45503 Literatura Esp. XX.
Curso 2009-2010
Roger Martínez García
TEMA I: ESPAÑA ENTRE 1900 Y 1939
[Los títulos en negrita no aparecen en el manual.]
Frivolidad y pesimismo. Los testimonios contemporáneos y las memorias personales de
la primera parte del siglo XX se sorprenden frecuentemente de la atmósfera de despreocupación
y de euforia que predominaba en todas las clases sociales, mientras la nación se tambaleaba
desde el desastre del 98.
El contraste entre esta actitud frívola y el pesimismo del 98 no nos debe llevar a engaño:
la sociedad de la época no estaba dividida entre una minoría de intelectuales torturados y una
mayoría de epicúreos. Muchos escritores y artistas que veían la vida como un absurdo cruel,
sórdido, carente de sentido, reaccionaban como el Max Estrella de Valle-Inclán, o como los
personajes de Troteras y danzaderas de Pérez de Ayala, con actitudes escandalosa, bohemias, a
menudo acompañadas de sexo, drogas y alcohol.
Tomarse la vida en serio era demasiado descorazonador. Por eso se mezclan elementos
trágicos y cómicos de manera grotesca; por eso se pueden anunciar una farsa, un pasatiempo
infantil o una diversión ligera que incluirán comentarios sombríos sobre la condición humana,
violencia brutal o, incluso, algún suicidio.
El humor es una válvula de escape para la “nostalgia de lo absoluto” que produce la
conciencia del insalvable abismo entre cientificismo y fe, entre la estabilidad social y el mundo
conflictivo de la economía social. Por eso “lo bufo” y “lo festivo” inundan los “teatros por
horas” o las revistas ilustradas de fin de siglo. Por eso, cuando la literatura comenzó a producirse
desde posiciones ideológicas más radicalizadas -y desde un estrato social más pequeño-burgués-
el fenómeno del humor se agudiza: lo encontramos en varias novelas de Unamuno,
especialmente en Amor y pedagogía (1902); en las dos novelas de Silvestre Paradox de Baroja;
en la raíz del esperpentismo de Valle-Inclán; en las novelas de Gómez de la Serna y de sus
imitadores; en algún poema de Pedro Salinas, etc.
Las circunstancias históricas. Las condiciones político-sociales eran tales que tenían
forzosamente que deprimir y repeler a cualquiera que se parase a reflexionar sobre ellas: la
intolerable injusticia social, las brutales represiones, la guerra impopular, inútil y desastrosa que
se prolongaba en Marruecos.
La guerra europea, hacia la mitad del período, dividió a la opinión pública española en
dos bandos: uno favorable a los aliados -la gran mayoría de intelectuales y artistas- y otro
favorable a los alemanes, representados por la Iglesia, el ejército y los hombres de negocios,
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temerosos de la impiedad, la democracia y el comunismo (que había triunfado en Rusia, 1917).
Cada sector de la población se organizaba para defender sus intereses contra el resto,
como describió Ortega y Gasset en su España invertebrada de 1921. Sin embargo, Ortega estaba
lejos de ser un demócrata y él también creía que era el grupo al que pertenecía -los intelectuales-
el que debía dirigir el destino del país.
El presupuesto común de los intelectuales de la época era la necesidad de homogeneizar
el proceso histórico español con el europeo y realizar la revolución burguesa que había quedado
pendiente tras el fracaso de la Gloriosa en 1868. Se siguió rechazando la estructura parlamentaria
vigente desde 1875 (“el panorama de fantasmas” del habló Ortega), con sus partidos turnantes y
con el poder real que ejercía el caciquismo. Poco a poco se afianzó la idea de una España dual,
escindida entre las fuerzas de progreso civil y la hosca masa del reaccionarismo.
El golpe militar que impuso entre 1923 y 1930 la Dictadura del general Primo de Rivera
encontró la oposición de la mayoría de los intelectuales. Sin embargo, el dictador les permitió -
dentro de unos márgenes bastante amplios- exponer esta oposición, siempre que no se hiriese su
honor personal o de militar. Valle-Inclán, por ejemplo, en La hija del capitán hizo una durísima
sátira contra el ejército, que fue retirada por la policía cuando se publicó en 1927, y su autor fue
encarcelado durante un breve espacio de tiempo en 1929 sin tener que demostrar la menor
muestra de arrepentimiento. En otras obras de Valle-Inclán se hacían agrios y sarcásticos
comentarios sobre el Estado, su monarquía, el gobierno y la policía, pero fueron autorizadas sin
problemas.
