XXVII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología.
VIII Jornadas de
Sociología de la Universidad de Buenos Aires. Asociación Latinoamericana de
Sociología, Buenos Aires, 2009.
¿Distopía en la red?.
Conocimiento (libre) y propiedad
(intelectual), sociología de una
confrontación (mundial)
silenciosa. “La política es la
guerrilla por los medios”
(Subcomandante Marcos).
Juan Agulló & Rafael Rico.
Cita:
Juan Agulló & Rafael Rico (2009). ¿Distopía en la red?. Conocimiento
(libre) y propiedad (intelectual), sociología de una confrontación
(mundial) silenciosa. “La política es la guerrilla por los medios”
(Subcomandante Marcos). XXVII Congreso de la Asociación
Latinoamericana de Sociología. VIII Jornadas de Sociología de la
Universidad de Buenos Aires. Asociación Latinoamericana de Sociología,
Buenos Aires.
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¿Distopía en la red?
Conocimiento (libre) y propiedad (intelectual),
sociología de una confrontación (mundial) silenciosa
“La política es la guerrilla por los medios” (Subcomandante Marcos)
Juan Agulló & Rafael Rico *
Resumen: El capitalismo, en su fase actual –caracterizada por la aplicación de tecnología a una
información que actualiza, constantemente, los ámbitos cultural, científico y educativo- está
promoviendo pequeñas pero sustanciales reformas jurídicas que están apuntalando una maraña de
controles (bio)políticos -formales e informales- cuyo fin último consiste en vigilar y disciplinar la
producción y la distribución del conocimiento.
La primera Bomba Lógica es probable que estallara, en 1982, cerca de la ciudad siberiana de Tobolsk.
Los hechos, como casi todo lo sucedido durante la Guerra Fría, siguen siendo confusos. La versión
estadounidense apunta a la detonación, como consecuencia de un sabotaje, del entonces segundo
oleoducto más grande del mundo. La versión ruso-soviética alude, por el contrario, a un pequeño
incidente magnificado. Lo interesante de la anécdota es que, real o ficticia, remite a una forma
sofisticada (pero verosímil) de utilización del conocimiento con fines sociopolíticos complejos.
En Tobolsk ocurrió, no en vano, algo –más que extraño- futurista: los autores materiales de la
explosión habrían sido ingenieros de la URSS… aunque ¡no necesariamente desertores! En dicha
paradoja, solo aparente, radica el quid de la cuestión: las Bombas Lógicas son programas informáticos
ocultos que solo se activan si se cumplen determinadas premisas de programación. En este caso, el
software utilizado para gestionar el Oleoducto Transiberiano habría sido alterado antes de su
compra -probablemente con un algoritmo- para provocar, mediante una utilización rutinaria del
mismo, una catástrofe.
La planificación de la mencionada operación necesitó –a principios de los años 1980- de una
deserción previa: la de Vladimir Vetrov (que provocó la apertura del famoso Dossier Farewell).
Actualmente, el sistema ya no depende tanto del espionaje analógico para planificar sus
intervenciones: su salto cualitativo se llama Internet. La Red no solo supone la incorporación progresiva
de los rasgos biológicos que caracterizan a la especie humana a un sistema tecnológico interconectado a
escala global sino su conversión en detonadores potenciales de un enjambre planetario de Bombas
Lógicas.
El problema, desde una perspectiva sistémica, es que una proliferación relativamente descontrolada
de las mismas (que más que artefactos propiamente dichos son micropoderes susceptibles de operar al
margen del orden establecido) pudiera afectar al proceso de institucionalización de los controles
biopolíticos, actualmente en marcha. De ahí que a partir de la década de los 2000 (y como
consecuencia de la ola securitaria desatada por el 11-S y de la regulatoria, efecto del colapso
financiero de 2008) las estrategias orientadas al control de Internet se hayan multiplicado.
“No necesitamos nuevas vías para disuadir a nuevos adversarios; necesitamos dar el salto a la era
de la información, que es la base decisiva de nuestros esfuerzos de transformación”. Donald
*
Respectivamente: sociólogo (Universidad Iberoamericana de México) e ingeniero de telecomunicaciones
(Universidad de Málaga).
-1-
Rumsfeld, ex Secretario de Defensa estadounidense, enunció en su día la filosofía que caracteriza al
segundo tipo de iniciativas citadas, cuya trascendencia no parece estar siendo comprendida, tanto
por parte de aquellos que insisten en obviar el impacto (geo)político de las nuevas tecnologías
como por parte de aquellos otros que pretenden enfrentarse a lo digital con criterios analógicos.
