Obra completa compuesta por tres volúmenes.
Una profunda crisis
del Estado que hunde sus raíces en el siglo XIX; una Segunda
República que se enfrenta a grandes dificultades para poder
construir una alternativa de gobierno viable; la Guerra Civil como
fracaso y consecuencia lógica de todo el proceso. Tal es el
panorama que ofrece el penetrante análisis del Tuñón de Lara en La
España del siglo XX, un libro que, desde el momento mismo de su
aparición, se convirtió en un clásico de la historiografía española.
Manuel Tuñón de Lara
La España del siglo XX
ePub r1.0
Titivillus 04.01.2022
Título original: La España del siglo XX
Manuel Tuñón de Lara, 1966
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Índice de contenido
Cover
La España del siglo XX
Prólogo a la Segunda Edición
Prólogo a la Tercera Edición
Propósito
Primera parte. La quiebra de una forma de Estado (1898-1931)
Capítulo primero. En pleno siglo XX
Cuando el siglo XX amanecía…
Transformaciones como consecuencia de la guerra mundial
Las posiciones políticas del momento
Marruecos
Protagonismo de la burguesía catalana
Las fuerzas políticas y sindicales
Capítulo II. La crisis de 1917
Las Juntas militares de Defensa
La Asamblea de Parlamentarios
Hacia la huelga general
El movimiento de agosto
Crece la oposición
Capítulo III. 1918-1920
Alcance y límites del Gobierno nacional de Maura
Transformaciones en la vida económica
Los Gobiernos en la tormenta
Del colonialismo a la represión
Las organizaciones obreras y la cuestión de la Tercera, Internacional
Los republicanos
Trayectorias esenciales de la cultura
Capítulo IV. La guerra de Marruecos
El desastre de Annual (1921)
La cuestión de las responsabilidades
A la deriva. En vísperas de la Dictadura
Capítulo V. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1929)
Etapa del Directorio militar
Prosigue la guerra
Intermedio peninsular
Acuerdo con Francia para la conquista de Alhucemas
Evolución de la situación económica durante la Dictadura
Saldo negativo
Del Directorio a la Dictadura civil
La Sanjuanada
Rendición de Abd el-Krim
El conflicto de los artilleros
Incidente en la Sociedad de Naciones
En busca de instituciones
El complot de Prats de Molló
Fin de la guerra de Marruecos. Crece la oposición
La Asamblea Nacional Consultiva
La Universidad frente al régimen dictatorial
Partidos obreros y Sindicatos de oposición
Los partidos republicanos
El pronunciamiento de enero de 1929
Los estudiantes
La crisis de la peseta y últimas semanas de la Dictadura
La coyuntura intelectual durante la Dictadura
Capítulo VI. Hacia la República
Intermedio Berenguer para apuntalar el régimen
La ola popular
Partidos y Sindicatos en 1930
El Pacto de San Sebastián
El movimiento revolucionario en marcha
La sublevación en Jaca (12 de diciembre de 1930)
El movimiento del 15 de diciembre
Cae el Gobierno Berenguer
El régimen se desmorona
Los incidentes de San Carlos
Las elecciones municipales del 12 de abril
Segunda parte. De la Segunda República a la Guerra Civil (1931-
1936)
Capítulo VII. La Segunda República
Treinta y seis horas decisivas: 13 y 14 de abril
El Gobierno provisional y los problemas de la República
Las primeras semanas
La Iglesia y el cardenal Segura
Los monárquicos y la quema de conventos
La agitación obrera
Actividades del Gobierno
Los Estatutos de autonomía y las elecciones a Constituyentes
Apertura de las Constituyentes
Los sucesos de Sevilla
Se discute la Constitución
El ministerio Azaña
Alcalá Zamora, presidente de la República
Castilblanco y Amedo. Insurrección del Alto Llobregat
El debate sobre la Reforma agraria
El Estatuto de Cataluña
La sublevación del 10 de agosto
Voto de la Reforma agraria y del Estatuto de Cataluña
Herriot en Madrid
Casas Viejas
Hitler en el poder
Elecciones municipales y ley de Congregaciones
Las crisis de 1933
Triunfo de las derechas por la división de los republicanos
El movimiento anarquista de diciembre de 1933
Capítulo VIII. Balance del primer bienio
La economía y sus estructuras
La banca y las grandes empresas
Producción y comercio
Los precios
Los salarios
Situación de los asalariados agrícolas
Beneficios de los bancos y de las grandes empresas
Partidos políticos y Sindicatos de 1931 a 1934
Las J. O. N. S. y Falange Española
La República de Intelectuales
La Generación de la República
Capítulo IX. La «Restauración social»: bienio radical-cedista
La política española en 1934
Aumentan la tensión y el recurso a la violencia
El movimiento de octubre de 1934
El 6 de octubre en Barcelona
Mientras, en Asturias sigue la lucha…
«Un alto en el camino»
Una victoria pírrica. Lerroux en el Poder
La derecha se prepara, la izquierda se une
Política extranjera
Capítulo X. El Frente Popular
Portela Valladares convoca a elecciones
El 16 de Febrero
Gobierno de Azaña. Conspiraciones e incidentes.
Azaña, presidente de la República
Semanas decisivas. La conspiración se precisa
Hipótesis sobre los orígenes del levantamiento
Tercera parte. La Guerra Civil (1936-1939)
Capítulo XI. La guerra
El alzamiento militar (17-20 de julio)
Resistencia en Barcelona
Lucha a muerte
Los primeros altos y bajos de la contienda
Lo que fracasó
La sublevación se transforma en guerra civil (21 de julio-5 de
agosto)
Los primeros combates en la Península
El terror
La actitud de la Iglesia
El conflicto en su aspecto internacional
El paso del Estrecho y el puente aéreo
Capítulo XII. De la guerra de movimiento a la batalla de Madrid
La pérdida de Badajoz y sus consecuencias
La No Intervención en sentido único
La expedición a Mallorca y la lucha en el Norte
Largo Caballero en el poder
La Junta técnica de Burgos
No intervención y realidades internacionales
El Estatuto Vasco. Nuevo Gobierno catalán
Prosigue el avance hacia Madrid
Noviembre de 1936. La Batalla de Madrid
Y Madrid resistió
La guerra en otros frentes. El proceso de Primo de Rivera
Guerra y política
Las colectivizaciones
Las empresas extranjeras
La economía
El Estado
La cultura
Capítulo XIII. Durante la segunda fase de la batalla de Madrid
Primer intento de ataque envolvente a la capital
La diplomacia
Batalla de la carretera de La Cortina
La caída de Málaga
La batalla del Jarama
El frente de Asturias
España y Europa
La batalla de Guadalajara
Guerra en Andalucía
Ofensiva de Mola en el Norte
Destrucción de Guernica
Evolución de la situación política en la zona rebelde
En la zona Republicana
La crisis de abril en Salamanca. Él Partido único
Sucesos de mayo en Barcelona
Crisis gubernamental y subida de Negrín al Poder
Bombardeo de Almería por el «Deutschland»
La caída de Bilbao
La Pastoral colectiva de los prelados españoles
El movimiento obrero internacional y la guerra de España
La economía en la zona de la junta militar
En la zona republicana
La cultura
Capítulo XIV. De Brunete a Teruel
Primer intento ofensivo del ejército de la República
La batalla de Brunete
Congreso Internacional de Escritores
Problemas de gobierno
Acontecimientos políticos
La guerra en el mar
Batalla y caída de Santander
La batalla de Belchite
La Conferencia de Nyon y la Sociedad de Naciones
El Comité de Londres
La caída de Asturias
La vida política
La batalla de Teruel
El primer Gobierno de Burgos
Aspectos económicos de la situación
La cuestión eclesiástica
Aspectos culturales
Capítulo XV. De Teruel al Ebro
Se inicia la maniobra de Levante
Hundimiento del frente republicano de Aragón
Crisis en Barcelona
Pacto ítalo-británico y vida política
La batalla de Levante
De Levante a Extremadura
Debates en Londres
El paso del Ebro
La batalla del Ebro
Las repercusiones del Ebro en Burgos
En Barcelona
Retirada de los voluntarios extranjeros del lado republicano
La capitulación de Múnich
Negrín en las Cortes
Fin de la batalla del Ebro
El asunto Montana y otras cuestiones económicas
Capítulo XVI. El fin de la guerra
Las fuerzas en presencia en el frente catalán
Maniobras para salvar a Cataluña
La caída de Barcelona…
… y la de Cataluña
Cuatro semanas de reuniones
¿Resistencia o rendición?
Los efectos de la capitulación de Múnich
La sublevación de Cartagena
El golpe de Casado y el fin de la Guerra
Bibliografía
Notas
PRÓLOGO A LA
SEGUNDA EDICIÓN
La necesidad de una segunda edición de esta España del
siglo XX, que más bien debiera llamarse «Entrada de España en el
siglo XX», nos planteaba ineludibles tareas de revisión y reflexión.
Sin duda, nuestro propio trabajo nos ha llevado al descubrimiento de
alguna que otra nueva fuente y, sobre todo, a un mayor rigor
metodológico en nuestra concepción de la historia como ciencia. Por
otra parte, después de la primera edición de este libro ha visto la luz
un verdadero alud de obras sobre muchos de los temas que en él se
abordan, muchas de las cuales son de primer interés.
¿Qué hacer? Este libro ha sido concebido como una triple
proyección: como obra de síntesis divulgadora que forzosamente
debe tomar el aspecto de historia-relato; como instrumento de
trabajo para estudiantes y estudiosos de la historia contemporánea y
para hispanistas de diversos países europeos; y, en fin, dado que su
temática dista mucho de haber sido completamente investigada,
aporta aquí y allá investigaciones del autor, fuentes testimoniales,
fuentes hemerográficas, etc., que por vez primera se utilizaron en
esta obra, como el lector especialista podrá fácilmente comprobar.
Hemos pensado que no era posible cambiar la arquitectura del libro,
basada en esa triple orientación, a menos de escribir un nuevo libro
sobre el mismo tema; esta última solución hubiera tenido el
inconveniente de hacer más árida la lectura y por ello la hemos
desechado, dejando para trabajos monográficos los imperativos de
nuevas investigaciones y métodos.
Sin embargo, se imponía enriquecer esta segunda edición con
las indispensables revisiones y adiciones; las primeras, para
subsanar inevitables errores tipográficos o de corrección, o para
elucidar alguna cuestión que ha podido ser precisada durante los
últimos años; las segundas, para tener en cuenta importantes
aportaciones a la historiografía: textos como las Memorias de Azaña
o de Gil Robles, como el libro del general Rojo sobre la batalla de
Madrid, así como una serie de valiosas monografías, las cuales
constituyen aportaciones que no es posible ignorar. Cada nuevo
dato, cada nueva precisión han sido tenidos en cuenta. La
bibliografía ha sido completada en el mismo sentido.
La España del siglo XX rechaza todo apoyo que no sea el de
fuentes de la historia contrastadas en todo lo posible; las únicas
conclusiones que pretende obtener, además de ser extremadamente
someras, se refieren al conocimiento histórico de la sociedad
española y de su conflictividad en la coyuntura o coyunturas de un
cuarto de siglo que ofrecen una materia prima particularmente rica
para el establecimiento de hipótesis de trabajo encaminadas a
profundizar ese conocimiento. Es una tarea que sólo será posible
realizar por el esfuerzo coordinado de equipos de historiadores, que
dispongan de entera libertad para el acceso a todas las fuentes y
para la comunicación de los resultados de su trabajo. Es una tarea
científica que debe excluir todo intento de justificación de resultados
políticos y de situaciones sociales adquiridos a partir de la época
estudiada. El éxito de la primera edición nos permite abrigar la
esperanza de que este libro siga cumpliendo su función de estimular
esa empresa que ya está comenzada por los historiadores de las
jóvenes generaciones.
PRÓLOGO A LA
TERCERA EDICIÓN
Esta tercera edición, que es la primera no transterrada de este
libro, no difiere en su planteamiento de esa triple proyección a que
hacemos referencia en el prólogo a la segunda edición. Cada obra
tiene una vida y una estructura propias que es preciso respetar,
incluso por el autor. En esta «tercera salida» nos hemos esforzado
en evitar, todavía más, los juicios de valor ajenos a la ciencia
histórica, en recoger nuevas aportaciones, en rectificar los errores
de hecho siempre inevitables, pues no pretendemos la infalibilidad.
Aún así, tenemos consciencia de lo limitado de nuestro empeño y
del gran número de fuentes que, por causas ajenas a nuestra
voluntad, no nos file posible consultar al escribir esta obra. La sola
pretensión de este libro ha sido y sigue siendo la de servir de punto
de partida, la de estimular nuevos estudios e investigaciones, la de
abrir nuevos debates, al margen desde luego, de cualquier empresa
de justificación de situaciones y resultados políticos, y en un tono en
el que nos autoproscribimos la injuria, la ironía y cualquier falta de
respeto que el historiador debe a los protagonistas de la historia y,
más todavía, a sus propios colegas.
PROPÓSITO
Esta España del siglo XX empieza a ser vulnerable por su título,
un tanto arbitrario. No coincide la apertura del relato histórico con la
del siglo según el calendario, y ello por razones que ya habíamos
expuesto en La España del siglo XIX: los fenómenos típicos de
nuestro siglo se dan en España a partir de su segundo decenio.
No para ahí la aparente sinrazón, sino que el relato se detiene en
1939. Al hacerlo así se entiende que esta obra no está acabada,
puesto que sólo se comprenden en ella cinco lustros. En efecto,
razones metodológicas y hasta editoriales aconsejaban que el libro
constase de varias partes. Para hacer un alto provisional en el
camino hemos escogido la fecha que es a modo de línea de división
entre dos vertientes de la historia contemporánea de España. La
tarea prosigue.
Quede, pues, sentado que éste es un libro de historia y de
ninguna manera una obra polémica. Si algunas de las situaciones
creadas en el decurso de los años que se estudian inciden aún
sobre la realidad cotidiana no nos interesa este aspecto longevo que
puedan tener, puesto que nuestro mundo es muy diferente del de los
primeros cuarenta años del siglo. No se busquen, por consiguiente,
estrechas analogías entre los temas aquí tratados y los temas del
presente, y todavía menos ninguna sugerencia de conducta.
Nuestro mundo, el de la segunda mitad del siglo XX, conoce, en el
ámbito del planeta, una proporción y unas relaciones de fuerzas
políticas y sociales muy diferentes de las de hace treinta años. Por
otra parte, el desarrollo de los pueblos ha sido acompañado por el
científico y técnico, y ha acarreado consecuencias de la más diversa
índole. Por ejemplo, vivimos ya en la era nuclear, lo que supone un
cambio esencial en la naturaleza de la guerra y en la actitud de los
hombres respecto a ésta. Hoy han quebrado muchos valores que
todavía lo eran en los años treinta y han cobrado validez general
otros que, por aquel tiempo, se consideraban patrimonio de minorías
audaces y hasta subversivas.
Aunque un examen superficial pudiera hacer creer lo contrario, la
verdad es que España es parte de ese mundo inexorablemente en
marcha y, por consiguiente, conviene que nos guardemos de incurrir
en el anacronismo que supone la actualización mecánica de lo que
ya es parte integrante de nuestra historia, de un pasado que pide a
gritos ser superado como actualidad y asimilado como experiencia
histórica.
Ahora bien, esta peregrinación por nuestro siglo se hallaba
erizada de escollos. A cada momento ha sido necesario realizar una
elección y también un trabajo de síntesis. Muchos temas quedaron
tan sólo esbozados, mientras que innumerables fichas y papeletas
quedaron —por ahora— sin emplear. Habrá sin duda omisiones —
voluntarias o no— y también errores, ya que sólo quienes se
encierran en el mutismo conformista o en la repetición dogmática
tienen el triste privilegio de no equivocarse nunca. Sin embargo,
este libro ha sido elaborado y escrito con el propósito de buscar la
verdad, esto es, la adecuación de nuestro pensamiento a los hechos
y no viceversa. Se ha buscado la realidad en su fluir constante, en
sus múltiples dimensiones que se condicionan mutuamente; se ha
desechado el procedimiento falsamente objetivo consistente en
colocarse, siempre que hay un gran debate, en el fiel de la balanza
para distribuir por igual aciertos y errores. Ese procedimiento —
aparte de constituir una habilidad de corto alcance, pues a nadie
deja contento— supone una concepción anticientífica de la historia,
ya que ésta no puede ser jamás una distribución de premios y
reprimendas; la historia es, nada más y nada menos, un intento de
explicar y comprender los hechos, sus causas, consecuencias y
relaciones mutuas y un primer paso hacia la reflexión sobre temas
de gran alcance humano y social. Quede también constancia de que
este libro no pretende traspasar esa frontera en que comienza el
dominio de la filosofía de la historia, sino detenerse ante ella.
Esta España del siglo XX es quizá un libro apasionado, pero no
deja por eso de ser un libro que concede prioridad a los hechos; una
de las enseñanzas de la historia es que la razón de estos hechos
termina imponiéndose a todas las inexactitudes. En todo caso,
pasión y razón de esta obra tienen un solo objetó: España.
La quiebra de una forma de Estado
(1898-1931)
CAPITULO PRIMERO
EN PLENO SIGLO XX
Cuando el siglo XX amanecía…
En 1898, cuando el Tratado de París puso fin al estado de guerra
entre Estados Unidos y España, ésta había perdido los últimos
florones de su vasto imperio colonial. Súbitamente, un régimen
anclado en el pasado, un sistema que subsistía adormilado en
nostalgias, tuvo que hacer frente, no sólo al porvenir, sino al más
implacable presente. Fue un rudo despertar, que puso a prueba los
resortes vitales del país. Así fue que cuando cronológicamente
comenzó el siglo XX, España se hallaba en una encrucijada
dramática de su destino, en una exacerbada pugna entre el pasado
y el porvenir. Porque si el constitucionalismo de 1812, las
desamortizaciones de la mitad del siglo XIX, y los entusiasmos
liberales de la revolución de 1868 habían quedado lejos, es decir,
superados por la incesante problemática del acaecer histórico, sus
cuestiones radicales —organización de la vida pública,
transformación de las estructuras arcaicas, valores culturales a tono
con la marcha del tiempo— distaban mucho de haber sido resueltas.
Los temas propuestos por el siglo XIX, no encontraron realización
total en los debates, programas y realizaciones casi siempre
frustradas de una centuria, y seguían en pie al comenzar la
siguiente. Pero la Historia no se detiene jamás, y los nuevos temas y
problemas atropellaban sin compasión a los antiguos. España ha
sido —y es— un caso particular de supervivencias del pasado y de
aperturas hacia el porvenir, de coexistencia de estructuras de muy
diversa naturaleza, de formas del vivir y del pensar así como de
corrientes espirituales divergentes cuando no contrapuestas. En
continua mezcla y superposición, este complejo socio-histórico mira
por un lado a un pasado relativamente lejano, mientras que por otro
se inserta en la temática más viva del mundo contemporáneo. De
ahí que hayan sido frecuentes las desgarraduras, a veces trágicas,
en el seno de la sociedad española.
A ese nudo de contradicciones vino a añadirse la brusca pérdida
de las bases coloniales. Uno y otra fueron causa de que, al
despuntar el siglo XX, España se hallase en una situación que bien
puede calificarse de crisis. Crisis, porque los hechos exigían una
revisión institucional y estructural que no se había llevado a cabo,
porque al penetrar en el nuevo siglo con un fuerte lastre de
arcaísmo, de no prescindir de él se pondría en grave riesgo la
existencia misma de España.
Esa crisis era múltiple o polifacética: crisis del sistema, porque ya
no había Imperio; crisis económica, porque se habían perdido esas
fuentes de pingües negocios, esos mercados, amén de la inflación y
de la quiebra específica del Tesoro, producidas por los gastos y
deudas de la guerra colonial; crisis política, porque los partidos que
se turnaban en el ejercicio del poder, el conservador y el liberal,
asentados en el aparato caciquil, salían maltrechos y
desprestigiados de la derrota; crisis social, porque el desarrollo de la
industria en algunas zonas, acrecentaba el peso de la clase obrera
que, en proceso de toma de conciencia, se enfrentaba con unos
patronos intransigentes; y porque el particular desarrollo y los
problemas de la industria de bienes de consumo de Cataluña,
enfrentaba a ésta con los grandes propietarios agrarios de
Andalucía y Castilla, cuya hegemonía en el poder político era
evidente.
Sin que sea nuestro propósito establecer un repertorio de los
hechos históricos que jalonan esta situación, cabe, no obstante, que
señalemos algunos para mejor comprensión del objeto de nuestro
trabajo, que comienza en 1915, cuando los temas y problemas del
siglo XX son ya más fuertes que los del pasado.
Tras la firma del Tratado de París, Sagasta, jefe del partido
liberal, tuvo que ceder el poder a un gobierno conservador, presidido
por Silvela, con el financiero Fernández Villaverde en el ministerio
de Hacienda. Éste tomó medidas de rigor para frenar la inflación.
Poco después, siguió el ritmo de los partidos turnantes y, al
comenzar el siglo es otra vez el anciano Sagasta quien preside el
último gobierno de la Regencia de María Cristina y la coronación de
Alfonso XIII en 1902.
No obstante, la necesidad de repensar y revisar todo, lo que se
llamó entonces «regeneracionismo», se expresa a través de
diversas fuerzas y corrientes, tanto materiales como espirituales,
que insisten en un nuevo planteamiento de la tarea nacional, cara al
porvenir. A estas tendencias corresponden la Liga Nacional de
Productores, organizada bajo la iniciativa de Joaquín Costa (con la
colaboración, entre otros, de Basilio Paraíso y del joven Santiago
Alba) que expresaba el criterio de una burguesía renovadora que
reclamaba «la revolución desde arriba». La obra de Joaquín Costa,
el libro de Macías Picavea sobre El problema nacional
correspondían a esta misma sacudida. En ella se insertaban los que
«se habían levantado antes del amanecer», es decir, todos los
partidarios de la renovación comprendidos en la denominación
genérica del «krausismo español» y con mayor precisión en un
organismo didáctico que era la Institución Libre de Enseñanza,
creada en 1876 por Giner de los Ríos. Junto a él, habría que
nombrar a Gumersindo de Azcárate, Salmerón, Labra, Manuel
B. Cossío, etc.[1].
También al despuntar el siglo entran en escena un grupo de
jóvenes escritores, cuya denominación común es el replanteamiento
del tema España, un amplio espíritu crítico y la ruptura de todo
conformismo. A este grupo se le ha llamado, con razón o sin ella, la
generación de 1898. Si su aparición ofrece numerosas analogías, la
trayectoria posterior de cada uno de sus componentes será muy
diferente; entre ellos, los más importantes son Pío Baroja, José
Martínez Ruiz (Azorín), Ramón del Valle Inclán, Antonio Machado,
Ramiro de Maeztu. Con ellos, pero unos años mayor —su «En tomo
al casticismo» había aparecido en 1895— el catedrático de la
Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno.
A estos nombres van a unirse, al cabo de los diez primeros años
del siglo, los de José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Juan Ramón
Jiménez, Ramón Pérez de Ayala…
Esos planteamientos, que por un lado renuevan las tradiciones
de Feijoo y Larra, y por otro inciden en la urgencia de modernizar
España, tienen una razón de ser porque corresponden, aunque sus
protagonistas no suelan tener conciencia de ello, a una
circunstancia histérico-social en que las fuerzas de renovación
empujan desde los cimientos de la sociedad. Cuando comienza el
siglo XX, el Partido Socialista Obrero Español y la Unión General de
Trabajadores (dirigidos por Pablo Iglesias y Antonio García Quejido)
están ya sólidamente implantados. En breves años decuplicarán su
fuerza, tendrán numerosos concejales y hasta un diputado (Iglesias,
a partir de 1909), dirigirán numerosas huelgas, particularmente en
Vizcaya, crearán la organización de jóvenes (en 1905) y tendrán una
audiencia creciente en el país.
El anarquismo que había quedado desorganizado a
consecuencia de su ala terrorista (que persistirá) renace en el cauce
del anarco-sindicalismo catalán a partir de 1904; en 1910 se celebra
un Congreso que acuerda crear la Confederación Nacional del
Trabajo (C. N. T.), y así se hace en septiembre de 1911. Ese mismo
año, la U. G. T., que al comenzar el siglo tenía 26 000 afiliados,
pasa, poco después, de los 127 000.
En Cataluña, cuyas corrientes nacionalistas se habían
desarrollado a fines del siglo, destacándose en ellas la personalidad
de Prat de la Riba, la Lliga Catalana canaliza con éxito ese
movimiento, al lograr fundirlo momentáneamente con el de la
burguesía industrial. Su éxito en las elecciones de 1901 es muy
señalado. Sin embargo, esos intereses de clase predominando
sobre los nacionalistas, darán lugar a que la Lliga se encajone en el
centro-derecha y se creen otras corrientes nacionalistas de
izquierda.
En el País Vasco, los primeros esfuerzos de Sabino Arana
(fallecido en 1903) plasmaron poco después en la formación del
Partido Nacionalista. En realidad, el desarrollo y los derechos de las
personalidades de Cataluña, País Vasco y Galicia, eran otros tantos
problemas ineludibles en la vida política del país, que seguirán
siéndolo durante todo el siglo.
Ahora bien. Todas estas fuerzas tenían vida porque estaban
insertas en la realidad de la base estructural del país. La pérdida de
las colonias había dado lugar a una gran repatriación de capitales;
de ahí surgió, al comenzar el siglo, el Banco Hispano-Americano.
También se creó en 1901, el Banco de Vizcaya, por capitalistas
vascos cuya potencia económica había crecido en los años de la
Restauración, sobre todo con la venta del mineral de hierro, pero
también con el ascenso de la siderurgia, cuyo proceso de
concentración de empresas fue notable entre 1882 y 1902. Creóse
también, en 1902, el Banco Español de Crédito, con capitales
fundamentalmente franceses, pero con participación española, entre
obras la de Fernández Villaverde.
Pero España no había transformado sus viejas estructuras
agrarias. El 2 % de propietarios seguían poseyendo el 47 % de
tierras cultivadas. Había aristócratas que poseían pueblos enteros.
Los arrendamientos y aparcerías, según el Código de 1885, sólo
favorecían a los propietarios. Los métodos de cultivo eran de género
extensivo y atrasadísimos, la productividad baja, los salarios
verdaderamente de hambre, como lo comprobaron numerosas
investigaciones oficiales y privadas. Los terratenientes no invertían
en el campo, sino que el producto de la acumulación agraria iba a
parar a las cuentas corrientes de los bancos o a los títulos del
Estado considerados como «seguros».
El atraso agrario, el escasísimo poder de compra de esta parte
de la población que constituía la mayoría del país, eran un poderoso
freno al desarrollo industrial, sobre todo al de las industrias de
bienes de consumo. A partir del primer decenio del siglo XX, el
desarrollo industrial se realizó bajo el dominio de la gran banca o de
capitales extranjeros, en un clima artificial puesto que era sostenido
por el proteccionismo de la política aduanera. En manos de unas
cuantas familias (las de la vieja aristocracia y las de los capitalistas
enriquecidos en el siglo XIX con frecuencia unidos luego por lazos de
familia) están la siderurgia, la naciente industria de energía eléctrica,
las navieras; y esas familias comparten con compañías extranjeras
el dominio de las minas, los ferrocarriles, la industria química, etc.
Como España no había conocido un verdadero desarrollo
industrial en el siglo XIX, al llegar las transformaciones tecnológicas
del XX, que exigían fuertes inversiones, concentración de plantas
industriales y mayor extensión de mercados, la industria quedó en
manos de esas minorías a través de la banca. En la época del
capital financiero España, precisamente por su retraso, es un
ejemplo típico del mismo, con la característica de un predominio del
capital bancario y, en razón de ése predominio y de la suerte que
corren los beneficios de origen agrario (cuenta corriente bancaria,
papel del Estado, gastos de lujo) con una fuerte dosis de capital
usurario.
Socialmente, esas minorías todopoderosas, que se han aliado
con los que regentaron sistemas más arcaicos y ahora buscan esa
vinculación para subsistir, van a operar como un factor retardatario,
en oposición a las fuerzas nuevas.
El Estado permanecía invariable; los partidos turnantes también,
pese al cambio en las formas que podía representar un Maura
(mirado con recelo en Palacio y por otros conservadores) o un
Canalejas, cuyo asesinato en 1912 puede que frustrase un ensayo
de monarquía burguesa. Además, la institución militar pesaba
fuertemente sobre la vida pública. Tras la derrota colonial, los
militares buscarán una compensación en la aventura africana. Para
ello tienen aliados en unos cuantos nostálgicos del pasado o,
émulos del colonialismo contemporáneo y, sobre todo, el apoyo de
la Corona, a quien interesa mantener un ejército contento y más
bien privilegiado, como fuerza de política interior. El mensaje de
Alfonso XIII a los ejércitos, cuando sube al trono, expresa casi sin
veladuras ese propósito. Años después, la ley de jurisdicciones
constituye un privilegio más para los militares. A partir de 1907 la
intervención en Marruecos les facilitará la posibilidad de ocupar un
primer plano en la vida nacional, de obtener ascensos, honores,
mejor nivel de vida e influencia en la política. En 1909, las fuerzas
españolas, sufren cuantiosas bajas en los combates próximos a
Melilla (Gurugú) para los que ha sido necesario movilizar
reservistas, motivando la cólera del país y hasta una revolución
acéfala: la llamada «semana trágica» de Barcelona. Siguen los
combates y, cuando en 1912, España obtiene de Francia que le
reconozca un territorio de Protectorado español en Marruecos (la
zona del Rif) la empresa llamada de «pacificación» supone una
guerra colonial que, con algunas intermitencias, va a durar catorce
años, y ser causa de muchas pérdidas de sangre y de dinero en
España.
En resumen; por un lado los trabajadores de ciudades y campos,
los intelectuales cuya importancia social crece de día en día, gran
parte de las clases medias, la burguesía avanzada y moderna,
sobre todo la catalana; por otro, la oligarquía de propietarios
agrarios, de la banca y las industrias clave, arrastrando tras ella, por
el juego de la ideología de la clase dominante, a otras capas del
país. Y dos instituciones desempeñando una función instrumental
cuando no autónoma, en la orientación oligárquica; la Iglesia,
apasionada por el miedo al anticlericalismo y al «modernismo»,
lanzada a un combate terreno de intransigencia, todavía en el
espíritu del Concilio Vaticano I, que no ha sido capaz de reconocer
las transformaciones del tiempo (al contrario del Vaticano II); esa
Iglesia, con resabios todavía de las luchas carlistas, tendencia al
integrismo y alianza con el poder, va a servir precisamente, a la
oligarquía dominante, de trapo rojo para atraer al «engaño»
anticlerical a las multitudes populares que, confundiendo así lo
adjetivo con lo esencial quemando iglesias en lugar de atacar las
estructuras socioeconómicas, va a favorecer a lo largo de muchos
años los designios de la oligarquía. Por añadidura, facilitarán a ésta
un motivo de fácil propaganda y un arma ideológica para conservar
junto a ella a tantos y tantos creyentes que, ni por conciencia
religiosa, ni por intereses sociales, podían en modo alguno comulgar
con la oligarquía «constantiniana» que se sirvió de la religión como
un medio.
La otra institución, el Ejército, cada vez más vinculada a los
estratos superiores de la sociedad, literalmente mimada por la
Corona, con una tendencia o deformación profesional a querer
dirimir don las armas que le había dado la nación las cuestiones que
son competencia de todos y cada uno de los ciudadanos, propendía
cada día más a una cristalización «militarista», fenómeno que se
producirá un poco más tarde, en 1917, como tendremos ocasión de
ver.
Todo este tinglado seguía sosteniéndose sobre la famosa
construcción piramidal del caciquismo (el vértice en Madrid, la base
en cada localidad rural) fenómeno de corrupción y de
desnaturalización de la mecánica jurídico-política, sólo posible en
las zonas de predominio rural (casi todas, a excepción de Cataluña,
Vizcaya, parte de Asturias y las ciudades de Madrid y Valencia). La
formación de núcleos urbanos e industriales de mayor importancia,
la mayor penetración en la población de las organizaciones obreras
y de los partidos republicanos minaban sin duda las posiciones del
caciquismo, que ya no podía imponerse en las grandes ciudades.
Por eso, comenzó a darse el fenómeno de que en esas ciudades
eran los candidatos republicanos quienes ganaban las elecciones de
diputados a Cortes. Sin embargo, ese proceso de erosión era lento y
no exento de dificultades.
Estas diversas fuerzas que en más de una ocasión toman la
forma de lo que se ha llamado «las dos Españas» —antinomia
expresada ya poéticamente por Antonio Machado en 1913—, se
enfrentan en diversas formas y ocasiones durante los primeros
quince años del siglo: en las elecciones legislativas, en las grandes
huelgas de Bilbao en 1903, 1906, 1910, de Barcelona en 1903, en el
conato de huelga general nacional del verano de 1910, en la huelga
general nacional de septiembre de 1911, en la huelga ferroviaria de
1912… Hay el choque dramático de 1909; contra la movilización de
reservistas y la guerra en Marruecos, la huelga general comenzada
en Cataluña se transforma espontáneamente en una insurrección,
reprimida por el ejército enviado desde otros puntos del país. El
Gobierno Maura procede después a varias ejecuciones, entre ellas
la de Francisco Ferrer, anarquista teórico y director de la «Escuela
Moderna», cuya participación en los hechos de que se le acusaba
no pudo ser comprobada. La muerte de Ferrer dio lugar a una
campaña gigantesca en todo el mundo contra la represión en
España e incluso contra el régimen, que el Gobierno, empleando
una mixtificación usual[2] quiso presentar como un «ataque contra
España». Pero el ataque antigubernamental se produjo también en
el frente político interior, participando en él desde la izquierda
monárquica hasta el partido socialista (aquella situación dio lugar a
la primera conjunción republicano-socialista) y hombres de tanta
estatura intelectual como Pérez Galdós —Carta abierta al pueblo
español—. Azcárate y muchos más.
Al estallar la guerra mundial regía los destinos del país un
Gobierno encabezado por el conservador Eduardo Dato, que
declaró la posición española de neutralidad. Romanones y Lerroux
se proclamaron partidarios de la intervención en favor de los aliados;
los carlistas en favor de los Imperios Centrales. En verdad, todos se
apasionaban por una lucha que servía para poner etiquetas a los
grupos políticos e ideológicos en presencia, pero nadie deseaba
entrar en la tremenda conflagración. Mucho menos las empresas,
los negociantes, los especuladores de todo género para quienes se
abría un periodo de ganancias sin tasa. Mientras tanto, las
organizaciones obreras eran ya fuertes, y los movimientos de
renovación intelectual (la llamada «Liga de Educación política»,
dirigida por Ortega y Gasset, el ambiente creado por la Residencia
de Estudiantes, bajo la dirección de Jiménez Frau, etc.) acusaban
por su parte un vigor creciente.
En este panorama va a comenzar la acción de nuestra historia,
al abrirse el año 1915.
Transformaciones como consecuencia de la guerra
mundial
Transcurría el año 1915. De una a otra punta de España un tema
encendía las pasiones y era objeto de toda conversación o
polémica: la guerra europea, que muy pronto fue mundial. En las
trincheras que surcaban los campos de Francia se estabilizaba la
guerra de posiciones, mientras que en el frente oriental los ejércitos
zaristas retrocedían, y Alemania desataba la guerra submarina.
Aquel año, Italia entraba en guerra al lado de los países aliados, y
Bulgaria junto a las potencias centrales, y en los campos de Yprès el
ejército alemán lanzaba por primera vez los gases tóxicos.
En Madrid, el Gobierno Dato[3] proseguía el equilibrio no siempre
fácil de la política de neutralidad y presidía, sin ningún gesto
encaminado a impedirlo, el espectáculo de la falta o carestía de las
subsistencias, cuya otra vertiente era la especulación desenfrenada,
la conquista de mercados internacionales por las empresas
españolas, que aprovechaban el alza astronómica de precios, el
contrabando y todo género de negocios al socaire de la guerra, de
las necesidades de los beligerantes y del vacío que éstos habían
dejado en los mercados mundiales. Si los hombres políticos
gesticulaban —los de derechas en pro de los Imperios Centrales, los
izquierdistas por los Aliados—, la verdad era que casi ninguno
pensaba ni quería que la cosa pasase a mayores, puesto que la
intervención en la contienda habría tenido por consecuencia
paralizar el torrente de oro que se precipitaba por entonces en las
cajas de caudales de financieros, industriales y negociantes de alta,
baja o media categoría.
La afluencia de capitales, el desarrollo de ciertas ramas de la
producción y, sobre todo, el desequilibrio manifiesto entre los
beneficios y los salarios, aquéllos con velocidad de automóvil y
éstos al paso de vetusta carreta, iban a producir sin tardanza un
aumento del número y de la conciencia de los trabajadores
industriales, con inmediatas consecuencias en la vida social y así
mismo en la acción política, que iba a convertirse en algo cotidiano
que engendró, naturalmente, la violencia por parte del Estado, en
poder de quienes conseguían tan exorbitantes ganancias, pero
también el resquebrajamiento de este Estado y las pugnas entre las
clases que compartían el Poder. En los medios intelectuales, tras el
apasionamiento por la contienda universal, se llegaba a ahondar en
hechos e ideas de los países más desarrollados. En pocas palabras,
el siglo XX llamaba a las puertas de España.
El hecho fundamental de la situación económica registrada ya a
partir de 1915 fue la subida vertiginosa de los precios a que los
exportadores españoles colocaban sus productos en el mercado
mundial, la dificultad de importar de los países antes proveedores y
la inevitable repercusión en el aumento de los precios interiores. He
aquí la evolución de los índices de precios al por mayor:
Año Índice 1913 = 100 Índice en
pesetas oro
1914 98,4 101
1915 108,3 125
1916 141,0 156
1917 165,6 209
1918 204,9 275
1919 204,2 225
1920 223,4 194
Para darse una idea de la irregularidad de las alzas según los
productos y sus incidencias, tanto en la coyuntura económica como
en el coste de la vida, conviene señalar algunas de las oscilaciones
importantes entre 1914 y 1916. Las patatas aumentaron en 218,2
(considerando 1914 = 100); el azúcar en 153, 2; las sardinas en 140;
el bacalao en 139,2; el vino en 133,3; los huevos en 121,2; el trigo
en 17,1; el cinc en 306,9; el carbón en 277,1; la lana en 210,1; el
hierro en 204,3; el papel en 179,7; los ladrillos en 166,7; el mercurio
en 165,6; la electricidad en 119,8; el cemento en 116,8.
Salvo en casos aislados, el aumento de precios no acarreó un
incremento de producción y, naturalmente, el inevitable aumento de
medios de pago produjo inexorablemente la inflación cuyas
consecuencias principales se hicieron sentir cuando terminada la
situación anormal de la guerra, los grupos financieros e industriales
de España cesaron de disfrutar de su privilegiada posición.
A trueque de recargar con cifras esta entrada en el tema,
conviene comparar los desniveles entre aumentos de precio y los de
producción de algunos sectores básicos de la economía española
en el período de 1914-1919.
El carbón que fue una de las producciones que más aumentó,
llegó a 168 en 1918, tomando como base 100 el año 1913. En el
mismo lapso de tiempo, el precio subió en 274,4. El hierro sufrió un
alza de 110,3 en producción (también para el año 1918) y en 265,3
el de precio. La producción de acero permaneció invariable de 1913
a 1918 y se elevó en 840 por 100 de precio. Y no hablemos del
famoso volframio, que aumentó en 4555 por 100 de producción y en
122 850 en valor.
El índice de producción industrial de España (solamente
aproximado, pues está establecido a base de unos cuantos
productos esenciales), tomando como base 100 el promedio anual
de 1906-1930, fue el siguiente:
Años Promedio Años Promedio
1914 88,6 1917 91,6
1915 78,0 1918 92,0
En ninguno de los años de la guerra aumentó el índice de
producción de 1912 y 1913.
En orden a otros productos, bueno es señalar que entre 1913 y
1919 el precio al por mayor de la carne de vaca subió en 183,5; la
carne de cerdo en 196,7; la carne de oveja en 202,9; los huevos en
211,1; el bacalao en 274,8; el aceite en 160, sin que, por ello,
ninguna de esas alzas correspondiera a un aumento de producción.
No es, pues, de extrañar que el aumento de circulación fiduciaria,
producido por ese alza de precios no correspondida por un aumento
de producción, acarrease una neta situación inflacionista. Los
billetes puestos en circulación durante esos años fueron los
siguientes, en millones de pesetas:
Años Billetes Años Billetes
1913 1931,0 1917 2798,6
1914 1973,6 1918 3334,2
1915 2100,1 1919 3866,9
1916 2360,0
La renta nacional —para referirse a la cual hay que tomar por
base las estimaciones asaz problemáticas que se han hecho con
posterioridad— pasaba de 10 813 millones en 1914 a 24 797 en
1919 (18 425 y 20 358, respectivamente, si se opera con pesetas de
1929)[4].
Más adelante al llegar a 1923, en que hay nuevas estimaciones
para realizar una comparación, podremos ver los cambios de
estructura operados en la renta durante estos años.
Lo esencial, en el momento que nos ocupa, era la excepcional
coyuntura económica provocada por la guerra, el incremento de los
negocios claros u oscuros y la agravación desmedida de la
desigualdad de ingresos que situaba a un lado a los beneficiarios de
esa coyuntura y a otro a la inmensa mayoría de los españoles.
La facilidad con que se amasaban fortunas y se acrecentaban
las existentes era todavía mayor, porque los gobiernos que se
sucedieron nada hicieron para transferir parte de esas ganancias a
la colectividad nacional. ¿Qué mejor prueba de ello que el descenso
de la presión fiscal, que pasó de base 100 en 1913 a 46,4 en 1919?
¿No resulta impresionante que, en medio de aquella orgía de
ganancias, los 45 millones de pesetas recaudados de contribución
industrial y del comercio en 1914 se transformasen sólo, en 49 en
1918? La contribución de utilidades de riqueza mobiliaria en su tarifa
segunda (esto es, la de capital) pasó de 79 millones en 1914 a 98
en 1918 y la tarifa primera (trabajo) de 45 millones a 56.
Mientras tanto, el incremento de negocios y creación de nuevas
empresas adquirían tal volumen que, de 1916 a 1919, el promedio
anual de capitales de nuevas sociedades anónimas fue de 580
millones de pesetas contra 171 en 1913. De 1915 a 1919, la suma
de nuevos capitales en sociedades y empresas de todas clases
ascendió a 2886 millones de pesetas.
Los beneficios no se realizaron, sin embargo, de manera
proporcional en los distintos sectores de la economía, sino, muy al
contrario, con extremada irregularidad. Nos interesa, por
consiguiente, conocer algunas de sus manifestaciones más
importantes.
La producción de carbón conoció su mejor época. Si los precios
declarados se triplicaron, muchas transacciones se hirieron a
precios cuádruples a los de antes de la guerra. Aumentó la
producción y el número de mineros, y en aquellos años se
acumularon algunos capitales conocidos vulgarmente con el nombre
de «fortunas del carbón[5]». Algo parecido aconteció con el cinc y el
cobre, pero en este caso los beneficios fueron para las compañías
británicas que explotaban la cuenca de Riotinto, cuyo promedio
anual declarado de beneficios líquidos ascendió a millón y medio de
libras esterlinas.
En lo concerniente a los beneficios de la siderurgia, las
ganancias netas de Altos Hornos de Vizcaya en 1917 y en 1918
oscilaron entre los 100 y los 150 millones de pesetas. Se transformó
la producción, se trabajaba a tres turnos. Aunque las empresas
siderúrgicas tenían constituido un verdadero cártel desde 1907 al
haber creado la Central Siderúrgica de Ventas, hubo fenómenos de
competencia, por, ejemplo, entre Euskalduna y Altos Hornos,
llegándose a la creación —que había de saldarse por un fracaso al
caer la producción después de la guerra— de la Siderúrgica del
Mediterráneo (Puerto de Sagunto), cuyo principal animador fue
Ramón de Sota.
La industria del papel conoció un florecimiento sin límites. El
precio del quintal de papel pasó de 38 a 110 pesetas, y la situación
de esta industria se vio favorecida porque la neutralidad de Suecia y
Noruega permitía la importación normal de pasta de papel. El grupo
de La Papelera Española (Aresti, Arteche, Candarías, Urgoiti)
dominó el mercado, gracias a lo cual se creó el diario El Sol y más
tarde la editorial Espasa-Calpe. No menos favorable se presentó la
coyuntura de la industria textil, que pasó de un promedio de 3000 a
5000 toneladas de tejidos y 500 de hilados a 11 000 y más de 3000,
respectivamente, en 1915, y a 24 000 de tejidos y 1408 de hilados
en 1919, mientras los precios se multiplicaron por tres en algodón y
por cuatro en lana. Hasta 1917, la neutralidad de los Estados Unidos
favoreció esta industria al permitir que las importaciones de algodón
prosiguiesen normalmente.
Los navieros, pese a los inmensos riesgos que la guerra
submarina les hacía correr, realizaron beneficios también
exorbitantes. Perdieron durante estos años 65 navíos, que
desplazaban en total 140 000 toneladas, pero se resarcieron
ampliamente con los beneficios. No contentos con las ganancias
derivadas de ser una de las raras flotas mercantes que no estaba
incautada por su Gobierno, obtuvieron subvenciones y primas por
quebranto del Estado español. Los Urquijo, Sota y Aznar, Cortina,
Gamazo, etc., fueron los grandes beneficiarios.
En el sector agrícola, los resultados fueron mucho más
desiguales. Las ganancias mayores fueron para los terratenientes
olivareros (175 por 100 de aumento del precio del aceite), las
empresas remolacheras (246 por 100) y los ganaderos. En cambio
fue bastante irregular la suerte de los vinos y catastrófica la de la
naranja, único producto cuyo precio cayó verticalmente durante los
años de guerra, hasta el punto que se mermó seriamente la
superficie de cultivo al arrancar 8000 hectáreas de plantaciones.
Sobra decir que la estructura social de los campos de España
permanecía invariable, y la incuria de los terratenientes asimismo
inalterable. El leve intento de la ley González Besada (1907) de
crear colonias de patrimonios familiares, utilizando terrenos y
montes públicos incultos, quedó en el papel, por cuanto el reparto
de lotes se limitó a poco más de mil familias y 5155 hectáreas.
Además, es preciso recordar que la mayoría de los grandes
terratenientes obtenían beneficios suplementarios por su
participación en la banca y la especulación hecha con sus títulos de
valor.
Los beneficios de la banca merecen mención aparte. El siguiente
cuadro puede darnos una idea aproximada de su importancia:
Los beneficios globales oficialmente declarados por la banca
durante estos años fueron los siguientes, en millones de pesetas:
1915 25,3 1918 75,9
1916 31,8 1919 101,0
1917 50,4
Nos parece indispensable añadir los siguientes pormenores
sobre la situación del Banco de España, en millones de pesetas:
Años Capital Reserva Ctas. ctes. Cartera Beneficio
1915 150 24 21 160,7 1439 43,53
1919 150 62 62 362,0 2639 53,91
Todos estos datos reclaman algunos comentarios. El primero es
la simple comprobación de la gigantesca acumulación de capital que
se produjo aquellos años y que contenía en potencia el germen de
profundas transformaciones de la economía española. En segundo
lugar, se observa que el aumento de beneficios (tanto bajo este
nombre, como el de los de aumento de capital y reserva) era
infinitamente superior al aumento de precios. En tercero, la enorme
progresión del control bancario sobre efectos industriales y
financieros. En cuarto y último, se ve que las cuentas corrientes
aumentan en mucho mayor proporción que la circulación fiduciaria,
lo que prueba que, además de los beneficios de los bancos, había
otros no menos pingües de numerosos capitalistas, negociantes,
especuladores, etc.
Por otra parte, una simple ojeada al cuadro número 4,
comparándolo con los beneficios globales declarados por la banca,
muestra que los grandes bancos fueron, los que se llevaron la parte
del león en las ganancias. Mientras que el Banco Hispano-
Americano y el Español de Crédito seguían manejando el mayor
número de recursos ajenos, los beneficios verdaderamente
exorbitantes fueron realizados por la banca del Norte. En una
palabra, por los mismos grupos de familias que dominaban las
producciones siderúrgicas y mineras, la flota mercante, la
producción papelera, etc. Los Arteche, Chávarri, Zubiría, Zárate,
Sota, Basterra, Urquijo, Echevarrieta, Ibarra, Aresti, Herrero, Ussía,
Gandarias, etc., estaban a la cabeza de esta monumental absorción
de beneficios en la que, naturalmente, hubo también otros
partícipes, lo mismo entre los miembros de la oligarquía tradicional,
que entre los que irrumpieron súbitamente en el horizonte capitalista
en el revuelo de aquellos años de «vacas gordas».
En el mismo orden cobró todo su significado la fundación del
banco Urquijo (1.º de enero, de 1918). Este banco, eminentemente
industrial, representaba a un sector importante de los capitalistas
que mis beneficios habían obtenido durante esos años y que figuran
todavía en los primeros lugares de las industrias claves. Al año
siguiente, se creó el Banco Central por el marqués de Aldama, el
conde de los Gaitanes y el señor Anchústegui.
La creación de nuevas empresas y sociedades anónimas,
aprovechando la coyuntura favorable de aquellos años, forma parte
de la misma historia de esos importantes grupos financieros que,
cada vez con más fuerza, iban afirmando su hegemonía sobre un
complejo bancario-industrial. En la creación de importantes
empresas electromecánicas desempeñaron los primeros papeles los
bancos del Norte (Urquijo, Bilbao, Vizcaya). Se formaron entre otras,
la Compañía Auxiliar de Ferrocarriles (que tomó al principio en
arriendo la ya existente Fábrica de Vagones de Beasaín), la
Sociedad Española de Construcciones Electromecánicas, la Minero-
Siderúrgica de Ponferrada, la Babcok & Wilcox (en la que el grupo
Urquijo está unido a capitales británicos). En 1912 se había creado
la Unión Eléctrica Madrileña y en 1918 la de Saltos del Duero.
Resulta obvio señalar que durante los años de prosperidad el
comercio exterior de España sufrió una transformación fundamental,
pero que sólo fue transitoria. Aunque el volumen de exportaciones e
importaciones tuvo que descender, el valor de las mismas ascendió
en términos relativos e incluso absolutos en los años 1915, 1916 y
1917. La consecuencia fue el cambio del signo de la balanza
comercial, que, por primera vez en el siglo, fue favorable (a
excepción de 1917 en que hubo un déficit insignificante), y se llegó a
obtener en 1918 un superávit de 385 millones de pesetas (y en
estos datos no consta el muy considerable comercio de
contrabando). La balanza de pagos mejoró todavía más, a causa de
las cuantiosas entradas procedentes de fletes y de la llegada de
capitales extranjeros con objeto de ponerse a salvo en España; país
neutral Los 674 millones de pesetas en reservas oro que tenía el
Banco de España en 1913 se convirtieron en 2506 en 1919. La
peseta obtuvo mejores cotizaciones que nunca, mientras la libra
esterlina pasó de 27,1 en 1913 a 24,8 en 1915 y a 19,8 en 1918. En
cambio, el Estado fue de nuevo sumamente gravoso al banco;
volvieron los anticipos bancarios a cuenta de Tesorería y, desde
1917, se puso en marcha el peligroso mecanismo de inflación
consistente en hacer emisiones de la Deuda pública, que la banca
privada tomó para pignorarla inmediatamente en el Banco de
España contra nuevas emisiones de billetes.
Los salarios en ciudades y campos no seguían el ritmo
impetuoso de los beneficios. Algunos ejemplos aclararán mejor esta
situación. El promedio de salarios de obreros calificados osciló
durante los tres primeros años de guerra entre cinco pesetas y 5,50
por jornadas de nueve, diez y hasta once horas; los jornales de los
peones en el campo no solían pasar de una peseta o de 1,50,
además de la comida.
Hemos visto los enormes beneficios obtenidos por las
compañías hulleras de Asturias. Veamos ahora los jornales de los
mineros durante el mismo período, en pesetas:
Años En la mina Exterior
1914 5,17 4,08
1915 5,56 4,64
1916 6,75 5,74
1917 7,68 6,49
1918 10,27 8,50
Fuente; Ministerio de Trabajo y Previsión Estadística de salarios y jornadas
de trabajo, referida al período de 1914-1930.
El promedio de salarios calificados en la metalurgia era también
de cinco pesetas diarias durante los dos primeros años de la guerra.
Hasta qué punto llegaba el contraste entre los salarios de los
trabajadores y los beneficios de las empresas, su mezquina ceguera
se comprueba sin dificultad leyendo la siguiente nota publicada en
Heraldo de Madrid el 18 de julio de 1917: «La Sociedad Española de
Construcciones Navales de El Ferrol, teniendo en cuenta la buena
conducta de los dos mil obreros que trabajan a su servicio y el
enorme encarecimiento de las subsistencias, ha decidido aumentar
en 50 céntimos el salario de todos los trabajadores que ganaban
menos de siete pesetas».
Fácil es colegir que el referido aumento se traducía en un alza
media del 10 por ciento cuya exigua proporción con el de los precios
resulta harto evidente.
En cuanto a horarios de trabajo, hay otro ejemplo definitivo, la
industria textil se regía entonces por un decreto de 1913,
considerado como «avanzado», que fijaba la jornada máxima en
sesenta horas semanales.
En el sector agrícola, la situación de los trabajadores era todavía
más penosa. En líneas generales, los salarios durante los tres
primeros años de la guerra oscilaron en torno a los promedios de los
inmediatamente anteriores[6]. El siguiente párrafo del periódico El
Eco Toledano, reproducido por la revista España del 23 de abril de
1915 es suficientemente elocuente: «El mayor jornal que saca un
labriego es de 1500 a 1600 reales al año, o sea cuatro reales y diez
céntimos o cuatro reales y treinta y ocho céntimos diarios. Esto los
mayorales. Los demás criados cobran en escala descendente.
Tienen familia. Alguno tres hijos o hijas. Algunos más. Necesitan, al
menos, dos panes diarios. A 40 céntimos, estos panes —en Toledo
se expenden a 48— hacen 80 céntimos. Media libra de garbanzos,
0,15; hacen 95 céntimos. ¿Qué queda para desayuno y cena? No
ha hecho consumo, en su yantar, el labriego, de tocino, carne,
azúcar, leche y vino, y le quedan todavía 15 céntimos, quizá más:
¡quizá 30 o 40 céntimos!».
La Memoria que redactó en 1919 una comisión del Instituto de
Reformas Sociales realizó la siguiente estimación de salarios para el
año 1917: El Carpio: promedio de jornales, 2,25 a tres pesetas
diarias.
Dos años más tarde, el Instituto de Reformas Sociales calculaba
los salarios en la provincia de Córdoba de dos a seis pesetas, pero,
a partir de tres, sin recibir comida.
Hemos visto antes el fenómeno alcista en los precios al por
mayor; no hace falta, sin embargo, comprobar cuáles eran sus
dimensiones en la venta al por menor, que es la que incidía
directamente sobre el presupuesto familiar. He aquí algunas
oscilaciones, de precios del detallista en Madrid, en pesetas y por
kilo, excepto el aceite, que lo era por arroba:
Artículos 1913 1917
Aceite 13,37 18,50
Arroz 0,45 0,66
Bacalao 1,23 2,20
Judías 0,67 0,97
Tocino 2,10 2,50
Sardinas en aceite 1.47 2,70
Jabón 0,78 1,50
Fuente: España Nueva, agosto de 1917.
Índice de precios en Barcelona:
Artículos 1914 1917 % aumento
Trigo 29 47 62
Maíz 25 45 80
Harina 45 55 22
Patatas 10 19 90
Judías 62 78 8
Bacalao 150 244 62
Avena 23 42 82
Centeno 23 47 83
Garbanzos 44 75 70
Aceite 114 173 51
Alcohol 88 206 134
Arroz 38 66 92
Gasolina 71 165 132
Fuente: Correo Catalán. 1 de enero de 1918.
Los números índices sobre el costo de vida elaborados por el
Instituto de Reformas Sociales son los siguientes:
Semestres Pueblos Capitales
Promedios del quinquenio Abril 1909 a Marzo 1914 100 100
1. Abril a Septiembre de 1914 106 106,9
2. Octubre de 1914 a Marzo de 1915 110,8 107,7
3. Abril a Septiembre de 1915 117,1 113,8
4. Octubre de 1915 a Marzo de 1916 118,4 117,6
5. Abril a Septiembre de 1916 123,4 120.3
6. Octubre de 1916 a Marzo de 1917 125.6 123,6
7. Abril a Septiembre de 1917 139,8 136,1
8. Octubre de 1917 a Marzo de 1918 149,3 145,4
9. Abril a Septiembre de 1918 172.8 161.8
10. Octubre de 1918 a Marzo de 1919 178,5 167,7
11. Abril a Septiembre de 1919 190,9 180
12. Octubre de 1919 a Marzo de 1920 208.1 192,3
13. Abril a Septiembre de 1920 220,3 202,6
14. Octubre de 1920 a Marzo de 1921 185.5 175.1
15. Abril a Septiembre de 1921 198 193
16. Octubre de 1921 a Marzo de 1922 185.7 173.5
17. Abril a Septiembre de 1922 183,2 173
Después de la publicación de la primera edición de este libro,
contamos con los trabajos realizados sobre estas fuentes por
Fernanda Remen (tesis doctoral 1966), Marta Vizcarrondo y Javier
Tusell, este último centrado sobre Madrid.
Cuadro de promedios de Jornales
Año Varones Hembras Horas Índice Var. Índice Hemb.
jornada
1913 2,81 1,31 10 100 100
1914 2,76 1,23 10 98,2 93,8
1915 3,02 1,31 10 107,4 100
1916 3,03 1,38 9-10 107,8 105,3
1917 3,11 1,42 9-10 110,6 108,4
1918 3,53 1,77 8-9 125,6 135,1
1919 4,13 1,77 8 146,9 135,1
1920 5,04 2,20 8 179,3 167,9
1921 5,82 » 8 193 168
Fuente: Instituto de Reformas Sociales.
Puede observarse que existen algunas diferencias según las
plazas y, sin duda, según los métodos empleados para recoger
datos, pero los promedios no ofrecen variaciones esenciales.
La cuestión se complicó sobremanera con el enrarecimiento de
numerosos artículos de primera necesidad, que o bien eran
vendidos fraudulentamente a precios abusivos o bien retenidos en
oculto almacenaje por los especuladores. Escasez y subida se
agravaron con caracteres alarmantes en los primeros meses de
1915. La revista España del 5 de marzo de dicho año informaba de
las siguientes alzas:
Pan: 43 por ciento en Gerona, 33 en Córdoba, 28 en Albacete,
30 en La Corona, 25 en Soria, 26 en Cáceres, 20 en Granada, 19 en
Salamanca, 42 en Zaragoza.
Patatas: 80 por ciento en Almería, 166 en Gerona, 100 en Soria,
100 en Tarragona, 50 en Ciudad Real, 42 en Granada, 50 en La
Coruña, 33 en Segovia, 30 en Málaga.
Alubias: 75 por ciento en La Coruña, 70 en Lérida, 67 en
Tarragona, 44 en Málaga, 45 en Gerona, 56 en Córdoba, 35 en
Cáceres.
Lo que da idea de que, en determinadas provincias, los precios
de venta al público eran objeto de una especulación desenfrenada
que raramente se reflejó en los cuadros establecidos en años
posteriores.
El alza y el enrarecimiento de subsistencias engendraron desde
muy pronto diversos movimientos de cólera popular. Por estas
mismas fechas se produjeron manifestaciones de mujeres en
Murcia, Barcelona, Almería, Valladolid, La Coruña, etc. Las mujeres
de Lanaja (Huesca), en número de 500, fueron a la capital llevando
en brazos a sus criaturas en una marcha de cincuenta kilómetros
para pedir pan más barato al gobernador. Este personaje, al saber
que estaban acampadas en las afueras, ordenó a la Guardia Civil
que disolviera la manifestación y sólo se interesó por conocer
quiénes eran «los instigadores».
En Segovia, una manifestación contra la carestía fue sofocada
por los cadetes de la Academia, y en la reyerta hubo heridos por
ambas partes.
Al mes siguiente, las manifestaciones y choques de la fuerza
pública se reprodujeron en Córdoba, Murcia, Albacete, Huelva,
etcétera.
Sin embargo, las subidas de precio y el enrarecimiento de
artículos afectaron principalmente durante los primeros años a las
capitales y concentraciones urbanas. En el campo, su repercusión
más neta tuvo lugar desde comienzos de 1918, cuando los efectos
de la inflación se hicieron sentir por todas partes. Conviene tener en
cuenta esta diferencia cronológica en el empeoramiento del nivel de
vida al reflexionar sobre la relativamente escasa participación de los
trabajadores del campo en las importantes huelgas de 1916 y 1917,
que contrastó con la amplitud y violencia de la lucha campesina,
particularmente en Andalucía, durante los años 1918 y 1919.
Las posiciones políticas del momento
En esta España donde los ricos se hacían más ricos y los pobres
más pobres, prendieron las pasiones e intereses de la conflagración
mundial, tanto por las acciones contrapuestas de los bandos
beligerantes sobre el tablero político español, como por la excitación
de apetitos de algunos sectores del país y, también por aquello de
que izquierdas y derechas establecían analogías más o menos
afortunadas entre las potencias en liza y sus propios fines políticos.
Historiador al que no puede tacharse de progresismo, como es
Melchor Fernández Almagro, afirma: «Pero es evidente que en la
Corte, como en la aristocracia y el Ejército, dominaba la
germanofilia[7]». Verdad era ésta por lo que se refiere a la derecha
tradicional, pero no eran menos estridentes las voces en favor de los
Aliados, que venían de personas tan destacadas por aquel entonces
como el conde de Romanones, Alejandro Lerroux y Melquíades
Álvarez. Éste llegó a decir el 1.º de mayo de 1915 en Granada que
era preciso estar «antes con Francia e Inglaterra vencidas, que al
lado de Alemania triunfante». Vázquez Mella, político carlista,
respondía el día 31 del mismo mes con un discurso anglófobo y
partidario de la entrada en guerra junto a los Imperios Centrales.
Los diputados de la Lliga Regionalista, cuya voz cantante era
llevada por Cambó, Ventosa y otros acreditados representantes de
la burguesía catalana, reclamaron con energía la concesión de una
zona de puerto franco a Barcelona, con el evidente objeto de
acrecentar las ganancias industriales y comerciantes catalanes. El
21 de diciembre anterior, el mismo ministro de Hacienda había leído
un proyecto de la ley que autorizaba al Gobierno «para conceder el
establecimiento de zonas francas en los puertos españoles que
reúnan condiciones apropiadas al efecto». Contra dicho intento se
alzaron los propietarios agrícolas castellanos —reunidos en
Valladolid y que contaban con el decidido apoyo de Santiago Alba—
y el Gobierno Dato juzgó más oportuno clausurar las Cortes sin
discutir dicho proyecto de ley. Reaccionaron violentamente los
parlamentarios de la Lliga, por un manifiesto publicado el 25 de
febrero, y Dato tuvo que soportar más de un desaire en su viaje a
Barcelona durante el mes de abril.
La polémica sobre la guerra enardecía los ánimos sin cesar.
Entró Italia en la guerra (20 de mayo de 1915), lo que excitó el
trasfondo bélico del joven José Ortega y Gasset, que proclamaba en
la revista España; «Bienaventurados los italianos, ante cuyas
miradas una camisa o veste roja que se agita anuncia una
esperanza ilimitada que se abre». A primeros de julio, un resonante
manifiesto de adhesión a las naciones aliadas era firmado, entre
otros, por Azcárate, Américo Castro, Cossío, Medinaveitia, Marañón,
Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Pittaluga, Posada, Fernando de
los Ríos, Simarro, Turró, Unamuno, Zuloaga, Clará, Araquistain,
Azaña, Azorín, Carner, Antonio Machado, Amadeo Hurtado, Ramiro
de Maeztu, Martínez Sierra, Enrique de Mesa, Pérez Galdós,
Palacio Valdés, Pérez de Ayala, Valle Inclán…
Por su parte, Benavente denostaba a Italia por su entrada en la
guerra a favor de los Aliados, mientras Pío Batoja había escrito el 26
de febrero: «Si hay algún país que pueda sustituir los mitos de la
religión, de la democracia, de la farsa de la caridad cristiana por la
ciencia, por el orden y por la técnica es Alemania».
Pablo Iglesias que, como el sector mayoritario del Partido
Socialista, había manifestado desde el primer momento sus
simpatías por la causa aliada, dijo en las Cortes que la situación de
España le impedía su beligerancia y escribió con el tema La guerra
y España, lo siguiente: «España, que debe sentir como el país que
más lo hecho con Servia y Bélgica por los Imperios Centrales, no ha
estado ni está en condiciones de observar la actitud anteriormente
indicada, esto es, de aportar su ayuda material, sus soldados, para
obtener pronto una victoria decisiva sobre los que sueñan con
imposibles imperios»[8].
Las simpatías populares por los Aliados, tal vez por asimilar su
causa al progreso de las corrientes democráticas en España, eran
sin duda fuertes, como lo probó el hecho de que, cuando los
alemanes derribaron la estatua erigida a Ferrer Guardia en
Bruselas, más de 10 000 personas desfilaron por la embajada de
Alemania en Madrid para dejar tarjeta, en signo de protesta. Sin
embargo, los españoles desaprobaban las desaforadas incitaciones
a entrar en la guerra, como las hechas por Lerroux, primero en el
diario Le Journal, de París, y luego en un acto público en Canarias,
que le valieron violentas manifestaciones populares de repulsa al
regresar a la Península. No le faltaba razón a Salvador de
Madariaga cuando en su libro España comentaba: «Además, ambos
sectores de la opinión pública estaban de acuerdo en que la guerra
no era cosa que concerniese a España, para lo cual había por lo
menos dos razones: cierto escepticismo, debido a una larga
experiencia histórica, que el Tratado de Versalles había de justificar
ulteriormente, y la convicción íntima de que no se ventilaba ningún
interés español vital ni podía desprenderse para España beneficio
alguno de una intervención activa».
También Antonio Machado, pese a su simpatía por la Francia
liberal y laica, había escrito ya a Unamuno el 31 de diciembre de
1914: «Esta guerra me parece tan trágica y terrible como falta de
nobleza y de belleza ideal». Y el 26 de marzo siguiente, la revista
España le publica el poema A España en Paz.
Marruecos
Además, la experiencia española de la llamada «acción en
Marruecos» era bien triste. El ejército español (con sus 12 000
oficiales para 100 000 hombres de tropa) no era capaz de asentar el
poderío del Estado sobre las parcelas de Marruecos que los
tratados de Algeciras y de 1912 habían asignado a España como
zona de Protectorado.
El comportamiento de los militares españoles, a partir del
establecimiento legal del Protectorado, no había contribuido a
facilitar en nada la situación: el general Alfau había ocupado Tetuán
ya antes de que se firmase el tratado con Francia. Desde aquel
momento, fue una ocupación militar y en modo alguno uña acción
protectora. Oigamos lo que decía sobre el particular el que fue alto
comisario interino, señor López Ferrer: «Muchos habitantes de
Tetuán estaban en la creencia, después de la ocupación, de que una
vez posesionada España de la ciudad, o una vez realizado aquel
acto de presencia conveniente para el establecimiento del
Protectorado, se retirarían las tropas de la ciudad, pues allí no las
consideraban necesarias, teniendo en cuenta la buena disposición
con que habían sido acogidas por el vecindario… No ocurrió nada
de eso. Las tropas continuaron en Tetuán. Aquellas Milicias
Voluntarias y aquellos soldados del Serrallo y de Ceuta, habituados
por su residencia en dicha plaza a la vista y al trato con el moro,
fueron sustituidos a poco por la brigada de Cazadores de Madrid
mandada por el general Primo de Rivera. Ocurrieron con este
motivo incidentes inevitables, pero lamentables; riño el descontento
de la población indígena…».
«El desdichado combate de Laucien, provocado por el indicado
general, fue el principio de la guerra en aquella parte de
Marruecos»[9].
En la serie de atropellos y equivocaciones de aquellos años
ocupa un lugar preeminente, por sus consecuencias ulteriores, el
procesamiento y prisión de Abd-el-Krim, entonces empleado como
asesor en Melilla de la Oficina de Asuntos Indígenas. Se trató
sencillamente de una provocación montada por un capitán de la
Oficina de Alhucemas, para «hacerle hablar». Lo que Abd-el-Krim
dijo fue sólo que aspiraba a llegar al día en que no fuese necesaria
la tutela de España. Se le procesó por «traidor a la patria» (¿a
cuál?) y, aunque el proceso se sobreseyó más tarde, el mal estaba
hecho.
A todo esto, en el sector de Larache, el turbulento general
Fernández Silvestre[10] perseguía incansablemente al jefe rifeño El
Raisuli, pero chocó con el general Marina, que prefería el
entendimiento con el cabecilla. Ambos fueron relevados, y Silvestre
pasó a ser ayudante del Rey.
En 1915, la situación en la zona de Tetuán era muy poco
halagüeña y don Pablo de Azcárate la describía así: «Todos los
días, al amanecer, se hace desde todas las posiciones el servicio de
descubierta… Al crepúsculo, el servicio se retira: las fuerzas se
recogen en sus respectivas posiciones, y desde este momento,
nuestra dominación se reduce a lo siguiente: el interior de las
murallas de Tetuán y el terreno comprendido dentro de las
alambradas de las posiciones»[11].
En ese año, el general Gómez Jordana, nuevo alto Comisario,
consiguió, no sin numerosos combates, llevar las posiciones de
tropas hasta la línea del Muluya, por la zona oriental.
En 1916 se estableció la política de brazos cruzados a fin de no
crearse complicaciones con las potencias beligerantes en la gran
guerra. «La misión nuestra (en 1916) era sostener la tranquilidad en
la zona límite a toda costa, sin nada de avance ni nada de romper el
statu quo durante el período que duró la guerra…»[12].
Esta pasividad no dejó de disgustar al Gobierno francés, ya que
el Raisuli era conocido por su germanofilia activa. Inactividad e
inseguridad fueron rasgos comunes del Protectorado hasta 1919, lo
que no impidió que en 1917 se aumentasen notoriamente los
créditos militares para Marruecos. Por añadidura, la administración
de algunos fondos dejó mucho que desear, como lo prueban las
siguientes palabras del marqués de la Viesca al general Burguete,
en una Comisión parlamentaria formada años después: «En África,
parece ser que existían obras, automóviles y otras cosas que se
costeaban con fondos que no figuraban en el Presupuesto». Y
afirmó más: en el Presupuesto había consignados de 15 a 20
millones de pesetas para distribuirlas en concepto de raciones a los
jefes de cabilas sometidas. Pero resulta que no había tales cabilas
sometidas y que el dinero se gastaba sin saber en qué.
Así marchaban los asuntos de la desdichada acción en
Marruecos, mientras los españoles polemizaban a voz en grito a
cuenta de la acción mucho más terrible que asolaba los campos de
Europa.
Protagonismo de la burguesía catalana
No cejaban en su empeño los representantes de la burguesía
catalana. El 10 de noviembre de 1915 tuvo lugar en Barcelona una
manifestación «prozonas francas y otras reformas económicas»,
convocada por políticos aparentemente tan dispares como Cambó y
Lerroux, el primero apoyando con más fuerza que nunca sobre la
personalidad peculiar de Cataluña, y el segundo impertérrito en su
centralismo. Las elecciones municipales de noviembre constituyeron
un rotundo triunfo de la Lliga y radicales. Una discusión
parlamentaria sobre reformas militares sirvió de pretexto a todos los
jefes políticos, desde Romanones a Lerroux, para emplazar al
Gobierno a que, antes que medidas de carácter militar, el Congreso
estudiase las encaminadas a «vigorizar la potencia económica de la
nación».
El Gobierno Dato, cogido por sorpresa, tuvo que dimitir el 6 de
diciembre. El día 9 formaba gobierno el conde de Romanones, con
Villanueva en Estado, Santiago Alba en Gobernación y Urzáiz en
Hacienda, pero este último sólo duró dos meses y pagó así su
empeño de querer establecer nuevos gravámenes sobre quienes se
enriquecían sin tasa con la exportación de piritas.
Durante el Gobierno Dato se había iniciado la carrera hacia las
ganancias fabulosas, así como el alza de precios y el consiguiente
descenso del nivel de vida. La subsiguiente tensión se completó con
la existente entre la burguesía industrial y de negocios, y los
propietarios agrarios. Estas contradicciones iban a sufrir notable
agravación durante el gobierno de Romanones. La protesta de los
trabajadores por la disminución de su nivel de vida cuajó en
acciones huelguísticas desde los primeros días del año 1916. En
Barcelona, la huelga de la construcción se convirtió en general; en
febrero file Valencia la que quedó paralizada y, en marzo, en
Logroño, la fuerza pública disparaba contra una manifestación
obrera, a la que causó un muerto y cinco heridos. También fueron al
paro los mineros de la Carolina y de Cartagena. Por su parte, los
nacionalistas vascos y catalanes expresaban sin velos sus
aspiraciones. El manifiesto Por Cataluña y la España grande,
redactado por Prat de la Riba un año antes de morir, planteaba la
cuestión de la autonomía de Cataluña, refrendada por el manifiesto
de la Lliga en el mes de marzo de 1916 a raíz de la convocatoria de
elecciones a Cortes, que tuvieron lugar en medio de una acusada
indiferencia del cuerpo electoral, que contrastaba curiosamente con
la agitación política y social que recorría el país de una punta a otra.
En verdad, los españoles empezaban a cansarse de la torpe
comedia de las oligarquías manejando los hilos del caciquismo; sólo
en las grandes ciudades era posible un mínimo de veracidad en la
contienda electoral. Se dio por aquel entonces el caso de que los
trabajadores, que diariamente se manifestaban y declaraban
huelgas por mejorar sus condiciones de vida y trabajo, se
desinteresaban de las elecciones; el número de abstenciones fue
muy crecido y 145 diputados fueron elegidos por el artículo 29, esto
es, sin contrincante. Los liberales, a quienes indefectiblemente
debía corresponder la mayoría, sentaron en los escaños a 235
diputados; 17 diputados republicanos y un socialista (Pablo Iglesias,
elegido por Madrid) eran la imagen del estancamiento electoral, que
no reflejaba la animosidad creciente contra el sistema oligárquico de
una opinión popular no poco desorientada y más aún fatigada de la
polémica entre aliadófilos y germanófilos. Sólo en Cataluña resultó
apasionada la lucha electoral: Alba quiso dar la batalla al
catalanismo, pero fracasó en su empeño; los candidatos de la Lliga
obtuvieron la victoria y por las minorías fueron elegidos Lerroux y
Hermenegildo Giner de los Ríos.
Reorganizóse el Gobierno, Santiago Alba pasó a Hacienda, Ruiz
Jiménez a Gobernación, Amalio Gimeno a Estado y Gasset a
Fomento.
En ésas, los precios, en su galope, dejaban cada vez más atrás
los salarios y la agitación obrera subía de tono. En el mes de mayo,
el XII Congreso de la U. G. T., reunido en Madrid, decidía acentuar la
lucha contra la carestía de la vida, y una resolución análoga era
adoptada por la conferencia de la C. N. T, celebrada durante el
mismo mes en Valencia y de la cual salieron delegados
confederales para asistir al Congreso ugetista.
Mas a los diputados catalanes preocupábanles otros problemas,
y si Cambó respondió al Mensaje de la Corona, el 5 de junio,
planteando de lleno la cuestión de la autonomía catalana, lo que
hacía en realidad era pedir el Poder para una clase social, la
burguesía: «Somos un grupo de hombres de gobierno, que hemos
nacido para gobernar, que nos hemos preparado para gobernar…».
Pero Alba, desde el ministerio de Hacienda, secundado por
Chapaprieta, contraatacó con un proyecto de ley sobre beneficios
extraordinarios, obtenidos por sociedades y particulares con ocasión
de la guerra. Alzóse Cambó lleno de santa indignación, acusó al
Estado de «querer participar en las ganancias y no en los
quebrantos» y la emprendió con los propietarios agrarios. «Más
importantes son los beneficios de agricultores y ganaderos», declaró
el jefe regionalista catalán, quejándose de que dichos sectores no
fueran objeto de tributación en el citado proyecto de ley[13].
Ardua era la empresa y muchas las presiones opuestas; éste y
otros proyectos de Alba vieron pasar los meses y la ley sobre
beneficios extraordinarios no pasó jamás del primer artículo.
Durante el verano, los ferroviarios anunciaron la huelga por el
aumento de 25 céntimos diarios de salario, la continuación de las
primas y el reconocimiento de su organización sindical. Romanones
se puso nervioso, militarizó a los presuntos huelguistas y declaró el
estado de guerra. Pero los romeros asturianos anunciaban ya su
huelga por solidaridad e Isidoro Acevedo, en nombre de la
Federación Socialista de Asturias, propuso la huelga general, contra
la carestía de la vida. No compartieron este criterio la mayor parte
de dirigentes socialistas, particularmente Iglesias, Besteiro y Largo
Caballero, y tras dos días de huelga se llegó a un arbitraje, del cual
salió un Real Decreto, del 9 de agosto, por el que las compañías
ferroviarias venían obligadas a reconocer las Asociaciones y
Sindicatos de sus obreros y empleados.
Por otra parte, las salpicaduras de la guerra traían de cabeza a
los gobernantes: un submarino alemán entró en Cartagena y el
Gobierno cubrió el asunto con la afirmación según la cual aquella
unidad traía sólo una carta del Kaiser al Rey agradeciéndole la
hospitalidad prestada a los internados del Camerún. Pero esos
mismos submarinos alemanes seguían torpedeando barcos
mercantes españoles, mientras que Francia, en aquel verano de
1916, hizo la primera gestión directa cerca del Gobierno de Madrid
para que España entrase en la guerra. Mas aquel paso era
sumamente impopular; Romanones no lo ignoraba, como tampoco
ignoraba la oposición del Rey.
El año terminó con un acontecimiento de la máxima importancia:
las Centrales sindicales U. G. T. y C. N. T., que habían establecido
ya contacto, decidieron, en la reunión común celebrada en Zaragoza
el 20 de noviembre, organizar un paro general de 24 horas contra la
carestía de la vida. Fue aquella huelga del 18 de diciembre,
conocida por la de las subsistencias, históricamente la primera
concertada por las dos grandes organizaciones obreras españolas.
Sobre aquel movimiento, el ya citado Isidoro Acevedo ha escrito que
fue «el primero de frente único obrero que se dio en España hasta
entonces». De esa huelga es así mismo la famosa frase del ministro
de la Gobernación, Ruiz Jiménez, que no ocultó que «pararon hasta
en Belchite».
Comenzó 1917 con la declaración de bloqueo total por parte de
Alemania, a la que replicó el Gobierno español en nota prudente,
aunque dejando entrever la posibilidad de represalias. Meses más
tarde, el 6 de abril, los Estados Unidos entraban en guerra.
Mientras tanto, el nivel de vida de los trabajadores descendía al
mismo tiempo en sentido opuesto al aumento de beneficios de
empresas y negociantes. El Comité Nacional del Partido Socialista
celebró con este motivo dos reuniones con los delegados de las
Federaciones Regionales; Cambó, por su lado, con vistas a su
participación en el Gobierno, celebraba cordiales entrevistas en el
aristocrático Nuevo Club de la madrileña calle Alcalá con los
ultraconservadores Dato y Bugallal.
De todos modos, era de más trascendencia la reunión celebrada
en la Casa del Pueblo de Madrid por los delegados regionales de la
U. G. T. y de la C. N. T., presididos por Largo Caballero, que,
teniendo en cuenta el éxito de la huelga del 18 de diciembre
anterior, elaboró el 27 de marzo un manifiesto que anunciaba la
posibilidad de una huelga general ilimitada para obtener «cambios
fundamentales de sistema que garanticen al pueblo el mínimo de
condiciones decorosas de vida y el desarrollo de sus actividades
emancipadoras». Al liberal Gobierno de Romanones le pareció
sediciosa tal declaración y suspendió las garantías constitucionales,
clausuró la Casa del Pueblo y otros centros obreros, y encarceló a
aquellos firmantes del manifiesto que la policía pudo encontrar al
alcance de su mano[14].
Mas al llegar al mes de abril, tras el paso dado por los Estados
Unidos y el torpedeamiento por los alemanes del barco español San
Fulgencio, la situación de Romanones, otra vez tentado por la
beligerancia, fue insostenible en el seno mismo del Gobierno. Hubo
crisis el día 20, pero no cambio de partido en el Poder. Otro liberal,
García Prieto, formó ministerio. Alba siguió en Hacienda, Alvarado
pasó a Estado, Burell a Gobernación y el general Aguilera era
nombrado ministro de la Guerra.
Las fuerzas políticas y sindicales
Conviene, antes de proseguir nuestro relato, echar una ojeada
sobre la situación de las fuerzas políticas y sindicales que, cada vez
con mayores bríos, iban a ocupar los primeros planos en la vida del
país.
El Partido Socialista (P. S. O. E.) había celebrado su X Congreso,
del 24 al 31 de octubre de 1915, en la Casa del Pueblo, de Madrid.
Contaba entonces con 14 332 afiliados, que integraban 238
entidades, concentrados principalmente en Andalucía (6988
afiliados), Castilla la Nueva (1925, la mayoría en Madrid), País
Vasco y Extremadura. Había que contar además unas 120
organizaciones de las Juventudes Socialistas y tres o cuatro Grupos
Femeninos. Tenía el Partido un diputado (Iglesias) y 176 concejales
repartidos en 72 municipios. El Socialista aparecía como diario y
había además otros doce periódicos del partido.
Desde el comienzo de la guerra mundial, el Partido Socialista se
había mostrado partidario de la neutralidad por razones de la
situación específica de España, pero sin ocultar su simpatía por las
potencias aliadas. Ese mismo criterio fue sustentado por Pablo
Iglesias en las Cortes. Sin embargo, una minoría encabezada por
García Quejido, Verdes Montenegro, Recasens y otros más insistía
en que se trataba de una guerra más entre países capitalistas. El
debate se reprodujo en el Congreso, en el que la ponencia proaliada
de Besteiro, Jaime Vera, Fabra Ribas y Araquistain fue aprobada
por 4090 votos contra 1208 a otra de Verdes Montenegro. El
dictamen aprobado decía: «De vencer el imperialismo
austrohúngaro, habrá un retroceso o un alto para el socialismo y la
democracia; de obtener la victoria los países aliados, nuestra causa
realizará grandes progresos, incluso en Alemania y Austria».
El Congreso decidió, por 3106 votos contra 2850, el
mantenimiento de la conjunción republicano-socialista y eligió su
nuevo Comité Nacional[15].
Si el Congreso del Partido Socialista ya había adoptado, como
hemos visto, una resolución contra la carestía de la vida, fue el de la
Unión General de Trabajadores, celebrado también en Madrid en
mayo de 1916, el que se ocupó más extensamente de este
problema. La U. G. T., en nombre de más de 150 000 trabajadores
afiliados, pedía en las resoluciones de su XII Congreso «el
abaratamiento de los medios de transporte, el fomento de las obras
públicas, la regularización del intercambio de productos, la
supresión de privilegios industriales, la terminación de los gastos
improductivos, especialmente de la criminal guerra de Marruecos».
El Congreso decidió así mismo el empleo de todos los medios de
lucha para conseguir esos objetivos y facultó al Comité Nacional
para declarar la huelga general en caso necesario[16].
La Confederación Nacional del Trabajo (C. N. T.), que había
realizado grandes progresos desde su fundación, celebró también la
ya citada Conferencia de Valencia, en la que se decidió igualmente
emprender una campaña contra la elevación del coste de vida, así
como nombrar una delegación para entrevistarse con la U. G. T.
Por su parte, los Sindicatos Católicos, que habían creado en
1912 una Federación Nacional, bajo la orientación de los padres
dominicos Gerad y Gafo, contaban con unos 20 000 afiliados, pero
no tuvieron ninguna intervención decisiva en la acción contra la
carestía.
En cuanto a los patronos, éstos procuraban a su vez organizarse
y, tras haberse celebrado en Madrid, en 1914, el Congreso de
Federaciones Patronales, crearon la Secretaría de la Liga Patronal.
Los campesinos que seguían la tradición anarquista celebraron
el Tercer y Cuarto Congresos de la Federación Nacional de
Agricultores Españoles en Úbeda (1915) y Villanueva y Geltrú
(1916), respectivamente, pero su organización no era muy vigorosa.
El republicanismo seguía diluido entre los radicales empeñados
en la aliadofilia de Lerroux y las individualidades venerables como
Azcárate. Dentro del republicanismo adquiría personalidad propia el
grupo barcelonés de Francisco Layret y Marcelino Domingo. En
cuanto a Melquíades Álvarez, continuando la tradición posibilista de
Castelar, había admitido ya, a la cabeza de su grupo reformista, la
colaboración coa el régimen monárquico.
Los partidos representantes de la oligarquía se dividían en
banderías por apetencias de personas y grupos: los conservadores
eran mauristas o datistas o ciervistas; los liberales romanonistas,
garciprietistas, albistas, etc. Ya hemos señalado la hegemonía que
llegó a alcanzar la Lliga Regionalista en Cataluña, aliando los
sentimientos nacionales con la defensa de la burguesía. La
izquierda nacionalista (Macià, Carner, etc.) tenía entonces menor
importancia.
Éste era, a muy grandes rasgos, el panorama político al
despuntar el año 1917. No sería completo si se omitiese el particular
estado de espíritu que reinaba en los cuartos de banderas, cuyas
consecuencias veremos en el capítulo siguiente.
Casi sin darse cuenta, cómo ocurre siempre en el umbral de las
grandes transformaciones, la vida de los españoles se transformaba
o, para ser más precisos, era otra la vida en los grandes centros
urbanos cuya población aumentaba prodigiosamente.
La marcha atrás era ya imposible; las ciudades, la producción,
los conflictos sociales y los debates intelectuales eran ya los del
siglo XX. Se abría una nueva página de la historia de España.
CAPÍTULO II
LA CRISIS DE 1917
Las Juntas militares de Defensa
Sabemos ya qué grado había alcanzado la tensión en aquella
primavera de 1917. En el orden internacional, el torpedeamiento
ininterrumpido de barcos españoles por submarinos alemanes y la
inevitable psicosis subsiguiente a la entrada en guerra de los
Estados Unidos exaltaron a los aliadófilos y sacaron sin duda de sus
casillas a quienes parecían más cautos en política interior que
exterior. Los reformistas de Melquíades Álvarez pedían la ruptura de
relaciones diplomáticas con Alemania y Pablo Iglesias manifestaba
idéntico criterio en un artículo publicado en El Socialista a finales de
abril. El 27 de mayo se celebró un gran acto de las izquierdas en la
Plaza de Toros de Madrid, por iniciativa de la revista España,
sufragado, si se cree el testimonio de políticos de la época, por el
mismísimo conde de Romanones. Allí hablaron Álvaro de Albornoz,
Ovejero, Castrovido, Menéndez Pallarás, Unamuno, Melquíades
Álvarez y Lerroux. Se abundó en el criterio de romper las relaciones
con Alemania, ya que «España no puede permanecer indiferente y
aislada en la lucha actual de las naciones».
Eran muy otros, sin embargo, los elementos de la crisis
española: desarrollo de las fuerzas productivas en pugna con la
desigualdad de distribución, contradicciones entre terratenientes y
burguesía, entre Poder central y nacionalidades, presencia
ostensible del militarismo. Este conjunto de elementos iba a ocupar
el primer plano de los acontecimientos, y el principal factor externo
que empezó a actuar sobre la vida política fue el comienzo de la
revolución rusa por el derrumbamiento del Poder zarista en marzo
de aquel año.
El Partido Socialista y la U. G. T., partiendo del Manifiesto-
Programa del 27 de marzo, comenzaron los preparativos de una
acción que consideraban decisiva. «Se llegó a una inteligencia con
los demás partidos —dice— y se convino en que el movimiento
tendría por finalidad la instauración de un Gobierno provisional que
convocara a Cortes Constituyentes. Así mismo se acordó realizar el
movimiento, aun cuando no estuviere ultimada su preparación, si las
Juntas militares intentaban hacerse dueñas del Poder para
establecer una dictadura militar»[1].
Habíase, pues, concertado una alianza por Melquíades Álvarez,
en representación de los reformistas, Lerroux, por los republicanos,
Largo Caballero, por la U. G. T., y Pablo Iglesias, que tenía por
suplente a Besteiro, en nombre del partido Socialista. Iglesias y los
diputados republicanos y reformistas establecieron un pacto por el
que se comprometían «a utilizar la representación y la influencia de
todos en los respectivos partidos para que prevaleciese, por encima
de toda clase de poderes, la voluntad soberana de la nación
española».
Un factor esencial terciaba en la situación; las Juntas de
Defensa.
¿Qué eran las Juntas de Defensa?
El hombre de la calle quedóse sorprendido cuando el 29 de
mayo se enteró por la prensa que habían sido arrestados y habían
ingresado en el castillo de Montjuic los jefes y oficiales que
formaban la Unión y Junta de Defensa del Arma de Infantería[2]. El
general Alfau, capitán general de Cataluña, había sido reemplazado
por el general Marina. ¿Qué había sucedido?
Se trataba de una añeja historia que súbitamente afloraba a la
superficie. A los problemas ya endémicos de un ejército que, desde
la pérdida de las colonias, padecía de hipertrofia y desempeñaba
función más interior que exterior, habíanse agregado no pocas
contradicciones internas, entre las que descollaban las siguientes: a)
el alza del coste de la vida había alcanzado naturalmente a los
militares, con la única excepción de los destinados a Marruecos; b)
el favoritismo y el compadrazgo reinantes en el Palacio Real y en los
corrillos de la Gran Peña y el Casino Militar. (Un comentarista
conservador de la época dice: «Hay una camarilla del Cuarto militar
del Rey y hay una camarilla del ministerio de la Guerra»[3]); c) la
situación particular del Arma de Infantería. A ella llegaban hijos de la
clase media que no podían acceder a las Academias de Artillería e
Ingenieros (los llamados cuerpos «facultativos» del Ejército), de
estudios más largos, diplomas civiles unidos a los militares, etc., y
que constituían verdaderas castas más próximas a la aristocracia.
Por añadidura, estos cuerpos tenían la llamada escala cerrada, que
impedían todo ascenso por mérito, poniéndolos así a salvo del
favoritismo palatino o gubernamental; contaban con Juntas
autorizadas desde hacía varios años e incluso operaban
autonómicamente una selección de su personal mediante los
llamados tribunales de honor.
Tampoco debe omitirse la existencia de un factor ideológico,
especialmente en Cataluña: la tendencia de los militares a
imponerse por la violencia, como habían hecho en 1905, que les dio
tan excelentes resultados como la ley de Jurisdicciones.
En este campo de cultivo fue lanzada una disposición oficial
relativa a pruebas de aptitud de jefes y oficiales, que fueron llevadas
a la práctica por el capitán general Alfau de forma que desagradó a
los jefes y oficiales de Barcelona. Formáronse entonces, hacia
noviembre de 1916, las primeras Juntas, bajo la presidencia del
coronel Márquez, que mandaba el regimiento de Vergara. En
realidad, el general Alfau estaba al corriente de todo y lo mismo el
general Luque —entonces ministro de la Guerra—, y mucho más el
Rey. Éste mantuvo contactos con el coronel Márquez, «y sólo se vio
que no era fácil canalizar el disgusto en favor de la Corona —dice
Fernández Almagro—, se pensó en disolver las Juntas e imponer
sanciones». En diciembre quedó redactado el primer reglamento de
las Juntas y en enero de 1917 sólo quedaba por constituir éstas en
Madrid. Cambió luego el Gobierno y el ministro de la Guerra,
general Aguilera, decidió terminar con dichos organismos, según
parece, sin hablar de ello al jefe del Gobierno, pero sin duda con
previo conocimiento del Rey (los ministros despachaban
individualmente con el soberano). Alfau, que hasta entonces había
quitado importancia al asunto, llamó el 25 de mayo a su despacho a
los miembros de la Junta de Barcelona y les conminó, por orden del
ministro, a que cesasen en sus actividades en el término de
veinticuatro horas[4]. Reunida la Junta aquella tarde, se negó a
acatar esa orden, pese al consejo de los generales Romero y Riera.
Al día siguiente, domingo 26, sus miembros se entrevistaron de
nuevo con el general Alfau, al que acompañaban el auditor y el
teniente coronel de Estado Mayor, Carlos Castro Girona. La
negativa fue rotunda. Los miembros de la Junta fueron conducidos
al cuartel de Atarazanas y, a las dos de la madrugada del 27,
encerrados en Montjuic. Alfau fue llamado a Madrid, de donde no
debía volver, y el general Marina se encargó del mando.
Ante esos hechos, la Junta suplente, presidida por el coronel
Echevarría, jefe del regimiento de Alcántara, reaccionó
violentamente, envió delegados a provincias y organizó una
verdadera subversión. La inmensa mayoría del Ejército los seguía.
La guarnición de Madrid se sumaba al movimiento y la Junta de
Zaragoza telefoneaba si era preciso detener el tren y apresar al
general Marina. Estaba previsto hasta el envío de tropas y la
ocupación de Capitanías Generales si el Gobierno no deponía su
actitud. En Barcelona, los cuerpos de Artillería y de Ingenieros se
solidarizaban con los arrestados de Montjuic y hasta la Guardia Civil
informó al general Marina que no dispararía un tiro en caso de
conflicto. Por su parte, Lerroux, prometía su ayuda a los «juntistas».
En Madrid, García Prieto y su Gobierno comprendían que
estaban sobre un volcán. Él Rey, sin tener en cuenta la Constitución
(¿para qué?), delegaba al comandante Foronda para qué intentase
una mediación, lo que éste hizo, con resultados negativos, al visitar
a los arrestados, así como a los regimientos de Santiago y Montesa.
En estas condiciones se hizo público el conflicto. Y tales eran el
desasosiego y el malestar del país, que la mayoría de los españoles
no tuvieron una censura para aquella rebeldía, que muchos
confundían con deseo de renovación. Hubo grupos y prensa de
izquierda que apoyaron las pretensiones de los militares: los
republicanos radicales mantenían en Barcelona contacto con las
Juntas, y el Heraldo de Madrid publicó varios artículos en su favor.
No es, pues, de extrañar, que las Juntas presentaran un
ultimátum al Gobierno. El día 1.º de junio, a las ocho de la mañana,
recibía el general Marina un documento de la Junta suplente,
redactado, al parecer, por el capitán Villar Moreno. «La totalidad del
Arma —leíase allí— ha resuelto exponer respetuosamente, por
última vez, su deseo de permanecer en la disciplina, pero
obteniendo la rehabilitación inmediata de los arrestados, la
reposición de los privados de sus destinos, la garantía de que no se
tomarán represalias y de que será atendida, en lo posible, con más
interés y cariño, y por último, el reconocimiento oficioso de
existencia de su Unión y Junta de Defensa… El Ejército solicita y
espera en los cuarteles, en todas las guarniciones de España, la
solución de su súplica en un plazo de doce horas, porque para su
tranquilidad lo necesita y porque conviene evitar que la prolongación
de esta equívoca situación, que dura ya siete días, en los cuales
nuestra cordura y subordinación ha sido absoluta, sea piedra de
escándalo para el país».
A las cinco de la tarde, el Gobierno había claudicado. Márquez y
sus compañeros salieron triunfantes de Montjuic. El Gobierno
carecía de toda autoridad y se veía conminado a aprobar el
reglamento de las Juntas. El 9 de aquel mes de junio presentaba
García Prieto la dimisión. Los militares habían triunfado ante la
complacencia de la opinión. Las Juntas trataban por un lado con
Cambó y Lerroux, por otro con el Gobierno y con el Rey
directamente, quien utilizó entonces de intermediario al general
Weyler.
El día 11, Dato formaba gobierno[5]. La crisis ministerial se
resolvía, pero la del país se ahondaba. Crisis interna en los partidos
clásicos: los mauristas se alzaban contra sus correligionarios en el
Gobierno y hasta se manifestaban contra Dato al salir éste de
Palacio el día 15; Romanones y García Prieto desgarraban con sus
banderías a los liberales, y Alba terciaba en la contienda. Cambó y
Abadal condenaban que «los Gobiernos ocupen el Poder por la sola
voluntad de la Corona». Pablo Iglesias llamaba desde El Socialista a
la unión de las izquierdas, que, en efecto, publicaban el 17 en El
País un manifiesto común firmado por Lerroux, Pablo Iglesias,
Melquíades Álvarez, etc., mientras que Marcelino Domingo
publicaba en La Lucha, de Barcelona, su violento articulo ¿Qué
espera el Rey? Las Juntas militares, neopretorianismo de nuestro
siglo, eran reconocidas oficialmente, veían aprobado su Reglamento
por el nuevo Gobierno y se sentían ampliamente solicitadas. Pero
por debajo de este tablado, alumbrado por las candilejas de la
política al uso, la otra crisis, la de la estructura social del país,
adquiría un ritmo acelerado. Huelgas de los albañiles en Bilbao, de
los metalúrgicos en Beasaín, de los obreros del arsenal de
Cartagena, de los trabajadores agrícolas de Huelva, de los albañiles
y canteros de San Sebastián, así como importantes reuniones
sindicales de los ferroviarios, iban llenando aquel mes de junio en
que Dato se disponía de nuevo a presidir, impávido, el
enriquecimiento de las grandes empresas. Las garantías
constitucionales eran suspendidas una vez más y la censura
actuaba con todo rigor.
La Asamblea de Parlamentarios
En verdad, la base social y política del Gobierno era cada día
más restringida, una coordinación adecuada para la acción de las
fuerzas de oposición podía dar al traste, no ya con el Gobierno, sino
con el régimen, con todas sus arcaicas estructuras.
Los políticos de la burguesía catalana y, en el fondo, otros
vinculados en la burguesía asturiana, como Melquíades Álvarez,
preferían un cambio pacífico, por vía constitucional, que no hiciera
necesaria la tan temida intervención de la clase obrera. Se trataba,
más que nada, de ejercer una presión sobre el Estado para lograr el
acceso de representantes del sector industrial de La burguesía al
Poder.
Surgió en aquel momento, dentro de ese criterio, la idea de la
convocatoria de una Asamblea de parlamentarios. Los diputados y
senadores catalanistas habían pedido varias veces durante el mes
de junio la apertura de las Cortes, pero se habían estrellado ante la
negativa de Sánchez Guerra, pese a verse apoyados por otros
diputados de muy diversos matices. Anunció entonces Cambó que
los parlamentarios regionalistas invitarían a todos los diputados y
senadores de España. El primer paso fue la convocatoria —hecha el
1.º de julio por el señor Abadal, en nombre de la Lliga— de una
asamblea de parlamentarios catalanes. En la tarde del 5 de julio
reuníanse en el Ayuntamiento de Barcelona todos los diputados y
senadores de Cataluña, con la única excepción de los monárquicos,
y aprobaron las siguientes conclusiones:
a. Que es voluntad de Cataluña la obtención de un régimen de
plena autonomía.
b. Que es de gran conveniencia para; España transformar la
organización del Estado basándola en un régimen de
autonomías que, adaptando su estructura a la realidad
española, aumente su cohesión orgánica y facilite el libre
desenvolvimiento de sus energías colectivas.
Y acordaba:
Primero. Pedir al Gobierno la inmediata reunión de las Cortes
para que las mismas, en funciones de Constituyentes, deliberen y
resuelvan sobre la organización del Estado y la autonomía de los
Municipios, y den solución inmediata al problema militar y a los que
las circunstancias actuales planteen con apremio inaplazable para la
vida económica de España:
Segundo. Comunicar el anterior acuerdo al Gobierno y, en caso
de no obtener la inmediata convocatoria de las Cortes, invitar a
todos los senadores y diputados españoles para que concurran a
una Asamblea extraoficial en que se delibere sobre los extremos
consignados en el acuerdo anterior, y cuya primera reunión tendrá
lugar en esta ciudad el día 19 del corriente.
Esta proposición, defendida por Cambó, Lerroux y Roig y
Bergadá, fue votada por 46 parlamentarios. Los trece más
conservadores se retiraron antes de votar.
Al día siguiente, Raymundo de Abadal, Hermenegildo Giner de
los Ríos, y el marqués de Marianao tomaban el tren para Madrid y el
7 eran recibidos por Dato. Reunido el Gobierno, contestaba a las
veinticuatro horas negativamente y declaraba que «el llevarla
adelante (la Asamblea) constituiría un acto verdaderamente
sedicioso, definido y castigado en diversos artículos del Código
Penal».
A partir de aquel momento, la tensión subió de punto. Gobierno y
organizadores de la Asamblea se hostilizaron con sendas notas.
Catalanistas y republicanos desplegaron una actividad febril:
circulares, boletines, etc. El Gobierno suspendí en Barcelona La Veu
de Catalunya, La Publicidad. La Lucha y El Progreso, pero la
oposición se ingeniaba lanzando otras publicaciones. No se
regatearon los contactos con las Juntas y hubo un cambio de cartas
entre Cambó y el coronel Márquez. Esta orientación se observa sin
velos en el Full número 2, distribuido por la Lliga el 13 de julio:
«… Todo esto que estaba desde hace tiempo en la conciencia nacional,
divorciada de las oligarquías monopolizadoras del Poder, adquirió carácter
agudo con la actuación de las Juntas militares de Defensa representativas
de las aspiraciones del Ejército, cansado de pedir inútilmente los elementos
indispensables para su eficacia».
De nada sirvió, pues las Juntas se salieron por la tangente al
publicar el día 15 una nota en la que declaraban su propósito de
permanecer ajenas alas luchas de los partidos (en realidad
buscaban un nuevo contacto con el Rey).
La confusión reinaba en los partidos clásicos del tumo:
Romanones vacilaba, Maura no quería saber nada, mientras
Ossorio y Gallardo era partidario de la Asamblea y Bergamín se
negaba a considerarla como una reunión facciosa.
Y llegó el día 19, Barcelona estaba ocupada militarmente. La
Guardia Civil patrullaba por las calles y tenía establecidos retenes
en la plaza de San Jaime ante el Ayuntamiento.
La Asamblea estaba perfectamente organizada. Llegaron, de
fuera de Cataluña, dos senadores liberales y 21 diputados. Todos se
reunieron a comer en el restaurante del Parque, donde se había
preparado una «comida de boda» de ochenta cubiertos. Tras el
almuerzo, se dirigieron al Palacio del Gobernador de la antigua
Ciudadela, cuyo Salón de Juntas ocuparon. Habíanse sumado a la
Asamblea 15 senadores y 63 diputados, de los cuales 68 se
encontraban allí presentes.
La sesión fue abierta por el señor Abadal, que fue recibido por
los parlamentarios al grito de ¡Visca Catalunya!, y por los catalanes
al de ¡Visca Espanya!, tras lo cual dio lectura a una moción firmada
por Melquíades Álvarez, Cambó, Hermenegildo Giner de los Ríos,
Pablo Iglesias, Lerroux, Rodés, Roig y Bergadá, y Zulueta Gomis.
Dicha moción constaba de un preámbulo de enérgica protesta
contra el Gobierno, y de dos partes: la primera, de acuerdos de
principio y la segunda, referente a la constitución y funcionamiento
de Comisiones[6].
Cuando se procedía al nombramiento de los miembros de las
Comisiones, la policía, que había seguido durante todo el día
discretamente a los parlamentarios, acordonó el edificio. Entró en el
salón el comisario de Policía Brabo Portillo, y poco después el
teniente coronel Riquelme, de la Guardia Civil. Nada consiguieron y
el señor Abadal les respondió que estaban allí «como encarnación
del Poder legislativo». Siguió la reunión e intervinieron Azzati,
Nogués, Castrovido, Baselga y Pacheco, mientras que los jefes de
la fuerza pública telefoneaban a Leopoldo Matos, gobernador civil
de Barcelona. Llegó Matos, ordenó a la fuerza pública que se
retirase y comenzó entonces un diálogo entre el gobernador y el
presidente de la Asamblea. Éste se puso después a leer los
Acuerdos, interrumpido constantemente por Matos, hasta que éste
dijo: «Queda detenido, señor Presidente». Los restantes
asambleístas declararon que sería necesario detenerlos a todos
ellos. «Bien —respondió Matos— quedan todos ustedes detenidos».
Llamó a la fuerza pública, entraron Brabo Portillo, el teniente coronel
y sesenta guardias civiles. Simbólicamente todos fueron detenidos;
en realidad, antes de salir del Parque fueron puestos en libertad y
fueron a recibir ovaciones por los locales de sus grupos políticos y
algunos en los hoteles de las Ramblas donde se hospedaban.
Y así terminó la Asamblea de Parlamentarios[7]. Que la Lliga
temía más que otra cosa el impulso popular, queda probado por la
circular que remitió a todos los ayuntamientos de Cataluña, el día
22, cuya parte esencial decía: «He de recomendaros especialmente
que si llegase a vosotros la noticia de que se ha producido un
estado revolucionario, cuidéis inmediatamente de velar por la
conservación del orden, ayudados del Municipio y por las personas
de más autoridad del pueblo, no consintiendo la entrada tampoco a
elementos forasteros que quisieran llevar a él la revuelta. Es tan
conveniente una medida de energía ante un Gobierno tiránico como
atender, dentro de la misma acción, al mantenimiento del orden
social».
Pues, en verdad, el orden político y social estaba puesto en
entredicho.
En Bilbao, por ejemplo, los metalúrgicos, en huelga desde julio,
pedían la jornada de nueve horas y aumento de una peseta en el
salario. Altos Hornos, principal empresa siderúrgica, que repartía por
entonces dividendos de 15 por ciento (y repartió al año siguiente del
20), se oponía terminantemente.
Entre los miembros de su Consejo de Administración, muchos
(los Chávarri, Gandarias, Urquijo, Zubiría) eran miembros del partido
conservador. Dato puso a su disposición la fuerza pública, sin
conseguir doblegar por ello a los 30 000 metalúrgicos en huelga.
También se hallaban en huelga los metalúrgicos de Zaragoza y
Vitoria, los panaderos de San Sebastián, los 2000 mineros de la
Iberia, en Murcia. Los de Peñarroya volvían al trabajo a primeros de
agosto, tras haber obtenido aumento de salarios y la readmisión de
los despedidos.
La situación de Bilbao era la más tensa. Habiéndose quejado la
U. G. T. ante Dato, el 6 de agosto, de las violencias ejercidas por las
autoridades de dicha capital, respondió el gobernador civil
asegurando que «los huelguistas llaman violencia a las medidas
para mantener el orden público» (La Gaceta del Norte, 8 de agosto).
La Cámara de Comercio ofreció sus oficios de conciliador, pero,
reunido el Tribunal arbitral el día 11, veía paralizada su labor por la
resistencia patronal.
Análoga tensión se observaba al leer la prensa; La Lucha, de
Barcelona, reproducía de nuevo, al levantarse la censura, el ya
famoso artículo de Marcelino Domingo, ¿Qué espera el Rey?, que
terminaba con estas palabras: «Los reyes, ha dicho Voltaire, han de
tener el instinto de poner fin oficial a su reinado para evitar al país el
trance doloroso de liquidar a un mismo tiempo el reinado y el rey».
La Publicidad la emprendía con el ministro de la Gobernación y
preguntaba: «¿Quién gobierna, Dato o Sánchez Guerra?».
La prensa de Barcelona continuaba una campaña inequívoca
comenzada ya en junio. El 21 de dicho mes. Solidaridad Obrera
había publicado un editorial en el que se decía; «En este país del
caciquismo, de la violencia, no puede apelarse a la razón de una
causa, sino que por el contrario, es preciso imponerla. Aquí sólo
tiene razón el más fuerte, y es a la fuerza a la que debemos
encomendar nuestro pleito».
Hacia la huelga general
Así estaban las cosas cuando estalló la intempestiva huelga de
ferroviarios de Valencia (a la que no fueron ajenos los republicanos
Azzati y Domingo) y la Compañía de Caminos de Hierro del Norte
de España, a la cual pertenecían las huelguistas, procedió a
numerosos despidos como medida de represalia. El ministro de
Fomento, vizconde Eza, adoptó una actitud conciliatoria y logró que
la compañía readmitiese a numerosos represaliados; ésta, sin
embargo, se negó a readmitir a treinta y cinco ferroviarios que
consideraba como «más peligrosos». Esto indignó a sus
compañeros y la Sección del Norte hizo saber, el 2 de agosto, a la
Federación Nacional de Ferroviarios y a la Ejecutiva de U. G. T. que
estaba dispuesta a ir a la huelga general el día 10 si la Compañía no
readmitía a todos los represaliados. Por consiguiente, el Sindicato
del Norte presentó el oficio legal de huelga para el 10 de aquel mes.
Se produjo entonces una serie de hechos que determinaron el
juicio muy extendido de que fue el Gobierno, y más concretamente
Sánchez Guerra, quien provocó la huelga. Acusación ésta en la que
han coincidido testigos tan diversos como Cordero. Saborit, Cambó
y el propio ministro de Gracia y Justicia. Burgos Mazo, aunque éste
echó la culpa a la Compañía[8]. Resulta harto difícil distinguir entre
Compañía y hombres clave del Gobierno; el propio Dato, lo mismo
que Bugallal, pertenecía al Consejo de Administración de los
ferrocarriles de Madrid-Zaragoza-Alicante.
La Ejecutiva de la U. G. T. y personalmente Pablo Iglesias
aconsejaron a la Federación Ferroviaria que hiciera lo posible por
evitar el conflicto. El Sindicato del Norte, en discusión con el ministro
de Fomento, accedió a retrasar la fecha de la huelga, pero no a
renunciar a ésta, actitud que el ministro de la Gobernación estimó
inaceptable. La Compañía, al parecer de acuerdo con este ministro,
rechazó de plano la readmisión de los 35 represaliados de Valencia.
Había llegado la hora de la decisión: el 9 de agosto se reunía en la
Casa del Pueblo de Madrid el Sindicato Ferroviario del Norte. Todo
el mundo sabía que las organizaciones obreras y republicanas
preparaban una huelga de carácter revolucionario. Para el Gobierno
se convirtió en objetivo supremo provocar esa huelga antes de
tiempo para reprimirla enteramente y despejar la situación a su
favor. Para la mayoría de los dirigentes socialistas y republicanos,
uña declaración de huelga general (porque ésta resultaba inevitable
una vez lanzada la huelga ferroviaria) descabezaba sus planes, ya
que creían que la preparación del movimiento revolucionario no
había alcanzado suficiente madurez. Por el contrario, las
organizaciones catalanas creían llegado el momento de lanzarse.
El caso es que aquella noche del 9, el Sindicato del Norte, contra
el criterio de la Ejecutiva de la U. G. T. decidió ir a la huelga. La
suerte estaba echada y acto seguido, se reunieron los Comités
nacionales de la U. G. T. y del Partido Socialista, que tomaron el
acuerdo de que el día 13 se declarase la huelga general en toda
España. Pablo Iglesias, enfermo, transmitió su opinión de que la
huelga debía limitarse a la solidaridad para con los ferroviarios.
Ninguno de los presentes fue de ese criterio. Había que ir a la
huelga con todas sus consecuencias. Sin embargo, se dio el caso
paradójico de que una huelga que se lanzaba con carácter
indefinido y con el objetivo de cambiar la situación política del país
se iba a realizar sin saber muy bien qué métodos se emplearían. Se
había preparado una verdadera insurrección: en Vizcaya y Asturias
se habían acumulado armas, se habían fabricado bombas
rudimentarias y los mineros habían hecho acopio de dinamita[9].
Pero de repente se daba orden de no utilizar nada de aquello[10].
Desde el primer momento, la dirección del movimiento era
incoherente; muy pronto, como veremos, desaparecía
completamente.
Desde finales de julio, la U. G. T. y el Partido Socialista habían
preparado un Comité de huelga; la noche del 9 entró en acción,
después de algunas modificaciones de personas, compuesto por
Francisco Largo Caballero. Julián Besteiro, Daniel Anguiano y
Andrés Saborit.
El Manifiesto-Programa del Comité de huelga de la U. G. T. y del
Partido Socialista, dirigido A los obreros y a la opinión pública,
comenzaba anunciando que había llegado la hora de poner en
práctica los propósitos anunciados por los representantes de la
U. G. T. y de la C. N. T. en el mes de marzo (la C. N. T. fue puesta al
corriente y se sumó al movimiento de huelga, pero no existió un
organismo común para dirigir la misma). Después de amplias
exposiciones de motivos, sus últimos párrafos expresaban los fines
de la acción:
«Los ferroviarios españoles no están solos en la lucha. Los acompaña
todo el proletariado organizado, en huelga desde el día 13. Y esta magna
movilización del proletariado no cesará hasta haber obtenido las garantías
suficientes de iniciación del cambio de régimen, necesario para la salvación
de la dignidad, del decoro y de la vida nacionales.
»Pedimos la constitución de un Gobierno provisional que asuma los
poderes ejecutivo y moderador, y prepare, previas las modificaciones
imprescindibles en la legislación viciada, la celebración de elecciones
sinceras de unas Cortes Constituyentes que aborden, en plena libertad, los
problemas fundamentales de la Constitución política del país. Mientras no se
haya conseguido este objeto, la organización obrera española se halla
absolutamente decidida a mantenerse en su actitud de huelga.
»Ciudadanos: No somos instrumento de desorden, como en su impudicia
nos llaman con frecuencia los gobernantes que padecemos. Aceptamos una
misión de sacrificio por el bien de todos, por la salvación del pueblo español,
y solicitamos vuestro concurso. ¡Viva España!
»Madrid. 12 de agosto de 1917. Por el Comité Nacional de la Unión
General de Trabajadores: Francisco Largo Caballero, vicepresidente: Daniel
Anguiano, vicesecretario. —Por el Comité Nacional del Partido Socialista:
Julián Besteiro, vicepresidente; Andrés Saborit, vicesecretario».
En las Instrucciones que se daban para la huelga, además de
significarse el carácter indefinido de la misma, se ordenaba que no
fuesen los trabajadores quienes iniciaran ningún acto de hostilidad,
y se añadía: «Sólo en el caso de que la actitud de la fuerza armada
fuese manifiestamente hostil al pueblo, deberán adoptarse las
medidas de legítima defensa que aconsejen las circunstancias,
teniendo en cuenta que deben evitarse actos inútiles de violencia
que no encajan en los propósitos ni se armonizan con la elevación
ideal de las masas proletarias».
El Comité de Huelga se instaló la misma noche del día 10 en una
buhardilla de la calle del Desengaño. Previamente, varios de sus
miembros habíanse entrevistado en Barcelona con Lerroux y con el
dirigente de la C. N. T. Salvador Seguí El día 12 lo hicieron con
Melquíades Álvarez, quien acto seguido tomó el último tren que salió
para Asturias. Horas después, la huelga comenzaba.
El Gobierno preparaba su dispositivo. No lo ocultó el vizconde de
Eza al decir a los representantes sindicales: «Mi papel ha terminado,
ahora empieza el del ministro de la Guerra y del ministro de la
Gobernación». Los ferroviarios reservistas fueron movilizados. La
prensa de derechas excitaba a la represión: ABC del día 12 decía:
«No se puede tolerar el carácter crónico de esta dictadura obrera», y
El Debate ya dos días antes: «De su energía (la del Gobierno)
depende el éxito». El Imparcial y el romanonista Diario Universal
acusaban a la huelga de tener «fines políticos». Por el contrario, La
Publicidad, de Barcelona, había publicado el día 9 un artículo de
Miguel de Unamuno en el que se decía: «Las causas de la huelga
hay que buscarlas en las profundas aspiraciones democráticas del
país».
El movimiento de agosto
El día 13 por la mañana interrumpieron el tráfico los ferrocarriles
en las líneas de Asturias, Galicia, Andalucía… Salvador de
Madariaga escribe: «Propagóse la huelga a todo el país: Madrid,
Barcelona, Bilbao, Oviedo, las zonas industriales de Valencia,
Cataluña, Aragón y Andalucía quedaron paralizadas».
Los obreros salieron a la calle, pero el Ejército, declarado el
estado de guerra, ocupó los puntos estratégicos. Los generales
Hurguete y Souza publicaron durísimos bandos en Asturias y
Vizcaya, respectivamente. En el primero se podía leer: «Asturianos:
Un delito de lesa patria, que bien pueden calificar de traición los
hombres honrados, se comete en estos instantes con la
inconsciencia de los más, que sirven de instrumento a elementos
perturbadores y asalariados por agentes del exterior, que intentan
para sus fines particulares, llevar a España a la guerra». Este
engendro ha pasado a la historia con el nombre de «Bando de las
alimañas», pues de tales eran tratados los obreros, a quienes debía
darse caza sin piedad.
Pararon en Madrid todos los obreros de la construcción, los
panaderos, los tipógrafos, los tranviarios. La huelga era absoluta y
comenzaron los choques callejeros, que fueron sangrientos el 14 y
el 15, y las ametralladoras dispararon en los Cuatro Caminos.
Y toda esa prensa, ya se llamase conservadora, liberal, católica
o carlista, aplaudía la represión.
El Debate del 15 decía: «Es un movimiento sedicioso y
antipatriótico, revolucionario y antisocial, obra de una minoría
turbulenta, engañada por otra minoría, aún menos numerosa,
constituida por unos cuantos vividores, sin conciencia, sin honor y
sin virilidad…».
Este mismo diario llegó a inventar, sin un asomo de prueba, que
un banco español había recibido un giro de un millón de francos
cuyo propietario no aparecía. Todo era bueno para denigrar a los
huelguistas.
El Correo Catalán, de Barcelona, escribía: «Los agitadores
buscan la ocasión de cobrar un buen sueldo de manos del
extranjero».
Y el citado Imparcial (nombre difícil de llevar): «La huelga no es
más que el comienzo del desorden, el prólogo de la anarquía…».
No decía otra cosa, en declaraciones que, con la perspectiva del
tiempo pasado, prueban una triste indigencia mental, el propio jefe
del Gobierno Eduardo Dato: «No se trata de un movimiento contra el
régimen, sino de un movimiento anarquista».
En Asturias, los trabajadores eran dueños de la situación, así
como en la cuenca minera de León, en uno de cuyos pueblos —
Cistierna— llegó a proclamarse la República. Ejército y Guardia Civil
se entregaron a una represión desenfrenada y se torturó,
particularmente en Mieres, buscando por todas partes a Llaneza[11],
dirigente del Sindicato Minero. Pero las fuerzas del Estado eran
impotentes en esta región. Un comentador conservador, Salvador
Canals, escribía: «Donde se mantuvo con más tesón (la huelga) fue
en Asturias, tanto por los medios de resistencia de que disponían los
obreros mineros, cuanto por su formidable organización, y por la
técnica a que obedecieron, que hacía imposible la represión eficaz y
definitiva. Como que, en rigor de verdad, el movimiento terminó en
Asturias, cuando la organización de los mineros lo quiso»[12].
En Bilbao, donde el movimiento tenía sólida base de partida en
la huelga de metalúrgicos, el paro fue total. En las primeras horas de
la huelga, los obreros eran dueños de la situación, y con razón pudo
decir, más tarde, Indalecio Prieto en el Congreso, refiriéndose a
aquel día, que «si los obreros hubiesen querido, el gobernador no
hubiera vuelto a su despacho oficial». Presa del pánico, el Gobierno
realizó una efectiva ocupación militar de Bilbao: la noche del 16 al
17 de agosto realizaron verdaderas operaciones de campaña los
regimientos de Garellano y Andalucía, un batallón del regimiento de
León y numerosas fuerzas de la Guardia Civil. Se distinguió en la
represión, el batallón de León, que dio muerte a numerosos obreros,
y también a un camillero, a un guardia municipal y a un niño de
quince años, cuyo padre acusó de asesinato a «un teniente del
regimiento de León llamado Aníbal Boyer»[13].
En Barcelona alcanzó también la lucha gran intensidad. Al
atardecer del día 13 ya comenzó a disparar la tropa contra los
piquetes de huelga. En Tarrasa y otras localidades se alzaron
barricadas, y en Sabadell se hizo fuego de artillería. Dirigió allí la
represión el regimiento de Vergara, mandado por el presidente de
las Juntas, coronel Márquez, y el resultado fueron 32 muertos entre
los paisanos: El gobernador civil de Barcelona difundió, con fines de
provocación, unos pasquines apócrifos, que decían: «Hay que beber
la sangre de los tiranos en sus propias calaveras». La realidad era
bien diferente. El ya citado Salvador Canals, testigo poco
sospechoso de simpatía por la huelga, dice que «los comercios de
Barcelona no esperaron a las intimaciones de las turbas para cerrar
sus tiendas, sino que se anticiparon a aquéllas para colaborar a la
huelga. No se cometió por los huelguistas absolutamente ningún
atentado contra la propiedad particular»[14].
Los choques entre la fuerza pública y los trabajadores fueron
también muy violentos en Yecla, Utiel y Villena, que quedó
absolutamente incomunicada. En Alicante, el Ejército ocupó la
ciudad, como ocupó Miranda de Ebro el importante depósito de
locomotoras.
La huelga duró, en general, hasta el sábado 18 de agosto,
vencida, más que por la represión del Ejército, con ser esta
durísima, por falta absoluta de dirección, la defección de los jefes
políticos burgueses (republicanos y reformistas, salvo honrosas
excepciones individuales), la ausencia de la lucha de los
trabajadores agrícolas, prácticamente ignorados por los dirigentes
del movimiento (cuya maduración revolucionaria se produjo sólo
unos meses después).
El Gobierno dio la lista de 80 muertos y 150 heridos en toda
España, cantidad evidentemente corta. En cuanto a los detenidos,
éstos pasaban de 2000 el día 20 de agosto. Entre ellos se
encontraba, en primer lugar, el Comité de Huelga, detenido,
probablemente por una confidencia, en la buhardilla de la calle del
Desengaño, y, con absoluto desprecio de toda ley, el diputado
republicano Marcelino Domingo, preso en Barcelona, maltratado de
palabra y obra en el cuartel de Atarazanas y trasladado después al
barco Reina Regente.