Las actitudes oficiales acerca del control de las artes por motivos morales o religiosos
también fueron de una gran tolerancia, si se compara con el final de siglo XIX y con épocas
posteriores del siglo XX. Claro está que el clero podía prohibir a sus fieles que leyeran libros
peligrosos y que esto perjudicaba mucho a los autores, pero si podían encontrar un editor, casi
siempre les era posible tratar con libertad los temas más controvertidos.
La libertad de expresión no disminuyó, naturalmente, con la República en 1931. Sin
embargo, los intelectuales que creían haber contribuido a la nueva España veían que no se les
llamaba para constituirlos en guías u orientadores, y que, además, esa nueva España no se
parecía a la que ellos habían imaginado.
A pesar de todo, los cinco años de régimen republicano fueron un período floreciente para
la literatura española. Los diferentes gobiernos republicanos apoyaron los proyectos culturales y
educativos como no se había hecho desde Carlos III, y devolvieron o elevaron a situaciones de
distinción oficial a escritores que habían consumido la mayor parte de sus vidas rebelándose
contra las actitudes oficiales y convencionales.
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El golpe militar de 1936 destruyó el prometedor futuro que parecía legítimo esperar.
Algunos escritores y pensadores huyeron al extranjero con prisa casi vergonzosa. Otros
murieron. Otros resistieron y lucharon hasta que el triunfo de los sublevados les empujó al exilio.
Muy pocas firmas literarias quedaron en España hasta finales de 1939. Los que se acogieron al
destierro siguieron caminos literarios muy diversos y a menudo solitarios. Los que volvieron al
cabo de poco tiempo se convirtieron en testimonios casi furtivos y silenciosos, al ser mirados con
recelo y hostilidad por los vencedores.
Los intelectuales y las revistas. El hecho social más caracterizador de la vida literaria en
este período fue la llamativa aparición del término y condición de “intelectual”, que vino a
designar colectivamente a escritores o a profesionales de la erudición que compartían su
actividad específica con la manifestación de opiniones y actitudes políticas, normalmente al
margen de partidos concretos y como respuesta común a los conflictos que sacudieron el
armazón entero del país.
Conviene señalar la importancia aglutinadora de una serie de revistas y periódicos que
representaron este espíritu de élite renovadora: revistas socialdemócratas de fin de siglo -de vida
efímera- como “Germinal” (1897) o “Alma Española” (1903); revistas ácratas como la
barcelonesa “La Revista Blanca”;periódicos liberales como “El Imparcial” o “El Liberal”, etc.
De 1915 a 1921 se publicó el semanario “España” -fundado por Ortega y Gasset; más
tarde lo dirigió Azaña-, crisol fundamental de la nueva actitud intelectual, al igual que lo fuera
más tarde otra creación orteguiana, el diario “El Sol” (1917); ambos reunieron las mejores firmas
del país. En 1923 Ortega crea la “Revista de Occidente”, exclusivamente cultural.
En 1927 se crea “La Gaceta Literaria” -de Ernesto Giménez Caballero y Guillermo de
Torre-, dedicada a la difusión de las vanguardias en todas las artes.
“Cruz y Raya” (1934) intentó dar -en manos de Bergamín o de Eugenio Imaz, entre otros-
la respuesta del catolicismo progresista al programa político republicano.
Las reservas acerca del racionalismo. Los que en los primeros años del siglo miraban al
extranjero con esperanzas, pronto vieron que se acababan con la espantosa carnicería de la
Primera Guerra Mundial. Pocos poseían las esperanzas de Eugenio d’Ors, que afirmaba la
necesidad de defender y consolidar los valores clásicos de la cultura europea, que según él eran
principalmente la inteligencia, el orden, la claridad y la “obra bien hecha”.