La Revolución Informática -que así es como debe ser definido un proceso histórico que atañe, en el
fondo, a la mutación del capital- abarca facetas del conocimiento, diversas pero entrelazadas, como
la información, la educación y la cultura. Actualmente, en todos esos ámbitos son perceptibles
intentos por dotar a las pulsiones humanas de valor agregado. Se trata, desde luego, de
mercantilizar las necesidades básicas pero, sobre todo, de redefinir los términos del control social (y
por ende, político) aumentando –como subraya Armand Mattelart- la trazabilidad del
comportamiento humano.
Esa es, probablemente, la razón por la que casi todas las actuales propuestas de regulación de Internet
coinciden en priorizar la eliminación de todo obstáculo que dificulte o impida la maximización del
capital en su nuevo entorno de realización a partir de criterios verticales. Interesante planteamiento a
partir del cual, la presente ponencia se plantea 1) profundizar en el contexto sociopolítico en el que
operan las nuevas tecnologías y 2) escudriñar la incidencia que el uso intensivo que estas últimas
hacen de La Red pudiera estar teniendo en la estructura de poder global.
Internet, hic et nunc
(Casi) todo el mundo intuye lo que es Internet pero (casi) nadie puede explicar de lo que se trata en
su acepción más amplia. De hecho, una cosa es su descripción más aséptica (según la RAE, una
“red informática mundial, descentralizada, formada por la conexión directa entre computadoras u
ordenadores mediante un protocolo especial de comunicación”) y otra, muy distinta, su dimensión
trascendente. Desde este último punto de vista, se trataría de un arma o –para expresarlo en
términos de Giorgio Agamben- de un dispositivo orientado a la dominación política por la vía del
control social.
La Red –o al menos, su antecedente teórico más alejado pero explícito- se remonta a 1961 cuando
Leonard Kleinrock defendió (en el Massachusetts Institute of Technology, MIT) una tesis sobre
conmutación de paquetes. El ingeniero estadounidense jamás habría podido desarrollar sus
planteamientos sí no hubiera trabajado en un contexto político e intelectual propicio. Vivir la Guerra
Fría le ayudó ya que se trató de una confrontación bélica tan diferente a las precedentes que marcó
el inicio de la transición, desde las viejas guerras de movimiento, a las actuales guerras inteligentes.
En la práctica, dicho salto supuso la aplicación de tecnología a los radicales cambios en la
concepción de la guerra anunciados, ya durante la Segunda Guerra Mundial, por la Blitzkrieg nazi.
William S. Lind, teórico militar, explica el meollo de la cuestión: “la iniciativa fue más importante
que la obediencia (se toleraban errores puesto que provenían de demasiada iniciativa en vez de una
carencia de la misma). Todo el concepto dependía de la autodisciplina y no de la disciplina forzada.
El Kaiserheer y el Wehrmacht podrían llevar a cabo grandes desfiles pero, en realidad, habían roto la
cultura del orden”.
Una vez terminada la Guerra, en consonancia con dicha filosofía, casi todos los ejércitos
comenzaron a desarrollar tácticas de combate preventivo (basadas en innovaciones tecnológicas
orientadas al control social) que terminaron transformando sus propias estrategias. Échelon es un
elocuente ejemplo: se trata de una sofisticada red de espionaje electromagnético –gestionada, desde
1947, por cinco países anglosajones- pensada para filtrar la mayoría de las comunicaciones globales
por radio, satélite, microondas y fibra óptica (y por ende, actualmente, también por Internet).
Su importancia estratégica es tal que, como consecuencia de sus enormes necesidades operativas
(orientadas a la simplificación de procesos) pronto se convirtió en motor informal de los adelantos
tecnológicos (sí no mundiales, al menos, occidentales). Internet constituyó, en cierto modo, un efecto
colateral de la filosofía política que animó Échelon. Pero solo colateral: John Markoff, especialista en
-2-
la materia, reconoce que “sus diseñadores originales nunca previeron que llegaría un día en que la
red que habían creado soportaría todas las comunicaciones y el comercio del mundo”.
