Para mamá, por todo.
La muerte vendrá hacia a ti procedente del mar,
y tu vida irá menguando con suma delicadeza
cuando reboses de años y paz mental,
y tu pueblo te bendecirá.
Todo lo que he dicho se hará realidad.
—HOMERO,
La Odisea
1. ALONDRAS EN MANANTIALES
LETO
U na criada trenzaba en silencio el cabello de Leto para peinarlo en una
compleja corona antes de su ejecución.
Le ardieron las rodillas al postrarse en el áspero suelo de losa de la
pequeña estancia. Sus brazos, pálidos salvo por los incipientes moratones,
protestaron y se contrajeron ante la soga que los ataba, muñeca contra
muñeca, tras la espalda.
La criada ladeó la cabeza de Leto e insertó una horquilla más,
arañándole el cuero cabelludo con el afilado metal y tensando los gruesos
mechones de cabello oscuro. Leto apretó los dientes y parpadeó con fuerza,
esforzándose por evitar la mirada del descomunal guardia que vigilaba la
única puerta. Llevaba armadura completa, una espada amarrada a la cadera
y un casco de plata brillante que ocultaba sus rasgos.
En su lugar, Leto clavó la vista en la temblorosa luz de la chimenea. El
aroma a incienso quemado flotaba en la asfixiante neblina y llenaba la
estancia de una calidez sofocante y opresiva. El sudor le corría formando
riachuelos por el cuello (por encima de las espantosas escamas negras que
le habían aparecido en la piel y que la señalaban para la matanza) y
desaparecía bajo el cuello del vestido. Los rizos que le habían dispuesto
cuidadosamente para enmarcarle la cara ya estaban húmedos y encrespados.
«Un sacrificio». Era una amarga reflexión. Quizá Poseidón estuviese tan
indignado que la rechazase.
Por el rabillo del ojo, vio como la criada, con la boca llena de horquillas
y el ceño fruncido, cogía un puñado de florecillas blancas de un cesto
forrado en lino. Las examinó minuciosamente para comprobar si alguna
tenía los pétalos arrugados y a continuación procedió a insertarlas con
destreza en las trenzas de la frente de Leto.
Era la primera vez en años que la peinaban.
De todos modos, rara vez tenía la oportunidad de lucir recogidos
elaborados. La madre de Leto había fallecido cuando ella tenía diez años y,
puesto que su padre había muerto pocos años después, Leto se había visto
obligada a ganarse la vida por sí misma. En un principio, no le había
costado encontrar trabajo (el pueblo llano de Ítaca seguía acudiendo en
masa a la última sibila real), pero ella no gozaba del talento de su madre, y
los breves y escasos fragmentos del futuro que le concedía Apolo eran
desesperantemente ambiguos. Solo le quedaban aquellos clientes a quienes
satisfacía el espectáculo, la histriónica matanza de un conejo o los violentos
ojos en blanco que Leto no había tardado en perfeccionar. No eran muchos,
pero le pagaban suficiente plata como para impedir que se muriese de
hambre.
En cuanto al cabello, normalmente la bastaba con una cinta que le
apartase los mechones más largos de la cara, aunque imaginaba que no
impediría que se le enredase en la soga del verdugo.
«Mucho mejor la trenza», razonó, momentáneamente sorprendida por su
propia practicidad.
Llamaron a la puerta y rompieron el silencio casi total de la estancia. La
criada se sobresaltó y apartó las manos de Leto, mirando nerviosa hacia el
guardia, que no se había movido ni un centímetro.
—Deprisa —dijo él, hablando por primera vez desde la llegada de Leto.
Tenía la voz grave, áspera y extrañamente monótona—. Ya casi es la hora.
La criada asintió y cogió otro puñado de flores.
A Leto se le erizó el vello de los brazos. Bajo la suave tela del vestido
ceremonial con el que la habían ataviado, el corazón se le aceleró y se
estremeció cual pájaro enjaulado. Una sensación densa y desagradable se
instaló en su interior, presionándole el pecho, oprimiéndole los pulmones y
dejándola sin aliento.
Encerrada en aquella habitación vacía, no sabía qué hora era. El canto de
los pájaros y los primeros rayos de luz que entraban por la diminuta ventana
le indicaban a Leto que había salido el sol, pero, aparte de eso, nada. Quizá
aún estuvieran en las primeras horas de la mañana.
Sin embargo, «ya casi era la hora». Sabía perfectamente de qué era casi
la hora. Los sacrificios tenían lugar a mediodía, cuando el sol del
equinoccio había alcanzado su punto álgido en el cielo.
No le tenía miedo a la muerte, pues llevaba tiempo armándose de valor
para enfrentarse a ella, sino a lo que venía después.
En sus diecisiete años de existencia, había llevado una vida de lo más
corriente. Algunos de los vecinos más supersticiosos aún cuchicheaban
sobre sus poderes místicos, cierto, pero Leto no había derrotado a
monstruos, apresado a delincuentes ni vencido a tramposos. Solo la habían
besado dos veces. No le esperaba un más allá cruel (pues pocas de sus
acciones podrían condenarla a la perdición), pero sin duda no se hallaría en
compañía de héroes como Perseo, Heracles u Odiseo. No volvería a ver a su
madre.
Apolo ni siquiera se había dignado a concederle una visión de su propio
fallecimiento: la noche antes de que los guardias acudiesen a reclamarla,
había soñado con una muchacha de cabello dorado y ojos como el mar.
Sus ideas de grandeza eran vanas y absurdas, sin duda. Aun así, Leto
siempre había tenido la esperanza, como las niñas pequeñas que escuchan
boquiabiertas los relatos de hazañas heroicas, de que algún día la
recordarían como un ser extraordinario.
Aún notaba el picor de las escamas del cuello: la marca que le había
aparecido apenas unos días atrás y que había puesto su vida patas arriba.
Era evidente que Poseidón la había elegido. No había forma de escapar. Ya
nadie la recordaría.
Por un instante, se preguntó cuál de sus vecinos se habría fijado en las
escamas y la habría vendido a la guardia real. No le culpaba: el destino de
Leto ya estaba decidido, y al menos la recompensa le aportaría a aquella
persona unas cuantas monedas de plata más con las que pagar el pan.
Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza, y la criada
remató su faena con una última horquilla.
—Por el amor de los dioses —espetó el guardia—. ¿Has acabado ya?
—Ya casi está —dijo la criada. Esta vez, cuando metió la mano en el
cesto, sacó un cordel de cuero anudado para formar un círculo. De su centro
pendía una diminuta moneda de plata. A Leto la forma le resultaba muy
familiar: era un óbolo—. Para Caronte —dijo con solemnidad la criada.
Leto se lo esperaba, pero, aun así, se le revolvió el estómago al ver el
metal. Era costumbre que a los muertos se los enterrase con dinero: el óbolo
serviría como pago al barquero que cruzaría el Estigia y el Aqueronte con
su alma. Con su alma muerta.
La criada le puso el collar a Leto con cuidado de no despeinarle las
trenzas. Notó su tacto por debajo del vestido y lo sintió descansar en el
hueco entre los senos. Se mordió el labio; el metal estaba frío, tanto que le
sorprendió, bajo los pliegues del pálido tejido.
El guardia se rio cuando la criada se incorporó para hurgar en el cesto de
horquillas y pétalos magullados.
—Guarda todas tus cosas. Yo te acompaño.
Quizá no fuera supersticioso. Miró el cordel de cuero con desdén y,
cuando sorprendió a Leto contemplándolo, le dirigió una sonrisa taimada y
burlona.
Leto se estremeció y, al hacerlo, sus ojos captaron un repentino reflejo
de la luz. Un reflejo, se percató, que procedía de la parte plana de una
brillante cuchilla. El guardia no podía verlo, pues se lo impedía el tejido
amarillo del quitón de la criada, pero allí había una caja con alfileres y unas
enormes tijeras de plata.
A Leto se le aceleró el pulso al ver las tijeras, sin llegar a creerse su
suerte. No sabía cómo se le habían podido olvidar a la criada, pero las hojas
parecían nuevas: afiladas, brillantes y perfectas para cortar las molestas
ataduras. Los dioses le habían entregado un salvavidas en el último
momento.
—Vamos —le gruñó el guardia a la criada. Leto había vuelto a levantar
la cabeza—. ¿Ya está todo?
Leto los miraba alternativamente al uno y a la otra. En cuanto la criada
diese un paso adelante (o, los dioses no quisieran, se diera la vuelta), o ella
o el guardia se fijarían en las tijeras abandonadas.
Leto tomó su decisión en una décima de segundo.
Se inclinó hacia delante para alcanzar las tijeras y se las ocultó debajo de
la abultada falda.
—¡No me dejes! —gritó—. ¡No quiero morir!
La criada, con la angustia reflejada en su enorme semblante de muñeca,
se volvió y se estremeció al ver a Leto en el suelo.
—Es que… —pronunció, alargando la mano hacia ella.
—¡Por favor! —chilló Leto, revolcándose de un lado a otro. Si la criada
se acercaba demasiado, sin duda vería las tijeras olvidadas. Leto se obligó a
llorar a mares y enseñó los dientes cual perro acorralado—. ¡No quiero
morir!
La criada gimió.
—Muy bien, basta ya. —El guardia abandonó su puesto y recorrió la
distancia que lo separaba de ellas en dos larguísimas zancadas—. Tú —
posó la inmensa mano en el hombro de la criada—, fuera. Espera en el
pasillo. Yo me ocupo.
No se lo tuvo que decir dos veces. Abrazó contra el pecho el cesto de
flores y se marchó.
—Y tú. —El guardia miraba a Leto con indiferencia—. Recomponte —
espetó—. Ten dignidad.
Leto lo miró a los ojos y dejó escapar otro melodramático aullido de
pesar.
El guardia resopló con desprecio.
—Pues muy bien —dijo—. Sigue así. —Se dio la vuelta, levantando una
nube de polvo del suelo a medio barrer y salió de la habitación. La puerta se
cerró detrás de él y Leto se quedó a solas.
***
Había habido un momento, mientras la criada adaptaba minuciosamente el
vestido ceremonial blanco al diminuto cuerpo de Leto, en el que esta había
terminado por acostumbrarse a las ataduras. Durante unos minutos, se había
entretenido contoneando de forma experimental los codos y las muñecas
atados en busca de una posición en la que no le escociera. Tras ese rato,
durante el que solo había conseguido retorcerse aún más, se había resignado
a la incomodidad. Las cuerdas eran demasiado gruesas, y los nudos,
demasiado ceñidos y complejos.
Pero entonces, pidiéndole perdón en silencio a la criada, a la que sin
duda castigarían por su error, se lanzó a actuar. O, para ser más precisos,
aunque no era la atrevida huida que habría preferido, se lanzó a revolverse,
revolcarse y retorcerse dolorosamente.
Lo más difícil de todo fue situar las tijeras en el lugar adecuado. Tenía
las manos sudadas y pegajosas y se le resbalaban las tijeras, que se le
cayeron al suelo con estruendo en más de una ocasión. El más leve de los
sonidos procedente del pasillo, al otro lado de la puerta, la dejaba inmóvil,
conteniendo la respiración y contando hacia atrás hasta que los pasos se
desvanecían o el chismorreo de los ratones se silenciase.
Trascurrido un largo rato, logró colocar las cuchillas en posición contra
las ataduras. Movió las manos con sumo cuidado hacia delante y hacia
atrás, hasta que las cuerdas comenzaron a soltarse. El sonido de cada hilo al
romperse era como música para sus oídos: la más hermosa que había
escuchado en toda su vida.
Por fin, la hoja terminó de atravesar la parte más gruesa de la cuerda.
Con más fuerza de la que pensaba que tenía, Leto desgarró los últimos
hilos. Las ataduras se rompieron con un chasquido y cayeron. Apenas
habían tocado el suelo cuando la joven se puso en pie con dificultad, casi
tropezándose con el larguísimo vestido, que le caía como leche derramada
sobre los pies descalzos. Le temblaban las piernas, cansadas tras tanto
tiempo arrodillada, y por poco no se doblaron bajo su peso. Desorientada y
totalmente desprovista de cualquier tipo de arma o de plan, se tambaleó
hacia la puerta, pero se detuvo al oír unos pasos sobre la piedra del exterior.
«De acuerdo». Se dio media vuelta y corrió dando tumbos hacia la
ventana, a través de la que se filtraba una luz que la llamaba.
Aún no había llegado ese momento de la primavera en el que brotaban
los cultivos y las cabras producían leche a toneles. Los inviernos siempre
dejaban a Leto con un perpetuo nudo de hambre en el vientre, pero aquel
día lo agradeció. Si su menudo cuerpo hubiese sido mínimamente mayor, se
habría quedado atascada en la estrecha ventana. Sin embargo, retorciéndose,
revolviéndose y arañándose las caderas contra la piedra hasta manchar de
sangre la falda, logró franquearla y posarse en una parcela de hierba rala y
tierra seca. Se puso en pie con dificultad y levantó la vista para contemplar
la enorme masa de piedra que había sido su prisión.
Cuando el guardia de Ítaca había acudido a apresarla, golpeando con
fuerza la puerta de su casa hasta astillarla, a primera hora de la mañana, aún
estaba oscuro afuera (y le habían vendado los ojos, por si fuera poco), así
que su cerebro adormecido había sido incapaz de memorizar la ruta por la
que la habían llevado a través de su pueblo natal, Vathí, y de los extensos
montes que lo rodeaban. Había dado por hecho que la tenían presa en una
lejana mazmorra, una vil cueva en la que el resto de Ítaca pudiese olvidarse
de ella. Pero reconoció de inmediato dónde estaba.
Entornando los ojos para que no la cegase la intensa luz solar, Leto alzó
la vista con tristeza para contemplar la torre septentrional de vigilancia de
Vathí. Luego, con el corazón encogido tras oír un estrépito ahogado, se
volvió y descubrió a un grupo de soldados con armadura que holgazaneaban
en el terreno que tenía ante sí. Los soldados la observaron con la misma
expresión de desconcierto en el rostro.
Por un momento, se miraron entre sí: la prisionera y sus carceleros. La
mayoría de los soldados se habían despojado de su casco y habían dejado a
sus pies el pesado cinto. Era evidente que no esperaban compañía; a
algunos se los veía medio dormidos. Tal vez sí que habían estado dormidos,
y por eso Leto no los había oído desde su celda.
Qué idiota había sido por creer que no estarían vigilando su única vía de
escape. Qué ilusa en sus esperanzas...
Al fin, uno de los soldados recogió muy despacio su espada, se puso en
pie con torpeza y apuntó a Leto con el arma. Se aclaró la garganta con
cautela.
—¿Adónde te crees que vas?
«Mierda».
La torre estaba situada en lo alto de un gran monte. Leto veía los tejados
pardos e inclinados de Vathí, tan de cerca que casi podía tocarlos. Tenía la
libertad al alcance de la mano; no se le podía escapar, sobre todo cuando la
alternativa era morir como un animal por un reino y su miserable familia
real a los que no debía nada. No, teniendo en cuenta lo mucho que le habían
fallado. A ella y a su madre.
Así pues, aunque sabía que estaba atrapada, que era imposible que, ni en
el mejor de sus días, corriese más que los soldados (mucho menos estando
magullada, amoratada y ataviada con un ridículo vestido ceremonial), Leto
decidió intentarlo. Rezando a todos los dioses que recordaba, se dio media
vuelta y, descalza, echó a correr.
Apenas había dado cuatro pasos cuando una mano la agarró de la cola
del vestido y la tiró al suelo. Se le dobló la pierna al pisar y cayó
bruscamente sobre ella. El golpe fue muy doloroso, tanto que le pareció oír
sus gritos desde la distancia. Trató de ponerse en pie y, cuando hubo
logrado incorporarse a cuatro patas, algo sólido la golpeó en la espalda y se
volvió a desplomar.
—Que se ponga en pie —gritó una voz que le resultaba familiar.
Cogieron a Leto de las axilas para levantarla. Se le dobló la pierna bajo
su propio peso, y ella se hundió como una muñeca de trapo. Mareada por el
dolor que le recorría la pierna y le subía por toda la columna vertebral,
observó, con los ojos entornados, la figura borrosa que tenía ante sí.
El guardia que había vigilado la habitación de Leto se arrodilló despacio
frente a ella. Se había quitado el casco y le acercaba cada vez más el rostro
al descubierto. Sonrió con un rencor premeditado, lo que le tensó la enorme
cicatriz que, desde el centro de la mejilla, le bajaba por la barbilla y el
cuello, hasta desaparecer bajo el peto de la armadura.
—Dioses míos —susurró. Tenía los ojos azules como el cielo despejado,
y le brillaban con malicia—. ¿Te has perdido?
Había varias cosas que Leto no había hecho en la vida y que ni se atrevía
a soñar con hacer jamás. Pero, puesto que se le antojaba casi seguro que
aquella noche estaría ya muerta, abandonó todo instinto de autoprotección
que pudiera tener.
—Muérete —gruñó la joven, y le escupió en la cara.
Al soldado se le borró la sonrisa. Echó hacia atrás la mano y la lanzó
hacia delante con tal velocidad que hizo silbar el aire a su alrededor cuando
le propinó una bofetada. Muy fuerte.
De no haber sido por los dos guardias que flanqueaban a Leto y que la
sostenían, se habría caído hacia atrás, al suelo. Le escocía la mejilla y la
boca le sabía a sangre, metálica y templada. Se planteó por un momento
volver a escupirle en la cara, pero, antes de que le diese tiempo a considerar
si la breve satisfacción compensaría un golpe más, el guardia ya se había
incorporado y dado la vuelta.
—Llevadla a la playa —dijo—. Quiero estar presente para verla morir.
2. CANTA EN MI INTERIOR, MUSA
MATÍAS
E l príncipe Matías de Ítaca no fue consciente del último intento de
asesinato hacia su persona hasta casi una semana después, cuando su
madre le informó mientras desayunaban de que al autor (al parecer,
pescador de profesión) lo iban a colgar.
—Qué maravilla —dijo Matías tras una pausa prudente. Clavó el tenedor
en una uva y la contempló con una mirada cruel—. ¿Va a ser antes o
después de que ejecutemos a su hija?
Los intentos de asesinato siempre aumentaban durante las semanas
anteriores al equinoccio de primavera: semanas en las que se despertaban
las primeras muchachas con la marca de Poseidón en el cuello. Sus padres,
maridos, hermanos o amantes, desesperados, acudían al palacio con toda
clase de cuchillas, venenos o algún que otro explosivo, con la reina y su
hijo como objetivo. Como si así fuesen a solucionar algo. Como si Matías
tuviese algo que ver.
Machacó la uva en el plato hasta hacerla pulpa.
Su madre frunció los labios y dejó el cuchillo sobre la mesa. Era una de
las escasas ocasiones en las que el salón no era un hervidero de cortesanos,
y estaban casi más solos que nunca, con apenas dos guardias flanqueando la
mesa. Ni siquiera estaba presente Olimpia, que alternaba entre una actitud
cariñosa y airada. La ausencia de público permitía a la reina mostrarse algo
menos paciente, con cambios de humor más rápidos.
—Verás, Matías —dijo bruscamente—. Tú mejor que nadie deberías
entender por qué lo hacemos. Después de que Selene…
Selene.
Oír su nombre le resultaba casi insoportable. Traía consigo el sonido del
viento silbante, de la agitación de un océano que se acababa de despertar y
el recuerdo de lo ocurrido cuando Ítaca no pudo pagarle a Poseidón su
tributo. El aire se volvió como agua salada en sus pulmones; contuvo unas
ganas repentinas y violentas de jadear. Su madre tenía razón, obviamente, y
no lo soportaba. Las muchachas con la marca debían morir. Si Matías no
obedecía, sería el mar quien se las llevase, arrasando la tierra y destruyendo
todo lo que se interpusiera en su camino hasta encontrar a todas y cada una
de ellas.
Se puso en pie sin darse cuenta.
—Matías. —Todos los años sucedía lo mismo, pero a su madre aún le
sorprendía—. ¿Me estás escuchando? Te…
—Tengo que asegurarme de que esté todo preparado —dijo, negándose a
mirarla. No quería ver la decepción en su rostro, ese día menos que nunca.
Tenían una idea muy distinta de lo que significaba ser príncipe, y de lo que
significaría, cuando fuese mayor de edad y ostentase el trono, ser rey—. No
van a tardar en bajar a las muchachas a la playa, y tengo que estar presente.
La reina suspiró y le dio un largo trago a su copa de vino.
—Pues muy bien.
Matías no esperó a que cambiase de opinión. Volvió a colocar la silla en
su sitio y atravesó con largas zancadas el salón en dirección a las grandes
puertas de madera que eran la única salida, sujetándose la diadema dorada
que lucía en la frente para que no se le cayese.
—Recuerda practicar la bendición —le dijo su madre, a su espalda—.
Tampoco es que me importe, cariño, pero puede que la gente… espere que
el futuro rey hable bien. Además —suavizó la voz—, sé que no soportas
atascarte cuando hablas. El año pasado te llevaste un buen disgusto, y no
me gusta verte así.
Matías apretó los dientes y abrió de un tirón las puertas, por cuyo hueco
salió antes de que se le crispasen demasiado los nervios y se le escapase una
respuesta. ¿Qué más daba lo que se esperase de él? No es que su pueblo
fuera a estar presente para escucharlo: tenían prohibido asistir a las
ejecuciones desde la avalancha de intentos de rescate fallidos que había
tenido lugar diez años antes.
Pero aquel no era el público que le importaba; no era por ellos por
quienes debía hacerlo bien. Doce muchachas estaban a punto de morir por
Ítaca, y todos los dioses lo condenarían si los sacrificios se efectuaban sin el
debido homenaje.
***
Como era costumbre, la reina había dispuesto un carro. Matías le hizo caso
omiso cuando llegó a los establos y levantó una mano en silencio
dirigiéndose al mozo de cuadra de gesto preocupado que se había
apresurado a su encuentro.
—Mi yegua —dijo pausadamente—. Nada más.
Solícito, el mozo no discutió, y regresó un minuto después con una
yegua color carbón cogida por el ronzal. Era evidente que se esperaban que
Matías rechazase el carro: la habían cepillado y le habían cubierto el lomo
con un sudadero de color carmesí. La yegua husmeó a Matías con
entusiasmo.
—Hola, Estenios —dijo él, cogiéndole el ronzal al mozo—. Me temo
que hoy no te he traído miel.
Estenios bufó en señal de desaprobación, pero, obediente, permitió que
Matías se le subiese al lomo.
—Vamos. —La arreó—. ¿Cuán rápido puedes galopar?
«Muy rápido» era la respuesta a la pregunta; Estenios había sido un
regalo de Atenas, el reino de su prometida, y era la mejor yegua de todos los
establos de Ítaca. En cuestión de minutos se hallaban ya en lo alto del
monte, respirando jadeantes el aire denso y cálido. Matías redujo al paso.
Ante ellos se presentaba un camino tortuoso, que serpenteaba sin rumbo
hacia el mar antes de concluir en una estrecha lengua de arena al este: la
playa de la horca.
Cientos de años de tradición habían acabado por borrar su nombre
original. Matías dudaba que quedase nadie vivo que lo recordase; desde
hacía siglos, allí se ahorcaba a doce muchachas al año. Miles de muertas,
sacrificadas para apaciguar, aunque fuera temporalmente, la constante ira de
Poseidón.
Las muchachas señaladas no tenían escapatoria. El mar las encontraría a
donde fuera que huyesen en la isla, e intentar marcharse también sería en
vano. Poseidón, siempre vigilante, les tumbaría el barco y las arrastraría a
las profundidades. A lo largo de los siglos se habían transmitido de
generación en generación innumerables relatos: de tormentas de una
violencia tan repentina que solo podían ser obra del mismísimo agitador de
la tierra, de la desgracia de un pueblo pesquero del norte de la isla, cuyas
casas fueron hechas pedazos por las mareas embravecidas, de muchachas
muertas y más muchachas muertas y más muchachas muertas.
Matías no necesitaba que le recordaran las consecuencias de la ira del
dios del mar; las tenía delante.
El esqueleto hueco que era el paisaje le resultaba dolorosamente
familiar. Conocía cada contorno de los montes, cada destello del cielo en su
danza sobre el océano. Allí se hallaba el prado en el que había recogido
margaritas con Selene, las había trenzado para formar coronas de talla
infantil y las había colocado sobre sus rizos negros, hasta que el sol ardió a
escasa altura sobre el horizonte. Y allí, oculto entonces por las ramas
retorcidas de un arbusto sediento y arrugado, se hallaba el lugar en que las
dejaban, con la esperanza de que las flores marchitas tentasen a las ninfas a
salir de los árboles.
Si Matías tenía miedo (cuando un pájaro echaba a volar demasiado
rápido, alarmado, o cuando un lobo aullaba en los montes cercanos), Selene
lo abrazaba, le despeinaba el cabello y le susurraba al oído:
—No temas, hermanito. Nadie va a hacerte daño mientras yo esté aquí.
Allí ya no crecían las margaritas; no crecía nada. El mar lo había
arrasado todo, anegando, arruinando y salando la tierra a su paso, luchando
por reclamar lo que se le debía. Ya no crecía nada más que toscos
matorrales.
Matías cerró los ojos con fuerza y se obligó a apartar los recuerdos de
Selene. Había sido culpa suya, un error suyo. Pero no volvería a cometerlo.
Espoleó a Estenios para que siguiese avanzando.
En parte, esperaba que los montes no acabasen nunca, pero los cascos de
Estenios no tardaron en pisar arena en lugar de tierra. Habían llegado a su
destino.
Ante él se extendía la playa, de oro sonrojado bajo el sol del alba. Habría
estado en calma de no ser por las impecables hileras de guardias con
armadura, con las manos sobre las empuñaduras de sus hojas. La arena
mojada casi relucía, atrayéndolo hacia el mar y el burdo patíbulo de madera
que habían erigido en la orilla, de modo que las olas besasen sus postes. Era
más fácil que a las muchachas muertas las arrastrase el agua. Más práctico.
Matías tragó saliva.
Doce sogas idénticas se balanceaban en la brisa. Junto a ellas, doce
jóvenes ataviadas con un sencillo vestido blanco, de espaldas al mar; un
mar que Matías juraría que ya había empezado a arremolinarse.
Se bajó de lomos de Estenios y caminó despacio hacia ellas. Habían
dispuesto una ostentosa alfombra de color ciruela para que pudiese pisar la
playa sin ensuciarse las botas. Sintió deseos de apartarla de una patada, en
una absurda muestra de rabia, pero semejantes acciones no eran propias del
futuro rey, así que contuvo sus impulsos y ocupó su puesto delante del
patíbulo.
Alexios se había ofrecido, como todos los años, a sustituirlo, a ataviarse
con la armadura de Matías y ponerse su casco para no enseñar la cara. Y,
como todos los años, el jefe de los guardias se había mostrado casi
decepcionado cuando Matías lo había rechazado. En más de una ocasión, en
los años posteriores a la muerte de Selene, Matías había estado a punto de
aceptar. A Poseidón no le importaba quién llevara a cabo los sacrificios:
solo que se hicieran. Pero no era el deber de Alexios, ni su responsabilidad.
Además, Alexios ya se había sacrificado lo suficiente por Matías: le
había salvado la vida a los doce años y había recibido una puñalada en el
rostro. En ese momento se hallaba a la izquierda de Matías, con el
semblante marcado impasible y con una hoja meticulosamente afilada entre
las manos callosas, dispuesta a cortar las sogas que sostenían la plataforma
y dar muerte a las jóvenes.
—Alteza —dijo Alexios en voz baja—. A vuestras órdenes.
Matías se obligó a contemplar la hilera de muchachas, a mirarlas a los
aterrados ojos y rogar que vieran en los suyos el dolor, la rabia y la pena
que resonaban en el interior de su pecho. Aunque no les importarían mucho
sus sentimientos cuando estuviesen muertas.
Matías asintió. A su señal, uno de los guardias se apresuró a subir al
patíbulo y procedió a anudar las sogas en torno al cuello salpicado de negro
de las jóvenes. La más pequeña de todas, una muchacha temblorosa de ojos
negros y redondos, dejó escapar un débil sonido cuando la cuerda se le posó
sobre la clavícula.
—¿Ha habido algún problema? —le murmuró Matías a Alexios,
apartando la vista.
El guardia esbozó una sonrisa amarga.
—Nada preocupante. Hemos tenido que… «acompañar» a un
mequetrefe a su casa; es el novio de una de las jóvenes. Pero, aparte de eso,
ha sido un año tranquilo. Saben que no pueden permitirse enfadar al
agitador de la tierra.
Matías asintió sin decir nada. Otra cosecha fallida había dejado a su
pueblo más hambriento de que costumbre, y los ciudadanos sabían tan bien
como el rey que el mar era su única salvación. Quizá por eso habían
traicionado a las muchachas señaladas antes que de costumbre; este año las
habían entregado con mucha antelación.
—Ah —añadió Alexios con gesto amargo—, ha habido un incidente con
uno de los sacrificios: una de las jóvenes se ha cortado las ataduras y ha
intentado escapar, la muy idiota. Pero no ha llegado muy lejos. Se la va a
ahorcar junto a las demás.
En parte, a Matías lo golpeó la desilusión. Levantó la cabeza y volvió a
contemplar la fila; ¿cuál de las chicas había sido lo bastante egoísta, lo
bastante valiente, como para intentarlo? Sin embargo, el guardia que había
anudado las sogas acababa de volver a bajar a la arena: había llegado el
momento, y la muchacha que había llevado a cabo el disparatado intento,
fuese quien fuese, estaba condenada a morir junto a las demás.
Matías se aclaró la garganta y enunció:
—Doce bendecidas. En el nombre de Ítaca, os agradezco vuestro
sacrificio.
Varias de las jóvenes estaban ya llorando, con brillo en los ojos aterrados
y temblor en los labios. Matías tragó saliva. Era necesario, se obligó a
convencerse. La alternativa era mucho peor.
—En el nombre de Zeus, os rindo homenaje. En el nombre de Hades,
rezo porque seáis bienvenidas en su reino.
Se oyó una sonora carcajada.
Los sollozos se los había esperado (sucedía todos los años, y siempre le
consternaba), pero aquello era una novedad. Miró a las muchachas,
buscando en su rostro cierto desdén, escarnio, pero solo encontró miedo.
Abría la boca para continuar justo cuando posó la mirada en la última
joven de la fila. Medio oculta por su vecina, de modo que no la había visto
con claridad hasta ese momento, se erguía con la espalda totalmente recta y
la barbilla alta, mientras lo observaba con tanta repulsa y odio que, por un
instante, olvidándose por completo del discurso que le habían obligado a
recitar desde los nueve años, Matías no pudo sino mirarla a los ojos.
Tenía el rostro demacrado y pálido, y unas mejillas hundidas que
atestiguaban un duro invierno. El vestido ceremonial le caía recto desde los
hombros; tenía los brazos, pálidos y salpicados de moratones, atados a la
espalda. Uno de sus ojos estaba hinchado, medio cerrado; tenía el cabello
revuelto, encrespado y polvoriento, y le habían puesto una mordaza entre
los dientes. Aun así, el ojo que tenía del todo abierto era perspicaz, terco y
orgulloso.
«Se ha cortado las ataduras y ha intentado escapar, la muy idiota (...). Se
la va a ahorcar junto con las demás».
Conque ella era la aspirante a prófuga.
—Alteza —susurró Alexios—. La bendición.
Matías no podía apartar la vista de la joven, de la feroz determinación de
sus ojos. Lo contemplaba igual que a Selene en aquella fatídica noche, la
última vez que había mirado a la cara a su hermana. Si hubiera estado viva,
habría estado allí, en lugar de Matías, y él se habría encontrado a salvo en el
palacio. Un insensato hermano menor, no el futuro rey. No sabría nada, y de
nada se preocuparía.
Se aclaró la garganta y se obligó a volver a hablar.
—Y en el nombre de Poseidón, gran señor de los mares, domador de
caballos, agitador de la tierra, yo, Matías, príncipe de Ítaca, os sentencio a
muerte para que vuestros hermanos sobrevivan y prosperen.
A la muchacha se le crispó el gesto. Ese minúsculo gesto de
vulnerabilidad hizo surgir una atroz culpa en el pecho de Matías. Una joven
así (orgullosa, furiosa, asustada) no se merecía morir. Ignominiosamente,
como los animales.
Otra vez sintió la culpa, aún con mayor intensidad. Su madre se habría
burlado al verlo así: debilitado por una muchacha patética y destrozada, con
fuego en la mirada y la espalda curvada de orgullo. Ella no se merecía eso;
por supuesto que no. Como tampoco se lo merecían las otras once que se
encontraban a su lado. Pero Ítaca se inundaría si se les permitía vivir, y no
podía elegir entre ellas y las demás almas de esa cruel isla.
3. NO PIDAS AUGURIOS
LETO
L eto lanzó una mirada de desprecio al príncipe, enseñando los dientes lo
mejor que pudo con la mordaza en la boca, y rogó con rabia para que
no pudiese ver, detrás de la ira, el dolor y la debilidad que bajo ella
yacían. El largo paseo no le había sentado bien a su pierna herida. A los
guardias no parecía haberles importado su comodidad; ¿qué más daba, en
realidad? Si en cuestión de una hora estaría muerta.
Las lágrimas habían amenazado con derramarse entonces, ardientes y
veloces. Leto se las había enjugado con rabia con los hombros mientras
caminaba con dificultad, cojeando por la gravilla suelta y las ramas rotas,
deteniéndose cada pocos pasos para estirar los tobillos y ahogar sus
gemidos de dolor, hasta que, al fin, tras lo que parecieron horas, llegaron.
Se esforzaba al máximo por no cargar su peso sobre la pierna lesionada
en lo alto del patíbulo. Debía de ser nuevo; la madera estaba áspera y se le
aferraba al bajo del vestido cada vez que lo mecía el húmedo viento. Al
principio, el olor a pino le había resultado reconfortante, pero en ese
momento la ahogaba y le repugnaba.
La plataforma se meció bajo sus pies; la sostenían gruesas sogas atadas a
una viga horizontal elevada y anudadas con firmeza a estacas redondeadas
clavadas en la arena. En cuanto cortasen las sogas, la plataforma se hundiría
y la soga que le rodeaba la garganta tiraría de ella hacia arriba. Quizá se le
rompería el cuello.
El príncipe volvió a aclararse la garganta. Tenía la piel, templada y
bronceada, cubierta de sudor, tanto que le pegaba los rizos a la frente y lo
hacía brillar como el bronce bajo el sol. Recorría con la mirada el rostro de
Leto.
Para ser un cobarde malévolo que dejaba que su pueblo se muriese de
hambre en sus catres, era insultantemente hermoso, como un retrato: líneas
duras, piel suave y ojos, cejas y labios como venerables arcos de carbón. Su
voz, a pesar del temblor, era amable y musical.
—Cuando dejéis este mundo, que vuestro cuerpo sea como las olas, que
vuestros huesos sean como la arena y que vuestra alma vuele libre como las
gaviotas y vele por nosotros. Oh, gran señor Poseidón, acepta esta ofrenda.
Se le quebró la voz en la última palabra.
—Lo siento mucho —dijo. Un murmullo casi inaudible de los guardias
le indicó a Leto que aquello no formaba parte del guion—. Ojalá pudiera
hacer algo… —Se interrumpió. Tenía los ojos, aún fijos en Leto, bien
abiertos, suplicantes.
Casi podría haberlo perdonado, pero, en el último momento, cuando dejó
caer el mentón asintiendo a regañadientes y el guardia alzó la espada y la
dejó caer formando un arco resplandeciente en dirección a las sogas que
sostenían los tablones bajo los pies de Leto, el príncipe apartó la mirada.
«Cobarde».
La plataforma cedió bajo sus pies y la joven quedó suspendida en el aire
por un breve y aterrador instante.
Entonces, Leto cayó y la soga la atrapó.
Ya había imaginado que dolería, pero la agonía fue mucho más intensa
de lo que se había previsto, instantánea, incomparable. Lo sentía todo a la
vez; la presión, el desgarro y un increíble ardor. Si el nudo que le rodeaba la
garganta no le hubiese impedido respirar, se le habría escapado un
estridente grito de impresión y dolor.
Aunque se había jurado que no forcejearía, notó los espasmos y las
patadas involuntarios de sus piernas. Sus pies ejecutaron un baile frenético
en el aire y, aunque comenzaban a aparecer puntos blancos y temblorosos
en su campo de visión, desesperada, trató de gritar a través de la tela que
tenía entre los dientes. No estaba segura del destinario de aquellos gritos.
Su madre, quizá, muerta mucho tiempo atrás. Su padre.
Intentó tomar aire, pero no pudo: el puño de hierro que le rodeaba la
garganta no cedía. Cada vez se apretaba con más fuerza y le dolía más.
Leto sintió que la consciencia se le escapaba de las manos como si de
finos hilos se tratase, y se permitió aceptarlo. El dolor perdía intensidad y
las piernas se le iban calmando.
Lo último que sintió Leto antes de que las olas se alzasen para tragársela
por completo fue la peculiar sensación de estar siendo observada, no desde
la tierra (por el príncipe y las hileras de guardias), sino desde el agua.
Luego, el dolor alcanzó un breve y devastador crescendo, hasta llegar a su
fin.
«Ah —pensó—. Se acabó».
Y murió. Llevaba flores en el pelo y el fantasma de una sonrisa en los
labios; se notaba sin fuerzas, cual pájaro atado.
***
En la costa de Ítaca, el suave oleaje lamía las piedras lisas. Una gaviota
graznó en la distancia y otra, desde más cerca, le respondió. La brisa mecía
las hojas de los árboles, y en el aire flotaba una bruma con fuerte aroma a
sal cuando la procesión de soldados cortó las sogas de las muchachas
muertas y las dejó descansar, primero flotando y luego arrastradas hacia
abajo por el peso de los vestidos, en la marea en retroceso.
Mientras la corriente la alejaba de Ítaca, la islita en la que había pasado
una vida maquinando, planificando, deseando marcharse, Leto se hundió en
silencio bajo el agua, con los ojos cerrados y las brutales marcas de la soga
y, bajo ellas, las escamas en el cuello.
Y en alguna parte, bajo el agua, algo (o alguien) se movió.
4. UNA CRUEL GUARIDA
MATÍAS
L a habitación que más arriba estaba en el palacio era la de Selene, así
que allí fue a donde acudió Matías a esconderse cuando acabaron las
ejecuciones y se arrojó a las muchachas al agua para que se las llevara
la corriente.
El mobiliario de la habitación permanecía intacto, igual que el día que su
hermana falleció. Se había reasignado a las criadas a la cocina o a los
establos, o se las había despedido, pero Matías había acordado que una de
ellas se quedase a barrer el suelo, cepillar los vestidos de Selene y remendar
los agujeros que en ellos hacían las polillas. Era un gasto innecesario e
indulgente. Llegaría el momento en que no se pudiesen arreglar más los
vestidos, pero, por aquel entonces, permanecían pulcramente colgados en su
armario, azules, dorados y relucientes blancos enjoyados, echándose a
perder poco a poco.
Matías se sentó en el sillón junto a la ventana y contempló los montes
que había más allá. Aquel lugar, los aposentos vacíos y tranquilos de
Selene, era el único en el que podía estar de verdad a solas.
De hecho, en aquel preciso instante tendría que haber estado con su
madre, relatándole las ejecuciones, como si difirieran en algo de las de años
anteriores. Pero la reina se había marchado a saber a dónde a parlotear con
sus señoras, cosa que no desagradaba a Matías; poco había que le apeteciera
menos que recordar el rostro de las jóvenes a las que había condenado,
cuyos cadáveres quedaban ya a la voluntad de los mares y del dios que los
gobernaba. Aun así, no podía olvidar los ojos de la duodécima muchacha,
inyectados en sangre, amoratados y furiosos. Había ordenado su muerte y ni
siquiera sabía cómo se llamaba.
No iba a hacerle ningún bien remover el pasado; lo sabía por
experiencia. Volvió a centrar la atención en los montes, los pueblos y el
ancho mar tras ellos.
Los barcos regresaban a los muelles a bombo y platillo, cargados de
redes repletas de pescado. La exigua patrulla que había enviado Matías al
puerto había regresado, sonriente, con relatos sobre niños risueños
abrazados a sus respectivas madres. Los cultivos seguían sin crecer donde
el mar los había arrasado años atrás y las cabras se alejaban cada día más
del rebaño en la busca de algo que comer, lo que fuera, pero, por primera
vez, Ítaca tenía esperanza: esperanza de que los sacrificios sirviesen de
algo; de que la repentina recompensa de lábridos, lubinas y doradas
significase que aún podían ganarse el favor de Poseidón; que el dios del mar
aún no se había olvidado de ellos. El pescado le había costado una porción
demasiado grande de los exiguos fondos públicos, y había gastado otro
tanto sobornando a los marineros para que afirmasen que lo habían pescado
ellos, en vez de haberlo traído pescadores extranjeros procedentes de los
prósperos mares al norte de Ítaca y Cefalonia.
Era una acción arriesgada, una mentira que pendía de un hilo, pero no
había fracasado.
Aún.
Los sacrificios se le aparecerían en sueños las próximas semanas, pero al
menos no tendría que seguir viendo a su pueblo sufrir sin esperanzas.
Le dio un largo trago al vino de la copa que agarraba con fuerza antes de
dejarlo a sus pies. La copa se había forjado en plata pura (otro ridículo gasto
más), pero ¿qué dirían los nobles que visitaban Ítaca si les sirvieran el vino
en vasos de hojalata y el pan en maltrechas bandejas de madera?
La tesorería casi vacía era una preocupación constante. Lo había
consolado la llegada de un mensajero ateniense que le informó de que su
prometida, la princesa Adrastea, se estaba preparando para abandonar su
reino y llegaría a Ítaca en menos de un año. Su padre había concertado el
matrimonio cuando eran niños (de hecho, Matías nunca la había visto) y su
madre lo había alentado a que lo disolviese con discreción en los meses
posteriores a la muerte de su padre. Tendría que casarse con una buena
muchacha de la isla, le había dicho; quizá una de las nobles de su corte.
Matías sabía a la perfección a quién tenía en mente, pero había oído los
rumores de la dote que traía consigo Adrastea. Si eran ciertos, tendría oro
suficiente para alimentar a su pueblo durante un año.
Y, dioses, ciertamente se lo debía.
Matías fue a coger de nuevo la copa. Entonces maldijo, en voz muy alta
(tanto que resonó por toda la estancia), cuando la tiró al suelo y manchó de
vino las baldosas de mármol.
Se puso en pie de un salto y se apresuró a buscar algo con lo que arreglar
el desastre. Al no encontrar nada, se dirigió al pesado arcón de madera que
sabía que aún contenía las mantas de Selene. Antaño solía hurgar en él para
construirse un fuerte. Cuando Selene, empapada tras el baño y torpemente
envuelta en un quitón, lo descubrió, le gritó con tanta fuerza que hasta logró
que su padre se acercara corriendo.
Matías abrió el arcón y sacó una manta de lana de cabra. Había algo
atrapado en el tejido, que cayó al suelo con un ruido sordo. Matías no le
prestó atención, sino que regresó al charco de vino derramado y lo fregó lo
mejor que pudo.
El vino se había colado entre las baldosas y la manta no lograba
absorberlo por completo. Cuando los bucles de lana estuvieron saturados de
rojo, se rindió. Ya se encargaría la criada. Se masajeó las sienes con los
dedos; ¿qué clase de rey iba a ser si ni siquiera era capaz de limpiar un
charco de vino?
Desanimado, se volvió hacia el arcón, acordándose tarde del objeto que
había estado oculto entre la manta, que había caído al suelo y que allí se
hallaba aún: un legajo de papiros, de bordes maltrechos, sujetos entre sí con
una cinta blanca.
Como las que lucía Selene en el cabello. Las llevaba el día que murió, el
día que, en esa misma habitación…
Matías recogió el legajo. Era absurdo pensar en aquel día, en cómo el
viento le había levantado la falda y le había arrancado los rizos color
obsidiana de las trenzas. Ya había llorado bastante por aquellos recuerdos y
había descubierto un centenar de veces que los dioses no oían sus súplicas
desesperadas. O, si lo hacían, no se dignaban a concederle una respuesta.
Regresó a su puesto en la ventana y pasó la primera página.
No tardó en resultar evidente que era un diario.
Estaba escrito en la esmerada letra redonda de Selene, con los márgenes
llenos de dibujos de flores. Las estaciones figuraban encima de cada
sección. Cuando ojeó la primera, le dio un vuelco el corazón y la vista se le
nubló de forma inquietante. Le temblaban las manos cuando se desplomó
sobre el sillón, volviendo a tirar la copa.
Los últimos días del invierno de hacía tres años. El año de la muerte de
Selene.
En el escrito se leía:
Se acerca la primavera e Ítaca va a estar encantada de darle la bienvenida. Últimamente se han recibido
noticias inquietantes de niños temblando en los brazos de sus padres y de animales muriéndose de
hambre en los montes. Los altares están vacíos; Ítaca l ena su estómago antes que los de los dioses. Si
la diosa Deméter es buena, complacida por el regreso de su hija, nos dará una muy necesaria tregua
entre tanto sufrimiento.
Pero, desde luego, cuando superamos un obstáculo para nuestra prosperidad, encontramos otro
mayor.
Por mucho que le suplique a padre, se niega a buscar una forma de romper esta vergonzosa maldición.
No piensa traer otra sibila a Ítaca. Apenas me deja entrar en su preciada biblioteca, aunque se le ve
feliz de recibir en ella a Matías.
Matías parpadeó de incredulidad. Su nombre era una despiadada mancha
de tinta; casi podía oír a Selene pronunciarlo en voz alta. Tenía celos de él;
siempre lo había sabido (pues él, como hijo menor, no iba a estar sujeto a
las mismas expectativas y presiones que ella), pero podía percibirse algo
más en el iracundo trazo de las palabras.
El escrito continuaba:
No puedo evitar preguntarme si a los hombres les importaría tan poco si la maldición reclamase a los
hijos varones de Ítaca, no solo a las mujeres. Pero eso da igual. Esta cruel parte de nuestra historia
acabará desapareciendo, me ayuden o no.
Lo juro.
En las páginas siguientes había tomado notas, escrito nombres y
garabateado mapas, y los había marcado con iracundas cruces. Fragmentos
en verso (¿acaso de una profecía?) estaban apuntados y subrayados. En una
de las páginas solo se leía: «¿Doce a la fuerza? No las chicas marcadas.
¿Quién?». Matías dejó caer el legajo sobre su regazo.
Selene había querido romper la maldición. No era eso lo que le
sorprendía, sino que su hermana pensase que él no quería. Matías apretó los
puños.
Se oyó un sonido de papel al arrugarse. Matías bajo la vista. Una hoja de
papiro se le había enganchado en la manga; al moverla, la hoja se
estremeció y amenazó con soltarse. Entonces la extrajo y la ojeó, cansado.
También estaba escrita con la letra de Selene, más descuidada que en el
diario, con garabatos apremiantes.
«Matías —decía la primera línea—, voy a morir».
Por los dioses. Una carta. Una carta de Selene dirigida a él. De Selene,
que ya sabía qué le deparaba el destino: que no iba a seguir viviendo pasado
el condenado equinoccio.
No podía soportar leerla; anhelaba apartarla, fingir no haber descubierto
su existencia, pero su cuerpo no se lo permitía. Sus dedos seguían aferrados
al pergamino, arrugando los bordes, y se percató de que sus ojos no podían
sino recorrer las líneas y leer.
Matías, voy a morir.
Nuestra madre no quiere saber nada, ni nuestro padre, pero todos sabemos qué me depara el destino.
He leído los registros de siglos anteriores, de las escasas ocasiones en que a las jóvenes señaladas no
se las envió a la muerte. El mar vino a por ellas, Matías, como vendrá a por mí.
Si este es el camino que han elegido para mí los dioses, pues que así sea; me encontraré con mi final y
marcharé con valentía.
Ojalá pudiera decir que he vivido una vida plena, que estoy satisfecha con mi suerte, pero lo cierto es
que no. Dejo muchos asuntos pendientes, y solo puedo rezar para que tú, hermano, los retomes cuando
me haya marchado.
Hay que romper la maldición. Es imperativo. Estoy segura de que es posible: no creo que los dioses sean
capaces de infligir tanta crueldad sin que exista un secreto para acabar con ella. No son tan atroces.
Existe una solución; estoy segura. Me queda…
Ahí terminaba la carta, con una violenta línea de tinta que cruzaba el
papel. Habían interrumpido a Selene antes de que pudiera acabar; eso
estaba claro. Había una mancha del color del óxido en la esquina inferior,
que Matías prefirió no examinar minuciosamente.
Devolvió la vista al mar, a la traicionera inmensidad que alimentaba a
Ítaca y la destruía a la vez. En alguna parte, arrastradas por la corriente, se
hallaban las muchachas muertas, cuyas esperanzas, sueños y miedos se
habían perdido en los mares.
Ellas serían las últimas doce.
Lo había jurado el año de la muerte de Selene, y el siguiente y el
siguiente. Pero (y se avergonzaba de reconocerlo incluso para sus adentros)
nunca había hecho mucho por lograrlo. Sin embargo, esta vez sería distinto.
Tenía que serlo, pues Selene le había encomendado la tarea y no podía
defraudarla otra vez. Apartando la carta con cuidado, se acercó las hojas
restantes al rostro y examinó minuciosamente las notas de su hermana.
Se le habían quedado grabadas las últimas palabras de la carta: «Existe
una solución; estoy segura. Me queda…».
Habían desaparecido los mapas y su letra era casi ilegible, pero una cosa
estaba clara: en algún lugar, en los manuscritos que poblaban la biblioteca o
escondida en el vertiginoso laberinto de bodegas y tumbas que había bajo el
palacio, se hallaba la respuesta que buscaba Selene.
Y Matías iba a encontrarla.
5. EL AMANECER ROSADO
MELANTO
H abía doce cadáveres en el agua.
Siempre acababan llegando a la isla de Pandú, aunque los mares
que se extendían a kilómetros a la redonda permanecieran en calma y
en silencio. Melanto no había sido tan insensata de creer que eran las
corrientes naturales las que los traían; llevaba allí el tiempo suficiente como
para saber que nada llegaba a Pandú por casualidad.
Se habían pasado meses a la deriva, pero entonces eran suyos. Podría
arrastrarlos a tierra, bendecirlos, enterrarlos y llorarlos hasta que del cielo se
sorbiesen los últimos posos del verano.
Se adentró en el mar totalmente vestida, estremeciéndose a medida que
el agua le empapaba la falda y los primeros temblores de la transformación
ascendían desde los tobillos. Para cuando llegó a la altura de la primera
muchacha (una criaturita de cabello fino apartado hacia atrás, lo que dejaba
ver sus rasgos muertos), Melanto veía mejor y oía con más claridad los
agudos graznidos de las gaviotas.
El agua se le arremolinaba en torno a los muslos y la arrastraba hacia
dentro, cual incansable recordatorio de que era una criatura de Poseidón y
de que su sitio era ese.
No le hizo falta mirar su reflejo en el agua para saber que su piel morena
se había vuelto gris verdosa y que le habían aflorado escamas de color
esmeralda en las piernas, en las caderas, en lo alto de los hombros y sobre
las clavículas. El cabello, hasta entonces rubio, se habría tornado del color
de la obsidiana, y el brillo de sus ojos se había convertido en un charco de
tinta sin nada de blanco.
Un monstruo.
Melanto tragó saliva y alargó el brazo hacia la muchacha muerta.
La venda que le habían atado a la cara después de colgarla se le había
bajado hasta la barbilla. Tenía los ojos grises como platos, con la mirada
fija, la boca abierta y los labios azules. Debía de tener doce años.
Melanto le cerró los ojos lentamente y procedió a arrastrarla hacia la
orilla.
La primera del año era siempre la peor. Una vez que Melanto hubo
dejado a la joven en la arena, le hubo retirado las algas del cabello y hubo
escurrido el agua del vestido empapado, se tragó el pesar y regresó al mar.
La segunda fue más fácil. La tercera, todavía más.
Aun así, para cuando hubo terminado de disponer a once muchachas en
la playa, con el cabello peinado y los vestidos secos, tenía la garganta
áspera de tanto sollozar y la vista nublada. Cada una de las jóvenes había
tenido una vida propia, una familia, recuerdos, penas y esperanzas. Pero en
aquel instante lo único que tenían era un collar de escamas, una moneda
maltrecha en un cordón de piel y la cicatriz irregular de la soga.
Se adentró en el agua por última vez, abriendo los brazos cuando las olas
le llevaron a la última muchacha. Dentro de poco, las doce estarían
enterradas, con miel y vino y con la moneda sobre su pecho. Dentro de
poco, yacerían en paz bajo el suelo de Pandú junto a otras mil, y
alimentarían a las flores que crecían en el cementerio y a la gran higuera
que les daba sombra. Dentro de poco, Melanto volvería a estar sola y…
Melanto se quedó inmóvil, con la mano extendida hacia el rostro de la
duodécima joven.
Tenía los ojos cerrados y era preciosa, pero no fue eso lo que hizo que el
corazón le latiera a Melanto a toda velocidad en el pecho.
Aquella muchacha no era como las demás; era diferente de una forma
que, por horrible que pareciese, le resultaba familiar. Su palidez no era la
propia de las jóvenes muertas; tenía las mejillas sonrojadas y los labios
rosados. Pero eso no era lo peor. Poco a poco, por su piel se iba extendiendo
un color distinto, suavizando las pecas, el rubor y el lienzo de moratones
moteados para tornarlos de un gris inmaculado. Entonces comenzaron a
aparecer las escamas.
Melanto retrocedió.
«No. Ahora no».
¿Cuánto tiempo había pasado desde la última? Setenta años, quizá, o
más; no era fácil llevar la cuenta después de tres siglos. Sin embargo,
habían transcurrido muchos años desde Talía, desde aquella muchacha
insensata y cruel, pero daba igual. Podría haber pasado un siglo y Melanto
seguiría sin estar preparada.
Talía había sido la undécima de las jóvenes sacrificadas en
transformarse, en ser ofrecidas a Poseidón y devueltas, intactas, a los mares
que rodeaban Pandú. Melanto había tenido tiempo. Pero aquella muchacha,
cuyo rostro era entonces del color de las rocas que salpicaban la costa, de
mejillas espolvoreadas de escamas como pedazos de musgo, era la
duodécima. La última. Y, por lo tanto, se le había acabado el tiempo.
El agua sentía su angustia. Donde las manos de Melanto la tocaban
surgían ondas ascendentes que mecían a la joven. Tenía el cabello
desparramado en torno al rostro; cuando Melanto la había visto por primera
vez, era de un color castaño intenso, pero en aquel momento se asemejaba
al brillo del mar en una noche sin luna.
Estaba sucediendo, lo quisiera Melanto o no. Respiró hondo,
obligándose a tranquilizarse. El agua se calmó a su alrededor, como
conteniendo el aliento con ella.
La muchacha abrió los ojos.
Por un instante, miró impasible hacia arriba. Y, de repente, gritó.
Tenía los ojos enormes y redondos, y miraban fijamente a Melanto
mientras de su garganta salían unos sonidos desgarradores que abrían el
cielo en calma. Apenas transcurrió un instante hasta que la joven pareció
darse cuenta de dónde estaba, tumbada bocarriba en la orilla. Y, al
momento, comenzó a chapotear hacia atrás, para poner entre ellas toda la
distancia posible.
Si aquella era su reacción al ver a Melanto, esta ya temía el grito que
daría la muchacha cuando se viese a sí misma.
Ya se había completado la transformación. La joven tenía la piel gris,
verde e inhumana; sus ojos eran charcos negros, y su cabello, un torrente de
oscuridad.
Melanto esperó a que dejase de gritar, y la muchacha, al fin, comenzó a
tomar grandes bocanadas de aire entre las espiraciones, ásperas, secas y
dolorosas. Hablaba en voz baja, con calma, en el mismo tono que empleaba
con los conejos que atrapaba antes de matarlos.
—¿Estás bien?
La joven alzó la barbilla.
—¿Estoy bien? —espetó. Parecía aterrada. Quizá no se le había ocurrido
que Melanto pudiese hablar.
Melanto se encogió de hombros, tratando de no darle importancia. Ya lo
había hecho tantas veces que sabía que las muchachas, perplejas y confusas,
seguirían su ejemplo. Si estaba tranquila, bajarían la guardia lo suficiente
como para que pudiera acompañarlas por la playa hasta la cueva en la que
vivía e invitarlas a sentarse en un tronco con un albaricoque a ver cómo
Melanto amasaba un pan de pita y lo horneaba al fuego.
Si dejaba entrever su miedo (como había hecho, debía reconocer, la
primera vez, la segunda y, posiblemente, la tercera), la respuesta nerviosa
de la joven agitaría el oleaje.
Así pues, Melanto sonrió a la muchacha, que se había cruzado de brazos
mientras la contemplaba como si hubiese sido ella quien la había colgado
en la horca. Aunque aquello no estaba demasiado lejos de la realidad.
—Debes de tener frío —dijo con la esperanza de que la joven no viese
más allá de su falsa sonrisa tranquilizadora; de que no mirase hacia la playa
y viese los once cadáveres envueltos en algodón—. Vamos a tierra.
Tenemos mucho de qué hablar.
Quería hacerlo bien; que la muchacha no vislumbrase aquello que
palpitaba, enjaulado, en el pecho de Melanto. Su pesar, sus miedos y su
dolor permanecerían allí hasta que la joven se marchase de Pandú, tal y
como habían hecho las demás, hacia Ítaca, con un solo objetivo en mente.
Arrojar al príncipe al mar para que se lo tragase entero.
6. EL VIENTO DISPERSA
LETO
L eto se despertó repentinamente bajo la luz cegadora del sol.
Sentía como si no le pesase el cuerpo, como si estuviese flotando.
Tenía las extremidades adormecidas con un frío peculiar, que no
parecía frío, que le latía debajo de la piel y amenazaba con atravesarla, con
hacerla pedazos de afilada arcilla. Trató de tragar saliva, pero tenía la
garganta áspera y seca.
Parpadeó con fuerza mientras los ojos se le adaptaban a la luz y
comenzaba a ver el mundo que la rodeaba. Contempló el cielo azul,
atravesado por bandadas de estorninos. La luna era un rostro pálido que se
asomaba tras volutas de nube.
Y había alguien sobre ella. Alguien que no era humano.
Leto observó la piel de color ceniza, los rizos negros empapados y los
ojos negros y apagados, sin blanco, y gritó. Chapoteó y balbuceó y movió
los brazos sin control a su alrededor, tratando de poner toda la distancia
posible entre ella y la… criatura.
Pero, entonces, la desconocida (porque estaba claro que era hembra, por
las suaves curvas y la estrecha cintura bajo un quitón empapado del color de
los pétalos de rosa) habló, mirando a Leto con los ojos negros bien abiertos.
Y Leto respondió.
«Imbécil». Así era como engañaban a los idiotas de los mortales para
servir a los dioses. Leto frunció el ceño y se cruzó de brazos, sacando pecho
en un lamentable intento de intimidarla.
La criatura no pareció darse cuenta.
—Debes de tener frío —dijo—. Vamos a tierra. Tenemos mucho de qué
hablar.
¿Mucho de qué hablar? A Leto le daba vueltas la cabeza, y el cuello no
dejaba de dolerle, con el latido sordo de un moratón.
Sin querer, se llevó las manos a donde le dolía.
—No te lo recomiendo —advirtió la criatura. Pero ya era tarde.
Formando un círculo perfecto en su cuello había una zona de piel áspera
y dolorida, como la costra de una herida al cortarse con un cuchillo. Se le
revolvió el estómago cuando, de repente, lo comprendió todo. La herida no
era de un cuchillo, sino de una soga. La habían ahorcado.
Había muerto.
Y alguien había considerado oportuno salvarla. O, al menos, aún no la
habían arrojado al Tártaro.
Volvió a contemplar a la criatura. Debía de hallarse en el río Estigia,
esperando a que la embarcaran rumbo al Hades y ante los jueces del
inframundo. Pero los muertos nunca caían al río, así que ¿cómo era posible
que Leto estuviera inmersa en sus aguas? Prestó atención para intentar oír al
barquero espectral o los ladridos del can de tres cabezas, pero nada.
Siempre se había imaginado que los muertos estaban donde tenían que
estar. Conocía los rituales; a los doce años, se había asegurado de que se
llevasen a cabo con el cuerpo de su padre. Habría hecho lo propio con su
madre, desaparecida cuando Leto apenas tenía diez años, si hubiesen
encontrado el cadáver.
Leche, miel, agua y vino. Oraciones. Una moneda.
Leto sabía que no había recibido ni de lejos una atención tan cuidada.
Los cadáveres de las muchachas se dejaban en manos de Poseidón, aunque
quizá sí que se pronunciasen oraciones.
Se aclaró la garganta. No iba a llorar.
—¿Estoy muerta? —se limitó a preguntar.
—No —respondió la desconocida—. No estás muerta.
—¿Por qué? —Una pregunta absurda e infantil, pero la única que se le
ocurrió a Leto—. Me han ahorcado; debería estar muerta.
—Has estado muerta —le respondió llanamente la desconocida—. Te lo
voy a volver a pedir: acompáñame a tierra. Tenemos mucho de lo que
hablar y seguro que estarás más cómoda en un lugar cálido y seco, con algo
de beber. Y, si te encuentras mejor, también algo de comer.
Algo de comer. El mero pensamiento fue suficiente para que Leto se
confiase. O casi. Había aprendido a la fuerza que siempre era mejor recurrir
a las sospechas que a la fe ciega. Siempre revisaba la comida que compraba
en el mercado y regateaba el precio. La confianza dificultaba la
supervivencia.
Negó con la cabeza.
—Si no estoy muerta, entonces no estamos en el Hades, imagino.
¿Dónde estamos?
—En Pandú —dijo la desconocida.
—¿En Pandú?
«En todas partes». Un nombre extraño para un lugar extraño. Volvió a
mirar a su alrededor, esta vez más detenidamente. No se había fijado al
principio, pero entonces se percató de las pequeñas peculiaridades que
componían Pandú. Estaban una frente a otra en el mar (los labios le sabían a
sal), pero la marea no se mecía hacia delante y hacia atrás como en la costa
de Ítaca. En su lugar, el agua se arremolinaba en círculos sin rumbo
alrededor de la desconocida. Y los pájaros, los estorninos que había visto
nada más abrir los ojos, también eran raros. Seguían el mismo círculo en el
cielo una y otra vez, mientras el viento azotaba y alejaba sus graznidos.
La desconocida levantó las cejas.
—Poseidón —dijo, como si le hubiesen sorprendido tanto las preguntas
que se le había olvidado mentir.
Poseidón. Conque allí era a donde marchaban las sacrificadas: a una isla
imposible en medio del mar.
Una esperanza nació en el torso de Leto, tan peligrosa como una vela
encendida bajo la brisa.
«Madre».
Porque no había sido la fiebre la que se la había llevado, ni el hambre ni
ninguna de las demás enfermedades que atormentaban al pueblo de Ítaca.
Había desaparecido la noche antes del equinoccio de primavera del año que
Leto había cumplido diez, para no regresar jamás.
Su padre se había negado a creer que Poseidón la hubiese elegido. Era
demasiado mayor, bramó; era todo obra de la reina, que la odiaba. Los
demás aldeanos también lo creyeron e inspeccionaron junto a él los montes
en busca de alguna señal de su adorada sibila. Pero, con el tiempo, las
expediciones fueron haciéndose cada vez más humildes, menos frecuentes,
hasta que solo quedó el padre de Leto, que vagaba por los montes de noche
mientras su hija temblaba en casa, encerrada en su habitación.
Pero no fue capaz de encontrar a su esposa. Y, en el momento en que se
dio cuenta de que nunca la encontraría, simplemente se rindió.
Quizá se le acabase de presentar la oportunidad de descubrir la verdad.
Leto se percató de que llevaba demasiado tiempo en silencio, absorta en
sus pensamientos.
La desconocida fruncía el ceño.
—Vamos a tierra —volvió a decir—. Sé que debes de estar abrumada.
La muerte, la vida, la transformación… —Se le cortó la voz con un jadeo
de horror y se llevó la mano a la boca.
—¿La transformación? ¿Qué…? —Leto siguió la dirección de la mirada
de la desconocida y bajó la vista hacia donde los dedos de sus pies
presionaban la arena mojada.
—Me he expresado mal. No quería decir… —La desconocida hablaba,
pero Leto apenas la oía. Los sedimentos se habían vuelto a asentar y el agua
estaba clara, cristalina.
El vestido de Leto era casi transparente en el agua y, por debajo de él,
sus piernas estaban cubiertas casi íntegramente de escamas suaves,
brillantes y verdes como el musgo. Le empezaban, grisáceas, en los dedos
de los pies y florecían con un color espléndido a medida que se
arremolinaban en sus pantorrillas y muslos. Los únicos fragmentos de piel
que quedaban por cubrir, entre los dedos y las corvas, eran de un gris liso e
impoluto.
A través del tejido pegajoso y empapado del vestido, veía dónde
acababan las escamas, a la altura de las caderas, escondiéndose por debajo
del ombligo. La piel en esa zona también era de un color gris antinatural.
Leto alargó las manos temblorosas, haciéndolas girar hacia un lado y hacia
el otro. Cada centímetro de piel era distinto, de un verde moteado o gris
como la piedra. En los codos tenía más fragmentos con escamas verdes.
Era el reflejo perfecto de la desconocida que tenía ante sí.
Un monstruo.
Se le contrajo la garganta. No podía respirar; no podía pensar. Intentó
tomar aire, con las piernas temblorosas, amenazando con ceder. A su
alrededor se revolvía el agua, como si pudiese notar su angustia. Un
instante después, la desconocida se hallaba a su lado, agarrándola de los
brazos con fuerza. Obligó a Leto a calmarse, sujetándole el torso incluso
mientras se encorvaba, sin aliento.
—Estoy aquí —dijo—, para ayudarte.
Leto apenas la oía. Se retorcía entre sus brazos, con las lágrimas
cayéndole por las mejillas, rechinando unos dientes que de pronto se le
antojaron enormes e incómodos en la boca.
—¡Por Zeus! —La desconocida le soltó uno de los brazos a Leto, quien,
libre, lanzó el brazo sin pensar. La desconocida lo esquivó con facilidad y le
propinó una fuerte bofetada en la cara.
Leto, conmocionada, se mordió el labio. Al sabor metálico de la sangre
lo siguió el dolor. La joven recuperó la conciencia con un débil grito y se
tapó la cara con la mano que tenía libre. La sangre (milagrosamente, sangre
roja, humana) le goteó sobre la palma mientras se tambaleaba.
La desconocida le soltó el otro brazo, y Leto se lo llevo al pecho en un
gesto de protección.
—Lo siento —le dijo la desconocida, con expresión avergonzada—.
Perdóname; no era mi intención. No sabía qué más hacer. No quería que te
asustases.
—¿Que me asustase? —La voz de Leto era un chirrido. Le ardían los
ojos y le temblaban los labios mientras se obligaba a hablar—. ¿Qué…?
¿Qué me ha pasado?
—Vamos a tierra —dijo la desconocida por quinta vez—. Por favor. Te
lo explicaré todo.
—No puedo. —No mentía. A Leto habían dejado de temblarle las
piernas, pero parecían incapaces de moverse. De hecho, ni siquiera las
sentía, no podía mantener la vista fija en un punto y por sus venas la sangre
corría con fuerza.
Y, de repente, se vio en pie en tierra firme, con el pelo chorreando y la
desconocida a su lado, mientras la ola que las había transportado se retiraba
y volvía a confundirse con el mar.
—¿Cómo has…? —A Leto se le entrecortó la voz—. ¿Qué clase de
criatura eres?
La desconocida frunció el ceño.
—Soy humana.
Leto la miró de arriba abajo, examinando de nuevo la piel gris como la
pizarra, las diminutas escamas verdes y los ojos. Lo peor eran los ojos. O
quizá lo peor fuera el círculo de escamas negras que rodeaba la garganta de
la desconocida, una marca que Leto reconocía perfectamente: la marca de
Poseidón. Se obligó a hablar:
—No te pareces a los demás humanos que conozco.
—Mírame mejor —dijo la desconocida. Levantó la mano
repentinamente y Leto se apartó en un gesto instintivo, pero ella no volvió a
abofetearla. En vez de eso, cerró los ojos y formó un arco con la mano en el
aire.
El agua que la empapaba tembló y se le alejó de la piel formando una
fina bruma. No sabía cómo, pero la desconocida la controlaba. ¿Cómo
podía ser humana, con semejante poder?
Leto retrocedió, cerrando los ojos con fuerza, hasta que el vapor de agua
fue lo bastante fino como para que pudiera darse la vuelta y, a través de las
pestañas, ver a la criatura que tenía ante sí.
Entonces se quedó sin aliento.
Donde antes había estado la criatura monstruosa, verde, gris y negra, se
hallaba una muchacha.
Una muchacha hermosísima.
Iba vestida con un quitón holgado de color rosa pálido, recortado por
encima de la rodilla para mostrar unos muslos y unos tobillos gruesos y
musculosos, cubiertos de una capa cambiante de escamas. Tenía la piel de
un color tostado intenso, propio del Mediterráneo, y sus cabellos trenzados
eran como hilos de oro. La marca de Poseidón le había desaparecido de la
garganta y apenas había dejado una débil cicatriz. Leto la miró a los ojos,
que eran del mismo color de la hierba en primavera.
En resumidas cuentas, era una de las muchachas más
extraordinariamente bellas que Leto había visto.
—¿Ves? —le dijo—. Humana. Igual que tú.
—Me… —empezó Leto. Pero apenas se oía. Su cabeza daba vueltas con
los fragmentos de un recuerdo. El recuerdo de un recuerdo de un sueño. La
noche antes de que los guardias se hubiesen presentado a reclamarla, había
soñado con una joven de cabello dorado y ojos como el mar.
La joven que en ese instante tenía ante sí.
Leto exhaló despacio. Ella era a quien le había mostrado Apolo. Era a
quien tenía que encontrar.
—Te conozco —dijo—. ¿Quién eres?
—Me llamo Melanto —dijo la joven, humana pero no, y sonrió. La
sonrisa la hacía mucho más hermosa, si es que aquello era posible—. Creo
que estaba esperándote.
Leto frunció el ceño. ¿Acaso Melanto estaba siendo esquiva adrede?
—Si eres… Si somos humanas —dijo, señalándose a sí misma con un
gesto—, entonces, ¿por qué…?
—Ah —dijo Melanto—. Es el final de una larga historia, que espero
poder contarte dentro de muy poco. Sin embargo, por el momento, ¿estarías
más… cómoda si te devolviese a tu aspecto anterior?
—Sí.
A Leto no le hizo falta pensárselo; se le había escapado de entre los
labios antes de poder procesar lo que le decía Melanto. Podía volver a su
aspecto anterior. Se había transformado, quizá por una maldición, pero
podía seguir pareciendo humana.
Melanto se rio.
—Como quieras.
Volvió a efectuar uno de esos gestos fluidos y sencillos con las manos.
Una sensación extraña (ni desagradable ni completamente agradable)
envolvió a Leto mientras de su cuerpo surgía una bruma que se disipó en la
brisa marina.
Muy a su pesar, Leto miró hacia abajo y sintió un gran alivio. Bajo el
dobladillo rasgado del vestido, tenía las piernas rosadas y pecosas. También
tenía los brazos tal y como debían estar, aunque, cuando en un acto reflejo
levantó una mano para palparse la piel, comprobó que las escamas
permanecían en su cuello.
—Ajá —dijo Melanto. Había algo en su voz que hizo que a Leto le
recorriese un escalofrío por la espalda y se le erizase el vello de los brazos.
Dioses, nunca había estado tan agradecida de verlo, oscuro y obstinado—.
Mucho mejor así.
Entonces, para sorpresa de Leto, Melanto dio un paso adelante y la
abrazó, ciñéndola contra su pecho. Tenía la piel fría a pesar del sol y los
músculos duros como una piedra.
—Bienvenida —le dijo al oído, entre su pelo. Había algo extraño en su
tono de voz; Leto tenía la sensación de que escondía el rostro adrede—. Me
alegro mucho de conocerte.
Ella le dio una palmadita incómoda en la espalda.
—No sé cómo te llamas —dijo Melanto, aún abrazada a Leto, que sentía
su aliento en la sensible piel del cuello, junto a la clavícula. Estaba
demasiado cerca.
Leto se zafó.
—Me llamo Leto. —Por algún motivo, al desvelar su nombre sintió
como si estuviese cediendo, desprendiéndose de su última capa de
protección.
Melanto la soltó y dio un paso atrás, con los ojos brillantes. Tenía un
tenue círculo negro alrededor del iris verde, como un persistente
recordatorio de que, por humana que pareciese, era otra cosa.
—Leto —dijo.
El nuevo cuerpo de Leto volvió a traicionarla. Siempre había
considerado su nombre llano y sencillo, a diferencia del de su madre,
Ofelia. Pero Melanto lo dijo con tanta elegancia y reverencia que, por un
instante, le pareció un nombre digno de una sibila.
Se aclaró la garganta.
—Esa soy yo. —«¿Esa soy yo?». Qué chorrada. Era una vergüenza.
El gesto de Melanto se suavizó. Cuando sonrió (una contracción
minúscula de la comisura de los labios), pareció sincera.
—¿Y la historia? —dijo Leto—. Me has dicho que me la ibas a contar.
La sonrisa vaciló.
—Sí —respondió Melanto. Seguían frente al mar, contemplando las
ociosas corrientes, pero de pronto Melanto ojeó la isla en un raudo
movimiento furtivo. Leto hizo lo propio y se quedó helada. Volvieron a
florecerle escamas en la piel de las pantorrillas, como si el monstruo de su
interior amenazase con volver a surgir.
Cadáveres.
Había once dispuestos uno al lado del otro sobre la arena blanca, con los
vestidos ceremoniales desparramados a su alrededor. Si aquel detalle no
hubiese revelado ya su identidad, Leto la habría averiguado por el círculo
de escamas negras que rodeaba cada garganta.
Las demás muchachas sacrificadas, todas muertas.
Se había preparado para ese momento desde el instante en que había
visto sus respectivos rostros por primera vez, temblando en la hilera de la
playa de los sacrificios. Sabía que iban a morir, pero su propio despertar
había sembrado en su interior la menor de las esperanzas, cuya semilla en
ese momento se marchitó hasta desaparecer.
—Leto. —Apenas era consciente de que Melanto estaba a su lado,
llamándola. La agarró de la muñeca y apretó—. Leto.
—Están muertas. —Leto fue incapaz de decir nada más.
Melanto dejó de apretar con tanta fuerza.
—Sí —se limitó a decir.
Leto sabía qué les sucedía a los cuerpos abandonados a la intemperie; la
forma en que se arrugaba la piel y se retorcían las extremidades. Debía de
haber transcurrido apenas un día desde su muerte, pero ¿cómo podía haber
cambiado todo tanto en un día?
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —susurró.
—Ha pasado… Ha pasado bastante tiempo. Estamos casi en otoño.
—¿Otoño? —Había transcurrido medio año como si nada. No era
posible. Leto negó con la cabeza con seguridad—. Pero están… perfectas.
¿Cómo es posible…?
—Están muertas; te lo aseguro. Imagino que la magia de Poseidón las
conserva. A veces el mar devuelve a una muchacha, pero la mayoría de los
años… —Melanto hizo una pausa, con la voz engolada— no. Nunca ha
habido más de una en un año.
Leto se dio la vuelta.
—¿No es la primera vez que ocurre? —De nuevo surgió en ella una
absurda esperanza. Seguía sin saber si creerse la historia de la muerte de su
madre; que la habían elegido y ahorcado como a todas las demás. Era
demasiado conveniente que Poseidón hubiese sentenciado a muerte a la
rebelde sibila real. Pero, de ser verdad, su madre podría estar allí.
—Ha ocurrido once veces antes de ti —dijo Melanto—. Tú eres la
duodécima.
Leto miró a su alrededor, presa de una absurda expectativa.
—¿Dónde están?
—Se fueron —dijo Melanto.
—¿Se fueron? ¿Todas? —La esperanza desapareció tan pronto como
había venido. Aunque su madre hubiese llegado a aquel lugar, aunque
hubiese sobrevivido, se habría marchado igual. ¿De qué valía conocer la
verdad sobre su desaparición si el relato siempre acababa con su muerte?
—Lo siento —dijo Melanto—, pero tienes que entender que llevábamos
décadas sin ninguna transformación. La tarea a la que dedicamos nuestra
vida no es fácil. Las muchachas transformadas… —Dejó la frase sin
terminar. Cuando la retomó, hablaba con una voz más suave—. No solemos
vivir mucho.
Leto la miró fijamente. ¿Su tarea? Era demasiada información.
—¿Cómo ha sucedido? —dijo al fin—. Los sacrificios, la… ¿cómo la
llamas? ¿La transformación? Y tú… No entiendo nada.
—Empecemos por el principio —dijo Melanto. Mientras hablaba, tomó
un mechón de cabello dorado entre los dedos y lo retorció. Tenía la mirada
fija en la arena; el intenso color de sus ojos se escondía detrás de unas
largas pestañas curvadas—. Supongo que todo empezó con una reina. Se
llamaba Penélope, esposa de Odiseo, y tenía doce criadas.
7. MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS
MELANTO
−A todasEraseunalas historia
escogió una por una, de niñas —dijo Melanto.
que había contado numerosas veces, practicando,
modificando y puliendo las asperezas hasta que las palabras le salieron con
fluidez entre los labios.
Se había negado a seguir hablando hasta que hubieran abandonado la
playa, así que condujo a Leto a una de las cuevas que daban a la orilla,
donde se hallaban entonces sentadas una al lado de la otra delante de una
hoguera. Melanto observó con detenimiento a Leto: la tensión en sus
hombros y los nudos de los dedos.
Las jóvenes no siempre reaccionaban bien: Talía, atrevida, valiente y
hermosa, se había abalanzado sobre Melanto y había tratado de
estrangularla; Sofía se había pasado horas llorándole al cielo. Pero esta
tenía que reaccionar bien, pues de ello dependía el futuro de Ítaca.
Y también el de Melanto, aunque no se permitiese pensar en el tema.
Llevaba demasiado tiempo sola, y sola volvería a quedarse si Leto
fracasaba en su misión, abandonada de nuevo a su deambular y a su
desesperanzado y apesadumbrado llanto. La dejaría arrodillada en el lugar
en el que había enterrado a Talía, contando el transcurrir de los siglos.
Pero no era el momento de pensar en su propia suerte. Devolvió la
atención a la muchacha que estaba sentada a su lado.
Leto acercó las manos al calor de la hoguera. Había afirmado, mientras
Melanto la arrastraba hacia la cueva, que primero debían enterrar a las
jóvenes muertas, pero Melanto lo desestimó con facilidad. Allí las
muchachas no iban a descomponerse. Nunca se descomponían. En los años
anteriores, Melanto las había dejado días enteros en la playa, incluso
semanas, incapaz de enfrentarse a sus rostros grises e inertes. Cuando al fin
regresaba junto a ellas, siempre seguían tal y como las había dejado.
Quizá las parcelas de su cementerio improvisado no estuviesen llenas de
huesos descoloridos, sino de filas y filas de cadáveres intactos, por los que
no había pasado el tiempo, tan perfectos que podrían haber estado
durmiendo de no haber sido por tan inmóvil sueño.
Leto se aclaró la garganta.
Melanto levantó la cabeza para mirar a Leto a los ojos, dejando de
pensar en las muchachas que yacían muertas en la playa. Las enterraría por
la mañana; por el momento, su prioridad era la joven viva que estaba
sentada a su lado, de rizos de color castaño oscuro sobre los hombros y ojos
como nubes de tormenta.
—Perdona —se apresuró a decir—. ¿Por dónde iba?
—Escogidas una por una —dijo Leto.
—Sí, es verdad. La reina quería a las más hermosas, las más listas y las
más rollizas —dijo Melanto—. Sus respectivas madres, esclavas, criadas o
prostitutas, las vendieron a cambio de una moneda de oro cada una y nunca
más las volvieron a ver.
Hablaba en tercera persona. Qué fácil era mentir, acercarse tanto a la
verdad como para hacerla creíble, pero alejarse lo suficiente como para que
Leto no la mirase como la habían mirado las primeras muchachas antes de
marcharse de Pandú para no regresar. Sin embargo, no podía mirar a Leto a
los ojos mientras le mentía, así que clavó la vista en el fuego antes de
continuar.
—El rey llevaba años ausente, obligado a luchar por un juramento que
había hecho de joven. Muchos lo creían muerto (en realidad, muchos lo
habrían deseado) y acudían a la reina para pedir su mano. Pero ella los
rechazaba, afirmando que no se casaría hasta que terminase de tejer un
sudario para su suegro moribundo, así que, en su lugar, dirigieron su
atención a sus criadas. Pero no era precisamente la mano de las criadas lo
que buscaban.
A Leto se le torció el gesto de repulsa, reflejando a la perfección el
sentimiento que había surgido en el pecho de Melanto. Aún recordaba la
mirada lasciva de Eurímaco mientras la empujaba a oscuros rincones, la
forma en que Antínoo había vuelto la cabeza al oír sus pasos en el pasillo, la
manera en que le había sonreído antes de volver con la criada a la que había
inmovilizado contra la pared, con la falda a la altura de la cintura y el rostro
surcado por las lágrimas.
A Melanto le supo la boca a bilis, acre y repugnante.
—Claro está, el rey terminó regresando y mató a los pretendientes. —No
se anduvo con rodeos. De no ser así, no podría terminar el relato—. Nunca
habrían tenido la menor oportunidad de casarse con su viuda, que era muy
devota. Todas las noches, ordenaba a las criadas que descosiesen el sudario.
Pero el rey no soportaba que semejantes hombres hubieran vivido en su
palacio y pisado sus suelos, así que ordenó a su hijo que matase a las
criadas a las que los pretendientes habían violado. Estaban mancilladas,
sucias, eran indignas de seguir con vida. Propuso la espada, pero su hijo
escogió la horca. Las colgó a todas del techo cual aves de caza y luego
ordenó a sus hombres que arrojasen los cadáveres al mar. —Entonces
sonrió y levantó la vista. La luz jugueteaba en el rostro de Leto, que brillaba
como la luna en una noche despejada—. Error, pues Poseidón es el señor
del mar.
Leto se inclinó hacia delante.
—¿Objetó a sus absurdos asesinatos?
Melanto no pudo contener la risa que le bullía en el pecho.
—Ojalá. Le guardaba rencor al rey por un desaire anterior; nada más.
Pero aprovechó la oportunidad, y así nació la maldición de Ítaca. Y, en
consecuencia, han muerto miles de muchachas. —Qué fácil era echarle la
culpa a otro. La maldición de Poseidón. Solo de Poseidón.
—No puede acabar así —dijo Leto. Procedente de las lejanas sombras de
la cueva, Melanto oyó un raudo sonido, como de pasos. Otra vez ratas. Eran
una plaga constante. Leto frunció el ceño—. Si tanto decía preocuparse por
las vida inocentes, ¿por qué Poseidón exigió más muerte?
—Los dioses viven del terror de los mortales —dijo Melanto—. Donde
no hay miedo, no hay oraciones. Pero tienes razón: no acaba así. Poseidón
pretendía que el pueblo de Ítaca se rebelase contra su rey. Cada año se
mataría a doce mujeres, y el propio rey sería quien ordenase su sacrificio, o
subiría el nivel del mar hasta hundir la isla. Solo hay una forma de ponerle
fin.
Levantó la vista y la clavó en los ojos de Leto, rezando porque estuviese
tranquila y lo comprendiese.
—Tenemos que matar al príncipe de Ítaca.
8. APRESURARME
MATÍAS
C uando el padre de Matías aún vivía, desaparecía con frecuencia. Y,
cuando lo hacía, él siempre sabía dónde encontrarlo.
Tras la muerte de su padre (de una cruel enfermedad de los
pulmones, que lo había comido por dentro hasta que acabó escupiendo
sangre en cada exhalación), se había cerrado la biblioteca. Por lo que le
pareció la centésima vez, Matías se situó delante de las puertas y examinó
los gruesos cerrojos de hierro y los candados oxidados que las cerraban.
Habían sido órdenes de su madre, evidentemente. A ella nunca le había
gustado aquel lugar: no soportaba el frío perpetuo ni el olor a pergamino ni
la creciente humedad constante que deslustraba la plata y dejaba un ligero
olor a almizcle en la ropa nueva.
Matías pasó la mano por encima de la madera de las puertas, veteada y
deformada por la edad, y, a continuación, se marchó.
Se avergonzaba de no haber tratado de buscar otra forma de acceder a la
biblioteca después de su clausura. Quizá su actitud estuviese justificada; no
había deseado enfadar a la reina con un acto premeditado como aquel. Lo
que hacía sin querer ya la enfurecía lo suficiente. Su ira se alternaba con un
afecto empalagoso, casi asfixiante, que igualmente le desconcertaba.
Volvió a examinar el diario de Selene, deteniéndose en medio del pasillo.
En los meses posteriores a su descubrimiento, había aprovechado cada rato
libre para estudiar minuciosamente sus páginas. Sin embargo, esos
momentos eran escasos e infrecuentes, y la mayoría de las notas estaban
dispersas y eran casi indescifrables, y por eso le había llevado tanto tiempo
(toda la primavera y la mayor parte del árido verano) encontrar una forma
de entrar en la biblioteca que no implicase forzar las puertas. A pesar de sus
esfuerzos por evitarla, estaba seguro de que su madre se había percatado de
que merodeaba por el palacio, como también se percataría de algo así.
Pero Selene siempre había sido más lista que él. En uno de los pasajes,
describía cómo había escuchado a escondidas una de las reuniones de su
padre en la biblioteca. Describía una entrada secreta, una puerta por la que
podía colarse sin que nadie la viera.
Me dificulta el aprendizaje. Está enfadado, imagino, porque es su hija mayor la que va a ocupar el trono
en vez de su hijo mayor. Quizá se olvide del motivo: de que, durante muchos años, cuando sus ancestros
no podían engendrar varones, fueron sus hijas quienes nos gobernaban. Creo que, si pudiera, lo
cambiaría, y por eso me prohíbe entrar. Pero no me importa; he descubierto cómo acceder.
Matías examinó la superficie lisa de la pared. Luego, muy lentamente,
pasó el pulgar por encima de una marca que había en el mármol, una
muesca en la piedra que para cualquier otro no habría sido más que un
defecto. Dio un paso atrás cuando el panel oculto se abrió con un
chasquido, y la luz de la antorcha iluminó la estancia escondida tras él.
