Microrrelatos
Vicente Huidobro
Tragedia
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lle-no de ideas honoríficas,
reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga
permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad.
María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que, meterse con Olga? Ella no comprendía
que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante. ¿Era
ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados sino
llenos de asombro, por no poder en-tender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de
matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz,
muy feliz, sin-tiendo sólo que es un poco zurda.
Marco Denevi
Cuento policial
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante
de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una
mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer.
Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa,
aparte de las joyas y la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna
sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y
el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler,
pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana
siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad
policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que
había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buenmozo y de ojos verdes, era
su amante y que esa noche la visitaría.
Enrique Anderson-Imbert
Tabú
El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por de trás del hombro:
—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra
zangolotino.
—¿Zangolotino? –pregunta Fabián azorado.
Y muere.
Javier Quiroga G.
Había una vez [2]
Un apuesto joven llama a la puerta y le pide que se calce la más hermosa de las zapatillas. En
cuanto observa que ésta se ajusta al pie perfectamente, la toma del brazo al mismo tiempo que
le dice:
—Queda usted arrestada, esta zapatilla fue hallada en la es-cena del crimen.
Marco Denevi
El nunca correspondido amor de los fuertes por los débiles
Hasta el fin de sus días Perseo vivió en la creencia de que era un héroe porque había
matado a la Gorgona, aquella mujer terrible cuya mirada, si se cruzaba con la de un mortal,
convertía a éste en una estatua de piedra. Pobre tonto. Lo que ocurrió fue que Me-dusa, en
cuanto lo vio de lejos, se enamoró de él. Nunca le había sucedido antes. Todos los que,
atraídos por su belleza, se habían acercado y la habían mirado en los ojos, quedaron
petrificados. Pero ahora Medusa, enamorada a su vez, decidió salvar a Perseo de la
petrificación. Lo quería vivo, ardiente y frágil, aun al precio de no poder mirarlo. Bajó, pues,
los párpados. Funesto error el de esta Gorgona de ojos cerrados: Perseo se aproximará y le
cortará la cabeza.
Augusto Monterroso
El burro y la flauta
Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta
que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el
sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.
Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racio-nalidad no era su fuerte y
ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el
uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.
José Emilio Pacheco
Memorias de Juan Charrasqueado
—Yo no lo maté: él solito se le atravesó a la bala.
Jorge Luis Borges
La trama
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una es-tatua por los impacientes
puñales de sus amigos, descubre entre las casacas y los aceros la de Marco Junio Bruto, su
protegido, acaso su hijo y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también hijo mío! Shakespeare y
Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las si-metrías; diecinueve siglos
después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos
y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa
(estas palabras hay que oírlas, no leerlas): Pero ¡che! Lo matan y no sabe que muere para que
se repita una escena.
Julio Torri
La humildad premiada
En una universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo,
tartamudo, que como carecía por comple-to de ideas propias era muy estimado en sociedad y
tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.
Lo que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípu-los a la mañana siguiente.
Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la desesperación de los más
consumados constructores de máquinas parlantes.
Y así transcurrieron largos años hasta que un día, en fuerza de repetir ideas ajenas,
nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito
rojo tras el irisado cristal de una pecera.
Marco Denevi
Las vírgenes prudentes
Requerida de amores por un pastor y por el rey Salomón, la Su-lamita no duda. Alguna boba,
borracha de romanticismo, habría elegido al pastor y, transcurrida la luna de miel, hubiese
empeza-do a soñar con el rey Salomón. Ese sueño dorado terminaría por estropearle la vida
junto al pastor. En cambio la Sulamita opta por el rey Salomón y después, cuando sueña con
el pastor, ese sueño de contigo pan y cebolla la enaltece ante sus propios ojos.
José de la Colina
El final del principio
Aprovechando que Dios, tras haber trabajado seis días de la semana en la creación del Mundo,
se había tomado el domingo y retirado a descansar,
El Diablo
Entró en la Tierra
Y fundó la Historia.
José Jiménez Lozano
La analfabeta
Nunca había ido a la escuela y, ahora, a sus cincuenta y nueve años, estaba
comenzando a aprender a leer y escribir en las clases nocturnas para analfabetos. Y estaba
fascinada.
Escribía muy despacio, pasándose la lengua por los labios mientras trazaba los palotes
de las mayúsculas de su nombre: MARÍA; lo leía luego, y decía:
–¡Ésta soy yo!
Y se ponía muy contenta, lo mismo que cuando escribía las palabras de las cosas que
tenía a su alrededor: MESA, GATO, VASO, AGUA. Y ya no sabía que otra palabra escribir,
pero de repente se le ocurrió poner: ESPEJO. Leía la palabra una y otra vez, se la quedaba
mirando y mirando, pero con un gesto de extrañeza porque no se veía ella en aquel espejo. ¿Y
por qué no se veía ella en aquel espejo escrito, si se veía bien claramente, cuando estaba
escribiendo? Y se contestaba a sí misma, diciendo que eso sería porque todavía no sabía
escribir bien, porque, en cuanto supiera hacerlo, tendría todo lo que quisiera con sólo
escribírselo. Porque si no, ¿para qué valdría leer y escribir?, preguntó.
Pero allí todos callaron en la clase, y nadie le contestó. Como si hubiese dicho o hecho
algo raro, o qué sé yo, con un espejo.
Julia Otxoa
Formas de pasar el tiempo
A L.K. después de aquello, le era difícil respirar. Le producía un extremo dolor
soportar la existencia propia y la de los demás. Una terrible incógnita, el porqué de todo. Así
que sin tener la menor idea de qué hacer con su vida, cogió el primer tren para Dublín, buscó
trabajo, conoció a una mujer, se casó y tuvo hijos.
Nota: Todo lo demás, incluido ese dato, puede ser aleatorio, es decir, que bien puede el
personaje coger un tren para Oslo, Londres, Barcelona, o no cogerlo. Y también puede no
casarse. Es decir, todo es accidental y fortuito, menos el dolor y la angustia, que han de ser
fijos.
David Roas
Locus amoenus
La tarde era deliciosa. Tras un largo día de calor, una leve brisa refrescaba el
ambiente. Sentado en un banco del parque, disfrutaba a solas y en silencio de aquel momento
casi perfecto.
El cuerpo de la niña se estrelló a mi lado con su característico ruido de fruta madura.
Miré hacia arriba. El segundo cuerpo -el de un niño esta vez- cayó unos instantes más tarde, a
pocos metros del banco. Después cayó otro, y otro más. La tormenta había empezado.