Durante la Guerra Fría se trataba, “simplemente”, de derrotar a un enemigo exterior (la URSS) que
amenazaba a las estructuras del mundo libre. Lo que aquí nos importa es que, una vez alcanzado dicho
objetivo y con Internet como gran herencia tecnológica, las tornas cambiaron: las preferencias
políticas del sistema viraron hacia la desarticulación de las trabas internas a la maximización del
capital (ya no existen externas) que -como la izquierda organizada o el Estado del Bienestar- habían
constituido, durante décadas, sus principales herramientas de intervención estabilizadora.
En cierto modo es normal: el capital, como consecuencia de los serpenteos estratégicos que le
impuso la Guerra Fría –compatibles, en todo caso, con su naturaleza fractal- se haya inmerso en un
proceso de mutación radical. De hecho –como intuyó Gilles Deleuze- las relaciones sociales de
producción están cada vez menos concentradas; orientadas a la producción (entendida como
manufactura) y fundamentadas en la propiedad. El neoliberalismo ha fomentado, más bien, la
deslocalización; el intercambio (cuando no la especulación) y el control por encima, incluso, de la
mismísima propiedad.
Dicho panorama, paralelo a la introducción –vía cibernética- de la perspectiva en el tiempo
(fenómeno histórico equivalente, según Paul Virilio, a la aparición, en pleno Quattrocento, de la
perspectiva en el espacio) está propiciando una compleja (y dolorosa) redefinición del tejido social
global. La clave de la misma radica en que los viejos mecanismos disciplinarios, útiles para
organizar la producción en las sociedades industriales (fordistas) no son tan eficientes en sociedades
que –como detectó Fritz Machlup, en 1962- generan, cada vez más, su valor agregado a partir del
conocimiento.
De ahí la creciente necesidad sistémica (percibida, desde 1978, por Michel Foucault) de
mecanismos de control global que permitan trascender formas de espionaje más o menos
tradicionales (como Échelon) marcándose como meta un reto inaudito pero, sobre todo, osadísimo:
la –ya citada- colonización de los rasgos biológicos que caracterizan a la especie humana en aras de
convertirlos en un factor productivo pero, sobre todo, en una variable dependiente del orden social
imperante. Se trata, en definitiva, de un proyecto de modernización de los controles vía red: trazar para
dominar.
Internet –o para ser más precisos, el (Entorno) Internet- abre la posibilidad de que transiciones como
la barruntadas por Foucault a finales de los 1970 (y por Deleuze, con mayor precisión, en su Post-
scriptum de 1990) tomen forma. La Revolución Informática, global y silenciosa (aunque, para algunos
autores, tan históricamente determinante como la Revolución Industrial) está implicando la sustitución
de los viejos mecanismos de dominación disciplinaria por formas de control mucho más sutiles y
también –desde una óptica capitalista- mucho más eficientes, productivas e incluso, lucrativas.
Tan importante está siendo la Gran Transformación en la que estamos inmersos que, prácticamente,
no hay esfera de la vida que quede al margen: a nivel burocrático, por ejemplo, se está transitando
desde administraciones personalizadas a gobiernos electrónicos; a nivel productivo, de la fábrica al
proyecto empresarial; a nivel educativo del ciclo escolar a la formación permanente; a nivel
sanitario, de la práctica curativa, a la (bio)preventiva; a nivel cultural, de las reproducciones
autorreferenciales al entretenimiento estandarizado; a nivel securitario, de la prisión, a la libertad
vigilada; etc…
Ni siquiera ámbitos tan aparentemente intangibles como la soberanía se están librando. Los
Estados, por ejemplo, más que desaparecer están reconfigurándose –como apunta Armand
Mattelart- a partir de principios regulatorios basados en la nueva ideología securitaria. El mestizaje y
la multiculturalidad socavan, cada vez más, los fundamentos típicos del juego entre naciones; los
grandes bloques económicos y los acuerdos comerciales propician interdependencias hasta hace
poco impensables y la colonización del tiempo abre la puerta a intervenciones estabilizadoras de nuevo
cuño.
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La más conocida y cotidiana es el (Entorno) Internet, producto –como ya se ha visto- de una vieja
estrategia militar que, actualmente, cristaliza en todos los ámbitos (re)productivos. Su impacto
sociopolítico resulta considerable ya que, al actualizar constantemente los controles, unifica
espacios. El viejo mito del Gran Hermano va tomando forma: de ahí que resulte impreciso desgajar
la realidad virtual de la ¿objetiva? Sería más correcto decir que el capital, no solo está colonizando las
sociabilidades tradicionales, sino que está reconfigurando su matriz por medio de un proceso de
fisión.
