© 2024 Erya y Laura Campos
© Ilustración de cubierta: Ana Paula Lomas (@hadadeincognito)
© Ilustraciones de interior: Ana Paula Lomas (@hadadeincognito)
Corrección: Cristina Guerrero Jerez (@eryaescribe)
Primera edición: diciembre 2024
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propiedad individual.
Para los amantes de la imaginación
y las mágicas páginas de un libro.
Advertencia para nuevos lectores
que se sumergen por primera vez en
los Reinos Malditos:
Esto no es una historia basada en las
películas de Disney y Dreamworks,
sino que hemos cogido elementos de
las culturas celta y vikinga tal y como
ellos hicieron, aunque sí encontraréis
guiños a las películas que todos
conocemos.
PRÓLOGO
Érase una vez, en los lejanos Reinos Malditos…
Tal vez seas nuevo en este viaje. Tal vez hayas viajado a lo largo y ancho
de los reinos mágicos del este y del oeste. No importa. Nuestro deber es
advertirte.
¿Crees en la magia? Puede que aún no lo hagas. Puede que creas que la
magia solo sea cosa de niños. Pero…
Ella es quien da vida a esta nueva historia.
Ella es quien puede dar respuesta a tus preguntas.
Ella es quien susurra en tu oído cuando menos lo imaginas.
La magia es el aliento de un dragón, una habichuela capaz de llevarte a
un reino secreto, la precisión de una arquera al disparar con su arco, una
flor rodeada de espinas, el hada que toca tus sueños con su varita o leer un
libro y ser capaz de ver con tus propios ojos lo que cuentan sus palabras.
Si me conoces de La maldición de los reinos, El espíritu del espejo y La
sombra del lobo ya sabes quién soy.
Y si también conoces El origen del invierno, entonces ya sabrás que
ahora somos dos para guiarte entre las espinas y los fuegos fatuos.
¿Que quiénes somos?
Somos quienes todo lo saben. También somos quienes nada saben.
Somos la magia que va y viene.
Somos las palabras que a veces todo te explicarán y otras confusión te
crearán.
Somos quien entra y sale de los personajes, quienes te muestran sus
pensamientos o los miran desde fuera.
Somos quienes te sumergirán en una historia real e irreal, una historia de
sueños y pesadillas.
En definitiva: somos quienes te contarán una historia portadora de magia.
Tú decides ahora, lector; adentrarte y creer o pasar a ciegas y no vivir lo
que encierran estas páginas…
Bienvenido a Los pétalos del tiempo.
Primera parte
La arquera y el jinete
CAPÍTULO 1
Las calles se vestían de atardecer y el cielo oscilaba entre el rojo y el
naranja, mientras el sol iniciaba su descenso, que daría paso a las lunas,
reinas de la noche. Muy pronto las estrellas dominarían el firmamento y él
sabía bien que para entonces debería estar de vuelta en la granja.
Había vendido todo lo que se había llevado al mercado y le dolían la
espalda y las piernas de haber estado en pie tanto tiempo, pero estaba
orgulloso de las ganancias, cuyo peso en los sacos del cinturón le recordaba
que había sido una gran jornada.
Le gustaba trabajar en la granja más que ir al mercado, era una tarea
tranquila, pero no cabía duda de que acudir a la ciudad era una actividad
refrescante.
Cogió de su morral una fresa que había sobrado de las ventas, grande
como un puño, como todo lo que se cultivaba en el Reino de los Gigantes,
un recuerdo de quiénes habían habitado el lugar antaño. Los gigantes
habían desaparecido mucho antes de que Hogg naciera y él —como la
mayoría de habitantes del reino— creía que eran una leyenda. De hecho,
nadie vivo que conociera había visto uno. Observó de nuevo la fresa y se
encogió de hombros, fuera como fuera, era maravilloso tener frutas y
verduras gigantes. Sin darle más vueltas le dio un mordisco a su festín,
dejando que el jugo resbalara por las comisuras.
Se limpió con disimulo al pasar cerca de los últimos puestos, donde los
rezagados quedaban recogiendo la mercancía. Él mismo había pasado más
tiempo del que debería y ahora corría el riesgo de que se hiciera de noche
antes de llegar a la granja.
Aminoró el paso, sin embargo, cuando estaba pasando cerca de la
taberna. Nidhogg era curioso por naturaleza y siempre que visitaba la
ciudad tendía a querer enterarse de los cuchicheos. Miró el cielo una última
vez y, determinando que todavía tenía tiempo para hacer una visita rápida,
atravesó las puertas.
No era un establecimiento cualquiera ya que los dueños habían querido
que fuera diferente y, por ello, vio en la distancia la sala anexa dedicada a
los libros. A esas horas era difícil, pero si uno se concentraba podía percibir
el aroma de los códices, ligero y embriagador como una buena historia. Se
sintió tentado de recorrer la distancia que lo separaba de esa sala, ahora
sumida en las sombras, para contemplar el techo, la mejor obra de Tilda, la
posadera. El techo estaba pintado y en él se podían ver unas enredaderas
que se mezclaban con las flores lunares, pintadas con tinta de estrellas, que
brillaba en la oscuridad, imitando a la perfección esas flores tan extrañas.
Por supuesto Hogg nunca las había visto más allá de esas ilustraciones,
pues eran del reino de origen de la posadera. Arrugó la nariz intentando
hacer memoria, pero no consiguió recordar, así que lo que hizo fue dar unos
pasos, camino de la barra.
El ambiente al atardecer era alegre y aquí y allá se reunían los
trabajadores tras una larga jornada, para comentar su día antes de retirarse a
sus hogares, incluso Nina, la pantera de la familia, dormitaba cerca de la
chimenea emitiendo suaves ronquidos. Para quien no estuviera
acostumbrado, ver a un felino de tales dimensiones le haría salir corriendo,
pero en el Reino de los Gigantes era una mascota habitual. Los ganaderos
las usaban para pastorear a las ovejas, los campesinos para ayudarlos con
sus tareas en el campo, otros para defender su hogar de posibles
malhechores, mientras que la mayoría los tenían por simple compañía.
El animal cabeceó unos instantes, levantó su enorme cabeza y bostezó
abriendo tanto la boca que el chico creyó que podría ver el contenido de su
estómago. Sus dientes, grandes como los antebrazos de Hogg, volvieron a
ocultarse en su mayoría cuando cerró la boca y se estiró.
Entonces su mirada ambarina se cruzó con la del recién llegado y sonrió
—o, al menos, eso le pareció a Hogg—, iniciando un camino sinuoso hasta
él.
—¿Cómo está Kiran? —preguntó el felino refiriéndose a la pantera
pastor del chico.
—Bien, ya sabes.
El animal ya le había alcanzado y se sentó frente a él para lamerse una
pata con parsimonia. Sentado era más alto que Hogg, que ya era más alto
que la mayoría en el reino. Le acarició en un lateral del cuello y la bestia
acabó tumbada mostrándole el vientre y pidiendo más caricias, hasta que se
oyó el ruido metálico del bol de la criatura que dio un salto y echó a correr
hacia el lugar donde la posadera estaba echándole sobras.
Hogg soltó una risita y siguió su avance por el lugar. Reconoció a unas
mujeres de mediana edad charlando entre sí entre risas y aguzó el oído al
pasar junto a ellas.
—… la princesa escogerá a mi hijo, ya lo veréis, porque…
—… bueno, eso es lo que siempre dices, pero…
Hogg sonrió de medio lado y siguió avanzando. El hijo de la señora
Ragnar estaba en un reino mágico del oeste, luchando por el favor de una
princesa.
—No me creo una sola palabra de ese cuento, Lock. —Un susurro en un
rincón apartado del establecimiento.
—Te digo que la historia es cierta, podemos hacernos ricos.
El chico, atraído por estas palabras, esquivó otra mesa, como si solo
pretendiera avanzar, pero se acercó un poco más al lugar del que venían las
voces.
—… el señor Haugen dijo que vio a su hijo montado en un dragón…
Hogg estuvo a punto de reír con el segundo tipo, que soltó una carcajada.
—Hace tiempo que sabemos que Igor está loco.
—Si me escuchas…
Pero Hogg ya no oyó nada más, pues se alejó de ellos y posó sus ojos,
que relucían como oro bruñido bajo las antorchas, en la chica rubia que se
afanaba en limpiar la barra. Cerca de ella su hermano mellizo repartía platos
de estofado. El recién llegado dio unos pasos hasta situarse junto a un
taburete y sonrió cuando ella le dirigió la mirada.
—¡Hogg! ¿No es un poco tarde para que estés aquí? —La rubia miró al
otro lado de una ventana.
—Sí, pero me muero de hambre.
—Más vale que engullas, Hogg, porque no querrás desaparecer como
Lars Argenden —intervino la voz del chico.
Los mellizos habían ido a la escuela con Hogg y nunca habían dejado de
ser amigos, por eso el tono serio que había empleado él puso en alerta a
Hogg, que se sacudió un mechón del color de las castañas maduras del
rostro, volviéndose hacia la tabernera.
—¿Qué ha pasado?
—Lars ha desaparecido. —Puso los ojos en blanco y se acercó más a él
—. Llevaba días diciendo que iba a ponerse a buscar las habichuelas
mágicas.
—¿De verdad?
La leyenda de las habichuelas mágicas era una historia que se contaba a
los más pequeños. Había quienes, ya casi adultos, seguían creyendo en su
existencia y se aventuraban en su busca. Se decía que habían caído del
cielo, esparcidas por un hada —otras versiones se inclinaban más por un
fénix de la primavera o un dragón de tierra— a lo largo del Reino de los
Gigantes, y que quien tuviera el honor de encontrar una hallaría un tesoro
oculto.
—Ya volverá cuando vea que eso es un cuento de hadas —prosiguió su
amiga, negando con la cabeza.
—No lo creo, Trid. Desapareció… —le dijo su hermano.
—¿Es que sabes algo que nosotros no sepamos? —Hogg le miró con una
sonrisa que marcó los hoyuelos de su rostro.
—Lo que sé es que tienes que largarte ya, Hogg.
Quería seguir preguntando, pero Drit tenía razón, así que tras coger el
panecillo que le tendía Trid se perdió por donde había venido.
Por desgracia para él, había oscurecido y las tres lunas resplandecían en
el cielo estrellado. Hogg masculló una maldición y miró de soslayo el lugar
donde ataban a los caballos. Se mordió el labio y, mirando a ambos lados,
se acercó a uno.
El animal le miró con curiosidad y bufó en lo que para el chico fue una
risotada.
—¿Otra vez, Hoggy?
Palabras donde otros escuchaban solo un relincho. Hogg sonrió y acarició
el morro de la yegua antes de liberarla. Volvió la vista una sola vez más a la
taberna y, sin palabras —al menos no unas que el resto pudieran escuchar
—, le pidió a Furia que le llevara a casa.
CAPÍTULO 2
Los primeros rayos de sol pugnaban por asomarse por el horizonte para dar
comienzo a un nuevo día.
Ella no podía verlo. No solo le daba la espalda al amanecer del Reino de
la Música, sino que mantenía los ojos apretados mientras una diana se
balanceaba a varios metros de ella, a la altura de su rostro. Alejada del
bullicio de la ciudad, en la linde del Bosque de los Druidas se sentía en paz,
libre y no solo acudía allí a disparar con el arco, sino que había recorrido en
más de una ocasión los caminos. Había explorado acantilados, cuevas
remotas y había olfateado la magia de los druidas en el aire, las noches de
luna llena. Por supuesto, sus padres no sabían nada de eso, pero desde niña,
montar sobre su caballo y perderse había sido la única forma de lidiar con
su vida y, cuando había perdido a su hermano, su vía de escape para superar
el duelo. Respiró hondo una vez más, mientras la brisa del alba se
encargaba de mantener el movimiento, y ella, con el arco y la flecha
preparados, tan solo escuchaba.
El suave balanceo.
El mecer de las ramas.
El primer piar de los pájaros cantores, iniciando la melodía del alba.
Su propio corazón, que latía infundiéndole ánimos.
Nunca había fallado en aquel nuevo ejercicio ideado por su padre, mas
nunca había dado en el blanco como se esperaba de ella.
Como ella esperaba de sí misma.
Se concentró en sus oídos.
Izquierda.
Derecha.
Izquierda…
¡Disparó!
La flecha cortó el rocío hasta clavarse en algo. Antes de abrir sus ojos
azules, la joven alzó una de las comisuras de sus labios. Sabía que no había
fallado, y eso la hacía sentir orgullosa. Pero ¿había logrado por fin lo que
llevaba meses intentando?
Sus párpados dieron paso a sus pupilas, que comprobaron con una
mezcla de satisfacción y hastío dónde estaba la punta de hierro: a dos
círculos del centro verde que marcaba el centro de la diana. Rozaba el
amarillo, que lindaba con el verde. Jamás había estado tan cerca.
Se disponía a repetir la acción, cuando brilló en su mano el primer rayo
de sol. Dio media vuelta. El astro ya asomaba, inundando el paisaje verde
con todo su esplendor.
—¡Oh, no!
Olvidándose de la diana colgante, corrió hacia el pequeño castillo que
había al borde del acantilado. Había un camino rodeado de árboles que
conducían de la ciudad hacia él, mas ella fue campo a través, pues hacía sus
prácticas al este de su hogar, donde los estrictos ojos de su madre no solían
posarse, por ser, como ella lo denominaba, «una arboleda asalvajada» que
no tenía solución. Allí, arbustos de espinas crecían en libertad y, entre ellos,
las flores lunares se abrían paso, iluminando la noche más oscura.
El resto de la vegetación que rodeaba el castillo había sido domada a
gusto de la Duquesa de Escocia, aportando a la edificación una visión
elegante ya desde lejos.
«Duquesa de Escocia».
Paladeó aquel título que siempre le dejaba con un sabor agridulce. Un
título que, algún día, ella tendría que portar.
La reina Ártemis había escogido ese nombre, «Escocia», para sus padres
por ser Hamelín la ciudad más al norte del Reino de la Música, donde había
algunas horas más de oscuridad que de luz, y donde era más habitual hallar
una densa niebla entre las estaciones otoñal e invernal.
Ya casi podía alcanzar las puertas de las cocinas, por donde se escabullía
cuando necesitaba estar sola, sin la reprobadora mirada de su madre.
Mas sus pensamientos seguían bullendo.
Era su hermano quien debía heredar el título, dejándola a ella libre de
ataduras y responsabilidades. Pero fue llamado a una pequeña disputa bélica
que tuvo lugar contra el Reino de las Quimeras —que habían intentado
expandirse más allá de sus territorios y la reina Ártemis no lo había
permitido— y murió, como muchos otros.
Hacía poco habían celebrado el aniversario de su muerte. Su madre los
obligaba a vestir de negro y guardar el luto correspondiente, incluso a los
habitantes del castillo, aunque muchos de ellos ni siquiera hubieran llegado
a conocer a Cian.
Las cocinas ya rebosaban ruido y un ir y venir de los sirvientes que se
afanaban por tener el desayuno a tiempo, y es que la Duquesa de Escocia no
perdonaba los retrasos.
La joven logró llegar a sus aposentos, donde la recibió una cama con
dosel deshecha con un vestido preparado que ella misma había dejado antes
de salir. Se despojó rápida de sus ropas masculinas que guardó bajo el
colchón, el único lugar que su madre no revisaría jamás, y se embutió en el
vestido turquesa de manga larga.
Se dirigió hacia el comedor olvidando domar su ondulado cabello del
color de la cornalina, como le decía su padre. A ella le gustaba que volara
libre, aunque se le posara en la cara y a veces pudiera resultar molesto. Él
tenía la libertad de la que ella a veces carecía.
Los duques ya la esperaban, él leyendo una misiva, ella con las manos en
el regazo, evaluando los manjares dispuestos ante sí. La joven se sentó
musitando un débil «Buenos días» y se hizo con una hogaza de pan del
tamaño de su puño, a la que dio un rápido mordisco para acallar los rugidos
de su estómago.
—¡Maredudd! —la regañó su madre por su falta de modales.
La aludida tragó y soltó el pan.
—Lo siento.
Tras un suspiro cargado de reproche, la mujer miró a su esposo que
enrolló el papiro y dio comiendo el desayuno.
—Hoy tienes clase de baile, no lo olvides.
La muchacha resopló con disgusto. Siempre daba más de un pisotón a su
profesor de baile. A ella le gustaba bailar sola, y más de una vez le había
preguntado a su madre por qué en las fiestas no podía hacerlo. La duquesa
le respondía siempre con la misma palabra: protocolo.
—Quizás lleguemos un poco tarde, querida —intervino el hombre,
captando la atención de su hija—. Es día de mercado.
—No me gusta que te lleves a nuestra hija a un lugar tan vulgar.
—Como futura Duquesa de Escocia, Meridi no solo debe dominar
protocolo, historia, política y geografía, sino estrategia, derecho y comercio.
«… y artes de lucha», leyó la joven en los ojos de su padre.
Él la había instruido desde la muerte de su hermano, a escondidas de su
madre, para que la joven, si se daba el caso de que debía vivir una guerra,
tuviera una oportunidad de defenderse y defender a su familia.
Y Meridi —nombre por el que solían llamarla su padre y otros allegados,
pero jamás su madre, alegando que no era correcto llamar a una futura
duquesa por un diminutivo— se había tomado en serio sus clases,
especialmente las de tiro con arco.
CAPÍTULO 3
Hogg silbó mientras cogía el cubo de maíz y avanzaba hacia su siguiente
tarea. Escuchó las voces antes de llegar y puso los ojos en blanco al
reconocer a Lara en un cacareo malhumorado.
—Te digo que se le han pegado las sábanas, ya pasa una hora del des…
—¿Qué está pasando, chicas? —se adelantó Hogg tirando el maíz a su
alrededor.
—¡Eso digo yo! ¿Qué estabas haciendo?
—Soy granjero, puedes imaginar lo que estaba haciendo.
—Ya, ya… dormir, holgazán. Dicen que ayer volviste a las tantas.
Hogg puso una mueca de circunstancias y sacudió la cabeza, recordando
su paseo de madrugada de vuelta a casa. Sin embargo, se había levantado a
la misma hora que siempre.
—Deja a Lara, el hambre la pone insoportable. En cuanto se le pase
vendrá a disculparse.
Él ya lo sabía. Lara era una gallina oronda, mayor que las demás, que
siempre tenía un cacareo de reproche cuando llegaba, pero era un animal
divertido y afable cuando había llenado el estómago.
Vio a Hoot observando muy erguido al resto de las aves y soltó una risita.
No quería asustarle, pero era tan tentador… Así que tras dar dos pasos dio
una palmada que hizo que el gallo brincara en su posición y mantuviera el
equilibrio de milagro.
—¡Por todas las plumas…!
—Lo siento, lo siento —reía Hogg.
—Algún día te voy a despertar de madrugada.
Hogg seguía riéndose de los comentarios del gallo que intentaba
picotearle, cuando escuchó unos pasos a su espalda y se volvió para
encontrarse a una niña de doce años, con el cabello rojizo recogido en dos
trenzas y las botas llenas de fango.
—Necesito ayuda con las vacas, Hogg.
—Claro. Pues me voy, Hoot, me reclaman en otro sitio.
—Huye, claro que sí, qué conveniente…
Hogg soltó otra carcajada que hizo que su hermana se mordiera el labio,
pensando si preguntar o no qué es lo que le hacía tanta gracia al más mayor.
Él, ignorando las reacciones de Elin, se despidió del resto de las gallinas
y siguió a la niña a través del campo que los separaba del establo de las
vacas.
—¿Por qué sigues con ese juego absurdo, Nidhogg? Ya no somos unos
niños.
El muchacho se guardó de decirle que ella, en realidad, seguía siendo una
niña, y sacudió la cabeza antes de responder:
—No es un juego. Antes te gustaba.
—Porque era pequeña, pero ahora me da vergüenza ajena.
Lo dijo en un tono tan ofendido y adulto que Hogg estuvo a punto de
soltar otra carcajada, cosa que no hubiera sido nada conveniente, así que
sacudió la cabeza y siguió avanzando sin prestarle atención.
—Pues lo siento, Elin, tu hermano habla con los animales.
—Ya, claro… ¿Estás seguro de que desayunamos lo mismo? —preguntó
ella mirándole de soslayo.
—¿Por qué lo dices?
Antes de que ella pudiera contestar Hogg lanzó un gritito y corrió hacia
la vaca marrón que se asomaba por el establo. Le acarició la cabeza,
preocupado, mientras ella ponía los ojos en blanco.
—Por esto… —dijo por lo bajo antes de alcanzar al chico.
—¡Sigrid tiene la pata atrapada!
—¿Le has puesto Sigrid a la vaca?
—¿Li his pisti Sigrid i li viqui? ¡Es su nombre, Elin, pero eso no importa!
—No, claro que no. —Elin ladeó la cabeza—. ¿Llamo a papá?
—No hace falta, yo me ocupo. ¿Te llevas a las ovejas a pastar?
—Lo estoy deseando. ¿También tienen nombre?
Hogg levantó la mirada con ojos brillantes y los labios ya abiertos para
empezar a hablar, pero ella alzó la mano para detenerle, negó con la cabeza
y le dio la espalda perdiéndose camino del establo de las ovejas.
—De todas maneras son demasiados para que te acuerdes.
—¡A paseo! —Escuchó la voz cantarina de Kiran.
La pantera pastor brincaba alrededor de su hermana, mientras esta abría
el establo y se preparaba para salir.
Sonrió ante la emoción del animal y se centró en liberar a la vaca, que
tenía la pata atrapada en un agujero del establo que se había llenado de
fango con las lluvias de los días anteriores. Le llevó más tiempo del que
esperaba, pero consiguió liberar al animal y se sacudió las manos en las
perneras satisfecho.
—Gracias, Hoggy —mugió ella.
—Para eso estoy —le contestó guiñándole un ojo.
Acabó con las tareas del establo bovino y se dirigió hacia la charca donde
estaban las ocas. Vio a su padre en la distancia, arando los cultivos y sonrió.
Niels era un hombre estoico, de hombros anchos y altura impresionante. No
pudo evitar compararse con él y sentirse de pronto larguirucho como un
palo. Hogg no se consideraba bajo, al contrario, en altura igualaba a su
padre, pero no se podía decir lo mismo de su cuerpo, delgado como un
junco, con hombros y caderas estrechas.
Niels siempre le decía que le recordaba a Gudrun, su esposa y la madre
de Nidhogg y Elinora. Mas los recuerdos de ella empezaban a difuminarse
de su memoria, pues había muerto cuando él tenía seis años. Había
momentos en que su rostro estaba en su mente tan claro como las tres lunas
y otros que, sin embargo, una niebla la cubría por completo y solo
permanecían los detalles. Ojos dorados, cabello castaño, nariz larga y labios
en forma de corazón. Como mirarse a un espejo. Uno mágico que mostraba
lo que Hogg y Gudrun compartían y le recordaba lo que nunca podrían vivir
juntos.
Estaba tan sumido en sus pensamientos que no oyó unos pasos que se
acercaban y no pudo evitar sobresaltarse cuando escuchó a su espalda:
—¡Hogg, no vas a creer lo que me ha pasado!
La voz afable de su vecino, Jack, le hizo sacudir la cabeza y sacar de sus
pensamientos a su madre. Se volvió hacia él con una sonrisa y él torció el
gesto unos segundos al verle cubierto de suciedad por completo.
—Como si tú no tuvieras una granja.
—Tengo que contarte algo.
Hogg se acercó a su amigo y este miró a su alrededor, buscando oídos
indiscretos. Jack le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera. Se
alejaron lo suficiente de la granja y se adentraron en una zona arbolada.
Cubiertos bajo la sombra de un sauce, Jack pareció tener la seguridad
suficiente para sacar de su morral lo que estaba guardando.
—He vendido una vaca y…
—¿Qué? —Hogg se tapó la boca, alarmado—. ¿A quién?
—Eso no importa, porque…
—Dime que no era Lana.
—¿Quién centellas es Lana? —preguntó Jack con impaciencia.
—La de las motitas marrones en el morro.
—No, esa no. Ha sido a la marrón con la mancha blanca en el ojo.
—La verdad es que Casilda tenía muy mal genio.
—¿También le has puesto nombre a esa? —El chico alzó una mano tan
deprisa que su cabello rubio se sacudió a los lados de su cabeza—. No
contestes, no importa. La cuestión es que he conseguido algo.
—¿Y vas a decírmelo ya o me vas a mantener con la intriga mucho
tiempo más?
—No seas impaciente. Mejor te lo enseño.
Tomó un saquito y se lo tendió a su amigo con los ojos aguamarina
reluciendo de emoción. El castaño cogió el cuero y se dio cuenta de que no
pesaba nada. Nada en absoluto.
—¿Es una broma?
—¡Ábrelo de una vez!
Hogg lo hizo y vació el contenido en la palma de su otra mano. Su
decepción debió de notarse en todos sus gestos, porque aunque no dijo
nada, dejó escapar el aire que había estado conteniendo.
—¿En serio, Jack?
—Y tan en serio, ¡es una habichuela mágica!
Hogg la miró y chasqueó la lengua con disgusto.
—Casilda tenía mal humor, pero de ahí a malvenderla…
—¿Me has escuchado? ¡Es una habichuela mágica, Hogg!
—Las habichuelas mágicas son un cuento.
—Pero hasta tú has dicho siempre que valen una fortuna.
—Porque la gente cree que son mágicas —repuso como si fuera una
obviedad.
Jack apretó los labios y la cogió entre sus dedos. La observó con
detenimiento. Parecía una habichuela completamente normal, incluso
parecía más pequeña que las comunes. Hogg la miraba con los ojos
entrecerrados, intentando determinar qué hacer con eso.
—Tu padre te va a matar cuando se entere, Jack.
—¡Es mágica!
—Siempre había escuchado que las habichuelas mágicas eran verdes y
relucientes, pero esta parece tan normal que no creo que ni puedas venderla
a un precio alto.
—Vamos a plantarla, venga.
—¿Y de qué serviría eso?
—No seas aburrido, Hogg.
El aludido no dijo nada más, apretó los labios y siguió a su amigo al otro
lado de la arboleda. Desde allí podía ver la granja del rubio, al otro lado de
la zona de los avellanos, cuyas hojas sisearon mientras el viento las mecía.
—Este parece un buen sitio —señaló Jack.
Una parte separada de los árboles, entre las dos granjas.
—Como cualquier otro —comentó Hogg.
Pero se agachó a ayudar a su vecino a abrir un agujero en el que plantar
el tesoro de Jack. A pesar de estar seguro de que aquello no serviría para
nada, se encargó de apretar la tierra y palmeó el hombro de su amigo
cuando terminaron.
—En unos días, cuando esto siga igual y hayas muerto…
—¿Por qué voy a morir? —preguntó Jack, alarmado.
Hogg soltó una carcajada tan sincera que Jack se vio contagiado
enseguida, al comprender la broma.
—Tus padres se ocuparán de ello. Una vaca por un haba pocha…
—¡Que es una habichuela mágica!
Las risas inundaron el claro y Hogg tuvo que secarse las lágrimas, aún
entre risas, mientras sus caminos se separaban.
—¡Mañana al amanecer aquí! —le dijo Jack mientras descendía la ladera
camino de su hogar.
—Claro que sí, jefe.
Y, mientras los dos chicos se separaban, un latido en la tierra sacudió de
forma imperceptible el suelo bajo sus pies. La fuerza de la magia enraizó y
sus zarcillos chispeantes iniciaron su camino.
CAPÍTULO 4
Antes del atardecer, Meridi logró escabullirse en dirección a Hamelín.
Había pasado por las cocinas a por unos panecillos de queso con especias
que ahora colgaban en una bolsa del cinto de su vestido. No se había
cambiado para que no se le hiciera más tarde. Las clases se habían alargado
un poco, pues había recibido una regañina por parte de su profesor de
protocolo de fiestas —y posteriormente de su madre— por coger el cuchillo
de carne roja en lugar del de carne de ave para partir el pollo.
Unas nubes rebeldes tapaban parte de la luz solar, aportando el frescor
propio de aquella zona del reino. Con las prisas, se le había olvidado coger
la capa, centrada como estaba en encontrarse con él.
Callejeó por las amplias avenidas, dejó atrás la plaza del mercado que
ahora no era más que un lugar casi vacío, con algunos rezagados recogiendo
sus puestos y llegó a la calle que conducía al castillo de otoño de la reina
Ártemis. Debería estar vacío en aquel momento, todavía no había terminado
la estación del sol —como allí solían llamarla, pues en Hamelín el verano lo
sentían más bien poco—, y la reina acudía cuando las hojas de los árboles
se tornaban naranjas, rojas y marrones con tonos amarillos.
Sin embargo, atisbó a lo lejos algunos de los guardias reales y se detuvo,
muerta de curiosidad. ¿Estarían, tal vez, preparando todo para la llegada de
la reina?
—Permiso, por favor.
Un hombre con el uniforme de la guardia apartó con educación a algunos
ciudadanos que había junto a la posada para colgar un papiro en el tablón de
anuncios. Meridi se acercó a fisgonear junto a los demás. No solo se
informaba de la pronta llegada de la reina, sino que anunciaba una
convocatoria para aquellos que quisieran presentarse a las pruebas y
formarse como Arqueros de Ártemis.
—¡Oh! —escapó de labios de la joven.
Nunca se había planteado su futuro más allá de hacerse cargo del legado
familiar, mas, en aquel momento, convertirse en arquera de Ártemis se le
antojaba jugoso. Eran guardianes del reino, de la reina y algunas veces
debían salir a otros reinos en misiones especiales.
«Conocer mundo», se dijo.
El mapa de los reinos mágicos del este y del oeste ocupó su mente,
imaginándose a sí misma viajando y descubriendo criaturas y magias que
tan solo había podido leer en las lecciones de sus clases.
Recibió un empujón por parte de un par de adolescentes de más o menos
su edad. Uno de ellos de pelo negro cogió el papiro, arrancándolo con
fiereza.
—Dejad espacio a los mejores. Esto no es para cualquiera.
Hubo algún murmullo ofendido, pero nadie se atrevió a increparle.
—Todo el mundo tiene derecho a presentarse a las pruebas, ahí lo dice
bien claro —se le enfrentó Meridi.
Los ojos oscuros de él se posaron de ella con aires altivos, a pesar de
saber quién era.
—¿Crees que una niñita mimada como tú tendría alguna posibilidad
contra aquellos que nos dedicamos a trabajar desde pequeños?
Meridi frunció los labios. Quería gritar a los cuatro vientos que ella había
recibido instrucción militar desde hacía varios años, y no solo lo que
respectaba a la teoría. Su padre la había enseñado a luchar con espadas,
dagas, cuerpo a cuerpo y el arco, que dominaba muy por encima de algunos
de los soldados de los duques.
—Lo que suponía.
El otro chico, rubio, rio con malicia y ambos se alejaron de allí, lanzando
el papiro hecho una bola sobre un barril que hacía de basura, para no
ensuciar las calles. La gente se dispersó tras esto, pero ella se acercó al
tonel. Había restos de algunas frutas y de ropa sucia y rota. Cogió la bola
arrugada y la extendió lo mejor que pudo. Aunque ahora contaba con
alguna que otra mancha, seguía siendo legible.
Regresó al tablón de anuncios y volvió a colgarlo.
—Todos merecemos una oportunidad —musitó para sí.
—Algunos no la tenemos siquiera.
La voz a su espalda pertenecía a una joven más baja que ella, de ojos
grises y cabello rubio platino recogido en dos trenzas. Meridi se giró con
violencia, creyéndose sola. La chica llevaba pantalones y un jubón de lana
ajado, cubierto todo ello por una capa marrón parcheada.
—¿Por qué lo dices?
—Tengo buena puntería lanzando piedras con la honda. Alguna vez me
he hecho un arco, pero tan rudimentario que se me han roto todos. Poco he
podido practicar con uno.
—En las pruebas habrá de sobra. La reina se encargará. Y, si no, lo haré
yo. El duque no permitiría que alguien quedara excluido por no poseer un
arco propio.
—Aunque así sea, no he podido entrenar como ellos. —Dirigió sus ojos
hacia el lugar por el que habían desaparecido los chicos—. La oportunidad
no será la misma.
Meridi ladeó la cabeza, comprendiendo la situación. Sopesó la segunda
bolsa que colgaba de su cinto. No sabía cuánto podía costar un arco, pero
esperaba que lo que llevaba encima bastara para ello. La desató y se la
tendió.
La rubia dio un paso hacia atrás con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
—Ofrecerte una oportunidad.
—No quiero tu limosna. Sé apañárselas sola.
Dicho esto, dio media vuelta y avanzó varios pasos.
Pero Meridi no pensaba marcharse sin más. Se agachó y dejó el
monedero en el suelo, cuyo interior tintineó. Tras pensarlo unos segundos,
dejó también la bolsa de los panecillos.
—Es una pena que esto quede aquí a merced de cualquiera —dijo con la
voz lo suficientemente alta como para que la rubia la escuchara—. Espero
que quien lo encuentre dé buen uso de ello.
Y se marchó por donde había venido, aguantando las ganas de mirar atrás
para comprobar que su estrategia había surtido efecto y la otra joven, tras
mirar a los lados, se había hecho con el botín y había echado a correr.
CAPÍTULO 5
Se despertó sobresaltado y se llevó por acto reflejo la mano al pecho cuando
el grito de Hoot le arrancó de su sueño. Se fijó en las estrellas titilantes en el
firmamento, acompañadas de las lunas, y soltó una risa irónica. Al fin el
gallo se había vengado por el susto que le había dado.
Estaba apretujado en un lado de la cama, a su lado, ocupando el resto de
la superficie estaba Kiran. Le acarició de forma distraída el lomo, la bestia
apenas se removió en su sueño y Hogg se incorporó y se acercó a la
ventana. La había dejado abierta antes de irse a dormir, pero antes de
cerrarla se fijó en la quietud nocturna. El silencio, interrumpido por los
suaves murmullos de los animales nocturnos.
Los oía lejanos, donde otros oían un ulular o un suave rugido, su mundo
estaba lleno de voces, mas no le importaba en absoluto. Cerró los ojos con
suavidad y aspiró el aroma de las lilas nocturnas, que su padre todavía
cuidaba y rodeaban toda la casa.
Estuvo tentado de dejar abierto, pero una brisa fresca le recordó que no
era buena idea, así que volvió a su cama. Desvelado por accidente y con la
cama invadida por el enorme felino, le costó más de lo esperado conciliar el
sueño y, cuando al fin lo consiguió, el sol despuntaba en el horizonte.
Y, para cuando se despertó, el astro diurno hacía tiempo que se había
elevado en el cielo y se llevó la mano a la frente, golpeándose con fastidio.
Se vistió lo más deprisa que pudo y corrió a hacer sus tareas. Ese día los
animales tendrían razones de sobra para estar enfadados con él.
Aún con los mechones castaños sacudiéndose como un nido de pájaros
sobre su cabeza, llegó al corral de las gallinas, donde un gallo petulante
avanzó entre ellos soltando risitas.
—Parece que alguien ha tenido algún susto esta noche, ¿qué te ha
pasado, Hoggy?
—No le distraigas. Otras tenemos hambre. —La gallina oronda golpeó al
gallo al pasar.
Si el animal se sintió ofendido no lo mostró, pues les dio la espalda para
subirse de un salto a una de las vallas y seguir parloteando con Hogg,
mientras este alimentaba al resto de aves del corral.
Encontró a Elin limpiando un abrevadero y a su padre cultivando la
tierra. Ninguno había querido despertarle y ahora pagaría las consecuencias
durante todo el día.
Su padre se fue al mercado poco antes de mediodía y dejó a los hermanos
solos al cuidado de la granja. Comieron juntos un revuelto de verduras que
hizo Hogg con los ingredientes que les había dejado su padre. Con todo el
ajetreo no había tenido tiempo ni de desayunar, cosa que hacía normalmente
al alba y…
Dejó caer el tenedor sobre el plato ya vacío con un ruido metálico que
sobresaltó a su hermana.
—¿Y ahora qué pasa? ¿Te ha hablado una hormiga o algo así?
—¡Jack y la habichuela mágica! —exclamó por única respuesta.
Su hermana abrió la boca y le evaluó unos instantes, antes de negar con
la cabeza y seguir con su comida, mas Hogg se limpió a toda prisa una
comisura y salió disparado de la casa.
—¡No te escaquees, que te toca encargarte del estiércol! —gritó mientras
el más mayor cerraba la puerta tras de sí.
No es que pensara que donde había dejado la habichuela fuera a
encontrar nada más que no fuera lo habitual, pero no quería que Jack
pensara que se había olvidado de él —aunque era exactamente lo que había
pasado—, así que apretó aún más el paso.
Si no le encontraba, cosa que era probable, pues del alba ya hacía mucho,
iría a su granja a disculparse.
Estaba tan convencido de que no encontraría nada que a punto estuvo de
caer hacia atrás cuando, al atravesar las hojas que lo separaban del lugar en
el que habían plantado la habichuela, se topó con un tallo grueso y grande,
tan alto que se perdía entre las nubes.
—¿Se puede saber qué es esa cosa?
Hogg soltó un grito al escuchar la voz de Kiran a su lado.
—¿Qué centellas haces aquí?
—Te he seguido —contestó la bestia en un encogimiento de hombros
muy humano.
El chico negó con la cabeza y volvió la vista hacia el tallo, dejó escapar
el aire de sus pulmones y se frotó los ojos. Tal vez aquello fuera un sueño…
o un producto de su imaginación. Entonces tragó saliva, los cerró unos
instantes y los volvió a abrir.
Dio dos pasos tambaleantes y tocó la superficie del tallo. Fresco y firme,
como si llevara allí cientos de años y no apenas unas horas.
—¿Cómo es posible? —murmuró para sí.
«¡Que es una habichuela mágica!». Recordó la indignación de su amigo
al pronunciar estas palabras.
«Pero… ¿dónde está Jack?».
Miró arriba, por si la respuesta fuera a caer de un momento a otro, y negó
despacio con la cabeza.
—No habrá sido tan insensato como para…
—¿De quiffn hblff?
Kiran se estaba lavando mientras lo preguntaba y Hogg decidió ignorarlo,
mientras rodeaba el tallo caminando a su alrededor. No era tan grueso como
los de los robles milenarios que había a su alrededor, pero aún así era
suficiente para aguantar su peso. Sopesó sus opciones; miró hacia el lugar
en el que estaba la granja de Jack. Dudó unos segundos. Entonces algo
crujió bajo el peso de su bota y se agachó para comprobar qué era.
Reconoció unos abalorios que Jack siempre llevaba atados a la muñeca a
modo de amuleto y masculló una maldición por lo bajo.
—Pues vamos allá…
—¡Eh! ¿Qué haces?
—Voy a buscar a Jack.
Y empezó a trepar. Para su sorpresa, el ascenso no era difícil y se sintió
como si, de algún modo, la magia que había hecho brotar aquella planta
también le hiciera subir más deprisa.
—¡Estás loco!
La pantera estaba de pie, encaramada al tronco, pero se quedó allí,
gimiendo lastimeramente mientras miraba a su amo. Este se concentró en el
ascenso, evitando fijarse en lo que dejaba a sus pies.
—No mires abajo. No mires abajo. No mires abajo —se repetía una y
otra vez mientras una niebla plateada le envolvía.
La temperatura cambió y se fue volviendo más cálida que abajo, lo que le
sorprendió. Pero no le dio demasiado tiempo a observar los detalles puesto
que, de repente, cuando la niebla se disipó, se encontró en otro mundo.
O, más bien, en uno que le había sido ocultado entre las nubes.
Brincó a esa nueva tierra y dio unos pasos, mirando lo que tenía en
derredor, intentando determinar dónde estaba.
¿Seguía en el Reino de los Gigantes o…?
El suelo se sacudió y temió que fuera a desvanecerse sin remedio, pero
este se mantuvo donde debía. Tan real como él mismo.
El temblor se repitió una. Dos. Tres veces.
Hasta que vio en la distancia un hombre corriendo.
No.
Aquello no era un hombre: era un gigante.
Y cada uno de sus pasos hacía temblar el suelo bajo sus pies.
No tuvo tiempo de ver a Jack corriendo con una gallina dorada bajo el
brazo, pues, aterrorizado y temiendo que le hubieran descubierto, echó a
correr en la dirección contraria.
CAPÍTULO 6
La saeta cortó la densa niebla hasta que su punta afilada se clavó en el
círculo verde. Justo en el centro.
El guardia que estaba apostado cerca de ella soltó un sonoro suspiro de
alivio que ni la arquera ni su padre llegaron a escuchar por la distancia. No
tardaron en acercarse a la diana danzante, ella con la venda de los ojos
alrededor del cuello.
—¡Lo he logrado!
Alasdair rodeó los hombros de su hija con orgullo.
—Era cuestión de tiempo y de práctica, Meridi.
El guardia hizo descender la diana y ella arrancó la flecha con una
sonrisa en los labios. Era la primera vez que conseguía, con los ojos tapados
y una diana en movimiento, dar en el blanco.
—Tenemos algo de tiempo hasta tu clase de Política y Comercio.
¿Quieres seguir entrenando?
La joven abrió la boca para gritar un entusiasmado «¡sí!», mas recordó
que el día anterior se había quedado sin ver al flautista.
—Tengo una responsabilidad por cumplir, padre.
Él asintió sin preguntarle nada más. No solía entrometerse en los asuntos
de su hija, sino que le gustaba dejarla hacer y que ella estableciera por su
cuenta los contactos que creyera conveniente en la ciudad de Hamelín.
Sostenía que debían darle libertad para que aprendiera, a diferencia de su
mujer, que quería saber en todo momento dónde estaba la futura duquesa,
con quién se relacionaba y cómo lo hacía.
Meridi le tendió el arco y el carcaj al guardia y corrió hacia las cocinas.
Había panecillos blancos recién horneados. Guardó tres y cogió un cuarto
que desapareció en su camino a la ciudad.
Callejeó hasta llegar a la tienda de música donde su hermano la llevaba
de pequeña —y no tan pequeña— para visitar a aquel al que él llamaba «su
amigo bigotudo». Y es que el dueño del negocio tenía una particularidad:
unos bigotes de rata. Una vez le contó que era una secuela, de un trabajo
que llevó a cabo en el Reino de la Manzana de Plata y que no salió del todo
bien, y acabó convertido en rata. La malvada reina de entonces le encerró
hasta que recuperó su forma humana, alegando que los monstruos no eran
bienvenidos en su reino. Lo que a Meridi más le gustaba de esta historia era
cuando le mencionaba a las reinas Bella y Blancanieves, a quienes había
conocido en persona y había podido ayudar en su camino a reinar juntas.
El flautista le había regalado una flauta con la que podía hechizar a las
hormigas y estas la seguían e incluso la habían ayudado en más de una
ocasión, por ejemplo, a bajar la pelota de un árbol.
Un suave tintineo provocado por cristales de colores que colgaban tras la
puerta anunció su llegada. No había nadie a la vista, ni en uno de los
sillones donde él solía sentarse a afinar o pulir instrumentos ni tras el
mostrador.
La mirada de la joven se posó en una vitrina de cristal mágico donde
reposaba, sobre un cojín blanco, una flauta negra con filigranas plateadas.
Siempre se sentía atraída por aquel instrumento, ya no solo por su belleza,
sino porque podía sentir su poder a través del cristal.
—A veces, la magia más insignificante es la más peligrosa —le había
dicho él la primera vez que la niña había mirado aquel objeto.
Con esa flauta había salvado Hamelín de una invasión de roedores, pues
su melodía era capaz de atraerlos. Sin embargo, al no recibir la recompensa
prometida, él había cambiado la melodía por otra y se había llevado a todos
los niños… hasta que le rogaron que se los devolvieran y que le colmarían
de riquezas.
—Preferí que me aceptaran como nuevo ciudadano y regentar mi propia
tienda de música.
Y salvo por el viaje casi fatídico al Reino de la Manzana de Plata, había
tenido una vida tranquila allí.
Meridi nunca supo cómo él y su hermano se habían conocido, y cuando
este murió, jamás le preguntó al flautista. No le gustaba hablar de Cian, ni
siquiera ahora, tras varios años de su muerte. Dolía demasiado.
—No te esperaba, pequeña duquesa.
La joven se giró mostrándole una sonrisa.
—Mejor. Así disfrutarás más de lo que te he traído hoy. —Agitó la bolsa
de los panecillos delante de su rostro y el agradable olor escapó, inundando
la pequeña tienda.
Él la invitó a sentarse frente a una mesa baja de madera clara, alrededor
de la cual había cuatro cómodas sillas acolchadas con reposabrazos. Allí, él
solía instruir a sus alumnos en los diferentes instrumentos, o compartía el té
con sus conocidos, o se deleitaba con los dulces y una agradable
conversación con Meridi.
Colocó dos platos de porcelana y se tomó la confianza de servir los
bollos y partir el tercero por la mitad para los dos, mas ella se lo cedió
entero a él. La joven cogió el suyo y lo desmigajó poco a poco, perdiéndose
en sus pensamientos.
—Te encuentro poco habladora.
Meridi dejó el panecillo en el plato y se echó hacia atrás.
—La reina va a convocar unas pruebas para contratar arqueros…
No dijo nada más. Él esperó paciente, mientras se terminaba el primer
bollo. Al ver que no continuaba, habló él.
—Y te gustaría convertirte en una arquera de Ártemis. —Un cosquilleo
recorrió el estómago de ella—. Y temes decírselo a los duques.
Meridi asintió desviando la mirada.
—Son tus padres, pequeña duquesa. Quieren lo mejor para ti. Solo habla
con ellos sin temor, ábreles tu corazón y te escucharán.
Aunque estas palabras le infundieron ánimos, en el fondo sabía que el
problema radicaba en su madre y en que lo más seguro fuera que indagara
hasta descubrir que había estado practicando el tiro con arco durante años…
sin su aprobación.
CAPÍTULO 7
Seguía temblando cuando se ocultó en una cueva. Intentó ordenar sus
pensamientos. Había visto un gigante, pero eso… no era posible. ¿A dónde
le había llevado la habichuela?
Se apoyó contra la pared, intentando recobrar el aliento. Cerró los ojos
con suavidad, repasando los últimos momentos, cuando la pared a su
espalda se movió.
Hogg cayó de espaldas y se dio con la cabeza en la roca, porque, esta
vez, sí se había golpeado contra la piedra.
—¡Maldita sea! ¿Y ahora qué? —se quejó, llevándose una mano a la
zona dolorida.
—¡Por las llamas de Gandr!
El chico se quedó estático en su posición. Estaba oscuro y no veía bien,
pero fue capaz de ver una sombra grande, demasiado grande para ser
cualquier animal que conociera.
Unos ojos azules, cristalinos como las aguas, brillaron en la oscuridad
cuando una cabeza gigantesca y escamosa se acercó más a él, que lanzó un
grito ridículo y se arrastró hacia atrás. Retrocedió por el suelo todo lo que
pudo hasta darse con el otro extremo de la cueva. Por su parte, el animal, al
verlo, soltó un bufido que para Hogg sonó como un grito, y también se echó
para atrás.
—¡Un humano!
—¿Un… lagarto?
Un vapor azufrado embargó la estancia y Hogg tragó saliva. Estaba claro
que aunque tuviera escamas aquello no era un lagarto. Se alejó pegado a la
pared hacia la salida de la cueva, intentando buscar una huida rápida, antes
de que aquella bestia, que seguía clavándole los ojos desde la penumbra,
acabara con su vida.
—No he venido a hacerte daño.
Por única respuesta obtuvo un gruñido bajo y escuchó el rasgueo de las
patas del animal en el suelo, así que siguió apartándose. Y, aunque el dragón
no había hecho amago de moverse un milímetro, al llegar al punto en que la
luz era más clara, Hogg echó a correr todo lo que le permitían sus piernas.
El cielo ocre, más que en su propio reino —si es que acaso era uno
diferente—, le recibió con un sol a medio camino hacia el horizonte, lo que
indicaba que todavía era por la tarde. Se volvió solo un poco, sin dejar de
correr, hacia la cueva. El animal no le seguía.
Se dio de bruces contra alguien y cayó hacia atrás con violencia. Se llevó
la mano a la frente y entreabrió los ojos. El suelo vibró a su lado y lo que
había creído un lagarto, apareció junto al recién llegado. El dragón —ahora
tenía claro que lo era— poseía un tamaño mayor al que había imaginado en
el interior de la cueva. De cuerpo alargado y esbelto, con unas alas plegadas
en el lomo, era terrorífico, pero a la vez hermoso, de escamas azules, tan
brillantes que parecía que miles de estrellas relucieran en sus escamas y
Hogg tuvo que apartar la mirada.
—No, Aguamarina, creo que está perdido.
—Eso es evidente —contestó el animal.
Pero el desconocido no hizo ademán de entender una sola palabra de lo
que había dicho el dragón. Le acarició despacio una zona del cuello antes
de dar unos pasos seguros hacia el chico y estirar la mano hacia él.
—Me llamo Eivor.
Hogg tomó la mano que el muchacho le ofrecía y pronto se vio en pie,
como si no pesara nada y para Eivor, viendo su complexión, probablemente
fuera así. Vestía unos ropajes de cuero oscuro, similares a la ropa de un
cazador, pero con unas filigranas en azul. Tenía el cabello oscuro pegado a
la cabeza y la piel morena tenía también tatuados tribales de lo más
dispares.
—Tú también tendrás los tuyos cuando seas un jinete —dijo el chico al
ver dónde se posaban los ojos del más joven.
—¿Jinete?
—¡Vamos! Te llevaré de nuevo a la escuela.
—¿Escuela?
—Deja de repetir todo lo que te dice, humano.
—Me llamo Hogg.
—¡Encantado, Hogg!
Aguamarina soltó un gruñidito divertido al lado de ambos y empezó a
caminar a su lado.
—No tienes ni idea de lo que es un jinete y mucho menos la escuela de
jinetes de dragón, ¿me equivoco?
—¿Has dicho escuela de jinetes de dragón?
—No, pero allí es a donde vamos. Es fácil perderse aquí arriba, pero no
te preocupes, menos mal que te has encontrado conmigo y no con un
gigante malhumorado. A veces pueden ser muy temperamentales y cuando
empiezan con su retahíla de fa, fe, fi, fo, fu ya puedes olvidarte de que te
escuchen.
—¿Por qué no puede oírte? —bajó la voz para dirigirse hacia la dragona.
—Esa no es la pregunta, humano, sino… ¿por qué tú sí puedes?
Tenía razón. Nunca se había preguntado por qué el resto de los que le
rodeaban no escuchaban a los animales. Había crecido así y se había
acostumbrado a ello. Pero aquello era un… Era un dragón.
Al pensar en eso le dieron ganas de reírse de sí mismo. Los dragones eran
leyendas. Leyendas terroríficas, de bestias que atacaban de noche y
acababan con la vida del ganado, arrasando granjas enteras. Miró de soslayo
a Eivor y al animal de escamas relucientes.
Jinete de dragón. Sacudió la cabeza.
Siguiendo a Eivor llegaron hasta una población diferente a todo lo que
Hogg hubiera visto jamás y la boca se le desencajó al instante. Había una
zona de casas habituales, similares a las que estaba acostumbrado, con un
tamaño normal, pero, sin embargo, cuando avanzaron, llegaron a unas casas
tan grandes que se sintió como un insecto. Un grupo de niños gigantes, a los
que ellos llegaban por la cintura, pasaron corriendo sin ningún cuidado.
—¡Cuidado, niños! —exclamó Eivor.
Hogg se guardó de decir nada, mientras recorrían las calles y se fijaba en
la enormidad de todo lo que veía a su alrededor. Dejaron la población atrás
y al fin se detuvieron frente a un castillo rodeado de murallas. De cúpulas
altas y patios amplios. Pasaron junto a unas caballerizas en cuyo interior se
escuchaba una verdadera algarabía.
—Las dragoneras —sonrió Eivor.
Hogg palideció y esto hizo reír al chico, que le palmeó la espalda y le
guio hacia delante.
—Buena suerte, humano.
Aguamarina se quedó fuera, sentada sobre sus cuartos traseros, mientras
ellos entraban en el edificio. Se encontró ante un vestíbulo amplio, con tres
escalinatas de diferentes tamaños. En el centro de la sala había una estatua
tallada y pintada a la perfección, que representaba un dragón blanco
montado por una jinete.
—¡Ah, profesor! —Eivor llamó la atención de un hombre de unos
cincuenta años, con el cabello canoso recogido en varias trenzas.
El hombre, que Hogg no hubiera sabido determinar si era gigante —era
demasiado pequeño para eso— o humano —muy grande para serlo—, se
acercó al reconocer al chico y, al ver al recién llegado, se quedó estático.
—Se ha perdido un alumno, así que lo he traído de vuelta.
—Bien hecho, Eivor.
Pero no le prestaba atención y Hogg se encogió ante el escrutinio de
aquel extraño. Eivor se despidió diciendo que tenía guardia nocturna y se
perdió por donde había venido. No fue hasta varios minutos después que el
maestro habló:
—Veo algo inusual en ti… —Se mesó la barba.
—Yo no debería estar aquí, no…
El maestro ladeó la cabeza con disgusto y, después negó.
—Cuánto lo lamento, pero no eres un seleccionado. Veré qué puedo
hacer para ayudarte, pero mientras tanto…
Chasqueó los dedos y Hogg, sin más remedio, cayó en un sueño
profundo.
CAPÍTULO 8
En unas horas celebrarían la Noche de las Hojas, que daba inicio al otoño.
El Reino de la Música se teñía de naranjas, amarillos y rojos, las cosechas
daban sus frutos y la ciudad de Hamelín —y también su hogar— se
inundaba con el aroma de pasteles de manzana y calabaza. Además, en unas
semanas comenzarían los festivales de cosecha que culminarían en Samhain
con los ganadores de las mejores.
Mas Meridi, aunque disfrutaba con cada una de estas tradiciones, siendo
el otoño su época favorita del año, tenía la cabeza en otro lugar. En el
anuncio de Ártemis.
Estaba tomando el té con sus padres, con el trino de los pájaros marcando
la llegada de las festividades, como acostumbraban a hacer al menos un día
a la semana, aquel en que los tres tuvieran menos responsabilidades y
pudieran compartir ese momentos juntos. Alasdair estudiaba unos informes
sobre su ducado que luego compartiría con ellas, mientras bebía de una taza
de porcelana humeante. Mared tenía un libro sobre sus rodillas tapadas por
un vestido de terciopelo que combinaba los tres colores del otoño. Sin
embargo, sus ojos se mantenían fijos, no leían, pues esperaba a que su
esposo o su hija iniciaran una conversación familiar.
Meridi alargó la mano y cogió una shortbread. Estas galletas eran sus
favoritas, y solo tenía ocasión de degustarlas cuando tomaban el té. Pero
ahora, al llevarse el primer bocado, notó que se le hacía bola y le costaba
tragar. Tuvo que dar un sorbo a su té, que le achicharró la lengua y tosió a la
par que abría la boca para abanicarse con una mano. El resto de shortbread
cayó al suelo partiéndose en dos.
—¿No te tengo dicho que soples con disimulo antes de dar un sorbo a tu
taza? —la regañó su madre—. Imagina que hubieras montado este
espectáculo delante de la nobleza. ¡Qué vergüenza!
Alasdair contuvo una risita, pero no pudo evitar sonreír, aunque lo ocultó
tras su taza.
—¡Me había atragantado! —se quejó la joven, a sabiendas de que esta
justificación de nada le serviría a la duquesa.
Y, de nuevo, se hizo el silencio, tras un chasquido de lengua de disgusto
de Mared.
La pequeña duquesa estudió a sus padres unos instantes. Cada uno había
vuelto a lo suyo. Cogió aire y sacó el papiro arrugado que había estado
guardando. Los ojos de la mujer se movieron hacia él, intrigados.
—La… —Meridi se aclaró la garganta—. La reina Ártemis va a convocar
unas pruebas para elegir nuevos arqueros.
—Eso he oído —confirmó el hombre—. Algunos ya no están en edad de
seguir sirviendo como arqueros, por lo que necesita suplirlos.
—Quiero presentarme a las pruebas —soltó a bocajarro.
Apreció el brillo de orgullo que cruzaba la mirada de su padre, que
enseguida se desvió a su esposa, quien había abierto la boca tanto que
parecía estar a punto de desencajarse.
—No suelo entender tus bromas, Maredudd.
—Esto no es una broma, madre. Quiero ser una arquera de Ártemis.
La mujer intercambió una rápida mirada con Alasdair. Abrió y cerró la
mandíbula varias veces antes de ser capaz de seguir hablando.
—Esta conversación carece de sentido, hija. Sabes cuál es tu
responsabilidad: tu destino es convertirte en la futura Duquesa de Escocia.
—Los hay que desean serlo por encima de todo y serían buenos
candidatos. ¿Por qué no puedo seguir un camino que yo elija?
—Meridi —intervino el hombre—, tú has sido instruida desde niña. Eres
la mejor candidata.
—Y lo llevas en la sangre.
—¡No quiero ser duquesa! —Se levantó sin recordar que tenía la taza
apoyada en su regazo. Esta cayó sobre la alfombra de piel de ciervo rojo, su
asa se partió y el contenido se derramó, mojando la shortbread y
convirtiéndola en una masa—. ¡Es lo que vosotros queréis, no lo que yo
quiero!
—A veces no podemos elegir nuestro camino… —musitó Alasdair con
un deje de tristeza en la voz.
Sus padres habían sido los anteriores duques, y él tampoco había tenido
elección, por ser el primogénito.
Habían instruido a sus dos hijos por igual aunque fuera el mayor quien
fuera a heredar el título. Pero el destino quiso que él los dejara pronto,
nombrando en silencio a Meridi como única heredera.
—Exacto —corroboró Mared, pensando que su esposo la apoyaba
ciegamente en aquello—. Al aceptar casarme con tu padre, mis objetivos
quedaron enterrados para siempre por una nueva responsabilidad. ¿Acaso
crees que no me hubiera gustado ser cantante y viajar por los reinos?
—¡Pero fue tu elección, madre! A mí no me correspondía ser la
duquesa…
Los ojos se le inundaron de lágrimas al recordar a su hermano. A Mared
se le escapó una rebelde, que enseguida se limpió sin que nadie se percatara
y se levantó para imponer su autoridad sobre su hija.
—Lo que pasó fue una tragedia que nos acompañará año tras año,
Maredudd. A veces las cosas pasan sin que podamos hacer nada. Su muerte
cambió tu destino, y ahora debes cumplirlo. Por él.
La joven se quedó callada. Su madre estaba siendo injusta al utilizar a su
hermano como chantaje emocional para que ella aceptara su
responsabilidad. Sin embargo, no se atrevía a replicar. Era demasiado
doloroso.
—Y, ahora, ve a prepararte. Hoy es la Noche de las Hojas, y hay varios
aspirantes que desean obtener tu mano. Es un momento muy importante
para ti.
Meridi buscó a su padre en busca de apoyo. Lo que recibió fue una
disculpa silenciosa por su parte. Estaba del lado de la duquesa.
La joven salió de la sala y dio un portazo, dejando clara su opinión sobre
lo que estaba por venir.
No solo debía aceptar convertirse en la Duquesa de Escocia y gobernar
Hamelín en nombre de la reina, sino que debía buscar un marido para tener
una descendencia.
CAPÍTULO 9
Suspiró agotado cuando el gigante atravesó la puerta de barrotes y se perdió
por el pasillo de las mazmorras. Sus pasos aún retumbaban en la distancia
cuando Hogg se dejó caer en la cama y cerró los ojos, tapándose el rostro
con las manos.
Giró sobre sí mismo hasta quedar boca abajo y volvió a perder la mirada,
como llevaba haciendo desde que lo habían encerrado, en las paredes de
piedra. Había tallado varios palitos, con los que pretendía llevar la cuenta
de los días que llevaba allí. Se guiaba por las veces que le interrogaban y las
comidas que le daban. Al menos no le mataban de hambre, pues hasta ese
momento había recibido varias raciones al día, todas con porciones
gigantescas, más incluso que las que se cultivaban abajo.
Interrumpiendo su tarea —tallar los palitos con la minúscula daga de
pelar manzanas con la que había llegado no era fácil—, oyó unos pasos más
delicados que se acercaron a los barrotes y Hogg a punto estuvo de tropezar
cuando saltó de la cama, que como todo en esa celda era a tamaño gigante,
y trotó hasta la reja que lo separaba de la chica.
Esta no le miró, sino que pasó un plato por la trampilla dispuesta para
ello y Hogg sintió que se le hacía la boca agua. Un estofado, con porciones
de carne del tamaño de un puño, acompañado de garbanzos a juego y
patatas. Junto a todo ello había una manzana púrpura, reluciente y
apetecible. Eran más dulces que las de abajo.
—¿Por qué no me sacan de aquí?
La cabellera dorada de la chica se sacudió sobre su cabeza. Vestía un
uniforme parecido al que llevaba Eivor, pero en este caso las filigranas eran
carmesí. No se volvió, pero la vio aminorar sus pasos.
—Quieren que contestes a sus preguntas.
—No tengo las respuestas.
Era cierto. No tenía ni idea de por qué le preguntaban por Jack y las
habichuelas mágicas. No sabía dónde estaban y no entendía todo eso que le
contaban de que su amigo había asustado a un… ¿cervatillo dorado?, y este
había dispersado las habichuelas por todo el Reino de los Gigantes. De
hecho, en el primer interrogatorio a la mención del cervatillo había
reaccionado con una carcajada.
Pero es que aquello no tenía ni pies ni cabeza. Los ciervos dorados, al
igual que los gigantes, habían desaparecido del reino hacía mucho. De
hecho, ya se creía que eran mera leyenda, como los dragones… Y en cuanto
a las habichuelas… un cuento de niños —que había comprobado que era
veraz—.
—Entonces tendrás que seguir aquí. —La carcelera se encogió de
hombros.
—Pero… ¡no es justo! Si ni siquiera soy peligroso.
Ella rio con ganas y se volvió unos instantes hacia él. Le evaluó con la
mirada en una expresión que claramente decía «eso es más que evidente»,
pero no lo dijo en voz alta, sino que siguió sus pasos dejando atrás la
mazmorra y a un Hogg confundido.
No pudo comerse todo el estofado, así que lo dejó donde estaba y cogió
la manzana. Tenía que sostenerla con ambas manos, pero no le importó. Se
sentó a los pies de su cama y balanceó sus piernas que a esa altura oscilaban
unos centímetros sobre el suelo, mientras ordenaba sus ideas.
Solía hacer eso al terminar los interrogatorios, primero porque no tenía
nada mejor que hacer y segundo porque conseguía sacar ideas y conceptos
de las preguntas en los que no reparaba mientras se las hacían.
Algunas cosas se repetían en cada interrogatorio: Jack, las habichuelas, el
cervatillo dorado. Otras, sin embargo, aparecían en cada uno de ellos y él
recogía las migajas. Así se había enterado de que su amigo había robado
una gallina de huevos de oro. También de que de verdad estaba en una
escuela de dragones y estos permanecían ocultos de los humanos por lo que
en el pasado había supuesto que supieran de su existencia. En aquella
ocasión el gigante había mencionado que no habían podido llegar hasta el
reino inferior, porque la planta mágica había desaparecido.
Jack la habría cortado, desesperado por huir de ese lugar, y más si había
robado una gallina que de veras daba huevos de oro. Cómo había pasado de
eso a ahuyentar al animal de las habichuelas no podía saberlo.
Dejó la mitad de la fruta mordisqueada a un lado y rodó sobre sí mismo
hasta darse con la pared de piedra y ahí, mientras el fuego de las antorchas
pasaba del naranja a un violeta que indicaba la llegada de la noche, cerró los
ojos y se quedó dormido.
Apenas llevaba unos minutos de sueño cuando escuchó un ruido metálico
y se incorporó a toda prisa. Frente a él había un hombre que se mesaba la
barba y le hizo un gesto para que no gritara.
Le reconoció enseguida y tuvo que hacer acopio de su autocontrol para
no señalarle de forma acusadora. Era el maestro que le había recibido a su
llegada, el mismo que le había dejado dormido —todavía no sabía cómo—
y le había encerrado allí.
—No grites —pidió con un susurro.
—Como si fuera a servirme de mucho —se quejó Hogg.
—No podía dejarte suelto, tu presencia aquí es… inesperada.
Hogg se sentó y esperó a que siguiera hablando.
—Estoy intentando que te liberen, de verdad, pero no es fácil. Los
humanos podéis ser…
—Hablas como si tú no lo fueras.
—No del todo, pero no he venido a hablarte de mí, sino de tu futuro.
Confía en mí y puede que llegues a ser algo más que un pobre humanito en
apuros.
—¿Cómo voy a confiar en ti? ¡Si me dormiste para encerrarme aquí!
—Eso es agua pasada. —El más mayor hizo un gesto restándole
importancia—. Lo importante es lo que hagas con la oportunidad que voy a
darte. Percibo algo en ti diferente a todos. Hay algo, lo sé. Aunque tu
apariencia no sea…
Se calló. No era necesario que continuara. Hogg era alto, flaco y torpe y
en la mayoría de ocasiones su mejor virtud —hablar con los animales— le
había traído más problemas que alegrías, al menos con las personas.
—Tengo que irme, no debería estar aquí.
—Pues ya somos dos.
Pero en el lugar donde había estado el maestro solo quedaba un
vaporcillo de olor terroso. Al poco tiempo apareció al otro lado un gigante y
arrugó la nariz al verle, como si Hogg desprendiera un hedor insoportable, y
tras decir algo por lo bajo, permaneció quieto haciendo guardia.
El prisionero cogió lo que quedaba de manzana y se la comió, pensando
una y otra vez en las palabras de ese maestro tan extraño.
—Espero que pueda sacarme de aquí —dijo en voz baja.
—Buena suerte con eso, Zephyros está loco.
Hogg miró en derredor, en busca de la procedencia de aquella voz y
entonces se topó con un dragoncito plateado, del tamaño de un ratón, que
sostenía un trozo de estofado entre sus patas escamosas.
—¿Eres un… dragón?
—La duda ofende.
—Lo… lo siento.
El animal, con la boca demasiado llena como para contestar, tragó con
esfuerzo y respiró hondo, recobrando el aliento. Cuando el reptil terminó de
comerse las sobras, dio un sonoro eructo acompañado de una pequeña
llamita pálida y se disculpó con una risa, antes de trepar por la piedra y
perderse por un agujero.
Hogg le envidió: si él fuera tan pequeño también podría huir de aquella
prisión. Por el momento su única opción era confiar en ese tal Zephyros.
CAPÍTULO 10
Aunque durante aquellos días no tenía clases, Meridi buscaba una vía de
escape a lo que estaba viviendo. Siempre había disfrutado de las fiestas de
la cosecha, mas ahora todo había cambiado. Ya no era una más, pasándolo
bien, disfrutando de los espectáculos de los druidas, bailando al son de las
gaitas y degustando los mejores platos elaborados con manzana y calabaza.
Ahora estaba en el punto de mira de todos los asistentes: de madres que la
querían de nuera, de chicos que peleaban por llamar su atención.
Meridi no tenía más opción que lucir los vestidos que su madre elegía
para ella, pasearse con la cabeza alta y dedicar sonrisas a todo aquel que la
mirara. Debía aceptar los bailes a los que era invitada y los obsequios con
los que trataban de ganar su favor.
Cada noche caía rendida, deseando que todo pasara rápido y recuperar un
mínimo de normalidad. ¡Hasta echaba de menos las clases de protocolo!
Por las mañanas, aprovechaba que su madre salía a recoger y encargar
nuevos vestidos y joyas para entrenar con el arco. Lo hacía sola, pues no
había olvidado cómo su padre había apoyado a su esposa. Él, que siempre la
había inspirado a seguir lo que su corazón le pedía, ahora le fallaba.
No intercambiaba con sus progenitores más palabras que las necesarias.
Fingía haber aceptado que no tenía otra opción y que se convertiría en la
Duquesa de Escocia que ellos deseaban.
—¡Pero a ellos todavía les queda mucho mandato! ¿Por qué no puedo ser
primero arquera y luego tomar el ducado? —solía decirse con rabia
disparando una flecha tras otra.
No lo entendía. Una opción no imposibilitaba la otra. Mas ninguno de
ellos parecían pensar lo mismo.
Últimamente fallaba más de lo normal, y ello solo la enrabietaba más.
Las pruebas de Ártemis eran al día siguiente. Todavía no sabía cómo hacer
para presentarse a ellas sin que sus padres lo impidieran, pero estaba
decidida a hacerlo. Sin embargo, ¿cómo iba a lograr su objetivo de
convertirse en arquera si no daba casi ni una?
Decidió dejarlo por ese día. En lugar de lograr desahogarse, se frustraba
todavía más. Se dirigió a sus aposentos donde ya le habían preparado un
buen baño con pétalos de flores de luna y menta acuática, que aportaban un
aroma fresco y dulce a su piel. El agua caliente ahora reposaba tranquila
con los pétalos blancos y las hojas verdes flotando sobre ella, esperando a
que Meridi interrumpiera su quietud.
Guardó las ropas masculinas bajo el colchón y fue a la bañera.
Mientras se relajaba, le daba vueltas a lo que acontecería al día siguiente.
Salió al rato envuelta en una toalla. Se había entretenido tanto, que encontró
sobre la cama una bandeja repleta de comida y una nota con la caligrafía de
su madre, desaprobando su ausencia durante la comida.
Suspiró.
Cogió un trozo de zanahoria que masticó con lentitud. Sus ojos se
posaron en un baúl que había a los pies de su cama y que ya pocas veces
solía abrir. Con un presentimiento, se acercó a él y levantó la tapa. En él
había algunos vestidos de cuando era niña que le traían buenos recuerdos de
cuando su hermano aún vivía. Y también un disfraz que cogió con cariño.
Él se había disfrazado de manzana, y ella…
—De Guillermo Tell —musitó con los ojos empañados.
Era su cuento favorito de pequeña junto con El arquero y la reina, ambos
se los contaba su padre cuando los acostaba. En este último, solía intervenir
también Mared, que hacía de reina.
Y entonces una sonrisa floreció en su rostro.
Se disfrazaría de Guillermo Tell para participar en las pruebas.
Tuvo que recorrer todo el castillo y pagar a los sirvientes por conseguir lo
que necesitaba. Lo guardó todo en el baúl y se preparó para la noche.
En esta ocasión, su madre había optado por un vestido verde manzana
con adornos del color de las calabazas. Una doncella llegó para acicalarla y
recogerle el cabello cobrizo en un moño elaborado del que después Meridi
soltó varios mechones ondulados que enmarcaran su rostro de mirada azul.
Un carruaje la esperaba a ella sola. Sus padres ya habían partido. No
solían viajar juntos, pues debían impedir que un fatal accidente o asalto
acabara con la vida de los duques y su única heredera.
Hamelín estaba decorada con los estandartes de los diferentes clanes que
la componían, además de predominar los verdes y naranjas. Ahora que
oscurecía, además de las farolas que los encargados iban encendiendo con
la ayuda de zancos, las flores de luna hacían su función, resplandeciendo y
haciendo que la ciudad fuera todavía más mágica.
En la más amplia plaza, aquella de la que partía una de las grandes
avenidas que conducían a la residencia de otoño de la reina, el carruaje se
detuvo y la joven descendió con la ayuda del cochero.
Apenas tuvo tiempo de admirar las novedades de aquella noche, pues un
noble llamado Robert del clan Campbell acaparó su atención. La duquesa
los observaba atentamente, así que Meridi tuvo que tragarse las ganas de
deshacerse de él.
—… no hay clan que pueda competir con nuestras calabazas —alardeaba
él mientras caminaban y retenía la mano de ella sobre su brazo, como si
pensara que la joven pudiera escapar en cualquier momento.
—No lo ponéis nada fácil —corroboró ella.
Y era verdad. El clan Campbell era famoso en todo el reino por cultivar
unas calabazas gigantes. Nunca habían revelado su secreto y nadie, jamás,
había logrado averiguarlo.
—Pero es positivo. Las demás familias se afanan más cada año por
mejorar sus cosechas, y ello no hace sino aumentar el renombre de nuestro
reino.
Mas por mucho que se afanaran, el clan Campbell ganaba cada año.
—¿Y me dirías a mí vuestro secreto?
Él la miró con una arrebatadora sonrisa de medio lado.
—Solo podría hacerlo si os convertís en mi esposa, Maredudd del clan
Fraser.
Ella apretó los dientes. Tuvo que contener una carcajada ante algo tan
cómico como verse convertida en su mujer.
El sonido de unas flautas dieron fin a su conversación, para alivio de ella.
Era una melodía que pedía silencio para, a continuación, dar paso a las
arpas celtas que anunciaban la llegada de la reina.
Meridi acudió junto a sus padres, como era el protocolo, para recibirla a
su ducado. Estaba nerviosa. Tuvo que guardar las manos tras el vestido para
ocultar su temblor, pues el de sus piernas ya lo escondía la falda.
No era la primera vez que veía a la reina Ártemis, pero sí la primera vez
que desobedecería a sus padres públicamente para convertirse en una de sus
arqueras.
CAPÍTULO 11
Amanecía otro día, o eso le indicaba el color pálido del fuego que
iluminaba la mazmorra, cuando una mujer enorme atravesó la distancia que
la separaba de los barrotes y se detuvo frente a él. Le miró con cierto
desdén y lanzó un suspiro. A un gesto suyo, se acercaron dos gigantes más.
—¿Hipp?
—Hogg —corrigió el chico poniéndose de pie a toda prisa.
—Soy la directora de la Escuela de Jinetes de Dragón.
El muchacho la evaluó con nuevos ojos. Era joven, de cabello anaranjado
y mirada oscura. Llevaba el uniforme que parecía ser el reglamentario en
ese lugar, pero sus filigranas eran de un color que todavía no había visto: un
negro reluciente, salpicado de un brillo imposible, un efecto mágico en el
que no le dio demasiado tiempo a pensar, puesto que a una señal, los
guardias abrieron la celda.
—¿Me vas a liberar?
—Tú podrás juzgar si te parece una liberación —contestó ella
apremiándole a avanzar—. Primero te voy a mostrar tu habitación; segundo,
quiero que te bañes y te pongas la ropa que vamos a darte y tercero, que te
pongas a trabajar en tus tareas.
Y sus pasos repiquetearon en el suelo de mármol, mientras el más joven
la seguía sin aliento, sin comprender. Llegaron a dos plantas más arriba y él
no pudo evitar decir:
—Un momento, un momento… ¿No me vais a dejar regresar a casa?
Ella se detuvo en seco, haciendo que el chico diera un traspiés y a punto
estuviera de caer.
—Conoces un secreto que podría costarte la cabeza, Hogg.
El aludido tragó saliva y se apresuró a decir:
—¡No voy a contar nada!
—Eso dices, sí, pero ambos sabemos que eso no es verdad. En algún
momento se te escapará algo y pondrás en peligro todo esto. —Hizo un
gesto con la mano que abarcó el vestíbulo en el que estaban.
Bajo la luz del amanecer, las vidrieras teñían de varios colores la
estancia, se fijó en las escalinatas que se perdían a lo alto de las torres. La
estatua en la que ya había reparado de la jinete, pero esta vez vio otros
detalles. La barandilla emulaba a un dragón largo, el techo abovedado y alto
estaba decorado con frescos de jinetes. Incluso las vidrieras representaban
pasajes similares.
—De verdad que yo no…
Ella alzó una mano a toda prisa, cortando las palabras de él, y siguió
caminando, llevándolo a un pasillo estrecho. Se detuvo frente a una puerta
envejecida y le hizo pasar. En el interior apenas había sitio para los dos, por
eso ella se quedó en el umbral. Había una cama, que por lo menos parecía
cómoda y era de su tamaño, una ventana pequeña que no se podía abrir y un
baúl enjuto. Hogg se guardó de decir que la celda en la que había estado era
más amplia.
—No te pongas cómodo, tenemos trabajo.
«Como si eso fuera posible».
Se mordió la lengua para no decir lo que pensaba y se dejó guiar otra vez
por aquella mujer hacia la siguiente puerta. Lo que vio al otro lado le
sorprendió. No era lujoso, pero tras ver esa habitación minúscula no
esperaba ver una bañera tan grande en la que cabrían tres como él. Se
accedía a ella mediante unos escalones descendentes y el agua emitía un
vapor suave de aroma agradable.
—Será mejor que te laves, hueles a culo de dragón.
—No huelo a culo de dragón.
Toda la seriedad de la directora se desvaneció y rompió a reír, sacudió la
cabeza, de modo que los abalorios que decoraban sus trenzas tintinearon y
le empujó al interior. Aunque ella lo había hecho con suavidad, Hogg sintió
tal impulso que tuvo que hacer equilibrios para no caer. La directora cerró
la puerta a su espalda y él se quedó solo, o casi, pues enseguida vio de
dónde procedía aquella voz.
El dragoncito plateado estaba en el primer escalón, con el agua
cubriéndole hasta el cuello.
—¡Tú! —exclamó Hogg.
—Hay que ver qué poco respeto a los primeros dragones. Me llamo
Fáfnir y soy tan temible como…
—¿… una rata?
—Ah, lo dices por esto. —Se señaló—. Un asuntillo que salió mal, pero
cuando vuelva a mi tamaño original…
Hogg ya no le prestaba atención, había reparado en las ropas que le
habían dejado junto a unas toallas mullidas. El conjunto de camisa y calzas
era marrón, sencillo. Ni filigranas coloridas, ni nada que se le pareciera.
Fuera lo que fuera que querían que hiciera allí, no era montar sobre un
dragón. Lo cual agradeció y le decepcionó a partes iguales.
—¿Todo bien? ¡No tenemos todo el día! —La voz de la directora sonó
amortiguada al otro lado de la puerta.
—¡Sí, sí! ¡Ya estoy acabando!
Empezó a quitarse la ropa a toda prisa, mientras el dragoncito plateado
terminaba de bañarse. El agua estaba caliente y sus vapores le envolvieron.
Olores exóticos y desconocidos le tentaban a quedarse más en esa bañera en
la que hubiera podido incluso nadar, mas en lugar de eso se frotó la piel y
salió para secarse lo más rápido que pudo.
Aún estaba secándose cuando la puerta se abrió de par en par y él lanzó
un grito que hizo reír a carcajadas a Fáfnir.
—¡Pero qué susto te has dado! —El animalito se sujetaba el vientre sin
parar de reír—. Ingrid Olaffson puede ser temible, pero es que…
—Vístete, vamos.
Le dio la espalda a la mujer y se quitó la toalla, se puso la ropa que le
habían dado, con las orejas rojas por la vergüenza.
—Bien. Estás listo para tu trabajo.
Salieron al exterior y antes de atravesar los terrenos, a Hogg le dio
tiempo de ver a unos dragones surcar el aire, con sus respectivos jinetes.
Uno de ellos destacaba, montado en un dragón más grande y dando
órdenes. Dedujo que era una clase de vuelo, pero no pudo detenerse a mirar,
pues Ingrid había apresurado sus pasos y tuvo que correr para alcanzarla.
—Mientras buscamos una solución para ti, servirás a la escuela en las
tareas que creamos convenientes. A cambio no te mataremos, tendrás un
colchón en el que dormir y te ganarás la comida.
—Entiendo.
—Soy Ingrid Olaffson, jinete de primera división y la primera directora
femenina de la Escuela de Jinetes. Si sigues mis normas, estarás a salvo,
aunque no te puedo prometer nada. Ahora a trabajar.
—¿Qué tengo que…?
—Tu primera tarea será limpiar las dragoneras.
Y le hizo pasar al lugar más impresionante y temible que Hogg hubiera
visto jamás. Porque era granjero y estaba acostumbrado a ese tipo de olores,
a ese trabajo, aquella había sido su vida desde niño. Mas aquello no era un
establo de vacas, de ovejas o un gallinero. Se detuvo en seco al sentir varios
pares de ojos, todos relucientes y terroríficos, posados en él.
—¿Dragones?
—¿Qué esperaba encontrar en una dragonera? ¿Cabras? —rio uno de
ellos mirando de soslayo a otro.
—Esto es nuevo, nos han traído un mondadientes…
—Elementales. No te harán daño… si no los provocas. Buena suerte.
Y, sin decir más, Ingrid desapareció por donde había venido.
CAPÍTULO 12
Los nervios la ahogaban.
Por un lado, las pruebas.
Por otro, el engaño a sus padres.
Había quedado con el guardia que solía ayudarla, junto a su padre, en los
entrenamientos. Le había pagado para que le llevara una bolsa a las afueras
de la ciudad, donde se vieron en ese momento, ella bajo una capa que
cubría su vestido y una capucha que le tapaba el rostro casi en su totalidad,
evitando que fuera reconocida. Incluso el soldado tardó en hacerlo, se llevó
una mano al cinto de donde colgaba una espada pequeña, pensando que
podía ser alguien peligroso.
—Soy yo —musitó Meridi, y él suspiró de alivio—. ¿Todo bien?
El guardia volvió a asentir. Ella le tendió una propina que llevaba
preparada y le pidió que se marchara en silencio. Él obedeció, aunque
muerto de curiosidad por saber qué ocultaba la pequeña duquesa en aquella
bolsa aparte de un arco y flechas —que poco se habían podido disimular
bajo la tela—.
Meridi miró a su alrededor y, al verse sola, se escondió tras unos arbustos
frondosos. Ahí se cambió; unas botas marrones sobre unos pantalones de
color ocre —ambos de cuero—, una camisa larga y terrosa de lino sujeta
con un cinturón marrón y una chaqueta verde de manga corta abotonada
que lograba disimular sus pechos. Para finalizar, un gorro de forma
triangular, con la parte superior que se elevaba hacia arriba y una pluma
cobriza de adorno. Previamente había recogido su pelo, dejándolo dentro de
esta prenda de la cabeza.
Con un poco de tierra húmeda se restregó la cara para ensuciarla.
Cogió el arco y las flechas y sonrió.
Estaba lista.
Se adentró de nuevo en las calles de Hamelín, y aunque se cruzó con
pocas personas —la mayoría se habrían reunido para ver las pruebas—,
apenas le prestaron atención, por lo que sintió que su disfraz podía
funcionar también frente a sus padres.
En una explanada que había cerca de la residencia de la reina habían
dispuesto las dianas y unas gradas provisionales para la nobleza. El resto
vería la competición de pie a una distancia prudencial. Para entrar en la
zona de competidores, había que apuntarse en una lista que llevaba una
mujer regordeta con cara de malas pulgas.
Meridi se armó de valor e hizo cola. Delante de ella había un chico de
unos catorce años, y a continuación estaba la misma joven rubia con la que
había hablado días antes. Estuvo a punto de saludarla, pero recordó que iba
disfrazada. Sonrió para sus adentros, alegrándose de que la joven se hubiera
animado a intentarlo. Portaba un arco y flechas que habría comprado con el
dinero que «se le cayó».
La rubia dio su nombre —Ailis— mientras la mujer la apuntaba sin
dignarse a mirarla. Luego le tocó el turno al chico, que parecía un flan de
los nervios y apenas acertó a decir su nombre. Tras unos segundos de
espera, la mujer levantó la mirada con impaciencia.
—¿Qué?
—Ne-necesito un arco y fle-flechas —solicitó el muchacho.
Con un gesto rudo, la mujer señaló a su izquierda donde un hombre
flacucho repartía a quienes no poseían armas propias.
El chico le dio las gracias y avanzó, dejando paso a la siguiente.
—Guillermo Tell —dijo Meridi poniendo una voz grave.
La mujer frunció el ceño, le echó una breve mirada y apuntó el nombre
sin decir nada más.
La pequeña duquesa avanzó y esperó con paciencia y esperó en la fila a
ser colocada frente a su diana.
Evitó mirar a sus padres, aunque podía sentir los ojos de su madre
buscándola con ojos inquisidores al no estar junto a ellos. Seguro que
sospechaba que se presentaría, la duquesa era muy avispada. Solo esperaba
que no la reconociera para terminar la prueba sin que le montara un
numerito.
A Mared no le importaba que la reina estuviera presente; si tenía que
llamar la atención a su hija, lo haría, con tal de mostrar que cumplía sus
funciones como madre y Duquesa de Escocia.
La prueba dio comienzo al sonido de una gaita. El primero disparó, mas
ni siquiera rozó la diana.
Un aplauso de cortesía que enseguida se apagó.
El segundo acertó muy cerca del centro y ganó un aplauso más sonoro.