En la capital de Cataluña desde que comenzó la huelga quedó
reunido el Comité de la Asamblea de Parlamentarios. Se redactó un
documento que firmaron los señores Abadal, Giner de los Ríos, Roig
y Bergadá, Cambó, Lerroux y Zulueta, en el que se criticaba «la
política seguida por los Gobiernos desde el 1 de junio hasta el día
de hoy», se pedía una convocatoria «de unas Cortes Constituyentes
que representasen la verdadera soberanía nacional» y se afirmaba
«que por resistir al Gobierno en su política funesta, de fiar sólo a la
fuerza la solución de los conflictos, sin tener la autoridad moral que
da únicamente la asistencia de la opinión, es el único responsable
del conflicto actual y de las consecuencias perdurables que su
solución anormal y violenta ha de dejar en la vida de España».
La publicación de ese documento en una hoja clandestina
titulada Boletín de la Revolución, con epígrafes de la redacción, fue
motivo o pretexto para que el juez militar reclamase a los firmantes.
La cosa, sin embargo, no fue más allá. Lerroux, escondido, pasó la
frontera en el mes de septiembre. En cuanto a los burgueses de la
Lliga, éstos se las arreglaron en seguida para demostrar que ellos
no tenían arte ni parte en la huelga; ya apuntaban a la colaboración
con el Poder central de la Monarquía y se despegaban cada vez
más de la pequeña y media burguesía catalana, decididamente
nacionalista. Uno de los políticos más activos de esta tendencia,
Macià, se vio también obligado a pasar a Francia.
Los medios conservadores y, en general, los representantes de
las fuerzas sociales dominantes, no ocultaban su júbilo con el
comportamiento inequívoco del Ejército. El Imparcial del 24 de
agosto informaba: «El Rey ha expresado su satisfacción al Ejército».
El día 28, las Juntas de Defensa reclamaron que los procesos
incoados por hechos de huelga fueran sometidos a jurisdicción
militar.
Por añadidura, la represión de un motín de los presos en la
Cárcel Modelo de Madrid, el 16 de agosto, agravó las
responsabilidades del Ejército. El general Echagüe, capitán general
de Castilla la Nueva, se personó allí y pidió que le trajesen a los
«cabecillas»… «Los que sean, señor director. Que los saquen y los
bajen». Un preso quedó acribillado en una de las escaleras y otros
cuatro en el patio.
A finales de agosto, cuando los obreros volvieron a las fábricas,
minas y talleres (en Asturias la huelga se prolongó más que en el
resto del país), al hacer el recuento de sus muertos y de sus presos,
pero en modo alguno abatidos, se revelaba ya cuán vana había sido
la idea de creer que políticos burgueses se pondrían al frente del
movimiento y que las Juntas contemplarían bonachonamente la
huelga. Idea ésta claramente expresada por Besteiro en su discurso
ante el Congreso, cuando al año siguiente se discutieron los
sucesos de agosto de 1917: «Creyeron en la victoria porque creían
que había un órgano de burguesía superior al constituido por los
gobernantes del régimen, que fuese capaz de ocupar el Poder con
ventaja para la nación… porque creían que el Ejército no estaba
unido ni dispuesto a reprimir».
Y más adelante, al explicar sus vacilaciones ante la huelga,
insistió en el criterio de que la clase obrera tendría un papel de
fuerza de choque, pero no de dirección: «Tuvimos que hacer la
huelga general, aunque no la considerábamos bastante preparada,
por dos motivos: la clase obrera había evolucionado, pero no las
personas que habían de encargarse de formar el Gobierno
provisional».
Crece la oposición
Las Juntas de Defensa, al darse cuenta de que la represión de la
huelga no significaba la liquidación del movimiento obrero y
republicano, y probablemente también porque no dieron resultados
los mensajes que enviaron al Rey durante su estancia en Santander,
dieron marcha atrás en una circular firmada el 7 de septiembre. No
dejaban de vanagloriarse de haber cumplido «la misión de
conservar y restablecer rápidamente el orden, según los casos»,
pero pedían el levantamiento del estado de guerra e intentaban que
el Gobierno cargase con las desagradables culpas del mes de
agosto: «Imprevisión del Gobierno fue que una huelga que debió
desarrollarse pacífica tomase en algunas localidades el carácter de
revolucionaria; sin grandes dificultades logró dominarla —no es
cuestión de discutir si triunfó—, pero sí conviene al Ejército evitar
que habilidades políticas echen sobre él exclusivamente la
responsabilidad de la represión…».
El general Fernando Primo de Rivera no creyó posible aguantar
en esta situación y dimitió su puesto de ministro de la Guerra. Hubo
un cruce de cartas entre el primer marqués de Estella y el coronel
Márquez, y la ofensiva de las Juntas llegó a tal extremo que el
propio general Marina se personó en Madrid para exponer de viva
voz al Gobierno, no su opinión como capitán general de Cataluña,
sino «las quejas de las Juntas de Defensa». El Gobierno retrocedió
y el 27 de septiembre publicaba una nota oficiosa que era un
espaldarazo a las Juntas y a la gestión de Marina: «Está
plenamente justificado —decía— el disgusto que han producido en
el Ejército los insidiosos rumores que le atribuyen la responsabilidad
de que sea la jurisdicción militar la que entienda en los procesos
incoados por los sucesos del mes de agosto y que le suponen
interesado en el mantenimiento del estado de guerra y suspensión
de garantías constitucionales».
Era preferible sacrificar al Gobierno y salvar el prestigio del
Ejército; el primero era de piezas de recambio, el segundo, no.
Sin embargo, un Consejo de guerra juzgaba el 29 de septiembre
a los miembros del Comité de Huelga y los condenaba a cadena
perpetua. También fueron condenados a ocho años y un día José
Ortega, dueño del piso donde estaba alojado el Comité; Luis Torrent,
propietario de la imprenta en que se hicieron los manifiestos; Mario
Anguiano, dueño de otra imprenta, y los obreros Maestre y Martínez,
que ayudaron a la impresión y reparto de dichos manifiestos. Largo
Caballero, Besteiro, Anguiano y Saborit fueron trasladados el 19 de
octubre al Penal de Cartagena, Marcelino Domingo fue al fin
liberado, por intervención del Tribunal Supremo, el día 5 de
noviembre[15]…
Mientras tanto, la oposición crecía por todo el país y el Gobierno
Dato tenía cada vez menos autoridad. Las Juntas iban a rematarlo
en breves días.
Las Juntas tomaban acuerdo tras acuerdo. Dispusieron
sanciones contra los generales Alfau, Luque, Figueras, Carbó,
Bazán, Aguilera, Riera y marqués de Estella, se dirigieron a los
demás generales…, constituían de hecho un segundo Poder. Es
interesante el acuerdo que adoptaron en su sesión del 21 de
septiembre: «Que las Juntas deben intervenir circunstancialmente
en la política, modificar la forma y medios de la intervención, etc.,
etc.».
Decidieron, en suma, dirigir un mensaje al Rey, por iniciativa de
la Junta de Infantería, suscrito, tras algunas modificaciones, por las
Juntas de las restantes Armas, que era un ataque en regla contra el
Gobierno y contra el sistema de los partidos turnantes: «… la
moralidad, la justicia, la equidad y el respeto al Derecho, que son
condiciones imprescindibles de gobierno, ni se respetan, ni se
guardan, ni aun se pueden tener esperanzas de que sean
inspiradoras de sus actos en lo futuro, pues los políticos turnantes,
ni han manifestado su contrición, ni han manifestado su enmienda».
Y para Madrid salieron los capitanes Villar y Pérez Sala,
dispuestos a entregar el mensaje. Este ultimátum, pues no era otra
cosa aquel documento, se hizo público, aunque fingiendo no
hacerlo, el 25 de octubre. Al día siguiente por la noche, los más
significados militares de las Juntas quedaron constituidos en sesión
permanente en el Casino Militar. Y al mismo tiempo regresaba de un
breve viaje a Barcelona el ayudante de campo del Rey, general
Fernández Silvestre, a quien siempre vemos y veremos como
instrumento de los regios designios. El Rey llamo a Dato la tarde del
26. No se sabe si quiso recibir a los militares «juntistas», pero sí que
éstos habían ganado. El 27 la crisis quedaba públicamente abierta.
Empezaron las habituales consultas: los consultados reconocían la
quiebra del sistema de «turno». Para remendar los jirones del
sistema monárquico hacía falta el hilo de los gobiernos llamados,
«de concentración». Lo intentaron sin éxito. García Prieto. Sánchez
de Toca. Maura… La crisis continuaba y la Asamblea de
Parlamentarios celebraba su segunda reunión, esta vez en el
Ateneo de Madrid. Los hombres de la Lliga jugaban esta carta para
apoyar sus pretensiones, cuando ya Cambó se había entrevistado
sucesivamente con Romanones. Alba y Maura para preparar la
entrada de los representantes de la burguesía catalana en los
Gobiernos de la Corona por el amplio portillo de los «Gobiernos de
concentración». Mas para eso tenía que modificarse el tumo de
partidos, es decir, el sistema de Cánovas para el gobierno de la
aristocracia y grandes propietarios castellano-andaluces.
A las cinco de la tarde del 30 de octubre se abría la sesión de la
Asamblea de Parlamentarios. A los pocos minutos. Cambó recibía
una nota del Rey llamándolo a Palacio (en realidad, el líder de la
Lliga lo sabía desde una comida celebrada el día antes en el Ritz).
Éste habló a los asambleístas y les aseguró que sus principios
habían triunfado, pero que «los regionalistas no figurarán en
Gobierno alguno cuya finalidad no esté plenamente de acuerdo con
las conclusiones aprobadas». Y a Palacio se fue. Y en el Ateneo
quedaron hablando Melquíades Álvarez, Lerroux, etc…
Mas como continuase la crisis. García Prieto recibió el encargo
de resolverla, fuera como fuere. Así el 3 de noviembre juraba ante el
Rey el nuevo Gobierno presidido por el marqués de Alhucemas[16].
Los planes de la gran burguesía catalana empezaban a
cumplirse; el sistema de partidos turnantes había pasado a mejor
vida. En verdad, el régimen y las clases dominantes tenían
necesidad de todo ello porque la marea revolucionaria, lejos de
ceder tras las jornadas de agosto, recobraban de día en día nuevos
bríos. El 11 de noviembre, los condenados del Penal de Cartagena
eran elegidos concejales por el pueblo de Madrid. La campaña por
la amnistía de los presos de agosto se extendía por toda España a
pasos de gigante. Y mientras los primates de la política cabildeaban
en Madrid y Barcelona a la rebusca de ministerios y sinecuras, la
diferencia entre precios y salarios era cada día más insoportable.
Otra vez estaba el pueblo en la calle: en Barcelona, Málaga,
Alicante, Zaragoza, Santander, Valencia, La Coruña se sucedían las
manifestaciones, los choques entre obreros y Guardia Civil, y así en
Málaga cayeron cuatro obreros muertos, y en Alicante tres.
A los cinco días de constituirse el Gobierno García Prieto, la
prensa dio una noticia acogida por gobernantes y políticos «bien
informados» con un gesto displicente, con horror sin embargo por
algunos conservadores y con júbilo sin par, pese a la confusión de
noticias, por la mayoría de trabajadores: en Rusia los bolcheviques,
dirigidos por Lenin, habían tomado el Palacio de Invierno de
Petrogrado y formado el primer Gobierno obrero y campesino,
apoyado en el Poder de los Soviets. Este acontecimiento incidió en
el movimiento obrero y en la campaña por la amnistía. Sobre el
particular ha escrito Andrés Saborit: «Otro acontecimiento
internacional vino a precipitar nuestra liberación: el día 7 de
noviembre triunfó en Rusia la revolución, provocando entusiasmo
indescriptible entre la clase obrera del mundo entero»[17].
Refiriéndose a la situación de entonces, a los pocos días de las
elecciones municipales, cuenta Jesús Pabón: «Hizo contraste, por
cierto, la victoria conservadora en Cataluña (de la Lliga), con la
elección en Madrid de los cuatro socialistas del Comité de Huelga
de agosto, con las manifestaciones posteriores en demanda de una
amnistía donde se escucharon por primera vez vivas a Rusia, y con
graves desórdenes producidos más tarde en Málaga, Alicante,
Zaragoza y otras ciudades»[18].
Los mítines por la amnistía se sucedían, organizados por los
socialistas y los republicanos, por la U. G. T. e incluso hubo uno de
la Juventud liberal monárquica. Los diarios republicanos madrileños
El país (dirigido por Roberto Castrovido) y El Mundo (dirigido por
Augusto Vivero), así como El Liberal y El Sol (que vio la luz el 1 de
diciembre) hacían igualmente campaña por la amnistía.
Por otra parte, los movimientos por la autonomía en Cataluña.
País Vasco y Galicia iban plasmando en acciones precisas. En
Barcelona, Cambó, en un discurso del 16 de enero de 1918 en el
Palacio de la Música Catalana, tuvo que plantear la cuestión de la
autonomía como perspectiva inmediata. Ya en julio, las Diputaciones
vascas, reunidas en Vitoria, habían pedido la autonomía, petición
refrendada el 10 de agosto por los Ayuntamientos vascongados ante
el árbol de Guernica. Los regionalistas gallegos actuaban con no
menor intensidad; en noviembre fueron a Barcelona, donde se
celebró la Semana gallega; los catalanes devolvieron la visita con un
mitin celebrado en enero, en El Ferrol, que no pudo terminarse
porque la autoridad lo suspendió.
Mientras tanto. La Cierva hacía y deshacía, y las Juntas —a las
cuales se dirigió en seguida para pedirles que le nombraran
ayudantes— revelaron su verdadero carácter, sobre todo en dos
casos bien precisos. Uno fue el de su propio presidente, coronel
Márquez, que había tomado en serio los manifiestos anteriores y se
opuso a los aumentos de sueldo prometidos por La Cierva y a la
paga extraordinaria que éste dio por Navidad a los militares. De
nada le sirvió; sus colegas le obligaron a dimitir y lo sustituyeron por
el coronel Echevarría. Márquez quiso explicarse por una carta
dirigida a la prensa, y los juntistas le acusaron de violar su
Reglamento. El asunto terminó por la constitución de un «Tribunal
de honor» que expulsó del Ejército a mediados de marzo de 1918, al
iluso coronel.
Asunto de más alcance fue la importancia tomada por la Unión
de Clases de Tropa, Junta de Defensa formada por los brigadas y
sargentos. Esto era más de lo que los militares y el Gobierno podía
tolerar. A propuesta de La Cierva, el Gobierno acordó cortar
radicalmente la «subversión». Así el día 4 de enero, con
acuartelamiento de tropas y todo lujo de precauciones, los coroneles
de cada regimiento procedieron, con pleno éxito, a la liquidación de
las Juntas de brigadas y sargentos.
Disueltas las Cortes, celebráronse elecciones el día 24 de
febrero. Si en las regiones agrarias el caciquismo amañó votos y
resultados como era ya tradicional, la contienda estuvo más
equilibrada en las ciudades. El Partido Socialista pasó de uno a seis
diputados: resultaban elegidos Iglesias y Besteiro por Madrid,
Indalecio Prieto por Bilbao, Largo Caballero por Barcelona —elegido
por minorías en unión de Marcelino Domingo, mientras Lerroux era
derrotado—, Saborit en Oviedo y Anguiano en Valencia. Los
republicanos obtuvieron 15 actas, los reformistas nueve, pero
Melquíades Álvarez fracasó. Las tendencias conservadoras
contaban con 27 mauristas, 25 ciervistas y 100 conservadores
datistas; las liberales con 95 garciprietistas, 40 romanonistas y 30
albistas, que se titularon Izquierda Liberal. La Lliga sumó 23
diputados, otros nacionalistas catalanes cuatro y los vascos siete.
A los tres días, García Prieto planteaba la cuestión de confianza
al Rey, y el Gobierno seguía con la sola ausencia de Ventosa y
Rodés, que creyeron preferible dimitir.
La Cierva publicó por decreto las reformas militares con
respetables aumentos de sueldos. Los otros ministros se enfadaron
y los jefes de la guarnición de Madrid, cada vez mis jaques, se
reunían de nuevo en actitud conminatoria en el Casino Militar.
Gimeno dimitió, García Prieto planteó otra vez la crisis, Ochando,
capitán general de Madrid, amenazó… No había más remedio que
prolongar la vida del Gobierno hasta la apertura de Cortes. Pero ¿en
qué estado se encontraba el país? Los funcionarios de Correos y
Telégrafos habían constituido sus Juntas y estaban en huelga desde
el 20 de febrero. El 14 de marzo se decretó la militarización de los
empleados de dicho Cuerpo, ante lo cual los de diferentes
ministerios se solidarizaron con ellos y los Sindicatos obreros
hicieron patente su apoyo. La Cierva conspiró para dar un golpe de
Estado con echo coroneles. Pero los huelguistas de Correos y
Telégrafos, apoyados por la opinión, eran más fuertes. García Prieto
—autorizado por el Rey— parlamentó con ellos, dimitió La Cierva y
se abrió la crisis en condiciones particularmente dramáticas. El día
20, mientras la Corona estaba sin Gobierno y los diputados se
agitaban, un mitin republicano por la amnistía reunía en Sevilla más
de 20 000 personas para oír a Martínez Barrio, Barriobero, Marraco,
Armasa, Marcelino Domingo y Lerroux. Alfonso XIII llamó a su fiel
conde de Romanones. Y éste inventó una treta: el Rey llamaría a
cada uno de los jefes políticos haciéndoles creer que estaban a
solas con él y, al llegar a la cámara regia, se encontrarían todos
reunidos por sorpresa. Dicho y hecho; así se dio la encerrona de la
noche trágica del 21 al 22 de mayo a Maura, Dato, García Prieto,
Alba y Cambó. Naturalmente, Romanones estaba también allí. El
Rey les colocó ante la disyuntiva: o se ponían de acuerdo o él
dejaba la corona y abandonaba el país. Fue asunto de cinco
minutos. Estaba formado el que se llamó «Gobierno de
concentración nacional»[19].
CAPÍTULO III
1918-1920
Alcance y límites del Gobierno nacional de Maura
Formóse el Gobierno Maura, terminaron su huelga los
funcionarios de Correos y Telégrafos, pero no cejó el empeño
popular por lograr la amnistía. El 22 de mayo hubo grupos de
madrileños que vitoreaban a los nuevos ministros, pero fueron
decenas de millares los que recorrieron la Castellana pidiendo la
liberación de los presos, hasta la glorieta en que está la estatua de
Castelar, donde se disolvió pacíficamente el cortejo. Tuvo el
Gobierno que decretar, el día 29, la tan anhelada medida y los
cuatro diputados presos en Cartagena fueron liberados entre
aclamaciones y ocuparon sus escaños en el Congreso. A fines del
mismo mes, en las Cortes empezaba un debate sobre la huelga de
1917, que produjo gran sensación, y el gobierno tuvo que nombrar
una Comisión para investigar los abusos represivos denunciados
por los diputados socialistas y el republicano Marcelino Domingo.
Mientras tanto, la guerra mundial proseguía su obra destructora:
los Imperios Centrales intentaron una ofensiva de gran estilo en el
frente de Francia y proseguían el torpedeamiento de los barcos
españoles. Hasta el último momento, no se atrevió el Gobierno
español a reaccionar enérgicamente y, a juzgar por el testimonio del
conde de Romanones, el embajador alemán pesaba con influencia
en la Corte española. En pleno mes de junio estalló el «escándalo
de Brabo Portillo»: el conocido jefe de la policía barcelonesa fue
detenido el 22 de dicho mes. Cinco días más tarde era público que
«Brabo Portillo informaba a los alemanes del movimiento marítimo y
había permitido el hundimiento de los barcos españoles Marabú,
Mercedes, Vítor y Algorta».
Seguía el hambre, seguían los escandalosos beneficios. La
indignación popular se expresaba por huelgas y manifestaciones
que, con frecuencia, eran reprimidas con mano dura. Los incidentes
alcanzaron gravedad en Castellón y Murcia; en Jerez, el Gobierno
declaró el estado de guerra; en Lugo hubo una colisión violenta
entre obreros y el Ejército; los carteros estuvieron en huelga del 1 al
3 de octubre… Y la «suprema razón» de los mosquetones de la
Guardia Civil causaba dos muertos en Valencia del Ventoso
(Badajoz) y cuatro en Pamplona.
Sin embargo, no era éste un Gobierno como los otros. Era un
Gobierno en que los intereses del gran capital pesaban ya tanto
como los de la aristocracia terrateniente. Dispuesto a ayudar a las
Compañías de ferrocarriles, Cambó consiguió una ley —pese a la
fuerte oposición de Anguiano, Nicolau y otros diputados—
concediéndoles un «anticipo reintegrable sin intereses por el
Estado». Apoyó y llevó a la práctica, igualmente, la ley para el
ferrocarril de Villablino a Ponferrada, interesante para las compañías
mineras, y la del de Baracaldo a Sesteo, que era sencillamente una
exigencia de Altos Hornos de Vizcaya[1].
No hay que decir cómo los representantes de la oligarquía (Dato,
Romanones, Maura, etc.) vacilaban ante ciertas «audacias» y ante
los propósitos de intervencionismo estatal que, formulados por
Cambó, no hacían sino recoger las experiencias del capitalismo
durante la guerra mundial. Aprovechó la coyuntura Alba para atacar
a fondo y, con pretexto de que no se aprobaban ciertos proyectos
suyos de Instrucción, dimitió irrevocablemente a primeros de
octubre. En verdad, los que eran ministros en aquel Gobierno ardían
en deseos de campar por sus respetos: las huelgas aumentaban, la
oposición republicana arreciaba y los movimientos nacionales
tomaban nuevos bríos en Cataluña y País Vasco. El 6 de noviembre,
Maura presentaba la dimisión y declaraba a sus amigos: «A ver
quién es ahora el guapo que se encarga del Poder». El día 9, García
Prieto formaba con su eterno optimismo un Gobierno de
«concentración liberal»[2]. El día 11, los Imperios Centrales, en plena
revolución, se veían obligados a firmar el armisticio. La guerra
mundial había terminado.
Aquel otoño era, sin embargo, muy triste. La más tremenda
epidemia de gripe conocida (venida del extranjero y que fue
injustamente denominada en el mundo como «la gripe española»)
diezmó pueblos y ciudades. A primeros de noviembre, los atacados
se elevaban a más del 20 por ciento de la población.
Transformaciones en la vida económica
Al llegar a 1920, una ojeada retrospectiva permitía captar las
innovaciones registradas en la vida material del país. Así, por
ejemplo, si la progresión demográfica era simplemente normal
(19 927 150 habitantes en el censo de 1910; 21 303 162 en el de
1920) y la población activa tampoco había variado mucho (7 091 321
en 1910; 7 516 232 en 1920), los cambios de estructura de dicha
población activa reflejaba de manera bastante aproximada las
variaciones producidas a su vez en la estructura de los sectores de
la economía y, todavía más, el crecimiento de las aglomeraciones
urbanas que, a consecuencia de ese cambio en los sectores
productivos, se nota netamente en todos esos años.
Lo primero que salta a la vista es que la población activa
agrícola, que comprendía en 1910 el 66 por ciento de la población
activa de España, había descendido al 57 en 1920. Sin duda, ese
cambio no era tan importante como para que España dejase de ser
un país esencialmente agrícola, pero la progresión vale la pena de
ser reseñada; el sector industrial pasó, durante los mismos años del
15,82 por ciento al 21,94 y el de servicios del 18,18 al 20,81.
Los grupos profesionales más importantes de la industria eran en
1910 los de la construcción (283 422 personas), las confecciones
(276 743), la industria textil (133 959), las industrias alimenticias
(112 493) y el de minas, canteras y salinas (99 158).
Diez años más tarde —en 1920— figuraba todavía en cabeza la
construcción, con 307 899 personas, seguida inmediatamente por la
industria textil (243 651, de las cuales 134 000 mujeres) y las minas
(172 703). España era aún un país atrasado económicamente, en el
que la inmensa mayoría de la industria estaba formada por la
producción de bienes de consumo, pero la importancia de la
metalurgia, el comienzo de la industria química (que dobló el
número de personas ocupadas en ella), la disminución relativa de
las confecciones, etc., iban marcando cambios de estructura que
apuntaban, aunque tímidamente, a una modernización. Se trataba,
sin duda, de las consecuencias económicas de la gran guerra
mundial a que ya hemos aludido. En el sector de servicios cabe
señalar el aumento del grupo profesional de transportes (que pasó
del 12 por ciento al 14 y contaba ya con 219 525 personas).
Los censos de población de las principales ciudades confirman la
tendencia a la aglomeración urbana observada en ese período. La
población de Madrid pasó, durante los años que nos ocupan, de
599 807 habitantes a 750 896; la de Barcelona de 587 411 a
710 335; la de Sevilla, de 158 287 a 205 529; la de Bilbao de 93 536
a 112 819.
Un examen general de la producción nos revela también
determinados cambios de sectores en la industria y un
estancamiento general en la agricultura; si proseguimos el examen
unos años más, advertimos seguidamente la crisis de 1921-1922.
La producción de carbón, que fue de 4 424 400 toneladas en
1914, alcanzó su punto máximo en 1918 con 7 237 500 para
descender luego a 4 765 500 en 1921, a partir de cuya fecha se
produjo una lenta reanimación. Las otras producciones del subsuelo
siguieron, en realidad, un proceso descendente. Resulta
impresionante saber que, mientras en 1913 se extraían todavía
cerca de diez millones de toneladas de mineral de hierro, dicha
producción quedó reducida a 4 600 000 en 1918 y en 1919, y a
2 600 000 en 1921.
El mismo fenómeno se notó en la siderurgia, principalmente en la
producción del lingote de hierro: ligero aumento al comenzar la
guerra, punto máximo de 498 000 toneladas en 1916 y caída vertical
en 1921, con una producción de 210 000 más baja que en cualquier
año del siglo. La producción de lingote de acero, que llegó a las
425 000 toneladas en 1916, bajó a 287 000 en 1921 (el mismo nivel
de 1907). Sin embargo, la siderurgia se repuso fácilmente de la
crisis a partir de 1923.
La industria textil, concentrada en Cataluña, entró igualmente en
grave crisis en 1918, agravada por el alza extraordinaria de los
precios del algodón, que era necesario importar. De tan duro aprieto
la sacó el Arancel Cambó de 1922.
La agricultura continuó estancada; se dio el caso, en la
producción triguera, de que aumenta la superficie cultivada sin
aumentar el producto, siempre en tomo del promedio de 36 millones
de quintales métricos. Análoga fue la situación de todos los
cereales, con la sola excepción de una ligera progresión en la
cebada. La producción vitivinícola, que había aumentado durante los
años de guerra, sufrió una caída en 1921, mientras que la de aceite
siguió las oscilaciones climáticas habituales. Solamente la
producción de naranjas resultó beneficiada con el fin de la guerra y
aumentó en 80 por ciento de 1918 a 1919 y, tras un retroceso en
1920, continuó su marcha ascendente.
En resumen, la economía española no aprovechó la excepcional
situación de la neutralidad para realizar un avance decisivo. La
estructura de dicha producción tampoco cambió. Según las
estimaciones más aproximadas[3], el tanto por ciento del valor de la
producción agrícola e industrial, sobre el valor total de la producción
nacional, apenas cambió de 1913 a 1923: en tomo al 57 por ciento
la producción agrícola, y en el 27 la industrial; Sólo cabe acotar el
mayor peso específico de la siderurgia, de la producción carbonera
y de la naciente industria química[4].
Los capitalistas españoles salieron de los años de la guerra con
sus bienes patrimoniales aumentados en proporciones
astronómicas, pero, carentes de toda concepción moderna de la
empresa, no todos transformaron sus ganancias en capital, ni
realizaron las inversiones que exigía la economía española; les
sorprendió la crisis cuando se creían que los años de las «vacas
gordas» no tendrían nunca fin. La excepción de este fenómeno de
ceguera empresarial fue la de gran capital bilbaíno, que realizó
importantísimas inversiones en la siderurgia y, muy particularmente,
el grupo del Banco Urquijo, del que ya hicimos mención. Cabe
señalar la creación de algunas empresas importantes como la
siderúrgica Echevarría (en 1920), la Sociedad Ibérica de
Construcciones Eléctricas (1921), la química de Energía e Industrias
Aragonesas (grupo Urquijo) y la Sociedad Ibérica del Nitrógeno, en
combinación con L’Air Liquide francesa, además de la mayor
amplitud tomada por La Maquinista Terrestre y Marítima, de
Barcelona.
Hubo, sin duda alguna, un año de optimismo inversor, el de
1920, que registró 187 nuevas sociedades anónimas con un capital
total de 1 377 026 millones de pesetas (y un total de 1 552 725
millones de capital de nuevas compañías de todo tipo). Pero al año
siguiente caían verticalmente a la tercera parte las inversiones de
nuevas compañías, para no reanimarse hasta 1924[5].
Estas y otras inversiones difícilmente controlables significaban
poco al lado de los gigantescos beneficios obtenidos por las
empresas españolas de 1915 a 1919. Pero esos beneficios fueron a
parar a gastos suntuarios o a especulaciones, no sólo improductivas
para la economía nacional, sino a veces absurdas, como la de los
marcos alemanes, en que perdieron no pocos millones los
capitalistas españoles. Mientras tanto, la inmensa mayoría de la
industria textil seguía sin renovar su ya anticuado equipo industrial;
igual acontecía con las empresas carboneras que, a partir de 1920,
no hicieron sino implorar la protección del Estado.
La coyuntura bélica sirvió, eso sí, para transferir a manos
nacionales la Deuda pública y, sobre todo, las Compañías de
ferrocarriles, que dejaron de estar en manos de capital extranjero.
Los Bancos de Vizcaya y el de Bilbao desempeñaron el papel
principal en este rescate; pero los nuevos propietarios no habían
realizado la operación por altruismo. Ya hemos visto que la
legislación conseguida por Cambó iba a dar un trato
excepcionalmente favorable a las Compañías de ferrocarriles que, a
partir de entonces, constituyeron un gravamen endémico para la
Hacienda pública.
El comercio exterior sufrió cambios que, en puridad, significaban,
en líneas generales, un restablecimiento de la situación de
preguerra. A partir de 1920 volvieron los saldos desfavorables de la
balanza de comercio, que alcanzaron su punto máximo en 1923
(déficit de 1400 millones de pesetas oro). Después de terminada la
guerra hubo un gran aumento de las importaciones sin que las
exportaciones aumentasen, coincidiendo además con un notorio
aumento del precio de los productos importados: maquinaria,
productos químicos, algodón, etc. Durante los años 1921-1922, de
crisis de los mercados europeos, los Estados Unidos tomaron
importantes posiciones en la exportación hacia España, pero ese
incremento fue breve. La Gran Bretaña, Francia y Alemania
continuaron ocupando los primeros planos del comercio exterior
español.
Los cambios operados en la producción, en el comercio exterior,
en la circulación monetaria, así como la coyuntura internacional,
determinaron que la progresión de precios continuase hasta 1920,
para registrar luego una caída o, mejor dicho, una normalización. El
índice general de precios, al por mayor, que fue en 1920 de 223,39
(base 1913 = 100), bajó a 186,46 en 1921 y llegó, según las
estimaciones posteriores del Instituto Nacional de Estadísticas a
base de 25 artículos alimenticios y 19 diversos (energéticos e
industriales) a 170,94 en 1923. La repercusión no se produjo, en
general, hasta 1924. No obstante hay que destacar que artículos
alimenticios tan esenciales como el pescado, la leche y los huevos
no sufrieron disminución de precio. Es igualmente necesario señalar
la caída vertical, de 100 por 100, sufrida por los precios del carbón
en el año 1921 (pese a que todo su índice era de 275 sobre el año
1913).
Como, vamos a examinar después la cuestión de salarios, bueno
es mencionar la evolución de algunos precios agrícolas (base
1913 = 100):
Artículos 1920 1921 1922
Trigo 223,7 197,6 167,4
Aceite 226,7 193,8 185,2
Vino 192,2 146,3 151,4
Este tema nos lleva al de la inmutable estructura agraria,
cuestión que no está de más actualizar con algunos datos de la
época:
a. La Memoria de los ingenieros agrónomos y de montes de la
provincia de Sevilla, redactada en cumplimiento de una Real
Orden del 2 de junio de 1919: en 17 términos municipales
investigados, con un total de 474 000 hectáreas, las grandes
fincas ocupaban el 55 por ciento y pertenecían a 318
propietarios; en dichas fincas había 118 000 hectáreas sin
cultivar.
b. En la ponencia de Pascual Carrión al Congreso de Ingenieros
de 1919 se puede ver también que en Badajoz existían 205
fincas mayores de mil hectáreas, que ocupaban una extensión
de 438 885; que en Jerez de la Frontera 23 individuos poseían
47 730 hectáreas y en Montoro, ocho propinaros lo eran de
25 338.
(Al siguiente año, en un artículo del mismo Pascual
Carrión, publicado en la revista España, de Madrid, con el
título de El problema de la tierra, se lee que «más de la mitad
de la provincia de Sevilla [738 000 hectáreas] se encuentran
en poder sólo de 900 propietarios, algunos de los cuales
poseen 25 y 30 000 hectáreas… En la de Córdoba, las fincas
mayores de 100 hectáreas ocupan cerca del 60 por 100 de su
superficie total, y entre ellas las mayores de 500 suman
394 000 hectáreas, encontrándose esta enorme extensión en
manos sólo de 173 propietarios…»).
c. Un artículo de José Sánchez Rojas en La Publicidad, de
Barcelona, decía, refiriéndose a Salamanca: «La propiedad
rústica se encuentra en poder, casi toda ella, de absentistas,
que viven en la Corte y pertenecen a las casas más linajudas
y viejas de la nobleza española». Los duques de Alba, de
Sotomayor, de Medinaceli, de Valencia, el marqués de
Cerralbo, etc., figuraban en la relación de estos verdaderos
señores feudales del siglo XX.
d. El informe del Instituto de Reformas Sociales sobre la
provincia de Córdoba en 1919 precisaba que 664 propietarios
poseían en dicha provincia un promedio de 992 hectáreas
cada uno y 176 un promedio de 2246.
e. Blas Infante, en un artículo publicado en El Sol, de Madrid, el
15 de mayo de 1919, recordaba que el duque de Medinaceli
poseía 17 000 hectáreas de tierra en el coto de Almoraima.
Se insistía en esta época sobre las tierras dedicadas a la cría de
toros de lidia (3783 hectáreas solamente en Almodóvar) o a cotos
de caza (47 000 en Hornachuelos). En Utrera había más de 17 000
hectáreas sin cultivar… y así sucesivamente.
En fin, después de estos sondeos de precios y estructura,
cúmplenos realizar lo mismo con la evolución de los salarios para
determinar los cambios en el coste de la vida y para estar en
condiciones de juzgar, a continuación, qué variaciones se operaron
en la distribución de la renta nacional.
El promedio del salario por semana de un obrero español pasó
de 24,90 pesetas en 1914 a 38,94 en 1920. Esto supone un índice
de aumento de 156,3. El aumento fue más elevado en Vizcaya (194)
y Asturias (190), mientras que en las provincias gallegas no pasó de
150. Los cálculos establecidos por el Ministerio de Trabajo en 1929
sobre el índice de aumento del precio de artículos de primera
necesidad durante los mismos años era de 197,3, estimación harto
modesta como es fácil comprobar al simple examen del índice de
precios al por mayor (que, por añadidura, era menos elevado que el
de precios al por menor, ya que éstos sufrían la incidencia de
numerosos circuitos de especulación). Cabe señalar que el citado
índice de artículos de primera necesidad, en las provincias de
Vizcaya y Asturias ascendió a 200 y 203, respectivamente.
Naturalmente, la evolución de salarios fue muy desigual según las
provincias, industrias, calificaciones y sexo. He aquí algunos
ejemplos: El salario hora de obreros calificados pasó de 0,43
pesetas en 1914 a 0,80 en 1920, el de mujeres calificadas de 0,17 a
0,31 y el de peones de 0,29 a 0,55. En la metalurgia, el mismo
salario hora de peones pasó de 0,32 a 0,61, en la construcción de
0,29 a 0,55 y en la textil de 0,33 a 0,58.
Para todo cálculo hay que tener muy en cuenta que en 1914, de
un total de 1 113 839 obreros (población obrera resultante del
escrutinio de células personales), sólo el 13,72 por ciento trabajaban
una jornada de ocho horas o menos y el 76 trabajaban de diez o
más; por el contrario, en 1920 (en que ya se había legislado la
jornada de ocho horas), sólo el 15,26 por ciento de 1 384 947
personas que constituían la población obrera realizaba una jornada
de trabajo superior a las ocho horas. Por eso los índices de aumento
por hora no corresponden a los índices, menos elevados, de
salarios totales percibidas. Estos cuentan para establecer las
condiciones reales de vida de los trabajadores, pero los primeros
son válidos para las estimaciones referentes a la distribución de
renta nacional y retribución de la fuerza de trabajo.
La situación de los trabajadores del campo que, como hemos
visto, constituían la mayoría de la población activa, era todavía más
dura. Un artículo del ya citado Pascual Camón, El problema agrario
en Andalucía, publicado en El Sol en mayo de 1919, ofrece
interesantes datos sobre la cuestión:
«Este invierno pasado… en la provincia de Sevilla han ganado
los gañanes en los cortijos desde 1,25 a dos pesetas, más la
alimentación que está constituida por el gazpacho (pan con agua,
aceite ajos y vinagre) y un guiso de garbanzos por la noche; en total
resultan de 2,25 a tres pesetas diarias; pero estos obreros tienen
que vivir en los cortijos, en muy malas condiciones, alejados de sus
familias toda la semana… Las demás faenas del campo se han
pagado este invierno a dos pesetas o 2,25 la escarda, y operaciones
sencillas; de 2,50 a tres pesetas la cava de viñas y olivos, la
siembra, etc., etc., y de tres a 3,50 la poda de olivos. Las mujeres
han ganado de 1,25 a 1,50 en la escarda… Conviene tener en
cuenta que, excluido el personal fijo de las haciendas, que es un
número pequeño, la generalidad de los obreros son temporeros y,
por lo tanto, dejan de percibir los jornales los días de lluvia, y todos
aquellos que, por no hacerse faenas en el campo, no logran
emplearse».
Camón añadía que, teniendo en cuenta los días de trabajo
efectivo, el jornal medio no era superior a dos pesetas o 2,25. En
comparación con los salarios, refiriéndose a los beneficios de los
propietarios decía:
«Poseemos datos de cortijos que se han vendido este año a un
precio triple y aun cuádruple del en que se compraron hace cuatro o
cinco años y, desde luego, sabe todo el mundo que anda por el
campo que las rentas se han duplicado y aun triplicado con relación
al año 1914».
Y en el libro de Díaz del Moral[6] puede verse que los salarios en
Castro del Río, en diciembre de 1917, eran de dos pesetas por
jornada.
Desde el año 1914 la renta nacional había experimentado, sin
duda, importantes variaciones. Ya nos hemos referido al carácter
problemático que tienen todas las estimaciones hechas sobre la
misma. Lo que Vandellós determinó más exactamente para el año
1923 fue el valor de la producción, comparándolo con el de 1913.
He aquí los resultados, en millones de pesetas:
Concepto 1913 1923
Agricultura 4300 9200
Ganadería 1250 3300
Minas 270 390
Industria 3000 7000
Comercio 2000 4680
TOTAL 10 820 24 570
Según Vandellós, el valor de la producción en 1923 fue el 225,2
por ciento del valor en 1913-1914.
Casi al mismo tiempo, el Servicio de Estudios del Banco Urquijo
realizó otro de los cálculos de más base científica de la renta
nacional para el año 1923 y obtuvo el resultado total —muy poco
diferente— de 24 923 millones, con tantos por ciento aproximados
para la agricultura y la industria, pero mucho mayor de minería
(1064 millones). Esto se explica porque no se calculó la producción
minera de 1913, sino la del quinquenio 1918-1923. Uno de los
problemas de estas evaluaciones es precisamente que se realizaron
después de los años-punta de producción, 1919-1920. El aumento,
como ya sabemos, proviene mucho más de la depreciación de la
moneda que del aumento de la producción. Por ello, aunque
también sujeto a muchas limitaciones, conviene reseñar el cálculo
hecho a posteriori por la Comisión de la Renta Nacional, porque se
refiere a todos los años de la guerra y posguerra y porque está
hecho en pesetas de cada año y en valores fijos (pesetas según su
valor en 1929).
Renta nacional Renta por habitante
(en millones de pesetas)
Pesetas Pesetas Pesetas Pesetas
cada año 1929 cada año 1929
1914 10 813 18 425 532 906
1915 12 163 17 247 594 843
1916 15 810 18 793 767 912
1917 19 356 19 607 933 945
1918 23 312 19 070 1116 913
1919 24 797 20 358 1180 968
1920 29 038 21 807 1372 1030
1921 22 975 20 884 1078 980
1922 20 982 20 394 975 948
1923 21 892 21 474 1007 988
En efecto, la coyuntura alcista de los años de guerra y de
inmediata posguerra no se había traducido en un aumento
sustancial de la producción. El aumento de masa dinerada tenía que
acarrear un comienzo de inflación. Así fue que los billetes en
circulación pasaron de 1924 millones de pesetas en 1913 a 3334 en
1918 y a 4244 en 1921. La cotización de la peseta bajó una vez
terminada la guerra, descenso que se reflejó en sus cambios con el
franco suizo y el dólar, que representaban el patrón/oro:
Años Franco suizo Dólar
1918 95,20 4,17
1919 96,17 5,05
1920 108,15 6,37
1921 129,45 7,37
No son necesarias grandes reflexiones para comprender que si
la economía nacional no había obtenido grandes ventajas en estos
años, las grandes empresas —y, en general, los propietarios de
medios de producción y de cambio— fueron las grandes
beneficiarías de la inflación. París Eguilaz, partiendo de los datos ya
mencionados del Ministerio de Trabajo, dice: «La inflación producida
por la primera guerra europea, con el alza consiguiente de precios,
cuya elevación máxima se dio en el año 1920, provocó una
disminución del nivel de vida en los grupos asalariados que alcanzó
un 21 por ciento respecto al nivel de 1914»[7]. Conociendo lo poco
brillante que era la retribución de la fuerza de trabajo en la España
del 1914, cualquiera puede hacerse idea de la dureza de
condiciones de vida hacia 1920, en irritante contraste con los
exorbitantes beneficios de una minoría. Resulta sumamente
instructivo comparar la baja de salarios y sueldos reales y el alza
nominal de la renta nacional con los balances bancarios. Ya desde
primeros de siglo, los bancos financiaban de manera directa o
indirecta, abierta o encubierta, las industrias fundamentales. El
proceso de inversión para lanzar éstas había sido, en su mayor
parte, una operación de la banca. Es doblemente interesante éste
aspecto si se tiene en cuenta que, como veremos más adelante, el
proceso de concentración de empresas y la tendencia al oligopolio
se acentuó en esos años. El capital desembolsado y las reservas de
los bancos entonces más importantes (Español de Crédito, Hispano-
Americano, Hispano-Colonial, Mercantil, de Bilbao, de Vizcaya, de
Aragón, Unión Minera) pasó de 143 millones de pesetas en 1915 a
424 en 1920, sin contar los 100 millones que suponía la aparición
del Banco Central y Banco Urquijo. Los beneficios de los bancos
arriba citados alcanzaron en 1915 a 11,36 millones de pesetas y en
1920 llegaron a 58,38, sin contar los 11 millones de beneficios
realizados en 1920 por los bancos Urquijo y Central. Conviene
señalar que el alza fundamental se observa en los bancos del Norte
y en el Hispano-Americano[8].
Resulta también impresionante el aumento durante los mismos
años de «los títulos de cartera» de los bancos, reflejo, aunque
pálido, de su intervención en la industria: El Banco de Bilbao
multiplicó por cuatro sus títulos en cartera, el Hispano-Americano
por 3,5 y el Español de Crédito por 4,5.
Este indescriptible desorden da idea de cuáles fueron las
consecuencias de aquellos años de «vacas gordas» para unos y de
«vacas flacas» para la mayoría. Mas con la crisis de 1921-1922 iba
a vivir España uno de los períodos más agitados de su vida política.
Los Gobiernos en la tormenta
Tras el Gobierno nacional presidido por Maura, el formado por
García Prieto en noviembre de 1918 no duró un mes. Cayó
tronchado por el viento de los movimientos autonomistas,
particularmente el de Cataluña, que alcanzó proporciones de
manifestaciones gigantescas en las calles de Barcelona —el día 10
— al canto de Els Segadors y con delirantes ovaciones a Macià. Los
parlamentarios catalanes pasaron al ataque, y la unidad del
Gobierno se quebrantó seriamente. Ante la gravedad de la situación,
hablaron sin testigos Romanones y el Rey durante una cacería.
García Prieto no tenía ya nada que hacer. Y don Álvaro formó un
Gobierno de amigos suyos el día 5 de diciembre[9].
Entró en liza este Gobierno con la hipoteca de la política
catalana, el horizonte internacional bajo el peso de la Conferencia
de la Paz, y la agravación en España de la tremenda disparidad
entre beneficios y salarios. El 14 de diciembre se reunían en Bilbao
los representantes de 111 Ayuntamientos, que pidieron la autonomía
del País Vasco, Las manifestaciones callejeras que siguieron a la
reunión estuvieron a punto de convertirse en un asalto al
Ayuntamiento de la villa. En Cataluña se sucedían los actos de esta
naturaleza, y los nacionalistas de izquierda, bajo la dirección de
Macià, conquistaban a ojos vista la opinión de una clase media cada
vez más desconfiada del doble juego de la Lliga.
La Mancomunidad de Cataluña pasó a la ofensiva y celebró el
día 21 una asamblea conjunta de diputados provinciales y
senadores y diputados a Cortes. En esta reunión, junto a Cambó,
Macià, Marcelino Domingo, Puig y Cadafalch, Rahola, Abadal,
Moles, etc., participó Largo Caballero, a la sazón diputado por
Barcelona, que dijo: «Somos un partido internacionalista, pero eso
no quiere decir que no reconozcamos las nacionalidades y las
regiones; al contrario, mientras éstas se organicen mejor, también
podremos conseguir mejor nuestras aspiraciones». La Asamblea
decidió «considerar inaplazable la instauración en Cataluña de una
autonomía integral que reconozca la total potestad de un
Parlamento y de un Gobierno catalanes que rijan su vida interior». Y
tomó las decisiones pertinentes para redactar un Estatuto de
Autonomía.
La Asamblea volvió a reunirse los días 24 y 25 de enero de 1919
y aprobó el proyecto de Estatuto que, al día siguiente, fue
refrendado por los representantes de 1046 Ayuntamientos de
Cataluña (entre un total de 1072) en nombre del 99 por ciento de la
población catalana. Por su parte, Romanones había confiado a una
Comisión extraparlamentaria otro proyecto —mucho más restringido
— de autonomía, que era el puesto a discusión en la sesión de
Cortes del día 21. Pero otros problemas dieron al traste con el
Gobierno y con las aspiraciones a la autonomía.
Mientras tanto, los trabajos de la Conferencia de la Paz no
dejaban de inquietar a los dirigentes de la política española, a pesar
de que por Navidad el conde Romanones había cumplimentado en
París a Wilson, Clemenceau, Poincaré y otros personajes de la
política mundial. Se supo en primer lugar, que Francia no estaba
dispuesta a que siguiese la perturbación en la zona del Protectorado
marroquí asignada a España, En otras palabras, que si el Gobierno
español quería seguir allí tendría que ocupar de hecho toda su zona.
Pero, además, el Gobierno francés presentó un comunicado a la
Conferencia sobre sus derechos en Tánger, que el Gobierno
español consideró lesivo para los suyos. Hubo polémica entre el
oficioso Le Temps y el romanonista Diario Universal pero la única
consecuencia a largo plazo fue que el Gobierno español se propuso
intensificar sus operaciones en Marruecos, con los resultados que
más adelante tendremos ocasión de ver.
Con todo, el centro de la vida política del país era otro: la
situación de los trabajadores de ciudades y campos y,
principalmente, de zonas de aglomeración obrera como Barcelona y
de gran propiedad terrateniente como Córdoba y Sevilla «…
polarizaba en aquellos puntos la atención política de gobernantes y
gobernados». En Cataluña, la C. N. T. (Confederación Nacional del
Trabajo) se había ido robusteciendo; el Congreso regional celebrado
en Sans (28, 29 y 30 de junio y 1.º de julio de 1918) congregó a los
delegados de 73 860 trabajadores y reforzó su organización
mediante la constitución de Sindicatos Únicos, que agrupaban las
diversas sociedades obreras, antes desperdigadas, de una misma
rama industrial. También nombró un Comité Nacional provisional
para estructurar la organización en toda España.
Al comenzar el año, la baja de los salarios reales engendró
numerosas huelgas en distintas partes del país. Había sido fundada
en 1911, en Barcelona, por el señor Pearson, la Compañía
Barcelona Traction Light and Power, que se encargó del suministro
de energía eléctrica y de la Explotación del servicio de tranvías de la
capital. Esta compañía, a la que popularmente se le llamaba la
Canadiense, estaba realmente constituida por un grupo de firmas:
Canadian Bank of Commerce, de Toronto, London Bank of Scotland
y Dan Fishey and Co., británicas; Stollearts et Lorrenstein, de
Bélgica, y Société Genérale, de París. Conectada con otra sociedad
en el Canadá, pronto creó la filial Compañía de Riegos y Fuerzas
del Ebro, que tomó en manos los saltos hidráulicos del Pirineo
catalán. Compró después las acciones de la A. E. G. alemana en la
Compañía Barcelonesa de Electricidad y llegó a un acuerdo con la
Energía Eléctrica de Cataluña, empresa dependiente de la Société
Suisse d’Electricité y de la Compagnie d’Électricité, de París.
La situación era sumamente tensa en Cataluña y las luchas
reivindicativas iban frecuentemente acompañadas de actos
individuales de violencia. El capitán general de Cataluña, Joaquín
Milans del Bosch, no ocultaba sus simpatías por los patronos. Por si
ello no era bastante, el 23 de febrero de 1919 llegó a Barcelona el
nuevo gobernador militar, que no había de tardar en conquistarse
una reputación nada envidiable: general Severiano Martínez Anido.
El día 5, con motivo de un acoplamiento de personal temporero
de la Canadiense, que resultó ser causa de despidos, los obreros de
esa empresa se declararon en huelga de brazos caídos. El día 8,
fracasadas las gestiones cerca de Fraser Lawton, director de la
Compañía, y de González Rothwoss, gobernador civil, del
presidente de la Mancomunidad y del alcalde de Barcelona, para la
readmisión de los despedidos, el conflicto se agravó con el paro de
los obreros de la Energía Eléctrica de Cataluña y luego los de la
Catalana de Gas y Electricidad, más los del ramo del agua, que
reclamaban en favor de aquellos que se quedaban sin trabajo y por
un aumento de salarios de unos y otros.
El 21 de aquel mes de febrero, la huelga era general en la
Canadiense, con lo que la ciudad quedó sin energía eléctrica,
parados los tranvías y casi sin luz. Reunidas en Capitanía general,
las autoridades tomaron el acuerdo de proponer que el Estado se
incautase de los servicios de las compañías. A esta medida siguió la
aparejada de la movilización militar de parte del personal de
aquellas empresas, decisión que se saldó con un fracaso rotundo,
por cuanto los reservistas (trabajadores de la electricidad, del
alumbrado y de los tranvías) prefirieron el internamiento en el fuerte
de Montjuic a servir bajo uniforme a las compañías. La huelga era
un ejemplo de tenacidad obrera y al mismo tiempo de terquedad
patronal.
El 12 de marzo, tras la noticia de que la Junta de autoridades
había propuesto la declaración del estado de guerra, Barcelona se
enteró de que Romanones nombraba gobernador civil de la
provincia al ingeniero Carlos Montañés y a Gerardo Doval, jefe
superior de Policía, al tiempo que enviaba al subsecretario de la
Presidencia, Luis Morote, en misión informativa. El enviado del
Gobierno parlamentó con los huelguistas y el resultado fue el
acuerdo que ponía fin al conflicto, no sin poner también de
manifiesto el talento y la energía de Salvador Seguí en el gran mitin
de la plaza de toros de las Arenas el 19 de marzo, presidido por
Simón Piera. Se admitía a los despedidos, se aumentaban jornales,
se liberaba a los presos no sometidos a proceso… Terminaba la
primera fase del conflicto. La segunda fue a cargo de los
intransigentes de los grupos específicos que pedían ir a Montjuic a
liberar a los presos, sin darse cuenta de que se convenían en
aliados de una patronal y de unos sables que aceptaban a
regañadientes la solución del 18 de marzo. Empezaba la
desmovilización el día 20, a los cuatro días la huelga estaba otra vez
en la calle porque se readmitía con sospechosa parsimonia a los
despedidos y se tomaban represalias. A renglón seguido resignaban
las autoridades civiles el mando en las militares, se instalaban
cañones y ametralladoras en los puntos estratégicos, salió el
somatén… hasta que los militares, con el visto y bueno del capitán
general Milans del Bosch, pusieron en el tren al gobernador civil
Montañés y al jefe superior de Policía Doval.
Romanones comprendió que no era él quien mandaba y
presentó la dimisión. Quería el Rey un Gobierno de fuerza y llamó a
Maura. El 15 de abril éste formaba ministerio y llevaba el decreto de
disolución de Cortes en la cartera[10].
Pero las preocupaciones electorales parecían minúsculas frente
a la realidad social. Los telegrafistas estuvieron en huelga durante
dos semanas; en Barcelona ambos bandos seguían en sus
respectivas posiciones, y en el campo crecía el grito de indignación
por el hambre que invadía los hogares. Un editorial de El País —
dirigido por Castrovido—, del 29 de abril, era bien explícito:
«Nuestro pueblo se muere de hambre: los salarios no aumentan y
las subsistencias no fueron nunca tan caras. Un obrero gana 3, 4 o
5 pesetas al día; un cultivador de 2 a 2,50; un empleado, de 125 a
150 al mes. Los alquileres suben, así como las tarifas del ferrocarril
y los escandalosos derechos de aduanas… Cuando el obrero y el
empleado reclaman una subida de sueldos proporcional al
encarecimiento de la vida, el Gobierno no encuentra otra solución
que movilizar las tropas y sacarlas a la calle».
En efecto, ya a fines de febrero, las esquinas madrileñas habían
sido de nuevo nidos de ametralladoras, para reprimir asaltos a
tahonas y tiendas de comestibles.
Llegó el 1.º de mayo, precedido de huelgas parciales en
Barcelona, Sevilla y Alcoy, de agitación agraria en Andalucía, donde
los propietarios (El Sol, 13 de abril) abandonaban las explotaciones
y vendían el ganado, o en Tarancón (Cuenca), donde propietarios y
guardias civiles hicieron uso de los fusiles y causaron dos muertos y
17 heridos (El Sol, 30 de abril). Esta vez, la manifestación obrera
causó más inquietud que otros años en los medios conservadores.
Leamos la reseña de La Vanguardia, de Barcelona (4 de mayo): «La
manifestación obrera del Primero de Mayo, que siempre fue pacífica
en Madrid, ha sido este año una jornada de tumultos porque
diariamente se realiza una propaganda disolvente…», «… la primera
banderola que marchaba en cabeza de la manifestación de Madrid
llevaba esta inscripción: Viva Rusia. Y esto no es una reivindicación
del proletariado ni uno de los artículos del partido socialista obrero.
Esto es una afirmación de tendencias anarquistas y una manera de
aprobar todos los crímenes y todas las actividades que han
cometido y que realizan los ejércitos rojos en la patria de Lenin».
El día 30 de aquel mes, Alfonso XIII y Maura inauguraban el
monumento del Cerro de los Ángeles «consagrando España al
Sagrado Corazón», gesto que no contribuyó en nada a pacificar los
espíritus.
Tuvieron lugar las elecciones a diputados. Obtuvo el Gobierno
104 actas; 95 los de Dato; 130 las diversas tendencias liberales.
Republicanos y socialistas ganaron puestos y votos (19
republicanos y 6 socialistas entraron en el congreso[11]).
Con la época de las cosechas llegaron las grandes huelgas de
los trabajadores agrícolas andaluces. Tan sólo en la provincia de
Córdoba se habían creado casi cien organizaciones societarias
entre junio de 1918 y mayo de 1919. Díaz del Moral cuenta: «Nadie
resistía la invencible avalancha. Cualquier barriada, cualquier grupo
de casas, por pequeño que fuese, que se estimara algo, se
apresuraba a formar un Centro obrero». «En mayo de 1919, los
Centros Obreros de la Campiña contenían la totalidad de
trabajadores del campo y casi todos los artesanos». Estos Centros,
antes de influencia anarquista, fueron en parte orientados, a partir
de 1919, por los socialistas.
Ya en el verano de 1918 hubo numerosas huelgas; en noviembre
del mismo año, se declaró el paro en 34 pueblos de la provincia de
Córdoba. La huelga, que comenzó en Baena, adquirió su máxima
violencia en Puente Genil, con sangrientas colisiones entre los
trabajadores y la Guardia Civil.
La tensión prosiguió su línea ascendente durante los primeros
meses de 1919, y la huelga general de Córdoba, a primeros de
marzo, por reivindicaciones políticas, avivó el fuego de la acción.
El movimiento se extendía como mancha de aceite. Junto a las
reivindicaciones de la cosecha, se observaba en las multitudes el
impacto moral producido por la revolución soviética. Por primera
vez, aparecieron en las paredes de cortijos andaluces, gruesas
inscripciones que decían «Vivan los Soviets», «Viva Lenin», etc.
Hubo periódicos, como El Ideal Socialista, de Pueblonuevo del
Terrible —según Díaz del Moral—, que escribió: «La República de
los Soviets será implantada en todo el mundo; todas las formas de
gobierno sucumbirán ante el empuje irresistible de la clase obrera».
El mismo Díaz del Moral, que es probablemente el testigo más
autorizado y objetivo de esta época en el campo andaluz, añade:
«En mis frecuentes conferencias con trabajadores pude notar el
proceso de entusiasmo y de ilusiones. Toda conversación derivaba
inevitablemente hacia el tema ruso».
A fines de abril, había más de cuarenta pueblos en huelga; el
Gobierno declaró el estado de guerra, fueron clausurados todos los
Centros obreros y detenidos gran número de sus directivos. Sin
embargo, las huelgas parciales continuaron aquí y allá en las
provincias de Córdoba, Jaén, Sevilla y Cádiz durante toda la
primavera. La lucha file, por momentos, de gran violencia.
Aunque el Gobierno hacía uso sin miramientos de sus
instrumentos de represión, y los propietarios iban a sus cortijos
empuñando siempre la pistola, éstos tuvieron que pactar con los
trabajadores en gran número de pueblos.
En aquellos movimientos había además reivindicaciones de
orden general. Por ejemplo, el Congreso de Sociedades Obreras
agrícolas celebrado en Córdoba en los días de abril que precedieron
a la huelga pedía que las tierras propiedad del estado y de los
Municipios se diesen en explotación a las Sociedades Obreras, que
una parte de los grandes fundos se diese en usufructo a las mismas
Sociedades, que los propietarios fuesen responsables de toda
situación de paro forzoso, así como la jornada de ocho horas y la
determinación de salarios por Comités paritarios.
En el mes de septiembre, tuvieron lugar todavía paros en
diferentes pueblos de Sevilla, Málaga, Córdoba y Huelva, que
condujeron a un aumento de salarios y, en algunos casos, a la firma
de contratos colectivos.
Meses después, en enero de 1920, Fernando de los Ríos
exponía en las Cortes un programa mínimo para resolver la cuestión
agraria: obligación de los propietarios a poner en cultivo la totalidad
de sus tierras, so pena de expropiación; prohibición de
arrendamientos inferiores a diez años y derecho del arrendatario a
comprar la tierra a un precio pagadero en veinte años; creación de
un patrimonio municipal equivalente al 10 por ciento de la superficie
del término municipal; expropiación de fundos superiores a 250
hectáreas, salvo aquellos cuyo cultivo fuere directamente dirigido
por el propietario; impuesto progresivo sobre la tierra, Inútil decir que
los diferentes Gobiernos no fueron más allá de nombrar Comisiones
de investigación. La estructura agraria de España tenía la dureza de
un fósil petrificado.
Mientras tanto, en Madrid, el Gobierno Maura no había podido
resistir a tantas pruebas, a las que se añadieron la reanudación de
hostilidades del Raisuli en la zona occidental de Marruecos y la
derrota gubernamental en las elecciones provinciales. Abierta la
crisis, fue resuelta tras no pocas dificultades el 18 de julio de 1919,
por el nombramiento de un Gobierno presidido por el inteligente
hombre de negocios Sánchez de Toca[12].
La tensión social alcanzaba su punto culminante; si Andalucía y
Barcelona eran sus máximos exponentes, las huelgas se extendían
de una punta a otra del país. Durante el verano hubo paro generad
en Valencia a primeros de octubre, los mineros asturianos fueron a
la huelga; al mes siguiente eran los panaderos de Madrid; en
noviembre se declaraba una huelga general en Zaragoza; en
diciembre, en Vigo y Málaga, además de la de tranvías en Madrid.
Según los datos del ministerio de Trabajo, el número de huelgas en
1919 fue de 403 con 178 733 huelguistas —contra 256 y 73 315 el
año 1918—, pero se trata de una estadística en la que no figuran los
paros generales. Solamente la huelga general de Barcelona había
ya movilizado a cien mil trabajadores.
Junto a la reivindicación de aumento de salarios, los huelguistas
reclamaban cada vez más la aplicación de la jornada de trabajo de
ocho horas (48 semanales). Un decreto del Gobierno Romanones
había establecido ya la jornada de ocho horas, el 3 de abril de 1919.
Pasaron los meses y el acuerdo no se aplicaba; por fin, el 23 de
septiembre fue promulgado el decreto de aplicación. Los patronos
reaccionaron hostilmente, la Cámara del Comercio de Madrid
manifestó sin ambages su desaprobación y la mayoría de los diarios
decían que se había procedido a la implantación de la jornada de
ocho horas con «peligrosa precipitación». El conservador La Época
iba más lejos, y afirmaba: «Ésta es la lamentable herencia que el
conde de Romanones ha dejado al país». Conservadores eran
también los miembros del Gobierno, pero, la mayoría, y
principalmente Sánchez de Toca y Burgos Mazo, comprendían que
la obstinación cerril río era la mejor manera de defender a la
burguesía. Se dio el caso con esto, así como con las luchas sociales
de Barcelona, de que gran parte de burgueses tachaban de
«avanzados» a los gobernantes, y preferían la política suicida de los
militares y los políticos a la vieja usanza. Los acontecimientos iban a
probar que la Patronal, los militares de las Juntas y los políticos de
extrema derecha poseían un poder de hecho del que carecía el
Gobierno. Para llegar a ese momento, necesitamos ver cómo
habían proseguido las luchas sociales en Barcelona después de la
huelga de la Canadiense. Los patronos estimaron rentable el
sistema del atentado individual; así cayó el día 19 de julio, bajo tas
balas del pistolerismo «blanco», el militante de la C. N. T. Pablo
Sabater.
La Patronal catalana combinó este arma con el cierre de fábricas
y obras que paralizó aquel verano la industria textil y la construcción.
La violencia individual sustituía a la acción de masas en unos
obreros cuya conciencia de clase era falseada por el «apoliticismo»
y que, debido también a su trabajo en empresas pequeñas,
confundían a menudo el odio a un patrono determinado con la lucha
de clases. Lo menos que se puede decir es que la conducta de los
patronos catalanes no incitaba a los obreros a adoptar otros
métodos; el Estado tampoco, a pesar de que Sánchez de Toca y
Burgos Mazo, que nombraron a Julio Amado gobernador de
Barcelona, no fueran partidarios del terror a ultranza. Sin embargo,
Brabo Portillo no solamente vio sobreseído su proceso, sino que fue
reintegrado en la Policía y en un puesto en el que necesariamente
iba a probar sus «aptitudes»: jefe de la brigada de Servicios
especiales. No duró mucho, pues el 5 de septiembre caía muerto a
balazos, víctima de los procedimientos que tantas veces empleó.
Los dirigentes de la C. N. T., deseosos de canalizar el
movimiento, fueron a Madrid para establecer contacto directo con el
Gobierno. Pero la Patronal había escogido el camino de la violencia,
decidida a impedir todo intento conciliatorio, como ha quedado
probado por los documentos que publicó en sus Memorias el
ministro Burgos Mazo. En vísperas de lanzarse al lock-out total, la
Federación Patronal publicó una nota en la que acusaba al Gobierno
de desamparar a los patronos. El 3 de noviembre comenzó el cierre
en Barcelona, que afectó al principio a unos 40 000 trabajadores;
cinco días después eran 100 000 los echados a la calle. Mientras
tanto, triste era el panorama social en el resto del país; en octubre,
los mineros asturianos fueron a la huelga, y en noviembre fue
Valencia la ciudad que desencadenó una ininterrumpida serie de
huelgas. Como ya hemos visto, la situación en el campo andaluz era
igualmente difícil.
El sector más belicoso de las clases poseedoras criticó lo que
estimaba debilidad del Gobierno, tanto en el Congreso de los
Diputados, como en la prensa y en los salones. La ductilidad de
Sánchez de Toca y Burgos Mazo no interesaba a los suyos. Este
clima encontró su expresión en el comportamiento de las Juntas de
Defensa, las cuales, pasando por encima del ministro de la Guerra,
que había negado validez a esa decisión, expulsaron del Ejército,
por Tribunal de honor, a 16 alumnos de la Escuela Superior de
Guerra, Se habló otra vez de dictadura militar y también de La
Cierva. Cedió el Gobierno y las Juntas impusieron su voluntad. Pero
en Barcelona, los obreros respondían con la huelga de ja
construcción primero, y el 4 de diciembre con el paro general. En
Madrid, el Partido Socialista y la C. N. T. celebraban,
respectivamente, sus Congresos nacionales.
En el plano internacional, la acción en Marruecos y la cuestión
del bloqueo de la Rusia soviética suscitaban crecientes dificultades,
debido a la oposición de las izquierdas.
En estas condiciones, estalló la crisis ministerial el 9 de
diciembre. El día 12 formaba gobierno Allendesalazar[13].
Al terminar el año 1919, los patronos volvían a declarar el
lock-out en Barcelona y se negaban a readmitir a todo obrero que no
renunciase al carnet sindical. El conde de Salvatierra sustituyó a
Amado como gobernador civil, y el general Arlegui (de la Guardia
civil), que había ocupado su puesto en septiembre, no encontró ya
freno en el ejercicio de lo que estimaba su función. A consecuencia
de un incidente parlamentario, el general Milans del Bosch tuvo que
dejar la Capitanía general sustituido por Weyler, que fue recibido
hostilmente por los patronos. Arlegui se jactó ante la prensa de
haber disuelto 65 Sindicatos y clausurado 32 locales obreros. Bajo
la protección de la Patronal se crearon los llamados Sindicatos
Libres, que encuadraban a esquiroles y pistoleros, con objeto de
combatir a la C. N. T. Ambos bandos prosiguieron su táctica de
atentados y la organización obrera, empeñada en el «apoliticismo» y
en la acción individual, se desangraba lentamente.
En la noche del 8 al 9 de enero de 1920, un grupo de soldados
del regimiento de artillería ligera de Zaragoza, en unión de
numerosos obreros, se apoderaban del cuartel del Carmen de dicha
ciudad y cayeron muertos por un lado un capitán y un sargento, y
por otro el obrero anarcosindicalista Checa. De madrugada, la
Guardia civil reconquistaba el cuartel. Dos días después, el cabo
Juan Godoy y seis soldados eran fusilados tras Consejo
sumarísimo. Los Sindicatos respondieron con un intento de huelga
general, pero la declaración del estado de guerra frustró el paro.
El Gobierno Allendesalazar, desbordado por la situación en
Barcelona, tuvo que hacer frente en marzo a una huelga de
ferroviarios y luego a otra de los mineros asturianos, que pedían
aquella vez un aumento del 60 por ciento de sus salarios. Creada
una Comisión mixta, los patronos emplearon la táctica dilatoria, pero
la firmeza de los obreros impuso el 14 de abril un arbitraje de la
autoridad militar, y los obreros obtuvieron lo esencial de sus
reivindicaciones y la readmisión de los despedidos por hechos de
huelga.
A este Gobierno, que apenas se mantuvo cinco meses, le cupo
tomar dos decisiones de importancia: la adhesión de España a la
Sociedad de Naciones y la creación del Tercio de Extranjeros,
unidad de fuerzas coloniales copiada de la Legión Extranjera de
Francia. El diario republicano madrileño El País protestó contra «la
posible intervención de estas tropas en el suelo de la Península, con
motivo de huelgas y conflictos obreros». Pero estos aspectos de la
política exterior valen la pena de que nos detengamos un poco en
ellos.
Del colonialismo a la represión
En el mes de septiembre de 1919, se decidió una acción
ofensiva con objeto de limpiar por El Fondak el camino entre Tetuán
y Tánger, así como intentar apoderarse de Xauen. Las operaciones
fracasaron por completo y una mía de Regulares se pasó a los
rifeños.
Al mes siguiente, los militares tuvieron más fortuna, al conseguir
la ocupación de El Fondak el día 5. Sin embargo, la reanudación de
las operaciones en el Rif provocó una oleada de protestas de los
medias obreros y republicanos, algunos con una visión muy
particular, reflejada en el documento firmado en Barcelona por
Marcelino Domingo, Matías Mallol, Juan Moles, Francisco Layret y
Gabriel Alomar, en el que se propugnaba la renuncia del
Protectorado en favor de Francia. Por su parte, el Partido Socialista
organizó en Madrid un mitin de protesta, presidido por Anguiano, en
el que intervinieron Álvarez del Vayo, Teodomiro Menéndez y Julián
Besteiro, en defensa de la tesis del abandono total de Marruecos.
En cambio, fue Lerroux, quien, una vez más compartiendo los
criterios oficiales, declaró al periódico La Jornada, de Madrid:
«España no puede ni debe abandonar Marruecos. Creo que éste no
es una colonia, sino una prolongación de nuestro territorio, dislocado
simplemente por un accidente geológico que se separó de la tierra
original… España, para cumplir sus altos fines históricos, debería
poseer toda la costa africana, desde Argelia hasta el archipiélago
canario».
Aquel mismo año 1919, los vencedores de la primera guerra
mundial creyeron llegado el momento de desembarazarse de la
joven República Soviética, enviaron tropas expedicionarias a Rusia,
ayudaron a los ejércitos contrarrevolucionarios y decretaron el
bloqueo de aquel país. En octubre, las potencias aliadas dirigieron
una nota a España invitándola a participar en el bloqueo de Rusia,
pero las organizaciones obreras y los hombres de izquierda se
alzaron contra tamaña injusticia. Un editorial de El País afirmaba:
«No somos bolcheviques», pero… «se invita a España y a las
repúblicas hispanoamericanas a unirse a una banda de forajidos
que bloquea a Rusia; España y las repúblicas hispanoamericanas
no deben servar de esbirros al Santo Oficio Internacional».
No obstante, el Gobierno se adhirió al bloqueo, considerado
licito, y lo declaró por boca del ministro de la Gobernación, en
respuesta a una pregunta de la minoría parlamentaria socialista en
la sesión de Cortes del 27 de noviembre.
El Congreso del Partido Socialista aprobaba pocos días después
la siguiente resolución, presentada por Verdes Montenegro, Núñez
de Arenas, García Cortés y Pérez Solís: «El Partido Socialista
Español, al mismo tiempo que expresa una vez más su satisfacción
por ver derribado el zarismo y triunfante la Revolución socialista,
afirma el derecho del pueblo ruso a disponer de su propio destino; y
declara que se opondrá con todas sus fuerzas a que el Gobierno
español realice la promesa que ha hecho de participar en el bloqueo
decretado por la Entente y secundado expresa o tácitamente por
toda la burguesía».
Los Congresos de la C. N. T. y de la Federación Nacional de
Obreros Agricultores —adherida a la C. N. T.— expresaron también
su protesta contra la adhesión al bloqueo del país de los Soviets.
En fin, el 5 de marzo de 1920, tuvo lugar en el Congreso un
debate de política internacional en el cual Francisco Layret expresó
el criterio de la minoría parlamentaria republicana en los siguientes
términos:
a. Propuesta de abandonar el Protectorado de Marruecos.
b. Crítica de la Sociedad de Naciones, a la que calificó de
«ficción decorativa, porque son los Gobiernos y no los
pueblos quienes están representados en el Consejo».
c. Sobre el asunto de Rusia, «desde el punto de vista del
concepto clásico de Derecho internacional, no hay ninguna
razón para que España no reconozca al Gobierno de los
Soviets en Rusia».
En nombre de la minoría socialista, Fernando de los Ríos
defendió el reconocimiento del Gobierno soviético. Inútil añadir que
la mayoría, a la que se unió la oposición monárquica, rechazó las
citadas proposiciones.
A todo esto, Allendesalazar, presentó la dimisión el 28 de abril de
1920. El Gobierno dimisionario prohibió la manifestación del Primero
de Mayo; luego, tras una gestión de Prieto y Ovejero, la autorizó,
pero fijando su itinerario. Celebróse, por fin, y «los manifestantes
gritaban ¡Viva la República de los Soviets! —dice lo publicado por El
País— y se dirigieron a la calle Colón, donde está el Consulado de
Francia». Hubo carreras, golpes, heridos y algunas detenciones no
mantenidas. Esto era un sábado. Al lunes siguiente, los trabajadores
declararon la huelga. La fuerza pública mató a un joven de 19 años
que formaba parte de uno de los piquetes de huelga.
En Barcelona, con motivo de celebrarse el primer domingo de
mayo los Juegos Florales de la lengua catalana, la Guardia civil
intervino. Los sables se hicieron intérpretes del disgusto de las
autoridades de Madrid por la llegada del mariscal Joffre a Barcelona
para presidir un certamen literario del que fue reina la esposa del
vencedor del Marne. Sin la mal disimulada germanofilia de algunos
elementos oficiales, los alrededores del palacio de Bellas Artes no
hubiesen sido teatro de las brutales cargas de caballería que
causaron un número de heridos que levantó la protesta de toda
Cataluña. A las medidas de represión social manifestadas con una
cárcel atestada de presos gubernativos y con 15 000 mineros en
huelga en Peñarroya, se añadían los excesos de la persecución del
catalanismo. Tal era el panorama de España al llegar el día 5 de
mayo cuando Dato presentó al Rey su ministerio estrictamente
conservador[14]. La única novedad fue la creación del ministerio de
Trabajo, el día 8, del que se encargó Tomás Cañal, Bergantín, cuyo
criterio hada difícil su convivencia con sus colegas de gobierno, optó
por la elegante solución de dimitir dos meses más tarde. Bugallal lo
reemplazó en el ministerio de la Puerta del Sol.
El verano de 1920 estuvo marcado por la violencia de la lucha
social y por la importancia de los Congresos obreros, la explosión de
una bomba en el popular café-concierto Pompeya de Barcelona —
salvajada de la que resultaron tres muertos y diecisiete heridos[15]
—, los atentados recíprocos, las huelgas y lock-outs parciales (en
1920 hubo 1136 huelgas contra 620 en el año 1918, de las cuales,
una de las más importantes, la de los mineros de Riotinto). En
compensación, el Gobierno se consolaba con partes de victoria en
Marruecos: Fernández Silvestre, el protegido del Rey, nombrado
comandante militar de la zona de Melilla, llevaba sus tropas hasta
Tafersit, mientras que la política de «divide y vencerás» empleada
en la otra zona por el alto comisario, general Berenguer, daba por
resultado la ocupación de Xauen.
A fines de octubre, los huelguistas de la metalurgia, la
construcción, etc., de Barcelona llegaban a 32 000. El 8 de
noviembre, el general Severiano Martínez Anido era nombrado
gobernador civil de Barcelona. A partir de entonces, se organizó la
acción conjugada de pistoleros del Sindicato Libre, confidentes de la
Patronal y organismos de orden público. No hubo día de aquel mes
sin la caída de un sindicalista acribillado a balazos. El día 30, a las
seis menos cuarto de la tarde, los pistoleros asesinaban al abogado
y diputado republicano Francisco Layret al salir de su domicilio de la
calle Balmes. A la misma hora eran embarcados y deportados a
Mahón 33 dirigentes sindicales que habían sido detenidos
gubernativamente los días anteriores, entre ellos Salvador Seguí,
así como el concejal Luis Companys. La C. N. T. propuso la huelga
general como réplica para el día 12 de diciembre, pero la U. G. T.
creyó preferible aplazar esta demostración, diferencia de criterio que
ocasionó la ruptura del pacto sindical.
En estas condiciones, el 19 de aquel diciembre se celebraron
elecciones para diputados a Cortes. La extensión y violencia de las
batallas sociales y la existencia del régimen soviético contaron entre
las principales causas de un agolpamiento de las clases poseedoras
en tomo al Gobierno, que no renunció a emplear ninguno de los
métodos tristemente habituales en España para ganar unas
elecciones que le fueron más favorables que nunca. Los socialistas
obtuvieron cinco actas: Iglesias y Besteiro por Madrid, Prieto por
Bilbao, Saborit y Vihuela por Oviedo, pero el acta del encarcelado
en El Dueso desde agosto de 1917 fue arbitrariamente anulada. Los
republicanos, algo desorientados ante la situación, tuvieron menos
votos, pero sobre todo las posibilidades de la izquierda se
encontraban limitadas por el «apoliticismo» de centenares de miles
de obreros que seguían a la C. N. T., y que estaban derrochando
valor y energías en una lucha desigual carente de dirección política
y sin la necesaria unidad de acción con otros sectores de la clase
obrera.
Entraba, pues, el año 1921 bajo auspicios poco favorables para
España. Se diría que fuera un símbolo: aquel 1.º de enero, los
patronos catalanes, agradecidos, banqueteaban a Martínez Anido.
Una semana después era Arlegui quien recibía el homenaje de «la
Banca, la Bolsa, la Industria y el Comercio». Cada día, caía un
obrero más; pero el 19 de enero ocurrió algo más grave. Aquella
noche, la policía conducía por la calle, esposados, a cuatro obreros
sindicalistas trasladados de Valencia. A la altura de la calle de
Calabria, tres de ellos fueron muertos a tiros por la fuerza encargada
de conducirlos, y el cuarto gravemente herido. El jefe de la fuerza
pública dio parte por escrito diciendo que «habían intentado
escapar» y de ahí el triste nombre de «ley de fugas». En la
madrugada del día siguiente, otros tres sindicalistas detenidos
sufrieron la misma suerte en la esquina de la Vía Layetana con la
calle de Bilbao. También «habían intentado fugarse». El día 22 se
contaban ya veintiún muertos de dicha forma. Martínez Anido y
Arlegui realizaban sus designios; los pistoleros del Sindicato Libre
dirigido por Sales y Laguía eran secundados por una pandilla de
confidentes; la Patronal pagaba, el Gobierno cerraba los ojos. Está
caza del hombre revestía procedimientos muy diferentes: a veces,
se daba libertad a presos gubernativos a altas horas de la noche y
unos cuantos metros más allá eran asesinados por los pistoleros de
servicio; otras, se montaban provocaciones de mayor estilo,
aprovechando la exaltación ingenua de algunos militantes y, en más
de un caso, se trató de agresiones perfectamente combinadas por
policías y pistoleros. Así cayó Layret, así cayó Boal, secretario de la
C. N. T., así cayó, dos años más tarde. Salvador Seguí (Noi del
Sucre). Y así se llegó a la vergüenza de que al fallar el atentado
contra Pestaña y conducido éste al Hospital de Manresa, los
pistoleros montaron la guardia en la puerta con el propósito de
asesinarlo a su salida, crimen impedido gracias al escándalo que se
produjo en la prensa y en las Cortes.
Las organizaciones de la C. N. T., quebrantadas por la lucha
desigual y, entre otras razones, por haber dado preferencia a la
acción individual sobre las acciones colectivas, se defendían
bravamente. José Peirats, en su libro La C. N. T. en la revolución
española, analiza así aquella situación: «… las propias minorías
clarividentes del campo sindicalista se sintieron incapaces de frenar
los ánimos de la mayoría extremista, exaltada, suicida. Se cayó en
el craso error de recoger un reto en las peores condiciones.
Descontados los casos concretos de provocación interesada, se
cedió a esa especie de vanidad colectiva que representa la
ostentación y el uso inmoderado de la fuerza. Y la réplica, quizá ya
preparada de antemano, no se hizo esperar muchos días.
Colaboraron en ella todos los estamentos del “orden”, sin descontar
a los mercenarios reclutados en el hampa y en los propios medios
de los trabajadores».
Añádase a esos fenómenos, la carencia de unidad de acción con
la U. G. T., cuya influencia era grande en Vizcaya. Asturias y Madrid;
de tal modo, los trabajadores de las zonas de gran concentración
proletaria marchaban siempre en orden disperso a la batalla.
El propio jefe del Gobierno debía caer víctima de los
procedimientos cuya puesta en práctica había consentido. E] 7 de
febrero de aquel aciago 1921, en el debate parlamentario planteado
por socialistas y republicanos, el Gobierno sé había solidarizado con
la conducta de Martínez Anido. Hecho aleccionador: Cambó
defendió la política de Martínez Anido y agregó que era aplaudida
por la mayoría de Barcelona. Un mes más tarde, en la noche del 8
de marzo, una moto con sidecar se cruzó, en la plaza de la
Independencia, con el automóvil del presidente del Consejo y los
motociclistas hicieron una descarga cerrada. Minutos después, Dato
ingresaba muerto en la casa de socorro de la calle Olózaga. La
moto estaba ocupada por tres sindicalistas: Matheu, Nicolau y
Casanellas. El primero fue rápidamente detenido, el segundo se
refugió en Alemania, pero el Gobierno socialdemócrata de aquel
país, accedió a su extradición y Casanellas obtuvo asilo en Rusia
soviética.
Y el día 12, Allendesalazar formó de nuevo un gobierno-puente,
en el que Bugallal siguió en Gobernación, el marqués de Lema en
Estado y el vizconde de Eza en Guerra. La Cierva entró en el
ministerio como ministro de Fomento. Todo seguía igual; el Gobierno
se apresuró a ratificar su confianza a Martínez Anido, quien
proseguía su obra, aplaudido frenéticamente por los patronos
catalanes. El somatén fue convertido en una milicia prefascista y, el
24 de abril, 40 000 de sus hombres desfilaban arma al brazo por el
paseo de Gracia.
Aquel verano de 1921, erizado de dificultades económicas de
luchas sindicales y de tensión política, debía ser para el Rey y sus
generales el de fulgurantes éxitos en la campaña del Rif. Fernández
Silvestre, envalentonado por los estímulos regios, avanzaba sus
posiciones mal defendidas y peor pertrechadas. La catástrofe de
Annual iba a convertirse, por sus repercusiones políticas, en un
acontecimiento determinante de la trayectoria española de los años
veinte, hechos y repercusiones que serán examinados en otro
capítulo.
Las organizaciones obreras y la cuestión de la
Tercera, Internacional[16]
El Partido Socialista había celebrado en diciembre de 1918 su
XI Congreso, al que asistieron 100 delegados en representación de
200 agrupaciones. El P. S. O. E. contaba en aquel momento con
14 588 afiliados, repartidos en 233 entidades. Tenía seis diputados a
Cortes y 144 concejales distribuidos en 58 Ayuntamientos. En las
últimas elecciones a Cortes, sus candidatos habían obtenido un total
de 138 963 votos. La prensa socialista se componía, además del
diario El Socialista, de 13 periódicos de provincias.
En aquel Congreso se revisó el programa mínimo del Partido y
se afirmaron sus objetivos: abolición de la monarquía, plenitud de
derechos individuales, supresión del Senado y el presupuesto de
culto y clero, nacionalización de minas, aguas minerales, arsenales
y medios de transporte, jornada de 44 horas semanales, salario
mínimo legal, seguros de accidentes, enfermedades, etc., abolición
de impuestos indirectos, etc., etc.
El programa agrario, considerado como provisional, era mucho
menos preciso: revisión del derecho de propiedad, nacionalización
de bosques, reglamentación de contratos de arrendamiento,
redención de foros y subforos, etc.
El Congreso declaró caducada la conjunción republicano-
socialista, pidió el abandono de Marruecos, aprobó sendos saludos
a la Revolución rusa y a la naciente República alemana, y eligió
nuevo Comité Nacional[17].
Pocos meses después, del 2 al 6 de marzo de 1919, se
celebraba en Moscú el primer Congreso de la Internacional
Comunista, llamada también Tercera Internacional. Este
acontecimiento tuvo gran resonancia en los medios obreros
españoles. Muy pronto se formaron los Grupos de partidarios del
nuevo organismo, que llegaron a tener un Comité nacional y a
publicar el periódico La Internacional.
Sin embargo, en aquel año de 1919, Besteiro y Largo Caballero,
en nombre del Partido Socialista y de la U. G. T., participaron en las
reuniones internacionales para reconstituir la Segunda Internacional
y la Internacional Sindical de Amsterdam.
En diciembre, tuvo lugar un Congreso extraordinario del
P. S. O. E. para discutir los problemas de orden internacional.
Besteiro, en nombre de la mayoría de la Comisión Ejecutiva,
presentó un proyecto de declaración en la que se decía: «La
importancia que la masa trabajadora concede a la Revolución rusa y
el entusiasmo que manifiesta por la República de los Soviets están
plenamente justificados… Sean las que quieran las deficiencias del
Gobierno de los Soviets, el Partido socialista español no puede
hacer otra cosa sino aprobar la conducta de las organizaciones
proletarias que desde la revolución de octubre vienen ocupando el
poder en Rusia».
El proyecto admitía también «la dictadura del proletariado como
condición indispensable para el triunfo del socialismo», pero
agregaba que no debía revestir la misma forma en todos los países.
Sin embargo, concluía proponiendo que se permaneciese dentro de
la Segunda Internacional para no debilitar los organismos
internaciones existentes.
La oposición, dirigida principalmente por Daniel Anguiano,
sostuvo el criterio de adherirse a la Tercera Internacional. Por fin se
adoptó el acuerdo de permanecer provisionalmente en la Segunda
Internacional, en espera de que ésta celebrase su próximo.
Congreso; la decisión fue adoptada por 14 010 votos a favor y
12 497 en contra (se observará en estas cifras el crecimiento
numérico experimentado por el P. S. O. E.).
El debate seguía abierto en el seno del Partido Socialista, hasta
el punto de que la Federación de Juventudes Socialistas en su
Congreso del mismo mes (diciembre de 1919) decidió que era
necesario acabar, con las tácticas dilatorias y, por consiguiente,
tomó el acuerdo de adherirse a la Internacional Comunista.
Consecuencia de esta adhesión fue la reunión del Comité Nacional
de Juventudes Socialistas (Madrid, 15 de abril de 1920), que decidió
transformarse en Partido Comunista Español. Su órgano de prensa
fue El Comunista. Este partido envió una delegación al Segundo
Congreso de la Internacional Comunista, que tuvo lugar en Moscú
del 19 de julio al 7 de agosto de 1920.
Pero antes de esa fecha, el Partido Socialista tenía que celebrar
otro Congreso extraordinario para fijar su posición. La situación
interna era cada vez más tirante y las agrupaciones de zonas de
concentración proletaria (Asturias, Vizcaya) eran partidarias de la
Tercera Internacional. Por su parte, la Asamblea de la Agrupación
Socialista de Madrid, celebrada en enero del año 1920, había
aprobado la siguiente resolución: «Los socialistas españoles se
declaran partidarios de la dictadura del proletariado como medio
para construir la sociedad sobre la base socialista y garantizar la
victoria revolucionaria de los obreros».
El 19 de junio, en la Casa del Pueblo de Madrid, abría sus
sesiones el Congreso extraordinario del P. S. O. E., bajo la
presidencia de Antonio García Quejido. Este Congreso tomó el
acuerdo de ingresar en la Internacional Comunista, por 8269 votos
contra 5061 y 1615 abstenciones, pero dicho acuerdo de principio
se encontraba limitado al conocimiento de las condiciones en que
habría de realizarse la adhesión. Con dicho fin, fueron designados
para trasladarse a Moscú Daniel Anguiano y Fernando de los Ríos,
en representación de cada una de las dos tendencias[18].
Anguiano y De los Ríos se entrevistaron con los miembros del
Comité Ejecutivo de la Tercera Internacional y muy particularmente
con el propio Lenin. El Segundo Congreso de la Internacional
Comunista había aprobado las 21 condiciones que debían aceptar
los partidos que fueran miembros de ella, encaminadas a lograr la
unificación ideológica de los partidos comunistas en el primer
período de su vida[19].
El 9 de abril de 1921 comenzó el Congreso del Partido Socialista
que debía decidir sobre las tesis antagónicas presentadas por
Anguiano y Fernando de los Ríos. Los partidarios de esta última se
opusieron a las 21 condiciones y defendieron, no la permanencia en
la Segunda Internacional —desacreditada en aquel momento ante el
movimiento obrero español—, sino en la Comunidad del Trabajo
domiciliada en Viena, a la que también se llamaba Segunda
Internacional y Media, que agrupaba a los partidos socialistas que,
sin aceptar los cambios ideológicos y orgánicos que suponía la
entrada en la Tercera Internacional, condenaban la política
derechista de los dirigentes de la Segunda. Este criterio, defendido,
entre otros, por Besteiro, Largo Caballero, Saborit, Prieto y Trifón
Gómez, prevaleció sobre el de los «terceristas», entre los que
destacaron García Quejido, Acevedo, Perezagua y otros. La
Comunidad del Trabajo de Viena —que andando el tiempo volvió al
seno de la Segunda Internacional— obtuvo 8808 votos, y, la
Internacional Comunista 6025. Una vez proclamados los resultados
de la votación nominal, Antonio García Quejido, fundador, con
Iglesias, del Partido y de la U. G. T., declaró que los miembros de la
Ejecutiva partidarios de la Tercera Internacional se separaban del
Partido Socialista para constituir el Partido Comunista Obrero. Los
partidarios de la Tercera Internacional leyeron una declaración en la
que se decía principalmente: «Queremos incorporarnos de hecho,
espiritualmente ya lo estamos, a la Internacional Comunista, que —
inseparable de la Revolución rusa, a pesar de todas las sutilezas y
argucias dialécticas que intentan distinguir entre ésta y aquélla—
trata de acelerar el derrumbamiento de la sociedad capitalista».
La declaración estaba firmada por treinta delegados, que se
solidarizaban con los miembros «terceristas» de la Comisión
Ejecutiva: García Quejido, Anguiano, Núñez de Arenas,
Lamoneda… Todos ellos se retiraron del Congreso y se trasladaron
a los locales de la Escuela Nueva, donde quedó constituido el 13 de
abril el Partido Comunista Obrero Español[20]. Las agrupaciones de
Asturias y Vizcaya constituían el núcleo más fuerte del nuevo
partido. La Federación de Juventudes Socialistas, reconstituida en
1920, se convertía en Federación de Juventudes Comunistas.
Las mayoritarias continuaron el Congreso del P. S. O. E. y
nombraron una nueva Comisión Ejecutiva[21]. Esta Comisión dirigió
un manifiesto a los afiliados al P. S. O. E. en el que condenaba las
Veintiuna condiciones de la Tercera Internacional y estimaba que en
el partido obrero debía existir una mayoría y una minoría. Los
firmantes decían estar identificados con la Revolución rusa y que
éste era el caso de los restantes partidos de la Segunda
Internacional y Media, que sólo «encuentran en su marcha hacia
Rusia un obstáculo insuperable: las Veintiuna condiciones». La
historia de los años que siguieron se encargaría de probar que las
diferencias eran de mayor cuantía y que la alusión a dichas
condiciones había servido para eludir una discusión de principios.
A todo esto existía ya un Partido Comunista Español, como
hemos visto más arriba, que acababa de celebrar su primer
Congreso en marzo de 1921. Pero, del 7 al 14 de noviembre del
mismo año, ambos partidos celebraron una reunión de fusión, y
desde aquella fecha existió un solo partido, el Partido Comunista de
España, cuyo órgano central fue el semanario La Antorcha. Las
conversaciones principales fueron llevadas por A. Graziadei,
representante de la I. C. Manuel Núñez de Arenas, en nombre del
P. C. O de E. y Rafael Millá en nombre del P. C. E[22]. El partido
nacido de la fusión celebró su primer Congreso en Madrid el 15 de
marzo de 1922. Este Congreso, que comprobó la existencia de
ochenta agrupaciones afiliadas, eligió un Comité Central en el que
figuraban, entre otros, García Quejido, secretario general,
Lamoneda, secretario del interior, Virginia González, secretaria
femenina, Antonio Malillos, secretario sindical, etc.
La creación de la Tercera Internacional tuvo consecuencias en el
plano sindical. Frente a la antigua Federación Sindical Internacional
reconstituida en la Conferencia de Amsterdam en el año 1919, y
dirigida por partidarios del reformismo, se creó en 1920 un Consejo
Sindical Internacional de Sindicatos de extrema izquierda, el cual
convocó el Congreso constitutivo de la Internacional Sindical Roja,
cuya reunión tuyo lugar en Moscú, en julio de 1921, con asistencia
de delegados de 42 países. El debate entre las dos tendencias se
planteó en el XV Congreso de la U. G. T., celebrado en junio de
1920. Por 110 902 votos contra 17 919 se acordó permanecer en el
seno de la Internacional Sindical de Amsterdam. El siguiente
Congreso, celebrado en noviembre de 1922, tuvo lugar en medio de
incontenibles pasiones y dio lugar a ciertos actos de violencia. Los
que creían cumplir así una acción revolucionaria no hicieron sino
servir de pretexto para que los dirigentes de la U. G. T. consiguiesen
del Congreso la expulsión de veintinueve Sindicatos dirigidos por los
comunistas, entre ellos los de mineros de Vizcaya y Asturias.
Por su parte, la C. N. T., que alcanzó su apogeo en 1919, reunió
del 10 al 18 de diciembre de aquel año su Congreso Nacional,
celebrado en el Teatro de la Comedia, de Madrid. Estaban presentes
450 delegados, que representaban a 700 000 sindicados.
El Congreso de la Confederación tomó una actitud de adhesión
sentimental a la Tercera Internacional, en notoria discordancia con la
ratificación de los principios anarquistas votada al mismo tiempo. La
resolución decía así: «Primero: La C. N. T. de España se declara
firme defensora de los principios de la Primera Internacional,
sostenidos por Bakunin; y Segundo: Declara que se adhiere
provisionalmente a la Internacional Comunista por el carácter
revolucionario que la informa, mientras tanto la C. N. T. de España
organiza y convoca el Congreso obrero universal que acuerde y
determine las bases por las que deberá regirse la verdadera
Internacional de los trabajadores»[23].
El sectarismo de muchos militantes confederales encontró su
expresión al discutirse el tema de la unidad con la U. G. T., ya que la
decisión aprobada —propuesta por el Sindicato de la Construcción
de Barcelona— rechazaba la unidad, a la que prefería «la absorción
de los trabajadores que integran la Unión General». Esta resolución
llegaba hasta el siguiente extremo: «Proponemos y recabamos del
Congreso que la Confederación redacte un manifiesto dirigido a
todos los trabajadores españoles, concediéndoles un plazo de tres
meses para su ingreso en ella, declarando amarillos y al margen del
movimiento a los que no lo hagan».
No es, pues, de extrañar, que la proposición unitaria, la de fusión
de las dos Centrales sindicales, presentada por la C. R. T. de
Asturias, fuera rechazada por 324 000 votos frente a 170 000 a
favor.
El Congreso aprobó la estructura de Sindicatos Únicos, adoptada
en 1918 por el de la Regional de Cataluña, celebrado en Sans
(Barcelona).
En aquel momento, y según la memoria del Congreso, la gran
mayoría de los militantes de la C. N. T. estaba en Cataluña
(427 000). También era muy considerable su fuerza en la región
levantina, menor en Andalucía y el Norte de España y prácticamente
nula en Madrid, donde la U. G. T. tenía sus más fuertes
organizaciones.
En abril de 1921, coincidiendo con la formación del Partido
Comunista Obrero, se planteó en el Pleno de delegados regionales
de la C. N. T., celebrado en Lérida, la cuestión de participar en el
Congreso constitutivo de la Internacional Sindical Roja. El Pleno
aprobó esa proposición, defendida, entre otros, por Andrés Nin,
Hilario Arlandis, Joaquín Maurín y Víctor Colomer, y nombró una
delegación. Sin embargo, cuatro meses después, esa delegación
fue desautorizada por la mayoría anarquista del Pleno de delegados
regionales de la C. N. T., celebrado en Logroño. Y al cabo de un año,
la Conferencia nacional de la C. N. T. convocada en Zaragoza (junio
de 1922) rompió definitivamente con la Internacional Comunista
unos lazos que, en puridad, nunca habían existido y nombró una
delegación para el Congreso internacional anarquista —llamado de
la Asociación Internacional de Trabajadores— que debía tener lugar
en Berlín.
En resumen, en aquellos momentos de crisis económica, de
Gobierno reaccionario de guerra de clases, el movimiento obrero
español se encontraba dividido orgánica e ideológicamente. No era
sólo esto: la división y el empleo de tácticas sin previo examen de la
realidad social había permitido a la reacción asestar golpes muy
duros a las organizaciones obreras, que del ataque tuvieron que
pasar a la defensiva. Los trabajadores españoles, oscilando entre un
sindicalismo «apolítico» y violento y un partido socialista más
propicio a tácticas «republicanas» que a un examen riguroso de la
misión histórica de la clase obrera, se hallaban en situación
desfavorable cuando se intensificó la guerra de Marruecos y se
hacían más persistentes los rumores de dictadura militar. Del joven
Partido Comunista, que aquel mismo año preparaba nada menos
que una «insurrección armada», no puede decirse tampoco que se
caracterizase por un examen serio y objetivo de la realidad
española.
Los republicanos
Cada acontecimiento histórico reseñado había sorprendido a los
grupos republicanos, que habían adoptado actitudes muy dispares.
No obstante, en noviembre de 1918, se reunieron en el Ateneo de
Madrid y nombraron un Comité compuesto por Lerroux,
Hermenegildo Giner de los Ríos, Marcelino Domingo, Castrovido y
Marraco. De esta reunión salió también un programa:
transformación de la propiedad agraria, nacionalización de los
transportes, legislación del contrato de trabajo, apoyo a la
autonomía de Cataluña, etc. La realidad separaba, sin embargo, a
políticos como Lerroux dispuesto hacía tiempo a salvar el «orden» y
a desembarazarse de su viejo tremendismo verbal, y a otros, como
Marcelino Domingo, ejemplo de honestidad y de republicanismo
avanzado.
En los medios del Partido Reformista hicieron sus primeras
armas políticas hombres que, más adelante, evolucionarían por su
cuenta hacia el republicanismo: Manuel Azaña. Pablo de Azcárate,
Luis de Zulueta…
Cabe señalar la participación en la vida política de numerosos
intelectuales, cuyas inquietudes políticas eran mayores que su
vinculación real en el pueblo de carne y hueso. Profesionales de
indiscutible calidad, muchos de ellos formados en frecuentes salidas
al extranjero, concebían su función política más como la de nuevos
«consejeros del Príncipe», mentores de la multitud todavía algo
distante, que la de miembros activos de un partido. Estas corrientes,
al principio muy heterogéneas, y que sin duda eran testimonio de un
espíritu de rebeldía —o de reforma— frente al orden arcaico
existente, se patentizaron, por ejemplo, en la conferencia que
Ortega y Gasset había dado en 1914 con el tema de Vieja y nueva
política y en la fundación de la Liga de Educación Política Española,
en la que formaban parte el propio Ortega, Azaña, Ramiro de
Maeztu, Salvador de Madariaga, Fernando de los Ríos, Américo
Castro, etcétera, así como la de la revista España en 1915, que al
incorporarse a Araquistain y Luis Bello, significó un paso más hacia
la integración de muchos de estos hombres en la vida política,
además de su valor específico en el orden cultural.
Trayectorias esenciales de la cultura
De 1915 a 1923, la honda crisis que se manifestó en el cuerpo
social de España fue acompañada de un fenómeno de renovación
intelectual y de un esfuerzo de creación que iba a ser de larga
duración en la vida cultural española. El esfuerzo de comunicarse
con el mundo, iniciado por la Institución Libre de Enseñanza en las
postrimerías del siglo XIX, conjugado luego con el de la Junta de
Ampliación de Estudios, se orientó en dos direcciones esenciales: la
alemana y la británica, además del tradicional contacto cultural con
Francia, estimulado éste por la simpatía que la mayor parte de los
intelectuales españoles experimentaron por las potencias aliadas
durante los años de la primera guerra mundial.
La influencia germánica se expresó principalmente por medio de
la personalidad de José Ortega y Gasset[24], que en 1915 inició su
publicación unipersonal El Espectador. Desde esa atalaya pasó
revista a hechos y fenómenos del mundo y de España. Allí expuso
su teoría del conocimiento en el trabajo Verdad y Perspectiva para
proseguir la línea literaria de redescubrir el paisaje español en
Obras, personas, cosas. Si el joven Ortega se sentía separado del
pueblo, no cabe duda de que estaba contra el viejo régimen
representado por la monarquía. Su artículo Bajo el arco en ruinas,
publicado en El Imparcial del 17 de junio de 1917 constituyó un
alegato contra las Juntas de Defensa: «La realidad de las Juntas
Militares corta el último cíngulo de autoridad normal que ceñía el
cuerpo español». En el año 1921 publicó España invertebrada,
ensayo de interpretación histórica llamado a tener resonancia en los
medios intelectuales en el que ya aparece como acusada la masa
de españoles: «cuando en una nación la masa se niega a ser masa
—esto es, a seguir a la minoría directora— la nación se deshace, la
sociedad se desmiembra». Un año después, en El tema de nuestro
tiempo. Ortega lanzó su idea del racio-vitalismo, tan brillante como
poco desarrollada, a semejanza de muchas otras de sus grandes
boleas intelectuales. Tampoco fue muy clarividente su profecía del
«ocaso de las revoluciones», lanzada en el epílogo de la misma
obra. Por el contrario, la afirmación de que «Yo soy yo y mi
circunstancia» cuenta en el haber espiritual de Ortega y ha tenido su
importancia metodológica en la tarea intelectual de muchos
universitarios. No podemos tampoco olvidar que en 1923 comenzó
Ortega a publicar La Revista de Occidente, revista de alta cultura
qué sirvió de vehículo en España, hasta 1936, a las tendencias
filosóficas y culturales de moda en el primer cuarto de este siglo,
principalmente a las procedentes de Alemania. En suma. Ortega
había dicho en 1914 esta penetrante frase: «Habiendo negado una
España nos encontramos en el paso honroso de hallar otra». Pero el
filósofo, preso en las mallas de su circunstancia, no captó las
fuerzas históricas capaces de tomar el relevo de las que habían
deshecho España —la «habían invertebrado»— y que por eso él
rechazaba.
Por los años que nos ocupan, fue también el profesor Manuel
García Morente figura destacada del neokantismo en España.
Catedrático de la Universidad Central, su libro La filosofía de Kant,
una introducción a la filosofía desempeñó un papel importante en la
formación de los universitarios.
Las corrientes intelectuales procedentes de Inglaterra siguieron
ocupando un plano de primer orden. Varios factores concurrieron a
ello. En primer lugar, la acción de la Institución Libre de Enseñanza.
Muerto Francisco Giner en 1915, fueron Bartolomé Cossío y
Castillejo quienes prosiguieron esta obra. Cossío fue el educador, el
espíritu cultivado y libre que siguió más fielmente la trayectoria de
Giner. Castillejo, emprendedor y organizador, se convirtió también
en el alma de la Junta para Ampliación de Estudios y de los centros
creados con la misma orientación. En el año 1919 nacía el Instituto-
Escuela, que formó, en su adolescencia, varias generaciones de
estudiantes procedentes de las clases medias y de cierta burguesía
«avanzada» que iban a encararse con los destinos del país hacia
los años treinta, con la indiscutible tara de su espíritu de élite, liberal
y laica, lo cual no significa negar la función de avanzada que
desempeñó el Instituto-Escuela en sus primeros años frente a una
primera y segunda enseñanza que apenas salía de las tinieblas del
pasado.
Ramiro de Maeztu se trasladó a Londres como corresponsal de
prensa; sus crónicas contribuyeron a familiarizar a los españoles
con las ideas y corrientes de la Gran Bretaña. Una nueva crisis
modificó la orientación de Maeztu hacia 1919, que pronto se
convirtió en un ideólogo de la derecha; aquel año publicó su libro La
crisis del humanismo. Los principios de autoridad, libertad y función
a la luz de la guerra, en el que proclamaba su divorcio del
humanismo y del liberalismo. El hombre no constituía ya para
Maeztu un valor en sí, sino en función de un transpersonalismo de
los valores, camino seguro para justificar más tarde la tiranía.
Con todo, las manifestaciones culturales de mayor alcance eran
entonces las literarias. En la historia de la cultura española, 1917
cuenta principalmente como el año en que la Residencia de
Estudiantes publicó las Poesías completas de Antonio Machado,
que afirmó por primera vez que la poesía debe expresar «la
sentimentalidad colectiva», que el yo poético sólo vale cuando es un
nosotros. En 1919 escribió el poeta el prólogo a la segunda edición
de sus Soledades, Galerías y otros Poemas, documento esencial en
la historia del pensamiento estético español[25].
Por estos años caminaba Juan Ramón Jiménez por la senda de
su depuración, jalonada por el Diario de un poeta recién casado
(1917), Eternidades (1918), Piedra y Cielo (1919).
El fenómeno europeo de una vanguardia que «acude al engaño»
del capote ideológico que brinda la revolución de la forma para
conservar el fondo encontró su expresión en España en diversos
movimientos poéticos, pero muy particularmente el ultraísmo con su
Manifiesto de 1919. En él descollaban Guillermo de Torre, Gerardo
Diego, Antonio Espina, Pedro Garfias, que al llegar a la madurez
emprendieron diversos derroteros. Mucha más importancia tiene
para el historiador la publicación, en 1921, del primer libro de
poemas de Federico García Lorca, de fina inspiración popular.
En otros órdenes de la creación literaria, Pío Baroja y Azorín
ocupaban ya los primeros planos de los consagrados, y Gabriel Miró
llamaba la atención por la luminosidad de su lenguaje en El libro de
Sigüenza (1917). Pero era sobre todo Ramón del Valle Inclán —
escritor que desde sus Sonatas (1905) había venido acreditando
calidades originales y un estilo de orfebre de la lengua— quien
ocupaba lugar sobresaliente al publicar, en el año 1920, su Farsa y
Licencia de la Reina Castiza, en que la audacia de forma
acompañaba a la intención y Luces de Bohemia.
Verdad es que también en 1922 se vio agraciado Jacinto
Benavente con el Premio Nobel, pero semejante noticia tiene mejor
acomodo en una crónica de sociedad que en estas páginas.
Es indudable que la creación cultural española de este periodo
acredita, tanto por su cantidad como por sus calidades de forma y
fondo, un fenómeno de crecimiento intelectual iniciado en los
primeros años del siglo. El universitario y el escritor, hijo las más de
las veces de familias de la clase media, se divorciaba cada día más
de la realidad político-social del régimen y del esquema ideológico
de las minorías dominantes que sufría de la misma esclerosis que
éstas. Los intercambios con los países europeos gobernados por la
burguesía facilitaban a estos intelectuales españoles una mezcla de
las mejores tradiciones del siglo pasado y de las ideologías de
repliegue que esa clase esbozaba ya: vitalismo, irracionalismo,
ultraísmo, «sociologismo», normativismo. Pero por otro lado, la
participación creciente del pueblo, de los hombres sencillos, en la
acción política española, no podía por menos de impresionar la
conciencia de estos mismos intelectuales. Todos opuestos al
régimen anacrónico que dominaba, unos —los más— concebían su
relevo como la obra de otra minoría que compaginase con el tono
dominante en Europa, mientras que otros —y en primer lugar
Antonio Machado— buscaban las razones del porvenir en los
hombres sencillos de España y las fuentes de su creación en la
entraña de lo nacional concebido como pueblo y no como minoría.
Estas dos trayectorias culminaron, quince años más tarde, en
posiciones antagónicas.
En aquel quehacer renovador, con las limitaciones apuntadas, no
es posible ignorar la obra de Menéndez Pidal, Ramón y Cajal, Flores
de Lemus, Bolívar, Blas Cabrera y otros auténticos sabios. El
Ateneo y la Residencia de Estudiantes de Madrid fueron centros de
fermentación intelectual, de debate y de transmisión de ideas.
El contraste entre las minorías de formación universitaria y el
conjunto de la población se patentiza por el estado lamentable de la
enseñanza y la mediocridad de sus resultados. En 1920, el 45.44
por ciento de la población adulta española no sabía leer. El censo de
ese mismo año daba un total de 52.23 por ciento de analfabetos.
Las 17 429 escuelas del Estado que existían en el año 1920 debían
proporcionar —teóricamente— enseñanza primaria a una población
escolar de casi cuatro millones de niños. Su número apenas había
progresado desde comienzos del siglo. En realidad, parte de su
carencia estaba compensada por las escuelas privadas religiosas,
que establecían una irritante diferencia entre alumnos «de pago» y
«de caridad», y que vivían bajo el peso agobiador del más
intransigente dogmatismo.
En cambio, había ya 22 000 alumnos universitarios —la cuarta
parte, es verdad, en la semiestéril Facultad de Derecho, pero 7000
en la de Medicina—, número que contrastaba con los 898 aspirantes
a ingenieros agrónomos y los 571 a ingenieros industriales, carreras
reservadas a unas castas privilegiadas.
La suma de contradicciones económicas, culturales y políticas de
aquella España empeñada en duros combates sociales,
estremecida al conocerse la derrota de Annual y cruzada de brazos
ante la implantación de la dictadura militar, embarrancaba al país,
que buscaba, igualmente a ciegas —salvo una ínfima minoría— la
liquidación de un pasado con presencia momificada y la puerta que
se abriese hacia el porvenir.
CAPÍTULO IV
LA GUERRA DE MARRUECOS
El desastre de Annual (1921)
La noche del 20 de julio de 1921, los periodistas madrileños
discutían en corrillos animados en la Central de Teléfonos, que
estaba a la entrada de la calle de Alcalá. Pronto, muchas tertulias
que se prolongaban hasta la madrugada en los cafés vecinos se
animaron con el tema de la guerra de Melilla. Unos centenares de
metros más abajo, en el Ministerio de la Guerra, instalado en el
palacio de Buenavista, la agitación rivalizaba con el estupor. La
posición de Igueriben, conquistada días antes, estaba a punto de
caer: Fernández Silvestre, comandante general de toda la zona,
obseso por la idea de llegar hasta Alhucemas, se encontraba a
pocos kilómetros, en Annual, posición clave de esta «punta de
lanza» tan precipitadamente esgrimida contra las regiones
controladas por los rifeños bajo el mando de Mohamed Abd el-Krim
el Jatabi.
Durante cuarenta y ocho horas aumentaron los rumores y el
Gobierno enmudecía. La tarde del día 22, todo Madrid, toda España
supo que la zona oriental del Protectorado se había hundido
estrepitosamente y que los marroquíes marchaban sobre Melilla.
Las reacciones pasaban de la consternación a la cólera. Tan sólo el
día 23 habló el ministro de la Guerra a los periodistas para decirles
que las pérdidas «no han sido aún determinadas, pero son
numerosas». Aguardó aún veinticuatro horas para anunciarles la
muerte —¿desaparición?, ¿suicidio?— del general Fernández
Silvestre.
¿Qué había ocurrido en Annual? ¿Qué pasaba en Melilla?
Retrocedamos ahora para ver cómo se habían desarrollado los
acontecimientos que llevaron a semejante situación en el
Protectorado.
Un historiador monárquico, Gabriel Maura Gamazo, no ha tenido
inconveniente en decir: «La odisea de la ocupación, so capa de
protectorado, que desde 1912 practicábamos en Marruecos…»[1].
Esta política, de rancio estilo colonial, iba acompañada de una falta
de preparación militar y de pertrechos, y de una concepción sui
generis de la guerra que era la de la mayoría de los jefes militares
destacados en Marruecos. Baste con recordar algunas líneas del
Expediente Picasso, que se instruyó posteriormente:
«Los coroneles no se consideraban ni oficial ni moralmente
obligados a ponerse al frente o en contacto con sus tropas,
compartir con ellas los compromisos de la situación o levantar su
moral…». Así, «él coronel del regimiento de Melilla, el del regimiento
de África, el del regimiento de San Fernando, etc., se enteran de lo
que pasa, si se enteran, cuando la retirada estaba ya iniciada»[2].
«Los coroneles estaban siempre en la plaza (en la ciudad de
Melilla) y los tenientes coroneles y comandantes alternaban cada
día o quince días en el mando de la fuerza de la columna»[3].
Los, jefes de cuerpo disponían todos de coche, aunque no había
ninguna consignación presupuestaria para ello; Melilla estaba
infectada de burdeles y establecimientos de bebidas para todos los
gustos y jerarquías. Las unidades militares de la zona oriental
(Comandancia de Melilla) constaban en 1921, según los estadillos
de fuerza, de 25 790 hombres, pero en realidad no llegaban a
17 000. Análogas deficiencias existían en armamento, caballerías,
etc. Aquí faltaba una compañía de ametralladoras, allí una batería
de artillería de montaña, etc., que constaban, sin embargo, sobre el
papel.
Pese a este estado de cosas, el general Fernández Silvestre,
cuya personalidad impulsiva y sus vínculos en el Palacio Real nos
son ya conocidos, decidió —estimulado por el Rey y aprobado
tácitamente por el alto comisario en Marruecos, general Berenguer
— pasar a la ofensiva y conseguir, por fin, el objetivo de ocupar
Alhucemas y lograr el contacto de las dos zonas. Habiendo
avanzado en el verano de 1920 hasta Tafersit, durante el invierno
siguiente estableció, con tanta audacia como ligereza, posiciones de
vanguardia en esa región, como Annual, «situado en un valle,
circundado de montañas y falto de caminos», Sidi Dris, en la
desembocadura izquierda del río Amedrán, etcétera. Se avanzaba
alegremente, dejando a retaguardia las cubilas sin desarmar,
estableciendo posiciones con unos cuantos sacos terreros, todas sin
agua, mal organizadas y peor abastecidas, y, sobre todo, se
avanzaban las unidades sin la menor preocupación por establecer
líneas escalonadas de apoyo, de resistencia y de posible repliegue.
Fernández Silvestre fiaba todo a su buena estrella, a su temeridad
personal y prometía al Rey que podría festejar Santiago Matamoros,
el 25 de julio, con el parte victorioso que él le ofrecería desde
Alhucemas conquistada. Parece ser que el Rey le respondió con un
telegrama —que nunca se encontró porque el cajón de la mesa de
su secretario particular, comandante Hernández, fue abierto, en
condiciones más que sospechosas, después del desastre—
redactado en estos términos: «¡Olé, los hombres!» o incluso algo
más fuerte. Silvestre hacía y deshacía, sin preocuparse demasiado
del Alto Comisario, cuya política marroquí, basada en la penetración
pacífica discrepaba esencialmente de la suya. El entonces teniente
coronel Dávila, jefe de la sección de Campaña, narró después[4]
cómo la ocupación de Tafersit había sido un verdadero juego de
azar, y que tanto esta posición como las de Animal, Afrau, etcétera,
fueron aupadas sin verdaderos planes de campaña (con ocasión de
in viaje a Madrid, Silvestre pretendió que le hicieran un plan general
de operaciones entre dos y tres de la tarde). Cuando más tarde
tomó la decisión de ocupar Abarrán, operación indefendible desde el
punto de vista militar, que se situó entre las causas inmediatas del
desastre, el argumento dado por el general Silvestre a su Estado
Mayor fue el siguiente: «Así como el general Berenguer tiene un
Castro Sirena, que le ha regalado Xauen, yo tengo en la Policía un
comandante de… —Villar— y quiero explotarlo y él me va a dar
Abarrán».
Estas cosas pasaban sin que Berenguer se enterase o
enterándose a medias. Es más, se encontraron Berenguer y
Silvestre y éste no dijo nada al Alto Comisario sobre la continuación
del plan para llegar hasta Alhucemas. Fernández Silvestre se fue a
Madrid y volvió a las dos semanas, y la operación estaba ya en
marcha. ¿Qué pasó en Madrid? Nunca se sabrá, sino que Silvestre
regresó a Melilla dispuesto a ir hasta el final en sus planes.
Berenguer declaró después: 1.º que supo, con posterioridad, que
Silvestre tenía contactos directos, sin pasar por él, esto es, por el
escalón jerárquico, con el ministerio de la Guerra (lo que no dijo
Berenguer es que los contactos eran probablemente con jerarquía
más elevada); 2.º «que nunca había autorizado la operación militar
de ocupación de Alhucemas» y que, por falta de cartografía, él —el
Alto Comisario en persona— «no conocía con precisión la posición
de Abarrán, ni sabía cuál era».
Mientras, Abd el-Krim y sus hombres reorganizaban las fuerzas
rifeñas, las entrenaban con arreglo a métodos modernos de
combate y organizaban las cábilas no dispuestas a someterse.
El 1.º de junio, el comandante Villar, al frente de 1500 hombres,
ocupó Abarrán, posición dominada por otra loma a unos 800 metros.
Este mismo día, a las cinco de la tarde, tras haberse pasado al
enemigo la harka auxiliar, caía Abarrán en poder de 300 rifeños.
Villar, hecho prisionero, murió a los pocos meses.
El día 7 se ocupó Igueriben. Dos días después, Berenguer
telegrafiaba a Silvestre para recomendarle la «conveniencia de
abstenerse de todo movimiento sobre la línea del Amekrán y, muy
principalmente, sobre su margen izquierda».
Pero los rifeños habían organizado sus fuerzas en aquellas
semanas y el 16 de junio realizaron su primer ataque contra Annual,
y tomaron la loma de Sidi Ibrahín, desde la que se batía la posición
de Igueriben. La frágil línea de posiciones, con sus rudimentarios
blocaos, aislados unos de otros, con el pavoroso problema del
abastecimiento, no estaba en condiciones de resistir. Aquel mismo
día 16, la tropa ya no pudo comer caliente, pues faltó lena. También
escaseaba el material sanitario y las raciones para el ganado.
Algunos coroneles seguían en sus tertulias del Casino de Melilla.
Silvestre empezó a perder la fe en su buena estrella: concentró toda
clase de tuerzas en Annual, a riesgo de desguarnecer otras
posiciones. Así transcurrió un mes. El 17 de julio, la posición de
Igueriben estaba completamente rodeada por las fuerzas rifeñas,
que en la noche del 19 llegaron hasta, a cortar las alambradas y
lanzar bombas de mano. Los defensores de Igueriben tenían
hambre y, sobre todo, sed; primero chupaban patatas, pero «más
tarde bebieron agua de colonia, después tinta, y por fin, los propios
orines con azúcar»[5]. A las cuatro de la madrugada pedían auxilio
angustiosamente, pero el convoy enviado desde Annual, a su vez
atacada, no pudo llegar nunca. Silvestre personalmente tomó el
mando de otro convoy al amanecer del 21. Todo en vano. Ante lo
sensible de las pérdidas, Silvestre autorizó la evacuación de
Igueriben, pero antes de transmitir la orden por heliógrafo, se vio a
los cien hombres de la guarnición abandonar desordenadamente las
posiciones. Sólo llegaron a Annual un sargento y diez soldados.
La caída de Igueriben significaba que todo el flanco izquierdo de
Annual (posición en la que estaba Silvestre con más de 5000
hombres, tres baterías de montaña y una de artillería ligera)
quedaba completamente al descubierto. Al atardecer del día 21 se
veían nuevas fuerzas rifeñas que se aproximaban y que, desde
diversas posiciones, hacían fuego cruzado sobre Annual. Por la
noche, los jefes de Cuerpo se reunieron para tomar una decisión.
Silvestre comunicó aún con el Alto Comisario y con el ministro de la
Guerra. Berenguer prometió el envío de 1500 hombres. El general
Navarro fue previamente enviado a Dar Drius, más a retaguardia. En
medio del desconcierto general, se acordó la retirada que, bajo el
fuego adverso, se convirtió en desbandada. Allí quedaba Silvestre; y
jamás se sabrá cuál fue su fin. No hubo repliegue, sino huida[6].
En principio se había tratado de retirarse hasta Ben Tieb, a
veinte kilómetros hacia la retaguardia, pero la huida continuaba. En
la tarde del 22, el general Navarro había tomado el mando en Dar
Drius, más hacia atrás en la margen izquierda del Kert. Pero de Dar
Drius no llegaron órdenes concretas a Ben Tieb, y su jefe, capitán
Lobo, decidió la evacuación.
Por todas partes surgían fuerzas rifeñas, aumentadas por la
sublevación de las cabilas y la deserción de parte de las tropas
indígenas que servían en el Ejército español. En la costa, Sidi Dris
se vio sitiado y sin agua. Berenguer ordenó la evacuación por mar.
Pero el comandante del crucero Princesa de Asturias objetó que la
operación era dificilísima, y el día 25 insistió: «Hay que considerar
perdida la posición y sus defensores».
El general Navarro, con todas las fuerzas que reunía, se retiró
hasta Batel, pero abandonó esta posición para refugiarse
definitivamente en Monte Arruit Aquí, «la policía indígena, sublevada
y adueñada del poblado, los recibió, a tiros», y tuvieron que
encerrarse en la posición, tras perder hasta la artillería que, en
poder de los rifeños, fue dirigida contra los españoles.
En Madrid no sabían a qué santo encomendarse. Berenguer
llegó a Melilla el 23 por la noche. La ciudad estaba inerme. En el
Expediente Picasso se dice: «Hay que reconocer la insuficiencia e
incapacidad de las heterogéneas e incoherentes fuerzas de que
disponía la plaza para defender el extenso perímetro de su casco y
arrabales… En la plaza no había ni elementos, ni jefe conocedor de
la situación ni de los recursos disponibles para hacer frente al
pánico».
