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Consagrado: ¡Renueva la gracia que hay en Ti!

1. EL TIEMPO SE HA CUMPLIDO
"El tiempo se ha cumplido,
el Reinado de Dios está cerca,
conviértanse y crean en el Evangelio"
(Mc 1,15)
1.1. Se ha inaugurado el tiempo de la gracia
Pocas palabras bastaron a Jesús para iniciar su ministerio. En apretada síntesis
este anuncio contiene un compendio de todo su programa. Dios, en persona, ha
entrado en la historia haciendo plenos los tiempos con su presencia salvadora: "el
tiempo se ha cumplido", y con Él se ha inaugurado el tiempo de la gracia del
Señor. Los ciegos ven, los sordos oyen, se rompen todas las cadenas y los pobres
son evangelizados. (Cfr. Lc 4,18-21). Y estas no son sólo palabras: el Cristo de
Dios nos comunica su propio Espíritu para llevar una vida bienaventurada y
apartar de la humanidad toda malaventuranza. (Cfr. Mt 5, 1ss; Lc 6,17ss).

No hay tiempo que perder: la invitación aún está vigente. Hay que convertirse a
Cristo para creer en El: en su persona, en su mensaje, en su misterio, en sus
gestos y palabras. Creer y testimoniar. Creer y salir, después, entusiasmados, a
contar lo que hemos visto y oído, como ministros, apóstoles y heraldos del
Evangelio de Jesús, para que la alegría de la gente sea plena.

Estas palabras cobran nueva actualidad cada vez que escuchamos su Palabra,
participamos de un retiro espiritual, encontramos en el camino de nuestra vida
consagrada algo que nos anime. Cuando Dios ha cautivado en el corazón, no nos
queda otra cosa que anunciarle, cuando el consagrado reconoce su entrega, su
“dedicación al Señor”, entonces tiene alegría y gozo de no dejarse llevar por el
individualismo (Cfr. EG 1) e invitar a otros a “renovar su encuentro personal con
Jesucristo o al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de
intentarlo cada día sin descanso” (EG 2).

La Iglesia y en ella los consagrados vivimos tiempos difíciles y en nuestros


encuentros hacemos palpable estos momentos contándonos realidades dolorosas,
que vive nuestra sociedad y que realmente nos afectan. Sí, es cierto todo ello. No
podemos esconder la realidad. Pero aun así seguimos “al pie del cañón”, como
dicen los viejos para seguir anunciando la propuesta de Jesús de Nazaret.

Si sólo anunciáramos tiempos nuevos para celebrar un cumpleaños, la invitación


sería un tanto intrascendente. Pero si la Iglesia convoca a los pueblos para crecer
en la fe, en la esperanza, en la solidaridad... si nuestra vida consagrada convoca a
un tiempo de perdón de los pecados y reconciliación fraterna... si convocamos a
la gracia de participar de un año dedicado a la misericordia que consiste en
recordar la acción misericordiosa de Dios entre los hombres... entonces es signo
de que nuestra Vida Consagrada, todavía tiene algo que decir al mundo…
entonces la sal todavía no puede volverse sosa… entonces nuestros cansancios
los tenemos que dejar para otro momento.

1
Sin embargo, todo este programa de recapitulación y renovación de nuestra vida
consagrada presupone fe: "conviértanse y crean..." Esta es la invitación de Jesús.
Y su llamado a la fe adquiere nuevas resonancias en tiempos en que la
secularización pone, al menos en apariencia, su confianza en el hombre, en la
ciencia, en la técnica... y relega a Dios a un lugar secundario. Pero, decimos, en
apariencia, porque junto a esas expresiones, que son reales, hay también un ansia
de sentido y una renovación del fenómeno religioso que es respuesta o reacción a
esa excesiva prescindencia de Dios.

Sin fe no se puede vivir. La fe es como el aire, como el agua, como el fuego,


como el pan. Cada persona necesita una seria razón para vivir y un sentido con el
cual llenar todos sus días y el religioso no puede escaparse de esta urgencia y
necesidad. Y cuando esta no se encuentra, entonces se entroniza el sin sentido,
languidecen los proyectos y la vida humana queda a la deriva. De una tal
situación sólo se puede esperar desconfianza, escepticismo, depresión... Entonces
falta el aire, falta el agua, falta el sol... Sin fe no se puede vivir.

Sin fe no se puede vivir. Por eso buscamos espontáneamente creer en algo o en


Alguien o, por lo menos, creer en un proyecto, en una doctrina, en una
espiritualidad. Y, por cierto, creer en nosotros mismos. “La fe mueve montañas”,
dice el adagio popular, adaptando la sentencia evangélica, mueve las montañas
del odio, del cansancio, del desamor, del sin sentido.

Sin embargo, no da lo mismo en qué o en quien creemos. La calidad de nuestra


vida es directamente proporcional al objeto de nuestra fe. O, por lo menos, en
grandísima medida. Por eso nos fijamos en quien o en quienes creen nuestros
contemporáneos. Hay quienes han descubierto el embrujo de sus fuerzas
interiores y se acercan a la bioenergética o a los maestros orientales para
encontrar el arte de relajar el cuerpo y concentrar la mente. Así pueden llegar a
las fuentes del espíritu o a la energía que todo lo domina... Otros, sobre todo en
este tiempo, se sienten atraídos por el mundo espiritual e invocan y dan crédito a
ángeles y demonios, rindiéndoles culto y otorgándoles mayor entidad de la que
tienen. Muchos sienten que no bastan las palabras del Evangelio, ni siquiera
Jesús como Palabra plena de Dios, y necesitan creer en acontecimientos
maravillosos, en apariciones, en nuevas revelaciones. En fin, no faltan quienes
redescubren la religión de los antepasados, sobre todo en nuestra América Latina,
en que hay tanta riqueza milenaria en los pueblos que habitaron esta tierra antes
de la llegada del Evangelio.