Así, se fueron sucediendo.
Ailis levantó el arco y la flecha en su turno y Meridi vio cómo parecía
segura de sí misma, cómo se colocaba en la posición adecuada, cómo
disparaba con precisión y acertaba en todo el centro. De los mejores tiros
que se habían dado hasta ahora.
Un breve aplauso que molestó a Meridi.
«Debería haber sido aclamada entre gritos y silbidos con lo bien que lo
ha hecho», se dijo, rabiosa.
Le tocaba a ella.
La última de la fila.
Su cuerpo no temblaba. De repente, estaba tranquila, se sentía capaz de
hacerlo. Sin embargo, la rabia por el trato hacia Ailis logró tensarla y, al
disparar, rozó el centro. No llegó a dar en él.
Lo que no esperaba fue que esto levantara un gran murmullo de
aprobación al que se sucedieron sonoros aplausos. Con el corazón
latiéndole con fuerza, se giró hacia la multitud y lo comprendió. Aunque lo
había hecho peor que Ailis, creían que era un chico. Creían que era mejor
que la rubia. Creían que merecía más.
—¡No soy un chico! —gritó con toda su rabia.
Un silencio confuso se instaló en la explanada. Aquellos que estaban
evaluando en nombre de la reina —allí presente y bien atenta a la escena—
quiénes estaban a la altura de formar parte de los Arqueros de Ártemis
detuvieron su quehacer.
Meridi se arrancó el gorro y permitió que sus ondas del color de la
cornalina fluyeran libres. Se liberó de los botones de la chaqueta,
permitiendo que su pecho se mostrara a través de la camisa. Entonces,
disparó una flecha hacia su propia diana, esta vez acertando en el centro.
Mas no se detuvo ahí, sino que continuó a lo largo de la fila de sus
compañeros, disparando flecha tras flecha, acertando siempre en el blanco.
Y, cuando terminó, más cerca de las gradas donde estaban la reina y sus
padres, sus ojos azules se cruzaron con los de los duques, que no podían
creer lo que estaban presenciando en medio de aquel silencio tan denso.
Y, rompiendo el momento y levantando murmullos a su alrededor, Meridi
echó a correr. Necesitaba salir de allí.
CAPÍTULO 13
—Os digo que nos lo podemos pasar muy bien con este palillito.
La voz provenía de una dragona, más grande que las demás, que por lo
que había escuchado Hogg era mayor que el resto. También había
descubierto que era una elemental volcánica, lo cual significaba, según lo
poco que podía deducir el muchacho, que podría calcinarle en menos de un
segundo. Se estremeció y siguió dándoles la espalda, concentrado en lo
suyo: un montón de boñigas de dragón.
Resopló y apoyó la orca un segundo sobre el suelo. Sentía el sudor correr
por su espalda y es que incluso la herramienta, que debería ser manejable,
era pesada y difícil de utilizar. Repasó el contorno del metal, tallado con
runas nórdicas antiguas y chasqueó la lengua con disgusto antes de volver
al trabajo.
—Corta el rollo, Sira, nosotros no comemos humanos.
—Si es que se han perdido las buenas costumbres de antaño.
—Antaño nos cazaban —se sumó una nueva voz.
No se volvió a mirar, pero reconoció al elemental terrestre, el más
pequeño de todos.
—Precisamente, Lunne, nos cazaban y ahora somos sus mascotas.
—Te recuerdo que estamos aquí por voluntad propia —dijo una voz
cristalina.
La más anciana no contestó de inmediato, pero Hogg captó un gruñidito
bajo y después escuchó unos crujidos seguidos. El animal se estaba
estirando y el chico no pudo evitar volverse para contemplarla mejor.
Aquellas bestias eran impresionantes, todo escamas afiladas. Iridiscentes
y cambiantes, entre el rojo más puro y un negro carbón, relucían con la luz
que entraba del exterior. No se dio cuenta de que el animal se inclinaba,
hasta poner la cabeza a la altura de su rostro y, para cuando reparó en ello,
los ojos naranjas de aquel monstruo le miraban directamente.
—Vas a asustarle, déjalo ya, Sira.
Un dragón con destellos azules y amarillos en las escamas dio un paso,
pero la primera dragona gruñó y se erizó lo suficiente como para detener al
elemental tormentoso.
—No he venido a haceros daño, solo a…
—Qué tierno, hacernos daño, dice.
—Hola, ehm… Sira —inclinó un poco la cabeza.
El animal, desconcertado, abrió mucho los ojos y sus fauces se separaron,
mostrando las hileras de dientes afilados. Aquellas sencillas palabras habían
captado el interés del resto de los dragones, que también avanzaron un
poco, evaluando de nuevo al joven.
—¿Cómo sabe mi nombre este insecto?
—Porque os he escuchado —contestó Hogg, aunque la pregunta había
sido lanzada al resto de dragones.
Intentó contener el temblor que amenazaba con sacudirlo y deseó que
aquellas bestias no tuvieran capacidades que incluyeran saber el ritmo de su
corazón, pues este latía desbocado en su pecho. Sintió el metal de la horca
resbaladizo en la palma de la mano, cubierta de sudor.
—¿Puedes oírnos? —preguntó la volcánica manteniendo su posición.
—Sí. Y la verdad no me gustaría ser un mondadientes.
«¿Por qué de todo lo que podrías decir has soltado eso?», se reprendió.
Dio un salto hacia atrás cuando Sira abrió mucho las fauces y emitió un
sonido entre rugido y algo que no sabía descifrar. Estaba debatiéndose entre
salir corriendo o volver a decir algo cuando se percató de que la elemental
volcánica se estaba riendo. A carcajadas.
Y, poco a poco, el resto de criaturas se sumaron a la algarabía.
La puerta de la dragonera se abrió con estrépito en ese momento y Hogg
se volvió en esa dirección, para encontrarse con los ojos de Zephyros, que
le observó, miró a los dragones con evidente alivio y se mesó la barba.
—Creo que has dejado la dragonera bastante limpia por hoy, chico.
Apenas había empezado, pero Hogg siguió al maestro deprisa, dejando a
los reptiles riendo con estrépito en el interior.
—¿Cómo has hecho eso?
—¿Hacer qué, señor?
—Se estaban riendo.
—Puede que les haya parecido gracioso.
—O quizá me estés ocultando algo.
El corazón de Hogg dio un vuelco, hasta que se dio cuenta de que el
maestro no parecía enfadado, sino más bien, intrigado. Le guiñó un ojo y
volvió a acelerar el paso.
Zephyros no dejaba de caminar ni un solo instante. Recorrieron un
camino de tierra, mas después lo dejaron para meterse en la hierba alta. El
cielo seguía teniendo una tonalidad particular, diferente a la que estaba
acostumbrado, y se fijó en que, en realidad, todo era diferente ahí arriba.
Los árboles entre los que se metió el maestro eran más altos de lo que
debieran, con troncos más gruesos, como si allí el crecimiento de la
naturaleza tuviera que ser más exuberante, más colorido. Una amalgama de
robles, hayas, tejos y pinos, en diferentes tonalidades del naranja, rojo y
verde oscuro, los envolvieron. El suelo estaba cubierto de hojas secas, que
teñían de calidez el paisaje. No podía detenerse, lo sabía, pero se inclinó a
tomar una hoja roja de haya entre las manos, y fijándose en su gran tamaño
la hizo rodar entre sus dedos.
Al menos seguían en la misma estación del año, eso no había cambiado,
dedujo Hogg, antes de correr para alcanzar al maestro.
—¿Dónde vamos?
—Aquí.
Zephyros se detuvo en seco y el más joven estaba a punto de preguntar
qué era ese lugar cuando se quedó sin voz. Los árboles habían dado paso a
un terreno llano en el que solo quedaban hayas salpicando el paisaje. El
horizonte se cortaba en un punto y los castillos de nubes se alzaban allí
como colosos. Hogg se preguntó si al seguir caminando llegaría a un borde
a través del cual vería su propio mundo. Había una serie de estatuas de
dragón que se alzaban entre el terreno, con inscripciones rúnicas talladas.
En el centro de todo ello se erigía un edificio tan antiguo que el líquen y el
musgo lapislázuli dominaban toda su estructura.
—Es un cementerio —comprendió.
—Un cementerio de dragones.
El maestro no añadió más y caminó despacio hasta situarse frente a una
lápida concreta. Hogg avanzó un poco más, hacia el mausoleo de madera
oscura que se alzaba sobre el terreno y al muchacho le recordó a un templo
ritual, con el tejado en pizarra oscura y las puertas con dos cuervos gemelos
tallados. Palpó la madera y dio un respingo cuando se dio cuenta de que
estaba abierto. Tras morderse un poco el labio, dio un paso. Después otro. Y
cruzó el umbral. El interior era oscuro, húmedo, cargado de un olor dulce y
caliente.
Y empezó a escuchar los susurros. Palabras que venían de muy lejos. La
prudencia le decía que se detuviera, pero no lo hizo. Y sus pies dejaron una
estela sobre el polvo que cubría el lugar. Las voces se hicieron más
audibles, pero no más inteligibles.
La luz era tenue, suficiente para contemplar lo que había en derredor:
pequeñas urnas con gemas coloridas en su interior. Todas albergaban
silencio, pero aquella sensación tironeó de él y siguió avanzando entre el
fulgor de esas piedras preciosas, hasta topar con el final del mausoleo.
Frente a sí había una oquedad, más grande que las anteriores, que contenía
una piedra ovalada, negra como el ébano, con líneas que se movían muy
despacio, como nubecillas grises. Y ese brillo. Un brillo irreal, mágico.
Oscuro cual noche sin luna, reluciente como un manto de estrellas.
Y antes de poder contenerse sus yemas rozaron aquella piedra pulida y
alguien ahogó un grito tras él.
Zephyros se había quedado muy quieto. Observando en silencio.
Los murmullos se convirtieron en gritos en su cabeza, pero no soltó la
piedra y, súbitamente, se echó hacia atrás. Algo había cambiado en las
sombras grises de aquella gema, que ahora se movían furiosas como un mar
embravecido.
Y, aunque se había hecho el silencio, Hogg supo que la piedra había
cobrado vida.
—Por todos los dragones del mundo, chico, has despertado un huevo de
elemental nocturno.
CAPÍTULO 14
Apretó el rostro contra el pelaje frío y suave del corcel y se secó las
lágrimas que habían recorrido sus mejillas. A su alrededor solo el silencio,
roto por los sonidos propios del bosque, la acompañaba. Se sentía
reconfortada mientras, a su alrededor, las flores de luna iban abriéndose con
la llegada de la noche. Sus pétalos refulgían a la luz de los tres astros
nocturnos y Meridi acarició de forma distraída uno de ellos, sintiendo el
tirón suave de la magia en su piel. No solo la de las flores, sino la de los
druidas que emanaba el propio bosque. Ella los había visto trabajar en más
de una ocasión. Los había visto dirigir los rituales de Samhain, pintarse los
rostros con ceniza y sanar tan solo con remedios de hierbas recogidas con
sus hoces de oro.
Había huido porque no tenía ganas de escuchar a su madre y, de algún
modo, creía que atrasar lo inevitable la libraría del castigo.
Mientras disfrutaba de la magia y calidez del Bosque de los Druidas, se
quedó dormida sin darse cuenta, bien envuelta en su capa y con el calor del
caballo blanco azulado junto a ella.
Despertó al escuchar unos pasos y aguzó el oído. Se acercó, seguida por
el caballo, que husmeaba a su alrededor, hasta el camino, al otro lado de la
arboleda. Druidas.
Envueltos en túnicas acordes a la estación, fundiéndose con los colores
del bosque, avanzaban entre cánticos hacia lo más profundo del bosque. Los
observó en silencio. Algunos llevaban dagas, otros las hoces de oro que
relucían ante sus ojos con los primeros rayos de sol. Un grupo más
abundante portaba consigo saquitos con remedios y las puntas de los dedos
ennegrecidas de trabajar con materiales.
Dio un respingo cuando unos ojos violáceos se posaron en ella y una
sonrisa cómplice se dibujó en sus labios. Pero ella se apartó de inmediato y
dio unos pasos atrás.
Le gustara o no, era la futura duquesa y si alguien la veía fuera… Sobre
todo después del espectáculo que había dado, tendría problemas.
Disfrutando de lo que no dudaba que serían sus últimos momentos de
libertad, regresó a casa, deleitándose con la brisa fría, el manto de niebla
que se había instalado fuera del bosque y las primeras gotas de rocío,
mientras guiaba a su caballo al galope.
Hasta que llegó a casa y escuchó la voz de su madre en una de las salas
de estar. En la que entró cabizbaja, no porque se arrepintiera, sino porque
sabía que era precisamente aquello lo que se esperaba de ella. Los ojos de
su madre se clavaron en ella y la señaló, resopló y abrió y cerró la boca en
busca de las palabras. El duque miró a Meridi desde un sillón con una
mezcla de orgullo y disculpa y se centró en su esposa de nuevo.
—¡Es inconcebible! Mi hija disfrazada cual vulgar campesino para ser
una arquera de Ártemis —se lamentaba Mared mientras paseaba de un lado
a otro frente a una gran chimenea.
—Querida…
—¡Ni se te ocurra defenderla! —amenazó a su esposo.
Él mantenía la expresión serena. Meridi se sentó en una silla, dispuesta
frente a ellos, como si estuviera siendo juzgada. Y en lo que respectaba a su
madre, así era.
Meridi mantenía la cabeza gacha, y no porque creyera merecer aquella
reprimenda, sino porque sabía que si miraba a los ojos a su madre, no
podría contener la rabia que, desde la noche anterior, se había instalado en
ella.
—Nuestra hija no ha actuado de la forma correcta —continuó él—. No
obstante…
—No hay un «no obstante» que valga. Creo que he sido muy permisiva,
al dejar que la entrenaras con el arco a mis espaldas. —La joven alzó la
cabeza, sorprendida. Jamás hubiera imaginado que su madre supiera lo de
sus entrenamientos—. ¿Qué pensabas, Mareddud? Nada escapa a la
Duquesa de Escocia. Creía que, dándote manga ancha en algo que te
gustaba, serías más considerada con tu responsabilidad y lo que Hamelín y
el Reino de la Música esperan de ti.
»¿Qué habrá pensado la reina? ¡Qué vergüenza! —Tomó asiento,
derrotada—. Quizás…
El sonido de la puerta la interrumpió. Un soldado entró con la respiración
entrecortada. Tras él había una sirvienta que había intentado impedirle
entrar, pues la duquesa había dado orden de que no los molestaran.
—¿A qué se debe esta interrupción, soldado? —preguntó Alasdair con
severidad.
El hombre cogió aire varias veces antes de pronunciar palabra.
—La… reina… ella…
Una pausa con las manos en las rodillas mientras la familia le miraba con
curiosidad y apremio.
—… está aquí…
Esto fue suficiente para que Mared se levantara de inmediato —
provocándose un leve mareo— y evaluase a su esposo e hija. No, esta no
estaba presentable, no para recibir a una reina. Mas el protocolo exigía que
no debían hacerla esperar. Adecentó como pudo las ropas y el cabello, que
peinó con sus propios dedos, murmurando para sí.
—Que la lleven a la sala roja y le sirvan nuestro mejor té.
La sirvienta, que no había llegado a entrar, hizo una reverencia y se
apresuró a macharse para cumplir lo más rápido posible con su cometido. El
soldado se cuadró ante el duque, ya levantado, antes de marcharse también.
La única que permanecía aún sentada era Meridi, cuyo corazón había
empezado a latir deprisa. No era habitual que la reina los visitara, más bien
era ella quien los recibía en su residencia de otoño cuando llegaba dicha
estación y venía a Hamelín.
¿Sería por lo de la noche anterior? ¿Querría imponerle algún castigo por
su osadía?
Tragó saliva.
—No hables a menos que se dirija a ti —le dijo su madre mientras le
hacía un gesto para que los siguiera.
Meridi ya sabía cómo debía comportarse, era algo que había tenido que
aprender a la fuerza desde pequeña.
Se limitó a asentir. Esperaron unos instantes hasta que los avisaron de
que la reina ya había sido acomodada en la sala roja.
Esta era una habitación de poco uso, reservada para la visita de la reina y
otros duques. A menudo, a Meridi le había gustado esconderse en ella al
caer la noche y disfrutar de su tranquilidad, aunque era un lugar demasiado
ostentoso para su gusto.
La reina los esperaba de pie, de espaldas a la puerta, mirando por la
ventana mientras bebía el té recién servido.
La pequeña duquesa podía imaginar qué observaba: las flores de luna.
Desde aquella posición, se apreciaban bien, con sus espinas oscuras y su
blanco inmaculado. Aunque por la noche la imagen era todavía mejor.
Les sonrió al escucharlos, dejó la taza en la bandeja.
—Mareddud, eres todo un portento con el arco. —La joven se sonrojó y
hasta a su madre se le escapó un gemido de sorpresa—. Lo de anoche me
dejó sin palabras. —Dirigió sus ojos almendrados de un rosa violáceo hacia
los duques. Su cabello dorado le caía en perfectas ondas por la espalda,
adornado con pequeños diamantes—. Imagino que desconocíais su engaño
y lo que os debió disgustar. Mas necesito a gente como ella, por eso he
venido a pediros permiso para llevármela.
Aquella petición dejó a la familia estupefacta.
—Mi reina —Mared inclinó la cabeza—, es un gran honor, mas tras la
pérdida de nuestro primogénito…
Ártemis asintió. Conocía al hermano de Meridi y sabía de primera mano
lo sucedido. Ella misma había acudido al castillo a transmitirles la triste
noticia.
—Vuestra hija no faltará a sus obligaciones. Todavía quedan años para
que tome posesión del título. —Se atusó el vestido de un rosa y amarillo
pálidos—. Y me comprometo personalmente a que no deje de lado su
instrucción mientras forme parte de los Arqueros de Ártemis.
Meridi continuaba muda. En primer lugar, porque era consciente de que
sus padres jamás se negarían a una petición directa de la reina. En segundo
lugar, porque no creía haberlo conseguido.
Sonaba bien.
Arquera de Ártemis.
CAPÍTULO 15
Tamborileó con los dedos sobre el cuero de la armadura ligera que le habían
prestado. Tenía los hombros demasiado estrechos y todo el tiempo tenía la
sensación de que se le iba a caer. Además, pese a que la temperatura era
fría, estaba sudando bajo el tejido de lana de la casaca de jinete. Vio a su
lado a sus compañeros y se estremeció; eran temibles. «Yo no debería estar
aquí», se quejó para sus adentros.
Inhaló con fuerza y el aire frío sacudió sus pulmones. Recordó el
cosquilleo que le provocaba acariciar la superficie pulida del huevo, lo que
Zephyros decía qué significaba, y lanzó una mirada fugaz al semigigante,
concentrado en hablar con Ingrid y el resto de gigantes.
Por imposible que le hubiera parecido en un primer momento, todos eran
más grandes que Ingrid. Sin embargo, entre sus compañeros, no había
gigantes, todos los chicos y chicas que le rodeaban, esperando su turno,
eran humanos y parecían venidos de todos los reinos mágicos.
Se mordió el labio. A pesar de que Hogg era el más alto de sus
compañeros, no tenía en absoluto su forma física. Estaba claro de todos
quién era el más débil. Las ganas de huir se hicieron más grandes.
—Así que vas a presentarte a las pruebas de jinete de dragón.
Fáfnir estaba a sus pies, mirando con interés lo que había a su alrededor.
—Cállate.
El chico junto a él le miró con cara de pocos amigos y Hogg tragó saliva
y fulminó al dragoncito, que se encogió de hombros y soltó una risita.
—Veo que no estás de buen humor esta tarde. Y no me extraña. Tus
compañeros dan verdadero miedo. Mira esa con la cicatriz en la cara,
temible sin duda. Y más allá está el muchacho del Reino de las Arenas, se
dice que tiene…
—Ya basta —masculló por lo bajo, fingiendo una tos.
—Vale, vale, ya paro. No lo hago para desanimarte, tal vez…
En ese momento el suelo tembló un poco y el dragoncito salió corriendo
para refugiarse de la vista de Ingrid, que estaba avanzando hacia los
aspirantes, seguida del resto de maestros.
—Algunos de vosotros ya me conocéis —repasó con su mirada celeste a
todos ellos y se detuvo unos breves instantes sobre Hogg—, pero me voy a
presentar: soy la directora de la Escuela de Jinetes de Dragón y si estáis
aquí es porque tenéis aptitudes para convertiros en alumnos y,
posteriormente, en jinetes.
Hogg estuvo a punto de atragantarse cuando al terminar la frase le repasó
de arriba a abajo, como si su sola presencia le pareciera un insulto.
Zephyros, entre los maestros, le guiñó un ojo infundiéndole ánimos, y los
nervios se convirtieron en una bola dentro de su estómago.
Ingrid habló un tiempo más, pero el chico ya no podía oírla, demasiado
concentrado en el retumbar de su pecho. ¿Qué estaba haciendo ahí? Él no
era jinete, solo un granjero.
Se vio rodeado del resto de alumnos, mientras entraban en la escuela, alta
como un coloso. Fueron dirigidos a una sala donde esperaban a ser
evaluados de forma individual.
La habitación se fue vaciando, hasta que solo quedaron Hogg y sus
nervios. Ni siquiera Fáfnir había acudido a burlarse de él. Y para cuando las
dobles puertas forjadas se abrieron y su nombre retumbó al otro lado, intuía
el anochecer muy cerca.
Se adentró en una sala de techos altos y abovedados, no tenía apenas
decoración y cruzó el suelo de mármol en silencio, oyendo el retumbar de
sus propios pasos, que hacían eco mientras avanzaba. Sentados en una mesa
estaban todos los maestros, algunos le miraron con interés, otros con
sincero aburrimiento; solo Zephyros tenía los ojos brillantes.
Ingrid miró de soslayo al semigigante mientras se ponía en pie.
—No deberías estar aquí, pero uno de nosotros dice que tienes potencial,
así que vamos a comprobarlo.
Tragó saliva mientras la giganta le hacía un gesto al más grande de los
maestros, que se levantó, tomó un pesado cofre y se encaminó hacia el
granjero. Lo depositó con un cuidado sorprendente frente al chico y después
lo abrió con unos movimientos muy precisos de una manivela.
Lo que había en el interior dejó a Hogg sin aliento. Pequeñas estatuas de
dragón, anudadas al terciopelo que cubría el fondo de la caja. El gigante
chasqueó los dedos y las figuras quedaron liberadas.
No. No quedaron liberadas, comprobó con sorpresa o, al menos, no solo
fue eso, sino que cobraron vida.
Las escamas se les tiñeron de colores, los mismos que había podido ver
en la dragonera, y reconoció a los tipos elementales en esas figuras. No le
costó demasiado ver que no estaban vivas como tal, sino que eran…
—Captadores de elementos —dijo Ingrid, como si le hubiera estado
leyendo la mente.
—Extiende la mano, muchacho —pidió el maestro acuclillándose frente
a él.
Su voz era melodiosa, rozando lo dulce. Tenía rasgos delicados, ojos de
un marrón reluciente y en ese momento le tendió la primera figura con
cuidado.
Hogg lo hizo, temblando, y el maestro soltó la estatuilla sobre su palma.
Lo que pasó a continuación hizo ahogar un grito tanto al chico como al
maestro. El elemental volcánico huyó de la mano de Hogg y volvió a
colocarse en su estuche. El chico miró con ojos muy abiertos al siguiente
dragoncito.
Uno a uno, elemental acuático, tormentoso, aéreo y terrestre le rehuyeron
y Hogg se sintió desesperanzado cuando el gigante volvió a levantarse y se
alejó de él sin decir nada.
Para su consternación, esa fue la prueba que mejor se le dio de todas. En
manejo de armas no fue capaz de levantar la espada, no sabía disparar con
el arco y, por supuesto, tampoco tenía aptitudes mágicas que mostrar
cuando pasó a la selección de dones.
En pocas palabras: era un inútil. Sin magia, sin fuerza y sin afinidades
elementales.
Los maestros no deliberaron más que dos minutos, en que Zephyros era
interrumpido constantemente, antes de dictaminar que no era apto para ser
un jinete.
Y, a pesar de saber el resultado desde el principio, eso no impidió que sus
ojos se llenaran de lágrimas mientras regresaba a su habitación, sin
esperanza de regresar a su hogar, porque sabía demasiado, y sin más futuro
que limpiar boñigas de dragón.
Se tumbó en el catre y acarició la superficie reluciente de la gema que
había sacado del cementerio de dragones. Zephyros había insistido en que
se la quedara y Hogg no había dudado. En ese momento sintió la descarga
que le provocaba acariciar el huevo y, por vez primera, captó algo diferente
en su tacto; movimiento. Fuera lo que fuera lo que contenía la piedra, había
empezado a moverse.
CAPÍTULO 16
No se había parado a pensar en lo que supondría despedirse de sus padres,
aun a sabiendas de que era algo temporal.
Había sentido un vacío en el pecho, combinado con la emoción de viajar
y vivir aventuras más propias de las heroínas de los libros de su biblioteca
que de una futura duquesa.
—Nunca dejes de escuchar a tu corazón, Meridi —le había dicho su
padre mientras la abrazaba.
—Esto te hará ser más fuerte. Aprovéchalo, hija, como un aprendizaje
más para tu futuro como duquesa.
Las palabras de su madre habían sido más frías en apariencia, pero la
joven la conocía y sabía que en realidad le estaba pidiendo que volviera
cuanto antes junto a ellos, sana y salva. Y no había podido evitar
emocionarse. La duquesa solía ser estricta, pero la quería y protegía y eso
Meridi lo sabía.
Echó una última mirada a la ciudad de Hamelín, a sus padres que le
decían adiós con una mirada empañada.
Sintió un aguijonazo de nostalgia al recordarse a sí misma ahí, unos años
atrás, despidiéndose de su hermano. Intentó contener las lágrimas, pero no
pudo evitar que el rostro de Cian apareciera en su memoria. Con el cabello
oscuro largo recogido en una cola, los ojos claros que habían compartido
chispeantes de emoción.
¿Habría sentido lo mismo que ella al partir? ¿Esa sensación burbujeante
en el vientre? ¿Ese cosquilleo recorriéndole entero?
Se mordió el labio porque, aunque así fuera, para él había acabado en
muerte y recordarlo la hizo tener que respirar hondo varias veces.
Sacudió la cabeza, serenándose. No era momento de pensar en eso.
«Seré valiente, Cian. Seré fuerte».
Y sus labios se estiraron en una sonrisa al pensar en las veces en que él la
ayudaba y le recordaba que podía con todo.
Miró a su alrededor, formaban una pequeña comitiva: los aspirantes a
arqueros, que eran tan solo cinco, la reina en cabeza sobre un caballo blanco
escoltada por tres guardias personales con sus arcos a la espalda, uno de los
cuales era el que iba en cabeza, indicando el camino. Estos también iban a
caballo.
No les habían dado detalles del viaje, tan solo que se dirigían a Sphere,
donde la soberana tenía el palacio en el que pasaba la estación de la
primavera.
Meridi se preguntaba si la reina se quedaría con ellos o regresaría a pasar
el otoño en Hamelín, ya que normalmente, el cambio de residencia se debía
a que le gustaba estar presente en cada una de las cuatro ciudades del Reino
de la Música y controlar de primera mano todos los asuntos que pudieran
surgir. Así, dejaba al cargo a sus consejeros en su ausencia, y utilizaba a sus
arqueros no solo como guardianes del reino, sino como mensajeros; o los
enviaba a misiones, dentro o fuera de su territorio.
—Gracias por animarme a participar —dijo una voz a su derecha.
La chica rubia había sido seleccionada junto a ella, las dos únicas chicas
de los cinco. Las dos únicas que tuvieron el valor de presentarse a las
pruebas.
—A veces necesitamos un pequeño empujón para lanzarnos.
—Y algo de oro.
Ambas rieron por lo bajo.
—Me llamo Ailis.
—Yo soy…
—Maredudd, lo sé. La futura duquesa.
—Prefiero Meridi.
La rubia clavó su mirada azul hacia los otros seleccionados que
caminaban en silencio delante de ellas. Con el sol dándole de lleno en el
rostro, sus pecas se hicieron más visibles, y su cabello suelto pareció
resplandecer.
—¿Haremos todo el viaje a pie? —Se puso de rodillas arrugando el
entrecejo—. Los caballos no llevan provisiones ni bolsas de equipaje.
¿Cuánto se tarda en llegar a Sphere? Creía que varios días…
—Sí, a caballo son por lo menos tres días, a pie calculo que más.
Ailis chasqueó la lengua con disgusto.
—A lo mejor teníamos que haber traído cada uno una mochila con…
algo… —Ahora sus ojos se posaron en su compañera—. ¿Y tú por qué no
vas a caballo? Los demás no tenemos, pero tú…
—Ahora no soy hija de los duques, sino una aspirante a arquera de
Ártemis, como vosotros. Tenemos los mismos privilegios.
—Sí, seguro que cuando lleguemos nos tratan igual.
El comentario vino del chico moreno con el que habían tenido un
encuentro antes de las pruebas.
—¿Por qué lo dices? —inquirió Ailis.
Él se detuvo en seco y Meridi casi chocó contra su pecho. El muchacho
giró la cabeza para asegurarse de que ni la reina ni sus guardias les
prestaban atención.
—¿Acaso crees que la duquesita no tendrá un trato preferente? Nosotros
compartiremos habitación, madrugaremos para someternos a un duro
entrenamiento y soportaremos todo lo que nos ordenen para convertirnos en
Arqueros de Ártemis. Ella, solo por su condición, ya está dentro.
—Eso no es cierto —se defendió Meridi—. Hice las pruebas como
vosotros, de ninguna otra forma hubiera entrado.
Él puso los ojos en blanco.
—Solo fue un alarde para presumir. En tu caso solo bastaba con que papi
usara su influencia para complacer a su hija mimada.
—Te estás pasando, Cailean —amenazó Ailis.
—Niégalo. —La mirada oscura del moreno atravesó a Meridi, pero ella
no se dejó amedrentar.
—Claro que lo niego. Tan solo eres un zoquete envidioso que está aquí
como último recurso para tener un futuro en la vida.
La pequeña duquesa pasó a su lado ignorando la expresión rabiosa de
Cailean, cuyo rostro se tornó rojo en apenas unos segundos.
—¡No consiento que una niñata mimad…!
Se cortó en cuanto los guardias y la propia reina se giraron hacia ellos.
Habían estado bordeando el bosque y habían atravesado algunos árboles
hasta llegar a un pequeño claro donde los esperaban nueve…
—¿Eso son grifos?
Ailis se frotó los ojos y Meridi tragó saliva. Ahora entendía cómo la reina
Ártemis se movía de una ciudad a otra con tanta rapidez.
Ocho de aquellos animales eran dorados. El noveno tenía el plumaje
blanco, pero bajo los rayos del sol parecía contener además cientos de
diminutas estrellas.
CAPÍTULO 17
Las clases en la escuela de jinetes empezaban antes de que despuntara el sol
y, por lo tanto, también lo hacía el trabajo de Hogg. Recorrió el camino, que
empezaba a hacérsele familiar, hacia las dragoneras, por las que salieron los
alumnos con sus dragones.
Hogg rechinó los dientes de envidia cuando alzaron el vuelo entre risas,
sin dedicarle una sola mirada. No es que quisiera tener la atención de nadie,
ni siquiera anhelaba montar sobre una de aquellas criaturas monstruosas;
no, lo que él deseaba era volver a ser libre.
Suspiró con fuerza antes de terminar de abrir los enormes portones y
examinar con las primeras luces del alba el desastre que habían preparado
los animales. Lanzó una mirada de soslayo a su espalda y se consoló en que
por lo menos aquellas bestias tardarían en regresar. Las clases de vuelo
podían alargarse la mañana entera. Tomó la horca y empezó a trabajar.
Pronto dejó de sentir el frío.
El trabajo le distraía, aunque no lo reconocería, pero le ayudaba a
mantener el ánimo y la compostura. Eso y los movimientos lentos y suaves
que desprendía la gema, de la que ahora no se separaba y llevaba en una
mochila a la espalda. Sentía la necesidad irracional de cuidar de la piedra y
lo que fuera que contuviera.
No había tenido oportunidad de hablar de ello con Zephyros, pero era
algo que le fascinaba y le preocupaba a partes iguales.
Durante el trabajo de esa mañana, no solo se dedicó a limpiar las boñigas,
sino que ideó un sistema para que estas le resultaran más fáciles de recoger.
Como ya había hecho en su granja, primero hizo unos surcos que cruzaban
el establo desde varios puntos; más tarde se decidió a las modificaciones de
la horca, aún más necesarias que en su hogar.
Para cuando terminó con la dragonera, esta ofecía un aspecto diferente y
la mañana estaba avanzaba y el sol brillaba en el cielo con fuerza, aunque el
frío seguía siendo intenso y tuvo que ponerse la casaca y la capa de lana
antes de dirigirse a su próxima zona de trabajo: la granja.
Aunque Hogg llevaba toda la vida trabajando en una, había tenido que
volver a aprender a tratar a aquellos animales. Eran más grandes que los
que él había visto jamás y, además, poseían características que los hubieran
hecho codiciados en su reino.
Había unas ovejas —grandes como lobos— cuya lana era de plata,
gallinas que daban huevos de oro, caballos alados de ojos relucientes y
vacas cuya leche era curativa. Un sinfín de criaturas desconfiadas de las que
había tenido que esquivar coces, mordiscos y soportar gruñidos y
comentarios malintencionados.
Por fortuna, su don con los animales no le había fallado y había
conseguido que dejaran de atacar y que incluso mantuvieran una
conversación con él. Suficiente como para que de algún modo el corazón se
le calentara al recordar su hogar. Ayudó a la giganta Nina con el huerto,
como hacía con su padre, y aceptó de buen grado la comida que ella le
ofreció en la casa que se alzaba a unos metros, entre los establos y los
cultivos.
Estofado, uno sencillo que la giganta sirvió en unos boles enormes. Tres
para sus temibles hijos y su esposo, uno para Hogg y otro para ella. Puso
una hogaza de pan en el centro de la mesa y cortó varias rebanadas con un
cuchillo que hizo tragar saliva a Hogg. Bien hubiera podido ser un
mandoble en su mundo.
—Se te da bien esto, chico —dijo la giganta sacudiendo la cabeza.
—Soy granjero —contestó Hogg encogiéndose de hombros, restándole
importancia.
Se sentó frente a la mujer y cogió la rebanada de pan, metiéndola
directamente en el estofado.
—No me refiero solo al trabajo. Los animales te han aceptado deprisa.
Hogg no contestó de inmediato, ocupado en masticar. Había aprendido
pronto a no mencionar su particularidad con nadie y en ese lugar, en el que
no sabía en quién podía confíar, no iba a empezar a hacerlo. Por supuesto
que sabía que le observaban, al fin y al cabo no era muy normal hablar con
los animales, reír incluso, como si estos contestaran; las personas solían
creer que estaba loco sin más.
—Se me dan bien los animales, supongo.
—Muy bien.
Al chico no le pasó desapercibida la suspicacia en el tono de Nina, así
que alabó las dotes culinarias de la mujer, mientras terminaba con su ración.
Por fortuna, antes de que la conversación pudiera retomarse, llegó el resto
de la familia y Hogg se escabulló como pudo. El marido era un gigante alto,
calvo y con un único ojo. El otro lo había perdido años atrás, por lo que
Nina le había explicado. Los hijos de ambos eran brutos y malhumorados y
no tenía ninguna intención de pasar un solo minuto con esos tres, así que
salió aprisa y con el estómago lleno hacia la escuela.
Por las tardes, tras darse un baño rápido, se ocupaba de limpiar en el
interior de la escuela. Repasar las aulas y la biblioteca, que era su parte
favorita, pues le permitía escuchar a los alumnos cuchichear. Así se había
enterado de que Ingrid tenía una afinidad elemental inusual, por eso tenía
esas filigranas únicas, de que Zephyros hacía experimentos extraños en un
aula subterránea y, para su consternación, también de los asuntos del
corazón que sucedían en la escuela y fuera de ella.
Ese día, todavía tenía el cabello húmedo cuando llegó con un uniforme
limpio que le raspaba la piel a la sala más impresionante de la escuela: la
biblioteca.
Los techos eran altos y abovedados, quedaba en un extremo del edificio,
de manera que las paredes estaban cubiertas de cristales tintados con
imágenes de libros y dragones ilustrados en ellos. Las estanterías formaban
pasillos interminables y eran tan altas que alcanzaban los frescos que
decoraban los techos. Estaba dividida en alas e incluso había unas escaleras
de caracol que descendían a un piso inferior y también conectaban con un
piso superior, abierto, en el que había dispuestos sofás y mesas de estudio
para los alumnos.
El olor a pergamino viejo, cera derretida y tinta le invadió enseguida
cuando se adentró entre los estantes y sintió la magia que rezumaba el lugar
en la punta de los dedos, allá donde deslizaba las manos. Mas pronto las
pilas de libros desordenados atrajeron su atención y se concentró en las
etiquetas que tenían en el lomo y le indicaban en qué lugar debía colocarlos.
—¿Te has planteado que tal vez te has convertido en un esclavo?
Hogg puso los ojos en blanco al escuchar la voz de Fáfnir y se volvió en
la dirección de la que provenía. El animalito estaba repantigado sobre un
libro abierto y le observaba con ojos brillantes. Le ignoró y pasó de largo,
con un montón de libros entre los brazos.
Sabía que pronto la criatura le seguiría y no se equivocó, escuchó el
golpeteo de las patitas a su espalda y se obligó a seguir caminando deprisa.
Empezó a colocarlos con cuidado en el lugar que les correspondía y,
entonces, escuchó unos siseos al otro lado de los estantes.
—Solo digo que quizá si repitiéramos…
Achicó los ojos al reconocer la voz de Zephyros y se acercó más a la
librería.
—No hay nada que repetir, Zeph.
Esta vez los agrandó al darse cuenta de que era la directora.
—¿Sabes que es de mala educación esp…?
Hogg cogió al animalito del pescuezo y le hizo callar sin dudarlo.
—Despertó un huevo nocturno, Grid.
—Eso es imposible. —El tono de la directora se había vuelto duro y
peligroso.
—Te estoy diciendo la verdad. Creíamos que todos los elementales
nocturnos habían muerto, pero…
—No murieron. Los mataron ellos: los humanos como él. Y por eso
jamás va a regresar ahí abajo. No dejaré que vuelva a pasar, no voy a poner
en riesgo esto. Limpiará boñigas hasta que me canse y después…
Hogg tragó saliva y se apartó de las estanterías. Había escuchado
suficiente.
CAPÍTULO 18
Tal y como Meridi había predicho, no obtuvo un trato especial por ser la
hija de los Duques de Escocia. Al igual que los demás, tuvo que compartir
habitación —ella y Ailis pudieron elegir colocarse juntas—, someterse a los
entrenamientos físicos que nada tenían que ver con los que hacía con su
padre y cumplir estrictos horarios que al menos a ella no le supusieron
ningún problema, salvo por el hecho de que asistía a algunas clases
extraordinarias que nadie más tenía, para proseguir con su formación
política, tal y como la reina había prometido a sus padres.
Sin embargo, la joven no podía estar más orgullosa por haberse atrevido
a desafiar a sus padres y presentarse a las pruebas. Aquello la llenaba. Pasar
las mañanas al abrigo del rocío perfeccionando su técnica con el arco la
hacía sentir plena. Por las noches llegaba agotada, mientras que los demás
habían tenido algunas horas de descanso. Ailis la ponía al día con lo que
había hecho, como explorar la ciudad en compañía de otras arqueras
venidas de otros rincones del reino.
Y aunque a Meridi le daba cierta envidia, se conformaba, pues gracias a
esa condición había conseguido llegar a formarse.
Aquel atardecer fue convocada por la mismísima reina a la sala del trono,
donde recibía a cualquiera que solicitara una audiencia. Era la primera vez
que la veía tras su llegada a Sphere, y sabía por Ailis que ellos tampoco
habían tenido oportunidad de verla, por lo que había supuesto que, tal vez,
había regresado a Hamelín mientras durara la instrucción.
Esperó a que uno de los dos guardias que custodiaban la entrada a la sala
le diera acceso, cosa que hicieron cuando salió un hombre fornido con ropas
de granjero y con una expresión satisfecha.
—Ya puedes pasar.
La joven asintió y atravesó la puerta de doble hoja con motivos florales.
Había esperado encontrar una enorme sala que casi tendría que cruzar a
caballo por su longitud, pero nada más lejos de la realidad. Era de mediano
tamaño, suficiente para mostrar que pertenecía a la realeza, pero no tanto
para resultar suntuosa.
La reina Ártemis la esperaba al final de la sala, a un lado, mirando el
exterior por uno de los altos ventanales abiertos que dejaban pasar el aroma
otoñal. No había un trono, como cabría esperar, sino que al fondo había una
mesa redonda con sillas a su alrededor, todas iguales. Una de las sillas
estaba movida, Meridi supuso que la que había sido ocupada por el granjero
hacía tan solo unos instantes.
—Ah, Maredudd, futura duquesa, acércate.
La apelada lo hizo, y solo respondió cuando llegó a su lado.
—Prefiero Meridi, Majestad.
La mujer sonrió.
—¿Es lo que esperabas?
Por un momento, la joven pensó que se refería a la ciudad que veían a
través de la ventana. Un tanto diferente a Hamelín, con edificios más bajos
y coloridos, amplios balcones y plazas y avenidas a rebosar de flores y
dulces aromas. Mas enseguida sospechó que le preguntaba por su estancia
allí como aspirante a arquera de Ártemis.
Y aunque tuvo la tentación de regalarle los oídos, optó por ser sincera.
—Es duro, y más teniendo que continuar mi formación como duquesa.
Sin embargo, es el camino que he elegido y estoy contenta por ello. No
tengo por qué esconderme, puedo ser yo misma y ser igual a mis
compañeros.
Su respuesta complació a la mujer.
—Me alegra escucharte, Meridi. Si quise que formaras parte de mis
arqueros no es solo por tu valía, que pude apreciar a simple vista, sino
porque considero que un rey o reina, o duque o duquesa, o noble en general
no debe limitarse a la teoría. Está muy bien estudiar desde la seguridad de
nuestras paredes todo lo que sucede en el exterior, pero ¿cómo enfrentarte a
ello a la hora de la verdad, cuando debes salir y plantarle cara? —Suspiró y
bajó la mirada—. Fue lo que me inculcaron y lo que me gustaría enseñar no
solo a mis descendientes, sino también a mis súbditos.
—Os lo agradezco, Majestad.
—Ven.
La reina se giró y se dirigió a la mesa llena de documentos, que volaron
por los aires cuando la puerta de la sala se abrió de forma inesperada. Un
aire frío las envolvió a ambas y Ártemis se colocó delante de la joven, que
apreció cómo el lugar de repente parecía más oscuro. Y es que unas nubes,
que antes no había visto en el cielo, ahora tapaban el sol. Se hizo el silencio,
uno antinatural —más aún en el Reino de la Música— que apagó el siseo
musical de las hojas al otro lado de la ventana, o el piar de los pájaros
cantores, enmudecidos ante aquella oscuridad.
—Soberana del Reino de la Música…
Una voz femenina, cavernosa, que retumbaba en las paredes produciendo
un eco irreal. Meridi se colocó a un lado de la reina y vio la figura de una
mujer joven y hermosa que nada tenía que ver en apariencia con aquella
voz. Mezclaba ropas negras y rojas emulando un vestido deshilachado que
se ajustaba a sus curvas y destacaba sus partes femeninas. Tenía el pelo
largo y negro, con plumas por todo él, y una lanza más alta que ella que
prometía ser poderosa y que usaba para caminar, aunque Meridi estaba
segura de que no la necesitaba para ese fin.
—Morrigan.
El tono de la reina fue frío y seco.
—No me andaré con rodeos, Majestad. —Hizo una reverencia burlona
acorde con la última palabra—. El rey Vorath, soberano del Reino de las
Quimeras, os da un ultimátum respecto a lo que lleva meses solicitándoos.
Meridi pasó la mirada de una a otra, sin comprender. ¿Qué podía querer
él del Reino de la Música? Tenía entendido que tras la muerte del anterior
rey, Midas, su familia había renunciado a la corona y ahora gobernaba
alguien elegido por el pueblo.
—Dile a ese usurpador que jamás obtendrá el secreto de la música.
Morrigan sonrió, enseñando unos perfectos dientes negros.
—¿Le transmito vuestra inamovible negación, pues? Recordad que si no
aceptáis…
—¡Basta, Morrigan! Márchate de mi reino.
La mujer de oscuro soltó una carcajada que logró calar los huesos de
Meridi.
—No es nada personal, reina Ártemis. Él y yo hicimos un trato y yo solo
me limito a cumplir mi parte del mío… —Empezó a desvanecerse entre
volutas oscuras—. Nos volveremos a ver…
CAPÍTULO 19
Como Ingrid había prometido, Hogg limpiaba boñigas de dragón a diario,
aunque con su ingenio había logrado que esa tarea cada vez ocupase menos
tiempo. También había construido sistemas de alimentación para los
animales, que les administraba cierta cantidad a diario y solo era necesario
rellenar el depósito de vez en cuando. Su mayor problema no era el trabajo,
sino lo que la directora había dicho sin ningún tipo de tapujo: no iba a
liberarle jamás.
El muchacho no había dejado de pensar en el miedo que la directora tenía
al mundo humano: a su mundo. ¿Tan horribles habían sido las personas con
los dragones?
Posó sus ojos en la dragonera que le rodeaba y se fijó en el elemental
aéreo que dormitaba a unos metros y que ni siquiera había alzado la mirada
para observar a Hogg; los reptiles ya estaban más que acostumbrados a su
presencia. Seguían haciendo comentarios burlones e incluso bromeaban,
pero la mayor parte del tiempo se limitaban a ignorarle.
Achicó los ojos y las puertas del establo se abrieron, dejando pasar un
viento helado que hizo estremecer al chico, cuya camisa de hilo colgaba de
un poste. Las dragoneras eran calurosas, demasiado para el tipo de trabajo
que debía realizar en ellas.
—Dichosa puerta… —se quejó Hogg, cubriendo su desnudez con la
camisa y caminando hacia allí, dispuesto a cerrarla.
Su mente empezó a trabajar en un modo de hacer que no pudiera abrirse,
mas cuando se acercó se percató de que no había sido el viento quien había
abierto la puerta, sino Zephyros, que entró y arrugó la nariz al instante.
—Tenemos que hablar —dijo de forma abrupta, mirando alrededor, como
si miles de oídos estuvieran dispuestos a escuchar lo que tenía que decir.
Hogg sabía que así era, mas dudaba que la opinión de los animales
contara para algo, pero tampoco quería contrariar al profesor, así que dejó a
un lado la horca y se acercó al semi gigante.
—Aquí no —indicó este, mientras seguía mirando la dragonera con gesto
de sospecha.
—Aquí, además de Eárl y las boñigas no…
—¿Eárl?
—El dragón… Ehm… se llama…
—Interesante. Muy, pero que muy interesante.
El huevo se movió a la espalda de Hogg y la sensación reconfortante que
siguió a continuación hizo que el muchacho se distrajera por un segundo.
Zephyros le miraba con ojos brillantes, en una expresión muy suya que el
más joven empezaba a conocer bien. Le estudiaba como a un extraño
espécimen.
—¿Vamos a otro sitio?
Zephyros le hizo un gesto para que le siguiera y, después, se adentró a
través del patio directo hacia la escuela. Hogg se abstuvo de decir que allí,
en realidad, habría más oídos dispuestos a escuchar lo que tenía que decir.
Para su sorpresa, el maestro lo llevó escaleras arriba, por unos pasillos
intrincados cuyo suelo de mármol retumbaba a cada paso, e hizo una breve
pausa frente a una escalinata de caracol.
—¿Adónde vamos? —preguntó, sin aliento.
Zephyros no contestó de inmediato, sino que le empujó con suavidad y le
indicó que subiera. El más joven soltó un gemido a modo de queja al ver
cuántas escaleras había y el tamaño de las mismas. Le iba a costar una
eternidad…
El suelo crujió bajo sus pies y el muchacho se tambaleó, estuvo a punto
de caer, pero Zephyros lo sostuvo y le guiñó un ojo. Estaban subiendo: la
escalera era mágica. Hogg tragó saliva a medida que ascendían, los
ventanales se hicieron más amplios mostrando unas vistas imposibles y el
muchacho se sintió flotando entre las nubes. Hasta que regresaron las
paredes de piedra y se encontraron frente a una puerta entreabierta.
—Pasad.
Ingrid Olaffson esperaba al otro lado y Hogg miró de forma interrogativa
al maestro, pero este no se dignó a devolverle el gesto y empujó la enorme
puerta. Allí estaba la directora, sentada ante una mesa. De estar en otras
circunstancias, Hogg se habría fijado en el despacho, de forma semicircular,
con la parte tras la giganta acristalada y con reinos desconocidos a su
espalda, extendiéndose bajo las alturas. Habría visto el astrolabio, el mapa
tallado en una de las paredes o los cuadros con los dragones que decoraban
las paredes. Pero el muchacho estaba aterrado, pues Ingrid no parecía
contenta. Pasaba sus ojos gélidos del semigigante al humano.
—El hurto está muy penado en mi mundo, chico.
—¡Él no ha…! —se apresuró a decir Zephyros.
—¿Es cierto que tienes un huevo?
Este se sacudió a su espalda y el más joven casi pudo sentir los
movimientos embravecidos de la oscuridad que envolvía la gema. Asintió,
despacio, porque… ¿qué otra cosa podría hacer?
—Muéstramelo.
—Es que…
De nuevo esa sensación. Ese instinto de protección con la gema que le
había llevado a negarse, que le podría costar la vida. Un sudor frío le
recorrió la espalda.
—No te lo repetiré. Muéstramelo.
—En realidad acaba de repetirlo.
¿Qué demonios hacía Fáfnir en su bolsillo? Pero ese era el menor de sus
problemas en ese momento. Obligó a su cuerpo a coger la mochila y a
abrirla.
—Grid, te he dicho que…
—Ingrid. Directora Ingrid.
Zephyros se sonrojó un poco, de forma tan sutil que hubiera podido pasar
desapercibido y asintió, lanzándole una mirada de disculpa al muchacho.
Hogg sacó la gema, no la soltó. No podía hacerlo, porque desprenderse
de ella le producía un dolor físico, algo que no podía explicar con palabras.
—Suéltalo.
—No puedo.
Ella le evaluó de nuevo, mas el desdén se reflejó en su rostro. El chico no
la comprendía. Había humanos en la escuela, ¿por qué la tomaba con él? Y
el miedo se convirtió en rabia, una sensación que le era ajena le invadió y
apretó más el huevo, alejándolo de la directora.
—Te dije que…
—Zephyros. Calla.
Pero este dio un paso hacia delante y apoyó las manos en el escritorio.
Inmediatamente después Hogg consiguió dejar la piedra, aunque su corazón
repiqueteaba y su cuerpo le pedía a gritos que tomara la gema y saliera
corriendo de allí.
Solo que entonces pasó algo inesperado, que dejó a los tres estupefactos.
Ingrid alargó la mano hacia la superficie pulida y, de pronto, ya no estaba
allí.
La giganta salió despedida hacia atrás con una fuerza oscura y extraña
que cambió el ambiente del despacho y enrareció el aire a su alrededor. La
directora enmudeció, se recolocó las gafas y miró a Hogg con renovado
interés. En el rostro de Zephyros se reflejaba el orgullo de quien tenía la
razón.
—¿Qué significa esto?
—Ambos lo sabemos.
Pero Hogg no. No tenía ni idea de por qué le miraban de ese modo, ni
qué significaba que el huevo funcionara como una bomba para otros que no
fueran él.
¿Acaso podría ser un jinete de dragón?
CAPÍTULO 20
En cuanto estuvieron solas, Meridi abrió la boca para hablar, pero no se
atrevió a pronunciar palabra. ¿Qué podía decir ella que no era nadie para la
reina?
Se quedó mirando el lugar en el que la tal Morrigan había desaparecido.
Aún quedaba alguna voluta grisácea que se iba difuminando en el ambiente
y, aunque los sonidos habituales del reino habían regresado, Meridi los
sentía lejanos, recordando la presencia de la bruja.
—Seguramente te estés preguntando… —La voz de la reina tembló.
—No es asunto mío, Majestad.
La mujer se giró para mirarla.
—¿Sabes lo que sucedió tras la muerte del rey Midas?
—Que su familia renunció a la corona y se eligió a un rey noble y justo.
Ártemis sonrió, complacida.
—Mas ese nuevo rey también falleció y su hermano reclamó el trono, al
no tener descendientes. No soy la única que cree que debería haberse
elegido un nuevo soberano, pues ya no existe un linaje real. Sin embargo,
sea como sea, el Reino de las Quimeras lo aceptó y es algo que no nos
concierne a los demás. —Hizo una pausa larga, tanto que Meridi pensó que
no añadiría nada más, aunque prefirió esperar, pues no sabía qué decir—.
Ese rey solo quiere poder. Tras la caída en desgracia en su reino, ahora, con
su resurgir, pretende expandirse a costa de otros territorios que no le
pertenecen.
»No sé a qué acuerdo llegaría con Morrigan. Ella es una bruja, algunos
creen que es una diosa que lleva la guerra y el caos allí donde va. Ella, que
ha hecho desaparecer reinos, me exige que revele la magia del nuestro para
vendérsela a él.
»¿Y qué debo hacer yo, Meridi?
La joven se mordió el labio. Temía hacerse cargo de las
responsabilidades que tendría como duquesa, pero jamás se había parado a
pensar en lo que significaba ser reina.
—Decidáis lo que decidáis, estaré… estaremos con vos, Majestad.
Ártemis le dedicó una triste sonrisa y le hizo un gesto para que se
marchara.
Meridi lo hizo con el corazón en un puño, a sabiendas de que no podía
hacer nada por ayudar a su soberana. Ella no era nadie, no sabía de qué era
capaz Morrigan o qué les tendría preparado en caso de que la reina no
cambiara de parecer.
Fue directa a su habitación, donde se encontró con Ailis que, al verla, se
puso a parlotear sobre cómo celebraban en Sphere la llegada del otoño. Pero
a la pequeña duquesa no le importaba, se metió en la cama y se quedó
dormida sin apenas darse cuenta del cansancio que tenía, ignorando los
rugidos de su estómago que le pedía a gritos algo de cenar.
Por la mañana despertó antes que su compañera de habitación. Se había
acostado con la ropa del día anterior, que ahora lucía arrugada y sudada.
Recordaba haber tenido desagradables pesadillas con una mujer morena de
piel blanca y cuervos gigantes que devoraban el Reino de la Música.
Todavía se estaba cambiando de ropa cuando escuchó unos pasos
apresurados y llamadas en todas las puertas del pasillo, incluyendo la suya.
Terminó de colocarse la camisa mientras Ailis abría los ojos con esfuerzo.
—¿Qué ocurre…?
—No lo sé.
Meridi abrió y, como ella, otros de sus compañeros asomaban las cabezas
del interior de sus dormitorios.
—¡La reina solicita vuestra presencia de inmediato! ¡Acudid todos a la
sala del trono!
Tras esto sonó una trompeta que terminó de espabilar a los que todavía
estaban medio dormidos. Meridi se mordió el labio, sospechando que
aquello tendría que ver con la inesperada visita de Morrigan. Su estómago
rugió quejándose y ella se arrepintió de no haber cenado nada.
Al terminar de vestirse junto a Ailis, cogió de la mesita que ambas
compartían un paño con algo en su interior.
—Como no viniste a cenar, lo traje por si te despertabas con hambre en
mitad de la noche.
—¡Gracias!
De camino a la sala del trono, Meridi partió el bollo de pan blanco y lo
compartió con su amiga. Fueron rápidas en devorarlo, no querían
presentarse con la boca llena ante la reina.
En la sala, además de los aspirantes, había varios arqueros, ataviados con
ropas elegantes pero cómodas de tonos verdes y marrones, con alguna
filigrana dorada que hacía la silueta de un pentagrama con notas, símbolo
del Reino de la Música. También estaban los consejeros de la soberana. Ella
estaba de pie, paseando de un lado a otro, hasta que estuvieron todos, que
hicieron un círculo a su alrededor.
—Gracias por acudir a mi llamada. Os he reunido a todos porque he de
compartir con vosotros un asunto de suma importancia. En primer lugar, y
por la gravedad de la situación, desde hoy pasáis a ser Arqueros de Ártemis.
—Hubo alguien que se atrevió a aplaudir, pero en general no escapó el tono
de voz de la reina, más ronco y preocupado—. Obtendréis las ropas y armas
reglamentarias.
»En segundo lugar, he de informaros de que el Reino de la Música corre
un grave peligro. Mas antes de tomar una decisión, quiero que sea votada
junto a todos vosotros, ya que junto a los soldados, sois los guardianes del
reino, y tenéis derecho a decidir sobre vuestra vida, aunque hayáis decidido
servirme.
El silencio que los invadió fue sepulcral. Los rayos de sol ya se alzaban
muy por encima del horizonte, iluminando el lugar hasta el más mínimo
rincón. Sin embargo, ninguno de los presentes giró la cabeza para
contemplar tan bello espectáculo, pendientes como estaban de lo que la
reina tenía que decirles.
—Morrigan nos ha amenazado en nombre del Reino de las Quimeras. —
Hubo quienes contuvieron la respiración—. Ayer vino a darme un
ultimátum y, aunque me negué en rotundo a revelar a ese impresentable del
rey Vorath el secreto del Reino de la Música, quiero saber si estáis
dispuestos a luchar a mi lado, o creéis más sensato revelarlo y dar una
oportunidad al reino, aunque sea siendo conquistado por ese tirano.
Un nuevo silencio, esta vez tenso. Los consejeros estudiaban a los
aspirantes, esperando que fueran ellos quienes intervinieran en primer lugar.
Al ver que nadie se decidía, Meridi dio un paso al frente.
—Me presenté a las pruebas para unirme a los Arqueros de Ártemis, que
sirven únicamente a la reina, y al Reino de la Música. Mi lealtad no se irá
con quien no se la ha ganado. Lucharé junto a vos.
Las piernas le temblaban. Su voz había tomado el control de todo su
cuerpo de una forma que no sabía explicar. Era su corazón quien había
hablado, relegando al miedo a un segundo plano.
Ailis no tardó en seguir sus pasos, y junto a ellas los demás aspirantes,
arqueros y, por último, los consejeros.
No hizo falta que la reina dijera nada más. Todos eran conscientes de
que, tal vez, se enfrentarían a algo peor que una guerra.
CAPÍTULO 21
Repetir las pruebas no era una opción. No había demostrado poseer ninguna
habilidad y era absurdo perder el tiempo. Esas habían sido las palabras que
había usado Ingrid, antes de enviar a Hogg y a Zephyros fuera del
despacho.
El huevo, cuyas sombras seguían moviéndose con parsimonia, estaba en
ese momento a su lado, en la cama. Anochecía y podía ver las luces más
intensas y rojizas al otro lado de la ventana ojival de su habitación. Al
menos le habían cambiado de ala, ahora dormía en una torre, con unas
vistas increíbles que, lejos de reconfortarle, le recordaban lo lejos que
seguía de su hogar.
Deslizó de forma distraída la mano por el huevo de dragón y sintió el
familiar cosquilleo que recorrió los dedos de la mano, ascendió como una
corriente por su brazo y le calentó el pecho. Una sensación diferente a todo
lo que había vivido, como si, de alguna manera, sus latidos pudieran
acompasarse con las brumas relucientes.
Llevaba unos días más ocioso de lo habitual, Ingrid todavía ordenaba que
hiciera tareas, pero hasta ella sabía que esa situación no podría durar para
siempre y, a juzgar por la actitud de Zephyros, la directora estaba nerviosa.
Hogg se mordió el labio cuando sintió un chispazo en el vientre. A él
siguió una punzada extraña que le aguijoneó en el centro de su corazón y,
después, le recorrió el espinazo un calor extraño, como una caricia delicada
y, a su misma vez, fuerte como la mano de un gigante.
Tuvo el impulso de volverse hacia atrás, pero en su lugar se incorporó del
todo, a medida que ese fuego se extendía por su cuerpo y, entonces, supo de
dónde venían aquellas sensaciones que le pertenecían, mas no del todo.
Crac.
La superficie pulida del huevo se había resquebrajado y el brillo
estrellado se oscureció, convirtiendo los pedazos en un cascarón, ya carente
de magia.
Crac. Crac. Crac.
Y el huevo se partió en dos.
Hogg había asistido el nacimiento de muchos animales, ayudando a
Jensen Malud, el veterinario, en más de una ocasión. Su don, poco
conocido, pero sospechado por Jensen, le ayudaba a calmar a las madres. Y
había sentido en sus propias carnes la magia de la vida. Las primeras
miradas vidriosas de los terneros, las cabras o las ovejas. También la
eclosión de los huevos y los primeros piares de los pollitos.
Pero lo que veía ante sí eclipsaba todo lo que había sentido hasta ese
momento. Sentía cientos de mariposas en el vientre y aquel calor era ya un
fuego imparable en sus venas. El animalito que había salido del huevo aún
permanecía en el cascarón y emitió un gruñidito suave y bajo, clavando sus
ojos, del color del oro bruñido, en el chico.
Le arrimó el morro y Hogg fue consciente de que había alargado la mano
hacia el reptil. Este avanzó con torpeza y el muchacho lo sostuvo con el
corazón latiéndole a mil por hora.
Era hermoso.
Como una noche sin lunas. Mas refulgía como polvo de estrellas. Bello.
Imponente. Y la luz se curvaba a su alrededor, como si su sola presencia
pudiera oscurecer el más luminoso de los escenarios. Garras brillantes,
poderosas, siguieron avanzando hasta situarse sobre el muchacho, que le
dejó hacer. El animalito se aovilló entre sus brazos y Hogg fue consciente
de la cola, terminada en una punta de flecha, en la dureza de las escamas, el
calor que emanaba y el peso inesperado de su cuerpo. Se fijó con más
detalle en los cuernitos que decoraban su cabeza y unas escamas punzantes,
aún insignificantes, que recorrían su columna.
Y no pudo hacer otra cosa que acariciarlo en silencio, velando su sueño,
mientras aquella emoción nueva se asentaba en su pecho, en su vientre y le
decía sin palabras que ahora ese dragón y él eran uno.
El animal se sacudió de pronto y se agitó.
—Tengo hambre.
—¿Qué come un dragón? —se preguntó más para sí mismo.
La criatura ladeó la cabeza observándole con sus ojos dorados. Los bebés
animales tampoco eran muy elocuentes con sus palabras y este, por muy
dragón que fuera, parecía estar en esa misma situación porque simplemente
repitió:
—Tengo hambre.
Sonó más impaciente e imperativo y Hogg supo que no podría afrontar
aquello solo. Miró alrededor mordiéndose el labio y vio el nerviosismo en
los gestos del bebé. Lo cogió envuelto en una manta que había permanecido
a los pies de la cama y salió de su habitación.
No conocía la escuela y no quería encontrarse con ojos indiscretos, así
que se dirigió sin dudarlo hacia el despacho de Zephyros.
Este estaba en lo más profundo del castillo y a esas horas aún se oía
actividad al otro lado. Sintió los movimientos del dragoncito entre sus
manos, mientras repetía que quería comida.
—Ya vamos, pequeño —lo arrulló.
Llamó a la puerta, pero al no obtener respuesta, se armó de valor y
empujó la puerta con fuerza. Encontró a Zephyros tras un cubo de latón
grande, introduciendo ingredientes como si de una especie de mago místico
se tratase. Al verle se le cayó uno de los frascos. Hogg iba a disculparse
cuando se fijó en que los ojos del maestro estaban posados sobre el
animalito, que le miraba fijamente, con las escamas erizadas.
—Por todos los elementales del mundo… Es un elemental nocturno, uno
de verdad.
El maestro dio unos pasos, pero, escapando al control del muchacho, el
dragoncito se elevó frente a él, como un centinela, y el más joven vio las
alas en las que no había reparado. Se mantuvo unos instantes en el aire,
antes de que Hogg tuviera que sostenerlo.
—Eh, es un amigo, bonito. No pasa nada…
—Tengo hambre.
—Sí, ya sé que tienes hambre y él puede ayudarnos.
—¿Él es comida?
El animalito ahora miró al semigigante con los ojos más brillantes y se
relamió despacio.
—¡No! Él no es la comida.
—Vaya, parece muy llenito de carne.
—¿Puedes hablar con él? —Zephyros le miraba expectante, alternando la
vista entre el muchacho y el animal.
—Hablaremos de eso después, este pequeñín tiene hambre y yo… La
verdad es que no sé qué comen los dragones. En realidad no sé nada de
dragones.
—Ven conmigo.
Al contrario de lo que pensaba Hogg, no salieron del despacho, sino que
avanzaron por él y atravesaron una estantería —sí, una estantería— que dio
paso a un pasillo angosto. Por un momento el muchacho se planteó haber
tomado la decisión equivocada al confiar en Zephyros y se imaginó
encadenado en una mazmorra. Pero nada de eso pasó, sino que el pasillo dio
lugar a una puerta de madera envejecida, cuyos goznes chirriaron y Hogg
contuvo el aliento al ver el lugar al que le había llevado el maestro.
Estaban en el exterior, en una parte que todavía no había visitado. Había
un lago de aguas rizadas frente a ellos, cuyo final no se advertía, pues
parecía acabar justo donde el mundo —ese mundo— acababa. Imaginó esas
aguas cayendo como una cascada a su reino y la melancolía hizo mella en
sus entrañas.
Pero no le dio tiempo a pensar demasiado en ello, porque Zephyros
avanzó hacia las aguas y tiró de una red atada a un poste. Peces. A
montones. Y el dragón saltó de sus brazos hacia el manjar.
—Tranquilo, pequeñín, son todos para ti.
Y el elemental nocturno empezó a devorar los peces con satisfacción,
mientras Zephyros se sentaba junto a Hogg, que contemplaba estupefacto el
espectáculo. Desde allí las lunas se veían más grandes y las estrellas a su
alrededor parecían brillar con más fuerza.
—¿Por qué nunca he sabido de esto?
El maestro le miró de soslayo, mientras se entretenía cortando algunas
briznas de hierba con la enorme mano. Negó con la cabeza y echó el cuerpo
hacia atrás, doblando las rodillas hacia sí. Visto así parecía más joven de lo
que le había parecido en origen y se fijó en que, pese a las canas, su rostro
no aparentaba más de treinta años.
—Porque los dragones sufrieron mucho. Demasiado. Y que el mundo
sepa de su existencia podría suponer su muerte.
Pasó algún tiempo hasta que el dragoncito, saciado, acudió al regazo de
su jinete y se durmió extenuado. Al fin y al cabo, aunque era un dragón, era
solo un bebé. Y el chico, de forma automática, empezó a recorrer el lomo
con las yemas de los dedos, sin terminar de comprender aquella magia que
le hacía sentir tan vivo cerca del reptil.
—Te he observado, Hogg, y sé lo que eres.
Este se volvió hacia Zephyros, sin comprender.
—Un parlante. El único que nos queda, me atrevería a decir. Los tuyos
son incluso más raros que los elementales nocturnos.
—¿Hay más como él?
—No —reconoció el más mayor.
CAPÍTULO 22
Entrenaban con sus nuevas ropas junto a los Arqueros de Ártemis. Ahora
ellos también lo eran. No había habido ceremonia de nombramiento, como
era lo habitual. La situación exigía que se prepararan para lo que estuviera
por venir.
La reina había enviado a algunos de sus arqueros al resto de ciudades,
que se encargarían de informar a los pueblos, de que estuvieran alerta ante
un posible ataque.
¿Qué clase de ataque?
Nadie lo sabía.
Viniendo de Morrigan, la reina esperaba desde que secara todo el reino
para arrebatarles cosechas y ganado y obligarlos a rendirse, hasta que
convocara un ejército de no muertos e iniciara una guerra que era muy
probable que no pudieran ganar.
Meridi había percibido en la soberana ese miedo, esa preocupación.
Habían sido los arqueros veteranos quienes habían respondido a sus
preguntas sobre quién era Morrigan.
—Una bruja negra servidora del caos.
—La diosa de la guerra.
—La diosa de la muerte.
—Una mujer que vendió su alma a las artes oscuras.
Cualquiera de las definiciones que había obtenido de ella era, cuando
menos, desalentadora. Y no la había ayudado a hacerse una idea de a qué se
podían enfrentar.
Disparó el arco mientras pensaba en todo ello, acertando en el blanco a
pesar de que su mente estaba muy lejos de allí. Mas cuando el cielo se
oscureció de repente siendo todavía media tarde, su segunda flecha pasó de
largo junto a la diana y se clavó en la hierba junto a otras.
Se miraron unos a otros.
Un remolino de nubes cubría el castillo, y de su centro salieron rayos
negros que provocaron un temblor y el desmoronamiento de una de las
torres.
Todos corrieron allí agarrando bien sus armas. Unas voces los condujeron
a la sala del trono, donde estaban la reina y los consejeros. Ella se mantenía
frente a una mujer de ropas oscuras y rojas que Meridi no tuvo problema en
reconocer a pesar de estar de espaldas a ella.
Siguiendo las órdenes de los arqueros veteranos, todos se colocaron en
formación rodeando a la bruja y apuntándola con sus armas.
Morrigan los miró uno por uno, ensanchando cada vez más su sonrisa.
—¿Crees que un puñado de alfileres podrá detener mi poder?
Con un movimiento de su mano, algunos arcos temblaron y escaparon de
las manos de sus dueños. Meridi sostuvo el suyo con firmeza, hasta que
cesó la fuerza y pudo dominarlo.
—Creía que el rey Vorath tendría las suficientes agallas para venir a
declararme la guerra en persona.
La bruja mostró sus dientes negros ante las palabras de la soberana.
—Ambas sabemos que es un cobarde.
—No sabía que hicieras tratos con cobardes.
—No me importa lo que habite en el corazón de una persona, mientras
cumpla con mis exigencias. Me ha dado la sangre de siete doncellas puras,
y yo ahora cumpliré con mi parte.
Meridi sintió una náusea subir por su garganta, y a juzgar por la
expresión de algunos de sus compañeros, no fue la única.
—Es… sois deleznables.
Ártemis intentaba mantener la compostura.
—Gracias por el cumplido, Majestad. Pero basta de cháchara. Os voy a
dar una última oportunidad de aceptar la oferta del rey Vorath.
Ante el silencio y la cabeza alzada de la reina, Morrigan hizo una
exagerada reverencia, alzó las manos cerradas en puños y luego las abrió
frente a sus labios. Sopló sobre las palmas, y de estas salieron fuegos fatuos
que, de estar en otra situación, Meridi hubiera disfrutado de verlos.
Pero provenían de una bruja, o diosa malvada, o lo que fuera.
Las bolas de luz pasaron junto a los arqueros sin rozarlos. Uno de ellos se
atrevió a disparar contra una, y la flecha se convirtió en una bola de pelo
flácida.
Los fuegos se dirigieron a los consejeros, que, como los demás, estaban
paralizados, observando la situación. Cuando la primera lucecilla tocó al
primer consejero, este desapareció ante la vista de los presentes.
Meridi contuvo el aliento.
No, no había desaparecido.
En su lugar había un oso de pelaje oscuro con ojos cargados de
confusión.
Antes de poder reaccionar, otros fuegos tocaron al resto de consejeros
que se fueron transformando en osos pardos y negros.
—¿Qué clase de magia es esta? —inquirió la reina.
La misma pregunta que se estaba haciendo Meridi, y no porque le
sorprendiera en sí la transformación, acostumbrada como estaba a las
aventuras del flautista que estaban llenas de magia, sino que esos fuegos los
habían sorteado a ellos para dirigirse directamente a los consejeros.
—Oh, esto es solo el principio —respondió la mujer oscura que, soltando
una carcajada que retumbó incluso fuera del castillo, desapareció entre
volutas negras y grises.
Los fuegos fatuos se multiplicaron y empezaron a escapar por las
ventanas abiertas, mientras los presentes no transformados empezaban a
comprender la situación.
CAPÍTULO 23
Todavía no se creía lo que le había pasado. Ese pequeño dragoncito le había
elegido, sin causa aparente, porque Hogg no tenía ningún tipo de poder. Ni
siquiera sentía que tuviera un don —así había llamado Zephyros a su
capacidad de hablar con los animales—, tan solo se sentía todavía más
perdido.
Desde que el elemental nocturno le acompañaba en sus tareas, el resto de
dragones le mostraban más respeto y se dirigían a él con más prudencia,
lanzando miradas admiradas al pequeño reptil que en ese momento se había
acurrucado en su hombro, agarrándose a él con unas garras afiladas.
No le costó esfuerzo terminar con su trabajo en la dragonera, y para
cuando los animales salieron en estampida a las clases de vuelo, él ya había
terminado sus tareas y se dirigió a las siguientes.
No debía acudir a la granja esa mañana, sino que tenía trabajo acumulado
en la biblioteca, hasta la fecha, su estancia favorita. Conocía mejor la
escuela, gracias a las rutas de limpieza, que había estructurado de forma
diferente a cómo se las habían mandado, para economizar el tiempo.
Recorrió escuchando sus propios pasos el pasillo que le llevaron a los
portones que le separaban de la sala y respiró hondo. Se llevó una mano al
bolsillo y el animalito, oscureciendo el mundo a su alrededor, recorrió su
cuello hasta situarse en el otro hombro, observando con ojos brillantes,
como si él pudiera leerle la mente y supiera que lo que iban a hacer no
estaba bien.
—Tengo que saber más, Nox —le dijo al dragoncito, con un hilo de voz.
Se llevó entonces la mano al bolsillo y palpó el tacto rugoso de la ganzúa
con el pulso acelerado. De algún modo pensó que su propio corazón le
delataba, retumbando en cada ala de la escuela, alertando a todos los
maestros. Pero no había nadie.
Hogg no era fuerte, no era hábil, pero sí sabía prestar atención,
memorizar y aprender deprisa. Por eso conocía los horarios de las clases y
las rutinas de la directora —al menos las que había podido observar— y no
habría mejor momento que ese para hacer lo que se proponía.
—Vamos, Hoggy —animó el dragoncito, emitiendo una vibración similar
a un ronroneo.
Y el chico no se lo pensó. Atravesó los portones y cruzó la biblioteca,
como si supiera exactamente qué estaba haciendo. Apenas echó un vistazo
alrededor mientras bajaba las escaleras de caracol dispuesto a entrar en el
único recoveco de la biblioteca que no había explorado. Una puerta antigua,
de madera oscura, decorada con ribetes de oro, le esperaba al final de una
sala utilizada como almacén. Ignorando los artilugios que le rodeaban
creando sombras imponentes y misteriosas, se detuvo frente a la madera y
sacó la ganzúa.
Respiró hondo.
La observó y adelantó una mano, sin temblor alguno, a pesar de que por
dentro vibraba de anticipación, de miedo y de una sed de saber que le
consumía.
—¿Vas a abrir o tengo que coger yo mismo esa ganzúa?
Hogg soltó una maldición, sobresaltándose, lo que hizo que Fáfnir, en el
que no habían reparado hasta ese momento, rompiera a reír.
—Vamos, chico, no tenemos todo el día.
—Podrías avisar cuando llegas.
—Me ofendes —se llevó la garra al pecho con gesto afectado—, Fáfnir
nunca ha tenido que avisar de su llegada, porque es el dragón más
poderoso de…
—Ya, ya, lo que tú digas. ¿Por qué estás aquí?
Mas no recibió respuesta al momento.
Hogg se decidió y dio un paso hacia delante. No era la primera vez que
forzaba una puerta, así que empezó con el trabajo ignorando el resoplido
ofendido del dragón blanco.
—Lo único que me interesa de ahí dentro es ver qué pretendes hacer.
—Quiero saber por qué todos temen que el resto del mundo sepa de
vuestra existencia.
Fáfnir se puso serio de repente, todo lo serio que podía ponerse un
dragón blanco con aspecto de lagartija. Se removió inquieto en su lugar, en
un gesto muy humano, y bufó un poco cuando la puerta se abrió y los
goznes chirriaron.
—Ya ha pasado antes, Hoggy, y no es buena idea —dijo secamente el
dragón, mientras le seguía al interior de la sala.
Al contrario de lo que el chico pensaba, la sala estaba cuidada. Oscura,
con telarañas, pero no abandonada. Al menos, no del todo. Era como si
aquellas paredes rezumaran algo que iba más allá de la comprensión. Fáfnir
encendió las antorchas que iluminaban la sala y Hogg contuvo el aliento.
Había un único tomo, de tapas de cuero negro sobre un escritorio cubierto
de polvo. Se acercó a él, pero fue el elemental nocturno el que dio un salto
y palpó la superficie del libro.
Hogg, con un trozo de su túnica, limpió la superficie de la portada y lo
que vio le hizo estremecerse. Representaba un dragón sangrando, con un
arma clavada en el cuello y un guerrero enfrentándose a él.
—¿Qué es…?
—Los tuyos han matado a los míos durante más años de los que puedes
imaginar.
Fáfnir sonó solemne y sus ojos refulgían con un fuego diferente.
—Pero he visto a los alumnos y son todos humanos.
—Puede que no hayas mirado con suficiente atención, o tal vez sea
casualidad —intervino Fáfnir—. No todos pueden, solo unos pocos
elegidos y esos son los que vienen a la escuela.
—¿Y no regresan nunca a su mundo?
—No siendo los que eran, desde luego. Se hace una promesa de magia
inquebrantable con unas condiciones muy claras. Romperlas te maldice,
para siempre.
—¿Te maldice?
—Sí, ya sabes, magia oscura: ruecas malditas, espinos que crecen sin
control, sueños eternos… Ese tipo de cosas.
—Aun así… Es imposible que ningún otro no haya llegado a vuestro
reino. Las habichuelas mágicas son una leyenda en mi mundo, alguien más
tiene que haber…
—Contadas excepciones. La magia de la memoria es muy útil en esos
casos y en los más difíciles, bueno, digamos que hemos necesitado medidas
más extremas.
Hogg asintió, Nox se había apartado del libro y jugueteaba con una esfera
brillante, que al contacto con el reptil oscuro, perdía su luz y se ocultaba, al
igual que había visto hacer en otras ocasiones al bebé dragón. Se
mimetizaba en la oscuridad, haciéndose invisible a sus ojos, aunque le
sentía. Como si de magia se tratara; por mucho que Nox desapareciera, era
capaz de percibirle y saber dónde estaba.
—La verdad que buscas está entre esas páginas. La verdad que debes
recordar cuando pienses en mostrarnos al mundo. Ese libro lo escribieron
los tuyos.
Hogg sintió un peso irreal en los hombros y el pulso, que se había
calmado un poco, volvió a acelerase, haciendo que su pecho repiquetease
con fuerza, mientras abría la primera página.
En ella reconoció a un elemental terrestre, dibujado con carboncillo.
Había una serie de anotaciones con sus dones y fue entonces cuando se le
secó la boca, cuando leyó escrito con claridad y en tinta roja brillante:
«Elemental Terrestre. Matar a primera vista».
Tragó saliva con dificultad y pasó la página.
Esta vez había un elemental aéreo, anotaciones de sus dones y la misma
indicación.
«Elemental aéreo. Matar a primera vista».
Pasó las páginas sintiendo un regusto amargo en la garganta y una
inquietud en el estómago, hasta llegar al último de los elementales. Uno
como Nox, pero más grande, gigantesco en comparación a las otras
ilustraciones.
«Corazón oscuro. Don de invisibilidad. El rey dragón».
Y aquellas palabras que ya eran como flechas certeras en su pecho:
«MATAR A PRIMERA VISTA».
CAPÍTULO 24
La ciudad de Sphere se había convertido en el caos más absoluto. Los
fuegos fatuos recorrían la ciudad, convirtiendo en oso a todo aquel al que
rozaran. La reina había enviado a los arqueros a proteger a los ciudadanos.
Algunos habían logrado salvarse, confinándose en sus casas cerrando a cal
y canto cada mínimo resquicio.
Meridi ayudaba en esos momentos a una familia que acababa de perder al
padre, quien había salido huyendo ante la transformación. La esposa, con
un bebé en brazos, gritaba y lloraba por que volviera. Mientras, el abuelo
trataba de controlar a tres niños que pretendían salir corriendo tras su
progenitor.
—Debéis poneros a salvo —decía la joven arquera, que perdió una de sus
flechas al entrar en contacto con uno de los fuegos mientras protegía a la
mujer.
—¡No sin él!
—Por favor, debes pensar ahora en tus hijos.
Durante unos instantes, estas palabras hicieron que la madre los mirara,
pero sus ojos volvieron a posarse en la calle por la que había desaparecido
el oso pardo.
—La reina encontrará la forma de invertir esta maldición, mas ahora
debes centrarte en tu familia.
El hombre mayor se acercó a su hija y la cogió por los hombros. Ella,
rendida, se dejó llevar junto a sus pequeños al interior de su hogar.
La joven continuó ayudando a cuantos podía, sirviéndose de su propio
cuerpo como escudo al comprobar que los fuegos fatuos la esquivaban, y a
los demás arqueros. No se detuvo a plantearse el porqué, era algo que
debían aprovechar.
Pasadas unas horas, llegó Ailis cargada con un saco de tamaño mediano
en el que había trozos de papiro doblados de cualquier forma.
—Los fuegos fatuos se dirigen a los pueblos más cercanos —explicó a
los arqueros allí presentes—. La reina nos ordena que partamos e
informemos de la situación, que los alertemos. Además, unas afiladas
espinas negras han rodeado las fronteras del reino, no hace ni dos horas que
varios arqueros destinados por allí han llegado para comunicárselo a
Ártemis.
Repartió de cualquier forma las misivas y se marchó a seguir informando
a cuantos encontrara a su paso.
A Meridi se le hizo un nudo en el estómago al pensar en sus padres.
—¡Me dirigiré a Hamelín! —gritó al aire, y salió corriendo sin esperar
respuesta.
No le importaba ir sola, en aquel momento solo pensaba en los duques,
en el flautista, en su ciudad. Junto con Bremen era la más alejada de Sphere,
por lo que en su interior creció la esperanza de poder llegar a tiempo y
salvarlos a todos si daban la voz de alarma y organizaban bien la situación.
Tomó la dirección donde los grifos los habían dejado, esperando
encontrarlos allí, o al menos a alguno que le permitiera viajar con mayor
rapidez. Sin embargo, encontró el claro vacío, salvo por algunos fuegos que
ya flotaban entre los árboles del bosque.
Meridi soltó una maldición y miró al cielo, como si en cualquier
momento pudiera llegar la salvación. Tendría que hacerse con un caballo y
rezar a las hadas para llegar a tiempo de evitar la desgracia en Hamelín.
Se giró y avanzó un par de pasos hasta que un ruido de entre los arbustos
más altos la detuvo. Se mantuvo quieta. No sabía qué clase de criaturas
habitaban aquella zona del Reino de la Música; o tal vez se tratara de
alguno de los habitantes ya transformado en oso que había decidido
esconderse en el bosque. En cualquier caso, cogió una flecha de su carcaj,
ignorando una de las misivas de la reina que cayó al suelo por el
movimiento. Preparó el arco y contuvo la respiración.
Tres.
Dos.
Uno…
Tensó la cuerda.
Ante sus ojos apareció un oso… o algo muy parecido a uno. Se trataba de
un animal que casi por completo era un oso negro, aunque lucía algunas
plumas doradas por su pelaje, y unas alas con el mismo tono.
Meridi bajó el arma, parpadeando con rapidez por si se tratara de una
jugada de su imaginación. Pero no. Era real.
Un grifo convertido en oso.
Mas no en su totalidad.
Guardó las armas. Tenía que aprovechar la oportunidad.
Se acercó con cautela para no asustarlo, preguntándose si se dejaría
montar. ¿Hasta qué punto aquel animal era consciente de su
transformación?
—Hola…
Dio unos pasos más y se detuvo a una distancia prudencial, desde la que
agachó la cabeza para demostrarle que no había en ella ninguna intención
ofensiva. Tuvo que esperar unos segundos que se le hicieron eternos hasta
que escuchó movimiento y sintió el hocico húmedo sobre sus ondulados
cabellos cobrizos.
Levantó la mirada con una sonrisa y alargó la mano para acariciarlo.
