esta parte, he considerado cuán poco se
gana y granjea de andar buscando estas aventuras que
vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas
de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más pe-
ligrosas, no hay quien las vea ni sepa, y así, se han de que-
dar en perpetuo silencio y en perjuicio de la intención de
vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me pa-
rece que sería mejor —salvo el mejor parecer de vuestra
266
merced— que nos fuésemos a servir a algún emperador o
a otro príncipe grande, que tenga alguna guerra, en cuyo
servicio vuestra merced muestre el valor de su persona,
sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto
esto del señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de
remunerar a cada cual según sus méritos, y allí no falta-
rá quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced,
para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues
no han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir
que, si se usa en la caballería escribir hazañas de escude-
ros, que no pienso que se han de quedar las mías entre
renglones.
—No dices mal, Sancho —respondió Don Quijote—;
mas, antes que se llegue a ese término, es menester andar
por el mundo, como en aprobación, buscando las aventu-
ras, para que, acabando algunas se cobre nombre y fama
tal, que cuando se fuere a la corte de algún gran monarca
ya sea el caballero conocido por sus obras; y que, apenas
le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la
ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces, di-
ciendo: “Éste es el Caballero del Sol”, o de la Sierpe, o de
otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado
grandes hazañas. “Éste es —dirán— el que venció en sin-
gular batalla al gigantazo Brocabruno, de la Gran Fuerza;
el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del lar-
go encantamento en que había estado casi novecientos
años”. Así que, de mano en mano irán pregonando sus he-
chos, y luego al alboroto de los muchachos, y de la demás
gente, se parará á las fenestras de su real palacio el rey de
aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por
las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha
de decir: “¡Ea, sus! Salgan mis caballeros, cuantos en mi
267
corte están, a recebir a la flor de la caballería, que allí vie-
ne”. A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta
la mitad de la escalera y le abrazará estrechísimamente, y
le dará paz, besándole en el rostro, y luego le llevará por la
mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero
la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las
más fermosas y acabadas doncellas que en gran parte de
lo descubierto de la tierra a duras penas se pueda hallar.
Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga
los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parez-
ca a otro cosa más divina que humana, y, sin saber cómo
ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intri-
cable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones, por
no saber cómo se han de fablar para descubrir sus ansias
y sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda, a algún
cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habién-
dole quitado las armas, le traerán un rico manto de es-
carlata, con que se cubra; y si bien pareció armado, tan
bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche,
cenará con el rey, reina e infanta, donde nunca quitará los
ojos della, mirándola a furto de los circunstantes, y ella
hará lo mesmo, con la misma sagacidad, porque, como
tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han las
tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo
y pequeño enano, con una fermosa dueña que, entre dos
gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, he-
cha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será
tenido por el mejor caballero del mundo.
Mandará luego el rey que todos los que están pre-
sentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el
caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual
quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta
268
y pagada, además por haber puesto y colocado sus pen-
samientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey o
príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con
otro tan poderoso como él, y el caballero huésped le pide
—al cabo de algunos días que ha estado en su corte— li-
cencia para ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela
el rey de muy buen talante, y el caballero le besará cor-
tésmente las manos por la merced que le face. Y aquella
noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de
un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por
las cuales ya otras muchas veces la había fablado, siendo
medianera y sabidora de todo una doncella de quien la
infanta mucho se fiaba. Suspirará él, desmayarase ella,
traerá agua la doncella, acuitarase mucho, porque viene
la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la
honra de su señora; finalmente, la infanta volverá en sí
y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual
se las besará mil y mil veces, y se las bañará en lágrimas.
Quedará concertado entre los dos del modo que se han
de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarale la
princesa que se detenga lo menos que pudiere; prome-
térselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las
manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará
poco por acabar la vida. Vase desde allí a su aposento,
échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor de la
partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey
y de la reina y de la infanta; dícenle, habiéndose despedi-
do de los dos, que la señora infanta está mal dispuesta y
que no puede recebir visita; piensa el caballero que es de
pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco
de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la donce-
lla medianera delante, halo de notar todo, váselo a decir
269
a su señora, la cual la recibe con lágrimas, y le dice que
una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea
su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrale la
doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y
valentía como la de su caballero sino en sujeto real y gra-
ve; consuélase con esto la cuitada: procura consolarse,
por no dar mal indicio de sí a sus padres, y a cabo de dos
días sale en público. Ya se es ido el caballero; pelea en la
guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades,
triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su seño-
ra por donde suele, conciértase que la pida a su padre por
mujer en pago de sus servicios, no se la quiere dar el rey,
porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada,
o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser
su esposa, y su padre lo viene a tener a gran ventura, por-
que se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un
valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe
de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la infanta,
queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego
el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que
le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su escudero
con una doncella de la infanta, que será, sin duda la que
fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy
principal.
—Eso pido, y barras derechas —dijo Sancho—: a eso
me atengo, porque todo, al pie de la letra, ha de suceder por
vuestra merced llamándose el Caballero de la Triste Figura.
—No lo dudes, Sancho —replicó Don Quijote—, por-
que del mesmo modo y por los mesmos pasos que esto
he contado suben y han subido los caballeros andantes
a ser reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey
de los cristianos o de los paganos tenga guerra y tenga
270
hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues,
como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por
otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra
cosa: que, puesto caso que se halle rey con guerra y con
hija hermosa y que yo haya cobrado fama increíble por
todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar que yo
sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de
emperador, porque no me querrá el rey dar a su hija por
mujer, si no está primero muy enterado en esto, aunque
más lo merezcan mis famosos hechos, así que por esta
falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido.
Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de
posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos,
y podría ser que el sabio que escribiese mi historia des-
lindase de tal manera mi parentela y descendencia, que
me hallase quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago sa-
ber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo:
unos que traen y derivan su descendencia de príncipes y
monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho,
y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés;
otros tuvieron principio de gente baja y van subiendo
de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores; de
manera, que está la diferencia, en que unos fueron, que
ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser
yo déstos, que, después de averiguado, hubiese sido mi
principio grande y famoso, con lo cual se debía de con-
tentar el rey mi suegro que hubiere de ser; y cuando no,
la infanta me ha de querer de manera, que a pesar de su
padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán,
me ha de admitir por señor y por esposo; y si no, aquí
entra el roballa y llevalla donde más gusto me diere, que
el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
271
—Ahí entra bien también —dijo Sancho— lo que al-
gunos desalmados dicen: “No pidas de grado lo que pue-
des tomar por fuerza”; aunque mejor cuadra decir: “Más
vale salto de mata que ruego de hombres buenos”. Dígolo
porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se
quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no
hay sino, como vuestra merced dice, roballa y traspone-
lla. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces
y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se
podrá estar a diente en esto de las mercedes. Si ya no es
que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con
la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el
cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde
luego dársela su señor por ligítima esposa.
—Eso no hay quien la quite —dijo Don Quijote.
—Pues como eso sea —respondió Sancho—, no hay
sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por
donde mejor lo encaminare.
—Hágalo Dios —respondió Don Quijote— como yo
deseo y tú, Sancho, has menester, y ruin sea quien por
ruin se tiene.
—Sea par Dios —dijo Sancho—; que yo cristiano vie-
jo soy, y para ser conde esto me basta.
—Y aun te sobra —dijo Don Quijote—, y cuando no
lo fueras, no hacía nada al caso; porque, siendo yo el rey,
bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sir-
vas con nada. Porque en haciéndote conde, cátate ahí ca-
ballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han
de llamar señoría, mal que les pese.
—Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! —
dijo Sancho.
272
—Dictado has de decir, que no litado —dijo su amo.
—Sea ansí —respondió Sancho Panza—. Digo que le
sabría bien acomodar, porque por vida mía que un tiem-
po fui munidor de una cofradía, y que me asentaba tan
bien la ropa de munidor, que decían todos que tenía pre-
sencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues
¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o
me vista de oro y de perlas, a uso de conde extranjero?
Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
—Bien parecerás —dijo Don Quijote—, pero será me-
nester que te rapes las barbas a menudo; que, según las
tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las
rapas a navaja cada dos días, por lo menos, a tiro de esco-
peta se echará de ver lo que eres.
—¿Qué hay más —dijo Sancho— sino tomar un bar-
bero, y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menes-
ter, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.
—Pues ¿cómo sabes tú —preguntó Don Quijote—
que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
—Yo se lo diré —respondió Sancho—. Los años pasa-
dos estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un
señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un
hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba,
que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo
aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre
andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo,
y que era uso de grandes llevar tras sí a los tales. Desde
entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha olvidado.
—Digo que tienes razón —dijo Don Quijote—, y que
así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron
todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el
273
primero conde que lleve tras sí su barbero, y aún es de
más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
—Quédese eso del barbero a mi cargo —dijo San-
cho—, y al de vuestra merced se quede el procurar venir
a ser rey y el hacerme conde.
—Así será —respondió Don Quijote.
Y alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente
capítulo.
274
CAPÍTULO XXII
De la libertad que dio Don Quijote
a muchos desdichados que, mal de su grado,
los llevaban donde no quisieran ir
C uenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo
y manchego, en esta gravísima, altisonante, míni-
ma, dulce e imaginada historia, que después que entre
el famoso Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su
escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capí-
tulo XXI quedan referidas, que Don Quijote alzó los ojos
y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce
hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran
cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a
las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de
a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas
de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así
como Sancho Panza los vido, dijo:
—Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey,
que va a las galeras.
—¿Cómo gente forzada? —preguntó Don Quijote—.
¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
—No digo eso —respondió Sancho—, sino que es
gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en
las galeras, de por fuerza.
275
276
—En resolución —replicó Don Quijote—, como
quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de
por fuerza, y no de su voluntad.
—Así es —dijo Sancho.
—Pues desa manera —dijo su amo—, aquí encaja la
ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acu-
dir a los miserables.
—Advierta vuestra merced —dijo Sancho— que la jus-
ticia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a se-
mejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y Don Quijo-
te, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su
guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa o
causas por que llevaban aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran ga-
leotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no
había más que decir, ni él tenía más que saber.
—Con todo eso —replicó Don Quijote—, querría sa-
ber de cada uno dellos en particular la causa de su des-
gracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones
para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que la otra
guarda de a caballo le dijo:
—Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sen-
tencias de cada uno de estos malaventurados, no es tiem-
po éste de detenernos a sacarlas ni a leellas: vuestra mer-
ced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo
dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que
recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que Don Quijote se tomara aunque
no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le pre-
277
guntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le
respondió que por enamorado iba de aquella manera.
—¿Por eso no más? —replicó Don Quijote—. Pues si
por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo
estar bogando en ellas.
—No son los amores como los que vuestra merced
piensa —dijo el galeote—; que los míos fueron que quise
tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que
la abracé conmigo tan fuertemente, que a no quitármela
la justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera de-
jado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de
tormento, concluyóse la causa, acomodáronme las espal-
das con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas,
y acabose la obra.
—¿Qué son gurapas? —preguntó Don Quijote.
—Gurapas son galeras —respondió el galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro
años, y dijo que era natural de Piedrahita. Lo mesmo pre-
guntó Don Quijote al segundo, el cual no respondió pa-
labra, según iba de triste y malencónico; mas respondió
por él el primero y dijo:
—Éste, señor, va por canario, digo, por músico y cantor.
—Pues ¿cómo? —replicó Don Quijote—. ¿Por músi-
cos y cantores van también a galeras?
—Sí, señor —respondió el galeote—; que no hay peor
cosa que cantar en el ansia.
—Antes he yo oído decir —dijo Don Quijote— que
quien canta, sus males espanta.
—Acá es al revés —dijo el galeote—; que quien canta
una vez, llora toda la vida.
—No lo entiendo —dijo Don Quijote.
278
Mas una de las guardas le dijo:
—Señor caballero, cantar en el ansia se dice entre esta
gente nonsanta confesar en el tormento. A este pecador le
dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatre-
ro, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le
condenaron por seis años a galeras, amén de doscientos
azotes, que ya lleva en las espaldas; y va siempre pensati-
vo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y
aquí van le maltratan y aniquilan, y escarnecen, y tienen
en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones.
Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un
sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en
su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos
y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de
camino.
—Y yo lo entiendo así —respondió Don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros;
el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
—Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por fal-
tarme diez ducados.
—Yo daré veinte de muy buena gana —dijo Don Qui-
jote— por libraros desa pesadumbre.
—Eso me parece —respondió el galeote— como quien
tiene dineros en mitad del golfo y se está muriendo de
hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester.
Dígolo, por si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados
que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con
ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del pro-
curador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza
de Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado
como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.
279
Pasó Don Quijote al cuarto, que era un hombre de ve-
nerable rostro, con una barba blanca que le pasaba del
pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa por que allí
venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el
quinto condenado le sirvió de lengua y dijo:
—Este hombre honrado va por cuatro años a galeras,
habiendo paseado las acostumbradas, vestido, en pompa
y a caballo.
—Eso es —dijo Sancho Panza—, a lo que a mí me pa-
rece, haber salido a la vergüenza.
—Así es —replicó el galeote—; y la culpa por que le
dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y
aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir que este
caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus
puntas y collar de hechicero.
—A no haberle añadido esas puntas y collar —dijo
Don Quijote—, por solamente el alcahuete limpio no
merecía él ir a bogar en las galeras, sino amandallas y a
ser general dellas. Porque no es así como quiera el oficio
de alcahuete; que es oficio de discretos, y necesarísimo
en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer
sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor
y examinador de los tales, como le hay de los demás ofi-
cios, con número deputado y conocido, como corredo-
res de lonja, y desta manera se excusarían muchos males
que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente
idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de
poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años
y de poca experiencia, que a la más necesaria ocasión,
y cuando es menester dar una traza que importe, se les
yelan las migas entre la boca y la mano, y no saben cuál
es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las ra-
280
zones por que convenía hacer elección de los que en la
república habían de tener tan necesario oficio; pero no
es el lugar acomodado para ello: algún día lo diré a quien
lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena
que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro
venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado
el adjunto de ser hechicero. Aunque bien sé que no hay
hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la vo-
luntad, como algunos simples piensan; que es libre nues-
tro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo
que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos
embusteros bellacos es algunas mixturas y venenos, con
que vuelven locos a los hombres, dando a entender que
tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo,
cosa imposible forzar la voluntad.
—Así es —dijo el buen viejo—; y, en verdad, señor,
que en lo de hechicero, que no tuve culpa; en lo de alca-
huete, no lo pude negar. Pero nunca pensé que hacía mal
en ello; que toda mi intención era que todo el mundo
se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni
penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para
dejar de ir adonde no espero volver, según me cargan los
años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar
un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y túvole
Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del
seno y se le dio de limosna.
Pasó adelante Don Quijote, y preguntó a otro su deli-
to, el cual respondió con no menos, sino con mucha más
gallardía que el pasado:
—Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con
dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que
281
no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas, que
resultó de la burla crecer la parentela tan intricadamente,
que no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó
favor, no tuve dineros, víame a pique de perder los traga-
deros, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí:
castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con
ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero,
lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios
se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra
cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida
y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena
como su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guar-
das que era muy grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos, venía un hombre de muy buen pa-
recer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el
un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado
que los demás, porque traía una cadena al pie, tan gran-
de, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la
garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman
guardaamigo o pie de amigo, de la cual decendían dos
hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían
dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un
grueso candado, de manera que ni con las manos podía
llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las ma-
nos. Preguntó Don Quijote que cómo iba aquel hombre
con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la
guarda: porque tenía aquél solo más delitos que todos
los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande
bellaco, que, aunque le llevaban de aquella manera,
no iban seguros dél, sino que temían que se les había
de huir.
282
—¿Qué delitos puede tener —dijo Don Quijote—, si
no han merecido más pena que echalle a las galeras?
—Va por diez años —replicó la guarda—, que es como
muerte cevil. No se quiera saber más sino que este buen
hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro
nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
—Señor comisario —dijo entonces el galeote—, váya-
se poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres
y sobrenombres. Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasa-
monte es mi alcurnia y no Parapilla, como voacé dice; y
cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.
—Hable con menos tono —replicó el comisario—, se-
ñor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga
callar, mal que le pese.
—Bien parece —respondió el galeote— que va el
hombre como Dios es servido; pero algún día sabrá algu-
no si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.
—Pues ¿no te llaman así, embustero? —dijo la guarda.
—Sí llaman —respondió Ginés—; mas yo haré que no
me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis
dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénos-
lo ya, y vaya con Dios; que ya enfada con tanto querer
saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo
soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos
pulgares.
—Dice verdad —dijo el comisario—; que él mesmo
ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado
el libro en la cárcel en doscientos reales.
—Y le pienso quitar —dijo Ginés— si quedara en dos-
cientos ducados.
—¿Tan bueno es? —dijo Don Quijote.
283
—Es tan bueno —respondió Ginés—, que mal año
para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel
género se han escrito o escribieren. Lo que le sé decir a
voacé es que trata verdades, y que son verdades tan lindas
y tan donosas, que no pueden haber mentiras que se le
igualen.
—¿Y cómo se intitula el libro? —preguntó Don Quijote.
—La vida de Ginés de Pasamonte —respondió el mismo.
—¿Y está acabado? —preguntó Don Quijote.
—¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si
aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde
mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han
echado en galeras.
—Luego ¿otra vez habéis estado en ellas? —dijo Don
Quijote.
—Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro
años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho —res-
pondió Ginés—; y no me pesa mucho de ir a ellas, por-
que allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan
muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay
más sosiego de aquel que sería menester, aunque no es
menester mucho más para lo que yo tengo de escribir,
porque me lo sé de coro.
—Hábil pareces —dijo Don Quijote.
—Y desdichado —respondió Ginés—; porque siem-
pre las desdichas persiguen al buen ingenio.
—Persiguen a los bellacos —dijo el comisario.
—Ya le he dicho, señor comisario —respondió Pasa-
monte—, que se vaya poco a poco; que aquellos señores
no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes
que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adon-
de su majestad manda. Si no, por vida de… —basta—,
284
que podría ser que saliesen algún día en la colada las
manchas que se hicieron en la venta; y todo el mundo
calle, y viva bien, y hable mejor, y caminemos; que ya es
mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte,
en respuesta de sus amenazas; mas Don Quijote se puso
en medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mu-
cho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún
tanto suelta la lengua. Y volviéndose a todos los de la ca-
dena, dijo:
—De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísi-
mos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado
por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os
dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana
y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el
poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de di-
neros déste, el poco favor del otro y, finalmente, el torci-
do juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdi-
ción, y de no haber salido con la justicia que de vuestra
parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora
en la memoria, de manera, que me está diciendo, per-
suadiendo y aun forzando, que muestre con vosotros el
efecto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo
profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto
que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos
de los mayores. Pero, porque sé que una de las partes de
la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se
haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y
comisario sean servidos de desataros y dejaros ir en paz;
que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasio-
nes; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que
Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guar-
285
das —añadió Don Quijote—, que estos pobres no han
cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno
con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida
de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien
que los hombres honrados sean verdugos de los otros
hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
mansedumbre y sosiego, por que tenga, si lo cumplís,
algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis,
esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán
que lo hagáis por fuerza.
—¡Donosa majadería! —respondió el comisario—.
¡Bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato!
¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si
tuviéramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para
mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, norabuena
su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la
cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
—¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! —respondió
Don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto,
que, sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con
él en el suelo, malherido de una lanzada; y avínole bien:
que éste era el de la escopeta. Las demás guardas queda-
ron atónitas y suspensas del no esperado acontecimien-
to; pero, volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas
los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron
a Don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y
sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión
que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran,
procurando romper la cadena donde venían ensartados.
Fue la revuelta de manera, que las guardas, ya por acu-
dir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a
286
Don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fue-
se de provecho. Ayudó Sancho, por su parte, a la soltu-
ra de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó
en la campaña libre y desembarazado, y, arremetiendo al
comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la
cual, apuntando al uno y señalando al otro, sin dispara-
lla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se
fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como
de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les ti-
raban. Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque
se le representó que los que iban huyendo habían de dar
noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual, a campana
herida, saldría a buscar los delincuentes; y así se lo dijo a
su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen, y se em-
boscasen en la sierra, que estaba cerca.
—Bien está eso —dijo Don Quijote—; pero yo sé lo
que ahora conviene que se haga.
Y llamando a todos los galeotes, que andaban alboro-
tados y habían despojado al comisario hasta dejarle en
cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que
les mandaba, y así les dijo:
—De gente bien nacida es agradecer los beneficios
que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende
es la ingratitud. Dígolo, porque ya habéis visto, señores,
con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido;
en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, carga-
dos de esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os
pongáis en camino y vais a la ciudad del Toboso, y allí os
presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le digáis
que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a enco-
mendar, y le contéis, punto por punto, todos los que ha
tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada
287
libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde quisiéredes, a
la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
—Lo que vuestra merced nos manda, señor y liberta-
dor nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplir-
lo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino
solos y divididos, y cada uno, por su parte, procurando
meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de
la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en
nuestra busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es
justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la
señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de ave-
marías y credos, que nosotros diremos por la intención
de vuestra merced, y ésta es cosa que se podrá cumplir de
noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en gue-
rra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas
de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena, y a ponernos
en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche,
que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso
como pedir peras al olmo.
—Pues voto a tal —dijo Don Quijote, ya puesto en
cólera—, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo,
o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre
piernas, con toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya
enterado que Don Quijote no era muy cuerdo, pues tal
disparate había acometido como el de querer darles liber-
tad, viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a los
compañeros, y apartándose aparte, comenzaron a llover
tantas piedras sobre Don Quijote, que no se daba manos
a cubrirse con la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía
288
más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. San-
cho se puso tras su asno y con él se defendía de la nube y
pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar
tan bien Don Quijote, que no le acertasen no sé cuántos
guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con
él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el
estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella
tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la
tierra, con que la hizo casi pedazos. Quitáronle una ropi-
lla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían
quitar, si las glebas no lo estorbaran. A Sancho le quita-
ron el gabán y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí
los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por
su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad,
que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentar-
se ante la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don
Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo
de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no
había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían
los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que tam-
bién vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota, y
temeroso de la Santa Hermandad; Don Quijote mohiní-
simo de verse tan malparado por los mismos a quien tan-
to bien había hecho.
CAPÍTULO XXIII
De lo que aconteció al famoso Don Quijote en
Sierra Morena, que fue una de las más raras
aventuras que en esta verdadera historia se cuentan
V iéndose tan malparado Don Quijote, dijo a su
escudero:
—Siempre, Sancho, lo he oído decir: que el hacer bien
a villanos es echar agua en el mar. Si yo hubiera creído
lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre;
pero ya está hecho; paciencia, y escarmentar para desde
aquí adelante.
—Así escarmentará vuestra merced, respondió San-
cho, como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubie-
ra creído se hubiera excusado este daño, créame ahora y
se excusará otro mayor, porque le hago saber que con la
Santa Hermandad no hay usar de caballerías; que no se
le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos mara-
vedís; y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban
por los oídos.
—Naturalmente eres cobarde, Sancho —dijo Don
Quijote—; pero por que no digas que soy contumaz y
que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero
tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes;
mas ha de ser con una condición: que jamás, en vida ni
289
290
en muerte, has de decir a nadie que yo me retiré y aparté
deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos;
que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora
para entonces, y desde entonces para ahora, te desmien-
to, y digo que mientes y mentirás todas las veces que lo
pensares o lo dijeres. Y no me repliques más; que en sólo
pensar que me aparto y retiro de algún peligro, especial-
mente déste, que parece que lleva algún es no es de som-
bra de miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar
aquí solo, no solamente la Santa Hermandad que dices y
temes, sino a los hermanos de las doce tribus de Israel, y
a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos
los hermanos y hermandades que hay en el mundo.
—Señor —respondió Sancho—, que el retirar no es
huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja
a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana,
y no aventurarse todo en un día. Y sepa que, aunque za-
fio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman
buen gobierno: así que no se arrepienta de haber tomado
mi consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o si no yo le
ayudaré, y sígame; que el caletre me dice que hemos me-
nester ahora más los pies que las manos.
Subió Don Quijote, sin replicarle más palabra, y,
guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte
de Sierra Morena, que allí junto estaba, llevando Sancho
intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a Almo-
dóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas
asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los bus-
case. Animóle a esto haber visto que de la refriega de los
galeotes se había escapado libre la despensa que sobre su
asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que
llevaron y buscaron los galeotes.
291
Aquella noche llegaron a la mitad de las entrañas de
Sierra Morena, adonde le pareció a Sancho pasar aquella
noche, y aun otros algunos días, a lo menos, todos aque-
llos que durase el matalotaje que llevaba, y así, hicieron
noche entre dos peñas y entre muchos alcornoques. Pero
la suerte fatal, que, según opinión de los que no tienen
lumbre de la verdadera fe, todo lo guía, guisa y compone
a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte, el famoso
embustero y ladrón que de la cadena, por virtud y locu-
ra de Don Quijote, se había escapado, llevado del miedo
de la Santa Hermandad, de quien con justa razón temía,
acordó de esconderse en aquellas montañas, y llevóle su
suerte y su miedo a la misma parte donde había llevado
a Don Quijote y a Sancho Panza, a hora y tiempo que
los pudo conocer, y a punto que los dejó dormir; y como
siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad
sea ocasión de acudir a lo que no se debe, y el remedio
presente venza a lo por venir, Ginés, que no era ni agra-
decido ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno a
Sancho Panza, no curándose de Rocinante, por ser pren-
da tan mala para empeñada como para vendida. Dormía
Sancho Panza; hurtóle su jumento, y antes que amanecie-
se se halló bien lejos de poder ser hallado.
Salió el aurora alegrando la tierra y entristeciendo
a Sancho Panza, porque halló menos su rucio; el cual,
viéndose sin él, comenzó a hacer el más triste y doloroso
llanto del mundo, y fue de manera que Don Quijote des-
pertó a las voces, y oyó que en ellas decía:
—¡Oh, hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma
casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de
mis vecinos, alivio de mis cargas, y, finalmente, susten-
292
tador de la mitad de mi persona, porque con veintiséis
maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa!
Don Quijote, que vio el llanto y supo la causa, consoló
a Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que
tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de
cambio para que le diesen tres en su casa, de cinco que
había dejado en ella.
Consolóse Sancho con esto, y limpió sus lágrimas, tem-
pló sus sollozos, y agradeció a Don Quijote la merced que
le hacía; al cual, como entró por aquellas montañas, se le
alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomo-
dados para las aventuras que buscaba. Reducíansele a la
memoria los maravillosos acaecimientos que en seme-
jantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros
andantes, y iba pensando en estas cosas, tan embebecido
y transportado en ellas, que de ninguna otra se acordaba.
Ni Sancho llevaba otro cuidado —después que le pareció
que caminaba por parte segura— sino de satisfacer su es-
tómago con los relieves que del despojo clerical habían
quedado; y así, iba tras su amo cargado con todo aquello
que había de llevar el rucio, sacando de un costal y em-
baulando en su panza; y no se le diera por hallar otra aven-
tura; entretanto que iba de aquella manera, un ardite.
En esto alzó los ojos y vio que su amo estaba parado,
procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto
que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a
llegar a ayudarle, si fuese menester; y cuando llegó fue a
tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una
maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo,
y deshechos; mas, pesaban tanto, que fue necesario que
Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que vie-
293
se lo que en la maleta venía. Hízolo con mucha presteza
Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una cadena
y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en
ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda y
otras cosas de lienzo no menos curiosas que limpias, y en
un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de
oro; y así como los vio, dijo:
—¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una
aventura que sea de provecho!
Y buscando más, halló un librillo de memoria, rica-
mente guarnecido. Éste le pidió Don Quijote, y mandóle
que guardase el dinero y lo tomase para él. Besóle las ma-
nos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su
lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual,
visto por Don Quijote, dijo:
—Paréceme, Sancho —y no es posible que sea otra
cosa—, que algún caminante descaminado debió de pa-
sar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le debie-
ron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escon-
dida parte.
—No puede ser eso —respondió Sancho—, porque si
fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.
—Verdad dices —dijo Don Quijote—, y así, no adivi-
no ni doy en lo que esto pueda ser; mas espérate: vere-
mos si en este librillo de memoria hay alguna cosa escrita
por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de
lo que deseamos.
Abriole, y lo primero que halló en él escrito, como en
borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que,
leyéndole alto, por que Sancho también lo oyese, vio que
decía desta manera:
294
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en tanto bien no cabe
ni me viene del cielo esta ruina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe,
milagro es acertar la medicina.
—Por esa trova —dijo Sancho— no se puede saber
nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el
ovillo de todo.
—¿Qué hilo está aquí? —dijo Don Quijote.
—Paréceme —dijo Sancho— que vuestra merced
nombró ahí hilo.
—No dije sino Fili —respondió Don Quijote—, y
éste, sin duda es el nombre de la dama de quien se queja
el autor deste soneto; y a fe que debe de ser razonable
poeta, o yo sé poco del arte.
—Luego ¿también —dijo Sancho— se le entiende a
vuestra merced de trovas?
—Y más de lo que tú piensas —respondió Don Quijo-
te—; y veráslo cuando lleves una carta, escrita en verso
de arriba abajo, a mi señora Dulcinea del Toboso. Porque
quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballe-
295
ros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores
y grandes músicos; que estas dos habilidades o gracias,
por mejor decir, son anexas a los enamorados andantes.
Verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen
más de espíritu que de primor.
—Lea más vuestra merced —dijo Sancho—; que ya
hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja Don Quijote y dijo:
—Esto es prosa y parece carta.
—¿Carta misiva, señor? —preguntó Sancho.
—En el principio no parece sino de amores —respon-
dió Don Quijote.
—Pues lea vuestra merced alto —dijo Sancho—; que
gusto mucho destas cosas de amores.
—Que me place —dijo Don Quijote.
Y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio
que decía desta manera:
“Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan
a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de
mi muerte que las razones de mis quejas. Desechás-
teme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien
vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que
se estimara, no envidiara yo dichas ajenas ni llorara
desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han
derribado tus obras; por ella entendí que eras ángel,
y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz,
causadora de mi guerra, y haga el cielo que los enga-
ños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque
tú no quedes arrepentida de lo que heciste y yo no
tome venganza de lo que no deseo”.
296
Acabando de leer la carta, dijo Don Quijote:
—Menos por ésta que por los versos se puede sacar
más de que quien la escribió es algún desdeñado amante.
Y hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y
cartas, que algunos pudo leer y otros no; pero lo que to-
dos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sa-
bores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los
unos y llorados los otros. En tanto que Don Quijote pa-
saba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón
en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase
e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de
lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por
diligencia ni mal recado; tal golosina habían despertado
en él los hallados escudos, que pasaban de ciento. Y aun-
que no halló más de lo hallado, dio por bien empleados
los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las ben-
diciones de las estacas, las puñadas del harriero, la falta
de las alforjas, el robo del gabán y toda la hambre, sed y
cansancio que había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la
merced recebida de la entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura
de saber quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando,
por el soneto y carta, por el dinero en oro y por las tan
buenas camisas, que debía de ser algún principal enamo-
rado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama
debían de haber conducido a algún desesperado término.
Pero como por aquel lugar inhabitable y escabroso no pa-
recía persona alguna de quien poder informarse, no se
curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino
que aquel que Rocinante quería, que era por donde él po-
297
día caminar, siempre con imaginación que no podía faltar
por aquellas malezas alguna extraña aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que por cima
de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía
iba saltando un hombre, de risco en risco y de mata en
mata, con extraña ligereza. Figurósele que iba desnudo,
la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados,
los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna: los mus-
los cubrían unos calzones, al parecer de terciopelo leona-
do, mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le
descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta; y aun-
que pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas me-
nudencias miró y notó el Caballero de la Triste Figura; y
aunque lo procuró, no pudo seguille, porque no era dado
a la debilidad de Rocinante andar por aquellas aspere-
zas, y más siendo él de suyo pasicorto y flemático. Luego
imaginó Don Quijote que aquél era el dueño del cojín y
de la maleta, y propuso en sí de buscalle, aunque supiese
andar un año por aquellas montañas, hasta hallarle; y así,
mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la
una parte de la montaña; que él iría por la otra, y podría
ser que topasen, con esta diligencia, con aquel hombre
que con tanta priesa se les había quitado de delante.
—No podré hacer eso —respondió Sancho—; porque,
en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el
miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y vi-
siones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí
adelante no me aparte un dedo de su presencia.
—Así será —dijo el de la Triste Figura—; y yo estoy
muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual
no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo. Y
vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz
298
de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá
toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda
alguna, no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
—Harto mejor sería no buscalle; porque si le hallamos
y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo tengo
de restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil dili-
gencia, poseerlo yo con buena fe, hasta que, por otra vía
menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y
quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el
rey me hacía franco.
—Engáñaste en eso, Sancho —respondió Don Quijo-
te—; que ya que hemos caído en sospecha de quién es el
dueño, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y vol-
vérselos; y cuando no le buscásemos, la vehemente sos-
pecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta
culpa como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé
pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho a pie y car-
gado, merced a Ginesillo de Pasamonte; y habiendo ro-
deado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída,
muerta y medio comida de perros y picada de grajos,
una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en
ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño
de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor
que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano,
parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por
cima de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba,
que era un hombre anciano. Diole voces Don Quijote y
rogóle que bajase donde estaban. Él respondió a gritos
299
que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningu-
nas veces pisado sino de pie de cabras, o de lobos y otras
fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que ba-
jase, que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero,
y en llegando adonde Don Quijote estaba, dijo:
—Apostaré que está mirando la mula de alquiler que
está muerta en esa hondonada. Pues a buena fe que ha ya
seis meses que está en ese lugar. Díganme: ¿han topado
por ahí a su dueño?
—No hemos topado a nadie —respondió Don Quijo-
te—, sino a un cojín y a una maletilla que no lejos deste
lugar hallamos.
—También la hallé yo —respondió el cabrero—; mas
nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de algún
desmán y de que no me la pidiesen por de hurto; que es
el diablo sutil, y debajo de los pies se levanta allombre
cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
—Eso mesmo es lo que yo digo —respondió San-
cho—; que también la hallé yo, y no quise llegar a ella
con un tiro de piedra; allí la dejé, y allí se queda como se
estaba; que no quiero perro con cencerro.
—Decidme, buen hombre —dijo Don Quijote—, ¿sa-
béis vos quién sea el dueño destas prendas?
—Lo que sabré yo decir —dijo el cabrero— es que ha-
brá al pie de seis meses, poco más a menos, que llegó a
una majada de pastores que estará como tres leguas deste
lugar un mancebo de gentil talle y apostura, caballero so-
bre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mismo
cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. Pre-
guntónos que cuál parte desta sierra era la más áspera y
escondida; dijímosle que era esta donde ahora estamos, y
300
es ansí la verdad; porque si entráis media legua más aden-
tro, quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado de
cómo habéis podido llegar aquí, porque no hay camino
ni senda que a este lugar encamine. Digo, pues, que, en
oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas
y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándo-
nos a todos contentos de su buen talle, y admirados de
su demanda y de la priesa con que le víamos caminar y
volverse hacia la sierra; y desde entonces nunca más le
vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino
a uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a
él y le dio muchas puñadas y coces, y luego se fue a la bo-
rrica del hato, y le quitó cuanto pan y queso en ella traía;
y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar
en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le an-
duvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta
sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hue-
co de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros
con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro
desfigurado y tostado del sol, de tal suerte, que apenas
le conocíamos; sino que los vestidos, aunque rotos, con
la noticia que dellos teníamos, nos dieron a entender
que era el que buscábamos. Saludónos cortésmente, y en
pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos mara-
villásemos de verle andar de aquella suerte, porque así
le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus
muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que
nos dijese quién era; mas nunca lo pudimos acabar con
él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el
sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le
hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo lle-
varíamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que,
301
a lo menos, saliese a pedirlo y no a quitarlo, a los pasto-
res. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los
asaltos pasados, y ofreció de pedillo de allí adelante por
amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En cuan-
to lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que
no tenía otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde
le tomaba la noche; y acabó su plática con un tan tierno
llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchado le
habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole
cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos
entonces. Porque, como tengo dicho, era un muy gentil
y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas
razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana per-
sona; que, puesto que éramos rústicos los que le escu-
chábamos, su gentileza era tanta, que bastaba a darse a
conocer a la mesma rusticidad. Y estando en lo mejor de
su plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el suelo
por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y
suspensos, esperando en qué había de parar aquel embe-
lesamiento, con no poca lástima de verlo; porque, por lo
que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin
mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretan-
do los labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos
que algún accidente de locura le había sobrevenido. Mas
él nos dio a entender presto ser verdad lo que pensába-
mos; porque se levantó con gran furia del suelo, donde se
había echado, y arremetió con el primero que halló junto
a sí, con tal denuedo y rabia, que si no se le quitáramos, le
matara a puñadas y a bocados; y todo esto hacía, dicien-
do: “¡Ah fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la
sinrazón que me heciste: estas manos te sacarán el cora-
zón, donde albergan y tienen manida todas las maldades
302
juntas, principalmente la fraude y el engaño!” Y a éstas
añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir
mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor y femen-
tido. Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre, y él,
sin decir más palabra, se apartó de nosotros y se emboscó
corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo que
nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que
la locura le venía a tiempos, y que alguno que se llama-
ba Fernando le debía de haber hecho alguna mala obra,
tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le había
conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá
con las veces —que han sido muchas— que él ha salido
al camino, unas a pedir a los pastores le den de lo que
llevan para comer, y otras a quitárselo por fuerza; porque
cuando está con el accidente de la locura, aunque los pas-
tores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que
lo toma a puñadas; y cuando está en su seso lo pide por
amor de Dios, cortés y comedidamente, y rinde por ello
muchas gracias, y no con falta de lágrimas. Y en verdad
os digo, señores —prosiguió el cabrero—, que ayer de-
terminamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos
amigos míos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y,
después de hallado, ya por fuerza, ya por grado, le hemos
de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho
leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o
sabremos quién es cuando esté en su seso, y si tiene pa-
rientes a quien dar noticia de su desgracia. Esto es, seño-
res, lo que sabré deciros de lo que me habéis preguntado;
y entended que el dueño de las prendas que hallastes es
el mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como des-
nudez —que ya le había dicho Don Quijote cómo había
visto pasar aquel hombre saltando por la sierra.
303
El cual quedó admirado de lo que al cabrero había
oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdi-
chado loco, y propuso en sí lo mesmo que ya tenía pen-
sado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón
ni cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo
mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, porque
en aquel mesmo instante pareció por entre una quebrada
de una sierra, que salía donde ellos estaban, el mancebo
que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que
no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos.
Su traje era cual se ha pintado, sólo que, llegando cerca,
vio Don Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre
sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que
persona que tales hábitos traía no debía de ser de ínfima
calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz
desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don
Quijote le volvió las saludes con no menos comedimien-
to, y, apeándose de Rocinante, con gentil continente y
donaire, le fue a abrazar, y le tuvo un buen espacio estre-
chamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos
le hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar el
Roto de la Mala Figura —como a Don Quijote el de la
Triste—, después de haberse dejado abrazar, le apartó un
poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros de Don
Quijote, le estuvo mirando, como que quería ver si le co-
nocía; no menos admirado quizá de ver la figura, talle y
armas de Don Quijote, que Don Quijote lo estaba de ver-
le a él. En resolución, el primero que habló después del
abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.
304
CAPÍTULO XXIV
Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
D ice la historia que era grandísima la atención
con que Don Quijote escuchaba al astroso Caballe-
ro de la Sierra, el cual, prosiguiendo su plática, dijo:
—Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no
os conozco, yo os agradezco las muestras y la cortesía que
conmigo habéis usado, y quisiera yo hallarme en térmi-
nos que con más que la voluntad pudiera servir la que
habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me
habéis hecho; mas no quiere mi suerte darme otra cosa
con que corresponda a las buenas obras que me hacen,
que buenos deseos de satisfacerlas.
—Los que yo tengo —respondió Don Quijote— son
de serviros; tanto, que tenía determinado de no salir des-
tas sierras hasta hallaros y saber de vos si al dolor que en
la extrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar
algún género de remedio; y si fuera menester buscarle,
buscarle con la diligencia posible. Y cuando vuestra des-
ventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas
a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla
y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo
en las desgracias hallar quien se duela dellas. Y si es que
mi buen intento merece ser agradecido con algún género
305
306
de cortesía, yo os suplico, señor, por la mucha que veo
que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la
cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me
digáis quién sois y la causa que os ha traído a vivir y a mo-
rir entre estas soledades como bruto animal, pues moráis
entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo muestra vues-
tro traje y persona. Y juro —añadió Don Quijote— por
la orden de caballería que recebí, aunque indigno y pe-
cador, y por la profesión de caballero andante, que si en
esto, señor, me complacéis, he de serviros con las veras
a que me obliga el ser quien soy, ora remediando vues-
tra desgracia, si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla,
como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar
al de la Triste Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle,
y tornarle a mirar de arriba abajo; y después que le hubo
bien mirado, le dijo:
—Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios
que me lo den; que, después de haber comido, yo haré
todo lo que se me manda, en agradecimiento de tan bue-
nos deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su
zurrón, con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo
que le dieron como persona atontada, tan apriesa, que no
daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía
que tragaba; y en tanto que comía, ni él ni los que le mi-
raban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo
de señas que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó
a un verde pradecillo que a la vuelta de una peña poco
desviada de allí estaba. En llegando a él, se tendió en el
suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo,
307
y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto,
después de haberse acomodado en su asiento, dijo:
—Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la
inmensidad de mis desventuras, habeisme de prometer
de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interrom-
peréis el hilo de mi triste historia; porque en el punto que
lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando.
Estas razones del Roto trujeron a la memoria a Don
Quijote el cuento que le había contado su escudero, cuan-
do no acertó el número de las cabras que habían pasado
el río, y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al
Roto, prosiguió diciendo:
—Esta prevención que hago es porque querría pasar
brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traer-
las a la memoria no me sirve de otra cosa que añadir otras
de nuevo, y mientras menos me preguntáredes, más pres-
to acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar
cosa alguna que sea de importancia para no satisfacer del
todo a vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió, en nombre de los demás,
y él, con este seguro, comenzó desta manera:
—Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de
las mejores desta Andalucía; mi linaje, noble; mis padres,
ricos; mi desventura, tanta, que la deben de haber llora-
do mis padres, y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con
su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco
suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta mesma
tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo
acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda,
doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ven-
tura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensa-
mientos se debía. A esta Luscinda amé, quise y adoré
308
desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí,
con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad per-
mitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les
pesaba dello, porque bien veían que, cuando pasaran ade-
lante, no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa
que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y ri-
quezas. Creció la edad, y con ella el amor de entrambos,
que al padre de Luscinda le pareció que por buenos res-
petos estaba obligado a negarme la entrada de su casa,
casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan
decantada de los poetas. Y fue esta negación añadir llama
a llama y deseo a deseo; porque, aunque pusieron silen-
cio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las
cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a en-
tender a quien quieren lo que en el alma está encerrado;
que muchas veces la presencia de la cosa amada turba y
enmudece la intención más determinada y la lengua más
atrevida. ¡Ay, cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán
regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas cancio-
nes compuse y cuántos enamorados versos, donde el
alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus
encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba
su voluntad! En efeto, viéndome apurado, y que mi alma
se consumía con el deseo de verla, determiné poner por
obra y acabar en un punto lo que me pareció que más
convenía para salir con mi deseado y merecido premio, y
fue el pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo
hice; a lo que él me respondió que me agradecía la volun-
tad que mostraba de honralle, y de querer honrarme con
prendas suyas; pero que, siendo mi padre vivo, a él toca-
ba de justo derecho hacer aquella demanda; porque si no
fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda
309
mujer para tomarse ni darse a hurto. Yo le agradecí su
buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que
decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dije-
se; y con este intento, luego en aquel mismo instante fui
a decirle a mi padre lo que deseaba, y al tiempo que entré
en un aposento donde estaba, le hallé con una carta
abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra,
me la dio y me dijo: “Por esa carta verás, Cardenio, la
voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced”.
Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis
de saber, es un grande de España, que tiene su estado en
lo mejor desta Andalucía. Tomé y leí la carta, la cual ve-
nía tan encarecida, que a mí mesmo me pareció mal si mi
padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era
que me enviase luego donde él estaba; que quería que
fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él
tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese
a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí
leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: “De
aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad
del duque, y da gracias a Dios que te va abriendo camino
por donde alcances lo que yo sé que mereces”. Añadió a
éstas otras razones de padre consejero. Llegóse el térmi-
no de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo
lo que pasaba, y lo mismo hice a su padre, suplicándole se
entretuviese algunos días y dilatase el darle estado hasta
que yo viese lo que Ricardo me quería; él me lo prometió
y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos.
Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dél tan
bien recebido y tratado, que desde luego comenzó la en-
vidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos,
310
pareciéndoles que las muestras que el duque daba de ha-
cerme merced habían de ser en perjuicio suyo. Pero el
que más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del du-
que, llamado Fernando, mozo gallardo, gentil hombre,
liberal y enamorado; el cual, en poco tiempo, quiso que
fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y aunque
el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al
extremo con que don Fernando me quería y trataba. Es,
pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa se-
creta que no se comunique, y la privanza que yo tenía con
don Fernando dejaba de serlo, por ser amistad, todos sus
pensamientos me declaraba, especialmente uno enamo-
rado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería
bien a una labradora, vasalla de su padre, y ella los tenía
muy ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y hones-
ta, que nadie que la conocía se determinaba en cuál
destas cosas tuviese más excelencia ni más se aventajase.
Estas tan buenas partes de la hermosa labradora reduje-
ron a tal término los deseos de don Fernando, que se de-
terminó, para poder alcanzarlo y conquistar la entereza
de la labradora, a darle palabra de ser su esposo; porque
de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de
su amistad, con las mejores razones que supe y con los
más vivos ejemplos que pude, procuré estorbarle y apar-
tarle de tal propósito; pero viendo que no aprovechaba,
determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre;
mas don Fernando, como astuto y discreto, se receló y
temió desto, por parecerle que estaba yo obligado, en vez
de buen criado, a no tener encubierta cosa que tan en
perjuicio de la honra de mi señor el duque venía; y así,
por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro
mejor remedio para poder apartar de la memoria la her-
311
mosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por al-
gunos meses, y que quería que la ausencia fuese que los
dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que
darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy bue-
nos caballos que en mi ciudad había, que es madre de los
mejores del mundo. Apenas le oí yo decir esto, cuando,
movido de mi afición, aunque su determinación no fuera
tan buena, la aprobara yo por una de las más acertadas
que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y co-
yuntura se me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con
este pensamiento y deseo, aprobé su parecer y esforcé su
propósito, diciéndole que lo pusiese por obra con la bre-
vedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacía su ofi-
cio, a pesar de los más firmes pensamientos. Ya, cuando él
me vino a decir esto, según después se supo, había goza-
do a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión
de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque su
padre haría cuando supiese su disparate. Sucedió, pues,
que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no
lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el
deleite, en llegando a alcanzarle se acaba —y ha de volver
atrás aquello que parecía amor, porque no puede pasar
adelante del término que le puso naturaleza, el cual tér-
mino no le puso a lo que es verdadero amor—, quiero
decir que, así como don Fernando gozó a la labradora, se
le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos; y si
primero fingía quererse ausentar, por remediarlos, ahora
de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución.
Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase.
Venimos a mi ciudad, recibióle mi padre como quien era,
vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir —aunque no ha-
bían estado muertos ni amortiguados— mis deseos, de
312
los cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por pa-
recerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba,
no le debía encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire
y discreción de Luscinda, de tal manera, que mis alaban-
zas movieron en él los deseos de querer ver doncella de
tantas buenas partes adornada. Cumplíselos yo, por mi
corta suerte, enseñándosela una noche, a la luz de una
vela, por una ventana por donde los dos solíamos hablar-
nos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta enton-
ces por él vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el
sentido, quedó absorto y, finalmente, tan enamorado,
cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura.
Y para encenderle más el deseo —que a mí me celaba, y
al cielo, a solas, descubría— quiso la fortuna que hallase
un día un billete suyo, pidiéndome que la pidiese a su
padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamo-
rado, que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
encerraban todas las gracias de hermosura y de entendi-
miento que en las demás mujeres del mundo estaban re-
partidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora que,
puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando
a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas
de su boca, y comencé a temer, y a recelarme dél, porque
no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos
de Luscinda, y él movía la plática, aunque la trujese por
los cabellos; cosa que despertaba en mí un no sé qué de
celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y
de la fe de Luscinda; pero, con todo eso, me hacía temer
mi suerte lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba
siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda
enviaba, y los que ella me respondía, a título que de la
discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que
313
habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en
que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de
Amadís de Gaula…
—Conque me dijera vuestra merced, al principio de
su historia, que su merced de la señora Luscinda era afi-
cionada a libros de caballerías, no fuera menester otra
exageración para darme a entender la alteza de su en-
tendimiento; porque no le tuviera tan bueno como vos,
señor, le habéis pintado, si careciera del gusto de tan
sabrosa leyenda: así que, para conmigo, no es menester
gastar más palabras en declararme su hermosura, valor
y entendimiento; que con sólo haber entendido su afi-
ción, la confirmo por la más hermosa y más discreta mu-
jer del mundo. Y quisiera yo, señor, que vuestra merced
le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al bueno
de Don Rugel de Grecia; que yo sé que gustara la señora
Luscinda mucho de Daraida y Garaya, y de las discrecio-
nes del pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de
sus bucólicas, cantadas y representadas por él con todo
donaire, discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá
venir en que se enmiende esa falta, y no durará más en
hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced
ser servido de venirse conmigo a mi aldea; que allí le po-
dré dar más de trescientos libros, que son el regalo de
mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo
para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de
malos y envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra
merced el haber contravenido a lo que prometimos de no
interromper su plática, pues, en oyendo cosas de caballe-
rías y de caballeros andantes, así es en mi mano dejar de
hablar en ellos como lo es en la de los rayos del Sol de-
jar de calentar, ni humedecer en los de la Luna. Así, que,
314
perdón, y proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
En tanto que Don Quijote estaba diciendo lo que que-
da dicho, se le había caído a Cardenio la cabeza sobre el
pecho, dando muestras de estar profundamente pensati-
vo. Y, puesto que dos veces le dijo Don Quijote que pro-
siguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía pa-
labra; pero al cabo de un buen espacio la levantó, y dijo:
—No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá
quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé a entender
otra cosa, y sería un majadero el que lo contrario enten-
diese o creyese, sino que aquel bellaconazo del maestro
Elisabat estaba amancebado con la reina Madásima.
—Eso no, ¡voto a tal! —respondió con mucha cóle-
ra Don Quijote, y arrojóle, como tenía de costumbre—;
y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería, por mejor
decir: la reina Madásima fue muy principal señora, y no
se ha de presumir que tan alta princesa se había de aman-
cebar con un sacapotras; y quien lo contrario entendiere,
miente como muy gran bellaco. Y yo se lo daré a enten-
der, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de
día, o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual
ya había venido el accidente de su locura y no estaba para
proseguir su historia; ni tampoco Don Quijote se la oyera,
según le había disgustado lo que de Madásima le había
oído. ¡Extraño caso; que así volvió por ella como si ver-
daderamente fuera su verdadera y natural señora: tal le
tenían sus descomulgados libros! Digo, pues, que, como
ya Cardenio estaba loco, y se oyó tratar de mentís y de
bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la
burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí y dio con él
en los pechos tal golpe a Don Quijote, que le hizo caer de
315
espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su
señor, arremetió al loco con el puño cerrado, y el Roto le
recibió de tal suerte, que con una puñada dio con él a sus
pies, y luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy
a su sabor. El cabrero, que le quiso defender, corrió el mis-
mo peligro. Y después que los tuvo a todos rendidos y mo-
lidos, los dejó, y se fue, con gentil sosiego, a emboscarse
en la montaña. Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía
de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la
venganza del cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de
no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiem-
pos la locura; que si esto supieran, hubieran estado sobre
aviso para poderse guardar. Respondió el cabrero que ya
lo había dicho, y que si él no lo había oído, que no era suya
la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el ca-
brero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y darse
tales puñadas, que si Don Quijote no los pusiera en paz,
se hicieran pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
—Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Tris-
te Figura; que en éste, que es villano como yo y no está
armado caballero, bien puedo a mi salvo satisfacerme del
agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano,
como hombre honrado.
—Así es —dijo Don Quijote—; pero yo sé que él no
tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y Don Quijote volvió a pregun-
tar al cabrero si sería posible hallar a Cardenio, porque
quedaba con grandísimo deseo de saber el fin de su his-
toria. Díjole el cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida; pero que si anduviese
mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle, o
cuerdo o loco.
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CAPÍTULO XXV
Que trata de las extrañas cosas que en Sierra Morena
sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la
imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros
D espidióse del cabrero Don Quijote, y, subiendo
otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le
siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala
gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la
montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y
deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir
a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto
silencio, le dijo:
—Señor Don Quijote, vuestra merced me eche su ben-
dición y me dé licencia; que desde aquí me quiero volver
a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, con los cuales, por
lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere; por-
que querer vuestra merced que vaya con él por estas so-
ledades de día y de noche, y que no le hable cuando me
diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte
que los animales hablaran, como hablaban en tiempo de
Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con
mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara
mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede lle-
var en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida,
317
318
y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y pu-
ñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin
osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si
fuera mudo.
—Ya te entiendo, Sancho —respondió Don Quijo-
te—: tú mueres por que te alce el entredicho que te tengo
puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres,
con condición que no ha de durar este alzamiento más de
en cuanto anduviéremos por estas sierras.
—Sea ansí —dijo Sancho—; hable yo ahora, que des-
pués Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese
salvoconducto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced en
volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se lla-
ma? O ¿qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo
o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era
su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su
historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y
las coces, y aun más de seis torniscones.
—A fe, Sancho —respondió Don Quijote—, que si tú
supieras, como yo lo sé, cuán honrada y cuán principal
señora era la reina Madásima, yo sé que dijeras que tuve
mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales
blasfemias salieron. Porque es muy gran blasfemia decir
ni pensar que una reina esté amancebada con un ciruja-
no. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat,
que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy
sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina;
pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de
muy gran castigo. Y porque veas que Cardenio no supo
lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba
sin juicio.
319
—Eso digo yo —dijo Sancho—: que no había para
qué hacer cuenta de las palabras de un loco; porque si la
buena suerte no ayudara a vuestra merced, y encaminara
el guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, bue-
nos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora,
que Dios cohonda. Pues ¡montas que no se librara Car-
denio por loco!
—Contra cuerdos y contra locos, está obligado cual-
quier caballero andante a volver por la honra de las mu-
jeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas
de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a
quien yo tengo particular afición, por sus buenas partes;
porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy
prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo,
muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat
le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder
llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí
tomó ocasión el vulgo ignorante y malintencionado de
decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo,
otra vez y mentirán otras doscientas, todos los que tal
pensaren y dijeren.
—Ni yo lo digo ni lo pienso —respondió Sancho—;
allá se lo hayan; con su pan se lo coman; si fueron aman-
cebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta; de mis viñas
vengo; no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas;
que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuan-
to más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo
ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos
piensan que hay tocinos y no hay estacas. Mas ¿quién
puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios
dijeron.
320
—¡Válame Dios —dijo Don Quijote—, y qué de ne-
cedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que
tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho,
que calles, y de aquí adelante, entremétete en espolear
a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y
entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto
yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón y
muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor
que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
—Señor —respondió Sancho—, y ¿es buena regla de
caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin
senda ni camino, buscando a un loco, al cual, después de
hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó
comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra
merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de
todo punto?
—Calla, te digo otra vez, Sancho —dijo Don Quijo-
te—; porque te hago saber que no sólo me trae por estas
partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de
hacer en ellas una hazaña, con que he de ganar perpetuo
nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será
tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que
puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
—Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? —preguntó
Sancho Panza.
—No —respondió el de la Triste Figura—; puesto que
de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar
en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu dili-
gencia.
—¿En mi diligencia? —dijo Sancho.
—Sí —dijo Don Quijote—; porque si vuelves presto
de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena y
321
presto comenzará mi gloria. Y porque no es bien que te
tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar
mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso
Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros
andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el prime-
ro, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo
en el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para
todos aquellos que dijeron que se le igualó en algo, por-
que se engañan, juro cierto. Digo asimismo que, cuando
algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imi-
tar los originales de los más únicos pintores que sabe, y
esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejerci-
cios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas, y
así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de
prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y
trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia
y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio, en
persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la saga-
cidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo
ni descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían
de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de
sus virtudes. Desta misma suerte, Amadís fue el norte, el
lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a
quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de
la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo,
pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que
el caballero andante que más le imitare estará más cerca
de alcanzar la perfección de la caballería. Y una de las co-
sas en que más este caballero mostró su prudencia, valor,
valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se reti-
ró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en
322
la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros,
nombre, por cierto, significativo y proprio para la vida
que él de su voluntad había escogido. Ansí, que me es a
mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejér-
citos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y pues
estos lugares son tan acomodados para semejantes efec-
tos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora
con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.
—En efecto —dijo Sancho—, ¿qué es lo que vuestra
merced quiere hacer en este tan remoto lugar?
—¿Ya no te he dicho —respondió Don Quijote— que
quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado,
del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente
don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de
que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro,
de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles,
enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores,
destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró
yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno
nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a
Roldán, o Orlando, o Rotolando —que todos estos tres
nombres tenía—, parte por parte, en todas las locuras
que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pu-
diere, en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá
ser que viniese a contentarme con sola la imitación de
Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y
sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
—Paréceme a mí —dijo Sancho— que los caballeros
que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa
para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra
merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama
323
le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a
entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho al-
guna niñería con moro o cristiano?
—Ahí está el punto —respondió Don Quijote—, y ésa
es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero
andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en
desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si
en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más,
que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he he-
cho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso; que,
como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio,
quien está ausente todos los males tiene y teme. Así que,
Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje
tan rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco soy, loco
he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de
una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulci-
nea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi
sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco
de veras y, siéndolo, no sentiré nada. Ansí que, de cual-
quiera manera que responda, saldré del conflicto y traba-
jo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres,
por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares, por
loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo
de Mambrino, que ya vi que le alzaste del suelo cuan-
do aquel desagradecido le quiso hacer pedazos? Pero no
pudo; donde se puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
—Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que
no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que
vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que
todo cuanto me dice de caballerías, y de alcanzar reinos
e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y
324
grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo
debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña, o
patraña, o como lo llamáremos. Porque quien oyere decir
a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de
Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro
días, ¿qué ha de pensar sino que quien tal dice y afirma
debe tener güero el juicio? La bacía yo la llevo en el cos-
tal, toda abollada, y llévola para aderezarla en mi casa y
hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia,
que algún día me vea con mi mujer y hijos.
—Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste,
te juro —dijo Don Quijote— que tienes el más corto
entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo.
