Thomas Sparr, Grunewald en Oriente
Grunewald fue la zona residencial más popular y glamourosa de Berlín, desde la época imperial
hasta el advenimiento del nacionalsocialismo. Escritores, actores, músicos, comerciantes,
banqueros, editores, políticos y científicos se daban cita en esta elegante área boscosa al oeste
de la ciudad. Se discutía, se creaba, se planificaba, se celebraba y se disfrutaba de una vida
afortunada que, parecía, nunca dejaría de crecer y enriquecerse a sí misma. La historia, las
condiciones económicas y sociopolíticas y la amalgama de las innumerables tradiciones que, a
lo largo de los últimos siglos y al calor de la Ilustración (o la Haskalá judía) habían enraizado en
Alemania, hicieron de este privilegiado enclave un faro intelectual en Europa.
Muchos, muchísimos, eran judíos asimilados, cultos, políglotas, mundanos, brillantes. Habían
recorrido las universidades europeas y asistido a los cursos, seminarios y conferencias de las
mentes pensantes del continente. No tenían inconveniente en cambiar de ciudad o país si un
nuevo proyecto lo requería o si seguían la estela de un poeta o filósofo; la lengua no era un
obstáculo; como se había adquirido una se adquiría otra, y siempre estaban los grandes
maestros de la literatura como guías.
En esta constelación de la cultura Berlín ejercía una fuerza centrípeta. Todas las corrientes de
pensamiento, agrupaciones políticas y nacionales, sectas pseudorreligiosas, movimientos
sociales, publicaciones del más variado signo, estilos de vida más y menos convencionales,
gentes de todo pelaje, tenían cabida y un lugar de reunión en esta abigarrada y excitante urbe.
El sionismo anidó con especial arraigo en ella y la historia hizo el resto del trabajo. La
emigración a Palestina era una realidad sobre todo desde que, tras la Declaración Balfour en
1917, los británicos prometieran la creación de un Hogar Nacional Judío. Los últimos años de la
República de Weimar aceleraron el proceso, que se disparó a partir del ascenso de Hitler al
poder en enero de 1933. Pero no es un resumen inexacto más de la historia de Palestina y el
estado de Israel lo que Thomas Sparr quiere hacer aquí, sino un esbozo de uno, entre tantos,
de los mundos perdidos en el siglo pasado, y un homenaje a un barrio de Jerusalén y sus
ilustres habitantes, ya hoy desaparecidos. Se trata de Rehavia, la Llanura de Dios.
Rehavia es, por tanto, Grunewald en Oriente. Un arquitecto alemán, Richard Kauffmann, había
llegado a Jerusalén en los años 20 del siglo pasado con el encargo de urbanizar la ciudad al
estilo de las nuevas ciudades-jardín europeas para la causa sionista; los planos muestran calles
ordenadas, jalonadas por setos, edificios diáfanos y funcionales al estilo Bauhaus, casas con
jardín delantero y trasero, en fin, una atmósfera más alemana que oriental. Kauffmann contó
con la inestimable y entusiasta colaboración de una joven arquitecta berlinesa y judía: Lotte
Cohn, la cual dedicó sus días y sacrificó su vida privada a la construcción de Rehavia.
El nuevo barrio comenzó a poblarse con los intelectuales que el nazismo escupía de Europa.
Martin Buber, filósofo y escritor nacido en Viena en 1878, y Gershom Scholem, filólogo e
historiador nacido en Berlín en 1897, máximo especialista en el estudio de la cábala, se
establecieron en Jerusalén y fueron elementos clave en la constitución del núcleo en torno al
cual se tejió la red de la emigración judeo-europea a Palestina y se urdió una vida intelectual
que, trasplantada al Medio Oriente y ya totalmente condicionada por los acontecimientos
europeos y por los que estaban transformando de forma violenta la situación en el hogar de
adopción, no perdió sin embargo vitalidad e incluso se sofisticó de forma original y única a lo
largo de las décadas de existencia de la Grunewald oriental.
No es necesario reproducir la lista de las personalidades que vivieron, trabajaron o
simplemente visitaron Rehavia -hay que leer el libro. Sus vidas, a cada cual más fascinante, nos
hablan de esa vitalidad, a veces extravagante, de un grupo que, arrastrado por la Historia y
equipado por una conjunción sorprendente e irrepetible de dotes artísticas e intelectuales,
creció de forma exuberante en tierra extraña (por mucho sionismo que enarbolaran), y cuyo
legado se recoge en bibliotecas e institutos pero es ignorado por los actuales habitantes de
Jerusalén, que ya no hablan alemán ni sienten vínculo alguno con aquellos extraños
iluminados. El autor comienza su relato describiendo su estupor cuando, paseando en los años
80 por las calles de Rehavia, se topa con montones de volúmenes, bibliotecas enteras, de
autores alemanes apilados en las basuras. Un mundo desaparecido, olvidado, reducido a los
arcanos de la erudición.
La historia de Rehavia nos interpela, implacable. Si la huella de aquellos, los que transformaron
e iluminaron, los que lo dieron todo, se borra sin que nos demos cuenta, ¿qué sentido tiene el
endeble paso de nuestras vidas subrogadas, acomodadas al infecundo bienestar? No es una
pregunta edificante, pero nos advierte sobre la dimensión de nuestra existencia, y según cómo
tratemos de responderla, quizá nos ayude a seguir buscando.