—¿Me dejarás montar sobre ti? Te necesito…
Poco a poco le fue rodeando sin dejar de acariciarlo. Él se dejó hacer y
batió las alas con suavidad, lo que la joven tomó como un consentimiento.
Fue difícil subirse a él. Era más alto que un grifo normal y su cuerpo más
grueso, por lo que la posición no resultaba nada cómoda.
La joven cogió aire, se agarró bien como mejor pudo y dio con sus
talones suavemente en los costados del animal. Él comprendió el gesto, y
echó a correr batiendo las alas con energía hasta que alzó el vuelo.
En otra ocasión, Meridi hubiera disfrutado de aquello como la vez
anterior. Pero su mente no se apartaba de su familia y sus ojos, en algunos
momentos del vuelo, lograron captar algunos fuegos allí por donde
sobrevolaban. Esto le provocó un malestar en las tripas a causa de los
nervios.
«Llegarás bien, eres más rápida que ellos».
Aunque ni ella misma creía del todo en sus palabras.
No tuvo que guiar al osogrifo, parecía saber muy bien a dónde debía
dirigirse. Bien porque fuera su ruta habitual, bien porque, de alguna forma,
había percibido las intenciones de ella.
Ya era noche cerrada cuando aterrizó frente a su pequeño castillo. Las
flores lunares brillaban en todo su esplendor, haciendo la competencia a las
estrellas y las tres lunas.
—Gracias, amigo.
Había tenido que cerrar los ojos al pasar por Hamelín, temiendo ver qué
se encontraría. Su prioridad eran sus padres.
Corrió hacia la entrada cuando un carruaje llegaba también. Era el de los
duques. Volverían de alguna cena en casa de un noble. Eso indicaba que de
momento estaba todo bien, y Meridi se relajó por fin.
—¡Padre, madre!
Retomó el camino con paso apresurado sin reprimir la emoción que
sentía por verlos y abrazarlos. Primero salió él del carro y se quedó parado
al verla.
—¿Meridi?
Entonces la pequeña duquesa se detuvo en seco. Tras su padre asomaba
el hocico de un oso negro.
«No…».
—¡Padre, cuidado!
Echó a correr como nunca antes lo había hecho, con lágrimas en los ojos,
viendo cómo un fuego fatuo se alzaba desde la espalda del duque para
posarse sobre su cabeza.
CAPÍTULO 25
Hogg terminó de ajustar la palanca de metal y sonrió satisfecho cuando
escuchó al otro lado el sonido del heno al caer. Se secó el sudor de la frente
con la manga de su camisa y dio unos pasos hasta llegar al corral vallado.
—¡Eres un genio! —Nina, la giganta, aplaudía desde el otro extremo.
—No, es un sistema sencillo de…
—No seeeas modeeesto, Hoggy, eeesto es maravilloso. —Argia, una de
las ovejas de lana de plata, avanzaba hacia él, masticando el heno.
Hogg bajó un poco la mirada y se rascó la nuca, como siempre que se
sentía azorado. Acarició la cabeza del animal con cariño y después notó un
movimiento brusco en la bolsa que llevaba a la espalda.
No podía mostrar a Nox al mundo, no sin armar un revuelo, por eso había
seguido los consejos de Zephyros y el animalito permanecía oculto. En ese
momento imaginó que se habría despertado de su siesta matutina, así que se
apartó de la oveja y se despidió de Nina, que seguía admirando el nuevo
sistema con ojos brillantes.
No le extrañaba, las tareas de la granja en la mayoría de ocasiones eran
pesadas. Tener soluciones así le haría la vida más fácil. Se encaminó hacia
la escuela y Nox salió de la mochila. La cola se le enroscó en el cuello,
sirviendo de apoyo para no caer, mientras se agarraba con las garras a la tela
de su hombro. Sintió otras menos pesadas, más ligeras, trepar por su pecho
y soltó un bufido.
—¿En serio, Fáfnir? ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—¿Qué culpa tengo yo de que no te enteres de que el gran Fáfnir se mete
en tu bolsillo?
Hogg puso los ojos en blanco e iba a replicar cuando se percató de que
algo no iba bien. O, al menos, no estaba todo como siempre, pues Ingrid
avanzaba a grandes zancadas —cosa que en una giganta hacía que estuviera
lo suficiente cerca como para verle— hacia él. Se lo quedó mirando unos
instantes y sus ojos fueron de su rostro al cuerpecito de Nox, que se tensó y
le clavó sus ojos anaranjados.
—Ya veo —dijo Ingrid apartándose el cabello del rostro con un ademán
de la cabeza.
—Él es… —balbuceó Hogg.
Pero la directora no le dejó terminar, chasqueó los dedos y el chico por
un momento pensó que volvería a dormirse, como cuando había sido
Zephyros el que había hecho eso. En su lugar una sombra cubrió por
completo el patio y un animal descendió a su posición. De escamas blancas,
colmillos afilados y ojos del color del atardecer.
Nox ladeó la cabeza con curiosidad y olfateó el aire; Hogg, por su parte,
se quedó muy quieto y tragó saliva. Reconoció al elemental diurno de las
tallas con las que le habían sometido a la prueba.
—El consejo ha hablado, Hogg, pero yo aún tengo una última prueba
para ti.
—Encantada, Hoggy, me llamo Alba.
—Un… un placer, Alba.
—Así que de verdad eres un parlante. —Ingrid volvió a verle, como si lo
hiciera por primera vez y, después, chasqueó la lengua—. Está bien. Vamos.
Resuelta, la giganta palmeó el cuello de Alba y montó sobre su espalda.
Era tan grande que podría soportar el peso de la directora, pero aun así el
reptil gruñó un poco y soltó un humo plateado de las fosas nasales.
—Vamos, que no peso tanto, bonita. —Ingrid acarició las escamas
iridiscentes con cariño.
—¡Ja! No se lo cree ni ella.
Hogg seguía mudo, mientras que, a su lado, Nox seguía olfateando con
ojos brillantes. De Fáfnir no quedaba ni rastro. Iba a meter la mano en su
bolsillo, para comprobar que se hubiera ido de verdad, cuando la voz de
Ingrid le dejó la boca seca.
—¿Vas a montar o no?
—Yo no… No sé… No…
Alba le miró con comprensión y se inclinó un poco, permitiendo que el
chico pudiera montar. Lo hizo aterrado, pues solo sentado frente a su cuello,
con el cuerpo de la giganta a la espalda, se sintió atrapado. Y el suelo estaba
demasiado lejos de su cuerpo.
—Agárrate, Hoggy, que despegamos.
—¿Despe… qué?
No pudo añadir nada más puesto que el viento se agitó a su alrededor, el
brillo de las escamas de Alba se intensificó y se elevaron en el aire. El suelo
quedó lejos, tanto que el muchacho tuvo que tragar saliva varias veces y
concentrarse en sujetarse con fuerza. Nox se veía asustado y, aunque se
agarraba con mucha fuerza a la ropa del chico estaba disfrutando de
aquello.
—¿Dónde vamos? —consiguió articular Hogg, al cabo de unos minutos.
—Oh, ya lo verás. No quiero fastidiarte la sorpresa.
A Hogg no le atraían en exceso las sorpresas y menos viniendo de una
giganta que había mostrado desprecio por él desde que habían llegado. No
cuando para llegar a ellas debían cruzar el cielo y subir, alejándose más del
Reino de los Gigantes. De su hogar, de la seguridad de lo que conocía.
Se sorprendió de ver un pedazo de tierra sobre sus cabezas, que se hizo
más grande y, cuando lo alcanzaron, Hogg no pudo evitar sorprenderse
tanto que aflojó el agarre en las escamas de Alba y tuvo que sujetarse con
fuerza cuando esta viró de trayectoria para descender al lugar.
Puso los pies en la tierra, temiendo caer de bruces, agradeciendo la
estabilidad del suelo bajo sus pies, sin querer pensar en lo alto que estaría
ese lugar.
Había un palacio frente a sí, en ruinas, con enredaderas trepando por cada
una de sus torres. Se elevaba como un coloso, con puertas y ventanas
demasiado grandes para haber pertenecido a los humanos. Una estructura
sólida que no se había caído a pesar del evidente abandono y una ciudad a
su alrededor con murallas tan altas que cubrían por completo lo que había al
otro lado, mas no el palacio, erigido en un punto más alto, que imaginó
como una colina o una pequeña elevación del terreno.
Algunas de sus copas se perdían entre las nubes. Hogg se sobresaltó al
sentir el contacto de la mano de Ingrid en el hombro; había estado tan
embelesado ante la visión, que ni siquiera se había percatado de que la
directora había avanzado hacia él.
—¿Qué es este lugar? —preguntó, recuperando la compostura.
—Parte del mundo que los tuyos destruyeron.
Por vez primera no detectó rencor en su voz al hablar del tema, sino más
bien un pesar profundo, diferente al que le había oído hasta ese momento.
—Un parlante reinó aquí antes de que nosotros naciéramos.
Hogg se volvió como un resorte hacia ella. Ingrid parecía más vulnerable.
—No estoy dispuesta a aceptar que eres digno de montar nada menos que
a un elemental nocturno, el último que nos queda. Pero lo haré si superas
una prueba más.
—¿Qué prueba? —Hogg juntó un poco las cejas.
—Debes reunir todas las habichuelas mágicas que desperdigó tu amigo
por el reino.
—¿Y por qué me has traído aquí?
—Eso es cosa de Zephyros.
—No entiendo.
Ella apretó los labios como si las siguientes palabras le dolieran:
—Entra en el palacio, Hogg, Zephyros es el heredero de… bueno, de
todo.
—¿Zephyros es un príncipe de los gigantes o algo así?
Ella soltó una risa amarga y después se dirigió hacia donde Alba los
observaba en silencio.
—Zephyros es el príncipe destronado del reino, Hoggy. Y el palacio es
una puerta. Un camino.
CAPÍTULO 26
Quienes se habían salvado de los fuegos fatuos trataban de hacer vida
normal. O lo que ellos consideraban ahora «normal».
Los fuegos fatuos seguían recorriendo el reino, pero ya no perseguían a la
gente. Tan solo convivían con ellos, flotando libres por donde quisieran.
Los habitantes del Reino de la Música salían de sus hogares con todos sus
sentidos bien alertas, buscando las pequeñas esferas de luz para esquivarlas
y no caer bajo la maldición de Morrigan. Aunque todavía seguía habiendo
víctimas de aquellos que, o no eran lo suficientemente rápidos, o no veían
venir la lucecilla a tiempo.
Varios druidas, por orden —y petición— de la reina, habían abandonado
el Bosque de los Druidas temporalmente y realizaban pruebas e
investigaciones con aquellos que les permitían acceder a sus seres queridos
transformados en osos.
Los ciudadanos se habían dividido en tres bandos:
En primer lugar, estaban los que realizaban sus quehaceres como si casi
nada hubiera pasado. Había miembros de sus familias convertidos en osos,
a los que habían encerrado para protegerlos, mientras ellos abrían sus
tiendas e iban a los campos mientras conservaban la esperanza de que la
reina Ártemis llegara con una solución.
En segundo lugar, los que seguían encerrados a cal y canto en sus casas,
creyendo que era la única forma de mantenerse a salvo hasta que la
soberana lo arreglara. Solo abrían sus puertas, apenas unos centímetros, una
vez al día, para colocar notas de lo que necesitaban y dinero para pagarlo, y
aquellos que estaban en el primer grupo se encargaban de abastacerlos.
Y en último lugar estaban los cazadores, aquellos que no creían que los
osos siguieran siendo amigos o familiares y se dedicaban a cazarlos, porque
consideraban que era la única forma de salvar el reino. Dentro de estos
había dos grupos: los cazadores de osos, que se encargaban de encerrar a los
animales en un recinto improvisado del que no podían escapar —aunque
pocos lo intentaban y, aun así, este comportamiento no ablandaba a sus
carceleros— mientras deliberaban qué hacer con ellos. Y los cazadores de
fuegos, que apresaban las pequeñas luces en ollas, tarros de cristal o cubos,
cualquier objeto que les sirviera. Luego los dejaban en una casa vacía —
pues la familia entera había caído bajo la maldición de Morrigan— y
cerraban con llave.
Meridi había mantenido a sus padres a salvo dentro de su hogar, los
alimentaba, les hablaba cada día prometiéndoles que hallaría la solución y
salía a la ciudad, a ayudar en lo que pudiera, tratando de convencer a los
cazadores de osos que detuvieran sus batidas y se dedicaran a algo más
importante. Mas algunos de ellos sostenían que estaba cegada por su
inmadurez y no le hacían caso.
La futura duquesa sabía que quedándose allí poco podía hacer por
ayudar, tan solo servía para mantener algo de orden, pero nada que
contribuyera a romper la maldición. Sin embargo, no se atrevía a abandonar
Hamelín.
Ailis había llegado al día siguiente que ella y se había quedado a ayudarla
en todo lo que estuviera en su mano. Al tener ahora el rango de arquera de
Ártemis, se había ganado el respeto de algunos ciudadanos, lo que
contribuía a que hiciera mejor su nuevo trabajo.
Esa mañana unos grifos —algunos convertidos en oso como en el que
había viajado Meridi— sobrevolaron la ciudad. Las jóvenes estaban en la
plaza, ayudando en el comercio, para equilibrar y abastecer a las familias
que no se atrevían a abandonar sus casas.
Los cinco animales aterrizaron junto a la fuente, y del primero de ellos
descabalgó la mismísima reina Ártemis, que recorrió con ojos tristes lo que
era ahora el mercado: apenas unos pocos comercios que contaban con
escasez de avituallamientos.
Un corro de personas se acercó a ella, pensando que venía con la
solución a la maldición.
—Querida ciudad de Hamelín —se hizo escuchar—, todavía no hemos
hallado el contrahechizo, pero os prometo que lo haremos, y el Reino de la
Música volverá a ser lo que era.
Y es que ya nadie tocaba instrumento alguno. Aquel reino era famoso no
solo porque, incluso en los bosques, sonaba la más dulce de las melodías,
por el piar de las aves, el correr de las liebres, el mecer de las ramas de los
árboles, todo ello con una armonía mágica que ahora se había perdido por
culpa de los fuegos fatuos; sino porque allí nacían melodías mágicas, a
manos de un niño o un anciano, de una adolescente o incluso de un bebé al
que habían dado un instrumento tan solo para que se entretuviera. Y cada
melodía era diferente de las demás, provocaba una magia distinta, desde
calmar las emociones hasta hacer crecer mejores cosechas, desde atraer la
lluvia hasta ahuyentar las pesadillas.
La reina se dirigió a sus jóvenes arqueras, seguida de otros cuatro, dos
veteranos y dos druidas de densas barbas blancas que portaban bastones
nudosos cargados de abalorios.
—Acompañadme.
Caminaron en silencio hasta el castillo otoñal de Ártemis, de piedra de un
naranja pálido, con tonos dorados, emulando la estación en la que se
encontraban. No fueron a ninguna sala, se quedaron en el vestíbulo, donde
la reina empezó a hablar:
—Necesitamos una serie de objetos mágicos para elaborar el
contrahechizo que romperá con la maldición de Morrigan.
—¿Cómo lo habéis desc…?
Mas Meridi interrumpió a su amiga.
—¿Qué hace falta?
La soberana la miró y vio en ella el ansia que la recorría por devolver la
normalidad al reino.
—Ya he enviado a varios de mis arqueros a por ellos. He venido a
encargaros el último de ellos: una habichuela mágica.
Las amigas intercambiaron sendas miradas de incertidumbre. Sin
embargo, a pesar de no comprender qué era lo que les estaba pidiendo,
confiaban en la reina y en los druidas, que eran quienes, suponían, habían
dado con la clave para devolver la normalidad.
—¿Dónde podemos encontrar una?
—En el Reino de los Gigantes —respondió uno de los sabios—. No os
será fácil. Según las leyendas, hace décadas que no se ve ninguna. Hay
quien cree que son meros cuentos de hadas, como los gigantes que
supuestamente habitaron el reino antaño, dándole nombre, o los dragones.
Mas entre nosotros circulan historias que hablan de ciudadanos del Reino
de la Música que desaparecieron durante años y, aunque en general no se les
volvió a ver, hemos hallado testimonios de familiares que dicen haberlos
visto, y que les hablaron de que todas las leyendas sobre ese lejano reino
son reales.
—¿Y cómo podemos confiar en esas declaraciones? —inquirió Ailis,
escéptica.
Meridi le dio un codazo. ¿Cómo osaba dudar de la palabra de un druida?
La soberana clavó sus ojos en ella.
—Porque es la única esperanza que tenemos de salvar el Reino de la
Música.
Meridi comprendía a su amiga, y ella, en cierto modo, pensaba como
ella. Pero, como había dicho Ártemis, era su única esperanza, y la futura
duquesa se aferraría a ella.
—Contad conmigo, mi reina. Partiré cuanto antes hacia el Reino de los
Gigantes y hallaré una habichuela mágica.
—Hay algo más. Un elemento que no sabemos dónde buscar, por lo que
os lo revelo a todos, por si os cruzáis con ello en vuestra misión. —Hizo un
breve silencio—. También debemos obtener el corazón de la criatura más
oscura.
Otro silencio, esta vez más tenso, hasta que Meridi lo rompió, llena de
dudas.
—¿Cómo sabremos identificarlo?
—Lamentablemente, eso escapa a mi comprensión. No hemos sabido
descifrar más. Solo espero que alguno de vosotros pueda hallarlo y
logremos salvar el reino.
La futura duquesa hizo una reverencia y se retiró sin esperar una palabra
más. El corazón le latía con fuerza ante la misión que le deparaba, y le
ponía nerviosa pensar que tal vez no tuviera éxito.
«No puedo fallar a mis padres».
Ailis la alcanzó casi en la plaza.
—La reina me ha dicho que en el Puerto del Estrecho habrá un navío
esperándonos para llevarnos al Reino de los Gigantes, y que podemos usar
los grifos para llegar cuanto antes a la costa.
—Iré sola. —Meridi se giró y la miró a los ojos con toda la seguridad de
la que fue capaz—. Te necesito aquí, Ailis. Solo nosotras hemos conseguido
mantener cierto orden, temo lo que pueda suceder en Hamelín si lo dejamos
sin nuestra autoridad.
—Entonces debería ir yo, Meridi. Tú eres la hija de los duques, te
respetarán más a ti si te quedas que a mí.
—No lo creas. Todavía me tachan de inmadura, y más después del
numerito que monté en las pruebas. Tú te has ganado mejor su respeto en
unos días que yo en años. Por favor, te necesito aquí.
Ailis quiso protestar, pero Meridi le cogió las manos, suplicante. Ante su
mirada, la rubia aceptó.
—Y cuida de mis padres.
—Lo haré.
La futura duquesa dio un beso a su amiga y se marchó a prepararse para
un viaje que no prometía ser fácil.
CAPÍTULO 27
La pregunta de cómo iba a bajar se ahogó en sus labios cuando Ingrid se
perdió montada en la dragona. No lo pensó más y avanzó hacia el palacio
en silencio, acompañado solo del rumor de la respiración de Nox, tan atento
como él a lo que tenían en derredor.
Se arrebujó en la capa, allí arriba el viento era helado y mecía las hojas
de los árboles, que se arremolinaron frente a él en una amalgama de rojos,
rosas y naranjas. Esquivó el montón de vegetación y se adentró en la
ciudadela.
No encontró puertas cerradas, era como si le estuvieran esperando.
Mientras escuchaba sus propios pasos retumbar en el mármol polvoriento
del vestíbulo, creyó ver formas imposibles a su alrededor, escuchó voces
que no estaban ahí y sintió el vello de su cuerpo erizarse, como si…
—Hogg.
La voz de Zephyros, aunque debería haberla esperado, le hizo dar un
respingo y alzó la cabeza en busca de su procedencia.
Del vestíbulo ascendían tres escalinatas diferenciadas, que se unían en el
piso superior, desde donde estaba asomado el semigigante.
—No pretendía asustarse —se disculpó—. Sube, por favor.
Y él lo hizo, acallando el bullicio de preguntas que se agolpaban en la
punta de su lengua. Sintió a Nox acurrucarse en su hombro, en posición
defensiva, mientras el mundo se oscurecía a su alrededor. Le acarició con
suavidad la barbilla en un gesto tranquilizador y siguió ascendiendo. Eran
unas escaleras altas, demasiado pequeñas para un gigante y demasiado
grandes para un humano.
—Seguro que tienes muchas preguntas, pero primero acompáñame.
Quiero mostrarte algo.
Hogg asintió, mordiéndose la lengua de nuevo para no empezar a hablar.
Ni siquiera sabía por dónde empezar. Por fortuna, Zephyros sí lo sabía.
Los llevó pasillo a través hacia una sala amplia, en forma de media luna,
repleta de ventanales. Y no de los que tenían cristales con pasajes de la
historia, o con dibujos coloridos. Estos eran transparentes, con una fina
capa de polvo que difuminaba lo que había al otro lado. La visión, aun así,
era sobrecogedora, y Hogg tragó saliva sintiendo un atisbo de vértigo.
No se fijó en una vitrina justo detrás de él, donde el semigigante se había
detenido.
—¿Qué es este lugar?
Nox había escapado de su hombro y correteó dejando sus patitas de reptil
en el suelo, hasta olfatear una armadura de dragón, que se mantenía sobre
sus patas traseras, como si de un verdadero centinela se tratara.
—Un palacio.
—Eso ya lo veo. —Hogg se volvió en su dirección, entonces, frustrado
ante la respuesta.
—No uno como tú crees. Este es un palacio olvidado, que solo se
mantiene en pie por la magia. En el pasado, tu reino y el mío eran el mismo,
y esta era su conexión.
—No lo entiendo, ¿cómo…?
—Lo entenderás. —Zephyros sonrió comprensivo y abrió la vitrina.
Hogg apretó los labios. El maestro era críptico y disfrutaba de los
enigmas. Tal vez en otras circunstancias él también lo habría hecho, pero no
en ese momento.
—El consejo ha decidido que puedes ser un alumno de la escuela —dijo
Zephyros, mientras tomaba un objeto entre las manos.
—¿Y entonces…?
—Pero debes superar una prueba. Una en la que yo no he estado de
acuerdo, pero así son las cosas. Me respetan por la sangre que aún fluye en
mis venas, pero no tengo una corona y, aunque la tuviera, prefiero que todo
se someta a votación, como ha sido el caso.
—La directora me ha dicho que debo reunir las habichuelas y…
—Es una tarea del todo imposible.
—Vaya. —Hogg no pudo evitar el tono mordaz.
Entonces Zephyros dio varios pasos y el más joven se fijó por vez
primera en lo que había sacado de la vitrina. Era un reloj de arena. No. Una
vara. Una fusión entre ambos, solo que lo que había en su interior emitía un
brillo entre la plata y el cobalto y no era arena, sino pétalos. Al moverlo
captó un tintineo, que sonó como una melodía, tan tenue que el chico creyó
haberlo imaginado.
—Solo tienes que usarlo si hay una emergencia —advirtió Zephyros—.
En mi familia hubo reliquias, muchos eran los que traían objetos mágicos
de otros reinos. Este en concreto es una reliquia donada por el Reino de la
Música, con sus flores lunares.
—No puedo llevarme eso, es…
—Claro que puedes. Yo te la entrego, y sabrás cuándo usarla. Solo si es
necesario.
—¿En qué me va a ayudar…?
—No es muy prudente rechazar una reliquia mágica, chico.
Sabiendo que no podría hacerle cambiar de idea, avanzó, acabando con la
distancia que los separaba, y tomó la vara entre las manos. No era muy
grande, ni pesaba apenas. Los pétalos fluían en el interior con suavidad,
deslizándose como un líquido espeso en el cristal. Sin decir más, se lo
guardó en una correa que el resto usaban para llevar dagas, pero que él lo
utilizaba para transportar sus herramientas.
—¿Cómo se usa?
Zephyros dio unos pasos hacia la puerta de salida de la sala. Un ruido de
armadura sobresaltó a ambos y vieron a Nox huyendo del estropicio que
había hecho. La armadura de dragón yacía en el suelo.
Con un movimiento tan fluido que Hogg supo que había menospreciado
las habilidades del maestro, este tomó la vara que pendía del cuerpo del
jinete y con un gesto y unas palabras que sonaron antiguas y poderosas, giró
la reliquia. Y la melodía que creía haber imaginado sonó con suavidad, mas
tan solo duró unos instantes. Los pétalos refulgieron con fuerza y el mundo
pareció curvarse. Estupefacto, el chico vio cómo la armadura volvía a su
estado original.
—No podrás usarla más de una vez por día, así que espero que por tu
bien no te pase nada hoy ahí abajo.
—¿Cómo voy a bajar? —preguntó, pese a la estupefacción de lo que
acababa de presenciar.
—¡Ah! Esa parte te va a encantar.
Nox ya había regresado a su lado, refugiándose en la bolsa que Hogg
llevaba a la espalda y el joven siguió a Zephyros a través del palacio. Salas,
salones y dormitorios vacíos se extendían a su alrededor por los pasillos. El
semigigante no se detuvo en ninguno de ellos, ni le dio explicaciones de
hacia dónde se dirigían. Mas subían. Ascendieron por una escalinata de
caracol y, después se detuvieron en la torre más alta. Lo sabía porque veía
niebla al otro lado y supo que era la que, desde fuera, había visto perderse
entre las nubes.
Cuando se fijó mejor, vio que era una sala del trono. O lo había sido a
juzgar por su disposición. Era una sala circular, con unas escaleras que
descendían hacia una zona más pequeña, donde se erigía un trono de unas
dimensiones imposibles. Tallado en piedra y escamas de dragón de todos
los elementales. Con gemas incrustadas y un poder que se olía en el aire.
Tras el trono se alzaba una escalera amplia cuyo final no se percibía. Hogg
achicó los ojos al ver que era el único punto de todo el palacio que no
estaba lleno de polvo.
—Un día, como ya te he dicho, tu reino y el mío fueron uno, Hogg.
Este tragó saliva. Lo sabía, conocía las leyendas, pero nunca hubiera
creído que fueran ciertas. Claro que tampoco había dado crédito a la
existencia de los dragones, a las habichuelas mágicas, ni a nada de lo que
había visto en las últimas semanas.
—Y nuestro palacio también era uno.
—¿Qué…?
—Si quieres bajar de nuevo a tu reino, sube esa escalera —dijo con una
sonrisa traviesa, divertida.
—¿Me estás tomando el pelo?
—En absoluto. Arriba y abajo son términos particulares en el Reino de
los Gigantes.
No iba a discutir esa cuestión. Volvió la vista hacia la escalera y las
sombras que se arremolinaban al final le hicieron dudar cuando dio un paso.
—Sube y llegarás a tu destino. Protege a Nox y no uses la vara del
tiempo en vano. Recuerda que solo hay un uso por día, por la noche se
recarga, y tal vez puedas darle uno o dos usos más.
Hogg dio unos pasos y se detuvo al pie de la escalinata. Zephyros le
siguió y le detuvo. Su mano enorme rodeó los hombros del chico y este alzó
la vista, el maestro le entregó un papiro enrollado y le guiñó un ojo antes de
decir:
—Nadie puede ver a Nox. Reúne esas habichuelas con su ayuda y tráelas
para poder ser un jinete de dragón. El último jinete de elemental nocturno.
Hogg asintió solemne y empezó a subir las escaleras sin saber muy bien
por qué le estaba haciendo caso. Quizá solo fuera parte de la prueba, una
broma absurda, y él estaba cayendo de pleno.
—¿Y cuándo se supone que…?
Se calló abruptamente cuando sintió un cambio imperceptible en el aire y
una brisa helada le golpeó el rostro. Se volvió hacia abajo, solo que ahora…
De repente estaba descendiendo unas escaleras y allí no había más que
ruinas.
CAPÍTULO 28
Fue duro despedirse de ellos por segunda vez. Solo que ahora era diferente.
Meridi no iba a cumplir un sueño, sino que se iba a embarcar en una misión
de la que dependían sus padres, Hamelín y todo el Reino de la Música.
Desde que ella tenía uso de razón, nunca se habían enfrentado a algo así,
tan solo aburridos temas políticos y comerciales que sus padres le contaban
para que fuera aprendiendo.
—Volveré, os lo prometo, romperé la maldición.
Estaba arrodillada ante un oso pardo y uno negro con lágrimas en los
ojos. A veces ya le parecía ver que, en breves momentos, perdían
momentáneamente su humanidad, y ello la preocupaba. Debía ser rápida en
su misión.
«¿Y si fracaso? ¿Y si algún arquero fracasa?».
No se permitió dudar. Abrazó a cada uno de ellos y se marchó dejándolos
a cargo de Ailis y uno de los druidas que habían acompañado a la reina
hasta allí.
—Mucha suerte, compañera —fueron las últimas palabras de su amiga.
Meridi llevaba sus ropas de arquera, junto a una capa, el carcaj cargado y
una bolsa de viaje que colgaba junto a su cintura, donde llevaba una muda
de ropa interior, comida seca que pudiera aguantar varios días —aunque no
mucha cantidad porque no quería ir cargada, por lo que tendría que
racionarla— y una brújula, regalo de su padre. En su muñeca izquierda
había una pulsera de esmeraldas y oro, obsequio de su madre al cumplir los
diecisiete años. Nunca se la había puesto más que por obligación para no
ofender a la duquesa; ahora la lucía con orgullo.
Antes de partir se dirigió a la ciudad, a la tienda del flautista. Con todo el
jaleo no había podido ir a visitarle y deseaba hacerlo. Ni siquiera sabía si se
había librado de la maldición —esperaba que sí— o era uno de los
afectados. Y se sentía culpable por no haberle dedicado ni un solo minuto,
mas sus nuevas obligaciones la habían absorbido por completo, y el poco
tiempo libre del que había dispuesto lo había dedicado por completo a sus
padres.
La puerta acristalada la esperaba cerrada, pero no con llave. Eso le dio
cierta esperanza. Entró y la campanita de la puerta avisó con su dulce
melodía de que alguien había cruzado el umbral.
La joven recorrió el lugar con la mirada. Todo estaba en orden, con algo
de polvo. La flauta mágica parecía resplandecer como siempre desde su
pedestal acristalado. Como de costumbre, Meridi se sintió atraída por ella y
se acercó, mas apenas tuvo tiempo de contemplarla, pues un ruido a su
espalda la informó de que no estaba sola.
Se giró con una sonrisa que se desvaneció al ver a un oso con bigotes de
ratón.
—Flautista…
El animal ladeó la cabeza y ella se atrevió a acercarse, hincando una
rodilla ante él.
—Lo siento tanto…
Él le dio con el hocico en la mejilla, dándole a entender que no debía
entristecerse por él.
—Tenía que haber venido antes a verte, pero…
Otro golpe suave que provocó una ligera sonrisa en ella.
—He de partir. Los druidas han encontrado una solución para todo esto, y
debo hallar uno de los ingredientes que necesitan para el contrahechizo.
Sin previo aviso, el oso soltó un rugido que la asustó, la joven cayó de
culo mientras él pasaba sobre ella con rapidez y, poniéndose a dos patas,
cerraba la puerta con brusquedad. A través del cristal, Meridi vio que un
fuego fatuo había estado a punto de entrar por su insensatez y, aunque en
teoría esas luces rehuían a los arqueros, tampoco podía arriesgarse a quedar
a merced de una.
—Gracias… —Tenía el corazón acelerado por el susto y no le salían las
palabras.
El oso se acercó entonces a la vitrina de la flauta mágica y, volviendo a
incorporarse sobre sus patas traseras, la volcó, haciendo que el cristal se
rompiera en mil pedazos. Meridi ahogó un grito de sorpresa.
—¿Qué haces?
Él cogió el instrumento y se lo entregó. La arquera la miró antes de
comprender. El flautista quería que la llevara consigo en su misión.
—Te la devolveré.
Mas él no había terminado, y mientras Meridi guardaba el objeto con
cuidado y se ponía en pie, volvió a acercarse a ella con otro instrumento, de
cuerda. Era una lira de luz, un objeto de pequeño tamaño, de cristal con
cuerdas plateadas que, cuando eran tocadas, emitían unas pequeñas
estrellas, aportando luz en la más densa oscuridad. Sin embargo, aquella
tenía algo diferente: en su parte de cristal había algo en movimiento, algo
que parecía buscar una salida.
—¡Atrapaste un fuego fatuo en la lira!
El oso asintió mientras la joven la cogía y la alzaba delante de sus ojos,
fascinada. Él volvió a darle con el hocico, esta vez en su brazo libre.
—¿Quieres que me la lleve también?
Bien pensado, no le vendría mal tener un arma extra. La flauta era
mágica, pero no sabría si alguna melodía acudiría a ella cuando más lo
necesitara. Solo podía fiarse de su arco y, quizás, de la lira, aunque no sabía
cómo había logrado él atrapar un fuego fatuo en ella ni cómo lo sacaría ella.
—Gracias, amigo. Nos volveremos a ver.
Meridi le rascó tras una de las orejas y, comprobando que ya no había
ningún fuego fatuo en el exterior, se marchó de allí y dejó atrás Hamelín a
lomos de un osogrifo, el mismo que la había llevado hasta allí días atrás.
El trayecto fue corto, aunque a ella se le hizo eterno. Sobrevolaron la
parte norte y este del Bosque de los Druidas, y trató de distraerse con su
vista, pero solo veía su frondosidad y algún brillo esporádico. ¿Un fuego
fatuo o algo que tuviera que ver con la magia de los sabios?
Dejaron atrás el Dolmen del Este, que marcaba el final del territorio del
Bosque de los Druidas y llegaron a la costa, donde en apenas unos minutos
alcanzaron el Puerto del Estrecho, una pequeña población con un puerto en
el que la joven vio embarcaciones diferentes entre sí, algunas de las cuales
no llegaba a reconocer. Nunca había viajado en un barco, pero por sus libros
y las historias del flautista, sabía cómo era un navío: de no más de
veinticinco metros de largo, con un único mástil central para las velas, altas
bordas laterales para la defensa y hecho de madera con algún refuerzo de
hierro. Sin embargo, veía embarcaciones más pequeñas y otras, aunque
similares en dimensiones a un navío, contaba con diferencias notables.
El osogrifo aterrizó a un lado del puerto, donde recibió pescado de un
marinero que los saludó con energía. Luego alzó el vuelo y se perdió en la
lejanía.
Meridi se acercó al hombre, no mucho más mayor que ella.
—Disculpa, necesito viajar al Reino de los Gigantes. La reina Ártemis…
—Ah, sí. El primer drakkar, pregunta por el capitán Erik Röd.
El marinero volvió a sus quehaceres con los cubos cargados de peces.
Había un oso de mediano tamaño que trataba de robarle pescados y el chico
lo espantaba agitando uno, sin darse cuenta de que eso no hacía sino llamar
más la atención del animal.
—¿Drakkar? —inquirió la joven alzando una ceja.
—El primer barco.
Meridi se puso en camino y, conforme se acercaba, comprobó que el
drakkar era una de esas embarcaciones que diferían de lo que conocía como
«navío». Era una embarcación larga, estrecha y, aparentemente, liviana.
Había múltiples agujeros para remos en casi toda la longitud del casco.
También había un único mástil con una vela rectangular recogida en ese
momento.
Se plantó frente a él y dirigió la mirada hacia el segundo barco, un navío
como los que había visto en sus libros. Este le parecía más seguro que el
drakkar y se mordió el labio, pensando si sería buena idea embarcar en él o
buscar otra forma de llegar hasta el Reino de los Gigantes.
—Tú debes de ser la arquera de Ártemis que estamos esperando.
Se le había acercado un hombre de unos cuarenta años, apuesto, con
alguna cicatriz en cuello y rostro, cejas negras abundantes y un cabello
hasta los hombros que volaba salvaje al son de la brisa marina.
—¿El capitán Erik Röd?
—El mismo.
—¿Ese… esa cosa es segura? —no pudo evitar preguntar.
Mas el hombre soltó una risotada, la cogió de los hombros y la arrastró
junto a él.
—Llevo veinte años navegando con el Ormen Lange y jamás me ha
fallado.
—¿Perdón?
—Creo que es algo así como «La Gran Serpiente».
Meridi tragó saliva. ¿Le había puesto nombre a un trozo de madera?
Subió con él y el hombre enseguida se puso a dar órdenes a hombres y
mujeres con ropas un tanto diferentes a las de ella, de pieles, lana,
pantalones anchos y túnicas de lino, todo ello rematado con cascos de hierro
cónicos con diferentes adornos, desde cuernos a marcas que ella no
comprendía.
—Bienvenida al Ormen Lange, arquera de Ártemis.
CAPÍTULO 29
Al principio le había costado situarse, pese a darse cuenta de que estaba en
su propio reino. El palacio en ruinas, que aunque se notaba que mantenía
una estructura similar al que había visitado arriba, no tenía nada que ver en
cuanto a conservación con el de Zephyros. Estaba en el medio de la nada.
Un pueblo igual de derruido, bajo las faldas de la montaña, en una
arboleda cuyas copas doradas y rojas le habían recibido entre un canto de
pájaros, que para él había sido una algarabía de voces incompresibles. Pero
gracias a los pájaros cantores y a un búho sabio, había encontrado el camino
principal, por donde viajaban comerciantes.
Se alejó inmediatamente de ellos, no olvidaba que llevaba un dragón
travieso que, pese a tener la capacidad de hacerse invisible entre las
sombras, no dejaba de ser un cachorro irreflexivo y, tras las palabras de
Zephyros y lo que él mismo había leído en el libro, no quería arriesgarse.
Así que había recorrido el bosque grande siguiendo los carteles, algunos
demasiado roídos por el tiempo, hasta que había llegado a la ciudad más
cercana a su granja. El pergamino que le había dado Zephyros contenía un
mapa, señalando con un círculo —demasiado amplio en opinión del
muchacho— las zonas donde podría empezar a buscar las habichuelas. Esa
no era una de ellas, mas Hogg quería ver a su familia antes de embarcarse
en esa aventura.
Desde que había llegado a las poblaciones, se movía de noche. Primero
porque era más fácil que Nox se ocultara, y segundo porque él también
pasaba más desapercibido.
En ese momento, la luz había cambiado y el alba estaba muy cerca, podía
sentirlo en el frío atenazante y los colores que empezaban a clarear en el
horizonte. Dejó atrás la ciudad y, al tiempo que amanecía, se ocultó en una
de las arboledas que rodeaban su granja.
No tardó mucho en ver a su padre empezando su trabajo. Tenía el rostro
surcado de arrugas, ojeras y la preocupación marcada en su gesto. Eso hizo
que un aguijonazo de culpa le doliera en el pecho a Hogg, que se llevó una
mano a él, intentando calmar ese sentimiento. Se humedeció los labios y
sacudió la cabeza. Si algo había aprendido con el tiempo, era que si querías
que un secreto siguiera siendo un secreto, cuantas menos personas supieran
de él, mejor. Fue eso y aquel sentimiento inconmensurable de protección
hacia su dragón lo que le hizo secarse unas lágrimas rebeldes y dar la
espalda a la granja.
Consultó su mapa, borroso a través del manto de agua salada que cubría
sus ojos, y vio que el objetivo más cercano estaba en la costa.
Suspiró y dio un paso tras otro.
«Podrás hablarles cuando…».
Pero no sabía cuándo, así que ahogó esa vocecilla en su cabeza.
Sintió una sacudida a su espalda y un movimiento demasiado rápido para
haberlo percibido con anterioridad. Y, entonces, pasaron dos cosas. Una
pantera gigantesca se abalanzó sobre él y un dragoncito se interpuso en
medio, aleteando entre las sombras que él mismo creaba.
—¡Kiran! —exclamó al reconocer a la pantera pastor de la familia.
—¿Es un amigo? —preguntó dubitativo Nox.
Había mejorado un poco su lenguaje en los últimos días, cosa que no
sorprendía a Hogg: los bebés animales aprendían a expresarse antes que los
humanos.
—¡Es un dragón! —La voz de Kiran sonó aguda y desconfiada.
—Anda, sí y tú una pantera. Hechas las presentaciones…
—Para el carro. ¿Por qué hay un… dragón?
Ambos animales se evaluaron con desconfianza. Kiran un poco erizado y
Nox enseñando los dientes. Hogg suspiró, dándose cuenta de su error al
visitar la granja, pero no había remedio. Se acercó a ambos, posó su mano
en la enorme cabeza de la pantera, que se frotó a su contacto, y después
cogió a Nox y lo arrulló. Le besó el morrito con suavidad, con susurros y
palabras de afecto, hasta que consiguió que se durmiera y pudo meterlo de
nuevo en su bolsa.
—¿Vas a explicarme de qué va todo esto, Hoggy? —preguntó Kiran
entonces.
—Te lo contaré de camino.
—¿De camino a dónde?
Se movió con la elegancia del felino que era, mientras Hogg se introducía
en la arboleda.
—A Sölvhav.
—¿Es que quieres hacerte a la mar en un drakkar?
Sölvhav era famosa por sus artesanos, capaces de fabricar drakkar
grandes que surcaban las aguas aprisa, en busca de otros reinos mágicos.
Hogg no pudo evitar soltar una risita al pensar en esa posibilidad. Y,
entonces, tuvo una idea.
—No voy a poder evitar que me acompañes, Kiran, pero antes quiero que
hagas algo por mí.
—Lo que sea, Hoggy.
Tal vez no pudiera hablar con su familia directamente o contarles el lío
en que se había metido, pero sí podía intentar calmar a su padre. Así que
sacó un pergamino de entre sus cosas y una pluma con tinta en su interior,
para no tener que mojarla cada dos por tres. Uno de sus propios inventos
que más le había costado que funcionara correctamente. Aún fallaba y la
tinta a veces se emborronaba. Escribió con letra clara y concisa una carta.
Mintió, pero solo en parte, contando una historia de que había partido en
busca de habichuelas mágicas con las que hacer fortuna y así ayudar a su
familia. Al menos su padre y su hermana sabrían que estaba vivo.
Cuando la tinta se secó, anudó la carta y se la entregó a la pantera, que la
tomó con cuidado entre sus fauces.
—Déjala donde puedan leerla. Que no te sigan, Kiran.
El animal gruñó ofendido y se perdió camino de la granja, con el sigilo
de cazador que le caracterizaba. Hogg sintió la respiración acompasada del
dragoncito en la bolsa y un calor le inundó el pecho, un alivio que ya le era
conocido, cuando pensaba en el bienestar del animalito.
Acarició la vara, que llevaba oculta en el cinturón y sintió los zarcillos de
magia enredarse en su brazo. No había nada brillante, mágico, ni reluciente
a su alrededor. Ni siquiera existían esos zarcillos, pero los notaba. Calientes,
delicados como una caricia, y apartó la mano, liberándose de aquella
sensación.
No pasó demasiado tiempo hasta que Kiran regresó, satisfecho, y
empezaron su viaje, dejando atrás su hogar.
CAPÍTULO 30
Un muro de espinas negras se alzaba ante ellos. Meridi recordó en ese
momento que, según habían informado algunos arqueros a la reina, había
crecido alrededor de todo el Reino de la Música.
—¿Estás segura de querer salir, arquera? Luego no habrá vuelta atrás —
le dijo el capitán.
—¿Cómo?
—Ninguno de los navíos que han salido del reino han podido regresar. El
muro se abre para salir. Incluso hemos intentado engañarlo, haciendo como
que un barco quería salir para que se abriera y otro pudiera entrar, pero,
como por arte de magia, se vuelve hostil, como si supiera de nuestras
intenciones. Hundió el Panteón de la Reina. Supongo que por eso Ártemis
acudió a nosotros para esta travesía solo de ida.
—¿No os importa no poder regresar?
Erik Röd perdió su mirada en las afiladas espinas que amenazaban al
Ormen Lange mientras se acariciaba su perfecta y pequeña barba bien
perfilada.
—Nuestro hogar es el Reino de los Gigantes, aunque estemos al servicio
de la reina Ártemis.
—¿Cómo es eso posible?
Un brillo que la joven no supo descifrar cruzó la mirada oscura del
hombre.
—Eso es algo entre ella y yo. Y bien. —Dirigió sus ojos a ella—. ¿Qué
decides?
Meridi se giró para echar un último vistazo a su reino, a su hogar. Si se
marchaba, ¿cómo regresaría? La reina no le había explicado cómo hacerlo,
y ahora era demasiado tarde para preguntarlo.
«Toda maldición tiene una contramaldición», decían sus libros.
Suspiró con el miedo recorriendo sus entrañas.
Primero tenía que cumplir su misión. Después, ya buscaría la forma de
volver al Reino de la Música.
—Adelante.
Con un silbido, el capitán Erik Röd hizo que toda su tripulación se
pusiera en marcha.
Un rugido sacó a Meridi de sus pensamientos, y vio en cubierta un oso,
con un casco atado a su cabeza, moviéndose entre los marineros.
—Uno de nuestros mejores guerreros. Uno de esos fuegos fatuos le
alcanzó y… Bueno, imagino que ya conoces el resto, por eso estás aquí.
—Lo arreglaremos, te lo prometo.
El capitán se encogió de hombros, mirando al animal.
—No se le ve mal siendo un oso.
—Puede que sea así, pero… —La joven hizo una mueca de preocupación
al recordar a sus padres— creo que poco a poco van perdiendo su
humanidad.
Erik Röd se limitó a suspirar y a continuar con las órdenes pertinentes.
Ella avanzó hasta la proa y observó el muro de espinas. No había
movimiento en él mientras se acercaban. Parecía impenetrable. Sin
embargo, cuando creía que chocarían contra los filos afilados, empezó a
abrirse como una cortina, emitiendo crujidos.
Mientras pasaban por debajo del arco espinoso, Meridi se olvidó de
respirar. Era sobrecogedor.
Luego corrió hacia la popa. Nadie se movía apenas en cubierta, tan solo
los remeros para poder seguir avanzando. La joven se aferró a la madera y
vio con horror cómo las ramas oscuras se cerraban, como si allí jamás
hubiera habido un hueco lo suficientemente grande como para que cruzara
un drakkar.
Tuvo que contener las lágrimas. Parpadeó varias veces, obligándolas a
volver a su interior. No podía permitirse ni un solo momento de debilidad.
Hasta que las espinas no se convirtieron en un horizonte oscuro en la
lejanía, la joven no se movió de allí, evitando cualquier contacto con los
navegantes.
La noche no tardó en caer sobre ellos. Un marinero se acercó a la joven y
le ofreció una manta de lino que agradeció encantada. No había contado con
llevar nada más allá que lo puesto. Las ropas de arquera mantenían —
aunque no sabría cómo explicarlo— la temperatura corporal adecuada, mas
allí, sin más abrigo que las propias estrellas, la brisa le helaba las manos y
la cara, extendiéndose por el resto del cuerpo.
Se sentó y apoyó la espalda en la barandilla de madera, observando los
astros. Parecían estar en medio de la nada, tan solo en una inmensa
oscuridad rota por la luz de las lunas. Le resultó sobrecogedor.
—¿Hidromiel?
Se sobresaltó al escuchar la voz del capitán a su lado. Se le había
acercado con dos jarras de metal humeantes. Sin pararse a pensar qué clase
de bebida le estaba ofreciendo, aceptó con tal de llevarse algo caliente al
cuerpo, todavía destemplado a pesar de la manta.
—Gracias.
Él se sentó con ella y le ofreció una de las jarras. La joven se permitió
calentarse las manos unos instantes antes de beber, y un aroma dulzón le
llegó hasta la nariz. También especiado, con notas de miel, flores y un toque
de fruta fermentada.
«Té», se dijo, cerrando los ojos unos instantes y volviendo a su hogar, a
cuando compartía el té con sus padres, y las galletas de jengibre o las
shortbreads, según la época del año; a veces con pastel de calabaza y
zanahoria.
Dio el primer sorbo, uno grande, ansiando saborear el líquido. En cuanto
este pasó del paladar a su garganta, Meridi empezó a toser y el capitán tuvo
que sostenerle la jarra, soltando una risilla divertida.
—¿Qué es esto? ¡Me arden las entrañas!
—Hidromiel —se limitó a responder él bebiendo también—. La bebida
de los dioses.
La joven recuperó su jarra con la nariz arrugada. Ahora notaba el sabor
dulzón y especiado que le había dejado la bebida, pero el primer contacto
no había sido para nada agradable. Sin embargo, sí notó cómo le calentaba
el cuerpo, cómo la reconfortaba, y dio un segundo sorbo, algo más pequeño
esta vez.
El rubor acudió a sus mejillas y un leve mareo la invadió.
—Es fuerte…
—¿No tenéis en el Reino de la Música una buena bebida?
Erik Rög entrechocó las jarras.
—Tenemos el whisky, la cerveza… —Tercer sorbo, todavía más pequeño
—. Quizás esto pueda compararse con el drambuie. Aparte de whisky
contiene también especias y miel como puedo percibir en la…
—… hidromiel. —Terminó su bebida—. Tienes un buen paladar.
Cualquiera diría que has sido criada en la más alta nobleza.
La joven empezó a girar la jarra entre sus manos, sin responder al
comentario, mas él se percató.
—¡No me digas! ¿A qué clan perteneces?
Por un momento, pensó en no contestar. Sin embargo… ¿qué importaba?
No sabía si volvería a ver a ese hombre. Y le daba igual hablar sobre sí
misma o quiénes eran sus padres…
«¿Será cosa de la hidromiel?».
—Clan Fraser.
No hizo falta que dijera más. Él la miró mesándose la corta barba.
—Así que… ¿la hija de los Duques de Escocia? —Ella asintió—. Un
viaje largo el que estás haciendo, sin duda. ¿Y cómo acabaste siendo
arquera de Ártemis?
—¿Y cómo tú acabaste siendo corsario al servicio de Ártemis?
Él rio.
—Bien, empezaré yo. En mi adolescencia descubrí que mi padre en
realidad, años ha, vivía en el Bosque de los Druidas.
Meridi, que estaba dando un nuevo sorbo, se atragantó.
—Eso es imposible. Solo los druidas habitan ese… Oh. —Abrió mucho
los ojos—. ¿Me estás diciendo que tu padre es un druida?
—Era. Por orden de los antiguos reyes del Reino de la Música se
embarcó en una misión al Reino de los Gigantes y… bueno. Tuvo una
tontería con mi madre.
—¿«Tontería»? —La joven ya sentía cómo arrastraba las palabras por los
efectos del alcohol. Erik le quitó la jarra con suavidad, dándole a entender
que ya había bebido suficiente—. Nadie abandona su vida por una
«tontería».
—Digamos que descubrió unas capacidades que no sabía que tenía. Y su
nuevo destino se impuso al de su juramento con los druidas. Ahora vive
oculto, ejerciendo de guardián. Ni siquiera yo puedo verle.
Ella se pasó la mano por la frente, asimilando la historia. ¿Qué podía
haber más importante que el juramento sagrado que hacían los druidas? ¿De
qué capacidades le estaba hablando, que pudieran estar por encima?
—Y los reyes no se lo tomaron muy bien.
—Supongo que no, no lo sé. Cuando conocí su historia, viajé a tu reino.
La soberana era Ártemis. Me habló de lo que significa ser druida, y de la
afrenta que supone abandonar. Y quise, de alguna forma, enmendar la falta
de mi padre.
—Eres un hombre de honor.
—Así me educaron.
—También me educaron a mí así, y en lugar de aceptar mi destino como
futura duquesa, hui a la más mínima posibilidad de alejarme de él. Aunque,
en realidad, no tengo escapatoria. Un día tendré que volver…
Meridi cerró los ojos y soltó un suave ronquido.
Soñó con flores lunares, habichuelas mágicas y un muro de espinas que
derribaba a bordo de un ser alado.
CAPÍTULO 31
Se había acostumbrado deprisa a viajar en la única compañía de Nox, con
quien cada vez era más sencillo comunicarse, y Kiran. En realidad, desde
muy pequeño, desde que había comprendido, al mirar a su alrededor que era
el único capaz de comunicarse con esa soltura con los animales, que nunca
iba a estar solo. Y así había sido. Hogg no echaba de menos, la mayoría del
tiempo, la compañía de otras personas.
Recorrió la distancia que le separaba de la zona donde descansaba Kiran,
cerca de la hoguera, y sonrió cuando la pantera se estiró, bostezó
sonoramente y acudió perezosa a su encuentro.
—Te oía roncar desde los árboles —se burló Hogg, rascándole entre las
orejas.
Kiran no respondió de inmediato, restregando su cuerpo con el chico y
ronroneando con fuerza.
—Eso es porque tus ronquidos no me han dejado dormir hasta ahora.
La respuesta hizo soltar una carcajada al joven, que dejó de acariciarle
unos instantes, a lo que el felino respondió elevando una enorme pata y
forzando al chico a que volviera a tocarle la cabeza.
—Puedes pensar y rascar a la vez, Hoggy —dijo, con un tono tan
imperativo que Hogg no pudo reprimir la sonrisa.
—No tienes remedio.
En ese momento, Nox, que había permanecido en silencio, trepó por la
espalda de Hogg y olfateó el aire frente a sí. Bostezó, emitiendo una
pequeña nube sombría de vapor y estiró su cuerpecito, clavando un poco las
uñas en el cuero que Hogg había puesto a modo de hombreras. Había
aprendido, tras varios arañazos, a preparar su ropa adaptándola al reptil.
—¿Qué hay, Nox?
Pero el dragón estaba muy concentrado en lo que fuera que estaba
oliendo y se limitó a intercambiar una mirada con su jinete que decía
«silencio». Así que eso hizo Hogg. Ese era un nuevo nivel de comprensión,
pero sentía que, en ocasiones, no necesitaban palabras.
—¿Qué está…? —empezó Kiran, que ahogó su voz cuando su amo se
puso un dedo sobre los labios.
Antes de que ninguno pudiera reaccionar, el dragoncito se elevó en el
aire, aleteando con firmeza y haciendo que el corazón del chico diera un
vuelco, y empezó a avanzar a toda prisa.
—¡Eh! —gritó Hogg echando a correr tras él.
Fue en vano. Kiran, más rápido, se le adelantó, uniéndose la carrera de
Nox. Al escuchar las risas de la pantera supo que el felino lo estaba
tomando como un juego y masculló una maldición, quedándose sin aliento.
—¡Parad, voy a ahogarme!
—Tu forma física deja mucho que desear, Hoggy.
—Perdón por no ser una pantera hábil o tener alas de dragón.
Se había detenido y se apoyaba sobre un árbol para recuperar el aliento.
Tenía tanto calor de repente que se aflojó el cinturón donde guardaba la
vara y la dejó un momento en el suelo, para quitarse el chaleco y guardarlo
en su bolsa. Después se ajustó la camisa de debajo mirando de soslayo los
pétalos oscilantes del objeto mágico. Fue entonces cuando reparó en que el
brillo de los pétalos del interior estaba cambiando y achicó un poco los
ojos, cogiéndola para examinarla mejor.
Nox regresó a su hombro y le dio un lametón suave en la mejilla.
—No puedes arreglarlo todo así, Nox, me has asustado.
—Creo que lo que buscamos está aquí.
Hogg, aún con la vara en una mano, miró a su alrededor. Parecía una
arboleda anodina, pero cuando avanzó, se percató de que estaba en lo alto
de una colina y bajo ellos se erigía la ciudad costera de Sölvhav. Había visto
el mar en ocasiones anteriores, pero le sobrecogió una vez más su
inmensidad. Los drakkar en el puerto marítimo y los olores característicos
de la época, que llegaban atenuados por el aroma del bosque, le hicieron
rugir las tripas.
—Me parece que tú lo que has olido es la comida —bromeó Hogg,
haciéndole cosquillas al dragoncito en una parte sensible del cuello.
Este se retorció, se rio y cayó. El jinete fue rápido y le sostuvo con el
brazo libre. Estaba a punto de seguir con su inesperado ataque de cosquillas
cuando Kiran rugió tras ellos.
—¿Qué pasa?
Se volvió deprisa, tanto que Nox estuvo a punto de caer de nuevo y se
agarró con fuerza a su pecho, trepando por él hasta enroscársele en el
cuello.
Lo que vio le dejó sin aliento, porque Kiran estaba en postura defensiva a
unos metros, al otro lado de unos arbustos. Hogg sintió el sudor frío en la
nuca resbalar por su espalda al ver al otro lado a una chica, apuntando con
su arco al enorme felino.
Todo sucedió muy deprisa cuando Kiran intentó recular, pero la arquera
pensó que iba a hacer lo contrario y disparó.
Y, en ese momento, las palabras brotaron de los labios de Hogg y la
flecha pareció retroceder hacia el arco, tenso de nuevo, mientras él
alcanzaba a la pantera y se ponía delante protegiendo a su amigo felino.
Pero, entonces, una letra mal pronunciada o un idioma desconocido
hicieron que la magia no fuera suficiente y la flecha surcó el aire, rápida
como el rayo.
—¡No! —gritaron la chica y Hogg al unísono.
Sintió el aguijonazo agudo en el brazo, la vara salir volando de entre sus
manos y el dolor cesó de pronto, como si nunca hubiera existido herida.
Y el mundo cambió.
Una explosión brillante, azul, púrpura y plateada le cegó unos instantes.
Cuando volvió a abrir los ojos era de noche y la chica seguía frente a él,
con los ojos muy abiertos y expresión aterrada tras Hogg.
A su espalda se alzaba el dragón más grande que hubiera visto jamás.
Negro, reluciente, con el mundo ensombreciéndose a su alrededor.
Segunda parte
Las grietas del tiempo
CAPÍTULO 32
Si aquel lagarto gigante de color negro fuera lo más extraño que sus ojos
estuvieran viendo, Meridi se hubiera limitado a echar a correr rezando por
su vida.
Mas tras el animal había un palacio de cristal. O de hielo. Podía verlo a lo
lejos, desde la colina en la que ahora se encontraban… cuando hacía apenas
unos instantes habían estado en mitad de un bosque.
Notaba el frío acariciar su rostro. Los copos de nieve asentándose en sus
cabellos cobrizos y tratando de atravesar sus ropas de arquera.
No era la época de nevadas. Todavía no. No habían dejado atrás el
otoño…
¿De dónde había salido la nieve?
¿Y el palacio de hielo?
¿Y ese reptil que ladeaba la cabeza como si intentara comprender tanto
como ella la situación?
Iba a lanzar una pregunta cuando sintió algo a sus pies, bajó la mirada
para encontrarse una bola de pelo negra. No. Era un gatito, que la miraba
con ojos brillantes y amarillos, con la curiosidad reflejada en ellos.
—¡Kiran! Pero ¿qué…? —soltó el chico, atravesando la nieve con pasos
torpes hacia el felino.
Lo cogió entre sus brazos, lo meció y le besó la cabecita, alejándolo de
ella con desconfianza. A Meridi no le pasó desapercibida la mirada que
lanzó a su arco y sacudió la cabeza. Porque ese animalito no podía ser la
pantera que casi la había atacado, a menos que…
Volvió a mirar al dragón y tragó saliva. Seguía siendo tan amenazante
como antes, por lo que la pelirroja no se atrevió a mover un músculo. Y
aunque el chico no tenía pinta de ser peligroso, no se atrevía a hacer un
movimiento en falso.
Se fijó mejor en él, que no le daba del todo la espalda. Alto, desgarbado,
con el cabello castaño revuelto largo hasta la nuca y unos ojos amarillos que
se habían clavado en ella. Y, entonces, volvió a alzar el arco y apuntó.
—¿Quién eres y qué es todo esto?
—¿Qué…? —Su voz se convirtió en un susurro incrédulo.
El dragón se movió y por acto reflejo ella tensó la cuerda sosteniendo la
flecha, apuntando directamente a él. Pero el animal se volvió sobre sí
mismo y la cola barrió la nieve a su alrededor sin ningún cuidado,
provocando que el muchacho diera unos pasos torpes hacia atrás y estuviera
a punto de caer sobre el frío manto. Mas lejos de centrarse en que casi había
caído al suelo, él fijó su mirada en ella, en el arco y en la dirección de este.
—No le hagas daño.
En su voz había rabia, súplica y algo más que no supo determinar. Una
desesperación que se palpaba en la tensión de su mandíbula.
—¿Qué es eso?
Porque aunque la verdad estaba ante sus ojos, no la creía. No podía
creerlo. ¿Dragones?
El aire se oscurecía alrededor de esa criatura, que se movía con torpeza,
como si no reconociera su propio cuerpo. Las alas aún plegadas a la espalda
relucían como un manto de estrellas. Las extendió de repente y las sombras
se ondularon.
—No le hagas daño —repitió el chico esta vez con más firmeza.
Sus ojos se tiñeron de algo más profundo y dañino. Furioso e imparable
como una tempestad, mas ella no se amedrentó.
—Responde a mi pregunta. —Alzó un poco la barbilla.
—Es mi… —Tragó saliva, buscando las palabras.
Intercambió una mirada rápida con el felino y después con el animal que
había a su espalda, que ahora miraba el cielo con ojos brillantes y acariciaba
la nieve con una enorme pata. Bufó en algo que Meridi, de no estar en esa
situación, hubiera pensado que era una risa.
—Lagarto —terminó el chico.
A punto estuvo de bajar el arco cuando, sin más preámbulos, el enorme
reptil dio un brinco, levantando una nubecilla de nieve reluciente, que se
volvía sombría al contacto con las escamas y volvía a su brillo níveo al
regresar al suelo, que tembló un poco ante el peso del monstruo.
—Nox.
«Así que así se llama».
Las palmas le sudababan, pero sostuvo el arco con más fuerza y,
entonces, miró alrededor confusa. No solo porque allí no había rastro del
bosque, sino porque, además, no vio la flecha que había disparado, hacía
tan solo unos instantes, en ninguna parte. Se fijó en el brazo del muchacho:
intacto.
Pero eso no era posible, porque…
—Deja de apuntar a mi lagarto.
—Mira, chico, he visto muchos lagartos en mi vida y eso no lo es.
Tensó un poco la cuerda.
—¡Porque sea lo que sea que ha pasado lo ha convertido en eso! Igual
que ha convertido a mi pantera pastor en un gatito.
Más desesperación. Meridi sintió un nudo en el estómago, uno que le
decía que bajara el arma, pero no lo hizo. No hasta que no estuviera segura
de que la amenaza hubiera pasado.
—¿Y cómo sabes que no es peligroso?
—Por favor… ¿te parece peligroso?
En ese momento Nox jugueteaba con la nieve, ajeno a la flecha que
podría atravesarle. No se lo parecía en absoluto, pero… ¿y si bajar la
guardia era un error fatal?
Tenía que salvar a su familia. Tenía que salvar todo un reino. Así que
mantuvo la postura unos instantes más.
—Dime qué has hecho y me lo pensaré.
—¿Qué he hecho yo? ¿En serio? —Detuvo abruptamente sus palabras y
alzó las manos en un gesto inocente—. Mira, sé lo mismo que tú. Baja el
arco, por favor.
—Ni siquiera te conozco.
—Para eso sí tengo un remedio fácil. Me llamo Nidhogg, aunque la
mayoría me llama Hogg. Soy un granjero del Reino de los Gigantes…
—Suficiente.
Porque no creía una sola palabra. ¿Un granjero que viajaba con una
pantera enorme y un lagarto con pinta de dragón? Tendría que hacerlo
mejor para hacerle bajar la guardia.
Y lo hizo. Porque de forma inesperada, de un modo que no vio venir, el
gatito se lanzó sobre ella, haciéndola perder por un segundo la compostura.
Momento que Hogg aprovechó para quitarle el arco y tirarlo lejos y el
dragón para agachar la cabeza ladeada con curiosidad sobre ella, que cayó
hacia atrás, sobre la nieve blanda.
Lo siguiente que sintió fue al chico respirando de forma agitada a su
lado. Para su sorpresa el gatito le dio un lametón en la mejilla. Un contacto
rasposo y húmedo que le hizo cosquillas, pero su corazón martilleaba con
tanta fuerza que no las sintió.
Ni siquiera sentía el frío a su espalda, solo el fuego en aquellos ojos
amarillos, penetrantes y asustados, pero con una determinación tan
poderosa, que Meridi se obligó a guardar silencio.
No parecía peligroso, pero estaba asustado y enfadado, dispuesto a
proteger a ese lagarto —si de verdad lo era— con su vida.
CAPÍTULO 33
«¿Y ahora qué?». Nunca había inmovilizado a nadie. Claro que nunca había
estado en una situación parecida a esa y, en realidad, tampoco la estaba
tocando. Ella se había quedado estática en el suelo, desarmada, y Hogg no
la perdía de vista. Porque no parecía el tipo de chica que para acabar con él
solo contara con un arco. Y, además, tenía la certeza de que las escamas de
dragón eran resistentes, lo suficiente para la punta de una flecha, pero los
dragones también tenían zonas más sensibles.
Sus ojos repasaron la cintura de la desconocida, en busca de dagas
ocultas, pero enseguida volvió la vista a ella. A su rostro pecoso, a los ojos
azules en los que la confusión empezaba a verse sustituida por el enfado.
—¿Vas a decirme la verdad ya?
—Te he dicho la verdad. —Hogg se apartó un poco más de ella.
—Cuestionable —opinó Kiran.
Él se mordió la lengua para no contestarle de inmediato y el felino
ronroneó, aún subido en el pecho de la joven.
—Deja de frotarte contra la loca que casi te dispara.
—¿Cómo me has llamado?
—La cosa se pone muy pero que muy interesante.
—A ver, casi disparas a una pantera pastor, muy cuerda no estás. Y por si
fuera poco, me has disparado a mí.
—¡Apuntaba a esa bestia!
—¿Se refiere a mí? —Nox formuló la pregunta confuso más que dolido,
pero Hogg sintió un vuelco en el pecho, como si ese dardo le hubiera dado a
él.
—¡No es una bestia! ¡Es un…!
—Lagarto, sí, ya lo has dicho —soltó ella con ironía.
Cogió al gatito con torpeza y se sentó. Se llevó la mano a los rizos, ahora
húmedos de la nieve y resopló hastiada.
—Devuélveme el arco.
—No lo tengo yo.
—¡Venga ya!
—¿Es que no puedes andar hacia él acaso?
—Hoggy… ¿crees sensato provocar a una guerrera como ella?
—¿Guerrera? —resopló él.
—¿Qué dices ahora? Yo no soy una guerrera.
—¿Ves? —dijo mirando a Kiran.
Ella negó con la cabeza y chasqueó la lengua, sin comprender. Y Hogg se
apartó un mechón inexistente del rostro. Siempre olvidaba que hablar con
los animales delante de la gente podría causarle problemas, pero a veces
Kiran era… difícil de ignorar.
—Tengo hambre. —El tono aniñado de Nox contrastaba con su aspecto
temible.
—Ahora, Nox, un momento.
—Mira. No sé quién eres, ni…
—¡Te he dicho que soy Hogg!
—Ya y también me has dicho que eres granjero cuando es evidente —
señaló al dragón— que esa es una mentira como esta montaña de grande.
—Bueno, es solo una ladera…
—¿Qué?
—Que esto no es una montaña, sino una ladera.
—¿Y qué importancia tiene eso? —Meridi se llevó los dedos al puente de
la nariz, mientras intentaba incorporarse, con el gatito en brazos.
Hogg la detuvo, fue un gesto sutil, y ella respiró hondo para no apartarlo
de sí con brusquedad y coger el arco de nuevo. Si de algo podía estar segura
era de que ni el chico ni la bestia eran peligrosos.
—La tiene, porque has dicho que era una mentira grande como una…
—Ya, ya. Sé lo que he dicho. Vale, puede que esto sea solo una ladera.
Era un maldito ejemplo. Que no me creo que seas un granjero. Ya está.
¿Qué clase de granjero tiene panteras gigantes como mascota? ¿O lagartos
con alas, cuernos afilados y escamas brillantes?
—Bueno, pues… Yo.
Ella soltó una risa carente de humor, pero no dijo nada. Apartó al
muchacho de sí, se incorporó y se dirigió hacia su arco. Él se tensó al
instante y corrió a situarse entre el arma y ella.
—Apártate, Hogg.
—No puedo. No hasta que me prometas que no vas a disparar.
—No lo haré.
—No sé si creerte.
—Podemos pasar aquí toda la noche si lo prefieres. O puedes dejarme
coger el arco y buscar… no sé. Intentar averiguar dónde estamos.
Tenía razón. Pero su instinto de protección hacia Nox era tan grande que
le dolía. Un miedo intenso, convertido en una bola de fuego en su estómago
que le decía que estuviera alerta. Mas otra parte de sí le decía que se estaba
comportando de forma ridícula.
Así que se hizo a un lado y ella cogió el arco a toda prisa, como si
temiera que él se arrepintiera de la decisión. Por un segundo el chico pensó
que volvería a apuntarlos, pero no lo hizo. Meridi guardó el arco a su
espalda y examinó lo que tenía alrededor.
Él hizo lo mismo, aunque no dejaba de mirarla de soslayo.
—Deja de mirarme así, no voy a dispararte. Ni a ti, ni a tu gato, ni a tu
dragón.
—¡Lagarto!
—¿Soy un lagarto? ¿Por eso ahora soy enorme?
—No.
—¿No?
—O sea sí, es un lagarto.
Ella ladeó la cabeza, como si estuviera dudando entre si era un loco más
o una persona cuerda a la que tener en cuenta.
—Vamos a empezar por el principio, Nidhogg.
—Hogg.
—Lo que sea. Apareces con una pantera gigantesca, yo me voy a
defender…
—Pantera pastor.
—¿Qué diablos es una pantera pastor?
—Pues… —Alzó al gatito ante sus ojos, que se revolvió incómodo.
—Ehm, vale.
—Todos en el Reino de los Gigantes tenemos una, o la mayoría.
—Vale —aceptó ella, para sorpresa del chico—, ¿y todos tienen también
un dragón?
—No. Eso no.
—¿No me corriges?
—Ehm, lagarto. No todos tienen un lagarto, porque…
—Porque no lo es.
La chica caminó frente a él, resuelta, como si haberle acorralado le
hubiera dado algún tipo de victoria. Y en realidad así había sido, porque por
más ingenioso que fuera el chico, no encontraba más mentiras, ni modos de
engañarla.
—¿Y si le dices la verdad? —dijo Kiran—. Es decir, ya estamos en esto
juntos, ¿no?
—Estoy de acuerdo.
Hogg suspiró de forma exagerada, con la pelirroja avanzando frente a sí,
descendiendo la colina.
Avanzó unos pasos, se situó frente a ella y le tendió la mano mientras
decía:
—Empecemos de nuevo, si así lo quieres. Soy Hogg, un jinete de dragón,
y Nox es mi dragón.
CAPÍTULO 34
—¿Jinete de dragón?
Meridi le repasó unos instantes más, sin acercarse. No tenía en absoluto
pinta de jinete «y menos de dragón» —no es que hubiera visto jamás a
ninguno, pues ni siquiera sabía que existían los dragones—, pero aquel
muchacho no lo parecía. Aunque no estaba segura de qué le parecía.
Tomó la mano que le ofrecía por cortesía y le sorprendió darse cuenta de
que aquella mano de largos dedos tenía callosidades y un apretón firme. ¿A
qué se dedicaría de verdad?
—Sé que es un concepto difícil de asimilar así de entrada.
Hogg se apartó, sacando pecho y palmeó con suavidad la enorme pata del
dragón.
Meridi no quería seguir aquella conversación. No entendía qué estaba
pasando. Por qué era de noche y por qué parecían de repente en pleno
invierno en un lugar que jamás había visto.
—Vale, Hogg, jinete de dragón, ¿tienes idea de qué ha pasado? —Señaló
a su alrededor, confusa.
Él dudó y guardó silencio durante unos instantes muy largos. Después se
mordió el labio y la miró. Alzó un objeto que llevaba en la mano o, al
menos, lo que quedaba de él. Era un pedazo de vara y Meridi lo reconoció.
Hogg había sostenido una vara terminada en lo que le había dado la
impresión de reloj de arena cuando se había interpuesto entre la flecha y…
—Creo que es por esto —reconoció el chico cambiando el peso de un pie
a otro.
Quería entenderle, saber qué tenía que ver aquel trozo de madera con
todo aquello, pero abrió y cerró la boca, boqueando como un pez, sin
comprender.
—Cuando me disparaste, la vara se me cayó —a Meridi no le pasó
desapercibido el tono de reproche y el enfado ascendió por su vientre de
nuevo— y por eso estamos así, me parece.
—¡No te disparé a ti! ¡Me estaba defendiendo!
—¡Ibas a disparar a una pantera pastor!
—¡Ni siquiera sabía que existían las panteras pastor antes de hoy!
¡Pensaba que iba a atacarme!
—Por favor… —se burló él—. Kiran no ataca, como mucho te hubiera
lamido la cara o… —Se detuvo unos instantes, luego rio y continuó—:
Kiran, ambos sabemos que hubieras hecho eso.
La joven arquera entrecerró los ojos. ¿Estaba loco? ¿Era eso? Porque lo
que menos necesitaba era a un loco.
—Sea como sea y haya pasado lo que haya pasado, tenemos que saber
qué es este sitio y qué hacemos aquí. Jinete, ¿podemos montar en tu…
dragón y llegar a la ciudad?
—Claro, arquera sin nombre.
Ella reprimió una sonrisa y se acercó al animal, que se había agachado un
poco. Esperó a ver qué hacía Hogg, para imitarle, mas este se quedó unos
segundos estático y luego, tras intercambiar un asentimiento de cabeza con
él, trepó por el animal. Cayó de culo frente a Meridi que dio un paso atrás.
El chico lo intentó varias veces más hasta que, al fin, se cruzó de brazos y
miró con las mejillas encendidas a la muchacha.
—Esto no me ha pasado nunca.
—Ya. Mira, jinete, no parece que la ciudad esté demasiado lejos.
Podemos ir caminando y, ¿quién sabe? Igual por el camino encontramos
algo que nos dé una señal del lugar en el que estamos.
Hogg refunfuñó algo pero aceptó, con la cabeza agachada y las orejas
rojas. Meridi supuso que por la vergüenza.
Y, de nuevo, se hizo la pregunta:
Si de verdad era un jinete de dragón… ¿por qué no sabía montar sobre su
dragón?
CAPÍTULO 35
Como a sus espaldas lo único que veían era un lago y en el horizonte un
bosque, la única opción que tenían era la de dirigirse a la ciudad regida por
el palacio de hielo. Meridi le había dicho que debían de estar en Corona de
Hielo, y aquel lago solo podía ser el Lago de los Cisnes, pero él, aunque no
había estudiado en profundidad los reinos mágicos del oeste, no estaba tan
seguro.
Según tenía entendido, Corona de Hielo era un reino frío donde siempre
era invierno —algo que no había logrado entender jamás. ¿Cómo en pleno
verano podía haber nieve? Y por mucho que le explicaran que tenía que ver
con el poder de los monarcas, Hogg no lo concebía—, mas al descender de
la colina se adentraron en una zona arenosa donde ahora el sol apretaba sin
tregua, pues tras varias horas se había alzado en todo su esplendor.
Pero, a la vista, había zonas donde la nieve era la reina. Cerca de una de
estas, que más parecía un oasis en medio del desierto que estaban
atravesando, Hogg se detuvo, mientras Meridi continuaba con Nox
siguiéndola.
El chico se dirigió a la parte blanca, y notó cómo la temperatura
descendía y de sus labios escapaba vaho cuando espiró. Se agachó y cogió
la nieve que se derritió en el calor de su mano.
—No entiendo nada… —musitó.
—Pues imagínate yo, que ahora solo soy un minino. Lo único que voy a
poder cazar ahora son ratones de juguete.
Hogg soltó una risilla y le miró. Estaba agarrado con sus uñas en su
hombro.
—Lo solucionaré y volverás a ser la temible pantera de antes. Te lo
prometo.
—Temible, temible… Antes no es que lo fuera, pero al menos no era un
pasatiempo para niños.
Hogg sonrió y dio un pequeño golpecito en la cabeza del minino.
—No te preocupes, amigo. Solo es cuestión de tiempo antes de que
vuelvas a rugir y no a maullar.
La pantera suspiró, acomodándose en el hombro de Hogg.
—Eso espero. No estoy hecho para esta vida de miniaturas.
Hogg se giró para retomar el camino. Meridi y Nox se habían detenido y
los observaban. Ella con una expresión de curiosidad en el rostro, a la par
que otra a la que él ya estaba acostumbrado; esas miradas que gente de su
alrededor siempre le había dedicado cuando Hogg hablaba con los animales
delante de ellos.
—¿Todo bien, jinete?
—Hogg.
La joven le dedicó una sonrisa burlona, pero no añadió nada más. Se
limitó a seguirle cuando él pasó entre ella y el dragón con la cabeza bien
alta.
—Todo tiene arreglo.
La pantera asintió, contagiada por la esperanza de su amigo.
—Y, después de esto, prometo no volver a quejarme del tamaño de mis
garras… Bueno, tal vez un poco.
Hogg soltó una risilla. El felino guardó silencio y se refugió del repentino
frío en la bolsa que antes había ocupado Nox. Eso hizo que el jinete mirara
de soslayo hacia atrás, encontró a Meridi caminando concentrada,
observando a su alrededor con preocupación y a Nox, admirando sus
enormes patas mientras se hundían en la arena y, en ocasiones, en la nieve.
—Me he hecho enorme —dijo el dragón.
Sus ojos brillaban como el bebé que era y el pecho de Hogg se llenó de
una ternura inesperada. Dio unos pasos, casi chocando con la pelirroja, para
acariciar las escamas del animal, que bajó la cabeza hasta ponerla a su
altura. Le dio un toquecito cariñoso en la cintura y por poco lo derribó.
Ambos rieron.
—Tendrás que aprender a controlar tu fuerza, ahora que eres así.
El animal asintió y reemprendieron la marcha al darse cuenta de que la
arquera ya se había adelantado unos metros y los instaba a seguirla con un
gesto. Tras unas últimas palmadas cariñosas al reptil, ambos siguieron a la
muchacha, que se adentraba en una zona más nevada, donde el sol todavía
resplandecía con fuerza, mas reinaba el frío. El suficiente para que,
confundido, Hogg se envolviera en su capa. Estaba acostumbrado a ese
clima, pero no a que la temperatura cambiara al dar solo unos pocos pasos.
—No entiendo nada —susurró Meridi.
—Puede que sea la influencia de la ciudad, ¿no? —propuso Hogg,
situándose al lado de la chica.
Ella le miró sin decir nada y se dio unos toquecitos en la barbilla.
Entonces escucharon un siseo, un sonido a su espalda.
Nada. Silencio.
—Me parece que tendríamos que acelerar si queremos llegar antes de que
anochezca.
Y tenía razón, pero habían subestimado la distancia que los separaba de
la ciudad amurallada, pues todavía les quedaba un trecho para alcanzarla y,
en cambio, el sol había iniciado su descenso hacia el horizonte.
«Si tan solo hubiera sido capaz de montar en Nox…», se dijo Hogg con
pesar.
Recordó enseguida que hasta hacía unas horas el dragón en cuestión le
cabía entre los brazos, siendo apenas algo más grande que Kiran en ese
momento. Se mordió el labio, una parte de sí le decía que tan solo era un
impostor, intentando ser quien no era. ¿Y si el huevo había elegido mal?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un crujido a su espalda y
ambos se volvieron como un resorte. Nox se situó frente a los chicos con un
gesto protector, mas lo único que había a su espalda era un lobo.
Más grande que ninguno que hubiera visto jamás. De pelaje gris oscuro,
moteado de blanco y con unos ojos centelleantes, verdes como la espesura
del bosque.
Ladeó un poco la cabeza, como estudiándolos, y pronunció con una voz
femenina:
—¿Es un dragón de verdad?
—Tú no eres una loba cualquiera. —Hogg calmó al dragón con un gesto
de su mano y avanzó.
Sintió la tensión a su espalda, del reptil y también de Meridi, casi pudo
escuchar el siseo de sus manos sobre el arco, pero la pelirroja no se movió.
El animal de pelaje gris examinó al jinete, inclinando todavía más la
cabeza. Hogg no tuvo problema para adivinar que estaba sorprendida al
comprender que él la había entendido.
—Y vosotros podéis acabar como yo si provocáis a la reina.
—¿La reina?
—La Reina de las Nieves. Ha vuelto y, con ella, todos estamos en peligro.
Algo parecido a un estremecimiento recorrió al animal y, antes de que
Hogg pudiera pronunciar palabra, la loba les dio la espalda y echó a correr
en dirección opuesta a la ciudad.
CAPÍTULO 36
¿Quién era ese chico y por qué los animales parecían responder ante él? El
lobo se había alejado, dejando tras de sí unas huellas enormes que el viento
borró a medida que se hacía más fuerte, más frío. Y la joven se estremeció
viendo el cielo, despejado, pero ya teñido de los colores del atardecer. No
podían entretenerse más.
Y, por eso, aunque tenía tantas preguntas agolpadas en la punta de la
lengua, las guardó todas y siguieron caminando.
La nieve se volvió más densa en ese punto, tanto que las piernas se les
hundían en ellas hasta las rodillas y la travesía se volvió tortuosa. Imaginó
que era posible que todo fuera a causa del reino, no se llamaba Corona de
Hielo en vano, cuyo palacio cada vez era más grande y su sombra se
extendía hasta casi alcanzarlos. O, al menos, esa era la sensación que daba.
—Tal vez no sea del todo prudente entrar ahí —dijo Hogg a su espalda.
Ella se volvió incrédula hacia él, sin dejar de caminar, hundiéndose cada
vez más en la nieve.
—No tenemos otra opción. Necesitamos alojamiento, comida y…
respuestas —contestó, cortante.
—Ya… Eso es cierto.
Larguirucho y de piernas largas, él parecía tener menos problemas con la
nieve, pero ella farfulló una maldición cuando sintió que se atascaba en la
nieve por tercera vez.
—Espera.
Sintió la calidez de la mano de él en la suya.
La apretó con fuerza y tiró de ella, ayudándola a salir de ese bache. La
soltó de inmediato una vez estuvo fuera, pero la pelirroja miró con fastidio
hacia delante. Quedaba poco, pero tenía pinta de que cada vez se iba a
poner más difícil. Apilada contra la muralla la nieve se agolpaba formando
montañas.
—No sé si… —Meridi dudó.
Hogg comprendió enseguida a qué se refería y alternó su peso de una
pierna a otra. Entonces empezó a golpearse los nudillos de una mano con el
dedo índice de la otra y miró al dragón, que le examinó con curiosidad.
—Puede que… —Dudó y Meridi se impacientó.
—¿Quieres que volvamos a intentar montar o…?
Pero Hogg no la escuchaba, sino que se adelantó y le susurró algo al
animal que asintió con la cabeza, despacio. Meridi no comprendía nada, y la
explicación más sencilla, ante sus ojos, era que el chico realmente estuviera
hablando con el dragón. Eso era ridículo, ¿no? Aunque teniendo en cuenta
que afirmaba ser un jinete, tal vez se tratara de un hecho común en los de su
clase.
No lo sabía y tampoco le dio tiempo a plantearse nada cuando el dragón
dio unos pasos frente a ellos y se situó junto a un montón de nieve más alto,
tanto que le llegaba al animal a mitad de las patas y Meridi se mordió el
labio: el avance sería imposible allí.
Hogg, en la cola del dragón, daba unas indicaciones de movimiento
precisas. Se agarró a las escamas y su cuerpo se elevó cuando el reptil alzó
la cola con torpeza. Meridi tuvo que alejarse deprisa unos pasos,
trastabillando hacia atrás y casi cayendo de espaldas sobre la nieve, para
que no le golpeara.
Escuchó un maullido de queja y la bolsa de la espalda de Hogg se agitó.
La cola se detuvo, justo a un lado de la espalda de la bestia y Hogg se
agarró al lomo con fuerza, quedando ahí colgado unos instantes.
Enseguida empezó a trepar. Vio la tensión en sus hombros, en la espalda,
en el modo en que incluso se aferraba con las piernas para montar y, con
una mueca de dolor, quedar sentado a horcajadas sobre las afiladas escamas.
Poco a poco, empezó a avanzar hacia el cuello, donde las escamas se
suavizaban y parecían el lugar adecuado para montar al animal.
—¡Lo he conseguido!
El cabello castaño se había oscurecido por el sudor en la frente del chico
y sus rasgos se apreciaban más afilados bajo la luz del atardecer. Meridi
tragó saliva, sin saber si felicitarle o echarse a reír.
—¡Lo he conseguido! ¡He montado en mi dragón!