El 24 y 25 se enviaron los primeros refuerzos desde Madrid y
Málaga. Al mismo tiempo llegaba de Ceuta el general Sanjurjo con
unos dos mil hombres, y en la capital de España se producían
manifestaciones contra el envío de tropas y el Gobierno detenía a
cincuenta militantes de extrema izquierda, en primer lugar a los
dirigentes de los partidos Comunista Español y Comunista Obrero.
Y llegaron a Melilla los regimientos de reclutas. Sobre ellos
declaró el general Cabanellas: «El efectivo de los batallones era
escaso; predominaban los cuotas en algunos de ellos con escasa
instrucción y sin ningún entrenamiento. Las ametralladoras eran del
sistema “Colt”, inútiles para campaña, y por no tener contingentes
del tercer año de servicio, estas unidades no eran aptas para su
empleo».
El escritor Arturo Barea, testigo de aquellos acontecimientos
resume: «Se mandaron de la Península los así llamados
“regimientos expedicionarios”, despedidos con muchos discursos y
mucho chin-chin, que llegaron a las tres zonas de Marruecos y
fueron recibidos con idénticos discursos patrióticos e idénticas
músicas militares… Pero esas unidades no fueron más que un
estorbo… Los soldados de cuota, que habían pagado su dinero para
no ser soldados, y ahora se les obligaba a serlo, exigían privilegios
sobre los soldados de cupo…»[7].
No obstante, con aquella fuerza y los escasos restos de las
anteriormente existentes había que impedir la caída de Melilla (que
tal vez no cayó porque los rifeños creían que las fuerzas españolas
eran superiores a las que en realidad había). El coronel Riquelme
ocupó el 25 el sector de Beni Sicar para proteger una parte de
accesos a la plaza, y el general Sanjurjo tomó posiciones a seis
kilómetros de la ciudad y las faldas del Gurugú.
El día 26, el vizconde de Eza, ministro de la Guerra, declaraba
que «no es posible ocultar que las comunicaciones entre Melilla y su
campo fortificado con las posiciones exteriores han sido cortadas».
La realidad era que el campo estaba sembrado de muertos y de
heridos que agonizaban, que las posiciones se habían hundido una
tras otra, y que Navarro resistía en Monte Arruit en condiciones más
que difíciles. El día 27, a las tres y media de la tarde, pidió
angustiosamente ayuda. La ayuda no llegó. El 28 había en Melilla
dos banderas del Tercio con Millán Astray (en verdad sólo la primera
organizada), dos tabores de Regulares de Ceuta, mandados por
González Tablas, doce batallones y un grupo de artillería ligera
llegados de la Península, y unos cuatro mil hombres que quedaban
del desmoronamiento del ejército de África. Berenguer pensaba que
«bastante teníamos con guardar la plaza» y estaba decidido a que
las fuerzas no se movieran de allí. A las ocho de la noche del día 31
autorizó a Navarro para que obrase a su juicio, «según las
circunstancias».
El 2 y el 3 de agosto se hundieron las posiciones de Nador y
Zeluán, con lo que Monte Arruit quedaba completamente aislado.
Los últimos mensajes por heliógrafo de esta posición se recibieron
en el Atalayón el día 4 a las 14,25, Navarro preguntaba si se le
enviaba o no la columna de socorro. En Melilla ya había 16
batallones procedentes de la Península desde el día 31 de julio,
pero de allí no se movía nadie. También había llegado el general
Cavalcanti, nuevo comandante general de la Zona oriental. No se
socorrió Nador, ni tampoco Zeluán, y ambos cayeron con su
ferrocarril. El día 6, Berenguer reunió a los jefes militares presentes
en Melilla y se consideró que no era posible ayudar a Monte Arruit.
Berenguer informó entonces que faltaban los escalones de
apoyo de Nador y Zeluán. Se presentó como una decisión unánime,
aunque algunos —entre ellos Cabanellas— dijeran después que en
la reunión no se planteó concretamente la cuestión de ir a Monte
Arruit, otros que el Alto Comisario obraba así porque el Gobierno le
ordenaba, sobre todo, que garantizase la seguridad de Melilla. Por
el contrario, el general Burguete —que no estaba entonces allí—
estimó que era necesario y posible salvar a los hombres de Monte
Arruit. La misma opinión sostenía el coronel Riquelme, presente en
Marruecos.
El caso fue que tras determinadas negociaciones con los
asaltantes, el general Navarro salió el día 11 de la posición con
algunos oficiales «buscando un lugar de sombra… acompañados de
algunos jefes moros», mientras se parlamentaba, y que desde allí
fue hasta la estación de ferrocarril, donde los moros lo raptaron. La
historia se hace aquí extraña y confusa: los asaltantes empezaron a
hacer prisioneros a los soldados para terminar, poco después,
pasándolos a cuchillo.
Todo se había hundido. Se perdieron 12 981 hombres, 14 000
fusiles, 100 ametralladoras, 115 piezas de artillería… El general
Cabanellas declaró que se habían enterrado 10 000 cadáveres.
La cuestión de las responsabilidades
En España los comunistas dieron la consigna de huelga general
contra el envío de tropas, que fue seguida en Bilbao y su zona
minera a partir del 19 de julio. Facundo Perezagua, después de una
intervención en el Ayuntamiento de Bilbao, fue detenido, así como
Leandro Carro y otros 40 comunistas. El Gobierno suspendió
Bandera Roja órgano del Partido Comunista Obrero en el País
Vasco. En la primera semana de agosto continuaban las
manifestaciones en las calles de Bilbao, ciudad que terminó por ser
ocupada militarmente. El 4 de agosto, el capitán general de Castilla
la Nueva publicó una orden de la plaza de Madrid contra la
desmoralización y las octavillas clandestinas.
La situación era insostenible para el Gobierno Allendesalazar, el
cual no dejó pasar muchas horas desde que se conoció la caída de
Monte Arruit para presentar su dimisión al Rey.
La Corona recurrió una vez más al «hombre fuerte», que sin
embargo no le convenía en períodos normales: Antonio. Maura, que
formó el Gobierno el día 13[8].
Santiago Alba y Melquíades Álvarez, políticos de la burguesía
liberal, fueron recusados por Maura por «la política de extrema
izquierda que ustedes profesan». Las castas del inmovilismo
español tenían su Gobierno de choque, de «salvación» (La Cierva,
Cambó). El resto del país, indignado por la incapacidad de los jefes
militares que había causado la muerte a tantos de sus hijos, exigió
reparación y justicia: la palabra «responsabilidades» plasmó cada
día con mayor precisión este sentimiento común al pueblo y a las
clases medias e incluso a algunos miembros de las clases
dirigentes. Responsabilidades y militarismo se situaban en el centro
de una política que iba a desembocar, dos años más tarde, en la
dictadura.
Y para esclarecer las responsabilidades se designó al general
Picasso, encargándole de abrir un expediente gubernativo, lleno, sin
embargo, de cortapisas, puestas por La Cierva, de acuerdo con el
Rey, en las Reales Ordenes del 24 de agosto y del 1.º de
septiembre. Dichas Reales Ordenes prohibían que la información se
extendiese a «los acuerdos, planes o disposiciones del Alto
Comisario» (Berenguer). Un telegrama de La Cierva, fechado el 6
de septiembre, con carácter «personal y reservado», sometía al
instructor de la información gubernativa al general en jefe del
Ejército del África, añadiendo «que éste designe los jueces
necesarios para cada caso». Más tarde, el riscal de la causa ante el
Tribunal Supremo de Guerra y Marina debía decir sobre este
particular: «Las conclusiones a que se haya de llegar no podrán ser
las que se hubiesen deducido de haber podido aportar todos los
datos a que la información se prestaba, y que habían de ser
necesarios para un juicio completo sobre los sucesos».
El asunto era en realidad, bastante lógico. Berenguer complicado
hubiera tenido que hablar, para descargar su responsabilidad, de la
preparación del «plan Alhucemas» directamente entre Silvestre y
Madrid, sin contar con él.
Durante el otoño, los fuertes contingentes militares situados en la
zona de Melilla permitieron recuperar todas las posiciones hasta
más allá del Monte Arruit. Pero Abd el-Krim organizaba su ejército y
un conato de administración; el Raisuli se reconciliaba con él y
comenzaba a hostilizar a las fuerzas españolas en la zona
occidental. La guerra de Marruecos se estabilizaba y sería el eje de
la vida política española durante cinco años.
Las luchas obreras no decaían por ello. Las huelgas se sucedían
en Vizcaya, primero de los mineros, luego de los metalúrgicos y el
1.º de septiembre ya era general. Los Altos Hornos estaban
paralizados y los escasos tranvías que circulaban iban conducidos
por soldados del regimiento de Careliano. Por la tarde hubo un
tiroteo en el Arenal. El gobernador civil. Fernando González
Regueral, mandó detener a varias docenas de militantes obreros, y
el día 2 al Comité de huelga. Ese día, no abrió el comercio y la
primera autoridad civil reconocía que la zona minera estaba
paralizada. Nuevos tiroteos causaron un muerto más. Días después,
no había luz eléctrica… La lucha quedó indecisa, para renovarse al
año siguiente, en el que los metalúrgicos bilbaínos sostuvieron una
huelga de tres meses y los mineros otra desde el 15 de mayo hasta
el 5 de agosto.
El debate parlamentario sobre la catástrofe de Marruecos se
abrió el 20 de octubre. Indalecio Prieto, que acababa de realizar un
viaje a Melilla, atacó a fondo. La oposición liberal-monárquica, no
queriendo complicar al Rey, fue más tímida. En el Senado, Miguel
Primo de Rivera, capitán general de Castilla la Nueva, provocó un
escándalo al pedir el abandono de Marruecos. La Cierva acabó
indisponiéndose en diciembre con sus amigos de las Juntas —
llamadas ahora Comisiones informativas— que se habían quedado
en la Península, soliviantados por el proyecto de recompensas a los
distinguidos en las operaciones de la zona de Melilla. Al terminar el
año y empezar el de 1922, Unamuno, Machado y otros intelectuales
exigían con energía que las responsabilidades no se detuviesen en
la antecámara regia. Aunque la situación militar se aliviaba —se
había llegado a Sidi Dris en enero—, la situación política era cada
vez peor, y los liberales, que la comprendían torpedearon al
Gobierno mediante la salida de dos ministros[9]. Maura dimitió el 7
de marzo. Veinticuatro horas después formaba gobierno Sánchez
Guerra y entraba en el ministerio de Gracia y Justicia el capitalista
catalán Bertrán y Musitu[10]. Los hombres de la Lliga, en cuanto
arreció la lucha social en Barcelona, pactaron de nuevo un armisticio
con sus contrincantes en el Poder. Pero Bertrán y Musitu dimitió el
día 30 del mismo mes, con Silió, por estimar que el presidente del
Consejo, sin consultar a los ministros, restablecía
«prematuramente» las garantías constitucionales.
En Barcelona continuaban las acciones de «limpieza» dirigidas
por Martínez Anido, a las que replicaban los grupos de la C. N. T. El
25 de agosto tuvo lugar el atentado contra Pestaña, del que ya
hemos hablado, y Sánchez Guerra evitó que los pistoleros lo
mataran a la salida del hospital de Manresa. Molestóse Martínez
Anido, quien, por otra parte, perfeccionó sus artes policiacas hasta
preparar un simulacro de atentado contra sí mismo. Ante tanto
descaro, Sánchez Guerra lo destituyó, así como a Arlegui, tras
movido diálogo telefónico (24 de octubre) y el general Alberto
Ardanaz se encargaba de aquel gobierno civil.
En Madrid, el Expediente Picasso había sido elevado a la
Jurisdicción del Consejo Supremo de Guerra y Marina; sus
conclusiones ponían al descubierto la responsabilidad de los
generales Berenguer, Navarro y Fernández Silvestre; de los
coroneles Masalla, López Pozas, Fernández de Córdoba, Sánchez
Monge, Triviño y Fontán; de los tenientes coroneles Pardo Agudín,
Marina y Núñez del Prado, amén de un respetable número de
comandantes, capitanes y tenientes. El Consejo acordó procesar a
Berenguer, por lo que pidió el correspondiente suplicatorio, pues el
general era senador. Dimitió Berenguer, le sustituyó el general
Burguete en la Alta Comisaría, pero el procesado arrastró en su
caída al ministro de la Guerra, general Olaguer Feliu. En Marruecos,
la situación seguía sin ser muy brillante (vino a agravarla el
descubrimiento de un desfalco de más de un millón de pesetas de la
Intendencia de Larache), y la complicaba el antagonismo entre las
Juntas de Defensa y el Ejército de África, sobre cuyo asunto
intervino personal y públicamente el Rey en el ruidoso discurso del
banquete de Las Planas (Barcelona) el 7 de junio «oficialmente
aconsejado» por el jefe del Gobierno. En ésas, a las huelgas ya
mencionadas, de los trabajadores vizcaínos, que duraron, en
realidad, todo aquel verano de 1922, se unió, en agosto, la del
personal de Correos, que fue rota y disuelto el Cuerpo
personalmente por Sánchez Guerra, con la dureza de que ya había
dado pruebas en 1917.
Y como era obligado, el Congreso reanudó el debate sobre las
responsabilidades políticas y nombró una Comisión para examinar
el Expediente Picasso. Los conservadores redujeron la cuestión a
un problema de responsabilidades militares, Alcalá Zamora, en
nombre de los liberales, así como los reformistas, sostuvo la tesis de
la responsabilidad del ministerio Allendesalazar; Indalecio Prieto fue
más lejos todavía y no ocultó la responsabilidad del Rey, mientras
que Lerroux, siempre poco claro, se refugió en la abstención. El
debate parlamentario dio lugar a la dimisión de dos ministros,
Fernández Prida y Ordóñez, que lo habían sido también del
Gabinete Allendesalazar. Pero además, como el presidente del
Congreso, Bugallal, también había formado parte del Gobierno de la
catástrofe, tuvo que dimitir. El escándalo en el palacio de la Carrera
de San Jerónimo fue de los que forman época. Los conservadores
estaban más que gastados y Sánchez Guerra no pudo sino
presentar la dimisión el 5 de diciembre, no sin antes disolver
definitivamente las Juntas militares (14 de noviembre).
A la deriva. En vísperas de la Dictadura
Los diversos grupos que llevaban el remoquete de liberales
formaron gobierno, bajo la presidencia de García Prieto, el 7 de
diciembre de 1922[11]. Era, sin duda, un esfuerzo, aunque tímido, de
arrancar el régimen de manos del conservadurismo a ultranza, de
que participasen en la dirección del Estado algunos, políticos
vinculados en sectores de la burguesía cuyos intereses no lo
estaban en los de la casta terrateniente. Sin embargo, todo ello era
compostura artificial entre las paredes del Congreso, cuyo prestigio
estaba por los suelos, y sin ninguna base de sustentación popular.
En vano intentó obtenerla el nuevo Gobierno al proponer una
reforma de la Constitución —con sistema electoral proporcional,
reforma agraria y social, etc.— y utilizando el anticlericalismo,
trapillo rojo usado por la burguesía para desviar al toro, so pretexto
del patrimonio artístico de la Iglesia. Las elecciones, que debían ser
las últimas para diputados que se celebrasen bajo el régimen
monárquico, dieron cómoda mayoría a los gubernamentales y
amplia cosecha de diputados elegidos sin contrincante —artículo 29
—, pero reflejaron también el descontento en las ciudades, traducido
en la elección de 15 republicanos y siete socialistas. Madrid votó
socialista y salieron para mayorías Julián Besteiro, Pablo Iglesias,
Manuel Cordero, Andrés Saborit y Fernando de los Ríos; Indalecio
Prieto fue elegido por Bilbao y Manuel Llaneza por Oviedo. En
Barcelona, regionalistas y radicales vencieron en lucha poco limpia
a los candidatos de Acció Catalana, mientras que la mayor parte de
la clase obrera seguía las consignas abstencionistas de la C. N. T.
La atmósfera se cargaba por momentos. En los cuartos de
banderas, los generales no se recataban de hablar de un posible
golpe de Estado. El 30 de diciembre había aparecido en Heraldo de
Madrid un artículo en el que se decía: «Se está fraguando un
movimiento; a la cabeza de él figura el teniente general don Agustín
de Luque, y se halla comprometiendo a varias brigadas. Las
brigadas que mandan los generales don Antonio Dabán, don
Federico Berenguer y don Miguel Cabanellas se hallan
comprometidas…».
La sustitución del Alto Comisario en Marruecos por un civil
(Silvela) y el rescate de los prisioneros de Annual, mediante pago de
cuatro millones de pesetas, conseguido gracias a las gestiones de
un industrial liberal, Horacio Echevarrieta (tras haber fracasado las
gestiones de «infinidad de agiotistas, que más que el bien de la
Patria apetecían el de su bolsillo y su notoriedad: Padre Revilla,
Crezo, etc.»), contribuyó a aumentar el malestar castrense[12].
En Barcelona, la Patronal y sus secuaces del Sindicato Libre
concentraban entonces sus simpatías en la persona del capitán
general, Miguel Primo de Rivera, mientras las pistolas segaban la
vida de los militantes sindicalistas: el más prestigioso, Salvador
Seguí, murió acribillado a balazos el 10 de marzo de 1923. Mas la
ley del talión se cumplía el 17 de mayo en León en la persona de
González Regueral, exgobernador civil de Vizcaya, y el 4 de junio en
la del cardenal Juan Soldevila, arzobispo de Zaragoza, muy
significado por su actitud de extrema derecha. Los capitalistas
catalanes consiguieron la destitución de dos gobernadores civiles —
Raventós y Barber— de criterio liberal, contando para ello con el
apoyo de Primo de Rivera. El Gobierno quiso destituir al capitán
general al mismo tiempo que a Barber, pero el Rey se negó a firmar
el traslado de Primo de Rivera. Los ministros retrocedían cada día
un paso más: Alcalá Zamora dimitió, pero, caso notable, fue por ser
más «papista que el Papa», es decir, por discrepar de la importancia
concedida a los civiles en Marruecos y de las negociaciones que
Silvela —ayudado por el general Castro Girona— había iniciado con
Abd el-Krim y el Raisuli. No obstante, la dimisión de Alcalá Zamora
era un obstáculo que desaparecía para preparar un
pronunciamiento. El Gobierno, ya por el despeñadero de las
debilidades, nombró a Martínez Anido comandante general de
Melilla. Apenas llegado, el general utilizó sus procedimientos
favoritos: a los pocos días de posesionarse del mando, apareció
muerto a balazos un hombre de negocios marroquí, Dris ben Said,
que servía de intermediario para negociaciones entre el Gobierno y
Abd el-Krim.
El general Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, segundo marqués
de Estella, hombre de trato campechano y de frecuentes arrebatos,
estaba disgustado por no haber sido reelegido senador —el
Gobierno no lo había puesto en su «encasillado»— y halagado por
las zalemas de que era objeto por parte de la burguesía
barcelonesa. A mediados de junio fue a Madrid, donde, además de
cumplimentar al Rey, tuvo varias entrevistas con los generales Saro,
Cavalcanti, Dabán, Federico Berenguer y el duque de Tetuán. Otra,
menos cordial, con el general Aguilera, presidente del Consejo
Supremo de Guerra y Marina. Que Alfonso XIII no miraba con malos
ojos la idea de un Gobierno militar no era un secreto para nadie,
sobre todo desde que, en mayo de 1921, se permitió, en un discurso
pronunciado en Córdoba, críticas contra las Cortes, impropias de su
misión de monarca constitucional. Romanones, Salvatella y algún
otro ministro habían podido comprender las intenciones más o
menos precisas del Rey sobre el particular. Pero en el momento en
que el asunto de las responsabilidades tomaba de nuevo estado
parlamentario y se nombraba una Comisión con representantes de
todos los grupos y el lodo podía llegar hasta el trono, era hasta
lógico que el Rey acariciase de nuevo la idea de un régimen de
fuerza que le librase de enojosas fiscalizaciones. El 24 de julio
suspendieron las Cortes sus sesiones; el dictamen de la Comisión
de Responsabilidades, que debía discutirse en octubre, prometía
crear una situación explosiva.
Para colmo de dificultades, la situación militar se agravó en
Marruecos. Otra vez se enviaron tropas de España. El 23 de agosto,
en Málaga, numerosos soldados procedentes de Bilbao se negaron
en su mayoría a embarcar para Melilla y dieron muerte a un
suboficial de Ingenieros que les hizo frente. El cabo José Sánchez
Barroso fue condenado a muerte como dirigente de la sedición,
pero, debido al clamor de la opinión pública, fue indultado días
después. Al mismo tiempo, los mineros bilbaínos, que al igual que
los de Peñarroya, libraban numerosas huelgas, manifestaban su
descontento por la prosecución de la guerra en el Rif, e idéntico
origen tuvo la de Santander.
La inestabilidad era total al llegar al mes de septiembre. El
Gobierno se desmoronaba. Sus miembros más liberales —
Villanueva, Gasset y Chapaprieta— dimitieron por desacuerdo con
el Estado Mayor Central, que pedía más hombres y más dinero para
la guerra de Marruecos; (Por cierto que Gasset fue sustituido por
Portela Valladares, que era a la sazón gobernador civil de
Barcelona).
Añádase al caos político, a las pretensiones militares, a la
sangría de la guerra en el Rif, la desazón de la burguesía, que había
visto esfumarse sus pingües beneficios de los años anteriores y la
creencia en esos medios de que «esto hay que arreglarlo con un
régimen de autoridad», poderosamente reforzada después de la
Marcha de Mussolini sobre Roma.
Pensó Alfonso XIII, durante el mes de agosto, en asumir
personalmente la responsabilidad del golpe de Estado, como lo
prueba la consulta hecha a Maura, quien dio su consejo
enteramente opuesto a tal propósito[13]. Mientras tanto, el bullicioso
capitán general de Cataluña no perdía el tiempo. Fue otra vez a
Madrid el día 7 de septiembre, y no eran pocos quienes conocían
sus planes y los de otros militares. El Liberal, de Madrid, publicó
hasta la noticia de que había preparada una sublevación para el día
15. Alguien pretextó que fueron las manifestaciones de Barcelona el
día 11, ante el monumento a Rafael Casanova, aniversario de la
caída de la ciudad en 1714, las que incitaron a adelantar la fecha.
Pero López Ochoa cuenta[14] que el 12 por la tarde. Primo de Rivera
convocó a los conjurados de Barcelona para comunicarles que el
movimiento empezaría a las dos de aquella madrugada. Se
adelantaba a instancias de Sanjurjo —gobernador militar de
Zaragoza— y por «el deseo del Rey de evitar la reunión de la
Comisión de los 21 del Congreso, depuradora de las
responsabilidades». De esto cabe colegir que el Rey no ignoraba los
manejos de Primo de Rivera.
En Barcelona, la noche del 12 al 13 todo salió bien, a las mil
maravillas. Se ocuparon las Centrales de Teléfonos y Telégrafos y, al
filo del amanecer, reunía Primo de Rivera en Capitanía a unos
cuantos periodistas para comunicarles su manifiesto al país, en el
que se pedía el apartamiento total de los partidos políticos y la
entrega del Poder a un Directorio militar[15].
Lo más revelador del estado en que se encontraba España es
que, durante veinticuatro horas, nadie reaccionó en un sentido o en
otro. Desde Zaragoza, Sanjurjo secundaba la operación y reexpidió
cortésmente hacia Madrid, la noche del 12, al ministro Portela
Valladares, que se dirigía a Barcelona, para inaugurar la Exposición
del Mueble. En Madrid, el capitán general Muñoz Cobo,
comprometido en el pronunciamiento, jugaba al compás de espera,
lo mismo que el ministro de la Guerra, general Aizpuru, cuyo
simulacro de conversación telefónica con Primo de Rivera fue
cortado bruscamente por el sublevado.
Lo asombroso es que ninguna fuerza política era capaz ni
bastante fuerte para tomar la iniciativa. Todos esperaban, pero ¿qué
esperaban?
En San Sebastián, el Rey no se dio prisa. Dejó transcurrir el día,
no sin utilizarlo para cambiar impresiones con jefes militares del
Norte, y de Aragón. Santiago Alba, ministro de jornada, enterado —y
no por el Rey— de que iba a ser detenido como blanco de la
iracundia de los militares y de la Lliga se apresuró a dimitir y a
cruzar la frontera aquella tarde.
En Madrid, el Consejo de ministros se reunió —sin Alba ni
Portela— para gesticular y caer en la omisión, so pretexto de
esperar al Rey. Se habló de detener a los generales que, desde
Madrid, aparecían complicados en el pronunciamiento (Saro, Dabán,
Cavalcanti, Federico Berenguer), pero Aizpuru y Muñoz Cobos
paralizaron toda acción ejecutiva. No menos teórica fue la decisión
de ordenar a la flota que se situase frente a Barcelona. Y sin
embargo, había más de una guarnición vacilante. Desde la
Capitanía general de Valencia, el general Zabalza reiteró su
adhesión al Gobierno constitucional. Una nota oficiosa del Gobierno
no logró dar la impresión de energía: «El Gobierno, reunido en
Consejo permanente, cumple el deber de mantenerse en su puesto,
que sólo abandonará ante la fuerza, si los promotores de la sedición
se decidieran a arrostrar todas las consecuencias de sus actos.
S. M. el Rey llegará hoy a Madrid».
La verdad era que nadie se movía. Tal era el desprestigio del
seudoparlamentarismo monárquico. Sólo en Bilbao, se fue a la
huelga general, decidida por el Partido Comunista, y seguida por los
militantes socialistas. En Madrid, reunidas conjuntamente las
Ejecutivas del Partido Socialista y de la U. G. T., se lanzó un
manifiesto —redactado por Indalecio Prieto— con las firmas de
Iglesias, Núñez Tomás, Largo Caballero y Besteiro, en el que se
pedía aislar «la sedición, capitaneada por generales palatinos»,
añadiendo que «no se debe prestar aliento a esta sublevación». Se
temía, empero, la huelga. Otra nota conjunta del día 15 ponía en
guardia al proletariado «contra movimientos estériles que puedan
dar motivo a represión» y desautorizaba a cualquier Comité que
tomase iniciativas por su cuenta.
Aquella tarde, delegaciones del Partido Comunista y de la
Federación Local de la C. N. T. constituyeron un Comité y publicaron
un manifiesto pidiendo la unidad de acción «para defender la
existencia de las organizaciones (proletarias)». Este manifiesto, que
reflejaba también el espíritu de sus firmantes, concluía así: «En esta
hora, cuando se afirma la cobardía general, y cuando el Poder civil
abandona sin lucha su puesto al Poder militar, la clase obrera debe
hacer sentir su presencia y no dejarse pisotear por hombres que
quieren transgredir todas las formas del Derecho actual, de los
privilegios adquiridos en el curso de largas y encarnizadas luchas».
Esas proposiciones no fueron escuchadas por las Ejecutivas del
P. S. O. E. y U. G. T. En Barcelona, la C. N. T., desangrada por las
consecuencias de una táctica errónea de años y de la falta de
vigilancia revolucionaria de 1923, estaba prácticamente
inmovilizada. Decapitado el coloso confederal con el asesinato de
Seguí, exhausta la C. N. T. tras haber acudido al terreno preparado
por sus mortales enemigos con los tres meses de huelga iniciados
por un fútil motivo en mayo, en septiembre no pudo tomar otra
decisión que la «revolucionaria» de decretar, antes que el dictador,
la clausura de todos sus Sindicatos.
La parálisis era total.
El Rey seguía sin prisa. Mientras tanto, en Barcelona, Primo de
Rivera se impacientaba. El tren real se hacía esperar. Lucía el sol
hacía horas sobre el madrileño Puente de los Franceses, cuando el
expreso de Irún entró en agujas. En los andenes esperaba el
Gobierno en pleno. García Prieto propuso la destitución de Primo de
Rivera, Sanjurjo, Muñoz Cobos y demás generales y la convocatoria
inmediata de las Cortes. Negóse el Rey en redondo. Besó el
Monarca a su servidor y lo puso en la calle. La partida estaba
decidida en los mismos momentos en que Primo de Rivera
publicaba una orden de la plaza llamando a la resistencia, pero sin
dejar de confesar a sus íntimos y cómplices: «Si vienen a
combatirnos, estamos perdidos». A las dos y media de la tarde, el
Rey hacía saber al capitán general de Cataluña, Miguel Primo de
Rivera y Orbaneja, marqués de Estella por su título de nobleza, que,
deseoso de evitar un derramamiento de sangre, lo llamaba a Madrid
para encargarse del Poder, con lo que la salida del dictador fue
apoteósica. La Lliga, con todos los somatenes, acompañaron en
masa a Primo de Rivera, creyendo que éste cumpliría lo establecido
en un pacto monstruoso: contra el entierro del Expediente Picasso,
participación de la Lliga en el Poder y, para los del montón, una
«razonable» autonomía catalana, cuyos perfiles eran de puño y letra
del propio general Nada de ello iba a cumplirse.
CAPÍTULO V
LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA
(1923-1929)
Etapa del Directorio militar
El 15 de septiembre llegó Primo de Rivera a Madrid. Sólo él juró
el cargo de jefe de Gobierno o ministro universal, y nombró un
Directorio militar, compuesto por generales de brigada y un
contraalmirante[1]; confirmó la proclamación del estado de guerra en
todo el territorio nacional, destituyó a Silvela y nombró a Aizpuru alto
comisario en Marruecos. De Cortes y de Comisión de
Responsabilidades… ni hablar. El general jerezano, a los cincuenta
y tres años de vida, se lanzaba alegremente a «salvar a la patria».
El desarrollo de los acontecimientos que lo llevaron al Poder
permitía afirmar que contaba con el entero beneplácito de
Alfonso XIII. Por si quedaba alguna duda, el propio monarca,
bastante explícito, cuando ya no era rey y conversaba con otra
reliquia de los archivos, el gran duque Alejandro de Rusia, declaró:
«De 1921 a 1923, el Gobierno español no cumplió su deber con la
nación, y el Parlamento no cumplió tampoco el suyo con el
Ejército»[2].
El general dictador fue hombre de notoria incontinencia verbal.
De sus declaraciones y notas oficiosas han quedado, enormes
rimeros de cuartillas. En las primeras que hizo, al posesionarse de
los destinos del país, dijo cosas que pudieran parecer peregrinas al
leerse con dimensión retrospectiva: «No ignoro que alguien nos ha
atribuido el intento de derogar la Constitución. La sola hipótesis
constituye para nosotros un agravio… No soy dictador. Nadie podrá,
en justicia, aplicarme ese calificativo. Soy un hombre a quien sus
compañeros de armas, acaso equivocados, han honrado con la
difícil misión de encauzar la reconstitución de la patria».
Tal vez para lograrla mejor restablecía una semana después la
Subsecretaría de Gobernación, con la finalidad precisa de poner al
frente de ella al general Martínez Anido, quien, una vez más, se veía
cumplidamente asistido por el general Arlegui, designado director
general de Seguridad; disolvía los Ayuntamientos y los sustituía con
Juntas gestoras e intervención de la autoridad militar; obligaba a
suicidarse a más de un secretario municipal, acusado de ser el
«cáncer» de España; creó los delegados gubernativos en todos los
partidos judiciales; convirtió en papel mojado la Constitución…
Decíamos que aquellos días no fueron muchas las reacciones
contra la dictadura. Así, por ejemplo. El Socialista consiguió que la
censura dejase pasar un manifiesto en el que se conjugaban su
oposición al nuevo poder y las recomendaciones de prudente
abstención a las organizaciones obreras. El día 18 los siete
diputados socialistas se dirigieron al presidente del Congreso
(Melquíades Álvarez) invitándole a que tomase alguna iniciativa de
defensa de las libertades. Sin embargo, El Socialista día 22
reiteraba los consejos de actuar «dentro de los cauces legales, sin
dar el menor pretexto a resoluciones que, no beneficiando las ideas,
perjudicarían los intereses del proletariado y del país en general».
El 1.º de octubre llegaba a la estación del Norte Manuel Llaneza,
dirigente de la U. G. T. de Asturias. De la estación fue directamente a
entrevistarse con Primo de Rivera. Las Ejecutivas del Partido
Socialista y de la U. G. T. se encontraron ante el hecho consumado e
intentaron salir de él lo mejor posible. Por otra parte, el 29 de
noviembre, se recibía en la Casa del Pueblo de Madrid la visita, tan
inesperada como insólita, del duque de Tetuán, entonces
gobernador civil, quien salió de la casa obrera deshaciéndose en
elogios sobre la misma.
Pero volvamos a los escasos gritos de condenación
pronunciados en los primeros días. Heraldo de Madrid escribió:
«Tiene el Rey muy escasas prerrogativas. Una de ellas es la
negación de confianza a sus ministros y la elección de consejeros
de la Corona. De esa prerrogativa le despoja una sublevación que
ha triunfado… Cuando se deja el cetro para tomar la pluma para
escribir un dictado, a impulso de la violencia que triunfa, se deja, de
hecho, de ser Rey». Y Ángel Osorio y Gallardo, en El Liberal: «Lo
que se implanta en esos momentos en España es una dictadura
militarista, que no lograrán disimular los hombres civiles que se
presten a encubrirla con sus levitas».
En Barcelona, donde el presidente de la Mancomunidad, José
Puig y Cadafalch, se deshizo en contorsiones al acompañar al
dictador cuando éste tomaba el tren para Madrid, sólo La Pubticitat,
órgano entonces de Acció Catalana, señaló su disconformidad. En
cuanto a la C. N. T., después de la dura represión que había sufrido,
no estaba, como hemos visto, en condiciones de resistir y
Solidaridad Obrera dejó de publicarse. Y respecto a los comunistas,
el Gobierno clausuró sus locales y detuvo a varios de sus dirigentes.
Otros muchos, que más tarde pasaron a la oposición, firmaron
en Madrid una letra en blanco al poder militar, entre ellos El Sol, que
llegó a decir: «Apoyamos leal y resueltamente esta situación». El
mismo Ortega y Gasset, habitualmente circunspecto, daba
constancia de los hechos, vistos con su óptica particular: «Si el
movimiento militar ha querido identificarse con la opinión pública y
ser plenamente popular, justo es decir que lo ha conseguido por
entero». (El Sol, 27 de noviembre de 1923).
Transcurrieron los tres primeros meses de Directorio militar, en
los cuales hubo que señalar un viaje de los Reyes a Italia —que
sirvió, entre otras cosas, aquel noviembre, para que Mussolini
creyese haber encontrado un buen imitador—, visitó Alfonso XIII a
Pío XI y, siguiendo la tradición, fue «más papista que el Papa», en
una memorable alocución. De aquel viaje puede que al Dictador le
viniese la idea de crear un partido único, la Unión Patriótica, para
completar la misión de su milicia, el Somatén[3]. Así lo hizo, en abril
de 1924, con tan escaso tacto político que encomendó a los
gobernadores civiles la tarea de crear los Comités de la naciente
organización. Sin principios, sin organización, reiterando estribillos
ya olvidados de unión de buenos españoles, todo ello bajo el manto
y la espada protectores de los delegados gubernativos, la Unión
Patriótica nacía muerta, y nada sería más descabellado que intentar
un paralelo entre esta asociación de caciques —¡y la Dictadura
decía luchar contra el caciquismo!— y los partidos de Mussolini y de
Hitler, convertidos en partidos únicos después de la conquista del
Poder.
La Unión Patriótica, como casi todo lo que surgía por aquel
entonces, ofrecía más bien el aspecto incoherente de lo improvisado
y de la incapacidad en el oficio de dirigir el país. Pronto tuvo el
dictador choques personales con éstos o aquéllos, pero su prestigio
salió mucho peor parado cuando se empeñó en salvar de las garras
judiciales a «la Caoba», una conocida cortesana, detenida por
tráfico de drogas. El juez que cometió tamaño atrevimiento. Prendes
Pando, lo pagó con la suspensión de empleo y sueldo. Estos
incidentes, de sainete picante, no fueron nada al lado de medidas
más graves: la clausura del Ateneo de Madrid, el destierro de Miguel
de Unamuno —destituido también de su rectorado de Salamanca—
y del republicano Rodrigo Soriano, que fueron a dar con sus huesos
en la isla de Fuerteventura. El nuevo Poder parecía inquietarse más
por las críticas de los intelectuales que por el alegato de los
presidentes de las Cámaras —Romanones y Melquíades Álvarez—,
cuyo memorial al Rey (noviembre de 1923) hizo público Primo de
Rivera, aunque añadiéndole la coletilla de que «el país no se
impresiona ya con películas de esencias liberales y democráticas».
Por otro lado, muy pocas semanas transcurrieron antes de que
se rompiese el recíproco coqueteo del Directorio y los capitalistas
catalanes. El Poder militar arremetió ya desde septiembre contra
Cataluña: empezó con la destitución de Puig y Cadafalch de
presidente de la Mancomunidad y nombró al monárquico Alfonso
Sala; prohibió la bandera y la lengua catalana de las Corporaciones
oficiales, y terminó con la disolución de la Mancomunidad en mayo
de 1924. El viaje del Rey a Cataluña aquel mismo mes tuvo
resultados contraproducentes, y hasta el abad mitrado de
Montserrat se negó a recibir a los regios visitantes.
En política extranjera, el Directorio tuvo que habérselas, a poco
de hacerse cargo del Poder, con la Conferencia anglo-franco-
española para fijar el régimen de la ciudad de Tánger. El convenio
firmado en París, el 18 de diciembre de 1923, consagraba la
internacionalización de la ciudad y defraudaba así a quienes, con
nociones asaz someras de la política internacional, habían
imaginado su incorporación a la zona del Protectorado español.
De todos modos, no todo era desbarajuste en la acción del
Directorio, puesto que, dejando que los militares se entretuviesen en
el ejercicio del Poder político, las fuerzas de la oligarquía
económica, vencida ya la crisis de posguerra mundial, consolidaban
sus posiciones, y se disponían a seguir participando, de una u otra
manera, en el ejercicio de la cosa pública. Más adelante veremos
cómo se realizó entonces el primer ensayo de capitalismo de Estado
al servicio de la oligarquía.
Lo que no quiere decir que no hubiese descontento; el de los
estudiantes e intelectuales empezó a crear problemas a la
Dictadura. Cuando Unamuno fue trasladado a Fuerteventura, en
Madrid se registraron ya serios incidentes promovidos por las
manifestaciones de estudiantes. Se detuvo a varios de ellos —
liberados poco después—, se formó expediente a los catedráticos
de la Universidad Central Jiménez de Asúa y García de Real, y se
procesó a Fernando de los Ríos, que lo era de la de Granada.
La deportación de Miguel de Unamuno y de Rodrigo Soriano
tuvo luego como remate su romántica fuga de Fuerteventura y
llegada a Cherbourg a bordo de un bergantín fletado por el señor
Dumay, director del diario parisiense Le Quotidien. El 2 de octubre
de 1924 llegaba Unamuno a París —acompañado por el exdiputado
Eduardo Ortega y Gasset, que había ido a recibirlo a Cherbourg— y
fue objeto de una acogida entusiasta. Ambos comenzaron entonces
una empresa conjunta de acción contra la Dictadura. Residente ya
habitual en Francia, el novelista Vicente Blasco Ibáñez reanudó sus
actividades republicanas de otros tiempos, y de ahí la publicación
del violento folleto Una nación secuestrada, en el que se atacaba
directamente al Rey y produjo vivo escozor en los medios oficiales.
En el campo obrero, al llegar al mes de mayo de 1924, el
Directorio había prohibido las manifestaciones del día 1.º,
disposición a la cual se avino el Partido Socialista y su Central
sindical, la U. G. T., celosos de moverse sin desbordar las fronteras
de la legalidad, pero manteniendo sus declaraciones de oposición al
régimen dictatorial y a la continuación de la guerra de Marruecos. El
mes de junio, la Ejecutiva de la U. G. T. estimaba oportuna la
participación de sus representantes en organismos como el Consejo
interventor de cuentas —Wenceslao Carrillo. Manuel Cordero y
Núñez Tomás, como delegados obreros—, como más tarde
participaría en la Comisión interina de Corporaciones creada por
Eduardo Aunós en el ministerio del Trabajo. (Largo Caballero y
Saborit representaron a la U. G. T. en 1926). En el año que nos
ocupa, se creó el Consejo del Trabajo, en sustitución del Instituto de
Reformas Sociales, y se mantuvo en el nuevo organismo a los
delegados obreros que figuraban en el extinto.
Con todo, la cuestión que se planteó con carácter dramático en
el seno de la organización socialista fue la de si Largo Caballero
debía o no aceptar un puesto en el Consejo de Estado, para el que
había sido propuesto como representante obrero del ya citado
Consejo del Trabajo. No fue en la Ejecutiva de la U. G. T., sino en la
del Partido Socialista donde el asunto tomó carácter de apasionada
polémica, debido a la oposición de Indalecio Prieto y Fernando de
los Ríos. No obstante, la Ejecutiva decidió que era asunto de
incumbencia de la U. G. T. y no suya, y Largo Caballero tomó
posesión de su cargo en el alto cuerpo el 25 de octubre de 1924. La
cuestión se volvió a plantear en el Comité Nacional del Partido
Socialista, que aprobó la participación por 14 votos contra cinco. A
consecuencia de esta decisión, Indalecio Prieto dimitió su cargo de
vocal de la Comisión Ejecutiva del P. S. O. E. (10 de diciembre).
Coincidencia fortuita en el tiempo, pero ejemplo también de las
trayectorias divergentes emprendidas por los movimientos socialista
y anarquista, fue la de los debates reseñados y los tristes sucesos
de Vera de Bidasoa y Atarazanas (Barcelona). En la noche del 6 al 7
de noviembre, unos cincuenta hombres, españoles todos, cruzaron
la frontera franco-española a la altura de Vera de Bidasoa, armados
de pistolas. Al parecer, enviaron un enlace en misión de exploración,
pero, impacientes por su tardanza, entraron todos en España. El
caso es que esa partida tropezó con una pareja de la Guardia civil;
resultaron muertos los dos guardias y uno de los asaltantes. Éstos
intentaron retirarse a Francia, pero, desorientados y perseguidos por
más fuerzas de la Guardia civil y de Carabineros, murieron dos de
ellos, otros varios fueron heridos y, en suma, treinta y seis
conspiradores, detenidos por la acción simultánea de autoridades
españolas y francesas, comparecieron ante un Consejo de guerra
una semana después.
El Consejo de guerra dictó falló absolutorio por falta de pruebas
en lo referente a la muerte de los guardias civiles y remitió la causa
a la jurisdicción civil. Disintieron dos miembros del Consejo y el
capitán general de la región (Burguete). Elevada la causa al Consejo
Supremo de Guerra y Marina, éste condenó a muerte a tres de los
acusados: Pablo Martín, Enrique Gil y Juan Santillán. Dimitió el
auditor general del Supremo, Carlos Blanco, que observó
irregularidades de bulto en la tramitación del proceso. Llovieron las
peticiones de indulto, entre ellas las del obispo de Pamplona, pero
todo fue en vano. El 6 de diciembre sufrieron garrote Gil y Santillán;
Pablo Martín se había estrellado momentos antes al arrojarse de la
galería de la cárcel.
Los sucesos de Vera dieron motivo, desde el primer momento, a
no pocas sospechas engendradas por lo descabellado de aquella
empresa, que más parecía convenir que perjudicar al Poder. Poco
tiempo después, ayudó a desentrañar el misterio el capitán de
Carabineros Juan Cueto, destinado en Vera. Casi a los cuarenta
años del suceso, es ya un lugar común lo que Cueto descubrió.
Entre los conspiradores de Vera se habían infiltrado provocadores al
servicio de la policía, la cual ya había actuado, por medio de su
agente en la Embajada española, de París, Manuel Fernández (a) el
Señorito, que se hacía llamar Emilio Ferrer y se presentaba como
escultor. Este y otros agentes provocadores actuaron en París en
los medios anarquistas y de Estat Català, estuvieron al tanto del
envío de una comisión de enlace a Barcelona y, desde esta ciudad,
se envió a la capital de Francia un telegrama en clave, redactado en
realidad por los hombres, de Arlegui, como señal para comenzar el
movimiento y haciéndoles creer que era secundado desde el interior
de España.
Hay que relacionar forzosamente con esta tenebrosa trama el
intento de asalto el 6 de noviembre al cuartel de Atarazanas en
Barcelona, que dio lugar tres días después a la condena y ejecución
de dos obreros anarco-sindicalistas, José Llácer y Juan Montejo.
Prosigue la guerra
Mientras tanto, la guerra seguía en Marruecos. Por cierto que el
Consejo Supremo de Guerra y Marina había absuelto al general
Navarro en el proceso que se le seguía por la catástrofe del año
1921 y condenó benévolamente al general Berenguer a pérdida de
empleo, pena de la que fue inmediatamente amnistiado. Pero la
situación militar no era nada halagüeña aquellas primeras semanas
del verano, de 1924. En la zona occidental, todas las posiciones de
la línea del Lau estaban en peligro. Ya en el mes de marzo. Primo
de Rivera no había tratado de ocultar la gravedad de la situación.
Otra nota oficiosa del 26 de junio confesaba que «el estado de
cosas en la zona occidental de Marruecos se ha agravado
sensiblemente». En efecto, las posiciones de Coba Darsa y Hoj se
hallaban aisladas. Tan sólo el 7 de julio fueron liberadas por la
columna del general Serrano Orive, empresa que costó gran número
de bajas.
Aizpuru no sabía ya a qué santo encomendarse y, en Madrid, el
Directorio no tenía ideas mucho más claras. Primo de Rivera
comprendió que era preciso «agarrar al toro por los cuernos»;
encargó interinamente del gobierno al marqués de Magaz y se fue
para Marruecos la noche del 10 de julio. Ya en Málaga, declaró que
se iba a efectuar un repliegue y a repatriar tropas. Júzguese cuál
sería el recibimiento que le hicieron los jefes y oficiales del ejército
de Marruecos, que se consideraban traicionados, moral y
materialmente, cada vez que alguien sugería la idea de cesar las
hostilidades. Recorrió Primo de Rivera las comandancias de Ceuta,
Tetuán, Larache y Ben Tieb, donde se entrevistó con los jefes y
aceptó banquetes de pura cortesía, en la que a veces incluso ésta
brillaba por su ausencia. Los jefes militares estaban decididos a
proseguir la guerra. Este movimiento estaba capitaneado por el
joven teniente coronel Francisco Franco, que había sustituido a
Millán Astray en el mando del Tercio de extranjeros. El general
Hidalgo de Cisneros ha contado cómo el entonces jefe de la
Aviación en Melilla, teniente coronel Kindelán, reunió a los pilotos
para pedirles que se solidarizasen con Franco[4]. Pero cuando se le
ofreció a Primo de Rivera un banquete en el campamento de los
legionarios en Ben Tieb, la hostilidad de los militares alcanzó su
máxima expresión. A la entrada del campamento; figuraban
inscripciones que decían cosas como éstas: «El espíritu del Tercio
es de ciega y feroz acometividad». «La Legión no retrocede nunca»,
etc. El teniente coronel Franco, al frente de sus banderas, formadas
con impecable disciplina, pronunció el discurso de salutación: «Este
que pisamos, señor Presidente, es terreno de España, porque ha
sido adquirido por el más alto precio y pagado con la más cara
moneda: la sangre española derramada… Rechazamos la idea de
retroceder, porque estamos persuadidos de que España se halla en
condiciones de dominar la zona que le corresponde y de imponer su
autoridad en Marruecos».
Se dijo entonces que la conversación privada entre el jefe del
Gobierno y el del Tercio alcanzó tonos más violentos. Y parece
cierto que en aquel famoso banquete sufrió Primo de Rivera más de
un vejamen.
No cedió, en apariencia, el presidente del Directorio, pero, de
regreso a San Sebastián, y después de haber conversado con el
Rey, reconoció en la nota oficiosa de 23 de julio que había oído en
Marruecos «informaciones leales y sinceras contrarias a su parecer,
que ha modificado en parte, conservando, no obstante, el nervio del
propósito de hacer el problema más fácil de resolución y desarrollo».
La realidad era que la zona occidental se venía abajo. Había 68
posiciones cercadas, enclavadas en crestas tácticamente absurdas,
«sin agua, sin víveres y casi sin municiones». Los moros
alcanzaban Tetuán con sus tiros de cañón y a veces de fusil desde
las alturas del Gorgues, que dominan la ciudad. Un ejército de más
de 25 000 hombres estaba paralizado y desarticulado. La catástrofe
que se avecinaba podía superar a la de 1921. En agosto, la ofensiva
de los marroquíes se había generalizado y la fragilidad de las
posiciones españolas era tal, que el general Lyautey no se recató en
decir que a causa de España podía correr peligro la zona francesa
del Protectorado.
El Directorio, en su reunión del 4 de septiembre, decidió que
Primo de Rivera se trasladase a Marruecos, y esta vez con la misión
de hacerse cargo directamente de la jefatura de aquel ejército. El
día 13, Primo de Rivera se dirigía a la opinión en términos opuestos
a los que siempre había empleado para tratar del problema de
Marruecos: «Hoy, españoles, habéis de saberlo con la verdad con
que todo lo sabéis de nosotros, no hay más camino posible que
pelear en Marruecos hasta derrotar al enemigo».
No había más remedio, en verdad, que organizar el repliegue en
la zona occidental. Las posiciones iban cayendo unas tras otras. El
9 de septiembre comenzó el repliegue general con la evacuación de
M’Ter, que continuó al mes siguiente con la del sector de Beni Arós,
tras haber asegurado Tetuán mediante la toma del Gorgues. No
había opción. El 17 de noviembre cayó Xauen y la retirada,
penosísima, costó un gran número de bajas, entre ellas la del
general Serrano. Los supervivientes de aquel ejército llegaron a
Tetuán el 10 de diciembre de 1924. Dicho desastre ha sido descrito
por muchos testigos. El general López Ochoa lo sintetizaba así:
«Varias posiciones fueron asaltadas, y sus defensores pasados a
cuchillo, buen número de convoyes desaparecieron, las retiradas de
los campamentos y posiciones importantes, compradas a los moros
con dinero y hasta con entrega de armas, no eran después
respetadas: solamente la retirada de Xauen, en que murió el general
Serrano, nos costó más de dos mil bajas; la indisciplina y el pánico
hizo presa en el ejército»[5].
Primo de Rivera exageraba sin duda la nota cuando, al dirigirse a
esos hombres, el 13 de diciembre, les decía: «Entráis triunfantes en
Tetuán…». Se había obtenido un repliegue estratégicamente
necesario, pero el precio había sido muy elevado.
Por su parte, el mariscal Lyautey informaba al Gobierno francés,
el 21 de diciembre, de los peligros que la situación entrañaba para
su zona y pedía refuerzos.
Abd el-Krim había organizado un ejército y una incipiente
administración. Su lugarteniente, Si M’Hamed, que era el verdadero
jefe militar, había estudiado en España. Él fue quien ocupó Xauen el
17 de noviembre. El Majzen o Gobierno rifeño comprendía también
sus ministros de Asuntos extranjeros. Hacienda, Interior, Guerra,
Justicia y un Intendente general. La capital estaba enclavada en
Axdir. En diciembre de 1924, según estimaciones de origen francés,
contaba con un ejército de más de 60 000 hombres con 300 piezas
de artillería y cuerpos organizados de Ingenieros y Transmisiones.
Se calculaba que este ejército disponía de más de 100 000 fusiles y
abundante munición, unos tomados a los españoles y otros
adquiridos mediante fácil contrabando a fabricantes de armas de
Alemania y Gran Bretaña sin contar con ciertas ayudas procedentes
de Turquía y Egipto.
Intermedio peninsular
Tras los incidentes ya relatados y otros en los que el Directorio
había arremetido contra personalidades del «viejo régimen» —como
Maura y Romanones—, en Madrid no mejoraba el clima político. Así,
de regreso a la capital, el marqués de Estella cambió de horizontes.
Una manifestación de alcaldes y «fuerzas vivas» expedidas a
Madrid desde sus respectivos burgos proporcionó, el 23 de enero de
1925, un espectáculo de atrayente tipismo folklórico en contraste
con la endeblez que denotaba. Apenas había necesidad de
comprobar el raquitismo de la Unión Patriótica, puesto que el propio
dictador había confesado, poco tiempo antes, las enormes
dificultades que se oponían a la constitución de sus Comités locales.
A las clases conservadoras les bastaba, por el momento, con
saberse garantizadas. Hecho significativo fue el que, cuando quebró
la entidad bancaria Unión Minera, de Bilbao, el ingenuo juez Pedro
Navarro, que tramitaba el asunto, decidió y puso en práctica el
procesamiento y prisión de dos miembros importantes de la
oligarquía: el marqués de Aldama y el conde de los Gaitanes.
Alfonso XIII en persona intercedió ante el Tribunal Supremo para
que se echase tierra al enojoso asunto, y el juez Navarro pagó con
un traslado su creencia en que la norma de Derecho era igual y
obligatoria para todos los españoles.
Otro miembro de la oligarquía, el conde de Vallellano, se
posesionaba de la Alcaldía de Madrid, otros, como Benjumea,
organizaban la Unión Patriótica y no pocos rondaban los altos
organismos del Estado. Es verdad que algunas familias de la
oligarquía, sin ir más lejos, las de Romanones y Maura-Gamazo,
eran hostiles a la Dictadura. Que «nunca llueve a gusto de todos»
es proverbio que puede aplicarse a las clases poseedoras. Pero la
mayoría iba a sostener al Dictador durante algunos años.
No era ése el caso entre las catalanas, que, tras ver disuelta la
Mancomunidad, comprendieron también que la intransigencia del
centralismo, no sólo igualaba sino que superaba a la del «viejo
régimen». Las persecuciones avivaban, por otra parte, el
sentimiento nacional de los catalanes y sus simpatías, según clases
e ideas, a organizaciones que iban desde Estat Català de Macià,
hasta la republicana Acción Catalana de Rovira y Virgili y Nicolau
d’Olwer, y también hasta la plutocrática Lliga Regionalista, otra vez
en la oposición. En el año 1925 todo Cataluña estaba divorciada del
régimen de Primo de Rivera. Y si éste era el caso en las ciudades,
en el campo se agrupaban los pequeños arrendatarios cada día en
mayor número en la Unió de Rabassaires, creada en 1922.
No es, pues, de extrañar, que un nuevo viaje de los Reyes a
Cataluña, en junio de 1925, constituyese un fracaso político,
jalonado por el sensacionalismo de un atentado frustrado contra el
tren real en los túneles de Garraf[6].
Los estudiantes, que nunca habían tenido excesiva simpatía por
el Directorio, habíanse irritado cuando Benjumea al organizar la
Unión Patriótica, cometió la torpeza de pedir —en vano— la
colaboración de los presidentes de las Asociaciones escolares. La
tensión fue creciendo por causas diversas: suspensión de una
conferencia que debía pronunciar en la Universidad central el
decano de la Facultad de Economía de Buenos Aires sobre
«Relaciones entre la fuerza y el Derecho», destierro, esta vez
voluntario, de Unamuno, etc. Se creó la Unión Liberal de
Estudiantes, que el 28 de marzo de 1925 tuvo ocasión de hacer un
recuento de fuerzas con motivo de la repatriación de los restos de
Ganivet. Una muchedumbre entusiasta aplaudió en la Universidad
los discursos de Antonio Garrigues, presidente de la Asociación de
Estudiantes de Derecho, Jiménez de Asúa, Marañón, Américo
Castro, Gómez de Baquero, Eugenio D’Ors, Baldomero Argente y
Rodríguez de Viguri. Las manifestaciones prosiguieron en la
estación del Mediodía, donde los guardias de Seguridad dieron
varias cargas.
Dos meses después, exactamente el 15 de mayo, la brusquedad
del dictador para con el presidente de la Asociación de Estudiante
de Ingenieros. Agrónomos, José María Sbert, dio lugar a un
incidente que Primo de Rivera creyó saldar con la detención del
estudiante y su confinamiento en Cuenca. La nota marginal, de puño
y letra de Primo de Rivera, puesta en un oficio de Policía sobre una
conferencia de Sbert, decía así: «Al cabecilla Sbert (no parece ni
apellido español), sobre darle de baja en su Escuela, póngase de
acuerdo con Anido y destiérrelo a Fuerteventura o a Fernando Poo.
Madrid, 19 de mayo, 1925». Sin saberlo, el dictador producía la
chispa que dio lugar a un incendio jamás apagado por su régimen.
El movimiento de oposición estudiantil estaba en marcha.
En fin, si la jerarquía eclesiástica, siempre unida al Trono,
convivía en perfecta armonía con la Dictadura, no fue ése el caso
del clero catalán, ofendido por la prohibición de predicar en lengua
vernácula. El cardenal arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer
sostuvo el derecho de sus sacerdotes a predicar en la lengua del
país y recurrió ante la autoridad pontificia. Es digno de observar que
ya por aquellas fechas, eran muy estrechas las relaciones entre el
Rey y el obispo de Coria, Pedro Segura, tallado en las toscas aristas
de un clérigo medieval, cuya personalidad había cautivado al
monarca —y recíprocamente— cuando el viaje real a Las Hurdes en
1922. El paralelo de ambos prelados vale la pena de esta mención.
Acuerdo con Francia para la conquista de
Alhucemas
El 13 de abril cometió Abd el-Krim el grave error de emprender
las hostilidades contra Francia. Un mes antes había propuesto a
ésta que se fijasen definitivamente los límites entre el Protectorado
francés y el territorio controlado por la República del Rif. Las
autoridades francesas estimaron preferible atenerse a lo dispuesto
en el Tratado de 1912 con España y reclamar de ésta que ocupase
efectivamente su zona de Protectorado.
Las huestes rifen as aprovecharon la sorpresa para realizar una
progresión que ponía en peligro la seguridad de Tazza y Fez.
Los Gobiernos de Madrid y París debían lógicamente coordinar
sus esfuerzos. La primera conversación oficial hispano-francesa
tuvo lugar en Madrid el 17 de junio. Una semana antes, Painlevé,
que acababa de sustituir a Herriot al frente del Gobierno —con
Briand en Asuntos extranjeros—, conferenció en Rabat con Lyautey
y recorrió las posiciones del frente francés. Pero mientras se
iniciaban las conversaciones, cada Gobierno intentaba negociar por
su cuenta con Abd el-Krim. Horacio Echevarrieta, el millonario
republicano, que tantas veces había servido de intermediario, estuvo
en Axdir para conversar con el jefe rifeño. Éste no fue en sus
concesiones más allá de un canje de prisioneros, y negóse a toda
solución que no supusiera el reconocimiento de la independencia
del Rif. El mismo criterio manifestó a enviados franceses, aunque
expresándose en términos más amistosos para con este país[7].
El 11 de julio, se llegó a una serie de acuerdos franco-españoles
por los que ambas potencias se comprometían a no tratar por
separado «con las tribus rifeñas y yebalas» y se decidió proponerles
la concesión de una autonomía, el canje de prisioneros y una
amnistía. Como Abd el-Krim se negara a entablar nuevas
conversaciones, el día 25 los Gobiernos de España y Francia
acordaron coordinar sus operaciones militares. Esto llevó a varias
discusiones de carácter estratégico, porque los franceses preferían
un desembarco por la región del Lau, en la zona occidental, y Primo
de Rivera quería realizar la vieja aspiración de ocupar Alhucemas.
El 21 de agosto se encontraron en Algeciras. Pétain —que debía
mandar las fuerzas francesas— y Primo de Rivera para establecer
un plan general de conjunto. Pero los servicios de información
rifeños debieron conocer el propósito de ofensiva, pues atacaron de
improviso y violentamente las posiciones españolas de Kudia Tahar,
en la zona occidental, mientras que en la oriental seguían las
hostilidades en la línea del Kert, así como en el sector francés de
Issual. El 8 de septiembre, las fuerzas mandadas por el general
Sanjurjo, protegidas por 32 unidades navales franco-españolas —
Primo de Rivera dirigía la operación desde el acorazado Alfonso XIII
— y por un «techo» de aviones, desembarcaban en la playa de
Cebadilla, contigua, por el lado occidental a la bahía de Alhucemas.
A las dos de la tarde, los legionarios de Franco ocupaban Morro
Nuevo, en la extremidad de la misma. Los moros que no morían allí
mismo eran lanzados al mar desde el acantilado. Al día siguiente
desembarcó la brigada Saro. Los rifeños reaccionaron
vigorosamente y durante dos semanas las fuerzas españolas,
difícilmente abastecidas a causa del temporal, con ninguna
posibilidad de movimiento en el reducido perímetro que ocupaban,
vivieron momentos muy difíciles. Con todo, el día 22 pasaron a la
ofensiva, protegidas por el fuego de los cañones de la flota, y al
siguiente ocupaban Morro Viejo y Cala del Quemado, posición ésta
mucho más segura. A partir de ese momento, las columnas
españolas avanzaron hacia el fondo de la bahía. El 2 de octubre,
Axdir estaba en poder de las fuerzas de Sanjurjo. Con esta
ocupación, Primo de Rivera conseguía un triunfo moral indiscutible,
pero en el plano de la política interior tropezaba con escollos cada
vez más graves. Militarmente, las fuerzas españolas se dedicaron
durante el invierno a consolidar sus posiciones, tanto en Alhucemas
como en ambas zonas. Sanjurjo, que fue nombrado Alto Comisario
al regresar Primo de Rivera a la Península, explicó a Pétain que era
todo lo que podía hacer hasta la primavera.
Evolución de la situación económica durante la
Dictadura
Después de la crisis de posguerra, la economía mundial entró en
una fase de estabilización relativa que debía durar hasta la gran
crisis de 1929. En España, el año 1923 marcó una neta
recuperación industrial, pero fue de malas cosechas; el año
siguiente, que coincidía con el primer ejercicio económico vivido
bajo el poder del Directorio, vio producirse la expansión, limitada, no
obstante, por las trabas de estructuras arcaicas que ya conocemos.
Si, para servirnos de los censos de población, establecemos una
comparación entre 1920 y 1930, observaremos fácilmente cambios
de indudable importancia durante dicho período. Si el aumento de
población activa (de 7 515 000 a 8 407 000) fue menor
proporcionalmente que el de población total (de 21 303 162 a
23 563 867), en cambio las variaciones de estructura de la población
activa denotaban ciertas transformaciones en la estructura
económica. Que no aumentase el tanto por ciento de población
activa sobre el de población total se explica fundamentalmente
porque el aumento de esta última se realizó en el número de
personas menores de veinte años.
La población activa agrícola pasó del 57,3 por 100 al 45,51 y
disminuyó a la vez en tanto por ciento y en cantidades absolutas.
Esta disminución se tradujo en un aumento de la población
activa industrial (21,94 por 100 a 26,51) y de la empleada en
servicios (20,81 por 100 a 27,98).
Precisa, sin embargo, examinar más de cerca esos cambios. La
construcción ocupaba aún el primer lugar, pero seguida ya por la
metalurgia, que desplazó del segundo puesto a la industria textil. El
desmesurado aumento del sector «Servicios» tuvo como base la
elevación de personas que trabajaban en los transportes (de
219 000 a 388 000) y de las profesiones liberales, pero también
arrastró el peso muerto de las casi 400 000 mujeres dedicadas al
servicio doméstico. Disminuyó el tanto por ciento femenino de
participación en la mano de obra industrial y aumentó en las
profesiones liberales.
Si observamos los datos de producción, encontraremos
confirmado el fenómeno de la mayor importancia adquirida por la
industria. Los índices de producción en 1929 (tomando 1901 como
base igual a 100) fueron de 113 para el trigo, 97 para el maíz, 122
para la cebada, 176 para el arroz, 227 para el aceite (pero el
promedio del decenio no pasó de 150), 112 para el mosto. No hay
datos precisos para la naranja, pero en este caso su exportación dio
un salto impresionante (206 por 100). El resto de la agricultura, así
como su productividad, siguieron en situación de estancamiento.
En cambio, ya resuelta la crisis, la producción de hulla pasó de
221 en 1923 a 253 en 1929 y la de pirita de 107 a 145. Pero la de
plomo siguió estacionaria y la de mineral de hierro prosiguió el
descenso iniciado en 1914. (El mineral de hierro seguía
dependiendo de su venta en los mercados exteriores). En la
producción de mercurio, España siguió gozando de su posición de
primer país productor y por el acuerdo de monopolios firmado en
Lausana en 1928 consiguió el 60 por ciento de ventas. Fue
impresionante la progresión vertiginosa de la producción de las
minas catalanas de potasa, en poder de compañías extranjeras.
De todos modos, los cambios esenciales los realizó la siderurgia:
la producción de lingotes de hierro, que en 1923, vencida la crisis,
era de 389 000 toneladas, para llegar ya casi al nivel de la
preguerra, pasó del doblé y alcanzó las 772 000 en 1929. Semejante
fenómeno se registró en la producción de acero —que sufrió menos
los efectos de la crisis— al pasar de 459 500 toneladas en 1923 a
1 021 685 en 1929, marca suprema de producción que no había de
volver a obtenerse hasta transcurrido un cuarto de siglo. La fuerza
de energía eléctrica fue de 701 millones de kwh en 1923 y de 1096
en 1929; la energía producida, de 1186 y 2433, respectivamente. La
electrometalurgia, electroquímica, etc., que consumieron en
1 923 714 millones de kwh, hicieron un consumo de 1439 en 1929.
Hay que señalar que la producción disminuyó sólo ligeramente en
1930 —en algunos sectores incluso progresó—, porque no habían
alcanzado a España todos los efectos de la crisis económica
mundial. Esto es importante, porque, en aquel año, la dictadura de
Primo de Rivera había sido sustituida por el gobierno Berenguer.
Cabe también señalar que la producción de cemento pasó de
900 000 toneladas en 1923 a más de 1 800 000 en 1929. Hubo
también un considerable aumento de los superfosfatos. El desarrollo
de producción textil alcanzó su más próspera situación hacia los
años 1926-1927, aunque sufrió después un ligero retroceso[8]. El
índice de producción industrial pasó de 102,5 en el año 1923 a 144
en 1930.
En resumen: la industria se desarrollaba, sobre todo la siderurgia
y la de energía eléctrica, pero el país era todavía esencialmente de
economía agraria y de producción de bienes de consumo. Las
inversiones importantes se realizaban por los grupos del capital
financiero (banca, más gran industria) que dominaban las
producciones esenciales citadas, pero mucho menos en los sectores
de industria ligera. El poder económico se concentraba cada vez
más en unos grupos limitados, casi se puede decir que en unas
cuantas familias, pero la expansión momentánea permitía vivir a las
pequeñas industrias. La situación económico-política del mundo y
de España dio confianza a los empresarios, que no se preocupaban
demasiado por el mañana. El primer intento de capitalismo de
Estado, que favoreció al capital financiero, se manifestó en las
inversiones públicas en ferrocarriles —después del Estatuto
Ferroviario promulgado en 1924—, en la política de monopolios
oficiales, de obras públicas, etc., así como en la política
proteccionista, todo ello a base de emisiones fabulosas de la Deuda
pública.
Veamos, pues, cómo este panorama se conforma plenamente al
examinar la realidad económica de la época.
Los cálculos sobre la renta nacional —nada exactos, como ya
sabemos— señalaron una progresión a precios constantes (valor de
la peseta en 1929) de 21 476 millones en 1923 a 25 213 en el año
1929, es decir, algo más del 17 por ciento en seis años, y la renta
por cabeza aumentó todavía menos. La lentitud del ritmo de
crecimiento se explica por el estancamiento de la producción agraria
y por el desarrollo desigual de la industria, pero también es posible
que el producto nacional fuera superior al establecido por estos
cálculos.
Un hecho da idea de la estructura económica del país: en 1929,
el valor de la producción de cereales, aceite, vino y naranjas
representó por sí sólo alrededor del 20 por ciento del producto
nacional, mientras que la producción siderúrgica no llegó al dos.
Otro índice revelador fue la fundación de sociedades anónimas
por valor de 4963 millones de pesetas, entre 1924 y 1929, de los
cuales 330 pertenecían a empresas de energía eléctrica. Durante
aquellos años aumentaron sus capitales casi todas las empresas
importantes y, particularmente, las de energía eléctrica, siderurgia,
cementos, etc. Se crearon grandes compañías que señalaron una
nueva penetración del capital extranjero: Hutchison en 1924,
General Motors en 1925, Standard Electric en 1926, Potasas
Ibéricas en 1929; así como otras en que colaboraban los bancos
españoles con el capital extranjero: Sociedad Ibérica de Nitrógeno
(1923), General Eléctrica Española (1929), Constructora Nacional
de Maquinaria Eléctrica (1930), Aluminio Español (1929), etc.
También en 1923 había penetrado en España el importantísimo trust
internacional Nestlé. No nos referimos ahora al caso de la
Compañía Telefónica, porque merecerá mención aparte.
Que fue ésta época floreciente para las empresas de categoría lo
prueban los siguientes datos: beneficios declarados en el ejercicio
de 1930: Unión Española de Explosivos, 22 por ciento; Maquinista
Terrestre y Marítima, 20; Basconia de Siderurgia, 30; Papelera
Española, 16; Pirelli, 24; Fomento de Obras y Construcciones, 55;
Minas del Rif, 55; Azucarera Nuevo Rosario, 45; Azucarera de
Madrid, 28.
He aquí también cómo se cotizaban en Bolsa las acciones de las
mayores empresas (1914 = 100):
Sociedades 1923 1926 1928
Unión Española de Explosivos 146,9 181,2 498,4
General Azucarera 184,0 217,0 309,6
Duro-Felguera 121,7 114,6 167,0
Papelera 128,5 153,1 259,8
Altos Hornos 33,4 40,9 57,2
Sota y Aznar 183,1 110,2 164,2
Fuente: Boletín del Consejo Nacional Bancario.
En cuanto a los beneficios de algunas empresas extranjeras,
bueno es señalar que los beneficios de la Barcelona Traction, que
habían sido de 30 millones de pesetas en 1923, ascendieron a 70
millones en 1930; y los de la C. H. A. D. E. (capital mayoritario
extranjero, pero presidida por Cambó) pasaron durante los mismos
años de 28 a 54 millones.
En las industrias importantes se acentuaba el grado de
monopolio. Así ocurría en la siderurgia, rama en la que seis
empresas —que estaban en manos de un puñado de familias del
Norte— concentraban el 85 por ciento de la industria.
¿Y la banca? Sus capitales privados pasaron de 1363 millones
de pesetas en 1923 a 1644 en 1930 y, las reservas, de 258 millones
a 450. Pero es más interesante saber que sus títulos en cartera
pasaron, en las mismas fechas, de 1954 millones a 3932. Su
carácter, cada día más monopolista, se puede juzgar por el
desarrollo de los grandes bancos al compararlo con el total que
acabamos de citar: los seis primeros —Central, Hispano-Americano,
Español de Crédito, Bilbao, Vizcaya y Urquijo— tenían, el tercer
trimestre de 1927, 640 millones de capital y 161 de reservas, sin
contar sus filiales con otro nombre (Banco Herrero, etc.). Los títulos
en cartera, que alcanzaban en 1923 a 1237 millones, llegaban en
1930 a 1989. Estos seis bancos manejaban ya, en 1927, millones de
recursos ajenos.
De 1920 a 1930, los beneficios líquidos de los principales bancos
aumentaron así, en millones de pesetas:
Bancos 1920 1930
Hispano-Americano 17,9 16,3
Español de Crédito 4,4 11,6
Bilbao 12,1 15,9
Vizcaya 6,9 14,4
Por el contrario, los pequeños bancos fueron perdiendo
categoría. La banca catalana, vinculada principalmente en la
industria ligera y de empresas familiares, se vio cada vez más
desbordada por la penetración conjunta de sucursales, de grandes
bancos centrales y de bancos extranjeros. Algunas entidades
bancarias de Cataluña desaparecieron completamente —Banco de
Barcelona, Banco de Cataluña, con sus sucursales de Reus y
Tortosa, Banco de Tarrasa, Banca Magín Valls, etc.— y otros fueron
cayendo en la órbita de acción de los bancos centrales. Estas
transformaciones de la estructura bancaria son doblemente
interesantes, porque tuvieron inevitables repercusiones en la vida
del país.
Al desarrollarse las ramas de la producción con tendencia a la
concentración y al monopolio, haciéndolo así en estrecha ligazón
con los grandes bancos y las familias de empresarios que hemos
visto ascender desde el segundo tercio del siglo XIX —la mayoría
ennoblecida por Alfonso XIII—, así como el núcleo de familias de
grandes propietarios con abolengo aristocrático, acrecentaron su
poder en la vida económica del país, A la cabeza de todos los
sectores de la producción señalados, encontramos siempre a las
familias Urquijo-Ussía, Herrero de Collantes, Güell (marqués de
Comillas), Cambó, Bertrán y Musitu, Gamazo, Coll, Ventosa, Duque
de Alba, Aresti, Echevarría, de la Mora, Benjumea, etc., y a los
numerosos representantes del capital británico, francés y alemán.
Los rasgos económicos hasta aquí apuntados deben
completarse con un examen del desarrollo del comercio exterior. Su
saldo, que era muy deficitario en 1923 —1400 millones de pesetas
oro de déficit—, disminuyó progresivamente, hasta desaparecer en
1930.
El aumento de las exportaciones fue determinado por la
progresión vertiginosa de las ventas de naranja —460 000 toneladas
por valor de 115,2 millones de pesetas oro en 1923; 1 084 000
toneladas igual a 325,4 millones en 1930— y, aunque en menor
cuantía, por la recuperación de las exportaciones de mineral, que
descendieron ya en 1930 a causa de la crisis mundial Lo que más
debe subrayarse es que esa mejoría de la balanza comercial no
tenía causas estructurales, ya que su naturaleza era todavía la
misma, aproximadamente, que en los decenios anteriores. Las
exportaciones de frutas, vinos y aceite en 1929 constituían el 40 por
ciento del total de ventas al extranjero.
Conviene señalar que los datos sobre el comercio exterior en
esta época son más que superficiales, y, por lo tanto, muy
inseguros. Flores de Lemus, en su famoso y ya citado Dictamen
sobre el patrón oro, reveló buena parte de esos errores. Por
ejemplo, este autor cita el caso de las importaciones realizadas por
la Arrendataria de Tabacos en 1923, que fueron de 105 millones de
pesetas, según los datos facilitados por esta compañía a la
Comisión. Sin embargo, en la estadística oficial, esas importaciones
figuraban por valor de 580 millones de pesetas. Si esto era así para
la balanza de comercio, la ignorancia sobre la balanza de pagos era
superlativa. Entraban y salían capitales sin que nadie se enterase.
Ramón Canosa calcula en unos 800 millones de pesetas la masa de
maniobra que entró en nuestros bancos, procedente de Suiza y
Holanda, hacia 1925-1926, para aprovechar la coyuntura alcista que
siguió a la conquista de Alhucemas, pero que desapareció dos o
tres años después. Flores de Lemas insiste sobre «las cantidades
muy considerables de capital exportado por España» y sobre «los
intereses y beneficios del capital extranjero en España». Todo esto
ocurría sin la menor intervención del Estado en los cambios; incluso
el Comité interventor creado en junio de 1928 tuvo una breve e
ineficaz existencia.
La estabilidad económica y el desarrollo de la producción
tuvieron como consecuencia la estabilidad monetaria desde el punto
de vista interior. No obstante, la política de créditos extraordinarios y
de intervenciones públicas —muchas de ellas improductivas—
durante los últimos años de la Dictadura fue después una de las
razones para romper esta estabilidad, aunque no lo fueron menos la
colocación de capitales en el extranjero y las especulaciones, de
todo género en el mercado mundial. En realidad, las razones
esenciales de la baja precipitada de la peseta a partir de 1928
residía en la venta de cantidades de nuestra moneda en el mercado
internacional por los especuladores extranjeros que las habían
adquirido en el periodo de los años 1925 y 1926.
En los primeros años, parecióle muy fácil a la Dictadura el
manejo del Erario público, y su frivolidad en este terreno llegó hasta
el extremo de aparentar equilibrio en los presupuestos ordinarios,
mientras que los extraordinarios, convertidos en costumbre que
desmentía su adjetivo, daba rienda suelta a un déficit creciente sólo
cubierto por sucesivas emisiones de la Deuda pública. Ésta, que era
de 11 822 millones de pesetas en 1923, alcanzó los 20 084 en 1929,
cuyos mayores incrementos correspondieron al año 1927. Cuando
disminuyeron los gastos de acción de Marruecos, lanzóse el
Gobierno a una política de obras públicas sin freno, difícilmente
sostenible. Muchos capitalistas, y entre ellos Cambó, eran
partidarios de optar por la inflación, pero el joven ministro de
Hacienda, Calvo Sotelo, procedente de las filas mauristas, donde
había hecho sus primeras armas de diputado, no compartía ese
criterio. Desde 1926, Calvo Sotelo propuso una reforma del sistema
tributario, encaminada a aumentar los ingresos del Estado a base de
una relativa unificación fiscal y de la creación del impuesto sobre
rentas y ganancias. Pero aquellas sugerencias no llegaron a
prosperar, por parecer demasiado «atrevidas» a otros
representantes de la oligarquía, que se movían por comisiones y
despachos ministeriales. Aumentó, es verdad, la presión tributaria,
pero no varió la injusta estructura fiscal. Por añadidura, las grandes
empresas siguieron gozando de espléndidas subvenciones. Las
Compañías mineras habían ya obtenido, por Real Decreto del 17 de
marzo, de 1923, una subvención de 1 250 000 pesetas mensuales.
En 1926 obtuvieron del Gobierno el aumento de una hora de la
jornada de trabajo en las minas. Las Compañías navieras cobraron
sumas astronómicas de la Hacienda pública durante la Dictadura: la
Transmediterránea, de Juan March, hizo sus más pingües negocios,
y también las navieras del Norte. Sólo la Transatlántica, por la
impericia de los oligarcas que la regentaban —marqués de Comillas,
entre otros— terminó por ir a parar a manos del Estado, que se hizo
cargo de ella. El Estatuto Ferroviario, promulgado en 1924,
intensificó las inversiones del Estado en los ferrocarriles; aumentó el
número de locomotoras y vagones, y se renovó la mayor parte del
tendido de líneas.
Durante aquellos años, se asistió en España, a un comienzo de
capitalismo de Estado en favor de las grandes empresas y a una
más acentuada política de protección industrial. No obstante, hubo
una política económica, y seria ligereza caracterizar aquel periodo
por las madrugadas del jefe del Gobierno en Villa Rosa o por los
arrebatos pasionales en favor de una guapa hembra o en contra de
un colega. Todo esto, que a unos parecerá inadmisible y a otros
ameno, es simplemente anecdótico. En cambio no lo es la creación,
en 1924, del Consejo Nacional de Economía; la fundación del
Monopolio de petróleos; la entrega de la red telefónica a los
capitalistas de los Estados Unidos; los pedidos para los ferrocarriles
que beneficiaban a las grandes empresas pagadas con dinero del
Estado, etc. La política económica de la Dictadura dejó intangibles
los privilegios de la aristocracia terrateniente, que siguió viviendo y
explotando tierras y hombres como cien años atrás, y se encaminó a
favorecer el desarrollo de la gran industria. A los ejemplos
señalados, hay que añadir el Real Decreto de 30 de abril de 1924
completando la ley de Protección industrial de 1817 —
paradójicamente debida a Santiago Alba, a quien la Dictadura
procesó y mantuvo en el destierro— y estableciendo las
declaraciones de utilidad pública para ciertas empresas y la
dispensa de tarifas aduaneras para la importación de numerosa
maquinaria. El intervencionismo económico del Estado se manifestó
también por la creación de organismos como el Patronato de firmes
especiales, el Consejo nacional de combustibles, las
Confederaciones hidrológicas, el Comité regulador de la industria
algodonera, el Consejo nacional arrocero, el Consejo resinero, la
Comisión mixta del nitrógeno, etc., etc. En cada uno de estos
organismos estaban representadas las grandes empresas del sector
correspondiente, con evidente tendencia a crear una situación de
monopolio —cuando no existía ya, como en la siderurgia, el papel,
etc.— y a liquidar el antiguo «mercado libre».
La política de concesiones no siempre fue muy clara; el caso
más discutido, si no el más importante, fue el del ferrocarril
Ontaneda-Calatayud, concedido en condiciones excepcionalmente
favorables a la Compañía Santander-Mediterráneo, formada con un
capital de 87.5 millones de pesetas, de los cuales 35 en «acciones
de fundador», completamente liberadas y destinadas al «pago de
gestiones para la organización preliminar de las obras, desembolsos
hechos y promoción y obtención de la concesión…». Esos 35
millones fueron entregados a un señor apellidado Solms, de origen
alemán y nacionalizado español. Simultáneamente se creaba en
Londres la Anglo-Spanish Construction Company, que recibió esos
35 millones más 12 que en las cuentas de la Santander-
Mediterráneo figuraban como «gastos sin clasificar». Para completar
los ribetes pintorescos de este asunto —que dio mucho que hablar
entonces y aun después— se daba el caso de que en el Consejo de
administración de dicha Santander-Mediterráneo figuraban, amén de
varios generales, dos personajes palaciegos, Carlos Bernaldo de
Quirós, oficial de la Mayordomía de Palacio, y Gabriel Pastor,
secretario del infante Don Fernando. Y por azar o no, que ello es
difícil probarlo, un primo hermano de la reina Victoria, el
comandante Wherner, formaba parte del Consejo de la Anglo-
Spanish y de otra compañía que dio vida a la citada.
La concesión del servicio de Teléfonos a la International
Telephon and Telegraph Corporation, de los Estados Unidos —del
grupo Morgan—, había sido ya gestionada, sin resultados
definitivos, por su delegado, Lewis J. Proctor, ante el Gobierno de
García Prieto en 1923. Instaurado el Directorio, Proctor,
acompañado del español Barroso —a quien había conocido cuando
éste era subsecretario de García Prieto— visitó a Primo de Rivera.
Barroso tenía también estrechas relaciones con el grupo Urquijo,
con el cual Proctor trabó no menos estrecha ligazón. Resultados: la
concesión fue rápidamente obtenida y, al efecto, se creó la
Compañía Telefónica Nacional de España. Pura cuestión de forma,
puesto que la International Telephon and Telegraph Corporation
cobraba el 4,5 por ciento de los ingresos brutos en concepto de
asesoramiento técnico y financiero, el cinco sobre el material,
edificios y solares y el siete sobre el capital prestado a la Compañía
Telefónica. Además, se quedaba con las emisiones. Obvio es decir
que la mayoría de las acciones ordinarias de la Telefónica también
fueron a parar a manos extranjeras. Y complétese esto con el
detalle de que todo el material se encargaba a la Standard Electric,
filial del mismo trust norteamericano, instalada en España en 1926.
La concesión se otorgaba hasta 1944, fecha en que el Estado podía
hacerse cargo del servicio al abonar a la Compañía la totalidad del
capital desembolsado, más el 15 por ciento de interés. La
esplendidez del Estado llegaba hasta eximir de impuestos a la
Compañía. Las capitales españolas iban a disponer de su teléfono
automático (se acabaron aquellas broncas de «Central, por favor,
señorita») y la madrileña Red de San Luis del rascacielos de la
Telefónica. El precio pecaba, sin duda, de exagerado. La concesión
se otorgó en agosto de 1924 y al año siguiente comenzaron las
actividades de la Compañía. Detalle, en apariencia sin importancia:
Lewis J. Proctor y Estanislao de Urquijo y Ussía figuraron a la
cabeza de los Consejos de administración de la Compañía
Telefónica y de la Standard Electric[9].
El Monopolio de Petróleos tiene una historia diferente. En aquel
tiempo, el mercado español de petróleo era explotado por los
grandes trusts Shell y Standard Oil en su sempiterna rivalidad y
también, aunque en menor cuantía, por la Nafta, del Estado
soviético. Ésta tenía un contrato para la distribución con Petróleos
Porto Pi, compañía creada por Juan March, en la que también había
capitales franceses vinculados en éste por la Transmediterránea.
Creyó Calvo Sotelo que había llegado el momento de establecer el
sistema de capitalismo de Estado mediante el monopolio de la
importación, industrialización, distribución y venta de los
combustibles minerales líquidos. Reaccionaron violentamente la
Shell y la Standard, y tampoco le hizo ninguna gracia a Juan March,
pero éste, reconciliado con la Dictadura, después de unas breves
escaramuzas al comienzo de su instauración, pensaba ganar la
partida. No en balde había obtenido March el monopolio de la venta
de tabaco en las plazas de Ceuta y Melilla, legalizaba lo que durante
años fue operación dudosa en gran escala, además de marchar
boyante, con ayuda del Gobierno, en la Transmediterránea.
El 28 de julio de 1927 salió en la Gaceta el Real Decreto creando
el Monopolio de Petróleos, cuyo programa era ambicioso: obtener
ingresos para el Tesoro, evitar el fraude fiscal, construir una flota
petrolera, organizar la industria de refino y hasta adquirir
yacimientos petrolíferos. Se creaba la Compañía arrendataria del
Monopolio (la C. A. M. P. S. A.) que debía funcionar como sociedad
anónima, pero con un delegado del Gobierno, con derecho a veto, y
30 por ciento de acciones del Estado.
Hubo cuantiosas indemnizaciones, menos para March, por la
sencilla razón de que no tenía instalaciones. Deterding, el magnate
de la Shell, tomó la cosa en serio y fue a Madrid, donde se
entrevistó con Primo de Rivera. Éste parece que lo tomó menos en
serio y Deterding se marchó furioso. No faltan quienes han
relacionado la crisis que sufrió posteriormente la peseta —resultado
de especulaciones internacionales— a los designios de venganza
del rey del petróleo.
El Gobierno negoció directamente con el Estado soviético —al
que no había reconocido diplomáticamente— el suministro de
petróleo, por la razón obvia de que la oferta era en un diez por
ciento más ventajosa que la de los grandes trusts capitalistas —que
poco después, recuperaron el mercado monopolista español—, pero
March, a través del Banco Bauer en Francia, exigió al Estado
español una indemnización de 200 millones de francos. Llegó hasta
conseguir el embargo provisional del cargamento de los petroleros
soviéticos en el puerto de Argel. A la postre, en los últimos días de
diciembre de 1927 (el Monopolio entraba en vigor el 1.º de enero)
consiguió el Gobierno, mediante una gestión diplomática ante
Francia, que se levantase el embargo. Se abría un pleito que duró
años. Pero Juan March se había enfadado con la Dictadura. Porto Pi
tenía un capital de ocho millones, de los cuales. March había
aportado sólo dos. Cinco años después obtuvo, no los doscientos
millones de francos, pero sí treinta. En cuanto al contrato con la
Nafta soviética, fue denunciado en 1930 por el gobierno Berenguer.
Por último, y en otro orden de cosas, hay que señalar la creación
de las Confederaciones hidrográficas dependientes del ministerio de
Obras Públicas, en mayo de 1926.
Saldo negativo
La política económica de la Dictadura, que disfrutó casi hasta el
final de las ventajas de una buena coyuntura, no sólo había dejado
incólumes las viejas estructuras, sino que favoreció y estimuló a las
grandes empresas y grupos financieros con tendencia al monopolio,
y el desequilibrio económico debido al desarrollo irregular de la
producción: España, por su producción y por su población era un
país agrario, un país atrasado industrialmente, un país a la merced
de las compañías extranjeras. Hay más: al no elevarse la
producción ni el nivel de vida en el campo, el mercado nacional
continuó adoleciendo de bajo poder de compra, imposibilitando así
cualquier desarrollo estable y a largo plazo de la industria nacional.
Se dio el caso por ejemplo, de que la producción de mineral de
hierro siguió dependiendo de la exportación del mineral en bruto, y
en cuanto se produjo la crisis mundial se hundió inmediatamente
ese sector de la extracción. Al final de la Dictadura, nada había
cambiado para la oligarquía de la tierra. En cuanto a la de la
industria y la banca, que poseía sólidos vínculos en ella, había
mejorado sus posiciones.
No cabe negar que se realizaron ciertos progresos de orden
técnico, sobre todo en obras de infraestructura —carreteras,
ferrocarriles, puertos—, pero en lo social, que es tanto como decir
humano, el balance de la economía española durante aquellos años
fue marcado por el signo negativo.
Hemos visto los progresos de la renta nacional y, más
concretamente, los beneficios de los bancos, de grandes empresas,
de algunos aspectos del comercio exterior —naranjas, minerales—,
etcétera. Nos queda por ver lo esencial: la participación, en la renta
nacional, de los hombres que creaban esos valores con su trabajo.
El prolegómeno indispensable es el examen de los precios que,
como sabemos, mantuvieron, dentro de algunas oscilaciones, una
neta estabilidad.
El índice general de precios al por mayor, (1913 = 100) fue el
siguiente: 1923: 170,9; 1925: 185,0; 1927-1930: 167,0.
Pero este índice ha sido establecido sobre índices parciales
donde figuran precios de productos alimenticios, bebidas,
combustibles, textiles, cueros, metales, maderas, cementos,
abonos, papel, etcétera, con métodos de ponderación harto
discutibles. En cambio, hay que señalar que la evolución de los
precios de productos alimenticios —esencial para cualquier familia
trabajadora— no siguió el mismo ritmo. Helo aquí:
Grupo de carne, huevos, Grupo de harina, garbanzos,
leche y pescado patatas y judías
1923 197,1 1923 152,9
1925 221,3 1925 188,6
1927 202,7 1927 167,2
1930 200,5 1930 164,5
Pero hay algo todavía más fundamental. El hecho de que las
estadísticas citadas se basaban en precios al por mayor, mientras
que las familias españolas pagaban en el mercado los precios al por
menor. Los circuitos comerciales, la especulación, etc., elevaban
artificialmente estos precios. El fenómeno, ya señalado por Flores
de Lemus, en su Dictamen, repetidas veces mencionado, queda
ampliamente confirmado por el índice de coste de vida que las
Cámaras del Comercio establecieron a partir de 1926. Este índice
(1925 = 100) dice así: 1926: 10,9; 1927: 13,9; 1928: 13,4; 1929:
13,7; 1930: 13,6.
En suma, mientras que los precios al por mayor habían
disminuido desde 1926 a 1930, y ello tanto según los datos del
Instituto Nacional de Estadística cómo de las Cámaras de Comercio,
los precios al por menor habían subido.
Por eso hay que mirar con cierta desconfianza, aunque sin negar
totalmente su valor, los índices del coste de la vida calculados en
1929-1930 por el ministerio del Trabajo, que fueron elaborados a
base de los precios de doce artículos alimenticios facilitados
semestralmente por los alcaldes de los pueblos de cada provincia,
que son índices simples, no ponderados. Se trata, por otra parte, de
índices conjuntos de pueblos y capitales que, al no ponderarse,
reflejan la mayor parte de las veces la situación en el campo. En
cambio, los de las Cámaras de Comercio se limitan a las capitales
de provincia. Los índices del ministerio del Trabajo ofrecen el
siguiente resultado (1909-1914 = 100): 1920: 197,5; 1925: 185,0
(−12,5 %); 1930: 170,8 (−14,2 %).
Estamos ya en posesión de los datos más aproximados sobre
los precios. Veamos ahora la evolución de los salarios, sobre la cual
los datos del ministerio de Trabajo son mucho más seguros, en lo
que se refiere a los obreros de la industria (las estadísticas del
Ministerio están hechas sobre un total de millón y medio escaso de
obreros).
La evolución del promedio de salarios industriales fue, en
pesetas:
Año Salario nominal semana Índice Diferencia
1914 24,90 100,0
1920 38,94 156,3 + 56,3
1925 49,26 197,8 + 41,5
1930 44,16 177,3 − 20,5
Penetrando más en los detalles observamos que para los
obreros calificados las oscilaciones fueron las siguientes: 1920: 86;
1925: 116; 1930: 114. Los peones, que en 1930 tenían un jornal
medio de 4,72 pesetas, se vieron mucho más desfavorecidos: 1920:
89; 1925: 117; 1930: 103.
Cuando la Dictadura se vio obligada a paralizar o disminuir
numerosas obras públicas, se acabaron las exposiciones de
Barcelona y Sevilla, etcétera, los salarios de la mano de obra sin
calificar —la más numerosa en España— cayeron verticalmente.
Junto a esto, no tiene mucha importancia la elevación de salarios de
las mujeres trabajadoras, porque su número era muy reducido.
Además, lo que ocurrid es que si en 1925 una mujer ganaba dos
veces menos que un hombre por igual trabajo, en 1930 ya ganaba la
mitad que el hombre por la misma labor.
Se ha hablado y se ha escrito que la Dictadura, al aumentar de
siete a ocho horas la jornada de trabajo en las minas, elevó también
el salario de los mineros. Los resultados definitivos, comprobados
por datos oficiales recogidos aún en tiempos de la Dictadura,
muestran la vacuidad de semejantes afirmaciones. El promedio de
salario diario de los mineros de fondo en Asturias fue, en pesetas:
1923: 11,25; 1926: 10,50; 1927: 10,72; 1928: 10.36.
Un picador ganaba 12,93 al día en 1923; 12,88 en 1925; 12,50
en 1927; 12,70 en 1929. En cuanto al promedio de salario hora de
mineros de fondo en toda España fue: 1920; 0,84; 1925: 0,98; 1930:
0,90.
Los jornales mineros más bajos (0,62 por hora en 1925) eran
pagados en Huelva por las compañías británicas. En cuanto a la
jornada de trabajo ésta era de 48 horas semanales en 1925 para el
89,69 por 100 de la población obrera.
Resumiendo, según los datos oficiales, los índices de salarios
reales habían evolucionado de 106,6 a 103,8. La baja del nivel de
vida fue, sin duda alguna, bastante más acentuada, por las razones
ya expuestas. Los salarios reales que se mantuvieron mejor fueron
los de los obreros calificados de la metalurgia y derivados, y de la
construcción, y por provincias, los del País Vasco.
Pero todas estas consideraciones no tienen en cuenta al sector
más numeroso de trabajadores, el del campo. En 1930, el jornal
medio de un asalariado agrícola era de 2,80 pesetas, calculando
que trabajaba unas 250 jornadas al año. En algunos casos
excepcionales se pagaban salarios de cinco pesetas y 5,50 en las
épocas de siega o de recolección de aceitunas, por jornadas de sol
a sol. Los trabajadores agrícolas fijos —empleados todo el año—
tenían salarios que oscilaban entre dos y tres pesetas y, como de
costumbre, variaban según si el trabajador recibía o no parte del
salario en comida. La situación de los pequeños campesinos y de
los arrendatarios no era mejor, puesto que el índice de precios de
los productos agrícolas, que se elevó momentáneamente, en 1925,
a 176,22 descendía al siguiente año a 160,70, en 1928 a 159,27, y
así sucesivamente.
La verdad es que la dictadura de Primo de Rivera no cambió ni
podía cambiar el régimen de clase que era la «Constitución real» de
la España tradicional y, dentro de las clases coligadas en el Poder,
como siempre, la de los terratenientes —unos, aristócratas: otros
hidalgos de provincia— quien tenía mayor peso.
En resumen, la política económica de la Dictadura no hizo sino,
acrecentar la injusta distribución de la renta.
Del Directorio a la Dictadura civil
Cuando el marqués de Estella volvió a Madrid, después de las
operaciones de Alhucemas, se encontró con nuevas y crecientes
dificultades. No fue la menor el descubrimiento de una composición
militar contra la Dictadura. Fueron a prisiones militares, el creador
de este movimiento, coronel Segundo García, los generales López
de Ochoa y Sosa, el coronel Pardo y varios oficiales y suboficiales.
El coronel Segundo García fue condenado a cuatro años de prisión,
pero puesto en libertad condicional.
Creyó Primo de Rivera que había llegado el momento de
afianzarse en el Poder. Ya no se trataba de abrir un paréntesis en la
vida constitucional, sino de cambiar de fachada. Para ello propuso al
Rey, por escrito del 2 de diciembre, la sustitución de «una Dictadura
militar por otra civil y económica, y de organización más adecuada,
pero no menos vigorosa». El Rey estaba convencido, como lo dijo
poco después, que no disponía de equipo de recambio para sustituir
a Primo de Rivera. Además la «Dictadura civil» seria bien acogida
por la aristocracia terrateniente y financiera de que estaba rodeado.
Acto seguido, como si se tratase de una representación teatral en
que todo está ya bien ensayado, Alfonso XIII reiteró a Primo de
Rivera su confianza «para que formes y presidas un Gobierno, y
designes, dentro de él, la persona que ha de ser su
vicepresidente…». Al día siguiente (3 de diciembre de 1925), la
Dictadura tenía su primer Gobierno de hombres civiles[10].
Primo de Rivera, presidente del Consejo, se atribuía la dirección
de Marruecos y Colonias, y la presidencia del Consejo de
Economía. Martínez Anido, ministro de la Gobernación, era a la vez
vicepresidente del Consejo.
Comenzó esta segunda etapa de la Dictadura con el lema de
«menos política y más administración», que parecía ilustrar los
planes gubernamentales de que ya hemos hablado al tratar de los
aspectos económicos. Pero el malestar subsistía, como lo
mostraron, entre otros hechos, la protesta de los abogados
catalanes contra las detenciones gubernativas, que tuvo por
consecuencias inmediatas la destitución de la Junta del Colegio de
Abogados de Barcelona y el confinamiento de sus miembros (marzo
de 1926) y el acto celebrado en Madrid contra la designación de un
titular para la cátedra de Unamuno en Salamanca. Esta protesta dio
lugar a varias detenciones, entre ellas la de Álvarez del Vayo,
entonces corresponsal del diario argentino La Nación, y la
deportación a Chafarinas del Catedrático Luis Jiménez de Asúa.
Como el Ateneo de Madrid protestase también de los atropellos, el
Gobierno destituyó la Junta directiva y nombró por Real Orden otra
más adicta.
Poco antes, el entierro de Pablo Iglesias, que murió el 9 de
diciembre de 1925, dos días antes que Antonio Maura, había
constituido una demostración política a cargo de los miles y miles de
trabajadores que acompañaron a los restos del líder socialista hasta
el cementerio civil.
Otros vientos soplaron, en cambio, a favor del Gobierno.
Aprovechó éste cuanto pudo el primer vuelo a través del Atlántico
sur realizado por el comandante Ramón Franco y el mecánico Pablo
Rada, a los que se unieron a última hora el capitán observador Ruiz
de Alda y el teniente Durán, aviador naval, aunque éste lo hizo a
bordo de un buque de guerra. Pero d marqués de Estella comprobó
pronto, con enojo, que Ramón Franco no estaba dispuesto a servir
sus designios. Él, como otros muchos militares, estaba descontento
de un régimen que seguía pareciéndole óptimo al Dictador, que así
lo expuso en un discurso pronunciado en Alcalá de Henares, el 25
de abril: «¿Para qué queremos los elegidos? Tenemos en todos los
centros técnicos y más que en ninguno en el Consejo de Economía
nacional, donde están representados todos los organismos oficiales
y representativos (sic) de las fuerzas vivas. Tenemos órganos de
consulta para las cuestiones jurídicas; tenemos el Consejo de
Estado, organizado tan democráticamente, que forma parte de él el
señor Largo Caballero; para que en nombre de los obreros diga todo
lo que honradamente crea no está bien administrado. ¿Por qué,
pues, vamos a resucitar ese artilugio que llaman Parlamento, que no
saben qué hacer para desprenderse de él los pueblos que aún lo
padecen?».
Precisamente un Parlamento, o mejor dicho, la convocatoria de
unas Cortes Constituyentes era el programa o bandera de los
conspiradores que en aquel momento preparaban un golpe contra
aquella situación.
La Sanjuanada
El coronel Segundo García, en prisión atenuada en el Casino
militar, seguía conspirando. Pero ahora contaba nada menos que
con el anciano capitán general Weyler, general Aguilera —siempre
descontento de la Dictadura—, el general Batet, gobernador militar
de Tarragona —donde conspiraba activamente el capitán Fermín
Galán—, varios coroneles en Cataluña, Valencia, Aragón, Madrid y
Cádiz, y, al parecer, prometía su ayuda el capitán general de León.
La coalición política era muy heterogénea; en ella ocupaban lugar
preponderante viejos políticos como Melquíades Álvarez y el conde
de Romanones, la totalidad de los dirigentes republicanos y gran
parte de los anarcosindicalistas. Por el contrario, el Partido
Socialista había rehusado colaborar en el movimiento.
Los republicanos, estimulados por la actividad incansable del
catedrático de la Universidad Central y farmacéutico José Giral,
habían constituido en el mes de febrero una Alianza Republicana
que unificaba sus esfuerzos y en la que participaban, además de
sus grupos políticos, intelectuales como Antonio Machado, Vicente
Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y Gasset, Gregorio Marañón,
Honorato de Castro, etc.
Pese a la amplitud de las fuerzas que preparaban la conspiración
de 1926, sus métodos eran los del clásico pronunciamiento confiado
a los militares, sus objetivos muy limitados y escasa su penetración
en la masa ciudadana. Melquíades Álvarez redactó un manifiesto,
firmado por Weyler y Aguilera, que decía entre otras cosas: «El
Ejército no puede tolerar que se utilice su bandera y su nombre para
mantener a un régimen que despoja al Pueblo de sus derechos y
que al acumular arbitrariamente en el Gobierno la facultad de hacer
las leyes y a la vez de ejecutarlas, encama con daño de todos,
mediante esta confusión de poderes, el más peligroso de los
despotismos». Y concluía así: «Nuestro programa puede resumirse
en estos términos: Restablecimiento de la legalidad constitucional.
Reintegración del Ejército, para la mejor defensa de sus prestigios, a
sus peculiares fines. Mantenimiento del orden y adopción de
medidas que garanticen la constitución de unas Cortes libremente
elegidas y que, por ser soberanas, necesitan expresar la verdadera
voluntad nacional».
O sea, el típico pronunciamiento liberal y, aunque el manifiesto
precisaba que no se trataba de «un retomo a modalidades y
corruptelas políticas definitivamente condenadas». Era, sin duda, un
intento de salvar la monarquía, con la participación dirigente de
representantes de la oligarquía. Los métodos conspirativos eran
aproximadamente los mismos que en los tiempos románticos de
Espartero y Prim, y no es de extrañar que los servicios policiacos de
la dictadura contasen con la información suficiente para desbaratar
el golpe. Veamos, pues, cómo se desarrollaron los acontecimientos.
El general Aguilera y el coronel Segundo García marcharon a
Valencia, pero allí se encontraron con que varios de los
comprometidos habían sido detenidos y los restantes no se decidían
a actuar. Aguilera, de acuerdo con el teniente coronel Bermúdez de
Castro, iba a lanzarse al asalto de la Capitanía general, cuándo éste
fue detenido. No le quedaba más remedio al general que tomar un
auto y marcharse a Tarragona a reunirse con Batet.
En Madrid, se vivían unas jornadas de ambiente dieciochesco. El
general López Ochoa las ha relatado así:
«Llegó la fecha del pronunciamiento, 24 de junio de 1926, noche de San
Juan, que le dio el nombre de “Sanjuanada”. La expectación era enorme; se
hablaba de un sinnúmero de cuerpos comprometidos; capitanías enteras se
decía estaban dispuestas a levantarse al grito de “Cortes Constituyentes”; el
pueblo esperaba con ansia las primeras noticias del movimiento; en Madrid
se leía en los centros políticos el manifiesto firmado por el teniente general
Aguilera y el capitán general Weyler; en el Ateneo file leído, en medio de
“vivas” y “mueras”, en uno de los salones del piso bajo. Llegó la noche, los
cafés estaban llenos de gente; en la Puerta del Sol, en la calle de Alcalá, en
Recoletos y el Prado, los grupos eran numerosísimos; Las noticias más
absurdas corrían. Los mismos periódicos mandaban redactores hacia Alcalá
de Henares y Vicálvaro para que dieran cuenta del avance hacia Madrid de
los cuerpos de Caballería y Artillería. Un ambiente cargado se respiraba; por
las calles rondaban piquetes de Seguridad».
»Sin embargo, las horas pasaban y las puertas de los cuarteles
continuaban cerradas, y en su silencio habitual, sólo gran número de
motocicletas y de automóviles militares atravesaban Madrid de punta a
punta, dando prueba de las dilaciones y las dudas de los que debían
sublevarse; en los barrios extremos algunas parejas de la Guardia civil
montada estaban situadas de trecho en trecho»[11].
Max Aub, que ha trazado en su novela La Calle de Valverde, la
viva estampa de las clases medias del Madrid de los años del veinte
al treinta, nos cuenta que aquella noche:
«Sbert reunió a sus compañeros, escogieron los cincuenta que habían
de hacerse cargo del manejo de los aparatos… La Verbena de San Juan:
buen pretexto para pasar por el Prado y los alrededores del Palacio de
Comunicaciones sin llamar la atención. La señal era sencilla: en el momento
en que Sbert se secara el sudor de la frente, con su pañuelo blanco, los
estudiantes entrarían. Si se lo ataba al cuello, se dispersarían
rápidamente… Hace una noche espléndida. Más de las doce y día de San
Juan… Por la Castellana avanza un tercio de la Guardia civil a caballo, con
sus capas, fusiles al flanco. Rodean la plaza. Se detienen. Pasa Sbert con el
pañuelo al cuello. Hay que huir. Fracaso…
»… Suben hacia el Retiro, como si nada. ¿Los van a detener? No, la
gente, indiferente. —¿Qué habrá pasado? —Los militares, como siempre; no
se puede uno fiar nunca de ellos».
La misma noche eran detenidos Marcelino Domingo, Marañón,
Barriobero, Lezama… No apuntaba el día cuando la nota oficiosa de
Primo de Rivera estaba ya en las redacciones de los diarios: «Un
corto número de personas cegadas, sin duda, por pasiones,
ambición o despecho, venían intentando, desde hace unas
semanas, la organización de un complot, fundándolo en que va
transcurrido mucho tiempo sin gozar de las libertades ni del régimen
constitucional puro… El mosaico de los conspiradores no puede ser
más abigarrado y grotesco; un grupo de sindicalistas, otro de
republicanos y de intelectuales anarquizantes, calificados por su
constante acción demoledora; algunas personas que por edad,
categoría y posición nadie las creería capaces de marchar en tal
compañía, y la docena de militares descontentos y de carácter
rebelde e indisciplinado, que son excepción en la clase y siempre
voluntarios agentes de enlace para esta clase de aventuras».
Mientras tanto, Bermúdez de Castro era también detenido en
Valencia; Aguilera, Batet, el capitán Galán y otros oficiales en
Tarragona; los sindicalistas Pestaña y Barrera, y el republicano
Eladio Gardó en Barcelona; Weyler, al regresar de Mallorca, donde
se encontraba accidentalmente, era arrestado en su domicilio.
Quiso el Dictador instaurar con este motivo o pretexto el sistema
de multas gubernativas, por Real Orden del 2 de julio: Romanones
fue sancionado con medio millón de pesetas, Aguilera con 200 000,
Weyler, Marañón y él exsenador Manteca con 100 000; y con multas
menores otros muchos, entre los cuales el general Batet, el coronel
Segundo García. Barriobero, Domingo, Lezama, etc.
El Consejo de guerra, que se vio en abril de 1927, condenó a
ocho años al coronel García, y a seis y un día al teniente coronel
Bermúdez de Castro, capitanes Galán y Perea, y teniente Rubio,
con la accesoria de separación del servicio. Por paradoja, o más
bien por solidaridad de clase, el general Aguilera sólo fue
condenado a seis meses y un día, y Weyler y Batet, así como su
ayudante, fueron absueltos. Los civiles procesados fueron así
mismo absueltos por falta de pruebas.
Así terminaba aquella intentona que miraba más hacia el pasado
que hacia el porvenir, no sin que algunos de sus artífices se
quejasen del comportamiento del monarca. Éste, en una
conversación privada hecha pública más tarde[12] le dijo al marqués
de Villabrágima, hijo de Romanones: «Si yo hubiera querido
ponerme enfrente de Primo de Rivera, ¿qué Gobierno hubiera
podido nombrar? ¿Tienen tu padre, Sánchez Guerra y los demás
enemigos de la Dictadura, elementos para resistir, si necesario
fuese, a los que acaudilla Primo de Rivera?».
Rendición de Abd el-Krim
En verdad, el Gobierno se encontraba estimulado por la solución
virtual de la guerra de Marruecos. Retrocedamos algunos meses
para ver qué giro habían tomado los acontecimientos de orden
militar y diplomático.
Durante el invierno de 1926, Abd el-Krim intentó lograr una paz
separada con Francia, pero el mariscal Pétain convenció a Briand —
que era jefe del Gobierno— y a Painlevé, ministro de la Guerra, de
la necesidad de proseguir la acción conjunta con el Gobierno
español. El plan de operaciones establecido en Madrid, el 6 de
febrero, por el mariscal y Primo de Rivera, era aprobado por el
Gobierno francés, a reserva de que fracasasen las negociaciones
que en aquel momento realizaban emisarios franceses para
conseguir la sumisión de los rifeños. El Gobierno español aceptó la
celebración de una entrevista franco-hispano-rifeña. Hubo primero la
entrevista de Camp-Berteaux, el 17 de abril, sin resultados, pero
seguida de una tregua. Pétain, de acuerdo con el Gobierno de
Madrid, había conseguido imponer en París el criterio de la
intransigencia. Comenzó entonces la Conferencia de Uxda, que
debía durar del 22 de abril al 6 de mayo.
Al comenzar la Conferencia, el Gobierno francés se mostró más
conciliador, pero en la tarde del 22 Pétain entregó una nota a Briand
y a Painlevé insistiendo en que había que exigir la ocupación
inmediata del Kert —cuestión litigiosa sobre la que Briand pensaba
ceder después de la entrevista de Camp-Berteaux— y en que, «en
la hipótesis de la ruptura, tendremos que recurrir a la fuerza para
imponer la paz que buscamos, y las operaciones deberán comenzar
por una estrecha acción franco-española»[13]. Quiñones de León,
embajador de España en París, presionaba en el mismo sentido.
En Uxda, Mahomed Acerkan, el Pajarito; ministro de Asuntos
extranjeros de Abd el-Krim, insistió en sus proposiciones para que
se reconociese un Gobierno autónomo del Rif, con sus instituciones
propias. El día 30, en París, Pétain quiso ya romper y Briand
persistió en buscar una fórmula de conciliación. En realidad, las
delegaciones francesa y española —dirigidas, respectivamente, por
el general Simón y el cónsul López Oliván— exigían la sumisión, el
desarme y el alejamiento de Abd el-Krim. El día 6 se rompían las
negociaciones. Al alba del 8 comenzaba la ofensiva franco-
española.
La batalla de ruptura de las líneas rifeñas del Iberloken fue de
singular dureza. Las fuerzas españolas, mandadas por el general
Castro Girona, lograron su objetivo tras varios días de lucha y a
costa de 1189 bajas. Partiendo de la zona oriental, las fuerzas del
coronel Pozas ocupaban el día 17 el sector de Annual y Sidi Dris,
teatro de la derrota de 1921. El día 20 enlazaban en el valle del
Nekor las fuerzas procedentes de Beni Tuzin, mandadas por el
general González Carrasco, y las columnas que habían penetrado
hacia el Sur desde el sector de Axdir. Las fuerzas rifeñas, aguerridas
y bien organizadas, se defendían con empeño heroico ante un
enemigo superior en número, material y técnica. La resistencia se
hacía casi imposible. Las fuerzas francesas, según el plan
previamente establecido con el alto mando español, ocupaban Yebel
Haman y Targuist, zona del Protectorado español. Abd el-Krim pidió
entonces una tregua, en carta dirigida al señor Steeg, Residente
general de Francia. Al no recibir respuesta, contestó a otra del
coronel francés Corap, recibida ese mismo día por la noche,
proponiéndole la rendición. Tres oficiales de los servicios de
información franceses se trasladaron a Snada, puesto de mando de
Abd el-Krim. Este firmó su rendición a Francia el día 25: «Desde
este momento puedo deciros que me rindo a vosotros. Pido la
protección de Francia para mí y mi familia, y pido que mis familiares,
que se encuentran, actualmente en Kemmun, sean puestos bajo la
salvaguardia de vuestras tropas. En cuanto a los prisioneros,
decreto su liberación para mañana por la mañana».
Al día siguiente, Corap confirmó la garantía de la familia y bienes
de Abd el-Krim. Este se rindió la madrugada del 27, en Targuist, al
general Ibos y al coronel Corap.
Historiadores hay, como Gabriel Maura, que se quejan de que
«se llevaron los trastos a espaldas de los españoles». Cualquiera
que fuesen las modalidades de este desenlace, la realidad era que
se había llegado a él. La desarticulada resistencia rifeña, reducida
cada vez más a la acción guerrillera, se aminoró a partir del mes de
agosto. En la Conferencia franco-española del 13 de junio, el
general Gómez Jordana consiguió que se confiscasen los bienes de
Abd el-Krim y que éste fuese deportado a la lejana isla de la
Reunión[14]. El mes siguiente, Primo de Rivera marchó a París para
firmar dichos acuerdos y, si bien fue objeto de homenajes oficiales,
lo fue al mismo tiempo de una sonada manifestación popular de
hostilidad.
El conflicto de los artilleros
Que Primo de Rivera no contaba con el asentimiento de todos
los militares era hecho conocido por cualquier observador. No
obstante, el Dictador cometió la torpeza de publicar, el 9 de junio, un
Real Decreto suprimiendo la llamada «escala cerrada» de los
cuerpos de Artillería e Ingenieros, según la cual estos militares sólo
ascendían por escalafón y nunca por recompensa a los llamados
méritos.
El decreto cayó como obús de baterías enemigas en el cuerpo
de Artillería. A los pocos días, se reunieron en asamblea los
generales y coroneles del Arma y, sirviendo de intermediario el
teniente coronel Velarde, propusieron una fórmula de compromiso,
que fue aceptada por el Rey. Pero sobrevino el fracaso de la
«Sanjuanada» y Primo de Rivera se encolerizó contra aquellos
militares de cuya fidelidad dudaba; respondió a una carta del
general Haro, jefe de la Artillería, diciendo que «no ha tratado ni
convenido nada, ni con nadie»… Volvieron los artilleros a reunirse el
20 de agosto y su acuerdo fue el de llegar, si era preciso, hasta la
rebeldía. A las dos semanas (5 de septiembre), Primo de Rivera
hizo público el conflicto, declaró el estado de guerra y suspendió de
empleo y sueldo a todos los oficiales de Artillería. Declaróse en
rebeldía la Academia de Segovia y un grupo de aquellos oficiales
detuvo —aunque muy tímidamente—, el cortejo regio, al regresar
Alfonso XIII de su veraneo, pero se calmaron cuando el monarca les
dijo que intervendría en su favor. En realidad, se arrestaba y
procesaba a sus oficiales (el coronel Marchesi, director de la
Academia, fue condenado a muerte, y luego indultado). En
Pamplona, el gobernador militar, general Bermúdez de Castro, tomó
por asalto la Ciudadela, donde estaba la artillería, no sin que sus
tropas dieran muerte al teniente Tordesillas y a un trompeta. Los
oficiales de Pamplona fueron a su vez detenidos y procesados.
En veinticuatro horas, el Gobierno había disuelto el cuerpo de
Artillería y liquidado la situación. Un manifiesto de los artilleros
afirmando que entre el monarca y ellos se había abierto un abismo
insalvable, cayó en el vacío. Un conflicto de casta, en el que se
ventilaban intereses de un cuerpo particularmente aristocrático, no
podía interesar a nadie, ni siquiera a los militares de otras amias en
las que predominaban los procedentes de las clases medias.
Incidente en la Sociedad de Naciones
España, potencia considerada de segundo orden, tenía un
puesto no permanente en el Consejo de la Sociedad de Naciones.
Creyeron Primo de Rivera y su ministro Yanguas, que tras el éxito —
bien relativo— del Rif, estaban en condiciones de solicitar uno
permanente. Y así lo hicieron, en el más inoportuno de los
momentos, por cuanto que ese puesto correspondía a Alemania,
como consecuencia lógica de los acuerdos de Locarno. Tomó a
pecho la cosa el Dictador y, por añadidura, la embrolló al resucitar la
reivindicación española sobre Tánger. Buscaron una fórmula
conciliatoria los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña, y creyeron
encontrarla al asegurar al de España su reelección para el puesto
permanente del Consejo. Todo fue en vano y el 8 de septiembre el
Gobierno español comunicaba su retirada de la Sociedad de
Naciones, lo que, pasado el malhumor, no debía durar mucho.
En busca de instituciones
Aquel verano de 1926, Primo de Rivera estaba convencido de
que su régimen echaba raíces. Y se lanzó a la empresa de construir
un andamiaje institucional. El mismo día 5 de septiembre, que
marcó el punto culminante del conflicto de los artilleros, fue el de la
publicación de un manifiesto en el que el jefe del Gobierno
declaraba caduco el régimen parlamentario y anunciaba la
convocatoria de una Asamblea Nacional «en que estén
representados con la debida ponderación todas las clases e
intereses». Ni corto ni perezoso, el Dictador mandó celebrar un
peregrino plebiscito, para cinco días después, con objeto de aprobar
su programa. Los Comités de la Unión Patriótica y entidades
oficiales dispusieron unas simples hojas en las que estampasen su
firma los españoles de ambos sexos. Así fueron recogidas, durante
los días 10, 11, 12 y 13 de septiembre, 6 697 164 firmas sin
garantías ni comprobación en cuanto a la identidad de los firmantes
ni a la forma de expresar su opinión.
Sánchez Guerra realizó en esa ocasión el gesto más sonado
mediante una carta dirigida al Rey, que circuló clandestinamente por
Madrid, en la que le instaba a que no refrendase con su firma lo que
consideraba «como un acto ilegítimo y faccioso». Proponía también
que se formase un Gobierno que «apaciguase al Ejército» e
«iniciase la vuelta a la normalidad», y para esa tarea proponía al
general Berenguer.
Se ha dicho que el Rey vaciló, ante ésta y otras presiones de
elementos conservadores, e incluso que pensó en Gabriel Maura
Gamazo. Lo único cierto es que el decreto de organización y
convocatoria de la Asamblea tardó un año en promulgarse.
Por aquel entonces, Primo de Rivera, aconsejado por su ministro
Aunós, prefirió proceder a la organización corporativa del trabajo por
Real Decreto del 26 de noviembre, que despedía un neto relente
mussoliniano. Organizáronse así los Comités paritarios, compuestos
por vocales patronales y obreros, y presididos por un delegado
gubernativo. Mucho se ha hablado de ellos y no faltan quienes los
hayan considerado como precedentes de los Jurados mixtos de la
República, ni tampoco aquellos, más penetrantes, que ven en ellos
un antecedente de los Sindicatos verticales.
La U. G. T. decidió colaborar en los Comités paritarios, no sin que
aquella decisión engendrase una apasionada discusión en su seno,
así como en el del Partido Socialista, y en la que sobresalió la
actitud opuesta de Indalecio Prieto.
Mientras tanto, Callejo implantaba un desdichado plan de
segunda enseñanza que recogió la desaprobación general;
Guadalhorce iniciaba su plan de obras públicas; Calvo Sotelo
tanteaba en vano sus proyectos de reforma fiscal, y Martínez Anido
exhortaba el celo de los polizontes a sus órdenes. Se hacían
concesiones a empresas que daban lugar a habladurías, se
preparaba el monopolio de petróleos y el Gobierno creía
ingenuamente en su prestigio internacional, porque los
especuladores de bolsa cosmopolitas compraban pesetas e
inscribían cuentas bancarias al socaire de la coyuntura económica
mundial y también por contraposición con la crisis que por entonces
atravesó el franco francés.
El complot de Prats de Molló
Estat Català, organización nacionalista creada en 1922 por el
exteniente coronel de Ingenieros y diputado a Cortes Francisco
Macià proyectó en 1926 una expedición armada a Cataluña.
Instalado en París desde el golpe de Estado del 13 de septiembre,
Macià lanzó el 23 de abril de 1925 el empréstito Pau Claris (cerca
de nueve millones de pesetas) que le permitió allegar recursos —
procedentes en su mayor parte de los catalanes residentes en
América— para un movimiento tendente a proclamar la República
catalana, primer elemento de la federal española. Con este fin
alistáronse buen número de catalanes y antifascistas italianos, así
como el coronel Riccioti Garibaldi, que resultó ser un agente
provocador al servicio de una o de varias policías. Así, cuando el 4
de noviembre de aquel año 1926 se habían concentrado en Prats de
Molló, pueblecito del Pirineo catalán francés, varios centenares de
conspiradores, fue sumamente fácil para los gendarmes desbaratar
de raíz la intentona. Se detuvo a cerca de doscientos hombres[15],
que fueron trasladados a Perpiñán, de los cuales dieciocho
comparecieron ante la XII Sala correccional del Tribunal del Sena,
en París, los días 20 al 22 de enero de 1927, defendidos, entre
otros, por Henry Torras, Alejandre Zévaes, Pierre Cot, etc.
Condenados, después de ruidosas sesiones, a penas mínimas de
pura forma, los procesados fueron puestos inmediatamente en
libertad. No obstante, Macià, el poeta Ventura Gassol y unos
cuarenta catalanes fueron expulsados de Francia.
Ahora bien, más que proceso contra unos hombres acusados de
haber violado las leyes de asilo, el de Prats de Molló fue el proceso
internacional contra la dictadura y la monarquía españolas. La
fogosa palabra de Henry Torres, defensor de Macià, levantó la
opinión democrática de Francia contra lo que se llamó de nuevo
«España negra». Por el tribunal de París desfilaron entonces
grandes figuras de la política y de las letras francesas, así como los
más ilustres desterrados españoles, para expresar sus simpatías a
los acusados.
Fin de la guerra de Marruecos. Crece la oposición
Las cabilas más combativas del Rif prosiguieron una lucha difícil
y desigual en la parte montañosa hasta la llegada de la primavera
de 1927. En abril, las fuerzas españolas iniciaron una ofensiva a
fondo que les permitió dominar la región de Gomara al cabo de un
mes. El 10 de julio, el general Sanjurjo, Alto Comisario, dirigió una
alocución al ejército de tierra y mar dando por terminadas las
operaciones. Los reyes visitaron la zona del Protectorado, hubo
ascensos y condecoraciones, regocijos oficiales y festejos públicos.