***
En el interior de la biblioteca, las horas pasaron volando.
Debía de ser de nuevo por la mañana cuando Matías se despertó, con la
cara contra la madera del tablero de una mesa y un nudo en el estómago
causado por un hambre atroz. Por un instante, se le nubló la mente de
pánico. ¿Dónde estaba?
Casi se le había consumido la lámpara, que iluminaba un papiro
enrollado.
«Ah».
Parpadeó para retirarse de los ojos la niebla del sueño. Claro.
La biblioteca parecía extraña sin su padre en ella. No era el olor a moho
de los papiros que, colgados del techo, se pudrían poco a poco, ni el asiento
vacío del gran sillón de madera de su padre. Era la ausencia de vida. No
había migas de bizcocho enranciándose, olvidadas, en una mesa auxiliar. La
luz de la lámpara que tenía Matías a su lado no iluminaba copas de ouzo a
medio beber ni atravesaba las gruesas lentes de las gafas de su padre.
Siempre las usaba para marcar por dónde iba leyendo en los montones de
papiros, lo que había destrozado la montura. Eran pequeños detalles que
Matías nunca se había percatado que añoraría.
Ni siquiera los gatos, pequeñas y ágiles criaturas que se colaban en todas
partes, habían vuelto a visitar la biblioteca. ¿Para qué? Ya no había nadie
que les diese tajadas de carne a escondidas ni vertiese leche de cabra en
platillos para que se la bebiesen a lengüetazos.
Matías estiró los músculos doloridos y se inclinó sobre la mesa de
madera, el brillo de cuyo barniz se escondía bajo una buena capa de polvo.
Tomó el primer papiro del tambaleante montón que había reunido. Dioses,
había cientos.
Había empezado examinando las etiquetas y recopilando todas las
referencias a maldiciones, ahorcamientos y Poseidón, pero estaba
empezando a arrepentirse. Había vaciado media biblioteca y hasta entonces
no se le había ocurrido que tenía que leer todo aquello después.
Tiró del cordón de piel que ataba el manuscrito y lo abrió.
Pudo leer las primeras palabras («Se dice») antes de que el estúpido
objeto se le desintegrase en las manos. Se sacudió los fragmentos de la
túnica mientras maldecía.
Sabía que la biblioteca se estaba deteriorando (su madre le había
prohibido expresamente que derrochase el preciado oro en su
mantenimiento), pero hasta entonces no se había percatado de cuán terrible
era su estado. Le sería imposible encontrar nada sobre la maldición así;
todos los manuscritos de más de unas pocas décadas de antigüedad o se los
habían comido las polillas o estaban podridos o los ratones los habían
triturado en amarillentos pedazos para construirse una guarida.
Cabía reconocer que el siguiente manuscrito que desenrolló al menos
aguantó de una sola pieza. Pero su contenido, que su padre había etiquetado
simplemente como «para colgar», era una lista de tejedoras de tapices
ordenadas alfabéticamente. El tercero, «la maldición de Amatunte», era un
obsceno fragmento que sonrojó a Matías. El cuarto, que había seleccionado
solamente porque, comparado con el resto, se veía en muy buen estado, era
más que pornográfico. Lo arrojó al montón de los rechazados y hundió la
cabeza en las manos.
Era imposible. Tardaría años en leerlo todo y, con cada primavera que
quedase atrás, volvería a mancharse las manos con la sangre de otras doce
jóvenes. Ojeó desanimado el sillón de su padre. Si el rey estuviera presente,
sabría dónde se encontraban los manuscritos que buscaba Matías. Quizá
incluso los hubiese leído.
Pero el rey no estaba allí. Estaba muerto, como su hija mayor, y lo único
que había dejado tras de sí era una biblioteca podrida y un heredero inútil.
Matías respiró hondo. Su padre no estaba presente para decepcionarse;
quedarse sentado suspirando no le haría ningún bien. Tomó otro rollo de
papiro más, esta vez sin etiquetar, pero Matías lo había reconocido nada
más verlo. Era uno en el que su padre solía sumirse y que siempre guardaba
cuando su hijo miraba. Matías lo desplegó.
Estaba cubierto de fragmentos de pergamino quemados.
Matías contuvo una blasfemia. Las palabras que tiempo atrás hubieron
danzado sobre el papel estaban emborronadas de ceniza, completamente
ininteligibles. Fuera lo que fuera lo que su padre había estudiado
minuciosamente y que con celo le había ocultado a Matías, había
desaparecido. En un ataque de furia que habría hecho reír a Selene (las
pataletas de Matías siempre le habían resultado muy entretenidas), arrojó
las piezas a la chimenea, sin fuego ni leña, y contempló con el ceño
fruncido el hogar ceniciento.
Cuando se apartó, un fragmento de papel, de borde quemado y
ennegrecido, cayó revoloteando sobre las sucias losas. Matías lo habría
arrojado a la chimenea con las demás cenizas de no haber sido por el
nombre, escrito en tinta con una elegante letra, que encabezaba el pedazo de
papel.
Su nombre.
Se lo acercó a la cara y leyó: «La profecía de la sibila real sobre el
nacimiento de su alteza el príncipe Matías». El resto del texto estaba
quemado, salvo por una única palabra.
«Muerte».
Matías lo leyó detenidamente una vez más, y otra.
Se puso en pie y se marchó de la biblioteca dando largas zancadas, sin
mirar atrás.
***
Matías se había pasado la vida entera sin alejarse más de unos pocos
kilómetros del palacio, con la excepción de unos cuantos viajes esporádicos
para visitar a los nobles del norte del reino y de los momentos de paz en los
que a su madre le dolía la cabeza y Matías podía subir a caballo a lo alto del
acantilado y fingir que no tendría que volver.
Por desgracia, aquel día a su madre no le dolía la cabeza.
Matías ni siquiera había llegado a las puertas que conducían a los
establos, con las botas de montar en la mano, cuando Alexios lo abordó con
un recado de su madre, que lo convocaba.
—Anoche no estabas en tus aposentos —dijo el guardia después de
haber entregado el mensaje de la reina. Tenían una reunión con sus
consejeros: una emergencia—. ¿Dónde estabas?
—De paseo. No podía dormir. —No había motivo por el que mentirle a
Alexios y, aun así, pronunció aquellas palabras con tanta facilidad como
habría hecho con la verdad. Puede que incluso con más. Dejó caer las botas
de montar al suelo y frunció el ceño.
No sabía por qué la interrupción le había irritado tanto. Al fin y al cabo,
esperaba la convocatoria de la reina. En la última semana, los piratas del
estrecho Jónico habían asaltado tres navíos cargados de sedas y cuero, que
Ítaca había pagado con el oro que apenas tenía. Había que hacer algo.
Aun así, Matías dejó a regañadientes que Alexios lo condujera de
regreso al palacio, mirando desanimado por el rabillo del ojo las puertas que
desaparecieron al doblar la primera esquina. La reina no lo dejaría libre
hasta el atardecer, cuando ya sería tarde para subir a los montes y volver a
una hora razonable. El templo de Apolo que en ellos se hallaba
(desmoronado, casi abandonado) había sido otrora la guarida de la última
sibila real de Ítaca, donde había lanzado todas sus profecías, incluida sin
duda la que había hecho cuando nació Matías: la profecía que había ardido
hasta que solo restó de ella la palabra muerte.
Su madre lo saludó con un gesto cuando entró en la sala de reuniones.
—Toma —dijo con urgencia, blandiéndole en la cara un manuscrito—.
Aquí está todo lo que hemos perdido, Matías. Vas a tener que enviar a
algunos de tus guardias para que se encarguen de los piratas.
«¿Qué guardias, madre?». El ejército de Ítaca apenas contaba entonces
con cien hombres. En las ocasiones en que necesitaban más (los sacrificios
y el festival previo al equinoccio, que cada año era más caro), tenían que
contratar a los hijos de agricultores y herreros y poner una espada en unas
manos que apenas sabían blandir nada más que martillos u horquetas
abolladas. Matías suspiró:
—Veré qué puedo hacer.
La reina sonrió mientras escudriñaba el rostro de su hijo.
—Que así sea. No nos lo podemos permitir, Matías; ya lo sabes.
Contuvo la réplica que tenía en la punta de la lengua. Quizá sus padres
hubiesen derrochado el oro, pero los problemas más graves de Ítaca no
comenzaron hasta la muerte de su padre; hasta que Matías hubo tomado la
decisión más imprudente de su vida.
Piel tostada, cálida y suave; ojos negros, y una diadema de oro en la
frente. Selene había sido la perfecta heredera y habría sido la perfecta reina.
Matías bajó la cabeza.
—Sí, madre.
—La princesa esa debe de estar a punto de llegar —dijo. Así era como
siempre se refería a la prometida ateniense de Matías: con mordaz
indiferencia—. Antes de primavera. Tengo su palabra. Sé que insistes en
mantener este absurdo compromiso, pero ya sabes lo que…
—Sí, lo sé —dijo Matías. No se aferraba a sus desposorios por honor.
No tenía aliados verdaderos en la corte de su madre; sus hermanas se habían
marchado, Olimpia bebía de cada palabra de la reina y los demás lo trataban
con una especie de veneración desesperada. Tener pareja, alguien que lo
tratase como a un igual y que no le pidiese más de lo que podía dar, era casi
mucho pedir, pero Matías lo anhelaba igualmente.
Su madre lo contemplaba con obvio desagrado.
—En fin, ¿cómo pretendes impresionarla si hemos perdido toda nuestra
riqueza en el mar? ¿Cómo esperas colmarla de regalos? ¿Cómo pretendes
alimentar a la familia que sin duda traerá consigo? Criatura malcriada...
La última frase la masculló en voz muy baja, pero precisamente por eso
supo que se refería a la princesa y no a él. Si hubiese deseado insultarlo, lo
habría dicho en voz alta, a la cara, sin el menor escrúpulo. «A los reyes —
diría—, no se los puede abatir solo con palabras».
—Sí, madre —repitió Matías.
Las profecías de la última sibila real de Ítaca tendrían que esperar.
9. COMO EL ANOCHECER
LETO
−T enemos que matar al príncipe de Ítaca.
Leto miró atónita a Melanto.
—¿Qué? —Estaba segura de que había oído mal, porque las jóvenes
hermosas de piel como la miel y ojos como los árboles no sonreían así al
proponer un asesinato.
¡Caray! Leto frunció el ceño y notó el crujido de la sal en las mejillas.
Ninguna joven, fuera cual fuera su aspecto, propondría algo así.
Al menos no lo proponían en los mitos y en las leyendas con los que
había crecido. Bueno, tampoco es que hicieran mucho aparte de tejer. Como
la tocaya de Leto, daban a luz a los hijos de los dioses si tenían mala suerte
o lanzaban hechizos de transformación si eran infinitamente malvadas. Se
botaban mil barcos por ellas, pero nunca eran ellas las que los botaban.
Leto siempre había querido más y siempre había rezado por ello. Aquel,
imaginó, era el castigo por su soberbia.
Pero Melanto la contemplaba con un recelo silencioso y, cuando
hablaba, su voz era tranquila y serena.
—Es lo que pidió Poseidón; la recompensa que exige. El príncipe, su
vida, es lo único que vincula la maldición a tu reino, y su muerte liberará a
Ítaca; te liberaría a ti. Te prometo que es la única manera.
Leto abrió la boca para protestar. La muerte de un príncipe. Era un acto
nefasto e impío que plantearse y, aun así… Recordó su rostro hermoso y
cobarde, de pómulos marcados, unos perfectos labios carnosos y ojos
negros que se había apresurado a apartar en cuanto hubo desaparecido el
suelo bajo los pies de Leto. Las palabras vacías que había pronunciado,
mirándola directamente. Como si le importasen los dioses, su crueldad y sus
maldiciones. Como si le importase ella.
La voz de su conciencia suspiró, como el jadeo de una pluma atrapada
en el viento, y dijo: «¿Tan malo sería matarlo?».
Leto le hizo caso omiso.
—No puedo matar a nadie —dijo. Fingió no percatarse del temblor de
duda que oyó en su propia voz, y cuadró los pies en la fina capa de arena
que cubría el suelo de la cueva. No estaba segura de si mentía o no, de si su
protesta se cimentaba en la verdad o en una especie de obligación. Se
suponía que una debía oponerse al asesinato.
Continuó:
—Se lo estás pidiendo a quien no debes. Apenas puedo matar a una
paloma sin palidecer, y eso que es algo que hago a diario. —Sus palabras
eran ciertas, de algún modo. No era el propio acto de matar lo que le
causaba repulsa, pues era rápido e incluso indoloro. Era el pensar que la
muerte era lo que requería Apolo (si de verdad era el dios del sol quien le
ofrecía las penosas visiones, y no otro dios que se apiadaba de una niña
abandonada) para reconocerla, para recompensarla respondiendo a sus
preguntas y revelándole breves destellos del futuro.
A Melanto se le torció el gesto. Leto pensaba que discutiría, que
emprendería un apasionado discurso sobre el destino y el bien común, pero
apenas levantó una ceja dorada y se sacudió el pelo sobre el pecoso
hombro.
—¿A diario? ¿Qué tienes en contra de las palomas?
Leto se rio, para su propia sorpresa.
—Leo las entrañas. No es… una ciencia exacta, pero los clientes pagan
el doble porque creen en su autenticidad.
Melanto esbozó una sonrisa burlona.
—Algún día tienes que hacerme una lectura, aunque seas una charlatana
confesa.
—No —protestó Leto—. Mi madre… —Se interrumpió al pensar en
ella. Qué poco había tardado el asunto del príncipe en alejarse a la periferia
de su mente y, con él, la cuestión de su madre. No la encontraría allí, y
había sido una estupidez pensar que lo haría. Pero ya tenía un nuevo motivo
para averiguar cómo había muerto y quién la había matado, tanto si había
sido Poseidón como la familia para la que había trabajado; la familia que la
había expulsado sin una sola moneda de plata en cuanto había dejado de
serles útil como sibila: la familia del príncipe.
»Melanto —dijo con cautela—, ¿las recuerdas?
Si a Melanto le alarmó el repentino giro de la conversación, no lo
demostró.
—¿A quiénes?
—A las muchachas muertas.
Melanto ladeó la cabeza cual pájaro.
—Tienes que ser más concreta. Esta isla ha sido testigo de muchas
muertes. —Una pausa, un abrir y cerrar de ojos que podría haber
significado cualquier cosa si Leto no hubiera estado observando a Melanto
con la suficiente atención como para verla alzar brevemente la mirada hacia
la luz, entornando unos ojos que brillaban algo más que antes—. También
yo.
—Una mujer —espetó Leto antes de poder convencerse de no decir
nada. Seguía sin saber qué creía exactamente y si sus sospechas no eran
más que la fantasía de esa niña que se quedó repentinamente huérfana de
madre—. Hace siete años. Tendría treinta o treinta y uno.
Melanto frunció el ceño.
—No suelen ser tan mayores, pero imagino que no es imposible.
—Exacto. —Lo bastante joven como para que la mentira fuese
verosímil; como para que, tarde o temprano, el pueblo de Vathí creyese que
la muerte de la última sibila real de Ítaca no fue un ataque deliberado, sino
el destino. Leto odiaba esa maldita palabra.
—¿Algo más? ¿Color de pelo? ¿De ojos? —Melanto fruncía cada vez
más el ceño—. ¿Qué edad tenías tú, por cierto?
—Diez años —dijo Leto—. E imagino que se parecería un poco a mí,
teniendo en cuenta que era mi madre. —No pudo aguantarle la mirada a
Melanto. Se obligó a fijar la vista en la luz que penetraba por la entrada de
la cueva, tal y como había hecho Melanto hacía apenas un instante.
—Ah —dijo Melanto en voz baja—. No son muchos datos. No tengo tan
buena memoria.
—Tenía una marca de nacimiento —dijo Leto. Era una pincelada
marrón, una media luna que le enmarcaba el rostro desde el rabillo del ojo
hasta la comisura de los labios. El padre de Leto decía que era la luna
creciente, pero su madre decía que era el último fragmento del sol antes de
que el eclipse lo borrara del cielo.
«Los eclipses de sol —le susurraba a Leto al oído mientras le cogía la
mano— son profecías. Se comenta que predicen la muerte de un rey».
—¿Una marca de nacimiento?
La voz de Melanto sacó a Leto de sus recuerdos. Le escocían las manos;
sin querer, había apretado los puños. Entonces los relajó, y las uñas mal
cortadas dejaron unas austeras medias lunas blancas en la piel.
—En la cara —dijo Leto—. Así. —Se dibujó la forma en la mejilla.
Melanto negó con la cabeza.
—No me acuerdo de todas las caras —dijo—. Creo que de ese detalle sí
que me habría acordado, pero no puedo estar segura. Han sido muchas.
A Leto se le quedó mal sabor de boca. Ojalá pudiera averiguar la verdad.
Ojalá pudiera ver.
Lo había intentado, evidentemente. Había acumulado todo tipo de bienes
a su alcance (pan, carne, vino, ropa y toda clase de baratijas que pudieran
solicitarle los dioses) y les había prendido fuego. Había cerrado los ojos,
apretando los párpados para impedir que les entrase humo; había suplicado
a Apolo y, a continuación, a todos los demás dioses, uno por uno, para que
le mostrasen algo, lo que fuera. Pero los dioses no respondieron.
Hubo momentos en los que podría jurar haber percibido algo (una
melodía cantarina, el chirrido de una puerta, la caricia de una mano en la
mejilla), pero la sensación desapareció al instante y Leto volvió a quedarse
sola, gritando de frustración, preguntándose si había sido el susurro de los
dioses en su oído o un eco de sus propios recuerdos crueles.
—¿Leto?
La voz de Melanto la sacó de sus pensamientos. El dolor debía de
reflejarse claramente en la cara de Leto; porque la otra chica alargó la mano
hacia ella, con el ceño fruncido.
—Leto, ¿estás…?
—Quieta —la interrumpió. Si tenía que responder a la más inofensiva de
las preguntas («¿estás bien?»), sabía que rompería a llorar de forma
lastimosa. Y Leto no se permitía llorar, al menos no por su madre fallecida.
Ya no. Se irguió repentinamente y miró a Melanto a los ojos—. Me estabas
contando una historia, ¿verdad? ¿Poseidón pidió un príncipe?
No importaba cómo había muerto su madre. Si la familia real la había
matado, como siempre había sospechado su padre, ellos eran los
responsables. Y si había muerto por orden de Poseidón, si Melanto decía la
verdad, la maldición continuaba porque el príncipe estaba vivo, por lo que
la culpa seguía siendo suya de todos modos.
Quizá, a fin de cuentas, los dioses no estuvieran castigándola, sino
recompensándola, concediéndole la venganza que deseaba de corazón.
Para su alivio, Melanto no insistió al respecto.
—Ojalá. A cambio de las doce criadas, pues Poseidón juró que eran
fieles siervas suyas, quiso a doce del linaje del rey que las había condenado.
Doce hombres, pues el rey nunca había valorado mucho a las mujeres.
Leto palideció.
—¿Doce? —logró articular. Solo se había preparado mentalmente para
uno, al menos para desearlo. Ojo por ojo. Pero ¿doce?—. Pero si has
dicho…
—Once ya están muertos —dijo Melanto con rotundidad—. Un par de
siglos de insensateces y mala suerte. —Miraba fijamente a Leto mientras
hablaba, como si esperase que se marchase horrorizada—. Así que queda
uno.
Había algo nefasto y tácito escrito en su mirada. Leto había visto esos
ojos antes, en un soldado que había acudido a ella a suplicarle ayuda. Los
dioses lo habían abandonado, decía; ¿podía Leto ponerse en contacto con
ellos?
Pero no pudo.
—Los has matado —dijo Leto en voz baja.
—Los hemos matado. No lo niego; por algo estoy viva —dijo Melanto
—, igual que tú. Imagino que deberíamos dar las gracias de que nos
condenasen a la horca en vez de a la guillotina. A Poseidón no le habría sido
fácil restaurar cadáveres decapitados, pero las muchachas estranguladas se
parecen mucho a las ahogadas, así que nos devolvió la vida con la misma
facilidad con la que tú y yo apagaríamos una vela. No envejecemos, no
enfermamos ni pasamos hambre. —Hizo una pausa, como si acabase de
ocurrírsele una idea—. Pero podemos morir. —Sus palabras pesaban, llenas
a la vez de amor y furia: furia y una tristeza cautelosa y silenciosa que
insinuaba que había cosas que era mejor dejar enterradas.
Así que allí las dejó Leto.
—Será fácil —dijo—. Una cuchilla en la garganta o una gota de veneno
en el vino. —Se lo merecía. Se lo merecía. Había convertido su odio en
afilada crueldad, en algo letal.
¿Después de lo que le había hecho su familia? ¿Cómo no iba a vengarse?
Se alisó la falda, cuya tela estaba rígida por la sal y crujía como el papiro
bajo las yemas de sus dedos.
—Quizá —dijo Melanto—. Quizá sea fácil. Pero tengo que advertirte de
una cosa: su muerte es un regalo para Poseidón, así que ha de morir en el
mar y a manos de uno de los elegidos por Poseidón. Si no fuera así,
habríamos sobornado a los marineros del puerto para que lo intentasen.
Pero si ya es difícil que un plebeyo entre en el palacio, salir de él con un
príncipe debajo de la capa es mil veces más complicado. Además —arqueó
una ceja dorada—, su fallecimiento ha de tener lugar durante un periodo
determinado: entre el momento en que se señala a las primeras muchachas y
la puesta de sol del equinoccio de primavera, el día de las ejecuciones.
Leto frunció el ceño.
—Pero… eso no suelen ser más de dos semanas. ¿Cómo sé cuándo se
señalará a las primeras muchachas? No se hace en ningún momento
concreto.
Melanto se encogió de hombros.
—A Poseidón siempre le ha gustado el dramatismo. Quizá goce de la
incertidumbre. O a lo mejor pensaba que el pueblo se levantaría para salvar
a los suyos cuando supieran exactamente lo que podían perder. Pero, claro
está, eso nunca sucedió. —Le dirigió a Leto una rauda sonrisa amarga.
—A lo mejor no lo sabían —dijo Leto—. O no se lo creyeron. —Ni
siquiera ella estaba segura de creérselo, y eso que tenía la prueba sentada
ante ella, mirándola con unos ojos verde hierba y rubor dorado en las
mejillas—. Entonces —continuó—, ¿cómo lo hacemos?
—Ah —dijo Melanto. Algo cambió en sus rasgos; apartó la vista de Leto
y la fijó en la pared más lejana—. Esa es otra. Llevo aquí demasiado
tiempo, más del que debería. Ahora estoy tan ligada a Pandú como Pandú a
mí.
»Me temo que habrás de enfrentarte a esta tarea tú sola.
10. EL ALIENTO DEL VIENTO
LETO
E n el cielo de Pandú brillaba el sol de media mañana, que prendía fuego
a la arena con su luz y su calor.
Melanto se había despertado temprano para enterrar a las
muchachas muertas, así que, cuando Leto volvió a la orilla, no vio más que
kilómetros de arena blanca y fragmentos de conchas.
Conchas y a Melanto a su lado, mientras se adentraban juntas en el mar.
Melanto le pidió paciencia, que se concediese tiempo para
acostumbrarse. No podían matar al príncipe hasta que se hubiese señalado a
las primeras muchachas (hasta los últimos nefastos días del invierno), así
que no le vendría mal esperar. Pero Leto le sonrió, la tomó de las manos y
dijo:
—Esto es lo que llevaba tanto tiempo esperando.
La transformación comenzó en cuanto los dedos de sus pies rozaron la
espuma del mar: una extraña comezón que le ascendía envolviéndole las
piernas hasta los muslos.
—¿Una se acaba acostumbrando? —dijo entre los inevitables
escalofríos.
—Sí —respondió Melanto. Se volvió y le dirigió a Leto una amplia
sonrisa pícara que debería haberle servido de advertencia—. Pero es más
fácil hacerlo de golpe. Lanzarse.
Había algo mortal en los ojos de Melanto, algo que se agudizaba a
medida que se extendía el negro de sus pupilas para tragarse los iris y el
blanco. Tendría que haberla convertido en algo monstruoso, pero no era así.
Leto frunció el ceño.
—¿Por qué me miras a…?
Melanto atacó rauda como una víbora. El mar se agitó bajo los pies de
Leto, con una ola que surgió de los bajíos; se la arrebató a Melanto y la
lanzó por los aires. Le dio tiempo a tomar aire antes de volver a caer al
agua.
La sensación que envolvía su cuerpo podría haberse confundido
fácilmente con el frío. La diferencia fue sutil al principio, y, luego, tan
evidente que le costaba creérsela. En lugar de ralentizarse, el corazón de
Leto empezó a latir más deprisa. En vez de agarrotarse, sus extremidades se
llenaron de energía. Nunca se había sentido tan viva. Por asombroso que
pareciese, era diferente a cualquier otra experiencia que hubiera vivido en el
mar. No le ardían los pulmones por la falta de aire, y tardó un tiempo en
darse cuenta de que no lo necesitaba. Cuando abrió los ojos, se percató de
que podía verlo todo: distinguía cada hilo de deslumbrante luz en el agua,
cada cambio en la corriente.
Y allí estaba Melanto, de piel gris, ojos negros y cabello cual remolino
de tinta en torno al rostro. Sonreía, con los dientes afilados y brillantes. Los
rayos del sol de los últimos días de verano atravesaban, resplandecientes, la
superficie; quedaban meses para el equinoccio. Meses para pensarlo todo,
para planificar la muerte de un muchacho de ojos negros y corona de oro.
Leto le devolvió la sonrisa.
***
Los días se desvanecieron en la espuma de mar. Tal vez la ilusión que se
cernía sobre la isla afectase incluso al interminable ciclo del sol y la luna,
incluso al tiempo mismo. O quizá fuera Leto la que había cambiado.
Todas las mañanas se despertaba temprano y se pasaba el día en el mar
con Melanto. Antes de que terminara el invierno, antes de que el equinoccio
marcara el comienzo de una nueva estación y el final de doce vidas
inocentes, Leto tendría que atravesar a nado la barrera invisible que
separaba Pandú del resto del mundo y partir hacia el palacio de Ítaca para
matar al príncipe. Hasta entonces, tenía mucho que aprender: cómo dirigir
sus movimientos en el agua, cómo lanzar y dirigir su magia a kilómetros de
distancia y entender las mareas y los cambios en las corrientes causados por
los barcos mercantes cuando cruzaban de Sami a Vathí y de regreso.
También había varias cuestiones prácticas: cómo secar el agua de la piel y
la ropa (cosa que aún no había logrado) y cómo llevarla consigo a donde
fuera y darle forma. Cómo no perder la agudeza de su vista ni la rapidez
mental. Melanto le hizo poner a prueba los límites de sus dones una y otra
vez, para que averiguara hasta dónde podía alejarse del mar antes de que la
abandonara su poder. Leto aprendió a mantenerlo cada vez desde más lejos.
Cuando finalmente partiera hacia Ítaca, debía poder controlarlo a la
perfección.
—No se te da muy bien —dijo Melanto durante una de las lecciones.
El otoño las había pillado por sorpresa; las hojas que se adentraban en la
isla transportadas por la brisa marina pasaron del verde a un derroche de
rojo y dorado, aunque las que crecían en Pandú no cambiaban de color.
Melanto arrancó los pétalos de un narciso (como todo lo demás, las
florecillas amarillas de la isla parecían desafiar el paso del tiempo; crecían
por todas partes) mientras Leto fracasaba una vez más en su intento de
convertir el agua de mar en un pájaro.
Melanto agitó los brazos y envió una manada de caballos de agua a
galopar sobre el oleaje.
—No intentes esculpirlo. Solo tienes que decirle cómo son los pájaros.
—¿Y eso —preguntó Leto con los dientes apretados— cómo se hace?
—Por el amor de los dioses —dijo Melanto—. Fíjate en tu postura. —Se
acercó a Leto, tendiéndole la mano.
Leto no sabía lo que iba a suceder; tal vez que Melanto le recolocaría los
brazos o le enderezaría la espalda. Pero, en lugar de eso, se movió rauda
como un rayo hasta situarse detrás de Leto, se apretó contra ella y la agarró
de las muñecas. Leto se tensó por un momento, hasta que su cuerpo traidor
se relajó contra el de Melanto, imitando su forma. Luego se obligó a
exhalar.
Pasaba a menudo. Melanto le posaba la mano en el hombro o sus
respectivas caderas se rozaban al caminar, y a Leto le cantaba el alma. Sabía
que Melanto quizá fuera la clave de su futuro; que el legado de Leto
quedaría para siempre ligado a los susurros de una muchacha de pelo
dorado y pecas que cubrían cada centímetro de su piel morena.
Bueno, quizá no cada centímetro. Tampoco es que Leto lo hubiera
comprobado.
Se percató de que se estaba sonrojando y le ardían las mejillas.
Gracias a los dioses, Melanto no se había dado cuenta; estaba demasiado
absorta en la tarea que tenía entre manos.
—Se hace así —dijo. Su aliento le agitó los finos cabellos situados justo
encima de las orejas, mientras le movía las extremidades a la vez que las
suyas, guiándolas por el aire—. Dile al agua lo que quieres que haga.
Leto apenas prestaba atención a la tarea que tenía entre manos: notaba
tensos todos los músculos de su cuerpo. Su cerebro solo podía concentrarse
en el tacto de la piel de Melanto contra la suya. Sin mucho entusiasmo, lo
intentó. «Una alondra», le dijo al agua.
Por increíble que pareciese, funcionó. Las olas se agitaron y de la cresta
salió volando un pajarillo de plumas perfectamente formadas entre el oleaje.
Extendió las alas y rodeó a las dos muchachas, dando vertiginosas vueltas
por encima de ellas.
La risa de Melanto le resonaba en los oídos, y Leto estaba radiante,
asombrada por lo que había logrado. Nunca se había sentido tan realizada,
hasta que la criatura de espuma se desintegró sin previo aviso y cayó sobre
ellas, empapándolas.
—¡Maldición! —Donde la salpicó el agua surgieron escamas verdes y
negras en los brazos de Leto.
—Muchas gracias —dijo Melanto, con gesto contrariado de fingida
reprimenda. Se apartó un mechón de pelo mojado de la cara y se lo colocó
detrás de la oreja. Se le había caído de la mano el narciso, cuyos pétalos se
habían esparcido por la arena.
—Lo siento —dijo Leto.
—No hace falta que te disculpes —dijo Melanto. Sonreía, teñida de
esmeralda y oro bajo el sol—. No me molesta el agua. Vamos a volver a
intentarlo; esta vez, una bandada entera.
Entrelazó los dedos con los de Leto mientras el agua se acercaba a ellas.
En momentos así, era fácil olvidar por qué entrenaban. Era fácil
imaginar que se quedarían en Pandú y que solo vivirían momentos como
aquel, con pétalos de narciso a sus pies y el viento apartándoles el cabello
de la cara. Fingir que Leto no se marcharía dentro de poco y que Melanto
no se quedaría sola. Leto la miró de reojo. ¿Acaso si se rompía la maldición
se liberaría de las garras de Pandú?
Y, si así fuera, ¿querría pasar su vida en libertad con Leto?
Leto recibió con los brazos abiertos las olas cuando la golpearon. Extrajo
el poder del agua y sintió cómo se abría paso por sus venas. Todo aquello
no tardaría en acabar, como había de ser, con la muerte del príncipe. Haría
bien en recordarlo.
Leto cerró los ojos, levantó la mano que lo despojaría de vida y dejó que
Melanto le entrelazase los dedos.
***
Leto no tardó en encontrar su lugar favorito en toda Pandú. Estaba a algo
más de un kilómetro, si no dos, de la costa: un lugar donde, por fin, los
mares poco profundos iban a parar al extenso estrecho Jónico. De sus aguas
surgía una roca, como una atalaya perfecta desde la que contemplar las
turbulentas corrientes y observar los buques mercantes que transportaban
mercancías entre Ítaca y Cefalonia. Si Leto subía hasta la cima de la roca y
se situaba en su parte más saliente, sentía la energía de las fronteras de
Pandú; cuando posaba las palmas de las manos en ellas, notaba su
movimiento al ritmo de las olas.
A veces se sentía observada y se daba la vuelta, con los labios ya
esbozando una media sonrisa, con la esperanza de ver a Melanto saliendo
del agua. Pero no había nadie más en la roca y Melanto acababa emergiendo
tiempo después del mar, con el quitón empapado pegado al cuerpo y
alzando una red llena de peces.
Aquel día, sin embargo, no lo sintió. Leto entornó los ojos mirando al
sol, más allá de la frontera.
—¿Qué pasaría si la atravesara?
Melanto estaba algo alejada (siempre se negaba a acercarse al borde de
la roca y prefería tumbarse en la zona más llana, con el rostro mirando hacia
el sol) y ojeó a Leto con recelo antes de responder:
—Supongo que nada. Talía y, antes que ella, las demás, siempre
lograban volver.
Talía. Era la última muchacha que había devuelto el mar. Melanto apenas
la mencionaba.
Supuso que se debía a que Talía estaba muerta.
Leto no quería hablar de ella. Invocó una bola de agua en la mano y la
hizo estallar en mil gotas.
—¿Lo puedo intentar?
—¿Marcharte?
—Y volver. Forma parte del plan, ¿no?
El rostro de Melanto no reflejó expresión alguna.
—Sí, claro.
—Pues creo que es buen momento para empezar a trabajar en los
pequeños detalles.
—En realidad, aún no hemos acordado ningún detalle. Iba a esperar
hasta que fueras un poco más… —Melanto movió los brazos en un gesto
impreciso en su dirección— competente.
—Ya soy competente.
Melanto suspiró.
—Está bien. El plan.
Leto sonrió.
—El plan.
—El primer paso será entrar en el palacio. ¿Crees que vas a poder…?
—Será fácil. —Leto llevaba tiempo esperando ese momento, pensando
en ello una y otra vez las noches de insomnio. Así se distraía y evitaba
pensar en Melanto, que dormía en la cueva contigua, con apenas una pared
de piedra irregular como separación—. La hija del panadero trabaja en el
palacio. Madruga todos los días para calentar los hornos de la panadería; su
padre es un borracho, un inútil. No lleva el mismo quitón al palacio; será
porque no quiere que se le llene de harina. Puedo esperar a que se marche y
colarme.
—Robarle el quitón y colarte dentro del palacio disfrazada de criada. —
Melanto asintió en un gesto de aprobación—. ¿No crees que te
reconocerán?
—¿Tú qué crees? —Leto abrió los brazos y sonrió. Tenía la ropa
empapada, pegada a la piel. ¿Acaso se estaba imaginando la forma en que
Melanto se fijaba en sus muslos y en sus senos? Se deleitó en la
exuberancia de su cuerpo; gozaba entonces de una contundencia que nunca
antes había tenido.
Se produjo una larga pausa.
—No sé a qué te refieres —dijo Melanto. Se había sonrojado.
—¿De verdad crees que estoy igual que antes? ¿No me ves más
bronceada? ¿No crees que he engordado? —Leto se contoneó y miró
coqueta hacia atrás—. Hasta juraría que me han desaparecido las cicatrices.
—Todas menos la quemadura de la soga, que aún le marcaba la garganta,
pero prefería no pensar en ello.
Melanto se llevó la mano a la frente.
—Es normal. El agua no solo nos cura las heridas nuevas, sino también
las viejas. Aunque si es una cicatriz muy grande… —Se aclaró la garganta.
En su rostro se reflejó la más diminuta de las sombras—. En fin, sí que
estás cambiada, pero yo de ti iría con cuidado. Podríamos aclararte el pelo
o…
Leto fingió sentirse insultada.
—¿Qué le pasa a mi pelo?
—¡Nada! Es precioso. Es que… A ver, que es tu pelo. Si queremos que
no te reconozcan… —Melanto se interrumpió y frunció el ceño, incluso una
vez desaparecida la sombra de sus ojos—. Me lo estás poniendo difícil a
propósito, ¿no?
—En absoluto. Pero hay una parte del plan que no termino de ver: ¿qué
hago una vez que esté dentro del palacio? —Leto se reclinó con cautela,
apoyándose en la frontera del mundo exterior tanto como se atrevió. No le
fue fácil (los músculos del vientre protestaban cuando los activaba), pero
estaba convencida de que así estaba guapísima—. ¿Drogar al príncipe y
sacarlo a rastras? ¿Amenazarlo?
—¿Y seducirlo?
—¿Seducirlo? —Leto prácticamente se había olvidado de la barrera que
tenía detrás; se revolvió sin contenerse y…
Cayó del otro lado.
El viento le arrancó un grito de la garganta mientras extendía la mano,
desesperada por agarrarse a algo para no caer al mar. Entonces rozó una piel
caliente con los dedos y, un instante después, una mano de hierro detuvo su
caída.
Melanto había conseguido agarrarla.
Leto se quedó colgando, jadeante.
—Dioses —llegó a decir en una voz muy débil, con la mirada puesta en
el cielo. Se avecinaba una tormenta; qué raro. Era la primera que veía en
Pandú—. Va a llover. —Miró a Melanto con una sonrisa triste, o eso fue lo
que intentó.
Pues Melanto había desaparecido. Donde debería haber estado la
muchacha (donde también debería haber estado la roca y, más allá, Pandú)
no había más que aire y brisa marina.
Había desaparecido la mitad inferior del cuerpo de Leto. Aún sentía los
dedos de Melanto agarrándole la mano, pero parecía como si le hubiesen
cortado el brazo a la altura de la muñeca.
—¿Melanto? —dijo con una voz débil.
—Leto. —La voz de Melanto parecía proceder de muy lejos—. ¿Me
oyes?
—Sí. Quiero vol…
—Bien —la interrumpió Melanto—. Presta atención. Cuando te suelte,
es posible que dejes de oírme, pero no pasa nada. No intentes escucharme ni
mirarme. Solo tienes que seguir la llamada de Pandú: serán tus poderes los
que te traigan de vuelta hasta aquí, ¿de acuerdo?
—¿Qué? —chilló Leto. Notaba calambres en los dedos, sudorosos y
resbaladizos.
—Te veo dentro de nada. —Entonces Melanto la soltó.
***
El agua más allá de Pandú estaba fría.
Mientras Leto permanecía colgada, pendiendo entre la incredulidad y la
turbulenta corriente, notó surgir en ella un inmenso poder.
—Esto es absurdo —se dijo, y las palabras se transformaron en una
ristra de burbujas. Alargó la mano en dirección al mar, esperó hasta que
pudo sentirlo cantar en sus venas y, entonces, con un movimiento de
muñeca, se impulsó hacia adelante.
Cuando atravesó la barrera no notó lo mismo que en el sentido contrario.
Leto cerró los ojos y giró la cabeza con una mueca de dolor, preparándose
para el impacto. Pero el impacto nunca llegó.
Abrió los ojos. Allí no había nada más que el azul del mar y el lejano
remolino gris del cielo.
Pandú había desaparecido. Volvió a intentarlo una y otra vez, lanzándose
en todas las direcciones mientras buscaba y buscaba y buscaba el
emplazamiento donde la verdad se convertía en mito, donde el mundo real
se tornaba en un lugar intemporal tan bonito como rotundamente solitario.
Salió a la superficie y se sacudió el agua de la cara. El óbolo que aún
llevaba al cuello, ensartado en el cordón de cuero, había escapado de entre
su ropa. Se aferró a él.
¿Qué había dicho Melanto? ¿Que siguiera su llamada? ¿Y eso qué
significaba? Tampoco podía intentar mucho más; al fin y al cabo, a su
alrededor tan solo había mar a kilómetros y kilómetros a la redonda, sin
más sonidos que los del viento y el graznido de las gaviotas que
revoloteaban en círculos sobre ella.
Volvió a cerrar los ojos y alargó el brazo, surcó el agua con los pies y
asió los hilos de las mareas con las manos. Había mucho más allí que en
Pandú: sentía cada ola que se alzaba a su alrededor, el movimiento de cada
banco de peces que aleteaba bajo el agua y…
Ahí. Algo más fuerte a lo que podía aferrarse. Algo que le resultaba
familiar, reconfortante, que la atraía.
Se dejó llevar y siguió su llamada hasta que, como de la nada, apareció:
un brillo en el agua, una distorsión que no podía ser otra cosa. Se abalanzó
sobre ella con una sola mano. Podría haber llorado de alivio con el breve
escalofrío que la recorrió cuando le desaparecieron los dedos por la brecha.
Un instante después, los siguió el resto del cuerpo, y Leto se halló de nuevo
entre las aguas de Pandú, entornando los ojos frente al sol.
—Ahí estás. —Leto se dio media vuelta en el agua y vio a Melanto, aún
tumbada en la roca, aplaudiendo lentamente—. Has tardado bastante.
—¡La he encontrado! —se pavoneó Leto—. ¡Mira, he vuelto!
Sonrió a Melanto, que puso los ojos en blanco.
—Ya veo.
Solo consiguió agrandar la sonrisa de Leto.
—Lo voy a repetir.
Y eso hizo, una y otra vez, hasta que estuvo segura de que podría hacerlo
a ciegas. La última vez, salió del agua con una voltereta simplemente
porque podía. Parecía cantarle el alma a todo pulmón.
Se dejó caer, triunfante, y sonrió a Melanto.
—Te toca.
—No puedo atravesar la frontera, y lo sabes —dijo Melanto con
rotundidad. Levantó la mano y atrapó la espuma antes de que la alcanzase,
transformándola en una densa bola giratoria que arrojó al mar—. Llevo aquí
mucho tiempo y ahora pertenezco al dios del mar. Mientras sea una criatura
de Poseidón, Pandú será mi hogar, mi cárcel.
—Pero ¿y si pudieras? —Leto sabía que estaba forzando la situación.
Melanto se incorporó repentinamente.
—¿Acaso importa? Vas a tener que irte dentro de poco. Es en lo único en
lo que deberíamos centrarnos. —Era muy fácil darse cuenta de cuando se le
empezaban a crispar los nervios: el agua que las rodeaba se agitaba y
comenzaba a azotar las paredes de la roca. La circunferencia negra que le
rodeaba los iris se oscurecía y el color verde como la hierba primaveral
acababa devorado por aquello que siempre acechaba bajo la superficie.
A Leto ya no le daba miedo. Melanto era tan hermosa en piedra y
esmeralda como en melocotón y dorado. Aun así, no insistió en el tema y
volvió a contemplar los buques mercantes, los pesqueros y las manadas de
delfines que los acompañaban cruzando el estrecho, haciendo burbujas y
saltando del agua con agudos chillidos.
11. LA RUINA, HIJA MAYOR
MATÍAS
M atías se había convencido de que el templo de Apolo albergaría todas
las respuestas. En aquel instante, mientras se adentraba en él, una
tímida chispa de esperanza titiló en su pecho antes de extinguirse.
No sabía cómo, pero los últimos días del verano habían quedado atrás en
un abrir y cerrar de ojos: la frenética cosecha de los escasos cultivos, la
matanza, la salazón y el emocionante alivio cuando los bancos de peces
llegaron al fin, de verdad, a Ítaca. El otoño también se marchó con la misma
rapidez.
Matías apretó los dientes. Lo habían distraído sus obligaciones, por
supuesto, y los preparativos para la llegada de su novia ateniense, pero le
costaba entender cómo había tardado tanto en visitar el templo y por qué
había depositado tantas esperanzas en él.
Se le antojaba absurdo.
El templo estaba destrozado, devastado por dos décadas de saqueos, mal
tiempo y simple abandono. Los débiles rayos de sol se abrían paso a través
de los agujeros del techo arqueado. Todo lo que podía haber tenido valor
había desaparecido; el suelo estaba repleto de cerámicas rotas, huesos de
animales y losas agrietadas entre las que había crecido la maleza.
—Ah —dijo Olimpia en voz baja. Lo había sorprendido justo cuando
salía a hurtadillas por las puertas del palacio y no había dejado de
molestarlo hasta que hubo reconocido a dónde iba. Y luego, una vez que se
lo hubo dicho (justificando el viaje con una historia inventada a toda prisa
sobre sus deseos de conocer mejor el pasado de la isla), Olimpia se había
ofrecido enérgicamente como voluntaria para acompañarlo.
—Ah —repitió Matías.
Permanecieron un instante en pie uno al lado del otro. Una suave brisa se
abría paso entre las columnas, agitando el bajo de la túnica de Matías, que
sintió un escalofrío en los nudillos. Flexionó los dedos, cerró el puño con
fuerza y luego volvió a relajarlos. Si intentaba hablar, sabía que se le
quebraría la voz. Aquello ya no era un templo: era una tumba, una sepultura
para los dioses a los que Ítaca prácticamente había abandonado.
Olimpia no paraba de moverse a su lado. Nunca se le había dado bien
quedarse quieta. Antes (cuando Selene estaba viva, antes de que echaran a
su hermana menor, Hécate) podían confiar en que Olimpia resolviera todas
las peleas, les secara las lágrimas con alguna ocurrencia oportuna y
recorriera los pasillos dando volteretas laterales hasta que volvieran a sonar
las risas. No compartían sangre (era hermana de Alexios), pero habían
crecido juntos. Para él, Olimpia siempre había sido como una hermana más.
Pero Matías creía haber dejado de conocerla. Olimpia ya no toleraba sus
bromas y seguía a su madre a todas partes, y a veces la sorprendía
mirándolo con una especie de anhelo feroz que le ponía nervioso.
Por fin, Olimpia habló, claramente incapaz de seguir soportando el
silencio.
—¿Te lo imaginabas así?
Matías negó con la cabeza sin mirarla.
—¿Nos marchamos, entonces?
—No. —Se sorprendió a sí mismo con la intensidad de su voz. No. No
podía marcharse mientras quedara una mínima posibilidad de encontrar
algo allí, algo que pudiera explicar el fragmento de pergamino quemado
hacía tantos meses y la palabra garabateada en él. Muerte.
—¿Qué hacemos entonces?
No sabía qué responderle. Se encogió de hombros, impotente, y mantuvo
la mirada fija en la piedra destrozada bajo sus pies.
—Allá tú —dijo Olimpia—. Yo voy a buscar oro. Seguro que queda
algo. —Se dirigió con paso firme hacia un nicho parcialmente derrumbado
—. Avísame cuando nos vayamos.
No podía hacer nada más que seguirla.
Durante lo que debió de ser cerca de una hora, Matías investigó,
levantando sin piedad lo poco que quedaba del templo en busca de algo, lo
que fuera, que lo guiara hacia las respuestas. Nada, nada. Ni un solo
pergamino o tablilla. Consiguió recuperar una pequeña y maltrecha copa de
bronce, que estaba encajada en una grieta del suelo, pero su superficie, sin
adorno alguno, le resultaba inútil. No había ni rastro de la sibila que había
conocido la verdad sobre la vida de Matías; la sibila que había desaparecido
del palacio antes de que él hubiera aprendido a caminar. Estaba muerta; era
lo único que sabía.
De vez en cuando, sorprendía a Olimpia mirándolo, moviéndose con
impaciencia mientras fingía examinar los restos de alguna pieza de
cerámica, recordándole que no debería estar allí; que debería estar de vuelta
en el palacio, preparándose para la llegada de una muchacha a la que no
conocía y para una celebración de esponsales que no le importaba. Y para
los sacrificios que tendrían lugar más adelante. La culpa le formó un nudo
en la garganta. Él era el único en el que podía confiar su pueblo para
salvarse, y apenas había descubierto nada. Quizá la princesa Adrastea lo
cambiase todo; quizá encontrase su lugar al lado de Matías: un lugar que se
había vaciado una y otra vez hasta que el príncipe aprendió a equiparar el
amor con la pérdida.
Miró fijamente la copa de bronce que tenía en la mano, acariciando la
superficie abollada con un dedo. Quizá le gustara a Adrastea. Quizá lo
amara. Quizá la acabase perdiendo a ella también.
Se sobresaltó cuando una mano le tocó el brazo.
—Matías —dijo Olimpia. Él debió de reaccionar con demasiada
vehemencia, pues Olimpia se apartó y suavizó la curva de su sonrisa.
¿Siempre la había rechazado así? Apenas lo recordaba—. ¿Volvemos ya?
Aquí no hay nada.
—Un momento. —Había un deje de desesperación en su voz que hasta
él notó.
Pasó con cuidado por encima de un pedestal volcado y se arrodilló en el
centro de la estancia. Antaño allí había habido una estatua de Apolo (Matías
aún distinguía la parcela de piedra donde debió de haberse situado, en la
que el musgo era un poco menos denso), que también se había perdido.
Haciendo caso omiso de la mirada inquisitiva de Olimpia, levantó la vista
hacia donde creía que podía haber estado el rostro de Apolo y rezó.
Nunca había podido expresar con palabras sus oraciones; no eran claras
ni tangibles: solo un despliegue de dolorosos sentimientos, esperanzas y
recuerdos del rostro de Selene ante sus ojos.
A veces vislumbraba el rostro rollizo de su hermana menor, Hécate, a la
que habían llevado a Creta pocas semanas después de la muerte de Selene.
Por aquel entonces tenía siete años; a sus catorce, Matías la consideraba
poco más que un bebé.
Ya tendría once.
Verla de nuevo, en una Ítaca que no cantara pidiendo su muerte, era algo
por lo que rezaría, por lo que estudiaría los pergaminos durante horas, días
y semanas, si con ello podía traerla de vuelta a casa. De no ser así, al menos
Adrastea traería consigo el oro que con tanta desesperación necesitaba
Ítaca. Al menos podría alimentar a su pueblo uno o dos años más, para
distraerlos lo mejor posible de la muerte de sus hijas.
Matías se puso en pie y se volvió hacia Olimpia.
—Ya está —dijo. Dejó caer la copa de bronce al suelo sin ver dónde iba
a parar—. Vámonos a casa.
***
A Olimpia se la veía más feliz una vez hubieron salido del templo y
atravesado los montes en dirección al palacio. Lo tomó del brazo y caminó
a su lado dando brincos. Se estaba haciendo de noche, como siempre, más
deprisa de lo que se esperaba Matías, incluso entonces, cuando los días ya
empezaban a hacerse más largos y se acercaba la primavera; cuando se
acercaban los sacrificios. Siguieron la luz de la luna y de las distantes
antorchas.
—Qué espanto de sitio —dijo Olimpia, tan animada que era casi
desconcertante—. Aunque tampoco esperaba que fuera mucho mejor,
teniendo en cuenta que era la antigua sibila quien mantenía el templo y traía
a los aldeanos. Pero ahora está muerta, como también lo está su hija.
—¿Su hija? —Matías estuvo a punto de tropezarse con una piedra. Se
apresuró a reincorporarse antes de que Olimpia se diera cuenta—. No sabía
que tuviera una hija. Ni que su hija estuviera muerta. —¿Cómo era posible
que todos los demás siempre supieran mucho más que él sobre Ítaca y su
gente, cuando era él quien pronto sería el rey?
—Me lo ha dicho la reina —dijo Olimpia con tono de superioridad. El
pelo le tapó la cara cuando se volvió para mirarlo—. La hija de la sibila fue
una de las muchachas señaladas este año. Ella también era sibila y trabajaba
en Vathí, aunque no se le daba muy bien. —Frunció el ceño, cejas oscuras
sobre ojos oscuros—. Me sorprende que no lo supieras; se ve que la historia
tuvo su miga. Intentó escapar, pero Alexios le dio alcance antes de que
pudiera llegar muy lejos, cómo no. Pero me dijo que se resistió, que tardó
en morir.
Matías no pudo evitar estremecerse.
No lo sabía; no había tenido fuerzas para ver cómo la muchacha,
maltrecha y magullada, tomaba su último aliento desesperado. Se había
dado la vuelta en cuanto Alexios cortó la cuerda. ¿Cuánto tiempo había
estado luchando por respirar? ¿Había mantenido los ojos abiertos de par en
par, con el miedo y el pánico visibles incluso a través de los párpados
hinchados?
—¿Matías?
Respiró hondo. No se había dado cuenta de que había parado de andar, y
se sorprendió inmóvil, con tensión en cada músculo dolorido.
—Lo siento. No… No lo sabía.
Olimpia entornó los ojos. Seguía agarrándolo del brazo.
—Las sibilas de esa familia no han hecho más que perjudicar a los
nuestros. Deberías alegrarte.
«A los nuestros». No supo responderle. Apartó la vista y miró hacia los
montes. El daño que le había hecho el mar a Ítaca era más discreto en
invierno; casi podría haberse convencido de que la desolación era resultado
del frío, de las escasas horas de luz solar y de la aridez provocada por lo
mucho que añoraba Deméter a su hija ausente. Al otro lado de los campos,
titilaban tenues destellos de lumbre en las aldeas de la costa.
Se le ocurrió una repentina solución casi por sorpresa.
—Olimpia —dijo bruscamente—, ¿has dicho que la sibila, la muchacha,
era de Vathí?
—Exacto. —Si la alarmó su tono, no lo demostró. —Ella y otra joven
más, creo. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Dos de un mismo pueblo?
Su voz reflejó un deje de irritabilidad.
—Te estoy diciendo lo que sé. Si crees que es injusto, pregúntale a
Poseidón.
—Me voy.
Se produjo un largo silencio de desconcierto. Matías apartó la vista
intencionadamente de Olimpia, que lo miraba con ojos incrédulos e
inquisitivos.
—¿Adónde, exactamente?
—A Vathí.
Tal vez no significara nada (estaba claro que no podía devolverles la
vida a las muchachas muertas), pero al menos podría presentar sus respetos,
averiguar cómo se llamaban e incluirlas en sus oraciones. Quizá entonces
pudiera dejar de soñar con una joven de pómulos hundidos y mirada fiera y
furiosa.
—Si en Vathí no te soportan —dijo Olimpia. Estaba claro que pensaba
que estaba loco—. Simbolizas todo lo que desprecian: la riqueza, el poder,
la belleza…
—Pero no conocen mi aspecto —dijo Matías—, ya que mi madre apenas
me deja salir de casa. Así que eso no importa. Toma —dijo, quitándose la
corona de oro con la mano que tenía libre—. Llévala al palacio. Y presenta
mis excusas a la reina si pregunta.
—No va a preguntar —masculló Olimpia, pero aceptó la corona
igualmente—. De todos modos, sigues llevando ropa demasiado fina. No
vas a encajar. —Hizo una pausa antes de suavizar el tono—. ¿Vas a hacer
alguna estupidez?
Le soltó el brazo con delicadeza.
—Es posible.
12. EL SUSURRO, IRRESISTIBLE
MELANTO
M elanto no podía dejar de pensar en la madre de Leto.
Reconocía que era algo raro con lo que obsesionarse, sobre todo
cuando había tanto en lo que pensar, pero no podía olvidar la
conversación anterior, la esperanza que había brillado en el rostro de Leto.
«¿Las recuerdas?».
«A veces» era la verdadera respuesta.
A veces sus rasgos atravesaban la mente de Melanto mientras soñaba.
Las veía en el agua con los ojos abiertos y la mirada fija en el cielo. En sus
sueños (al menos en los menos terribles), se quedaban así, mirando la luna
en lo alto. En sus pesadillas, contemplaban a Melanto. Los labios grises le
temblaban y vocalizaban: «Es culpa tuya».
Ojalá la madre de Leto hubiera sido una de ellas. Habían pasado meses
(en el mundo más allá de Pandú ya era pleno invierno, a juzgar por los
cielos en calma y los mares vacíos) y, sin embargo, pensaba en ello a
menudo, anhelando tener algo que ofrecerle más allá de una negación y un
apretón de compasión en la mano.
Pero no recordaba a la mujer que había descrito Leto y, a medida que los
días se tornaban en frescas noches estrelladas, se resignó a la idea de que
nunca lo haría.
Una de esas noches, se sentaron una junto a la otra delante de una débil
hoguera y tostaron pan sobre la leña encendida.
—¿Cómo era? —preguntó Melanto, con la vista fija en el hollín que le
manchaba el pie descalzo.
El palo que sostenía Leto en las manos (normalmente hábiles y firmes
con el cuchillo, la piedra y el cuello de un ave al partirlo) tembló.
—¿Quién? —preguntó, aunque Melanto supo por su voz que conocía la
respuesta.
—Dices que tu madre se parecía a ti —dijo—. Entonces debía de ser
hermosa. —Era un cumplido fácil. Por el rabillo del ojo atisbó un
movimiento en los labios de Leto.
No debería haberla llenado de alegría tanto como lo hizo. Estaba segura
de que también se había sentado así con las demás y que las había hecho
sonreír antes de enviarlas a matar al rey. Había pocas que de verdad
recordase; solo unas pocas habían regresado tras su primera misión: Talía,
Hebe —pero no después de la segunda— y Timo…
No, no. Melanto no podía soportar recordar a aquella joven. Devolvió la
atención a Leto, que hablaba de su madre con una expresión de ebria
felicidad.
—Sí que era hermosa. E inteligente. Y una magnífica narradora y
costurera y… todo, la verdad. —Si había algún deje de amargura en su voz,
se perdió en los turbulentos vientos cíclicos que revolvían el mar—. La
gente de la aldea la adoraba, acudía a ella a cada día y solicitaba sus
profecías, aunque no las necesitase.
«¿Profecías?».
—¿Tu madre era una sibila?
Melanto ojeó a Leto con recelo. La joven ya lo había mencionado con
anterioridad, o había empezado a hacerlo, y Melanto, como era natural,
había dado por sentado que era un fraude. Las verdaderas sibilas eran pocas
e infrecuentes.
—¿Veía el futuro?
Leto se irguió en su asiento. Parecía relucir a la luz de las brasas
moribundas. Podría haber sido Hestia, ocupándose del hogar. O Afrodita.
Melanto notó surgir el calor en las mejillas. Se apresuró a agachar la
barbilla mientras Leto continuaba, con su pedazo de pan aún sobre la leña.
—El futuro, el pasado y el presente; lo veía todo. —Luego, como si se le
hubiese olvidado, añadió—: Y me lo transmitió a mí. Se supone.
Una verdadera sibila. En carne y hueso. Quizá por eso la había elegido
Poseidón.
En toda su vida (que no había sido precisamente breve), Melanto no
había conocido a ninguna sibila. Leto parecía brillar aún con más
intensidad. Se percibía poder en sus ojos de color castaño grisáceo. Melanto
se inclinó hacia ella y le preguntó, en un susurro cómplice, aunque no
hubiera nadie más en Pandú que pudiera oírlas:
—¿Cuánto ves tú?
Leto apartó la mirada y se removió incómoda.
—Imagino que depende.
—¿De qué?
—De lo que quiera mostrarme Apolo.
—Ya. —Melanto dejó el tema y cogió otro pedazo de pan. Sin embargo,
se veía incapaz de alejar la sensación que le recorría el cuerpo entero, como
hilos de relámpago que desnudaban las ramas de los árboles. Esperanza.
Leto era la última muchacha, quien mataría al último hijo de Ítaca. El final
de la maldición estaba cerca y, por primera vez en trescientos años, Melanto
podía atreverse a imaginar qué pasaría entonces.
Si tenía futuro por delante, un futuro en el que no estuviera encadenada
al suelo de Pandú, al suelo que contenía un millar de fallecidas (cada una,
una pena que pesaba en el corazón de Melanto como el plomo), quizá Leto
pudiera decírselo.
«¿Qué camino tengo por delante?», quería preguntarle.
Y después: «¿Quieres recorrerlo conmigo?».
***
Se lo preguntó a Leto el día siguiente. Estaban de pie en la orilla, dejando
que el mar les lamiese los pies, mientras Leto se esforzaba por no ponerse
verde. Melanto había insistido en que aprendiese a alejar el mar y la magia
que traía con su roce (a fin de cuentas, no podía dirigirse al palacio con la
piel gris y escamas de color esmeralda) y hacía todo lo posible por no
echarse a reír.
Leto esbozaba un gesto de concentración mientras las escamas (parches
de color esmeralda que le decoraban las mejillas y los hombros desnudos)
aparecían y desaparecían. Levantó las manos, con la piel gris salpicada de
la espuma de mar que tenía que alejar de su piel.
—¡Es imposible!
—¿Seguro? —Melanto sonrió cuando Leto se volvió hacia ella
arrugando la frente. Sabía que tendría los ojos verdes y que el cabello, que
le caía en gruesos tirabuzones sobre los hombros, luciría dorado bajo el sol.
Le resultaba fácil e instintivo resistirse al océano que luchaba por
reclamarla. Solo sus tobillos, mojados con agua salada, permanecían
obstinadamente de color verde grisáceo.
—Puede que para ti no —masculló Leto, apretando los ojos. Las mejillas
cobraron un rubor rosa, y a las escamas verdes las sustituyó un rocío de
pecas pardas tan perfectas que parecían pintadas. Melanto contuvo las ganas
de acariciarlas con los dedos y mirarse a continuación las yemas en busca
de motas leonadas que denotasen que las había emborronado.
—Tú también sabes hacer cosas que yo no sé —razonó. Leto seguía con
los ojos cerrados. Melanto se obligó a hablar de forma tranquila y firme—.
Los dioses te muestran cosas. ¿Alguna…? ¿Alguna vez te han enseñado de
qué manera podría escapar? O puede que sepas algo sobre Ítaca. Alguna
leyenda o… —Se interrumpió.
Leto abrió un ojo y la contempló con una expresión inescrutable.
—No lo sé —dijo al fin—. Nunca había oído hablar de ti, ni de Pandú,
de hecho. Los dioses me mostraron algo una vez, pero… —Se aclaró la
garganta y apartó la mirada—. En fin, da igual. No lo entendí. Y seguro que
he tenido muchas otras visiones que no he entendido y que olvidé nada más
verlas. Además, Ítaca ha hecho todo lo posible por olvidarse de la
maldición. Si existe alguna forma de que escapes, no la conozco.
—Podrías preguntar —dijo Melanto.
—¿Preguntar? —Leto frunció el ceño. Había perdido la concentración y
le había regresado el rubor verde a las mejillas—. ¿Cómo voy a…? Ah. —
Se le notó en el rostro que acababa de darse cuenta—. A los dioses, dices.
Quieres una profecía.
Se había equivocado al preguntarle. Melanto lo vio en cada línea del
rostro de Leto al arrugarse. Sin embargo, seguía sin poder contener las
ansias de saber. Leto era la duodécima, así que era la última oportunidad de
Ítaca; esas eran las condiciones del trato que se había celebrado tres siglos
antes. Si Melanto pudiera acompañarla, protegerla y hacer todo lo que
estuviera en su poder para garantizar su triunfo, quizá entonces su propio
pasado le arrancase las garras de la piel y por fin, por fin, sería libre.
—Por favor —dijo Melanto, que se avergonzó de la magnitud del anhelo
en su propia voz—. Me has dicho que tu madre era una sibila y te lo
transmitió. No me lo habrías dicho de no existir oportunidad alguna,
¿verdad? Si hay alguna forma…
—Lo haré —dijo Leto, apartándose del borde del agua. De repente se la
veía muy cansada, con las sombras de debajo de los ojos más oscuras—. O
al menos lo intentaré. ¿Tienes incienso?
—¿Para qué? —El incienso no era algo que abundase precisamente en
Pandú. Quizá podría quemar algunas de las hierbas que crecían silvestres en
la parte alta de la isla o la pulpa de una naranja demasiado madura.
Leto se mordió el labio.
—No lo sé, la verdad. Es lo que recuerdo de mi madre. Cuando venía a
casa, siempre olía a incienso. Y cuando intentaba ver, cuando acudía a mí la
gente con preguntas, siempre me ayudaba el incienso. —Se echó a reír
amargamente, tamborileando con los dedos sobre los muslos—. Lo hacía
todo algo más creíble. Eso y las palomas.
Melanto se inclinó hacia ella.
—¿Qué tipo de cosas veías?
Leto se encogió de hombros.
—No siempre veía lo mismo. A veces veía rostros o lugares, pero sobre
todo pequeñas cosas. Veía un color u oía un fragmento de una canción; a
veces era un olor. La semana antes de que ardiese la panadería, vino a
verme la esposa del panadero (que estaba embarazada, a punto de dar a luz)
y me preguntó si su hijo nacería sano. Pero no vi nada; solo olía a humo.
Falleció en el incendio.
—¿Y el niño? —preguntó Melanto.
—Imagino que se convirtió en humo y cenizas dentro de su madre —
dijo Leto—. Así que lo que vi fue la verdad; simplemente no supe
identificarla. Sé que mi madre tenía visiones, de las de verdad: una escena
entera o una profecía completa. Y rimaban. Lo más claro que he llegado a
ver yo fue… —Se interrumpió repentinamente y apartó la mirada de
Melanto, ruborizada.
«Te conozco». Esas habían sido las primeras palabras que le había dicho
a Melanto. Y la forma en que había apartado la vista antes… «Los dioses
me mostraron algo una vez». No era demasiado atrevido pensar que Leto
había visto a Melanto; que sus respectivos caminos siempre habían estado
destinados a cruzarse.
—¿El qué? —preguntó Melanto exhalando las palabras.
Leto la miró. Sus iris eran del color avellana de las alas de las alondras.
—Te vi a ti.
—A mí. —En el pecho de Melanto se desplegó una calidez deliciosa.
—Estabas en pie, mirándome. No le di mucha importancia, la verdad,
como a cualquier sueño, pero, tras la aparición de la marca… —Se llevó la
mano a la garganta y abrió aún más los ojos mientras acariciaba con los
dedos las escamas, como si hubiese improvisado el movimiento. Volvió a
dejar caer la mano en el regazo y negó con la cabeza—. No sé por qué lo
hice; quizá porque no pensaba que fuera real. Pero encendí todos los
faroles, saqué todas las sedas de mi madre y le pregunté a Apolo qué me
deparaba el destino. Imagino que creí qué quizá fueras una diosa. —Sus
mejillas, antes rosadas, lucían entonces de color carmesí—. Pensaba que me
salvarías. No por…
Melanto no pudo contener la sonrisa que se apoderó de su rostro.
—¿Una diosa?
—¡No sé! Es que… no quería morir. Oye —hizo ademán de ponerse en
pie—, ¿de verdad lo quieres? ¿Quieres que descubra los secretos de tu
pasado, tu presente y tu futuro? —Forzó una sonrisa que no se reflejó en sus
ojos.
—¿Así era como tentabas a tus desventurados clientes? —Melanto relajó
el tono lo mejor que pudo. No sabía mucho sobre el destino, pero
sospechaba que las predicciones de una sibila desdichada probablemente
carecieran de optimismo.
Para su gran alivio, Leto sonrió, esta vez de verdad.
—Más o menos. Me envolvía con pañuelos, cuentas y otras cosas y
trataba de hablar con voz más grave. No hay nada menos creíble que una
sibila de doce años.
—Está bien —dijo Melanto—. Voy a por el incienso.
***
Obviamente, no encontró incienso, pero arrancó tantas hierbas como pudo y
las quemó junto con un montón de naranjas y albaricoques de los gordos.
Leto se sentó con las piernas cruzadas en la arena y respiró hondo. Salvo
por el círculo de escamas de la garganta, volvía a ser enteramente humana,
una vez que el mar había dejado de enrollar los tentáculos en sus muslos.
Murmuró algo con voz grave, palabras tan rápidas que Melanto no logró
distinguir ni una sola. A su alrededor, el humo iba haciéndose cada vez más
denso.
Las manos de Leto eran como garras que clavaban sus uñas en la piel
bronceada de sus muslos. Melanto había apartado la vista otras veces,
avergonzada, cuando Leto hacía alarde de su nueva exuberancia, pero en
aquel momento podía mirar sin que la muchacha se percatase. Estaba muy
distinta a cuando llegó. No solo se había despojado de la palidez grisácea de
la muerte, sino que, además, se le habían rellenado los huecos de las
mejillas, le habían disminuido las sombras de debajo de la caja torácica y
tenía la piel del color rosa pardo de los melocotones maduros, salpicada de
pecas.
Melanto alargó la mano para acariciar un mechón de pelo de Leto: se le
habían soltado algunos con el viento y, bajo el sol, el color castaño se había
tornado cobrizo.
Leto abrió los ojos. Estaban vacíos, con la mirada perdida, fijos en el
rostro de Melanto de una forma que parecía que no la estuviera mirando,
sino viendo a través de ella. No le solían desconcertar situaciones así, pero
el vacío en la expresión de Leto la hizo estremecerse de incomodidad.
Leto parpadeó, se le despejó la mirada y aquella sensación desapareció.
Melanto se inclinó de impaciencia.
—¿Qué has visto? —Quizá entonces acabase todo; quizá Leto dijese las
palabras que la liberarían de las ataduras de la incertidumbre.
Leto se puso en pie.
—Nada —dijo, y procedió a retroceder por la playa en dirección a las
cuevas—. No tendríamos que haberlo intentado.
—¿Cómo que nada? —Melanto se puso en pie de un brinco y corrió tras
Leto. No podía no haber visto nada. No lo iba a permitir. Leto no se volvió
hasta que Melanto le hubo dado alcance y agarrado del brazo, tirando de
ella hasta que se detuvo—. ¿A qué te refieres? —insistió Melanto—.
¿Cómo que no has visto nada?
—No he visto nada que pueda ayudarnos.
—Tienes que haber visto algo.
—Pues no.
—¡No me mientas, Leto! No es justo y lo sabes. Ya ni siquiera puedo
recordar cuánto tiempo he estado aquí encerrada. Llevo décadas sola. Por
favor. —Suavizó la voz y dejó de apretarle el brazo con tanta fuerza—.
¿Qué has visto?
Leto dejó escapar un suspiro y, de pronto, Melanto se acordó de Talía.
Tarde o temprano tendría que contarle a Leto la historia, hablarle de la vida
y la muerte de aquella muchacha y de cuánto la había amado. «Aún no», le
decía la voz de su conciencia, la parte de ella que esperaba como una necia
poder amar a Leto tanto como había amado a Talía, o incluso más.
—Por favor —volvió a pedírselo.
—Un barco —dijo Leto con una voz monótona—. He visto un barco
arder y como el fuego consumía sus velas. El aire estaba lleno de cenizas y
olía a podrido. Hay muerte en el viento, Melanto. Se acerca.
13. CAPTURADO Y LLEVADO
MATÍAS
L as muchachas sacrificadas procedían de distintas partes de Ítaca, cada
una de una aldea rural que Matías solo había visto antes en forma de
garabato de carbón en algún mapa descolorido. Algunas se encontraban
a más de un día de viaje a caballo, por muy bien alimentada y descansada
que estuviese Estenios. Otras no eran mucho más que un conjunto de casas
destartaladas agazapadas como un ratón en un valle, por lo que se pasaría
horas dando vueltas de forma inútil antes de encontrarlas.
Sin embargo, los últimos meses, a lo largo de casi todo el yermo
invierno, había logrado visitar diez aldeas. En cada una, buscó a la familia
de las jóvenes elegidas. Algunas se habían marchado, huyendo del dolor,
mientras que otras muchachas ni siquiera tenían familia. Pero, cuando
podía, seguía las instrucciones para llegar a sus casas y dejaba pequeños
detalles en las grietas de la entrada, que nadie descubriría hasta que se
hubiese marchado. Con lo vacío que estaba el erario de Ítaca, no podía dar
mucho, pero sí algo al menos: una o dos monedas de oro. Cada visita
rebajaba la culpa que le ahogaba el corazón.
Su visita final se la reservó a Vathí, el único lugar lo bastante
desafortunado como para haber perdido a dos de sus hijas.
Al partir por primera vez, bajando a toda velocidad desde el templo del
monte, tuvo que detenerse de forma repentina a un kilómetro de las
carcomidas puertas de la aldea. Tenía ante sí a una mujer: una criaturita gris
y frágil, inclinada sobre un bastón y vestida con un peplo azul andrajoso.
Tenía el bajo sucio de barro y los pies igualmente mugrientos, calzados con
unas sandalias tan antiguas que bien podrían deshacerse al siguiente paso.
Olimpia no se había equivocado al poner en duda el pobre disfraz de
Matías: la anciana le echó una única ojeada (aun sin la corona de oro, la
calidad de su ropaje era evidente) y se arrodilló. El príncipe le entregó el
menor de sus anillos, tartamudeó una disculpa que desconcertó claramente a
la mujer y volvió a toda prisa al palacio.
Una vez de regreso en ese mismo lugar, respiró hondo. Había
escarmentado y por fin se sentía... casi preparado para visitar Vathí. Ya no
iba ataviado con sus mejores galas, sino con el quitón sucio de un guardia
que había robado de la lavandería del palacio, mientras se estaba secando.
Sus muñecas y sus dedos tampoco lucían los anillos y las pulseras
habituales, ni llevaba adornos en las orejas ni en la frente. El único anillo
que portaba lo llevaba guardado en un bolsito de piel en la cintura. En esta
ocasión no iba a huir, sino a averiguar la verdad: la verdad sobre aquella
chica. No había sido capaz de olvidar el ángulo orgulloso de su barbilla y el
odio que ardía en su expresión.
Tras las puertas de la aldea (que se hallaban en un estado tan atroz que
prácticamente no servían de nada), se acercó a la primera persona a que vio:
una muchacha encaramada tras un humilde puesto de sandalias de cuero.
—Hola —dijo—. ¿Tendrías un momento para responderme a una
pregunta?
—¿Es sobre las sandalias? —No parecía mucho mayor que el propio
Matías, de unos veinte años, y lo miraba con gran interés. Llevaba el pelo
oscuro recogido en una práctica trenza sobre el hombro.
—Pues… no, lo siento. —Matías echó una ojeada al calzado. La
artesanía era impecable, y las puntadas, minúsculas y perfectas, pero nada
podía distraerlo de la pésima calidad de la piel. No cabía duda de que eran
los restos sobrantes de elaborar pares de mucha más calidad para venderlos
a una clientela mucho más adinerada. Estos apenas durarían una temporada.
—Entonces, ¿para qué me preguntas? A mi familia no la alimento
respondiendo preguntas. —Hablaba con un tono amable pero burlón.
Cuando la miró a los ojos, la joven levantó una ceja en un gesto coqueto.
Matías se apresuró a devolver la atención a las sandalias.
—En los sacrificios de la pasada primavera había muchachas de Vathí;
me gustaría saber cómo se llamaban. ¿Y serías tan amable de indicarme
dónde vivían?
Se hizo el silencio. Hasta la suave brisa seca parecía haber dejado de
soplar.
Matías levantó la vista. Del rostro de la muchacha había desaparecido
toda la amabilidad. Tenía la mandíbula crispada y, cuando al fin habló,
pareció ahogarse con cada palabra.
—Crésida. ¿Por qué te interesa mi hermana?
No estaba preparado para aquel momento. Hasta entonces siempre había
habido algún aldeano servicial que le había señalado cómo llegar hasta la
afligida familia de la muchacha ahorcada. Cuando cuestionaban sus
motivos, era fácil mentir: era un sacerdote de tal o cual dios que deseaba
difundir su palabra y su compasión en Ítaca. Pero en ese momento,
contemplando el rostro afligido de la hermana de Crésida, espetó:
—¿Era una sibila?
—¿Una sibila? No. Tenía… Tenía doce años. ¿Cómo va a ser una sibila
una niña de doce años?
Matías agachó la cabeza.
—Te pido perdón. Imagino que la sibila era la otra joven de Vathí. No
pretendía… —Se interrumpió a mitad de oración y respiró hondo para
tranquilizarse. Aún podía arreglarlo. Iba a ser rey. Los reyes deberían saber
hablarle a su pueblo en el duelo. Pero a Matías se le había quedado la mente
en blanco; no podía pensar en nada que decirle a la hermana de Crésida
mientras se acrecentaba el silencio entre ellos. Cuando la cosa se puso
insoportablemente tensa, se obligó a decir—. ¿Cuánto pides por las
sandalias?
—¿Las sandalias?
Matías hurgó con torpeza en su bolso y le ofreció una moneda de oro.
Era absurdo esconder el dinero frente al hogar de su familia.
—¿Basta con esto? No. —Sacó otra moneda—. ¿Y con esto?
La muchacha lo miró anonadada.
—Lo siento mucho —dijo con dificultad—. Solo quería saber sobre la
sibila, cómo se llamaba. —La duodécima a la que añadir a sus oraciones
nocturnas, sus inútiles disculpas ofrecidas al cielo.
—No lo sé. —Entornó los ojos—. ¿Qué más de da, por cierto? ¿Por qué
te importa tanto?
Matías dejó las monedas en la mesa.
—No es que me importe. Es que… Gracias. Y lo siento. —Se marchó a
toda prisa, con las mejillas ardiendo de la vergüenza.
No se volvió, ni siquiera cuando la muchacha le gritó:
—¡Te dejas las sandalias!
***
Las siguientes tres personas a las que preguntó tampoco sabían cómo se
llamaba la hija de la sibila. Cuando la última, con un gesto de sospecha en
el rostro, lo presionó para que revelara qué hacía allí, aumentando
progresivamente el volumen de su voz y con un interés cada vez mayor en
los ojos, Matías huyó de regreso a las puertas de la aldea. Por suerte, el
triste puesto de sandalias y su dueña habían desaparecido. Se apoyó contra
el poste y se llevó las manos a la cara.
Había abusado de la amabilidad de los aldeanos, pero volvería. La
próxima vez encontraría lo que necesitaba. De verdad. Tenía que ser así.
Pero era imposible frenar las dudas que se apoderaban de él. Quizá fuese
una maldición enviada por los dioses como castigo por su evidente
inutilidad. Quizá nunca llegase a saber nada más sobre la sibila muerta,
salvo el odio con que lo había mirado los momentos antes de su condena.
—¿Te vas a mover?
—¿Eh? —Matías se volvió. Detrás de él había un hombre que agarraba
el manillar de un carro de madera. Matías, delante de la puerta, le impedía
el paso—. Ah, lo siento. —Se apartó.
El tipo protestó y empujó el carro.
—Un momento. —Matías lo agarró del hombro. Era su última
oportunidad—. Una cosa más antes de que te marches. ¿Cómo se llamaba la
joven de Vathí ofrecida a Poseidón la pasada primavera?
El hombre posó con cuidado el manillar del carro en el suelo. Frunció el
ceño y se limpió las manos en su quitón desteñido.
—¿Crésida?
Matías se esforzó por no cambiar su expresión.
—Crésida no, la otra. Hubo dos.
—Ah. —El hombre se rascó la barbilla—. La sibila. Es verdad.
Matías dejó que se alargase el silencio durante más tiempo del necesario.
—¿Y cómo se llamaba? —preguntó.
—Pues… —dijo el hombre—. Cómo se llamaba… A ver, no… No es
que sea supersticioso, ¿sabes? Los dioses. Ver el futuro. No puedo decir que
tuviera relación con la sibila. Pocos la teníamos. Apenas la veía, solo por la
noche, escondida en busca de pájaros. Tardamos un tiempo en darnos
cuenta de su ausencia. Era muy retraída desde lo que sucedió con su madre.
Y luego con su padre; pobre hombre. —Negó con la cabeza con tristeza—.
Se volvió loco de dolor.
Matías apenas había prestado atención a las últimas palabras; estaba
boquiabierto y mudo. Finalmente logró recomponerse, para preguntar,
lacónico:
—¿Cuánto tiempo dices que tardasteis en daros cuenta de su ausencia,
de su muerte?
—Ya te lo he dicho —respondió el tipo a la defensiva, con los hombros
encogidos—. No teníamos nada que ver con ella. Apenas recuerdo cómo
era. Al final acabó dándose cuenta una de sus clientas habituales, cuando no
se presentó a varias de sus citas. Se puso como tú, enfadada y diciendo que
no nos habíamos ocupado de la muchacha. Como si no tuviéramos ya
nuestros propios problemas.
—Yo no estoy enfadado —dijo Matías de inmediato. Sentía un nudo en
todos los órganos de su pecho y le costaba respirar.
—Ya —dijo el hombre—. ¿Es eso todo? Es que tengo que…
—Eso era todo. —Estaba claro que no podría averiguar nada más.
Matías se obligó a inclinar la cabeza en señal de respeto—. Gracias por tu
tiempo.
El hombre contestó al agradecimiento de Matías con un gruñido y
continuó su camino, empujando del carro y silbando desafinadamente.
Matías volvió a apoyarse contra el poste. Por supuesto, había fallado
ante el último obstáculo: había averiguado el nombre de once, de todas las
chicas que habían fallecido la primavera anterior menos una. Menos ella.
¿Habría acaso alguna noche en que no soñara con su rostro, furioso y
anónimo? El vacío de sus mejillas, la curva de la boca…
—Siento molestarte, joven, pero he oído que preguntabas por la sibila.
Ante él se había materializado un hombre, encorvado y harapiento, de
cabello largo hasta más allá de los hombros y una piel pálida y cerosa. Daba
la impresión de que no salía mucho de su casa, y olía como si rara vez se
bañase.
Matías logró contestar:
—Sí. ¿La conocías?
—Conocerla o conocer su existencia… ¿Hay diferencia? —El hombre
harapiento movió la mano en un gesto desdeñoso—. Conozco muchas
cosas. Es curioso lo que dice la gente cuando se cree que no la oyes. Pero
mis paredes son muy finas. —Señaló con un gesto de la cabeza la casa más
próxima. Era pequeña y destartalada, y la puerta de madera apenas colgaba
del marco.
—¿Qué has oído? —Matías dio un paso adelante, con el corazón
latiéndole a toda velocidad.
—Ah, muchas cosas. Pero no tengo tan buena memoria como antes.
Podrías darme algo para… ayudarme a recordar. —El hombre harapiento
miró intencionadamente al bolso de Matías.
Fue lo más fácil del mundo abrirlo y sacar una gruesa moneda de oro.
—Su nombre —dijo Matías con impaciencia—. ¿Te acuerdas de cómo
se llamaba?
—Ah, puede. Sí… Empiezo a recordarlo, sí. —Cogió la moneda que
Matías le lanzó y sonrió mostrando unos dientes rotos—. Sí, ya lo tengo.
—¿Y bien? ¿Cómo se llamaba?
El hombre harapiento agarró a Matías del quitón y tiró de él para
acercarlo. Unas ondas de pelo grasiento le tapaban los ojos y su olor era
atroz. Las monedas que quedaban en el bolso de Matías chocaron entre sí
con un tintineo mientras los labios secos le susurraban al oído:
—La última sibila… se llamaba… Ofelia.
Con un exagerado ademán, el hombre harapiento lo soltó, hizo una
pronunciada reverencia y se marchó a su casa. La puerta traqueteó en sus
bisagras cuando la cerró de golpe.
—Ofelia —repitió Matías a la nada. Esbozó una amplia sonrisa, con una
voz llena de algo similar a la esperanza cuando volvió a decir su nombre—.
Ofelia.
***
Matías ya había regresado a la comodidad de sus aposentos y se había
dejado caer en su sillón favorito cuando se dio cuenta de que le habían
robado el bolso.
Con el nombre de Ofelia aún resonándole en los oídos, examinó el
cordón cortado que aún llevaba atado a la cintura y llegó a la conclusión de
que no le importaba lo más mínimo.
14. UNA CORDILLERA OSCURA
LETO
L os días se convirtieron en semanas, transcurrió el invierno y el barco no
llegó. Tal vez Leto se había imaginado la profecía, el olor a
putrefacción en los pulmones. Sin embargo, no lo olvidaba, y lo
esperaba cada vez que se acercaba a la orilla, a medida que se iba
aproximando su inminente marcha. Pero los mares más allá de Pandú
seguían vacíos y se vio buscando una distracción desesperadamente, para
planificar lo que las dos sabían que iba a suceder.
Era evidente que Melanto tampoco lo olvidaba. Estaba algo más callada,
tardaba más en sonreír y en aportar alguna broma, pero los cambios eran lo
bastante pequeños como para que Leto pudiese pensar que se los había
imaginado.
—¿Cómo sabías que Ítaca tiene príncipe? —preguntó unos días después,
introduciendo los dedos de los pies en la arena de la playa y arrugando los
ojos frente a la luz deslumbrante del sol.
Melanto se encogió de hombros y levantó la vista de los narcisos que
estaba trenzando para fabricar una torpe corona amarilla.
—Porque no estarías aquí si no hubiera ningún príncipe al que matar.
Siempre ha sido así.
—Pero no estabas segura, entonces.
—¿Cómo iba a estarlo? ¿Quién podría habérmelo dicho? A Pandú solo
llegan muertas.
—Eso no es verdad. También he llegado yo.
—Y estabas muerta cuando llegaste, ¿no? —Melanto sonrió—. Al
menos, a muerta olías.
Leto dejó escapar un chillido de indignación y le propinó un empujón.
Cuando Melanto se hubo reincorporado y acercado a ella de nuevo,
sonriendo, Leto se aclaró la garganta y dijo:
—Seguro que hay alguna forma de salir.
Melanto se tensó.
—¿De dónde?
—De Pandú —dijo Leto—. Para ti, no solo para mí. Estoy convencida.
Poseidón no puede estar todo el tiempo vigilándonos, ¿verdad?
Melanto volvió a fijar la vista en los narcisos.
—Esto ya lo hemos hablado. Si hubiera forma de escapar, la conocería.
De verdad. Llevo mucho tiempo buscándola.
Leto alargó la mano y le robó un narciso.
—Pero yo no. —Suavizó la voz para hacerla burlona y coqueta. El
coqueteo no iba en serio; lo hacía solo para ganarse el cariño de Melanto,
para tener su consentimiento, nada más. Pero las sonrisas de Melanto
ocultaban algo, algo más oscuro, un pesar, una culpa. Quizá por eso dudaba.
Quizá, a pesar de todo lo que había dicho, no se quería marchar—. He
aprendido a escapar yo sola. Debes de tener curiosidad; seguro que no te
importa volver a intentarlo. Además, seguro que yo soy más lista que tú.
—¿Tú crees? —Melanto levantó una ceja dorada—. Qué afirmación tan
atrevida. —Se lanzó a por el narciso, pero Leto lo alejó de su alcance con
una sonrisa.
—¿Ves? Te he visto venir. El doble de lista, si no el triple.
—O quizá haya sido una distracción ideada con inteligencia.
Melanto levantó las manos y empezó a darles vueltas. El mar se alzó
como una víbora al ataque, rodeó la cintura de Leto con uno de sus
tentáculos resplandecientes y la arrojó al agua con tanta rapidez que apenas
le dio tiempo a gritar antes de sumergirse y de que la piel se le pusiera verde
y gris en un instante. Hizo acopio de poder y, con un movimiento de las
manos, se irguió.