Y esta vez no pudo reprimir una risita al sentir el júbilo en la voz del
jinete. Al haberse soltado para celebrar su victoria, Hogg se tambaleó y el
susto se reflejó en el ámbar de sus ojos. Sonrió de medio lado y a Meridi le
dio un vuelco el corazón cuando la miró fijamente y estiró una mano
temblorosa hacia ella.
—¿Necesitas que te ayude a montar?
La joven no lo necesitaba. En el Reino de la Música era una conocida
amazona, montaba a su caballo blanco azulado con pericia y había
participado en varias carreras con él. Y era fuerte, gracias a sus duros
entrenamientos, así que, más allá de la incomodidad de trepar por las
escamas, no le fue difícil llegar a la posición del chico. Se colocó tras él y
cuando el dragón se movió un poco se pegó más de lo que le hubiera
gustado a la espalda del joven.
—Si hiciera unos ajustes por aquí sería más fácil montar y no caer —dijo
Hogg para sí mismo, pero, de nuevo, se quedó en silencio para contestar
después—: Claro que no, Nox, nada que afecte a tu vuelo de hecho… —
Otra pausa—. ¡Buena idea!
Definitivamente, estaba loco.
El cuello del dragón era suave, al contrario de lo que pudiera parecer,y
tenía un hueco dispuesto para que pudieran montarle, demasiado pequeño, y
todavía tuvieron que pegarse más cuando el animal alzó el vuelo.
Cuando ascendieron, se quedaron sin habla.
Ante ellos se extendía una muralla de hielo sobre una extensa capa de
nieve, pero… Meridi achicó los ojos, sin poder creer lo que estaba viendo,
porque ante las puertas abiertas que daban a la ciudad, había un desierto
como el que habían dejado atrás. La arena se extendía unos metros, con
casas construidas en piedra y estructuras redondeadas.
Como si, fuera lo que fuera que hubiera hecho la vara, hubiera mezclado
Corona de Hielo con un desierto caluroso.
Se hubiera reído de no ser porque, en ese momento, dejaron las murallas
atrás y Nox aterrizó en medio de la nada, ocultándose en la oscuridad
creciente de la noche.
CAPÍTULO 37
La arquera parecía igual de confusa que él, mas no intercambiaron mirada
alguna, sino que ella dio un paso adelante, con los labios entreabiertos,
como si pretendiera formular una pregunta que no llegó a brotar de su boca.
Él la siguió, mirando de soslayo a Nox que asintió con la cabeza antes de
terminar de fundirse entre las sombras por completo.
—Será mejor que no te vean —confirmó Hogg.
—No veo problema alguno en que lo hagan —contestó la pelirroja unos
metros por delante de él.
—No hablaba contigo, sino con Nox, mi dragón.
Ella volvió apenas unos instantes la vista y sus ojos azules le evaluaron,
como si estuviera esperando a que él añadiera algo más, pero Hogg se
mantuvo en silencio.
Se adentraron por aquella ciudad, que en nada se parecía a ninguna del
Reino de los Gigantes, lo que le llevó a pensar que la vara de Zephyros
tenía más dones aparte del control del tiempo, si no… ¿por qué habían
cambiado de lugar?
—No lo entiendo —dijo ella, poniéndole voz a sus propias dudas.
La panterita trepó por la espalda de Hogg haciendo que este soltara un
par de maldiciones y terminó por refugiarse en su regazo.
—Escucha, ehm…
Se acercó a ella despacio, como si temiera que fuera a sacar el arco y
ponerse a disparar, pero ella se limitó a fruncir un poco el ceño antes de
terminar su frase con un seco:
—Meridi. Puedes llamarme Meridi.
—Escucha, Meridi, creo que cuando rompimos la vara…
—¿Rompimos?
—¿Disparé yo, acaso?
—No voy a discutir esto otra vez contigo —resopló ella, indignada,
apartando un mechón rebelde de su rostro—. Tenemos asuntos más
prioritarios.
Abarcó con su brazo lo que tenían en derredor y él, derrotado, asintió.
Era una ciudad, de eso no cabía duda, pero era como si…
—Nada está dónde debería —musitó para sí.
Y avanzó, pasando junto a Meridi, acercándose a un puente de piedra
cubierto de nieve. Dejó las huellas marcadas en la superficie blanca y se
maravilló con la textura fría y húmeda en la palma de su mano. Si el tiempo
hubiera seguido su curso, el invierno le habría encontrado reuniendo las
habichuelas. Achicó los ojos cuando su pie encontró una textura diferente al
acabar el puente y se agachó para coger un puñado de arena reluciente y
dorada. Esta cayó de entre sus dedos, cálida y suave, muy diferente a la
nieve que antes le había humedecido la piel.
—Esto no tiene ningún sentido.
Dio un respingo que por poco le hizo caer. Meridi era sigilosa y era
evidente que, fuera quien fuera en realidad, era una arquera diestra. Tragó
saliva y se incorporó. Toda la ciudad estaba salpicada de arena por algunas
zonas, en ocasiones tan extensas que no se veían rastros de las edificaciones
propias de la población.
Ambos dirigieron la vista al palacio de hielo que custodiaba toda la
ciudad y sus pies los guiaron hacia ese lugar. La noche se cernía sobre ellos
como un manto y el frío helador les hizo arrebujarse en sus ropas, nada
adecuadas para ese clima. Aunque Meridi no parecía notarlo, pues
caminaba con el porte de una reina, con decisión y firmeza, mientras
apoyaba una mano en el arco.
Él, más observador, se detuvo cuando llegaron a una plaza. Era grande,
atravesada por un río amplio, de superficie totalmente congelada, incluso en
las partes en que la arena se arremolinaba a su lado. Una zona se abría
totalmente y, allí, vio a un hombre inclinado sobre el hielo. A su lado, una
muchacha de cabello cobrizo le escuchaba con atención.
Y Hogg también lo hizo. Se acercó despacio y Kiran se agitó en su
regazo.
—Meridi se va por el otro lado, Hoggy, ¿no crees que deberíamos…?
Él le hizo callar y se acercó más a la pareja. Él tenía el cabello muy
blanco y los ojos de un cobalto imposible, relucientes como esquirlas de
hielo. Hasta su piel parecía más invernal que la suya. Por el contrario, la
chica que lo acompañaba, apenas una adolescente, era todo calidez. Con el
cabello cobrizo recogido en dos trenzas largas y los ojos marrones, como la
tierra en primavera. Ambos vestían elegantes y Hogg se humedeció los
labios, sin saber bien cómo empezar a hablar.
—Elsa ahora es pequeña… Yo no sé… no sé cómo hacer esto sin ella —
murmuró el hombre, volviendo la vista al hielo.
—Papá… —La pelirroja atrajo la atención de su padre.
—Ania, es que esto… Mírame, soy un anciano.
Y era cierto, las arrugas surcaban el rostro de aquel hombre y el recién
llegado tragó saliva incómodo.
—Y ella vuelve a estar en el castillo. La Reina de las Nieves.
—Tenemos compañía, papá.
Él se incorporó, se sacudió el hielo de las perneras y se fijó por primera
vez en Hogg. Meridi, que todavía permanecía en el puente, se acercó unos
pasos.
—Me temo que Corona de Hielo no es un lugar que debéis visitar ahora,
chicos —dijo con un tono de voz agradable, suave, que contrastaba con su
aspecto de hielo.
—¿Esto de verdad es Corona de Hielo? —La voz de Meridi sonó
estrangulada.
Ania ladeó un poco la cabeza ante la reacción de Meridi, pero no dijo
nada, dejó que su padre avanzara hacia los desconocidos, suspirando.
—Así es, aunque sea lo que sea que ha pasado ha traído parte del Reino
de las Arenas y se ha llevado a mi esposa, la verdadera reina, no solo de mi
lado, sino, al parecer…
Guardó silencio. Hogg le comprendía. Le había escuchado decir algo de
que Elsa era una niña, supuso que sería su esposa, y era tan inverosímil que
comprendía perfectamente que no quisiera terminar esa frase. Así que él dio
un paso, avergonzado, y pese a que la mano de Meridi fue rápida y le apretó
el brazo con una fuerza superior a la que debería, dijo a bocajarro:
—Esto es por mi culpa.
El hombre le miró de arriba abajo y sonrió un poco, elevando una de sus
comisuras.
—Perdona que lo dude, muchacho, pero…
—No. Es que de verdad ha sido por mi culpa y… no sé, creo que todo
esto…
—Hoggy… —La voz de Nox sonó más cerca de él de lo que consideraba
prudente.
El pulso se le aceleró. No conocía de nada a aquella gente, y afirmar que
era el culpable de que su mundo se había venido abajo…
—No le hagáis caso, por favor.
El brazo de Meridi se entrelazó con el suyo y eso le hizo sentir incómodo
y reconfortado a partes iguales.
—Sea como sea, si alguien quisiera arreglar un hechizo mal conjurado,
debería acudir a las hadas. Ellas siempre son la solución para los asuntos de
magia.
—¿Las hadas?
El anciano hizo un movimiento de mano, conjurando ante los
asombrados recién llegados varios copos de nieve que bailaron al son de
una música silenciosa hasta fundirse con la brisa y alejarse de ellos.
—Ellas me ayudaron.
—Papá, pero…
—Ania, cariño, ¿qué tal si llevamos a esta pareja a la posada?
Necesitarán descansar. —La adolescente asintió, apretando un poco los
labios—. Seguidme, soy Jack Frost, soberano de Corona de Hielo… aunque
ahora —dirigió la vista al palacio de hielo— le vuelva a pertenecer a la
Reina de las Nieves.
El corazón de Hogg dio un vuelco y supo que el de Meridi también lo
había hecho, pues sintió la rigidez de su cuerpo tan cerca del suyo justo
antes de separarse.
Jack Frost era el portador del invierno. Había reinado hacía mucho,
mucho tiempo. Había quien todavía decía verle con la llegada de la estación
de la nieve, pero la mayoría lo consideraban meros cuentos.
¿Adónde los había llevado la vara?
CAPÍTULO 38
—Lo entiendo, de verdad que sí, pero… ¿solo queda una habitación libre?
—Meridi había bajado el tono y se había acercado un poco más al posadero.
—¿Vais a cogerla o no?
En esa ocasión fue Hogg el que se adelantó al ver el humor de aquel
desconocido y le dio las monedas que había solicitado. Meridi estaba tensa,
lo vio en la línea de su mandíbula y en la forma en que le miró con rabia,
como si acabara de ofenderla de algún modo. El posadero miró el pago con
el ceño fruncido, pues faltaban monedas, que fue la joven quien completó.
Ahí el hombre sonrió, mostrando varios huecos en su dentadura y, tras
desearles buenas noches, les señaló la escalera a las habitaciones.
Estaban a punto de hacerle caso cuando Ania se interpuso en su camino y
los guio a una mesa apartada, lo suficiente como para quedar fuera de la
vista del resto de comensales. La posada era bonita y cálida, gracias a las
dos chimeneas que ardían en el salón, una de las cuales ahora tenían justo al
lado. Hogg se detuvo ante el fuego, mas Meridi siguió caminando y se sentó
frente a Jack y Ania con la gracia que había visto a su madre. Sonrió por un
momento al pensar en la cara que pondría si la viera comportarse como la
dama que se suponía era. Dejó el arco sobre la mesa y una lágrima rebelde
se le escapó por el rabillo del ojo al escuchar en su mente las palabras de la
duquesa:
«El arco prohibido en la mesa, Maredudd».
Ahora era un oso. Y no podría repararlo tan deprisa como quisiera. Quitó
el arma para apoyarla en el suelo con un carraspeo suave y se limpió la
lágrima con disimulo. No pudo evitar la rabia al mirar a Hogg y la forma
desgarbada en que se sentó a su lado.
«Pero él tiene razón, no ha sido solo culpa suya».
—Me he tomado la libertad de pediros un poco de estofado de venado, es
la especialidad de la casa —dijo Jack.
—No era nece…
—¡Gracias! —exclamó Hogg interrumpiendo a Meridi.
Sintió la incomodidad en la boca del estómago y, por vez primera,
empatizó con Mared. ¿Se sentía así cuando ella la interrumpía?
—Has dicho que erais… —La pelirroja dudó.
—Los reyes, sí. Pero ya no. No voy a juzgaros, de verdad. Hay magias
que ni yo comprendo y… lo único que puedo hacer es ayudaros para que
pongáis solución a lo que sea que os ha pasado.
—Pues, verás. —Hogg engulló parte del plato que acababan de servirle
antes de seguir hablando—. Soy Hogg y…
—… es un jinete de dragón —ironizó Meridi, poniendo los ojos en
blanco.
Hogg la miró abriendo mucho los ojos, con la alarma reflejada en ellos.
Ania hizo lo propio, mas Jack se mantuvo sereno, jugueteando con un copo
de nieve que aparecía y desaparecía entre las palmas de sus manos.
—¿Dragones? ¿Tienes un dragón? —Ania le miraba con ojos brillantes,
como si no hubiera escuchado nada más.
—No, no. Es… Es una broma de Meridi. Es porque tengo un lagarto.
Por suerte, el hombre intervino, tomó del brazo a la joven y le dijo que
fuera a por unas bebidas calientes. Ella se quejó, pero al final obedeció.
Solo cuando estuvieron solos, Jack dijo con una voz profunda:
—Como ya he dicho, las hadas os ayudarán. Os voy a trazar un mapa,
aunque no sé qué encontraréis en el camino. Preguntad por Mab, o por Día,
decidles que vais de mi parte.
Se hizo el silencio mientras de la nada aparecía un papiro azul y unas
líneas blancas y relucientes como la nieve creaban un mapa.
—Muchas gracias, de verdad. —Meridi tomó el papiro antes de que
Hogg lo cogiera y lo observó durante unos minutos.
—Y, muchachos, será mejor que no vayáis hablando por ahí de ciertos
asuntos. —Jack se inclinó sobre la mesa para acercarse más a los jóvenes
—. Alguien podría querer matar a tu lagarto.
Miró de soslayo a Meridi y esta sintió que el pulso se le aceleraba de
repente y se puso en pie de forma abrupta.
—Subiré a descansar. —Apenas había tocado su estofado, que Hogg
había estado mirando con ojos hambrientos hasta su repentina reacción.
Ania llegó en ese momento con una bandeja de vasos humeantes, pero
Meridi se disculpó y se dirigió hacia las escaleras.
¿Cómo no había pensado antes en ello?
«El corazón de la criatura más oscura…».
Recordó al dragón, negro, con una oscuridad tal que el mundo se curvaba
a su alrededor. Un pensamiento peligroso le recorrió la columna y se
detuvo, con la respiración agitada, frente a la puerta que les habían
asignado.
Solo entonces se dio cuenta de que la llave la tenía Hogg.
«Necesitas la habichuela», se recordó.
Pero… ¿y si al final tenía que acabar con el dragón para salvar su reino
de Morrigan? Sacudió la cabeza, un regusto amargo le inundó la garganta y
las palmas se le cubrieron de sudor.
No debía sacar conclusiones tan rápido. Además, ¿por qué pensaba en
que era Nox? Podía ser cualquier otro dragón negro.
—Meridi. —Hogg sonó suave cuando se acercó a ella.
No se dio cuenta de que él estaba tan cerca hasta que sintió el contacto
torpe de su mano sobre el hombro y vio una preocupación inesperada en
aquellos ojos dorados. Sintió un revoloteo en su interior, que nada tenía que
ver con la atracción, sino más bien con la culpa. Había estado pensando en
matar a su dragón hacía tan solo unos instantes.
—¿Estás bien? Te he subido esto, por si…
Entonces Meridi se fijó en el vaso de madera que sostenía en la otra
mano y no supo qué decir. Él retiró el contacto con ella, le tendió la bebida
y abrió.
Ella no esperó más y entró delante. Era una habitación más grande de lo
que había imaginado, con una chimenea enjuta con leña apilada a un lado,
una cama amplia en el otro extremo y una zona separada con un biombo.
Hogg se adelantó y se puso a apilar los troncos en la chimenea. La panterita
salió de la bolsa del chico y correteó hasta la cama, a la que trepó y en la
que se acomodó en el centro.
Meridi, sin saber bien qué hacer, se sentó con el felino y bebió un sorbo.
Era leche, pero sabía a miel, a canela, a… ¿yule? El recuerdo de su hogar
vestido de luces de colores, con las puertas cubiertas de muérdago y acebo
y los cánticos invernales la hicieron perderse unos instantes en sus
pensamientos.
Cuando se percató de lo que estaba haciendo, la panterita ronroneaba en
su regazo y ella la acariciaba de forma distraída.
—Parece que tenemos una misión —musitó Hogg, sin volverse hacia
ella, contemplando las llamas.
Meridi se mordió el labio.
—¿Dónde está el dragón ahora?
Vio la tensión en los hombros del muchacho y en el movimiento que le
había hecho erguir la espalda por completo. Casi pudo sentir los músculos
tensarse bajo la ropa y la expresión dura que le había cambiado el rostro.
—A salvo.
Lo dijo en un tono tan maternal que Meridi se obligó a tragar saliva
despacio. Estaba claro que cuando afirmaba ser un jinete y luego no sabía
montarlo dudaba de que así fuera, mas el vínculo que lo unía con la criatura
era real.
—No pretendo que seamos amigos, Meridi —dijo el chico despacio—.
Tú calla.
Meridi empezaba a acostumbrarse a estas intervenciones extrañas, pero
en ese momento se fijó en que Kiran temblaba un poco bajo su tacto y vio
cómo se miraban.
—Pero ahora somos aliados. Nos ocuparemos de devolver la normalidad
y después seguiré buscando las habichuelas para esos gigantes y tú podrás
volver a… A lo que sea que estuvieras haciendo.
El corazón de Meridi se saltó dos latidos y contuvo el aliento. Él, como si
nada, sacó el mapa azul y se concentró en los trazos.
«Somos aliados ahora, sí; pero en realidad somos adversarios aunque no
sea su dragón al que debas…».
CAPÍTULO 39
Habían dejado atrás Corona de Hielo. Hogg revisó el mapa apoyado sobre
un árbol. Cuando habían avanzado fuera del reino helado, el papiro azul que
Jack Frost les había facilitado había empezado a derretirse, así que él,
raudo, había hecho una copia en un papiro que llevaba encima y un
carboncillo.
Mientras, Meridi recogía las flechas tras haber conseguido unos
melocotones demasiado altos como para alcanzarlos. El jinete la había
mirado con desconfianza cuando había rechazado la ayuda de Nox,
argumentando que solo necesitaba el arco para cortar los tallos, mas la chica
había demostrado de nuevo que sus habilidades superaban con creces las
expectativas de Hogg.
—La chica es una arquera de primera, Hoggy. —Nox estaba sentado a la
espalda de su jinete, libre de su escondite de oscuridad.
—Sí que lo es. ¿Quién crees que es en realidad? —susurró, acercándose
más al reptil y refugiándose en la sombra que se extendía bajo él.
El sol era cálido como en un día de verano y, dado que no sabían en qué
estación estaban, les parecía posible.
—Yo creo que es una guerrera —intervino la panterita, restregándose
entre las piernas de su amo.
—Se supone que estamos cerca del Lago de los Cisnes —comentó Hogg
recorriendo con el dedo la distancia que había señalado Jack Frost hacia el
Bosque de las Hadas.
Meridi, mordiendo un jugoso melocotón, se acercó a él. El cabello rojo se
sacudió alrededor de sus hombros y el aroma herbal que desprendía inundó
sus fosas nasales cuando se colocó a su lado para ver mejor el mapa.
—Cuidado, vas a mancharlo —se quejó el muchacho, al ver el líquido
del melocotón resbalar a través del fruto al brazo desnudo de la arquera.
Se había quitado la chaqueta verde de filigranas doradas y subido las
mangas de la camisa lo suficiente como para dejar a la vista unos
antebrazos pecosos y pálidos.
Ella sorbió un poco, con una delicadeza impropia de ese gesto y bajó la
fruta, alejándola del papel.
—Entonces… ¿por qué ahí hay una torre? —señaló en la distancia,
arrugando un poco la nariz.
Hogg parpadeó varias veces sin comprender y entonces la vio, entre las
copas de los árboles se apreciaba un torreón.
—Imagino que por lo mismo por lo que había arena en Corona de Hielo.
Se encogió de hombros, como restándole importancia, aunque, en
realidad, la intriga le consumía.
—Sea como sea, el Bosque de la Hadas no puede haber cambiado de
sitio. Al menos, no por completo.
—Esperemos… —murmuró Nox tras ellos.
Volvieron a ponerse en marcha y Meridi le tendió un melocotón que él
aceptó con una sonrisa de agradecimiento. Estaba delicioso, aunque
demasiado pequeño para su gusto, acostumbrado al tamaño de los frutos de
su hogar.
Iba a pedirle otro a Meridi cuando se dio cuenta de que esta se había
detenido y miraba a su alrededor con una expresión de duda. Y su miedo
creció cuando se dio cuenta de que Kiran se había erizado por completo y
se había situado al lado de la pelirroja. Buscó a Nox con desesperación,
sintiendo un vuelco en el corazón que le oprimió el pecho.
Soltó el aire despacio al percibir al animal junto a él, fusionado con las
sombras del árbol más cercano a ellos, pero volvió a retenerlo cuando de
entre las ramas salieron varias siluetas encapuchadas. Meridi sacó el arco y
apuntó al primero, pero uno de ellos soltó una risita y caminó seguro hacia
los jóvenes.
—Últimamente tenemos visitas de lo más… variopintas. —Lanzó una
mirada suspicaz allí donde el dragón se ocultaba, por el movimiento
anormal de las ramas del árbol.
Hogg apretó los puños. Nox se sacudió, pero a una mirada de su jinete se
detuvo; no era seguro que el reptil diera a conocer su existencia. No conocía
el alcance de los poderes del animal, solo era un bebé, aunque la vara le
hubiera dado el tamaño de un adulto.
Enderezó los hombros y dio unos pasos inestables hacia atrás.
Inmediatamente todas las armas apuntaron a él, que se obligó a alzar las
manos sobre su cabeza y dar un par de pasos más.
—Ricitos de fuego, el arco al suelo —indicó el líder, sin perder de vista a
Hogg.
El jinete vio la resistencia en Meridi que, sin embargo, depositó con
cuidado el arma en la tierra, manteniendo la mirada con aquel tipo, que se
relamió despacio, volviendo a evaluarlos.
Estaba claro que el que parecía el líder no consideraba al chico más que
un enclenque y una sonrisa burlona asomó en su semblante cuando llegó
hasta él, que seguía con las manos alzadas. Hogg era más alto, pero poco
importaba.
—¿Qué queréis? —preguntó el granjero, pues no sabía qué más decir.
—¿Qué queremos, muchachos? —sonrió el forajido, mirando a su
alrededor.
Un coro de risas inundó el claro y el sudor frío recorrió el cuerpo de
Hogg, que miró de soslayo a Meridi. Esta estaba tensa, pero sus brazos se
movían. Frunció un poco el ceño, sin comprender, pero ella entonces le
devolvió la mirada. Aquellos ojos azules brillaban, pero no de miedo, sino
que…
—Empezaremos por lo fácil: el oro.
Hogg asintió y se llevó la mano al saquito, pero la pelirroja se le
adelantó, arrancó de su cinturón una bolsa de cuero y se la tendió al
hombre. El resto permanecían muy atentos y, entonces, todo pasó tan
deprisa que el jinete apenas pudo soltar un jadeo ahogado.
Meridi sacó un objeto de cristal del saco, una lira, pequeña y con un
fulgor azul irreal. Lo siguiente que sucedió fue que el instrumento cayó —
más bien Meridi lo tiró con fuerza al suelo— y este liberó el brillo azulado
que contenía.
Por un momento todos se quedaron en silencio. La esfera de luz tocó al
líder de los bandidos y este se convirtió ante los ojos de todos en un oso
negro, grande y confuso, que parpadeó varias veces mirándose las patas.
Pero la perla de luz avanzó deprisa y tocó a otro.
El resto de bandidos salieron corriendo por el bosque, mientras los osos
se dispersaban. El líder fue a atacar a Hogg, pero una flecha se le clavó en
la pata y la bestia rugió al aire. Un sonido gutural que reverberó en el claro.
—La siguiente irá directa al corazón —amenazó la arquera.
Y el último de los bandidos se perdió entre los árboles.
—Da mucho miedo, Hoggy, te digo que es una guerrera. —La voz de
Kiran lo sacó del trance en que se había sumido.
—¿Estás bien? —preguntó Meridi acercándose despacio.
Y, entonces, se tiró sobre él, haciéndole caer de espaldas bajo el cuerpo
de ella. Por acto reflejo, Hogg la sostuvo por la cintura, pensando que…
«¿Que ha tropezado sin que nada lo propicie?».
Y vio lo que ella tenía a la espalda. La perla la rodeó, como si ella no le
interesara lo más mínimo, y se perdió entre los árboles. Hogg se percató de
que todavía tenía las manos en la cintura de ella y las retiró al instante.
Meridi se incorporó rápido, sacudiéndose las ropas y apenas le miró cuando
dijo:
—No me gustaría que el único jinete de dragón que conozco se
convirtiera en un oso.
—¿Por qué a ti no te ha atacado? —preguntó Hogg.
Ella se encogió de hombros y cogió el mapa que se había caído a un lado
con la refriega. Pero él dio unos pasos rápidos, queriendo seguir con las
preguntas, mas ella le dio el pergamino y señaló el camino.
—¿Quién eres en realidad, Meridi? ¿Y por qué tenías un…?
—Fuego fatuo.
—Eso, ¿por qué tenías un fuego fatuo en una lira resplandeciente?
Ella le ignoró y empezó a caminar antes de volverse y decir:
—¿Vamos o no?
—¿Vas a dejar esa cosa suelta?
Meridi suspiró y se llevó un dedo a la barbilla, como si la pregunta le
hubiera hecho dudar.
—Que se alejen de nosotros hasta que no sean capaces de escucharnos —
pidió y, antes de que su compañero pudiera replicar, sorprendido por tan
extraña petición, añadió—: Y tú tápate los oídos.
—¿Qué…?
—¡Hacedme caso!
Hogg decidió confiar en ella y, con un gesto, ordenó al dragón —que ya
se había hecho visible— y a la pantera que se alejaran tanto como Meridi
había pedido.
La arquera sacó un frasco que contenía semillas y lo vació en un saquito
de cuero. Él la miraba con interés, hasta que la vio sacar una flauta y se tapó
los oídos ante la mirada severa de ella.
Meridi se llevó el instrumento a los labios y una melodía sonó a través
del bosque. El vello del cuerpo de Hogg se erizó al sentir la magia, pero no
pasó nada.
Nada en absoluto, y Meridi suspiró derrotada y volvió a guardar la flauta.
—Sí, voy a tener que dejarlo suelto.
Y, mientras se alejaban, las suaves enredaderas que cubrían los árboles
regresaron a su posición original cuando la música cesó y su magia, con
ella, se detuvo.
CAPÍTULO 40
El fuego crepitaba frente a ellos y la torre, envuelta en sombras, estaba a
solo unos metros, mas el claro que los rodeaba parecía sacado de otro
mundo. Las flores eran dulces y había unos árboles pequeños de algodón de
azúcar, pegajosos y apetecibles. Ninguno de ellos se había atrevido a
probarlos, no era seguro hacer eso y menos cuando el mundo estaba patas
arriba.
Meridi recordaba algunas historias que le contaba su hermano, de reinos
dulces, pero nunca había creído que su existencia fuera real; hasta ese
momento.
Entornó los ojos, mirando a Hogg, que se afanaba en sus dibujos y sintió
un suave remordimiento cuando dirigió la vista al dragón que dormía hecho
una bola cerca de ellos. Respiraba con suavidad, con la cola sobre la nariz y
su brillo oscuro parecía atraer a las sombras de la noche.
Era hermoso, pero sin duda era la criatura más oscura que había visto
jamás.
Intentando sacar esos pensamientos de sí, se acercó más al muchacho. En
cuanto se sentó a su lado, la panterita saltó sobre su regazo y empezó a
masajearle las piernas, como si amasara una hogaza de pan, antes de
acomodarse para recibir sus caricias.
—¿Qué haces? —se interesó.
Hogg dio un respingo y se llevó una mano al pecho.
—¿Cuándo te has sentado aquí? —preguntó, recuperando el carboncillo
que había dejado caer.
—Pues…
—Y tú podrías avisar en lugar de… —se dirigía a Kiran—. Ya, lo que tú
digas.
Meridi no hizo comentario alguno, aunque le miraba con suspicacia. Ella
se había cerrado en banda y no había contestado a ninguna de las dudas que
su actitud había despertado en el jinete, así que intuía que él tampoco
respondería a las suyas.
Se asomó al dibujo y arqueó las cejas. La sorpresa se reflejó en su rostro
y estudió los diseños con interés.
—¿Es… una silla de montar?
—Una silla de montar para dragones —especificó él, orgulloso.
Y el diseño era diferente y original y cuando Hogg empezó a contarle
entusiasmado los detalles, Meridi no pudo hacer otra cosa que sorprenderse
ante el ingenio del chico desgarbado que tenía frente a sí.
—¿Te dedicas a esto o…?
—Soy granjero. O lo era, antes de que… —Señaló a su alrededor con un
gesto vago de la mano.
—¿Granjero? —La incredulidad se reflejó en sus palabras.
—Bueno, claro, ahora soy jinete de dragón. —Se rascó la nuca antes de
volver a sus diseños.
—¿Crees que sería seguro… probar algo de esto? —Meridi arrancó una
flor y observó los pétalos. Rojos y relucientes, de un olor irresistible.
Él contempló la flor, dejó sus bocetos a un lado y fue a arrancar un
pétalo. Sus manos se rozaron cuando ella fue a coger el mismo y el chico
soltó una risita de disculpa.
—Las damas primero.
—Yo no soy una dama.
—Pues permítame decirle, señorita, que tiene toda la pinta —bromeó él
—. Salvo por eso del arco y la puntería letal.
—¿Quién ha dicho que las damas no puedan ser…?
—¿Fuertes? ¿Diestras con las armas? —Hogg se encogió de hombros,
tomando el pétalo entre los dedos largos, manchados de carboncillo—. Pues
no lo sé, el mismo idiota que dijo que los chicos teníamos que ser todo eso
y dejar a un lado esto. —Se dio unos toquecitos en la cabeza—. O que los
dragones no existen y ¡mira!
Después, se introdujo el pétalo en la boca y su expresión cambió por
completo. Primero abrió mucho los ojos y después los entrecerró mientras
masticaba. Era tan cómico que Meridi rompió a reír.
—¡Esto está buenísimo!
Arrancó una flor a su lado y empezó a comérsela entre sonidos de gozo
que hicieron que la pelirroja estallara en carcajadas sin poder contenerse.
—¡Pruébalo, Meridi!
Ella ladeó la cabeza, aún entre risas; le resultaba cómoda la compañía
desenfadada del chico. Allí ella no era una duquesa, ni una arquera de
Ártemis, era solo Meridi y solo por eso cedió al impulso y se metió dos
pétalos de golpe en la boca.
El sabor dulce y afrutado estalló en su lengua y le hizo soltar un gemido
ahogado.
Comió tres flores más, antes de caer en un sueño profundo junto a Hogg
y Nox, con Kiran tumbado cuan largo era entre ambos muchachos.
La despertó una voz chillona y unos pasos que correteaban a su
alrededor, impacientes.
—Creo que están bajo los efectos del azúcar de hadas.
—Muy aguda, Día, ¿es tu nueva forma infantil la que ha afilado tu
ingenio?
—Mab, querida, sé que no es agradable seguir siendo anciana cuando yo
he recuperado mi juventud, pero…
La risa cristalina de la otra inundó el claro cuando Meridi abrió los ojos y
se incorporó. Le costó unos instantes enfocar bien la vista y, cuando lo
logró, parpadeó varias veces con extrañeza, porque ante ella tenía a una
niña y a una mujer adulta. Ambas tenían alas a la espalda, que soltaban un
brillo que caía a su alrededor, volviéndose opaco a medida que se posaba en
el suelo.
Iba a abrir la boca para hablar cuando Hogg se estiró y bostezó
sonoramente, sin abrir los ojos. Se giró y el brazo pasó sobre el cuerpo de la
panterita y sobre las piernas de la pelirroja, que se quedó estática antes de
apartarse un poco y sacudir en vano al chico.
—Hogg.
Este murmuró algo en sueños y Meridi le vio las comisuras rojas, como
si se hubiera pintado los labios y lo absurdo de la situación casi la hizo
soltar una risa. Entonces se llevó las manos a la boca, porque tal vez ella
ofreciera el mismo aspecto.
—¿Crees que deberíamos…? —preguntó Mab.
—Sí, deberíamos. Además eso es un… —La niña rodeó el cuerpo del
dragón y abrió mucho los ojos antes de decir—: Estaba segura de que no
quedaban dragones.
—Así es, Día, pero…
En ese instante, la pequeña sacó una varita y rozó con ella al animal, a
Hogg y a la pantera. Estos se sobresaltaron y se despejaron por completo.
—¿Nos vamos ya? —volvió a preguntar la más mayor, impaciente.
—¿Irnos a dónde? —balbuceó Meridi sin comprender lo que estaba
pasando.
Pero el mundo se desdibujó frente a ellos y fueron arrastrados por la
magia a través de él, con la niña sonriente moviendo la varita para dirigir
sus movimientos.
—¿Por qué nos están secuestrando unas hadas?
Las palabras de Hogg se perdieron mientras el mundo se difuminaba a su
alrededor.
CAPÍTULO 41
Había dormido durante tanto tiempo que sentía las extremidades
entumecidas. Se frotó los párpados y cuando todos los recuerdos se
ordenaron en su cabeza abrió mucho los ojos y se llevó una mano a las
sienes. Se sentía bien, a pesar del entumecimiento y el regusto dulzón en la
garganta.
Estudió el lugar en el que estaba, medio en penumbra, y no reconoció la
estancia. Un miedo agudo estalló en su pecho al pensar en Nox, pero se
relajó de inmediato cuando su morro entró por una ventana olfateando en su
búsqueda.
—Al fin despiertas, Hoggy, te pasaste con el azúcar de hadas.
El reptil bufó en una risita y el chico le acarició el morro antes de besarlo
con suavidad.
—Pues Meridi sigue dormida como un tronco —dijo Kiran, tumbado en
la cama.
Entonces se percató de que la chica estaba durmiendo justo a su lado y
los colores acudieron a sus mejillas sin remedio. Se mordió el labio inferior
con suavidad y la observó unos instantes, pensando en el modo más amable
de despertarla.
Vio su expresión calmada, los labios aún teñidos de rojo, relajados en una
sonrisa. Su nariz se arrugó un poco en sueños y las pecas se marcaron sobre
ella. El cabello, en ondas desordenadas alrededor de su cabeza, se sacudió
un poco cuando ella se movió.
—Cian, no… para. —Su voz sonó a súplica y Hogg sintió que estaba
espiando algo que no debía ver.
Así que se arrastró por la cama y bajó por la zona de los pies, ayudándose
de la cabeza de Nox, que seguía ahí mirándole con una diversión chispeante
en los ojos.
—¿Qué es lo que te parece tan gracioso?
—Nada, Hoggy, es solo que… —Resopló una nube de sombras
señalando a la pelirroja.
El muchacho ignoró al reptil y se lavó la cara en un aguamanil que vio en
un extremo de la estancia y que estaba, curiosamente, a la temperatura
perfecta. Se peinó el cabello ayudándose del agua y salió del cuarto seguido
de Kiran.
Se encontró en una estancia ovalada, en cuyo centro había una mesa
redonda, repleta de papeles, utensilios y objetos diversos. Desde una bola
brillante, a polvo brillante de diferentes colores acumulado en frascos. Entre
todo el caos vio a una niña que repasaba unas notas con el cabello revuelto.
Carraspeó, intentando alertar a la pequeña hada de su llegada, pero esta
siguió concentrada, mientras sus ojos se movían a toda prisa entre letras.
Un pitido y unos pasos le hicieron dar un respingo y se volvió a tiempo
para ver llegar al hada adulta. Una mujer de cabello negro y corto siguió
caminando, con una bandeja en la mano y unas tazas. Tiró sin miramientos
los papeles que había en una parte de la mesa y colocó ahí la bandeja.
—¡Eh! ¡No tires mi trabajo! —se quejó una voz infantil, tras el desorden.
—¿Té? —ofreció la otra, mirando a Hogg, como si tal cosa.
—¿Nos han secuestrado unas hadas? —murmuró Kiran, saltando a la
mesa, junto a la bandeja y empezando a lamerse una pata.
—Yo no lo llamaría secuestro, gatito —contestó el hada morena
tendiéndole un trozo de carne seca que el felino atrapó enseguida.
—¿Puedes oírle?
—Soy un hada madrina, muchacho, claro que puedo.
La galleta que Hogg había cogido del plato se deslizó al suelo y se partió.
Miró a ambas sin saber qué decir.
—Lo raro, en realidad, es que tú puedas hacerlo —intervino la niña desde
su posición—. Eres un parlante, lo cual… es interesante.
Hogg se tapó el rostro unos segundos, sin comprender. En ese momento
salió Meridi de la habitación, con la cara limpia y el cabello recogido en un
moño suelto que le dejaba varios mechones enmarcándole el rostro.
Estaba guapa.
Hogg sacudió ese pensamiento y volvió a centrarse en las hadas.
—Nox nos lo ha contado todo, chicos. Así que será mejor que nos
presentemos. Yo soy Mab y ella es…
—¡Día! —se adelantó la niña, incorporándose y cogiendo una taza de té.
—Las hadas de las que nos habló Jack —comprendió Meridi.
—Sí, Nox también nos contó eso —prosiguió Mab—, y dado que parece
que todo este caos proviene de vosotros, tendréis que ser más claros con lo
que ha pasado.
—Aunque a mí este cambio me ha beneficiado, ¡vuelvo a ser joven!
Mab puso los ojos en blanco ante la intervención de la otra hada y tomó
asiento frente a Hogg. A un gesto de su varita, los objetos que surcaban la
mesa, a excepción de las galletas y el té, desaparecieron, para consternación
de la niña que se quejó antes de sentarse también a la mesa e invocar una
pequeña pila de papeles. Hogg vio por el rabillo del ojo a Meridi sentarse a
su lado y entrelazar las manos en un gesto refinado. A veces le sorprendía
con esos detalles, porque la pelirroja era una arquera excelente, no le
importaba comer sin delicadeza alguna, pero después la veía sentarse con la
espalda erguida, como si fuera en realidad una noble de alta cuna.
Kiran le dio un suave arañacito en la mano y él se iba a quejar cuando se
dio cuenta de que los ojos de las hadas estaban clavados en él.
—¿Puedes enseñarnos el objeto que…?
Hogg tragó saliva y se dirigió hacia la habitación, donde había visto sus
pertenencias. Cogió la bolsa y la llevó de nuevo al salón. Allí, dejó la vara
rota en el centro de la mesa. Día dio un respingo y su cuerpo infantil se
adelantó para ver mejor el objeto, como si no se atreviera a tocarlo. Mab,
sin embargo, lo rozó con las yemas de los dedos y todo atisbo de sonrisa
desapareció de su expresión.
Duró solo unos instantes, pero Hogg vio preocupación real en ella y
contuvo el aliento, antes de preguntar con un hilo de voz:
—¿Tiene arreglo?
Las hadas se miraron y el miedo retumbó en el pecho del jinete.
—Es una vara del espacio-tiempo —dijo Día tras meditar unos minutos
eternos—. Una de las pocas que existieron y se entregaron a…
—Eso no importa —cortó Mab—. El caso es que esta en concreto…
Mab la tomó entre las manos para observarla mejor. La rozó con la varita
y el objeto cambió, restableciéndose por completo. Mas aquello fue una
ilusión que duró unos segundos e hizo que el hada morena se diera unos
toquecitos en la sien e intercambiara otra mirada con la niña hada.
—Pétalos del tiempo —dijeron al unísono.
—Para empezar —murmuró Día.
—Pero vayamos por partes.
Esta vez fue Hogg el que intercambió una mirada con Meridi.
—¿Y dónde hay…? —empezó el jinete.
—Son de las flores lunares.
Y sintió el respingo de la arquera a su lado, pero las otras dos mujeres,
que aleteaban por la estancia, no parecieron percatarse. Se volvió hacia ella
unos segundos, preocupado, pero la encontró rígida, con los labios
apretados y no tuvo tiempo de preguntar, pues fue la voz de Meridi la que
dijo:
—En el Reino de la Música hay flores lunares.
—¡Exacto!
—Pero… —La arquera se frotó la frente, confusa—. Tan solo son flores
que brillan con las lunas. No tienen nada de especial.
Mab alzó una ceja, mientras que Día soltó una risilla y, volando, se
acercó a ella.
—Tenéis unas flores con un gran poder al alcance de la mano ¿y no
sabéis nada sobre ellas?
Meridi se encogió de hombros.
—Tal vez los druidas… —La joven cerró los ojos, como perdiéndose en
sus pensamientos—. Recuerdo haberlos visto recoger algunas de esas flores
en fechas señaladas, como noches de luna llena, del último día del año, la
última noche en un cambio de estación…, pero siempre he creído que
tendrían algún tipo de propiedades curativas al juntarlas con otras plantas.
—Ah, sí, esos vejestorios.
—¡Día! Ten un poco de respeto.
—Te recuerdo que ellos se refieren a nosotras como «luciérnagas».
Antes de que Mab pudiera replicar, Hogg intervino.
—¿No estamos muy lejos del Reino de la Música?
—Por favor… que somos hadas madrinas. Abriremos un Arco Mágico y
estaréis ahí en menos de lo que se dice varita.
Pero no fue así, porque cuando Día abrió un portal este se cerró
abruptamente. Mab la imitó y sucedió lo mismo. Por más veces que lo
intentaran, era imposible. Meridi había palidecido un poco y Hogg observó
que tenía los nudillos blancos, mientras apretaba el arco.
—¿Estás bien? —le susurró.
No obtuvo respuesta.
—Por alguna extraña razón, el Arco Mágico hacia el Reino de la Música
no funciona —explicó Mab.
—¿Creéis que tiene que ver con…? —Hogg alzó la vara, completando su
pregunta.
—Creo que es por un maleficio —dijo Día, con voz lúgubre.
CAPÍTULO 42
Ningún Arco Mágico había sido posible al Reino de la Música y, aunque
Meridi no había hecho comentario alguno, sentía la preocupación
mordiéndole el estómago conforme avanzaban hacia su hogar. Las palabras
de Día retumbaban en su memoria, sin darle tregua a sus pensamientos.
«Creo que es por un maleficio».
Claro que era por un maleficio. Uno del que ella no quería hablar. Se
mordió el labio, consternada, observando el bosque que los rodeaba. Ya
estaban muy cerca del Reino de las Maravillas. Se fijó en la luz que entraba
a través de las copas verdes de los árboles, más anaranjada, y la calidez de
los rayos menos asfixiante: se acercaba la noche.
Hogg había intentado entablar conversación con ella, pero no se lo había
permitido. En sus ojos amarillentos se advertía preocupación y Meridi
sacudió la cabeza. No quería pensar en eso. No quería que volviera a su
mente el rostro amable de su compañero de viaje. No podía ablandarse,
porque si todas sus sospechas eran ciertas…
Miró de soslayo a un lado del camino, donde percibió el cuerpo de Nox
hacerse visible y acercarse a ellos con cuidado. Su envergadura no se lo
ponía fácil, pero el reptil era sigiloso y delicado como un felino.
Su corazón latió más deprisa dentro de su pecho y temió que su sonido
reverberase entre los árboles.
—Es un buen momento para descansar. Creo que será mejor que nos
adentremos en el Reino de las Maravillas mañana —dijo Hogg, sin mirarla.
Ella se encogió de hombros a modo de respuesta y le ayudó a apilar unos
troncos. La brisa nocturna silbó entre las ramas y le rozó los cabellos
cobrizos, sueltos sobre su espalda. Se fijó también en que revolvió unos
mechones castaños de Hogg, haciéndolos resbalar sobre su rostro. Sintió un
aguijonazo de culpa cuando sus miradas se cruzaron y desvió la vista hacia
los alrededores, como si hubiera escuchado algo, mas lo único que oyó fue
el suspiro largo que salió de entre los labios del jinete.
—Tenemos bastante comida para el viaje —comentó él al cabo de un
tiempo.
Día y Mab les habían dado provisiones no perecederas, comida hechizada
que aguantaba mucho tiempo. Lo primero que hizo el jinete fue alimentar a
Kiran y después al dragón, que cazaba por su cuenta, mas no se negaba a las
raciones de pescado que le guardaba su amo.
No quería hacerlo, Meridi no quería mirarlos, pero lo hizo. Alzó la
mirada, dejando a medio camino el brazo que sostenía una manzana y los
vio. Hogg acariciaba con ternura el rostro del reptil y le susurraba palabras
de cariño mientras le daba el pescado.
Tragó saliva de forma dolorosa y bajó el rostro, mas antes de hacerlo, se
encontró con los ojos grandes y atentos del felino. Abrió y cerró la boca,
como si le debiera alguna explicación a la panterita.
—Es que… —balbuceó.
El gato se limitó a seguir observándola con una mirada que la pelirroja
hubiera jurado que era divertida, pero eso no era posible.
«Solo es un gato», se recordó.
Para cuando Hogg regresó a sentarse allí con ellos, seguido por Nox, que
se tumbó a lado del grupo, rodeándolos con su cola, Meridi ya había
regresado a sus propios pensamientos.
—Oye, Meridi…
Ella cerró los ojos unos instantes antes de mirarle.
—Estoy bien. —Sonó más cortante de lo que pretendía, pero no suavizó
un ápice su postura.
—¿De verdad eres del Reino de la Música?
Ella casi se atragantó con la comida, pero no contestó. Sabía que no era
necesario, así que le clavó los ojos azules y dio un respingo al ver que el
chico se le había acercado, lo suficiente como para poder aspirar su aroma a
carboncillo, pergamino y cuero. Y, por razones que se le escapaban, le
resultó reconfortante.
De nuevo, intentó en vano mantenerse firme. No podía dejar que pasara
lo que le había sucedido en el claro. Por más que le pesara, aquello había
sido un recordatorio de quién era y qué había venido a hacer allí. Era la
futura duquesa del Reino de la Música, era una arquera de Ártemis y tenía
que actuar en consecuencia.
No podía distraerse, no cuando la salvación de todo un reino recaía sobre
sus hombros. No cuando el mundo estaba patas arriba porque había
fragmentado el tiempo —así lo habían llamado las hadas— cambiando los
reinos mágicos por completo.
—No hace falta que me contestes, es solo que… —prosiguió él—. Las
flores lunares, la flauta, el arpa de la que se te escapó el fatuo y el miedo
que he visto en ti cuando…
No era necesario que dijera cuándo. Meridi lo sabía bien. Respiró hondo.
Tenía que cortar aquella conversación antes de que…
«Se enterará tarde o temprano», se reprochó.
Al fin y al cabo, necesitaban entrar en el reino. En su hogar. Donde no
sabía cómo habría actuado la vara del espacio-tiempo, pero sí sabía que
seguían bajo un maleficio.
«Pues ya le daré las explicaciones después».
—No sé lo que estarás pasando, ni quién eres en realidad, pero…
Sintió la electricidad en su mano y vio que la de él estaba muy cerca de la
suya, apenas a un roce de distancia y su piel le cosquilleó, como si tuviera
que romper esa barrera y aceptar aquel contacto.
Kiran se adelantó y se frotó contra Hogg, que empezó a tocar al felino
con una sonrisa que le marcó los hoyuelos. El felino clavó los ojos
triunfantes en ella, como si al acaparar la atención de su amo hubiera salido
vencedor.
Y, entonces, Meridi escuchó algo a su espalda. Sintió el vello de su
cuerpo erizarse, un instinto que había desarrollado tras muchas horas en el
Bosque de los Druidas. Le hizo un gesto al jinete para que guardara
silencio. Este obedeció al instante, sobre todo cuando Nox se camufló entre
las sombras en tan solo un pestañeo.
Con un movimiento fugaz la panterita se refugió en brazos de Hogg y
este se puso en pie, mirando alrededor. La pelirroja apretó el arco, cogió
una flecha y tensó la cuerda, apuntando directamente a un… ¿lobo?
No. No a un lobo, sino a una silueta envuelta en una caperuza roja.
CAPÍTULO 43
—Phir.
Hogg captó el matiz diferente en la voz antes de ser consciente de ello y
ladeó la cabeza antes de situarse, tragando saliva, entre Meridi y los
desconocidos. Porque había algo extraño en el tono de la chica de la
caperuza cuando le había hablado a su lobo. Como si supiera que podría
comprenderla perfectamente. Él conocía muy bien esa sensación.
—Hogg, ¿qué haces? —preguntó Meridi, entre dientes.
—Eso, ¿qué haces? —se quejó Kiran trepando por su pecho al hombro
intentando ocultarse.
—No es propio de ti esconderte.
—Ahora que mido un palmo, sí.
Se quedó estático cuando vio que la pareja avanzaba unos pasos y sintió
el cuerpo de Meridi más cerca del suyo, la tensión en los brazos y el arco a
un lado de su cuerpo. Entonces se fijó en un brillo de plata entre los
pliegues de la caperuza de la chica y se le aceleró el pulso.
—Aparta, jinete.
—Meridi, la última vez que disparaste así no salió muy bien. —La miró
de soslayo con una mueca y ella suspiró, mas no bajó el arma.
La pareja se detuvo cerca, el lobo olfateando frente a sí con los dientes
asomando de sus fauces, la chica con unas dagas que sostenía con
demasiada fuerza.
—Vamos a calmarnos todos un poco —continuó el joven, intentando
sonar seguro.
Se volvió hacia Meridi, cuyos ojos azules echaron chispas cuando él le
puso una mano en el antebrazo y la obligó a bajar el arma con una
delicadeza que le aceleró el pulso. Tocar así a la arquera letal podría
costarle el cuello. Tragó saliva y se volvió en la dirección en la que el lobo
y la chica intercambiaban miradas significativas.
—Tenemos provisiones de sobra, podemos… podemos compartir.
Eso captó la atención de los desconocidos y le costó un maullido de queja
y un tirón en el brazo por parte de Meridi, que le hizo trastabillar hacia atrás
antes de recuperar el equilibrio y encontrarse ante la mirada fría de ella. Su
boca era tan solo una línea antes de empezar a hablar.
—¿Qué se supone que estás haciendo? ¿Y Nox?
Hogg ya había pensado en eso, pero el reptil siguió oculto entre las
sombras, a pesar de que lo sentía tenso, preparado para protegerle si fuera
necesario.
—Solo soy amable, Nox está bien. Meridi, sé lo que hago.
Pero no lo sabía. Sin embargo ella se apartó, alzó un poco las manos en
señal de rendición y fue hacia la linde del claro para reunir troncos y hacer
una hoguera. Hogg la vio alejarse y se acercó de nuevo a la pareja, con
Kiran revolviéndose en la bolsa, de la que salió para estudiar a los recién
llegados. Se acercó enseguida a la chica, se frotó contra sus piernas y esta
acarició al felino con una sonrisa. Hogg atisbó unos cabellos rubios, unos
ojos claros ensombrecidos por la caperuza y una cicatriz en una mejilla. Y,
más allá, vio cómo la miraba el lobo. Unos ojos inteligentes, pardos y…
¿humanos?
—Es Kiran, es una panterita un poco pesada si la dejas. Soy Hogg, ¿y tú
eres…?
Fue el can el que se adelantó, olfateándole con interés. Y olfateando más
allá, como si pudiera captar a Nox, cosa que hizo que un escalofrío le
recorriera la espalda. La chica se tomó unos instantes para incorporarse y
mirar al muchacho. Al principio pareció dudar, pero Phir se volvió hacia
ella y solo entonces, la rubia dio unos pasos y se retiró la caperuza.
—Yo soy Rubí y él es Phir, mi… —la duda surcó su rostro—… lobo.
Escuchó una risita triste y clara y miró directamente al can.
—Porque decir que tu novio es un lobo queda raro.
Hogg guardó silencio e intentó fingir indiferencia, como si no hubiera
escuchado nada. Había aprendido que, en ocasiones, ocultar su don podía
darle más información. Por fortuna, Meridi llegó con troncos y se puso a
encender el fuego.
—¿Vais hacia algún sitio en particular? —preguntó Meridi, con voz fría,
mientras dejaba al jinete ocupándose de la fogata.
El chico cogió el utensilio que había inventado para hacer esa tarea más
fácil y en pocos minutos el fuego crepitaba entre ellos. La pareja no había
respondido a la pregunta de Meridi y la arquera se sentó taciturna a un lado,
con el arco preparado a su lado. Rubí se sentó en el otro extremo, con la
espalda muy recta y el lobo se tumbó frente a ella. El jinete, sin saber bien
qué hacer, les ofreció comida a los recién llegados y se sentó en una
posición neutral.
—Nosotros estamos intentando solucionar este desastre —señaló a su
alrededor, intentando romper el hielo.
Meridi le lanzó una piedrecita que le acertó en el pecho, a modo de
advertencia. Hogg rodó los ojos, pero no añadió nada más.
Rubí se mantuvo en la misma postura rígida que compartía con Meridi.
—¿Te refieres a esta locura que hay de la mezcla de reinos?
—Y no solo de reinos, el tiempo también…
La arquera tensó la cuerda de su arma, aunque sin levantarla, solo para
avisar de que la conversación se terminaba ahí.
—Tal vez podamos viajar juntos. Quizás ellos sepan algo que nosotros
no…
—¿En serio crees que estos dos…?
Rubí examinó a la pareja. Meridi se había levantado y arrastraba a Hogg
tras ella, apartándolo de los chicos y de su propio diálogo, que le llegaba al
jinete en trozos inconexos mientras la arquera hablaba.
—Seguramente solo esté…
—… la pena intentarlo…
—¿Dragones? —Una risa ahogada.
—¿Y si es la clave para…?
—¿Me estás escuchando?
Centró sus ojos en Meridi y la estudió. Le había soltado, pero aún sentía
el fuego en la muñeca y este ardía en los ojos azules de la chica.
—El lobo… —Se humedeció los labios, intentando buscar las palabras.
—Me da igual. Hogg, no puedes ir contándole a todo el mundo esto, no
cuando apenas los conocemos…
—Intento ser amable, intento…
—¿Desvelándoles nuestros secretos? —El tono de Meridi se volvió duro
y peligroso—. Puede que para ti esto sea solo un juego, pero para mí…
Guardó silencio, de repente, como si se hubiera dado cuenta de que
estaba a punto de atravesar una línea. Y Hogg se dio cuenta de que, en
realidad, sabía tan poco de ella que era probable que se hubiera cortado
antes de soltar una información personal relevante. Y, como sucedía
siempre que se acercaban a un tema así, respiró hondo y se apartó de él.
—Merid…
—No.
—Sé que esto es importante para ti, por…
Dio un paso hacia ella, a pesar de que el instinto le gritaba que no lo
hiciera.
—En serio, ¿cómo puedes decirme que hay un dragón aquí y ahora? ¡Los
dragones no exist…!
Hogg olvidó la conversación pendiente y se volvió como un resorte en
dirección a la voz de la joven de la caperuza. Nox se había acercado y
evaluaba a los recién llegados con interés, mostrándose de entre las
sombras, reluciente de noche, concentrando toda la oscuridad del bosque en
sus escamas.
La rubia se había quedado boquiabierta ante tal visión. Tan estupefacta
que no era capaz de moverse. Fue el lobo quien reaccionó colocándose
delante de ella, mostrando sus dientes al elemental nocturno.
—Nox es mi dragón y no os hará ningún daño —dijo Hogg antes de
poder contener su lengua.
Phir se volvió hacia él, todo sorpresa, y el granjero supo que acababa de
revelar otro secreto. Uno que Meridi solo sospechaba.
CAPÍTULO 44
Meridi avanzaba por ese reino en silencio, junto a Rubí, que también
guardaba silencio. No confiaban la una en la otra, pero Hogg no dejaba de
parlotear con Phir, y ambos caminaban delante de ellos.
Seguía alternando entre pensar que Hogg simplemente estaba loco,
porque no había oído hablar de nadie que pudiera hablar con los animales y
creer que así era.
«A menos que sea con agua parlante», se recordó.
Pero no, el jinete tendría que tener un alijo imposible para hacer lo que él
hacía. Miró de soslayo a la rubia que caminaba a su lado, envuelta en la
caperuza. Ella estaba muy concentrada tanto en los movimientos del lobo,
como en lo que iba apareciendo a su alrededor; no era para menos.
Nox, cerca del grupo, se mantenía visible por el momento, aunque según
el mapa estaban cerca de la Reina Blanca y allí no le quedaría más remedio
que ocultarse. Le observó en silencio y le dolió un poco el pecho, así que
retiró la mirada deprisa.
—¿El jinete y tú hace mucho que viajáis juntos?
—Lo suficiente, imagino. —Se encogió de hombros.
La chica no insistió, no dijo nada más, pero ambas se detuvieron
abruptamente tras el lobo y Hogg.
Habían llegado a un camino con praderas extensas que lo rodeaban, de un
verde reluciente e irreal, salpicado de flores de colores variopintos. Fue
entonces cuando la pelirroja tomó el control y se situó delante del jinete,
que le dio una rápida indicación a Nox. Este se fundió entre las sombras,
mas estas no eran suficientes en una explanada como aquella y su cuerpo
solo quedó medio oculto.
Era un contratiempo, pues Meridi no tenía intención de detenerse, así que
siguieron avanzando. A medida que lo hacían vieron una ciudad en la
distancia.
—Es cierto que es una partida de ajedrez… —musitó Hogg a su lado.
—¿Qué…? —preguntó Rubí, dando unos pasos hacia delante.
A simple vista la ciudad que se desdibujaba en el horizonte parecía
normal, pero fijándose mejor vieron unos con formas diversas; parecían
fichas de ajedrez.
El camino iba directo hacia la población, así que la arquera sacó el mapa
y lo consultó en silencio. Sintió el calor del cuerpo de Hogg a su espalda,
cuando se asomó por encima de su hombro para ver el pergamino.
Inconsciente de su cercanía, él bajó un poco la cabeza, hasta casi rozar el
cuello de la chica, que contuvo el aliento.
—Esquivar la ciudad será difícil —murmuró el jinete, poniéndole voz a
sus propios pensamientos.
Ocupaba una gran extensión en el mapa, cosa que no era de extrañar.
Entonces escucharon un sonido fuerte en la lejanía, como una explosión, y
ambos dieron un respingo que les hizo chocar entre sí. Por acto reflejo
cogió el arco y una calidez inesperada le rodeó la cintura solo unos
instantes.
Hogg se apartó con brusquedad y la pelirroja sintió frío, pero buscó la
procedencia de ese sonido. Se quedó sin aliento al ver un edificio caer a un
lado del tablero.
—¿Crees que podríamos sobrevolar la ciudad? —preguntó dirigiéndose
al muchacho.
—Tendremos que esperar a la noche, pero es viable…
Antes de que ella pudiera añadir nada más, él se acercó al reptil y su voz
se convirtió en un susurro delicado cuando empezó a hablar con él. La
pelirroja, sin querer prestarles demasiada atención, centró su mirada en la
ciudad y contuvo el aliento cuando una torre pálida y reluciente atravesó
unas casillas más: la reina blanca.
La joven no podía apartar los ojos de aquella… ¿maravilla abrumadora?
Porque la fascinaba y sobrecogía a la vez. Meridi había estudiado los
reinos, sabía del Reino de las Maravillas, y que la ciudad Blanca era, en
realidad, un tablero gigante de ajedrez. Había visto dibujos al respecto, pero
nunca había sido capaz de imaginarlo por sí misma, y una parte de sí
ansiaba que llegara la noche para poder contemplarlo.
Esta no se hizo esperar. Hogg la sacó de su abstracción con un suave
golpe en el hombro. Estaba tan cerca que pudo sentir su respiración a un
lado del cuello y sintió un agradable escalofrío.
—Vamos —susurró él tendiéndole una mano.
Al girarse, Meridi, sin pensarlo, se la tomó y juntos fueron hacia Nox,
bien visible ante ellos. Phir se había asegurado de que no hubiera nadie por
los alrededores.
Subieron los tres a lomos del dragón y este cogió al lobo entre una de sus
garras.
—¡Phir! ¿Todo bien? —gritó Rubí ya acomodada detrás de la arquera.
Hogg soltó una risilla. Meridi no alcanzó a entender el motivo de ella,
mas la joven rubia volvió a hablar:
—Tranquilo, este grandullón no te soltará… o caeremos todos.
Aquí la arquera pudo percibir cierta amenaza en el tono.
Nox alzó el vuelo fundiéndose con la noche y sobrevolaron la ciudad de
la Reina Blanca.
Tanto Hogg como Meridi soltaron sendos gemidos de admiración. Rubí
parecía más concentrada en no caerse y controlar que el lobo estuviera bien.
Lo que se extendía ante sus ojos era indescriptible. Sí era un tablero de
ajedrez, cuyas casillas blancas casi relucían a la luz de las lunas, mientras
que las oscuras casi resultaban impenetrables a simple vista. Las figuras que
lo conformaban, edificios donde, supusieron, la gente habitaba, estaban
desordenadas, y quietas por completo. Más parecía un cementerio que una
ciudad. No había luces, nada que indicara que allí había vida alguna.
En el centro, un lago de aguas doradas.
La joven parpadeó varias veces, mas el oro líquido permaneció allí,
reflejándose su sus ojos. La laguna que daba ahora nombre al Reino de la
Laguna Dorada.
«Espero que podamos arreglarlo…».
Y, cuando sobrevolaban la última de las fichas, una de las más altas
torres, la vieron. Fue curioso. La torre pertenecía a las piezas negras, mas en
su balcón destacaba una figura blanca, que desde la altura a la que estaban
parecía más un insecto.
La reina blanca.
Meridi tragó saliva. Tenía la sensación de que los estaba mirando.
Desvió los ojos y enseguida dejaron atrás el cementerio de ajedrez.
Por la tensión del momento, Meridi dejó caer la cabeza, apoyándola en el
hombro de Hogg y cerrando los ojos. La calidez que le transmitía a través
de sus ropas logró relajarla hasta el punto de casi quedarse dormida, hasta
que la voz de él dijo:
—Territorio de la Reina de Corazones.
Un jardín se extendía bajo ellos, más bien era un laberinto de plantas, ríos
y puentes, en cuyo centro se extendía una ciudad, y en medio de ella un
castillo hecho con naipes gigantes… No. Eso era lo que había estudiado,
pero no lo que estaban viendo sus ojos. No había rastro del castillo, sino de
una catedral de grandes vidrieras y llena de ornamentos.
Más elementos que formaban parte del caos que habían provocado.
Sus ojos volvieron a los jardines.
«Está muy bien pensado. Si alguien quisiera invadirlos, tendría que
atravesar primero el laberinto, y…».
Sus propios pensamientos se silenciaron al ver cómo un puente empezaba
a moverse y cambiar de lugar; algunas plantas lo siguieron y, el caudal del
río, lo hizo también.
Un laberinto mágico.
¿Cómo eran capaces de atravesarlo sus propios habitantes?
En los libros se mencionaba un jardín laberíntico. Naipes como
guardianes de la ciudad de Corazones. Un castillo construido con cartas
como de una baraja.
Mas no un laberinto mágico.
¿Tendría que ver con las grietas del tiempo y el espacio o era algo propio
del territorio de la Reina de Corazones?
Se prometió que, si un día lo arreglaban, lo averiguaría.
CAPÍTULO 45
Las montañas que separaban los reinos mágicos del este y del oeste eran
más altas de lo que Hogg había imaginado, y las observó asombrado
mientras reunía la leña. Hacía frío y a su alrededor la noche caía con su
manto helado. A su lado, Nox se movía con interés, captando olores en la
oscuridad y escuchando animado los sonidos a su alrededor.
—¿Has cazado algo interesante para cenar? —preguntó Hogg, sopesando
el peso de un tronco especialmente grueso.
—Sí. He encontrado peces grandes en un riachuelo cercano.
El jinete sonrió y le palmeó el cuello, haciéndose daño en la mano. Sintió
un maullido de queja a su espalda y siguió buscando en derredor.
—Ya vamos, Kiran, ya sé que tienes hambre.
Intercambió una mirada divertida con el dragón que de pronto elevó más
la cabeza y aguzó el oído. Sus ojos se posaron en una sombra difusa a unos
metros y la curiosidad pudo con el frío que empezaba a congelarle la nariz y
le entumecía los dedos. Dejó un momento los troncos en el suelo y caminó
al lado de Nox en la penumbra, hasta que llegaron a lo que resultó ser un
barco varado. En su mástil más alto había una bandera ondeante negra con
una calavera blanca sobre dos tibias cruzadas que parecía retarle.
Estaba en completo silencio, pero… Hogg tuvo una idea y, contra toda
prudencia, trepó por él y lo recorrió despacio. Quizá, si nadie iba a usarlo él
pudiera aprovechar para buscar materiales.
Y eso hizo. De modo que tardó más en llegar, con un saco lleno de leña y
un dragón que cargaba con otro saco.
—¿Por qué has tardado tanto? —Meridi le miró con las mejillas rojas por
el frío.
Aun así, no temblaba, sino que sostenía el arco con las manos enfundadas
en guantes de cuero. Hogg ladeó la cabeza y miró a la espalda de la chica,
donde vio unas dianas rudimentarias.
—¿Estabas entrenando?
—Algo tenía que hacer si no quería congelarme.
Él ahogó una sonrisa y se fijó en que Phir y Rubí estaban acurrucados
uno al lado del otro, compartiendo su calor. Apartó enseguida la vista y dejó
el saco. La pelirroja le ayudó a apilar los troncos y después le dejó que
hiciera los honores.
—No entiendo cómo alguien con tus dones… —empezó Meridi,
mientras el fuego crepitaba cada vez con más fuerza.
Hogg se encogió de hombros, restándole importancia y guardando el
utensilio en su bolsa, de la que salió la panterita y corrió a acurrucarse
frente al fuego, a los pies de Meridi.
—Tampoco me ha ido tan mal —contestó al fin, señalando con la cabeza
a su dragón.
La chica no contestó, pues en ese momento se les unieron Rubí y Phir.
Meridi se quitó los guantes de cuero despacio y Hogg observó los dedos
largos, enrojecidos, de apariencia frágil y suave, pero con callosidades que
contrastaban con ello.
¿Habría entrenado desde niña?
—¿Queréis pan? —ofreció la pelirroja.
—Y queso —añadió Hogg, sacando de un envoltorio una cuña
amarillenta.
A Kiran le ofreció carne seca, que la panterita devoró, sin apartarse del
fuego. Nox, ya saciado con su cacería, se tumbó rodeando al grupo,
manteniéndose cerca, mientras sus escamas refulgían a la luz de la lumbre.
Rubí depositó frente al lobo, que había comido carne, una manzana
cortada a trozos y el can empezó a comer despacio, tras lamerle con
suavidad el brazo a la rubia.
Hogg se volvió hacia Meridi cuando Phir le dijo algo susurrado a su
compañera y esta le contestó en el mismo tono cariñoso. La pelirroja estaba
observándole con atención y al sentirse descubierta, fingió seguir comiendo
el poco pan que le quedaba.
—¿Cómo acabasteis viajando por los reinos? ¿Fue a causa de… esto? —
preguntó Meridi, abarcando con una mano lo que tenían alrededor.
Rubí dio un largo suspiro y los ojos de Phir reflejaron algo diferente a lo
que Hogg había visto hasta ahora, se mordió la lengua para no preguntar y
dejó que la chica, con la mano apoyada en la cabeza del lobo, tomara la
palabra:
—No siempre hemos sido así —dijo con suavidad.
Intercambió una rápida mirada con su compañero y este asintió.
—No tenemos nada que perder, Rubí.
—Hubo un tiempo en que ambos fuimos humanos… O casi. Yo… de
pequeña me mordió un lobo lunar. —La otra pareja intercambió sendas
miradas confusas—. Un lobo lunar en realidad es una persona maldita,
castigada por alguna criatura maligna a no formar parte jamás del mundo de
los humanos, pero tampoco del mundo animal. Condenados a vagar por los
bosques hasta alcanzar la muerte o hasta encontrar la forma de romper la
maldición.
»En la mayoría de los casos, el lobo se hace con el control del cuerpo. En
otros, hay una especie de pacto entre ambos espíritus —yo lo hice—. Y hay
unos pocos, muy pocos en realidad, que han logrado mantener a raya al
lobo, salvo en noche de luna nueva. De ahí su nombre.
—Y… —Hogg no salía de su asombro, y compartía con la arquera la
vergüenza por preguntar, pero su curiosidad era mayor—. ¿No hay forma de
romper la maldición?
Rubí soltó una carcajada triste.
—Una de las formas de librarse de la maldición es mordiendo, en la
noche trilunar, la última del año, a un alma pura. El maldito se libera por fin
y pasa su castigo a su víctima.
Estas palabras perturbaron a la pareja que, sin ser conscientes de ello, se
juntaron más.
Phir se acercó más a la rubia y le apoyó la cabeza en el regazo,
reconfortándola. Ella le acarició.
—Y conocí a Phir, príncipe del Reino de las Quimeras…
—Pero… —Meridi no pudo contenerse—. Hijo del rey Midas, ¿verdad?
—Fue el lobo quien asintió sin mirarla—. No se sabe qué fue de esa familia
real tras la muerte de… —Calló, dándose cuenta de que estaba hablando de
más—. Lo siento.
Se hizo un breve silencio.
—No es necesario que sigas, si no…
—Quiero hacerlo —respondió Rubí con cariño—. Era un príncipe
maldito. Sucedieron muchas cosas, pero yo decidí sacrificarme para
liberarle de su maldición, aunque para ello quedara atrapada en mi forma de
lobo.
Se hizo otro silencio en el claro. Uno difícil, en el que tanto Meridi como
Hogg tenían las mismas dudas acuciantes. Pero fue el jinete de nuevo, más
impulsivo y curioso, quien planteó la pregunta:
—¿Y cuando el tiempo se rompió…?
—Yo volví a ser humana y Phir se convirtió en el lobo. Al principio no lo
comprendíamos, pero los dos hemos llegado a la misma conclusión: quizá
la única solución que hallemos en el futuro sea esta. Ser humano y bestia
por siempre, independientemente de quién sea el lobo.
—Pero eso… —La voz de Meridi sonó ahogada, triste.
—Puede que aún haya alguna solución. Esta magia o lo que quiera que
sea ha funcionado diferente para los reinos y para las personas. Tal vez esto
solo sea una parte del camino —intervino el jinete.
—Es posible. —Se miraron con un leve brillo de esperanza.
—¿Y tú? ¿De dónde ha salido ese dragón? —Phir se dirigió al chico,
posando sus ojos tranquilos en él.
Meridi, que no había escuchado la pregunta, seguía a lo suyo. Se había
puesto a pulir la punta de algunas de sus flechas.
—Hogg es un jinete de dragón. —Fue Nox el que, con voz orgullosa, se
metió en la conversación.
El joven granjero escuchó cómo el lobo se lo transmitía a Rubí, pues ella
no podía oír —según había llegado a concluir Hogg— nada más que a Phir.
Luego, el can alzó la cabeza y dirigió sus ojos al joven.
—¿Cómo llegaste a ser jinete de…?
—¿Cómo llegué a ser jinete?
La voz de Hogg se volvió profunda y captó de nuevo el interés de la
arquera, a pesar de que, aún muy cerca de él, siguió concentrada en sus
flechas.
—Nunca llegué a serlo.
—¿Qué?
Meridi dejó las flechas a un lado para clavar los ojos azules en él. Nox se
sentó, con su imponente altura destacando a la espalda de Hogg.
—Eres mi jinete, Hoggy.
Pero no lo era y aquella verdad le rompió por dentro.
—Nunca he querido mentir, pero… En realidad me enviaron a superar
unas pruebas para poder entrar en la instrucción. Un trabajo imposible que
debería hacer si quería regresar a la escuela de jinetes y ser uno de ellos.
—¿Por qué harían eso? ¡Tienes un dragón!
—Y tal vez sea solo un accidente.
—¡Claro que no! —Nox sonó indignado.
—Hoggy… —La panterita saltó del regazo de Meridi y acudió a su lado.
—Encontré el huevo y reaccionó ante mí. Pero no poseo más habilidades,
me evaluaron y… bueno. En pocas palabras vieron que soy un inútil. No
poseo ningún tipo de don. No sirvo para las armas y ya me veis, ¿no? No
soy fuerte, no soy…
—¿Cómo que no posees ningún tipo de don? ¿Y qué me dices a poder
escuchar y hablar con los animales? —comentó el lobo ladeando la cabeza.
Hogg se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué? —Meridi se había tensado y le miraba incrédula—. Eres hábil,
Hogg. Y sobre todo, eres ingenioso e inteligente. Si esa gente no lo ha
sabido valorar, pues…
—Eso no me convierte en un jinete —sonrió él con pesar—. Además,
mira la que he liado. Después de esto…
—La que hemos liado.
—¿Cómo?
—Esto no lo hiciste solo. Y vamos a arreglarlo. Juntos.
CAPÍTULO 46
—¿Qué es eso? —La voz de Hogg se hizo oír por encima del viento.
Meridi se mordió el labio, agarrada a las caderas del chico, a falta de otro
lugar en el que sujetarse. Él había fabricado una silla de montar que se
podía adaptar para que fueran dos personas, pero en ese momento Rubí
también se apretaba contra ellos dos, haciendo que tuvieran menos libertad
que cuando sobrevolaron el Reino de las Maravillas.
—¡Hay que parar! —exclamó la arquera viendo lo que había captado la
atención del jinete.
Una masa oscura, negra, que ella reconoció sin necesidad de acercarse
más, cubría el horizonte: las espinas seguían donde las había dejado al
partir. Y si el maleficio que rodeaba su reino seguía igual —cosa que
parecía bastante probable— no era sensato ni siquiera pasar volando por
encima.
Nox obedeció y se detuvo unos metros más hacia delante, más cerca del
muro de espinos, que se extendía entre los picos de las montañas formando
una muralla infranqueable.
—Forma parte del maleficio —explicó Meridi, mientras Rubí descendía
y se reunía con el lobo.
Bajó del dragón y evitó mirar a Hogg mientras este bajaba con más
torpeza y caía al suelo, aunque lo disimuló incorporándose deprisa y
sacudiéndose la tierra de las perneras con gestos resueltos. A su espalda,
Nox bufó y ella, aunque no podía entenderle, hubiera jurado que se estaba
riendo.
Les dio la espalda a ambos y se centró en el muro que tenía frente a sí,
sin saber bien qué decir o hacer.
En lugar de eso dio un largo suspiro y alargó un dedo hacia los pinchos,
estos reaccionaron con violencia y se extendieron hasta rozarle la yema del
dedo, de donde brotó la sangre. Una advertencia. Se llevó el dedo a los
labios y masculló una maldición.
—Tal vez haya otro camino —dijo Hogg, a su espalda.
—No al Reino de la Música.
Meridi vio las preguntas agolparse en la boca del jinete, que, aun así, no
formuló. Permaneció en silencio, alternando la mirada entre los espinos y
unas piedras del suelo, como si intentara poner en orden una información a
la que ella no podía acceder.
—Y si vamos por el sur a… —empezó Rubí.
—Al paso con el Reino de las Arenas —completó la pelirroja—. Todo el
Reino de la Música está rodeado de espinas, no importa desde dónde se
quiera entrar. Vosotros podéis hacer lo que queráis, pero este es nuestro
destino.
Señaló con la mirada el muro infranqueable y suspiró. Rubí y Phir no
añadieron palabra y se alejaron un poco para hablar entre ellos. Sintió
lástima por esa pareja cuyo destino, al parecer, era permanecer juntos sin
estarlo realmente. Separados por algo más fuerte que unas espinas malditas.
Unidos por algo más mágico que un maleficio oscuro.
Apartó esos pensamientos de sí y sintió el tacto cálido de la mano de
Hogg sobre la suya, apenas un roce, un instante fugaz que hizo que saliera
la primera palabra de su boca:
—Soy una arquera de Ártemis.
Hogg no se sorprendió. Tragó saliva despacio y sus ojos amarillos la
invitaron a continuar. Incluso Rubí y Phir se habían acercado de nuevo,
intrigados por las palabras de la pelirroja. No se detuvo, sino que siguió
hablando:
—Pero también soy, o era, la futura Duquesa de Escocia, título que
corresponde al ducado de la ciudad de Hamelín.
Y esta vez los ojos del jinete sí se agrandaron, denotando sorpresa. Abrió
y cerró la boca un par de veces y luego volvió la vista hacia los espinos
antes de dirigir la mirada, directa, a sus ojos.
—El fatuo… —pronunció con voz queda.
—Eso también forma parte del maleficio.
No despegó la mirada de la de él, a pesar de que no quería seguir
mirándole. Su corazón ahora latía deprisa y un peso diferente le oprimió el
pecho cuando oyó a la reina Ártemis de nuevo dentro de su cabeza:
«El corazón de la criatura más oscura».
—Morrigan —de pronto sentía la boca seca, pero se obligó a seguir
hablando—, fue Morrigan. Maldijo al reino entero, convirtiendo a mi
pueblo en osos con sus fuegos fatuos y encerrándonos para siempre.
—Eso es terrible.
El chico dio un paso y por un momento la pelirroja pensó que iba a
envolverla entre sus brazos. No quería la compasión de nadie, así que
reculó y paseó la mirada sobre el muro de espinos mientras jugueteaba con
el cuero del cinturón que llevaba. El jinete no se apartó, sino que se acercó
más, aunque no la tocó. Se quedó ahí muy quieto, mirando con ella hacia
delante, hacia lo que los separaba de su reino.
—¿Cómo pasó?
Fue Rubí la que habló a la espalda de ambos, con un hilo de voz.
—Voy a encender un fuego. Las historias se cuentan mejor al calor de
una buena hoguera, sobre todo las que nos enfrían el corazón —decidió
Hogg para darle algo de tregua a su compañera.
Y, como si no acabara de decir algo tan profundo como la pena que ahora
mismo la embargaba, se fue resuelto hacia una pequeña arboleda. Meridi
mantuvo la vista pegada en él demasiado tiempo, pues tras unos instantes
sacudió la cabeza y sus ojos se encontraron con los del lobo, al que incluso
creyó ver sonriendo.
Y no fue hasta algún tiempo después, alrededor de la lumbre y con el
estómago lleno, que Meridi empezó a contar su historia desde el principio,
sin apenas omitir detalles. El resto la escuchaban fascinados, panterita y
dragón incluidos, mas fueron los ojos amarillos de Hogg los que más
brillaron, ya fuera porque destacaban más con los colores que se reflejaban
en la hoguera o porque los tenía más abiertos, como si su mente estuviera
trabajando en algo que el resto eran incapaces de ver.
Viendo su ingenio, probablemente así fuera.
—… y cuando me fui mis padres eran osos. Mi padre —sintió el nudo en
la garganta y la voz rota— se transformó ante mis ojos y…
Una lágrima resbaló de su comisura y fue a secársela deprisa. Recordó la
mirada de su padre y el preciso instante en que aquel fatuo le tocó.
Kiran se apretó contra ella, ronroneando y ella lo acarició, aceptando el
apoyo que el felino le ofrecía. Se recompuso y volvió a tomar la palabra:
—Los druidas, y también la reina, encontraron algo que puede ponerle
solución a esto, y ella envió a sus arqueros a por ciertos materiales. Eso
estaba haciendo cuando llegué al Reino de los Gigantes. —Miró a Hogg.
—¿Qué te enviaron a buscar?
—Una habichuela mágica.
Hogg tragó saliva con dificultad y asintió despacio. No vio lucha interna
en su mirada, ni nada que se le pareciera, solo… Y su primer impulso fue
decir toda la verdad, reconocer el último ingrediente que Ártemis había
mencionado.
Mas no dijo nada.
El silencio se extendió entre ellos. Denso y asfixiante, como un manto.
No fue consciente del momento en que Rubí y Phir se retiraron después de
que ella musitara un «buenas noches», ni de cómo Hogg había llegado a
sentarse a su lado. Demasiado cerca. Tanto que no solo sentía su olor, sino
que sus piernas se rozaban.
Y ella solo podía mirarle, pensar en el dragón y en que él necesitaba las
habichuelas.
—Meridi. —Hogg hizo ademán de cogerle la mano, pero al final no lo
hizo.
Se quedó como paladeando su nombre en los labios y la pelirroja sintió
un tirón en el pecho, un nerviosismo que aleteó en su vientre.
—Te ayudaré.
—Pero, tú…
—Como ya has dicho, tengo un dragón —sonrió— y toda una vida para
aprender a ser jinete, con o sin las habichuelas. Con o sin los gigantes. Pero
esto, Meridi —señaló el muro de espinas—, es todo un reino.
Y la forma en que lo dijo, sus palabras firmes, el tono suave, la forma en
que sus manos se movían, queriendo tocarla, fueron lo que terminó de
romperla. Se obligó a seguir mirándole, para evitar mirar a Nox.
«Habrá más elementales nocturnos. Tiene que haberlos».
Otro pensamiento oscuro le dolió en el pecho.
«¿Crees que va a dejarte matar a un dragón, aunque no sea el suyo?».
«Al menos no será el suyo».
CAPÍTULO 47
Hogg despertó el primero. La vida como granjero le obligaba a despertar
justo al amanecer, cuando los primeros rayos de sol ya rozaban el horizonte,
y ya se había acostumbrado a ello. Además, le encantaba. Sentía que así
aprovechaba el día al máximo.
Se dirigió hacia Nox, también despierto, y le siguió, con un Kiran tan
adormilado que caminaba entre bostezos, al pequeño riachuelo que había
mencionado el reptil. No tenía nada de pequeño, mas con la envergadura
actual del dragón, no le extrañaba que lo hubiera visto así.
Aun así, sirvió para lo que quería. Se aseó, se humedeció el cabello para
intentar domarlo y, un tiempo después, temblaba y Kiran se burlaba de él:
—No entiendo la obsesión que tenéis los humanos con el agua.
—Se le llama higiene.
—Ya, lo que tú digas, pero bien sabes que las panteras pastor somos muy
limpias.
—No quiero imaginarme cómo sería ver a un humano lamiéndose… —
empezó Nox para luego poner una mueca de asco.
—Tenemos que volver con el resto.
Nox alzó un pez en el aire antes de engullirlo. Regresaron al lugar donde
habían dormido y donde, a pesar de que el sol ya se alzaba por encima del
horizonte, tras los espinos, dormían. Hogg comprobó que no todos, pues
Rubí no estaba y Phir tenía los ojos lobunos fijos en los restos de la
hoguera. Al verle llegar le saludó con un gesto muy principesco, que casi
hizo reír al jinete, pues Phir, por muy príncipe que fuera, no dejaba de ser
un animal.
Le dio los buenos días antes de pasar junto a Meridi, que estaba tumbada
con esa expresión relajada que se le ponía al dormir y a la que empezaba a
acostumbrarse. Se detuvo un instante, dudando y, entonces, decidió taparla.
Cogió la capa de la chica que había dejado a un lado cuando el calor del
fuego era intenso y la cubrió con ella.
No vio las miradas que intercambiaban Nox y Kiran y, posteriormente,
con Phir.
Tampoco le habrían importado.
Subió la prenda sedosa, impregnada del olor de las raíces, de los árboles
en otoño y del inconfundible rastro de Meridi en ella, hasta cubrirle el
cuello y en ese momento, ella se acurrucó y dijo una sola palabra:
—Cian…
Se apartó con suavidad, con un regusto amargo en la garganta que en ese
momento no comprendió. ¿Sería Cian su novio? ¿Su prometido o algo así?
Era una futura duquesa… por supuesto que debía estar ya comprometida
con alguien de su posición.
De nuevo esa sensación. Ácida. Dolorosa y estúpida, porque… ¿qué
importancia tenía eso?
La tenía. Muy en el fondo de sí. Solo que todavía no lo comprendía. Una
chispa pequeña, como la que todavía no es capaz de encender una hoguera,
pero que si se sigue trabajando provocaría un incendio, ya estaba prendida.
Se sacudió esos pensamientos, como si solo fueran una mota de polvo
que debía eliminar y se concentró en los espinos. En toda la información
que Meridi había contado el día anterior y empezó a ordenar esos
pensamientos.