El general Sanjurjo se vio premiado con la laureada de San
Fernando, ennoblecido con el título de marqués del Rif y
comprometido por ponerle su nombre a un poblado creado en la
bahía de Alhucemas. Fue más propicio a la ironía la concesión del
título de conde de Xauen a Dámaso Berenguer cuando el
amnistiado general era ya jefe del cuarto militar del Rey.
Por aquellas fechas se creó el Monopolio de petróleos y continuó
la euforia monetaria: en abril y mayo alcanzó su máxima cotización
la peseta (27,40 la libra esterlina).
Probablemente, estos hechos y otros por el estilo decidieron al
Rey a aceptar el proyecto de Asamblea Nacional Consultiva. Pero
en la alegría de aquellos días fáciles, el Gobierno acumulaba errores
que se traducían en un aumento de la oposición. El malestar cundía
entre los estudiantes, que desde enero habían creado la Federación
Universitaria Escolar (F. U. E.) de Madrid, ejemplo seguido poco
después en otras universidades. Los artilleros, sin ocupación en sus
cuarteles, sin tropa que mandar, no podían estar contentos. Cuando
Primo de Rivera fue a entregar los despachos a los cadetes de la
Academia de Artillería y quiso estrechar la mano del número uno,
éste permaneció inmóvil en posición de firmes. A los revuelos que
levantó el Monopolio de petróleos se unió el originado por la
concesión a March del monopolio de tabacos en el Protectorado de
Marruecos[16], mientras que en el ámbito universitario costó al
Dictador no pocos sinsabores que la Universidad de Madrid
concediese el título de doctor honoris causa al Rey. La agitación era
estimulada por una publicación mensual, Hojas Libres, que
Unamuno y Eduardo Ortega y Gasset editaban en Hendaya, y que
se difundía clandestinamente en España.
Por primera vez, la Dictadura tenía que hacer frente a
movimientos huelguísticos de importancia. No sólo porque
aumentaron en gran manera (70 616 huelguistas en 1927 contra
21 851 en 1926, según datos del ministerio del Trabajo), sino porque
alcanzaron aspectos vitales de la producción. Hubo huelgas en la
zona minera de Vizcaya, en las que se unían las reivindicaciones
profesionales al objetivo político de alzarse contra la convocatoria de
la Asamblea, pero fue particularmente importante el paro de los
mineros asturianos en protesta del aumento de la jornada de trabajo
en las minas y de la supresión de primas a los destajistas. El 3 de
octubre acordaban los Sindicatos ir a la huelga, que fue efectiva
durante más de una semana del mes de un reducido aumento de
salario. No obstante, el Sindicato Minero, bajo la influencia de
Llaneza, cedió en la mayor parte de cuestiones en litigio,
volviéndose al trabajo entre el 22 y el 25 de octubre[17].
La Asamblea Nacional Consultiva
La víspera del cuarto aniversario del golpe de Estado, la Gaceta
publicaba un Real Decreto instituyendo la Asamblea Nacional
Consultiva, compuesta por representantes municipales, provinciales,
de las organizaciones de la Unión Patriótica, del Estado, miembros
por derecho propio, y las llamadas «representaciones de la cultura,
la producción, el trabajo, el comercio y demás actividades de la vida
nacional». Su naturaleza, según palabras de su presidente —
designado por el Gobierno— José Yanguas Messía, era
«fiscalizadora y consultiva de la labor de gobierno y preparatoria de
proyectos fundamentales, que habrán de ser, en su día, objeto de
examen y de resolución de un órgano legislativo que tenga por raíz
el sufragio».
Contaba Primo de Rivera con un equipo de adeptos para
constituir el andamiaje de tan híbrido organismo, pero le pareció
hábil que formasen también parte del mismo otras personas de
reconocida tendencia liberal, e incluso de izquierda. Entre los
primeros figuraban La Cierva, Goicoechea, Bugallal, Silió, Ramiro de
Maeztu. Gabriel Maura Gamazo, Saldaña, Fernán, Víctor Pradera,
etc.; y entre los segundos Fernando de los Ríos, Largo Caballero,
Llaneza, Dolores Cebrián, esposa de Besteiro, Álvarez Buylla y
otros. Renunciaron los de izquierda, y los socialistas de manera
ostensible, pues los Congresos extraordinarios del Partido Socialista
y de la U. G. T. decidieron rechazar los nombramientos ofrecidos, si
bien subsistieron las discrepancias internas en la organización
obrera para el caso hipotético en que el Gobierno permitiese que
fuera la U. G. T. quien designase sus delegados a la Asamblea.
La Asamblea Nacional Consultiva dio lugar a algún que otro
altercado e incidente «de familia», elaboró en año y medio un
Anteproyecto de Constitución, con Cortes semicorporativas y
Consejo del Reino, y un Código Penal que sólo tuvo unos meses de
vigencia. La oposición la combatió, el hombre de la calle la olvidó, a
excepción del madrileño, que al pasar por la Carrera de San
Jerónimo contemplaba una reluciente y dorada inscripción que
rezaba Asamblea Nacional en el mismo frontispicio donde siempre
se había leído Congreso de los Diputados, y hubo más de uno de
sus miembros que la abandonaron, como fue Gabriel Maura
Gamazo.
Lo que hay de significativo en la creación de la Asamblea
Nacional es que produjo, de rebote, una reacción como no había
producido hasta entonces ninguna otra disposición de la Dictadura.
Y esta reacción no venía tan sólo de los medios obreros e
intelectuales ya señalados, sino de políticos adictos al régimen, de
hombres que contaban en los medios de la oligarquía.
El primer trallazo lo soltó el conservador Sánchez Guerra, que ya
había establecido sus distancias con el manifiesto de 1926. Esta vez
se expatriaba voluntariamente y, al cruzar la frontera, dio a la
publicidad un nuevo manifiesto en el que, confirmando sus palabras
de un año antes, decía: «El acto que acaba de realizarse (la
convocatoria de la Asamblea) es ilegítimo y faccioso…» y afirmaba
sin ambages que el Rey se había puesto fuera de la ley.
Coincidiendo con esa actitud, aunque con matices personales
más prudentes, se hicieron públicas unas declaraciones del conde
de Romanones criticando aquella convocatoria y afirmando su
fidelidad al parlamentarismo liberal (lo que no le impidió almorzar
con Primo de Rivera, dos meses después, en una finca próxima a
Villalba: «los negocios son los negocios»); otras análogas de
Villanueva, último presidente del Congreso; una entrevista de
Cambó, más sibilina, anunciando su probable vuelta a la política,
que coincidió con unas gestiones frustradas de la Lliga para lograr
algunas posibilidades de expresión… Y Luca de Tena ponía las
columnas de su periódico, el monárquico ABC, a la disposición del
nuevo desterrado, Sánchez Guerra.
Sin sacar las cosas de quicio, cabe indicar que la contabilidad
bancaria de fin de año señalaba la evasión de capitales por más de
1200 millones de pesetas en 1927; y que también por estos meses
se produjo el choque entre Deterding y el Gobierno. Naturalmente,
no se puede explicar este fenómeno de manera simplista. A esos
elementos de juicio, sin duda ciertos, hay que añadir que los
síntomas de malestar en los medios populares apuntaban con
claridad y de manera más neta en las clases medias, universitarios,
etc., sin referirnos a los numerosos militares descontentos, a la
posición del clero catalán, con el cardenal Vidal y Barraquer a su
cabeza, en defensa de su derecho a predicar en la lengua materna.
Numerosos políticos, enteramente responsables de la esclerosis de
España durante años, de la injusticia permanente en beneficio de la
oligarquía, comprendían que la Dictadura se gastaba y que podía
llegarles la hora de tomar de nuevo los puestos de mando, y salvar
así la Monarquía y, con ella, las estructuras políticas y económicas
que perpetuasen los privilegios de las «grandes familias». Para
evitar lo peor, había llegado la hora de declararse liberales y
parlamentarios. Nada menos, pero nada más.
La Universidad frente al régimen dictatorial
Comenzó el año 1928 con la muerte de Vicente Blasco Ibáñez
en el destierro; la inoportuna idea de un homenaje «popular» a
Primo de Rivera; el establecimiento del impuesto de utilidades para
todos aquellos que ganasen más de 3250 pesetas anuales; el
comienzo del Monopolio de petróleos, cuya explotación fue
concedida a C. A. M. P. S. A., entidad dirigida principalmente por los
grupos del Banco Español de Crédito y del Banco Urquijo, y la
enérgica carta del exministro liberal Niceto Alcalá Zamora al jefe del
Gobierno para declinar el cargo de consejero de Estado, negar toda
colaboración al régimen que había conculcado los preceptos
constitucionales, y aconsejar al Dictador que «abandone el Poder,
facilitando, si aún es tiempo para ello, que se salve la paz pública en
España y lo que fuere posible del principio monárquico y del interés
dinástico, devolviéndose al país las libertades y la soberanía a que
tiene imprescriptible derecho».
Meses más tarde, en junio, un cambio de cartas entre Miguel
Maura y Primo de Rivera sirvió para señalar la evolución política del
hijo menor del fallecido político conservador, que afirmaba laborar
por «el establecimiento de una nueva modalidad dentro de la
Monarquía», aunque añadiendo que los políticos veteranos no
confiaban ya en ésta como solución de porvenir. Dos años más, y
tampoco confiarían en ella Alcalá Zamora y él.
Aquella primavera se discutió en la Asamblea un proyecto de
reforma de la enseñanza universitaria, presentado por el ministro
Callejo, cuyo artículo 53, sobre «Relación entre las enseñanzas
oficial y privada», inspirado directamente por el obispo Leopoldo Eijo
Garay y el director de Enseñanza superior, González Oliveros,
equiparaba el Colegio de Jesuitas de Deusto y el de Agustinos de El
Escorial a las universidades del Estado en la expedición de títulos
universitarios, sin otra formalidad que los exámenes finales fuesen
presididos por un catedrático de la Universidad del Estado. Diose el
caso singular de que, habiendo sido rechazado el proyecto de
artículo 53 por la Comisión correspondiente de la Asamblea
Nacional, el Gobierno no vaciló por eso en promulgarlo
íntegramente en el Decreto-Ley del 19 de mayo. Protestó el claustro
de profesores de la Universidad Central, protestó la F. U. E. de
Madrid. No se inmutó el Gobierno y dejó que pasase el verano en la
euforia de viajes reales, inauguración del túnel de Canfranc,
declaraciones bravuconas de Martínez Anido en Galicia y desfile
prefabricado en homenaje al Dictador el 13 de septiembre en
Madrid. Al comenzar el curso, la agitación crecía, pero no creyeron
los organismos de la F. U. E. llegada la ocasión de un movimiento de
largo alcance. Hubo, por el contrario, una huelga de 24 horas como
respuesta a la agresión de Callejo contra el profesor Jiménez de
Asúa, a quien formó expediente por haber pronunciado una
conferencia sobre eugénica en la Universidad de Murcia. Los
estudiantes salieron a la calle y apedrearon el diario El Debate,
acusado, con razón o sin ella, de inspirar las medidas del ministro.
Entre todos ellos recaudaron una cantidad equivalente al sueldo
mensual de Jiménez de Asúa, privado de él por la arbitrariedad
ministerial. La agitación universitaria no se extinguió, sino que, muy
al contrario, fue adquiriendo mayor extensión y transformándose en
organización cuyos resultados se verían meses después.
En el mes de septiembre, la policía procedió a efectuar
innumerables detenciones. Un mes antes, Martínez Anido,
informado por sus servicios, habló de complots organizados por los
comunistas, socorrido coco que ya comenzaba a usarse para
horripilar a incautos. Los «comunistas» en cuestión eran Sánchez
Guerra, Villanueva, unos cuantos generales y los grupos
republicanos que, desde luego, preparaban un movimiento, pero en
modo alguno para aquella fecha. Creyó oportuno la policía o el
Gobierno, por razones de propaganda o a guisa de provocación,
lanzar aquella especie y Primo de Rivera publicó su correspondiente
nota oficiosa refiriéndose a «un complot en que habían de tomar
parte abigarrados factores y personas».
En el aire seguía el descontento y otra prueba del mismo fue la
algarada de los cadetes de Artillería, en Segovia, con pretexto de la
fiesta de su patrona, Santa Bárbara, consistente en apedrear la casa
del presidente de Unión Patriótica de aquella ciudad e intentando
adelantar el pronunciamiento que se urdía. Hubo sanciones a
granel, y el Gobierno siguió confiado. Ya entonces había
reorganizado algunos altos mandos: Sanjurjo fue nombrado director
general de la Guardia Civil, y el general Burguete, que tenía ese
cargo, pasó a presidir el Consejo Supremo de Guerra y Marina. El
general. Jordana, ennoblecido con el título de conde, ocupó la Alta
Comisaría de Marruecos. Ya desde el año anterior había sido
abierta la Academia General Militar, preparatoria al ingreso en las
Academias de cada arma, instalada en Zaragoza y nombrado
director de la misma, el exjefe del Tercio general Francisco Franco.
Terminaba el año y los signos de baja monetaria eran ya
claramente perceptibles, aunque no inquietantes. En cambio
resultaban ya claras las argucias que se empleaban para presentar
el saldo de los presupuestos con signo favorable. Para equilibrar
teóricamente el saldo de 1928 se le añadieron 213 millones de
pesetas que estaban pendientes de cobro del ejercicio anterior y se
omitieron 420 millones pendientes de pago.
Alboreaba el año 1929 en condiciones que restringían
notoriamente las bases materiales y sociales de la Dictadura. Los
más avisados maniobreros de la política pensaban ya en la
necesidad de buscar los necesarios equipos de recambio. Pero
antes de abordar el que fue último año de la Dictadura será tal vez
útil que echemos una ojeada sobre las condiciones de existencia de
las organizaciones obreras y republicanas.
Partidos obreros y Sindicatos de oposición
En este capítulo hemos tenido ocasión de examinar con
frecuencia la actividad del Partido Socialista y de la Unión General
de Trabajadores. Sabido es que hasta 1929 prevaleció en estas
organizaciones obreras la idea de que era preferible aprovechar las
posibilidades de colaboración ofrecidas por el régimen, sin
solidarizarse por ello con los principios que lo informaban, y
rechazar las ofertas de participación en las diversas conspiraciones
de civiles y militares. Contra esta tendencia se enfrentaba una
minoría encabezada por Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos.
Del 29 de junio al 4 de julio de 1928 se celebró el XII Congreso
ordinario del Partido Socialista, que contaba entonces con 7940
afiliados[18]. En el mes de septiembre del mismo año, se reunió, por
su parte, el XVI Congreso de la U. G. T., en el que 519 delegados
representaban a 141 269 asociados, aunque en realidad había más,
puesto que algunos no estaban representados[19].
Al año siguiente, se observó un cambio de tendencias
mayoritarias en estas organizaciones. Cuando Primo de Rivera
quiso reorganizar la Asamblea Nacional y propuso que la Unión
General de Trabajadores designase a cinco de sus militantes para el
puesto de asambleístas se abrió de nuevo el debate sobre la
«colaboración». Pero la situación no era ya la misma y la Dictadura
se descomponía a ojos vista. Besteiro, en la reunión de los Comités
Nacionales de la U. G. T. y del Partido Socialista —celebrada el 11
de agosto de 1929— quedó en franca minoría. Ambas Comisiones
ejecutivas publicaron un manifiesto el 13 de agosto, en el que se
condenaba el proyecto de Constitución primorriverista y se decía:
«Nosotros aspiramos para realizar nuestros fines a un Estado
republicano de libertad y democracia, donde podamos alcanzar la
plenitud del poder político que corresponde a nuestro poder social.
Queremos ser una clase directora de los destinos nacionales, y para
eso necesitamos de condiciones políticas que nos permitan llegar
democráticamente, si ello es posible, a cumplir esa misión
histórica».
No obstante, Largo Caballero, en una conferencia que pronunció
en Santander un mes después, matizaba mucho más. Según él, la
Constitución sería una realidad y, en ese caso, los obreros no
debían quedarse al margen. Como se ve, el pesimismo reinaba.
En cuanto a la C. N. T., maltrecha por la represión de los años
que precedieron a la Dictadura, mantuvo una actitud diametralmente
opuesta, que te llevó al retraimiento y al mínimo de actividad, si se
exceptúa la participación, a título personal, de algunos de sus
dirigentes en diversas conspiraciones. Como dice José Peyrats, en
su ya citado libro, La C. N. T. en la revolución española, «durante los
primeros cuatro años de la Dictadura, la actividad de los militantes
ha quedado reducida a la labor doctrinaria intermitente».
En 1927 se celebraron ya reuniones de militantes sindicales en
Barcelona, en las que una minoría, representada principalmente por
Pestaña, se mostraba partidaria de un «sindicalismo posibilista» que
admitiría, por ejemplo, los Comités paritarios. La mayoría,
representada por Peiró, se mostraba mucho más radical y el asunto
se saldó, dos años después, por la dimisión de Pestaña, que dejó de
pertenecer al Comité Nacional de la Confederación.
La C. N. T. mantuvo contacto con los grupos de Macià en París y
Barcelona y, pese a no llegar a participar colectivamente en su
conspiración, a raíz del complot de Prats de Molló, ingresaron en la
cárcel, como sospechosos. Pestaña, Peiró, Massoni, Roigé, Barrera,
Botella y otros sindicalistas. Colaboró, en cambio, más oficialmente,
en el movimiento de enero de 1929, encabezado por Sánchez
Guerra, según decisión adoptada por el Pleno del Comité Nacional
en junio de 1928. Conviene señalar que, a pesar de la inexistencia
práctica de la Central sindical en el plano nacional, numerosos
núcleos de sus Sindicatos continuaron una existencia clandestina,
en Cataluña y Andalucía[20].
Por su parte, los grupos anarquistas celebraron una reunión en
Lyon (Francia) en noviembre de 1926, en la que, se decidió
constituir la Federación Anarquista Ibérica (F. A. I.), como así se hizo
en otra reunión celebrada esta vez en Valencia, en julio de 1927.
Los grupos anarquistas se propusieron el dominio efectivo de la
C. N. T., que habrían de lograr cuatro años después. Ya en 1928 se
constituyeron unos llamados grupos mixtos de acción, formados por
militantes de la F. A. I. y de la C. N. T. En 1929, el Comité Peninsular
de la F. A. I. propuso que se estableciera un nexo de unión entre
ambas organizaciones. En un manifiesto que publicó entonces
declaraba que si la C. N. T. no aceptase esa proposición «es muy
posible que sufra el riesgo de una desviación altamente perniciosa
para su causa de reivindicación integral». En 1930, en plena
recuperación de la C. N. T., se planteó con mayor agudeza el
conflicto entre las dos tendencias, que fue resuelto favorablemente a
los «faístas». Sin embargo, no faltan quienes aseguran que la F. A. I.
no ejerció nunca una verdadera hegemonía en la C. N. T.
Tratándose de una organización sumamente conspirativa, nos faltan
elementos de juicio para inclinamos de manera tajante por una de
esas dos hipótesis.
Respecto al joven Partido Comunista, esta organización fue
duramente quebrantada por los primeros embates de la Dictadura.
Desde el punto de vista interior, el partido se vio zarandeado por dos
comentes opuestas: la del oportunismo de algunos militantes
habituados al estilo socialdemócrata, y la del ultraizquierdismo
infantil de otros. Entre los primeros, el propio secretario general,
Ramón Lamoneda, que acabó por reintegrarse al Partido Socialista.
Entre los segundos, Ugarte y otros más, la mayoría de los cuales no
duraron mucho en el movimiento obrero. De entre los fundadores,
murieron los viejos luchadores Virginia González en 1923 y Antonio
Garda Quejido en el año 1927 y se expatrió Núñez de Arenas…
Sólo hombres como Facundo Perezagua y Leandro Carro seguían
al frente de los obreros de Vizcaya. En 1925, fue nombrado
secretario general José Bullejos, que lo había sido del Sindicato de
Mineros de Vizcaya, e iba a favorecer la orientación
«ultraizquierdista». En 1929 tuvo lugar en Francia el III Congreso del
Partido Comunista, que estimó que el país se encontraba ante la
perspectiva de la revolución democrático-burguesa, etapa
indispensable antes de llegar al socialismo, pero que «sólo el
proletariado podía conducir consecuentemente a las restantes
capas trabajadoras hasta la victoria definitiva» de dicha revolución.
Sin embargo, este Congreso abundó más en resoluciones que en
consecuencias. Al año siguiente, se celebró lo que los comunistas
llaman «Conferencia de Pamplona» —que tuvo lugar, realmente en
Bilbao—, que acordó ampliar el Comité Central y decidió un trabajo
intenso de los comunistas en el seno de la C. N. T. con objeto de
«reconstruirla sobre una nueva base». Se manifestó claramente la
tendencia encabezada por Maurín —como se recordará, procedente
de la C. N. T—, que fue condenada y se discutió, sin llegar a un
acuerdo en el fondo, sobre el carácter de la revolución burguesa y
de la crisis del régimen monárquico. También en este caso, las
fuentes de información son demasiado fragmentarias para llegar a
mayores precisiones. De hecho, los comunistas constituían aún una
minoría extremadamente reducida.
Los partidos republicanos
Hemos ya apuntado el impulso que cobró la actividad de los
grupos republicanos a partir de 1926, gracias, en buena parte, a la
actividad desplegada por el catedrático José Giral y el también
profesor Enrique Martí Jara. Dicho año se constituyó la Alianza
Republicana, así integrada: Manuel Azaña —procedente del
«reformismo»— en nombre del naciente grupo de Acción
Republicana; Manuel Hilario Ayuso, por el Partido Republicano
Federal; Marcelino Dominga, por los republicanos catalanes;
Alejandro Lerroux, por el Partido Radical, y Roberto Castrovido, en
nombre de la Prensa republicana. Hemos señalado la aportación a
dicha Alianza de gran número de intelectuales de los de mayor
prestigio: Alas, Machado, Marañón, Luis de Tapia, Pérez de Ayala,
Ortega y Gasset (Eduardo), Unamuno, Honorato de Castro, etc.
Sin duda, aquel conglomerado republicano estaba unido por el
objetivo común de derribar la Monarquía, pero no tenía gran
homogeneidad de ideas. Los federales tenían concepciones
dieciochescas, mientras que hombres como Azaña y Giral, de
aquilatado trabajo intelectual, eran de concepciones más modernas.
El anticlericalismo de un Nakens parecía trasnochado y los jóvenes
adheridos a la Alianza —intelectuales, estudiantes— solían tener
inquietudes de orden social. En cambio, personalidades como
Unamuno hacían de la política una cuestión personal y otras, como
Marañón, eran sumamente moderadas. Éste decía que «el
republicanismo español debe ofrecer garantías para asegurar que la
República es la salida de la Dictadura, pero no la entrada del
sindicalismo o del comunismo ruso y que constituye la liberación del
despotismo y el establecimiento de una nueva autoridad»[21]. Y
llegaba a decir que Sánchez Guerra o Melquíades Álvarez podían
convertirse en un Thiers de España.
En fin, el Partido Radical era objeto de gran desconfianza, a
causa del comportamiento de Lerroux y de algunos de sus
lugartenientes.
En 1929, la parte más avanzada del republicanismo formó el
Partido Radical-Socialista, en el que figuraban, entre otros, Álvaro
de Albornoz, Marcelino Domingo, Eduardo Ortega y Gasset, Ángel
Galarza, José Antonio Balbontín, etc.
Nos hemos referido a las actividades de algunos «notables» de
los antiguos partidos políticos de la Monarquía, deseosos de acabar
con la Dictadura para ocupar otra vez los primeros planos. En todos
esos casos no se puede hablar de partidos políticos. Sí, en cambio,
en el de la Lliga Regionalista, cuyos acaudalados dirigentes
esperaban agazapados y con cierta cohesión el momento propicio
de entrar de nuevo en liza. En Cataluña, existía también el activo y
ya citado Estat Català, presidido por el doctor Jaime Aguadé, así
como Acció Catalana, con Nicolau d’Olwer y el grupo dirigido por
Lluhí Vallescá en torno al periódico L’Opinió. Aunque de aspecto
profesional, no es posible olvidar la importancia de la Unió de
Rabassaires, que mantuvo, gracias a Companys, viva su
organización durante aquellos años. Sobre estas organizaciones
tendremos que volver más adelante.
La aparición de grupos republicanos de tendencia conservadora
en el resto de España fue sólo en 1930, a raíz de las declaraciones
de republicanismo de Alcalá Zamora y Miguel Maura.
El pronunciamiento de enero de 1929
Al amanecer del 29 de enero debían sublevarse más de veinte
regimientos en distintas plazas de España, apoyados por grupos de
paisanos y por obreros en huelga. Éste era al menos el plan
establecido por quienes conspiraban activamente desde hacía
varios meses. Tenían por cuartel general notorio la residencia de
Sánchez Guerra en París.
Los conjurados habían ratificado su decisión, cuatro días antes,
a los delegados del Comité revolucionario. En el movimiento
participaban todos los grupos de Alianza Republicana, Sánchez
Guerra, Alba, Villanueva y sus amigos políticos, numerosísimos
jefes militares y la C. N. T. El manifiesto que le servía de bandera,
redactado en París, estaba dirigido Al pueblo español, al Ejército y a
la Marina y sus gritos susceptibles de esclarecer los fines políticos
del movimiento, eran: ¡Abajo la Dictadura! ¡Abajo la Monarquía
absoluta! ¡Viva la soberanía nacional!, además de los ya consabidos
dirigidos al Ejército y a la Marina. El plan político consistía en
expulsar a Alfonso XIII y convocar Cortes Constituyentes que
decidieran la forma de gobierno por la que había de regirse España.
Su contenido y su técnica eran los de pronunciamiento del siglo,
pasado, con la salvedad de que se trataba de un pronunciamiento
«articulado» con el objetivo táctico de desguarnecer militarmente
Madrid y provocar sublevaciones periféricas para entonces tomar el
Poder en la capital. La fuerza motriz era aún la parte del Ejército con
la que se creía contar, mientras que la acción popular era una fuerza
de apoyo que debía entrar en liza una vez iniciado el movimiento.
Llegó la madrugada del 29 de enero. Sánchez Guerra, tras
salvar diversas dificultades, había embarcado la noche antes en el
vapor Onsala, que zarpaba del pueblecito francés de Port-Vendres
poco después de las diez; una avería en la máquina del barco
retrasó la marcha, de modo que sólo pudo desembarcar la noche
del 29 en la playa de Nazaret, próxima a Valencia.
En Barcelona —según ha explicado después Juan Peiró— la
C. N. T. no estuvo informada hasta el día 28 por la tarde y decidió ir
al paro siempre y cuando los militares saliesen de los cuarteles;
pero los militares estimaban que no debían ser ellos los primeros.
Amaneció el día 29 y los militares seguían en los cuarteles, el
general López Ochoa —llegado clandestinamente de Francia— les
exhortaba en vano a actuar, y la huelga, dada la defección de los
militares, se producía esporádicamente el 30 en contadas
fábricas[22].
En medio de la llanura manchega, los artilleros iban a cumplir la
palabra dada: el primer regimiento de artillería ligera, de guarnición
en Ciudad Real, estaba formado con sus cañones a las cinco de la
madrugada en el patio del cuartel. A las seis y media, el
Ayuntamiento, el cuartel de la Guardia Civil, los bancos y los lugares
estratégicos de la ciudad estaban ocupados por los sublevados. La
población asentía, pero sin participar de manera activa.
A las nueve de la mañana se supo en Madrid que las
comunicaciones estaban cortadas con Ciudad Real. Fue la primera
noticia que tuvo el Gobierno de este movimiento. Martínez Anido
montó en cólera y declaró: «Tengo una policía que se entera de las
cosas después que las porteras». Primo de Rivera apostrofó a
Bazán, director general de Seguridad, pero pronto reaccionó y
mandó que los aviones lanzaran octavillas sobre Ciudad Real
diciendo que el movimiento había fracasado en toda España e
invitando a la rendición. Ésta tuvo lugar a las ocho de la noche. Al
día siguiente, Ciudad Real era ocupada por una brigada enviada
desde Madrid a las órdenes del general Orgaz.
¿Qué pasaba mientras tanto en Valencia? Sánchez Guerra se
trasladó durante la noche del 29 al 30 al cuartel del quinto
regimiento de artillería, donde arengó a los oficiales, mientras que el
sexto regimiento emplazaba sus baterías en las proximidades de
Paterna. En realidad, el movimiento había muerto antes de nacer. La
tarde antes, el capitán general Castro Girona, que había dado su
asentimiento a la conjura, intentó disuadir a Rafael Sánchez Guerra,
que había llegado de Madrid a reunirse con su padre[23]. En la
madrugada del 30, no quiso recibir a Carlos Esplá y un oficial de
Artillería portadores de un mensaje. Sánchez Guerra, después de
calmar al comandante. Montesinos y a otros oficiales que querían
proseguir la acción, se dirigió personalmente a Capitanía General.
Castro Girona le enteró de que el Ejército no estaba dispuesto a
tomar parte en el movimiento y, requiriendo la presencia del
arzobispo, doctor Meló, rogó al político conservador que regresase a
Francia, para lo cual él estaba dispuesto a facilitarle la huida.
Negóse a ello Sánchez Guerra con estas palabras: «Yo me declaro
responsable de la dirección del movimiento», y exigió ser detenido.
Poco después, el expresidente del Consejo ingresaba, en compañía
de su hijo, en una celda de las Torres de Cuarte. Varios centenares
de detenciones y una nota oficiosa epilogaban la intentona.
Los estudiantes
Si el pronunciamiento de enero había fallado, no por eso dejaban
de agrietarse los cimientos de la Dictadura. Primo de Rivera
arremetió de nuevo contra los artilleros y puso de patitas en la calle
—por Real Decreto del 19 de febrero a todos los jefes y oficiales
«que deben considerarse provisionalmente paisanos, sin derecho a
haber activo ni pasivo alguno, ni al uso de uniforme ni carnet
militar»—. Al decreto seguía una circular que preveía la detención
por quince días y fuertes multas de «toda persona que en lugar
público augurase males al país o censurase con propósitos de
difamación o quebrantamiento de autoridad y prestigio a los
ministros de la Corona o altas autoridades». Y también amenazó
con deportar a los obreros de las obras de la Exposición
Internacional de Barcelona, entonces en huelga de carácter
puramente profesional.
Puesto en esta tesitura, el Gobierno siguió desoyendo las
protestas de estudiantes y profesores sobre el asendereado artículo
53 de la reforma. Pero las Asociaciones de estudiantes estaban
dispuestas a pasar a la acción, pese a que algunos de sus
dirigentes, y particularmente Sbert, creían que no eran lo bastante
fuertes para afrontar una huelga.
La Asociación Profesional de Estudiantes de Derecho (F. U. E.)
decidió no aguardar, más y declarar la huelga si para el 7 de marzo
no daban resultado las gestiones del rector, señor Bermejo, cerca
del Gobierno para obtener la derogación del citado artículo 53.
Ni caso hizo el Gobierno, y el 7 de marzo los estudiantes se
lanzaron al movimiento. Ante la petición de la Asociación de
Derecho, la Junta de Gobierno de la F. U. E. de Madrid y el Comité
pro Unión Federal de Estudiantes Hispanos, (organización en cierne
de la F. U. E. en el plano nacional) se solidarizaron con la huelga,
que fue anunciada al Rector por los estudiantes Sbert, Gilabert,
Castro y Soria. El Gobierno reaccionó con la detención de Sbert y
decretando su exclusión de todo centro docente del Estado.
Después de un mes de incomunicación fue trasladado a la prisión
de Torrelaguna y, más tarde, confinado en Mallorca. La fuerza
pública entró en el recinto universitario y los estudiantes
respondieron con manifestaciones en las calles, apedreamiento de
la Presidencia del Consejo, casa de Primo de Rivera y locales de
ABC y El Debate, diarios que defendían la política de Callejo. Por
primera vez desde 1923, las calles de Madrid se veían ocupadas por
grupos que, desafiando los sables de los guardias de Seguridad,
manifestaban su hostilidad a la Dictadura.
Los diarios citados, así como el oficioso La Nación, azuzaban al
Gobierno a la represión. El Debate, otras veces más mesurado,
publicó un editorial el 15 de marzo que decía: «El Gobierno podrá
llegar incluso a cerrar la Universidad Central y todas las del Reino, si
fuera menester, sin que pasase nada… España es hoy un complejo
muy sólido de empresas industriales, bancarias, comerciales y hasta
intelectuales y editoriales que viven fuera de la Universidad y para
nada la necesitan. Si ella sale a entorpecer la vida nacional, ella
será la arrollada, porque la vida tiene que seguir adelante». Por
supuesto, el lápiz rojo del censor tachaba implacablemente las
réplicas que intentaban publicar otros diarios, como El Sol, El
Liberal, etc.
Martínez Anido cursó el siguiente telegrama circular a los
gobernadores: «Reprima movimiento estudiantil a toda costa.
Comuníqueme número de víctimas».
Los estudiantes de Barcelona, Sevilla, Valencia, Granada,
Valladolid, Oviedo, etcétera, mantenían enérgicamente la huelga y
extendían su protesta fuera del ámbito universitario, con lo que la
convertían en ciudadana, al tiempo que señalaban su carácter
político por los ¡vivas! y ¡mueras! de rigor, el desgarramiento y
quema de retratos del Rey y del Dictador, etc.
Unos cuantos profesores que eran miembros de la domesticada
Asamblea Nacional consultiva tuvieron el dudoso gusto de acusar a
los estudiantes y pedir una depuración de los mismos (entre los
firmantes figuraban Olariaga, Cemente de Diego, Cabrera, Diez
Canseco, Quintiliano Saldaba, Severino Aznar), a lo que replicó
Menéndez Pidal, director de la Real Academia Española, en una
carta declarando su simpatía hacia los estudiantes. El escrito iba
respaldado por las firmas de más de cuarenta profesores, entre los
que sobresalían Sánchez Albornoz, Bolívar, Besteiro, Américo
Castro, Sánchez Román, Honorato de Castro, Madinaveitia,
Martínez Risco, Carrasco, Gascón y Marín, Moles, Rioja, Sainz
Rodríguez, Jiménez de Asúa, Roces, García Valdecasas, Pedroso,
Joaquín y José Xirau, Garrigues, Recasens Siches, Gabriel Franco,
etc., etc. Dirigieron protestas individuales otros muchos, como
Fernando de los Ríos, José Giral, José Ortega y Gasset, Adolfo
Posada, Gustavo Pittaluga, etcétera.
El Gobierno decretó la pérdida colectiva de matrículas, cerró la
Universidad Central y suspendió a sus autoridades. En respuesta
renunciaron a sus cátedras Ortega y Gasset, Sánchez Román.
Jiménez de Asúa, Fernando de los Ríos, García Valdecasas y
Wenceslao Roces.
No se arredraron los estudiantes y desde los primeros días de
abril prosiguieron las manifestaciones en las que los vivas a la
República y los denuestos contra la Dictadura alternaban con
canciones humorísticas, alusivas a Callejo y a Primo de Rivera, con
música de Ramona o de tangos de moda. Fue a la cárcel la Junta
de Gobierno de la F. U. E. de Madrid, con su secretario general,
Francisco Giral, del mismo modo que se detenía a la estudiante
Isabel Téllez, a cuya detención colaboró la directora de la
Residencia de Señoritas, María de Maeztu.
El claustro de la Facultad de Derecho de Oviedo dirigió una
protesta colectiva al Gobierno, que respondió con la clausura de las
universidades de Oviedo y Barcelona, y la Facultad de Medicina de
Salamanca.
Desde su destierro de Hendaya, Miguel de Unamuno dirigía una
carta abierta a los estudiantes, fechada «el domingo de Pasión de
1929»: «¿Qué hacemos política? Es nuestro deber, juventud
estudiosa. Nuestra política es hacer justicia, moralidad, verdad. La
injusticia, la inmoralidad, la mentira, son política tiránica».
Y a las muchachas estudiantes les decía:
«¡Y una bendición a esas honradas estudiantes que han hecho que el
infrahumano macho, el repugnante garañón jubilado, haya dicho que abjura
de lo que llamaba —mentecato— su feminismo y no era sino la rijosa
babosería del camello ante su hembra! ¡Benditas seáis, hijas de España,
hijas mías, futuras madres de españoles libres, benditas seáis!».
Respondiéronle, en nombre de los estudiantes, María Zambrano.
López Rey y Díaz Fernández:
«Hacemos política, maestro, sentimos llegada nuestra jugosidad moza,
por el baboseante cretinismo de este ganso, atávicamente coceador, que
grazna sobre la frente de esta España, que de ti aprendimos ser más
nuestra hija que nuestra madre».
Mientras tanto, la organización estudiantil plasmaba en la
creación de la Unión Federal de Estudiantes Hispanos (U. F. E. H.),
que recogía en su seno todas las Federaciones y Asociaciones
F. U. E. creadas en las distintas universidades y centros docentes
del país. Su Congreso constitutivo celebróse en el modesto local
que, en el último piso de un edificio con portada barroca de la calle
de la Magdalena, tenía la Federación de Estudiantes Hispano-
Americanos. Su, primer presidente fue Sáenz de la Calzada y su
Comité Ejecutivo estuvo formado por Sbert, comisario general,
Prudencio Sayagués, Arturo Soria, José Alcántara y otros, que
desplegaron en aquellos momentos una actividad incansable.
El Gobierno quiso replicar con una manifestación «espontánea»
de homenaje a Primo de Rivera, el 14 de abril. Acudieron los
habituales a estas ceremonias, cuyo número descendía no obstante
en proporciones alarmantes. Y una nota de ingenio chispeante vino
a trocar aquella jornada en situación ridícula para el Dictador. Fue el
caso que «una adolescente de quince años», que firmaba con el
aristocrático nombre de «María Luz de Valdecilla», leyó en público
un soneto A Primo de Rivera, que el homenajeado mandó publicar
el 15 de abril en su propio diario oficioso La Nación. El tal soneto era
un acróstico cuyas letras iniciales decían: Primo es borracho. Y su
verdadero autor, que no fue entonces descubierto, era José Antonio
Balbontín, joven y combativo abogado[24].
Cuando a primeras horas de la noche se ordenó a la policía la
recogida de todas las ediciones del diario oficioso, ya era demasiado
tarde. España entera reía a mandíbula batiente leyendo el famoso
soneto.
A los dos días, el 17 de abril, tuvo Primo de Rivera la malhadada
ocurrencia de publicar una nota oficiosa que no era, en verdad, sino
un violento proyectil lanzado contra su cada día más frágil tejado.
He aquí sus principales párrafos:
«No le arredra (al Gobierno) el problema de ir suspendiendo, una a una,
el funcionamiento de las universidades… Reducir el número de
universidades hasta ver conseguido que su funcionamiento se ajuste a
normas de disciplina y orden que han de ser esencia de su vivir, no
constituye un problema vital para España, donde es sabido que sobran
muchos abogados y médicos que aunque no todos, si gran parte cuando
quieren serlo de verdad y no merced a un título formulario, tienen que
agarrarse a los libros después de obtenerlo, porque en esos intangibles
centros de cultura que alegan tantos fueros y tantos merecimientos sabe el
país sobradamente, y lo dicen de boca en boca todos los ciudadanos, y el
Gobierno no tiene por qué ocultarlo, lo difícil que es a un estudiante serio y
aplicado llegar a hacer su formación sólidamente, porque un régimen de
clases numerosas y breves con frecuentes faltas de puntualidad y asistencia
de los catedráticos o delegación de sus funciones, charlas pintorescas e
incoherentes, largas vacaciones, escarceos políticos y otras amenidades de
nuestra tradicional idiosincrasia universitaria, no es como para que el país se
ponga de luto por la suspensión, en vía de regeneración, de esta actividad,
en la que, como en tantas otras, se han venido imponiendo las minorías
revoltosas…».
No obstante, el Gobierno decidió la reapertura de las
universidades para el 24 de mayo, tal vez, entre otras razones, para
contrarrestar el mal efecto que pudieron hacer a los miembros del
Consejo de la Sociedad de Naciones (reunido en Madrid aquel
mes), las quejas que les presentaron los representantes de los
estudiantes, así como también no enturbiar las solemnidades de
apertura de las Exposiciones internacionales de Sevilla y Barcelona,
objeto de vanagloria para el Dictador.
En Madrid se reprodujeron los incidentes. Habíase aplazado su
reapertura tres días más, pero el día 24 numerosos grupos de
estudiantes entraron en el paraninfo de la Universidad, echáronle
una soga al busto del Rey que allí se hallaba y terminaron
cortándole la cabeza, que, sacada del académico recinto envuelta
en una gabardina, fue a parar a las aguas del madrileño Canalillo.
A consecuencia de las diversas manifestaciones estudiantiles
dieron con sus huesos en la cárcel numerosos estudiantes, entre
ellos, cuatro muchachas: Carmen Caamaño, Pepita Callao, Adelaida
Muñoz y Lucía Bonilla, que fueron liberadas ocho días después bajo
la correspondiente fianza.
Pero el 24 de septiembre, el Gobierno se daba por vencido y
publicaba en la Gaceta la derogación del discutido artículo 53. El
movimiento estudiantil había, alcanzado con creces sus objetivos
iniciales y, por otra parte, su organización se había, robustecido
considerablemente. Desde qué el curso comenzó en octubre no
cesaron las acciones de mayor o menor importancia centradas
sobre el levantamiento de sanciones y la libertad de Sbert.
Como eran muchas las dificultades del régimen, Primo de Rivera
había creído que una ampliación de la Asamblea Nacional podría
ser un remedio eficaz. Para ello había dispuesto, por Real Decreto
de 26 de julio, que formasen parte de la Asamblea representantes
elegidos por las Academias, Universidades, Colegios de Abogados y
Doctores, Unión General de Trabajadores, Sindicatos Libres, etc.,
así como los expresidentes del Consejo de ministros, de las
Cámaras y del Consejo de Estado.
El fracaso de esta iniciativa fue un nuevo golpe para la ya
quebrantada Dictadura. Llovieron las renuncias y, lo que era aún
peor, los nombramientos de personas en franca rebeldía, como el
del Colegio de Abogados de Madrid, que designó a Sánchez
Guerra, Santiago Alba y Eduardo Ortega y Gasset, los tres
desterrados y proscritos. Ya hemos dicho cómo la negativa de la
U. G. T. señaló un giro fundamental en la actitud de esta Central
sindical.
El 25 de octubre, el juicio militar contra Sánchez Guerra se trocó
en un acto contra la Dictadura. La sentencia absolutoria y las penas
levísimas a los procesados militares eran prueba de que los resortes
del Gobierno dentro del propio aparato del Estado eran cada vez
más limitados. Por si era poco, los abogados —Bergamín, Alcalá
Zamora, Rodríguez de Viguri— convirtieron la vista en mitin de
hombres de las clases superiores que proclamaban su divorcio del
régimen. El argumento de Bergamín fue que no había delito de
rebelión, porqué el Gobierno no había sido constituido
legítimamente y la Constitución estaba vulnerada. «Se acariciaba el
propósito —dijo— de restablecer una legalidad por la fuerza
destruida…». La sentencia absolutoria del tribunal, presidido por el
general Federico Berenguer, constituía un asentimiento a esa tesis.
Dicen que Primo de Rivera empezó a comprender por aquellos días
cuán precaria era la situación de su Gobierno. A todos los hechos
reseñados se había añadido la crisis monetaria.
La crisis de la peseta y últimas semanas de la
Dictadura
Hemos visto cómo los capitales que habían afluido a los bancos
españoles y que se habían invertido en comprar pesetas en los años
de coyuntura fácil, emprendieron la huida o provocaron la venta de
nuestra moneda en proporciones que no hicieron sino agravarse en
1929. La libra esterlina, que se había cambiado a 30,12 pesetas en
1928, llegó a cotizarse a 36,45 en el año 1929. La Deuda pública
había casi duplicado desde el comienzo de la Dictadura.
En 1928 se había creado el Comité Interventor de Cambios, que
dedicó un fondo de 500 millones de pesetas oro a la compra de
divisas, encaminada a lograr la estabilización de nuestra moneda,
idea perseguida por Calvo Sotelo. Al objeto de estudiar las
posibilidades de implantar el patrón oro, en enero de 1929 se
nombró una Comisión presidida por Flores de Lemus, redactor del
Dictamen de que hemos hecho repetidas veces mención, cuyas
conclusiones, aparte de su indudable valor teórico, eran que para
implantar el patrón oro se necesitaba tener hacienda y balanza de
pagos equilibradas y estables. Nada de eso había en el año 1929, e
incluso era más que problemático adquirir conocimiento exacto de la
balanza de pagos. Se desistió, pues, del empeño, pero la ligereza
de aquella política hacendística había hecho que al intentar obtener
divisas, con la idea de estabilizar el cambio de la peseta, el Estado
había contraído deudas con una serie de bancos extranjeros. Una
nota oficiosa del 24 de diciembre confesaba, harto ingenuamente, la
frivolidad de aquella política financiera: «… desgraciadamente, la
libra empezó a subir por sí misma y muy rápidamente, y entonces se
nos ocurrió contener su alza, en defensa del valor de nuestra
moneda, comprando pesetas al precio que salían, y ya metidos en
ese camino, como pasa al jugador que pierde y va al desquite, es
difícil retenerse».
Se liquidó el Comité Interventor de Cambios, que nada había
intervenido, y Calvo Sotelo presentó su dimisión, que sólo le fue
admitida el 20 de enero, cuando ya se derrumbaba el edificio de la
Dictadura.
Que la Dictadura estaba gastada al máximo, bastante lo sabía en
aquel otoño de 1929 Alfonso XIII, quien, aconsejado por sus
aristócratas amigos, buscaba el modo de deshacerse de Primo de
Rivera. A fines de noviembre, durante una cacería en la finca que el
duque de Peñaranda tenía en Navalperal, se intentó convencer a
Primo de Rivera de que lo sensato era que dejase paso a un
gobierno presidido por el duque de Alba, con la misión de preparar
el retorno a la «normalidad». La verdad era que la oligarquía estaba
ya muy inquieta por la quiebra de la Dictadura y tenía prisa por una
«normalidad» que permitiese seguir la tranquila vida de siempre,
aunque precisara recurrir de nuevo al «liberalismo». Los financieros
se enfadaban así mismo por los deslices de Calvo Sotelo, sin
comprender que también la crisis económica mundial, iniciada
meses antes, complicaba por de suyo la cuestión; los generales
estaban enemistados con el grupo militar que mandaba; los viejos
políticos decían y repetían a las «gentes de orden» que eran ellos la
mejor garantía de estabilidad social. La Universidad estaba en
guerra abierta con el régimen y las organizaciones obreras parecían
más activas. La paralización de muchas obras públicas aumentó el
descontento.
Pero no accedió Primo de Rivera a las sugerencias que se le
hicieron en Navalperal. En todo caso, hubiera accedido en dejar el
Poder a Guadalhorce. «Algo había que hacer» y este criterio fue
compartido por los ministros en una comida celebrada a primeros de
diciembre.
El último día del año 1929, Primo de Rivera presentó al Rey,
reunido con los ministros en Consejo, un programa para liquidar la
Dictadura y formar un Gobierno que sirviese de puente para una
nueva situación constitucional, convocase elecciones municipales y
provinciales y vigorizase la Unión Patriótica y los Somatenes. En
suma, el Gobierno que Primo de Rivera proponía debía continuar la
«obra económica y administrativa de la Dictadura, con aquellos
retoques que a su juicio le inspire».
Los ministros apoyaron al jefe del Gobierno, pero respondió
Alfonso XIII «Como se trata de una ardua cuestión, me tomo unos
días para estudiarla».
Primo de Rivera captó la realidad de la situación. Salió del
Consejo y agarró la pluma. Aquella noche, La Nación publicaba una
nota oficiosa sin firma, arremetiendo contra aristócratas,
conservadores, la Banca e incluso la Iglesia, a quienes venía a tratar
de desagradecidos para con la Dictadura. La nota era un acto
impolítico más de los muchos que Primo de Rivera cometió y
reflejaba que había perdido el dominio de la situación.
El 2 de enero despachaba el jefe del Gobierno con el Rey. Éste
debió dar nuevas largas al asunto y Primo de Rivera, poseído ya de
fiebre epistolar, dirigió la siguiente carta a los ministros: «Mi querido
amigo y compañero: Acabo de despachar con S. M. el Rey, que ha
resuelto, respecto al plan de desenvolvimiento político que le tenía
presentado y que usted conoce, en la siguiente forma: El Gobierno
seguirá constituido como lo está actualmente, y llevará a cabo la
renovación parcial de los Ayuntamientos y Diputaciones, para que
una cierta parte sus componentes tengan carácter electivo, en la
forma que se detallará a su tiempo. Mientras tanto, la Asamblea se
convocará a reunión plenaria dos o tres veces, hasta que llegue el
momento de su expiración legal, prevista en el Decreto de creación,
y entonces será el de decidir si se prorroga su vida, se sustituye por
otro organismo semejante, aunque, naturalmente, de composición y
origen distintos, o se opta por restablecer la vida parlamentaria por
medio de raíz más constitucional, aunque con la reserva de
modificaciones que pueda imponer la conveniencia de buscar en el
sufragio la mayor pureza y garantía de la expresión del sentir de la
opinión pública. Así pues, queda prevista la orientación del Gobierno
para medio año, en el curso del cual se podrá pensar y determinar lo
que, transcurrido este plazo, convenga más al interés del país. En
este sentido, que es exacto, he hecho declaración a la Prensa, para
debido conocimiento de la opinión pública».
Disintieron Calvo Sotelo, Guadalhorce y el conde de los Andes,
que aprovecharon la ocasión para dimitir. Sólo tuvo consecuencias
esta dimisión en el caso de Calvo Sotelo, sustituido el 20 de enero
por Guadalhorce, y pasando Castedo a ocupar el ministerio de
Economía.
La agitación universitaria puntuó lo critico de la situación. El 21
de enero, la F. U. E. declaraba la huelga en toda España, por la
liberación de Sbert, el reconocimiento legal de la organización
estudiantil y la vuelta de los profesores a las cátedras abandonadas
el año anterior.
En situación tan inestable, los infatigables del pronunciamiento
tejían de nuevo los hilos de su trama. El foco principal estaba
entonces en Andalucía. Los comandantes Franco y Sandino, y el
capitán Menéndez figuraban entre los conspiradores más activos.
Entre los civiles descollaban Burgos Mazo, al que recordamos de
años atrás cuando fue ministro de la Gobernación, y Diego Martínez
Barrio, jefe de los radicales de Sevilla, Estaban al corriente de lo que
se preparaba, personalidades como Miguel Maura y el general
Goded, gobernador militar de Cádiz. Lo más peregrino es que el
infante Don Carlos, capitán general de Andalucía, no ignoraba un
detalle de la conspiración y todo hace suponer que el Rey tampoco.
Aquel pronunciamiento «con permiso» debía tener lugar el 28 de
enero de 1930 y se aseguraba que Goded no tendría inconveniente
en ponerse al frente.
No debía ignorar la situación el mismo Primo de Rivera, quien sin
encomendarse a nadie, dio a la publicidad una insólita nota oficiosa
en la madrugada del domingo 26. Lo esencial de la nota decía así:
«Como la Dictadura advino por la proclamación de los militares, a mi
parecer interpretando sanos anhelos del pueblo, que no tardó en
demostrarle su entusiasta adhesión, con la que, más acrecida aún,
cree seguir contando hoy, ya que esto último no es fácil de
comprobar con rapidez y exactitud numéricamente, y lo otro sí, a la
primera se somete y autoriza e incita a los diez capitanes generales,
jefe superior de las fuerzas de Marruecos, tres capitanes generales
de departamentos marítimos y directores de la Guardia Civil,
Carabineros e Inválidos, a que, tras una breve, discreta y reservada
exploración, que no debe descender de los primeros jefes de
unidades y servicios, le comuniquen por escrito, y si así lo prefieren
se reúnan en Madrid, bajo la presidencia del más caracterizado,
para tomar acuerdo, y se le manifieste si sigue mereciendo la
confianza del Ejército y de la Marina. Si le falta, a los cinco, minutos
de saberlo, los poderes de jefe de la dictadura y del Gobierno serán
devueltos a S. M. el Rey, ya que de éste los recibió, haciéndose
intérprete de la voluntad de aquéllos. Ahora sólo pido a mis
compañeros de armas y jerarquía que tengan esta nota por
directamente dirigida a ellos, y que sin pérdida de minuto, pues ya
comprenderán lo delicado de la situación que este paso, cuya
gravedad no desconozco, crea al régimen que presido, decidan y
comuniquen su actitud».
Se trataba, con toda evidencia, de reeditar el golpe militar que
diera origen a la Dictadura, pero con diferencias esenciales, que
escapaban al simplismo de Primo de Rivera: que el golpe de Estado
de 1923 había sido realizado con la anuencia, si no con la
colaboración de Alfonso XIII, mientras que ahora intentaba enfrentar
a éste con el Ejército; que en 1923, las clases poseedoras, apenas
terminada una crisis económica, deseaban un régimen de fuerza y
se estremecían ante el recuerdo reciente de graves huelgas,
mientras que ahora, después de una etapa de estabilización, no
comprendían el alcance de la crisis mundial que acababa de
iniciarse y eran propensos a cargar toda la culpa de las desdichas
financieras a la incompetencia gubernamental. En fin, que en 1923,
Rey y jefes militares necesitaban que se echase tierra encima del
asunto de Marruecos, mientras que en 1930 pensaban que,
desembarazándose de Primo de Rivera, podían ellos seguir
plácidamente. En cuanto a la opinión pública, vacilante en 1923,
hastiada de la farsa de los partidos monárquicos tradicionales,
estaba ya toda frente a la Dictadura.
El error fue mayúsculo y aún asombra más el procedimiento de
dar a la publicidad a una gestión cuyo carácter parecía reservado.
Sabido es que Alfonso XIII leía toda la prensa de la mañana
después de desayunar. Montó en cólera aquel día y mandó llamar a
Primo de Rivera. Tardó el recado en llegar al Dictador, que acudió a
Palacio caída ya la tarde. Personas bien informadas de lo que
acontecía en la cámara regia —entre ellos, él historiador,: político y
financiero Gabriel Maura— dicen que Primo de Rivera consiguió
apaciguar a] Rey, al menos en apariencia. Pero los acontecimientos
se precipitaron: el lunes día 27 llegaron al Dictador las anheladas
respuestas, y todas manifestaban la adhesión de los consultados al
Rey y a la Monarquía, pero ninguna a Primo de Rivera. Aunque no
está comprobado, parece que aquel mismo día el Rey, por
intermedio del infante Don Carlos, hizo saber al general Goded que
Primo de Rivera se iba. El caso es que el día 28 no hubo tal
pronunciamiento: el comandante Franco y el capitán Reixach se
encontraron con una negativa del general Goded el día 27. Pero la
Dictadura iba a terminar aquella mañana en los salones del Palacio
Real. El Rey llamó al conde de los Andes, para que éste
convenciese a Primo de Rivera por las buenas, de presentar su
dimisión. En ésas estaban, cuando se presentó el todavía jefe del
Gobierno, acompañado de Martínez Anido, dispuesto a abandonar
la partida. Por la tarde, el Consejo de ministros conocía oficialmente
la dimisión «por razones de salud». Primo de Rivera redactó aquel
30 de enero de 1930 su última nota oficiosa, despidiéndose del
país[25], cuando ya numerosos grupos de ciudadanos, que
engrosaban por momentos, recorrían las calles de Madrid dando
rienda suelta a su alborozo. Aquella noche, el Rey encargaba al
general Dámaso Berenguer la formación de un nuevo Gobierno.
La coyuntura intelectual durante la Dictadura
El renacer del pensamiento español, la formación de equipos
más o menos coherentes de intelectuales, salidos de las clases
medias, que abrían sus poros a las corrientes del pensamiento
universal, a la vez que ponían en tela de juicio numerosos
conceptos de la tradición nacional que permanecían en pie por un
fenómeno de esclerosis, daban el tono a la vida intelectual desde el
segundo decenio del siglo.
Llegó la Dictadura cuando este movimiento cultural era ya
pujante: investigadores de ciencia y de historia, pensadores como
Unamuno y Ortega, poetas como Antonio Machado y Juan Ramón
Jiménez, educadores como Cossío y Castillejo, escritores como.
Valle Inclán, Batoja, Miró, Azorín y otros brillaban con luz propia en
el horizonte español.
Ninguno de ellos se sentía vinculado en el «viejo régimen» y, por
consiguiente, no cabía esperar una protesta —superando en lucidez
a la mayoría de la opinión— al día siguiente del 13 de septiembre.
Sin embargo, las técnicas dictatoriales tenían que enfrentarse
rápidamente con las mínimas exigencias de libertad de la tarea
intelectual. De todos es sabido que Unamuno figuró en la
vanguardia de los guerrilleros intelectuales contra la Dictadura.
Pronto le siguieron otros como Jiménez de Asúa. Fernando de los
Ríos, Álvarez del Vayo y una masa cada vez mayor de estudiantes.
Mediada la Dictadura, aquella guerrilla adquirió caracteres de
ejército, cuyos soldados, llenos de combatividad, tomaban
posiciones en universidades, ateneos, tertulias de café y en el
margen de acción que la prensa les ofrecía. El propio desarrollo de
los acontecimientos indicó en la conciencia de estos intelectuales,
célebres unos, modestos los otros, simples estudiantes los de más
allá, que fueron adentrándose en la nueva problemática de los
tiempos que corrían. Sin duda, los orígenes sociales, la formación
intelectual y el medio ambiente de cada cual les hizo reaccionar de
diversa manera. Quien, como José Ortega y Gasset, era portavoz
de la conciencia de una burguesía moderna y europeizante, quien
como Machado buscaba las raíces de su actitud en el venero
popular, quien como Unamuno no iba más allá de una pasión
personal contra el Dictador y el Rey.
No es ésta una historia de la cultura y la visión que intentemos
de estos fenómenos pecará forzosamente de sumaria. Sirva lo que
se diga para señalar los mojones más perceptibles en la ruta
seguida por España de 1924 a 1930.
Unamuno, todo el tiempo desterrado, dedicó su mayor esfuerzo
al escrito de combate (véase, por ejemplo, la colección de Hojas
Libres) y a las colaboraciones con qué subvenir a su yantar. No
obstante, escribió, al comienzo de su destierro, en su habitación de
hotel de la parisiense «rue de La Pérouse» La agonía del
Cristianismo, continuación espiritual de El sentimiento trágico de la
vida, cuya primera edición, en francés, apareció en 1925, prologada
por Jean Cassou.
Muy al contrario, Ortega y Gasset, ahincado en su tarea
intelectual —que sólo trocó parcialmente por la acción política en
1930— llegaba al cénit de su creación, a la par que contribuía a
crear un estilo de cultura a través de la Revista de Occidente.
Escribió entonces los últimos tomos de El Espectador y señaló su
despego del realismo artístico con los discutidos trabajos sobre la
novela y la deshumanización del arte. En El Sol publicó por entregas
La rebelión de las masas, su libro más conocido y tal vez por ello
más combatido, que apareció en un volumen en 1930. Esta obra ha
sido utilizada, a causa de su esencial aristocratismo, por todos los
enemigos del poder popular.
En 1927, Fernando de los Ríos, profesor de la Universidad de
Granada, publicó en los Estados Unidos su monografía Estado e
Iglesia en la España del siglo XVI, aunque su libro de mayor
repercusión es El sentido humanista del socialismo, editado un año
antes. Se trata, en verdad, de un socialismo muy alejado del de
Marx: «El socialismo debe ser un método a desarrollar mediante la
elección de medios adecuados, que es lo peculiar de la práctica
política, y no como posición de clase, sino como exigencia humana
nacida del análisis general…».
Desde sus cátedras llevaron a cabo una labor importante, pero
de orientación diversa, el neokrausista Posada, García Morente, que
ahora sigue la moda de la teoría de los valores, el también filósofo
Joaquín Xirau y, en los últimos años, el joven profesor de Filosofía
del Derecho, Recasens Siches, así como Jiménez de Asúa,
renovador del Derecho Penal español, y Wenceslao Roces, que se
orientaba ya hacia la crítica marxista del Derecho. En las filas del
pensamiento tradicional sobresalía en 1928 el filósofo
neoescolástico Zaragüeta. Este mismo año fallecía Vázquez de
Mella, el viejo tribuno del tradicionalismo, pero Ramiro de Maeztu,
que había evolucionado hacia posiciones análogas, estaba entonces
demasiado ocupado por su cargo de embajador en la Argentina. En
cambio, José María Pemán, cuyo nombre comenzaba a relucir bajo
los proyectores de la Unión Patriótica —a lo que tal vez no fue ajeno
su paisanaje con el Dictador—, publicó en 1929 un libro muy
comentado: El hecho y la idea de la Unión Patriótica.
La creación literaria estuvo jalonada por la continuación de la
obra, ya acreditada, de Pérez de Ayala, Batoja, Miró (muerto en
1930). En el campo de la novela se colocaba a la cabeza el gallego
Ramón María del Valle Inclán, que había demostrado su maestría de
la lengua en las Sonatas, a primeros de siglo y más tarde en el
teatro. Su Tirano Banderas (1926) era, a la vez, un alegato contra la
beocia de las dictaduras y cuadro impresionante de las tiranías en
países ultramarinos. En 1927, el Gobierno mandó recoger su obra
La hija del capitán, pero ese mismo año aparecía La Corte de los
Milagros, primer tomo de El Ruedo Ibérico. El segundo, ¡Viva mi
Dueño!, vio la luz el año siguiente. Valle Inclán ofreció una visión
caricaturesca de los últimos años del reinado de Isabel II, obra
cuyas calidades artísticas van parejas con el hondo significado del
transcurrir político de los últimos años de la Dictadura: «Y en las
ciudades viejas, bajo los porches de la plaza, y en los atrios
solaneros de los villorrios, y en él colmado andaluz, y en la tasca
madrileña, y en el chigre y en el frontón, entre grises mares y prados
verdes, Periquillo Gacetillero abre los días con el anuncio de que
viene la Niña. ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por
las afueras!…».
Así termina ¡Viva mi Dueño! ¿Se trata de 1868 o de 1928? De
los dos, sin duda. Un funcionario, que del reformismo había pasado
a la actividad republicana, figura de primera fila en el Ateneo,
Manuel Azaña, publicó una novela, El jardín de los frailes, evocación
de años mozos en el medio intransigente del colegio escurialense,
tallada en castellano macizo. Azaña ya había dirigido una revista, La
Pluma, y luego España en sus últimos meses.
Escritores de renombre, como Gómez de la Serna (El torero
Caracho en 1927, Goya en 1928, sus interminables Greguerías) o
Azorín, que hizo varias salidas, con poca fortuna, al género teatral,
proseguían, indiferentes, su obra. Salvador de Madariaga, autor en
1926 de una Guía del lector del Quijote, llamó la atención en 1929
por su ensayo Ingleses, franceses y españoles.
En la empresa criticohistórica sobresalió El pensamiento de
Cervantes, de Américo Castro (1925), y continuaron su obra erudita
Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, etc.
Las dos figuras señeras de la poesía, Antonio Machado y Juan
Ramón Jiménez, eran indiscutibles. Machado, además de una
segunda edición de Poesías completas (1928), publicó en 1924 las
Nuevas Canciones, escritas de 1917 a 1922, que son, como dijo
Salinas, «canciones de pensador». En efecto, el pensador irrumpía
poco después con la creación de sus personajes apócrifos, el
primero Abel Martín, cuyo Cancionero apareció ya en el número XII
de 1926 de la Revista de Occidente.
Con todo, el acontecimiento poético esencial fue la llamada
«generación de 1927», que reunió, como todas estas
«generaciones» de creación arbitraria, a poetas de diferente origen
y de la más diversa trayectoria posterior, que coincidieron en un
punto del espacio literario al cruzarse sus órbitas. De ellos, hay que
nombrar aparte, y si no fuera por otra cosa —que sí lo es— porque
ya habían sentado plaza de primeros poetas, a Rafael Alberti
(Premio Nacional de Literatura el año 1924, a los veintidós de su
vida, con Marinero en tierra, al que siguió La Amante en 1926), y a
Federico García Lorca, cuyos primeros poemas inspirados, como los
de Alberti, en fuentes populares, databan de 1921. Al llegar a 1927,
año del centenario de Luis de Góngora, Lorca había escrito ya su
Romancero gitano (que no se publicó hasta 1928) e iba a inaugurar
su periodo surrealista, igual que Alberti, que escribió Sobre los
ángeles (1927-1928).
Reuníanse y concertábanse en aquel movimiento poético que, al
evocar a Góngora buscaba nuevos caminos —entre ellos sin duda
el de la evasión—, Jorge Guillen (Cántico, 1928), Gerardo Diego,
Moreno Villa, Manuel Altolaguirre, Pedro Salinas, Pedro Garfias,
Luis Cernuda, Guillermo de Torre, Dámaso Alonso, Vicente
Aleixandre… Se trataba entonces, tan sólo, de la «subversión
poética», pero ya llevaba implícita la «subversión de las
conciencias» que iba a cambiar poco después la vida y la poesía de
la mayor parte de ellos.
Florecieron también por entonces las revistas poéticas de
provincias (fenómeno común a los años de la Dictadura), gracias al
empeño de los jóvenes: Litoral, en Málaga, con Emilio Prados,
Altolaguirre y José Luís Cano; Gallo, de García Lorca, en Granada;
Isla, en Cádiz: Meseta, en Valladolid; Rosa de los Vientos, en
Canarias; Mediodía, en Sevilla; La Gaceta Literaria, en Madrid de
mayores vuelos, dirigida por Ernesto Giménez Caballero, todavía no
convertido al fascismo.
Este heterogéneo mundo intelectual tenía el rasgo común de la
rebeldía, de la falta de conformidad con lo establecido. Esta
tendencia se manifestó a veces en el orden puramente formal, otras
en la revisión de conceptos, y algunas, en fin, en una actitud que,
trascendiendo del plano cultural, penetró en el de las ideas y el
comportamiento políticos.
Pierre Vilar, en una de las muchas y luminosas reflexiones que
hace en su Historia de España, señala dos contradicciones
fundamentales en las corrientes intelectuales de este tiempo:
«Primera contradicción: al espíritu científico heredado de Giner, en
el que se inspiran magníficas escuelas filológicas, históricas y
biológicas, con los Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, Marañón,
etc., se une un peligroso prestigio del brillo literario, del “snobismo”
filosófico, a imitación de un Ortega y Gasset y de un Eugenio d’Ors.
Segunda contradicción: los escritores españoles que siguen a los
del 98 “toman partido” de tal manera que llegan a creerse
destinados, cuando la crisis de 1931, a dirigir moralmente la nueva
España. En realidad, no podían arrastrar ni a la España tradicional,
que los maldecía, ni al proletariado, que ellos mismos ignoraban».
La primera contradicción, raras veces superada —a veces sí, y
es el caso, por ejemplo, de científicos como Honorato de Castro,
Rioja, Negrín, Jiménez de Asúa, Bolívar— tenía raíces comunes con
la segunda: todavía no se había superado la etapa del krausismo de
fines del siglo XIX, consistente en «ir al pueblo», pero no «estar en el
pueblo», fenómeno que tuvo consecuencias mucho más graves
cuando, a partir de 1917 —sobre todo, en 1930— el pueblo pasó a
ser el primer protagonista de la historia, mientras que una burguesía
desarrollada en los treinta años de siglo mostraba tanto o más
interés que en minar el poder de la oligarquía agraria en mantener a
los hombres de cultura aislados del empuje popular, peligroso para
su propio poderío. El mundo había cambiado mucho y el
neokantismo alemán, el idealismo fenomenológico de Husserl, el
surrealismo, etc., fueron otros grandes intentos de separar a los
intelectuales del pueblo, de emprender el «asalto a la razón»,
definido por Jorge Lukács, para enturbiar la comprensión de nuestro
tiempo, ataque gigantesco contra la «razón histórica» que Ortega
enarboló a modo de banderín, pero que no asumió como método de
trabajo.
Esa enorme presión, que iba desde las universidades y revistas
extranjeras —expresada en España, sin ir más lejos, por la Revista
de Occidente y por el espíritu de minoría selecta, en su segunda
época, de la Institución Libre de Enseñanza—, por la acción del
medio social, puede que también, por contrabanda, por el
sectarismo o la incomprensión de las organizaciones más
populares, encontró su expresión en ese espíritu de creerse los
«consejeros del Príncipe», los tutores de un país al que, acaso
inconscientemente, suponen menor de edad.
Sin embargo, del disconformismo de los años 1926-1930
surgieron equipos de intelectuales con trayectoria popular definida y,
sin ir más lejos, los dehesa generación poética de 1927, sin hablar
ya del vivero que fue aquella Federación Universitaria Escolar que
despertó en miles de jóvenes la conciencia de las realidades de su
tiempo.
Dos palabras, por último, sobre un hecho obvio, pero no por ello
menos notable. El acceso a la cultura, en sus diferentes grados, y a
los conocimientos técnicos, siguió un ritmo extremadamente lento,
consecuencia evidente de la esclerosis de un país cuyas estructuras
sociales no habían experimentado el más leve cambio. El número
de escuelas permanecía invariable de 1923 a 1927. Sólo se realizó
un esfuerzo en los dos últimos años de la Dictadura, en que el
número de escuelas pasó de 27 883 a 30 904, con un total de
33 518 maestros y 1 836 000 alumnos, sobre una población en edad
escolar de más de cuatro millones.
Aumentó en cambio, considerablemente, el número de alumnos
de segunda enseñanza y de bachilleres, así como el de estudiantes
universitarios (25 690 en 1923 y 33 557 en 1930), pero, como
contrapartida, permaneció casi invariable el número de títulos
expedidos (algo más de 2500), después de un aumento
momentáneo en 1927 y 1928. La progresión fue importantísima en
las facultades de Derecho y Medicina, leve en Farmacia y nula en
Ciencias y Filosofía y Letras. Algo más impresionante fue la baja del
número de nuevos ingenieros, con la sola excepción de los
industriales. En resumen: España, que pretendía progresar
industrialmente, era un país que no tenía técnicos; era aún un país
esencialmente agrario y carecía de ingenieros y peritos agrónomos;
un país donde todavía el 33,70 por ciento de la población estaba
compuesto de analfabetos. Este saldo negativo, en el que nada
tenían que echarse en cara el llamado «Viejo régimen» y la
Dictadura hubiera bastado por sí mismo, en ausencia de otras
razones, para fomentar el descontento y la rebeldía de los hombres
de cultura. Las alharacas de un seudopatriotismo de fachada
encubrían mal las lacras de un país al que se empeñaban en hacer
feliz sin contar con él ni con sus más perentorias necesidades.
CAPÍTULO VI
HACIA LA REPÚBLICA
Intermedio Berenguer para apuntalar el régimen
Berenguer estaba encargado de salvar la Monarquía. El Rey y él,
jefe de su cuarto militar, lo creían posible mediante un paulatino
retorno a las prácticas constitucionales anteriores a la Dictadura, sin
más ni menos. Se trataba, pues, de un Gobierno para apuntalar el
régimen. Ignoraban ellos, lo que ya sabía el poeta once años antes,
que «la vida no se restaura ni se compone como los productos de la
industria humana, sino que se renueva o perece» (Antonio
Machado). Salvar el Trono era también salvar la oligarquía, según
criterio extendido entre sus miembros. Así, nada cuadraba mejor
para la preparación del nuevo Gobierno que el aristocrático palacio
de Liria. Allí conferenciaron, el 30 de enero, su propietario, duque de
Alba, Francisco Cambó, Gabriel Maura y el general Berenguer. Se
hubiera dicho una caricatura, si no fuese la realidad: la aristocracia,
el dinero y el ejército aguja en mano para echar un buen remiendo al
régimen.
Entre los reunidos, los más duchos en política comprendieron
que había llegado el momento de un Gobierno puente; más tarde,
entrarían ellos en liza de manera directa. Aquel mismo día quedó,
pues, formado el nuevo Gobierno[1]. No le faltaba razón a Ossorio y
Gallardo al decir que «aquello no era un Gabinete sino una tertulia
palatina»[2].
Parece establecido que Primo de Rivera intentó jugar su última
carta —así lo han afirmado Berenguer y Mola— al ir a Barcelona
con el propósito, compartido por el general Barrera, de dar un nuevo
golpe militar que iría hasta imponer al Rey la abdicación, pero los
primeros tanteos le convencieron, al fin, de que se había quedado
solo. El marqués de Estella pasó entonces la frontera y se instaló en
París, donde murió repentinamente el 16 de marzo.
Entre tanto, el Gobierno se esforzaba por recomponer el Estado:
en su primera semana de vida reintegró en sus cátedras a los
profesores que habían dimitido, concedió amplia amnistía que
resolvió de paso el pleito de les artilleros, constituyó nuevos
Ayuntamientos y Diputaciones provinciales en espera de elecciones,
reconoció legalmente la existencia de la F. U. E., restableció en sus
derechos a la Junta directiva del Ateneo, aclamada al reintegrarse a
su puesto, así como Sbert al regresar de su destierro. Además fue
disuelta la Asamblea Nacional consultiva y restablecida la ley de
Contabilidad. Unamuno pisaba tierra española el 9 de febrero y
pronunciaba su famosa frase de «Dios, Patria y Ley», ante una
multitud enfervorizada.
Aquel mes de febrero, los partidos políticos desempolvaron sus
programas e hicieron recuento de sus efectivos. Bugallal se puso al
frente de los conservadores y Romanones de los liberales. Mas
había ya políticos de la Monarquía, vinculados en las clases sociales
poseedoras, que empezaban a creer que la forma de gobierno que
antes defendieran había quedado inutilizada. Para ellos, la garantía
del orden social era un régimen de democracia liberal y estimaban
que la Monarquía había llegado a ser incompatible con dicho
régimen. El primero en romper el fuego fue Miguel Maura, en una
conferencia pronunciada en San Sebastián el 20 de febrero. La
adhesión más sensacional de este género a la República file, no
obstante, la del exministro Niceto Alcalá Zamora el 13 de abril, en el
Teatro Apolo de Valencia: «Una República viable, gubernamental,
conservadora, con el desplazamiento consiguiente hacia ella de las
fuerzas gubernamentales de la mesocracia y la intelectualidad
española, la sirvo, la gobierno, la propongo, la defiendo».
Otros políticos moderados, sin ir tan lejos, manifestaban
claramente su apartamiento del Trono; El discurso de José Sánchez
Guerra, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, el 27 de febrero, fue
sin disputa el que más apasionó a la opinión en aquellas primeras
semanas que sucedieron a la caída de la Dictadura. De antemano
había despertado temores en el Gobierno y esperanzas en la
oposición: el Gabinete tuvo conocimiento de su contenido cuarenta y
ocho horas antes de pronunciarse, gracias a los servicios de
espionaje del comisario Luis Fenoll, que había sido uno de los
hombres de confianza de la Dictadura. Aunque no se declaró
republicano, Sánchez Guerra reconoció los progresos del
republicanismo. Atacó al Rey, a quien achacó la responsabilidad del
advenimiento de la Dictadura. Bastóle para ello con recitar la décima
de Góngora que dice: «Mentidero de Madrid, / decidme, ¿quién
mató al conde? / Dicen que le mató el Cid, / por ser el conde
Lozano. / ¡Disparate chabacano! / La verdad del caso ha sido / que
el matador fue Bellido / y el impulso soberano». El teatro se venía
abajo entre vítores y aplausos. A continuación, el expresidente del
Consejo se pronunció por unas Cortes constituyentes: «Las
elecciones serán constituyentes, porque la realidad es ésa, porque
el problema que el país tiene delante es ése, y quiérase o no se
quiera, eso será lo que se vote en los comicios cuando las
elecciones se preparen y se hagan, si el caso llega».
Miles de personas, entre ellas muchos estudiantes, que no
habían podido entrar en el teatro, unidas a parte de los asistentes,
recorrieron las calles de Madrid dando vivas a la República y
chocaron con las fuerzas de Seguridad, que se vieron
frecuentemente desbordadas.
Ángel Ossorio y Gallardo, presidente electo de la Academia de
Jurisprudencia, pidió la abdicación del Rey en una conferencia en el
Ateneo de Zaragoza. Villanueva, Bergantín y Burgos Mazo formaron
el grupo «constitucionalista» que reclamaba Cortes constituyentes,
encabezadas por Melquíades Álvarez, que fijó esta posición el 27 de
abril, en el Teatro de la Comedia, de Madrid. Dos días antes,
Indalecio Prieto había pronunciado una sensacional conferencia en
el Ateneo para denunciar, con abundancia de pruebas, los abusos
de la Dictadura.
Mientras tanto, el Gobierno, para contener la marejada, decretó
un indulto —del que quedaron excluidos los conspiradores de Prats
de Molló—, procedió a la confección de un nuevo censo electoral,
etc. Pero el Estado estaba tan en las manos de los hombres de la
Dictadura, que el general Mola, director general de Seguridad, al ir a
Barcelona se encontró al jefe superior de Policía de aquella capital
conspirando tranquilamente en su despacho con el general Martínez
Anido. En cuanto a los políticos de la Dictadura, salían a la palestra
a primeros de abril con un partido, la Unión Monárquica Nacional,
encabezado por Calvo Sotelo, Guadalhorce y Yanguas.
La ola popular
De todos modos, lo que pronto iba a determinar un cambio
esencial de la situación era que el pueblo participaba, cada día en
mayor grado, en los acontecimientos políticos. La C. N. T. se
reorganizaba en Cataluña con extraordinario vigor y la U. G. T.
acrecentaba sus fuerzas en el resto de la península, tras haber
proclamado, en el manifiesto con el Partido Socialista, que «el
general Berenguer, elegido como lo fue el general Primo de Rivera,
es el símbolo de la España que declina en un penoso proceso de
descomposición». Las huelgas menudeaban en Barcelona,
Valencia, Sagunto, Sevilla, capital ésta en cuyos Sindicatos tenían
particular influencia los comunistas Saturnino Barneto, José Díaz,
Carlos Núñez y otros.
En Barcelona, se inició, en el mes de marzo, un movimiento
unitario de sindicalistas y republicanos, expresado en el manifiesto
llamado de «Inteligencia republicana», que postulaba una República
federal con reforma agraria, separación de la iglesia y el Estado y
«reformas sociales al nivel de los Estados capitalistas más
avanzados». Estaba formado, entre otros, por Companys, Aguadé,
Tussó, Peiró, Lluhí Vallescá, Campalans, Nicolau d’Olwer, Botella,
Barrera, Massoni, Trilles, Bernadó, Arquer, Pijoan, Granier-Barrera,
etc. Sin embargo, el sector «faísta» de la C. N. T. no veía con
buenos ojos esta «inteligencia». Por su parte, el jefe de los
Sindicatos «libres», Ramón Sales, se entrevistó con el director
general de Seguridad, general Mola, para llegar a esta conclusión:
«Nosotros, siempre a sus órdenes»[3].
La visita de Unamuno a Madrid fue ocasión de un impulso
mancomunado de la acción estudiantil y obrera. Desde la llegada
del rector de Salamanca a la estación del Norte, el 1.º de mayo, con
motivo de presidir la manifestación obrera, fue objeto de
aclamaciones de la inmensa muchedumbre sobre la que cargó
repetidas veces la fuerza pública. El día 3, creció de punto la
agitación en los centros de enseñanza al protestar los estudiantes
contra la dureza de los guardias. Por la tarde habló Unamuno en el
Ateneo y, al día siguiente, que era domingo, lo hizo en el popular
Cine Europa ante un auditorio de varios miles de personas. El lunes
5, prosiguió la huelga estudiantil. Delante de la Facultad de Medicina
se produjeron varias refriegas entre manifestantes y guardias, y
éstos causaron con sus disparos la muerte del obrero panadero
Gregorio Crespo e hirieron a varios estudiantes. El movimiento se
extendió por todo el país, y el Gobierno no encontró mejor método
para contrarrestarlo que el empleado por su predecesor: el cierre de
las universidades. Dos días después estaban clausuradas las de
Madrid, Valencia, Granada, Zaragoza, Valladolid y Salamanca. En
cuanto a Unamuno, cuya presencia en Madrid el Gobierno
consideraba peligrosa, fue obligado por la policía a abandonar la
capital el 7 por la mañana y trasladado a Salamanca en un
automóvil de la Dirección general de Seguridad.
A partir de ese momento, las huelgas y manifestaciones, con
carácter netamente político, no hicieron más que multiplicarse. Hubo
paros en varias fábricas de Bilbao, de 1250 mineros en Puertollano,
de otros en La Carolina y de trabajadores agrícolas en pueblos de
las provincias de Sevilla y Málaga. A primeros de junio, ganaron una
huelga por aumento de salarios los mineros de la zona de Mieres y
a fines del mismo mes hubo paro general en Sevilla, al que siguió el
de Málaga, por solidaridad. En Vizcaya pararon 8000 mineros.
Mientras tanto, los diversos grupos republicanos multiplicaban sus
enlaces a fin de conseguir una acción unificada que, en su
pensamiento, debiera extenderse a la C. N. T. y a los socialistas, con
objeto de derribar la Monarquía. La Alianza Republicana consiguió
limar asperezas entre los distintos grupos y a estipular, a fines de
mayo, unas bases con el Partido Radical-Socialista, firmadas por
Azaña, Lerroux, Castrovido y Martí Jara, por la Alianza, y por
Albornoz, Domingo y Salmerón, por los radical-socialistas.
La tempestad se cernía sobre el régimen de manera tan evidente
que el Rey, aconsejado por Cambó, se trasladó a París con objeto
de entrevistarse con Santiago Alba y ofrecerle la presidencia del
Gobierno. El encuentro tuvo lugar en el Hotel Meurice, de la capital
francesa, el 22 de junio. No quiso Alba comprometerse y aconsejó
que siguiera gobernando Berenguer hasta que la Monarquía se
convirtiese, después de una consulta electoral y revisión de la
Constitución, «en una institución sustantivamente democrática como
la inglesa o la belga».
Tantas zozobras para el Gobierno, impotente para contener la
riada popular, vinieron a agravarse con el proceso inevitable de la
crisis de la peseta. Arguelles, ministro de Hacienda del Gobierno
Berenguer, se había encontrado con el empréstito interior de 300
millones de pesetas oro, emitido por Calvo Sotelo en diciembre de
1929, creyendo rescatar con él los créditos de los bancos
extranjeros contra España. Pero sucedió que los bancos españoles,
con su habitual «patriotismo», tomaron con una mano el empréstito
y con la otra contrajeron deudas con los extranjeros, con lo cual el
problema seguía en pie. A ello se unió la evasión de numerosos
capitales desde el momento en que la situación política española se
hizo más inestable. Aquello era un paréntesis y los hombres de
negocios desconfían de tales paréntesis. La crisis económica
mundial agravaba la inestabilidad de los cambios y, así las cosas,
bajó la peseta hasta cambiarse el 15 de julio a 47,50 con la libra
esterlina. La peseta, definida legalmente por 0,29 gramos de oro, no
tenía más valor de compra que 0,19 gramos. Arguelles creó el
Centro Regulador de Operaciones de Cambio, pero su labor
fiscalizadora resultó ineficaz. El 19 de agosto presentaba el ministro
la dimisión, y le sustituía Wais, a quien remplazó en Economía
Rodríguez de Viguri. Wais sometió las transacciones de divisas de
los bancos al Centro regulador, pero fue más lejos. El 31 de agosto
se creaba el Centro Oficial de Contratación de Moneda, destinada a
centralizar las operaciones de compra y venta de divisas
extranjeras. Pero Wais se encontraba ante el problema de rescatar
los créditos en poder de bancos extranjeros, que se arrastró durante
todo el tiempo de su permanencia en el ministerio.
Partidos y Sindicatos en 1930
Aquel año fue el del afianzamiento de las organizaciones
políticas y sindicales de mayor arraigo, el de la aparición de otros
grupos de más o menos alcance en el ámbito nacional. Algunos
concertaron su unidad de acción, como se verá, en virtud del Pacto
de San Sebastián (17 de agosto de 1930) que tan decisivo fue para
el desarrollo ulterior de los acontecimientos. Por consiguiente, es
obligado hacer un breve alto en el relato de los hechos, a fin de
inventariar los grupos cuya acción iba a tener suma importancia en
la vida del país.
El Partido Socialista señaló su oposición al régimen transitorio de
Berenguer. Algunos de sus hombres, como Indalecio Prieto,
llamaron la atención popular por sus manifestaciones públicas,
desde el momento en que cayó la Dictadura. Más tarde tendremos
ocasión de ver cómo se adhirió a posteriori al Pacto de San
Sebastián. La verdad es que durante los nueve primeros meses del
año, la dirección de este partido no había llegado a tener un criterio
definido sobre la conveniencia de participar en una acción decisiva
encaminada a derribar la Monarquía.
El problema era el mismo, en la Unión General de Trabajadores
—por ser también sus dirigentes los del P. S. O. E.—, si bien
numerosos Sindicatos participaban cada vez más en huelgas en las
que las reivindicaciones políticas se unían a las económicas.
Ya hemos hecho mención del desarrollo extraordinario adquirido
por la Confederación Nacional del Trabajo, que era considerada por
el Gobierno como la Central sindical más peligrosa. Sus Sindicatos,
rápidamente reorganizados, desempeñaron un papel primordial en
gran número de huelgas. Los días 17 y 18 de abril tuvo lugar en
Blanes (Gerona) el Pleno nacional de la C. N. T., en el que se
decidió que la central sindical tuviese también una organización
legal. La mayoría se mostraba poco propicia a la colaboración con
los republicanos, criterio que no era compartido por Pestaña ni por
Peiró, aunque éste acató por el momento el criterio de la dirección
confederal.
Sobre el Partido Comunista, ya hemos señalado la «Conferencia
de Pamplona», celebrada en marzo de aquel año. Su peso político
era escaso, debido en gran parte a las concepciones y métodos
«ultraizquierdistas» de sus dirigentes, a excepción del que tenía en
Sevilla, donde dirigía buen número de Sindicatos y se reflejaban con
éxito los métodos de acción del Comité de Reconstrucción de la
C. N. T. Como siempre, en la zona minera de Vizcaya había también
considerables grupos comunistas. En Cataluña eran pocos y mal
avenidos los militantes de la Federación Catalano-Balear[4].
En el campo republicano, ya hemos señalado el pacto entre los
grupos ya existentes, que había entrado en 1926 en la Alianza
Republicana, y el Partido Radical-Socialista, formado en 1929. Poco
después circuló por España un manifiesto firmado por la Alianza
Republicana declarando su oposición terminante al régimen y
afirmando: «Vemos en huelga la ley fundamental, y a la autoridad
ilegítima perseverando en el propósito fratricida que ha presidido las
tristes últimas evoluciones de nuestra historia».
Las fuerzas republicanas, cada día más activas, se organizaron
rápidamente por todo el país y adquirieron una gran importancia
entre las clases medias.
Otro género de republicanismo, más conservador y orientado
socialmente hacia aquella parte de la burguesía que creía asegurar
mejor su porvenir con un sistema liberal republicano, se manifestó
orgánicamente por la formación del partido de Derecha Liberal
Republicana, cuyo primer manifiesto, publicado el 22 de mayo, iba
firmado, entre otros, por Alcalá Zamora, Miguel Maura, Rafael
Sánchez Guerra, Ossorio y Florit (hijo de Ossorio y Gallardo) y
Recasens Siches.
En Barcelona, Acció Catalana, dirigida por Luis Nicolau d’Olwer,
renacía a la vida legal, mientras que subsistían la Acció
Republicana, de Revira y Virgili, y la Unió Socialista de Catalunya,
de Rafael Campalans y Manuel Serra y Moret. El mosaico político
era completado por el Estat Català de Macià y Aguadé, y el grupo
en tomo al periódico L’Opinió de Lluhí Vallescá. Otros republicanos
catalanes, como Marcelino Domingo, se habían adherido al partido
Radical-Socialista.
Cobraba asimismo nuevos bríos en el País Vasco el
nacionalismo de carácter católico y moderado, en Galicia la
Organización Regional Autónoma (O. R. G. A.).
Aunque no fueran propiamente dicho partidos políticos, eran
importantes algunos grupos como el de los «constitucionalistas»
(Melquíades Álvarez, Bergamín, Villanueva, Burgos Mazo), al que
ya nos hemos referido, representantes de un sector de la gran
burguesía interesado en desvincularse de la extrema reacción militar
y aristócrata.
El Partido Liberal dinástico refundió sus dos ramas: Romanones
y García Prieto se aprestaban a manejar el habitual engranaje
caciquil, tarea en la que encontraban la áspera competencia del
tradicional Partido Conservador, a las órdenes de Bugallal.
Más importancia que esos partidos tenía la Lliga Regionalista,
firmemente decidida a apoyar al régimen —el empuje del
movimiento obrero en Cataluña la hacía probablemente más
temerosa—, por lo que ponía en juego sus recursos y utilizaba su
sólida tradición en los medios catalanes.
En fin, la Unión Monárquica Nacional, heredera de la Unión
Patriótica, aunque con ciertas variantes de mayor inteligencia, no
encontraba, por entonces, resonancias considerables: Calvo Sotelo,
Guadalhorce y José Antonio Primo de Rivera eran sus hombres más
sobresalientes. En cuanto a Aunós, éste intentó formar, sin éxito, un
extraño laborismo.
Este cuadro no sería completo sin mencionar el valor de
organizaciones que, sin ser partidos políticos ni sindicatos obreros,
eran actores de la vida política. En primer lugar, la F. U. E, que, a la
par que defendía las reivindicaciones profesionales de los
estudiantes, se encontraba implícitamente lanzada a la acción y
englobaba a la totalidad de escolares antidinásticos. En otro orden
de cosas, los militares agrupados en la Unión Militar Republicana y,
más concretamente, algunos grupos de ellos orientados hacia la
extrema izquierda, mantenían contactos con la C. N. T.
Las reuniones políticas se multiplicaban, así como los actos
públicos desde que fueron autorizados. La censura de prensa no fue
levantada hasta el 17 de septiembre, pero, desde mucho antes, los
periódicos lograban exponer sus posiciones y aumentaban sus
tiradas. Si los más importantes (ABC y El Debate, de Madrid, La
Vanguardia, de Barcelona) sostenían a machamartillo las posiciones
monárquicas, el alud del republicanismo se manifestaba en otros
muchos: El Liberal, Heraldo de Madrid, La Libertad, El Sol, La Voz…
sin hablar de los órganos centrales obreros, como El Socialista y
Solidaridad Obrera. Los comunistas comenzaron la publicación
semanal de su órgano de prensa, Mundo Obrero, en agosto de
1930.
El fenómeno esencial del momento, al que no era ajena la acción
de esas organizaciones políticas y sindicales y de su prensa, era la
extraordinaria «politización» de los españoles. Al cabo de un año,
los temas políticos, el dilema básico de Monarquía o República,
habían penetrado en todos los hogares y dominado todas las
conversaciones. Nunca hasta entonces, ni siquiera en los años
1917-1921, la cuestión del comportamiento del Estado y de las
decisiones que tomar sobre el mismo se había adentrado tan
profundamente en la conciencia de los españoles. Este fenómeno,
que iba a marcar con su sello nueve años consecutivos de la historia
de España, es digno de tenerse en cuenta para comprender una
serie de acontecimientos en los que, junto o tras las minorías
organizadas, actuó la inmensa mayoría del país.
El Pacto de San Sebastián
Los grupos republicanos, estimando que la Monarquía no se
resignaba a desaparecer, conspiraban activamente. Y creyeron
llegado el momento de encontrar una forma para coordinar los
esfuerzos de todos los que se proponían un cambio de régimen.
Mientras, continuaban las huelgas (Rentería, Pasajes, minas de
Langreo, etc.) y, en París, la policía detenía a 54 anarcosindicalistas
españoles, asunto que se quiso exagerar en los medios oficiales,
aunque el propio Mola no le concedió tanta importancia. En este
clima, cada vez más propicio, se celebraron entrevistas
preparatorias encaminadas a organizar una reunión general. Una de
ellas, muy importante porque tenía por objeto conseguir la
participación catalana, fue celebrada fuera de España por Eduardo
Ortega y Gasset con Macià. Por fin, en la tarde del 17 de agosto, se
reunían en el Círculo Republicano de San Sebastián, bajo la
presidencia del señor Sasiaín, que lo era de dicho centro, las
siguientes personas: Alejandro Lerroux, por la Alianza Republicana;
Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Ángel Galarza, por el
Partido Radical-Socialista; Manuel Azaña, por Acción Republicana;
Santiago Casares Quiroga, por la Organización Republicana
Gallega Autónoma (O. R. G. A.); Manuel Carrasco Formiguera, por
Acció Catalana; Matías Mallol, por Acció Republicana de Catalunya;
Jaime Aguadé, por Estat Català; Niceto. Alcalá Zamora y Miguel
Maura, por la Derecha Liberal Republicana, e Indalecio Prieto y
Fernando de los Ríos, a título personal. Asistían como invitados
Eduardo Ortega y Gasset y Felipe Sánchez Román.
El único tema espinoso de la reunión fue el de la autonomía de
Cataluña, planteado desde el primer momento por Carrasco
Formiguera, que se resolvió mediante el acuerdo unánime de qué el
Gobierno de la futura República presentaría a las Cortes
constituyentes un Estatuto de autonomía de Cataluña, previa
consulta al pueblo catalán.
El acuerdo se logró fácilmente en cuanto al plan político
encaminado a proclamar la República y a la necesidad de recabar la
colaboración del Partido Socialista y de la C. N. T. Se nombró un
Comité ejecutivo compuesto por Alcalá Zamora, Miguel Maura,
Indalecio Prieto, Manuel Azaña, Marcelino Domingo, Álvaro de
Albornoz y Fernando de los Ríos. Los catalanes debían formar su
propio Comité y, éste, enlazar con el Ejecutivo peninsular.
De la reunión, que fue legal, se dio una nota oficiosa. Sin
embargo, la primera información no llegó al director general de
Seguridad sino al cabo de tres días. Ni él ni el jefe del Gobierno le
concedieron importancia hasta que recibieron una confidencia el día
27, deformada, como suele ocurrir en este tipo de «servicios», con
absurdos detalles sobre una fantástica compra de armas.
El Comité ejecutivo se reunió, en el Ateneo de Madrid, con una
representación del Partido Socialista y de la U. G. T., formada por
Besteiro, Cordero y Saborit, y se llegó al acuerdo de que esas
organizaciones obreras apoyarían un movimiento revolucionario de
carácter republicano, pero que la huelga general sólo comenzaría
cuando las tropas sublevadas en favor de la República estuviesen
ya en la calle. Se trataba, en suma, de un apoyo, pero en el espíritu
de los dirigentes obreros no entraba el propósito de que los
trabajadores fueran el eje conductor del movimiento. Saborit mismo
dice sobre este particular: «Pero los compromisos adoptados no
obligaban a gran cosa: secundar a los militares, nunca salir a la calle
antes de que ellos salieran»[5]. Fue más tarde, en la reunión de la
Ejecutiva del Partido Socialista, el 20 de octubre, cuando se acordó
aceptar su participación, con tres ministros, en el futuro Gobierno
provisional de la República. Esta decisión se tomó por ocho votos
contra seis, y fue defendida por Largo Caballero y Fernando de los
Ríos e impugnada por Besteiro. Para ocuparse de la preparación del
movimiento, los socialistas constituyeron una Comisión integrada
por Besteiro, Largo Caballero, Wenceslao Carrillo y Saborit.
La participación de la C. N. T. se tramitó en una reunión, el 29 de
octubre, entre Miguel Maura y Ángel Galarza por un lado, y Juan
Peiró y Pedro Massoni por otro, antes de decidirse con carácter
definitivo por el Pleno nacional celebrado por la C. N. T. el 15 de
noviembre. Con todo, hay razones para creer que el Comité de
militares, enlazado con el Comité ejecutivo revolucionario nombrado
en San Sebastián, estaba a su vez en contacto con dirigentes de la
C. N. T. a través del capitán Alejandro Sancho, que fue encarcelado
en octubre y falleció a los pocos meses a consecuencia de la
enfermedad contraída en el castillo de Montjuic. Algunos
protagonistas de aquellos hechos —como Miguel Maura— han
negado que hubiese una coincidencia con la C. N. T. y los militares
jóvenes, sino más bien movimientos paralelos. Resulta difícil
desmentir las precisiones facilitadas por Peiró en el Congreso de la
C. N. T. de 1931. La verdad es que el hecho de haberse acordado la
colaboración no impedía la existencia de movimientos paralelos o
más bien convergentes.
El movimiento revolucionario en marcha
El movimiento antimonárquico era cada día más popular y
adquiría por momentos tonos apasionados. El triunvirato formado
por Guadalhorce, Calvo Sotelo y José Antonio Primo de Rivera
organizó una campaña de propaganda por el norte del país que
engendró una reacción muy diferente de la buscada por sus
iniciadores. Al acto celebrado el 2 de septiembre en La Coruña
respondieron los trabajadores con huelgas y manifestaciones. El día
5 fueron apedreados en Lugo, donde también se declaró la huelga
general. El 7, los grupos de la porra del doctor Albiñana, que se
hacían llamar Legionarios del Partido Nacionalista, se encontraron
con vigorosa respuesta popular en Valladolid. El 14 hablaron
tranquilamente en el Alkazar, de Madrid, Ramiro de Maeztu y Dimas
Madariaga, pero cuando el 5 de octubre fueron a hablar en el
Euskalduna, de Bilbao, Maeztu, Guadalhorce y Primo de Rivera se
encontraron con la ciudad paralizada por la huelga general. Intervino
la Guardia civil y resultó un muerto y varios heridos.
El levantamiento de la censura por el Gobierno, que pensaba ir a
elecciones legislativas, en un plazo relativamente breve, estimuló las
propagandas republicanas. Por otra parte, las huelgas crecían en
progresión geométrica. En Galicia, así como en Barcelona, San
Sebastián y Pasajes, hubo huelgas generales y las parciales se
multiplicaron en Cádiz. Málaga, Granada, Alcoy, provincia de
Barcelona y zonas mineras de Asturias y Vizcaya. Cada día se
formulaban más netamente las reivindicaciones políticas
antimonárquicas junto a las profesionales.
Los órganos de seguridad del Gobierno tenían noticias, unas
verdaderas y otras fantásticas, sobre posibles conspiraciones. Y,
cuando el 26 de septiembre Macià regresó a Barcelona, el general
Despujols, capitán general de Cataluña, le puso en la frontera, con
este acto se ganó la repulsa de toda la opinión pública española y,
en particular, de Cataluña, que se expresó por el manifiesto del 2 de
octubre, firmado, particularmente, por Aguadé, Companys, Carrasco
Formiguera, Nicolau d’Olwer, Peiró, Maurín…
Sin embargo, el acontecimiento de más resonancia de la política
del país fue el mitin republicano celebrado el 28 de aquel mes de
septiembre en la Plaza de Toros de Madrid. Desde hacía muchos
años no se había conocido una concentración popular semejante,
que imponía a la vez por su entusiasmo y por su disciplina. De todas
las provincias llegaron trenes y autobuses abarrotados y en la noche
del sábado 27 los cafés de Madrid cerraron tarde sus puertas,
repletos de público. Amaneció el domingo, fresco y soleado, y la
Guardia civil empezó a ocupar posiciones estratégicas (Mola ha
confesado que hizo «un verdadero alarde de fuerzas»). La
autodisciplina de las masas, que desde las nueve y media de la
mañana llenaban la plaza, hizo imposible cualquier provocación. A
las diez en punto comenzaba el acto, en el que intervinieron, por
este orden, Gerardo Abad Conde (Federación Republicana gallega),
Vicente Marco Miranda (Unión Republicana autonomista de
Valencia), Diego Martínez Barrio (Consejo regional de Andalucía),
Manuel Cárceles (Partido Federal), Manuel Azaña (Acción
Republicana), Marcelino Domingo (Partido Republicano Radical-
Socialista), Niceto Alcalá Zamora (Derecha Liberal Republicana) y
Alejandro Lerroux (Partido Republicano Radical).
Azaña declaró explícitamente: «Los republicanos todos, unidos
para lo esencial, estamos dispuestos a cumplir con el deber del
momento actual, recogiendo el gobierno del país». Defendió el
programa de una «República burguesa y parlamentaria tan radical
como los republicanos radicales podamos conseguir que sea»,
«pensada y gobernada por republicanos nuevos o viejos… La
República española será democrática o no lo será».
Marcelino Domingo sostuvo que la Monarquía era incompatible
con España. Alcalá Zamora, afirmó: «La República española será en
definitiva radical, abierta por completo e iniciada, con resolución,
desde luego, a todos los avances de la justicia social» y también,
dirigiéndose a las derechas: «Pero ¿qué es el orden? El orden es el
respeto de la ley; el orden es la vigencia de la Constitución; el orden
es el derecho de cada uno; el orden es la voluntad del pueblo».
Lerroux coincidió también en el postulado de «una República liberal,
democrática, popular… una República para España».
Al día siguiente, la prensa republicana de la noche decía a lo
largo de sus primeras páginas: «Quedó solemnemente sellado el
frente único de las fuerzas republicanas». A nadie le era dado ya
dudar de que la comente republicana se había convertido en
anchurosa riada.
Durante el mes de octubre tuvo lugar la mencionada huelga
general de Bilbao y otras en Murcia, Logroño, Málaga y Sevilla, así
como huelgas de estudiantes en Barcelona, Sevilla y Granada. El
19, se celebró en Valencia otro impresionante mitin republicano, con
participación de Vicente Marco Miranda, Rafael Sánchez Guerra,
Mariano Gómez, Alejandro Lerroux, Pedro Rico y Fernando Valera.
El Gobierno, cada vez más inquieto por el giro de los
acontecimientos, y a quien sus agentes le hablaban a diario de la
inminencia de alzamientos armados, procedió a una serie de
detenciones, el 10 de octubre, entre ellas las del ya citado capitán
Alejandro Sancho y el comandante Ramón Franco. También fueron
detenidos Companys, Pestaña, Granier-Barrera, Lluhí Vallescá y
otros. Bullejos y otros directivos comunistas llevaban ya varias
semanas detenidos.
El Gobierno, en verdad, iba a la deriva, y la situación política no
contribuía en nada a solucionar la prolongada crisis de la peseta,
que llegó a cotizarse a 50,90 por libra esterlina. Wais pensó
entonces en utilizar la masa de oro del Banco de España. Durante el
mes de noviembre la peseta se mantuvo a 42,50. Pero lo que
pasaba en cada una de las ciudades importantes de España era
mucho más grave para el Gobierno que la persistente anemia de la
moneda. En noviembre, el número de huelguistas llegó en distintos
lugares del país a 250 000[6].
Sobrevino a todo esto un doloroso accidente de trabajo en
Madrid. El día 12 del mismo mes se hundió una casa en
construcción en la calle de Alonso Cano y perecieron cuatro
obreros. Cundió la indignación entre los medios sindicales, pues se
comprobó que el siniestro se debía a la especulación de la empresa
contratista. El día 14 tuvo lugar el entierro, en el que participaron
millares de trabajadores. Cuando el cortejo llegó a la estatua de
Neptuno, se pidió que subiese por la Carrera de San Jerónimo hasta
la Puerta del Sol, a lo que accedieron las autoridades municipales
que iban en cabeza. Pero se opuso a ello el director general de
Seguridad. Aunque en los medios oficiales se habló de que habían
partido disparos de la multitud, el hecho fue que dos manifestantes
cayeron muertos por el fuego de los guardias y muchos más
heridos. La Federación Local de la Edificación (C. N. T.) decidió la
huelga general para el día siguiente (hasta el lunes día 17), decisión
a la que se sumaron los Sindicatos de la Casa del Pueblo (U. G. T.).
El paro fue total. Hubo huelgas de solidaridad en Barcelona,
Alicante, Granada, Reus. La de Barcelona, que duró hasta el 21,
adquirió carácter sangriento, por los choques entre huelguistas y
fuerza pública, apoyada ésta por pistoleros del Sindicato Libre, y
cuatro trabajadores resultaron muertos.
En Madrid, el Gobierno acrecentó las medidas represivas y con
el pretexto de la consabida «conspiración», fueron allanados el
Ateneo de Divulgación Social (de tendencia anarquista), un local
comunista y la imprenta de Mundo Obrero. La noche del 19, sólo en
la capital de España, el Gobierno tuvo movilizados cerca de 8000
hombres de la Guardia civil, Cuerpo de Seguridad y Policía. Para
colmo de desventuras gubernamentales, en la noche del 24 al 25, el
comandante Franco se fugaba de Prisiones militares. Todo esto era
más de lo que podía soportar el ministro de Gobernación, general
Marzo, que optó por dimitir el día 26. La crisis parcial fue resuelta
por la entrada de Leopoldo Matos en Gobernación, de Estrada en
Fomento y de Montes Jovellar —entonces subsecretario de
Gobernación— en Justicia.
A primeros de diciembre estalló la huelga general en Valencia,
con unos antecedentes muy particulares. El gobernador civil, Julio
Amado, había concedido numerosas licencias de uso de armas a la
empresa Unión Naval Levante, que las distribuía a sus pistoleros
particulares. (Esa empresa, dicho sea de paso, pertenecía al grupo
financiero de Juan March, que era uno de los principales
consejeros). Este hecho fue denunciado en el diario El Pueblo por el
secretario del Sindicato Metalúrgico. El 9 de diciembre se declaraba
la huelga general y, a las pocas horas, el citado secretario del
Sindicato Metalúrgico caía muerto por los disparos de la policía o de
los pistoleros.
Tenía razón el Gobierno en estar preocupado. El Comité
Revolucionario —convertido, desde el mes de octubre, en Gobierno
Provisional de la República— ultimaba los preparativos para un
alzamiento general. Tras no pocas vacilaciones y aplazamientos se
fijó la fecha del lunes 15 de diciembre. Se contaba con numerosas
guarniciones comprometidas y los miembros del Comité tenían ya
asignadas las distintas provincias a las que debían dirigirse para
tomar en sus manos la dirección del movimiento. En Madrid, se
preveía como operación principal la ocupación de Cuatro Vientos y
la sublevación de Campamento. Ya hacía tiempo que estaba
preparado el texto del futuro Gobierno provisional, redactado por
Lerroux, de tonos dieciochescos, que comenzaba así: «¡Españoles!
Surge en las entrañas sociales un profundo clamor popular que
demanda justicia y un impulso que nos mueve a procurarla…
Puestas sus esperanzas en la República, el pueblo está ya en
medio de la calle».
Se ha dicho que, poco tiempo antes, el Nuncio, monseñor
Tedeschini, se entrevistó con Lerroux, para preguntarle si la
República respetaría a la Iglesia. El caso es que el alzamiento
flotaba en el ambiente, aunque no todos los que lo preparaban
creyesen firmemente en la probabilidad del triunfo.
La sublevación en Jaca (12 de diciembre de 1930)
En 1930, Fermín Galán, una vez amnistiado, fue a prestar
servicio en Jaca como capitán del regimiento de Galicia. Galán era
el delegado allí del Comité Revolucionario o Gobierno Provisional, al
cual instaba, desde el mes de octubre, para que adelantase sus
preparativos: «Las nieves cerrarán los puertos y nos encontraremos
inmovilizados», decía. Y cada vez insistía con mayor vigor. Pero no
eran sólo las nieves; Galán se sentía vigilado y cualquier día podía
ser detenido, como lo habían sido Sancho y Franco, o trasladado a
Barcelona. También es cierto que, más radical que la mayoría de los
miembros del Comité Revolucionario, desconfiaba mucho de la
eficacia del mismo. En cuánto a las razones de orden técnico. Galán
las expuso a una delegación del Comité que fue a Jaca con objeto
de «contener unos días más a la guarnición y controlar los
elementos de que disponía Galán»[7]. Pasaron los días y las
semanas, y el hombre llegó a esta conclusión: «Si nosotros no
empezamos, no empezarán nunca».
Por fin, el 11 de diciembre, Galán fue informado por uno de sus
colaboradores, el capitán Salinas, de que el capitán general de
Aragón iba a tomar medidas para desbaratarlo todo, mientras que,
por el contrario, se contaba con regimientos en Huesca y Zaragoza
para pasar inmediatamente a la acción. Los oficiales y paisanos allí
reunidos decidieron adelantar el movimiento para el día 12. Galán
telegrafió a Madrid: «Viernes, día 12, enviad libros». Y al día
siguiente, otro: «Retrasad envío sábado».
El Comité Revolucionario despachó a Santiago Casares Quiroga
y Graco Marsá para Jaca, a fin de contener a Galán hasta el día 15.
El 11 por la noche. Casares Quiroga estaba allí, pero se fue a
acostar al Hotel de la Paz, sin ver a ninguno de los dirigentes de la
conspiración que se hospedaban en el Hotel Mur. Hubo, sin
embargo, un delegado que aquella misma noche propuso el
aplazamiento. Pero llegaron los capitanes Salinas y Gallo, que
precisaron: «Nosotros, en Zaragoza, hemos quedado de acuerdo
con los elementos obreros para ir a la huelga general hoy; además,
han avisado la sublevación a Madrid, Valencia y Sevilla»[8].
La suerte estaba echada. A las cinco de la mañana, el regimiento
de Galicia ocupó la villa y se procedió a la detención del general
Urruela, gobernador militar de la plaza, y del teniente coronel
Beorlegui. Los guardias civiles, tras corta resistencia que costó la
vida al sargento jefe, permanecieron inmóviles en su casa-cuartel.
Pío Díaz, un viejo republicano, se hizo cargo del Ayuntamiento,
donde se izó la bandera tricolor.
Al levantarse, Casares Quiroga, furioso, fue al encuentro de
Galán: «Yo, desde luego —le dijo—, no puedo hacerme responsable
de la sublevación; la fecha estaba dada para la madrugada del
lunes, y yo sólo puedo avalar los actos que se realicen según el plan
hecho por el Comité». Y dirigiéndose a su compañero: «Esta gente
ha hundido la República por unos años; yo me marcho o me
entrego». A lo que respondió Galán: «Ahora no es cuestión de
protestas ni de desanimarnos. ¡La cosa está ya hecha! Dentro de
una hora saldremos para Huesca. Tengo la seguridad de que
triunfamos. Si el delegado del Gobierno no quiere venir con
nosotros, que se quede; si el Comité nacional no se hace
responsable del movimiento, nos da lo mismo… Ahora lo que se
necesita es actuar. Cuando llegue la hora de cubrir cargos públicos,
ya contaremos con ellos»[9].
La marcha se organizó muy lentamente. Se requisaron unos
cincuenta camiones y, después de dar un rancho a la tropa, salieron
dos columnas de Jaca —en total unos mil hombres, entre soldados
y paisanos—, una por carretera y otra por tren. Llovía sin cesar y los
soldados ya estaban empapados antes de salir. Más tarde, al
encontrar la vía férrea cortada, se unieron en una sola columna por
carretera.
En Madrid era mediodía cuando se enteraron, y eso por medio
de un despacho recibido en Telégrafos. Una hora después,
Berenguer se puso al habla con el capitán general de Aragón,
general Fernández Heredia, que ya tenía alguna noticia de lo
ocurrido. Desde luego, en Zaragoza no pasaba nada. Había
agitación en las fábricas y entre los ferroviarios, pero todos
esperaban instrucciones de las direcciones nacionales de sus
respectivos Sindicatos.
Si las autoridades reaccionaban con lentitud, no era menor la de
los sublevados, que desaprovecharon la ocasión de caer por
sorpresa sobre Huesca. Avanzaban muy despacio. Ya caía la tarde
cuando hicieron prisioneros a dos policías, que, procedentes de
Huesca, iban en un taxi. Cerca de Anzánigo se encontraron con el
general Las Heras, gobernador militar de Huesca, que iba con sus
ayudantes y unos cuantos guardias civiles. Se acercó un oficial
sublevado y el general hizo fuego a boca de jarro contra él. La
respuesta fue una descarga cerrada de fusilería; cayó muerto su
ayudante, capitán Mínguez; huyó herido, el general, con el resto de
su grupo. (Poco después fallecería a consecuencia de las heridas).
A partir de ese momento, se avanzó mucho más lentamente, por el
sistema de altos repetidos y descubiertas. Era noche cerrada
cuando la columna llegó a Ayerbe, localidad de vieja tradición
republicana. Los habitantes ofrecieron víveres a la tropa y cincuenta
voluntarios se unieron a la columna. A la una y media de la
madrugada, bajo una lluvia helada, la columna reanudó su marcha:
estaban a 22 kilómetros de Huesca.
A esa misma hora llegaban a esa ciudad fuerzas militares
enviadas desde Zaragoza, que el general Dolía dispuso en las
alturas próximas al santuario de Cillas.
Amanecía cuando la columna republicana divisó el santuario y
las casas cercanas. El servicio de descubierta señaló que había allí
tropas ocupando los montículos. Se envió, como parlamentarios, a
los capitanes García Hernández y Salinas, que no debían regresar,
pues fueron hechos prisioneros. Las ametralladoras
gubernamentales comenzaron a disparar. No había opción; las
fuerzas se desplegaron en guerrilla. La lucha era desigual; el fuego
duró desde las siete y media hasta las nueve de la mañana; al final,
las fuerzas de Galán se desorganizaron, las municiones se agotaron
(habían huido los camiones de la cartuchería), y eran ya sesenta las
bajas. El capitán Gallo intentó contener la desbandada, pero Galán
dio orden de alto el fuego. Siguieron disparando, sin embargo, los
gubernamentales y, a las diez de la mañana, lanzaron el escuadrón
de Castillejos en persecución de los fugitivos. No obstante, el
capitán Gallo organizó la retirada de un pequeño núcleo hacia
Ayerbe, que se entregó, por la tarde, en correcta formación.
Galán marchó en el estribo de un camión hasta la pequeña
localidad de Biscarrués. Pudo huir tranquilamente y pasar la
frontera, pero creyó que su deber era entregarse y salvar así otras
vidas. Y se entregó al alcalde de ese pueblecito.
En Madrid, el Gobierno empezó a tener noticias sobre lo que se
preparaba para el lunes 15. A las ocho de la noche, Dolía telefoneó
a Goded, subsecretario de Guerra, para decirle que Galán se había
entregado. A medianoche, entre sábado y domingo, Berenguer y
Mola, contra el criterio de Matos, ministro de la Gobernación,
ordenaban la detención de los miembros del Gobierno Provisional y
algunos de sus colaboradores. Al amanecer eran detenidos Miguel
Maura y Alcalá Zamora. Álvaro de Albornoz y Ángel Galarza
llevaban ya varias horas detenidos en Alicante. Dos días más tarde
ingresaron en la cárcel Largo Caballero y Fernando de los Ríos, y
luego José Giral. Azaña se había puesto a salvo el día 14. Tampoco
pudo encontrar la policía a Prieto, Martínez Barrio y Nicolau d’Olwer,
y Marcelino Domingo se les escapó de entre las manos. Casares
Quiroga, detenido en Jaca, pidió y obtuvo su traslado a la cárcel de
Madrid. En cuanto a Lerroux, nadie le buscó[10].
La noche del día 13, Ossorio y Gallardo había dirigido una carta
a Berenguer, pidiéndole que no se ejecutase ninguna pena capital
por la sublevación de Jaca: «¡Por Dios y por España, señor
Presidente, agote su esfuerzo en que no surja lo irremediable…!
Para volver a su nuevo cauce, no es sangre lo que demanda
España, sino justicia y libertad».
No creyó oportuno Berenguer intervenir en lo más mínimo para
evitar ejecuciones. Mucho se ha hablado y discutido sobre la
conducta del Rey y los ministros en aquellas veinticuatro horas. Hoy
parece comprobado que se limitaron a no mover un dedo. En la
mañana del domingo 14 de diciembre, un Consejo de guerra
sumarísimo, presidido por el general Lascano, y formado por más de
un comprometido en el movimiento, juzgaba en Huesca a los
capitanes Galán, García Hernández, y Salinas, tenientes Muñoz y
Fernández, y alférez Gisbert. Los dos primeros fueron condenados a
muerte y los otros a cadena perpetua. El capitán general de Aragón,
Jorge Fernández de Heredia, aprobó la sentencia. Contra una vieja
tradición, la ejecución tuvo lugar en domingo. Aquella misma tarde
eran fusilados Fermín Galán y Ángel García Hernández. García
Hernández, creyente, confesó y comulgó antes. Galán, con
emocionante entereza, fumó un pitillo y murió mirando los fusiles
que disparaban.
El movimiento del 15 de diciembre
La orden seguía en pie. El movimiento debía estallar en toda
España la madrugada del 15. En Madrid, los aviadores republicanos
decidieron cumplir con su palabra. Pero los artilleros de los cuarteles
de Campamento, que estaban comprometidos, negaron su
concurso. Largo Caballero dio a Muiño, secretario de la Casa del
Pueblo, instrucciones sobre el movimiento. Según se ha dicho, de
fuente socialista, la señal debía partir de un cohete que sería
lanzado desde el cuartel de la Montaña.
Largo Caballero ha explicado después que el día 14 de
diciembre quedó convenido que él daría las órdenes de huelga por
medio de dos enlaces. Aquella noche pernoctó en el laboratorio de
Negrín —donde también estaba Álvarez del Vayo— y dio las
órdenes a los enlaces. Pero la huelga no se intentó tan siquiera[11].
Aquella madrugada llegaban a Cuatro Vientos el general Queipo
de Llano, los comandantes Hidalgo de Cisneros y Pastor y el
Capitán González Gil, a los que se sumaron poco después el
comandante Franco, el mecánico Rada y algunos militares y
paisanos, que se apoderaron fácilmente del aeródromo, vitoreados
por los soldados, y sin que la oficialidad, que quedó detenida en un
salón —salvo el comandante Roa y el oficial Castejón que se
sumaron al movimiento— opusiese ninguna resistencia. La radio de
Cuatro Vientos transmitía a todos los aeródromos de España:
«Proclamada la República en Madrid, toquen diana». Hacia las siete
de la mañana, dos aviones, pilotados por Álvarez Buylla e Hidalgo
de Cisneros, despegaron hacia Madrid, lanzaron las señales
convenidas para comenzar la huelga en las estaciones del Norte y
de Mediodía, así como algunas proclamas, pero no observaron
ningún signo de paro en la capital. Mientras tanto, el teniente Collar
se había apoderado del polvorín de Retamares, y Queipo de Llano
organizaba una columna para marchar sobre Campamento. Por su
parte, Ramón Franco salió con un avión cargado de proclamas
destinadas a los soldados y que amenazaban con un bombardeo de
los cuarteles si en el plazo de media hora no se habían sumado al
movimiento. Pero las bombas destinadas a ser lanzadas sobre el
Palacio Real regresaron con el piloto a Cuatro Vientos. Franco dijo
que el espectáculo de los niños jugando en la plaza de Oriente le
había paralizado. En efecto, era aquélla una mañana clara, con el
cielo añil de diciembre madrileño, y las gentes transitaban
normalmente por las calles, aunque las proclamas eran recogidas y
leídas ávidamente.
Mediada la mañana, la situación era cada vez más difícil. Queipo
de Llano se replegó con su columna, tras haber fracasado su intento
de tomar Campamento. Era ya claro que no había huelga en Madrid.
Lo que sí había era una columna, mandada por el general Orgaz,
con fuerzas de todas las armas, que avanzaba sobre Cuatro
Vientos. De nuevo volaron Hidalgo de Cisneros y Aragón, para
lanzar proclamas y observar a las fuerzas gubernamentales, que no
tardaron en hacer hablar los cañones. Queipo de Llano, Franco y
varios más tomaron los primeros aviones disponibles y salieron
rumbo a Portugal. Pastor, Hidalgo de Cisneros y Aragón despegaron
cuando ya las tropas de Orgaz entraban en Cuatro Vientos. A la una
de la tarde quedaba completamente liquidada la resistencia.
Mientras tanto, en la Casa del Pueblo reinaba la mayor de las
confusiones. Los jóvenes socialistas querían ir a la huelga. Muiño,
que había sido prevenido por Largo Caballero, no hizo nada.
Besteiro dijo después que a media mañana había dado la orden de
huelga, cosa que fue puesta en duda por otros directivos socialistas.
Ni Muiño, ni Trífón Gómez, ni Saborit dieron un solo paso para
declarar la huelga (lo que, por añadidura, era absurdo hacer a media
mañana y no a la entrada al trabajo) y se contentaron con
«amenazar» al Gobierno, por medio del abogado Ormaechea, de
que si había nuevos fusilamientos entonces sí que se lanzaban
ellos.
Mola ha escrito después que había estado en condiciones de
asegurar al Gobierno que la U. G. T. no intentaría la huelga por la
tarde y que «los anarquistas, sindicalistas y comunistas, únicos
verdaderamente interesados en provocar la huelga se encontraron
sin dirección»[12].
El día 15, la huelga era general en todas las ciudades
importantes del Norte (San Sebastián, Bilbao, Santander, Gijón,
Pamplona, Éibar, Tolosa, La Coruña); en Alicante y toda su
provincia; en Jaén, Riotinto, Puertollano, Zaragoza, Logroño,
Salamanca, Zamora. Pararon igualmente la mayoría de la zona
minera de Asturias y Vizcaya, así como algunas fábricas en
Barcelona y Valencia. En San Sebastián, los revolucionarios
intentaron tomar por asalto el Gobierno civil. Hubo también serias
refriegas entre huelguistas y fuerza pública en Gijón y Santander.
El Gobierno, tras proclamar el estado de guerra, restaurar la
previa censura de prensa, clausurar el Ateneo de Madrid y declarar
ilegales los Sindicatos de la C. N. T., afirmaba dominar la situación,
pero la verdad es que estaba sumamente inquieto. Del 16 al 19, la
huelga continuó, y a veces con caracteres insurreccionales en
importantes zonas de Levante y Aragón. En Aspe fue proclamada la
República y sitiado el cuartel de la Guardia civil; en Callosa del
Segura, Elche, Elda y Monóvar se cortaron las comunicaciones
telefónicas y en Novelda se levantó la vía férrea. En Gallur y otros
pueblos de la provincia de Zaragoza fue igualmente proclamada la
República. La situación era muy tensa en Valencia, donde el capitán
general detuvo a quince concejales republicanos y no cesaba de
pedir refuerzos. El Gobierno, que a las veinticuatro horas de
comenzado el movimiento había desembarcado en Algeciras dos
banderas del Tercio, enviaba una de ellas a Valencia, y la otra a
Madrid para suplir al tercio móvil de la Guardia civil enviado a toda
prisa a los puntos neurálgicos de las provincias. Pero esa segunda
bandera fue desviada desde Alcázar de San Juan hacia los pueblos
de Alicante.