A sus espaldas, oyó una risa distorsionada. Se volvió y vio a Melanto
zambullirse después que ella y alargar el brazo para darle la mano. Su rostro
esbozaba una sonrisa de placer. En el agua, a través de los ojos
transformados de Leto, Melanto era aún más impresionante. Volvía a tener
la piel verde y el cabello negro, pero la mirada de Leto se fijó en cada curva
de su esbelto torso, en la exuberancia de sus fuertes muslos y en el ángulo
afilado de sus pómulos. Sus brazos musculados atravesaban con delicadeza
el agua y la empujaban hacia su cuerpo, para mantenerlo flotando, inmóvil.
Leto puso los ojos en blanco y salió a la superficie. Un instante después,
Melanto hizo lo propio, y se sacudió el agua del cabello.
—¿Qué te ha parecido mi victoria? —Sonrió mientras movía los dedos
para que el mar se revolviera a su alrededor.
—Menuda chorrada. —Leto alzó también las manos y formó una ola que
las transportó con suavidad a la orilla y las depositó en la arena, tumbadas
la una al lado de la otra.
Melanto dejó caer la cabeza hacia atrás y se rio, ofreciendo al sol la
garganta y sus escamas.
Leto la contempló en silencio. Podría haber jurado ver a los dioses
grabados en las pecas vertidas por las mejillas de Melanto: estrellas
repartidas por su barbilla y la piel desfigurada de su cuello, que
desaparecían bajo la tela del vestido, empapada y con una torpe caída.
Melanto negó con la cabeza y rompió el hechizo.
—¿Sigues pensando que eres la más lista?
Leto se encogió de hombros. No podía dejar de sonreír, tanto que le
empezaban a doler las mejillas.
—Una prueba de fuerza bruta no demuestra lo contrario.
Melanto abrió la boca en un gesto de agravio fingido.
—¿Cómo te atreves? —Se puso en pie de un salto y levantó los brazos
para volver a atacar.
Se le había caído de la cabeza la corona de narcisos, que se encontraba
en la arena formando una curva peculiar: una forma que traía recuerdos a
Leto y le revolvía el estómago. Pero entonces Melanto se lanzó sobre ella,
revolviendo la arena, perseguida por las aguas, y la corona acabó
destrozada, enterrada, partida por la mitad.
***
La siguiente vez en que Leto se lo propuso, Melanto cedió. El invierno se
estaba alargando demasiado, por lo que la primavera debía de estar a punto
de llegar: si Melanto no se equivocaba al leer los cielos y los mares, el
equinoccio tendría lugar dentro de tres semanas. Por lo tanto, únicamente
faltaba una para la marcha de Leto. Solo hizo falta recordarlo (junto con las
muertes que traería la nueva estación) para que empezasen los intentos de
huida. Quizá Leto estuviese haciéndose ilusiones, pero a veces se permitía
pensar que había otro motivo por el que Melanto había aceptado; cuando
estaba sola, pasaba el rato pensando en el gesto torcido del rostro de
Melanto cuando ella le había recordado que quizá solo les quedase una
semana juntas.
A su favor, cabía decir que Melanto soportaba con buen humor los
experimentos de Leto. Nadaba con ella hasta el fondo del mar y observaba,
con media sonrisa de desesperación, cómo Leto empujaba y toqueteaba el
perímetro entero de la barrera, buscando una zona sin el brillo delator o que
no se doblase amenazante cuando la empujaba antes de caer al otro lado (y
volver) con la facilidad que le había dado la práctica.
No dijo nada cuando pilló a Leto observando con los ojos entornados los
mares más allá de Pandú, en busca de un barco que quizá aún apareciese,
como había vaticinado. Tampoco se quejó cuando Leto convocó la ola más
grande que pudo para lanzar a Melanto por los aires, con la esperanza de
que, quizá, superase la barrera como las piedras disparadas desde las
balistas superaban las murallas más altas. Pero la jaula de Poseidón parecía
abarcarlo todo, encerrarlo todo. Cuando Melanto se estampó contra la
barrera por quinta vez, Leto podría haber jurado que sintió temblar la arena
bajo sus pies, como si Poseidón se estuviese riendo.
Su último plan, pensaba, era el más brillante de todos: burbujas.
Se le ocurrió después de ver a unos delfines: hacían anillos de burbujas
que atravesaban los bancos de lábridos, cegaban y desconcertaban a los
pececillos y los empujaban a las fauces abiertas de los delfines. El mar se
tornaba en una masa revuelta en la que era imposible fijarse en un animal
en concreto, pues todos giraban y se impulsaban con una velocidad
sorprendente. Si no llamaban mucho la atención, y si Poseidón no estaba
muy atento, tal vez las dos muchachas se pareciesen demasiado una vez
rodeadas de una frenética multitud de burbujas. Quizá no distinguiese a dos
jóvenes de una.
Pero no funcionó, y hubo de regresar a la reflexión.
Finalmente, Melanto le suplicó que parase cuando vio a Leto afilar una
deficiente hacha contra la base de un esbelto olivo.
—¡Serviría de ariete! —protestó Leto, pero Melanto no quiso saber más.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —Suspiró—. Poseidón no
renuncia tan fácilmente a lo que es suyo. Vas a tener que marcharte sin mí,
y dentro de muy poco.
Leto frunció el ceño.
—¿De cuánto? ¿Tres días? ¿Dos? Me dejas poco tiempo.
—¡No es cosa mía! ¿Tú te crees que lo haría si tuviese alternativa? Te
dejaría aquí conmigo para siempre si pudiera, para que estuvieses preparada
cuando te marchases y así estar segura de tu victoria. Pero dentro de poco
van a morir doce muchachas en Ítaca, Leto. Y puedes salvarles la vida. —
La miraba con ferocidad, mientras el pecho ascendía y descendía raudo.
—¿Cuándo, entonces?
Melanto levantó los brazos.
—No puedo obligarte a marchar, pero nos estamos quedando sin tiempo.
Poseidón no va a esperar a que estés lista. Y me queda poco tiempo para
seguir enseñándote, aunque lo básico ya lo sabes.
Leto la observó de arriba abajo: cabello dorado, piel dorada, ojos como
la pulpa de una aceituna sin madurar. La grácil curva del cuello; la tensión
de los puños. Estaba temblando.
—¿Y el barco? —preguntó en voz baja. ¿Y si llegaba, acompañado de
fuego y muerte, como había vaticinado, cuando ella ya se hubiese
marchado?¿Y por qué lo había visto precisamente mientras buscaba una
forma de que Melanto escapase? Debía de haber relación. El barco y la
huida de Melanto estaban vinculados.
—Leto… —Melanto apartó la vista—. No puedo acompañarte. Por
favor, tienes que…
—¿Mañana, entonces?
—¿Qué?
—Mañana. —Decirlo en voz alta consolidaba la voluntad de su corazón
—. Tienes razón. Aquí me queda poco por aprender y no puedo ser tan
egoísta. Me marcharé por la mañana.
En parte deseaba que Melanto se negase, que la aferrase de la muñeca y,
llorando, la reclamase para sí. Pero Melanto se limitó a agachar la cabeza,
entrelazar las manos y sonreír delicadamente.
—Mañana será.
15. MIL FUEGOS
MELANTO
H abían pasado siete décadas desde la muerte de la última muchacha
transformada y el dolor apenas había empezado a disiparse. Aun así,
Melanto intentaba no pensar en Talía.
Intentaba no pensar en su sonrisa ni en su risa, ni en su temeridad, ni en
su costumbre de tocarse el pelo oscuro cuando mentía, cosa que hacía a
menudo. También intentaba no pensar en sus ojos, bien abiertos de
desconcierto, la última vez que llegó a tierra, con la lanza de un desgraciado
guardia clavada en la caja torácica.
Pero cada día de cada año durante esas siete décadas, Melanto había
fracasado en el intento.
Yacía bocarriba en la oscuridad de la cueva, escuchando el lejano goteo
del agua. Otro problema de la vida eterna era que nada parecía cambiar.
Todos los días atravesaba los mismos túneles y contemplaba los mismos
techos y la misma reluciente colección de rocas aciculares en lo alto. Y de
cuando en cuando se le enredaba el pelo en una estalactita que había crecido
demasiado y se percataba de que habían transcurrido diez años y de que
habían llegado a Pandú ciento veinte muchachas, a las que había enterrado
bajo su suelo.
A todas menos a una.
En el pecho de Melanto se agitaron las diminutas alas de la esperanza
que quedaba atrapada en la caja de Pandora. Leto (aún dormida, sin duda, al
otro lado de la pared de piedra) había despertado algo en su interior, algo
que llevaba mucho tiempo sin sentir. Hasta la propia isla parecía revolverse.
—¡Melanto! —El grito hizo trizas el silencio.
Melanto blasfemó en voz alta y se puso en pie a toda prisa, con los ojos
entreabiertos antes de adoptar una actitud defensiva y rebuscando con los
dedos el cuchillo que sabía que tenía atado a la cadera. Tardó un tiempo en
reconocer el rostro de la figura que se hallaba en pie en la entrada a la
cueva: Leto, con las mejillas rosadas, una mirada frenética y un fardo de
soga entre las manos temblorosas.
—¿Me acabas de mandar a la mierda?
Melanto relajó la postura.
—Nunca —dijo lentamente— vuelvas a hacer algo así. Por tu bien y por
el mío.
Leto le hizo caso omiso.
—Tenemos que irnos —jadeó, encorvándose con las manos en las
rodillas mientras respiraba con dificultad—. Ya.
—¿Qué?
—El barco —dijo Leto justo antes de darse la vuelta; tenía el cabello
muy despeinado. Melanto deseó separarle los rizos enredados.
—¿El barco? —Melanto frunció el ceño. No podía referirse a…
—El barco —repitió Leto—. El barco en llamas, el barco que vi. ¡Lo
sabía! Sabía que no podíamos marcharnos sin él. ¡Ha llegado! Tienes que
verlo, Melanto: ha llegado y ya entiendo la visión. ¡Tenemos que irnos ya!
—Agarró a Melanto de la muñeca y tiró de ella corriendo hacia la playa.
»¿Ves? —jadeó Leto cuando los pies descalzos de Melanto pisaron la
arena. Sonreía, apuntando con un dedo hacia las velas pálidas de un barco,
una mancha blanca en el horizonte. Había una densa niebla en la bahía.
Melanto no veía mucho más.
—Lo veo —dijo Melanto. Debía de haber algo que no percibiese, algo
que diferenciara aquel barco de los demás. Rara vez había visto tan
emocionada a Leto: solo una vez, cuando descubrió una tortuga en el bajío
y se sentó, cual estatua sonriente bajo el sol, a contemplarla hasta que se
hubo marchado nadando perezosamente—. Es un barco. —«Y no está en
llamas».
—Es un barco ateniense —dijo Leto con convicción—. Me he acercado.
Lleva una insignia ateniense; estoy segura. Es el escudo de Beocia, que
acuñan en todas sus monedas. Lo conozco.
—Ah —dijo Melanto—. ¿Y?
Leto se puso a dar vueltas sobre sí misma y agarró a Melanto de las
manos. Tenía los dedos muy calientes y estaba radiante de alegría.
—El príncipe va a casarse con una princesa ateniense —dijo—. Si ese
barco es el suyo, de lo que estoy convencida, porque no hay otra
explicación para no haberlo visto antes ni para que los dioses me lo
mostraran, ya tenemos forma de entrar.
«Tenemos». Melanto no podía mirarla a la cara.
—¿Estás segura? Yo no veo que esté ardiendo.
—Arderá —dijo Leto, cuyas palabras resonaban con tanta confianza que
Melanto casi casi se lo creyó—. Haré chocar yo misma el pedernal si hace
falta. Y cuando arda, cuando las llamas hayan engullido las velas,
atacaremos. Juntas. Tú te vienes conmigo. La princesa ni siquiera sabrá qué
ha sucedido.
Estaba espléndida, divina en su alegría y su certeza. Pero iba a fracasar.
Aun así, Melanto entornó los ojos para observar el barco y las sombras
que se movían en la niebla tras él. No pasaría nada por dejar que Leto lo
intentase una vez más y, cuando no funcionase, se marcharía igualmente, tal
y como habían acordado, sola. Porque era su última oportunidad.
Melanto no quería echarla a perder; no quería arriesgarse a desatar la ira
de Poseidón escapando de sus minuciosas ataduras. No debía marcharse.
No era ese el destino que le tenía reservado.
Sabía de sobra que aquellos que se entrometían con el destino rara vez
tenían un final feliz.
—Una princesa —repitió Melanto. Si Leto estaba en lo cierto, la
princesa ateniense podría resultarles muy útil—. No es mala idea. Podemos
adaptar el plan original. Podrías ser su criada o su costurera. ¿Sabes coser?
Y luego es cuestión de seducción; a los príncipes siempre les ha gustado
coquetear con sus criadas.
Pero Leto ya estaba negando con la cabeza.
—No —dijo, sonriendo hasta que Melanto pudo verle los colmillos,
sorprendentemente puntiagudos. Habían crecido y se habían afilado a
medida que iba hablando, como si sus poderes sobre el mar y la forma
monstruosa que los acompañaba hubieran notado que iban a hacerle falta—.
No pienso ser su criada —dijo Leto, y le apretó la mano a Melanto—. Las
criadas no pueden acercarse mucho al príncipe. No, no voy a trabajar para
la princesa.
Sonrió. Estaba preciosa.
—Voy a ocupar su lugar.
—¿Y seducir al príncipe?
Leto soltó de repente las manos de Melanto.
—¿Por qué estás tan obsesionada con la seducción?
—¿Qué otra cosa podrías hacer?
—Ah, pues no sé. ¿Apuñalarlo, quizá?
Melanto negó con la cabeza, esforzándose por no mostrarse alarmada
ante tal muestra de violencia.
—Pero tiene que morir en el mar…
—Puedo apuñalarlo en cualquier parte, mientras no muera en el acto. —
Leto sacudió la mano para restarle importancia—. Ya lo hablaremos en el
barco.
—Leto, no puedo subirme al barco. —Melanto percibió la frustración en
su propia voz y trató de atemperarla—. Sabes que no puedo.
Leto no perdió la sonrisa.
—Sé que crees que no puedes —dijo con dulzura—. Pero se me ha
ocurrido otra idea, la última. Llevaba un tiempo considerándola, pero tienes
que confiar en mí. ¿Confías en mí?
Entonces la sonrisa se le suavizó levemente. Miraba a Melanto a la cara
con los ojos muy abiertos: unos ojos que vacilaban entre el negro y el gris a
medida que el agua peleaba por convertirla en su criatura y Leto, tan
testaruda como siempre, se negaba a permitirlo. Apretaba los puños con
ansiedad.
Melanto suspiró.
—¿Qué idea se te ha ocurrido?
Leto se inclinó levemente hacia delante para dejar apenas una mínima
voluta de espacio entre ellas. Melanto tragó saliva cuando Leto ladeó la
cabeza con complicidad y susurró:
—¿Te acuerdas del olivo?
16. VIENTOS HURACANADOS
LETO
−¿E scontemplarla—.
una balsa? —Melanto esbozó una mueca de desconcierto al
Leto, ¿crees que nunca he probado con una balsa?
A Leto se le cayó el alma a los pies. Tal vez no fuera un plan tan
brillante como había pensado.
Se mordió el labio y titubeó:
—Creo que nunca has probado con una balsa como esta.
Melanto permaneció en silencio mientras Leto trazaba el plan. Se
subirían juntas a la balsa, con mucho cuidado de no tocar el agua, y, en vez
de impulsarla con los poderes que dominaban, usarían un remo tallado a
toda prisa para dirigirse a la frontera.
—Mientras no nos toque el agua, seguiremos siendo humanas —
concluyó—. Y no seremos de Poseidón.
—Imagino que, en las otras ocasiones en las que me fabriqué una balsa,
no me anduve con tanto cuidado. —Melanto frunció el ceño—. Pero ¿por
qué no puedes usar tú tus poderes? Tú sí puedes marcharte, seas criatura de
Poseidón o no.
—Porque… —sintiéndose algo ridícula, Leto bajó la voz— te juro que a
veces me da la impresión de que me vigila. Cuando me metí en el agua por
primera vez, cada vez que vuelvo al mar y en cada ocasión en que hemos
intentado marcharnos. Cada vez que uso mis poderes, lo ve. Te lo juro. Me
va a ver a mí y te va a ver a ti.
—Te creo —dijo Melanto con seriedad—. Yo también lo noto.
—Entonces, ¿lo vas a intentar?
—Sí, pero si no funciona, te irás tú sola. Tienes que marcharte hoy.
Prométemelo.
—Te lo prometo —dijo Leto.
Iba a funcionar. Hizo un segundo juramento mientras arrastraba la balsa
a la orilla y ayudaba a Melanto a subirse a ella con mucho cuidado. Iba a
funcionar. Era un proceso lento para el que no tenían tiempo, pero el fracaso
significaría su ruina; cada vez que pensaba que el agua podría tocarlas,
brincaba a la arena, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
Iba a funcionar. Tenía que funcionar. Porque, cuando Leto miraba a
Melanto, su corazón danzaba un redoble frenético, doblaba los dedos y la
vocecilla del interior de su mente decía: «Si la abandonas, no te lo
perdonarás jamás».
Por fin consiguieron zarpar, secas, humanas y a escondidas. Leto
introdujo el remo entre las olas y, con cuidado, se alejó de la playa. No
podía mirar a Melanto; no soportaba afrontar el escarnio que sabía que
estaría escrito en cada uno de sus rasgos. Era un plan desastroso,
improvisado y absurdo, pero era el único que tenían.
—Creo que podría salir bien —dijo Melanto transcurrido un tiempo.
—¿En serio? —Leto se volvió hacia ella, atónita, y vio que Melanto
sonreía sinceramente al mirarla. Tenía hoyuelos en las mejillas y le
brillaban los ojos—. ¿De verdad?
—¿Me lo vas a volver a preguntar? —La sonrisa de Melanto se
ensanchó. Alargó la mano hacia el rostro de Leto, cuyo cuerpo recorrió un
escalofrío que la dejó tensa, inmóvil y perpleja mientras Melanto le
acariciaba los rizos—. Y tenías razón, por cierto. —Trenzó de forma
despreocupada los mechones sueltos.
Leto tragó saliva.
—¿Cómo?
Melanto señaló el barco con un gesto de la cabeza.
—Está ardiendo, como predijiste, ¿no?
—¿Qué…? —Los labios de Leto no llegaron a terminar la pregunta,
pues se volvió a toda prisa hacia el barco, en un movimiento que obligó a
Melanto a soltarle el cabello. La balsa se meció por debajo de ella, pero
apenas se percató. El barco estaba ardiendo; Melanto tenía razón. Era tal y
como había visto, como había sabido que sucedería. Y, sin embargo, en
parte había dudado de la veracidad de su visión; la había considerado una
pieza más de la compleja broma que los dioses parecían llevar toda la vida
gastándole. Ver alzarse las llamas carmesíes, como si pudieran lamer el sol
con su lengua ardiente, desató algo en su corazón. Había lanzado una
profecía, de las de verdad, y se había cumplido. O, al menos, en su mayoría.
Ya faltaba poco.
Su voluntad se fortaleció como una hoja de hierro.
—Pues adelante. Tenemos que subirnos a un barco.
—Ojalá —dijo Melanto en voz baja, cogiendo su propio remo—
Poseidón siga mirando a otra parte.
17. CON FURIA
MELANTO
C uando al fin atravesaron la barrera, se encontraron con un cielo repleto
de llamas. Melanto tomó la mano de Leto entre las suyas y respiró un
aire lleno de sal que sabía a ceniza.
Tras ellas cayó Pandú.
A Melanto no le hizo falta volverse para verlo, para saberlo. Lo sintió,
un dolor atroz en el pecho, un grito agudo en el agua que la rodeaba
mientras la isla que había sido su hogar durante años, durante siglos, dejaba
escapar un quejido grave y moribundo y se hundía en el mar del que había
emergido. Entonces lo entendió todo. Sin ella no había nada que mantuviese
en pie la isla. Había estado vinculada a Melanto, y Melanto a ella, pero en
ese momento había perdido su amarre y su propósito.
Talía estaba enterrada allí, como también Timo y miles y miles de
muchachas, que ahora se veían arrastradas a las profundidades junto con los
árboles, las cuevas y todas las esperanzas, sueños y miedos que había
dejado allí Melanto. Pero Melanto no cayó con ellas.
Había perdido todo lo que poseía.
Y nunca se había sentido tan libre.
Leto le apretó la mano (una advertencia) y Melanto levantó la vista.
Estaban apenas a treinta metros del barco, de palpitantes laterales de
madera y enormes velas blancas.
O al menos habían sido blancas. En aquel momento, mientras ardían,
eran una masa naranja titilante con columnas de humo negro. El blasón de
Atenas (el escudo de Beocia, había dicho Leto) que antaño hubo decorado
las velas estaba destrozado y abrasado. Mientras lo contemplaba, las velas
se tornaron en ceniza hasta desaparecer.
El fuego desapareció con ellas. Tal vez la tripulación lograse doblegar
las llamas antes de que atravesasen la cubierta.
—Ahí —dijo Leto en voz baja—. ¿Lo ves?
Melanto siguió la línea del dedo extendido en dirección a otra nave: un
maltrecho barquito de madera casi invisible frente a la inmensidad del navío
ateniense.
—Piratas —dijo Leto, sonriendo con picardía. ¿Cómo podía estar
sonriendo?—. No pinta bien para la princesa, creo yo.
Se habían liberado de Pandú y ya no importaba si los dioses, si
Poseidón, volvían a verlas, pero Melanto tembló igualmente al ver a Leto
meter la mano en el agua. Sus poderes respondieron a su llamada y le
subieron por el brazo en espirales verdes y negras. Si Poseidón se había
enterado de su huida, era imposible que estuviera enfadado. Quizá había
sido un descuido adrede; quizá siempre había querido que fuese libre. A
Melanto se le puso de punta el vello de los brazos cuando, con otro gesto de
la mano de Leto, el mar las impulsó hacia delante.
A medida que se acercaban al naufragio, las aguas se iban enturbiando y
la metralla las hacía traicioneras. Algo negro se movió en el agua delante de
ellas, algo de lo que emanaba un olor que a Melanto le resultaba
curiosamente familiar. Despertaba en ella un recuerdo antiguo, un instinto
ya olvidado que la instaba a huir.
Leto sintió arcadas.
—¿Es…?
Lo era. Melanto se dio cuenta demasiado tarde de qué era el olor y
dónde lo había saboreado en el aire con anterioridad. Abrió la boca para
hablar. «Para».
Antes de que la palabra hubiese salido de sus labios, se levantó un oleaje
repentino y no pudo hacer nada más que contemplar con espanto cómo el
rostro medio abrasado, medio derretido, de una joven se daba la vuelta poco
a poco hasta quedar de frente al cielo blanco.
—Dioses. —Melanto retrocedió ante la muchacha muerta, con ardor en
la garganta—. Leto, ¿hemos…? ¿Hemos llegado tarde?
Se volvió hacia Leto, cuyos dedos le apretaban tanto la mano que ya no
la sentía. Tenía fruncidos todos los rasgos del rostro verde grisáceo y se
había mordido el labio con tanta fuerza que le caían gotas de rubí por la
barbilla.
—Espero que no —dijo con tristeza—. Será mejor que no.
Melanto no la vio moverse, pero el agua de su alrededor se crispó de
forma repentina. Un instante después, se alzó una ola desde las
profundidades, envolvió a Melanto y a Leto y las levantó. A Melanto la
rodeó la sensación familiar del poder de Leto; respiró hondo.
—¿Tienes algún plan?
—No morir. —Leto le soltó la mano y el agua se la llevó.
Melanto sintió pánico en el pecho. Eran los planes los que evitaban que
una muriese. Las decisiones apresuradas (por la ira, por el miedo, por el
duelo) solían salir mal. Melanto lo sabía mejor que la mayoría; lo había
pagado más caro que nadie.
Pero no era el momento de pensar en ello.
Por fin había dejado atrás la parte en llamas del barco y la ola la depositó
en la cubierta de madera. Para estabilizarse, se apoyó en un enorme barril
de madera (uno entre un montón, todos marcados con el ya conocido blasón
ateniense) que perdía un líquido marrón dorado. Se le clavó una astilla en la
planta del pie descalzo.
Melanto dispuso de poco tiempo para reaccionar a la nueva molestia
(salvo con una blasfemia susurrada dirigida al dios que se ocupara de las
astillas) antes de que la cubierta se tambalease peligrosamente bajo sus pies
y la derribase.
El mástil abrasado se partió con un sonido horroroso y desgarrador, y el
barco volvió a tambalearse, enderezándose en el agua. Melanto se agazapó
junto al barril, respirando con dificultad. Entonces, una mano le agarró el
brazo y, en un acto reflejo, ella atacó. El golpe fue a parar a una piel suave.
—Ay —dijo Leto, llevándose la mano a la mejilla. Ya había vuelto a su
forma humana y, a pesar de las circunstancias, Melanto sintió una apagada
emoción de orgullo—. ¿Por qué me pegas?
—¿Qué estás haciendo? —susurró Melanto—. Agáchate.
Iban a descubrirlas, a atraparlas y a matarlas antes de que pudieran llegar
a la costa de Ítaca. Melanto no sabía pelear: nunca se había defendido.
Nunca había sido capaz de defenderse.
—¿Por qué debería…? —Leto se interrumpió con una expresión de
alarma y se agachó junto a Melanto. Donde esta la había abofeteado lucía
una marca de color rojo intenso—. Ahí están. —El terror en su voz era
evidente.
Las dos se asomaron desde detrás del barril.
Cuatro individuos, vestidos con ropajes elegantes y ostentosos,
caminaban por la cubierta con bravuconería, gritando y animando con
botellas de vino abiertas en la mano.
—Pensaba que Atenas era una potencia militar —se pavoneó uno de
ellos, que lucía una cuchillada en la mejilla de la que emanaba sangre
oscura—. Pero está claro que me equivocaba.
—Ten cuidado —dijo otro, un joven menudo de pelo castaño claro que
le tapaba los ojos—. Que no te oiga la muchacha.
—¿Qué va a hacerme? ¿Gritarme? ¿Darme una patada con las pantuflas?
—Yasión cree que es una bruja. —Otro de los piratas, un gigante de
barba gris desgreñada, se rio de forma estridente—. Cuidado, chicos, que os
puede lanzar un maleficio.
Yasión debía de ser el pirata menudo, que frunció el ceño al oír a su
compañero.
—Es una bruja, capitán. Quedaos con lo que os digo.
—¿Una bruja? —susurró Melanto, olvidándose de su situación por un
momento. La de cosas que podrían hacer con una bruja…—. ¿Crees que se
refieren a la princesa? No me habías dicho que era bruja.
Leto, que era una maraña de extremidades templadas a su lado, bufó:
—Las brujas no existen.
Melanto se volvió hacia ella, arrugando la frente a propósito. «Hay gente
que dice que no existen las sibilas —quiso decirle—. Hay gente que dice
que los muertos no regresan».
Los piratas, gracias a los dioses, evitaron que llegase a decir semejante
tontería. En cuanto abrió la boca, se oyó un estruendo que fue creciendo en
volumen y ferocidad mientras el quinto pirata arrastraba a una muchacha en
apuros desde la cubierta inferior.
—¡Cabrones! —chillaba, rematando sus palabras con patadas en las
espinillas del pirata—. ¡Os voy a matar!
El pirata la agarró aún con más fuerza, tirándole del pelo hasta que dejó
de mover la cabeza.
Melanto contuvo el aliento. La muchacha ateniense no podía tener
mucho más de veinte años. Tenía la piel morena, suave e inmaculada, con
unos pómulos altos y una mandíbula fuerte y contundente. Sus labios eran
carnosos y simétricos, sus dientes, rectos y blancos (y no dejaba de
rechinar) y sus pestañas, sorprendentemente largas y exuberantes. Era
imposible ocultar sus orígenes regios; cada uno de sus rasgos revelaba
riqueza y poder: un linaje vinculado a las prósperas tierras situadas al este
del mar Egeo. Aunque nada de eso le serviría de ayuda.
—Es ella —dijo Melanto. No podía apartar los ojos de la princesa. El
pirata de la barba había dado un paso adelante con una particular arrogancia
que lo designaba como el líder. Le pasó un dedo mugriento por la mejilla.
La princesa hizo ademán de morderlo y el pirata apartó la mano en el
último momento con una blasfemia.
—¿Y la otra? —preguntó mientras mesaba pensativo la barba.
—La he matado —dijo el recién llegado. La muchacha a la que tenía
presa aulló como un animal herido y dejó escapar una retahíla de blasfemias
tan groseras que habría hecho sonrojar a cualquier señorita.
—¿La has matado? —Al capitán se lo veía decepcionado—. Una pena.
Podría habernos sido útil.
—Aún nos queda esta.
—Muy bien —dijo Leto en voz baja, con frialdad—. Ya basta.
—¿Qué?
Melanto se volvió justo a tiempo para ver a Leto ponerse en pie, sonreír
y gritar:
—Aquí tenéis a otra, si es que la atrapáis. —Le dirigió a Melanto una
sonrisa resplandeciente, se dio media vuelta y corrió por la cubierta en
dirección a los piratas.
—Leto. —Melanto se había puesto en pie sin querer, medio escondida
detrás de los barriles mientras convocaba el poder del mar y se preparaba
para desatarlo contra los hombres que tenía delante. Sabía que Leto podía
ser impulsiva, hasta estúpida, pero no tanto.
Los piratas ni siquiera se dignaron a mirar a Melanto; tenían la vista fija
en Leto, que corría hacia ellos sin nada que la protegiese salvo una preciosa
sonrisa.
—¡Vamos! —gritó. No habían desenvainado las espadas y la miraban en
silencio, confusos—. ¡Vamos!
El que se llamaba Yasión pensó que tendría más posibilidades con ella
que con la princesa, así que desenvainó la espada y apuntó con ella hacia la
muchacha.
—¿Quieres probar mi acero, niña?
—Depende —dijo Leto con alegría. Estaba a punto de llegar a su altura.
Si Melanto no hubiera sabido en qué fijarse, no habría visto los tentáculos
de agua salada que atravesaban las tablas de la cubierta y rodeaban los
tobillos de Leto y las escamas verdes dispersas por su piel, que de repente
lucía gris como los guijarros.
—¿De qué? —preguntó Yasión.
—¿Sabes nadar?
Leto levantó el brazo y el mar se alzó a la vez. Una ola se cernió sobre el
barco, que se tambaleó, antes de continuar y llevarse por delante a Yasión.
El pirata se revolvió, tratando de encontrar dónde agarrarse, pero fue en
vano. Leto se había detenido justo fuera del alcance de los demás piratas.
Ladeó la cabeza.
—Se ve que no.
«¿Desde cuándo es tan poderosa? —pensó fugazmente Melanto, antes de
que se le pasara por la cabeza una idea más sombría—: Yo también sería
capaz».
De la ola surgió un estallido de energía que engulló a Yasión. Cuando
Melanto probó a alargar el brazo, notó el miedo del pirata mientras el mar
lo empujaba hacia las profundidades.
Leto estaba siendo amable: la muerte por ahogamiento no era
precisamente rápida, pero la muerte por presión, que hizo que el peso del
mar aplastara los órganos de Yasión y le reventase los ojos en el cráneo, fue
casi instantánea.
Leto alargó la mano hacia los piratas restantes y dobló los dedos en un
gesto de invitación.
—¿Siguiente?
***
Los próximos tres piratas aceptaron su suerte sin protestar.
Leto había matado a uno de ellos, y Melanto, tras haberse obligado al fin
a atacar, había acabado con otros dos. Eran los primeros hombres a los que
mataba, y acabó tan afectada que se planteó que quizá su tiempo en Pandú
la hubiese convertido en una persona despiadada. Si se hubiese enfrentado a
Eurímaco o a Antínoo así, habría acabado con ellos.
Nunca había usado sus poderes así, pero se le antojaba natural arrojar a
aquellos hombres al mar sin miramientos. Los peces iban a cenar bien esa
noche.
Faltaban dos: el capitán y su fornido lacayo, que aún aferraba a la
princesa entre sus inmensos brazos. Esta había dejado de forcejear con tanta
violencia y contemplaba a Leto y a Melanto con los ojos negros y la boca
bien abiertos.
—Dos contra dos, entonces. —Hasta ese momento, Melanto había
dejado que fuese Leto la que hablase, pero acababa de pronunciar sus
primeras palabras en la batalla. Las dos habían conseguido mantener un
aspecto humano, con la excepción de las escamas que les trepaban por los
tobillos, esquivando las oleadas que azotaban los bordes del barco—.
Imagino que, a ese respecto, estamos empatados.
El capitán arrugó el labio.
—¿Qué sois?
Leto había hecho la misma pregunta en el pasado, empapada y aterrada.
Melanto abrió la boca para contestar, pero ella se adelantó.
—Me llamo Leto —dijo—. Recuérdalo en el Hades, cuando te
pregunten cómo has llegado.
—Yo me llamo Damianos —gruñó el pirata—. Recuérdalo tú también.
Melanto no se había fijado en el pequeño cuchillo que el capitán llevaba
atado a la cadera. Qué tonta, qué idiota. Convocó una ola del mar, pero fue
tarde, demasiado tarde. Solo pudo ver cómo el pirata tiraba de él y lo
arrojaba hacia Leto con una fuerza asombrosa.
A Leto se le borró la sonrisa del rostro. Alzó las manos y, con ellas, el
agua, pero el cuchillo las atravesó y se le clavó en el pecho.
Leto emitió un sonido espantoso, un grito, un jadeo, y cayó al suelo.
Agarró la parte de la hoja que sobresalía de la piel (más de lo que Melanto
se había temido, más cerca del hombro, lo justo para no ser fatal, gracias a
los dioses) y retorció las manos ensangrentadas sobre la empuñadura.
—Serás hijo de… —dijo.
Melanto vio a tiempo el brillo del segundo cuchillo.
—¡Leto! —gritó.
Ella levantó la vista y torció el gesto con un repentino miedo infantil
mientras la segunda hoja cortaba el aire en su dirección. Se le habría
clavado en el corazón y la habría derribado en un instante si no hubiera
surgido la ola de Melanto y la hubiera desviado. Leto se encogió en el
suelo; tenía el cabello enmarañado, empapado, negro y marrón sobre un
charco de sangre y agua salada. El mar ya la estaba transformando y su piel
pasaba del color del melocotón al de la piedra y viceversa.
Se iba a recuperar. Tenía que recuperarse.
El capitán sonrió. Era evidente que no consideraba a Melanto una
amenaza. Se parecía a Eurímaco, a Antínoo. A Odiseo.
Melanto sintió unas náuseas repentinas y violentas en la garganta. La
ahogaban. Volvía a tener diecisiete años y estaba indefensa, desvalida.
«No». A aquel pensamiento lo siguió una curiosa tranquilidad. Melanto
había visto morir a Eurímaco y a Antínoo y había fregado su sangre del
suelo de madera. También hacía mucho tiempo que había muerto Odiseo. A
diferencia de ella.
—Te voy a matar —dijo con placer, sonriéndole al capitán. Por eso
Poseidón le había concedido sus poderes: por hombres así. Se lanzó contra
su rival.
Un instante después, el mar hizo lo propio. Un tentáculo gigantesco
surgió del agua con un estallido: un brazo de agua en espiral que se alzó por
encima de ellos hasta tapar el sol. El capitán abrió los ojos como platos,
separó los labios y echó a correr mientras la ola, la ola de Melanto, se
estrellaba sobre él, inundando la cubierta.
¿Habría sobrevivido?
Melanto no esperó para averiguarlo. Retorció los dedos y tiró del mar
como de un semental rebelde. Luego volvió a atacar, levantando el brazo a
través del agua, que ya le llegaba a la cintura, y enviando una ola de energía
hacia el otro pirata, el que aún aferraba a la princesa mientras miraba
boquiabierto y con cara de tonto a Melanto. Se había transformado por
completo; lo notaba. Era un monstruo. Y la sensación era mejor de lo que se
había imaginado.
Sonrió cuando la ola se llevó por delante al pirata, que peleó por
recobrar el equilibrio mientras la cubierta se levantaba por debajo de él y el
agua se derramaba por los laterales. La princesa se había liberado y se
alejaba de él con dificultad y una resolución admirable. Melanto había
pensado que sería una criaturita frágil y débil, pero los ojos negros de la
princesa eran de carbón candente mientras se apoyaba contra un enorme
fragmento de madera enterrado en la cubierta. Con el ceño fruncido, tiró de
él como para comprobar su estabilidad.
El pirata se había estabilizado y alargó la mano para hacerse con la
espada que llevaba en la cadera.
—Imbécil —dijo la princesa. En realidad, si había tirado de la madera no
había sido para comprobar que se sostuviese, sino todo lo contrario. Sonrió
victoriosa cuando la soltó y, dando un paso hacia delante con una elegancia
asombrosa, se la clavó en el costado al pirata.
Este se desplomó.
Y la princesa le escupió.
A Melanto le habría gustado disponer de un momento para disfrutar de la
visión del hombre muerto (pues ya se le había escapado la vida mientras
yacía en un enorme charco de sangre), pero el sonido de unos pasos pesados
y tambaleantes tras ella anunciaba el retorno del capitán.
Mierda. Había suplicado para que la ola lo hubiese matado.
Entonces se volvió hacia él con las manos en alto.
18. ENTRE HOMBRES Y LEONES
LETO
L eto se puso en pie con dificultad.
El agua que la rodeaba le cantaba mientras le cosía la piel herida. El
dolor al extraer el cuchillo había sido extraordinario, pero daba las
gracias de tener entre manos el peso de la hoja.
Melanto se hallaba cerca de la princesa, con las palmas en alto mientras
el capitán avanzaba hacia ella. La niebla había empezado a despejarse a su
alrededor, cosa que le preocupaba, pues quizá dentro de poco los avistasen
desde la costa: una complicación que Leto no deseaba afrontar. Se permitió
gozar del brillo del sol en la piel de Melanto. Estaba espléndida, casi como
Atenea antes de adentrarse en la batalla.
Leto podría haberse conformado con verla partir al desgraciado pirata en
dos, pero no le daba tiempo. Se fijó en el cuchillo que tenía en las manos y
puso a prueba su peso. No estaba tan ciega ante su propia incompetencia
como para pensar que podría lanzarlo y que alcanzase su objetivo en la
espalda del capitán para hacer que se desplomase sobre la cubierta de
madera.
A veces lo más sencillo era lo mejor.
Avanzó sin hacer ruido.
El capitán la oyó en el último segundo. Se sobresaltó y se dio la vuelta;
su rostro era una máscara de sorpresa cuando Leto le clavó el cuchillo entre
las costillas y lo giró con fuerza. La sangre brotó en una pulverización tan
fina como la bruma; se le dilataron las pupilas cuando cayó al suelo.
Leto no esperó a que se le parase el corazón. Llamó a las olas, que lo
arrastraron al mar mientras la vida se le escapaba de entre los dedos. Aquel
día había matado a tres hombres. Respiró hondo. Una vez más. Solo le
quedaba un joven más, de piel dorada oscura y corona de oro, para ser libre.
—¿Qué —dijo una voz aguda en la que se percibía el acento continental
— acaba de pasar, por todos los dioses?
Leto casi se había olvidado de la princesa. Al darse cuenta, sintió un
peso aplastante sobre el pecho, una presión que la comprimía cada vez más
y una voz que susurraba: «Aquí se acaba lo fácil».
Porque también tenían que matar a la princesa.
***
Leto se había quedado inmóvil, contemplando a la joven mientras, poco a
poco, se daba cuenta de la situación. No podían dejarla con vida; no podían
arriesgarse a que contara lo que había visto. Leto no había dudado tanto con
los piratas que la habían retenido (sabían los riesgos que corrían; se lo
merecían), pero el único delito de la muchacha era ser rica. Ser un objetivo.
No era justo.
Leto sabía que la culpa se mostraría en cada uno de sus rasgos, y vio su
propio temor reflejado en los enormes ojos negros de la princesa mientras
esta se agarraba el quitón y lo separaba de la cubierta empapada y llena de
hollín. Dio un paso indeciso hacia atrás, seguido de otro.
—No habéis venido para salvarme, ¿verdad? —preguntó. No parecía
sorprenderle. Sonaba cansada, resignada.
Leto abrió la boca para hablar, pero se dio cuenta de que no podía. La
muchacha era inocente, joven, hermosa, con toda la vida por delante y…
Y acababa de arrojarle un cuchillo a la cara.
—¡Mierda! —gritó Leto, y se apartó de un salto. No sabía de dónde
había sacado el cuchillo la princesa; de no haber estado tan sorprendida, la
habría impresionado. La hoja no la rozó por un centímetro y cayó por la
borda.
—Ni se te ocurra —dijo Melanto. Leto casi se había olvidado de ella;
había estado demasiado ocupada reflexionando sobre la horrible tarea que
tenía por delante. Le agradó volver a ver la mandíbula de Melanto, a pesar
de la curiosa oscuridad de sus ojos. Melanto sabría qué hacer.
Ella no la miró. Tan solo contemplaba a la princesa con el ceño fruncido.
—¿Cómo te llamas?
La princesa también fruncía el ceño al mirarla.
—Creo que sabes cómo me llamo.
Leto, que se sentía marginada, también frunció el ceño. No le gustaba la
forma en que la princesa hablaba a Melanto, dando por sentado con
arrogancia que debería saber quién era. Aunque técnicamente tuviese razón.
—Creo que piensas que eres más famosa de lo que eres.
La princesa sacudió la cabeza.
—Soy la princesa Adrastea, segunda hija del rey Elpidio de Atenas y de
la reina Antígo…
—Adrastea, entonces —la interrumpió Melanto, con una voz
sorprendentemente suave. Leto reconoció el tono y le dio un vuelco el
corazón. Melanto tampoco quería matarla, pero una de ellas tenía que
hacerlo—. No te voy a mentir, Adrastea. No hemos venido a ayudarte.
—¿A matarme? —preguntó la princesa. La calma de su voz era digna de
admiración, monótona y fría—. ¿A secuestrarme? —Se rio—. Os garantizo
que mi padre no va a pagaros ni la mitad de lo que esperáis.
—No queremos dinero. —A Leto se le escaparon las palabras de los
labios antes de que pudiera retenerlas. Era un instinto que no podía olvidar
fácilmente. A veces los nobles de Ítaca recurrían a ella en busca de
profecías. La miraban por encima del hombro e insinuaban que Leto los
necesitaba mucho más que ellos a ella. Que necesitaba su dinero.
Tenían razón. Y eso era lo que le dolía.
Miró a la princesa con el ceño fruncido.
—En realidad estamos intentando salvar a gente.
La princesa levantó una ceja.
—Qué heroico. ¿Y qué pinto yo en esto?
—Nada —dijo Leto. Su compasión iba debilitándose, barrida por el
gesto de poco meditada superioridad en los finos rasgos de Adrastea—.
Supongo que tienes razón: sí que sabemos quién eres. Y quién es tu futuro
esposo. El príncipe no te conoce, ¿verdad? No sabe cómo eres ni cómo
suena tu voz. Para él no eres nada más que un sello real y un cofre de oro,
dos cosas que podemos robarte con suma facilidad.
No estaba segura de dónde había salido esa rabia, pero menguó de
repente en cuanto sus palabras aterrizaron y Adrastea abrió los ojos como
platos en una expresión que podría haber sido de auténtico miedo.
—¿Quieres hacerte pasar por mí? —Entornó los ojos con la misma
rapidez con la que los había abierto—. ¿Quieres casarte con el príncipe?
—Queremos matar al príncipe —dijo Melanto con una voz clara e
inocente mientras daba un paso hacia Adrastea—. Es… necesario. Aliviará
un gran sufrimiento; entiéndelo. Hay una maldición…
—Me da igual el príncipe —la interrumpió Adrastea.
Melanto parpadeó.
—¿Perdón?
Adrastea se volvió hacia Leto, que se apresuró a apartar la vista por un
repentino miedo a que Melanto se percatase de su admiración por la
princesa, pero acabó planteándose si a Melanto le importaría o no que lo
hiciese. Se notó muy acalorada.
—Que me da igual el príncipe —repitió Adrastea, y Leto se agarró
agradecida a las palabras.
—Sí —dijo—, y…
—Y yo le doy igual a él —dijo repentinamente Adrastea—. Os ayudaré.
—¿Que nos qué?
Adrastea se encogió de hombros.
—O eso o me matáis, ¿no?
Leto la miró perpleja por un instante, antes de volverse hacia Melanto
con impotencia. Adrastea no podía ayudarlas, ¿verdad? Su plan ya era tan
impreciso, concebido de una forma tan apresurada, que no podían
arriesgarse a que las descubriesen llevándose consigo a la princesa.
—No puedes acompañarnos —dijo Melanto.
Leto exhaló aliviada. Ya no era ella quien debía tomar la decisión.
—Ni quiero —dijo Adrastea—. Me soltáis y me callo. Os lo juro por
todos los dioses. —Esbozó una sonrisa taimada, hermética y… esperanzada
—. Quiero conocer el mundo antes de casarme con otro príncipe de otras
tierras a las que no quiera estar atada. Tomad. —Se arrancó las pulseras de
oro macizo que le rodeaban las muñecas—. Las vais a necesitar. En uno de
los baúles hay un quitón para el festival del equinoccio: póntelo; es de los
caros. Y el sello y la carta de mi padre. Ya he escrito el borrador de la
respuesta que confirma mi llegada. Es muy tosca, pero puedes terminarla y
enviarla. Me da igual.
Su sonrisa se había tornado en una mueca. Le entregó las pulseras a
Melanto y procedió a quitarse a tirones un grueso anillo de plata.
Leto miró a Melanto, que también la miró.
—¿Y bien? —dijo Adrastea.
Melanto le ofreció a Leto los brazaletes.
Y Leto los aceptó.
Se los puso en las muñecas. Eran sencillos, nada que ver con los
complejos pendientes de las orejas de Adrastea ni con la deslumbrante
colección de anillos que le adornaban los dedos. Y pesaban mucho; se
chocaban entre sí con estrépito cada vez que movía las manos hacia un lado
u otro. No entendía por qué Adrastea los llevaba.
—¿Qué es eso?
Leto levantó la cabeza, alarmada, ante la voz furiosa y áspera de
Melanto, que repentinamente se había lanzado sobre Adrastea, le había
agarrado las muñecas y las contemplaba con el ceño fruncido.
Leto siguió la dirección de su mirada.
La piel bronceada de Adrastea era lisa y perfecta, pincelada con
delicados lunares de color castaño oscuro. Tenía los dedos suaves y sin
durezas, señal de una muchacha que no había trabajado ni un día de su vida,
pero las muñecas estaban rodeadas por marcas rojas. Leto había visto
marcas parecidas antes, en sus propias muñecas: la mordedura de las sogas
que la habían atado mientras le trenzaban el cabello y le cosían el vestido
blanco. Se quedó sin aliento de repente.
—¿Los piratas? —logró preguntar.
Melanto respondió antes de que pudiera hacerlo Adrastea.
—Son antiguas —dijo en voz muy baja—, ¿verdad?
Adrastea asintió.
—¿Por qué? —preguntó Melanto.
El viento soplaba alrededor de los humeantes vestigios del barco.
Adrastea permaneció varios instantes en silencio, hasta que dijo:
—Mi padre cree que debería gustarme el matrimonio, pero yo creo que
no. Como veis, no es un hombre muy convincente, así que se vio obligado a
probar… en fin, un método más persuasivo, por así decirlo. —Esbozó una
sonrisa amarga.
Leto la miró boquiabierta. Por absurdo que pareciese, nunca se había
planteado que la princesa no hubiese estado dispuesta a viajar a Ítaca a
casarse con el cobarde de su atractivo príncipe. Y tampoco se había
planteado que el padre de Adrastea pudiese mostrar tanta indiferencia hacia
los deseos de su hija como para esposarla y obligarla a cruzar el mar en
contra de su voluntad.
—¿Y qué es lo que te gustaría? —preguntó Melanto.
—¿Cómo? —Adrastea abrió bien los ojos, que se desviaron brevemente
hacia el rostro de Melanto. Luego, al percatarse de que esta no bromeaba
(cosa que Leto ya sabía), sonrió. En esta ocasión, de verdad—. Me gustaría
ir a Delfos para ver a su sibila. Y luego me gustaría continuar el viaje, hacia
mares aún por descubrir, para visitar las islas que están siempre cubiertas
por la bruma y que no se pueden encontrar salvo si se sabe adónde ir. Dicen
que en ellas hay brujas. Me encantaría conocerlas.
—Imagino —dijo Melanto— que tu padre no te lo permitiría.
—No.
—¿Y crees que encontrarás a las brujas?
Adrastea esbozó una sonrisa perspicaz y brutal, y volvió la cabeza hacia
Leto.
—He visto la marca que tienes en el cuello, criatura. Seas lo que seas,
una ninfa, una semidiosa…
—Una humana —dijo Leto, tal y como le había dicho Melanto a ella con
anterioridad—. Soy humana.
—No te creo —dijo Adrastea—, pero no importa. Hay cosas más raras
en este mundo que una chica con cuello de pez.
—¿Perdona? —Las escamas que le rodeaban el cuello no eran de pez.
Nunca había visto un pez con escamas que brillasen como la obsidiana, en
tonos verdes y discretos púrpuras bajo el sol.
—En fin —se apresuró a decir Melanto—, prométenos que no vas a
decirle nada a nadie, ¿de acuerdo?
La sonrisa de Adrastea se acentuó. Leto vislumbró un destello al acecho
en los ojos de la princesa: una especie de placer malicioso, picardía y
comprensión. Los pájaros enjaulados, se imaginó, aprendían a reconocer el
canto de sus semejantes.
—No voy a decirle nada a nadie —dijo Adrastea—. Además, toda la
tripulación está muerta.
—Lo siento —dijo Melanto.
Leto no se pronunció. La tripulación ya estaba muerta cuando llegaron.
No estaba obligada a pedir perdón. Además, Adrastea no parecía
lamentarlo. Sonaba pensativa, como si estuviera señalando un arañazo en
un suelo de baldosas.
—Yo no lo siento —dijo Adrastea—. Todas las manos de este barco son,
eran, leales a mi padre. Todos me han traicionado. Bueno, puede que una
persona no lo hiciera, pero imagino que ya no importa. No voy a seguir sus
pasos. Voy a cumplir con mi palabra. Lo voy a jurar otra vez ante todos los
dioses que me escuchen. —Alargó la mano, tan rauda como una víbora,
hacia la cintura de Melanto para hacerse con el cuchillo atado a ella.
Leto se sobresaltó y amagó detenerla, pero Melanto ni se movió.
Adrastea cogió el cuchillo y se cortó la palma de la mano. Su sangre
empezó a gotear sobre la cubierta.
—Lo juro —repitió—. Nadie va a descubrir lo que ha ocurrido aquí hoy.
No de mi boca.
—Bien —dijo Melanto—. Bien. —Había estado nerviosa, tensa, desde
que había visto las marcas de las ataduras de Adrastea. Pero por fin se pudo
relajar; se irguió, recuperó el cuchillo y lo limpió con la falda del quitón—.
Podemos tomar la barca de remos; imagino que este navío dispondrá de
una, ¿no?
Adrastea asintió.
—Bien. Los piratas han dejado un pequeño barco con el que podrás
llegar al puerto de Cefalonia. Desde allí podrás ir a donde desees; creo que
eres lo bastante inteligente como para poder llegar a Delfos ilesa. Llévate lo
que necesites y déjanos el resto. —Hizo una pausa—. Una última cosa:
¿cuántos días faltan para el equinoccio de primavera? Llevamos… un
tiempo fuera, la verdad.
Adrastea arrugó la frente, pero no presionó a Melanto.
—Once días.
Melanto se estremeció.
—Once. Bien, gracias.
Leto escuchaba en silencio. Iban a dejar que Adrastea se marchase,
entonces. Y en cuestión de días, una vez elegidas las primeras muchachas,
tratarían de matar a su prometido.
Al menos habían perdonado una vida.
Se le pasó por la mente una última idea: que quizá fuese la única.
19. LOS MARES ESTRUENDOSOS
MELANTO
E n cuanto terminaran su misión, Melanto no pensaba volver a pisar un
barco, y estaba segura de que Leto opinaría lo mismo.
Se hallaban en la cubierta, una frente a la otra. Había cargado los
baúles de Adrastea en la barca de remos del navío, que se estaba hundiendo
a toda prisa, y ya habían arrojado por la borda el último de los cadáveres.
Adrastea ya debía de haber llegado a Cefalonia; Melanto la había ayudado a
subirse al barco abandonado de los piratas y le había ordenado al mar que lo
impulsase a través del estrecho, pero ya había perdido el contacto con el
barco y no podía hacer nada más que rezar para que la princesa cumpliese
su palabra. Leto se había deshecho del quitón roto y se había ataviado con
uno de los lujosos vestidos de Adrastea. Antes de marcharse, la princesa le
había entregado un cofrecito de cosméticos, le había oscurecido las cejas y
los ojos y le había teñido los labios de rojo sangre. Aun así, Leto no lucía un
aspecto particularmente regio; tenía una expresión adusta y estaba
empapada.
—¿Crees que encontrará a las brujas?
—No veo por qué no.
—Sigo sin creer en ellas. Ni siquiera después —gesticuló con la mano—
de esto. Es imposible, ¿no?
Melanto sonrió. Quería apartarle el cabello del rostro a Leto (se le había
vuelto a soltar de las trenzas) y recordarle que en el mundo había cosas más
extraordinarias de lo que se imaginaba. Quería acariciarle el carnoso labio
inferior con el pulgar.
Pero, en vez de eso, le pasó la mano por el hombro, cubierto por un
tejido grueso. Sabía que debajo de él la piel seguía rosada, arrugada, pero
curándose. Quizá ni siquiera le dejase cicatriz.
—Deberíamos hundir el barco —dijo—. Si no lo hacemos, lo
encontrarán. No podemos arriesgarnos más; no podemos…
Entonces se abrió con un portazo la trampilla que había en el centro de la
cubierta en ruinas y algo, alguien, salió de ella a gatas.
Era una muchacha. Aún no las había visto; estaba de espaldas, con los
hombros encorvados, como si estuviese dolorida.
Iba ataviada con un quitón amarillo empapado pegado a su diminuto
cuerpo. Debía de haber estado escondida en la cubierta inferior, agachada
tras algún cofre lleno de joyas u otro objeto, mientras masacraban al resto
de la tripulación. En ese instante, se tambaleaba, inestable, con los ojos
entornados frente al sol.
—¿Princesa? —gritó.
Pero la princesa se había marchado. Melanto vio el horror en el rostro de
Leto, las arrugas de su frente, cuando se percató de la situación, y se dio
cuenta de que también se reflejaría en su propia expresión. Las palabras de
Adrastea le resonaban en los oídos: «Todas las manos de este barco son,
eran, leales a mi padre. Todos me han traicionado». Y eso significaba que
no podían dejarla marchar. Ya se habían arriesgado demasiado.
A Leto le temblaban las manos y su boca esbozaba una mueca de
indecisión.
Melanto se movió.
No debería haber sido tan fácil agarrar a la criada, acercársela y clavarle
el cuchillo en el pecho. Pero lo fue. La criada murió en silencio.
Solo entonces vio Melanto la herida que abría el vientre de la joven a la
brisa marina: una herida que sin duda la habría matado. Probablemente se la
hubieran hecho los piratas.
Melanto la contempló muda antes de dirigirse a un lateral del barco
(haciendo caso omiso de Leto y su desesperada pregunta) y vomitar por la
borda.
***
Leto había permanecido en la cubierta mientras el barco comenzaba a
hundirse. Melanto la observaba en silencio.
No podía apartar la vista del charco de sangre sobre la madera, donde la
criada había exhalado su último aliento.
Cuando hubo acabado de vomitar, Melanto había arrojado a la muchacha
muerta al mar con una moneda de oro del cofre de la princesa. Con eso le
bastaría para comprar el pasaje a través del Estigia hacia la vida que le
esperaba después de la muerte.
Melanto deseó que le fuese amable.
—Leto. —Melanto se acercó a ella. Debería decirle algo; tal vez
palabras de consuelo. Pero ¿qué le podía decir? Permanecieron inmóviles,
una al lado de la otra, hasta que Melanto no pudo soportar más el silencio.
Alargó la mano hacia el hombro de Leto, pero se arrepintió en el último
momento y se dio media vuelta—. Era necesario.
Leto llevaba anillos en los manos como parte de su disfraz de princesa:
unos gruesos anillos de oro con piedras preciosas engastadas. Melanto
quería arrancárselos uno por uno y arrojarlos al mar; quería arrodillarse y
decir: «Dioses, ¿es esto lo que se siente al matar a una inocente? No lo
sabía».
Pero, en vez de eso, dijo:
—Romper una maldición nunca es tan sencillo como se espera.
Leto no respondió.
—Vamos —dijo Melanto, esta vez con más dulzura—. Tenemos que
irnos. La barca de remos tampoco es que esté en muy buen estado.
Tendremos suerte si logramos llegar a tierra.
20. LAS GOTAS DE MIEL
LETO
L a predicción de Melanto había sido acertada. Los restos de la barca en
la que habían escapado, salpicados de agujeros y llenos de agua, no
duraron mucho. Para cuando avistaron la costa de Ítaca, no estaba ni
mucho menos en condiciones de navegar. Melanto se había tirado por la
borda sin decir nada y había nadado a su lado, usando sus poderes para
mantenerla a flote lo mejor que pudo. Había sido un alivio verla hacerlo,
pero Leto no había sido capaz de decirle nada.
«Lo entiendo». Pero en realidad no lo entendía.
Todos los piratas se habían ganado su suerte. Apenas le había costado
convencerse de que se merecían morir, lanzarlos por la borda y dejar que el
mar hiciese el resto.
Pero la criada…
Estaba moribunda; Leto lo había visto en sus hombros y en el temblor de
sus manos antes de que Melanto la hubiese agarrado. Pero, aun así, era
inocente. Y estaba muerta.
Leto, al fin de regreso en Ítaca, contempló con gesto adusto desde el
puerto cómo la barca se hundía finalmente bajo el agua. Melanto salió a la
superficie cerca de allí, enseñando los largos colmillos, con la piel de ceniza
y el cabello negro. Empujó el último baúl a tierra firme.
Se habían llevado solo lo poco que cupo en la barca en ruinas: algunos
vestidos y unas cuantas joyas, ni mucho menos tantas como necesitaban
para su farsa. Más adelante se buscarían una excusa. Por el momento, Leto
estaba demasiado cansada como para hacer nada más que no fuera agarrarse
el hombro y pensar en la rapidez con la que había dejado de sangrarle la
herida y se le había cerrado en una cicatriz arrugada. Ya no quedaba casi
nada, oculta bajo los amplios tirantes de uno de los quitones de Adrastea.
—¿Cómo vamos a explicarlo? Hemos llegado solas y faltan la mitad de
las posesiones de Adrastea.
—Diciendo la verdad: que nos han atacado los piratas —dijo Melanto—
y que escapamos con valentía, obviamente.
Leto solo pudo obligarse a sonreír. Sentía los nervios en el vientre.
—El pelo —dijo Melanto—. Lo tienes mojado.
—Ah —dijo Leto. Podía manejar el mar como una espada, ordenarle que
arrojase a hombres adultos a las aguas oscuras, pero aún le costaban los
detalles más sutiles. Aún no había perfeccionado el arte de escurrirse el
cabello sin dejarlo seco y muy encrespado—. No lo había pensado.
Debió de mostrarse visiblemente consternada.
—Ya lo hago yo —dijo Melanto.
Obediente, Leto agachó la cabeza. Melanto le pasó las manos con cariño
entre los mechones, desenredándole los nudos y retirándole brillantes hilos
de agua. Finalmente le enmarcaron el rostro sus rizos de color castaño
oscuro. Melanto se los apartó de la cara y se los colocó detrás de la oreja.
—Ya está —dijo.
Estaban peligrosamente cerca la una de la otra, más de lo que habían
estado desde que Leto viese el futuro de Melanto y oliese la muerte. Pero
quizá Melanto pensase que la predicción ya se había cumplido. Al fin y al
cabo, los piratas ya habían muerto, como también la criada.
Leto podía creer que ya había terminado.
Melanto no se había movido. Tenía la mirada ardiente fija en los ojos de
Leto.
—Aún tengo mojado el quitón —dijo Leto en voz baja—. La princesa
no se presentaría empapada.
—No digas tonterías: no te vas a presentar empapada. A ver —dijo
Melanto, que alargó las manos para pasárselas por la cintura a Leto. El
tejido tembló (¿o acaso fue la propia Leto?) bajo sus dedos y se secó.
Melanto hizo una pausa y rozó con las manos las caderas de Leto—. Mejor
así.
Leto se miró el quitón, antes de volver a fijar la vista en Melanto. Tragó
saliva.
—No me queda bien.
—Está sin cerrar —dijo Melanto. Sin avisar, agarró a Leto de la cintura
y le dio la vuelta, colocó la falda en su sitio y ciñó la faja. El instante que
había flotado entre una y otra se rompió en mil pedazos. Fue un alivio,
aunque el tacto de las manos de Melanto al otro lado de la fina tela hizo que
a Leto la recorriera un peculiar escalofrío por la espalda. Seguramente
hiciera más frío de lo que se había imaginado.
Leto abrió la boca para hablar, pero se le perdieron las palabras antes de
llegar a sus labios.
—¿Cómo…? —logró decir, tras aclararse la garganta y volverse de
modo que las manos de Melanto le rozasen la parte alta de las caderas, pero
sin soltarse—. ¿Cómo estoy? ¿Y el maquillaje?
Los ojos de Melanto recorrieron despacio el rostro de Leto.
—Tienes algo en la mejilla —dijo al fin.
—Ah. —Leto se llevó la mano a la cara.
—Ya te lo quito yo. —Melanto apartó las manos de la cadera de Leto; su
ausencia le dejó la piel hormigueando bajo la fresca brisa, pero Leto apenas
se percató cuando Melanto levantó la mano y le pasó el pulgar muy
lentamente por la piel de la mejilla—. Ya está —dijo—. Preciosa.
Melanto iba perdiendo poco a poco el color verde a medida que se le iba
secando la piel. Se le difuminaron las escamas del cuello y acabó
sustituyéndolas la cicatriz roja. Estaban tan cerca la una de la otra que Leto
podría haber contado las pecas pardas que poblaban la nariz de Melanto.
Distinguía los parches rojos en sus labios: marcas que habían dejado los
dientes. Habría sido muy fácil inclinarse y…
Las dos se sobresaltaron al oír una bocina lejana. Un pastor, quizá,
llamando a su rebaño, o un marino señalando la llegada de su barco a la
costa.
Melanto apartó la vista. Tenía en la mano una cinta de color rosa claro,
que se anudó con destreza sobre la marca de la garganta. Leto frunció el
ceño. No era la marca de la soga lo que la hizo vacilar (ella también lucía
una marca casi idéntica), sino el hecho de que fuera la única imperfección.
No había escamas ni nada que señalase a Melanto como una de las elegidas
de Poseidón. Pero no tenía sentido. Las únicas muchachas que llegaban a
las costas de Pandú eran las ahorcadas; Melanto lo había dejado claro.
Tal vez el paso del tiempo le hubiese borrado las escamas; ¿llegaría el
día que también desapareciesen de la garganta de Leto? Pasó la mano por
sus suaves bordes.
La voz de Melanto la sacó de sus pensamientos.
—Vamos —se limitó a decir—. No deberíamos perder más el tiempo. —
Con un único movimiento seco, extrajo el agua de su propio quitón y de su
piel. En el cabello se le volvieron a formar unos rizos dorados. Se dio la
vuelta y emprendió el camino hacia el palacio, dejando que Leto se
abrochase un grueso collar de oro al cuello y la siguiese.
Se sacudió la falda y procedió a esconder el poco verde que aún quedaba
por debajo de ella.
21. TANTO EL BIEN COMO EL MAL
MELANTO
L legaron a las puertas del palacio cuando el sol vespertino comenzaba a
enfriarse.
Melanto había conseguido convencer a dos muchachos de Vathí para
que les llevasen el equipaje por una moneda de plata cada uno. Tendría que
haberle escandalizado la evidente estafa, pero estaba demasiado nerviosa y
cansada como para que le importase. El sol la castigaba con su calor y, al
encontrarse fuera del agua, estaba al borde del colapso. Se había pasado
siglos sin abandonar los dominios de Poseidón e Ítaca le parecía otro
mundo.
Leto no tenía mucho mejor aspecto. Durante la caminata con el pesado y
recargado atuendo de Adrastea, le habían bajado por el cuello ríos de sudor.
El esmerado maquillaje de la princesa se le había derretido en el rostro.
—Disculpa —jadeó Melanto ante el guardia de la puerta, que la miró
dubitativo—. Esta es la princesa Adrastea de Atenas —dijo señalando a
Leto, que logró levantar la mano, casi sin fuerzas, para saludar. Tenía el
rostro rojo como una remolacha—. Le gustaría solicitar una audiencia con
el príncipe.
Las dudas del guardia se convirtieron en una incredulidad evidente.
—¿La princesa? —repitió.
Leto se irguió, se palpó los rizos empapados por el sudor y, visiblemente,
ladeó la mano para mostrarle la colección de gruesos anillos enjoyados y el
sello de plata. Melanto hizo un esfuerzo por no sonreír. Leto se parecía a
Talía esa vez que regresó de Ítaca con un cofre de joyas: una niña manchada
de sangre jugando a disfrazarse. Se había pasado meses extraviando las
joyas hasta quedarse sin ninguna.
A veces Melanto encontraba un rubí perdido engastado en un magullado
anillo de plata, y los recuerdos le aferraban la garganta con tanta fuerza que
sentía que se ahogaba. Talía se había arriesgado demasiado. Qué idiota. Sin
embargo, el duelo ya no era tan feroz, atenuado por la imagen de Leto
sacando pecho y poniéndose de puntillas.
—Me estabais esperando, imagino.
El guardia clavó la vista en los anillos. La duda estaba escrita en todos
sus rasgos, pero Melanto sabía que no iba a jugarse su puesto negándole la
entrada a una princesa. Estaba claro que él también lo sabía, pues agachó la
cabeza en una rápida reverencia.
—Alteza, bienvenida a Ítaca. Vuestros hombres y vos podéis entrar.
—¿Mis hombres? —alzó la voz Leto. Era evidente el pánico en su
expresión.
—No son nuestros hombres —se apresuró a decir Melanto, señalando
con un gesto a los jóvenes que aún cargaban con el equipaje—. Nos han
estado ayudando. Como ves, nos atacaron unos piratas en el estrecho.
Nuestros hombres… —bajó la barbilla y miró al guardia, parpadeando, a
través de las pestañas— todos han muerto.
—¿Han muerto? —preguntó el guardia con una voz aguda. Casi era
posible ver cómo se revolvían los pensamientos en su cabeza: ¿estaría
enfadada Adrastea? ¿Culparía a Ítaca?—. Gracias a los dioses, vos estáis
ilesa —dijo al fin. Melanto tenía la esperanza de que sus reflexiones no lo
llevasen a preguntar cómo era posible que hubiera resultado ilesa.
El guardia se volvió para llamar con señas a dos soldados situados en sus
puestos, algo más cerca del palacio.
—Es la princesa Adrastea —les dijo—. La han atacado. Sus
acompañantes han muerto. Llevadle el equipaje y avisad al personal de su
llegada. Recordadles que deben ofrecer todo tipo de comodidades a la
princesa. Aseguraos de que sus aposentos estén preparados de inmediato.
Avisad a la reina. Y su doncella…
—Se queda conmigo —dijo con firmeza Leto, y sus palabras hicieron
estremecerse el pecho de Melanto.
—Como deseéis —se limitó a decir el guardia—. Por aquí.
—Gracias —dijo Leto, y se volvió hacia Melanto con una breve sonrisa.
Rozó el dorso de su mano al dar un paso hacia delante y sacudirse el
cabello. Melanto tuvo que esforzarse por no agarrarse a ella y no volver a
soltarla. Permaneció inmóvil por un instante, respirando hondo y volviendo
la cabeza para ver el mar que había dejado atrás. La próxima vez que pisase
la orilla, estaría acompañada por un príncipe, que moriría allí. Melanto se lo
había jurado a sí misma. La maldición no se llevaría por delante a ninguna
muchacha más mientras ella siguiese con vida.
Los jóvenes que les habían transportado el equipaje ya se habían
marchado, corriendo por el camino, sosteniendo en lo alto las monedas
mientras gritaban de alegría. Entonces, como si los dioses deseasen que la
presentación fuese lo más desastrosa posible, empezó a llover.
***
El príncipe no estaba.
Era habitual, pensó Melanto mientras miraba cómo Leto examinaba sus
nuevos aposentos, que cuando algo salía bien, el resto fuese un fracaso. El
príncipe había desaparecido, a juzgar por los susurros apagados del
personal, que desconocía adónde había ido.
Había hecho todo lo posible por esconder su temor cuando un criado
silencioso las había acompañado por todo el palacio, mientras comentaba
con una anodina voz nasal:
—Esta es la galería, por supuesto, y esta es la armería. Y esta es otra
galería. Y otra armería.
Melanto no le había prestado atención.
Las estancias eran todas idénticas: salpicadas de klinai (sofás diseñados
específicamente para tumbarse en ellos mientras hermosas sirvientas
ofrecían bandejas de queso y uvas) tallados de forma compleja, cada uno
con una magnífica selección de cojines de seda.
Lo difícil no era distinguir las unas de las otras, por supuesto, porque
Melanto se conocía el palacio como la palma de la mano. Lo más
complicado era distinguirlas de lo que habían sido en el pasado: tratar de no
recordar lo que había visto en los pasillos y los horrores de los que había
sido testigo en la salita de reuniones. La sangre que había olido y la peste de
un hombre muerto mientras se vaciaban sus entrañas.
Durante la mayor parte del tiempo, Melanto no había levantado la vista
del suelo.
Leto había permanecido en silencio hasta que hubieron llegado a sus
habitaciones y hubo visto su lujo. Había una inmensa sala de estar, en la que
Melanto pudo contar tres mesas independientes, dos escritorios y al menos
el doble de sillas. A continuación estaba el dormitorio, oculto tras una
gruesa cortina violeta.
—¿Todo esto es… —Leto miraba boquiabierta a Melanto— para mí?
—Para nosotras. —Melanto se dejó caer en la cama. La única cama.
En Pandú, cuando la noche la hacía pensar en Leto (en el aleteo de sus
párpados cerrados, en su boca abierta, en el tacto de su vientre contra el de
Melanto), ella siempre había estado durmiendo a salvo una cueva más allá,
pero ¿compartir cama? Melanto no estaba segura de que pudiera soportar
semejante vulnerabilidad, una cercanía tan prolongada. Agachó la cabeza
por miedo a que su expresión delatase lo que estaba pensando. Las capas
sobre capas de cubrecamas eran obras maestras de hilos dorados y tintes
rojos sobre un colchón tan blando que se hundió un palmo en él. Extrajo
una pluma de una recargada funda y la examinó de cerca.
—Pluma de ganso. Magnífica.
Leto ni respondió ni pareció haberse percatado de que solo había una
cama. Quizá no le molestase compartirla ni se plantease siquiera que podría
suponer un problema. Melanto tragó saliva, con la garganta especialmente
seca, mientras Leto examinaba cada rincón de la estancia en detalle. Se
advertía la emoción en cada centímetro de su rostro, en los hombros y en
los marcados movimientos de su cuerpo. Se enjugó el maquillaje malogrado
y se arrancó el collar de oro; Melanto vio el filo de las escamas que había
ocultado debajo.
La contempló en silencio. Los siglos que había pasado en Pandú le
habían otorgado el don de la paciencia.
—Por todos los dioses —espetó al fin Leto—, tenemos que hacer algo.
¿No podríamos ir al mar? ¿Entrenar? ¿Rezar? Lo que sea.
Era difícil contener la risa ante su impaciencia. Melanto se dio la vuelta
y hundió la cara en la almohada. Sin embargo, al pensar en el mar le dolía el
alma. Ya echaba de menos el poder que comportaba la maldición de
Poseidón. Sin él, se sentía pesada, cansada hasta el mismo interior de sus
huesos.
¿O era otra cosa la que le causaba dolor? Algo que la encogía y que
hacía que su corazón latiese más rápido y su mente nadara entre los
recuerdos de manos, rostros, voces y…
No. Ese maldito palacio ya había albergado su destrucción una vez; no
permitiría que volviese a acabar con ella. Tomó aire muy despacio antes de
hablar.
—¿No deberíamos esperar al príncipe? —preguntó con una voz ahogada
por la almohada.
—Me importa un bledo el príncipe —dijo Leto, cuya voz destilaba falsa
amabilidad—. Ni quiero que me importe. Cuesta mucho más matar a
alguien que te importa, aunque su muerte vaya a salvar innumerables vidas.
Melanto alzó la cabeza ligeramente para hablar con más claridad.
—¿Qué ganaríamos marchándonos ahora? Y, de hecho, ¿qué ganaríamos
conociendo al príncipe? Ni siquiera podemos intentar matarlo hasta que
estemos seguras de que se ha elegido a la primera de las muchachas para su
sacrificio. ¿Para qué, entonces?
Leto la miró con el ceño fruncido y un destello en los ojos.
—Te recuerdo —espetó— que ese hombre me mató.
—¿Y eso qué tiene que ver? No se lo puedes echar en cara, ¿verdad? —
Melanto logró no levantar la voz y hablar con calma. No quería discutir.
Tampoco es que Leto pudiera hacer muchas trastadas. El príncipe se
había marchado, los sirvientes habían confirmado su ausencia. Tendría que
esperar.
—No lo sabré hasta que lo vea —dijo Leto—. A lo mejor descubro algo
útil. —En una decisión repentina, cogió una de las capas de viaje de
Adrastea y se la colocó sobre los hombros bronceados. Atravesó la
habitación hasta la puerta y allí se detuvo, con la mano en el pestillo, y miró
expectante a Melanto—. ¿Te vienes?
Melanto se enfureció. No sabía qué era, pero había algo en el tono de
Leto que la ponía de los nervios. Sacaba a la superficie recuerdos que había
ido enterrando en silencio a lo largo de los años.
—No —dijo en un tono cortante. ¿Le recordaba todo el palacio a su vida
de tiempo atrás? Tal vez la cuestión no fuera si debía enfrentarse a ello, sino
cuándo. Y aún no estaba preparada.
Negó con la cabeza.
—Es absurdo husmear.
—También es absurdo quedarse sentada —dijo Leto—. Voy a buscar los
aposentos del príncipe. Seguro que puedo descubrir algo. —Abrió la puerta,
la franqueó y la cerró tras de sí.
Melanto volvió a hundir la cara en la almohada. Tendría que haberse
imaginado que sucedería. Leto era muy joven y su odio aún ardía con
intensidad, era impetuosa, impulsiva y…
«Tienes miedo. Porque no quieres perderla».
Era la voz de Talía la que hablaba en sus adentros: astuta, avispada e
ingeniosa. Melanto dejó escapar un sonido de furia (medio grito, medio
gemido) contra las plumas de ganso. Proteger a Leto le salía solo, como por
instinto. Era la última esperanza de Melanto y de Ítaca.
Era por eso.
Se dio la vuelta y se entretuvo buscando dibujos en los techos de
mármol.
No llevaba mucho tiempo cuando las puertas de los aposentos se
volvieron a abrir y se oyeron nítidos pasos sobre el suelo de piedra. Melanto
se levantó de la cama y se asomó a la habitación principal, en la que estaba
Leto, con los brazos cruzados y el gesto tenso de irritación.
—Qué prisa te has dado —dijo Melanto. Y luego, aunque se leía la
respuesta en el rostro de Leto, preguntó—: ¿Has encontrado algo?
—Me he perdido al volver y he tenido que abordar a un criado. Por
cierto, no tiene muchos y casi todos están vigilando la puerta del príncipe
—dijo Leto—. Me va a ser imposible entrar. Pero ¿sabes una cosa? Estoy
casi segura de que sus aposentos están justo debajo de estos.
—Pues qué… —Melanto se interrumpió cuando Leto, junto a ella, abrió
los postigos de la habitación en un único movimiento— ¿pena? Dime que
no vas a intentar colarte por la ventana. —Empezaba a pensar que Leto era
aún más impulsiva que Talía.
La Talía que recordaba (la parte de Melanto que aún era suya) volvió a
hablar: «¿Ves como tienes miedo de perderla? Igual que me perdiste a mí».
—No voy a «intentar» colarme por la ventana: me voy a colar —dijo
Leto mientras la atravesaba.
Melanto tendría que haberla seguido. Tendría que haberse lanzado y
agarrado a Leto por la estrecha muñeca.
Pero la voz de Talía en su oído no se callaba, y más voces se habían
unido a ella, y por las venas de Melanto corrían la tristeza, la desesperanza
y el terror, hasta que casi la paralizaron. Entonces, lo único que pudo hacer
fue escuchar el sonido de los arañazos en la piedra al otro lado de la
ventana, con la esperanza de que no estuviese cometiendo otro error más.
22. PARA BRILLAR CON
RESPLANDOR
LETO
A Leto no le resultó muy difícil bajar por los muros del palacio, aunque
tampoco fue tan fácil como se había imaginado. La luna estaba casi
oculta detrás de unas oscuras nubes grises, lo que dificultaba que
miradas recelosas la descubrieran colgada de la áspera piedra, pero la
superficie estaba resbaladiza por la lluvia y la arenilla se le clavaba
dolorosamente en las yemas de los dedos.
Bajó centímetro a centímetro, con mucho cuidado y la mirada fija en
donde, debajo de ella, la piedra daba paso a una ventana. Y esa ventana,
esperaba, la llevaría a los aposentos del príncipe. No estaba segura
exactamente de lo que iba a encontrar allí, pero no soportaba esperar, a
diferencia de Melanto. En parte había deseado que ella la siguiera. En parte
estaba decepcionada.
Tal vez descubriese un práctico escondrijo, algún secreto ilícito que
pudieran aprovechar llegado el momento. Es decir, pronto.
Al mover el pie, rompió un pedazo de hiedra, cuyas hojas cayeron como
la lluvia sobre el patio.
Leto se quedó inmóvil. Se había fijado claramente en que no había
muchos guardias alrededor del palacio; seguro que no habría ninguno en el
patio…
Por encima del suave golpeteo de la lluvia sonaron pasos. No eran lo
bastante rápidos como para ser una carrera ni lo bastante lentos como para
ser el caminar de un hombre sin motivos de alarma. Alguien había oído algo
o visto algo. Leto se revolvió desesperada. Aún tenía la ventana demasiado
lejos como para servirle de refugio, y en el patio no había nada salvo una
fuente burbujeante que vertía su agua en un amplio cuenco de mármol. Las
fuentes de Ítaca eran tanto de agua salada como de agua dulce.
«Por favor —pensó Leto en una súplica silenciosa—, que esta sea
salada».
El guardia se encontraba ya debajo de ella, observando el montoncito de
hiedra que había caído al suelo. Se rascaba la barbilla y se disponía a
levantar la vista.
Antes de que pudiera verla, Leto alargó una mano hacia la fuente.
Durante una décima de segundo no sucedió nada; le dio un vuelco el
corazón y se le tensó la garganta. Hasta que la fuente se movió.
El agua se levantó y formó espirales siguiendo sus órdenes; la fuente
roció agua sin control. Sin saber muy bien cómo, las gotas llegaron tan lejos
que empaparon el quitón de Leto, a pesar de la distancia. La joven se
encogió con una blasfemia ahogada y dejó de controlar el agua, que regresó
a su dócil borboteo habitual.
Oyó al guardia gritar:
—¡La madre que…!
Leto sonrió victoriosa. Ya se imaginaba el gesto de placer de Melanto,
una vez borrada su sufridora paciencia. «¿Una fuente de agua salada, Leto?
—diría—. Sí, imagino que también forman parte de los dominios de
Poseidón. Eres un genio».
Por debajo de ella, el guardia miraba como loco a su alrededor en busca
de una explicación para el peculiar comportamiento de la fuente, pero no se
le ocurrió mirar arriba. Al final, negando con la cabeza, desapareció a la
vuelta de la esquina y Leto regresó a la tarea que tenía entre manos: acceder
a los aposentos del príncipe.
Aunque descender por la última sección de la pared fue de lo más
incómodo (el quitón mojado no dejaba de enganchársele en la áspera piedra
y el cabello se le quedó atrapado entre el follaje suelto en más de una
ocasión), logró llegar hasta la ventana de la habitación, abrió los postigos y
se tiró a través de ella. Cayó al suelo de baldosa con un ruido seco. Le costó
encontrar el equilibrio y por poco no volcó una pequeña vasija repleta de
narcisos amarillos; así, se adentró en la habitación vacía dando traspiés.
De inmediato le resultó evidente que la estancia no estaba vacía.
Había posesiones distribuidas al azar sobre las superficies de madera y
Leto se percató con un pavor cada vez mayor de que alguien la estaba
mirando con un obvio asombro, un quitón a medio atar que dejaba ver el
torso musculado y unos rizos mojados pegados a la frente. Le goteaba agua
por el pecho.
Lo habría reconocido aunque esa hubiese sido la primera vez que lo
veía. Era la viva imagen de los cientos de retratos reales colgados por todo
el palacio: enormes ojos del color del café tostado, pestañas rizadas y labios
carnosos y femeninos. Muy hermoso para ser un hombre condenado a
muerte.
Al parecer, el príncipe Matías había regresado de su viaje.
—Uy —dijo Leto, dando medio paso hacia atrás. Así no era como se
había imaginado que sucedería. Se suponía que él estaba fuera. Y no solo
estaba desaliñada, sino que no se había vuelto a maquillar como Adrastea.
¿Y si la reconocía? No, recordó; era imposible. La última vez que se vieron,
era una criatura flaca y hambrienta, con una mordaza entre los dientes y el
ojo morado. Aun así…—. Perdón, creo que me he equivocado de
habitación. —Se dio media vuelta, apartó el postigo y se dirigió hacia la
ventana. «Dioses —pensó—, ¿qué estoy haciendo?».
El príncipe estaba de acuerdo.
—Dioses, ¿qué estás haciendo? —Se abalanzó hacia ella y, con una
mano, la apartó de la ventana. Con la otra sostenía en su sitio la franja de
tela que protegía sus intimidades—. ¿Quién eres y qué narices haces? —
Entornó los ojos—. ¿Y por qué estás mojada?
Leto rehusó apuntar que él también estaba mojado.
—Estaba… —Le costó encontrar una excusa apropiada. No tenía la
falda tan mojada, apenas salpicada con las gotas de la fuente y con alguna
que otra mancha de la piedra húmeda. Nada que no tuviera justificación—.
Estaba paseando por el palacio, junto a la fuente, y empezó a hacer cosas
raras, como ves.
La cara bonita de Matías no perdió el gesto de asombro. Pero no parecía
reconocerla. Sin embargo, aunque tendría que haberse sentido aliviada,
estaba… decepcionada. Por la forma en que había hablado, dirigiéndose a
ella, antes de ordenar su muerte, había pensado que la reconocería. Pero
estaba claro que no. Era positivo: si la hubiera reconocido, se habrían
complicado las cosas y se habría echado a perder todo el plan. No debería
haberlo ansiado, pero… No. Era una idea absurda.
—La fuente empezó a hacer cosas raras —repitió Matías—. Creo que
solo has respondido a una de las tres preguntas que te he hecho, y me has
presentado muchas más. Dime quién eres antes de que llame a mis guardias.
Leto se irguió. Debía de estar hecha un asco. Por el rabillo del ojo vio
varias hojas que parecían haberse quedado a vivir detrás de su oreja.
—Soy la princesa Adrastea de Atenas —dijo—. Encantada de conocerte.
Si Matías se esperaba la respuesta, se le dio fenomenal fingir sorpresa.
Se apresuró a dejar caer el brazo y dio un paso atrás.
—Encantado de conocerte yo también, princesa —respondió al instante
—. Yo soy el príncipe Matías de Ítaca. ¿Tiene la familia real de Atenas la
costumbre de trepar por la fachada de los palacios como lagartijas y colarse
en la habitación de jóvenes desprevenidos?
—Creo que solo yo. —Leto le dirigió una sonrisa de disculpa. Dioses,
¿qué iba a contarle a Melanto?—. Pensaba que esta era mi habitación, que
es donde me gustaría estar, por cierto. Así que, si me disculpas, me… —De
nuevo, se dirigió hacia la ventana, pero Matías dio una larga zancada para
detenerla.
—Me temo que no puedo permitir que sigas trepando por el palacio
como una lagartija —dijo con firmeza—. ¿No te gustaría salir por la puerta?
La mayoría lo prefiere.
—De acuerdo. Voy a… —Leto apartó la mirada y atravesó la habitación.
Cuando llegó a la puerta, se detuvo con una mano en el cerrojo.
¿Encontraría esta vez a algún criado que la acompañase? No le apetecía
pasarse otra hora más deambulando por los pasillos—. No sabrás cómo
llegar a mi habitación, ¿verdad?
Por la expresión de Matías, era evidente que lo que menos le apetecía era
explicarle cómo volver a su habitación a una muchacha mojada y
posiblemente perturbada que se había colado por su ventana. De hecho,
Leto sospechaba que preferiría no dormir en el mismo edificio que ella. Y
no podía culparlo. Le sorprendía que aún no hubiese llamado a su guardia
para que la ejecutasen o, como poco, la expulsasen.
—Un segundo —dijo al fin, y se agachó tras una enorme pantalla de
madera. Volvió a salir unos segundos después ataviado con un quitón gris
amplio, esta vez bien anudado, mientras se frotaba el cabello con el anterior
—. Por aquí —dijo abriendo la puerta, antes de salir al pasillo.
Leto se recogió la falda y se apresuró a seguirlo.
Desde el interior del palacio no era tan fácil subir a la habitación
superior. Los pasillos estaban bordeados de puertas infinitas, y parecía que
la única escalera de toda la planta estuviera a un kilómetro. Además, Matías
caminaba muy deprisa. Apenas se detuvo, salvo para indicarle con
amabilidad el pasillo que comunicaba con el comedor, de modo que, cuando
al fin la dejó delante de una puerta conocida, Leto tenía las axilas
empapadas de sudor y respiraba demasiado deprisa para una falsa princesa.
—Esta es. —Matías señaló la puerta con la cabeza—. Y así —la abrió y
con un gesto del brazo le indicó que entrase— es como deberías entrar y
salir las próximas veces.
—Gracias —dijo Leto en una voz más alta de lo necesario, con la
esperanza de que Melanto la oyese y supiera que no debía salir del
dormitorio ni decir nada desafortunado—. Lo tendré en cuenta.
—Bien. —Por un momento, Matías pareció querer decir algo más.