Tan concentrado estaba que no se percató de que a su espalda el mundo
se onduló unos instantes y apareció una niña hada que de un toquecito poco
sutil despertó a Meridi.
—¿Qué pasa? —exclamó la aludida, sacando al fin a Hogg de sus
pensamientos.
Se volvió a tiempo para ver a la niña inclinada sobre la pelirroja,
olfateándola. Un momento, ¿olfateándola?
—Pues no parece que tengas restos de azúcar de hadas —musitó Día
arrugando la nariz—. De hecho no hueles a nada que tenga que ver con las
hadas. ¿De verdad estabas durmiendo a estas horas?
Hogg contuvo una risa, que a punto estuvo de escapar de su boca cuando
Meridi balbuceó algo inconexo.
—A ver, que tampoco es tan tarde —se atrevió a intervenir, sin poder
evitar que su tono se tiñera de diversión.
—No la defiendas —se quejó la niña hada—. Bueno, no he venido a
regañaros como si fuera vuestra madre, sino a daros información.
Esto captó el interés de Meridi que se puso en pie enseguida y, todo
cabello revuelto, siguió al hada que flotaba hacia los espinos.
—Buena pinta no tiene. Pero nada, nada de buena pinta —dijo para sí,
mientras aleteaba esparciendo polvo de hadas a su alrededor.
—¿Día? —Una voz incrédula sonó a unos metros.
La niña se volvió en la dirección de la voz, olvidando su preocupación.
—¿Rubí?
Hogg percibió la emoción en las voces de ambas y no le cupo duda de
que se conocían cuando ambas se lanzaron en brazos la una de la otra, bajo
la estupefacción de Meridi, llena de impaciencia, y la suya propia.
—Pero… pero…
La rubia no daba crédito a lo que veían sus ojos. Cruzó fugazmente su
mirada con la arquera y el jinete.
—Así que ahora eres una niña —comprendió.
—¿No es maravitupendo? —Dio un giro en el aire sobre sí misma—.
¡Tengo toda la energía de la tierna juventud y la sabiduría y la magia de la
adultez! Y… ¡ah! —Hizo un movimiento en el aire y su varita apareció de
la nada—. ¡Vuelvo a tener mi varita! —canturreó.
Rubí no pudo evitar una sonrisa al verla tan feliz.
—Al menos hay gente para la que todo este caos ha sido algo
beneficioso.
Día dejó de cantar y se fijó en ella y en el lobo. Luego en el lobo y en ella
otra vez, y se cruzó de brazos.
—Pero… ¿qué ha pasado aquí?
Parlotearon un tiempo en el que el jinete escuchó varios «oh, vaya»,
algunos «¡no!» y otros muchos «oh, querida…», que contrastaban con el
aspecto aniñado del hada.
Hogg posó los ojos en la arquera, que parecía a punto de entrar en
combustión espontánea y carraspeó, captando la atención de las dos chicas.
—¿Decías que tenías información? —preguntó con un hilo de voz.
—¡Ah, sí! Si a eso he venido.
El grupo se reunió alrededor de los restos de la hoguera.
—Como ya sabemos, necesitáis pétalos de flor de luna, que me temo que
están ahí dentro —señaló las espinas—, pero, además, he descubierto que
necesitáis un pétalo de la Rosa Escarlata.
Phir y Rubí se miraron por un breve instante, Meridi se revolvió inquieta
en su sitio y Hogg se atrevió a preguntar:
—¿Está también en algún reino maldito o…?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —inquirió Rubí.
—Pues eso, que no lo sé, con todo esto… —señaló a su alrededor—,
pero lo más probable es que esté en el castillo de la bestia.
—¿Cómo no habíamos pensado en eso? —susurró Phir.
Rubí y él se miraron y después se fijaron en Hogg y guardaron silencio,
como si acabaran de recordar su don. El jinete bajó un poco la vista y se
aclaró la garganta.
—Por el momento, ya que estamos aquí… tendremos que encontrar el
modo de entrar.
—¡Y yo mientras tanto intentaré reunir información de la rosa!
—Nosotros tomaremos otro camino. Aquí nos separamos.
Y hubo algo en el tono de Rubí, una urgencia que antes no estaba, que
hizo que el chico frunciera el ceño, mas no dijo nada. Tenía sentido.
Aunque sus caminos se habían unido, en algún momento debían volver a
separarse, y ese momento había llegado.
CAPÍTULO 48
Los días pasaban y seguían igual: frente a un muro infranqueable. Solo que,
esta vez, sin Rubí y Phir, que habían desaparecido junto a Día a través de
uno de los arcos mágicos del hada.
Meridi se fijó en el palo que la niña les había dejado para que se
comunicaran con ella cuando salieran del Reino de la Música con la flor, y a
punto estuvo de lanzarlo lejos de pura frustración.
Era una especie de varita mágica pero de uso limitado. Solo podrían
usarlo para llamarla y luego ya sería eso, un simple trozo de madera.
Nox lanzó su fuego oscuro a las enredaderas por milésima vez, pero estas
ni se inmutaron y Hogg se puso frente a él cuando vio una estirarse lo
suficiente como para rozarle. Demasiado cerca. El espino le alcanzó el
rostro y el jinete se cubrió la mejilla, antes de echarse hacia atrás y quedarse
con la mirada fija en el muro.
—Tiene que haber algún modo…
«Pero ¿y si no lo hay?», se preguntaba Meridi recordando las palabras del
capitán Erik Röd. Ningún navío había podido regresar.
Se mordió el labio inferior y dio unos pasos hacia delante, guardando la
varita en un bolsillo interior de su túnica. Se situó junto a Hogg, que se
había sentado en el suelo a… ¿dibujar? La pelirroja vio atenta cómo las
enredaderas cobraban forma en su carboncillo y a un lado el chico escribía
fuego de dragón, y lo tachaba. Flechas, tachado. Y así una lista que le hizo
sentir una desesperación en el pecho.
—Es inútil.
Hogg subió la mirada y se sorprendió de verla allí, tan cerca que si
alargaba la mano le tocaría una de las botas. Ella se agachó para ponerse a
su altura y, sin poder evitarlo, deslizó la yema de su dedo por el fino corte
que la planta le había abierto en la mejilla.
—Solo es un rasguño. —Pero no se apartó.
Se quedó ahí, muy quieto, dejando incluso de rozar el pergamino con el
carboncillo. Meridi apartó la mano, carraspeó y se incorporó tan deprisa que
el mundo pareció tambalearse unos instantes. Le dio la espalda llevándose
una mano a la sien, que golpeteó con el dedo índice como si así pudiera
ayudar a su cerebro a pensar.
—Es un maleficio —dijo Hogg a su espalda—. De una bruja malvada,
oscura y poderosa, ¿no?
—Eso es —contestó ella, de forma distraída.
Recordando el momento exacto en que había pasado todo. En el aspecto
aterrador de Morrigan y su séquito de fuegos fatuos. Los osos. Las espinas.
Un reino del que era posible escapar, pero no regresar a él.
—Pero todo maleficio tiene grietas y este muro también las tiene. Estoy
seguro.
La arquera seguía dándole la espalda, pero oyó el roce de las telas cuando
él se puso en pie y escuchó los pasos, acercándose a ella con firmeza. Su
primer impulso fue volverse, mirarle otra vez. Quería contagiarse de ese
optimismo, pero en lugar de eso lanzó una pregunta:
—¿Y si no?
—Tiene que tenerlas.
—Hogg, pero… ¿y si no? —Esta vez lo repitió girándose hacia él.
Se arrepintió al instante, porque él estaba cerca. Muy cerca. Él también
parecía sorprendido con la cercanía y arqueó un poco las cejas. El cabello
revuelto le daba un aspecto más…
Meridi tragó saliva.
Estaba guapo. Con las mechas castañas desordenadas y un flequillo
cayendo sobre su frente, salpicando el amarillo de sus ojos, en ese momento
con un matiz más oscuro. Su mandíbula firme, la barbilla ligeramente
puntiaguda. Y la boca. No había reparado en ella hasta ese momento, no de
ese modo.
—Encontraremos la manera —susurró él.
Meridi apretó los labios y se apartó. Miró con rabia las espinas y sacó su
arco. Hogg guardó silencio mientras la arquera soltaba un grito de rabia y
lanzaba flechas.
A una velocidad sobrecogedora.
Una.
Dos.
Tres.
Tensar.
Soltar.
Tensar.
Soltar.
Más flechas.
Todas certeras en las enredaderas. Todas cayendo frente al muro
infranqueable.
Y, cuando vació el carcaj, lanzó el arco lejos, con otro bramido de
frustración. Después el cinturón entero.
Solo entonces se dejó caer en el suelo con desesperación y lloró.
No quería que nadie sintiera lástima por ella y Hogg no se acercó, no al
principio. Pero Kiran se frotó contra sus piernas y la joven la acarició, en
silencio, mientras intentaba que los latidos de su corazón volvieran a la
normalidad. Oía los pasos del chico a su alrededor, lentos y acompasados,
hasta que se detuvieron a su lado.
Se agachó y la calidez le recorrió la espalda, despacio.
—Es imposible —se quejó Meridi.
—No lo es, pero quizá debamos descansar. Hacer un fuego, relajarnos.
Dormir. La cabeza funciona mejor tras una tregua.
Ella suspiró. Tenía razón, mas no tenían tiempo. Al otro lado… Ni
siquiera sabía si todo seguiría como lo había dejado o si la vara había
cambiado algo más.
La noche se cernió sobre ellos, mientras encendían una hoguera pequeña,
que hizo que los animales enseguida se adormecieran ante su calor. Meridi
no podía dejar de pensar en sus padres, en el resto de habitantes del Reino
de la Música, y se frotó el pecho, como si pretendiera aliviar el dolor físico
que esa imagen le producía.
—¿Me dejas ver esa lista? —pidió la arquera.
—Meridi…
—Necesito pensar una solución.
—¿Y no sería mejor que descansaras y…?
—No. —Su voz sonó más cortante de lo que pretendía.
Hogg dio un largo suspiro de derrota y se puso en pie. Rebuscó entre sus
cosas y regresó con el pergamino.
Ella repasó los tachones con rabia. Intentando concentrarse en buscar una
solución y no enfadarse por sentirse atrapada.
Para cuando dejó el pergamino a un lado, Hogg se había dormido
recostado contra Nox y Kiran se había tumbado sobre su regazo. Los
observó unos instantes y también el muro de espinos en silencio. Le
escocían los ojos y sentía el cerebro embotado.
Le vino el recuerdo de su hermano, de los druidas y del flautista. ¿Qué
habrían hecho ellos?
«A veces, la magia más insignificante es la más poderosa».
La voz de su amigo retumbó en su memoria y chasqueó la lengua.
—No en este caso, amigo.
Y, sin flor de luna, el tiempo seguiría roto para siempre.
CAPÍTULO 49
Lo primero que oyó al despertarse fue un ronquido. Nox roncaba y soltaba
nubes negras por el hocico. El animal se sacudió cuando el chico se apartó
de él y entreabrió un ojo. Después bostezó y su aliento cálido se enroscó
alrededor de Hogg que arrugó la nariz.
—¿Los dragones no os laváis los dientes?
—No te quiero decir cómo hueles tú, Hoggy.
El chico rio y se apartó del reptil, que se estiró. A su lado, Kiran se apartó
orgulloso, con la cola en alto y se puso junto a los restos del fuego a
lamerse una pata. Desistió de lavarse enseguida y, tras un bostezo, volvió a
dormir acurrucado.
—¿En serio, Kiran?
—Solo soy un gatito y eso —miró el muro— es cosa de humanos.
Nox se fue a pescar su desayuno, diciendo que tendría cuidado, y Hogg
se quedó allí solo.
Un momento… ¿solo?
Miró en derredor y se dio cuenta de que Meridi no estaba. El corazón le
dio un vuelco. El día anterior se había quedado despierta hasta tarde, ¿y
si…?
Repasó la muralla que tenía frente a sí, por si estaba herida. No había ni
rastro de la arquera y empezó a preocuparse.
Estaba a punto de recorrer unos metros cuando la vio volver con Nox.
Tenía el cabello húmedo, recogido en una trenza larga y la ropa se le pegaba
un poco más al cuerpo. Se ruborizó un poco al darse cuenta de que estaba
admirando ese detalle. Parecía más relajada que el día anterior, pero unos
pequeños surcos le nacían bajo los ojos.
—Meridi, pensaba que… —dijo torpemente.
—Deja de mirarla así, Hoggy —aconsejó Kiran, que se estaba frotando
entre las piernas de la arquera.
Esta se agachó y tomó al gatito entre los brazos, apretándolo contra su
pecho. Al jinete le pareció que su amigo le estaba sacando la lengua.
—Solo he ido a lavarme un poco, lo necesitaba. Creo que me ha sentado
bien.
—Sí.
«¿Sí? ¿Qué le has querido decir con eso?».
Por fortuna, ella le ignoró, sin soltar al gatito, avanzó hacia el muro
infranqueable, hasta una distancia segura, y después se volvió con una
sonrisa hacia el chico.
—¿Sabes? Ayer recordé una frase que me dijo un… un buen amigo.
Esperó, porque ella no había acabado de hablar, aunque la mención de su
buen amigo parecía haberla hecho quedarse pensativa. Tal vez no fuera solo
un amigo y… ¿sería ese tal Cian que tanto mencionaba en sueños? Fuera
como fuera, parecía importante.
—La magia más insignificante es a veces la más poderosa.
—¿Qué?
—Eso fue lo que me dijo y —alzó un dedo— hay algo que no hemos
probado todavía.
Miles de ideas absurdas pasaron por la mente de Hogg, pero no se
esperaba lo que ella añadió:
—La flauta mágica. —Alzó la mirada hacia él, sosteniendo una flauta
entre las manos.
Negra, con filigranas plateadas y cierto brillo que la distinguía como un
objeto mágico.
—Es posible que no sirva de nada —advirtió Meridi llevándosela a los
labios.
—Merece la pena intentarlo, llegados a este punto.
—¡Espera! —Se la apartó de la boca.
Los ojos del jinete fueron de la boquilla a los labios de la arquera, sin
comprender.
—Kiran y Nox tienen que alejarse y tú tienes que taparte los oídos. No se
sabe qué efectos va a tener esta magia.
Él asintió, tragando saliva y los animales se apartaron lo suficiente.
Entonces ella, incluso antes de que él terminara de taparse los oídos,
empezó a tocar.
No podía escuchar la melodía, solo un leve resquicio de ella y, al
principio, no pasó nada. Mas entonces lo vieron. Crujidos. Las espinas se
movían. Muy despacio, tanto que hubiera podido pasar desapercibido y, al
parecer, Meridi no había sido del todo consciente, pues se detuvo.
—No pares —pidió el chico.
Ella se extrañó, pero entonces vio lo mismo que él y un brillo diferente
chisporroteó en sus ojos azules.
Siguió tocando. Hasta que las enredaderas se abrieron lo suficiente como
para permitir la visión del reino.
La joven se detuvo, mirando con melancolía el otro lado. Ahí fue cuando
se dieron cuenta de que la abertura volvía a cerrarse.
—¡Rápido, chicos! —gritó el jinete con todas sus fuerzas.
Meridi esperó mientras pasaban uno a uno por la grieta, por si debía
volver a tocar, pero esperaba no tener que hacerlo y que le diera tiempo a
cruzar ella también. Tenía miedo de que la melodía tuviera efectos
negativos sobre sus compañeros animales.
Cada vez se cerraba más deprisa y sin control, casi atrapándola. Hogg
corrió hacia ella con el miedo reflejado en sus ojos, la cogió de la mano y
juntos corrieron hasta encontrarse a salvo, con tan solo un leve desgarro en
las ropas de ella.
Pero una vez al otro lado, eso dejó de importar.
—Lo hemos conseguido —murmuró Meridi por lo bajo.
—Lo has conseguido —matizó él con una sonrisa.
—¡Lo hemos conseguido! ¡No me lo puedo creer! —exclamó con más
entusiasmo.
Y dio un saltito, su expresión se relajó y algunos rizos que escapaban a su
trenza bailaron alrededor de su rostro pecoso, ahora teñido de un rubor
nuevo. Dio otro salto y otro y después otro. Hogg rompió a reír.
Kiran se quedó muy quieto observándolos, mientras Nox ladeaba la
cabeza sin comprender.
—¿Y ahora…? —preguntó el jinete, cuando Meridi se recuperó de la
excitación del momento.
—Sí. Creo que… —La chica dudó—. Estamos en un lugar muy apartado,
¿crees que podríamos montar en Nox y…?
—Sí, claro. ¿A dónde vamos?
—A Hamelín.
CAPÍTULO 50
El reino, para su sorpresa, estaba intacto. Nada donde no debería, como ya
habían visto en otros reinos. El Bosque de los Druidas rodeando el
territorio, las ciudades, cada árbol donde debería y, para su desgracia, los
osos. O, más bien, los habitantes del Reino de la Música convertidos en
osos.
Y algunos fuegos fatuos campando a sus anchas, cosa que provocó que
Meridi tensara la mandíbula.
Sintió la tensión de Hogg mientras sobrevolaban la zona y ella le daba las
indicaciones precisas para llegar a Hamelín, que ya empezaron a ver en la
distancia. Su corazón dio un vuelco y sintió la anticipación en el vientre, el
nudo en la garganta.
El dragón viró y el movimiento brusco la hizo pegarse más a Hogg, que
dio un respingo cuando ella le agarró más fuerte de las caderas.
—Lo siento —murmuró.
—Vamos a aterrizar —contestó él.
—Allí, cerca del castillo. Ese es mi hogar.
Nox aterrizó en un lado alejado, cerca del acantilado, y ellos
descendieron despacio. Meridi se quedó allí unos minutos demasiado
largos. Con el viento frío meciéndole el pelo, recordándole todo lo que
había vivido allí. Y el miedo la atenazó, algo que no solía sucederle.
¿Qué encontraría entre esos muros? ¿Habrían perdido sus padres todo
rastro de humanidad?
Miró a Hogg, a su lado, que la esperaba en silencio, dándole su espacio.
Miraba alrededor, sobrecogido. El alto acantilado, el verdor que los
rodeaba, contrastando con el gris del cielo. Y, a tan solo unos metros, el
pequeño castillo de los Duques de Escocia, alzándose en piedra oscura
como un gigante. Ventanales coloridos. Y los árboles de los jardines,
teñidos de toda la gama otoñal.
Su hogar era hermoso.
El jinete volvió la vista hacia ella e hizo un ademán con la mano, como si
hubiera pretendido rozarla, darle apoyo, pero se apartó antes incluso de
intentar tocarla. Sin embargo, repitió el movimiento y esta vez sí le cogió la
mano, que envolvió entre las suyas. Ambos se miraron unos instantes a los
ojos, con la melodía de las olas envolviéndolos.
Él le dedicó una cálida sonrisa antes de apartar todo contacto.
—Este lugar es precioso.
—Lo sé —contestó ella.
Y se encaminaron hacia las puertas. Hogg se quedó atrás solo unos
instantes, dando indicaciones a Nox. No se veían fuegos fatuos cerca, pero
debían tener cuidado. Kiran trepó por la espalda del jinete que lanzó un par
de gruñidos de queja antes de coger al animal entre sus brazos.
Entraron en el castillo y a su alrededor se extendieron exclamaciones y
gruñidos de oso que pretendían ser sonidos de sorpresa.
—Quiero ver a los duques —pidió Meridi con voz temblorosa.
A su alrededor, los animales le abrieron paso, pero fue un muchacho
joven, aún humano, el que se presentó ante ella. Reconoció al sirviente de
inmediato y le sonrió con calidez.
—¿Ellos están…?
—Sí, vamos.
Y los guio por los amplios pasillos hasta llegar a uno de los salones. El
fuego crepitando, la calidez de la estancia, la luz entrando anaranjada por
los cristales coloridos hizo que regresara a la niñez. Casi pudo oler las
castañas asándose, o las shortbread con su aroma de mantequilla. La música
que invadía cada rincón. Pero no.
Y, entonces, los vio, antes de que ellos la vieran a ella. Su padre,
convertido en un oso negro enorme, estaba sentado en su sillón favorito,
que ahora parecía más pequeño y enjuto bajo el peso del animal. Y su
madre, una osa parda más delicada, con una diadema sobre la cabeza,
observaba un cuadro que Meridi reconoció: era un retrato de la familia, sus
padres, su hermano y ella de pequeños.
Su padre rugió con fuerza y la pelirroja dio un paso atrás, por puro
instinto. Hogg se adelantó, mas ella le puso el brazo delante y negó con la
cabeza.
—Está bien, Hogg.
Él asintió y se quedó detrás, dándoles cierta intimidad.
Antes de poder pensar en nada, Meridi estaba envuelta en unos brazos
peludos y, muy pronto, sintió otro cuerpo a la espalda.
Dudaba entre si querían devorarla o…
—Dicen que no pueden creer que estés aquí. Que se alegran de verte sana
y salva — dijo la voz de Hogg.
—No, por favor, deja de hacer eso. No tiene gracia, Hogg —musitó entre
sus peludos padres con los ojos encharcados.
Los osos se apartaron de ella y miraron al joven.
—Tu madre está emocionada por que lleves la pulsera que te regaló
cuando cumpliste los diecisiete años.
Meridi se miró la muñeca con la boca abierta. No se la había quitado en
todo el viaje, tenía sentido que él se la hubiera visto en más de una ocasión.
Mas no podía saber que era obsequio de su madre ni cuándo se la había
regalado.
Dirigió sus ojos a su compañero.
Ella que nunca había creído de verdad que el muchacho pudiera hablar
con los animales le observaba ahora con una mezcla de emociones en la
mirada.
—¿Puedes…?
—Siempre he podido.
No lo dijo dolido o, al menos, supo ocultarlo bien. Pero ella sí se sintió
culpable. Suspiró y volvió la atención a los duques.
—¿Estáis bien?
Asintieron, para eso no necesitaba traducción.
—Él es Hogg y es… —dudó.
—Un amigo de Meridi.
Un gruñidito en su madre y algo que creyó que era cejas subiendo y
bajando por parte de su padre.
—Un jinete de dragón —terminó ella con orgullo.
Hogg la miró con sorpresa y un brillo diferente en los ojos. No se atrevió
a reprocharle que hubiera revelado su condición —aunque no lo fuera en
realidad—; si ella confiaba en sus padres, él también lo haría. Meridi le
dedicó una sonrisa de agradecimiento, como adivinando sus pensamientos.
—Y, como veis, puede hablar con los animales. La reina Ártemis nos ha
enviado a los arqueros a por ciertos objetos para romper la maldición. Y él
me está ayudando. Pero antes debemos arreglar algo… —Titubeó. No
quería preocuparlos con problemas ajenos a ellos—. Hemos venido porque
necesitamos algo de aquí, del reino. Pero tenía que veros antes, yo… Lo
arreglaré.
—Dicen que no te preocupes, que lo único que importa es que estás bien.
—Claro que importa. Os prometo que acabaré con esto. Volveremos a ser
una familia.
Algo se rompió en la voz de Meridi, que tragó saliva intentando mantener
a raya sus emociones. Hogg avanzó, quedando a medio camino entre los
duques osos y la arquera.
—¿Dónde está Ailis? —formuló la pregunta de repente, percatándose de
que hasta ese momento no había pensado en su amiga.
Fue la osa la que se llevó una mano a la barbilla antes de que Hogg la
tradujera:
—Tuvo que irse por una llamada de la reina Ártemis —hizo una pausa
mientras la osa seguía hablando— para una misión urgente. Algo así, no
recuerda bien los detalles.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará cosa de una o dos semanas.
—¿¡Una o dos semanas?!
—Pregunta que por qué es tan importante. Si pasa algo.
—No.
Una respuesta seca, demasiado deprisa. ¿Para qué la habría convocado
Ártemis? ¿Había habido algún cambio en el reino?
Charlaron un tiempo más con sus padres, o, al menos, lo hizo Hogg.
Meridi se había sumido en sus propios pensamientos, preocupada. Miró con
nostalgia a su alrededor y entonces sintió una pata en el pelo. Recordó el
tacto de la mano de su madre sobre sus rizos y el nudo en su garganta se
hizo más grande. Cuando miró a la osa a los ojos, pudo ver al otro lado a la
mujer que había detrás. Vio las peleas, pero el recuerdo de una niñez
envuelta entre sus brazos cuando había tormenta fue más grande. Más
poderoso. Recordaba cómo Mared la llamaba siempre de niña en los
momentos en que más asustada estaba:
«Mi niña valiente».
Pero Meridi no se sentía valiente en ese momento, sino frágil, pequeña e
insignificante.
Su madre pareció sentirlo, sin necesidad de palabras, pues la atrajo hacia
sí con una delicadeza impropia de un oso y la abrazó.
Escuchó las risas y los gruñidos de su padre, que sonaban a carcajadas,
reverberando en la habitación y, en ese momento, todo cambió.
El abrazo se volvió demasiado fuerte, menos humano. Ella cayó hacia
atrás y vio los ojos vacíos de un oso. Uno temible que medía casi dos
metros y la miraba sin comprender.
Rugió y el silencio inundó la sala. Su madre —no, ya no era su madre—
alzó una zarpa hacia ella.
—¿Mamá?
Su padre se interpuso, sujetó a la osa y Hogg se lanzó a por Meridi. Tiró
de ella, que no podía apartar la vista de lo que veía y la arrastró al pasillo.
Antes de cerrar vio la desesperación en la mirada de Mared, que volvía a ser
ella.
Si no se daba prisa, la bestia ganaría.
CAPÍTULO 51
Todavía podía sentir el miedo. Dentro de él, pegado a su piel, mas también
en la voz gutural del padre de Meridi cuando su esposa había cambiado.
Apenas había durado unos minutos, pero no podía olvidar la desesperación
en aquellas palabras.
«Sácala de aquí».
Y eso hizo. Meridi paseaba frente a él, entre unos árboles cuyas hojas se
habían ido desprendiendo de las ramas y ahora eran una alfombra que crujía
bajo sus pies. Kiran se había quedado en el castillo, a Nox podía sentirlo en
algún punto no demasiado alejado. Oculto. A salvo.
Observó la cabellera que relucía como el fuego bajo la luz del atardecer.
Ella caminaba, con decisión, pero despacio. A un ritmo lento al que él no
estaba acostumbrado en la arquera. No le había mirado, no había
pronunciado palabra.
No podía imaginar cómo se sentía, aunque quería hacerlo. Siempre había
pensado que le resultaba mucho más sencilla la compañía de los animales:
más transparentes, más fáciles. Porque si eran fieras, respondían a sus
instintos, más previsibles que cualquier emoción humana, y si eran dóciles
pues…
Fuera como fuera, se sentía en paz en compañía de las criaturas. Así
había sido siempre, pero Meridi… Le gustaba estar con ella.
Leerla le parecía divertido, buscar en las expresiones de su rostro lo que
no se atrevía a decir con palabras. Siempre había sido muy observador,
fijándose en detalles que para otros pasaban desapercibidos. El modo en
que alguien arrugaba la nariz o en brillos diferentes en las miradas de las
personas. Pequeños gestos que se hacían rutina. Y acudieron a su memoria
su padre, su hermana, cada uno con sus propios gestos.
Recordó a su madre.
Sacudió la cabeza.
No podía entender a Meridi, pero… Sabía cómo se sentía.
—Ella está ahí, Meridi.
—Lo sé.
Esa no era la cuestión que preocupaba a la chica.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Meridi, sin embargo.
No tenía respuesta para eso. No conocía el alcance de esa magia, ni cómo
afectaba a las personas a largo plazo. ¿Tendrían siempre episodios humano-
oso? ¿O habría un punto sin retorno?
—No importa. —La arquera avanzó unos pasos más y se detuvo.
Claro que importaba, pero Hogg no lo dijo en voz alta, sino que la
alcanzó y se detuvo a su lado. El sol seguía ocultándose, aunque envueltos
entre aquellos árboles apenas veían el cielo. Les llegaban unos rayos
tímidos, que apenas servían para darles algo de calor, mientras la noche
llegaba.
—Las flores lunares brillan de noche —susurró la pelirroja con suavidad.
—Este lugar es precioso.
Ella lo era. Se tragó ese pensamiento de inmediato.
—Sígueme, quiero enseñarte algo.
Le tomó de la mano con delicadeza y lo arrastró consigo. Hogg intentó
seguirla, pero se veía que ella estaba más que acostumbrada a pasear por
aquellos bosques, mientras que él… Tenía que agacharse con ramas que a
ella no le impedían avanzar y, a la vez, esquivar raíces inesperadas.
Sucedió lo inevitable y, tras un avance, él tropezó con una raíz.
Trastabilló y cayó. Tiró de la mano de Meridi, que no le había soltado y la
arrastró consigo al suelo, tan cubierto de hojas secas que fue como caer en
una cama mullida. Claro que él no se había dado de bruces contra el suelo,
sino con Meridi.
Se apoyó sobre los brazos, disculpándose y ella se quejó. Se dio cuenta
de que le estaba tirando del pelo. Con ambas manos a los lados de su cabeza
y… Entonces sus miradas se encontraron.
Fuego y agua. Una electricidad acuciante en las partes que permanecían
juntas y también en las que estaban separadas. Se le secó la boca y buscó
las palabras, pero no las encontró.
Sin previo aviso, ella se movió aprisa, le empujó y esta vez fue la espalda
de él la que chocó contra el suelo mullido, bajo el peso de ella. Sintió, con
más intensidad de la que debería, las piernas de Meridi a su alrededor y el
aroma de sus cabellos a ambos lados de su cara.
Entonces lo vio: un fatuo estaba pasando sobre la chica, a la que sorteó
antes de alejarse.
—Oh… —musitó él.
—Sí, oh —repitió ella, con un tono ligero de burla en la voz.
El fatuo se perdió y ella se incorporó de un salto. Le ayudó a levantarse
con una ceja alzada y soltó:
—Eres un poco torpe, ¿no?
—Por fortuna me acompaña la mejor arquera de Ártemis del reino, ¿no?
Ella se rio y avanzó entre la arboleda.
—Ya casi hemos llegado.
Él asintió y la siguió. La senda se volvió más fácil a medida que los
árboles se espaciaban lo suficiente como para dar lugar a un claro. Antes de
llegar a él Meridi se detuvo y se giró hacia el jinete. Este palideció, pues
estaba muy seria de repente y no pudo evitar recordar lo que acababan de
vivir. Claro que para ella no había significado nada, pero…
—Lo que has hecho antes…
«Ay no…».
—Ya, es que soy muy torpe —se disculpó.
—¿Qué?
—Pues… ya sabes… ¿Te has hecho daño o…?
—Hablo de lo de mis padres.
—Ah, ehm… Ya.
Ella se mordió una sonrisa antes de continuar, negó con suavidad con la
cabeza y dio un paso hacia delante, hasta situarse frente a él.
—Nunca llegué a creer del todo eso de que hablabas con los animales,
aunque a veces lo pareciera de verdad… —Bajó un poco la vista,
avergonzada.
—No pasa nada, lo entiendo. Nadie lo hace.
—Pero no es justo.
—No importa, de verdad. —Se encogió de hombros.
A veces importaba. En más ocasiones de las que querría reconocer, pero
era normal. ¿Creería él algo tan inverosímil de haber nacido sin ese don?
—Sí importa. Y ahora te creo.
—Gracias.
—¿Gracias? Gracias a ti, Hogg, sin ti… Sin ti no hubiera podido hablar
con mis padres.
—Habrías encontrado el modo. A veces no son las palabras lo más
importante.
Ella asintió, se quedó quieta un momento y, después, le dio la espalda,
pero no avanzó de inmediato y Hogg vio las dudas en los movimientos de
su cuerpo. Quiso rodearla con los brazos, pero lo que hizo, sin embargo, fue
situarse a su lado.
—¿Ese es el claro? —preguntó.
Ya no había rayos de sol y la noche se abría paso.
—Pero… las flores no están.
—¿Cómo dices?
—Ya deberían estar brillando, ya… Es época, es otoño. Aquí no ha
cambiado el tiempo, no… No tiene sentido.
—¿No pueden estar en otro lugar?
Ella avanzó aprisa, a zancadas y se detuvo en el centro del claro, mirando
a su alrededor con desesperación.
—No pueden moverse, Hogg, solo son flores. Y no están. Alguien se las
tiene que haber llevado.
CAPÍTULO 52
Para cuando regresaron al castillo, la oscuridad era total y habían tenido
unos encontronazos con osos a los que habían preferido esquivar, por si
perdían humanidad en el momento menos adecuado. También parecía que
los fatuos estaban más activos, aunque también podría ser que su brillo
fuera más visible en la oscuridad.
El hogar de los Duques de Escocia era tan grande que Meridi había
ordenado a los sirvientes que le prepararan un salón a Nox. A pesar de que
su presencia era un secreto, no podían dejarlo durmiendo fuera con todos
los fatuos libres.
Y en ese mismo salón fue donde se refugiaron cuando llegaron de nuevo
al castillo, abatidos y sin saber bien qué hacer a continuación.
Sus padres no estaban e intuyó que se habían retirado a descansar, mas
ella no podía hacerlo, no hasta saber quién se había llevado las flores y, lo
más importante, por qué.
El salón más amplio del castillo había sido en tiempos ha una sala del
trono, aunque de esta solo quedaba la estructura básica. Alumbrada por
varias lámparas de velas, cuatro chimeneas encendidas y con una zona
separada del resto de la sala por tres escalones redondeados. La arquera casi
pudo ver el trono que antaño habría estado allí, presidiendo, bajo techos
abovedados y entre paredes lúgubres. Oscuras, en cuya superficie las llamas
de las chimeneas hacían formas imposibles que hacían que la imaginación
de la pelirroja se disparara.
Miró a su alrededor, como si algo de la estancia pudiera darle una pista
de qué hacer a continuación. Nox estaba a un lado, ocupando gran parte de
la estancia, tumbado entre dos chimeneas, con la cola enroscándose sobre sí
mismo. Hogg estaba ahí, acariciándole el morro, mientras Kiran se frotaba
entre sus piernas.
Sintió una calidez inesperada en el pecho y dejó de mirarlos.
—Mañana pensaremos qué hacer —dijo el chico, que sí se había dado
cuenta de que había estado siendo observado.
—No lo entiendo, de verdad…
—Ahora deberíamos descansar. Yo puedo dormir aquí, con Nox.
Ella ladeó un poco la cabeza, percatándose de que hasta ese momento no
había pensado en eso: tenían que dormir.
—Creo que deberíamos dormir aquí todos.
—¿Qué? Pero tú tendrás tu…
—Sí, pero voy a pedir que nos monten aquí algo. La estancia es
suficientemente grande y creo que es mejor que estemos juntos, por si…
Él comprendió, pero negó con la cabeza. Se apartó del dragón y se acercó
a ella para poder bajar la voz.
—Nos encerraremos si quieres, pero ya que estamos aquí… ¿No sería
mejor que te aprovecharas de la comodidad de una cama…?
—No soy…
—Esto no es porque yo crea que eres una princesita.
Ella se mordió el labio y miró a su alrededor. Sí, deseaba darse un baño
largo, dormir en su cama. Por una noche.
—Está bien.
Él suavizó su gesto y le dio un apretón suave en el brazo, con cariño.
Antes de que cada uno se retirara a su habitación, fueron a las cocinas,
donde Meridi cogió unas frutas y se sentó en la mesa en que solían comer
los criados, antes de ser osos. Le sorprendió ver que Hogg se puso a
cocinar.
—¿Qué haces?
La pregunta era tan obvia que estuvo a punto de morderse la lengua a sí
misma.
—Vamos, ¿pretendes que cenemos fruta?
Lo cierto es que eso era exactamente lo que pretendía. Tampoco tenía
mucha hambre, no después de lo que había pasado.
Hogg puso los ojos en blanco y siguió a lo suyo. Enseguida la cocina se
llenó de un aroma delicioso y Meridi tuvo que reconocer que le había
abierto el apetito. Algo de tiempo después el jinete sirvió dos platos de un
guiso apetecible con verduras y una salsa por encima que no supo descifrar.
Cuando se metió la primera cucharada en la boca un sonido inesperado
salió de su garganta, casi le sorprendió que fuera suyo. La mezcla de
sabores era increíble. Salado, dulce y algo más.
—¿Qué lleva? —preguntó con la boca llena.
—Es un guiso sencillo, con verduras, algo de pollo, cerveza y miel.
Le guiñó un ojo tras decir eso y él mismo se metió otra cucharada en la
boca.
—Era la especialidad de mi madre.
Lo dijo cuando Meridi estaba llenándose el plato de nuevo.
—¿Y se te da igual de bien que a ella?
—Eso dice mi padre, pero… Yo recuerdo que sabía aún mejor. Quizá
porque era un niño.
Y comprendió, demasiado tarde, que ella había muerto. Se detuvo a
medio camino y después obligó a sus pies a seguir caminando y volver a
tomar asiento frente a él.
—Lo… Lo lamento.
—Ya… Yo también lo hago a diario, pero… ¿sabes? Mi padre dice que
tenemos que sentirnos afortunados.
Le miró con interés, dejándole terminar.
—Porque compartimos un tiempo precioso con ella, ya sabes.
Tuvo el impulso de recorrer la distancia que los separaba con la mano y
entrelazar sus dedos con los suyos, pero se detuvo. Quiso obviar ese
cosquilleo que le recorría la piel y le pedía a gritos que lo hiciera.
En su lugar dejó que él cambiara de tema, que continuaran cenando y,
que al estar saciados, cada uno tomara su propio camino.
Ella hacia su dormitorio, él hacia la antigua sala del trono. Se dirigió
escaleras arriba, deteniéndose unos instantes frente a la puerta de sus
padres. No se oía nada, mas tampoco se atrevía a entrar: no después de lo
que le había pasado a su madre.
Siguió subiendo las escaleras y vio que alguien salía de su habitación. El
cabello rubio por un momento le recordó a Ailis y aceleró el paso, mas
cuando llegó se dio cuenta de que era su doncella: seguía siendo humana.
—He… he pensado que querríais un baño —dijo con suavidad.
—Sí, ¿crees que puedes ayudarme?
La sorpresa se reflejó en ella, ya que por mucho empeño que ponía
Mared en que la doncella la ayudara en esas tareas, Meridi siempre había
querido hacer todo sola. Pero su intención no era solo que alguien la
ayudara a domar sus rizos o a limpiarse bien la espalda: quería información.
Brenda entró tras la pequeña duquesa, la guio al baño anexo, donde salía
un vapor agradable de la bañera de latón. Se quitó la ropa, con algo de
pudor, y se metió en las aguas deprisa.
—¿Sabes qué les ha pasado a las flores de luna?
Brenda la miró sin comprender, mientras le enjabonaba los cabellos con
dificultad. Demasiado pelo, demasiados rizos y, seguramente, demasiados
nudos.
—¿Les ha pasado algo, Maredudd?
—No están, me preguntaba…
La sirvienta se quedó en silencio, pensando, centrada en desenredar y
lavar bien el cabello rebelde de la arquera. Esta ni siquiera se quejó cuando,
más adelante, envuelta en un albornoz, Brenda peinó sus cabellos tirándole
un poco del pelo en más de una ocasión.
—¿Los druidas recolectan flores de luna, no?
Brenda asintió. Su hermano era druida, fue entregado al bosque desde
muy pequeño y, aunque no podían hablar de sus trabajos, cuando la familia
se reunía había ciertos detalles que se les escapaban.
—No. Bueno, salvo las que cogen para alguna de sus pócimas, pero…
¿todas?
La doncella frunció el ceño, centrándose en un nudo especialmente
rebelde y se detuvo de pronto.
—Aunque hay algo que…
—¿Qué? —Los ojos de Meridi se agrandaron.
—No sé si fue así, pero… Diría que vi a la señorita Ailis con una flor de
luna.
—¿Cuándo?
—Creo que, más o menos, cuando la reina Ártemis la hizo llamar.
Y en ese momento supo qué harían al día siguiente: hablar con la reina.
CAPÍTULO 53
Apenas despuntaba el alba cuando Hogg recorrió los pasillos, tras darse un
baño rápido que un sirviente oso le había preparado —todavía se
preguntaba cómo—. Este también le había preparado unas ropas diferentes
a las que llevaba, diciéndole que lavaría las otras y las tendría listas cuando
se secaran. Había intentando objetar algo, pero había sido en vano.
Así que se miró en el reflejo una vez más, sin atreverse a salir de allí
vestido así. Camisa celeste, demasiado suelta en los hombros, un chaleco
encima y unas mallas que intuía que eran para montar. Se puso unas botas
de caña alta con todo ello y echó su cabello hacia atrás ayudándose del
agua. Un mechón rebelde cayó sobre su frente mientras salía de la estancia
y recorría los pasillos, terminando de anudarse una túnica verde musgo.
Oyó las risas de los duques y entró en una sala esperando encontrar a
Meridi. Los osos guardaron silencio enseguida al verle e intercambiaron
una rápida mirada.
—¿Buenos días? —dudó él, mientras recorría la estancia deprisa.
—Si buscas a Meridi seguro que la encontrarías aún durmiendo —dijo
el duque con una risotada.
—¡Alasdair! —le reprendió la duquesa osa.
—Sabes que es cierto. Cuando no tiene motivos para levantarse pronto,
se le pegan las sábanas.
En lo poco que la conocía, el granjero sí se había fijado en ese detalle: a
la arquera le gustaba dormir, aunque a veces lo hiciera menos que él.
Cuando su mente se hallaba enredada en resolver problemas. Su estómago
rugió ante todo lo que había en la mesa y Alasdair le invitó a sentarse con
ellos, con un gesto amigable de pata.
Él obedeció. Cogió panecillos de arándanos, unas galletas gruesas de
pinta deliciosa, zumo de bayas y unos dulces particulares y relucientes. Tan
pegajosos como prometían ser.
Iba por el último pastelito de miel cuando la puerta de la estancia se abrió
y se le cayó el contenido de su boca al plato que tenía frente a sí.
Era Meridi, pero… A la vez no lo era. Porque esa chica enfundada en un
vestido celeste, con ondas suaves cayendo sobre los hombros era alguien
diferente.
—¿Meridi? —preguntó incrédulo.
Las mejillas de la joven se ruborizaron, Hogg pudo verlo perfectamente,
y supuso que los duques también. La arquera le miró tan solo un segundo,
tragó saliva y no le respondió, sino que besó a sus padres y empezó a llenar
un pequeño saco de frutos, panecillos y…
—¿Meridi? —repitió él, intentando que su voz sonara menos
impresionada.
—Nos… —Carraspeó para que su voz no sonara tan tímida—. Nos
vamos en cinco minutos.
—¿A dónde? —Se obligó a dejar de mirarla de ese modo.
—A ver a la reina.
—Espera, espera… ¿qué?
Ella alzó la mirada y le vio. Se sintió menos estúpido cuando a ella se le
cayó el saquito sobre la mesa y lo recuperó unos segundos después.
Parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza, dirigiéndola de nuevo a lo
que hacía. Hogg atisbó un leve temblor en sus manos y quiso decir algo
más, pero enmudeció.
Hubo un gruñido por parte de la duquesa y el joven, muerto de
vergüenza, intentó centrarse en terminar su desayuno.
—Mared, querida, vamos a los jardines a…
—Pero si todavía no hemos acabado de…
El oso tiró de su esposa y ambos, en una estampa más bien cómica,
abandonaron el comedor, dejando a los jóvenes solos.
—Te lo cuento por el camino, Hogg.
Dejaron a Nox en el castillo, en el exterior, para que estirara las patas, las
alas y consiguiera algo de pescado para su desayuno. Kiran se quedó
también allí, de modo que los jóvenes partieron solos.
De camino, el jinete descubrió que Ártemis era una monarca particular
que pasaba cada estación en un palacio diferente de su reino, en cada una de
sus cuatro ciudades. Curioso y, en opinión de Hogg, una excentricidad de
ricos que solo una reina podía permitirse.
Meridi le contó lo de Ailis, la flor y las dudas de Brenda, la doncella. Si
alguien podría ser de ayuda con información sobre las flores, tenían que
empezar por la reina.
Como arquera de Ártemis, no tuvieron problema alguno en ser aceptados
en la residencia de otoño de la reina y les hicieron pasar a un salón bien
iluminado, con sofás amplios, una chimenea crepitante de ladrillos blancos
y tapices otoñales cubriendo las paredes.
Una sirvienta osa les dispuso té derramado y galletas mal puestas frente a
sí, mientras les anunciaba que la reina tardaría un poco en atenderlos.
Hogg vio la impaciencia en los gestos de la arquera, en el modo en que
miró por la ventana, donde, al otro lado, la mañana seguía su curso.
—¿Crees que es cierto que tu amiga Ailis tenía una flor? —preguntó
rompiendo el silencio.
La joven se limitó a encogerse de hombros. Había estado fuera bastante
tiempo, podían haber pasado tantas cosas…
No pasaron demasiado tiempo esperando hasta que entró una mujer regia,
con el cabello rubio trenzado con flores, abalorios y una corona herbácea
sobre la cabeza, a modo de diadema. Sonrió al ver a Meridi y entornó los
ojos estudiando a Hogg, que no sabía bien si hacerle una reverencia o… Se
decantó por una inclinación suave de cabeza, aunque Ártemis parecía
centrada en otros menesteres. Se sentó frente a ellos, como si fuera una
amiga y no una soberana. Aunque su porte era regio, sus gestos
contrastaban con ello. Tras los saludos pertinentes, la reina lanzó la
pregunta que Hogg había estado esperando:
—Meridi, no es que no me alegre de verte, pero… ¿cómo has conseguido
entrar?
—Tuve algo de ayuda.
Ártemis clavó sus ojos en el chico, evaluándole con interés, pero Meridi
carraspeó y le mostró la flauta.
—Pero no importa, porque…
—¿Has traído la habichuela?
—No, no. Todavía no.
—¿Y el…?
—En realidad he venido por otra cosa. Ha… Necesito…
—Hemos venido a buscar flores de luna —intervino Hogg, nervioso, sin
saber si había hecho bien, mas la impaciencia le podía.
—¿Flores de luna? —Ártemis achicó los ojos.
—Sí, pero no hay ninguna. Es por lo que ha pasado fuera de aquí. Las
cosas están complicadas ahí fuera.
—Lo sé.
—¿Lo sabéis? —intervino Meridi, sorprendida.
—Sí, los druidas tienen formas de enterarse de qué pasa en los demás
reinos. No me dieron muchos detalles, pero me pidieron ayuda para
recolectar las flores. Algo de un ritual, me parece.
Por la forma en que lo dijo, Hogg pensó que se estaba guardando
información, mas no comentó nada, permaneció en silencio, esperando a
que continuara o a que lo hiciera Meridi.
—¿Y enviasteis a Ailis a…?
—A todos los arqueros que tengo dentro del Reino de la Música.
—Entonces todas las flores de luna están en el Bosque de los Druidas —
adivinó Meridi, pensativa, intercambiando una mirada con Hogg.
—Eso es, sí.
Meridi abrió la boca para hablar cuando se oyeron unos toquecitos en la
puerta. Entró un hombre de corta estatura y nariz afilada que se dirigió a la
reina con prisa y le anunció:
—Majestad, se requiere vuestra presencia en la reunión.
Ártemis se disculpó con ellos y se despidió, ordenando a otro sirviente,
oso esta vez, que los guiara de nuevo hacia la salida.
Hogg ni siquiera preguntó hacia dónde iban cuando Meridi callejeó a
través de Hamelín, camino de las murallas.
Intuía cuál era su próximo destino: el Bosque de los Druidas.
CAPÍTULO 54
El Bosque de los Druidas seguía siendo una extensión inmensa que ahora
separaba el reino de los espinos que crecían sin control alrededor del
mismo. Teñido de otoño y mucho más impenetrable que la arboleda cercana
al castillo de los Duques de Escocia, su presencia era preciosa y
sobrecogedora al mismo tiempo. Y eso fue lo que vio en los ojos
amarillentos de Hogg cuando llegaron a la linde.
Aunque al principio le había dolido verle con la ropa de su hermano, más
le dolía no haberse fijado primero en eso, sino en lo bien que le quedaba
vestir como un noble. Era menos corpulento que Cian, hecho evidente en la
caída de sus hombros, pero era más alto. Delgado y espigado, con un tono
de piel algo más oscuro que el suyo. No había podido evitar fijarse en cómo
el verde le daba matices a su rostro y un brillo diferente en los ojos.
Pero no era momento de fijarse en esas cosas y por eso carraspeó más
para sí misma que por él, cuando le vio detenerse frente a los árboles con
asombro.
—¿Crees que nos contarán algo? —preguntó, volviéndose un poco hacia
ella.
—Eso espero.
Suspiró. Los druidas eran crípticos y celosos de sus secretos, así que, en
realidad, no tenía muchas esperanzas puestas en aquella misión, pero no
tenían más opciones. Necesitaban las flores.
—¿Hay que hacer algo especial para encontrarlos o…?
Hogg siguió a Meridi, que se había situado frente a él y caminaba por un
sendero estrecho. A pesar de que las copas de los árboles estaban tan juntas
que impedían ver el cielo, el bosque se iluminaba. Brillos que venían de
lugares misteriosos, árboles de luz y otras maravillas inexplicables los
fueron guiando por un camino, adentrándose más y más en el Bosque de los
Druidas.
—Tienen una ciudad —dijo al fin Meridi.
—¿Y sabes dónde está?
—No —reconoció la pelirroja—, nadie lo sabe, a excepción de los
druidas, ya sabes.
—Entonces…
Hogg no terminó la frase y se quedó mirando extrañado a una ardilla
plateada, que corría entre las ramas, tan deprisa que pronto la perdieron de
vista.
—Entonces ellos nos encontrarán primero.
—¿Y cómo estás tan segura?
—Porque voy a llamar su atención.
Vio el temor en los ojos de Hogg y no pudo evitar una risita, mientras
sacaba su arco.
—¿Qué vas a…?
El silbido de su flecha interrumpió las palabras del jinete, que ahogó un
grito cuando la saeta atravesó el aire y el ruido sordo de un fruto al caer le
hizo dar un respingo.
—¿Pretendes alertarlos haciendo caer… peras?
—Claro que no. —Ella rio, cogió el fruto y le dio un mordisco—. Solo es
que las peras de este bosque son pura magia.
Le tendió el fruto y él lo mordió. Tenía razón. Pero entonces se lo apartó
de repente.
—¿No será como el azúcar de hadas?
—¡Qué va! He comido cientos de estas peras.
El jinete se tranquilizó, mientras retomaban la marcha. Meridi tiró el
corazón de la pera que había compartido con el chico a unos matorrales y
tras secarse los labios sacó la flauta. Hogg entornó los ojos, dubitativo, y
ella sonrió de medio lado, indicándole que se tapara los oídos.
La magia del instrumento no era capaz de hechizar a los druidas, pero era
mágica y tal vez acudieran a la llamada de la melodía. Tenía la esperanza de
que detectaran su magia.
No fue así, pero entonces Hogg lanzó un grito ahogado y señaló al suelo.
Repleto de hormigas que formaban una fila.
—Dicen que las sigamos.
Y eso hicieron. Las hormigas se fueron dispersando a medida que
seguían el camino y se perdieron por completo entre la espesura cuando la
pareja quedó frente a un poblado. O algo así, porque aquello era el lugar
más particular que ambos hubieran visto.
No vieron las edificaciones de inmediato, porque estas estaban sobre sus
cabezas, unidas mediante puentes colgantes. Y tampoco eran edificios como
tal, sino que las viviendas eran los propios árboles.
La magia se respiraba en el claro y, a pesar de que ni Hogg ni Meridi
tenían dones, la sintieron en la piel. Una sensación cálida, que les
hormigueaba la piel y les erizaba el vello de la nuca. Estaban todavía
asimilando estas sensaciones cuando sintieron la amenaza sobre sus
cabezas. Varios ojos se posaban en ellos, relucientes de poder, sin armas que
los apuntaran, pero con la magia invisible apuntando hacia los recién
llegados.
Un hombre alto, al que no le veían el rostro, avanzó de entre los árboles.
La túnica de un naranja cambiante, ondeó bajo la luz del bosque y una voz
profunda y cavernosa se hizo oír por encima del zumbido de la magia:
—No está permitida vuestra presencia aquí.
—Soy Maredudd, futura duquesa de…
—Sabemos quién eres.
Otra voz. Más profunda. Más temible. Y otra silueta más baja emergió de
otro lugar del bosque, esta vez envuelta en una túnica roja como el fuego,
que se movía como este.
—Nadie puede venir aquí, ni siquiera tú, Maredudd.
—Lo sé, pero…
—Basta.
Una nueva voz. Humana esta vez. Poderosa, pero menos siniestra. Y una
tercera silueta avanzó desde otro extremo. Una túnica plateada, con brillos
oscuros que a la pareja le recordó al brillo estrellado de Nox.
Se retiró la capucha y a la vista quedó un rostro agraciado, de piel
plateada y ojos violáceos. El tono se fue volviendo más humano, hasta que
su rostro adquirió matices más habituales.
—Sabemos a qué vienes.
Meridi no contestó, porque no tenía palabras, no más allá de unos vanos
monosílabos.
—No hablaremos con vosotros ni os revelaremos nada, pero
contestaremos a una sola de vuestras preguntas si pasáis la prueba de la
verdad.
—Solo queremos una flor lunar, porque… —empezó el jinete, a la
desesperada.
Le hicieron callar y, sin más preámbulos, los tres líderes druidas los
guiaron a través de una arboleda iridiscente a un claro. Era como un cuento
y, a su misma vez, como una pesadilla. Porque el claro debería estar abierto
al cielo, pero este era negro, opaco, sin más luz que la de unas titilantes
luciérnagas. También había un lago, pero relucía argénteo e imposible. Un
viento mecía las hojas verdes, en contraste con los colores del otoño, que
tintineaban como espejos.
Situaron a los dos jóvenes en el centro, les hicieron sentar y, entonces, la
silueta de túnica naranja se puso frente a ellos y alzó las manos. El calor
ascendió del vientre de Meridi y se repartió por sus extremidades. Como un
fuego burbujeante dentro de las venas. El miedo le atenazó la garganta.
La magia druida era agradable, casi como un bálsamo, mas no lo era. Era
ardor. Era frío. Era miedo y arrojo. Lo era todo y no era nada.
—¿A qué habéis venido?
Quiso pensar una respuesta, darle forma, pero la magia se lo impidió y
las palabras salieron, igual que sucedió con Hogg, de modo que ambos
dijeron al unísono:
—A por una flor de luna.
—¿Con qué propósito?
—Restaurar el tiempo.
—¿Sois la causa de la grieta de ahí fuera?
«¡No!».
—Sí.
—¿Vosotros habéis roto el tiempo?
—Sí.
«Pero no fue así, no…». No podía explicarse. La rabia explotó en ella,
pero solo logró emitir un gemido de queja.
—¿Has usado magia para llegar hasta nosotros?
—Sí.
—Suficiente —cortó el único que se había retirado la capucha.
Los tres druidas se apartaron de la pareja. Hogg miró de soslayo a
Meridi, cuyo pecho bajaba y subía con rabia, furioso. No podían tratarlos
así. No.
El ardor en sus venas desapareció de repente, como si nunca hubiera
existido, pero palideció al ver regresar a los tres.
—Está prohibido acceder a este lugar, pequeña duquesa.
—Seréis expulsados del bosque de inmediato.
—¡Pero, la flor…!
Hogg no pudo terminar la frase. El mundo se onduló alrededor de ellos,
arrastrados por una fuerza invisible al agua oscura y, después, al vacío.
Fuera del bosque. Donde una fuerza extraña los repelía si intentaban
acercarse de nuevo.
CAPÍTULO 55
A la mañana siguiente, tras haber descansado de nuevo en el castillo del
clan de los Fraser y Duques de Escocia, seguía confundido con lo que había
vivido en el Bosque de los Druidas. Todavía sentía la magia recorrerle las
venas y un cansancio que superaba todo lo que había conocido hasta ese
momento aún le hacía moverse despacio, aletargado.
Se desperezó comprobando el lugar en el que estaba. Ni siquiera
recordaba haber llegado hasta allí, solo el agotamiento. La luz entraba con
timidez por la ventana acristalada y el dolor de cabeza empezó a
martillearle las sienes, como si hubiera bebido demasiado hidromiel.
Le costó unos segundos enfocar la vista lo suficiente como para discernir
la estancia en la que estaba. Amplia, en una cama con doseles, ventanales
coloridos, un armario enorme que ocupaba toda una pared de la habitación
y en el centro frente al mismo estaba Meridi, abrochándose una camisa de
espaldas a él.
La garganta se le secó y dudó entre pronunciar palabra o hacerse el
dormido.
—Por si te lo preguntas, se ha vestido en el baño. —Kiran salió bajo las
sábanas estirándose con parsimonia.
—No me lo preguntaba —contestó en un susurro.
Pero mentía. Sí había imaginado despertar antes y… Bajó la mirada,
avergonzado, al tiempo que ella se volvía hacia él. Si estaba tan cansada
como Hogg, no lo demostraba en absoluto.
—Tenemos que irnos.
—¿Ah…, sí?
—Ya que la visita a los druidas no fue muy fructífera, he pensado que
iremos a ver a un amigo.
Se mordió la pregunta de si se trataba del tal Cian. Se limitó a asentir y a
salir de la cama. Llevaba la ropa del día anterior, con un olor penetrante de
bosque y algo más oscuro que no supo identificar. Tal vez la magia druida
poseía ese aroma. No lo recordaba.
—¿Cómo…? —Señaló la cama.
Ella se encogió de hombros, restándole importancia antes de decir:
—La magia de los druidas es peculiar. Estábamos cansados,
desorientados… Y hemos acabado durmiendo juntos. Lo raro es que
lográramos llegar hasta mi habitación. Imagino que tuvimos ayuda —
añadió mirando a Kiran, que ronroneó.
De nuevo ese rubor bajo las pecas que aceleraba el corazón de Hogg. El
joven trató de hacer memoria, de recordar cómo habían llegado hasta allí,
pero, sobre todo, cómo había sido dormir con ella. Junto a su calor.
Mas, al parecer, su cerebro estaba en su contra.
Meridi le indicó que tenía su ropa de jinete limpia en el baño, que
acababa de traerla su doncella y que tenía cinco minutos para asearse y
vestirse.
Él asintió y se levantó por fin. Se lavó deprisa, se peinó con los dedos y
se puso su ropa habitual. Para cuando salió, Meridi ya llevaba colgado el
arco, su carcaj y tenía el mismo aspecto que cuando la había conocido.
Con una sonrisa le tendió un pan con pasas en su interior y él le
agradeció el gesto.
—¡Vamos!
Kiran se había vuelto a aovillar en la cama y Hogg le dio un beso en la
naricilla antes de seguir a la muchacha a través del castillo. Encontraron a
los padres de la pelirroja desayunando y un pensamiento furtivo le hizo
atragantarse con las pasas.
—¿Saben tus padres que hemos dormido juntos?
Ella le tapó la boca con rapidez, mas como ya estaban ante la mirada de
la pareja de osos, el gesto no les pasó desapercibido.
—Sssssh —le chistó de la forma más suave que fue capaz.
Luego la joven se separó de él y ambos actuaron con toda la normalidad
de la que fueron capaces. Sin embargo, Hogg no fue capaz de terminar el
pan con pasas, pues la mirada penetrante de la duquesa le perseguía en cada
movimiento.
—Nidhogg, no sé en qué categoría social estáis los jinetes de dragón,
mas un comportamiento como el tuyo con una dama es simplemente…
El chico tragó saliva con tanta fuerza que no pasó desapercibido para
Meridi, quien le miró con los ojos entornados para luego dirigirlos hacia su
madre.
—Madre, ¿qué…?
—Y en cuanto a ti, señorita —continuó la osa como si su hija pudiera
entenderla—, vamos a tener una seria conversación.
—Querida…
—No pasó nada, ¡lo juro! —Hogg levantó las palmas, dejando caer el
pan que enseguida fue recogido por un sirviente oso y, cuando nadie le
miraba, devorado.
—¡Madre! No es momento para…
Esta vez fueron los ojos del duque los que se oscurecieron, y la duquesa
rugió.
—¡Marchaos, rápido!
No hicieron falta explicaciones, Hogg no tuvo que traducir, pues incluso
Meridi comprendió la situación, y salieron rápido de allí.
Pasaron a ver a Nox, que se ocultaba en los jardines y, mientras tanto,
Meridi se disculpó por lo que pudiera haberle dicho su madre.
—Lo siento, siempre ha sido muy estricta y protectora conmigo…
—No tienes que disculparte. Lo entiendo.
—Ehm… —La joven titubeó—. ¿Qué te ha dicho?
Hogg se puso rojo como las fresas y, con solo mirarle, ella pudo intuir la
conversación.
—No se lo tengas en cuenta… —Rápidamente cambió de tema para
olvidar la situación comprometida de antes y le habló de su amigo—. Es el
flautista. Los que le conocemos le llamamos así. Él me dio la flauta y la lira
de luz, y, bueno, siempre conoce respuestas que el resto no tiene. Merece la
pena intentarlo.
Callejearon por Hamelín hasta que llegaron a un establecimiento
acristalado. En el interior se veían urnas con instrumentos. Algunos de
aspecto tan anodino que nadie hubiera dicho que tuvieran magia, pero
según Meridi todos tenían algún tipo de don porque en ese reino la música
era mágica.
Entró sin pensar y, cuando el tintineo de unas campanillas delató su
presencia, vio a un oso con lo que le parecieron bigotes de ratón. Este se
dirigió a Meridi.
—Ay, pequeña duquesa.
Hogg les dejó su espacio y curioseó los instrumentos. Había un piano y
extendió la mano para tocar algunas de sus teclas, cuando la misma voz le
detuvo.
—Yo en tu lugar no haría eso.
Se llevó las manos a la espalda y se giró. Los ojos del oso estaban fijos
en él. Meridi abrió la boca para decir algo, cuando vio algo a través de los
cristales del escaparate. O, más bien, a alguien.
Salió corriendo con un chillido de alegría y al poco volvió a entrar
acompañada de una chica rubia y una osezna pequeña, con un lacito en la
cabeza, que avanzaba tímidamente tras la muchacha.
Meridi volvió a lanzarse a los brazos de la chica. La osezna dio unos
pasos atrás, estudiando la situación. Corrió a refugiarse junto al oso más
grande.
—¡Ailis! Mis padres me dijeron que tuviste que partir a una misión de
Ártemis.
—Así fue, pero… ¿qué haces tú aquí? Creía que habías salido del reino.
—Hubo cierto cambio de planes —se explicó ella—. Y ahora no viajo
sola.
Arrastró a Hogg a su lado y le presentó como un compañero de viaje,
omitiendo que era jinete de dragón y diciendo que era un chico que la
estaba ayudando en su misión.
—Entiendo, pero… creía que no se podía entrar.
—No fue fácil y tuve algo de ayuda. —Miró de soslayo al flautista, que
acariciaba a la osezna con una de sus patas.
El oso le guiñó un ojo y sus bigotes se movieron de forma graciosa al
hacerlo. Ailis cogió a la osita, encaminándose hacia la salida.
—Tengo un poco de prisa, Meridi.
El flautista se metió en la trastienda, dejándolos solos y tarareando una
canción que solo Hogg escuchó.
—Hemos venido porque necesitamos una flor lunar, pero no queda
ninguna. Intentamos hablar con los druidas, pero… —dijo la pelirroja
siguiendo a su amiga al exterior.
—Ya. Imagino cómo saldría eso —respondió ella dejando a la osezna en
el suelo, mientras Hogg cerraba la puerta de la tienda tras de sí.
Empezaron a caminar por Hamelín, y Hogg tuvo que dar unas zancadas
rápidas para seguirlas.
—Espera, Ailis, esto es importante.
La otra chica se detuvo y miró alrededor como si estuviera haciendo un
gran esfuerzo por detenerse. Tuvieron que apartarse —y en el caso de
Meridi, proteger a Hogg— de un par de fuegos fatuos que campaban a sus
anchas por la calle.
—Dime, ¿qué pasa?
—¿Tienes idea de dónde puedo encontrar alguna flor lunar?
Ailis meditó unos instantes antes de negar con la cabeza despacio.
—No, lo siento, Meridi. Tuvimos que recolectarlas todas y entregarlas a
los druidas. No creo que quede ninguna, porque la misión terminó hará cosa
de unos días.
En ese momento, la osezna ladeó la cabeza y empezó corretear alrededor
de la arquera. Esta se removió incómoda, apretando un poco los labios.
—Pero si te guardaste una, Lis, ¿es que no te acuerdas?
Ailis no hizo ademán de comprender una sola palabra y se limitó a
acariciar a la osita en la cabeza y recolocarle el lazo. El jinete, sin embargo,
sí le prestó atención, y el pequeño animal se dio cuenta de que él sí le
escuchaba.
—Si se te ocurre algo, avísame —le pidió la pelirroja.
—Lo haré.
—¡Dile que ella tiene una! —La osezna se dirigió directamente a Hogg.
Pero él tragó saliva y la observó como si no entendiera una sola palabra.
Ella lanzó un gruñidito de desesperación, pero al final se rindió y, cuando
las dos chicas se despidieron, se fue con Ailis sin volver la vista atrás.
—No tenía muchas esperanzas, pero… Volvamos a la tienda, tal vez el
flautista sepa algo.
—Espera, Meridi.
Ella se detuvo. Hogg se inclinó para hablarle más cerca del rostro en un
susurro:
—Creo que tu amiga te ha mentido.
CAPÍTULO 56
Meridi no contestó de inmediato, sino que miró en la dirección en que se
había ido la otra arquera y, después, arrastró al interior de la tienda a Hogg
sin decir nada.
El flautista los miró confuso, pasando la mirada de los brazos
entrelazados de los jóvenes a sus expresiones serias.
—¡Eh, no! Nosotros… —exclamó de repente Hogg, con la respiración
entrecortada.
Se apartó de inmediato de la pelirroja que miró alternativamente al oso y
al jinete sin comprender, aunque llegando a intuir lo que pasaba. Alzó la
mano cuando el oso gesticuló y Hogg se dispuso a dar una explicación.
—No tenemos tiempo para esto. Sea lo que sea que te ha preguntado,
seguro que puede esperar, Hogg. Dime, ¿por qué crees que Ailis me ha
mentido?
A su espalda, el flautista intercambió unas palabras con Hogg o eso creyó
Meridi, que empezaba a impacientarse. Acortó la distancia con el jinete, le
tomó de los hombros y levantó la vista. Era más alto que ella, así que el
chico tuvo que inclinarse para devolverle la mirada y unos mechones
rebeldes rozaron su frente. Ella tragó saliva, recordando por qué le estaba
cogiendo con tanta fuerza.
—Fue lo que dijo la osezna.
—¿Qué osez…? Ah, ¿qué dijo?
—Que olvidaba que había guardado una. Una flor de luna, imagino, por
el contexto de la conversación.
Meridi le soltó al fin y se apartó de él. El chico se frotó el lugar donde
habían estado los dedos de la pelirroja y se humedeció los labios.
—Interesante, pero… No tiene sentido. ¿Por qué iba a mentirme Ailis?
—Eso sí que no lo sé. —Se encogió de hombros.
Ella repasó mentalmente la conversación, tamborileando con los dedos
sobre una vitrina.
—Dice tu amigo que tal vez se deba a algo que ha cambiado con… ya
sabes, esto. —Señaló a su alrededor.
—¿Ha afectado a este reino?
Esta vez lanzó la pregunta mirando al flautista. No había notado nada
diferente desde su llegada al Reino de la Música.
—Sí y no, dice. No hay grandes cambios, pero algunas personas dejaron
de ser osos, otras desaparecieron y…
—Vale, ya lo pillo.
No quería oír más, porque de repente le dolía la cabeza. Demasiado como
para pensar con claridad, mas algo sí tenía claro: tenía que hablar con Ailis.
Se despidieron del flautista, que retuvo unos instantes a Hogg, mientras
Meridi se adelantaba. Salió con las orejas un poco rojas, pero solo le dijo
que le había dado unos cuantos consejos de magia musical. Fuera como
fuera, no importaba. Tenía que encontrar a Ailis y hablar con ella.
—¿Dónde crees que se habrá metido?
—Pues si no ha estado en el castillo durante todo este tiempo, imagino
que habrá ido a su casa.
—¿Y sabemos dónde vive?
—Tengo una ligera idea.
Durante la instrucción, Ailis le había hablado a grandes rasgos de su
pasado, de la pobreza de su familia y de cómo lo habían perdido todo hacía
unos años. Así que se dirigió a la parte más pobre de la ciudad donde había
algunos osos jugando al pilla-pilla. Se sorprendieron cuando en una ocasión
el juego se volvió violento y un niño oso se lanzó a por los demás con la
mirada vacía. Instantes después se detuvo confuso y Hogg y Meridi
intercambiaron una mirada de preocupación.
Encontraron la casa de Ailis a unas manzanas de allí. La reconoció
enseguida por la puerta naranja, única en el barrio, y las paredes moradas
desconchadas. Atravesó un jardín descuidado, donde jugaba la osezna, lo
que hizo fruncir el ceño a Meridi.
¿Acaso le había ocultado una hija secreta o algo así?
Sacudió la cabeza. No debía hacer conjeturas. Hogg la seguía en silencio,
pero ella se volvió hacia él antes de tocar a la puerta.
—Quizá debas hablar con… —Señaló a la osezna, que apilaba montones
de tierra con sus zarpas.
—Entiendo.
—Creo que Ailis se sentirá más cómoda si hablo yo con ella. A solas.
El jinete asintió y fue junto a la niña osa, iniciando una conversación.
Meridi tragó saliva y llamó a la puerta. Le abrió un oso pardo enorme, pero
más atrás vio a Ailis, de espaldas, cortando una rebanada de pan.
—¿Quién será ahora? —la oyó quejarse.
Se quedó estática al reconocer a la futura duquesa en el umbral de la
puerta.
—¿Puedo pasar?
—¿Cómo sabías…?
—Tú me lo dijiste, ¿recuerdas? En la instrucción. Sí que es una casa
particular.
El oso enorme se dirigió a otra sala de la casa y Meridi se fijó en que,
aparte de la cocina, solo existía esa otra sala y una más pequeña que sería el
dormitorio.
—Si es por lo de la flor…
—Sí, es por eso. —Dudó, pero decidió soltarlo de golpe y no andarse con
rodeos—. La osezna que te acompañaba dijo algo de que se te había
olvidado que habías guardado una.
Ailis rio sin humor, como si aquellas palabras fueran una broma de mal
gusto.
—¿Que dijo qué?
—Sí, verás —tragó saliva—, mi amigo, Hogg es capaz de…
Ailis se asomó a la ventana que daba al jardín y Meridi siguió la
dirección de sus ojos. Hogg reía y parloteaba con la osita. Sintió un regusto
amargo en la garganta al ver la expresión no solo incrédula de Ailis, sino el
desdén en sus ojos y su corazón dio un vuelco. Recordó las palabras de
Hogg —al que nunca nadie creía cuando mencionaba su don— de que se
había acostumbrado a que le miraran de ese modo.
—Si es verdad, si te guardaste una flor…
—Claro que no es verdad.
Su voz sonó como un cuchillo afilado y Meridi se puso en alerta. Todo en
Ailis ahora era tenso, cortante. Y supo que mentía.
—Es muy importante. Mira, fuera de aquí todo está patas arriba. El
tiempo se ha roto y… las cosas no están como deberían. Si no consigo una
flor no podré restaurar el tiempo.
—¿Esa es la misión que te encomendó la reina? —preguntó, suspicaz, y
Meridi supo que ya sabía la respuesta.
—No, no tiene nada que ver. Todo se complicó y debemos arreglarlo.
—¿Debemos? —Otra mirada fría a Hogg—. ¿Por qué?
—Es… complicado.
—¿Es que acaso sois la causa?
—Algo así —reconoció ella.
—¡Ja! —Volvió al pan—. Yo no tengo ninguna flor. De verdad que te
ayudaría, pero…
—Sé que me estás mintiendo.
—¿Porque tu amiguito te ha dicho que la osita…?
—¡Basta! No hables así de él.
—Y tú no vengas a mi casa a decirme que miento. No tengo ninguna flor.
Y ahora puedes marcharte por donde has venido.
—Pero, Ailis… —Dio un paso, pero ella se apartó más.
—He dicho que te vayas. —Levantó el cuchillo en señal de advertencia.
—¿Quién es ella?
—Fuera.
—Pero…
Mas Meridi alzó las manos, rindiéndose. Salió de la estancia, mientras el
oso grande se asomaba a la cocina y miraba ladeando la cabeza a la
pelirroja. Cuando llegó al jardín estaba Hogg solo y no quedaba ni rastro de
la osezna.
CAPÍTULO 57
—¿Estás segura de esto? Puedo ir yo… —le repitió Hogg por milésima vez.
A su lado, Meridi se había enfundado unas mallas negras ajustadas y una
camisa a juego. Se había recogido el cabello en una trenza que había
enroscado en un moño, cubriéndolo todo con un pañuelo oscuro. Solo un
mechón rojo caía sobre su frente. Ella resopló para apartarlo de ahí y el
chico tragó saliva, percatándose de que llevaba un rato mirándola.
—No te preocupes, yo me ocuparé de la parte difícil —sonrió ella.
Mas la sonrisa no llegó a sus ojos y Hogg supuso por qué. Ailis era su
amiga, y descubrir que la osezna hablaba de ella como su hermana mayor
solo había hecho crecer las dudas. Según Meridi, la rubia nunca le había
hablado de una hermana menor, pero tampoco tenía por qué hacerlo.
La osezna había dicho a Hogg dónde había visto a su hermana esconder
la flor. Y él no quería traicionar a la pequeña. Sentía un pinchazo en el
corazón por el plan que estaban llevando a cabo. Pero debían arreglar los
reinos. Todo era por un bien común, no por intereses individuales, como
debía de ser el caso de Ailis. No lo había hablado con Meridi, pero él se lo
había estado preguntando. ¿Qué interés podía tener la arquera en conservar
para sí una flor de luna? ¿Sabría de sus propiedades?
Nox estaba muy cerca y el jinete sentía su corazón más apaciguado en
presencia del animal. No solo porque fuera imponente, grande y oscuro
como aquella misma noche, sino porque su presencia le transmitía una paz
inexplicable. Pese a los peligros. Kiran también estaba en la bolsa que
llevaba a la espalda. Parte del plan era salir huyendo en cuanto tuvieran lo
que estaban buscando.
Meridi respiró hondo, miró la casa una vez más y asintió despacio. Hogg
la retuvo, sin saber bien qué estaba haciendo, la tomó del antebrazo, lo que
hizo que ella se echara un poco hacia atrás, hasta llegar casi a su pecho,
donde se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, sin aliento, mirando alrededor con
preocupación.
—Solo… ten cuidado, ¿vale? Estaremos preparados para salir de aquí a
toda prisa —le dijo tras la vacilación inicial.
Y esta vez la sonrisa en su boca sí llegó a sus ojos, que chispearon. No se
alejó de inmediato, sino que le observó unos instantes hasta detenerse en
sus labios, pero él ya no se dio cuenta, pues miraba hacia las sombras.
—Sale de casa —avisó Nox.
—Es el momento.
Bajó la vista hacia ella, todavía muy cerca, aún mirándole la boca.
Apenas duró un instante y la joven dio un paso atrás. Vio unos fatuos
aletear en el jardín y lanzó una mirada de advertencia al jinete, que asintió
despacio. Era peligroso y tenían que estar muy atentos.
Ailis se perdió camino de las guardias de las arqueras de Ártemis,
mientras que Meridi se colaba en la casa. Hogg reajustó la silla de montar
del dragón, lanzando miradas furtivas en su dirección. La osezna había sido
muy clara y, si no mentía, la flor estaba ahí.
Oculta en una trampilla en el suelo de la cocina. Un lugar pequeño y
enjuto donde, en el interior, había una losa mal colocada: allí dentro
encontraría la única flor de luna que no tenían los druidas.
—Meridi es una guerrera, Hoggy, deja de moverte así, que no me dejas
dormir. —La voz de Kiran sonó amortiguada en la bolsa.
—Igual deberías dormir algo menos, Kiran.
—¿Perdona? ¿Acaso no has visto que soy un bebé?
Ahogó una risa entre las sombras, mientras se encaramaba mediante unas
correas a la silla de Nox, que se irguió al sentir que Hogg ya estaba bien
sentado sobre él.
—No eres un bebé.
—Lo seré hasta que no arregléis esto.
Nox hizo un movimiento brusco para esquivar un fatuo, que siguió
avanzando entre la noche, Hogg se había agarrado en el último momento y
respiró aliviado al no verse de bruces en el suelo.
—Bien hecho, Hoggy —le animó su dragón.
Y él le palmeó con cariño el cuello, volviendo la vista hacia la casa. Todo
seguía igual. La noche, regida por las tres lunas: una creciente, otra llena y
la otra menguante. El silencio, roto por las vocecitas nocturnas, que otros
captarían como un ulular, un sonido agudo de un ratón, o, en ese momento,
algún rugido de oso. Pero para él eran voces.
Entonces escuchó un ruido sordo. Seguido de otro. Y un grito.
No. No era Meridi. Era otro tipo de grito, un rugido. Grave y cavernoso,
y se puso en alerta. Tragó saliva y Nox dio un paso por el jardín dispuesto a
destruir aquella casa si Hogg se lo pedía.
No lo hizo. Confiaba en Meridi. Saldría de allí.
Pasó un instante en que el rugido se repitió. Estaba a punto de bajar del
dragón cuando la puerta de la casa se abrió de par en par y apareció Meridi
entre la oscuridad. No quedaba rastro del pañuelo que cubría su cabeza, y la
trenza despeinada flotó en el aire mientras ella corría para encaramarse al
dragón. Tras ella, un oso enorme y negro rugía furioso y la seguía. Lo más
aterrador fue que aquel animal no tenía la mirada vacía: no. Su mente
humana dominaba y eso no parecía importar en absoluto.
—¿La tienes?
—¡Sí!
—¡Es nuestra única esperanza! ¡No! Todo tu clan pagará por esto,
Maredudd.
Las palabras siguieron saliendo en forma de rugidos de la osa que corrió
unos metros, mientras Nox alzaba el vuelo y se perdía en la oscuridad de la
noche, que se ondulaba ante su presencia y le ocultaba de la vista de los
habitantes del reino.
Dejaron atrás Hamelín, y el mundo se perdió a sus pies mientras volaban
directos al muro de espinos. Sentía la respiración de Meridi agitada a su
espalda, agarrada a él con fuerza, y se sintió libre. Con el viento en la cara,
el corazón repiqueteando con ahínco en su pecho y el cuerpo de la arquera a
su espalda.
Y ahí fue cuando, por vez primera, deseó besarla.
Fue un pensamiento fugaz, repentino, que más tarde achacaría a la
adrenalina del momento, pero imaginó el tacto de sus labios o la textura de
los rizos entre los dedos.
—Oh… —musitó ella a su espalda.
Hogg se tensó, temiendo que le hubiera leído la mente. O, peor, que lo
hubiera dicho en voz alta. Con eso de hablar con los animales, a veces no
era capaz de controlarse.
El muro de pinchos estaba muy cerca, tanto que acudió a él el recuerdo
doloroso de estos atravesándole la piel.
—Dijiste que se abrirían.
Y cuando ya los rozaban estos se abrieron, permitiendo que pasaran a
través de ellos. Contuvo el aliento mientras un arco de espinas se abría ante
ellos y se iba cerrando cuando Nox lo dejaba atrás.
Llegaron al otro lado sin rasguños y los espinos se volvieron
impenetrables, como siempre habían sido.
Ella se bajó del dragón y sacó la flor resplandeciente de entre los pliegues
de su ropa, pero las lágrimas surcaban su rostro y Hogg, que había caído
con más torpeza de la montura, fue hacia ella aprisa, sin comprender.
—Ya he recordado que… —Se le quebró la voz.
A riesgo de que ella retrocediera, él avanzó otro paso.
—Su hermana murió, Hogg. —Alzó la mirada, ojos anegados en
lágrimas y la culpa impresa en su voz—. Cuando restauremos el tiempo,
ella desaparecerá.
Ambos sabían que era la única manera, pero no necesitaba oírlo. Así que
hizo lo único que se le ocurrió, que fue envolverla entre sus brazos. Ella se
aferró a él, entre sollozos, y su corazón se sacudió. Bajó un poco la cabeza
hasta hundir la nariz en sus cabellos y se arrepintió al instante. Quería
perderse en su aroma herbal. Madreselva, hojas secas, canela.
El deseo de sus labios se convirtió en fuego y el anhelo en aleteo en su
pecho.
Por fortuna, Meridi se separó, se secó las lágrimas y cogió su capa de la
bolsa que pendía de la silla de montar del dragón.
Se la puso y después sacó la varita mágica de Día.
El plan debía seguir su curso.
CAPÍTULO 58
En ese momento, con la noche cerniéndose sobre ellos, se sintió ridícula.
¿Iba a llamar a Día en plena noche? Pero había tenido que apartarse de
Hogg, porque, de pronto, tenía demasiado calor y, a la vez, frío. Un frío que
quería sofocar en esos brazos, en ese pecho en el que había escuchado su
corazón. Tan fuerte y rápido como imaginaba el suyo.
Recordó de nuevo a Ailis y la culpa se clavó en ella, haciéndola sentir vil
y egoísta. Pero no. Contempló lo que tenía a su alrededor. Habían vuelto a
las montañas, ahí quizá no se apreciara, pero recordó el caos. Los reinos
mezclándose, los tiempos revueltos. No. Aquello era lo correcto, la única
salida. Y también el único camino para liberar al Reino de la Música del
maleficio de Morrigan.
¿Sabría Ailis que las flores lunares…? No. No podía saberlo, ni siquiera,
al parecer, la reina sabía que… Pensó un tiempo más. Tendría que hablar
con ella cuando todo terminara, aunque su amiga no quisiera escucharla.
Aunque su amistad se hubiera roto… para siempre.
—¿Y si esperamos al amanecer? —propuso Hogg, que seguía estático
donde le había dejado.
—No. No podemos. Tenemos que continuar.
Habló con determinación en su voz y él asintió, con un suspiro,
volviendo a acercarse a ella. Estudiaron la varita: un palo de madera
aparentemente vulgar que agitaron y como había indicado la niña hada.
Creían que no había pasado nada hasta que vieron a Mab y a Día salir de un
Arco Mágico.
—Bien, estábamos preocupadas, habéis tardado mucho —se quejó la
pequeña.
—Digamos que han surgido complicaciones.
—Con esos vejestorios, no me extraña.
—¡Día!
—No te hagas la remilgada.
Mab hizo un mohín y después sacudió la cabeza.
—Bueno, lo importante es que tenemos la flor y, además, sabemos dónde
está la Rosa Escarlata.
Meridi dio un paso hacia delante con interés y la niña hada se adelantó.
—Por suerte para todos nosotros está en el castillo de la bestia, en el
Reino de la Rosa Escarlata. Así que, ¡vamos allá!
—No, Nox, no vas a tener que volar sin dormir hasta ahí. Abriremos un
Arco Mágico. —Mab le guiñó un ojo al reptil.
Este dio un saltito, emocionado, que hizo temblar el suelo bajo sus pies.
—Yo me ocupo, Mab —indicó la niña, haciendo a un lado a su
compañera.
Y el mundo se onduló frente a ellos, en un Arco Mágico lo
suficientemente grande como para que pudiera pasar el dragón. Al otro lado
pudieron ver un bosque que contrastaba con las montañas al pie de las que
se encontraban. Meridi fue la primera en atravesarlo, seguida de Hogg,
junto a Nox y con Kiran aún oculto en la bolsa. Por último cruzaron las
hadas.
Al llegar al otro lado, lo primero que sorprendió a Meridi fue la
temperatura. Cálida, con una brisa suave que se colaba entre los árboles,
cuyas hojas verdes y relucientes sisearon al contacto con el viento.
Acostumbrada a sentir la humedad del mar en la piel, la reconoció al
instante y alzó un poco la mirada para encontrarse con un palacio en la
distancia, alzándose sobre las olas.
No se parecía a los castillos de su reino. Este era afilado, como si
pretendiera rozar las nubes. Con torres altas, tejados terminados en punta y
colores más vivos.
—Creía que aquí estaba el Bosque del Invierno Mágico —comentó la
arquera, rompiendo el silencio.
