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Analista Como Lugar de La Proyección

El documento analiza la figura del analista en psicoterapia, destacando la importancia de su subjetividad y su papel en el proceso de individuación del analizando. Se explora el estatuto profesional del analista, su personalidad y la necesidad de un análisis didáctico para su formación, enfatizando que la efectividad de la terapia depende más de la personalidad del analista que de sus teorías. Además, se subraya la complejidad de la relación entre el analista y el analizando, marcada por la incertidumbre y la proyección de fantasías.
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El documento analiza la figura del analista en psicoterapia, destacando la importancia de su subjetividad y su papel en el proceso de individuación del analizando. Se explora el estatuto profesional del analista, su personalidad y la necesidad de un análisis didáctico para su formación, enfatizando que la efectividad de la terapia depende más de la personalidad del analista que de sus teorías. Además, se subraya la complejidad de la relación entre el analista y el analizando, marcada por la incertidumbre y la proyección de fantasías.
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El analista como lugar de proyección

Enrique Galán Santamaría

Ocuparse de la persona del analista, tal como propone para este número
la revista Palestra Junguiana, parte de la evidencia de que es imposible lograr
una apreciación objetiva del hecho clínico —la transformación psíquica— sin
apelar a la subjetividad de quien se ofrece como experto en la captación y
explicación de los contenidos inconscientes del analizando, sea paciente,
cliente, candidato a analista o investigador. Bien como guardián del encuadre
analítico —su instigador y mantenedor— o como testigo y compañero de viaje,
el analista, con su ambigua existencia para el analizando, resulta ser el garante
de un proceso que se sabe cómo empieza pero que difícilmente puede
preverse y que generalmente da lugar a más sorpresas que certidumbres.

El mero hecho de que exista algo llamado psicoterapia, en sus diversas


formulaciones, revela la existencia de un orden simbólico, de marchamo
occidental, que hace del individuo el agente de su propia existencia, basado en
conceptos fuertes como ‘libertad’, ‘independencia’, ‘responsabilidad’,
‘autoconocimiento’, etc, que obvian en gran parte las muchas determinaciones
que delimitan la existencia individual, tanto desde el exterior natural y social
como desde el interior psíquico y biológico. La psicoterapia, y más desde la
perspectiva junguiana, se propone precisamente atender a esa individualidad,
en la doble vertiente de autoconocimiento y despliegue de las capacidades
propias, dentro de las posibilidades que ofrece el medio social con sus
constricciones y estímulos. Se trata del proceso de individuación.

Teniendo esto en cuenta, centrarse en la persona del analista supone


referirse a su estatuto profesional —vehiculado socialmente—, su personalidad
individual —psico-históricamente definida—, su autoconsciencia —en relación
con su análisis didáctico— y su apertura a la realidad ajena.

Estatuto profesional del analista


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La psicoterapia en general como consideración a los aspectos anímicos


(emocionales, cognitivos, comportamentales) para procurar el bienestar del
individuo tiene sus raíces históricas en el chamanismo y atraviesa en su
devenir las figuras diferenciadas del médico, el sacerdote, el filósofo y el artista
inscritos en sus comunidades. Pero es a partir del ilustrado siglo XVIII europeo,
con Mesmer, y a lo largo del cientificista XIX que inaugura la psiquiatría
descriptiva, con la aparición en su último cuarto de la «psychotherapeutics» de
Tuke, cuando adquiere su estatuto profesional, consolidándose en manos de
neurólogos (Charcot, Freud) en el quicio del siglo XX bajo la denominación de
«psicología médica». Con Janet, Dubois y fundamentalmente Freud y su noción
clave de inconsciente, surge la psicoterapia tal como la conocemos en la
actualidad.

La revolución psicoanalítica transformó la psicoterapia en una nueva


antropología, manifestada más allá del consultorio en las artes, el pensamiento
y las costumbres en Occidente y su esfera de influencia mundial. A lo largo del
siglo XX, el desarrollo de la psicología (una ciencia multiparadigmática), la
psiquiatría (con la gran mutación psicofarmacológica a partir de los años 50) y
la medicina en general con sus avances espectaculares, han ido surgiendo
cientos de psicoterapias. A la arborización psicoanalítica como psicología
profunda en sus diferentes tendencias, se le fueron sumando todas sus
derivaciones conocidas como psicología humanista con su culminación
transpersonal, el conductismo, que evolucionaría hacia la psicología cognitivo-
conductual al abrirse la «caja negra» a las neurociencias, y el paradigma
sistémico, centrado en la comunicación, por citar únicamente los enfoques
más consolidados.