La mayoría de intelectuales, sin embargo, eran de un parecer muy distinto. Unamuno, en
Del sentimiento trágico de la vida (1913) expone que verdad y consuelo son incompatibles. Lo
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verdadero es insoportable y lo que ofrece consuelo es seguramente una mentira. La Iglesia, por
ejemplo, proporcionaba un remedio para lo que Unamuno consideraba como la más honda
necesidad humana, el ansia de no morir, pero a la luz de la razón este consuelo resulta falso. De
hecho, los mejores escritores de la época son agnósticos o ateos.
Lo que caracteriza al pesimismo del siglo XX y lo distingue del período romántico es el
hecho de que los escritores de nuestro siglo han presenciado otro derrumbamiento: la
desintegración del optimismo inspirado durante un tiempo por el cientificismo racionalista de la
segunda mitad del siglo XIX.
Los ensayos de Unamuno, en los primeros años del siglo XX, y de Ortega, en las
décadas de los veinte y los treinta, muestran un cambio, por vías diferentes, en el clima
ideológico de España: ambos expresan las reservas del racionalismo, pues los hallazgos del siglo
XIX sólo podían añadir una dimensión más a la desesperación, y la idea de progreso parecía una
amarga burla. Unamuno eligió operar con objeciones metafísicas orientándolas hacia una
perspectiva existencial. El racionalismo –al no servir para testimoniar la inexistencia de una
realidad no racional- nos sumerge en un estado de duda absoluta que nunca puede disiparse. Esta
duda es más fecunda, sin embargo, que la desesperación absoluta, ya que deja un camino abierto
hacia la voluntad de creer. Así, Unamuno termina Del sentimiento trágico diciendo,
efectivamente, que una vez desmantelado el racionalismo, el escepticismo autodestructor nos
autoriza a construir unas creencias y también comportarnos como si lo que necesitamos creer
fuese verdadero.
Las objeciones que Ortega hace al racionalismo son también de carácter existencial, pero,
al escribir unos años más tarde que Unamuno, insiste en aspectos fenomenológicos. Aduce que al
no tener en cuenta que la realidad para los seres humanos es siempre algo percibido por alguien,
el racionalismo puede fácilmente perderse en abstracciones carentes de significado. El acto de
percibir se convierte para Ortega en un elemento primordial e integrante de la realidad misma.
Como explica en la temprana obra Meditaciones del Quijote (1914): la realidad es la relación de
los individuos con sus circunstancias, y la más completa y auténtica de las realidades es la más
amplia combinación posible de perspectivas. Estas ideas serán desarrolladas en posteriores
escritos. En El tema de nuestro tiempo (1923) afirma que cuando el racionalismo explica algo
habrá que tener en cuenta lo que significa para unos individuos concretos. Es el “raciovitalismo”.
Todas estas objeciones al racionalismo como único criterio de realidad, se verán en cierto
modo completadas con los hallazgos de sicoanalistas –Freud, Jung- y de antropólogos –Frazer,
Malinowski. El surrealismo no llegó a captar a ningún escritor de primer orden, pero como
influencia estimulante y liberadora tuvo efectos muy notorios en todos los géneros literarios
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cultivados en España.
Algunos rasgos de la literatura de los primeros años del siglo.
El talante desesperado. Se trata de la enfermedad espiritual que los mismos escritores
llamaron “angustia vital”, “angustia metafísica” y “enfermedad vital”, indicando la necesidad de
algo -en cuya búsqueda habían fracasado- en lo que fundar la fe, la esperanza e incluso la
caridad. Una intensa preocupación por la muerte, por la fugacidad de las cosas, es característica
de esta época y constituye un tema central en la poesía de A. Machado y de Juan Ramón
Jiménez. Es un antiguo tópico literario, pero adquiere una nueva perspectiva existencial: para
cada individuo la muerte significa el fin de todo el universo.
El arte como consuelo o evasión de la realidad. La realidad vuelve a ser tan fea y
horrible como para los románticos. El declive en prestigio del racionalismo cientificista que
había conferido autoridad al realismo literario del siglo XIX fue acompañado de una sensible
pérdida de interés por el arte representativo. Esto era un fenómeno de alcance europeo que afectó
a todas las artes. Pero en la literatura española, quizá más que en la de otros países, esta pérdida
de interés no se reflejó en los gustos de los lectores. Esta cuestión, fue decisiva para el desarrollo
del teatro español del siglo XX.