—Así es, querida, pero el espacio-tiempo está roto, ¿recuerdas? —La voz
infantil de la niña hada retumbó en el silencio de la noche—. Hubo una
época en la que tan solo era el Bosque Escarlata.
—¿La Rosa Escarlata está allí dentro? —preguntó Hogg.
—Así es. —Las hadas se miraron—. Digamos que la bestia no es un
pozo de amor y bondad.
—Qué alentadora eres siempre, Mab.
—Ni toda tu gracia infantil podría dulcificar esa verdad.
—¿Y no podemos robarla con magia o…?
—El castillo está protegido por la rosa, por eso hemos aparecido aquí y
no ahí dentro —explicó Mab.
—¿Y esa rosa también repele a los visitantes o…?
—No, no exactamente, pero… —Mab dudó, pero no añadió nada más.
—Según tengo entendido, la rosa debería estar en el ala oeste, encerrada
en una torre. Bien guardada de las manos de los que quieran hacerse con
ella que, en este caso, por desgracia, sois vosotros.
Meridi y Hogg se miraron con determinación. La oscuridad pronto se
disiparía y daría paso al amanecer.
—Tenemos que hacerlo ahora, pero Nox no puede venir. No voy a
ponerle en peligro —dijo el jinete, a pesar de que intercambió una rápida
conversación el reptil.
Nox no parecía satisfecho con la decisión del chico, pero tras menear un
poco la cola con disgusto se sentó cerca de las hadas, mientras Kiran se
refugiaba al calor del elemental nocturno.
—Me parece bien —concedió Meridi.
Frunció el ceño, calculando la distancia que había hasta el castillo, cuyas
cúpulas relucían a la luz de las lunas. Se estremeció un poco, conocía las
historias que hablaban de la bestia que habitaba el castillo, un día había sido
un príncipe…
Como su familia.
Sacudió la cabeza, no tenía que pensar en eso ahora. Fue en ese momento
cuando sintió la mano de su compañero en la cintura, apenas una caricia,
mientras decía:
—¿Vamos?
Retiró el contacto y avanzó entre los árboles. Ella le siguió sin tardar. Se
había vuelto una experta en entrar en castillos sin ser vista, principalmente,
porque se dedicaba a hacerlo en su propio hogar. Se mordió el labio, muy
consciente de las limitaciones, elaborando un plan en su mente.
—Nuestro objetivo es el ala oeste —recordó la pelirroja.
—Me parece que tengo una idea…
Hogg cerró la boca y volvió a abrirla para continuar, pero hubo dos
hechos que le hicieron guardar silencio y soltar un grito ahogado. El
primero fue que escucharon un bramido en la distancia, que hizo que el
mundo se sacudiera. Lo siguiente que pasó fue que vieron una figura
encapuchada correr a toda velocidad hacia ellos. A su lado corría un lobo
que reconocieron enseguida.
Rubí y Phir.
Y huían despavoridos del castillo.
CAPÍTULO 59
—¡Corred! —exclamó Rubí, pasando como una exhalación a su lado.
Meridi no dudó, pero Hogg seguía estupefacto, así que ella le tomó de la
mano y tiró de él. Le arrastró junto al lobo y la chica de la caperuza al lugar
donde habían dejado al dragón, la pantera y las hadas, que los miraron sin
comprender.
—¡Día! ¡Sácanos de aquí! —pidió la rubia.
—¿Qué? ¿Qué hacéis vosotros…? —La confusión dio paso a la
comprensión y a una pena en la mirada que hizo que Hogg se sintiera como
si se hubiera perdido algo.
Mab miró al otro lado del bosque, al palacio, que ahora parecía más
sombrío y, tras un susurro de su compañera que se le había adelantado, el
mundo se difuminó a su espalda.
—¡Vamos, deprisa!
Día, la primera, cruzó al otro lado del Arco Mágico. Rubí se estremeció
nada más seguirla y quiso volver por donde había venido, pero la niña la
retuvo de la muñeca y la hizo guardar silencio.
Hogg miró a su alrededor, sorprendido. Un ventanal ojival permitía la
entrada de los haces de las lunas a la sala. Un lugar oscuro y sombrío, con
paredes de piedra y suelos polvorientos.
—¿Por qué nos has devuelto al castillo? —se quejó Rubí.
—Este es el lugar en el que menos os va a buscar —explicó la niña.
—Por ahora —añadió Mab con un tono frío extendiendo la mano hacia la
chica.
Día se interpuso entre ambas.
—Sabes que necesitamos la rosa para restaurar los reinos y no tenemos
demasiado tiempo.
—¿Habéis robado la rosa? —Hogg sabía la respuesta y lo absurdo de su
pregunta, mas no entendía qué motivos podrían tener ellos para…
Entonces comprendió o quiso hacerlo. Su mente ató cabos deprisa y cerró
la boca al instante.
—¿La rosa puede devolveros a…? —inquirió Meridi, siguiendo el hilo
de los pensamientos de Hogg sin darse cuenta.
—No podemos daros la rosa. —Hogg sintió el dolor en la voz de Phir—.
Es nuestra única oportunidad, no…
El jinete se acercó a Meridi y le transmitió lo que el lobo había dicho.
Esta los observó con pena, pero también consternada. Él la comprendía
bien, pero la tomó del brazo con fuerza al ver que daba un paso, impulsada
por la rabia.
—Meridi…
—No. El mundo está roto y…
—Lo sabemos —Rubí se adelantó—, pero… No perderé esta
oportunidad. No lo haré.
—¿Y vivir en unos reinos quebrados?
—Tal vez. —Alzó la barbilla con lágrimas en los ojos.
Phir dudó, y acercó el hocico a las piernas de la chica.
—Tienen razón, quizá…
—¡No!
Se agachó frente al lobo, sin importar los que los rodeaban y apoyó su
cabeza en la de él. Sus hombros temblaron ligeramente y Hogg supo que
estaba llorando. Meridi, a pesar de tener la mandíbula tensa y los labios tan
apretados que formaban una línea muy fina, sacudió la cabeza, se volvió a
mirarle un instante y lo que vio en sus ojos le llenó el pecho de algo
desconocido, cálido y dulce.
Día dio un paso, acarició los hombros de la rubia con cariño y la obligó a
volverse hacia ella.
—Rubí, sé lo mucho que…
—No es justo.
—No lo es —concedió el hada—, pero esto que ha pasado tampoco lo es.
Y no tenemos mucho tiempo. La bestia regresará de un momento a otro
cuando sienta que la rosa vuelve a estar aquí.
—Es que vaya genialidad enviarnos de vuelta al castillo, por todas las
hadas del bosque —dijo Mab apretando los dientes.
—Pues es mejor que la idea de correr por el bosque con una bestia
pisándonos los talones.
—Claro, porque nuestros Arcos Mágicos no pueden llevarnos a otros
reinos. Me parece que tu vuelta a la niñez no es solo una apariencia.
¿Seguro que tu cerebro no ha perdido cierta inteligencia?
Día puso los ojos en blanco y después volvió la cabeza hacia Rubí, que
temblaba entre sus pequeños brazos.
—Dásela —susurró Phir—. Ya encontraremos otra solución.
Pero Hogg lo dudaba y dio un paso hacia delante, sin soltar a Meridi.
—¿No podemos compartirla? —propuso.
Todas las miradas se volvieron hacia él. Las hadas se interrogaron con la
mirada y, al final, Mab fue la que tomó con cuidado la rosa de manos de
Rubí, que tardó unos segundos más de lo debido en soltarla. Solo cuando
Phir se apretó contra ella cedió y la dejó ir con un sonido entre sollozo y
jadeo de rabia.
—A ver, para restaurar la vara solo necesitamos un pétalo —murmuró el
hada niña.
—Pero la magia de la rosa siempre se ha referido a la rosa completa —
objetó Mab.
—Creo que, llegados a este punto, podemos arriesgarnos. —El lobo dio
alzó la cabeza y Rubí se incorporó.
Hubo un largo silencio hasta que la rubia lo rompió al fin.
—Hagámoslo.
—Lo siento mucho, querida. —Día le acarició los cabellos.
Mab arrancó un pétalo de la rosa y se la entregó de nuevo a la pareja que
la había robado. Con gesto solemne, el hada extendió la mano hacia Hogg,
que le entregó la vara rota. Meridi le dio la flor de luna a continuación y las
hadas invocaron su poder.
Hubo un brillo cegador, la sala pareció desaparecer bajo sus pies,
mientras Nox se apretaba contra su jinete y Meridi se abrazaba a Hogg con
un grito ahogado. Durante un breve instante, se mantuvieron así, ella con
las manos apoyadas en el pecho de él y Hogg sosteniéndola, temiendo que
si la soltaba pudiera perderse en el caos de colores que ahora los rodeaban.
Sus miradas se cruzaron por un instante, transmitiéndose mutuamente cierta
seguridad.
Estaban juntos en ello.
Sus cabezas estaban cada vez más cerca, hasta que un pétalo rojo cayó
con suavidad ante ellos y, alertas, miraron lo que estaba sucediendo.
Todo giraba, con destellos de luz y color. Ahora estaban en un castillo,
ahora en un bosque, ahora en la nieve…
Una habichuela mágica que crecía y Hogg escalaba por ella.
Una diana en movimiento en la que una Meridi con los ojos tapados
acertaba.
El encuentro con el huevo de Nox.
Un muchacho que iba de la mano con una niña de rizos cobrizos, que
provocó una lágrima silenciosa en Meridi.
Un fuego fatuo cruzó entre ellos y Meridi empujó a Hogg con fuerza para
apartarlo. El joven se perdió en el torbellino y ella, aterrada, trató de
seguirle..
En un abrir y cerrar de ojos todo se detuvo y Hogg lanzó un grito de
dolor, a tan solo unos metros de ella, cuando una flecha le atravesó el brazo.
Meridi se puso en alerta dispuesta a disparar. Ya no estaban en el castillo de
la bestia, sino en una colina sobre la ciudad de Sölvhav.
Era de día y la brisa otoñal les besaba la piel, mas los ojos de la arquera
fueron directos a la flecha que atravesaba el brazo de Hogg de lado a lado.
CAPÍTULO 60
—¡Estás herido! —Meridi tiró el arco a un lado y corrió a socorrer al jinete.
No se fijó en la enorme pantera que había regresado a su tamaño, ni en
Nox, que ya no era gigantesco, aunque sí era más grande que Kiran.
—Me disparaste, ¿recuerdas? —sonrió él, intentando quitarle
importancia.
—¡Ay, Hogg!
Tenía nociones básicas para curar heridas, desde pequeña había sufrido
unas cuántas y siempre se había fijado en cómo se las curaban, así que lo
primero que hizo fue partir la flecha para sacarla y apretar la herida por
ambos extremos, arrancando un trozo de su propia capa que untó con una
pomada —que había metido en la bolsa para su misión como arquera—
para envolver el brazo del chico.
—Seguro que es la primera vez que tras disparar te preocupas tanto por
tu víctima —bromeó él.
Ella alzó la mirada y vio su sonrisa. El jinete alzó la mano y le apartó un
mechón del rostro, colocándolo detrás de la oreja. Meridi se obligó a
desviar la mirada y apartarse un poco, comprobando el estado de la herida.
—Parece que lo hemos conseguido, ¿no?
La arquera se fijó en la vara que estaba apoyada sobre un árbol, como si
nada de aquello hubiera pasado. Se mordió el labio, porque sabía lo que
venía a continuación. ¿Una despedida? ¿O un enfrentamiento?
Todavía tenía que encontrar la habichuela. ¿Seguiría dispuesto Hogg a
ayudarla?
—¿Estás bien? —Hogg se incorporó e hizo un gesto de dolor al apoyarse
sin darse cuenta en el brazo herido.
—Sí, sí. Es solo que…
Le dio la espalda y avanzó por la arboleda. Kiran, enorme, se acercó a
ella y se frotó contra su costado. No pudo ocultar su sorpresa al ver el
tamaño del felino, acostumbrada a que fuera más bien un minino. Aunque
lo había considerado una amenaza hacía… ¿tan solo un segundo? Se rio de
sus propios pensamientos, pero enseguida se le agrió el humor al posar la
mirada en el elemental nocturno. Ahora grande como la pantera, con el
mundo oscureciéndose a su alrededor.
«Aún hay tiempo. Hay que encontrar la habichuela».
Y eso no era bueno. Tardar más era peor para su reino, para su misión,
mas la alejaba de aquella decisión.
Recogió el arco del suelo y acarició la madera intentando ordenar sus
pensamientos. Pero Hogg se acercó a ella con un pergamino en la mano y
una sonrisita que hizo que a Meridi le diera un vuelco el corazón. Nox,
comprobando su nuevo tamaño, olfateó el aire y se encaramó a un árbol,
siguiendo a una mariposa.
—¿A qué viene tanta alegría? —preguntó la pelirroja, mientras el jinete
la alcanzaba.
Este le tendió un mapa y ella lo cogió entre las manos, mientras el chico
se dirigía hacia el dragón y se apoyaba en ese mismo árbol, esperando su
reacción.
—¿Qué es…?
Y entonces lo vio. Era un mapa del Reino de los Gigantes, había algo
particular, pues sobre las tierras ya conocidas había representadas otras.
Intuyó que era el lugar oculto al que llevaban las habichuelas, pero eso no
era lo más sorprendente del mapa, sino el arco iluminado, como si de polvo
de hadas se tratara, que marcaba justo… El punto en el que estaban.
Su corazón aleteó. Y su estómago dio un vuelco. Hogg sonrió al ver la
comprensión en ella y los hoyuelos de las mejillas se le marcaron. Le
observó detenidamente, sin soltar el pergamino.
—¿Es lo que creo que es?
—Un indicador de habichuelas. Digamos que no me dejaron por
completo solo en una misión imposible, así que ya lo ves… Puede que hoy
consigas dos proezas heroicas, Maredudd —imitó a la perfección el tono
solemne de su madre—: restaurar el tiempo y lo necesario para liberar a tu
reino del maleficio.
—No sé cómo… Pero dijiste que las necesitabas, yo…
—Venga ya, Meridi, te prometí que te ayudaría. Además —se dio aires
de grandeza acariciando la cabeza de Nox, a su lado por una rama que se
había doblado con su peso—, aunque no me dejen ser jinete, no pueden
negarme ser quien despertó al último elemental nocturno.
El pergamino resbaló de sus dedos y sintió que se hundía en un pozo más
oscuro que las sombras que rodeaban a Nox.
—¿Cómo has dicho? —No reconoció su propia voz.
Él desvió la mirada unos instantes hacia su compañero negro.
—No te he contado nunca esa parte, pero al parecer hacía siglos que no
se veía a uno como Nox.
—¿Nox es el último elemental nocturno?
—Pues… Sí, pero… ¿Qué…? ¿Qué pasa?
Meridi se sintió ajena a su propio cuerpo, mientras se hacía con la vara
para alejarla de él y a continuación alzaba el arco y colocaba la flecha.
Hogg miró atrás, buscando la amenaza que había puesto en alerta a la
arquera. Como si no pudiera concebir que a quien realmente apuntaba era a
él. No. No a él, sino al dragón.
—¿Qué estás haciendo, Meridi?
En la voz del muchacho había miedo, pero también peligro. A Meridi el
pecho se le sacudió. Los latidos eran tan fuertes que le dolían, mas debía
continuar.
—No te dije toda la verdad, Hogg.
No quería llorar. No podía permitirse debilidad. Ni un manto de lágrimas
nublando sus disparos precisos.
—Me estás asustando. Baja el arco.
—Lo siento, de verdad. Pero me dijeron que para completar el hechizo se
necesitaba el corazón de la criatura más oscura.
Tensó la cuerda, con los brazos temblando por el esfuerzo. Evitó los ojos
amarillos del que había sido su compañero.
Más que eso.
Sabía que no habría retorno a ese momento. Pero recuperaría su reino. A
su familia. Rompería el maleficio, aunque rompiera su propio corazón con
ello.
Tercera parte
El corazón oscuro
CAPÍTULO 61
—¿Qué pasa, Hoggy? —preguntó Kiran dando un paso.
A toda prisa, Meridi le apuntó un segundo antes de regresar al pecho del
dragón, que seguía ajeno dando zarpazos al aire, intentando dar caza a la
mariposa. La pantera se echó hacia atrás, pero recorrió el camino que lo
separaba de su amo.
—Quietos —pidió Hogg, dirigiéndose a los dos animales—. Meridi…
—¡No! Ya te he dicho que lo siento. No quiero esto. Pero es la única
solución, ya has visto mi reino y…
—Sí. Aun así te pido que bajes el arco.
Alzó las manos, se situó delante del dragón y dio un paso. Aparentaba
tranquilidad y su tono era meloso, calmado, pero el ligero temblor que le
sacudía le delataba.
Ella tensó todavía más la mandíbula y siguió apuntando. Él apretó los
dientes y dejó escapar el aire por la nariz.
—¿Te parece que es la criatura más oscura? —preguntó, haciendo un
gran esfuerzo por no gritar.
Meridi dudó. Desvió la mirada al dragón, mas el arco se mantuvo en su
posición. Nox daba zarpazos, pero en ese momento la mariposa se escapó y
se volvió enseñando los dientes en una mueca cómica hacia ellos. Todo
rastro de diversión se apagó en cuanto vio a Meridi apuntando y la
confusión dio paso al miedo y a una mueca de dolor.
—¿Por qué me apunta?
—Porque… —Hogg no sabía bien qué responder a eso.
Meridi era impulsiva. Tenía una misión clara y, si conseguía la
habichuela y el corazón oscuro, podría devolver la humanidad a sus padres,
pero Hogg no creía en absoluto que Nox fuera la clave, sino…
—Meridi, has dicho que necesitas el corazón más oscuro.
—¿Y qué hay más oscuro que un elemental nocturno que puede fundirse
en las sombras?
Sonó estrangulada esta vez, desesperada, con las lágrimas resbalando por
sus mejillas. La tensión de sus brazos había disminuido un poco y, a pesar
de que todavía apuntaba, no parecía capaz de disparar. Mas Hogg la había
visto hacerlo muchas veces y tragó saliva. No podía arriesgarse.
—Si algo he aprendido de la magia es que siempre juega con nosotros.
Ella apenas le miró. Hogg dio unos pasos para acercarse más, hasta que
en ese momento, apuntó hacia él. Nox fue a avanzar y el jinete gritó:
—¡No! Quédate donde estás.
—No voy a dejar que te dispare.
—No lo hará.
—Hogg. Tengo que hacerlo, porque…
—He visto tu reino, he visto el maleficio y he visto a tu familia. Tu
castillo, tu vida, y eso solo hace que… —«sienta deseos de abrazarte»— me
parezcas aún más fascinante.
Ella se quedó muda.
—No vas a disparar a Nox, porque hasta tú sabes que esa opción es
demasiado fácil.
—No diría que es fácil encontrar al último elemental nocturno.
—¡Pero es muy obvio! Aunque me mates a mí, aunque mates a Nox,
porque te aseguro que tendrás que matarme para acercarte a él siquiera —
dijo Hogg, mientras veía otra lágrima caer por la mejilla de la chica—,
habrá sido en vano si resulta que ese no es el corazón más oscuro. Y tú no
volverás a ser la misma.
—Es la criatura más oscura.
—Ni tú lo piensas. Nox es amable, cariñoso. A pesar de ser oscuro, es
puro y luminoso como un mar de estrellas. Y si algo he aprendido de las
historias llenas de magia es que la magia no es clara. Siempre hay juegos de
palabras, solo tenemos que averiguar cuál es este.
—¿Tenemos?
Hogg se tensó todavía más. Dio otro paso. El corazón le martilleaba en el
pecho, y sintió el sudor frío resbalar por su espalda cuando alargó el brazo
hacia ella. Podría darle un manotazo, tirarlo al suelo y disparar. O dispararle
a él. Sin piedad. Mas no lo hizo, sino que cuando la mano de Hogg se situó
sobre sus hombros, lo que hizo fue temblar.
—Si hay la más mínima posibilidad de que…
—Meridi. No eres una asesina —sintió la pasión en su voz, pero ya no
podía apagarla— y hasta tú sabes que esto es un error.
Ella le miró a los ojos, derrotada, pero seguía sosteniendo la flecha en sus
dedos, ya enrojecidos.
—Te ayudaré. No descansaremos hasta saber cuál es el corazón más
oscuro de los reinos, aunque tengamos que peinar los del este y los del oeste
y los que están más allá. Estaré a tu lado, como te prometí, pero ahora
tienes que dejar de apuntar a mi dragón.
La pelirroja se volvió hacia él como un resorte y los rizos aletearon
alrededor de su rostro. Se humedeció los labios antes de preguntar:
—Aún después de esto… ¿quieres ayudarme?
—Sí, ¿vas a ayudar a la loca esta? —Kiran sonó alarmado, junto al
dragón.
—Sobre todo después de esto.
—¿En serio?
Ignoró a la pantera, pero ella también frunció un poco el ceño sin
comprender, y él continuó:
—Porque si has llegado a este punto… Sé lo importante que es para ti
acabar con el maleficio de Morrigan, lo doloroso que es perder a alguien
querido. Sé que eres justa, leal y bondadosa y no una asesina. Y también sé
que hacer esto te rompería por dentro. No quiero eso. No quieres matarme
ni a mí, ni a Nox. Así que sí, voy a ayudarte a romper ese maleficio. No
pienso irme a ningún sitio.
Meridi había soltado el arco a medio discurso y sus ojos se habían
prendido con una emoción que no supo identificar. Estaban húmedos por las
lágrimas y su azul parecía más claro, le observaban sin apenas pestañear y,
entonces, dio un paso hacia delante. Hogg estuvo a punto de echarse hacia
atrás, pero sintió una mano cálida rodearle la nuca y otra agarrarle la
pechera de la camisa, tirando de él.
Y se perdió en aquellos labios, en la calidez de esa boca sobre la suya.
Recorrió con los dedos los rizos del color de la cornalina, sedosos y suaves,
resbalando por la piel de sus manos mientras ella se agarraba a él, como si
ya no pudiera soltarle.
Y, en parte, así era, porque Hogg con sus palabras no solo había salvado a
Nox, sino a Meridi de los efectos devastadores de un corazón roto.
CAPÍTULO 62
Hogg todavía tenía los labios hinchados y las mejillas cubiertas de rubor
mientras recorrían la zona que mostraba el mapa, en busca de la habichuela.
Había recuperado con cuidado la vara del tiempo ya restaurada,
prometiendo que se ocuparía de fabricarle una vaina adecuada para evitar
más accidentes.
—Tal vez debamos ir a hablar con mi maestro, es posible que Zephyros
pueda decirnos algo sobre el corazón más oscuro.
Kiran se tensó junto a ellos y Meridi sintió de nuevo el aguijonazo de la
culpa. Nox había desaparecido entre las sombras, manteniéndose oculto,
pues cualquiera podría verle a plena luz del día. Ya atardecía y las sombras
se alargaban a su alrededor, mientras buscaban la habichuela.
—¿No decías que el mundo de arriba…?
—Tiene que permanecer oculto y blablablá, pero esto es una cuestión de
vida o muerte. Tendrán que entenderlo.
Meridi se encogió de hombros e iba a argumentar que podrían expulsarle
por segunda vez de la escuela de jinetes cuando algo atrajo su atención. No
era solo que la vara anudada al cinturón del chico hubiera empezado a
brillar como un latido, sino que, cerca de ellos, había un árbol con un hueco
demasiado perfecto. Como si alguien lo hubiera hecho.
—Espera, Hoggy.
—Es muy raro que me llames así, solo usan ese apelativo los animales
y…
—Se te ponen rojas las orejas cada vez que lo digo —murmuró ella,
alcanzándole y acariciándole de forma distraída el antebrazo—, estoy
segura de que «raro» no es la palabra que estás buscando.
Él se rascó la nuca con la otra mano con una sonrisita y después se fijó en
lo que miraba la pelirroja con tanta intensidad. Sus ojos amarillentos
chispearon con comprensión y avanzó hacia ese hueco del árbol, demasiado
alto para Meridi, pero al alcance de su brazo.
—Espero que no sea la guarida de un roedor furioso. —Alargó el brazo
con una mueca.
Meridi permaneció a su lado, mientras él forcejeaba, pero entonces dio
unos pasos atrás, para ver mejor y vio un brillo que antes no había visto en
el agujero. La vara relucía más que antes y la arquera se mordió el labio.
—No llego, es inútil.
—¿Crees que puedes levantarme?
—Pues… —Él repasó el cuerpo de ella como sopesando la idea—.
Podemos probarlo, aunque tengo un brazo herido y…
Era cierto. Meridi murmuró algo por lo bajo y entonces tuvo la idea:
—Agáchate, solo tengo que subirme un momento sobre ti y creo que
llegaré a coger lo que haya ahí dentro.
—¿Qué?
—Hazme caso, venga. Además, llevas las hombreras esas para que no te
arañe Kiran.
—Eran para Nox, en realidad.
—Sea como sea, no te haré daño.
Se quitó las botas, dejando a la vista sus pies enfundados en unos
calcetines blancos y él se agachó, como ella pedía, cerca del árbol.
Se situó sobre sus hombros y le sorprendió que eran más firmes de lo que
parecían a simple vista. Tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol
cuando él, en un intento por ayudarla a mantener el equilibrio, la rodeó por
los tobillos con delicadeza.
—Espero que esto no me deje secuelas de por vida —bromeó él,
rompiendo la magia del momento.
—No peso tanto, Hoggy.
Sintió la vibración de una risa bajo sus pies y alargó el brazo. Encontró
algo pequeño, que rodeó con los dedos. Tiró con demasiada fuerza y cayó
hacia atrás, haciendo caer a Hogg y soltando la habichuela que rodó entre la
hierba. El jinete fue más rápido y se giró, gateó y la atrapó entre las manos
con una sonrisa triunfal.
—¿Y ahora a la escuela de los gigantes? —preguntó Meridi, aún
tumbada en el suelo, incorporándose sobre un codo.
—Hay algo que tengo que hacer primero —contestó él, sentándose en el
suelo con el cabello revuelto—. Vas a conocer mi mundo.
Ella se sorprendió. Se incorporó deprisa después de calzarse y le tendió la
mano al jinete, ayudándole a levantarse. Él aceptó la ayuda y, después, no le
soltó la mano al instante, sino que la guio parte del camino así. Se alejaron
de la ciudad costera, mientras el atardecer seguía su curso y el sol empezaba
a ocultarse por el horizonte, dando paso a las lunas y a un aire frío que les
instaba a refugiarse al calor de una lumbre.
La joven se soltó con suavidad del muchacho y se quedó rezagada.
Aunque Nox seguía oculto entre las sombras, los arbustos se movían a su
paso, por lo que era fácil detectarlo para quien supiera que ahí había un
dragón invisible.
—Nox… —musitó. Sus orejas enrojecieron, mas era algo que necesitaba
hacer—. Lo… lo siento. —Le hubiera gustado mirarle a los ojos. Entonces,
como si el dragón le hubiera leído la mente, hizo aparecer tan solo sus ojos
entre unas hojas que aún se mantenían en su árbol—. Yo… No quería…
Yo…
¿Cómo podía disculparse? No había querido hacerlo, era algo que tenía
muy claro. Pero ¿hubiera llegado a hacerlo de no haber estado Hogg
presente? Se mordió el labio sin saber cómo continuar.
—Dice que te perdona. Que te entiende. —El granjero se había detenido
a varios pasos—. Él nunca ha conocido a sus padres, así que no comprende
lo doloroso que debe ser para ti lo que estás viviendo. Pero… —Ahora fue
él quien enrojeció.
—¿Qué? —le animó ella a continuar.
—Piensa que si algo me pasara a mí a él le dolería mucho.
Meridi volvió a mirar a Nox con ternura y alargó la mano para
acariciarle. Él le respondió dándole con suavidad con el morro, primero en
la palma y luego en la espalda, animándola a continuar.
La arboleda dio paso a unas llanuras extensas, salpicadas de granjas: el
hogar de Hogg. Él se adelantó unos pasos, con impaciencia. Nox se hizo
medio visible a un lado, las granjas estaban suficientemente aisladas unas
de otras como para que pudieran estar relajados, al menos por la noche.
Kiran echó a correr por las praderas, camino de su hogar.
Ellos tardaron más de lo que Meridi esperaba, pero pronto estuvieron
frente a una puerta de madera rojiza. Se mantuvo a un lado y se fijó en lo
que había al otro lado de la ventana. Dos siluetas y un fuego encendido. De
pronto se sintió fuera de lugar, como si ese momento solo debiera
pertenecer a Hogg y le cogió de la mano justo cuando él tocaba a la puerta.
Él se inclinó hacia ella, para escuchar qué le quería decir y Meridi se quedó
sin voz, pues en ese momento la puerta se abrió y apareció ante ellos una
adolescente de cabello castaño rojizo y ojos amarillentos, único rasgo que
compartía con Hogg y que, aun así, le dejó claro que era su hermana menor.
Ella abrió y cerró la boca varias veces. Miró al jinete como si no pudiera
creer lo que veía, después a Meridi y, por último sus manos entrelazadas.
—¿Quién es, Elin? —Se oyó una voz masculina desde el interior.
—¿Hogg?
Rompiendo la magia del momento, Kiran irrumpió entre ellos y estuvo a
punto de tirar a la chica al suelo, mientras le lamía las manos y la cara.
Y se hizo el caos, porque el padre del chico se asomó y al ver a su hijo se
le llenaron los ojos de lágrimas y no pensó en nada más. Padre e hijo se
lanzaron uno en brazos del otro entre sollozos ahogados.
Elin también se sumó al abrazo y Meridi, entró, con pasos inseguros,
cerrando la puerta tras de sí para resguardarlos del frío.
—Creía que no volveríamos a verte y… —El hombre, alto, corpulento y
de cabello rojizo desvió la mirada hacia la arquera y abrió mucho los ojos
—. ¡Lo lamento! Qué descortés, ¿eres…?
—Meridi —se adelantó ella, extendiendo una mano.
—Estamos juntos en una misión —dijo Hogg.
La sorpresa se reflejó en los ojos del padre, pero no fue nada en
comparación a la que mostró Elinora.
—Tenemos mucho de qué hablar —continuó el jinete.
—Por fortuna tenemos leña y cena de sobra. Poneos cómodos, voy a
serviros una sopa.
Y fue la familiaridad de Niels, el tira y afloja entre Elin y Hogg, el calor
de la lumbre o el sabor de aquel plato rural, pero Meridi sintió que el pecho
se le calentaba. Y miró al jinete, tal vez durante demasiado tiempo, dejando
que aquella emoción anidara en su pecho y le hiciera cosquillas en el
vientre.
Durante un breve instante, olvidó su misión y, como le sucedía a menudo
con Hogg, fue solo Meridi. No la arquera. No la futura duquesa.
CAPÍTULO 63
Escuchar al gallo iniciar su canto por la mañana le hizo sentir por un
momento que nada de lo que había vivido durante los últimos meses era
real. Hasta que escuchó unos toquecitos en su puerta y, tras incorporarse
deprisa, hizo pasar a quien fuera.
Intuyó que era Meridi, pero quien entró por la puerta fue Niels, con una
gran sonrisa dibujada en el rostro.
—Hijo, pensaba que todavía dormirías, parecías tan cansado ayer…
—Sí, ehm…
Todavía estaba cansado, sentía los párpados pesados, pero no podía
dormir. Tenían que seguir adelante con el plan y debían regresar a la
Escuela de Jinetes. Pero eso no podía decírselo a su padre.
—Kiran no hace más que dormir frente al fuego.
No lo dudaba, la pantera estaba acostumbrada a una vida tranquila y ya
había vivido demasiadas aventuras como para querer dejar de hacer lo que
mejor se le daba: comer y dormir. Y, de vez en cuando, pastorear.
—Voy a tener que marcharme de nuevo —susurró.
—Si es por las habichuelas, de verdad que no necesitamos el dinero y…
—No es solo eso. Es que… Tengo que ayudar a Meridi.
—Ah, claro, la chica.
Pudo sentir cómo Niels se contenía para no hacer más preguntas, pero
justo cuando parecía que se iba a atrever a hacerlo, alguien tocó a la puerta
y Hogg se puso de pie deprisa. Entró la pelirroja y, al darse cuenta de que el
jinete no estaba solo, dio un respingo.
—Ah… Buenos días, señor —dijo con un tono tan educado que el
muchacho a punto estuvo de romper a reír.
—¿Has descansado bien? No solemos tener invitados y…
La joven había sido acomodada junto a Elin, ya que no disponían de más
habitaciones.
—Todo estaba perfecto.
—Os dejo solos, bajad a desayunar antes de que se enfríen las tortitas. O
antes de que Elin se las coma todas.
Niels le dio unas palmadas en la espalda a su hijo antes de salir de la
habitación y bajar las escaleras hacia la cocina, donde Elin ya trasteaba con
los utensilios.
—¿De verdad has descansado bien? —preguntó Hogg, intentando
adecentarse el pelo con agua.
Ella asintió con la cabeza y dio unos pasos hacia el chico, que se fijó en
que todavía iba descalza. Acortó la distancia que los separaba y en un gesto
inesperado le recolocó el cabello, peinándolo con los dedos hasta dejarle la
frente despejada. Concentrada en los mechones rebeldes, no le miró a los
ojos, pero él sí lo hizo. Repasó el contorno de sus mejillas, sus
innumerables pecas, como constelaciones recorriéndole el rostro y los
labios.
Cuando ella al fin le miró, satisfecha por su trabajo, le encontró
mirándole la boca.
Hogg se inclinó hacia ella dispuesto a besarla y, en ese instante, la puerta
de la habitación se abrió de golpe y entró un chico de cabello rubio
gritando:
—¡Hogg! —Se detuvo en seco al ver a Meridi—. ¿Es tu novia?
—¡Jack!
Hogg se apartó con delicadeza de la pelirroja. Su primer impulso fue
abrazar a su amigo. Mas lo que hizo fue golpearle el brazo con un puño.
—¡Me dejaste tirado ahí arriba!
—¿Subiste?
—¿Y tú?
—¡Claro! Por eso ahora soy rico, ¿sabes? Robé una gallina que pone
huevos de oro, pero esa historia ya te la contaré.
—¿Y cómo hiciste que se perdieran todas las habichuelas?
—¿Eh? ¡No sé de qué me hablas!
—El cervatillo y…
—¡Ah! Bueno… Fue cosa de la gallina, se me escapó y, bueno, ¿vas a
presentarme a tu chica o no?
Hogg suspiró. No quería hacerle más preguntas o tendría que explicarle
que él había vivido una aventura mucho más grande y que lejos de haber
obtenido solo una gallina —que ponía huevos de oro, de eso sí quería saber
más—, ahora era un jinete de dragón.
—Soy Meridi.
Hogg enrojeció, porque ninguno de los dos había corregido a Jack que
ahora los miraba alternativamente con los ojos chispeantes.
—¿Vivías… arriba?
—¿Eh?
—No, Jack, venga… Eh, ¿te quedas a desayunar?
—No podría resistirme al talento culinario de tu padre.
La vida de la granja requería mucho trabajo desde que amanecía, por eso
el desayuno fue más bien breve y Jack enseguida se fue, con la boca llena,
hacia su propia granja, dejando sola a la familia. Poco después, Elin se
quejó de que Hogg pudiera irse por ahí mientras ella tenía que encargarse
de todo el trabajo de la granja. Su hermano le prometió regresar en cuanto
pudiera y darle unas merecidas vacaciones.
Para cuando partieron, Meridi tenía una sonrisa pintada en el rostro y
Hogg casi podía escuchar el tono divertido antes de que empezara a hablar.
—Tienes una familia de lo más peculiar.
—Sí, lo sé.
Ella soltó una risita, mientras seguía a Hogg a través de un camino. El
chico iba mirando alrededor, en busca de la sombra que era Nox,
semioculto, ya que a plena luz del día era difícil ocultar a un dragón tan
grande como un caballo.
—¿Cómo pretendes que subamos ahí arriba? ¿Crees que Nox…?
—No. Conozco un camino —se adelantó el chico.
Miró el mapa, que ahora marcaba otro círculo dorado, lejos de donde
estaban, mas no era eso lo que él buscaba, sino la señal que había dejado
con una equis que indicaba dónde estaba el medio palacio que comunicaba
con el de Zephyros.
—Nos dirigimos aquí —le señaló a Meridi.
Esta se había acercado y se asomó al mapa, pegando su cuerpo al de él.
Asintió despacio y recorrió con la yema el sendero que los separaba de la
marca.
Fue un camino breve, demasiado y, a medida que se acercaban, el
corazón de Hogg se aceleró. Porque no sabía cómo se tomarían que llevara
consigo a alguien más, ni si encontrarían las respuestas que estaban
buscando.
—Hogg —dijo ella mientras alcanzaban las ruinas.
—Sé que parece que esté en ruinas, pero…
—No. No es eso —le tomó de la mano.
—¿Qué pasa?
Se volvió hacia ella, preocupado, tomándola de las manos con cariño y
esperó a que ella hablara. Al ver que tenía los ojos anegados en lágrimas, le
acarició la mejilla y abrió la boca para repetir la pregunta, pero ella se
adelantó:
—Nunca le haría daño a Nox.
—¿A qué viene esto? Lo sé, lo sé… Ya lo hemos hablado.
—No lo hemos hecho.
—Pero lo sé. Lo entiendo.
—Lo que hice…
—Eso. Hiciste. En el pasado, y ahora vamos a subir ahí y a buscar una
solución.
—Solo quiero que sepas que, si no la hay, si esa es la única forma —miró
de soslayo a Nox, que se tensó, pero no tanto como Hogg— me rendiré.
—Menos mal, no me gustaría ser dragón muerto.
Hogg sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y después le besó la frente
con ternura a la arquera.
—No lo permitiré. Encontraremos una solución. Vamos.
Entraron en las ruinas, junto a Nox, ya visible entre las paredes de piedra.
Le dio un toquecito a Meridi en el costado y ella lo agradeció acariciándole
el lomo, mientras caminaban. Vio la confusión en la pelirroja cuando se
detuvo ante las escaleras, como si sospechara que se había equivocado de
camino.
—Vamos, amigo, tú primero —le indicó al dragón.
Este resopló un poco y subió las escaleras. Cuando se desvaneció, Meridi
soltó un grito ahogado.
—Arriba y abajo son términos confusos en el mundo de los gigantes —
dijo, repitiendo las palabras de su maestro.
Y ella aceptó la mano que el jinete le tendía. Juntos subieron por las
escalinatas y, de pronto, las estaban bajando.
CAPÍTULO 64
Seguía confundida, incluso después de que Zephyros, el maestro de Hogg
los hubiera recibido en su castillo. Sentía la mirada escrutadora de la
giganta rubia que no dejaba de mirarla con sospecha. Estaban en un salón
enorme, como todo allí, con sillones grandes, donde se sentaban los
gigantes y otros más pequeños en los que se encontraban ellos. Uno junto al
otro.
En un extremo de la sala había una chimenea, alta como dos hombres,
frente a la que jugaba Nox con un ovillo de lana, como si fuera un simple
gatito y no un dragón que pesaba varias toneladas.
—¿Te das cuenta de la gravedad del asunto? —Ingrid taladró a Hogg con
la mirada.
—Claro, pero…
—No solo no has reunido las habichuelas, sino que has traído a una
desconocida no autorizada a nuestro mundo, cuando te advertí
expresamente que no podías revelar nada, ni…
—A ver, Grid, que no ha venido con las manos vacías. El chico se está
esforzando, ¡ha traído una habichuela!
Ingrid se llevó los dedos al puente de la nariz y soltó el aire de forma
sonora, después le miró, muy seria. Zephyros no se achantó y señaló al
chico y a la habichuela que tenía Meridi en la mano, como demostrando sus
palabras.
—Estoy rodeada de ineptos —murmuró Ingrid.
—Venga, mujer…
—Zephyros. Cállate.
—Solo digo que quizá debas escucharle. Solo eso. —Alzó las manos con
gesto inocente.
Meridi los observó en silencio; actuaban como si ellos no estuvieran
delante o, más bien, como si aquellos jóvenes fueran unos niños que habían
hecho alguna travesura. Ingrid se volvió hacia ella, la observó con
detenimiento y después resopló.
—¿Meridi? ¿Es ese tu nombre? —La aludida asintió—. Bien, Meridi,
¿cómo te has dejado arrastrar por este mequetrefe?
—¿Cómo? —inquirió Meridi.
—¿Por qué estás aquí?
—¡He intentado explicar…! —empezó Hogg.
Ingrid le hizo un gesto imperativo para que guardara silencio y después le
dijo en tono autoritario:
—¿Te llamas Meridi, acaso?
—No, pero…
—Pues calla y deja que la chica hable.
A la pelirroja no le pasó desapercibida la mirada que intercambiaron
Zephyros y Hogg, que guardó silencio de inmediato, encogiéndose en su
sillón, como si deseara desaparecer en él. Viendo el aspecto temible de la
giganta, a ella también se le antojaba atrayente la idea de ser engullida por
el terciopelo.
—Hogg y yo… Me está ayudando, porque… —Respiró hondo.
Ingrid arqueó las cejas y miró de reojo al chico. Meridi aprovechó el
momento para cruzar una mirada con el jinete, que asintió con suavidad,
instándole a confiar en la directora de la escuela. Tampoco tenían otra
opción; necesitaban ayuda.
—Mi reino está bajo un maleficio —soltó al fin.
—Entiendo.
—Para arreglarlo necesito una habichuela mágica y el corazón de la
criatura más oscura.
Los nudillos de Ingrid se volvieron blancos de apoyar con fuerza las
manos en los reposabrazos de su sillón. Zephyros alargó una mano para
acariciar el antebrazo de la directora, que no le apartó, pensativa.
—¿Y crees que aquí podemos darte esa ayuda? —preguntó Ingrid con
una voz más fría que el hielo.
—No, bueno… pensé…
—Si crees que el corazón más oscuro es el de un elemental nocturno, te
aseguro que todos los de aquí moriremos antes de que le pongas una mano
encima.
—¡No es eso! —terció Hogg, defendiendo a la chica.
De pronto, ella se sentía débil. Apretó los labios, consternada, porque sí
había tenido ese pensamiento y, a pesar de las palabras de Hogg y el perdón
de Nox, no podía quitarse el regusto amargo de la culpabilidad. ¿Qué
hubiera pasado si hubiera disparado?
Se mordió el labio y miró de soslayo a su compañero. Para empezar, él
no estaría a su lado. Eso la habría destrozado y, si como sospechaba Hogg
—y al aparecer también Ingrid—, ese no era el corazón más oscuro, no
habría servido para nada.
—Entonces no veo cómo podemos ayudarte nosotros —resolvió la
directora, echándose hacia atrás en el sillón.
—Zephyros es… —empezó Hogg, tragó saliva.
Meridi se dio cuenta de que la mención del semigigante atraía la atención
de Ingrid, aunque intentaba parecer desinteresada. Tiró de un hilillo de su
chaqueta. El maestro no hizo ademán de irse, eso envalentonó al jinete que
carraspeó antes de añadir:
—Pensé que Zephyros podría ayudarnos con el enigma, porque
suponemos que lo del corazón oscuro es un juego de palabras o…
—Una metáfora —concluyó el hombre.
Ahora era él que parecía interesado y no pretendía ocultarlo. Se había
inclinado hacia delante, apoyando los codos en sus rodillas y el rostro entre
las manos, con las que se daba toquecitos en las sienes.
—Bueno, el que tiene debilidad por los enigmas es Zephyros, así que…
Ingrid hizo ademán de marcharse, mas para sorpresa de Meridi, Hogg se
incorporó y se interpuso entre la directora y la puerta.
—Agradece que no te expulse para siempre, Nidhogg, no juegues con
fuego.
—¿No nos vas a ayudar?
Ella compuso un mohín de disgusto, como si no pudiera perder más el
tiempo y se echó hacia atrás, resoplando. Meridi se puso en pie también,
pero Zephyros le lanzó una mirada calmada y Nox, que había detenido su
juego, los observó en silencio. Amenazante. Preparado para defender a su
amigo.
—Cuando llegué aquí me dijisteis que los jinetes ayudaban a los demás.
Que prestaban su ayuda a los reinos. ¿Es así como lo hacemos? ¿Dándoles
la espalda?
Ingrid soltó una risa irónica y giró la cabeza para mirar a los ojos al
semigigante.
—¿Por eso es tu favorito? ¿Porque es irritante?
—Bueno, Grid, ha dado en el clavo…
La directora apretó los dientes y después sacudió la cabeza.
—Maldita sea. Está bien, os ayudaré, pero este asunto tendrá que esperar
a mañana. Tengo reuniones que atender y alumnos a los que enseñar.
Mañana a primera hora.
Ahora Hogg sí se hizo a un lado para dejarla salir y suspiró aliviado
dejándose caer de nuevo en el sillón junto a Meridi.
—Eso ha sido un tanto arriesgado, muchacho, incluso para ti —le dijo
Zephyros, poniendo su enorme mano en el hombro del chico.
—He temido por mi vida —contestó él, apoyando la cabeza por completo
en el respaldo y cerrando los ojos.
—Y yo, créeme.
Zephyros se frotó las manos una sola vez, y paseó frente a la chimenea
antes de volverse hacia ellos con gesto resuelto.
—Se piensa mejor con el estómago lleno y el cuerpo descansado.
Meridi se quedó a solas, mientras el semigigante y Hogg se perdían. Para
volver con dos bandejas de comida que la joven no preguntó de dónde
habían salido, puesto que estaban en un lugar en ruinas.
Después de comer, Hogg se quedó dormido en el sillón, acurrucado, y
Meridi le cubrió con una manta que el maestro le había tendido. Zephyros
se ofreció a que dieran un paseo por los jardines y ella aceptó. Le vendría
bien el aire fresco.
El exterior de aquel palacio era impresionante y daba vértigo, pues
parecía suspenderse en la nada y cuando terminaban los terrenos solo se
veían castillos de nubes.
—Este lugar es increíble, ¿por qué lo abandonaron?
—Pasó a raíz de la guerra de los dragones. Hubo que cortar toda relación
con la otra parte del Reino de los Gigantes. Esa parte creo que la conoces.
—¿Te refieres a abajo?
—Abajo y arriba. Luz y oscuridad. Son términos que, aquí, pueden
cobrar matices diferentes. Solo hay que saberlos ver.
—No te entiendo.
—Es complicado. —Zephyros se rascó la cabeza y después se detuvo
frente a una explanada.
Atardecía y el cielo se teñía de unos colores cálidos, más intensos de lo
que Meridi había visto jamás, ¿tendría que ver con la posición de ese reino?
—Como tu acertijo, Meridi, porque no dudo que eso es lo que es.
—¿El corazón más oscuro?
—Exacto.
Escucharon unos pasos a su espalda y ambos se volvieron como un
resorte hacia allí. Era Hogg, junto a Nox.
—Desperté y no estabais y… Os vi a través de la ventana.
Y, a juzgar por su respiración, no había venido despacio. Se quedó allí
quieto, viendo el atardecer y, unos segundos más tarde, avanzó hacia la
posición de la pelirroja, quedándose a su lado.
—¿Crees que de verdad es una metáfora? —preguntó Meridi,
dirigiéndose a Zephyros.
—¿Tú no?
—Es que…
—Mira a Nox.
Ella le hizo caso. Vio a un dragón que acumulaba sombras a su alrededor,
pero que relucía como la plata a la luz del atardecer, unas escamas que
parecían albergar polvo de estrellas.
—No es oscuro. No de la manera en que creo que debe ser ese corazón
—prosiguió el semigigante.
Zephyros avanzó más, hasta agacharse para coger una florecilla blanca,
con el centro carmesí.
Hogg y Meridi se miraron. El jinete tenía los ojos brillantes y el amarillo
de sus iris ahora se veía ocre, bajo aquella luz del atardecer. Sombras y
luces. Meridi se quedó sin aliento. Él se quedó pensativo, apretando un
poco la mandíbula y entonces habló.
—Un corazón tan oscuro…
—… como para maldecir todo un reino —completó Meridi.
CAPÍTULO 65
El castillo era una caja de sorpresas, como ya había intuido la primera vez
que había estado en él, mas aquella estancia amplia y cálida había sido todo
un descubrimiento. Hogg se desperezó y se fijó en la ventana, cuyas
cortinas había descorrido el día anterior por si se le pegaban las sábanas. No
había sido así y miró hacia el cabecero de su cama; al otro lado estaba la
habitación de Meridi y la imaginó durmiendo.
Sonrió, sin poder evitarlo y se incorporó.
—No voy a preguntar en qué estás pensando con esa sonrisita —le
sorprendió Nox.
El dragón avanzó elegante hacia el jinete y este se fijó en las formas
angulosas de su cabeza, los cuernos y el brillo irreal y oscuro que
desprendía. Los ojos anaranjados, las escamas que le cubrían todo el cuerpo
como gemas de ónice. Y, aunque era más grande que una vaca, a Hogg
seguía pareciéndole frágil, como si el dragoncito que le cabía entre los
brazos siguiera ahí.
—Nada, solo…
—¿Cierta arquera letal? —bromeó el animal, frotando su enorme cabeza
contra el costado del chico.
Este sonrió, acariciando bajo la barbilla al reptil. Recogió las piernas para
colocarlas cruzadas y así no tocar el suelo de piedra, que estaba helado, a
pesar de la temperatura agradable de la estancia.
—Si ya lo sabes, no sé para qué preguntas.
Hogg rio y el animal hizo un sonido que él sabía que era una carcajada.
—¿Crees que conseguiremos librar a su reino de la maldición, Hoggy?
El jinete se puso unos calcetines limpios y se quitó los calzones de lana y
la casaca a juego, demasiado grandes para él, para sustituirlo por un
uniforme de jinete limpio. Según Zephyros era el diseño antiguo y se veía
en los ribetes oscuros, con hilo de plata bordeándolos. El uniforme de los
elementales nocturnos. Era cálido y agradable al tacto y una vez se puso las
botas, recorrió la distancia que lo separaba del ventanal.
Ocupaba toda una pared, de arriba abajo, y acababa en un arco en punta.
Tocó el cristal con suavidad, mientras el dragón se sentaba solemne a su
lado.
Frente a él solo estaba el vacío, pues la niebla cubría toda la superficie de
los jardines, formando bancos que se irían disipando a lo largo de la
mañana. Ya percibía en el horizonte los colores del amanecer, más intensos,
más relucientes, como si todo en esa parte del Reino de los Gigantes tuviera
que ser más grande e impresionante.
Se volvió para observar mejor la habitación en la que había dormido y
entonces Nox se tensó a su espalda.
—Hay alguien en el jardín, Hoggy.
—¿A estas horas? Quizá sea Zephyros.
—No, no. Reconozco al maestro cuando le veo.
El dragón ladeó la cabeza de forma graciosa y se adelantó un poco hasta
chocar con el cristal. Se echó hacia atrás de inmediato y Hogg rompió a reír
a su espalda.
—Eso te pasa por cotilla.
Avanzó y escrudriñó entre la niebla. Entonces la vio. Cabellera roja como
el fuego, movimientos precisos…
—Capto cierta aceleración en tus latidos. —Hogg supo que, de haber
sido humano, Nox habría alzado una ceja.
—Me he asustado.
Pero le sudaban las manos y la calidez subió por su vientre.
—Ponte una capa.
—¿Y tú?
—¿Bromeas? ¡Vas a dejarme la cama toda para mí!
—No sé si soportará tu peso, Nox —advirtió el chico.
—¿Sabes cuánto pesa un gigante?
No lo sabía, pero el dragón pasó ofendido frente a él y se aovilló en el
centro de aquella cama, tan enorme que el dragón no parecía del tamaño
que en realidad era. Sintió un aguijonazo de ternura y se acercó a él,
aprovechando para coger la capa, apoyada en una silla a su lado, le besó
entre los ojos y salió del dormitorio.
Recorrió el castillo hasta llegar a los terrenos. El amanecer ahora era una
explosión colorida y la niebla se arremolinaba perezosa en pequeños
montones. Se fijó en el fulgor rojo de los arces que los rodeaban y escuchó
el sonido de la cuerda al tensarse. La flecha silbó en el aire y se clavó en…
¿Una diana?
Sí. Había varias dianas repartidas en el terreno y todas ellas tenían en el
mismo centro una flecha clavada. Esta última, de hecho, había atravesado la
saeta ya clavada.
Ella, concentrada, todavía no se había percatado de la llegada del jinete y
este contuvo el aliento, observándola de espaldas. La capa reposaba a un
lado y llevaba unos pantalones ajustados de montar, una camisa interior
ceñida y podía ver a la perfección sus músculos tensándose y liberándose
con cada disparo.
Se obligó a tragar saliva, pero tenía la boca seca. Carraspeó y ella se
volvió a toda prisa, como un resorte y, aunque no podía escucharlo, supo
que el corazón se le había acelerado.
Unas mariposas le recorrieron el vientre cuando las facciones de Meridi
pasaron de la alarma a una sonrisa de alivio al verle.
—Ignoraba que tuvieras la capacidad de levantarte antes de que saliera el
sol —bromeó él.
—No me quedaba otro remedio con mi madre. Ya la has visto.
Hogg sonrió, imaginando a esa versión de Meridi. Avanzó unos pasos.
—Te vas a resfriar —le dijo, con una voz ronca que no reconoció como
suya, mientras la recorría con la mirada.
Fugaz, unos instantes apenas, antes de regresar a sus ojos, donde captó un
brillo divertido. No dijo nada. Ella tampoco.
—Unos disparos más y te acompaño dentro.
El silencio volvió a romperse con el tensar y el soltar del arco. Y los
primeros trinos de los pájaros inundaron los jardines.
—Siempre me ha fascinado el tiro con arco —repuso Hogg, mirándola
con atención.
«No creo que ahora mismo estés prestando atención a una sola flecha», le
dijo una voz maliciosa en su cabeza.
—¿Te gustaría aprender? —Ella le miró, arqueando una ceja.
—No, no… Yo… —balbuceó él—. Lo mío es el ingenio, ya sabes.
—Ven.
Hogg se acercó con prudencia. La chica le tendió el arco y le ayudó a
cogerlo. Tan cerca que podía respirar su aliento. Se pegó aún más a su
cuerpo, intentando compensar su falta de altura para colocarle bien los
brazos. Él rio.
—¿De qué te ríes?
—De la situación.
La pelirroja ensombreció un poco el rostro y se quedó mirándole, de
perfil. Con la vista fija en las dianas, ajeno al escrutinio, se volvió hacia
ella, aún con la diversión en la mirada y prosiguió:
—Eres una arquera de Ártemis intentando que un granjero torpe dispare
una flecha, ¿te das cuenta de cuántas cosas podrían salir mal?
—Yo estoy aquí.
—He visto a Nidhogg manejar armas antes y te aseguro que no es una
buena idea.
La voz grave de Zephyros hizo que ambos se sobresaltaran y se separaran
deprisa, dándose cuenta de su cercanía, pero mucho más de la separación de
sus cuerpos cuando se alejaron. Se miraron con un mismo fuego y el
semigigante pareció ser muy consciente de ello, pues carraspeó y avanzó
haciendo ruido sobre las hojas secas.
—Ha llegado Ingrid.
En un tono que no admitía réplica. Meridi se puso la túnica y la capa y
siguieron al anfitrión a una sala amplia, donde había una mesa a rebosar de
comida. Nox ya estaba devorando unas frutas de un plato cuando entraron.
—¿Estás bien, Hoggy? Tienes las orejas coloradas.
Le palmeó una pata y le robó del plato una ciruela azulada, que apenas le
cabía en la mano.
—Estaré mejor cuando llene la tripa.
Meridi tomó con cuidado un plato y puso un panecillo en su interior antes
de sentarse en la mesa que ocupaba Ingrid, demasiado grande para ella. La
estampa rozaba lo ridículo, pero Hogg se obligó a serenarse y tras coger
plato y panecillo, como había hecho la pelirroja, tomó asiento.
—¿Sabemos cuál es el corazón más oscuro? —planteó la directora.
—Morrigan —dijeron al unísono los chicos.
Nox avanzó hasta situarse en el otro extremo de la mesa, frente a Ingrid,
miró a ambos antes de plantear una cuestión que Hogg no quería oír:
—¿Y si no es el de Morrigan?
—No es el tuyo.
—No es eso lo que digo, sino… ¿por qué habiendo tantos villanos a lo
largo y ancho de los reinos mágicos es el de Morrigan el corazón más
oscuro?
Hogg tradujo la pregunta del dragón y un silencio se instauró entre ellos.
Una pregunta sin respuesta. Otra encrucijada.
CAPÍTULO 66
—Solo hay una forma de saberlo —dijo Ingrid, al cabo de unos instantes.
—¿Matándola? —preguntó Meridi.
Esto hizo reír a la directora que negó con la cabeza, antes de recuperar la
compostura. Sorbió un poco de té de la taza de porcelana que tenía frente a
sí y entrelazó los dedos antes de volver a hablar:
—Podemos buscar rastros de su vida, pistas que nos digan qué hizo. Qué
la hizo ser como es y, tal vez, averiguar de alguna manera su nivel de…
—¿Maldad? —propuso Zephyros.
—Sí, una forma de medir su oscuridad. Algo así.
Meridi se mordió el labio, porque aquella idea era imposible de llevar a
cabo.
—Morrigan no tiene hogar, no se conoce dónde…
—Pero lo tuvo.
Las palabras de Ingrid captaron el interés de la pelirroja, que olvidando el
panecillo de frutos escarchados que estaba comiendo, se echó hacia delante,
esperando a que continuara. La directora no lo hizo de inmediato, sino que
intercambió una larga mirada con Zephyros. Este tragó el té que tenía en la
boca y torció los labios.
—Morrigan fue expulsada de esta misma escuela.
Hogg se atragantó al lado de la pelirroja, que le dio unos golpecitos en la
espalda mientras procesaba lo que acababa de decir Ingrid.
—¿Era una jinete de dragón?
—Intentaba convertirse en una. No conozco los detalles, yo por aquel
entonces era una alumna también, pero nos separaban cursos de distancia.
No la conocí, no personalmente. Pero mi predecesor me habló del lugar en
el que se refugió cuando fue expulsada. Más que nada, por tenerla vigilada,
ya que intentó varios ataques contra la escuela, pero nuestros jinetes junto a
la magia de los druidas lograron defendernos e impedir de nuevo su entrada.
Meridi contuvo la respiración al escuchar «druidas». ¿Acaso ellos
conocían aquel lugar y la existencia de los dragones y los jinetes?
La giganta se quedó pensativa unos instantes, estirando un mechón de
pelo rubio. Se mordió el labio y achicó los ojos, concentrada.
—Su dragón desapareció poco después. Nunca supimos nada de él.
—¿No pudo regresar o…?
—No, Hogg, lo hubiéramos sabido porque… —empezó Zephyros.
Ingrid le lanzó una mirada de advertencia que no pasó desapercibida para
Meridi. Sintió las cejas unirse sobre sus ojos, intentando descifrar qué sacar
de todo aquello.
—¿Qué dragón tenía Morrigan? —preguntó Hogg.
—Un elemental nocturno. El último de su tiempo.
El corazón de Meridi se saltó unos latidos. Abrió y cerró la boca varias
veces para hablar, pero no salió sonido alguno de su boca. Cuando al fin
logró recuperar la voz, escuchó al jinete a su lado decir:
—Iremos a buscar huellas. Lo que sea que pueda ayudarnos.
—No sé si es valentía o imprudencia —dijo Ingrid—, pero capto cierta
desesperación por lanzarte hacia una misión suicida.
—No es una misión suicida —matizó Zephyros.
—Aguafiestas. Intentaba darle chispa al asunto.
Meridi arqueó mucho las cejas, no esperaba que aquella mujer severa
fuera capaz de bromear. Hogg también se había sorprendido.
—En serio. No sabemos qué hay ahí. Tendréis que tener mucho cuidado,
pero si conseguís averiguar quién fue Morrigan o qué hizo antes de ser
cómo es tal vez podamos desentrañar más el misterio del corazón oscuro.
Meridi estaba de acuerdo, aunque no tenía dudas de que Morrigan era
malvada, tanto como para maldecir a todo un reino, y solo las hadas sabían
para qué más. Mas no podía cometer errores, no cuando estaba en juego
todo su mundo. Suspiró. No podía fallar y sabía bien que enfrentarse a una
bruja poderosa podría acabar con ella y Hogg muertos. Pero, si de verdad
ella poseía lo que buscaban, no solo acabarían con la peor villana de los
reinos, sino que volvería a abrazar a sus padres.
Asintió para sí misma, y vio a Zephyros tendiéndole un mapa a la
directora, que sacó una pluma de su cinturón y marcó con una equis un
punto impreciso en el agua. Meridi frunció el ceño.
—Debería estar por… ¡Ah, no! —borró la equis y trazó otra un poco más
lejos—. Diría que por aquí.
—¿Está hundido en el océano? ¿Era una sirena o…? —preguntó Hogg,
que estiraba la cabeza para ver bien el punto marcado.
—¡No! —rio Ingrid—. No, no… Es una isla tan pequeña que ni siquiera
aparece en los mapas, tendréis que buscar un poco, porque es impreciso el
lugar. Pero sigue ahí, estoy segura.
—Directora Ingrid —dijo Meridi, captando la atención de la giganta—,
¿qué motivos llevan a la escuela a expulsar a un jinete?
La rubia se removió inquieta en la silla y dio un largo suspiro. Miró a
Hogg antes de decir:
—Revelar nuestros secretos.
Meridi vio la lividez en el rostro de Hogg, pero el chico no se movió de
donde estaba. Al fin, la directora posó los ojos verdosos en Meridi y
continuó:
—Herir o dañar a un dragón de forma intencionada, utilizar los dones
elementales para dañar los reinos y… después hay matices.
—¿Matices?
—Sí, ya sabes… A veces hay accidentes. Poderes que se descontrolan y
otras normas que al romperlas no se traducen en expulsión, pero… Bueno.
—¿Se han expulsado a muchos alumnos de la Escuela de Jinetes?
—No. Tal vez en toda la historia solo a dos o tres, si no me equivoco —
intervino Zephyros.
—Morrigan tuvo que hacer algo muy malo para ser expulsada, sobre todo
teniendo en cuenta que, en su tiempo, era la única con un elemental
nocturno —comentó Hogg con un hilo de voz.
—Eso no cambia nada. No se tienen tratos especiales según la rareza de
tu elemental. —Ingrid lo dijo taladrando al chico y su voz sonó a
advertencia.
Meridi se incorporó y recorrió la distancia que la separaba del jinete, se
inclinó sobre él para ver mejor el mapa y señaló el punto con un dedo,
mientras se apoyaba rodeando los hombros de Hogg.
—¿Entonces ese es nuestro destino?
—Más o menos, sí —concedió Ingrid.
—¿Y cómo llegamos hasta ahí?
Sintió un bufido ofendido a su espalda y vio a Nox, sacudiendo la cabeza.
—No me había olvidado de ti, pero… Como ya no eres tan grande…
Otro gruñido ofendido seguido de Nox paseándose orgulloso y
extendiendo las alas. Tiró varios platos de la mesa al hacer eso, pues la
envergadura era mayor de lo esperado.
—No era necesario tirar medio desayuno para mostrar tu valía, Nox —le
reprendió Zephyros.
—Necesito hacer unos ajustes a la silla de montar —dijo Hogg pensativo.
Y después, antes de que nadie dijera nada, salió como si acabara de tener
una gran idea de la sala. Seguido por Nox. Ambos se perdieron por los
pasillos y Meridi se quedó allí, observando el punto en medio de las aguas.
—Todos los genios son rarísimos —dijo Ingrid.
Pretendía sonar hastiada, pero Meridi captó afecto en sus palabras y la
evaluó de nuevo. Le sorprendió encontrarla mirando a Zephyros, que no le
devolvía el gesto, sino que estaba buscando un tomo en una estantería.
Cogió el mapa y lo guardó entre los pliegues de su ropa. Ella también
tenía que prepararse para aquella misión, así que tras despedirse de los
gigantes, se encaminó hacia su habitación.
CAPÍTULO 67
A pesar de que se dirigían a un lugar ignoto con peligros desconocidos,
ninguno de los dos pudo evitar disfrutar del viaje a lomos de Nox. Hogg
había perfeccionado la silla de montar, ampliable —ahora de mejor forma—
a dos personas que cabían cómodamente, aunque Meridi volvía a rodearle
la cintura, cosa que él agradecía en silencio. Hubo un momento en el que
había posado una de sus manos sobre la de ella, y los dedos de ambos se
habían entrelazado y así seguían, mientras surcaban la inmensidad del
océano, dejando atrás el Reino de los Gigantes, cuya división arriba-abajo
podía apreciarse desde aquella altura.
De forma inconsciente, Hogg llevó sus dedos entrelazados a sus labios
para besar los de ella, que se recostó sobre su espalda.
—Hogg… —musitó la joven.
Si no hubiera sido porque le era imposible girarse hacia ella, lo hubiera
hecho. Anhelaba volver a beber de esos labios.
—¿Por qué tengo la sensación de que sobro?
—Tú nunca sobras.
—¿Perdón?
El calor que Meridi le había transmitido a su espalda cesó, pues ella se
había incorporado al escucharle.
—Nada, hablaba con Nox.
—Seguramente llegue un momento en el que no queráis tener a un
dragón cerca si estáis haciendo eso tan asqueroso que hacéis con vuestras
bocas.
Un sonido parecido a una arcada.
Hogg se puso rojo, mas no fue por imaginar un nuevo beso con Meridi —
en el que por supuesto prefería algo de intimidad—, sino por si la situación
llegaba a más…
Soltó la mano de ella de repente para llevársela a la frente. No sudaba,
pero sintió un calor repentino por todo su cuerpo a pesar del aire frío que
los azotaba.
—¡Mirad allí!
Con su mano libre, la arquera señaló un punto en el horizonte. Poco a
poco se fue acercando y, tras una comprobación al mapa, confirmaron que
se trataba de la isla que Ingrid les había marcado. Nox descendió a toda
velocidad y se posó suave sobre un acantilado. Cerca vieron una torre que
formaba parte de una edificación no muy grande, que no parecía haber sido
un castillo.
Hogg se asomó al acantilado en silencio, mientras Meridi daba unos
pasos hacia las piedras apiladas. Las olas rompían a varios metros de
distancia y él se estremeció. La isla en sí misma parecía tallada en roca. El
viento le sacudió y sintió la boca de Nox sujetándole de la túnica para evitar
que cayera.
—Gracias, Nox —dijo Hogg, tragando saliva despacio.
Y dio unos pasos sobre la hierba húmeda. Más oscura de lo habitual,
como si el mismo lugar estuviera impregnado de un aura lúgubre y
siniestra. O tal vez se lo parecía por lo que sabía de Morrigan.
—¿Crees que esto…? —Meridi atravesó un umbral que en otro tiempo
habría sido una puerta.
Hogg la siguió, indicándole al dragón que esperara ahí. El techo en algún
momento habría sido abovedado, tal vez incluso hermoso, pero en ese
momento era un montón de ruinas que permitía la entrada de la luz y el aire.
Cosa que era de agradecer.
O lo fue hasta que, avanzando por lo que se antojaba como un pasillo
estrecho, Hogg se detuvo ante unas inscripciones. No comprendía el
idioma, pero hubiera jurado que eran runas. Las conocía de verlas en el
templo del pueblo, pero… Se acercó al percibir algo más. Dibujos.
No. Aquello no eran dibujos, sino bocetos. Y el suelo lleno de papiros
con más de ellos, más completos que los dibujados en la pared. Los recogió
para estudiarlos más tarde.
Escuchó un grito a su espalda y se volvió alarmado en la dirección de la
que provenía, esperando ver a Meridi, mas lo que vio fue un agujero en el
suelo y la mano de ella sosteniéndose con dificultad sobre la madera
podrida.
—¡Meridi! —exclamó tirándose al suelo para tomarla de la mano.
Apenas sintió un roce de sus dedos antes de que ella cayera a la
oscuridad. Otro grito, después un ruido sordo y la voz de la pelirroja al
decir:
—¡Estoy bien!
No escuchó la última palabra pues un rugido hizo temblar las piedras a su
alrededor y Hogg sintió que la sangre se helaba en sus venas.
—Meridi, creo que…
—¿Han venido ya a por mí?
Una voz que solo escuchó él. La joven gritó:
—¡Tiene que haber otra salida!
—Matar. Arrancar el corazón.
—¡Meridi!
Trató de mantener la calma y examinó el agujero intentando que su
mente se concentrara en los detalles.
El rugido se volvió gutural y las palabras ininteligibles y fue consciente
de que no tenía tiempo.
—¡Tienes que salir de ahí! ¡No estás sola!
El sonido se repitió y, esta vez, fue acompañado de un temblor que hizo
vibrar el suelo bajo los pies del jinete que respiró hondo, saliendo del
pasillo angosto y recorriendo la parte exterior. Nox le siguió, aleteando,
preocupado. Se asomó y vio que el edificio continuaba bajo el acantilado,
protegido de la luz del sol, y esa parte sí parecía haber sido un castillo.
Era imposible acceder a él, pero era un jinete y no dudó.
—¡Abajo, Nox!
El animal respondió diligente y Hogg montó sobre él tan deprisa que a
punto estuvo de caer. Se precipitó hacia la playa de arena oscura, donde los
rugidos eran más intensos.
—¿Meridi?
No obtuvo respuesta y, de pronto, todo quedó en silencio. Rodeó el
edificio pero no se apreciaban ventanas y los huecos ajados entre las rocas
no permitían el paso de una persona.
—¿Meridi? —volvió a preguntar, con el corazón latiendo a toda prisa
dentro de su pecho, amenazando con salírsele por la boca.
Ella no contestó, pero el rugido de la bestia se repitió y a este siguieron
unas palabras que pudo comprender.
—Morirás. Morirás. Morirás.
Desesperado, Hogg se fijó en la altura del edificio y su mente empezó a
trabajar por encima del torrente que le golpeaba las sienes. Se fijó en los
maderos, en el tejado acabado en punta y la edificación precaria frente al
mar.
—¡Meridi! Corre hacia la torre.
No sabía si podía oírle. Indicó a Nox que se lanzara en picado hacia la
edificación inferior. El dragón no era tan grande como para derruir un
edificio, pero ese no era su plan. No al completo. Le hizo coger un tronco lo
suficiente ancho como para que le costara cogerlo entre las patas y se lo
hizo lanzar hacia la parte más ruinosa del edificio y también la más alejada
de la torre del acantilado, esperando que allí se hubiera refugiado Meridi.
El peso del madero derribó parte del tejado, dejando una abertura
suficiente para dejar pasar a Meridi o, en este caso, a Hogg que, sin
pensarlo, se tiró hacia el agujero, dejando atrás a Nox, que gruñó
desesperado al ver a su jinete perderse en el edificio.
Cayó sobre el brazo, que todavía no estaba recuperado, y se sacudió el
polvo de los ojos a tiempo para ver algo que le dejó sin aliento.
Había un oso pardo frente a sí, pasaba de los dos metros y llevaba una
capa envejecida, llena de tierra, sangre y podredumbre. Los ojos estaban
vacíos por completo y la boca llena de espuma se abrió para rugir con
fuerza al ver al recién llegado.
Apenas entendió las palabras que brotaron de sus fauces mientras
empezaba a correr hacia él, haciendo que el mundo vibrara a su alrededor.
Hogg se echó hacia atrás pero se dio con una piedra afilada, que se había
desprendido de la pared.
¿Así iba a ser su fin?
CAPÍTULO 68
Sus ojos fueron veloces de Hogg al oso que corría demasiado deprisa hacia
él. No podría detenerlo y había comprobado que las flechas no le hacían
daño.
Fue en ese momento cuando percibió el débil brillo de algo que pendía en
el techo y no lo pensó. Cogió la flecha, tensó la cuerda y soltó. El proyectil
silbó en el aire mientras Meridi corría hacia la posición de ambos, con el
corazón encogido. Escuchó el chasquido, el metal partiéndose y, después, la
lámpara que habría acogido centenares de velas surcó el aire y cayó sobre el
oso, llevándose consigo parte de la piedra del techo.
Hogg se arrastró, escapando de una de las piedras y al ver a la pelirroja
tan cerca, se dirigió hacia ella. Meridi le abrazó, aspirando su olor a
carboncillo y pergamino con el pulso acelerado: había estado tan cerca de
perderlo… Se fijó en el brazo, que sangraba de nuevo y apretó un poco los
labios.
—¿Crees que…? —señaló el jinete, mirando el montón de escombros.
—No quiero quedarme para comprobarlo, si te soy sincera.
Se acercaron a la grieta que había abierto el muchacho y ella trepó. Una
pata negra de dragón asomó, ayudándola a escalar, mas en el preciso
momento en que alcanzaba la abertura escucharon un rugido gutural. Un
frío recorrió la columna de Meridi, al tiempo que los escombros se
dispersaban.
No podía verlo, pues estaba de espaldas, medio colgada en el aire, pero
supo que algo no iba bien.
—Deprisa, Meridi.
Pero no. Ella no iba a dejar ahí solo al jinete, así que soltó las escamas
del dragón y volvió a caer junto a Hogg. El oso, liberado de lo que le había
caído encima, les clavó una mirada inyectada en sangre y rugió con fuerza,
lanzando espumarajos de saliva en todas direcciones.
—Corre hacia la derecha, yo hacia la izquierda.
—¿Qué?
Pero Hogg obedeció de inmediato cuando el oso se puso a cuatro patas y
se dispuso a embestirlos. No sabía lo que estaba haciendo, ni siquiera tenía
un plan. ¿Era acaso inmortal? Pensó en Morrigan. Si ella le había hecho eso
a quien fuera que hubiera al otro lado de la mirada del oso, era muy
probable que fuera imposible matarlo.
«Atrapado por siempre», se dijo.
Y, a pesar del terror que le atenazaba la garganta, sintió pena por aquel
ser que ahora se abalanzaba sobre Hogg. Ella acortó la distancia entre
ambos, dispuesta a interponerse, por suicida que fuera, cuando la luz inundó
la sala.
—¿Qué…?
Otro rugido aún mayor que el del oso. Unas sombras opacando la luz que
entraba a raudales por un agujero irregular y enorme donde antes había una
grieta. Nox, con las fauces abiertas, el fuego violáceo y oscuro manando de
su garganta y acabando con todo a su paso. Ambos jóvenes se quedaron
estupefactos, nunca habían visto hacer eso al elemental nocturno. Era
impresionante.
El oso también se había quedado estático en su posición y observó al
reptil con detenimiento. Uno demasiado humano, pero… Dio un paso,
olfateando el aire y Meridi supo lo que tenía que hacer.
Se incorporó, soltando la mano que Hogg le sostenía y dijo una sola
palabra:
—Morrigan.
El animal no se volvió de inmediato, ni reaccionó apenas al nombre,
todavía concentrado en el dragón que había dejado de escupir fuego, pero
que caminaba entre los escombros, amenazante. Meridi no podía entender a
ninguno de ellos, pero supo que estaba pasando algo entre las dos criaturas,
se estudiaban en silencio.
—¡Hemos venido para saber qué hizo Morrigan! —insistió Meridi, esta
vez más fuerte.
Hogg, a su lado, tiró de ella, sosteniéndola de la mano, mas la arquera no
le hizo caso. Puede que aquello fuera una locura, pero habían venido a por
información y ahora sí que no dudaba de que el oso —o lo que había sido
antes de ser un oso— conocía detalles que necesitaban.
Al fin, los hombros oscuros de la criatura se relajaron bajo la capa ajada
y se giró hacia ellos muy despacio. Ladeó la cabeza, pero Meridi sintió un
vuelco en el corazón cuando se fijó en el detalle de los ojos que los
observaban.
Antes oscuros, vacíos y carentes de humanidad. Ahora verdes como el
bosque en primavera, repletos de una vitalidad irreal y embargados por una
pena que no se podía expresar con palabras.
—Dice que no sabe si tiene mucho tiempo —dijo Hogg, tragando saliva
despacio.
Meridi asintió. El nudo en su garganta se hizo más grande, pero tomó la
mano del jinete y juntos dieron un paso.
—¿Sabe quién fue Morrigan?
El oso habló, aunque ella no podía oírle y sintió la mano fría de Hogg
tensarse. Vio su nuez bajar una vez mientras procesaba la información y, al
fin, murmuró para la arquera:
—Era su esposo.
CAPÍTULO 69
Por indicación del propio oso, se habían situado cerca de Nox, donde la
edificación estaba por completo destruida. Ambos estuvieron de acuerdo,
como había dicho, no sabían de cuánto tiempo disponían. No era habitual
que tuviera momentos de lucidez, no demasiado largos, por lo menos. Su
mente, tras tantos años en ese estado, estaba rota, igual que su corazón.
Se sentó de una forma muy humana en unas rocas apiladas y suspiró
antes de empezar a hablar:
—Nos conocimos cuando ella estaba en la Escuela de Jinetes. Por aquel
entonces yo no conocía su existencia, aunque entre los druidas más
veteranos sí saben de esa parte del Reino de los Gigantes oculta en los
cielos, y de la existencia de los dragones. —Hizo una breve pausa para que
Hogg pudiera transmitírselo a Meridi, y así fue como avanzó la historia—.
Yo era un druida.
Un nuevo silencio, esta vez para que ambos digirieran esta información.
Por la arquera, Hogg sabía que los druidas tenían un juramento para con el
Bosque de los Druidas, y tenían prohibido formar una familia.
—Ella estaba en el último curso, en una prueba, mientras que yo andaba
recolectando flores de luna, raíces de trueno, muérdago, helecho de niebla
y sauco. Fue amor a primera vista. —Desvió la mirada mientras Hogg
hablaba—. Traté de olvidarla, pero no pude. Ambos nos escapábamos para
vernos, y ella se quedó embarazada. Entonces me habló sobre los dragones,
sobre los jinetes y cuál sería su destino al terminar la escuela.
»Le pedí que renunciáramos. Yo abandonaría el Bosque de los Druidas y
ella la Escuela de Jinetes. Podíamos huir, construir nuestra propia isla que
ni siquiera aparecería en los mapas. Mas, antes de que pudiera ni siquiera
pensarlo, descubrieron que había roto la promesa de los jinetes de no
hablar de la existencia de la escuela y los dragones. Fue expulsada de
inmediato, y su dragón, como su compañero que era, la acompañó.
»Vino a buscarme sin preocuparse por nada más que ella, y yo también
fui desterrado de los míos en cuanto vieron que ella estaba embarazada.
»Construimos esta isla y llegó el nacimiento de nuestro pequeño. Sin
embargo, durante todo ese tiempo, ella alimentó su odio hacia los jinetes y
los druidas por lo que nos habían hecho. A mí ya no me importaba, solo
quería disfrutar de mi nueva familia, lejos de todo. Pero ella no podía ver
más allá. A menudo se iba junto a Sombar, el elemental nocturno. A veces
estaba días fuera, y cuando volvía se encerraba en la torre, como si su hijo
y yo no existiéramos.
—Lo siento… —se le escapó a Meridi una vez Hogg terminó de hablar.
Ninguno de los dos podía imaginarse por todo lo que habían pasado, en
especial él. Y se preguntaban qué habría sido del dragón y del hijo de
ambos, aunque, al mismo tiempo, temían la llegada de la respuesta.
—Un día me condujo a la torre y me mostró un libro que pertenecía a los
druidas. Lo había robado. Le reproché sus actos y le pedí que lo devolviera.
Al principio me ignoró, me pidió que la escuchara y lo hice. Había
encontrado un ritual con el que podría hacerse lo suficientemente poderosa
como para vengarse, al menos, de los jinetes, ya que sabía mi absoluta
oposición a enfrentarnos a los druidas. Me prometió que, si la ayudaba,
devolvería el libro y se olvidaría de una vez de todo, y podríamos vivir
como una familia feliz.
Un sonoro suspiro ronco. El oso agachó las orejas.
—Y yo la creí.
A continuación, los labios de Hogg recitaron lo que Morrigan había
encontrado en el libro de los druidas:
—«Existe un ritual que puede otorgar un poder inimaginable a aquellos
dispuestos a realizarlo. Se debe buscar la sangre más pura e inocente y lo
más antiguo y poderoso de la noche. A través del sacrificio se puede
alcanzar la oscuridad eterna y el poder absoluto de la sangre. Solo aquellos
dispuestos a perder lo que más aman y a entregarse a las sombras podrán
invocar el poder oscuro que yace en el corazón de la noche de sangre».
Meridi tragó saliva. Aquello sonaba totalmente aterrador.
—Ella me convenció de que ya había perdido lo que más amaba antes de
conocerme: su sueño de ser jinete de dragón. Que con eso valdría. Sí, lo sé.
Es una estupidez tan grande como esta torre. Pero yo solo podía pensar en
recuperarla, en ser una familia de verdad.
»Necesitaba de mi ayuda, la magia druida, para llevar a cabo el ritual.
Tuvimos que esperar a una noche sin lunas. Hizo un té de hierbas diversas
y nos dirigimos a un dolmen, de la altura de una mesa, para ello.
Esta vez el silencio fue mayor. Era como si le costara recordar y
continuar a la vez. Ni Meridi ni Hogg dijeron nada ni hicieron gesto alguno.
Tras lo que estaban escuchando, podían imaginar lo duro que debía ser lo
vivido… y todavía les faltaba escuchar el final.
—A partir de ahí tengo todo confuso… Me drogó. No lo supe hasta más
tarde, cuando la vi aparecer con nuestro pequeño desnudo en sus brazos y
no fui capaz de reaccionar para arrebatárselo. Mi cuerpo y mis labios
obedecían todo cuanto ella pedía. Pronunciaba las antiguas runas que
darían forma al ritual. Ella colocó al bebé sobre la fría piedra… ella… —
Sollozó. Hogg hablaba ya con los ojos empañados con miedo a lo que
estaba por venir. Meridi había apartado la mirada y se sostenía la cabeza
entre las manos—. Usó su sangre, toda su sangre hasta que no quedó nada
en él, para luego entremezclarla con las sombras de Sombar, quien,
conforme las iba perdiendo, perdía también la vida. Como mi pequeño.
»Se me emborronó la vista mientras mis labios volvían a abrirse en
contra de mi voluntad. La noche se había teñido de rojo y nubes negras.
»Y la sangre y las sombras se fundieron con el corazón de la que un día
fue mi amada, convirtiéndola en el ser que es ahora. Morrigan, una
malvada bruja o una diosa caída en desgracia.
CAPÍTULO 70
Todavía estaba procesando toda la información que les había dado el oso,
pero ella no podía olvidar el preciso instante en que el verdor de los ojos del
animal habían sido devorados por la oscuridad y había regresado al estado
de furia.
Se habían vuelto a enfrentar a él, teniendo cuidado de no herirle. Al final
había tenido que intervenir Nox y contenerlo con la cola, con bastante
esfuerzo dada la fuerza que poseía el otro animal. Habían esperado
pacientes por si volvía a su ser, pero los ojos verdes ya no volvieron, y
decidieron que lo mejor era irse y dejarle solo… de nuevo.
Apartó esos pensamientos de su mente, porque, al menos, tenían la
información que buscaban, aunque no pudieran ayudar a aquel hombre. Era
tarde para él, pero todavía estaba a tiempo de salvar a su reino. Apoyó la
cabeza en el hombro de Hogg, habían llegado tarde a la granja, pero el
padre de Hogg les había dejado algo de comida. Cansados y sin querer
molestar a nadie con su conversación, se habían subido la cena a la
habitación de Hogg.
La pelirroja repasó los detalles de la estancia, mientras su mente
trabajaba en darle forma a aquella historia tan macabra que habían
escuchado. Era tan horrible que a ninguno de los dos les cabía duda de que
era Morrigan la que albergaba el corazón más oscuro, forjado por un
elemental nocturno y la sangre de su propio hijo.
Se estremeció y miró a Hogg, concentrado en sus pensamientos, tal vez
dándole vueltas a todo, formulando teorías. Y, a pesar de la situación, sus
comisuras se estiraron en una sonrisa.
Él se volvió de forma distraída y la encontró mirándole. Captó su
turbación en el enrojecimiento de sus orejas y le pareció tan adorable que le
quemaron los labios. Le acarició el rostro con suavidad, disfrutando del
tacto de su barba incipiente. Sus rostros se acercaron lentamente, hasta que
el chico rompió la magia del momento.
—Meridi, hay algo…
—¿Qué? —inquirió ella, con un hilo de voz.