1.3. Creer, en quién, en qué.


Nosotros, los cristianos, creemos en Jesús de Nazaret, hijo del Hombre, hijo de
Dios. Admiramos la coherencia y la entereza de su vida y damos crédito a su
persona y a todas sus palabras (Cfr. Jn 6, 68). Este es el hombre en quien Dios se
encarnó para revelarnos su infinita cercanía, su amor, su ternura: su misterio y el
nuestro. "Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda creación... (Col

2
1,15)". "En Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad... y de Él
recibimos nuestra plenitud" (Col 2, 9-10)".

Por Él hemos llegado a conocer a Dios, nuestro Padre, y al Espíritu Santo. Y no


sólo a conocerlo, sino a ser sus hijos adoptivos, vasos de barro remodelados por
el Espíritu, templos vivos de la Santa Trinidad. Por Él también sabemos que
Dios, el Padre, tiene un amor preferente por los pobres, los enfermos, los
marginados, los excluidos, los que son víctimas de discriminación y sufrimiento.
No sólo los ama. A ellos y a nosotros nos sostiene y nos consuela en el
sufrimiento y en la lucha por la vida, así como confortó a su Hijo en la Pasión y
lo resucitó de entre los muertos.

Nosotros creemos en Jesús, Cristo de Dios. Sabemos que quien lo ve a Él, ve a su


Padre y que quien lo escucha, escucha al Padre. ¡Ese es nuestro Dios! El que ha
muerto y ha resucitado - no sólo revivido. "No es un Dios lejano, suspendido en
una inaccesible eternidad. Es un Dios que arriesga, que se encarna. En suma, un
Dios crucificado. No es el autor del mal, sino el herido por el mal, el crucificado
por el mal" (O. Clément).

Él es quien hace justo dos mil años se encarnó en las purísimas entrañas de la
Virgen María y quien hoy se hace presente en cada persona y, de manera eximia,
en cada Eucaristía. Jesús, el Cristo de Dios, que vendrá, al final de los tiempos, a
dar su pleno sentido a la historia de la humanidad.
Si confiesas con la boca que Jesús es Señor,
si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte,
te salvarás.
Con el corazón creemos para ser justos,
con la boca confesamos para ser salvos,
pues la Escritura dice quien se fía de Él no fracasará.
(Rom 10, 9-11)

2. Nuestra vida consagrada es anuncio del Evangelio.

Pero, ¿quién creerá nuestro anuncio? "¿Cómo lo invocarán si no han creído en


Él?, ¿Cómo creerán si no han oído hablar de Él? ¿Cómo oirán si nadie les
anuncia? ¿Cómo anunciarán si nadie los envía? Como está escrito, qué bellos son
los pies de los heraldos de buenas noticias". (Rom 10,13-16)

Jesús ha tenido el cuidado de elegir a sus mensajeros. Parte de su Evangelio


consiste en haber formado el colegio apostólico, con sus colaboradores, para que
se pueda anunciar la Buena Nueva en todas las generaciones.

Por eso, las preguntas de San Pablo no nos dejan indiferentes. Interpelan la
fuente y el origen de nuestra vocación. Por misericordia de Dios nos pusimos de
pie el día en que Él nos hizo esa pregunta y nos incorporó al número de
consagrados en la Iglesia, para que fuéramos a anunciar su Evangelio hasta los

3
confines del hombre, del mundo, de la historia. Nosotros y el pueblo al cual
servimos, que es corresponsable en el anuncio del Evangelio. Desde ese día
nuestra vida se convirtió en voz profética, en Evangelio, en comunicadores de
Buena Nueva.

2.1. Se necesitan misioneros


Pero, hay que reconocerlo, con los años hemos perdido ímpetu de nuestra vida de
consagrados. Muchos consagrados que llegaron con gran ardor y fervor por el
Evangelio han perdido el entusiasmo. No somos malos consagrados, pero nos
falta el ardor y el fervor propios del primer amor. Cumplimos nuestros
compromisos con mucha abnegación pero con poca ilusión.

¿Será que nos acostumbramos a que la gente viniera, que dejamos de salir? ¿Será
que nos dedicamos más al Sacramento que a la Palabra, más a administrar que a
proclamar? ¿Será que se nos hizo rutina la Palabra o que dejamos de creer en su
eficacia? ¿O será que, simplemente, por respeto a la creencia ajena, en esta
sociedad pluralista, pensamos que podíamos ofender con nuestro anuncio y nos
dedicamos a escuchar más que a anunciar?

Sinceramente pregunto con respeto. No soy juez; soy servidor. Pero el hecho es
que nuestra vida consagrada, nuestras comunidades religiosas, a veces olvidan el
talante inspiracional de los fundadores y fundadoras. Nos lamentamos del avance
de las sectas, del movimiento pentecostal, de las nuevas religiones, pero en
general, los consagrados y consagradas, olvidamos que el ideal de nuestros
institutos era ir al encuentro con el otro, de la mano del Otro, enteramente Otro.
2.2. Se necesitan maestros de la fe
En el mundo hay mucho agobio, mucho sufrimiento, mucho sin sentido. Se
requiere urgente la proclamación del Evangelio y hay oídos muy atentos para
escuchar su mensaje. Por algo las puertas se abren cuando llega el mensajero de
buenas nuevas, sin mirar la religión que representa. Es un signo del hambre de
Dios que tiene la gente y las preguntas quemantes con que buscan a los Maestros
de la fe.