Alargó el brazo para tomarle la mano a Leto y se la besó con suavidad. Leto
lo miró boquiabierta. No recordaba ni una sola ocasión en que le hubiesen
besado la mano. Se le antojaba tan formal que era ridículo. Pero,
obviamente, en ese momento era una princesa, no una niña haciéndose
pasar por la voz de Apolo. Tenía que recordarlo.
—Me alegro de que hayas venido. —Matías le sonrió—. Buenas noches
entonces, princesa.
Remarcó la palabra «princesa» con un tono divertido, como si aún no
terminara de creérselo. Tampoco le sorprendía, ya que era categóricamente
falso. Al percatarse de que seguía boquiabierta como un pez estúpido, Leto
trató de pensar en una respuesta apropiadamente regia.
—Ah —logró decir—. Puedes llamarme Leto, si quieres.
—¿Leto?
Mierda. En aquel momento de vergüenza, se había olvidado de que
estaba haciéndose pasar por otra persona. Buscó a toda prisa una
explicación.
—Es un apodo —dijo—. Para mis… mejores amigos. ¿Lo guardamos en
secreto? —Él no iba a reconocer su nombre, pero quizá otros sí. Tenía que
andarse con más cuidado; al fin y al cabo, había mucho más que doce vidas
en juego. No le perdonarían el delito de estafa y allanamiento si la
descubrían.
El príncipe esbozó una sonrisa sorprendentemente amable. Leto nunca
había visto una cara tan simétrica. Era como si, por su meticulosa belleza,
lo hubiesen tallado para exponerlo en un templo junto a Hermes o Apolo.
—Leto —repitió él—. Haré lo posible por recordarlo. —Le soltó la
mano, se apresuró a volverse y desapareció por la esquina.
—Hasta luego —dijo Leto al pasillo vacío, aturdida. No tardó en
recordar que aquel era el hombre que la había sentenciado a la horca. Con
todo lo que había ocurrido desde entonces, casi se había olvidado de que la
habían ahorcado. Y de que había muerto. Y de que todo había sido por su
culpa. Ojalá pudiera vengarse en ese preciso instante, antes de seguir
humillándose. Pero Melanto lo había dejado claro: tenían que esperar a que
señalasen a la primera muchacha o la muerte del príncipe no serviría de
nada.
23. BUSCA EL INICIO
LETO
N o fueron los criados al entrar con ropa de cama limpia y agua caliente
los que despertaron a Leto al día siguiente (Melanto, cuidando sus
palabras, les había prohibido entrar en las habitaciones), sino el sol
que se colaba por el hueco de los postigos que había dejado sin cerrar.
Protestó, se tapó los ojos y dejó que la invadiesen los recuerdos de la noche
anterior.
La llegada al palacio, la manipulación de la fuente (¡desde tan lejos!), el
príncipe y su extraña despedida. El príncipe… Leto se apresuró a
incorporarse con las mejillas ardientes. Dioses, había conseguido apartar de
la mente su encuentro por un instante, pero volvía a surgir con todo lujo de
detalles. Se tapó la cara caliente con las manos y refunfuñó.
Melanto se revolvió a su lado. Leto no le había contado lo sucedido entre
el príncipe y ella; no se había visto capaz de afrontar la vergüenza. Además,
Melanto ya estaba medio dormida cuando entró Leto, molesta e
intencionadamente hecha un ovillo en un extremo de la cama.
Leto no había pensado mucho en cómo iban a dormir hasta que se
percató de que la única opción era la cama. La cama con Melanto. Mantuvo
las distancias al meterse bajo las sábanas, cerró con fuerza los ojos y se
obligó a dormir en un sueño inquieto.
Por la mañana hizo lo mismo: cerrar los ojos hasta que no pasase más
luz a través de las pestañas.
Era imbécil. No era apropiado para una princesa exponerse de una forma
tan escandalosa. Tal vez la echasen del palacio después del desayuno. A fin
de cuentas, ¿cómo iba a acogerla la familia real después de oír semejante
historia? Tenía que andarse con más cuidado. Si la expulsaban, matar a
Matías pasaría de difícil a imposible. Y morirían doce inocentes más en
Ítaca.
Llamaron a la puerta de la sala de estar. Dioses, no sería Matías,
¿verdad? ¿Qué diría Melanto? Leto se puso en pie de un brinco y salió
corriendo del dormitorio.
—Correspondencia para vos, princesa —dijo una hermosa criada,
señalando con un gesto de la cabeza un papiro insertado bajo una bandeja
de panes y compotas cuando Leto entreabrió la puerta y se asomó—. De
parte del príncipe. Volvió anoche.
Qué novedad. Leto se obligó a esbozar una expresión neutra.
—Gracias. Pues… déjalo ahí.
La criada entornó los ojos de una forma casi imperceptible.
—¿Aquí, princesa? ¿En el suelo?
—Sí —dijo Leto.
La criada no quiso llevarle la contraria. Se arrodilló con elegancia y posó
el montón de panes sobre las losas. Al volver a levantarse, miró a Leto por
el resquicio entre la puerta y la pared de mármol, y se le torció el gesto.
—Que aproveche el desayuno, princesa —dijo antes de marcharse.
Leto se percató entonces de que tenía el brazo repleto de rozaduras y
moratones del tamaño de huellas dactilares. Recogió a toda prisa la bandeja
del desayuno, con la esperanza de que la criada no se hubiese fijado en los
arañazos que lucía en el pecho. La escalada no había sido tan inocua como
se había imaginado.
Dejó la bandeja en la mesa más próxima y se volvió para cerrar la puerta
con cerrojo. Al darse la vuelta, atisbó su reflejo en el enorme espejo de
bronce de la pared más alejada y se estremeció. Aunque la criada no se
hubiese fijado en los arañazos, le habría costado pasar por alto el estado del
pelo de Leto. Los rizos de color castaño oscuro se le habían encrespado
tanto que parecía desquiciada, y veía al menos una ramita enredada junto a
la cara.
Abrió el papiro con rebeldía. Los criados pensarían que era una loca
tanto como el príncipe. O, lo que era aún peor, se darían cuenta de que era
una impostora. Se obligó a respirar hondo para tranquilizarse. Daba igual.
Dentro de poco se señalaría a la primera de las muchachas. Leto solo había
de esperar unos pocos días antes de la condena. Antes de…
Se horrorizaba solo de pensarlo.
La carta estaba escrita con una letra muy elegante, que, aunque preciosa,
era demasiado difícil de leer. Leto se la acercó mucho a la cara. Decía lo
siguiente:
Mi querida Adrastea:
Fue un grandísimo placer inesperado conocerte anoche. No me es habitual regresar de viajes diplomáticos y encontrarme a
una princesa extranjera trepando por los tejados. Aunque me ha agradado sumamente tu visita, seguro que estarás de
acuerdo con mi parecer de que lo más apropiado sería una presentación más tradicional. Tengo que atender varias
cuestiones esta mañana, pero espero que aceptes comer conmigo y con mi madre este mediodía, acompañados de algunas de las
cortesanas.
Puedes confiarle la respuesta a mi guardia, Alexios, que te visitará después del desayuno. Espero ansioso tu respuesta y, si
aceptas, comer en tu compañía. Tal vez pueda mostrarte el palacio en una visita más formal que la que has hecho tú por
tu cuenta.
Mi más sincera bienvenida a Ítaca.
MATÍAS
Había añadido una descuidada adenda: «En esta ocasión, quizá deberías
peinarte. La reina lo agradecerá».
Leto la leyó dos veces, a cada cual más furiosa.
La carta desprendía un matiz de burla engreída. Veía su sonrisa irónica
en cada palabra.
Con el ceño fruncido, alcanzó uno de los papiros en blanco
cuidadosamente dispuestos sobre el escritorio de la habitación y garabateó
una respuesta.
«Mi estimado príncipe —comenzó, pero lo tachó—. Matías —escribió
—, debes de haberme confundido con otra persona. No sé de qué tejados
hablas. En cuanto a mi cabello, está siempre impecable. Adrastea».
Frunció el ceño aún más mientras volvía a tacharlo todo. Nadie le había
enseñado la etiqueta de la comunicación regia. Ni siquiera era común que
supiese leer y escribir, pero su madre había insistido en que aprendiese
desde que fue lo bastante mayor como para sostener un cálamo.
Su último intento fue simple.
«Estimado príncipe Matías —decía—. Gracias por tu amable invitación.
Será un placer comer contigo y la reina. Atentamente, la princesa
Adrastea».
Contempló con el ceño arrugado su propia enrevesada posdata: «En esta
ocasión, quizá deberías ir del todo vestido. La reina también lo agradecerá».
Dudaba de que Matías leyese su correspondencia, así que pensó en qué
haría con ella Alexios.
Como no le importaba, enrolló el mensaje y lo ató con una cinta. El nudo
era tan descuidado como su letra. Se rio y lo arrojó al escritorio junto con la
carta original de Matías.
—¿Y eso?
Melanto tenía la voz engolada de quien se acababa de despertar; se
adentró en la estancia, vestida con un fino camisón, y bostezó. Para el alivio
de Leto, no hizo ademán de coger ninguno de los dos papiros para examinar
su mordaz contenido.
Leto evitó mirarla.
—Me ha convocado el príncipe —dijo—. Su hombre estará a punto de
llegar, sospecho, para recoger mi respuesta. —Hizo una pausa—. ¿Debería
responderle?
Melanto se encogió de hombros, uno de los cuales quedó al descubierto.
Se había recogido el pelo en dos trenzas, como espigas de trigo amarillo. Se
la veía muy joven.
—Vamos a tener que convencerlo para que nos acompañe al mar como
sea. No viene mal ser amable con él por el momento. ¿Es mermelada? —
Había ojeado la bandeja del desayuno, y se le iluminó el rostro—. Me
encanta la mermelada.
—Para ti toda —dijo Leto.
—De acuerdo —contestó Melanto—. Tienes que peinarte.
***
Se oyó un golpe seco en la puerta poco después de que Leto y Melanto
terminasen de desayunar. No se lo habían acabado todo, así que Leto
envolvió en lino los pasteles sobrantes. Podrían comérselos más adelante.
—Ya voy yo —dijo Melanto, levantándose de la cama. Leto seguía
holgazaneando delante del espejo; tras haber terminado de retirarse las
ramitas y las hojas del pelo y haberse aplicado aceite para recuperar los
rizos, vacilaba con qué quitón elegir. Aunque la mitad de la ropa se quedara
a bordo del barco hundido de la princesa, nunca había tenido un armario tan
amplio ni tan caro. Todos los atuendos le parecían demasiado elegantes y
mucho más pesados de a lo que estaba acostumbrada.
—Gracias —dijo mientras se probaba uno. Examinó su reflejo
detenidamente. El quitón era de color azul claro, de bordes bordados con
flores amarillas ensortijadas. Encima del escote, de esmerada forma, llevaba
el cabello bien peinado y ocultaba la cicatriz de la garganta bajo un grueso
collar de oro. Tendría que haber estado preciosa, pero estaba pálida y
lánguida. Se pellizcó las mejillas para darles color y procedió a aplicarse
carbón en los ojos.
—Ese me gusta. —Melanto sonrió distraída y cogió el manuscrito que
había dejado preparado Leto—. Estás guapa de azul.
Se adentró en la sala principal. Leto oyó abrirse la puerta y la voz nítida
y tranquila de Melanto.
—Alexios, supongo.
La respuesta fue breve y seca.
—Sí.
Leto se quedó helada. Conocía esa voz. Se le agarró a los recuerdos y a
la garganta; el aire se hizo más denso en sus pulmones, como plomo
fundido.
Muy lentamente, salió del dormitorio a la sala de estar.
Melanto estaba junto a la puerta abierta, mirando con el ceño fruncido a
un hombre alto y de pelo oscuro. Alexios, lo había llamado. Leto se
estremeció y se situó a salvo tras un sillón de aspecto robusto. No era un
hombre feo (de hecho, todo lo contrario), pero no podía evitar mirarlo con
el estómago revuelto y un zumbido grave tras reconocerlo. Se le tensó la
mano, cuyos dedos se morían por acariciar la cicatriz y las escamas de
debajo del collar. Melanto se aclaró la garganta y posó el papiro en la
inmensa mano del soldado.
—La respuesta de la señora a Matías.
—Para ti, el príncipe Matías —se limitó a decir Alexios. Tenía unos
asombrosos ojos azules, que titilaron de interés cuando se apartaron de
Melanto para fijarse en Leto, medio escondida tras el amplio respaldo
brocado del sillón.
Leto lo miró a los ojos, preciosos y brillantes, y por un momento se
perdió en el recuerdo de hallarse de rodillas con la boca llena de sangre en
la ladera del monte mientras la sentenciaban a muerte.
Se oyó un débil sonido, que podría haber sido una ráfaga de viento si no
hubiera notado cómo se le escapaba el aire entre los labios. Percibía su
propio miedo en el ambiente. Gracias a los dioses, Melanto se dio cuenta y,
tensa, se dio media vuelta. Supo entonces que Leto tenía miedo.
—En fin —se apresuró a decir Melanto—, seguro que el príncipe Matías
agradecerá tu premura al entregarle el mensaje. Buen día. —Trató de cerrar
la puerta, pero el guardia dio un paso delante y la bloqueó con una inmensa
bota de cuero.
Se miraron el uno a la otra, en silencio e inmóviles, hasta que Alexios
retiró el pie con una brusquedad peculiar y la puerta se cerró.
—Qué hombre tan desagradable —dijo Melanto volviéndose hacia Leto.
Leto permanecía inmóvil en el centro de la estancia. El corazón no es
que le latiera a toda velocidad: se le retorcía en el interior del pecho, como
intentando escapar de la caja torácica.
—Ese hombre —dijo con cautela— es el jefe de la guardia real. Ese
hombre me sacó de mi casa. Ese hombre me vio morir.
***
La siguiente vez que llamaron a la puerta, más o menos una hora después,
era Matías. El príncipe iba vestido de un amarillo mostaza francamente
inquietante, pero sonrió con amabilidad cuando Leto abrió la puerta con la
carta de presentación de Adrastea (y la misiva para su familia finalizada a
toda prisa) en la mano. No sabía por qué se había molestado siquiera con
esta última; cuando se entregase, ya habría completado su misión. El
trayecto a Atenas no era precisamente rápido (el mensajero tendría que
viajar primero en barco y luego por tierra) y la joven no pretendía quedarse
mucho tiempo en Ítaca. Pero en parte había sentido cierta afinidad con la
princesa; lo mínimo era darle cierta ventaja en la salida.
—Llegas antes de tiempo —dijo sin pensar. Aún no se había despojado
de la impresión de ver a Alexios.
Melanto no había parado de preguntar: quería saber exactamente cómo
Leto conoció al guardia, si la había mirado el tiempo suficiente como para
memorizar sus rasgos y si sería capaz de reconocerla. Pero, por curioso que
pareciese, Leto no había podido responder. Tenía la sensación de que se le
encogían los pulmones y le arrebataban las palabras antes de que pudieran
formársele en la lengua. Había regresado corriendo a su vestidor en
silencio, haciendo todo lo posible por ignorar la mirada de Melanto clavada
en su espalda.
Respiró hondo y se obligó a sonreírle al príncipe, que estaba frente a
ella. Al menos él no reconocía su verdadero ser, gracias a la ropa y la
joyería fina y a más comida de la necesaria para vivir.
—Solo quería asegurarme de que llegases sana y salva al comedor —
dijo Matías ofreciéndole el brazo, y Leto se lo agarró. El príncipe tenía la
piel a partes iguales de oro y de bronce. Tendría que estar en un templo: una
preciosa estatua con ofrendas pudriéndose a sus pies—. Sin dar un rodeo
por los tejados.
—Muy gracioso —dijo Leto. A causa de la impresión de la noche
anterior, había sido muy agradable con él; algo impropio de ella. Pero ver a
Alexios le había devuelto todo el resentimiento y odio por aquel muchacho
y todo lo que representaba. En cuanto tuviera la oportunidad, acabaría con
su absurda vida afortunada. Leto se sacudió el pelo—. Además, ya sé
orientarme, gracias.
—¿En serio? Pues ve tú en cabeza.
—De acuerdo. —Leto se asomó al otro lado del marco y examinó
detenidamente el pasillo. Era más fácil ser fría y antipática cuando no
estaba totalmente perdida. Sabía que el palacio sería grande y magnífico
(desde Vathí se veían sus columnas), pero desde dentro impresionaba aún
más. Todos los pasillos parecían iguales: un laberinto de mármol, columnas
y una majestuosidad tan derrochadora que le dejaba mal sabor de boca—. A
la izquierda —dijo al fin, tratando de que su rostro no delatase su
frustración.
—No cuela —dijo Matías—. Se va por la derecha. Sabía que tenía que
ayudarte.
Leto lo miró de reojo.
—Podría haber preguntado a un criado.
—Podrías —dijo Matías—, y habría sido igual de efectivo, pero no
habrías disfrutado de las ventajas de mi presencia.
—¿Qué ventajas?
—El placer de mi compañía, claro está. —Matías sonrió victorioso.
Leto se rio y casi de inmediato se arrepintió. No había tardado nada en
relajarse. Miró hacia atrás para ver a Melanto, que los seguía en silencio,
algo más cerca de lo esperado. Cuando se percató de que Leto la estaba
mirando, arrugó la frente en un raudo gesto que decía: «¿Necesitas ayuda?».
Leto se dio la vuelta. No. Melanto no hablaba a menudo del pasado (y,
cuando lo hacía, escatimaba en detalles), pero estaba claro que no había
sido un pasado dulce. Ya había hecho suficiente. Leto no le iba a pedir que
lo repitiese; no iba a echar a perder su estratagema por culpa de su
mordacidad y su falta de refinamiento. Hasta que llegase el momento y
encontrase la forma de llevar a Matías hasta el mar, a solas, tenía que
andarse con más cuidado.
Matías volvió a dirigirle esa bonita sonrisa, que obligó a Leto a sonreír
también.
24. PALABRAS VACÍAS
MATÍAS
M atías ya había echado a perder el compromiso.
No sabía cómo, pero, en algún momento entre los desconcertantes
hechos acaecidos la noche anterior y ese instante, recorriendo los
pasillos junto a Adrastea (Leto), Matías había cometido un grave traspié.
Había desaparecido toda la amabilidad de la joven y le dolía cada sonrisa
falsa que le dirigía. Su hermosa doncella los seguía en silencio; cada vez
que Matías miraba atrás, la descubría observando con el ceño fruncido
algún tapete o arrastrando los pies sobre los suelos de mármol con una
intensidad preocupante.
¿Qué había hecho? ¿Había sido la carta? Era un poco informal, pero
Leto ya había traspasado los límites de la incorrección al colarse por su
ventana en plena noche. Tal vez simplemente estuviese avergonzada...
O tal vez hubiese descubierto alguno de los vergonzosos secretos de
Ítaca. Había sin duda suficientes: las arcas públicas vacías, las princesas
desaparecidas (una muerta y otra prácticamente exiliada) y la escasa
guardia. O, peor aún, tal vez se hubiese enterado de que, en apenas diez
días, el príncipe estaría supervisando la ejecución de doce inocentes. Pero
ya debía de saberlo, ¿no? ¿O acaso fuera de Ítaca ya se habían olvidado de
su maldición? La duda le hizo retorcerse los dedos y sintió un fuerte calor
en el cuello.
—Me han contado que os atacaron los piratas —dijo. Un criado lo había
informado aquella mañana. Quizá fuese esa la razón de su frialdad. Sí,
debía de serlo; una vez desaparecida la emoción de la huida, la había
afectado y tenía miedo.
—Pues… —Leto se tropezó con una losa, se chocó contra Matías y se
apartó a toda prisa. Se aferraba con fuerza a las cartas que llevaba en la
mano. Entonces se aclaró la garganta—. Sí.
—¿Cómo conseguisteis escapar? —Aparte del miedo al rechazo y del
deseo de recuperar la facilidad de sus conversaciones de la noche anterior,
de verdad sentía curiosidad. Si habían matado a todo su séquito y habían
robado sus posesiones, ¿cómo había logrado ella sobrevivir?
—Ah, pues… Imagino que los dioses se mostraron favorables a
nosotras. Los atenienses somos un pueblo devoto.
¿Lo estaba insultando? Si era así, no había sido precisamente sutil.
Matías conocía los rumores de que Ítaca se había alejado de los dioses.
«Vosotros habríais hecho lo mismo —quiso decir— si los dioses no
hubiesen hecho nada más que masacrar a vuestro pueblo». Pero se
conformó con espetar:
—Ah. ¿Y esas cartas?
—Una es de mi padre —dijo Leto—. Para tu madre. Y la otra es mía.
Necesito que tus criados la manden a Atenas. Se lo pediría a mis hombres,
pero… —Se interrumpió deliberadamente.
—Claro —se apresuró a responder Matías—. Me aseguraré de que así
sea.
Fue casi un alivio llegar al comedor y hacer pasar a Leto. Su madre
estaba sentada en la cabecera de la mesa. Levantó una ceja con arrogancia.
Ya lo había abordado aquella mañana para preguntar por la dote de su
prometida, el oro que Atenas había prometido que vendría con ella. Veía en
su rostro que no se le había olvidado. Dioses, tenía que alejarla de Leto.
—Siéntate aquí —se apresuró a decir, sacando la silla más cercana.
Estaba lo bastante próxima a la reina para no faltarle al respeto, pero lo
bastante lejos como para que no…
—No, no —interrumpió la reina—. Esa no. Ven aquí, cielo. —Indicó
con un gesto de la cabeza el asiento de su izquierda. No estaba vacío;
Melina, la prima de Matías, levantó la vista del plato con una expresión de
confusa alegría. Tardó un segundo en ponerse en pie e hizo una esmerada
reverencia antes de alejarse de la reina a toda prisa.
Su madre volvió a indicarle con un gesto a Leto que se sentase en el
asiento vacío que había pertenecido a Melina. Olimpia, a la derecha de la
reina, contempló la situación en silencio, mirando alternativamente a
Matías, a su madre y a su prometida.
Melina no solía mostrar tan descaradamente su incomodidad; la reina
debía de estar de especial mal humor. Hasta Olimpia evitaba mirarla,
aunque Matías no pudo evitar fijarse en la leve sonrisa que esbozó cuando
la desplazada fue Melina en vez de ella.
Tampoco es que la reina fuese a expulsar a Olimpia de su asiento, no
mientras quisiera recordarle a Matías que ella sería una buena pareja para él
si de una vez por todas aceptaba poner fin a su tedioso interludio ateniense.
—Maravilloso —masculló Matías.
—¿Qué has dicho? —preguntó Leto.
—Nada —se apresuró a decir Matías—. Hagamos lo que dice mi madre.
Al fin y al cabo, debe de tener muchas preguntas que hacerte. —Luego, en
el último momento, bajó la voz para decir—: Es insoportable. Lo siento. —
Era una traición secreta y satisfactoria en la que se deleitó.
El pánico en el rostro de Leto era el reflejo perfecto de aquello que
Matías ocultaba. La reina había dejado claro cien veces el poco aprecio que
le tenía a aquella unión. Tal vez Leto ya hubiese oído los rumores. Había
algo en su rostro que le recordaba a su hermana. No a Selene (para variar,
aunque últimamente parecía verla en todas partes), sino a la joven Hécate,
enviada a Creta a casarse.
Con la mayor discreción posible, alargó la mano para tomar la de Leto y
se la apretó para decirle en un gesto de consuelo: «No te preocupes, que
aquí estaré».
Ella apartó la mano sin mirarlo, aferrándose a las cartas como si fueran
un escudo. Enderezó los hombros y, en esta ocasión, Matías sí pensó en
Selene, tanto que le dolió en el alma.
—No puede ser tan terrible —dijo Leto—. Seguro que la reina acabará
adorándome.
25. UNA FLECHA LETAL
LETO
−L a reina no me aguanta —declaró Leto.
La comida había sido un espanto. Peor que eso. No soportaba
pensar en ella. Había escapado en cuanto fue cortés (o al menos posible)
hacerlo y apenas se había despedido de Matías. Melanto, gracias a los
dioses, tenía una memoria estupenda y había sabido llegar fácilmente a sus
aposentos.
Leto estaba despotricando por tercera vez aquella tarde. Había despejado
el camino entre las tres mesas de la habitación (y las doce sillas que las
acompañaban, todas diferentes en su forma o en el esmerado estilo de
brocado) y había empezado a recorrer la estancia de un lado a otro como un
animal enjaulado.
—Me ha preguntado tres veces por la dote, en cada ocasión de una
forma más evidente que la anterior. A ver, todos sabemos que lo de Adrastea
ha sido una venta, como si fuera una vaca premiada, pero no me imaginaba
que fuera a ser tan terrible. No puedo eludir la cuestión indefinidamente,
pero tampoco puedo decirle a la reina que no va a haber sustituto para su
preciado oro, ¿verdad? —Miró a Melanto.
—Madre mía —dijo Melanto por tercera vez desde la cama, mirando al
techo. Sobre sus palmas flotaba una resplandeciente bola de agua: el
contenido de una cantimplora que había llenado en la fuente en cuanto Leto
le contó que era salada. En aquel instante, se entretenía dándole forma de
pajarillo. Con un movimiento rápido de los dedos, la lanzó a través de la
habitación hacia Leto.
Ella la miró con gesto de odio.
—¿Me has oído? No me aguanta. No soporta ni verme. Al parecer, el
matrimonio de Adrastea y Matías lo concertaron los reyes cuando eran
niños. La reina no tuvo ni voz ni voto. ¿Sabías que es de Esparta?
No sabía por qué estaba tan molesta. Al fin y al cabo, no hacía falta
caerle bien a la reina. Pero había algo en la mueca de sus labios y en la
forma en la que había escudriñado a Leto, regodeándose en su malestar, que
había hecho que le hirviera la sangre. Así era como la habían mirado
algunos de sus clientes: la pobre sibila, de constitución delgada y casita
desvencijada en una de las calles más ruinosas de Vathí. A esos siempre les
daba una lectura peor de lo que veía en las cartas, el humo o las entrañas,
con la esperanza de acertar.
—No sabía que fuera espartana —dijo Melanto, cansada.
—Pues sí. Y Adrastea es ateniense.
—Qué mal.
—La reina se comporta como si la responsable del conflicto fuera yo.
El pájaro de Melanto aún le revoloteaba por encima de la cabeza. Leto
trató de cogerlo, enfadada. Los dedos le atravesaron el cuerpo cristalino con
facilidad, y la figura cayó de repente formando una lluvia de gruesas gotas
que empaparon la alfombra a sus pies. En las zonas de la piel que había
salpicado surgió el color al instante; los nudillos se le motearon de
diminutas escamas verdes y un pequeño arrebato de energía le trepó a toda
velocidad por el brazo.
—Has matado a mi pájaro —dijo Melanto con un tono sepulcral, y se
incorporó—. Me da la impresión de que esta… situación con la reina te está
incomodando.
—¡Pues sí! —Leto había llegado hasta la pared del fondo. Se dio media
vuelta y apuntó con un dedo acusador a Melanto—. No dejaba de adular a
esa desgraciada de Olimpia, de ojos bonitos, nariz perfecta y buenos
modales en la mesa, como si yo fuera una criatura desagradable salida de
una letrina. Mira, creo que no quiere que Matías se cae conmigo.
—¿Y qué más te da? —preguntó Melanto con delicadeza—. ¿Te das
cuenta de que no vas a casarte con él de verdad?
Tenía razón. Leto se detuvo. Casarse con Matías no la beneficiaría
mucho, sobre todo cuando tendría que huir al continente tras su posterior
asesinato.
—Es un insulto a Adrastea —dijo al fin—. Ha venido desde Atenas
para…
—Para que le hundamos el barco, le robemos todas sus posesiones y la
mandemos a conocer mundo sin nada más que la ropa que traía puesta —
dijo Melanto—. Por lo que sabemos, ahora mismo podría estar muerta. Yo
diría que el no caerle bien a su futura suegra es el menor de sus problemas.
—Pues entonces es un insulto a mi persona —dijo Leto—. ¿Eso sí te
importa?
—¿Un insulto de la reina de Ítaca? —preguntó Melanto—. No, la
verdad. Según mi experiencia, la palabra de las reinas de Ítaca vale bien
poco. —Frunció el ceño y dejó la vista perdida por un instante. Se le
suavizó la voz—. ¿Piensas que te ha creído? He oído algunas de las
respuestas que le has dado y han sido…
—Terribles —dijo Leto con rotundidad. Sus modales habían sido igual
de pésimos. Apenas había escuchado nada de lo que le había dicho Matías
ni el nombre de sus cortesanos. Tenía demasiadas cosas más importantes en
las que pensar: cómo sentarse, como sonreír y cómo llevarse la cuchara a la
boca sin encorvarse sobre la mesa ni verterse la sopa sobre el quitón. Con
los nervios, se había bebido el vino mucho más rápido de lo que estaba
acostumbrada. Había pillado a Matías mirándola con un claro gesto de
preocupación más de una vez y se había visto obligada a hacer el esfuerzo
de dejar la copa. No le apetecía nada el cercano festival del equinoccio;
tendría que recordar el doble de nombres y, por si fuera poco, bailar.
Y las preguntas… Dioses, nunca había contado tantas mentiras en tan
poco tiempo. Había hecho todo lo posible por dar a entender que Adrastea
tenía una mala relación con sus padres (una tímida excusa para justificar
que no supiese nada de ellos) y la mayor parte del tiempo lo había invertido
en una ridícula cháchara sobre fuentes, impuestos, lo angustioso que había
sido su viaje y lo mucho que deseaba descansar en sus aposentos. Pero, ya
en sus aposentos, no podía descansar. El corazón le aleteaba como un pájaro
en el pecho.
—Ha sido horroroso —volvió a declarar antes de dejarse caer sobre una
silla—. ¿Cuánto tenemos que esperar antes de poder acabar con esto?
—Pues… —Melanto dudó. Se delató al retorcerse los dedos: ocultaba
algo.
—¿Qué? —Leto entornó los ojos.
Melanto suspiró.
—No quería decírtelo hoy. Pensaba hablarlo mañana, pero…
—Pero ¿qué?
—No te lo puedo decir si sigues interrumpiéndome. Quizá no sea nada,
pero oí sin querer una cosa de camino a la lavandería.
—¿Para qué ibas a la lavandería?
—La mitad de tu ropa olía a humo; es lo que ocurre cuando una intenta
salvar las mercancías de un barco en llamas. ¿Vas a dejarme acabar?
Leto le ofreció a Melanto su más bonita sonrisa de disculpa antes de
taparse la boca con las manos. Abrió los ojos como platos. «Continúa».
—Gracias. —Quizá Melanto estuviese tratando de sonar autoritaria, pero
el movimiento ascendente de las mejillas y el brillo de los ojos la delataron
—. Oí a una criada quejarse sobre tener que lavar las manchas de sangre del
quitón de un guardia. Y luego otra criada le dijo: «Pues vas a tener que
acostumbrarte, porque quedan once más y nunca son tranquilas».
A Leto se le heló la sangre en las venas y se rompió formando agujas
que le pinchaban las entrañas.
—«Once más» —repitió—. ¿La primera joven señalada?
Melanto asintió.
—Seguramente. ¿Qué otra opción hay?
—¿Podría ser esta noche, entonces?
—¿Esta noche? —A Melanto se le oscurecieron los rasgos. Parpadeó a
toda velocidad—. No me refería… No es necesario darse tanta prisa. Aún
quedan diez días para el equinoccio. Deberíamos tomarnos nuestro tiempo
para prepararlo.
—Pues lo haremos mañana —dijo Leto. Fue un alivio anunciarlo en voz
alta. La pesadilla iba a llegar a su fin casi nada más empezar—. No puedo
seguir fingiendo mucho más tiempo. Acabaremos con esto mañana.
***
Trazaron el plan juntas. Era sencillo: le enviarían una invitación al príncipe
para dar un romántico paseo por los acantilados de Ítaca. Precioso, muy
apropiado y muy cerca del mar.
Perfecto.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, Leto estaba totalmente
convencida de que no pasaría ni un día más en el palacio. Tiraría a Matías
por el acantilado y el mar lo reclamaría, y ya no morirían más muchachas
en Ítaca por aquel asunto.
Melanto y ella se marcharían del reino en cuanto completasen la tarea.
¿Adónde irían? Tendrían el mundo entero para ellas y lo verían juntas.
El sueño lo hizo trizas un mensaje de Matías. Ya empezaba a
desprenderse de buena parte de los formalismos que habían adornado su
primera carta. Hasta la letra esmerada parecía algo menos embellecida al
trazar las siguientes palabras:
Mi querida Leto:
Estaría encantado de acompañarte a los acantilados, pero están demasiado lejos como para ir hasta allí y volver el mismo
día. En vez de eso, he pedido que nos preparen unos caballos. Espero que estés de acuerdo con esta solución intermedia.
Tengo ganas de volver a verte.
MATÍAS
Leto miró furiosa la carta. Caballos. De maravilla.
Leto apenas había montado a caballo en tres ocasiones y siempre la
habían tirado al suelo (o, aunque no sonase tan espectacular, tal vez
simplemente se hubiese caído) antes siquiera de salir del potrero.
Normalmente no les caía bien a los caballos. Había oído que olían el miedo,
y se lo creía.
—Mira. —Le enseñó el mensaje a Melanto.
—No, gracias. —Melanto seguía trenzándose el cabello. Sus dedos
trabajaban con destreza para recoger cada rizo dorado suelto y anudarlo
donde tocaba. Sin embargo, le lanzó a Leto una mirada de aprobación y
cariño—. Es del príncipe, ¿no?
—Sí, por desgracia —dijo Leto—. No le apetece andar; dice que está
muy lejos. Quiere ir a caballo.
—Ah —dijo Melanto—. Bueno, así llegaremos antes. ¿Te parece mal?
—Me parece un desastre —dijo Leto—. No sé montar.
—Yo sí —dijo Melanto con alegría—. Aunque he de confesar que hace
mucho que no monto. En Pandú no había muchos caballos con los que
practicar.
—Con uno te habría bastado. —Leto se dirigió hacia los baúles y
empezó a sacar vestidos al azar. No tenía ni idea de lo que se pondría una
princesa para montar—. ¿Crees que podría aprovechar mis encantos de
mujer para convencerlo de ir andando?
Melanto dejó escapar una sonora carcajada. Leto la miró furiosa;
Melanto ya había acabado de trenzarse el cabello y no tenía nada más que
hacer salvo verla sufrir.
—¿Qué? —preguntó Leto bruscamente, hizo una bola con un quitón y se
lo arrojó a Melanto a la cabeza.
—Eres una exagerada —dijo Melanto. Atrapó el quitón y alisó las
arrugas del tejido fino—. No será para tanto. Además —añadió,
inclinándose hacia delante con complicidad y tapándose la boca con la
mano como si hubiera espías escondidos a la espera de pillarlas con las
manos en la masa—, a los acantilados vamos a ir igualmente. Recuerda que
son muy empinados y que el terreno es muy inseguro, hasta para un
príncipe.
Leto hizo una pausa con la mano sobre un peplo de color violeta claro.
¿Acaso se estaba imaginando algo más en la voz de Melanto, oculto tras las
frívolas amenazas?
—No soy más que una princesa —dijo Leto con una voz dulce y casi
coqueta. El plan iba a funcionar de todos modos. Así tenía que ser—. Y tú
eres mi doncella. ¿Cómo vamos a ayudarlo si, por ejemplo, se cae por el
acantilado? No podríamos hacer nada.
—Nada —repitió Melanto—. Una auténtica tragedia. Y el mar es muy
profundo…
—Y muy ancho.
—Sería toda una hazaña recuperar su cadáver —dijo Melanto—. Casi
imposible, creo yo.
—Y yo creo que tienes razón.
Por un instante, permanecieron inmóviles, sonriéndose. Si Helios las
hubiese sobrevolado, pintando el cielo con su brillante luz, habría visto a
dos muchachas hermosas atrapadas en el resplandor de la devoción de la
juventud.
Pero ¿y si mirara más detenidamente?
Entonces vería que la belladona es tan letal como hermosa.
26. LAS PROFUNDIDADES
OSCURAS COMO EL VINO
MELANTO
M elanto caminaba detrás de Leto mientras las dos bajaban el último
tramo de escaleras que daba al patio, haciendo lo posible por parecer
dócil e inocente. Nadie podía sospechar que estuviese planeando un
asesinato, ataviada con un sencillo quitón del color de la menta fresca y la
mirada clavada en el suelo.
Matías, que las esperaba delante de la fuente, saludó a Leto con una
sonrisa deslumbrante.
—Estás preciosa.
Lo mismo le había dicho Melanto cuando salieron juntas de sus
aposentos.
Le había trenzado con esmero el cabello, sujetándole bien los mechones
sueltos, y había insistido en que se pusiese los pendientes más grandes y
recargados de Adrastea para distraer a Matías y que no la cuestionase
cuando intentase convencerlo de acercarse al borde del acantilado. Sabía lo
elevados que eran y lo lejos que estaba el mar, muy lejos, así que había
cosido una cantimplora al bolsillo del quitón: al estar llena de agua de la
fuente, Leto podría recurrir a sus poderes si lo necesitaba. Con ella bastaría
para darle un poco más de fuerza, la necesaria para poder con un príncipe
humano.
Melanto no había tenido tanta libertad a la hora de elegirle el collar: la
gruesa banda metálica que le rodeaba el cuello era una de las pocas que
cubría el círculo de escamas que se aferraba con determinación a su piel.
Había convencido a Leto de que se pusiese una diadema de oro trenzado en
la cabeza. Incluso entonces le impresionaba su brillo contra el cabello
castaño de Leto y, sobre todo, lo mucho que recordaba a una corona.
Melanto no tenía buenos recuerdos de quienes portaban coronas.
Aun así, al mirar a Leto, se instaló en su pecho una curiosa sensación de
confort, que al principio no supo ubicar. Tardó un tiempo en darse cuenta de
que se sentía… segura. Había dejado de esperar el castigo de Poseidón. ¿En
qué momento se percató de que ya no iría a por ella, de que quizá el dios
siempre había sido consciente de que se liberaría de su cárcel? Tal vez su
destino siempre había sido ese.
Se retorció las manos para ocultar el temblor de los dedos. Si conseguían
su objetivo, se habría acabado todo. Sí, se habían perdido cientos de vidas
por culpa de una maldición que podía romper en un instante una muchacha
de tirabuzones castaños, ojos del color de la madera de fresno y oro
trenzado en la frente.
«Por favor —no sabía a quién rezaba—. Por favor, que salga bien».
No esperó la respuesta (los dioses nunca la habían bendecido con nada
parecido) y devolvió la atención a los jóvenes que caminaban por delante de
ella.
—¿Montar a caballo —decía Leto por dar conversación, obligándose a
sonreírle a Matías— es algo que sueles hacer mucho?
Melanto contuvo las ganas de poner los ojos en blanco.
—Pues… yo diría que sí. —Matías frunció el ceño—. ¿Y tú?
—No, la verdad —respondió Leto. Forzó aún más la sonrisa, tanto que,
desde la posición de Melanto, parecía casi una mueca—. Se me da fatal.
—Bueno —dijo Matías para animarla—, ahora vas a tener la
oportunidad de mejorar. —Lo había dicho en serio, para sorpresa de
Melanto. Se había esperado a un muchacho como el príncipe de sus
tiempos, al que había querido como a un hermano y que la había
traicionado. Pero, mientras Telémaco había sido todo palabras bruscas y
arranques de violencia, Matías hablaba con ternura y miraba con ojos
amables a Leto cuando le sonreía.
Melanto se planteaba que quizá hubiese una serpiente escondida a la
espera de atacar.
—Qué maravilla —dijo Leto con pesimismo—. Me cuesta contener la
emoción.
—Imagino que en Atenas viajarías siempre en carro, ¿no? —preguntó
Matías.
Melanto se acercó un poco al fijarse en el movimiento de los anchos
hombros del príncipe bajo el quitón.
Era alto, mucho más que Leto, y musculado gracias a los años de
entrenamiento con la espada (aunque el principito jamás pisase una batalla),
tiro con arco, equitación y todas las típicas actividades a las que se
dedicaban los hombres jóvenes mientras sus hermanas se ocupaban de la
costura. No sería misión fácil tirarlo por el acantilado, pero Leto era más
fuerte de lo que parecía. Las dos lo eran; de lo contrario, no hubieran
sobrevivido hasta entonces.
Como no habían sobrevivido muchas otras.
Matías y Leto habían llegado al final del patio. Más adelante, Melanto
vislumbró verdes pastos muy bien segados y un mozo de cuadras que se
ocupaba de un fornido poni.
—Sí, en carro —dijo distraída Leto. Melanto tardó un rato en recordar
de qué estaban hablando. De viajar. Qué aburrimiento—. Atenas no es tan
rural, ¿sabes? Así que nuestros medios de transporte son un poquito más
civilizados.
Era evidente que se lo estaba inventando todo sobre la marcha.
—Rural —repitió Matías, pensativo—. ¿Esa ha sido tu primera
impresión sobre mí?
Eso sí que le interesaba a Melanto. Había hablado muy poco con Leto
sobre el príncipe en el escaso tiempo que había transcurrido desde su
llegada; a fin de cuentas, no quería parecer celosa. Aun así, no podía evitar
pensar en si Leto vería al príncipe de la misma forma en que lo veían
algunas de las criadas.
Melanto había oído a las sirvientas reírse entre dientes en la lavandería
cuando pensaban que no las oía. O quizá no les importase si las oía o no,
pues, al fin y al cabo, no era más que otra criada. No dejaban de fantasear
sobre sus ojos (negros como la noche), sus labios (de arco perfecto, como el
del mismísimo Eros) y hasta sus esbeltas manos, repletas de anillos de oro y
con unas uñas cuidadas con esmero.
Eran unas manos que no habían trabajado ni un solo día; las manos de un
hombre que lo tenía todo. A Melanto le desagradaban sus manos casi tanto
como él en sí, aunque había de reconocer que era todo cuestión de
principios.
Obviamente, las demás criadas pensaban que eran unas manos muy
elegantes.
Melanto esperaba que Leto no pensase lo mismo.
Delante de ella, Leto reflexionó por un instante.
—No eres como me esperaba —dijo al fin.
«¿En qué sentido?», pensó Melanto, frunciendo el ceño.
—¿En qué sentido? —Matías parecía ofendido de verdad.
Leto se encogió de hombros.
—Me gustas más ahora —dijo—, si te sirve de algo.
A Melanto no le servía. ¿Por qué iba a gustarle más a Leto cuando
apenas le faltaban unas horas para matarlo? No veía motivo aparente.
La voz de Matías seguía mostrándose dolida.
—Aun así —presionó a Leto—, no sé por qué tenías ese mal concepto
sobre mí. Creo que me comporté bastante bien, dado que me habías
sorprendido sin más ropa que un quitón a medio poner. No me gusta
presentarme delante de desconocidas estando semidesnudo. No es una
situación en la que me suela encontrar.
Melanto se tropezó con un adoquín y estuvo a punto de caerse en un
arbusto meticulosamente podado. Tenía que darle las gracias a la suela
blanda de las sandalias: notaba cada piedra del camino, pero al menos no
hicieron ruido contra el suelo cuando se tropezó y se apresuró a
reincorporarse.
Ni Leto ni Matías parecieron darse cuenta. Tal vez se hubieran olvidado
de ella por completo. Respiró hondo y siguió escuchando la conversación a
escondidas. ¿En qué momento había visto Leto a Matías semidesnudo?
—… que no creas que lo tengo por costumbre. —Matías parecía
indignado.
Leto frenó. Se volvió para mirarlo de frente y, al hacerlo, vio también a
Melanto detrás de ellos. Demasiado cerca.
Melanto luchó contra la repentina e imperiosa necesidad de esconderse.
Leto sabía que estaba allí y que estaba escuchando. Leto volvió a clavar la
vista en Matías.
—No esperarás que crea —dijo con una peculiar tensión en la voz cuyo
origen Melanto no logró identificar— que, con una corte llena de señoritas
pendientes de todo lo que dices, nunca has…
—Estoy prometido —dijo Matías tajantemente—. Contigo, añado, y
debo comportarme de forma acorde con mi situación. —Tomó aire y
continuó con una voz más dulce—. ¿Opinan lo mismo tus padres?
—Sí —dijo Leto.
¿Dolía mentir así? ¿Modificar la historia con una sola palabra? Melanto
no conocía a sus padres, en realidad, pero había oído a Leto hablar de su
madre con la frecuencia suficiente para saber que, en el fondo, aún la
añoraba en secreto.
—Creo que preferirían que estuviese bajo la supervisión de otra persona
—continuó Leto.
Matías se rio.
—Te creo. ¿También trepas por las paredes del palacio de Atenas? ¿Por
eso te han mandado hasta aquí? Creo que esta isla es la única que está lo
bastante lejos como para que no llegasen los rumores que imagino que se
difunden de tus travesuras.
Melanto se sorprendió con el ceño fruncido y se apresuró a relajar el
rostro. ¿De qué narices estaban hablando? Seguramente de la noche
anterior, cuando Leto se había descolgado por las paredes del palacio y ella
se había quedado abochornada en la habitación. No, era imposible. Leto se
lo habría contado. Pero ¿qué se había perdido Melanto al caerse entre la
maleza?
—Por supuesto que no —respondió Leto indignada.
—Te estaba tomando el pelo —dijo Matías. Se volvió y se adentró en los
pastos, seguido de Leto. El mozo al que Melanto había observado antes
estaba llevando al poni a un establo de madera de esmerada construcción,
del que salía otro mozo agarrando el ronzal de una esbelta yegua de color
carbón.
—Me agrada —dijo Matías en una voz tan baja que Melanto tuvo que
hacer un esfuerzo para oírlo— hablar con alguien que me entienda. Siempre
han sido otros los que han tomado decisiones por mí. Me da la sensación de
que la vida transcurre al galope y que siempre corro para darle alcance.
Dioses, era como todos los jóvenes que conocía Melanto. ¿Acaso se
creía poeta? Cuando regresasen a sus aposentos, Melanto lo imitaría y Leto
se reiría, sonreiría y diría…
A Melanto se le revolvió el estómago. No iba a volver a sus aposentos.
No volverían a pisar el palacio después de empujar a Matías por el borde
del acantilado. Tendrían que huir de Ítaca y dejar atrás las islas Jónicas.
Melanto se estremeció y levantó la vista.
El mozo le había entregado a Matías el ronzal de la yegua color carbón,
que el príncipe le ofreció a continuación a Leto.
Esta lo aceptó con timidez.
—Buen chico.
—Es una chica —aclaró Matías.
—Buena chica. —Leto le acarició el hocico a la yegua, que ensanchó los
orificios nasales para olisquearla.
Leto abrió mucho los ojos, consternada. Melanto nunca la habría llevado
a montar a caballo.
—Exacto —dijo Matías, sonriente—. Mira, se acuerda de ti.
Leto frunció el ceño.
—¿Cómo que se acuerda de mí?
—Estenios procede de los establos atenienses; es un regalo de tu familia.
—Matías perdió la sonrisa—. Me dijeron que era uno de tus caballos
favoritos, pero ya veo que…
—¡Ah, Estenios! ¡No te había reconocido! —exclamó Leto con una voz
demasiado aguda. Melanto cerró los puños con tensión y apretó los dientes.
¿Descubriría Matías sus mentiras?—. Sí que ha crecido.
Matías se rio, encantado.
—¡Pues sí! Es la que más come de todos. —Melanto se relajó.
Matías seguía sonriendo cuando le puso el ronzal a su caballo, un
inmenso semental negro que bufaba y piafaba sobre el suelo. El príncipe
comprobó el agarre en un momento, tirando de las correas de cuero con la
facilidad que daba la práctica. Satisfecho con el ajuste, soltó el ronzal, y el
caballo permaneció quieto, obediente, mientras Matías volvía con Leto.
—¿Te ayudo a subir?
Melanto vio cómo se le sonrojaban las mejillas a Leto.
—No vamos a ir muy deprisa, ¿verdad? —preguntó nerviosa mientras
Matías la ayudaba a subirse al sudadero. Se sentó a horcajadas en una
posición complicada, tan precaria que Melanto no pudo evitar pensar que en
cualquier momento podría resbalarse.
Sacaron dos caballos más, que Leto miró con curiosidad.
—¿Esperamos compañía? No creo que Melanto vaya a necesitar dos
caballos.
Matías se rio.
—No, bueno, sí. Alexios iba a…
—¿Alexios? —preguntó Leto con una voz aguda y asustada. Melanto se
tensó y alargó la mano hacia el caballo que había decidido que sería el suyo.
Era más probable que Alexios reconociera a Leto bajo el sol abrasador, a
cielo abierto, sin ningún sitio en el que esconderse.
Miró enderedor, espantada. ¿Qué podía hacer para convencer al príncipe
de que prescindiese de su guardia, para proteger la precaria falsa identidad
de Leto? Tal vez asustar a uno de los caballos, o…
—¿Alexios? —En esta ocasión, la voz de Leto era tranquila, cautelosa y
hasta… ¿seductora? Se inclinó hacia Matías; si Melanto no hubiera estado
observando tan de cerca, quizá no se habría dado cuenta de cómo se
tambaleaba en su asiento—. Tu guardia, si mal no recuerdo. ¿Crees que
necesitas protegerte de mí?
—Pues…
—¿No podríamos ir tú y yo solos? Con Melanto, claro; no podemos ir
sin carabina: no sería apropiado, pero… —Leto se rio con discreción—.
Bueno, ¿no crees que sería más agradable? No me gusta tener público; ni
que estuviera actuando... Si estoy sola, sé que puedo ser yo misma.
Se hizo un largo silencio de incredulidad.
Melanto apretó los puños.
—En fin —dijo finalmente Matías—. Pues… Sí, te entiendo. Puede
que… eh… —Se removió en su asiento, como un niño aturdido—. Dile a
Alexios cuando venga que ya no lo voy a necesitar. —Había un deje en la
voz de Matías al dirigirse al mozo que a Melanto no le gustó. Trató de
ignorarlo lo mejor que pudo y devolvió la atención al caballo. No se
preocupó por comprobar el ronzal como había hecho Matías (no sabría qué
comprobar exactamente), pero acarició el pelaje corto y gris del caballo y lo
miró a los enormes ojos marrones.
—Tú y yo somos criaturas de Poseidón —le susurró al oído—. Pórtate
bien conmigo; me falta práctica.
Es lo que decía la leyenda: que Poseidón había creado los caballos a
partir de la cresta de espuma de las olas del mar. El caballo no parecía
saberlo, pues se movió bajo Melanto cuando esta se subió a su lomo y
resopló molesto. Su quitón tenía una abertura lateral que provocó que
acabase enseñándole al mozo de cuadras, que aún seguía allí, buena parte
de los muslos. El joven se puso colorado y volvió al establo.
Leto y Matías ya se habían adelantado, al parecer olvidándose de ella.
Melanto espoleó al caballo con más fuerza de lo habitual, error que pagó
casi de inmediato, cuando dio una sacudida hacia delante y estuvo a punto
de caerse.
—¡Qué horror! —oyó gritar a Leto desde más adelante—. ¡Es
incomodísimo!
—Hablas igual que mi hermana —respondió Matías. Montaba con
confianza y tomó la delantera con facilidad.
—¿Cuántas hermanas tienes? —Leto rebotaba en el asiento con cada
zancada de la yegua.
—Dos —respondió Matías. Algo había cambiado en la posición de sus
hombros. Tiró de las riendas de su caballo para que el semental redujese la
velocidad al trote.
Leto hizo lo propio y puso a su yegua a la par. Melanto los seguía a
escasa distancia. Montar era más fácil de lo que recordaba; quizá la
transformación le hubiese otorgado un mejor equilibrio.
—Qué bien —dijo Leto. Si Melanto no supiese la verdad, habría
pensado que a Leto de verdad le interesaba—. ¿Cuántos años tienen?
—Hécate debe de tener unos once años. —A pesar de la tensión en los
brazos y en la espalda, Matías hablaba con voz dulce. En cada sílaba se
notaba el cariño que le tenía a su hermana—. Y es una verdadera pesadilla.
Siempre está pensando en viajar por el mundo. La última ocurrencia suya
que me ha llegado es que quería ser una bruja. —Se rio, por fin relajado, y
comenzó a relatar una historia sobre las aventuras de su hermana. Ya habían
dejado atrás los jardines del palacio y se habían adentrado en un camino
irregular que atravesaba los montes hacia los acantilados.
Leto se volvió hacia Matías y le sonrió; el movimiento de las mejillas le
entornó los ojos hasta convertirlos en líneas castañas grisáceas. Por primera
vez, Melanto se alegró de estar tras ellos. Así no tendría que fingir la
sonrisa ella también.
Once años.
Era demasiado joven para perder a un hermano.
27. EL VERANO MENGUANTE
LETO
T ras un tiempo durante el que Matías le contó a Leto lo que bien podría
haber sido su infancia y la de Hécate entera, llegaron a un punto en el
camino en que la senda se curvaba de forma pronunciada a la
izquierda.
Antes del giro, se acercaba al borde del acantilado a una distancia de,
como mucho, la longitud de un brazo. Debajo se hallaba el inmenso mar. Al
contemplarlo, Leto sintió escalofríos por todo el cuerpo, imaginándose que
se inclinaba y empujaba a Matías del caballo, por el acantilado. Casi podía
ver cambiar su expresión, de una satisfacción tranquila a la sorpresa y luego
al miedo. Un solo empujón y acabaría con la maldición.
Melanto había estado callada y huraña detrás de ellos, pero había ido
relajándose poco a poco a medida que se iban alejando del palacio. En
aquel instante, montaba con un desenfreno alegre, sacudiendo al viento los
rizos rubios, que se le habían soltado de las trenzas, y sonriéndole al sol que
cantaba en lo alto. Le pintaba la piel dorada y sus ojos lanzaban destellos
verdes como la hierba que pisaban los caballos. Con un gesto de Leto,
recuperaría la seriedad en un instante y la ayudaría a cometer el asesinato.
A la derecha de Leto, entre ella y el precipicio, Matías seguía hablando
de su hermana en un tono alegre y cariñoso. Apenas se encontraban a tres
pasos de la curva. Dos. Uno.
Si Melanto había visto la oportunidad, no lo demostró, no miró a Leto
con la frente arrugada ni le indicó que era el momento. El momento de
volverse hacia el muchacho que tenía al lado, de sonrisa alegre y juvenil. El
muchacho que había visto morir a Leto y que adoraba a su hermana.
Leto respiró hondo y dio la espalda a los dos. Tenía el estómago revuelto
y sentía náuseas en la garganta. No podía hacerlo. No lo habían pensado
bien y estaban quedando patentes los numerosos fallos del plan. Era
demasiado arriesgado. ¿Y si Matías no se caía al mar? Tenía que morir en
él; Melanto había sido clara al respecto. ¿Y si se golpeaba la cabeza al caer?
¿Y si la capa se le quedaba enganchada en el esqueleto de un árbol muerto?
Leto bajó la vista y examinó atentamente los arbustos bajos, aunque sin
saber qué estaba buscando exactamente. Parcelas de flores amarillas
moteaban el duro terreno: narcisos, como los que lucía Melanto en el pelo
en Pandú mientras planeaban matar al príncipe. A Leto le temblaban las
manos al coger las riendas de la yegua.
Entonces doblaron la curva y el acantilado desapareció de la vista,
mientras Matías seguía hablando a su lado, sin saber, para su felicidad, lo
cerca que había estado de la muerte.
***
No tardaron en llegar al punto más alto del monte.
Ítaca se extendía ante Leto, con sus tejados naranjas y sus ringleras de
hierba reseca. El camino ya apenas lo era; en el tramo final del trayecto,
solo habían seguido los contornos de la tierra. Habían retrocedido una vez
más hacia los acantilados; Leto oía el mar. Su llamada era casi irresistible.
No sabía cómo, pero a Leto cada vez se le daba peor la equitación. El
sudadero se le resbalaba en cada movimiento y no parecía haber forma de
corregirlo.
—Pensaba que Poseidón era el señor de todos los caballos —le susurró a
su montura—. ¿No deberías hacerme caso?
Melanto, a su lado, le dirigió una sonrisa irónica.
Su caballo movió las orejas y aumentó la velocidad. Matías presumía
más adelante, galopando con su semental hasta alejarse y regresando de
nuevo a toda velocidad.
Se le volvió a resbalar el sudadero y Leto tuvo que recurrir a todas sus
fuerzas para no caerse.
—No soporto montar —le susurró a Melanto—. Es una actividad
horrible y para imbéciles.
—A mí me gusta —dijo Melanto—. Y a ti también te gustaría si no se te
diera tan mal.
—No es que se me dé mal… —dijo Leto, pero se interrumpió cuando se
le volvió a mover el sudadero, más lejos y más deprisa que antes. Melanto
no se había fijado en lo incómoda que estaba; sonrió e, incapaz de negarse a
competir cuando existía la posibilidad, galopó tras Matías con la clara
intención de adelantarlo.
Leto estaba cada vez más inestable sobre la yegua.
—¡Matías! —gritó finalmente, reduciendo la velocidad al trote con
dificultad—. ¡Melanto, espera! —Tiró fuerte de las riendas—. ¡Para,
maldito bicho!
Entonces ocurrieron dos cosas casi a la vez. La primera fue que la yegua
sacudió la cabeza ante el tirón de las riendas y frenó bruscamente. Y la
segunda, apenas un instante después, fue que el sudadero se le terminó de
resbalar por completo y Leto cayó de lado.
—¡Mier…! —Se estampó de bruces contra el suelo y el sudadero cayó
formando un montoncito sobre ella. La yegua resopló satisfecha, bajó la
cabeza y procedió a pastar.
Leto protestó. El impacto la había dejado sin respiración y el ruido que
había hecho era tan lamentable como vergonzoso.
El grito no había sido lo bastante fuerte, pues Melanto ni siquiera había
reducido la velocidad del galope. Así, Matías y ella apenas eran unas
manchas en el horizonte cuando al fin uno de ellos se acordó de Leto.
Matías dio la vuelta con el caballo y vio a la yegua sin amazona. Sus labios
emitieron nerviosos balbuceos, cuyo sonido se llevó el viento de las
cumbres.
Mientras regresaban hacia ella (Melanto muy ligeramente adelantada),
Leto procedió a quitarse de encima la pesada manta. Al hacerlo, se fijó en la
correa del sudadero: una piel de ante atravesada a la perfección por
tachuelas redondas, cortada por la mitad de forma limpia.
Leto la contempló boquiabierta.
La correa no se había roto. La habían saboteado adrede.
Mierda. Debía de haber sido Melanto. Sabía que Leto se acobardaría:
que se echaría atrás en el momento crucial. No sabía cómo, pero Melanto
había encontrado la forma de derribar a Matías y hacerlo vulnerable.
Probablemente lo había hecho al ir a rellenar la cantimplora en la fuente.
Pero no había previsto que Matías renunciaría a su yegua, así que, sin
querer, se la había jugado a Leto.
Tenía que ocultarlo. Matías había adelantado a Melanto y estaba a
segundos de distancia; el viento le azotaba el cabello hacia atrás mientras se
acercaba. La preocupación le arrugaba el rostro. Leto buscó
desesperadamente una solución; al no encontrar alternativa, recogió el
voluminoso sudadero entre sus brazos y lo arrojó por el borde del
precipicio. Cayó rodando, con las hebillas agitándose frenéticamente en la
caída, y se quedó enganchado en un matorral a medio camino. Tendría que
valer con eso.
—¡Leto! —Matías había desmontado (por suerte, estaba de espaldas
cuando la joven había tirado el sudadero) y corrió hacia ella; se detuvo un
momento para atar entre sí las riendas de los caballos—. ¿Qué ha pasado?
—Melanto, unos segundos por detrás, saltó del caballo con una elegancia
impresionante. Los dos llegaron a la altura de Leto a la vez y Melanto
empujó a Matías de una forma que podía haberse disfrazado de
preocupación o incluso miedo si su mirada no hubiese sido tan severa y sus
labios rosados no dibujasen una línea tan fina.
Leto no le hizo caso. En el costado derecho empezaba a sentir un dolor
sordo. A la mañana siguiente, tendría unos moratones fuera de lo común.
—Maldita yegua —dijo apretando los dientes—. No soporto montar.
Melanto la ayudó a sentarse. Matías, con los ojos como platos de
preocupación, se asomó al borde del acantilado y vio el sudadero
meciéndose en la brisa como si fuera un enorme murciélago de piel.
—Dioses —dijo. Parecía como si tuviera ganas de vomitar—. Al menos
has caído de este lado. No puedo imaginarme qué habría pasado si… —Se
interrumpió.
—Pero lo he conseguido —dijo Leto, dándole palmaditas en el brazo.
Era buena señal que le distrajese pensar en su seguridad. Así tendría menos
tiempo para pensar en cómo narices el sudadero se había soltado solo del
lomo del caballo y había caído al mar. Menos tiempo para fijarse en la
tensión en los muslos de Melanto cuando se incorporó de cuclillas y, con
sus ojos de lince, contempló la escena que tenía ante ella.
Estaban a solas, junto al precipicio, con el mar agitándose por debajo de
ellos.
Matías no iba armado y estaba agachado junto a Leto.
Un jinete se había caído del caballo; si volvían al palacio, sería fácil
decir que había sido Matías; que se había resbalado por el precipicio sin que
pudieran salvarlo.
Matías seguía teniendo aspecto alarmado, con el rostro de un
desagradable color grisáceo.
—¿Te has hecho daño?
—¡Pues claro que se ha hecho daño! —espetó Melanto—. ¡La ha tirado
vuestro caballo!
—A… a ver —tartamudeó Matías, desconcertado—. Técnicamente,
Estenios es ateniense.
Leto la miró fijamente. Melanto no solía hablar de forma tan brusca. Por
la expresión de su rostro, ella también se había dado cuenta. Se ruborizó y
bajó la vista.
—Mis disculpas —dijo—. Me preocupaba…
—Has hecho bien en decirlo —replicó Matías, aceptándolo de una forma
admirable—. He dañado a tu señora. A tu amiga.
—No es daño físico, sino en el orgullo, creo. —Haciendo caso omiso de
la forma en que la miraba Melanto, Leto levantó el brazo para examinarlo.
Silbó entre dientes cuando le sobrevino el dolor—. Y en el codo. —Se
levantó la manga del quitón y echó una ojeada a la piel, manchada—. ¡Ahí
va! —Giró el brazo y le goteó la sangre sobre la falda—. Estoy sangrando.
—Sabía que debería haber traído a otro acompañante. —Matías miró a
su alrededor, desesperado—. Tenemos que contener la herida.
—Ya estoy yo —dijo Melanto.
—Es solo un poquito de sangre… —Leto se interrumpió cuando Matías
tiró de su quitón y procedió a rasgar un fragmento de la parte inferior—. No
es nada.
Melanto había arrugado la frente hasta que las cejas casi se le
confundían con el cabello y Matías procedió a envolver el brazo de Leto
con la tela.
—Dios, qué mala pinta tiene.
La herida no era tan profunda, pero Leto apretó los labios y dejó que
Matías siguiese preocupándose por ella. Al fin, con una expresión de suma
satisfacción, anudó la improvisada venda con firmeza.
—Listo —dijo. Sin el fragmento que había desgarrado, la túnica le
quedaba ridículamente corta. Apenas le llegaba a la mitad de los muslos,
musculados y morenos. No sabía por qué, pero no podía apartar la vista.
—Creo que ahora es el momento de pensar en que deberíais haber traído
a otro acompañante —dijo Melanto con una voz serena, sin emoción, pero
miró con desdén la piel desnuda de Matías.
—Tienes razón —dijo el príncipe. La piel pálida había recuperado su
tono habitual dorado intenso, pero la preocupación seguía presente en sus
ojos, y los labios, normalmente sonrientes, eran entonces una línea recta—.
Tenemos que volver.
Se puso en pie con facilidad y alargó la mano para ayudar a Leto a
levantarse.
Estaban muy cerca el uno de la otra, más de lo que habían estado hasta el
momento, con todo el decoro y la etiqueta del palacio. Matías, sonrojado
por el sol y el ejercicio y con el cabello mojado, estaba muy atractivo. Leto
abrió la boca para hablar, pero la volvió a cerrar; el pensamiento se había
evaporado incluso antes de llegar a formarse.
Ese era el momento en que debía agarrarlo y tirarlo a las olas revueltas
del mar. Pero no lo hizo.
Matías la contemplaba con una expresión impenetrable.
—Leto… —dijo.
La joven entornó los ojos para observar a Matías, cuya peculiar mirada
penetrante seguía fija en ella. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se había
quedado quieta? ¿Por qué no podía apartar la vista de él? Era Matías,
ridículo, regio y cobarde. Tenía que matarlo. Y Melanto los estaba
vigilando.
Eso no tendría que haber importado. Entonces, ¿por qué importaba? Leto
tenía la boca seca y la lengua le pesaba como el plomo.
—¿Sí? —logró decir; las palabras se enredaron en el viento y se
perdieron. Los caballos sacudieron la cabeza con impaciencia, pero Matías
no pareció percatarse y, si lo hizo, le dio igual.
—Eres… —continuó, y dio un paso adelante.
Estaba tan cerca de ella, con el torso contra el suyo, que Leto distinguía
cada hilo de oro en sus ojos oscuros. Contuvo las ganas de alejarse. Solo
tenía que acercarse un poco más al precipicio…
—Creo, digo, que tengo que…
De repente, el príncipe se inclinó para besarla.
En ningún momento se había esperado que fuese a hacer algo tan
atrevido; ¿y delante de Melanto? De lo sorprendida que estaba, no pudo
hacer nada más que abofetearlo.
Luego, tras abrir la cantimplora que llevaba en la cintura para que le
cayera el agua por la pierna y una oleada de poder le recorriera el cuerpo,
sintió ese hormigueo ya conocido cuando Poseidón la miró, y trató de
empujar al príncipe por el acantilado.
28. LLEGARÁ EL AMANECER
MATÍAS
M atías podría haber jurado que su prometida había intentado matarlo.
Primero le había propinado una bofetada (un potente golpe que le
había dejado un dolor punzante más fuerte de lo que se atrevía a
reconocer) y luego lo había agarrado de los hombros y lo había empujado
hacia el precipicio.
La joven era sorprendentemente fuerte y lo había sujetado con firmeza,
sin temblar, tanto que no podía evitar pensar que podría haberlo logrado. Y
quizá lo habría hecho si su doncella de cabello dorado no hubiera dejado
escapar un ruido atroz, una inspiración jadeante y aterrada, al tropezarse
con algo (Matías nunca llegó a descubrir qué era) y no hubiera salido
despedida hacia delante.
Leto lo soltó al instante, se dirigió a su doncella (Melanto, la llamó) y la
abrazó. Matías se apresuró a apartarse del precipicio. Quizá fuera un efecto
de la luz, del sol que caía a plomo desde el cielo despejado, pero, al
contemplar a las muchachas con la peculiar sensación de que sobraba,
podría haber jurado que Leto tenía los ojos inundados de lágrimas.
Pero hasta de eso dudó más adelante.
Porque obviamente Leto no había intentado matarlo: simplemente había
reaccionado a su intento de acercamiento con terror; un terror que tendría
que haberse imaginado, pues había actuado sin un ápice de decencia,
respeto ni honor, y estaba completamente avergonzado de sí mismo.
Se imaginaba lo que habría dicho Selene y cómo habría fruncido el ceño,
juntando las cejas gruesas y oscuras. Siempre lo había hecho en las escasas
ocasiones en que lo había sorprendido tratando de coquetear con las criadas,
y lo regañaba tanto que se pasaba días avergonzado.
Leto le habría caído bien; le habría gustado su aparente desprecio por la
tradición y el decoro. Se habría llevado a Matías a un lugar apartado y le
habría dicho que Leto sería una excelente esposa. Eso si Leto aún lo
aceptaba; un príncipe horrible para un reino horrible.
La joven ni lo miraba, mientras Melanto y ella montaban una al lado de
la otra tras él.
***
Más adelante, Matías se desplomó sobre la mesa de la biblioteca y aspiró el
aroma a papiro podrido.
Empezaba a asimilar la verdadera magnitud de sus errores; ya se había
encontrado a la primera de las muchachas marcadas (Alexios le había
transmitido la noticia a su llegada de los acantilados) y Matías aún no había
encontrado la forma de romper la maldición que la mataría. Quería visitarla,
ofrecerle el escaso y fútil consuelo que pudiera, pero Alexios había
reaccionado a la propuesta con una incredulidad mordaz y una pregunta
directa: «¿Qué le parecería a la reina?».
Alexios tenía razón: sin duda su madre no iba a aprobar su
sentimentalismo. Además, pensándolo mejor, Matías no estaba seguro de
que su presencia fuese a serle grata a la pobre condenada. Sería un acto
egoísta, nacido íntegramente de la culpa y del recuerdo lejano de otra
muchacha. Ofelia, la hija de la sibila: furiosa, valiente y muerta.
Matías apoyó la cara contra la mesa de madera y gruñó.
En Leto no encontraría ni consuelo ni ayuda. Si al menos se le
permitiese un único día en el que, humillado, pudiese esconderse en la
biblioteca sin tener que ver a su mordaz futura esposa... Sin embargo, al día
siguiente su madre había organizado una cena para todos los nobles de Ítaca
en la que celebrarían los desposorios del príncipe. Y, como era el príncipe,
tenía que asistir.
Y también asistiría Leto, la prometida del príncipe.
No sabía si sería capaz de mirarla a la cara. Había estado convencido de
lo que había visto en su mirada (atracción o, como poco, admiración), pero,
aun así, lo había rechazado sin dudarlo, tanto que el príncipe ya sabía que
había estado equivocado. Tal vez tendría que haberse divertido con las
sirvientas como con frecuencia lo había animado a hacer Alexios. Quizá así
tendría algo más de idea sobre las cuestiones del corazón y de los
sentimientos.
A Matías nunca se le había dado muy bien averiguar lo que pensaba la
gente. La única persona a la que había entendido (o a la que pensaba que
había entendido, hasta que le demostró lo equivocadísimo que estaba) era
Selene. Y Selene estaba muerta.
Miró con pesimismo su diario. Tenía las hojas esparcidas sobre la mesa a
su lado, prueba de una búsqueda desesperada e inútil de algo, lo que fuera,
que le permitiera romper la maldición. La hoja siguiente era una especie de
acertijo. «Doce por suerte, doce por la fuerza. Una por elección». Había
escrito las palabras numerosas veces en distinto orden; la mitad, tachadas.
La página estaba repleta de signos de interrogación y manchas de tinta. Tal
vez el acertijo significase algo, pero para Matías no tenía ni pies ni cabeza.
No podía distinguir las palabras útiles de las que apenas eran reflexiones
cotidianas de una muchacha furiosa. Era un inútil, un estúpido.
Si Leto lo rechazaba entonces, no se podía imaginar cómo se sentiría
cuando lo viese supervisar la ejecución de doce muchachas inocentes por
primera vez. Por mucho que supiese (o no) sobre la grave situación de Ítaca,
se imaginaba que no lo vería con buenos ojos.
Era posible que llegase a despreciarlo tanto como él se despreciaba a
menudo.
No había hecho suficiente; su madre lo había mantenido ocupado con
sus obligaciones, lo había enviado a viajes diplomáticos por toda la isla y le
había pedido largos partes escritos. Había tratado de seguir el rastro de la
madre de Ofelia, la última sibila real de Ítaca. Al fin y al cabo, había escrito
sobre la muerte de Matías (o, al menos, la muerte de una persona lo
bastante importante en su vida como para incluirlo en su profecía) y había
vivido en el palacio. Pero la habían expulsado más de una década atrás y le
costaba no pensar que estaba perdiendo el tiempo investigándola. Su propia
muerte no era ninguna urgencia.
Quizá por eso no había vuelto a Vathí, aunque cada vez se lo plantease
más. A fin de cuentas, así era como había descubierto su nombre. Pero solo
faltaban nueve días para el equinoccio y no podía pensar en ella; no podía
perder más tiempo en Vathí, aunque en su interior hubiese empezado a
surgir una peculiar sensación: la sensación de que le faltaba algo, de que lo
habían engañado, no sabía cómo.
Su madre seguía insistiendo en que celebrasen el equinoccio de
primavera como si fuese algo más que una profecía de las muertes que no
tardarían en llegar. Año tras año, invitaba a todas las familias nobles del
reino (y varias de fuera) a comer, beber y bailar con ellos. Se celebraba dos
días antes del equinoccio de verdad, obviamente, para que los visitantes ya
se hubiesen marchado para cuando Matías bajase a la playa de los
sacrificios y condenase a muerte a doce muchachas; para cuando doce
familias tuviesen un motivo más de luto y rabia hacia sus inútiles
gobernantes. Era una época de política y conspiraciones tanto como de
disfrutar de la primavera. El día en sí no era tan importante.
La reina no hacía caso de las protestas de Matías, así que él se
desahogaba con pequeños motines. El palacio era puro ajetreo, lleno de
criados yendo de un lado a otro con lámparas de aceite y grandes telas y de
artesanos llegados de las aldeas para hacer reparaciones. Cuando Matías se
cruzó con un herrero paseando por los pasillos para algún frívolo recado
para la reina, le pidió que reventase los cerrojos que mantenían cerradas las
viejas puertas de la biblioteca.
El placer ante su destrucción le había durado poco: la nimia rebelión
había sido casi en vano. Leto no iba a quedarse a su lado si continuaba la
maldición, una vez que hubiese presenciado su realidad y el papel que
desempeñaba Matías. Y, con ella, se llevaría el apoyo, la capacidad militar y
el oro de Atenas.
Y también se marcharía con ella una diminuta parte de su corazón: la
que creía que había muerto junto con Selene.
29. LA PODEROSA FUERZA DEL
DESTINO
LETO
M ás adelante, a su regreso (Matías había montado su yegua y había
medio galopado a pelo, lo que le irritó y le aceleró el pulso aún más
que el propio hecho de tener que montar a caballo), Leto volvió a
trompicones a sus aposentos y se desplomó sobre la cama.
—No ha salido como estaba previsto —dijo mirando al techo. Ansiaba
preguntarle a Melanto por qué lo había impedido, por qué se había
abalanzado sobre ella con una fuerza tan temeraria. Debía de haber algo en
lo que Leto no se había fijado; algo que se había perdido. Algo que
significase que iba a salir mal. O quizá se hubiese convencido de no hacerlo
de la misma forma que Leto: los acantilados estaban muy altos, y el mar,
muy lejos. No podían poner en riesgo la vida de Matías sin estar seguras de
que les saldría bien.
Pero no era lo único. No estaba segura de no habérselo imaginado o de
que no lo hubiese creado de la nada su mente confundida por el dolor. Una
visión.
Se había desvanecido, desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
No, debía de habérselo imaginado. No era tan buen sibila como para que
se le presentasen las visiones sin más; tenía que suplicarle a su dios,
arrancárselas con oraciones susurradas, ofrendas en llamas y entrañas
relucientes de un animal esparcidas sobre la mesa.
Sin embargo, no podía dejar de verla; no podía ignorarla, aferrada como
una mancha a la periferia de todos sus pensamientos. Una imagen, un
momento, algo que aún no había ocurrido. Algo que no ocurriría, porque
Leto no iba a permitirlo.
Melanto: pálida, jadeante, moribunda. Con la boca entreabierta y los
largos dedos aferrándose a la garganta llena de cicatrices. Y los ojos como
platos, verdes y aterrados.
No. Los dioses eran crueles: se alimentaban del miedo, del dolor, del
deseo. A Leto ya le dolía el corazón por los tres. Ya tenían lo que querían.
La visión era producto de su propia imaginación; los dioses no tenían
ningún motivo para enviarla.
Se aclaró la garganta y se obligó a regresar al presente.
—Podemos volver a intentarlo, ¿no?
Melanto no dijo nada. Leto notó cómo la cama se hundía bajo su peso
cuando se sentó en el borde, pero no lanzó un comentario mordaz con la
rapidez que lo habría hecho normalmente. Leto se giró para mirarla.
Melanto tenía el gesto tenso de preocupación y se agarraba la falda del
quitón con el puño apretado. Rara vez la había visto tan melancólica, ni
siquiera en los primeros días en Pandú, en los que había ido contándole a
Leto, poco a poco y con cautela, sus tragedias.
Leto se incorporó.
—¿Qué te pasa?
Melanto no la miraba.
—No me he tropezado —dijo de manera inexpresiva.
Leto parpadeó.
—¿Qué?
—Que no me he tropezado —repitió Melanto con fuerza—. En el
acantilado, cuando Matías ha intentado… Bueno, cuando tú has intentado
empujarlo por el precipicio. Has parado porque…
—¡Porque no me has dejado! —dijo Leto—. ¿O sí? ¿O te has caído…?
—Eso es lo que estoy intentando decirte —dijo Melanto—. No me he
caído. No me he tropezado ni dado un traspié ni nada por el estilo. Me han
empujado. Algo o alguien me ha empujado. No es la primera vez que lo
noto, Leto: la acción de un dios. Y hoy la he vuelto a sentir.
Leto negó con la cabeza.
—No lo entiendo.
Entonces Melanto levantó al fin la vista, clavó en Leto la mirada
penetrante y se quedó observándola tan fijamente que la incomodó.
—No me crees. —No era una pregunta.
—¿Cómo? No, es que…
—No te molestes en mentir. —Melanto sacudió la mano con elegancia
—. No te culpo.
—Que sí te creo.
—No hace falta. —Melanto respiró hondo para tranquilizarse y se
abrazó las rodillas, acurrucándose—. Sé que parece ridículo. Ni siquiera yo
estoy segura. Quizá me lo haya imaginado. Quizá haya sido el viento o el
calor u… otra cosa. Quizá haya sido solo la sorpresa. —Negó con la
cabeza. Hablaba con una voz más despreocupada mientras sus ojos
escudriñaban el rostro de Leto—. Oye, tenemos otro asunto del que hablar.
«La visión. Lo sabe». Leto pensó en una excusa.
—Pues…
—¿Estoy en lo cierto al pensar que Matías ha intentado besarte?
—Ah. —«Ah». Empezó a notar calor en la cabeza.
—Tengo razón. —Esta vez, Melanto sonrió de verdad. Leto veía
intención en los hoyuelos de las comisuras de los labios y la forma en que
se alzaban los pómulos y entornaba los ojos. Cuando reía, estaba preciosa;
estaba viva. A Leto no le haría bien imaginársela de otra forma.
Así que ella también le sonrió.
—Lo normal habría sido esperar, como poco, a que estuviéramos solos.
Debía de estar muy seguro de que lo iba a aceptar. Ni siquiera te ha pedido
que te marchases.
Melanto dejó escapar un gritito de alegría.
—¡Me habría encantado ver cómo lo intentaba! No me alejaría de ti por
nada del mundo, sobre todo si implicara perderme algo así. ¿Le has visto la
cara? Parecía como si se hubiera comido un limón entero.
Leto se rio. No podía evitarlo; Melanto tenía razón. La impresión en el
rostro de Matías, aunque breve, había sido severa y muy muy graciosa.
Cuando les dio otro arranque de risa, se permitieron aceptar una
sensación de ligereza que arrasó con el miedo y la duda y, finalmente, se
arroparon con las sábanas y apagaron la última de las lámparas. Fue
entonces cuando Leto se dio cuenta de que no le había mencionado el
asunto de la correa cortada a Melanto. Podría haberle tomado el pelo y
haberle recordado que debía andarse con más cuidado en el futuro: «Ya me
han matado una vez; no quiero que me vuelva a pasar». Se reiría muy bajito
para dejarle claro que no estaba enfadada. Melanto sonreiría aliviada.
Pediría perdón en voz baja y Leto le diría exactamente qué podía hacer para
solucionarlo.
Negó con la cabeza.
No, no era buen momento para coquetear ni para inventarse situaciones
en las que Melanto se acercase a ella, como había hecho en el puerto de
Ítaca, para acariciarle la mejilla con el pulgar. En sus sueños, Melanto no se
apartaba. En sus sueños…
Leto se pellizcó con fuerza. Tal vez otro día. Volvió a mirar al techo, al
mármol oculto bajo un manto de oscuridad. Por el momento, tenía cosas
más importantes en las que pensar.
Por ejemplo, en que faltaban nueve días para el equinoccio. Nueve días
para demostrar su valía ante Melanto, para mostrar que podía hacerlo bien.
Que Melanto no tendría que trazar otro plan para ayudarla, cortar la correa
de otro sudadero ni ayudarla a romper un maleficio por culpa del cual ya
había perdido demasiado.
No, había llegado el momento de Leto, y tenía nueve días para atraer a
Matías al mar después de haberlo rechazado. Y abofeteado. Y tratado de
tirarlo por un acantilado.
Nueve días. Era dolorosamente consciente de la presencia de Melanto,
tumbada en la oscuridad a su lado, y del débil sonido de su respiración. Con
nueve días bastaría.
Tenía que bastar.
30. LLENO DE ALAS
MELANTO
L eto apenas probó bocado en el banquete de esponsales.
Melanto lo sabía porque no había dejado de mirarla desde que
llegaron. Se habían visto obligadas a posponer el intento de asesinato
mientras Matías, que a saber dónde se había metido, hacía caso omiso de
los dos mensajes de coqueteo que Leto había enviado a sus aposentos. En
su lugar, se pasaron todo un insoportable día matando el tiempo en sus
habitaciones, mirando a la nada y fingiendo no pensar en su fracasado
intento. En lo que había hecho que fracasara. Melanto no estaba ya tan
segura de sus recuerdos ni tan convencida de que la hubiese empujado ese
otro ser de fuera de aquel mundo.
O quizá simplemente prefiriera no pensar en las implicaciones. O su
información había sido errónea y aún no se había señalado a la primera
muchacha o sí se la había señalado, pero los dioses no querían que
triunfasen. O tal vez no quisieran que fuese Melanto quien lo hiciera.
Faltaban ocho días, y luego siete, y cada uno de ellos aferraba el corazón de
Melanto sin soltarlo.
Aquella noche, Melanto había vestido a Leto con un quitón del
mismísimo color de los pétalos de rosa y le había trenzado el cabello con un
puñado de cintas, la última de las cuales anudó con esmero al cuello de
Leto.
Matías había llamado con señas a Leto para que se sentase en la
cabecera de la mesa, entre su madre y él. Cada vez que el príncipe intentaba
tristemente gastarle una broma o miraba a Leto durante demasiado tiempo o
se ponía en pie de un brinco para interceptar a un criado y ofrecerle a la
joven un plato de espárragos, la reina la miraba de reojo, molesta, y bebía
un largo trago de vino. Tenía los ojos oscuros. Melanto sintió deseos de
quitarle esa expresión de su anguloso rostro de una bofetada.
Pero en vez de eso permaneció en pie junto a la pared, observando con el
ceño fruncido junto a varios criados más. El jarro que portaba estaba vacío,
pero no tenía intención de rellenarlo. Ella ya había cumplido con sus
funciones hacía medio milenio, y no pensaba volver a ser una simple
sirvienta.
Le rugió el estómago cuando pasó un sirviente con un montón de higos
del tamaño de un cabrito. Dioses, se había olvidado de la tortura que era
estar a la espera mientras los nobles se hinchaban a carne y vino, arrojando
los restos de hueso y cartílago a los perros. Y ver a Leto coquetear con el
príncipe de Ítaca tampoco ayudaba.
En ese preciso momento, Matías se echó a reír a carcajadas, negó con la
cabeza, de negros rizos, y se reclinó en su robusta silla de madera. Era muy
atractivo, extraordinariamente hermoso; la propia Afrodita podría haberlo
tallado en piedra y haberle insuflado vida. Melanto no lo soportaba.
—¿Todo bien, cielo?
Uno de los nobles había conseguido levantarse de su asiento (toda una
proeza, a juzgar por la acidez de su aliento y las rojeces de su rostro) y se
había engañado pensando que podría convencerla de hablar con él.
Melanto se volvió hacia él con todo su desprecio.
—¿Puedo ayudaros? —preguntó inyectando en la voz cada gramo del
odio feroz que le tenía, no solo a él, sino a la codicia que los rodeaba, al
príncipe y a todo el maldito palacio.
El noble se aproximó a ella. Olía aún peor de cerca, a ajo y a vino tinto
aguado.
Melanto no lo soportaba. No lo conocía (ni falta que hacía), pero no
soportaba sus dedos finos como ramitas, sus ojos azules acuosos y la forma
en que recorrían las curvas de sus caderas con pomposa parsimonia. No
soportaba el oro ni las joyas que le pendían del cuello escuálido, que casi
amenazaba con quebrarse. Quería reventarle el jarro que portaba en la nuca;
quería ver la sangre goteando entre sus dedos cuando se llevase la mano a la
herida. Quería escupirle en la cara. En su interior había surgido una peculiar
ira que había sacado a la luz años y años de odio, resentimiento y…
Tristeza.
Melanto se encorvó.
El recuerdo (débil, silencioso y doloroso) llamó a su mente y le suplicó
que lo dejara entrar. Era fácil recordar a Talía, el tacto de sus labios, la
curva de sus brazos y los fragmentos astillados de sus costillas al morir.
Pero Talía no había sido la única; había más sombras reunidas en las
esquinas de la estancia junto a la suya, más fantasmas que se acurrucaban
en los socarrenes y le susurraban a Melanto al oído.
Las de Timo eran las que más alto susurraban. Esta vez, Melanto no
pudo apartarlas de la mente. Los recuerdos que durante tanto tiempo había
luchado por enterrar intentaban salir a la superficie. No lograba
impedírselo; se le escapaban entre los dedos y le estallaban delante de los
ojos.
En una ocasión había estado contra esa misma pared acompañada de
Timo y había entrelazado los dedos con los suyos, diminutos. Era
demasiado pequeña como para servir bien el vino; sus muñecas y sus
delicados antebrazos eran demasiado ligeros como para cargar con
bandejas, por lo que Melanto había convencido a la reina de que permitiese
a Timo rondarla para aprender.
Timo había sido una sombra de piel morena y cabello que se le henchía
en torno al rostro como el humo por mucho que se aplicase aceites en los
rizos prietos y tratase de sujetárselos con horquillas. Melanto había sido
casi como una hermana para ella, y la había protegido de los nobles que la
miraban con lascivia mientras cenaban en los salones.
Al final, su protección había servido de bien poco.
—¡Oye! —Una mano pegajosa y repulsiva había agarrado a Melanto de
la muñeca para traerla de regreso al presente.
Ella parpadeó a toda prisa para contener unas lágrimas que llevaban
demasiado tiempo sin derramarse.
—Soltadme —dijo en el tono más amenazante que se atrevió a conjurar.
Pero él no le hizo caso.