Él se humedeció los labios y se apartó un poco de ella, la arquera esperó,
aunque no por mucho tiempo, porque abrió la boca para insistir cuando él
dijo:
—¿Quién es Cian?
La pregunta la hizo tensarse y el silencio los envolvió. Tan intenso que
escucharon los crujidos de la casa, mecida por el viento. Las ramas al otro
lado, los ronquidos suaves del dragón en la planta inferior, el ronroneo
incesante de Kiran muy cerca de él.
Podía oírlo todo, pero, por encima de ello, escuchaba el torrente
sanguíneo en sus oídos, aunque fuera imposible.
—Lo repites mucho en sueños y… No sé —Se rascó la nuca, nervioso.
Meridi no comprendió las dudas del joven. Le invitó a continuar, aunque
sin estar muy segura de querer seguir con la conversación. Le resultaba
doloroso. Sin embargo, por otro lado, quería abrirse con Hogg. Quería que
él la conociera.
—Alguien como tú tendrá pretendientes que…
La arquera enrojeció hasta la punta de las orejas.
—Era mi hermano —murmuró, despacio.
Él abrió mucho los ojos y ella sacudió la cabeza, pero él ya se había
adelantado para tomarla de las manos.
—Lo… lo siento. Soy idiota, no debería…
—Sí, deberías. No pasa nada. Murió hace unos cinco años. —Se limpió
una lágrima rebelde.
—¿Qué pasó?
—Fue llamado a una misión, una disputa contra el Reino de las
Quimeras… y murió.
—Tuvo que ser horrible.
—Lo fue. Para todos. Cian era mi refugio. El día que la reina vino a
darnos la noticia yo… quise morir también.
Tuvo que parpadear para liberar las lágrimas acumuladas. Hogg susurró
algo apenas audible, y le acarició el antebrazo en señal de ánimo.
—Él era el que debía ocupar mi lugar como futuro duque, era tan
inteligente… Hubiera sido un duque maravilloso.
—Como tú lo serás algún día.
—¿Yo? —Meridi sacudió la cabeza, soltándole las manos al chico para
ponerse en pie—. Ni siquiera tengo aspecto de duquesa. Y mis actos dejan
mucho que desear. Hui en cuanto tuve ocasión, contribuí a romper el tiempo
y…
Hogg se incorporó, acortó la distancia entre ellos y la tomó por los
hombros con delicadeza.
—Eres la mujer más valiente que he conocido nunca, Meridi. Luchas
contra todos cuando algo no te parece justo, te estás enfrentando a horrores
para devolver la normalidad a tu gente.
Pegó su frente a la suya, hasta que sus narices se rozaron.
—En cuanto a lo del aspecto —susurró muy cerca de ella—, no, no lo
tienes. Cuando te vi con ese vestido —su respiración se entrecortó— pensé
que eras una princesa.
—Te he dicho que no soy una princesa.
—Claro que no —concedió él hablando muy bajo—, podrías ser lo que tú
quisieras. Reina, princesa, arquera, guerrera y hasta jinete de dragón.
Ella rio, pero no hubo humor en su voz, porque la piel le quemaba bajo la
ropa y tenía sed. Sed de sus labios. Intuyendo lo que quería, él subió las
manos de los hombros a ambos lados de su rostro y se inclinó hacia ella,
ladeando un poco la cabeza. Pero no la besó en los labios, sino que le apartó
un mechón del rostro y su boca repartió besos en su mejilla, en la comisura
de sus labios y en el cuello.
—¿Sabes qué es lo único que quiero ser ahora, Hoggy?
Hogg contuvo el aliento, con las bocas a un milímetro de distancia.
—Meridi. Solo Meridi.
Sus bocas se encontraron y los besos se fueron intensificando. Llegaron a
la cama con torpeza, donde se acomodaron, intentando hacer el menor ruido
posible.
—Quédate conmigo esta noche —pidió el jinete en un susurro.
—No pensaba irme a ninguna parte.
Y la noche se llenó de promesas, de besos y caricias. De dos corazones
que entonaban la misma melodía. Y, apartados de osos feroces, brujas
malvadas y misiones suicidas, se dejaron llevar por aquello que los unía y
les hacía más fuertes. Lo que había florecido entre ambos y enraizaba en
sus corazones con más fuerza que cualquier maleficio.
CAPÍTULO 71
Respiró hondo y miró con nostalgia lo que tenía a su alrededor. El olor de
las tortitas, las bromas matutinas de su padre y las quejas de Elin, que no
paraba de refunfuñar mientras regaba de miel los panecillos de su plato.
—Ayer tu novia no vino a dormir a mi habitación —dijo la chica,
cogiendo un trozo de tortita con la mano y metiéndoselo directamente en la
boca.
—No queríamos molestar, llegamos muy tarde y…
—Ya, claro.
—Cariño, no te metas en los asuntos de tu hermano —pidió Niels,
depositando una ración generosa en el plato del mayor.
Cuando el hombre se volvió hacia la sartén, Hogg le sacó la lengua a su
hermana pequeña y ella le hizo una pedorreta, antes de seguir devorando su
desayuno.
—¿Vais a quedaros algún tiempo? —preguntó el padre, con un matiz
esperanzado en la voz que hizo que Hogg se sintiera culpable de inmediato.
—No lo creo. Tenemos…
—Que escaquearse del trabajo duro —completó Elin, bebiendo un zumo
de pomelo.
—Pero hoy te voy a dar el día libre —dijo Hogg.
Echaba tanto de menos a su hermana pequeña que ni siquiera estaba
molesto por sus constantes comentarios irritantes.
—¿Y eso porque…?
—Porque eres mi hermana pequeña.
Se ensució el dedo con sirope y después lo pasó por la nariz de la chica,
que lanzó un grito consternado y se quejó mientras el jinete rompía a reír. Y
todavía rio más fuerte cuando Kiran se lanzó sobre su hermana para lamerle
la nariz.
—Qué manjar —se relamió el felino, mientras ella se quejaba de la
rasposidad de su lengua.
Nox alzó la cabeza, adormilado frente al fuego y bostezó sonoramente,
antes de sentarse y sacudirse. Su compañero iba a decirle algo cuando vio
aparecer a Meridi, con el cabello recogido en una trenza y su ropa habitual
de arquera, pero el jinete tuvo que esforzarse por seguir comiéndose las
tortitas.
—¿Quieres dejar de mirarla embobado? —masculló Elin, conteniendo
una risa.
—No estoy haciendo eso.
—Por favor… —La más joven puso los ojos en blanco—. En fin, me voy
a disfrutar de mi día libre durmiendo un poco más con la tripa llena.
Y tras un saludo rápido a la pelirroja, se perdió escaleras arriba.
—¿Tortitas, Meridi? —preguntó Niels, batiendo huevos.
—No quiero ser una molestia.
—No lo eres.
—Tortitas entonces —pidió ella con timidez.
Se sentó junto al jinete, que la tomó de la mano unos instantes y se
inclinó para darle un suave beso en la mejilla.
La normalidad de aquel gesto, el aroma familiar de la cocina y la paz de
tener a Nox durmiendo tranquilo en esa estancia le sacudió el pecho. Esa
era la vida a la que aspiraba.
Una pila de tortitas llegó frente a la chica y Hogg arrastró hacia ella el
tarro de miel.
—Si quieres puedes quedarte descansando o…
—¿Qué? —Meridi le miró confusa.
—Le he prometido a mi hermana que hoy me ocupo de la granja y…
—Pues entonces hoy seré granjera.
Hogg sonrió tanto que le dolieron las mejillas.
—Haríais bien en daros prisa. Hoy tengo que ir al mercado, ¿puedes
ocuparte también de pastorear cuando termines de alimentar a los animales?
—pidió Niels, quitándose el delantal.
—Sin problema, ¿verdad, Kiran?
—Tendré que trabajar de vez en cuando, supongo.
La pantera pastor se estiró y dio unos pasos estirando también las patas
traseras. Niels los dejó solos, terminando con los restos del desayuno.
Mientras Meridi terminaba Hogg recogió los platos y limpió la mesa
alrededor de la chica.
Nox también se desperezó y salió junto a Kiran al exterior, donde los
recibió una brisa fresca. El sol ya empezaba a ascender por el cielo.
Lo primero era alimentar a los animales, cosa que en realidad era solo dar
a una palanca, pero también había que recoger heno, limpiar… Tareas
obligatorias para las que no había ideado sistemas tan eficaces como el que
empleaba para darles de comer.
Empezaron por el gallinero y oyó las voces de las aves dentro. Nada más
atravesar el umbral, escuchó un chillido a su espalda, seguido de otros
muchos. Meridi a su lado, tan solo escuchaba una algarabía de cacareos y él
sonrió, indicándole el camino hacia la palanca. La hizo bajar y los
comederos se llenaron de maíz, lo que hizo que la pelirroja soltara un grito
ahogado.
—¡Hoggy! ¡Eres tú! ¡Has vuelffto! —dijo Lara, la oronda gallina,
devorando el maíz mientras hablaba.
—¡No sabes lo duro que ha sido este tiempo sin ti! —comentó Hoot, el
gallo, intentando revolotear.
—¡Hoggy! ¡Hoggy! ¡Hoggy! —corearon otras gallinas.
El aludido rompió a reír y avanzó entre ese lío de plumas, dispuesto a
limpiar el gallinero antes de continuar.
—¡Y has traído a una chica! —Lara avanzó hacia la pelirroja y la
evaluó.
Ella soltó una risita nerviosa observando al animal, miró de forma
interrogativa a Hogg.
—Lara se ha dado cuenta de que eres una chica —ironizó guiñando un
ojo al animal.
La gallina infló el pecho, ofendida, antes de decir:
—La cuestión no es si es una chica, es si es tu chica.
—Pues claro que es su chica, no hay más que verla —repuso otra—,
porte elegante, rostro hermoso —despacio, dio una vuelta alrededor de
ella— piernas fuertes, caderas…
—Ya basta, Nana, por favor —pidió Hogg.
—¿Qué dicen? —preguntó Meridi, que avanzó esquivando a las aves.
—Pues… —Hogg sintió el calor en las mejillas.
—¿Vais a procrear? —inquirió Hoot, solemne.
El chico se atragantó con su propia saliva y la arquera ladeó la cabeza
evaluando de nuevo a las gallinas.
—¿Sabes qué? Esto está perfecto. Seguiremos con las vacas.
Estas, más tranquilas, se limitaron a evaluar y saludar a Meridi, mientras
comían lo que Hogg hizo bajar del silo con su mecanismo. La pelirroja
estudió el sistema en silencio, admirada. La siguiente tarea consistía en
llenar los bebederos, también con un sistema de tuberías para ello, que hizo
que la arquera se quedara sin aliento. Le vio girar unas poleas, para que una
rueda rotara y se activara el sistema. Servía tanto de riego para los cultivos
como para el agua de los animales.
—Hogg, ¿esto lo has hecho tú solo?
—No, claro que no, me ayudó mi padre.
—Me refiero al diseño.
—Sí. —El jinete se rascó la nuca con timidez.
—Es increíble, de verdad.
—No es para tanto, solo… Ya sabes, sistemas para que la granja funcione
mejor y podamos optimizar el tiempo.
—Eres más de lo que crees, Hoggy. —Se acercó a él y le tomó de las
manos.
El jinete, que había estado intentando mantenerse ocupado para que no
viera lo mucho que le turbaban sus halagos, tuvo que detenerse y mirarla a
los ojos. Y lo que vio le hizo derretirse: admiración, fascinación, amor. Una
mezcla de todo ello.
—Bueno, el trabajo físico me costaba más, así que…
—Si vivieras en mi reino serías uno de los mejores artesanos; tienes un
talento muy desaprovechado.
—No creo que mi familia piense lo mismo —sonrió él.
—No, claro que no. Tenerte es… una mina de oro.
Él rio con fuerza y sacudió la cabeza.
—Estás exagerando.
—¡No! De verdad que no. Eres muy especial, Hoggy.
Subió la mano por su antebrazo, hasta llegar al hombro y seguir
ascendiendo por el cuello. Sus dedos fueron hacia la nuca.
—¿Sois todos tan altos en este reino? —murmuró cuando le obligó a
bajar a su boca.
—No todos —concedió él sonriendo entre beso y beso.
—Puaj. —La voz de Kiran les interrumpió—. Nox me había hablado de
esto, pero…
—¡Kiran! ¿Qué haces?
—Esperar a que acabéis para trabajar, claro. Hay que pastorear a las
ovejas.
—¡Yo quiero ir! Prometo permanecer escondido, lo prometo, lo prometo
—intervino Nox, dando saltitos hacia ellos.
—Será mejor que sigamos con el trabajo, vamos a llevar a las ovejas a
pastar.
Nox y Kiran fueron delante, hacia el establo más alejado, que era el de
las ovejas. Antes de acelerar el paso para alcanzarlos Hogg se inclinó hacia
la pelirroja y le dio un beso en la sien, aspirando el aroma de sus cabellos.
No sabría decirlo a ciencia cierta, pero aquella fue la primera vez que fue
consciente de que no solo le gustaba Meridi, sino de que, tal vez, había
empezado a amarla.
CAPÍTULO 72
Meridi, sentada sobre la hierba, echó el cuerpo hacia atrás, respirando el
aire fresco y dejando que el sol le besara las pecas. Hogg, a su lado,
mordisqueaba una manzana —la más grande que había visto la arquera en
toda su vida— y repasaba de forma distraída unos bocetos que el joven
había tomado prestados —según sus propias palabras— de la torre del oso.
Las ovejas pastaban cerca de ellos, mientras que Kiran y Nox jugaban a
perseguirse y, a ratos, evitaban que alguna oveja se alejara.
La joven escuchaba algún balar, el zumbido de los insectos y se preguntó
qué escucharía Hogg. Al verle tan concentrado, trazando líneas con los
dedos, supo que, en ese momento, tal vez nada.
Sintió deseos de apartarle el cabello del rostro, que le caía como una
cortina sobre los ojos. No era consciente de lo brillante que era y eso la
enternecía de un modo que no sabía explicar. Pero también le ardía en el
corazón: que nadie viera lo que ella veía en él. Hogg era inteligente, mucho,
mas también era otras cosas. Ingenioso, divertido, tímido, bueno.
Él alzó la mirada y la posó en los ojos azules de ella, que dio un respingo.
—¿En qué piensas? —preguntó Hogg, estirando las comisuras en una
sonrisa que marcó sus hoyuelos.
«Por todo el polvo de hadas».
—En Morrigan —mintió.
Porque en realidad era en lo que debería estar pensando y no en el jinete
de dragón. No debería estar deseando probar de nuevo sus labios y sentir el
tacto de su piel en los dedos. El tirón de la pechera de su camisa antes del
golpe de su boca en la suya.
—Yo también y esto no tiene ningún sentido —repuso él mordiéndose el
labio inferior.
Para ella nada de lo que había en esos papiros lo tenía, pero sabía que
Hogg sí era capaz de ver más allá de las líneas, los borrones y las
anotaciones. Por eso los había traído consigo, pensando que podía serles útil
para descubrir algo más sobre Morrigan.
—¿Para qué crees que sirve esa máquina?
—No estoy muy seguro… —Extendió los dibujos frente a ambos y le
explicó lo que veía—: Es una estructura mecánica llena de engranajes y
poleas que se entrelazan en un intrincado baile de metal. —Iba señalando
conforme hablaba, y Meridi sintió la admiración en sus palabras. Los dedos
de él llegaron al centro, una gran esfera de cristal que parecía ser el corazón
de la máquina, rodeada de espejos y lentes que, según él, reflejaban y
refractaban la luz en todas direcciones—. Todos estos tubos y conductos
que recorren la estructura dan la impresión de que esta creación está
diseñada para manipular no solo la luz, sino también el sonido y el aire,
creando una atmósfera de pura ilusión.
La arquera arqueó una ceja, pensativa.
—¿Como esos instrumentos que utilizan los magos ilusionistas?
—¡Algo así! —exclamó él emocionado por que ella estuviera no solo
comprendiendo su explicación, sino fascinada como él.
—¿Ves estas anotaciones en el margen? Son instrucciones precisas sobre
cómo ajustar los ángulos de los espejos y la intensidad de las luces para
lograr efectos… casi mágicos. Esta máquina es capaz de proyectar
imágenes asombrosas, y también de crear sonidos.
—¿Y crees que esto es obra de Morrigan?
Él negó con la cabeza, compartiendo las sospechas de ella. ¿Para qué
querría una bruja tan poderosa hacer uso de una máquina de ilusiones?
—Debe de ser obra de un mago ilusionista que pasó por allí…
Hogg apartó los bocetos a un lado. Todavía mostraba gran fascinación
por los dibujos, pero a la vez decepción, pues no los ayudaban en nada que
tuviera que ver con Morrigan. Posó su mirada en las ovejas, le gritó a una
de ellas que volviera al rebaño y después siguió pensando.
—Esta es una vida sencilla —repuso Meridi, al cabo de un tiempo.
Él asintió, confirmando sus palabras, aunque no parecía estar prestándole
atención, no de verdad. Casi podía escuchar el rumor de sus pensamientos.
—Forjó su poder con un elemental nocturno… —murmuró, poniéndose
en pie.
Meridi le observó caminar, pero también su mente empezó a trabajar.
—Necesitamos conseguir su corazón —dijo Meridi, despacio.
Aunque era una verdad que ambos ya sabían tras su charla con el oso,
decirlo en voz alta no solo lo hacía más real, sino también más aterrador.
—Imagino que no somos los primeros que intentamos acabar con ella,
por tanto no será tan fácil como dispararle una flecha o… —añadió la
joven.
—Puede que necesitemos algo mágico, no sé…
—O una flecha hecha de lo mismo que su poder. Hecha de lo que le
endureció el corazón y lo ennegreció hasta convertirla en quien es.
Sus ojos fueron directos a Nox y Kiran, que ahora rodaban por una ladera
cayendo entre unos matorrales. Hogg siguió la mirada de la pelirroja y sus
ojos chisporrotearon.
—Una flecha de escamas de elemental nocturno —completó Meridi.
El jinete lo meditó unos instantes, Meridi se puso en pie y le alcanzó. Le
robó la manzana de la mano y le dio un mordisco, esperando a que él dijera
algo.
—Puede funcionar.
—Pero… —Ella desvió la mirada con una expresión preocupada—.
¿Qué hay de la sangre? Su poder no solo se forjó con escamas…
Aquello les planteaba un serio problema. ¿Valdría su propia sangre?
¿Tendrían que buscar la sangre más pura igual que habían tenido que
encontrar el corazón más oscuro?
—Ya nos enfrentaremos a esa cuestión —dijo él acariciándole la mejilla
para que apartaran aquellos pensamientos de sus cabezas.
Meridi cerró los ojos unos instantes, asintiendo, y luego se fijó en el
cielo. Aún era de día, pero la brisa se había enfriado todavía más y supo que
era momento de regresar. Hogg silbó, atrayendo la atención de los animales,
después les dio indicaciones tanto a las ovejas como a Nox y Kiran. Juntos
regresaron a la granja.
Mientras avanzaban, hablaron con el dragón, semioculto a medida que se
acercaban a la zona donde las granjas se espaciaban. Nox estuvo de acuerdo
en todo y dijo que, de vez en cuando, las escamas se caían solas y se
regeneraban. Algo así como lo que sucedía con el cabello.
Dejaron a las ovejas en el establo y la pelirroja le dio su espacio al chico
para acariciarlas entre las orejas y desearles buenas noches. No a todas, por
fortuna.
Hecho esto, se encaminaron hacia la casa, donde ya encontraron a Kiran
tumbado sobre una alfombra, como si tuviera el trabajo más duro del
mundo. Nox, a su lado, se estaba quedando dormido.
—Me gustaría que estuviéramos más con tu familia, pero tenemos que ir
a por Morrigan —dijo Meridi, antes de atravesar el umbral, deteniendo con
sus palabras los pasos de él.
—Lo sé. —Hogg respondió a sus palabras apretándole un poco la mano.
—No tienes por qué venir conmigo, Hogg. Puedes olvidarte de todo y
continuar con tu vida, e intentar ingresar en la Escuela de Jinetes.
Él se le acercó.
—No podría dejarte sola en esto, Meridi. Ni en esto, ni en nada.
El corazón de ella se aceleró al escucharle, mientras él posaba un dulce
beso en sus labios.
Cerraron tras de sí, dejando el frío atrás. Erin leía un libro con las piernas
dobladas hacia su pecho.
—¿Qué tal tu día libre? —preguntó Hogg.
Meridi le observó ponerse el delantal y reuniendo ingredientes frente a sí.
«Y además cocina», añadió a su lista de cualidades del jinete.
—Estupendo —contestó Erin, en tono relajado.
—¿Te ayudo? —La pelirroja avanzó y cogió una cebolla.
—No hace falta —sonrió él, quitándole la cebolla—. Siéntate.
—No estoy cansada.
—Y soy muy consciente de ello —bajó un poco el tono—, pero eres la
invitada y…
Meridi asintió, aceptando su derrota. En realidad, no había cocinado en
su vida, así que tras darle una palmada cariñosa en la cadera, fue directa
hacia el sofá, donde Erin cerró el libro y la chica pudo leer el título de la
portada:
La princesa y el guisante.
—Ah…, me encanta esa historia —comentó la pelirroja por iniciar una
conversación con ella.
No mentía, era uno de los mejores cuentos que conocía. Y Erin, abriendo
mucho los ojos, empezó a hablar de reinos nocturnos y cortes mágicas. De
amores imposibles y guerras que no acababan jamás. Besos eternos y
pesadillas que cobraban vida.
Y la sala se llenó de calidez, no solo por la chimenea o el olor de la cena.
Meridi se sintió cómoda, se sintió en casa y de nuevo tuvo aquella
sensación de poder ser tan solo Meridi.
Así los encontró Niels cuando llegó y, sin poder evitarlo, recordó a su
esposa y supo que, viendo aquello, lloraría de emoción.
CAPÍTULO 73
Partieron al alba, con la promesa de regresar pronto y sin que su padre
supiera a qué iban a enfrentarse. A Hogg no le gustaba mentir a su familia,
pero era necesario. Ya sabían de la existencia de Nox, que en sí mismo ya
rompía todas las normas, pero le hacía sentir menos culpable por estar
ocultándoles algo tan importante. Iba a enfrentarse con una bruja malvada,
cuyo corazón oscuro había sido forjado con muerte y dolor. Y cabía la
posibilidad de no regresar jamás.
Se tragó esa posibilidad, mientras daban la espalda a la granja y se
dirigían a la arboleda. Meridi le dio la mano y la apretó con fuerza,
mostrándole su apoyo. Al otro lado, Nox frotó su morro contra el hombro
del chico y murmuró:
—Volveremos pronto, ya lo verás, Hoggy.
Pero él lo dudaba. Para empezar tenían que ir a por Morrigan, pero no
sabían ni por dónde empezar. La arboleda, ya apenas sin rastro de hojas, no
los ocultaba, pero el cielo estaba nublado y amenazaba con lluvia. O con
nieve, porque ya estaban casi en invierno. Observó a Nox, que no saliera el
sol le beneficiaba y pronto quedó oculto entre las sombras. Podían
encontrarse a alguien y ya demasiadas personas sabían de su existencia.
—El primer paso es cruzar el mar —dijo Meridi, sacando un mapa de su
bolsa.
—Sí, pero… ¿Hacia dónde?
—Morrigan no pertenece a ningún lugar —meditó ella.
—¿Sabemos si ha hecho algo durante este tiempo?
—Pues… —La pelirroja dudó.
Se dio unos toquecitos en la barbilla, sin dejar de caminar frente a él y
entonces repasó en voz alta lo que ya sabían.
—Amenazó a la reina Ártemis, porque… —Se detuvo e incluso sus pies
dejaron de caminar.
Hogg no paró, pero aminoró un poco la marcha al darse cuenta de que
ella se había detenido.
—¿Qué?
—¿Se va a quedar así para siempre? —escuchó la voz de Nox en la
espesura.
—¡Claro! —exclamó Meridi, dando unos brincos hasta alcanzarle—.
Dijo algo de que había hecho un trato con el rey del Reino de la Laguna
Dorada.
—Ehm… ¿y eso es bueno porque…?
Intentó seguir la línea de los pensamientos de la chica, que en ese
momento le miró como si fuera tan obvio que no le ofrecería más
explicación.
—No es ni bueno ni malo, es una pista. Una que tenemos que seguir.
Deberíamos empezar a buscar por ese reino.
—¿Estará allí?
—Quizá no —Meridi se encogió de hombros—, pero si el rey hizo tratos
con ella, tal vez sepa cómo invocarla, llamarla o… lo que se haga para
contactar con brujas terribles.
—¿Crees que nos ayudará?
—No lo sé… No he oído hablar muy bien de él precisamente.
—¿Quieres que le amenacemos?
—¡No! Por supuesto que no, para eso pretendo utilizarte a ti —sonrió—
y a tu ingenio. Creo que puedes sacarle la información que buscamos sin
que se dé cuenta.
—Me sobrevaloras, Di. —Alzó las cejas, divertido.
—¿Di?
—Si tú puedes llamarme Hoggy yo también quiero un código de…
«¿Novios?».
—Me gusta Di. Nadie me llama así —respondió ella, sacándole de ese
momento incómodo.
—Ahora sí, Di.
Ambos soltaron una carcajada y, a su lado, Nox bufó, poniéndolos en
alerta.
—¿Pasa algo? —preguntó Hogg, alarmado.
—Si seguís así mucho tiempo voy a vomitar el desayuno.
—¿Ha oído algo?
—Nada.
Y siguieron el camino hacia Sölvhav. La decisión de tomar un barco en
lugar de ir volando sobre Nox había sido meditada en exceso. Para empezar,
Nox podría volar más alto y permanecer oculto sin llevarlos a ellos encima.
Además, según Meridi, incluso podrían llegar a sacar información de los
marineros. Las travesías en los drakkar eran cortas, eran expertos
marineros, acostumbrados a atravesar las aguas una y otra vez.
Tal y como ambos recordaban, la ciudad costera seguía siendo una urbe
bulliciosa con gente trabajando ajena a lo que acontecía al otro lado del
mar. La maldición que asolaba el Reino de la Música o que una villana con
el corazón más oscuro de los reinos se paseaba de aquí para allá sembrando
el caos.
La lluvia empezó suave, mientras se adentraban en las calles, y se volvió
torrencial a medida que avanzaron por ellas. Echaron a correr por los
adoquines, hasta que encontraron un porche y la pelirroja arrastró consigo
al chico. Ambos habían quedado empapados en el poco tiempo que la lluvia
los había azotado.
Hogg se fijó en el lugar en el que estaban. Semiocultos por unas hiedras,
con una puerta de hierro a su espalda, cerrada a cal y canto por supuesto,
intuyó que era la puerta trasera de algún establecimiento.
—Estás empapado —observó Meridi.
Estaban muy cerca el uno del otro y la estudió en silencio. Con el pelo
calado los rizos se convertían en ondulaciones suaves y daba la sensación
de que tenía la melena todavía más larga. Se acercó más a ella y, en un
gesto que la joven no esperaba, le asió la capa con más fuerza. Al parecer
tenía propiedades mágicas, porque no estaba mojada y mantenía la calidez.
—Hace frío —murmuró él, mientras una gota resbalaba por su nariz y
caía sobre el pelo rojo de la chica.
Esta elevó la barbilla, para mirarle a los ojos.
—Hoggy.
Él le apartó el pelo de la cara y le subió la capucha, que sostuvo con las
manos, para evitar que cayera hacia atrás por la postura de ella.
—Si no conseguimos derrotar a Morrigan… —musitó ella.
—Lo vamos a conseguir.
—Ya, pero…
—No quiero pensar que…
—Pero tenemos que hacerlo. Si no conseguimos derrotar a Morrigan, si
todo sale mal, creo que podría acostumbrarme a la granja.
Sintió el sabor de las lágrimas en la garganta y él le acarició con ternura
las mejillas. La besó en la frente y la atrajo hacia sí.
Seguían entrelazados cuando la lluvia dejó de sonar con tanta intensidad
y volvió a ser una llovizna suave.
—Ha amainado, vamos.
Y siguieron su camino hacia el puerto. Nox permanecía oculto en algún
punto del cielo. Hogg lo sintió a medida que cruzaban el muelle, donde los
drakkar flotaban sobre el oleaje. Uno que destacaba entre los demás y
Meridi aceleró el paso. Un hombre con un casco que emulaba la forma de
una serpiente y estaba coronado por dos cuernos a ambos lados de la parte
superior descendió de un salto y se dirigió a la pelirroja:
—Heil og sæl, Meridi, ¿de vuelta al Ormen Lange?
CAPÍTULO 74
—¡Erik! —saludó Meridi.
—¿Es Erik Röd? —La voz de Hogg sonó incrédula junto a ellos.
Eso hizo reír al hombre, que se quitó el casco y sus cabellos oscuros
ondearon con la brisa, mientras se humedecían por la lluvia.
—El mismo. —Le tendió una mano al muchacho.
Este la tomó con admiración y apenas supo qué decir, mientras el
navegante miraba hacia el firmamento con desconfianza.
—Necesito volver al continente —pidió ella sin rodeos.
—A veces estas lluvias son traicioneras, arquera de Ártemis —dijo
mesándose la barba—, pero veo la impaciencia que tenéis. ¿Ya has
terminado lo que tenías que hacer aquí?
La joven asintió.
—Sin duda, ha sido un trabajo harto rápido. ¿Y a dónde te diriges esta
vez?
—Al Reino de las Quimeras
—Tenemos ciertos asuntos en la Selva Inexplorada.
Un brillo de esperanza cruzó los ojos de ella.
—Sí, pero… Si no hay sitio o…
—Claro que lo hay, mi acuerdo con Ártemis está por encima del que me
lleva a donde voy. Además, ni siquiera voy a desviarme del camino. Subid.
Hogg siguió a Meridi y ambos subieron al Ormen Lange. El jinete oteó el
firmamento y ella también miró en busca de alguna pista de Nox: no había
ni rastro.
Erik Röd dio órdenes a su tripulación y el drakkar empezó a moverse
sobre las aguas, camino del otro lado del océano, donde los esperaba su
destino.
A medida que el Ormen Lange surcaba las aguas, trazando una línea
diagonal roja en el mapa que utilizaba el capitán, directa hacia la Selva
Inexplorada, el cielo se fue despejando y dejando que los rayos del sol del
atardecer tiñeran con sus luces cálidas el firmamento.
Meridi estaba sumida en sus pensamientos, concentrada en el oleaje
incesante, que se había vuelto más intenso cuando un viento del oeste había
empezado a sacudirlos, llevándose consigo las nubes de tormenta.
Hogg se asomaba despacio por la borda, viendo la espuma del océano
rebosar a su alrededor y no dejaba de evaluar la embarcación con ojos
brillantes. La arquera ya le conocía lo suficiente como para intuir cuándo
los engranajes de su cabeza giraban sin descanso. Estaría intentando crear
bocetos en su mente para crear máquinas que ayudaran en la navegación, y
esto le hizo sonreír con cariño.
—La última vez que te tuve en mi navío venías sola. Enfadada y triste,
futura duquesa. Y, sin embargo, en poco más de una semana… —Miró al
chico—. Has vuelto con alguien con quien veo una fuerte conexión y una
mirada más… ¿madura? Es como si por ti hubiera pasado mucho más
tiempo…
La joven tragó saliva, mas no respondió. Apenas le dio tiempo de pararse
a pensar, pues el marinero le tendió un cuerno de hidromiel, que ella aceptó,
y bebió un sorbo. Recordaba el sabor fuerte y los efectos devastadores, por
eso se conformó con ese trago y se mantuvo quieta sosteniendo el objeto,
antes de responder.
—Así es. Sigue atrapado, pero es posible… —se mordió el labio— que
haya dado con la clave para salvarlo.
Esta vez las cejas de Erik se arquearon un poco, mas no de incredulidad,
no propiamente dicha, pues sí parecía creerla capaz de ello. Había cierta
advertencia en sus ojos oscuros cuando le puso una mano en el hombro y
dijo:
—Si el asunto concierne a Morrigan, ten mucho cuidado, futura duquesa.
—No voy a ir sola.
Hogg se volvió hacia ellos, con expresión seria, que al pasar sobre el
rostro de Meridi se volvió alegre, una que llegó a sus ojos dorados, y la
arquera sintió un vuelco en el pecho, como le pasaba cada vez que él la
miraba así.
—¿Qué sabes de Morrigan? —preguntó, obligándose a centrarse en la
conversación con el marinero.
Hogg estudió unos instantes más la embarcación y charló con otros
marineros, mientras Erik Röd se mesaba la barba oscura. Negó con
suavidad con la cabeza y luego apuró el cuerno de hidromiel de un solo
trago.
—No mucho, si te soy sincero, tan solo lo que le hizo al Reino de la
Música; pero en mis viajes he tenido ocasión de escuchar hablar de muchos
villanos, ¿sabes?
—¿De verdad?
—Claro, soy… soy una pieza clave para muchos reyes y reinas.
—¿Una especie de héroe?
Él rio con ganas y sacudió la cabeza antes de contestar:
—O, más bien, un antihéroe. Yo no libro las batallas. No. En absoluto. Se
me da bien hacer negocios, por eso sé que hay ciertas criaturas con las que
eso es imposible. Nunca hagas tratos con seres mágicos, duquesita, eso
incluye a Morrigan.
—Yo lo que quiero es acabar con ella.
El semblante de Erik se ensombreció. Estaba tan concentrada en el
marinero, que no vio llegar a Hogg a su espalda. El muchacho se apoyó en
unos barriles, muy cerca de ellos.
—En ese caso… —chasqueó la lengua—, será mejor que tengas un par
de planes.
—Los tenemos —intervino Hogg.
Meridi dio un respingo, que derramó parte de el hidromiel sobre la
cubierta del barco y, tras un «lo siento», regresó a Erik.
—¿Alguna vez alguien ha intentado… no sé… vencer a Morrigan?
—Sí —se encogió de hombros—, pero todos murieron.
Sus últimas palabras hicieron el silencio entre ellos, uno que Hogg
rompió con un tono que sorprendió a la pelirroja:
—Bueno, siempre tiene que haber una primera vez, ¿no?
—Bien visto, chico —sonrió Erik Röd—. Deberíais ir a descansar, la
noche es larga en el mar.
Y se perdió camino de un grupo de marineros.
—¿No te gusta el hidromiel? —preguntó Hogg, acortando la distancia
con ella y bebiendo un sorbo del cuerno de la chica.
—¡Eh!
—No voy a permitir que desprecies la bebida de los dioses.
—Solo me lo estoy tomando con calma, la última vez que bebí esto… —
Se interrumpió al darse cuenta de que el jinete se estaba riendo—. ¿Qué te
parece tan divertido?
—Nada, te he imaginado borracha y es solo que…
—¿Qué?
—Me ha parecido muy gracioso.
Ella le dio un codazo con cariño y bebió un trago más largo del cuerno
antes de tendérselo y decir:
—Terminatelo tú, Hoggy.
El chico obedeció y juntos se dirigieron al camarote que iban a compartir.
Pequeño, con una litera de catres estrechos. No tenía ventanas y Hogg
encendió el candil nada más llegar. Como la estancia era pequeña,
enseguida quedaron iluminados con el resplandor anaranjado que emitía el
objeto. Meridi se dejó caer en el catre inferior y Hogg la imitó, con cuidado
de no golpearse la coronilla con la cama superior.
—Nadie ha salido con vida de intentar derrotar a Morrigan —repitió
Meridi con preocupación, con la vista puesta en la llama del candil.
—Tú no eres cualquiera, Di.
—Mató a su dragón. A su propio hijo. Maldijo y atrapó a su esposo.
—Y su corazón está forjado con las sombras de un elemental nocturno.
He estado pensando en lo que dijiste y… —Se puso en pie, dirigiéndose a la
bolsa que llevaba consigo.
Sacó el cuaderno de bocetos y se lo tendió. La pelirroja lo abrió y
encontró lo que él le quería mostrar. Se trataba de una flecha, una con un
diseño que no había visto jamás. Había diferencias notables: era más larga,
más gruesa, la punta terminaba en punta, pero había algo retorcido en ella.
El dibujo simulaba unas escamas. También las saetas finales eran diferentes,
más afiladas y les había dibujado escamas.
—¿Con escamas de elemental nocturno?
—Como tú dijiste. Un corazón oscuro solo puede ser derrotado con lo
que fue forjado.
—Tiene sentido.
—Más vale que lo tenga, porque no tendremos muchas oportunidades.
—Eso nos sigue dejando el tema de la sangre…
—Ya lo pensaremos.
Se sentó a su lado y Meridi dejó el librito a un lado, con un suspiro. Hogg
se tumbó en el catre y tiró de ella con suavidad, para que se recostara a su
lado. La pelirroja no se resistió, porque deseaba reposar en su pecho. Los
dedos de él se introdujeron a través de sus ondas y la acariciaron sobre la
espalda, cada vez con más suavidad.
—Te quiero, Di. —Su voz fue apenas un suspiro cuando dijo estas
palabras.
La respiración se volvió acompasada y su pecho subía y bajaba despacio:
se había quedado dormido. Meridi se apoyó sobre un brazo para
contemplarle y le acarició la mejilla con delicadeza antes de acomodarse de
nuevo en el hueco entre el cuello y el pecho, donde olía a pergamino, a
cuero y a carboncillo. Y, ahora, eso también era hogar.
CAPÍTULO 75
Erik Röd se había despedido de ellos a las puertas de la Selva Inexplorada,
indicándoles el camino, bordeando el Reino de la Laguna Dorada, al Reino
de las Quimeras. Les había dado algunas provisiones y el consejo de que
echarse atrás en el momento adecuado también era mostrar valentía.
Al jinete no le hizo falta leer la mente para ver con claridad en los ojos de
la arquera que esa posibilidad ni la contemplaba. El marinero también había
visto la misma expresión y, por eso, había sido a Hogg al que le había
lanzado una mirada significativa.
Nox daba saltitos de vez en cuando disfrutando del paisaje. Meridi iba
con el arco en la mano y se tensaba cada vez que escuchaban algo entre el
follaje, que se iba haciendo más denso. Nox se ocultó a medida que se
adentraban en territorio del Reino de la Laguna Dorada.
El granjero había reunido algunos tipos de madera, en la linde del reino
que habían dejado atrás, para ponerse a trabajar en la flecha en cuanto
tuviera ocasión.
—Las liebres cobrizas son muy divertidas —dijo Nox, que de vez en
cuando revoloteaba persiguiendo a alguna que se cruzaba en su camino y, a
pesar de su fusión con las sombras, los animales le perseguían y salían
huyendo.
A Hogg a veces se le olvidaba que el dragón era todavía como un niño y
disfrutaba de esas pequeñas cosas. Sonrió volviéndose hacia el lugar donde
intuía al dragoncito, cuyo rostro apareció de la nada. El sol se mantenía
oculto tras un manto de nubes cargadas de agua y eso le permitía ser parte
de las sombras.
—Cuando todo esto acabe te llevaré a la costa del Reino de los Gigantes
a perseguir peces.
—Y podré atiborrarme de pescado y salpicar en las olas.
Aprovecharon el atardecer para montar sobre Nox y avanzar con mayor
rapidez hacia el Reino de las Quimeras.
Desde las alturas, apreciaron algunas de las lagunas que daban nombre al
Reino de la Laguna Dorada. Unas grandes, otras pequeñas. Superficies de
agua relucientes, de diferentes tonalidades que, como la arquera le había
explicado de camino, poseían propiedades mágicas. Existía un agua
parlante, que permitía que las personas pudieran comunicarse con los
animales. Otras dotaban de fuerza, de comprensión de otros idiomas, dones
temporales. Había algunas aguas muy particulares, la laguna congelada y
otra con aguas cálidas. Una que hacía que pudieras soñar lo último que
pensaras por la noche y aguas que guardadas en frascos iluminaban las
grutas más oscuras.
Llegaron al día siguiente y avanzaron otro buen trecho a pie a través del
bosque, mientras comían lo que restaba de las provisiones de Erik.
El chico se volvió hacia Meridi, que se había adelantado unos metros y
estaba muy quieta. Hogg enseguida comprendió por qué. Había un camino
que se adentraba ya en la capital del Reino de las Quimeras.
—¿Crees que el rey nos recibirá? —preguntó Hogg, rompiendo el
silencio.
—No lo sé —suspiró Meridi.
Era la única opción que tenían por el momento. Quizá ser arquera de
Ártemis le abriera ciertas puertas.
A medida que seguían caminando, vieron a la gente trabajando en
talleres, algunos de los cuales se abrían a las calles, mostrando gran parte de
su interior. Hogg se detuvo, admirado. Aquel era un lugar de artífices,
ingenieros, grandes inventores, y el chico tuvo ganas de ir taller por taller a
estudiar qué estaban haciendo.
—Este lugar es fascinante.
—Lo es —concedió Meridi, pero le agarró de la mano para tirar de él.
—Cuando todo esto acabe tenemos que visitar este reino —dijo, todavía
embobado.
—¿Para robar algunas de sus ideas?
—Para aprender de los mejores.
Meridi iba a responder cuando dio un respingo y se llevó la mano que
antes sostenía la de su compañero a la boca.
—¿Qué…?
Hogg sintió el miedo atenazar el pecho ante la reacción de su compañera,
mas cuando miró hacia delante, hacia lo que la había hecho reaccionar así,
de sus labios brotó una exclamación de sorpresa e intercambió una mirada
de ojos brillantes con Meridi:
—¡Ha funcionado! —gritaron al unísono.
Las dos siluetas que avanzaban los escucharon y los miraron extrañados.
Una de ellas llevaba una caperuza roja, de la que asomaban unas trenzas
rubias: Rubí. Mas a su lado había alguien a quien conocían, pero no habían
visto jamás, más allá de su forma de lobo. Pero por el modo en que se
tomaban de la mano e iban hablando, supieron de inmediato que se trataba
de Phir. La Rosa Escarlata les había devuelto la forma humana a ambos.
CAPÍTULO 76
—¡Rubí! ¡Phir! —soltó Meridi, dando grandes zancadas para alcanzarlos.
Los chicos se detuvieron, extrañados, y Meridi reconoció la desconfianza
inicial que había tenido Rubí cuando los vio por primera vez. Y en los ojos
de Phir la paciencia que se había reflejado en la mirada del lobo. La rubia
iba formular una pregunta, pero fue el muchacho el que se adelantó:
—¿Nos conocemos?
—Claro, no podéis recordarlo —murmuró apenada la arquera.
Esta vez fue Rubí la que dio unos pasos, situándose por delante de su
acompañante e inquirió con tono amenazante:
—¿De qué estás hablando?
—Nada, es que… Es complicado. —Hogg intervino con una sonrisa
amable—. Lo importante es que estáis aquí los dos y… sois humanos.
—¿Cómo…? —La pareja intercambió unas miradas confundidas.
Meridi no quería explicarles lo del tiempo roto, primero porque dudaba
que pudieran creerla y segundo porque saltaba a la vista que ellos no lo
recordaban.
¿Y si lo que había sucedido durante el tiempo roto no había pasado en
realidad? No se habían parado a pensarlo. Ellos habían vuelto al momento
exacto en el que se conocieron, con la diferencia de que recordaban todo lo
que habían vivido… mas era cierto que no parecía haber pasado tanto
tiempo. Ya con Erik Röd lo había visto. Él le había mencionado que había
pasado apenas una semana desde que se despidieran.
«Entonces… ¿solo ha pasado el tiempo para nosotros y el resto de los
reinos mágicos no recuerdan nada?».
La vara era la clave. Ellos dos, Kiran y Nox estaban presentes cuando se
rompió y se reparó. Por eso Nox había crecido como si hubieran pasado
semanas para él.
—¿Sabéis cómo llegar al palacio del rey? —La voz de Hogg interrumpió
sus pensamientos.
La pareja intercambió otra mirada, pero fue Phir quien respondió:
—No suele recibir a nadie.
—Tenemos que hablar con él. Es por un asunto urgente —insistió la
arquera.
Phir la evaluó y la pelirroja casi pudo escuchar su debate interno. Se fijó
mejor en él: sí tenía porte de príncipe. Fue entonces cuando cayó en la
cuenta de que él era el antiguo heredero al trono del Reino de las Quimeras.
Le había visto junto a su hermana y sus padres en una recepción de la reina
Ártemis.
—No necesitáis al rey Vorath para encontrarla. —Una quinta voz,
desagradable, se hizo oír desde la orilla de un lago.
Meridi se volvió para encontrarse con un ser de ojos dorados y orejas
puntiagudas sentado en el aire con las piernas cruzadas. Llevaba ropas
verdes y a juego con su mirada, como hechas de plantas. Junto a él flotaba
un papiro con una pluma mágica que dibujaba una compleja máquina.
—Yo sé exactamente cómo…
—¡No! —Rubí se interpuso entre ambos—. No hagáis tratos con el
duende sin nombre, pagaréis un alto precio.
Los ojos de él brillaron, divertidos.
—¿Acaso los comerciantes no cobran a cambio de sus mercancías?
—¿Eres un mercader? —terció Hogg evaluándolo.
—Digamos que soy alguien a quien le gusta ayudar… a cambio de un
justo precio, por supuesto. —Hizo aparecer en el aire una copa de oro, de la
que bebió un buen trago para luego limpiarse la comisura del labio, que
había quedado manchada de vino—. Yo no obligo a nadie a aceptar mis
tratos, ¿verdad, príncipe Phir?
El joven apretó los dientes devolviéndole una mirada furiosa.
—Destruiste a mi familia.
—Tu padre destruyó a tu familia —corrigió apuntándole con un dedo—.
Yo solo cumplí sus deseos.
—Obligaste a Día a desprenderse de su varita para quedártela a saber con
qué oscuro propósito. Y te quedaste con la Manzana de Plata.
Tanto Meridi como Hogg abrieron los ojos sin comprender nada de lo
que estaban escuchando.
—Esa hada también aceptó libremente. —Su sonrisa se amplió—.
¿Oscuro propósito? ¿Por quién me tomas? —Fingió estar ofendido
llevándose una mano al pecho—. Yo guardo mis tesoros para poder
deleitarme con ellos.
Un nuevo movimiento y la copa dorada estuvo llena.
Rubí se giró hacia la pareja.
—Haced lo que queráis. Mas por su culpa el Reino de la Manzana de
Plata ya no tiene la protección de su manzana. Y también engañó a un hada
amiga mía y se quedó con su varita. Y al padre de Phir… No os aconsejo
hacer tratos con él. Saldréis perdiendo, o aquellos a quienes amáis.
Hogg cogió con firmeza la mano de Meridi. No les hizo falta mirarse
siquiera para saber que estaban decidiendo lo mismo.
—No queremos nada de ti, márchate.
—Como deseéis —contestó el ser haciendo una reverencia teatral antes
de desaparecer con un chasquido de dedos y una risilla que resonó en el
ambiente incluso segundos después.
Se quedaron unos momentos en silencio, hasta que Meridi se atrevió a
preguntar:
—Ese ser… ¿de verdad tiene la varita de Día?
—¿Conocéis a Día? —Todo rastro de desconfianza se borró de la cara de
Rubí.
—Sí, bueno… La conocimos.
Porque no sabía si el hada se acordaría de ellos, aunque apostaba a que
no, viendo lo que había pasado con el resto de personas. Mas había una
mínima esperanza en ella. ¿Y si por ser un hada…?
Rubí suspiró.
—Día la perdió cuando hizo un trato con él.
Meridi y Hogg sintieron una angustia en su pecho solo de pensarlo.
¿Cómo debía ser para un hada perder su varita?
—¿A quién estáis buscando? —inquirió Phir. Ante la mirada de
incomprensión de los chicos, siguió—: Él ha dicho que buscabais a alguien.
—Por el momento, al rey. Hizo tratos con alguien a quien queremos
encontrar para… para poder romper una maldición.
—Eso suena interesante, a la par que peligroso —sonrió Phir por razones
que se les escapaban—. Algo que sin duda a Rubí le parecerá atrayente.
—¡Eh! —se quejó la rubia.
—Tal vez pueda ayudaros a entrar. Después, estaréis solos.
—Hecho —asintió Hogg con entusiasmo.
—Phir…
—Tengo la sensación de que los conozco de algo…
—Yo también, pero…
Meridi y Hogg intercambiaron una mirada esperanzada, pero la otra
pareja no añadió nada más y los llevó a través del sendero hacia la ciudad.
El bullicio de los talleres fue quedando atrás y se vio sustituido por
mercados de comida y tiendas acogedoras a su alrededor. Todo estaba
salpicado de algunas estatuas de una altura exagerada que representaban,
supusieron, al actual monarca. A medida que callejeaban estos detalles se
hacían más habituales hasta que llegaron al palacio o, más bien, al nuevo
palacio, según informó Phir.
Este se encontraba edificado sobre el anterior, recubierto casi por
completo de engranajes que no comprendieron para qué podrían servir,
aunque Hogg pudo adivinar que en parte eran para la defensa del edificio.
Complejos mecanismos que repelerían ataques.
Phir se mordió el labio, frente a las puertas doradas del castillo, como si
estuviera recordando otros tiempos. Dio un paso hacia delante. Rubí le
retuvo, tiró de él y le besó con una pasión inesperada. Le susurró unas
palabras, él rio y, al fin, fue hacia ellos.
—Buena suerte —les deseó la chica de la caperuza, antes de perderse en
la ciudad.
—Vamos, seguidme.
Las puertas se abrieron ante su cercanía y a la vista quedó una entrada
sobrecogedora. Con una escalinata de oro y estatuas del mismo material.
Incluso la lámpara que pendía del techo parecía relucir en tonos ocres y el
brillo que emanaban las velas y se fundía con la luz diurna que entraba a
través de las ventanas, hoy más pálida por las nubes.
—Bienvenidos al palacio del rey Midas —susurró en voz confidente.
Porque ya no le pertenecía al rey Midas, pero sí había sido su mano la
que lo había convertido en una maldición de oro.
CAPÍTULO 77
Phir los arrastró consigo a través de un cuadro, donde quedaron ocultos
mientras unos guardias recorrían la entrada a grandes zancadas, camino de
otro lugar.
—¿Venían a por nosotros? —murmuró Hogg.
—No lo creo —contestó Phir con una mueca—, pero dudo que nos
dejaran acceder al rey.
—¿No te vas a poner en problemas por esto? —Meridi le miró
preocupada.
El chico se encogió de hombros y los empujó hacia la oscuridad en
silencio, donde Hogg estuvo a punto de tropezar.
—¿Qué…?
—Vamos, hay un camino por aquí. Tampoco os puedo dejar directos en
los aposentos del nuevo rey, pero conozco un camino al armario empotrado
que hay a un lateral de la sala del trono.
Las sombras los engullían a medida que se adentraban por el pasadizo y
Hogg, a pesar de que confiaba en el chico, dudó de que aquella decisión
fuera muy sensata. Escuchó a unos ratones parlotear mientras corrían entre
sus pies, perdiéndose en la distancia.
—… de pequeño me encantaba explorar el castillo junto a mi hermana…
A veces nos gustaba escapar de los deberes reales —comentaba Phir con un
deje de melancolía.
Con la cháchara de los ratones se había perdido una parte de la
conversación. Escuchó la risita ahogada de Meridi y por el contexto supo
que Phir le recordaba a sí misma. Por lo que ella decía, tenía que
escaquearse temprano de los ojos de la duquesa para poder entrenar con el
arco en condiciones. En el caso del muchacho, al que siempre había visto
con ese porte, los ademanes educados —incluso siendo un lobo—, no podía
imaginarle escabulléndose en plena noche para… ¿para qué? ¿Ver a Rubí,
tal vez? No podía saberlo.
Entonces tuvo un escalofrío, recordando lo que un día había dicho la
chica de la caperuza: había sido un príncipe maldito.
—Ahora despacio, chicos, sin hacer ruido.
Hogg obedeció, lo que fue capaz, mas enseguida fue evidente que sus
dones para pasar desapercibido estaban muy lejos de parecerse a los de sus
compañeros y se mordió el labio, consternado consigo mismo. Sintió la
calidez de la mano de Meridi palpando en busca de la suya, y se la sostuvo
con firmeza, justo en el momento en que Phir se detuvo.
—No voy a acompañaros fuera, pero… estaré aquí unos minutos, por
si… Bueno, estaré escuchando.
Su voz apenas fue un susurro, mientras se fijaban en la suave ranura de
luz que entraba a través de una hendidura.
—Saldremos a un armario y cuando esté todo despejado… Salís y habláis
con el rey.
—¿Y ya está? —preguntó Hogg.
—Eso espero —sonrió Phir en la penumbra.
—Muchas gracias, Phir —dijo Meridi con sinceridad.
—No sé, pero… Creo que vosotros habríais hecho lo mismo; parecéis ese
tipo de gente.
Puede que no los recordase, pero seguía siendo un chico amable con
buenas intenciones que, de algún modo, sí sabía de ellos. No sabía cómo, ni
si era de verdad posible, pero el jinete quiso pensarlo así.
Atravesaron la hendidura y se quedaron muy juntos en un pequeño
armario donde tuvieron que ir con cuidado con unas viejas armaduras y
unas capas polvorientas. La entrada al pasadizo quedó sellada enseguida.
—Pues aquí estamos.
Tan pegados el uno a la otra que apenas había espacio entre sus cuerpos
apretados. En un intento por buscar la puerta y ver dónde estaban, la mano
de Hogg recorrió el costado de la arquera y sintió el calor que ascendía por
todo su ser. Ella se revolvió un poco, dejándole sitio y pegando así más su
cuerpo contra el suyo.
Él soltó un jadeo por el esfuerzo y ella le miró a los ojos.
No era correcto, no era adecuado, pero le devolvió la mirada y voló a sus
labios.
Entonces pasó una sombra frente a la puerta del armario, la luz se fue y
vino en apenas un segundo, que los dejó sin aliento y les hizo salir del
trance en el que habían entrado.
—¡No quiero recibir a nadie! —bramó una voz al otro lado.
Los muchachos se miraron alarmados, pero Meridi, algo más serena,
buscó el pomo a tientas y abrió la puerta. Salieron.
Tuvieron que entrecerrar los ojos, la luz entraba a borbotones, chorros
dorados que impactaron en ambos, dejándolos expuestos frente a una
escalinata que daba a un trono amplio, demasiado grande para el hombre
que lo ocupaba.
No es que fuera bajo, sino que parecía haber buscado que el trono se
viera muy grande, casi como si perteneciera a un gigante, aunque el
resultado final, con él encima sentado, apoyando las piernas en una peana,
era más bien ridículo.
—No me extraña que no quiera recibir a nadie —susurró Hogg.
Meridi le apartó con un manotazo suave, intentando contener la risa.
—¡Vosotros!
La voz que los increpó no fue la del rey, sino la de una mujer que avanzó
a ellos entre chasquidos metálicos. Una de las guardias reales.
—¿Cómo habéis…? —Iba a coger a Meridi de un brazo, pero esta se
apartó rápida como un zorro de verano.
Hogg, menos diestro, sintió la tenaza de la mano fuerte de la mujer
asiéndole de su brazo, recién recuperado. Soltó un gruñido de dolor y los
ojos pequeños del rey se posaron en ellos por primera vez.
—He dicho que no quería recibir a nadie, teníais orden de echar de aquí a
cualquiera que… —manifestó con voz fría.
—Permítame, Majestad, pero no soy cualquiera. —La voz de Meridi
sonó firme y retumbó entre las paredes de la sala.
—No me importa quién seas o quién crees que…
—Soy Meridi, del clan Fraser, futura Duquesa de Escocia —alzó la
barbilla— y una de las arqueras de Ártemis, al servicio de la reina Ártemis,
del Reino de la Música.
El rey no se mostró impresionado, pero sí que había captado su interés y
la evaluó de nuevo antes de decir:
—Deshaceos del chico.
—¡No!
—¿Y este quién es? Porque pinta de arquero de Ártemis no…
—Es mi… —dudó—… mi prometido.
El rey repasó de nuevo a Hogg, como si no creyera una sola palabra, pero
al cabo hizo un gesto a la guardia y esta le soltó. El jinete se contuvo para
no llevarse la mano a la zona herida y avanzó junto a la pelirroja hasta
situarse frente al monarca.
Una vez allí, el hecho de que las piernas colgaran no le pareció tan
cómico, porque la mirada de aquel hombre estaba llena de rabia, como si
aquella intervención hubiera interrumpido un momento crucial de su día.
—¿Y qué queréis? —preguntó, con desinterés.
—Sabemos, Majestad, que habéis hecho un trato con Morrigan.
El nombre captó la atención del monarca, aunque supo disfrazarlo
enseguida de indiferencia. Se encogió de hombros y sonrió:
—Es posible.
—Nos preguntábamos… ¿cómo conseguisteis contactar con ella?
Esto estiró más las comisuras de la boca del rey y una carcajada brotó de
lo más hondo de su garganta:
—No contacté con ella —respondió con sequedad—. ¿Este es el único
motivo de vuestra visita?
—Pero… Ella vino, hicisteis un trato —continuó Hogg.
Las estacas de hielo que tenía el rey por ojos atravesaron al jinete, que
intentó mantener la barbilla alta.
—Exacto, ella vino. —Alzó un dedo—. Morrigan solo acude cuando
tienes algo que ofrecer.
—¿Algo como qué? —Meridi sonó demasiado impulsiva.
El rey dio un largo suspiro aburrido. Hogg captó la mirada fugaz que le
dedicó a la guardia y un gesto rápido con la mano. No les quedaba tiempo.
—¿Qué os pidió a cambio? —preguntó el jinete, desesperado, mientras
escuchaban los pasos de la guardia a su espalda.
—Eso es algo entre Morrigan y yo, pero… si quieres un trato con un ser
poderoso como ella, tiene que ser algo que le interese lo suficiente.
Chasqueó los dedos y la guardia los sujetó con firmeza.
—Y ahora largo de aquí, es la hora de mi almuerzo.
Y fueron arrastrados fuera de palacio, recorriendo salas abovedadas hasta
dar con las puertas doradas. Tras caer sobre el pavimento frente a ellas,
estas quedaron cerradas por completo.
Volvían a estar como al principio.
CAPÍTULO 78
—No esperaba que nos fuera a dar un ritual oscuro de invocación —dijo
Hogg encogiéndose de hombros.
Meridi tampoco, mas había albergado la esperanza de obtener alguna
respuesta, por mínima que fuera; bueno, algo sí sabían, era Morrigan quien
acudía. Pero el hecho de que no hubiera modo de invocarla hacía que fuera
más difícil tenderle una trampa.
Phir salió de una de las callejuelas cercanas al palacio y les sonrió con
alivio.
—Por un momento he temido que acabarais en los calabozos.
—Por suerte solo nos ha echado —sonrió la pelirroja—. Gracias por lo
que has hecho por nosotros.
—No ha sido nada y, por vuestras caras, intuyo que tampoco ha servido
de mucho, así que… —Negó con la cabeza despacio—. Venid conmigo, os
llevaré al sitio donde hacen los mejores churros de vainilla y moras de todo
el reino.
Meridi y Hogg se miraron. Por un lado deseaban una pausa, pero…
¿podían permitírselo?
—Has hecho ya mucho por nosotros, Phir, lo mejor es que sigamos
nuestro camino.
—No podéis rechazar esta invitación. La Churrería de la Ingeniera lleva
generaciones endulzando las malas noticias.
Accedieron. Aunque querían negarse, el rugido de sus estómagos les hizo
cambiar de idea y siguieron a Phir por las calles. Llegaron a una plaza
donde la gente se apresuraba a hacer la compra o a dirigirse a sus trabajos.
La churrería resultó ser un establecimiento acogedor, de ventanas
acristaladas; al otro lado se veían mesas blancas, con sillas a juego. Algunas
de ellas estaban ocupadas, pero enseguida encontraron sitio. Rubí estaba
sentada frente a un enorme churro con forma de flor. Arqueó las cejas al
reconocer a los acompañantes de su novio.
Les pidieron la especialidad de la casa. Devoraron sus raciones y Hogg
compró una caja de churros básicos para dárselos al dragón más tarde.
Charlaron durante algún tiempo, de temas sin importancia y, no mucho
después, la arquera y el jinete se disculparon y se despidieron de la pareja.
Una brisa fresca los recibió al salir y recorrieron las calles empedradas
camino de la arboleda que rodeaba la ciudad y lindaba por el norte con el
Reino de la Música y el oeste del Reino de la Laguna Dorada.
El cielo se había despejado y, aunque las nubes no se habían retirado por
completo, el sol les besó la piel del rostro mientras salían de la población.
Pasaron junto a algunos trabajadores que hacían pruebas de máquinas
fuera de la ciudad —a los que Hogg quería quedarse a observar— y se
metieron por una bifurcación del camino, hasta que quedaron ocultos por la
vegetación. Meridi no podía sentirlo, pero veía las señales de la cercanía de
Nox en Hogg, que sonrió y dirigió la vista a la espesura.
Pese a que lo esperaba, soltó un grito ahogado al ver aparecer al animal
entre las ramas de unos árboles. Como si se tratara de una pantera, el
dragón estaba tumbado entre unas ramas gruesas y a medida que su cuerpo
aparecía, pudieron ir viendo su postura relajada, con la cola escamosa
meneándose sobre sus cabezas.
A punto estuvo de caer cuando Hogg sacó un churro y el animal se lanzó
a por él. Mientras devoraba los dulces, el jinete y ella se sentaron a un lado,
escuchando el rumor de las ramas.
—¿Qué tenemos que Morrigan desee?
No hizo falta que ninguno lo dijera en voz alta. El dragón, al sentirse
observado, ladeó la cabeza y Hogg le resumió cómo había sido su encuentro
con el rey. Nada que no supieran, en realidad, mas la pelirroja había tenido
la esperanza de dar con alguna clave.
Estaba Meridi meditando sobre todo ello cuando Hogg se puso en pie,
enfadado, y gritó:
—¡No! ¡No vamos a usarte de cebo!
Meridi suspiró, a los pies del chico. Ella no lo habría formulado así,
pero… Se mordió el labio y alzó la mirada para encontrarse con Hogg, que
respiraba de forma agitada.
—No puedes estar valorando esa opción, Meridi.
Acostumbrada a que él usara su nombre con calidez, ahora le sonó frío y
lo sintió como un dardo en el pecho.
—Te dije que nunca le haría daño a Nox.
Mas el peso de la culpa todavía le dolía en el corazón.
—Nox, he dicho que no. Tiene que haber otro modo.
—Hoggy. —Meridi se puso en pie y se adelantó con cuidado hasta
ponerle al chico una mano en el hombro—. Hoggy —repitió, en un susurro.
—No.
El jinete se zafó de ella y vio enseguida en su gesto dolido que había sido
más brusco de lo que pretendía. Volvió a ella, la tomó de la mano y
chasqueó la lengua.
—No, Di, daremos con otro modo.
—¿Y si no lo hay? —estalló ella, sacudiéndose de su contacto.
—¡Pues…!
Había rabia en los ojos de él y el fuego subió imparable por el vientre de
la joven. No iba a abandonar a su pueblo. A pesar de que había jurado
rendirse si no había otro modo. No se trataba de matar a Nox, sino de atraer
a Morrigan, una vez hecho eso…
—Escucha —intentó calmar el ritmo frenético de sus latidos—, no te
estoy pidiendo que le hagamos daño.
Él apretó los labios, mordiéndose una respuesta. Ella no se detuvo. Se
acercó más y se puso frente al chico, obligándole a mirarla a los ojos. Nox
también se acercó, colocando su cabeza al lado de la de la pelirroja. El
animal la apoyaba, eran dos contra uno.
—No dejaré que le pase nada.
—¿No? Os recuerdo a ambos que es una bruja malvada, cuyo poder fue
forjado por…
—¡Eso no importa!
—¡Es lo único que importa!
Jadeó, dio unos pasos hacia atrás y les dio la espalda. Le temblaban los
hombros y Meridi sintió el deseo imparable de acercarse, abrazarle, mas
Nox se le adelantó. El dragón dio unos pasos, extendió las alas y envolvió a
su jinete.
—Nox, no puedo… No voy a…
La arquera los rodeó a grandes zancadas, se puso frente a ellos y vio las
lágrimas cayendo por las mejillas del chico.
—No dejaremos que le pase nada. Es la única manera de atraerla a
nosotros.
La mandíbula del jinete se tensó y apretó los dientes sin mirarla a los
ojos. Las alas del elemental nocturno seguían rodeándole, de modo que
parecían incluso pertenecerle a él. El fulgor dorado de sus ojos se volvió
más oscuro cuando alzó la mirada para decir:
—Supongamos que acepto esta locura.
Ella asintió, invitándole a continuar.
—¿Cómo la detenemos?
A modo de respuesta, Nox parpadeó y, tras una mueca de dolor, le tendió
a Hogg una escama. Y después otra.
Relucieron sombrías, irreales, moldeando la oscuridad a su alrededor.
CAPÍTULO 79
Con el Reino de la Laguna Dorada tras ellos, no muy lejos de las espinas
que marcaban el inicio del Reino de la Música, el tiempo parecía haberse
detenido para ellos.
Contempló la hoguera en silencio, mientras el día le ganaba la batalla a la
noche y el horizonte sobre el océano se sonrojaba. Nox estaba a su lado,
sentado con solemnidad, observando a su compañero trabajar al calor de la
lumbre. Meridi se había quedado dormida tras una noche prácticamente en
vela, aportando ideas para poder tallar las flechas.
El diseño estaba completo. El astil estaba perfecto, madera oscura con
detalles grabados, el emplumado quizás podía tacharse de chapucero, como
también el culetín, pero solo faltaban unos últimos detalles. El problema
resultaba ser la saeta y cómo adaptar unas escamas de dragón a ella. No es
que no fueran afiladas y cortantes, de hecho las marcas en los dedos de
Hogg probaban que el plan de atravesar a la bruja malvada con ellas podría
funcionar. Pero no era capaz de trabajarlas, no con los materiales que
poseía.
Frente a él, reposaba la vara del tiempo, que había usado dos veces
aquella noche —superando el máximo de intentos que tenía— para volver
atrás tras romper las escamas.
—Por algo los dragones somos poderosos, es difícil dañarnos.
—Vais recubiertos de una cota de malla a prueba de todo.
Y, aunque estaba contento de que el animal estuviera tan protegido por su
propia naturaleza, también era un quebradero de cabeza. Tendría que
tallarlo con cuidado, con…
Alzó la cabeza y soltó una risa, una que se hizo más fuerte y le hizo
sacudir la cabeza, incorporándose hasta alcanzar al dragón. Vio el surco que
habían dejado las dos escamas arrancadas y torció el gesto.
—Te dije que volverían a crecer.
—¿Pasa lo mismo con estas…? —Acarició el lomo del animal,
deteniéndose sobre las escamas más afiladas que acababan en punta.
—Supongo que sí.
Eran más sensibles y Hogg lo notó. Así que apretó los dientes y dio un
paso atrás.
—Tal vez con ellas podría… Afilar los bordes y…
—Hazlo. Deprisa.
El jinete sintió que algo se partía en su interior cuando le arrancó, con
más esfuerzo del que creía posible, una escama del final de la cola. Afilada,
en punta, como un cuchillo sombrío. Percibió el estremecimiento de dolor
de Nox, que aun así se mantuvo quieto y se fue a refrescar la cola en el agua
salada.
Cuando los primeros rayos de sol acabaron con las últimas sombras de la
noche, Hogg lanzó un grito satisfecho que despertó a Meridi. La pelirroja
sacudió la cabeza como si solo hubiera echado un sueño de cinco minutos y
no hubiera durado las últimas horas.
—¿Qué…? ¿Quién…? —Los dedos se enroscaron en el arco y con una
maraña de rizos sobre el rostro se incorporó.
—Estamos a salvo, de momento —la tranquilizó Hogg—. Es que he
conseguido crear las flechas.
Ella solo pudo abrir mucho los ojos al verlas. Y no era para menos. El
jinete observó su propia obra y el orgullo le llenó el vientre. Miró a Nox, ya
recuperado del dolor, y este asintió con la cabeza. Hogg había conseguido
tallar cuatro flechas como aquella y Meridi sujetó la primera con cuidado,
sopesándola en la mano.
Más largas que las suyas, más oscuras y con una forma extraña en las
plumas finales, también con partes de escama. La punta era negra, siniestra,
y lo era más todavía la sensación de que atraía a todas las escasas sombras
que los rodeaban. Daba la sensación de que albergaban la noche y, en parte,
así era, pues eran las escamas de un elemental nocturno.
—Ahora que tenemos las flechas… ¿cuál es el plan?
Hogg tradujo la pregunta del dragón y Meridi caminó hacia las aguas, se
lavó la cara y después se encogió de hombros.
—Dispararle en el corazón.
—Vale, el plan es que no hay plan.
—¿Cómo la atraemos? —preguntó Hogg.
—Llamando su atención.
—¿Y eso es…?
—¿Tienes esa silla de montar lista?
La tenía, pero estaba aterrado. Se acercó a la arquera y se detuvo a unos
centímetros.
—No permitiré que le pase nada —insistió la pelirroja.
—No es solo Morrigan, es que…
Recordó los cuadernos, aquellos que había tenido ocasión de hojear en la
escuela de jinetes. El miedo siempre latente en los dragones, las guerras que
mencionaba Ingrid y el modo en que se negaba a que la existencia de los
dragones fuera revelada.
No solo perdería por completo la opción de formarse como jinete, sino
que, tal vez, pusiera en peligro a todos los dragones de los reinos.
—Mostrar al mundo a Nox, no solo le muestra a él —dijo al fin.
Meridi frunció los labios y desvió la mirada, evitando sus ojos. No le
permitió huir, acortó la distancia entre ellos, sintiendo los pies hundirse en
la arena y la hizo mirarle, poniéndole la mano en la mejilla. Vio sus ojos
anegados en lágrimas y, a su espalda, el manto oscuro que cubría su hogar
se hizo más visible con la luz del día. Y tembló. Ella también al seguir la
dirección de sus ojos.
—No puedo dejar que sean… monstruos —susurró Meridi.
—Lo sé. Pero vamos a exponer a toda una especie que fue exterminada
en el pasado.
—Hoggy.
Su voz, para sorpresa del chico, fue como una caricia. La pelirroja se
apartó un mechón rebelde del rostro antes de ponerle una mano en el
hombro.
—Tú y yo juntos podemos cambiar las cosas.
Él tragó saliva, porque dudaba. No quería que le pasara nada a Nox, pero
tampoco quería poner en riesgo al resto de los dragones.
—¿Y si es para mal?
—No todo el mundo es Morrigan, ni aquellos que provocaron la guerra
con los dragones.
—Pero existen, Di.
—También estamos tú y yo, personas buenas y nobles.
—Y tal vez haya llegado el momento de cambiarlo todo. Dragones y
humanos. Como fue. Como podría volver a ser.
Hogg asintió y posó la mirada en el Reino de la Música. Más lejos de lo
que auguraba la distancia que los separaba. Impenetrable, con toda aquella
gente condenada a convertirse en bestias. A olvidar quiénes habían sido y a
todos a cuantos habían amado.
Y lo supo. Había llegado el momento de cambiar el curso del destino.
—Vamos a montar un espectáculo —sonrió Hogg.
—Uno de los grandes.
—¿Vais a…? —Nox lanzó un bufido—. Agh, sí, ibais a hacer lo de las
bocas.
Cuando sus labios se separaron, había verdadera determinación en los
ojos de ambos. El plan para acabar con Morrigan había empezado.
CAPÍTULO 80
Hizo los últimos ajustes en la silla de montar y subió a lomos del elemental
nocturno sin vacilar. Meridi le siguió, solemne. Le rodeó la cintura con los
brazos, a pesar de que no era necesario. Quería sentirle cerca, en ese
momento en que iban a jugarlo todo a una carta.
—¿Lista? —preguntó Hogg.
—Siempre.
—¡Pues vamos allá!
Se elevaron en el aire, por encima de las copas de los árboles, pero a una
altura más que visible. Y así iniciaron un vuelo sobre el Reino de las
Quimeras y las lagunas del Reino de la Laguna Dorada, Nox descendió en
alguna ocasión para rozar las aguas cálidas y anaranjadas y levantar gritos
de expectación entre los trabajadores de las aguas. Se volvieron a elevar,
rozaron los tejados de las casas y volaron sobre toda la ciudad. Meridi
intentó disfrutar del vuelo, pero la tensión le atenazaba los músculos. Los
habitantes de ambos reinos los contemplaban con sorpresa, fascinación y
algunos con terror.
Vio a unos niños señalándolos fascinados y Hogg le pidió al dragón ir
hacia ellos, permitiendo que los pequeños se acercaran y le tocaran el
morro. Antes de que alguien más pudiera aproximarse a curiosear,
despegaron en medio de un humo negro con brillos que provenían de Nox.
Pasaron así algún tiempo, hasta que siguieron su camino retornando al
Reino de las Quimeras, hicieron piruetas junto a las cúpulas del castillo del
rey y le vieron frotarse los ojos una y otra vez en un balcón lujoso. No dio
muestras de reconocerlos, a pesar de que no hacía ni dos días que se habían
presentado ante él preguntando por la bruja con el corazón más oscuro de
los reinos.
El mediodía dio paso a la tarde y la tarde al anochecer. Ya estaban algo
alejados de la ciudad, volando sobre los campos de cultivo y levantando
exclamaciones entre los jornaleros. Habían volado sobre aldeas, pueblos y
algunas casas aisladas cerca de la ciudad.
En ese momento, cuando las primeras estrellas brillaban sobre sus
cabezas, Hogg le dijo a Nox que los ocultara en las sombras y fueran a
descansar. El animal estaba cansado, había volado durante horas y lo había
hecho con ellos dos encima.
Por ello, cuando sus patas tocaron la hierba, los chicos se apresuraron en
bajar de su espalda.
—Gracias, Nox. —Meridi se acercó a él, le acarició tras los cuernos.
El elemental nocturno soltó un bufido a modo de respuesta y envolvió su
cuerpo con la cola. Cerró los ojos y enseguida emitió un suave ronquido.
Hogg estaba mirando al firmamento a unos metros. Las lunas, todas en
fase menguante, llamaron la atención de Meridi. Se quitó las botas, los
calcetines y caminó hacia donde estaba el chico, disfrutando del tacto suave
de la naturaleza.
—¿Has visto las lunas?
Ella ladeó la cabeza, no por la pregunta en sí, sino por el tono que había
empleado. El que solía usar cuando quería llegar a una conclusión.
Entonces recordó lo que había dicho el druida, el esposo oso de
Morrigan: todo había empezado una noche sin lunas. Hogg se volvió hacia
ella despacio y caminó hasta su posición.
—¿Crees que ella ya sabe de nosotros?
—Es posible. Es una bruja poderosa y… llevamos todo el día volando
con un dragón negro sobre dos reinos enteros. La gente estará como loca
hablando en las tabernas. Y más allá…
Él sonrió, imaginándolo.
—Apuesto a que dicen: un dragón negro, montado por una hermosa
doncella y…
—… un apuesto jinete.
Él negó con la cabeza despacio y miró hacia el cielo otra vez. Iba a
añadir algo cuando vieron lo que ya conocían como un Arco Mágico y dos
hadas salieron de él. No reconocieron de inmediato a una de ellas, porque la
última vez que la habían visto era una niña, pero sí supieron quién era el
hada que la acompañaba. Una Día adulta puso los ojos en blanco, mientras
Mab ponía los brazos en jarra y los señalaba:
—Tendría que haber imaginado que seríais vosotros los que estaríais
montando este espectáculo. ¿Se puede saber en qué estáis pensando?
Meridi sintió que se le aflojaban las piernas al sentir la familiaridad en su
voz: los recordaba.
—¿Mab? ¿Te acuerdas de nosotros? —preguntó Hogg, con un hilo de
voz.
—¿Cómo olvidar a la pareja de insensatos que rompió el tiempo?
—No seas tan dura con ellos, querida, fue muy enriquecedor volver a ser
niña —intervino Día.
—Ah, por favor… Eso otra vez no.
—¿Cómo es posible que vosotras sí recordéis? Vimos a Rubí y a Phir y…
—El jinete no había llegado a la misma conclusión que la arquera, que se
acababa de dar cuenta de que no había compartido con él sus pensamientos.
Mab resopló, al tiempo que Día daba una vuelta sobre sí misma,
liberando polvo de hadas que flotó entre las sombras de la noche unos
instantes.
—Somos hadas —contestó Mab, adelantándose a los aspavientos de Día.
Dio unos pasos rápidos, hasta situarse junto a su compañera y se quedó
mirando a Nox, que dormía apaciblemente a un lado.
—Quiero pensar que no os ha invadido una fiebre de locura para que se
os haya visto por todo el Reino de las Quimeras y el Reino de la Laguna
Dorada con el último elemental nocturno y que tenéis una buena razón.
—Pues claro que la tendrán, Mab, pero no les dejas explicarse.
—Pues… —Meridi intercambió una mirada rápida con Hogg, que abrió y
cerró la boca sin saber bien cómo responder.
—Intentábamos atraer a Morrigan.
—¡¿A Morrigan?! —Las alarmas se activaron en la voz de Mab—. ¿Por
qué razón querríais atraer a esa bruja?
—Porque…
—¡Ah, ya! Es la causante de lo de tu reino. —Día se golpeó la frente
como si acabara de recordar ese detalle.
Meridi suspiró y entre ella y Hogg les resumieron hacia dónde los habían
llevado sus investigaciones. Hogg omitió la parte en que la arquera había
amenazado a Nox y se centró en el momento en que habían descubierto
cómo había forjado su poder Morrigan y que, por ello, creían que era el
corazón más oscuro que la pelirroja necesitaba para liberar a su reino de la
maldición.
Las hadas se miraron con expresiones sombrías, pero no dijeron nada
hasta que ambos muchachos terminaron el relato.
Se hizo el silencio, interrumpido por la respiración acompasada de Nox, a
su lado.
—Lo que se nos escapa es… el tema de la sangre pura —musitó Meridi,
pues el tema la tenía muy preocupada, ni ella ni Hogg estaban dispuestos a
herir a una criatura inocente aunque ello supusiera acabar de una vez con
Morrigan.
—Ah, no tenéis que preocuparos por eso. —Día le restó importancia—.
A veces la lectura de la magia se lleva a los extremos, mas la sangre pura no
tiene por qué ser la de un infante, una sacerdotisa o un hombre virtuoso.
Vuestra sangre es perfectamente válida.
La pareja se miró sin comprender.
—Vamos, ¿no lo veis? Tú —señaló a la joven— has emprendido una
misión por tu familia y por tu reino, e incluso ayudaste a Hogg a restaurar el
tiempo sin pensártelo. Y tú —ahora fue el chico el señalado— has
renunciado a entrar en la Escuela de Jinetes por ayudarla a ella y a todo su
reino, sin importar en las consecuencias que ello tendrá para ti.
La pelirroja cogió la mano del chico y la apretó con fuerza, a modo de
agradecimiento, a modo de cariño.
Se hizo un nuevo silencio, hasta que esta vez lo rompió Mab en apenas
un susurro y una mirada grave.
—Hay un modo de invocar a Morrigan.
Mas no fue ella quien continuó, sino Día.
—Pero solo tendréis una oportunidad de acabar con ella.
CAPÍTULO 81
Comprendieron el error que habían cometido sobrevolando los reinos
cuando al amanecer escucharon voces al otro lado de la arboleda. No
pasaron más de unos minutos cuando aparecieron los primeros hombres que
querían ver al dragón más cerca. Este se irguió sobre sus patas traseras,
poniéndose frente a Hogg y Meridi.
Imponía, pero no tanto como lo hubiera hecho si fuera adulto. Aquellas
personas no parecían querer atacarlos, pero iban armados y eso era un
hecho que no podían pasar por alto.
Entre la comitiva, se abrió paso un corcel de musculatura poderosa y
expresión austera, como el hombre que montaba sobre él y cuya cabellera
estaba decorada con una corona.
—Podríais haber empezado por el hecho de que teníais un dragón —dijo
el monarca, mientras el caballo hundía sus poderosos cascos en la hierba.
—No deis un paso más —se adelantó Hogg.
—No he venido a enfrentarme a vosotros, solo a ver si podemos llegar a
un acuerdo —expuso el soberano con voz melosa.
—No tengo por costumbre hacer tratos con reyes que hacen negocios con
brujas malvadas. —Esta vez fue Meridi la que habló, con voz firme.
—Hoggy, esto no me gusta.
—¿No te gusta? Podrías pertenecer a mi corte, dragón.
Los ojos de la pareja se volvieron hacia el rey, que acababa de
comunicarse con Nox como si nada. El hombre se limitó a sonreír y mostrar
uno de los varios frascos que colgaban de su cinto. Agua parlante,
supusieron. El rey tenía buenas relaciones con su reino vecino, tendría un
alijo de todas las aguas que pudiera necesitar según el momento.
Ambos se miraron y Hogg buscó con la mirada entre la espesura, por si
veía a las hadas, que habían ido a buscar aguas y plantas.
—Pensadlo bien, chicos. Esto no es una amenaza, ni una muestra de mi
poder —sí que lo era—, pero espero que me acompañéis a mi palacio. Tal
vez juntos podamos…
Hogg llevó la mano a la vara del tiempo, que permanecía oculta en su
cinturón, pensando si había algún modo de utilizarla y salir huyendo de allí
antes de que…
Entonces el aire cambió a su alrededor, como si una fina capa los hubiera
cubierto y, de pronto, los ojos del rey y sus hombres estaban nublados.
—Y por esto, queridos, era una pésima idea ir mostrando por ahí al
dragón. —La voz de Día sonó cálida a pesar de la situación, mientras
revoloteaba en dirección a ellos—. Mab, si eres tan amable de ir abriendo el
arco…
—¿Hacia dónde?
—Cualquier lugar en que no estemos rodeados de hombrecillos con
armas me sirve.
—Ni en el castillo de la bestia… —ironizó la otra hada.
—Ah —Día hizo un gesto de mano, restándole importancia—, de todas
formas ya no hay bestia…
Mab apretó los labios, guardándose una de sus respuestas mordaces e
invocó su magia. El mundo se onduló tras ellos, al otro lado se veía el
bosque de las hadas, y cruzaron por él. En el preciso momento en que
terminó de pasar Día, el rey Vorath siguió hablando y parpadeó varias veces
al verlos en un bosque diferente. Desaparecieron antes de que pudiera
comprender la situación.
La casa de las hadas estaba tal y como la recordaban, pese a la distorsión
del tiempo, que era el momento en que la habían visitado. Como si solo por
el hecho de pertenecer a las hadas pudiera mantenerse siempre en ese
estado.
Día puso a hervir agua y Mab encendió el fuego en la chimenea mientras
recogía la mesa con un agitar de su mano. Sirvió unos pastelitos de
arándanos y, mientras su amiga repartía el té, puso sobre la mesa unos
frasquitos con agua de colores, una de ellas brillante cual polvo de hadas y
unas hojas de enebro, afiladas como agujas.
—Hay una forma de hacer que Morrigan… os capte, por así decirlo —
empezó Mab, una vez estuvieron sentados.
—Existe un ritual —continuó Día.
—Uno ancestral que requiere de cierta dosis de magia, pero que nos
parece viable. Lo único que necesitamos es esto y algo que conecte a
Morrigan con vosotros.
—No tenemos nada que la conecte a nosotros —dijo el jinete, bajando el
tono.
—Eso no es verdad. Morrigan tiene un corazón forjado con la oscuridad
de un elemental nocturno. Y eso es, precisamente, lo que vamos a utilizar
—repuso Mab.
—¿Y cuáles son las pegas? —intervino Meridi.
Ellas se miraron sin comprender y Nox, que había permanecido muy
atento, se alejó del fuego para apoyar la cabeza en la mesa.
—Toda magia tiene su lado oscuro, ¿no? —apoyó las palabras de la
arquera, aunque esta no podía oírla.
—Ah, se me olvidaba. Toma, Meridi. —Día le tendió un frasco a la
chica.
Esta lo miró con desconfianza.
—¿También forma parte del ritual?
—En absoluto. Te ayudará en el momento en que os tengáis que enfrentar
a Morrigan. Es agua parlante. Es importante que todos os podáis comunicar.
Meridi observó fascinada el agua y asintió, tragando saliva. Se lo guardó
en un pequeño bolsillo de cuero de su cinturón.
—El lado malo del hechizo —se adelantó Día, antes de que volvieran a
formular la pregunta— es que no invocará a Morrigan.