¿Por qué Dios, que es tan bueno, permite tanto


sufrimiento? ¿Por qué el sufrimiento de los niños
inocentes? ¿Por qué a mí, dice Job, que he procurado
ser fiel a todas tus palabras?
Y en los países en guerra, en los conflictos
interminables, sentimos el clamor angustioso que
surge desde la destrucción y la violencia: ¿dónde está
Dios en el rugir de los cañones y en cada nuevo
bombardeo? ¿Qué hace Dios ante tanta violencia, ante
el abuso de las armas, ante los secuestros o las
búsquedas excluyentes de poder?
¿Cómo seguir creyendo a los que dicen que mañana
será mejor cuando tantas mañanas amanecen sin pan y

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sin respuesta? ¿Cómo creer tantas promesas que a la
larga se quedan en palabras? ¿Será verdad que Dios
ama a los pobres? Entonces, ¿hasta cuándo?
Y se siente crudamente la ausencia de Dios, el silencio
de Dios.
Y, ¡para qué mirar a los demás! Cada uno de nosotros,
o tal vez muchos, podríamos decir: "yo mismo me he
prometido tantas cosas que no he sido capaz de
cumplir. He pedido la gracia y no he sido escuchado.
He soñado con cambiar y he vuelto a tropezar. He
dejado de creer en las promesas, he dejado de creer en
la palabra. Y, lo que es peor, he dejado de creer en mi
palabra. Me he empezado a despreciar, a
desacreditar".
Lentamente el escepticismo se apodera de nosotros.
¡Se nos envejece el alma! No creemos que sea posible
intentar de nuevo y, mucho menos, volver a comenzar.
La fe que se oscurece pide a gritos un testigo, una
presencia. Reclama a un hombre o a una mujer que
algo tenga de Abraham, el padre de la fe. A alguien
que nos devuelva el sentido y las ganas de vivir.

Para un consagrado ninguna de estas preguntas nos puede dejar indiferentes.


Tampoco el consumismo de este mundo, convertido en gran mercado, que busca
con ansiedad maestros de sentido. No. No puede haber indiferencia. Pero hay
cansancio y, a veces, la sensación de que no se tiene la respuesta. Por eso nuestra
reflexión se pone al servicio de la renovación de nuestras vidas, del nuevo ardor
que tanto pide el Papa Francisco, con su palabra y con su ejemplo. Ante tanto
cristiano que han hecho una opción de vivir una cuaresma sin pascua (Cfr. EG 6),
los consagrados necesitamos renovarnos y recordar nuestras fórmulas de
profesión. Lo que un día prometimos vivir, hoy es urgente recordar y vivir.

2.3. Se necesita renovar la gracia de la consagración.


Escuchamos la palabra autorizada del Apóstol Pablo a Timoteo, uno de sus
colaboradores más cercanos. Así nos habla a cada uno de nosotros, presbíteros de
la Iglesia:
"Doy gracias al Dios de mis antepasados,
a quien venero con ciencia limpia,
siempre que te menciono en mis oraciones,
noche y día.
Recuerdo tu fe sincera...
por eso te recomiendo que avives el carisma de Dios
que recibiste por la imposición de mis manos.
El Espíritu que Dios nos dio no es de cobardía
sino de fuerza, amor y templanza.

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No te avergüences de dar testimonio de Dios,
ni de este su prisionero;
antes, con la fuerza de Dios,
comparte los sufrimientos por la buena noticia.
Él nos salvó y nos llamó a una vocación santa,
no por mérito de nuestras obras,
sino por su designio y gracia,
que se nos concede desde la eternidad
en nombre de Cristo Jesús,
y que se nos manifiesta ahora por la aparición
de nuestro Salvador Jesucristo;
el cual ha destruido la muerte
e iluminado la vida inmortal
por medio de la buena noticia.
De ella me han nombrado heraldo, apóstol y maestro.
Por esa causa padezco estas cosas
pero no me siento fracasado,
pues se en quien he puesto mi confianza
y estoy convencido que puede guardar mi depósito
hasta el día de su venida”.
(2 Tim 1, 3-12)

Con palabras de afecto, pero sin ocultar la exigencia, San Pablo nos recomienda
renovar la gracia que obra en nosotros, por la consagración. ¡Ha dado en el
blanco! En este tiempo que urge de hombres y mujeres que viven a pesar de sus
limitaciones la alegría del Evangelio. De esa manera seremos mejores servidores
de la fe, encargo primordial que la Iglesia nos confía y que el pueblo creyente nos
reclama.

Pero, para renovar la misión, es importante remontar los obstáculos que, a veces,
sentimos en lo cotidiano de nuestra vida consagrada. Releyendo a San Pablo,
cuando nos habla del ministerio apostólico, queremos acreditarnos con nuestras
obras ante la comunidad a la cual servimos. Y, tal como él, experimentamos
dificultades que vienen de fuera y que se manifiestan en incomprensión, en
exceso de exigencia y, no pocas veces, en persecución (Cfr. 2 Cor 6,3-12). Pero,
con la mano en el corazón, reconocemos también las incoherencias, las tibiezas,
las lentitudes y tantas dificultades interiores que se exteriorizan como cansancio,
en razón de la intensidad de servicio en las obras de la comunidad, pero que
suelen tener causas más profundas que nos llaman a convertirnos al primer amor.

3. El cansancio en el servicio
Es frecuente encontrar cansancio en la vida de los consagrados. El paso de la
vida... el tiempo del año... el exceso de trabajo... el temperamento depresivo...
Hay algunos cansados, pero felices. Otros, en cambio, viven un cansancio
crónico que arriesga a caer en el hastío, o simplemente, en un agobio permanente
por causa del estilo de vida o por las responsabilidades pastorales.

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El sólo hecho de estar cansados no dice nada malo. Un obrero que trabaja ocho
horas al día y gasta dos y tres movilizándose desde su hogar al trabajo... una
madre de familia que debe cuidar de su hogar y de sus hijos... un joven estudiante
exigido por el colegio, la universidad y los otros compromisos de la vida... Es
lógico que haya cansancio. Sobre todo con las tensiones que agrega la vida en la
ciudad con todos sus apuros.