Sin dirección central, con el tropiezo de Jaca, con la ilusión de
que los militares comprometidos sacarían la tropa a la calle, y con la
defección de la U. G. T. de Madrid, el alzamiento tenía
inevitablemente que fracasar. Pero el Gobierno no daba impresión
de solidez ni la opinión popular le asistía. El 20 de diciembre, el
Gobierno Berenguer y el régimen no habían ganado la partida. A lo
sumo, habían logrado un momentáneo empate[13].
Cae el Gobierno Berenguer
Ciego había de estar quien no viera que aquel Gobierno se había
enajenado las simpatías del país y que éste, sacudiendo el sopor de
otras veces, estaba decidido a pasar a la acción. Con singular tino
calificó la situación José Ortega y Gasset, al hablar del «error
Berenguer» («el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el
objeto») en su famoso artículo, publicado en El Sol del 15 de
noviembre, y que terminaba con el subversivo latinajo «Delenda est
Monarchia». Decía Ortega, y no sin razón, que el error consistía en
pretender la vuelta a la normalidad como si no hubiese pasado nada
nuevo y anormal, es decir, el error consistía en la «recompostura»
de que habló Machado. Cabe preguntarse, pues, si los medios
palatinos y de la nobleza, los militares, etc., que se agrupaban en
torno al Trono tenían otra opción. Sí la tenían los medios de la
burguesía que apoyaban la «solución» constitucionalista y, sin duda,
aquellos que se adscribieron a la República para que ésta fuese
conservadora, pero las «grandes familias» del arcaico régimen no
tenían más salida que intentar el reestreno de la comedia
representada diez años atrás. Pronto veremos cómo las «grandes
familias», o por lo menos la mayoría de ellas, jugaron la carta
monárquica hasta la tarde del Catorce de Abril.
Empezó el año 1931. En su reunión del 10 de enero, el Consejo
de ministros insistió en su propósito de convocar en fecha próxima
elecciones legislativas. El 24 se levantó el estado de guerra, salvo
en las regiones de Castilla la Nueva y Aragón. Ya en ese momento,
la agitación estudiantil adquiría de nuevo grandes proporciones. A
consecuencia de un encuentro con los «legionarios» del doctor
Albiñana, varios miembros de la F. U. E. fueron detenidos. Para pedir
su liberación, en la mañana del 20 se declaró la huelga en la
Universidad, movimiento que fue secundado rápidamente por los
inscritos en las facultades de Medicina y Farmacia. El día 21, los
guardias, provistos de porras de goma y lanzando granadas
lacrimógenas, cargaban contra los estudiantes. El resultado fue que
la huelga se extendió a todas las universidades de España. Y el
Gobierno no encontró mejor método que su antecesor: cerró las
universidades. De nada sirvió la discrepancia del ministro de
Instrucción Pública, Elías Tormo, quien, por cierto, tuvo un violento
altercado con Mola a propósito de la intervención de la fuerza
pública. Una contrariedad más grave le esperaba: el movimiento
encaminado a abstenerse de participar en las elecciones, que iba a
tomar carácter de condenación nacional. Inicióse este movimiento
por los llamados constitucionalistas (Sánchez Guerra, Melquíades
Álvarez, Villanueva, Bergamín y Burgos Mazo) que, reunidos el 29
en el Hotel Ritz, publicaron una nota negándose a participar en unas
elecciones que no tuvieran carácter constituyente. Al día siguiente,
como obedeciendo a un conjuro, todos los partidos republicanos
hacían pública su abstención de la contienda electoral. El 3 de
febrero, los Comités nacionales del Partido Socialista y de la U. G. T.
tomaban idéntica decisión. El Gobierno empezó a preocuparse, pero
creía contar con el apoyo de los partidos tradicionales: Liberal,
Conservador, Lliga Regionalista, además de la Unión Monárquica y
de otro partido ideado por Gabriel Maura. Así que en su reunión del
día 4 aprobó el decreto —aparecido en la Gaceta del 8—
convocando elecciones a diputados para el 1.º de marzo y a
senadores para el 15 del mismo mes. Por otro decreto
restablecieron las garantías constitucionales, «mientras dure el
próximo período electoral», y se levantó la censura de prensa.
Cada día traía nuevas resonancias en favor de un cambio de
régimen; el 10 de febrero fue sensacional la del manifiesto creando
la Agrupación al Servicio de la República, encabezado por José
Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, a los
que se unieron centenares de intelectuales de prestigio. En Segovia
fue organizada y presidida por el gran poeta Antonio Machado[14].
Al día siguiente, la Junta directiva del Ateneo de Madrid, después
de haber recabado, ante notario, del director general de Seguridad
la reapertura de dicho centro y, como la respuesta fuese negativa,
rompió los precintos y ocupó el salón de conferencias entre las
aclamaciones de una gran multitud. Poco después, el jefe superior
de Policía, al mando de numerosos guardias, clausuró de nuevo los
locales.
En fin, el Colegio de Abogados, presidido por Ossorio y Gallardo,
declaraba el día 13: «El problema genérico que planteamos es, en
síntesis, si España ha de vivir dentro o fuera del Derecho».
Comprendió el Rey que Berenguer había fracasado y, una vez más,
Romanones intentó salvar la situación. Para ello había que darle la
puntilla al Gobierno Berenguer, al que el pueblo llamó «la dicta-
blanda».
Secreteando, Romanones fue a Palacio, sin que los ministros lo
sospechasen. Y allí dijo a su señor que la única solución era un
Gobierno más representativo de los partidos clásicos, que fuese
primero a la celebración de elecciones municipales y provinciales
que, con menor carga política, permitirían al régimen afrontar luego
las legislativas. Romanones debía ser el deux ex machina de ese
Gobierno, en cuya presidencia sería colocado un hombre tan inocuo
como el almirante Aznar.
La primera noticia, que tuvo caracteres de terremoto en el
mundillo político de la Corte, fue que el día 13, Romanones y García
Prieto, en nombre de los grupos «liberales», daban a la publicidad
una nota haciendo saber que si participaban en las elecciones
convocadas lo harían con el exclusivo propósito de pedir la
disolución de las Cortes en cuanto estuviesen reunidas y la
inmediata convocatoria de elecciones a Constituyentes.
Aquella tarde, Cambó publicaba otra nota afirmando que, en
vista de la actitud de los jefes liberales, era preferible afrontar
claramente el problema político, «evitando los inconvenientes y los
peligros notorios del régimen de interinidad». Esta nota fue dada en
Barcelona, antes de que fuese conocida la de Romanones y García
Prieto. ¿Extraño? En modo alguno. Romanones había tenido buen
cuidado de ponerse de acuerdo previamente con el jefe de la Lliga
Regionalista.
Berenguer, que, enfermo de un pie, no se movía del ministerio de
la Guerra, llamó al Rey. A las nueve de la mañana del día 14 llegaba
éste al palacio de Buenavista. Planteó Berenguer la dimisión y el
Rey, aunque haciéndose de nuevas, la aceptó sin pestañear. Y sin
perder un minuto regresó a Palacio para abrir las consultas. Aquella
misma mañana recibió a Gabriel Maura, a García Prieto y ya, de
manera oficial a Romanones. Al mismo tiempo, se suspendía la
convocatoria a elecciones legislativas y se restablecía la censura de
prensa. Todo estaba hecho a las dos de la tarde. Después de comer,
don Alfonso recibió sucesivamente a Sánchez Guerra, Bugallal,
Sánchez de Toca, Melquíades Álvarez, Villanueva y La Cierva.
Santiago Alba, que seguía en París, era consultado
telegráficamente. El día 15 llegó Cambó a Madrid y fue recibido por
el Monarca, que celebró una conferencia telefónica con Alba,
ofreciéndole el Poder. Alba rehusó y aconsejó la formación de un
gobierno por los «constitucionalistas».
Por razones que no están claras —simple maniobra o deseo de
una solución «avanzada»—, el Rey encargó al día siguiente a
Sánchez Guerra (quien acababa de decirle que «la realidad tiene
más fuerza que la realeza») la formación de un gobierno conforme a
su libre juicio. Y Sánchez Guerra fue a la Cárcel Modeló para tratar
con Alcalá Zamora, Miguel Maura, Fernando de los Ríos y Largo
Caballero, que rehusaron en redondo. También Ossorio y Gallardo
se negó a aceptar la cartera de Gobernación, y lo mismo hicieron
Marañón y Ortega y Gasset[15]. No cejó Sánchez Guerra y a la
mañana siguiente llevó al Rey una lista de gobierno[16].
No hubo acuerdo entre Sánchez Guerra y el Rey. Insistió don
Alfonso en que Romanones y García Prieto formasen parte del
Gobierno, a lo que se oponían Melquíades Álvarez y Burgos Mazo.
Tal vez, el Rey quería tan sólo cubrirse mostrando que había
intentado la apertura constituyente, para volver luego al proyecto
Romanones. El caso fue que Melquíades Álvarez rehusó un encargo
que no tenía ya objeto y que Romanones, más activo que nunca,
organizó para aquella misma noche una reunión en el Ministerio de
la Guerra de la que había de salir el último Gobierno de la
Monarquía. Asistieron a ella Berenguer, La Cierva, Gabriel Maura,
Bugallal, Bertrán y Musitu (en representación de Cambó), Wais,
García Prieto y Romanones.
De «encerrona» ha calificado Gabriel Maura aquella reunión.
Fuéralo o no, de ella, salió formado el nuevo Gobierno, que juraba
ante el Rey en la mañana del 19[17].
Para darse cuenta de que, con encerrona o sin ella, los hombres
de la oligarquía formaban el cuadro en tomo al Trono, cada vez más
temerosos del estallido revolucionario, es imprescindible un somero
análisis de la significación de esos ministros.
No está de más recordar quién era Romanones, socialmente
hablando: uno de los grandes terratenientes de España, cuyas
inmensas propiedades no se limitaban a la provincia de
Guadalajara, con ser éstas tan importantes; concesionario de la
producción de mercurio, principal accionista de Minas del Rif, de
Peñarroya, de los ferrocarriles, estrechamente ligado a los capitales
franceses, presidente de la S. A. de Fibras artificiales, dependiente
también de intereses franceses. ¿Y García Prieto? Consejero del
Banco Español de Crédito, del Banco Hipotecario, de Tabacos de
Filipinas, de la Unión y el Fénix, de la Franco-Española de Seguros,
etc. ¿Ventosa? Presidente de Luz y Fuerza de Levante y de la
Sociedad Financiera de Industrias y Transportes, vicepresidente de
la C. H. A. D. E. y del Banco Vitalicio, consejero de Electricidad y
Gas Lebon, Aguas de Barcelona, Eléctricas Reunidas, de Zaragoza,
La España Industrial, S. A., Covadonga, S. A., Compañía Sevillana
de Electricidad, etc., sin contar las posiciones financieras de Cambó
y de Bertrán y Musitu, políticamente identificados con él. En cuanto
al duque de Maura, consejero del Banco Español de Crédito y de
varias otras compañías, estaba además familiarmente entroncado
en lo más añoso de la oligarquía. Hay muchas personas que saben
del marqués de Hoyos que era grande de España y muy devoto al
Rey. ¿Sólo eso? Este noble, coronel de Artillería retirado, gran
terrateniente, era también presidente de Minas de Potasa de Suria
(empresa de capital extranjero), de Compañía de Marismas del
Guadalquivir, consejero de la Compañía Colonial de África y de
otras varias empresas. Mariano Marfil, nombrado por el
subsecretario de Gobernación, era la primera figura de Ferrocarriles
de Madrid a Zaragoza y Alicante. En fin, La Cierva representaba a
un importante sector conservador, y Bugallal, también conservador,
al vasto complejo caciquil de Galicia y parte de Castilla.
Se dirá que el otro sector de la oligarquía no estaba allí
representado: aquel que, procedente del ascenso capitalista en el
Norte durante el siglo XIX, había conquistado las primeras
posiciones en la siderurgia, la electricidad etc., y recibido de
Alfonso XIII los títulos de nobleza. Es verdad, porque ese sector,
salvo alguna excepción, ha preferido siempre que gobiernen otros
con tal de que le dejen manos libres para sus negocios. Ese sector
no participó en los gobiernos de la Dictadura y, sin embargo, fue uno
de los principales beneficiarios de la situación. No negó jamás su
apoyo a la Monarquía, pero tampoco quiso comprometerse en esta
defensa desesperada de los últimos momentos.
Junto al Rey, hasta el último minuto, estuvieron también los
representantes de la nobleza más linajuda, propietarios, a su vez, de
las mayores extensiones de tierras: sin hablar del duque de Alba,
exponente de la nobleza propietaria integrada ya al capital
financiero, ¿quiénes fueron a Palacio, en la última imposición del
Toisón de Oro, a la última presentación de credenciales (del
embajador de Italia) o a la última ceremonia de la capilla real, el
domingo de Resurrección, 7 de abril? Los duques de Medinaceli, de
Fernán-Núñez, de Vistahermosa, de Arión, de Miranda… y además,
naturalmente, aquella nobleza que no era más que mayordomía de
la Casa Real.
Para mejor situar la participación de los hombres de la Lliga en
este esfuerzo político, conviene señalar que ya no eran, como veinte
años atrás, unos capitalistas catalanes, sino que se habían
incorporado a la oligarquía dominadora de España entera. El caso
no se planteaba tan siquiera en la alta burguesía vasca, puesto que
este sector social no había estado nunca identificado, salvo
excepciones personales, con los problemas netamente vascos, sino
que había pasado a ocupar puestos clave del capitalismo español
en su conjunto desde que se conectan bancos e industrias, y se
desarrolla la siderurgia y la producción de energía eléctrica.
También estaban con la Monarquía otras primerísimas figuras del
gran capital español: un conde de Gamazo, verdadero rey de los
negocios, que realizó la operación, de desalojar a los republicanos
del diario El Sol semanas antes de caer el régimen; un marqués de
Foronda, presidente de la Sevillana de Electricidad y de Tranvías de
Barcelona, gran accionista de múltiples empresas. Alineados en el
mismo frente estaban los Gómez-Acebo, Güell, Martínez Campos,
etc.
En resumen, la casi totalidad de los grupos familiares que tenían
en sus manos las palancas de la economía nacional, los títulos de
riqueza, las fuentes de ingresos más cuantiosas estuvieron hasta el
último día con la monarquía de Alfonso XIII. Cuando se habla de
«burgueses y propietarios que se hicieron republicanos» se comete
un error si no se explica que se trataba de casos excepcionales, o
bien de una tendencia que se manifestó a partir de 1930 en
industriales y comerciantes de tipo medio o mínimo. Este dato es
muy importante para intentar un conocimiento lo más objetivo
posible de los acontecimientos históricos posteriores a 1931.
El régimen se desmorona
El nuevo Gobierno jugaba con fuego. Decretó la reapertura de
las universidades y del Ateneo de Madrid, autorizó el regreso de
Macià y, por último, el 6 de marzo, convocó a elecciones
municipales en toda España para el 12 de abril; el 3 de mayo
deberían tener lugar las elecciones provinciales, el 7 de junio las de
diputados y el 15 del mismo mes las de senadores. Romanones,
García Prieto, La Cierva y Bugallal creían que todo se arreglaría, y
la prensa monárquica, ABC y El Debate en primer lugar, se
esforzaba por demostrar que España estaba inmunizada contra toda
sacudida revolucionaria.
Los gobernantes ignoraban enteramente el estado de ánimo de
los españoles. Gabriel Maura, Cambó, César Silió y varios
personajes más tuvieron todavía arrestos para fundar un Partido del
Centro Constitucional, que nació muerto. El Gobierno, ayudado por
el conde de Gamazo y por Lequerica, consiguió la compra de la
mayoría de acciones de El Sol por capitalistas de derecha para
privar de esta tribuna a los republicanos (Urgoiti, Félix Lorenzo y sus
colaboradores fundaron entonces Crisol) Ventosa y Calvell persistía
en intentar la estabilización de la peseta, cuyo cambio con la libra
estaba a 46.
En el campo adverso, la oposición se encontraba más segura
que nunca. Los miembros del Gobierno Provisional dieron una nota
en la que afirmaban estar seguros de que «unas elecciones
verdaderas proclamarían legalmente la República». Republicanos y
socialistas estimaron que la situación había madurado para pensar
en la posibilidad de un cambio de régimen sin recurrir a la violencia.
Por otra parte, querían así paralizar la acción de Lerroux, quien,
gozando de plena libertad en una clandestinidad tolerada, actuaba
de modo que los restantes grupos de la oposición no consideraban
muy tranquilizador. El Partido Socialista y la U. G. T. atravesaron una
breve crisis de dirección: Besteiro, que no era partidario de reforzar
la acción, conjunta con el Comité Revolucionario, fue puesto en
minoría, y dimitió, seguido por Trifón Gómez, Andrés Saborit, Aníbal
Sánchez, Andrés Ovejero y Lucio Martínez. La mayoría del Comité
Nacional, siguiendo el criterio de los dirigentes socialistas
encarcelados —expresado en la reunión por Wenceslao Carrillo y
Enrique de Santiago—, decidió tomar medidas orgánicas para
estrechar la unión con los restantes grupos antimonárquicos.
Por su parte, los grupos catalanes de izquierda, reunidos en
Barcelona, bajo la presidencia de Macià, fundaron la Esquerra
Republicana de Catalunya, que aglutinaba a Estat Català, el grupo
de L’Opinió, etc. Dirigida por Macià, Aguadé, Companys, Lluhí
Valieseis Gassol, Torres, Casanovas, etc., llamó a todos los Centros
y grupos republicanos de izquierda que hubiesen combatido a la
Dictadura y fuesen partidarios de la autonomía de Cataluña[18].
Todavía el 10 de marzo, el ministro de la Gobernación enviaba
un telegrama en clave a los gobernadores civiles diciendo:
«Próximas elecciones municipales interesa conocer si cuentan
capital y principales ciudades esa provincia con elementos que
aseguren mayoría monárquica dentro aplicación respetuosa Ley.
Deberá V. E. procurar con gestiones privadas concordia fuerzas
políticas tal clase para que triunfo monárquico dé sensación
verdadera opinión pública».
Al día siguiente, la oposición conocía el contenido de ese
telegrama. Ignoraba el marqués de Hoyos lo que ya sabía el general
Mola, a juzgar por sus propias palabras: «salvo muy contados
funcionarios, que ponían en el desempeño de su cometido interés,
inteligencia y entusiasmo, los demás se limitaban a cubrir el
expediente». Emilio Mola, op. cit., pág. 631.
El día 13, en el cuartel de la Victoria de Jaca, el general de
división Gómez Morato abría la vista del Consejo de guerra contra
setenta y tres militares que habían participado en la sublevación del
12 de diciembre. Con él, se sentaban en el tribunal los generales
Nicolás Rodríguez Arias, Francisco Franco, José Castro, Arturo
Lezcano y Emilio Luna. El fiscal, comandante Requejo, pidió seis
penas de muerte, sesenta y una de reclusión perpetua y seis
absoluciones. El día 18, el Consejo de guerra condenaba a muerte
al capitán Sediles, a reclusión perpetua al capitán Moreno, teniente
Mendoza, alférez Manzanares y sargento Nurgos; cincuenta y dos lo
eran a veinte años, y seis absueltos.
Al simple anuncio del Consejo de guerra, la opinión del país se
manifestó en forma de inmensa campaña por la amnistía expresada
por telegramas, cartas, reuniones y desfiles, aunque éstos no los
permitía el Gobierno. La madre de Galán y la viuda de García
Hernández encabezaron la petición nacional de amnistía, a la que
se sumaron en Madrid no sólo la U. G. T., la F. U. E., el Ateneo, etc.,
sino también el Ayuntamiento y el Círculo de la Unión Mercantil.
Puede decirse que la situación cambiaba por horas y no es extraño
que Ventosa y Calvell se quejase públicamente de la «hemorragia
de capitales» hacia el extranjero, producida principalmente por los
exportadores que no ingresaban el producto de sus ventas en los
bancos del país, sino que lo situaban en el extranjero «hasta ver qué
pasaba». En un mes, el pánico ganaba a unos y el entusiasmo a
otros.
El mismo día 18, los estudiantes madrileños salieron en
manifestación desde la Universidad y la Facultad de Medicina hasta
la Puerta del Sol y calle de Alcalá, dando vivas a la República,
mueras al Rey y pidiendo el indulto de Sediles. Por la tarde, el
Consejo de ministros acordó proponer al Rey la gracia, mientras
continuaban las manifestaciones en Barcelona, Sevilla, Valencia y
otras ciudades.
Dos días después se celebró en las Salesas la vista de la causa
contra los miembros del Gobierno Provisional detenidos en la cárcel
de Madrid: Alcalá Zamora, Miguel Maura, Largo Caballero,
Fernando de los Ríos, Casares Quiroga y Álvaro de Albornoz.
Ossorio y Gallardo defendió a los dos primeros, Sánchez Román a
Largo Caballero, Bergantín a Fernando de los Ríos, Victoria Kent a
Albornoz, y Jiménez de Asúa a Casares Quiroga. Por pertenecer
uno de los encartados —Largo Caballero— al Consejo de Estado,
fueron juzgados por el Consejo Supremo de Guerra y Marina,
presidido por el general Burguete. Comenzó la vista en una inmensa
sala llena de público que, al igual que el que se estacionaba en los
pasillos, vestíbulos y en las calles, no desaprovechó ocasión para
expresar su simpatía a los procesados.
Al día siguiente por la mañana, el fiscal, Valeriano Villanueva,
pidió la pena de quince años para Alcalá Zamora y de ocho para los
demás procesados. Acto seguido se levantó a informar el primero de
los defensores: Ossorio y Gallardo. La base de su argumentación
fue que el Poder era ilegítimo desde el día 13 de septiembre de
1923; no era, pues, delito alzarse contra una autoridad que había
dejado de ser legítima. Esta idea básica file utilizada y desarrollada
por todos los defensores. Luego hablaron los procesados, y la vista
se convirtió en un mitin, al que no faltaron las aclamaciones del
público. A las ocho y media de la noche del sábado 21 de marzo
terminó el Consejo de guerra. Fuese cual fuere la sentencia, los
procesados habían vencido en toda la línea. Como mucho después
ha escrito Ossorio y Gallardo, «en aquellos momentos ni la Guardia
civil, ni el Consejo Supremo de Guerra, ni el Gobierno, ni el Rey, ni
nadie tenía ya fuerza ninguna. El régimen había caído»[19].
A las seis de la tarde del lunes 23, el Consejo de guerra
notificaba la sentencia: seis meses y un día, por haberse tenido en
cuenta circunstancias atenuantes. Burguete y dos vocales habían
votado por la absolución. El presidente del Tribunal hizo unas
declaraciones a la prensa y fue destituido y enviado al castillo de
Santa Catalina, en Cádiz, a cumplir dos meses de arresto, pero ya
antes, el día 24, el Consejo había decretado, tras audición del fiscal,
la libertad provisional de los condenados. Aquella misma tarde
fueron literalmente sacados en hombros de la cárcel por una
multitud entusiasta que los ovacionaba.
Pero ya en aquel momento el empuje popular se canalizaba tras
la petición unánime de amnistía. Aquella misma tarde, a la salida de
un mitin celebrado en la Casa del Pueblo, se organizó una
manifestación que recorrió las calles de Barquillo y Alcalá. En toda
España había mítines y manifestaciones por idéntico motivo.
Los incidentes de San Carlos
El día 24 los estudiantes suspendieron las clases al grito de
¡Amnistía! y el general Mola dispuso una verdadera movilización de
las fuerzas de Seguridad. Delante de la Facultad de Medicina se
produjeron algunos choques y «la fuerza tuvo necesidad de hacer
unos cuantos disparos para atemorizar a los que la agredían»
(Mola). A la una de la tarde, una comisión de la F. U. E. pidió
permiso a Mola para celebrar una manifestación, cosa que fue
denegada por el director general de Seguridad, pero la Junta de
Gobierno de la F. U. E. ratificó la orden de huelga. Las
manifestaciones no cesaban tampoco en el resto del país. Aquella
misma tarde, más de 30 000 manifestantes eran verdaderamente
dueños de las calles de Valencia. En Córdoba, obreros y jornaleros
del campo asaltaron tiendas de comestibles y chocaron con fuerzas
de la Guardia civil a caballo. En Madrid hubo manifestaciones y
cargas poco después de anochecido en la Puerta del Sol, suceso
que se vino repitiendo, con mayor o menor intensidad, durante la
última semana del mes de marzo.
El día 25, se cerraron la Universidad y la Facultad de Medicina,
pero los estudiantes lograron penetrar en ésta y desde la azotea
comenzaron a bombardear con cascotes a los guardias. Los
escolares, a los que se unieron grupos de obreros, consiguieron
hacer varias salidas a la calle de Atocha, con los consabidos vítores
a la República y «mueras» al Rey. Los obreros, cada vez más
numerosos en la Glorieta de Atocha y hacia Antón Martín,
expresaban su simpatía por los estudiantes y fueron objeto de
repetidas cargas policiacas. Hacia mediodía se presentaron
numerosas fuerzas de la Guardia civil a pie y a caballo, que fueron
acogidas con una estrepitosa silba. Mola pretendía nada menos que
tomar por asalto la Facultad, apoyado por La Cierva, a lo que el
marqués de Hoyos se opuso. Con el pretexto de socorrer a un
comisario y varios agentes atrincherados en la posada de San Blas,
la Guardia civil pasó al ataque y comenzó el fuego graneado contra
la Facultad. Como suele ocurrir en estos casos, se dijo que los
primeros disparos habían sido hechos contra la fuerza pública. La
verdad es que la batalla fue muy desigual. El asedio a la Facultad de
San Carlos por la fuerza pública duró hasta las dos y cuarto de la
tarde, hora en que el ministro de la Gobernación, ante la enérgica
actitud del claustro de profesores, ordenó el «alto el fuego», con
gran contrariedad del general Mola[20].
Un manifestante, Ramón Sempere, falleció a consecuencia de
los disparos y también el guardia civil Hermógenes Domínguez.
Once, estudiantes y obreros fueron heridos gravemente por arma de
fuego —el joven García Ortega perdió un ojo— y hubo muchos más
heridos leves que, por razones de seguridad, no declararon su
estado. Varios guardias resultaron asimismo heridos o contusos,
casi todos por piedras.
La emoción que se produjo después del «sitio de San Carlos» es
difícilmente descriptible. La F. U. E. de Madrid y la Casa del Pueblo
difundieron aquella misma tarde, sendas notas protestando de lo
ocurrido y pidiendo la destitución del director general de Seguridad.
Al día siguiente, la Junta de Gobierno de la Universidad (rector
dimisionario, vicerectores, decanos y delegados de los claustros)
acordó unánimemente, «poner en conocimiento del Gobierno la
manifestación de su más viva repulsa por lo acaecido, que viene a
imposibilitar la labor de dirección que tiene la Junta encomendada, y
solicitar como satisfacción a sus sentimientos de justicia lastimados,
la inmediata destitución del director general de Seguridad y la
depuración de toda clase de responsabilidades con motivo de los
sucesos contraídas»[21].
El día 26 hubo nuevas manifestaciones desde por la mañana. A
mediodía, las chicas de la Escuela Normal se unieron a sus
compañeros y recorrieron la calle Atocha gritando «¡Amnistía!» y
«¡Abajo los bárbaros!». Los choques entre huelguistas y fuerza
pública se sucedieron en la calle Carretas, calle Mayor, etc. Por la
tarde, los obreros, con banderas rojas, recorrieron la barriada del
Pacífico.
En Valencia los estudiantes declararon la huelga y, delante de la
Facultad de Medicina, paralizaron la circulación de tranvías. La
policía registró los locales de la F. U. E. Las manifestaciones en
favor de la amnistía, cada vez más numerosas y enérgicas, se
sucedían en Salamanca, Alicante, Huelva, Alcira, Granada, San
Sebastián… En Barcelona, los estudiantes en huelga se hicieron
también fuertes en la Universidad y apedrearon a la fuerza pública.
El movimiento popular, en el que se conjugaban la acción por la
amnistía y la campaña electoral, adquiría proporciones arrolladoras.
Baste, a modo de ejemplo, con esta simple relación, tomada de la
prensa, de los actos celebrados el domingo 28 de marzo: mítines de
la Conjunción republicano-socialista en Valencia, Sevilla, Alicante,
Córdoba, La Corana, Barcelona, Oviedo, Burgos, Segovia, Huesca.
En Alicante, 12 000 manifestantes chocaban con la fuerza pública,
en Córdoba 10 000 recorrían las calles de la ciudad; en Cartagena,
Gijón, Játiva, Burgos, Plasencia, en varios pueblos de la provincia
de Huesca, etc., tuvieron lugar otras tantas manifestaciones.
El Gobierno era ya impotente contra aquel mar de protestas, lo
que refleja el marqués de Hoyos en sus Memorias, al responder a la
pregunta de por qué no se abría expediente a las autoridades
universitarias: «Porque no tenía el Gobierno fuerza para hacerlo.
Porque la de las Universidades, sumada a la de los revolucionarios,
podía más que el Gobierno».
En esta situación, el ministro de Hacienda, perseverando en su
propósito de estabilizar la peseta, anunció que había concertado un
empréstito por valor de 60 millones de dólares (562 200 000
pesetas) con un grupo bancario encabezado por el Banco Morgan,
el National City, de Nueva York, y el Banco de París y los Países
Bajos. Toda la oposición protestó considerando que el empréstito
era ilegal, pues la decisión de realizarlo competía a las Cortes.
Argüía Ventosa y Calvell que el empréstito lo hacía el Banco de
España, y el Estado se limitaba a garantizarlo. Se trataba de un
crédito por 18 meses, en el que Morgan y los bancos
norteamericanos aportaban 39 millones de dólares, y los bancos
europeos 21. Ventosa, que ya había sondeado a los bancos
españoles, con resultados favorables, obtuvo el día 31 el acuerdo
del Consejo Superior Bancario (en el que figuraban, entre otros,
Juan Manuel de Urquijo, el marqués de Cortina, el conde de los
Gaitanes y Ocharán). Una vez más se demostraba que la oligarquía
bancaria y terrateniente apoyaba a la Monarquía hasta cuando
cualquier observador podía prever su próximo fin. Por ejemplo, el
Financial News, de Londres, del 1.º de abril, expresaba las
reticencias de los medios financieros británicos a contribuir al
proyecto de estabilización. A fin de cuentas, el empréstito Morgan
no se hizo, porque la República llegó antes.
Las elecciones municipales del 12 de abril
Comenzó el mes de abril, en plena Semana Santa y puede
decirse que España entera estaba en vilo, a sabiendas de que el
voto del día 12 iba a decidir, no ya la designación de regidores
municipales, sino el destino entero del país.
La Conjunción republicano-socialista desplegaba una actividad
sin precedentes. Los mítines de propaganda electoral reunían a
muchedumbres enfervorizadas, que veían en una futura República,
todavía mal definida, la promesa de colmar sus más heterogéneas
aspiraciones.
Reuníanse las personalidades monárquicas con objeto de
concertarse en frente común. Llegaron a crear un centro de
Reacción Ciudadana, presidido por Julio Danvila (en cuyos mítines
habló el joven abogado José María Gil Robles), pero sus esfuerzos
encontraron un eco muy limitado. En general, los monárquicos
creían perder las elecciones en Madrid, Valencia, Sevilla y alguna
otra capital, pero ganarlas en el resto del país.
En Barcelona, Cambó y sus amigos de la Lliga Regionalista,
contando con la abstención electoral de los anarcosindicalistas y
con la falta de unión de las izquierdas (Acció Catalana no había
querido coligarse con Esquerra Republicana), creían en su triunfo.
En el País Vasco, los nacionalistas iban a las elecciones con
bandera propia. En un mitin celebrado en el Frontón Euskalduna, de
Bilbao, dijeron que eran republicanos vascos con la enseña de la
cruz de Cristo. En cuanto a la C. N. T., su actitud constituía aún una
incógnita, y los comunistas, empeñados en su táctica de «ningún
compromiso» y en hablar de «gobierno obrero y campesino», e
interpretando mecánicamente las experiencias de la revolución rusa,
presentaban candidaturas aparte, que sólo tenían arraigo en Sevilla
y en la zona minera de Vizcaya.
Debe hacerse mención de que por aquel tiempo apareció un
semanario (su primer número era del 14 de marzo), La conquista del
Estado, al que la gente no hacía mucho caso. Su manifiesto político,
firmado, entre otros, por Ramiro Ledesma Ramos, Ernesto Giménez
Caballera y Juan Aparicio, proclamaba la supremacía del Estado y
la estructura sindical de la economía, más allá del marxismo y del
capitalismo liberal. La influencia del fascismo italiano era inequívoca.
La conquista del Estado, en sus números sucesivos, calificó de
«inútil pugna electoral», de «farsa de señoritos monárquicos y
republicanos», el hecho político del que España entera estaba
pendiente. Su grito era: «¡Viva la España joven, imperial y
revolucionaria!». Dado el desarrollo posterior de la historia de
España, resulta imprescindible hacer esta mención del grupo
encabezado por Ledesma Ramos.
Verdad es que, mientras tanto, Sediles, Salinas y otros
condenados eran embarcados rumbo a Mahón para cumplir su
condena, que Galarza seguía en la cárcel, que se preparaba el
Consejo de guerra contra los sublevados de Cuatro Vientos. Todo
en vano; la provisionalidad flotaba en el aire. Y Mola sufría
deformación profesional cuando creyendo en los informes dados
desde París por Quiñones de León (cuya vocación policiaca corría
pareja con la diplomacia, y en esto están de acuerdo los testigos de
todas las cadencias), instruía a los gobernadores civiles para que
estuviesen prestos a reprimir imaginarias subversiones.
El 11 de abril, Madrid estaba cubierto de carteles Pectorales y de
inscripciones, alfombrado de octavillas de todas las tendencias. ABC
y El Debate proclamaban la certeza de la victoria monárquica,
estado de espíritu que era impartido en Palacio Real, a juzgar por lo
que Miguel Maura ha contado mucho después, basado en el
testimonio de su hermano Honorio, compañero de Alfonso XIII en
sus liarías partidas de tiro de pichón[22]. El hecho, en realidad sin
significación, de que en determinados lugares hubieran sido
elegidos por el artículo 29 —es decir, proclamados vencedores por
no tener contrincantes— 1167 concejales monárquicos contra sólo
194 republicanos, afianzaba el optimismo de los círculos dinásticos.
Hasta medianoche, las calles de Madrid estuvieron llenas de una
multitud apasionada: mítines, automóviles con altavoces, grupos
repartiendo candidaturas, altercados más o menos violentos,
algunas cargas y carreras fueron matizando la tensión de aquella
noche.
Desde las ocho de la mañana del domingo 12 se formaron
interminables hileras de ciudadanos ante los colegios electorales, en
espera de votar. Los candidatos republicano-socialistas recorrían los
colegios y eran ovacionados en todas partes.
A media tarde se empezaron a tener noticias del resultado de las
elecciones. En la Casa del Pueblo, abarrotada de trabajadores, se
izaba la bandera roja a las cuatro de la tarde. Inmediatamente, la
Guardia civil acordonó el edificio, pero la Junta exigió del ministro de
la Gobernación que se retirase la fuerza pública. Pocos minutos
después llegaban Alcalá Zamora y todos los candidatos
republicanos y socialistas. Su triunfo —ya se sabía— era,
aplastante. En él total de los diez distritos de Madrid la Conjunción
republicano-socialista había obtenido 91 898 votos y los
monárquicos 33 884. No hubo un solo distrito en que ganasen los
monárquicos, ni siquiera en los barrios de gente adinerada[23].
Javier Tusell, que ha tomado como fuente el Boletín Oficial de la
Provincia, da 90 630 votos republicanos y 31 616 monárquicos[24].
Las noticias de las demás provincias llegaban al ministerio de la
Gobernación, donde se habían ido reuniendo casi todos los
miembros del Gobierno, así como el general Sanjurjo, director de la
Guardia civil.
Como las columnas de unos vasos comunicantes, la
consternación aumentaba en el ministerio de la Puerta del Sol, y el
júbilo en la casa sindical de la calle de Píamonte. No había duda. En
vano especulaba el marqués de Hoyos con el hecho de que habían
sido elegidos 22 150 concejales monárquicos y 5875 republicanos.
Nadie ignoraba, ni el propio marqués de Hoyos que esos seis mil
escasos concejales representaban mayor número de votos que los
veintidós mil, porque habían sido elegidos en capitales y ciudades
importantes en las que cada concejal representaba a un número
mucho mayor de electores. Pero, como ha dicho luego el Marqués,
«el ministro de la Gobernación no podía expresarse de otro modo».
Ni él ni sus colegas se engañaban aquel atardecer: en las capitales
de provincia habían sido elegidos 953 concejales de la Conjunción
republicano-socialista y 602 monárquicos, sin contar las Canarias,
cuyos resultados no habían llegado (también fueron favorables a la
República). Soria, Pamplona, Lugo, Gerona, Cádiz, Burgos, Palma
de Mallorca, Ávila y Vitoria fueron las únicas capitales favorables a
los monárquicos. Pronto se supo que los republicanos triunfaban en
Barcelona, Denia, Novelda, Elda, Alcoy, Algeciras, Ceuta, Alcázar
de San Juan, Puertollano, Manzanares, Almadén, Villa del Río
(donde triunfaban los comunistas), Peñarroya, Lacena, Puente
Genil, Fernán-Núñez (feudo del Duque), Montilla, Irún, Mondragón,
Éibar, Jaca, Tarrasa, Sabadell, Alcira, Écija, Torrelavega, Úbeda,
Linares, Cartagena, Béjar, Talavera, Menorca, Medina del Campo,
Gandía, Gijón, Mieres y todas las cuencas mineras de Asturias,
Vizcaya y Riotinto. Los monárquicos sólo se apuntaban victorias de
núcleos urbanos importantes en Vigo, Jerez de la Frontera, Tuy y
Valdepeñas. Romanones y La Cierva se habían hundido en sus
respectivos feudos: Guadalajara y Murcia.
Miguel M. Cuadrado[25] que parte, como nosotros hicimos, de los
datos del Anuario Estadístico 1932-1933, da el siguiente resultado
de concejales elegidos en toda España:
Por el artículo 29, un total de 29 804, que se descomponen así:
Monárquicos 6065
Otros (presuntamente monárquicos) 6043
Republicanos 13 940
Socialistas 887
Comunistas 10
Sin datos 2859
Elegidos en votación, un total de 50 988, así divididos:
Monárquicos 12 970
Otros (presunt. monárquicos) 9155
Republicanos 20 748
Socialistas 3926
Comunistas 57
Sin datos 4132
Después de cenar, Romanones preguntó a Sanjurjo: «Hasta hoy
ha respondido usted de la Guardia civil, ¿podrá hacer lo mismo
cuando mañana se conozca la voluntad del país?».
Según Romanones, Sanjurjo se limitó a bajar la cabeza; según
Gabriel Maura, el general respondió: «Hasta ayer, sábado, por la
tarde, respondía de ella en absoluto; después de estas elecciones…
Y calló aquí, completando la frase con un significativo encogimiento
de hombros»; Según el marqués de Hoyos, Sanjurjo, al encogerse
de hombros, dijo: «Cosas como ésta impresionan a todo el mundo».
En los tres casos, el resultado era el mismo.
Y Romanones, primero en dar la cara a los periodistas, no vaciló
en decir: «El resultado de las elecciones no puede ser más
lamentable para los monárquicos. Ésta es la realidad, y es preciso
decirla, porque ocultarla sería contraproducente e inútil».
El Rey, por medio de su ayudante, teniente coronel Pablo Martín
Alonso, pedía noticias por teléfono. Romanones velaba pensando
en la manera de salvar al Rey, si no a la Corona. Berenguer, muy
impresionado, envió un telegrama, antes de acostarse, a los
capitanes generales de las regiones: «Las elecciones municipales
han tenido lugar en toda España con el resultado que por lo ocurrido
en la propia región de V. E. puede suponer. El escrutinio señala
hasta ahora la derrota de las candidaturas monárquicas en las
principales capitales; en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, etc.,
se han perdido las elecciones.
»Esto determina una situación delicadísima que el Gobierno ha
de considerar en cuanto posea los datos necesarios. En momento
de tal trascendencia no se ocultará a V. E. la absoluta necesidad de
proceder con la mayor serenidad por parte de todos, con el corazón
puesto en los sagrados intereses de la Patria, que el Ejército es el
llamado a garantizar siempre en todo momento.
»Conserve V. E. estrecho contacto con todas las guarniciones de
su Región, recomendando a todos absoluta confianza en el mando,
obteniendo a toda costa la disciplina y prestando la colaboración
que se le pida al orden público.
»Ello será garantía de que los destinos de la Patria han de seguir
sin trastornos que la dañen intensamente, el curso lógico que les
imponga la suprema voluntad nacional». Era la una y cuarto de la
madrugada del día 13 de abril.
Berenguer no se había movido del ministerio de la Guerra, A las
dos de la mañana llegó a verlo el marqués de Hoyos, acompañado
hasta la puerta por el conde de Gamazo.
En la Casa del Pueblo, muy cerca de allí, el entusiasmo era
indescriptible. Eran las cinco de la mañana cuando salieron de ella
los miembros del Gobierno provisional. Sin embargo, según cuenta
Miguel Maura, Fernando de los Ríos creía que la República
vendría… después de las elecciones de diputados a Cortes. (Esta
impresión nos ha sido confirmada por otros testigos). Tampoco
Azaña, si juzgamos por los recuerdos que ha escrito su cuñado,
Rivas Cherif, se mostraba mucho más optimista. Pero en España
entera, los hombres sencillos apenas durmieron aquella noche. Y
Miguel Maura comenta así lo que iba a suceder: «Pero fue la calle la
que se encargó, por sí sola, de aclarar las cosas, marcando el
rumbo a los acontecimientos».
De la Segunda República a la Guerra
Civil
(1931-1936)
CAPÍTULO VII
LA SEGUNDA REPÚBLICA
«Con las primeras hojas de los chopos y las
últimas flores de los almendros, la primavera
traía a nuestra República de la mano. La
naturaleza y la historia parecen fundirse en una
clara leyenda anticipada o en un romance
infantil…».
Antonio MACHADO
Treinta y seis horas decisivas: 13 y 14 de abril
Aquel lunes, 13 de abril, madrugaron los estados mayores de la
Monarquía y de la República. Poco después de las nueve, el
presidente del Consejo, almirante Aznar, llegaba a Palacio. Luego lo
hicieron Romanones y García Prieto. Salieron a las doce. Nada, no
pasaba nada.
En el domicilio de Miguel Maura, calle Príncipe de Vergara, se
iban reuniendo los miembros del Gobierno provisional en cierne.
Todos, los que venían lo mismo que los que se iban, estaban a la
expectativa.
A la una se supo que los ministros iban a reunirse por la tarde.
Ya circulaban las notas de los representantes de la Conjunción
republicana y de la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista. La
primera era una invitación a que el Gobierno se sometiera «a la
voluntad nacional», y si ello no era así, «declinamos —decían los
firmantes— ante el país y la opinión internacional la responsabilidad
de cuanto inevitablemente habrá de acontecer, ya que en nombre de
esa España mayoritaria anhelante y juvenil que circunstancialmente
representamos, declaramos públicamente que hemos de actuar con
energía y presteza, a fin de dar inmediata efectividad a sus afanes
implantando la República».
La Ejecutiva del Partido Socialista estimaba «que ha sido tan
rotunda y expresiva la declaración de la voluntad popular, que no
cree posible se intente subvertirla ni retrasar las consecuencias
inevitables del espléndido acto plebiscitario del domingo; pero si por
obcecación o insensibilidad se intentase esterilizar el esfuerzo
realizado, el Partido Socialista, obediente a su deber y de acuerdo
con la U. G. T. y con los partidos republicanos, buscaría el modo de
dar satisfacción a los legítimos derechos de la organización obrera y
de la democracia española».
Lo que no se sabía era que el Rey y Gabriel Maura —utilizando
éste de enlace a su hermano Honorio, amigo personal de
Alfonso XIII— intentaban a esa hora una transacción con el Comité
revolucionario basada en la convocatoria por el Gobierno de Cortes
constituyentes, ante las cuales declinaría el Rey sus poderes si el
resultado le era adverso en las elecciones propuestas para el 10 de
mayo.
Pero pasaban las horas. A las cinco menos diez llegó Aznar a la
Presidencia del Consejo y respondió a los periodistas que le
preguntaban si habría crisis:
—¡Qué quieren ustedes que les diga de un país que se acuesta
monárquico y se levanta republicano!
Los ministros se reunieron a las cinco y media, media hora más
tarde de lo previsto, porque García Prieto había tenido que asistir a
dos entierros.
Reunido el Gobierno, Romanones leyó la nota de la Conjunción
republicano-socialista y explicó que era imposible resistir. La Cierva
y Bugallal se opusieron y el primero afirmó estar dispuesto a
hacerse cargo del Poder. Treinta y cinco años después aún se
discute si se leyó o no en esa reunión el telegrama cursado por
Berenguer a los capitanes generales la madrugada anterior.
Probablemente sí, aunque de todas formas era conocido de la
mayoría de los ministros.
Cerca de las nueve de la noche, los ministros salieron a la calle y
no les fue posible ocultar que había divergencia de criterios.
A esa hora, las calles de Madrid estaban ya rebosantes de un
público que vitoreaba la República. Aparecieron las banderas
republicanas y miles de manifestantes recorrían la calle de Alcalá,
desde la Puerta del Sol a Cibeles, creyendo, la mayoría de ellos,
que Alfonso XIII había renunciado ya. La fuerza pública permanecía
pasiva; Mola culpó de ello al general Aranguren, jefe superior de
Policía. Cerca de medianoche, cuando mayor era el gentío delante
del Palacio de Comunicaciones, sonaron unos disparos y hubo
varios heridos. Los civiles enviados por Mola, amparándose en la
semioscuridad del paseo de Recoletos, habían disparado sobre la
multitud. Allí se disolvió la manifestación, pero no las otras de la
Puerta del Sol y calle del Arenal, ni la aglomeración en torno a la
Casa del Pueblo. No era posible. A la misma hora análogas
manifestaciones recorrían las calles de Barcelona, Valencia,
Zaragoza, Oviedo, Gijón, León, Vigo, etc.
Se comprende que, al filo de la medianoche, cuando Miguel
Maura oyó de labios del marqués de Cañada Honda la «embajada»
del Rey y de su hermano Gabriel, rechazase de plano una
propuesta tan superada ya por los acontecimientos.
Al mismo tiempo, el marqués de Hoyos, completamente
abrumado y no pensando más que en la necesidad de suspender
las garantías constitucionales, llamó por teléfono a Aznar. En casa
del jefe del Gobierno respondieron al ministro de la Gobernación
que el presidente «no podía ponerse al aparato»[1]. Tal vez dormía
ya. El que no dormía era el Rey. Hubo quien le dijo que las masas
iban a tomar por asalto su Palacio. ¡Le decían tantas cosas! A
medianoche llamó por teléfono al marqués de Hoyos, y ahora, a la
una y media de la madrugada, llamaba a su fiel general Berenguer,
mas sus noticias no le dejaron muy tranquilo.
Peor fue el despertar. Florestán Aguilar, dentista del Rey y hecho
vizconde por éste, despertó a su señor con una misiva del conde de
Romanones, que informaba que «los sucesos de esta madrugada
hacen temer a los ministros que la actitud de los republicanos pueda
encontrar adhesiones en los elementos del Ejército y fuerza pública
y que se nieguen en momentos de revuelta a emplear las armas
contra los perturbadores, se unan a ellos y se conviertan en
sangrientos los sucesos». Romanones proponía, en suma, que el
Rey renunciase inmediatamente ante el Consejo de ministros y que
éste hiciera la transmisión de poderes.
No habían existido tales sucesos, pero las razones del Conde no
eran nada desatinadas. Y, desde luego, tenía prisa por liquidar la
situación.
A las siete, en el Ayuntamiento de Éibar se había izado la
bandera republicana. Fue la primera ciudad de España donde se
proclamó la República. La Guardia civil, considerándose impotente,
se había refugiado en su casa-cuartel, por lo que Mola fue a
Gobernación y le dijo al ministro:
—Creo que el «batacazo» es inevitable.
Por su parte, el general Berenguer, desde las ocho estaba en
comunicación con los capitanes generales, que le telefoneaban
noticias poco tranquilizadoras. A su lado tenía, al poco rato, a Millán
Astray, Cavalcanti y Sanjurjo. El primero declaró que ya no había
más solución que la marcha del Rey.
Don Alfonso no permanecía, sin embargo, inactivo. Ya hacía rato
que había telefoneado a Marfil, subsecretario de Gobernación. El
Rey pedía que la Guardia civil despejara los grupos formados en la
Puerta del Sol. Y el capitán que mandaba la fuerza respondió:
—Dígale a Su Majestad que, por obedecer sus órdenes, estoy
dispuesto a salir yo solo a la Puerta del Sol para que las turbas me
despedacen si quieren. Pero no puedo ordenar a la fuerza que
salga, porque no me obedecerían los soldados.
—Es lo que me quedaba por saber. Gracias, Mariano —contestó
el Rey a Marfil.
Una conversación telefónica posterior entre los mismos
protagonistas preparó la salida del monarca. Casi nadie lo sabía,
pero estaba listo ya el plan de salida por Cartagena[2].
A las diez y media llegó Aznar a Palacio, luego Hoyos,
Ventosa… El Rey estaba decidido a partir. Pero Iba a intentar un
Gobierno Melquíades Álvarez o Sánchez Guerra para que, con un
Consejo de Regencia, convocase Cortes constituyentes. Es decir,
era un paso atrás en la fórmula del día anterior. Mientras llegaban a
Palacio los otros ministros. Entonces, el Rey encargó a Romanones
que se entrevistase con Alcalá Zamora. Marañón ofreció su casa
como punto de cita.
A mediodía, mientras seguían aquellos cabildeos, España entera
se ponía en marcha. En Barcelona, las Ramblas rebosaban de
manifestantes. A la una de la tarde de aquel día histórico, Luis
Companys, elegido concejal, tomó posesión del Ayuntamiento,
proclamó la República desde el balcón de las Casas Consistoriales,
y se informó de ello a Francisco Maciá, que a poco proclamaba, por
su parte, la República Catalana «como Estado integrante de la
Federación ibérica»[3]. La misma noche, Eduardo López Ochoa era
nombrado por Maciá capitán general de Cataluña y Luis Companys,
gobernador civil de Barcelona.
Una muchedumbre entusiasta invadía las calles de Barcelona,
de las que había desaparecido la fuerza pública. Desde el balcón
del Ayuntamiento, los concejales republicanos entonaron «La
Marsellesa», coreados inmediatamente por la multitud. Por la tarde,
puede decirse que toda Barcelona estaba en la calle, los tranvías
transportaban verdaderos racimos humanos, y en todas partes se
oían los gritos de ¡Visca Macià! ¡Mori Cambó!, repetidos por gentes
de todas las edades y condiciones sociales. A las nueve de la
noche, varios millares de personas se dirigieron a la cárcel para
pedir la libertad de los presos poéticos y, como el director se negara
lógicamente a ello, la multitud, por toda respuesta, quemó las
puertas del edificio y abrió todas las celdas, sin que la fuerza militar
y los funcionarios de la prisión hiciesen el menor gesto para
impedirlo.
Volvamos a Madrid. Poco después de las doce del día, Largo
Caballero pudo declarar a unos periodistas que «la República es ya
cosa de horas». El Gobierno provisional seguía reunido en casa de
Miguel Maura y tomaba ya disposiciones, aunque la verdad es que
no sabía cómo iban a traspasarse los poderes. Intervino entonces la
famosa adhesión de Sanjurjo, en nombre de la Guardia civil. (Mucho
han discutido los diferentes protagonistas de aquella jornada sobre
la hora en que se celebró dicha entrevista. Poco importa si fue a las
doce o a las tres, pero todo hace pensar que tuvo lugar antes de la
entrevista Romanones-Alcalá Zamora). El director de la Guardia
civil, que felicitó a sus hombres el 17 de diciembre anterior por la
represión del movimiento revolucionario, a quien el 28 de marzo
había condecorado el Rey con la gran cruz de Carlos III, dio su
lanzada al moro muerto y consolidó posiciones. Ya sabía él que el
Rey se iba y que sus hombres no responderían.
En casa de Marañón, Romanones ofreció la solución propuesta
por el Rey, a lo que Alcalá Zamora objetó que la única solución era
la renuncia del monarca, que debía abandonar Palacio antes de que
se pusiera el sol. Y agregó que contaba con la adhesión de Sanjurjo.
Cedió Romanones y convinieron en que al día siguiente se haría el
traspaso oficial de poderes.
En cuanto Mola tuvo noticia de las entrevistas Sanjurjo-Maura y
Romanones-Alcalá Zamora, hizo sus bártulos y comenzó a quemar
los archivos secretos de la Dirección general de Seguridad.
A las cuatro de la tarde puede decirse que Madrid entero estaba
en las calles, en las que apenas se podía dar un paso. Por todas
partes surgían banderas republicanas, retratos de Galán y García
Hernández. Sin saber de dónde, habían salido centenares de
camiones llenos de trabajadores que iban hasta cerca de Palacio,
bajando por la calle del Arenal y regresando por la calle Mayor, al
grito tantas veces repetido de No se ha ido, que le hemos barrido,
No se ha «marchao», que le hemos «echao».
Desde la Plaza de Oriente, protegida por húsares y guardias
civiles, se vio llegar a Palacio, por la Puerta del Príncipe, a
Villanueva, luego, a Melquíades Álvarez. Pero no había nada que
hacer. Y el político asturiano lo confirmó al salir: sólo quedaba acatar
la voluntad nacional.
En el Palacio de Comunicaciones se había izado ya la bandera
republicana ante miles de personas en delirio. Era que en aquel
centro, como en Telégrafos, se tenían noticias de que la República
se proclamaba en toda España, Quien menos lo sabían eran los
órganos del que nominalmente era aún Gobierno, ya sin un solo
resorte de mando en su mano.
A media tarde, la República había sido ya proclamada en San
Sebastián, Zaragoza, Salamanca, La Coruña, Huesca, Sevilla,
Valencia… En todas partes los obreros abandonaban el trabajo y los
estudiantes los centros de enseñanza, y todos ocupaban las calles.
Sin que nadie lo supiese, estaban en el ministerio de la
Gobernación Eduardo Ortega y Gasset, nombrado gobernador civil
de Madrid, Rafael Sánchez Guerra y Ossorio Florit. Ortega y Gasset
habló desde el balcón principal, donde ayudado por Rafael Sánchez
Guerra, izó una bandera republicana, que le ofrecían desde la calle
y que subieron con ayuda de una cuerda. Más allá, en la Plaza de la
Villa, los concejales republicanos ocuparon el Ayuntamiento. Muiño
colocó una bandera para la que costó trabajo encontrar un mástil, y
Trifón Gómez dirigió la palabra a la multitud.
A esa hora —cinco de la tarde— llegaban todos los ministros a
Palacio. El último fue Gabriel Maura, que traía preparado el borrador
de la renuncia del Rey, que éste le encargó por la mañana. El que
dejaba ya de ser Rey efectivo sólo modificó el borrador para
confirmar este hecho: tachó las palabras «encargo a un Gobierno
que la consulte convocando Cortes constituyentes». Era demasiado
tarde, y Alfonso XIII lo sabía[4]. También estaba al corriente
Romanones, cuando capciosamente preguntó al marqués de Hoyos
si respondía de poder emplear la Guardia civil. Sólo La Cierva se
aferraba a una solución de fuerza. Cavalcanti ofreció a) Rey lanzar
unos cuantos regimientos fieles a la calle. Pero esa oferta se hizo
después de la reunión del Consejo, y fue igualmente rechazada.
Ahora se trataba de organizar la salida del Rey, en breves horas, y
la de su familia, para el día siguiente. El Rey se despidió de los
ministros y éstos siguieron discutiendo en el saloncito japonés de
Palacio. Todos discutían, especialmente Romanones y La Cierva. Y
fueron saliendo, «sin decidir nada de lo que había de hacerse»,
relata Berenguer. Salieron los ministros, el primero de ellos Bugallal,
a las seis y media.
A esa misma hora, el Gobierno provisional, apremiado por
Miguel Maura, al que apoyaba Largo Caballero, se dirigió en
caravana de automóviles hacia el ministerio de la Gobernación. A
partir de Cibeles, los coches apenas podían abrirse paso entre la
compacta multitud que aclamaba a los nuevos gobernantes.
En Palacio, Romanones y el marqués de Hoyos seguían con el
Rey. Se había acordado, pese a todo, declarar el estado de guerra,
pero desde Capitanía general, Federico Berenguer declaró que no
estimaba «procedente hacerlo». ¿Qué había pasado? Hoyos
telefoneó de nuevo a Gobernación, y una voz le contestó: «Ya están
aquí esos señores».
«Esos señores» llegaron cerca de las ocho a la Puerta del Sol.
Maura y Caballero fueron los primeros en pasar la puerta central de
Gobernación. Luego, fue el minuto emotivo, que la historia ha
reseñado ya: el piquete de la Guardia civil formado en el vestíbulo,
los segundos de indecisión, Maura que gritó: «¡Señores, paso al
Gobierno de la República!», y los guardias presentaban armas.
Entraron con ellos Alcalá Zamora y Azaña. Lerroux, Fernando de los
Ríos y Casares lo hicieron por la puerta de la calle del Correo. A las
ocho y media de la noche, Alcalá Zamora, desde el balcón central
de Gobernación, pidió un minuto de silencio en memoria de Galán y
García Hernández. Luego saludó a los españoles en nombre del
Gobierno provisional, en una alocución que fue radiada.
Un cuarto de hora después, por la puerta trasera de Palacio Real
que da al Campo del Moro, Alfonso XIII salía en un automóvil,
acompañado por el duque de Miranda. Nadie apenas supo que se
había ido ni adonde iba. El nuevo Gobierno sólo lo supo de
madrugada, cuando había embarcado en el crucero Príncipe de
Asturias que lo llevaba hacia el destierro.
La Reina y los infantes pasaron, la noche en Palacio. Una
guardia cívica, improvisada por el nuevo Gobierno, acordonó el
edificio para evitar cualquier accidente. Cuando hacia las once el
capitán general, Federico Berenguer, quiso enviar dos escuadrones
del regimiento de Alcántara, «para defender el orden», tuvo que
intervenir personalmente el nuevo gobernador civil, Eduardo Ortega
y Gasset, para evitar esta provocación y también para que se
retirase la Guardia civil. Así se garantizó, de verdad, el orden. Y a la
mañana siguiente, la reina Victoria de Battenberg y sus hijos salían
en automóvil hasta Galapagar, donde tomaron el tren, el último tren
real[5] en el que iba, como máxima garantía, el general Sanjurjo.
Condes y duquesas les despidieron, así como Romanones,
escarnecido por los aristócratas, que lo abandonaron, sentado en un
viejo banco de estación, a cuyos pies el azar había puesto una
botella vacía. Triste estampa que fijó para siempre ese momento de
la vida del que fue ministro del primero y del último gobierno de
Alfonso XIII.
Pero volvamos a las últimas horas del día 14. El que era ya
Gobierno de España estaba en Gobernación y al habla con todas
las provincias, mas Berenguer, Mola y el marqués de Hoyos
continuaban en el ministerio de la Guerra. Por poco rato; pues la
partida estaba perdida y los tres personajes tuvieron que abandonar
el Palacio de Buenavista, del que se posesionó Azaña hacia las
once de la noche.
El Gobierno provisional estuvo trabajando hasta la una de la
madrugada. Se prepararon los decretos que debían aparecer en la
Gaceta del 15, particularmente el Estatuto jurídico del Gobierno
provisional y la amnistía de todos los delitos políticos, sociales y de
imprenta.
Aquella noche comenzaba su vida la Segunda República
española. No sería fácil ni larga.
El Gobierno provisional y los problemas de la
República
El Gobierno provisional quedó constituido así: Presidente: Niceto
Alcalá Zamora; Justicia: Fernando de los Ríos; Estado: Alejandro
Lerroux; Guerra: Manuel Azaña; Marina: Santiago Casares Quiroga;
Gobernación: Miguel Maura; Fomento: Álvaro de Albornoz; Trabajo:
Francisco Largo Caballero; Instrucción Pública: Marcelino Domingo;
Economía: Luis Nicolau d’Olwer; Hacienda: Indalecio Prieto;
Comunicaciones: Diego Martínez Barrio. Por grupos políticos, la
distribución era la siguiente: dos Derecha Liberal Republicana, dos
radicales, tres socialistas, tres republicanos radical-socialistas, uno
Acción Republicana, uno Acció Catalana, y un republicano
autonomista gallego.
A las 8,40 de la mañana del día 15 salían de París Prieto,
Domingo, Martínez Barrio, Hidalgo de Cisneros y Martínez de
Aragón. Un día después regresaban Queipo de Llano, Ramón
Franco, González Gil, Pastor y otros militares refugiados en Francia
desde el intento revolucionario del mes de diciembre. El regreso de
todos esos desterrados dio lugar a manifestaciones de entusiasmo
en cada una de las más importantes estaciones del trayecto.
Los primeros altos cargos nombrados fueron: Gobernador civil
de Madrid: Eduardo Ortega y Gasset (radical-socialista);
Subsecretario de la Presidencia: Rafael Sánchez Guerra (Derecha
liberal republicana); Subsecretario de Gobernación: Eugenio Ossorio
Florit (Derecha liberal republicana); Director general de Seguridad:
Carlos Blanco (exmonárquico que había entrado en Derecha liberal
republicana); Fiscal general de la República: Ángel Galarza (radical-
socialista). Los generales Queipo de Llano, López Ochoa, Riquelme
y Cabanellas fueron nombrados capitanes generales de Madrid,
Cataluña, Valencia y Andalucía, respectivamente.
El Gobierno provisional, preocupado hasta la exageración por las
formas de Derecho y el mantenimiento de las esencias liberales, fijó,
como hemos dicho, su Estatuto jurídico. El reconocimiento de las
libertades de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho
de propiedad eran piezas esenciales de este documento, así como
el sometimiento de los actos gubernamentales, al fallo de las Cortes
Constituyentes, que fueron inmediatamente convocadas. No era,
pues, aventurado suponer que España se encontraba en el umbral
de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social
basado en la propiedad privada de los medios de producción y
circulación, es decir, lo que suele llamarse un régimen de
democracia burguesa.
La República española se presentaba como el liberalismo en
acción en pleno siglo XX, teniendo que afrontar a la vez su propia
problemática interna y el peso de unas estructuras arcaicas que
urgía desarraigar. Era aquélla una nueva cita con la Historia a la que
España llegaba no sin cierto retraso, tras las ocasiones perdidas de
1812, 1820, 1843, 1854 y 1868. El tren de la historia universal era
ahora mucho más veloz y de tomarlo o perderlo dependía el
porvenir de España para varios decenios.
Si, para usar una terminología ya utilizada, había un «problema
España», los temas o datos del mismo, verdadera clave de la
historia contemporánea del país, eran: una economía arcaica sobre
la que gravitaban la cuestión agraria y el papel hegemónico de la
gran banca; una Iglesia poderosa cuyo poder espiritual se confundió
durante siglos con el poder temporal; un ejército que durante el
primer tercio del siglo XX había resbalado hacia el militarismo; unos
pueblos de personalidad acusada (Cataluña, Euzkadi, Galicia); unas
minorías intelectuales cuya preparación contrastaba con el retraso
cultural de la mayoría de la población y, por último, un Estado ya
desvencijado, tan anacrónico como los sectores sociales de que fue
instrumento, que había que construir de nueva planta, tanto desde el
punto de vista de la eficacia como desde el mucho más importante
de crear unas instituciones que hiciesen posible el desarrollo
ininterrumpido de la vida democrática. Y esa democracia exigía,
naturalmente, el acceso a un nivel más elevado de vida de los
españoles, que con su trabajo creaban toda la riqueza nacional.
Estos temas ineludibles iban a presidir la vida de la República;
de la respuesta dada a las cuestiones por ellos planteadas
dependería el porvenir del régimen y de España.
Las primeras semanas
Si la situación de Cataluña era la más complicada, los miembros
más moderados del Gobierno se inquietaron los primeros días por la
de Sevilla: a las numerosas manifestaciones de obreros de la ciudad
y de trabajadores agrícolas de la provincia, que gritaban ¡Vivan los
Soviets! y ¡Gobierno obrero y campesino!, el general Cabanellas
respondió con la declaración del estado de guerra.
La prensa madrileña, a excepción de ABC, se alineaba tras el
Gobierno. El Debate decía lo siguiente: «La República es la forma
de gobierno establecida en España. En consecuencia nuestro deber
es acatarla. Hace pocos meses publicamos un artículo en el cual
razonábamos el deber de someterse a los poderes “de hecho” y
apoyábamos nuestra tesis en textos inequívocos del inmortal
León XIII».
Estas líneas de conducta diferentes, la del ABC y El Debate,
señalaban ya una diferencia que se haría más ostensible después.
El primero era el representante del grupo más importante de la
oligarquía —nobleza, grandes terratenientes, financieros de primer
orden— partidarios de una agresión violenta contra la República. El
segundo representaba también a un sector de la oligarquía agraria
enraizado en las regiones castellanas, capaz de manejar a los
pequeños cerealistas y más directamente entroncado con el
catolicismo oficial y, sobre todo, con Roma.
Como hemos dicho, urgía resolver lo que se consideró equívoco
del Estado catalán creado por Maciá. El día 17 salieron en avión
para Barcelona Fernando de los Ríos, Marcelino Domingo y Luis
Nicolau d’Olwer, quienes negociaron con Maciá para que unos y
otros se atuviesen al cumplimiento de lo previsto en el Pacto de San
Sebastián, al mismo tiempo que se le ofrecían garantías en cuanto a
la convocatoria del plebiscito de Cataluña para votar el Estatuto. No
quedó Maciá del todo convencido, y fue necesario un viaje de Alcalá
Zamora a Barcelona (25 de abril). El entusiasmo al llegar Alcalá
Zamora a la estación de Francia fue tan enorme que la multitud
estuvo a punto de volcar el coche en que iban los dos presidentes.
Se abrazó el presidente provisional de la República con Maciá en el
balcón de la Diputación, y tres días después quedó constituido el
primer Gobierno de la Generalidad. No obstante, Maciá declaró: «Si
las Cortes no resuelven el problema de Cataluña, dándole todas sus
libertades, este problema adquirirá una gravedad insospechada».
Problema también muy serio era el de la huida de capitales que
comenzó aquel mes de abril y ya fue tratado por el Gobierno en su
primera reunión. Se prohibió, entre otras medidas, que los viajeros
llevasen con ellos más de 5000 pesetas, la exportación de metales
preciosos, las transferencias de fondos fuera de España para
comprar valores extranjeros y la compra por los bancos de divisas
extranjeras…, pero la fuga de capitales no cesó por eso.
Verdad es que el espíritu timorato que reinaba en las capitales
europeas no era propicio al nuevo régimen español, culpable de
venir un poco «a destiempo» para la manera de ver de los sesudos
varones que hacían y deshacían la hacienda pública, la política y la
prensa en París, Londres, Berlín… y, no hablemos de Roma. Sólo
Vandervelde, que fue a Madrid a la reunión de la Federación
Sindical Internacional (celebrada en el palacio del Senado), dijo que
«la República española es un rayo de luz en las tinieblas en los
momentos en que las dictaduras progresan en Italia, Polonia,
Austria y Hungría». La prensa francesa, salvo la netamente
izquierdista (L’Oeuvre, L’Humanité, Le Populaire, de París) observó
con desconfianza al Gobierno republicano, aunque reconocía lo bien
fundado de su existencia y ponderó la calma del cambio de régimen.
El día 22, todos los Gobiernos habían reconocido al de la República
española, y, los primeros, los del Uruguay y México.
Y llegaron los que han sido llamados Decretos de Azaña
aprobados en Consejo y promulgados el 25 de abril. Pero éste es un
asunto que no puede abordarse sin una previa y rápida ojeada a la
situación castrense de España en aquella primavera de 1931.
Había, entonces, en activo 195 generales y 16 926 jefes y
oficiales para un total de 105 000 hombres de tropa. Había
regimientos de infantería que, en realidad, contaban sólo con
ochenta soldados, y regimientos de caballería que no tenían
caballos. La artillería de campaña era del calibre 7,5 modelo
francés, comprado en 1909, y la aviación sólo disponía de un
centenar de aparatos de reconocimiento y de unos cuantos aviones
de caza.
¿Qué hizo Azaña? En primer lugar, partió del siguiente supuesto:
«La Revolución de Abril —dice el decreto del 25 de abril— extingue
el juramento de obediencia y fidelidad que las fuerzas armadas de la
Nación habían prestado a las instituciones hoy desaparecidas». Por
consiguiente, hizo una “proposición de caballeros” para aquellos
que, en conciencia, no estuviesen dispuestos a servir a la
República: los que quisiesen continuar en el Ejército firmarían la
siguiente promesa: “Prometo por mi honor servir bien y fielmente a
la República, obedecer sus leyes y defenderla con las armas”.
Los que no la firmasen causarían baja en el Ejército, pero
seguirían percibiendo la totalidad de sus haberes correspondientes
al grado que tenían el día del cese.
Asombra pensar que un hombre maduro y con algunas nociones
de la vida política pudiese almacenar tal desconocimiento de su
realidad. Salieron del Ejército cerca de diez mil oficiales y,
paradójicamente, algunos de ellos liberales, que no tenían apego a
la profesión y aprovechaban la coyuntura. También salieron miles de
monárquicos, pero otros muchos, sobre todo los de alta graduación,
estamparon su promesa y continuaron en servicio. Un fiel
colaborador del general Franco ha dicho, refiriéndose a aquel
momento: «Muchos le preguntaban si debían solicitar el retiro.
Franco les respondió: No; mucho más útiles a España seréis dentro
del Ejército»[6].
Otra reforma militar de Azaña consistió en reducir las fuerzas del
ejército activo a ocho divisiones, en lugar de las 16 antes existentes,
lo que supuso una economía presupuestaria de 200 millones de
pesetas. Se suprimieron los grados de capitán general y de teniente
general, que no tenían significación en la estructura del Ejército, las
Capitanías Generales de las regiones (que se llamaron
Comandancias), la Academia general militar —dirigida por el general
Franco— y el Consejo supremo de Guerra y Marina. Se trataba de
medidas de carácter técnico, ya que Azaña —contra lo que ha dicho
una propaganda partidista que jamás argumentó a partir de los
hechos—, no sólo no se propuso destruir el Ejército, dislate integral
para su concepción del Estado y de la política, sino que no intentó
tan siquiera algo que hubiera sido mucho más consecuente: crear
un ejército republicano. Azaña creía posible el apoliticismo del
Ejército, creencia que pagó muy cara.
Sin embargo, las reformas de Azaña hirieron a la mayoría de los
militares, que las consideraron como una agresión contra sus
derechos. Los militares, que viajaban gratis, que tenían la ley de
Jurisdicciones, mimados por la Monarquía y las clases sociales que
veían en ellos la mejor garantía de sus privilegios, concluían en otra
identificación —confusión—: la del Ejército y la Patria. En el verano
de 1931, los aristócratas que temían que llegase la reforma agraria,
los financieros que organizaban la huida de capitales y se
mostraban propensos a achacar a la República los males
engendrados por la crisis mundial, los políticos de derecha que
habían quedado sin empleo, no necesitaron demasiados esfuerzos
para convencer a numerosos militares de que todo aquello era una
conjura contra la patria, la cual sólo podía ser salvada por la fuerza
de la espada.
Azaña no había querido, en puridad, republicanizar el Ejército,
sino crear un ejército neutro. Lejos de su ánimo el menor atisbo de
jacobinismo; sus propósitos parecían engendrados en textos
decimonónicos sobre el «Estado liberal», pero en modo alguno en la
realidad histórica del país. Quería un ejército «químicamente puro»
y se encontró con una materia prima, la del Ejército del viejo
régimen, con todo lo que ello significaba de alineamiento en
posiciones sociales, políticas e incluso de grupo profesional
privilegiado. No lo aceptó tal como era, pero no quiso o no pudo
transformar de arriba abajo aquella materia prima, arrancar las
raíces del mal, agregarle cuerpos nuevos y darle el catalizador
necesario. Dio algunos hachazos para podar ramas de frondoso
árbol, pero el tronco y sus raíces quedaron intactos[7].
Pero volvamos al Gobierno provisional. Largo Caballero preparó,
y el Gobierno aprobó; algunos decretos urgentes. El del 29 de abril
protegía a los campesinos arrendatarios, prohibiendo
momentáneamente los desahucios, y por otros decretos posteriores
los autorizaba a proponer la revisión de contratos. Se prohibió
también que los propietarios de tierras pudieran contratar jornaleros
fuera del término municipal de sus fincas mientras hubiese en él
obreros sin trabajo; en fin, se establecieron los salarios mínimos de
5,50 pesetas por jornada ordinaria y de 11 por jornada de siega.
Acabó el mes de abril con el procesamiento y prisión de los
generales Berenguer y Mola, y la formación de un organismo,
Acción Nacional, cuyo programa era: Religión, Patria, Familia,
Orden, Trabajo, Propiedad. Su presidente era el director de El
Debate, Ángel Herrera, y de su directiva formaban parte, entre otros,
José María Valiente y Javier Martín Artajo[8].
El Primero de Mayo, fiesta del Trabajo, adquirió rango oficial. En
Madrid, una manifestación de casi cien mil personas, encabezada
por los ministros y dirigentes socialistas, llegó hasta la Presidencia
del Consejo, en el paseo de Recoletos. Una comisión entregó las
peticiones a Alcalá Zamora y éste, desde el balcón, dirigió la palabra
a los manifestantes.
En Barcelona, la situación estuvo más tensa. A la salida del mitin
de la C. N. T., celebrado en uno de los palacios de Montjuic, se
organizó una manifestación que, al pretender llegar a la
Generalidad, fue cortada en las Ramblas por la fuerza pública. Llegó
también la Guardia civil, que tuvo que retirarse ante la hostilidad
manifiesta del público y sólo la presencia de Macià logró salvar
aquella situación comprometida[9].
En Bilbao se celebró un mitin comunista, al salir del cual los allí
reunidos quisieron organizar una manifestación, ya que les parecía
ilógico que el gobernador hubiese autorizado una manifestación
socialista y prohibido otra comunista. Al salir a la calle, los
comunistas fueron recibidos hostilmente por la fuerza pública. Los
obreros reaccionaron con análoga violencia y, recorrieron varias
calles de la ciudad; los guardias hicieron uso de las armas de fuego
y causaron veinticinco heridos.
En Sevilla, tuvo lugar otro resonante mitin del P. C., en el frontón
Betis, en el que hablaron Bullejos y Adame, seguido de una
manifestación de treinta mil personas que recorrió las calles de la
ciudad, aquí sin incidentes.
La Iglesia y el cardenal Segura
Las relaciones sumamente estrechas que durante siglos
mantuvieron la Iglesia y el Estado habían creado una situación
erizada de problemas. Aquélla había obtenido una serie de
privilegios y una pujanza material, cuya merma se iba a confundir
fácilmente con un ataque a los sentimientos religiosos.
Las ideas de «alianza del trono y del altar» y la vinculación de la
mayoría del clero (una vez en ejercicio, ya que no por sus orígenes)
en la clase de los propietarios fueron acumulando una carga de
hostilidad popular contra las instituciones eclesiásticas, alimentada
durante numerosos decenios por republicanos e incluso
monárquicos «liberales» —no hay más que pensar en Canalejas—
que creían mejor que el toro español acudiese al trapo rojo (el
«engaño» dicen los toreros) del anticlericalismo, mientras el
capitalismo hurtaba el cuerpo a los embates populares.
Para situar el problema en sus aspectos materiales, recordemos
los datos que, no sin trabajo, pudo recoger el ministerio de Justicia
en 1931. Había en España 35 000 sacerdotes, 36 569 frailes y 8396
monjas que habitaban (los últimos grupos) en 2919 conventos y 763
monasterios. Estos datos eran muy incompletos, ya que siete
diócesis —de las 55 existentes— se negaron a colaborar en la
encuesta encaminada a obtenerlos. Se ha calculado que, teniendo
en cuenta todas las diócesis, se podía estimar en 80 000 el número
aproximado de miembros del clero secular y regular que vivían en
España en 1931. El número total de personas cuya calificación
profesional se encuadraba dentro de «culto y clero» en el censo
general de la población de 1930 se elevaba a 136 181.
El presupuesto de Culto y Clero era de 52 millones de pesetas.
No se puede decir que fuera muy elevado, pero su distribución se
prestaba a no pocas reflexiones. He aquí algunos ejemplos:
Cardenal Primado, 40 000 pesetas al año; obispo de Madrid-Alcalá,
27 000. Los otros obispos tenían sueldos que oscilaban entre 20 y
22 000 pesetas… Un canónigo de catedral metropolitana cobraba
4000 pesetas; los restantes canónigos 3000, un párroco urbano
1500 y un párroco rural mil.
Según las estadísticas del ministerio de Justicia, en 1931 la
Iglesia poseía 11 921 fincas rurales, 7828 urbanas y 4192 censos. El
valor declarado de dichas fincas y bienes era de 76 millones de
pesetas, y su valor comprobado de 85 millones. Pero como este
valor había sido establecido a base de amillaramientos bastante
imprecisos, los peritos calculaban que el valor total de esos bienes
ascendía a 129 millones, a lo cual había que añadir el de los
patronatos dependientes de la Corona (cuyo interés al tres por
ciento representaba un capital de 667 millones) y los títulos de renta
al tres por ciento concedidos a la Iglesia en «compensación» de las
desamortizaciones del siglo anterior.
Por lo que se refiere a las congregaciones religiosas, la única
estadística hecha en 1931, que se refería a la provincia de Madrid,
dio un valor de 54 millones de pesetas en fincas urbanas y de 112
millones en las rurales, según los cálculos del catastro. Existe la
certeza moral de que alguna congregación era propietaria de títulos
mobiliarios y hasta de que tenía testaferros en Consejos de
administración, pero la falta de pruebas —casi imposible de hallar
en este dominio— nos impide cualquier afirmación sobre el
particular.
Así estaban las cosas cuando el cardenal Segura, cuyo
«alfonsismo» y concepciones teocráticas ya nos son conocidos,
publicó en el Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo, el 1.º
de mayo, una violenta pastoral. En ella afirmaba que «la Iglesia y las
instituciones desaparecidas convivieron juntas, aunque sin
confundirse ni absorberse, y que de esta acción coordinada
nacieron beneficios inmensos que la historia imparcial tiene escritos
en sus páginas con letras de oro».
A esto seguía un homenaje a Alfonso XIII, una parrafada sobre
«la gravedad del momento», para concluir que los católicos no
debían permanecer «quietos y ociosos» en el momento de elegirse
Cortes constituyentes, sino que debían unirse para defenderse y
lograr que fuesen elegidos candidatos con suficientes garantías de
defender los derechos de la Iglesia y el orden social.
Aquello parecía una declaración de guerra y como tal la
consideró el ministro de Justicia, en unas declaraciones hechas el
día 9. Pero la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado
iba a complicarse con ocasión —probablemente más pretexto que
motivo— de los acontecimientos políticos del 10 al 12 de mayo.
Los monárquicos y la quema de conventos
El día 5, el marqués de Luca de Tena se había entrevistado con
Alfonso XIII en Londres. A su regreso a Madrid, ultimó con varias
otras personas la creación del Círculo Monárquico Independiente.
La Junta provisional estaba formada por Luca de Tena, Arsenio
Martínez Campos, el duque de Hornachuelos y Federico Santander.
Luca de Tena y Romanones, amigos y contertulios del director
general de Seguridad, Carlos Blanco, le pidieron permiso para que
el referido Centro celebrase una Asamblea el domingo 10 de mayo,
y Blanco accedió.
El acto, cuya convocatoria apareció en ABC con comentarios
asaz virulentos, se celebró, en efecto, el domingo 10 en el local
social del círculo, calle de Alcalá n.º 67. Fue presidido por Manuel
Pombo, y en él hablaron numerosos asociados. Se eligió una. Junta
ejecutiva compuesta por Gabriel Maura, Federico Berenguer,
Arsenio Martínez Campos. Eduardo Cobián, conde de Gamazo y
varios más. La presencia de estas personas, y de otras como el
duque de Fernán-Núñez, el conde de Elda, Matos, etc., denotaba
perfectamente que estos caracterizados elementos de la oligarquía
enarbolaban desde los primeros momentos la bandera de la
restauración monárquica y de la hostilidad abierta al régimen. El
hecho debe ser tomado en consideración, más que en orden a los
sucesos que siguieron, al del desarrollo general de la historia de
España en los ocho años siguientes[10].
Los ánimos se caldearon, se puso un disco con la Marcha Real,
los más exaltados salieron al balcón dando vivas al Rey, lo que se
repitió al descender a la calle y motivó la réplica de un taxista que
fue agredido por los monárquicos. El numeroso público que salía
entonces del concierto dominical del Retiro tomó partido por el
chófer y muy pronto la reyerta se transformó en manifestación
popular, cuya primera consecuencia file el incendio de varios
automóviles de los monárquicos allí reunidos.
Al correr la tarde, las cosas se fueron complicando. Aquí y allá se
esparcían las noticias más alarmistas y las manifestaciones,
integradas por elementos heterogéneos, redoblaron en vigor y
amplitud. Varios centenares de personas se dirigieron hacia el
edificio de ABC, en la calle de Serrano, con ánimo de asaltarlo. El
ministro de la Gobernación, Miguel Maura, ordenó por teléfono que
la Guardia civil protegiese el citado edificio, y se produjo un choque
violento. Varios manifestantes cayeron heridos por arma de fuego, y
el portero de una casa situada frente a ABC y un niño de trece años
resultaron muertos. La indignación popular subió de punto y poco
después más de 5000 personas ocupaban la Puerta del Sol
profiriendo gritos contra Maura y los guardias. Todos los ministros —
excepto Lerroux, que se encontraba en Ginebra, en una reunión de
la S. de N., y Albornoz, que estaba en Córdoba— se fueron
congregando en Gobernación, adonde llegaban constantemente
comisiones de manifestantes: la mayoría pedían la dimisión de
Maura y la disolución de la Guardia civil. El ministro de la
Gobernación quería que los civiles saliesen a despejar la Puerta del
Sol, pero los demás ministros se opusieron. Indalecio Prieto salió
varias veces a la calle y, en la Cava Baja, en unión del general
Bermúdez de Castro, evitó una nueva colisión cuando las fuerzas
mandadas por el hijo de dicho general eran asediadas por
numerosos trabajadores.
La C. N. T. y el Partido Comunista, minoritarios en Madrid,
decidieron la huelga para el día siguiente, pero la U. G. T. y el
Partido Socialista se opusieron a ella. El trabajo se emprendió tan
sólo parcialmente en la mañana del 11; metro, tranvías y taxis
pararon hasta media tarde. Hacia las diez de la mañana, la Puerta
del Sol fue ocupada de nuevo por numerosos grupos. Mientras el
Gobierno estaba reunido en la Presidencia, Ossorio y Florit le
telefoneaba angustiado desde Gobernación. Pero más grave fue la
noticia de que varios de esos grupos habían incendiado el convento
de jesuitas de la calle de la Flor, junto a la Gran Vía, del que salían
espesas columnas de humo.
Hoy es aún el día en que no se puede afirmar con seguridad
quién inició los incendios. Las tesis contrapuestas de achacárselo a
provocadores monárquicos o a organizaciones obreras no resisten
la menor, critica a causa de su obcecación partidista. Se ha dicho,
argumentando en manifestaciones hechas el día antes en el Ateneo,
que el promotor fue el mecánico Rada (amigo de Ramón Franco) y
algunos de sus atines. Desde luego, el aventúrenselo de unos pocos
sirvió de chispa al incendio, contemplado con indiferencia por la
población obrera de las ciudades, que no tenían la menor simpatía
por las congregaciones religiosas. Objetivamente, el hecho
constituía el mejor regalo que podían esperar los enemigos del
nuevo régimen. A partir de hechos ciertos se inventaron fantásticas
historias que todavía perduran, se deformó, se calumnió, se
reclutaron incautos y… la peseta bajaba al día siguiente en todas las
plazas comerciales de Europa.
Pero volvamos a Madrid. El director general de Seguridad estaba
ya desbordado a media mañana. La Guardia civil patrullaba por las
calles, pero sin intervenir. Tras el convento de la calle de la Flor
ardió el de los Carmelitas de Ferraz y hacia la una el de Maravillas,
en Cuatro Caminos, y la Residencia de Jesuitas en Alberto Aguilera,
donde la fuerza pública dio repetidas cargas. También ardieron el
convento del Sagrado Corazón en Chamartín, el de las Adoratrices,
el de las Salesas de Villamil y la iglesia de Bellas Vistas. Numerosas
religiosas, llenas de pánico, abandonaron otros conventos que no
sufrieron daño. Si un siglo antes, con la monarquía de Isabel II, en
Madrid había habido una matanza de frailes, en 1931 ardieron
varios edificios, pero no hubo ninguna desgracia personal que
lamentar.
Naturalmente, la consternación reinaba en el Gobierno. Maura
quería que la Guardia civil interviniese violentamente. Fue entonces
cuando, según él[11], Azaña pronunció la resobada frase: «Todos los
conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». Con el
voto en contra de Maura y la abstención de los ministros socialistas,
se decidió que no interviniese la fuerza pública; Pero dos horas
después se acordaba la declaración del estado de guerra.
Patrullaron las fuerzas del Ejército y por la noche llegaron otras
procedentes de Alcalá. Precaución innecesaria. Mientras eso
ocurría, Maura había dimitido y sólo por la noche accedió a
continuar en su puesto, a cambio de obtener plenos poderes para el
mantenimiento del orden público, tras no pocas gestiones de
Ossorio y Gallardo, Alcalá Zamora y el Nuncio, monseñor
Tedeschini, que se mantenía en constante relación con Miguel
Maura. Éste decía a los periodistas por la tarde: «Los sucesos de
ayer y hoy denotan un maridaje absurdo y suicida entre elementos
monárquicos y comunistas…». Seguramente por ello se
practicaban, pocas horas después, más de cien detenciones de
personas que intentaban manifestarse en la Plaza Mayor
respondiendo a un llamamiento del Partido Comunista. A la cárcel
iban, en unión de los Luca de Tena, Miralles y demás monárquicos,
pero ni los unos ni los otros permanecieron muchos días detrás de
los barrotes.
A las ocho de la tarde, Alcalá Zamora se dirigió por radio a los
españoles: se condenaron los hechos, se habló de monárquicos y
extremistas, se defendió a la Guardia civil…
Es dudoso que esta voz, transmitida por las ondas, alcanzase los
fines propuestos. El lunes 11 por la tarde, la agitación había cundido
en las ciudades andaluzas y de Levante. En Córdoba, la multitud
apedreaba los locales de la prensa de derechas; en Málaga era
incendiado el palacio episcopal y en Sevilla el convento de los
jesuitas, así como en Alicante. Al día siguiente, la situación se
agravó, pese a la declaración del estado de guerra. Las piras
anticlericales humearon todo el día 12 en Málaga, Sevilla, Cádiz,
Córdoba, Murcia, Alicante, Valencia… Por el contrario, la calma
reinaba en Barcelona y el norte de España. En síntesis, cerca de un
centenar de edificios eclesiásticos habían sido incendiados total o
parcialmente, sin qué, por otra parte, ningún religioso hubiese
sufrido daño alguno. En algunas provincias, la cólera popular, más
lúcida, se descargó, con mayor fuerza contra los periódicos
representantes de la oligarquía: La Verdad, en Murcia, La Voz de
Levante, en Alicante, Informaciones, en Cádiz, El Defensor de
Córdoba y La Voz, en Córdoba, La Unión Mercantil, en Málaga, así
como los centros de reunión de «señoritos»: la Unión Monárquica,
de Cádiz, el Círculo de la Unión Mercantil, de Málaga, etc.
El día 13, Carlos Blanco abandonaba la Dirección general de
Seguridad y era sustituido por Ángel Galarza. Al mismo tiempo eran
destituidos cinco gobernadores civiles. Los partidos tomaban
posición. Aunque en general los republicanos apoyaban al
Gobierno, la dirección del Partido Radical-Socialista en Madrid
declaraba que: «… frente a la lenidad que se viene observando por
el Gobierno respecto a Tos más abominables culpables del viejo
régimen, en contraste con la excesiva energía que suele emplearse
con las fuerzas obreras extremistas»… se adhería al «movimiento
de protestas realizado por el pueblo republicano».
El Partido Socialista y la U. G. T., sin dejar de apoyar al Gobierno,
insistían en «la necesidad de proceder con la mayor energía contra
los elementos que, embozada o descaradamente, tratan de
restaurar el antiguo régimen».
La C. N. T., al dar la orden de vuelta al trabajo, criticaba la
«pasividad reaccionaria de los dirigentes de la Unión General de
Trabajadores».
La tormenta parecía haber pasado. Error: el momento era
propicio para que aquella parte de la jerarquía eclesiástica hostil a la
República pasase a la acción. El mismo día 13 cruzaba la frontera
de Irún el cardenal Pedro Segura, provisto de su correspondiente
pasaporte diplomático. A los cinco días salió para Roma, donde
permaneció una semana. Regresó a Toledo, pero por breve tiempo,
puesto que de nuevo salió del país para instalarse en Saint-Jean-
Pied-de-Port, localidad del Pirineo francés.
Otro prelado, el doctor Mágica, obispo de Vitoria, se mostraba
muy decidido a ejercer una acción política cerca de sus feligreses.
Maura le rogó que suspendiese una visita pastoral a Bilbao que iba
dar lugar a una manifestación política. Se negó a ello el obispo, y
Maura no encontró mejor solución que hacerle atravesar la frontera
acompañado por el gobernador civil de la provincia. Esta medida la
adoptaba Maura en uso de los plenos poderes que el Gobierno le
había otorgado, sin que nada supiesen de la misma sus colegas
socialistas y republicanos de izquierda. Tampoco Alcalá Zamora,
que desaprobó dicha medida.
Lo de Segura fue más serio. El primado seguía instalado en
Francia y su paje atravesaba diariamente la frontera, vigilado más
de cerca de lo que se creía. El purpurado parecía dispuesto a dar la
batalla, y ya había ordenado, por escrito, a los párrocos que
procediesen a la venta de los bienes de parroquias e iglesias.
Aquí hay que hacer un inciso. Entre el cardenal primado y el
Nuncio, monseñor Tedeschini, existía una enconada enemistad[12].
A este elemento, de orden personal, había que añadir otro más
importante: en 1931, el Vaticano buscaba la convivencia con la
República española.
Maura obró, pues, de acuerdo con el Nuncio —a quien solía
secundar Herrera— y, cuando, pocos días después, tuvo informes
de que el cardenal había penetrado clandestinamente en España, la
Dirección general de Seguridad pudo seguir sus pasos con relativa
facilidad. El cardenal preparaba, desde el pueblecito de Pastrana,
una reunión de todos los párrocos de la provincia de Guadalajara. El
14 de junio, Segura fue detenido en el convento de los Paúles de
Guadalajara, con orden de expulsión del territorio nacional, lo que
cumplimentó el día siguiente. Al salir de España, el cardenal, hacía
constar por acta notarial su enérgica protesta contra todas las
disposiciones encaminadas a la separación de la Iglesia y el Estado,
a la libertad de creencias y cultos, cuyos principios de base
establecía un Decreto del 22 de mayo.
Una vez más, el Gobierno se encontró ante los hechos
consumados. En cuanto a la Santa Sede, ésta envió un legado a
Tarbes, donde se había instalado Segura, a fin de obtener su
renuncia a la silla primada de Toledo. Aceptó a regañadientes el
cardenal, y llamado poco después a Roma ratificó su renuncia, pero
se negó a añadir —como quería Pío XI— que había sido «por propia
voluntad». Roma pudo empero comunicar al Gobierno que «había
admitido la renuncia de don Pedro Segura».
La agitación obrera
El advenimiento de la República había despertado grandes
esperanzas en la población trabajadora que, en gran parte,
comenzaba a mostrar su impaciencia al cabo de los dos primeros
meses de nuevo régimen. Ese estado de ánimo era refrenado por
las organizaciones de la U. G. T., colaboradora del Gobierno, pero
estimulado por la C. N. T. y por el Partido Comunista (aunque éste
era todavía muy débil), que se consideraban ya en la oposición.
A los pocos días de la quema de conventos, el ministro de la
Gobernación había llamado a los jefes de la Guardia civil para
«garantizarles que se habían acabado las claudicaciones de la
autoridad» y prepararlos para afrontar una ofensiva
anarcosindicalista. Por aquellos días, para contrarrestar los temores
de quienes veían en la Guardia civil el instituto armado defensor del
viejo régimen, se creó el cuerpo de Guardias de Asalto, de raíz
republicana. Sin embargo, la Guardia cívica, formada por miembros
de los partidos del régimen, surgida el 14 de abril, y a la que se
pensó organizar siguiendo las tradiciones populares de la histórica
Milicia Nacional, fue segada en flor y cayó pronto en el olvide. Para
el ministro de la Gobernación todo aquello no era sino una cuestión
de mantener el orden público, cuando en realidad se trataba, ni más
ni menos, de la base social que hubiera de tener el nuevo régimen.
El primer movimiento obrero de importancia fue la huelga de
Pasajes, durante los últimos días de mayo, dirigida por la C. N. T. y
el Partido Comunista. Más de mil obreros que iban en manifestación
desde Pasajes a San Sebastián fueron recibidos por las descargas
de la Guardia civil en el barrio de Ategorrieta: ocho obreros
quedaron allí muertos y muchos más resultaron heridos. Pese a la
energía de Maura, las huelgas iban a sucederse, unas por razones
reivindicativas y otras por razones políticas. El 1.º de junio pararon
todos los mineros de Asturias, y el 17 se declaró la huelga general
en Gerona como protesta contra unas detenciones. El 28, la Guardia
civil disparó en Málaga sobre un grupo de obreros y causó la muerte
de uno de ellos. La respuesta fue la huelga general, seguida
también en Granada, que duró hasta el 3 de julio.
Al mismo tiempo se produjo en Sevilla un incidente de naturaleza
más compleja, con pretexto de la campaña para las elecciones a
Cortes constituyentes. En efecto, se presentó una candidatura,
colocada en oposición al Gobierno desde la izquierda, con la
esperanza de ser votada por numerosos trabajadores que seguían a
la C. N. T., como así fue: figuraban como candidatos el comandante
Ramón Franco, el capitán Rexach, el sociólogo sevillano Blas
Infante y el abogado José Antonio Balbontín, ayudados
principalmente por el eminente agrónomo Pascual Carrión y el
médico anarcosindicalista Pedro Vallina. Pero a Franco se le ocurrió
que aquello tenía que servir de pretexto «para hacer la revolución
social», ocurrencia que, al parecer, era compartida por Rexach y
Vallina, pero no por los otros miembros del grupo. Se trataba de una
«revolución social» prefabricada en la base aérea de Tablada, cuyos
aviadores hicieron también propaganda de la candidatura en los
siguientes términos: “Queremos concluir con las clases y convertir
todas las fuerzas nacionales, especialmente las obreras, en motores
e instrumentos de gobernación”. La descabellada empresa no file
tan siquiera intentada por dos razones: la primera, que Franco se
rompió una pierna, el 24 de junio, al hundirse en Lora del Río el
tablado desde el que daba un mitin; la segunda, que Sanjurjo, por
orden de Maura, se personó en la base de Tablada el día 27 y
procedió a la detención del teniente coronel Camacho, comandante
Romero y varios sargentos y soldados. Sin embargo, y puesto
aparte el aventurerismo de este proyecto, la verdad era que el
malestar social crecía por momentos en Sevilla y su provincia, como
se comprobó un mes después.
El movimiento social más importante —el primero de gran
alcance bajo la República— fue la huelga de la Telefónica,
declarada por la C. N. T. a partir del 6 de julio, orquestada con
apasionada violencia, en la que no faltaron los sabotajes a las líneas
telefónicas, la explosión de bombas, etc. Esta huelga estalló por no
haber cumplido los hombres entonces en el Poder un tácito o
concertado compromiso con la C. N. T. antes de la instauración de la
República. En efecto, entre otras cosas, la organización confederal
aceptó dar un respiro de tres meses a la República naciente, pero
también con más de una condición y, una, fue la de resolver lo que
era conflicto latente con la dirección norteamericana de la
Telefónica, que obraba en España como en país colonial. En el
Ateneo de Madrid; Indalecio Prieto había calificado el contrato con la
Telefónica de verdadero atraco y latrocinio. Tenían razón, pues, los
huelguistas y en vastos sectores de la burguesía liberal la
encontraron los trabajadores reconocida en forma de la subsiguiente
huelga de abonados —principalmente en Barcelona— que no
pagaron las facturas presentadas al cobro… y que después se
quedaron sin teléfono. Y ello fue así, porque el Gobierno tuvo que
capitular ante la presión más o menos descarada del embajador de
los Estados Unidos en Madrid.
En fin, en numerosos pueblos de la provincia de Córdoba, los
trabajadores, que esta vez eran afiliados de la U. G. T., tampoco
estaban muy satisfechos, y se produjeron numerosos asaltos a
cortijos de grandes propietarios. Maura concentró fuerzas de la
Guardia civil. Se practicaron gran número de detenciones y varios
alcaldes socialistas fueron destituidos.
Para completar este cuadro conviene señalar que del 11 al 16 de
junio había tenido lugar en Madrid el Congreso de la C. N. T., en el
que se manifestaron las dos tendencias principales en el seno de
esta organización sindical: la de luchar dentro del régimen —
representada por Peiró, Pestaña, Juan López, etcétera— y la de
pasar a la ofensiva revolucionaria, criterio que era el de los
militantes afiliados a la F. A. I. y de otros grupos extremistas que más
tarde se integrarán en ésta (Durruti, García Oliver, etc.). La C. N. T.
cuenta entonces con 548 000 afiliados (54,6 % pertenecientes a la
Regional de Cataluña). La prueba de esta contradicción interna se
hallaba en el propio dictamen sobre las Cortes constituyentes
presentado al Congreso por el Comité Nacional, en el que se decía
que «las Cortes constituyentes son un producto de un hecho
revolucionario, hecho que directa o indirectamente tuvo nuestra
intervención» y, unos renglones más abajo, que «nada esperamos
de las Cortes constituyentes, engendradas en el mismo vientre de la
sociedad capitalista». No es de extrañar que en las elecciones del
28 de junio un sector de afiliados a la C. N. T. votase y otro se
abstuviese.
En cuanto al Partido Socialista, en su Congreso celebrado el 11
de julio, decidía seguir colaborando en el Gobierno hasta que se
aprobase la Constitución.
Actividades del Gobierno
La huida ininterrumpida de capitales hada más daño al país que
las protestas de los campesinos andaluces, pero contra eso era
ineficaz la Guardia civil. La peseta seguía bajando, pues,
paradójicamente, los financieros españoles y extranjeros prestaban
más atención a los conflictos sociales que a las medidas de orden
público del ministro de la Gobernación. La caída de la libra esterlina
en septiembre acarreó la depreciación de los valores españoles que
había en dicha divisa.
A fines de mayo, Indalecio Prieto anunció ya que se había
firmado un contrato con la Nafta soviética para el aprovisionamiento
de petróleo. Los medios financieros internacionales, presionados por
la Shell y la Standard, se desataron todavía más contra la peseta.
Se temía que fuese el primer paso para establecer relaciones
diplomáticas con él Gobierno soviético. Pocas semanas después,
Prieto retrocedió: se negociaría con todas las empresas productoras
de petróleo.
Otra de las primeras medidas fue anular el monopolio del tabaco
para las plazas de soberanía española en Marruecos de que gozaba
Juan March. Éste, hostil al nuevo régimen, y que no aprobó en nada
la adhesión de Santiago Alba a la República —político con el que
tenía numerosos contactos—, quiso pasar la frontera como muchos
otros privilegiados de la fortuna. No le fue permitido, aunque, en los
primeros momentos evitó que se instruyese causa alguna contra él.
Testigos de primer orden atribuyen a gestiones de Lerroux la relativa
inmunidad de March durante los primeros meses de la República.
En el orden cultural, el Gobierno tenía una evidente
preocupación. Un decreto preparado por Marcelino Domingo, de 12
de junio, creaba 27 000 nuevas escuelas de primera enseñanza, de
las cuales 7000 debían inaugurarse antes de que terminase él año.
En efecto, ya el 14 de julio, podía decir el ministro de Instrucción
pública que 3500 de las nuevas escuelas estaban ya en
funcionamiento.
Los Estatutos de autonomía y las elecciones a
Constituyentes
Una Comisión nombrada por la Generalidad de Cataluña,
reunida en el hotel refugio de Nuria, redactó un proyecto de Estatuto
de autonomía; Sometido a plebiscito, el 2 de agosto, fue aprobado
por el 99 por ciento de votantes y más del 75 del censo electoral.
En el País Vasco, el alcalde de Guecho, José María de Aguirre,
convocó a todos los municipios vascos para reunirse en Guernica el
17 de abril, pero el Gobierno prohibió la Asamblea. No obstante, se
tomaron dos acuerdos: reconocer la legitimidad de la República y
pedir «la constitución de un Gobierno republicano vinculado en la
República federal española». Por fin, el 14 de junio, se reunieron en
Estella los representantes de 480 municipios vascos (sobre un total
de 520) y de Navarra. Se aprobó entonces un proyecto de Estatuto
general del Estado vasco, que sería «autónomo dentro de la
totalidad del Estado español», pero que se reservaría la función de
relaciones entre la Iglesia y el Estado. Todo esto no dejó de crear
cierta confusión: el carlismo tradicional, aunque apoyaba en cierto
modo el Estatuto de Estella y su lema «Dios y fueros», recelaba de
su orientación democrática. Por otro lado, el Partido Socialista,
Acción Nacionalista Vasca (y también comunistas y republicanos)
aceptaban el proyecto de Estatuto, pero no la adición sobre
relaciones entre Iglesia y Estado. También estas fuerzas recelaban
del Partido Nacionalista Vasco, eje político y fuerza motriz del
proyecto considerado demasiado de derecha. Este doble equívoco
retrasó durante años la obtención de un Estatuto para el País Vasco.
El 3 de junio habían sido convocadas las elecciones a diputados
para Cortes constituyentes para el 28 del mismo mes; el 14 de julio
debería reunirse la Cámara, revestida de plenos poderes
constituyentes y legislativos, ante la cual resignaría los suyos el
Gobierno provisional.
Las elecciones se celebrarían, según la ley de 1907,
profundamente modificada por el Decreto del 8 de mayo de 1931.
Este decreto instituía, en vez de la antigua elección uninominal por
pequeñas circunscripciones, la elección por lista y por provincia, por
un sistema mixto entre mayoritario y proporcional, que concedía
amplia prima a la candidatura mayoritaria, pero reservaba cierto
número de puestos a la minoritaria[13].
Abrióse, pues, la campaña electoral, y los partidos de la
Conjunción republicano-socialista decidieron mantener su bloque
con vistas a cerrar el paso a la derecha. Los monárquicos,
temerosos de un fracaso, prefirieron abstenerse, no sin alegar una
«falta de libertad» que no impidió el triunfo de, otras candidaturas de
derecha allí donde los electores votaban por ellas. Los demás
sectores de la derecha concurrieron a la liza, como pedía El Debate
al opinar que los mayores peligros para «los elementos del orden»
eran «la abstención y la violencia». El sector de la oligarquía, que
buscaba apoyarse en su base de masas de las regiones agrarias,
había elegido la forma legal de lucha dentro de la República. En el
Norte, el tradicionalismo carlista, seguro de su fuerza, iba a las
elecciones, aunque sus dirigentes pensaban ya en formas de lucha
violenta contra el régimen. Hoy se sabe que en aquel verano, el
general Orgaz y el banquero Urquijo hacían ya gestiones para la
conspiración y que los tradicionalistas tenían ya sus «decurias».
Campaña electoral y elecciones se celebraron sin incidentes de
relieve. El mismo Debate, al comentar su resultado, afirmaba que
«en cualquier país, póngase el más culto, no se habría atravesado
por momento de tal importancia con menos inquietud en el orden
material».
Fueron a las urnas 4 348 691 votantes de sexo masculino,
mayores de 23 años de edad, lo que representaba el 70,14 por
ciento del censo electoral. La participación electoral más elevada, se
registró en aquellas provincias en que la derecha o los católicos
politizados eran más fuertes, lo que desmiente por completo que el
29,86 por ciento de abstenciones fuera de electores de derecha. He
aquí algunos de los tantos por ciento más elevados: Álava, 81,30;
Ávila, 85,61; Guadalajara, 84,76; Guipúzcoa, 85,55; Segovia, 86,71;
Soria, 87,31; Falencia, 87,93; Navarra, 83,52; Salamanca, 79,55. No
cabía duda: la derecha se había «volcado».
La participación electoral más baja se registró en las siguientes
provincias: Málaga (capital), 47,61 por ciento; Granada (provincia),
53,18; Cádiz, 59,60; Sevilla (capital), 57,97; Barcelona (capital),
62.10. Es interesante observar, la importancia de las abstenciones
en aquellos distritos electorales en que el anarco-sindicalismo tenía
preponderancia. No es difícil colegir que, aunque la C. N. T. no había
tomado un criterio público decisivo y que había candidatos en
Sevilla y Barcelona —aquí la candidatura de Esquerra Republicana
— susceptibles de obtener votos confederales, una parte muy
considerable de sus afiliados optó por la abstención. En Madrid,
capital, la participación electoral fue de 67,97 por ciento, mientras
que el 12 de abril había sido de 69. (Sin embargo, Barcelona y
Sevilla había dado 33 y 42 por ciento, respectivamente, de
abstenciones el 12 de abril). También conviene subrayar, para
desmentir una creencia muy extendida, que las abstenciones del 28
de junio (29,86 por ciento) fueron menores que las del 12 de abril
(33).
El resultado de las elecciones fue el siguiente: Socialistas, 116;
radicales, 90; radical-socialistas, 56; Esquerra Republicana, 36;
Acción Republicana, 26; Derecha liberal republicana, 22; O. R. G. A.,
15; Al Servicio de la República, 16; vasco-navarros, 14; agrarios, 26;
Diga Regionalista, 3; monárquicos, 1; liberal-demócratas, 4;
federales y varios de extrema izquierda, 14.
Esta clasificación, como todas las que se han hecho, peca de
imprecisa por la indeterminación política de algunos de los
diputados incluidos en los grupos pequeños.
En todas las grandes capitales triunfó la Conjunción. La derecha
se afianzaba en las provincias agrarias de Castilla y en Navarra. En
cuanto a la proporción entre diputados de izquierda y del centro,
dado la importancia que tuvieron las alianzas electorales, no permite
que se obtengan grandes consecuencias de ella[14].
Dominaban en las Constituyentes los elegidos de profesión
intelectual procedentes de las clases medias, pero por primera vez
había numerosos diputados de origen obrero. Muy escasos los
miembros de la oligarquía (Romanones, Fanjul, Lamamié de Clairac,
March, Oriol, Royo Villanova, Urquijo Ibarra, Ventosa) aunque fueran
mucho más numerosos los que tenían vínculos en ella.
Apertura de las Constituyentes
El 14 de julio por la tarde, las tropas cubrían la carrera.
Cualquiera hubiera dicho que Madrid entero estaba en la calle.
Desde las cuatro no se podía dar un paso entre Recoletos y la
Carrera de San Jerónimo. El público era dueño de todas las calles,
sin más límites que el señalado por las tropas; las gentes se
arracimaban en balcones, azoteas y los más jóvenes se
encaramaban a los árboles y hasta a los monumentos públicos.
Queipo de Llano pasó revista a las fuerzas, estrechaba la mano, sin
apearse de su piafante jaco, de los entusiastas que le tendían la
suya en las proximidades del Congreso. A las siete menos cinco se
oyó un clarín desde la plaza de Neptuno y, desde entonces, el
clamor popular fue ensordecedor… Lentamente iban llegando los
coches: Alcalá Zamora con Lerroux, Azaña con Fernando de los
Ríos… Sonaron los timbres, y el Gobierno provisional, en fila que
encabezaba Martínez Barrio, se dirigió al banco azul en medio de
una ovación atronadora.
Alcalá Zamora, de pie, comenzó su discurso para rendir cuentas
ante los representantes de la nación: «Para mí, señores diputados,
para el Gobierno en su conjunto, la revolución triunfante es la última
de nuestras revoluciones políticas que cierra el ciclo de las otras, y
la primera, que quisiéramos fuera la única, de las revoluciones
sociales que abre paso a la justicia. En la realidad, soberanía más
plena que la de este Parlamento no la conoció ninguna. Soberanía
libre de toda influencia tutelar extranjera… libre, señores, de todo
caudillaje militar… libre de oligarquías políticas… Y, por último,
soberanía libre del caudillaje político».
Acto seguido se nombró la siguiente Mesa de la Cámara.
Presidente: Julián Besteiro (socialista); Vicepresidentes: Manuel
Marraco (radical), Francisco Barnés (radical-socialista), Juan
Castrillo (Derecha liberal republicana) y Dimas Madariaga (Acción
Nacional). Todos respetaban la regla de la proporcionalidad.
El 28, el Gobierno resignó sus poderes ante las Cortes que, tras
dos días de debate, le otorgaron unánimemente su confianza.
El 29 quedó constituida la Comisión parlamentaria encargada de
redactar el proyecto de Constitución, bajo la presidencia de Jiménez
de Asúa, También se nombró una Comisión para investigar las
responsabilidades derivadas del expediente Picasso, del golpe de
Estado de 1923 y de la actuación de la Dictadura.
Los sucesos de Sevilla
El 18 de julio, unos esquiroles daban muerte a un obrero
huelguista de la fábrica Osborne de Sevilla. Al día siguiente, la
situación se puso muy tensa —se estaba en plena huelga de la
Telefónica—; hubo mítines de la C. N. T. y del Partido Comunista.
Millares de obreros asistieron el día 20 al entierro de su compañero
asesinado; la fuerza pública les hizo frente y en la Alameda de
Hércules y calles Relator y Feria se libró una batalla campal en la
que resultaron muertos tres guardias civiles y cuatro obreros. Al día
siguiente, la huelga general, paralizaba Sevilla. En Utrera, Dos
Hermanas, La Campana, Coria del Río y otros, pueblos se producía
igualmente la huelga. Durante el día 22 no cesó el tiroteo en Sevilla.
El gobernador civil, José Bastos (alto empleado del Banco de
Bilbao, que acababa de ser nombrado por Maura), ordenó la
detención del doctor Vallina, pero los campesinos de Utrera, Dos
Hermanas, etc., se lanzaban al asalto de los cuarteles de la Guardia
civil y de las centralitas telefónicas. Por la tarde del día 22, se
declaró el estado de guerra y se hizo cargo del mando el general
Ruiz Trillo, que ya mandaba la División de Andalucía. Aquella
madrugada, cuatro obreros comunistas eran conducidos, desde
Sevilla al penal de Cádiz, por fuerzas del Ejército al mando de un
teniente. Al llegar al Parque de María Luisa, se ordenó un insólito
cambio de furgoneta. Los presos «intentaron escapar», el teniente
ordenó hacer fuego y allí quedaban muertos los cuatro. La
República había estrenado su «ley de fugas». Empezó otra vez la
lucha de calles y volaron sobre Sevilla los aviones militares. Se
produjo entonces, de manera inexplicable, cuando había cesado ya
la refriega, el bombardeo de artillería contra una taberna, la «Casa
de Cornelio», donde solían reunirse comunistas, pero en aquel
momento enteramente desalojada. Veintidós cañonazos del 7,5 la
derrumbaron. Maura achacó ese acto a Ruiz Trillo, pero otros
gobernantes republicanos aseguraron que el ministro de la
Gobernación dio su asentimiento por teléfono. Azaña confirma que
Maura le había anunciado, con dos días de antelación, el
bombardeo de la casa de Cornelio, previamente desalojada (op. cit.,
tomo IV, pág. 40). Durante todo el día 24 continuó la lucha en la
provincia, con muertos y heridos por ambos bandos. Los presos se
contaron por centenares. Una comisión enviada por las Cortes no
logró ponerse de acuerdo: la mayoría criticó duramente al
gobernador civil, que fue defendido por el diputado radical Armasa.
El diputado Rodrigo Soriano afirmó que se había perpetrado el
crimen ignominoso de la «ley de fugas». Por su parte, el gobernador
civil envió un informe reservado al Gobierno, en cuyas conclusiones
se decía: «Estamos en plena guerra civil, amparándose el enemigo,
que cuenta con jefes, pistoleros y mercenarios, planes de lucha,
táctica propia y unidad de acción, en los derechos y libertades
existentes para destruirlos por la violencia».
Los sucesos de Sevilla repercutieron en apasionado debate
parlamentario. Interpelaron al Gobierno los diputados Barriobero,
Samblancat, Jiménez y Companys. Éste, en nombre de los 36
diputados de Esquerra Republicana de Catalunya, declaró:
«Reconozco que cuando surge el desorden en la calle, la autoridad
tiene que restablecer el orden como sea. Pero limpia la calle, la
autoridad no puede ejercer una acción que está glosada en mi ficha
policiaca y en la de muchos con una inscripción que dice así:
“Hacerle la vida imposible”».
Maura respondió de manera tan elocuente como violenta para
atacar a la C. N. T., a la que acusaba de ponerse al margen de la ley.
Hubo un momento en que parecía que los diputados catalanes iban
a retirar su apoyo al Gobierno, pero como la discusión se
entrelazara con el planteamiento de la cuestión de confianza, todo
quedó saldado sin mayores consecuencias parlamentarias. No así
en la política nacional; la huelga de Sevilla marcaba un punto de
fractura en la izquierda española. El malestar iba ganando terreno
entre la población trabajadora. En cuanto a Sevilla, el hecho de que
en las elecciones complementarias del 4 de octubre, para un solo
puesto, saliera triunfante el candidato de extrema izquierda, José
Antonio Balbontín, denotaba cuál era el estado de ánimo en
aquellos momentos.
Se discute la Constitución
Tras un nuevo debate sobre los sucesos de Sevilla y el
nombramiento de la Comisión para preparar la ley de Reforma
agraria (que trabajó con tanta premiosidad como ineficacia), se
presentó el proyecto de Constitución en la sesión de Cortes del 27
de julio. El debate sobre la totalidad del proyecto duró hasta el 9 de
septiembre. Cuestiones batallonas fueron, desde el primer
momento, la religiosa y la de las autonomías regionales. Partió el
primero al ataque el canónigo Molina y fue un republicano, por cierto
también católico, Sánchez Albornoz, el primero en defender el
proyecto. Otro sacerdote, Basilio Álvarez (radical) criticó los artículos
relativos a la Iglesia. Luis de Zulueta afirmó que «la Iglesia
española, siempre más papista que el Papa, más intransigente que
el Vaticano, ha mantenido una alianza innegable con los partidos
políticos más reaccionarios y con las fuerzas sociales más
conservadoras». Fernando de los Ríos estimó que había que
superar «lo que ya está superado en la experiencia: el liberalismo
económico y la democracia inorgánica».
El 16 de septiembre, al comenzar la discusión del articulado,
surgió el voto particular socialista, presentado por Araquistain,
encaminado a que el artículo primero declarase: «España es una
República democrática de trabajadores de toda clase, que se
organiza en régimen de libertad y justicia», pomposa declaración sin
más resultados que asustar a unos e ilusionar a otros, que fue
aprobada por 170 votos contra 152.
Tras ardua discusión se aprobó asimismo la fórmula de «Estado
integra», que daba posibilidad a las autonomías, sin establecer
imperativamente el sistema federal. En realidad, lo enconado del
debate se debía a la oposición de la derecha y del centro a todo
proyecto de autonomía catalana.
El voto de la mujer, aprobado por 160 votos contra 121, desató
menos pasiones. Igualmente se aprobaron los derechos y deberes
de los españoles. Más dura resultó la discusión del artículo 44, que
establecía que «la propiedad de toda clase de bienes podrá ser
objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad pública,
mediante adecuada indemnización…», así como la posibilidad de
nacionalizar servicios públicos y explotaciones que afectasen al
interés común y la posibilidad de que el Estado interviniese
industrias y empresas «cuando así lo exigiera la racionalización de
la producción y los intereses de la economía nacional».
Por fin comenzó, el 8 de octubre, el debate sobre los artículos 26
y 27 (relaciones de la Iglesia y el Estado), que había de dar lugar a
la primera crisis de gobierno del régimen republicano.
Pero veamos antes cuál era la política en la calle, mientras los
diputados elaboraban la Constitución.
La C. N. T. había pasado a una oposición abierta y dirigía
numerosas huelgas, ora por reivindicaciones económicas ora contra
el comportamiento de la fuerza pública, cuyos métodos no parecían
experimentar cambio alguno bajo el nuevo régimen. Durante el mes
de septiembre hubo huelgas generales en Zaragoza, Granada,
Santander, Salamanca (en esta ciudad predominaba la U. G. T.).
Durante todo el mes de agosto duró la huelga de 20 000
metalúrgicos de Barcelona. En esta ciudad, y tras un plante de los
presos político-sociales, se declaró la huelga general. El gobernador
civil. José Oriol Anguera de Sojo, la reprimió enérgicamente y
practicó numerosas detenciones. El 4 de septiembre, después de
una verdadera batalla, la policía tomó por asalto el local del
Sindicato de la Construcción, donde hubo ocho muertos.
Centenares de trabajadores fueron encarcelados en el vapor
Dédalo. Macia solicitó, en vano, la libertad de los presos, hacia los
cuales no ocultó su simpatía el Gobierno de la Generalidad.
En el campo catalán, los rabassaires, deseosos de que se
mejorase su situación, comenzaron a agitarse y a negarse a pagar
lo exigido por los propietarios.
En general, la agitación era mayor en el campo, puesto que la
situación de los trabajadores agrícolas era realmente dramática:
numerosos propietarios burlaban tas nuevas leyes por el sencillo
procedimiento de suprimir gran parte de labores en sus tierras, con
lo cual se agravaba el paro. En agosto, los trabajadores de varios
pueblos de Córdoba intentaron apoderarse de los campos sin
cultivar. En septiembre, la ocupación de tierras se generalizó en
Corral de Almaguer y otros pueblos de la provincia de Toledo, y la
intervención de la Guardia civil (Sanjurjo en persona se trasladó a
dicha localidad) causó cinco muertos y siete heridos. La muerte de
otros dos trabajadores en Palacios Rubios (Salamanca) por los
disparos de la fuerza pública contra una manifestación, dio lugar a la
ya mencionada huelga en aquella capital. La actuación de la fuerza
pública en el campo, provocaba cada día más las manifestaciones
de protesta que, en la mayoría de estos casos, procedían de
trabajadores sindicados en la U. G. T. y no en la C. N. T.
A primeros de septiembre, los trabajadores ocuparon de nuevo
numerosos cortijos en la provincia de Córdoba, de donde fueron
desalojados por fuerzas del Ejército. Hubo huelgas generales en
Cádiz y Granada, así como en los Ferrocarriles Andaluces.
El ministerio Azaña
Comenzar la discusión del artículo 26 y ponerse las pasiones
abrojo vivo fue todo uno. Se trataba de la extinción del presupuesto
de Culto y Clero, el sometimiento de las congregaciones religiosas a
una ley especial, la prohibición de ejercer la enseñanza y la
disolución de las que tuviesen un voto especial de obediencia a
autoridad distinta de la del Estado (lo que suponía la disolución de la
Compañía de Jesús), libertad de conciencia y de cultos, y la
secularización de cementerios. Pasaron al ataque las oposiciones, y
sumóse a las críticas el propio Alcalá Zamora, que declaró: «Allá (en
el cementerio de Huesca) habrá siempre una cruz recordando que la
mitad, por lo menos, de la sangre sacrificada por la Dictadura y la
Monarquía era republicana, pero católica también/» Albornoz, en
cambio, arremetió violentamente contra las órdenes religiosas.
Azaña y Fernando de los Ríos defendieron el proyecto. Leizaola y
Gil Robles lo impugnaron sin cesar. La discusión se prolongó una
semana. En la madrugada del 13 de octubre, el artículo 26 fue al fin
aprobado por 178 votos contra 59. Abstuviéronse los radical-
socialistas, partidarios del primitivo dictamen, que era más duro.
Amanecía cuando terminó la votación. Alcalá Zamora fue a
descansar. Al levantarse llamó a Largo Caballero y Marcelino
Domingo para comunicarles su decisión de dimitir. Al poco rato, se
reunían a comer los tres ministros socialistas; luego con los demás
(a excepción de Alcalá Zamora y Maura, que le había seguido en su
dimisión), iban a casa de Prieto. A las cinco y media se declaró
abierta la crisis en el Congreso. La situación era delicada, pues en
ese momento no había más Poder que las Cortes y no existía una
Constitución. Se encargó entonces al presidente de la Cámara la
resolución de la crisis. Nadie salió del palacio del Congreso mientras
se procedía a las consultas. A las nueve menos veinte de la noche
el Gobierno, encabezado ahora por Manuel Azaña, entró en el salón
de sesiones y durante varios minutos, los diputados, puestos de pie,
le tributaron una gran ovación.
Estaban ausentes los diputados de los grupos agrario y vasco-
navarro (tradicionalistas y nacionalistas) que, a las seis de la tarde,
habían anunciado su retirada de las Cortes, tras redactar un
manifiesto al país en el que se declaraba: «Hemos llegado al límite
de nuestra transigencia. La Constitución que va a aprobarse no
puede ser la nuestra». A ellos se unieron algunos católicos
independientes. En total, 42 diputados.