¿Qué es posible que en cuanto ha que andas conmigo no
has echado de ver que todas las cosas de los caballeros
andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que
son todas hechas al revés? Y no porque sea ello ansí, sino
porque andan entre nosotros siempre una caterva de en-
cantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan,
y las vuelven según su gusto, y según tienen la gana de
favorecernos o destruirnos; y así, eso que a ti te parece
bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino,
y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del
sabio que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos
lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a
causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me
perseguiría por quitármele; pero como ven que no es más
que un bacín de barbero, no se curan de procuralle, como
se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó en el
suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca
él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora no le he me-
nester; que antes me tengo que quitar todas estas armas,
325
y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en
voluntad de seguir en mi penitencia más a Roldán que a
Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña,
que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras mu-
chas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arro-
yuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde
y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban.
Había por allí muchos árboles silvestres y algunas plantas
y flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió
el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia;
y así en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si
estuviera sin juicio:
—Éste es el lugar ¡oh cielos! que diputo y escojo para
llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis
puesto. Éste es el sitio donde el humor de mis ojos acre-
centará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continuos
y profundos suspiros moverán a la contina las hojas
destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la
pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros,
quienquiera que seáis, rústicos dioses que en este inha-
bitable lugar tenéis vuestra morada: oíd las quejas deste
desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos
imaginados celos han traído a lamentarse entre estas as-
perezas, y a quejarse de la dura condición de aquella in-
grata y bella, término y fin de toda humana hermosura!
¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre
de habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros
y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano, ama-
das, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me
ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os
canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi no-
326
che, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de
mi ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto acertares
a pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu au-
sencia me ha conducido, y que con buen término corres-
pondas al que a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles,
que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía a
mi soledad, dad indicio, con el blando movimiento de
vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia! ¡Oh
tú, escudero mío, agradable compañero en mis prósperos
y adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquí
me verás hacer, para que lo cuentes y recites a la causa
total de todo ello!
Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un mo-
mento le quitó el freno y la silla; y, dándole una palmada
en las ancas, le dijo:
—Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan
extremado por tus obras cuan desdichado por tu suer-
te! Vete por do quisieres; que en la frente llevas escrito
que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el
nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
—Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de des-
enalbardar al rucio; que a fe que no faltarán palmadicas
que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él
aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbar-
dara, pues no había para qué; que a él no le tocaban las
generales de enamorado ni de desesperado, pues no lo es-
taba su amo, que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad,
señor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi par-
tida y su locura de vuestra merced va de veras, que será
bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta
del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta;
327
que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré, ni cuándo vol-
veré, porque, en resolución, soy mal caminante.
—Digo, Sancho —respondió Don Quijote—, que sea
como tú quisieres, que no me parece mal tu designio; y
digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que
en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que
se lo digas.
—Pues ¿qué más tengo de ver —dijo Sancho— que lo
que he visto?
—¡Bien estás en el cuento! —respondió Don Quijo-
te—. Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las ar-
mas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras
cosas deste jaez, que te han de admirar.
—Por amor de Dios —dijo Sancho—, que mire vues-
tra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña
podrá llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase
la máquina desta penitencia; y sería yo de parecer que, ya
que a vuestra merced le parece que son aquí necesarias
calabazadas y que no se puede hacer esta obra sin ellas, se
contentase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha
y de burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua,
o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí
el cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se
las daba en una punta de peña, más dura que la de un
diamante.
—Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho —
respondió Don Quijote—; mas quiérote hacer sabidor
de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino
muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir
a las órdenes de caballería, que nos mandan que no diga-
mos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa
por otra lo mesmo es que mentir. Ansí, que mis calaba-
328
zadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que
lleven nada del sofístico ni del fantástico. Y será necesa-
rio que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la
ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos.
—Más fue perder el asno —respondió Sancho—, pues
se perdieron en él las hilas y todo. Y ruégole a vuestra
merced que no se acuerde más de aquel maldito brebaje;
que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, no que
el estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son
ya pasados los tres días que me ha dado de término para
ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por
pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y
escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran
deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio
donde le dejo.
—¿Purgatorio le llamas, Sancho? —dijo Don Quijo-
te— Mejor hicieras de llamarle infierno, y aun peor, si
hay otra cosa que lo sea.
—Quien ha infierno —respondió Sancho—, nula es
retencio, según he oído decir.
—No entiendo qué quiere decir retencio —dijo Don
Quijote.
—Retencio es —respondió Sancho— que quien está
en el infierno nunca sale dél, ni puede. Lo cual será al
revés en vuestra merced, o a mí me andarán mal los pies,
si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y pónga-
me yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora
Dulcinea; que yo le diré tales cosas de las necedades y
locuras, que todo es uno, que vuestra merced ha hecho y
queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un
guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con
cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires,
329
como brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio,
que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir
dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los
que están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá
otra cosa.
—Así es la verdad —dijo el de la Triste Figura—; pero
¿qué haremos para escribir la carta?
—¿Y la libranza pollinesca también? —añadió Sancho.
—Todo irá inserto —dijo Don Quijote—; y sería bue-
no, ya que no hay papel, que la escribiésemos como ha-
cían los antiguos, en hojas de árboles, o en unas tablitas
de cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora
como el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde
será bien, y aún más que bien, escribilla; que es en el li-
brillo de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cui-
dado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el
primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela
de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasla-
dará; y no se la des a trasladar a ningún escribano, que
hacen letra procesada, que no entenderá Satanás.
—Pues ¿qué se ha de hacer de la firma? —dijo Sancho.
—Nunca las cartas de Amadís se firmaron —respon-
dió Don Quijote.
—Está bien —respondió Sancho—; pero la libranza
forzosamente se ha de firmar, y ésa, si se traslada, dirán
que la firma es falsa, y quedareme sin pollinos.
—La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que en
viéndola mi sobrina, no pondrá dificultad en cumplilla.
Y en lo que toca a la carta de amores, pondrás por firma:
“Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figu-
ra”. Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a
lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer,
330
y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque
mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin
extenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto, tan
de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en
doce años que ha que la quiero más que a la lumbre des-
tos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro
veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese
ella echado de ver la una que la miraba; tal es el recato y
encerramiento con que su padre, Lorenzo Corchuelo, y
su madre, Aldonza Nogales, la han criado.
—¡Ta, ta! —dijo Sancho—. ¿Que la hija de Lorenzo
Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por
otro nombre Aldonza Lorenzo?
—Ésa es —dijo Don Quijote—, y es la que merece ser
señora de todo el Universo.
—Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira
tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el
pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y
derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba
del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que
la tuviere por señora! ¡Oh, hi de puta, qué rejo que tiene,
y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campa-
nario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban
en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más
de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie
de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada me-
lindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor
Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede
y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que,
con justo título, puede desesperarse y ahorcarse, que na-
die habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de
331
bien, puesto que le lleve el diablo. Y querría ya verme en
camino, sólo por vella; que ha muchos días que no la veo,
y debe de estar ya trocada; porque gasta mucho la faz de
las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y con-
fieso a vuestra merced una verdad, señor Don Quijote:
que hasta aquí he estado en una grande ignorancia; que
pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía
de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba
enamorado, o alguna persona tal, que mereciese los ricos
presentes que vuestra merced le ha enviado, así el del viz-
caíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben
ser, según deben de ser muchas las vitorias que vuestra
merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era
su escudero. Pero, bien considerado, ¿qué se le ha de dar
a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora Dulcinea
del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante
della los vencidos que vuestra merced le envía y ha de en-
viar? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen
estuviese ella rastrillando lino, o trillando en las eras, y
ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del
presente.
—Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, San-
cho —dijo Don Quijote—, que eres muy grande habla-
dor y que, aunque de ingenio boto, muchas veces des-
puntas de agudo; mas, para que veas cuán necio eres tú y
cuán discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuen-
to. Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y
rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un mozo
motilón, rollizo y de buen tomo; alcanzolo a saber su ma-
yor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal
reprehensión: “Maravillado estoy, señora, y no sin mu-
cha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y
332
tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un
hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, ha-
biendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y
tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger
como entre peras, y decir: ‘Éste quiero, aquéste no quie-
ro’. Mas ella le respondió con mucho donaire y desenvol-
tura: ‘Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y
piensa muy a lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal
en fulano, por idiota que le parece; pues para lo que yo
le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles’. Así
que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Tobo-
so, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí,
que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un
nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que
las tienen. ¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Sil-
vias, las Dianas, las Galateas, las Fílidas y otras tales de
que los libros, los romances, las tiendas de los barberos,
los teatros de las comedias, están llenos, fueron verdade-
ramente damas de carne y hueso, y de aquellos que las
celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se
las fingen, por dar subjeto a sus versos, y por que los ten-
gan por enamorados y por hombres que tienen valor para
serlo. Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de
Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje
importa poco; que no han de ir a hacer la información
dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la
más alta princesa del mundo. Porque has de saber, San-
cho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más
que otras; que son la mucha hermosura y la buena fama,
y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea,
porque en ser hermosa ninguna le iguala; y en la buena
fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo ima-
333
gino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte
nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en
la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni
la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres
de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga
cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehen-
dido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
—Digo que en todo tiene vuestra merced razón —res-
pondió Sancho—, y que yo soy un asno. Mas no sé yo
para qué nombre asno en mi boca, pues no se ha de men-
tar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a
Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria Don Quijote, y, apartándo-
se a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la
carta, y en acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se
la quería leer, por que la tomase de memoria, si acaso
se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo
se podía temer. A lo cual respondió Sancho:
—Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el
libro, y démele, que yo le llevaré bien guardado; porque
pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate;
que la tengo tan mala, que muchas veces se me olvida
cómo me llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra
merced, que me holgaré mucho de oílla; que debe de ir
como de molde.
—Escucha, que así dice —dijo Don Quijote.
Carta de Don Quijote a Dulcinea del Toboso
“Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas
del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la
334
salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si
tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afin-
camiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré
sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es
muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará ente-
ra relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del
modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrer-
me, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que
con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi
deseo.
Tuyo hasta la muerte, El Caballero
de la Triste Figura”.
—Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la
carta—, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia
a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto
quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de
la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el
mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa.
—Todo es menester —respondió Don Quijote— para
el oficio que trayo.
—Ea, pues —dijo Sancho—, ponga vuestra merced en
esotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y fírmela con
mucha claridad, porque la conozcan en viéndola.
—Que me place —dijo Don Quijote.
Y, habiéndola escrito, se la leyó, que decía ansí:
“Mandará vuestra merced, por esta primera de polli-
nos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero,
tres de los cinco que dejé en casa y están a cargo de vues-
tra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar
y pagar por otros tantos aquí recebidos de contado; que
335
con ésta y con su carta de pago serán bien dados. Fecha
en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto
deste presente año”.
—Buena está —dijo Sancho—; fírmela vuestra merced.
—No es menester firmarla —dijo Don Quijote—, sino
solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma,
y para tres asnos, y aun para trescientos, fuera bastante.
—Yo me confío de vuestra merced —respondió San-
cho—. Déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese
vuestra merced a echarme su bendición; que luego pien-
so partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha
de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera
más.
—Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es menester
ansí, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o
dos docenas de locuras, que las haré en menos de media
hora, porque habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas
jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y ase-
gúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
—Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cue-
ros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no
podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que
anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en
nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que
yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que
le vinieren más a cuento. Cuanto más, que para mí no
era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera
ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nue-
vas que vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese
la señora Dulcinea; que si no responde como es razón,
voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar la
336
buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Por-
que, ¿dónde se ha de sufrir que un caballero andante, tan
famoso como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué ni
para qué, por una…? No me lo haga decir la señora, por-
que por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aun-
que nunca se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me
conoce! ¡Pues a fe que si me conociese, que me ayunase!
—A fe, Sancho —dijo Don Quijote—, que, a lo que
parece, que no estás tú más cuerdo que yo.
—No estoy tan loco —respondió Sancho—; mas es-
toy más colérico. Pero, dejando esto aparte, ¿qué es lo
que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo?
¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los
pastores?
—No te dé pena ese cuidado —respondió Don Quijo-
te—, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que
las yerbas y frutos que este prado y estos árboles me die-
ren; que la fineza de mi negocio está en no comer y en
hacer otras asperezas equivalentes. A Dios, pues.
—Pero, ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo
de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según
está de escondido.
—Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme
de estos contornos —dijo Don Quijote—, y aun tendré
cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver
si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más
acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que
cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay,
y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo
raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que
me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del labe-
rinto de Teseo.
337
—Así lo haré —respondió Sancho Panza.
Y cortando algunas, pidió la bendición a su señor, y,
no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió dél.
Y subiendo sobre Rocinante, a quien Don Quijote enco-
mendó mucho, y que mirase por él como por su propria
persona, se puso en camino del llano, esparciendo de
trecho a trecho los ramos de la retama, como su amo se
lo había aconsejado. Y así se fue, aunque todavía le im-
portunaba Don Quijote, que le viese siquiera hacer dos
locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió
y dijo:
—Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien:
que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le
he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una,
aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra
merced.
—¿No te lo decía yo? —dijo Don Quijote—. Espérate,
Sancho, que en un credo las haré.
Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó
en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos
zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies
en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez,
volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por conten-
to y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba
loco. Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que
fue breve.
338
CAPÍTULO XXVI
Donde se prosiguen las finezas que de enamorado
hizo Don Quijote en Sierra Morena
Y volviendo a contar lo que hizo el de la Triste
Figura después que se vio solo, dice la historia que,
así como Don Quijote acabó de dar las tumbas o vueltas
de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que
vio que Sancho se había ido, sin querer aguardar a ver
más sandeces, se subió sobre una punta de una alta peña,
y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pen-
sado, sin haberse jamás resuelto en ello; y era que cuál
sería mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en
las locuras desaforadas que hizo, o a Amadís en las me-
lancólicas; y hablando entre sí mesmo decía: “Si Roldán
fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen,
¿qué maravilla, pues, al fin, era encantado, y no le podía
matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca
por la planta del pie, y él traía siempre los zapatos con
siete suelas de hierro? Aunque no le valieron tretas con-
tra Bernardo del Carpio, que se las entendió, y le ahogó
entre los brazos, en Roncesvalles. Pero, dejando en él lo
de la valentía a una parte, vengamos a lo de perder el jui-
cio, que es cierto que le perdió, por las señales que halló
en la fontana y por las nuevas que le dio el pastor de que
339
340
Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro,
un morillo de cabellos enrizados y paje de Agramante; y
si él entendió que esto era verdad y que su dama le había
cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco;
pero yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imi-
to en la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso
osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida
moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje, y que se
está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio ma-
nifiesto si, imaginando otra cosa della, me volviese loco
de aquel género de locura de Roldán el furioso. Por otra
parte, veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio y sin
hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el
que más; porque lo que hizo, según su historia, no fue
más de que, por verse desdeñado de su señora Oriana,
que le había mandado que no pareciese ante su presencia
hasta que fuese su voluntad, se retiró a la Peña Pobre, en
compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de en-
comendarse a Dios, hasta que el cielo le acorrió en medio
de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es verdad, como
lo es, ¿para qué quiero yo tomar trabajo agora de desnu-
darme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles, que
no me han hecho mal alguno, ni tengo para qué enturbiar
el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de
beber cuando tenga gana? Viva la memoria de Amadís,
y sea imitado de Don Quijote de la Mancha en todo lo
que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo: que
si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo
no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso,
bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues,
manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís,
341
y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros.
Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomen-
darse a Dios; pero ¿qué haré de rosario, que no lo tengo?
En esto, le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que
rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban
colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los
demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo,
donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba
mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confes-
ase y con quien consolarse; y así, se entretenía paseándose
por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas
de los árboles y por la menuda arena muchos versos, to-
dos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de
Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar enteros y que se
pudiesen leer después que a él allí le hallaron, no fueron
más que estos que aquí se siguen:
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea;
pues por pagaros escote,
aquí lloró Don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
342
sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy mala ralea;
y, así, hasta henchir un pipote,
aquí lloró Don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras,
hirióle amor con su azote,
no con su blanda correa;
y en tocándole el cogote
aquí lloró Don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los versos re-
feridos el añadidura del Toboso al nombre de Dulcinea,
porque imaginaron que debió de imaginar Don Quijote
que, si en nombrando a Dulcinea no decía también del
Toboso, no se podría entender la copla; y así fue la ver-
dad, como él después confesó. Otros muchos escribió;
pero, como se ha dicho, no se pudieron sacar en limpio,
ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en suspirar,
y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques,
a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que
le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía,
y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto
que Sancho volvía; que, si como tardó tres días, tardara
343
tres semanas, el Caballero de la Triste Figura quedara tan
desfigurado, que no le conociera la madre que lo parió.
Y será bien dejalle envuelto entre sus suspiros y versos,
por contar lo que le avino a Sancho Panza en su manda-
dería; y fue que, en saliendo al camino real, se puso en
busca del del Toboso, y otro día llegó a la venta donde
le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo
bien visto, cuando le pareció que otra vez andaba en los
aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegó a hora que
lo pudiera y debiera hacer, por ser la del comer y llevar en
deseo de gustar algo caliente; que había grandes días que
todo era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la venta,
todavía dudoso si entraría o no; y estando en esto, salie-
ron de la venta dos personas que luego le conocieron. Y
dijo el uno al otro:
—Dígame, señor licenciado, aquel del caballo, ¿no es
Sancho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero
que había salido con su señor por escudero?
—Sí es —dijo el licenciado—; y aquél es el caballo de
nuestro Don Quijote.
Y conociéronle tan bien, como aquellos que eran el
cura y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron
el escrutinio y acto general de los libros. Los cuales, así
como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinan-
te, deseosos de saber de Don Quijote, se fueron a él, y el
cura le llamó por su nombre, diciéndole:
—Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro amo?
Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encu-
brir el lugar y la suerte donde y como su amo quedaba; y
así, les respondió que su amo quedaba ocupado en cierta
344
parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia, la
cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
—No, no —dijo el barbero—, Sancho Panza; si vos
no nos decís dónde queda, imaginaremos, como ya ima-
ginamos, que vos le habéis muerto y robado, pues venís
encima de su caballo. En verdad que nos habéis de dar el
dueño del rocín, o sobre eso, morena.
—No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy
hombre que robo ni mato a nadie: a cada uno mate su
ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda haciendo pe-
nitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suer-
te que quedaba, las aventuras que le habían sucedido, y
cómo llevaba la carta a la señora Dulcinea del Toboso,
que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
enamorado hasta los hígados. Quedaron admirados los
dos de lo que Sancho Panza les contaba; y aunque ya sa-
bían la locura de Don Quijote y el género della, siempre
que la oían se admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho
Panza que les enseñase la carta que llevaba a la señora
Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en un libro
de memoria, y que era orden de su señor que la hiciese
trasladar en papel en el primer lugar que llegase; a lo cual
dijo el cura que se la mostrase; que él la trasladaría de
muy buena letra. Metió la mano en el seno Sancho Panza,
buscando el librillo, pero no le halló, ni le podía hallar
si le buscara hasta agora, porque se había quedado Don
Quijote con él, y no se le había dado, ni a él se le acordó
de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele
parando mortal el rostro; y tornándose a tentar todo el
345
cuerpo muy apriesa, tornó a echar de ver que no le ha-
llaba, y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las
barbas, y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y
sin cesar, se dio media docena de puñadas en el rostro y
en las narices, que se las bañó todas en sangre. Visto lo
cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué le había
sucedido, que tan mal se paraba.
—¿Qué me ha de suceder —respondió Sancho—, sino
el haber perdido de una mano a otra, en un estante, tres
pollinos, que cada uno era como un castillo?
—¿Cómo es eso? —replicó el barbero.
—He perdido el libro de memoria —respondió San-
cho—, donde venía carta para Dulcinea, y una cédula fir-
mada de su señor, por la cual mandaba que su sobrina me
diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa.
Y con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle el
cura, y díjole que, en hallando a su señor, él le haría reva-
lidar la manda y que tornase a hacer la libranza en papel,
como era uso y costumbre, porque las que se hacían en
libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello
fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la
carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria,
de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
—Decidla, Sancho, pues —dijo el barbero—; que des-
pués la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza, para traer a la
memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie, y ya sobre
otro; unas veces miraba al suelo, otras al cielo, y, al cabo
de haberse roído la mitad de la yema de un dedo, tenien-
do suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo, al
cabo de grandísimo rato:
346
—Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la
cosa que de la carta se me acuerda; aunque en el princi-
pio decía: “Alta y sobajada señora”.
—No diría —dijo el barbero— sobajada, sino sobre-
humana o soberana señora.
—Así es —dijo Sancho—. Luego, si mal no me acuer-
do, proseguía…, si mal no me acuerdo: “el llego y falto
de sueño, y el ferido besa a vuestra merced las manos, in-
grata y muy desconocida hermosa”, y no sé qué decía de
salud y enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escu-
rriendo, hasta que acababa en “Vuestro hasta la muerte,
el Caballero de la Triste Figura”.
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de
Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pidieron que
dijese la carta otras dos veces, para que ellos, ansimesmo,
la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo. Tor-
nóla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió
a decir otros tres mil disparates. Tras esto, contó asimes-
mo las cosas de su amo; pero no habló palabra acerca del
manteamiento que le había sucedido en aquella venta en
la cual rehusaba entrar. Dijo también cómo su señor, en
trayendo que le trujese buen despacho de la señora Dul-
cinea del Toboso, se había de poner en camino a procurar
cómo ser emperador, o, por lo menos, monarca; que así
lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy fácil
venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza
de su brazo; y que en siéndolo, le había de casar a él, por-
que ya sería viudo, que no podía ser menos, y le había de
dar por mujer a una doncella de la emperatriz, heredera
de un rico y grande estado de tierra firme, sin ínsulos ni
ínsulas, que ya no las quería. Decía esto Sancho con tanto
reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y
347
con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo,
considerando cuán vehemente había sido la locura de
Don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel
pobre hombre. No quisieron cansarse en sacarle del error
en que estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba nada
la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de
más gusto oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase
a Dios por la salud de su señor; que cosa contingente y
muy agible era venir, con el discurso del tiempo, a ser
emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo o
otra dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
—Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera
que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador,
sino de ser arzobispo, querría yo saber agora: ¿Qué sue-
len dar los arzobispos andantes a sus escuderos?
—Suélenles dar —respondió el cura— algún bene-
ficio, simple o curado, o alguna sacristanía, que les vale
mucho de renta rentada, amén del pie de altar, que se
suele estimar en otro tanto.
—Para eso será menester —replicó Sancho— que el
escudero no sea casado, y que sepa ayudar a misa, por lo
menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo, que soy casado
y no sé la primera letra del A B C! ¿Qué será de mí si a mi
amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como
es uso y costumbre de los caballeros andantes?
—No tengáis pena, Sancho amigo —dijo el barbe-
ro—; que aquí rogaremos a vuestro amo, y se lo aconseja-
remos, y aun se lo pondremos en caso de conciencia, que
sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a
causa de que él es más valiente que estudiante.
—Así me ha parecido a mí —respondió Sancho—;
aunque sé decir que para todo tiene habilidad. Lo que yo
348
pienso hacer de mi parte es rogarle a Nuestro Señor que
le eche a aquellas partes donde él más se sirva y adonde a
mí más mercedes me haga.
—Vos lo decís como discreto —dijo el cura—, y lo
haréis como buen cristiano. Mas lo que ahora se ha de
hacer es dar orden cómo sacar a vuestro amo de aquella
inútil penitencia que decís que queda haciendo; y para
pensar el modo que hemos de tener, y para comer, que ya
es hora, será bien nos entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí
fuera, y que después les diría la causa por que no entra-
ba ni le convenía entrar en ella; mas que les rogaba que
le sacasen allí algo de comer que fuese cosa caliente, y,
asimismo, cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le
dejaron, y de allí a poco el barbero le sacó de comer. Des-
pués, habiendo bien pensado entre los dos el modo que
tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el cura en
un pensamiento muy acomodado al gusto de Don Quijo-
te, y para lo que ellos querían; y fue que dijo al barbero
que lo que había pensado era que él se vestiría en hábito
de doncella andante, y que él procurase ponerse lo mejor
que pudiese como escudero, y que así irían adonde Don
Quijote estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida
y menesterosa, y le pediría un don, el cual él no podría
dejársele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y
que el don que le pensaba pedir era que se viniese con
ella donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un
mal caballero le tenía fecho; y que le suplicaba, asimis-
mo, que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase
cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho derecho
de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que Don
349
Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por este térmi-
no, y que desta manera le sacarían de allí, y le llevarían a
su lugar, donde procurarían ver si tenía algún remedio su
extraña locura.
350
CAPÍTULO XXVII
De cómo salieron con su intención
el cura y el barbero, con otras cosas dignas de
que se cuenten en esta grande historia
N o le pareció mal al barbero la invención del
cura, sino tan bien, que luego la pusieron por obra.
Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas, dejándole
en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo
una gran barba de una cola rucia o roja de buey, donde
el ventero tenía colgado el peine. Preguntóle la ventera
que para qué le pedían aquellas cosas. El cura le contó
en breves razones la locura de Don Quijote, y cómo con-
venía aquel disfraz para sacarle de la montaña, donde a
la sazón estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en
que el loco era su huésped, el del bálsamo, y el amo del
manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con él
les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho.
En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no
había más que ver; púsole una saya de paño, llena de fajas
de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas acuchi-
lladas, y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos
con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de ha-
cer, ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba. No con-
sintió el cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un
birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de
351
352
noche, y ciñose por la frente una liga de tafetán negro, y
con otra liga hizo un antifaz, con que se cubrió muy bien
las barbas y el rostro; encasquetóse su sombrero, que era
tan grande, que le podía servir de quitasol, y cubriéndose
su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas, y el barbero
en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre
roja y blanca, como aquella que, como se ha dicho, era
hecha de la cola de un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes,
que prometió de rezar un rosario, aunque pecadora, por
que Dios les diese buen suceso en tan arduo y tan cris-
tiano negocio como era el que habían emprendido. Mas,
apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un
pensamiento: que hacía mal en haberse puesto de aquella
manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pu-
siese así, aunque le fuese mucho en ello; y diciéndoselo
al barbero, le rogó que trocasen trajes, pues era más justo
que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el es-
cudero, y que así se profanaba menos su dignidad; y que
si no lo quería hacer, determinaba de no pasar adelan-
te, aunque a Don Quijote se le llevase el diablo. En esto
llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo
tener la risa. En efecto, el barbero vino en todo aquello
que el cura quiso, y, trocando la invención, el cura le fue
informando el modo que había de tener, y las palabras
que había de decir a Don Quijote para moverle y forzarle
a que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar
que había escogido para su vana penitencia. El barbero
respondió que, sin que se le diese lición, él lo pondría
bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta
que estuviesen junto de donde Don Quijote estaba, y así,
353
dobló sus vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguie-
ron su camino, guiándolos Sancho Panza; el cual les fue
contando lo que les aconteció con el loco que hallaron en
la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta
y de cuanto en ella venía; que maguer que tonto, era un
poco codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había deja-
do puestas las señales de las ramas para acertar el lugar
donde había dejado a su señor; y, en reconociéndole, les
dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de
su señor; porque ellos le habían dicho antes que el ir de
aquella suerte y vestirse de aquel modo era toda la im-
portancia para sacar a su amo de aquella mala vida que
había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese
a su amo quién eran ellos, ni que los conocía; y que si
le preguntase, como se lo había de preguntar, si dio la
carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber leer, le
había respondido de palabra, diciéndole que le manda-
ba, so pena de la su desgracia, que luego al momento se
viniese a ver con ella, que era cosa que le importaba mu-
cho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle
tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida y hacer con
él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador
o monarca; que en lo de ser arzobispo no había de qué
temer. Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la
memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían
de aconsejar a su señor fuese emperador y no arzobispo,
porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus es-
cuderos, más podían los emperadores que los arzobispos
andantes. También les dijo que sería bien que él fuese de-
lante a buscarle y darle la respuesta de su señora; que ya
354
sería ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin que ellos se
pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que Sancho
Panza decía, y así, determinaron de aguardarle, hasta que
volviese con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra,
dejando a los dos en una, por donde corría un pequeño y
manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y fresca
otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El ca-
lor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto,
que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la
hora, las tres de la tarde: todo lo cual hacía al sitio más
agradable, y que convidase a que en él esperasen la vuelta
de Sancho, como lo hicieron. Estando, pues, los dos allí,
sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz, que,
sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce
y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron,
por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese ha-
ber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse
que por las selvas y campos se hallan pastores de voces
extremadas, más son encarecimientos de poetas que ver-
dades; y más cuando advirtieron que lo que oían cantar
eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos
cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos
que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y ¿quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
355
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria repuna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en mi duelo?
El cielo.
De ese modo, yo recelo
morir deste mal extraño,
pues se aúnan, en mi daño,
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del
que cantaba, causó admiración y contento en los dos
oyentes, los cuales se estuvieron quedos, esperando si
otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba algún tan-
to el silencio, determinaron de salir a buscar el músico
356
que con tan buena voz cantaba. Y queriéndolo poner en
efecto, hizo la mesma voz que no se moviesen, la cual lle-
gó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
Soneto
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos,
con atención, volvieron a esperar si más se cantaba; pero
viendo que la música se había vuelto en sollozos y en las-
timeros ayes, acordaron de saber quién era el triste, tan
extremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no
anduvieron mucho, cuando al volver de una punta de una
peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura que
Sancho Panza les había pintado cuando les contó el cuen-
to de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin so-
bresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre
el pecho, a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos
a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso
357
llegaron. El cura, que era hombre bien hablado, como el
que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le
había conocido, se llegó a él, y con breves aunque muy
discretas razones le rogó y persuadió que aquella tan mi-
serable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la
desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio enton-
ces en su entero juicio, libre de aquel furioso accidente
que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así, viendo a
los dos en traje tan no usado de los que por aquellas sole-
dades andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más
cuando oyó que le habían hablado en su negocio, como
en cosa sabida —porque las razones que el cura le dijo,
así lo dieron a entender—; y así, respondió desta manera:
—Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el
cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun
a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envía, en
estos tan remotos y apartados lugares del trato común de
las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de
los ojos con vivas y varias razones cuán sin ella ando en
hacer la vida que hago, han procurado sacarme désta a
mejor parte; pero como no saben que sé yo que en salien-
do deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben
de tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que
peor sería, por de ningún juicio. Y no sería maravilla que
así fuese, porque a mí se me trasluce que la fuerza de la
imaginación de mis desgracias es tan intensa y puede tan-
to en mi perdición, que, sin que yo pueda ser parte a es-
torbarlo, vengo a quedar como piedra, falto de todo buen
sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta de
esta verdad, cuando algunos me dicen y muestran seña-
les de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible
accidente me señorea, y no sé más que dolerme en vano
358
y maldecir, sin provecho, mi ventura, y dar por discul-
pa de mis locuras el decir la causa dellas a cuantos oírla
quieren; porque viendo los cuerdos cuál es la causa, no
se maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a
lo menos, no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo
de mi desenvoltura en lástima de mis desgracias. Y si es
que vosotros, señores, venís con la mesma intención que
otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras
discretas persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento,
que no lo tiene, de mis desventuras, porque quizá, des-
pués de entendido, ahorraréis del trabajo que tomaréis
en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su
mesma boca la causa de su daño, le rogaron se la contase,
ofreciéndole de no hacer otra cosa de la que él quisiese,
en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballero
comenzó su lastimera historia, casi por las mesmas pa-
labras y pasos que la había contado a Don Quijote y al
cabrero pocos días atrás, cuando, por ocasión del maes-
tro Elisabat y puntualidad de Don Quijote en guardar
el decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfecto,
como la historia lo deja contado. Pero ahora quiso la bue-
na suerte que se detuvo el accidente de la locura y le dio
lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando al paso del
billete que había hallado don Fernando entre el libro de
Amadís de Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la
memoria y que decía desta manera:
Luscinda a Cardenio
“Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuer-
zan a que en más os estime; y así, si quisiéredes sacarme
359
desta deuda sin ejecutarme en la honra, lo podréis muy
bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me quiere
bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será
justo que vos tengáis, si es que me estimáis, como decís,
y como yo creo”.
—Por este billete me moví a pedir a Luscinda por es-
posa, como ya os he contado, y éste fue por quien quedó
Luscinda en la opinión de don Fernando por una de las
más discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y este bi-
llete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que
el mío se efectuase. Díjele yo a don Fernando en lo que
reparaba el padre de Luscinda, que era en que mi padre
se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir, temeroso que
no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida
la calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y
que tenía partes bastantes para ennoblecer cualquier
otro linaje de España, sino porque yo entendía dél que
deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el
duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que
no me aventuraba a decírselo a mi padre, así por aquel
inconveniente como por otros muchos que me acobar-
daban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo
que yo desease jamás había de tener efeto. A todo esto
me respondió don Fernando que él se encargaba de ha-
blar a mi padre y hacer con él que hablase al de Luscinda.
¡Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila facino-
roso, oh Galalón embustero, oh Vellido traidor, oh Julián
vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo
y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste,
que con tanta llaneza te descubrió los secretos y conten-
tos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice? ¿Qué palabras te
dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos encami-
360
nados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas ¿de qué
me quejo, ¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que
cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas,
como vienen de alto abajo, despeñándose con furor y con
violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni
industria humana que prevenirlas pueda? ¿Quién pudiera
imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto,
obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que
el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le ocupase,
se había de enconar —como suele decirse— en tomarme
a mí una sola oveja que aún no poseía? Pero quédense es-
tas consideraciones aparte, como inútiles y sin provecho,
y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia. Digo,
pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presen-
cia le era inconveniente para poner en ejecución su falso
y mal pensamiento, determinó de enviarme a su hermano
mayor, con ocasión de pedirle unos dineros para pagar
seis caballos, que de industria, y sólo para este efeto de
que me ausentase —para poder mejor salir con su daña-
do intento—, el mesmo día que se ofreció hablar a mi
padre los compró, y quiso que yo viniese por el dinero.
¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer
en imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gus-
to me ofrecí a partir luego, contento de la buena compra
hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que
con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese fir-
me esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y
justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo de la trai-
ción de don Fernando, que procurase volver presto, por-
que creía que no tardaría más la conclusión de nuestras
voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé
qué se fue, que, en acabando de decirme esto, se le llena-
361
ron los ojos de lágrimas y un nudo se le atravesó en la gar-
ganta, que no le dejaba hablar palabra de otras muchas
que me pareció que procuraba decirme. Quedé admirado
deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto, por-
que siempre nos hablábamos, las veces que la buena for-
tuna y mi diligencia lo concedía, con todo regocijo y con-
tento, sin mezclar en nuestras pláticas lágrimas, suspiros,
celos, sospechas o temores. Todo era engrandecer yo mi
ventura, por habérmela dado el cielo por señora: exage-
raba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento.
Volvíame ella el recambio, alabando en mí lo que, como
enamorada, le parecía digno de alabanza. Con esto, nos
contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de nues-
tros vecinos y conocidos, y a lo que más se extendía mi
desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza, una de sus
bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca, según daba
lugar la estrecheza de una baja reja que nos dividía. Pero
la noche que precedió al triste día de mi partida, ella llo-
ró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confu-
sión y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y
tan tristes muestras de dolor y sentimiento en Luscinda;
pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí a la
fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar
la ausencia en los que bien se quieren. En fin, yo me partí
triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y sos-
pechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba; claros
indicios que me mostraban el triste suceso y desventura
que me estaba guardada.
Llegué al lugar donde era enviado; di las cartas al her-
mano de don Fernando; fui bien recebido, pero no bien
despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi dis-
gusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no
362
me viese, porque su hermano le escribía que le enviase
cierto dinero sin su sabiduría; y todo fue invención del
falso don Fernando, pues no le faltaban a su hermano di-
neros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste
que me puso en condición de no obedecerle, por parecer-
me imposible sustentar tantos días la vida en el ausencia
de Luscinda, y más habiéndola dejado con la tristeza que
os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen
criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
Pero a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en
mi busca con una carta que me dio, que en el sobrescrito
conocí ser de Luscinda, porque la letra dél era suya. Abrí-
la, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande
debía de ser la que la había movido a escribirme estando
ausente, pues presente pocas veces lo hacía. Pregúntele al
hombre, antes de leerla, quién se la había dado y el tiem-
po que había tardado en el camino; díjome que acaso pa-
sando por una calle de la ciudad a la hora de mediodía,
una señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los
ojos llenos de lágrimas, y que con mucha priesa le dijo:
‘Hermano: si sois cristiano, como parecéis, por amor de
Dios os ruego que encaminéis luego luego esta carta al
lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es
bien conocido, y en ello hallaréis un gran servicio a nues-
tro Señor; y para que no os falte comodidad de poderlo
hacer, tomad lo que va en este pañuelo’. Y diciendo esto,
me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían ata-
dos cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con
esa carta que os he dado. Y luego, sin aguardar respuesta
mía, se quitó de la ventana; aunque primero vio como yo
tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije que haría
lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del
363
trabajo que yo podía tomar en traérosla, y conociendo
por el sobrescrito que érades vos a quien se enviaba, por-
que yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimesmo
de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de
no fiarme de otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla
y en diez y seis horas que ha que se me dio he hecho el
camino, que sabéis que es de diez y ocho leguas”. En tan-
to que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba
yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas, de
manera que apenas podía sostenerme. En efeto, abrí la
carta y vi que contenía estas razones:
“La palabra que don Fernando os dio de hablar a vues-
tro padre para que hablase al mío, la ha cumplido más en
su gusto que en vuestro provecho. Sabed, señor, que él
me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la venta-
ja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en
lo que quiere, con tantas veras, que de aquí a dos días se
ha de hacer el desposorio; tan secreto y tan a solas, que
sólo han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa.
Cuál yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y
si os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará
a entender. A Dios plega que ésta llegue a vuestras manos
antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de
quien tan mal sabe guardar la fe que promete”.
Éstas, en suma, fueron las razones que la carta conte-
nía y las que me hicieron poner luego en camino, sin
esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro
conocí entonces que no la compra de los caballos, sino la
de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a
su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí,
364
junto con el temor de perder la prenda que con tantos
años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron
alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi
lugar al punto y hora que convenía para ir a hablar a
Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula en que venía
en casa del buen hombre que me había llevado la carta,
y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena, que
hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amo-
res. Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas no
como debía ella conocerme y yo conocerla. Pero, ¿quién
hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado
y sabido el confuso pensamiento y condición mudable
de una mujer? Ninguno, por cierto. Digo, pues, que así
como Luscinda me vio me dijo: “Cardenio, de boda estoy
vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernan-
do el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos,
que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio.
No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este
sacrificio, el cual, si no pudiere ser estorbado de mis ra-
zones, una daga llevo escondida que podrá estorbar más
determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y principio a
que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo”. Yo le
respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar
para responderla: “Hagan, señora, tus obras verdaderas
tus palabras; que si tú llevas daga para acreditarte, aquí
llevo yo espada para defenderte con ella o para matarme,
si la suerte nos fuere contraria”. No creo que pudo oír to-
das estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa,
porque el desposado aguardaba. Cerróse con esto la no-
che de mi tristeza; púsoseme el sol de mi alegría; quedé
sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No
acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a parte
365
alguna; pero considerando cuánto importaba mi presen-
cia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé
lo más que pude y entré en su casa; y como ya sabía muy
bien todas sus entradas y salidas, y más con el alboroto
que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver; así
que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que
hacía una ventana de la mesma sala, que con las puntas
y remates de dos tapices se cubría, por entre las cuales
podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacía.
¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio
el corazón mientras allí estuve, los pensamientos que me
ocurrieron, las consideraciones que me hice, que fueron
tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que
se digan? Basta que sepáis que el desposado entró en la
sala sin otro adorno que los mesmos vestidos ordinarios
que solía. Traía por padrino a un primo hermano de Lus-
cinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los
criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas
suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y
hermosura merecían, y como quien era la perfección de
la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi suspen-
sión y arrobamiento para que mirase y notase en particu-
lar lo que traía vestido; sólo pude advertir a las colores,
que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las
piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacían, a
todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus her-
mosos y rubios cabellos, tales, que, en competencia de
las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que
en la sala estaban, la suya con más resplandor a los ojos
ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso!
¿De qué sirve representarme ahora la incomparable be-
366
lleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor,
cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que
entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agra-
vio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la
vida? No os canséis, señores, de oír estas digresiones que
hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban
contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia
suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que, no sólo no se cansaban
en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias
que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en
silencio, y la mesma atención que lo principal del cuento.
—Digo, pues —prosiguió Cardenio—, que, estando
todos en la sala, entró el cura de la parroquia, y, tomando
a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se re-
quiere, al decir: “¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro legítimo espo-
so, como lo manda la Santa Madre Iglesia?”, yo saqué toda
la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos
oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscin-
da respondía, esperando de su respuesta la sentencia de
mi muerte o la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se
atreviera a salir entonces, diciendo a voces!: “¡Ah Lus-
cinda, Luscinda! ¡Mira lo que haces, considera lo que me
debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro!
Advierte que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha de
ser todo a un punto. ¡Ah, traidor don Fernando, robador
de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué quieres? ¿Qué pre-
tendes? Considera que no puedes cristianamente llegar
al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo
soy su marido”. ¡Ah, loco de mí! ¡Ahora que estoy ausen-
te y lejos del peligro, digo que había de hacer lo que no
367
hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al
robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón
para ello, como le tengo para quejarme! En fin, pues fui
entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora
corrido, arrepentido y loco.
Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que
se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé
que sacaba la daga para acreditarse, o desataba la lengua
para decir alguna verdad o desengaño que en mi prove-
cho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca:
“Sí quiero”, y lo mesmo dijo don Fernando; y, dándole el
anillo, quedaron en disoluble nudo ligados. Llegó el des-
posado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la mano
sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su ma-
dre. Resta ahora decir cuál quedé yo viendo en el sí que
había oído, burladas mis esperanzas, falsas las palabras y
promesas de Luscinda, imposibilitado de cobrar en algún
tiempo el bien que en aquel instante había perdido; que-
dé falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo
el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba,
negándome el aire aliento para mis suspiros y el agua hu-
mor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó, de manera
que todo ardía de rabia y de celos. Alborotáronse todos
con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su ma-
dre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él
un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se lo
puso a leer a la luz de una de las hachas; y, en acabando
de leerle, se sentó en una silla y se puso la mano en la
mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acu-
dir a los remedios que a su esposa se hacían para que del
desmayo volviese.
368
Yo, viendo alborotada toda la gente de casa, me aven-
turé a salir, ora fuese visto o no, con determinación que
si me viesen, de hacer un desatino tal, que todo el mundo
viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el
castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de
la desmayada traidora; pero mi suerte, que para mayores
males, si es posible que los haya, me debe tener guarda-
do, ordenó que en aquel punto me sobrase el entendi-
miento que después acá me ha faltado; y así, sin querer
tomar venganza de mis mayores enemigos —que, por es-
tar tan sin pensamiento mío, fuera fácil tomarla—, quise
tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que ellos
merecían, y aun quizá con más rigor del que con ellos se
usara, si entonces les diera muerte, pues la que se recibe
repentina presto acaba la pena; mas la que se dilata con
tormentos siempre mata, sin acabar la vida. En fin, yo salí
de aquella casa y vine a la de aquel donde había dejado
la mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél subí
en ella, y salí de la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver
el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y
que la escuridad de la noche me encubría y su silencio
convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escu-
chado ni conocido, solté la voz y desaté la lengua en tan-
tas maldiciones de Luscinda y de don Fernando, como si
con ellas satisficiera el agravio que me habían hecho. Dile
títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida, pero
sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo
la había cerrado los ojos de la voluntad, para quitármela
a mí y entregarla a aquel con quien más liberal y fran-
ca la fortuna se había mostrado; y en mitad de la fuga
destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo
que no era mucho que una doncella recogida en casa de
369
sus padres, hecha y acostumbrada siempre a obedecer-
los, hubiese querido condecender con su gusto, pues le
daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico
y tan gentil hombre, que, a no querer recibirle, se podía
pensar, o que no tenía juicio, o que en otra parte tenía
la voluntad, cosa que redundaba tan en perjuicio de su
buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, pues-
to que ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que
no había hecho en escogerme tan mala elección, que no
la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando
no pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón
midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo de su
hija; y que bien pudiera ella, antes de ponerse en el tran-
ce forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le
había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo
cuanto ella acertara a fingir en este caso. En fin, me resol-
ví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y de-
seos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras
con que me había engañado, entretenido y sustentado en
mis firmes esperanzas y honestos deseos.
Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que
quedaba de aquella noche, y di al amanecer en una en-
trada destas sierras, por las cuales caminé otros tres días,
sin senda ni camino alguno, hasta que vine a parar a unos
prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y
allí pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo
más áspero destas sierras. Dijéronme que hacia esta par-
te. Luego me encaminé a ella, con intención de acabar
aquí la vida, y en entrando por estas asperezas del can-
sancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que
yo más creo, por desechar de sí tan inútil carga como en
mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, tras-
370
pasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me
socorriese. De aquella manera estuve no sé qué tiempo
tendido en el suelo, al cabo del cual me levanté sin ham-
bre, y hallé junto a mí a unos cabreros, que, sin duda, de-
bieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos
me dijeron de la manera que me habían hallado, y cómo
estaba diciendo tantos disparates y desatinos, que daba
indicios claros de haber perdido el juicio; y yo he senti-
do en mí después acá que no todas veces le tengo cabal,
sino tan desmedrado y flaco, que hago mil locuras, ras-
gándome los vestidos, dando voces por estas soledades,
maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el nombre
amado de mi enemiga, sin tener otro discurso ni intento
entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando
en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas
puedo moverme.
Mi más común habitación es en el hueco de un alcor-
noque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaque-
ros y cabreros que andan por estas montañas, movidos
de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los
caminos y por las peñas por donde entienden que acaso
podré pasar y hallarlo; y así, aunque entonces me falte
el juicio, la necesidad natural me da a conocer el mante-
nimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la
voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando
me encuentran con juicio, que yo salgo a los caminos y
que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, a
los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas.
Desta manera paso mi miserable y extrema vida, hasta
que el cielo sea servido de conducirla a su último fin, o
de ponerle en mi memoria, para que no me acuerde de la
hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de
371
don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida,
yo volveré a mejor discurso mis pensamientos; donde no,
no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericor-
dia de mi alma; que yo no siento en mí valor ni fuerzas
para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto
he querido ponerle.
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgra-
cia: decidme si es tal, que pueda celebrarse con menos
sentimientos que los que en mí habéis visto, y no os
canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón
os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque
ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina
recetada de famoso médico al enfermo que recebir no la
quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y pues ella gustó
de ser ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser
de la desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha.
Ella quiso, con su mudanza, hacer estable mi perdición;
yo querré, con procurar perderme, hacer contenta su
voluntad y será ejemplo a los por venir de que a mí solo
faltó lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales
suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en mí
es causa de mayores sentimientos y males, porque aun
pienso que no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdi-
chada como amorosa historia; y al tiempo que el cura se
prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le sus-
pendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimados
acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte
desta narración, que en este punto dio fin a la tercera el
sabio y atentado historiador Cide Hamete Benengeli.
372
CAPÍTULO XXVIII
Que trata de la nueva y agradable aventura que al
cura y barbero sucedió en la mesma Sierra
F elicísimos y venturosos fueron los tiempos donde
se echó al mundo audacísimo caballero Don Quijote
de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa deter-
minación como fue el querer resucitar y volver al mun-
do la ya perdida y casi muerta orden de la andante ca-
ballería, gozamos ahora en esta nuestra edad, necesitada
de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su
verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della,
que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y
verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo
su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que, así como
el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio,
lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes
acentos, decía desta manera:
“¡Ay, Dios! ¡Si será posible que he ya hallado lugar
que pueda servir de escondida sepultura a la carga pe-
sada deste cuerpo que tan contra mi voluntad sostengo!
Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me
miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compa-
ñía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me
darán lugar para que con quejas comunique mi desgra-
373
374
cia al cielo, que no la de ningún hombre humano, pues
no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar
consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en
los males!”
Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los
que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que
allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y
no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un
peñasco vieron sentado al pie de un fresno a un mozo
vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el
rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que
por allí corría, no se le pudieron ver por entonces; y ellos
llegaron con tanto silencio, que dél no fueron sentidos,
ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que
eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco
cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían
nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pa-
reciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a
andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito
de su dueño, y así, viendo que no habían sido sentidos,
el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que
se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de
peña que allí había, y así lo hicieron todos, mirando con
atención lo que el mozo hacía; el cual traía puesto un ca-
potillo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con
una toalla blanca. Traía, ansimesmo unos calzones y po-
lainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda;
tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna,
que, sin duda alguna de blanco alabastro parecía. Acabo-
se de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de to-
car, que sacó de debajo de la montera, se los limpió; y al
375
querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que
mirándole estaban de ver una hermosura incomparable,
tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:
—Ésta, ya que no es Luscinda, no es persona humana,
sino divina.
El mozo se quitó la montera y, sacudiendo la cabeza a
una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir
unos cabellos, que pudieran los del sol tenerles envidia.
Con esto conocieron que el que parecía labrador era mu-
jer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces
los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si
no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después
afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender
con aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo le cu-
brieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron
debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa
de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto les
sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua ha-
bían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabe-
llos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual,
en más admiración y en más deseo de saber quién era po-
nía a los tres que la miraban. Por esto determinaron de
mostrarse; y al movimiento que hicieron de ponerse en
pie, la hermosa moza alzó la cabeza y apartándose los ca-
bellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró
los que el ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando
se levantó en pie y, sin aguardar a calzarse, ni a recoger
los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de
ropa, que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena
de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos
cuando, no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza
376
de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual, visto por
los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo:
—Deteneos, señora, quienquiera que seáis; que los
que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no hay
para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque
ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir.
A todo esto, ella no respondía palabra, atónita y confu-
sa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola por la mano el cura,
prosiguió diciendo:
—Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros ca-
bellos nos descubren: señales claras que no deben de ser
de poco momento las causas que han disfrazado vuestra
belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad
como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no
para dar remedio a vuestros males, a lo menos para dar-
les consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar
tan al extremo de serlo, mientras no acaba la vida, que
rehúya de no escuchar siquiera el consejo que con buena
intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía,
o señor mío, o lo que vos quisierdes ser, perded el sobre-
salto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra
buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o en cada
uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
En tanto que el cura decía estas razones, estaba la dis-
frazada moza como embelesada, mirándolos a todos, sin
mover labio ni decir palabra alguna, bien así como rústi-
co aldeano que de improviso se le muestran cosas raras
y dél jamás vistas. Mas volviendo el cura a decirle otras
razones al mismo efeto encaminadas, dando ella un pro-
fundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
—Pues que la soledad destas sierras no ha sido par-
te para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos
377
cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua,
en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que si se me
creyese, sería más por cortesía que por otra razón algu-
na. Presupuesto esto, digo, señores, que os agradezco el
ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto
en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis
pedido, puesto que temo que la relación que os hiciere
de mis desdichas os ha de causar, al par de la compasión,
la pesadumbre, porque no habéis de hallar remedio para
remediarlas ni consuelo para entretenerlas. Pero, con
todo esto, por que no ande vacilando mi honra en vues-
tras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer y
viéndome moza, sola y en este traje, cosas, todas juntas
y cada una por sí, que pueden echar por tierra cualquier
honesto crédito, os habré de decir lo que quisiera callar,
si pudiera.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer pa-
recía, con tan suelta lengua, con voz tan suave, que no
menos les admiró su discreción que su hermosura. Y tor-
nándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos
para que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más
de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo
sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra y,
puestos los tres alrededor della, haciéndose fuerza por
detener algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con
voz reposada y clara comenzó la historia de su vida desta
manera:
—En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título
un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en
España. Éste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su es-
tado y, al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor,
378
no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de
Vellido y de los embustes de Galalón. Deste señor son va-
sallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que
si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortu-
na, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme
en la desdicha en que me veo; porque quizá nace mi poca
ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido
ilustres; bien es verdad que no son tan bajos que puedan
afrentarse de su estado, ni tan altos que a mí me quiten la
imaginación que tengo de que de su humildad viene mi
desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin
mezcla de alguna raza malsonante, y, como suele decirse,
cristianos viejos ranciosos; pero tan ricos, que su riqueza
y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre
de hidalgos, y aun de caballeros. Puesto que de la mayor
riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme
a mí por hija, y así por no tener otra ni otro que los he-
redase como por ser padres y aficionados, yo era una de
las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el
espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el suje-
to a quien encaminaban, midiéndolos con el cielo, todos
sus deseos; de los cuales, por ser ellos tan buenos, los
míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era
señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí
se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta de
lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano, los mo-
linos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado
mayor y menor, el de las colmenas. Finalmente, de todo
aquello que un tan rico labrador como mi padre puede
tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y
señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo,
que buenamente no acertaré a encarecerlo. Los ratos que
379
del día me quedaban, después de haber dado lo que con-
venía a los mayorales, a capataces y a otros jornaleros,
los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan
lícitos como necesarios, como son los que ofrece la agu-
ja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna,
por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía
al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar
una harpa, porque la experiencia me demostraba que la
música compone los ánimos descompuestos y alivia los
trabajos que nacen del espíritu. Ésta, pues, era la vida que
yo tenía en casa de mis padres, la cual si tan particular-
mente he contado, no ha sido por ostentación ni por dar
a entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin
culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho al
infelice en que ahora me hallo.
Es, pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocu-
paciones y en un encerramiento tal, que al de un monas-
terio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de
otra persona alguna que de los criados de la casa, porque
los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompa-
ñada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y
recatada, que apenas veían mis ojos más tierra de aquella
donde ponía los pies, y, con todo esto, los del amor, o los
de la ociosidad, por mejor decir, a quien los de lince no
pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de
don Fernando, que éste es el nombre del hijo menor del
duque que os he contado.
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el
cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó la color
del rostro, y comenzó a trasudar, con tan grande altera-
ción, que el cura y el barbero, que miraron en ello, te-
mieron que le venía aquel accidente de locura que ha-
380
bían oído decir que de cuando en cuando le venía. Mas
Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo,
mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién
ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de Car-
denio, prosiguió su historia, diciendo:
—Y no me hubieron bien visto, cuando —según él dijo
después— quedó tan preso de mis amores cuanto lo die-
ron bien a entender sus demostraciones. Mas por acabar
presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas,
quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando
hizo para declararme su voluntad: sobornó toda la gente
de mi casa; dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parien-
tes; los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle;
las noches no dejaban dormir a nadie las músicas; los bi-
lletes, que, sin saber, cómo a mis manos venían, eran infi-
nitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con
menos letras que promesas y juramentos. Todo lo cual
no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera
como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras
que para reducirme a su voluntad hacía, las hiciera para
el efeto contrario; no porque a mí me pareciese mal la
gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasía sus
solicitudes; porque me daba un no sé qué de contento
verme tan querida y estimada de un tan principal caballe-
ro, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas; que
en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece a mí
que siempre nos da gusto el oír que nos llaman hermosas.
Pero a todo esto se opone mi honestidad, y los consejos
continuos que mis padres me daban, que ya muy al des-
cubierto sabían la voluntad de don Fernando, porque ya
a él no se le daba nada de que todo el mundo la supiese.
Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad de-
381
jaban y depositaban su honra y fama, y que considerase
la desigualdad que había entre mí y don Fernando, y que
por aquí echaría de ver que sus pensamientos —aunque
él dijese otra cosa— más se encaminaban a su gusto que a
mi provecho; y que si yo quisiese poner en alguna mane-
ra algún inconveniente para que él se dejase de su injusta
pretensión que ellos me casarían luego con quien yo más
gustase, así de los más principales de nuestro lugar como
de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar
de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos
ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me de-
cían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder
a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque
de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo.
Todos estos recatos míos, que él debía de tener por
desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo
apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad que me
mostraba; la cual, si ella fuera como debía, no la supié-
rades vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasión
de decírosla. Finalmente, don Fernando supo que mis
padres andaban por darme estado, por quitalle a él la es-
peranza de poseerme, o, a lo menos porque yo tuviese
más guardas para guardarme, y esta nueva o sospecha fue
causa para que hiciese lo que ahora oiréis; y fue que una
noche, estando yo en mi aposento con sola la compañía
de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas
las puertas, por temor que, por descuido mi honestidad
no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en me-
dio destos recatos y prevenciones y en la soledad deste si-
lencio y encierro me le hallé delante; cuya vista me turbó
de manera, que me quitó la de mis ojos y me enmudeció
la lengua; y así, no fui poderosa de dar voces, ni aun él
382
creo que me las dejara dar, por que luego se llegó a mí, y
tomándome entre sus brazos —porque yo, como digo, no
tuve fuerzas para defenderme, según estaba turbada—,
comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es
posible que tenga tanta habilidad la mentira, que las sepa
componer de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía
el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras y
los suspiros su intención. Yo, pobrecilla sola, entre los
míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé, no
sé en qué modo, a tener por verdaderas tantas falsedades,
pero no de suerte que me moviesen a compasión menos
que buena sus lágrimas y suspiros; y así, pasándose-
me aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar
mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé
que pudiera tener, le dije: “Si como estoy, señor, en tus
brazos, estuviera entre los de un león fiero, y el librarme
dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que
fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible
hacella o decilla como es posible dejar de haber sido lo
que fue. Así que, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus
brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos,
que son tan diferentes de los tuyos como lo verás, si
con hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos.
Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener
imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener
en poco la humildad de la mía; y en tanto me estimo yo,
villana y labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo
no han de ser de ningún efeto tus fuerzas, ni han de
tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder
engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme. Si
alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el
383
que mis padres me dieran por esposo, a su voluntad se
ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera; de
modo que, como quedara con honra, aunque quedara sin
gusto, de grado le entregara lo que tú, señor, ahora con
tanta fuerza procuras. Todo esto he dicho porque no es
pensar que de mí alcance cosa alguna el que no fuere mi
ligítimo esposo”. “Si no reparas más que en eso, bellísima
Dorotea (que éste es el nombre desta desdichada) —
dijo el desleal caballero—, ves aquí te doy la mano de
serlo tuyo, y sean testigos de esta verdad los cielos, a
quien ninguna cosa se esconde, y esta imagen de Nuestra
Señora que aquí tienes”.
Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Doro-
tea, tornó de nuevo a sus sobresaltos y acabó de confir-
mar por verdadera su primera opinión; pero no quiso in-
terromper el cuento, por ver en qué venía a parar lo que
él ya casi sabía; sólo dijo:
—¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído
yo decir del mesmo, que quizá corre parejas con tus des-
dichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá en que te diga
cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen.
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su ex-
traño y desastrado traje, y rogóle que si alguna cosa de
su hacienda sabía se la dijese luego; porque si algo le ha-
bía dejado bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para
sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de
que, a su parecer, ninguno podía llegar que el que tenía
acrecentase un punto.
—No le perdiera yo, señora —respondió Cardenio—,
en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino
y hasta ahora no se pierde coyuntura ni a ti te importa
nada el saberlo.