—Una jovencita tan hermosa como tú no debería estar tan triste. —La
miró con lascivia—. Sonríeme, anda.
En ese momento pasaba un sirviente con una bandeja con un enorme
cochinillo asado.
Melanto sonrió; sabía que estaba preciosa.
—Mejor así —canturreó el noble.
Entonces, Melanto se abalanzó sobre él, y los dos cayeron hacia atrás
sobre el sirviente. La grasa, abrasadora y acre, salió volando por los aires; le
quemó la muñeca a Melanto y el dolor fue tan inesperado y aleccionador
que le entraron ganas de llorar. El noble gimoteaba desplomado sobre el
suelo.
—Ah, señor —canturreó Melanto, incorporándose sobre las losas y
arrodillándose sobre él—. ¿Estáis bien? Os habéis caído de repente.
Con la rodilla le comprimía la muñeca, oculta bajo la falda vaporosa del
quitón. El hombre gimió.
—¡Un médico —gritó mientras apretaba aún más la rodilla. Entonces,
algo cedió con un débil crujido y al noble se le pusieron los ojos en blanco
— para el noble!
La joven se levantó en un movimiento fluido.
—Perdona —le dijo al sirviente con el que se había chocado—. Tengo
que ir a cambiarme de ropa. —No esperó a su respuesta; se dio media
vuelta y se marchó hacia la puerta más próxima.
En cuanto esta se cerró con un portazo tras ella, dejó que le
sobrevinieran las lágrimas.
Timo, muerta. Ágata, la hermana pequeña de Timo, de ojos brillantes,
muerta. Calidora, muerta. Eufrósine, Hebe, Estamatia y las demás. Sofía,
Talía… Demasiadas. Qué fácil había sido olvidarlas, y qué terrible
recordarlas.
Había permanecido mucho tiempo en silencio, pensando que había
logrado olvidarlas, pero entonces aulló de dolor ante el cielo oscuro y se
desató los nudos del quitón, que de repente la ahogaban, para que se le
desprendiese de su cuerpo en cuanto regresó a los aposentos de Leto.
Cuando llegasen a su fin los siete días, cuando el príncipe Matías de
Ítaca yaciese muerto en el fondo del mar, Melanto se marcharía de Ítaca, o
al menos lo intentaría. Si sobrevivía, si su vida no estaba tan atada a la
maldición como siempre había sospechado, se compraría un pasaje a Sami
en el primer barco que encontrase.
Y nunca regresaría.
31. EL DOLOR DE LA AÑORANZA
LETO
E ntre un largo instante y el siguiente (tiempo que se rellenó en su mayor
parte con un clamor después de que Leto tirase la copa de vino),
Melanto había desaparecido. Leto la buscó por el salón una, dos y hasta
tres veces antes de llegar a la conclusión, a regañadientes, de que de verdad
se había marchado. La multitud de sirvientes había ido reduciéndose poco a
poco a la vez que el festín ante ellos (se habían llevado en silencio las
bandejas vacías de carne, queso y fruta), así que se imaginó que habían
terminado despachando a Melanto.
No tenía por qué ser algo malo; a Melanto se le había ido oscureciendo
el semblante a medida que transcurría la noche y Leto había estado
demasiado centrada en integrarse con la nobleza como para pensar en una
forma de rescatarla. Por la cabeza se le habían pasado mil posibilidades y
todas derivaban en la revelación de su mentira. Alguien se percataría de que
su piel no era tan morena e impecable como la de Adrastea o de que sus
ojos no eran como los suyos, de color caoba intenso. O le harían alguna
pregunta sobre su supuesta patria y empezaría a gesticular de una forma tan
espectacularmente exagerada que sería evidente para todos los presentes
que no debía estar en esa mesa y que no era quien decía ser.
—¿En qué piensas?
La sacó de sus pensamientos un leve toque en la muñeca y la suave voz
baja de Matías en el oído. No se había percatado de lo cerca que estaba;
cuando se volvió para mirarlo, el movimiento le despeinó los rizos
dispuestos con esmero. Un tirabuzón perfecto se levantó y se volvió a
colocar en su sitio.
La joven parpadeó.
—Perdona, ¿qué?
—Déjalo. —Tenía una sonrisa deslumbrante—. Tal vez deberíamos salir
a tomar el aire. ¿No te parece que hace mucho calor?
—¿Tú crees? —Ya que lo mencionaba, de repente lo notó de forma
arrolladora. El calor de tantos cuerpos y las brasas agonizantes de cientos de
lámparas convertían la estancia un lugar asfixiante. Tomó aire, denso y
húmedo, y estuvo a punto de ahogarse—. Sí, el aire. ¿Vamos?
El príncipe se puso en pie con elegancia. Aunque no lo pareciese, las
sillas pesaban muchísimo (Leto lo había descubierto después de que se le
hubiera caído un higo debajo de la mesa y no hubiera podido empujar hacia
atrás la silla lo suficiente como para alcanzarlo), así que esperó a que
Matías la ayudara. Al ponerse en pie, se mareó. O había estado sentada más
tiempo del recomendable o había bebido más vino del que creía.
Caminaron uno al lado de la otra, demasiado próximos. Matías la guiaba
agarrándola del brazo, con una de las manos bajo su muñeca y la otra
posada en la parte baja de su espalda: lo bastante casto como para resultar
apropiado, pero lo bastante íntimo como para dejarla casi sin aliento.
Leto miró hacia atrás mientras se alejaban. En la mesa principal, en su
mayoría, parecían no haberse percatado de su marcha, salvo por una notable
excepción: la reina, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y las
joyas brillándole sobre la frente, no les quitaba la vista de encima. A pesar
del calor, Leto se estremeció. Bajo la luz titilante de las lámparas, la mirada
de odio de la reina era tan penetrante que podría haberle hecho sangre.
Una vez fuera, tomó largas bocanadas del fresco aire nocturno y se
apartó de Matías todo lo que le permitía la cortesía hasta que se hubo
recuperado del mareo. Cuando finalmente confió en su estabilidad, se soltó
de sus brazos y se apresuró a alejarse un paso de él.
—¿Mejor? —Matías se apoyó contra la columna más cercana.
—Mucho. —Le dirigió una sonrisa de agradecimiento—. ¿Les molestará
que hayamos salido? Me refiero a tu madre y a los demás.
El príncipe se encogió de hombros. Leto no se había fijado hasta
entonces en que se movía como un bailarín a punto de salir a actuar.
—De todas formas, van a poner patas arriba el salón.
—¿Por qué?
A Matías lo salvó de responder el sonido de unos pasos cercanos. Un
instante después apareció a su lado Olimpia, con un evidente gesto de
molestia. Cuando los vio, a pesar de la cuidadosa distancia que los
separaba, se le agrió aún más la expresión. Leto sabía por qué: desde la
primera vez que había comido con la corte de Matías, Olimpia se había
mostrado muy posesiva con él, casi territorial. Estaba siempre tocándole el
hombro, tirándole de la manga o haciendo cualquier cosa para que el
príncipe dejase de prestarle atención a Leto y la mirase a ella. En otras
circunstancias, a Leto le habría hecho gracia que Olimpia la considerase su
rival, pero en esta situación le parecía irritante.
Olimpia se sacudió los rizos, aceitados con esmero, hacia un lado y se
dirigió a Matías, ignorando por completo a Leto:
—¿Te vas a perder la competición?
El príncipe se llevó una mano al pecho y fingió sentirse ofendido.
—Ni se me ocurriría.
Sus palabras parecieron tranquilizarla. Sonrió. En realidad era preciosa:
alta, de silueta masculina y mandíbula robusta. Llevaba un peplo de color
azul intenso y tenía las muñecas y el cuello rodeados de oro.
—Bien. Allí nos vemos. —Y se marchó.
Matías volvió la cabeza hacia Leto.
—¿Estás lista?
El movimiento hizo centellear la luz en sus pendientes: unos gruesos
aros de oro con los que Leto podría haberse alimentado durante un año
entero en Vathí. Por un momento, sintió un peculiar dolor al añorar su
pequeña aldea. Por muy fuera de lugar que se hubiera sentido allí (una niña
huérfana oculta bajo las sedas de la sibila), no se acercaba mínimamente a
cómo se encontraba en aquel momento.
Se tragó sus emociones.
—¿Para qué?
—Quiero que sea una sorpresa; de verdad creo que te va a gustar.
Vamos. ¿Confías en mí? —Le ofreció el brazo.
Se obligó a no fruncir el ceño. Era imprescindible que Matías confiara
en ella y le tomara cariño.
—Supongo. —Lo agarró y dejó que la guiase de nuevo al interior del
palacio.
***
En esos escasos minutos, el salón se había convertido en una estancia
totalmente distinta.
Las largas mesas se habían vaciado de comida y bebida y se las habían
llevado, y habían limpiado las manchas de vino del suelo. Habían sustituido
las lámparas apagadas y la estancia volvía a ser luminosa. Así de vacía, su
amplitud dejaba a Leto sin aliento.
Tardó un tiempo en entender por qué habían apartado las mesas. En su
lugar, se habían introducido por el mango doce hachas en los suelos de
madera, dibujando un camino recto hacia una diana pintada en la pared más
alejada. Unos cuantos nobles de elegante vestimenta se habían reunido
junto al hacha más cercana, arco en mano, enfrascados en la conversación.
—Ah —dijo Matías, aparentemente satisfecho—. Aún no han empezado.
Qué bien.
Leto no podía ocultar su curiosidad. Soltó a Matías y se aproximó.
—¿Qué hacen?
—Es una tradición de ocasiones especiales —dijo Matías, con un
destello travieso en los ojos y los surcos de los labios teñidos del color del
vino—. Para rememorar el retorno de Odiseo y su hazaña de encordar el
arco y disparar una flecha a través de los ojos de las cabezas de doce
hachas. Una prueba de amor hacia su esposa y su reino.
Leto notó un vuelco de decepción en el pecho. El regreso de Odiseo
tenía un significado distinto para ella: era el día que había ordenado que
ahorcasen a las doncellas de su esposa, el día que Poseidón maldijo a Ítaca
en su nombre. Obviamente, el pueblo de Ítaca no recordaba ese aspecto tan
concreto de su historia, pero solo faltaban siete días para los sacrificios y
Matías aún no se los había mencionado. ¿Acaso pensaba que su esposa
ateniense era una ingenua? Y, en caso de que lo pensara, ¿durante cuánto
tiempo se planteaba ocultárselo?
—¿El retorno de Odiseo? —preguntó. No podía revelar que sabía más de
lo que debería—. Creo recordar parte de la historia.
—Bueno. —Él le lanzó una breve mirada de culpabilidad—. Yo diría
que es lo más emocionante que ha sucedido en la historia de Ítaca. A los
bardos les gusta honrarlo.
Leto forzó una sonrisa. «¿Emocionante?».
—Vamos, desde aquí es desde donde mejor se ve.
La llevó al extremo del salón, donde se encontraba la reina con un grupo
de mujeres con peplo de colores vivos. Por poco no se tropezó cuando
Matías frenó en seco a varios pasos de ella.
—Un poco de intimidad —dijo en respuesta a la forma en que lo miraba
—. Empiezo a cansarme de tanta compañía.
—¿Quieres que me vaya? —De todas formas, tendría que ir a buscar a
Melanto.
—Disculpa mi imprecisión. Empiezo a cansarme de tanta compañía que
no sea la tuya.
Sorprendida, Leto lo miró de reojo y notó un arrebato de placer en el
estómago.
—Pues…
—¡Ah! —la interrumpió. Se le iluminaron los ojos—. ¡Que empieza!
Leto se volvió hacia las hachas. Los hombres se habían organizado en
una fila apretada. Mientras la joven miraba, el primero de los participantes,
un hombre inmenso de pelo oscuro y manos del tamaño de platos, alzó el
arco y, con un gruñido sordo, disparó una flecha hacia las hachas. Pasó a
través de la cabeza de la primera y de la segunda, tan deprisa que Leto no la
vio hasta que hubo golpeado la hoja de la novena y se hubo salido de la
trayectoria formando una espiral.
Con un ruido sordo, se chocó contra el mango de la décima y se quedó
clavada en él, vibrando. Se oyó el murmullo de los espectadores reunidos.
La reina aplaudió por educación y varias de sus damas se apresuraron a
copiarla.
—No ha estado mal —masculló Matías—. La mayoría no pasan de la
octava.
—Ah —dijo Leto por cortesía. Un segundo arquero se colocó en
posición. Cuando disparó la flecha, esta golpeó en la primera hacha y cayó
al suelo.
A continuación fue el turno del tercer y el cuarto competidor, sin éxito.
Fue el quinto, un ágil muchacho integrante de la guardia de Ítaca, el
primero cuya flecha dio en el blanco.
Matías resopló nervioso.
—Qué bien. Tenía la esperanza de que lo consiguiera uno de los
nuestros.
Debía de haber más de cuarenta competidores, pero, de todos los que
habían probado suerte, solo tres flechas habían acertado en la diana. Las
espectadoras habían perdido interés allá por el vigésimo competidor; hasta
Leto miraba a los sirvientes cada vez que entraban con más vino, hasta que
alguien pasó junto a ellos y atrajo por completo su atención.
Había vuelto Olimpia.
Leto no podía sino mirarla. Olimpia llevaba un quitón al estilo
masculino: corto y holgado, mostrando los esbeltos músculos de sus
pantorrillas. Portaba un arco, con las flechas colgadas a la espalda. Se había
recogido los rizos sueltos y se había quitado las llamativas joyas. Parecía no
tenerle miedo a nada. Leto se la imaginaba como una de las cazadoras de
Artemisa, atravesando en libertad los lugares más salvajes del mundo.
No le sorprendió mucho verla dirigirse, no hacia la reina y sus damas,
sino hacia el grupo de competidores. Les dirigió una leve sonrisa de aliento,
un gesto de paz.
La mirada de Olimpia pasó por el rostro de Leto sin verla y se clavó en
el de Matías, quien no se había fijado en su entrada, pues jugueteaba
distraído con el cierre de una pulsera y tarareaba desafinado en voz muy
baja. Olimpia apretó la mandíbula y caminó hasta la línea de disparo.
Colocó la flecha en un único movimiento fluido, tensó la cuerda del arco
y volvió a mirar a Matías.
Este seguía sin mirar. Leto le propinó un codazo en las costillas y volvió
a sonreír.
En esta ocasión, cuando Matías levantó la vista con una leve protesta de
dolor, Olimpia la vio. Se le tensaron los hombros, separó algo más las
piernas y le sostuvo la mirada a Leto con gesto impasible. Siguió mirándola
cuando soltó la cuerda y la flecha salió disparada, pasó limpiamente a través
del hueco en el mango de las hachas y se clavó en el centro de la diana.
Leto notó cómo le desaparecía la sonrisa del rostro.
Matías gritó de alegría y Olimpia sonrió, enseñando los dientes con una
dicha salvaje.
***
Matías insistió en acompañar a Leto a su habitación después de la
competición, que, sin saber muy bien cómo, había acabado de una forma
bastante agradable. Olimpia se había marchado con el premio de campeona:
una nueva hacha de la mejor calidad, que aceptó con una sonrisa
resplandeciente.
Matías no se separó de Leto mientras recorrían los pasillos. A ella,
agotada, algo borracha y sin ningún asesinato inminente planeado, no le
importó escuchar durante el breve trayecto su farragosa narración sobre los
distintos tapices y las magníficas vistas de las ventanas. Al fin y al cabo, si
quería convencerlo de que la acompañase al mar, tenía que ganárselo...
También debía confesar que le era útil contar con un guía. Aún no sabía
moverse por el palacio y los pasillos eran muy parecidos bajo la tenue luz
de la antorcha. Pero Matías se desplazaba con facilidad por los corredores,
agarrándola del brazo por pasadizos tan estrechos que Leto ni los habría
visto de no ser por él.
Se detuvieron al inicio de otro pasillo desconocido, flanqueado en un
lado por numerosos bustos. Al otro lado había aún más tapices. Los que
estaban más cerca de Leto representaban una cruel batalla. Había una figura
central que se retorcía de dolor, moribunda, con el tobillo atravesado por
una flecha.
Matías miró hacia donde miraba ella.
—La Guerra de Troya —dijo, en un tono que daba a entender que Leto
tendría que haberlo sabido. Y lo sabía. Como todo el mundo. Una década de
muerte y destrucción innecesarias orquestada por los propios dioses—.
Como ves, los tapices narran la historia de Odiseo.
—Ah, sí —dijo Leto por cortesía. Seguramente a continuación le hablase
de la maldición. ¿Se le torcería el gesto de culpa mientras tanto? ¿Volvería a
apartarle la mirada en el peor momento?
—Mi antepasado —continuó Matías, sin ser consciente de sus
expectativas—. Mira, ahí está. —Se acercó a uno de los bustos, que
representaba a un hombre de gesto adusto con una mata de rizos y densa
barba. Miró a Leto para buscar su aprobación, y esta forzó una expresión
neutra a pesar de tener el estómago revuelto—. Y este es Telémaco —
continuó Matías—. Debo confesarte que no me sé más de memoria. —Se
rio incómodo—. Pero son las grandes leyendas de Ítaca. ¿Se los conoce en
Atenas?
¿Estaba… poniéndola a prueba? ¿Averiguando cuánto sabía de la
maldición? No iba a ofrecerle una escapatoria fácil; quería que la mirase a
la cara y se lo contara todo. Leto se aclaró la garganta.
—Debo confesarte —dijo— que no sé mucho sobre las islas
occidentales. Si son historias comunes en Atenas, por desgracia no las he
oído. Mi madre prefería contarnos historias que pudiesen enseñarnos algo.
Eso era verdad. Su madre siempre se había preocupado de que
entendiese los riesgos y los males del mundo (el narcisismo, la curiosidad y
la ambición eran sus favoritos) y cómo evitarlos. Por desgracia, había
olvidado enseñarle a afrontar los riesgos una vez que hubiera caído en la
trampa. A Leto no le habrían venido mal unos cuantos relatos más sobre
héroes y batallas en su actual atolladero.
A Matías le cambió la expresión. ¿Se le veía más decidido, quizá?
—Pues de verdad que deberías conocerlos. Dentro de poco este va a ser
tu reino. Pero, bueno —apartó la mirada—, imagino que te esperan en tus
aposentos, ¿no? No tengo tiempo para contártelo todo.
Leto pensó fugazmente en Melanto, pero de inmediato la borró de su
mente. Tenía que averiguar lo que quería decirle. Además, estaba
investigando. Si Matías sabía demasiado sobre la maldición y sus orígenes,
sospecharía de ellas antes y tendría miedo del mar y su poder. Melanto lo
entendería.
—No me esperan —dijo—. Y tengo el mismo tiempo que tú.
—Perfecto —dijo Matías. Le ofreció el brazo a Leto, aunque no pudo
mirarla a los ojos—. ¿Me dejas que te explique el contenido de estos
magníficos tapices?
Leto agarró el brazo que le ofrecía. Matías tenía la piel cálida; notaba el
calor a través de la fina tela de su túnica. La sangre que le corría por las
venas no tardaría en enfriarse. ¿Qué sentiría al mirarlo entonces? ¿Sería tan
hermoso muerto como en vida? ¿Lloraría su pérdida?
—Claro que sí —dijo.
***
Sorprendentemente, Matías era un gran narrador. Empezó por los primeros
tapices (el fin de la Guerra de Troya) y pasó a la épica historia de Odiseo y
su década de aventuras hasta llegar a su hogar, Ítaca.
Aunque Leto no los recordaba en un principio, sí reconoció algunos de
los relatos; sin embargo la interpretación de Matías era mucho más
entretenida. Su versión de los encuentros de Odiseo con el cíclope
Polifemo, en la que imitó la voz de los personajes, la hizo reír de verdad
más que en ningún otro momento desde su llegada al palacio.
—Y Odiseo le dice a Polifemo: «Me llamo Nadie». Y lo deja ciego.
Polifemo, agonizante, brama a los demás cíclopes: «¡Nadie me ha herido!
¡Nadie me ha dejado ciego!». Así que se encogen de hombros y lo dejan
chillando. —Matías sonrió.
—Pero no hacía falta ponerle nombre a su atacante.
—Ah, esa es la magia de estos relatos —la tranquilizó Matías—. Se
desmoronan a la primera. La fantasía nunca es tan sólida como la verdad.
—O sea, que ¿los relatos no son verdad? —Si Matías pensaba que eran
ficción, desconocería el vínculo entre Odiseo y la maldición de Ítaca. El
vínculo consigo mismo.
—Ah, no, sí que son verdad —se apresuró a convencerla—. Solo que el
héroe, al regresar, los adornó un poco. Además —la llevó al siguiente panel,
que mostraba un barco que, en su retirada, evitaba por poco un peñasco—,
esta historia sin duda es cierta de un modo u otro. Mira, aquí está Odiseo
marchándose de la isla de los cíclopes.
—¿Y por eso tiene que ser cierta?
Matías asintió.
—Uy, sin duda. Mira, Odiseo es muy arrogante y ansía la fama y el
reconocimiento. Al marcharse, le grita al cíclope ciego: «¡Os ha derrotado
el rey Odiseo de Ítaca!». Entonces Polifemo casi destroza el barco con una
piedra, lo que habría sido un desafortunado final para Odiseo, pero falla. —
Matías sonrió con emoción a Leto—. Ahora viene la parte fundamental: el
cíclope va a quejarse a su padre sobre ese tal Odiseo de Ítaca y su padre se
enfada.
—Poseidón —dijo Leto sin expresividad. Siempre era Poseidón. Y si no
era él, era Zeus.
Matías estaba triunfal.
—Exacto. Ahora Poseidón odia a Odiseo, por lo que su objetivo vital es
acabar con él.
—¿Y por eso sigues sacrificando a todas esas muchachas en su honor
cada año? —No pudo evitarlo. No parecía que fuera a interrumpir la
historia ni a hablar de la maldición con ella. Tal vez hubiera malinterpretado
lo que veía en sus ojos y el príncipe esperase ocultárselo un tiempo más.
El regocijo de Matías desapareció al instante, y se quedó mirándola con
tal expresión de vergüenza y horror que Leto se sintió fatal.
—Pues… —dijo—. No, no es por eso. Desconocía que supieses sobre la
maldición de nuestra isla.
Pues sí se lo había estado ocultando. La ira, de una ferocidad
sorprendente, le ardía en la garganta. La joven dijo con rotundidad:
—Sé un poco.
—Ah —dijo Matías antes de callarse.
Leto sintió un arranque de indignación. ¿Cómo osaba darle evasivas?
¿De verdad pensaba que podía ocultarle la muerte de cientos de inocentes?
En un palacio tan grande, lleno como estaba de estatuas, tapices y vasijas,
no había visto la más mínima señal de que se recordarse, llorase o incluso
reconociese a aquellas muchachas por su gran sacrificio.
Ella era una de esas jóvenes, por mucho que tratase de olvidarlo. Miró a
Matías con el ceño fruncido.
—Tengo derecho a preguntar —espetó—. Cuando me enteré de que
supervisaste el sacrificio de jóvenes inocentes, pensé lo peor sobre ti.
¿Cómo no iba a pensarlo?
A Matías se lo veía horrorizado.
—Es una sombra que se cierne sobre este reino. Si no logramos cumplir
con nuestra obligación con el dios del mar, su ira será incomparable.
Hemos… He intentado renegar de él, pero entiende, Leto, que hay aldeas
que existieron antaño en Ítaca que ya no existen. Se destruyeron en cuanto
Poseidón se enteró de que no iba a recibir su recompensa. —La tregua
provisional que existía entre ellos había desaparecido. Ni siquiera la miraba;
se agarraba el quitón con los puños y clavaba la vista en el tapiz—. Así que
fue el propio Poseidón quien vino a por ella.
Leto había visto en suficientes ocasiones la parte asolada de la isla.
Matías estaba diciendo la verdad.
—¿Y no se puede romper la maldición? —tanteó. Quizá lo supiese. Sin
duda se le borraría la culpa que acabaría sintiendo al asesinarlo si Matías
sabía que su muerte podía salvar a las muchachas que habían muerto con
ella; las que, a diferencia de Leto, no habían regresado.
Matías negó con la cabeza.
—No que yo sepa. —De repente la miró con gran intensidad y la tomó
de las manos—. Leto, debes saber que, si hubiera alguna forma de liberar a
mi pueblo de este pesar, lo haría. Te lo juro. No pienses mal de mí. Lo he
intentado. —Pareció quedarse sin palabras; seguía moviendo la boca,
impotente, sin que saliera de ella sonido alguno.
Estaba desesperado por su aprobación. Leto debería haber sentido algo
(un muchacho tan atractivo, desesperado por ganarse su afecto), pero no
sintió nada más que asco, rabia y un pesar que bullía dentro de ella
amenazando derramarse.
Leto no dijo nada. Entonces, Matías no sabía nada. Nada que pudiese
ayudarla, que explicase lo que había sucedido en el acantilado; la escena
que se le había aparecido ante los ojos, la fuerza invisible que había
empujado a Melanto hacia el precipicio. Leto se soltó de Matías y relajó los
brazos junto a los costados.
—Creo que me voy a mis aposentos —dijo—. Me ha empezado a doler
la cabeza.
Matías parecía hundido.
—Sí, claro —murmuró, dejando caer la mirada al suelo—. Detrás del
último tapiz hay un pasadizo que te llevará directamente a ellos. Es lo que
quería enseñarte. Espero que tu doncella pueda quitarte el dolor de cabeza.
Te… te deseo una pronta recuperación. —Asintió, se giró y se fue antes de
que ella pudiera responder. Por un instante, Leto escuchó el eco de sus
pisadas. Luego oyó el crujido de una puerta al abrirse y volvió a hacerse el
silencio.
32. DE NUEVO LOS VENDAVALES
LETO
H izo lo que le había indicado Matías (agacharse bajo el último tapiz) y
apareció instantes después en el pasillo que llevaba a sus aposentos.
Se aseguró de pisar con fuerza nada más entrar para que Melanto
supiese lo furiosa que estaba.
—Te juro —dijo— que Matías es lo más cobarde y exasperante… —Se
interrumpió repentinamente nada más ver a Melanto.
Tenía la expresión retorcida, el pelo revuelto y los puños apretados con
furia. Se le veía sangre seca en la muñeca dorada.
—Has llegado —dijo—. Bien.
Sin decir nada más, pasó junto a Leto y salió al pasillo. Desconcertada,
Leto la siguió.
Melanto caminaba decidida y sus sandalias azotaban acompasadamente
los suelos de mármol; se sujetó el quitón con una mano para evitar
tropezarse con él. A Leto le costaba seguirle el ritmo.
—¿Qué prisa tienes?
—¿Que qué prisa tengo? —Melanto se dio media vuelta sin avisar y
Leto se chocó contra ella—. Esta noche —dijo—. No soporto este sitio,
ninguno de sus desgraciados rincones. No aguanto más aquí. Esta noche
volveremos a intentarlo. —Se giró y siguió con su frenético paso.
—¿Esta noche? Melanto, ¿qué…? —Leto trató de agarrarla del hombro
para detenerla, pero Melanto la apartó—. ¿No puedes esperar? No entiendo
nada.
Melanto no se detuvo hasta llegar a los aposentos de Matías. No había
guardias en la puerta, lo que, sospechó Leto, indicaba que el príncipe no
estaba dentro. Melanto se detuvo y esperó a que Leto la alcanzase antes de
abrir las puertas.
La habitación estaba vacía, como Leto había adivinado.
También lo estaba la siguiente estancia, tras una cortina dorada, y la
siguiente. Matías no se encontraba allí. En parte, Leto se sintió aliviada, por
extraño que pareciese. Aún les quedaban siete días (o seis, pues ya debía de
ser más tarde de medianoche); no hacía falta darse tanta prisa.
—No está, Melanto. Tenemos que irnos antes de que vuelva y nos
encuentre otra vez husmeando entre sus cosas.
—¿Otra vez? Te recuerdo que yo me quedé en nuestros aposentos
mientras tú te ibas a ver al príncipe semidesnudo. Estará por alguna parte.
¡Tiene que estarlo! ¿Dónde se habrá ido si no esa rata?
—Melanto. —Había espetado ese «semidesnudo» con un matiz que era
más que furia y dolor. ¿Serían… celos? Leto la agarró del hombro con
fuerza y la obligó a detenerse—. No está aquí. Y, aunque lo encontráramos,
no creo que estés en situación de intentar nada esta noche. ¿Qué te pasa?
Melanto dejó escapar un sonido ahogado que casi parecía una palabra.
No, un nombre. Un nombre que Leto ya había oído antes, pronunciado por
Melanto en sueños, con el rostro arrugado por la angustia.
«Talía».
Leto no le preguntó a Melanto por qué siempre se le escapaba el nombre
de Talía de entre los labios. No le preguntó si era ella con la que soñaba
todas las noches cuando se acurrucaba junto a Leto. Se limitó a tomar la
mano de Melanto, llevársela al pecho y decir en voz muy baja:
—Aquí me tienes, Melanto. Puedes contármelo todo.
Melanto respiró hondo con dificultad.
—Leto —dijo—. Leto, no puedo. —Se agarró a la falda de Leto—. No
puedo. No sé qué decir.
—¿Quién es Talía?
Melanto dejó inmóviles las manos. Suspiró y dejó caer los hombros,
pero no se movió.
—Talía era mi amante —dijo.
Leto prácticamente se lo esperaba, pero, aun así, dolía.
—¿Qué…? ¿Qué le pasó?
—Era una de nosotras. Y murió —se limitó a decir Melanto—. La mató
la lanza de uno de los guardias del rey. La atravesó. Llegó a Pandú justo a
tiempo para contármelo, para morir. —La última palabra casi se perdió en
un doloroso jadeo. Corrían lágrimas por las mejillas de Melanto—. Ni
siquiera con el poder del mar pudo curarse una herida así. La muy imbécil
siempre se acercaba demasiado y corría muchos riesgos. No planificaba, no
pensaba, no me dejaba protegerla. Tampoco es que pudiera, pero al menos
lo habría intentado. Siempre quiso ser quien rompiese el maleficio. Nunca
estaba satisfecha, ni aun habiendo matado a tantos… —Se le cortó la voz
—. Sabía que quedaba uno. Y quería… Quería acabarlo ella.
—Ya —dijo Leto. De los labios le surgió una pregunta que no pudo
contener—. Pero ¿cómo lo sabía? Que faltaba uno. ¿Cómo lo sabes, cuando
tantas muchachas partieron y no regresaron?
—Lo noto —dijo Melanto con fuego en la mirada—. Es como… Es
como soltar aire después de haber contenido el aliento durante una
eternidad. Debería doler, debería sentirme mal porque en cada ocasión
muere un hombre. Pero no duele; es siempre un alivio, y es terrible. Y, por
supuesto, por si fuera poco… —Acercó la muñeca al rostro de Leto—.
Mira.
Leto tardó un tiempo en entender adónde tenía que mirar. Lo que
siempre había dado por hecho que era un lunar, un círculo perfecto en el
interior de la muñeca de Melanto, era una diminuta escama negra.
—Al principio había doce —dijo Melanto en voz baja—. Y ahora solo
hay una. ¿La ves?
—La veo —dijo Leto.
Hubo una pausa.
—Así que sé —dijo Melanto— que va a salir bien. Pero… eso no es
todo. No solo está Talía. Hay otra de la que deberías saber. Se llamaba Timo
y la quería más de lo que había querido a nadie antes. Más de lo que he
querido a nadie nunca.
«Ah». Leto notó un dolor en el pecho.
—Le fallé —dijo Melanto—. Timo era… Timo es… la primera y la
última en mi corazón. La quería como a una hermana, más que a nada. Era
diminuta, temerosa y siempre amable. Si la conocieras, solo querrías
protegerla.
«La quería como a una hermana». Leto no lo iba a reconocer, claro está,
pero las palabras de Melanto aflojaron un nudo que no sabía que tenía en su
interior.
—Lo siento —dijo—. ¿Qué le pasó?
—Era una de las nuestras. —Melanto sonrió con amargura—. Así que
seguro que lo adivinas. Pero de todas formas te lo digo. Hace mucho tiempo
hubo un rey que era un romántico, un iluso, y, como entenderás, la
maldición exigía su muerte.
—Entiendo —dijo Leto.
—Bien —dijo Melanto—. Bien, porque no quiero que la juzgues. Todo
fue culpa del rey, ¿sabes? La noche en que sucedió, sacó a su esposa a
remar al mar, a solas y sin protección: una oportunidad que no se podía
dejar pasar. Timo volcó la barca, lo arrastró hasta el fondo del mar y lo
ahogó. Dejó a su esposa en la barca volcada.
Leto escuchaba en silencio.
—Timo volvió a salir a la superficie y vio a la esposa gritando, llorando,
histérica, chapoteando en el agua. Estaba buscando algo: a su hijo.
—No —dijo Leto en voz baja.
—Timo la llevó hasta la orilla. La mujer no había parado de forcejear (le
dejó a Timo el cuerpo lleno de arañazos) y, cuando Timo volvió a la barca,
encontró el cadáver de su hijo. No tendría más de tres años, tenía la piel
azulada y, por mucho que lo hubiese intentado, ya era imposible salvarlo.
Pero Timo lo intentó. Le ordenó al agua que saliese de sus pulmones, trató
de obligar al corazoncito a que latiese, pero había muerto junto a su padre.
—Pero no lo hizo adrede. No sabía que estaba allí.
—Tal vez lo habría hecho igualmente —dijo Melanto—. El niño era
príncipe, tenía sangre real, y se lo entregó al mar tal y como exigía la
maldición. De todos modos, pretendiese lo que pretendiese, Timo dijo que
ya había cumplido con su obligación.
No tuvo que decir lo que Timo hizo a continuación. Leto se lo vio en los
ojos y supo la verdad.
—Vamos —dijo en voz aún más baja—. No hace bien recordar cosas así.
Tenemos que irnos; no quiero que nos descubran aquí.
Melanto se rio.
—Me da igual. No hay lugar en este palacio al que pueda ir. Timo me
sigue a todas partes.
Leto pensó repentinamente en su madre: en cómo su olor, su rastro, su
misma esencia había permanecido en la casa, en la pequeña habitación en la
que vendía sus profecías. Después de la muerte de su padre, Leto tendría
que haberse quedado allí, pero se pasó días trasladando todas sus
posesiones a la otra punta de Vathí, a la casa en la que había vivido desde
entonces. A veces había partes de su pasado que era incapaz de borrar. Solo
podía huir de él con la esperanza de que no la persiguiera.
—¿Y al mar? —Leto quería sentir el agua entre los dedos y el arrebato
de poder que lo acompañaba—. No nos lo van a impedir. Diremos que
vamos a rezar.
—¿Al mar? —Melanto suspiró—. Nunca voy a poder librarme de él,
¿verdad? Pero tienes razón. Imagino que deberíamos rezar a Poseidón, para
que nos mire con buenos ojos la próxima vez que intentemos… bueno,
romper la maldición.
Leto se alegró de que no mencionase a Matías; esa noche no quería
pensar en su muerte, sobre todo cuando la historia de Melanto le había
dejado el corazón en un puño.
Ella no se había percatado de su inquietud. Siguió hablando, dejando de
lado su pesar y su dolor, sin saber bien cómo. Por el momento.
—Y, dioses, ha pasado mucho tiempo; deberíamos practicar. Podrías
hacerme otro pájaro, teniendo en cuenta que el último me lo asesinaste sin
piedad.
—No están vivos —dijo Leto.
—Ya lo sé —dijo Melanto—, pero quiero otro que sea igual.
33. CRIATURAS DESPRECIABLES
LETO
M elanto había hablado de rezar y practicar, pero, cuando al fin llegaron
a la playa (tras haber balbuceado algunas excusas a un sirviente y
salido corriendo del palacio antes de que pudieran detenerlas), tan
solo suspiró y se tumbó en la arena mojada de la orilla, con los ojos
cerrados. El agua le transparentó el fino vestido.
En un instante, la luz de la luna jugó con las escamas de color esmeralda,
que se extendieron para cubrirla de ombligo a cadera y bajaron en cascada
por los muslos, extendidas como algas enjoyadas en el bajío y moviéndose
arriba y abajo con la marea. Le salpicaron el huesudo empeine y los dedos
de los pies y se fundieron en el apagado color de la salvia en los suaves
pliegues de las rodillas y los muslos y en el espacio entre ellos, seductor
hasta doler.
La piel bronceada de su torso floreció con una lluvia de pecas musgosas,
que aparecían y desaparecían cuando las salpicaduras de agua salada se
depositaban y se secaban bajo la cálida brisa nocturna. Entre los mechones
de negro y jade de su cabello había brillantes hilos de oro que se mecían en
el viento, relucientes, y desaparecían como lábridos asustados en los
arrecifes.
Leto se inclinó y, con el meñique, tomó un tirabuzón dorado que estaba
suelto. Melanto abrió los ojos por un instante y los volvió a cerrar echando
la cabeza levemente hacia atrás. Cayeron los rizos para dejar a la vista el
cuello esbelto, con su circunferencia de terribles escamas negras, surgidas
del mar junto con todo lo demás. Leto no había pensado mucho en ellas
(aparte de cuando lo hizo en el puerto de Ítaca, mientras se preparaban para
dirigirse al palacio), pero volvió entonces a preguntarse por qué las de
Melanto iban y venían con la marea y por qué las suyas no.
—¿En qué piensas? —preguntó repentinamente Leto.
Melanto no abrió los ojos.
—En ti.
—Ah.
—Sin ti no habría podido marcharme —dijo Melanto—. Todavía no
puedo creerme que esté aquí de verdad.
—Estás aquí —dijo Leto—. Eres libre.
—Nunca voy a ser libre —dijo Melanto.
En la garganta de Leto se retorció un arranque de ira.
—No digas eso —espetó—. Ni se te ocurra decirme eso, Melanto. Que
sepas que tu libertad vale tanto para mí como la de Ítaca. El futuro con el
que sueño, en el que las jóvenes de Ítaca no se enfrentan a la muerte todos
los años… tú eres parte de él. Tú y yo somos amigas, ¿no? Sabes que no me
iré de aquí sin ti. Tienes que ser libre. Tienes que serlo.
Melanto no dijo nada, hasta que al fin abrió los ojos y se pronunció:
—Entonces, ¿en tu futuro somos amigas? ¿Eso es lo que deseas?
«No».
—Sí —dijo Leto—. Sin ti no podré enfrentarme al mundo.
—Pues quizá tengas que hacerlo.
Leto la miró con rabia.
—No lo voy a hacer.
—Se te ve muy segura al respecto. —Melanto se negaba a mirarla a los
ojos. Recorrió con la mirada las mejillas de Leto y bajó hasta los labios.
—Tengo que estar segura —dijo Leto. Y entonces, aunque fue impulsivo
y absurdo y podía haber echado a perder la preciada complejidad del
compañerismo que existía entre ellas, Leto se inclinó y la besó.
No estaba segura de lo que pasaría. Tal vez Melanto se apartase
bruscamente con una expresión de sorpresa y aversión. Tal vez simplemente
se quedase inmóvil tras el roce de Leto. O, tal vez, la peor opción de todas,
complaciese con pocas ganas el acercamiento durante unos instantes y a
continuación se apartase, fría e impasible.
Pero Melanto no hizo nada de eso. En cuanto la joven la tocó, curvó el
cuerpo desde la arena formando un tenso arco contra el pecho de Leto y
subió las rodillas para atraparle la cintura. Le rodeó los hombros con los
brazos, abrió la boca contra de la Leto y dejó escapar el más sutil de los
sonidos. Olía a humo de leña y sabía a higos maduros.
Leto dejó que se le cerraran los ojos. Estaba besando a Melanto. Era
asombroso. Le cosquilleaban todos los nervios del cuerpo y el corazón
había comenzado a latirle con tanta fuerza que casi le preocupaba que se le
saliese del pecho. Melanto tenía los labios templados y suaves. Posó la
mano en la mandíbula de Melanto y fue acercándola más y más.
«Por fin», dijo Melanto, no mediante palabras, sino con el movimiento
de las manos, las piernas y los labios. «Por fin», respondió Leto, aun con la
boca ocupada. Lo dijo tirándole del pelo, agarrándole la cadera y pasando la
lengua, despacio, regodeándose, por la curva del cuello del Melanto y el
charco de piel enrojecida sobre la clavícula.
El sonido del mar fue desvaneciéndose mientras Melanto se retorcía, se
arqueaba y suspiraba con las caricias de Leto, primero ligeras como plumas
y luego más atrevidas. Fue maravilloso descubrir que había un punto en el
hombro izquierdo que, al rasparlo con el filo de las uñas cortadas, le hacía
dar un respingo con un grito ahogado, y que el vientre firme formaba olas
de tensión cuando al fin, al fin, Leto llevó la mano con dulzura entre sus
muslos temblorosos y llegó más allá de donde siempre se habían quedado
sus fantasías imposibles y descabelladas.
***
Luego yacieron juntas, acurrucadas, medio dormidas, como los gatos en las
parcelas de sol. Leto se tumbó sobre Melanto, con la cabeza apoyada en sus
senos. Distraída, pasó la mano entre su cabellera enredada, pausando de
cuando en cuando para deshacer un nudo o retirar granos de arena y alguna
que otra ramita. Pensándolo bien, la playa quizá no fuese la mejor elección
para un encuentro amoroso. Leto tenía arena en el pelo, bajo las uñas, entre
los dedos de los pies y en la parte más incómoda de todas.
—Tengo arena dentro —dijo impávida Melanto—. Hasta ahora lo he
estado soportando, pero se está desplazando a zonas que considero
inaceptables.
Leto se rio. Se sentía demasiado feliz, con ligereza en el pecho.
—¿Volvemos?
Melanto asintió y le ofreció la mejilla a Leto; un pequeño gesto natural
que hizo que el corazón de Leto latiera de felicidad. Besó a Melanto en la
parte superior de la mejilla dorada y se puso en pie.
—Vamos. Te echo una carrera.
***
Volvieron al palacio de madrugada y se colaron por la puerta que no habían
cerrado con llave. En la penumbra, Leto se apoyó contra la pared de piedra
del estrecho pasadizo por el que había entrado, con el corazón latiéndole a
toda velocidad en el pecho. Levantó la mano y se acarició con suavidad el
labio inferior, recordando la boca de Melanto en él, y se sorprendió
sonriendo sin querer. Podía oír la respiración silenciosa de Melanto a su
lado.
—Sí, estoy haciendo todo lo posible, Olimpia, pero tengo otras cosas
que hacer. Nos han informado de otras cinco chicas marcadas. Tengo que ir
a recogerlas esta noche o mañana a primera hora, si no consigo despertar a
ningún cabrón holgazán que me ayude. Tenemos que ser eficientes. No
tardarán en llegar las visitas para el festival y no queremos que vean más de
lo necesario…
Leto se sobresaltó al oír la voz de Alexios retumbar a la vuelta de la
esquina. Se apresuró a pegarse todo lo que pudo a la pared, ocultándose
entre las sombras que arrojaban las antorchas en sus soportes. A Melanto le
crujía la falda a su lado, mientras la luz de las llamas revelaba el miedo en
sus ojos. Leto se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio.
En más de una ocasión había pillado a Alexios mirándola con escasa
simpatía. No había dado muestras de reconocerla, pero no podía evitar que
el miedo a que lo hiciese se apoderase de ella y la ahogase. Contuvo la
respiración, rezando para que no continuase y descubriese su escondrijo; lo
mejor era mantener las distancias.
Sobre todo entonces, mientras hablaba de las muchachas marcadas y
tramaba su arresto y su muerte. Leto tragó saliva. Sabía de primera mano de
qué era capaz; aún recordaba el áspero crujido de su piel cuando la abofeteó
y el rostro de él, salpicado de saliva y distorsionado por la ira. Dentro de
poco habría doce muchachas más a su merced.
Su hermana no era mucho mejor que él. No era fácil olvidar la expresión
de su rostro cuando disparó la flecha perfecta.
—No puedo sorprenderla haciendo nada sospechoso si ni siquiera la
encuentro —continuó furioso Alexios. Era evidente que Leto y Melanto se
habían topado con una discusión entre hermanos—. Solo el príncipe
interactúa con ella, muy a mi pesar.
—Sucia extranjera… —Se mostró de acuerdo Olimpia—. No sé por qué
Matías no es capaz de ver la calidad de las mujeres de Ítaca. ¿Qué puede
ofrecerle Adrastea, con ese absurdo maquillaje y el pelo descuidado?
Seguro que ni siquiera sabe encordar un arco. —Leto abrió la boca,
indignada. Melanto le tomó la mano y se la apretó, con fuerza,
advirtiéndola.
—Hay algo en ella que no me gusta —continuó Alexios, interrumpiendo
a Olimpia, que seguía recitando de un tirón una lista considerable y bastante
aleccionadora de los defectos de Leto—. Me suena de algo, pero no sé de
qué.
Tratando de hacer el menor ruido posible, Leto buscó a tientas tras de sí
el pestillo de la puerta que acababa de cerrar. Quizá si se daban mucha prisa
podrían dar marcha atrás antes de que las viera Alexios. Lo abrió muy
despacio y tiró. Pero la puerta se quedó atascada y Leto blasfemó en
susurros.
El sonido de los pasos de Alexios y Olimpia se detuvo repentinamente.
—¿Has oído eso? —preguntó Olimpia.
Melanto, junto a Leto, se irguió y cogió una de las antorchas.
—Quédate tras de mí —dijo Alexios—. Sea quien sea… —Se oyó el
inconfundible sonido del roce del metal cuando el guardia desenvainó la
espada—. ¿Quién anda ahí? —gritó.
Leto tiró por última vez de la puerta, en vano; permaneció
obstinadamente inmóvil. De acuerdo. Miró a Melanto para advertirla,
respiró hondo, cuadró los hombros y caminó por el pasillo hacia Alexios y
Olimpia. Era una princesa; podía hacer lo que quisiera.
—¿Quién pregunta? —alzó la voz ella también, con la esperanza de
sonar imperiosamente altiva y no como una niña desobediente.
Oyó un murmullo entre los hermanos; cuando dobló la esquina, estaban
casi frente a frente. Los dos no podían ser más distintos; si Matías no le
hubiese hablado a Leto de su relación, nunca lo habría deducido. Alexios
era inmenso: ocupaba más de la mitad del pasadizo. Olimpia estaba a su
lado, con un vestido morado hasta el suelo y gesto de amargura. Aún tenía
el cabello recogido, aunque se le habían soltado unos pocos rizos finos por
delante, que enmarcaban unos rasgos perfectamente equilibrados. De cerca
se le acentuaban tanto la ferocidad como la belleza. Si tenía intenciones con
Matías, no habría sido una pareja descabellada. Al pensarlo, a Leto se le
revolvió el estómago.
—Hola —dijo Olimpia con frialdad.
—Hola —dijo Leto—. Estaba… —Rebuscó una excusa en su cerebro,
pero no encontró nada más que el recuerdo de Melanto. Sus labios, sus ojos,
sus muslos…
—Visitando la cocina, ¿verdad? —resolló Olimpia—. Me he fijado en
que no habéis cenado mucho.
—Qué alegría que te hayas fijado —dijo Leto.
—Y menos mal —dijo Olimpia—, porque hacéis mucho ruido al comer.
Leto frunció el ceño. Era sorprendente el descaro de aquella muchacha.
—Deberíais pedirle a vuestra doncella que os arregle el vestido —dijo
Olimpia—. No os favorece nada. Espero que para el festival tengáis algo
más… acorde a vuestra posición. Ahora, si nos disculpáis, mi hermano y yo
tenemos cosas que hacer.
Agarró del brazo a Alexios, que había permanecido en silencio, y tiró de
él. Leto tomó aire, temerosa: ¿descubrirían a Melanto y se preguntarían qué
podrían estar haciendo a oscuras una princesa y su doncella? ¿Sospecharían
de lo que habían estado haciendo? Sin embargo, se dirigieron hacia una
puerta en la que no se había fijado, escondida entre las sombras de la curva
del pasadizo. A su paso, Leto tuvo que pegarse a la pared de piedra para
dejarles espacio. Olimpia le lanzó una mirada de evidente desprecio.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches —respondió Leto con educación, deseando con todas
sus fuerzas que a ella también la hubieran formado en el arte del insulto. La
verdadera Adrastea habría sabido qué decir. Seguro que podría haber hecho
algún comentario mordaz sobre ir a casarse con Matías, para recordarle a
Olimpia lo que ella ansiaba.
Pero seguía con la mente en blanco cuando Olimpia y Alexios
atravesaron la puerta y la cerraron tras de sí con estruendo. Leto frunció el
ceño.
Melanto, callada como un ratón, dobló la esquina y le dio la mano a Leto
antes de besarla en el cuello.
—Ah, es una envidiosa.
—¿Eh? —Leto no podía pensar en mucho más que en el roce de los
labios de Melanto.
—Olimpia. Sonaba como si estuviese caminando sobre clavos. Debe de
pasarlo fatal cuando te ve; debe de saber que, a tu lado, parece una niña.
Dioses, me ha costado muchísimo no reírme.
Leto sonrió.
—¿A ti no te molestan mi maquillaje absurdo ni mi pelo descuidado?
Entonces Melanto sí que se rio, alargó la mano y tiró de uno de los rizos
sueltos de Leto.
—El maquillaje, absurdo es —dijo—, pero tiene su propósito. En cuanto
al pelo… En fin, no me importa que esté descuidado, siempre que sea yo la
que te lo despeine.
—Ah. —Leto se acercó aún más a ella.
—Ah —dijo Melanto—. De hecho, lo veo demasiado bien peinado. Creo
que debería…
Leto no le dejó terminar la frase; ya estaba abriendo la puerta y tirando
de Melanto hacia sus aposentos, sin pensar más en Olimpia ni en Alexios.
34. DESTILAN GRACIA
LETO
Í taca no iba a permitir que Leto fuese feliz. Matías la convocó a la
mañana siguiente en la estancia que en su carta denominaba la «sala de
guerra».
—Qué romántico —bufó Melanto, abriendo por la mitad un panecillo
caliente y empapándolo de aceite. Fuera estaba lloviendo y las gotitas
azotaban las paredes y se colaban por los huecos entre los postigos.
—Tengo que irme —dijo Leto sin entusiasmo, consternada y con la vista
fija en su desayuno: un puñado de uvas y una porción generosa de queso de
cabra. Le habría gustado emplear el día en planificar, tramar y trazar otra
estrategia con la que atraer a Matías hacia el mar. Sabía que debía tomárselo
en serio, pero se sentía optimista y aturdida de regocijo—. Dioses, ¿crees
que va a declarar la guerra? —preguntó a Melanto—. ¿Podrías adelantarte
tú, ver lo que pretende e intentar que sea menos terrible? Ni siquiera estoy
vestida.
Además, no estaba segura de poder enfrentarse a Matías ella sola. La
última vez que lo había visto, había dejado clara la baja estima que tenía a
su reino y a su corona. Y la vez anterior había intentado matarlo.
—¿No necesitas mi ayuda para vestirte? —Melanto le guiñó un ojo. La
noche en la playa (y en la cama que habían compartido a continuación)
había cambiado la situación entre ellas. Melanto estaba casi mareada.
Leto se notó el rostro caliente. ¿Qué había pasado? ¿Qué relación tenían
entonces? Despertarse juntas había sido como yacer bajo el sol estival:
cálido, reconfortante y familiar. Mirar a Melanto hizo que sus pensamientos
tartamudearan y se detuvieran en seco.
—No quiero que me distraigas, al menos ahora. Por favor, ve tú.
Melanto se encogió de hombros y le dio un mordisco al pan. Con la boca
llena, dijo:
—Como ordenéis, princesa.
Leto le arrojó las uvas.
***
La sala de guerra se hallaba en una parte del palacio en la que Leto aún no
había estado. Se la pasó de largo en dos ocasiones hasta que un sirviente le
mostró el camino.
La pesada puerta de madera estaba ligeramente entreabierta. La joven
entró y la cerró a su paso.
La estancia era más grande de lo que se había imaginado. Las paredes
estaban bordeadas por columnas de mármol que casi gemían bajo el peso de
los altos e inmensos techos. Estaba decorada tan suntuosamente como su
dormitorio: una muestra abrumadora de derroche en los complejos tapices
bordados, las ánforas sobre pequeños pedestales y una enorme mesa
circular elaborada en mármol. Habían tallado dibujos en espiral en su
superficie y los habían rellenado de ríos de oro fundido.
Cuando Leto se acercó, vio que las espirales se unían con una cohesión
perfecta, formando una silueta que conocía muy bien: Ítaca, las costas y el
contorno del reino en oro reluciente.
Tras ella estaba Matías.
—Leto —dijo. Tenía ruborizadas las mejillas de bronce y mojado el
cabello, de rizos negros pegados a la frente. Debía de haber venido de fuera;
hasta desde el otro lado de la habitación, a Leto le olía a lluvia, a hierba
mojada y a algo dulce. No estaba segura de lo que se había esperado del
príncipe, salvo joyas y aires inmerecidos, pero sin duda no había predicho
que fuese a ser tan… aventurero. Matías sonrió. Tenía los dientes perfectos
—. Has venido.
—Como me has pedido —dijo con algo de sorpresa. Pero entonces se le
ocurrió que podría haber rechazado la solicitud. A fin de cuentas, era una
princesa, no una joven hambrienta de Vathí obligada a honrar a la reina y al
ridículo de su hijo. Apartó la vista de sus ojos (había algo en sus enormes
ojos negros y en su mandíbula afilada y prominente que le dificultaba
pensar) y volvió a examinar la estancia—. ¿Dónde está Melanto?
—Ah. —Matías volvió a esbozar una sonrisa más que preciosa—. La he
despachado. Y no le ha importado.
—La has despachado. —No era una pregunta, sino una afirmación llana
y furiosa. Leto intentó apaciguar el arranque de pánico que le había surgido
en el pecho, el hormigueo de la inquietud que le subía por la columna
vertebral y le susurraba: «Sin ella no puedes». ¿Acaso no era eso lo que
quería? Hacerlo ella sola. Levantar el peso de los hombros de Melanto, ser
Atlas y cargar con el mundo por un momento.
A Matías se le borró la sonrisa.
—Le ha dado igual —se apresuró a decir—. Leto, creía que…
—Alteza —lo interrumpió Leto, repentinamente formal. No tendría que
haberle revelado su verdadero nombre; no tendría que habérselo espetado
en el desconcierto de aquella noche. Cada vez que salía de sus labios, un
instinto traidor la hacía recurrir a él, con los ojos bien abiertos, inquisitivos.
Inyectó algo más de veneno a la voz en su réplica, dispuesta a no dejar que
la pusiera nerviosa—. No sabía que Melanto fuera vuestra doncella para
que la despachaseis.
Matías parecía sentirse humillado; había alzado los hombros y tenía el
ceño fruncido sobre los ojos oscuros.
—Pensaba… —volvió a intentarlo.
—¿Adónde la habéis enviado?
—A la cocina. He…
—Melanto no es ayudante de cocina —espetó Leto—. Es mi doncella. Y
haríais bien en recordarlo, alteza.
El príncipe ni siquiera la miraba; había fijado la vista en una marca
invisible de la mesa.
—Preferiría que me llamaras Matías —masculló.
Tal vez había sido algo severa. No podía olvidar que, prometido o no,
Matías tenía la capacidad de hacer mucho más que echar a Melanto de una
habitación. Podía expulsarla, y con ella a Leto, de la mismísima Ítaca, si le
apetecía. No les quedaba mucho tiempo; debería estar ganándose su
simpatía o, al menos, no debería estar gritándole. Así pues, suavizó el tono.
—Si, como dices, a Melanto no le ha importado, imagino que te
perdono. Aun así, espero que no vuelva a suceder. —Hizo una pausa adrede
antes de añadir, como si se le hubiera olvidado antes—: Matías.
El joven levantó la cabeza al oír su nombre. Leto le regaló una breve
sonrisa, símbolo de su generoso perdón.
—Lo recordaré —dijo Matías mirándola a los ojos con una sinceridad
imperturbable—. Pídele perdón en mi nombre, por favor. También lo haré
yo la próxima vez que me cruce con ella.
Leto notó que su sonrisa se tornaba en algo quizá más auténtico mientras
le mentía.
—Seguro que Melanto te perdonará por la indiscreción.
—Eso espero —dijo Matías—. De verdad.
—Muy bien —dijo Leto. En cuestión de seis días estaría muerto,
asesinado por ella. Por el momento, podía complacerlo—. ¿Qué vamos a
hacer?
***
Jugar a las tabas. Era una idiotez infantil que la distraía de su inevitable
misión, pero, sin saber muy bien por qué, Leto estaba pasándoselo bien.
No conocía las normas, así que Matías se las había explicado
detenidamente: con todo el detenimiento con el que se puede explicar el
concepto de lanzar hacia arriba vértebras de gallina, recoger de la mesa las
que no habían arrojado y tratar de coger las demás con una mano antes de
que cayesen. Se había sorprendido sonriendo mientras el príncipe le contaba
que jugaba con su padre y frunció el ceño de una manera peligrosa cuando
Matías le propuso invitar a Olimpia, a quien, al parecer, le encantaba el
juego.
—Estás haciendo trampas —declaró Leto cuando el príncipe ganó y ella
perdió por quinta vez.
—Es que tengo práctica —dijo Matías. En la mesa había un jarro lleno
de narcisos recién cortados. Cogió uno y se colocó el tallo sobre la oreja. El
color dorado contrastaba con el cabello oscuro—. Es la única diferencia
entre tú y yo.
Leto frunció el ceño, lanzó uno de los huesos hacia arriba y corrió a
coger otros de la mesa antes de que cayera el primero. Cuando al fin lo
logró, profirió un grito tan fuerte que un criado, asustado, se asomó a la sala
para comprobar si todo iba bien.
—Perdón —dijo, recogiendo las piezas—. ¿Otra?
Matías había ido añadiendo más huesos mientras jugaban. Aunque al
principio eran solo cinco, ya arrojaban una colección de nueve. El príncipe
atrapó siete con una sola mano.
—Fascinante —dijo Leto—, pero el objetivo del juego no es ese.
Matías sonrió, dejando ver unos dientes blancos y rectos, el brillo en los
ojos negros y sus hoyuelos perfectos junto a la comisura de los labios. Era
imposible no encontrarlo atractivo: hasta el más iluso podía ver que era
hermoso como una ninfa, con el condenado narciso sobre la oreja.
—Te he impresionado. Ese era el objetivo del juego.
No, decidió Leto. No volvería a dejarse arrastrar a aquella farsa de
nuevo, así que lo miró a la cara y dijo con frialdad:
—No sabía que mi amor fuese un juego para ti.
El joven palideció.
—No… No quería decir…
—Ya —dijo la muchacha. Había arrojado los huesos distraída mientras
hablaban y las piececitas de color marfil cayeron entonces sobre la mesa
con estruendo. Matías no pareció percatarse del ruido. Leto las miró de
reojo sin prestar mucha atención.
Entonces se quedó helada.
Al caer, los huesos habían formado la silueta de una calavera.
Leto se puso en pie sin darse cuenta y esparció los huesos con un barrido
de la mano.
—Se está haciendo tarde —espetó.
¿Cómo podía estar haciendo algo así, sentarse a jugar con el muchacho
al que quería ver muerto? Era obvio que los dioses no estaban contentos con
ella. ¿Acaso era una advertencia? ¿Una amenaza?
Matías parpadeó perplejo.
—Es… ¿Cómo? Leto, si aún es por la tarde.
Se acordó entonces de la conversación susurrada que había oído la noche
anterior. Tenía la oportunidad de ser cruel, y la aprovechó.
—He oído que anoche trajeron a más muchachas; ¿o ha sido esta
mañana? ¿No deberías estar planificando su ejecución?
El príncipe tomó aire de forma audible y dijo:
—Eso es injusto.
—Lo que es injusto es que estés jugando a las tabas mientras ellas miran
hacia el Hades. ¿Acaso tienes vergüenza?
—Pues…
—Anoche me dijiste que te importaba, pero no creo que sea verdad.
Creo que te contentas con pronunciar discursos rimbombantes y decir que
harías lo que fuera por liberar a Ítaca, pero no es verdad. ¿Has hecho algo
por demostrarlo?
—Me criticas con demasiada dureza —espetó Matías.
—¿Tú crees? ¿Por qué debería callarme?
—¡Porque hago lo que puedo! —Apretó los puños—. Lo he intentado.
Me he pasado horas a solas en la biblioteca, clasificando archivos, mapas y
mitos podridos en busca de algo que pudiera ayudarme. He subido a los
templos de los montes. He… —Se interrumpió. Tenía las mejillas rojas y
moteadas—. Discúlpame. No tendría que haber levantado la voz.
Leto lo contempló en silencio.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes?
El príncipe se encogió levemente de hombros.
—¿Y eso qué importa? He fracasado.
—Pues claro que importa. —Importaba por muchos motivos: porque
significaba que no era un egoísta ni el cobarde que ella pensaba. Significaba
que matarlo no sería hacer justicia—. Espero que no me estés mintiendo.
A Matías se lo veía triste. Se quitó el narciso de la oreja y lo devolvió al
jarro.
—Ojalá no pensaras eso de mí. La mayor parte de lo que he descubierto
está en la biblioteca. ¿Quieres…? ¿Querrías acompañarme para que pueda
demostrarte que soy sincero?
***
La biblioteca se hallaba en el otro extremo del palacio y caminaron hasta
allí en silencio. Pasaban junto al gran salón cuando oyeron la voz de la
reina, severa y urgente, y Matías se giró tan repentinamente que Leto estuvo
a punto de chocarse contra él.
—Por aquí —se apresuró a decir el joven, mirándola de reojo con
desesperación.
Leto no puso en duda el desvío; le apetecía ver a la reina tanto como
sospechaba que le apetecía a él.
El siguiente pasillo estaba vacío, salvo por una única criada, que llevaba
una vela encendida en las manos. Levantó la vista cuando doblaron la
esquina, se ruborizó y prácticamente echó a correr por la puerta del final del
pasillo.
—Ya queda poco —dijo Matías en voz baja.
—Bien —dijo Leto. Lo miró de reojo y, al verle el gesto arrugado y
triste, surgió en ella una peculiar sensación de culpabilidad. Tragó saliva—.
Oye, Matías, no quería gritarte así. Pensaba…
Se interrumpió cuando, desde más adelante, volvieron a surgir unas
voces.
—¿A ti te parece que esté limpio? Te aseguro que no. —Alexios. Qué
típico. Tenía que estar allí.
—Lo siento, señor. De verdad.
Era la voz de una muchacha, nerviosa, aguda y… extrañamente familiar.
Leto frunció el ceño. ¿Dónde la había oído antes?
—Ya me conozco tus excusas y cada vez me convencen menos. No te
creas que me he olvidado de lo de la pasada primavera.
—Fue un error, señor.
—Eso me dijiste, pero no es fácil olvidarse unas tijeras, ¿no crees?
Quizá me estés mintiendo. Quizá querías que se escapase.
Ah. «Ah». A Leto le sobrevino un recuerdo: una muchacha de ojos
grandes como los de una muñeca y manos temblorosas. Manos que
sostenían florecillas blancas y que las habían trenzado en el cabello de Leto.
Esa criada sí la conocía. Habían pasado horas juntas mientras le sujetaba
con esmero el vestido y le trenzaba los rizos. Y, cuando Alexios las viera
juntas, recordaría exactamente de qué le sonaba su cara. Sus palabras de la
noche anterior habían dejado claras sus sospechas.
Leto no podía dejar que la vieran; sería el fin.
Las voces se acercaban; tenía que esconderse.
Se revolvió en busca de escapatoria y, al no ver más que una puerta, la
abrió y tiró de Matías hacia dentro.
El príncipe era mucho más alto que ella, también más fuerte, pero la
brusquedad de sus acciones debió de sorprenderlo tanto que apenas opuso
más resistencia que un «¡Leto!» ahogado cuando esta lo empujó hacia el
rincón. Entonces se oyó un estrépito: estaban en un almacén repleto de
vasijas de arcilla. De vino, quizá, o pesados tarros de aceitunas.
—¡Chis! —dijo Leto, cerrando la puerta tras de sí. El corazón le latía a
toda velocidad en el pecho y sentía una tensión en el estómago que no
desaparecía.
—¿Qué haces? —preguntó Matías, separándose del rincón. Apenas
cabían en la diminuta estancia; estaban tan apretados que a Leto le ardían
las mejillas. Volvió a empujar a Matías contra la pared de piedra para poder
ver a través del agujero de la cerradura.
—Creía haber visto… —dijo antes de interrumpirse. No podía darle
explicaciones sin delatarse—. Una criada a la que quería evitar —terminó la
frase en voz baja, aún mirando por el agujerito de la cerradura—. Es que…
eh… le vertí el té encima sin querer y no creo que pueda perdonarme. —Era
mentira, pero sí que le había vertido el té encima a Melanto la mañana
anterior. El gesto de ultraje y sorpresa del rostro de Melanto apenas había
durado unos segundos, y había sonreído mientras, con la cantimplora de
agua de la fuente, se aliviaba la piel enrojecida.
—¿Té? —repitió Matías. ¿Había detectado alivio en su voz? Debía de
dar las gracias porque Leto no siguiese enfadado con él—. No creo que esté
molesta por culpa de un té.
—Es que estaba muy caliente —se inventó Leto.
—Bueno, seguro que se pondrá bien —dijo Matías—, a diferencia de mi
pierna, que tengo atravesada por una vasija.
—¿Qué? —Leto se volvió para ver a un Matías preocupado con la vista
fija en el lugar en el que un fragmento de terracota, que sobresalía
peligrosamente de un asa rota, se le había clavado con firmeza en el muslo.
Un fino hilo de sangre empezaba a mancharle la túnica—. Ay, dioses —
logró decir en voz baja—. Lo siento muchísimo. A ver… No pretendía…
—Estoy bien, la verdad —dijo Matías con firmeza—, y creo que ya has
hecho suficiente.
Estaban frente a frente, con muy poco espacio entre ellos, y Matías la
miraba con enfado.
—Tienes una telaraña en el pelo —dijo el joven tras una pausa, con una
leve sonrisa, y alargó la mano para retirársela. Leto se percató de que estaba
conteniendo la respiración. Había tensado los músculos y no sabía si
apartarse o si acercarse aún más a él.
La puerta se abrió de golpe y los dos dieron un brinco; Matías, con un
grito de dolor, pues el movimiento tiró del fragmento de cerámica y le rasgó
la túnica. Alexios se hallaba en el umbral, con cara de pocos amigos.
No tardó en percatarse de la situación. Matías sostenía con una mano el
rostro de Leto, que ardía por la repentina y curiosa ansiedad del momento.
Sintió su roce con la ligereza de una pluma en la mejilla, y estaban muy
cerca el uno de la otra.
—Alexios —dijo Matías, pero el guardia ya estaba girándose.
—Disculpad, alteza —dijo con frialdad, y les cerró la puerta en las
narices.
35. QUIETO
MATÍAS
−E nhabitual
fin —dijo Matías en la oscuridad. No sabía qué más decir. No era
para él quedarse encerrado en una despensa con una joven,
muy hermosa, por cierto, de cabello castaño largo y unos ojos marrones
grisáceos que parecían permitirle averiguar lo que estaba pensando en todo
momento. Una joven que volvía a odiarlo—. Podría haber sido peor.
—¿Podía haber sido peor? —repitió Leto—. ¿Cómo?
—Nos podría haber encontrado en una situación mucho peor —aclaró
Matías. Al fin y al cabo, iban a casarse, y los matrimonios solían tomar
parte en una clase de actividades en las que a Matías no le gustaría que lo
sorprendieran. Sin quererlo, acabó pensando precisamente en esas
actividades (en hacerlas con Leto) y agradeció que la oscuridad ocultase el
rubor que le había subido por el cuello hasta encenderle las mejillas.
La habitación era mucho más pequeña de lo que en un principio había
pensado y estaban muy apretados. Tenía las curvas de una vasija
empujándole la parte de atrás de las piernas. Notaba los latidos del corazón
de Leto (¿o quizá fueran los suyos?) y la oía inhalar aire en cada
respiración.
La joven dejó escapar una breve risa burlona.
—Creo que me tengo que ir. Buenas tardes, Matías.
La puerta traqueteó cuando tiró de ella para abrirla. El ruido se acrecentó
y se aceleró a medida que retorcía el pomo y lo empujaba con una
desesperación cada vez mayor.
—Está cerrada —dijo horrorizada—. Estamos encerrados.
—Ay, madre —dijo Matías.
La respiración de Leto se oía cada vez con más claridad; las inhalaciones
y exhalaciones le chirriaban en el oído. Sin previa advertencia, la joven se
abalanzó sobre la puerta y chocó contra la madera con un ruido sordo.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Sacadnos de aquí!
Matías no se movió. Hacía un mes que habían tenido que despedir a un
buen número de criados. Ya tenían suficientes gastos diarios, pero, con el
dinero gastado en el banquete de esponsales y en el próximo festival… en
fin, los pasillos del palacio estaban casi vacíos y la mayor parte del personal
pasaba el tiempo en la cocina. Las doncellas estaban siempre pegadas al
trasero de la noble para la que trabajasen y los guardias solían patrullar el
perímetro, no un pasillo estrecho bordeado por despensas.
Además, Alexios acababa de pasar por allí y lo más probable era que no
regresase. Matías no creía que nadie fuese a acudir en mucho tiempo. Sin
embargo, se lo guardó para sí mientras Leto volvía a tomarla contra la
puerta con un alarido de rabia. Su prometida siempre se comportaba de
forma muy hostil, y no estaba seguro de que conociese la expresión «no
matar al mensajero».
—Ay —dijo Matías en voz baja cuando Leto volvió a chocarse contra él,
lo que hizo que le recorriera el muslo una llamarada de agudo dolor—. Ten
cuidado. Tengo un boquete en la pierna y probablemente siga sangrando.
Leto se detuvo.
—Lo siento —dijo al fin—. Se me había olvidado.
—Normal. —La perdonaba. Sinceramente, podría perdonarle cualquier
cosa. No se había dado cuenta de verdad de lo solo que estaba desde la
marcha de Selene, desde que Hécate se encontraba a mares de distancia, en
Creta, y desde que su padre estaba en la tumba. Esa Leto mordaz y furiosa
parecía no querer tener nada con él, lo que hacía que él quisiera tener de
todo con ella.
La joven se apaciguó por un momento en la calma oscuridad.
—En fin, se ve que vamos a tener que esperar aquí dentro.
—Eso parece.
Se produjo una larga pausa, hasta que Leto dijo con ironía:
—Tendríamos que habernos traído las tabas. Me aburro. Y qué olor tan
fuerte; espero que sea el contenido de las vasijas y no tú.
Matías decidió no responder.
36. QUE ASIGNA EL DESTINO
LETO
L eto estaba segura de que habían transcurrido horas.
Tal vez morirían allí y encontrarían los desgraciados cadáveres diez
años después y se preguntarían cómo había sido posible.
—Tienes una hermana —soltó Leto. Era lo único que recordaba de
anteriores charlas. ¿O eran dos? A ella le habría gustado tener un hermano;
dentro de poco, las hermanas de Matías también se quedarían sin el suyo.
Pensarlo le dejó mal sabor de boca.
—Sí —dijo Matías—. Hécate.
Una hermana, aunque habría jurado… Daba igual.
—¿Dónde está?
Notó la calidez de su respiración al exhalar.
—En Creta —dijo—. La prima de mi madre es la reina y Hécate se va a
casar con su hijo. Como verás, es todo muy práctico. —Se notaba un deje
de amargura en su voz—. Así está protegida, a salvo de Ítaca y su… —Hizo
una pausa—. En fin, que allí está a salvo y punto.
Leto fue entendiéndolo todo poco a poco.
—¿La maldición no llega hasta allí?
Oyó el sonido del roce del cabello al negar con la cabeza en la
oscuridad.
—Y hay que agradecerlo. La maldición nos controla y nos obliga, pero
no nos ata a nuestro hogar.
Leto se mordió el labio. Al hablar, su voz sonaba dubitativa, cautelosa
hasta para sí misma.
—Si se puede huir de la maldición, ¿por qué no os marcháis?
—¿Que nos marchemos? —Se rio. De nuevo se percibía esa amargura
—. ¿Sabes cuánta gente vive aquí? ¿Cuántos pobres, Leto? ¿Quién los
trasladaría? ¿De dónde sacarían el dinero del pasaje? Me temo que están
atrapados aquí, igual que yo.
Las últimas tres palabras las dijo en voz muy baja. No estaba segura de
que quisiese que las oyera.
No sabía que la maldición tuviese fronteras; que le habría bastado con
huir para no tener que afrontar la horca. ¿Por qué no se la había llevado su
madre? ¿O su padre?
—Leto —susurró Matías.
—¿Sí?
—Todo lo que he dicho es verdad. La maldición es terrible y atroz.
Haría… Estoy haciendo todo lo posible por romperla. Reconozco que no he
descubierto mucho, pero lo estoy intentando. Voy a la biblioteca siempre
que puedo, por la noche. Haría lo que fuera por ponerle fin. Lo que fuera.
¿Lo entiendes?
Lo entendía. Y no le gustaba entenderlo, pero era una realidad innegable.
Le dificultaba saber qué hacer, qué hacerle.
—Yo haría lo mismo —respondió ella.
—Bien —dijo Matías.
En esta ocasión, cuando el príncipe la besó, Leto no lo apartó.
Si los besos fuesen palabras, aquel habría sido un susurro. Los labios de
Matías rozaron los suyos con tanta delicadeza que Leto no estuvo del todo
segura de que se hubiesen tocado. Le acarició la boca con los labios con
tanta ternura que la muchacha se quedó momentáneamente sin aliento.
Leto se había imaginado el momento desde lo sucedido en los
acantilados. Y allí estaban, sus labios contra los de ella, y su hermoso rostro
demasiado cerca. ¿Qué diría Melanto? No tenía por qué enterarse. Si Leto
no se lo contaba. Tubo de hacer acopio de fuerzas para no protestar de
frustración. Era débil, traidora; estaba besándolo.
Matías era más delicado de lo que se había imaginado. No ciñó el cuerpo
contra el de la muchacha, como a ella le habría gustado, sino que se fundió
con ella tras levantar el brazo, llevarle la mano a la mandíbula y acercarle la
cara aún más.
Abrió los labios contra los de Leto, y esta sintió su aliento dulce y
cálido.
Hasta que al fin se retiró.
—Dioses —susurró con respeto.
—Dioses —repitió Leto, apoyándose contra la pared. Se oyó un estrépito
metálico cuando la joven rozó un objeto y lo tiró al suelo—. ¡Mierda! ¿Qué
he hecho?
—A ver —se ofreció Matías. Leto notó cómo se arrodilló y alargó la
mano junto a sus tobillos para tantear el suelo. De nuevo oyó el estruendo
metálico—. ¡Ah! —exclamó Matías.
—¿Qué era?
—La llave —dijo Matías—. Se ve que al final no estábamos tan
encerrados.
***
En cuanto Matías abrió la puerta, Leto huyó. ¿Qué más podía hacer? No
podía ir a la biblioteca con él; no podía arriesgarse a que el príncipe se
encariñara aún más con ella. Además, él mismo había dicho que la
investigación no le había dado respuestas. Tenía que matarlo. Tenía que
matarlo lo antes posible. La joven volvió a sus aposentos aturdida, con la
cabeza dándole vueltas.
Apenas podía creerlo, pero ahí estaba, pintado en sus recuerdos con
pinceladas imborrables. Los labios de Matías contra los suyos, sus manos
rodeándole la cara, el aire cargado de su perfume. Aún lo olía, aferrado a su
ropa y a su cabello: cuero caro y flor de saúco.
No debía recordarlo; se obligó a expulsarlo de su mente cuando llegó a
sus aposentos y abrió la puerta tímidamente.
—¿Melanto?
La preciosa estancia estaba vacía, y los sillones brocados, desocupados;
las persianas medio abiertas se estremecían con el viento húmedo. Desde el
otro lado de la pantalla de seda dorada que ocultaba el dormitorio llegaba el
sonido dulce y familiar del… ¿agua?
La puerta se cerró tras Leto con un ruido seco.
—¿Melanto? —volvió a preguntar.
En esta ocasión obtuvo respuesta.
—Aquí —respondió Melanto con una voz grave y ronca.
Leto siguió la procedencia del sonido hasta el pequeño cuarto de baño
que compartían. Se detuvo bruscamente en el umbral. Pensaba que se
encontraría con una Melanto de piel y cabello como la arena dorada y ojos
del color de las matas de hierba primaveral. Pero la Melanto que tenía ante
sí, tumbada en la bañera, con las piernas asomadas al borde, goteando agua
sobre el suelo de baldosas, tenía el cabello y los ojos del color de la tinta.
Su piel era gris moteada, como un guijarro abandonado en la orilla durante
tanto tiempo que había acabado albergando musgo. La bañera de cobre
estaba llena de agua hasta el borde. Leto sentía su atracción; casi oía cómo
la llamaba y notaba un picor en la palma de las manos.
—¿Es agua de mar? —preguntó con el ceño fruncido—. Por favor, no
me digas que has convencido a una pobre criada para que te subiera un
barril de agua de mar.
Melanto se rio con una mueca burlona que mostró unos dientes
iridiscentes y unos colmillos demasiado afilados.
—Aunque hubiera tenido la posibilidad de encontrar a una mísera criada
en este nefasto palacio —dijo—, dudo mucho que me hubiera hecho caso.
Soy una doncella, ¿recuerdas?
Leto entornó los ojos.
—No me digas que has subido tú el barril de agua de mar.
Melanto acarició la superficie del agua con la mano. Leto agradeció
entonces la bruma de sal y los perezosos remolinos que siempre rodeaban a
Melanto. Sabía lo que había debajo del agua y lo ansiaba. Se suponía que en
aquel momento debía estar regañando a Melanto, no mirando fijamente,
casi paralizada, la curva de sus muslos, el arco de su cuello y…
—Es de la fuente —dijo Melanto. Los ojos negros le resplandecían a la
luz de las antorchas. De lejos podría haber pasado por una humana normal,
bañada en barro y adornada con remolinos de tinta verde como el musgo.
Leto no podía negarse. Se despojó del quitón casi sin tocarlo, con la
facilidad que le había dado la práctica, y se concedió un momento para
saborear la curva que formaron los labios de Melanto cuando esta recorrió
con la mirada el cuerpo de Leto. Permaneció junto a la bañera más tiempo
del estrictamente necesario. Nunca nadie la había mirado así. Era como una
caricia suave como una pluma contra la piel desnuda.
—¿Tenías el quitón manchado de sangre?
Ah. «Probablemente siga sangrando». Era sangre y sabía de quién era. Y
cómo había llegado hasta ahí. Pero ¿para qué decirle la verdad, reconocer la
traición? Dentro de poco no importaría lo que pensase de Matías.
—No —dijo—. Es vino. Déjame sitio.
Melanto se movió, obediente.
Leto introdujo el pie en el agua y notó los ya conocidos escalofríos de la
transformación, que le subían por las piernas.
—Está templada —espetó. Se había preparado para el frío, pero el agua
estaba tibia, incluso un poco caliente.
Melanto sonrió.
—Pregúntame por qué.
Leto se sumergió y se sentó entre las piernas de Melanto. El espejo de
bronce que había junto a la bañera estaba empañado por el vapor, pero Leto
sabía lo que reflejaría de no estarlo: a ella y a Melanto, criaturas de
Poseidón, casi idénticas, verdes y grises. Melanto la contemplaba con
avidez, prácticamente vibrando de satisfacción.
—¿Por qué? —preguntó Leto para satisfacerla. Era lo mínimo.
—Presta atención —dijo Melanto, que acarició a continuación la
superficie del agua. De debajo de sus dedos surgieron burbujas, y Leto
apartó las piernas ante el repentino calor.
—¿Cómo es posible? —Leto se inclinó hacia delante, esta vez con un
interés sincero, examinando cómo desaparecían las últimas de las burbujas.
—Sabía que te gustaría —dijo Melanto con suficiencia—. Talía
calentaba así el mar de Pandú para pescar. Se me había olvidado. Mientras
te pasabas el día entero con el príncipe, yo he estado paseando por ahí. —
Con un gesto de la cabeza, señaló hacia el dormitorio—. Hice una incursión
en la cocina en busca de algo de comer y, al ver a las cocineras hervir
pescado, me acordé de ti. Luego me pasé dos horas llenando jarras de la
fuente y trayéndolas hasta aquí. Pensaba que podríamos continuar con el
entrenamiento, si no estabas muy liada con tu príncipe.
—Apenas llevamos una semana. No me tendrás en tan alta estima si
piensas que ya me he olvidado del entrenamiento. —Leto arrugó la frente
adrede y se obligó a expulsar de su cabeza los traidores pensamientos sobre
Matías—. Y no es mi príncipe. Además, te recuerdo que eras tú la que no
tenía muchas ganas de entrenar.
—Anda que tú… —apuntó Melanto.
—Estabas triste —dijo Leto. No habían vuelto a hablar de la peculiar ira
de Melanto y la trágica sensación que la consumía—. Estabas muy triste.
Melanto no dijo nada durante un tiempo. Se limitaba a trazar dibujos
sobre el agua.
—Es normal en mí —dijo—. Y en ti.
—Puede —dijo Leto.
—¿Me vas a decir por qué? —Melanto se inclinó hacia delante—. A lo
mejor puedo ayudarte. He sido testigo de mucha tristeza y en ocasiones la
he visto marcharse.
Leto suspiró.
—De acuerdo —dijo—. Te lo contaré. Pero delante de la hoguera,
cuando estemos las dos vestidas, porque no puedo hablar de cosas tristes
mientras estás… —agitó la mano hacia Leto— así.
Melanto arqueó la espalda de modo que los senos emergieron del agua,
que le goteaba del hombro y se abría paso por la curva de la clavícula.
—Ya te lo diré en otro momento —dijo Leto—. Te lo prometo.
—En otro momento —aceptó Melanto.
Cuando las manos de Melanto se posaron en la cintura de Leto y sus
labios le acariciaron el cuello, la joven logró olvidarse de Matías. Se olvidó
de la calidez de su roce, del tacto de sus labios contra los de ella y de la
forma en que le había sonreído, como si fuera la criatura más hermosa que
había visto jamás.
37. LA FALSIFICACIÓN DE LA
MUERTE
LETO
M ás adelante, Leto, vestida, templada y sentada frente a la chimenea,
recordó la promesa. Nunca antes le había hablado a nadie de su
pasado, de la muerte de su madre ni de la autodestrucción de su
padre, ni de cómo lo había cambiado todo de forma irremediable.
—Este es un sitio peligroso —se atrevió a decir. Su madre había vivido
allí y había acabado con ella. ¿Había sucedido lo mismo en la corta vida de
Melanto?
—¿Qué? Ah, sí. —Melanto estaba bordando narcisos en la manga de un
quitón. No pareció percatarse de la seriedad en el tono de Leto—. Hoy me
ha mordido una serpiente.
Las palabras no hicieron mella en Leto, que miró a Melanto con el ceño
fruncido. No era la conversación que esperaba.
—¿Cómo?
—Sí, se me había olvidado decírtelo. Estaba en el bolsillo de tu capa,
con uno de tus mensajes. La maté con un zapato y luego metí la mano en la
fuente. —Se la veía muy satisfecha mientras le mostraba a Leto la
mencionada mano—. Se me puso verde y por un momento me preocupó
perder la mano, pero ya está bien. Mira, ya casi no se ven las marcas.
Leto la miró fijamente.
—¿Uno de mis mensajes? ¿Cuál?
—Ah, pues no sé. Un trozo de papiro con tinta negra y…
Leto se puso en pie de un salto. No había escrito ningún mensaje.
—¿Qué capa?
Melanto levantó la vista, asustada.
—La verde. ¿Qué…?
Leto prácticamente se abalanzó sobre ella, introdujo la mano en el
bolsillo oculto y sacó el trocito de papiro. Con un primer vistazo a los
caóticos garabatos pudo ver que no era su letra. Y con un segundo, que algo
iba mal, muy mal.
—Melanto —dijo en voz baja—, ¿ha entrado alguien hoy? ¿Alguien que
haya podido dejar esta nota?
Melanto negó con la cabeza y escudriñó nerviosa el rostro de Leto.
—No. Ya te he dicho que he estado entrando y saliendo. ¿Qué pone?
Leto no podía mirarla a la cara.
—Pone: «El veneno no debería ser letal. Si sobrevives, márchate». Es
una amenaza.
Poco a poco fue entendiendo la situación. En un principio no había
estado segura, pero, cuanto más lo pensaba, más certeza tenía.
—Melanto —dijo—, ¿cortaste la correa de mi sudadero?
—¿Que si qué?
Pues claro que no. Evidentemente. Leto tendría que habérselo
imaginado.
—Mi sudadero —repitió—. Cuando me caí del caballo. Estaba cortado.
Di por hecho que habías sido tú; que se lo cortaste a Matías.
—¿Te cortaron la correa? —preguntó Melanto—. ¿Y me lo dices ahora?
¿Por qué narices iba a cortarte la correa del sudadero? ¿Cómo se te ocurre?
¿Tantas ganas tienes de morir que…? —Hizo una pausa y en sus ojos se
reflejó la única pregunta en la que Leto podía pensar—. Entonces, ¿quién la
cortó?
—¿Y quién ha metido la serpiente en el bolsillo? —preguntó Leto.
—Crees que están intentando matarnos.
—No te des importancia —dijo Leto sin reproches—. Creo que están
intentando matarme a mí, solo que a ti te ha pillado… en el fuego cruzado,
por así decirlo. —Al fin y al cabo, la serpiente estaba en el bolsillo de su
capa. Y habían cortado la correa de su sudadero. Al parecer, la princesa de
Atenas no era tan bien recibida en Ítaca como pensaba.
—Gracias. Sabes cómo hacerme sentir especial.
Leto miró a Melanto y clavó la vista en sus ojos verdes.
—Si murieras —dijo con cautela—, me moriría yo también.
Ya lo había perdido todo hasta en dos ocasiones. No lo soportaría una
tercera.
Melanto arqueó las cejas.
—Te has pasado un poco, ¿no?
—No —dijo Leto—. Así es como perdí a mi padre. Llevo en la sangre lo
de morir de desamor.
—Yo prefiero no saber lo que llevo en la sangre —dijo Melanto. Con
esmero, dio otra puntada al bordado: una línea de algodón amarillo y el
destello plateado de la aguja—. No creo que nos defina, que nuestro futuro
no dependa de nosotros. A diferencia de muchos, yo no creo que las
circunstancias de nuestra vida y nuestra muerte estén marcadas por el
destino. Mi vida no es ningún hilo que mida Láquesis ni que corte Átropo.