El crecimiento de la psicoterapia ha ido construyendo así una red de


instituciones (organización, investigación, publicaciones, prácticas) y ha dado
lugar a un imaginario social sobre la locura, el sufrimiento, las potencialidades
psíquicas, la complejidad de la psique y las formas de la libertad que ha
modificado la moral e inaugurado una nueva ética.
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El estatuto profesional del analista se inscribe dentro de esta
institucionalización y este imaginario. Por el lado de la institucionalización,
encontramos la formación reglada, la pertenencia a organizaciones que validen
esa formación, la temática de la cientificidad/relevancia de sus planteamientos,
la política de publicaciones, congresos y presencia social, la credibilidad ante
otras instituciones (políticas, académicas, asistenciales), la capacidad laboral.
Por el lado del imaginario, al analista se halla frente a la demanda social y del
particular, su papel como coadyuvante/crítico de las costumbres, la fantasía de
ser un educador de la cordura, incluso un líder moral o un técnico de la
supresión del sufrimiento. En suma, el estatuto profesional del analista le
aboca al complejo de poder y la omnipotencia de la consciencia.

La realidad es muy diferente. En su trabajo cotidiano el analista


depende totalmente de la credibilidad que le procura su analizando, se sabe
tan determinado por su propio inconsciente como éste, a cada paso surgen sus
carencias de todo tipo (personales, conceptuales, sociales, profesionales,
incluso), va dando pasos de ciego ante el misterio que es todo paciente, todo
analizando, intentando apoyarse como puede en sus concepciones de base,
tantas veces desmentidas. Cuanto más aprende, más sabe que no sabe. Cada
sesión es una prueba. La incertidumbre es su estado básico.

La personalidad del analista

Es un tópico asumido que la efectividad de toda psicoterapia debe más a


la personalidad del terapeuta que a sus concepciones teóricas. Una efectividad
no fácilmente medible y que responde a la regla, también discutible, del 30%:
un tercio de los pacientes mejoran, otro tanto empeora y el resto permanece
más o menos igual. Lógicamente, todo depende de los objetivos. El mero
acompañamiento tiene unos efectos indiscutibles. La escucha quiebra desde
un principio el doloroso aislamiento que acompaña al sufrimiento anímico. El
respeto hacia el paciente (su forma de vivir, sus ideas, su experiencia) permite
al menos delimitar cuál es la situación que conviene aclarar. La constitución de
un encuadre terapéutico asegura una cierta contención y protección de las
presiones internas y externas que sufre el individuo y permite la alianza
terapéutica. La atención pormenorizada a los aspectos relevantes de lo que
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expresa el paciente ayuda a que éste vaya poniendo algo de luz en las
complicaciones que vive. La actitud analítica promueve una determinada
manera de enfocar los conflictos y ofrece una cierta esperanza en su
comprensión, elucidación e incluso solución. La confianza de terapeuta en la
consistencia de su perspectiva clínica facilita el proceso de transformación que
toda psicoterapia promueve sirviendo de anclaje al paciente ante los embates
de su inconsciencia y de su inconsciente.

Los rasgos ineluctables que permiten el acto terapéutico son la empatía y


la intuición. La empatía es necesaria para toda comprensión del otro. La
intuición ayuda a captar los movimientos subterráneos que subyacen a los
contenidos explícitos y facilita la apreciación del sentido que unifica la
variabilidad de vivencias que constituyen toda biografía personal.
Evidentemente, el sentimiento, como donación de valor y formulación de la
emoción, es fundamental para hacerse con los movimientos del alma. Y sin
reflexión difícilmente puede elaborarse la experiencia, que precisa de la
apreciación sensorial de la vivencia. Todo ello sería vano si no actuara
continuamente el sentido del humor, núcleo de la cordura al evitar con su
escepticismo quedar atrapado por el dogmatismo, esas ideas fijas que están en
la base de todo sufrimiento psíquico por la detención del acaecer anímico, la
prisión interior.

Tenemos así una serie de premisas que como rasgos de la personalidad


están presentes en el acto terapéutico. Pueden sintetizarse en la noción de
humanidad: respeto al otro, asunción de las deficiencias propias, voluntad de
comprensión, ofrecimiento de los conocimientos especializados, capacidad
para sostener la propia individualidad e independencia, confianza en las
capacidades del individuo para solventar sus conflictos. Antagónicos a estos
rasgos son el deseo doctrinario, la sensación de superioridad, la perspectiva
tecnológica, la rigidez conceptual y sentimental, la incultura, el miedo a la
locura, el desconocimiento de sí, el conformismo, el deseo de poder y la
codicia, la seducción, la falta de compasión, la intolerancia a la incertidumbre.