Así lo vemos en Jesús, que no tiene problema de sentarse junto al pozo a pedir un
vaso de agua... ni de invitar a los discípulos a descansar y a orar después de
terminada la primera Gran Misión. Él se da el tiempo para visitar a unos amigos
en Betania, se deja servir por la suegra de Pedro y acariciar por esa mujer "que
mucho había amado"... (Lc 7, 47).

Distinto es cuando el cansancio se transforma en hastío. Jesús también lo


experimenta con los discípulos... "con esta generación"... o cuando siente el
temor y el tedio de la hora final y un ángel lo reconforta para el combate. El
cansancio físico se resuelve con más facilidad. El hastío, en cambio, exige
recogerse para dar el salto, buscar en las profundidades, entrar en un diálogo más
intenso con el Padre.

Pero, vamos por parte. Primero veremos las raíces de nuestro cansancio y
después procuraremos buscarle algunos remedios, alentados por el ejemplo de
Jesús y la presencia de su Espíritu.

3.1. Un estilo de vida inadecuado


Lo primero, y lo más obvio, proviene de un estilo de vida inadecuado. Los
consagrados tenemos una gran ventaja, pero muchas veces no la aprovechamos.
Nosotros no vivimos solos, vivimos en comunidad con otros u otras que también
se han dejado cautivar con Jesús. Pero en ocasiones reducimos todo a los
momentos de comunidad, que resultan ser muy pocos por el trabajo y los
servicios que desempeñamos... Creer que todos los espacios de la agenda son
para llenarlos con todo tipo de compromisos y sentir mala conciencia si se deja
alguno en blanco, a veces resulta ser el detonante de una vida consagrada que se
convertido en una “sopa desabrida”.

Rezar a la carrera entre los recados y tareas por cumplir que zumban en la
cabeza... No tener espacios gratuitos para visitar a los amigos... para escuchar
música... para ir alguna vez al cine, al teatro, al estadio, salidas fraternas... E
incluso, vivir en espacios sin belleza, funcionales, sin "hogar"... en algunas de
esas cosas puede caer nuestra vida

Si así vivimos, es obvio que nos vamos a cansar y no sólo de la fatiga del día: nos
sobrevendrá la fatiga psicológica y moral propia de una vida estresada. Y el
estrés nos hará más vulnerables a la dejación, a la negatividad, a buscar el primer

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apoyo que pasó o el primer cariño que se ofrece. Nos aleja de lo realmente
esencial de nuestra vida: vivir el carisma fundacional en comunidad.

3.2. El peso de la misión

Más profundo y más complejo es el cansancio que conlleva el peso de la misión.


Ese lo sintieron los grandes santos. El Cura de Ars quiso escapar tres veces de su
pequeña parroquia porque lo sobrepasaba la responsabilidad, el peso de los
pecados ajenos, la fatiga de la escucha atenta. San Francisco tenía la tentación de
dejar a sus hermanos para irse de eremita, ante los problemas que empezaban a
tener los hermanos. Antes, mucho antes, lo experimentó Moisés, y el Señor le
indicó que compartiera su espíritu con otros setenta y dos y que no se echara
sobre sí mismo todo el peso de su pueblo.

Pero, a esta actitud virtuosa, se puede agregar la actitud viciosa de buscar ser
amados por lo que hacemos y no por lo que somos... el que nosotros y nuestros
superiores nos evalúen por la eficacia, por los números, por los resultados
visibles... el que no hayamos descubierto la enorme eficiencia de la gratuidad... el
que en la actual figura del consagrado se espere de nosotros que seamos buenos
para todo, que sepamos servir con creatividad, que estemos atentos a todo lo que
ocurre a nuestro alrededor, la atención a los enfermos, el consuelo de los tristes,
que sepamos de organización y de comunicación social, que a todos acojamos
con una sonrisa, siempre y en cualquier momento, y que resolvamos
adecuadamente nuestros conflictos afectivos, cosa que se da por descontado.

A veces, el problema viene de que nos come el rol: dejamos de ser personas y
nos transformamos en personajes. Se nos desequilibra la vida en favor de la
acción o del ensimismamiento... y terminamos huyendo de nuestra propia
sombra...mNo. Eso no es virtud. No es tampoco nuestra misión. Hay confusión
de planos, sobre-expectativas, y hasta un cierto abuso con el consagrado, cuando
no el temor (y hasta el rechazo) a construir una Iglesia-comunidad más conforme
al proyecto de Jesús y a los signos de los tiempos. Pero, sumando y restando, el
peso de la misión es otra fuente de agobio y de cansancio.

3.3. El fracaso en el apostolado


No es menor el cansancio producido por el aparente fracaso en el apostolado o
por la falta del fruto visible en nuestra acción pastoral. Es la experiencia
paradójica de Jonás cuando termina de predicar la conversión y espera el
castigo... pero sobreviene el perdón y él se siente un fracasado.

Es la experiencia de Jesús en su relación con los doce cuando no entendían las


parábolas o fueron incapaces de expulsar el espíritu inmundo de un niño, al bajar
del monte Tabor... O cuando, después de la Cena, "con la hostia en la boca", se
disputaban los primeros puestos... (Lc 22,24-30)

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Jesús lo sufrió en su persona, en el tedio y la fatiga del Huerto y en la muerte
ignominiosa en que sintió el mayor abandono y, humanamente, el mayor fracaso.
Pero no claudicó. Tanto en su agonía, como en otras oportunidades, el vigor le
vino de un diálogo aún más intenso con el Padre, hasta lograr el acto de
confianza, la actitud de abandono con que descansó su espíritu como preludio de
la Resurrección definitiva. Es el mayor ejemplo de la fuerza en la debilidad que
tan claro expone San Pablo: "mi gracia te basta..."
3.4. Una espiritualidad insuficiente

Pero, también en nuestro caso, en la raíz del cansancio suele haber una
espiritualidad insuficiente o simplemente defectuosa.