Dicha práctica que –como vaticinó Deleuze- tiene por objeto la fragmentación del individuo propicia
que las contradicciones humanas, diseminadas, se conviertan en motor de un sistema
autorreferencial que hace del mercado, prácticamente, el único lugar de producción de la verdad. La
consecuencia más inmediata de esta mercantilización, cuantitativa y cualitativa, de la existencia (que
atañe incluso a aquellos que pretenden autoexcluirse) es una redefinición de la privacidad que, al
tiempo que es carcomida en su dimensión individual, tiende a expandirse cuando es compartida.
Estas nuevas formas de subjetividad (detectadas por Elías Canetti, en 1960 y actualmente,
estudiadas por autores como Peter Slodertijk o Paolo Virno) están dislocando las relaciones
sociales hasta el punto de complicar la regulación de Internet. El asunto no es menor ya que dicho
Entorno se está convirtiendo, cada vez más, en motor del sistema: el que determina los procesos de
toma de decisiones; los intercambios comerciales; la gestión (pública y privada) de la cotidianeidad y
por supuesto, la producción y distribución de conocimiento, fuente inagotable de valor agregado.
La explosión de la horizontalidad
En el fondo de Internet -como fenómeno sociopolítico de masas- hay algo de imprevisible. Queda
claro que el desarrollo inicial de La Red fue producto de una lógica político-militar -heredada de la
Guerra Fría- pero también debiera quedarlo que la explosión de horizontalidad que su expansión
propicia, ha generado una situación inesperada. De hecho, aunque el concepto de virtualidad dista de
ser conceptualmente riguroso, lo que resulta innegable es que el Entorno Internet, al hacer converger
las relaciones de poder en una sola Red, desterritorializa la acción.
El impacto de La Red en la estructura y en la cultura (y por ende, en la cotidianeidad) está
resultando telúrico: los soportes tradicionales de difusión del conocimiento (libros, periódicos,
discos, radios, televisiones, teléfonos e incluso, ordenadores) están siendo los mayores afectados y
como consecuencia de ello, sus gestores tradicionales (editoriales, discográficas, productoras,
corporaciones de medios, empresas telefónicas, fabricantes de hardware, etc.) están viendo
cuestionado su modelo de negocio. Ello, a su vez, está teniendo una incidencia considerable en la
arquitectura del poder.
Refiriéndose a este problema, el especialista Tom Hodgkinson, da en uno de los clavos:
“Actualmente, por comparación con Facebook, los diarios empiezan a parecer obsoletos como
modelo de negocio. Un diario vende espacio publicitario a las empresas intentando que éstas
vendan sus productos a los lectores. Pero el sistema es mucho menos refinado que el de Facebook
por dos razones. La primera es que los diarios tienen que pagar a periodistas que proporcionen el
contenido. La segunda es que Facebook puede dirigir la publicidad con mucha mayor precisión que
un diario”.
Lo que subyace es una devaluación, probablemente irreversible, de la intermediación basada en
dispositivos analógicos. El desarrollo de la tecnología digital está contribuyendo, de hecho, a
reconfigurar el panorama global: las posibilidades de interconexión horizontal son tales que la
estructura de mecanismos disciplinarios (verticales) que comenzaron a ser trazados –a partir del siglo
XVI- como consecuencia de la invención de la imprenta (y del consiguiente tambaleo del
monopolio de la verdad, por entonces, en manos de la Iglesia Católica) están haciéndose añicos.
Es lógico. Interconexión horizontal quiere decir circulación, diferente, de la información: 1)
desarticulación de la multiplicidad de tiempos que -como señala Paul Virilio- tienden a
reconfigurarse en un solo tiempo universal; 2) explosión de la participación social en la elaboración de
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la información y 3) pérdida instantánea del control de los emisores sobre su propia creación y/o
información a partir del momento en el que se distribuye. Circunstancia curiosa: la alienación que
este último fenómeno debiera, en principio, provocar tiende a ser reivindicada, más bien, como
derecho básico.
En términos generales parecen pesar mucho más, en efecto, las ansias de participación (frente a la
intermediación tradicional) que las de una posesión creativa que, tanto el cambio tecnológico como
la práctica ausencia inicial de normas que regularan el intercambio digital, posibilita que sea mucho
más colectiva. Esta curiosa –pero básica- circunstancia ha tardado, sin embargo, en ser
comprendida por los poderes constituidos, fundamentalmente, porque solieron cometer un doble
error conceptual: 1) tendieron a desgajar Internet de su entorno y 2) la realidad virtual de la objetiva.