384
—Sea lo que fuere —respondió Dorotea—, lo que
en mi cuento pasa fue que tomando don Fernando una
imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo
de nuestro desposorio; con palabras eficacísimas y jura-
mentos extraordinarios me dio la palabra de ser mi mari-
do, puesto que, antes que acabase de decirlas, le dije que
mirase bien lo que hacía y que considerase el enojo que
su padre había de recibir de verle casado con una villa-
na, vasalla suya; que no le cegase mi hermosura tal cual
era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de
su yerro, y que si algún bien me quería hacer, por el amor
que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de lo
que mi calidad podía, porque nunca los tan desiguales
casamientos se gozan ni duran mucho en aquel gusto con
que se comienzan. Todas estas razones que aquí he dicho
le dije, y otras muchas de que no me acuerdo; pero no
fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien
ansí como el que no piensa pagar, que, al concertar de
la barata, no repara en inconvenientes. Yo a esta sazón
hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí misma:
“Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimo-
nio haya subido de humilde a grande estado, ni será don
Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición
—que es lo más cierto—, haya hecho tomar compañía
desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso
nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofre-
ce, puesto que en éste no dure más la voluntad que me
muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo;
que, en fin, para que con Dios seré su esposa. Y si quiero
con desdenes despedille, en término le veo que, no usan-
do el que debe, usará el de la fuerza, y vendré a quedar
deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podrá dar el
385
que no supiere cuán sin ella he venido a este punto: por-
que, ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis
padres, y a otros, que este caballero entró en mi aposento
sin consentimiento mío?” Todas estas demandas y res-
puestas revolví en un instante en la imaginación, y, sobre
todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo
que fue, sin yo pensarlo, mi perdición, los juramentos de
don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que
derramaba y, finalmente su disposición y gentileza, que,
acompañada con tantas muestras de verdadero amor, pu-
dieran rendir a otro tan libre y recatado corazón como el
mío. Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase
a los testigos del cielo; tornó don Fernando a reiterar y
confirmar sus juramentos; añadió a los primeros nuevos
santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones, si no
cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus
ojos y a acrecentar sus suspiros; apretóme más entre sus
brazos, de los cuales jamás me había dejado, y con esto, y
con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de
serlo, y él acabó de ser traidor y fementido.
El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venía
aún no tan apriesa como yo pienso que don Fernando
deseaba; porque, después de cumplido aquello que el
apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartar-
se de donde le alcanzaron. Digo esto, porque don Fer-
nando dio priesa por partirse de mí, y por industria de
mi doncella, que era la misma que allí le había traído, an-
tes que amaneciese se vio en la calle. Y al despedirse de
mí —aunque no con tanto ahínco y vehemencia como
cuando vino—, me dijo que estuviese segura de su fe y
de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y, para más
confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo
386
y lo puso en el mío. En efecto, él se fue, y yo quedé ni sé
si triste o alegre; esto sé bien decir: que quedé confusa y
pensativa y casi fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y
no tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a mi doncella
por la traición cometida de encerrar a don Fernando en
mi mismo aposento, porque aún no me determinaba si
era bien o mal el que me había sucedido. Díjele, al par-
tir, a don Fernando que por el mesmo camino de aquélla
podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que,
cuando él quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no
vino otra alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude verle
en la calle ni en la iglesia en más de un mes, que en vano
me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la
villa, y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era
muy aficionado.
Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron
aciagos y menguadas, y bien sé que comencé a dudar en
ellos, y aun a descreer, de la fe de don Fernando; y sé
también que mi doncella oyó entonces las palabras que
en reprehensión de su atrevimiento antes no había oído;
y sé que me fue forzoso tener cuenta con mis lágrimas, y
con la compostura de mi rostro, por no dar ocasión a que
mis padres me preguntasen que de qué andaba descon-
tenta y me obligasen a buscar mentiras que decilles. Pero
todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde
se atropellaron respetos y se acabaron los honrados dis-
cursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron a plaza
mis secretos pensamientos. Y esto fue porque de allí a
pocos días se dijo en el lugar como en una ciudad allí cer-
ca se había casado don Fernando con una doncella her-
mosísima en todo extremo, y de muy principales padres,
aunque no tan rica que por la dote pudiera aspirar a tan
387
noble casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda, con
otras cosas que en sus desposorios sucedieron, dignas de
admiración.
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra
cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enar-
car las cejas, y dejar de allí a poco caer por sus ojos dos
fuentes de lágrimas; mas no por esto dejó Dorotea de se-
guir su cuento, diciendo:
—Llegó esta triste nueva a mis oídos, y, en lugar de he-
lárseme el corazón en oílla, fue tanta la cólera y rabia que
se encendió en él, que faltó poco para no salirme por las
calles dando voces, publicando la alevosía y traición que
se me había hecho. Mas templóse esta furia por entonces
con pensar de poner aquella mesma noche por obra lo
que puse; que fue ponerme en este hábito, que me dio
uno de los que llaman zagales en casa de los labradores,
que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi des-
ventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde
entendí que mi enemigo estaba. Él, después que hubo re-
prehendido mi atrevimiento y afeado mi determinación,
viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció a tenerme
compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego
al momento encerré en una almohada de lienzo un vesti-
do de mujer, y algunas joyas y dineros, por lo que podía
suceder, y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta
a mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de
mi criado, y de muchas imaginaciones, y me puse en ca-
mino de la ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de
llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, a lo
menos, a decir a don Fernando me dijese con qué alma lo
había hecho. Llegué en dos días y medio donde quería,
y en entrando por la ciudad pregunté por la casa de los
388
padres de Luscinda, y el primero a quien hice la pregunta
me respondió más de lo que yo quisiera oír. Díjome la
casa, y todo lo que había sucedido en el desposorio de
su hija, cosa tan pública en la ciudad, que se hacían co-
rrillos para contarla por toda ella. Díjome que la noche
que don Fernando se desposó con Luscinda, después de
haber ella dado el sí de ser su esposa, le había tomado un
recio desmayo, y que llegando su esposo a desabrocharle
el pecho para que le diese el aire le halló un papel escrito
de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba
que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo
era de Cardenio, que, a lo que el hombre me dijo, era un
caballero muy principal, de la mesma ciudad; y que si ha-
bía dado el sí a don Fernando, fue por no salir de la obe-
diencia de sus padres. En resolución, tales razones dijo
que contenía el papel, que daba a entender que ella había
tenido intención de matarse en acabándose de desposar,
y daba allí las razones por que se había quitado la vida;
todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron
no sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por
don Fernando, pareciéndole que Luscinda le había burla-
do y escarnecido y tenido en poco, arremetió a ella antes
que de su desmayo volviese, y con la misma daga que le
hallaron la quiso dar de puñaladas, y lo hiciera, si sus pa-
dres y los que se hallaron presentes no se lo estorbaran.
Dijeron más: que luego se ausentó don Fernando, y que
Luscinda no había vuelto de su parasismo hasta otro día,
que contó a sus padres como ella era verdadera esposa de
aquel Cardenio que he dicho. Supe más: que el Cardenio,
según decían, se halló presente a los desposorios, y que
en viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió
de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita una
389
carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le
había hecho, y de cómo él se iba adonde gentes no le vie-
sen. Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y
todos hablaban dello, y más hablaron cuando supieron
que Luscinda había faltado de casa de sus padres y de la
ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el
juicio sus padres y no sabían qué medio se podría tomar
para hallarla. Esto que supe puso en bando mis esperan-
zas, y tuve por mejor no haber hallado a don Fernando,
que no hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba
del todo cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a
entender que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel
impedimento en el segundo matrimonio, por atraerle a
conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta
de que era cristiano y que estaba más obligado a su alma
que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvía en
mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo
unas esperanzas largas y desmayadas, para entretener la
vida que ya aborrezco.
Estando, pues, en la ciudad sin saber qué hacerme,
pues a don Fernando no hallaba, llegó a mis oídos un pú-
blico pregón, donde se prometía grande hallazgo a quien
me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo traje
que traía; y oí decir que se decía que me había sacado de
casa de mis padres el mozo que conmigo venía, cosa que
me llegó al alma, por ver cuán de caída andaba mi crédi-
to, pues no bastaba perderle con mi venida, sino añadir
el con quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de
mis buenos pensamientos. Al punto que oí el pregón, me
salí de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba a dar
muestras de titubear en la fe que de fidelidad me tenía
prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso
390
desta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero
como suele decirse que un mal llama a otro y que el fin
de una desgracia suele ser principio de otra mayor, así me
sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces fiel
y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de
su mesma bellaquería antes que de mi hermosura, quiso
aprovecharse de la ocasión que a su parecer estos yermos
le ofrecían, y, con poca vergüenza y menos temor de Dios
ni respeto mío, me requirió de amores; y viendo que yo
con feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas
de sus propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien pri-
mero pensó aprovecharse, y comenzó a usar de la fuerza.
Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de
mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las
mías, de manera, que con mis pocas fuerzas, y con poco
trabajo di con él por un derrumbadero, donde le dejé, ni
sé si muerto o si vivo. Y luego, con más ligereza que mi
sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas mon-
tañas, sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que
esconderme en ellas y huir de mi padre y de aquellos que
de su parte me andaban buscando. Con este deseo ha no
sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un gana-
dero que me llevó por su criado a un lugar que está en las
entrañas desta sierra, al cual he servido de zagal todo este
tiempo, procurando estar siempre en el campo por encu-
brir estos cabellos que ahora tan sin pensarlo me han des-
cubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitud fue y
ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en cono-
cimiento de que yo no era varón, y nació en él el mesmo
mal pensamiento que en mi criado; y como no siempre
la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé de-
rrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar
391
al amo, como le hallé para el criado, y así tuve por menor
inconveniente dejalle y asconderme de nuevo entre estas
asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas.
Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde
sin impedimento alguno pudiese con suspiros y lágrimas
rogar al cielo se duela de mi desventura y me dé industria
y favor para salir della, o para dejar la vida entre estas so-
ledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin
culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y
murmure en la suya y en las ajenas tierras.
392
CAPÍTULO XXIX
Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo
en sacar a nuestro enamorado de la asperísima
penitencia en que se había puesto
—É sta es, señores, la verdadera historia
de mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los
suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las
lágrimas que de mis ojos salían tenían ocasión bastante
para mostrarse en mayor abundancia; y, considerada la
calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el con-
suelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego
—lo que con facilidad podréis y debéis hacer— que me
aconsejéis dónde podré pasar la vida sin que me acabe el
temor y sobresalto que tengo de ser hallada de los que me
buscan; que aunque sé que el mucho amor que mis pa-
dres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida,
es tanta la vergüenza que me ocupa sólo el pensar que,
no como ellos pensaban, tengo de parecer a su presen-
cia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser
vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos
miran el mío ajeno de la honestidad que de mí se debían
de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un
color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza
393
394
del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la ha-
bían tanta lástima como admiración de su desgracia; y
aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla,
tomó primero la mano Cardenio, diciendo:
—En fin, señora, ¿que tú eres la hermosa Dorotea, la
hija única del rico Clenardo?
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de
su padre, y de ver cuán de poco era, el que le nombraba,
porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio
estaba vestido, y así, le dijo:
—Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre
de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuer-
do, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le
he nombrado.
—Soy —respondió Cardenio— aquel sin ventura que,
según vos, señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su
esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien el mal tér-
mino de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis
me ha traído a que me veáis cual me veis, roto, desnu-
do, falto de todo humano consuelo y, lo que es peor de
todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo
se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Doro-
tea, soy el que me hallé presente a las sinrazones de don
Fernando, y el que aguardó a oír el sí que de ser su es-
posa pronunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo ánimo
para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba
del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo
el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y
así, dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé a un
huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda
la pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de
395
acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí,
como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte
quitármela, contentándose con quitarme el juicio, qui-
zá por guardarme para la buena ventura que he tenido
en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo
que aquí habéis contado, aún podría ser que a entrambos
nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros
desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto
que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por
ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y ha-
berlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos
esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues
está todavía en ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y
pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota
esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, su-
plícoos, señora, que toméis otra resolución en vuestros
honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los
míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os
juro por la fe de caballero y de cristiano de no desampa-
raros hasta veros en poder de don Fernando, y que cuan-
do con razones no le pudiere atraer a que conozca lo que
os debe, de usar entonces la libertad que me concede el
ser caballero, y poder con justo título desafialle, en razón
de la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agra-
vios, cuya venganza dejaré al cielo, por acudir en la tierra
a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Doro-
tea, y, por no saber qué gracias volver a tan grandes ofre-
cimientos, quiso tomarle los pies para besárselos; mas no
lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por en-
trambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio y, sobre
todo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con
396
él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que
les faltaban, y que allí se daría orden como buscar a don
Fernando, o como llevar a Dorotea a sus padres, o hacer
lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y Doro-
tea se lo agradecieron, y aceptaron la merced que se les
ofrecía. El barbero, que a todo había estado suspenso y
callado, hizo también su buena plática y se ofreció con
no menos voluntad que el cura a todo aquello que fuese
bueno para servilles; contó asimesmo con brevedad de
la locura de Don Quijote, y como aguardaban a su escu-
dero, que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a
Cardenio, como por sueños, la pendencia que con Don
Quijote había tenido y contóla a los demás, mas no supo
decir por qué causa fue su quistión. En esto oyeron voces
y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que,
por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los
llamaba a voces. Saliéronle al encuentro y, preguntándole
por Don Quijote, les dijo como le había hallado desnudo
en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspi-
rando por su señora Dulcinea; y que puesto que le había
dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se
fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había
respondido que estaba determinado de no parecer ante
su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficie-
sen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante,
corría peligro de no venir a ser emperador, como estaba
obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía
ser: por eso, que mirasen lo que se había de hacer para
sacarle de allí. El licenciado le respondió que no tuviese
pena; que ellos le sacarían de allí, mal que le pesase. Con-
tó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado
para remedio de Don Quijote, a lo menos, para llevarle a
397
su casa; a lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella
menesterosa mejor que el barbero, y más, que tenía allí
vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el
cargo de saber representar todo aquello que fuese menes-
ter para llevar adelante su intento, porque ella había leído
muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que te-
nían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los
andantes caballeros.
—Pues no es menester más —dijo el cura— sino que
luego se ponga por obra; que, sin duda, la buena suerte
se muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vo-
sotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para
vuestro remedio, y a nosotros se nos ha facilitado la que
habíamos menester.
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera
de cierta telilla rica y una mantellina de otra vistosa tela
verde, y de una cajita un collar y otras joyas, con que en
un instante se adornó, de manera, que una rica y gran se-
ñora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado
de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces
no se le había ofrecido ocasión de habello menester. A
todos contentó en extremo su mucha gracia, donaire y
hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco
conocimiento, pues tanta belleza desechaba; pero el que
más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle —como
era así verdad— que en todos los días de su vida había
visto tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura con
grande ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa se-
ñora y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
—Esta hermosa señora —respondió el cura—, San-
cho hermano, es, como quien no dice nada, la heredera
398
por línea recta de varón del gran reino de Micomicón,
la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don,
el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal
gigante le tiene fecho; y a la fama que de buen caballero
vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha
venido a buscarle esta princesa.
—Dichosa buscada y dichoso hallazgo —dijo a esta
sazón Sancho Panza—, y más si mi amo es tan venturoso,
que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a
ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que
sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma; que
contra las fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero
una cosa quiero suplicar a vuestra merced, entre otras, se-
ñor licenciado, y es que porque a mi amo no le tome gana
de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra mer-
ced le aconseje que se case luego con esta princesa, y así
quedará imposibilitado de recibir órdenes arzobispales,
y vendrá con facilidad a su imperio, y yo al fin de mis de-
seos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta
que no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque
yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado, y andarme
ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la
Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, sería nunca
acabar: así que, señor, todo el toque está en que mi amo
se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su
gracia, y así, no la llamo por su nombre.
—Llámase —respondió el cura— la princesa Micomi-
cona, porque llamándose su reino Micomicón, claro está
que ella se ha de llamar así.
—No hay duda en eso —respondió Sancho—; que yo
he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar
donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbe-
399
da y Diego de Valladolid, y esto mesmo se debe de usar allá
en Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
—Así debe de ser —dijo el cura—; y en lo del casarse
vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura
admirado de su simplicidad, y de ver cuán encajados te-
nía en la fantasía los mismos disparates que su amo, pues
sin alguna duda se daba a entender que había de venir a
ser emperador.
Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del
cura y el barbero se había acomodado al rostro la barba
de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase
adonde Don Quijote estaba al cual advirtieron que no
dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque
en no conocerlos consistía todo el toque de venir a ser
emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio
quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a Don
Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido,
y el cura porque no era menester por entonces su pre-
sencia, y así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron si-
guiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo
que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que des-
cuidasen: que todo se haría sin faltar punto, como lo
pedían y pintaban los libros de caballerías. Tres cuartos
de legua habrían andado, cuando descubrieron a Don
Quijote entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque
no armado, y así como Dorotea le vio y fue informada
de Sancho que aquél era Don Quijote, dio del azote a
su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero; y en
llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y
fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándo-
400
se con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas
ante las de Don Quijote; y aunque él pugnaba por le-
vantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
—De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforza-
do caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesía
me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez
de vuestra persona y en pro de la más desconsolada y
agraviada doncella que el Sol ha visto. Y si es que el
valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de
vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la
sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de
vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de
sus desdichas.
—No os responderé palabra, fermosa señora —res-
pondió Don Quijote—, ni oiré más cosa de vuestra fa-
cienda, fasta que os levantéis de tierra.
—No me levantaré, señor —respondió la afligida don-
cella—, si primero por la vuestra cortesía no me es otor-
gado el don que pido.
—Yo vos le otorgo y concedo —respondió Don Qui-
jote—, como no se haya de cumplir en daño o mengua
de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y
libertad tiene la llave.
—No será en daño ni en mengua de los que decís, mi
buen señor —replicó la dolorosa doncella.
Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su
señor y muy pasito le dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor, concederle el
don que pide, que no es cosa de nada: sólo es matar a un
gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomico-
na, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
401
—Sea quien fuere —respondió Don Quijote—, que
yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi concien-
cia, conforme a lo que profesado tengo.
Y volviéndose a la doncella, dijo:
—La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otor-
go el don que pedirme quisiere.
—Pues el que pido es —dijo la doncella— que la vues-
tra magnánima persona se venga luego conmigo donde
yo le llevare y me prometa que no se ha de entremeter en
otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza
de un traidor que, contra todo derecho divino y humano,
me tiene usurpado mi reino.
—Digo que así lo otorgo —respondió Don Quijote—,
y así, podéis, señora, desde hoy más desechar la melanco-
lía que os fatiga y hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas
vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda de Dios
y la de mi brazo, vos os veréis pronto restituida en vues-
tro reino y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande
estado, a pesar y a despecho de los follones que contrade-
cirlo quisieren. Y manos a labor; que en la tardanza dicen
que suele estar el peligro.
La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por
besarle las manos; mas Don Quijote, que en todo era co-
medido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la
hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedi-
miento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a
Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó
las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pen-
dientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su
señor; el cual, viéndose armado, dijo:
—Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer
esta gran señora.
402
Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran
cuenta de disimular la risa y de que no se le cayese la
barba, con cuya caída quizá quedaran todos sin conse-
guir su buena intención; y viendo que ya el don estaba
concedido y con la diligencia que Don Quijote se alis-
taba para ir a cumplirle, se levantó y tomó de la otra
mano a su señora, y entre los dos la subieron en la mula;
luego subió Don Quijote sobre Rocinante, y el barbero
se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a
pie, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio,
con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba
con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto
en camino, y muy a pique de ser emperador; porque sin
duda alguna pensaba que se había de casar con aquella
princesa y ser, por lo menos rey de Micomicón: sólo le
daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tie-
rra de negros y que la gente que por sus vasallos le die-
sen habían de ser todos negros; a lo cual hizo luego en
su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo:
“¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Ha-
brá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde
los podré vender y adonde me los pagarán de contado,
de cuyo dinero podré comprar algún título o algún ofi-
cio con que vivir descansado todos los días de mi vida?
¡No, sino dormíos y no tengáis ingenio ni habilidad
para disponer de las cosas y para vender treinta o diez
mil vasallos en dácame esas pajas! Por Dios que los he
de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por
negros que sean, los he de volver blancos o amarillos.
¡Llegaos, que me mamo el dedo!” Con esto andaba tan
solícito y tan contento, que se le olvidaba la pesadum-
bre de caminar a pie.
403
Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y
el cura, y no sabían qué hacerse para juntarse con ellos;
pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que
harían para conseguir lo que deseaban, y fue que con unas
tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza
la barba a Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él
traía, y diole un herreruelo negro, y él se quedó en calzas
y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes parecía Car-
denio, que él mesmo no se conociera aunque a un espejo
se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pa-
sado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con faci-
lidad salieron al camino real antes que ellos, porque las
malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían
que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie.
En efeto, ellos se pusieron en el llano a la salida de la sie-
rra, y así como salió della Don Quijote y sus camaradas,
el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando señales
de que le iba reconociendo, y al cabo de haberle una bue-
na pieza estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y
diciendo a voces:
—Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi
buen compatriote Don Quijote de la Mancha, la flor y la
nata de la gentileza, el amparo y remedio de los meneste-
rosos, la quinta esencia de los caballeros andantes.
Y diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la
pierna izquierda a Don Quijote; el cual, espantado de
lo que veía y oía decir y hacer a aquel hombre, se le
puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció, y que-
dó como espantado de verle, y hizo grande fuerza por
apearse; mas el cura no lo consintió, por lo cual Don
Quijote decía:
404
—Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es
razón que yo esté a caballo, y una tan reverenda persona
como vuestra merced esté a pie.
—Eso no consentiré yo en ningún modo —dijo el
cura—: estese la vuestra grandeza a caballo, pues estan-
do a caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en
nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno sa-
cerdote, bastarame subir en las ancas de una destas mulas
destos señores que con vuestra merced caminan, si no lo
han por enojo; y aun haré cuenta que voy caballero sobre
el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabal-
gaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora
yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco
de la gran Compluto.
—Aun no caía yo en tanto, mi señor licenciado —res-
pondió Don Quijote—; y yo sé que mi señora la princesa
será servida, por mi amor, de mandar a su escudero dé a
vuestra merced la silla de su mula; que él podrá acomo-
darse en las ancas, si es que ella las sufre.
—Sí sufre, a lo que yo creo —respondió la princesa—;
y también sé que no será menester mandárselo al señor
mi escudero; que él es tan cortés y tan cortesano, que no
consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie, pu-
diendo ir a caballo.
—Así es —respondió el barbero.
Y apeándose en un punto, convidó al cura con la silla,
y él la tomó sin hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que
al subir a las ancas el barbero, la mula, que, en efeto era
de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó
un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire,
que a darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza,
405
él diera al diablo la venida por Don Quijote. Con todo
eso, le sobresaltaron de manera que cayó en el suelo, con
tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el
suelo; y como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino
acudir a cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse
que le habían derribado las muelas. Don Quijote, como
vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre,
lejos del rostro del escudero caído, dijo:
—¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le
ha derribado y arrancado del rostro como si las quitaran
aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su invención de
ser descubierta, acudió luego a las barbas y fuese con
ellas adonde yacía maese Nicolás dando aún voces toda-
vía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se las
puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que
era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo
verían; y cuando se las tuvo puestas, se apartó, y quedó el
escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de
que se admiró Don Quijote sobremanera, y rogó al cura
que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que
él entendía que su virtud a más que pegar barbas se debía
de extender, pues estaba claro que de donde las barbas se
quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y
que, pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba.
—Así es —dijo el cura, y prometió de enseñársele en
la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a
trechos se fuesen los tres mudando, hasta que llegasen
a la venta, que estaría hasta dos leguas de allí. Puestos
los tres a caballo, es a saber, Don Quijote, la princesa y
406
el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho
Panza, Don Quijote dijo a la doncella:
—Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más
gusto le diere.
Y antes que ella respondiese, dijo el licenciado:
—¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría?
¿Es, por ventura, hacia el de Micomicón? Que sí debe de
ser, o yo sé poco de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de
responder que sí, y así, dijo:
—Sí, señor: hacia ese reino es mi camino.
—Si así es —dijo el cura—, por la mitad de mi pue-
blo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la
derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la
buena ventura; y si hay viento próspero, mar tranquilo y
sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar
a vista de la gran laguna Meona, digo Meótides, que está
a poco más de cien jornadas más acá del reino de vuestra
grandeza.
—Vuestra merced está engañado, señor mío —dijo
ella—, porque no ha dos años que yo partí dél, y en
verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he
llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al señor Don
Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos
así como puse los pies en España, y ellas me movieron
a buscarle, para encomendarme en su cortesía y fiar mi
justicia del valor de su invencible brazo.
—No más: cesen mis alabanzas —dijo a esta sazón
Don Quijote—, porque soy enemigo de todo género de
adulación; y aunque ésta no lo sea, todavía ofenden mis
castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, se-
ñora mía que ora tenga valor o no, el que tuviere o no
407
tuviere se ha de emplear en vuestro servicio, hasta perder
la vida; y así, dejando esto para su tiempo, ruego al señor
licenciado me diga qué es la causa que le ha traído por
estas partes tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera,
que me pone espanto.
—A eso yo responderé con brevedad —respondió el
cura—; porque sabrá vuestra merced, señor Don Qui-
jote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro
barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un
pariente mío que ha muchos años que pasó a Indias me
había enviado, y no tan pocos que no pasan de sesenta
mil pesos ensayados, que es otro que tal; y pasando ayer
por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro saltea-
dores y nos quitaron hasta las barbas; y de modo nos las
quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas,
y aun a este mancebo que aquí va —señalando a Carde-
nio— le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno que es
pública fama por todos estos contornos que los que nos
saltearon son de unos galeotes que dicen que libertó casi
en este mesmo sitio, un hombre tan valiente, que a pesar
del comisario y de las guardas los soltó a todos; y, sin
duda alguna él debía de estar fuera de juicio, o debe de
ser tan grande bellaco como ellos, o algún hombre sin
alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las
ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la
miel: quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor
natural, pues fue contra sus justos mandamientos; quiso,
digo, quitar a las galeras sus pies, poner en alboroto a la
Santa Hermandad, que había muchos años que reposaba;
quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su
alma y no se gane su cuerpo.
408
Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aven-
tura de los galeotes, que acabó su amo con tanta gloria
suya, y por esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por
ver lo que hacía o decía Don Quijote; al cual se le muda-
ba la color a cada palabra, y no osaba decir que él había
sido el libertador de aquella buena gente.
—Éstos, pues —dijo el cura—, fueron los que nos ro-
baron. Que Dios por su misericordia se lo perdone al que
no los dejó llevar al debido suplicio.
CAPÍTULO XXX
Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea,
con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo
N o hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo:
—Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa
fazaña fue mi amo, y no porque yo no le dije antes y le
avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles
libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos.
—Majadero —dijo a esta sazón Don Quijote—, a los
caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los
afligidos, encadenados y opresos que encuentran por
los caminos van de aquella manera o están en aquella
angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca
ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en
sus penas, y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario y
sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo
que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a
quien mal le ha parecido, salvo la santa dignidad del se-
ñor licenciado y su honrada persona, digo que sabe poco
de achaque de caballería, y que miente como un hidepu-
ta y mal nacido; y esto le haré conocer con mi espada,
donde más largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el
morrión; porque la bacía de barbero, que a su cuenta era
409
410
el yelmo de Mambrino, llevaba colgado del arzón delan-
tero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron
los galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como
quien ya sabía el menguado humor de Don Quijote y que
todos hacían burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser
para menos y, viéndole tan enojado, le dijo:
—Señor caballero, miémbresele a la vuestra mer-
ced el don que me tiene prometido, y que, conforme a
él no puede entremeterse en otra aventura, por urgente
que sea; sosiegue vuestra merced el pecho; que si el se-
ñor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían
sido librados los galeotes, él se diera tres puntos en la
boca, y aun se mordiera tres veces la lengua, antes que
haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced
redundara.
—Eso juro yo bien —dijo el cura—, y aun me hubiera
quitado un bigote.
—Yo callaré, señora mía —dijo Don Quijote— y re-
primiré la justa cólera que ya en mi pecho se había le-
vantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que os cum-
pla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo
os suplico me digáis, si no se os hace de mal, cuál es la
vuestra cuita, y cuántas, quiénes y cuáles son las perso-
nas de quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera
venganza.
—Eso haré yo de gana —respondió Dorotea— si es
que no os enfadan oír lástimas y desgracias.
—No enfadará, señora mía —respondió Don Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
—Pues así es, estenme vuestras mercedes atentos.
411
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbe-
ro se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su
historia la discreta Dorotea, y lo mismo hizo Sancho, que
tan engañado iba con ella como su amo. Y ella, después
de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser
y hacer otros ademanes, con mucho donaire comenzó a
decir desta manera:
—Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan,
señores míos, que a mí me llaman…
Y detúvose un poco, porque se le olvidó el nombre que
el cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque
entendió en lo que reparaba, y dijo:
—No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza
se turbe y empache contando sus desventuras; que ellas
suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria a
los que maltratan, de tal manera, que aun de sus mesmos
nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra
gran señoría, que se ha olvidado que se llama la princesa
Micomicona, legítima heredera del gran reino Micomi-
cón, y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza
reducir ahora fácilmente a su lastimada memoria todo
aquello que contar quisiere.
—Así es la verdad —respondió la doncella—, y desde
aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada;
que yo saldré a buen puerto con mi verdadera historia. La
cual es que el rey mi padre, que se llamaba Tinacrio el Sa-
bidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica,
y alcanzó por su ciencia que mi madre, que se llamaba la
reina Jaramilla, había de morir primero que él, y que de
allí a poco tiempo él también había de pasar desta vida y
yo había de quedar huérfana de padre y madre. Pero decía
él que no le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en confu-
412
sión saber por cosa muy cierta que un descomunal gigan-
te, señor de una grande ínsula, que casi alinda con nues-
tro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista, porque
es cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar
y derechos, siempre mira al revés, como si fuese bizco, y
esto lo hace él de maligno y por poner miedo y espanto a
los que mira, digo que supo que este gigante, en sabiendo
mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi
reino, y me lo había de quitar todo, sin dejarme una pe-
queña aldea donde me recogiese; pero que podía excusar
toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar con él;
mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría
a mí en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo
en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado por el
pensamiento casarme con aquel gigante, pero ni con otro
alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo también
mi padre que después que él fuese muerto y viese yo
que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino,
que no aguardase a ponerme en defensa, porque sería
destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado
el reino, si quería excusar la muerte y total destruición
de mis buenos y leales vasallos, porque no había de ser
posible defenderme de la endiablada fuerza del gigante;
sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en
camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis
males hallando a un caballero andante, cuya fama en este
tiempo se extendería por todo este reino; el cual se había
de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Jigote.
—Don Quijote diría, señora —dijo a esta sazón San-
cho Panza—, o por otro nombre el Caballero de la Triste
Figura.
413
—Así es la verdad —dijo Dorotea—. Dijo más: que
había de ser alto de cuerpo seco de rostro, y que en el
lado derecho, debajo del hombro izquierdo, o por allí
junto, había de tener un lunar pardo con ciertos cabellos
a manera de cerdas.
En oyendo esto Don Quijote, dijo a su escudero:
—Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que
quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejó
profetizado.
—Pues ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse?
—dijo Dorotea.
—Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo
—respondió Don Quijote.
—No hay para qué desnudarse —dijo Sancho—, que
yo sé que tiene vuestra merced un lunar desas señas en
la mitad del espinazo, que es señal de ser hombre fuerte.
—Eso basta —dijo Dorotea—; porque con los amigos
no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté en el hombro
o que esté en el espinazo, importa poco: basta que haya
lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una mesma
carne; y, sin duda acertó mi buen padre en todo, y yo he
acertado en encomendarme al señor Don Quijote, que
él es por quien mi padre dijo, pues las señales del rostro
vienen con las de la buena fama que este caballero tiene,
no sólo en España, pero en toda la Mancha, pues apenas
me hube desembarcado en Osuna, cuando oí decir tantas
hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mes-
mo que venía a buscar.
—Pues ¿cómo se desembarcó vuestra merced en
Osuna, señora mía —preguntó Don Quijote—, si no es
puerto de mar?
414
Mas antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la
mano, y dijo:
—Debe de querer decir la señora princesa que des-
pués que desembarcó en Málaga, la primera parte donde
oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna.
—Eso quise decir —dijo Dorotea.
—Y esto lleva camino —dijo el cura—, y prosiga vues-
tra majestad adelante.
—No hay que proseguir —respondió Dorotea—, sino
que, finalmente, mi suerte ha sido tan buena en hallar al
señor Don Quijote, que ya me cuento y tengo por rei-
na y señora de todo mi reino, pues él por su cortesía y
magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo
dondequiera que yo le llevare, que no será a otra parte
que a ponerle delante de Pandafilando de la Fosca Vista,
para que le mate y me restituya lo que tan contra razón
me tiene usurpado; que todo esto ha de suceder a pedir
de boca, pues así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor,
mi buen padre; el cual también dejó dicho, y escrito en
letras caldeas o griegas, que yo no las sé leer, que si este
caballero de la profecía, después de haber degollado al
gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase
luego sin réplica alguna por su legítima esposa, y le diese
la posesión de mi reino junto con la de mi persona.
—¿Qué te parece, Sancho amigo? —dijo a este punto
Don Quijote—. ¿No oyes lo que pasa? ¿No te lo dije yo?
Mira si tenemos ya reino que mandar y reina con quien
casar.
—¡Eso juro yo —dijo Sancho— para el puto que no
se casare en abriendo el gaznatico al señor Pandahilado!
Pues ¡monta que es mala la reina! ¡Así se me vuelvan las
pulgas de la cama!
415
Y diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con mues-
tras de grandísimo contento, y luego fue a tomar las rien-
das de la mula de Dorotea, y haciéndola detener, se hincó
de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos para
besárselas, en señal que la recibía por su reina y seño-
ra. ¿Quién no había de reír de los circunstantes, viendo
la locura del amo y la simplicidad del criado? En efeto,
Dorotea se las dio, y le prometió de hacerle gran señor
en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien, que se
lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales
palabras, que renovó la risa en todos.
—Ésta, señores —prosiguió Dorotea—, es mi histo-
ria; sólo resta por deciros que de cuanta gente de acom-
pañamiento saqué de mi reino no me ha quedado sino
sólo este bien barbado escudero, porque todos se anega-
ron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto,
y él y yo salimos en dos tablas a tierra, como por milagro;
y así es todo milagro y misterio el discurso de mi vida,
como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado
demasiada, o no tan acertada como debiera, echad la
culpa a lo que el señor licenciado dijo al principio de mi
cuento: que los trabajos continuos y extraordinarios qui-
tan la memoria al que los padece.
—Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y valerosa señora!
—dijo Don Quijote—, cuantos yo pasare en serviros, por
grandes y no vistos que sean; y así, de nuevo confirmo
el don que os he prometido y juro de ir con vos al cabo
del mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a
quien pienso, con el ayuda de Dios y de mi brazo, tajar
la cabeza soberbia con los filos desta… no quiero decir
buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me lle-
vó la mía.
416
Esto dijo entre diente, y prosiguió diciendo:
—Y después de habérsela tajado y puéstoos en pacífica
posesión de vuestro estado, quedará a vuestra voluntad
hacer de vuestra persona lo que más en talante os vinie-
re; porque mientras que yo tuviere ocupada la memoria
y cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a aqué-
lla… y no digo más, no es posible que yo arrostre, ni por
pienso, el casarme, aunque fuese con el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente su amo
dijo acerca de no querer casarse, que con grande enojo,
alzando la voz dijo:
—Voto a mí, y juro a mí, que no tiene vuestra merced,
señor Don Quijote, cabal juicio: Pues ¿cómo es posible
que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta
princesa como aquésta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la
fortuna tras cada castillo semejante ventura como la que
ahora se le ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi seño-
ra Dulcinea? No, por cierto, ni aun con la mitad, y aun
estoy por decir que no llega a su zapato de la que está
delante. Así, noramala alcanzaré yo el condado que espe-
ro, si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo.
Cásese, cásese luego, encomiéndole yo a Satanás, y tome
ese reino que se le viene a las manos de vobis vobis, y
en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego, si-
quiera se lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su
señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y, alzando el lanzón,
sin hablalle palabra a Sancho, y sin decirle esta boca es
mía, le dio tales dos palos, que dio con él en tierra; y si
no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más
sin duda le quitara allí la vida.
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—¿Pensáis —le dijo a cabo de rato— villano ruin, que
ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la
horcajadura y que todo ha de ser errar vos y perdonaros
yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin
duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dul-
cinea. Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no
fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le
tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de len-
gua viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y
cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués
—que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en
cosa juzgada—, si no es el valor de Dulcinea, tomando a
mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en
mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida
y ser. ¡Oh, hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido:
que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de
título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de
quien os la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho, que no oyese todo
cuanto su amo le decía; y levantándose con un poco de
presteza, se fue a poner detrás del palafrén de Dorotea, y
desde allí dijo a su amo:
—Dígame, señor: si vuestra merced tiene determina-
do de no casarse con esta gran princesa, claro está que no
será el reino suyo; y no siéndolo, ¿qué mercedes me pue-
de hacer? Esto es de lo que yo me quejo; cásese vuestra
merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos
aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con
mi señora Dulcinea; que reyes debe de haber habido en
el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la her-
mosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla,
418
que entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he
visto a la señora Dulcinea.
—¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? —dijo
Don Quijote—. Pues ¿no acabas de traerme ahora un re-
cado de su parte?
—Digo que no la he visto tan despacio —dijo San-
cho—, que pueda haber notado particularmente su her-
mosura y sus buenas partes punto por punto; pero así a
bulto, me parece bien.
—Ahora te disculpo —dijo Don Quijote—, y perdó-
name el enojo que te he dado; que los primeros movi-
mientos no son en manos de los hombres.
—Ya yo lo veo —respondió Sancho—; y así, en mí
la gana de hablar siempre es primero movimiento, y no
puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que me vie-
ne a la lengua.
—Con todo eso —dijo Don Quijote—, mira, Sancho,
lo que hablas; porque tantas veces va el cantarillo a la
fuente…, y no te digo más.
—Ahora bien —respondió Sancho—, Dios está en el
cielo, que ve las trampas, y será juez de quien hace más
mal: yo en no hablar bien o vuestra merced en no obrallo.
—No haya más —dijo Dorotea—: corred, Sancho, y
besad la mano a vuestro señor, y pedilde perdón, y de
aquí adelante andad más atentado en vuestras alabanzas
y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa, a
quien yo no conozco si no es para servilla, y tened con-
fianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde
viváis como un príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él
se la dio con reposado continente; y después que se la
hubo besado, le echó la bendición, y dijo a Sancho que
419
se adelantasen un poco, que tenía que preguntalle y que
departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así
Sancho y apartáronse los dos algo adelante, y díjole Don
Quijote:
—Después que veniste, no he tenido lugar ni espacio
para preguntarte muchas cosas de particularidad acerca
de la embajada que llevaste y de la respuesta que trujiste;
y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y lugar,
no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan
buenas nuevas.
—Pregunte vuestra merced lo que quisiere —respon-
dió Sancho—; que a todo daré tan buena salida como
tuve la entrada. Pero suplico a vuestra merced, señor mío,
que no sea de aquí adelante tan vengativo.
—¿Por qué lo dices, Sancho? —dijo Don Quijote.
—Dígolo —respondió Sancho— porque estos palos
de agora más fueron por la pendencia que entre los dos
trabó el diablo la otra noche que por lo que dije contra
mi señora Dulcinea a quien amo y reverencio como a una
reliquia, aunque en ella no lo haya, sólo por ser cosa de
vuestra merced.
—No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida —dijo
Don Quijote—, que me dan pesadumbre; ya te perdoné
entonces, y bien sabes tú que suele decirse: “A pecado
nuevo, penitencia nueva”.
Mientras esto pasaba, vieron venir por el camino don-
de ellos iban a un hombre caballero sobre un jumento, y
cuando llegó cerca les pareció que era gitano; pero San-
cho Panza, que doquiera que vía asnos se le iban los ojos
y el alma, apenas hubo visto el hombre, cuando conoció
que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del gitano sacó
el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio
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sobre que Pasamonte venía; el cual, por no ser conocido
y por vender el asno, se había puesto en traje de gitano,
cuya lengua, y otras muchas, sabía hablar, como si fue-
ran naturales suyas. Viole Sancho y conocióle; y apenas
le hubo visto y conocido, cuando a grandes voces le dijo:
—¡Ah, ladrón Ginesillo! ¡Deja mi prenda, suelta mi
vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja
mi regalo! ¡Huye, puto; auséntate, ladrón, y desampara
lo que no es tuyo!
No fueron menester tantas palabras ni baldones, por-
que a la primera saltó Ginés, y, tomando un trote que pa-
recía carrera, en un punto se ausentó y alejó de todos.
Sancho llegó a su Rucio, y, abrazándole, le dijo:
—¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos,
compañero mío?
Y con esto le besaba y acariciaba, como si fuera perso-
na. El asno callaba y se dejaba besar y acariciar de Sancho,
sin responderle palabra alguna. Llegaron todos y diéron-
le el parabién del hallazgo del rucio, especialmente Don
Quijote, el cual le dijo que no por eso anulaba la póliza de
los tres pollinos. Sancho se lo agradeció.
En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura
a Dorotea que había andado muy discreta, así en el cuen-
to como en la brevedad dél y en la similitud que tuvo con
los libros de caballerías. Ella dijo que muchos ratos se
había entretenido en leellos, pero que no sabía ella dón-
de eran las provincias ni puertos de mar y que, así, había
dicho a tiento que se había desembarcado en Osuna.
—Yo lo entendí así —dijo el cura—, y por eso acudí
luego a decir lo que dije, con que se acomodó todo. Pero
¿no es cosa extraña ver con cuánta facilidad cree este des-
venturado hidalgo todas estas invenciones y mentiras,
421
sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de
sus libros?
—Sí es —dijo Cardenio—; y tan rara y nunca vista, que
yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla mentirosa-
mente hubiera tan agudo ingenio, que pudiera dar en ella.
—Pues otra cosa hay en ello —dijo el cura—: que fue-
ra de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocan-
tes a su locura, si le tratan de otras cosas discurre con bo-
nísimas razones y muestra tener un entendimiento claro
y apacible en todo; de manera, que como no le toquen en
sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de
muy buen entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta conversación, prosi-
guió Don Quijote con la suya y dijo a Sancho:
—Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de
nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con
enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallaste
a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respon-
dió? ¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la
trasladó? Y todo aquello que vieres que en este caso es
digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que
añadas o mientas por darme gusto, ni, menos, te acortes
por no quitármele.
—Señor —respondió Sancho—, si va a decir la ver-
dad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé
carta alguna.
—Así es como tú dices —dijo Don Quijote—; porque
el librillo de memoria donde yo la escribí le hallé en mi
poder a cabo de dos días de tu partida, lo cual me causó
grandísima pena, por no saber lo que habías tú de hacer
cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras
desde el lugar donde la echaras de menos.
422
—Así fuera —respondió Sancho—, si no la hubiera
yo tomado en la memoria cuando vuestra merced me la
leyó, de manera, que se la dije a un sacristán, que me la
trasladó del entendimiento tan punto por punto, que dijo
que en todos los días de su vida, aunque había leído mu-
chas cartas de descomunión, no había visto ni leído tan
linda carta como aquélla.
—Y ¿tiénesla todavía en la memoria, Sancho? —dijo
Don Quijote.
—No, señor —respondió Sancho—, porque después
que la di, como vi que no había de ser de más provecho,
di en olvidalla, y si algo se me acuerda, es aquello del so-
bajada, digo, soberana señora, y lo último: Vuestro hasta
la muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y en medio de
estas dos cosas le puse más de trescientas almas, y vidas,
y ojos míos.
CAPÍTULO XXXI
De los sabrosos razonamientos que pasaron
entre Don Quijote y Sancho Panza
su escudero, con otros sucesos
—T odo eso no me descontenta; prosigue ade-
lante —dijo Don Quijote—. Llegaste, ¿y qué
hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que
la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa
con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
—No la hallé —respondió Sancho— sino ahechando
dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
—Pues haz cuenta —dijo Don Quijote— que los gra-
nos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus
manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal o trechel?
—No era sino rubión —respondió Sancho.
—Pues yo te aseguro —dijo Don Quijote— que, ahe-
chado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna.
Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla?
¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna
de tal carta, o qué hizo?
—Cuando yo se la iba a dar —respondió Sancho—,
ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de
trigo que tenía en la criba, y díjome: “Poned, amigo, esa
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carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que
acabe de acribar todo lo que aquí está”.
—¡Discreta señora! —dijo Don Quijote—. Eso debió
de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante,
Sancho. Y en tanto que estaba en su menester, ¿qué colo-
quios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué
le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede
en el tintero una mínima.
—Ella no me preguntó nada —dijo Sancho—; mas
yo le dije de la manera que vuestra merced por su servi-
cio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura
arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje,
durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin
peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
—En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal —dijo
Don Quijote—; porque antes la bendigo y bendeciré
todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de
merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
—Tan alta es —respondió Sancho—, que a buena fe
que me lleva a mí más de un cato.
—Pues, ¿cómo, Sancho? —dijo Don Quijote—. ¿Has-
te medido tú con ella?
—Medíme en esta manera —le respondió Sancho—:
que llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre
un jumento, llegamos tan juntos, que eché de ver que me
llevaba más de un gran palmo.
—Pues, ¡es verdad —replicó Don Quijote—, qué no
acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y
gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una cosa:
cuando llegaste junto a ella ¿no sentiste un olor sabeo,
una fragancia aromática y un no sé qué de bueno, que yo
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no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un túho o tufo como si
estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?
—Lo que sé decir —dijo Sancho— es que sentí un
olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella, con el
mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
—No sería eso —respondió Don Quijote—; sino que
tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti
mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa en-
tre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
—Todo puede ser —respondió Sancho—; que mu-
chas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció
que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay
de qué maravillarse: que un diablo parece a otro.
—Y bien —prosiguió Don Quijote—, he aquí que aca-
bó de limpiar su trigo y de enviallo al molino. ¿Qué hizo
cuando leyó la carta?
—La carta —dijo Sancho— no la leyó, porque dijo
que no sabía leer ni escribir; antes la rasgó y la hizo me-
nudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie,
porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bas-
taba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor
que vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordi-
naria que por su causa quedaba haciendo. Y, finalmente,
me dijo que dijese a vuestra merced que le besaba las ma-
nos, y que allí quedaba con más deseos de verle que de
escribirle, y que, así, le suplicaba y mandaba, que, vista
la presente, saliese de aquellos matorrales y se dejase de
hacer disparates, y se pusiese luego luego en camino del
Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese,
porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse
mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el
Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si había ido allá
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el vizcaíno de marras; díjome que sí y que era un hombre
muy de bien. También le pregunté por los galeotes; mas
díjome que no había visto hasta entonces alguno.
—Todo va bien hasta ahora —dijo Don Quijote—.
Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio al despedirte, por
las nuevas que de mí le llevaste? Porque es usada y anti-
gua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar
a los escuderos, doncellas o enanos que llevan nuevas, de
sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya
en albricias, en agradecimiento de su recado.
—Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usan-
za; pero eso debió de ser en los tiempos pasados: que
ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de
pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulci-
nea, por las bardas de un corral, cuando della me despe-
dí; y aun, por más señas, era el queso ovejuno.
—Es liberal en extremo —dijo Don Quijote—; y si no
te dio joya de oro, sin duda debió de ser porque no la ten-
dría allí a la mano para dártela; pero buenas son mangas
después de Pascua: yo la veré, y se satisfará todo. ¿Sabes
de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que
fuiste y veniste por los aires, pues poco más de tres días
has tardado en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo
de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual me doy a
entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta
con mis cosas y es mi amigo, porque por fuerza le hay,
y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero
andante, digo que este tal te debió de ayudar a caminar
sin que tú lo sintieses; que hay sabio destos que coge a
un caballero andante durmiendo en su cama, y sin saber,
cómo o en qué manera, amanece otro día más de mil le-
guas de donde anocheció. Y si no fuese por esto, no se
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podrían socorrer en sus peligros los caballeros andantes
unos a otros, como se socorren a cada paso, que acaece
estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún
endriago, o con algún fiero vestiglo, o con otro caballe-
ro, donde lleva lo peor de la batalla y está ya a punto de
muerte, y cuando no os me cato, asoma por acullá, enci-
ma de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero
amigo suyo, que poco antes se hallaba en Ingalaterra, que
le favorece y libra de la muerte, y a la noche se halla en su
posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la una
a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace
por industria y sabiduría de estos sabios encantadores
que tienen cuidado destos valerosos caballeros. Así que,
amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer que en tan
breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del
Toboso, pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te
debió de llevar en volandillas, sin que tú lo sintieses.
—Así sería —dijo Sancho—; porque a buena fe que
andaba Rocinante como si fuera asno de gitano con azo-
gue en los oídos.
—Y ¡cómo si llevaba azogue! —dijo Don Quijote—. Y
aun una legión de demonios, que es gente que camina y
hace caminar, sin cansarse, todo aquello que se les antoja.
Pero, dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti que debo yo
de hacer ahora cerca de lo que mi señora me manda que
la vaya a ver? Que, aunque yo veo que estoy obligado a
cumplir su mandamiento, véome también imposibilitado
del don que he prometido a la princesa que con nosotros
viene, y fuérzame la ley de caballería a cumplir mi pala-
bra antes que mi gusto. Por una parte, me acosa y fatiga
el deseo de ver a mi señora; por otra, me incita y llama la
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prometida fe y la gloria que he de alcanzar en esta empre-
sa. Pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y llegar
presto donde está este gigante, y en llegando, le cortaré la
cabeza y pondré a la princesa pacíficamente en su estado,
y al punto daré la vuelta a ver a la luz que mis sentidos
alumbra, a la cual daré tales disculpas, que ella venga a
tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda
en aumento de su gloria y fama, pues cuanto yo he alcan-
zado, alcanzo y alcanzaré por las armas en esta vida, toda
me viene del favor que ella me da y de ser yo suyo.
—¡Ay —dijo Sancho—, y cómo está vuestra merced
lastimado de esos cascos! Pues dígame, señor: ¿piensa
vuestra merced caminar este camino en balde, y dejar pa-
sar y perder un tan rico y tan principal casamiento como
éste, donde le dan en dote un reino, que a buena verdad
que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de
contorno, y que es abundantísimo de todas las cosas que
son necesarias para el sustento de la vida humana, y que
es mayor que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por
amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y
tome mi consejo, y perdóneme, y cásese luego en el pri-
mer lugar que haya cura; y si no, ahí está nuestro licen-
ciado, que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad
para dar consejos, y que este que le doy le viene de mol-
de, y que más vale pájaro en mano que buitre volando,
porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se
enoja no se venga.
—Mira, Sancho —respondió Don Quijote—: si el
consejo que me das de que me case es porque sea luego
rey en matando al gigante y tenga cómodo para hacerte
mercedes y darte lo prometido, hágote saber que sin ca-
sarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente; porque
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yo sacaré de adahala, antes de entrar en la batalla, que
saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de
dar una parte del reino, para que la pueda dar a quien yo
quisiere, y en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé
sino a ti?
—Eso está claro —respondió Sancho—; pero mire
vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque, si
no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis ne-
gros vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho. Y vuestra
merced no se cure de ir por agora a ver a mi señora Dul-
cinea, sino váyase a matar al gigante, y concluyamos este
negocio; que por Dios que se me asienta que ha de ser de
mucha honra y de mucho provecho.
—Dígote, Sancho —dijo Don Quijote—, que estás en
lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en cuanto el ir
antes con la princesa que a ver a Dulcinea. Y avísote que
no digas nada a nadie ni a los que con nosotros vienen, de
lo que aquí hemos departido y tratado; que pues Dulcinea
es tan recatada, que no quiere que se sepan sus pensamien-
tos, no será bien que yo, ni otro por mí, los descubra.
—Pues si eso es así —dijo Sancho—, ¿cómo hace
vuestra merced que todos los que vence por su brazo se
vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto
firma de su nombre que la quiere bien y que es su ena-
morado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir
a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de
parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se
pueden encubrir los pensamientos de entrambos?
—¡Oh, qué necio y qué simple que eres! —dijo Don
Quijote—. ¿Tú no ves, Sancho, que eso todo redunda en
su mayor ensalzamiento? Porque has de saber que en este
nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama
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muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se ex-
tiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser
ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y
buenos deseos sino que ella se contente de acetarlos por
sus caballeros.
—Con esa manera de amor —dijo Sancho— he oído
yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí
solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o de temor
de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que
pudiese.
—¡Válate el diablo por villano! —dijo Don Quijote—,
¡y qué de discreciones dices a las veces! No parece sino
que has estudiado.
—Pues a fe mía que no sé leer —respondió Sancho.
En esto les dio voces maese Nicolás que esperasen un
poco, que querían detenerse a beber en una fontecilla que
allí estaba. Detúvose Don Quijote, con no poco gusto de
Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto y temía no
le cogiese su amo a palabras; porque, puesto que él sabía
que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había
visto en toda su vida.
Habíase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos
que Dorotea traía cuando la hallaron, que, aunque no
eran muy buenos, hacían mucha ventaja a los que dejaba.
Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se aco-
modó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha
hambre que todos traían.
Estando en esto, acertó a pasar por allí un muchacho
que iba de camino, el cual, poniéndose a mirar con mu-
cha atención a los que en la fuente estaban, de allí a poco
arremetió a Don Quijote y, abrazándole por las piernas,
comenzó a llorar muy de propósito, diciendo:
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—¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra merced?
Pues míreme bien; que yo soy aquel mozo Andrés que
quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado.
Reconocióle Don Quijote, y asiéndole por la mano, se
volvió a los que allí estaban, y dijo:
—Por que vean vuestras mercedes cuán de importan-
cia es haber caballeros andantes en el mundo, que desfa-
gan los tuertos y agravios que en él se hacen por los in-
solentes y malos hombres que en él viven, sepan vuestras
mercedes que los días pasados, pasando yo por un bos-
que, oí unos gritos y unas voces muy lastimosas, como
de persona afligida y menesterosa; acudí luego, llevado
de mi obligación, hacia la parte donde me pareció que
las lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina
a este muchacho que ahora está delante, de lo que me
huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará
mentir en nada. Digo que estaba atado a la encina, des-
nudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriendo a azo-
tes con las riendas de una yegua un villano, que después
supe que era amo suyo; y así como yo le vi le pregunté la
causa de tan atroz vapulamiento; respondió el zafio que
le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos
que tenía nacían más de ladrón que de simple; a lo cual
este niño dijo: “Señor, no me azota sino porque le pido
mi salario”. El amo replicó no sé qué arengas y disculpas,
las cuales, aunque de mí fueron oídas, no fueron admiti-
das. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento
al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un real so-
bre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo
Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo mandé, y
con cuánta humildad prometió de hacer todo cuanto yo
le impuse, y notifiqué y quise? Responde; no te turbes ni
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dudes en nada, di lo que pasó a estos señores, porque se
vea y considere ser del provecho que digo haber caballe-
ros andantes por los caminos.
—Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha ver-
dad —respondió el muchacho—; pero el fin del negocio
sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina.
—¿Cómo al revés? —replicó Don Quijote—. Luego
¿no te pagó el villano?
—No sólo no me pagó —respondió el muchacho—,
pero así como vuestra merced traspuso del bosque y que-
damos solos, me volvió a atar a la mesma encina y me dio
de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un San Barto-
lomé desollado; y a cada azote que me daba, me decía un
donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra mer-
ced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que
decía. En efecto: él me paró tal, que hasta ahora he esta-
do curándome en un hospital del mal que el mal villano
entonces me hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la
culpa; porque si se fuera su camino adelante y no viniera
donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios aje-
nos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas
de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía.
Mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito,
y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como
no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo
descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece
que no seré más hombre en toda mi vida.
—El daño estuvo —dijo Don Quijote— en irme yo de
allí, que no me había de ir hasta dejarte pagado; porque
bien debía yo de saber, por luengas experiencias que no
hay villano que guarde palabra que tiene, si él vee que no
le está bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés, que
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yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y
que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre
de la ballena.
—Así es la verdad —dijo Andrés—; pero no aprove-
chó nada.
—Ahora verás si aprovecha —dijo Don Quijote.
Y diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó a
Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo
en tanto que ellos comían.
Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer quería. Él le
respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de
tan mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último
maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiese
en el mundo; a lo que ella respondió que advirtiese que
no podía, conforme al don prometido, entremeterse en
ninguna empresa hasta acabar la suya; y que pues esto sa-
bía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta
la vuelta de su reino.
—Así es verdad —respondió Don Quijote—, y es for-
zoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como
vos, señora, decís; que yo le torno a jurar y a prometer de
nuevo de no parar hasta hacerle vengado y pagado.
—No me creo desos juramentos —dijo Andrés—;
más quisiera tener ahora con que llegar a Sevilla que to-
das las venganzas del mundo: Deme, si tiene ahí, algo
que coma y lleve, y quédese con Dios su merced y todos
los caballeros andantes, que tan bien andantes sean ellos
para consigo como lo han sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro
de queso, y dándoselo al mozo, le dijo:
—Toma, hermano Andrés; que a todos nos alcanza
parte de vuestra desgracia.
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—Pues ¿qué parte os alcanza a vos? —preguntó Andrés.
—Esta parte de queso y pan que os doy —respondió
Sancho—, que Dios sabe si me ha de hacer falta o no;
porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los
caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y
a mala ventura, y aun a otras cosas que se sienten mejor
que se dicen.
Andrés asió de su pan y queso y, viendo que nadie le
daba otra cosa, abajó su cabeza y tomó el camino en las
manos, como suele decirse. Bien es verdad que, al partir-
se, dijo a Don Quijote:
—Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra
vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no
me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no
será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda
de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuan-
tos caballeros andantes han nacido en el mundo.
Íbase a levantar Don Quijote para castigalle; mas él se
puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguille.
Quedó corridísimo Don Quijote del cuento de Andrés, y
fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con
no reírse, por no acaballe de correr del todo.
CAPÍTULO XXXII
Que trata de lo que sucedió en la
venta a toda la cuadrilla de Don Quijote
A cabose la buena comida, ensillaron luego, y sin
que les sucediese cosa digna de contar, llegaron otro
día a la venta espanto y asombro de Sancho Panza; y
aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La
ventera, ventero, su hija y Maritornes, que vieron venir a
Don Quijote y a Sancho, les salieron a recebir con mues-
tras de mucha alegría, y él las recibió con grave continen-
te y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro mejor lecho
que la vez pasada; a lo cual le respondió la huéspeda que
como la pagase mejor que la otra vez, que ella se le daría
de príncipes. Don Quijote dijo que sí haría, y así, le ade-
rezaron uno razonable en el mismo camaranchón de ma-
rras, y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado
y falto de juicio.
No se hubo bien encerrado cuando la huéspeda arre-
metió al barbero, y asiéndole de la barba, dijo:
—Para mi santiguada que no se ha aún de aprovechar
más de mi rabo para su barba, y que me ha de volver mi
cola, que anda lo de mi marido por esos suelos, que es
vergüenza; digo, el peine, que solía yo colgar de mi buena
cola.