Son varias las razones que llevan a alguien a ser psicoterapeuta. Hay un
aspecto vocacional que no puede minusvalorarse y, en muchos casos, se da
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una experiencia propia o cercana de psicopatología. Así, es frecuente el caso
de analizandos que devienen analistas tras su propio proceso terapéutico. Pero
una sensibilidad especial a los movimientos anímicos propios y ajenos
conduce naturalmente a esta profesión asistencial. La facilidad que poseen
algunas personas para captar la riqueza dramática de la vida, elaborada por la
literatura y las artes, su apreciación poética del mundo y la atracción por la
belleza, su sentido de la justicia, la apreciación del sufrimiento propio y ajeno,
humano y animal, su interés por el mundo espiritual, la valoración de la
libertad les hace candidatos idóneos para esta profesión. Se trata en primer
término, se diga o no con estas palabras, de atender al alma y sus estados, de
orientar la atención a la imaginación y la pasión, elementos cardinales del
alma, sin intentar subyugarlos o descalificarlos.

El psicoanalista, psicoterapeuta centrado en la investigación de lo


inconsciente como clave vital, psicólogo profundo, tiene necesariamente que
asumir en su personalidad aspectos que escapan a su consciencia. Con sus
efectos saludables y penosos que le obligan a una humildad específica. Sabe
que como profesional no puede ofrecer una forma de vida o una planificación
exitosa a sus analizandos. Sólo puede acompañarlos en su proceso de
autoconocimiento. Imprevisible y azaroso. Que exige de él unas capacidades
que ni siquiera conoce hasta que no se ve envuelto en la práctica cotidiana. De
ahí que el rasgo de personalidad que más le cuadra es la confianza en lo
inconsciente. Es decir, la apertura a lo desconocido de sí y del otro. Su labor
cotidiana es hacer consciente lo inconsciente, es decir, configurar
conscientemente lo fragmentario, incompleto, contradictorio, novedoso,
inesperado que brota espontáneamente en la sesión desde la profundidad del
alma. Sea sueño, fantasía, síntoma, concepción, recuerdo, emoción,
conducta… que trae el analizando para conformarlo entre los dos de modo
operativo. La receptividad, más que la directividad, es el modo dominante de
actuación. Acoger los contenidos multiformes más que marcar pautas de
conducta.

El psicoanalista no es un hombre de conocimiento ni un sabio, mucho


menos un profeta o un director de conciencia. Es un individuo atravesado por
sus propios dramas, incompleto, impreciso en alguna medida, un buscador que
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puede desorientarse a cada paso, rodeado por su propio desconocimiento,
atento en lo posible a las trampas que se pone a sí mismo, sujeto a su
inconsciente. Lo que ofrece a su analizando sólo en alguna medida está en su
mano. Lo que conoce a ciencia cierta se ve relativizado no pocas veces. Y sus
aciertos lo son prioritariamente del analizando, cuando no exclusivamente.
Podría decirse que la personalidad propia del analista es la de quien acoge el
máximo posible de incertidumbre sin derrumbarse o paralizarse.

El análisis didáctico

El modo en que uno se hace analista se conoce como análisis didáctico,


propuesto por Jung muy pronto ante la complejidad de esta «profesión muy
peligrosa», como la denominó W. James. En este análisis, que es un análisis
personal que atiende además al deseo de ser analista, se elabora lo que será la
persona (en el concepto junguiano) profesional. El análisis en sentido estricto
se acompaña de una formación específica para familiarizarse con las
concepciones y prácticas propias del psicoanálisis como psicoterapia y como
psicología. Es decir, al autoconocimiento se suma un conocimiento de las
propuestas de los diferentes autores a lo largo de la historia ya secular de esta
forma de psicoterapia, el ejemplo de los mayores, con sus errores y aciertos,
sus lagunas, escotomas y apreciaciones.