Dicho error, además, se vio reforzado por un problema ideológico. Lo plantea, de nuevo,
Hodgkinson: “Internet está atrayendo enormemente a neocons […] porque les promete un
determinado tipo de libertad en las relaciones y los negocios, libertad ante la molestia de leyes y
fronteras nacionales y cosas por el estilo. Internet abre también un mundo de libre comercio y
expansión del laissez faire”. Suena lógico: en plena efervescencia del neoliberalismo, Internet fue
contemplado como modelo ideal de la no-regulación; en suma, como una especie de versión post-
moderna de la Ciudad de Dios.
Lo trascendente es que lo que tanta no-regulación terminó propiciando fue una enorme estructura de
oportunidad… para maximizar beneficios, desde luego (piénsese, sí no, en el éxito de las punto com)
pero, también, para provocar una explosión de micro-poderes (antagónicos, por definición).
Comercio, especulación pero también, innovadoras formas de comunicación que van desde la
interacción más casual (e-mail, SMS, twitter, blogs, redes sociales, foros, chats, P2P, etc.) hasta la
más compleja (como la promovida por movimientos como el EZLN, en 1994 o Tous Ensemble, en
1995).
Dicho escenario -múltiple, diverso y heterogéneo- fue posible gracias a que la no-regulación (o al
menos, las deficiencias regulativas) de las redes cibernéticas destapó valores inherentes al ser
humano que -como la imitación, la interacción o la cooperación- habían permanecido encorsetados,
durante siglos, como consecuencia de las limitaciones tecnológicas pero, sobre todo, de la compleja
estructura de regulaciones e intermediaciones impuestas por los poderes constituidos –a partir del
siglo XVI- para controlar la producción y distribución de conocimiento.
Precisamente por eso resulta incluso lógico que, desde un primer momento, las prácticas sociales
antagónicas primaran, en Internet, sobre las políticas. El caso de Richard Stallman (promotor del
software libre) es elocuente: su lucha no comenzó como consecuencia de grandes ideales –como,
por ejemplo, el anarquismo- sino que demarró de algo tan simple y tan cotidiano como la
configuración de una impresora. De hecho, la simple liberación (y posterior canalización) de los
valores y prácticas que acaban de ser descritos, bastó para trenzar una inédita estructura de
micropoderes digitales.
………………….
Su denominador común fue una contraposición radical a valores como la propiedad y la
intermediación. Pero, salvo en muy raras excepciones, no una contraposición orientada a
criminalizar, per se, a ambos conceptos sino a la (represiva) lógica argumental que le ha venido
siendo conferida –por los sucesivos poderes constituidos- a lo largo de los últimos doscientos años:
propiedad como categoría cuasi inherente al individualismo y forjadora de verticalidad e
intermediación como herramienta mantenedora de esa misma verticalidad.
Lo curioso es que, para los actores de una práctica que se fundamenta en las posibilidades
tecnológicas que ofrecen los dispositivos digitales, el orden establecido solo es discutible (e incluso,
ciber-combatible) en la medida en que limita la creatividad de base horizontal (y por ende, compartida).
El motor de dicha práctica no consiste, de hecho, en un elaborado discurso anti-autoritario ni,
tampoco, en una solidaridad con otros sujetos sino –y esto sí implica una ruptura radical con la
-5-
cultura política contestataria tradicional- en una interactividad entre actores que comparten valores
circunstanciales.
La característica esencial de dichos valores es que no son, en efecto, completamente estáticos. Hay
un par de conceptos referenciales -como la libertad (de creación) y la igualdad (de acceso)- que
sirven de desencadenantes para unas luchas que, después, pueden evolucionar, además de
responder a problemas intrínsecamente tecnológicos o que, simple y llanamente, se sirven de las
posibilidades que ofrece la tecnología digital para conferirle una proyección diferente a escenarios
sociopolíticos más tradicionales. Lo que no existe, eso está claro, es ni centro ni dogma.