Leto parpadeó atónita; llevaba muchos años sin oír hablar de las moiras,
las tres personificaciones del destino que hilaban, medían y cortaban la vida
de los mortales. Tal vez Ítaca bebiera de los dioses más de lo que se había
percatado.
—Creo que son mis acciones las que cambian las cosas —dijo Melanto
—. Si no fuera así, ¿para qué existir?
—Pero somos más que nuestras acciones —dijo Leto—. Somos la forma
en que queremos a los demás y en que nos quieren ellos. —«Y la forma en
que los demás se echarán a perder en nuestra ausencia y la forma en que
nadie más va a bastar para que merezca la pena seguir viviendo».
—Qué filosófico —dijo Melanto—. Estás pensando en tu padre, ¿no?
Su boca ancha y sus manos grandes y morenas. Sus ojos grises y vacíos
fijos en un punto junto al rostro de Leto.
Sí, estaba pensando en su padre, aunque él nunca hubiese pensado en
ella.
Leto respiró hondo.
—Tras la muerte de mi madre, a mi padre le habría gustado morir con
ella. Simplemente… se rindió. Dejó de trabajar, de bañarse, de comer. Me
pasaba horas intentando convencerlo de que bebiese un condenado sorbo de
agua.
Melanto ralentizó el ritmo de las puntadas, hasta que al fin dejó el
bordado y levantó la vista. Tenía las mejillas sonrojadas por la calidez de la
brisa vespertina y se le habían agrandado las pupilas en la oscuridad. Se le
había soltado un mechón dorado de las trenzas; Leto ansiaba recolocárselo
detrás de la oreja, acercarle el rostro al suyo y olvidarse de su objetivo en
Ítaca. Un objetivo que terminaría en una masacre, tanto si lo lograban como
si no. Una vida o doce, una y otra vez.
—El duelo afecta a la gente de una forma peculiar —dijo Melanto en
voz baja.
—Yo acabé odiándolo —dijo Leto—. Odiaba a mi propio padre por
hacer que odiase a mi madre. Por tener que levantarme día tras día sabiendo
que no era tan buena como ella. Ni tan interesante ni tan amable ni tan
inteligente ni tan talentosa ni tan valiosa. Tenía que mirar a mi padre a la
cara mientras se consumía, mientras decidía que la vida no merecía la pena
sin ella, y supe que no le merecía la pena seguir viviendo por mí. Que, si
hubiera sido un poco más valiente y fuerte, podría haberlo salvado.
—Eso no es verdad —dijo Melanto—. No puedes salvar a quien no
quiere que lo salven.
Leto no había querido que la salvasen. Se acordó del alivio que había
supuesto la muerte, de cómo había desaparecido el dolor para dejarla caer
en paz a la nada. La agonía de la horca no había sido gran cosa; había
sentido que regresaba a su hogar. Aun así…
—Mientes —dijo Leto—. Sabes que estás mintiendo.
—Tenemos que volver a intentarlo esta noche —dijo Melanto más
adelante en voz baja. Se observaba el tenue crepúsculo en un cielo
salpicado de estrellas—. Si tienes razón y eres el objetivo de alguien, no
creo que espere mucho antes de volver a intentarlo. —Hizo una pausa—. O
a lo mejor deberíamos decírselo a Matías. Puede que sepa…
—¿Decírselo? —Leto la miró fijamente—. ¿Y qué iba a hacer? O es
Alexios o es la malvada de su hermana. Estoy segura. Los dos tienen trato
con la reina, que se enteraría en cuanto se lo contásemos a Matías, lo que
implicaría que ellos también.
—Entonces la única alternativa es acabar con todo —dijo Melanto—. Lo
sabes igual que yo.
—Puede que Matías esté en la biblioteca —dijo Leto.
Sentía una fuerte presión en el pecho; le habría gustado hacerlo ella sola,
sin que Melanto se preocupase. Pero, en vez de eso, había sido una
irresponsable distraída y Melanto había sufrido un ataque. Aunque el
objetivo original había sido Leto, no podía permitir que volviese a pasar.
Además, llegó a una terrible conclusión: era una princesa; su asesinato sería
un incidente internacional. Pero el de Melanto…
—La biblioteca —repitió. «Voy a la biblioteca siempre que puedo, por la
noche». ¿Dónde si no iba a estar?—. Tiene que estar allí. ¿Lo buscamos? —
La sola idea le causó repulsión, por extraño que le pareciese: entrar a la
fuerza en la estancia que era el templo de Matías, donde había albergado la
esperanza y el sueño de romper la maldición y donde lo había intentado.
Sería poético.
Ya era tarde para Matías, pero no tenía por qué serlo para las doce
muchachas que portaban la marca de Poseidón; las doce muchachas que
afrontarían la horca en cuestión de seis días.
—No —dijo Melanto, y Leto lo agradeció—. No, allí no. Acuérdate de
que tiene que morir en el mar. Poseidón tiene que poder reclamarlo. Envíale
un mensaje e invítalo al mar.
—¿Por qué iba a invitarlo al mar por la noche?
—¿Qué otra opción nos queda?
Leto se acordó de la risa de Melanto en la bañera de cobre mientras
hacía burbujear el agua con los dedos. No era lo mismo, pero tenían que
intentarlo.
—La fuente —dijo—. La fuente es de agua de Poseidón. ¿Crees que
podría funcionar?
La sonrisa de Matías, la risa de Matías, la boca de Matías contra la suya.
No volvería a verla, oírla ni sentirla. No se permitió seguir pensando en
ello. Solo faltaban seis días para el equinoccio, la mitad del tiempo, y el
príncipe seguía vivo. No podían retrasarlo más.
La sonrisa de Melanto era oscura y peligrosa.
—Sí.
***
Leto envió la carta a Matías como le había indicado Melanto y la respuesta
no tardó en llegar. «Lo que tú quieras», decía.
Lo vería a medianoche en el patio de la fuente.
Lo sumergiría en el agua.
Y acabaría con todo.
***
Leto caminaba escondiéndose entre las sombras de las columnas que
bordeaban el patio, eludiendo la mirada de Matías, que daba vueltas en
torno a la fuente esperando su llegada. Melanto era un fantasma silente a su
lado. Le había dado la mano a Leto, entrelazando los dedos.
Leto miró por última vez a Matías: las mejillas morenas y la forma en
que brillaban como el oro bajo la fina luz de las antorchas; los rizos negros
que le caían sobre la frente; el movimiento nervioso de los dedos mientras
caminaba arriba y abajo y jugueteaba con sus numerosos anillos. Era un
encanto y tenía miedo. No se lo merecía.
Leto soltó la mano de Melanto y levantó las suyas. Habló con el agua de
la fuente y, en una oración silenciosa, le pidió que ahogase al príncipe de
Ítaca.
Matías no se percató de que los primeros tentáculos de agua empezaban
a acercarse a él. No se asustó ni gritó, sobresaltado, cuando uno de ellos le
rodeó con delicadeza la muñeca. En vez de eso, cuando lo vio, no cambió
nada en su postura ni en su gesto, salvo los labios, carnosos y perfectos, que
se abrieron de inocente sorpresa.
El siguiente tentáculo lo agarró de la otra muñeca y luego del cuello y el
pecho, y lo golpeó con fuerza a la altura del corazón, empujándolo hacia
atrás. Matías fue a parar al borde de piedra de la fuente, y, despacio, como
si el tiempo se hubiese ralentizado a su alrededor, cayó al agua, que empezó
a llenarle los pulmones.
Melanto, junto a Leto, dejó escapar un débil sonido.
Leto no podía apartar la vista; el agua no se lo permitía. La controlaba
tanto como ella al agua, zambulléndose en Matías con un alegre fervor.
Todas las dudas que había albergado Leto sobre la posibilidad de que la
fuente no funcionara, de que tuviera que ser en el mar, habían sido
infundadas. El mar cantaba en su sangre; era lo que llevaba tanto tiempo
esperando.
No podía parar; estaba tan indefensa como una marioneta mientras el
agua atacaba y Matías forcejeaba y luchaba por respirar. Leto notó cómo se
ahogaba el príncipe. Quería gritar, pero no emitía sonido alguno. Pero había
algo más. Alguien más. Le sobrevino la sensación de su dolor mientras
Matías se apagaba, inerte.
Conocía la sensación, pero tardó demasiado en darse cuenta.
Melanto se desplomó.
Se hundió contra las piernas de Leto y las dos cayeron al suelo.
El mar aflojó la presa y Leto lo alejó de sí con toda la fuerza que pudo
reunir. Melanto respiraba con dificultad a su lado, con el rostro del color de
la ceniza y las manos en el cuello.
Se estaba asfixiando. Leto recordó la situación del acantilado, cuando
Melanto se tropezó a la vez que Matías y alegó que la habían empujado.
¿Acaso eso era el amor? ¿Echar a perder la oportunidad de hacer algo
grande, algo importante, porque Melanto estaba en peligro?
—Melanto. —Leto trató de levantarla y la llevó entre sus brazos—.
Melanto, no. ¿Qué haces?
No sabía qué preguntar; no lo entendía. Aquello no tenía que estar
ocurriendo. Matías tenía que estar muerto; la maldición tenía que haberse
roto. Melanto tenía que ser libre. Ya sin jadear, poco a poco fue
regresándole el color al rostro. Entonces se dio cuenta de lo que estaba
sucediendo. Primero, el tropiezo en el acantilado; luego, los jadeos y la
dificultad para respirar. El destino de Matías se reflejaba en el de Melanto.
—Melanto —volvió a decir Leto.
Los labios de Melanto formaban palabras, pero de su boca no salía
ningún sonido. Estaba llorando, con unos ojos grandes y aterrados fijos en
el rostro de Leto. Trató de volver a hablar, y esta vez lo consiguió, mientras
se aferraba a la muñeca de la joven.
—Ve… Ve a por… —se atragantó con sus propias palabras e inspiró
desesperada— él.
—¿Él?
—Matías. Mátalo. —Melanto, satisfecha, se volvió a desplomar. Tenía el
rostro contorsionado de dolor, pero, cada vez que respiraba con dificultad,
sonaba mejor. Lo que la hubiera estado matando hasta entonces ya había
desaparecido. Al ver que Leto no se movía, Melanto le apretó la muñeca y
le clavó las uñas. No era una petición: era una orden.
Leto se puso en pie y se adentró, dubitativa, en el patio. Y lo que vio allí
la dejó sin aliento.
No solo había alejado de sí el mar, sino que había vaciado la fuente
entera. Todas las piedras, todas las columnas a su alrededor, estaban
empapadas de agua salada. La fuente en sí estaba vacía y Matías yacía
bocabajo en el fondo.
El príncipe pesaba más de lo que se esperaba. Sin ninguna elegancia, lo
arrastró hasta sacarlo de la fuente y dejarlo sobre las losas del patio. Parecía
imposible, pero respiraba. Las bocanadas eran irregulares y escasas, pero se
aferraba a la vida con una decisión incesante.
Melanto le había pedido que lo matase, pero, al verle el hermoso rostro,
Leto dudó. Si no hacía nada, sobreviviría y la maldición perduraría. Pero no
podía rematarlo. Sobre todo cuando algo o alguien había unido su destino al
de Melanto; cuando la muerte del príncipe podía implicar también la de
ella. Leto lo dejó allí.
Temblando por el esfuerzo y con el temor de que volviese a apoderarse
de ella como ya había hecho antes, alargó el brazo y, con sus poderes,
devolvió el agua a la fuente. Contuvo la respiración hasta que hubo
regresado la última de las gotas y el agua volvió a burbujear como si no
hubiese pasado nada impropio.
Leto suspiró. Se arrodilló junto a Melanto, sollozó mientras le besaba la
frente y trató de no pensar en la terrible verdad de la que iba poco a poco
dándose cuenta: si Melanto no se hubiera chocado contra ella al
desplomarse y no hubiera cortado la conexión durante el tiempo suficiente
como para que Leto pudiera recobrar el control de sí misma, no habría
podido parar. Y Melanto habría…
No. No podía pensar algo así.
Abrazó con fuerza a Melanto y prestó atención a los jadeos de su
respiración.
—Estás a salvo —murmuró, sin saber muy bien si se lo estaba diciendo
a Melanto o a sí misma. Faltaban cinco días. Cinco días para matar a Matías
antes de que condenase a doce muchachas más. Pero si eso implicaba la
muerte de Melanto…
No se veía capaz de hacerlo.
Le apartó los rizos de la cara y le besó la frente, húmeda y fría.
—No me vas a abandonar. No voy a permitir que te pase nada.
38. LAS PUERTAS DEL HADES
MELANTO
D e regreso en sus aposentos, Melanto y Leto permanecieron largo rato
en silencio. Habían arrastrado a Matías hasta su cama (aunque
Melanto, aún mareada y asustada, no había ayudado mucho) y lo
habían arropado con la gruesa colcha antes de marcharse, con la esperanza
de que no las hubiese visto merodeando junto al patio y no se hubiese
enterado de lo que habían intentado hacer. De aquello en lo que habían
fracasado.
¿Se acordaría de lo sucedido? Le habían secado la ropa y le habían
peinado los rizos. Melanto tenía la esperanza (y rezaba porque así fuese, a
pesar de que nunca había tenido fe en los dioses) de que se despertase solo
con los recuerdos de una pesadilla.
Melanto volvió a respirar hondo. No volvería a darlo por sentado;
aquellos instantes en el suelo, con las manos en la garganta, notando cómo
el pecho le palpitaba desesperado mientras los pulmones luchaban por
respirar, habían sido el momento más eterno y doloroso de su vida.
Aún se notaba la garganta áspera y dolorida y le temblaban los dedos en
el regazo.
A pesar de todo, sin saber por qué, la sensación más abrumadora no era
de dolor ni de miedo, sino de una satisfacción amarga. Siempre había
sabido que Poseidón no la dejaría escapar tan fácilmente y ahí tenía la
prueba.
Se estremeció. Tal vez, tal vez, no la habría matado. En parte habría
deseado que Leto no hubiera parado, para al menos tener certeza de su
propio destino. Y si era la muerte lo que le deparaba, quizá en parte se
alegrase.
En parte sabía que se lo merecía.
—No pienso hacerlo —dijo Leto.
Melanto levantó la vista. Leto tenía el rostro pálido y los ojos grises
apagados e inyectados en sangre. Sus dedos eran garras en los reposabrazos
tapizados del sillón, y se había mordido el labio inferior con tanta fuerza
que le goteaba sangre desde el centro de la boca por todo el fino mentón.
—¿El qué? —preguntó Melanto, aunque estaba tan segura de la
respuesta como de su propio nombre.
—Eso. —Leto respiró hondo con sonoridad—. Después de lo que ha
pasado. —Hizo una pausa—. ¿Qué ha pasado?
Melanto se obligó a encogerse de hombros.
—No lo sé.
—No lo entiendo. A lo mejor nos hemos equivocado y el agua de la
fuente es agua salada, pero no de mar, y no nos vale. Tiene que ser eso,
¿verdad? No hay otra explicación. O a lo mejor es que no puedo usar mis
poderes así y lo que pasa es que tiene que morir ahorcado, como las
muchachas. No, porque me has dicho que Timo ahogó al suyo. ¿Cómo los
mató Talía? ¿Usando sus poderes? A lo mejor es eso.
Melanto suspiró. Estaba agotada y su cuerpo había elegido ese preciso
instante para protestar contra el maltrato regalándole un fortísimo dolor de
cabeza.
—No lo sé —dijo—. Yo no las acompañaba.
—¿Y qué hacías tú?
«Nada. Nunca hice nada. Pandú siempre ha sido mi cárcel, en la que
tenía que quedarme para siempre». Tenía aquellas palabras en la punta de la
lengua, pero las contuvo. Habrían abierto la puerta a muchas preguntas
cuyas respuestas Melanto aún no estaba lista para revelar. Y tal vez nunca lo
estuviera.
—La única condición es que deben morir en los dominios de Poseidón.
Puede que tengas razón y que la fuente no baste para esto en concreto.
A Leto no le satisfizo la respuesta. Resopló y se retorció las manos.
—No entiendo por qué te ha afectado. Y solo a ti.
Melanto se miró las manos.
—¿Acaso importa?
—¿Cómo? Claro que importa.
—No, no importa. No debería importar. —Melanto la miró a la cara—.
Si vuelve a surgir la oportunidad, si puedes matarlo, mátalo. Ya has oído a
Alexios: están buscando a las muchachas señaladas; las van a matar. No
puedes dejar de hacerlo por mi culpa. No valgo la vida de doce personas.
No valgo la vida de cientos.
—¿Qué? —siseó Leto—. Lo vales todo. Y no pienso ponerte en peligro
hasta que sea la última opción. —Cambió la postura de forma preocupante;
hasta el momento, había estado encorvada y asustada, pero se irguió, separó
las piernas y endureció la mandíbula—. No, hay que encontrar otra forma, y
no nos queda demasiado tiempo. Y eso significa, imagino, que solo
podemos hacer una cosa.
—¿Cuál?
Leto sonrió con amargura.
—No te va a gustar.
39. EL CORAZÓN ORGULLOSO
MATÍAS
P ocas cosas asustaban a Matías, pero levantar la vista de un manuscrito
(el decimocuarto de la tarde) para encontrarse a su prometida en pie
con los brazos cruzados en la entrada de la biblioteca era una de ellas.
Cuando por fin hubo reunido el valor para retirar los cerrojos de las puertas,
pensó que el problema principal sería su madre, pero Leto era una
posibilidad mucho más aterradora.
Tragó saliva. No sabía lo que iba a decirle, pero sospechaba que no sería
bueno.
No había podido quitarse de encima el presentimiento que, cual nube
persistente, lo acompañaba desde primera hora de la mañana. Se había
despertado en la cama antes del amanecer, sin saber cómo había llegado
hasta allí, con el cuerpo empapado en un sudor febril. Un terror
incomparable se le había agarrado al pecho, y su mente trataba de recordar
algo que se le escapaba cada vez que intentaba darle alcance. Solo
recordaba ahogarse.
Tras despertarse, no había podido volver a dormir.
Y luego esto.
Que Leto pareciese enfadada (que lo parecía) no era lo que más le
inquietaba, sino el no haberse percatado de su llegada. Podría llevar horas
allí, cual aparición silenciosa en un suave quitón dorado.
La ojeó con cautela. Era la primera vez que lo seguía hasta la biblioteca.
Después de lo de la despensa, se había marchado. Lo que tuviera que
decirle debía de ser importante para haber ido hasta allí; seguía vestida para
salir. Tenía las mejillas rosadas y brillo en los ojos, y el alfiler de la capa
azul marino se había desplazado del centro y mostraba su afilada clavícula.
A su lado, como siempre, estaba Melanto, de cabello desaliñado como
cascadas de oro. Lo miraba con ferocidad.
Matías dejó con cuidado el papiro y trató de calmarse.
—Hola —saludó. Estaba cansado; no se le ocurría nada más que decir.
Leto dio un paso adelante.
—Hola, Matías —dijo.
Oír su nombre de labios de Leto volvió a acelerarle el corazón. Desde el
último beso (y la expresión de la joven cuando se marchó corriendo), había
empezado a plantearse que quizá ella nunca lo amara y que su matrimonio
no sería como siempre había querido. Sin embargo, seguía siendo de una
belleza imposible; seguía dejándolo aturdido de felicidad en sus escasos
momentos de amabilidad. Podía sustentarse una vida entera solo con esos
momentos.
Entonces se acordó de que había quedado en verla la noche anterior.
¿Había llegado acaso? ¿Lo había mirado con esos inmensos ojos de color
castaño grisáceo, igual que hacía en ese momento? No parecía estar
enfadada. Quizá lo hubiese soñado todo.
—Queríamos —dijo Leto, y miró brevemente a Melanto— hablar
contigo, ahora, si tienes tiempo. Es sobre algo bastante importante y
necesitamos tu ayuda.
Melanto parecía dolorida.
Matías no pudo evitar arrugar la frente.
—¿Necesitáis… mi ayuda?
No pensaba que fuera posible, pero la expresión de Melanto se volvió
aún más sanguinaria.
—Te lo he dicho —siseó, sin molestarse en bajar la voz—. No
tendríamos que haber venido. Estamos perdiendo el tiempo.
Leto la miró con el ceño fruncido.
—Melanto…
—Un momento. —Matías se puso en pie, con la mano tendida, casi sin
darse cuenta—. Perdonad. No quería ofenderos. Es que… —¿Qué le
pasaba? ¿Estaba sorprendido? ¿Asustado? ¿O en realidad esperaba con
cautela que al fin cambiase la situación entre ellos? Optó por algo menos
intenso—. Daba por hecho que no querrías venir. —«Después de lo de
ayer».
—Bueno —dijo Melanto, olisqueando—, será por lo guarro que está
todo.
Leto le dio un golpe en el brazo, no de la forma en que la madre de
Matías pegaba a menudo a sus doncellas (con fuerza, en la mejilla, dejando
marca), sino suave y amable, lo que mostraba que había verdadero cariño
entre ellas.
—Melanto —dijo—, ¿tengo que recordarte que hemos venido sin que
nos invitaran? Y mira. —Con un gesto del brazo, señaló el caos de
manuscritos que había en las mesas y los montones del suelo. Matías sintió
una puñalada de vergüenza—. Está haciendo todo lo posible. A mí, por lo
menos, me gustaría saber qué ha descubierto.
No siempre hablaba con tanta formalidad y afectación; Matías la había
oído reírse y bromear mientras paseaba por los jardines junto a Melanto. Lo
había insultado a la cara sin el menor miramiento. Pero en ese instante le
percibía la tensión en las líneas del rostro y en los puños cerrados junto a la
falda. Estaba nerviosa.
—Sentaos —les ofreció.
—¿Dónde? —inquirió Melanto.
No era mala pregunta. Todas las superficies se encontraban bajo un
montón de manuscritos, cálamos huecos y los bloques de tinta seca que
debían rellenarlos. También había al menos cuatro manzanas
mordisqueadas enterradas bajo el desorden y medio bollo que Matías había
dejado donde no debía una semana atrás. Podía imaginarse el gesto de
desdén triunfal en el rostro de Melanto si encontrase aquello.
—Os cedo mi sillón —se apresuró a decir mientras señalaba el espacio
libre. Era evidente que Melanto iba a formar parte de su vida (Leto había
dejado claro que no permitiría que la despidieran y, la verdad, Matías
tampoco quería que así fuera), así que le interesaba convencerla de que, al
menos, lo tolerase.
—Somos dos, Matías. —Pero Leto sonreía mientras, tirando de Melanto,
recorría las polvorientas losas. Era preciosa. Más que eso. El corazón le
daba vuelcos como un niño mareado. Trató de superar el desasosiego, la
terrible sensación de ahogo, y reaccionó a su sonrisa con otra, llena de
esperanza. No iba a preguntarle si había ido a verlo la noche anterior a la
fuente, si había estado esperándolo.
—Es un sillón enorme —dijo Matías.
Leto se rio.
—Busca otro, anda, y luego hablamos.
Hizo lo que le pidió. Se guardó en el bolsillo el manuscrito que había
estado leyendo y, tras apresurarse a limpiar su superficie de pedazos de
papiro, arrastró por el suelo un pesado taburete de madera. El manuscrito no
formaba parte de la investigación; era un mensaje de uno de los consejeros:
hacía tiempo que no veían a los piratas del estrecho. Tal vez los saciase el
asalto al barco ateniense, el oro destinado a Ítaca. Un oro que Matías
necesitaba con desesperación.
Aun así, no le haría bien obsesionarse con el tema. Si estaba sucediendo
lo que esperaba (que Leto le estaba tendiendo una rama de olivo), quizá
Ítaca no tendría que preocuparse por el oro durante mucho más tiempo.
40. OTRA VEZ EL MISMO
TERRENO
MELANTO
-¿Q uieres… trabajar conmigo?
Melanto trató de no chillar de frustración cuando Matías miró con
cara de tonto a Leto, parpadeando deprisa, perplejo, con unas pestañas
largas y oscuras. El taburete en el que se había sentado era demasiado
pequeño; apenas le cabía un muslo. Melanto miró con furia una de sus
estrechísimas patas y deseó que se rompiese. Lo daría todo por ver al
principito de ojos inocentes y ropa elegante tirado sobre las losas
polvorientas. Otra vez.
Pero, sin saber muy bien cómo, las patas de madera aguantaron el peso
de Matías, que seguía mirándolas (en realidad, solo miraba a Leto, pues
parecía incapaz de apartar la vista de ella)con la boca medio abierta. Igual
que la noche anterior, mientras lo llevaban a sus aposentos, con la cabeza
colgando en cada paso. Melanto estaba segura de que lo había pasado igual
de mal, pero a ella no habían tenido que arrastrarla como a un saco de
patatas.
Chasqueó la lengua, impaciente, y se reclinó sobre las patas traseras del
sillón.
—¿Es que no habéis escuchado nada de lo que…?
Leto se inclinó y le propinó un codazo en las costillas.
—¡Ay!
—Melanto está de mal humor —dijo Leto con firmeza—. Que no te
disuada.
—Pues como siempre. —Matías le dirigió a Leto una sonrisa hermética,
que se le borró en cuanto vio a Melanto mirarlo con el ceño fruncido.
Se equivocaba. Melanto no siempre se sentía así de desgraciada; no
siempre notaba tanta tensión en las costillas, cual jaula que le rodeaba los
pulmones y hacía que su respiración fuese rauda y superficial. Aunque
pretendiese despejar la preocupación de Leto sacudiéndose los rizos y
dejando escapar una carcajada que hasta a ella le sonaba boba, lo
acontecido la noche anterior, la noche de luna llena, le había afectado. Cada
vez que cerraba los ojos, se encontraba de nuevo entre las sombras del
palacio, con agua helada entrándole en los pulmones. Se llevaba las manos
a la garganta e intentaba respirar un aire que nunca llegaba.
Devolvió las patas delanteras del sillón al suelo de piedra.
—Si Leto va a ser vuestra reina —dijo de manera inexpresiva—,
preferiría no serlo de un reino moribundo que asesina a sus ciudadanas una
vez al año.
Qué fácil era echarle la culpa. Como si tuviera elección. Como si
Melanto no fuera también una asesina. Como si todas las muertes de
inocentes en Ítaca durante los últimos tres siglos no hubiesen sido culpa
suya.
A Matías se le habían sonrojado las mejillas, aunque sin brillo.
—Lo dices como si lo hiciéramos por afición.
—No —dijo Melanto. Respiró hondo para tranquilizarse y trató de eludir
la mirada de furia que le estaba dirigiendo Leto. En momentos así, añoraba
a Talía. Talía había recorrido las salas del palacio una y otra vez, arrastrando
hacia la muerte a muchos de sus príncipes. Sabría qué hacer. Y no le tendría
miedo a la muerte, a diferencia de Melanto.
Leto se aclaró la garganta.
—Sé que quieres acabar con la maldición tanto como nosotras…
Matías la interrumpió con una carcajada inusitadamente breve y arisca.
—¿Tanto como vosotras? Perdóname por serte sincero, Leto, pero no
sois de este reino. Puede que seas mi prometida y que algún día seas reina,
pero no sabes lo que hemos sufrido, el dolor que llevamos sintiendo…
Dioses. —En un movimiento repentino que le torció la corona de la frente,
se llevó la cabeza entre las manos. Cuando volvió a hablar, lo hizo con la
voz apagada—. Siglos. Nadie, pero nadie, desea que se acabe la maldición
más que yo.
Melanto dudaba mucho que fuese verdad, pero no dijo nada. No
recordaba la vida sin pesar, y el dolor presente en la voz de Matías era un
eco del suyo propio. Le recorría la garganta y atizaba con manos amables
las brasas incandescentes que aún ardían en su interior.
—En fin —dijo Leto, rompiendo el silencio que había tensado el
ambiente—, imagino que estamos de acuerdo. Hay que acabar con la
maldición.
Matías levantó la cabeza lo suficiente como para ver entre los dedos a
Leto alargar la mano hacia la mesa de los manuscritos y coger uno. Una
polilla, a la que acababan de despertar de su letargo, echó a volar
levantando una nube de polvo. Leto torció el gesto por un momento (con
una sorpresa débil y melancólica), pero su expresión recuperó al instante su
calidez y su sinceridad.
—Dices que llevas un tiempo investigando. Cuéntanos todo lo que sabes
por el momento.
***
—¡Nada! —estalló Melanto cuando Leto y ella regresaron al fin a sus
aposentos. Era por la tarde; ya se había puesto el sol, y la luna bañaba la
piel de Melanto en una luz plateada mientras, tumbada en la cama, se
despojaba del calzado, evitando verse reflejada en el espejo que pendía
junto a la cama. Bajo sus ojos se habían marcado unas ojeras azuladas.
Nunca se había visto tan cansada.
Leto se agachó cuando Melanto arrojó el zapato contra la pared.
—¡No sabía nada!
—No es verdad —dijo Leto en voz baja, asomándose al borde de la
cama y alargando el brazo para tomar de la mano a Melanto. Esta se la dio,
aún con el ceño fruncido, y se sentaron en silencio mientras Leto trazaba
remolinos en su piel—. Ha descubierto la historia de las criadas —dijo tras
un momento. Era verdad; no había podido esconder su sorpresa cuando
comenzó a relatársela, feliz por su último descubrimiento—. Lo que indica
que está avanzando, ¿no? Ítaca se había olvidado de esa historia.
Melanto se sorbió la nariz.
—A mí no se me ha olvidado.
—Dale tiempo —dijo Leto—. Tal vez descubra algo que nosotras no
sepamos. —Le apretó la mano a Melanto. Tenía los dedos fríos—. Quizá
encuentre otra solución. Que sea mejor.
Melanto alzó la vista. En la penumbra, los ojos de Leto eran más grises
que castaños, como el pelaje de un lobo y el brillo de una punta de lanza de
sílex.
—¿Y si no la encuentra?
La respuesta pendió en el aire entre ellas. Mientras hablaban, había
muchachas inocentes acurrucadas en celdas aisladas en lejanas torres de
guardia. Quizá incluso hubiese algunas allí, en el palacio, dentro y fuera de
su alcance a la vez. Melanto no iba a permitir que murieran, así que, si
Matías no podía salvarlas, lo haría ella. Lo haría Leto. Lo llevarían al mar, a
las aguas revueltas, y lo matarían. Quizá le cortasen el cuello. Una muerte
mucho más amable que el ahogamiento, más rápida y limpia.
Entonces Melanto descubriría la verdad de su propio destino. ¿La hoja
también le cortaría la garganta a ella? ¿Se mezclaría su sangre con la del
príncipe en el bajío? ¿Se desplomaría a su lado cuando el mar los arrastrase
a ambos a sus profundidades?
No quería reconocerlo, porque no se merecía sentirse así, pero tenía
miedo.
Leto le sostuvo la mirada.
—Aún no, Melanto —dijo en voz baja. Había cierto matiz de crispación
en su voz, como una hoja roma afilada por un mínimo instante—. Aún no
me lo pidas, porque sabes cuál es la respuesta.
41. UN CAMPO DE FLORES
LETO
E l aire de la estancia estaba calmo y gélido cuando Leto se retiró a la
cama, acurrucada en los brazos de Melanto, así que hizo lo que siempre
había querido hacer cuando los ojos de Melanto estaban así (fríos,
pensativos, viejos y fijos en el techo): acercarse a ella y besarla.
El beso fue suave y dulce al principio, hasta que Melanto se movió y
desequilibró a Leto, que se cayó encima de ella. Melanto se recostó, con el
cabello dorado extendido en forma de abanico alrededor de la cara, levantó
la vista y dijo:
—Lo he hecho aposta.
—Bien —dijo Leto.
El siguiente beso fue más violento. Leto empujó la cadera de Melanto
contra el edredón con el peso de su cuerpo. Cuando Melanto volvió a
moverse, haciendo rodar la cadera para colocar su cuerpo sobre el de Leto,
tenía el vientre tenso y duro. Leto le pasó las manos por la espalda y se
regodeó en la forma en que el músculo ondeaba de tensión mientras
Melanto jadeaba contra su boca.
—Leto. —Era una petición; los besos de Melanto eran cada vez más
intensos y frenéticos. Sus manos habían iniciado el desesperado recorrido
hacia la cintura de Leto, tiraron de la faja hasta que se desanudó y
continuaron el descenso. A su alrededor corría la brisa, que hizo
arremolinarse el cabello de Melanto por encima de ella y refrescó la cálida
frente de Leto. Tenía el cuerpo ardiendo y estaba empapada en sudor.
—Sí —se limitó a responder Leto, y presintió la sonrisa de Melanto
antes de que se apartara, le subiera la falda hasta la cadera y se agachara
entre sus muslos al aire hasta…
Se separaron cuando llamaron a la puerta.
Mierda. Mierda. Matías no podía verlas así. Ningún sirviente podía
verlas así.
—¡Un momento! —gritó Leto a toda prisa, echando de la cama a
Melanto, que dejó escapar un grito de furia al caer al suelo.
Leto casi ni la oyó. No podía ser tan descuidada; a fin de cuentas, se iba
a casar con el príncipe. Se estaba jugando mucho, y ponerlo en peligro era
más que irresponsable. Pero también era embriagador e imposible de
resistir. Lanzó una mirada desesperada de anhelo a Melanto, cuyo cabello
era un embrollo dorado. Era tan hermosa que le dolía.
—Perdón —siseó Leto mientras se anudaba a toda prisa la faja del
quitón y se pasaba las manos por los rizos para domarlos.
—Si es Matías —dijo Melanto—, lo castro como a un caballo.
Leto ladeó la cabeza.
—¿Has castrado alguna vez a un caballo?
—No —dijo Melanto enigmáticamente—, pero seguro que podría si me
lo propusiera.
—Pues esperemos que no se dé la ocasión. —Leto se adentró en la
estancia principal y la atravesó hasta la puerta. La abrió muy ligeramente y
se asomó por el estrecho hueco para ver a la sirvienta que estaba fuera. El
pasillo se hallaba a oscuras—. ¿Puedo ayudarte?
—Un… un mensaje, alteza —tartamudeó la muchacha, ofreciéndoselo a
Leto para que lo leyese.
Leto abrió la puerta un poco más.
—¿De quién?
—De su alteza el príncipe Matías —dijo la joven—. Su alteza.
—Magnífico —dijo Leto con indiferencia, porque era consciente de que
Melanto estaba escuchando y sabía que era justo lo que estaba pensando.
Eso y «¿qué es tan urgente que no puede esperar hasta mañana?». Cogió el
manuscrito de manos de la joven. El papiro era tan fino que, bajo la luz
titilante de las antorchas del pasillo, podía ver a través de él la cuidada letra
de Matías—. Gracias.
La muchacha se marchó y Leto volvió a cerrar la puerta sin hacer ruido.
—Menos mal que no ha venido. —La voz de Melanto llegó flotando
hasta ella a través de la cortina vaporosa que las separaba—. Habrá
presentido su inminente muerte.
Leto se rio y se permitió relajar los hombros y ser feliz por un momento.
Regresó al dormitorio y sonrió a Melanto.
—Eres pura fanfarronería —dijo.
—¿Tú crees? —Melanto enseñó los dientes blancos. Sonreía como los
depredadores, como una pantera al acecho de su inconsciente presa—. ¿Y si
te cuento exactamente lo que quería hacerte y así decides si es… —se
reclinó y dejó que la luz jugueteara con el arco de sus clavículas. Ni se
había molestado en volver a anudarse el quitón. Leto lo vio abrirse
despacio. Se le formó un nudo en el estómago cuando los labios de Melanto
pronunciaron las siguientes palabras—: pura fanfarronería?
Leto se aclaró la garganta y apartó la vista antes de que sus ojos pudieran
delatar lo que estaba pensando.
—Léelo, anda. —Le arrojó el manuscrito a Melanto.
Melanto lo atrapó y se lo devolvió lanzándoselo con fuerza. Fue a parar
contra un lado de la cabeza de Leto.
—Ay.
—Léelo tú, que no soy tu criada.
—Técnicamente…
—No empieces —la advirtió Melanto, aunque con una sonrisa—. Mejor
déjalo para mañana, que estamos ocupadas. —Se dejó caer entre las
almohadas, levantó la barbilla y arqueó las cejas de una forma juguetona
que le resultaba muy familiar. Los ojos le brillaban en la penumbra—. A ver
—dijo alargando las palabras. Se le terminó de abrir el quitón por completo
—, ¿por dónde íbamos?
Matías no podía haber descubierto nada nuevo en esas pocas horas. Y
con Melanto sonriéndole así, con el cabello dorado extendido en
tirabuzones sobre las almohadas… El mensaje del príncipe podía esperar.
Leto dejó el manuscrito donde se había caído, se dirigió hacia la cama y
trepó por las sábanas arrugadas. Se inclinó sobre Melanto, dejando los
labios a apenas un susurro de distancia. Ella llevó las manos al rostro de
Leto y esta sonrió.
—Por aquí, creo —dijo mientras Melanto inclinaba la cara para besarla.
***
El manuscrito permaneció en el suelo, sin abrir, hasta media mañana del día
siguiente, cuando el sol que se filtraba por las ventanas despertó al fin a
Leto.
Salió de la maraña que eran los brazos y las piernas de Melanto, alargó
la mano para hacerse con el manuscrito y tiró de la cinta. Melanto se
revolvió y murmuró unas palabras en voz baja. Su cabello era una nube de
oro en la almohada. En ocasiones como esa, con la cara lavada, los ojos
cerrados y las pálidas pestañas parpadeando contra las mejillas, era fácil
olvidar quién era y lo que había sufrido; que no era una simple joven de
diecisiete años dormida bajo un rayo de sol matutino.
Leto no pudo evitar sonreír.
Pero la sonrisa se le borró del rostro cuando leyó las pocas líneas escritas
a mano. Decían:
Mi querida Leto:
No puedo expresar lo agradecido que estoy por tu ayuda y la de Melanto. Tal vez juntos podamos poner fin a este
vergonzoso capítulo de la historia de Ítaca. Espero que las dos aceptéis desayunar conmigo mañana. Os aguardaré en la
biblioteca una hora después del amanecer.
Mi más sincero agradecimiento.
MATÍAS
Había firmado con elegancia, con cada letra desembocando con facilidad
en la siguiente. Leto contempló el escrito durante un momento, antes de
mirar por la ventana y ver el sol que se alzaba en lo alto desde hacía mucho
más de una hora.
—¡Mierda! —dijo en voz alta.
Melanto se despertó sobresaltada. Había abierto los brazos sobre las
almohadas (tenía la costumbre de ocupar más parte de la cama de la que le
tocaba) y levantó una mano para protegerse la cara mientras llevaba la otra
debajo de las almohadas para sacar un cuchillo.
—¡Por Zeus, Melanto! —Leto se puso en pie de un salto mientras
Melanto, ya incorporada, la miraba estupefacta—. ¡Ni siquiera sabía que
dormías con un cuchillo! Tampoco es que sea un consuelo.
Melanto entornó los ojos.
—Porque no cambias las sábanas nunca —dijo—. Pensaba que te
estaban atacando.
Leto agitó el manuscrito ante ella.
—Tendríamos que estar viéndonos con Matías. Llegamos tarde.
Melanto cogió una almohada y se tapó la cara con ella. El relleno de
plumón de ganso le amortiguó la voz.
—Me da igual.
Leto cogió uno de los zapatos que se había quitado Melanto la noche
anterior (el otro estaba donde lo había arrojado, al otro extremo del
dormitorio) y se lo tiró.
—Levanta —dijo sin malas intenciones—. Y péinate, que tienes el pelo
enredadísimo.
Melanto la miró desde debajo de la almohada, entornando los ojos
verdes como la hierba.
—No te soporto.
Sus palabras habrían estado justificadas si fueran verdad. Tal vez no la
soportaría si supiese lo que Leto pensaba a veces sobre Matías,
planteándose perdonarle la vida. Pero Leto no iba a permitir que esos
pensamientos se apoderasen de ella; no iba a flaquear en su misión.
Sonrió.
—No es verdad.
42. VEN CONMIGO
MELANTO
C uando Melanto y Leto entraron corriendo en la biblioteca, el alivio en
el rostro de Matías fue evidente. Melanto permaneció en silencio
mientras Leto se disculpaba jadeando, con una mano en el brazo del
príncipe. O se le daba fenomenal fingir o estaba avergonzada de verdad.
Matías le restó importancia.
—No, no —dijo con firmeza. Con el quitón blanco y una capa dorada
sobre los hombros, era la viva imagen de un benévolo futuro rey—. Es
culpa mía: no debí dar por hecho que fuerais a leer mi correspondencia de
inmediato. Ha sido presuntuoso.
Melanto puso los ojos en blanco. En el aire aún flotaba el olor rancio de
la biblioteca, pero no era el único aroma: olía más dulce. Leto también lo
había percibido. Miró a Matías y le preguntó con una voz de puro deleite:
—¿Es bizcocho de miel?
Así era. Y albaricoques secos e higos, y muchas más delicias extendidas
sobre la mesa en cuenquitos de piedra pintados y esmaltados como si fueran
espuma de mar. A Melanto le rugieron las tripas. En su favor, Matías no dijo
nada, aunque sí la ojeó muy brevemente antes de devolver la vista con
devoción hacia Leto.
—He pensado que podíamos empezar de cero —dijo Matías,
ofreciéndole a Leto una bandeja de baklava perfectamente cortada—. Me
preocupa mucho mi pueblo. Espero que algún día te preocupe a ti también.
—Miró a Melanto y sonrió. Sí que era muy atractivo, de pómulos altos y
rizos perfectos sobre la frente. Hasta tenía hoyuelos.
Melanto apartó la mirada. Ya había conocido a un príncipe como él, que
era todo oro, miel y dulzura, hasta que un día dejó de serlo. Era fácil
desconfiar de la gente hermosa; al fin y al cabo, había sido magnífico
contemplar la caja de Pandora: una obra de arte, a pesar de los horrores que
contenía, los monstruos que dejó salir al mundo.
Cuando le ofreció la baklava, la rechazó sin mirarlo.
Se sentaron en torno a la mesa bajo la luz titilante de media docena de
antorchas. Melanto partió un higo seco con las uñas mientras Matías,
animado y casi iluminado por la pura alegría de la compañía, explicaba con
todo lujo de detalles su nuevo sistema para clasificar los manuscritos.
—Qué maravilla —dijo Leto cuando hubo terminado. Examinó las
etiquetas de una cesta de manuscritos (los papiros que habían estado
esparcidos sin ningún orden se hallaban entonces dispuestos con esmero
según su contenido) y miró boquiabierta a Matías—. ¿Cuánto tiempo has
tardado?
Él se pasó una mano por los rizos y le dedicó una sonrisa avergonzada.
—Ah, no mucho. Llevaba varios meses queriendo hacerlo, así que
estaba todo planificado. Y digamos que anoche me quedé hasta tarde. No
podía dormir. Y también una hora esta mañana, mientras os esperaba.
Era evidente la expresión de culpabilidad de Leto.
—Mira —dijo Matías, levantando una cesta del suelo y situándola
delante de ella—. Este es mi intento de cotejar la historia de Ítaca. Los
papiros más antiguos están prácticamente destrozados, pero algunos se
copiaron. Este —sacó uno y lo agitó ante ella— apenas tiene treinta años,
pero habla de acontecimientos que sucedieron hace siglos. Y este —había
sacado otro— es de la época del mismísimo rey Odiseo; es donde he
encontrado el relato de las criadas ahorcadas. Ayer parecía que os
interesaba, así que os lo quería enseñar.
—Sí —dijo Leto, ansiosa—, creo que es un buen punto de partida.
En alguno de esos papiros putrefactos tendría que haber algo sobre la
muerte de once príncipes. Melanto estaba segura. Trató de mirar a los ojos a
Leto; Matías no podía descubrirlas. No podía atar cabos, escaparse en plena
noche, encerrarse en sus aposentos ni hacer ninguna tontería. Pero Leto no
la miraba. Había cogido una porción de bizcocho de miel y se había sumido
en uno de los manuscritos, y estaba devorando ambos. Recorría con la
mirada el antiguo papiro.
Matías empujó sobre la mesa un manuscrito en dirección a Melanto.
—Toma —dijo con una sonrisa radiante—. Este no lo he leído. Está
etiquetado como «maldiciones», pero podría ser cualquier cosa.
Melanto lo miró. Ansiaba cogerlo, abrirlo, avanzar a toda velocidad en
su lectura y demostrar que lo entendía todo, que no tenía miedo, que servía
de algo. Pero sabía que no podía. Se obligó a hablar con calma, en voz baja
y fría.
—No sé leer.
Leto se atragantó con el bizcocho.
Melanto clavó la vista en la mesa y Matías se puso rápidamente en pie
para coger la jarra de vino, servirle una copa a Leto y mirarla fijamente
mientras daba un sonoro trago. Melanto no podía soportar mirar a Leto a la
cara y ver el desconcierto que sabía que tendría escrito en el rostro. Le
ardían las mejillas de vergüenza.
Había evitado el tema lo mejor que había podido, empleando toda
excusa que se le hubo ocurrido, incapaz de regresar a los recuerdos de una
vida en la que había sido simplemente una criada. Una criada analfabeta. A
su reina le gustaba que sus criadas fuesen unas ignorantes, para que no
husmearan en sus asuntos.
—No pasa nada —se apresuró a declarar una vez que Leto se hubo
recuperado del atragantamiento—. Puedo… —Buscó algo que hacer, lo que
fuera—. Bueno, seguro que algo encontramos.
A Matías se le iluminó el rostro. Era como un niño, siempre desesperado
por agradar.
—¡Ya lo tengo! —Se abalanzó debajo de la mesa y sacó otra cesta más
—. Estos están ilustrados: las pocas palabras que hay son los títulos de las
obras. Toma. —Le ofreció la cesta.
Melanto la cogió, agradecida por primera vez de su presencia. Como
poco, distraía a Leto. Sus ojos curiosos y tristes habían dejado de mirar por
fin a Melanto y se habían clavado en la cesta de manuscritos que sostenía
esta.
Estaba sonriendo.
—A mi madre le encantaban los mitos —dijo, inclinándose para sacar un
manuscrito de la cesta. Retiró la cinta y abrió el delicado pergamino de
modo que Matías pudiera verlo—. Mira, Perséfone y Hades. Este me lo
contó. Era una de las pocas cosas que hacíamos juntas cuando tenía tiempo.
Estaba siempre ocupada y, cuando no, estaba cansada.
—Eso es lo malo de tener a una reina por madre —dijo Matías.
—Sí, eso. —Leto se ruborizó. Mentía fatal—. Sí, sería por eso. Pero
había momentos de tranquilidad en los que… cuando no tenía que revisar
los impuestos y cosas del estilo…
Melanto cogió otro higo y procedió a machacarlo. Matías seguía
mirando a Leto con esos ojos grandes y negros y los labios abiertos
mientras le mentía.
—Nos sentábamos juntas frente al fuego —continuó Leto— y me
contaba relatos sobre los dioses y los héroes de la antigüedad. También les
ponía voces. Era mágico. —Respiró hondo y sus siguientes palabras se le
escaparon de los labios casi espontáneamente—. La gente siempre la
escuchaba cuando hablaba. Era cautivadora. Más que eso. E inteligente y
hermosa.
—Hablas de ella como si se hubiese muerto —dijo Matías—. La tienes
aquí al lado, Leto. Podrás volver a Atenas cuando desees después de que
nos hayamos casado.
A Melanto se le escapó el higo aplastado de las manos y se le cayó a la
mesa con un ruido sordo.
Leto la miró rápidamente a los ojos, en un movimiento casi
imperceptible que tendría que haber tranquilizado a Melanto, pero cuyo
efecto fue el contrario. En su miraba había pesar, pero tenía las mejillas
rojas y se la veía aturdida. Melanto apartó la vista intencionadamente.
¿Acaso se había ruborizado Leto al pensar en casarse con Matías?
Leto siguió sacando manuscritos ilustrados de otra cesta.
—Anda, fíjate en estos. Qué maravilla.
Matías se inclinó para mirarlos.
—Ah, sí —dijo—. ¿Verdad? He juntado todos los que escribió la última
sibila y…
—¿La sibila? —preguntó Leto con una voz aguda, quizá demasiado.
Una princesa de Atenas no habría reaccionado así ante la mención de la
sibila de Ítaca. Pero, claro está, Leto no era la princesa de Atenas, y estaba
peligrosamente cerca de delatarse.
—En Atenas no tenemos sibilas —dijo Melanto. Lo había mencionado
Adrastea mientras les suplicaba que la dejasen marchar para descubrir su
futuro en la isla de Delfos—. A Leto le interesan especialmente.
Leto ni siquiera la miró.
—Es que a mi madre le interesaban mucho —dijo acercándose a Matías.
¿Por qué lo hacía? No era necesario acercarse tanto a él. No había
motivo para hacerlo. Cuando Matías abrió la boca para responder, Melanto
se le adelantó.
—Yo no llegué a conocer a mi madre —dijo en un tono amable. El
corazón le latía a toda velocidad. No le gustaba sentirse así: sin control
sobre sí misma, asustada, impaciente e impulsiva. Siempre había sido la
tranquila, la cauta, la que esperaba hasta que se hacía demasiado tarde—. Al
menos no la recuerdo. Me vendió a la reina cuando tenía seis años a cambio
de una moneda de oro.
Matías y Leto permanecieron en silencio, con una máscara de
incomodidad en el rostro. Melanto continuó, con una voz llena de falsa
alegría.
—Fue muy difícil, como os imaginaréis. Seguramente fuese una niña
muy guapa.
—Melanto —dijo Leto. El nombre, salido de su boca, sonaba a
advertencia.
Melanto no pudo soportarlo más. Echó hacia atrás la silla con el áspero
sonido de la madera contra la piedra y se puso en pie.
—Tienes razón —dijo bruscamente—. No estoy sirviendo de mucha
ayuda. Me voy a hacer algo más propio de mi rango, como fregar el suelo,
por ejemplo.
Matías la contempló en silencio. Leto tenía el gesto arrugado y atónito.
—Melanto —repitió.
—No te preocupes —dijo Melanto—. Os dejo a solas. Pero un consejo:
esas absurdas leyendas no os van a servir de mucho. ¿Por qué no buscáis
algo que venga al caso, como registros de las maldades de vuestra familia?
¿Quién sabía qué más secretos se ocultaban? Así estarían ocupados. Se
dio media vuelta y se marchó de la estancia dando largas zancadas, con las
mejillas ardiendo, los ojos irritados por el aire polvoriento y pesar en el
corazón por la curiosa sensación de haber perdido algo muy valioso.
43. HASTA LOS DIOSES
LETO
L eto sabía, por la expresión de Melanto, que no quería que fueran detrás
de ella. Aun así, lo habría hecho si el príncipe no se le hubiera sentado
enfrente, mirándola con los ojos entornados. Estaba del todo
desconcertada; nunca había visto a Melanto actuar de una forma tan
temeraria y furiosa. ¿Y por qué nunca le había dicho que no sabía leer? Leto
le habría enseñado.
Negó con la cabeza y trató de olvidarlo. Había cosas más importantes en
las que pensar, como que faltaban cuatro días para que Matías tuviese que
morir.
Para que Leto tuviese que matarlo.
A menos que encontrasen otra forma, pero eso era mucho pedir. No
podía olvidar lo que había en la mesa entre ellos: el montón de manuscritos
que hablaban de profecías. De las profecías de su madre.
—Hablando de la sibila —dijo como si tal cosa, mientras cogía otro
rollo de pergamino y le quitaba el polvo al sello—, ¿qué más sabes de ella?
Matías clavó la vista en su propio pergamino.
—No mucho, para serte sincero. Sé que dejó el trabajo poco después de
que yo naciera. Si llegué a conocerla, me temo que no me acuerdo.
La oleada de decepción le dolió a Leto más de lo que se esperaba. No se
había dado cuenta de cuánta esperanza seguía albergando en averiguar
algún día lo que le había sucedido a su madre ni de, en realidad, cuánta de
esa esperanza había depositado en el joven que tenía ante ella. Matías
masticaba distraído el bizcocho de miel, dejando caer algunas migas
doradas sobre la mesa.
—Qué pena —dijo Leto.
Matías levantó la vista.
—¿Sí? —preguntó con la boca llena de bizcocho.
Leto levantó una ceja y el príncipe se sonrojó; tenía las mejillas
coloradas, ardiendo. Matías se apresuró a tragar y volvió a preguntar:
—¿Sí?
—A ver —dijo, intentando no cambiar el tono para no delatarse—, Las
sibilas hacen profecías, ¿no?
«Sí —respondió la voz de su conciencia—, profecías que muestran la
muerte de Melanto. Profecías a las que no hacen caso porque son
demasiado lerdas como para averiguar qué significan».
Leto continuó:
—¿Tal vez alguna sobre la maldición?
—He mirado en el templo de Apolo y no había nada en él que pudiera
sernos útil. —En realidad, no parecía escuchar; ya había vuelto a prestar
atención a sus papeles—. Uf, mira. Narciso, Crocos… —Ojeó los
manuscritos de la mesa—. Muchos mortales desgraciados acaban dando
nombre a las flores, ¿no?
—Bueno —dijo Leto—, así al menos se los recuerda.
—Mmm. —Matías se acercó una de las ilustraciones a la cara y la miró
con los ojos entornados—. ¿Qué flor serías tú?
—¿Perdona?
—Si los dioses te mataran —levantó la vista con una preciosa sonrisa
alegre—, ¿en qué crees que te convertirías?
—Yo pensaba que lo que hacían era crear una nueva flor. Sería una flor
de Leto.
No pareció satisfecho con la respuesta.
—Eso no tiene gracia. No me has respondido. —Hizo una pausa—. Yo
sería un narciso.
—¿En serio?
—¿Qué pasa? Me gustan los narcisos.
—Pues… —Lo miró con los ojos entornados—. Oye, vamos a volver al
tema de la sibila. Tendría vida más allá del templo. Era la sibila real, ¿no?
¿Dónde vivía? ¿Aquí? A lo mejor dejó alguna pista. Si sabes dónde estaban
sus aposentos, podríamos registrarlos.
—A ver —dijo Matías, algo más animado. Uno de los rizos le tapaba los
ojos. Se lo colocó detrás de la oreja y sonrió a Leto—. Si tenía aposentos,
no debería costarnos descubrir cuáles eran. He encontrado un montón de
mapas. Este palacio está llenísimo de pasadizos secretos. —Rebuscó en una
cesta cercana hasta que encontró lo que buscaba—. Vamos a ver… Las
dependencias de los trabajadores… El jefe de cuadras… ¡Aquí! Tienes
razón. No me puedo creer que no se me hubiera ocurrido antes. Los
aposentos de la sibila están en la parte oriental del palacio, y seguro que no
se han tocado desde que se marchó.
—¿Tú… tú crees?
—Pues claro. De hecho, te voy a llevar —dijo, y arrastró hacia atrás la
silla y se puso en pie de un brinco. De repente parecía vibrar con decisión,
aliviado por poder hacer al fin algo valioso. Leto percibía su impaciencia en
la forma en que cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro y viceversa
cuando alargó el brazo para tomarle la mano—. Vamos.
Leto se la dio, entrelazó los dedos con los suyos y le permitió que la
condujera hacia el pasillo.
Los aposentos de su madre estaban en el ala este, escondidos en un
laberinto sinuoso de pasillos idénticos con paredes de mármol y escaleras
de caracol. Se confundían en la mente de Leto mientras aceleraba el paso
para mantenerle el ritmo a Matías, que le tiraba insistentemente de la mano.
Cuando al fin se detuvo, delante de una puerta de madera lisa marcada con
una insignia en espiral, Leto se chocó contra él.
—Ten cuidado —dijo el príncipe para tranquilizarla.
—¿Es aquí?
—Sí.
Leto examinó la puerta. El dibujo se convertía en un frenesí de alas que
se arremolinaban y que despertaban los recuerdos de Leto y llevaban
consigo el dulce aroma a incienso. A incienso y ceniza.
—Es aquí —repitió, pero esta vez no era una pregunta.
—Sí —dijo Matías. Empujó la puerta con la yema de los dedos. Se oyó
el largo chirrido de la madera al resistirse, hasta que…
La puerta se desprendió.
—Ay… —Matías blasfemó en voz muy alta, y las palabras retumbaron
en el pasillo. En cuanto hubieron abandonado sus labios, se llevó una mano
a la cara, con gesto horrorizado—. Dioses, lo siento. No quería…
Leto se rio. El sonido de su risa, alegre y atronadora, le sorprendió. No
se había esperado reír así con Matías; no se imaginaba que podría sentirse
tan cómoda, tan a gusto con él.
—Soy más fuerte de lo que crees, Matías —dijo la joven—. No voy a
hacerme pedacitos de indignación cada vez que digas algo remotamente
indecoroso.
Matías fijó la vista en el suelo. Tenía las mejillas, normalmente
bronceadas, teñidas con un rubor rojo.
—Indignada o no, acepta mis disculpas. Y mis cumplidos. No te lo había
dicho antes, pero hoy estás preciosa. Tan deslumbrante como la luna.
—No voy a aceptar tus absurdos cumplidos. ¿Pasamos?
Leto tenía la cara caliente. Apartó al príncipe a un lado y entró en la
habitación, con cuidado de no pisar la puerta rota. Se notaba el corazón
como si fuese de cristal o de hielo, como si pudiera rompérsele en cualquier
instante. Su madre había estado allí.
Su madre. Qué fácil había sido olvidarla entre complots y tramas.
Cuánto dolía volver a recordarla.
—Hala —dijo Matías. La había seguido y permanecía a su lado como
una sombra. Le acarició la mano con el dorso de la suya y, cuando la joven
no se apartó, entrelazó los dedos con cuidado. Con el pulgar, dibujó un arco
sobre la palma de su mano—. Qué bonita.
Sin duda.
La habitación se hallaba en un pésimo estado y, aun así, Matías tenía
razón: era tan magnífica como decadente.
Había una pared dedicada íntegramente a una lámina de bronce batido
que servía de enorme espejo distorsionado. Franjas enteras de su superficie
prácticamente habían desaparecido bajo capas de polvo y detritus. Algo
brillaba débilmente en una mesita a su lado. Una enorme muesca parecía
partirlo en dos; el reflejo que miraba a Leto (el de dos jóvenes de manos
entrelazadas) rielaba fracturado. Si ella era la luna, él siempre era el sol. Un
muchacho hermoso y deslumbrante destinado a arder. Se cruzó con el
reflejo de su mirada en el espejo y apartó la vista.
—¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó Leto.
Su madre había vivido en esos aposentos; había mirado a través de esas
mismas ventanas. Se había reído allí, tal vez amado. Pero se había
convertido en un antro podrido. El aire estaba cargado de olor a
putrefacción y solo se oía el viento al levantar el polvo.
Matías contempló la estancia con angustia en cada rasgo de su hermoso
rostro.
—Nada —dijo en voz baja—. Nada en abosluto: está como siempre.
Fíjate en el polvo; debemos de ser los primeros en entrar en más de una
década.
Más de una década. Durante más de diez años, el legado de su madre
había ido deteriorándose hacia la nada. Leto debería haber estado enfadada,
debería haber odiado al muchacho que se encontraba a su lado, vestido con
sus mejores galas. Pero simplemente se sintió vacía. Si se hubiera tocado la
muñeca con el dedo, no le habría sorprendido no encontrarse el pulso. Su
madre se había marchado y aquella habitación ya no significaba nada.
—No solo aquí —dijo—. En todas partes. La biblioteca se está cayendo
a pedazos. Hay pasillos y escaleras que no llevan a ninguna parte; está todo
vacío. —Miró a Matías, que seguía con la vista clavada en el polvoriento
bronce—. No puede haber sido siempre así.
—No —dijo Matías—. Obviamente tienes razón.
—¿Qué ha cambiado?
—El dinero —dijo Matías—. No nos queda. Nuestra tesorería está casi
vacía, apenas podemos permitirnos los escasos criados que conservamos,
nuestro pueblo se muere de hambre y estamos a punto de desangrarnos por
culpa del absurdo festival del equinoccio. Y nos quedamos sin tiempo.
Mañana es el último día completo que nos queda. —Propinó una tímida
patada a una silla cubierta de polvo. Pie y madera chocaron con un ruido
sordo y a Matías se le torció el gesto.
—Eso tenido que doler.
—No mucho. —Sin embargo, el sufrimiento permanecía patente en su
rostro. Sus ojos siempre habían sido negros, pero, por algún motivo, en ese
momento se los veía más oscuros.
Leto se esforzó por no endurecer el tono.
—Qué cosas tan macabras dices. Lo del festival no puede ser tan
terrible.
—Esta habitación… —dijo vacilante antes de interrumpirse.
—¿Qué le pasa? —Había algo en su voz que la hizo vacilar. Apartó la
vista del maltrecho candado de un cofre putrefacto y miró a Matías.
Este negó con la cabeza.
—Nada. Te vas a reír.
—No me voy a reír. —Fuera lo que fuera lo que había visto u oído, tenía
que saberlo.
—Es que… —Volvió a interrumpirse y apartó la mirada. Cuando volvió
a hablar, lo hizo con una voz dulce y cautelosa—. No creo que la sibila
fuera feliz. Esta habitación huele a tristeza. Apenas… Apenas soporto estar
aquí. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Es…
—Sí —lo interrumpió Leto. Que Matías lo dijera lo hacía realidad, y la
joven no pudo soportar oírlo—. Sí, lo entiendo. Tienes razón: es un sitio
espantoso y yo tampoco lo soporto. Vamos. —Le tomó la mano. Tenía la
piel febril. Matías la aferró como si se estuviera ahogando, y Leto era la
sirena que lo arrastraba hacia su muerte—. Aquí no pintamos nada.
Mientras se marchaban, Leto pasó la mano distraídamente sobre la sucia
mesa y se guardó la botellita que había ocultado el polvo, la botella que le
había llamado la atención por su brillo, de modo que no quedó nada más en
la habitación salvo el aire polvoriento, cargado del duelo de su madre
muerta.
44. VOLVER A SALIR AL MAR
MELANTO
C uando Leto volvió al fin de su escapada romántica con Matías (porque,
obviamente, Melanto no podía concebir que estuvieran haciendo otra
cosa), tenía el rostro pálido y demacrado, y los bajos del quitón y la
yema de los dedos, polvorientos.
—Me voy al mar —anunció.
Melanto levantó la vista con una lentitud premeditada. ¿Era eso lo único
que tenía que decirle Leto? ¿No iba a pedirle perdón? ¿No iba a intentar
enmendar lo que había sucedido en la biblioteca? Melanto no dijo nada.
Leto se irguió y habló, mirando a un punto por encima de Melanto.
—Voy a buscar el barco ateniense naufragado. —Hizo una pausa—.
Espero —añadió, y a Melanto le alivió oír cómo se le quebraba la voz—
que me acompañes.
Melanto permaneció en silencio durante el tiempo que sabía que Leto lo
podría soportar. Al hablar, se mostró directa y concisa.
—¿Por qué?
—El barco naufragado —repitió Leto—. Tengo que encontrarlo. Tengo
que encontrar el oro que se hundió. Y, cuando lo encuentre, voy a traer aquí
hasta la última moneda de oro que haya en el fondo del mar. Pero no podré
hacerlo sin ti —suplicó.
Los ojos de Melanto se clavaron en la protectora curva de una de las
manos de Leto, la posición de cuyos dedos indicaba que escondía algo en su
interior. A Melanto le gustaban los secretos. Le gustaba oírlos, guardarlos y
usarlos en su favor llegado el momento. Fuese cual fuese el secreto que
escondía Leto, Melanto quería saberlo.
—Te acompaño —dijo, y sonrió al igual que Leto, en cuyo rostro se
reflejaron en igual medida la sorpresa y la alegría—. Pero primero tienes
que enseñarme lo que guardas en la mano.
—De acuerdo —dijo Leto sin pensarlo. Entonces quizá no fuera tan
secreto—. Sí. Gracias, Melanto, gracias.
—Está bien. No seas así. Ya sabías que aceptaría. —Permitió que se le
suavizase la voz—. Haría lo que fuera por ti.
—Y yo por ti —dijo Leto con amabilidad y sinceridad en la mirada. Se
acercó hasta Melanto, se arrodilló junto a ella y le posó sobre la palma de la
mano un objeto pequeño y frío.
Melanto observó el frasquito.
Estaba cubierto de polvo, pero el tapón se había conservado bien. El
líquido de su interior, aun turbio, no se había corrompido.
Cuando, con cuidado, lo destapó, olió el aroma a putrefacción de la
botella y, después, una dulzura que tiraba de los hilos de su memoria. Fue
un instinto peculiar lo que la llevó a posar el dedo meñique sobre el cuello
de la botella y a invertirla rápidamente, para dejar sobre su piel una gruesa
gota blanquecina.
—Melanto… —Leto se había puesto en pie y alargaba la mano hacia
Melanto con una expresión de temeroso recelo en los ojos de color miel—.
¿Qué…?
Melanto se llevó la gota a la punta de la lengua.
Sí, ahí estaba el recuerdo, saliendo a la luz y presentándole su nefasto
contenido.
Era como si tres siglos no hubiesen sido nada. Con el sabor de la
amapola (del opio, pues, obviamente, eso era lo que contenía la botella),
había vuelto a los diecisiete años y se encontraba atrapada contra la pared
de un estrecho pasillo, con Eurímaco jadeándole al oído, con el pelo
grasiento contra su mejilla.
Melanto trató de apartarlo, pero él la agarró de las muñecas y tiraba de
ellas con insistencia.
—Melanto —dijo una voz femenina procedente de muy lejos.
Eurímaco estaba encima de ella, dentro de ella, y Melanto no podía
liberarse, no podía respirar, no podía…
—Melanto.
Los recuerdos se hicieron añicos.
El rostro de Leto y sus ojos de color gris empezaron a dibujarse con
mayor claridad en la penumbra. Melanto la miró, con las manos
temblorosas, retorciéndose por el dolor y de la rabia de los recuerdos. A su
desdichado corazón no le importaba que hubiesen llegado a su fin, pues
seguían aporreándole el pecho con frenesí.
—¿Melanto? —dijo Leto por tercera vez. Le rodeó las muñecas con los
dedos y apretó—. ¿Qué es? ¿Es veneno? ¿Tenemos que ir a la fuente? ¿Me
oyes?
—Son las lágrimas de Hipnos —dijo Melanto—. Es una droga. He visto
usarla a mujeres, cuando… —No pudo continuar. Eurímaco llevaba mucho
tiempo muerto, ¿cómo era posible que siguiese oyendo sus gruñidos
porcinos, que siguiese respirándole junto al cuello de esa forma y pasándole
los dedos pegajosos sobre la suave piel de las caderas? Se estremeció con
una sacudida repentina y violenta de las extremidades.
—¿Melanto? —Leto se inclinó sobre ella, con los ojos y los labios
abiertos.
Leto no iba a hacerle daño; Melanto sabía que no, pero… algo se le
revolvió en los pulmones: un gélido dedo que le acariciaba los huesos de la
caja torácica. Su cuerpo entero gritaba desde que Leto le había tocado la
muñeca.
—No puedo respirar —dijo, y vio que era verdad.
—¿Existe antídoto?
Melanto negó con la cabeza sin decir nada. «No me lo está provocando
la droga». Tendría que haber sido más clara en sus gestos; pues la
preocupación en el rostro de Leto se intensificó.
—¿No hay antídoto?
Melanto se obligó a hablar.
—No es un veneno. Es… otra cosa.
Leto frunció el ceño, hasta que al fin dijo:
—No lo entiendo.
—Ni falta que hace. —Melanto apartó la mano y se puso en pie
repentinamente. El mar la ayudaría. Borraría sus recuerdos y los enterraría
bajo la arena, como ya había hecho antes—. Vamos —dijo—. Se está yendo
la luz. Tenemos que marcharnos si queremos volver antes de que salga de
nuevo el sol.
—Muy bien —dijo Leto, aunque con una expresión vacilante e insegura
—. Nos vamos.
***
Fue un gran alivio sumergirse en el agua fresca, permitir que el ímpetu del
mar la bañase y la ayudase a dejar de ser una débil humana. Monstruo o
criatura, no importaba, siempre que fuese fuerte, siempre que pudiese matar
a cualquier hombre que la mirase y viese en ella solo un premio que ganar,
una recompensa que llevarse.
Melanto sonrió, sintió cómo la punta afilada de los dientes le cortaba los
labios y saboreó la sangre.
Leto le tiró del brazo. El gesto estaba claro: tenían que buscar el barco.
Iba a ser fácil. A Melanto se le daba muy bien encontrar cosas perdidas
en el mar; llevaba siglos siendo su única misión. Encontrarlas, limpiarles la
arena y la suciedad de la cara sin vida, colocarlas con esmero bajo el sol de
Pandú y desearles suerte en el resto del viaje.
***
Depositaron el montón de oro frente a la puerta de Matías. Apenas había
hablado mientras lo transportaban metódicamente desde el barco hundido
hasta la playa y, luego, mientras cargaban con él cuesta arriba hacia el
palacio.
Leto rompió el silencio de regreso en sus aposentos.
—Siéntate.
Empujó a Melanto para que tomara asiento y procedió a sacar
fragmentos de papiro de una sorprendente variedad de escondites. El último
lo extrajo del soporte de una antorcha clavado a la pared.
—¿Qué haces? —preguntó Melanto mientras Leto dejaba ante ella los
montones de papiros y se agachaba bajo la mesa.
—Enseñarte a leer —dijo Leto con brusquedad antes de reaparecer con
un cálamo en la mano. Alisó el papiro. Melanto no sabía qué decir. Miraba
boquiabierta a Leto. Nunca se habían ofrecido a enseñarle a leer, y menos
aún la habían obligado a aprender.
—¿A leer?
—Sí —dijo Leto—. El festival es dentro de dos días (uno, en realidad,
dadas las horas que son) y aún hay mucho por hacer. Revisaremos los
manuscritos mucho más rápido entre tres, ¿no crees? —Vertió tinta en el
hueco del cálamo y dejó una mancha negra sobre el papel—. ¿Qué quieres
aprender primero? ¿Tu nombre?
—El tuyo —respondió Melanto de inmediato, sin pensárselo. No le
importaba que en cuestión de cuatro días tuviesen que matar juntas. Por el
momento, podían ser normales, humanas. Por el momento, no era más que
una muchacha junto a otra, deseando que aquel preciado instante durase
para siempre—. Si tengo que escribir a alguien, que sea a ti.
45. TEMPLADO PARA RESISTIR
MATÍAS
A Matías no le sorprendió que Leto se excusase y se marchase a su
habitación después de abandonar los aposentos de la sibila. No tendría
que haber hablado del erario de Ítaca con ella; era inadecuado y una
verdadera insensatez. ¿Qué princesa (de Atenas, de gran capacidad militar y
cofres repletos de monedas) iba a querer entrar en una familia tan pobre?
No podría proporcionarle las comodidades que sabía que desearía, no
mientras su pueblo se moría de hambre en las calles.
No podría darle joyas ni oro, y sabía que le gustaban: siempre llevaba un
grueso collar de oro salpicado de piedras preciosas. En las extrañas
ocasiones en que no lo hacía, llevaba una cinta al cuello y diamantes en las
orejas. No podía evitar preguntarse por qué no le gustaría su cuello.
¿Tendría una cicatriz? ¿Una marca de nacimiento? ¿Alguna curiosa
deformidad que desease ocultarle? Fuera lo que fuera, dudaba que dejasen
de gustarle los collares. No, Leto no querría desposarlo si no podía pagar
por todo aquello.
Tendría que haber cerrado la puñetera boca. La había pifiado una y otra
vez; no había dejado de insultarla (sin quererlo, claro está, pero no
importaba la intención, sino la expresión en el rostro de Leto) y, aun así, se
había quedado. Su madre la había tratado fatal, y se había quedado. Uno de
sus caballos la había tirado al suelo, y se había quedado. Le había confesado
que su reino mataba a inocentes, y no solo se había quedado, sino que se
había propuesto ayudarlo a acabar con la maldición.
No se la merecía.
Pero llegaría a merecérsela. Rompería el maleficio y le demostraría de
una vez por todas lo que estaba dispuesto a hacer por ella. Por Ítaca. Solo
esperaba que fuese suficiente.
Por una vez, por una única vez, quizá hiciese algo bien.
Quizá Ítaca lo perdonase; quizá se lo ganase.
***
Melanto estaba encorvada junto a los aposentos de Leto cuando llegó
Matías para recogerla para ir al festival. Solo había pasado un día desde que
se despertó cuando llamaron a la puerta en plena noche y se encontró con
un impresionante montón de oro en el umbral. No venía acompañado de
ninguna nota, pero todas las monedas estaban estampadas con la insignia
ateniense, así que sabía que tenían que ser de Leto. En un principio pensaba
que estaba soñando y que seguramente desapareciese en cuanto cerrase los
ojos, pero no era así, y se atrevía a dar por hecho que era una muestra de su
perdón y su comprensión. El compromiso de hacer lo que estaba en sus
manos por salvar el reino, escondido a salvo en sus aposentos hasta que ella
hubo decidido que Matías se lo había ganado.
—Melanto —dijo. Sabía que no le caía bien a la doncella; estar a solas
con ella le cohibió especialmente e hizo que estuviera al tanto de hasta el
menor detalle: la postura, la caída del quitón y la extraña posición de las
manos—. Hola.
Melanto lo miró de arriba abajo. Matías se fijó en la forma en que clavó
la vista en la corona de oro que descansaba sobre su frente y se regodeó en
los rubíes de sus orejas y en los relucientes brazaletes de sus muñecas.
—Hola —dijo—. Qué guapo estáis.
Podría ser un cumplido, pero probablemente no lo fuese. Aun así,
decidió tomárselo como tal.
—Gracias. Tú también.
Melanto arrugó la frente.
—Yo estoy como siempre.
—Y siempre estás guapa.
Melanto arrugó la frente aún más. Probablemente pensase que estaba
mintiendo o escupiendo sutilezas por educación, pero lo decía en serio. No
era tan hermosa como Leto (que era puro contraste: piel y cabello como la
luna y el firmamento), pero la piel bronceada de Melanto era solo un poco
más oscura que las ondas de su cabello rubio brillante. Podría haber sido
una estatua de oro.
—¿Qué haces aquí fuera?
La doncella frunció el ceño.
—Me ha echado. Dice que soy una criticona. ¿Os lo podéis creer?
«Sí».
—No.
—Mentís —dijo Melanto sin pensárselo. Sus labios formaban una media
sonrisa. Estaba de un buen humor poco habitual en ella, y no era gracias a
Matías—. Insidioso desgraciado.
No tendría que haber permitido que le hablara así, pero se dio cuenta de
que le daba igual. Además, era agradable hablar con Melanto,
independientemente de su tono: se había pasado buena parte del tiempo que
habían compartido con el ceño fruncido, destrozando fruta o papeles. Esa
misma mañana, había convertido un papiro desechado (en blanco, gracias a
los dioses, pues Matías era inflexible en lo referido a la destrucción de la
literatura) en esmeradas tiras. Luego las había trenzado y tornado en algo
claramente parecido a una efigie antes de arrojarla al fuego. Hasta le había
puesto corona.
Al sorprender a Matías mirándola, le había sonreído. Podría haber jurado
que tenía los colmillos más largos que antes, pero, al parpadear, la
reluciente sonrisa de Melanto había vuelto a ser humana. Amenazadora y
repleta de rencor, pero humana.
—¿Cuánto tiempo va a tardar? —preguntó, tamborileando con el pie con
impaciencia sobre las losas—. ¿Acaso se está trenzando las cejas?
No sabía por qué lo había dicho; era lo que solía decir su padre cuando
Selene tardaba demasiado en vestirse, y a Matías siempre le había parecido
graciosísimo. Pero Melanto se rio a carcajadas. La doncella abrió aún más
los ojos en un gesto de sorpresa antes de suavizar el rostro. Le dirigió una
amplia y genuina sonrisa, y él la observó. Tal vez aquella fuese la primera
vez que Melanto lo miraba con algo distinto al rencor.
Matías le sonrió con timidez.
46. EN LOS BRAZOS DEL OTRO
LETO
M elanto se reía. El sonido procedía del pasillo junto a los aposentos de
Leto. Un instante después, se le unió la potente risa de barítono de
Matías. Quizá se hubiese tropezado o puesto en evidencia de
cualquier otra forma; a Leto no se le ocurrían más motivos para el júbilo de
Melanto.
Se miró en el espejo y tragó para deshacerse el nudo de la garganta que
se le había formado por los nervios. Con el quitón del festival, de
meticulosos adornos dorados y un pronunciado escote bordado con cuentas,
se sentía casi como una princesa. Adrastea, claro está, era más alta y de
figura más distinguida, pero el vestido la hacía sentirse hermosa de verdad.
Tal vez fuera el corpiño, lo bastante escotado como para enseñar una
porción exagerada de sus senos, sujetos de forma muy práctica por unas
tiras de tejido superpuestas y muy ceñidas. Del cabello trenzado le pendía
un velo, con cuyo tejido se tapó el pecho.
No podía hacer mucho más. Respiró hondo, dio media vuelta con sus
zapatos de tacón forrados de seda y se dirigió hacia la puerta.
Melanto y Matías dejaron de reírse en cuanto Leto abrió la puerta y salió
al pasillo.
Eran uno el doble de la otra: se incorporaron a la vez, con la misma
culpabilidad en el rostro. No era el recibimiento que se había esperado Leto.
Matías fue el primero en recuperarse.
—Leto —dijo, y se apresuró a tomarle las manos y a besarle los nudillos
—, estás radiante.
Iba vestido de color ciruela intenso; la magnífica calidad de los bordados
mostraba su riqueza, mientras que la fina corona de oro de la frente
denotaba su rango.
—Se te ve incómoda —dijo Melanto—, pero exquisita, claro está. Como
de la realeza. —Esbozó media sonrisa taimada, pero la expresión de los
ojos y la frente revelaba que lo decía en serio.
—Como debe ser —dijo Matías, que le ofreció el brazo—. ¿Nos vamos?
Leto se lo tomó y miró a Melanto a los ojos burlones. Tal vez prefería
cuando se dedicaban a gritarse, pues sabía que Melanto estaría dispuesta a
dar un paso adelante para propinar los golpes que ella no pudiese.
Faltaban dos días para el verdadero equinoccio. Se les agotaba el tiempo.
Aún no habían asumido la realidad; seguía aferrándose a la absurda
esperanza de que descubriesen algo en las horas que les restaban, para que
Matías pudiese salir ileso.
Quizá podría disfrutar de aquella noche, antes de que esa ilusión se
rompiese en mil pedazos.
***
El patio lucía espléndido.
Leto contempló con el ceño fruncido el suelo de piedra, que los criados
habían fregado hasta casi hacerlo brillar. Debía de haber un centenar de
invitados, que se paseaban con sus mejores galas, bebiendo y riendo, o
subidos al bordillo de la fuente, acariciando con elegancia el agua. Era
evidente que todos se conocían desde hacía tiempo. Aunque algunos
miraban a Leto para evaluarla cuando pasaban junto a ella, ninguno se le
acercó.
Tampoco le sorprendía: Melanto y Matías la flanqueaban como si fueran
su guardia personal.
Un toque en el hombro la sacó de su distracción.
—No tengas miedo. —Era Matías, que le sonreía con timidez. Se le
había soltado un único rizo del cabello, que le pendía algo ladeado sobre la
frente. Contuvo las ganas de peinárselo: notaba cómo los demás los
miraban y clavaban la vista en la espalda de Matías.
—Está precioso —dijo Leto.
—Sin ti no sería nada —dijo Matías en voz baja—. Y no solo porque el
oro de Atenas vaya a costearlo. O, al menos, a garantizar que el pueblo no
se muera de hambre a su fin.
—Ah —dijo la joven. No quería hablar demasiado para que no la
delatasen las mentiras. En cualquier momento podría preguntarle cómo
había recuperado el oro, pregunta que sabía que no podría responder.
Matías la miró sonriente.
—¿Quieres bailar?
Leto ojeó el patio. Había varias mujeres que agacharon de inmediato la
cabeza, sumidas en conversaciones en un tono más alto del estrictamente
necesario. Cerca de allí, Alexios permanecía cuadrado junto a una gran
bandeja de higos y queso. La miró a los ojos con furia. La joven se apresuró
a volverse hacia Matías y se obligó a sonreír.
—Claro.
Melanto le acarició la cintura con un dedo, como queriendo decir:
«Adelante, que yo te espero». Cuando Leto se volvió a mirarla, ya se había
marchado, y se dirigía hacia el extremo de la sala. Tenía esa clase de
presencia que hacía que la gente se apartase de su camino de forma
instintiva y luego se percatase, perpleja, de que acababa de dejar pasar a una
simple criada.
Matías sonrió y le posó la mano en el codo.
—Por aquí —dijo, conduciéndola entre el bullicio. Como por arte de
magia, apareció ante ellos una pasarela en cuanto las señoras y sus
caballeros se apartaron de su camino.
Cuando encontraron el lugar perfecto, justo en el centro del patio, Leto
le permitió que la colocase en la posición correcta. Se balancearon juntos
bajo la tenue luz vespertina. Los últimos rayos del sol del atardecer: qué
metáfora tan atinada.
—Nos está mirando todo el mundo —murmuró Leto.
—Sí —dijo Matías—. No saben hacer nada más.
—Qué maravilla.
Pasó un criado con una bandeja de copas repletas de vino tinto. Leto
cogió dos, con cuidado para que no se le cayera el contenido. Una sola gota
le destrozaría el vestido, al que ya había cogido mucho cariño, pero no
aguantaría toda la noche sin algo con lo que ofuscar las incesantes vueltas
que le daba a la cabeza y que la ayudase a soportar el absurdo boato.
Matías intentó cogerle una copa.
—Disculpa —dijo, obligándose a mostrarse burlona y despreocupada—.
Cógete una para ti.
—Tú tienes dos.
—Y las dos son para mí. Vamos. —Le propinó un codazo.
—Van a seguir trayendo vino, Leto. —Volvió a alargar la mano para
intentar coger la copa—. Venga, dámelo. Voy a tener que bailar con todas
las mujeres presentes. Lo necesito.
—E imagino que yo voy a tener que bailar con todos los hombres, así
que yo también lo necesito.
—Con Alexios no —dijo Matías—. Algo ganas.
—Pues con todos los demás. —En un único movimiento, Leto se
terminó una de las copas y se la entregó.
Matías la cogió sin pensarlo.
—¿Para qué me la das?
El vino era fuerte y seco. Leto sonrió a Matías y se encogió de hombros.
—Si no puedes protegerme de las hordas de nobles, lo mínimo que
puedes hacer es sostenerme la copa.
—Pero si está vacía.
—Exacto. —Se terminó la otra y saboreó el embriagador subidón que la
acompañaba.
—¡Matías! —Entre la muchedumbre apareció Olimpia, que se abrió
paso entre los dos. Los grandes aros de metal pulido que le rodeaban el
cuello y las muñecas se chocaban entre sí con estruendo cada vez que se
movía. Leto contuvo la sonrisa. El ruido se asemejaba al del cascabel que
siempre llevaba el gato de la panadería de Vathí, que tintineaba cuando
merodeaba tratando de robar pasteles.
Olimpia sonrió a Matías.
—Me debes un baile; ¿te acuerdas? —dijo con voz melosa, haciendo un
estudiado caso omiso a Leto—. ¡No me digas que te habías olvidado!
Matías le devolvió la sonrisa (aunque Leto presintió que no la sentía de
verdad) e inclinó la cabeza.
—Claro que no —dijo—. ¿Cómo iba a olvidarme de bailar con mi más
querida amiga? —La sonrisa de Olimpia se estancó ligeramente al oírlo
describirla asía—. De hecho —continuó Matías—, creo que el músico,
Linos, tocará más adelante a la cítara una oda que ha compuesto
especialmente para la ocasión. Será un honor bailar contigo una pieza tan
exquisita. Iré a buscarte llegado el momento.
Era evidente el rechazo en su voz. Olimpia, con una expresión de
amargura, hizo una reverencia y se volvió hacia Leto.
—Adrastea.
—Alteza —la corrigió Leto con amabilidad. Estaba siendo desagradable
adrede. Estaba segura de que había sido ella quien había puesto la serpiente
en su habitación.
—Alteza —Olimpia torció el gesto—, la reina desea veros.
Un cosquilleo de curiosidad recorrió la columna vertebral de Leto. ¿Qué
querría decirle la reina, que había dejado tan claro su desprecio por ella?
El rostro de Matías también reflejaba duda; había arrugado la frente y
entreabierto la boca.
—¿Qué ocurre? Si el festival…
Olimpia sonrió con los labios apretados.
—Creo que es un tema delicado y bastante urgente.
Matías se volvió hacia Leto sin poder hacer nada. La joven había
dominado su gesto para esbozar una expresión de sumisa obediencia y
apretaba los dientes en una sonrisa. Podría soportar la hostilidad de la reina
durante unos minutos.
—Pues nos vemos luego, imagino.
—Ah —dijo Matías—. Sí, se ve que sí. —Le tomó la mano y le besó la
muñeca, bajo cuya piel era visible una tracería azul—. Corre.
Si Leto no hubiera estado prestando atención, tal vez no habría oído el
jadeo furioso de Olimpia. Contuvo la sonrisa.
—No voy a tardar nada —le prometió—. Seguramente quiera hablar de
joyas o haya llegado una carta de mi reino. Antes de que te des cuenta, ya
habré vuelto.
47. CEDER AL DUELO
MELANTO
D esde su posición (medio oculta entre las hojas de una palmera),
Melanto vio a Leto alejarse de Matías. Un instante después, Alexios
había aparecido a su lado y le había susurrado algo. A Matías le había
cambiado el gesto al instante. Melanto no perdió de vista al príncipe
mientras este atravesaba la pista de baile, agarraba una bandeja de carne a la
brasa y desaparecía al otro lado de una cortina que llevaba al ala este.
Se planteó dejarlo en paz, recorriendo los pasillos con la bandeja de
carne, pero Melanto era irremediablemente fisgona. Lo siguió.
Lo encontró con facilidad; caminaba despacio y sus sandalias golpeaban
el suelo de piedra en cada paso. Dobló la esquina justo a tiempo para verlo
entrar en una estancia inocua y cerrar tras de sí la maltrecha puerta de
madera. Estaba claro que quería estar solo.
A Melanto no le importaba lo más mínimo lo que quisiese Matías. Había
algo que la atraía hacia aquel muchacho melancólico, muy distinto al
príncipe al que había conocido cientos de años atrás. Si descubría la verdad,
¿qué diría? ¿Abrazaría la muerte por el bien de su pueblo o huiría de ella?