El análisis didáctico tiene la estructura de una iniciación. Más que el


aprendizaje de un oficio con sus prácticas se trata de la transformación
psíquica que supone atender al propio inconsciente, con sus complejos y los
arquetipos que los nuclean. Es un proceso de autoconocimiento que da sus
primeros pasos en el análisis didáctico sin ceñirse a él. El objetivo es
familiarizarse con la vida inconsciente y sus complejidades, educando a la
consciencia para que sea capaz de integrar esos contenidos que la desbordan,
se le oponen y compensan, impulsan y frenan. Se trata de ser capaz de
atender a lo fascinante y tremendo sin dejarse arrastrar. Penetrar en lo
desconocido de sí y confiar en salir fortalecido. Ser capaz de modificar las
concepciones de partida sin desfallecer ante las nuevas.
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Se entra en el análisis didáctico con todo tipo de preconcepciones que en
su mayor parte serán desmanteladas o relativizadas. Uno va con su persona,
ese recorte de la consciencia colectiva, y pronto percibe la inconsistencia de su
yo ante la potencia de su sombra. Integrar esos contenidos en un yo que no se
reconoce en ellos será el primer paso en la constitución de esa persona
profesional capaz de soportar la incertidumbre. Aquí y allá van apareciendo,
en sueños, fantasías, recuerdos e ideas, temores, anhelos y descubrimientos
que obligan a una atención y reflexión cuidadosas. La voluntad consciente
muestra sus límites, la irrupción de contenidos inconscientes desorienta y pone
en jaque nuestro autoconcepto. En el mejor de los casos, se abre un mundo
fascinante. En el peor, el terror de la pesadilla. El análisis didáctico sirve para
capear el temporal y con suerte llegar a buen puerto.

La primera sorpresa surge con la transferencia, esa ciega proyección


sobre el analista de tantas fantasías que hablan del candidato cuando éste
cree que se refieren a su didacta. No será fácil darse cuenta de esas
proyecciones, motivadas en parte por la dependencia inducida por el propio
dispositivo didáctico. Infantilismos varios, resistencias, regresiones, búsqueda
de reconocimiento, etc. se pondrán en juego en esa relación que busca
idealmente la independencia del candidato y la asunción de su yo profesional.
Liberarle de omnipotencias y miedos, de apegos y competitividades será el
trabajo del analista didacta, sujeto él mismo a sus vinculaciones inconscientes
con el analizando, a sus propias heridas como aprendiz.

El análisis didáctico tiene sus características específicas. Viene


determinado por un imperativo institucional que dota al analista de un poder
objetivo y coloca al analizando en una posición subordinada que moverá todo
tipo de resistencias. Aunque didacta y candidato intenten mantener el máximo
de simetría, un orden externo a ellos determina su posición. Así, el didacta
debe llevar a cabo una evaluación del candidato que tiene que concordar con
la de otros colegas, y éste corre el peligro de identificarse con su analista como
modelo para su propia persona profesional. Se confía en que tanto candidato
como didacta asumen esta presión exterior y este peligro interior para llevar
adelante la tarea centrándose en los contenidos genuinos que van surgiendo.
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Atender a la espontaneidad de lo inconsciente y a la actitud facilitadora de la
consciencia es el camino.

En general, un análisis consiste en captar el estado del proceso de


individuación del analizando. Cómo van surgiendo los aspectos específicos de
los arquetipos estructurales (persona, yo, sombra, sicigia, sí-mismo) en la
aparición y evolución de los complejos con su correspondiente emocionalidad.
Las ideas conscientes y las concepciones inconscientes, los sentimientos
acordes o desacordes con el yo, las intuiciones defensivas o iluminadoras, las
sensaciones y su relación con el principio de realidad. Teóricamente, en un
análisis didáctico se podría vislumbrar el estado de las funciones psíquicas en
el analizando, su nivel de desarrollo, las tendencias a la extraversión e
introversión, el grado de comprensión de los símbolos, etc. En suma, lo
fundamental es darse cuenta de la complejidad de la psique, de la autonomía
del alma, de los límites de la consciencia, de la riqueza y complicación de la
relación humana como juego de proyecciones.

Si todo sale bien, el análisis didáctico, con los diferentes didactas que
uno acepte, permitiría que el candidato encuentre su forma específica de ser
analista. Apoyarse en su propia personalidad, abrirse a su evolución y
profundización, asumir su individuación como un proceso inacabado. Un tipo de
autoconocimiento que cuenta con los efectos de lo desconocido de nosotros
mismos, pues ese desconocimiento estará muy presente en el trabajo como
analista cuando deba capear la transferencia/contratransferencia en el campo
que se construye con cada paciente, en cada sesión.