En realidad, la derecha aprovechó la coyuntura para tomar la
religión como bandera de combate, por conocer que era una
plataforma susceptible de prender en grandes masas del país. Para
la mayoría de los que se alzaban en disidencia, los artículos
democráticos y sociales de la Constitución eran más graves que los
relativos a las órdenes religiosas, pero comprendían perfectamente
que no se podía hacer campaña por defender las desigualdades
sociales.
Volvamos al Congreso. En el banco azul estaba el mismo
Gobierno, con las siguientes variaciones: Casares, Quiroga pasaba
a Gobernación y José Giral, nuevo ministro, iba al ministerio de
Marina. Azaña reunía la Presidencia y Guerra.
Habló Azaña. El plan del Gobierno era terminar la Constitución y
votar la ley de Reforma agraria. «La República es de todos los
españoles, gobernada, regida y dirigida por los republicanos, y ¡ay
del que intente alzar la mano contra ella!», fueron sus palabras.
Aquella noche del 14 de octubre se había producido un cambio
esencial: los representantes netos de la burguesía salían del
Gobierno. Había, pues, un Gobierno de la pequeña burguesía, de
hombres salidos de las clases medias, en el que se integraba una
representación de la clase obrera; un Gobierno, en su mayoría, de
profesores y abogados, pero no un Gobierno de propietarios. Se
reproducía la situación de 1873, de la Primera República. También,
como entonces, una parte de la clase obrera estaba ya en la
oposición, con la diferencia de que esta clase era ahora mucho más
importante en la vida del país. También, como entonces, la
oligarquía quería acabar con la República. También, como entonces,
el Gobierno republicano no disponía de un aparato de Estado
democrático, sino de los viejos instrumentos de Poder, mohosos y
destartalados del Estado del Viejo Régimen. No era tarde, todavía,
aquella noche del 14 de octubre, pero sí lo sería en septiembre de
1933, el día de la caída del Gobierno Azaña.
Si con la huelga de Sevilla se había producido la primera fractura
del frente republicano —por la izquierda—, con el voto del artículo
26 y la formación del Gobierno Azaña se producía la segunda, por la
derecha. Una vez más, un país iba a asistir a la experiencia de la
«lucha en dos frentes».
Instrumento de esa lucha, en los planes del Gobierno, era la ley
de Defensa de la República, votada por las Cortes el 20 de octubre,
que suspendía prácticamente toda clase de garantías y concedía
poderes omnímodos al ministro de la Gobernación[15].
Pese a ello, un mitin en Ledesma (Salamanca), en el que
hablaron Gil Robles, Lamamié de Clairac y Casanueva, fue la señal
para iniciar un vasto movimiento por la revisión de una Constitución
que aún no había sido promulgada.
Los constituyentes proseguían, no obstante, su trabajo. Se
aprobó el artículo 43, sobre la familia, que establecía la igualdad de
los cónyuges, suprimía la clasificación de hijos en legítimos e
ilegítimos y abría paso al establecimiento de la ley del Divorcio.
También se aprobó el sistema unicameral, que por cierto lo fue
contra el voto de los radicales.
Al margen de la tarea constituyente, las Cortes aprobaron la
nueva ley de Ordenación bancaria, que no quebrantaba el baluarte
de la oligarquía, como era el Banco de España, pues se limitaba a
establecer la designación de tres representantes directos del Estado
y a crear un servicio para que funcionarios de Hacienda
inspeccionasen la contabilidad del Banco. Estos alfilerazos
parecieron tremendas cuchilladas a los miembros de las «grandes
familias» que constituían el Consejo de Administración del Banco,
que desde aquel momento consideraron a Prieto como su enemigo
mortal.
Un proyecto de ley de Largo Caballero, encaminado a crear
Comisiones interventoras de obreros en las empresas, tuvo menos
suerte. Pasó a una Comisión y allí falleció más tarde.
Alcalá Zamora, presidente de la República
El 9 de diciembre, la Constitución fue aprobada por 368 votos (la
mayoría absoluta era de 236), a los que sumaron 17 adhesiones de
diputados ausentes. No hubo votos en contra; los diputados de
derecha y cinco de extrema izquierda que no estaban de acuerdo no
se hallaban presentes.
Al día siguiente se procedió a elegir Presidente de la República.
Después que Lerroux esquivó algunas proposiciones que se le
hicieron —al hombre no le interesaba desaparecer de la política
activa, por cuanto pensaba canalizar la oposición en un partido de
centro apoyado en la burguesía media—, el único candidato era
Alcalá Zamora. De un total de 410 votantes obtuvo 362 votos.
Votaron a don Niceto, no sólo los partidos gubernamentales, sino
también la Derecha liberal republicana, La Agrupación al Servicio de
la República, los nacionalistas vascos, y los diputados de extrema
izquierda.
El 11 de diciembre, el nuevo jefe del Estado juró su cargo ante
las Cortes. Después tuvo lugar frente al Palacio de Oriente (antes
Real) un desfile militar. Una vez más, la muchedumbre madrileña
ovacionaba a los dirigentes republicanos. Pero esta vez, los silbidos
y denuestos al paso de la Guardia civil se produjeron repetidas
veces, lo que dio lugar a diversos incidentes.
Hubo fiestas en toda España, pero en Gijón y Zaragoza había
huelga general. En Gijón, los obreros ocuparon las fábricas, de las
que fueron desalojados por la Guardia civil y los marinos del
cañonero Dato. Un obrero fue muerto por la fuerza pública y once
resultaron heridos.
Abrióse la crisis gubernamental de rigor, pero todos creían que
sería simplemente formularia: los partidos gubernamentales habían
manifestado su aquiescencia; por su parte, los dirigentes del Partido
Socialista estimaban que debía continuar la colaboración con el
Gobierno «burgués» hasta que fuesen aprobadas las principales
leyes complementarias, sobre todo la de Reforma agraria y el
Estatuto catalán. El día 13, todo parecía arreglado, pero, a última
hora, Lerroux negó su colaboración cuando supo que la cartera de
Hacienda sería desempeñada por el catalán Jaime Carner, con el
cual había tenido grandes desavenencias en la época en que los
lerrouxistas administraban el Ayuntamiento de Barcelona. El
pretexto dado por Lerroux fue que no estaba de acuerdo con la
continuación dejos socialistas en el Poder. También es verdad que
había llegado para el Partido Radical un buen momento de
consolidar posiciones oponiéndose al Gobierno.
Dos días se retrasó la solución de la crisis, y el 15 formó Azaña
su segundo Gobierno, que se presentó ante las Cortes el 17[16].
Comenzaba a gobernar un gabinete de izquierda que, por boca
de su presidente, aseguró que la tarea esencial era la aprobación,
por las Cortes, del Presupuesto, la ley de Reforma agraria, el
Estatuto de Cataluña, las modificaciones del Código civil, la ley
orgánica del Tribunal de Garantías, etc.
La Constitución recién votada hacía legalmente posible el
avance político hacia la izquierda. Sin embargo, era una
«Constitución prematura», como ha dicho después su principal
artífice, Jiménez de Asúa: «En los primeros días republicanos, las
conquistas efectivas eran aún harto parvas. Para garantizar los
avances en el orden político, éstos debían haberse ya ejecutado.
Para establecer las garantías de la nueva distribución de la tierra, la
reforma agraria debía haberse ya hecho. Para que la libertad de
conciencia recibiese resguardos constitucionales, deberían haberse
liberado ya las conciencias… Esa ingente labor, de auténtica
revolución, debió ser hecha por el Gobierno, con el instrumento de
los decretos-leyes. Una vez cumplida, la Constitución hubiera
vestido el cuerpo formado y garantido las conquistas logradas…
Bien pronto hube de apercibirme de que en el seno del Gobierno no
se opinaba de igual modo»[17].
Castilblanco y Amedo. Insurrección del Alto
Llobregat
El último día del año 1931, los campesinos en huelga de
Castilblanco (Badajoz) tuvieron un altercado con la Guardia civil.
Enardecidos, los jornaleros rodearon a cuatro guardias y los
asesinaron. Estas muertes tuvieron mucha más resonancia que las
más numerosas ocasionadas por la fuerza pública y contribuyeron a
envenenar la situación. No había transcurrido una semana, el 6 de
enero, cuando los civiles dispararon a bocajarro contra una
manifestación obrera en Amedo (Logroño): seis muertos —de ellos
cuatro mujeres— y treinta heridos quedaron tendidos por el sucio.
Cuando la emoción en ambos bandos no se había disipado, el
sector de la F. A. I. que dominaba ya la C. N. T. (Peiró, López,
Pestaña, etc., habían sido desplazados y en algunos Sindicatos se
había llegado a la escisión) lanzó un movimiento insurreccional, el
21 de enero, en la cuenca minera del Alto Llobregat. En Berga,
Sallent, Fígols, Cardona y Suria los mineros se apoderaron de los
Ayuntamientos, y proclamaron el comunismo libertario. La rebelión
se extendió a Mantesa, adonde llegaron grupos armados con los
fusiles del Somatén. Azaña habló en el Congreso de «movimiento
con hilos en el extranjero» y dio órdenes al Ejército de «aplastar el
levantamiento». En efecto, las tropas ocuparon primero Manresa y
luego toda la zona minera. Tres días después se rindieron los
últimos insurgentes.
El Gobierno, sirviéndose de la ley de Defensa de la República
deportó a Guinea a 104 anarco-sindicalistas, entre ellos
Buenaventura Durruti y Francisco Asease, que salieron de
Barcelona, el 11 de febrero, en el vapor Buenos Aires. La C. N. T.
declaró la huelga general de protesta, que tuvo importancia en
Cataluña, Zaragoza, Sevilla, La Coruña, Málaga y algunas otras
ciudades. El 15 de febrero, los grupos anarquistas de Tarrasa se
apoderaron del Ayuntamiento, de donde fueron desalojados al día
siguiente.
Las medidas para sofocar el movimiento del Alto Llobregat
dieron lugar a las protestas de rigor, si bien el Gobierno obtuvo
fácilmente un voto de confianza en las Cortes. Sólo cuatro diputados
votaron en contra y los radicales se abstuvieron.
Casi al mismo tiempo que la sublevación anarquista, el 23 de
enero se había promulgado un decreto expulsando de España a los
jesuitas, en aplicación del artículo 26 de la Constitución.
El ciclo infernal continuaba. En el mes de marzo, con motivo de
la suspensión de las obras del Ferrocarril Zamora-La Corana, se
declaró en Orense la huelga general. Una vez más, el Gobierno
empleó la Guardia civil y una vez más hubo obreros muertos. El
sacerdote Basilio Álvarez dijo en el Congreso: «En las calles de
Orense la Guardia civil hizo fuego sobre el pueblo. Y lo hizo una y
otra vez, cayendo ensangrentadas siete personas; y del furor ciego
con que se produjo la represión da idea que entre estas personas
hay una mujer y un niño».
Llegó el 14 de abril. En muchas poblaciones se celebró
alegremente —en Madrid, la Presidencia de la República ofreció un
garden-party popular en el Campo del Moro—, pero en otras la
situación fue más tensa que nunca. La C. N. T. proseguía
incansablemente la guerrilla de las huelgas. Pero la verdad era que
las condiciones de vida dura reinaban sobre todo en la España rural.
Los hombres del campo no comprendían que los diputados que
ellos votaron se hubiesen pasado un año elaborando una
Constitución y algunas otras leyes (que a ellos les parecían
secundarias) mientras que la Reforma agraria no pasaba de ser una
promesa. Eso y la obstinación de los terratenientes explica la
agitación en las regiones de gran propiedad, que a veces se
traducía en manifestaciones violentas, ocupación de tierras y
cortijos, seguidas de la inevitable y rigurosa intervención de la
Guardia civil. Hechos de esa naturaleza se registraron en el mes de
marzo en las provincias de Toledo y Sevilla, y en junio en las de
Córdoba y Jaén.
En un debate parlamentario, como se hablase insistentemente
del desorden reinante en el campo, el diputado Balbontín respondió:
«Existe el desorden en Sevilla, como en Andalucía, como en todas
las ciudades y en todos los campos de España. Existirá el desorden
en España mientras la revolución democrática iniciada no logre sus
fines esenciales. Es una ley histórica que está por encima de
nuestra voluntad».
Ése era también, en líneas generales, el criterio del Partido
Comunista, que celebró su IV Congreso, en Sevilla, en el mes de
marzo, sin hacer más que seguir al dictado lo que decía la
Internacional Comunista.
Llegó el 1.º de mayo. El Gobierno estimó prudente prohibir las
manifestaciones, porque temía las llamadas perturbaciones del
orden público. Era día de paro general, pero los obreros debían irse
a merendar al campo con sus familias. Algo así como el jolgorio
natural cuando todo había sido ya conquistado. La U. G. T., decidida
a no crear el menor obstáculo al Gobierno, le sirvió de instrumento
para aconsejar esa manera de celebrar la fiesta del trabajo. Y
ocurrió que, precisamente, esa prohibición acarreó las
«perturbaciones». En Madrid, una manifestación comunista,
formada en Cibeles, subió por la calle de Alcalá hasta el cruce con
la Gran Vía, en que fue disuelta por varias compañías de Guardias
de asalto. En Sevilla, las manifestaciones tuvieron mayor
importancia; salieron a la calle fuerzas del Ejército y resultaron dos
obreros muertos. En Córdoba, Bilbao y otras ciudades la policía
disolvió otras tantas manifestaciones comunistas.
El debate sobre la Reforma agraria
Sabemos ya cuál era la estructura agraria de España. En un año
de República no había experimentado ninguna variación. Veamos,
sin embargo, algunos elementos de juicio para mejor situar la
cuestión.
La memoria de la Dirección general de Propiedades y
Contribución territorial de 1930 establecía la siguiente división de
parcelas en las veintisiete provincias catastradas hasta el año 1928,
en hectáreas:
Número Fincas Extensión
Hasta 50 7 853 266 9 321 532
De 50 a 100 21 304 1 451 858
De 100 a 250 13 872 2 007 542
De más de 250 11 168 6 892 018
TOTALES 7 899 610 19 672 950
Los datos del Catastro hasta el 31 de diciembre de 1930,
expuestos por Pascual Carrión en su obra Los latifundios en
España, daban el siguiente resultado en hectáreas:
Número Fincas Extensión
Menos de 10 10 016 094 8 014 715
De 10 a 100 169 472 4 611 789
De 100 a 250 16 305 2 339 957
De más de 250 12 488 7 468 629
TOTALES 10 214 359 22 435 000
En las provincias no catastradas predominaba el minifundio, que
llegaba en algunas, como Soria, Zamora y Burgos, a un promedio
de 0,42 hectáreas por parcela. La contradicción latifundio-minifundio
señalaba ya las dos partes de la tenaza que agarrotaba la
agricultura española.
Hay que tener presente que el número de propietarios solía ser
menor que el de parcelas. Este fenómeno se daba sobre todo en los
grandes terratenientes, poseedores siempre de más de una finca.
Once mil fincas de más de 250 hectáreas no querían decir 11 000
latifundistas, sino, probablemente, tres o cuatro mil.
También nos interesa conocer las propiedades rústicas que tenía
la grandeza de España en un total de 577 146 hectáreas:
Duque de Medinaceli 79 146
Duque de Peñaranda 51 015
Duque de Vistahermosa 47 203
Duque de Alba 34 455
Marqués de la Romana 29 096
Marqués de Comillas 23 719
Duque de Fernán-Núñez 17 732
Duque de Arión 17 666
Duque del Infantado 17 171
Conde de Romanones 15 171
Otros 89 nobles 248 987
Según los cálculos de Carrión, el tanto por ciento de fincas de
más de 250 hectáreas era de 62 por ciento en Extremadura, 61 en
La Mancha, 55 en Andalucía (en Cádiz llegaba a 68) y sólo 27 en
Castilla la Vieja y León[18].
Hacia 1930, en Andalucía, muchos terratenientes habían
arrendado sus latifundios en parcelas y cortijos de 50 a 400
hectáreas, con lo cual se había creado otra capa reducida de
arrendatarios ricos, asentados en los pueblos y no absentistas,
como los aristócratas terratenientes, que gravitaba a su vez sobre la
población trabajadora del campo.
En cuanto a la situación, en las provincias castellanas, de los
pequeños propietarios y arrendatarios era tan difícil como puede
colegirse del siguiente dato: en 1929, de 1 026 412 propietarios y
arrendatarios sujetos a] pago de impuestos en las provincias
catastradas, 847 548 resultaban ganar menos de una peseta al día.
Sin duda, había aquí ocultación al fisco, pero aunque se doblasen
los ingresos, la conclusión no era menos pavorosa.
Durante 1931 y 1932, los mercados agrícolas se sostuvieron a
pesar de la crisis mundial, en los productos principales como trigo y
aceite; las bajas de precio más sensibles fueron las de arroz y
patatas. Sólo en 1933 se generalizó el descenso de precios
agrícolas al por mayor, para recuperarse relativamente en el año
1934. No obstante, los productos de exportación comenzaron a
sufrir de la crisis. No se puede hablar, sin embargo, de mermas en la
renta de los propietarios agrarios durante el primer año de la
República (en 1930 se calculaba que 4 000 propietarios de
Andalucía disponían de 18 000 pesetas de renta al año y en Castilla
la Vieja, 23 000). Es más, las estimaciones hechas sobre la renta
nacional (muy inseguras, desde luego) señalaron un ligero ascenso
de 1931 a 1932, que no puede basarse en la producción industrial.
Pese a la actitud de hostilidad de los propietarios, su falta de
asistencia a la economía del país, se reflejó, por ejemplo en las
importaciones de maquinaria agrícola: en 1930, los propietarios
importaron maquinaria por valor de más de 14 millones de pesetas
oro, en 1931 de 7,3 y en 1932 de 3,1, cantidad apenas superada en
1933. Y esto ocurría en un país donde había todavía 2 181 068
arados romanos y sólo 186 678 de doble vertedera, donde sólo
había 5000 trilladoras y 4000 tractores.
Los propietarios decidieron no hacer una sola inversión más, y
para contrarrestar los jornales mínimos de 5,50 pesetas suprimieron
tranquilamente una serie de faenas agrícolas y, en algunos casos
dejaron tierras sin cultivar, etc. El paro forzoso aumentó en el campo
y cualquiera que haya vivido en los pueblos andaluces o extremeños
en aquella época ha tenido ocasión de oír a algún administrador de
grandes fincas o al mismo propietario aquella frase de «que os dé
trabajo la República». Para colmo, y por un fenómeno de circuitos
comerciales que sería preciso estudiar en detalle, los precios al por
menor en los pueblos seguían con gran retraso la evolución de los
precios en las ciudades, de modo que el alza experimentada de
1930 a 1931 sólo se presentó en el verano de este último año, pero
en cambio persistió hasta el otoño de 1932.
Ésta era, a grandes rasgos, la situación económica del campo,
cuando en marzo de 1932 se inició la discusión parlamentaria del
proyecto de ley de Bases de Reforma agraria. Las condiciones de
vida eran más difíciles en las regiones de latifundio; la baja de
precios en 1933, y ese aspecto de la crisis no fue ajeno en
noviembre al comportamiento de los electores campesinos en las
provincias de pequeña propiedad.
Comenzaron, pues, los diputados su labor, pero dedicando tan
sólo dos reuniones semanales a este asunto. Entró luego en liza la
discusión del Estatuto catalán (del que nos ocuparemos a
continuación) y el tímido proyecto de Reforma agraria languideció en
el Congreso. Mientras los partidos republicanos se inclinaban hacia
la creación de pequeños propietarios agrícolas y los socialistas eran
partidarios de la explotación en común, las minorías de derechas se
oponían de manera más o menos velada a los propósitos de
reforma. Los debates llevaron un ritmo tan lento que la discusión
sobre la totalidad del proyecto no terminó hasta el mes de junio[19].
También por aquellos días había estallado en las Cortes el «caso
March» y, después de una enérgica intervención del ministro de
Hacienda, Jaime Canter, el negociante mallorquín entró en la cárcel
a disposición de la Comisión de Responsabilidades.
El Estatuto de Cataluña
El 6 de mayo empezó la discusión del dictamen sobre el
proyecto de Estatuto de Cataluña presentado por una Comisión
parlamentaria presidida por Luis Bello. Las derechas no habían
cesado de crear agitación contra el Estatuto. Una vez más se
intentaba tocar los resortes emotivos de gran parte de la población
para presentar batalla a la República. Esta vez, un patrioterismo de
charanga iba a servir para una verdadera movilización en todo el
país, que no había de cesar, en realidad, hasta la anulación de la
autonomía catalana después de la derrota de la República.
Los diputados catalanes habían presentado como voto particular
el Estatuto redactado en Nuria, pero pronto Companys, en nombre
de la Esquerra, dio a entender que aceptarían el proyecto de la
mayoría. Éste, de acuerdo con la Constitución, se refería a Cataluña
como «región autónoma», en vez de «Estado autónomo», que era la
definición de Nuria.
La ofensiva contra el Estatuto tomó amplios vuelos en el
Congreso. Gil Robles, Royo Villanova, Maura, Sánchez Román,
José Ortega y Gasset, Martínez de Velasco y el apasionado
Unamuno se relevaban en la guerrilla parlamentaria jaleados por
numerosa prensa de derecha. Azaña declaró, no sin razón: «Yo
creo, como opinaba el otro día el señor Lerroux, que el noventa por
ciento de los que protestan contra el Estatuto no lo han leído, y
suscribo y subrayo la segunda parte de la opinión del señor Lerroux
en este particular, a saber: que si lo hubieran leído tal vez no
protestarían». Por otra parte, Azaña entendía que el problema no
era insoluble y en este sentido opuso a la tesis expuesta por Ortega
y Gasset, sobre «el terrible destino» de Cataluña, las palabras
siguientes: «Los hombres de talento exageran, aunque no se lo
propongan. Cataluña dice, los catalanes dicen: queremos vivir de
otra manera dentro del Estado español. La pretensión es legítima;
es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley
constitucional. La ley fija los límites que debe seguir esta pretensión,
y quién y cómo debe resolver sobre ella. Los catalanes han
cumplido estos trámites y ahora nos encontramos ante un problema
que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o
el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los
intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del
Estado organizado por la República».
Éste fue uno de los más grandes discursos de Azaña en su
carrera política. Exasperó a las oposiciones, pero suscitó también el
entusiasmo de los catalanes, ¡Viva España! gritó Luis Companys,
¡Visca Catalunya!, respondió Azaña. A lo que, a manera de
conclusión declaró Jaime Canter: «Con este discurso sí que se
puede mandar a los catalanes».
José Pla, en su Historia de la Segunda República, nada
favorable al régimen, ha escrito: «Que la causa exclusiva de esta
agitación friese el Estatuto catalán, no lo creemos: el Estatuto fue el
elemento que polarizó un enorme, un profundo malestar general».
Que polarizó las fuerzas de oposición, podríamos añadir.
Las pasiones se desbordaron más de una vez. Así, por ejemplo,
cuando el diputado y general Fanjul llamó traidores a los diputados
catalanes, respondióle Ossorio y Gallardo con una intervención que
se hizo célebre y de la que son estas palabras: «Yo, señor Fanjul,
soy más humilde que su señoría, menos culto que su señoría, pero
soy tan español como su señoría. Cada cual tiene su concepción y
sus modos de servir a la patria. Y yo os digo: ¡patriotismo verbalista,
no; patriotismo estancado, no; patriotismo monopolizado, no;
marcha de Cádiz, no!».
Comenzó la discusión del articulado en la que Royo Villanova
mostró sus habilidades de obstructor. Se trataba de obstruir todo:
Estatuto, Reforma agraria… porque, en realidad, se urdía ya el
primer levantamiento armado de la extrema derecha, en el que no
participaban, pero al que tampoco hacían frente, otras fuerzas más
importantes de la derecha. Estábamos en vísperas del 10 de agosto.
La sublevación del 10 de agosto
Los grupos monárquicos más exaltados (formados por
aristócratas y militares) tuvieron el propósito, desde el primer
momento, de derribar el nuevo régimen por un golpe de fuerza. El
general Ponte, instalado en Biarritz, estaba en contacto con José
Luis Oriol, Ansaldo, Fuentes Pila, el conde de Vallellano y otros
conspiradores. Desde los primeros meses de 1932 iba planeándose
un golpe militar. Pronto la red de conspiradores fue sumamente
tupida. Los generales Barrera, Cavalcanti, Fernández Pérez,
González Carrasco y Villegas eran de los más activos y se pusieron
al habla con otros grupos capitaneados por los generales Orgaz y
Ponte. Por fin, aceptó encabezar el movimiento el general Sanjurjo,
probablemente despechado porque había sido trasladado a la
Dirección general de Carabineros, mientras que Cabanellas
ocupaba la de la Guardia civil. Pero para Sanjurjo el movimiento no
debía tener, carácter monárquico, sino ir dirigido contra la
Constitución y contra el Gobierno. No importó la falta de
coincidencia sobre este particular para que los trabajos
conspirativos prosiguiesen. Mauricio Carlavilla ha contado[20] cómo
se entrevistó con el general Barrera en casa de la condesa de Santa
María de Sisla, y cómo llevó a la conspiración al jefe de la Brigada
social, bajo la Monarquía, Martín Báguenas, que empezó cobrando
un sueldo mensual de 1500 pesetas (5000 según Ansaldo). El caso
es que la conspiración engrosaba: allí estaban también el general
Goded, el coronel Varela, los activos Jorge Vigón, Vegas Latapié y
marqués de la Eliseda, que iban y venían de España a Francia y
viceversa (los conspiradores trabajaban a sus anchas en Biarritz).
En el aparato del Estado no faltaban las colaboraciones, cosa
explicable dado que la República, excepción hecha de la poda de
alguna que otra cabeza visible, seguía utilizando los engranajes del
Estado monárquico: así, colaboraban en la conspiración varios
funcionarios del gabinete telefónico-telegráfico de la Dirección
general de Seguridad (Encinas, Aguado y Montero) y Alejandro
Arias Salgado, que tenía un alto puesto en la Dirección general de
Aeronáutica.
Eran también partícipes del movimiento Onésimo Redondo que
acababa de crear en Valladolid el periódico Libertad y que desde
diciembre de 1931 formaba parte del triunvirato de las J. O. N. S. Los
tradicionalistas habían ofrecido 6000 requetés mandados por Sanz
de Larín, pero luego no se comprometieron. También rehusó su
participación Martínez Anido. Franco, que era gobernador militar de
La Coruña, se desligó, según Ansaldo, de todo compromiso.
Lo más granado de la aristocracia, las familias que se
estremecían al solo nombre de la reforma agraria, estimulaban y
favorecían a los generales, vinculados de tiempo atrás en esos
medios, que confundían fácilmente la patria y sus intereses
particulares. No faltaba en la conspiración una minoría de la
oligarquía financiera del Norte, representada por José María Urquijo
y por Zubiría. El carácter del movimiento era, sobre todo, militar,
aristocrático y terrateniente.
Los conjurados contaban con que Barrera, sublevado en
Pamplona, marcharía sobre Madrid; González Carrasco levantaría
Málaga; Varela haría lo mismo en Cádiz, y Sanjurjo iría a hacerse
cargo de Sevilla. Varios regimientos comprometidos en Madrid y
Alcalá debían ocupar los lugares estratégicos de la capital.
Pocas semanas antes, con ocasión de un banquete en
Carabanchel, al terminar unas maniobras militares, el general
Goded —jefe del Estado Mayor Central, anótese bien— gritó a la
hora de los brindis: ¡Viva España, y nada más!, secundado por el
general Villegas, jefe de la División de Madrid. El teniente coronel
Mangada protestó enérgicamente, dio vivas a la República, y fue
enviado a una fortaleza por desacato a sus superiores. Villegas era
destituido aquel mismo día, 27 de junio.
La noche del 9 de agosto, Azaña estaba al corriente de todo. Al
filo de las tres de la madrugada, las fuerzas del depósito de la
Remonta intentaron asaltar el palacio de Comunicaciones y el
ministerio de la Guerra. Los generales Fernández Pérez, Barrera,
Cavalcanti y Serrador habían instalado su puesto de mando a pocos
metros del ministerio, en la calle de Prim n.º 21. Las fuerzas de
Asalto estaban ya dispuestas para hacerles frente, mandadas
personalmente por el director general de Seguridad, Arturo
Menéndez, que en diciembre había sustituido a Galarza. La refriega
duró cerca de dos horas, al cabo de las cuales los rebeldes habían
perdido la partida. Les había fallado la caballería de Alcalá, el
regimiento de infantería n.º 31 y la Guardia civil. Quedaron muertos,
en el paseo de Recoletos, dos oficiales y siete soldados. Fernández
Pérez fue hecho prisionero; los otros generales huyeron.
A la mañana siguiente, Azaña comunicaba al Presidente de la
República, de veraneo en La Granja, los resultados de la operación.
Pero entre tanto, Sanjurjo se había sublevado en Sevilla. Había
hecho público un manifiesto, especie de parodia del de los
republicanos en diciembre de 1930, que comenzaba con la misma
frase. De su propia cuenta —o de quienes lo redactaron— en el
manifiesto se añadía, entre otras cosas; «Las Cortes, que eran
ilegítimas en su origen, por el régimen de terror con que fueron
convocadas y elegidas, y facciosas… han quedado disueltas. No
venimos, sin embargo, a imponer un régimen político contra la
República, sino a libertar a España de la oligarquía que en un solo
año ha ocasionado daños tan gravísimos, en lo material y en lo
moral. La forma en que los poderes del Estado han de organizarse,
se determinará por la representación legítima de todos los
ciudadanos, designada en elecciones que se celebrarán en un
régimen de libertad…».
Al llegar a Sevilla, Sanjurjo —eran las tres de la mañana— puso
manos a la obra ayudado por el teniente coronel Infantes y el
general García de la Herrán. A las pocas horas habían sublevado a
toda la guarnición, detenido al gobernador civil —que no ofreció
resistencia— y ocupado los lugares estratégicos. A media mañana
Sanjurjo fue al aeródromo de Tablada, que no se sumó a la rebelión
gracias a los soldados y mecánicos. Al regresar a Sevilla, las
octavillas de la C. N. T. y del Partido Comunista circulaban
profusamente y ponían en guardia a los obreros. Por la tarde
comenzó la huelga general, mientras en Madrid los diputados
escuchaban de labios de Azaña que el movimiento estaba aislado y
que habían sido tomadas todas las medidas conducentes a su
represión.
El coronel Polanco y el teniente coronel Tassara comunicaron a
Sanjurjo que la guarnición de Sevilla no daba un paso más. Éste, su
hijo y Esteban Infantes abandonaron la ciudad en automóvil y fueron
detenidos en Ayamonte, cuando ya iban a alcanzar la frontera
portuguesa. Una leyenda hagiográfica ha pretendido que el general
rebelde fue a Huelva a entregarse al gobernador civil, Braulio
Solsona.
La huelga general había ganado a Sevilla entera y, al
comprobarse el fracaso del pronunciamiento, se desbordó la
indignación popular: fueron incendiados o asaltados el Círculo de
Labradores (lugar de reunión de los terratenientes), el Círculo de la
Unión Mercantil, la Unión Comercial, el nuevo Casino, los domicilios
de Luca de Tena y de José M. Ibarra…
El Gobierno ordenó numerosas detenciones, suspendió
momentáneamente algunos periódicos de derechas y presentó un
proyecto de ley que ordenaba «la expropiación sin indemnización de
todas las fincas rústicas y derechos reales… que sean propiedad de
cuantas personas naturales y jurídicas han intervenido en el pasado
complot contra el régimen» y aplicaba dichas fincas a los fines de la
Reforma agraria. Azaña, al defender este proyecto, declaró en el
Congreso: «Anda por ahí una clase social entera, enemiga
declarada de la República, que por algunos de sus representantes
más destacados ha cooperado económica y personalmente a la
operación con que se ha querido derribar al régimen. Y estas gentes
son las que hay que poner en situación de inermes ante la
República».
El 24 del mismo mes se vio el juicio sumarísimo contra Sanjurjo,
padre e hijo, García de la Herrán y teniente coronel Esteban
Infantes. Sanjurjo fue condenado a muerte, Garría de la Herrán a
reclusión perpetua, Esteban Infantes a doce años y Sanjurjo hijo,
absuelto. Socialistas, comunistas y anarcosindicalistas organizaron
manifestaciones pidiendo que se cumpliese la sentencia y, en
muchos casos, la disolución de la Guardia civil. Pero el Gobierno
decidió —con el voto favorable de los ministros socialistas— indultar
a Sanjurjo, que fue trasladado al penal de El Dueso. Ochenta de los
sublevados de Madrid, entre ellos los generales Fernández Pérez y
Cavalcanti, fueron condenados a diversas penas de prisión y más
de un centenar de complicados en el movimiento deportados a Villa
Cisneros. Varios de ellos se fugaron en diciembre y poco después
regresaron los demás a la Península.
Voto de la Reforma agraria y del Estatuto de
Cataluña
La quiebra de la sublevación tuvo por consecuencia un
sobresalto de conciencia en la izquierda, que terminó con la lentitud
en gestarse la ley agraria y el Estatuto Catalán. El 9 de septiembre,
la ley de Bases de la Reforma agraria era aprobada por 318 votos
contra 19. La ley tenía una base adicional que declaraba sujetas a
expropiación las propiedades rústicas de la Grandeza de España,
indemnizándose únicamente el importe de las mejoras útiles que no
hubiesen sido amortizadas.
Azaña pronunció otro de sus mejores discursos: «Tenemos la
resolución y no creo que haya ningún republicano que pueda
desdecirse de ella, de crear una clase de trabajadores del campo,
fundada en su trabajo y en la explotación directa de la tierra y esto
no se puede conseguir sido desgajando, deshaciendo las
vinculaciones de propiedad territorial existente en España desde
muchos o desde pocos siglos, me es igual».
La ley creaba un Instituto de Reforma Agraria, encargado de
señalar las tierras sujetas a expropiación (mediante indemnización,
qué tenía por base las declaraciones de renta hechas por los
propietarios), el modo de explotación de cada finca expropiada, así
como el asentamiento en ellas de familias campesinas.
Los créditos para la reforma debían proceder del Banco Agrario
Nacional, que el Estado creaba con un capital inicial de 50 millones
de pesetas. Pero este banco, al estar administrado por
representantes del Banco de España, del Banco Hipotecario, del
Consejo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, de
entidades de crédito que suscribiesen un mínimo de cinco millones
de pesetas —amén de los representantes del Estado— caía en
poder de la oligarquía. Paradoja que ilustraba bien las
contradicciones de un régimen que se permitía discursos atrevidos y
leyes reformistas, sin tener nunca en cuenta los instrumentos de
poder necesarios para cumplir aquellas promesas y los preceptos
legales. Recordemos que en los Consejos de administración de los
organismos bancarios citados se sentaban los duques de Alba y del
Infantado, los marqueses de Urquijo y de Aledo, los Garnica,
Martínez Campos…
La ley de Reforma agraria tenía también una grave laguna
técnica, que había de tener consecuencias políticas de primer
orden: para nada se tenía en cuenta el pavoroso problema de los
minifundios, que condenaban a una vida miserable a más de millón
y medio de familias campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, etc.
Tampoco abordaba la Ley el problema de los arrendamientos, en
espera de que fueran objeto de legislación particular. Se dirá, y con
razón, que la Reforma afrontaba el problema más agudo y
apremiante: el de los latifundios y los jornaleros sin tierra. Hubiera
sido empero necesario que la Reforma se hubiese aplicado y, esto,
en gran escala. Ya veremos que no fue así. (El 31 de diciembre de
1933, el Instituto de Reforma agraria había distribuido… 110 956
hectáreas). Se comprende sin dificultad que los trabajadores
agrícolas intentasen tomarse la justicia por su mano. La verdad pura
y simple era que, dos años después de haber sido implantada la
República, los «señoritos» eran todavía los dueños de la tierra en
Andalucía, Extremadura y la Mancha. En la conciencia del
trabajador del campo, la República no había venido para que el
«amo» y los «civiles» siguiesen intangibles.
La ley del 15 de septiembre de 1932 consideraba tierras
susceptibles de servir a la aplicación de la reforma agraria: las
ofrecidas voluntariamente por sus dueños; las que se transmitan
contractualmente a título oneroso y en ellas ejerza el derecho de
retracto; las adjudicadas al Estado; las de corporaciones,
fundaciones y establecimientos públicos que las exploten de
cualquier forma que no sea explotación directa; las de señoríos
jurisdiccionales; las incultas o manifiestamente mal cultivadas; las
no regadas, a pesar de existir embalses y obligación de riego; las
que tengan asignado un líquido imponible superior al 20 por ciento
del cupo total de la riqueza rústica del término municipal; las
explotadas sistemáticamente en régimen de arrendamiento a renta
fija, en dinero o en especies, durante doce o más años; tratándose
de tierras de regadío, aquellas comprendidas en zonas regables de
10 a 50 hectáreas; tratándose de tierras de secano, se establecieron
tipos máximos: a) las dedicadas a cultivos herbáceos en alternativa,
de 300 a 600 hectáreas; b) las dedicadas a la vid, de 100 a 150
hectáreas; c) las de árboles o arbustos frutales de 100 a 200
hectáreas; d) las dehesas de pasto y labor de 400 a 750 hectáreas;
e) los olivares de 150 a 300 hectáreas.
En los casos de cultivo directo por el propietario se aumentarían
en un 33 por ciento los tipos mínimos y en un 25 por ciento los
máximos.
Se tomó por base la unidad-finca y no la unidad-propietario. Para
justificar esto decía el diputado Serra y Moret: «No hay ningún
documento que pueda inducir a saber cuáles son las fincas que
existen en España y pertenecen a un solo propietario, y habría que
pedir certificado de todas las fincas del registro de la Propiedad».
La base de imposición era el líquido imponible, capitalizado,
según tipos que iban desde el 5 al 20 por ciento, según que la renta
fuera inferior a 15 000 pesetas o superior a 200 000.
Se crearon, dependientes del Instituto de Reforma Agraria, las
Juntas provinciales agrarias, integradas por representantes de
obreros campesinos y de propietarios, con paridad de miembros,
con un presidente nombrado por el Instituto.
Para el asentamiento de los campesinos se daba preferencia a
las sociedades obreras de campesinos, en las tierras de secano, y
se creaban las Comunidades de campesinos, en las que se podía
ingresar o salir de ellas voluntariamente. La ley decía: «Las
Comunidades, una vez posesionadas de las tierras, acordarán por
mayoría de votos la forma individual o colectiva de su explotación.
En caso de proceder a la parcelación, las parcelas se considerarán
como fondos indivisibles e inacumulables».
La base 17 de la ley prescribía el fomento de Cooperativas
agrícolas para «adquirir maquinaria y útiles de labranza, abonos,
semillas… créditos». La base 22 declaraba revisables todos los
censos, foros y subforos y asimilaba la «rabassa morta» a censo
redimible a voluntad del rabassaire. Pascual Camón había estimado
en 1931, que la reforma agraria en España necesitaba, para
realizarse, que se entregasen 6 millones de tierras cultivables a
930 000 familias. El 31 de diciembre de 1934, el Instituto de
Reforma Agraria había asentado 12 260 familias en una extensión
de 117 837 hectáreas.
Pero volvamos al Parlamento. El Estatuto de Cataluña fue
aprobado a paso de carga. El 9 de septiembre Cataluña obtenía su
autonomía por 314 votos contra 24; Companys gritaba «¡Viva
nuestra España!»; y Luis de Tapia «¡Viva nuestra Cataluña!». Días
después, un viaje de Azaña a Barcelona dio lugar a una acogida
apoteósica. Algunas palabras equivocas de Macià, no lograron
turbar el ambiente de júbilo que reinaba en Cataluña.
El 20 de noviembre fue elegido el Parlamento catalán, que
designó definitivamente a Maciá como presidente de la Generalitat;
Companys fue elegido presidente de dicho Parlamento.
El Estatuto de Cataluña establecía la co-oficialidad de las
lenguas castellana y catalana y reconocía a la región autónoma
competencia en las cuestiones de orden público, enseñanza,
administración local, organización judicial y legislación en materias
de Derecho civil.
El proyecto de Estatuto vasco tuvo menos suerte. La asamblea
de representantes de ayuntamientos, reunida en Pamplona el 19 de
junio de 1932, aprobó un proyecto de Estatuto, con el voto adverso
de la mayoría de representantes navarros, que eran fieles al
tradicionalismo. Un año más tarde —el 6 de agosto de 1933— los
representantes de las tres provincias vascas —con exclusión, ahora,
de Navarra— votaron un proyecto definitivo de Estatuto que fue
sometido a referéndum en noviembre del mismo año. Este proyecto
fue aprobado por 459 225 votos a favor y 14 196 en contra; pero, los
gobiernos y el Parlamento de mayoría radical-cedista frenaron los
progresos de la autonomía vasca.
Como ya hemos apuntado, la tensión social se agudizó en el
campo, en Extremadura y en diversas provincias andaluzas se
produjeron diversas ocupaciones de tierras y los ya casi habituales
choques entre trabajadores agrícolas y guardia civil.
También se agravó la situación en Barcelona; la C. N. T. y el
nuevo gobierno de la Generalidad no tardaron en entrar en conflicto.
La atribución del orden público al gobierno autónomo, establecida
por él Estatuto, había que pagarla a un precio político caro. La
C. N. T., bajo influencia «faísta», no aceptaba la legitimidad
republicana que ahora estaba representada en Cataluña por el
gobierno de la Generalidad.
En efecto, la mayoría de la C. N. T. había expulsado, en 1932, a
los llamados «treintistas» (cuyos principales bastiones eran Levante
y Sabadell). En cambio, el Partido Socialista, en su XIII Congreso
celebrado en octubre de 1932, decidió continuar en el Gobierno (no
sin que se manifestase una fuerte corriente en sentido opuesto),
aunque el tono de los debates y la designación de directivos
revelaron un indudable crecimiento de las corrientes de izquierda en
el seno de dicho partido.
Otro foco de tensión social era Asturias, donde, numerosas
empresas (Fábrica de Mieres, Hulleras de Turón, Duro-Felguera)
despidieron, obreros pretextando que no se vendía el carbón. La
réplica a esas medidas fue una huelga de 28 000 mineros.
Herriot en Madrid
En la primavera de 1932, el Cártel de izquierdas había salido
triunfante de las elecciones generales celebradas en Francia, y
Edouard Herriot formó gobierno. En política internacional, una de las
preocupaciones del ministerio presidido por el alcalde de Lyon fue
estrechar las relaciones franco-españolas, por cuyo motivo Herriot
llegó a Madrid el 30 de octubre. En aquel momento, la paz mundial
atravesaba un período sumamente crítico: en Alemania, Von Papen,
que servía de puente a Hitler, se negaba a pagar las reparaciones
de la primera guerra mundial, y Mussolini, en Italia, multiplicaba sus
amenazas. En ese clima cargado de electricidad, el presidente del
Gobierno francés llegó a la capital de España y con su viaje provocó
no poco revuelo entre unos gobernantes y una mayoría
parlamentaria que parecían no haberse ni enterado de los cambios
que se producían en el mundo. Así Luis de Zulueta, ministro de
Estado, declaró en la asamblea de Ginebra que el Gobierno español
laboraba «por la paz y por una organización jurídica de las
relaciones entre los pueblos», con lo que coincidía, sin quizá
quererlo, con una extrema izquierda que, razonando con datos de la
situación internacional de tres años atrás, vociferaba contra «el
peligro del imperialismo francés».
Que por parte de Herriot había el propósito de realizar más que
una visita, lo demostró el hecho de que ésta se debía a la iniciativa
francesa. Tero el jefe del Gobierno español se limitó a unas
recepciones protocolarias y a conversar sobre el Greco con su
colega francés. Lo único que resultó de aquella visita fue un tratado
de comercio y otro sobre los trabajadores españoles en Francia. Sin
embargo, vale la pena de señalar que el citado tratado establecía
que España adquiría su armamento en fábricas francesas y ya se
verá, más adelante, en lo que paró todo esto.
Casas Viejas
La C. N. T., cada vez más dominada por los grupos de la F. A. I.,
parecía haber elegido definitivamente el camino de la violencia
desesperada.
Un año después, casi día por día, del levantamiento de Fígols, la
F. A. I. organizó otro movimiento insurreccional[21]. «El 8 de enero de
1933, las bombas colocadas en la puerta de la Jefatura Superior de
Policía de Barcelona dieron la señal de ataque a los grupos de la
C. N. T. y la F. A. I. La intentona fracasó prácticamente desde el
primer momento: los principales dirigentes fueron detenidos tras
algunos tiroteos en las calles. Los anarquistas vieron desvanecerse
su quimera de que los cuarteles se abriesen para dejar paso a la
revolución. Sin embargo, nada pudo contener ya la lucha aquí y allá.
Hubo refriegas en diferentes localidades catalanas, principalmente
en Lérida, donde murieron varios libertarios al intentar el asalto de
un cuartel. En cuatro pueblos de Levante (Bétera, Bugarra, Pedralba
y Ribarroja) los revolucionarios se apoderaron del Ayuntamiento,
proclamaron, el “comunismo libertario”, hicieron una pira con los
títulos de propiedad y, al final, fueron aplastados por los guardias
civiles y los de Asalto. Se declararon huelgas en Zaragoza, Murcia,
Granada… En Madrid sólo hubo pequeños tiroteos en las
proximidades de varios cuarteles. En Sevilla la huelga adquirió
mayor violencia, pero fue en el campo andaluz donde el movimiento
alcanzó más vuelo del 8 al 12 de enero; verdaderos levantamientos
fueron los de Jerez de la Frontera, Sanlúcar, Alcalá de Guadaira,
Utrera, La Rinconada, Medina Sidonia, etc. No obstante, se
consiguió dominar la situación con relativa facilidad». Pero había un
pueblecito de la provincia en Cádiz, cuyas tierras pertenecían en su
mayoría al duque de Medina Sidonia, donde los campesinos habían
instalado el comunismo libertario. La Guardia civil entró en guerrilla
y tomó las salidas del pueblo. Luego llegó una sección de Asalto y
se registró casa por casa. Pero en una de ellas, un viejo campesino
apodado «Seisdedos» se había atrincherado con sus hijos, nietos y
dos vecinos. No se rendían. Llegaron más guardias de Asalto, al
mando del capitán Rojas, con ametralladoras. EL sitio continuó
durante la noche. Al amanecer, los sitiadores incendiaban la
casucha; que se hundió entre las llamas y abrasó a «Seisdedos»,
mientras los que intentaban huir eran ametrallados a quemarropa
por la fuerza pública.
Pero hubo más. Hubo algo que tardó en saberse, pero que
quedó comprobado por el sumario judicial y las investigaciones
parlamentarias que siguieron a estos sucesos. Dos horas después
de arder la casa de «Seisdedos», el capitán Rojas ordenó hacer una
razzia por el pueblo y fusiló allí mismo, sin más ni más, a once
personas.
Ocurrió entonces lo siguiente: si bien fracasó el movimiento
libertario, lo de Casas Viejas, al tomar estado político, fue el golpe
más duro recibido por el Gobierno Azaña.
Del movimiento puede decirse con Peyrats: «El pueblo se mostró
indiferente o más bien acogió el movimiento con reservas/» Es
verdad; la manera anarquista de concebir la revolución y la
repetición de sus golpes de fuerza no contaban con el apoyo activo
de la mayoría de los trabajadores.
En cambio, al reanudarse las sesiones parlamentarias, el primer
día de febrero, Eduardo Ortega y Gasset (perteneciente entonces a
Izquierda Radical-Socialista) interpeló al Gobierno sobre lo ocurrido
en Casas Viejas. Azaña, tras un brevísimo cambio de impresiones
con el subsecretario de Gobernación, Carlos Esplá, cometió la
torpeza de responder: «En Casas Viejas no ha pasado más que lo
que tenía que pasar».
Tal vez no se sepa jamás hasta qué punto Azaña estaba mal
informado sobre los aspectos más reprobables de aquella represión,
pero, sin duda alguna, la enconada querella parlamentaria (repetida
diariamente en la calle) sobre Casas Viejas, que duró dos meses,
fue una derrota para su Gobierno, pese a los repetidos votos de
confianza que obtuvo. Al abrirse el debate, Azaña empezó negando;
veinte días más tarde, ya sólo trataba de salvar la responsabilidad
gubernamental. Obtuvo la confianza por 173 votos contra 130 y se
nombró una Comisión investigadora; Pero el mes de marzo, Botella
Asensi (diputado también de Izquierda Radical-Socialista) pasó al
ataque y se fue sabiendo lo de los fusilamientos. La cuestión se
envenenó porque unos capitanes de Asalto acusaron al director
general de Seguridad de haber dicho que «no quería heridos ni
prisioneros». El debate alcanzó tonos dramáticos. La Justicia abrió
sumario sobre los hechos y el director general de Seguridad, Arturo
Menéndez, no tuvo más remedio que dimitir. El capitán Rojas
confesó el crimen ante la Comisión parlamentaria, que no podía
hacer más que salvar la responsabilidad de los miembros del
Gobierno. Pero Jiménez de Asúa no vaciló en declarar que, aunque
creía que el Gobierno no era responsable, lo incomprensible era que
ese mismo Gobierno se hubiese pasado semanas y semanas sin
saber la verdad de los hechos.
Saldóse parlamentariamente el asunto. Judicialmente, fueron
detenidos y procesados el director general de Seguridad y el capitán
Rojas; el primero vio su causa sobreseída y el segundo fue
condenado a veintiún años de prisión. Justo es reconocer, lejos de
toda pasión, que raras veces se han depurado así las
responsabilidades de una represión en el período en que el mismo
Gobierno continúa ocupando el Poder. No hay ninguna prueba de
cargo fehaciente en esta historia contra los miembros del Gobierno
Azaña[22]. La falta política fue muy grave: Casas Viejas sirvió de
ariete a la derecha y desilusionó a la izquierda. Desde aquel,
momento, el Gobierno presidido por Azaña estaba herido de muerte.
El hecho de Casas Viejas constituye un buen ejemplo de cómo,
durante el bienio 1931-1933, los órganos de decisión central del
Poder carecían de poder en el Estado, de ineficacia de los
instrumentos a emplear. Hay un poder de fuerzas sociales externas
al Gobierno, que de manera directa o indirecta influyen en el aparato
del Estado y lo sustraen a la influencia de los órganos institucionales
de decisión.
Hitler en el poder
El 30 de enero de 1933, el mariscal Hindenburg daba el Poder a
Adolfo Hitler, lo que estimuló los movimientos fascistas
internacionales. En España fue el caso de las J. O. N. S., creadas en
diciembre de 1931, que habían arrastrado hasta entonces una vida
precaria. A partir de este momento, se desarrollaron en el medio
estudiantil y dieron lugar a varios choques violentos en la
Universidad de Madrid, en uno de los cuales resultó gravemente
herido de bala el estudiante de la F. U. E. Baldomero Cordón.
Ante un tal estado de cosas, el director de La Nación, Delgado
Barreto, tuvo la idea de fundar un semanario titulado El Fascio,
cuyos redactores, además de Delgado, eran Giménez Caballero,
José Antonio Primo de Rivera, Ledesma Ramos, Sánchez Mazas y
Aparicio.
El Fascio fue recogido a las pocas horas de su salida (16 de
marzo) y sus redactores, salvo el director, decidieron crear una
fuerza política que, bajo el lema de «revolución nacional frente a
revolución socialista», recogía con gran fidelidad las consignas y
métodos que triunfaban en Berlín y Roma.
Las reacciones de la izquierda ante el crecimiento fascista fueron
muy diversas en intensidad y orientación. La más acentuada fue la
del Partido Comunista (a cuya cabeza figuraba ya José Díaz, obrero
sevillano que había hecho sus primeras armas en los sindicatos de
la C. N. T.) al desplegar su propaganda en favor de la creación de un
Frente Antifascista.
No cejaban en su cometido diversas fuerzas de extrema
derecha. Calvo Sotelo, desterrado en París (donde también estaba
Aunós) se entregó a una intensa actividad. De esta época databa su
entrevista, en Roma, con Italo Balbo, coincidiendo con el cardenal
Segura.
Elecciones municipales y ley de Congregaciones
La oposición atacó a fondo. Lerroux, que pronunció un resonante
discurso en Zaragoza, no guardó ya ningún miramiento para el
Gobierno. La Confederación Española de Derechas Autónomas
(C. E. D. A.), nacida de la Acción Popular con la Derecha Regional
Valenciana y otras organizaciones análogas, estimó que «era
preciso agotar todos los caminos legales para comprobar la
imposibilidad del régimen republicano». A juzgar por los testimonios
de Galindo y Cortés Cavanillas[23], el exRey era partidario de
intentar la «experiencia cediste» y así se lo dijo a Gil Robles en la
entrevista que tuvo con éste en junio de 1933. En realidad, hubo dos
entrevistas entre Alfonso XIII y Gil Robles, según explica este último
en sus Memorias; la primera el 19 de junio, la segunda dos semanas
después. El testimonio del que fue jefe de la C. E. D. A. coincide con
los citados más arriba, en cuanto a la benevolencia del exmonarca
para con su experiencia de una «política antirrevolucionaria» dentro
de la República.
Celebráronse en el mes de abril unas elecciones municipales
parciales que, por su naturaleza, no podían ser favorables al
Gobierno; Se trataba de los Ayuntamientos elegidos por el artículo
29 cuando las elecciones municipales de 1931, que estaban regidos
por Comisiones gestoras. En total 2478 Ayuntamientos con un
censo electoral de cerca de millón y medio de votantes, radicados
principalmente en Castilla, Navarra y País Vasco. Triunfaron en
todas partes las candidaturas de oposición, que obtuvieron el doble
de puestos que los partidos gubernamentales. El fenómeno más
acusado fue la afirmación de la C. E. D. A. como partido arraigado
en las poblaciones rurales.
Envalentonada, la derecha puso en práctica el método de
obstrucción parlamentaria. Sin embargo, el Gobierno pudo contar
con las oposiciones republicanas para aprobar, el 17 de mayo, la ley
de Ordenes y Congregaciones religiosas por 240 votos contra 34.
Esta ley contenía una serie de disposiciones de simple aplicación
del laicismo del Estado, pero también declaraba propiedad pública
los templos y monasterios (que seguirían sirviendo a sus fines
religiosos), sometía las congregaciones a un régimen de derecho
común bastante duro y, sobre todo, les prohibía el ejercicio de la
enseñanza. Esto suponía, además del problema de principio, otro de
orden técnico: 350 937 niños que recibían enseñanza en
establecimientos de órdenes religiosas y a los que había que dotar
de escuelas y maestros. Maestros hubo suficientes en pocos meses
(8000). La búsqueda de 6000 escuelas fue mucho más difícil, pero
en realidad, los gobiernos posteriores suspendieron esta
transferencia de la enseñanza. Con todo, el Gobierno había herido
una vez más a un extenso sector de españoles, sin granjearse la
simpatía del otro. La Reforma agraria languidecía entre trámites
burocráticos y escaseces financieras, y en las cárceles había
numerosos presos políticos de extrema izquierda.
Las crisis de 1933
El ministro de Hacienda, Jaime Carner, enfermó gravemente y
tuvo que dimitir (sólo sobreviviría quince meses). Alcalá Zamora,
que ya había hecho resistencia a firmar la ley de Congregaciones,
aprovechó esta crisis parcial y fortuita para abrir las consultas, y dio
a entender que Azaña no gozaba de su confianza. Encargó
sucesivamente de formar gobierno a Indalecio Prieto, Marcelino
Domingo y Julián Besteiro, que declinó, y los otros, aunque
aceptaron, renunciaron seguidamente (Prieto porque se opuso la
Ejecutiva del Partido Socialista a formar un gobierno con
participación de los radicales). Alcalá Zamora prefirió dejar que
madurase la situación y llamó de nuevo a Azaña, que formó su
tercer gobierno, y se presentó a las Cortes el 14 de junio[24].
La única variación política era la entrada de un representante del
pequeño partido federal, Franchy Roca. Una semana duró el debate
político hasta la obtención del voto de confianza, y en éste se
perfilaron dos rasgos esenciales: la agresividad de Lerroux contra
los socialistas, al mismo tiempo que se mostraba como Candidato al
Poder, y la enemistad existente entre Azaña y Alcalá Zamora.
Un mes después, el 26 de julio, se aprobaba la ley de Orden
Público, y a continuación la ley Electoral que, en sustancia,
conservaba el sistema instaurado por el decreto de 8 de mayo de
1931. El 11 de agosto fue derogada la ley de Defensa de la
República. También se aprobó la ley del Tribunal de Garantías
Constitucionales, para cuya presidencia las Cortes eligieron a Álvaro
de Albornoz.
Aquel verano la situación política se hizo cada vez más tensa. El
retraimiento y la desconfianza de los elementos patronales —
denunciados sin ambages por Sánchez Román—, la restricción de
créditos por los bancos, la baja de los mercados agrícolas y la crisis
económica mundial contribuían a agravar la situación económica y
el paro forzoso. El reconocimiento diplomático de la Unión Soviética
y el simple anuncio de que se le iba a comprar petróleo desataron
una campaña de las fuerzas derechistas y conservadoras de todos
los matices. La Unión Nacional de Exportación Agrícola se puso a
exigir del Estado que vendiese a la Unión Soviética los productos
que a ella le interesaban y los industriales del Norte exigían nada
menos que colocar… material ferroviario (no se habían enterado de
que empezaba el segundo plan quinquenal). El Sindicato Carbonero
del Norte (patronal) protestó de que se fuera a comprar antracita
soviética, más barata que ninguna, puesto que «Rusia vende sin
beneficio económico alguno»[25] (sic). Estas empresas se quejaban
mucho más suavemente de las importaciones británicas, también a
precios inferiores que el carbón nacional.
La prensa de derechas concentraba sus fuegos contra la
participación socialista en el Gobierno, «culpable», de todos los
males: paro forzoso, burocracia, trastornos en el campo, parcialidad
de los Jurados mixtos (organismo arbitral de patronos y obreros
creado por Largo Caballero, que también elaboró las leyes de
Contratos y Accidentes del trabajo), etc.
Esta excitación de ánimos permitió la realización de atentados
por los grupos fascistas, como el asalto a mano armada de la
Asociación de Amigos de la Unión Soviética, en plena Gran Vía, de
Madrid. A los pocos días eran detenidos numerosos derechistas y
algunos anarquistas, que fueron trasladados por breve tiempo al
penal de Ocaña.
El partido Socialista no podía permanecer impasible ante la
situación, con lo que aquel verano de 1933 se acentuaron las
tendencias a no colaborar en el gobierno y optar por una vía
revolucionaria. Araquistain representaba este criterio, que hacía ya
profunda mella en el espíritu de Largo Caballero. Por el contrario,
Besteiro y Prieto se resistían por creer, respectivamente, que
«nuestra masa estaba mal preparada» o que la reacción era
suficientemente fuerte para impedir un intento revolucionario por el
Partido Socialista.
La continuación de los socialistas en el Poder favorecía el
desarrollo del Partido Comunista que, en septiembre de 1933, fue
capaz de llenar el Estadio Metropolitano de Madrid.
El Gobierno Azaña tenía cada día mayores dificultades en su
lucha en dos frentes. En las Cortes, los grupos de derecha hicieron
sistemática obstrucción a la ley de Arrendamientos rústicos.
El 4 de septiembre tuvieron lugar las elecciones, de segundo
grado, a vocales del Tribunal de Garantías constitucionales, cuyo
resultado fue desfavorable al Gobierno. La situación empeoraba por
momentos. Lerroux pasó al ataque para acusar a Azaña de querer
una dictadura. Éste tuvo que plantear a Alcalá Zamora la cuestión
de confianza, lo cual aprovechó el Presidente de la República para
abrir la crisis. En verdad, el propio Azaña no ocultó al presidente que
la coalición gubernamental se desintegraba por momentos.
Cuatro días duraron las consultas, al cabo de los cuales Lerroux
formó su primer gobierno el 12 de septiembre de 1933[26].
Aquella tarde, por vez primera, las Juventudes Socialistas y
Comunistas se manifestaban conjuntamente en la Puerta del Sol,
dando «mueras» al Gobierno Lerroux, pese a las violentas cargas
de las fuerzas de Seguridad. Sin embargo, la facilidad con que
había obtenido colaboraciones individuales de miembros de los
partidos de la anterior coalición demostraba que Azaña estaba en lo
cierto al decir que ésta se disgregaba.
El 2 de octubre se presentaba el Gobierno a las Cortes. El 3 era
derrotado por 187 votos contra 91.
Triunfo de las derechas por la división de los
republicanos
Alcalá Zamora encargó entonces la formación de nuevo gobierno
a Sánchez Román, primero, al reformista Pedregal después,
quienes, como era de esperar, fracasaron en su empeño. Esto
significaba la disolución de Cortes, objetivo en el que coincidían
Alcalá Zamora, la derecha y los radicales. Dio el Presidente el
encargo de formar gobierno y, una vez hecho esto, el decreto de
disolución de Cortes a la segunda personalidad del Partido Radical,
Diego Martínez Barrio, el político surgido de los medios populares
de Sevilla y, al mismo tiempo, miembro relevante de la
francmasonería. El 8 de octubre formóse el nuevo gabinete[27].
Era, pues, un gobierno puente de coalición destinado a celebrar
las elecciones.
Y empezó la campaña para unas elecciones en que, por primera
vez, iban a votar las mujeres. Las derechas, en buena coyuntura
política, formaron un frente único electoral, cuyo programa era:
«Revisión de la legislación laica y socializante», «defensa de los
intereses económicos del país» y amnistía. El Comité electoral,
presidido por el agrario Martínez de Velasco, estaba compuesto por
Gil Robles, Lamamié de Clairac, Sainz Rodríguez, Calderón, Royo
Villanova, Cid y Casanueva:, monárquicos, tradicionalistas y, sobre
todo, agrarios y Acción Popular fundidos ya en la C. E. D. A. Fue
ésta la que tomó realmente en sus manos la campaña electoral.
Las izquierdas fueron divididas: fracasaron las negociaciones y
los partidos fueron independientemente a la elección, excepto en
Bilbao, donde Prieto y Azaña encabezaron la candidatura de la
Conjunción, y en Málaga donde el médico comunista Cayetano
Bolívar, encarcelado por haber prestado apoyo a los campesinos
alzados en Villa de Don Fadrique, fue candidato de una coalición —
sin llamarse así— de Frente Popular, la primera, que sepamos, en la
historia política de Europa. Resultó imposible cualquier otra unión de
socialistas con comunistas, que ya tenían cierta fuerza. En cuanto a
la C. N. T., los anarquistas desplegaron todas sus energías para
aconsejar a los obreros que no votasen. Los radicales marcharon
solos en muchas provincias y en otras unidos con la derecha.
También presentaron candidaturas independientes los nacionalistas
vascos. En Cataluña, la Esquerra Republicana seguía capitalizando
todas las corrientes de la izquierda, a excepción de una parte de la
C. N. T., en manos del anarquismo[28].
El esfuerzo propagandístico de las derechas quedó bien
expresado por las frases del tradicionalista Larramendi, con motivo
del último mitin electoral en Madrid, el 18 de noviembre, en que se
difundió un discurso de Calvo Sotelo, impresionado en disco en
París: «¡Qué actividad desplegada! Ante el derroche de energías,
entusiasmo y dinero hecho en estas elecciones, yo no puedo menos
de decir que la democracia es maleante, perturbadora y muy
cara»[29].
Las derechas y los radicales podían fácilmente servirse del
descontento y el temor de las clases acomodadas, de masas de
católicos y de los propietarios minifundistas y los arrendatarios que
no habían visto mejorada su situación durante el bienio republicano-
socialista. Las dificultades económicas, creadas en buena parte por
los patronos de la industria, los propietarios agrarios y la oligarquía
financiera eran entonces aprovechadas para lanzarlas al rostro de
los adversarios políticos. Naturalmente, las derechas no
desdeñaban la utilización de las tradicionales presiones sobre los
trabajadores del agro, ni tampoco la presión espiritual indirecta,
sobre todo las mujeres de la población rural y de las clases medias,
ejercida por la Acción Católica, de la que la C. E. D. A. era una
«prolongación política», según afirman escritores católicos como
Monseñor Pierre Jobit y Jean Becarud.
Los socialistas, en fase de radicalización, hicieron una campaña
de tonos izquierdistas, desilusionados de su experiencia reformista
en dos años de colaboración gubernamental. Esa actitud estaba
determinada por diversos factores, entre los qué se contaban como
más importantes el desengaño de gran parte de sus afiliados por la
política del bienio, los acontecimientos políticos de Alemania —y
poco después de Austria—, la aparición del comunismo como
corriente efectiva de la clase obrera y, también, la experiencia
personal y la toma de conciencia de numerosos militantes con
puestos de responsabilidad. Sin embargo, su influencia no podía por
menos de resentirse de haber participado en «la lucha en dos
frentes» durante dos años largos.
En cuanto a los partidos republicanos pequeño-burgueses,
gastados por el ejercicio del Poder, tenían que ver limitada su
influencia a una parte de las clases medias.
Durante el período electoral ocurrieron dos hechos importantes:
uno, la formación de Falange Española, en el acto celebrado en el
teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de octubre, del que nos
ocuparemos más adelante. Otro, la fuga de Juan March de la cárcel
de Alcalá, en complicidad con un oficial de Prisiones. March llegaba
en pocas horas a Gibraltar y de allí a Francia. Las derechas
contaban con un refuerzo de valía.
El 19 de noviembre fueron a las urnas 8 711 136 españoles y
españolas, es decir, el 67,46 por ciento del censo electoral; las
abstenciones fueron más numerosas que en junio de 1931 e incluso
que en abril del mismo año.
La ley electoral, que concedía prima a la mayoría, favoreció esta
vez a las derechas y al centro, cuyas posiciones se afianzaron en el
segundo tumo electoral, dos semanas después[30].
La composición definitiva de las Cortes ordinarias de la
República fue la siguiente:
C. E. D. A 115 Progresistas 3
Agrarios 36 Acción republicana 5
Tradicionalistas 20 Radical-socialistas independientes 6
Renovación española (monárquicos) 16 Radical-socialistas de Gordón Ordax
1
Independiente Federales 1
de derecha 15
Nacionalistas españoles 1 O .R .G. A. 6
Lliga catalana 24 Esquerra Republicana de Catalunya
19
Nacionalistas vascos 14 Socialistas 60
Republicanos conservadores. (Maura) Comunistas 1
18
Radicales 102 Liberales demócratas (reformistas) 9
Sin duda, la composición de la Cámara no reflejaba exactamente
las proporciones de votos expresados. Aunque éstos son muy
difíciles de clasificar, a causa de las coaliciones, pueden
considerarse las siguientes cantidades como estimaciones
aproximativas de valor: Derechas, 3 350 000; Centro, 1 650 000;
Partido Socialista, 1 800 000; Coaliciones republicano-socialistas,
700 000 (si se considera en ese apartado los votos de Esquerra
porque llevaba en la candidatura a Unió Socialista de Catalunya; en
caso contrario sólo unos 350 000); Partidos republicanos de
izquierda, 650 000; Comunistas, 200 000.
Las elecciones hacían de la C. E. D. A. el primer grupo
parlamentario y de los radicales y grupos del centro el eje de la
situación política. Sin embargo, no se podía afirmar, sin forzar la
realidad, que la opinión española había vuelto a ser derechista, pese
a las numerosas coacciones electorales que motivaron la dimisión
del ministro de Justicia, Botella Asenso, ya que al estado de fuerzas
electorales había que añadir un importante sector de la izquierda, el
anarquista, que se había abstenido. Las abstenciones más
acentuadas de Sevilla provincia (50,16 por ciento), Málaga (49,37),
Cádiz (62,73) y Barcelona (39,85) obedecían a la conducta de los
anarcosindicalistas, pero no así las de Zamora (45,11), Huesca
(48,53), y Pontevedra (44,50).
En cambio, se observó intensa participación electoral en Bilbao
(78,18 por ciento), Asturias (79,99), Navarra (80,54), Valencia y
provincia (77,95), Salamanca (77,24), Ávila (75,1) y Guipúzcoa
(78,87).
En Madrid, donde votó el 72,02 por ciento (más que en las
elecciones a Cortes constituyentes), triunfó la candidatura socialista
con 177 000 sufragios, frente a 170 000 de las derechas y 100 000
de republicanos de izquierda y radicales.
La derecha triunfó netamente en Valladolid, Palencia, Zamora,
Salamanca, Guadalajara, Navarra, Toledo, Cuenca, Bateares,
Cáceres. Los socialistas, en Madrid y Huelva. El frente de izquierdas
triunfa en Málaga. Los radicales se apuntaron triunfos esenciales en
Valencia, Badajoz, algunas zonas de Andalucía y Galicia. Los
partidos pequeñoburgueses se hundieron con la única excepción de
la Esquerra Republicana de Catalunya[31].
Contemplando estos resultados, se tiene la impresión de que la
oligarquía había conseguido una base de masas, sobre todo en las
regiones agrarias de la Meseta y que podía enlazar con los partidos
del centro, que representaban a extensos sectores de campesinos,
comerciantes, pequeños industriales, etc. (En 1933, había en
España 275 483 comerciantes y 107 311 industriales que tributaban
como tales). En cambio, el Partido Socialista, que no había perdido
sus posiciones, se encontraba cortado por un lado de los
trabajadores que seguían a la extrema izquierda y, por otro, con
unos partidos que representaban a un sector de clases medias, de
intelectuales, funcionarios, etc., muy debilitados.
A nadie cabía ya la menor duda de que el momento había
llegado para que Lerroux gobernase. Y sólo podía hacerlo
apoyándose en la derecha o, por lo menos, en parte de ella. Así
ocurrió antes de que llegasen las fiestas de Navidad. Pero el
Gobierno de Martínez Barrio debía afrontar aún una violenta
sacudida revolucionaria.
El movimiento anarquista de diciembre de 1933
La dirección de la C. N. T., que seguía creyendo posible el triunfo
de una revolución por la acción de sus grupos armados, creyó
oportuna la coyuntura del disgusto producido en la clase obrera por
el triunfo electoral de las derechas, para lanzarse a un nuevo intento
de ese género. La C. N. T. había lanzado una campana bajo el lema
«Frente a las urnas, la revolución social», que culminó en un mitin
en la plaza de toros Monumental de Barcelona, en el que
participaron Benito Pabón, Domingo Germinal, Buenaventura Durruti
y Orobón Fernández. Tras un pleno de 7 regionales celebrado el 26
de noviembre, 5 de ellas (Aragón, Cataluña, Levante, Galicia y
Centro) decidieron lanzarse a un movimiento; la C. N. T. instaló en
Zaragoza un Comité revolucionario (del que formaban parte, entre
otros, Cipriano Mera e Isaac Puente) y el 8 de diciembre, el mismo
día en que se reunían las nuevas Cortes y elegían presidente a
Santiago Alba, desencadenaba el movimiento insurreccional. El
alzamiento central debía tener lugar en Aragón, apoyado por la
huelga general revolucionaria en el resto del país. Comenzó con
gran violencia en Barbastro, Zaragoza e innumerables pueblos de
Aragón y la Rioja, así como en Barcelona, Huesca, Teruel, Logroño,
Gijón y provincias de León, Badajoz, Córdoba, Burgos, etc. En
Zaragoza duró la lucha varios días, pero el Gobierno, que estaba
advertido de la inminencia del movimiento., practicó la noche antes
numerosas detenciones.
En algunos pueblos de la Rioja se proclamó el comunismo
libertario (Cenicero, Briones, Fuenmayor…), así como del Bajo
Aragón (Castellote, Valderrobres, Alcorisa, Mas de las Matas), de
Huesca (Tormos, Alcampel, Alcalá de Gurrea, Albalate) y de Daroca.
Se luchó con singular violencia en Logroño, Calahorra, Almudévar y
Calatayud. En la provincia de Valencia, el corte de vías férreas
produjo la catástrofe del expreso Barcelona-Sevilla, que causó
numerosos muertos y heridos[32].
En Villanueva de la Serena (Badajoz), un sargento y varios
obreros se hicieron fuertes en la Caja de Recluta y resistieron
durante dos días el asedio de una columna mixta de infantería,
ametralladoras y morteros, hasta sucumbir todos. En Fabero (León),
los mineros se hicieron también dueños de la situación.
El movimiento no fue dominado por completo hasta el 13 de
diciembre. Durante tres días, en decenas de localidades los Comités
revolucionarios se habían apoderado de Ayuntamientos, Juzgados,
Telégrafos y demás centros vitales.
Sin embargo, una vez más se comprobaba la distancia entre los
grupos de acción y la mayoría de la clase obrera, incluso entre
afiliados a los Sindicatos cenetistas. Aquel era un movimiento
fundado más sobre esperanzas que sobre elementos precisos de
juicio. Y, cuando en una localidad aislada los trabajadores se
encontraban dueños de la situación, no sabían, en rigor, qué hacer
con aquel poder.
El Gobierno reprimió el movimiento y se practicaron millares de
detenciones (en numerosos casos, como en Zaragoza, seguidas de
malos tratos a los presos), se declaró, una vez más, la ilegalidad de
la C. N. T., se clausuraron sus locales y fue suspendida su prensa.
De paso, el Gobierno cerró también numerosos locales comunistas
y suspendió igualmente sus periódicos. En fin, en los procesos que
se siguieron a los encartados del movimiento de diciembre, unas
700 personas fueron condenadas a diversas penas de prisión.
Terminada la misión para que fue constituido, el Gobierno,
Martínez Barrio presentó la dimisión, y abrió el camino a Lerroux. El
mismo día en que se abría la crisis, publicaba El Debate (cuyo
nuevo director era Francisco de Luis) un editorial titulado Los
católicos y la República. En él se decía que era deber de los
católicos «defender la religión, la propiedad y la familia… contra la
masonería y el comunismo… ¿Con qué régimen? ¡Con el que sea!
¡Con el que se dio España por acción de unos y omisiones de otros!
¡Con el establecido, en fin!». Por primera vez, Gil Robles era
llamado y acudía a las consultas del Presidente de la República;
Había comenzado la «adaptación» de la C. E. D. A. al régimen.
En el extremo opuesto, Largo Caballero proponía a la Ejecutiva
del Partido Socialista que se preparase un movimiento
revolucionario para la toma del Poder; pero la propuesta no
prosperó por la oposición del Comité nacional de la U. G. T. que,
siguiendo a Tritón Gómez y Saborit, la rechazó por 28 votos contra
16. No obstante, en la mayoría del Partido Socialista se empezaba a
producir un cambio profundo de orientación.
La tarea de «rectificación» de la obra republicana emprendida
por Lerroux acercó más la C. E. D. A.; al Gobierno y separó a los
socialistas. Así, a partir de enero de 1934 ya no había
representantes de la izquierda española en el Poder.
CAPÍTULO VIII
BALANCE DEL PRIMER BIENIO
La economía y sus estructuras
No hay que insistir demasiado en algo que es de sobra conocido:
la implantación de la forma de gobierno republicana no produjo
ningún cambio en las estructuras económicas de España. Si la
Constitución de 1931 y, con todas sus limitaciones, la ley de
Reforma agraria abrían cauce legal a posibles transformaciones de
estructura, la dinámica política del país determinó que nunca
tuvieran la iniciativa en ese terreno las fuerzas populares cuyos
intereses coincidían con esos cambios estructurales. Con ello, la
transformación que las exigencias del desarrollo histórico venían
planteando desde mediados del siglo XIX quedóse en promesas y en
declaraciones de principios.
Se ha hablado con harta frecuencia de un colapso de la vida,
económica española a partir de 1931. Sin duda incidieron en ésta
algunos factores negativos a los que ya hemos hecho referencia:
huida de capitales, descenso de inversiones y de créditos, en parte
por temor a la nueva situación y en parte como maniobra política;
resistencia de los propietarios agrícolas a la nueva legislación social;
choques político-sociales en el campo; quiebra de mercados
exteriores a causa de la crisis mundial y repercusión, pese al
proteccionismo, en los mercados interiores.
Sin embargo, se impone una ponderación de los factores
positivos y negativos que intervinieron en ello para comprender, sin
espíritu preconcebido, el desarrollo económico de España de 1931 a
1935.
En la producción agrícola cabe señalar que, si bien hubo una
casi total carencia de inversiones, ya señalada en el capítulo
precedente, las áreas de cultivo permanecieron en general
invariables. Aumentó la producción de trigo, maíz y cebada. La
mayor parte de los productos agrícolas se mantuvieron estables con
relación al quinquenio anterior. El olivar siguió sufriendo las
oscilaciones de las cosechas; en cambio, descendió netamente la
producción de uva y vino. La de naranja, que había continuado su
expansión, descendió a partir de la cosecha 1934-1935, por razones
de comercio exterior, y tardó más de veinte años en alcanzar el nivel
de 1933.
La producción de minerales metálicos descendió
considerablemente, fenómeno nada extraño si se tiene en cuenta su
importancia como productos de exportación y la crisis mundial
existente. Por el contrario, la producción carbonera se mantuvo con
tendencia al alza. (España consumía su carbón en proporción del 80
por ciento de sus necesidades e importaba el resto). La siderurgia
cayó verticalmente. También se observó una baja de la producción
de cemento, vinculada en la construcción y ésta con los créditos a
pequeñas empresas. Por el contrario —y este hecho es muy
significativo— progresó la producción textil. Las industrias químicas,
en fase de expansión, aumentaron la producción de ácido sulfúrico,
sulfato de cobre, superfosfatos… Pero faltaban los abonos
nitrogenados.
La instalación y producción de energía eléctrica siguió un ritmo
creciente. Conviene observar que el aumento del consumo de
energía eléctrica, entre 1931 y 1935, provenía, en primer lugar, de
las aplicaciones industriales (electroquímica, electrometalurgia, etc.)
y, en segundo término, del alumbrado público y uso doméstico.
Sin duda alguna, las estimaciones hechas posteriormente por el
Consejo de Economía Nacional sobre la evolución de la renta son
harto discutibles, aunque tienen un relativo valor a partir de 1929,
son siempre muy interesantes como valores aproximados y, en el
caso que nos ocupa, el equipo que hizo este trabajo lo es todo,
menos sospechoso de querer realzar los años de la República. Su
estimación es, en millones de pesetas:
Años Renta nacional Renta por habitante
Pesetas de Pesetas de Pesetas de Pesetas de
cada año 1929 cada año 1929
1927 23 804 23 781 1051 1051
1928 21 891 22 570 957 987
1929 25 213 25 213 1092 1092
1930 24 003 24 104 1029 1033
1931 24 204 24 028 1027 1020
1932 25 566 25 742 1075 1083
1933 22 011 23 196 917 967
1934 25 465 26 146 1051 1078
1935 24 759 25 289 1012 1033
Algunos índices de producción establecidos con ciertas garantías
pueden ayudamos a fijar las ideas expuestas más arriba y a situar
las desigualdades entre las diferentes ramas de la producción.
Años Trigo Cebada Maíz Arroz Garbanzos
(millones de Qm.) (miles de Qmnt.)
1930 39,9 22,6 7,3 3,1 829
1931 36,6 19,8 6,7 2,7 880
1932 50,1 28,9 6,9 3,2 1480
1933 37,6 21,8 6,6 3,0 1016
1934 50,8 28,2 7,9 2,9 1279
1935 43,0 21,1 7,4 2,9 1355
Años Olivar Viñedo Naranjas
aceitunas aceite uva mosto
miles millones miles millones miles
de Qm. de Qm. de Qm. de Qm. de Qm.
1930 6194 6,6 30 266 18,2 11 963
1931 18 061 1,1 30 755 19,0 12 042
1932 18 356 54,0 34 896 212 11 710
1933 16 472 55,0 31 874 19,8 9672
1934 15 790 49,0 35 683 21,7 9697
1935 22 511 47,0 28 623 17,0 9098
Carbón[1] Piritas Hierro Mercurio
Años Hulla y Lignitos
antracita
(en toneladas)
1930 7 182 000 380 000 3 924 000 5 517 000 20 000
1931 7 113 000 353 000 3 134 000 3 190 000 30 000
1932 6 910 000 346 000 2 125 000 1 760 000 11 000
1933 5 995 000 290 000 2 269 000 1 815 000 10 000
1934 6 026 000 285 000 2 093 000 2 094 000 20 000
1935 7 028 000 312 000 2 185 000 3 983 000 26 000
Años Lingote Lingote Ferroman- Cemento
de hierro de acero ganeso
(en toneladas)
1930 624 256 953 673 6200 1 839 042
1931 468 802 655 798 4986 1 630 251
1932 295 108 537 786 3231 1 425 216
1933 331 528 527 389 6774 1 406 000
1934 357 888 588 946 8053 1 362 000
1935 344 202 637 280 5059 1 462 000
Año Energía eléctrica Ácido Super- Sulfato
sulfúrico fosfatos cobre
Potencia Energía miles de toneladas
(millones kwh) producida
1930 1253 2609 193,6 999,6 6.9
1931 1385 2681 164,6 887,8 8,2
1932 1539 2804 146,5. 994,1 8,2
1933 1643 2897 162,5
1934 1648 3027 208,1
1935 1791 3272 334,3
Año Textil Azúcar de Almendras Plátanos
algodonera remolacha
(en toneladas) (miles de Qm.)
1930 100 700 2236 1000 1674
1931 97 800 2895 1023 1914
1932 107 200 3622 999 1807
1933 99 500 2338 1559 1810
1934 103 152 2172 1937 1808
1935 103 360 3146 1466 1810
Para darse cuenta del peso relativo de los sectores industrial y
agrario conviene recordar que la producción de trigo tenía un valor
diez veces, superior al de la producción de hulla y guardaba una
proporción parecida con el valor de la producción siderúrgica. La
producción de aceite valía tanto como la carbonera y siderúrgica
reunidas, y así sucesivamente. Sólo con saber que en 1935 el 71
por ciento de las exportaciones eran productos agrarios y el 14
minerales y metales en bruto y que el 42,5 de las importaciones
eran productos industriales y manufacturados (aunque apenas se
compraba equipo industrial, ni abonos suficientes, ni maquinaria
agrícola, etc.) se calibra ya el género de economía que tenía
España, sin variaciones esenciales en la proporcionalidad de
sectores productivos desde primeros de siglo aproximadamente.
Cualquier examen de la producción española en aquellos años
muestra además que los sectores debilitados fueron aquellos que
dependían sobre todo de la exportación. En cuanto a la baja de
precios al por mayor, se produjo en España un año después (en
1932) que en los principales países de Europa y en los Estados
Unidos; empezó la recuperación de precios en 1934, mientras que
en esos otros países no se lograba hasta 1935 o 1936, según los
casos. El punto más bajo de precios fue, calculando sobre un índice
100 para 1913, de 5,4 mientras que en la Gran Bretaña fue de 40,
en Alemania de 49 y en los Estados Unidos de 42. En todos estos
países la proporción de paro forzoso fue mucho mayor que en
España.
Sin embargo, en nuestro país constituyó uno de los problemas
más serios, agravado por la inexistencia de subsidio de paro. En la
primavera de 1934 el número de parados llegó a 703 814, entre
parados totales y parciales; de ellos unos 400 000 pertenecían al
sector agrícola.
La atonía de los mercados en los años de crisis y también su
recuperación a partir de 1934 se observa en las operaciones de
compensación en las Cámaras de Comercio: 35 000 millones de
pesetas en 1930, 41 000 en 1931, 23 000 en 1932, 25 000 en 1933,
34 700 en 1934, 45 000 en 1935.
La banca y las grandes empresas
¿Cuál era la situación de la banca? El capital y las reservas de
los seis grandes bancos evolucionaron de la siguiente manera, en
millones de pesetas:
Bancos 1930 1932 1934 1935
Español de Crédito 104 112 167 120
Hispano-Americano 142 154 149 170
de Bilbao 125 119 125 144
de Vizcaya 110 85 90 110
Central 80 69 87 87
Urquijo 72 68 69
La suma de capitales y reservas de toda la banca privada, que
era de 1861 millones en 1929, alcanzaba 2111 millones en 1935. Si
la circulación fiduciaria permaneció estable durante los años de la
República (4766 millones de pesetas en billetes en 1930 y 4836 en
1935), las cuentas corrientes se recuperaron a partir de 1934 y, al
siguiente año, eran más cuantiosas que nunca. Otro dato
interesante es que si la banca privada tenía declarados como
efectos industriales y análogos por valor de 1404 millones de
pesetas en enero de 1929, esos mismos efectos ascendían a 1590
millones en diciembre de 1934.
Hablar de la banca supone hablar de las grandes empresas, ya
que sería enojosa repetición la de reiterar los estrechos vínculos
entre una y otras. Una simple ojeada a las listas nominales de los
Consejos de administración de los bancos y de la casi totalidad de
empresas dotadas de fuerte capital puede sacar de dudas a aquel
que todavía las tuviere. Esta concentración del poder bancario y
empresarial en un núcleo muy reducido de personas, fenómeno
paralelo al ya secular de la propiedad agraria (y entrelazado con
éste en buen número de casos), ha planteado en nuestra patria el
problema económico, sociológico y político de la oligarquía, de las
«grandes familias», con una tendencia cada vez más monopolista,
al que hemos hecho referencia repetidas veces.
Interesa, pues, situar también la evolución y la estructura del
capital de las sociedades anónimas antes de considerar la cuestión
de los beneficios de bancos y grandes empresas.
He aquí un cuadro de sociedades anónimas, con el capital
nominal, el desembolsado y el de obligaciones en circulación, en
millones de pesetas, que manejaban a cambio de un interés fijo
percibido por el rentista que compraba dichos títulos:
Años Núm. de soc. Cap. nom. Cap. desem. Oblig.
1930 4605 14 986,5 11 969,0 7291
1931 4629 15 319,5 12 264,4 7375
1932 4627 15 742,3 12 690,6 7621
1933 4793 16 151,4 13 188,2 7670
1934[2] 4804 16 013,3 13 129,0 7392
1935 4899 16 273,6 13 492,6 7336
La estructura de este capital por sectores de producción era, en
grandes rasgos, la siguiente: las mayores inversiones se
concentraban en electricidad y gas (2440 millones de pesetas),
ferrocarriles (1570) y bancos. Los dos primeros sectores totalizaban
las tres cuartas partes de las obligaciones. La industria textil tenía
789 millones de pesetas desembolsados; la minería, 762; la
industria química, 606; la siderurgia tan sólo 350,5, menos que la
industria azucarera (369) y que la maquinaria y construcciones
metálicas (440). Toda la industria pesada sumaba 886 millones de
pesetas de capital; la producción de energía, 2500 millones y los
transportes, 1963 millones.
La mayor concentración de capitales se acusaba en siderurgia,
construcciones navales, minería, energía eléctrica e industria
azucarera.
Interesa igualmente conocer la distribución provincial, con objeto
de tener una idea aproximada del mapa económico y social de la
España de entonces. Las tres cuartas partes del capital residían en
Madrid. Barcelona y Bilbao. Naturalmente, esto no quiere decir que
estuviesen allí enclavadas las empresas, sino la sede de las
sociedades anónimas. No obstante, es muy significativa la ausencia
casi total de sociedades anónimas en las provincias de ambas
Castillas (con excepción de Valladolid) y Extremadura.
En resumen, la siderurgia atravesaba un momento muy difícil,
porque se había montado en los años de estabilización sobre una
base falsa, muy superior al desarrollo económico real del país.
Además, se trataba de una industria de monopolio (cartelizada) que
descansaba en una exorbitante protección arancelaria, que le
llevaba a establecer precios superiores en 100 por ciento al
promedio europeo y constituía por ello una traba para el desarrollo
industrial español.
La minería del carbón, la construcción naval, las navieras, los
ferrocarriles, etc., descansaban parcialmente en las ayudas directas
o indirectas del Estado.
El caso no era el mismo para otras industrias: la de energía
eléctrica, en realidad en manos de los grupos financieros,
prosperaba y no encontraba cortapisas a sus tarifas; la del papel, en
situación de oligopolio, también nadaba en la abundancia. Las
industrias químicas estaban en situación favorable de «despegue»,
pero tropezaban con la falta de industria química de base. Los
intentos de desarrollar la fabricación de abonos nitrogenados se
estrellaban también con la competencia hecha entonces por los
nitratos chilenos.
En cuanto a la industria textil, ésta estaba interesada, como
siempre, en el desarrollo del poder de compra de la mayoría de la
población.
Mención aparte merece la importancia de las compañías
extranjeras en la economía española. No se trata ahora de repetir lo
dicho en capítulos anteriores, sino de trazara muy grandes rasgos
cuáles eran las posiciones del capital extranjero durante los años
que nos ocupan. He aquí una relación, que dista mucho de ser,
exhaustiva: Banca: once establecimientos bancarios con un total de
21 millones de pesetas. Participación en el Banco Español de
Crédito (francesa). Servicios públicos: Compañía Telefónica
(Estados Unidos), Aguas de Sevilla y de Cartagena (Gran Bretaña).
Minas: Riotinto, The Tarsis Sulphur Copper, Iron Ore Co., Luchana
Mining (Gran Bretaña), Rodalquilar, Sierra Menera (participación
británica), Royal Compagnie Asturienne de Mines (Bélgica), Potasa
de Suria (Bélgica), Potasas Ibéricas (Francia), Peñarroya (Francia),
Los Guindos (Alemania), Cobre de San Plato (Francia), Wolframio
de Balborraz (Bélgica), Carbones de Berga (Francia), Minas de
Centenillo (Gran Bretaña), Explotaciones potásicas (Alemania).
Energía eléctrica: Barcelona Traction, Ligth and Power, Riegos y
Fuerzas del Ebro (Bélgica-Canadá), Sevillana de Electricidad
(Alemania), Luz y Fuerza de Levante (diversos capitales
extranjeros), C. H. A. D. E. (alemanes y otros extranjeros), Saltos del
Duero (part. británica). Transportes: Sociedad Madrileña de Tranvías
(belgas), Tranvías de Sevilla (alemanes), Tranvías de Barcelona
(franco-belgas), Tranvías y Electricidad de Bilbao (belgas). En las
grandes compañías de ferrocarriles: M. Z. A., Norte de España,
aunque ya no eran mayoritarios, quedaban los capitales franceses
que, por otra parte, poseían grandes paquetes de obligaciones.
Compañía de Ferrocarriles catalanes (extranjeros varios). Metalurgia
y electromecánica: Babcok & Wilcox (participación británica), S. E.
de Construcciones electromecánicas (franco-británicas), Geathom
de Electrotecnia (franco-británicas), Standard Eléctrica
(norteamericanos), Sociedad Ibérica de Construcciones Eléctricas
(norteamericanos), General Eléctrica Española (norteamericanos y
británicos), Sociedad Española de Construcción Naval (participación
británica), S. E. de Construcciones electromecánicas (part.
francesa), Aluminio español (franceses). Industrias químicas: Unión
Española de Explosivos (part. francesa), Sociedad Ibérica del
Nitrógeno (franceses). Pirelli (italianos), Firestone
(norteamericanos), Electro-Química de Flix (franceses). Sulfates de
Logrosán (británicos). Seguros: La Unión y el Fénix, La Franco-
española (franceses), Plus Ultra (alemanes). Industrias alimenticias:
Nestlé, Sociedad Lechera Montañesa (suizos). Ebro, Compañía de
Azúcares y Alcoholes (capitales extranjeros diversos), Azucarera de
Adra, Azucarera de Madrid, Azucarera del Gállego (diversos). Otras
industrias: Ford Motor Ibérica (norteamericanos), Hispano-Suiza
(franceses), Compañía de Coches-Cama (franceses), S. A. de
Fibras Artificiales (franceses), Sociedad Financiera de Industrias y
Transportes (alemanes), Manufactura de Corcho Armstrong
(británicos), La Seda de Barcelona (franceses), Sociedad Petrolífera
Española (norteamericanos).
Citamos aquellas empresas cuya posesión total o parcial por
capitalistas extranjeros era de sobra conocida. Hay otros muchos
casos en que la penetración, por medio de testaferros, es mucho
más sutil y no puede ser localizada. Por análogas razones es punto
menos que imposible conocer la cuantía real de las inversiones
extranjeras, al no poderse determinar la producción exacta de la
aportación no española en innumerables empresas cuyo carácter
mixto está desde luego establecido. A juzgar por los cálculos
parciales de Ramos Oliveira, la suma de capitales extranjeros
invertidos en España en 1935 debió exceder ampliamente de dos
mil millones de pesetas, sin tener en cuenta las reservas. Sevillano
habla de 1000 millones de beneficios anuales. Desde luego, un
examen del repertorio de sociedades extranjeras o con participación
extranjera existentes en España en 1935, tomando sólo en cuenta
las empresas importantes y calculando lo más bajo posible los tanto
por ciento de participación extranjera en los casos dudosos, elevaba
las inversiones extranjeras en sociedades anónimas españolas a
más de 2400 millones de pesetas.
Tal vez parezca fastidiosa la relación precedente e
innecesariamente prolijo este examen de un aspecto de la vida
económica. Sin embargo, estas nociones nos serán de gran utilidad
para ayudar a comprender y matizar algunas actitudes
internacionales al llegar, poco después, la guerra civil española.
Conviene también tener en cuenta que en la mayoría de los
casos de empresas de capital mixto (español y extranjero) los
participantes españoles eran miembros importantes de la oligarquía
económica. Algunos de ellos sirvieron en numerosas ocasiones de
testaferros al capital extranjero[3].
Producción y comercio
Hemos señalado ocasionalmente la estructura del comercio
exterior español. Apenas varió. La proporción de productos
manufacturados exportados fue todavía de 15 por ciento. Las
exportaciones, que habían sido de 11 533 400 toneladas por un valor
de 2112,9 millones de pesetas oro en 1929, fueron de 6 363 900
toneladas por un valor de 588,2 millones de pesetas en 1935. Las
importaciones sumaron 7 131 100 toneladas por valor de 2737
millones de pesetas en 1929; 5 076 000 toneladas por valor de 876
millones de pesetas en 1935. El volumen del comercio exterior
descendió a partir de 1932, a causa de la crisis mundial, y
permaneció con escasas variaciones, salvo un descenso en 1935.
En cambio, el déficit de la balanza de comercio fue mucho menor
que el de los años de la Monarquía a partir de 1920. Disminuyó la
importación de maquinaria y aceros, consecuencia del descenso
casi vertical de las inversiones en las industrias básicas, y
desapareció la de trigo (salvo en 1932) a causa de las buenas
cosechas. Aumentó, en cambio, la importación de productos
químicos. (Obsérvese también el escaso volumen del comercio
exterior en relación con el producto nacional). El comercio exterior
español siguió dependiendo de las grandes potencias. Los
principales proveedores de España eran los Estados Unidos, Gran
Bretaña y Alemania. Los principales clientes, Gran Bretaña y
Francia, únicos países, unidos a Bélgica y Holanda, que daban a
España una balanza de comercio favorable. Podría pensarse que,
en estas condiciones, la situación de la Hacienda pública se habría
agravado catastróficamente. No fue así. Carner consiguió equilibrar
el presupuesto del Estado, que en 1932 se liquidó con un superávit
de 118 millones de pesetas; el único año de déficit presupuestario
(102 millones) fue 1935, periodo de mayor orientación derechista de
los gobiernos republicanos.
El presupuesto, que para 1931 era de 3855 millones de pesetas,
se elevó a algo más de 4200 durante los tres años siguientes, y a
4557 en 1935. Disminuyeron los gastos de los departamentos de
Ejército, Marina y Justicia. Aumentaron los de Trabajo, Hacienda y,
sobre todo, de Instrucción Pública, cuyos gastos pasaron de 186,5
millones en 1930 a 326 en 1935. Sin embargo, en nada varió la
estructura del sistema fiscal español. La única novedad, harto tímida
por cierto, fue el establecimiento, en diciembre de 1932, de la
contribución general sobre las rentas mayores de 100 000 pesetas
con gravámenes de uno al cuatro por ciento. Este impuesto carecía,
por minúsculo, de trascendencia económica o financiera, y hasta el
propio Azaña se creyó obligado a disculparse ante la opinión de
izquierda diciendo que «un impuesto de esta magnitud se inaugura
modestamente». Grande fue también la modestia de la ley de
Ordenación Bancaria, que ya hemos mencionado: el poder efectivo
del Banco de España frente al Estado permaneció incólume. Y aun
así, los miembros de la oligarquía se desgarraban las vestiduras
ante el «socialismo» de Indalecio Prieto.
Sin duda alguna, el Gobierno de la República emitió Deuda
pública; pero mucho menos que la Dictadura, aunque tuvo que
hacer frente a 300 millones de descubierto del primorriverismo en
Obras públicas. Durante los gobiernos de Primo de Rivera y
Berenguer la Deuda pública pasó de 11 822 millones de pesetas a
19 701. En 1935 se había elevado a 21 730 millones.
Conviene señalar que la política hacendística y fiscal de la
República no cambió nada en España, y fue de tal ortodoxia que
frenó la emisión fiduciaria, conservó como reliquia el depósito de
encaje oro, contempló las restricciones de crédito sin ningún intento
para abaratar el dinero…
¿Qué otra política económica, emprendieron los Gobiernos de la
República? Mantener el proteccionismo habitual en 1932 los
derechos arancelarios suponían una protección de 111,11 por ciento
para el precio del trigo y 72,4 para el del arroz; crear la Corporación
de Productores y Comerciantes del Vino (Estatuto del Vino, 1933), la
Comisión Mixta del Aceite (1932), el Instituto para el fomento del
cultivo algodonero (1932), el Instituto del Nitrógeno (1933), la Junta
para regular la exportación del arroz (1933), el Comité Industrial
Sedero (1933), la Junta Naranjera nacional (1935), etc.
Desde 1931 se estableció el régimen de contingentes de
importación, como medida de defensa del comercio exterior ante la
crisis mundial y, concretamente, contra las barreras arancelarias
puestas por Francia a nuestras exportaciones de vino. El régimen de
contingentes y de acuerdos bilaterales se generalizó a partir de
1933[4].
En la mayoría de estos casos se trataba o bien de medidas que
comenzaron a practicar todos los Estados en el comercio
internacional o bien de proteccionismo respondiendo a los deseos
de grupos de presión. Por ejemplo, la Unión de Remolacheros y
Cañeros impidió, en 1932, que las Cortes votasen una proposición
encaminada a autorizar la importación de azúcar extranjero para
conservas.
En resumen, la relativa actividad intervencionista, más acusada
en los años 1932 y 1933, pudo ser más o menos eficaz, pero no
desbordó nunca los límites de la ortodoxia económica de los de la
Monarquía.
En cuanto al cambio exterior, éste sufrió mucho en los meses
que siguieron a la proclamación de la República. Hubo un momento,
en verano de 1931, en que se cotizó la libra a 57 pesetas. La
situación se restableció poco a poco y a fines de 1934 se cotizaba la
libra a 36 pesetas, cambio análogo al de los últimos meses de 1929.
Entre los esfuerzos de mayores vuelos emprendidos durante los
tres primeros años de la República (aunque no realizados a causa
de los vaivenes políticos) debe mencionarse, junto a la ley de
Reforma Agraria, el Plan Nacional de Obras Hidráulicas, debido al
ingeniero Manuel Lorenzo Pardo, a quien Prieto nombró jefe del
Centro de Estudios Hidrográficos al crearse este organismo. Este
plan comprendía el proyecto de trasvasar el agua del Tajo y el
Guadiana a la vertiente mediterránea y, además, un vasto programa
de electrificación, repoblación forestal y expropiaciones agrarias.
Estaba concebido en función de un amplio desarrollo de la Reforma
agraria y, naturalmente, fue archivado en 1934. Hoy todavía se
señala como modelo.
Los precios
Hasta ahora nos hemos referido en términos generales a la
evolución de precios entre 1931 y 1935. Tratemos de precisar este
aspecto de la cuestión. El índice general de precios al por mayor,
tomado como base igual a 100 el año 1913, evolucionó de la
siguiente forma: 1930: 167,0; 1931: 168,8; 1932: 166,6; 1933: 159,1;
1934: 163,4; 1935: 164,2.
Los cálculos del Instituto Nacional de Estadística sobre la base
100 en 1955, dan el siguiente resultado: 1930: 12,1; 1931: 12,2;
1932: 12,1; 1933: 11,5; 1934: 11,9; 1935: 11,9.
Está fuera de duda que el punto más bajo de la curva de precios
coincidió con el año de máxima repercusión de la crisis mundial en
los mercados. Conviene, no obstante, ver más de cerca la cuestión:
los productos agrícolas sólo experimentaron baja en 1933 y se
recuperaron rápidamente, a excepción del arroz (cuyas
exportaciones luchaban difícilmente con la competencia extranjera
después de la Conferencia de Otawa) y de las judías y garbanzos,
cuya producción aumentó. Los productos ganaderos prosiguieron la
tendencia a la baja. Los azúcares sólo tuvieron baja sensible en
1932, año de superproducción excepcional. Aceites y vinos
experimentaron tendencia general a la baja por razones de mercado
exterior.
Los carbones nacionales estaban en alza constante, con la única
excepción de los «menudos», cuyo tanto por ciento, sin embargo,
fue muy notable. Subió también el petróleo y la energía eléctrica,
que dieron un salto de 102 a 131 (base 100, 1913) el año 1935.
Subieron igualmente las lanas, menos la ordinaria, que sufrió crisis
en 1932 y 1933. Bajó asimismo considerablemente el algodón de
importación.
Bajaron los metales (a excepción del lingote de hierro), que se
recuperaron hacia 1935. Cemento, superfosfatos y nitratos subieron
ininterrumpidamente.
Considerando algunos de los grupos más importantes, pueden
hacerse las siguientes observaciones (siempre tomando el índice de
1913): los productos agrícolas, que en 1930 tenían un nivel de
156,63, bajaron hasta 148,65 en 1933, para llegar a 157 el año
siguiente y situarse en 152,48 en 1935. Los productos alimenticios,
de 177,8 en 1930, descendieron a 169,9 en 1933, subieron a 177 en
1934 y quedaron a 173 el año siguiente. Los productos industriales,
que alcanzaron en 1930 un nivel de 168,4 descendieron a 160,6 en
los años 1933-1934 para llegar a 171,4 en 1935.
En suma, desde el punto de vista de los precios pagados a la
producción no puede hablarse de situaciones dramáticas más que
en contados sectores de la misma y por un tiempo limitado.
Veamos ahora, la otra cara del problema: los precios al por
menor que, cotejados con los salarios, nos darán el nivel real de
vida.
El índice de costes de vida establecido por las Cámaras de
Comercio dio los siguientes resultados (tomando por base 100 el
año 1955): 1930: 13.6; 1931: 14,5; 1932: 14,2; 1933: 13,5; 1934:
13,7; 1935: 13,5.
Veamos también aquí, más de cerca, los precios al por menor en
los años 1930 a 1933, según los Anuarios Estadísticos de la época:
Índice de tres grupos de productos: 1.º (carne de vaca de
segunda, carne de cordero, de cerdo, tocino salado, sardinas,
merluza, leche, huevos, manteca de vaca); 2.º (pan, arroz,
garbanzos, patatas, judías, lentejas, azúcar, vino, aceite); 3.º
(combustibles, electricidad, varios). (Base 100 = 1914):
Madrid Barcelona
Años Gr. 1.º Gr. 2.º Gr. 3.º Gr. 1.º Gr. 2.º Gr. 3.º
1930 216 169 172 173 168 181
1931 227,8 180,7 173,7 189 165 187,4
1932 218,2 163,5 172,5 179 160 185
1933 208,7 152,4 179,4 164,8 158 180
El punto más bajo de la curva de precios al por menor se registró
en la primavera de 1933. El promedio general de precios en la plaza
de Madrid pasó de 198,9 a 179,4 entre enero y diciembre de 1932; y
de 177 a 179,1 entre enero y diciembre de 1933. A partir de
entonces continuó el alza. He aquí el movimiento de precios sobre
un índice de diez productos alimenticios:
Períodos Cap. de prov. Pueblos
Abril-septiembre 1930 165,4 189,7
Octubre 1930-marzo 1931 176,8 187,9
Abril-septiembre 1931 173,0 195,9
Octubre 1931-marzo 1932 179,6 192,0
Abril-septiembre 1932 172,9 191,4
Octubre 1932-marzo 1933 175,2 181,7
Abril-septiembre 1933 165,4 183,0
Octubre 1933-marzo 1934 173,9 185,2
En todos estos casos se observa fácilmente la subida de precios
en los meses que precedieron a la proclamación de la República
(que continuó en los medios rurales varios meses más), el punto
máximo de baja en 1933 y la recuperación de precios más rápida en
las ciudades que en los pueblos.
De gran interés son los índices de coste de vida publicados por
la Oficina Internacional del Trabajo en 1936. El de España es de
Madrid, elaborado a base de precios de productos de alimentación,
combustibles y electricidad. He aquí el resultado: 1913-1914: 100;
1930: 186; 1931: 194; 1932: 186; 1933: 180; 1934: 184; 1935: 180;
1936 (enero-febrero): 176,5.
La Oficina Internacional del Trabajo publicó también el resultado
de una encuesta en cuatro capitales españolas sobre precios de 32
productos al por menor en octubre de 1935. Helo aquí, por kilo o
litro, en pesetas:
Pan blanco 0,68 Azúcar 1,71
Pan de centeno 0,70 Café 11,38
Harina de trigo 0,85 Té 16,83
Harina de avena 2,00 Cacao 6,94
Mantequilla 9,00 Queso 4.19
Mantequilla salada 9,00 Leche 0,58
Margarina 4,50 Huevos (la unidad) 0,26
Grasa cerdo 3,45 Arroz 0,93
Vaca de primera 4,74 Macarrones 1,36
Vaca de segunda 3.45 Guisantes 1,34
Cordero de primera 4,70 Alubias 1,28
Cordero de segunda 4.09 Aceite de oliva 2.19
Cerdo de primera 5,98 Leña (100 Kg) 10,63
Cerdo de segunda 4,17 Carbón (100 Kg) 27,69
Ternera de primera 6.28 Coque (100 Kg) 15,13
Ternera de segunda 4,88 Electricidad (kwh) 0,81
Tocino 2,75 Gas (m3) 0,48
Patatas 0,31 Petróleo 0,90
Este índice, establecido con fines y métodos internacionales, es
discutible en algunos aspectos de su aplicación en España; por
ejemplo, nadie consumía margarina, ni guisantes secos (pero sí,
garbanzos), el precio de los huevos es el de los muy frescos, en la
estación del año en que más caros están, etc., etc. Sin embargo,
para los productos fundamentales, constituye un punto de referencia
muy apreciable[5].
Los salarios
¿Cómo evolucionaron los salarios?
He aquí un muestrario de los salarios y jornales en Madrid, en
1931, publicados en el Anuario Estadístico de 1932-1933, tomando
como fuente la Delegación provincial y Consejo de Trabajo de
Madrid. Salario diario, en pesetas:
Oficio Máximo Mínimo
Albañiles 12 8
Conductores de tranvías 9 7
Costureras 9,60 6,45
Electricistas 14 7,50
Linotipistas 12 8
Mecánicos 13 9,50
Tipógrafos[6] 12,25 9
Torneros 13,65 9,45
Panaderos 16 9,50
Metalúrgicos 16
Dependientes de comercio (mensual) 600 200
Aunque las calificaciones por oficios distan mucho de ser
homogéneas se observan alzas de salarios en algunos oficios, como
torneros y, en general los de la metalurgia, panaderos, etcétera.
En todos los casos, la jornada de trabajo era de ocho horas.
Veamos ahora, los salarios en 1935 (mes de octubre),
publicados por la Oficina Internacional del Trabajo, dados por horas,
con indicación de las horas de trabajo a la semana. Están tomados
de Madrid, Bilbao, Barcelona y Valencia:
Oficio Horas sem. Barcelona Bilbao Madrid Valencia
(en pesetas)
Construcciones mecánicas
Ajustadores 48 1,14 1,50 1,62 1,19
y torneros
Vaciadores 48 1,14 1,50 1,62 1,19
Modeladores 1,14 1,50 1,62 1,19
Peones 48 0,94 1,00 1,00 0,87
Construcción (48 horas en Bilbao)
Oficial albañil 44 1,85 1,55 1,75 1,36
Construc. hierro 44 1,85 1,50 1,64 1,36
Fabr. cemento 44 1,27 1,35 1,85 1,13
Carpinteros 44 1,62 1,55 1,85 1,36
Pintores 44 2,04 1,35 1,74 1,50
Fumistas 44 1,7 1,55 1,80 1,64
Montador electr. 44 1,86 1,95 2,00 1,64
Peones 44 1,35 1,35 1,15 1,02
Industria del mueble
Ebanista 48 1,68 1,50 1,62 1,50
Tapiceros 48 1,68 1,50 1,75 1,63
Pulidores 48 1,68 1,47 1,62 1,25
Artes Gráficas
Cajistas 48 1,85 1,89 1,62[7] 1,67
Linotipistas 42 2,68 2,07 2,67 2,06
Maquinista imp. 48 1,85 1,85 1,63 1,30
Encuadernadores 48 1,71 1,53 1,60 1,60
Peones 48 1,25 1,19 1,00 1,25
Alimentación
Panaderos 48 1,50 1,25 1,56 1,50
Distribución electricidad (44 horas en Barcelona)
Montadores electricistas 48 1,86 1,95 1,50 1,50
Peones 48 1,12 1,35 1,00 1,00
Transportes
Tranvías y autobuses:
Conductores 48 1,41 1,16 1,19 1,16
Cobradores 48 1,28 1,16 1,19 1,16
Chóferes camiones 48 1,66[8] 1,25 1,25 1,25
Cocheros[9] 1,00 1,25 0,75 1,00
Ferrocarriles:
Mozos de tren 48 0,81 1,25 0,73 0,69
Obreros de la vía 48 0,81 0,75 0,73 0,75
Servicios municipales
Peones 48 1,29 1,10 1,00 0,94
Conviene comparar este cuadro con el de salarios máximos y
mínimos establecidos posteriormente por el Instituto Nacional de
Estadística (datos tomados del Anuario Estadístico de 1943), cuyas
fuentes no están especificadas y que no está graduado por
especialidades. La autenticidad de algunos de sus datos puede ser
puesta en tela de juicio. Por ejemplo, no refleja el descenso evidente
de salarios agrícolas en 1934, y cuando trata de años, anteriores
(verbigracia en 1927), da un salario agrícola mínimo de 4,19
pesetas, a todas luces superior a los salarios mínimos que por
entonces se pagaron en el campo. No obstante importa no
despreciar este elemento de juicio. Damos los datos de 1930, 1933
y 1935 para poder realizar la confrontación con los niveles de
precios ya indicados. Se trata de promedios nacionales por salario
de jornada de ocho horas y en pesetas:
Oficio 1930 1933 1935
Mineros 9,21 9,96 10,42
6,04 6,81 7,36
Metalúrgicos 9,84 10,56 10,94
6,34 6,92 7,09
Albañiles 9,37 10,11 10,31
6,14 7,00 7,17
Textiles (hombres) 8,17 8,75 9,10
5,65 6,05 6,39
Textiles (mujeres) 3,87 4,11 4,33
2,31 2,32 2,53
Ebanistas 9,22 9,86 9,94
5,92 6,75 7,01
Vidrio y cristal 9,10 10,48 10,87
6,35 7,14 7,50
Costureras y modistas 3,84 4,26 4,39
2,09 2,21 2,33
Agrícolas 6,80 7,51 7,67
4,42 4,88 5,07
En fin, aunque menos preciso, porque no contiene calificaciones,
y seguramente se trata de promedios,, conviene tener en cuenta el
cuadro establecido por el Consejo Superior de Cámaras de
Industria, Comercio y Navegación, tomando las capitales de
provincia en 1936 y en pesetas por hora:
Mineros 1,11 Confección 0,70 Textil 1,44
Metalúrgicos 1,47 Construcción 1,62 Tipógrafos 1,95
Comercio 1.20 Portuarios 1.59 Vidrio 1.44
Sea como fuere, el conjunto de datos que pueden utilizarse hoy
confirman la elevación general de salarios durante los años de la
República, sujeta, sin embargo, a diversas oscilaciones y zig-zags,
dependientes de un complejo de causas políticas, sociales y
económicas, entre las que no es posible ignorar la acción
reivindicativa de los Sindicatos.
Situación de los asalariados agrícolas
Ya hemos visto que los salarios mínimos de 5,50 pesetas
establecidos en 1931 no fueron siempre mantenidos en el periodo
1934-1935. En 1934, el diputado socialista Manso dio cuenta al
Parlamento de un proyecto de contrato de trabajo presentado al
Jurado Mixto por los propietarios, en el que se preveían jornales de
2,50 pesetas, con la obligación, por parte de los jornaleros, de
devolver dinero al propietario en el caso de que éste les
proporcionase la comida. Otro procedimiento empicado por los
terratenientes fue el de suprimir puestos de trabajo fijos y
substituirlos por jornaleros eventuales, temporeros.
En cuanto a los trabajadores del campo no asalariados, su
situación variaba según las regiones. Los rabassaires catalanes
consiguieron rebajar la parte de cosecha que pagaban al propietario.
Respecto a la ley que convertía la rabassa en enfiteusis apenas tuvo
aplicación, como veremos más adelante. Por el contrario, los
arrendatarios del resto del país sólo disfrutaron de las medidas
transitorias de los primeros tiempos y a partir de 1934 volvieron a la
dura situación de siempre. Los campesinos que trabajaban sus
propias parcelas no encontraron ninguna ventaja ni modificación. No
puede decirse que empeorase, en general, su situación, ya que la
baja; por ejemplo, del trigo, fue menor y de onda más corta que la
del coste de vida. No fue el mismo caso el de los que cultivaban
leguminosas o vivían de productos de la ganadería, muy numerosos
en las provincias gallegas, parte de Asturias, León, Santander, etc.
A grandes rasgos no es exagerado decir que el régimen republicano
no transformó, ni siquiera superficialmente, la vida de los
campesinos de Castilla, Galicia y norte de España. Sirva para
explicar, aunque sólo en parte, el comportamiento de una gran masa
de los campesinos en 1933 y en elecciones de 1936 y la guerra civil.
La población urbana obtuvo en cambio ventajas que no se
limitaban a los obreros de la industria y el transporte, sino también a
los empleados, maestros, profesores, etc., cuyo nivel de vida se
elevó. Con todo, el nivel de vida global no se determina solamente
por la relación entre precios y salarios: el nivel o las condiciones de
vida dependen del poder de compra, pero también de la posibilidad
de empleo y sus condiciones, del alojamiento, de las técnicas,
jornadas y reglamentación del trabajo, de las ventajas sociales
legales, de la distancia del domicilio al taller y las condiciones de los
medios de transporte, y también de las condiciones generales de
sanidad y enseñanza.
Si tenemos en cuenta este cuadro general de las condiciones de
vida, es el problema del paro forzoso el factor más negativo durante
los años que nos ocupan. Los sectores industriales afectados por la
crisis despidieron a gran número de obreros; otras empresas
despidieron por psicosis de «revolución», muy extendida en los
medios patronales; ya conocemos, en fin, las múltiples causas del
aumento del paro agrícola debidas a la voluntad de los propietarios.
El resultado fue un aumento considerable de los trabajadores en
paro forzoso, que en 1934 llegaban a 381 278 en paro total y
240 541 parcial[10].
En 1935, el número de parados totales llegó a 434 931 y el de
parciales a 262 059. Conviene hacer observar que el desempleo
aumentó en los años en que los gobiernos republicanos
evolucionaron hacia una política de derecha. El hecho de que fuese
importante en sectores como el agrícola o la construcción, que
reunían un contingente muy elevado de la mano de obra española,
ayuda a explicar el volumen que alcanzó el paro forzoso.
Por el contrario, la reducción de la jornada de trabajo a 44 horas
semanales en numerosas industrias, la implantación de la jornada
de ocho horas en el campo (no siempre observada), las leyes de
accidentes y la del contrato del trabajo, etc., contribuyeron a mejorar
las condiciones de vida de los trabajadores. Este cambio fue desde
luego mucho más perceptible en las ciudades: en el vestido, las
distracciones, la asistencia a espectáculos y centros de cultura
popular…
Beneficios de los bancos y de las grandes empresas
Queda, pues establecido que la baja de precios internacionales y
sus consecuencias en el mercado interior, así como el aumento de
medidas proteccionistas por parte de otros países, perjudicó a los
propietarios y exportadores de vinos, aceites, minerales, etc. La
situación de los naranjeros fue diferente, pues de 1929 a 1932
realizaron sus mayores beneficios, que se tradujeron en un proceso
de acumulación, lo que les permitió mantenerse después sin graves
quebrantos. Respecto a otros sectores de nuestra economía, no
puede hablarse en serio de quiebra, como se ha hecho
frecuentemente con fines partidistas. Lo que sí ocurrió es que el
aumento del precio de la fuerza de trabajo supuso un aumento de
los costos de producción que, al no existir inflación, se tradujo en
una disminución de beneficios. Por otra parte, la política bancaria de
restringir los créditos o de concederlos sólo a las empresas insertas
en el complejo financiero repercutió desfavorablemente en los
empresarios medios y pequeños, cuyas economías eran las que
más sentían el alza de salarios. Queda por dilucidar algo muy
importante: si los beneficios disminuyeron para todos los
empresarios en general o sólo para una parte de ellos.
En lo referente a la renta agraria resulta evidente que, a partir de
1934, no sufrió merma la parte del propietario, ya fuese explotador
directo o ya arrendador. El problema del vino y del aceite era de otra
naturaleza, puesto que se refería a los precios y a la competencia
en los mercados exteriores.
Veamos ahora cómo marchaban los beneficios de la banca, de
las grandes empresas, de las «grandes familias» en suma, que
dominaban unas y otras, y que, unidas a los terratenientes,
constituían la oligarquía.
Dejemos hablar a las cifras.
Beneficios de los bancos y otras empresas, en millones de
pesetas:
1930 1931 1932 1933 1934
Banco Español de Crédito 11,6 10,6 9,0 7,8 9,3
Banco de Bilbao 15,2 13,4 12,3 11,3 11,4
Banco de Vizcaya 14,4 9,5 10,7 10,4 10,4
Banco Hispano-Americano 15,9 13,7 14,3 14,3 14,8
Banco Central 4,1 2,5 2,7 2,7 3,0
Banco Pastor 2,8 2,6 2,2 2.1 2,2
Banco Urquijo[11] 12,0 4,8 3,2 4,4 4,3
Banco de Aragón 2,3 1,6 1,3 1.5 1,7
Banco de Valencia 1,1 1,1 1,6 1,7 1,8
Banco de Santander 1,2 0,7 1,0 1,0 1,0
Banco Herrero 3.4 4,5 3,6 3.9 3,9
Banco de Gijón 1,4 1,2 0,9 1.3 1,3
Banco Guipuzcoano 1,9 2,0 1,9 1,9 2,0
Banco de San Sebastián 1,2 1,2 1,1 1,2 1,1
Electra de Madrid 4,7 5,0 5,3 5.7 6,0
Hidroeléctrica Española 11,0 12,8 13.8 18.6 18,4
Unión Eléctrica Madrileña 6,0 4,6 5,2 6,2 6,3
Mengemor 4,3 5,0 5,3 5,2 4,9
Hidroeléctrica El Chorro 1,6 0,7 1,1 1,2
Electra Vallisoletana 0,9 0,8 0,9 1,1 1,1
Hidroeléctrica Ibérica 10,3 9,6 9,4 13.6 13,9
Unión Española de Explosivos 16,0 16,1 16,3 17,7 16,1
Carburos Metálicos 2,6 2,7 2,7 2,7 2,7
Pirelli 0,7 2,3 2,3 2,3 1,8
Azucarera del Gállego 2,1 1,1 0,1 0,3 2,5
Ebro Azúcares 7,9 6,0 5,0 6,4 7,6
Andaluza Portland 1,6 1,0 1,1 0.9 1,1
Cervezas El Águila 1,2 1,4 1,9 1.9 1,8
Almacenes Rodríguez 0,7 0,6 0,6 0.5 0,7
Fomento Obras y Construcción 6,9 3,9 2,9 3,1 3,2
Babcok & Wilcox 3,0 1,0 0,8 1,2 1,9
Maquinista Terrestre y Marítima 3,8 0,8 0,1 0,2 1,1
Comercial Pirelli 3,3 3,2 3,1 3,6 3,0
Construcciones Electromecánicas 1,8 2,2 22 2,4 2,8
Compañía Telefónica 34,2 35,2 33,1 33,3 37,8
Los Guindos 4,1 2,1 0,8 1,0 0,7
Papelera Española 6,2 6,9 7,0 6,8 7,3
Hilaturas Fabra 3.0 3,3 3,6 3,3 3,3
Valenciana Cementos 1,5 1,8 1,6 1.5 1.4
Cros (prod. químicos) 11.9 7,5 10,0 11,4 20,5
Electrometalúrgica Ebro 0,8 0,8 0,9 0,9 0,9
Altos Hornos 11,2 4,5 5,0 6,2 4,1
Basconia 3,3 3,8 3,5 3,0 3,1
La España Industrial 1,2 1,1 1,1 1,5 1,1
Cía. Tabacos Filipinas 8,6 8,5 8,2 12,8 8,3
Banco de España[12] 100,2 120,0 138,8 136,6 136,0
Crédito y Docks 0,8 0,4 0,8 0,7 0,7
El cuadro precedente incita a algunas reflexiones:
a. Como cuestión previa y casi innecesaria por sabida, es que se
trataba de beneficios declarados, en los que además no
figuraban los sueldos de los consejeros, dietas, etc. Tampoco
constaban los aumentos de reservas en los casos en que se
dan.
b. Se comprueba la crisis de la siderurgia, la construcción naval,
etc.
c. También se comprueba la marcha satisfactoria de la energía
eléctrica, la industria papelera, la textil y, en general, las de
bienes de consumo. Los bancos —a excepción del Urquijo—
no sufrieron crisis importante y se resarcieron con mayor
facilidad.
d. Es preciso tener en cuenta que se opera con datos a partir de
1930, que fue óptimo para las empresas y que faltan los de
1935, que señaló el progreso de la recuperación iniciada en
1934. Vale la pena de observar también los enormes tantos
por ciento de beneficios sobre el capital desembolsado y las
proporciones entre esos beneficios y el total de la renta
nacional.
e. No parece demasiado aventurado suponer que las grandes
empresas soportaron mucho mejor que las medianas y
pequeñas el aumento de los costos de producción y el
«bache» de 1933[13].