La difusión del cinematógrafo como un medio de cultura popular. Los escritores y
artistas españoles se tomaron muy en serio el cine desde fecha muy temprana. Tanto la
prestigiosa “Revista de Occidente”, como la vanguardista “La Gaceta Literaria” le dedicaron una
considerable atención crítica. El nuevo arte les obligaba a probar algo distinto que la literatura
narrativa de carácter representativo. La literatura debe ser distinta de la vida y no debe ocuparse
de crear ilusión. Los poetas, los novelistas y los dramaturgos se ocupan, más que de la vida, de
definir la respuesta que la vida provoca en ellos.
Chaplin, Keaton, Lloyd son venerados por los escritores de la época. Lorca y Alberti,
entre otros, rindieron manifiestamente tributo de admiración a estos actores en su poesía.
Algunos de los críticos de la “Revista de Occidente” –Benjamín Jarnés, F. Ayala- probaron a
incorporar técnicas cinematográficas a sus obras. Varios de los procedimientos del “esperpento”
de Valle-Inclán proceden claramente de películas mudas y gran parte de su teatro es más
adecuado para la pantalla que para la escena.
La vanguardia. El espíritu de la vanguardia artística europea cuajó pronto en España. En
La deshumanización del arte (1924), Ortega parte de una postura minoritaria y elitista que
preanuncia el tono de La rebelión de las masas (1930). En la obra de 1924 nos dice: “A mi
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juicio, lo característico del arte nuevo, desde el punto de vista sociológico, es que divide al
público en dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden”. El arte
rechaza lo humano y sentimental, propio del siglo XIX, e intenta ser creación pura.
Ortega implicaba la defensa de una asepsia sentimental en el arte con la implícita
afirmación de valores irracionalistas y juveniles de filiación bastante equívoca. Esto tuvo su
desarrollo en la obra de Ernesto Giménez Caballero, fundador de “La Gaceta Literaria”,
indudablemente el crítico más significativo del vanguardismo español en una perceptible
aproximación de la vanguardia al fascismo. Muy diferente, en este sentido, es la posición de José
Bergamín, católico de izquierdas.
Los autores de vanguardia intentan apartarse de la realidad en busca de algo menos
descorazonador y desagradable. Por ello los que busquen datos o contenidos históricos
encontrarán muy poca información. Sin embargo, este es el gran logro de su literatura. Lo mejor
de este período es obra de escritores muy cultos y de una aguda sensibilidad estética, en quienes
la experiencia cultural era tan importante para su arte como sus propias vivencias personales.
Son muy conscientes de las grandes tradiciones literarias, pero rara vez las usan como modelos a
imitar.
A la creación de lo que podríamos llamar un “sentido reverencial de la literatura”
contribuyó en gran medida Azorín. La crítica impresionista intenta aproximar simpatéticamente
al lector y al autor. No niega los condicionantes históricos, pero postula la inmediatez y la
virtualidad moderna del escritor clásico por encima del tiempo que lo separa del lector. La
experiencia literaria acabó por predominar sobre cualquier otro valor y, tras haber anulado la
distancia temporal, se atreve incluso a hacer que Calixto y Melibea vivan una nueva historia al
margen de La Celestina -como en “Las nubes”, capítulo de Castilla (1912). Para Azorín la
frontera entre literatura y vida es impalpable.
En conclusión, las primeras cuatro décadas del siglo fueron una época de
experimentación literaria sumamente inquieta y audaz, y la literatura de este período refleja un
notable sentimiento de confianza en el arte y de libertad. Claro está que no todas las experiencias
fueron afortunadas, y muchas no han resistido la prueba relativamente corta de tiempo que ha
transcurrido desde entonces.
[Lo que sigue es el resumen del final del capítulo, que es una adición de José-Carlos Mainer. El profesor
Granados destaca que esta adición es muy importante porque plantea problemas como la periodización o el
ensayo como género. Los títulos en negrita no aparecen en el manual.]
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Continuidad. No resulta fácil periodizar adecuadamente el tramo cultural comprendido
entre 1900 y 1939. La idea de un continuum quizá sea más acertada que una parcelación
excesiva. De hecho, los elementos de continuidad podrían remontarse a la etapa de la
Restauración (con la calidad de las grandes novelas de la década de los ochenta y la discusión
intelectual de “La España Moderna”, revista activa hasta 1914) o incluso desde la revolución del
68 (con la introducción del positivismo y del darwinismo, y el apogeo de la ideología krausista).