Hay, acaso, algunas luchas que han trazado ciertas líneas de vanguardia (como la emprendida en
pro del software libre) que han ido elaborando discursos políticos relativamente construidos pero la
característica esencial de las prácticas antagónicas en red es su versatilidad y su nomadismo cuasi
congénito. Para decirlo con Gilles Deleuze: “en las sociedades disciplinarias siempre había que
volver a empezar […] mientras que en las sociedades de control nunca se termina nada”. Ni
siquiera, al parecer, de protestar…
………
Solo hay, de hecho, tres grandes actitudes que rebelan, básicamente porque tienden a desarticular
los fundamentos de una filosofía digital que -al estar colonizando, progresivamente, los rasgos
biológicos que caracterizan a la especie humana- se están convirtiendo en un estilo de vida (sobre todo,
para las generaciones más jóvenes). Se trata de todo intento vertical de ejercer controles a partir de
formas de centralización, segmentación o exclusión que atenten contra las posibilidades de
interconexión y por ende, en última instancia, de creación colectiva.
Las claves de la batalla
El desarrollo de la ideología securitaria (que hunde sus raíces en la Doctrina de Seguridad Nacional
redefinida, con especial determinación, a partir del 11-S) y el estallido de la burbuja financiera
mundial, en 2008, están prefigurando un (¿nuevo?) orden mundial que se plantea –entre otras
cosas- reformular Internet a partir de criterios verticales, no rizómicos. Hoy por hoy, pese a la claridad
de dichas intenciones, la horizontalidad cibernética –entendida, no sólo como la bisoña militancia que
acaba de ser descrita, sino como una práctica social cada vez más extendida- es el principal
obstáculo.
Dicha realidad, insoslayable, está propiciando que la actual proliferación de propuestas orientadas a
reinventar La Red se tenga que basar en planteamientos reactivos fundados, más que en la legalidad
vigente, en lógicas conceptuales preexistentes, manejadas como denominador común. La trama
argumental de dicho discurso se articula alrededor de los once principios de propaganda
identificados por Joseph Goebbels: simplificación, contagio, trasposición, exageración,
vulgarización, orquestación, renovación, verosimilitud, trasfusión, unanimidad y silenciamiento.
La intención última no radica –como señalaron Noam Chomsky y Edward Herman, en 1988- en
informar y mucho menos, en abrir un debate. Hay una convergencia informal de intereses: para
unos, se trata de mantener posiciones socioeconómicas de privilegio; para otros, de asegurar
controles sociales en un momento político delicado y para un tercer grupo, de abrirse espacios. La
verdad y el bien común quedan, en dicho marco, al margen de estrategias orientadas a subsanar
fallos estructurales y a colonizar todo espacio de creación, incluso, si está planteado en términos
antagónicos.
Se recupera, en dicho marco, la acepción de la palabra ‘pirata’ que remite a una violación, presunta
o real, de los derechos de autor y/o distribución, con objeto de convertirla en eje simbólico de esta
nueva matriz de opinión. A partir de ahí, se criminaliza a un enemigo público que –como casi todos los
de la posguerra Fría- es tan difuso que puede dedicarse, al mismo tiempo, a actividades tan dispares
como reivindicar una redefinición de la propiedad intelectual, difundir el conocimiento libre,
intercambiar privadamente archivos e incluso difundir virus, pervertir a menores y sembrar el terror
(sic).
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El elemento que provoca que un planteamiento tan endeble termine siendo socialmente aceptado,
remite a dos circunstancias estructurales concatenadas. La primera tiene que ver con la (publicitada)
brecha tecnológica y la segunda, con el (silenciado) analfabetismo tecnológico. Sobre la base de dicha
segmentación, que asume perfiles sociales y geográficos, la trasposición del discurso securitario
dominante al ámbito cibernético resulta más sencilla: el planteamiento básico es que, en La Red, no
solo hay criminalidad sino que –al igual que afuera- ésta es gradual.
Dicha gradualidad -desde la óptica vertical- estaría siendo posible debido a la buena voluntad que los
Estados, garantes de la legalidad, habrían demostrado desde los inicios de Internet. La escasa
regulación de dicho medio, en lugar de haber sido aprovechada en términos responsables y creativos (es
decir, orientados a la realización, vertical y desregulada, del capital) lo habría sido para dedicarse,
cada vez más, a actividades conspirativas o incluso (las fronteras son deliberadamente difusas) para
delinquir. Por eso, ahora, habría llegado el momento de la tolerancia cero.
El punto es que –siempre desde una óptica en la que tienden a coincidir los principales
conglomerados mediáticos y de entretenimiento mundiales- no puede seguirse permitiendo que la
horizontalidad cibernética vulnere derechos y ponga en riesgo la seguridad pública (y laboral) de millones
de buenos ciudadanos… y no puede permitirse, sobre todo, porque el resultado de dichas acciones
(crimen, perversión, decrecimiento, etc.) no solo atentaría contra los principios morales en los que
se fundamentan las democracias avanzadas sino que, además, podría amenazar la convivencia.