No obstante, al lado de los fenómenos apuntados, hay otros no
menos ciertos: la falta de inversiones y, por consecuencia, de la
renovación de equipos, factor importantísimo de la crisis siderúrgica
y metalúrgica; la baja de cotizaciones en Bolsa, no sólo de los títulos
del Estado, sino de las acciones de renta variable; la existencia de
un clima psicológico de crisis. Un hecho es evidente; los hombres
que tenían en sus manos la banca, las industrias clave, la propiedad
rústica y urbana, las grandes empresas, no estaban contentos. ¿Por
qué? No había cambiado el sistema fiscal, no había cambiado el
sistema arancelario, sus industrias no estaban intervenidas… Había,
en primer lugar, que pagaban salarios más elevados, aunque al
mismo tiempo no se privaban de despedir obreros. Había, también
que la parte del problema racionalmente atribuible a la crisis de los
mercados internacionales se cargaba sobre la situación política
interior por un reflejo de pasión explicable, aunque no defendible.
El clima de crisis que incidió sobre la economía española desde
1931 a 1936 (ausencia de inversiones y, por consecuencia, de
pedidos, despidos, huida de capitales, mayor oferta que demanda
de títulos del Estado, etc., etc.) tenía raíces indiscutiblemente
políticas y sociales. Los terratenientes temían la Reforma agraria
votada en el Parlamento, pero temían mucho más la posibilidad de
nuevas reformas agrarias, de nuevas leyes de arrendamiento y,
sobre todo, la acción de los trabajadores del campo dispuestos a
ocupar las tierras por encima de todo. Los financieros y grandes
industriales temían la posibilidad de la reforma fiscal, del control
obrero (ahogado en las Cortes cuando lo propuso Largo Caballero),
de nacionalizaciones… Unos y otros temían a los Sindicatos
obreros, la influencia creciente de los partidos obreros en la
población y en la política. La existencia de un régimen liberal de
democracia llamada burguesa, por muy celoso guardián de las
estructuras vigentes que fuera, significaba una espada de Damocles
suspendida sobre la oligarquía. Su oposición al régimen fue, por
consiguiente, de naturaleza indivisa política y económica. La crisis
española de los años treinta adquiere caracteres extremos de
complejidad por insertarse en una crisis económica y política
mundial y ser, al mismo tiempo, una coyuntura autóctona de
especial conflictividad. La economía mundial repercute en nuestro
país, pero a su vez el cambio político español facilita la conflictividad
frontal entre quienes defienden y quienes atacan las seculares
estructuras socioeconómicas; este conflicto tiene sus repercusiones
económicas internas. En fin, la existencia de una crisis política
mundial, procedente en parte de la crisis económica coyuntural,
pero en parte de una situación más vasta de crisis planteada desde
la primera guerra mundial, influirá poderosamente en los
comportamientos y estados de ánimo de las fuerzas socio-políticas
que se enfrentan en la Península.
Frente a esta realidad sociológica figuraron los sucesivos
gobiernos de la República. Desde la salida de Alcalá Zamora y
Maura del Gobierno, éste estuvo formado por hombres de clases
medias representantes de partidos pequeño burgueses y por
delegados de un partido obrero, de un sector de los trabajadores.
Sin embargo, su comportamiento en el Poder no quebrantó en nada
esencial las estructuras de clase existentes y sus correspondientes
privilegios.
En 1934, llegaron al Poder elementos de la burguesía media, de
propietarios relativamente modestos e incluso alguno que otro
hombre de la oligarquía. Pero fue a fines de aquel año y durante el
siguiente cuando el sector de la oligarquía participó en el gobierno,
mientras los pequeños burgueses eran excluidos del mismo. En
febrero de 1936, se produjo un giro de noventa grados: otra vez, los
intelectuales de los partidos pequeño-burgueses ocupaban el Poder,
pero ahora apoyados activamente por los trabajadores de ciudades
y campos. El asunto era serio para la oligarquía y como serio lo
tomaron otros sectores de la burguesía que, desplazados del Poder,
comulgaban entonces con las ideas de los oligarcas. Sin embargo,
una cosa era la hostilidad política y otra la preparación de una
guerra civil. Pero ése es tema que hemos de considerar más
adelante.
Partidos políticos y Sindicatos de 1931 a 1934
El advenimiento de la República transformó de arriba abajo el
panorama de los grupos políticos que, a su vez, estuvieron en
constante fluidez durante los años siguientes. Vamos a intentar el
trazado de un esquema de partidos y sindicatos dentro de la
concisión que exige las dimensiones de esta obra. Para seguir un
orden de exposición comenzaremos por los partidos en el Poder
durante el primer bienio republicano, seguidos de los sindicatos;
luego, los partidos de oposición desde extrema izquierda a extrema
derecha y, por fin, las organizaciones y grupos que ofrezcan mayor
interés.
Acción Republicana. Creada durante la Dictadura por un grupo
de intelectuales, entre los que figuraban Manuel Azaña, José Giral,
Honorato de Castro, etc. Este grupo, que tuvo 27 diputados en las
Cortes constituyentes, gravitó en torno a la fuerte personalidad de
su jefe. Formado; en su mayoría, por hombres de profesiones
intelectuales, proporcionó numerosos «cuadros» al Estado entre
1931 y 1933. Durante esos años, su programa político se identificó
con el del Gobierno. En enero de 1934, tras las elecciones de
noviembre de 1933, en que consiguió cinco diputados, pasó a la
oposición. En ese mismo año se fusionó con la mayoría del Partido
Radical-Socialista para crear Izquierda Republicana, organización
de más amplios vuelos, que canalizó el republicanismo pequeño-
burgués de izquierda.
Partido Republicano Radical-Socialista Fundado en 1929, se
desarrolló ampliamente al advenimiento de la República, y figuró en
el ala extrema del republicanismo con ligero tinte jacobino. En 1931
llevó 59 diputados a las Cortes Constituyentes. Semanas antes se
había celebrado el Congreso nacional en el que el ala izquierda
(representada por el Comité de Madrid) propuso ir a las elecciones
en candidaturas de izquierda, sin radicales ni Derecha Republicana
(Alcalá Zamora). Esta proposición fue desechada por escasa
mayoría en votación cuya regularidad se discutió mucho.
Entre los principales dirigentes de este partido figuraban Álvaro
de Albornoz, Ángel Galarza, Marcelino Domingo, Félix Gordón
Ordax y Fernández Clérigo. De él se separaron varios sectores de
izquierda descontentos de la colaboración en el Gobierno Azaña.
Uno, dirigido por Ortega y Gasset, Eduardo y Botella Asensi, formó
la Izquierda Radical-Socialista. Otro, con José Antonio Balbontín,
fundó el Partido Social-Revolucionario que, andando el tiempo,
ingresó en el Partido Comunista en el que Balbontín permaneció
algo más de un año.
El Partido Radical-Socialista fracasó estrepitosamente en las
elecciones de 1933. Meses después, al fundirse con Acción
Republicana, dio vida a Izquierda Republicana, agrupación mucho
más importante.
Hay que mencionar también a la O. R. G. A., que reunió en
Galicia a los republicanos dirigidos por Casares Quiroga y a los
nacionalistas de Antonio Villar Ponte. En cuanto a los partidos
catalanes de izquierda, poco hay que añadir a lo dicho en capítulos
anteriores.
Esquerra Republicana de Catalunya, que dirigió el Gobierno
autónomo, representó a la inmensa mayoría de las clases medias
catalanas, de los intelectuales y de los campesinos. La persecución
de que fue objeto después del movimiento de octubre de 1934 no
consiguió mermar su ascendiente en la opinión.
Partido Republicano Radical. Era el de más añeja tradición
republicana y por ello el único que tenía un «aparato» con
anterioridad a la Dictadura y utilizó más de una vez los métodos
caciquiles en comarcas rurales. Ya conocemos la personalidad un
tanto equívoca de su jefe indiscutido Alejandro Lerroux. Coincidían
en este partido personas de limpio abolengo republicano y otras de
discutible reputación, entre ellas Emiliano Iglesias, expulsado de las
Cortes constituyentes por haberse probado que comunicaba a Juan
March las deliberaciones de la Comisión de Responsabilidades. Muy
lejos ya los radicales de su demagogia de principio de siglo, contaba
el Partido Radical con la adhesión de comerciantes e industriales de
la burguesía liberal. En Valencia, gracias a la adhesión de los
republicanos que seguían al hijo de Blasco Ibáñez y a una tradición
sólidamente implantada, contaban los radicales con burguesía
media, huertanos acomodados e incluso un pequeño sector de
obreros. Por el contrario, en otras regiones, principalmente en
Andalucía, era la opinión de derecha, deseosa no obstante de
pactar con el régimen, la que daba considerable apoyo a los
radicales.
En 1934, el ala izquierda del Partido Radical, encabezada por
Diego Martínez Barrio, se separó del tronco radical, demasiado
comprometido, a su juicio, con la derecha, para formar el Partido
Republicano Radical-Democrático que, pocos meses después, tomó
el nombre definitivo de Unión Republicana.
Agrupación al Servicio de la República. Sin ser un partido,
funcionó como tal en las Cortes constituyentes, tuvo poca vida. José
Ortega y Gasset abandonó las actividades políticas a partir de 1932.
Algunos de sus miembros emprendieron otros derroteros: Sánchez
Román creó el Partido Nacional Republicano y García Valdecasas
participó en la fundación de Falange Española.
Precisa también una mención el reducido grupo que formaba el
Partido Republicano Federal con más valor de recuerdo que de
actualidad.
Alcalá Zamora y Miguel Maura habían fundado la Derecha
Liberal Republicana, que ya en 1932 había dado lugar a dos grupos:
el Partido Republicano Conservador, dirigido por Maura, que tuvo
aún importancia en las Cortes de 1933, y el Partido Republicano
Progresista, fiel a Alcalá Zamora, entre cuyas personalidades
figuraban Cirilo del Río, Castrillo, etc.
En cuanto al Partido Liberal Demócrata, nombre del antiguo
Reformista (con Melquíades Álvarez, Pedregal, Álvarez Valdés,
Villalobos, etc.), pequeño numéricamente, tenía hombres
entrenados en la vida política, muchos de ellos ligados con la gran
burguesía asturiana, con los campesinos acomodados de
Salamanca, etc.
Veamos ahora los partidos y organizaciones obreras:
Partido Socialista, Obrero Español. Éste era el partido político
más numeroso y mejor organizado el 14 de abril de 1931. Sabemos
ya que tuvo el grupo parlamentario más fuerte en las Cortes
constituyentes, así como conocemos las grandes líneas de su
política de colaboración con el Gobierno Azaña.
Del 6 al 13 de octubre de 1932 tuvo lugar el XIII Congreso del
Partido, en el que ya se manifestó una importante corriente de
izquierda, aunque se acordó seguir colaborando en el Gobierno,
Largo Caballero fue elegido presidente por 15 817 votos contra
14 261 que obtuvo Besteiro. También fueron elegidos por la
Comisión Ejecutiva Enrique de Francisco, Juan S. Vidarte, Fernando
de los Ríos e Indalecio Prieto. La continuación en el Gobierno se
aprobó por 23 718 votos contra 6536[14].
En el verano de 1933 se acentuó la corriente izquierdista, que se
expresó muchas veces a través de las Juventudes Socialistas. A
partir de la salida del Partido Socialista del Poder y de las elecciones
del mes de noviembre, las tendencias de radicalización en el partido
tomaron amplios vuelos. En el discurso pronunciado el día 3 de
diciembre, Largo Caballero manifestó que había que «cambiar esta
República por una República social», que era preciso marchar por el
camino de la unidad obrera. Al mismo tiempo se declaró partidario
de la concepción del Estado expuesta por Lenin. La tendencia
llamada del «centro», representada en primer término por Prieto,
parecía inclinarse por el camino de la acción revolucionaria, aunque
por distintas razones.
En 1934, la tendencia izquierdista fue ganando posiciones. Entre
sus órganos más acusados de expresión se contaban Renovación
semanario de las Juventudes Socialistas y Leviatán, revista mensual
dirigida por Araquistain.
La tendencia derechista, entonces minoritaria, estaba
representada principalmente por Besteiro, Trifón Gómez, Saborit,
etc.
De la evolución, de un extremo a otro, de algunos dirigentes
socialistas dan idea estas mismas palabras de Largo Caballero:
«Voy tan sólo a recordar que nosotros, socialistas, hemos sido tan leales,
que después de poner toda nuestra fuerza organizada al servicio de la
revolución, hemos contribuido, un poco a regañadientes, pero con la lealtad
a que estábamos obligados, a que el Parlamento aprobase toda la
legislación coactiva y restrictiva que hay hoy en España».
Largo Caballero reconocía que él y sus compañeros procuraron
que no se produjesen huelgas. Jiménez de Asúa, en 1932, era
también bastante explícito: «La burguesía cerril que puebla los
campos y las ciudades levanta guerra contra nosotros, incumple las
leyes del ministerio de Trabajo niega labores a los campesinos de la
U. G. T. para dar ocupación a sindicalistas y anarquistas, se apoya
en la fuerza pública para atacar a los obreros y el socialismo, calla o
aconseja calma a sus huestes doloridas».
Como vemos, para el Partido Socialista la dirección política de la
República del 14 de abril era asunto de los partidos republicanos y
de la burguesía liberal sin que la clase obrera tuviese otra función
que la de fuerza de apoyo. En su estrategia de entonces no entraba
de ocupar posiciones clave para que la República avanzase
partiendo del empuje y la iniciativa populares. El cambio operado en
1934, del que no sería exagerado decir que tenía una carga
sentimental, les empujaba a una estrategia radicalmente opuesta.
El número de afiliados al Partido Socialista durante estos años
osciló entre 80 000 y 60 000.
Unión General de Trabajadores. Esta organización sindical
estaba unida por tan estrechos lazos con el Partido Socialista, que
precisa reseñarla inmediatamente después que dicha organización
política. En el XVII Congreso, que se reunió del 14 al 22 de octubre
de 1932, triunfó la corriente moderada. Fueron elegidos: Besteiro,
presidente; Saborit, vicepresidente; Trifón Gómez, vicesecretario.
Largo Caballero, nombrado secretario, no aceptó el cargo por
discrepancias políticas con los otros elegidos.
Ya hemos dicho cómo el Comité Nacional de la U. G. T. rechazó
en diciembre de 1933, por 28 votos contra 16, la propuesta de Largo
Caballero encaminada a organizar «un movimiento de carácter
nacional revolucionario para conquistar el Poder político para la
clase obrera». Pero la evolución hacia la izquierda era muy fuerte y
en una nueva reunión (27 de enero de 1934) la Comisión Ejecutiva
fue derrotada y presentó la dimisión. Se nombró una nueva
Ejecutiva con Largo Caballero como secretario.
Contaba entonces la U. G. T. con más de un millón de afiliados,
de los cuales más de 400 000 pertenecían a la Federación de
Trabajadores de la Tierra.
Confederación Nacional del Trabajo y Federación Anarquista
Ibérica. Conocemos ya la creciente influencia del sector F. A. I. en el
seno de la C. N. T., claramente manifestado en el Congreso
extraordinario de Madrid el 11 de junio de 1931. Sin embargo, como
tuvimos ocasión de señalar, la táctica de la C. N. T. ante las Cortes
constituyentes no quedó enteramente dilucidada. Desde el punto de
vista orgánico, se señaló este Congreso por haber aprobado la
organización de Federaciones nacionales de industria. No obstante,
la mayoría de los delegados atacó a la dirección nacional y, como
dice Peyrats, «la impresión general de este Congreso es la de que
la crisis interna de la C. N. T. se halla planteada».
En efecto, dos meses después se hizo público un manifiesto de
treinta conocidos militantes del movimiento confederal. Este
documento, tras criticar la confabulación de las clases poseedoras
contra la economía española y la, pasividad del Gobierno provisional
(«nada ha hecho ni nada hará en el aspecto económico»), se alzó
contra la idea de hacer la revolución a base de grupos minoritarios
audaces («concepto simplista, clásico y un tanto peliculero de la
revolución») y estimó que debía ser «un movimiento arrollador del
pueblo en masa, de la clase trabajadora» y que la C. N. T. había de
ser una organización revolucionaria, pero no que «cultive la
algarada, el motín, la violencia por la violencia». Entre sus firmantes
sobresalían Juan López, Ángel Pestaña, Ricardo Fornells, Juan
Peiró, José Moix. Sebastián Clará…
Contra ellos, reaccionaron violentamente otros dirigentes como
Federica Montseny, García Oliver, Aláiz, Durruti, Ascaso… Ya
conocemos los resultados: divorcio entre la C. N. T. y el Gobierno de
la República, serie de alzamientos armados minoritarios que
comenzó con el de la cuenca del Alto Llobregat. La C. N. T. sufría de
nuevo las consecuencias de la represión. Continuó la lucha interna.
En septiembre de 1932 eran expulsados de la C. N. T. los Sindicatos
de la Federación de Sabadell (20 000 afiliados). Un pleno regional
en marzo de 1933 confirmó esas expulsiones; la misma suerte
corrieron los Sindicatos de la Metalurgia, la Madera y el Transporte
de Levante, así como otros Sindicatos de Sevilla, acusados éstos de
estar orientados por los comunistas. En cuanto a Ángel Pestaña,
éste fundó en abril el Partido Sindicalista, que arrastró hasta, 1939
una vida lánguida. En febrero de 1934 se celebró un Pleno nacional
de Comités regionales de la C. N. T. La organización del Centro —
representada principalmente por Orobón Fernández— y la de
Asturias eran partidarias de una alianza con la U. G. T. Como
programa no fijaban el comunismo libertario, sino «un régimen de
democracia proletaria sin explotación ni privilegios de clase». Nada
en concreto se decidió, sino un «emplazamiento» de la U. G. T. de
eficacia harto dudosa. Con todo, la C. N. T. de Asturias firmó con la
U. G. T. un pacto de alianza obrera.
Por aquellos años el número de afiliados de la C. N. T. osciló
entre 600 000 y 1 200 000. Hay en la C. N. T. una franja periférica de
afiliados que crece o disminuye según las circunstancias. La C. N. T.
era mayoritaria en Cataluña y Levante; la U. G. T. en Vizcaya.
Asturias, Madrid y zonas mineras de Andalucía y en el campo
ganaba poco a poco la mayoría. Pero las principales ciudades
andaluzas (Sevilla y Málaga) tenían una clase obrera orientada
principalmente por comunistas y cenetistas. Naturalmente, se trata
aquí de apreciaciones de orden general, ya que es difícil realizar
comprobaciones documentales.
Partido Comunista. Hicimos referencia al IV Congreso, celebrado
en Sevilla, el 17 de marzo de 1932. Este Congreso modificó el
Comité Central, con nuevos nombramientos, entre ellos el de José
Díaz. Sin embargo, la dirección siguió en manos de Bullejos y sus
partidarios, hasta que fueron expulsados el 21 de octubre, tras una
intervención de la Internacional Comunista. José Díaz fue nombrado
secretario general, compartiendo la dirección con Dolores Ibárruri,
Vicente Uribe, Antonio Mije, etc. A partir de entonces se fue
operando lentamente un cambio en la política de este partido, que
acrecentó su influencia a partir de 1933, al acentuar la necesidad de
actuar conjuntamente contra la amenaza fascista después que Hitler
subió al Poder. El Pleno del Comité Central celebrado en abril de
1933 hizo hincapié sobre la política de Frente antifascista y el de
septiembre de 1934 decidió la entrada en las Alianzas Obreras, de
las que había permanecido al margen cuando su fundación. En este
mismo mes el Partido Comunista y el Partido Socialista celebraron
un mitin común ante más de 25 000 personas en el Estadio
Metropolitano de Madrid.
Los Sindicatos orientados por militantes comunistas, que fueron
expulsados de la C. N. T., y otros autónomos, formaron la
Confederación General del Trabajo Unitaria, que ejerció su principal
influencia en Sevilla y que, a fines de 1935, respondiendo a las
orientaciones de la política de unidad, ingresó en la U. G. T.
En esa misma época, en Barcelona, se creó, como se explica
antes, el Bloque Obrero y Campesino, dirigido por Joaquín Maurín, y
luego la izquierda Comunista por Andrés Nin, y de la fusión de
ambos grupos resultó el Partido Obrero de Unificación Marxista
(P. O. U. M.)[15].
Aquí hay que mencionar de nuevo la Unió Socialista de
Catalunya, que aumentó sus fuerzas e influencia a partir de 1932,
bajo la presidencia de Juan Comorera.
Conviene señalar aquí, por la importancia que tuvieron, las
organizaciones juveniles de los sectores obreros: Juventudes
Socialistas, Juventudes Comunistas y Juventudes Libertarias. Las
primeras, dirigidas, respectivamente, por Santiago Carrillo y Trifón
Medrano, desarrollaron una política de anidad que llevó a la
formación de Comités de enlace que realizaron la unificación total
en la primavera de 1936.
Entre los partidos de derecha figuraba en primer lugar Acción
Popular. Como se recordará, tenía sus orígenes en Acción Nacional,
formada por Ángel Herrera al advenimiento de la República,
sustituido en la dirección de este partido por José María Gil Robles
el 1-7 de noviembre de 1931. Cambió luego su nombre por el de
Acción Popular y constituyó al fin, al unirse en febrero de 1933 con
la Derecha Regional Valenciana, la Confederación Española de
Derechas Autónomas, conocida habitualmente por su sigla
C. E. D. A. Gil Robles reivindica cerca de ochocientos mil afiliados
para la C. E. D. A.
Este partido, apoyado implícitamente por Acción Católica, el gran
diario El Debate y los Sindicatos católicos de algunas comarcas
castellanas, encontró una base de masas para la oligarquía en los
campesinos acomodados y medios de Castilla e incluso de Levante.
En algún momento, verbigracia cuando la concentración de sus
Juventudes en El Escorial, pareció inspirarse en métodos fascistas,
impresión reforzada por el culto a su jefe político. Sin embargo,
prefería la táctica de la penetración por vía legal. No es desatinado
suponer que en aquella época ejerció influencia sobre los dirigentes
de la C. E. D. A. el ejemplo del populismo austríaco del canciller
Dollfuss. La política gubernamental y legislativa de la C. E. D. A. fue
de neto apoyo a los intereses de la oligarquía. Entre sus diputados
figuraban personalidades como Ignacio Villalonga y Honorio Riesgo.
Estrechamente vinculados en este partido estaban las
Federaciones de Obreros Católicos y el Instituto Social Obrero, que
no cosecharon grandes éxitos, precisamente por su estrecha
dependencia a una política que defendía de hecho los intereses
patronales[16].
Los monárquicos. No obstante, el sector más importante de la
oligarquía —donde predominaban los aristócratas y grandes
terratenientes al lado de grandes financieros— era el procedente del
Partido Conservador, de Reacción Ciudadana, Acción Monárquica,
Acción Nobiliaria, etc. Conocemos ya la formación del Círculo
Monárquico en mayo de 1931. Aquel mismo año, «el Partido
Tradicionalista renacía con vida pujante», según expresión de Juan
Antonio Ansaldo. El Pacto de Terratel, firmado el 12 de septiembre
de 1931 por Alfonso XIII y Jaime de Borbón, fue refrendado a la
muerte del pretendiente carlista por su sucesor, Alfonso Carlos.
Sabido es que los más conspicuos monárquicos (Vallellano, Julio
Dávila, Fuentes Pila, Juan Pujol, Quiñones de León, Zubiría, Jorge
Vigón, marqués de la Eliseda) conspiraban desde 1931 en unión de
algunos militares.
En 1933, se deslindaron más los campos al fundarse
Renovación Española, dirigida por Goicoechea, de la que formaban
parte antiguos miembros de Acción Nacional que se separaron de
ésta por no admitir su «oportunismo republicano». El propio
Goicoechea, Vallellano y el tradicionalista Rodezno habían
pertenecido en 1931 a la Junta de Acción Nacional.
En las Cortes de 1933, monárquicos y tradicionalistas
acentuaron su oposición al régimen y en diciembre de 1934
suscribieron el manifiesto del Bloque Nacional, entre otros,
Goicoechea, Rodezno, Pradera, Aunós, Yanguas Messía, el duque
de Alba, Calvo Sotelo, Sainz Rodríguez, Areilza, Lequerica. Ya
entonces habían pactado con Mussolini para recibir su ayuda en un
futuro alzamiento armado.
Los estudiantes. La F. U. E. continuó siendo la organización que
agrupaba a todos los estudiantes de izquierda. Frente a ella existía,
como siempre, la Federación de Estudiantes Católicos, con
numerosos afiliados, pero poco activa. Más tarde, a partir del curso
1932-1933, las organizaciones tradicionalistas y jonsistas
empezaron a intervenir en la Universidad, con frecuencia de manera
violenta.
Durante el bienio 1931-1933, la dirección de la (organismo
central de todas las U. F. E. H.) siguió una política de colaboración
con el Gobierno. En su Congreso de marzo de 1934, celebrado en
Sevilla, adoptó resoluciones contra el peligro fascista en la
Universidad que, en general, fueron dejadas a la libre iniciativa de
las Federaciones locales. La organización sufrió después de octubre
de 1934 una crisis y el sector más activo del izquierdismo estudiantil
se polarizó en los núcleos socialistas y comunistas, que actuaban
conjuntamente. En abril de 1935, se designó un nuevo Comité
Ejecutivo de la U. F. E. H., cuya acción, favorecida por la situación
general, contribuyó a vigorizar de nuevo la organización estudiantil,
que llegó a contar 15 000 afiliados. En diciembre de 1935 tuvo lugar,
en Madrid, el II Congreso extraordinario de la U. F. E. H. Entonces la
oposición antirrepublicana estaba ya dirigida por el S. E. U.
(Sindicato Español Universitario), organización falangista.
Durante aquellos años, los estudiantes de la F. U. E.
desarrollaron una amplia labor de cultura popular por medio de las
Universidades Populares, los Teatros Universitarios, las Misiones,
Cine-Clubs, etc.
Las J. O. N. S. y Falange Española
Estos movimientos merecen mención o capítulo aparte. Las
Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (J. O. N. S.) fueron
creadas en diciembre de 1931 por el grupo de La Conquista del
Estado, dirigido por Ledesma Ramos, fusionado con las Juntas
Castellanas de Actuación Hispánica, creadas por Onésimo Redondo
en Valladolid, en agosto del mismo año. Pero no tuvieron ninguna
importancia hasta 1933, después que Hitler hubo tomado el Poder
en Alemania. En esa misma época, José Antonio Primo de Rivera
colaboró en la publicación de El Fascio y en el mes de octubre fundó
Falange Española, nombre que, según Ledesma Ramos, respondía
al «deseo de no abandonar las iniciales F. E., que desde meses
antes, como iniciales de Fascismo Español venían ya utilizando en
sus hojas de propaganda»[17]. Su primer acto público se celebró el
29 de octubre de 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid.
Intervinieron García Valdecasas, Ruiz de Alda y José Antonio Primo
de Rivera, que comenzó así: «Cuando en marzo de 1762, un
hombre nefasto que se llamaba Juan Jacobo Rousseau publicó El
contrato social dejó de ser la verdad política una unidad
permanente». Ni de derechas ni de izquierdas, enemigo acérrimo
del liberalismo y del socialismo, el nuevo grupo consideraba que «la
Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y
todas las clases». Venían luego aquellas palabras que más tarde
debían adquirir trágica significación: «Bien está, sí, la dialéctica
como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más
dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas
cuando se ofende a la justicia o a la Patria».
En febrero de 1934 se unificaban Falange Española y las
J. O. N. S., bajo la dirección de un triunvirato formado por Primo, de
Rivera, Ruiz de Alda y Ledesma Ramos. El mismo año funcionaron
los grupos de choque de Falange, dirigidos por Ansaldo. Se
organizó una concentración de milicias en Carabanchel. En dicha
milicia participaban los coroneles Martín Alonso y Gallarza, el
teniente coronel Rada, el comandante Arredondo, Jorge Vigón y el
propio Juan Antonio Ansaldo. La mayoría de ellos abandonaron
después la organización para entrar en otras de la derecha clásica.
En agosto de 1934, la Falange creó una Central Obrera Nacional
Sindicalista (C. O. N. S.) que orientó su principal actividad hacia los
parados. De acuerdo con algunos empresarios del ramo de la
Construcción, trataron de colocarlos en algunos tajos,
enfrentándolos así con los obreros de la U. G. T. y de la C. N. T.,
mirados con mucho mayor recelo por los patronos. La organización
estaba dirigida por Ledesma Ramos. Sus esfuerzos de
reclutamiento, intensificados durante los meses de octubre y
noviembre del mismo año, fueron poco considerables y, sobre todo,
de escasa duración. Esta deficiencia del trabajo sindical fue una de
las causas de las divergencias entre José Antonio Primo de Rivera y
Ledesma y Sotomayor (este último procedente de la C. N. T.), que
terminaron rompiendo con la organización. A partir de entonces fue
Mateo (que procedía del comunismo) quien se hizo cargo de la
escuálida organización sindical.
En este verano de 1934 atravesó Falange una seria crisis, que
terminó por la consolidación de la hegemonía de José Antonio Primo
de Rivera, nombrado jefe político por el primer Consejo Nacional,
reunido del 5 al 7 de octubre, con unos estatutos que le daban los
máximos poderes. Este Consejo nombró también una Junta política
consultiva, presidida por Ledesma Ramos, en la que participaban
Sánchez Mazas, Ruiz de Alda. Fernández Cuesta, Onésimo
Redondo, Sancho Dávila, Mateo, Valdés, Salazar, Alfaro y Sáinz.
Meses después, Ledesma Ramos dejaba de pertenecer a
Falange[18].
No es posible terminar esta relación de grupos políticos sin
mencionar:
1.º El grupo agrario, denominación electoral adoptada por
representantes de terratenientes y campesinos ricos de Castilla,
dirigidos por Martínez Velasco, que aceptaron la legalidad
republicana y giraron casi siempre en la órbita de la C. E. D. A.
2.º En Cataluña, la Lliga Catalana (ex Regionalista), más que
nunca el partido de los grandes industriales y de los propietarios
agrícolas, inspirado por personalidades de la oligarquía como
Cambó y Ventosa, que constituyó la oposición en el Parlamento
Catalán y tuvo importancia en las Cortes españolas elegidas en
1933.
3.º El Partido Nacionalista Vasco, principal catalizador de la
opinión nacionalista en Euskadi, inspirador de la campaña pro
Estatuto. Sus rasgos políticos, aparte del nacionalismo, podían
asimilarle a una democracia cristiana por su ligazón con la Iglesia, la
defensa del orden burgués y la base popular, sobre todo en el
campo.
Este partido orientaba la organización sindical Solidaridad de
Obreros Vascos, Su principal dirigente era José Antonio de Aguirre.
Menos importante era Acción Nacionalista Vasca, mucho más
matizada hacia la izquierda.
La República de Intelectuales
Expresión peyorativa y algo zumbona para unos, laudatoria
según otros, con base cierta en todos los casos, merece capítulo
propio. ¿Por qué, República de intelectuales? Desde el ángulo
sociológico, en virtud de un fenómeno ya reseñado, los nuevos
gobernantes, procedentes en su inmensa mayoría de las clases
medias, eran, en general, hombres de profesión y de vocación
intelectuales. Hay más: la mayor proporción de este tipo de hombre
figuraba en los altos cargos políticos, en la administración, etc. Pero
con ser mucho, no es lo más importante ni, desde luego, lo más
eficaz, pues el fenómeno presentaba sus quiebras. Contó, en
cambio, mucho más, el esmero de los gobernantes por los
problemas de la cultura, que para si lo hubieran querido —y
necesitado— cuando se trataba de los asuntos agrarios,
eclesiásticos u otros.
En el enfoque de la enseñanza, por ejemplo, mereció bien el
sobrenombre de República de intelectuales, y también porque
coincidió con un nuevo ímpetu de escritores y universitarios, con un
acrecentado deseo de saber de los hombres sencillos… Las causas
eran aquí más hondas: la mayor participación popular en tareas
políticas y sindicales, la apertura de nuevos horizontes, los debates
sobre múltiples temas, la puesta en tela de juicio de concepciones
seculares…
Piénsese como se quiera, no cabe en buena lid negar la
proyección de la República sobre la enseñanza: creación de 7000
escuelas en 1931; 2580 en 1932; 3900 en 1933. Los sueldos de los
maestros sumaban 5,8 millones de pesetas en el presupuesto de
1931 y 28,2 en el de 1932. Se triplicaron los Institutos de segunda
enseñanza y se formaron nuevos profesores de la misma. Las
misiones pedagógicas salieron por campos y aldeas dejando aquí y
allá sus adelantados de la cultura. La obra de La Barraca, el teatro
de los estudiantes, dirigido por García Lotea, ha quedado como
jalón y ejemplo para otras generaciones. Menos conocido, pero del
mismo tono, fue El Búho, teatro de la F. U. E. de Valencia, dirigido
por Max Aub. Las Universidades Populares, empresa también de la
F. U. E., que contó con el apoyo de las autoridades docentes,
realizaron una obra de extensión cultural en casi todas las capitales
universitarias de España y no de propaganda política como pretende
algún libro de Memorias, prueba de su pluralismo es que en ellas
hubo profesores como Carmen Castro, Rodolfo Barón (más tarde
subdirector de la Unesco), Manuel Ballesteros, Lora, Laudelino
Moreno.
En orden a la enseñanza universitaria, aunque el ritmo fue
mucho más lento, hay que señalar la transformación experimentada
por la Facultad de Filosofía y Letras, cuyo plan recogía los métodos
modernos, tanto en el sentido de dar numerosas opciones al
estudiante para su especialización como en el de aligerar el lastre
de los exámenes memorísticos. En ella funcionó una licenciatura de
Pedagogía, por primera y última vez en España. Se acometió
también la transformación de la enseñanza técnica elemental: en
tres años, el número de alumnos de las Escuelas de Trabajo pasó
de 4000 a 11 000.
Es verdad que algunas figuras de la cultura que
momentáneamente se habían interesado por la República (Ortega y
Gasset, Pérez de Ayala; Mar anón) o que mantenían de antaño
bandera de rebeldía (Unamuno) mostraron amargura o
disconformidad, pero la misma veneración de que eran objeto, la
obra creadora de sus discípulos eran testimonios del clima
intelectual en que se vivía. Un agudo ensayista de nuestros días,
José R. Marra, se expresa así sobre aquel momento: «Sabemos en
líneas generales cómo fue esta generación en la época de la
República, llena de entusiasmo político, de fe en el pueblo español y
de esperanza en un futuro progresivamente ascendente»[19].
Mucho se ha hablado de la actitud de Ortega y Gasset en aquel
tiempo. Si en su conferencia, del Real Cinema (diciembre de 1931)
reclamaba la «rectificación de la República», todo el siguiente año
participó aún activamente en las Cortes y, el 1.º de octubre de 1932,
aceptaba el encargo de abrir el curso universitario. Entregado de
Heno a su labor intelectual, a partir de 1933 entró en un período
creador al que pertenece En torno a Galileo, curso profesado en el
pabellón Valdecilla, que fue el punto de arranque de sus posteriores
ensayos sociológicos. Y, no obstante, ése fue el momento en que
las trayectorias, de Ortega y del pueblo español, durante unos años
coincidentes, divergieron proyectadas hacia el infinito. Ortega difería
de la sensibilidad nacional (sin que comprobar esto nos aboque ya a
un juicio de valor), al decir, nada, menos que en 1933, que la justicia
social «no es, ni muchísimo menos, la cuestión central de la vida». Y
erraba, al apreciar su circunstancia, cuando ingenuamente afirmaba
que «podría tener a casi toda la juventud española en veinticuatro
horas como un solo hombre, detrás de mí; bastaría con que
pronunciase una sola palabra». Pero renunció a ello porque creía
que esa palabra sería falsa y optó, en realidad, por desentenderse
de las cuestiones más punzantes del convivir español, tal vez
apretando el asidero intelectual de que «la mayor parte de lo que
hace, dice o piensa el hombre… viene impuesto por la sociedad».
En puridad, Ortega, prototipo de aspirante a «consejero del
Príncipe», en una sociedad que él postulaba vaciada en el molde del
poder burgués liberal, sufrió de no poder cumplir esa misión soñada
en la situación concreta de España en que le tocó vivir. Sus
cualidades intelectuales y su formación le hicieron rebelarse contra
la vulgaridad de las clases directoras de España y no aceptar la
pobreza intelectual en qué, forzosamente, se movían aún las clases,
que aspiraban a dirigir. Sobrevino entonces la frustración, y con ella,
la amargura. De ahí a la concepción de que el hombre vive alterado
por la vida social y de que los demagogos han sido los empresarios
de la alteración, no hay más que un paso que el filósofo franqueó
pocos años después[20].
La originalidad y la lucidez de Ortega en ciertos temas
desaparecían al enfrentarse con el quehacer político-social. Sirvan
de ejemplo sus palabras del primer discurso parlamentario, que
tanta resonancia obtuvo: «Es menester tranquilizar al capitalista,
diciéndole seriamente que si se va a mermar una porción de su
haber le queda el resto para movilizarlo con acierto, y además, si
añade a ello el esfuerzo suyo de empresario, podrá tener un
porvenir mucho más lúcido y ágil que lo ha tenido en las economías
pasadas…». Y luego: «¡Obreros españoles!… España tiene que ser
más rica para que vosotros, los obreros, podáis ser menos pobres, y
eso aunque las voluntades de todos los españoles mágicamente
unidas decidiesen vuestro mejoramiento».
Los dos párrafos, pertenecientes al mismo discurso, son
contradictorios, económicamente hablando. Y los dos revelan el
sueño de ver un país capitalista desarrollado. Olvidaba Ortega que
España no había hecho «su revolución francesa» y prefería su
esquema intelectual a la tarea, ingrata pero urgente, de «amasar el
trigo con la harina que había».
También Unamuno, más arisco que nunca, se resistió a encajar
sus sueños con la realidad española. Alistóse, con su brío habitual,
en la campaña contra el Estatuto Catalán, con lo que recibió los
aplausos de quienes lo denostaban tres años atrás. No se entienda
por eso que se alistó en una bandería incompatible con él. Don
Miguel vivió desgarrado en su «agonía», certeramente transcrita a lo
literario en su San Manuel Bueno, Mártir, publicado en 1933.
Nombrado rector vitalicio de su universidad de Salamanca, no por
eso dejó de colaborar asiduamente, primero en El Sol y luego en
Ahora. Siguió don Miguel su obra de maestro y no renunció a su
liberalismo, ni a su españolidad que oponía al españolismo barato;
denunció «la guerra civil. A la guerra civil incivil. A la de aquella
barbarie del “¡vivan las cadenas!”, del suplicio de Riego, en los más
tenebrosos años de Fernando VII…». Desgarrado, don Miguel
cuando habla de «la demoniaca grandeza —grandeza, así como
suena— de los enloquecidos dinamiteros asturianos…» y contra
«las chiquilladas estúpidas tradicionalistas»… «Tradicionalista, no
tradicional», se apresura a aclarar. Unamuno, que no aceptó el
marxismo, dijo, por otra parte: «¿Es que cabe nada más impersonal,
más borroso, que ese pobre Führer, un deficiente mental y
espiritual?». Y apostrofó «la religión policiaca para sustento del
orden social del reino —o república— de este mundo», del mismo
modo que afirmó que «la religión no es para resolver los conflictos
económicos o políticos de este mundo, que Dios entregó a las
disputas de los hombres».
Don Miguel no encajó en las estructuras políticas e intelectuales
del momento, pero no abandonó su pedestal de don Tancredo
heroico, no renunció a sí mismo. Hasta el último momento adoptó
apasionadamente posiciones y actitudes, se mezcló a la vorágine de
cada día. Todo menos un desdeñoso, amargado que vuelve la
espalda a la realidad de su patria.
Otra gran figura de la cultura española, Antonio Machado,
intervino mucho menos en la política cotidiana, pero maduró la
segunda parte de su obra en perfecta armonía con el nuevo clima.
La razón es sencilla: Machado no partía de esquemas universitarios,
sino de las raíces populares. Su simpatía por un poder popular (que
no confundía, como otros intelectuales, con una invasión de los
bárbaros) y sus ideas sobre interpenetración de cultura y pueblo,
expresadas ya en 1920, se precisaron a fines de 1931; cuando
preparaba su discurso de entrada en la Academia —que no debía
pronunciar jamás—: «Difundir la cultura no es repartir un caudal
ilimitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino
despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los
capaces de espiritualidad».
El 19 de noviembre de 1934 aparecieron en el Diario de Madrid
las primeras líneas de Juan de Mairena, la gran obra de Machado
como pensador, sólo interrumpida por la muerte. A partir de
noviembre de 1935, Juan de Mairena se publicó en El Sol, y en
1936 en un volumen que constituye hoy el primer tomo. Nadie
ignora que esta obra comienza así: «La verdad es la verdad, dígala
Agamenón o su porquero» y que en ella va inscrita la divisa de don
Antonio: «Recordad el proverbio de Castilla: Nadie es más que
nadie. Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos,
porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más
alto que el de ser hombre».
Machado, que creía que el saber universitario no podía competir,
en España, con el saber popular, creaba los cimientos de un
quehacer cultural que tiene plena vigencia para las generaciones
jóvenes treinta años después, mientras Ortega y Unamuno eran
nombrados, en 1935, «ciudadanos de honor». Como siempre, él
estaba con esa «otra España que nace».
La Generación de la República
Sin embargo, lo diferencial de este período era la presencia de
una generación, cuyo brote hemos situado hacia 1927, pero que se
fundía con aportaciones sucesivas para llegar a ser «la generación
de la República». Si en poesía no puede silenciarse la continuidad
de la obra de Juan Ramón Jiménez o de un León Felipe, lo esencial
es que Lorca, Alberti, Salinas, Guillén y tantos otros eran ya poetas
granados, en lo mejor de su creación: Alberti había encontrado su
camino. No quería «morir… sin participación en los himnos futuros
—sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la
Tierra»—. Llamaba a sus antiguos siervos para «que suene esa
hora en que el mundo va a cambiar de dueño». Se lanzaba de lleno
a la poesía de combate y escribió Consignas, panfletos poéticos en
que reaparecía la forma popular[21].
A partir de 1932 —De un momento a otro— dejó atrás el
surrealismo y retomó a las formas de otro tiempo, con nuevos
contenidos. Creó y dirigió con María Teresa León la revista Octubre
(de escritores y artistas revolucionarios), en la que colaboró luego
Machado.
Fieles al intimismo, Jorge Guillén proseguía su Cántico, cuya
edición ampliada apareció en 1936, y Salinas lograba tal vez sus
mejores poemas en La voz a ti debida (1933), mientras que
Cernuda, todavía en su etapa surrealista, escribía Donde habite el
olvido (1934).
Aleixandre fue Premio nacional de Literatura en 1933 con La
destrucción o el amor. Otros poetas jóvenes entraban en liza:
Herrera Petere, Serrano Plaja. Rosales… o proseguían su obra
como Altolaguirre o Prados.
Y. sobre todo, había un antiguo pastor de Orihuela que en 1933
publicaba su primer libro de poemas, Perito en lunas. Se llamaba
Miguel Hernández e iba a llegar a Madrid por primera vez. En 1934,
Cruz y Raya, la revista de Bergantín, publicó su auto sacramental
Quién te ha visto y quién te ve.
Si en la novela continuaba Baroja y Benjamín Jarnés brillaba en
la novela-ensayo, en primera línea de la generación descollaba
Ramón J. Sender (Imán, Siete domingos rojos. Proclamación de la
sonrisa. La noche de las cien cabezas y Mr. Witt en el cantón.
Premio Nacional de Literatura 1935) como el novelista de mayor
densidad, independientemente de su pasión política, expresada
tanto en sus novelas como en sus reportajes. Jóvenes también eran
otros escritores que no aceptaban la deshumanización de la novela:
José Díaz Fernández (El blocao), Carranque de Ríos
(Cinematógrafo), y todavía adolescente, Corrales Egea, que publicó
en 1936 Hombres de acero.
Sin duda alguna, se trataba de una época de exaltación poética,
de búsqueda en el ensayo pareja al esfuerzo universitario, de
renacimiento teatral, pero mucho más endeble en la novela. A ello
no eran ajenas la desorientación producida por la escuela
orteguiana, la proximidad del surrealismo, la operación dirigida,
cómo dijo Machado, «contra el sentimiento y contra la razón», en la
Europa de la posguerra.
La renovación teatral, presidida por García Lotea, trizó la
vulgaridad y el conformismo ambientes primero con Bodas de
sangre y definitivamente con Yerma, estrenada la noche del 30 de
diciembre de 1934. Aquel mismo año, Alejandro Casona estrenó La
sirena varada, teatro muy cerebral, pero que abría otra ventana
hacia el porvenir. Los Fuenteovejuna que montaban, primero García
Lorca, y luego Rivas Cherif, constituían otro hito del arte escénico
español.
En fin, aunque es desmesurado hablar de cine español, no hay
que olvidar que 1933 fue el año de Tierra sin pan, de Buñuel, y 1934
de La picara molinera, dirigida por Harry D’Arrast.
La España de 1931 a 1935, a través de oscilaciones políticas de
suma importancia, e incluso de cambio de matices sociales en la
naturaleza del Poder, mantuvieron estilo y rasgos comunes en la
vida cultural. Florecían las revistas de primera calidad: Revista de
Occidente, pero también Cruz y Raya, con José Bergantín, José M.
Semprún, Eugenio Imaz, y Octubre, con Alberti. María Teresa León,
Arconada, Herrera Petere; Leviatán, con Araquistain y Baraibar;
Nueva Cultura, con Renau… En el campo opuesto, la revista Acción
Española, creada por monárquicos, pretendía dar solidez intelectual
al conservadurismo social en la empresa de implantar las fronteras
de lo nacional en idénticos límites que lo tradicional: Ramiro de
Maeztu, Víctor Pradera, Goicoechea y Sainz Rodríguez —a los que
se unió Calvo Sotelo al regresar de su destierro—, eran las primeras
figuras de aquel prolongado esfuerzo, al que no fueron ajenos
Sánchez Mazas, Giménez Caballero, etc.
El Sol, pese a su confusionismo político, siguió recogiendo
colaboraciones de alta calidad intelectual. Sin embargo, el hombre
de la calle leía ABC o El Debate si tendía hacia la derecha (o hacia
la rutina simplemente), y La Libertad o El Liberal si era de izquierda.
Era el mismo lector, por la noche de Heraldo de Madrid, mientras
que el derechista leía Informaciones y el goloso de sucesos como
los que hoy estila la llamada «prensa de información» prefería La
Voz, escapatoria de la misma empresa que El Sol para tener un
periódico de gran tirada. Prensa de partido era El Socialista por la
mañana, Mundo Obrero por la noche, amén de La Tierra, que
gozaba de las simpatías libertarias (más tarde aparecía C. N. T.
como órgano de prensa confederal para Madrid). En Barcelona, La
Vanguardia, Solidaridad Obrera. Las Noticias, El Diluvio, L’Opinió y
La Humanitat eran los periódicos más difundidos.
En España se leía, sobre todo en la España urbana, mucho
menos en la rural. La prensa llegaba a todos los hogares, que
también tenían su aparatito de radio de galena propio para oír con
auriculares la emisora local. El aparato de radio moderno, de
lámparas, estaba todavía reservado a las clases medias
acomodadas. Por aquellos años empezó a penetrar en los hogares
obreros, a veces comprado a plazos, pero todavía no era un
instrumento de difusión para multitudes. Comenzó a serlo en los
tiempos que precedieron inmediatamente a la guerra. No es posible
hablar de la vida cultural en este período sin reseñar el fenómeno de
acceso a la cultura de grandes capas de la población, que antes se
hallaba al margen de la misma, principalmente la clase obrera, de
las ciudades, pero también el campo: los Ateneos Populares, sobre
todo en Cataluña y Levante, las Bibliotecas circulantes, el esfuerzo
ingente de las Universidades Populares creadas por la F. U. E.;
teatros como La Barraca dirigido por Lorca, El Búho dirigido por Max
Aub, el T. E. A., dirigido por Rivas Cherif; las Misiones pedagógicas
del Ministerio de Instrucción[22], las misiones campesinas de la
F. U. E. … Los Sindicatos de la U. G. T. y de la C. N. T., las Casas del
Pueblo, etcétera, desarrollaban todos, en mayor o menor medida, un
esfuerzo de transmisión del saber elemental que era testimonio de
una indiscutible toma de contacto entre los medios populares y los
valores culturales.
Prensa, revistas, vida política agitada, difusión de la cultura,
espíritu abierto hacia corrientes de otros países… ¿Por qué no
hablar, sin sonrojarse, de «República de Intelectuales»? Eran los
tiempos en que legiones de jóvenes universitarios se formaban bajo
la dirección de sabios que habían alcanzado nombradla universal:
Del Río Hortega, Blas Cabrera, Márquez, Hernando, Duperier,
Carrasco, Marañón, Martínez Risco, en las ciencias; Menéndez
Pidal, Sánchez Albornoz, García Morente, Gaos, Zubiri, en las
disciplinas históricas y filosóficas; Flores de Lemus, en la Economía,
Jiménez de Asúa, Joaquín Garrigues, Cuello Calón, Pedroso,
Fernando de los Ríos, Sánchez Román, los Xirau, en las variadas
gamas del Derecho.
CAPÍTULO IX
LA «RESTAURACIÓN SOCIAL»:
BIENIO RADICAL-CEDISTA
La política española en 1934
El 18 de diciembre de 1933 quedaba constituido el Gobierno
presidido por Lerroux, formado por ocho radicales, un progresista,
dos independientes, un liberal demócrata y un agrario[1]. Si
políticamente era un Gobierno ya orientado hacia el centro, también
socialmente había cambiado su carácter con la entrada en él de
algunos acaudalados propietarios. En este sentido, la figura más
relevante era la de Álvarez Valdés, de la gran burguesía asturiana,
secretario general del Banco Hispano-Americano y consejero del
Banco Herrero. En cuanto a Pita Romero y Cirilo del Río eran, ante
todo, personas de confianza del presidente de la República. El
ministro de Comunicaciones significaba la tímida entrada de la
derecha en un gobierno de la República.
No fue menos significativo el discurso de Gil Robles al anunciar
que la C. E. D. A. votaría la confianza al Gobierno. He aquí uno de
sus párrafos: «No habíamos tenido parte alguna en el advenimiento
de la República; sinceramente hay que reconocer que lo habíamos
visto venir, con dolor y temor, pero, una vez establecido como
situación de hecho, nuestra posición no podía ser más que una:
acatamiento leal al Poder público, no sólo no creándole dificultad
alguna, sino, por el contrario, dándole todas las facilidades que
fueran precisas para que cumpliera su misión fundamental».
Prieto, por su parte, anunció —tal vez sin creerlo demasiado—
que, en caso de golpe de Estado, «el Partido Socialista contrae el
compromiso de desencadenar la revolución».
El Gobierno Lerroux, apoyado en sólida mayoría parlamentaria,
emprendía la obra de rectificar la legislación republicana de los dos
años precedentes. No era un secreto para nadie. ¿Qué decían
algunos diputados, miembros de la oligarquía? Honorio Riesgo
(personalidad de la industria química y del Banco Mercantil e
Industrial) declaraba: «Hay que desempolvar la ley del Terrorismo de
don Antonio Maura». E Ignacio Villalonga, diputado de, la C. E. D. A.
(consejero del Banco de Valencia, de la Compañía española de
Petróleos, de Tranvías y Ferrocarriles de Valencia, personalidad del
grupo Banco Central): «Combatir todo intento de subversión del
orden, especialmente de huelgas con finalidad política marcada.
Procurar mantener el tipo de salarios tan elevado como lo permitan
las circunstancias, pero procurando por todos los medios que los
trabajadores rindan lo debido durante la jornada normal». Y el conde
de Romanones: «El problema del agro español no lo resuelve la
Reforma agraria; hay que reformar la Constitución y la ley
Electoral».
Rico Avello, desgastado por su participación en el anterior
gobierno (sobre todo en la represión del movimiento anarquista),
dimitió el 23 de enero siguiente. Martínez Barrio pasó a Gobernación
y el radical Diego Hidalgo entró en el Gobierno como ministro de la
Guerra.
Casi al mismo tiempo, se operaban los cambios que ya hemos
señalado en la Ejecutiva de la U. G. T. , y el resultado fue una mayor
cohesión en el sector socialista, decidido a emprender la
contraofensiva.
En el Congreso se planteó inmediatamente la necesidad de
amnistiar a los sublevados de agosto de 1932. Calvo Sotelo y
Guadalhorce eran invitados a ocupar sus escaños parlamentarios.
El regreso del primero de su destierro parisiense constituyó una
manifestación política de las derechas. Estos hechos, unidos a la
situación internacional en 1934 (consolidación de Hitler en el Poder,
aplastamiento brutal de los socialistas austríacos por el canciller
Dollfuss, motín fascista del 6 de febrero en París con la
correspondiente réplica popular) inquietaron cada día más a la clase
obrera y las izquierdas sobre el peligro de un fascismo que acabase
con la República. El nacimiento de Falange, las manifestaciones no
siempre pacíficas que constituían las ventas semanales de su
periódico F. E., la agresión al local de la F. U. E. de Medicina (que
dio lugar a una huelga estudiantil de protesta) enardecieron cada
vez más los ánimos, y estimularon procedimientos de terror
individual, ajenos a la acción política de masas, que sólo podían
servir para justificar la violencia por parte de un bando que la había
enarbolado como declaración de principio de su acta fundacional.
Por eso, el asesinato del estudiante falangista Matías Montero, días
antes de unificarse Falange y las J. O. N. S., sirvió para estimular la
actividad «escuadrista» de esta organización. El 4 de marzo, en
Valladolid, tras un mitin en el que hablaron Ruiz de Alda, Redondo,
Ledesma y Primo de Rivera, los asistentes produjeron un motín,
complicado por la réplica de los izquierdistas. Poco después,
Ansaldo se hacía cargo de los grupos de choque falangistas. De él
decía Ledesma que «recogía ese sector activo, violento, que el
espíritu reaccionario produce en todas partes, como uno de los
ingredientes más fértiles para la lucha nacional armada».
Mientras la atmósfera se cargaba en Madrid, en Barcelona había
muerto Macia (24 de diciembre de 1933) y Companys, elegido
presidente de la Generalidad, constituyó un gobierno de
concentración de izquierdas formado por Lluhí, Selvas, Dencàs,
Esteve, Gassol, Barrera y Comorera. Las elecciones municipales de
Cataluña, celebradas, el 14 de enero, constituyeron un rotundo
triunfo de la Esquerra, robusteciendo así la autoridad del Gobierno
autónomo. Éste tropezó ya con la resistencia pasiva del Poder
central para el traspaso de algunos servicios, pero comenzó la obra
cuyo primer plano era la solución del problema de los «rabassaires».
Ya veremos cómo este asunto dio lugar después a un serio
incidente entre el Gobierno de la Generalidad y el de la República, al
aprobar el 22 de febrero el Parlamento Catalán la ley de Contratos
de Cultivo.
El proyecto de Estatuto Vasco había sido entregado al jefe del
Gobierno y al presidente de las Cortes, el 21 de diciembre. En
febrero comenzó sus sesiones la Comisión encargada de estudiarlo
y el día 27 de dicho mes, al presentarse en sesión plenaria, fue
combatido mediante la argucia de una cuestión previa, por
Goicoechea y otros diputados de derecha. No se volvió a hablar de
él hasta el 5 de abril y cuando llegó el movimiento revolucionario de
octubre todavía dormitaba entre los legajos de las Comisiones.
Unas declaraciones de Martínez Barrio a la revista Blanco y
Negro fueron motivo o pretexto para una interpelación de Gil Robles.
El problema de fondo era la oposición de Martínez Barrio y de una
minoría de radicales a gobernar con la tutela de la derecha y
también a que estos elementos entrasen en el Gobierno sin declarar
más explícitamente su republicanismo. Así las cosas, Martínez
Barrio y Lata no podían continuar en el Gobierno. Pero cuando
Lerroux planteó a Alcalá Zamora la crisis parcial, el presidente de la
República la convirtió en total y abrió las consultas. Sin embargo,
Lerroux consiguió formar un nuevo gobierno igual al anterior, con el
único cambio de los titulares de Gobernación, Hacienda e
Instrucción, que lo fueron, respectivamente, Rafael Salazar Alonso,
Manuel Marraco y Salvador de Madariaga.
Entre tanto, la «restauración social» no se había hecho esperar
en el campo: un decreto del 11 de febrero ordenaba la expulsión de
los campesinos de las fincas dedicadas a cultivo intensivo. En virtud
de esta disposición de contrarreforma agraria se procedía al
desahucio de 28 000 braceros (de ellos 18 000 en Extremadura).
Una circular de cinco días después suspendía la revisión de las
rentas de fincas rústicas. Los propietarios, para no perder la
ocasión, se aprestaron a bajar los salarios.
Difícil es exponer en pocas líneas la agitación y la tensión
políticas de aquel momento. Huelga de los obreros de la
construcción, que obtuvieron la semana de 44 horas, saboteada en
todo lo posible por los patronos; huelga de los 18 000 metalúrgicos
madrileños; refriegas callejeras entre grupos obreros y grupos
falangistas; malestar en el campo ante la ofensiva de los
propietarios; incidentes entre estudiantes de uno y otro bando… En
las Cortes, al discutirse la ley de Amnistía, un traspiés del ministro
Alvares Valdés le costó la dimisión. Comenzó el asunto por una
intervención de Prieto contra la amnistía de los culpables de fuga de
capitales y señaló que uno de los beneficiados era colega del
ministro en el Consejo de administración del Banco Hispano-
Americano. Colocado en difícil posición, Álvarez Valdés llegó a decir
que tan punible era la sublevación del 10 de agosto como la de Jaca
en diciembre de 1930. El percance se arregló con la dimisión del
financiero, sustituido por Salvador de Madariaga, que ocupó esta
cartera con la de Instrucción Pública.
Mientras, las Cortes se disponían a amnistiar a los elementos
hostiles al régimen. A fines de marzo llegaban a Roma Antonio
Goicoechea, el general Barrera y los tradicionalistas Rafael Olazabal
y Antonio Lizarza. Reunidos con Mussolini, Italo Balbo y el coronel
Longo, recabaron y obtuvieron del jefe del Gobierno y del fascio
italianos ayuda en dinero y armas para derribar el régimen
republicano e instaurar la «Monarquía corporativa y orgánica».
Firmaron un documento, preparado por Goicoechea, en que se
decía que Mussolini estaba dispuesto a ayudar a los conspiradores
españoles[2]. Antes de salir de Roma recibieron ya, en prueba de la
buena voluntad del Duce, medio millón de pesetas, y poco después
recibió Olazabal un millón. A partir de entonces fueron enviados a
Italia jóvenes tradicionalistas «para instruirse en el manejo de las
armas modernas», que figuraban oficialmente como «oficiales
peruanos en viaje de prácticas». Poco después, el 3 de mayo, el
pretendiente Alfonso Carlos nombraba al abogado Manuel Fal
Conde secretario general de la Comunión Tradicionalista. Antonio
Lizarza, en su libro Memorias de la conspiración, comenta así este
nombramiento: «La venida de Fal Conde a la secretaría general del
Partido significó también el abandono de la lucha legal contra la
República, para pasar a la lucha abierta y descarada».
Gil Robles parecía dispuesto, más que nunca, a la conquista del
Poder. El 7 de abril, dirigiéndose a una asamblea femenina, declaró:
«Vamos a conquistar el Poder; ¿con este régimen?; con el que sea;
con lo que sea y como sea…». La ambigüedad en el acatamiento de
la forma de gobierno republicana corría pareja con el propósito, así
explícitamente confesado, de no reparar en los medios para
alcanzar el fin. ¿Propósito cierto o baladronada política? Aún ahora
resulta difícil saberlo, pero fue considerado lo primero por toda la
opinión republicana y de izquierda. La concentración del 22 de abril
en la lonja de El Escorial levantó los recelos de la opinión
republicana. Llevadas hasta la sede filipina aprovechando todos los
medios de locomoción, más de 25 000 personas, al grito de ¡Jefe,
Jefe, Jefe!, respondían a un llamamiento de las Juventudes de
Acción Popular (J. A. P.) que hacía pensar hasta al más ingenuo en
la Marcha hacia Roma.
Dieron la voz de alerta las organizaciones obreras y Madrid
respondió con la huelga general a aquella concentración
predominantemente rural. La C. E. D. A., a la vez que influía
decisivamente en el Gobierno, daba la impresión de que no
despreciaría métodos más expeditivos. Las organizaciones obreras,
cada vez más preocupadas por la legislación de «restauración
social», aceptaban la lucha en ese terreno. Y los republicanos de
izquierda, deseosos de contar con una organización más eficaz,
acababan de crear el Partido de Izquierda Republicana (2 de abril),
resultado de la fusión de Acción Republicana y de la mayoría del
Partido Republicano Radical-Socialista.
No había terminado el mes de abril y la mayoría parlamentaria
había votado la ley de Amnistía, pero el presidente de la República
se resistía a dar su firma para la promulgación. Tras no pocos
conciliábulos, Alcalá Zamora accedió a ello, aunque añadiéndole
una nota que, pese a su estilo farragoso, contenía serias
advertencias. Y, la principal, la que negaba la reintegración al
Ejército de los militares amnistiados mientras no se extinguieran las
penas accesorias de inhabilitación y poniendo en guardia, para el
día en qué dicha reintegración se produjera, contra la designación
de los generales amnistiados para puestos de mando.
Como esto significaba la desautorización del Gobierno (cosa que
también buscaba Alcalá Zamora), Lerroux no tuvo más remedio que
dimitir. Pero su salida del Gobierno fue más aparente que real,
puesto que le sustituyó un abogado valenciano miembro de su
partido, Ricardo Samper, con más fidelidad a su jefe político que
fuerza de carácter.
El Gobierno del 28 de abril no ofrecía, pues, ninguna novedad[3].
Aumentan la tensión y el recurso a la violencia
El 9 de mayo, Calvo Sotelo estaba ya en las Cortes. El Gobierno
entablaba recurso ante el Tribunal de Garantías Constitucionales
contra la ley de Contratos de Cultivo aprobada por el Parlamento
Catalán (que entraba en vigencia el 2 de aquel mes). El proyecto de
Estatuto vasco era enterrado por la mayoría parlamentaria.
Comenzaban las cosechas y los terratenientes volvían a ofrecer los
bajos salarios anteriores a 1931. Los tradicionalistas entrenaban
militarmente a sus patrullas en Navarra. Las milicias falangistas, que
se concentraban en Carabanchel dirigidas por Ansaldo, atentaban
contra la Casa del Pueblo de Cuatro Caminos, contra el Fomento de
las Artes (centró de enseñanza al que Ansaldo, demostrando su
ignorancia sobre la Instrucción pública llamó «centro de enseñanza
comunista de la calle de San Lorenzo»), contra una exposición en el
Ateneo de Madrid. Otro día, tras una violenta refriega con otros
grupos de jóvenes excursionistas en El Pardo (con víctimas por
ambas partes y fallecimiento de uno de los agresores), ametrallaron
desde sus coches a unos jóvenes socialistas que volvían del campo
y cayó muerta Juanita Rico. Luego fue el comunista Izquierdo, que
murió en una refriega. La prensa de derechas se enardecía y este
clima de violencia y desquite, unido al hecho de que un Gobierno
republicano obraba al dictado de un partido de tonalidad más que
confusa, acrecentaba la inquietud de las izquierdas y la tendencia a
responder a la violencia con la violencia y a desatar una revolución
si la derecha cedista accedía al Poder. La política de Alianza
Obrera, propugnada por Largó Caballero, cristalizó en Asturias. En
junio, como el Partido Comunista propusiera al Socialista la
constitución de un frente único, este partido respondió invitando a
los comunistas a ingresar en las Alianzas Obreras, a lo que los
invitados arguyeron que éstas ignoraban a las masas campesinas.
Desde mayo, la Federación de Trabajadores de la Tierra (U. G. T. )
preparaba, precisamente, una huelga general de campesinos[4].
Esa agitada situación de España coincidía, casi día por día, con
las matanzas del 30 de junio en Alemania, el aplastamiento de los
socialistas en Austria, la agresividad de los grupos fascistas en
Francia, a la que replicaron, en el mes de julio, los partidos
Comunista y Socialista con la firma de un pacto de frente común.
Por aquel entonces fue nombrado arzobispo de Toledo —
primado de España— el que era obispo de Tarazona, Isidro Gomá.
Pero lo más interesante fue que el cardenal Segura, instalado en
una playa francesa vasca (Anglet) tomó la iniciativa de una
entrevista con Gomá, celebrada allí mismo, el 23 de julio. Lo que
entonces trataron ambos cardenales se supo pocos años después,
durante la guerra, a causa de haberse incautado el Gobierno de la
República de diversos papeles del cardenal. Sólo nos interesa, para
el objeto de nuestra historia, la manifiesta aversión de los dos
prelados hacia el Nuncio y hacia Ángel Herrera. Durante todo el año
1934 mantuvieron correspondencia Segura y Gomá, pero sus
relaciones se enfriaron a partir del año siguiente.
En el seno de la C. E. D. A. había un sector partidario de la
penetración pacífica (en el que figuraba Gil Robles y toda la
Derecha Regional Valenciana) y otro que no quería comprometerse
con el régimen. El jefe de la J. A. P. tuvo que dimitir de todos sus
cargos después de haberse hecho pública en ABC una visita suya a
Alfonso XIII en París. Valiente declaró en un acto público, en
Santander: «Sin la religión y la monarquía, España no tiene
salvación».
Al llegar el mes de junio, la Federación de Trabajadores de la
Tierra declaró por fin su anunciada huelga general. La respuesta del
Gobierno fue considerar «servicio público la recolección de la
cosecha»; suspender los derechos de reunión; establecimiento de la
censura y amenaza de cárcel a los dirigentes de cada pueblo que se
negasen a retirar los oficios de paro. Lo que no impidió que la
huelga fuese casi total en las provincias de Córdoba, Ciudad Real y
Málaga, y parcial en las de Cáceres, Badajoz, Huelva, Toledo y
Jaén. Esta huelga fue objeto de vivo debate en el seno del Partido
Socialista y de la U. G. T. , pues gran parte del sector que seguía a
Largo Caballero, obsesionado por la idea de un posible movimiento
revolucionario para más adelante, estimaba que al obrar así se
desgastaba el potencial de las organizaciones campesinas para una
acción posterior coordinada con los trabajadores de las ciudades.
Este criterio no era compartido por quienes consideraban la huelga
de campesinos como un eslabón más en la cadena de acciones
para hacer retroceder a la oligarquía y conjurar el peligro de
deslizamiento hacia el fascismo.
Aún duraba la huelga en los campos, cuando el Tribunal de
Garantías Constitucionales declaró inconstitucional la ley catalana
de Contratos de Cultivo. A nadie escapó que la querella no era
jurídica, sino política. Es más; las protestas de los propietarios
adscritos al Instituto Catalán de San Isidro tampoco fueron la causa
esencial de la actitud adoptada en Madrid. Se trataba, ante todo, de
humillar a Cataluña, de satisfacer las exigencias de la derecha, que
había votado la confianza al Gobierno Samper con la condición de
que obrase así. Y no se atacó el contenido de la ley en cuestión,
sino el derecho del Parlamento Catalán a legislar en la materia, por
lo cual la Generalidad no aceptó el fallo del Tribunal de Garantías.
El 12 de junio, los diputados catalanes (a excepción de los de la
Lliga, complicados en la ofensiva contra la Generalidad)
abandonaban sus escaños en las Cortes y se solidarizaron con ellos
los nacionalistas vascos. La opinión catalana, a excepción de un
puñado de propietarios, reaccionó apasionadamente y el
Parlamento Catalán votó de nuevo la ley por aclamación. En Madrid,
la extrema derecha, representada por Goicoechea (que ya tenía en
el bolsillo su pacto con Mussolini), se hizo el apóstol de la agresión
contra el Gobierno catalán y exigió que se le arrebatasen los
servicios de Orden público. Cambó se desolidarizaba una vez más
de la Cataluña popular. Sin embargo, ante la gravedad de la
situación, tanto el Gobierno como la C. E. D. A., la Lliga, etc.,
prefirieron negociar. La extrema derecha parecía elegir el camino de
la violencia, y las izquierdas el de replicarle; las mayorías catalana y
vasca estaban ya, por su parte en la oposición decidida. Él
Gobierno, tras una sesión de Cortes agitadísima, en la que Gil
Robles acusó a los parlamentarios de izquierda de «cómplices y
encubridores de la rebeldía de la Generalidad», consiguió que se
suspendieran las sesiones de Cortes durante todo el verano.
Cerradas las Cortes, el Gobierno central y el de Cataluña
negociaron una solución de compromiso; el Gobierno catalán
elaboró un Reglamento de la ley de Contratos de Cultivo y promulgó
un texto refundido de Ley y Reglamento, del que desaparecían
todos los preceptos tachados de inconstitucionales. Este nuevo
texto fue aprobado por el Parlamento Catalán y fue promulgado el
21 de septiembre[5]. Para protestar de este nuevo texto, producto de
un acuerdo entre el Gobierno central y el de Cataluña (pero
combatido por la todopoderosa C. E. D. A.) se concentraron en
Madrid, el 8 de septiembre, los propietarios adheridos al Instituto
Agrícola Catalán de San Isidro, lo que provocó la réplica de la
huelga general de 24 horas que paralizó la capital de España.
Otra manifestación de centralismo del Gobierno, realizada
probablemente para agradar a sus aliados y sostenedores de la
derecha, fue el intento del ministro de Hacienda, Marraco, de
suprimir el concierto económico con el País Vasco según el cual sus
Diputaciones cobraban los impuestos y pagaban después al Estado
una suma global convenida de antemano. La reacción de los
Municipios vascos fue la de convocar para el 12 de agosto
elecciones para las Juntas gestoras encargadas de defender su
criterio y, eventualmente, de ocuparse de las contribuciones, ya que
las Diputaciones provinciales que desempeñaban esa misión no
eran de elección popular en su mayoría, sino hechura del ministro
de la Gobernación, que prohibió las elecciones y movilizó para ello
toda la fuerza pública. En Bilbao hubo un incidente entre el
comisario general de policía y el alcalde, al que acompañaban los
concejales nacionalistas, socialista y de Izquierda Republicana, que
terminó con la destitución del policía. Las elecciones no pudieron
celebrarse, salvo en contadas aldeas. Convocóse entonces una
Asamblea de parlamentarios vascos que debía tener lugar el 26 de
agosto, en Zumárraga, pero que en realidad se celebró el 2 de
septiembre. El ministro de la Gobernación envió entonces a Bilbao
al director general de Seguridad, Valdivia, y al jefe del Cuerpo de
Asalto, coronel Muñoz Grandes. La reunión de parlamentarios se
redujo, después de un incidente con el gobernador de Guipúzcoa,
Emeterio Muga, a unos discursos del diputado nacionalista Hora y
de Indalecio Prieto.
En las últimas semanas del verano, el horizonte político adquirió
tintes de tormenta. El 31 de agosto, un choque entre falangistas y
obreros en Cuatro Caminos, acarrea la muerte de Joaquín de
Grado, del Comité Central de las Juventudes Comunistas. Al día
siguiente, más de setenta mil obreros desfilaron tras el féretro de la
víctima, detrás de los dirigentes comunistas y socialistas. Las
milicias de ambas Juventudes desfilaron en línea de tres, vistiendo
camisas rojas y azules, respectivamente… Al paso del cortejo voló
el capitán González Gil, que lanzó rosas encarnadas sobre el
féretro…
Ocho días más tarde, la C. E. D. A. movilizó sus fuerzas. Gil
Robles, que parecía decidido a exigir el Poder, habló el 8 de
septiembre en Madrid (en unión de Martínez de Velasco y
Melquíades Álvarez) ante los terratenientes catalanes, y el 9 en
Covadonga, donde tuvo lugar una concentración de sus huestes.
Las organizaciones obreras respondieron con la huelga general en
Madrid y Asturias. En Madrid. Sal azar Alonso clausuró la Casa del
Pueblo, pero la huelga era tan unánime que por la tarde dejó de
funcionar hasta la radio e impidió que el ministro continuase dando
sus comunicados. El Socialista del día 10 comentaba: «La clase
obrera madrileña demostró ayer, nuevamente, que no se la vence
con facilidad».
El 11 de septiembre, en San Sebastián, era muerto a tiros el
falangista y hotelero Manuel Carrión. Media hora después moría, por
el mismo procedimiento, el republicano y ex director general de
Seguridad Andrés Casaux. El entierro del falangista fue presidido
por Fernández Cuesta y el gobernador civil, Muga; el de Casaux,
por Azaña y Prieto[6].
El mismo día 11, se descubrió en San Esteban de Pravia
(Asturias) un alijo de armas en el vapor Turquesa, propiedad de
Horacio Echevarrieta, en el que se sospechaba que anduviesen
mezclados ciertos dirigentes socialistas. Tres días después, un
registro de la Casa del Pueblo de Madrid dio como resultado, según
el atestado de la policía, el hallazgo de armas que acarreó la
clausura de la sede sindical. Y a los pocos días, también se
encontraban armas en la Ciudad Universitaria y fue detenido el
estudiante socialista Francisco Ordóñez.
Cuando llegó la última semana de septiembre, el Gobierno
Samper se consideraba a sí mismo liquidado. Salazar Alonso, que
había nombrado juez especial para el asunto del alijo de armas al
del distrito de la Latina, Salvador Alarcón (que había desempeñado
misiones llamadas anticomunistas por mandato del Gobierno de la
Dictadura, y viajes al extranjero con el mismo fin por orden del
general Mola, cuando éste era director general de Seguridad),
propuso la declaración del estado de guerra en toda España. Los
ministros radicales, reunidos con Lerroux, prefirieron esperar el
inevitable planteamiento de la crisis. Porque la C. E. D. A. ya no
podía esperar. El día 9 había dicho Gil Robles en Covadonga:
«¡Hasta aquí hemos llegado y ya no vamos a aguantar más!». El 28
de septiembre, el Consejo nacional cedista acordó «no prestar
ayuda parlamentaria a Gobiernos que, por su estructura y debilidad,
den a la opinión pública una sensación de cosas interinas».
Del lado de las organizaciones obreras, un fenómeno nuevo,
acentuado en el transcurso del verano, era el acercamiento de
socialistas y comunistas. El pleno del Comité Central del Partido
Comunista (11 de septiembre) decidía ingresar en las Alianzas
Obreras. Al mismo tiempo que esta decisión favorecía la acción
coordinada desde el plano nacional hasta el local, se celebraba el
mitin gigantesco del Estadio Metropolitano, organizado por las
Juventudes Socialistas y las Comunistas, con la participación de
dirigentes de los dos partidos. No obstante, ante la crisis
gubernamental inminente y la más que probable entrada de la
C. E. D. A. en el Gobierno, los dos partidos obreros teñían criterio
diferente: el Partido Comunista proponía la declaración previa de la
huelga general en todo el país para impedir la entrada de los
cedistas en el Gobierno; el Partido Socialista no estuvo de acuerdo y
decidió que cuándo la C. E. D. A. entrase en el Gobierno se
desataría la insurrección armada. Muy probablemente —aunque
este punto no ha sido todavía esclarecido— el ala izquierda (Largo
Caballero) del Partido Socialista y sus Juventudes creían así poder
conducir una revolución socialista al triunfo, mientras el sector del
centro (Prieto y otros más) valora esta acción como un gesto
supremo de fuerza para hacer retroceder al presidente de la
República y obligarle a constituir un Gobierno republicano-socialista.
La prueba de fuerza se avecinaba. El 1.º de octubre, al abrirse
las Cortes, Gil Robles emprendió la ofensiva contra el Gobierno, al
que acusó de debilidad: «Se ha demostrado que es preciso una
rectificación —dijo, dirigiéndose a Samper— y que su señoría no es
el indicado para hacerla». La suerte estaba echada. Cid y Villalobos
abandonaron ostensiblemente el banco azul. Alba suspendió la
sesión por diez minutos, al cabo de los cuales el Gobierno declaró
oficialmente la crisis.
Se abrieron las consultas en Palacio. Azaña, Maura y Martínez
Barrio aconsejaron la disolución de las Cortes (el primero lo dijo por
teléfono, pues había ido a Barcelona para el entierro del exministro
Jaime Carnet); Gil Robles, Lerroux, Alba, Martínez de Velasco, etc.,
propusieron un ministerio mayoritario, es decir, con los radicales
como eje y la participación de agrarios, Lliga y C. E. D. A. Alcalá
Zamora encargó a Lerroux que formase gobierno. Éste, después de
conferenciar con Gil Robles, presentó una lista a la que el
Presidente puso objeciones. El 3 por la noche, aún sin resolver la
crisis, se ordenó el acuartelamiento de las tropas. A media tarde del
4 quedaba constituido el nuevo Gobierno[7].
El Gobierno era el de la mayoría parlamentaria, con la C. E. D. A.
al fin en el Poder; éste era el cambio esencialísimo. En cuanto a la
salida de Guerra del Río y de Cirilo del Río, esta actitud obedecía a
su oposición a la entrada de los populistas.
El Socialista del día 3 había dicho ya en su editorial: «En
guardia, compañeros. Hemos llegado al límite de los retrocesos. Gil
Robles en el Poder podría aplastar a las organizaciones obreras y a
los partidos revolucionarios. Atención a la crisis. ¡En guardia!».
El Partido Socialista había decidido poner en práctica la acción
revolucionaria planeada desde el invierno anterior. Los comunistas
pensaban que «la preparación política y técnica del movimiento era
a todas luces insuficiente para una lucha de aquella
envergadura»[8]. Sin embargo, ante la inminencia de los hechos,
Mundo Obrero del 4 por la noche, decía: «Ha llegado la hora de la
decisión… Cuando comience la lucha, las Alianzas concentrarán en
sus manos la dirección; ellas son el organismo fundamental de la
lucha por el Poder»[9].
Los anarco-sindicalistas, sin contactos con las otras
organizaciones obreras, salvo en Asturias, no tomaban posición
definida. En realidad, en el plano nacional, los tres sectores del
movimiento obrero actuaban cada uno por su cuenta, ya que los
promotores del movimiento no habían estimado oportuno consultar a
los demás. El secretario del Comité Nacional de la C. N. T. dijo
después: «Cuando llegó octubre no aconsejamos a nadie que
secundase la revolución ni que dejase de secundarla»[10].
Al caer la tarde del día 4, las órdenes de huelga estaban
cursadas, los partidos de Izquierda Republicana, Unión
Republicana, Conservador Republicano, Federal y Nacional
Republicano (Sánchez Román) redactaban sus notas declarándose
incompatibles con la forma que tomaba la República. En la
Generalidad de Barcelona había zafarrancho de combate. En el
ministerio de la Gobernación se movilizaba a toda la fuerza pública,
y en el ministerio de la Guerra, Hidalgo llamaba al general Franco,
que días antes le había acompañado en las maniobras militares
celebradas en los montes de León.
El movimiento de octubre de 1934
A los pocos minutos de dar los relojes la medianoche del 4 al 5
de octubre cesaron todas las actividades de trabajo en las
principales capitales de España. Desde aquel momento, la huelga
general era seguida unánimemente en Madrid, Barcelona, Valencia,
Oviedo, Bilbao y todo el País Vasco, Sevilla, Córdoba, Salamanca,
Palencia… En Andalucía paraban los obreros de las ciudades, en
general, pero los del campo, muy quebrantados por la represión que
siguió a la huelga de junio, no parecían secundar el movimiento.
En la madrugada del 5 comenzaron en Madrid los intentos
insurreccionales, pero su alcance no fue muy considerable.
Chocaron en el círculo socialista de la Guindalera las milicias
socialistas y los guardias de Asalto, fracasó un intento de asaltar el
cuartel del regimiento n.º 6 en la calle de Moret y otro en el Parque
automóvil. Hubo tiroteos cerca de Gobernación, de la Telefónica y
de la estación del Norte. Después de estos fracasos, los grupos
armados socialistas se limitaron a hostilizar por la táctica del
«paqueo».
En Barcelona, a las tres de la madrugada, la Alianza Obrera
(Sindicatos «treintistas», Partido Comunista y Bloque Obrero y
Campesino), y la Unió Socialista lanzaron la orden de huelga. Pero
la policía de Dencàs había detenido el día 4 a varios militantes
anarquistas, entre ellos Durruti No había, pues, acuerdo. Lo primero
que había dicho Dencàs a sus hombres era: «Vigiladme a la F. A. I.».
La C. N. T. lanzó entonces un manifiesto llamando a «la acción del
proletariado revolucionario, por cuenta propia… sin el menor
contacto con las instituciones oficiales» y sin más consignas, aparte
la de abrir los locales clausurados y concentrarse en ellos, que una
vaga preparación para la lucha. El frente de izquierdas estaba roto
antes de nacen.
En Vizcaya, el Partido Nacionalista predicó la abstención:
«Abstención, absoluta abstención de participar en movimiento de
ninguna clase, prestando atención a las órdenes que, en caso
preciso, serán dadas por las autoridades». La Solidaridad de
Trabajadores Vascos, más dúctil por estar más presionada por su
base, ordenó: «Allá donde pueda trabajarse sin peligro, acudan
todos los trabajadores a sus labores, pero si para ello encontraran
alguna dificultad o peligro, retírense sin participar en ninguna
actividad no ordenada por la agrupación».
Tras esta aprobación tácita, el paro era unánime en Vizcaya y
Guipúzcoa. En algunas localidades (Portugalete, Hernani, Éibar) se
formaron los Comités antifascistas dirigentes de la acción, que llegó
a tomar carácter de lucha armada.
En Asturias, la huelga fue total desde el primer momento. Entre
tres y cuatro de la mañana, los obreros, armados con cartuchos de
dinamita, atacaban los cuartelillos de la Guardia civil en la zona
minera. En el valle del Nalón, donde dirigía la lucha Belarmino
Tomás, cayeron los cuarteles de Sotrondio, El Entrego, Ciaño. En
Oviedo, paralizado por la huelga, se supo que los revolucionarios
habían atacado el cuartel de la Guardia civil de Olloniego, a seis
kilómetros de distancia, con fuego de fusilería, dinamita y bombas
de mano.
Amaneció el día 5 en un Madrid sin comercios, sin pan, sin
prensa (salvo ABC y El Debate), sin metro ni tranvías, en el que se
propalaban toda clase de rumores sobre los encuentros armados de
la madrugada.
A las nueve, Eloy Vaquero se estrenaba como ministro de la
Gobernación. «La tranquilidad reina en España», dijo por la radio,
frase estérilmente repetida por los gobiernos de cualquier color cada
vez que estalla una insurrección.
Pero el Gobierno, sumamente intranquilo, se reunió a las once
menos cuarto y decidió instaurar la censura de prensa. De hecho,
aún no sabía más que a medias lo que sucedía en España, pero se
apuntó a su favor la frustración del leve intento de alzamiento
armado en la capital.
A la salida del Consejo, la nota oficiosa decía: «Estamos en
presencia de una acción revolucionaria, con propósito idéntico, plan
estudiado y dirección única. Los sucesos y los desórdenes han
culminado en Asturias y el Gobierno se ha creído en el caso de
declarar el estado de guerra en aquella región».
Nada más lejos de la realidad que esa «dirección única». En
verdad, a partir de aquellos momentos, no había tan siquiera
dirección nacional de movimiento de ningún género o tendencia. En
Madrid comenzaron las detenciones, y los dirigentes socialistas,
obligados a esconderse (como también los comunistas) tenían ya
rotos sus enlaces con las regiones.
Los partidos republicanos, aunque no formaban parte activa del
movimiento, lo apoyaron moralmente al hacer públicas sus notas
rompiendo todo lazo con la forma tomada por el régimen[11]. Álvaro
de Albornoz, presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales,
renunció a su cargo para «expresar la misma actitud de
incompatibilidad con las fuerzas y elementos políticos, hoy al frente
de un Estado sólo en apariencia republicano».
En Barcelona, la situación era sumamente tirante. Se tenían
noticias de que en Sabadell, bajo la dirección de la Alianza Obrera,
los trabajadores había paralizado la ciudad. En Villanueva y Geltrú,
Sitges y otras localidades había una situación insurreccional. En
Mantesa y Tarrasa, la huelga era también unánime. Pero, en la
capital, todos actuaban en orden disperso. Companys, que el día
anterior había intentado hablar con Alcalá Zamora (consiguió
hacerlo sólo con Rafael Sánchez Guerra, subsecretario de la
Presidencia de la República) para evitar lo irreparable, luchaba entre
las actitudes contrarias de Estat Català y de la C. N. T., mientras los
militantes del Sindicato de la Madera ocupaban su local, entonces
clausurado, pero llegó la policía y los desalojó, tras vivo tiroteo. A las
cinco de la tarde, la misma policía se incautó de los locales de
Solidaridad Obrera. Mientras tanto, la Comisaría de Orden público
repartía armas a los jóvenes de Estat Català y a los somatenes
republicanos, recién formados por la Generalidad. En cuanto a la
Alianza Obrera, tercer elemento en presencia, ésta instaló su cuartel
general en el antes domicilio de Fomento del Trabajo Nacional, en la
plaza de Santa Ana, esquina a Canuda.
A las cinco de la tarde, Companys hizo por radio un llamamiento
a la calma: «El Gobierno se hace cargo de sus responsabilidades y
de su deber —declaró— y en cada momento marcará la dirección
de los acontecimientos con la asistencia y disciplina del pueblo que
el Gobierno ha de conservar para la mejor eficiencia en la defensa
de las libertades de Cataluña y de las esencias democráticas de la
República».
Pero al poco rato, un gran número de jóvenes, respondiendo al
llamamiento de la Alianza Obrera desfilaron, pidiendo armas, por la
Plaza de la República. Los escamots[12] de Estat Català ocuparon
entonces distintos puntos de la ciudad. La situación se agravaba por
momentos y Companys volvió a hablar por radio a las siete de la
tarde para recomendar serenidad y advertir que era necesario
«abstenerse de violencias que el Gobierno se vería en el doloroso
trance de reprimir…».
Mientras en Madrid se afirmaba el Gobierno y en Barcelona
cundía la indecisión, en Asturias se iniciaba una verdadera
revolución. Las Alianzas Obreras, integradas por socialistas,
comunistas y cenetistas, nombraban sus Comités para la toma y
conservación de Poder. Ramón González Peña actuaba como
dirigente supremo, pero todas las organizaciones obraban de
perfecto acuerdo.
En la jornada del 5, veintitrés cuarteles de la Guardia civil habían
caído, con su armamento, en poder de los trabajadores, que eran
dueños de todas las cuencas mineras, donde rápidamente se
implantó el nuevo orden. Rendidos los 45 guardias del cuartel de
Mieres, capitularon poco después los de la Rebolleda y Santullano.
Los de Sama se defendieron desesperadamente hasta el día 6.
Desde Oviedo, en estado de guerra, se enviaron fuerzas de
Asalto contra Manzaneda, ocupada por los revolucionarios, pero
tuvieron que retroceder al encontrarse con la columna obrera
mandada por Belarmino Tomás, parapetada en Armatilla, en el Pico
del Castillo y, al otro lado del valle, en Santianes. Dentro de la
ciudad menudeaban los tiroteos a la caída de la tarde, en el campo
de San Francisco y en la plaza de la Escandalera. La columna
mandada por González Peña llegó en tren hasta la entrada del túnel
de San Lázaro, pero, al no encontrar allí los enlaces previstos
evolucionó por Sograndio, la Mortera, San Pedro de Nora y
Raheces. Por la tarde se avanzó de nuevo hacia Oviedo hasta el
barrio de Paniceros, a tres kilómetros de la capital.
En Gijón, el tiroteo aumentó en la noche del 5 al 6 y los obreros
ocuparon el barrio de Cimadevilla, a cuya entrada levantaron
barricadas.
En Avilés se ocupó la fábrica de gas y luz, así como la finca de
Pedregal[13].
En la Felguera (donde trabajaban 1900 obreros, la mayoría de la
C. N. T.) se lanzaron octavillas para que la Guardia civil se rindiera.
Como se negó a hacerlo, comenzó el asedio a las seis de la tarde
del día 5. A medianoche, los obreros tomaban el cuartel: dos
guardias civiles habían perecido y los demás habían huido. El
Comité revolucionario de la Felguera publicó un manifiesto
encabezado por las siglas C. N. T.-F. A. I., que decía así: «La
Revolución Social ha triunfado en la Felguera; nuestro deber es
organizar la distribución y el consumo en la forma debida. Rogamos
al pueblo sensatez y cordura. Hay un Comité de distribución al cual
se debe dirigir todo aquel encargado de cubrir las necesidades de
su hogar…».
En Sama, los guardias civiles que resistían en el cuartel, al
intentar una salida fueron muertos o apresados. El Comité político
se instaló en el Ayuntamiento y el de Guerra en el Casino La
Montera. Un bando ordenó la normalización de la vida y la
reapertura de comercios. Se registraron las casas para incautarse
de armas donde las hubiere, y luego se puso un aviso en la puerta,
que decía: «Respeta esta casa que ya ha sido registrada».
En todo el valle de Turón quedó implantada la República
socialista y en marcha los Comités, así como el reclutamiento e
instrucción de hombres para el frente. Se utilizó la emisora de radio
de la central eléctrica de Hulleras de Turón.
El 5 por la tarde, el Gobierno había ordenado que saliese de
León una columna formada por el regimiento de Infantería número
36 y una sección del 12. Como la línea férrea estaba cortada
después de la voladura del puente de los Fierros, las tropas
descendieron en camiones desde el puerto de Pajares. Los
revolucionarios concentraron entonces sus fuerzas en Pola de Lena,
cuyo cuartel se había rendido sin lucha (por lo que más tarde fue
condenado el sargento que lo mandaba). Al llegar las fuerzas del
general Bosch, el día 6, a Vega del Rey —donde se les unieron el
batallón de infantería ciclista y una compañía de ametralladoras,
procedentes de Palencia— fueron paralizadas por la resistencia de
las columnas obreras. Se creó allí un frente estabilizado, que iba a
durar dos semanas.
Al mismo tiempo, otra columna mandada por el general López
Ochoa salió de Lugo en camiones y llegó hasta Luarca, donde se
habían concentrado fuerzas de la Guardia civil.
En Oviedo, en la mañana del mismo día, la primera columna
obrera sorprendió a la 24 compañía de Asalto junto al caño del
Águila y, a pesar de que ésta recibió refuerzos del Ejército, los
obreros eran dueños de la situación a mediodía, y entraban en
Oviedo por el barrio de San Lázaro. Al ocupar la loma del convento
de las Adoratrices, fueron acogidos entusiásticamente por las
mujeres de aquellas barriadas populares, que salían a su encuentro
para vitorearlos y abrazarlos. Otros grupos obreros se abrieron paso
con cartuchos de dinamita por las calles de Fierro, Santo Domingo y
Guillermo Estrada, hasta apoderarse del Ayuntamiento a las dos y
media de la tarde. En las calles de Leopoldo Alas y Arzobispo
Guisasola, los carabineros intentaron resistir. En vano: las columnas
mandadas por el sargento Diego Vázquez avanzaban a los gritos de
«¡Viva Oviedo! ¡Viva la revolución social!». La mayoría vestían
jersey rojo y muchos llevaban correaje y casco de acero. A las tres
de la tarde dominaban el barrio y ocupaban el Hospital provincial.
Mientras tanto, en Trubia, donde los 1400 obreros habían
entrado al trabajo, a las diez de la mañana, en combinación con un
grupo armado del exterior, se apoderaron de la fábrica de armas,
tras breve resistencia del comandante jefe Hernández Pomares, que
murió en el combate, y de algunos oficiales. Los obreros se
apoderaron así de un cañón Schneider de 15,5, nueve cañones de
montaña de 10,5, uno de 7,5 y otros 18 cañones de montaña
sistema Ramírez de Arellano.
Durante esos días siguió la huelga en Vizcaya y Guipúzcoa. En
Mondragón, d propietario y diputado de extrema derecha Oreja
Elósegui hizo frente a los revolucionarios y pereció en la lucha. En
Portugalete, Sestao y otras localidades próximas a Bilbao, los
obreros dominaban la situación y los cuarteles de la Guardia civil
eran aislados y sitiados. Por todas partes se alzaban barricadas.
El 6 de octubre en Barcelona
Y, mientras tanto, ¿qué pasaba en Barcelona?
Al amanecer del día 6, la Alianza Obrera difundió un manifiesto
que terminaba así: «Es hoy cuando hay que proclamar la República
catalana. Mañana quizás fuera tarde. Importa que las masas
populares de Cataluña lo tengan presente y cumplan con su deber.
¡Viva la huelga revolucionaria! ¡Viva la República catalana!».
Pero en Barcelona había cuatro estados mayores, por decirlo
así: el de Dencàs y Estat Català; el de la Alianza Obrera; el de la
C. N. T. —que no se movió— y el del Ejército, mandado por
Domingo Batet, general jefe de la Cuarta División Orgánica. Dencàs
no sólo dio órdenes contra los anarquistas, sino que dijo a una
comisión de la Alianza que se hallaba dispuesto a fusilar a los
directores de su movimiento. Éstos le replicaron que el problema
estaba en saber quién fusilaría a quién[14].
El sábado, el Gobierno de la Generalidad estaba reunido en
sesión permanente. Companys se encontraba en situación difícil
ante tan heterogéneas corrientes. Por fin, a las ocho de la noche,
salió al balcón de la Generalidad y se dirigió a los miles de personas
congregadas en la plaza de la República y proclamó el «Estado
Catalán dentro de la República Federal Española»[15].
Acto seguido, Companys pidió al general Batet que se pusiera a
sus órdenes para servir a la República federal, pero, al mismo
tiempo. Lerroux, instalado en el ministerio de la Gobernación,
conferenciaba por teletipo con la Cuarta División Orgánica y le
comunicaba que el Gobierno declaraba el estado de guerra en toda
España. El jefe del Gobierno se dirigió por radio al país en términos
de gran severidad contra los «anarquistas» de Asturias y los
«separatistas» de Cataluña.
Cumpliendo las órdenes de Madrid, el general Batet se dispuso a
proclamar el estado de guerra en Cataluña y, cuando en Barcelona
la tropa avanzaba hacia la plaza de la República para fijar el bando
en cuestión, el comandante Pérez Farrás, jefe de los Mozos de
Escuadra de la Generalidad, mandó a sus hombres hacer fuego
contra aquellos soldados. Y se generalizó el tiroteo en varios puntos
de la ciudad. Mientras el Gobierno de Cataluña y el Ayuntamiento de
Barcelona estaban reunidos en sesión permanente, y la radio
instalada en el palacio de la Generalidad y en la Conserjería de
Gobernación no cesaba de llamar a las armas a todos los catalanes,
en el local del Centro de Dependientes (C. A. D. C. I.) un puñado de
hombres oponía resistencia al Ejército; el local fue destruido a
cañonazos y allí cayeron muertos los catalanistas Jaime Comte y
Manuel González Alba, y el comunista Amadeo Bardina.
A todo eso reinaba la inquietud en los medios oficiales de
Madrid, temerosos de que en Cataluña la situación fuera tan grave
como en Asturias. A las dos de la madrugada. Hidalgo, ministro de
la Guerra, se fue a acostar, tranquilizado por el general Batet, que le
aseguraba que con el alba se arreglaría todo. Junto al despacho del
ministro, el general Franco preparaba el plan de ataque en Asturias,
y el teniente coronel Yagüe era llamado con urgencia del pueblecito
de Soria donde residía.
Y al romper el día, los artilleros de Batet, mandados por el
comandante Fernández Unzúe, rompieron fuego contra el palacio de
la Generalidad y las Casas Consistoriales, desde donde se dijo que
se había tiroteado a la tropa que se dirigía a ocupar la plaza de la
República y los dos edificios oficiales.
Comprendiendo que era inútil toda resistencia, el presidente
Companys telefoneó al general Batet para comunicarle que se
rendía y se hada único responsable de todo lo ocurrido. La bandera
blanca sustituyó las catalanas izadas en los balcones principales de
la Generalidad y del Ayuntamiento, y el presidente y sus consejeros
Comorera, Lluhí Vallescá, Gassol, Barrera, Esteve y Mestres, el
alcalde Carlos Pi y Súñer y numerosos concejales de la Esquerra y
de la Unió Socialista, así como varios diputados al Parlamento
Catalán y a Cortes, el comandante Pérez Farrás, algunos jefes y
oficiales de Asalto, fueron conducidos a la Cuarta División, y de allí
al vapor Uruguay, convertido en prisión de un Gobierno y de las
principales autoridades de Barcelona y de Cataluña. El que no se
entregó fue el consejero de Gobernación, Josep Dencàs, que huyó
con Miguel Badía y algunos de sus hombres más comprometidos a
Francia. Contra Dencàs se descargaron todas las culpas, las
invectivas y hasta las más absurdas fantasías. ¿Separatista,
fascista, agente provocador?
Pero el jefe del Gobierno central, que había ordenado
bombardear la Generalidad, es más susceptible de ser incluido en la
última categoría: desde su actuación en Barcelona a primeros de
siglo hasta sus relaciones con policías monárquicos que
conspiraban contra la República (Martín Báguenas), pasando por
sus relaciones con Sanjurjo y con March, todo ha hecho de Lerroux
uno de los personajes más confusos de nuestra historia
contemporánea.
En la tarde del día 7 desembarcaba en Barcelona una
bandera[16] del Tercio y un batallón de Cazadores de África,
fondeaban allí varios buques de la flota y llegaban numerosos
aviones. Las tropas desfilaban, a las once de la noche, entonando
sus himnos bélicos; camino de los locales que en Montjuic les
servían de cuartel provisional.
Mientras, en Asturias sigue la lucha…
Pero la situación estaba muy lejos de aclararse y en el Madrid
del domingo 7, paralizado por la huelga, los tiroteos creaban una
atmósfera de expectación y nerviosismo. A partir de las ocho de la
noche estaba prohibido circular por las calles; los raros transeúntes
iban brazos engaito por la ciudad en tinieblas, jalonada aquí y allá
por los puestos de guardias de Asalto, con silencio sólo roto, con
perseverantes intermitencias, por las respuestas a los «pacos»
apostados en esquinas o azoteas.
En medio de aquel ambiente, una manifestación sorprendió a los
madrileños de la mañana de aquel domingo. El Consejo nacional de
la Falange, reunido aquellos días, la había organizado para dar las
gracias al Gobierno y «por la unidad de España». Compraron a tal
efecto una bandera tricolor y marcharon desde la Castellana a la
Puerta del Sol, aumentadas sus filas por la de aquellos derechistas
que encontraban en el camino. Ya en la Puerta del Sol, José Antonio
Primo de Rivera, encaramado a un montículo de las obras del
Metro, evocó la batalla de Lepanto y afirmó que en éste su
aniversario el Gobierno «nos ha devuelto la unidad de España».
Subió a cumplimentar a Lerroux, quien, al referirse a aquella
entrevista, ha escrito: «Me sucedía con el hijo lo mismo que con el
padre: sentía por él una viva inclinación simpática».
También recibió Lerroux a numerosas personalidades
monárquicas y de acentuado matiz conservador que iban a
ofrecerse al Gobierno[17].
Lo necesitaba. La situación de Asturias era muy difícil, y todavía
no se aclaraba la del País Vasco y otros lugares. El lunes 8, la
prosecución de la huelga en Madrid contrariaba al Gobierno. Las
reservas militares tenían que ocuparse de los ferrocarriles y los
jóvenes radicales hacían el servicio urbano de limpieza.
En el palacio de Buenavista Franco «es realmente el general jefe
de Estado Mayor del propio ministro»[18]. El general López Ochoa,
inspector de la región de Asturias, Galicia y León, se hallaba al
frente de las operaciones.
El Gobierno se reunió aquella noche y, a la salida, Diego Hidalgo
declaró que, «en Asturias, los esfuerzos conjugados de los ejércitos
de tierra y mar están a punto de lograr sus objetivos». Y Baquero,
ministro de la Gobernación, afirmó por su parte: «La sumisión total
de los rebeldes asturianos es cuestión de horas». Bien sabían ellos
que no era verdad. Cuando salían del Consejo seguían los disparos
en el paseo del Prado y Atocha, en Cuatro Caminos y Tetuán. Se
frustraron aquel día dos ataques al Congreso y Correos. También
otro a la Dirección de Seguridad, pero la refriega se extendió por la
Gran Vía hasta la Red de San Luis. Por los barrios populares había
choques en las calles de Argumosa, Ave María y por Delicias. Hubo
un momento en que la estación de Las Peñuelas fue cercada por los
huelguistas, que también atacaban con bombas de mano el depósito
de locomotoras de M. Z. A. Pero era así mismo verdad que en el
estudio del pintor Luis Quintanilla habían sido detenidos varios
dirigentes del movimiento: De Francisco, Santiago Carrillo,
Hernández Zancajo, Díaz Alor y Felipe Pretel. Negrín y Álvarez del
Vayo consiguieron salir antes del estudio y fueron acogidos por Jay
Allen, corresponsal del Chicago Tribune (detenido también durante
unas horas). Prieto consiguió ponerse a buen recaudo. En cambio
cayeron en manos de la policía Jiménez de Asúa, el cenetista
González Inestal y Trifón Medrano, secretario de las Juventudes
Comunistas.
El Gobierno iba a presentarse ante las Cortes, pero… ¿qué
ocurría mientras tanto en Asturias?
El domingo 7, los mineros dominaban la situación en Oviedo: se
tomó el depósito de máquinas y formó un tren para apoderarse de la
estación, que cayó a las nueve de la mañana junto con los talleres.
En vano se defendieron los carabineros en su Comandancia, donde
murió el jefe y tres de sus hombres. Los demás se rindieron y fueron
conducidos a Mieres. A mediodía caía la central de Telégrafos. Las
fuerzas gubernamentales decidieron parapetarse en la torre de la
catedral. También resistieron en el cuartel de Pelayo, bombardeado
en vano por la tarde.
En las zonas mineras se instauró el orden revolucionario:
reclutamiento para los frentes, abastecimientos, orden público[19].
José Pla ha escrito: «Los equipos de conservación de las minas
fueron mantenidos y funcionaron perfectamente. Se produjeron, con
normalidad, los desagües. Los hornos no se apagaron. En la zona
minera, la superestructura económica fue mantenida intacta, lo que
demuestra que contaron con una organización formidable»[20].
El 7 apareció en la zona de Grado la columna de López Ochoa,
pero los revolucionarios, apostados en el desfiladero de Peñaflor,
impidieron que continuase su progresión hacia Trubia. El 8, López
Ochoa daba media vuelta y se dirigía hacia Avilés, que consiguió
ocupar al día siguiente.
En Gijón, la situación de los revolucionarios se agravó con la
llegada del crucero Libertad el día 7. Desembarcó primero un
batallón de infantería de Marina, que no pudo pasar de Serin. El
Comité revolucionario organizó el abastecimiento, un hospital de
sangre y prohibió severamente todo acto de pillaje. El día 8, los
obreros llegados de Cimadevilla se apoderaron de la Delegación
marítima y de la Fábrica de Tabaco (donde se instaló otro hospital
de sangre), pero no pudieron tomar el Ayuntamiento. Oscurecía
cuando los cañones del Libertad abrieron fuego contra el barrio de
Cimadevilla. La situación era cada vez más difícil.
En la zona Sur, los revolucionarios tenían cercado Vega del Rey.
Llegó más fuerza del Ejército y con ella el propietario García Tuñón,
para orientarle como conocedor del terreno, por lo que los obreros le
quemaron su palacio de Fresnedo. Como las baterías del Ejército no
cesaban de disparar sobre el valle de Pola de Laviana, los obreros
respondieron atacando con un tren blindado.
Desde la madrugada del día 8, los cañones emplazados en el
Naranco por los revolucionarios dirigieron el fuego sobre los
reductos gubernamentales de Oviedo. Comenzó entonces el ataque
contra el cuartel de la Guardia civil. Un testigo de los combates ha
escrito: «El tiroteo de las ametralladoras, fusilería y el estampido de
paquetes de dinamita es atronador» … «A las dos y media de la
tarde el tiroteo es terrible en toda la ciudad». Volaban sobre Oviedo
18 aviones de reconocimiento y 12 de bombardeo. Hacia las once
lanzaron varias bombas sobre los alrededores. Poco después
empezaba el ataque decisivo contra la Fábrica de Armas, dirigido
por el sargento Vázquez. Aparecieron los automóviles blindados en
los que se distinguían las inscripciones U. H. P. (Unión de Hermanos
Proletarios). Los obreros lanzaban paquetes de dinamita y chatarra,
y un chaval de 17 años se acercó, varias veces hasta la verja de la
fábrica y lanzó seis cartuchos, que encendía con un cigarrillo. «En
una de éstas me matan», dijo. En efecto, a los pocos minutos, una
ráfaga de ametralladora le quitó la vida.
Pero los cien hombres que defendían la fábrica no podían resistir
más. A las ocho de la noche la abandonaban y se replegaban hacia
el cuartel de Pelayo, situado a unos 250 metros de distancia. A las
seis de la mañana la fábrica era ocupada por los obreros:
«Saltan las tapias por el lado Sur. Las mujeres de aquellos
barrios les aplauden y les gritan: ¡Adelante, valientes! ¡Adelante,
adelante, que la fábrica es vuestra!»[21].
El botín fue el siguiente: 21 115 fusiles y mosquetones, 281
fusiles ametralladores y numerosas ametralladoras pesadas.
Aquel mismo día, el Comité revolucionario de Oviedo publicaba
un bando proscribiendo todo acto de pillaje, llamando a constituir la
Guardia roja con medidas encaminadas a organizar el
abastecimiento[22].
En el resto del país la lucha no había cesado, pero estaba
enteramente desarticulada por la ausencia de un centro de dirección
nacional En Vizcaya y Guipúzcoa la huelga era todavía total[23].
Durante el domingo 7 no cesaron los tiroteos en San Sebastián,
donde los obreros, obligados a retroceder hacia el monte Ulía,
continuaron allí su resistencia. También menudearon los encuentros
armados en Bilbao y su zona minera. La huelga era total en
Valencia, Málaga, Alicante, Granada, Sevilla, Vigo… En Barcelona,
ocupada militarmente, cesó el lunes 8, por falta de visión
revolucionaria de la C. N. T.[24]. Hubo igualmente choques armados
en distintas localidades: Reinosa, zona minera de Huelva,
Villarrobledo (Albacete), donde los obreros se apoderaron del
Ayuntamiento y se atrincheraron allí. El Gobierno envió tropas desde
Córdoba contra los mineros de Linares y La Carolina; la Guardia
civil, secundada por el Ejército, tomó por asalto las Casas del
Pueblo de esa zona minera, tras enconados combates con muertos
y heridos por ambas partes. Pero ¡faltaba una dirección central y
unificada! Como ha escrito Ramos Oliveira, «en las grandes
capitales, el pueblo estaba preparado psicológicamente para una
huelga política, antifascista, pero no para luchar por la conquista del
Poder»[25].
«Un alto en el camino»
Las Cortes se reunieron el 9 por la tarde. Ausentes los diputados
de izquierda, el Gobierno obtuvo la adhesión entusiasta de los
restantes. Ese mismo día, en Barcelona, en el domicilio del doctor
Gubern, era detenido Manuel Azaña. El mismo percance fue el de
Luis Bello, y a uno y a otro la prensa derechista cubrió de
improperios y de infamias. Lerroux ha escrito después: «Tenía el
íntimo convencimiento de que el personaje (Azaña) no había ido a
Cataluña a conspirar y mucho menos a participar en la rebelión».
Parece ser que el jefe del Gobierno telegrafió a la autoridad judicial
para comunicarle «que no veía la flagrancia del delito» que
permitiese detener al diputado Azaña. No le hicieron caso
(¿mandaba él, en realidad?) y se calló. Azaña ingresó en calidad de
procesado en el destructor Sánchez Barcáiztegui, anclado también
en Barcelona.
Quedaba Asturias. Los mineros no se rendían. Para impedir que
pudiesen progresar, el coronel Aranda desplegó un dispositivo en
arco de unos 150 kilómetros, desde Galicia hasta Palencia, cerrando
todos los accesos a Castilla. Legionarios y Regulares, «esas tropas
mercenarias que España paga para que la sirvan» —dijo Hidalgo en
el Congreso— eran enviados cada día en mayor número hacia
Asturias.
El día 10, los aviones militares volaban sobre Oviedo invitando a
la rendición. Sin embargo, un tren blindado atacaba todavía el
cuartel de Pelayo, en cuyo patio se posó un autogiro a las tres de la
tarde, con el teniente coronel Yagüe a bordo, que poco después
prosiguió su ruta hacia Gijón. La columna de López Ochoa, que
había salido de Avilés hacía veinticuatro horas, llegó hasta «La
Corredera», a dos kilómetros y medio del cuartel de Pelayo, pero no
pudo conquistar las posiciones de los obreros, pese a que éstos
eran bombardeados por un avión.
En Gijón habían fondeado el Jaime I y el Miguel de Cervantes, el
primero de los cuales embarrancó. Saltaron a tierra la Sexta
Bandera del Tercio y el batallón de Cazadores de África n.º 8. A las
cuatro de la tarde establecían contacto las fuerzas del Tercio y las
del Ejército que había en Gijón. Llegó el general Rogelio Caridad
Pita, que se hizo cargo de la plaza.
Pero la situación no cambió en el resto de Asturias. En Grado,
los obreros eran otra vez dueños del terreno. El Comité, instalado en
d Ayuntamiento, lanzó una proclama: «El proletariado de toda
España, con un valor y una heroicidad desconocidos, se bate con
las fuerzas que aún defienden, aunque en los estertores de la
agonía, el régimen de explotación».
En La Felguera, donde se organizó el racionamiento, médicos y
farmacéuticos colaboraban con los revolucionarios, pero no así los
comerciantes[26].
En cuanto a Mieres, pese al bombardeo de la aviación, que
causó diez muertos y varios heridos, el Comité continuó
organizando la lucha, y el general Bosch siguió cercado en Vega del
Rey, de dónde sólo, pudo salir, para; Campomanes, el día 12, pese
a que el día 9 el ministro de la Gobernación había declarado: «Están
en poder del Ejército, Ujo y Mieres».
El jueves 11, la lucha fue violentísima. Los mineros intentaron en
vano asaltar la catedral de Oviedo, mientras 21 aviones de
reconocimiento y cinco de bombardeo protegían la columna de
López Ochoa. En el hospital de Oviedo se agotó el material de curas
y no había ya gasa para esterilizar. No obstante, once médicos
voluntarios trabajaban aún sin descanso en el hospital y en la casa
de socorro. A la caída de la tarde, López Ochoa; reforzado por dos
compañías de Infantería procedentes de Avilés, consiguió llegar al
cuartel de Pelayo.
El Comité se reunió, bajo la presidencia de González Peña, y se
pensó ya en la evacuación. En efecto, al día siguiente llegó a Gijón
otra bandera del Tercio y un tabor de Regulares y de allí partió la
columna mandada por Yagüe, que llevaba además artillería.
No desfallecían los obreros, a pesar de que el día 12 los aviones
lanzaron proclamas que decían: «Rebeldes de Asturias. ¡Rendíos!
Es la única manera de salvar vuestras vidas…». Pero en Trubia los
obreros trabajaban dos tumos en la fabricación de proyectiles, y
equipos de mujeres preparaban los saquetes para empaquetar la
carga de los cañones.
A mediodía del 12. Yagüe inició el asalto, al mando de una
bandera del Tercio, un tabor de Regulares, un batallón de
Cazadores de África y una batería de artillería, protegido por seis
aviones y un trimotor. La Fábrica de Armas fue ocupada por moros y
legionarios a las cinco de la tarde, pero la lucha siguió rabiosa, casa
por casa.
El 13 por la mañana, cuatro aviones bombardearon la estación
del Norte. Atacaban legionarios y regulares, pero la resistencia era
encarnizada. A mediodía, las tropas mercenarias, mandadas por un
ruso blanco, el teniente Dimitri Iván Ivanof, tomaron la estación.
En la iglesia de San Pedro de Arcos, a 300 metros de dicha
estación, una ametralladora empuñada por la joven comunista Aída
Lafuente y servida por otra muchacha, resistió impávidamente
protegiendo la retirada de las columnas obreras. Moros y legionarios
avanzaban con penas, palmo a palmo y dieron muerte a Aída, que
no había abandonado su ametralladora. Poco después Yagüe entró
personalmente en la iglesia. Eran las tres de la tarde. A las cuatro,
las tropas desfilaban por la calle Uría y, a su cabeza, el abanderado
era un moro. Se luchaba todavía en los alrededores de la
Universidad y del Ayuntamiento y sólo al atardecer, se retiraron los
mineros hacia San Lázaro.
Hasta el domingo 14 no consiguieron ocupar los del Tercio el
Ayuntamiento. Teodomiro Menéndez fue detenido en una casa de la
calle de Félix Aramburu.
En Madrid, ese mismo día, lo fue Largo Caballero en su
domicilio. El Gobierno, tras titubeos y falsas noticias, pudo anunciar,
de verdad, la reconquista de Oviedo. El ultraderechista diario El
Siglo Futuro proclamó: «El Ejército es hoy la encarnación de
España».
Pero la zona minera resistía. Y en Oviedo, todas las fuerzas de
la Legión (dos banderas), Regulares, Cazadores y Artillería,
mandadas por Yagüe, necesitaron aún dos días para desalojar a los
obreros de Villafría y San Lázaro. La fábrica de Trubia no fue
ocupada hasta el 17 por la noche.
En el frente de Campomanes y Vega del Rey llovía
torrencialmente. El 14 había llegado el tercer tabor de Regulares
mandado por el teniente coronel Sáenz de Buruaga. Al día
siguiente, el general Balmes reemplazó a Bosch. El 18 llegó la
tercera bandera del Tercio. Pero los mineros no cedían un palmo de
terreno. Todavía el día 15 salieron más hombres de Mieres para el
frente de Vega del Rey. En el frente de Pola de Siero resistieron
hasta el día 17.
Ese mismo día se organizó en Grado una columna para socorrer
a los de Trubia, pero, atacados por el Ejército, tuvieron que
aprestarse a la defensa. Bajo una lluvia diluviana hicieron retroceder
a los gubernamentales hasta Pravia. Al día siguiente, las columnas
obreras se retiraban en buen orden.
Pero se acercaba el final, López Ochoa envió un parlamentario a
Sama para que los obreros se rindiesen y exigiendo la entrega
inmediata de la cuarta parte del Comité provincial y que no se
disparase un tiro sobre las tropas cuando éstas avanzaran. El
Comité provincial revolucionario, formado por socialistas y
comunistas, examinó la cuestión. En su nombre, Belarmino Tomás
aceptó la rendición con la condición de que las tropas moras no
entrasen en cabeza. López Ochoa aceptó. Ese mismo día, el Comité
Provincial Revolucionario de Asturias publicó el siguiente manifiesto:
«A todos los trabajadores.
»El día 5 del mes en curso comenzó la insurrección gloriosa del
proletariado contra la burguesía y después de probada la capacidad
revolucionaria de las masas obreras para los objetivos de gobierno,
ofreciendo alternativas de ataque y defensa ponderadas, estimamos
necesaria una tregua en la lucha, deponiendo la lucha en evitación de males
mayores. Por ello, reunidos todos los Comités revolucionarios con el
provincial, se acordó la vuelta a la normalidad, encareciéndoos a todos os
reintegréis de forma ordenada, consciente y serena, al trabajo.
»Esta retirada nuestra, camaradas, la consideramos honrosa por
inevitable. La diferencia de medios de lucha, cuando nosotros hemos
rendido tributo de ideales y hombría en el teatro de la guerra, y el enemigo
cuenta con elementos modernos de combate, nos llevó por ética
revolucionaria a adoptar esta actitud extrema. Es un alto en el camino, un
paréntesis, un descanso reparador después de tanto “surmenage”.
Nosotros, camaradas, os recordamos esta frase histórica: Al proletariado se
le puede derrotar, pero jamás vencer.
»¡Todos al trabajo y a continuar luchando por el triunfo! 18 octubre
1934».
En la plaza de Sama. Belarmino Alonso dirigió la última
alocución a los mineros armados.
Al día siguiente, las tropas que tenía desplegadas el general
Aranda descendieron para ocupar la zona minera. Los miembros del
Comité no salieron hasta el último minuto, después de organizar la
evacuación clandestina de los militantes más comprometidos.
Muchos de ellos continuaron una lucha desigual en las montañas.
Muy pronto, legionarios y regulares implantaban el terror en las
zonas mineras. Cuatrocientos guardias civiles se encargaron de una
labor especial de «limpieza». El juez Alarcón fue enviado a Asturias
como juez especial instructor. También el comandante Doval, de la
Guardia civil, fue allí para «recuperar las armas», organizar los
registros y dirigir la represión. Las estadísticas oficiales,
confeccionadas por la Dirección general de Seguridad, dieron como
resultado total de víctimas el número de 1335 muertos y 2951
heridos. De ellos 1051 muertos y 2051 heridos están calificados de
«paisanos», lo que equivale a decir que, salvo algunas excepciones,
pertenecían a los revolucionarios. En las fuerzas gubernamentales,
fue la Guardia Civil quien tuvo mayor número de muertos (100), pero
en heridos el número más elevado fue el del Ejército, cuyas bajas
por ese concepto se elevaron a 550. Esta estadística es de orden
nacional y refleja también la importancia de los combates habidos
en Barcelona y Madrid. Para Asturias-León los datos son 1105
muertos, de ellos 866 revolucionarios; 2104 heridos, de los cuales
1465 entre los revolucionarios (el Ejército tuvo allí casi 500 heridos).
La estadística de la Dirección General de Seguridad refleja
también la gravedad de los choques habidos en Vizcaya,
Guipúzcoa, Zaragoza (provincia), Santander (provincia). No
obstante se observa a veces excesivo optimismo en sus datos. Por
ejemplo, en la casilla «Días que duró la revuelta» pone «10» en
Asturias. En cambio pone la misma duración para Vizcaya; e
insospechadamente pone 12 días en Málaga.
Al mismo tiempo, cerca de 40 000 personas eran encarceladas
en Asturias, País Vasco, Cataluña, Madrid y otros lugares de
España.
El movimiento de octubre preparado, en realidad, por el Partido
Socialista, con un programa que sólo fue conocido después[27], tuvo
proyecciones muy diversas. Como movimiento central fue ineficaz
desde que fracasó su realización en Madrid, proyectada a base de
golpes de manó audaces por grupos reducidos de combate. En
Asturias fue una verdadera revolución obrera, con órganos de poder,
administración, sistema de transportes y abastecimientos, etc.,
secundado por la masa del pueblo[28]. En el País Vasco se frustró,
probablemente, por falta de organismos de dirección. Lo sucedido
en Barcelona fue un levantamiento de un Gobierno autónomo,
representante de la pequeña burguesía, que no combatió y apoyado
por una minoría obrera, a causa de la ausencia total de unidad. En
el resto del país hubo una huelga general política llevada a cabo por
las organizaciones obreras, con la simpatía, por lo general pasiva,
de los partidos republicanos.
Una victoria pírrica. Lerroux en el Poder
Dominado el movimiento revolucionario, clausuradas las Casas
del Pueblo, suspendida la mayoría de la prensa obrera, la situación
no era, sin embargo, cómoda para el Gobierno Lerroux. La derecha
se creía en el momento de poder exigirlo todo. Así, por boca de
Calvo Sotelo y de otros extremistas de derecha, se exigió de las
Cortes, al reanudarse las sesiones el 6 de noviembre, la dimisión de
Samper e Hidalgo. Calvo Sotelo, enarbolando, como prueba, la
prensa obrera clandestina, dijo que «los revolucionarios se rehacen
moral y espiritualmente». Samper e Hidalgo fueron catapultados del
Gobierno. (Hidalgo ha sido después reivindicado por la derecha
española). Lerroux se hizo cargo de la cartera de Guerra y Rocha de
la de Estado. La represión seguía implacable en Asturias. Las
Cortes (sin diputados de izquierdas) suspendían transitoriamente la
aplicación del Estatuto de Cataluña, aunque los monárquicos y
tradicionalistas querían la derogación pura y simple.
Al socaire de la situación que las derechas consideraban
exclusivamente «salvada» por el Ejército, crecieron los rumores de
golpe de Estado. El editorial del 22 de octubre de Le Temps, de
París, se hacía eco de los rumores de dimisión de Alcalá Zamora y
de la formación de un Directorio militar presidido por Franco. A título
de curiosidad, cabe señalar que José Antonio Primo de Rivera se
había dirigido a Franco, sin, por cierto, obtener respuesta, el 24 de
septiembre, ofreciéndole su apoyo para un golpe militar[29]. En un
Consejo de ministros, Alcalá Zamora pasó al contraataque y
preguntó a Hidalgo sobre ciertos Comités de oficiales que
amenazaban dar un golpe de Estado. Contestó el ministro de la
Guerra citando atropelladamente el nombre de dos coroneles y el
presidente de la República le replicó claramente que conspiraba con
varios generales. La verdad es que Alcalá Zamora se batía en aquel
momento por evitar que la situación se agravase. Comprendía,
además, que la condena a muerte, por tribunales, de sublevados de
octubre sería un gravísimo error político. La lucha empezó por el
caso Pérez Farrás, condenado a última pena. El Gobierno acordó
«darse por enterado de la sentencia», esto es, aprobarla. Entonces
el presidente de la República convocó un Consejo para plantear de
nuevo la cuestión. Lerroux ha escrito: «Los ministros empezaron a
mirarse unos a otros… Mañana se diría que habíamos disputado
como lobos hambrientos la cabeza de un hombre y que el único que
había mantenido sentimientos humanos era Su Excelencia». Se
decidió, pues, que el caso pasase a informe del Tribunal Supremo.