Apertura a la realidad ajena

Un psicoanálisis consiste en asumir que nuestro yo no es el director de


orquesta. Todo lo más, asegura el momento y lugar del concierto. El yo del
analista establece con el encuadre esa posibilidad, el yo del analizando es el
relator de ese concierto que se da casi espontáneamente. Juntos asistirán a
todo el proceso de aceptación de los intérpretes, el acuerdo sobre las posibles
partituras, los ensayos, etc. Pues son muchas las vicisitudes que jalonarán el
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proceso. En nuestra terminología, se llaman transferencias y resistencias,
contratransferencias y alianza terapéutica. Las partituras están compuestas de
sueños, fantasías, síntomas, recuerdos, ideas, etc. que van encontrando un
acomodo en forma de un proceso creativo que revela un plan, la individuación
del analizando.

Para el analista, su labor va más allá de lo que hace como puede en la


consulta, pues su imagen es una construcción del analizando. Ya lo comenta
Jung en algún momento cuando señala que el buen médico no es quien está a
la cabecera del enfermo sino dentro de su cabeza. Pues el analista es
prioritariamente, en su trabajo, el lugar de la proyección de las fantasías
conscientes e inconscientes, individuales y colectivas de su paciente. En este
sentido, la ‘apertura’ que figura en el epígrafe es la aceptación de las
proyecciones del paciente sin identificarse con ellas.

Se dice fácilmente, pero todos los analistas somos conscientes de la


dificultad de elaborar la transferencia de nuestros analizandos. No basta con
decir «yo no soy ese que tú te imaginas», sino descubrir penosamente cuál es
el sentido de la proyección, cómo le sirve al paciente como vía a la
autoconsciencia. Y cómo sus proyecciones atan al analista a través de su
propio inconsciente sin que la consciencia apenas pueda hacer algo. El
psicoanalista es de este modo padre, madre, hermano/a, hijo/a,
amigo/enemigo, amante/pareja, competidor/colega, maestro/discípulo, órgano
corporal o incluso el propio yo del analizando. La materialización del arquetipo
que se constela. Todo eso y más puede ser el analista para el analizando,
independientemente de su sexo, edad, salud y enfermedad.

Abrirse al otro no es que el analista cuente su vida al analizando o qué


papel ocupa en su trayectoria profesional. Abrirse al otro es mostrar con su
actitud y su espontaneidad que se está en el mismo barco den la singladura de
hacerse con uno mismo y con el mundo. Que la perplejidad es el origen del
pensamiento y la incertidumbre el estado natural de la apertura al misterio.
Que no hay más caminos que el que cada cual sigue, solo y en compañía, y
que el sufrimiento que lleva a la consulta es el termómetro preciso de nuestra
capacidad de ser quienes somos.
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La clave es la actitud analítica, la posición del analista como catalizador


del proceso natural del analizando. Facilitar con sus preguntas y comentarios el
proceso de indagación, reflexión, caída en la cuenta: ampliación de consciencia
atendiendo a lo más autónomo en nosotros, aquello que escapa al control
consciente en su espontaneidad y que habla de la complejidad que somos,
Jung lo denominó complexio oppositorum para señalar la articulación de
elementos disímiles, opuestos, conscientes e inconscientes, propios y ajenos
que podemos descubrir como naturaleza singular, el sí-mismo.

La persona del analista es así, en su formulación junguiana de recorte de


la consciencia colectiva, el representante de la historia de la psicoterapia como
cuidado de sí para el analizando. En la formulación general de la persona como
unidad biográfica sujeta a derechos/deberes, el analista es el testigo y
coadyuvante del proceso de individuación de su analizando, con sus
capacidades y deficiencias, con su personalidad específica en proceso de ser él
mismo.

De este modo, en ese encuentro entre dos individuos diferentes, con


aspectos sociales e históricos que les son comunes y distintas personalidades,
se va construyendo una intersubjetividad de la que brotan las objetividades
que permiten tomar posturas y decisiones en las que apoyarse para seguir
viviendo. No es necesariamente un realismo válido universalmente, sino un
conjunto de apreciaciones operativas, hipotéticas muchas veces, que ayudan a
recomponer la imagen de sí y del mundo con las que comenzó el análisis. Un
yo debilitado ante un mundo avasallador da lugar en el mejor de los casos a
una consciencia ampliada que permite transformar las defensas en
conocimiento, la omnipotencia/impotencia en calibración de las fuerzas propias
en un momento y situación concretos. Se trata de cuidar y aumentar la
libertad interior.

Es esa realidad compartida por analista y analizando, hecha de


fragmentos vitales y la sensación de un sentido vertebrador, el destilado de un
trabajo que puede durar pocas o muchas sesiones y que servirá al analizando
para saberse sujeto de su propia existencia más allá de su complejo del yo y al
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analista para verificar la razón de su actividad diaria, la constitución de su
persona profesional.

Enrique Galán Santamaría


Madrid, 13/9/23

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