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No se la quería dar el barbero, aunque ella más tira-
ba, hasta que el licenciado le dijo que se la diese; que ya
no era menester más usar de aquella industria, sino que
se descubriese y mostrase en su misma forma, y dijese a
Don Quijote que cuando le despojaron los ladrones ga-
leotes se habían venido a aquella venta huyendo; y que si
preguntase por el escudero de la princesa, le dirían que
ella le había enviado adelante a dar aviso a los de su rei-
no como ella iba y llevaba consigo el libertador de todos.
Con esto dio de buena gana la cola a la ventera el barbero,
y asimismo le volvieron todos los adherentes que había
prestado para la libertad de Don Quijote. Espantáronse
todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun
del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les
aderezasen de comer de lo que en la venta hubiese, y el
huésped, con esperanza de mejor paga, con diligencia les
aderezó una razonable comida; y a todo esto dormía Don
Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque
más provecho le haría por entonces el dormir que el co-
mer. Trataron, sobre comida, estando delante el ventero,
su mujer, su hija, Maritornes y todos los pasajeros, de la
extraña locura de Don Quijote y del modo que le habían
hallado. La huéspeda les contó lo que con él y con el ha-
rriero les había acontecido, y mirando si acaso estaba allí
Sancho, como no le viese, contó todo lo de su mantea-
miento, de que no poco gusto recibieron. Y como el cura
dijese que los libros de caballerías que Don Quijote había
leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero:
—No sé cómo puede ser eso, que en verdad que, a lo
que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y
que tengo ahí dos o tres dellos, con otros papeles, que
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verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino
a otros muchos; porque cuando es tiempo de la siega, se
recogen aquí las siestas muchos segadores, y siempre hay
algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en
las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle
escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas; a lo
menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos fu-
ribundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que
me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar
oyéndolos noches y días.
—Y yo ni más ni menos —dijo la ventera—, porque
nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos es-
táis escuchando leer; que estáis tan embobado, que no os
acordáis de reñir por entonces.
—Así es la verdad —dijo Maritornes—; y a buena fe
que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que
son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra
señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballe-
ro, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muer-
ta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto
es cosa de mieles.
—Y a vos ¿qué os parece, señora doncella? —dijo el
cura hablando con la hija del ventero.
—No sé, señor, en mi ánima —respondió ella—; tam-
bién yo lo escucho, y en verdad que aunque no lo entien-
do, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto yo de los
golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones
que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus se-
ñoras; que en verdad que algunas veces me hacen llorar,
de compasión que les tengo.
—Luego ¿bien las remediárades vos, señora doncella
—dijo Dorotea—, si por vos lloraran?
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—No sé lo que me hiciera —respondió la moza—;
sólo sé que hay algunas señoras de aquellas tan crueles,
que las llaman sus caballeros tigres y leones y otras mil
inmundicias. Y ¡ Jesús!, yo no sé qué gente es aquella tan
desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un
hombre honrado, le dejan que se muera o que se vuel-
va loco. Yo no sé para qué es tanto melindre: si lo hacen
de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra
cosa.
—Calla, niña —dijo la ventera—, que parece que sa-
bes mucho destas cosas, y no está bien a las doncellas
saber ni hablar tanto.
—Como me lo pregunta este señor —respondió
ella—, no pude dejar de respondelle.
—Ahora bien —dijo el cura—, traedme, señor hués-
ped, aquesos libros; que los quiero ver.
—Que me place —respondió él.
Y entrando en su aposento, sacó de él una maletilla
vieja, cerrada con una cadenilla, y, abriéndola, halló en
ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena le-
tra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que
era Don Cirongilio de Tracia, y el otro, de Félixmarte de
Hircania, y el otro, la historia del Gran Capitán Gonzalo
Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de
Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros,
volvió el rostro al barbero, y dijo:
—Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su
sobrina.
—No hacen —respondió el barbero—; que también
sé yo llevallos al corral, o a la chimenea, que en verdad
que hay muy buen fuego en ella.
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—Luego ¿quiere vuestra merced quemar mis libros?
—dijo el ventero.
—No más —dijo el cura— que estos dos: el de Don
Cirongilio y el de Félixmarte.
—Pues, por ventura —dijo el ventero— ¿mis libros
son herejes o flemáticos que los quiere quemar?
—Cismáticos queréis decir, amigo —dijo el barbero—;
que no flemáticos.
—Así es —replicó el ventero—. Mas si alguno quiere
quemar, sea ese del Gran Capitán y dese Diego García,
que antes dejaré quemar un hijo que dejar quemar nin-
guno desotros.
—Hermano mío —dijo el cura—, estos dos libros son
mentirosos y están llenos de disparates y devaneos; y
este del Gran Capitán es historia verdadera, y tiene los
hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el cual, por
sus muchas y grandes hazañas, mereció ser llamado de
todo el mundo Gran Capitán, renombre famoso y claro,
y dél sólo merecido; y este Diego García de Paredes fue
un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo,
en Extremadura, valentísimo soldado y de tantas fuerzas
naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino
en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en
la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable
ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas,
que si como él las cuenta, y las escribe él asimismo, con
la modestia de caballero y de coronista propio, las escri-
biera otro libre y desapasionado, pusieran en olvido las
de los Hétores, Aquiles y Roldanes.
—¡Tomaos con mi padre! —dijo el dicho ventero—.
¡Mirad de qué se espanta: de detener una rueda de moli-
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no! Por Dios, ahora había vuestra merced de leer lo que
leí yo de Félixmarte de Hircania: que de un revés solo
partió cinco gigantes por la cintura, como si fueran he-
chos de habas, como los frailecicos que hacen los niños.
Y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo
ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil
soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y
los desbarató a todos, como si fueran manadas de ovejas.
Pues ¿qué me dirán cuenta que navegando por un río, le
salió de la mitad del agua una serpiente de fuego, y él, así
como la vio, se arrojó sobre ella, y se puso a horcajadas
encima de sus escamosas espaldas, y la apretó con ambas
manos la garganta con tanta fuerza, que, viendo la ser-
piente que la iba ahogando, no tuvo otro remedio sino
dejarse ir a lo hondo del río, llevándose tras sí al caballe-
ro, que nunca la quiso soltar? Y cuando llegaron allá bajo,
se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos,
que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo
anciano, que le dijo tantas de cosas, que no hay más que
oír. Calle, señor; que si oyese esto, se volvería loco de
placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego
García que dice!
Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:
—Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segun-
da parte de Don Quijote.
—Así me parece a mí —respondió Cardenio—, por-
que, según da indicio, él tiene por cierto que todo lo que
estos libros cuentan pasó ni más ni menos que lo escri-
ben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.
—Mirad, hermano —tornó a decir el cura—, que no
hubo en el mundo Félixmarte de Hircania, ni don Ciron-
gilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes que los li-
441
bros de caballerías cuentan, porque todo es compostura
y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron para
el efeto que vos decís de entretener el tiempo, como lo
entretienen leyéndolos vuestros segadores. Porque real-
mente os juro que nunca tales caballeros fueron en el
mundo, ni tales hazañas ni disparates acontecieron en él.
—A otro perro con ese hueso —respondió el vente-
ro—. ¡Como si yo no supiese cuántas son cinco y adónde
me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme
papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bue-
no es que quiera darme vuestra merced a entender que
todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates
y mentiras, estando impreso con licencia de los señores
del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían
de dejar imprimir tanta mentira junta y tantas batallas y
tantos encantamentos, que quitan el juicio!
—Ya os he dicho, amigo —replicó el cura—, que ello
se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y
así como se consiente en las repúblicas bien concertadas
que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para
entretener a algunos que ni quieren, ni deben, ni pueden
trabajar, así se consiente imprimir y que haya tales libros,
creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno
tan ignorante, que tenga por historia verdadera ninguna
de estos libros. Y si me fuera lícito ahora y el auditorio lo
requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener
los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran
de provecho y aun de gusto para algunos; pero yo espero
que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar con quien
pueda remediallo, y en este entretando creed, señor ven-
tero, lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá
os avenid con sus verdades o mentiras, y buen provecho
442
os hagan, y quiera Dios que no cojeéis del pie que cojea
vuestro huésped Don Quijote.
—Eso no —respondió el ventero—; que no seré yo
tan loco que me haga caballero andante; que bien veo que
ahora no se usa lo que se usaba en aquel tiempo, cuando se
dice que andaban por el mundo estos famosos caballeros.
A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y
quedó muy confuso y pensativo de lo que había oído de-
cir que ahora no se usaban caballeros andantes, y que to-
dos los libros de caballerías eran necedades y mentiras, y
propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel
viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad que él
pensaba, determinaba de dejalle y volverse con su mujer
y sus hijos a su acostumbrado trabajo.
Llevábase la maleta y los libros el ventero; mas el cura
le dijo:
—Esperad, que quiero ver qué papeles son esos, que
de tan buena letra están escritos.
Sacólos el huésped, y dándoselos a leer, vio hasta obra
de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un
título grande que decía: Novela del Curioso impertinente.
Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones, y dijo:
—Cierto que no me parece mal el título desta novela,
y que me viene voluntad de leella toda.
A lo que respondió el ventero:
—Pues bien, puede leella su reverencia, porque le
hago saber que algunos huéspedes que aquí la han leído
les ha contentado mucho, y me la han pedido con muchas
veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvérse-
la a quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros
y estos papeles, que bien puede ser que vuelva su dueño
por aquí algún tiempo, y aunque sé que me han de hacer
443
falta los libros, a fe que se los he de volver; que, aunque
ventero, todavía soy cristiano.
—Vos tenéis mucha razón, amigo —dijo el cura—;
mas, con todo eso, si la novela me contenta, me la habéis
de dejar trasladar.
—De muy buena gana —respondió el ventero.
Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio
la novela y comenzado a leer en ella; y pareciéndole lo
mismo que al cura, le rogó que la leyese de modo que
todos la oyesen.
—Sí leyera —dijo el cura—, si no fuera mejor gastar
este tiempo en dormir que en leer.
—Harto reposo será para mí —dijo Dorotea— entre-
tener el tiempo oyendo algún cuento, pues aún no tengo
el espíritu tan sosegado que me conceda dormir cuando
fuera razón.
—Pues desa manera —dijo el cura—, quiero leerla,
por curiosidad siquiera: quizá tendrá alguna de gusto.
Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y Sancho
también; lo cual visto del cura, y entendiendo que a to-
dos daría gusto y él le recibiría, dijo:
—Pues así es, estenme todos atentos; que la novela co-
mienza desta manera:
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CAPÍTULO XXXIII
Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente
E n Florencia, ciudad rica y famosa de Italia, en la
provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo y
Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos,
que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los
conocían los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mo-
zos de una misma edad y de unas mismas costumbres;
todo lo cual era bastante causa a que los dos con recípro-
ca amistad se correspondiesen. Bien es verdad que el An-
selmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos
que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza; pero
cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos,
por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos, por
acudir a los de Anselmo; y desta manera andaban tan a
una sus voluntades, que no había concertado reloj que
así lo anduviese.
Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella
principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan bue-
nos padres y tan buena ella por sí, que se determinó, con
el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa
hacía, de pedille por esposa a sus padres, y así lo puso
en ejecución; y el que llevó la embajada fue Lotario, y el
que concluyó el negocio tan a gusto de su amigo, que en
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breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y
Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por
esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario,
por cuyo medio tanto bien le había venido. Los primeros
días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó
Lotario como solía la casa de su amigo Anselmo, procu-
rando honralle, festejalle y regocijalle con todo aquello
que a él le fue posible; pero acabadas las bodas y sosega-
da ya la frecuencia de las visitas y parabienes, comenzó
Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de
Anselmo, por parecerle a él —como es razón que parez-
ca a todos los que fueren discretos— que no se han de
visitar ni continuar las casas de los amigos casados de la
misma manera que cuando eran solteros;, porque aun-
que la buena y verdadera amistad no puede ni debe de
ser sospechosa en nada, con todo esto, es tan delicada la
honra del casado, que parece que se puede ofender aun
de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.
Notó Anselmo la remisión de Lotario y formó dél que-
jas grandes, diciéndole que si él supiera que el casarse
había de ser parte para no comunicalle como solía, que
jamás lo hubiera hecho, y que si, por la buena correspon-
dencia que los dos tenían mientras él fue soltero, habían
alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los
dos amigos, que no permitiese, por querer hacer del cir-
cunspecto, sin otra ocasión alguna, que tan famoso y tan
agradable nombre se perdiese; y que así, le suplicaba, si
era lícito que tal término de hablar se usase entre ellos,
que volviese a ser señor de su casa, y a entrar y salir en
ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila
no tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería
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que tuviese, y que por haber sabido ella con cuántas ve-
ras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta
esquiveza.
A todas estas y otras muchas razones que Anselmo
dijo a Lotario para persuadille volviese como solía a su
casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción
y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena inten-
ción de su amigo y quedaron de concierto que dos días
en la semana y las fiestas fuese Lotario a comer con él; y
aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso
Lotario de no hacer más de aquello que viese que más
convenía a la honra de su amigo, cuyo crédito estimaba
en más que el suyo propio. Decía él, y decía bien, que
el casado a quien el cielo había concedido mujer hermo-
sa, tanto cuidado había de tener qué amigos llevaba a su
casa como en mirar con qué amigas su mujer conversaba,
porque lo que no se hace ni concierta en las plazas, ni en
los templos, ni en las fiestas públicas ni estaciones —co-
sas que no todas veces las han de negar los maridos a sus
mujeres—, se concierta y facilita en casa de la amiga o
la parienta de quien más satisfacción se tiene. También
decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener
cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos
que en su proceder hiciese, porque suele acontecer que
con el mucho amor que el marido a la mujer tiene, o no le
advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de
hacer algunas cosas, que el hacellas o no, le sería de honra
o de vituperio; de lo cual, siendo del amigo advertido,
fácilmente pondría remedio en todo. Pero ¿dónde se ha-
llará amigo tan discreto y tan leal y verdadero como aquí
Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto; sólo Lotario era
éste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por
448
la honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar
los días del concierto del ir a su casa, porque no pareciese
mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos y maliciosos
la entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien nacido,
y de las buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa
de una mujer tan hermosa como Camila; que, puesto que
su bondad y valor podía poner freno a toda maldiciente
lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el
de su amigo, y por esto los más de los días del concierto
los ocupaba y entretenía en otras cosas, que él daba a en-
tender ser inexcusables; así que en quejas del uno y dis-
culpas del otro se pasaban muchos ratos y partes del día.
Sucedió, pues, que uno que los dos se andaban pasean-
do por un prado fuera de la ciudad, Anselmo dijo a Lota-
rio las semejantes razones:
—Pensabas, amigo Lotario, que a las mercedes que
Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres como
fueron los míos y al darme no con mano escasa los bie-
nes, así los que llaman de naturaleza como los de fortu-
na, no puedo yo corresponder con agradecimiento que
llegue al bien recibido y sobre al que me hizo en darme a
ti por amigo y a Camila por mujer propria, dos prendas
que las estimo, si no en el grado que debo, en el que pue-
do. Pues con todas estas partes, que suelen ser el todo
con que los hombres suelen y pueden vivir contentos,
vivo yo el más despechado y el más desabrido hombre
de todo el universo mundo; porque no sé de qué días a
esta parte me fatiga y aprieta un deseo tan extraño y tan
fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí
mismo, y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo
y encubrirlo de mis proprios pensamientos; y así me ha
sido posible salir con este secreto como si de industria
449
procurara decillo a todo el mundo. Y pues que, en efeto
él ha de salir a plaza, quiero que sea en la del archivo de
tu secreto, confiado que, con él y con la diligencia que
pondrás, como mi amigo verdadero, en remediarme, yo
me veré presto libre de la angustia que me causa, y llega-
rá mi alegría, por tu solicitud al grado que ha llegado mi
descontento, por mi locura.
Suspenso tenían a Lotario las razones de Anselmo, y
no sabía en qué había de parar tan larga prevención o
preámbulo; y aunque iba revolviendo en su imaginación
qué deseo podría ser aquel que a su amigo tanto fatigaba,
dio siempre muy lejos del blanco de la verdad; y, por sa-
lir presto de la agonía que le causaba aquella suspensión,
le dijo que hacía notorio agravio a su mucha amistad en
andar buscando rodeos para decirle sus más encubiertos
pensamientos, pues tenía cierto que se podía prometer
dél, o ya consuelo para entretenellos o ya remedio para
cumplillos.
—Así es la verdad —respondió Anselmo—, y con esa
confianza te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que
me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y
tan perfecta como yo pienso, y no puedo enterarme en
esta verdad, si no es probándola de manera que la prue-
ba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego
muestra los del oro. Porque yo tengo para mí, ¡oh, ami-
go!, que no es una mujer más buena de cuanto es, o no es
solicitada, y que aquella sola es fuerte que no se dobla a
las promesas, a las dádivas, a las lágrimas y a las continuas
importunidades de los solícitos amantes. Porque ¿qué
hay que agradecer —decía él— que una mujer sea bue-
na, si nadie la dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté
450
recogida y temerosa la que no le dan ocasión para que se
suelte, y la que sabe que tiene marido que, en cogiéndola
en la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida? Ansí
que la que es buena por temor, o por falta de lugar, yo no
la quiero tener en aquella estima en que tendré a la solici-
tada y perseguida, que salió con la corona del vencimien-
to; de modo que por estas razones, y por otras muchas
que te pudiera decir para acreditar y fortalecer la opinión
que tengo, deseo que Camila, mi esposa, pase por estas
dificultades, y se acrisole y quilate en el fuego de verse
requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner
en ella sus deseos; y si ella sale, como creo que saldrá, con
la palma desta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura;
podré yo decir que está colmo el vaso de mis deseos; diré
que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio
dice que ¿quién la hallará? Y cuando esto suceda al revés
de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opi-
nión llevaré sin pena la que de razón podrá causarme mi
tan costosa experiencia; y prosupuesto que ninguna cosa
de cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha de ser de
algún provecho para dejar de ponerle por la obra, quiero
¡oh amigo Lotario! que te dispongas a ser el instrumento
que labre aquesta obra de mi gusto; que yo te daré lugar
para que lo hagas sin faltarte todo aquello que yo viere
ser necesario para solicitar a una mujer honesta, honrada,
recogida y desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas,
a fiar de ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es
vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo
trance y rigor, sino a sólo a tener por hecho lo que se ha
de hacer, por buen respeto, y así, no quedaré yo ofendido
más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la
virtud de tu silencio, que bien sé que en lo que me tocare
451
ha de ser eterno como el de la muerte. Así que si quieres
que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde luego
has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni pere-
zosamente, sino con el ahínco y diligencia que mi deseo
pide, y con la confianza que nuestra amistad me asegura.
Estas fueron las razones que Anselmo dijo a Lotario,
a todas las cuales estuvo tan atento, que, si no fueron las
que quedan escritas que le dijo, no desplegó sus labios
hasta que hubo acabado; y viendo que no decía más,
después que le estuvo mirando un buen espacio, como si
mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que le causara
admiración y espanto, le dijo:
—No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!, a que
no sean burlas las cosas que me has dicho; que a pensar
que de veras las decías, no consintiera que tan adelan-
te pasaras, porque con no escucharte previniera tu larga
arenga. Sin duda imagino o que no me conoces, o que
yo no te conozco. Pero no; que bien sé que eres Ansel-
mo y tú sabes que yo soy Lotario; el daño está en que yo
pienso que no eres el Anselmo que solías, y tú debes de
haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que debía
ser, porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel
Anselmo mi amigo, ni las que me pides se han de pedir a
aquel Lotario que tú conoces; porque los buenos amigos
han de probar a sus amigos y valerse dellos, como dijo un
poeta, usque ad aras, que quiso decir que no se habían
de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios.
Pues si esto sintió un gentil de la amistad, ¿cuánto mejor
es que lo sienta el cristiano, que sabe que por ninguna hu-
mana ha de perder la amistad divina? Y cuando el amigo
tirase tanto la barra, que pusiese aparte los respetos del
cielo por acudir a los de su amigo, no ha de ser por cosas
452
ligeras y de poco momento, sino por aquellas en que vaya
la honra y la vida de su amigo. Pues dime tú ahora, An-
selmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en peligro, para que
yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan de-
testable como me pides? Ninguna, por cierto; antes me
pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte
la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente. Porque
si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te
quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un
muerto; y siendo yo el instrumento, como tú quieres que
lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a quedar deshon-
rado, y, por el mesmo consiguiente, sin vida? Escucha,
amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme hasta
que acabe de decirte lo que se me ofreciere acerca de lo
que te ha pedido tu deseo; que tiempo quedará para que
tú me repliques y yo te escuche.
—Que me place —dijo Anselmo—; di lo que quisieres.
Y Lotario prosiguió diciendo:
—Paréceme ¡oh Anselmo! que tienes tú ahora el inge-
nio como el que siempre tienen los moros, a los cuales
no se les puede dar a entender el error de su secta con
las acotaciones de la santa Escritura, ni con razones que
consistan en especulación del entendimiento, ni que va-
yan fundadas en artículos de fe, sino que les han de traer
ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrativos,
indubitables, con demostraciones matemáticas que no
se pueden negar, como cuando dicen: “Si de dos partes
iguales quitamos partes iguales, las que quedan también
son iguales”; y cuando esto no entiendan de palabra,
como en efeto, no lo entienden, háseles de mostrar con
las manos y ponérselo delante de los ojos, y aun con todo
esto, no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades
453
de nuestra sacra religión. Y este mesmo término y modo
me convendrá usar contigo, porque el deseo que en ti ha
nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello
que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de
ser tiempo gastado el que ocupare en darte a entender tu
simplicidad, que por ahora no le quiero dar otro nombre,
y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de tu mal
deseo; mas no me deja usar de este rigor la amistad que
te tengo, la cual no consiente que te deje puesto en tan
manifiesto peligro de perderte. Y por que claro lo veas,
dime, Anselmo: ¿tú no me has dicho que tengo de solici-
tar a una retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a una
desinteresada, servir a una prudente? Sí que me lo has di-
cho. Pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta,
desinteresada y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que
de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá,
sin duda, ¿qué mejores títulos piensas darle después de lo
que es ahora? O qué será más después de lo que es ahora,
o es que tú no la tienes por la que dices, o tú no sabes
lo que pides. Si no la tienes por lo que dices, ¿para qué
quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo que
más te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees,
impertinente cosa será hacer experiencia de la mesma
verdad, pues después de hecha se ha de quedar con la es-
timación que primero tenía. Así que es razón concluyen-
te que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede
suceder daño que provecho es de juicios sin discurso y
temerarios, y más cuando quieren intentar aquellas a que
no son forzados ni compelidos, y que de muy lejos traen
descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las
cosas dificultosas se intentan por Dios, o por el mundo o
por entrambos a dos: las que se acometen por Dios, son
454
las que acometieron los santos, acometiendo a vivir vida
de ángeles en cuerpos humanos; las que se acometen por
respeto del mundo son las de aquellos que pasan tanta
infinidad de agua, tanta diversidad de climas, tanta ex-
trañeza de gentes, por adquirir estos que llaman bienes
de fortuna; y las que se intentan por Dios y por el mundo
juntamente son aquellas de los valerosos soldados, que
apenas veen en el contrario muro abierto tanto espacio
cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de arti-
llería, cuando, puesto aparte todo temor, sin hacer dis-
curso ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza,
llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su
fe, por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente
por la mitad de mil contrapuestas muertes que los espe-
ran. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra,
gloria y provecho intentarlas, aunque tan llenas de in-
convenientes y peligros; pero la que tú dices que quieres
intentar y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria de
Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los hombres; por-
que, puesto que salgas con ella como deseas, no has de
quedar ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que
estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor mise-
ria que imaginarse pueda, porque no te ha de aprovechar
pensar entonces que no sabe nadie la desgracia que te ha
sucedido; porque bastará para afligirte y deshacerte que
la sepas tú mesmo. Y para confirmación desta verdad, te
quiero decir una estancia que hizo el famoso poeta Luis
Tansilo, en el fin de su primera parte de Las lágrimas de
San Pedro, que dice así:
Crece el dolor y crece la vergüenza
en Pedro, cuando el día se ha mostrado,
455
y aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
de sí mesmo, por ver que había pecado:
que a un magnánimo pecho a haber vergüenza
no sólo ha de moverle el ser mirado;
que de sí se avergüenza cuando yerra,
si bien otro no vee que cielo y tierra.
Así que no excusarás con el secreto tu dolor; antes ten-
drás que llorar continuo, si no lágrimas de los ojos, lágri-
mas de sangre del corazón, como las lloraba aquel simple
doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la prueba
del vaso, que, con mejor discurso se excusó de hacerla el
prudente Reinaldos; que puesto que aquello sea ficción
poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos
de ser advertidos y entendidos e imitados. Cuanto más
que con lo que ahora pienso decirte acabarás de venir
en conocimiento del grande error que quieres cometer.
Dime, Anselmo, si el cielo, o la suerte buena te hubiera
hecho señor y legítimo posesor de un finísimo diamante,
de cuya bondad y quilates estuviesen satisfechos cuantos
lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de común
parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza
a cuanto se podía extender la naturaleza de tal piedra, y
tú mesmo lo creyeses así, sin saber otra cosa en contrario,
¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel dia-
mante y ponerle entre una yunque y un martillo, y allí,
a pura fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro
y tan fino como dicen? Y más, si lo pusieses por obra;
que, puesto caso que la piedra hiciese resistencia a tan
necia prueba, no por eso se le añadiría más valor ni más
fama; y si se rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdía
todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en estimación
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de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, An-
selmo amigo, que Camila es finísimo diamante, así, en tu
estimación como en la ajena, y que no es razón ponerla
en contingencia de que se quiebre, pues aunque se quede
con su entereza, no puede subir a más valor del que aho-
ra tiene, y si faltase y no resistiese, considera desde aho-
ra cuál quedarías sin ella, y con cuánta razón te podrías
quejar de ti mesmo, por haber sido causa de su perdición
y la tuya. Mira que no hay joya en el mundo que tanto
valga como la mujer casta y honrada, y que todo el honor
de las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se
tiene; y pues la de tu esposa es tal, que llega al extremo de
bondad que sabes, ¿para qué quieres poner esta verdad
en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto,
y que no se le han de poner embarazos donde tropiece
y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cual-
quier inconveniente, para que sin pesadumbre corra lige-
ra a alcanzar la perfección que le falta, que consiste en el
ser virtuosa. Cuentan los naturales que el armiño es un
animalejo que tiene una piel blanquísima, y que cuando
quieren cazarle los cazadores, usan deste artificio: que,
sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir, las
atajan con lodo, y después, ojeándole, le encaminan ha-
cia aquel lugar, y así como el armiño llega al lodo se está
quedo y se deja prender y cautivar, a trueco de no pasar
por el cieno y perder y ensuciar su blancura, que la estima
en más que la libertad y la vida. La honesta y casta mujer
es armiño, y es más que nieve blanca y limpia la virtud de
la honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes
la guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente
que con el armiño se tiene, porque no le han de poner
457
delante el cieno de los regalos y servicios de los impor-
tunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene
tanta virtud y fuerza natural, que pueda por sí mesma
atropellar y pasar por aquellos embarazos; y es necesario
quitárselos y ponerle delante la limpieza de la virtud y
la belleza que encierra en sí la buena fama. Es asimesmo
la buena mujer como espejo de cristal luciente y claro;
pero está sujeto a empañarse y escurecerse con cualquie-
ra aliento que le toque. Hase de usar con la honesta mu-
jer el estilo que con las reliquias: adorarlas y no tocarlas.
Hase de guardar y estimar la mujer buena como se guarda
y estima un hermoso jardín que está lleno de flores y ro-
sas, cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni mano-
see; basta que desde lejos y por entre las verjas de hierro
gocen de su fragancia y hermosura. Finalmente, quiero
decirte unos versos que se me han venido a la memoria,
que los oí en una comedia moderna, que me parece que
hacen al propósito de lo que vamos tratando. Aconsejaba
un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la
recogiese, guardase y encerrase, y entre otras razones, le
dijo éstas:
Es de vidrio la mujer;
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar,
porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse,
y no es cordura ponerse
a peligro de romperse
lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
todos, y en razón la fundo;
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que si hay Dánaes en el mundo,
hay pluvias de oro también.
Cuanto hasta aquí te he dicho ¡oh Anselmo! ha sido
por lo que a ti te toca, y ahora es bien que se oiga algo
de lo que a mí me conviene; y si fuere largo, perdóname;
que todo lo requiere el laberinto donde te has entrado y
de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por ami-
go y quieres quitarme la honra, cosa que es contra toda
amistad; y aun no sólo pretendes esto, sino que procuras
que yo te la quite a ti. Que me la quieres quitar a mí está
claro, pues cuando Camila vea que yo la solicito, como
me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin
honra y malmirado, pues intento y hago una cosa tan fue-
ra de aquello que el ser quien soy y tu amistad me obliga.
De que quieres que te la quite a ti no hay duda, porque
viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he
visto en ella alguna liviandad que me dio atrevimiento a
descubrirle mi mal deseo, y teniéndose por deshonrada,
te toca a ti, como a cosa suya, su mesma honra. Y de aquí
nace lo que comúnmente se platica: que el marido de la
mujer adúltera, puesto que él no lo sepa, ni haya dado
ocasión para que su mujer no sea la que debe, ni haya sido
en su mano, ni en su descuido y poco recato estorbar su
desgracia, con todo, le llaman y le nombran con nombre
de vituperio y bajo, y en cierta manera le miran los que la
maldad de su mujer saben con ojos de menosprecio, en
cambio de mirarle con los de lástima, viendo que no por
su culpa, sino por el gusto de su mala compañera, está en
aquella desventura. Pero quiérote decir la causa por que
con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala,
aunque él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido
parte, ni dado ocasión, para que ella lo sea. Y no te canses
459
de oírme: que todo ha de redundar en tu provecho. Cuan-
do Dios crió a nuestro primero padre en el Paraíso terre-
nal, dice la divina Escritura que infundió Dios sueño en
Adán, y que, estando durmiendo, le sacó una costilla del
lado siniestro, de la cual formó a nuestra madre Eva; y así
como Adán despertó y la miró, dijo: “Ésta es carne de mi
carne y hueso de mis huesos”. Y Dios dijo: “Por ésta dejará
el hombre a su padre y madre, y serán dos en una carne
misma”. Y entonces fue instituido el divino sacramento
del matrimonio, con tales lazos, que sola la muerte puede
desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sa-
cramento, que hace que dos diferentes personas sean una
mesma carne; y aun hace más en los buenos casados: que,
aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad.
Y de aquí viene que, como la carne de la esposa sea una
mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen o
los defectos que se procura, redundan en la carne del ma-
rido, aunque él no haya dado, como queda dicho, ocasión
para aquel daño. Porque así como el dolor del pie o de
cualquier miembro del cuerpo humano lo siente todo el
cuerpo, por ser todo de una carne misma, y la cabeza sien-
te el daño del tobillo, sin que ella se le haya causado, así el
marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser
una mesma cosa con ella; y como las honras y deshonras
del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de
la mujer mala sean deste género, es forzoso que al mari-
do le quepa parte dellas y sea tenido por deshonrado sin
que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anselmo!, al peligro que te
pones en querer turbar el sosiego en que tu buena esposa
vive; mira por cuán vana e impertinente curiosidad quie-
res revolver los humores que ahora están sosegados en el
460
pecho de tu casta esposa; advierte que lo que aventuras
a ganar es poco, y que lo que perderás será tanto, que lo
dejaré en su punto, porque me faltan palabras para encare-
cerlo. Pero si todo cuanto he dicho no basta a moverte de
tu mal propósito, bien puedes buscar otro instrumento de
tu deshonra y desventura; que yo no pienso serlo aunque
por ello pierda tu amistad, que es la mayor pérdida que
imaginar puedo.
Calló en diciendo esto el virtuoso y prudente Lotario,
y Anselmo quedó tan confuso y pensativo, que por un
buen espacio no le pudo responder palabra; pero, en fin,
le dijo:
—Con la atención que has visto he escuchado, Lota-
rio amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones,
ejemplos y comparaciones he visto la mucha discreción
que tienes y el extremo de la verdadera amistad que alcan-
zas; y asimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y
me voy tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras
el mal. Prosupuesto esto, has de considerar que yo padez-
co ahora la enfermedad que suelen tener algunas mujeres,
que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas
peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para co-
merse; así que es menester usar de algún artificio para
que yo sane, y esto se podía hacer con facilidad sólo con
que comiences, aunque tibia y fingidamente, a solicitar a
Camila, la cual no ha de ser tan tierna, que a los primeros
encuentros dé con su honestidad por tierra; y con solo
este principio quedaré contento, y tú habrás cumplido
con lo que debes a nuestra amistad, no solamente dándo-
me la vida, sino persuadiéndome de no verme sin honra.
Y estás obligado a hacer esto por una razón sola; y es que,
461
estando yo, como estoy, determinado de poner en plática
esta prueba, no has tú de consentir que yo dé cuenta de
mi desatino a otra persona, con que pondría en aventura
el honor que tú procuras que no pierda; y cuando el tuyo
no esté en el punto que debe en la intención de Camila
en tanto que la solicitares, importa poco o nada, pues con
brevedad, viendo en ella la entereza que esperamos, le
podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que
volverá tu crédito al ser primero. Y pues tan poco aventu-
ras y tanto contento me puedes dar aventurándote, no lo
dejes de hacer, aunque más inconvenientes se te pongan
delante, pues, como ya he dicho, con sólo que comiences
daré por concluida la causa.
Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo, y no
sabiendo qué más ejemplos traerle ni qué más razones
mostrarle para que no la siguiese, y viendo que le amena-
zaba que daría a otro cuenta de su mal deseo, por evitar
mayor mal determinó de contentarle y hacer lo que le pe-
día, con propósito e intención de guiar aquel negocio, de
modo que, sin alterar los pensamientos de Camila queda-
se Anselmo satisfecho; y así, le respondió que no comu-
nicase su pensamiento con otro alguno; que él tomaba
a su cargo aquella empresa, la cual comenzaría cuando
a él le diese más gusto. Abrazóle Anselmo tierna y amo-
rosamente, y agradecióle su ofrecimiento como si alguna
grande merced le hubiera hecho; y quedaron de acuerdo
entre los dos que desde otro día siguiente se comenzase
la obra; que él le daría lugar y tiempo como a sus solas
pudiese hablar a Camila, y asimesmo le daría dineros y
joyas que darla y que ofrecerla. Aconsejóle que le die-
se músicas, que escribiese versos en su alabanza, y que,
cuando él no quisiese tomar trabajo de hacerlos, él mis-
462
mo los haría. A todo se ofreció Lotario, bien con diferen-
te intención que Anselmo pensaba, y con este acuerdo se
volvieron a casa de Anselmo, donde hallaron a Camila
con ansia y cuidado esperando a su esposo, porque aquel
día tardaba en venir más de lo acostumbrado.
Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó en la suya,
tan contento como Lotario fue pensativo, no sabiendo
qué traza dar para salir bien de aquel impertinente nego-
cio; pero aquella noche pensó el modo que tendría para
engañar a Anselmo sin ofender a Camila, y otro día vino
a comer con su amigo, y fue bien recebido de Camila, la
cual le recebía y regalaba con mucha voluntad, por enten-
der la buena que su esposo le tenía. Acabaron de comer,
levantaron los manteles y Anselmo dijo a Lotario que se
quedase allí con Camila en tanto que él iba a un nego-
cio forzoso; que dentro de hora y media volvería. Rogó-
le Camila que no se fuese, y Lotario se ofreció a hacerle
compañía; mas nada aprovechó con Anselmo, antes im-
portunó a Lotario que se quedase y le aguardase, porque
tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia.
Dijo también a Camila que no dejase solo a Lotario en
tanto que él volviese. En efeto, él supo tan bien fingir la
necesidad o necedad de su ausencia, que nadie pudiera
entender que era fingida. Fuese Anselmo, y quedaron so-
los a la mesa Camila y Lotario, porque la demás gente
de casa toda se había ido a comer. Viose Lotario puesto
en la estacada que su amigo deseaba y con el enemigo
delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a un
escuadrón de caballeros armados: mirad si era razón que
le temiera Lotario. Pero lo que hizo fue poner el codo
sobre el brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla,
y pidiendo perdón a Camila del mal comedimiento, dijo
463
que quería reposar un poco en tanto que Anselmo volvía.
Camila le respondió que mejor reposaría en el estrado
que en la silla, y así, le rogó se entrase a dormir en él. No
quiso Lotario, y allí se quedó dormido hasta que volvió
Anselmo, el cual, como halló a Camila en su aposento y
a Lotario durmiendo, creyó que, como se había tardado
tanto, ya habrían tenido los dos lugar para hablar, y aun
para dormir, y no vio la hora en que Lotario despertase,
para volverse con él fuera y preguntarle de su ventura.
Todo le sucedió como él quiso: Lotario despertó, y luego
salieron los dos de casa, y así le preguntó lo que deseaba,
y le respondió Lotario que no le había parecido ser bien
que la primera vez se descubriese del todo, y así, no había
hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa, dicién-
dole que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que
de su hermosura y discreción, y que éste le había pareci-
do buen principio para entrar ganando la voluntad, y dis-
poniéndola a que otra vez le escuchase con gusto, usando
en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere
engañar a alguno que está puesto en atalaya de mirar por
sí: que se transforma en ángel de luz, siéndolo él de tinie-
blas, y, poniéndole delante apariencias buenas, al cabo
descubre quién es y sale con su intención, si a los princi-
pios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó
mucho a Anselmo, y dijo que cada día daría el mesmo lu-
gar, aunque no saliese de casa, porque en ella se ocuparía
en cosas que Camila no pudiese venir en conocimiento
de su artificio.
Sucedió, pues, que se pasaron muchos días que sin de-
cir Lotario palabra a Camila respondía a Anselmo que la
hablaba y jamás podía sacar della una pequeña muestra
de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una
464
señal de sombra de esperanza; antes decía que le amena-
zaba que si de aquel mal pensamiento no se quitaba, que
lo había de decir a su esposo.
—Bien está —dijo Anselmo—. Hasta aquí ha resisti-
do Camila a las palabras; es menester ver cómo resiste
a las obras: yo os daré mañana dos mil escudos de oro
para que se los ofrezcáis, y aun se los deis, y otros tantos
para que compréis joyas con que cebarla; que las mujeres
suelen ser aficionadas, y más si son hermosas, por más
castas que sean, a esto de traerse bien y andar galanas; y
si ella resiste a esta tentación, yo quedaré satisfecho y no
os daré más pesadumbre.
Lotario respondió que ya que había comenzado, que
él llevaría hasta el fin aquella empresa, puesto que en-
tendía salir della cansado y vencido. Otro día recibió los
cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones,
porque no sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero,
en efeto, determinó de decirle que Camila estaba tan en-
tera a las dádivas y promesas como a las palabras, y que
no había para qué cansarse más, porque todo el tiempo
se gastaba en balde. Pero la suerte, que las cosas guiaba
de otra manera, ordenó que, habiendo dejado Anselmo
solos a Lotario y a Camila, como otras veces solía, él se
encerró en un aposento y por los agujeros de la cerradura
estuvo mirando y escuchando lo que los dos trataban, y
vio que en más de media hora Lotario no habló palabra
a Camila, ni se la hablara si allí estuviera un siglo, y cayó
en la cuenta de que cuanto su amigo le había dicho de las
respuestas de Camila todo era ficción y mentira. Y para
ver si esto era ansí, salió del aposento y, llamando a Lota-
rio aparte, le preguntó qué nuevas había y de qué temple
estaba Camila. Lotario le respondió que no pensaba más
465
darle puntada en aquel negocio, porque respondía tan ás-
pera y desabridamente que no tendría ánimo para volver
a decirle cosa alguna.
—¡Ah —dijo Anselmo—, Lotario, Lotario, y cuán mal
correspondes a lo que me debes y a lo mucho que de ti
confío! Ahora te he estado mirando por el lugar que con-
cede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho
palabra a Camila; por donde me doy a entender que aun
las primeras le tienes por decir; y si esto es así, como, sin
duda, lo es, ¿para qué me engañas o por qué quieres qui-
tarme con tu industria los medios que yo podría hallar
para conseguir mi deseo?
No dijo más Anselmo; pero bastó lo que había di-
cho para dejar corrido y confuso a Lotario; el cual, casi
como tomando por punto de honra el haber sido hallado
en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento
tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual
lo vería si con curiosidad lo espiaba; cuanto más que no
sería menester usar de ninguna diligencia, porque la que
él pensaba poner en satisfacelle le quitaría de toda sos-
pecha. Creyóle Anselmo, y para dalle comodidad más
segura y menos sobresaltada, determinó de hacer ausen-
cia de su casa por ocho días, yéndose a la de un amigo
suyo, que estaba en una aldea, no lejos de la ciudad; con
el cual amigo concertó que le enviase a llamar con mu-
chas veras, para tener ocasión con Camila de su parti-
da. ¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! ¿Qué
es lo que haces? ¿Qué es lo que trazas? ¿Qué es lo que
ordenas? Mira que haces contra ti mismo, trazando tu
deshonra y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa,
Camila; quieta y sosegadamente la posees; nadie sobre-
salta tu gusto; sus pensamientos no salen de las paredes
466
de su casa; tú eres su cielo en la tierra, el blanco de sus
deseos, el cumplimiento de sus gustos y la medida por
donde mide su voluntad, ajustándola en todo con la tuya
y con la del cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura,
honestidad y recogimiento te da sin ningún trabajo toda
la riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para qué quieres
ahondar la tierra y buscar nuevas vetas de nuevo y nunca
visto tesoro, poniéndote a peligro que toda venga abajo,
pues, en fin, se sustenta sobre los débiles arrimos de su
flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible, es
justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor un
poeta, diciendo:
Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido
que, pues lo imposible pido,
lo posible aun no me den.
Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando dicho a Ca-
mila que el tiempo que él estuviese ausente vendría Lo-
tario a mirar por su casa y a comer con ella; que tuviese
cuidado de tratalle como a su mesma persona. Afligióse
Camila, como mujer discreta y honrada, de la orden que
su marido le dejaba, y díjole que advirtiese que no estaba
bien que nadie, él ausente, ocupase la silla de su mesa;
y que si lo hacía por no tener confianza que ella sabría
gobernar su casa, que probase por aquella vez, y vería por
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experiencia como para mayores cuidados era bastante.
Anselmo le replicó que aquél era su gusto, y que no tenía
más que hacer que bajar la cabeza y obedecelle. Camila
dijo que ansí lo haría, aunque contra su voluntad. Partió-
se Anselmo, y otro día vino a su casa Lotario, donde fue
rescebido de Camila con amoroso y honesto acogimien-
to; la cual jamás se puso en parte donde Lotario la viese
a solas, porque siempre andaba rodeada de sus criados
y criadas, especialmente de una doncella suya llamada
Leonela, a quien ella mucho quería, por haberse criado
desde niñas las dos juntas en casa de los padres de Ca-
mila, y cuando se casó con Anselmo la trujo consigo. En
los tres días primeros nunca Lotario le dijo nada, aunque
pudiera, cuando se levantaban los manteles y la gente se
iba a comer con mucha priesa, porque así se lo tenía man-
dado Camila; y aun tenía orden Leonela que comiese pri-
mero que Camila y que de su lado jamás se quitase; mas
ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pen-
samiento y había menester aquellas horas y aquel lugar
para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas veces el
mandamiento de su señora; antes los dejaba solos, como
si aquello le hubieran mandado. Mas la honesta presencia
de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su
persona era tanta, que ponía freno a la lengua de Lotario.
Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila
hicieron poniendo silencio en la lengua de Lotario, re-
dundó más en daño de los dos, porque si la lengua ca-
llaba, el pensamiento discurría y tenía lugar de contem-
plar, parte por parte, todos los extremos de bondad y de
hermosura que Camila tenía, bastantes a enamorar una
estatua de mármol, no que un corazón de carne. Mirá-
bala Lotario en el lugar y espacio que había de hablarla,
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y consideraba cuán digna era de ser amada; y esta consi-
deración comenzó poco a poco a dar asaltos a los respe-
tos que a Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse de
la ciudad y irse donde jamás Anselmo le viese a él, ni él
viese a Camila; mas ya le hacía impedimento, y detenía
el gusto que hallaba en mirarla. Hacíase fuerza y pelea-
ba consigo mismo por desechar y no sentir el contento
que le llevaba a mirar a Camila; culpábase a solas de su
desatino; llamábase mal amigo, y aun mal cristiano; hacía
discursos y comparaciones entre él y Anselmo, y todos
paraban en decir que más había sido la locura y confianza
de Anselmo que su poca fidelidad, y que si así tuviera dis-
culpa para con Dios como para con los hombres de lo que
pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa.
En efecto, la hermosura y la bondad de Camila, jun-
tamente con la ocasión que el ignorante marido le había
puesto en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en
tierra; y, sin mirar a otra cosa que aquella a que su gusto le
inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo,
en los cuales estuvo en continua batalla por resistir a sus
deseos, comenzó a requebrar a Camila, con tanta turba-
ción y con tan amorosas razones, que Camila quedó sus-
pensa, y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba
y entrarse en su aposento, sin respondelle palabra alguna.
Mas no por esta sequedad se desmayó en Lotario la espe-
ranza, que siempre nace juntamente con el amor; antes
tuvo en más a Camila. La cual, habiendo visto en Lotario
lo que jamás pensara, no sabía qué hacerse; y, pareciéndo-
le no ser cosa segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a
que otra vez la hablase, determinó de enviar aquella mes-
ma noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a
Anselmo, donde le escribió estas razones:
CAPÍTULO XXXIV
Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente
“A sí como suele decirse que parece mal el ejército
sin su general y el castillo sin su castellano, digo yo que
parece muy peor la mujer casada y moza sin su marido, cuan-
do justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me hallo tan mal
sin vos y tan imposibilitada de no poder sufrir esta ausencia,
que si presto no venís, me habré de ir a entretener en casa de
mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra; porque la que
me dejastes, si es que quedó con tal título, creo que mira más
por su gusto que por lo que a vos os toca; y pues sois discreto,
no tengo más que deciros, ni aun es bien que más os diga”.
Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella que
Lotario había ya comenzado la empresa, y que Camila
debía de haber respondido como él deseaba; y, alegre so-
bremanera de tales nuevas, respondió a Camila, de pala-
bra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo nin-
guno, porque él volvería con mucha brevedad. Admirada
quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en
más confusión que primero, porque ni se atrevía a estar
en su casa, ni, menos, irse a la de sus padres; porque en
la quedada corría peligro su honestidad; y en la ida, iba
contra el mandamiento de su esposo. En fin, se resolvió
en lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con de-
terminación de no huir la presencia de Lotario, por no
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dar que decir a sus criados, y ya le pesaba de haber escrito
lo que escribió a su esposo, temerosa de que no pensase
que Lotario había visto en ella alguna desenvoltura que le
hubiese movido a no guardalle el decoro que debía. Pero,
fiada en su bondad, se fió en Dios y en su buen pensa-
miento, con que pensaba resistir callando a todo aquello
que Lotario decirle quisiese, sin dar más cuenta a su ma-
rido, por no ponerle en alguna pendencia y trabajo; y aun
andaba buscando manera como disculpar a Lotario con
Anselmo, cuando le preguntase la ocasión que le había
movido a escribirle aquel papel. Con estos pensamien-
tos, más honrados que acertados ni provechosos, estuvo
otro día escuchando a Lotario, el cual cargó la mano de
manera que comenzó a titubear la firmeza de Camila, y
su honestidad tuvo harto que hacer en acudir a los ojos,
para que no diesen muestra de alguna amorosa compa-
sión que las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho
habían despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le
encendía. Finalmente, a él le pareció que era menester,
en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo,
apretar el cerco a aquella fortaleza, y, así, acometió a su
presunción con las alabanzas de su hermosura, porque
no hay cosas que más presto rinda y allane las encastilla-
das torres de la vanidad de las hermosas que la mesma va-
nidad, puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él,
con toda diligencia, minó la roca de su entereza, con tales
pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce, vi-
niera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió y fingió
Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas
veras, que dio al través con el recato de Camila y vino a
triunfar de lo que menos se pensaba y más deseaba.
471
Rindióse Camila; Camila se rindió; pero ¿qué mucho,
si la amistad de Lotario no quedó en pie? Ejemplo claro
que nos muestra que sólo se vence la pasión amorosa con
huílla, y que nadie se ha de poner a brazos con tan pode-
roso enemigo; porque es menester fuerzas divinas para
vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonela la flaqueza
de su señora, porque no se la pudieron encubrir los dos
malos amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario decir a
Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le había dado
lugar para llegar a aquel punto, porque no tuviese en me-
nos su amor, y pensase que así, acaso y sin pensar, y no de
propósito, la había solicitado.
Volvió de allí a pocos días Anselmo a su casa, y no
echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que en me-
nos tenía y más estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y
hallole en su casa; abrazáronse los dos, y el uno preguntó
por las nuevas de su vida o de su muerte.
—Las nuevas que te podré dar ¡oh amigo Anselmo!
—dijo Lotario— son de que tienes una mujer que digna-
mente puede ser ejemplo y corona de todas las mujeres
buenas. Las palabras que le he dicho se las ha llevado el
aire; los ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas
no se han admitido; de algunas lágrimas fingidas mías
se ha hecho burla notable. En resolución, así como Ca-
mila es cifra de toda belleza, es archivo donde asiste la
honestidad y vive el comedimiento y el recato, y todas
las virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada
a una honrada mujer. Vuelve a tomar tus dineros, amigo,
que aquí los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar a
ellos; que la entereza de Camila no se rinde a cosas tan
bajas como son dádivas ni promesas. Conténtate, Ansel-
mo, y no quieras hacer más pruebas de las hechas, y pues
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a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sos-
pechas que de las mujeres suelen y pueden tenerse, no
quieras entrar de nuevo en el profundo piélago de nuevos
inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro pi-
loto de la bondad y fortaleza del navío que el cielo te dio
en suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino
haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y aférrate con
las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta
que te vengan a pedir la deuda, que no hay hidalguía hu-
mana que de pagarla se excuse.
Contentísimo quedó Anselmo de las razones de Lo-
tario, y así se las creyó como si fueran dichas por algún
oráculo; pero, con todo eso, le rogó que no dejase la em-
presa, aunque no fuese más de por curiosidad y entre-
tenimiento; aunque no se aprovechase de allí adelante
de tan ahincadas diligencias como hasta entonces; y que
sólo quería que le escribiese algunos versos en su ala-
banza, debajo del nombre de Clori, porque él le daría a
entender a Camila que andaba enamorado de una dama,
a quien le había puesto aquel nombre por poder celebrar-
la con el decoro que a su honestidad se le debía; y que,
cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los
versos, que él los haría.
—No será menester eso —dijo Lotario—, pues no me
son tan enemigas las musas que algunos ratos del año no
me visiten. Dile tú a Camila lo que has dicho del fingi-
miento de mis amores; que los versos yo los haré; si no
tan buenos como el sujeto merece, serán, por lo menos,
los mejores que yo pudiere.
Quedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor
amigo; y, vuelto Anselmo a su casa, preguntó a Camila lo
que ella ya se maravillaba que no se lo hubiese pregunta-
473
do; que fue que le dijese la ocasión por que le había escri-
to el papel que le envió. Camila le respondió que le había
parecido que Lotario la miraba un poco más desenvuel-
tamente que cuando él estaba en casa; pero que ya esta-
ba desengañada y creía que había sido imaginación suya,
porque ya Lotario huía de vella y de estar con ella a solas.
Díjole Anselmo que bien podía estar segura de aquella
sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamora-
do de una doncella principal de la ciudad, a quien él ce-
lebraba debajo del nombre de Clori, y que, aunque no lo
estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y
de la mucha amistad de entrambos. Y, a no estar avisada
Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos amores
de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo por poder
ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Ca-
mila, ella, sin duda, cayera en la desesperada red de los
celos; mas, por estar ya advertida, pasó aquel sobresalto
sin pesadumbre.
Otro día, estando los tres sobremesa, rogó Anselmo a
Lotario dijese alguna cosa de las que había compuesto a
su amada Clori, que, pues Camila no la conocía, segura-
mente podía decir lo que quisiese.
—Aunque la conociera —respondió Lotario—, no
encubriera yo nada; porque cuando algún amante loa a
su dama de hermosa y la nota de cruel, ningún oprobrio
hace a su buen crédito; pero, sea lo que fuere, lo que sé
decir, que ayer hice un soneto a la ingratitud de esta Clo-
ri, que dice así:
Soneto
En el silencio de la noche, cuando
ocupa el dulce sueño a los mortales,
474
la pobre cuenta de mis ricos males
estoy al cielo y a mi Clori dando.
Y al tiempo cuando el sol se va mostrando
por las rosadas puertas orientales,
con suspiros y acentos desiguales
voy la antigua querella renovando.
Y cuando el Sol, de su estrellado asiento
derechos rayos a la tierra envía,
el llanto crece y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
al cielo sordo; a Clori sin oídos.
Bien le pareció el soneto a Camila; pero mejor a Ansel-
mo, pues le alabó, y dijo que era demasiadamente cruel
la dama que a tan claras verdades no correspondía. A lo
que dijo Camila:
—Luego ¿todo aquello que los poetas enamorados di-
cen es verdad?
—En cuanto poetas, no la dicen —respondió Lota-
rio—; mas en cuanto enamorados, siempre quedan tan
cortos como verdaderos.
—No hay duda de eso —replicó Anselmo, todo por
apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Ca-
mila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya
enamorada de Lotario.
Y así, con el gusto que de sus cosas tenía, y más, te-
niendo por entendido que sus deseos y escritos a ella se
encaminaban y que ella era la verdadera Clori, le rogó
que si otro soneto o otros versos sabía, los dijese.
—Sí sé —respondió Lotario—; pero no creo que es
475
tan bueno como el primero, o, por mejor decir, menos
malo. Y podréislo bien juzgar, pues es éste:
Soneto
Yo sé que muero; y si no soy creído,
es más cierto el morir, como es más cierto
verme a tus pies ¡oh bella ingrata! muerto,
antes que de adorarte arrepentido.
Podré yo verme en la región de olvido,
de vida y gloria y de favor desierto,
y allí verse podrá en mi pecho abierto
como tu hermoso rostro está esculpido.
Que esta reliquia guardo para el duro
trance que me amenaza mi porfía,
que en tu mismo rigor se fortalece.
¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
por mar no usado y peligrosa vía,
adonde norte o puerto no se ofrece!
También alabó este segundo soneto Anselmo como
había hecho el primero, y desta manera iba añadiendo es-
labón a eslabón a la cadena con que se enlazaba y trababa
su deshonra, pues cuando más Lotario le deshonraba,
entonces le decía que estaba más honrado; y con esto,
todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de
su menosprecio, los subía, en la opinión de su marido,
hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama. Sucedió
en esto que, hallándose una vez, entre otras, sola Camila
con su doncella, le dijo:
—Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuán poco
he sabido estimarme, pues siquiera no hice que con el
tiempo comprara Lotario la entera posesión que le di tan
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presto de mi voluntad. Temo que ha de desestimar mi
presteza o ligereza, sin que eche de ver la fuerza que él
me hizo para no poder resistirle.
—No te dé pena eso, señora mía —respondió Leone-
la—; que no está la monta ni es causa para mengua de la
estimación darse lo que se da presto, si, en efecto, lo que
se da es bueno, y ello por sí digno de estimarse. Y aun
suele decirse que el que luego da, da dos veces.
—También se suele decir —dijo Camila— que lo que
cuesta poco se estima en menos.
—No corre por ti esa razón —respondió Leonela—,
porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela y
otras anda; con éste corre, y con aquél va despacio; a unos
entibia, y a otros abrasa; a unos hiere, y a otros mata; en
un mesmo punto comienza la carrera de sus deseos, y en
aquel mesmo punto la acaba y concluye; por la mañana
suele poner el cerco a una fortaleza, y a la noche la tiene
rendida, porque no hay fuerza que le resista. Y siendo así,
¿de qué te espantas, o de qué temes, si lo mismo debe
de haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el amor
por instrumento de rendiros la ausencia de mi señor? Y
era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenía
determinado, sin dar tiempo al tiempo para que Anselmo
le tuviese de volver y con su presencia quedase imperfec-
ta la obra; porque el amor no tiene otro mejor ministro
para ejecutar lo que desea que es la ocasión: de la ocasión
se sirve en todos sus hechos, principalmente en los prin-
cipios. Todo esto sé yo muy bien, más de experiencia,
que de oídas, y algún día te lo diré, señora, que yo tam-
bién soy de carne, y de sangre moza. Cuanto más, señora
Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que pri-
mero no hubieses visto en los ojos, en los suspiros, en
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las razones y en las promesas y dádivas de Lotario toda
su alma, viendo en ella y en sus virtudes cuán digno era
Lotario de ser amado. Pues si esto es ansí, no te asalten
la imaginación esos escrupulosos y melindrosos pensa-
mientos; sino asegúrate que Lotario te estima como tú le
estimas a él, y vive con contento y satisfacción de que ya
que caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor
y de estima, y que no sólo tiene las cuatro SS que dicen
que han de tener los buenos enamorados, sino todo un
A, B, C entero; si no, escúchame, y verás como te le digo
de coro. Él es, según yo veo y a mí me parece, agradecido,
bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo,
honrado, ilustre, leal, mozo, noble, honesto, principal,
quantioso, rico y las SS que dicen, y luego, tácito, verda-
dero. La X no le cuadra, porque es letra áspera; la Y ya
está dicha; la Z, zelador de tu honra.
Rióse Camila del A, B, C de su doncella y túvola por
más plática en las cosas de amor que ella decía; y así lo
confesó ella, descubriendo a Camila como trataba amo-
res con un mancebo bien nacido, de la mesma ciudad; de
lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquel camino
por donde su honra podía correr riesgo. Apuróla si pasa-
ban sus pláticas a más que serlo. Ella, con poca vergüen-
za y mucha desenvoltura, le respondió que sí pasaban.