—¿Y entonces…? —dudó Hogg.
—Ese poder os llevará a vosotros ante ella.
CAPÍTULO 82
Los días en el bosque de las hadas hacían sentir a Meridi de regreso a su
hogar, cuando montaba sobre su caballo al amanecer o al atardecer,
recorriendo senderos ocultos y explorando lugares que, por norma general,
solo estaban reservados a los druidas.
Los druidas. Pensar en ellos le recordó el despliegue de magia que habían
presenciado y que no se parecía a los dones de las hadas. Había visto a Mab
y a Día conjurar arcos mágicos y objetos de la nada, de un modo opuesto a
cómo procedían los druidas en sus rituales.
Este que iban a realizar había sido ideado por los vejestorios —palabras
textuales de Día— en el mismísimo Reino de la Música, pero en armonía
con la magia de las hadas, pues se habían dado situaciones en las que
habían tenido que trabajar juntos.
Considerando las opciones que tenían, aquella era la mejor. Tal vez la
única oportunidad que tendrían de derrotar a Morrigan y terminar así con el
maleficio.
Meridi caminó entre las hojas, mientras la brisa de la tarde le revolvía las
ondas, haciéndolas resbalar como una cascada sobre sus hombros,
enfundados en la capa mágica de arquera de Ártemis.
Hogg se había quedado en la casa, repasando el diseño de las flechas y
dibujando unos bocetos nuevos de una idea que había tenido, mas ella
necesitaba pasear. Respirar el aire del bosque y recordar.
Cuando se topaba con algún tipo de dilema solía recurrir a Cian. Le
gustaba imaginar qué habría hecho él, qué consejo le habría dado. A veces
no lo tenía demasiado claro, su hermano y ella se parecían en muchas cosas,
pero en otras eran opuestos. Él, reflexivo, ella, impulso incontrolable. Él era
fuego, ella un torrente imparable. Mas en ese caso sabía que estaría de
acuerdo con ella: ese era el único modo de proceder.
Llegó al fin a una zona más despejada, donde los árboles se abrían en un
claro, pequeño, que apenas podría denominarse así. Vio los árboles, con
frutos pequeños y violáceos colgando de sus ramas y supo qué hacer para
mantener la mente ocupada.
Sacó el arco y la flecha y respiró hondo, sintiendo el tacto de la madera
bajo los dedos. Diestros. Firmes. ¿Le fallaría la compostura cuando más la
necesitara?
Fijó su mirada en los objetivos y, después, cerró los ojos.
Y, mientras la brisa se hacía más intensa y el siseo de las ramas apagaba
durante unos instantes todo lo demás, Meridi disparó.
Una.
Dos.
Tres.
Abrió los ojos. Los frutos habían caído y ella se mordió una sonrisa
orgullosa. Solo acababa de empezar. Repitió la operación varias veces hasta
que vació el carcaj y también su pecho de aquellos nervios que la habían
atenazado.
Volverían, claro que lo harían.
Miró hacia el cielo, al otro lado de las hojas, sobre su cabeza. Imaginó la
tarde avanzando inexorable hacia la noche sin lunas: aquella en la que todo
terminaría. Una noche oscura, como la que lo había iniciado todo.
Solo que esta vez no permitiría que ningún elemental nocturno muriera.
Recogió las flechas una a una, limpiando las puntas con un lado de su
capa, que quedó ennegrecida por las bayas. Se estremeció al recordar al
esposo de Morrigan y lo que esta le había hecho.
Y a sus padres.
Al flautista.
A todos aquellos a los que amaba.
No, no a todos, recordó. Y el rostro de Hogg acudió a su mente,
acompañado del de Nox.
Y se prometió a sí misma que cuando todo eso acabara…
«¿Qué?».
Sintió un dolor agudo en el pecho. Ella no renunciaría a su vida, ni él
tampoco a la suya.
Sacudió la cabeza cuando, al recoger la última flecha, se percató de que
el atardecer iniciaba su curso y la magia del bosque lo iluminaba con un
brillo reluciente que oscilaba en el aire a su alrededor. Se preguntó si era
posible que fueran pequeñas hadas, mas no tenía tiempo de darle vueltas a
esa cuestión. Como tampoco lo tenía de pensar en el futuro que los
aguardaba a Hogg y a ella. De momento, debían sobrevivir.
Regresó hacia la casita de las hadas y encontró a Hogg fuera, paseando
los ojos con nerviosismo por el círculo mágico que Mab y Día estaban
trazando, compartiendo comentarios y pullas entre sí, como acostumbraban
a hacer. Nox, al lado de su jinete, fue el primero en ver llegar a la arquera y
le dijo algo al chico, que sonrió y le hizo un gesto para que se acercara.
Ella lo hizo, no sin antes repasar con la mirada el círculo mágico que
tenía frente a sí. Las hojas de enebro, el agua de la laguna flotando en el
aire e iluminando el círculo. La magia flotando en el aire y este impregnado
de un aroma impreciso de flores. Dulzón y fresco. Como la suavidad de la
brisa en verano, o el beso del océano en los pies.
Pero pronto, a medida que la oscuridad ganaba paso al día y la ausencia
de las lunas dejaba el brillo de las estrellas reinando en la noche, el bosque
se llenó de otra cosa.
Algo oscuro, pero no aterrador. Diferente y siniestro a medida que las
hadas dejaban cada detalle preparado. Antes de indicarles que se situaran en
el centro del círculo.
Hogg, ataviado con el uniforme de jinete, con los ribetes que le
identificaban como el último jinete de elemental nocturno. Ella, con el arco
a un lado, las flechas de escamas de dragón bien guardadas en su carcaj, las
otras aún manchadas de los frutos del bosque de las hadas. El cabello suelto
flotó en el aire a medida que entraban en el círculo mágico. Nox entró el
último, extendiendo las alas para rodear a los muchachos, sentado tras ellos,
atrayéndolos a sus sombras. Acogedoras y cálidas.
Meridi recordó la siguiente parte del plan y apuró media botellita de agua
parlante de un solo trago. Tembló ligeramente, no a causa de la frialdad del
agua entrando en su cuerpo, sino el poder vibrante que sintió envolverlos
cuando Mab y Día empezaron a hablar.
—Solo habrá una oportunidad, recordadlo —dijo la primera, severa,
apartándose un mechón negro del rostro.
—Directa al corazón, Meridi —le recordó Día, más sombría que de
costumbre.
—Vamos a liberar tu reino, Meridi.
Al principio no identificó de dónde venía aquella voz profunda, con un
leve rastro infantil, pero su sonido le hizo cosquillas en el oído y se volvió
hacia el animal, al comprender que el agua parlante ya estaba funcionando.
Apenas pudo responder pues sintió el tirón de la magia y Nox los
envolvió, apretándolos hacia él, cubriéndolos con las alas.
Sombras y luces y los reinos oscilando a su alrededor.
No fueron conscientes del momento en que desaparecieron y la oscuridad
los arrastró lejos del bosque de las hadas y los liberó cuando estuvieron
frente a Morrigan.
CAPÍTULO 83
Todavía estaba intentando recuperar el equilibrio cuando sintió la tensión de
Meridi a su lado. Y el pecho se le sacudió cuando, tras quedar liberados del
abrazo del dragón, se dio cuenta del lugar en el que estaban. O, más bien,
que no quedaba ni rastro del bosque reluciente de las hadas a su alrededor.
En su lugar estaban en una planicie silenciosa, en penumbra, con las
estrellas opacadas por algo que no alcanzaban a discernir y una niebla suave
y ligera, que se abría paso hacia ellos, pretendiendo envolverlos con su
manto.
Meridi dio un paso con el arco en alto. Hogg iba a seguirla, mas se
detuvo cuando alguien se movió entre las sombras. Una figura que no había
visto en un inicio, tal vez porque ni siquiera hubiera sido corpórea hasta ese
momento.
Morrigan avanzó, con una mano sosteniendo una vara que golpeó el
suelo con fuerza a medida que sus pasos se volvían más firmes. El cabello
oscuro, salpicado de plumas, enmarcaba sus facciones juveniles. Piel pálida,
ojos oscuros cargados de odio. Llevaba un vestido que emulaba las plumas
de un cuervo y se adaptaba a sus curvas, mostrando el inicio de un escote
pronunciado y dejaba a la vista el inicio de sus piernas.
Era aterradora, mas su visión resultaba hipnótica. Y lo fue todavía más
cuando alzó una mano y de esta emergieron unos fatuos.
Se quedaron suspendidos en el aire, rodeando a su creadora, pero los
jóvenes captaron la amenaza. El jinete montó sobre el dragón y se elevó en
el aire.
—Un elemental nocturno. —La voz de Morrigan sonó profunda y
siniestra, contrastando por completo con su aspecto.
—¿Lo recuerdas? Porque sabemos que asesinaste al tuyo. —Hogg
escupió las palabras, ignorando todo rastro de prudencia que le pudiera
quedar.
Mas la bruja apenas si reaccionó. Sus pómulos se afilaron cuando sonrió
y una risa gutural emergió de su garganta. Golpeó una única vez con la vara
en el suelo, mientras las carcajadas reverberaban entre las sombras y un ave
fatua se lanzó a por el muchacho.
—¡No! —gritó Meridi.
Se escuchó el siseo de una flecha, que atravesó al fatuo sin que ello le
afectara. El ave, a juzgar por su aspecto un cuervo, se desvaneció y volvió a
unirse, formando un pájaro reluciente y azulado, rompiendo la oscuridad,
camino del jinete.
Este masculló una maldición y ordenó al dragón que volara hacia lo alto
del cielo, huyendo. Era rápido y estaba dispuesto a convertirlos a ambos en
osos. Alejarse de Meridi le dolió, a pesar de saber que era muy capaz de
hacerle frente a Morrigan, porque… lo era, ¿no?
Y tuvo miedo. Porque tal vez murieran allí, en aquel páramo inhóspito
en… Ni siquiera sabía dónde estaban, así que si morían…
—¿Hacia dónde? —La voz de Nox le sacó de sus pensamientos.
La niebla los envolvía, cada vez más densa. Fría y malévola, como una
canción de pesadilla, repleta de voces y graznidos siniestros. El cuervo
había desaparecido y, por un momento, Hogg sintió el corazón en la
garganta.
—Al suelo, vamos.
Desesperado, se agarró a la silla de montar y el elemental nocturno inició
un camino en picado hacia tierra. El cuervo apareció de la nada y lo
esquivaron de milagro con un movimiento fugaz.
Ascendían, descendían y el mundo se desdibujaba en sombras a su
alrededor. Hogg buscó con la mirada a Morrigan y a Meridi y captó un
brillo rojo. Saetas oscuras atravesando el aire. Un grito desesperado.
Maldijo y guio al animal hacia donde creía que se estaba librando la
batalla, pero no encontró ni rastro de la chica, ni de la bruja.
—¿Dónde están? —preguntó al aire.
Al fin las vio, demasiado lejos. ¿Tanto se habían alejado volando? Nox
las captó también y se lanzó hacia allí.
Creían haber dado esquinazo al cuervo, cuando al fin aterrizaron. Y, en
ese instante, el corazón de Hogg se congeló en el interior de su pecho. El
fatuo los alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. El jinete apenas tuvo tiempo
de respirar, antes de sentir un frío que empezó en el centro de su pecho,
hasta recorrerle entero. Comprendió que el ave había estado jugando con
ellos y que habría podido alcanzarlos desde el primer momento.
Este pensamiento le hizo sentirse débil, aún montado en su dragón, del
que cayó cuando la silla de montar se rompió con un chasquido.
—¡Hogg! —El grito de Meridi se volvió rojo cuando empezó el dolor.
Para cuando tuvo control de su propio cuerpo de nuevo, quiso dar unos
pasos y alargó la mano hacia la arquera. No. No era una mano, sino una
garra. Se sostuvo con la otra a Nox, bajo él y, al mirarle, se encontró con
una mirada del mismo color que la de su elemental nocturno, pero este
ahora no era un dragón.
No del todo. Tenía alas de dragón y algunas partes cubiertas de pelo, la
cabeza era la de un úrsido, pero tenía cuernos y las escamas afiladas le
recorrían la columna. Ambos habían caído al suelo, por la silla rota y
porque las endebles alas que quedaban en Nox ya no podían sostener su
peso.
—¿Pensabais que podíais enfrentaros a mí? —La voz retumbó más
fuerte, más oscura.
Meridi cargó con ojos chispeantes la flecha de escamas de dragón, apuntó
y disparó. Morrigan se desvaneció y apareció muy cerca de ella.
Demasiado.
Hogg se lanzó con su nueva envergadura sobre la bruja, pero a un gesto
suyo, lo lanzó a varios metros. Reía, sin control, porque disfrutaba de ese
enfrentamiento.
Nunca podrían ganarla y esa certeza cayó como un peso sobre él.
Meridi había aprovechado para correr, apuntó con otra flecha y disparó.
Esta vez, ella no se desvaneció, sino que desvió el proyectil con un dedo.
—Te mataré y luego mataré a ese elemental —se relamió—, y mi poder
crecerá aún más. Hasta gobernar todas las sombras de todos y cada uno de
los reinos.
—¡No! —bramó Meridi, apuntando con una nueva flecha.
La tercera, contó Hogg.
Una más y estarían perdidos.
CAPÍTULO 84
La flecha se perdió en la oscuridad. Y Meridi sintió el miedo morderle el
pecho, un frío le trepó por la columna y tragó saliva, sin apartar los ojos de
la bruja que avanzaba hacia ella. Desprendía maldad y, al contrario de lo
que sucedía con Nox, las sombras no se arremolinaban a su alrededor, sino
que se movían en un baile siniestro.
El cuervo fatuo aterrizó sobre el báculo y se solidificó, convertido en una
estatua reluciente.
—Eres un monstruo —soltó Meridi.
Ella sonrió halagada ante el comentario de la pelirroja y encogió un
hombro con coquetería.
—¿Qué puedo decir?
Le lanzó una bola sombría. Meridi la esquivó, mas la esfera creció,
convirtiéndose en un globo amplio, de tintes violáceos, que emitió un
chisporroteo muy cerca de la arquera. El fuego llegó a su piel y le chamuscó
las puntas del pelo. Se puso la capucha de inmediato y esta le protegió del
resto de aquella oscuridad ardiente.
—Fuiste jinete.
Eso encendió una chispa en la mirada de Morrigan. Odio. Uno visceral
que le hizo tensar la mandíbula y apretar el báculo con fuerza. El cuervo
brilló con más intensidad.
—Nunca tendría nada que ver con esos estúpidos. —Escupió con rabia.
—¿Y tu esposo?
—Yo no tengo ningún esposo.
Pero Meridi captó un matiz diferente en su voz. Sus ojos se desviaron un
instante hacia Nox y Hogg y se arrepintió de inmediato, porque verlos
convertidos en osos —en dragoso en el caso de Nox— avivó la rabia que
intentaba mantener a raya.
Tenía que permanecer serena, desconcentrar a Morrigan lo suficiente
como para poder dispararle.
—Lo tuviste. Y un hijo. Y al último elemental nocturno de tu tiempo.
Ella apretó los dientes y la sonrisa que se estiró en sus labios fue animal,
demasiados dientes, oscuros como la noche que la había visto convertirse
en sombra.
Morrigan se preparó para lanzar otra de sus bolas de sombra y Meridi
jadeó, tirándose al suelo, protegiéndose así con la capa. Tenía que disparar
la última flecha antes de que fuera tarde.
Se arrastró por el suelo. Morrigan la observó, paciente, y cuando la
arquera estuvo de pie, le lanzó otra esfera oscura. Y otra. Y otra. Hasta que
la capa ardió en la espalda de Meridi. No aguantaría mucho más.
—¡Ahora, Meridi!
Hogg gritó desde un punto sombrío. Y sostuvo a Morrigan por la espalda.
Las patas oscuras en la cintura de la bruja y ella no se lo pensó. Sostuvo el
arco, colocó la flecha, tensó y soltó.
Un grito desgarrador, pero no de Morrigan. Esta se había desvanecido
entre la niebla y la flecha, había rasgado la piel del hombro de Hogg antes
de desaparecer también como las demás. El oso-jinete que cayó al suelo.
—¡No!
—Tranquila, sobreviviré, no es la primera vez que me disparas.
Captó humor en su voz, pero sus pies corrieron hacia él.
—¡Detrás de ti!
Nox se interpuso en el camino que seguía Morrigan hacia la arquera. El
dragoso salió despedido y un grito se elevó en la noche.
No era Nox, sino Hogg y la pelirroja se temió lo peor.
Trastabilló hacia atrás cuando la bruja se elevó sobre ellos y una lluvia de
oscuridad silbó en el aire. Esquirlas de las sombras se abalanzaron sobre
ella. El dolor la recorrió. La capa se rasgó y su magia se hizo trizas. La
sangre brotó de unos cortes en las mejillas y le salpicó la tela de arquera.
Morrigan repitió el gesto y Meridi intentó cubrirse con los brazos cuando
sintió algo que la protegía. O alguien. Se trataba de Nox, con las alas de
dragón extendidas entre Morrigan y ella.
—Deprisa, Hoggy, no aguantaré mucho más.
—¡Maldición! ¡Está rota!
Se hizo un silencio, roto por los jadeos del reptil. El animal se volvió
hacia la bruja y sus sombras chocaron. Con una rabia imposible. El mismo
poder enfrentado. Y a la vez tan diferente.
Las piernas de Meridi flaquearon y cayó de rodillas. Sintió el tacto cálido
de una garra en la cintura y se volvió, con una disculpa pintada en los ojos.
Iban a morir. No le cabía duda.
Pero Hogg le quitó el cinturón y rebuscó en él torpemente sin añadir
palabra. Al fin dio con la flauta y la sostuvo entre sus dientes. Cuando
Morrigan hizo a un lado a Nox, el chico se echó hacia atrás.
Meridi se incorporó, con sus últimas fuerzas y le hizo frente, impasible.
Moriría de pie, como imaginaba que lo había hecho Cian. Sacó el arco y le
lanzó las flechas normales, mientras Morrigan avanzaba caminando hacia
ella, haciendo gala de su poder. Un paso tras otro. Desviando las flechas
como si de plumas se tratara. Despacio. Torturándola con la certeza de que
no iba a ser una muerte rápida. Ni piadosa.
Hasta que no quedaron flechas que lanzar.
—Pequeña duquesa, tu reino va a quedar hecho trizas con tu muerte.
Ella apretó los dientes y gimió de frustración cuando buscó otra saeta y
no la halló.
—¿Un último mensaje para tus padres?
Y la debilidad se convirtió en rabia, lanzó un grito de guerra e iba a echar
a correr hacia Morrigan y, por ende, a su propia muerte, cuando escuchó un
rugido a su espalda.
El agua parlante, ¿por qué no funcionaba? Pero no le hizo falta.
Enseguida comprendió cuando Hogg le lanzó algo brillante a Nox y este se
lo dio a Meridi.
Ni siquiera se detuvo a estudiar la flecha. Escamas de dragón en la punta.
Se miró los dedos llenos de sangre. Su sangre.
«Sangre pura».
Impregnó las escamas.
Apuntó.
Disparó.
A esa distancia, no podía fallar.
Una melodía se hizo eco en la niebla, atravesando la oscuridad que
Morrigan desprendía. Llenó los sentidos de Meridi, que abrió mucho los
ojos, ¿de dónde salía esa música?
La sorpresa y el horror se mezclaron en la expresión de Morrigan cuando
la mano que iba a usar para desviar la flecha se quedó estática.
La saeta impactó de lleno en el pecho de la bruja y su corazón oscuro fue
atravesado por una flecha hecha de escamas de dragón, sangre pura y una
flauta mágica.
CAPÍTULO 85
Los fuegos fatuos todavía se estaban extinguiendo a su alrededor cuando
Meridi extrajo la flecha y, con ella, el corazón oscuro, que parecía latir
todavía mientras lo sostenía en la mano.
Hogg se percató de que no había rastros de sangre, estaba cubierto de
escamas, pero no tenían el brillo hermoso que poseían las de Nox, sino que
de entre ellas se desprendía un leve brillo líquido que podría confundirse
con sangre. Mas no goteaba. Recorría los caminos que las escamas dejaban.
Y casi parecía palpitar. El chico tuvo la sensación de que tocarlo era dañino,
pero entre los dedos de la arquera no parecía causar ningún efecto.
—¿Por qué sigues siendo un oso? —inquirió la joven.
No tenía respuesta para eso, mas tampoco podía decírselo, así que
encogió de hombros. Ambos se quedaron muy quietos, viendo el corazón en
la mano de la arquera, cuyas ropas estaban hechas jirones en algunos
puntos. La capa ahora parecía una prenda normal, incluso había cambiado
de color: la magia de Ártemis se había desvanecido.
—Tenemos que llevarles los ingredientes a los druidas —dijo la arquera,
con un hilo de voz.
—Puedo volar, aunque me haya convertido en un dragoso —dijo Nox,
avanzando despacio hacia la pareja.
Estaba herido, tenía quemaduras y algunas manchas de sangre salpicaban
el ala derecha. Hogg apretó los dientes y se acercó a su dragón, al que
acarició con suavidad. Meridi, tras él, apuró lo que le quedaba de agua
parlante.
—Pensaba que te perdía —murmuró, apoyando su cabeza contra la del
animal—. ¿Cómo sabías que la flauta…?
—No lo sabía —contestó Hogg—, pero no se me ocurría qué más usar
como astil.
Meridi observó la flecha, que todavía atravesaba el palpitante corazón
sombrío. La punta sí tenía rastros de sangre, el asta medio rota estaba
insertada en la flauta y la parte final consistía en una pluma a la que le
faltaba una parte. Y, entonces, se fijó en otro detalle, había enredaderas.
Muy pequeñas, tanto que casi le pasaron desapercibidas, pero rodeaban el
corazón, aprisionándolo.
—Qué curioso… —murmuró Nox, que miraba lo mismo que la arquera.
La batalla había durado toda la noche, comprendió Hogg, cuando la
niebla empezó a disiparse y el mundo cobró forma. Estaban solos en un
claro amplio, vieron un castillo en ruinas a lo lejos y, no muy lejos, el inicio
de una ciudad, una que Hogg no reconoció. Meridi avanzó un paso tras otro
y frunció el ceño. Miró hacia el cielo, donde antes había creído ver sombras
y lo comprendió.
—Morrigan estaba en el Reino de la Música.
Su voz salió ahogada y el chico siguió la mirada de ella. No había
estrellas cuando habían llegado, ni luna y lo que había tapado el cielo eran
las espinas, ahora inexistentes.
—Esto es Sinfonía de Cristal.
—¿Y eso está…?
—A unas horas de viaje, pero… —Miró a Nox.
El dragoso no estaba en condiciones de volar, porque no poseía más que
un ala, la otra estaba herida y sus nuevas características físicas impedían un
vuelo seguro. Pero Hogg sonrió —o hizo la mueca más parecida siendo un
oso— y se puso a cuatro patas.
—Monta sobre mí, Di —pidió—. Iremos corriendo a donde me digas.
—¿Qué…? Pero…
—Venga, soy un oso poderoso. —Se elevó sobre sus patas traseras y se
golpeó el pecho con una pata.
—Hoggy… Te vas a hacer daño —le dijo el dragón sacudiendo la
cabeza.
—Bobadas, ¿montas o no? —La arquera dudó unos momentos más, pero
después subió sobre la espalda del chico y se agarró con fuerza a su pelo—.
Nox, ¿podrás seguirme?
—Por favor… La pregunta es si tú podrás seguirme a mí.
El jinete hizo un ruidito a medio camino entre gruñido y chasquido de
lengua y empezó a correr.
—¡Espera! Es por el otro lado —se quejó Meridi.
—Lo siento, me ha perdido la emoción de ser un oso.
Una vez corregido el rumbo, dragoso y oso iniciaron el viaje. Hogg
pronto descubrió que su forma de oso no había mejorado su forma física,
que seguía siendo la de siempre. Aun así, logró atravesar varios campos de
cultivo a su alrededor y, aunque tuvo que aminorar el ritmo, para diversión
de Nox, en algunas partes del camino, apenas era mediodía cuando
alcanzaron Hamelín.
Cuando se detuvieron antes de entrar en la ciudad para que Hogg
recuperara el aliento, Meridi lo notó. Lo escuchó.
La música había vuelto.
Del Bosque de los Druidas nacía una dulce melodía que se extendía por
todo el Reino de la Música.
Meridi le acarició detrás de las orejas y Hogg alzó la cabeza antes de
entrar con ella en la ciudad. Nox se mantuvo fuera, por si fallaba su poder
de fundirse con las sombras, dado que ahora era un dragoso —cosa que
parecía divertirle bastante—. La joven desmontó y continuó con su
compañero a su lado, hasta alcanzar el palacio de la reina.
—¿Meridi? —Hogg reconoció la voz de inmediato.
La reina Ártemis estaba tras ellos, ataviada con un traje parecido al de
sus arqueros. Sus ojos se agrandaron en cuanto la muchacha le mostró el
corazón oscuro y abrió y cerró la boca dos veces antes de hacerlos pasar a
su residencia de otoño.
No añadió palabra, mas los guio por unos pasillos, dando orden al
servicio —mezcla de osos y humanos— de que no los molestaran, hasta que
dieron con un salón amplio, cerrado con llave. Era un despacho y lo que
más destacaba de él, en el centro de la sala, unas vitrinas que contenían
objetos y elementos dispares: un pétalo de flor brillante, una caracola
marina que rezumaba magia, una manzana azul, un hilo dorado, y así, seis
objetos más, pues la séptima y octava vitrinas estaban vacías. Una era más
grande que el resto y enseguida la pareja comprendió para qué era.
—¿Solo faltaban la habichuela y el corazón? —preguntó Meridi con un
hilo de voz.
Y en su tono el jinete captó esperanza, miedo y triunfo.
—Así es, Meridi. Tengo que… tengo que preguntarlo. ¿Cómo…?
La repasó con los ojos, fijándose en la capa que ahora no formaba parte
del uniforme de arquera. Entonces pareció ver por primera vez a Hogg y
reconocerlo.
—¿Qué le ha pasado a…?
Y ahí la pareja fue consciente de algo: acababa de reconocer a Hogg.
—¿Cómo es posible que le recuerdes?
Ártemis ladeó la cabeza.
—¿No habría de hacerlo?
Meridi y Hogg se miraron, comprendiendo a la vez: aunque el Reino de
la Música se había visto afectado en parte por la grieta entre el tiempo y el
espacio que provocaron, la maldición de la bruja lo había protegido en gran
medida. Así que tal vez allí sí había transcurrido el tiempo a pesar de todo,
aunque luego desaparecieran esas grietas devolviendo todo a la normalidad,
y manteniendo los recuerdos del reino intactos.
La arquera no añadió nada más, miró a su compañero y luego a su reina y
respondió:
—Morrigan.
—¿Qué?
—Este es su corazón. —Alzó el órgano frente a la reina.
—Oh… ¿Cómo…?
—Os lo contaré en otro momento, mi reina. Creo que ahora impera
seguir salvando a vuestro pueblo.
La monarca asintió, aparcando su curiosidad, y situó el corazón en la
vitrina. Después, la envolvió entre sus brazos, en un gesto tan inesperado
que Meridi se quedó rígida al principio, antes de devolverle el gesto.
—¿Es demasiado tarde?
—No, no lo creo. —Ártemis se separó de ella y tras volver a evaluarla
añadió—: Será mejor que vuelvas a casa, futura duquesa, yo me encargo del
resto. Es mi deber como soberana del Reino de la Música.
Hogg sonrió cuando Meridi reaccionó como él esperaba que hiciera,
sacudiendo la cabeza con brusquedad y diciendo con firmeza:
—No voy a descansar hasta que no completemos la misión. Iremos juntas
al bosque.
Ártemis también suavizó su gesto, como si fuera lo que esperaba de la
chica.
—En ese caso aséate y recupera tu uniforme de arquera.
Tras unos minutos, Meridi pudo darse un baño rápido y unas doncellas le
entregaron ropas limpias. Volvió a donde estaban Ártemis y Hogg, que
parecían mantener una conversación —o más bien la reina, pues Hogg no
tenía forma de responder si no era con movimientos de cabeza—, y la
soberana le dedicó una sonrisa a su arquera.
Un oso llegó enseguida con lo que parecía ser un violín, que en cuanto
Ártemis lo sostuvo con delicadeza y empezó a tocarlo, entonó una melodía
que envolvió a Meridi con sus notas y en su ropa aparecieron los adornos y
marcas propios de los arqueros.
La magia brilló en cada prenda.
Volvía a ser una arquera de Ártemis.
CAPÍTULO 86
No tenían demasiado tiempo, la reina se cubrió con una capa blanca para
ocultar la corona y su rostro y con un gesto le indicó a Meridi y Hogg que la
siguieran. El oso hizo un ruido que la joven no entendió. Los efectos del
agua parlante habían llegado a su fin y ya no le quedaba más. En el exterior
había dos caballos ensillados.
La soberana se dirigió a uno alejándose de ellos a paso rápido, pero antes
de que la arquera pudiera seguirla, alguien se interpuso en su camino.
—Ailis… —musitó Meridi al reconocerla.
—Traidora… —escupió la otra arquera, que iba ataviada con un vestido
ajado—. Me robaste… Me arrebataste la única oportunidad que tenía de…
—Un sollozo—. Creía que éramos amigas…
Hogg fue rápido y se interpuso entre la reina y las chicas, para darles
cierta intimidad, cosa que Meridi agradeció, pues no quería que Ártemis se
enterara de los planes de Ailis. Lo más probable es que fuera destituida y
castigada.
Bajó la voz:
—Lo que querías hacer no está bien, Ailis. —Se acercó a ponerle una
mano en el hombro, mas la otra se apartó con brusquedad—. Lo siento, lo
siento mucho. Mas si algo he aprendido de la magia, es que todo tiene un
precio y hay cosas que debemos dejar como están.
No hablaba a la ligera. Nadie se lo había dicho abiertamente, pero todo lo
que habían vivido había sido suficiente. ¿Qué podía suponer traer a alguien
de entre los muertos? Si «jugar» con el tiempo había llevado consecuencias
a los reinos, hacerlo con la muerte debía de ser algo mucho peor.
—Tú qué sabrás. Tú no has perdido a nadie. Has tenido una vida de lujos,
todo facilidades, mientras que otros nos hemos visto obligados a sobrevivir.
Meridi bajó la mirada, pensando en su hermano. Ella también deseaba
volver a verle. Traerle de vuelta si era posible. Mentiría si dijera que no se
lo había planteado en cuanto robó la flor de luna.
Se mordió la lengua.
—No se debe jugar con magias poderosas, Ailis.
—No es decisión tuya, duquesita.
Y con estas palabras, se marchó por donde había venido, dejando en
Meridi una gran desazón. Ahora no tenía flores de luna a su alcance, mas
¿qué sucedería cuando volvieran a florecer? Morrigan había renunciado a
su esposo, a su compañero dragón y su propio hijo solo por la venganza.
¿Qué tendría que sacrificar Ailis por traer a su hermana de vuelta de la
muerte?
«No puede traer nada bueno», se dijo.
Mas esperaba que el tiempo volviera a cerrar esa herida que ella y Hogg
habían abierto… y Ailis volviera a ser la chica alegre y soñadora que había
conocido.
Ártemis ya había montado sobre uno de los caballos y esperaba con
impaciencia a Meridi, se notaba por el continuo repiquetear de sus dedos
sobre la silla de montar. Hogg no se había movido de su posición, cosa que
la reina había respetado. El corcel de la soberana portaba un par de bolsas,
con todos los ingredientes recopilados por los arqueros que los druidas
necesitaban.
—¿Vamos?
Meridi asintió, montó en el otro animal y azuzaron a los animales para
que corrieran al galope en dirección al Bosque de los Druidas.
Hamelín se perdió a su espalda, mientras llegaban a los bosques
frondosos y Meridi miró de soslayo a Hogg, que corría a su lado,
preguntándose si Nox andaría cerca, aunque lo sospechaba. Apenas se
separaba de su jinete.
Mientras se adentraban en las partes prohibidas del bosque, recordó la
última vez que habían estado allí. ¿Cómo se tomarían los druidas su
regreso? Ahora iban en compañía de la reina, así que esperaba que no
tuvieran en cuenta su incursión anterior.
No importaba. Estaban allí para entregar los materiales y restaurar por
completo el Reino de la Música. Porque, aunque el hechizo que encerraba
el reino había desaparecido y los fuegos fatuos ya se habían desvanecido
con el paso de las horas, todos los que habían sido transformados en osos
seguían atrapados en esa forma.
Era como si los druidas las estuvieran esperando. Meridi se sintió
evaluada durante unos segundos en que los ojos se posaron en ella y
después en Hogg, mas ninguno hizo comentario alguno, se dirigieron
directamente a la reina, sin realizar ninguna reverencia como era el
protocolo.
—Traemos lo que pedisteis, druidas.
El de la túnica naranja extendió la mano. Meridi esperaba que los
ingredientes salieran volando, mas lo que sucedió fue que otros druidas se
acercaron al caballo de Ártemis y cogieron todo lo necesario. La soberana
desmontó y le hizo un gesto a su arquera para que la siguiera. Hogg lo hizo
también, muy cerca de la joven.
En un pequeño claro había una enorme marmita humeante sobre un fuego
crepitante. Meridi se preguntó cómo era posible que supieran de su llegada,
si ni Ártemis había esperado conseguir el corazón oscuro tan rápido de
manos de ella.
Y una noche estrellada.
Sin lunas.
No era de noche cuando entraron en el bosque… ¿La magia de los
druidas?
Sin perder tiempo, los hombres se colocaron alrededor. Algunos con los
ingredientes, otros con sus hoces de oro con las que habrían cortado las
hierbas que portaban, aumentando sus propiedades mágicas. Entre susurros
y en un orden que Meridi no alcanzó a comprender, fueron echando todo en
la olla, cuyo humo cambiaba de color.
—Es el Ritual de las Estrellas —susurró la reina, muy cerca de ella—.
Esperemos que funcione…
—¿Puede no hacerlo? —La arquera giró la cabeza, aunque sus ojos
continuaron puestos en los druidas.
—La magia de Morrigan es… era sobrenatural. La magia debe fluir libre,
de forma natural. Ella la obligó a servirla. Quién sabe…
Un nudo atenazó el estómago de la joven. Hogg rozó su mano con el
hocico, haciéndole saber que todo saldría bien, y ella le creyó.
Cuando todo terminó, hubo una explosión silenciosa, y decenas de
fuegos fatuos, esta vez del color de las estrellas, salieron de la marmita y se
expandieron por el Bosque de los Druidas hacia cada punto del Reino de la
Música.
CAPÍTULO 87
El druida de túnica naranja se giró rompiendo el círculo y le indicó a Hogg
que se acercara. Este dudó. No le habían gustado los druidas, y lo
presenciado en aquel momento había sido sobrecogedor…, mas suponía
que llevarles la contraria solo empeoraría la situación.
Meridi le dio un leve empujón y el oso se armó de valor y avanzó con
pasos temblorosos.
«¿Qué quieren de mí?», se preguntó.
En cuanto estuvo frente al hombre, un fuego fatuo salió del caldero y se
dirigió a Hogg, que se estremeció y se echó hacia atrás por puro instinto.
Sin embargo, no fue lo suficientemente rápido y la esfera le rozó.
Una calidez le invadió.
Cerró los ojos.
Algo sucedía en su cuerpo, aunque no se atrevía a mirar.
¿Perdería toda la humanidad que le quedaba?
¿O tal vez…?
—Hogg…
CAPÍTULO 88
Meridi apenas podía creer lo que veían sus ojos.
Era él. Tuvo que acercarse a comprobarlo. Él abrió los brazos,
esperándola, y ella se dejó abrazar por ellos, sintiendo de nuevo su calor.
Alzó los ojos para encontrarse con los suyos y esos labios que depositaron
un apasionado beso en su boca sedienta.
Era como si hubieran pasado siglos sin poder saborearse, y hasta ese
momento no había sido consciente de cuándo lo había echado de menos.
Sí, era él.
Por supuesto que era él.
Aunque había algo que…
La arquera se se separó al momento, azorada, y se giró roja como un
tomate.
Hogg estaba desnudo.
La reina contuvo una risilla mientras un druida se acercaba al muchacho
y le tapaba con una túnica vegetal.
—Entonces… ¿funciona? —se atrevió a preguntar Ártemis.
Los druidas se limitaron a asentir, y fue el de túnica plateada —al que
Hogg y Meridi recordaban de la vez anterior— el que respondió:
—El Reino de la Música volverá a ser lo que era, Majestad.
Después del trato que Meridi y Hogg habían recibido, la joven apenas
podía creer el respeto con el que trataban a la reina, a pesar de que se
saltaran todo protocolo ante ella.
—Os estoy agradecida, druidas.
Ellos asintieron y Ártemis hizo un gesto a la pareja. Era momento de
marcharse.
Por el camino, Hogg cogió la mano de Meridi, como temiendo perderla
en cualquier momento, como si aquello fuera solo un sueño. Y ella se aferró
a él.
Los caballos habían salido del bosque, pero los esperaban fuera de él,
junto con la luz del atardecer.
Y había alguien más con ellos.
—¡Nox!
Hogg corrió hacia el dragón que, encantado, hizo alguna pirueta en el
aire antes de acercarse al jinete y dejarse abrazar. Con la cola atrajo a la
arquera hacia ellos para unirse a aquel reencuentro. El regreso a su forma le
había sanado el ala.
—Arquera —la voz de la soberana los interrumpió—, queda mucho por
hacer. Mas lo primero es que acudas a ver a tus padres.
Meridi se separó de sus amigos y la miró con agradecimiento.
—Os lo agradezco, mi reina.
—Yo partiré a las demás ciudades, comprobaré que todo está en orden.
Podéis usar mi caballo… —sus ojos se desviaron al dragón— si lo
necesitáis.
—Lo dejaré de vuelta en vuestro palacio de otoño, Majestad.
La soberana asintió, hizo un asentimiento a ambos, otro al dragón y tras
ellos inclinarse, se marchó hacia Hamelín sin demora.
—Yo también he de partir, Hogg.
—Te acompaño.
Y aunque lo que menos deseaba era separarse de él, Meridi tuvo que
negarse.
—Debo hacer esto sola. Tengo algunas responsabilidades…
Él suspiró y cogió sus manos.
—En realidad… yo también. Debería volver a la Escuela de Jinetes y
enfrentarme a las consecuencias de mis actos.
—Nuestros actos.
Hogg le sonrió con cariño y le acarició la mejilla.
—Como bien has dicho, Di, es algo que debo hacer solo.
Y sus labios se fundieron en un beso. Quizás el último, pues ambos
corazones se preguntaban si volverían a verse. Cuando se separaron Meridi
sintió un regusto amargo en la garganta y le atrajo de nuevo hacia ella, mas
sabía que no podía dejar de lado sus responsabilidades y volvió a echarse
hacia atrás. Se topó con los ojos amarillentos del jinete, que la evaluaron
con el mismo dolor reflejado en ellos. Deslizó las manos por las mejillas de
la pelirroja y una sonrisa triste asomó a sus labios.
—¿Volveremos a vernos?
No lo sabía y, sin atreverse a responder, se limpió una lágrima rebelde y
fue Hogg el que asintió de forma imperceptible con la cabeza. Se inclinó
hacia su frente y le dio un beso largo. Luego, los labios se movieron contra
su frente, hablando sin emitir ningún sonido. El corazón de ella dio un
brinco. ¿Acababa de decirle un «te quiero» silencioso?
Él le dio la espalda deprisa y volvió con el dragón.
Ella evitó mirarle, reprimiendo las lágrimas. Mas su corazón repiqueteó
con fuerza mientras abría la boca para susurrar:
—Yo también te quiero, Hoggy.
Y se marchó, porque no podía alargarlo más. No vio el brillo en la mirada
de él, no vio la emoción latiéndole en el pecho, haciéndole cosquillas en el
vientre, pero sí lo sintió bajo su piel. Y sus corazones se agitaron con un
mismo sentimiento.
¿Qué sería de la joven arquera cuyo destino era convertirse en Duquesa
de Escocia?
¿Y del joven que no había logrado llegar a ser siquiera un aprendiz de
jinete de dragón?
CAPÍTULO 89
Nox aterrizó en el patio de la escuela y Hogg se sintió sobrecogido por el
tamaño del castillo. Su vista fue directa hacia las dragoneras y recordó con
nerviosismo todo lo que había pasado durante el tiempo que había estado
fuera.
—Hoggy, ¿estás bien?
No lo sabía. ¿Lo estaba? Sonrió y asintió con la cabeza, antes de echar a
andar hacia las puertas, mas estas se abrieron antes de que siquiera las
alcanzara y salió de ellas un semigigante, de cabello negro y ojos vivaces.
No le dio tiempo a saludar, porque Zephyros abrazó al muchacho
estrujándolo entre sus fuertes brazos. Las risas del dragón a su espalda y sus
propios quejidos hicieron que Zephyros le soltara al fin.
—¡Has vuelto!
—No sabía cómo hacerlo —dijo Hogg, bajando un poco el tono.
El hombretón sonrió de medio lado y rodeó los hombros del chico,
guiándole al interior. Nox los siguió, caminando con solemnidad por el gran
vestíbulo de la entrada. Como si fuera la primera vez que estaba allí, se
sintió de nuevo sobrecogido por la decoración, por los techos altos y los
retratos severos de dragones y jinetes.
Se sentía un intruso y mantuvo las manos en los bolsillos, para que el
semigigante no viera que le temblaban las manos.
—¿Cómo está la directora?
La pregunta en realidad no era por el estado de Ingrid, sino por cómo se
había tomado los últimos acontecimientos, que de seguro habían llegado a
sus oídos. Un grupo de alumnos pasó junto a ellos hacia el exterior,
saludaron a Zephyros y miraron de forma descarada a Hogg, pero todavía
más a Nox. Hubo silbidos de admiración y comentarios por lo bajo que el
chico no quiso escuchar.
—Digamos que has estado siendo un tema de conversación recurrente en
nuestras cenas.
Tragó saliva y al fin, sacó las manos de los bolsillos. Miró hacia la
escalinata y tras dejar escapar todo el aire decidió que era momento de
hacerle frente a lo que había hecho.
Subió las escaleras, mentalizado de que iba a ser expulsado
definitivamente. En realidad, no era eso lo que le preocupaba de verdad,
pues conocía el futuro que le esperaba si elegía esa vida.
Una existencia sin Meridi.
Al menos no como él querría, porque los jinetes de dragón no tenían un
pacto tan severo como los druidas, pero dudaba que su estilo de vida les
permitiera formar una familia.
«Ni siquiera sabes si es lo que quiere ella. Va a ser arquera de Ártemis. Y
Duquesa de Escocia».
Las dudas se arremolinaron en su vientre y sintió la calma que le ofrecía
el dragón, cuando este se acercó más a él y le apoyó la cabeza cerca del
hombro, infundiéndole ánimos.
—Lo haremos juntos.
Otro miedo, ¿ser expulsado implicaba perder a Nox? Sacudió la cabeza.
Ese pensamiento era absurdo, los dragones no eran propiedades, eran seres
que sentían y tenían elección. Y si Nox le había elegido… Volvió la mirada
hacia él.
Podría tener a cualquier jinete. Estarían dispuestos a luchar con él y…
—Yo te elegiré siempre, Hoggy.
Era como si le leyera la mente y es que, en ocasiones, creía que podía
hacerlo. A medida que se hacía mayor, su vínculo también crecía. Se armó
de valor, se limpió una lágrima rebelde que escapó hacia su mejilla y subió
el primer escalón.
Zephyros le siguió y el jinete le miró de forma interrogativa.
—¿Crees que voy a perderme lo que tenga que pasar en esta reunión? Ni
lo sueñes.
El semigigante guio sus pasos, como ya había hecho en más de una
ocasión, mas no fueron hacia el despacho de la directora. Siguieron un
pasillo largo que Hogg no reconoció y que desembocaba en un salón
grande. En el centro había una mesa larga ocupada por el resto de maestros
y el chico palideció.
A su memoria acudió el momento en que Zephyros les había contado que
a lo largo de la historia solo había habido dos expulsiones. Estaba seguro de
que ese día iba a ocurrir la tercera.
Por un momento, deseó que allí también hubieran perdido la memoria,
como en el resto de reinos, pero, por alguna razón que desconocía, no había
sido así.
Ingrid, sentada en el centro de la mesa, hizo pasar a los recién llegados.
Zephyros le dio una palmada amistosa en el hombro y se dirigió hacia su
asiento. La directora tenía los ojos clavados en el más joven. Él le devolvió
la mirada, pero agachó la cabeza primero, mientras ocupaba un lugar en el
centro de la sala.
Sentado a su lado se puso Nox. Su altura superaba a la de Hogg y el reptil
mantuvo la mirada fija en los maestros, sin achantarse.
—Nidhogg. —La voz de Ingrid retumbó severa en la sala.
Hogg se sintió aún más pequeño de lo que era en esa sala enorme llena de
gigantes.
—Sí…
—Tus proezas han llegado hasta nuestros oídos.
Él se removió inquieto, captando la ironía en las palabras de la directora.
—Entiendo que…
—No me interrumpas.
Zephyros asintió, como dándole ánimos desde su silla, pero una mirada
fugaz de Ingrid le hizo ponerse de nuevo con gesto severo, imitándola.
—Te fue encomendada una misión para poder empezar tu instrucción
como jinete: recoger todas las habichuelas mágicas que había desperdigado
tu amigo.
Él se limitó a asentir, tragando saliva.
—No solo no lo hiciste, sino que tu imprudencia rompió una vara del
tiempo, trajiste aquí a una desconocida sin afinidades, le enseñaste nuestro
mundo —llegados a este punto Hogg mantenía la cabeza alta, esperando su
castigo— y, por si fuera poco, mostraste a tu dragón al mundo entero; no
solo descubriendo la existencia del último elemental nocturno, sino
exponiéndonos a todos.
—Fue por…
—¡Silencio!
Un coro de murmullos ahogados se extendió entre los maestros.
—Entiendo que debo ser expulsado, directora, pero mis actos solo se
llevaron a cabo para…
—Para salvar un reino —terminó Ingrid, suavizando el tono—. Fuiste
valiente, Nidhogg, antepusiste el bien de un reino mágico al tuyo propio, a
tu sueño de convertirte en jinete. Expusiste a tu dragón con lo que conlleva,
restauraste el tiempo y te enfrentaste ni más ni menos que a Morrigan.
Este nombre volvió a levantar murmullos entre los maestros, pero Ingrid
no estaba dispuesta a parar.
—Has recorrido oscuridades más profundas de las que el resto nos
atreveríamos a enfrentar y por eso creo que tú mereces ser un jinete. Y, si
así lo deseas, serás bienvenido a la Escuela de Jinetes como aprendiz.
Alzó la cabeza, sorprendido, y Zephyros dio un suave aplauso al que se
sumaron los otros maestros, incluida Ingrid.
—Yo…
—No es necesario que lo decidas ahora. Tómate un tiempo, descansa.
Decidas lo que decidas, Nox siempre estará a tu lado.
Sentía un nudo en la garganta y las lágrimas a punto de aflorar. Y el
llanto que estaba sofocando se convirtió en risa cuando Ingrid añadió:
—A fin de cuentas, ya has mostrado al dragón a todo el mundo, así
que…
Pero Hogg estaba seguro de algo: las cosas podían cambiar. Intercambió
una mirada rápida con el dragón y supo que estaban pensando lo mismo.
CAPÍTULO 90
El castillo estaba en calma. Las primeras nieves habían llegado y Meridi se
apartó de la ventana para volver la vista hacia el salón, donde el fuego
chisporroteaba y su padre lo reavivaba antes de dirigirse a su sillón.
Normalidad. Otra vez. Mas no sabía lo que duraría. Ella era una arquera
de Ártemis y ese tiempo en el castillo le había hecho pensar en las otras
opciones de vida que nunca le habían resultado llamativas.
Se acarició un brazalete en forma de dragón y captó el suspiro de
Alasdair. Al mirar en su dirección le vio mirándola, con los ojos azules que
compartían, chispeando de emoción.
—¿Pensando en cierto jinete?
Ella no lo negó, pero dejó de tocar la joya de inmediato y se fue a sentar
frente a su madre, que estaba tejiendo al calor del fuego. Estaba más
relajada que antes de ser una osa, como si esa transformación la hubiera
cambiado a más niveles. La observó detenidamente y volvió a sentirse
como una niña pequeña que se refugiaba en sus brazos. Mared había sido
estricta, en ocasiones demasiado, pero en ese momento, sentada de forma
relajada, tan centrada en las costuras que se le había olvidado erguir la
espalda, tan solo era su cariñosa madre.
—Meridi.
A la apelada le sorprendió que ese diminutivo viniera de boca de la mujer
y la contempló con los ojos muy abiertos.
Su madre dejó a un lado el bordado y sonrió. Una sonrisa relajada y
abierta.
Iba a decir algo cuando unos toques en la puerta llamaron la atención de
la familia.
—¿Esperamos a alguien?
—Me temo que no. —Alasdair se puso en pie.
—La reina ha venido —anunció el sirviente, haciendo que Mared
cambiara de pronto.
Se adecentó el cabello y en un abrir y cerrar de ojos volvía a ser la madre
estricta que ella había conocido. Hasta el punto que chasqueó la lengua con
disgusto intentando peinar el cabello de su hija y hacer que se irguiera como
la futura duquesa que era.
Alasdair, por su parte, indicó que podía pasar. La familia se mantuvo en
pie hasta que Ártemis entró en el salón. Ese momento le recordó a la
arquera cuando había sido seleccionada para ocupar un puesto entre las filas
de la reina. Ahora, no sabía qué pasaría con ella. Había demostrado su valía,
mas sabía que los druidas recordaban su falta con el tiempo. La expulsión
del bosque y su comportamiento cuestionable al robar la flor lunar —
aunque no sabía seguro si eso podían saberlo—, así que llevaba días
esperando ansiosa la llegada de la reina y, quizás, su posterior castigo.
Mas la soberana sonrió al llegar y saludó de forma cortés, mientras la
familia le hacía las reverencias pertinentes y los sirvientes servían té
caliente y pastas. Como era costumbre en Hamelín, a pesar de que pasaba
poco de mediodía, ya empezaba a oscurecer y a orden de Alasdair, otro
sirviente encendió las velas a su alrededor.
—Bienvenida, Majestad, ¿a qué debemos que nos honre con vuestra
presencia? —se adelantó Mared, haciendo un gesto de mano invitándola a
acercarse.
—Vamos a sentarnos, me encantaría probar una de estas deliciosas
galletas.
Ocuparon sus asientos, Meridi lo hizo en la punta del sofá, tan rígida que
sintió que podía romperse en cualquier momento. Su madre le puso una
mano en la pierna, intentando calmarla, pero ella no podía dejar de pensar
en todo lo que había hecho.
Y también apareció Hogg en su mente. Sus hoyuelos. Su ingenio. El
modo en que la besaba y…
«Ya basta. Se va a convertir en jinete».
—Meridi, has demostrado un valor que supera todo lo que esperaba.
Sintió que los colores acudían a sus mejillas y percibió el orgullo en la
mirada que intercambiaron sus padres.
—Has sido una arquera de Ártemis ejemplar. Nos has salvado a todos y
nos has librado de un mal mayor del que podríamos imaginar —continuó la
reina.
—Yo solo…
Entonces cayó en la cuenta de que había hablado en pasado y se mordió
el labio, sin comprender.
—Entiendo que quieras regresar a esta vida tranquila, formándote para
ocupar tu lugar cuando tus padres, los Duques de Escocia, lo decidan.
—¿Qué…?
Interrogó a sus padres, pero ellos parecían igual de confusos que ella, así
que volvió la vista a la reina, que bebió un sorbo de té y cogió una
shortbread que paladeó unos instantes.
—Pero… —Guardó silencio un segundo—. Sigo necesitando arqueros
como tú en mi guardia real y, mientras no debas ocupar tu puesto, tienes
uno en mi corte.
Los labios de Mared se unieron hasta formar una línea, mas no dijo nada.
Tampoco Alasdair, esperando a que lo hiciera Meridi.
—Pero… ¿y los druidas?
—¿Qué sucede con ellos?
—Pues…
«Saben que no soy de fiar. Saben lo que hice. Me expulsaron de su
bosque…».
—Saben todo lo que has hecho, es cierto —empezó Ártemis con calma
—, y fui informada de ello. Mas, sin tu valentía y la del muchacho del
dragón, tal vez aún siguiéramos bajo un manto de espinos y rodeados de
osos.
Meridi asintió con dificultad y cogió una galleta solo para mantener las
manos ocupadas.
—Descansa, recupérate, Meridi. Hazme saber tu decisión cuando la
hayas tomado.
Y Ártemis, tras mantener unas charlas acerca de la región de Hamelín
con sus padres, se fue por donde había venido, dejando a una Meridi
confusa sin saber qué hacer.
Antes no habría dudado, se habría lanzado a por su arco y habría seguido
a la reina donde fuera necesario.
En ese momento no lo tenía tan claro. No solo por Hogg, sino por ella
misma. Tenía elección.
Y, por vez primera, el camino trazado por sus padres no le parecía tan
mala opción.
CAPÍTULO 91
—No puedo ser jinete.
Su voz cortó el silencio del dormitorio, mientras ensayaba una y otra vez
delante del espejo el mismo discurso. Nox bufó desde la enorme cama, giró
sobre sí mismo, quedando apoyado en su espalda, viendo ahora al chico
cabeza abajo.
—¿De verdad crees que es un discurso tan largo como para repetirlo
veinte veces frente al espejo?
—No estoy memorizando, Nox.
Ingrid le daba pavor, pero le asustaba más la reacción de Zephyros, que
estaba muy emocionado desde que se había anunciado que podía ingresar
en la escuela. El semigigante siempre había creído en él y había intercedido
para que le dieran una oportunidad.
No había logrado conciliar el sueño en toda la noche, dándole vueltas a si
esa era la vida que quería. Él no había elegido trepar por una planta mágica,
salida de una habichuela de leyenda, no había pedido que el huevo del
último elemental nocturno reaccionara ante él y… Sin embargo, amaba a su
dragón y no podía dejar de pensar en lo que aquella aventura le había dado:
un amor en el que no podía dejar de pensar.
Un amor del que tendría que despedirse si decidía quedarse.
Pero tras darle vueltas y más vueltas había llegado a la conclusión de que
no estaba dispuesto a ello. Él y Meridi se habían despedido sin la certeza de
compartir un futuro juntos, porque cada uno tenía que enfrentar las
consecuencias de sus actos… y su propio destino. Sin embargo, él en su
interior sentía que no había sido una despedida, que volverían a verse.
Si se quedaba, si juraba lealtad a los jinetes… Se dirigió a la sala
contigua, mientras el sol despuntaba en el horizonte. El baño tenía un agua
burbujeante y cálida y enseguida vio a alguien nadando en la superficie. El
pequeño dragón blanco escupió un chorro de agua invitándole a entrar.
—Está caliente, chico, y después de repetir cientos de veces que no
puedes ser jinete igual te vendrá bien cambiar de tema.
—Fáfnir, ¿cuándo has entrado?
El animal señaló con su pequeña garra un conducto en el suelo, como si
fuera tan evidente que la pregunta le ofendiera.
—Da igual —dijo Hogg, con gesto cansado.
Contempló el baño, se despojó de la ropa y se lavó lo mejor que pudo,
antes de volver, envuelto en una toalla, hacia la habitación. Miró el
uniforme de jinete y, después, se dirigió al armario. Encontró las ropas que
le habían asignado a su llegada a la escuela. Marrones, anodinas. Mas se
arrepintió y se decantó por otras prendas que descubrió. Una capa de
terciopelo negra y brillante, una camisa y mallas de montar a juego.
Ordenó su cabello y Nox brincó para resoplar sobre los mechones de su
frente.
—Meridi me daría su aprobación.
Él sonrió, porque era cierto. Sin dudar, salió con el reptil caminando tras
él y un Fáfnir que no vio, pero sí sintió dentro de su bolsillo, camino del
dormitorio de Zephyros. Quería hablar con él, antes de anunciarle su
decisión a Ingrid.
Se detuvo frente a la puerta. Escuchó unos murmullos y, después, una
risa que reconoció y le hizo arrepentirse de su decisión: era la directora.
Sospechaba que entre el semigigante y la giganta había algo, mas cuando
la puerta se abrió de repente y vio a Ingrid con las mejillas sonrosadas y el
brillo en los ojos claros estuvo a punto de salir corriendo.
—¡Hogg! ¿Qué haces aquí?
Se mordió la lengua para no formularle la misma pregunta y se encogió
de hombros.
—Quería hablar con Zephyros.
—Claro, todo tuyo. Yo he pasado a comunicarle unos asuntos de unas
evaluaciones que tiene pendientes.
«Sí, claro».
—¡Hogg! Mi alumno favorito.
—Eso no es muy profesional, Zephyros —le reprendió Ingrid.
—Sí, en cuanto a eso…
La directora se detuvo y le miró, después posó los ojos en Nox y suspiró.
—Ven a hablar conmigo cuando estés listo, Nidhogg, estaré en mi
despacho —le dijo, le sonrió con calidez y después se perdió por el pasillo.
El jinete entró en el dormitorio del maestro, que consistía en un salón con
tres puertas anexas. Una imaginó que era el dormitorio, otra un baño y sabía
que había una que era una pequeña biblioteca. Había una tetera hirviendo y
unas tostadas en una mesita frente a Zephyros. Este tenía el cabello revuelto
y unas migas que le salpicaban la barba.
—¿Nervioso por el inicio de tu instrucción? Sírvete té, tienes cara de no
haber dormido. Nox, ahí tienes un cubo de manzanas.
El dragón recorrió la distancia que lo separaba de su manjar y empezó a
mordisquear una de las frutas. Fáfnir se metió de lleno en el cubo y saboreó
con gusto las manzanas, intercambiando gruñidos con Nox.
—Cuando decides ser jinete… —Hogg no sabía si era la mejor forma de
empezar, pero esas fueron las primeras palabras que fue capaz de
pronunciar.
Zephyros le miró, animándole a continuar y, al ver sus dudas, bajó la
tostada y tragó lo que tenía en la boca.
—¿Es por cierta arquera?
—En parte sí, pero… Esto no es lo que… Creo que no es esta vida la que
quiero. Antes sí, mas tras haber vivido todo lo que he vivido…
—¿Y qué quieres?
—No ocultarnos. No permanecer a la sombra. Lo que yo he hecho… Lo
que Meridi, Nox y yo hicimos —se apresuró a añadir— fue algo imposible
para los jinetes. Me gustaría que las cosas cambiaran, Zephyros, y si me
quedo aquí, todo seguirá igual.
—Los cambios son lentos y…
—Los dragones y los humanos tienen mucho que aportarse. Más allá de
estas cuatro paredes.
—Te entiendo.
Y de verdad lo hacía. Hogg lo vio en el brillo de orgullo en sus ojos, en el
modo en que chasqueó la lengua y negó despacio con la cabeza.
—Tendría que haberlo imaginado —murmuró—. Ingrid lo dijo.
—¿Qué dijo?
—Que no te quedarías.
—No puedo.
—Vamos, come algo y te acompañaré a hablar con Ingrid.
Sin embargo, apenas pudo probar bocado, y lo poco que había comido se
le quedó atascado en la garganta mientras iban al despacho de la mujer.
La directora los esperaba. Como ya había dicho el maestro, intuía la
respuesta de Hogg, pero lo que le dijo tras darle la noticia le dejó sin habla:
—He estado pensando en todo lo que ha pasado. En Nox. En ti. En cómo
os habéis mostrado al mundo y en cómo tu coraje salvó un reino.
—No fue el mío, directora, fue Meridi.
—Sí. La arquera —pronunció la palabra con un brillo diferente en los
ojos.
—Sin ella no…
—Lo sé. Su presencia aquí me ha hecho pensar que tal vez hemos estado
equivocados todos estos años. ¿Y si el camino no es ocultarse? —Hogg
abrió mucho los ojos—. No te emociones, chico, no estoy hablando de
soltar a todos los dragones por el mundo. Mi misión es protegerlos de los
humanos, pero…
Él asintió. Entendía lo que quería decir.
—Puede que haya llegado el momento de empezar un nuevo camino,
¿no? Y, así, poder ser de más ayuda para los reinos. No de forma
clandestina, sino…
—Eso es lo que pienso, directora. —El joven estaba animado con la
nueva reflexión de la giganta. No tenía por qué quedarse. No tenía por qué
ocultar a Nox. Y quizás su historia con Meridi sí tuviera un futuro… Su
corazón dio un brinco solo de pensarlo—. Y comparto que no ha de ser algo
brusco, mas, por ejemplo, volver a unir el Reino de los Gigantes creo que
sería un gran paso.
La mujer suspiró, pensando en sus palabras.
—Tienes razón, joven Nidhogg. Quizás haya llegado el momento de
volver a ser uno. De que ellos recuerden por qué su tierra se llama Reino de
los Gigantes.
Hogg, emocionado, dirigió una breve mirada a su maestro, que asintió
con aprobación.
—En cuanto a ti… —continuó Ingrid—. Siempre serás bienvenido a la
Escuela de Jinetes, Nidhogg, jinete del último elemental nocturno.
CAPÍTULO 92
El bosque nunca le había parecido más bonito que cubierto de nieve esa
mañana de invierno. Abrigada con su capa de lana, paseó montada en su
caballo, dejando tras de sí un rastro de huellas de los cascos del animal
sobre el manto níveo.
Sobrecogida, contempló las flores lunares, cerradas, a unos metros de
ella, en la zona más salvaje de sus terrenos, donde solo acudía ella y, en
ocasiones, su padre. Todavía no había tomado una decisión, pero sabía que
era cuestión de tiempo. La reina necesitaba una respuesta y, aunque le había
dicho que podía meditar sobre ello, sentía una cuenta atrás imparable que la
obligaba a tomar un camino u otro.
Le sorprendió escuchar a lo lejos unos cascos de caballo y se volvió en
busca de su padre, pero a quien vio montada en una yegua blanca que se
mimetizaba con el paisaje fue a la duquesa. Con el cabello suelto y no
recogido en una trenza, liso, del color de las castañas maduras, salpicado de
hebras de plata. Los ojos, dos pozos profundos, que tan poco le había
costado reconocer en la osa que había sido durante un tiempo. Una mirada
que había temido no ver. Mas en ese momento, su madre no parecía una
duquesa, sino una amazona experta.
—¿Madre? —preguntó Meridi.
La mujer llevaba ropa de montar y lucía una sonrisa muy diferente a la
que mostraba de forma habitual.
—Sabía que te encontraría aquí.
—Yo creía que tú…
—Siempre te he observado, hija.
Esa confesión le hizo temblar el pecho y sacudió la cabeza, mirando
hacia los árboles.
—Yo tampoco elegí ser duquesa. Tan solo quería viajar, conocer mundo,
cantar…
La pelirroja se volvió hacia su madre. Aunque ya conocía esa historia,
jamás había sido capaz de imaginar a la duquesa como un bardo.
—Pero elegiste tu camino.
La mujer suspiró.
—Fue un matrimonio concertado entre clanes. O algo así. —Rio de
forma melodiosa—. Tu padre estaba hecho un bribón, superó todas las
pruebas y quedó el primero por encima de otros dos aspirantes.
—¿Aspirantes?
—No me mires así, es como se hacían las cosas.
Ella puso una mueca que hizo reír aún más a su madre.
—Deja de poner esa cara, tú no existirías de no ser por la puntería de tu
padre.
Ella abrió mucho los ojos y la duquesa fue consciente de lo que había
dicho.
—Se le daba muy bien el tiro con arco, como tú bien sabes.
Sus secretos nunca habían sido secretos si ella siempre había sabido a
qué se dedicaba su hija y de las enseñanzas de Alasdair.
—Mas tienes razón en algo, hija. Yo pude elegir, aunque en principio
fuera un matrimonio concertado. Mi palabra era la última. Me enamoré de
tu padre y… mi destino cambió para siempre.
Se hizo el silencio entre ambas. Una quietud únicamente rota por la
melodía propia que emanaba la naturaleza del Reino de la Música.
Cabalgaron a paso lento hacia el acantilado, donde a aquella música
mágica se unía el rumor de las olas rompiendo con las rocas.
—Tienes dos caminos frente a ti, cariño. —Su voz se tornó dulce y bajó
de su caballo.
Se acercó a su hija y la tomó de la mano. Estaba cálida, incluso cuando
no había motivos para que así fuera. También desmontó y miró a su madre,
que la observaba con afecto. Le apartó un mechón del rostro y suspiró.
—No sé qué hacer, madre. —Meridi sacudió la cabeza, confusa.
—Lo que te diga el corazón.
Su pecho se sacudió y tuvo frente a sí la imagen de Hogg.
—¿Tú…?
Enrojeció y la pregunta murió en los labios antes de que pudiera
formularla. No sabía siquiera qué quería preguntar.
—Hagas lo que hagas, tu padre y yo te apoyaremos.
—Pero… Él dijo que se hacía mayor y…
—Ya, tu padre siempre dice eso. Que tiene ganas de dejar de ser duque y
delegar esa responsabilidad. Lo sé. Pero existen otras opciones. Los dos
queremos que seas feliz.
Meridi asintió en silencio y volvió la vista al bosque.
—A tu edad a mí me gustaba montar a caballo. Hacía carreras, ¿sabes?
Pero tuve que dejarlo todo cuando…
—… te enamoraste.
Las mejillas de su madre enrojecieron y Meridi estuvo tentada de echarse
a reír. Jamás habían tenido una conversación tan íntima, y le alegraba poder
tenerla sin sentirse incómoda.
—El amor lo cambia todo, Meridi. Mas no debemos dejarnos cegar por
él. Primero debes tener claro qué es lo que tú deseas y elegir en función de
ello.
—¿Qué quieres decir?
—Que no debes elegir solo con el corazón, sino también con la razón.
Hacerlo solo con uno de ellos puede hacerte infeliz.
Ya no estaba hablando de si quería tomar el arco o el ducado.
La mirada de Meridi fue a las aguas rizadas, debajo del acantilado, en la
dirección en que estaba el Reino de los Gigantes.
CAPÍTULO 93
Habían atravesado el océano, sobrevolado el paisaje azulado hasta llegar al
Reino de la Música. Verlo le hizo sentir un nudo en el estómago. Cabía la
posibilidad de que ella le rechazara, que tal vez su presencia alterase los
planes de convertirse en arquera. Aunque hubiera elegido no serlo…
Se fijó en el lugar que tenía a sus pies, cubierto por una fina capa de
nieve y la gente caminando por la ciudad, atenta a sus tareas. Ya no eran
osos y eso le recordó lo que la pelirroja y él habían vivido juntos.
—¿Vamos directos al castillo, Hoggy? —La voz de Nox interrumpió sus
pensamientos.
Se fijó en el pequeño castillo del acantilado, el de los Duques de Escocia,
y el nudo se convirtió en mariposas que subieron de su vientre al pecho y le
burbujearon en el corazón.
—Sí, vamos a aterrizar ahí.
Señaló el jardín trasero, desde donde la chica acudía a sus entrenamientos
en el bosque. Hacía mucho frío y, en ese momento del mediodía, el sol ya
había iniciado su descenso. Recordó que Meridi lo había mencionado: en su
reino había menos horas de luz.
Aterrizaron y se encaminaron hacia los terrenos de los duques.
Tenía el pulso acelerado, su pecho subía y bajaba. ¿Era correcto
presentarse así? Mared era una mujer severa y estricta, palideció al
recordarla. ¿Qué le haría si le veía aparecer…?
—¿Hogg?
«Oh, no…».
Era la madre de Meridi, pero al darse media vuelta la encontró junto a
Alasdair… ¿disparando flechas? Tuvo la tentación de frotarse los ojos
varias veces para ver si aquella imagen era real.
Los condes intercambiaron una mirada rápida y después posaron los ojos
en Nox. Este alzó una pata, imitando el saludo humano y el padre de Meridi
soltó una carcajada. Mared a su lado, más comedida, se tapó la boca para
ocultar su sonrisa.
—¿Qué haces aquí? —Alasdair se puso serio y le evaluó despacio.
—Pues…
Mared le dio un codazo a su marido y dio un paso.
—Meridi iba al puerto, a coger un drakkar para…
El corazón de Hogg se saltó varios latidos. ¿Meridi se iba? Y no pudo
escuchar cómo terminó la frase la duquesa porque salió corriendo a montar
de nuevo sobre Nox. Antes de alzar el vuelo, estudió a los padres de la
joven.
—Ve, corre, o tendrás que sacarla de un drakkar a nado —sonrió
Alasdair.
El vuelo hacia el Puerto del Estrecho fue corto gracias a la rapidez del
dragón, que aterrizó a apenas unos metros del pequeño pueblo. Hogg
desmontó y le miró unos instantes.
—No pienso presenciar una de vuestras… singulares formas de unir las
bocas.
Él se sonrojó hasta las orejas.
—¡Vamos, corre!
Y eso hizo el jinete. Corrió y corrió, más de lo que lo había hecho en toda
su vida. Cruzó calles, derribando en el camino a algún pueblerino,
disculpándose a toda prisa. Apenas tenía fuerzas para caminar cuando llegó
al puerto y miró a ambos lados, en busca de una cabellera roja como el
fuego.
No la encontró a primera vista y empezó a desesperarse. Oteó el
horizonte, en busca de embarcaciones que hubieran zarpado. Nada.
Y apretó los dientes. No podía haber llegado tarde. Y, entonces, la vio. Y
sus piernas reaccionaron deprisa, corriendo hasta llegar al muelle que estaba
recorriendo Meridi, enfundada en un vestido azul oscuro, de manga larga,
bajo una capa a juego con ribetes de pelo.
—¡Di! ¡Espera! —la llamó casi sin aliento.
Ella se quedó estática y se volvió muy despacio. Hogg sintió que
desfallecía. La futura duquesa llevaba una trenza despeinada, con varios
mechones que enmarcaban sus facciones. El vestido, vaporoso a partir de la
cintura, se ajustaba a sus caderas por un cinturón en el que llevaba el arco y
otros utensilios. Dio un paso, incrédula, hacia él.
—No… no podía dejar que te fueras sin…
Y de pronto se quedó sin palabras. Porque, si estaba a punto de partir,
quizá fuera a una misión de arquera. Tal vez todo aquello era un gran error.
Pero la chica había atravesado la distancia que los separaba con grandes
zancadas, olvidando al marinero con el que había estado hablando.
—¿Es importante? —Hogg señaló el barco con la cabeza—. No querría
retrasarte, no…
Ella se mordió una sonrisa y se situó cerca de él, para que pudiera mirarla
a los ojos.
—Muy importante —aseveró ella.
—Ya… Pues… —Se rascó el cogote.
Supuso que ya estaba todo dicho, mas no podía acabar así. No cuando su
corazón dolía de ese modo.
—Bueno, ¿y qué haces aquí? Creía que… —preguntó la arquera.
—Un día me dijiste que en tu reino podría ser un gran artesano y… yo…
—No, Hoggy, aquí no podrías ser un gran artesano.
Boqueó, hasta que la contempló de nuevo. Las mejillas sonrosadas, los
ojos brillantes. Una mano subiendo a su cuello, situándose en la nuca y la
sonrisa traviesa que apareció después, mientras que los dedos de la otra
mano recorrían el pecho del jinete con lentitud.
—Aquí, en el Reino de la Música, tú serías el futuro Duque de Escocia.
Y, sin darle tiempo de reacción, le atrajo hacia ella. Como la primera vez
que sus labios se habían unido. Tirón de la pechera, presión en la nuca y el
estallido de fuego en la boca y también en el corazón.
El alcance de la afirmación de Meridi le hizo dejar de escuchar el mundo
a su alrededor. La música en la que no había reparado hasta ese momento y
que florecía entre las olas, en las voces de los habitantes, en el rumor de las
hojas o en el siseo del viento, sonaba despacio, a medida que los matices
regresaban a sus oídos.
—¿Y qué hacías aquí…? —susurró él, entre beso y beso.
—Iba a ir a buscarte al Reino de los Gigantes.
Y el jinete sintió que se derretía. La sostuvo por la cintura y la levantó en
el aire haciéndola girar, mientras ambos reían. Cuando se detuvieron, había
empezado a nevar y los copos los rodearon, mientras se tomaban de la
mano y empezaban un nuevo camino.
Juntos.
CAPÍTULO 94
La estación del sol había empezado en el reino. Y sus primeros efectos se
sentían en la escasa niebla del amanecer y en las temperaturas más suaves
durante el día. El cielo era una amalgama de dorados y naranjas, roto por la
presencia de un dragón, negro como una noche sin lunas, reluciente como
un manto de estrellas.
Era tan grande que era imposible no verlo en la distancia, mas los
habitantes de Hamelín, y también los de las demás ciudades del Reino de la
Música, estaban acostumbrados a él, pues era el dragón de los Duques de
Escocia. Era habitual verlos sobrevolar los terrenos sobre su lomo, y por
eso su presencia despertaba admiración, saludos de los chiquillos y
peticiones de algunos artesanos, a los que el duque ayudaba, para que Nox
quedaba inmortalizado, no solo con su intelecto, sino con trabajos físicos
para los que el dragón era vital.
No era el único dragón, no allí, pues unos pocos —muy pocos—
habitaban entre ellos y ocupaban un lugar importante en la sociedad.
Ese era el mundo que Hogg había soñado y ahora, como duque, estaba
satisfecho con él. Incluso Zephyros e Ingrid, cuando habían visitado el
reino, habían quedado maravillados con los cambios.
—¿Esto es lo que habías soñado siempre? —preguntó Hogg, al oído de
su esposa.
Estaban muy juntos, pero ella estaba sentada delante y las manos del
jinete la rodeaban por la cintura con firmeza. Seguía siendo alto y espigado,
pero los años le habían dotado de más corpulencia y sintió el calor de su
torso a la espalda.
—No del todo —contestó ella, sonriendo—. Soñaba con ser arquera,
¿recuerdas?
—No he visto a nadie que dispare mejor. —Le besó el cuello despacio.
Nox emitió un gruñido de queja que Meridi no necesitó que su esposo le
tradujera.
—Soñaba con ser…
—¿Soñabas con montar un dragón?
—Debería haberlo hecho, porque es maravilloso, pero no.
—¿Y soñabas con…?
Ella se giró un poco hacia él, señaló lo que tenían bajo ellos y le besó el
dorso de la mano, agarrándolo con fuerza.
—Soñaba con cambiar las cosas. Elegir mi destino. Y las hemos
cambiado, Hoggy. Me he casado por amor, decidí tomar el ducado al lado
de un jinete de dragón.
Él sonrió, apoyó la barbilla en el hombro de la pelirroja y le susurró al
oído:
—Yo soñaba con una vida sencilla, formando una familia con la mujer a
la que amo —acarició el vientre levemente hinchado de ella—, al lado de
mi dragón. En un mundo donde no tuviéramos que ocultarnos y la gente y
los dragones pudieran vivir juntos. En paz.
Y siguieron surcando los cielos, como cada amanecer, a lomos del último
elemental nocturno de los Reinos Malditos.
EPÍLOGO
Fin.
Sí, Meridi y Hogg no solo se casaron y heredaron el ducado de los padres
de ella, sino que formaron una familia. Tuvieron uno, o dos, o quizás tres
hijos. Las gentes de Hamelín agradecieron las innovadoras ideas de la
pareja, que no hicieron sino enriquecer el Reino de la Música, dándole más
renombre del que ya tenía.
Por supuesto, todo ello, bajo la supervisión de la reina Ártemis, que
continuó cambiando de residencia según la estación —Hamelín para el
otoño, Sinfonía de Cristal para el invierno, Sphere para la primavera y
Bremen para el verano— y la de Ingrid, directora de la Escuela de Jinetes y
protectora de los dragones. Ambas forjaron una alianza gracias a la unión
de Meridi y Hogg, que luego se expandió por otros reinos.
Se volvió a plantar una habichuela mágica que unió el Reino de los
Gigantes. Los habitantes de abajo tuvieron que digerir la existencia de los
gigantes y los dragones, que habían quedado como historias de antiguas
leyendas del reino, y que ya nadie creía reales. Mas fue una unión
provechosa, y el reino prosperó arriba y abajo, mientras los dragones
volaban libremente, a veces incluso atreviéndose a dejarse ver por otros
reinos.
Jack tuvo que devolver la gallina de los huevos de oro, por lo que,
aunque habían logrado amasar una pequeña fortuna, su familia tuvo que
continuar con su granja. También tuvo que ayudar a encontrar al cervatillo
dorado y las habichuelas dispersas por el reino de abajo. Cómo había
llegado el cervatillo de arriba abajo era un misterio.
El rey Vorath fue destronado y se volvió a elegir un nuevo soberano para
el Reino de las Quimeras.
Ailis llegó a perdonar a su amiga y, aunque continuó siendo arquera de
Ártemis, se prestó también al servicio de los Duques de Escocia para lo que
pudieran necesitar de ella. Y aunque la tentación de usar una flor de luna
para recuperar a su hermana continuaba en su corazón, había aceptado que
había cosas que no se debían cambiar.
Esta vez Rumpelstiltskin no se salió con la suya, gracias a que Rubí ya le
conoce muy bien e impidió que Meridi y Hogg hicieran un trato con él.
Y bien, lector, ¿crees en la magia o necesitas seguir viajando a lo largo y
ancho de los reinos mágicos?
ERYA Y LAURA, ¿POR QUÉ…?
Si ya sois lectores habituales de Reinos Malditos, sabréis de dónde
surgieron las historias de El origen del invierno y Los pétalos del tiempo.
Ambas nacieron por un ship muy extendido por el fandom en las redes
sociales. Y ya que nadie se había lanzado a escribir una historia sobre ellos
—más allá de los fanfics— nos dijimos… ¿por qué no?
En este caso ha sido bastante complicado. Nuestra imaginación es capaz
de divagar por mundos aún no creados, pero esta serie de libros lo que hace
es coger dos historias, dos cuentos ya existentes, y unirlos para crear algo
nuevo. Sin embargo, aquí no había unas historias sin derechos de autor de
las que beber. Como bien sabéis, Cómo entrenar a tu dragón se basó en una
saga de libros que, por supuesto, tiene derechos vigentes, pues es bastante
actual. Investigando, vimos que la autora se había nutrido de los paisajes
nórdicos, en concreto de una isla, y de la cultura vikinga. Por otro lado,
Brave no tiene un precedente como tal. Hay teorías, y bebe de la cultura
celta. Así que cogimos ambas culturas, ambos personajes y guiños a ambas
películas, dando forma al libro que habéis leído.
Quisimos ser todo lo fieles posible a los nombres, pero sin traspasar la
línea de los derechos de autor. Así, Nidhogg —Hogg— es un ser
sobrenatural —según algunas fuentes, un dragón— de la mitología nórdica
que reside en una de las tres ramas de Yggdrasil y roe sus raíces. Y
Mareddud —Meridi— es un nombre celta que, aunque principalmente
formó parte de reyes, también hubo casos de mujeres que lo llevaron con
orgullo y valentía.
Hogg es un parlante. ¿Qué es eso? ¿De dónde ha salido? Como tantos
tipos de magia en los cuentos de hadas, es algo que no llega a explicarse. Es
así y tendremos que aceptarlo. Ya os lo advertimos en cada prólogo: no todo
tiene una explicación. Los cuentos de hadas beben de situaciones que a
veces dan por sentado porque sí, o aceptan sin más; en otras, sí buscan una
explicación. Como el hecho de que la gente no se sorprenda de que existan
lagunas con agua con propiedades mágicas, pero sí es raro que exista un
chico capaz de hablar con los animales.
¿Por qué una reina llamada Ártemis, que pertenece a la mitología
grecorromana? Una de las teorías que circulan sobre la transformación en
osos de la familia de Mérida es por uno de los mitos que conciernen a esta
diosa —Ártemis y Calisto—; por otro lado, es la diosa cazadora, que tiene
un cortejo de mujeres arqueras. ¿Qué mejor motivo para que Meridi se
hiciera arquera y deseara rebelarse contra su destino?
En cuanto a Morrigan, esa diosa de la mitología celta, la perfecta villana
para esta historia. Vaya, nos hemos cargado a una deidad, esperamos que no
caiga una maldición sobre nosotras…
Por fin hemos visto el final de Rubí —nuestra Caperucita Roja— y Phir.
Lograron librarse de la maldición haciendo uso de la Rosa Escarlata, antes
de que el tiempo se restableciera. Lo gracioso es que no recuerdan cómo se
libraron del maleficio, porque, al igual que el resto de reinos —salvo el
Reino de la Música y el Reino de los Gigantes— olvidaron todo lo sucedido
durante las grietas del tiempo. Ahora sí pudieron vivir felices, tal vez
viajando por los reinos, tal vez eligiendo uno como su hogar. No podemos
saberlo, ya que no nos lo han confesado ni a nosotras. ¿Quién sabe si
volveremos a verlos?
Día. Nuestra Día. Cinco entregas de esta serie y ella tiene presencia en
cada una de ellas, y todavía no sabemos su historia. Os contaremos un
secreto: Día nació como personaje secundario —haciéndose querer
irremediablemente— en La maldición de los reinos. Erya pensó en hacer un
guiño al hada madrina de La Cenicienta para, algún día, escribir esta
historia. ¿Qué fue lo que pasó? Que después de publicado el libro, leyó la
versión original del cuento y ¡oh, sorpresa! no hay ningún hada madrina en
La Cenicienta. Y por eso aún no hemos creado su historia, porque
queremos hacerla especial. Es un personaje que se lo merece.
En la entrega anterior ya explicamos de dónde surgió Mab, así que no
vamos a repetirnos, mas, si recordáis, es posible que volvamos a verla muy
pronto, pues forma parte de la historia de Peter Pan, y quizás sea la
próxima historia de Reinos Malditos.
Hemos vuelto a ver a Jack Frost. Y fue a petición de los lectores de estas
historias mágicas, ya que hicimos una votación entre él y Elsa. ¿Y os habéis
fijado en Ania? ¿Quién podrá ser? ¿Tal vez la hija de Elsa y Jack y un guiño
a Anna de Frozen?
Hemos vuelto a ver al flautista de Hamelín. Su historia se menciona aquí
y en El espíritu del espejo y, aunque no suele tener gran presencia, es un
personaje que también se hace querer. Aquí es alguien muy importante para
Meridi; en la otra entrega, ayuda a Bella. ¿Cómo? Eso tendréis que
descubrirlo si todavía no la habéis leído.
Y por último… ¡otro mapa! Esperad. Primero: ¿os habéis fijado en el
segundo mapa? Hay una habichuela mágica que ha crecido, y que no estaba
en las versiones anteriores. Ah, claro. Porque aquí se cuenta la historia de
Jack y las habichuelas mágicas, y posteriormente gracias a una de ellas el
Reino de los Gigantes queda unido por fin.
Y por otro lado, ya que hemos entrado en la parte alta del Reino de los
Gigantes, no podía faltar un mapa que nos lo mostrara… Además, somos
amantes de los mapas, ¡no podía faltar!
Agradecimientos
Nuestra primera mención siempre será a Ana Paula, que como ya muchos
sabéis, es la ilustradora por excelencia de estos libros. No diremos que la
tenemos amenazada a que debe ilustrar toda la serie de Reinos Malditos,
pero sí… Y es que ¿quién es capaz de imaginar las portadas si no es con sus
ilustraciones tan preciosas? Además, sabe captar a la perfección no solo lo
que queremos, sino la esencia de cada historia.
A nuestros lectores cero, Carol y Francisco, que continúan con nosotras
en este camino que hemos formado juntas. Sin vuestra ayuda no saldrían los
libros como salen. Gracias.
Gracias a Eva Rodríguez González, Agar, Marina_mosura, Diego DT,
Juanlu (que además quiere que dediquemos un saludo a todos los
sevillanos, y que Erya reconozca que los adora con todo su corazón, aunque
siendo ella de Granada haya rocecillos…), Cynthia Rivas, Melania SV,
Caterin Posse, Kenny Vla, LadyAkisa y Ana María (tú ya sabes, además,
por qué te damos las gracias, en especial Erya) por apoyarnos desde el
inicio de esta historia.
Y, cómo no, a ti, lector, seas nuevo o no, por estar aquí o por seguir aquí,
por disfrutar de la magia de los cuentos.
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