En cuanto a la oración... nos acostumbramos al mínimo, se nos hace rutina la


Eucaristía, la Liturgia de las Horas se nos cae de las manos. No tenemos tiempo...
para estar con el Señor... En Jesús, en cambio, aprendemos que sus cansancios se
resuelven subiendo temprano a la montaña a orar, después de la tarde fatigosa, o
alejándose a un lugar apartado cuando comienzan los conflictos, en la
experiencia mística de la Transfiguración, en la oración dolorosa del Huerto...
¡Siempre con el Padre!

Es verdad que el sello del consagrado es dar la vida. Y darla hasta el último
suspiro. Pero a eso habría que añadir que hay que entregar calidad de vida... por
respeto a Jesús, a la misión y a la gente que Él nos confía. Y para eso es
necesario practicar las mínimas normas de higiene espiritual: cuidar el sueño, las
comidas, los momentos de silencio, los tiempos de soledad, las buenas
amistades...

Y, por otra parte, ser conscientes y practicantes de los rasgos de la propia


espiritualidad y las que nuestros carismas nos pueden brindar. En nuestro caso,
de la espiritualidad específica que, bien vivida, es fuente de consuelo, de energía,
de identidad pastoral y personal, de proyección y creatividad en la misión. Con
todo respeto, creo que no es necesario tener que hacerse miembro, partícipe o
numerario de otras formas de espiritualidad. Con todo respeto y libertad, porque
a quien le sirve: ¡bendito sea Dios!

Pero que sea por una opción, por una adhesión interior, y no por una fuga de la
propia condición o por ignorancia sobre la propia espiritualidad. Raro, muy raro,
sería que el Señor a través de su Iglesia, nos llamara a un estilo de vida
insostenible o inviable.

Eso mismo nos indica que una raíz del cansancio psicológico y espiritual, se
encuentra en la pérdida de sentido de nuestra propia identidad, o una falta de
perspectiva con respecto a la misión. Y una fuente de descanso, de alivio, se
encuentra al volver a descubrir los rasgos esenciales de la propia llamada y de la
opción carismática que hicimos el día de nuestra profesión pública de los
consejos evangélicos.

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3.5. La conversión aplazada
En fin, una raíz muy profunda de nuestra fatiga, unida al escepticismo tan propio
de algunos consagrados, es el aplazamiento de nuestra conversión: ya sea la del
corazón, ya sea la conversión de costumbres o la conversión intelectual.

Hay una tremenda pérdida de energía en la creación de escenarios para vivir el


propio capricho, un desborde de sensualidad, una apetencia de poder. La misma
que posteriormente requerimos para lamentar amargamente el vacío que nos dejó
el ídolo que tanto acariciamos.

Hay una pérdida muy grande de energía cuando cohabita en nosotros un pecado -
o una actitud de pecado- contra el cual dejamos de luchar. ¡Nada peor que la
convivencia entre la lucidez y la inacción! En su extremo, nos lleva a la
culpabilidad enfermiza y al desprecio de nosotros mismos que produce un
profundo cansancio del alma. Este rasgo se acentúa aún más en quien, por oficio,
debe proclamar la Palabra, explicitar en otros los llamados de Dios, escuchar
confidencias de luchas. ¡Imposible hacerse el sordo por mucho tiempo!

Y esto que se da en el campo de la conversión de costumbres, de la purificación


de los afectos, también se da a nivel intelectual. El Evangelio postula un cambio
de mentalidad, nos invita a plegarnos a los criterios de Dios, a la lógica de
Jesucristo, al sentir del Espíritu, y a no dejarnos llevar por los criterios de este
mundo que terminan produciendo vacío y hastío. (Cfr. Rom 12,1-2).

Una tal conversión supone oración, estudio, contacto asiduo con la Palabra de
Dios, acompañamiento espiritual, la práctica frecuente del sacramento de la
confesión. Tanto mejor si se tiene una comunidad y si hay amistad suficiente
como para practicar la fraternidad en que hay corrección pero, sobre todo, mutuo
estímulo.

4. Remedios para el cansancio en la vida consagrada


Muchos son los remedios para superar el cansancio. Algunos ya han sido
insinuados al hablar de sus raíces, otros son evidentes. Sin embargo, por aquello
de que por sabido se calla y por callado se olvida... me permito insistir...

Pero antes, una distinción: una cosa es des-cansar, es decir, hacer algo o dejar de
hacerlo para que se me quite el cansancio. Eso es necesario, pero no basta. En
castellano hay otra palabra que indica la actitud positiva de superar el cansancio,
y esa es la de re-posar. Es decir, volver a posar el corazón, la mente, los afectos
en algo, o mejor, en Alguien que me llena de amor, de serenidad, de energía.

4.1. Los remedios psicológicos


Los remedios psicológicos comienzan por hacerse un horario higiénico en que se
deje tiempo para el descanso físico y el descanso espiritual. Dormir bien es clave.
Darse un día de descanso a la semana, como Dios lo mandó para toda la

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creación... no es un lujo: es simple obediencia. Cultivar las buenas amistades,
aquellas en que uno puede vaciar el alma... No olvidar una buena lectura, alguna
experiencia estética, preocuparse por la armonía del entorno, tanto en la casa,
como en la propia habitación, fomentar las salidas y encuentros fraternos...

Pero, más allá, de estos consejos obvios -aunque a veces poco practicados- es
importante tener un sano realismo sobre sí mismo: conocer los dones, los
talentos, las limitaciones, las incapacidades. De esa manera no nos vamos a sobre
exigir ni a infravalorar. Esto es algo que reposa el alma... pero, algo que no se
adquiere de una vez y para siempre. Gracias a Dios, nosotros también somos un
misterio que se va develando con el tiempo en admiración, en estupor. Por eso
hay que poner los medios adecuados a las etapas de la vida: cuando somos
jóvenes consagrados, recién ordenados, cuando afrontamos la crisis de los
cuarenta, cuando nos empinamos sobre la tercera edad, cuando tenemos la
oportunidad de convertirnos plenamente en consagrados, en años y en sabiduría.