Porque es cosa ya cierta que los descuidos de las señoras
quitan la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando ven a
las amas echar traspiés, no se les da nada a ellas de cojear,
ni de que lo sepan. No pudo hacer otra cosa Camila sino
rogar a Leonela no dijese nada de su hecho al que decía
ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto, porque
no viniesen a noticia de Anselmo ni de Lotario. Leone-
la respondió que así lo haría; mas cumpliólo de manera,
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que hizo cierto el temor de Camila de que por ella ha-
bía de perder su crédito; porque la deshonesta y atrevida
Leonela, después que vio que el proceder de su ama no
era el que solía, atrevióse a entrar y poner dentro de casa
a su amante, confiada que, aunque su señora le viese, no
había de osar descubrille; que este daño acarrean, entre
otros, los pecados de las señoras; que se hacen esclavas
de sus mesmas criadas y se obligan a encubrirles sus des-
honestidades y vilezas, como aconteció con Camila; que
aunque vio una y muchas veces que su Leonela estaba
con su galán en un aposento de su casa, no sólo no la
osaba reñir, mas dábale lugar a que lo encerrase y qui-
tábale todos los estorbos, para que no fuese visto de su
marido. Pero no los pudo quitar, que Lotario no le vie-
se una vez salir, al romper del alba; el cual, sin conocer
quién era, pensó primero que debía de ser alguna fantas-
ma, mas cuando le vio caminar, embozarse y encubrirse
con cuidado y recato, cayó de su simple pensamiento, y
dio en otro, que fuera la perdición de todos, si Camila no
lo remediara. Pensó Lotario que aquel hombre que había
visto salir tan a deshora de casa de Anselmo no había en-
trado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era
en el mundo: sólo creyó que Camila, de la misma manera
que había sido fácil y ligera con él, lo era para otro; que
estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala:
que pierde el crédito de su honra con el mesmo a quien se
entregó rogada y persuadida, y cree que con mayor faci-
lidad se entrega a otros y da infalible crédito a cualquiera
sospecha que desto le venga. Y no parece sino que le faltó
a Lotario en este punto todo su buen entendimiento, y se
le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos;
pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable,
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sin más ni más, antes que Anselmo se levantase, impa-
ciente y ciego de la celosa rabia que las entrañas le roía,
muriendo por vengarse de Camila, que en ninguna cosa
le había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo:
—Sábete, Anselmo, que ha muchos días que he anda-
do peleando conmigo mesmo, haciéndome fuerza a no
decirte lo que ya no es posible ni justo que más te encu-
bra. Sábete que la fortaleza de Camila está ya rendida, y
sujeta a todo aquello que yo quisiere hacer della; y si he
tardado en descubrirte esta verdad, ha sido por ver si era
algún liviano antojo suyo, o si lo hacía por probarme y
ver si eran con propósito firme tratados los amores que,
con tu licencia, con ella he comenzado. Creí ansimismo
que ella, si fuera la que debía y la que entrambos pensá-
bamos, ya te hubiera dado cuenta de mi solicitud; pero
habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas
las promesas que me ha dado de que cuando otra vez ha-
gas ausencia de tu casa, me hablará en la recámara, donde
está el repuesto de tus alhajas —y era la verdad que allí le
solía hablar Camila—; y no quiero que precipitosamente
corras a hacer alguna venganza, pues no está aún come-
tido el pecado sino con pensamiento, y podría ser que
desde éste hasta el tiempo de ponerle por obra se mudase
el de Camila, y naciese en su lugar el arrepentimiento. Y,
ansí, ya que, en todo o en parte, has seguido siempre mis
consejos, sigue y guarda uno que ahora te diré, para que
sin engaño y con medroso advertimiento te satisfagas de
aquello que más vieres que te convenga. Finge que te au-
sentas por dos o tres días, como otras veces sueles, y haz
de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues
los tapices que allí hay y otras cosas con que te puedas
encubrir te ofrecen mucha comodidad, y entonces verás
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por tus mismos ojos, y yo por los míos, lo que Camila
quiere; y si fuere la maldad que se puede temer antes que
esperar, con silencio, sagacidad y discreción podrás ser el
verdugo de tu agravio.
Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las
razones de Lotario, porque le cogieron en tiempo donde
menos las esperaba oír, porque ya tenía a Camila por ven-
cedora de los fingidos asaltos de Lotario, y comenzaba a
gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un
buen espacio, mirando al suelo sin mover pestaña, y al
cabo dijo:
—Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu
amistad; en todo he de seguir tu consejo; haz lo que qui-
sieres y guarda aquel secreto que ves que conviene en
caso tan no esperado.
Prometióselo Lotario, y, en apartándose dél, se arre-
pintió totalmente de cuanto le había dicho, viendo cuán
neciamente había andado, pues pudiera él vengarse de
Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonrado.
Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera determina-
ción y no sabía qué medio tomarse para deshacer lo he-
cho, o para dalle alguna razonable salida. Al fin, acordó
de dar cuenta de todo a Camila; y como no faltaba lugar
para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella,
así como vio que le podía hablar, le dijo:
—Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el co-
razón, que me le aprieta de suerte, que parece que quiere
reventar en el pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace;
pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a tanto, que
cada noche encierra a un galán suyo en esta casa, y se
está con él hasta el día, tan a costa de mi crédito, cuanto
le quedará campo abierto de juzgarlo al que le viere salir
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a hora tan inusitada de mi casa. Y lo que me fatiga es que
no la puedo castigar ni reñir, que el ser ella secretario de
nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca para
callar los suyos, y temo que de aquí ha de nacer algún
mal suceso.
Al principio que Camila esto decía creyó Lotario que
era artificio para desmentille que el hombre que había
visto salir era de Leonela, y no suyo; pero viéndola llorar,
y afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la verdad, y,
en creyéndola, acabó de estar confuso y arrepentido del
todo. Pero, con todo esto, respondió a Camila que no tu-
viese pena; que él ordenaría remedio para atajar la inso-
lencia de Leonela. Díjole asimismo lo que, instigado de la
furiosa rabia de los celos, había dicho a Anselmo, y cómo
estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver
desde allí a la clara la poca lealtad que ella le guardaba.
Pidióle perdón desta locura, y consejo para poder reme-
dialla y salir bien de tan revuelto laberinto como su mal
discurso le había puesto.
Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía,
y con mucho enojo y muchas y discretas razones le riñó
y afeó su mal pensamiento y la simple y mala determina-
ción que había tenido; pero, como naturalmente tiene la
mujer ingenio presto para el bien y para el mal, más que el
varón, puesto que le va faltando cuando de propósito se
pone a hacer discursos, luego al instante halló Camila el
modo de remediar tan, al parecer, irremediable negocio,
y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese
Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su
escondimiento comodidad para que desde allí en ade-
lante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin de-
clararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese
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cuidado que en estando Anselmo escondido, él viniese
cuando Leonela le llamase, y que a cuanto ella le dijese
le respondiese como respondiera aunque no supiera que
Anselmo le escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de
declarar su intención, porque con más seguridad y aviso
guardase todo lo que viese ser necesario.
—Digo —dijo Camila— que no hay más que guardar,
si no fuere responderme como yo os preguntare —no
queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba
hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a
ella tan bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que
no podrían ser tan buenos.
Con esto se fue Lotario; y Anselmo, otro día, con la
excusa de ir a aquella aldea de su amigo, se partió y volvió
a esconderse, que lo pudo hacer con comodidad, porque
de industria se la dieron Camila y Leonela.
Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que
se puede imaginar que tendría el que esperaba ver por sus
ojos hacer notomía de las entrañas de su honra, víase a
pique de perder el sumo bien que él pensaba que tenía en
su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela
que Anselmo estaba escondido, entraron en la recáma-
ra; y apenas hubo puesto los pies en ella Camila, cuando,
dando un grande suspiro, dijo:
—¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que antes que
llegase a poner en ejecución lo que no quiero que sepas,
porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de
Anselmo, que te he pedido, y pasases con ella este infame
pecho mío? Pero no hagas tal; que no será razón que yo
lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber qué
es lo que vieron en mí los atrevidos y deshonestos ojos
de Lotario que fuese causa de darle atrevimiento a descu-
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brirme un tan mal deseo como es el que me ha descubier-
to, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte,
Leonela, a esa ventana y llámale, que, sin duda alguna,
se debe de estar en la calle, esperando poner en efecto su
mala intención. Pero primero se pondrá la cruel cuanto
honrada mía.
—¡Ay, señora mía! —respondió la sagaz y advertida
Leonela—. ¿Y qué es lo que quieres hacer con esta daga?
¿Quieres por ventura quitarte la vida o quitársela a Lo-
tario? Que cualquiera destas cosas que quieras ha de re-
dundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que di-
simules tu agravio, y no des lugar a que este mal hombre
entre ahora en esta casa y nos halle solas. Mira, señora,
que somos flacas mujeres, y él es hombre, y determina-
do; y como viene con aquel mal propósito, ciego y apa-
sionado, quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo,
hará él lo que te estaría más mal que quitarte la vida. ¡Mal
haya mi señor Anselmo, que tanta mano ha querido dar a
este desuellacaras en su casa! Y ya, señora, que le mates,
como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer
dél después de muerto?
—¿Qué, amiga? —respondió Camila—. Dejarémosle
para que Anselmo le entierre, pues será justo que tenga
por descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la
tierra su misma infamia. Llámale, acaba; que todo el tiem-
po que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio
parece que ofendo a la lealtad que a mi esposo debo.
Todo esto escuchaba Anselmo, y a cada palabra que
Camila decía se le mudaban los pensamientos; mas cuan-
do entendió que estaba resuelta en matar a Lotario, quiso
salir y descubrirse, por que tal cosa no se hiciese; pero
detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y
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honesta resolución, con propósito de salir a tiempo que
la estorbase.
Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo y, arroján-
dose encima de una cama que allí estaba, comenzó Leo-
nela a llorar muy amargamente y a decir:
—¡Ay, desdichada de mí, si fuese tan sin ventura que se
me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad
del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la
castidad…!
Con otras cosas y estas semejantes que ninguno la es-
cuchara que no la tuviera por la más lastimada y leal don-
cella del mundo, y a su señora por otra nueva y persegui-
da Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo Camila,
y, al volver en sí, dijo:
—¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más desleal
amigo de amigo que vio el sol, o cubrió la noche? Aca-
ba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la tardanza
el fuego de la cólera que tengo, y se pase en amenazas y
maldiciones la justa venganza que espero.
—Ya voy a llamarle, señora mía —dijo Leonela—; mas
hasme de dar primero esa daga, por que no hagas cosa, en
tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida a
todos los que bien te quieren.
—Ve segura, Leonela amiga, que no haré —respondió
Camila—; porque ya que sea atrevida, y simple, a tu pa-
recer, en volver por mi honra, no lo he de ser tanto como
aquella Lucrecia de quien dicen que se mató sin haber
cometido error alguno, y sin haber muerto primero a
quien tuvo la causa de su desgracia. Yo moriré, si muero;
pero ha de ser vengada y satisfecha del que me ha dado
ocasión de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos,
nacidos tan sin culpa mía.
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Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a
llamar a Lotario; pero, en fin, salió, y entre tanto que vol-
vía, quedó Camila diciendo, como que hablaba consigo
misma:
“¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedi-
do a Lotario, como otras muchas veces lo he hecho, que
no ponerle en condición, como ya le he puesto, que me
tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he
de tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda; pero
no quedara yo vengada, ni la honra de mi marido satisfe-
cha, si tan a manos lavadas y tan a paso llano se volviera
a salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pa-
gue el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo
deseo: sepa el mundo —si acaso llegare a saberlo— de
que Camila no sólo guardó la lealtad a su esposo, sino
que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas,
con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Ansel-
mo; pero ya se la apunté a dar en la carta que le escribí al
aldea, y creo que el no acudir él al remedio del daño que
allí le señalé, debió de ser que, de puro bueno y confiado,
no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme
amigo pudiese caber género de pensamiento que contra
su honra fuese; ni aun yo lo creí después, por muchos
días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no llegara a tan-
to que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las
continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas ¿para qué
hago yo ahora estos discursos? ¿Tiene, por ventura, una
resolución gallarda necesidad de consejo alguno? No, por
cierto. ¡Afuera, pues, traidores; aquí, venganzas: entre el
falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que suce-
diere! Limpia entré en poder del que el cielo me dio por
mío, limpia he de salir dél, y, cuando mucho, saldré baña-
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da en mi casta sangre y en la impura del más falso amigo
que vio la amistad en el mundo”.
Y diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga des-
envainada, dando tan desconcertados y desaforados pa-
sos y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que
le faltaba el juicio y que no era mujer delicada, sino un
rufián desesperado.
Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos ta-
pices donde se había escondido, y de todo se admiraba,
y ya le parecía que lo que había visto y oído era bastante
satisfacción para mayores sospechas, y ya quisiera que la
prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal
repentino suceso. Y estando ya para manifestarse y salir,
para abrazar y desengañar a su esposa, se detuvo porque
vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y así
como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una
gran raya, delante de ella, le dijo:
—Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atre-
vieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a ella, en
el punto que viere que lo intentas, en ese mismo camino
me pasaré el pecho con esta daga que en las manos ten-
go. Y antes que a esto me respondas palabra, quiero que
otras algunas me escuches; que después responderás lo
que más te agrade. Lo primero, quiero, Lotario, que me
digas si conoces a Anselmo mi marido, y en qué opinión
le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me cono-
ces a mí. Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses
mucho lo que has de responder, pues no son dificultades
las que te pregunto.
No era tan ignorante Lotario, que desde el primer pun-
to que Camila le dijo que hiciese esconder a Anselmo, no
hubiese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer;
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y así, correspondió con su intención tan discretamente y
tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira
por más que cierta verdad; y así, respondió a Camila des-
ta manera:
—No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas
para preguntarme cosas tan fuera de la intención con
que yo aquí vengo. Si lo haces por dilatarme la prome-
tida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, por-
que tanto más fatiga el bien deseado cuanto la esperanza
está más cerca de poseello; pero, por que no digas que no
respondo a tus preguntas, digo que conozco a tu esposo
Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más
tiernos años; y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de
nuestra amistad, por no me hacer testigo del agravio que
el amor hace que le haga, poderosa disculpa de mayores
yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión que
él te tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las
tuyas no había yo de ir contra lo que debo a ser quien soy
y contra las santas leyes de la verdadera amistad, ahora
por tan poderoso enemigo como el amor por mí rompi-
das y violadas.
—Si eso confiesas —respondió Camila—, enemigo
mortal de todo aquello que justamente merece ser ama-
do, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes que es
el espejo donde se mira aquel en quien tú te debieras mi-
rar, para que vieras con cuán poca ocasión le agravias?
Pero ya cayo ¡ay, desdichada de mí! en la cuenta de quién
te ha hecho tener tan poca con lo que a ti mismo debes,
que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no
quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido
de deliberada determinación, sino de algún descuido de
los que las mujeres que piensan que no tienen de quien
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recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no, dime:
¿cuándo ¡oh traidor! respondí a tus ruegos con alguna
palabra o señal que pudiese despertar en ti alguna som-
bra de esperanza de cumplir tus infames deseos? ¿Cuán-
do tus amorosas palabras no fueron deshechas y repre-
hendidas de las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo
tus muchas promesas y mayores dádivas fueron de mí
creídas ni admitidas? Pero, por parecerme que alguno no
puede perseverar en el intento amoroso luengo tiempo, si
no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme
a mí la culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, algún
descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado; y
así, quiero castigarme y darme la pena que tu culpa me-
rece. Y porque vieses que siendo conmigo tan inhumana
no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser
testigo del sacrificio que pienso hacer a la ofendida honra
de mi tan honrado marido, agraviado de ti con el mayor
cuidado que te ha sido posible, y de mí también con el
poco recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te
di, para favorecer y canonizar tus malas intenciones. Tor-
no a decir que la sospecha que tengo que algún descuido
mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la
que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis
propias manos, porque, castigándome otro verdugo, qui-
zá sería más pública mi culpa; pero antes que esto haga
quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe
de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo,
viendo allá, dondequiera que fuere, la pena que da la jus-
ticia desinteresada y que no se dobla al que en términos
tan desesperados me ha puesto.
Y diciendo estas razones, con una increíble fuerza y li-
gereza arremetió a Lotario con la daga desenvainada, con
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tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que
casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran
falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su
industria y de su fuerza para estorbar que Camila no le
diese. La cual tan vivamente fingía aquel extraño embus-
te y falsedad, que, por dalle color de verdad, la quiso ma-
tizar con su misma sangre; porque, viendo que no podía
haber a Lotario, o fingiendo que no podía, dijo:
—Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan
justo deseo, a lo menos, no será tan poderosa que, en par-
te, me quite que no le satisfaga.
Y haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que
Lotario la tenía asida, la sacó, y guiando su punta por
parte que pudiese herir no profundamente, se la entró
y escondió por más arriba de la islilla del lado izquierdo,
junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como
desmayada.
Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal
suceso, y todavía dudaban de la verdad de aquel hecho,
viendo a Camila tendida en tierra y bañada en su sangre.
Acudió Lotario con mucha presteza, despavorido y sin
aliento, a sacar la daga, y en ver la pequeña herida salió
del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admi-
ró de la sagacidad, prudencia y mucha discreción de la
hermosa Camila; y, por acudir con lo que a él le tocaba,
comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el
cuerpo de Camila, como si estuviera difunta, echándo-
se muchas maldiciones, no sólo a él, sino al que había
sido causa de habelle puesto en aquel término. Y como
sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas
que el que le oyera le tuviera mucha más lástima que a
Camila, aunque por muerta la juzgara. Leonela la tomó
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en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario fue-
se a buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale
asimismo consejo y parecer de lo que dirían a Anselmo
de aquella herida de su señora, si acaso viniese antes que
estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que quisie-
sen; que él no estaba para dar consejo que de provecho
fuese; sólo le dijo que procurase tomarle la sangre, por-
que él se iba adonde gentes no le viesen. Y con muestras
de mucho dolor y sentimiento, se salió de casa; y cuando
se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de
hacerse cruces, maravillándose de la industria de Camila
y de los ademanes tan proprios de Leonela. Consideraba
cuán enterado había de quedar Anselmo de que tenía por
mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con él para
celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada
que jamás pudiera imaginarse.
Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora,
que no era más de aquello que bastó para acreditar su
embuste, y lavando con un poco de vino la herida, se la
ató lo mejor que supo, diciendo tales razones en tanto
que la curaba, que aunque no hubieran precedido otras,
bastaran a hacer creer a Anselmo que tenía en Camila un
simulacro de la honestidad.
Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Cami-
la, llamándose cobarde y de poco ánimo, pues le había
faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle, para
quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo
a su doncella si diría, o no, todo aquel suceso a su que-
rido esposo, la cual le dijo que no se lo dijese, porque le
pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no
podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer
estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese,
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sino a quitalle todas aquellas que le fuese posible. Res-
pondió Camila que le parecía muy bien su parecer, y que
ella le seguiría; pero que en todo caso convenía buscar
qué decir a Anselmo de la causa de aquella herida, que él
no podría dejar de ver; a lo que Leonela respondía que
ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
—Pues yo, hermana —replicó Camila—, ¿qué tengo
de saber, que no me atreveré a forjar ni sustentar una
mentira, si me fuese en ello la vida? Y si es que no hemos
de saber dar salida a esto, mejor será decirle la verdad
desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
—No tengas pena, señora: de aquí a mañana —res-
pondió Leonela— yo pensaré qué le digamos, y quizá
que por ser la herida donde es la podrás encubrir sin que
él la vea, y el cielo será servido de favorecer a nuestros
tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, seño-
ra mía, y procura sosegar tu alteración, porque mi señor
no te halle sobresaltada, y lo demás déjalo a mi cargo y al
de Dios, que siempre acude a los buenos deseos.
Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver
representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual
con tan extraños y eficaces afectos la representaron los
personajes della, que pareció que se habían transformado
en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la
noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir a verse
con su buen amigo Lotario, congratulándose con él de la
margarita preciosa que había hallado en el desengaño de
la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de dar-
le lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió,
y luego fue a buscar a Lotario; el cual hallado, no se pue-
de buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas
que de su contento le dijo, las alabanzas que dio a Cami-
492
la. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras
de alguna alegría, porque se le representaba a la memoria
cuán engañado estaba su amigo, y cuán injustamente él
le agraviaba; y aunque Anselmo veía que Lotario no se
alegraba, creía ser la causa por haber dejado a Camila he-
rida y haber él sido la causa; y así, entre otras razones, le
dijo que no tuviese pena del suceso de Camila, porque,
sin duda, la herida era ligera, pues quedaban de concierto
de encubrírsela a él; y que, según esto, no había de qué
temer, sino que de allí adelante se gozase y alegrase con
él, pues por su industria y medio él se veía levantado a la
más alta felicidad que acertara a desearse, y quería que no
fuesen otros sus entretenimientos que el hacer versos en
alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la memoria
de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determi-
nación y dijo que él, por su parte, ayudaría a levantar tan
ilustre edificio.
Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosa-
mente engañado que pudo haber en el mundo: él mismo
llevaba por la mano a su casa, creyendo que llevaba el
instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama.
Recebíale Camila con rostro, al parecer, torcido, aunque
con alma risueña. Duró este engaño algunos días, hasta
que al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda y sa-
lió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta,
y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.
CAPÍTULO XXXV
Que trata de la breve y descomunal batalla que
Don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, y
se da fin a la novela del Curioso impertinente
P oco más quedaba por leer de la novela, cuando
del caramanchón donde reposaba Don Quijote salió
Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
—Acudid, señores, presto, y socorred a mi señor, que
anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis
ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al
gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le
ha tajado la cabeza cercen a cercen, como si fuera un nabo!
—¿Qué decís, hermano? —dijo el cura, dejando de
leer lo que de la novela quedaba—. ¿Estáis en vos, San-
cho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís, estando el
gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y que
Don Quijote decía a voces:
—¡Tente, ladrón, malandrín, follón; que aquí te tengo,
y no te ha de valer tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por las pare-
des. Y dijo Sancho:
—No tienen que pararse a escuchar, sino entren a des-
partir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque ya no será me-
493
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nester, porque, sin duda alguna, el gigante está ya muerto,
y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida; que yo vi
correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a
un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino.
—Que me maten —dijo a esta sazón el ventero— si
Don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchillada
en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera
estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le
parece sangre a este buen hombre.
Y con esto, entró en el aposento, y todos tras él, y ha-
llaron a Don Quijote en el más extraño traje del mundo.
Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida, que por
delante le acabase de cubrir los muslos y por detrás tenía
seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas,
llenas de vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un
bonetillo colorado, grasiento, que era del ventero; en el
brazo izquierdo tenía revuelta la manta de la cama, con
quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el porqué, y
en la derecha, desenvainada, la espada, con la cual daba
cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si ver-
daderamente estuviera peleando con algún gigante. Y es
lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba
durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigan-
te; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que
iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al
reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su
enemigo; y había dado tantas cuchilladas en los cueros,
creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento
estaba lleno de vino. Lo cual visto por el ventero, tomó
tanto enojo, que arremetió con Don Quijote y a puño ce-
rrado le comenzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y el
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cura no se le quitaran, él acabara la guerra del gigante; y,
con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, has-
ta que el barbero trujo un gran caldero de agua fría del
pozo, y se le echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual
despertó Don Quijote; mas no con tanto acuerdo, que
echase de ver de la manera que estaba. Dorotea, que vio
cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a
ver la batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por
todo el suelo, y como no la hallaba, dijo:
—Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamento;
que la otra vez, en este mesmo lugar donde ahora me ha-
llo, me dieron muchos mojicones y porrazos, sin saber
quién me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no
parece por aquí esta cabeza, que vi cortar por mis mis-
mísimos ojos, y la sangre corría del cuerpo como de una
fuente.
—¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios
y de sus santos? —dijo el ventero—. ¿No ves, ladrón,
que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cueros
que aquí están horadados y el vino tinto que nada en este
aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de
quien los horadó?
—No sé nada —respondió Sancho—; sólo sé que ven-
dré a ser tan desdichado, que, por no hallar esta cabeza,
se me ha de deshacer mi condado como la sal en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmien-
do: tal le tenían las promesas que su amo le había hecho.
El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero
y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser como
la vez pasada, que se le fueron sin pagar, y que ahora no le
habían de valer los privilegios de su caballería para dejar
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de pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen cos-
tar las botanas que se habían de echar a los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a Don Quijote, el cual, cre-
yendo que ya había acabado la aventura, y que se hallaba
delante de la princesa Micomicona, se hincó de rodillas
delante del cura, diciendo:
—Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa seño-
ra, vivir, de hoy más, segura que le pueda hacer mal esta
mal nacida criatura; y yo también, de hoy más, soy quito
de la palabra que os di, pues, con el ayuda del alto Dios
y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan
bien la he cumplido.
—¿No lo dije yo? —dijo oyendo esto Sancho—. Sí
que no estaba yo borracho: ¡mirad si tiene puesto ya en
sal mi amo al gigante! ¡Ciertos son los toros: mi condado
está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates de los dos,
amo y mozo? Todos reían, si no el ventero, que se daba a
Satanás; pero, en fin, tanto hicieron el barbero, Cardenio
y el cura, que, con no poco trabajo, dieron con Don Qui-
jote en la cama, el cual se quedó dormido, con muestras
de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse
al portal de la venta a consolar a Sancho Panza de no ha-
ber hallado la cabeza del gigante; aunque más tuvieron
que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado
por la repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decía
en voz y en grito:
—En mal punto y en hora menguada entró en mi casa
este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran
visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada se fue con
el costo de una noche de cena, cama, paja y cebada, para
él y para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo
497
que era caballero aventurero —que mala ventura le dé
Dios, a él y a cuantos aventureros hay en el mundo—, y
que por esto no estaba obligado a pagar nada, que así es-
taba escrito en los aranceles de la caballería andantesca;
y ahora, por su respeto, vino estotro señor y me llevó mi
cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño,
toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi
marido; y por fin y remate de todo, romperme mis cueros
y derramarme mi vino, que derramada le vea yo su san-
gre. ¡Pues no se piense; que por los huesos de mi padre
y por el siglo de mi madre, si no me lo han de pagar un
cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni
sería hija de quien soy!
Estas y otras razones tales decía la ventera con gran-
de enojo, y ayudábala su buena criada Maritornes. La
hija callaba, y de cuando en cuando se sonreía. El cura
lo sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida
lo mejor que pudiese, así de los cueros como del vino, y
principalmente del menoscabo de la cola, de quien tanta
cuenta hacían. Dorotea consoló a Sancho Panza dicién-
dole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad
que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía,
en viéndose pacífica en su reino, de darle el mejor con-
dado que en él hubiese. Consolóse con esto Sancho, y
aseguró a la princesa que tuviese por cierto que él había
visto la cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía
una barba que le llegaba a la cintura; y que si no parecía,
era porque todo cuanto en aquella casa pasaba era por
vía de encantamento, como él lo había probado otra vez
que había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía y
que no tuviese pena; que todo se haría bien y sucedería
498
a pedir de boca. Sosegados todos, el cura quiso acabar
de leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cardenio,
Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase. Él, que
a todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla,
prosiguió el cuento, que así decía:
“Sucedió, pues, que, por la satisfacción que Anselmo
tenía de la bondad de Camila, vivía una vida contenta
y descuidada, y Camila, de industria, hacía mal rostro a
Lotario, por que Anselmo entendiese al revés de la vo-
luntad que le tenía; y para más confirmación de su he-
cho, pidió licencia Lotario para no venir a su casa, pues
claramente se mostraba la pesadumbre que con su vista
Camila recibía; mas el engañado Anselmo le dijo que en
ninguna manera tal hiciese; y desta manera, por mil ma-
neras era Anselmo el fabricador de su deshonra, creyen-
do que lo era de su gusto. En esto, el que tenía Leonela
de verse cualificada en sus amores llegó a tanto, que, sin
mirar a otra cosa se iba tras él a suelta rienda, fiada en
que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que
con poco recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin,
una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leo-
nela, y queriendo entrar a ver quién los daba, sintió que
le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de
abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a
tiempo que vio que un hombre saltaba por la ventana a la
calle; y acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle,
no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se
abrazó con él, diciéndole:
—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al
que de aquí saltó; es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacó
499
la daga y quiso herir a Leonela, diciéndole que le dijese la
verdad; si no, que la mataría. Ella, con el miedo, sin saber
lo que se decía, le dijo:
—No me mates, señor, que yo te diré cosas de más im-
portancia de las que puedes imaginar.
—Dilas luego —dijo Anselmo—; si no, muerta eres.
—Por ahora será imposible —dijo Leonela—, según
estoy de turbada; déjame hasta mañana, que entonces sa-
brás de mí lo que te ha de admirar; y está seguro que el
que saltó por esta ventana es un mancebo desta ciudad,
que me ha dado la mano de ser mi esposo.
Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar el térmi-
no que se le pedía, porque no pensaba oír cosa que con-
tra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfecho y
seguro; y así, se salió del aposento y dejó encerrada en él
a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le
dijese lo que tenía que decirle.
Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo
aquello que con su doncella le había pasado, y la palabra
que le había dado de decirle grandes cosas y de impor-
tancia. Si se turbó Camila o no, no hay para qué decirlo,
porque fue tanto el temor que cobró, creyendo verda-
deramente, y era de creer, que Leonela había de decir a
Anselmo todo lo que sabía de su poca fe, que no tuvo áni-
mo para esperar si su sospecha salía falsa o no, y aquella
mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía,
juntó las mejores joyas que tenía y algunos dineros, y, sin
ser de nadie sentida, salió de casa y se fue a la de Lotario,
a quien contó lo que pasaba, y le pidió que la pusiese en
cobro o que se ausentasen los dos donde de Anselmo pu-
diesen estar seguros. La confusión en que Camila puso
a Lotario fue tal, que no le sabía responder palabra, ni
500
menos sabía resolverse en lo que haría. En fin, acordó de
llevar a Camila a un monasterio, en quien era priora una
su hermana. Consintió Camila en ello, y con la presteza
que el caso pedía la llevó Lotario y la dejó en el monaste-
rio, y él ansimesmo se ausentó luego de la ciudad, sin dar
parte a nadie de su ausencia.
Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Ca-
mila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de saber lo
que Leonela quería decirle, se levantó y fue adonde la ha-
bía dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero
no halló en él a Leonela; sólo halló puestas unas sábanas
añudadas a la ventana, indicio y señal que por allí se ha-
bía descolgado e ido. Volvió luego muy triste a decírselo
a Camila y, no hallándola en la cama ni en toda la casa,
quedó asombrado. Preguntó a los criados de casa por
ella, pero nadie le supo dar razón de lo que pedía. Acer-
tó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres
abiertos y que dellos faltaban las más de sus joyas, y con
esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en que
no era Leonela la causa de su desventura; y ansí como
estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar
cuenta de su desdicha a su amigo Lotario. Mas cuando
no le halló, y sus criados le dijeron que aquella noche
había faltado de casa, y había llevado consigo todos los
dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y para acabar
de concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en
ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la
casa desierta y sola.
No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a
poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase y mi-
rábase en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados,
desamparado, a su parecer, del cielo que le cubría, y sobre
501
todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdi-
ción. Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse
a la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio
lugar a que se maquinase toda aquella desventura. Cerró
las puertas de su casa, subió a caballo, y con desmayado
aliento se puso en camino; y apenas hubo andado la mi-
tad, cuando, acosado de sus pensamientos, le fue forzoso
apearse y arrendar su caballo a un árbol, a cuyo tronco
se dejó caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y allí
se estuvo hasta casi que anochecía; y a aquella hora vio
que venía un hombre a caballo de la ciudad, y, después de
haberle saludado, le preguntó qué nuevas había en Flo-
rencia. El ciudadano respondió:
—Las más extrañas que muchos días ha se han oído
en ella; porque se dice públicamente que Lotario, aquel
grande amigo de Anselmo el rico, que vivía a San Juan,
se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual
tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Cami-
la, que anoche la halló el gobernador descolgándose con
una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. En
efecto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo sé
que toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no
se podía esperar tal hecho de la mucha y familiar amistad
de los dos, que dicen que era tanta, que los llamaban los
dos amigos.
—¿Sábese, por ventura —dijo Anselmo—, el camino
que llevan Lotario y Camila?
—Ni por pienso —dijo el ciudadano—, puesto que el
gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos.
—A Dios vais, señor —dijo Anselmo.
—Con él quedéis —respondió el ciudadano, y fuese.
Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos
502
Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la
vida. Levantóse como pudo, y llegó a casa de su amigo,
que aún no sabía su desgracia; mas como le vio llegar
amarillo, consumido y seco, entendió que de algún gra-
ve mal venía fatigado. Pidió luego Anselmo que le acos-
tasen, y que le diesen aderezo de escribir. Hízose así, y
dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun
que le cerrasen la puerta. Viéndose, pues, solo, comen-
zó a cargar tanto la imaginación de su desventura, que
claramente conoció que se le iba acabando la vida; y así,
ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña muer-
te; y comenzando a escribir, antes que acabase de poner
todo lo que quería, le faltó el aliento y dejó la vida en las
manos del dolor que le causó su curiosidad impertinente.
Viendo el señor de casa que era ya tarde y que Anselmo
no llamaba, acordó de entrar a saber si pasaba adelante su
indisposición, y hallóle tendido boca abajo, la mitad del
cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete, sobre
el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún
la pluma en la mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole
llamado primero; y, trabándole por la mano, viendo que
no le respondía, y hallándole frío, vio que estaba muerto.
Admiróse y congojose en gran manera, y llamó a la gente
de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida,
y, finalmente, leyó el papel, que conoció que de su mes-
ma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones:
‘Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si
las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila,
sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a
hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella
los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no
hay para qué…’
503
Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver
que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó
la vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de
Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia,
y el monasterio donde Camila estaba, casi en el térmi-
no de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no
por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo
del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no
quiso salir del monasterio, ni, menos, hacer profesión de
monja, hasta que, no de allí a muchos días, le vinieron
nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en
aquel tiempo dio monsieur de Lautrec al Gran Capitán
Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles,
donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo
cual sabido por Camila, hizo profesión y acabó en breves
días la vida, a las rigurosas manos de tristezas y melanco-
lías. Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan
desatinado principio”.
—Bien —dijo el cura— me parece esta novela; pero
no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingi-
do, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que
haya marido tan necio, que quiera hacer tan costosa ex-
periencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un
galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y
mujer, algo tiene del imposible; y en lo que toca al modo
de contarle, no me descontenta.
504
CAPÍTULO XXXVI
Que trata de otros raros sucesos que en la
venta sucedieron
E stando en esto, el ventero, que estaba a la
puerta de la venta, dijo:
—Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes:
si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos.
—¿Qué gente es? —dijo Cardenio.
—Cuatro hombres —respondió el ventero— vienen a
caballo, a la jineta, con lanzas y adargas, y todos con anti-
faces negros; y junto con ellos viene una mujer vestida de
blanco en un sillón, ansimesmo cubierto el rostro, y otros
dos mozos de a pie.
—¿Vienen muy cerca? —preguntó el cura.
—Tan cerca —respondió el ventero—, que ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio
se entró en el aposento de Don Quijote; y casi no habían
tenido lugar para esto, cuando entraron en la venta todos
los que el ventero había dicho; y apeándose los cuatro
de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran,
fueron a apear a la mujer que en el sillón venía; y, to-
mándola uno de ellos en sus brazos, la sentó en una silla
que estaba a la entrada del aposento donde Cardenio se
había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se
habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna;
505
506
sólo que al sentarse la mujer en la silla dio un profundo
suspiro, y dejó caer los brazos, como persona enferma y
desmayada. Los mozos de a pie llevaron los caballos a la
caballeriza.
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era
aquella que con tal traje y tal silencio estaba, se fue don-
de estaban los mozos, y a uno de ellos le preguntó lo que
ya deseaba; el cual le respondió:
—Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea
ésta; sólo sé que muestra ser muy principal, especialmen-
te aquel que llegó a tomar en sus brazos a aquella señora
que habéis visto; y esto dígolo porque todos los demás
le tienen respeto y no se hace otra cosa más de la que él
ordena y manda.
—Y la señora, ¿quién es? —preguntó el cura.
—Tampoco sabré decir eso —respondió el mozo—,
porque en todo el camino no la he visto el rostro; suspi-
rar sí la he oído muchas veces, y dar unos gemidos, que
parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no
es de maravillar que no sepamos más de lo que habemos
dicho, porque mi compañero y yo no ha más de dos días
que los acompañamos; porque, habiéndolos encontrado
en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos
con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo
muy bien.
—Y ¿habéis oído nombrar a alguno dellos? —pregun-
tó el cura.
—No, por cierto —respondió el mozo—, porque to-
dos caminan con tanto silencio, que es maravilla; porque
no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos
de la pobre señora, que nos mueven a lástima, y sin duda
507
tenemos creído que ella va forzada donde quiera que va;
y, según se puede colegir por su hábito, ella es monja, o
va a serlo, que es lo más cierto, y quizá porque no le debe
de nacer de voluntad el monjío, va triste, como parece.
—Todo podría ser —dijo el cura.
Y dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea; la
cual, como había oído suspirar a la embozada, movida de
natural compasión, se llegó a ella y le dijo:
—¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de
quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de cu-
rarle, que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de
serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora, y aunque Do-
rotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se esta-
ba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado
—que dijo el mozo que los demás obedecían— y dijo a
Dorotea:
—No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer,
porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que
por ella se hace, ni procuréis que os responda, si no que-
réis oír alguna mentira de su boca.
—Jamás la dije —dijo a esta sazón la que hasta allí ha-
bía estado callando—; antes por ser tan verdadera y tan
sin trazas mentirosas me veo ahora en tanta desventura; y
desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi pura
verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamen-
te, como quien estaba tan junto de quien las decía, que
sola la puerta del aposento de Don Quijote estaba en me-
dio; y así como las oyó, dando una gran voz dijo:
—¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es
esta que ha llegado a mis oídos?
508
Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda so-
bresaltada, y no viendo quién los daba, se levantó en pie
y fuese a entrar en el aposento; lo cual, visto por el ca-
ballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella, con
la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que
traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura in-
comparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y
asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos
los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahín-
co, que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin
saber por qué las hacía, pusieron gran lástima en Dorotea
y en cuantos la miraban. Teníala el caballero fuertemente
asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla,
no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caía, como,
en efecto, se le cayó del todo; y alzando los ojos Dorotea,
que abrazada con la señora estaba, vio que el que abra-
zada ansimesmo la tenía era su esposo don Fernando; y
apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo
de sus entrañas un luengo y tristísimo ¡ay!, se dejó caer
de espaldas desmayada; y a no hallarse allí junto el bar-
bero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en
el suelo. Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para
echarle agua en el rostro, y así como la descubrió, la co-
noció don Fernando, que era el que estaba abrazado con
la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque
dejase, con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que
procuraba soltarse de sus brazos; la cual había conocido
en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella.
Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando
se cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, sa-
lió del aposento despavorido, y lo primero que vio fue a
don Fernando, que tenía abrazada a Luscinda. También
509
don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres,
Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y sus-
pensos, casi sin saber lo que les había acontecido.
Callaban todos y mirábanse todos, Dorotea a don Fer-
nando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda, y
Luscinda a Cardenio. Mas quien primero rompió el silen-
cio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera:
—Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a
ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis, de-
jadme llegar al muro de quien yo soy yedra; al arrimo de
quien no me han podido apartar vuestras importunacio-
nes, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras
dádivas. Notad cómo el cielo, por desusados y a noso-
tros encubiertos caminos, me ha puesto a mi verdadero
esposo delante; y bien sabéis por mil costosas experien-
cias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi
memoria. Sean, pues, parte tan claros desengaños para
que volváis —ya que no podáis hacer otra cosa— el amor
en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la
vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la
daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará
satisfecho de la fe que le mantuve hasta el último trance
de la vida.
Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y había
estado escuchando todas las razones que Luscinda dijo,
por las cuales vino en conocimiento de quién ella era; y
viendo que don Fernando aún no la dejaba de los bra-
zos, ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que
pudo, se levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies,
y, derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras
lágrimas, así le comenzó a decir:
510
—Si ya no es, señor mío, que los rayos de este sol que
en tus brazos eclipsado tienes te quitan y ofuscan los de
tus ojos, ya habrás echado de ver que la que a tus pies
está arrodillada es la sin ventura hasta que tú quieras y la
desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a
quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar
a la alteza de poder llamarse tuya; soy la que, encerrada
en los límites de la honestidad, vivió vida contenta has-
ta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer,
justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su
recato y te entregó las llaves de su libertad, dádiva de ti
tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido
forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo a
ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría
yo que cayese en tu imaginación pensar que he venido
aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traído sólo
los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada. Tú
quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera, que
aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que
tú dejes de ser mío. Mira, señor mío, que puede ser re-
compensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas la
incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser de
la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser
tuya, porque es de Cardenio; y más fácil te será, si en ello
miras, reducir tu voluntad a querer a quien te adora, que
no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú
solicitaste mi descuido; tú rogaste a mi entereza; tú no
ignoraste mi calidad; tú sabes bien de la manera que me
entregué a toda tu voluntad; no te queda lugar ni acogida
de llamarte a engaño; y si esto es así, como lo es, y tú eres
tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos
dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me he-
511
ciste en los principios? Y si no me quieres por la que soy,
que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme, a lo
menos, y admíteme por tu esclava; que como yo esté en
tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No
permitas, con dejarme y desampararme, que se hagan y
junten corrillos en mi deshonra; no des tan mala vejez a
mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que,
como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y
si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla
con la mía, considera que pocas o ninguna nobleza hay
en el mundo que no haya corrido por este camino, y que
la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en
las ilustres descendencias; cuanto más, que la verdadera
nobleza consiste en la virtud, y si ésta a ti te falta negán-
dome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con
más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin, señor,
lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras,
yo soy tu esposa; testigos son tus palabras, que no han ni
deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello
porque me desprecias; testigo será la firma que hiciste, y
testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que
me prometías. Y cuando todo esto falte, tu misma con-
ciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de
tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho y
turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con
tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos que acom-
pañaban a don Fernando, y cuantos presentes estaban la
acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin re-
plicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas, y prin-
cipio a tantos sollozos y suspiros, que bien había de ser
corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no
512
se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos
lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha
discreción y hermosura; y aunque quisiera llegarse a ella
y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los
brazos de don Fernando, que apretada la tenían. El cual,
lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espa-
cio que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los
brazos, y, dejando libre a Luscinda, dijo:
—Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es
posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido así como la
dejó don Fernando, iba a caer en el suelo; mas hallándose
Cardenio allí junto, que a las espaldas de don Fernando
se había puesto porque no le conociese, pospuesto por
temor y aventurándose a todo riesgo, acudió a sostener a
Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
—Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas al-
gún descanso, leal, firme y hermosa señora mía, en nin-
guna parte creo yo que le tendrás más seguro que en estos
brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron,
cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los ojos, y,
habiendo comenzado a conocerle, primero por la voz, y ase-
gurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido y sin
tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó los brazos
al cuello y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:
—Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vues-
tra cautiva, aunque más lo impida la contraria suerte, y
aunque más amenazas le hagan a esta vida que en la vues-
tra se sustenta.
Extraño espectáculo fue éste para don Fernando y
para todos los circunstantes, admirándose de tan no vis-
513
to suceso. Parecióle a Dorotea que don Fernando había
perdido la color del rostro y que hacía ademán de querer
vengarse de Cardenio porque le vio encaminar la mano
a ponella en la espada; y así como lo pensó, con no vista
presteza, se abrazó con él por las rodillas, besándoselas y
teniéndole apretado, que no le dejaba mover, y sin cesar
un punto de sus lágrimas, le decía:
—¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en
este tan impensado trance? Tú tienes a tus pies a tu espo-
sa, y la que quieres que lo sea en los brazos de su marido.
Mira si te estará bien, o te será posible deshacer lo que el
cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a igualar
a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, con-
firmada en su verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene
los suyos, bañados de licor amoroso el rostro y pecho de
su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego, y por
quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño
no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal ma-
nera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos
amantes le tengan sin impedimento tuyo todo el tiempo
que el cielo quisiere concedérsele, y en esto mostrarás la
generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo
que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio
tenía abrazada a Luscinda, no quitaba los ojos de don
Fernando, con determinación de que si le viese hacer
algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse
y ofender como mejor pudiese a todos aquellos que en
su daño se mostrasen, aunque le costase la vida; pero a
esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y el
cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin
que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban
514
a don Fernando, suplicándole tuviese por bien de mirar
las lágrimas de Dorotea, y que, siendo verdad, como sin
duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había
dicho, que no permitiese quedase defraudada de sus tan
justas esperanzas; que considerase que, no acaso, como
parecía, sino con particular providencia del cielo, se ha-
bían todos juntado en lugar donde menos ninguno pen-
saba; y que advirtiese —dijo el cura— que sola la muerte
podía apartar a Luscinda de Cardenio; y aunque los divi-
diesen filos de alguna espada, ellos tendrían por felicísi-
ma su muerte; y que en los casos irremediables era suma
cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar
un generoso pecho, permitiendo que por sola su volun-
tad los dos gozasen el bien que el cielo ya les había con-
cedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad de
Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar,
cuanto más hacerle ventaja, y que juntase a su hermo-
sura su humildad y el extremo del amor que le tenía, y,
sobre todo, advirtiese que si se preciaba de caballero y de
cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplille la
palabra dada; y que, cumpliéndosela, cumpliría con Dios
y satisfaría a las gentes discretas, las cuales saben y co-
nocen que es prerrogativa de la hermosura, aunque esté
en sujeto humilde, como se acompañe con la honestidad,
poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota
de menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y
cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto como en
ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que
las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos otras, tales y
tantas, que el valeroso pecho de don Fernando —en fin,
como alimentado con ilustre sangre— se ablandó y se
515
dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque
quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entrega-
do al buen parecer que se le había propuesto fue abajarse
y abrazar a Dorotea, diciéndole:
—Levantaos, señora mía; que no es justo que esté
arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma; y si
hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha
sido por orden del cielo, para que viendo yo en vos la fe
con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis. Lo
que os ruego es que no me reprehendáis mi mal término
y mi mucho descuido; pues la misma ocasión y fuerza
que me movió para acetaros por mía, esa misma me im-
pidió para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad,
volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en
ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros; y pues ella
halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos
lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y
felices años con su Cardenio, que yo rogaré al cielo que
me deje vivir con mi Dorotea.
Y diciendo esto, la tornó a abrazar y a juntar su rostro
con el suyo, con tan tierno sentimiento, que le fue nece-
sario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen
de dar indubitables señas de su amor y arrepentimiento.
No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las
de casi todos los que allí presentes estaban; porque co-
menzaron a derramar tantas, los unos de contento pro-
prio, y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún
grave y mal caso a todos había sucedido. Hasta Sancho
Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino
por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina
Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Duró
algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos,
516
y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas
ante don Fernando, dándole gracias de la merced que les
había hecho, con tan corteses razones, que don Fernando
no sabía qué responderles; y así, los levantó y abrazó con
muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido
a aquel lugar, tan lejos del suyo. Ella, con breves y dis-
cretas razones, contó todo lo que antes había contado a
Cardenio; de lo cual gustó tanto don Fernando y los que
con él venían, que quisieran que durara el cuento más
tiempo; tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus
desventuras. Y así como hubo acabado, dijo don Fernan-
do lo que en la ciudad le había acontecido después que
halló el papel, en el seno de Luscinda, donde declaraba
ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la
quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no fuera impe-
dido; y que así, se salió de su casa despechado y corrido,
con determinación de vengarse con más comodidad; y
que otro día supo cómo Luscinda había faltado de casa
de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se había
ido, y que, en resolución, al cabo de algunos meses vino
a saber cómo estaba en un monesterio, con voluntad de
quedarse en él toda la vida, si no la pudiese pasar con
Cardenio; y que así como lo supo, escogiendo para su
compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde es-
taba, a la cual no había querido hablar, temeroso que en
sabiendo que él estaba allí, había de haber más guarda en
el monesterio; y así, aguardando un día a que la portería
estuviese abierta, dejó a los dos a la guarda de la puerta,
y él, con otro, habían entrado en el monesterio buscando
a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con
una monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa,
517
se habían venido con ella a un lugar donde se acomoda-
ron de aquello que hubieron menester para traella; todo
lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el
monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo.
Dijo que así como Luscinda se vio en su poder, perdió to-
dos los sentidos; y que después de vuelta en sí, no había
hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar palabra
alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas,
habían llegado a aquella venta, que para él era haber lle-
gado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las des-
venturas de la tierra.
518
CAPÍTULO XXXVII
Donde se prosigue la historia de la famosa
infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras
T odo esto escuchaba Sancho, no con poco do-
lor de su ánima, viendo que se le desaparecían e iban
en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda prin-
cesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gi-
gante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo a
sueño suelto, bien descuidado de todo lo sucedido. No se
podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que poseía;
Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Lus-
cinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba
gracias al cielo por la merced recibida y haberle sacado de
aquel intrincado laberinto, donde se hallaba tan a pique
de perder el crédito y el alma; y, finalmente, cuantos en
la venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen
suceso que habían tenido tan trabados y desesperados
negocios. Todo lo ponía en su punto el cura, como dis-
creto, y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado;
pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera,
por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho
de pagalle todos los daños e intereses que por cuenta de
Don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya
se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y
519
520
así, con malencólico semblante, entró a su amo, el cual
acababa de despertar, a quien dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura,
dormir todo lo que quisiere, sin cuidado de matar a nin-
gún gigante, ni de volver a la princesa su reino; que ya
todo está hecho y concluido.
—Eso creo yo bien —respondió Don Quijote—, por-
que he tenido con el gigante la más descomunal y desafo-
rada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida,
y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue
tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la
tierra como si fueran de agua.
—Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra mer-
ced decir mejor —respondió Sancho—; porque quiero
que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gi-
gante muerto es un cuero horadado; y la sangre, seis arro-
bas de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza
cortada es… la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.
—¿Y qué es lo que dices, loco? —replicó Don Quijo-
te—. ¿Estás en tu seso?
—Levántese vuestra merced —dijo Sancho—, y verá
el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pa-
gar, y verá a la reina convertida en una dama particular,
llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos,
le han de admirar.
—No me maravillaría de nada de eso —replicó Don
Quijote—; porque si bien te acuerdas, la otra vez que
aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía
eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora
fuese lo mesmo.
—Todo lo creyera yo —respondió Sancho—, si tam-
bién mi manteamiento fuera cosa dese jaez, mas no lo
521
fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el ventero
que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta, y me
empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con
tanta risa como fuerza; y donde interviene conocerse las
personas, tengo para mí, aunque simple y pecador, que
no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y
mucha mala ventura.
—Ahora bien, Dios lo remediará —dijo Don Quijo-
te—. Dame de vestir y déjame salir allá fuera; que quiero
ver los sucesos y transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y en el entretanto que se vestía,
contó el cura a don Fernando y a los demás las locuras
de Don Quijote, y del artificio que habían usado para sa-
carle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar, por
desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las
aventuras que Sancho había contado, de que no poco se
admiraron y rieron, por parecerles lo que a todos parecía:
ser el más extraño género de locura que podía caber en
pensamiento disparatado. Dijo más el cura: que pues ya
el buen suceso de la señora Dorotea impidía pasar con
su disignio adelante, que era menester inventar y hallar
otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse Cardenio
de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y repre-
sentaría la persona de Dorotea.
—No —dijo don Fernando—, no ha de ser así: que yo
quiero que Dorotea prosiga su invención; que como no
sea muy lejos de aquí el lugar de este buen caballero, yo
holgaré de que se procure su remedio.
—No está más de dos jornadas de aquí.
—Pues aunque estuviera más, gustara yo de camina-
llas, a trueco de hacer tan buena obra.
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Salió, en esto, Don Quijote, armado de todos sus per-
trechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en
la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco
o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la ex-
traña presencia de Don Quijote, viendo su rostro de me-
dia legua de andadura, seco y amarillo, la desigualdad de
sus armas y su mesurado continente, y estuvieron callan-
do, hasta ver lo que él decía; el cual, con mucha gravedad
y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
—Estoy informado, hermosa señora, deste mi escu-
dero que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro
ser se ha deshecho, porque de reina y gran señora que
solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella.
Si esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro
padre, temeroso que yo no os diese la necesaria y debida
ayuda, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que
fue poco versado en las historias caballerescas; porque si
él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto
espacio como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo
otros caballeros de menor fama que la mía habían acaba-
do cosas más dificultosas, no siéndolo mucho matar a un
gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas
horas que yo me vi con él, y… quiero callar, porque no
me digan que miento; pero el tiempo, descubridor de to-
das las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.
—Vistes os vos con dos cueros; que no con un gigante
—dijo a esta sazón el ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y no inte-
rrumpiese la plática de Don Quijote en ninguna manera;
y Don Quijote prosiguió diciendo:
—Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por
la causa que he dicho vuestro padre ha hecho este me-
523
tamorfóseos en vuestra persona, que no le deis crédito
alguno; porque no hay ningún peligro en la tierra por
quien no se abra camino mi espada, con la cual, poniendo
la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la
corona de la vuestra en la cabeza, en breves días.
No dijo más Don Quijote, y esperó a que la princesa
le respondiese; la cual, como ya sabía la determinación
de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el en-
gaño hasta llevar a su tierra a Don Quijote, con mucho
donaire y gravedad le respondió:
—Quienquiera que os dijo, valeroso Caballero de la
Triste Figura, que yo me había mudado y trocado de mi
ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me
soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí
ciertos acaecimientos de buena ventura, que me la han
dado, la mejor que yo pudiera desearme; pero no por
eso he dejado de ser la que antes y de tener los mesmos
pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e
invulnerable brazo que siempre he tenido. Así que, señor
mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me en-
gendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues
con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para
remediar mi desgracia, que yo creo que si por vos, señor,
no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo; y en
esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los
más de estos señores que están presentes. Lo que resta es
que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se
podrá hacer poca jornada, y en lo demás del buen suceso
que espero, lo dejaré a Dios y al valor de vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y en oyéndolo Don Quijote
se volvió a Sancho, y con muestras de mucho enojo le dijo:
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—Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor be-
llacuelo que hay en España. Dime, ladrón, vagamundo,
¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se había
vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea y que la
cabeza que entiendo que corté a un gigante era la puta
que te parió, con otros disparates que me pusieron en la
mayor confusión que jamás he estado en todos los días
de mi vida? ¡Voto… —y miró al cielo y apretó los dien-
tes—, que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga
sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos
hubiere de caballeros andantes, de aquí adelante, en el
mundo!
—Vuestra merced se sosiegue, señor mío —respondió
Sancho—; que bien podría ser que yo me hubiese enga-
ñado en lo que toca a la mutación de la señora princesa
Micomicona; pero en lo que toca a la cabeza del gigan-
te, o, a lo menos, a la horadación de los cueros y a lo de
ser vino tinto la sangre, no me engaño, vive Dios, porque
los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de
vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago en
el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero
decir que lo verá cuando aquí su merced del señor ven-
tero le pida el menoscabo de todo. De lo demás, de que
la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el
alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
—Ahora yo te digo, Sancho —dijo Don Quijote—,
que eres un mentecato, y perdóname, y basta.
—Basta —dijo don Fernando—, y no se hable más en
esto; y pues la señora princesa dice que se camine maña-
na, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la po-
dremos pasar en buena conversación, hasta el venidero
día, donde todos acompañaremos al señor Don Quijote,
525
porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas
hazañas que ha de hacer en el discurso desta grande em-
presa que a su cargo lleva.
—Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros —
respondió Don Quijote—, y agradezco mucho la merced
que se me hace y la buena opinión que de mí se tiene, la
cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida,
y aún más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofre-
cimientos pasaron entre Don Quijote y don Fernando;
pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella
sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser
cristiano recién venido de tierra de moros, porque venía
vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con
medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo
de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos
borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un
tahalí que le atravesaba el pecho. Entró luego tras él,
encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida,
cubierto el rostro, con una toca en la cabeza; traía un bo-
netillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los
hombros a los pies la cubría. Era el hombre de robusto y
agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta años,
algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy
bien puesta; en resolución, él mostraba en su apostura
que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de
calidad y bien nacida. Pidió, en entrando, un aposento, y
como le dijeron que en la venta no le había, mostró rece-
bir pesadumbre; y llegándose a la que en el traje parecía
mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ven-
tera, su hija y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellos
nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que
526
siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole
que así ella como el que la traía se congojaban por la falta
de aposento, le dijo:
—No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad
de regalo que aquí falta, pues es propio de ventas no ha-
llarse en ellas; pero, con todo esto, si gustáredes de posar
con nosotras —señalando a Luscinda—, quizá en el dis-
curso deste camino habréis hallado otros no tan buenos
acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra
cosa que levantarse de donde sentado se había, y pues-
tas entrambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada
la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía.
Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de
ser mora, y que no sabía hablar cristiano. Llegó, en esto,
el cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces
había estado, y viendo que todas tenían cercada a la que
con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:
—Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi len-
gua, ni sabe hablar otra ninguna sino conforme a su tie-
rra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde,
a lo que se le ha preguntado.
—No se le pregunta otra cosa ninguna —respondió
Luscinda— sino ofrecelle por esta noche nuestra com-
pañía y parte del lugar donde nos acomodáremos, don-
de se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, con la
voluntad que obliga a servir a todos los extranjeros que
dello tuvieren necesidad, especialmente siendo mujer a
quien se sirve.
—Por ella y por mí —respondió el cautivo— os beso,
señora mía, las manos, y estimo mucho y en lo que es
527
razón la merced ofrecida, que en tal ocasión, y de tales
personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de
ver que ha de ser muy grande.
—Decidme, señor —dijo Dorotea—: ¿esta señora es
cristiana o mora? Porque el traje y el silencio nos hace
pensar que es lo que no querríamos que fuese.
—Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es
muy grande cristiana, porque tiene grandísimos deseos
de serlo.
—Luego ¿no es bautizada? —replicó Luscinda.
—No ha habido lugar para ello —respondió el cauti-
vo— después que salió de Argel, su patria y tierra, y hasta
agora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana que
obligase a baptizalla sin que supiese primero todas las ce-
remonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero
Dios será servido que presto se bautice, con la decencia
que la calidad de su persona merece, que es más de lo que
muestra su hábito y el mío.
Estas razones pusieron gana en todos los que escu-
chándole estaban de saber quién fuese la mora y el cauti-
vo; pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver
que aquella sazón era más para procurarles descanso que
para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano
y la llevó a sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el em-
bozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara le dijese
lo que decían y lo que ella haría. Él, en lengua arábiga, le
dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hicie-
se; y, así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso,
que Dorotea la tuvo por más hermosa que a Luscinda,
y Luscinda por más hermosa que a Dorotea, y todos los
circunstantes conocieron que si alguno se podría igualar
528
al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le
aventajaron en alguna cosa. Y como la hermosura tenga
prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las
voluntades, luego se rindieron todos al deseo de servir y
acariciar a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al cautivo cómo se llamaba la
mora, el cual respondió que Lela Zoraida; y así como esto
oyó, ella entendió lo que le habían preguntado al cristia-
no, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y donaire:
—¡No, no Zoraida: María, María! —dando a entender
que se llamaba María y no Zoraida.
Estas palabras y el grande afecto con que la mora las
dijo hicieron derramar más de una lágrima a algunos de
los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que
de su naturaleza son tiernas y compasivas. Abrazola Lus-
cinda con mucho amor, diciéndole:
—Sí, sí, María, María.