También podría extenderse –y no sólo en el exilio- por un cierto epigonismo que llega hasta la
década de los cincuenta.
Ensayismo. Todos estos elementos de continuidad se asientan en la pervivencia de varios
problemas y muchos motivos en la conciencia intelectual del país. El más importante es la
denodada búsqueda de adecuación de la actividad literaria a las necesidades de la vida nacional.
En su plano más inmediato y material, esta situación se traduce en una forzosa “creación de un
público” a través de la divulgación de ideas y de la voluntad pedagógica de la literatura. La
búsqueda de este público también se refleja en una peculiar tensión e inmediatez expresiva de la
propia literatura: los elementos autobiográficos, las consideraciones generacionales, el explícito
diálogo con un hipotético lector (en Unamuno, por ejemplo), la referencia obstinada a puntos de
unidad colectiva (el paisaje, la historia nacional), la idea de la lectura como experiencia vivencial
(en Azorín, por ejemplo), la pretensión obsesiva de “sinceridad”… Todas estas características se
han podido presentar como una peculiar predisposición al “ensayismo” en la conciencia literaria
española del siglo XX.
Desconfianza íntima. Por otra parte, el escritor español parece escribir a partir de una
cierta desconfianza de su propia identidad íntima y cultural. Abundan, por ejemplo, las novelas
educativas donde los protagonistas más o menos autobiográficos se encuentran con la hipocresía
social o con el fracaso de sus ideales ante la cruda realidad. Es frecuente que el autor cree un
alter ego, como el Sigüenza de Gabriel Miró, que busque heterónimos, como los Abel Martín y
Juan de Mairena de Machado, que los personajes de ficción se rebelen ante su destino (como en
Niebla de Unamuno).
Nada de esto es, evidentemente, ajeno a la literatura europea del siglo pasado: la novela
de la educación es casi un género de la literatura alemana de principios de siglo; Pirandello lleva
al límite la emancipación de los personajes… Sin embargo, hay algo de específicamente español
en todas las preocupaciones del párrafo anterior: la pregunta por el ser de España y el dolor por
su postración (o por su desidia). Surgió, así, el tardío desarrollo del nacionalismo liberal frente al
precoz crecimiento de un nacionalismo católico y excluyente.
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A principios de siglo, el anticlericalismo, el antimilitarismo y el anticaciquismo fueron
obsesiones muy típicas que, aunque respondían a realidades innegables, se convirtieron en mitos
nacionales y puede que en excusas de la impotencia dolorosamente esgrimida por los
intelectuales. La obra de muchos escritores de segunda fila fue un permanente tronar contra tales
lacras, pero a veces sus espacios narrativos o el “casticismo” de su prosa revelan
paradójicamente complacencia con el objeto de sus execraciones.
Intrahistoria. Paisaje. En 1895 Unamuno habló por primera vez de la “intrahistoria” en
el marco de la siguiente metáfora: la imagen de la historia como un océano cuya agitada
superficie era la “historia” conocida y cuyo fondo inmutable y más dilatado era la “intrahistoria”
de los pueblos que permanecían en sus trabajos y sus días al margen de la sacudidas de
conquistas, batallas, revoluciones… El ejemplo histórico que pone Unamuno es la revolución de
1868, que en nada había alterado la vida colectiva del pueblo sufriente.
El hallazgo del término y del concepto es un síntoma de la indagación intelectual en su
entorno social y de la desazón que experimentaron los escritores ante el panorama político.
Pronto se identificó casi en exclusiva con la vida campesina y con la vida de las ciudades
provincianas. Estéticamente esto supuso el descubrimiento capital del paisaje, que ya no era un
decorado convencional.
Este paisaje con “alma” se fue transformando a través de pintores y escritores de
consumo y a través de la música nacionalista de Albéniz, Granados, Falla y Turina. Todo esto
agudizó el proceso de conversión de lo “intrahistórico” en un referente contemplativo y estético
que poco tenía que ver con la formulación unamuniana y que determinó una inflexión
provincianista ya a principios de siglo.
La gran ciudad no tuvo tanta suerte literaria como el paisaje o la ciudad provinciana.