4.2. El cultivo de los afectos


4.2.1. La relación afectiva
En varones y mujeres que hemos sido llamados a la castidad consagrada, o
simplemente es muy importante el cultivo de los afectos en presencia del Señor.
Pienso tanto en el afecto de la amistad, de la fraternidad, como en el de la
paternidad o la maternidad. Una fuente de cansancios es tanto la represión
permanente de nuestra sensibilidad como su desborde incontrolado. El asunto se
vuelve apremiante porque nuestra vocación primera es vocación al amor. Y ésta
no se da en la idea: es una experiencia.

El amor atrae, asusta, se aprende, a veces hiere, es fuente de sufrimiento y de


encanto pero, cuando se madura, procura indefectiblemente la quietud del alma.
Este rasgo tan humano y tan divino... Dios es amor... hay que vivirlo
necesariamente en la relación con Él. Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón.

¿Por qué avergonzarse, entonces, de sentir? ¿Por qué ocultar la amistad, la


predilección? ¿Por qué no confesar los sentimientos que nos llenan de orgullo y
de alegría? En las actitudes clandestinas siempre hay campo para el Mal espíritu.
Este nos aleja de la actitud de Jesús que, a la vista de todos, distinguió con su
amor a Pedro, Santiago, Judas y Juan... Y nos aleja también del deseo de Dios
que sueña con que nos parezcamos a Él en su paternidad... para que seamos
completos... plenamente humanos... plenamente consagrados...

4.2.2. La oración afectiva


En la vida de los grandes santos se descubre la fuerza de su oración apasionada:
en Teresa, la mística que la lleva a amar con todos sus sentidos - sensualmente -
la humanidad del Señor; en Ignacio que, en toda su sobriedad, desata los sentidos
cuando se trata de hacer composición de lugar para mejor comprender y amar al
Señor, y que nos enseña el interno sentir que produce la oración; en Francisco...
el hermano del agua y del sol... empobrecido por una opción de amor, dueño de

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cantar y alabar al Señor en cada criatura; en Agustín que cae rendido de amor
ante Su belleza tan antigua y siempre nueva... en Domingo y su pasión porque los
hombre vivan en la verdad… en Marie Poussepin que dedica su vida a comunicar
la caridad a los desfavorecidos y a la educación.

Y podríamos seguir... o mejor, comenzar con Jesús que, tomado por el Espíritu,
rompe en alabanza por lo que Dios revela a los pequeños, que abre el secreto de
su corazón y despliega sus afectos en la intimidad de la Cena, que derrama su
alma agonizante en la soledad del Huerto, que clama con lágrimas de angustia,
que ama tan intensamente a cada persona que cruza su camino.

Muchos de nosotros, en cambio, nos limitamos a una oración intelectual. Así nos
enseñaron. Y por eso, en muchos consagrados hay la sensación de que la oración
afectiva es para los adolescentes o, por lo menos, para los recién iniciados. De
una u otra manera tememos caer en la censura o en el desprecio que el ambiente
clerical procura a los "afectivos"... y terminamos viviendo a escondidas, lo que
Dios nos llama a vivir a plena luz del día.

Dios es amor... y no puede sino dar amor. Y por esa simple razón ésta es la
actitud y el misterio en que encuentra su mayor reposo el alma. Es el alivio que
produce el "yugo suave" de Jesús que quita todo agobio. El alivio no viene del
menor peso de la coyunda sino del hecho de ser "enyugados" para siempre con
Jesús para recorrer en su compañía los caminos de la vida.

5. El primer amor: haz las obras del principio...

Pero, el reposo por excelencia se encuentra cuando volvemos a posarnos con


todo el ser en el primer amor. Es muy sabio el llamado del Apocalipsis:
"Escribe al ángel de la Iglesia de Éfeso:

Esto dice el que sujeta en la diestra las siete estrellas,


el que camina entre las siete lámparas de oro:
Conozco tus obras, tus fatigas, tu paciencia...
has soportado y aguantado
por mi causa sin desfallecer.
Pero, tengo algo contra ti:
que has abandonado tu amor primero.
Fíjate de dónde has caído
y haz las obras del principio...

Quien tenga oídos,


escuche lo que dice el Espíritu a las Iglesias.
Al vencedor
le permitiré comer del árbol de la vida
que está en el paraíso de Dios"
(Ap 2,1-7)

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¿Cuál es para un consagrado el amor primero? ¿Cuáles son las obras del
principio?
A menudo, cuando se trata del amor primero, pensamos en el Postulantado, en el
Noviciado, en el tiempo en que decidimos nuestra vocación. Y está bien. Otras
veces, volvemos a la historia de nuestra vocación o a las primicias de nuestra
vida consagrada. Bendito sea Dios. Todo ello nos ayuda. Pero, lo más
importante, es regresar al momento en que el mismo Señor decidió nuestro
llamado y que es anterior, incluso, al momento en que lo percibimos.

Poner la mirada en nuestra decisión es privilegiar la voluntad, el esfuerzo, la


respuesta y, ciertamente, la generosidad del elegido. Poner la mirada en la
elección es subrayar la gracia, el don y, ciertamente, la generosidad de Dios que
llama a quien Él quiere. Ambos producen gozo y paz. Pero el re-poso del primer
amor llega plenamente cuando se sabe, y se siente, que ese amor es voluntad de
Dios, (por más débil que sea mi respuesta), y que Dios jamás revoca su elección.
A la voluntad le inquieta el para siempre de nuestro compromiso. En cambio, el
alma encuentra su reposo cuando sabe -¡y cuando experimenta!- que el amor de
Dios es eterno y que con ese amor hemos sido llamados.