A lo cual respondió la mora:
—¡Sí, sí, María: Zoraida macange! —que quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y por orden de los que ve-
nían con don Fernando había el ventero puesto diligencia
y cuidado en aderezarles de cenar lo mejor que a él le fue
posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse todos a una
larga mesa como de tinelo, porque no la había redonda
ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal
asiento, puesto que él lo rehusaba, a Don Quijote, el cual
quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues
él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda y Zo-
raida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego
el cautivo y los demás caballeros, y al lado de las señoras,
el cura y el barbero, y así, cenaron con mucho contento,
y acrecentóseles más viendo que, dejando de comer Don
529
Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le
movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los
cabreros, comenzó a decir:
—Verdaderamente, si bien se considera, señores míos,
grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden
de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes ha-
brá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo
entrara, y de la suerte que estamos nos viera, que juzgue
y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá
decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina
que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la
Triste Figura que anda por ahí en boca de la Fama? Ahora
no hay que dudar, sino que esta arte y ejercicio excede
a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron,
y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peli-
gros está sujeto. Quítenseme de delante los que dijeren
que las letras hacen ventaja a las armas; que les diré, y
sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque
la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más
se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los
del cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejerci-
tan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para
el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como
si en esto que llamamos armas los que las profesamos
no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales pi-
den para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no
trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un
ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así con el es-
píritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con
las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del
enemigo, los designios, las estratagemas, las dificultades,
el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas
530
son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte
alguna el cuerpo. Siendo, pues, ansí que las armas requie-
ren espíritu, como las letras, veamos ahora cuál de los
dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más;
y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que
cada uno se encamina; porque aquella intención se ha de
estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el
fin y paradero de las letras, y no hablo ahora de las divi-
nas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al
cielo; que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le
puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin
poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno
lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se
guarden. Fin por cierto, generoso y alto, y digno de gran-
de alabanza; pero no de tanta como merece aquel a que
las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la
paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear
en esta vida. Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el
mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los
ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en
los aires: “Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra a los
hombres de buena voluntad”; y la salutación que el me-
jor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados
y favoridos fue decirles que cuando entrasen en alguna
casa dijesen: “Paz sea en esta casa”; y otras muchas veces
les dijo: “Mi paz os doy, mi paz os dejo; paz sea con voso-
tros”, bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano:
joya, que sin ella, en la tierra ni en el cielo puede haber
bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra; que
lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues,
esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en
esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los
531
trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las
armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera y por tan buenos términos iba prosi-
guiendo en su plática Don Quijote, que obligó a que, por
entonces, ninguno de los que escuchándole estaban le tu-
viesen por loco; antes, como todos los más eran caballe-
ros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy
buena gana; y él prosiguió diciendo:
—Digo, pues, que los trabajos del estudiante son és-
tos; principalmente pobreza —no porque todos sean po-
bres, sino por poner este caso en todo el extremo que
pueda ser—; y en haber dicho que padece pobreza me
parece que no había que decir más de su mala ventura;
porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobre-
za la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya
en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es
tanta, que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo
que se usa; aunque sea de las sobras de los ricos, que es
la mayor miseria del estudiante este que entre ellos lla-
man andar a la sopa; y no les falta algún ajeno brasero
o chimenea, que, si no calienta, a lo menos, entibie su
frío, y, en fin, la noche duermen debajo de cubierta. No
quiero llegar a otras menudencias, conviene a saber, de la
falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco
pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuan-
do la buena suerte les depara algún banquete. Por este
camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando
aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer
acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a mu-
chos hemos visto que, habiendo pasado por estas sirtes
y por estas Escilas y Caribdis como llevados en vuelo de
la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y
532
gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre
en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas y
su dormir en una estera en reposar en holandas y damas-
cos, premio justamente merecido de su virtud. Pero con-
trapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite
guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
CAPÍTULO XXXVIII
Que trata del curioso discurso que hizo Don
Quijote de las armas y las letras
P rosiguiendo Don Quijote, dijo:
—Pues comenzamos en el estudiante por la pobre-
za y sus partes, veamos si es más rico el soldado. Y vere-
mos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza,
porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o
tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con no-
table peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele
ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve
de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele re-
parar de las inclemencias del cielo, estando en la campa-
ña rasa, con sólo el aliento de su boca, que, como sale de
lugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío,
contra toda naturaleza. Pues esperad que espere que lle-
gue la noche para restaurarse de todas estas incomodida-
des en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su cul-
pa, jamás pecará de estrecha: que bien puede medir en la
tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella a su sabor,
sin temor que se le encojan las sábanas. Lléguese, pues, a
todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su ejerci-
cio; lléguese un día de batalla; que allí le pondrán la borla
en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo,
533
534
que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará estropea-
do de brazo o pierna. Y cuando esto no suceda, sino que
el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podrá
ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba, y
que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una
y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para me-
drar en algo; pero estos milagros vense raras veces. Pero,
decidme, señores, si habéis mirado en ello, ¿cuán menos
son los premiados por la guerra que los que han pereci-
do en ella? Sin duda, habéis de responder, que no tienen
comparación, ni se pueden reducir a cuenta los muertos,
y que se podrán contar los premiados vivos con tres letras
de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados; porque
de faldas, que no quiero decir de mangas, todos tienen en
qué entretenerse; así que, aunque es mayor el trabajo del
soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se pue-
de responder que es más fácil premiar a dos mil letrados
que a treinta mil soldados, porque a aquéllos se premian
con darles oficios que por fuerza se han de dar a los de
su profesión, y a éstos no se pueden premiar sino con la
mesma hacienda del señor a quien sirven; y esta impo-
sibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero dejemos
esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida,
sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las
letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según
son las razones que cada una de su parte alega; y entre las
que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían
sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus
leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo
que son letras y letrados. A esto responden las armas que
las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las
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armas se defienden las repúblicas, se conservan los rei-
nos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se
despejan los mares de cosarios, y, finalmente, si por ellas
no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las
ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al
rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo
que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de
sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más
cuesta se estima y debe de estimar en más. Alcanzar al-
guno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias,
hambre, desnudez, vaguidos de cabeza, indigestiones de
estómago, y otras cosas a éstas adherentes, que, en parte,
ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a
ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en
tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a
cada paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de
necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante,
que llegue al que tiene un soldado, que, hallándose cerca-
do en algún rebellín o caballero, siente que los enemigos
están minando hacia la parte donde él está, y no puede
apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro que de
tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar no-
ticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con
alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y espe-
rando cuándo improvisadamente ha de subir a las nubes
sin alas, y bajar al profundo sin su voluntad. Y si éste pa-
rece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el
de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar
espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda
al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla
del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de
sí tantos ministros de la muerte, que le amenazan cuan-
536
tos cañones de artillería se asestan de la parte contraria,
que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al
primer descuido de los pies iría a visitar los profundos se-
nos de Neptuno, y, con todo esto, con intrépido corazón,
llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de
tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso
al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que ape-
nas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin
del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si éste
también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda,
otro y otro le sucede, sin dar tiempo, al tiempo de sus
muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede
hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aque-
llos benditos siglos que carecieron de la espantable furia
de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería,
a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está
dando el premio de su diabólica invención, con la cual
dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a
un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde,
en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los
valientes pechos, llega una desmandada bala —disparada
de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo
el fuego al disparar de la maldita máquina—, y corta y
acaba en un instante los pensamientos y vida de quien
la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto,
estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado
este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable
como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí
ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo
pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la oca-
sión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi
brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la
537
tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido; que tanto
seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a
mayores peligros me he puesto que se pusieron los caba-
lleros andantes de los pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo Don Quijote en tanto
que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a
la boca, puesto que algunas veces le había dicho Sancho
Panza que cenase; que después habría lugar para decir
todo lo que quisiese. En los que escuchado le habían so-
brevino nueva lástima, de ver que hombre que, al pare-
cer, tenía buen entendimiento y buen discurso en todas
las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematada-
mente en tratándole de su negra y pizmienta caballería.
El cura le dijo que tenía mucha razón en todo cuanto ha-
bía dicho en favor de las armas, y que él, aunque letrado
y graduado, estaba de su mesmo parecer.
Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y en tan-
to que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el ca-
maranchón de Don Quijote de la Mancha, donde habían
determinado que aquella noche las mujeres solas en él se
recogiesen, don Fernando rogó al cautivo les contase el
discurso de su vida, porque no podría ser sino que fuese
peregrino y gustoso, según las muestras que había comen-
zado a dar, viniendo en compañía de Zoraida. A lo cual
respondió el cautivo que de muy buena gana haría lo que
se le mandaba, y que sólo temía que el cuento no había
de ser tal, que les diese el gusto que él deseaba; pero que,
con todo eso, por no faltar en obedecelle, le contaría. El
cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se
lo rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran
menester ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza.
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—Y, así, estén vuestras mercedes atentos y oirán un
discurso verdadero a que todos se acomodasen y le pres-
tasen un gran silencio; y él, viendo que ya callaban y es-
peraban lo que decir quisiese, con voz agradable y repo-
sada comenzó a decir desta manera:
CAPÍTULO XXXIX
Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos
—E n un lugar de las montañas de León
tuvo principio mi linaje, con quien fue más
agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque
en la estrecheza de aquellos pueblos todavía alcanzaba
mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera si así se
diera maña a conservar su hacienda como se la daba en
gastalla. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador
le procedió de haber sido soldado los años de su juven-
tud; que es escuela la soldadesca donde el mezquino se
hace franco, y el franco, pródigo; y si algunos soldados
se hallan miserables, son como monstruos: que se ven
raras veces. Pasaba mi padre los términos de la liberali-
dad y rayaba en los de ser pródigo, cosa que no le es de
ningún provecho al hombre casado y que tiene hijos que
le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi
padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de
poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, según él
decía, no podía irse a la mano contra su condición, quiso
privarse del instrumento y causa que le hacía gastador y
dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el
mismo Alejandro pareciera estrecho; y así, llamándonos
un día a todos tres a solas en un aposento, nos dijo unas
razones semejantes a las que ahora diré: “—Hijos, para
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deciros que os quiero bien basta saber y decir que sois
mis hijos; y para entender que os quiero mal basta saber
que no me voy a la mano en lo que toca a conservar vues-
tra hacienda. Pues para que entendáis desde aquí adelan-
te que os quiero como padre, y que no os quiero destruir
como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros que
ha muchos días que la tengo pensada y con madura con-
sideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar
estado, o, a lo menos, de elegir ejercicio, tal, que cuando
mayores, os honre y aproveche; y lo que he pensado es
hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vo-
sotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa
alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentar-
me los días que el cielo fuere servido de darme de vida.
Pero querría que después que cada uno tuviese en su po-
der la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de
los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España,
a mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser
sentencias breves sacadas de la luenga y discreta expe-
riencia; y el que yo digo dice: “Iglesia o mar o casa real”,
como si más claramente dijera: “Quien quisiere valer y
ser rico, siga, o la Iglesia, o navegue, ejercitando el arte
de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas”;
porque dicen: “Más vale migaja de rey que merced de se-
ñor”. Digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno
de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el
otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar
a servirle en su casa; que ya que la guerra no dé muchas
riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro
de ocho días os daré toda vuestra parte en dineros, sin
defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra. De-
541
cidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo
que os he propuesto”. Y mandándome a mí, por ser el ma-
yor, que respondiese, después de haberle dicho que no se
deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que
fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber
ganarla, vine a concluir en que cumpliría su gusto, y que
el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él
a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mesmos
ofrecimientos y escogió el irse a las Indias, llevando em-
pleada la hacienda que le cupiese. El menor, y a lo que yo
creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o
irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca.
Así como acabamos de concordarnos y escoger nues-
tros ejercicios, mi padre nos abrazó a todos, y con la
brevedad que dijo puso por obra cuanto nos había pro-
metido; y dando a cada uno su parte, que, a lo que se
me acuerda, fueron cada tres mil ducados en dineros —
porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la pagó
de contado, por que no saliese del tronco de la casa—,
en un mesmo día nos despedimos todos tres de nuestro
buen padre, y en aquel mesmo, pareciéndome a mí ser
inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca
hacienda, hice con él que de mis tres mil tomase los dos
mil ducados, porque a mí me bastaba el resto para aco-
modarme de lo que había menester un soldado. Mis dos
hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil
ducados; de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil
en dineros, y más tres mil, que, a lo que parece, valía la
hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse
con ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos dél
y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho senti-
miento y lágrimas de todos, encargándonos que les hicié-
542
semos saber, todas las veces que hubiese comodidad para
ello, de nuestros sucesos, prósperos o adversos. Prometí-
moselo, y, abrazándonos y echándonos su bendición, el
uno tomó el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla, y yo
el de Alicante, adonde tuve nuevas que había una nave
ginovesa que cargaba allí lana para Génova.
Éste hará veintidos años que salí de casa de mi padre,
y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no
he sabido dél ni de mis hermanos nueva alguna; y lo que
en este discurso de tiempo he pasado lo diré brevemente.
Embarqueme en Alicante, llegué con próspero viaje a
Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de
armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir
a asentar mi plaza al Piamonte; y estando ya de camino
para Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el gran Duque
de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuime con él,
servile en las jornadas que hizo, halleme en la muerte de
los Condes de Eguemón y de Hornos, alcancé a ser alfé-
rez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego
de Urbina, y a cabo de algún tiempo que llegué a Flan-
des, se tuvo nueva de la liga que la Santidad del papa Pío
Quinto, de felice recordación, había hecho con Venecia y
con España, contra el enemigo común, que es el Turco; el
cual en aquel mesmo tiempo había ganado con su armada
la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio
de Venecianos: pérdida lamentable y desdichada.
Súpose cierto que venía por general deste liga el sere-
nísimo don Juan de Austria, hermano natural de nuestro
buen rey don Felipe; divulgose el grandísimo aparato de
guerra que se hacía; todo lo cual me incitó y conmovió el
ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba;
y aunque tenía barruntos, y casi premisas ciertas, de que
543
en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a
capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine, a
Italia, y quiso mi buena suerte que el señor don Juan de
Austria acababa de llegar de Génova; que pasaba a Nápo-
les a juntarse con la armada de Venecia, como después lo
hizo en Mecina. Digo, en fin, que yo me hallé en aquella
felicísima jornada, ya hecho capitán de infantería, a cuyo
honroso cargo me subió mi buena suerte, más que mis
merecimientos; y aquel día, que fue para la cristiandad
tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y to-
das las naciones del error en que estaban, creyendo que
los turcos eran invencibles por la mar, en aquel día, digo,
donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebran-
tada, entre tantos venturosos como allí hubo —porque
más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que
los que vivos y vencedores quedaron—, yo solo fui el
desdichado; pues, en cambio de que pudiera esperar, si
fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi
aquella noche que siguió a tan famoso día con cadenas a
los pies y esposas a las manos. Y fue de esta suerte: que
habiendo el Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso
cosario, embestido y rendido la capitana de Malta, que
solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y éstos mal-
heridos, acudió la capitana de Juan Andrea a socorrella,
en la cual yo iba con mi compañía; y haciendo lo que de-
bía en ocasión semejante, salté en la galera contraria, la
cual, desviándose de la que la había embestido, estorbó
que mis soldados me siguiesen, y así, me hallé solo entre
mis enemigos, a quien no pude resistir por ser tantos; en
fin, me rindieron, lleno de heridas. Y como ya habréis,
señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su es-
544
cuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el
triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres;
porque fueron quince mil cristianos los que aquel día al-
canzaron la deseada libertad, que todos venían al remo
en la turquesca armada.
Lleváronme a Constantinopla, donde el Gran Turco
Telim hizo general de la mar a mi amo, porque había he-
cho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra
de su valor el estandarte de la religión de Malta. Halleme
el segundo año, que fue el de setenta y dos, en Navarino,
bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y noté la
ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda
el armada turquesca, porque todos los leventes y geníza-
ros que en ella venían tuvieron por cierto que les habían
de embestir dentro del mesmo puerto y tenían a punto
su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse
luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el
miedo que habían cobrado a nuestra armada. Pero el cie-
lo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido
del general que a los nuestros regía, sino por los peca-
dos de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que
tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efeto,
el Uchalí se recogió a Modón, que es una isla que está
junto a Navarino, y echando la gente en tierra, fortificó
la boca del puerto, y estúvose quedo hasta que el señor
don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera que se
llamaba La Presa, de quien era capitán un hijo de aquel
famoso cosario Barbarroja. Tomola la capitana de Nápo-
les, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra,
por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás
vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de San-
ta Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la
545
presa de La Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja y
trataba tan mal a sus cautivos, que así como los que ve-
nían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando y
que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos,
y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol,
gritando que bogasen apriesa, y pasándole de banco en
banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco más
que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno:
tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y
el odio que ellos le tenían. Volvimos a Constantinopla,
y el año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo
en ella como el señor don Juan había ganado a Túnez, y
quitado aquel reino a los turcos y puesto en posesión dél
a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a
reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y más
valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida el
Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de
su casa tienen, hizo paz con Venecianos, que mucho más
que él la deseaban, y el año siguiente de setenta y cuatro
acometió a la Goleta, y al fuerte que junto a Túnez había
dejado medio levantado el señor don Juan. En todos es-
tos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad
alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por rescate, por-
que tenía determinado de no escribir las nuevas de mi
desgracia a mi padre.
Perdiose, en fin, la Goleta; perdiose el fuerte, sobre las
cuales plazas hubo de soldados turcos pagados setenta y
cinco mil, y de moros y alárabes de toda la África, más
de cuatrocientos mil, acompañado este tan gran número
de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra,
y con tantos gastadores, que con las manos y a puñados
de tierra pudieran cubrir la goleta y el fuerte. Perdiose
546
primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpug-
nable, y no se perdió por culpa de sus defensores —los
cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y
podían—, sino porque la experiencia mostró la facilidad
con que se podían levantar trincheras en aquella desierta
arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos
no la hallaron a dos varas; y así, con muchos sacos de are-
na levantaron las trincheras tan altas, que sobrepujan las
murallas de la fuerza; y tirándoles a caballero, ninguno
podía parar, ni asistir a la defensa.
Fue común opinión que no se habían de encerrar los
nuestros en la goleta, sino esperar en campaña al desem-
barcadero, y los que esto dicen hablan de lejos y con poca
experiencia de casos semejantes; porque si en la goleta y
en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía
tan poco número, aunque más esforzados fuesen, salir a la
campaña y quedar en las fuerzas, contra tanto como era
el de los enemigos? Y ¿cómo es posible dejar de perderse
fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemi-
gos muchos y porfiados, y en su mesma tierra? Pero a mu-
chos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular
gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que
se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella
gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que
allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que
de conservar la memoria de haberla ganado la felicísima
del invictísimo Carlos V, como si fuera menester para
hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la
sustentaran. Perdiose también el fuerte; pero fuéronle
ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados
que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que
pasaron de veinticinco mil enemigos los que mataron, en
547
veintidós asaltos generales que les dieron. Ninguno cauti-
varon sano de trescientos que quedaron vivos, señal cierta
y clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían
defendido y guardado sus plazas. Rindiose a partido un
pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño,
a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y
famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero,
general de la goleta, el cual hizo cuanto fue posible por
defender su fuerza; y sintió tanto el haberla perdido, que
de pesar murió en el camino de Constantinopla, donde
le llevaban cautivo. Cautivaron ansimesmo al general del
fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero mila-
nés, grande ingeniero y valentísimo soldado. Murieron
en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las
cuales fue una Pagán de Oria, caballero del hábito de San
Juan, de condición generoso; como lo mostró la suma li-
beralidad que usó con su hermano, el famoso Juan Andrea
de Oria; y lo que más hizo lastimosa su muerte fue haber
muerto a manos de unos alárabes de quien se fió, viendo
ya perdido el fuerte, que se ofrecieron de llevarle en há-
bito de moro a Tabarca, que es un portezuelo o casa que
en aquellas riberas tienen los ginoveses que se ejercitan
en la pesquería del coral; los cuales alárabes le cortaron la
cabeza y se la trujeron al general de la armada turquesca,
el cual cumplió con ellos nuestro refrán castellano: “Que
aunque la traición aplace, el traidor se aborrece”; y así, se
dice que mandó el general ahorcar a los que le trujeron el
presente, porque no se le habían traído vivo.
Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron fue
uno llamado don Pedro de Aguilar, natural no sé de qué
lugar del Andalucía, el cual había sido alférez en el fuerte,
soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento; espe-
548
cialmente tenía particular gracia en lo que llaman poesía.
Dígolo porque su suerte le trujo a mi galera y a mi banco,
y a ser esclavo de mi mesmo patrón; y antes que nos par-
tiésemos de aquel puerto hizo este caballero dos sonetos
a manera de epitafios, el uno a la goleta y el otro al fuerte.
Y en verdad que los tengo de decir, porque los sé de me-
moria y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.
En el punto que el cautivo nombró a don Pedro de
Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas, y todos tres
se sonrieron; y cuando llegó a decir de los sonetos, dijo
el uno:
—Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico
me diga qué se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho.
—Lo que sé es —respondió el cautivo— que al cabo
de dos años que estuvo en Constantinopla se huyó en
traje de arnaute con un griego espía, y no sé si vino en
libertad, puesto que creo que sí, porque de allí a un año
vi yo al griego en Constantinopla, y no le pude preguntar
el suceso de aquel viaje.
—Pues lo fue —respondió el caballero—, porque ese
don Pedro es mi hermano, y está ahora en nuestro lugar,
bueno y rico, casado y con tres hijos.
—Gracias sean dadas a Dios —dijo el cautivo— por
tantas mercedes como le hizo; porque no hay en la tierra,
conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la
libertad perdida.
—Y más —replicó el caballero—, que yo sé los sone-
tos que mi hermano hizo.
—Dígalos, pues, vuestra merced —dijo el cautivo—,
que los sabrá decir mejor que yo.
—Que me place —respondió el caballero—; y el de la
goleta decía así.
CAPÍTULO XL
Donde se prosigue la historia del cautivo
Soneto
A lmas dichosas que del mortal velo
libres y esentas, por el bien que obrastes,
desde la baja tierra os levantastes,
a lo más alto y lo mejor del cielo,
y, ardiendo en ira y en honroso celo,
de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
que en propia y sangre ajena colorastes
el mar vecino y arenoso suelo;
primero que el valor faltó la vida
en los cansados brazos, que, muriendo,
con ser vencidos, llevan la vitoria.
Y esta vuestra mortal, triste caída
entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
fama que el mundo os da, y el cielo gloria.
—Desa mesma manera le sé yo —dijo el cautivo.
—Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo —dijo el
caballero—, dice así:
Soneto
De entre esta tierra estéril, derribada,
549
550
destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada,
subieron primero, en vano, ejercitada
la fuerza de sus brazos esforzados,
hasta que, al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.
Y éste es el suelo que continuo ha sido
de mil memorias lamentables lleno
en los pasados siglos y presentes.
Mas no más justas de su duro seno
habrán al claro cielo almas subido,
ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.
No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró
con las nuevas que de su camarada le dieron, y, prosi-
guiendo su cuento, dijo:
—Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos die-
ron orden en desmantelar la Goleta —porque el fuerte
quedó tal, que no hubo qué poner por tierra—, y para
hacerlo con más brevedad y menos trabajo, la minaron
por tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo que
parecía menos fuerte, que eran las murallas viejas, y todo
aquello que había quedado en pie de la fortificación nue-
va que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino a
tierra. En resolución, la armada volvió a Constantinopla
triunfante y vencedora, y de allí a pocos meses murió mi
amo el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere
decir, en lengua turquesca, el renegado tiñoso, porque lo
era, y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de
alguna falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos
551
haya; y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro ape-
llidos de linajes, que descienden de la Casa Otomana, y
los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido
ya de las tachas del cuerpo y ya de las virtudes del áni-
mo. Y este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo del Gran
Señor, catorce años, y a más de los treinta y cuatro de
su edad renegó, de despecho de que un turco, estando al
remo, le dio un bofetón, y por poderse vengar dejó su fe;
y fue tanto su valor, que, sin subir por los torpes medios y
caminos que los más privados del Gran Turco suben, vino
a ser rey de Argel, y después, a ser general de la mar, que
es el tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés
de nación, y moralmente fue hombre de bien, y trataba
con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener
tres mil, los cuales, después de su muerte, se repartieron,
como él lo dejó en su testamento, entre el Gran Señor
—que también es hijo heredero de cuantos mueren y en-
tra a la parte con los más hijos que deja el difunto— y
entre sus renegados; y yo cupe a un renegado veneciano
que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y
le quiso tanto, que fue uno de los más regalados garzones
suyos, y él vino a ser el más cruel renegado que jamás se
ha visto. Llamábase Azán Agá, y llegó a ser muy rico, y a
ser rey de Argel; con el cual yo vine de Constantinopla,
algo contento, por estar tan cerca de España, no porque
pensase escribir a nadie el desdichado suceso mío, sino
por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en
Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de
huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura; y pensaba en
Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto de-
seaba, porque jamás me desamparó la esperanza de tener
libertad; y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía
552
por obra no correspondía el suceso a la intención, luego,
sin abandonarme, fingía y buscaba otra esperanza que me
sustentase, aunque fuese débil y flaca. Con esto entrete-
nía la vida, encerrado en una prisión o casa que los turcos
llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así
los que son del Rey como de algunos particulares, y los
que llaman del almacén, que es como decir cautivos del
concejo, que sirven a la ciudad en las obras públicas que
hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy
dificultosa su libertad; que, como son del común y no
tienen amo particular, no hay con quien tratar su resca-
te, aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho,
suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pue-
blo, principalmente cuando son de rescate, porque allí
los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate.
También los cautivos del Rey que son de rescate no salen
al trabajo con la demás chusma, si no es cuando se tarda
su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por
él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los
demás, que es un no pequeño trabajo.
Yo, pues, era uno de los de rescate, que, como se supo
que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y
falta de hacienda, no aprovechó nada para que no me pu-
siesen en el número de los caballeros y gente de rescate.
Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por
guardarme con ella, y así pasaba la vida en aquel baño,
con otros muchos caballeros y gente principal, señalados
y tenidos por de rescate; y aunque la hambre y desnudez
pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna
cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las ja-
más vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los
cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a éste,
553
desorejaba a aquél, y esto, por tan poca ocasión, y tan sin
ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por
hacerlo y por ser natural condición suya ser homicida de
todo el género humano. Sólo libró bien con él un soldado
español llamado tal de Saavedra, al cual, con haber hecho
cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por
muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio
palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por
la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que
había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez;
y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera aho-
ra algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para
entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento
de mi historia.
Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión
caían las ventanas de la casa de un moro rico y principal,
las cuales, como de ordinario son las de los moros, más
eran agujeros que ventanas, y aun éstas se cubrían con ce-
losías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un día,
estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres
compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas,
por entretener el tiempo, estando solos porque todos los
demás cristianos habían salido a trabajar, alcé acaso los
ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he di-
cho parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo,
atado, y la caña se estaba blandeando y moviendo, casi
como si hiciera señas que llegásemos a tomarla. Miramos
en ello, y uno de los que conmigo estaban fue a ponerse
debajo de la caña, por ver si la soltaban o lo que hacían;
pero así como llegó, alzaron la caña y la movieron a los
dos lados, como si dijeran no con la cabeza. Volvióse el
554
cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mesmos mo-
vimientos que primero. Fue otro de mis compañeros, y
sucedióle lo mesmo que al primero. Finalmente, fue el
tercero, y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo
yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y así como lle-
gué a ponerme debajo de la caña, la dejaron caer y dio a
mis pies dentro del baño. Acudí luego a desatar el lienzo,
en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez cianiis, que
son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que
cada una vale diez reales de los nuestros. Si me holgué
con el hallazgo no hay para qué decirlo, pues fue tanto el
contento como la admiración de pensar de dónde podía
venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las mues-
tras de no haber querido soltar la caña sino a mí claro de-
cían que a mí se hacía la merced. Tomé mi buen dinero,
quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana, y vi
que por ella salía una muy blanca mano; que la abrían y
cerraban muy apriesa. Con esto entendimos o imagina-
mos que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía
de haber hecho aquel beneficio; y en señal de que lo agra-
decíamos hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la
cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre
el pecho. De allí a poco sacaron por la mesma ventana
una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la volvieron a
entrar. Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana
debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien
nos hacía; pero la blancura de la mano y las ajorcas que
en ella vimos nos deshizo este pensamiento, puesto que
imaginamos que debía de ser cristiana renegada, a quien
de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mes-
mos amos, y aun lo tienen a ventura porque las estiman
en más que las de su nación. En todos nuestros discursos
555
dimos muy lejos de la verdad del caso, y así, todo nuestro
entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por
norte a la ventana donde nos había aparecido la estre-
lla de la caña; pero bien se pasaron quince días en que
no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna.
Y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud
saber quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna
cristiana renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa
sino que allí vivía un moro principal y rico, llamado Agi
Morato, alcaide que había sido de la Pata, que es oficio
entre ellos de mucha calidad; mas cuando más descui-
dados estábamos de que por allí habían de llover más
cianiis, vimos a deshora parecer la caña, y otro lienzo en
ella, con otro nudo más crecido; y esto fue a tiempo que
estaba el baño, como la vez pasada, solo y sin gente. He-
cimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero
que yo, de los mismos tres que estábamos; pero a nin-
guno se rindió la caña sino a mí, porque, en llegando yo,
la dejaron caer. Desaté el nudo y hallé cuarenta escudos
de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo
de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé
los escudos, volvíme al terrado, hecimos todos nuestras
zalemas, tornó a parecer la mano, hice señas que leería el
papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y
alegres con lo sucedido; y como ninguno de nosotros no
entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de
entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad
de buscar quien lo leyese. En fin, yo me determiné de
fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se había
dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los
dos, que le obligaban a guardar el secreto que le encar-
gase; porque suelen algunos renegados, cuando tienen
556
intención de volverse a tierra de cristianos, traer consi-
go algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe,
en la forma que pueden, como el tal renegado es hom-
bre de bien, y que siempre ha hecho bien a cristianos, y
que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se
le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con bue-
na intención; otros se sirven dellas acaso y de industria:
que viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se
pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por
aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el
cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por
eso venían en corso con los demás turcos. Con esto se
escapan de aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la
Iglesia, sin que se les haga daño; y cuando veen la suya, se
vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que
usan destos papeles, y los procuran con buen intento, y se
quedan en tierra de cristianos.
Pues uno de los renegados que he dicho era este mi
amigo, el cual tenía firmas de todas nuestras camaradas,
donde le acreditábamos cuanto era posible; y si los mo-
ros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe que
sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino es-
cribirlo; pero antes que del todo me declarase con él, le
dije que me leyese aquel papel, que acaso me había ha-
llado en un agujero de mi rancho. Abriole, y estuvo un
buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando
entre los dientes. Preguntéle si lo entendía; díjome que
muy bien, y que si quería que me lo declarase palabra por
palabra, que le diese tinta y pluma, por que mejor lo hi-
ciese. Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco lo fue
traduciendo, y en acabando, dijo:
557
—Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra, es lo
que contiene este papel morisco: y hase de advertir que
adonde dice Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la
Virgen María.
Leímos el papel, y decía así:
“Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la
cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca, y me
dijo muchas cosas de Lela Marién. La cristiana murió, y
yo sé que no fue al fuego, sino con Alá, porque después
la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristia-
nos a ver a Lela Marién, que me quería mucho. No sé yo
cómo vaya: muchos cristianos he visto por esta ventana,
y ninguno me ha parecido caballero sino tú. Yo soy muy
hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar
conmigo: mira tú si puedes hacer cómo nos vamos, y se-
rás allá mi marido, si quisieres, y si no quisieres, no se me
dará nada; que Lela Marién me dará con quien me case.
Yo escribí esto; mira a quién lo das a leer: no te fíes de
ningún moro, porque son todos marfuces. Desto tengo
mucha pena: que quisiera que no te descubrieras a nadie;
porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo, y
me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo: ata allí
la respuesta; y si no tienes quien te escriba arábigo, díme-
lo por señas; que Lela Marién hará que te entienda. Ella y
Alá te guarden, y esa cruz que yo beso muchas veces; que
así me lo mandó la cautiva”.
Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel
nos admirasen y alegrasen; y así, lo uno y lo otro fue de
manera que el renegado entendió que no acaso se había
hallado aquel papel, sino que realmente a alguno de no-
sotros se había escrito; y, así, nos rogó que si era verdad
558
lo que sospechaba, que nos fiásemos dél y se lo dijése-
mos; que él aventuraría su vida por nuestra libertad. Y
diciendo esto, sacó del pecho un crucifijo de metal, y con
muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen re-
presentaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y
fielmente creía, de guardarnos lealtad y secreto en todo
cuanto quisiésemos descubrirle, porque le parecía, y casi
adevinaba que por medio de aquella que aquel papel ha-
bía escrito había él y todos nosotros de tener libertad, y
verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gre-
mio de la Santa Iglesia, su madre, de quien como miem-
bro podrido estaba dividido y apartado, por su ignoran-
cia y pecado. Con tantas lágrimas y con muestras de tanto
arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos de un
mesmo parecer consentimos y vinimos en declararle la
verdad del caso; y, así, le dimos cuenta de todo, sin encu-
brirle nada. Mostrámosle la ventanilla por donde parecía
la caña, y él marcó desde allí la casa, y quedó de tener
especial y gran cuidado de informarse quién en ella vivía.
Acordamos ansimesmo que sería bien responder al bille-
te de la mora; y como teníamos quien lo supiese hacer,
luego al momento el renegado escribió las razones que
yo le fui notando, que puntualmente fueron las que diré,
porque de todos los puntos sustanciales que en este suce-
so me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria,
ni aun se me irá en tanto que tuviese vida. En efeto, lo
que a la mora se le respondió fue esto:
“El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella ben-
dita Marién, que es la verdadera madre de Dios y es la que
te ha puesto en corazón que te vayas a tierra de cristianos,
porque te quiere bien. Ruégale tú que se sirva de darte a
entender cómo podrás poner por obra lo que te manda;
559
que ella es tan buena, que sí hará. De mi parte y de la
de todos estos cristianos que están conmigo te ofrezco
de hacer por ti todo lo que pudiéremos, hasta morir. No
dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que
yo te responderé siempre; que el grande Alá nos ha dado
un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir tu lengua
tan bien como lo verás por este papel. Así que sin tener
miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo
que dices que si fueres a tierra de cristianos, que has de
ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano; y
sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor
que los moros. Alá y Marién su madre sean en tu guarda,
señora mía”.
Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días a que
estuviese el baño solo, como solía, y luego salí al paso
acostumbrado del terradillo, por ver si la caña parecía,
que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque
no podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando
a entender que pusiesen el hilo; pero ya venía puesto en
la caña, al cual até el papel, y de allí a poco tornó a parecer
nuestra estrella, con la blanca bandera de paz del atadillo.
Dejáronla caer, y alcé yo y hallé en el paño, en toda suerte
de moneda de plata y de oro, más de cincuenta escudos,
los cuales cincuenta veces más doblaron nuestro conten-
to y confirmaron la esperanza de tener libertad. Aquella
misma noche volvió nuestro renegado, y nos dijo que ha-
bía sabido que en aquella casa vivía el mesmo moro que
a nosotros nos habían dicho, que se llamaba Agi Morato,
riquísimo por todo extremo, el cual tenía una sola hija,
heredera de toda su hacienda, y que era común opinión
en toda la ciudad ser la más hermosa mujer de la Berbe-
ría; y que muchos de los virreyes que allí venían la habían
560
pedido por mujer, y que ella nunca se había querido ca-
sar; y que también supo que tuvo una cristiana cautiva,
que ya se había muerto; todo lo cual concertaba con lo
que venía en el papel.
Entramos luego en consejo con el renegado en qué
orden se tendría para sacar a la mora y venirnos todos
a tierra de cristianos, y, en fin, se acordó por entonces
que esperásemos al aviso segundo de Zoraida, que así se
llamaba la que ahora quiere llamarse María; porque bien
vimos que ella y no otra alguna era la que había de dar
medio a todas aquellas dificultades. Después que queda-
mos en esto, dijo el renegado que no tuviésemos pena;
que él perdería la vida o nos pondría en libertad. Cuatro
días estuvo el baño con gente, que fue ocasión que cuatro
días tardase en parecer la caña; al cabo de los cuales, en la
acostumbrada soledad del baño, pareció con el lienzo tan
preñado, que un felicísimo parto prometía. Inclinóse a
mí la caña y el lienzo; hallé en él otro papel y cien escudos
de oro, sin otra moneda alguna. Estaba allí el renegado;
dímosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual
dijo que así decía:
“Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a
España, ni Lela Marién me lo ha dicho, aunque yo se lo he
preguntado; lo que se podrá hacer es que yo os daré por
esta ventana muchísimos dineros de oro; rescataos vos con
ellos, y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos,
y compre allá una barca, y vuelva por los demás; y a mí me
hallarán en el jardín de mi padre, que está a la puerta de
Babazón, junto a la marina, donde tengo de estar todo este
verano con mi padre y con mis criados. De allí, de noche,
me podréis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira
que has de ser mi marido, porque si no, yo pediré a Marién
561
que te castigue. Si no te fías de nadie que vaya por la barca,
rescátate tú y ve; que yo sé que volverás mejor que otro,
pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardín, y
cuando te pasees por ahí sabré que está solo el baño y te
daré mucho dinero. Alá te guarde, señor mío”.
Esto decía y contenía el segundo papel; lo cual visto
por todos, cada uno se ofreció a querer ser el rescatado
y prometió de ir y volver con toda puntualidad, y tam-
bién yo me ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el
renegado, diciendo que en ninguna manera consentiría
que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen todos
juntos, porque la experiencia le había mostrado cuán mal
cumplían los libres las palabras que daban en el cautive-
rio; porque muchas veces habían usado de aquel remedio
algunos principales cautivos, rescatando a uno que fuese
a Valencia o Mallorca con dineros para poder armar una
barca y volver por los que le habían rescatado, y nunca
habían vuelto; porque el gozo de la libertad alcanzada y
el temor de no volver a perderla les borraba de la me-
moria todas las obligaciones del mundo. Y en confirma-
ción de la verdad que nos decía, nos contó brevemente
un caso que casi en aquella mesma sazón había acaecido
a unos caballeros cristianos, el más extraño que jamás
sucedió en aquellas partes, donde a cada paso suceden
cosas de grande espanto y de admiración. En efecto, él
vino a decir que lo que se podía y debía hacer era que el
dinero que se había de dar para rescatar al cristiano, que
se le diese a él para comprar allí en Argel una barca, acha-
que de hacerse mercader y tratante en Tetuán y en aque-
lla costa; y que siendo él señor de la barca, fácilmente se
daría traza para sacarlos del baño y embarcarlos a todos.
Cuanto más que si la mora, como ella decía, daba dineros
562
para rescatarlos a todos, que estando libres, era facilísima
cosa aun embarcarse en la mitad del día; y que la dificul-
tad que se ofrecía mayor era que los moros no consien-
ten que renegado alguno compre ni tenga barca, si no es
bajel grande para ir en corso, porque se temen que el que
compra barca, principalmente si es español, no la quiere
sino para irse a tierra de cristianos; pero que él facilita-
ría este inconveniente con hacer que un moro tagarino
fuese a la parte con él en la compañía de la barca y en la
ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría
a ser señor de la barca, con que daba por acabado todo lo
demás. Y puesto que a mí y a mis camaradas nos había pa-
recido mejor lo de enviar por la barca a Mallorca, como
la mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que,
si no hacíamos lo que él decía, nos había de descubrir y
poner a peligro de perder las vidas, si descubriese el trato
de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las nuestras;
y así, determinamos de ponernos en las manos de Dios
y en las del renegado, y en aquel mismo punto se le res-
pondió a Zoraida, diciéndole que haríamos todo cuanto
nos aconsejaba, porque lo había advertido tan bien como
si Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella sola esta-
ba dilatar aquel negocio, o ponello luego por obra. Ofre-
címele de nuevo de ser su esposo, y con esto, otro día
que acaeció a estar solo el baño, en diversas veces, con la
caña y el paño, nos dio dos mil escudos de oro, y un papel
donde decía que el primer jumá, que es el viernes, se iba
al jardín de su padre, y que antes que se fuese nos daría
más dinero; y que si aquello no bastase, que se lo avisá-
semos; que nos daría cuanto le pidiésemos: que su padre
tenía tantos, que no lo echaría menos, cuanto más que
ella tenía las llaves de todo. Dimos luego quinientos escu-
563
dos al renegado para comprar la barca; con ochocientos
me rescaté yo, dando el dinero a un mercader valenciano
que a la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del
rey, tomándome sobre su palabra, dándola de que con el
primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate;
porque si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al rey
que había muchos días que mi rescate estaba en Argel y
que el mercader, por sus granjerías, lo había callado. Fi-
nalmente, mi amo era tan caviloso, que en ninguna ma-
nera me atreví a que luego se desembolsase el dinero. El
jueves antes del viernes que la hermosa Zoraida se había
de ir al jardín, nos dio otros mil escudos y nos avisó de
su partida, rogándome que, si me rescatase, supiese luego
el jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión
de ir allá y verla. Respondíle en breves palabras que así
lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela
Marién con todas aquellas oraciones que la cautiva le ha-
bía enseñado. Hecho esto, dieron orden en que los tres
compañeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida
del baño, y porque viéndome a mí rescatado y a ellos no,
pues había dinero, no se alborotasen y les persuadiese el
diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida;
que puesto que el ser ellos quien eran me podía asegurar
deste temor, con todo eso, no quise poner el negocio en
aventura, y así, los hice rescatar por la misma orden que
yo me rescaté, entregando todo el dinero al mercader,
para que con certeza y seguridad pudiese hacer la fianza;
al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto, por el
peligro que había.
564
CAPÍTULO XLI
Donde todavía prosigue el cautivo su suceso
N o se pasaron quince días, cuando ya nuestro
renegado tenía comprada una muy buena barca, ca-
paz de más de treinta personas; y para asegurar su hecho
y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar
que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel
hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contrata-
ción de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en
compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman
en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada,
mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares
elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se
sirve en la guerra. Digo, pues que cada vez que pasaba
con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos
tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba; y allí
muy de propósito se ponía el renegado con los morillos
que bogaban el remo o ya a hacer la zalá, o a como por
ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así,
se iba al jardín de Zoraida, y le pedía fruta, y su padre se
la daba sin conocelle, y aunque él quisiera hablar a Zorai-
da, como él después me dijo, y decille que él era el que
por orden mía la había de llevar a tierra de cristianos, que
estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque
565
566
las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no
es que su marido o su padre se lo manden: de cristianos
cautivos se dejan tratar y comunicar aún más de aquello
que sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la
hubiera hablado: que quizá la alborotara, viendo que su
negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo
ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que
nuestro renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramen-
te iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y como
y adonde quería, y que el tagarino su compañero no tenía
más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba
ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristia-
nos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles
quería traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los
tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía de-
terminado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé
a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de
aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y
no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque
estaban veinte bajeles en corso y se habían llevado toda
la gente de remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que
su amo se quedó aquel verano sin ir en corso, a acabar
una galeota que tenía en astillero; a los cuales no les dije
otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen
uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jar-
dín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo
fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que,
aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino
que yo les había mandado esperar en aquel lugar. Hecha
esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más
me convenía: y era la de avisar a Zoraida en el punto que
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estaban los negocios, para que estuviese apercibida y so-
bre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asal-
tásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la
barca de cristianos podía volver. Y así, determiné de ir
al jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger
algunas yerbas, un día, antes de mi partida fui allá, y la
primera persona con quien encontré fue con su padre, el
cual me dijo en lengua que en toda la Berbería, y aun en
Constantinopla se halla entre cautivos y moros, que ni
es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino
una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos
entendemos; digo, pues, que en esta manera de lengua-
je me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín y de
quién era. Respondíle que era esclavo de Arnaute Mamí
—y esto, porque sabía yo por muy cierto que era un gran-
dísimo amigo suyo— y que buscaba de todas yerbas para
hacer ensalada. Preguntóme, por el consiguiente, si era
hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por
mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió
de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mu-
cho que me había visto; y como las moras en ninguna
manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos ni
tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada
de venir adonde su padre conmigo estaba; antes, luego
cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó y
mandó que llegase.
Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermo-
sura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi
querida Zoraida se mostró a mis ojos: sólo diré que más
perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabe-
llos que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de
los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos
568
carcajes —que así se llamaban las manillas o ajorcas de
los pies en morisco— de purísimo oro, con tantos dia-
mantes engastados que ella me dijo después que su pa-
dre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las
muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran
en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y
bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar,
y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas
las demás naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de
tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de te-
ner asimismo más de doscientos mil escudos españoles,
de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con
todo este adorno podía venir entonces hermosa, o no,
por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se
podrá conjeturar cuál debía ser en las prosperidades, por-
que ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene
días y sazones, y requiere accidentes para disminuirse o
acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del áni-
mo la levanten o abajen, puesto que las más veces la des-
truyen. Digo, en fin, que entonces llegó en todo extremo
aderezada y en todo extremo hermosa, o, a lo menos a mí
me pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y
con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto,
me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo,
venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así
como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era
cautivo de su amigo Arnaute Mamí, y que venía a buscar
ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de len-
guas que tengo dicho me preguntó si era caballero y qué
era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya
estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en
569
lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil
y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió:
—En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hi-
ciera que no te diera él por otros dos tantos; porque vo-
sotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís y os
hacéis pobres por engañar a los moros.
—Bien podría ser eso, señora —le respondí—; mas en
verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la
trataré con cuantas personas hay en el mundo.
—Y ¿cuándo te vas? —dijo Zoraida.
—Mañana, creo yo —dije—, porque está aquí un bajel
de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme
en él.
—¿No es mejor —replicó Zoraida— esperar a que
vengan bajeles de España y irte con ellos, que no con los
de Francia, que no son vuestros amigos?
—No —respondí yo—; aunque si como hay nuevas,
que viene ya un bajel de España es verdad, todavía yo le
aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana;
porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con
las personas que bien quiero es tanto, que no me dejará
esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea.
—Debes de ser, sin duda casado en tu tierra —dijo
Zoraida—, y por eso deseas ir a verte con tu mujer.
—No soy —respondí yo— casado; mas tengo dada la
palabra de casarme en llegando allá.
—Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste? —dijo
Zoraida.
—Tan hermosa es —respondí yo—, que para encare-
cella y decirte la verdad, te parece a ti mucho.
Desto se riyó muy de veras su padre, y dijo:
570
—Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se
parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este rei-
no. Si no, mírala bien, y verás como te digo verdad.
Servíanos de intérprete a las más destas palabras y ra-
zones el padre de Zoraida, como más ladino; que aun-
que ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho,
allí se usa, más declaraba su intención por señas que por
palabras. Estando en estas y otras muchas razones, llegó
un moro corriendo, y dijo a grandes voces que por las
bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos
y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura.
Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es
común y casi natural el miedo que los moros a los turcos
tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan
insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a
ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen es-
clavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida:
—Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto que yo
voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca tus yer-
bas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra.
Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, deján-
dome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de
irse donde su padre la había mandado; pero apenas él se
encubrió con los árboles del jardín, cuando ella, volvién-
dose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo:
—¿Támxixi, cristiano, Támxixi? —Que quiere decir:
“¿Vaste, cristiano, vaste?”.
Yo la respondí:
—Señora, sí; pero no, en ninguna manera, sin ti: el
primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos
veas, que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos.
Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy
571
bien a todas las razones que entrambos pasamos; y echán-
dome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó
a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser
muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que
yendo los dos de la manera y postura que os he contado,
con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer
ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos,
y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida,
advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cue-
llo, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi
pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras se-
ñales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo di
a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre
llegó corriendo adonde estábamos y, viendo a su hija de
aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero como
ella no le respondiese, dijo su padre:
—Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada
de estos canes se ha desmayado.
Y quitándola del mío, la arrimó a su pecho, y ella, dan-
do un suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas, vol-
vió a decir:
—Ámexi, cristiano, ámexi. “Vete, cristiano, vete.”
A lo que su padre respondió:
—No importa, hija, que el cristiano se vaya, que nin-
gún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te so-
bresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte
pesadumbre; pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi
ruego, se volvieron por donde entraron.
—Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho —
dije yo a su padre—; mas pues ella dice que yo me vaya,
no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu
licencia, volveré, si fuere menester, por yerbas a este jar-
572
dín; que, según dice mi amo, en ninguno las hay mejores
para ensalada que en él.
—Todas las que quisieres podrás volver —respondió
Agi Morato—, que mi hija no dice esto porque tú ni nin-
guno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir
que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque
ya era hora que buscases tus yerbas.
Con esto me despedí al punto de entrambos; y ella,
arrancándosele el alma al parecer, se fue con su padre, y
yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y
a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y sali-
das, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía
ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto,
me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado
y a mis compañeros, y ya no veía la hora de verme gozar
sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida
la suerte me ofrecía. En fin, el tiempo se pasó, y se llegó
el día y plazo de nosotros tan deseado; y siguiendo todos
el orden y parecer que, con discreta consideración y largo
discurso muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen
suceso que deseábamos; porque el viernes que se siguió
al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro re-
negado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero
de donde la hermosísima Zoraida estaba.
Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban
prevenidos, y escondidos por diversas partes de todos
aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y albo-
rozados aguardándome, deseosos ya de embestir con el
bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el con-
cierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de
brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la
vida a los moros que dentro de la barca estaban. Suce-
573
dió, pues, que así como yo me mostré y mis compañeros,
todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron
llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad
estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna
persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si
sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a
los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca; y
estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado
diciéndonos que en qué nos deteníamos, que ya era hora
y que todos sus moros estaban descuidados, y los más
dellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él
dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel,
que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro
alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos
bien a todos lo que decía, y, así, sin detenernos más, ha-
ciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando él dentro
primero, metió mano a un alfanje y dijo en morisco:
—Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere
que le cueste la vida.
Ya, a este tiempo, habían entrado dentro casi todos los
cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo
hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espan-
tados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las ar-
mas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin ha-
blar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales
con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros
que si alzaban por alguna vía o manera la voz, que lue-
go al punto los pasarían todos a cuchillo. Hecho ya esto,
quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros,
los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado
la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena
574
suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tan-
ta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran
quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de
nadie.
Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ven-
tana, y así como sintió gente preguntó con voz baja si
éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos
cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando
ella me conoció, no se detuvo un punto; porque, sin res-
ponderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y
mostróse a todos tan hermosa y ricamente vestida, que
no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una
mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo,
y mis dos camaradas; y los demás que el caso no sabían,
hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no
parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos
por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en len-
gua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió
que sí, y que dormía.
—Pues será menester despertalle —replicó el renega-
do— y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene
de valor este hermoso jardín.
—No —dijo ella—: a mi padre no se ha de tocar en
ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que
yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos que-
déis ricos y contentos, y esperaos un poco y lo veréis.
Y diciendo esto, se volvió a entrar, diciendo que muy
presto volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer
ningún ruido. Preguntéle al renegado lo que con ella ha-
bía pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en
ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida
quisiese; la cual ya volvía cargada con un cofrecillo lleno
575
de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía susten-
tar. Quiso la mala suerte que su padre despertase en el
ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y aso-
mándose a la ventana, luego conoció que todos los que
en él estaban eran cristianos; y dando muchas, grandes y
desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: “—¡Cris-
tianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!” Por los cuales
gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa
confusión; pero el renegado, viendo el peligro en que es-
tábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella
empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza
subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fue-
ron algunos de nosotros que yo no osé desamparar a la
Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en
mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan
buena maña, que en un momento bajaron con Agi Mora-
to, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en
la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole
que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija
le vio se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó es-
pantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto
en nuestras manos. Mas entonces, siendo más necesarios
los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la bar-
ca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban,
temerosos de algún mal suceso nuestro.
Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando
ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al
padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de
la boca, pero tornóle a decir el renegado que no hablase
palabra; que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su
hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando
vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella,
576
sin defenderse, quejarse ni esquivarse, se estaba queda;
pero con todo esto, callaba, por que no pusiesen en efeto
las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose
pues, Zoraida, ya en la barca, y que queríamos dar los re-
mos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros
que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le
hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar liber-
tad a su padre; porque antes se arrojaría en la mar que ver
delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un
padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo,
y yo respondí que era muy contento; pero él respondió
que no convenía, a causa que, si allí los dejaban, apellida-
rían luego la tierra y alborotarían la ciudad, y serían causa
que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les
tomasen la tierra y la mar, de manera que no pudiésemos
escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad
en llegando a la primera tierra de cristianos. En este pa-
recer vinimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta,
con las causas que nos movían a no hacer luego lo que
quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado si-
lencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes
remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándo-
nos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las is-
las de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca;
pero a causa de soplar un poco el viento tramontana y
estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota
de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la
vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por
no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella
costa cae sesenta millas de Argel; y asimismo temíamos
encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de
ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada
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uno por sí, y por todos juntos presumíamos de que, si
se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de
las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos,
mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pu-
diésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que
se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver
a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién
que nos ayudase.
Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos
amaneció, como tres tiros de arcabuz, desviados de tie-
rra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descu-
briese; pero con todo eso nos fuimos a fuerza de brazos
entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más, so-
segada; y habiendo entrado casi dos leguas, diose orden
que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo,
que iba bien proveída la barca, puesto que los que bo-
gaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo
alguno; que les diesen de comer los que no bogaban, que
ellos no querían soltar los remos de las manos en manera
alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento
largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo,
y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro
viaje. Todo se hizo con mucha presteza, y así, a la vela
navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar
otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de
corso fuese. Dimos de comer a los moros bagarinos, y el
renegado les consoló diciéndoles como no iban cautivos;
que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo
se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió:
—Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de
vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!; mas
el darme libertad, no me tengáis por tan simple que lo
578
imagine; que nunca os pusistes vosotros al peligro de
quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente
sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede se-
guir de dármela; el cual interese, si le queréis poner nom-
bre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes
por mí y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella
sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma.
En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente,
que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida
que le mirase, la cual, viéndole llorar, así se enterneció,
que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y,
juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan
tierno llanto, que muchos de los que allí íbamos le acom-
pañamos en él. Pero cuando su padre la vio adornada de
fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua:
—¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que
nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te
vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que
hayas tenido tiempo de vestirte y sin haberte dado alguna
nueva alegre, de solemnizalle con adornarte y pulirte, te
veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y
pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Res-
póndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado
que la misma desgracia en que me hallo.
Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba
el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero cuando
él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía
tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado
en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y
preguntóle que cómo aquel cofre había venido a nuestras
manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renega-
do, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió:
579
—No te canses, señor, en preguntar a Zoraida tu hija
tantas cosas, porque con una que yo te responda te satis-
faré a todas; y, así, quiero que sepas que ella es cristiana
y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la liber-
tad de nuestro cautiverio: ella va aquí de su voluntad, tan
contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado,
como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la
vida y de la pena a la gloria.
—¿Es verdad lo que éste dice, hija? —dijo el moro.
—Así es —respondió Zoraida.
—¿Que en efeto —replicó el viejo— tú eres cristiana
y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?
A lo cual respondió Zoraida:
—La que es cristiana, yo soy, pero no la que te ha
puesto en este punto; porque nunca mi deseo se exten-
dió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien.
—Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?
—Eso —respondió ella— pregúntaselo tú a Lela Ma-
rién; que ella te lo sabrá decir mejor que no yo.
Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una in-
creíble presteza se arrojó de cabeza en la mar, donde sin
ninguna duda se ahogara si el vestido largo y embarazoso
que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio
voces Zoraida que le sacasen y, así, acudimos luego to-
dos y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio aho-
gado y sin sentido; de que recibió tanta pena Zoraida,
que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno
y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo; volvió mu-
cha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales,
habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia
tierra y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella;
mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala
580
que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo
que de los moros es llamado el de la Cava Rumia, que en
nuestra lengua quiere decir la mala mujer cristiana; y es
tradición entre los moros que en aquel lugar está enterra-
da la Cava, por quien se perdió España, porque cava en su
lengua quiere decir mujer mala, y rumia, cristiana; y aun
tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la
necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella;
puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer,
sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba al-
terada la mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra y no
dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que
el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nues-
tra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y
favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan di-
choso principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida,
como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás
moros que allí atados venían, porque no le bastaba el áni-
mo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante
de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra pre-
sos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida,
pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era
despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que
no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego
volvió el viento, tranquiló el mar, convidándonos a que
tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje.
Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pu-
simos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados;
pero llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya
estaba en todo su acuerdo, dijo:
—¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra
huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por pie-
581
dad que de mí tiene? No, por cierto, sino que lo hace por
el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner
en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha mo-
vido a mudar religión entender ella que la vuestra a la
nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se
usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra.
Y volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristia-
no de entrambos brazos asido, por que algún desatino no
hiciese, le dijo:
—¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha!
¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros,
naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que
yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en
que te he criado!
Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan
presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces
prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Ma-
homa rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y aca-
base; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos
oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las
barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo;
mas una vez esforzó la voz de tal manera, que podimos
entender que decía:
—Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo
perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es
suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en
esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas.
Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y llo-
raba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino:
—Plega a Alá, padre mío que Lela Marién, que ha sido
la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tris-
teza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que
582
he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi vo-
luntad, pues aunque quisiera no venir con ellos y quedar-
me en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me
daba mi alma a poner por obra esta que a mí me parece tan
buena como tú, padre amado, la juzgas por mala.
Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros
ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos
todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el proprio
viento, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de ver-
nos otro día al amanecer en las riberas de España. Mas
como pocas veces, o nunca viene el bien puro y sencillo,
sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o
sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones
que el moro a su hija había echado, que siempre se han
de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que
estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas
de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, freni-
llados los remos, porque el próspero viento nos quitaba
del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna,
que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un
bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando
un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba;
y esto, tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no em-
bestirle, y ellos asimesmo hicieron fuerza de timón para
darnos lugar que pasásemos. Habíanse puesto a bordo
del bajel a preguntarnos quién éramos y adónde nave-
gábamos y de dónde veníamos; pero, por preguntarnos
esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado:
—Ninguno responda; porque éstos sin duda son cosa-
rios franceses, que hacen a toda ropa.
Por este advertimiento, ninguno respondió palabra, y
habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel queda-
583
ba a sotavento, de improviso soltaron dos piezas de arti-
llería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, por-
que con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron
con él y con la vela en la mar; y al momento disparando
otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca,
de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno;
pero como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos
todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del
bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amai-
naron entonces, y echando el esquife o barca a la mar,
entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus
arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al
nuestro; y viendo cuán pocos éramos y como el bajel se
hundía, nos recogieron, diciendo que, por haber usado
de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido
aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas
de Zoraida y dio con él en la mar, sin que ninguno echase
de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con
los franceses, los cuales, después de haberse informado
de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como
si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de
todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los
carcajes que traía en los pies; pero no me daba a mí tanta
pesadumbre la que a Zoraida daban como me la daba el
temor que tenía de que habían de pasar del quitar de las
riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que
más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de aquella
gente no se extienden a más que al dinero, y desto jamás
se ve harta su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que
aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de al-
gún provecho les fueran; y hubo parecer entre ellos de
que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela,
584
porque tenían intención de tratar en algunos puertos de
España con nombre de que eran bretones, y si nos lleva-
ban vivos serían castigados siendo descubierto su hurto;
mas el capitán, que era el que había despojado a mi que-
rida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que
tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España,
sino pasar el estrecho de Gibraltar, de noche, o como pu-
diese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y, así,
tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío y
todo lo necesario para la corta navegación que nos que-
daba, como lo hicieron otro día, ya a vista de tierra de
España; con la cual vista todas nuestras pesadumbres y
pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hu-
bieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar
la libertad perdida.