Fuera de ahí, no mucho más: nada, por ejemplo, sobre las necesidades asociativas de la
imaginación; ni sobre la imitación (y por ende, sobre la difusión) como principio básico de la
enseñanza-aprendizaje; ni sobre el agotamiento de determinados modelos regulativos y/o de
negocio. Nada, en definitiva, sobre lo esencial de la estrategia que pretende legitimar socialmente la
reconceptualización de Internet como dispositivo de control: aquella que se fundamenta en la
confusión intencionada entre derechos de autor y derechos de reproducción.
La actitud que subyace es, obviamente, reactiva. El problema no radica, sin embargo, en las
etiquetas: lo que se trata de averiguar -para comprender mejor el contexto- es quién y porqué
defiende dichos planteamientos. La respuesta es relativamente sencilla: si hay algo que brinda La
Red es conectividad; posibilidad, en suma, de redefinir intermediaciones (políticas, económicas,
mediáticas, educativas etc.). Obviamente, aquellos que las han ejercido tradicionalmente ven -en el
desarrollo horizontal de Internet- una amenaza a sus poderes, privilegios y por supuesto,
proyecciones.
Más allá de si la reseñada percepción es real o ficticia –lo cual es discutible- lo que interesa saber es
de qué clase de intermediadores se está hablando. Aquí, de nuevo, la respuesta es relativamente
sencilla: se trata de aquellos actores sociales que, antes del desarrollo de las tecnologías digitales y de
su proyección cibernética, garantizaban el ciclo de la comunicación, en términos funcionales a la
reproducción del capital. Se trata, por tanto, de promotores de información (no periodistas), de
emprendedores educativos (no educadores) y de gestores culturales (no artistas).
Todos ellos, organizados en redes de presión (que asumen una dimensión, cada vez más, planetaria)
actúan en términos muy eficientes: básicamente, transmiten -como señala Enrique Dans- lo esencial
del razonamiento que acaba de ser descrito a través de una hábil utilización de los medios que
preludia acciones muy concretas (de propaganda, manipulación y chantaje) centradas en ámbitos
nodales de toda estructura social (sistema educativo y los tres poderes del Estado: legislativo,
ejecutivo y judicial). Es así como “una enorme y obvia mentira es asumida por toda una sociedad”.
Y es así como, también, se ha venido preparando el terreno para la toma de decisiones que, de
haber sido asumidas sin una estrategia mercadotécnica y de cabildeo previas, probablemente,
habrían generado rechazo (sobre todo porque la práctica social que acompañó al nacimiento de un
Internet poco regulado fue, sencillamente, antagónica). Lo novedoso, después del estallido de la
burbuja financiera en 2008 es que, ahora, además de un discurso -cada vez más, asumido por los
poderes públicos- hay una práctica represiva orientada hacia el control ex ante pero, también, hacia a
la represión ex post.
-7-
La primera de ellas está implicando fragmentaciones selectivas de La Red; trabas a la
hipertextualidad; segmentación de las velocidades de acceso al sistema; patentes de códigos
estratégicos e incluso, infiltración de algunos focos clave de conocimiento. En cuanto a las
segundas, se están orientando, fundamentalmente, a la realización de reformas que legalicen una
trazabilidad demográfica global (y la subsiguiente creación de listas negras digitales) que sirva de base a
la inauguración de una acción policial de nuevo cuño dotada, por supuesto, de herramientas
inauditas: ¡1994!.
Teniendo en cuenta dicha perspectiva, 2009 puede ser concebido como un punto de inflexión: está
siendo el año en el que (coincidiendo con la llegada de Barack Obama a la Presidencia de Estados
Unidos pero, sobre todo, con la crisis económica global) los Estados con más peso en La Red están
empezando a plantear una redefinición de Internet en términos de control sociopolítico. Dicho
planteamiento está convirtiendo al discurso vertical –hasta ahora, relativamente ajeno al poder pero,
sobre todo, a la legalidad- en funcional (e incluso, necesario) a una estrategia política securitaria.