Si volvemos al escenario de nuestra elección, en el capítulo tercero de San


Marcos, veremos que a tres cosas hemos sido llamados en una noche de vigilia.
A esas tres tenemos que volver en ese mismo espíritu de vigilia: a estar con Él, a
proclamar su Reinado y a exorcizar con su poder. Y a una cuarta que encabeza
este llamado: a ser doce, a ser comunión... y no solitarios ni evadidos de nuestra
vida en comunidad (Cfr. Mc 3,13-17).
5.1. Nos llamó para estar con Él...
En su compañía se encuentra el mayor descanso. "Inquieto está mi corazón hasta
que no reposa en ti..." Volver a ese lugar con la ternura de Juan, con el ímpetu de
Pedro, con la inquietud de Agustín... -cada uno con la manera que Dios le dio- es
volver al epicentro del primer amor. Es regresar también a la admiración, a la
contemplación, como siempre la practican dos personas que se aman.
La vida es lucha y es don. También lo es nuestra vocación. Pero, como enseña
lúcidamente San Francisco, hay que aprender a pasar por la vida con la serenidad
de los grandes ríos.

Cuenta la historia que el Hermano Rufino había ofendido gravemente a San


Francisco. Después de un largo desencuentro llega el momento de la
reconciliación. El diálogo fraterno, cálido, hermoso, concluye así:
"Escucha hermano, es preciso que te diga una cosa...
dijo Francisco.

- Con la ayuda del Señor has vencido tu voluntad de


dominio y de prestigio. Pero no sólo una vez, sino diez,
veinte, cien veces más tendrás que vencerla.

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- Me das miedo, padre - dijo Rufino. No me siento
hecho para sostener una lucha así.

- No llegarás a ello luchando, sino adorando - replicó


dulcemente Francisco -. El hombre que adora a Dios
reconoce que no hay otro Todopoderoso más que Él
solo. Lo reconoce y lo acepta. Profundamente,
cordialmente. Se goza en que Dios sea Dios. Dios es,
eso le basta. Y eso le hace libre. ¿Comprendes?

- Sí, padre, comprendo - respondió Rufino.

- Si supiéramos adorar -dijo Francisco- nada podría


verdaderamente turbarnos: atravesaríamos el mundo
con la tranquilidad de los grandes ríos".
ELOY LECLERCQ, La Sabiduría de un Pobre, Marova, XII Ed., pág. 113.

La lucha contra nosotros mismos, y contra todo aquello que nos llena de fatiga,
se vence con adoración más que con voluntad, con amor contemplativo más que
con violencia. Y la imitación de Jesús, o su seguimiento, es el fruto maduro de
quien pone en Él largamente su mirada y no del que vive vuelto hacia sí mismo.
Eso es lo que reposa el alma...

5.2. Nos llamó para enviarnos a predicar... y, ¡ay de mí si no Evangelizare!


Es cierto que el anuncio de la Palabra es vocación, pero es también tormento. Sin
embargo, como toda criatura que se engendra, cuando ponemos nuestro corazón,
nuestras entrañas, nuestros sentimientos y nuestra inteligencia al servicio de la
Palabra, a los dolores de parto sigue el gozo de la vida nueva que el Espíritu de
Dios ha engendrado por nuestro intermedio.
"Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba:
tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón,
porque tu Nombre fue pronunciado sobre mí, Señor,
¡Dios
de los ejércitos!" (Jer 15,15)
Una manera de encontrar re-poso es redescubrir la Palabra: darle primacía en
nuestra vida de consagrados. Así ella será "gozo y alegría de mi corazón".
¡Que Dios nos dé la gracia de celebrar nuestra vida de consagrados con los demás
y no sólo para los demás!
Pero, volviendo al llamado, la invitación a proclamar simboliza también la
misión en su conjunto. En consecuencia, volver al primer amor es ponernos de
cara frente a la misión que el Señor nos vuelve a confiar. Y hacerlo con
inteligencia, con discernimiento, con creatividad -como amigo más que como
siervo- en escucha atenta a las opciones pastorales de la Iglesia y a la voz de Dios
en nuestros talentos y limitaciones.

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No lo podemos hacer todo. Hay que priorizar. Pero, esto último hay que hacerlo
desde el Señor y los hermanos y hermanas de comunidad y no desde nuestra
comodidad o nuestro antojo. Y más que eso, es necesario reconocer que la
Misión pertenece al Padre y que nosotros somos sus simples enviados. Es Él
quien da el fruto, la eficacia, y no nosotros. Esto cuesta más. Pero, una vez hecho
el acto de abandono, sin quitar nada a nuestros talentos ni a nuestros desvelos, el
espíritu del apóstol encuentra su reposo y una serenidad que, paradójicamente,
confiere incluso más eficacia a sus trabajos.

Es curioso, al preguntar a la gente -en especial a los jóvenes- qué imagen tienen
de los religiosos, alguna vez me han mostrado una libreta repleta de
compromisos. ¡Somos gente sin tiempo! A mí, ciertamente, me lo han criticado.
Y, claro, pocos quieren ser consagrados para vivir agobiados. Más lo querrían si
nos vieran disfrutando del trabajo y también el descanso, al cual todo obrero tiene
su derecho...

Si estar con el Señor significa crecer en intimidad a través de la contemplación y


la adoración, ser enviados en misión significa buscar tener los mismos
sentimientos de Jesús (Cfr. Fil 2). Es crecer en amistad con Él, ser más sensible a
sus intereses, a sus puntos de vista, a su mirada sobre la gente y sobre el mundo.
La intimidad y la misión son dos caras de una misma moneda. Es amigo el
enviado... y es enviado el amigo... Y esto nos hace descubrir la paz aún en medio
de las mayores responsabilidades.