Escritores como Baroja –en la trilogía “La lucha por la vida”- la descubren como una suerte de
aluvión de vidas y miserias, fruto maldito del progreso. Unamuno se limita a abominar de ella.
Ortega será el único que se manifiesta claramente urbano.
Períodos. Más que ciclos que se suceden inexorablemente unos a otros, habría que hablar
de situaciones germinales de nuevas actitudes que modifican las anteriores sin anularlas.
Generación del 98 y modernismo. A menudo se han visto estos dos términos como
antitéticos, quizá por no reparar en que son fundamentalmente heterogéneos: el primero
pertenece a la conceptualización sociológica y el segundo a un orden de categorías artísticas.
En todo caso, las opiniones más recientes niegan la antonimia y han señalado
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ingredientes comunes. Así, conceptos como “bohemia” (asociado a lo modernista) y “actitud
intelectual” (asociado a lo noventayochesco) son fórmulas similares y fruto de una misma
necesidad: la de proveer al escritor de un modo de reconocimiento y de peso específico.
El término “modernismo” se revela más como una forma de denominar al escritor
finisecular en general, mientras que el término “generación del 98” hay que recordar que es una
manera tardía que acuñó Azorín en 1912 para referirse con nostalgia a algo pasado.
Novecentismo. Este concepto ha sido propugnado con diversa fortuna para designar una
renovación de calendario muy laxo (entre 1910 y 1925) y coincide en gran medida con la
fórmula “generación de 1914”. Aunque sea difícil atribuirle coherencia estética, es evidente que
apunta a la realidad de serios cambios sociales y de actitudes personales: tanto a circunstancias
de reforma intelectual (modernización de la universidad, asentamiento de la industria editorial)
como políticas (recuperación del liberalismo, crisis de las posiciones radicales…). En lo
personal, buena parte de los novecentistas provienen del modernismo, a partir de una cuidadosa
crítica de sus aspectos neorrománticos, desaforados e individualistas. Por poner un ejemplo, así
lo hace Juan Ramón Jiménez, a la hora de abandonar su quejumbrosa etapa de las elegías por la
etapa que abre el Diario de un poeta reciencasado.
Generación de 1927 –o de 1925, como quiere Luis Cernuda. Este marbete registra una
sospechosa unanimidad en su uso. Sin embargo, puede que no pase de ser una aceptación por los
manuales de la autoidentificación de unos poetas unidos por una estrecha amistad y por un
singular apego a esa denominación colectiva. Lo cierto es que, en lo que atañe a su mundo de
ideas y su ética profesional, son en gran medida herederos del espíritu de la generación de 1914
y representantes de aquel optimismo por la modernización del país que parecía ser una realidad
tras la guerra europea y hasta las vísperas de 1936.
Vanguardismo. La sustitución del término “generación de 1927” por el de vanguardismo
presenta también problemas: el más importante, la reducida presencia de un vanguardismo en
estado puro. Cabría, en todo caso, hablar de un “vanguardismo nacional”, término contradictorio.
Generación de 1936. Este concepto fue puesto en circulación por Homero Serís para
designar –desde su situación de exiliado por la guerra civil- una identidad colectiva de quienes
vieron su tarea intelectual cortada por la contienda. La polémica que suscitó hizo que hacia 1955
hubiese reducido su ámbito: pasó a denominar el grupo concreto de escritores e intelectuales que
habían comenzado a escribir en los años treinta y que, tras la guerra, siguieron fieles a las ideas
liberales y tolerantes o que, en un sentido amplio, expiaron en su propia obra la culpa colectiva
de aquella sangría.
Catalán, vasco y gallego. Las circunstancias explicadas repercutieron también en las
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otras literaturas peninsulares. En catalán hallamos el “modernisme”, a principios de siglo, el
“noucentisme” (1906-1915), que más adelante segrega un vanguardismo, movimiento que, de
forma más acusada que el resto del Estado, cubre la doble vertiente de vanguardismo puro y de
vanguardismo nacional. Ni en Galicia ni en el País Vasco se percibe un modernismo de expresión
regionalista, pero sí serios intentos de modernización y de ruptura con los antecedentes
románticos: son las Irmandades da Fala y la revista “Nós”, en Galicia; es, en menor medida y en
español, la revista bilbaína “Hermes”.
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