Melanto abrió la puerta y entró.
Matías estaba agazapado delante de una chimenea. Se sobresaltó al oírla
entrar y se apresuró a volverse. Su piel, normalmente suave y tostada, lucía
rosa e irregular, y rápidamente se secó los ojos con la manga del quitón.
Dioses, ¿estaba llorando? Melanto se sintió incómoda de repente.
—Eh… —dijo la joven.
—Melanto. —Matías se sorbió la nariz—. Hola, pasa. —Seguía siendo
igual de cortés. No mencionó que la doncella ya había entrado sin que él le
diese permiso.
—¿Estáis borracho? —preguntó esperanzada. Había visto llorar a los
hombres por asuntos de lo más trivial cuando estaban borrachos. Si era el
caso de Matías, quizá no estuviese triste de verdad, así que Melanto no se
sentiría tan miserable por entrometerse en su desgracia.
El príncipe frunció el ceño.
—¿Por qué iba a estar borracho?
La joven se encogió de hombros.
—¿Por qué os habéis marchado del festival?
—Porque han encontrado a la duodécima muchacha —dijo de manera
inexpresiva—. A la última joven señalada. Así que ya están todas. Las doce
familias estarán afligidas, así que no entiendo qué hay que celebrar. Esta
noche se rezará a Poseidón, como si no llevara siglos infligiéndonos dolor.
Como si no fuera a seguir infligiéndonoslo durante siglos.
«Ya lo sé. Y tú puedes impedirlo».
Melanto podría habérselo dicho. Se había encontrado a la duodécima
muchacha; qué poco tiempo le quedaba a Matías. Dos días. Solo dos. Pero,
en vez de eso, dijo:
—Un reino no puede pasarse siglos de luto. —Y lo decía de verdad.
Ítaca no debería haber estado tanto tiempo soportando ese pesar, sufriendo,
sufriendo y sufriendo. Ni siquiera cuando era tan fácil encontrar al culpable:
un hilo de plata que llevaba a Melanto.
—Así debería ser. —Apretaba los puños y hablaba con una voz más
severa de lo que le había oído hasta entonces. Melanto decidió no forzar la
situación y se entretuvo examinando la pequeña estancia en la que se
encontraban.
Era muy sencilla y no contaba con más mobiliario que una chimenea y
su repisa, encima de la cual había una única estatuilla. Melanto la ojeó.
Estaba pintada con colores vivos y era muy realista. Representaba a una
niña de pelo largo y ojos que, a pesar de ser de mármol, parecían mirar a
Melanto.
—Me encantan estas figuras —dijo mientras la cogía—. Sirven para
recordar a los muertos, ¿no?
—Sí. —Matías, moviéndose con una lentitud bien pensada, se la
arrebató—. Así es.
No hablaba exactamente con mordacidad, pero sí con crispación. Tal vez
dolor. O pena.
«Uy». Qué idiota era. La comida que se había llevado del festival ardía
en la hoguera. Era una ofrenda. Por fin lo entendió todo.
—Habéis perdido a alguien. —No era una pregunta.
Matías suspiró.
—A mi hermana Selene. —Se atrancaba con las palabras, como si
llevara tanto tiempo sin pronunciarlas que se le había olvidado cómo debían
sonar.
Melanto sintió una sorpresa repentina, inesperada, que se le desplegó en
el pecho y se convirtió en algo distinto. Quería odiarlo, despreciarlo
inmensamente por cómo miraba a Leto. Pero era más una cuestión de cómo
la miraba Melanto, y el temblor de la voz de Matías le resultó
dolorosamente familiar. La muerte era la acompañante incansable de
Melanto, nunca se separaba de ella.
La habitación estaba en silencio. Melanto negó con la cabeza.
—Lo siento.
Querría haberle dicho mucho más; querría cogerlo de las manos, mirarle
al bonito rostro y decirle que lo entendía. Decirle que a veces cerraba los
ojos y solo veía a Talía arrancándose una lanza del pecho. Había visto la
misma imagen un centenar de veces en su mente y la expresión de Talía
siempre era la misma: sorpresa y la primera señal de miedo, al percatarse de
que iba a morir.
Quiso cerrar los ojos y decirle que otras veces veía a Sofía arrodillarse
en la arena y gritar; rajarse la garganta con un pedernal no lo bastante
afilado como para que fuese rápido.
O a Timo, con los ojos cerrados, flotando en el agua, con las manos sin
vida.
—Tenía dieciséis años —dijo Matías, lo que sacó a Melanto de sus
recuerdos. La miraba de cerca, con curiosidad y el oscuro ceño fruncido.
Cuando Melanto vio al príncipe por primera vez, pensó que se parecía a
la reina: tenía la misma piel lisa y tostada, los mismos rizos negros y los
mismos labios carnosos y femeninos. Sin embargo, en aquel instante, se le
antojaban como el día y la noche. Los ojos de la reina eran fríos, vacíos,
cerrados al resto del mundo, pero en el rostro de Matías se reflejaba todo lo
que pensaba. Entonces, él se acercó aún más a Melanto y dijo:
—Yo tenía catorce años y me creía adulto, con una prepotencia
exagerada. Era imbécil.
—Con catorce años se es un niño —dijo Melanto.
Matías negó con la cabeza.
—Yo era príncipe. Los príncipes nunca somos niños de verdad. Me
concedían todos los caprichos; todo lo que quisiera y lo que pidiera se me
daba. Así que, cuando vi el círculo de escamas en su cuello… —Se
interrumpió, y Melanto se dio cuenta, con una desagradable sacudida en el
estómago, de que estaba llorando—. Quise impedirlo —dijo ahogado—. No
iba a permitirlo. Mi madre protestó y mi padre la encerró. A ella nunca le
hacía caso, pero a mí sí. E hizo mal. Selene no me hizo caso; cuando el mar
vino a por ella, hizo aquello de lo que yo me veía incapaz: me obligó a
dejarla morir.
—No fue culpa vuestra, aunque penséis… —dijo Melanto, pero Matías
la interrumpió agitando las manos, repletas de anillos.
—Hay una fuente en el patio —dijo—. De agua salada. Cuenta la
leyenda que el propio Poseidón la extrajo de la tierra. Es suya.
«Lo sé».
—Selene lo sabía. Una de sus doncellas se ofreció voluntaria para morir
ahorcada en su lugar. Habían crecido juntas. Se llevaban muy bien, mejor
de lo que pensaba que podían llevarse una princesa y su doncella. Y murió
para nada.
La confesión le cortó el aliento a Melanto. El dolor en el gesto de Matías
era exagerado, y seguía hablando, trastabillándose con las palabras de
desesperación.
—La encerré en su habitación mientras bramaba la tormenta, y tuvo que
ver cómo el mar lo destruía todo. Yo me quedé fuera, con la absurda
pretensión de protegerla si alguien trataba de evitarlo, de hacer lo que
tendríamos que haber hecho desde el principio. —Le corrían las lágrimas
por las mejillas, brillando bajo la luz titilante de las antorchas—. Me llamó
y entré corriendo, esperando ver a algún villano o algún otro disparate que
estuviese amenazándola y arrastrándola hacia el mar. Pero no había nadie;
solo estaba Selene, frente a la ventana, con el pelo revuelto y sonriendo.
A Melanto se le encogió el pecho. Aunque no hubiera sabido que Selene
estaba muerta, aunque no lo hubiera visto escrito en cada línea del rostro de
Matías, habría reconocido aquella sonrisa; habría sabido lo que significaba.
Talía también sonrió en el último momento. Melanto supo entonces que
había terminado todo.
—Estaba sonriendo —repitió Matías—. Y me quedé inmóvil. No podía
hablar, no podía moverme cuando se volvió hacia el mar. Ni siquiera
cuando miró hacia atrás y me dijo las últimas palabras que iba a pronunciar.
—Se mordió el labio con tanta fuerza que sangró.
—No hace falta que me lo digáis —dijo Melanto con ternura—. No os
voy a obligar.
—Las tengo marcadas en los recuerdos. No puedo olvidarlas. «Cuando
vuelva a verte, tendremos mucho que contarnos. Sé que estaré orgullosa de
ti». Y saltó. —Se le quebró la voz—. Imagino que quería caer en la fuente,
en su agua, pero se golpeó contra el borde. El ruido que hizo…
Melanto no pudo seguir escuchando.
—Erais solo un niño —volvió a decir, y esta vez no se contuvo el
impulso de consolarlo. Le tomó las manos y las sacudió—. Mírame,
atontado.
Matías se rio; una breve risa alegre que derivó en un sollozo ahogado.
—El agua de la fuente se alzó y se la llevó. Y se marchó.
—No fue culpa tuya —dijo Melanto.
—¿Y si lo fue?
—No me caes bien —dijo Melanto—. No me gusta tu forma de hablar ni
cómo coges el tenedor ni la ridícula corona que llevas. Es absurda. —Se
interrumpió. Las palabras «y no me gusta cómo miras a Leto» se le
redujeron a la nada en la punta de la lengua.
Matías se había llevado la mano al oro que le coronaba la frente, con la
boca torcida en una expresión de gran ofensa.
—Pero —continuó directamente Melanto— me reservo el derecho a que
no me caigas bien porque eres adulto. Tomas tus propias decisiones. Tienes
la capacidad de razonar, aunque no siempre hagas uso de ella.
Matías esbozó entonces una débil media sonrisa mientras se secaba las
mejillas brillantes con las mangas de la túnica. Melanto nunca había tenido
en muy alta estima a los hombres ni a las mujeres que sí lo hacían, pero
Matías le enfurecía porque sabía exactamente por qué le gustaba a Leto. No
solo era atractivo, sino también amable, cortés y amistoso. A veces le
entraban ganas de zarandearlo y gritarle: «¿Por qué no puedes ser horrible?
¿Por qué no puedes ponérselo fácil?».
—Hace cinco años —dijo Melanto—, cuando murió tu hermana, no eras
adulto. Eras un niñato imbécil e inmaduro. Un niño con mucho poder, sí,
pero niño, al fin y al cabo. Estabas rodeado de adultos que podrían haberte
frenado, que tendrían que haber sabido lo que se hacían. Adultos que
tendrían que haberte protegido, pero no lo hicieron.
—Un niño con poder es muy peligroso —dijo Matías.
Melanto se acordó entonces de Telémaco. «Créeme —podría haber
dicho—, lo sé bien».
—Es peligroso porque tiene miedo —dijo Melanto—. No deberías haber
tenido miedo.
—¿Y tú, Melanto?
No se esperaba esa pregunta.
—¿Qué?
Matías tenía los ojos negros clavados en su rostro. Melanto se removió
incómoda.
—No te creas que me he olvidado de lo que contaste sobre tu madre —
dijo— y la reina que te compró. Sé lo que es la culpa; la llevo conmigo a
diario.
—Me…
—No te voy a obligar a que me lo cuentes —dijo—, pero, Melanto, no
puedes tener más de dieciocho años. Cuando te sucedió, tú también eras una
niña y no deberías haber tenido miedo. Tendrían que haberte protegido. No
puedes decirme estas cosas y que no te las apliques; no lo voy a permitir.
Melanto lo miró boquiabierta.
—Es que…
No sabía qué decir. Matías se equivocaba; claro que se equivocaba.
Melanto había traicionado a su reina, que no había intervenido para
salvarla. Melanto había maldecido a un reino entero; ¿por qué iban a
ayudarla? Sin embargo, Matías le estaba diciendo que no era culpa suya.
Se equivocaba.
Sin embargo, le resultaba curioso que alguien le dijese esas cosas; su
vida entera había sido una retahíla de muchachas asustadas, horrorizadas
por las atrocidades que sabían que debían cometer. Melanto las había
consolado y había hecho suya su culpa. Pero a ella nunca la había
consolado nadie, al menos, no así.
—No sabes lo que he hecho —dijo al fin.
—Sé lo que estás haciendo —contestó Matías—. Estás intentando
romper un maleficio que nos arrojó un dios. No eres más que una
muchacha, Melanto, y has cargado con la responsabilidad de intervenir en
la cólera y los caprichos de un ser muy superior a nosotros. Creo, sé, que
eres buena. Hicieras lo que hicieras en el pasado, no dudo de que fuera con
la mejor de las intenciones.
—Las intenciones no siempre importan —dijo Melanto con voz
ahogada. Dioses, ¿estaba llorando? No soportaba a ese niñato imbécil.
—Pues claro que importan —dijo Matías—. Quería mucho a mi
hermana y la sigo queriendo. Cuando intenté alejarla de su destino, no
pensé en la muerte y la destrucción que causaría porque no podía pensar
más que en salvarla. Si la hubiese salvado con la intención de destruir, sería
malo. ¿Y tú crees que soy malo, Melanto?
—No. —Deseó que lo hubiera sido, que hubiera sido una criaturita
malvada que no necesitase protección de una forma tan desesperada. Su
protección.
—Yo tampoco creo que seas mala. —Se puso en pie e hizo una pausa
con la mano en la puerta—. ¿Eres consciente de que nadie me había
hablado como me has hablado tú?
Melanto se encogió de hombros.
—Imagino que tienen miedo de hacerlo.
—Mi madre te mandaría a azotar —dijo el príncipe. Si lo hubiera dicho
cualquier otra persona, sería una amenaza, pero Matías lo dijo de una forma
tan cuidadosa y jovial, como si fuera una posibilidad hipotética que nunca
iba a suceder en realidad, que Melanto no tuvo miedo.
—No lo permitirías —dijo la joven—. Por ella.
—No —dijo Matías—. Imagino que tienes razón. —Hizo una pausa
antes de continuar—: Melanto.
—¿Sí?
—¿Por qué te importa tanto? Lo de romper la maldición, digo.
Melanto lo miró atónita. ¿Que por qué le importaba? ¿Cómo no le iba a
importar? Su hermana estaba muerta; su hermana estaba muerta por culpa
de aquello. En el último momento se acordó de su pose, la criada de Atenas,
la extranjera.
—Pues… imagino que porque no es justo.
Matías esbozó una sonrisa irónica.
—¿Y hay algo en la vida que lo sea?
—Pero eso no implica que haya que tolerar las injusticias y darlas por
hechas. No deberíamos… No deberíamos ser los juguetes de los dioses. —
Respiró hondo y dejó que se le cayeran las palabras de la boca—. Un dios
aburrido, con más poder del que puede usar, un dios vengador, no debería
destruir un reino lleno de gente para ajustar cuentas con su gobernante. Las
jóvenes de esta isla son inocentes. ¿Por qué deberíamos temerle al mar? Soy
una persona, no una moneda de cambio. No soy… No soy una mártir nacida
para sufrir para que otros sobrevivan. ¿Acaso alguien me ha preguntado lo
que quería? Quiero sobrevivir. Quiero vivir y no quiero tener miedo.
La habitación quedó en silencio salvo por el débil chisporroteo de la
hoguera.
—Entiendo —dijo al fin Matías.
—¿Seguro?
—No lo sé. —Hizo una pausa—. Melanto.
—¿Sí?
—Sé que no te caigo bien, pero quiero que sepas que tú a mí sí, mucho.
—Y tras esto abrió la puerta y salió al pasillo.
Melanto permaneció sentada en el santuario de Selene contemplando las
brasas titilantes. No dejaba de resonar la voz de Matías en sus oídos: «No
podía pensar más que en salvarla».
Ella había pensado que estaba salvando a Timo, pero en realidad había
acabado con ella. Sin embargo, lo había intentado. Había hecho lo que ella
creía que era lo correcto y había intentado desesperadamente agarrarse a
Timo como Matías se había agarrado a Selene.
Si podía perdonárselo a él, podía perdonárselo a sí misma.
—Lo siento, Timo.
Pronunció aquellas palabras en voz alta y pendieron el aire mientras se
ponía en pie y se dirigía a la puerta. Tenía que planificar un asesinato.
Sin embargo, dejó allí, con Selene, esa única disculpa, y trató de apartar
el pensamiento que le había surgido de forma espontánea en la mente.
Selene no había muerto en el mar. Su cuerpo había caído a la fuente, sus
aguas la habían reclamado y su muerte había calmado las mareas
vengativas. Pero las jóvenes sacrificadas se le entregaban a Poseidón.
Lo que implicaba que el agua de la fuente era tan de Poseidón como el
propio mar. Independientemente de dónde encontrase su fin Matías, el
resultado sería el mismo, para él y para Melanto.
48. MÁS ALLÁ DE LO DADO
LETO
O limpia condujo a Leto al extremo del patio, donde esperaron un par de
minutos antes de que se la cediese sin miramientos a Alexios.
Leto lo siguió, tensa, apartando de él el rostro tanto como pudo,
observando cada pasillo en busca de armas y vías de escape, por si le hacían
falta. El ruido del festival se había convertido en un rumor lejano, acallado
además por el eco sordo de los pasos de Alexios y los de Leto, más ligeros y
raudos; esta lo seguía a cierta distancia, más de la estrictamente necesaria.
La joven respiraba deprisa, jadeante. ¿Acaso la había reconocido? ¿Iban a
hacerle frente, a delatarla?
—Aquí es. —Se detuvo delante de una puertecita elegante y golpeteó la
madera con su gigantesco puño.
—Adelante. —Por muy bajo que hablase, la voz de la reina nunca perdía
su mordacidad.
Alexios abrió la puerta. Una vez que Leto hubo entrado, esquivándolo,
aún mirando hacia otro lado, el guardia permitió que la puerta se cerrase
tras ella y la dejó a solas con la madre de Matías.
La reina iba vestida de verde. La doncella que le hubiese recomendado
que lo hiciera era sin duda muy inteligente, pues parecía haber nacido para
llevar ese color. Llevaba el cabello oscuro trenzado sobre la cabeza y
decorado con hojitas metálicas e hilos de brillante oro. Tenía la piel
ruborizada y perfecta, como si fuese una dríada que hubiese escapado del
bosque y a la que hubiesen encerrado en una cárcel de piedra.
Aunque a la reina nunca podrían considerarla una prisionera. Si acaso,
era la carcelera, reclinada en su enorme sillón de roble con una arrogancia
entrenada. Le pidió a Leto que se acercase con un gesto apremiante del
dedo.
—Siéntate. —Señaló el único otro asiento que había en la estancia.
Leto se sentó.
Por un instante, permanecieron así, una frente a la otra, con la amplia
mesa de madera de la reina entre ambas, en perfecto silencio. Cuando Leto
no pudo soportarlo más, abrió la boca para hablar.
—Imagino que te estarás preguntando por qué he pedido que vinieras —
la interrumpió la reina antes de que los labios de Leto pudieran pronunciar
la primera sílaba.
«Pedir» no era un verbo tan rotundo como el que habría usado Leto.
«Ordenar», quizá. «Exigir». La joven agachó la cabeza.
—Sí, majestad.
—Quiero hacerte una advertencia —dijo la reina—. Y harías bien en
tenerla en cuenta.
Volvía a sentir ese peculiar hormigueo. Leto hizo todo lo posible por no
estremecerse.
—¿Sí, majestad?
La reina se inclinó hacia delante con una bonita sonrisa. Tenía la misma
boca que Matías, pero en su rostro afilado no quedaba tan bien.
—Márchate.
Leto parpadeó atónita.
—¿Pe… perdón?
—Hoy han venido visitantes del continente —dijo la reina con soltura—.
Te he garantizado un pasaje con los de Tracia, aunque no con tu nombre,
claro: vas a tener que viajar haciéndote pasar por una criada o algo así para
pasar desapercibida. Si eres lista, que yo diría que sí, te marcharás con ellos.
Marcharse. Mucho tiempo atrás, marcharse de Ítaca había sido el mayor
deseo de Leto, pero en aquel momento…
—¿Por qué iba a querer marcharme? —preguntó—. Estoy
comprometida. Con vuestro hijo. ¿Pretendéis que lo deje plantado?
La reina seguía sonriendo.
—Es un consejo —dijo— de princesa a princesa. Yo soy de Esparta, tú,
de Atenas: dos países felices y prósperos. Aquí es imposible ser feliz. Ítaca
está podrida. No, no me interrumpas.
Leto había abierto la boca para hablar, pero volvió a cerrarla.
—No te creas que no conozco tu historia, princesa. Joven y hermosa;
seguro que tu padre estaba encantado de que te convirtieses en un tesoro tan
valioso al hacerte mayor, para fortalecer alianzas y despejarle el camino a
alguno de tus hermanos, para que pudiese ocupar el trono sin que
molestases. A mí también quisieron quitarme de en medio. Y agradecí venir.
Esparta no siempre es amable. Me arrebató muchas cosas. Pero Ítaca… —
Se le torció el gesto bruscamente y le centellearon los ojos—. Ítaca me lo ha
arrebatado todo.
—No creo…
—Somos iguales. Te estoy ofreciendo la forma de escapar, para que no
acabes siendo como yo: una anciana amargada que ha perdido todo lo que
amaba.
Leto frunció el ceño. La reina no era ni mucho menos una anciana, y esa
afirmación tan peculiar…
—¿Matías? —sugirió vacilante.
La reina se rio.
—¿Matías? Sí, lo quiero, pero mi hijo lleva años sin quererme a mí. No,
siempre fue un niño de papá; yo era la favorita de sus hermanas. Pero sus
hermanas ya no están: una, muerta, y la otra, enviada a otro reino para no
acabar sufriendo la misma suerte. No, ya no tengo hijos que me quieran.
Leto se percató de que tenía la boca abierta. Se apresuró a cerrarla.
Muerta. La hermana de Matías estaba muerta. Pues claro que sí; ¿cómo
había podido olvidarse de los rumores que habían recorrido todo Vathí hacía
muchos años, cuando el mar se había alzado para asolar los montes? Se
había dicho que una muchacha que trabajaba en el palacio había ocultado la
marca de Poseidón, que se había escondido de su destino y los había
condenado a todos. Pero era mentira.
No sabía cómo la reina había podido guardar el secreto.
—No…
—Veo que Matías no te lo ha contado. —La reina esbozó una sonrisa
amarga—. Ya te informo yo. —Abrió un cajón del escritorio y sacó un rollo
de pergamino. Lo manipulaba con un cuidado inusitado, meciéndolo con la
yema de los dedos como si fuese un gatito y alisando los desgastados
pliegues—. ¿Sabes lo que es?
Leto negó con la cabeza sin decir nada. Por eso la reina la había tratado
con tanta frialdad. Veía en Leto, en Adrastea, todo lo que ella había sido y
todo lo que había perdido.
—Es una profecía —dijo la reina— de la sibila de mi esposo por el
nacimiento de su hija.
Leto se quedó helada. Ya había ojeado con cierto interés el pergamino
antes de aquellas palabras, pero entonces solo pudo mirar a los ojos a la
reina y preguntar:
—¿La sibila?
—Una criatura malvada y embustera —espetó la reina—. La
alimentamos, la vestimos y la acogimos, y así fue como nos lo pagó. —
Alargó el pergamino a Leto.
Esta, dubitativa, lo cogió.
La letra no era la de su madre (debió de haberlo transcrito un ayudante),
pero había algo en las palabras y en la estructura que removió los recuerdos
en su interior. Los recuerdos de su madre mascullando delante de la
hoguera, con los ojos bien abiertos y la mirada perdida. Decía:
La ha tocado un dios. La ha visto y está satisfecho.
La ha reclamado
para que nadie más pueda hacerle daño.
—«Nadie más» —espetó la reina—. ¿Lo ves? Al principio, cuando lo oí,
me gustó. Pensaba que era un buen futuro para mi hija. Tocada por los
dioses, sin duda. Pero Poseidón no protegió a mi Selene de sí mismo, de su
marca. Poseidón no impidió que se diera muerte… —Se interrumpió con un
jadeo.
Con cuidado, Leto dejó sobre la mesa la profecía de su madre.
—Las sibilas solo revelan la verdad que se les muestra —dijo—. Tal vez
no lo supiera; tal vez…
—Intenté impedirlo. Las mujeres de Esparta no aceptamos la muerte, así
que no iba a dejar que mi hija se marchase tan fácilmente. Mi esposo
ordenó que me llevasen a rastras, gritando. —Sonrió con frialdad—. Me
permitieron salir justo a tiempo para ver cómo las olas se llevaban su
cuerpo inerte. Y luego… Luego tuve que esconder el dolor, ocultar su
muerte. Tuve que culpar a una desventurada criada por la subida del mar y
fingir que Selene se había marchado a Creta con su hermana para que el
pueblo no se rebelara contra nosotros. Mi esposo me pidió que anunciara su
muerte meses después, como si no tuviera relación. No te lo puedes ni
imaginar. —Respiró hondo—. ¿Y quieres saber el futuro que vio para
Matías? ¿Quieres saber el futuro que vio para mi hijo? Para mi hijo y para
ti. Veamos, si tan inocente la crees.
—¿Para mí?
Su madre siempre se había negado a preguntar por el futuro de Leto y se
mostraba irritable y gruñona cada vez que Leto se lo pedía. «No
corresponde a nosotros conocer nuestro destino». ¿Era por eso? ¿Había algo
escrito que revelase el fallecimiento de Leto? ¿O acaso contenía la fortuna
de Adrastea?
—Pues sí —dijo la reina. Sacó un segundo pergamino, pero este no se lo
ofreció a Leto, sino que leyó su contenido en voz alta, con una cadencia
angustiosa y forzada.
Este también está tocado por los dioses.
Tras la marcha de doce, una regresa
para traer fuego a la sombra que nos asfixia.
Leto la miró fijamente. «Tras la marcha de doce, una regresa». Y el
fuego a la sombra… ¿Osaría pensar que significaba su triunfo? Sí, era su
fortuna. La suya, no la de Adrastea, lo que significaba…
—No veo en qué me concierne —dijo con cautela. Era evidente que la
reina no había descubierto su verdadera identidad o ya la habrían detenido.
O, más bien, pensó mientras miraba a los ojos centelleantes de la reina,
ejecutado—. No hay ninguna mención a una princesa, una boda, ni siquiera
a un compromiso.
—«Tras la marcha de doce» —dijo la reina con elocuencia—. Doce
embarcaciones que envió mi difunto marido el verano tras el nacimiento de
nuestro hijo. Las envió a todos los reinos que consideramos útiles, con una
oferta de matrimonio.
—Ah —dijo Leto.
—En efecto —dijo la reina—. Al instante supe el significado y envié
doce de mis propios barcos para detenerlos. Pero uno naufragó en una
tormenta y su objetivo escapó. Su objetivo llegó a Atenas.
De no haber sido por su compañía, Leto se habría reído. Lo bueno de las
profecías era que podían significar cualquier cosa y referirse a cualquiera
según se leyeran. Pero siempre eran verdad, de una o de otra forma.
—No se puede cambiar el destino —dijo sin pensarlo. ¿Cuántas veces se
lo había dicho a los clientes con el paso de los años? Hasta que había dejado
de transmitir, vacilante, lo que Apolo le había mostrado y se había limitado
a decirles a sus clientes lo que querían oír—. Se desee lo que se desee, el
final siempre es el mismo. Así son las moiras…
—No me hables del destino, niña —espetó la reina—. No des por
sentado que no lo sé. No des por sentado que tú no habrías hecho lo mismo
por tu hijo. Esta es la única copia de la profecía que sigue existiendo; las
demás las he quemado. Nadie más sabe de su existencia, y nadie lo sabrá.
Voy a proteger a mis hijos de quienes buscan ejecutar la voluntad de los
dioses.
Leto no supo contestar. Sabía poco de lo que eran capaces de hacer los
padres por sus hijos. ¿Abandonarlos para siempre sin decir nada?
¿Marchitarse hasta desaparecer?
—Pero… —logró decir— ¿qué hay en la profecía que sea tan malo?
¿«Traer fuego a la sombra»? Debe de estar hablando de la maldición de
Ítaca, ¿no?
—Lo mismo le pregunté yo a la sibila —dijo la reina—. Escuché su
profecía y, aunque debo confesar que me maravilló, no le vi relación con
Matías. Así que le pregunté. Mira, la escriba lo anotó.
Leto siguió la dirección del dedo tembloroso de la reina, que apuntaba
hacia una línea de esmerada letra.
—«¿Y qué será de mi hijo?» —leyó en voz alta.
—¿Y qué será de mi hijo? —repitió la reina—. ¿Quieres saber lo que
contestó?
Leto no supo qué responder. Sentía el aire denso y presión en el corazón.
Veía en el gesto torcido de la reina que el destino no había sido amable con
Matías.
—«¿Quién alimentará el fuego? Tu hijo tiene los ojos como el carbón.
—La última palabra fue casi ininteligible; la pronunció con un chillido.
Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Esas fueron sus espantosas palabras
cuando condenó a mi hijo a la muerte. Una muerte que tienes en tus manos,
que anotó servicialmente la escriba al registrar la profecía. «La sibila ha
predicho la muerte del príncipe», escribió. No, no te…
Leto había apoyado las manos en los reposabrazos del sillón, lista para
marcharse en cuanto le hiciese falta. Pero no se movió.
—Tú eres la que regresa entre las doce —dijo la reina, que devolvió la
profecía al cajón. Cuando lo cerró, Leto vislumbró otro objeto más en su
interior: un relicario de oro marcado con una insignia en espiral. La
conocía: era la marca de Delfos. Conocía el relicario: había sido de su
madre. ¿Qué hacía ahí?
Cerró el puño sobre el regazo mientras la reina seguía hablando:
—Estoy segura. Ya sabes por qué tienes que irte. Es una obligación.
—Pero no va a cambiar su destino —dijo Leto en voz baja—. Sabéis que
es imposible.
—Ya lo he cambiado antes. La sibila pensaba que las palabras se referían
a ella. Me lo dijo: era una de las doce iniciadas, ofrecidas por Ítaca para
formarse en los templos de Delfos. Era la vencedora, la desgraciada criatura
que regresó para servir a la corona. Se marcharon doce y una regresa. ¿Ves?
Ella misma me lo dijo hace siete años, junto a la cama de mi hijo con un
cuchillo en la mano: me dijo que los dioses la habían elegido. Que no podía
eludir el destino.
—¿Qué? —Leto casi se sobresaltó con el sonido de su propia voz.
Desconocía que tuviera voz; pensaba que las palabras de la reina la habían
convertido en la nada. Su madre había intentado matar a Matías y la habían
pillado.
—Fue Alexios quien la detuvo —dijo la reina—. Apenas tenía doce
años, pero ya era tan leal que se lanzó contra una loca sin pensarlo. Una
cicatriz bien ganada.
—¿La mató?
—Ah, no. —La reina enseñó los dientes—. No, ese placer fue todo mío.
Pretendía romper la maldición para evitar otro año de muertes, pero, a falta
de un único día para el equinoccio de aquel año, era muy fácil hacerla
desaparecer. Le dije a su familia que Poseidón la había reclamado. Luego la
encadené a una pared en las mazmorras y allí la dejé. Tal vez se muriera de
hambre o tal vez las ratas le arrancaran del pecho el corazón mientras aún
latía. Era lo que se merecía por destruir a mi familia, por arrancarme el
corazón. Estuve a punto de encargar la muerte de su hija. Pero, cuando
envié a mis hombres a su casa, me dijeron que era una criaturita inservible,
que tartamudeaba con sus propias profecías y que apenas poseía una décima
parte del poder de su madre. Pensé que sería más cruel dejarla con vida,
pero al final Poseidón acabó reclamándola. Es casi poético.
Leto se puso en pie.
—Callaos —dijo con saña—. Callaos. —Tenía ganas de vomitar, de
desmayarse, de abalanzarse sobre la mesa y estrangular a la reina con sus
propias manos.
Tenía que marcharse. A ciegas, corrió hacia la puerta, con las palabras de
la reina aún retumbándole en los oídos. No era solo por lo horrible que
había sido el destino de su madre, sino por lo atrevida que había sido. Que
no podía eludir el destino. ¿Qué habría pensado de Leto si pudiese verla?
—No quiero amenazarte —dijo la reina mientras Leto se esforzaba casi
a ciegas por abrir la puerta, por salir—, pero ya sabes lo que hago con
quienes ponen en peligro a mi familia. He perdido a Selene y prácticamente
también a Hécate. Matías es mi única oportunidad; la única. Haré de él el
rey que se merece el linaje de Esparta. Salva la vida, princesita. Cuando
zarpe la compañía de Tracia, asegúrate de ir con ellos.
***
Matías estaba esperándola cuando regresó.
Sabía que debía de tener un aspecto espantoso. No podía sacarse de la
cabeza a la reina ni organizar los pensamientos que le retumbaban en el
cráneo. Las amenazas de la reina. Selene, Matías, Alexios. Su madre.
Su madre había intentado romper la maldición; debería haber sido una
acción noble. Pero, si había desaparecido cuando Leto tenía diez años,
cuando apenas era una niña, su objetivo también debió de haber sido un
niño, de unos doce años, más o menos.
¿Leto habría hecho lo mismo? Era una pregunta que no podía responder.
Le costaba no pensar en cómo Timo había encontrado la muerte; matar a un
niño no era tarea fácil, como tampoco lo era vivir con ese recuerdo.
Matías le sonrió con alegría. Le brillaban los ojos.
—Sígueme —dijo—. Tengo una cosa que decirte.
Se apresuró a conducirla hasta una puerta escondida tras una cortina y
apartó la tela para revelar una estrecha escalera de caracol. ¿La miraría así
de sonriente, esperanzado y ansioso cuando le clavase la hoja en el torso o
le empujase la cabeza bajo el agua? Le dolía el pecho con un pesar anónimo
y desesperado. No habían avanzado lo suficiente y no iban a encontrar una
forma de salvarlo a tiempo.
No importaba lo que sintiese por ella. Si el corazón latía más deprisa por
Leto, daba lo mismo. Tartamudearía y se detendría igualmente cuando
Poseidón se alzase a reclamarlo. Faltaban dos días; solo dos. Leto tragó
saliva.
—¿Hasta arriba? —No se veían antorchas arder.
—No es peligroso; te lo prometo. Subo yo primero. —Tenían las manos
entrelazadas y Matías tiró de ella tras él.
El príncipe no dijo nada más hasta que hubieron llegado a un amplio
balcón de piedra alumbrado tenuemente desde abajo por las antorchas del
patio.
—Qué frío —dijo Leto sin pensar. Lejos del fuego, la noche era fría y
tranquila.
—Toma. —Matías se llevó los dedos al nudo de la capa.
Leto extendió la mano para impedírselo.
—No te la quites. —Se envolvió los hombros con el velo, aunque la fina
tela apenas la abrigó—. ¿Qué tenías que decirme?
—Leto —dijo Matías con un suspiro—, ¿cómo puedes preguntarme…?
¿De verdad que no sabes la respuesta?
—¿Qué?
Matías llevó dos dedos bajo su barbilla y le acercó el rostro al suyo.
—Leto, eres una criatura imposible. —Y la besó.
Quizá fuese la música, la fría brisa nocturna o el vino, pero, de repente,
Leto lo besó también a él y levantó el brazo para pasarle los dedos por el
cabello suave y oscuro. Notó que se le resbalaba la corona de oro que
portaba, pero Matías no hizo amago de colocársela.
En vez de eso, le acarició con los dedos, largos y delicados, el tejido que
se le acumulaba en la cintura, y luego le dibujó con ellos deliciosas
espirales en el exterior del muslo. A Leto se le contrajo el vientre y se
retorció junto a él.
Matías se rio, de forma grave, seductora y deliciosa, contra su boca.
—¿Te había dicho —le preguntó entre besos ligeros como plumas— lo
preciosa que estás esta noche? —Desplazó la boca hasta el lateral de su
mandíbula y la besó por todo el cuello.
—No. —Leto inclinó hacia atrás la cabeza. Las manos de Matías le
rodearon la cintura y la acercaron a él aún más.
—Pues te lo digo ahora —dijo. Su boca volvió a juntarse con la de ella y
la besó una vez más, de forma suave y sin esfuerzo—. Eres la mujer más
hermosa que he visto nunca.
De repente sucedieron varias cosas a la vez. Matías llevó una mano a la
cintura de Leto para ceñirla con más fuerza contra sí, y la joven torció la
cadera para encontrarse con la suya, cerró los ojos y dejó escapar un claro
«oh».
Entonces, Matías movió la otra mano para desabrocharle el grueso collar
de oro que le rodeaba, ceñido, la garganta. Hacía un segundo, el cuerpo de
Leto se contoneaba a traición contra el príncipe, pero entonces su cerebro,
hasta ese momento nublado por el deseo, se recompuso, y la joven se apartó
de él asustada y se llevó la mano, repleta de anillos, al cuello, para tapárselo
antes de que se le abriese el collar y revelase lo que escondía.
Se chocó dolorosamente contra la barandilla de piedra y se apoyó en
ella, con la respiración agitada y los ojos como platos fijos en Matías.
—Matías.
No se le había abierto el collar. Estaba a salvo.
—¿Leto? —La voz que pronunció su nombre no procedía de Matías,
sino de lo alto de las escaleras. El corazón le aporreaba el pecho, pero le dio
un vuelco en cuanto levantó la vista. «No, ahora no, por favor». Pero, claro,
los dioses no atendieron a sus plegarias.
Melanto se encontraba en la entrada del balcón, con la mano temblorosa
contra la boca. Era evidente que lo había visto todo; lo tenía escrito en el
rostro. Parecía a punto de vomitar.
—¿Melanto? —Matías se volvió.
—Matías —dijo Melanto.
El príncipe se volvió frente a Leto.
—¿Leto? —preguntó con impotencia. Había tenido las pupilas dilatadas,
pero en ese instante se le contrajeron. Le había desaparecido la sonrisa por
completo. Se alisó la ropa y se recolocó la corona, que estaba a punto de
caérsele de la cabeza.
Leto no sabía qué decir. Se había quedado en blanco y no podía pensar
en nada más que en el pitido que había empezado a sonarle en los oídos y
en el sabor de Matías que aún le quedaba en los labios.
Melanto se volvió y echó a correr por las escaleras.
—¿Melanto? —volvió a decir Matías antes de volverse hacia Leto—.
¿Qué ha pasado?
Leto solo pudo negar con la cabeza. Quería escapar, perseguir a Melanto,
tomarla de la mano y decirle: «No, no, no lo entiendes».
—Leto, por favor. —El príncipe se le acercó con una expresión de
evidente preocupación e impotencia—. Lo siento. No tendría que haber
dado por hecho que te apetecía… que querías… Lo que quiero decir es que
te concedo todo el tiempo que necesites. Puedo esperar. —Alargó la mano
hacia ella.
—¡No! —dijo Leto con mucha más severidad de la que se había
imaginado.
Matías se quedó inmóvil, con el brazo extendido. Se miraron en silencio
durante un momento.
—Leto —dijo Matías—. Por favor…
—No puedo. —Las palabras se le escaparon de entre los labios. No
podía soportar la expresión de su rostro. Era como pegarle una patada a un
cachorro. En el arranque de la escalera se movió y desapareció una sombra,
pero Leto estaba tan centrada en Matías que casi ni se percató. Si Melanto
hubiera decidido escucharlos a escondidas, Leto no se lo habría impedido
—. Estamos intentado acabar con la maldición, Matías. No tenemos tiempo
para… esto.
—¿Por qué? —Le brillaban los ojos bajo la luz de la luna y tenía la piel
del color del bronce—. He estado hablando con Melanto y me ha ayudado a
entender que no puedo castigarme para siempre y que Sel… Que la gente a
la que he perdido no querría que así fuera. Le habrías encantado. ¿Acaso no
nos merecemos ser felices?
Selene. Estaba hablando de Selene.
—¿Felices? Está muriendo gente, Matías. Hay cosas más importantes
por las que preocuparse que por si somos felices o no.
—¿Y crees que ser infelices impedirá que mueran?
—Eres un arrogante si crees que vas a hacerme feliz. —No tendría que
haber dicho eso. Ni siquiera lo decía de verdad: simplemente quería que
acabase la conversación para poder marcharse, buscar a Melanto y
abrazarla, pero la forma en que Matías abrió la boca y encogió los hombros
le reveló que ya daba igual. Se lo había creído.
—Ah —dijo—. Pues entonces imagino que eso cambia las cosas.
—Matías…
—Discúlpame, Leto —la interrumpió con tacto—. Creo que se ha
acabado la conversación. Buenas noches. —Se dio media vuelta y bajó por
las escaleras.
—Mierda. —Leto se sujetó la falda y echó a correr tras él.
Para cuando hubo regresado al patio (era dificilísimo bajar por las
escaleras, empinadas y serpenteantes, mientras se pisaba el quitón en cada
paso que daba), Matías estaba bailando con Olimpia. A ella se la veía
encantada, mientras que el príncipe tenía cara de haber comido algo
venenoso.
Podría haberse dirigido hasta él y habérselo arrancado de los brazos a
Olimpia. Anhelaba correr hacia Matías, abrazarlo y susurrarle lo mucho que
lo adoraba, pero eso dejaría sola a Melanto, quien podría inventarse un
centenar de escenarios imaginarios en los que Leto elegía a Matías por
encima de ella.
Rodeó el patio. La música sonaba con fervor y la multitud de cortesanos
bailaba a su ritmo, chocándose contra Leto, que avanzaba a duras penas.
Fue de agradecer no ver a Alexios; era obvio que había encontrado un lugar
más deprimente en el que esconderse. La reina estaba acompañada por uno
de los invitados de Tracia, reconocible por llevar el quitón de una tonalidad
verde muy concreta. Leto apartó la mirada antes de que la reina pudiera
verla.
Por fin se alejó de la muchedumbre. Miró una última vez, desesperada, a
Matías y, agachándose, entró por la puerta que llevaba de nuevo al palacio.
Con un poco de suerte, Alexios no estaría vigilando el despacho de la reina.
Con un poco de suerte, podría colarse y salir sin que nadie la viera.
No quedaba casi tiempo, pero había algo sin lo que Leto no podía
marcharse.
***
Leto abrió la puerta de sus aposentos y entró. Tal y como había esperado, el
despacho de la reina no estaba vigilado. Llevaba el collar de su madre
escondido, a salvo, bajo el cuello del quitón, y la copia de la profecía de
Matías oculta en un bolsillo. Se había visto obligada a llevársela, aunque no
sabía muy bien por qué. Tampoco es que pudiera enseñársela.
Melanto se encontraba junto a la ventana, contemplando el patio, los
adoquines iluminados por las antorchas y los bailarines que daban vueltas.
Se había soltado el cabello, que le caía por la espalda como una cascada de
oro fundido. Tenía los brazos junto a los costados, con las manos cerradas.
—Melanto… —dijo Leto.
—De no ser por mí —la interrumpió Melanto, en una peligrosa voz baja
—, podrías casarte con él.
Leto se quedó boquiabierta. Eso no se lo esperaba.
Incrédula, se rio.
—¿Casarme con Matías? No digas tonterías. —Un beso era una cosa, y
casarse, otra bien distinta, sobre todo mientras la maldición seguía en pie:
faltaban solo dos días para los sacrificios y aún no habían encontrado ni una
sola alternativa a la muerte de Matías.
Los hombros de Melanto se tensaron.
—No te rías de mí. Ni que no te lo hubieras planteado. Matías y tú,
abrazados, leyendo y queriéndoos durante el resto de vuestra vida.
—Eso no implica nada. ¿Quién no ha soñado con ser princesa? —Sabía
que se había equivocado al decirlo. Pero Melanto estaba tan enfadada que le
puso los pelos de punta a Leto, que se sentía nerviosa e indefensa.
Melanto volvió bruscamente la cabeza. Tenía la piel de las mejillas roja e
irregular y la nariz rosa. Le brillaban los ojos.
—Yo ya trabajé para una reina —dijo con mordacidad—. Era su
favorita, su niña mimada. Y yo la quería. Tenía la esperanza absurda e
infantil de que ella también me quisiera, pero me equivocaba. Cuando me
condenaron a la horca, no hizo nada.
—¿Qué podía hacer? La maldición…
—No hizo nada —repitió Melanto—. Como si no le importase. Ni
siquiera miró. Mi sueño era absurdo y nunca podría haberse hecho realidad,
pero tú… —Respiró hondo con furia—. He visto cómo te mira. Si tú
quisieras, sería tuyo.
—Pero es que no quiero —dijo Leto con vehemencia—. Si me casara
con él, condenaría a muerte a cientos de muchachas.
—A miles —dijo Melanto.
—¡Exacto! —Leto abrió los brazos—. ¡Ni me lo planteo! Si fuera tan
egoísta de pensar que mi felicidad merece una vida siquiera…
—Pero eso es a lo que me refiero —dijo Melanto—. De no ser por mí,
no tendrías que tomar esa decisión.
—¡Estaría muerta! Si no te hubiera conocido, estaría muerta, Melanto.
—No me refiero a… —Melanto negó con la cabeza—. Es que… Quiero
que sepas que lo entendería. Matías es un príncipe y yo soy solo una
doncella. Él puede dártelo todo, Leto, y quiero que sepas que puedes
aceptarlo si quieres.
—La maldición… —dijo Leto.
—¡A la mierda la maldición! —Melanto dio una patada al suelo—. ¡No
me refiero a eso, Leto!
—Entonces, ¿a qué te refieres? ¿A que me das permiso para, por
ejemplo, ir a Matías y meterle la lengua hasta la garganta en algún lujoso
rincón de su maldito palacio?
—¡Sí! —gritó Melanto—. ¡Justo a eso!
Leto la contempló con la respiración agitada.
—¿Qué está pasando? —preguntó, más a sí misma que a Melanto.
—Te quiero —dijo Melanto—. ¿Cómo no iba a quererte? Pero no me
debes nada. Y quiero que lo sepas. Matías te ama.
—Pero yo no lo amo a él —dijo Leto—. Yo te amo a ti. —Fue entonces
cuando se dio cuenta. No se había percatado hasta ese momento exacto,
pero decirlo así, en voz alta y sin dudarlo, le otorgó un sitio en su corazón.
Amaba a Melanto. De verdad, por completo, con cada fibra de su ser. Tenía
que bastar.
Melanto se rio con una carcajada amarga y terrible.
—¿Qué he hecho para merecerlo?
Leto la miró fijamente. Melanto la había amado; hacía mucho tiempo
que nadie lo hacía. Se había reído con ella, llorado con ella, caminado hasta
el mar con ella y sonsacado el poder de sus dedos temblorosos. ¿Qué era
Leto antes de conocerla? Una niña temerosa, sin madre, sin padre y sin
amigos. La había cambiado para siempre.
—Todo —dijo Leto al fin.
Pasase lo que pasase más adelante, sabía que eso era verdad.
***
El día siguiente era el último. El próximo mediodía, doce muchachas
penderían de doce sogas y se entregarían sus respectivos cadáveres al mar.
Leto no podía permitirlo.
Así que, por mucho que le pesase, tenía que enfrentarse a Matías. Se lo
debía. El príncipe no lo sabía, pero se le acababa el tiempo: era su última
oportunidad de encontrar una alternativa, la que fuera. Pero no le agradaba
pensar en tener que volver a verlo.
—Seguro que me odia —dijo con tristeza. Lo había despreciado,
rechazado sin miramientos. Aun así, le había cogido cariño, aunque no se
atreviese a decirlo en voz alta.
—Qué va —dijo Melanto—. Estaba borracho y se dejó llevar por la
celebración, igual que tú. Te va a perdonar, como ya sabes.
Leto la miró con perspicacia.
—¿Y si no me perdona?
Melanto respondió negando con la cabeza, de cabellos dorados, en un
gesto de cansancio. El ambiente entre ellas seguía enrarecido tras lo que
había hecho Leto y lo que había visto Melanto.
Leto llevaba horas vestida, con el collar de su madre oculto en el cuello
y la profecía escondida entre los pliegues del quitón. Aun así, no podía
desprenderse de la sensación de que le faltaba algo, de que no estaba
preparada para lo que se le presentaba.
—Vamos —suspiró al fin—. No deberíamos llegar tarde.
***
Leto había hecho bien en preocuparse. Cuando al fin bajaron a la biblioteca,
Matías la saludó con frialdad.
—No queda mucho por leer —dijo.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Melanto—. La respuesta no va a
estar contenida en un absurdo manuscrito. Si hay otra forma de acabar con
la maldición, vamos a tener que investigar de forma activa.
—¿«Otra forma»? —dijo Matías con el ceño fruncido—. ¿Es que hemos
encontrado alguna?
Melanto lanzó una mirada de pánico a Leto.
—Yo no he dicho eso —se apresuró a alegar. No era precisamente una
mentira creíble, pero Leto conocía a Melanto mucho mejor que Matías. Tal
vez no se percatase del tic en el ojo ni de la posición poco natural de su
mandíbula.
—Creo que… —dijo Matías.
—Melanto tiene razón —se apresuró a interrumpirlo Leto. No pensaba
que fuese verdad, pero era la mejor forma de distraer a Matías de la
revelación que se le acababa de escapar a Melanto—. Deberíamos buscar en
sitios más ocultos, como los sótanos. Tiene que haber cientos de
habitaciones. Has dicho que había pasadizos secretos en los mapas que has
encontrado. ¿Los has revisado todos, Matías?
El príncipe agachó la cabeza.
—Estoy de acuerdo contigo. ¿Por dónde empezamos?
Leto se encogió de hombros.
—¿Hay algún acceso cercano al sótano?
—Más o menos.
—Pues llévanos hasta allí.
***
No tardaron en perderse del todo.
Los pasillos eran todos idénticos, y hasta Matías, que había vivido allí
durante toda su vida, los examinaba con los ojos entornados y un
desconcierto que era incapaz de ocultar. Leto lo veía contemplar tapices
desgastados como si fuesen a revelarle la forma de escapar del laberinto.
—Tiene que ser por aquí —dijo Matías con poca convicción mientras
señalaba un pasadizo en penumbra—. Por aquí llegamos a la cocina. Creo.
Melanto lo miró dubitativa.
—Crees.
En ese momento oyeron voces procedentes de más adelante.
Una voz era dócil y suave, y otra, más mordaz, fuerte y muy familiar.
La reina.
La reina, a quien le interesaría mucho saber por qué estaban husmeando
en el sótano. La reina, que había quemado la profecía de la madre de Leto.
La reina, que le había prometido que moriría si no se marchaba del reino.
Y Leto no se había marchado.
Blasfemó en un susurro y se agarró al brazo de Matías.
—Por aquí —siseó antes de tirar de él hacia la puerta más cercana (que
estaba abierta, como si los dioses por fin hubieran decidido bendecirla con
un poco de suerte) y al interior de la estancia que había al otro lado. Matías
entró a trompicones, seguido de cerca por Melanto. Leto se contuvo unas
ganas locas de reírse; no era la primera vez que metía a Matías en una
habitación desconocida. Al menos esta vez no era una despensa; pensar en
los tres apretados en la oscuridad era una pesadilla inimaginable.
—¿Por qué narices nos has metido aquí? —gruñó Melanto. Se frotó una
marca roja de la muñeca: el punto en el que Matías le había clavado los
dedos al tirar de ella.
—Silencio —dijo Leto antes de preguntar—: ¿Está lloviendo aquí
dentro? —Le había caído una gota de agua en la coronilla. En un acto
reflejo, levantó la vista, y lo que vio encima de ella la dejó sin respiración.
La pared curvada de la estancia estaba llena de estatuas. Doce figuras
talladas en mármol blanco se elevaban sobre ellos con el rostro mirando
hacia arriba. Las manos tendidas contenían charcos de agua y atrapaban las
gotas que caían rítmicamente de un esmerado sistema de canales en lo alto.
Y en cada charco flotaba una vela diminuta.
Leto dio un involuntario paso adelante.
—¿Cómo es posible que sigan encendidas?
Tras ella, Melanto dejó escapar un breve sonido de horror. Tenía la vista
fija en una de las estatuas: la segunda más pequeña, de una criatura
diminuta, cuya mata de tirabuzones se había tallado con esmero en el
mármol. Melanto movía los labios sin decir nada, mientras respiraba con
dificultad.
—Melanto —dijo Leto en voz baja—, ¿qué te pasa?
—Tenemos que irnos —respondió Melanto—. Ya.
—¿Qué? —Leto volvió a mirar la estatua, arrugando los ojos. Era una
niña. No era ni aterradora ni malévola; era tan solo una niña—. ¿Por qué?
—Por favor. —Nunca había oído a Melanto hablar así, con una voz
débil, frágil y asustada—. Confía en mí, Leto. Vámonos, por favor. No
deberíamos estar aquí. —Sus ojos recorrieron toda la estancia hasta clavarse
en otro punto. Un instante después, volvió a mirar a Leto. Parecía
desesperada, con la respiración agitada. Volvió a mirar hacia ese segundo
punto antes de apartar la vista—. Estamos en el santuario de las primeras
doncellas. No deberíamos estar aquí.
Pero Melanto lo sabía todo sobre las primeras doncellas. ¿Qué había
visto allí que fuese nuevo para ella y no algo que ya hubiesen estudiado
cientos de veces? Leto no pudo evitarlo: se volvió para comprobar qué
narices podía estar desconcertando tanto a Melanto.
En el momento en que sus ojos se posaron en ese punto, lo entendió.
Era otra estatua, otra muchacha tallada en mármol, medio iluminada a la
luz de las velas, igual que las demás. Pero esta era distinta: a esta la
reconoció.
Era una estatua de Melanto.
El autor era un hábil artista: la representaba casi a la perfección, desde
los rizos sueltos sujetos tras la oreja redondeada hasta la curva de la
mandíbula y el suave trazado entre la cintura y la estrecha cadera. La
Melanto de mármol sonreía serena mirando hacia arriba. Tenía hoyuelos en
las mejillas de piedra, donde el agua salada caía desde lo alto y se vertía en
el suelo.
La Melanto auténtica no sonreía, sino que miraba fijamente, horrorizada,
a Leto, que también la miraba a ella.
Eran estatuas de las primeras doncellas, lo que implicaba que Melanto
había sido una de ellas. Cuando Melanto le había hablado de las doncellas,
hablaba de muchachas a las que había conocido, con las que había
trabajado, a las que había amado; muchachas a las que habían violado,
traicionado y asesinado.
—Qué maravilla —dijo Matías.
Leto prácticamente se había olvidado de él y, por la forma en que se
sobresaltó Melanto, quedaba claro que ella también.
En la voz se le notaba que estaba encantado.
—Tiene que ser un sitio importante, ¿no? Fijaos en las velas y en la sal.
Estas estatuas son exquisitas. Son las doncellas, ¿no? Son doce y se las ve
muy jóvenes. Y, fijaos —levantó la mano para señalar la estatua más
cercana y Melanto se estremeció—, las marcas de la soga. Son ellas. Aquí
seguro que podemos averiguar algo. —Dio un paso adelante, examinando el
mármol como si pudiese revelarle todos los secretos de Ítaca.
Leto no se movió. Había algo que no tenía sentido. Melanto le había
hablado a Leto sobre las doncellas y le había contado el relato impertérrita.
Sin embargo, era una de ellas. Había mentido. ¿Por qué había mentido?
Abrió la boca para decir algo, pero, antes de que sus labios pudiesen
formar las primeras palabras, se oyó un estruendo repentino en el pasillo, al
otro lado de la puerta, y justo fuera se oyeron voces graves.
La reina abrió la puerta y entró en la sala. Olimpia, de tirabuzones
negros trenzados sobre la cabeza, la rondaba justo detrás.
—Madre —dijo Matías.
—Matías —dijo la reina—. Ah, y también está la princesa. Y su
doncella. —Le dirigió a Leto una sonrisa forzada. Sus ojos centelleaban con
una furia letal. A Melanto ni siquiera la miró.
—Madre —volvió a decir Matías—, ¿qué sitio es este? ¿Por qué nunca
me ha hablado nadie de él? ¿Y por qué narices has traído a Olimpia, cuando
nunca has traído a tu propio hijo?
Olimpia parecía ofendida.
—¿Por qué no iba a poder venir?
—Calla, niña —dijo la reina—. Matías no está enfadado contigo, sino
conmigo. Déjamelo a mí, anda. ¿Te acuerdas de lo que hemos hablado?
Olimpia asintió y, con un mohín, se calló.
—¿De qué habéis hablado? —preguntó Matías—. Me dan vergüenza tus
conspiraciones, madre.
Melanto se acercaba cada vez más a la puerta. Inclinaba la cabeza para
ocultar el rostro y los ojos, pero Leto percibía su angustia en la posición de
sus hombros estrechos y en el temblor casi imperceptible de los puños
apretados.
Ansiaba ir con ella, abrazarla y decirle: «No sé por qué me has mentido,
pero no me importa. Confío en ti y te amo».
Melanto salió por la puerta abierta y desapareció. Un instante después,
Olimpia hizo lo propio mascullando una excusa ininteligible. Leto,
caminando lo más despacio y en silencio posible, intentó seguirla.
—Adrastea —dijo la reina, posándole una mano en el hombro—, ¿te
marchas? —Se percibía cierta satisfacción en su voz.
—Puedes irte, Leto —dijo Matías—. Mi madre no tiene nada importante
que decirte.
—Ah —dijo Leto. No sabía cómo desenvolverse en una situación así.
No podía insultar a la reina sin que hubiera graves consecuencias, pero
tampoco quería quedarse, sobre todo después de la marcha de Melanto y de
la verdad que se acababa de desvelar de la forma menos ceremoniosa
posible—. Matías, seguro que eso no es así. —La reina apretó con más
fuerza el hombro de Leto, en cuya piel se clavaron sus anillos.
—Eso es todo un halago —dijo.
—Adrastea tiene asuntos de los que ocuparse, madre —dijo Matías—. Y
hay cosas de las que me gustaría hablar contigo. Por ejemplo, ¿qué es esta
sala y por qué narices nunca me has hablado de ella?
A Leto le pareció un buen momento para escapar.
Se desembarazó de la mano de la reina con toda la cortesía posible y le
dirigió una reverencia.
—No voy a entrometerme más en vuestra conversación. Disculpadme,
majestad.
Por la expresión de la reina, estaba claro que no la disculpaba, pero a
Leto no le importó y cerró la puerta tras de sí, se levantó ligeramente la
falda para descubrirse los tobillos y echó a correr tras Melanto.
49. UNA Y OTRA VEZ
MELANTO
U na vez salida del sótano, Melanto se apoyó contra una columna,
jadeante.
Su mente solo podía pensar en el movimiento del mar, cuyas olas
traían a Leto, Leto, Leto. Los ojos de Leto, que brillaban con algo especial
antes de besar a Melanto por primera vez; el evidente deseo en su rostro
cuando se acercaba a Matías entre montones de manuscritos; su boca
abierta mientras contemplaba las estatuas, a la Melanto de piedra clara.
A Melanto le picaban los ojos por las lágrimas y le zumbaban los oídos
tan fuerte que no oyó los pasos tras de sí ni se volvió hasta que tiraron de
ella hacia atrás, agarrándola por la capucha de la capa. Asustada, dio un
paso atrás y, al retorcerse, notó como algo le hurgaba entre las costillas, con
un dolor punzante e inesperado.
Agitó los brazos sin control y logró atrapar un brazo fino.
Hubo un instante en que casi pensó que estaba a salvo; en que notó como
alguien titubeaba, se tambaleaba y se tropezaba contra ella. Pero entonces
sintió un dolor, esta vez más vivo e intenso, cuando el individuo renunció a
agarrarla de la capa y le hundió un cuchillo en el vientre.
—Un mensaje —susurró una voz conocida— para tu señora. Que se
marche si no desea afrontar la misma suerte.
50. LA LOCURA FATAL
LETO
L os pasillos no deberían haber estado tan en silencio.
El único sonido eran los golpeteos rítmicos de los zapatos de Leto
mientras corría hacia sus aposentos. Melanto no podía haber ido a
ninguna otra parte, salvo que se hubiese dirigido al mar. En tal caso, Leto
no podría darle alcance a no ser que ella quisiera.
Derrapando, dobló una esquina y estuvo a punto de chocarse contra una
joven ágil de pelo oscuro. Olimpia levantó la cabeza alarmada cuando Leto
extendió el brazo para estabilizarse y se apoyó en un surco de la pared para
frenar.
—Perdona —jadeó—. Es que… —Se interrumpió. Olimpia la miraba
como si acabase de ver un fantasma—. ¿Olimpia? —dijo—. ¿Estás bien?
Olimpia abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Ajá —dijo al fin. Llevaba el brazo en una posición extraña, retorcido
bajo la capa. Había algo extraño en su forma y… Leto entornó los ojos al
ver la pálida tela.
—Olimpia —dijo—, ¿estás sangrando?
—No —respondió Olimpia, a pesar de que Leto tenía muy claro que sí.
—¿Estás segura? —Leto alargó la mano hacia la mancha carmesí,
estridente contra el amarillo de la capa.
—¡Estoy bien, princesa! —espetó Olimpia apartándose—. Ahora, si me
disculpas… —Sin decir nada más, pasó junto a Leto, empujándola y
desapareció por un pasadizo estrecho. Sus pasos resonaron en el pasillo,
primero a una cadencia normal, y luego más sonoros y raudos cuando echó
a correr.
Leto frunció el ceño. Algo iba mal; había pasado algo. Lo saboreaba en
el aire.
—Mostradme —susurró. Su madre había pedido lo mismo en esos
pasillos y había oído la respuesta de los dioses—. Mostradme...
***
La visión fue de pesadilla.
Había sangre por todas partes: en la nariz de Leto, en su boca y en sus
ojos. Tenía las manos manchadas de sangre. El aire estaba cargado de su
hedor. Óxido. Óxido y muerte.
Atravesó el brillo rojo una mano que se alargaba hacia ella, de piel
dorada, uñas redondeadas y cicatrices en el dorso de los nudillos apretados.
—Melanto —susurró Apolo.
Melanto.
***
La visión se marchó tan pronto como había venido, aunque su recuerdo, el
olor y la sensación claustrofóbica y asfixiante pendían como una nube sobre
Leto. Medio ciega por el pánico, gritó:
—¡Melanto!
Se oyó un débil ruido más adelante. Leto levantó la cabeza y escudriñó
el pasillo en busca de la conocida melena dorada de Melanto y el rubor de
sus mejillas. Por un instante, pensó que el pasillo estaba vacío.
Hasta que la vio.
Melanto estaba tirada en el suelo. Se había metido en un nicho, o quizá
la hubiesen metido allí para intentar esconderla. No levantó la vista cuando
Leto corrió hacia ella.
—Melanto —dijo—. Melanto, ¿estás herida?
A Melanto le colgaba la cabeza. Se le resbaló el brazo del vientre y cayó
al suelo con un ruido seco. Leto apenas se percató del sonido: se le heló la
mente en cuanto las manos de Melanto desvelaron lo que había debajo de
ellas.
Sangre, tal y como había visto.
Se fue formando un charco oscuro en el quitón de Melanto, que
convirtió el rosa claro en un rojo tan intenso que era casi negro. Movía los
labios, y logró jadear algunas palabras, aunque no eran más que susurros de
aire.
Leto se abalanzó junto a ella y presionó con las manos la herida que
debía estar ahí. La encontró con la yema de los dedos: una cuchillada fea y
desigual. Había sido un ataque torpe y habían retirado el cuchillo sin
cuidado.
—¿Quién te lo ha hecho?
Melanto negó con la cabeza. Tenía lágrimas en los ojos, siempre
sorprendentemente verdes. Se la veía asustada; muy asustada, y más lejos
que nunca de la criatura salvaje que había sacado a Leto del mar por
primera vez. Su rostro afilado e inteligente ya no gozaba de ese rubor
dorado, sino que era grisáceo y estaba en tensión por el dolor. Los labios sin
sangre formaban palabras que no llegaban a sonar. Se encorvó contra la
pared.
—No —dijo Leto en voz alta—. No, no, Melanto.
Trató de levantarla, de cogerla entre sus brazos, pero estaba inerte como
una muñeca. Leto no podía cargar ella sola con su peso muerto (no, muerto
no, muerto no, porque Melanto no podía morir). No había nadie más
alrededor y los pasillos que en otra ocasión se alegró de encontrar vacíos
parecían en ese momento una tumba. No iba a encontrar a ningún criado.
Matías. Necesitaba a Matías.
Levantó la cabeza y gritó su nombre, que retumbó, agudo y terrible, en
los pasillos cuando Leto volvió a inclinarse sobre Melanto, aferrada a la
atroz herida de su vientre, hurgando con los dedos en el charco de sangre
cada vez mayor, como si pudiera hacer retroceder la incansable marea.
—Aguanta —susurró, meciendo en los brazos a Melanto—. Matías no
va a tardar en llegar; nos ayudará. Solo tienes que aguantar, Melanto.
Melanto tenía los ojos algo vidriosos, fijos en la nada. Le temblaron los
labios; Leto oyó un lamento agudo y tardó demasiado en percatarse de que
procedía de sí misma. Los susurros de Melanto apenas llegaban a ser tales,
hasta que, al cabo, se extinguieron por completo.
—Melanto —volvió a decir Leto, en voz baja, desesperada—, no me
abandones. ¿Lo entiendes? No me abandones.
Si Melanto la había oído, no dio muestras de ello. Se limitaba a seguir
mirando al infinito, a murmurar palabras silenciosas mientras sangraba rubí
y óxido.
51. AHORA OTRA
MATÍAS
M atías vio marcharse a Leto con pesar y resignación. Le habría
gustado seguirla, pero tenía otros asuntos pendientes.
Se volvió hacia su madre, que permanecía inmóvil, con la espalda
bien recta, una mano en la cadera y una expresión en el rostro que no veía
desde que era niño y lo sorprendían portándose mal.
Intentó mirarla a los ojos, dolorosamente consciente de que era incapaz
de hacerlo.
—¿Por qué no había estado aquí antes?
—No lo sé. —Levantó un hombro con delicadeza—. Dímelo tú.
—Nunca me habías traído aquí, pero ¿a Olimpia sí? Tu hijo soy yo, no
ella.
—Ah, Matías, no me regañes. Siempre has sido igualito que tu padre.
—¿A qué te refieres? —le salieron las palabras de la boca antes de poder
contenerlas. Quiso encogerse ante la petulancia de su propia voz, ante esa
furia infantil. Sabía la verdad, así que ¿por qué seguía negándola? El
matrimonio de sus padres había sido como sería el suyo: una unión política,
formada sin más sentimientos que la codicia. Por lo menos Leto había
dejado clara su indiferencia.
Además, sabía que los matrimonios sin amor solían ser crueles. Y las
reinas, compradas como rollos de seda al otro lado de los mares, no siempre
estaban protegidas. Matías recordó los gritos de su madre cuando los
hombres del rey la encerraron en sus aposentos, y los lloros de Selene
mientras la reina gritaba su nombre una y otra vez.
Ella lo miró con serenidad.
—Un rey debe ser consciente de sus defectos y de los defectos de sus
predecesores.
—Yo no tendría que ser rey —espetó.
—Tampoco hace falta que me lo recuerdes.
Se miraron con furia, cada uno en una esquina de la pequeña y oscura
estancia. Su madre tenía los labios apretados. Fue él quien cedió primero,
como siempre.
—Está bien.
Se volvió y caminó hacia la puerta dando largas zancadas. Apenas había
dado tres pasos cuando algo lo frenó. Muy despacio y con prudencia, se fijó
en los diminutos dedos de su madre, que lo agarraban de la cintura.
—Suéltame —gruñó—. Leto… o sea, Adrastea… Tengo que ir a
buscarla.
Su madre no lo soltó. Algo cambió en su gesto: el odio que siempre le
había tenido a su prometida ateniense salió a la superficie y se hizo
evidente.
—Es curioso —siseó— que la llames Leto. ¿Quieres que te cuente lo
que le pasó a la última Leto que conocí?
Matías se soltó, haciendo caso omiso de las uñas que le había clavado su
madre en la piel.
—La mataste, imagino. U ordenaste que le machacaran las manos. ¿Te
crees que de esa no me he enterado?
La reina sonrió. No mostró ni un signo de flaqueza en su serenidad; era
evidente que no pretendía esconderle la verdad, pues no pensaba que fuese
nada de lo que avergonzarse. Antaño había sido princesa de Esparta, y las
princesas de Esparta no eran conocidas precisamente por su amabilidad.
—Matías, cariño, yo no mato si puedo evitarlo. Pero en este caso lo hizo
Poseidón. Aunque —hizo una pausa para examinarse las uñas— imagino
que quien dio la orden fuiste tú.
—Que… ¿Cómo? —Matías la miró fijamente, sin entender.
—Anda, venga, Matías. No puedes haberte olvidado tan fácilmente. Lo
haces todos los años.
«¿Qué?». Por un momento, no pudo hacer más que mirarla con los
párpados entornados. Hasta que… «Ahí va». De pronto notó un sabor
amargo y seco en la boca: de sal, arena y las plantas de color marrón
verdoso que crecían en lamentables matas junto a la orilla. Se le estremeció
el pecho al inspirar, y notó el peso de una peculiar sensación, aunque no
sabía que era.
—Una de las… elegidas. De las jóvenes sacrificadas.
—Ella también estaba llena de vida, como tu Leto. Estuvo a punto de
escapar, pero Alexios la atrapó. —Se le ensanchó la sonrisa y se inclinó
como para contarle un chiste que quedase entre ellos—. Me sorprende que
eso no lo viese venir.
Matías frunció el ceño. No llegaba a entender la broma. Su madre
siempre hacía que se sintiese tonto, lento: como un potro cojo a la cola de la
manada.
—¿Cómo iba a verlo venir, si Poseidón las escoge al azar?
La reina arrugó la frente.
—¿No te lo dijo Olimpia?
Al oír su nombre, instintivamente, Matías buscó con la mirada a
Olimpia, pero no había nadie más en la habitación, aparte de su madre y él
y las doce estatuas silenciosas que se elevaban por encima de ellos, con los
ojos de piedra y mirada perdida hacia lo alto, como si pudieran ver más allá
del techo de mármol goteante, hacia las estrellas.
Su madre se tomó el silencio pensativo como una negativa.
—En fin, da igual. Seguro que te acuerdas de ella. Me han dicho que te
dejó bastante impresionado; que diste un buen discurso en su honor.
Entonces empezó a recordar sin necesidad de forzarlo: la muchacha de
mejillas hundidas, ojos morados y boca furiosa amordazada. Y también el
mendigo harapiento de Vathí, que le sonreía entre dientes rotos y le ofreció
el nombre de Ofelia, y la impresión de que le faltaba algo. La impresión de
que le habían mentido.
—La hija de la sibila —dijo Matías con una voz inexpresiva—. La
muchacha que trató de escapar. Se llamaba Leto.
Su madre tan solo asintió. Le centellearon los ojos; era consciente de que
esta vez había ganado, aunque no sabía muy bien por qué.
—Pero… —No lo lograba entender—. Me… me dijeron que se llamaba
Ofelia. Cuando pregunté… Pregunté el nombre de la sibila que había vivido
allí, y me dijeron…
—Es que Ofelia era el nombre de la sibila que vivió allí. La última sibila
real, con un marido y una hija inútiles. Leto no era más que una burda
imitación de su madre. —Sacudió la mano en un gesto despectivo—. Envié
a unos hombres para que la investigaran y me aseguraron que sus profecías
eran poco más que fantasías infantiles.
—Está muerta. No hables así de ella.
—Hablo de los muertos como me viene en gana.
De repente notó un cambio en el ambiente. A su madre se le oscureció la
mirada y se le relajó la postura, y pareció encerrarse en sí misma. Habían
dejado de hablar de la sibila; Matías estaba seguro.
—Madre —dijo en voz baja.
—Nuestra maldad no se marcha con nosotros cuando nos vamos —dijo.
Movió nerviosa los dedos junto al costado, como si hubiese querido tocar a
Matías y se hubiese arrepentido al momento—. A veces los muertos
merecen que se hable mal de ellos, por todo el sufrimiento que infligieron
en vida. No es tan difícil morir como ganarse mi perdón.
La luz de las velas titilaba en los rasgos de su rostro. En parte le
recordaba a Selene, en los ojos oscuros, en la tensión de la mandíbula y en
el ángulo marcado de los pómulos. A veces era fácil olvidar, por su
ferocidad, todo a lo que había renunciado y todo lo que le habían
arrebatado. La reina lo miró por última vez con perspicacia y decepción,
dejó escapar un suave suspiro que podría haber sido su nombre y se marchó
de la habitación.
***
A solas, Matías se sorprendió contemplando el rostro de piedra de la estatua
más cercana.
Aun sin su madre, no conseguía despojarse de la sensación de ineptitud
que le provocaba. Tamborileó con los dedos sobre su muslo y observó la
estatua con el ceño fruncido. ¿Qué le faltaba? ¿Qué era esa estancia? ¿Por
qué la habían creado y quién la mantenía? ¿Quién prendía las velas y por
qué seguían encendidas aun cuando goteaba agua del techo de forma
ininterrumpida? Había algo, lo presentía, cerniéndose sin que pudiera darle
alcance.
Se acercó aún más a la doncella de piedra más próxima y luego, en un
absurdo acto instintivo, se subió a su pedestal.
Allí arriba, tenía la parte superior de la cabeza a la altura de la barbilla
de la estatua. La vela que sujetaba entre las manos estaba caliente. Con
cuidado de no caerse, la cogió y la sujetó contra el pecho.
—¿Quién la habrá dejado aquí? —Le hablaba a la nada, y no obtuvo más
respuesta que el eco de su propia voz.
De repente se sintió ridículo y bajó al suelo. La llama que sujetaba en la
mano brincaba y la luz titilante rebotaba. ¿Qué era eso? Frunció el ceño y,
con cuidado, se arrodilló para situar el rostro a la altura de los pies de la
muchacha de piedra.
Había una inscripción tallada en el pedestal en que se encontraba, pero el
paso de los años la había desgastado hasta hacerla ilegible. El agua que caía
del techo había tallado canales en las palabras.
Pasó el dedo con respeto por uno de los surcos. La destrucción era total;
por debajo apenas distinguía palabra alguna. Tal vez una fuera «doce» y
otra fuera «lección». ¿O era «elección»? Matías se acercó aún más. ¿Qué
ponía en la inscripción? ¿Quién la había tallado y por qué?
Tal vez hubiera podido leer más, entender más, de no haber sido por lo
que pasó después: desde muy lejos, Leto gritó.
Nunca había gritado así hasta entonces, que él la hubiera oído al menos,
pero Matías sabía que era ella. El grito estaba lleno de dolor, de un pesar
incomparable que no dejaba de sentir mientras retumbaba en los pasillos
que lo rodeaban. Se le contrajo el corazón con tanta fuerza que le dolió
antes de empezar a latirle con frenesí.
Matías corrió hacia el origen del grito. Hacia Leto.
No sabía adónde iba; la joven podría haberse hallado en cualquiera de
los numerosos pasillos que se extendían ante él. Sin embargo, sin poder
explicar por qué, sus pies parecían saber adónde llevarlo, y lo condujeron
por escaleras, a través de arcos y junto a tapices y tapices hasta que la
encontró.
Olió la sangre antes de verla: el hedor intenso y metálico de la matanza.
Así había olido el padre de Matías hacia el final de su vida, cuando había
empezado a toser enormes tapones carmesí. Las criadas alejaban a Matías
cuando lo pillaban observando, pero no podían borrarle el recuerdo de la
mente: su padre, encorvado, escupiendo un coágulo del tamaño del puño de
Matías en un cuenco de plata pulida.
Leto se estaba muriendo. No había otra explicación.
La joven levantó la vista cuando oyó sus pasos e hizo una pausa en su
vano esfuerzo de arrastrar por el suelo aquello que se hundía sobre su
regazo. Se percibía el pavor y la angustia en sus ojos, pero también cierto
brillo. Estaba a salvo. Matías se avergonzó de sentir alivio al percatarse de
que no era Leto la moribunda, sino Melanto.
Lo que sintió luego fue miedo. Melanto: la Melanto llena de furia y odio,
que le había hablado con ternura mientras él lloraba por Selene. Melanto no
podía morir. No la había creído capaz de morir.
—Matías. —La voz de Leto apenas era un susurro—. Ayúdame.
El príncipe se agachó a su lado. Melanto estaba embadurnada en sangre,
parpadeaba débilmente y jadeaba al respirar.
—¿Cómo?
—¿Crees que puedes levantarla?
—¿Que si puedo levantarla? —repitió. Melanto era alta, pero estrecha de
caderas y esbelta. Matías podría cargar con ella con facilidad. Pero ¿adónde
iban a llevarla? Ya no había médico en el palacio y el primer pueblo estaba
demasiado lejos.
—Puedo ayudarte si lo necesitas.
—Puedo levantarla —dijo Matías con seguridad—, pero ¿adónde…?
—Bien —lo interrumpió Leto—. Sígueme.
Inexplicablemente, bajó las empinadas escaleras hasta el patio. Melanto
estaba inerte en sus brazos y la notó peligrosamente fría contra su pecho.
Cuando salieron al patio, agradeció la cálida brisa vespertina.
Leto se detuvo delante de la fuente.
—Déjala en el agua.
—¿Qué? —¿Para qué? Había oído hablar sobre poner sal en las heridas
para evitar la infección y cerrarlas, pero ¿la fuente? Tan solo aceleraría el
sangrado.
—Vamos —gruñó Leto. Tenía los dedos contraídos como garras junto a
los costados y los hombros hacia atrás, y temblaba de la tensión.
Hizo lo que le dijo y dejó con cuidado a Melanto en el borde de la fuente
de modo que el agua la cubriese hasta la cintura. Matías tenía el quitón
manchado de rojo donde Melanto había estado contra él.
—Más abajo —dijo Leto—. Por encima de las costillas. —Se halló
repentinamente a su lado, inclinada para empujar con las manos el vientre
ensangrentado de Melanto. Olía a violetas; a violetas y a sangre.
Matías sumergió aún más a Melanto. Miró nervioso a Leto, en busca de
su aprobación, pero ella ni lo vio. Se había mordido el labio inferior, se
succionaba los carrillos y fruncía el ceño. No se había percatado de que
estaba llorando, y las lágrimas le corrían por las mejillas y le goteaban por
la barbilla.
Cambió la forma de agarrar a Melanto y notó como el quitón se le
resbalaba bajo las manos. No era apropiado tocar la piel desnuda de una
señorita (ni siquiera de una doncella), así que intentó apartarse.
Sus dedos tocaron algo que no era piel.
La sensación lo hizo estremecerse en un horror sin palabras. Donde
deberían de haberse encontrado las piernas de Melanto, la piel no era suave.
En vez de eso, sus dedos habían rozado una capa de escamas flexibles y de
borde afilado.
«Dioses». De repente recordó los manuscritos de la biblioteca, ilustrados
con representaciones muy gráficas de mitos y leyendas. Manuscritos que su
madre había dejado pudrirse. Circe transforma a Escila se le había grabado
en la mente: una ilustración de la ninfa Escila retorciéndose de agonía; unas
cabezas de perro le atravesaban la cintura y escamas de reptil le florecían en
el cuello mientras este empezaba a dividirse en seis.
No pudo evitar clavar la vista en la cintura de Melanto. No había perros:
solo la mancha cada vez mayor de sangre en torno a la herida, que volvía
carmesí el azul claro del quitón. Y las manos de Leto, resbalándose con el
agua mientras intentaba a la desesperada detener el sangrado, sujetar a
Melanto mientras se desangraba.
Entonces, Matías miró a Melanto a la cara y todo se desmoronó.
52. LAS NOCHES SON INFINITAS
LETO
L eto supo cuándo se había transformado Melanto porque Matías emitió
un sonido espantoso y aterrador desde la garganta y se apartó.
—Matías —dijo con los dientes apretados. Había sangre por todas
partes: un charco cada vez mayor en el agua; un olor que cargaba el aire;
una mancha que volvía las puntas doradas del cabello de Leto de color rojo
como el rubí y luego de negro cuando el mar la aferró. Tenía los brazos y
las piernas grises y verdes; solo el rostro y el cuello, que estaban fuera del
agua, seguían siendo humanos. O casi: tenía los ojos medio abiertos y eran
íntegramente de un color negro insectoide—. Ahora no, por favor.
—Mírala —dijo.
—Ya lo sé. —Al fin miró hacia el rostro aterrorizado de Matías. Su piel
tostada tenía cierto lustre verdoso; tenía los ojos como platos y le temblaban
los labios—. Pero, por favor, por favor, necesito tu ayuda.
La fuente no estaba sanando a Melanto tan deprisa como le habría
gustado. Necesitaba tiempo, mucho tiempo. Tal vez si la hubiera llevado al
mar no habría llamado tanto la atención, pero Leto no habría podido llevarla
hasta allí ella sola. Necesitaba a Matías, y este debía confiar en ella hasta
entonces.
Matías negó con la cabeza sin decir nada. Estaba hecho un asco:
despeinado y casi tan empapado de sangre como la propia Leto.
—Ayúdame, Matías.
El príncipe se estremeció, abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Matías.
—Está bien, está bien. —Leto no sabía si estaba hablándole a ella o para
sus adentros. De todas formas, prácticamente ni lo escuchaba, demasiado
ocupada alejando el líquido de sus propios dedos, impidiendo la aparición
del verde y el gris que florecían en cuanto los rozaba el agua—.
Deberíamos quitarle el collar —masculló Matías—. No puede respirar.
Leto tardó demasiado en reaccionar.
—Espera.
Para cuando levantó la vista y miró, aterrada, a Matías, este ya había
alargado la mano, despojado a Melanto del collar y dejado a un lado la tira
de bronce.
—¿Qué…? —empezó a decir, y se interrumpió bruscamente, tensando
los hombros. Leto no tuvo que seguir la dirección de su mirada para saber
lo que había visto: el cuello de Melanto, al descubierto bajo la escasa luz, y
la horrible cicatriz que lo rodeaba.
Tendría que haber dicho algo, haberse inventado alguna excusa que
justificase por qué Melanto lucía la marca de la soga, pero no se le ocurrió
nada. Tal vez Matías no lo entendiese. Tal vez lo atribuyese a un extraño
accidente, a un traspié ya olvidado por el que escapó por poco de la ley.
El príncipe levantó la vista. Tenía la mirada apagada y en ella solo se
distinguía la expresión de quien acababa de comprender algo horrible; la
expresión de un hombre que había visto algo que creía imposible. Leto
recordó su rostro en el santuario de las doncellas y cómo había acariciado
las manos de piedra de Timo. Seguramente hubiera notado que una de las
tallas se parecía mucho a Melanto, y en ese momento debía de estar
relacionando los dos hechos. Tenía los puños apretados a los costados y la
miraba fijamente, mientras sus labios formaban las palabras que supondrían
su perdición.
—Quítate el collar, Leto —dijo Matías. Su nombre en su boca, dicho así,
como si fuera insoportablemente valioso, le aceleró el corazón a Leto. Qué
traicionero.
La joven negó con la cabeza.
—Matías, te… te lo puedo explicar.
—Quítate el collar. —Nunca lo había oído alzar la voz, ni siquiera una
vez. Ni cuando Melanto le soltaba una impertinencia por cualquier ridiculez
minúscula por décima vez una misma tarde, ni cuando Leto lo había besado
y a continuación lo había maldecido. Pero, en aquella ocasión, su voz
resonó con la claridad de una campana en el patio. Tenía la respiración
agitada. Hablaba como un rey.
Como el futuro rey.
—No —dijo Leto.
—Quítatelo —dijo Matías— o te lo arrancaré yo mismo.
La joven se había echado a temblar a pesar de la calidez del aire
nocturno.
—Más te vale no amenazarme, Matías. No solo soy tu prometida, sino
también hija de Atenas, y…
El príncipe no tardó en abalanzarse sobre ella, agarrarla por los hombros
y obligarla a quedarse quieta, y la miró tan fijamente que parecía atravesarla
con los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas y enseñó los dientes al
pronunciar la palabra:
—Quítatelo.
Leto llevó las manos temblorosas al cierre y lo abrió. El collar cayó al
suelo con un ruido metálico, pero Leto apenas lo oyó. En su mente solo
percibía el rugir del agua mientras Matías observaba despacio,
pausadamente, de arriba abajo, la cicatriz irregular de la horca y, más abajo,
la circunferencia de escamas negras que le dividían el cuello en dos.
La soltó sin decir nada.
Su ira había desaparecido tan pronto como había venido, y, cuando la
miró, sus rasgos habían perdido toda emoción.
—Matías… —susurró Leto.
—Leto —dijo el príncipe con una voz inexpresiva—. La muchacha
sacrificada se llamaba Leto. Y tú… ¿Cómo se me puede haber pasado? —Y
añadió, con una voz repleta de una terrible angustia—: ¿Qué haces aquí?
—No es lo que piensas —respondió—. Te juro que…
—Márchate —dijo Matías.
—¿Qué?
—Que te vayas al establo —dijo el príncipe—, cojas un caballo, el que
quieras, me da igual, y te marches.
—No lo entiendes —dijo desesperada—. Matías, por favor.
Ni siquiera la miraba.
—No hace falta que lo entienda todo —dijo—. Lo único que necesito
saber es que me has mentido, Leto, y no tengo compasión alguna por los
mentirosos. Es que… ¿acaso deseabas romper el maleficio? Es evidente que
para ti no ha supuesto el problema que sí ha supuesto para muchas otras.
¿Estaban ahí esas marcas cuando me regañaste por permitir que continuase,
cuando ahora queda claro que sabías eludirlo? ¿De verdad me miraste a la
cara y me dijiste que era culpa mía cuando tienes la marca de Poseidón en
el cuello y sigues viva, mientras mi hermana está muerta?
—Matías, no…
—¿Cómo lo has conseguido? Dímelo o márchate.
—No puedo. —Se ahogaba con cada palabra.
—¿Acaso tengo que hacerlo yo? —espetó—. Está bien, voy a por el
caballo. Te vas a subir a él, te marcharás de aquí y no volverás.
Pasó junto a ella rozándole el hombro y se dirigió a los establos,
sacudiéndose de camino el agua rosada de las manos.
Leto lo vio marcharse sin decir nada. Los sacrificios se celebrarían al día
siguiente; no podía acabar todo así. Matías cambiaría de opinión.
Tenía que cambiar de opinión.
Leto volvió junto a Melanto, que ya estaba sumergida en la fuente por
completo, con el rostro emborronado bajo una capa de agua y sangre en
movimiento. Y, aunque se estaba curando, no lo hacía lo bastante rápido.
Necesitaba el mar; allí Poseidón era más fuerte. Pero Leto no podía
moverla sin poner en peligro su vida.
—Leto. —Era Matías, que regresaba con una yegua.
—Matías. —No podía soportar mirarlo—. Piénsatelo bien, por favor.
—Si necesitas mi ayuda para levantarla, dímelo ya —dijo él con una voz
especialmente inexpresiva.