5.3. Nos llamó con poder... para exorcizar...


Los sentimientos de Jesús nos introducen en el tercer aspecto de nuestra llamada
que consiste en exorcizar, con su Espíritu, lo diabólico de la vida, de mi vida. A
echar el Ungüento del Espíritu para que sanen las rupturas, los desgarros, las
incoherencias, las compensaciones, los apegos que nos quitan libertad y nos
lanzan al abismo del cansancio y del hastío. Exorcizar es dar la cara, con el poder
del Señor, a nuestras conversiones aplazadas. Entonces, llega la serenidad, se
aleja el cansancio.

Esto en el plano personal. Pero, obviamente, también en nuestra vida de


comunidad o, prodigando ánimo y consuelo, ejerciendo nuestro servicio
caritativo, denunciando la injusticia y ayudando a que el Señorío de Jesucristo
sea experimentado en plenitud. Eso es algo que produce gozo y paz -reposo- no
exento de fatiga física, pero con el consuelo que produce la coherencia personal y
la vida en el Señor. Y con la alegría que nos da ayudar a que los pobres, los
mansos, los pacificadores, los hambrientos y sedientos de justicia, los limpios de
corazón, los misericordiosos y los que padecen persecución por causa de la
justicia experimenten la Bienaventuranza del Señor.

Es cosa de ver qué es lo que sucede cada vez que Jesús impone su autoridad por
sobre los demonios... A quienes son sanados les cambia el rostro, les renace la
alegría, dejan de echar espumarajos para encontrar el reposo, la quietud y el

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deseo incontenible de confesar Su Nombre y de seguir a Jesús a donde quiera que
vaya.

Si estar con Él significa volver a la contemplación, si ser enviados implica


redescubrir la amistad y los sentimientos de Jesús, el mejor exorcismo se
encuentra en el corazón y los labios que saben bendecir. Ahí está Job: "Dios me
lo dio, Dios me lo quitó, ¡bendito sea Dios!”. Y ahí esta María, la del Magníficat,
que exorciza con su canto agradecido las miserias más profundas de la
humanidad.

5.4. Nos llamó y... nos hizo doce...


Este programa no se puede realizar en soledad, como tampoco se puede
evangelizar aisladamente ni en forma sectaria. El texto de Marcos dice que el
Señor los llamó por su nombre y "los hizo doce". Eso quiere decir que nuestra
identidad de consagrados nos vincula a la propuesta fraterna de nuestra
comunidad religiosa.

Parte del cansancio nos viene precisamente del querer acumular todos los roles
que ejerce un consagrado, y de querer ejercerlos en forma aislada... para marcarlo
todo con nuestra impronta... o, por lo menos, para no tener problemas... ¡Fatal!
Es el síndrome del individualismo que resta apoyo al religioso, resta eficacia a
nuestra consagración, y se convierte en una de las mayores fuentes de tensión, de
fatiga y de agobio en la vida de los religiosos.

Otra fuente de agobio es la falta de comunión con los superiores. Su figura forma
parte de nuestro ser consagrados, que profesan la obediencia. Es imagen del
Padre, por la autoridad que ejerce. Es comprensible, entonces, que muchos
consagrados sufran una tremenda frustración al no sentirse acogidos o valorados
por sus superiores.

En cambio, el descanso sicológico y espiritual que necesitamos se encuentra en la


relación madura -fraterna y filial, con los hermanos y hermanas, con los
hermanos superiores- en la fraternidad vivida, en las cargas compartidas, en el
discernimiento comunitario, en la emulación fraterna... Todo ello va formando un
corazón maduro en el amor y aleja de nuestros labios y de nuestro corazón la
crítica hiriente, la envidia disfrazada de virtud, los celos posesivos que privan de
libertad a quienes ayudamos a engendrar y son fuente de enemistad entre los
religiosos.

Es curioso: las mismas competencias desleales que criticamos al modelo


neoliberal, las solemos practicar nosotros, movimientos, grupos de espiritualidad
o, simplemente, disputándonos el acompañamiento y la estima de las mismas
personas. Nos importa mucho saber si son de Pablo o de Apolo y se nos olvida
que lo importante es que sean de Cristo. Que Pablo siembre, que Apolo riegue y
que la Iglesia recoja los frutos...

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Dejarnos amar, por Jesús y por la gente, dejarnos llevar, renunciar a los celos y
entronizar la admiración, la alabanza, la gratitud, es inaugurar una hermosa
manera de ser Iglesia de Dios y renunciar a vivir sectariamente. No es bueno que
el hombre esté solo, dijo el Señor el sexto día de la Creación. Y también el sexto
día Jesús entregó su vida para romper la enemistad y recrear el vínculo de amor.
Desde entonces Él siempre nos acompaña. Con esa misma autoridad Él nos envía
de dos en dos a proclamar y a vivir el proyecto del Reino que exorciza el
individualismo y entroniza la comunión. Esta es la actitud de fondo en que va a
encontrar reposo nuestro corazón. Y así, como los discípulos más cercanos a
Jesús, podremos encontrar un gran gozo en el testimonio de su Nombre y,
nuestro re-poso, al dejar que Él lave nuestros pies cansados y al reclinar el peso
de nuestras preocupaciones sobre el corazón de quien nos ha llamado.
Esa es la gracia que pedimos, invocando el amparo de María, quien nos introduce
complacida a la experiencia del salmista:
"Gustad y ved qué bueno es el Señor,
dichoso el que se acoge a El"

Para la oración personal

Leer: Mt 11, 28-30; Ap 2, 1-7.


Hacerse las siguientes preguntas:
1. ¿Cómo he experimentado el cansancio en mi vida
consagrada o el cansancio en mi vida espiritual?
2. ¿Qué reacciones tengo cuando me siento cansado
de servir, o cansado en mi vida espiritual?
3. ¿Cuáles son los remedios que aplico en mi vida,
para salir del cansancio espiritual?
4. Dejar un tiempo largo para volver admirado
al primer amor.

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