Cerca de medio día podría ser cuando nos echaron en
la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho;
y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embar-
carse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escu-
dos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados
estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entra-
mos en el bajel. Dímosles las gracias por el bien que nos
hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos;
ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del Estre-
cho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que
se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar,
que al poner del sol estábamos tan cerca, que bien pu-
diéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy
noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y
el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que
estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tie-
rra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que
585
diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de
poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón
se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios
de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen
en las costas de España, y hacen, de ordinario presa, y
se vuelven a dormir a sus casas; pero de los contrarios
pareceres el que se tomó fue que nos llegásemos poco a
poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desem-
barcásemos donde pudiésemos, hízose así, y poco antes
de la media noche sería cuando llegamos al pie de una
disformísima y alta montaña, no tan junto al mar, que no
concediese un poco de espacio para poder desembarcar
cómodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra,
besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo con-
tento dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el
bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de
la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y
subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque
aun allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho,
ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que
ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéra-
mos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si des-
de allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de
pastores; pero aunque más tendimos la vista, ni poblado,
ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo
esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues
no podría ser menos sino que presto descubriésemos
quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí más me
fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas aspere-
zas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hom-
bros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba
586
su reposo; y, así, nunca más quiso que yo aquel trabajo
tomase; y con mucha paciencia y muestras de alegría, lle-
vándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto
de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nues-
tros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que
por allí cerca había ganado; y mirando todos con aten-
ción si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque
un pastor mozo que con grande reposo y descuido estaba
labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, al-
zando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y a lo que
después supimos, los primeros que a la vista se le ofre-
cieron fueron el renegado y Zoraida, y como él los vio
en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería
estaban sobre él; y metiéndose con extraña ligereza por
el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del
mundo, diciendo:
—¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros!
¡Arma, arma!
Con estas voces quedamos todos confusos, y no sa-
bíamos qué hacernos; pero considerando que las voces
del pastor habían de alborotar la tierra y que la caballería
de la costa había de venir luego a ver lo que era, acorda-
mos que el renegado se desnudase las ropas del Turco
y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno
de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa. Y
así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo ca-
mino que vimos que el pastor llevaba, esperando siem-
pre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de
la costa. Y no nos engañó nuestro pensamiento, porque
aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo ya
salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta
cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a
587
media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos,
nos estuvimos quedos aguardándolos; pero como ellos
llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban,
tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos
nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por que
un pastor había apellidado al arma. “Sí” —dije yo—; y
queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde ve-
níamos, y quién éramos, uno de los cristianos que con
nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la
pregunta, y dijo, sin dejarme a mí decir más palabra:
—¡Gracias sean dadas a Dios, señores que a tan buena
parte nos ha conducido! Porque si yo no me engaño, la
tierra que pisamos es la de Vélez Málaga; si ya los años de
mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acor-
darme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos,
sois Pedro de Bustamante, tío mío.
Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando
el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
diciéndole:
—Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya
te he llorado por muerto, yo, y mi hermana tu madre, y
todos los tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de
darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos
que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus
vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo
que habéis tenido milagrosa libertad.
—Así es —respondió el mozo—, y tiempo nos queda-
rá para contároslo todo.
Luego que los jinetes entendieron que éramos cristia-
nos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos
convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez
Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos
588
volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde
la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zo-
raida fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos
a recebir todo el pueblo; que ya de alguno que se había
adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se ad-
miraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque
toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos
y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zo-
raida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto,
ansí con el cansancio del camino como con la alegría de
verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perder-
se; y esto le había sacado al rostro tales colores, que si no
es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que
más hermosa criatura no había en el mundo; a lo menos
que yo la hubiese visto.
Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por
la merced recebida, y así como en ella entró Zoraida, dijo
que allí había rostros que se parecían a los de Lela Ma-
rién. Dijímosle que eran imágenes suyas, y como mejor
se pudo le dio el renegado a entender lo que significa-
ban, para que ella las adorase como si verdaderamente
fueran cada una dellas la misma Lela Marién que la ha-
bían hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un
natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las
imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron
a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado,
Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con no-
sotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran
acomodados de los bienes de fortuna y nos regalaron con
tanto amor como a su mismo hijo.
Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el
renegado, hecha su información de cuanto le convenía,
589
se fue a la ciudad de Granada a reducirse por medio de la
Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia. Los
demás cristianos libertados se fueron cada uno donde
mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos
los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida,
de los cuales compré este animal en que ella viene, y, sir-
viéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de es-
poso, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si
alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura
que la mía; puesto que por haberme hecho el cielo com-
pañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte
me pudiera venir, por buena que fuera, que más la esti-
mara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodi-
dades que la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra
tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira,
y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida; puesto
que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea
mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra
algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiem-
po y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi
padre y hermanos, que apenas halle quien me conozca,
si ellos faltan.
No tengo más, señores, que deciros de mi historia; la
cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros bue-
nos entendimientos, que de mí sé decir que quisiera ha-
bérosla contado más brevemente, puesto que el temor de
enfadaros más de cuatro circunstancias me ha quitado de
la lengua.
590
CAPÍTULO XLII
Que trata de lo que más sucedió en la venta y
de otras muchas cosas dignas de saberse
C alló en diciendo esto el cautivo, a quien don
Fernando dijo:
—Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis
contado este extraño suceso ha sido tal, que iguala a la
novedad y extrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino
y raro, y lleno de accidentes, que maravillan y suspenden
a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos
recebido en escuchalle, que aunque nos hallara el día de
mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos
que de nuevo se comenzara.
Y en diciendo esto, Cardenio y todos los demás se le
ofrecieron con todo lo a ellos posible para servirle, con
palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el
capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Es-
pecialmente, le ofreció don Fernando que si quería vol-
verse con él, que él haría que el marqués, su hermano,
fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su
parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su
tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se de-
bía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero
no quiso aceptar ninguno de sus liberales ofrecimientos.
591
592
En esto, llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó a la
venta un coche, con algunos hombres de a caballo. Pidie-
ron posada; a quien la ventera respondió que no había en
toda la venta un palmo desocupado.
—Pues, aunque eso sea —dijo uno de los de a caballo
que habían entrado—, no ha de faltar para el señor oidor
que aquí viene.
A este nombre se turbó la huéspeda, y dijo:
—Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas; si
es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de
traer, entre en buen hora; que yo y mi marido nos saldre-
mos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
—Sea en buen hora —dijo el escudero.
Pero a este tiempo ya había salido del coche un hom-
bre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que te-
nía, porque la ropa luenga con las mangas arrocadas, que
vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho.
Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez
y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa
y tan gallarda, que a todos puso en admiración su vista;
de suerte que, a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y
Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal
hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera
hallarse. Hallóse Don Quijote, al entrar del oidor y de la
doncella, y así como le vio, dijo:
—Seguramente puede vuestra merced entrar y espa-
ciarse en este castillo; que aunque es estrecho y mal aco-
modado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo
que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas
y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la
traen las letras de vuestra merced en esta fermosa don-
593
cella, a quien deben, no sólo abrirse y manifestarse los
castillos, sino apartarse los riscos, y dividirse y abajarse
las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced,
digo, en este paraíso; que aquí hallará estrellas y soles
que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo:
aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su
extremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento de Don
Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no
menos le admiraba su talle que sus palabras; y sin hallar
ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nue-
vo cuando vio delante de sí a Luscinda, a Dorotea y a
Zoraida, que a las nuevas de los nuevos güéspedes, y a
las que la ventera les había dado de la hermosura de la
doncella, habían venido a verla y a recebirla; pero don
Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más
cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró
confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y
las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermo-
sa doncella. En resolución, bien echó de ver el oidor que
era gente principal toda la que allí estaba; pero el talle,
visaje y la apostura de Don Quijote le desatinaba; y ha-
biendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tan-
teando la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes
estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el
camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen
fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor
que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas se-
ñoras, lo que ella hizo de muy buena gana; y con parte
de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que
el oidor traía, se acomodaron aquella noche, mejor de lo
que pensaban.
594
El cautivo que, desde el punto que vio al oidor, le dio
saltos el corazón y barruntos de que aquél era su herma-
no, preguntó a uno de los criados que con él venían que
cómo se llamaba, y si sabía de qué tierra era. El criado
le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de
Viedma, que había oído decir que era de un lugar de las
montañas de León. Con esta relación y con lo que él ha-
bía visto se acabó de confirmar de que aquél era su her-
mano, que había seguido las letras, por consejo de su
padre; y alborotado y contento, llamando aparte a don
Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba,
certificándoles que aquel oidor era su hermano. Había-
le dicho también el criado cómo iba proveído por oidor
a las Indias, en la Audiencia de Méjico; supo también
cómo aquella doncella era su hija, de cuyo parto había
muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el
dote que con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo
qué modo tendría para descubrirse, o para conocer pri-
mero, si, después de descubierto, su hermano, por verle
pobre, se afrentaba, o le recebía con buenas entrañas.
—Déjeseme a mí el hacer esa experiencia —dijo el
cura—; cuanto más que no hay que pensar sino que vos,
señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el valor y
prudencia que en su buen parecer descubre vuestro herma-
no no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que
no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.
—Con todo eso —dijo el capitán—, yo querría no de
improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.
—Ya os digo —respondió el cura— que yo lo trazaré
de modo que todos quedemos satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se senta-
ron a la mesa, eceto el cautivo y las señoras, que cenaron
595
de por sí en su aposento. En la mitad de la cena dijo el
cura:
—Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor,
tuve yo una camarada en Constantinopla, donde estuve
cautivo algunos años; la cual camarada era uno de los
valientes soldados y capitanes que había en toda la in-
fantería española; pero tanto cuanto tenía de esforzado y
valeroso tenía de desdichado.
—Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? —pre-
guntó el oidor.
—Llamábase —respondió el cura— Ruy Pérez de
Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de
León; el cual me contó un caso que a su padre con sus
hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un
hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja
de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego.
Porque me dijo que su padre había dividido su hacienda
entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos conse-
jos, mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él
escogió de venir a la guerra le había sucedido tan bien,
que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo
que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infan-
tería y a verse en camino y predicamento de ser presto
maestre de campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues
donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió, con
perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la
cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí en
la Goleta, y después, por diferentes sucesos nos hallamos
camaradas en Constantinopla. Desde allí vino a Argel,
donde sé que le sucedió uno de los más extraños casos
que en el mundo han sucedido.
596
De aquí fue prosiguiendo el cura, y con brevedad su-
cinta contó lo que con Zoraida a su hermano había suce-
dido, a todo lo cual estaba tan atento el oidor, que nin-
guna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó
el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los
cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesi-
dad en que su camarada y la hermosa mora habían queda-
do; de los cuales no había sabido en qué habían parado,
ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses
a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de
allí desviado, el capitán, y notaba todos los movimientos
que su hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura ha-
bía llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro y
llenándosele los ojos de agua, dijo:
—¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis
contado, y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso
dar muestras dello con estas lágrimas, que contra toda mi
discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán tan
valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como
más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro
hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejer-
cicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que
nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camara-
da en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes. Yo seguí
el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han
puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está
en el Pirú, tan rico, que con lo que ha enviado a mi padre
y a mí ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun
dado a las manos de mi padre con que poder hartar su
liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he podido con más
decencia y autoridad tratarme en mis estudios, y llegar al
597
puesto en que me veo. Vive aún mi padre muriendo, con
el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con con-
tinuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que él
vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo, sien-
do tan discreto, cómo en tantos trabajos y aflicciones, o
prósperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia de
sí a su padre; que si él lo supiera, o alguno de nosotros,
no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña
para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo
es de pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad,
o le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto todo será
que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le
comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh, buen
hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que
yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fue-
ra a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara nuevas a nues-
tro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en
las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te
sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh
Zoraida hermosa y liberal, quién pudiese pagar el bien
que a mi hermano hiciste! ¡Quién pudiera hallarse al re-
nacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos
nos dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno
de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le
habían dado, que todos los que le oían le acompañaban
en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima.
Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su in-
tención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos
a todos más tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa, y
entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y
tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor.
598
Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería
hacer, que fue que, tomándole a él ansimesmo de la otra
mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor, y los
demás caballeros estaban, y dijo:
—Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese
vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse,
pues tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra
buena cuñada. Este que aquí veis es el capitán Viedma, y
ésta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. Los france-
ses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis para
que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso
ambas manos en los pechos, por mirarle algo más aparta-
do; mas, cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estre-
chamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento,
que los más de los que presentes estaban le hubieron de
acompañar en ellas. Las palabras que entrambos herma-
nos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas
creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí,
en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí
mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos
hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la ofreció su
hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana
hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas
de todos. Allí Don Quijote estaba atento, sin hablar pa-
labra, considerando estos tan extraños sucesos atribu-
yéndolos todos a quimeras de la andante caballería. Allí
concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su
hermano a Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo
y libertad, para que, como pudiese, viniese a hallarse en
las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor
posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nue-
599
vas que de allí a un mes partía flota de Sevilla a la Nueva
España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y alegres del
buen suceso del cautivo; y como ya la noche iba casi en
las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y re-
posar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció
a hacer la guardia del castillo, por que de algún gigante o
otro malandante follón no fuesen acometidos, codicio-
sos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo
se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y
dieron al oidor cuenta del humor extraño de Don Qui-
jote, de que no poco gusto recibió. Sólo Sancho Panza se
desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo él se
acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos
de su jumento, que le costaron tan caros como adelante
se dirá. Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los
demás acomodándose como menos mal pudieron, Don
Quijote se situó fuera de la venta a hacer la centinela del
castillo, como lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco para venir el alba,
llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y
tan buena, que les obligó a que todas le prestasen aten-
to oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a
cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que así se lla-
maba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la
persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que
la acompañase instrumento alguno. Unas veces les pare-
cía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza;
estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta
del aposento Cardenio, y dijo:
—Quien no duerme, escuche, que oirán una voz de un
mozo de mulas, que de tal manera canta, que encanta.
600
—Ya lo oímos, señor —respondió Dorotea.
Y con esto se fue Cardenio, y Dorotea, poniendo toda
la atención posible, entendió que lo que se cantaba era
esto:
CAPÍTULO XLIII
Donde se cuenta la agradable historia del mozo
de mulas, con otros extraños acaecimientos en
la venta sucedidos
—M arinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh, clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!
Al punto que te me encubras
será de mi muerte el punto.
601
602
Llegando el que cantaba a este punto le pareció a Do-
rotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan
buena voz; y, así, moviéndola a una y a otra parte, la des-
pertó, diciéndole:
—Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago
porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído
en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no
entendió lo que Dorotea le decía; y volviéndoselo a pre-
guntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo aten-
ta Clara; pero apenas hubo oído dos versos que el que
cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor
tan extraño, como si de algún grave accidente de cuarta-
na estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con
Dorotea, le dijo:
—¡Ay, señora de mi alma y de mi vida! ¿Para qué me
despertastes? Que el mayor bien que la fortuna me podía
hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos,
para no ver ni oír a ese desdichado músico.
—¿Qué es lo que dices, niña? Mira que dicen que el
que canta es un mozo de mulas.
—No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y
el que le tiene en mi alma con tanta seguridad, que si él
no quiere dejalle, no le será quitado eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la
muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a
la discreción que sus pocos años prometían; y así le dijo:
—Habláis de modo, señora Clara, que no puedo en-
tenderos. Declaraos más y decidme qué es lo que decís de
alma y de lugares, y deste músico cuya voz tan inquieta os
tiene. Pero no me digáis nada por ahora; que no quiero
603
perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que
recibo de oír al que canta; que me parece que con nuevos
versos y nuevo tono torna a su canto.
—Sea en buen hora —respondió Clara.
Y por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos,
de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando
atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta
manera:
—Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas;
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.
Que Amor sus glorias venda
caras, es gran razón y es trato justo,
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto;
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
604
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principió a nuevos sollozos Clara;
todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba
saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro; y
así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir de-
nantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la
oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca
tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía
hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo:
—Este que canta, señora mía, es un hijo de un caba-
llero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares,
el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la corte; y
aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos
en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue,
ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio,
me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte; finalmente,
él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las
ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágri-
mas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo
que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de
juntarse la una mano con la otra, dándome a entender
que se casaría conmigo: y aunque yo me holgaría mucho
de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con
quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor
sino era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo
también, alzar un poco el lienzo o la celosía, y dejarme
ver toda; de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales
de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la parti-
da de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca
pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pesa-
dumbre, y así, el día que nos partimos nunca pude verle
605
para despedirme dél siquiera con los ojos; pero a cabo de
dos días que caminábamos, al entrar de una posada en
un lugar una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón,
puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural, que si
yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible
conocelle. Conocíle, admiríme y alegréme; él me miró a
hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuan-
do atraviesa por delante de mí en los caminos y en las
posadas do llegamos; y como yo sé quién es, y considero
que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, mué-
rome de pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo
yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha
podido escaparse de su padre, que le quiere extraordina-
riamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo
merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y
más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca de su
cabeza, que he oído decir que es muy grande estudiante
y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo
cantar tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi
padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros
deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso,
le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto
es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico
cuya voz tanto os ha contentado; que en sola ella echaréis
bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino
señor de almas y lugares, como yo os he dicho.
—No digáis más, señora doña Clara —dijo a esta sazón
Dorotea, y esto, besándola mil veces—; no digáis más,
digo, y esperad que venga el nuevo día; que yo espero
en Dios de encaminar de manera vuestros negocios que
tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.
606
—¡Ay, señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede
esperar, si su padre es tan principal y tan rico, que le pa-
recerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto
más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo
haré por cuanto hay en el mundo. No querría sino que
este mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle y
con la gran distancia del camino que llevamos se me ali-
viaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este
remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco.
No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha en-
trado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y
él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de
una edad misma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis
años, que para el día de San Miguel que vendrá dice mi
padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea oyendo cuán como
niña hablaba doña Clara, a quien dijo:
—Reposemos, señora, lo poco que creo que queda de
la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me an-
darán las manos.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba
un grande silencio; solamente no dormían la hija de la
ventera y Maritornes su criada, las cuales, como ya sabían
el humor de que pecaba Don Quijote, y que estaba fuera
de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, deter-
minaron las dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de
pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso, que en toda la venta no había ventana
que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por don-
de echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron
las dos semidoncellas, y vieron que Don Quijote estaba a
607
caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en
cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía
que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo
oyeron que decía, con voz blanda, regalada y amorosa:
—¡Oh, mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de
toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del
mejor donaire, depósito de la honestidad y, últimamente,
idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay
en el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás
por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tan-
tos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido
ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh, luminaria de las tres
caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora miran-
do, que, o paseándose por alguna galería de sus suntuo-
sos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón,
está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza,
ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado
corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué
sosiego a mi cuidado, y, finalmente, qué vida a mi muerte
y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de
estar apriesa ensillando tus caballos por madrugar y salir
a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi
parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla
no le des paz en el rostro; que tendré más celos de ti que
tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo
sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas
de Peneo; que no me acuerdo bien por dónde corriste
entonces celoso y enamorado.
A este punto llegaba entonces Don Quijote, en su tan
lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le
comenzó a cecear y a decirle:
608
—Señor mío, lléguese acá la vuestra merced, si es
servido.
A cuyas señas y voz volvió Don Quijote la cabeza, y
vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su
claridad, cómo le llamaban del agujero que a él le pareció
ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las
tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era
aquella venta; y luego en el instante se le representó en
su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la don-
cella fermosa hija de la señora de aquel castillo, vencida
de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento,
por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las
riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y así como vio a
las dos mozas, dijo:
—Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades
puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es
posible corresponderos conforme merece vuestro gran
valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este
miserable andante caballero, a quien tiene Amor imposi-
bilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella
que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora ab-
soluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos
en vuestro aposento, y no queráis, con significarme más
vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido;
y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con
que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela;
que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía de
dárosla encontinente, si bien me pidiésedes una guedeja
de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya
los mesmos rayos del Sol, encerrados en una redoma.
—No ha menester nada deso mi señora, señor caballe-
ro —dijo a este punto Maritornes.
609
—Pues ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra se-
ñora? —respondió Don Quijote.
—Sola una de vuestras hermosas manos —dijo Ma-
ritornes—, por poder deshogar ella el gran deseo que a
este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor, que si
su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della
fuera la oreja.
—¡Ya quisiera yo ver eso! —respondió Don Quijo-
te—. Pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer
el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por
haber puesto las manos en los delicados miembros de su
enamorada hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda Don Quijote da-
ría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su
pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y
se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumen-
to de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su
agujero, a tiempo que Don Quijote se había puesto de
pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana
enrejada donde se imaginaba estar la referida doncella; y
al darle la mano, dijo:
—Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese
verdugo de los malhechores del mundo: tomad esa mano,
digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la
de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo.
No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la
contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos,
la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis
qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.
—Ahora lo veremos —dijo Maritornes.
Y haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la
echó a la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que
610
quedaba al cerrojo de la puerta del pajar, muy fuerte-
mente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel
en su muñeca, dijo:
—Más parece que vuestra merced me ralla que no que
me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene
la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que
en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo. Mi-
rad que quien quiere bien no se venga tan mal.
Pero todas estas razones de Don Quijote ya no las es-
cuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella
y la otra se fueron, muertas de risa y le dejaron asido de
manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Roci-
nante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la
muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor
y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a
otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba
hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y
quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría
sin moverse un siglo entero. En resolución, viéndose
Don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se
dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de en-
cantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mes-
mo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y
maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues ha-
biendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se
había aventurado a entrar en él la segunda, siendo adver-
timiento de caballeros andantes que cuando han probado
una aventura y no salido bien con ella, es señal que no
está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen
necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto tiraba
de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan
611
bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien
es verdad que tiraba con tiento, por que Rocinante no
se moviese; y aunque él quisiera sentarse y ponerse en
la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.
Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien
no tenía fuerza encantamento alguno; allí fue el maldecir
de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el
mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encanta-
do, que, sin duda alguna, se había creído que lo estaba;
allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del To-
boso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza,
que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su
jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre
que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y
Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga
Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la
mañana tan desesperado y confuso, que bramaba como
un toro; porque no esperaba él que con el día se remedia-
ría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por
encantado. Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco
ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin co-
mer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo,
hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o
hasta que otro más sabio encantador le desencantase.
Pero engañose mucho en su creencia, porque apenas
comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro
hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados,
con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta
de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes;
lo cual, visto por Don Quijote desde donde aún no de-
jaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:
612
—Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis:
no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo; que
asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro
duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las for-
talezas, hasta que el Sol esté tendido por todo el suelo.
Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces
veremos si será justo o no que os abran.
—¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste —dijo
uno—, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois
el ventero, mandad que nos abran; que somos caminan-
tes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabal-
gaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.
—¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero?
—respondió Don Quijote.
—No sé de qué tenéis talle —respondió el otro—;
pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.
—Castillo es —replicó Don Quijote—, y aun de los
mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que
ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.
—Mejor fuera al revés —dijo el caminante—; el cetro
en la cabeza y la corona en la mano. Y será, si a mano vie-
ne, que debe de estar dentro alguna compañía de repre-
sentantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas
y cetros que decís; porque en una venta tan pequeña, y
adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo
que se alojen personas dignas de corona y cetro.
—Sabéis poco del mundo —replicó Don Quijote—,
pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caba-
llería andante.
Cansábanse los compañeros que con el preguntante
venían del coloquio que con Don Quijote pasaba, y así,
tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo, que
613
el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta esta-
ban, y así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió
en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían
los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que,
melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin
moverse a su estirado señor; y, como, en fin, era de car-
ne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y
tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, no
se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los
juntos pies de Don Quijote, y, resbalando de la silla, die-
ran con él en el suelo, a no quedar colgado del brazo; cosa
que le causó tanto dolor, que creyó, o que la muñeca le
cortaban o que el brazo se le arrancaba; porque él quedó
tan cerca del suelo, que con los extremos de las puntas de
los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque,
como sentía lo poco que le faltaba para poner las plan-
tas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por
alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tor-
mento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos
mesmos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco
que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se
les representa, que con poco más que se estiren llegarán
al suelo.
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CAPÍTULO XLIV
Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
E n efeto, fueron tantas las voces que Don Quijote
dio, que, abriendo de presto las puertas de la ven-
ta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos
daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Mari-
tornes, que ya había despertado a las mismas voces, ima-
ginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que
nadie lo viese, el cabestro que a Don Quijote sostenía,
y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los ca-
minantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía,
que tales voces daba. Él, sin responder palabra, se quitó
el cordón de la muñeca, y levantándose en pie, subió so-
bre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y
tomando buena parte del campo, volvió a medio galope,
diciendo:
—Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título
encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé
licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafío a singu-
lar batalla.
Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las
palabras de Don Quijote; pero el ventero les quitó de aque-
lla admiración, diciéndoles que era Don Quijote, y que no
había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.
615
616
Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aque-
lla venta un muchacho de hasta edad de quince años, que
venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas,
dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El
ventero respondió que había tanta gente en la venta, que
no había echado de ver en el que preguntaban. Pero ha-
biendo visto uno dellos el coche donde había venido el
oidor dijo:
—Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el co-
che que él dicen que sigue; quédese uno de nosotros a
la puerta y entren los demás a buscarle; y aun sería bien
que uno de nosotros rodease toda la venta, por que no se
fuese por las bardas de los corrales.
—Así se hará —respondió uno dellos.
Y entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puer-
ta y el otro se fue a rodear la venta; todo lo cual veía el
ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas dili-
gencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo
cuyas señas le habían dado.
Ya a esta sazón aclaraba el día; y así por esto como por
el ruido que Don Quijote había hecho, estaban todos
despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y
Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a
su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido
dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que
ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le
respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y
saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que
lícitamente podía el caballero andante tomar y empren-
der otra empresa habiendo dado su palabra y fe de no
ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido,
617
él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su
grado; pero por parecerle no convenirle ni estarle bien
comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en
su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver
en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes;
uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, dur-
miendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado
de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El
hombre le trabó del brazo, y le dijo:
—Por cierto, señor don Luis, que responde bien a
quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama
en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espa-
cio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado
de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o
no pudo hablarle palabra por un buen espacio; y el criado
prosiguió diciendo:
—Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis,
sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra
merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro
mundo; porque no se puede esperar otra cosa de la pena
con que queda por vuestra ausencia.
—Pues ¿cómo supo mi padre —dijo don Luis— que
yo venía este camino y en este traje?
—Un estudiante —respondió el criado— a quien dis-
tes cuenta de vuestros pensamientos, fue el que lo descu-
brió, movido a lástima de las que vio que hacía vuestro
padre al punto que os echó menos; y así, despachó a cua-
tro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí
a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se
puede, por el buen despacho con que tornaremos, lleván-
donos a los ojos que tanto os quieren.
618
—Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo orde-
nare —respondió don Luis.
—¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo,
fuera de consentir en volveros? Porque no ha de ser po-
sible otra cosa.
Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el
mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y levan-
tándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando
y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían,
a los cuales dijo como aquel hombre llamaba de don a
aquel muchacho y las razones que pasaban, y como le
quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería.
Y con esto, y con lo que dél sabían de la buena voz que
el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de
saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle
si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia
la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su
criado. Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella
doña Clara toda turbada; y llamando Dorotea a Cardenio
aparte, le contó en breves razones la historia del músico
y de doña Clara; a quien él también dijo lo que pasaba
de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se
lo dijo tan callando que lo dejase de oír Clara; de lo que
quedó tan fuera de sí, que si Dorotea no llegara a tenerla,
diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se
volviesen al aposento; que él procuraría poner remedio
en todo, y ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don
Luis dentro de la venta y rodeados dél, persuadiéndole
que luego, sin detenerse un punto volviese a consolar a su
padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía ha-
619
cer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la hon-
ra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole
que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían,
quisiese o no quisiese.
—Eso no haréis vosotros —replicó don Luis—, si no
es llevándome muerto; aunque de cualquiera manera que
me llevéis, será llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los
más que en la venta estaban, especialmente Cardenio,
don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero
y Don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad
de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la his-
toria del mozo, preguntó a los que llevarle querían que
qué les movía a querer llevar contra su voluntad a aquel
muchacho.
—Muévenos —respondió uno de los cuatro— dar la
vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda
a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
—No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo
soy libre y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de
vosotros me ha de hacer fuerza.
—Harásela a vuestra merced la razón —respondió el
hombre—; y cuando ella no bastare con vuestra merced,
bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que
somos obligados.
—Sepamos qué es esto de raíz —dijo a este tiempo el
oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su
casa, respondió:
—¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este ca-
ballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado
620
de casa de su padre en el hábito tan indecente a su calidad
como vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y conoció-
le; y abrazándole, dijo:
—¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas
tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera,
y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no
pudo responder palabra al oidor; el cual dijo a los cuatro
que se sosegasen, que todo se haría bien; y tomando por
la mano a don Luis, le apartó a una parte y le preguntó
qué venida había sido aquélla. Y en tanto que le hacía
esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puer-
ta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes
que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda
la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, ha-
bían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ven-
tero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les
asió al salir de la puerta, y pidió su paga, y les afeó su mala
intención con tales palabras, que les movió a que le res-
pondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal
mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces
y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más
desocupado para poder socorrerle que a Don Quijote, a
quien la hija de la ventera dijo:
—Socorra vuestra merced, señor caballero, por la vir-
tud que Dios le dio, a mi pobre padre; que dos malos
hombres le están moliendo como a cibera.
A lo cual respondió Don Quijote, muy de espacio y
con mucha flema:
—Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra pe-
tición, porque estoy impedido de entremeterme en otra
621
aventura en tanto que no diere cima a una en que mi pa-
labra me ha puesto. Mas lo que yo podré hacer por servi-
ros, es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre
que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y
que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo
pido licencia a la princesa Micomicona para poder soco-
rrerle en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto
que yo le sacaré della.
—¡Pecadora de mí! —dijo a esto Maritornes, que es-
taba delante—. Primero que vuestra merced alcance esa
licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo.
—Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que
digo —respondió Don Quijote—; que como yo la tenga,
poco hará al caso que él esté en el otro mundo; que de
allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga;
o, por lo menos, os daré tal venganza, de los que allá le
hubieren enviado, que quedéis más que medianamente
satisfechas.
Y sin decir más se fue a poner de hinojos ante Dorotea,
pidiéndole con palabras caballerescas y andantescas que
la su grandeza fuera servida de darle licencia de acorrer y
socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto
en una grave mengua. La princesa se la dio de buen ta-
lante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano
a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún
todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero;
pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque
Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía,
que socorriese a su señor y marido.
—Deténgome —dijo Don Quijote— porque no me
es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil;
622
pero llamadme aquí a mi escudero Sancho; que a él toca
y atañe esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban
las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño
del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija,
que se desesperaban de ver la cobardía de Don Quijote, y
de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.
Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra,
o si no, sufra y calle el que se atreve a más de a lo que sus
fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos,
a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor, que le
dejamos aparte, preguntándole la causa de su venida a
pie y de tan vil traje vestido; a lo cual el mozo, asiéndole
fuertemente de las manos, como en señal de que algún
gran dolor le apretaba el corazón, y derramando lágrimas
en grande abundancia, le dijo:
—Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que des-
de el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad
que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora
mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y
si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide,
en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la
casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para
seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco,
o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos
más de lo que ha podido entender de algunas veces que
desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la
riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su úni-
co heredero: si os parece que éstas son partes para que
os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme
luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros
623
designios suyos no gustare deste bien que yo supe bus-
carme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar
las cosas que las humanas voluntades.
Calló en diciendo esto el enamorado mancebo, y el
oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así
de haber oído el modo y la discreción con que don Luis
le había descubierto su pensamiento, como de verse en
punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino
y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa sino
que se sosegase por entonces y entretuviese a sus cria-
dos, que por aquel día no le volviesen, por que se tuviese
tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese.
Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó
con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón
de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto, ya
había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matri-
monio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efectuar
con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que
pretendía hacer de título a su hijo.
Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el
ventero, pues por persuasión y buenas razones de Don
Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo
que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin
de la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando
el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo
punto entró en la venta el barbero a quien Don Quijote
quitó el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los apare-
jos del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero,
llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Pan-
za que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así
como la vio la conoció y se atrevió a arremeter a Sancho,
diciendo:
624
—¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía
y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes!
Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó
los vituperios que le decían, con la una mano asió de la
albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero, que le
bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el bar-
bero la presa que tenía hecha en el albarda; antes alzó la
voz de tal manera, que todos los de la venta acudieron al
ruido y pendencia, y decía:
—¡Aquí del rey y de la justicia, que sobre cobrar mi
hacienda me quiere matar este ladrón, salteador de ca-
minos!
—Mentís —respondió Sancho—; que yo no soy sal-
teador de caminos, que en buena guerra ganó mi señor
Don Quijote estos despojos.
Ya estaba Don Quijote delante, con mucho contento de
ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole
desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su
corazón de armalle caballero en la primera ocasión que se
le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada
la orden de la caballería. Entre otras cosas que el barbero
decía en el discurso de la pendencia, vino a decir:
—Señores —así esta albarda es mía como la muerte
que debo a Dios, y así la conozco como si la hubiera pa-
rido; y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará
mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada,
yo quedaré por infame. Y hay más; que el mismo día que
ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar
nueva, que no se había estrenado, que era señora de un
escudo.
Aquí no se pudo contener Don Quijote sin responder,
y poniéndose entre los dos y apartándoles, depositando
625
la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta
que la verdad se aclarase, dijo:
—¡Por que vean vuestras mercedes clara y manifiesta-
mente el error en que está este buen escudero, pues llama
bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual
se le quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con
legítima y lícita posesión! En lo del albarda no me entre-
meto; que lo que en ello sabré decir es que mi escudero
Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caba-
llo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo,
yo se la di, y él los tomó, y de haberse convertido de jaez
en albarda, no sabré dar otra razón si no es la ordinaria;
que como ésas transformaciones se ven en los sucesos de
la caballería, para confirmación de lo cual, corre, Sancho
hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser
bacía.
—¡Pardiez, señor —dijo Sancho—, si no tenemos otra
prueba de nuestra intención que la que vuestra merced
dice, tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez de este
buen hombre albarda!
—Haz lo que te mando —replicó Don Quijote—; que
no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por
encantamento.
Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y así como
Don Quijote la vio, la tomó en las manos, y dijo:
—Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir
este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he
dicho; y juro por la orden de caballería que profeso que
este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadi-
do en él ni quitado cosa alguna.
—En eso no hay duda —dijo a esta sazón Sancho—;
porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha he-
626
cho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ven-
tura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo
pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas
en aquel trance.
CAPÍTULO XLV
Donde se acaba de averiguar la duda del
yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras
aventuras sucedidas, con toda verdad
—¿Q ué les parece a vuestras mercedes,
señores —dijo el barbero—, de lo que
afirman estos gentileshombres, pues aún porfían que ésta
no es bacía, sino yelmo?
—Y quien lo contrario dijere —dijo Don Quijote—, le
haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escu-
dero, que remiente mil veces.
Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como te-
nía tan bien conocido el humor de Don Quijote, quiso
esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para que
todos riesen, y dijo, hablando con el otro barbero:
—Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también
soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta
de examen y conozco muy bien de todos los instrumen-
tos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos
fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué
es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras
cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de
los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome
siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está
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628
aquí delante y que este buen señor tiene en las manos no
sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo,
como está lejos lo blanco de lo negro, y la verdad de la
mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es
yelmo entero.
—No, por cierto —dijo Don Quijote—, porque le fal-
ta la mitad, que es la babera.
—Así es —dijo el cura, que ya había entendido la in-
tención de su amigo el barbero.
Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus
camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo
con el negocio de don Luis, ayudara, por su parte, a la
burla, pero las veras de lo que pensaba le tenían tan sus-
penso, que poco o nada atendía a aquellos donaires.
—¡Válame Dios! —dijo a esta sazón el barbero burla-
do—. ¿Que es posible que tanta gente honrada diga que
ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede
poner en admiración a toda una Universidad, por discre-
ta que sea. Basta: si es que esta bacía es yelmo, también
debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor
ha dicho.
—A mí albarda me parece —dijo Don Quijote—; pero
ya he dicho que en eso no me entremeto.
—De que sea albarda o jaez —dijo el cura— no está
en más de decirlo el señor Don Quijote; que en estas co-
sas de la caballería todos estos señores y yo le damos la
ventaja.
—Por Dios, señores míos —dijo Don Quijote—, que
son tantas y tan extrañas las cosas que en este castillo, en
dos veces que en él he alojado, me han sucedido, que no
me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que
629
acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque
imagino que cuanto en él se trata va por vía de encanta-
mento. La primera vez me fatigó mucho un moro encan-
tado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con
otros sus secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo
casi dos horas: sin saber cómo ni cómo no vine a caer
en aquella desgracia. Así que, ponerme yo ahora en cosa
de tanta confusión a dar mi parecer, será caer en juicio
temerario. En lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía,
y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero en lo de decla-
rar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia
definitiva: sólo lo dejo al buen parecer de vuestras merce-
des; quizá por no ser armados caballeros como yo lo soy
no tendrán que ver con vuestras mercedes los encanta-
mentos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres,
y podrán juzgar de las cosas de este castillo como ellas
son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían.
—No hay duda —respondió a esto don Fernando—,
sino que el señor Don Quijote ha dicho muy bien hoy,
que a nosotros toca la difinición deste caso; y por que
vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos
destos señores, y de lo que resultare daré entera y clara
noticia.
Para aquellos que la tenían del humor de Don Quijote
era todo esto materia de grandísima risa, pero para los
que le ignoraban les parecía el mayor disparate del mun-
do, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a
don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que
acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser
cuadrilleros, como, en efeto lo eran. Pero el que más se
desesperaba era el barbero, cuya bacía allí delante de sus
ojos se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya
630
albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver
en jaez rico de caballo; y los unos y los otros se reían de
ver cómo andaba don Fernando tomando los votos de
unos en otros, hablándolos al oído para que en secreto
declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien
tanto se había peleado; y después que hubo tomado los
votos de aquellos que a Don Quijote conocían, dijo en
alta voz:
—El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de
tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pre-
gunto lo que deseo saber que no me diga que es dispara-
te el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez de
caballo, y aun de caballo castizo; y así, habréis de tener
paciencia, porque a vuestro pesar y al de vuestro asno,
éste es jaez y no albarda, y vos habéis alegado y probado
muy mal de vuestra parte.
—No la tenga yo en el cielo —dijo el pobre barbero—
si todos vuestras mercedes no se engañan, y que así pa-
rezca mi ánima ante Dios como ella me parece a mí albar-
da, y no jaez; pero allá van leyes..., y no digo más; y en
verdad que no estoy borracho, que no me he desayunado,
si de pecar no.
No menos causaban risa las necedades que decía el
barbero que los disparates de Don Quijote, el cual a esta
sazón dijo:
—Aquí no hay más que hacer sino que cada uno tome
lo que es suyo, y a quien Dios se la dio San Pedro se la
bendiga.
Uno de los cuatro dijo:
—Si ya no es que esto sea burla pensada, no me puedo
persuadir que hombres de tan buen entendimiento como
631
son, o parecen, todos los que aquí están, se atrevan a de-
cir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas
como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender
que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contra-
ria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma
experiencia; porque ¡voto a tal! —y arrojóle redondo—
que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el
mundo al revés de que ésta no sea bacía de barbero y ésta
albarda de asno.
—Bien podría ser de borrica —dijo el cura.
—Tanto monta —dijo el criado—; que el caso no con-
siste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras
mercedes dicen.
Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían en-
trado, que había oído la pendencia y quistión, lleno de
cólera y de enfado, dijo:
—Tan albarda es como mi padre; y el que otra cosa ha
dicho o dijere debe de estar hecho uva.
—Mentís como bellaco villano —respondió Don Quijote.
Y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos,
le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no des-
viarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón
se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que
vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo
favor a la Santa Hermandad.
El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por
su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compa-
ñeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, por
que con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la
casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo
Sancho; Don Quijote puso mano a su espada y arremetió
632
a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados, que
le dejasen a él y acorriesen a Don Quijote, y a Cardenio
y a don Fernando, que todos favorecían a Don Quijote;
el cura daba voces; la ventera gritaba; su hija se afligía;
Maritornes lloraba; Dorotea estaba confusa; Luscinda,
suspensa, y doña Clara, desmayada. El barbero aporreaba
a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un
criado suyo se atrevió a asirle del brazo por que no se fue-
se, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el
oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies
a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su
sabor; el ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a
la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era llan-
tos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, des-
gracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de
sangre. Y en mitad de este caos, máquina y laberinto de
cosas, se le representó en la memoria de Don Quijote que
se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo
de Agramante, y así, dijo con voz que atronaba la venta:
—¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosie-
guen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida!
A cuya gran voz todos se pararon y él prosiguió diciendo:
—¿No os dije yo, señores, que este castillo era encan-
tado, y que alguna región de demonios debe de habitar
en él? En confirmación de lo cual, quiero que veáis por
vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado en-
tre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mi-
rad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo,
acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y
todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced,
señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva
de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y póngannos
633
en paz; porque por Dios Todopoderoso que es gran be-
llaquería que tanta gente principal como aquí estamos se
mate por causas tan livianas.
Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de Don
Quijote, y se veían malparados de don Fernando, Car-
denio y sus camaradas, no querían sosegarse; el barbero
sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y
el albarda; Sancho a la más mínima voz de su amo, obe-
deció como buen criado; los cuatro criados de don Luis
también se estuvieron quedos, viendo cuán poco les iba
en no estarlo; sólo el ventero porfiaba que se habían de
castigar las insolencias de aquel loco, que a cada paso le
alborotaba la venta. Finalmente, el rumor se apaciguó
por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta el día del
juicio, y la bacía por yelmo y la venta por castillo en la
imaginación de Don Quijote.
Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos a
persuasión del oidor y del cura, volvieron los criados de
don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos;
y en tanto que él con ellos se avenía, el oidor comunicó
con don Fernando, Cardenio y el cura qué debía hacer en
aquel caso, contándoseles con las razones que don Luis
le había dicho. En fin, fue acordado que don Fernando
dijese a los criados de don Luis quién él era y como era
su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde
de su hermano el marqués sería estimado como el valor
de don Luis merecía; porque desta manera se sabía de la
intención de don Luis que no volvería por aquella vez a
los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida,
pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la inten-
ción de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se
volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se
634
quedase a servir a don Luis y a no dejalle hasta que ellos
volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba.
Desta manera se apaciguó aquella máquina de penden-
cias, por la autoridad de Agramante y prudencia del rey
Sobrino; pero viéndose el enemigo de la concordia y el
émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto
que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan
confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, re-
sucitando nuevas pendencias y desasosiegos.
Es, pues, el caso, que los cuadrilleros se sosegaron, por
haber entreoído la calidad de los que con ellos se habían
combatido, y se retiraron de la pendencia, por parecerles
que, de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar
lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue
molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria
que entre algunos mandamientos que traía para prender
a algunos delincuentes, traía uno contra Don Quijote, a
quien la Santa Hermandad había mandado prender, por
la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho con mu-
cha razón había temido. Imaginando, pues, esto, quiso
certificarse si las señas que de Don Quijote traía venían
bien, y sacando del seno un pergamino, topó con el que
buscaba, y poniéndosele a leer de espacio, porque no era
buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en Don
Quijote, y iba cotejando las señas del mandamiento con
el rostro de Don Quijote, y halló que sin duda alguna era
el que el mandamiento rezaba. Y apenas se hubo certifi-
cado, cuando, recogiendo su pergamino, con la izquierda
tomó el mandamiento y con la derecha asió a Don Qui-
jote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a
grandes voces decía:
635
—¡Favor a la Santa Hermandad! Y para que se vea que
lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se con-
tiene que se prenda a este salteador de caminos.
Tomó el mandamiento el cura y vio como era verdad
cuanto el cuadrillero decía y como convenían las señas
con Don Quijote; el cual, viéndose tratar mal de aquel
villano malandrín, puesta la cólera en su punto, y cru-
jiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo, él
asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta,
que, a no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la
vida antes que Don Quijote la presa. El ventero, que por
fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego
a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en
pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron
luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los
que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba:
—¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de
los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una
hora con quietud en él!
Don Fernando despartió al cuadrillero y a Don Quijo-
te, y, con gusto de entrambos les desenclavijó las manos,
que el uno en el collar del sayo del uno y el otro en la gar-
ganta del otro, bien asidas tenían; pero no por esto cesa-
ban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen
a dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así
convenía al servicio del Rey y de la Santa Hermandad, de
cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor para hacer
aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y
de carreras. Reíase de oír decir estas razones Don Quijo-
te, y con mucho sosiego dijo:
—Venid acá, gente soez y mal nacida: ¿saltear de ca-
minos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los
636
presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar
los menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro
bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el
valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé a
entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reve-
renciar la sombra, cuanto más la asistencia, de cualquier
caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que
no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de
la Santa Hermandad; decidme: ¿quién fue el ignorante
que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballe-
ro como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son exentos
de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su
ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su
voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que
no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas pree-
minencias ni exenciones como la que adquiere un caba-
llero andante el día que se arma caballero y se entrega al
duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante
pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera,
portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vesti-
do que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo
que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a
su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó
rendida a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué
caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo,
que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a
cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
CAPÍTULO XLVI
De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran
ferocidad de nuestro buen caballero Don Quijote
E n tanto que Don Quijote esto decía, estaba
persuadiendo el cura a los cuadrilleros como Don
Quijote era falto de juicio, como lo veían por sus obras
y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel
negocio adelante, pues aunque le prendiesen y llevasen,
luego le habían de dejar por loco; a lo que respondió el
del mandamiento que a él no tocaba juzgar de la locura
de Don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era
mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen tres-
cientas.
—Con todo eso —dijo el cura—, por esta vez no le ha-
béis de llevar, ni aun él dejará llevarse, a lo que yo entiendo.
En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras
supo Don Quijote hacer, que más locos fueran que no él
los cuadrilleros si no conocieran la falta de Don Quijote;
y así, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser me-
dianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Pan-
za, que todavía asistían con gran rencor a su pendencia.
Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron
la causa y fueron árbitros della, de tal modo, que ambas
partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos,
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en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no
las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo
de Mambrino, el cura, a socapa y sin que Don Quijote lo
entendiese, le dio por la bacía ocho reales, y el barbero le
hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por
entonces, ni por siempre jamás, amén. Sosegadas, pues,
estas dos pendencias, que eran las más principales y de
más tomo, restaba que los criados de don Luis se conten-
tasen de volver los tres, y que el uno quedase para acom-
pañarle donde don Fernando le quería llevar; y como ya
la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a rom-
per lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes
de la venta y de los valientes della, quiso llevarlo a cabo
y dar al todo felice suceso, porque los criados se conten-
taron de cuanto don Luis quería; de que recibió tanto
contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la
mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma.
Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que
había visto, se entristecía y alegraba a bulto, conforme
veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente
de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y
traía colgada el alma. El ventero, a quien no se le pasó por
alto la dádiva y recompensa que el cura había hecho al
barbero, pidió el escote de Don Quijote, con el menosca-
bo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de
la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le
pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó
el cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de
muy buena voluntad, había también ofrecido la paga; y
de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya
no parecía la venta la discordia del campo de Agramante,
como Don Quijote había dicho, sino la misma paz y quie-
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tud del tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue común
opinión que se debían dar las gracias a la buena intención
y mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable
liberalidad de don Fernando.
Viéndose, pues, Don Quijote libre y desembarazado
de tantas pendencias, así de su escudero como suyas, le
pareció que sería bien seguir su comenzado viaje y dar fin
a aquella grande aventura para que había sido llamado y
escogido; y así, con resoluta determinación se fue a po-
ner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintió que
hablase palabra hasta que se levantase; y él, por obedece-
lla, se puso en pie, y le dijo:
—Es común proverbio, fermosa señora, que la diligen-
cia es madre de la buena ventura, y en muchas y graves
cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del ne-
gociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningu-
nas cosas se muestra más esta verdad que en las de la gue-
rra, adonde la celeridad y presteza previene los discursos
del enemigo y alcanza la victoria antes que el contrario se
ponga en defensa. Todo esto digo, alta y preciosa señora,
porque me parece que la estada nuestra en este castillo
ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño, que lo
echásemos de ver algún día; porque ¿quién sabe si por
ocultas espías y diligentes habrá sabido ya vuestro enemi-
go el gigante de que yo voy a destruille, y, dándole lugar
el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable castillo o
fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la
fuerza de mi incansable brazo? Así que, señora mía, pre-
vengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus
designios, y partámonos luego a la buena ventura; que
no está más de tenerla vuestra grandeza, como desea, de
cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario.
640
Calló y no dijo más Don Quijote, y esperó con mucho
sosiego la respuesta de la fermosa infanta; la cual, con
ademán señoril y acomodado al estilo de Don Quijote, le
respondió desta manera:
—Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que mos-
tráis tener de favorecerme en mi gran cuita, bien así
como caballero a quien es anejo y concerniente favore-
cer los huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo que
el vuestro y mi deseo se cumplan, para que veáis que hay
agradecidas mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida,
sea luego; que yo no tengo más voluntad que la vuestra:
disponed vos de mí a toda vuestra guisa y talante; que la
que una vez os entregó la defensa de su persona y puso
en vuestras manos la restauración de sus señoríos no ha
de querer ir contra lo que la vuestra prudencia ordenare.
—A la mano de Dios —dijo Don Quijote—; pues así
es que una señora se me humilla, no quiero yo perder
la ocasión de levantalla y ponella en su heredado trono.
La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al
deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardan-
za está el peligro; y pues no ha criado el cielo, ni visto
el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla,
Sancho, a Rocinante y apareja tu jumento y el palafrén de
la reina, y despidámonos del castellano y destos señores,
y vamos de aquí luego, al punto.
Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la
cabeza a una parte y a otra:
—¡Ay, señor, señor, y cómo hay más mal en el aldegüela
que se suena, con perdón sea dicho de las tocas honradas!
—¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas
las ciudades del mundo, que pueda sonarse en menosca-
bo mío, villano?
641
—Si vuestra merced se enoja —respondió Sancho—,
yo callaré y dejaré de decir lo que soy obligado como
buen escudero y como debe un buen criado decir a su
señor.
—Di lo que quisieres —replicó Don Quijote—, como
tus palabras no se encaminen a ponerme miedo; que si tú
le tienes, haces como quien eres; y si yo no le tengo, hago
como quien soy.
—No es eso, ¡pecador fui yo a Dios! —respondió San-
cho—; sino que yo tengo por cierto y por averiguado que
esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomi-
cón no lo es más que mi madre; porque a ser lo que ella
dice no se anduviera hocicando con alguno de los que
están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta.
Paróse, colorada con las razones de Sancho, Dorotea,
porque era verdad que su esposo don Fernando, alguna
vez, a hurto de otros ojos, había cogido con los labios
parte del premio que merecían sus deseos —lo cual había
visto Sancho, y parecídole que aquella desenvoltura más
era de dama cortesana que de reina de tan gran reino—, y
no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejóle
proseguir en su plática, y él fue diciendo:
—Esto digo, señor, porque si al cabo de haber andado
caminos y carreras, y pasado malas noches y peores días,
ha de venir a coger el fruto de nuestros trabajos el que se
está holgando en esta venta, no hay para qué darme prie-
sa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece
al palafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y
cada puta hile, y comamos.
¡Oh, válame Dios y cuán grande que fue el enojo que
recibió Don Quijote oyendo las descompuestas palabras
de su escudero! Digo que fue tanto, que con voz atro-
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pellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los
ojos, dijo:
—¡Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ig-
norante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador
y maldiciente! ¿Tales palabras has osado decir en mi pre-
sencia y en la de estas ínclitas señoras, y tales deshonesti-
dades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imagi-
nación? ¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza,
depositario de mentiras, almario de embustes, silo de
bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sande-
ces, enemigo del decoro que se debe a las reales perso-
nas! ¡Vete, no parezcas delante de mí, so pena de mi ira!
Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos,
miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran
patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba
en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos adema-
nes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se hol-
gara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la
tierra y le tragara, y no supo qué hacerse, sino volver las
espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor.
Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el
humor de Don Quijote, dijo, para templarle la ira:
—No os despechéis, señor Caballero de la Triste Fi-
gura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha di-
cho; porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni
de su buen entendimiento y cristiana conciencia se pu-
ede sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha
de creer, sin poner en duda ello, que, como en este casti-
llo, según vos, señor caballero, decís, todas las cosas van
y suceden por modo de encantamiento, podría ser, digo,
que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él
dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad.
643
—Por el omnipotente Dios juro —dijo a esta sazón
Don Quijote— que la vuestra grandeza ha dado en el
punto, y que alguna mala visión se le puso delante a este
pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible
verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que
sé yo bien de la bondad e inocencia deste desdichado,
que no sabe levantar testimonios a nadie.
—Ansí es y ansí será —dijo don Fernando—; por lo
cual debe vuestra merced, señor Don Quijote, perdonalle
y reducille al gremio de su gracia, sicut erat in principio,
antes que las tales visiones le sacasen de juicio.
Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura
fue por Sancho, el cual vino muy humilde, y, hincándo-
se de rodillas, pidió la mano a su amo, y él se la dio, y
después de habérsela dejado besar, le echó la bendición,
diciendo:
—Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad
lo que yo otras muchas veces te he dicho de que todas
las cosas de este castillo son hechas por vía de encanta-
mento.
—Así lo creo yo —dijo Sancho—, excepto aquello de
la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria.
—No lo creas —respondió Don Quijote—; que si así
fuera, yo te vengara entonces, y aun agora; pero ni en-
tonces ni agora pude ni, vi en quién tomar venganza de
tu agravio.
Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y
el ventero les contó punto por punto la volatería de San-
cho Panza, de que no poco se rieron todos, y de que no
menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su
amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la
sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser verdad pura
644
y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo de haber
sido manteado por personas de carne y hueso, y no por
fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía
y lo afirmaba.
Dos días eran ya pasados: los que había que toda aque-
lla ilustre compañía estaba en la venta; y pareciéndoles
que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin
ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con
Don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad
de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero lle-
vársele, como deseaban, y procurar la cura de su locura
en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se concertaron
con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por
allí, para que lo llevase en esta forma: hicieron una como
jaula, de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber
holgadamente Don Quijote, y luego don Fernando y sus
camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros,
juntamente con el ventero, todos, por orden y parecer del
cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de
una manera y quién de otra, de modo que a Don Quijo-
te le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo
había visto. Hecho esto, con grandísimo silencio se en-
traron adonde él estaba durmiendo y descansando de las
pasadas refriegas.
Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimien-
to dormía, y asiéndole fuertemente, le ataron muy bien
las manos y los pies, de modo, que cuando él despertó,
con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa más
que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan ex-
traños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su conti-
nua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó
que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encan-
645
tado castillo, y que, sin duda alguna, ya estaba encanta-
do, pues no se podía menear ni defender: todo a punto
como había pensado que sucedería el cura, trazador des-
ta máquina. Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba
en su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual, aunque
le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de
su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas
contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca,
hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo,
el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el
paradero de su desgracia: que fue que, trayendo allí la
jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan
fuertemente, que no se pudieran romper a dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y al salir del aposento
se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el
barbero, no el del albarda, sino el otro, que decía:
—¡Oh, Caballero de la Triste Figura! No te dé afinca-
miento la prisión en que vas, porque así conviene para
acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te
puso. La cual se acabará cuando el furibundo león man-
chado con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno,
ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo
matrimonesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la
luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las ram-
pantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el
seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de
las lucientes imágenes con su rápido y natural curso. Y tú,
¡oh, el más noble y obediente escudero que tuvo espada
en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te
desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos
mesmos a la flor de la caballería andante; que presto, si
al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan
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sublimado que no te conozcas, y no saldrán defraudadas
las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote,
de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea
pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del
valeroso y encantado caballero; que conviene que vayas
donde paréis entrambos. Y porque no me es lícito decir
otra cosa, a Dios quedad; que yo me vuelvo adonde yo
me sé.
Y al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y dis-
minuyóla después, con tan tierno acento, que aun los sa-
bidores de la burla estuvieron por creer que era verdad
lo que oían.
Quedó Don Quijote consolado con la escuchada pro-
fecía, porque luego coligió de todo en todo la significa-
ción de ella, y vio que le prometían el verse ayuntado en
santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del
Toboso, de cuyo feliz vientre saldrían los cachorros, que
eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha; y cre-
yendo esto bien y firmemente, alzó la voz y, dando un
gran suspiro, dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has
pronosticado! Ruégote que pidas de mi parte al sabio
encantador que mis cosas tiene a cargo que no me deje
perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver
cumplidas tan alegres e incomparables promesas como
son las que aquí se me han hecho; que, como esto sea,
tendré por gloria las penas de mi cárcel, y por alivio estas
cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla
este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y
tálamo dichoso. Y en lo que toca a la consolación de San-
cho Panza mi escudero, yo confío de su bondad y buen
proceder que no me dejará, en buena ni en mala suerte;
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porque cuando no suceda, por la suya o por mi corta ven-
tura, el poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente,
que le tengo prometida, por lo menos, su salario no po-
drá perderse, que en mi testamento, que ya está hecho,
dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus
muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento
y le besó entrambas manos, porque la una no pudiera,
por estar atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones y
la acomodaron en el carro de los bueyes.
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CAPÍTULO XLVII
Del extraño modo con que fue encantado
Don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos
C uando Don Quijote se vio de aquella manera
enjaulado y encima del carro, dijo:
—Muchas y muy graves historias he yo leído de ca-
balleros andantes; pero jamás he leído ni visto, ni oído,
que a los caballeros encantados los lleven desta manera
y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos
animales; porque siempre los suelen llevar por los aires,
con extraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura
nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipo-
grifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mí
agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone
en confusión! Pero quizá la caballería y los encantos des-
tos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que
siguieron los antiguos. Y también podría ser que, como
yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha
resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aven-
turera, también nuevamente se hayan inventado otros
géneros de encantamento y otros modos de llevar a los
encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
—No sé yo lo que me parece —respondió Sancho—,
por no ser tan leído como vuestra merced en las escritu-
649
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ras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar
que estas visiones que por aquí andan, que no son del
todo católicas.
—¿Católicas? ¡Mi padre! —respondió Don Quijote—.
¿Cómo han de ser católicas, si son todos demonios que
han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer esto
y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad,
tócalos y pálpalos, y verás cómo no tienen cuerpo sino de
aire y cómo no consiste más de en la apariencia.
—Por Dios, señor —replicó Sancho—, ya yo los he to-
cado; y este diablo que aquí anda tan solícito es rollizo de
carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo
he oído decir que tienen los demonios; porque, según se
dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores;
pero éste huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan
señor, debía de oler a lo que Sancho decía.
—No te maravilles deso, Sancho amigo —respondió
Don Quijote—; porque te hago saber que los diablos sa-
ben mucho, y puesto que traigan olores consigo, ellos no
huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pue-
den oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón
es que como ellos, dondequiera que están, traen el infier-
no consigo, y no pueden recibir género de alivio alguno
en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y
contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena; y si
a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o
tú te engañas, o él quiere engañarte con hacer que no le
tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y
temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no vi-
651
niese a caer del todo en la cuenta de su invención, a quien
andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar
con la partida; y llamando aparte al ventero, le ordena-
ron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento
de Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza. Ya en esto,
el cura se había concertado con los cuadrilleros que le
acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día.
Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un
cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a
Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas a
Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cua-
drilleros con sus escopetas. Pero antes que se moviese el
carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse
de Don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su
desgracia, a quien Don Quijote dijo:
—No lloréis, mis buenas señoras; que todas estas des-
dichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si
estas calamidades no me acontecieran no me tuviera yo por
famoso caballero andante; porque a los caballeros de po-
co nombre y fama nunca les suceden semejantes casos,
porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos: a los
valerosos, sí; que tienen envidiosos de su virtud y valen-
tía a muchos príncipes y muchos otros caballeros, que
procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con
todo eso, la virtud es tan poderosa, que por sí sola, a pe-
sar de toda la nigromancia que supo su primer inventor
Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de sí
luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonad-
me, fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido
mío, os he fecho —que de voluntad y a sabiendas jamás
le di a nadie—, y rogad a Dios me saque destas prisiones,
donde algún malintencionado encantador me ha puesto;
652
que si de ellas me veo libre, no se me caerán de la memo-
ria las mercedes que en este castillo me habedes fecho,
para gratificallas, servillas y recompensallas como ellas
merecen.
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con
Don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don
Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano
y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Do-
rotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de dar-
se noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura
dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba
Don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más
gusto le diese que saberlo; y que él, asimesmo le avisaría
de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de
su casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso
de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofre-
ció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad.
Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nue-
vos ofrecimientos. El ventero se llegó al cura y le dio unos
papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de
la maleta donde se halló la Novela del Curioso impertinen-
te, y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que
se los llevase todos; que pues él no sabía leer, no los que-
ría. El cura se lo agradeció, y abriéndolos luego, vio que
al principio del escrito decía: Novela de Rinconete y Cor-
tadillo, por donde entendió ser alguna novela, y coligió
que, pues la del Curioso impertinente había sido buena,
que también lo sería aquélla, pues podría ser fuesen to-
das de un mesmo autor; y así, la guardó, con prosupuesto
de leerla cuando tuviese comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con
sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de Don
653
Quijote, y pusiéronse a caminar tras el carro. Y la orden
que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su
dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha
dicho, con sus escopetas; seguía luego Sancho Panza so-
bre su asno, llevando de rienda a Rocinante; detrás de
todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas
mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con gra-
ve y reposado continente, no caminando más de lo que
permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba
sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y
arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia
como si no fuera hombre de carne, sino estatua de pie-
dra. Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta
dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareció al
boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a
los bueyes, y comunicándolo con el cura, fue de parecer
el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía
que detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba
había un valle de más yerba y mucho mejor que aquel
donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y
así, tornaron a proseguir su camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espal-
das venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien
puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcan-
zados, porque caminaban no con la flema y reposo de los
bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y
con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos
de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes a
los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de los
que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y
señor de los demás que le acompañaban, viendo la con-
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certada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Roci-
nante, cura y barbero, y más a Don Quijote, enjaulado y
aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba
llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se ha-
bía dado a entender, viendo las insignias de los cuadrille-
ros, que debía de ser algún facineroso salteador, o otro
delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad.
Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta,
respondió así:
—Señor, lo que significa ir este caballero desta manera
dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.
Oyó Don Quijote la plática y dijo:
—¿Por dicha, vuestras mercedes, señores caballeros,
son versados y peritos en esto de la caballería andante?
Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias; y
si no, no hay para qué me canse en decillas.
Y a este tiempo habían ya llegado el cura y el barbero,
viendo que los caminantes estaban en pláticas con Don
Quijote de la Mancha, para responder de modo que no
fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que Don Quijote dijo, respondió:
—En verdad, hermano, que sé más de libros de caba-
llerías que de las Súmulas de Villalpando. Ansí que, si
no está más que en esto, seguramente podéis comunicar
conmigo lo que quisiéredes.
—A la mano de Dios —replicó Don Quijote—. Pues
así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy en-
cantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos en-
cantadores; que la virtud más es perseguida de los malos
que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de
aquellos de cuyos nombres jamás la Fama se acordó para
eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a des-
655
pecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos
crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía,
han de poner su nombre en el templo de la inmortalidad
para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros si-
glos, donde los caballeros andantes vean los pasos que
han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza hon-
rosa de las armas.
—Dice verdad el señor Don Quijote de la Mancha —
dijo a esta sazón el cura—; que él va encantado en esta
carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala in-
tención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía
enoja. Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya
le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas haza-
ñas y grandes hechos serán escritos en bronces duros y
en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en
escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en se-
mejante estilo, estuvo por hacerse la cruz de admirado, y
no podía saber lo que le había acontecido; y en la mesma
admiración cayeron todos los que con él venían. En esto,
Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para
dobarlo todo, dijo:
—Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal
por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado
mi señor Don Quijote como mi madre; él tiene su entero
juicio, él come y bebe, y hace sus necesidades como los
demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le en-
jaulasen. Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí
entender que va encantado? Pues yo he oído decir a mu-
chas personas que los encantados ni comen, ni duermen,
ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará más
que treinta procuradores.
656
Y volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:
—¡Ah, señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra mer-
ced que no le conozco, y pensará que yo no calo y adivino
adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues
sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y
sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes.
En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud,
ni adonde hay escasez la liberalidad. ¡Mal haya el diablo;
que si por su reverencia no fuera, ésta fuera ya la hora que
mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y
yo fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar
otra cosa, así de la bondad de mi señor el de la Triste
Figura como de la grandeza de mis servicios! Pero ya veo
que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda de la
Fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que
los que ayer estaban en pinganitos hoy están por el suelo.
De mis hijos y de mi mujer me pesa; pues cuando podían
y debían esperar ver entrar a su padre por sus puertas he-
cho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le
verán entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he
dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su pater-
nidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi se-
ñor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida
esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aque-
llos socorros y bienes que mi señor Don Quijote deja de
hacer en este tiempo que está preso.
—¡Adóbame esos candiles! —dijo a este punto el
barbero—. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía de
vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo que le ha-
béis de tener compañía en la jaula y que habéis de quedar
tan encantado como él, por lo que os toca de su humor
y de su caballería! En mal punto os empreñastes de sus
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promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula
que tanto deseáis.
—Yo no estoy preñado de nadie —respondió San-
cho—, ni soy hombre que me dejaría empreñar, del rey
que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo y no debo
nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas
peores; y cada uno es hijo de sus obras; y debajo de ser
hombre puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador
de una ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor que
le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo habla,
señor barbero; que no es todo hacer barbas y algo va de
Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a
mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto
de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque
es peor meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho, por que no
descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tan-
to procuraban encubrir; y por este mesmo temor había el
cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante:
que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas
que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo y, adelan-
tándose con sus criados y con él, estuvo atento a todo
aquello que decirle quiso de la condición, vida, locura y
costumbres de Don Quijote, contándole brevemente el
principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de
sus sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el de-
signio que llevaban de llevarle a su tierra, para ver si por
algún medio hallaban remedio a su locura. Admiráronse
de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina his-
toria de Don Quijote, y en acabándola de oír, dijo:
—Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuen-
ta que son perjudiciales en la república estos que llaman
658
libros de caballerías; y aunque he leído, llevado de un
ocio y falso gusto, casi el principio de todos los más que
hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer nin-
guno del principio al cabo, porque me parece que, cuál
más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no
tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y según
a mí me parece, este género de escritura y composición
cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias,
que son cuentos disparatados, que atienden solamente a
deleitar, y no a enseñar; al contrario de lo que hacen las
fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y
puesto que el principal intento de semejantes libros sea el
deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos
de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que
en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concor-
dancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la
imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí
fealdad y descompostura no nos puede causar contento
alguno. Pues ¿qué hermosura puede haber, o qué propor-
ción de partes con el todo, y del todo con las partes, en
un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da
una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide
en dos mitades, como si fuera de alfeñique, y que cuando
nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho
que hay de la parte de los enemigos un millón de compe-
tientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosa-
mente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal
caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuer-
te brazo? Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una
reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de
un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no
es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo
659
que una gran torre llena de caballeros va por la mar ade-
lante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en
Lombardía y mañana amanezca en tierras del Preste Juan
de las Indias, o en otras que ni las describió Tolomeo ni
las vio Marco Polo? Y si a esto se me respondiese que los
que tales libros componen los escriben como cosas de
mentira y que así, no están obligados a mirar en delicade-
zas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira
es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agra-
da cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de
casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los
que las leyeren, escribiéndose de suerte, que facilitando
los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo
los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entreten-
gan de modo que anden a un mismo paso la admiración
y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el
que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien
consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto
ningún libro de caballerías, que haga un cuerpo de fábula
entero con todos sus miembros, de manera, que el medio
corresponda al principio, y el fin al principio y al medio;
sino que los componen con tantos miembros, que más
parece que llevan intención a formar una quimera o un
monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera
desto, son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles;
en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; lar-
gos en las batallas, necios en las razones, disparatados en
los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio,
y por esto dignos de ser desterrados de la república cris-
tiana, como a gente inútil.
El cura le estuvo escuchando con grande atención, y
parecióle hombre de buen entendimiento, y que tenía
660
razón en cuanto decía; y así, le dijo que, por ser él de su
mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías,
había quemado todos los de Don Quijote, que eran mu-
chos. Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los
que había condenado al fuego y dejado con vida, de que
no poco se rio el canónigo, y dijo, que, con todo cuan-
to mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una
cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un
buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque
daban largo y espacioso campo por donde sin empacho
alguno pudiese correr la pluma, describiendo naufragios,
tormentas, rencuentros y batallas, pintando un capitán
valeroso con todas las partes que para ser tal se requie-
ren, mostrándose prudente previniendo las astucias de
sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disua-
diendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en
lo determinado, tan valiente en el esperar como en el
acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso,
ahora un alegre y no pesado acontecimiento; allí una her-
mosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un ca-
ballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desafo-
rado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y
bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos,
grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse
astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inte-
ligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá oca-
sión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar
las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de
Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón,
la amistad de Euríalo, la liberalidad de Alejandro, el valor
de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad
de Zópiro, la prudencia de Catón, y, finalmente, todas
661
aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón
ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividién-
dolas en muchos. Y siendo esto hecho con apacibilidad
de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que
fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela
de varios y hermosos lizos tejida, que después de acaba-
da, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el
fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar
y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la
escritura desatada destos libros da lugar a que el autor
pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas
aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agra-
dables ciencias de la poesía y de la oratoria: que la épica
tan bien puede escribirse en prosa como en verso.
662
CAPÍTULO XLVIII
Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de
caballería, con otras cosas dignas de su ingenio
—A sí es como vuestra merced dice, señor
canónigo —dijo el cura—, y por esta causa
son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han
compuesto semejantes libros, sin tener advertencia a nin-
gún buen discurso, ni al arte y reglas por donde pudieran
guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso
los dos príncipes de la poesía griega y latina.
—Yo, a lo menos —replicó el canónigo—, he tenido
cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guar-
dando en él todos los puntos que he significado; y si he
de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas.
Y para hacer la experiencia de si correspondían a mi es-
timación, las he comunicado con hombres apasionados
desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes,
que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he
hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto,
no he proseguido adelante, así por parecerme que hago
cosa ajena de mi profesión como por ver que es más el
número de los simples que de los prudentes, y que, pues-
to que es mejor ser loado de los pocos sabios que burla-
663
664
do de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso
juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte
toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le qui-
tó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fue
un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las
comedias que ahora se representan, diciendo: “Si estas
que ahora se usan, así las imaginadas como las de histo-
ria, todas o las más son conocidos disparates y cosas que
no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye
con gusto, y las tienen y las aprueban por buenas, estan-
do tan lejos de serlo, y los autores que las componen y
los actores que las representan dicen que así han de ser,
porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera, y que
las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide
no sirven sino para cuatro discretos que las entienden,
y todos los demás se quedan ayunos de entender su ar-
tificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con
los muchos, que no opinión con los pocos, deste modo
vendrá a ser mi libro, al cabo de haberme quemado las
cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser
el sastre del cantillo. Y aunque algunas veces he procu-
rado persuadir a los actores que se engañan en tener la
opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama
cobrarán representando comedias que sigan el arte que
no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorpo-
rados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que
de él los saque”. Acuérdome que un día dije a uno destos
pertinaces: “Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años
que se representaron en España tres tragedias que com-
puso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron
tales, que admiraron, alegraron y suspendieron a todos
665
cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del
vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los
representantes ellas tres solas que treinta de las mejores
que después acá se han hecho?” “Sin duda —respondió
el autor que digo— que debe de decir vuestra merced por
La Isabela, La Filis y La Alejandra”. “Por ésas digo —le
repliqué yo—; y mirad si guardaban bien los preceptos
del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que
eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta
en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no
saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La
ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le ha-
lló en la de El Mercader amante, ni menos en La enemiga
favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos
poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo
y para ganancia de los que las han representado”. Y otras
cosas añadí a éstas, con que, a mi parecer, le dejé algo
confuso; pero no satisfecho ni convencido, para sacarle
de su errado pensamiento.
—En materia ha tocado vuestra merced, señor canóni-
go —dijo a esta sazón el cura—, que ha despertado en mí
un antiguo rencor que tengo con las comedias que agora
se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de ca-
ballerías; porque habiendo de ser la comedia, según le
parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las
costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se re-
presentan son espejos de disparates, ejemplos de neceda-
des e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate
puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en
mantillas en la primera escena del primer acto, y en la
segunda salir ya hecho hombre barbado? Y ¿qué mayor
que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un
666
lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una
princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que
guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder
las acciones que representan, sino que he visto comedias
que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda
en Asia, la tercera se acabó en África, y aun, si fuera de
cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se
hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y
si es que la imitación es lo principal que ha de tener la
comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún me-
diano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa
en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, al mismo que
en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el
emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén,
y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón,
habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándo-
se la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de
historia y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferen-
tes personas y tiempos, y esto, no con trazas verisímiles,
sino con patentes errores, de todo punto inexcusables?
Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo
perfecto, y que lo demás es buscar gullurías. Pues ¿qué, si
venimos a las comedias divinas? ¡Qué de milagros falsos
fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas,
atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en
las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto
ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal
milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente
ignorante se admire y venga a la comedia; que todo esto
es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las histo-
rias, y aun en oprobio de los ingenios españoles; porque
los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las
667
leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignoran-
tes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos.
Y no sería bastante disculpa desto decir que el principal
intento que las repúblicas bien ordenadas tienen permi-
tiendo que se hagan públicas comedias es para entretener
la comunidad con alguna honesta recreación, y divertir-
la a veces de los malos humores que suele engendrar la
ociosidad, y que, pues éste se consigue con cualquier
comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni
estrechar a los que las componen y representan a que las
hagan como debían hacerse, pues, como he dicho, con
cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo
cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho
mejor, sin comparación alguna, con las comedias bue-
nas que con las no tales; porque de haber oído la come-
dia artificiosa y bien ordenada, saldría el oyente alegre
con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los
sucesos, discreto con las razones, advertido con los em-
bustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y
enamorado de la virtud; que todos estos afectos ha de
despertar la buena comedia en el ánimo del que la escu-
chare, por rústico y torpe que sea, y de toda imposibili-
dad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer
y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere
mucho más que aquella que careciere dellas, como por
la mayor parte carecen estas que de ordinario ahora se
representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que
las componen, porque algunos hay dellos que conocen
muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo
que deben hacer; pero como las comedias se han hecho
mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los re-
668
presentantes no se las comprarían si no fuesen de aquel
jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el re-
presentante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto
sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha
compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta
gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan
buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente,
tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno
el mundo de su fama; y, por querer acomodarse al gusto
de los representantes, no han llegado todas, como han
llegado algunas, al punto de la perfección que requieren.
Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que des-
pués de representadas tienen necesidad los recitantes de
huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo
han sido muchas veces, por haber representado cosas en
perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos li-
najes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros
muchos más que no digo, con que hubiese en la Corte
una persona inteligente y discreta que examinase todas
las comedias antes que se representasen; no sólo aquellas
que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisie-
sen representar en España; sin la cual aprobación, sello y
firma ninguna justicia en su lugar dejase representar co-
media alguna; y desta manera, los comediantes tendrían
cuidado de enviar las comedias a la Corte, y con seguri-
dad podrían representallas, y aquellos que las componen
mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, teme-
rosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen
de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas
comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas
se pretende: así el entretenimiento del pueblo como la
opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad
669
de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigallos. Y
si se diese cargo a otro, o este mismo, que examinase los
libros de caballerías que de nuevo se compusieren, sin
duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra
merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agra-
dable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión
que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos
que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de
los ociosos, sino de los más ocupados, pues no es posi-
ble que esté continuo el arco armado, ni la condición y
flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita re-
creación.
A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y
el cura, cuando adelantándose el barbero, llegó a ellos y
dijo al cura:
—Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que
era bueno para que, sesteando nosotros, tuviesen los
bueyes fresco y abundoso pasto.
—Así me lo parece a mí —respondió el cura.
Y diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él tam-
bién quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un
hermoso valle que a la vista se les ofrecía. Y así por gozar
dél como de la conversación del cura, de quien ya iba afi-
cionado, y por saber más por menudo las hazañas de Don
Quijote, mandó a algunos de sus criados que se fuesen
a la venta que no lejos de allí estaba y trujesen de ella lo
que hubiese de comer, para todos, porque él determinaba
de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de
sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya
debía de estar en la venta, traía recado bastante para no
obligar a no tomar de la venta más que cebada.
670
—Pues así es —dijo el canónigo—, llévense allá todas
las cabalgaduras, y haced volver la acémila.
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía
hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el
barbero, que tenía por sospechosos, se llegó a la jaula
donde iba su amo y le dijo:
—Señor, para descargo de mi conciencia le quiero de-
cir lo que pasa cerca de su encantamento; y es que aques-
tos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura
de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta
traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen
como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos
hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no
va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo
cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como
creo que me ha de responder, tocará con la mano este
engaño y verá como no va encantado, sino trastornado
el juicio.
—Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho —respondió
Don Quijote—, que yo te satisfaré y responderé a toda
tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos que allí van
y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros
compatriotas y conocidos, bien podrá ser que parezca
que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en
efeto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo que has de
creer y entender es que si ellos se les parecen, como di-
ces, debe de ser que los que me han encantado habrán
tomado esa apariencia y semejanza; porque es fácil a los
encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán
tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti oca-
sión de que pienses lo que piensas y ponerte en un labe-
rinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dél, aun-
671
que tuvieses la soga de Teseo. Y también lo habrán hecho
para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar
de dónde me viene este daño; porque si, por una parte, tú
me dices que me acompañan el barbero y el cura de nues-
tro pueblo, y, por otra, yo me veo enjaulado, y sé de mí
que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no
fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga
o piense sino que la manera de mi encantamento excede
a cuantas yo he leído en todas las historias que tratan de
caballeros andantes que han sido encantados? Ansí que
bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son
los que dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y
en lo que toca a querer preguntarme algo, di, que yo te
responderé, aunque me preguntes de aquí a mañana.
—¡Válame Nuestra Señora! —respondió Sancho, dan-
do una gran voz—. Y ¿es posible que sea vuestra merced
tan duro de celebro y tan falto de meollo, que no eche de
ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su pri-
sión y desgracia tiene más parte la malicia que el encan-
to? Pero, pues así es, yo le quiero probar evidentemente
como no va encantado. Si no, dígame, así Dios le saque
desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi señora
Dulcinea cuando menos se piense…
—Acaba de conjurarme —dijo Don Quijote—, y pre-
gunta lo que quisieres; que ya te he dicho que te respon-
deré con toda puntualidad.
—Eso pido —replicó Sancho—; y lo que quiero saber
es que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino
con toda verdad, como se espera que la han de decir y la
dicen todos aquellos que profesan las armas, como vues-
tra merced las profesa, debajo de título de caballeros an-
dantes…
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—Digo que no mentiré en cosa alguna —respondió
Don Quijote—. Acaba ya de preguntar; que en verdad
que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevencio-
nes, Sancho.
—Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de
mi amo; y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pre-
gunto, hablando con acatamiento, si acaso después que
vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado
en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas
mayores o menores, como suele decirse.
—No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate
más, si quieres que te responda derechamente.
—¿Es posible que no entiende vuestra merced de ha-
cer aguas menores o mayores? Pues en la escuela deste-
tan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir
si le ha venido gana de hacer lo que no se excusa.
—¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun
agora la tengo. ¡Sácame deste peligro, que no anda todo
limpio!
CAPÍTULO XLIX
Donde se trata del discreto coloquio que San-
cho Panza tuvo con su señor Don Quijote
—¡A h! —dijo Sancho—. Cogido le tengo:
esto es lo que yo deseaba saber, como al
alma y como a la vida. Venga acá, señor: ¿podría negar lo
que comúnmente suele decirse por ahí cuando una per-
sona está de mala voluntad: “No sé qué tiene fulano, que
ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propósito a
lo que le preguntan, que no parece sino que está encan-
tado”? De donde se viene a sacar que los que no comen,
ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que
yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos
que tienen la gana que vuestra merced tiene, y que bebe
cuando se lo dan y come cuando lo tiene y responde a
todo aquello que le preguntan.
—Verdad dices, Sancho —respondió Don Quijote—;
pero ya te he dicho que hay muchas maneras de encan-
tamentos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen
mudado de unos en otros y que agora se use que los en-
cantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo
hacían. De manera, que contra el uso de los tiempos no
hay qué argüir ni de qué hacer consecuencias. Yo sé y ten-
go para mí que voy encantado, y esto me basta para la
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674
seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande
si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar
en esta jaula perezoso y cobarde, defraudando el socorro
que podría dar a muchos menesterosos y necesitados que
de mi ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora pre-
cisa y extrema necesidad.
—Pues con todo eso —replicó Sancho—, digo que,
para mayor abundancia y satisfacción, sería bien que
vuestra merced probase a salir desta cárcel, que yo me
obligo con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle
della, y probase de nuevo a subir sobre su buen Roci-
nante, que también parece que va encantado, según va
de melancólico y triste; y, hecho esto, probásemos otra
vez la suerte de buscar más aventuras; y si no nos suce-
diese bien, tiempo nos queda para volvernos a la jaula,
en la cual prometo, a ley de buen y leal escudero, de en-
cerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere
vuestra merced tan desdichado, o yo tan simple, que no
acierte a salir con lo que digo.
—Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho her-
mano —replicó Don Quijote—; y cuando tú veas coyun-
tura de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré en
todo y por todo; pero tú, Sancho, verás como te engañas
en el conocimiento de mi desgracia.
En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante
y el mal andante escudero, hasta que llegaron donde, ya
apeados, los aguardaban el cura, el canónigo y el barbe-
ro. Desunció luego los bueyes de la carreta el boy ero, y
dejólos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible
sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las
personas tan encantadas como Don Quijote, sino a los
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tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó
al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de
la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia
aquella prisión como requiría la decencia de un tal caba-
llero como su amo. Entendiole el cura, y dijo que de muy
buena gana haría lo que le pedía, si no temiera que en
viéndose su señor en libertad había de hacer de las suyas,
y irse donde jamás gentes le viesen.
—Yo le fío de la fuga —respondió Sancho.
—Y yo y todo —dijo el canónigo—, y más si él me
da la palabra como caballero de no apartarse de nosotros
hasta que sea nuestra voluntad.
—Sí doy —respondió Don Quijote, que todo lo esta-
ba escuchando—; cuanto más que el que está encantado,
como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo
que quisiere, porque el que le encantó le puede hacer que
no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido,
le hará volver en volandas. Y que, pues esto era así, bien
podían soltalle, y más siendo tan en provecho de todos;
y del no soltalle les protestaba que no podía dejar de fati-
galles el olfato, si de allí no se desviaban.
Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y
debajo de su buena fe y palabra, le desenjaularon, de que
él se alegró infinito y en grande manera de verse fuera de
la jaula; y lo primero que hizo fue estirarse todo el cuer-
po, y luego se fue donde estaba Rocinante, y dándole dos
palmadas en las ancas, dijo:
—Aún espero en Dios y en su bendita Madre, flor y es-
pejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos
cual deseamos: tú, con tu señor a cuestas; y yo, encima de
ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo.
676
Y diciendo esto Don Quijote, se apartó con Sancho en
remota parte, de donde vino más aliviado y con más de-
seos de poner en obra lo que su escudero ordenase.
Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la extrañeza
de su grande locura, y de que en cuanto hablaba y respon-
día mostraba tener bonísimo entendimiento; solamente
venía a perder los estribos, como otras veces se ha dicho,
en tratándole de caballería. Y así, movido de compasión,
después de haberse sentado todos en la verde yerba para
esperar el repuesto del canónigo, le dijo:
—¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto
con vuestra merced la amarga y ociosa letura de los li-
bros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de modo
que venga a creer que va encantado, con otras cosas deste
jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo está la mesma
mentira de la verdad? Y ¿cómo es posible que haya en-
tendimiento humano que se dé a entender que ha habi-
do en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella
turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador
de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto pa-
lafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos
endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras,
tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos
desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tan-
tas princesas enamoradas, tantos escuderos condes,
tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro,
tantas mujeres valientes y, finalmente, tantos y tan dispa-
ratados casos como los libros de caballerías contienen?
De mí sé decir que cuando los leo, en tanto que no pon-
go la imaginación en pensar que son todos mentira y li-
viandad, me dan algún contento; pero cuando caigo en la
cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared,
677
y aun diera con él en el fuego si cerca o presente le tuvie-
ra, bien como a merecedores de tal pena, por ser falsos y
embusteros, y fuera del trato que pide la común naturale-
za y como a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo
de vida, y como a quien da ocasión que el vulgo ignoran-
te venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades
como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, que se
atreven a turbar los ingenios de los discretos y bien na-
cidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que con
vuestra merced han hecho, pues le han traído a términos,
que sea forzoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre
un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león
o algún tigre de lugar en lugar, para ganar con él dejando
que le vean. ¡Ea, señor Don Quijote, duélase de sí mismo,
y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la
mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el fe-
licísimo talento de su ingenio en otra letura que redunde
en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de
su honra! Y si todavía, llevado de su natural inclinación,
quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la
Sacra Escritura el de los jueces; que allí hallará verdades
grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un
Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Aníbal, Car-
tago; un Alejandro, Grecia; un conde Fernán González,
Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, An-
dalucía; un Diego García de Paredes, Extremadura; un
Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un
don Manuel de León, Sevilla, cuya lección de sus valero-
sos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar
a los más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí será letura
digna del buen entendimiento de vuestra merced, señor
678
Don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la historia,
enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejora-
do en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin
cobardía, y todo esto, para honra de Dios, provecho suyo
y fama de la Mancha, do, según he sabido, trae vuestra
merced su principio y origen.
Atentísimamente estuvo Don Quijote escuchando las
razones del canónigo; y cuando vio que ya había puesto
fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mi-
rando, le dijo:
—Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra
merced se ha encaminado a querer darme a entender que
no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que to-
dos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, da-
ñadores e inútiles para la república, y que yo he hecho
mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos,
habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la
caballería andante que ellos enseñan, negándome que
no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de
Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras
están llenas.
—Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va
relatando —dijo a esta sazón el canónigo.
A lo cual respondió Don Quijote:
—Añadió también vuestra merced, diciendo que me
habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían
vuelto el juicio y puéstome en una jaula, y que me se-
ría mejor hacer la enmienda y mudar de letura, leyendo
otros más verdaderos y que mejor deleitan y enseñan.
—Así es —dijo el canónigo.
—Pues yo —replicó Don Quijote— hallo por mi cuen-
ta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues
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se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan
recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el
que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la
mesma pena que vuestra merced dice que da a los libros
cuando los lee y le enfadan. Porque querer dar a enten-
der a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los
otros caballeros aventureros de que están colmadas las
historias, será querer persuadir que el Sol no alumbra, ni
el yelo enfría, ni la tierra sustenta; porque ¿qué ingenio
puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que
no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña,
y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió
en el tiempo de Carlo Magno, que voto a tal que es tanta
verdad como es ahora de día? Y si es mentira, también lo
debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra
de Troya, ni los doce Pares de Francia, ni el rey Artús
de Inglaterra, que anda hasta ahora convertido en cuer-
vo y le esperan en su reino por momentos. Y también se
atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino
Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son
apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como
los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi
se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que
fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bre-
taña. Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me decía
una mi agüela de partes de mi padre, cuando veía alguna
dueña con tocas reverendas: “Aquélla, nieto, se parece a
la dueña Quintañona”. De donde arguyo yo que la debió
de conocer ella, o, por lo menos, debió de alcanzar a ver
algún retrato suyo. Pues ¿quién podrá negar no ser verda-
dera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun
hasta hoy día se ve en la armería de los reyes la clavija
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con que volvía al caballo de madera sobre quien iba el
valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que
un timón de carreta? Y junto a la clavija está la silla de Ba-
bieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldán, tama-
ño como una grande viga. De donde se infiere que hubo
doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides y otros
caballeros semejantes destos que dicen las gentes que a
sus aventuras van. Si no, díganme también que no es ver-
dad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan
de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en la ciudad
de Ras con el famoso señor de Charní, llamado mosén
Pierres, y después, en la ciudad de Basilea, con mosén
Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas
vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y desa-
fíos que también acabaron en Borgoña los valientes espa-
ñoles Pedro Barba y Gutierre Quijada —de cuya alcurnia
yo deciendo por línea recta de varón—, venciendo a los
hijos del conde de San Polo. Niéguenme asimesmo que
no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando
de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caba-
llero de la casa del duque de Austria; digan que fueron
burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las em-
presas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de
Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas
hechas por caballeros cristianos, destos y de los reinos
extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a de-
cir que el que las negase carecería de toda razón y buen
discurso.
Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla que Don
Quijote hacía de verdades y mentiras, y de ver la noticia
que tenía de todas aquellas cosas tocantes y concernientes
a los hechos de su andante caballería, y así le respondió:
681
—No puedo yo negar, señor Don Quijote, que no sea
verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especial-
mente en lo que toca a los caballeros andantes españo-
les; y asimesmo quiero conceder que hubo doce Pares de
Francia; pero no quiero creer que hicieron todas aquellas
cosas que el arzobispo Turpín dellos escribe, porque la
verdad dello es que fueron caballeros escogidos por los
reyes de Francia, a quien llamaron pares por ser todos
iguales en valor, en calidad y en valentía; a lo menos, si
no lo eran, era razón que lo fuesen, y era como una reli-
gión de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava,
que se presupone que los que la profesan han de ser, o
deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos;
y como ahora dicen caballero de San Juan, o de Alcán-
tara, decían en aquel tiempo caballero de los doce Pares,
porque fueron doce iguales los que para esta religión mi-
litar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda,
ni menos Bernardo del Carpio; pero de que hicieron las
hazañas que dicen creo que la hay muy grande. En lo otro
de la clavija que vuestra merced dice del conde Pierres,
y que está junto a la silla de Babieca en la armería de los
reyes, confieso mi pecado; que soy tan ignorante, o tan
corto de vista que, aunque he visto la silla, no he echado
de ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra
merced ha dicho.
—Pues allí está, sin duda alguna —replicó Don Qui-
jote—; y, por más señas, dicen que está metida en una
vaqueta, por que no se tome de moho.
—Todo puede ser —respondió el canónigo—; pero
por las órdenes que recibí que no me acuerdo haberla vis-
to. Mas puesto que conceda que está allí, no por eso me
obligo a creer las historias de tantos Amadises, ni las de
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tanta turbamulta de caballeros como por ahí nos cuen-
tan, ni es razón que un hombre como vuestra merced, tan
honrado y de tan buenas partes, y dotado de tan buen en-
tendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas
y tan extrañas locuras como las que están escritas en los
disparatados libros de caballerías.
CAPÍTULO L
De las discretas altercaciones que Don Quijote
y el canónigo tuvieron, con otros sucesos
—¡B ueno está eso! —respondió Don Quijote—.
Los libros que están impresos con licencia
de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remi-
tieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de
los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos,
de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros,
finalmente, de todo género de personas de cualquier es-
tado y condición que sean, ¿habían de ser mentira, y más
llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el
padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y
las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal ca-
ballero hizo, o caballeros hicieron? Calle vuestra merced,
no diga tal blasfemia, y créame que le aconsejo en esto
lo que debe de hacer como discreto, si no léalos y verá el
gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor
contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se mues-
tra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a
borbollones, y que andan nadando y cruzando por él mu-
chas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos gé-
neros de animales feroces y espantables, y que del medio
del lago sale una voz tristísima que dice: “Tú, caballero,
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quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando,
si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas
se encuentre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate
en mitad de su negro y encendido licor, porque si así no lo
haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí
encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que
debajo desta negrura yacen?” ¿Y que apenas el caballero no
ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más
en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a
que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus
fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se
arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni
sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos cam-
pos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna
cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente y que
el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a los ojos
una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles
compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene
los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños,
infinitos y pintados pajarillos que por los intricados ra-
mos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas
frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre
menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y
puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa fuente de
jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá vee otra
a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de
las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del
caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre
ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esme-
raldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte,
imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá
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de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso
alcázar, cuyas murallas son de macizo oro; las almenas,
de diamantes; las puertas, de jacintos: finalmente, él es de
tan admirable compostura, que, con ser la materia de que
está formado no menos que de diamantes, de carbuncos,
de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más
estimación su hechura. Y ¿hay más que ver, después de
haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un
buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos tra-
jes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias
nos los cuentan, sería nunca acabar, y tomar luego la que
parecía principal de todas por la mano al atrevido caba-
llero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin ha-
blarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle
desnudar como su madre le parió, y bañarle con templa-
das aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos y
vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa
y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un man-
tón sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen
que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues,
cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra
sala, donde halla puestas las mesas con tanto concierto,
que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar agua
a manos, toda de ámbar y de olorosas flores destilada?
¿Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué
verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso
silencio? ¿Qué el traerle tanta diferencia de manjares,
tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál
deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en
tanto que come suena sin saberse quién la canta ni adónde
suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas
alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y
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quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar
a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa
doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado
del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo
es aquél y de como ella está encantada en él, con otras
cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes
que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en
esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que
se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de
causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vues-
tra merced créame y, como otra vez le he dicho, lea estos
libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere,
y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé
decir que después que soy caballero andante soy valiente,
comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido,
blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de en-
cantos; y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una
jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favore-
ciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en
pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mos-
trar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encie-
rra: que mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder
mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en
sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo con-
siste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin
obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto
alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar
mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a
este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el me-
jor hombre del mundo, y querría darle un condado que le
tengo muchos días ha prometido, sino que temo que no
ha de tener habilidad para gobernar su estado.
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Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a
quien dijo:
—Trabaje vuestra merced, señor Don Quijote, en dar-
me ese condado tan prometido de vuestra merced como
de mí esperado; que yo le prometo que no me falte a
mí habilidad para gobernarle; y cuando me faltare, yo he
oído decir que hay hombres en el mundo que toman en
arrendamiento los estados de los señores, y les dan un
tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno,
y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta
que le dan, sin curarse de otra cosa: y así haré yo, y no
repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desisti-
ré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá
se lo hayan.
—Eso, hermano Sancho —dijo el canónigo—, entién-
dese en cuanto al gozar la renta; empero al administrar
justicia, ha de atender el señor del estado, y aquí entra
la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena
intención de acertar; que si ésta falta en los principios,
siempre irán errados los medios y los fines, y así suele
Dios ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer
al malo del discreto.
—No sé esas filosofías —respondió Sancho Panza—;
mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado como sa-
bría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto
cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado
como cada uno del suyo; y siéndolo, haría lo que quisie-
se; y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y haciendo
mi gusto, estaría contento; y en estando uno contento,
no tiene más que desear; y no teniendo más que desear,
acabose, y el estado venga, y a Dios veámonos, como dijo
un ciego a otro.
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—No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho;
pero, con todo eso, hay mucho que decir sobre esta ma-
teria de condados.
A lo cual replicó Don Quijote:
—Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el
ejemplo que me da el grande Amadís de Gaula, que hizo
a su escudero conde de la Ínsula Firme; y así, puedo yo
sin escrúpulo de conciencia hacer conde a Sancho Panza,
que es uno de los mejores escuderos que caballero an-
dante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertados dispa-
rates que Don Quijote había dicho, del modo con que había
pintado la aventura del Caballero del Lago, de la impresión
que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros
que había leído, y, finalmente, le admiraba la necedad de
Sancho, que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado
que su amo le había prometido. Ya en esto volvían los cria-
dos del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila
del repuesto, y haciendo mesa de una alfombra y de la ver-
de yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron,
y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad
de aquel sitio, como queda dicho. Y estando comiendo, a
deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila que
por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban
sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas
malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de ne-
gro, blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole vo-
ces y diciéndole palabras a su uso, para que se detuviese, o
al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavo-
rida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se
detuvo. Llegó el cabrero y, asiéndola de los cuernos, como
si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo:
689
—¡Ah, cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo
andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan,
hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué pue-
de ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada;
que mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a
quien imitáis! Volved, volved, amiga; que, si no tan con-
tenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco
o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de
guardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descamina-
da, ¿en qué podrán parar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero a los que las
oyeron, especialmente al canónigo, que le dijo:
—Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un
poco y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra a su
rebaño; que pues ella es hembra, como vos decís, ha de
seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis a
estorbarlo. Tomad este bocado y bebed una vez, con que
templaréis la cólera, y en tanto, descansará la cabra.
Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los
lomos de un conejo fiambre todo fue uno. Tomólo y agra-
deciólo el cabrero; bebió y sosegóse, y luego dijo:
—No querría que por haber yo hablado con esta ali-
maña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por
hombre simple; que en verdad que no carecen de mis-
terio las palabras que le dije. Rústico soy; pero no tanto,
que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y
con las bestias.
—Eso creo yo muy bien —dijo el cura—, que ya yo sé
de experiencia que los montes crían letrados y las caba-
ñas de los pastores encierran filósofos.
—A lo menos, señor —replicó el cabrero—, acogen
hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad y
690
la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser roga-
do me convido, si no os enfadáis dello y queréis, seño-
res, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré
una verdad que acredite lo que ese señor —señalando al
cura— ha dicho, y la mía.
A esto respondió Don Quijote:
—Por ver que tiene este caso un no sé qué de som-
bra de aventura de caballería, yo, por mi parte, os oiré,
hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos
señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser
amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y
entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo
ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo; que
todos escucharemos.
—Saco la mía —dijo Sancho—; que yo a aquel arroyo
me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por
tres días; porque he oído decir a mi señor Don Quijote
que el escudero de caballero andante ha de comer cuan-
do se le ofreciere, hasta no poder más, a causa que se les
suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada, que
no aciertan a salir della en seis días; y si el hombre no va
harto, o bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar,
como muchas veces se queda, hecho carne momia.
—Tú estás en lo cierto, Sancho —dijo Don Quijote—;
vete adonde quisieres, y come lo que pudieres, que yo
ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refac-
ción, como se la daré escuchando el cuento de este buen
hombre.
—Así las daremos todos a las nuestras —dijo el canónigo.
Y luego rogó al cabrero que diese principio a lo que
prometido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el
lomo a la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole:
691
—Recuéstate junto a mí, Manchada; que tiempo nos
queda para volver a nuestro apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque en sentándose
su dueño se tendió ella junto a él con mucho sosiego, y
mirándole al rostro daba a entender que estaba atenta a
lo que el cabrero iba diciendo. El cual comenzó su histo-
ria desta manera:
692
CAPÍTULO LI
Que trata de lo que contó el cabrero a todos los
que llevaban al valiente Don Quijote
—T res leguas deste valle está una aldea que,
aunque pequeña, es de las más ricas que hay
en todos estos contornos; en la cual había un labrador
muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el
ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por
la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía más dicho-
so, según él decía, era tener una hija de tan extremada
hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que
la conocía y la miraba se admiraba de ver las extremadas
partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriqueci-
do. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en
belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima.
La fama de su belleza se comenzó a extender por todas
las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunveci-
nas no más, si se extendió a las apartadas ciudades y aun
se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo
género de gente, que como a cosa rara, o como a imagen
de milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala
su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guar-
das ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que
las del recato propio.
693
694
La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a
muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mu-
jer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer
de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse
a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban.
Y entre los muchos que tan buen deseo tenían fui yo uno,
a quien dieron muchas y grandes esperanzas del buen
suceso conocer que el padre conocía quién yo era, el ser
natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad
floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no me-
nos acabado. Con todas estas mismas partes la pidió tam-
bién otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender
y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía
que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien em-
pleada; y, por salir de esta confusión, determinó decírselo
a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene
puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era
bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su
gusto; cosa digna de imitar de todos los padres que a sus
hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen
escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan
buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sé yo
el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a
entrambos con la poca edad de su hija y con palabras ge-
nerales, que ni le obligaban ni nos desobligaban tampoco.
Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque
vais con noticia de los nombres de las personas que en
esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente;
pero bien se deja entender que ha de ser desastrado.
En esta sazón vino a nuestro pueblo un Vicente de la
Roca, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual
695
Vicente venía de las Italias y de otras diversas partes de
ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo muchacho
de hasta doce años, un capitán que con su compañía por
allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce,
vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno
de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se
ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pinta-
das, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que
de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la mis-
ma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas
y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferen-
tes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos
guisados e invenciones dellos, que si no se los contaran,
hubiera quien jurara que había hecho muestra de más de
diez pares de vestidos y de más de veinte plumajes. Y no
parezca impertinencia y demasía esto que de los vesti-
dos voy contando, porque ellos hacen una buena parte
en esta historia.
Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo
está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca
abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando.
No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni
batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más
moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más
singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna,
Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de
todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derra-
mado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba
señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía
entender que eran arcabuzazos dados en diferentes ren-
cuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arro-
gancia, llamaba de vos a sus iguales y a los mismos que
696
le conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje,
sus obras, y que, debajo de ser soldado, al mismo rey no
debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco
músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera que
decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí
sus gracias; que también la tenía de poeta, y, así, de cada
niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de
legua y media de escritura.
Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de
la Roca, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue
visto y mirado muchas veces de Leandra, desde una venta-
na de su casa que tenía la vista a la plaza. Enamoróla el oro-
pel de sus vistosos trajes; encantáronla sus romances, que
de cada uno que componía daba veinte traslados; llegaron
a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido,
y, finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado,
ella se vino a enamorar dél, antes que en él naciese pre-
sunción de solicitalla. Y como en los casos de amor no hay
ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que
tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se con-
certaron Leandra y Vicente, y primero que alguno de sus
muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya
ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su que-
rido y amado padre, que madre no la tiene, y ausentándose
de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta
empresa que de todas las muchas que él se aplicaba. Admi-
ró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticia
tuvieron; yo quedé suspenso; Anselmo atónito; el padre,
triste; sus parientes, afrentados; solícita, la justicia; los cua-
drilleros, listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los
bosques y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron a la
697
antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en
camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su
casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastima-
do padre; preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio
que Vicente de la Roca la había engañado y debajo de su
palabra de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de
su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa ciudad
que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y
que ella, mal advertida y peor engañada, le había creído; y
robando a su padre, se le entregó la misma noche que había
faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró
en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también
cómo el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía
y la dejó en aquella cueva, y se fue; suceso que de nuevo
puso en admiración a todos. Duro, señor, se hizo de creer
la continencia del mozo; pero ella lo afirmó con tantas ve-
ras, que fueron parte para que el desconsolado padre se
consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le lle-
vaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que
si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se
cobre. El mismo día que pareció Leandra, la despareció
su padre de nuestros ojos y la llevó a encerrar en un mo-
nasterio de una villa que está aquí cerca, esperando que
el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que
su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de
disculpa de su culpa, a lo menos, con aquellos que no les
iba algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los
que conocían su discreción y mucho entendimiento no
atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvol-
tura y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la
mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta.
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Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo
ciegos: a lo menos, sin tener cosa que mirar que conten-
to le diese; los míos, en tinieblas, sin luz que a ninguna
cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra
crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, mal-
decíamos las galas del soldado y abominábamos del poco
recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo
nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle,
donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas su-
yas propias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también
mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a
nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vitupe-
rios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas
comunicando con el cielo nuestras querellas. A imitación
nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra
se han venido a estos ásperos montes usando el mismo
ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio
se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo
de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no
se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice
y la llama antojadiza, varia y deshonesta; aquél la con-
dena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la
justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro renie-
ga de su condición, y, en fin, todos la deshonran y todos
la adoran, y de todos se extiende a tanto la locura, que
hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado,
y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de
los celos, que ella jamás dio a nadie, porque, como ya ten-
go dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay
hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol
que no esté ocupada de algún pastor que sus desventu-
ras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra
699
dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los
montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos
tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin es-
peranza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre es-
tos disparatados, el que muestra que menos y más juicio
tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas
otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia;
y al son de un rabel, que admirablemente toca, con ver-
sos donde muestra su buen entendimiento, cantando se
queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el
más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mu-
jeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus pro-
mesas muertas, de su fe rompida y, finalmente, del poco
discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e
intenciones; y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras
y razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué, que
por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de
todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros.
Si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto:
cerca de aquí tengo mi majada y en ella tengo fresca leche
y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas
frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
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CAPÍTULO LII
De la pendencia que Don Quijote tuvo con el
cabrero, con la rara aventura de los
disciplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor
G eneral gusto causó el cuento del cabrero a todos
los que escuchado le habían; especialmente le reci-
bió el canónigo, que con extraña curiosidad notó la ma-
nera con que le había contado, tan lejos de parecer rústi-
co cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y
así, dijo que había dicho muy bien el cura en decir que los
montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio;
pero el que más se mostró liberal en esto fue Don Quijo-
te, que le dijo:
—Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara
posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que
luego luego me pusiera en camino porque vos la tuvié-
rades buena; que yo sacara del monesterio —donde, sin
duda alguna, debe de estar contra su voluntad— a Lean-
dra, a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbar-
lo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hiciérades
della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero,
las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna don-
cella se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo es-
pero en Dios Nuestro Señor que no ha de poder tanto la
701
702
fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la
de otro encantador mejor intencionado, y para entonces
os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profe-
sión, que no es otra sino es favorecer a los desvalidos y
menesterosos.
Miróle el cabrero y, como vio a Don Quijote de tan
mal pelaje y catadura, admiróse y preguntó al barbero,
que cerca de sí tenía:
—Señor, ¿quién es este hombre que tal talle tiene y de
tal manera habla?
—¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el
famoso Don Quijote de la Mancha, desfacedor de agra-
vios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas,
el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
—Eso me semeja —respondió el cabrero— a lo que se
lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo
eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que
para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este
gentilhombre debe de tener vacíos los aposentos de la
cabeza.
—Sois un grandísimo bellaco —dijo a esta sazón Don
Quijote—, y vos sois el vacío y el menguado; que yo es-
toy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta
que os parió.
Y diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto
a sí tenía, y dio con él al cabrero en todo el rostro, con
tanta furia, que le remachó las narices; mas el cabrero, que
no sabía de burlas, viendo con cuántas veras le maltrata-
ban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni
a todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre Don
Quijote, y asiéndole del cuello con entrambas manos, no
703
dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara en aquel
punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima de
la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derraman-
do y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que
se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno
de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba bus-
cando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna
sanguinolenta venganza; pero estorbábanselo el canónigo
y el cura; mas el barbero hizo de suerte que el cabrero co-
gió debajo de sí a Don Quijote, sobre el cual llovió tanto
número de mojicones, que del rostro del pobre caballero
llovía tanta sangre como del suyo. Reventaban de risa el
canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuza-
ban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando
en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se deses-
peraba, porque no se podía desasir de un criado del canó-
nigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino
los dos aporreantes que se carpían, oyeron el son de una
trompeta, tan triste, que les hizo volver los rostros hacia
donde les pareció que sonaba; pero el que más se albo-
rotó de oírle fue Don Quijote, el cual, harto contra su
voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
—Hermano demonio, que no es posible que dejes
de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las
mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una
hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a
nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aven-
tura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser moli-
do, le dejó luego, y Don Quijote se puso en pie, volviendo
asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora
704
que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos
de blanco, a modo de disciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes negado su
rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella co-
marca se hacían procesiones, rogativas y disciplinas, pi-
diendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les
lloviese; y para este efeto la gente de una aldea que allí
junto estaba venía en procesión a una devota ermita que
en un recuesto de aquel valle había. Don Quijote, que
vio los extraños trajes de los disciplinantes, sin pasarle
por la memoria las muchas veces que los había de haber
visto, se imaginó que era cosa de aventura y que a él solo
tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y con-
firmóle más esta imaginación pensar que una imagen que
traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que
llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos
malandrines; y como esto le cayó en las mientes, con gran
ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba,
quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto
le enfrenó; y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre
Rocinante y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos
los que presentes estaban:
—Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa
que haya en el mundo caballeros que profesen la orden
de la andante caballería; agora digo que veredes, en la li-
bertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se
han de estimar los caballeros andantes.
Y en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante,
porque espuelas no las tenía, y a todo galope, porque ca-
rrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que
jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los disci-
705
plinantes, bien que fueron el cura y el canónigo y barbero
a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvie-
ron las voces que Sancho le daba, diciendo:
—¿Adónde va, señor Don Quijote? ¿Qué demonios
lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe ca-
tólica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de
disciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la
peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla;
mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir
que no es lo que sabe.
Fatigose en vano Sancho; porque su amo iba tan pues-
to en llegar a los ensabanados y en librar a la señora enlu-
tada, que no oyó palabra; y aunque la oyera, no volviera,
si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la procesión y paró
a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y
con turbada y ronca voz, dijo:
—Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís
los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que la ima-
gen llevaban; y uno de los cuatro clérigos que cantaban
las letanías, viendo la extraña catadura de Don Quijote, la
flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que
notó y descubrió en Don Quijote, le respondió diciendo:
—Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo pres-
to, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y
no podemos, ni es razón que nos detengamos a oír cosa
alguna, si ya no es tan breve, que en dos palabras se diga.
—En una lo diré —replicó Don Quijote—, y es ésta:
que luego al punto dejéis libre a esa hermosa señora, cu-
yas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la
lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisa-
706
do le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para des-
facer semejantes agravios, no consentiré que un solo paso
adelante pase sin darle la deseada libertad que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las oyeron
que Don Quijote debía de ser algún hombre loco, y to-
máronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner pólvora
a la cólera de Don Quijote, porque sin decir más palabra,
sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos
que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió
al encuentro de Don Quijote, enarbolando una horquilla
o bastón con que sustentaba las andas en tanto que
descansaba; y recibiendo en ella una gran cuchillada que
le tiró Don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el
último tercio, que le quedó en la mano dio tal golpe a Don
Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la
espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza,
que el pobre Don Quijote vino al suelo muy malparado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndo-
le caído, dio voces a su moledor que no le diese otro palo,
porque era un pobre caballero encantado, que no había
hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas lo que
detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el
ver que Don Quijote no bullía pie ni mano; y, así, creyen-
do que le había muerto, con priesa se alzó la túnica a la
cinta, y dio a huir por la campaña como un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la compañía de Don
Quijote adonde él estaba; mas los de la procesión, que
los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros
con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y hiciéron-
se todos un remolino alrededor de la imagen; y alzados
los capirotes, empuñando las disciplinas, y los clérigos
los ciriales, esperaban el asalto con determinación de de-
707
fenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus acometedo-
res; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque
Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo
de su señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño
llanto del mundo, creyendo que estaba muerto. El cura
fue conocido de otro cura que en la procesión venía;
cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor
de los dos escuadrones. El primer cura dio al segundo,
en dos razones, cuenta de quién era Don Quijote, y así
él como toda la turba de los disciplinantes fueron a ver
si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho
Panza, con lágrimas en los ojos, decía:
—¡Oh flor de la caballería, que con sólo un garrota-
zo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh
honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y
aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus
malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros,
pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la
mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con
los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor
de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa,
imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de
los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que
decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió Don Qui-
jote, y la primer palabra que dijo fue:
—El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a
mayores miserias que éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho
amigo, a ponerme sobre el carro encantado; que ya no es-
toy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo
este hombro hecho pedazos.
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—Eso haré yo de muy buena gana, señor mío —res-
pondió Sancho—, y volvamos a mi aldea en compañía
destos señores, que su bien desean, y allí daremos orden
de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.
—Bien dices, Sancho —respondió Don Quijote—, y
será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estre-
llas que ahora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy
bien en hacer lo que decía; y así, habiendo recebido gran-
de gusto de las simplicidades de Sancho Panza, pusieron
a Don Quijote en el carro, como antes venía; la procesión
volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se
despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar
adelante, y el cura les pagó lo que se les debía; el canó-
nigo pidió al cura le avisase el suceso de Don Quijote, si
sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con esto tomó
licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y
apartaron, quedando solos el cura y barbero, Don Quijote
y Panza, y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había
visto estaba con tanta paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a Don Quijo-
te sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema
siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de seis días
llegaron a la aldea de Don Quijote, adonde entraron en la
mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba
toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de
Don Quijote. Acudieron todos a ver lo que en el carro
venía y, cuando conocieron a su compatriota, quedaron
maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las
nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor ve-
nía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno
y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los
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gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas
que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron a
los malditos libros de caballerías; todo lo cual se renovó
cuando vieron entrar a Don Quijote por sus puertas.
A las nuevas desta venida de Don Quijote, acudió la
mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había
ido con él sirviéndole de escudero, y así como vio a San-
cho, lo primero que le preguntó fue si venía bueno el
asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
—Gracias sean dadas a Dios —replicó ella—, que tan-
to bien me ha hecho; pero contadme agora, amigo, ¿qué
bien habéis sacado de vuestras escuderías? ¿Qué saboya-
na me traéis a mí? ¿Qué zapaticos a vuestros hijos?
—No traigo nada deso —dijo Sancho—, mujer mía,
aunque traigo otras cosas de más momento y considera-
ción.
—De eso recibo yo mucho gusto —respondió la mu-
jer—; mostradme esas cosas de más consideración y más
momento, amigo mío; que las quiero ver, para que se me
alegre este corazón, que tan triste y descontento ha esta-
do en todos los siglos de vuestra ausencia.
—En casa os las mostraré, mujer —dijo Panza—, y
por agora estad contenta, que siendo Dios servido de
que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me
veréis presto conde, o gobernador de una ínsula, y no de
las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
—Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habe-
mos menester. Mas decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que
no lo entiendo?
—No es la miel para la boca del asno —respondió San-
cho—; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de
oírte llamar señoría de todos tus vasallos.
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—¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y
vasallos? —respondió Teresa Panza, que así se llamaba la
mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque
se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus
maridos.
—No te acucies, Teresa, por saber todo esto tan aprie-
sa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo te sa-
bré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en
el mundo que ser un hombre honrado escudero de un
caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad
que las más que se hallan no salen tan a gusto como el
hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las
noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Selo yo de
experiencia, porque de algunas he salido manteado, y de
otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los
sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisan-
do peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda
discreción, sin pagar ofrecido sea al diablo el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Te-
resa Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de
Don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendie-
ron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesa-
dos, y no acababa de entender en qué parte estaba. El
cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar
a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les
escapase, contando lo que había sido menester para trae-
lle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al
cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de
caballerías; allí pidieron al cielo que confundiese en el
centro del abismo a los autores de tantas mentiras y dis-
parates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas
de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo
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punto que tuviese alguna mejoría, y así fue como ellas se
lo imaginaron.
Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad
y diligencia ha buscado los hechos que Don Quijote hizo
en su tercera salida, no ha podido hallar noticia dellos, a
lo menos, por escrituras auténticas; sólo la fama ha guar-
dado, en las memorias de la Mancha, que Don Quijote
la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde
se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hi-
cieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen
entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar
cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte
no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder
una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado
en los cimientos derribados de una antigua ermita que
se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos per-
gaminos escritos con letras góticas pero en versos cas-
tellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban
noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la
figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y
de la sepultura del mesmo Don Quijote, con diferentes
epitafios y elogios de su vida y costumbres. Y los que se
pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone
el fidedigno autor de esta nueva y jamás vista historia.
El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del
inmenso trabajo que le costó inquirir y buscar todos los
archivos manchegos por sacarla a luz, sino que le den el
mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de
caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con
esto se tendrá por bien pagado y satisfecho, y se animará
a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo menos de
tanta invención y pasatiempo.
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Las palabras primeras que estaban escritas en el perga-
mino que se halló en la caja de plomo eran éstas:
Los académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha,
en vida y muerte del valeroso Don Quijote de la Mancha
Hoc Scripserunt
El Monicongo, académico de la Argama-
silla, a la sepultura de Don Quijote
Epitafio
El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón de Creta,
el juicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha;
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta;
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en broncínea plancha;
el que a cola dejó los Amadises
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría;
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo de esta losa fría.
Del Paniagudo, Académico de la Argamasilla,
In laudem Dulcinea del Toboso
Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
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es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra y el famoso
campo de Montiel, hasta el herboso
llano de Aranjuez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante. ¡Oh dura estrella!,
que esta manchega dama y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella,
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.
Del caprichoso, discretísimo académico de la
Argamasilla, en loor de Rocinante,
caballo de Don Quijote de la Mancha
Soneto
En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡Nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
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más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.
Del burlador, académico argamesillesco, a Sancho Panza
Soneto
Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico
pero grande en valor, ¡milagro extraño!
Escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico
De ser conde, no estuvo en un tantico,
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
Sobre él anduvo —con perdón se miente—
este manso escudero, tras el manso
caballo Rocinante y tras su dueño.
¡Oh, vanas esperanzas de la gente!
Cómo pasáis con prometer descanso,
y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño.
Del Cachidiablo, académico de la
Argamasilla, en la sepultura de Don Quijote
Epitafio
Aquí yace el caballero
bien molido y malandante
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
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Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fiel
que vio el trato de escudero.
Del Tiquitoc, académico de la Argamasilla,
en la sepultura de Dulcinea del Toboso
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea,
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los
demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un
académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese
noticia que lo ha hecho a costa de muchas vigilias y mu-
cho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con
esperanza de la tercera salida de Don Quijote.
Folse altri canterà con miglior plettro
FIN DE LA PRIMERA PARTE
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U N I V ER SI DA D DE GUA NAJ UATO
Dra. Claudia Susana Gómez López
Rectora General
Dr. Salvador Hernández Castro
Secretario General
Dr. José Eleazar Barboza Corona
Secretario Académico
Dra. Graciela Ma. de la Luz Ruiz Aguilar
Secretaria de Gestión y Desarrollo
Dra. Elba Sánchez Rolón
Titular del Programa Editorial Universitario
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El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, I
de Miguel de Cervantes Saavedra
terminó su tratamiento editorial en el mes de noviembre de 2023
En su composición se utilizó
la fuente tipográfica Arno Pro de 9, 10, 11, 12, 16 y 24 puntos.
El cuidado de la edición estuvo a cargo
de Jaime Romero Baltazar.
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