—Matías…
—¿Me necesitas? Puedo dejarla ahí si quieres. Te marchas sola y que
Melanto se quede ahí. Pero que sepas, Leto, que no voy a intentar salvarla.
—Lo decía en serio. No sabía por qué, pero lo decía en serio. Estaba
dispuesto a desterrarla y no volver a verla. Podría suplicarle e intentar
convencerlo, pero no le quedaba tiempo.
—Sí —dijo. Se le quebró la voz—. Sí, ayúdame, por favor.
—Súbete al caballo.
Hizo lo que le ordenó y se subió al animal sin la menor pretensión de
elegancia. La yegua se movió bajo su peso, y también cuando Matías subió
a Melanto después de ella. Estaba inmóvil, con los ojos cerrados. Su
respiración agitaba débilmente las puntas empapadas y manchadas de
sangre del cabello de Leto; era el único signo de que seguía con vida.
—Vete —dijo Matías.
Leto quería llorar, tomarlo de las manos. Quería gritarle que la muerte de
Melanto no iba a devolver a Selene a la vida.
Recordó la profecía que guardaba arrugada en el bolsillo.
—Por favor —dijo mientras la sacaba y se la ofrecía a Matías—. Por
favor, léela, y así quizá lo entiendas.
Matías no hizo amago de cogerla hasta que finalmente Leto,
inclinándose tanto sobre el caballo que podría haberse caído, la dejó sobre
su mano y le cerró los dedos en torno a ella.
—Por favor —repitió—. Hazlo por mí.
El príncipe se negaba a mirarla.
—Vete.
No tuvo elección. Clavó con torpeza los talones en los costados del
caballo, que echó a trotar, ralentizado por el peso de los dos cuerpos.
Se volvió justo a tiempo para ver a Matías soltar el fragmento de
pergamino, que cayó en la mezcla de agua salada, sangre y mugre a sus
pies. Se quedó mirándolo fijamente por un momento antes de darse media
vuelta y marcharse.
Con Melanto hundida entre sus brazos con los ojos cerrados, y con el
olor acre y metálico de la sangre en el viento, Leto echó a cabalgar hacia el
mar.
53. LA DESTREZA DE UN
CANTANTE
MATÍAS
D e niño, a Matías siempre le habían gustado los relatos.
Perseguía incansable a sus niñeras para que se los contasen, a su
hermana, a su madre, y luego, cuando todas lo habían reprendido por
quinta o sexta vez la misma noche, bajaba sin hacer ruido las escaleras que
llevaban a las habitaciones situadas debajo del palacio, que componían la
biblioteca de su padre.
Se pasaba horas allí, sentado con las piernas cruzadas en el suelo junto al
sillón de su padre, perdido y aturdido por el deleite mientras devoraba los
relatos sobre Zeus, Apolo y Perséfone. A veces su padre se los leía en voz
alta, suave e ingeniosa, con Matías subido a sus rodillas. Esos eran los
relatos que más le gustaban.
Había perdido parte de esa pasión tras la muerte de su padre, y aún más
después de la de Selene. Había encerrado los recuerdos en lo más profundo
de sí para que permaneciesen intactos, pero uno había logrado salir a la
superficie. Días atrás (aunque en realidad parecía media vida), junto a Leto,
mientras le hablaba de su madre, lo había recordado.
El recuerdo de una conversación: sentado en la cama con su padre,
apoyado contra el hombro del rey mientras este le narraba la historia de
Odiseo. Cuando su padre se había interrumpido para toser, mientras trataba
de recuperar el aliento, Matías había preguntado si la gente contaría relatos
sobre él algún día.
—Espero que no —había sido la respuesta de su padre.
Matías había fruncido el ceño y había querido saber por qué.
—De la gente feliz no salen buenos relatos —había respondido con
esfuerzo en cada palabra—. Las épocas interesantes son las de cambio, las
de malestar. No hay historia sin conflicto y no hay conflicto sin hacer daño
a alguien. Los relatos nacen de la infelicidad, la soledad y la pérdida. Los
héroes nunca tienen final feliz.
Matías tenía ocho años, y esa inocencia infantil le permitió olvidarse
fácilmente de las palabras de su padre. Prefería ser un héroe a ser feliz,
pensaba, incluso cuando las criadas fueron a verlo unas semanas después
para peinarle los rizos y decirle que su padre había muerto.
Sin embargo, no fue hasta ese momento, apoyado contra la puerta de sus
aposentos con la sangre de Melanto en la yema de los dedos, cuando Matías
lo entendió todo.
Siempre le habían gustado los relatos.
Pero todo relato tiene final y, para que existiera final, el héroe tenía que
caer.
54. HACIA SU FINAL
LETO
L eto no solía rezar, pero estaba rezando, galopando por los montes hacia
el mar. Rezaba con más sinceridad que nunca.
No sabía montar bien, pero el miedo, la desesperación y el amor le
daban fuerza para aguantar. No importaba que el equinoccio fuese el día
siguiente. No importaba que fuesen a morir doce personas si no volvía
aquella noche y acababa con todo. Solo importaba Melanto.
Leto no se permitió parar, ni a respirar ni a pensar, hasta que los cascos
de la yegua hubieron pisado la arena y al final pudo desmontar, posar a
Melanto en el bajío y dejar que la barriesen las olas.
55. MUCHO MÁS POR LOS
BUITRES
MELANTO
M elanto fue recuperando poco a poco el conocimiento.
Y con él vino el dolor, persistente, punzante y tan terrible que
consumía todos sus pensamientos. Era consciente de que alguien la
acompañaba, que le apartaba el cabello de la cara y la tela rasgada del
quitón cuando el mar la acariciaba con esos dedos que tanto conocía.
Quería dormir, pero el dolor no se lo permitía. Subía y bajaba como con
la marea. De muy lejos, oyó a alguien gritar, seguido de una voz al oído,
grave, suave y familiar.
—¿Melanto? ¿Me oyes?
«Vete. Déjame dormir».
—Melanto. —Hablaba más alto—. Tienes que despertarte, Melanto. Te
estás curando; vas a ponerte bien. Pero no podemos quedarnos aquí. Nos
van a ver. Tienes que venir conmigo andando. ¿Vas a poder?
«No —intentó decir Melanto—. No, no puedo. Déjame». Unas manos la
agarraron de las axilas, la sacaron del agua, la dejaron en la arena y la
zarandearon por los hombros.
—Melanto —dijo Leto—, despierta.
Haría lo que fuera por esa voz. Incluso ir hacia la luz que ardía, ardía y
ardía.
«Leto te está esperando».
«Pero duele».
«Te está esperando».
Melanto abrió los ojos.
56. LLENOS DE FLORES
LETO
L as calles de Vathí estaban a oscuras, salvo por la tenue luz de la luna
creciente, mientras Leto tiraba de Melanto hacia la casa que antaño
hubo sido su hogar. Tan solo esperaba que nadie la hubiese ocupado;
era el único sitio al que podía ir. Tenía una vista mucho más aguda que
antes; el pueblo parecía más pequeño; los colores, más vivos, y los bordes,
más afilados. Hasta parecía moverse más despacio.
En más de una ocasión advirtió el movimiento de una sandalia errante o
de un brazo en movimiento a escasa distancia y pudo esconderse en un
umbral, con la mano en la garganta, antes de que el rezagado, normalmente
con una petaca en la mano, pasase de largo sin percatarse de su presencia.
Había pasado la vida en Vathí, escondida tras pañuelos e incienso, en un
vano intento de ocultar su edad ante los buscadores de fortuna que se
mostraban escépticos ante una sibila adolescente, pero, de todos modos,
podrían reconocerla. Y, con la marca en el cuello y los sacrificios tan
cerca… no podía dejar que la vieran.
Además, Melanto, febril entre sus brazos, apenas aguantaba en pie sin su
ayuda. Si algún vil transeúnte decidía que las dos, andrajosas y exhaustas,
eran un objetivo fácil, poco podría hacer para detenerlo.
Las calles le eran familiares, para su consuelo. Leto no tenía ni idea de
adónde irían a continuación, cuando el nuevo día trajese la muerte de una u
otra manera, pero sí sabía dónde pasarían la noche. Vathí la reconfortaba
por su familiaridad: el zapatero, la escuela, el taller del tejedor. La choza
destartalada del anciano extraño que decía que había sido un héroe.
Aunque la mayoría de la gente de la isla hubiese abandonado a los
dioses, allí seguían los santuarios. Las fuentes vertían agua salada en pilas
toscamente talladas y en las hogueras humeaban restos de ceniza de las
ofrendas allí quemadas. Más adelante, entre una hilera de edificios bajos
blancos, titilaba una vela en un umbral.
Levantó la vista para observar el palacio, en lo alto del monte. El camino
hasta allí estaba en calma y en silencio. Aún faltaban muchas horas para el
amanecer y, aunque pronto estaría repleto de mercaderes y sirvientes, por el
momento Melanto y ella estaban solas. No podían verlas. Se tapó el rostro
aún más con la capucha y, juntas, recorrieron con dificultad aquel conocido
empedrado que las llevaba a su hogar.
Se conocía cada centímetro de esa callejuela. Sabía dónde estaban las
piedras desiguales con las que podía tropezarse y las zonas en las que se
acumulaba el agua después de las tormentas. No había cambiado nada. El
viejo de la segunda casa seguía teniendo los mismos postigos rotos. Su gato
gordo y naranja dormitaba en el alféizar. Cuando Leto y Melanto pasaron
por delante, abrió un ojo, amarillo y brillante, y las miró sin moverse.
Por fin, llegó ante su casa. Veía que habían vuelto a acoplar la puerta a
las bisagras y habían clavado un listón de madera sobre las marcas
astilladas de las patadas de los guardias. Seguramente fuese obra de algún
aldeano que supiese qué había sido de ella: un pequeño acto de generosidad
hacia una muchacha a la que creían muerta. Se preguntaba si la habrían
llorado. ¿La habían echado de menos? La cerradura debió de haber sido
insalvable, pues la puerta se abrió nada más tocarla.
Notó un fuerte olor a romero. Habían colgado y amontonado ramos de
hierbas secas en todas las superficies que estaban libres. También habían
barrido el suelo. Otro acto de generosidad hacia una muchacha muerta; se le
formó un nudo en la garganta.
Salvo por la cama y el maltrecho baúl en el que había guardado la ropa,
la habitación estaba vacía, con la excepción de una palangana
resquebrajada. En el fondo había un charco de agua rancia.
Acompañó a Melanto hasta la cama, le soltó con mucho cuidado el brazo
y, con delicadeza, la sentó. Melanto se estremeció. Había dejado de
sangrarle el vientre, le había salido costra en la herida y, poco a poco, había
ido recobrando la lucidez mientras Leto tiraba de ella desde la playa hasta
Vathí.
—No te muevas —dijo.
Abrió el baúl con cierto temor (creyéndola muerta, ¿le habrían dejado
algo los aldeanos?) y sacó un viejo quitón. «Dioses». La última vez que se
lo había puesto, era una persona diferente. Falsificaba profecías y peleaba
por lo poco que le enviaban los dioses. Cuando se volvió hacia Melanto,
pisó algo que se había caído, resplandeciente. Era un óbolo: tenía una forma
inconfundible. Sin pensarlo, se agachó y lo recogió; limpiándole la mugre
con la falda.
¿Cuándo lo había encontrado? Probablemente hacía años. A pesar de que
estaba maltrecho y polvoriento, Leto debió de verse incapaz de dejarlo: al
fin y al cabo, era una moneda, que siempre podía intercambiarse por una
taza de guiso de los posos fríos y solidificados del caldero. Leto no había
tardado en aprender esa clase de cosas tras la muerte de su padre. Las
sobras no siempre eran agradables a la vista, pero aflojaban el nudo que el
hambre formaba en el estómago.
Negó con la cabeza para desprenderse del recuerdo y procedió a rasgar
el quitón en tiras.
—¿Qué haces? —preguntó Melanto en voz baja.
—Vendas —dijo Leto. Se mordió el labio—. No sé si van a servir de
algo, pero a lo mejor evitan la infección o ayudan a la curación o… En fin,
no sé. Se lo he visto hacer a la gente. No sé qué más puedo hacer.
Melanto debió de notarle la voz quebrada.
—Qué buena idea —dijo con amabilidad—. ¿Me las pones tú?
Permaneció en silencio mientras Leto vendaba con cuidado la
cuchillada, estremeciéndose cada vez que sus manos pasaban demasiado
cerca del tajo rojo intenso. Cuando Leto hubo acabado y anudado los
extremos sueltos, Melanto cogió uno de los fragmentos sobrantes del quitón
y dijo:
—Tienes que volver. Lo sabes, ¿no?
Leto lo había pensado un centenar de veces: mientras se marchaba a
caballo del palacio y mientras yacía en el bajío junto a Melanto, esperando
a que el mar le insuflara vida.
—Lo sé —dijo—. Lo sé.
—Tienes que volver esta noche —dijo Melanto. Alargó el brazo para
acariciarle la mejilla y a continuación anudó la tira de tela que tenía en la
mano al cuello de Leto—. Es una obligación. Es la última oportunidad que
nos queda. Los sacrificios son mañana.
—¿Sin ti? —El mero hecho de pensarlo la horrorizaba.
—Imagino que siempre tuvo que ser así —dijo Melanto con una sonrisa
amarga—. Tal vez los dioses intentaron enviarnos una señal al… —Se
interrumpió. Ninguna de las dos necesitaba que les recordasen la última vez
que habían intentado matar a Matías, cuando Melanto había caído a la vez
que el príncipe, ahogándose al intentar respirar como si el aire fuese brea.
—¿Y si fracaso?
—No puedes —dijo Melanto—. No puedes. No te lo había dicho antes,
Leto, imagino que por miedo. Pero te lo voy a decir. Eres la última.
—¿La última?
—La última a la que liberará Poseidón; la última muchacha en caer al
mar y volver a levantarse. Prometió concederme doce, solo doce, y ya han
sido once las que han regresado, se han marchado y han muerto. Eres la
última. Si esta noche fracasas, se acabó.
No hizo falta que dijera lo que eso implicaba. Cientos y cientos de
muchachas, ahorcadas por el mero delito de existir en una desdichada isla
maldita. Leto no podía fallarles; no podía.
—Está bien —dijo Leto al fin con rotundidad. No hacía tanto tiempo que
había llegado a la costa, sin reservas, con solo un objetivo en mente.
Deseaba poder regresar a ese punto en que matar a Matías no le rompería
los últimos pedazos del corazón—. Tienes razón, claro. Volveré y acabaré
con todo.
—Bien —dijo Melanto y cerró los ojos—. Márchate. No voy a morir, al
menos no por este rasguño. —Leto aún olía su sangre bajo las vendas.
Estaba claro que la puñalada no era ningún rasguño.
—Aún no —dijo Leto—. Si Matías ha convocado a su guardia, si saben
quién soy, van a intentar detenerme. Podría morir esta noche.
Melanto no dijo nada. Se le torció el gesto.
—No voy a morir en vano —dijo Leto—. No voy a morir sin saber.
Antes de irme, ¿me vas a contar lo que ha pasado? Esta vez, la verdad.
¿Cómo surgió la maldición, Melanto? ¿Y qué tuviste tú que ver en ella?
—Mucho —respondió Melanto. En sus ojos se reflejaba la luz de la
luna, tenía la piel pálida y dorada y estaba tan hermosa como el primer
narciso de la primavera—. Quizá fui quien más tuvo que ver.
57. SÉ VALIENTE, CORAZÓN MÍO
MELANTO
−N ací de una esclava de la aldea de Vathí —dijo Melanto. Cada palabra
le infligía un dolor sordo en el vientre que le recordaba la herida aún
sin curar escondida bajo las vendas—. O al menos eso me dijo la reina que
me compró a mi madre.
Era fácil sumirse en los recuerdos. Melanto cerró los ojos y volvió a
caminar por los pasillos del palacio.
En aquellos tiempos, era un maravilloso edificio que admirar: una
extensión (un reino en sí mismo) de columnas de mármol, tapices con hilos
de oro y estrechos pasillos repletos de criados. Un mar de caras tan
familiares para Melanto como las pecas y las cicatrices que le marcaban el
dorso de las manos.
Le encantaba vivir allí.
Los criados que se cruzaban con ella no la miraban a la cara. Se
apartaban a un lado para evitarla cuando esta se dirigía a los aposentos de la
reina con una cesta de lana de cabra de tosco hilado apoyada en la cadera.
Sabían que Melanto era la favorita de Penélope, que podía ser una criatura
malvada y peligrosa si se la atormentaba. Sabían de las joyas que le
regalaba Penélope y de las invitaciones a cenar en su mesa por las noches;
que a veces Melanto se arrodillaba delante de la silla de Penélope y la reina
le trenzaba el cabello rubio como si Melanto fuese su propia hija. Sabían
del muchacho del establo, despedido a petición de Melanto.
Pero no sabían nada más.
Melanto dobló una esquina y se chocó contra algo sólido y templado;
algo que dejó escapar un jadeo de sorpresa y dio un paso atrás, agarró de los
hombros a Melanto y la sostuvo. Se había chocado contra la cesta, y los
hilos de color claro se habían caído al suelo de losa pulida.
—Cuidado —espetó Melanto, se sacudió para soltarse y se agachó para
recoger la lana.
—¿Cómo que «cuidado»? —repitió una voz masculina, suave como la
miel y profunda como los pozos de los que sacaba agua Melanto todas las
mañanas. Dejaba caer las sílabas con regocijo.
Melanto se tensó.
—Mis disculpas —dijo con cautela, sin levantar la vista—. No os había
visto, mi príncipe.
Telémaco se rio.
—Melanto, cariño, no malgastes las palabras en mí. Sabes que te
perdonaría cualquier falta.
Melanto y Telémaco habían crecido juntos: dos niños de cabello dorado
en los aposentos de Penélope, mientras esta esperaba a que su esposo
regresase de la guerra que había arrasado Troya. Los tres años que los
separaban (Telémaco era el mayor de los dos) no habían importado ni
habían impedido que estuvieran todo el tiempo juntos, riendo, sacando la
ropa de Penélope de los armarios o montando en poni por el monte. Lo
había querido.
Incluso entonces, le dolía el corazón al mirarlo. No sabía identificar el
momento exacto en que había cambiado todo, en que habían pasado de
«Mel y Tel» a «Melanto, la doncella, y Telémaco, el príncipe», pero sabía
que ya no la veía como a su hermana. Telémaco, de veinte años, que había
cambiado la infancia por una fanfarrona madurez, la miraba y le brillaban
los ojos negros con un matiz más severo y perspicaz. Era la misma
expresión que había visto en su rostro cuando llegaron al palacio los
primeros pretendientes y le ofrecieron un magnífico semental gris para sus
establos.
Codicia.
Solo había tenido que rechazarlo una vez, pero con eso había bastado.
Había oído a Penélope gritar a su hijo dos pasillos más allá, el sonido
cortante de la mano contra su mejilla al abrirle la piel bronceada del rostro
con los anillos. Aquel día había muerto todo el amor que Telémaco le tenía
a Melanto. La cicatriz arrugada encima de la mejilla permanecía cual pálida
estrella para recordárselo.
Melanto la vio cuando el príncipe levantó la barbilla y ella lo miró al fin
al hermoso rostro.
—Eurímaco pregunta por ti —dijo él sin darle importancia, pero sus ojos
recorrieron con frenesí la cara de la joven mientras hablaba del pretendiente
de su madre. Eran tantos que había perdido la cuenta; holgazaneaban y se
peleaban mientras esperaban a que Penélope escogiese a uno de ellos. La
reina se pasaba el día tejiendo un sudario, en el que se enterraría al padre de
su esposo. No elegiría a ninguno hasta que lo acabase. Y sus pretendientes,
Eurímaco incluido, buscaban entretenimiento en otra parte.
Pero no lo acabaría nunca, pues Melanto se quedaba despierta todas las
noches con once doncellas más deshaciendo el esmerado tejido. No lo hacía
por obligación, sino por amor a una reina que solo la había tratado con
amabilidad.
—Ah, ¿sí? —Melanto mantuvo la serenidad en la voz.
Eurímaco tendría como poco treinta años; Melanto no supo de él hasta
que la hubo arrinconado en una de las primeras semanas tras su quince
cumpleaños. Le apestaba el aliento a vino y se había acercado a ella con la
confianza de un hombre que desconocía lo que era un «no».
***
Melanto se estremeció e interrumpió la narración.
Leto estaba junto a ella, con los ojos como platos.
—¿Te…? —empezó a preguntar, con la boca torcida. Melanto sintió un
nudo en el estómago. Leto no podía ni decirlo.
—Tenía un amigo —dijo— llamado Antínoo. Te acuerdas de que te
hablé de Timo, ¿no?
«La primera y la última en mi corazón», la había llamado. Vio en el
gesto de Leto que se acordaba; que se acordaba de lo que al final le había
pasado a Timo.
—A Antínoo le atraía Timo, y tomó de ella cuanto quiso —dijo.
Timo no lloró, no derramó ni una sola lágrima, pero sus ojos no
volvieron a brillar con aquel encanto infantil, y dejó de sonreír con tanta
frecuencia, si acaso lo hacía alguna vez. Esa noche fue su primera muerte.
La primera de tres.
—La reina no pudo protegerla, o tal vez no quiso. Yo tampoco podía, así
que recurrí a alguien que sí.
***
La ayuda de Eurímaco tenía un precio.
Cuando Melanto abrió la puerta, Eurímaco estaba repantingado en la
cama, esperándola.
—Mira quién ha venido —dijo en voz baja—. Mi pequeña alondra, ven
a tu nido.
Su túnica roja estaba tirada en el suelo, junto con el batiburrillo que era
el resto de su ropa. Melanto vio las manchas de sangre seca en los
pantalones claros; costaría horrores lavarlos. Eurímaco la observó fijarse en
la sangre y, con un gesto, le indicó que se acercase.
Melanto se mantuvo firme. Las manchas de sangre no demostraban
nada.
—¿Y Antínoo?
Eurímaco sacudió la mano.
—No va a volver a tocarla. Ahora sabe lo que soy capaz de hacer (lo que
haré) con un cuchillo si me desobedece. Timo puede estar tranquila. —
Volvió a llamarla con un gesto, esta vez con más impaciencia.
Melanto asintió.
—Gracias —dijo. Al fin Timo estaba a salvo.
—¿Para eso has venido? ¿Para asegurarte de que he cumplido mi
palabra? —Eurímaco se incorporó. Se le resbalaron las sábanas del torso y
le cayeron sobre el regazo. Melanto se fijó entonces en la zona visible de la
parte superior de sus muslos. Entre ellos se observaba una mata de pelo
negro que desaparecía bajo la sábana—. Porque he cumplido, pequeña
alondra. He hecho lo que te prometí y ahora te toca a ti.
Timo estaba a salvo. Estaba a salvo gracias a esto. Melanto tragó saliva y
se llevó la mano al nudo de tela de la nuca. Con un tirón raudo de los dedos,
se deshizo el nudo y el quitón le resbaló hasta la cintura. Eurímaco abrió
aún más los ojos, con una desesperación que habría sido cómica en
cualquier otro momento y lugar. Se le crisparon los dedos mientras la
devoraba con la mirada, hambriento, de los senos a la parte inferior del
vientre.
—Hace frío —dijo Melanto en voz baja.
Atravesó la habitación y cerró las persianas del ventanal. La
tranquilizaba pensar que no la vería ningún inoportuno transeúnte. Quizá
hasta los dioses apartasen la mirada. «Hera, perdóname». Se volvió hacia
Eurímaco. Las persianas impedían el paso de buena parte de la luz de la
habitación. En la oscuridad, no era más que la sombra de un hombre. Las
sombras no podían hacerle daño.
Cuadró los hombros y se desató el segundo nudo del quitón, que cayó en
un movimiento fluido hasta sus pies. Melanto dio un paso adelante. En
cuanto se movió, Eurímaco alargó la mano hacia ella. Su voz era como la
miel en la quietud.
—Mi amor. —Si cerraba los ojos, casi podía olvidar que estaba
mintiendo—. Ven conmigo, cariño. Mi pequeña alondra.
Melanto fue con él.
Más adelante, cuando empezó a notar el dolor entre las piernas, yació
bocarriba y contuvo las lágrimas. Eurímaco roncaba débilmente a su lado,
con el brazo encima de su cintura. Su peso y su calidez le daban náuseas.
No se había portado mal con ella. De hecho, hasta había sido tierno. Sus
besos habían sido dulces, y sus manos, suaves. Al alcanzar el placer, había
gemido su nombre y, después, le había apartado el cabello de la frente y se
la había besado.
—Hermosa, hermosa Melanto —había canturreado—. Vas a ser mi
perdición.
Si hubiese sido más valiente, lo habría mirado a los ojos y habría
susurrado:
—Dioses, eso espero.
Pero no era valiente y tenía que pensar en Timo (¿cómo iba a sobrevivir
si ahorcaban a Melanto por asesinato?), así que sonrió, susurró palabras de
cariño a cambio y ocultó la agonía de sus ojos.
El acuerdo duró buena parte de un año.
Por las tardes, Eurímaco se llevaba su placer. Por las noches, hasta bien
entrada la madrugada, Melanto se sentaba (algo más en silencio y algo más
madura) con la reina y, con esmero, deshacía lo que esta había tejido. Por la
mañana, se levantaba rápido para recoger las sábanas que se secaban en el
jardín, hervir el agua para la colada sucia que las demás criadas bajaban a
manos llenas y mirar a escondidas en la puerta de atrás si había llegado el
mensajero de la reina. Cuando no traía buenas noticias, la reina se mostraba
inquieta, y un atento Eurímaco estaba exultante y generoso. Cuando el
mensajero traía buenas noticias, la reina, encantada, no necesitaba más a
Melanto, que podía volver con un Eurímaco receloso y nervioso.
—¿Qué la distrae de su labor de tejer? —preguntó furioso un día,
recorriendo de arriba abajo sus aposentos. Melanto estaba sentada en
silencio en la cama, atendiendo a los moratones con forma de mano que
tenía en los muslos—. Además, ¿para qué está tejiendo? ¿De verdad el
desgraciado de Laertes necesita un sudario? Si sigue vivo. —Se detuvo—.
¿Y si lo matamos? —reflexionó—. Así estaría obligada a acabar el
condenado sudario.
Eurímaco desconocía la trampa de la reina. No sabía que mandaba a sus
doncellas, a Melanto, deshacer lo que había tejido todas las noches. Nunca
iba a acabar el sudario. Penélope nunca iba a elegir a un nuevo esposo.
No iba a cambiar nada: Melanto volvería con Eurímaco una y otra vez y
tarde o temprano dejaría de dolerle. Se le vaciaría el alma y pasaría a ser un
mero caparazón, como muchas de las criadas que recorrían los pasillos del
palacio.
—Su esposa, Anticlea, está muerta —dijo Melanto—. Su hija, Ctímene,
está casada en Sami. Su hijo está perdido en el mar. La reina cree que tener
el sudario es un deber que recae solo en ella. Sería impropio que semejante
héroe…
—¿Perdido en el mar? —interrumpió Eurímaco sin su habitual encanto
—. Odiseo está muerto. Está muerto, ¿entiendes? Y la bruja de su esposa
tendrá que volver a casarse tarde o temprano, y cuanto antes se dé cuenta,
mejor. Así será mía, y los demás zoquetes holgazanes podrán marcharse a
molestar a otra casa, en vez de holgazanear día tras día, comiéndose mis
cabras, bebiéndose mi vino y mirando a mi reina.
—Todavía no es tu reina. Ni son tus cabras ni tu vino.
Aún no había acabado de hablar cuando se encogió al ver a Eurímaco
lanzarse sobre ella, con el rostro de un feo color castaño rojizo. Melanto
bajó la vista y cerró con fuerza los ojos. Era el amor lo que la había hecho
hablar demasiado, pero no se arrepentía, pues Penélope también la quería
como si fuera su hija.
—Cierra la puta boca —espetó Eurímaco—. ¿Tú te crees que tu querida
reina dudaría un segundo en expulsarte si supiera adónde te escapas? ¿Si
supiera que abres las piernas ante cualquier noble que te promete algo?
—Nunca… —Melanto trató de protestar, pero la diatriba de Eurímaco
era incontestable.
—Te crees muy buena, ¿no? —gritó—. Te martirizas de buena gana por
la pequeña Timo, ¿eh? Te conozco bien, furcia. Sé lo que quieres de verdad.
—Escupía cuando hablaba y tenía ojos de loco—. Ah, qué contenta estarás
cuando mi semilla plante un bastardo en tu vientre. Creerás que me tendrás
en la palma de la mano, pero eso no pasará. —Se interrumpió, con la
respiración agitada—. En caso de que ocurra, me encargaré yo mismo de
sacártelo a golpes y te meteré en un barco para que te vayas con Ctímene a
Sami. O me saltaré a los inevitables intermediarios y te arrojaré al mar.
Melanto permaneció inmóvil allí sentada. Una palabra mal dicha le
ganaría un puñado más de moratones.
—Largo —dijo él al fin— y no vuelvas.
Melanto no necesitó que se lo repitiera. Se cubrió el pecho con el quitón
y se marchó corriendo.
Ese mismo día, Antínoo volvió a molestar a Timo. Melanto sabía que
Eurímaco se lo había permitido; no había impedido semejante infracción de
las normas que dictaban que los invitados debían comportarse con decoro,
pero Penélope tampoco lo había hecho. No había protegido a Timo ni a
Melanto.
Y nunca las protegería. Por mucho que la quisiera, era una monarca
inteligente. No pondría en peligro su reino ni a sí misma por una simple
esclava. Melanto no tenía nada que ofrecerle a ella, pero sí a Eurímaco.
La noche siguiente, Melanto le contó el secreto de Penélope. Vendió a su
reina a los perros y se aseguró de que ella no tardase en ocupar su lugar
entre las garras de Eurímaco.
La siguiente noche fue la última.
***
Melanto no se atrevió a contar nada más.
—Ya sabes cómo sigue —dijo.
Leto la miraba de cerca, con los ojos castaños como platos.
—Sí. Odiseo volvió a Ítaca, te castigó (os castigó a todas) por la traición,
por la impureza. Pero ¿cómo sucedió esto? No lo entiendo.
Claro que no lo entendía. Melanto quería cogerla de la mano, mirarla a
la cara y decir: «Eso es bueno. Indica que no has conocido este dolor, esta
angustia. No sabes lo que es estar desesperada, sentir que no tienes adonde
ir, y me alegro de que así sea. Te cambiaría como me ha cambiado a mí».
Melanto suspiró.
—Con todo lo que ya sabes, seguro que averiguas lo que pasó. Lo que
hice y el motivo. Quería a Timo, la violaron y la ahorcaron porque la había
mancillado. La primera vez que vi a Timo morir, recurrí a Poseidón. —Se
rio con amargura—. No volvería a cometer el mismo error. Pero recuerdo,
incluso mientras me ahorcaban, que de verdad creía que iban a perdonarme
la vida. Y me acuerdo de cuando me di cuenta de que no iba a ser así;
recuerdo ver dos manos que se acercaban hacia mí, a veces borrosas, a
veces definidas, que conocía de algo. Eran unas manos que llevaba diez
años tomando. Unas manos cuya forma, cicatrices y rasguños conocía como
si fueran las mías propias. Unas manos a las que había enseñado a coser, a
tejer, a lanzar y a pegar. Eran las manos de Timo, intentando tocarme
mientras moría, y entonces supe que debía vengarla.
Apretó los puños en el regazo.
—Así que se lo pedí a los dioses. Envié mi súplica al cielo y al mar. La
envié a lo más hondo de las profundidades de la Tierra, para que hiciese
temblar los salones del Dios Invisible. «Salvadnos. Vengadnos», les rogué.
«Hacedles el mismo daño que nos han hecho a nosotras…». —Se
interrumpió—. Si crees que me equivoqué al hacerlo, dímelo ya. Te he
contado lo que le pasó a Timo. Ya sabes cómo murió. Sabes que ya he
sufrido suficiente castigo.
—No te equivocaste —dijo Leto—. Tenías miedo y no debió ser así. Lo
siento.
Melanto no se había percatado de que estaba llorando. Algunos pesares,
algunos recuerdos, nunca la abandonarían. Aún recordaba (no podía
olvidarlo) la primera vez que admiró la costa de Pandú. Las muchachas
muertas en el agua, el horror al contemplarse y ver un monstruo. Y Timo, la
pequeña e inocente Timo, en pie ante ella, con la mirada perdida y
temblando mientras sus labios pronunciaban las palabras de Poseidón, su
maldición. Después de escuchar y comprender qué acababa de poner en
marcha, Melanto pensó que no podía haber nada peor. Pero entonces Timo
abrió los ojos, unos espantosos ojos acusatorios, y empezó a transformarse
mientras contemplaba los cadáveres que las rodeaban, y Melanto sintió un
dolor más intenso que nunca.
«Lo siento», había dicho Leto. Melanto respiró hondo.
—También lo siento yo, desde que me desperté en Pandú, con diez
cadáveres en el agua y Timo, que me miraba con terror mientras la piel se le
cubría de escamas. Notaba la mirada de Poseidón puesta en mí. Me había
concedido mi deseo. La había salvado, pero también la había destruido.
58. LOS MUERTOS SIN ALIENTO
LETO
L eto regresó al palacio por lo que sabía que sería la última vez. La noche
se había apropiado del cielo y convertía cada raíz y piedra suelta en una
trampa oscura y letal. En el bolsillo escondía una botellita en cuyo
interior guardaba diez gotas de un líquido blanco como la leche: las
lágrimas de Hipnos, capaces de dejar inconsciente a un hombre durante una
hora.
El resto las tenía Melanto; Leto se había llevado el único cuchillo que
lograron encontrar y no soportaba dejarla totalmente indefensa. No tardaría
en volver a verla; se encontrarían en la costa de Vathí en cuanto saliese el
sol. En esta ocasión, todo saldría bien.
Se tapó la cara con la capa y se dirigió a hurtadillas hacia la puerta del
servicio. Había un único guardia vigilándola cuando llegó, pero hasta eso
era inusual. Estaba acostumbrada a entrar y salir fácilmente.
Buscó una piedra junto a la base del muro. En cuanto hubo encontrado
una lo bastante grande (cosa que no le resultó muy difícil, dado que el muro
era antiguo y había fragmentos esparcidos a su alrededor), la cogió, la pesó
pensativa con una mano y la arrojó con fuerza en dirección al guardia.
Entonces se oyó un grito de sorpresa. Leto asomó la cabeza por la
esquina. El guardia estaba de espaldas, con la roca a sus pies, examinando
el muro ruinoso en busca de su origen. Antes de que perdiese el interés y
regresase a su puesto, Leto ya había franqueado la puerta y se había
adentrado en el palacio.
Los pasillos estaban desiertos y Leto llegó al pasadizo que conducía a
los aposentos de Matías sin cruzarse con nadie. Las pocas antorchas que
seguían iluminadas ardían con escasa intensidad en los soportes. Debió de
haberlas encendido Matías la última vez que pasó por allí. Leto podría
haber jurado que aún olía a él en el aire en calma, lo que hizo que se le
acelerase el pulso y se le crispasen los dedos de los nervios.
Allí el aire era fresco y estaban abiertas las cortinas de todas las
ventanas. A través de los huecos veía el movimiento centelleante de la
fuente en el patio. Tenía la puerta del dormitorio de Matías justo delante, sin
vigilar.
Leto hizo una pausa y miró de un lado a otro, atenta al menor ruido.
Dio otro paso adelante.
—Quieta ahí, Adrastea.
«No, ahora no». Leto se detuvo cuando Alexios apareció en el pasadizo.
—Déjame pasar —dijo Leto. Sus ojos recorrieron a toda velocidad el
estrecho pasillo en busca de una forma de salir o de un arma. Salvo por las
antorchas titilantes, los tapices y las ánforas que flanqueaban cada entrada,
no había nada más allí. Volvió a fijarse en la luz que se reflejaba en el agua
de la fuente.
—No —dijo Alexios.
Leto respiró hondo para tranquilizarse. Olimpia y Alexios habían
intentado matar a Melanto y probablemente también a ella. O al menos
herirla de gravedad. Leto había llegado hasta allí dispuesta a cometer un
asesinato; ¿qué más daba otro más?
—Está bien —dijo. Algo debió de cambiar en su gesto, pues desapareció
la arrogancia del rostro de Alexios, que llevó la mano a su hoja.
Fue rápido. Pero Leto lo fue aún más.
Apenas había cerrado los dedos en torno a la empuñadura cuando la
joven ya corría por el pasillo hacia él. Alexios desenfundó la hoja con
torpeza, con el reflejo de la luz de la luna en el metal pulido.
Leto no se permitió titubear.
Sabía que el guardia tenía años de experiencia en el combate. Sabía que,
si blandía la espada, se la clavaría en el pecho. Sabía que estaba observando
cada uno de sus movimientos con tanta atención que no le sorprendería
nada de lo que pudiese intentar. Alexios miró a Leto a los ojos y sonrió,
sabiendo que no había humano en la isla que pudiese derrotarlo.
Y ese fue su error. Porque Leto no era humana. Había dejado de serlo.
Alargó el brazo con sus poderes y sintió una oleada repentina de fuerza.
El agua era suya y ella era del agua.
Leto sonrió, exaltada y victoriosa, y convocó el contenido de la fuente.
El agua barrió a Alexios con la fuerza de una yegua al galope. Lo
levantó del suelo y lo hizo volar por los aires. Las salpicaduras empaparon a
Leto, a la que atravesó una oleada de poder. Un segundo después, se
abalanzaba sobre Alexios; le arrebató fácilmente la hoja y lo tiró al suelo. El
agua le inundaba la garganta, los ojos y los oídos, y cayó como una taba
mal tirada, agitando los brazos con frenesí.
Leto le inundó aún más los pulmones.
Alexios se retorció. Con una mano, agarró a Leto del cuello y la apartó
de sí. La joven se resbaló sobre el suelo mojado y se estampó contra un
jarro decorativo antes de desplomarse en una postura lamentable.
«Levántate». No podía fallar.
Para cuando se puso en pie con dificultad, el agua ya no era más que una
lámina reluciente. Al otro extremo del pasillo, Alexios hacía lo mismo,
mientras tosía para expulsar el agua.
—Hija de puta —espetó. Leto pensaba que su magia lo habría
sorprendido, pero en sus ojos solo había odio y furia—. Tendría que
haberme esforzado más por matarte.
Leto había perdido el efecto sorpresa. Alexios avanzaba con la boca
cerrada, rechazando con los enormes brazos las espirales de agua que le
enviaba Leto, en vano. El agua estaba demasiado esparcida y era difícil de
controlar. La joven fue retrocediendo hasta que la espalda le topó contra una
pared. Estaba atrapada.
Alexios recorrió la distancia que los separaba en unos pocos pasos. Leto
ordenó al agua que le rodeara la cabeza, en un último intento desesperado
de ahogarlo, cuando él alargó la mano, levantó a la muchacha del cuello y,
con los dedos gruesos, le arrancó la tira de tela.
Sintió un dolor que ya conocía: el del desgarro y la rotura. Alexios la
agarraba con tanta fuerza que podría haberle reventado la garganta. Leto
pensó en si eso la mataría. Cerró los ojos y rebuscó impotente su daga,
atada al muslo, pero se le resbaló entre los dedos crispados.
Entonces se oyó un ruido de cerámica rota y Alexios la soltó. Leto abrió
los ojos cuando, con un gesto de sorpresa en el rostro y fragmentos de
arcilla en el pelo oscuro, Alexios cayó de rodillas y se estampó contra el
suelo. El ánfora que le había arrojado Leto, que el agua había transportado
hasta hacerla trizas contra su cráneo, no era más que un montón de
fragmentos rotos a su alrededor.
Se oyó un grito ahogado.
Leto levantó la cabeza y vio a Olimpia.
O, mejor dicho, vio la punta de la flecha de Olimpia.
Se encontraba en el extremo del pasillo, con el rostro retorcido en una
expresión que era a partes iguales dolor y furia. Pero tenía las manos firmes
y había tensado la cuerda del esbelto arco de asta de antílope. La flecha
apuntaba al corazón de Leto.
—¿Está muerto? —La voz de Olimpia tembló al mirar a su hermano,
que yacía a los pies de Leto. Le corría sangre por las mejillas, apoyadas
sobre los fragmentos de cerámica. Mientras dormía (pues uno podía
referirse a su inconsciencia como un sopor), se lo veía más joven y
delicado.
Leto ya había visto disparar a Olimpia. Recordó cómo había soltado la
cuerda del arco mientras la miraba y la flecha había alcanzado el blanco.
Cómo había sonreído. Si Olimpia soltaba la flecha, no fallaría.
Leto le enseñó las manos. «Mira, estoy desarmada».
—No —respondió—. Está inconsciente.
Olimpia no dijo nada. Tensó aún más la mano y adoptó una posición que
Leto conocía bien.
—Olimpia —dijo—, ¿has matado a alguien antes?
—He matado —respondió Olimpia.
—No es lo mismo —dijo Leto—. No es igual una persona que un
conejo, Olimpia. Tienes quince años.
No tendría que haber dicho eso.
—Mi hermano mató a un hombre por primera vez a los doce —gruñó
Olimpia—. A quienes no somos de la nobleza no se nos permite el lujo de la
juventud. Tenemos que escalar; tenemos que merecérnoslo todo cien veces
más. ¿Qué has hecho tú para merecerte a Matías?
Olimpia estaba muy enamorada de él. Lo tenía escrito en el rostro, en la
curva de sus labios y en la línea recta de la mandíbula apretada. Habría sido
suyo de no ser por Leto, por Adrastea.
«Nada —podría haber dicho Leto—. No hecho nada para merecérmelo».
Pero en vez de eso dijo «Olimpia» con su voz más cariñosa y buscó a
escondidas la daga que llevaba en la cadera. No tenía tan buena puntería
como para alcanzar a la joven desde tan lejos, pero tal vez pudiera derribar
las flechas en el aire. Tenía una excelente capacidad de reacción y una muy
buena vista.
—¿Qué haces?
—Lo que tendría que haber hecho el día que llegaste —respondió
Olimpia—. Lo que la reina me ha pedido que haga si te quedabas más
tiempo en el palacio. —Soltó la flecha.
Ya era tarde cuando los dedos de Leto se cerraron alrededor de la vaina
de piel vacía que había contenido la daga. Ya era tarde cuando se acordó de
que la pequeña hoja yacía a sus pies.
Demasiado lejos.
Leto se tiró a un lado y la flecha de Olimpia atravesó el tapiz colgado
justo tras ella y se clavó en la pared de piedra.
Leto se puso en pie con dificultad, con el quitón empapado del agua que
cubría los suelos como una fina película. Las piernas le latían, preparándose
para la transformación, y el agua que se había colado entre las baldosas se
estremeció. Ya no se filtraba por el suelo, sino que se alzaba formando
diminutos riachuelos que serpenteaban hacia Leto y le envolvían los
tobillos con sus gélidos dedos.
Leto respiró hondo. El agua la hizo más fuerte y más rápida; quizá
sobreviviera a la primera flecha que se le clavase. Pero ¿y a la segunda? ¿Y
a la tercera? La daga seguía estando muy lejos y Olimpia ya había sacado
otra flecha, estaba tensando el arco y…
—Olimpia —dijo Leto desesperada—, por favor.
Olimpia al fin se fijó en el agua. Abrió los ojos de sorpresa y miedo y
soltó la segunda flecha.
Se clavó en la piel verde grisácea del muslo de Leto y allí se alojó,
vibrando.
Leto aulló de dolor.
Olimpia había sacado una tercera flecha.
—Esta te va a matar —dijo.
Leto no lo dudó. Estaba claro que no había forma de impedirlo. Iba a
morir allí, en el suelo, a apenas una pared de distancia de donde dormía
Matías. El tiempo pareció ralentizarse mientras Olimpia tiraba de la cuerda,
apuntaba y soltaba la flecha.
Leto recordó entonces una imagen: la de Melanto sonriendo.
«Pregúntame por qué». Agua hirviendo en un recipiente de cobre. Y si
podía hacerla hervir…
Leto levantó las manos y alzó el agua formando una pared, que cortó en
dos el pasillo de modo que Olimpia apenas fue más que una silueta borrosa
al otro lado. Cuando la flecha chocó contra el muro, Leto lo congeló.
La flecha se quedó clavada.
La silueta difusa de Olimpia se dio media vuelta y echó a correr.
Todo era más fácil después de haberlo hecho, cuando el agua ya sabía
qué hacer. El hielo se fundió en un instante. Leto se arrancó la flecha de la
pierna, haciendo lo posible por no prestar atención al dolor, y lanzó el agua
contra Olimpia. Esta no era tan fuerte como su hermano; la riada se la llevó
por delante y la empujó con facilidad contra la puerta que había estado
intentando abrir.
El agua bajó por la garganta de Olimpia. Leto no tardó en llegar a su
lado y sujetarla antes de que cayera al suelo. Era más menuda de lo que
parecía, ágil y musculada, pero, aun así, apenas una niña de escasa
enjundia. Tenía los ojos grandes e infantiles y las mejillas redondeadas.
Leto sujetó a Olimpia contra su pecho mientras se ahogaba, mientras el
mar se le colaba en los pulmones con una alegría atroz y la volvía primero
roja, luego violácea y después de un terrible color gris. Esta vez, Leto tuvo
cuidado. No iba a dejarse llevar. En cuanto Olimpia perdió el conocimiento,
le extrajo de los pulmones el agua, que, a continuación, le subió por la
pierna a ella y le curó la herida que le había hecho la flecha. Había tenido
suerte, pues no se le había clavado tan profundo como podría haberlo
hecho, y apenas sintió un leve dolor punzante cuando se puso en pie.
Le apartó el cabello del rostro a Olimpia, comprobó que siguiese
respirando y la dejó allí.
***
La puerta del dormitorio de Matías chirrió suavemente cuando Leto la
abrió. Solo había estado allí una vez; estuvo a punto de tropezarse con una
mesa que no había visto. Dentro, todo estaba oscuro y en calma.
Avanzó despacio hacia la cama y la figura encogida de Matías tumbado
en ella. Con una mano sostenía, con los dedos temblorosos, la botellita,
mientras que la otra descansaba sobre la empuñadura de la daga de la
cadera. Se imaginó clavándosela a Matías, no lo bastante como para
matarlo, solo para dejarlo sin conocimiento, y al instante empezó a
encontrarse mal.
«No», se dijo con severidad. No tendría que usarla. Los restos de droga
de la botella bastarían para someterlo. Así tendría que ser. Llegó hasta la
cama y abrió la botella, conteniendo la respiración.
—¿Qué vas a hacer con eso, princesa?
59. NO LLORES MÁS LA MUERTE
LETO
L eto se sobresaltó cuando brilló una luz en la otra punta de la habitación.
Se giró y se puso de cuclillas. Entonces se sacó el cuchillo del
cinturón y, temblorosa, apuntó con él hacia Matías.
El príncipe la miraba fijamente desde donde estaba sentado, inmóvil, en
un sillón de respaldo alto. Tenía las manos sobre el regazo. A su lado ardía
una única lámpara. Estaba totalmente vestido y armado, con la espada
apoyada contra el lateral del sillón y la hoja de un cuchillo visible,
asomándose por el puño de una de las recargadas mangas.
—Aunque imagino —dijo— que en realidad no eres una princesa,
¿verdad?
Leto no movió ni un músculo.
—¿Y el cuchillo? —continuó Matías con calma—. ¿También lo ibas a
usar?
—Solo si me veía obligada. —A Leto se le escaparon las palabras de la
lengua. Se fue incorporando poco a poco—. Cosa que de repente es mucho
más probable—. Forzó una sonrisa, mientras pensaba a toda velocidad—.
Podrías haberme facilitado las cosas.
—¿Mi propio asesinato? —preguntó Matías—. No, por desgracia, no.
Leto seguía apuntándole con la hoja.
—Una pena.
El príncipe se echó a reír, pero el humor no se reflejaba en sus ojos.
—¿Qué vas a hacer? ¿Destriparme aquí mismo? Un solo grito mío y
tendrás encima a media guardia de Ítaca. No creo que llegues muy lejos.
Le resultaba extraño hablarle con tanta franqueza. Normalmente, sus
conversaciones estaban llenas de implicaciones medio ocultas y dobles
sentidos, pero en ese instante Matías la miraba absolutamente desafiante.
—Te voy a rajar el cuello —dijo Leto en voz baja. Le temblaba la mano,
lo que hacía que la punta del cuchillo dispersase la luz de la lámpara en
todas las direcciones—. No sabes de lo que soy capaz; lo que he hecho y lo
que estoy dispuesta a hacer. Pero te aseguro que te voy a rajar el cuello y
voy a dejar que te desangres en el suelo mientras huyo. —Era mentira: si
Matías moría allí, lejos del mar, lo perdería todo y no ganaría nada. Sentía
una presión, un dolor incomparable en el pecho, pero se aferró a sus
poderes, que aguardaban justo bajo la superficie de su piel, y sonrió,
obligando a sus dientes a alargarse y afilarse.
Matías se puso en pie al instante.
—¿Qué…? —logró decir—. Entonces, no son solo las escamas. Eres
como ella, eres… Eres una criatura no humana. Eres otra cosa.
—Estoy viva —dijo Leto—. Me salvaron; me eligieron. Y mi objetivo es
acabar con el azote de estas tierras: salvar a cientos y cientos de muchachas
inocentes de la muerte.
Matías negó con la cabeza.
—Mientes —dijo. Iba desplazando lentamente los dedos hacia el
cuchillo que escondía en la manga.
—Como toques esa hoja —dijo Leto— te mato ahora mismo. —No
podía flaquear. Era su última oportunidad; su única oportunidad. No solo
estaba en juego la vida de Matías, y no podía olvidarlo. Cientos de
muchachas. Muchachas como ella, como Melanto, como Timo y como
Talía. La próxima vez que el sol alcanzase su apogeo, habría doce más.
Doce más si no lo impedía ya.
Matías se detuvo y respiró hondo de forma muy sonora. Entonces hubo
una pausa larga y terrible, en la que el único ruido fue el murmullo del
viento y el sonido lejano de las olas en la costa, que inundó de añoranza a
Leto. Volvió a sentir el dolor en la pierna.
—No pensaba que fueras tan cruel —dijo al fin Matías—. Se ve que me
equivocaba.
Nunca la había mirado así, como si fuera el enemigo. Como si la odiara.
Leto sintió como si sus costillas fuesen de cristal: se notaba el pecho tenso,
duro, frío y a punto de romperse en mil pedazos.
—Necesito un príncipe —dijo—. Para romper el maleficio.
—Iba a casarme contigo —dijo Matías—. Iba a amarte. Y esperaba que
tú también pudieras amarme a mí.
La compostura de Leto se vino debajo de repente.
—Ni se te ocurra —gruñó—. Ni se te ocurra ponérmelo más difícil de lo
que ya es. Sé que eres bueno y amable y cariñoso, y, en el momento en que
te vayas, me dolerá muchísimo saberme responsable.
El corazón le latía con fuerza en el pecho, desesperado por liberarse de
su jaula rota. Cerró los puños junto al costado y se obligó a bajar la voz.
—Pero —dijo— las muchachas a las que ahorques también son buenas y
amables y cariñosas. O tal vez sean insidiosas, amargadas y malhumoradas.
Pero ninguna se merece la muerte. Tienen pareja, amigos y familias que las
adoran. Las niñas a las que he visto morir no tenían culpa de nada. Yo no
tenía culpa de nada. —Se quedó sin aire y se vio obligada a pausar, a
respirar y a susurrar en la espiración—: ¿Sabes lo que se siente?
—No —dijo Matías—. Tienes razón. No lo sé. Claro que no lo sé. —
Hizo una pausa—. Yo tenía razón, ¿verdad? Eres Leto, sacrificada a
Poseidón, hija de Ofelia. La muchacha que trató de escapar. La muchacha a
la que vi ahorcada.
—Tenías razón. —No podía decir otra cosa.
—Leto —dijo Matías con aire pensativo—. Al menos eso no era
mentira. Es un nombre precioso. Tan precioso como tú.
Leto se rio débilmente.
—No hace falta que me piropees. Voy a matarte, Matías.
—No. —Matías esbozó una sonrisa amarga. Levantó la mano y lo que
Leto vio en ella le provocó un escalofrío de alivio, seguido al instante de
una oleada de pena. La profecía. Ensangrentada, embarrada y mojada, pero
sujeta por Matías—. No puedes. Así no.
Leto lo miró atónita. Antes le había temblado la voz, pero en esta
ocasión el príncipe habló con seguridad. Debía de saber que su muerte solo
le servía a Poseidón si sucedía en el mar. Pero ¿cómo? Intentó recordar la
formulación exacta de la profecía.
—¿Qué…?
—No puedes matarme. Tengo que elegirlo yo —dijo—, ¿no? Es así
como funciona.
«No». Leto contuvo una expresión de incredulidad. En vez de eso,
preguntó:
—¿Cómo que «elegirlo»?
—Tiene que ser mi elección. Esa es la respuesta que estábamos
buscando —dijo—. O que estaba buscando yo; sería una idiotez pensar que
tú no lo sabías.
Leto estaba tan perpleja que solo pudo negar con la cabeza sin decir
nada. ¿Qué había descubierto Matías que lo había convencido con tanta
certeza de algo que estaba muy lejos de ser verdad? No necesitaba su
permiso para ahogarlo. Y ahogarlo funcionaría: había quedado claro en el
patio, cuando le había entrado agua salada por la garganta y, al caer él,
Melanto se había desplomado junto a Leto.
Matías dejó escapar un sonido de irritación.
—Mira —dijo, y cogió un barullo de hojas de papiro de la mesa que
tenía al lado—, el diario de Selene —explicó—. Sus apuntes y todo lo que
descubrió sobre cómo romper la maldición antes de… antes de morir. Hay
algo que siempre me había parecido raro, pero que no entendí hasta ahora.
Fíjate, las mismas palabras por todas partes, escritas una y otra vez. Debió
de encontrar algo o recurrir a una sibila o… En fin, ya da igual. —Le
ofreció a Leto el deteriorado fardo.
No le hizo falta mirar más allá de la primera página. Había tres líneas
escritas, o más bien garabateadas con una mano temblorosa.
Doce por azar para contener las mareas.
Doce a la fuerza para detenerlas o…
Una por elección para saciarlas.
Selene había subrayado una de las palabras media docena de veces, hasta
que la punta del cálamo hubo atravesado la hoja entintada. «Elección».
—«Una por elección» —dijo Leto.
Se le había formado un nudo en el estómago y sintió ganas de vomitar.
¿Una qué? ¿Una muchacha? No, tan fácil no podía ser. ¿Y «saciarlas»? El
resto estaba claro: las doce por azar debían de ser las jóvenes señaladas,
cuya muerte contendría las mareas durante un año; y las doce a la fuerza
serían sin duda las de los doce hijos de la estirpe de Odiseo condenados a
ser asesinados.
—Selene pensó que se refería a ella —dijo Matías—. Por eso… —Hizo
una pausa y tragó saliva—. Por eso saltó. Pero se equivocaba. No se refería
a ella, ¿verdad? Se refería a mí; siempre se ha referido a mí.
—Matías… —Leto alargó la mano hacia él de forma instintiva; no
soportaba ver el dolor en sus ojos y en la posición de su mandíbula. Si lo
que decía era verdad, que una sola muerte por elección era lo que se
necesitaba, Poseidón nunca había exigido la muerte de doce descendientes
de Odiseo: solo había necesitado una.
Ojalá lo hubieran sabido antes; ojalá hubiera sucedido trescientos años
atrás; ojalá hubieran apartado el dolor y el miedo por un instante para
colaborar frente a un enemigo común. Hablar, consolarse, comprender.
¿Cuántas vidas se habrían salvado? Pero hacía tiempo cualquier cosa
parecida a la justicia se había oxidado y tornado en devastadora venganza.
Once descendientes de Odiseo habían muerto. Ya se había acabado todo.
Leto miró con impotencia a Matías. Hasta allí habían ido a parar todas
sus búsquedas y esperanzas. Habían encontrado otra forma, pero la habían
encontrado tarde.
Había cambiado todo y no había cambiado nada.
—Nací para alimentar las llamas —dijo Matías, blandiendo la profecía
mojada y ensangrentada—. Eso es lo que dijo tu madre, ¿no?
—Imagino que sí. —Lo miró durante largo rato, con la esperanza de que
el dolor en sus ojos le comunicase todo lo que necesitaba decirle y no podía
—. No es culpa tuya —dijo al fin.
—Pero ha de ocurrir.
—Ha de ocurrir.
—¿Me vas a decir por qué? —preguntó Matías—. Entiendo que se te
acaba el tiempo, pero… creo que sabes más de lo que sé yo. Me gustaría
saber por qué se exige mi muerte. Si de verdad es así. —Se irguió—. ¿Estás
segura de que liberará a Ítaca?
Leto asintió despacio con la cabeza.
—Sí —respondió—, pero no tengo tanta prisa. Para ti tengo todo el
tiempo del mundo.
Y se lo contó.
Le habló de las doncellas y sus muerte, de la angustia de Melanto y su
súplica desesperada. Le habló de la maldición, de los reyes y príncipes
muertos y de su propio sacrificio (la pena de su rostro casi le rompió el
corazón) y su despertar. Le habló de los días que pasó en compañía de
Melanto, y de Adrastea.
Y le habló de su llegada a Ítaca y del momento en que se percató de que
el muchacho al que tenía que matar era el muchacho de que no podía
soportar separarse.
—Pero esta no es mi historia —concluyó. No se dio cuenta de cuándo
había empezado a llorar, pero las lágrimas le tallaban un cálido camino por
las mejillas y le goteaban por la barbilla—. Es la historia de los cientos de
muchachas que han muerto y los cientos más que morirán. Es la historia de
las doce que languidecen en sus celdas en este preciso instante. Les quedan
escasas horas de vida. Son inocentes, Matías, y eres tú quien puede
salvarlas.
Matías permaneció largo rato mirándola.
—Muy bien —dijo al fin—. Conque debo morir. Pero me gustaría
pedirte un favor antes.
Leto le ofreció las manos con las palmas hacia arriba.
—Lo que quieras —dijo con ternura—. Lo que tú me pidas.
—Quiero… —Se interrumpió, y una expresión de duda y angustia le
crispó el hermoso rostro. Entonces dio un paso adelante, fijándose en la
reacción de Leto. Esta se obligó a no moverse y a confiar en él cuando dio
un paso más y alargó la mano para secarle con ternura las lágrimas de la
mejilla. Con el roce, a Leto le ardió la piel—. Me gustaría mucho —se
corrigió— besarte una vez más.
Leto emitió un ruido ahogado, entre la risa y el sollozo. Agachó la
cabeza para asentir; no se veía capaz de hablar.
Matías la miró con los ojos brillantes. Dio un paso adelante hasta que
apenas hubo espacio entre ellos. Dubitativo, le llevó las manos a la cadera y
tiró de ella hacia sí para que dicho espacio se redujese a cero.
—Leto —dijo, como si estuviera aprendiendo a pronunciar la palabra—,
de verdad creo que estoy enamorado de ti. —Y entonces, antes de que la
joven tuviese tiempo de pensar o de responder, la besó.
Los dos sabían que ya se habían besado antes: aquella vez en los
acantilados (una escena que Leto no había podido olvidar desde que
sucedió); de nuevo, en la despensa, y después de la desastrosa declaración
de amor de Matías en el festival. Pero todos esos besos apenas lo habían
sido. Los habían interrumpido, evitado, apresurado o castigado por su
indecencia. Pero no era momento de ponerse decentes.
Matías tenía los labios tan cálidos y suaves como siempre. Por un
momento, Leto se permitió mostrarse delicada y cauta, para tranquilizarlo
con la familiaridad de su abrazo antes de darle lo que quisiera. Cuando el
príncipe no lo tomó, fue ella quien se lo ofreció. Leto tiró de su cuerpo
hacia sí y le clavó las uñas en los hombros. Cuando Matías jadeó de
sorpresa, la joven se deleitó en la repentina apertura de su boca.
Matías respondió de una forma maravillosa. Sus manos abandonaron la
cadera de Leto y le acariciaron la cintura, los muslos y la nuca con
movimientos lánguidos. Le acarició los labios con la lengua, como
preguntándole, y ella le respondió de la misma manera.
La presión de sus manos cedió por un instante para proceder a tirar de
los absurdos cordones de la parte posterior del quitón: las tiras de tejido que
le conferían una silueta perfecta.
—Maldita ropa —masculló Matías junto a la boca de Leto.
Cuando se percató de que las cintas estaban cada vez más enredadas, se
apartó. Frunció el entrecejo.
—Lo siento muchísimo —dijo. Con un movimiento raudo se agachó,
sacó un cuchillo del interior de su bota y recorrió con la hoja la espalda de
Leto de arriba abajo.
A la joven le dio un vuelco el corazón, pues, por un instante, pensó que
era a ella a quien había cortado: que había cambiado de opinión y había
decidido que sería ella quien moriría. Pero entonces se le abrió la espalda
del vestido y, al sentir la brisa fresca procedente de las ventanas abiertas, la
idea se desvaneció. Solo podía pensar en el joven que tenía delante, de rizos
despeinados sobre la frente y ojos castaños oscuros que la evitaban por
timidez.
—Mírame —susurró Leto.
Y eso hizo. La joven dio medio paso adelante y tiró del corpiño del
vestido, que cayó al suelo con un crujido. Luego, con un tirón seco de la
mano de Leto, hizo lo propio la sencilla franja de tela que le cubría los
senos. Estaba frente a Matías totalmente desnuda, y alargó la mano hacia él
sin decir nada.
Matías no se movió. Su mirada la acariciaba como la seda.
—Preciosa —susurró. Luego dio un paso adelante, le llevó las manos a
la cara y le subió la barbilla. El príncipe parecía borracho de deseo; tenía los
labios abiertos, la respiración agitada y las pupilas enormes—. Preciosa —
repitió.
La atrajo hacia sí y cayeron juntos a la cama. Sus manos la abarcaban
con una urgencia desconocida hasta entonces y la besó con una intensidad
vertiginosa que jamás habría esperado de él. Entre besos, Leto intentó
quitarle la túnica, y Matías terminó por despojarse de ella y sacudirse los
rizos oscuros a continuación. Los tenía pegados a la frente por culpa del
sudor, y Leto recordó, como si acabara de suceder, cómo se habían
conocido: Matías, mojado, recién salido del baño, y ella entrando por la
ventana, sudada, desaliñada y ridícula.
A pesar de la urgencia de sus movimientos, Matías era particularmente
tierno. Era muy distinto a Melanto, que era puro frenesí, pasión, uñas y
dientes, mientras que Matías era todo caricias lánguidas y suaves y largos
besos ardientes en la boca, la clavícula, el vientre, la cadera y… «Oh».
Leto cerró los ojos y se imaginó que podrían permanecer allí para
siempre.
60. COMO PALOMAS
LETO
L eto se adentró en el mar cogida de la mano de Matías. Allí los esperaba
Melanto, pálida y afectada, pero viva, por suerte. A kilómetros de
distancia, en las almohadas frías de Matías, descansaba una nota
dirigida a la reina: una explicación, una disculpa. Un adiós.
Nadie la encontraría a tiempo para detenerlos. Olimpia y Alexios yacían
inconscientes donde habían caído y las lágrimas de Hipnos que Leto les
había vertido en la boca abierta los mantendrían así durante un tiempo.
Leto iba ataviada con un quitón de color verde claro que le había
prestado Matías y que le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas. En
cuanto el frío mar besó el bajo de la prenda, se detuvo. Aún no había
amanecido; el cielo se mostraba tenue bajo la luna y la isla estaba en
silencio: los pájaros aún no se habían despertado a cantar.
El mar parecía contener el aliento: solo la más débil de las mareas le
estimuló los sentidos cuando Leto intentó hacerse con su esencia y dejó que
su poder se apoderase de ella. Matías le apretó con fuerza la mano por un
brevísimo instante y se la soltó en cuanto se le pintaron las extremidades del
tenue color verde grisáceo del bajío.
Sin pensarlo, Leto buscó el brazo de Matías y lo agarró de la muñeca.
—Toma —dijo en voz baja, consciente de que Melanto los estaba
mirando. Cogió el cordel que llevaba al cuello y del que pendía el óbolo que
una doncella de Ítaca le había entregado mucho tiempo atrás. Debajo de él
se hallaba el collar de su madre—. Para Caronte —dijo, y liberó el óbolo.
Matías contempló la moneda.
—Un óbolo —dijo—. Qué pequeño. —Le dio la vuelta a la moneda en
la mano y dijo de repente—: Tú que ya has muerto: ¿cuánto cuesta de
verdad?
No le iba a mentir.
—Todo lo que tienes —respondió Leto.
—Todo no —dijo Melanto.
Era la muchacha que había sido cientos de años atrás. La muchacha
hermosa y optimista que caminaba por la tierra y quería a la reina. Allí
estaba Melanto, no eterna, sino mortal. Tenía los ojos verdes, el cabello
rubio y la piel rosada e inmaculada.
—Todo no —repitió—. Dejas mucho tras de ti, Matías.
Melanto estiró el brazo y abrió la mano para ofrecerle la botellita que
guardaba en ella. La última de las lágrimas de Hipnos. Lo sedaría y su
muerte sería rápida e indolora.
Matías trató de dar un paso adelante.
—Leto —dijo en voz baja—, me tienes que soltar.
—No quiero —respondió ella con voz ahogada.
—Tienes que hacerlo. Piensa en el objetivo. Creo que el destino nos ha
unido, pero esto estaba destinado a acabar.
—Así no —dijo Leto.
—Así sí. —Sonrió. Era tan guapo que dolía—. Estoy muerto desde que
me conociste.
Leto se fijó en su mano, agarrada al brazo de Matías. Lo aferraba con
tanta fuerza que se le habían puesto blancos los nudillos y, debajo, a Matías
se le había enrojecido la piel. La joven lo soltó sin decir nada.
El príncipe avanzó hasta que llegó frente a Melanto. La miró por un
instante antes de arrodillarse delante de ella entre la espuma de mar, con la
hermosa cabeza oscura inclinada.
—Espero que me perdones —murmuró mirando al suelo— por los
pecados de mi familia.
Melanto le llevó con delicadeza una mano a la barbilla.
—Y espero que tú me perdones por los míos.
Matías asintió. Leto notaba la tensión en sus hombros. Ansiaba
arrodillarse junto a él, besarlo con ternura y pasarle la mano por los rizos
mojados por el mar, pero apretó los puños y se quedó atrás.
Apartó la mirada, que se cruzó con la de Melanto. Esta había dejado de
mirar a Matías y observaba a Leto atentamente, con la cabeza ladeada. Le
dirigió una tensa sonrisa con los labios cerrados. En cada rasgo de su rostro
se percibían inquietud y miedo.
—A ver —dijo Matías—, ¿acabamos…? ¿Acabamos con esto? —La voz
le tembló de una forma casi imperceptible.
Melanto le ofreció la botella con una sonrisa de tristeza. Lo dejaría
inconsciente en cuestión de minutos. Ni siquiera se enteraría cuando las
olas lo ahogasen, cuando el agua le entrase en los pulmones expectantes,
cuando el corazón le latiese por última vez.
Algo se rompió en el interior de Leto, que dio un paseo tambaleante,
seguido de otro más.
Se permitió atravesar corriendo el bajío, con torpeza, hacia Matías. Se
desplomó a su lado y lo rodeó con sus brazos. El príncipe la abrazó con
ternura y le dio un beso en la cabeza.
—No llores —dijo cuando empezaron a temblarle los hombros—. Voy a
estar bien.
Se desembarazó de ella con delicadeza y se puso en pie, alzando también
a Leto.
—Adiós, Leto —dijo—. Me alegro mucho de que nos hayamos
conocido. —Le llevó las manos a la cara y la atrajo hacia sí para besarla.
Fue un beso largo y lento. Leto sintió la boca del príncipe templada y suave
contra la suya, y los latidos del corazón contra su pecho. Tras él, vio como
Melanto apartaba la vista.
Así sería como lo recordaría: cariñoso, animado, hermoso y vivo. Leto
se apartó y le sonrió.
—Adiós, Matías —susurró y dio medio paso atrás—. Te quiero.
Matías se volvió hacia Melanto, aún con una mano entrelazada con la de
Leto, y le cogió la botella. Melanto ya le había quitado el tapón. Solo tenía
que llevárselo a la boca y beber. Se le movió la garganta al tragar.
Le brillaban los labios por la droga. Leto se enjugó las lágrimas con el
dorso de la mano y le sonrió con orgullo.
—Tranquila —dijo, respondiendo a la pregunta que, aunque no había
formulado, Leto sabía que se le reflejaba en los ojos—. Te volveré a ver
algún día.
La joven lo acompañó al interior de la bahía, hasta que, al fin, llegaron al
punto en que terminaba la arena y se sumergía abruptamente en el mar
abierto.
Matías cerró los ojos y se desplomó sobre ella. Leto le apartó el cabello
del rostro con una mano.
—Lo siento —dijo. El viento le arrebató las palabras de los labios y se
las llevó.
Pero Matías las había oído. Le devolvió la sonrisa (parecía un dios
joven, renacido tras su vida mortal) y sumergió la barbilla.
El agua se estremeció en cuanto perdió el conocimiento. Entonces, el
mar se lo arrebató, lo sumergió y lo arrastró hacia dentro. Lo último que vio
de él fueron sus elegantes muñecas, la curva de sus tiernas manos y la yema
pálida de los dedos, hasta que también desaparecieron. Matías se había ido.
Solo quedaba Melanto.
Caminó despacio hacia Leto.
—Deberíamos volver a la orilla —dijo una vez que estuvieron juntas,
una al lado de la otra. Le tomó la mano a Leto y procedió a llevarla de
regreso a la orilla. Aturdida, con sal en los ojos, que le caía por las mejillas
y se le acumulaba en la comisura de los labios, Leto la siguió.
61. UN SOPLO DE AIRE EN
MOVIMIENTO
MATÍAS
M atías no sintió dolor. No sintió nada.
Estaba cayendo, hundiéndose en un mar vacío e infinito. Sus olas
lo mecían con ternura mientras lo arrastraban hacia abajo, mientras
se abrían paso entre sus labios y expulsaban las últimas bocanadas de aire
de sus pulmones. O tal vez no estuviese cayendo; tal vez solo flotase en la
nada, sin sentir ni saber, con los brazos y las piernas extendidos, los ojos
cerrados y la cabeza hacia atrás para dejar al descubierto la garganta.
Y luego, de la nada, surgió algo. Una fugaz presión en la palma, como
arena que se le escapaba de la mano, como la sombra de una serpiente que
se le deslizaba entre los dedos inertes. Fuera lo que fuera, era lo único que
le quedaba en el mundo y supo, aun entonces, que no quería estar solo. Con
gran esfuerzo y lo poco que le restaba de fuerza, se obligó a aferrarlo.
«Ah». Como si, desde muy lejos, lo atravesara un repentino dolor sordo.
Se le estremeció el cuerpo y fue vagamente consciente de las convulsiones
de su torso mientras luchaba por respirar.
Conque morir era eso. Agradeció el sabor amargo de la droga en los
labios. Con ella recorriéndole las venas y ralentizándole el corazón y la
mente hasta el más mínimo de los titileos, Matías casi no tuvo miedo.
Ya sabía lo que tenía que hacer. Sabía que debería estar recordando una
vida de heroísmo, de grandeza y valentía. Debería estar preparándose para
contar todos los motivos por los que los jueces del inframundo no debían
enviarlo a los Prados Asfódelos junto con todas las demás sombras errantes
y desdichadas, sino a los Elíseos, al paraíso, a los campos que, se decía,
recorrían todos los héroes.
Pero Matías nunca había sido un héroe. Había vivido e iba a morir, pero
¿qué había hecho que fuese merecedor de grandeza?
Así que, en vez de eso, pensó en Hécate, que había cruzado las olas
hasta Creta. Pensó en Selene, valiente, hermosa y fallecida al estrellarse
contra el borde de la fuente. Hasta pensó en su madre, sola en el palacio y a
cuyo último hijo le había arrebatado el mar.
Matías pensó en Melanto, en Olimpia, en Leto. Se aferró a ese objeto
inexplicable, lo único que le quedaba en la oscuridad, y no lo soltó.
Cayó,
cayó
y cayó a través de la nada infinita.
Y luego, al fin, encontró algo más. Un revuelo en el agua que lo rodeaba,
como un alma que pasaba a su lado, lo bastante cerca como para tocarla. La
caricia de una mano en la mejilla y unos dedos amables que le apartaban los
rizos del rostro. Una voz familiar al oído.
—No tengas miedo, hermanito —dijo Selene. Estuviera allí o no, no
importaba. Ya no estaba solo—. Nadie va a hacerte daño. Yo estoy aquí.
Matías sonrió.
Y se dejó llevar.
62. ACEPTA EN PAZ
LETO
C ada paso que dio Leto pareció durar una eternidad. Solo la mano
familiar de Melanto agarrando la suya evitaba que se desplomase de
rodillas en el bajío y hacía que avanzase, despacio pero sin pausa,
hacia la arena. Estaban a escasos metros de distancia cuando el agua se
levantó y las derribó a las dos.
Leto se atragantó con el agua del mar. Trató de usarla para
reincorporarse, pero esta se movía en vano a su alrededor.
La joven frunció el ceño.
—¿Qué…? —Se interrumpió repentinamente al ver el gesto de Melanto.
Se la notaba consumida, taciturna. Entonces Leto lo entendió todo. Volvió a
rozar el agua, pero la sentía extraña y fría, ya no respondía a su tacto.
Se puso en pie con dificultad. Había perdido los poderes y Matías se
había marchado.
—Está muerto.
Y Melanto no. Al darse cuenta, se quedó estupefacta. Poseidón la había
perdonado. Al fin le había concedido una vida en la que no fuera solo una
pieza del juego de la venganza de otra persona. Por una vez, por una sola
vez, los dioses habían sido amables con ella.
—Se ha roto el maleficio —suspiró Melanto. Se puso en pie al lado de
Leto y contempló, con los ojos maravillados, cómo desaparecía entre el
oleaje la última de las oscuras escamas—. Se acabó. Ítaca está a salvo.
Leto la miró perpleja. No sabía qué decir. Se había acabado todo.
Melanto iba a vivir. Entonces, ¿por qué se sentía tan vacía por dentro?
Algo iba mal. Aún no había acabado todo.
63. LOS INMORTALES
LETO
L eto contempló a Melanto durante largo rato.
—¿Ahora qué? —preguntó al fin con una voz que sonó hueca.
Había acabado todo. Había elegido a Ítaca por delante de Matías. Había
elegido a Melanto por encima de Matías y tendría que vivir con su elección,
aunque al príncipe le hubiese costado la vida.
—¿Ahora qué? —repitió Melanto en voz baja—. Ahora quiero hacerlo
todo. Quiero estar en la playa sin sentir la llamada del mar. Quiero subir a lo
alto de ese monte —señaló tierra adentro— y saber que estoy a salvo.
Quiero… —Se interrumpió, repentinamente tensa, y se desplomó sobre las
olas.
—¡Melanto! —Leto la agarró de los hombros. El peso de la joven la
obligó a arrodillarse. La colocó sentada—. Melanto, ¿qué…? —Las
palabras se le tornaron en ceniza en la lengua cuando le vio la cara a
Melanto.
—Ayúdame a levantarme —susurró ella. Tenía la mirada perdida y los
ojos vidriosos, del color liso y claro de la hierba en primavera. El círculo
negro había desaparecido de ellos.
Leto la miró boquiabierta.
—¿Qué está pasando? —susurró.
No.
No. Su corazón sabía la respuesta; se le acallaba en el pecho dolorido.
Melanto sonrió sin responder. Tenía los labios ligeramente asimétricos.
Leto no se había dado cuenta hasta entonces; tampoco de la cicatriz que
tenía bajo la oreja ni de que el cabello rubio lucía hilos grises en las raíces.
Se estaba transformando. Todos sus poderes se habían desvanecido y
volvía a ser humana. Por completo, en su devastadora totalidad.
Leto estaba acostumbrada a una belleza sobrenatural. Esta Melanto, de
piel arrugada y cascadas de cabello canoso, era dolorosamente real.
—¿Qué está pasando? —repitió en voz más alta.
—Se ha roto la maldición —se limitó a responder Melanto—. Y… me
estoy muriendo. —Se le quebró la voz en la última palabra, pero sonreía—.
Soy humana, soy muy mayor y me estoy muriendo. —Cerró los ojos.
—No. —Leto trató de levantarla—. Poseidón te ha liberado. No te estás
muriendo. No puedes morir. —El miedo se le agarró al velo del paladar
mientras Melanto se aferraba a ella a ciegas. Algo le resbaló por la mejilla y
le cayó a Melanto en el pelo. El gris se extendía cada vez más, devorando el
cabello rubio y atenuando su luz. Leto tardó un rato en darse cuenta de que
estaba llorando.
—Sácame del agua —dijo Melanto con una repentina urgencia en la voz
temblorosa—. Leto, por favor. No quiero morir en el mar. Ya me ha
arrebatado mucho. Por favor, Leto, ayúdame. —Estaba temblando,
histérica, y, cuando abrió los ojos, los tenía vidriosos y con la mirada
perdida—. No veo. No me puedo levantar. Sácame del agua, Leto.
No podía hacer nada más. Leto pasó un brazo por debajo de los hombros
de Melanto y sacó del agua a la muchacha moribunda. A su alrededor
salpicó el agua, que llenó de sal los rizos de Melanto y se mezcló con las
lágrimas silenciosas que corrían por las mejillas de Leto.
—Te tengo —murmuró; cuando no pudo avanzar más, se desplomaron
sobre la arena mojada. Se sentó en ella y apoyó la cabeza de Melanto en su
regazo.
Ella miraba al cielo gris, con la vista fija en un punto en la distancia.
—El cielo no está —dijo. Sonaba casi aliviada. Entonces agachó la
cabeza—. ¿Puedo serte sincera? —preguntó con gravedad.
Leto nunca la había visto tan seria. No había burla, crueldad ni deseo en
su voz. Asintió.
—Puedes decirme lo que quieras.
Melanto sonrió. Mostraba una belleza imposible en todo su ser.
—No soporto el mar.
A regañadientes, Leto se rio. Le corrían ríos de lágrimas por las mejillas.
—Yo tampoco.
—Cuando acabe en el infierno —dijo Melanto—, espero que sea un
desierto.
Leto aferró a Melanto contra sí.
—No vas a ir al infierno —dijo con furia—. No vas a ninguna parte. Te
vas a quedar aquí. —Le apartó de la cara el cabello mojado—. Ni se te
ocurra abandonarme.
—Tengo que irme —dijo Melanto con tristeza—. Llevo aquí mucho más
tiempo del que me tocaba. Ha llegado el momento de que me marche. No le
tengo miedo a la muerte.
Leto negó con la cabeza con vehemencia.
—Tengo… tengo que saberlo —espetó—. Tengo que saberlo. ¿Siempre
supiste que romper el maleficio te mataría? ¿Incluso antes… de lo de los
acantilados y la fuente?
—Lo sospechaba —se limitó a responder Melanto—. Aunque tenía la
esperanza de que no. Aun así, si este iba a ser el final, decidí que merecía la
pena.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Porque no quería que cargases con esa decisión. Era solo
responsabilidad mía, y estaba encantada de cargar con ella si eso implicaba
que no recayese sobre ti. Tú ya tenías suficiente a lo que enfrentarte.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—¿Habría cambiado algo? —Melanto hablaba en una voz más baja y
más débil, y tenía los ojos inundados de lágrimas que se le acumulaban y le
corrían por las mejillas grisáceas—. Al final —dijo, sin aliento—, al final,
¿me seguirías eligiendo?
—Siempre —respondió Leto—. Siempre.
Melanto tragó saliva con visible dificultad.
—Bien —logró decir. Llevó las manos temblorosas al rostro de Leto y le
palpó con cariño la mandíbula. Se inclinó y la besó con ternura en la frente
y en las dos mejillas—. Te quiero. —Y luego, como un doloroso último
gesto, le dio un último beso en los labios. El mar se le había escapado del
cuerpo y ya no tenía ese sabor mordaz y letal de antes, a humo de leña e
higos maduros, sino a sal y piel templada.
—No te vayas —dijo Leto, desesperada—. Te quiero, Melanto. —Le
zarandeó los hombros—. Quédate.
Pero Melanto no la escuchaba. Se le habían vuelto a vidriar los ojos y
miraba hacia un punto detrás de Leto con una expresión de placer
incomparable.
—Ah —dijo con gesto maravillado—. Veo un campo.
—No —dijo Leto—. No, no, no, no, no, no, no. Quédate. Quédate
conmigo. —Sin darse cuenta, había empezado a balancearse hacia delante y
hacia atrás. Sus manos acariciaban el rostro de Melanto para memorizar el
tacto de su piel.
—Tengo que irme —volvió a decir ella—. Me están esperando. Me
tengo que ir. —Se aferró a Leto—. Suéltame. Me están esperando en los
Elíseos, en un lugar hermoso. Veo los campos.
—Está bien —dijo Leto—. No pasa nada. —Se inclinó sobre Melanto y
la meció como a una niña. Las lágrimas que le corrían por el rostro caían
sobre el de Melanto. Con cuidado, se quitó el relicario de su madre y se lo
dejó en la mano a su compañera. Caronte lo aceptaría. Tenía que aceptarlo
—. Vete. Te quiero.
Ella sonrió y cerró los ojos. Y entonces, Melanto, de lengua afilada y
mejillas radiantes, una de las doce esclavas ahorcadas, la del palacio de
Odiseo y Penélope y (por fin, tras mucho tiempo) la de las costas de Ítaca,
dejó escapar un breve suspiro de alivio y murió, y se disolvió en nada más
que arena y sombras que los vientos turbulentos arrastraron.
***
Leto se acercó las manos a la cara y contempló, sin entender, las palmas
vacías. Melanto se había ido. Matías se había ido. Estaba totalmente sola.
—Devuélvemelos —dijo.
No sabía a quién se estaba dirigiendo, mirando impotente hacia el mar.
El viento atrapó las palabras y se las llevó. Pero, salvo por las olas que lo
mecían adelante y atrás, el agua permaneció en calma y en silencio. Se puso
en pie con dificultad y corrió hacia él, luchando contra el oleaje hasta
sumergirse por la cintura.
—Por favor —sollozó—. Por favor, devuélvemelos.
Pero el agua no le respondió. Donde antes había sentido alzarse su poder
y había oído su llamada en los oídos, en esa ocasión no sentía nada. Se
arrojó a las olas, buceó hasta el fondo y abrió los ojos. A su alrededor, todo
estaba borroso y azul. Había desaparecido todo resto de su poder.
Volvía a ser Leto. Humana e impotente. Le ardían los pulmones,
necesitados de aire.
Subió a la superficie y respiró, jadeante, intentando hacer pie en la arena
movediza. Se obligó a dar media vuelta y regresó con dificultad a la playa.
La ausencia de poder le resultaba desconcertante. Cada paso que daba
era de una extrema dificultad.
Al fin, llegó tambaleándose a tierra firme y se desplomó sobre la arena.
No había pensado en las consecuencias de sumergirse en el mar, y, tiritando
en la playa, se arrepintió de haberse dejado puesto el vestido. Estaba
empapado y helado.
Se acurrucó, con el cuerpo sacudido por sollozos tan agonizantes que
pensó que quizá la oyesen los dioses, y rebuscó con los dedos adormecidos
en la arena algo que hacía mucho que había desaparecido.
Algo que no iba a volver.
64. LOS CIELOS ABOVEDADOS
LETO
P udieron pasar horas, días o semanas hasta que Leto se obligó a
marcharse de la playa. Caminó, adormecida, hacia el monte, hacia esa
tierra que el mar había arrasado cuando Matías le negó a su hermana.
Se arrodilló sobre el suelo árido y hundió las yemas de los dedos en los
terrones. En los mitos que le susurraba su padre mientras se quedaba
dormida y en los relatos que Matías había recuperado de los manuscritos de
su madre, siempre ocurría algo al final. Una araña que tejía su tela entre dos
árboles. La esperanza que surgía de un tarro abierto.
Un titán, una montaña, un águila.
Leto cerró con fuerza los ojos y echó hacia atrás la cabeza.
«Esta es la última vez —les dijo a los dioses y, aunque no lo hizo en voz
alta, las palabras flotaron en el aire por un breve momento antes de
desaparecer como la bruma. No era su madre; no era una sibila—. No lo
voy a volver a pedir».
«Mostradme cuánto valían para vosotros».
Los dioses no siempre le respondían. No eran amables; eran feroces,
fieros y eternos. Para ellos, Leto no era más que una estrella en el cielo
infinito. Y aun así…
Un latido. No lo bastante largo como para tener la certeza, pero lo
suficiente como para sentirlo cuando se calmó el mar más allá de la orilla,
cuando el viento dejó de aullar y el aire se suavizó, sin saber cómo. Leto
jadeó y le pareció despertarse de un sueño.
Los dioses le habían respondido.
«Esto».
El suelo estalló. De él surgieron árboles, un derroche de verde, naranja y
marrón. Entre sus raíces nacieron flores, y en el aire en calma cantaron las
aves. Era la visión del futuro más clara que le habían concedido hasta
entonces. Observó horcas de madera destrozadas en el bajío, cuyas sogas ya
se perdían entre las olas. El sol brillaba sobre Ítaca mientras las niñas
jugaban en los arroyos y sus respectivas madres las contemplaban, con la
certeza de que sus hijas crecerían robustas y fuertes, prosperarían y vivirían.
Leto levantó la cabeza hacia el cielo. Casi no veía por culpa de las
lágrimas, pero atisbó a Melanto, con una corona de flores en el pelo y una
muchacha esbelta de ojos grises a su lado. Medio escondida tras ella había
otra más pequeña, de piel tostada y tirabuzones negros.
También vio a Matías, con una flor detrás de la oreja, dándole la mano a
una joven que tenía que ser su hermana.
Sonreían, y abrieron la boca para hablar.
Ítaca se detuvo por un instante.
Y luego, al fin, abriéndose paso entre la tierra para extender sus hojas,
desenrollar los pétalos de oro y beber de los últimos rayos del sol del
invierno…
Narcisos.
Miles de narcisos.
Título original: Lies We Sing to the Sea
Edición en formato digital: 2023
© Del texto: Sarah Underwood, 2023
© De la cubierta: Micaela Alcaino, 2023
© De la traducción: Sara Bueno Carrero, 2023
© De esta edición: Fandom Books (Grupo Anaya, S. A.), 2023
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.fandombooks.es
ISBN ebook: 978-84-18027-67-3
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