Ello explica que, la doble dirección que están asumiendo las prácticas represivas en La Red no deba
ser entendida ni como el producto de dos concepciones verticales contrapuestas ni como el de dos
modelos, sucesivos, de intervención estabilizadora. Se trata, por el contrario, de dos estrategias que –
como señala Mattelart cuando se refiere a la transición de las sociedades disciplinarias a las sociedades de
control- son complementarias. Tanto, que constituyen el hilo argumental del escenario de
transformación social teorizado por Niklas Luhmann y tan caro a Donald Rumsfeld.
Conclusiones: ¿hacia la sociedad del (des)conocimiento?
Internet es, tópicos al margen, un innovador medio de difusión. Su importancia es tal que, en
términos teóricos, suele ser concebido, no tanto como un simple medio de comunicación más sino,
más bien, como parte de una cadena social evolutiva cuyos eslabones precedentes serían el lenguaje,
el alfabeto y la imprenta. Se trataría, en definitiva, del eje de la Revolución Informática; de la
transición de un modelo de sociedad a otro; del impacto considerable que La Red está teniendo en
el debate intelectual, en la democratización de la comunicación e incluso, en el crecimiento
económico.
El reseñado proceso, sin embargo, está muy lejos de ser armónico: la elección de Obama –
coincidente con el estallido de la crisis económica global- parece haber multiplicado las ansias de
controlar Internet para convertirlo en un dispositivo universal de control social vertical. Todo ello a
través de transformaciones aceleradas (con una cobertura jurídica contradictoria, por cierto, con el
acervo legal vigente) que están afectando a las potencialidades de desarrollo horizontal de La Red.
Nada novedoso: el escenario es similar al que provocó, en su momento, la imprenta.
Justificaciones para esta deriva, de hecho, no faltan. La seguridad funge de coartada: en abril de
2009, por ejemplo -27 años después del estallido del oleoducto de Tobolsk- el Wall Street Journal
informó de que, ciberespías “penetraron la red eléctrica de Estados Unidos e instalaron programas
de software que podrían ser utilizados para interrumpir el sistema”. Se trató, ni más ni menos, que
de una de las temidas utilizaciones del conocimiento con fines sociopolíticos complejos realizadas, al
parecer, por China… y Rusia. En otros términos, de una Bomba Lógica, ¡en el corazón de Estados
Unidos! …
El detalle no es menor puesto que uno de los frentes de batalla más importantes (y a menudo, más
desconocidos) de la guerra moderna, es el electrónico. El problema es que sus instrumentos
también son utilizados en la Guerra no letal. Lo sucedido con la red eléctrica estadounidense
evidencia, desde luego, las fragilidades de La Red tal y como está concebida pero, también, sus
enormes potencialidades: Washington, para activar su Bomba Lógica en el oleoducto Tobolsk,
necesitó de una deserción previa, no digital. Actualmente, China y Rusia, pudieron trabajar a
distancia…
Dicho escenario remite a un problema muy concreto: plantear una redefinición de Internet orientada a
incrementar sus niveles de seguridad puede resultar, en apariencia, razonable pero también entraña
riesgos. Tantos y tales que una iniciativa tal, mal concebida, puede implicar un retroceso
-8-
democrático e incluso, económico. El valor agregado –no debe olvidarse- se encuentra en plena
transición desde la manufactura a un conocimiento que se sustenta, cada vez más, en una práctica
social cooperativa que funciona, básicamente, en red.
Pero es que hay más: 48 años después de defender su tesis sobre conmutación de paquetes, Leonard
Kleinrock reconoce una mutación irreversible del concepto de privacidad. Se trata por tanto, también,
de derechos. Adoptar, en dicho marco, posturas ingenuas (“Internet debería de ser” o “La tecnología
imposibilitará dicho proceso”), cínicas (“de todos modos van a hacer lo que quieran”) o nihilistas
(“Internet sigue siendo cosa de una elite”) puede allanar el camino a bloqueos políticos, económicos
y gnoseológicos similares a los desencadenados por la Contrarreforma.
Tampoco se trata, de hecho, de un problema estrictamente individual. Su dimensión (geo)política
es clave: la posición de los países en desarrollo resulta, de hecho, fundamental porque aunque se trata
de áreas que todavía presentan tasas muy bajas de utilización de La Red, tienen un enorme
potencial de crecimiento que de vehicularse a partir de criterios horizontales (como el caso de los
cuatro países latinoamericanos que ya funcionan con software libre) dificultaría –incluso
técnicamente hablando- la transformación de Internet en una suerte de dispositivo castrador del
intercambio creativo.
(México DF, 2 de junio de 2009)
-9-
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