El Romolino
Le pareció estar como en un remolino, desorientado.
Lo tomó por sorpresa, esperaba que sea un día como todos los demás, que
todo marche como de costumbre. Se levantó en el horario habitual, a las 6:00
de la mañana; saliendo hacia el trabajo saludó a Miguel, el portero del edificio.
Era una mañana lluviosa. Mientras camina va esquivando charcos y esas
baldosas eternamente flojas, esas que saben escupir con gran precisión la
punta del zapato, mojando al mismo tiempo el pantalón a la altura del tobillo.
Pero le pareció decía, de un momento a otro, estar como en un remolino. Los
remolinos son así, atolondrados, despeinan, remueven el polvo de la calle y la
arenilla entra en los ojos, en la boca, en la nariz. Luego, cuando pasan, uno
pierde el aspecto normal que traía. Digo bien, NORMAL. La Norma no es una
señora, o sí, pero impersonal. Es una señora que todo el tiempo nos está
diciendo qué ser y cómo estar según una regla escrita por los adoradores del
orden y la pulcritud, emisarios del hombre blanco, macho, occidental. A esa
regla la incorporamos como hábiles emuladores de la masa a la que queremos
pertenecer.
Resulta que hay algunos inadaptados que nunca están ni son felices en la
normalidad. Hay muchos que lo intentan, gastando enormes energías psíquicas
y físicas en normalizarse. Los hay de los más brillantes, capaces de hacernos
creer que son felices en esa vida normal, reglada, protocolar, apagada, gris,
rutinaria. Y tan bien hacen eso que hasta logran convencerse a ellos mismos de
que se puede ser feliz así, acomodándose. Pero dura poco tiempo tamaño
esfuerzo por auto-engañarse de llegar a la felicidad, o aunque más no sea a una
tranquilidad de conciencia que les brinde algo de confort existencial. Pero no,
eso no pasa. Ni felicidad ni confort existencial: hay algunos que una y otra vez
padecen del síndrome del remolino. Están condenados a la incomprensión de
su propia situación. Dudan todo el tiempo si son ellos, o los otros, o ambos la
razón del problema
¡Que tremenda pesadilla esa! Cuando se encuentran tan cerca de lograrlo, de
decirse a sí mismos de modo creíble que son felices, el globo se pincha, y
lloran, o casi.
Aparece el grito de las entrañas:
-¡no quiero ser uno más, no quiero ser un zombi más, me reúso a adaptarme,
a mantener las formas por temor a que me echen, o rechacen o miren mal!-
Jorge es uno de esos. Así se sintió aquel día, atormentado, dubitativo. Se
decía a sí mismo:
-Debo ser yo el que está mal. Este mundo y el estilo de vida que todos
llevamos es el mejor de los mundos posibles, la vida es así: se va al colegio, se
estudia una carrera, se tiene una pareja, se trabaja, se tiene un hijo, se
compran cosas, se contratan servicios, se viaja… y vuelta al trabajo, y así, en la
cotidianidad, hasta la muerte. Llenos de certezas sobre la vida, el lenguaje con
más peso es el de la ciencia y sus avances, representación del PROGRESO.
Tenemos certeza también, parece ser, en que la felicidad es algo así como
pasarla bien cuando la norma nos deja: el sábado, o el domingo, o en las
vacaciones. El resto, acatar órdenes, o darlas, y cumplir con un horario y una
infinidad de otras arbitrariedades ordenatorias es lo que nos toca, no hay otra,
el mundo es así, funciona de esa manera. No tiene sentido cuestionar nada de
lo que desde siempre la humanidad viene haciendo con éxito, avanzar,
progresar. No vale la pena cambiar nada. En el fondo todos sabemos que así
están dadas las cosas, nos adaptamos o morimos, o nos creemos felices así,
haciendo lo correcto, lo sensato, lo cuerdo, lo normal.
He dicho. Es verdad. La gente tiene razón, así es la vida, no queda otra.
Jorge consiguió librarse del remolino existencial que lo asediaba, pero sólo
por un breve lapso. Luego de cuarenta días se despertó, otra vez, arremolinado.
Un pesar interior, sabor amargo viscoso se apoderó de él en la primera fracción
de segundo en que diera sonido el despertador. Era lunes. No consiguió
despabilarse en todo el día. Extraño mensaje el de su inconciente sobre su
cuerpo, en reclamo de seguir su sueño, evadido del cotidiano vivir grisáceo,
origen del estado en el que se encontraba.
Desde aquel momento resolvió que ya no podía seguir de esa manera, que ya
no seguiría la corriente de los mediocres que se adaptan. Ya no se rendiría ante
los consejos de la masa que lo anima a hacerle el juego a lo establecido. Ellos
recomiendan hacer lo que dice esa señora, la Norma, sin saber bien, a ciencia
cierta, el por qué.
Y se preguntaba:
- Pero ¿cómo zafarse de semejante gigante invisible? ¡Aaahh! Es tan fuerte la
tensión, es desesperante el poder que tiene la contradicción en nosotros que
nos hace querer dejar todo como está, por la dudas, no vaya a ser que nos salga
mal, y que todas las profecías de los normales se hagan realidad.
¿Cómo hacer para mandar todo a cagar y no terminar en la lona? ¿Esa es la
solución, mandar todo a cagar?
Al fin y al cabo, aquello que debía llevarnos a la mejor versión de nosotros
mismos, el progreso, no fue sino el motivo de nuestra alienación. Marx tenía
razón, el trabajo es lo que nos hace más humanos, pero no el trabajo forzado.
Está en el imaginario social esta imagen del trabajo como cárcel. Se ve en las
redes, fotos de los primeros días de vacaciones con comentarios de libertad,
vida plena, alegría, regocijo. Insisto, al fin y al cabo, Marx tenía razón; el
trabajador solo se siente humano en sus funciones animales, en el comer, el
beber, engendrar, mientras que en sus funciones humanas se siente como un
mero animal, de trabajo. Eso es auténtico, cuando logramos reconcerlo.
En cambio, es falso, es obsecuente, es medianía y vergüenza de no ser feliz,
la actitud de aquellos que mienten al decir que gozan en su trabajo, que son
plenos en él. La verdad se ve muy fácilmente: ante la opción de no ir al trabajo
y aun así cobrar su salario ¿cuántos realmente irían de todas formas?
Solo un tipo de personas irían: los muy pocos que tienen la fortuna de que el
trabajo en sí sea una satisfacción a una necesidad humana (desarrollarse,
desplegar su espíritu).
Aquellos para los que su trabajo en solo un medio para satisfacer otras
necesidades básicas o creadas (la inmensa mayoría), no lo pensarían dos veces,
sencillamente no irían.
Pero fue sensato al decirse que no podía renunciar. Necesitaba la plata para
pagar el alquiler ¿Cómo iba a cometer semejante acto de valentía? ¿Cómo iba a
hacer con el alquiler si lo hacía? El resto le diría que se había vuelto loco, que
estaría atravesando un mal momento de su vida, o que no era lo
suficientemente maduro y fuerte como para bancarse lo que la vida es
¡¡¡Pobrecito, no pudo!!! Sí, eso dirían, y sería humillante.
Y decidió nomás, ser sensato, sí, sensato, es decir, sumiso y cobarde. Solo
dejó salir un poco de rebeldía de poca monta y llamó a su trabajo, dijo que
estaba enfermo, y ese día, solo ese día, no fue a trabajar, al tiempo que anidaba
en su interior un aire de culpa.