Mientras tanto. Lerroux no perdía su tiempo en el interinato del
ministerio de la Guerra, en pugna constante con el presidente de la
República. «Todos los, coroneles le parecían sospechosos», cuenta
Lerroux de Alcalá Zamora. Y prosigue: «Yo le puse a la firma el
ascenso del general Franco y luego su destino a África. Y cuando
hubo una vacante de general que correspondía normalmente a
Fanjul, no vacilé…». También propuso para otros mandos y
ascensos a Millán Astray y Goded.
Por fin, el Supremo devolvió el expediente Pérez Farrás. No
ponía objeciones. Los ministros creían que debía cumplirse la
sentencia. No tenían el valor de afrontar la opinión pública ni
tampoco a Alcalá Zamora, que les recordó que algunos de ellos
habían pedido clemencia para Sanjurjo. Y rectificaron. El 2 de
noviembre se indultó a Pérez Farrás[30]. La historia debe retener
esta confesión de Lerroux, tres años después: «Con el alma en la
pluma declaro que ni mi voluntad ni mi corazón pusieron nada en
aquel acto de clemencia».
Pero siguieron otras condenas a muerte. González Peña fue
detenido y también condenado a la última peña. La actitud ante la
represión iba a servir de línea divisoria de la política española. Si
tomamos un periódico de la época, no se leen más que noticias de
represión y Consejos de guerra. Por ejemplo, el ABC del 31 de
diciembre: Consejo de guerra contra el sargento Vázquez, intento de
suicidio de Teodomiro Menéndez en la cárcel de Oviedo, hallazgos
de armas en Asturias, suscripciones para la Guardia civil,
suplicatorio contra González Peña, Consejos de guerra en Avilés y
Oviedo, Consejos de guerra en Sevilla y Huelva, Consejos de guerra
en Barcelona y Orense, detenciones en San Sebastián…
Y una queja, un grito de rencor en toda la derecha: a falta de
pruebas contra él, Manuel Azaña era puesto en libertad el 28 de
diciembre.
En ese momento se produjo una grave discrepancia en la
derecha española: Gil Robles y los suyos querían conquistar el
Poder por la vía pacífica. Calvo Sotelo y la extrema derecha no
pensaban sino en derribarlo todo por la violencia. Aquel mes de
diciembre de 1934 se formó el Bloque Nacional. Su primer
manifiesto declarando que «la revolución no está vencida todavía»
lo firmaban, entre otros, Goicoechea, Calvo Sotelo, el duque de
Alba, Rodezno, Pradera, Yanguas, Areilza, Sáinz Rodríguez,
Lequerica, el padre Gafo, Lamamié de Clairac. Ansaldo, tránsfuga
de Falange, organizaba las guerrillas del Bloque, uniformadas con
camisa gris, que pronto contaron con un millar de hombres. Un
incidente epistolar entre Calvo Sotelo y Gil Robles puntuó las
diferencias entre C. E. D. A. y Bloque Nacional.
También en el Partido Socialista continuaba la lucha de
tendencias. La mayoría seguía al ala izquierda de Largo Caballero.
Las Juventudes publicaban clandestinamente un folleto titulado
Octubre, en el que se preconizaba «la bolchevización del Partido
Socialista, la expulsión del reformismo, la eliminación del centrismo
de los puestos de dirección, el abandono de la Segunda
Internacional, la unificación del proletariado español en el Partido
Socialista». Comenzaron a funcionar los Comités de enlace de las
Juventudes Socialistas y Comunistas. En marzo de 1935, se creó el
Comité nacional de Ayuda a los presos, en el que participaban los
partidos y juventudes socialistas y comunistas, así como las
organizaciones juveniles de los partidos republicanos.
Mientras tanto, en las esferas del Gobierno, Lerroux y Gil Robles
forcejeaban. Salió Villalobos de su ministerio y fue reemplazado por
Dualde. Dimitió luego Martínez de Velasco. Se hablaba de una
reforma constitucional por iniciativa de Alcalá Zamora. Por fin, a
últimos de enero, se modificó el Gobierno, aunque con pocos
cambios: el radical Abad Conde entró en Marina y Lerroux siguió
con la cartera de Guerra. No había ya ministros sin cartera. Pero el
sargento Vázquez, condenado a muerte, había sido ejecutado.
Crecía el divorcio entre las Cortes de centro-derecha y la opinión
popular. La extrema derecha y la C. E. D. A. exigían la ejecución de
González Peña, Teodomiro Menéndez y de otros dieciocho
condenados a muerte. En la presidencia, Lerroux intentaba
maniobrar: «El Partido Radical —decía a los periodistas el 23 de
marzo— es el eje de la vida política española… gira ahora hacia la
derecha porque la opinión le ha impulsado en ese sentido». Pero
una gran parte de la opinión aclamaba a Álvaro de Albornoz al
pronunciar su conferencia en el Ateneo de Madrid, que apoyaba las
denuncias ante las Cortes de las atrocidades cometidas por las
fuerzas represivas, hechas por los diputados Gordón Ordax y
Bolívar. Al otro extremo. Calvo Sotelo echaba manó de burdos
tópicos: «Teodomiro Menéndez y González Peña —decía en un acto
en Villarreal— serán indultados por Lerroux, ya que éste se
comprometió a ello con las logias masónicas del extranjero». Los
gubernamentales hablaban, sin interesar a nadie, de reforma de la
Constitución. La coalición derecha-centro dejaba al desnudo su
carácter clasista al negarse a aceptar el proyecto del ministro
Jiménez Fernández, que sostenía lealmente los principios del
cristianismo social. La ley de Arrendamientos rústicos concedió a los
propietarios toda suerte de ventajas para prorrogar o anular Los
contratos. Cuando Jiménez Fernández quiso legislar en favor de los
yunteros de Extremadura, una voz de los escaños de la derecha le
apostrofó: «Si desea usted quitamos las tierras con encíclicas en la
mano, terminaremos haciéndonos cismáticos».
La C. E. D. A. pasó a la ofensiva y El Debate exigía que se
cumpliesen las sentencias de muerte. La situación gubernamental
se hacía más tensa porque Pita Romero (embajador en el Vaticano
y muy amigo de Alcalá Zamora) sorprendió por azar una conferencia
telefónica del nuncio Tedeschini con Roma en que se probaba su
intervención en favor de la C. E. D. A.
El 29 de marzo se celebró Consejo de ministros y Lerroux y los
radicales hicieron marcha atrás. Se trataba, según él, de «no dejarle
a Su Excelencia la iniciativa de la campaña», puesto que campaña
había en favor del indulto. El Gobierno aprobó, con el voto en contra
de los ministros cedistas, de Cid y de Dualde, la conmutación de
todas las penas muerte. No hubo sangre, pero sí crisis provocada
por los ministros cedistas.
Consultas. Cabildeos. La C. E. D. A. pedía seis carteras, entre
ellas la de Guerra. Por fin, el 3 de abril, Lerroux formó gobierno con
radicales e independientes[31]. En verdad, se trataba tan sólo de un
gobierno puente.
Todo estaba previsto. Al mes justo, Lerroux planteaba la crisis.
La C. E. D. A. tuvo sus seis carteras y Gil Robles el ministerio de la
Guerra[32]. Seis ministros de la C. E. D. A., tres radicales, un agrario,
un liberal demócrata, dos «independientes». Triunfaba la derecha, el
«orden». La mayoría de los ministros no eran republicanos en abril
de 1931, ni siquiera en diciembre del mismo año. Los
«sospechosos» Guerra del Río y Jiménez Fernández habían sido
eliminados. La oligarquía agraria castellana, la jerarquía
eclesiástica, los hombres de negocios estaban allí representados.
Chapaprieta, hombre de confianza de los Consejos de
administración. Portela, consejero del Banco Central, gran
accionista de Minas del Rif y de otras empresas. Casanueva, el
«cediste», notario de la gran burguesía y al mismo tiempo
terrateniente salmantino… Todo entraría, por fin, en orden. Ya las
empresas habían aumentado sus beneficios y los bancos los suyos.
Los órganos de prensa de las Juventudes de Acción Popular pedían
«todo el Poder para el Jefe»… Sin embargo, la extrema derecha
estimaba que el peligro revolucionario no podría evitarse sino
derribando la República e instaurando un régimen autoritario. No por
eso dejaban de votar a este Gobierno, con nueve ministros
exmonárquicos que creían cumplir una etapa en la que se facilitaría
el logro de sus fines. El 13 de mayo, el general Franco eran
nombrado jefe del Estado Mayor Central. El general Fanjul ocupaba
la Subsecretaría de Guerra. El general Goded, la Dirección general
de Aeronáutica[33].
La derecha se prepara, la izquierda se une
Aquellos cuyo objeto era el derrocamiento de la República por la
violencia acrecentaron sus actividades. Desde Bélgica, por
mediación de José Luis Oriol (tradicionalista y financiero) se fletó un
barco con 6000 fusiles, 150 ametralladoras pesadas, 300 ligeras,
10 000 bombas de mano y cinco millones de cartuchos. No se olvide
que había el dinero de Mussolini. Las autoridades belgas
decomisaron el cargamento, pero las ametralladoras llegaron a
España. El rey de los belgas intervino personalmente para que se
liquidase el embargo. Por su parte, Lizarza consiguió de la casa
Mauser mil pistolas con culata de fusil y su munición
correspondiente que llegaron a Pamplona por la frontera francesa,
en la que tenían establecidos numerosos pasos clandestinos de
montaña. Otras mil pistolas llegaron a Pasajes, desde San Juan de
Luz. El inspector nacional de Requetés era entonces el teniente
coronel Rada, que se había pasado de Falange a los
tradicionalistas, pero el jefe supremo era Varela. Funcionaba en San
Juan de Luz una Junta militar carlista y, desde Estoril Sanjurjo,
mantenía relación constante con Fal Conde. Dice Lizarza: «Sanjurjo
se entregó al carlismo, volvió a ser carlista de nuevo». Meses antes
había declarado a la prensa, por intermedio de Martínez de Velasco,
«que se encontraba totalmente alejado de los vaivenes de la política
española, no interesándole ninguno de los rumbos que tome y
deseando vivir tranquilo».
La Unión Militar Española cobraba importancia. Entraron en ella
Goded y otros jefes de relieve. La Junta de esta organización
clandestina estaba compuesta, en 1935, por los siguientes militares:
Barba Hernández, Rodríguez Tarduchy. Arredondo, Rada, Sánchez
Sacristán y de la Cámara. Poco después se incorporaron a sus
tareas los generales Sanjurjo, Fanjul, Mola, Villegas, Orgaz, Barrera
y Fernández Pérez.
También Falange pensaba en el levantamiento armado. En junio,
«la Junta Política», reunida en el Parador de Gredos, decidía ir a la
insurrección[34].
Es curioso que, según el historiador tradicionalista Iribarren,
también por aquella época, los requetés pensaban en una
insurrección que debía partir de la frontera portuguesa por Aracena
(Huelva) y la sierra de Gata (Cáceres).
Esta situación tenía su origen probable en la carta dirigida a los
militares por José Antonio Primo de Rivera, en noviembre de 1934,
afirmando «él deber del Ejército de reemplazar, una vez más, al
Estado inexistente». Según el ministro Vaquero, habían llegado
hasta él informes, durante aquel invierno, de las relaciones entre
Falange y militares. No obstante, las decisiones del Parador de
Gredos no tuvieron muchas consecuencias. Barba, en nombre de la
U. M. E., manifestó su disconformidad con el Gobierno sugerido por
José Antonio Primo de Rivera y, negando así la colaboración militar,
le disuadió de sus propósitos[35].
En la acera de enfrente, la experiencia de los últimos meses, la
significación del Gobierno y el temor al fascismo, estimulaban la
unión de las izquierdas, asistidas por una opinión popular que
comprobaba el peligroso camino de los gobiernos Samper y
Lerroux, con «cedistas» o sin ellos.
La derecha había querido cebarse en la persona de Azaña, no
desdeñando las injurias de mal gusto ni las acusaciones que, al ser
fácilmente rebatidas, se volvieron contra los acusadores. Esa
agresividad hizo de Azaña, de rebote, la figura más popular en aquel
momento. Y sus famosos discursos «en campo, abierto» —de
Mestalla en Valencia (26 de mayo) y de Comillas en Madrid (20 de
octubre)— fueron, a la vez que gigantescas movilizaciones de
masas, dos hitos en la formación de la unión de izquierdas.
En Mestalla, ante ochenta mil personas, en acto presidido por
Juan Peset, catedrático de Medicina y presidente de Izquierda
Republicana de Valencia, Azaña dijo: «Hay que elaborar, en los
problemas esenciales y urgentes del Estado, un programa de acción
política que puedan apoyar todos los partidos de izquierda (…) La
condición fundamental, hoy por hoy, es la unión electoral de las
izquierdas».
Azaña puso todo su empeño en una contienda electoral que
estimaba próxima y, expresándose en términos moderados, dijo que
había que «poner a la sociedad española la vacuna del reformismo
social que le librase, el día de mañana, de la viruela negra», es
decir, de la revolución. Aquel mismo día concentró Gil Robles sus
huestes en Uclés, sin mucho éxito. Perseveró y el 30 de junio logró
dos concentraciones simultáneas, en Mestalla y Medina del Campo.
A comienzos de junio se vio ante el Tribunal Supremo la causa
contra Companys y los consejeros de la Generalidad, defendidos
por Ossorio y Gallardo, Jiménez de Asila, Barcia y Ruiz Funes. El
Tribunal, presidido por Fernando Gasset, accedió, por mayoría de
votos, a la petición fiscal y condenó a todos los acusados a treinta
años de prisión.
Mientras el Gobierno de Cataluña emprendía el camino del
presidio, los diputados de la reacción intentaban destruir la obra de
las Constituyentes. Así, el 4 de julio, Lerroux leyó ante las Cortes el
proyecto de reforma de la Constitución, que suponía un cambio
esencial no sólo en materia de relaciones del Estado con la Iglesia,
sino por lo que significaba de restricción de las autonomías
regionales, posibilidad de crear un Senado, supresión del artículo 44
en lo referente a expropiación o socialización, etc., etc. La reforma
afectaba a 42 artículos. Pero aprobar este proyecto equivalía a la
disolución automática de las Cortes y a la convocatoria de
elecciones. Y los partidos en el Poder eran los primeros en no
desear el poner en marcha ese mecanismo. La extrema derecha
declaraba, por boca de Calvo Sotelo: «El problema no es de revisión
sino de sustitución». Como se requería una mayoría de dos tercios,
fácil resultó pretextar que no se obtenía con los únicos votos
gubernamentales. También se peroró en vano sobre una nueva ley
Electoral. Se votó, en cambio, una ley de Contrarreforma agraria
para complacer a los terratenientes. Y sólo se removieron las aguas,
ya estancadas, de aquellas Cortes, al discutirse la ley de
Restricciones, propuesta por Chapaprieta, según la cual no se
podían aumentar los créditos previstos en el presupuesto ordinario
para idénticos servicios, aprobada en los días tórridos de fines de
julio.
Aquel verano conocía ya Alcalá Zamora el asunto del straperlo.
Se trataba de un juego muy científico de ruleta que permitía ganar
siempre al banquero, cuya autorización había gestionado el
holandés Daniel Strauss en los medios oficiales, gracias a más de
un soborno, y el aparato en cuestión llegó a funcionar en el casino
de San Sebastián. Pero de pronto, desde el Gobierno, negaron el
permiso y toda indemnización al holandés. Contraatacó Strauss, sin
reparar en los medios para ello. Aurelio Lerroux (hijo adoptivo del
jefe del Gobierno) y otros conspicuos radicales resultaban
complicados en el asunto. Discutieron del caso el jefe del Estado y
el del Gobierno. No extrañó, pues, a nadie que al plantearse la
necesidad de reajustar el Gobierno de acuerdo con la ley de
Restricciones —y también las dimisiones de Royo y Velayos—, y
declarar Lerroux la crisis de su ministerio, el 19 de septiembre,
Alcalá Zamora no le ratificara la confianza.
Fracasado un intento de Santiago Alba, el día 29, Chapaprieta
consiguió formar su primer Gobierno[36]. Este ministerio lo
componían, además del presidente, tres radicales, tres «cedistas»,
un agrario y uno de la Lliga. Dato curioso: en el último Consejo de
ministros presidido por Lerroux, éste obtuvo el nombramiento de
Martín Báguenas para director general de Seguridad. Se trataba del
jefe de la brigada político-social en tiempos de la Monarquía y
conspirador asalariado más tarde en la trama que llevó al 10 de
agosto de 1932… Lerroux, según declara en sus Memorias, lo había
puesto a su inmediato servicio. Cayó el Gobierno y no se habló más
del asunto: Alcalá Zamora había hecho desaparecer el decreto
antes de su promulgación.
Pero aquellos gobiernos, aquel tejemaneje de radicales, cedistas
y agrarios, estaban cada día más alejados de la opinión. Un acto
público de Manuel Azaña había de servir de aglutinante al
conglomerado popular. Impidió el Gobierno que el acto tuviese lugar
en la Plaza de Toros de Madrid. Se habilitó entonces la vasta
explanada de Comillas, al sur de la ciudad. Fue aquélla una
verdadera «marcha» de las izquierdas sobre Madrid, realizada en el
más perfecto orden. El 20 de octubre se congregaban allí
cuatrocientas mil personas procedentes de todos los rincones del
país.
Hasta el derechista Ya reconocía: «La concurrencia puede
calcularse en más de 200 000 personas».
Azaña criticó la labor gubernamental, pidió la convocatoria de
elecciones. Mucha más importancia que el discurso tuvo el acto en
sí. Había llegado el momento de la unión. Y pronto se abrieron
conversaciones para ello. La impresión era tan fuerte en España
que alcanzó a los más diversos sectores.
El espíritu de unidad obrera estimulaba esta otra más amplia. Ya
el 2 de junio, el Partido Comunista, por boca de su secretario
general. José Díaz, había propuesto una «concentración popular
antifascista».
Del 25 de julio al 17 de agosto, el VII Congreso de la
Internacional Comunista, reunido en Moscú, había aprobado el
informe de Dimitrov, que establecía la táctica del Frente Popular,
alianza con las clases medias y sus partidos, a base del frente único
de la clase obrera, para cerrar el paso a la ofensiva fascista. «Hoy
en día, en una serie de países capitalistas, las masas trabajadoras
tienen que elegir concretamente, por el momento, no entre la
dictadura del proletariado y la democracia burguesa, sino entre la
democracia burguesa y el fascismo»[37].
La política exterior de la Unión Soviética estaba igualmente
dominada por la preocupación de reunir, todas las fuerzas
democráticas contra el fascismo de Berlín, Roma y Tokio. En
septiembre de 1934, la U. R. S. S. había entrado en la Sociedad de
Naciones. En mayo de 1935 se firmó el pacto franco-soviético.
Después del Congreso de Moscú, y de las experiencias de
unidad popular realizadas en Francia, José Díaz propuso la creación
del Bloque popular antifascista, del mismo modo que su partido
propuso al Partido Socialista desarrollar las Alianzas, realizar la
unidad sindical y crear el citado Bloque popular (de hecho, la
C. G. T. U., de influencia comunista, ingresó en la U. G. T. en el mes
de diciembre).
En las organizaciones juveniles progresó la unidad de socialistas
y comunistas y se creó el Frente de Juventud, que reunía además
las secciones juveniles de los partidos republicanos.
Creció así mismo la corriente de izquierdas entre los estudiantes.
Reorganizada la dirección nacional de la F. U. E. en abril de 1935,
con estudiantes del conjunto de la izquierda se reconstruyeron o
fortalecieron sus organizaciones en todas las Universidades que, de
nuevo, dejaron de estar dominadas por los grupos falangistas y
tradicionalistas. La F. U. E. , privada de sus locales en la Universidad
y de su representación en los claustros, ganó en cambio en
actividad. En octubre organizó, en unión de los profesores, mítines
de apertura de curso. Se enlazó con los obreros a través de las
Universidades Populares y su teatro La Barraca llevó a los campos
Fuenteovejuna, mientras sus actividades deportivas reunían cada
vez mayor número de estudiantes. En diciembre de 1935, la
U. F. E. H., que contaba entonces con 15 000 afiliados, celebraba su
II Congreso extraordinario.
En este clima estalló ante la opinión el feo asunto del straperlo
ya citado. No le faltaba razón a Romanones al decir que se trataba
de «sobornos de calderilla». Pero el soborno tomó estado
ministerial, parlamentario y público. La opinión desprecia más que
apostrofa; hay bromas y chascarrillos sin fin. Del escándalo
parlamentario y su consiguiente Comisión investigadora salió la
prueba de la culpabilidad de Benzo, subsecretario de Gobernación,
Sigfrido Blasco, Aurelio Lerroux, Salazar Alonso… Era la crisis.
Lerroux y Rocha tuvieron que salir del Gobierno, en el que entraron
dos radicales de poca significación, Bardají y Usabiaga, que fueron
respectivamente, a Instrucción Pública y Agricultura, Industria y
Comercio. Martínez de Velasco se encargó de la cartera de Estado.
Aunque se mantenía el mismo equilibrio de fuerzas, el Gobierno
estaba herido en el ala. Estalló un nuevo escándalo a propósito de
un cohecho en un asunto de suministro de barcos para Guinea, en
el que resultó directamente complicado el que había sido
subsecretario de la Presidencia con Lerroux. El ambiente se
enrarecía por momentos, con lo que Gil Robles vio llegada la hora
de forzar la situación: que le diesen el Poder o celebrar elecciones.
Y planteó la crisis/con el pretexto de la política económica de
Chapaprieta. El 10 de diciembre se abrían las consultas en Palacio.
Declinó Chapaprieta, fracasó Martínez de Velasco y la C. E. D. A. se
encerró en esta disyuntiva: el Poder a Gil Robles o la disolución de
Cortes. El día 12 se creyó que Miguel Maura, llamado por Alcalá
Zamora, iba a formar gobierno. Imposible: Gil Robles se encastillaba
en la intransigencia. Nuevos conciliábulos. Por fin, el día 13, el país
se enteró de que Portela Valladares había aceptado el encargo de
formar gobierno.
Política extranjera
El peligro de guerra crecía en el mundo. Mussolini amenazaba y
la Sociedad de Naciones no sabía qué hacer. El 4 de octubre de
1935, las divisiones de la Italia fascista invadían el territorio etíope.
La guerra había comenzado. Todos hablaban de sanciones, cero
Samuel Hoare, en el Foreign Office, deseaba contemporizar con
Mussolini, que comprendió que la agresión era rentable. Por su
parte, el Gobierno español compartía el criterio de «apaciguar» al
dictador de Roma, que era el de las cancillerías de Francia y Gran
Bretaña. Toda la opinión española estaba a favor de Etiopía, pero el
Gobierno, sostenido en la prensa por ABC y El Debate, insistía en
su prudente reserva.
Sobre este particular hubo algo más inaudito, que pasó
desapercibido en aquel tiempo. Azaña tenía una concepción muy
particular sobre Italia. Pensaba él que «la política internacional de
un país se hereda de régimen a régimen» y estimaba que dentro de
esa política se hallaba el mantenimiento de una Italia fuerte.
La actitud del Gobierno era otra cosa: respondía a un criterio
muy definido. Dentro de él entraba el estrechamiento de lazos con la
dictadura portuguesa. El 10 de octubre, Oliveira Salazar daba una
nota oficiosa sobre la aproximación franco-española y el exministro
de Estado Vasco Borges publicaba en el Diario das Noticias, de
Lisboa, un artículo con el título Portugal, Inglaterra, España: Alianza
triangular, en el cual preveía ya la formación de un bloque
peninsular o ibérico. El 21 de noviembre llegaba a Madrid el ministro
de Asuntos extranjeros de Portugal, Monteiro. El Diario de Lisboa
comentaba así aquel viaje: «Este acercamiento, debido a la
iniciativa de Londres, no agradará a algunos…».
En 1935 apunta un acercamiento hispano-germánico que
sustituye a las relaciones más bien indiferentes que habían existido
entre los dos países desde 1931. Fue nombrado embajador en
Berlín Francisco de Agramonte, que había sido subsecretario de
Estado con Lerroux en 1931 y que ya había sido Ministro en aquella
embajada en tiempos de Primo de Rivera (la personalidad política
de este diplomático dice mucho sobre los colaboradores que tenía el
jefe del radicalismo español). En 1935 el Gobierno español tiene
interés en adquirir armamentos de fabricación alemana, en parte
para compensar el saldo acreedor de España en el clearing
hispano-germano, pero tal vez también por razones más complejas.
Las prolongadas negociaciones, esmaltadas de poco edificantes
episodios[38] se suspendieron a raíz del resultado electoral de
febrero del 36. En marzo de aquel año el embajador Agramonte
informaba que «las relaciones políticas entre Alemania y España no
tienen sombra».
Pero hay algo más que hoy se conoce gracias a las
investigaciones de Ángel Viñas: en marzo de 1935 el gobierno
español expresa el deseo de establecer una colaboración entre la
policía española y la Gestapo[39]. En septiembre del mismo año la
embajada alemana en Madrid, por medio de un agente confidencial,
el barón Rolland, propone al Ministro de la Guerra español, Gil
Robles, «planes de intercambio de información policiaca e incluso
militar»[40], y el 2 de octubre de 1935 el embajador alemán telegrafió
que existía una aceptación española de principio, esperándose una
decisión definitiva al día siguiente, tras consultar al «Estado Mayor
Central». Siguiendo siempre el relato de Viñas, un nuevo telegrama
del embajador alemán informa de obstáculos surgidos por
objeciones de «terceras personas». Sin embargo, el embajador
afirma tener contacto con la Dirección General de Seguridad, para
«recibir bajo cuerda las informaciones deseadas», si continuase el
mismo gobierno.
También dice Viñas que, en el mismo año (1933), posiblemente
después de las elecciones de noviembre, que inauguraron el bienio
radical-cedista, las autoridades españolas suscitaron la posibilidad
de que se reanudara el intercambio de información entre las policías
de ambos países, pero al parecer la Gestapo no respondió a estos
sondeos sino hasta marzo de 1934, cuando solicitó de la
Wilhelmstrasse que mediara la puesta a punto de tales contactos.
(Se dice reanudar, pues los contactos policiales ya habían existido
entre la Alemania de Weimar y la dictadura de Primo de Rivera,
siendo Bazán Director general de Seguridad)[41].
Respecto a diversos aspectos de la propaganda nazi en España,
el tantas veces citado libro de Viñas informa de las subvenciones
dadas mensualmente al diario Informaciones, otras dadas a
propagandistas como Vicente Gay, etc., así como de la penetración
de la agencia de noticias alemana DNB y de agencias auxiliares.
CAPÍTULO X
EL FRENTE POPULAR
Portela Valladares convoca a elecciones
El 14 de diciembre de 1935 Portela Valladares había formado su
primer ministerio[1]. Un gobierno de centro-derecha, sin C. E. D. A. y
sin radicales, ya que De Pablo y Becerra se hallaban en disidencia
con su partido.
Reaccionó Gil Robles con disgusto y violencia singulares y, no
ignorando que Portela tenía ya en su bolsillo el decreto de disolución
de Cortes, puso en marcha: el dispositivo electoral de su partido, a
la vez que emplazaba a los derechistas del nuevo Gobierno a que lo
abandonasen. «Vamos a la formación de un Frente Nacional contra
la revolución y sus cómplices», declaró el jefe cedista el día 16.
Martínez de Velasco y Melquíades Álvarez —éste con un ministro en
el Gobierno— no desdeñaron la oferta. Era inevitable que el
Gobierno no resistiese a la prueba. Se hubiera dicho que Alcalá
Zamora y Portela se lo esperaban. La crisis se produjo en la
mañana del 31 de diciembre y antes de dar las campanadas del
nuevo año de 1936 ya estaba formado el nuevo Gobierno, al
margen de los grandes partidos, con una orientación centrista y…
con el decreto de disolución de Cortes[2].
Arremetió la extrema derecha (Goicoechea, Calvo Sotelo, Sáinz
Rodríguez, Oriol, etc.) proponiendo a la Comisión permanente de
Cortes nada menos que el enjuiciamiento de Alcalá Zamora y
Portela Valladares, por haber prorrogado el presupuesto por un
trimestre. No podía prosperar la maniobra, pero sí aceleró el decreto
de disolución. Se convocaban elecciones legislativas para el 16 de
febrero, y las nuevas Cortes deberían reunirse el 16 de marzo.
Alcalá Zamora confiaba a Portela y a otros amigos la misión de
formar partido o corriente política de centro, en la creencia de que
sería bien acogido. No se había dado cuenta hasta qué extremo la
«politización» había situado a los españoles en dos bandos
opuestos[3].
Tras no pocas negociaciones, las fuerzas políticas de izquierda
llegaron a elaborar el Pacto del Frente Popular, que fue firmado el
15 de enero de 1936 por los representantes del partido Socialista,
Partido Comunista, Izquierda Republicana, Unión Republicana,
Unión General de Trabajadores, P. O. U. M., Partido Sindicalista
(Pestaña) y Partido Republicano Federal. El programa del Frente
Popular se limitaba a la amnistía general, la reintegración a sus
puestos de los represaliados por el movimiento de Octubre, la nueva
vigencia de la Reforma agraria y del Estatuto de Cataluña, reformas
en la legislación social y en la enseñanza. Se hacía constar que los
partidos republicanos habían rechazado la propuesta de
nacionalización de tierras formulada por el Partido Socialista y la de
la nacionalización de la banca hecha por los dos partidos obreros.
El Pacto del Frente Popular —Frente de Izquierdas en Cataluña
— aglutinaba a toda la opinión de izquierda. No obstante, los
partidos y grupos que lo integraban lo concebían de muy diversa
manera. Para los sectores moderado y centrista el Partido Socialista
se trataba de una alianza electoral más con los republicanos,
impuesta por las circunstancias: En cambio, el ala izquierda del
socialismo había sido muy reacia a la unidad con los republicanos.
La consecuencia era, pues la misma, ya que para los hombres
representativos de esta corriente el Frente Popular era un pacto
electoral de circunstancias, estimando que luego la clase obrera
podía y debía marchar sola hacia su revolución. Para los
comunistas, el Frente Popular no podía limitarse a un acuerdo
electoral, sino que debía proseguir después y robustecerse con
órganos de base. En fin, para los republicanos contaba, ante todo,
restaurar la situación del primer bienio, reconociendo la necesidad
que tenían del apoyo obrero.
Ante la C. N. T. se presentaba un duro problema: ¿había que
aconsejar la abstención, como otras veces, o era preferible votar al
Frente Popular para liberar a los presos e impedir el avance de la
derecha? La C. N. T. de Cataluña celebró el 25 de enero una
Conferencia para estudiar la cuestión. La ponencia adoptada,
tímidamente abstencionista, no se tradujo en realidades prácticas. Al
contrario, la mayoría de los dirigentes confederales estimaron que
no había por qué oponerse al triunfo electoral de las izquierdas y
algunos, como Durruti, preconizaron netamente la conveniencia de
votar.
La unión de las derechas tropezó con más dificultades para
llevarse a cabo, ya que persistían los resquemores entre la extrema
derecha y los partidos C. E. D. A. y Agrario. Al final, cincuenta y dos
circunscripciones (entre un total de sesenta) se formaron
candidaturas de la derecha y el centro unidos. La C. E. D. A. se unió,
al fin, a monárquicos y tradicionalistas, sin dejar por eso de
concertar alianzas con centristas gubernamentales y con radicales
en algunas provincias. En Cataluña, la Lliga Catalana entró también
en la coalición de derechas, que repitió como un eco la consigna de
Gil Robles: «Contra la revolución y sus cómplices». Sólo Falange
permaneció al margen. José Antonio Primo de Rivera se inclinaba,
al principio, por entrar en la coalición. Renunció después y la
decisión fue confirmada por nota de la Jefatura nacional, el 11 de
febrero[4]. Falange presentó candidaturas independientes. E igual
hizo el Partido Nacionalista en el País Vasco[5]. En resumen, la
mecánica de los pactos y combinaciones electorales reprodujo la
división entre izquierdas y derechas. Esa mecánica hacía que las
candidaturas del «centro», patrocinadas por el Gobierno, encajasen
en el 75 por 100 de las circunscripciones en el frente que requería
los votos para oponerse a todo intento de transformar el orden
arcaico.
La propaganda fue más apasionada que nunca. Grandes
multitudes acudían a los actos públicos. Los periódicos publicaban
violentas polémicas[6]. Con todo, la campaña electoral se
desarrollaba en perfecto orden. José Pla reconoce que, por ejemplo,
el domingo 9 de febrero, día en que se celebraron en todo el país
1048 actos de propaganda electoral, «no se produjo ni un solo
hecho de sangre, ni el más ligero incidente». Aquel día se
proclamaron 977 candidatos para proveer 473 puestos de diputado.
Como se ve, la lucha se circunscribía a dos frentes, salvo raras
excepciones. A última hora, derecha y centro llegaron a un acuerdo
en la gran mayoría de circunscripciones. Sólo en Lugo, se alió el
centro a la izquierda.
El 16 de Febrero
En Madrid llovía casi sin interrupción. Ante las puertas de los
colegios se formaban colas larguísimas. La capital guardaba su
calma, dentro del inevitable nerviosismo electoral y el enorme
cartelón que ocupaba la fachada del edificio entre las calles Mayor y
del Arenal —la efigie de Gil Robles que decía: «éstos son mis
poderes»— parecía desteñir bajo los goterones. Por la tarde, todo el
mundo estaba pendiente de la radia La elección había transcurrido
con normalidad; sólo se registraron incidentes menores en alguna
que otra provincia.
Antes de cenar, desde el ministerio de la Gobernación,
empezaron a facilitar notas de resultados parciales que anunciaban
una ventaja de las candidaturas centro-derecha. Portela mismo
confirmó esas noticias y se retiró a descansar. Pero la realidad era
muy otra, y pronto la radio comenzó a comunicar datos anunciando
el triunfo de las candidaturas del Frente Popular. En la Casa del
Pueblo, donde se recibían también noticias, el entusiasmo crecía
por momentos. A medianoche no cabía ya la menor duda: el Frente
Popular ganaba las elecciones. Despertaron a Portela. A las cuatro
de la madrugada, Gil Robles llegó para tratar de convencerle de la
necesidad de declarar el estado de guerra. Amanecía cuando era
José Antonio Primo de Rivera quien le visitaba con objeto de pedirle
armas para que Falange se defendiera[7]. También se presentó
Enrique Ramos, en nombre del Frente Popular.
El jefe del Estado Mayor, general Franco, tampoco estaba
inactivo aquella noche; Llamó al general Pozas, director general de
la Guardia civil, y dijo:
—Te supongo enterado de lo que sucede.
—No creo que suceda nada —respondió Pozas.
—Te llamo para informarte de que las masas están en la calle y que se
quiere sacar de estas elecciones unas consecuencias distintas de su
resultado, y me temo que aquí y en provincias van a comenzar los
disturbios.
—Creo que tus temores son exagerados.
Siguió la conversación telefónica entre los dos generales. Pozas
rechazó categóricamente los contactos («para que la masa no nos
rebase») que proponía Franco. Éste llamó entonces al general
Molero, ministro de la Guerra, y le pidió que declarase el estado de
sitio, a lo que Molero opuso que no podía hacerlo si no lo disponía el
jefe del Gobierno.
El lunes 17, nadie dudó ya del triunfo del Frente Popular. Las
manifestaciones se sucedían en todo el país. Todas exigían la
libertad de los presos. En los medios monárquicos y de extrema
derecha cundía el pánico. No fueron pocos los aristócratas que
emprendieron precipitado viaje al extranjero. El general Franco,
infatigable, consiguió entrevistarse con Portela a las cuatro de la
tarde e insistió que urgía proclamar el estado de guerra. Portela
declaró que eso supondría desatar la revolución. Y añadió que
consultaría «con la almohada». Con quien consultó, naturalmente,
fue con Alcalá Zamora. Y el estado de guerra no se declaró. Al
anochecer, la prensa confirmaba ampliamente la victoria del Frente
Popular. Había 453 diputados elegidos y de ellos 257 del Frente
Popular. En tres provincias había que celebrar segunda vuelta de
elecciones, porqué ninguna candidatura llegaba al 40 por ciento. La
confusión era tal, que no faltó gobernador civil que abandonó su
puesto.
Todavía, en la noche del 17 al 18, Calvo Sotelo conseguía una
entrevista con Portela, por medio de un amigo común, Joaquín
Baus. Se encontraron a medianoche en el Palace Hotel. Calvo
Sotelo le conminó para que instaurase un régimen de fuerza con
ayuda del general Franco, de los jefes de guarnición y de la.
Guardia civil. «Señor Portela —le dijo— usted puede pasar a la
historia como un hombre digno y heroico que salvó a España en uno
de sus momentos más graves, o como un traidor que se avino a
consumar la más monstruosa de las felonías…»[8].
Creyó Portela que era un suicidio «oponerse por las bayonetas a
la voluntad nacional», como lo dijo años después. Aquel mismo día
había nombrado a Juan Moles para que se hiciese cargo del
Gobierno general de Cataluña. El martes 18 llamó a Martínez Barrio
para que pidiese a Azaña hacerse cargo inmediatamente del Poder.
Azaña se resistió, al principio. Quería esperar a la proclamación
oficial de resultados e incluso la reunión de las Cortes. Como era en
él costumbre, no había estado muy optimista los días
precedentes[9]. En las principales ciudades, los presos eran
liberados por inmensas manifestaciones, dirigidas muchas veces por
los diputados electos. En Madrid, miles de manifestantes ocuparon
la calle Blasco Ibáñez, desde la cárcel hasta la estatua de Arguelles,
y la fuerza pública disparó. Portela no creyó posible permanecer un
minuto más en el Gobierno. Por fin accedió Azaña. Companys y los
consejeros de la Generalidad fueron liberados de los penales de
Puerto de Santa María y de Cartagena, y su viaje hasta Barcelona
fue triunfal en todas partes. Al caer la noche del miércoles día 19
Azaña había formado Gobierno.
¿Cuáles habían sido los resultados electorales, proclamados
oficialmente el jueves 20 por las Juntas provinciales nombradas
mucho antes, de acuerdo con la ley[10]?
Los resultados del día 20 daban los siguientes diputados
elegidos: 257 del Frente Popular, distribuidos así: 85 socialistas, 76
de Izquierda Republicana, 34 de Unión Republicana, 20 de Esquerra
Republicana de Catalunya, 15 comunistas, cinco de Unió Socialista
de Catalunya, cinco de Acció Catalana, tres galleguistas, dos
federales, dos nacionalistas, uno de Esquerra Valenciana, uno del
Partit Catalá Proletari, uno del P. O. U .M. y un independiente de
izquierda. De derechas, 139 distribuidos así: 94 de la C. E. D. A., 12
monárquicos, 11 tradicionalistas, dos católicos independientes, un
nacionalista y siete independientes de derecha. Y 57 del Centro: 26
del grupo Portela Valladares, 11 de la Lliga, ocho radicales, seis
progresistas, dos nacionalistas vascos, un liberal demócrata, un
republicano conservador y dos independientes.
En treinta y siete de las sesenta circunscripciones las izquierdas
habían triunfado, así como en todas las ciudades de más de
150 000 habitantes; en cinco circunscripciones debía celebrarse
segunda vuelta: Castellón, Guipúzcoa, Vizcaya (provincia), Álava y
Soria, Ningún partido o candidato de derechas formuló protestas
ante las Juntas provinciales al proclamarse los resultados. La
segunda vuelta para las citadas circunscripciones en que ninguna
candidatura había alcanzado 40 % de votos, dieron los siguientes
resultados; en las vascas triunfaron los nacionalistas (con la
excepción de la elección de Oriol en Álava); en Soria, la candidatura
de Miguel Maura, y en Castellón, la del Frente Popular.
Partiendo de los resultados proclamados el 20 de febrero y de la
segunda vuelta cuyos resultados se proclamaron el 5 de marzo,
José Venegas[11] estableció el siguiente cálculo de votos:
izquierda 4 838 449
derecha 3 996 331
centro 449 320
Los resultados del 20 de febrero son los que toma Jackson[12]
para hacer la siguiente estimación.
izquierda 4 700 000
derecha 3 997 000
centro 449 000
Jean Bécarud[13] hace el siguiente cómputo
izquierda 4 800 000
derecha 4 000 000
centro 450 000
Bécarud parte de las afirmaciones de Brenan y Rama, pero las
completa con sus investigaciones personales. Sin embargo, para
Brenan el número de inscritos en el censo electoral es de
12 500 000 y para Bécarud «por lo menos 13 400 000». Teniendo en
cuenta que, según el Anuario Estadístico de 1934, el censo electoral
de 1933 era de 12 913 783, se hace necesario compartir el punto de
vista de Bécarud. Un cálculo, desde luego tosco (los nacidos en
1910-1912, que adquieren derecho de voto entre las elecciones de
1933 y las de 1936 y los fallecidos mayores de edad en esos
mismos dos años) nos da un crecimiento demográfico vegetativo de
unos 487 000 electores aproximadamente, lo que coincide con las
estimaciones de Bécarud.
Sin duda, existen varias dificultades para calcular con exactitud
el número de votos de las elecciones de 1936, a saber:
a. Las alianzas que hubo entre derecha y centro.
b. El hecho de que la Ley Electoral autorizaba a mezclar
nombres de candidatos de diversas listas en una misma
papeleta de voto.
c. Los diferentes puntos de partida de las estimaciones: se
pueden calcular los votos según los resultados del 16 de
febrero, o bien, teniendo en cuenta las votaciones del 1.º de
marzo, e incluso las votaciones muy posteriores de Granada y
Cuenca cuyas elecciones fueron anuladas por el Parlamento y
repetidas más tarde. Por último, hay quien tiene en cuenta la
rectificación de algunas cifras parciales en provincias como
Ciudad Real, Albacete, Baleares, etc., hecha por la Comisión
parlamentaria de actas[14].
Obsérvese que en todos los cómputos se han clasificado los
139 000 votos de los nacionalistas vascos con la etiqueta de centro.
Aceptando las cifras del Censo electoral de Bécarud, la participación
en el voto debió ser levemente superior al 69 %.
La Comisión de Actas aprobó todas las elecciones, aun las de
Ciudad Real, Albacete, Orense y Baleares, en las que las izquierdas
se quejaron por presiones y violencias caciquiles. Sólo anuló las de
Granada, en las que los agentes electorales de derechas actuaron
armados y con apoyo de la fuerza pública[15] y las de Cuenca, a
petición de las derechas que, aunque habían triunfado allí, les
interesaba presentar nueva candidatura para hacer elegir a
personalidades más relevantes.
Los resultados mostraban el dominio inequívoco del Frente
Popular en Madrid, Cataluña, Málaga, Sevilla, Córdoba, Badajoz,
Bilbao; en general, las grandes capitales, zonas de concentración
industrial y de proletariado agrícola. La derecha dominaba las tierras
de la Meseta y Navarra (en Pamplona, según Lizarza, «el Requeté
ocupó militarmente los puntos clave de la capital», el 16 de febrero).
En Asturias, pese a los encarcelados y al terror, también triunfaban
las izquierdas. Se perfilaba cada vez con más claridad la división
entre la España periférica, más Andalucía, Extremadura y Madrid,
votando a la izquierda; las dos Castillas a la derecha, esto es, las
regiones donde la oligarquía había conseguido mantener una base
de masas.
Esta vez, la mayoría de los anarco-sindicalistas habían votado al
Frente Popular: en Zaragoza, donde hubo en 1933 el 40 por ciento
de abstenciones, llegaron al 27 en 1936; en Barcelona descendieron
del 38 al 31. Sólo persistió parte del abstencionismo confederal en
Sevilla, Cádiz y Málaga. Parece, sin embargo exagerada la
afirmación de Brenan, según la cual el voto de los anarco-
sindicalistas fue el que hizo inclinar la balanza en favor del Frente
Popular. El argumento de Brenan se basa en que, según él, el
número de votantes en 1936 fue de 1 200 000 más que en 1933. En
realidad, el aumento no fue más que de medio millón, puesto que en
1933 votaron 8 711 000 electores. El aumento corresponde, pues, al
crecimiento demográfico vegetativo. Más interesante parece calcular
la aportación de votos anarquistas al total de votos de la izquierda,
que aumentó en más de 1 200 000. Teniendo en cuenta la cifra
aproximada de setecientos mil afiliados de la C. N. T., y el hecho de
que no todos votaron (el Congreso de mayo de 1936 de la C. N. T.
refleja bien las discrepancias sobre el particular), podría evaluarse,
con todo género de reservas, en medio millón la aportación de votos
anarcosindicalistas al Frente Popular. Por otra parte, una evaluación
de la baja de abstenciones en las provincias de influencia
anarcosindicalista no nos da mucho más de 300 000 votos. El
aumento de abstenciones en Burgos, Salamanca, Guadalajara y
otras circunscripciones castellanas mostró, probablemente, el
cansancio de parte de la clientela electoral campesina de la
derecha, después del bienio de gobierno radical-cedista, en el que
no lograron mejoría alguna. En las grandes capitales (a excepción
de Valencia, seguramente por el hundimiento de los radicales), País
Vasco y Asturias, lugares todos en que triunfaron las izquierdas,
hubo menos abstenciones que nunca. La causa esencial de la
polarización de votos radicaba, probablemente, en la tensión socio-
política del país; en el crecimiento de votos de la izquierda contaron
seguramente factores como e] desgaste del centro en el Gobierno,
la atracción muchas veces comprobada en otros países de una
candidatura única de la izquierda, el reflejo de defensa frente al
ascenso del fascismo en el plano internacional y los sentimientos de
solidaridad hacia los encarcelados y represaliados tras octubre de
1934.
Se cuenta que al día siguiente de las elecciones, Gil Robles se
preguntaba: «Pero… si hemos tenido más votos que en 1933,
¿cómo ha triunfado la izquierda?». En efecto, las derechas habían
aumentado sus votos, pero las izquierdas habían aumentado más;
el centro era el que se había hundido. Por añadidura, las izquierdas
habían ido unidas a la elección. (Habían pasado las izquierdas, de
3 200 000 votos en 1933 a 4 800 000 en 1936). Conviene observar
que en las provincias de Castilla la Nueva, donde triunfaron las
derechas, éstas aumentaron su tanto por ciento de votos con
relación a las elecciones anteriores.
En cuanto a la influencia respectiva de cada uno de los partidos
que componían el Frente Popular, es muy difícil calcularla
electoralmente, puesto que las candidaturas eran el resultado de
negociaciones entre dichos partidos. Cabe, sin embargo, señalar
que el número de diputados de los partidos obreros era mayor en
Madrid, Asturias, Pontevedra, Badajoz y en casi todas las provincias
andaluzas.
Cuando el Congreso estuvo definitivamente constituido, la
relación oficial de grupos parlamentarios, según la Secretaría del
mismo era la siguiente: Socialistas, 99; C. E. D. A., 88; Izquierda
Republicana, 87; Unión Republicana, 39; Esquerra, 36; Comunistas,
17; Centro, 16; Bloque Nacional, 13; Lliga, 12; Agrarios, 11;
nacionalistas vascos, 10; Independientes, 10; Tradicionalistas,
nueve; Progresistas, seis; Radicales, cuatro; Republicanos
conservadores, tres; Independientes de derecha, tres; Mesócrata,
uno; Varios, seis; Vacantes, tres; Total: 473.
Considerándolos en grandes grupos políticos se dividían así:
Izquierda, 286; Derecha, 132; Centro, 42; Nacionalistas vascos, 10.
Se comentó la derrota de personalidades como Martínez de
Velasco, Lerroux y Goicoechea. Gil Robles fue elegido en cabeza de
la lista por Salamanca, pero derrotado en Madrid. En esta capital, la
candidatura triunfante estaba integrada per Julián Besteiro, Diego
Martínez Barrio, Leandro Pérez Urria, Luis Jiménez de Asúa,
Enrique Ramos, Antonio Velao, Luis Araquistain, Enrique de
Francisco, Carlos Hernández Zancajo, Julio Álvarez del Vayo,
Francisco Largo Caballero y José Díaz.
La candidatura de derechas consiguió la elección de Rafael
Marín, Mariano Serrano, Honorio Riesgo y Antonio Bermúdez. La
cabeza de la lista del Frente Popular obtuvo 224 540 votos y la de
las derechas 186 422[16].
Entre las personalidades elegidas en provincias había Azaña
(Madrid), Gil Robles (Salamanca), Companys (Barcelona), Giral
(Cáceres), Casares (La Coruña), Victoria Kent (Jaén), Vicente Uribe
(Jaén), Negrín (Las Palmas), Bolívar (Málaga), Calvo Sotelo
(Orense), Albornoz (Oviedo), Dolores Ibárruri (Oviedo), Villalobos
(Salamanca), Sáinz Rodríguez (Santander), Jiménez Fernández
(Segovia), Miguel Maura (Soria), Portela Valladares (Pontevedra),
Indalecio Prieto (Bilbao), Zugazagoitia (Bilbao), Leandro Carro
(Bilbao), José Antonio Aguirre (Vizcaya, provincia), Santiago Alba
(Zamora), Ángel Galarza (Zamora), Juan Peset (Valencia), Julio Just
(Valencia, provincia), Manuel Irujo (Guipúzcoa) y Serrano Súñer
(Zaragoza), etc.
Desde un punto de vista sociológico, se observa en la
composición de aquellas Cortes un número creciente de obreros y
una mayoría de miembros de profesiones intelectuales procedentes
de las clases medias. Hubo también en él destacados
representantes de la oligarquía, entre los que sobresalían Juan
March (Baleares), Ventosa y Calvell (Barcelona), Ignacio Villalonga
(Madrid), Romanones (Guadalajara), Riesgo (Madrid), Moreno
Torres (Jaén), Pedregal (Oviedo), Álvarez Valdés (Oviedo), Finat
(Toledo), Juan A. Gamazo (Valladolid), Chapaprieta (Alicante), el
propio Portela Valladares, etc. No nos referimos a los políticos
profesionales al servicio de la oligarquía (aunque socialmente no
podían tal vez considerarse como miembros de ella), porque sus
nombres son de sobra conocidos.
Se imponen, por último, dos reflexiones elementales: la primera,
que el voto del 16 de febrero reflejó cabalmente la división del país
en dos frentes hostiles, bastante equilibrados, que representaban
fuerzas sociales y políticas antagónicas. El conservadurismo
disfrazado de centrismo, se hundió ante la opinión. Ahora bien —y
ésta es la segunda reflexión—, el más somero examen de los
grupos políticos y de los diputados de derecha y del centro revela
que sólo una parte podía identificarse con los que se situaron al lado
de la sublevación del 18 de julio o de los que la prepararon. Si en
esa categoría pueden incluirse los miembros del Bloque Nacional y
los tradicionalistas, la respuesta no puede ser unívoca para todos
los diputados «cedistas» y agrarios y tiene que ser negativa para
casi todos los centristas. Sólo una parte del grupo parlamentario de
la C. E. D. A. colaboró en la preparación directa de la sublevación y
no es aventurado afirmar que la confianza de sus electores no les
había sido otorgada con tal fin.
Gobierno de Azaña. Conspiraciones e incidentes.
Azaña formó un Gobierno compuesto exclusivamente por
republicanos. Si los socialistas y los comunistas apoyaban a ese
Gobierno, en cambio no participaban en él. El ala izquierda del
Partido Socialista que seguía a Largo Caballero (que había dimitido
de la Ejecutiva del P. S. O. E., pero conservaba la presidencia de la
U. G. T.) estimaba superada la etapa de colaboración gubernamental
con los republicanos. El centro (representado por la Comisión
Ejecutiva) y la derecha pensaban que era tarea de los republicanos
burgueses dirigir el Estado en aquel momento, a reserva de
preparar para más adelante combinaciones análogas a la de 1931.
Si el Partido Comunista pensaba en la posibilidad de un Gobierno
de Frente Popular, no tenía ninguna posibilidad de hacer prosperar
ese propósito. Por consiguiente, Azaña rehacía un Gobierno en el
que predominaban hombres de la pequeña burguesía y de la
burguesía media republicanas[17].
El Gobierno hizo pública una nota en la que se decía: «El
Gobierno de la República tiene el convencimiento de que todos los
españoles, sin distinción de ideología política y depuestas ya las
pasiones de la contienda electoral, muy legítimas, pero que deben
terminar cuando la contienda cesa, cooperarán en la obra que el
Gobierno ha de emprender bajo su responsabilidad exclusiva».
Las manifestaciones populares se sucedían. El día 21 era
promulgada la amnistía. El Parlamento Catalán, reunido de nuevo,
reelegía a Companys y a sus consejeros del 6 de octubre para el
Gobierno autónomo de la Generalidad. El 1.º de marzo, día en que
se promulgó el decreto de admisión de obreros despedidos por
represalias políticas, tuvo lugar en Madrid una gigantesca
manifestación de apoyo al Frente Popular.
Las gentes «bien», las familias de la oligarquía, se temían lo
peor y salían de España con cualquier pretexto; recurrían a todos
los procedimientos para poner a salvo todos sus bienes y exportar
capitales al extranjero.
Gil Robles, en una entrevista concedida al Petit Parisien del 22
de febrero, atribuía la victoria del Frente Popular a razones de orden
sentimental (la amnistía), al voto de los anarquistas y a la
abstención de algunos sectores derechistas. En realidad, su
situación era difícil, pues gran parte de la derecha le acusaba de ser
el causante del fracaso electoral.
Calvo Sotelo, Goicoechea y demás directivos del Bloque
Nacional publicaron una nota en la que, tras reconocer «la urgencia
de coordinar las fuerzas contrarrevolucionarias, para una eficaz
defensa del orden social», se concedía un voto de confianza a Calvo
Sotelo para proceder a la reorganización del citado Bloque.
Los tradicionalistas, proseguían incansablemente su labor con
vistas a un alzamiento armado. La Suprema Junta Militar Carlista
seguía funcionando en San Juan de Luz y en noviembre de 1935
había conseguido concentrar cerca de 40 000 requetés en
Montejurra.
Más circunspecta parecía Falange, a juzgar por las instrucciones
que sus mandos cursaron el 21 de febrero, en las que se decía:
«Los jefes cuidarán de que por nadie se adopte actitud alguna de
hostilidad hacia el nuevo Gobierno ni de solidaridad con las fuerzas
derechistas derrotadas».
Los militares reaccionaron más prestamente. Según Díaz de
Villegas, desde tiempo atrás venían reuniéndose constantemente
los generales Franco, Varela, Orgaz, Villegas, Fanjul y Mola. Lo que
está fuera de duda es que, pocos días después de la formación del
Gobierno Azaña, y cuando ya Franco había sido destinado a la
División militar de Canarias, se celebró una reunión de generales en
casa de Delgado Barreto, a la que asistieron los generales Franco,
Mola, Orgaz, Varela, Ponte, Villegas, Saliquet, García de la Herrán,
González Carrasco, Rodríguez del Barrio y el teniente coronel
Valentín Galarza «para acordar un alzamiento que restableciera el
orden en el interior, y el prestigio internacional de España…». Se
acordó también en principio, a propuesta de Franco, «que tal
movimiento fuese exclusivamente por España, sin ninguna etiqueta
determinada…»[18]. Fijáronse enlaces, claves y responsabilidades.
Al día siguiente, reunidos los generales Franco y Varela dentro del
coche de Delgado, concretaron diversos pormenores del plan.
Arrarás, Brassillach y Díaz de Villegas dicen que Franco
estableció aquellos días contacto con José Antonio Primo de Rivera.
Difícil es confirmar o desmentir el hecho[19]. Más seguros parecen
otros contactos con políticos de extrema derecha, monárquicos y
tradicionalistas. Se trataba, como lo confirman todos los
documentos, de «salvar el orden», de «coordinar las fuerzas
contrarrevolucionarias», según el léxico de Calvo Sotelo.
No había en aquellos planes ni un solo propósito de
innovación[20].
Los citados planes no impidieron —y tal vez lo contrario— que el
general Franco se personase en el ministerio de la Gobernación,
cuando tomaron posesión los ministros del Gobierno Azaña, para
desmentir todos los rumores sobre supuestas actitudes suyas y
declarar también a los periodistas que vivía «completamente ajeno a
la política y atento únicamente a sus deberes militares».
Al despedirse de Azaña, para marchar a Canarias, le insistió
sobre el peligro de una revolución comunista. Respondióle Azaña
que en España no habría comunismo, pero que tampoco temía las
sublevaciones militares. Repitió sus propósitos el general, con
ligeras variantes, ante Alcalá Zamora, y salió para Canarias.
El 15 de marzo tenía lugar la reunión preparatoria del Congreso,
que dos días después celebraba su sesión de constitución. Martínez
Barrio era elegido presidente de las Cortes, por 386 votos. Los
vicepresidentes elegidos fueron Jiménez de Asúa (socialista),
Sánchez Albornoz (Izquierda Republicana), Casanueva (C. E. D. A.)
y Rosado (centrista).
Pero ya era denso el aire que se respiraba, resonaban los ecos
de pistoletazos terroristas y aumentaban los rumores de lo que
sucedía aquí o allá. El 10 de marzo, al salir de su domicilio, fue
agredido a tiros Jiménez de Asúa, y el policía Gisbert, que le daba
escolta, resultó muerto. Los agresores, detenidos poco después,
parecían haber obrado por cuenta de Falange. Muy pocos días
habían transcurrido cuando el domicilio de Largo Caballero, en la
calle de Viriato, fue objeto de otra agresión por nutrido tiroteo. El
eterno reflejo anticlerical se manifestó por el incendio de la iglesia de
San Luis en la calle de la Montera. Las derechas se excitaban al
saber que el 10 de marzo López Ochoa había ingresado en
prisiones militares acusado de haber ordenado —en 1934—
fusilamientos sin formación de causa en el cuartel de Pelayo. Se
susurraba ya que pudiera producirse un golpe militar y el ministro de
la Guerra, general Masquelet, desmintió la noticia: «El ministro de la
Guerra se honra en hacer público que toda la oficialidad y clases del
Ejército español, desde los empleos más altos a los más modestos,
se mantienen dentro de los límites de la más estricta disciplina,
dispuestos en todo momento al cumplimiento exacto de sus deberes
y —no hay que decirlo— a acatar las disposiciones del Gobierno
legalmente constituido».
La violencia callejera crecía por parte de ambos bandos. El
Gobierno declaró la Falange ilegal y procedió a un registro en sus
locales, así como a la detención de José Antonio Primo de Rivera y
de varios de sus compañeros. La noticia se hizo pública el 18 de
marzo.
En el campo, en las regiones donde domina la propiedad
latifundista, no se trataba de simples alborotos pasionales, sino del
impulso irrefrenable de los hombres sin tierra para conquistarla. El
programa del Frente Popular contenía la aplicación intensificada de
la ley de Reforma agraria. Ya sabemos cuán mínima había sido esa
aplicación en sus dos años de vigencia. Ahora, los asalariados de la
tierra habían votado al Frente Popular para que su situación
mejorase definitivamente y la República no fuese una palabra hueca
en el campo.
Los campesinos pasaron rápidamente a la acción: en las
provincias de Toledo, Salamanca, Madrid, Sevilla, etc., ocuparon
grandes fincas desde los primeros días de marzo y se pusieron a
trabajarlas bajo la dirección de sus organizaciones sindicales. Una
vez que ocupaban las tierras, lo comunicaban al ministerio de
Agricultura para que legalizase la situación. Este movimiento
culminó el 25 de marzo con la ocupación de fincas realizada al
mismo tiempo por ochenta mil campesinos de las provincias de
Badajoz y Cáceres. En numerosas localidades se registraron
choques violentos entre campesinos y Guardia civil, pero en
general, el Ministerio dio curso a las ocupaciones de tierras
(llevadas a cabo en fundos afectados, desde luego, por la ley de
Reforma agraria) y envió los equipos técnicos para organizar la
distribución y la explotación. Los propietarios y sus administradores
se resistían por todos los medios y se negaban a dar trabajo allí
donde eran fuertes y de nada sirvió que el propio Gil Robles,
criticase en El Debate del 6 de marzo a los terratenientes que en
años anteriores olvidaron «sus deberes de justicia y de caridad».
«Ahora, decían en Madrid los grandes propietarios, es la revolución
en marcha, la subversión social que hay que atajar». El Gobierno,
que sé daba cuenta de la situación, dictó disposiciones para
simplificar la tramitación de expropiaciones y reorganizó el Instituto
de Reforma Agraria (decreto de 7 de mayo). Según los datos de
este organismo, de febrero a junio se ocuparon 232 199 hectáreas,
en las que fueron asentadas 71 919 familias campesinas, superficie
todavía poco considerable, pero mucho mayor que la que había sido
objeto de la Reforma durante los precedentes años de régimen
republicano.
Para los grandes propietarios se trataba de la más grave e
inconcebible subversión del orden social. No es de extrañar que en
ese medio social, tan frecuentado por importantes mandos militares,
se fortaleciese cada día más la idea de que era preciso una
operación drástica para cortar el mal de raíz.
A finales de marzo se tuvieron noticias del viaje del general
Sanjurjo a Berlín. Su presencia y contacto con los medios oficiales
fue señalada por la embajada francesa[21]. El día 7 las tropas
hitlerianas habían entrado en Renania y el pacto de Locarno no era
ya más que un papel mojado. El Gobierno británico, presidido por
Baldwin, al contemporizar con Hitler arrastraba al francés (presidido
por Sarraut), en periodo preelectoral. El 24, el Consejo de la
Sociedad de Naciones acreditaba una vez más su impotencia…
Pero antes, el Gobierno Azaña había creído obrar cuerdamente
al destinar al general Mola a Pamplona. El 14 de marzo éste se hizo
cargo del Gobierno militar y del mando de la 12 Brigada de
Infantería, donde fue recibido por el coronel Solchaga. Según sus
historiadores, Mola no se puso al frente de la conjuración hasta el 19
de abril[22]. Sin embargo, Galindo Herrero[23] explica que en abril
funcionaba ya la primera Junta de generales compuesta por Franco,
Mola, González de Lara, González Carrasco, Goded, Varela, Orgaz,
Saliquet y, como coordinador, Rodríguez del Barrio. Pero sabemos
que éste se retiró antes del 20 de abril, primera fecha que se había
pensado para un alzamiento. Ésta es una cuestión de fechas y
matices de difícil precisión.
Para completar esta reseña de preparativos militares hay que
añadir los contactos establecidos en Melilla, durante el mes de
marzo, por el coronel Seguí con grupos de Falange[24]. El
embajador Bowers escribe que «hacia fines de marzo era
perfectamente claro que se hallaba en preparación un golpe de
Estado militar» y añade que el duque de Fernán-Núñez (una de las
más conspicuas personalidades de la oligarquía terrateniente), en
conversaciones que tuvo con él, daba como probable el hecho, así
como que Madrid sería tomado inmediatamente[25].
Constituido definitivamente el Congreso el día 3 de abril,
Indalecio Prieto planteó acto seguido, en nombre de la minoría
socialista, la proposición encaminada a declarar que la disolución de
las anteriores Cortes no había sido necesaria. Lógicamente, eso
podía parecer un absurdo, pero se trataba sencillamente de destituir
al presidente de la República, lo que iba implícito, según el artículo
81 de la Constitución, en la censura propuesta a la segunda
disolución de Cortes hecha por un presidente durante el tiempo de
su mandato. Alcalá Zamora había recogido la hostilidad de
izquierdas y derechas y era la víctima propiciatoria del momento. Ya
se pensaba en la elevación de Azaña a la primera magistratura del
Estado y, sin duda, no eran pocos quienes acariciaban la idea de un
Gobierno Prieto, más enérgico que el republicano homogéneo y más
moderado por cuanto la participación socialista en el Poder podría
paralizar —se pensaba— la presión de una masa de centenares de
miles de sus simpatizantes en campos y ciudades.
Intervino el jefe de Gobierno, después que Prieto hubo expuesto
su proposición, pero no para hablar de ella, sino para plantear de
lleno el problema político. Fue el suyo un discurso, de fondo en el
que se afirmó la necesidad de «la creciente actividad interventora
del Estado en la regulación de los problemas de la producción y del
trabajo». «Sí, es cierto, vamos a lastimar intereses. ¡Qué le vamos a
hacer! Vamos a lastimar intereses cuya legitimidad histórica no voy
a poner en cuestión, porque aquí no estamos en las Academias:
pero que constituyen la parte principal del desequilibrio que padece
la sociedad española (…) Mientras la ley nos dé medios para ello
venimos a romper toda concentración abusiva de riqueza,
dondequiera que esté».
Azaña compartía las críticas a toda violencia, agresión y
alboroto: «Hay que condenar el desmán, la violencia, el terrorismo,
donde quiera que se manifiesten y hágalos quien los haga». Pero
también añadió: «Me escandaliza en mi conciencia de hombre
honrado que una persona que anda por ahí, cualquiera
(naturalmente, no aludo a nadie), cualquiera gente de la calle, diga:
Han quemado tres iglesias. ¡Qué horror! Yo también digo, si no qué
horror, qué tontería y qué lástima. Pero dicen: ¡Ah! ¿No han matado
a Fulano? ¡Hombre, qué lástima! ¡A ver si otra vez apuntan mejor!».
Los oradores no abordaban aún el meollo del tema político, sino
la cuestión presentada por los socialistas. El 7 de abril se procedió a
votar. Había en el hemiciclo 243 diputados; votaron a favor de la
proposición 238 y cinco lo hicieron en contra. Como la mitad más
uno de los diputados en ese momento era 209, la proposición fue
aprobada: Alcalá Zamora había sido destituido.
La Comisión parlamentaria nombrada para comunicar
oficialmente la decisión al presidente destituido no consiguió hablar
con éste (que se hallaba reunido con el general Queipo de Llano, el
expresidente Samper y su correligionario Fernández Castillejos). Se
hizo entrega de la comunicación a Rafael Sánchez Guerra,
secretario de la Presidencia, y acto seguido, en cumplimiento del
artículo 74 de la Constitución, el presidente del Congreso, Martínez
Barrio, prometió el cargo de presidente provisional de la República.
El Congreso suspendió sus sesiones hasta el 15 de abril.
El encadenamiento de la violencia producía sus frutos; si en
numerosos pueblos renacía el anticlericalismo (que se explicaba en
la mayor parte de los casos, por la actitud del clero, favorable a los
propietarios de cada lugar), en las ciudades aumentaba la
agresividad falangista a pesar (o tal vez, en parte, por eso) de las
detenciones de muchos de sus miembros. Eduardo Ortega y Gasset
fue objeto de un atentado —una bomba enviada dentro de un
paquete a su casa— y el magistrado Pedregal, que había
intervenido en la condena de los asesinos del policía Gisbert, fue a
su vez asesinado por el conocido método de la agresión pistolera.
Los detenidos, en ambos casos, dijeron obrar por órdenes de
Falange.
El 14 de abril, durante el desfile militar en el paseo de la
Castellana, se registraron varios incidentes. Unos grupos fascistas
hicieron estallar unos petardos junto a la tribuna del Gobierno, y
siguió un tiroteo del que resultó muerto un alférez de la Guardia civil,
que no estaba de servicio. En Barcelona, sin el menor incidente,
Luis Companys presidió los actos conmemorativos. En Las Palmas
(Canarias) fue el general Franco quien pasó revista a la tropa. En
Guadalajara y Vitoria, grupos derechistas intentaron interrumpir los
desfiles y, en la ciudad alavesa, dieron muerte a un obrero.
El 15 se reanudaban las sesiones de Cortes. Azaña leyó la
declaración ministerial. No había en ella grandes novedades, pero si
algunas afirmaciones de principio: «Estamos, pues, señores
diputados, como hombres y como españoles y como demócratas,
delante de este fenómeno histórico grandioso del acceso al Poder
de clases sociales que hasta ahora estuvieron desprovistas de él, y
desde los puntos de vista que acabo de exponer, nuestro deber de
políticos y de gobernantes es acercamos a ese fenómeno con el
propósito de organizar de nuevo la democracia española…».
Después de un llamamiento para terminar con la violencia, para
que «los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros», advirtió:
«Nosotros no hemos venido a presidir una guerra civil; más bien
hemos venido con la intención de evitarla; pero si alguien la
provoca, si alguien la mantiene, si alguien la costea en la forma que
en nuestros tiempos puede sostenerse una guerra civil, nuestro
deber, señores diputados, tranquila y sonrientemente, estará
siempre al lado del Estado republicano».
Calvo Sotelo y Gil Robles llevaron la voz cantante de la
oposición, basando sus intervenciones en los trastornos de orden
público y en lo que ellos llamaban «persecución» de las derechas.
El primero forzó la nota sobre «el peligro comunista»: «Aquí interesa
a los Soviets implantar el comunismo».
Rodolfo Llopis, en nombre de los socialistas, se refirió al orden
público: «No somos partidarios de la revuelta, del motín, ni de la
violencia individual, pero nos explicamos lo ocurrido como réplica de
las provocaciones ocurridas en otros sectores enemigos del
nuestro».
José Díaz, en nombre de los comunistas, estimó que los
disturbios tenían origen en las provocaciones de las derechas,
interesadas en crear un clima de intranquilidad. Pidió la aplicación
del programa del Frente Popular y, sobre todo, insistió en las
conspiraciones dentro del Ejército: «Se dice que queremos destruir
el Ejército, que somos enemigos del Ejército. Tampoco en esta
cuestión están en lo cierto los señores de la derecha. Nosotros
queremos un ejército republicanizado, un ejército de tipo
democrático. Lo que no queremos es que los mandos militares más
importantes se puedan encontrar en manos de elementos
reaccionarios y fascistas…». A continuación, el diputado comunista
aludió a los preparativos de golpe de Estado y leyó una nota
difundida, en el mes de marzo, por la Unión Militar Española[26].
En efecto, el golpe militar estaba preparado para el 20 de abril,
pero dos días antes el general Rodríguez del Barrio llamó a Varela
para informarle de que no era posible, ya que el Gobierno adoptó
sanciones, aunque leves, contra Varela y Orgaz. La Junta, dirigida
en la Península por el general Mola, decidió entonces intensificar
sus esfuerzos; a ella se incorporaron los generales Villegas y Fanjul.
Por aquellos días se sondeó ya a Queipo de Llano y Cabanellas,
que dieron su conformidad más tarde. Sanjurjo, fue nombrado jefe
supremo de la U. M. E. y enlazó con Mola[27].
Si en los estados mayores y mansiones aristocráticas se
preparaba el golpe de fuerza, tampoco es exagerado decir que el
clima de guerra civil reinaba ya en la calle. El 16 de abril, con
ocasión del entierro del alférez muerto dos días antes, se manifestó
ese clima con singular virulencia. El entierro iba presidido por el
general Pozas, director de la Guardia civil, pero los falangistas y
otros derechistas lo convirtieron en una manifestación con el brazo
en alto y obligando pistola en mano a los obreros a que saludasen
igualmente. Numerosos albañiles que trabajaban en el paseo de la
Castellana respondieron alzando el puño y vitoreando a la
República. Se entabló un tiroteo, repetido luego en distintos puntos
de la capital. Al final, los guardias de Asalto cargaron contra los
manifestantes. Tres muertos y numerosos heridos fue el saldo
trágico de aquella jornada.
Al día siguiente, la C. N. T. declaró la huelga general de 24 horas
como protesta. La U. G. T., que al principio era opuesta a la huelga,
se sumó a ella. El paro transcurrió sin incidentes. Estallaron también
huelgas generales en Córdoba, Zamora y Almería…
En medio de aquel ambiente se celebraron las elecciones de
compromisarios que, en unión de los diputados, debían elegir el
nuevo presidente de la República. No cabía la menor duda de que
todos los partidos del Frente Popular estaban decididos a que
Azaña fuese el nuevo jefe del Estado. Esto planteó la cuestión de un
nuevo Gobierno. Se habló mucho de Prieto, pero la mayoría del
Partido Socialista (que se hacía fuerte en la U. G. T. y en la
Agrupación Socialista de Madrid) era enemiga de toda colaboración.
Claridad, portavoz del ala izquierda dirigida por Largo Caballero,
planteaba la cuestión del Poder para la clase obrera. Los
comunistas eran partidarios de una política de Frente Popular («la
contienda se presenta de la siguiente manera: Democracia o
fascismo», había dicho José Díaz), pero de ninguna manera podían
romper sus vínculos con el ala izquierda del socialismo. Difícil, era,
pues, toda solución que no fuera la de continuar con un Gobierno
homogéneo de republicanos.
Azaña, presidente de la República
Con motivo del Primero de Mayo, más de medio millón de
madrileños desfilaron bajo un sol radiante, por el paseo del Prado
hasta la Castellana, tras las banderas socialistas y comunistas, de la
U. G. T. y de las Juventudes. Estas (Juventudes Socialistas y
Comunistas) habían acordado ya su unificación, qué había tenido
lugar a nivel local en Madrid el 1.º de abril, y adoptaron el nombre de
Juventudes Socialistas Unificadas.
En toda España hubo desfiles obreros que se desarrollaron en
perfecto orden.
El mismo día abría sus sesiones en Zaragoza el Congreso de la
C. N. T., al que acudieron 649 delegados en representación de 982
Sindicatos y 550 595 afiliados. Este Congreso decidió la
reintegración de los Sindicatos de oposición, allí representados, al
seno de la C. N. T. Acordó también que no era posible pactar con
ningún partido político y sí sólo con la U. G. T., cuando ésta aceptase
las bases revolucionarias propuestas por la Central confederal. El
Congreso elaboró una larga lista se reivindicaciones, entre las que
figuraban la semana de trabajo de 36 horas, la expropiación sin
indemnización de las propiedades rústicas de más de 50 hectáreas,
etc., así como un programa general del comunismo libertario, a base
de la comuna como entidad política y administrativa, en el que no
faltaban las apreciaciones sobre la pedagogía, la educación sexual,
el cine y la radio, etcétera[28].
Ese mismo 1.º de mayo Prieto pronunció en Cuenca —en plena
campaña de nuevas elecciones— un discurso de grandes alcances
y resonancia. (En la candidatura de derechas figuraban los nombres
de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, pero el general
desautorizó su inclusión en ella). Habló Prieto de los «fermentos de
subversión» existentes entre los elementos militares y añadió: «El
general Franco, por su juventud, por sus dotes, por la red de sus
amistades en el Ejército, es hombre que, en momento dado, puede
acaudillar con el máximo de probabilidades —en todas las que se
derivan de su prestigio personal—, un movimiento de este género.
No me atrevo a atribuir al general Franco propósitos de tal
naturaleza. Acepto íntegra su declaración de apartamiento de la
política…». Después de trazar un programa de gobierno, exaltó la
necesidad de la disciplina, no sin insistir en que los excesos aislados
o los templos chamuscados no hacían sino crear el ambiente
propicio al fascismo.
El día 8 de mayo cayó asesinado en la calle de Lista el capitán
de Ingenieros Carlos Faraudo, conocido por sus opiniones de
izquierda. Corría por Madrid la falsa noticia de que unas catequistas
habían repartido caramelos envenenados y la réplica de grupos
exaltados (a la que probablemente no eran ajenos elementos
provocadores) consistió en quemar varias iglesias en Cuatro
Caminos. Pero no pocos jóvenes socialistas y comunistas se
movilizaron ante la actitud harto vacilante del Gobierno para impedir
que los desmanes continuasen.
El 10 de aquel mes de mayo se reunió la Asamblea de diputados
y compromisarios en el Palacio de Cristal del Retiro[29]. A las dos de
la tarde, el presidente. Jiménez de Asúa, proclamó los resultados de
la votación: Manuel Azaña, 754 votos; Ramón González Peña, dos;
Alejandro Lerroux, uno; Francisco Largo Caballero, uno; José
Antonio Primo de Rivera, uno y 88 en blanco.
Azaña fue elegido presidente de la República no sólo por si voto
de los partidos del Frente Popular, sino también por 51 de los
republicanos conservadores, Lliga Catalana, Nacionalistas vascos,
centristas, agrarios, radicales, independientes del centro y de
izquierda. La C. E. D. A. votó en blanco.
Al día siguiente, Azaña, tras prometer su cargo ante el Congreso,
abrió las consultas para formar gobierno. La mayoría de los
consultados aconsejaron la formación de un Gobierno republicano
(no sólo los partidos del Frente Popular, sino también la Lliga y los
republicanos conservadores —Maura— y los agrarios —Cid—). Gil
Robles se limitó a aconsejar «la formación de un Gobierno que dé
trato de igualdad a todos los españoles». Como se esperaba, Azaña
encargó a Prieto la formación de gobierno. El grupo parlamentario
socialista, donde tenían mayoría los partidarios de Largo Caballero,
se negó a que aceptase. Una versión de los hechos dada veintitrés
años después por Prieto presenta la oferta presidencial como un
puro simulacro, ya que la noche anterior Azaña había hablado al
mismo tiempo con él y con Casares y sabía perfectamente que no
podía aceptar el encargo[30].
Formó, pues, gobierno Santiago Casares Quiroga, con siete
ministros de Izquierda Republicana, tres de Unión Republicana, uno
de la Esquerra y un independiente de izquierda[31]. En realidad, era
un gobierno más débil que el anterior, un gobierno más de abogados
y profesores, presa de todo género de vacilaciones y temeroso de
verse desbordado por el empuje popular.
El reflejo de defensa contra la ofensiva del fascismo en escala
mundial se manifestaba en el desarrollo de la política del Frente
Popular. En Francia, la segunda vuelta de las elecciones
legislativas, el 3 de mayo, confirmaba el triunfo de las candidaturas
del Frente Popular, formado por socialistas, radicales y comunistas
(378 diputados del Frente Popular y 220 del campo adverso). Pero
esos mismos días entraba el mariscal Badoglio en Adis Abeba y
Etiopía pasaba a formar parte del Imperio italiano. Y cuando Azaña
recibió al cuerpo diplomático, el embajador de Italia, en vez de
estrecharle la mano, saludó brazo en alto.
Naturalmente, una historia que se ciña a los actos políticos
muestra tan sólo atentados, reyertas, manifestaciones,
conspiraciones, llamaradas de incendios y ruido de sables. Sin
embargo, no es posible ignorar que aquella primavera de 1936 era
también la del triunfo de Alejandro Casona con Nuestra Natacha en
el Teatro Victoria, de Madrid (200 representaciones el 11 de mayo),
del viaje de La Barraca por tierras de Castilla y de León, y en
Cataluña, adamada por los estudiantes de Barcelona, de la
conferencia de Malraux en el Ateneo de Madrid, de la organización
de la F. U. E. de misiones campesinas de estudiantes, de la
intensificación del deporte popular, cuya Olimpíada debía celebrarse
en Barcelona en el 19 de julio… García Lorca atento y sensible a la
situación, declaraba a un periodista de El Sol, el dibujante Bagaría;
«En estos momentos dramáticos que vive el mundo, el artista debe
llorar y reír con su pueblo». Los poetas se reunían con Neruda,
cónsul de Chile en España, en su domicilio madrileño de la Casa de
las Flores.
Pero muchas empresas disminuían voluntariamente sus planes
de producción, negaban trabajo. En Asturias, la Duro-Felguera y
otras empresas reducían a sus obreros a trabajar tan sólo tres o
cuatro días por semana. Las gentes adineradas adelantaban
vacaciones a países extranjeros o inventaban viajes de recreo, la
fuga de capitales alcanzaba proporciones gigantescas…
El 19 de mayo se presentó el Gobierno ante el Congreso y
Casares Quiroga prodigó en su discurso las violencias verbales:
«contra el fascismo el Gobierno es beligerante», afirmación que
cuadraba poco con la impunidad en que se desarrollaba la
conspiración militar. Gil Robles agitó el espectro de una ruptura del
Frente Popular por los grupos que formaban su ala izquierda, pero
afirmó que doctrinalmente ni de ninguna manera tenía contacto con
los fascistas (días antes había declarado en El Defensor de Cuenca
que el Frente Popular estaba herido de muerte y que la C. E. D. A.
«iba a acentuar su carácter social sin contemplaciones de ningún
género»), pero que «en el fondo de esas tendencias fascistas hay
un gran amor a España». La intervención de Calvo Sotelo fue
mucho más violenta y dio origen a un verdadero escándalo. El
Congreso votó después la confianza.
En esta situación crítica se agudizaban las diferencias en el seno
del Partido Socialista. Prieto, en un mitin celebrado en Bilbao; criticó
a la tendencia opuesta de su partido, a la vez que afirmó que «no
cabía ilusionarse con la destrucción total de las fuerzas de
derecha». En Cádiz, Largo Caballero se mostraba partidario de la
unificación de la clase obrera e insistió en las perspectivas de un
régimen socialista.
Las huelgas se sucedían sin interrupción, en la mayoría de los
casos alentadas por Sindicatos de la C. N. T. Pero en el campo, la
fuerza propulsora más importante era la Federación de Trabajadores
de la Tierra (U. G. T.) dominada por los «izquierdistas» de Largo
Caballero. Su órgano de prensa decía el 30 de mayo: «Los
campesinos quieren la tierra, y tengan en cuenta los encargados de
dársela que si no aceleran más la marcha, que no les extrañe que
los campesinos se lancen por lo que el Gobierno no les da y que
tanta falta les hace».
La situación de los campesinos, a quienes los terratenientes
negaban trabajo cada vez con más empeño, dio origen a los graves
sucesos de Yeste (Albacete). Los hechos acaecieron así: los
campesinos de diversas aldeas penetraron en una propiedad y
empezaron a talar árboles. Se presentó la Guardia civil, que detuvo
a varios campesinos. Los demás, para liberarlos, atacaron a los
guardias y les causaron un muerto por arma blanca. Entonces
comenzó una verdadera caza de trabajadores por la Guardia civil
que haciendo uso de sus fusiles, mató a diecisiete de ellos e hirió a
muchos más.
Esta noticia, y la del asesinato en Santander del republicano
Luciano Malumbres, director del periódico La Región, contribuyeron
a excitar los ánimos.
En Madrid, la C. N. T. declaró la huelga en el ramo de la
construcción. La U. G. T., opuesta en principio, acabó por seguir la
corriente. A esa huelga se añadió después la del ramo de la
madera[32].
Semanas decisivas. La conspiración se precisa
El Gobierno Casares Quiroga tenía ante sí el problema agrario,
la situación económica agravada por la actitud de muchos
empresarios, un Ejército cuyos mandos le eran hostiles, un alto clero
receloso y, como muchos militares, nostálgico de los tiempos de la
Monarquía. Pero contó también con el planteamiento ininterrumpido
de huelgas, muchas de ellas por una Central sindical —la C. N. T.—
que no se consideraba ligada por ningún vínculo con el Frente
Popular. Los incidentes producidos aquí o allá eran explotados por
las derechas, que hicieron del orden público su bandera de agitación
para minar al Gobierno, como también sirvió luego como argumento
justificativo de la sublevación.
La conspiración prosperaba. Mola, sirviéndose del aparato
clandestino de la U. M. E., trabajaba infatigablemente. Aunque en
estrecho contacto con los dirigentes tradicionalistas (que a principios
de junio tenían ya encuadrada una fuerza de 8400 «boinas rojas»),
estaba separado de ellos por hondas discrepancias. El 5 de junio,
Mola había expuesto sus puntos de vista: establecimiento de una
dictadura militar que conservase la forma de gobierno republicana y
la separación de la Iglesia y el Estado, suspensión de la
Constitución, cese del presidente de la República y de los miembros
del Gobierno. Todo esto era inadmisible para los tradicionalistas,
que pedían como mínimo la abolición del régimen republicano, la
supresión de partidos políticos y el establecimiento de un sistema
corporativo.
Los tradicionalistas mantenían además relaciones con Falange a
partir de finales de mayo, en que tuvo lugar una entrevista, en la
cárcel, entre Fal Conde, jefe de los tradicionalistas, y Primo de
Rivera. Desde aquel momento se multiplicaron esos contactos y el
jefe local falangista de Álava comenzó a obrar de acuerdo con los
tradicionalistas. Se estableció la ligazón Mola-José Antonio Primo de
Rivera. El enlace era Rafael Garcerán, pero sobre todo según
Bravo, fue Fernando Primo de Rivera el encargado de pactar, en
nombre de Falange, con los miembros de la Junta militar y,
particularmente con Mola, quien, a su vez, mantenía relación con
Franco por medio del capitán Barrera, consagrado a las tareas de la
U. M. E.[33]. Las fuentes de que hasta ahora se dispone no permiten
conocer el alcance y ramificaciones de la conspiración en los
medios civiles. Se conoce, no obstante, la participación activa de
hombres como Goicoechea, Oriol, Luca de Tena, Fernán-Núñez,
Serrano, Súñer, Olazabal, Lequerica, Sangróniz, Pujol, Sáinz
Rodríguez, Gamazo, Vallellano y, desde luego, Juan March. Parece
obvio que el dirigente más calificado de la extrema derecha, Calvo
Sotelo, no podía estar al margen de lo que se preparaba, tanto más
cuanto que ya estaba muy avezado al trabajo conspirativo contra la
República[34]. Está todavía por hacer el estudio de las relaciones y
vínculos de los generales que componían la Junta con personas de
la nobleza, propietarios agrarios, financieros, etc. Como partidos
figuraban en la conspiración el Bloque Nacional (tradicionalistas y
monárquicos de Renovación) y Falange, aunque ésta se
incorporase más tardé. No estaba la C. E. D. A. como tal partido,
aunque sí afiliados de importancia, ciertos diputados, etc. Por el
contrario, se considera hoy probado que Gil Robles y otras
personalidades cedistas (Jiménez Fernández, Lucia, etc.) no
participaron en la conspiración. Además, la extrema derecha
desconfiaba de ellos por haber aceptado la legalidad republicana y
les reprochaba la derrota electoral de febrero.
Pero si la conspiración crecía, Casares Quiroga y sus colegas
parecían no darse cuenta de ello. Indalecio Prieto y sus amigos
socialistas, los comunistas y algunos militares republicanos llamaron
repetidamente la atención del jefe del Gobierno sobre el peligro qué
se corría. Pero éste respondió siempre de manera áspera y
extremando su confianza en el dominio de la situación. Zugazagoitia
ha contado que Casares llegó a decir: «Si Prieto continúa viniendo
aquí será él quien gobierne y no yo». Dolores Ibárruri ha contado
también cómo el jefe del Gobierno hizo caso omiso de las
advertencias que ella, en unión de Monzón (delegado del Frente
Popular de Navarra) le hizo sobre los preparativos de guerra en
aquella región. A Hidalgo de Cisneros le contestaba: «No sea usted
alarmista, Cisneros. Tengo todo en la mano». Análoga respuesta dio
al general Núñez del Prado, que lo puso en guardia contra lo que se
fraguaba.
El 16 de junio, las derechas plantearon una interpelación
parlamentaria sobre el problema del orden público. Gil Robles
manejó incisivamente las estadísticas para denunciar un sin fin de
huelgas, quemas de iglesias, petardos y simples delitos comunes,
plato muy a gusto y conveniencia de la derecha conservadora[35].
Pero, como siempre fue Calvo Sotelo quien dio el «do» de pecho, y
dirigió sus ataques no sólo contra el Gobierno sino contra «la
Constitución del 31 y el sistema democrático-parlamentario». Sus
palabras más significativas fueron las siguientes: «Cuando se habla
por ahí del peligro de militares monarquizantes, yo sonrío un poco,
porque no creo —y no me negaréis una cierta autoridad moral para
formular este aserto—, que exista actualmente en el Ejército
español, cualesquiera, que sean las ideas políticas individuales, que
la Constitución respeta, un solo militar dispuesto a sublevarse en
favor de la Monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera
sería un loco, lo digo con toda claridad, aunque también seria loco el
militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a
sublevarse en favor de España y en contra de la anarquía, si ésta se
produjera».
Replicó Casares Quiroga señalando el alcance subversivo de las
palabras de Calvo Sotelo. Intervinieron varios oradores, entre ellos
Dolores Ibárruri, quien, por cierto, no pronunció ninguna amenaza
personal contra Calvo Sotelo (y el Diario de Sesiones, así como los
testigos dan prueba de ello) como se ha inventado a posteriori para
tejer una burda fábula sobre el fin del personaje derechista. Al
contrario y rectificando en cierto modo a Casares, la diputado
comunista dijo: «No basta con hacer responsable de lo que pueda
ocurrir a un señor Calvo Sotelo cualquiera, sino que hay que
comenzar por encarcelar a los patronos que no aceptan los bandos
del Gobierno».
La verdad era que el Congreso no servía ya sino como tribuna
de agitación. Sin embargo, la vida política continuaba. Ya había sido
presentado el Estatuto Vasco y el 28 de junio los gallegos
aprobaban plebiscitariamente el suyo (991 476 votos a favor, 6085
contra y 30 por ciento de abstenciones). Seguía enconada la pugna
de tendencias en el Partido Socialista. Algunos de sus miembros
interrumpieron violentamente a Prieto, en un acto celebrado en Écija
el 30 de junio. Ese mismo día, Largo Caballero y José Díaz hablaron
en Zaragoza, donde también hubo interrupciones, aunque menos
violentas, por parte de los anarquistas. Por entonces tuvo lugar un
plebiscito entre las agrupaciones socialistas para cubrir las vacantes
en la Comisión Ejecutiva. El resultado, favorable a la tendencia del
centro, fue puesto en duda por el ala izquierda[36].
Mientras tanto, el Tribunal Supremo, siguiendo el criterio de la
Audiencia de Madrid, que había absuelto a sus dirigentes, no había
accedido a la disolución de la Falange, pero José Antonio Primo de
Rivera fue condenado a cinco meses de prisión por tenencia ilícita
de armas y trasladado a la cárcel de Alicante (6 de junio). Otro
asunto grave fue que el día 23 de aquel mes, el general Francisco
Franco había dirigido desde Canarias una carta al ministro de la
Guerra, que era también jefe del Gobierno, Santiago Casares
Quiroga. La carta empezaba así: «Respetado Ministro: Es tan grave
el estado de inquietud que en el ánimo de la oficialidad parecen
producir las últimas medidas militares, que contraería una grave
responsabilidad y faltaría a la lealtad debida si no hiciese presente
mis impresiones sobre el momento castrense y sobre los peligros
que para la disciplina del Ejército tiene la falta de interior satisfacción
y el estado de inquietud moral y material que se percibe, sin
palmaria exteriorización, en los cuerpos de oficiales y suboficiales».
Señalaba a continuación: «el relevo de mandos de historia brillante y
el elevado concepto en el Ejército» y la «información deficiente que
tiene el ministro», no sin añadir lo siguiente: «Faltan a la verdad
quienes presentan al Ejército como desafecto a la República, le
engañan quienes simulan complots a la medida de sus turbias
pasiones…», pero sí advertía: «No le oculto a V. E. el peligro que
encierra este estado de conciencia colectiva en los momentos
presentes, en que se unen las inquietudes profesionales con
aquellas otras de todo buen español ante los graves problemas de
la patria».
El 29 de junio tuvieron lugar las maniobras del Ejército de África
en el Llano Amarillo. Allí se juramentaron los comprometidos. En
Marruecos, varios miembros de Falange habían establecido
contacto con Johannes Bernhardt, negociante alemán, y con Adolf
Langenheim, jefe del Partido Nacional-Socialista alemán de aquella
zona. La compañía comercial alemana con la que estaba conectado
el agente hitleriano ofreció privadamente créditos y facilidades de
transporte al Ejército del Protectorado, pero los militares no creyeron
necesario aceptar la oferta. Con todo, Franco, ya en Marruecos,
pidió ayuda a Bernhardt[37].
En esos últimos días de junio se fijó también, de manera
definitiva, la actitud falangista. Hubo quizás un momento de
confusión. Mientras Fernando Primo de Rivera pactaba con Mola, su
hermano José Antonio lanzaba todavía, el día 24, una nota desde la
cárcel a las Jefaturas, en la que se decía: «Los proyectos políticos
de los militares no suelen estar adornados por el acierto. La
participación de la Falange en uno de esos proyectos constituiría
una gravísima responsabilidad y arrastraría su total desaparición,
aun en caso de triunfo». Y pedía a los jefes provinciales que le
contestaran en el plazo de cinco días que habían acatado sus
instrucciones.
Sin embargo, en aquel preciso plazo de cinco días, el jefe de
Falange cambió de criterio. ¿Qué ocurrió? ¿Es que su hermano
había pactado? ¿O fue convencido por el tradicionalista conde de
Rodezno, que lo visitó en la cárcel? Tal vez ni lo uno ni lo otro. Debió
comprender que no podían quedarse al margen. El caso es que su
circular a todas las Jefaturas, fechada el 29 de junio, contenía
instrucciones precisas para la participación militar de Falange en la
sublevación. Para organizaría se nombró un triunvirato formado por
Fernando Primo de Rivera, Manuel Hedilla y Manuel Mateo.
En esas, Mola seguía discutiendo con los tradicionalistas Fal
Conde y Zamanillo, pero creía en un triunfo fácil, a base de que
varias columnas militares se precipitasen sobre Madrid. «El
Alzamiento lo iban, pues, a resolver principalmente las guarniciones
comprometidas. Nunca Mola supuso que pudiera surgir una guerra
civil»[38].
Mola pensaba iniciar el movimiento el 9 o el 10 de julio. Los jefes
militares estaban designados. Queipo de Llano debía encargarse de
Andalucía; Cabanellas (también ganado a la causa) de Aragón;
Saliquet de Valladolid; González Carrasco de Cataluña; Goded de
Valencia; Villegas de Madrid; Franco de África y Mola de Navarra y
Burgos. El plan consistía en hacer converger sobre Madrid las
fuerzas de Valladolid, Burgos y Zaragoza. El centro político se fijaba
en Burgos, adonde debía acudir directamente Sanjurjo, desde
Estoril, para hacerse cargo de la jefatura suprema. En cuanto a
Madrid, se daba la consigna de que las tropas fueran sacadas
cuanto antes de los cuarteles y de que, con el pretexto de ir a
combatir contra las columnas rebeldes, saliesen de la capital y se
uniesen a ellas al entrar en contacto.
Pero no había acuerdo entre Mola y tradicionalistas, y el 2 de
julio, después de la entrevista de Echauri, quedaron rotas las
negociaciones. Lizarza salió rápidamente para Estoril con objeto de
que Sanjurjo lograse poner de acuerdo a Mola con Fal Conde. José
Antonio Primo de Rivera prorrogó, por su parte, la validez de sus
instrucciones hasta el 20 de julio.
En cuanto a la vida política, ésta continuaba tensa. En las
Cortes, José María Cid interpeló al Gobierno sobre la situación
agraria y le acusó de actuar como si sólo hubiera obreros parados y
no propietarios. La verdad era que éstos dificultaban todo lo posible
las faenas de la cosecha y que, en ocasiones, estaban dispuestos a
perderla, con tal de no acceder a las reivindicaciones de los
trabajadores.
Un laudo del ministro, del Trabajo propuso aumentos de salarios
del 5 al 12 por ciento para resolver la huelga de la construcción.
Sometido a referéndum, 15 000 obreros de la U. G. T. lo aceptaron,
pero 50 000 de la C. N. T. lo rechazaron. La solución era difícil, por lo
que Moles anunció que «el Gobierno será inexorable y está decidido
a que se respeten las decisiones del ministro del Trabajo».
Por otro lado, cuando parecía que iba a resolverse la huelga de
ascensoristas, los obreros del Metro pidieron reducción de la
jornada de trabajo.
El centro-derecha buscó entonces otra salida a la situación.
Miguel Maura habló de Gobierno nacional y el diario Ahora sugirió la
creación de un Gobierno republicano-socialista, presidido por Prieto,
y la ruptura del Frente Popular.
En Asturias los mineros declaraban la huelga porque el Gobierno
había provocado la dimisión del, gobernador civil, Rafael del
Bosque, que había apostrofado por telegrama a Calvo Sotelo. Pero
en Oviedo no era seguida la huelga.
Indalecio Prieto, desde las columnas de El Liberal, de Bilbao, al
señalar el peligro de un golpe de fuerza derechista, aconsejaba a los
socialistas a estar alerta. En Madrid, el tema fue ampliamente
recogido por El Socialista. La Libertad, Política (órgano de Izquierda
Republicana) y Mundo Obrero, La conspiración progresaba.
Sanjurjo, tras hablar con Lizarza, escribió una carta a Mola para
recomponer los vidrios rotos. En ella decía que el movimiento
triunfante «tendrá que revisar todo lo legislado, especialmente en
materia de religión y social… procurando volver a lo que siempre fue
España (…) El Gobierno tiene que constituirse en sentido
puramente apolítico por militares y ha de procurarse que el que lo
presida esté asesorado por un Consejo de hombres eminentes, no
pudiendo formar parte de él aquellos que no hubiesen cooperado de
manera decisiva por la acción del movimiento (…). Hay que ir a la
estructuración del país, desechando el actual sistema liberal y
parlamentario…».
No le agradó la carta a Mola, que exclamó: «La firma es de
Sanjurjo, pero el contenido, no». Y no quiso firmar, por su parte, más
que la conformidad «con las instrucciones que en su día del jefe del
Gobierno provisional, general Sanjurjo». Fal Conde se enfadó y dio
órdenes de «no secundar movimiento que no sea exclusivamente
nuestro». Pero al mismo tiempo, la Junta carlista (tradicionalista) de
Navarra seguía en contacto con Mola y fue a San Juan de Luz a
explicar al pretendiente Javier de Borbón-Parma que el movimiento
iba a estallar de todas maneras y que su gente se iría con Mola. La
confusión era indescriptible[39]. Pero lo cierto es que la conspiración
progresaba. Goded y González Carrasco permutaban sus puestos
(sobre las razones de este cambio unos han dicho que obedecían a
que Goded creía esencial su presencia en Barcelona y otros en
cambio, que siendo de entusiasmo tibio por la sublevación, prefería
pulsar sus posibilidades desde Barcelona) y lo mismo hizo Fanjul,
que se encargó, en vez de Villegas, de dirigir el alzamiento en
Madrid[40].
Mola pensaba ya en el armamento y, según su biógrafo Maíz,
tenía todo preparado para empezar las gestiones —pagando al
contado— en fábricas alemanas, austríacas y polacas.
Ultimo chispazo antes de la tragedia: el 11 de julio, un grupo
falangista asaltó el local de Radio Valencia y difundió: «En estos
momentos, Falange Española ocupa militarmente el estudio de
Unión Radio. ¡Arriba el corazón! Dentro de unos días la revolución
sindicalista estará en la calle». El pueblo reaccionó en grandes
manifestaciones y fueron asaltados el local de la Derecha Regional,
el del Diario de Valencia, el de la patronal, el Casino y el café Vodka.
La policía detuvo a Pérez Laborda, exvicepresidente de la J. A. P. y
a quince falangistas.
El día 12, el teniente de Asalto José del Castillo, muy significado
por su filiación izquierdista, era asesinado en Madrid por cuatro
pistoleros (luego se ha dicho que obraban al servicio de la U. M. E.)
al salir de su domicilio en la calle de Hortaleza. En aquella atmósfera
cargada, aquel asesinato produjo la máxima excitación en los
medios izquierdistas, seguros ya de que iba a producirse un golpe
de fuerza[41].
A la mañana siguiente, apareció en el depósito del cementerio
del Este el cadáver de Calvo Sotelo, asesinado aquella noche
después de haber sido detenido en su domicilio por guardias de
Asalto, a las órdenes de un capitán de la Guardia civil. A las
primeras horas, Fuentes Pila, Vallellano y otros dos diputados de
derechas se presentaron en el domicilio del presidente del Congreso
para protestar enérgicamente del secuestro de su colega. Martínez
Barrio llamó a Moles, que no sabía nada. Minutos después, Moles
telefoneaba la noticia del macabro hallazgo. «¡Te vengaremos!»,
gritó Fuentes Pila. Y acto seguido abandonaron aquel domicilio.
¿Qué había ocurrido? No es éste el lugar para desarrollar un
tema que, por lo controvertido, ocuparía decenas de páginas. Los
conspiradores, sublevados días después, y vencedores al cabo de
tres años, pretendieron siempre presentar este hecho —que
perjudicó mucho a la República y favoreció a los conspiradores—
como un crimen de Estado. Ésa es la tesis sostenida en La causa
general y en montañas de escritos de propaganda de tono
hagiográfico. No hay una sola prueba procesal o histórica de tal
aserto. En cambio es evidente que el auto salió del cuartelillo de
Asalto en Pontejos, que el capitán de la Guardia civil era Fernando
Condés (socialista, condenado a treinta años en octubre de 1934 e
íntimo amigo de Castillo) y que iba acompañado de otros oficiales y
por el socialista Victoriano Cuenca. Dijeron a Calvo Sotelo que lo
llevaban a la Dirección de Seguridad (hay quien asegura que el
propósito de Condés y de los otros oficiales era sólo apoderarse de
él como rehén). Accedió Calvo Sotelo, al ver la documentación de
Condés. Salieron a la calle y todos montaron en el coche de Asalto.
Minutos después, Calvo Sotelo era asesinado[42].
Que la muerte de Calvo Sotelo no fue causa del alzamiento lo
prueba, si hiciera falta, que el periodista Luis Bolín, siguiendo
instrucciones de Luca de Tena, había alquilado previamente en
Londres el avión Dragon Rapide, de la Olley Airways C.ª, y los
servicios de un aviador inglés, el capitán Bebb. Este avión, cuya
misión era trasladar a Franco desde Canarias a Marruecos,
despegaba de suelo inglés el 11 de julio.
Puede muy bien ser que la precipitación de los acontecimientos
decidiese a Mola a aceptar, el día 14, las proposiciones de Sanjurjo
y los tradicionalistas: «Conforme en las orientaciones que en su
carta del día 9 indicaba el general Sanjurjo y con las que el día de
mañana determine el mismo, como jefe de Gobierno». Éste es el
documento que firmó Mola.
Ese mismo, día 14, Mola reunió, en el monasterio de los
Escolapios de Irache, a los coroneles jefes de las guarniciones de
Pamplona, Logroño, Vitoria, San Sebastián y Estella, cuyo alcalde,
Fortunato de Aguirre, al enterarse de ello, movilizó a la Guardia
municipal para practicar detenciones y avisó al gobernador civil.
Éste telefoneó a Casares, y el jefe del Gobierno respondió así: «Que
se retire inmediatamente la guardia; Mola es un republicano leal».
Igual respuesta dio a Prieto e Irujo.
También ese día, Garcerán fue a Pamplona, enviado, una vez
más, por José Antonio Primo de Rivera. Según Iribarren, el jefe de
Falange comunicaba que si la rebelión no comenzaba en el plazo de
setenta y dos horas, él mismo y Falange la iniciarían en Alicante.
Al día siguiente, Luca de Tena reunía a un grupo de
conspiradores en su villa de Biarritz. Se trataba de ir a buscar a
Sanjurjo. Lizarza salió en un avión francés, pero el piloto aterrizó en
Burgos con el pretexto de no tener bastante gasolina y la policía
española detuvo al conspirador tradicionalista, que fue trasladado a
Madrid. Entonces fue cuando se dispuso que Ansaldo, pilotando su
avión personal, fuera a Lisboa a buscar a Sanjurjo. Al mismo tiempo,
el diplomático Sangróniz prevenía a Franco de que ya tenía el avión
a su disposición, en Las Palmas.
En Madrid, el entierro de Calvo Sotelo, constituyó una
manifestación política y una declaración de guerra. Goicoechea
declaró, ante una multitud que saludaba brazo en alto: «Ante Dios
que nos oye y nos ve, empeñamos solemne juramento de consagrar
nuestra vida a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte,
salvar a España. Que todo es uno y lo mismo, porque salvar a
España será vengar tu muerte, e imitar tu ejemplo será el camino
más seguro para salvar a España». Allí estaban Albiñana,
Vallellano, el marqués de la Eliseda, Gil Robles, Ventosa.
El Gobierno no sabía qué hacer. Se diría que temía tanto a esos
obreros que hacían huelgas o montaban guardia vigilante en sus
locales como a la sublevación latente de las derechas. Suspendió la
publicación de los diarios derechistas La Época y Ya, pero también
clausuraba locales de la C. N. T. En cuanto a las organizaciones
obreras del Frente Popular (Partido Comunista, Partido Socialista y
U. G. T.) estaban en relación permanente y movilizaban sus milicias
y afiliados para hacer frente a cualquier eventualidad. En Barcelona,
el Comité de Enlace de los cuatro partidos obreros catalanes (Unió
Socialista de Catalunya, presidida por Juan Comorera, Partit
Comunista de Catalunya, Federación Catalana del P. S. O. E. y Partit
Català Proletari) proseguía sus trabajos para la celebración del
Congreso de unificación de las fuerzas marxistas de Cataluña y
anunciaba la aparición de Treball como órgano diario del nuevo
partido para el mes de septiembre. Ínterin se llegaba a la fusión, los
semanarios Justicia Social (órgano de la U. S. C.) y Catalunya Roja
(del P. C. C.) habían fusionado ambas redacciones y editaban un
periódico único con los dos títulos citados. De esa labor debía
resultar el Partit Socialista Unificat de Catalunya, creado el día 21 de
julio.
El día 16 se reunía la Diputación permanente de las Cortes con
objeto de decidir sobre la prórroga del estado de alarma. Los grupos
de derechas reiteraban su declaración de guerra. Suárez de Tangil,
en nombre de Renovación (monárquicos), anunció la retirada de su
grupo de las Cortes «mientras no cambie la situación de España».
Pero fue Gil Robles quien, paradójicamente, llevó la voz cantante de
la oposición: «Cuando la vida de los ciudadanos está a merced del
primer pistolero, cuando el Gobierno es incapaz de poner fin a ese
estado de cosas, no pretendáis que las gentes crean ni en la
legalidad, ni en la democracia…». No obstante, Gil Robles no creía
«que el Gobierno esté directamente mezclado en un hecho criminal
de esta naturaleza» (el asesinato de Calvo Sotelo). Para él se
trataba de una responsabilidad política y moral, y agregó: «Vosotros
que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de
ella».
El presidente Martínez Barrio explicó que la Justicia investigaba
ya los hechos (habían sido detenidos los capitanes Gallego y
Maeso, los tenientes Garrido, España, Artal, del cuerpo de Asalto, y
150 personas sospechosas de haber intervenido en la muerte de
Calvo Sotelo). El ministro de Estado, Augusto Barcia, habló en tonos
conciliatorios y prometió que el gobierno facilitaría todos los medios
para que quienes hubieren cometido delitos los purgasen. Prieto,
también en tonos mesurados, condenó toda violencia, pero no sólo
la ejercida contra personas de derechas y recordó que muchos
hechos parecidos ocurrieron cuando la represión de octubre. Esa
misma comparación estableció José Díaz, pero éste centró el
problema sobre la preparación de un golpe de Estado inminente:
«Estamos completamente seguros —dijo— de que en muchas
provincias de España, en Navarra, en Burgos, en Galicia, en parte
de Madrid y otros puntos se están haciendo preparativos para el
golpe de Estado…».
Pedro Corominas (Esquerra Republicana de Catalunya) señaló
la gravedad de la fiase de Gil Robles, cuando afirmaba que «un día,
la sangre vendrá sobre vosotros». Intervino luego el ministro de la
Gobernación y los representantes de todos los grupos. Por 13 votos
contra cinco y una abstención, se decidió prorrogar el estado de
alarma. Iban a dar las tres de la tarde, cuando Martínez Barrio
levantó la sesión.
Al mismo tiempo que esto sucedía en Madrid, el general Mola
visitaba en Burgos al general Domingo Batet, y a una de sus
preguntas, el exdirector de Seguridad le dio su palabra de que no se
sublevaría.
Al día siguiente, a las seis y media de la mañana, Félix B. Maíz,
expedía desde la oficina de Correos de Bayona los telegramas
cifrados ordenando el levantamiento.
Hipótesis sobre los orígenes del levantamiento
A trueque de interrumpir brevemente el relato, parece necesario
incluir algunas de las hipótesis sobre las causas relativamente
inmediatas del alzamiento armado que había de transformarse en
terrible guerra. Y no está de más comenzar por aquellas razones
que han servido a posteriori para fundamentar, justificar o explicar
los actos que provocaron la guerra[43].
El argumento único, presentado de diversas formas, es que los
militares se sublevaron para prevenir una inminente revolución
comunista. Las pruebas aducidas son:
a. Un documento mecanografiado del que se afirmó haber
encontrado copias en Lora del Río, La Línea y un pueblo de
Badajoz. Contiene nada menos que instrucciones sobre la
composición de un Soviet nacional, mandos e instrucciones
de milicias, responsables de provincias, etc., para una
«revolución» que había de comenzar entre el 11 de mayo y el
26 de junio.
b. Una supuesta orden secreta del 27 de febrero de 1936 que, a
juzgar por los servicios de información de Mola, procedía de la
Internacional Comunista, para desatar la revolución en
España.
c. Un documento, presentado —sin ningún instrumento de
prueba— por el Gobierno portugués al Comité de No
Intervención, en su reunión del 24 de octubre de 1936, en el
que se pretende que desde comienzos del mismo año se
habían dado instrucciones para la revolución y para las
destrucciones a realizar con dinamita por células armadas en
cada pueblo del sur de España, con el médico a la cabeza.
d. Otro documento, que se decía redactado en París ante
técnicos soviéticos, estudiando en treinta puntos el
procedimiento a seguir para la ocupación de cuarteles,
eliminación de oficiales, etc.
e. Otro documento, que se aseguraba haber sido copiado por
espías al servicio de los conspiradores en una oficina de la
U. G. T. de Madrid, que se refiere a la organización de un
movimiento revolucionario simultáneo en Francia y España
para mediados de junio de 1936, una vez que Blum hubiera
formado Gobierno en París. Tal acuerdo era el tomado en otra
supuesta reunión celebrada el 16 de mayo en la Casa del
Pueblo de Valencia por «representantes de la U. R. S. S.» con
delegados españoles de la III Internacional, resolviendo en el
9.º de sus puntos: «Encargar a uno de los radios de Madrid, el
designado con el número 25, integrado por agentes de policía
en activo, la eliminación de los personajes políticos y militares
destinados a desempeñar un papel de interés en la
contrarrevolución».
Resumiendo, se utilizaron, con el mismo fin, algunas
declaraciones propagandísticas de Largo Caballero hablando de la
dictadura del proletariado, la existencia de milicias obreras, los
rumores sobre delegados de la Internacional Comunista que
hubieran visitado España, etc., todo a base de recortes de prensa o
de declaraciones gratuitas.
La simple lectura de cargos da idea de la fragilidad y del carácter
circunstancial de los mismos. Sin embargo, como han sido utilizados
con intento de conformar un juicio sobre un período esencial de la
historia de España, vale la pena de esbozar al menos una crítica de
ellos en tres planos: el de la política general de la época, el del
contexto de acontecimientos históricos y el historiográfico con
referencia a su verosimilitud como fuentes de la historia.
La política de la Internacional Comunista y de todos los partidos
que la integraban, expresamente determinada en su Congreso de
1935, consistía en facilitar la unión más amplia posible de todas las
fuerzas dispuestas a oponerse a la ofensiva del fascismo. Para la
Internacional Comunista, el dilema político de la época era:
democracia o fascismo. Esa idea general, expuesta en infinidad de
discursos, resoluciones, artículos, etc., había tomado cuerpo en los
Frentes populares de Francia y España, que constituían para los
dirigentes comunistas un ejemplo para crear la unión antifascista en
otros países. No hay un solo ejemplo de la época en que la I. C.
propugnase la toma violenta del Poder por la clase obrera para
ejercerlo exclusivamente en su provecho. Por lo que concierne a
España, cualquier conocedor de la historia de su movimiento obrero
sabe que mientras el ala izquierda del Partido Socialista
propugnaba, en 1936, la perspectiva del Poder obrero, el Partido
Comunista disentía de ello, por cuanto estimaba que era preciso
mantener y desarrollar el Frente Popular. En este sentido pueden
consultarse los discursos de José Díaz, las resoluciones del Comité
Central del Partido Comunista en marzo de 1936, la colección de
Mundo Obrero, etc.
Desde el punto de vista de la política internacional, todos los
esfuerzos de la diplomacia soviética se concentraban en lograr la
mayor colaboración con los Estados democráticos de Occidente a
fin de aislar los Gobiernos fascistas y de imponer un sistema de
seguridad colectiva que evitase la guerra predicada por el fascismo.
Por nada del mundo quería la Unión Soviética crear obstáculos a
esa aproximación diplomática[44]. En resumen, la presunta
sovietización de España era la antítesis de la política comunista en
el país y en todo el mundo.
En segundo lugar, la historia de entonces y la de los años que
siguieron demuestra que los progresos de unidad entre socialistas y
comunistas no eran de tal grado para permitir esos planes, en los
que personas, por ejemplo, como Araquistain o Bugeda,
desempeñaban el papel de «agentes bolcheviques». Las Casas del
Pueblo no podían ser lugares de reunión con fantásticos delegados
soviéticos, ni desde ellas se podían dar órdenes a organismos
comunistas que, como el famoso «radio 25» de Madrid, no han
existido más que en la imaginación de los conspiradores y de sus
servicios policíacos privados. Fácil es comprobar, con la simple
lectura de la prensa de la época, que el 16 de mayo no había en
Valencia ninguna personalidad socialista o comunista susceptible de
tomar acuerdos de tamaña importancia. Por otra parte, hay una
confusión deliberada entre la existencia de milicias de autodefensa
socialistas y comunistas (existentes desde 1934, pero de número
reducido y que carecieron siempre de verdadero armamento) y la
organización de unidades militares de combate, como por ejemplo,
las del Requeté navarro.
Por último, ninguno de esos documentos ofrece la menor prueba
de verosimilitud. ¿Cómo era posible hallar al voleo copias de planes
conspirativos en diversas localidades de tercer orden? ¿Por qué no
realizaron esa «revolución» en fechas previstas? Y, ¿qué decir de
esa «revolución» al alimón con Léon Blum? Hasta el estilo de
redacción de los supuestos documentos muestran que fueron obra
de personas que apenas conocían el movimiento obrero y su
terminología política. Tomentos un ejemplo. Las palabras del
«complot establecido el 26 de febrero para crear la República
Socialista Ibérica y declarar la guerra a Portugal», que se dijo
«descubierto» por los agentes operando al servicio de Mola. Allí se
ponen en boca de Dimitrov estas palabras: «La fuerza subversiva
del proletariado español es enorme. Es el principal eslabón de la
cadena europea. Sin él no existe cerco para encadenar a
Europa»[45].
Compárese ese texto con cualquier otro de Dimitrov o con una
cualquiera resolución comunista y se observará inmediatamente el
estilo de lo falsificado.
Este mismo informe daba la siguiente composición del pretenso
y futuro «Consejo Supremo del Soviet Español», presidido por Largo
Caballero. Además de Ventura Delgado, debían figurar Hernández
Zancajo, Araquistain, Álvarez del Vayo, Mangada, Javier Bueno,
José Díaz, Baraibar, Ortega y Gasset (Eduardo). Zabalza, Bugeda y
Pascual Tomás. Y, curioso: ¡un «Soviet» de 13 personas donde sólo
había un comunista[46]!
Han pasado casi cuarenta años de aquellos hechos y aunque
nadie, en el terreno de la investigación histórica, concede
importancia a lo que fueron argumentos de propaganda, es todavía
necesario ejercer la crítica histórica de los mismos.
Ahora bien, si se desechan esas explicaciones, ¿es que no hubo
causas del alzamiento armado de julio de 1936? ¿Es que éste
obedeció a la obsesión belicista, al simple deseo de desquite o a
reacciones psicológicas de una casta? Pretenderlo así sería
tremendo dislate. Hubo causas del alzamiento; hubo razones,
aunque las «razones» de unos grupos oligárquicos. Cierto que
temían la revolución, y tenían sus razones para temerla. Pero no se
trataba de la revolución proletaria ni mucho menos de un golpe
armado. Se trataba, ni más ni menos, de la revolución democrática
reemprendida en 1931 —fracasados los intentos anteriores—,
contenida en 1934, que había recobrado toda su pujanza y contaba
con posibilidades de desarrollo legal. Desde la victoria electoral del
Frente Popular y la formación de un Gobierno republicano de
izquierda apoyado popularmente, se pudo comprender que ciertos
cambios esenciales en la estructura de España eran inevitables, a
no ser que se les cerrase el camino por la vía de la violencia.
¿Cuáles iban a ser esos cambios? Una reforma agraria, impulsada
de arriba abajo y de abajo arriba para transformar la estructura
agraria y liquidar el poder oligárquico en ese dominio; una mayor
participación obrera en la vida económica del país (a través de los
Sindicatos) que debía frenar en seco los beneficios del gran capital y
obligar a los Gobiernos a que tomasen medidas contra el libre
arbitrio de bancos y grandes empresas. Los gobiernos republicanos,
en los que no estaban representados los sectores obreros de la
alianza frentepopulista, daban la impresión de cierta carencia de
autoridad (tanto en su acepción «derechista» como «izquierdista»),
agravada por la impaciencia de los sectores extremistas. Sin duda
alguna había republicanos del Frente Popular que no querían ir tan
lejos (incluso algunos prohombres socialistas) y otros que se movían
en un mar de vacilaciones, pero se trataba de un movimiento
irreversible porque minaba las bases materiales, las estructuras
arcaicas, que durante más de un siglo habían impedido que España
se incorporase al ritmo de la historia contemporánea.
Para los aristócratas terratenientes, para numerosos mandos
militares, para no pocos miembros del alto clero o grandes
financieros ese porvenir no era otro que el de la «anarquía» o el
«comunismo» si usaban un término más de moda, pero que ya
había sido utilizado trece años atrás por el general Primo de Rivera.
Muy representativo del estado de ánimo de ciertos sectores
sociales es el juicio emitido por Gil Robles: «En la primavera de
1936 no existía un verdadero complot comunista, según han
pretendido hacer creer los historiadores de la España oficial; pero se
había iniciado en muchos sectores de la Península una profunda
revolución agraria, que llevó al desorden y la anarquía a una gran
parte del campo español»[47]. Falta todavía un estudio socio-
histórico sobre personas y sectores que intervienen en la
preparación del alzamiento. No es desdeñable la hipótesis de la
función importante que pudieron jugar grandes propietarios agrarios
y un sector extremista del capital financiero. La base social con que
se contaba previamente eran los núcleos del tradicionalismo
(mayoritario en Navarra, importante en zonas catalanas, en Sevilla,
etc.) y los jóvenes de clases medias atraídos por. Falange, cuyas
motivaciones eran probablemente muy complejas.
La fragilidad del consenso y la tradición de violencia
contribuyeron a crear el intenso clima de ansiedad de julio del 36.
No participaron en la preparación del alzamiento, en su inmensa
mayoría, los industriales catalanes y aún menos los campesinos
castellanos que votaban a la C. E. D. A. Había incluso miembros de
la oligarquía financiera al margen de lo que se tramaba (de los tres
hermanos Urquijo, por ejemplo, uno se encontraba en Madrid, en
julio, ignorante de lo que iba a suceder). Otros lo sabían, pero
dejaban hacer, por ejemplo, Romanones, que dijo después a Bower:
«Comenzaron a planear esto antes de las elecciones. Todo fue
perfectamente organizado y se ejecutó con rapidez».
Es imprescindible distinguir en términos socio-históricos entre
preparación del alzamiento y apoyos sociales (sin duda mucho más
vastos) que éste recibe después de haberse iniciado.
Los jefes militares constituyeron la fuerza esencial del
alzamiento. Unos eran monárquicos ligados de antiguo a las castas
que dominaron en tiempos de Borbones (Orgaz, Fanjul, el propio
Sanjurjo, a pesar de lo ocurrido el 14 de abril); otros procedían del
equipo formado en la guerra del Rif, que se habían opuesto de
diversas formas a Primo de Rivera (Mola, Franco, Goded). Los
había que estaban en la lucha contra la República desde 1932, y
también quienes por razones personales cambiaron de campo
(Queipo, Cabanellas). La mayoría de ellos tenían ideas políticas
bastante sumarias; reaccionaron ante la pérdida de varios de sus
privilegios, sintiéndose hostiles a la República, con la que sólo se
compenetraron en el bienio radical-cedista. Aunque procedentes la
mayoría de las clases medias, el espíritu en que se formaron
(Academias militares, Ejército de África, trato frecuente con las
clases más elevadas allí donde iban) creó en ellos un espíritu
conservador. Si por un lado se entusiasmaban ante el militarismo de
Hitler y Mussolini, por otro ignoraban el aspecto demagógico de sus
programas. Rarísimos eran los militares que pertenecían a Falange
antes de la guerra y el solo nombre de «Sindicato» creaba en ellos
un reflejo de hostilidad. La idea, expresada varias veces por Calvo
Sotelo, de que «el Ejército no es solamente el brazo armado, sino la
columna vertebral de la Patria», coincidía plenamente con su
sentir[48]. Sin embargo, es un error bastante común el de identificar
a la totalidad del Ejército español de 1936 con la mayoría que dio
comienzo a la guerra.
En la mañana del 17 de julio, cada uno habría recibido la
consigna. España iba a entrar en el período más trágico de su
historia.
La Guerra Civil
(1936-1939)
CAPÍTULO XI
LA GUERRA
El alzamiento militar (17-20 de julio)
Todo está previsto para el 18. En Madrid, Casares Quiroga es el
que menos se da cuenta de la tormenta que se cierne sobre
España. No así las organizaciones obreras del Frente Popular,
cuyos afiliados están de hecho movilizados y montan la guardia en
sus locales.
A las tres de la tarde del viernes 17, el coronel Solans y los
tenientes coroneles Seguí, Gazapo y Bertomeu dan en Melilla las
últimas instrucciones para pasar a la acción. Ya en ese momento el
general Romerales, comandante de la zona oriental, ha tenido
noticias de lo que se trama y envía una sección de guardias de
Asalto al edificio de la Comisión de Límites donde están reunidos los
militares. Mientras Gazapo discute con ellos, un oficial, Julio de la
Torre, telefonea a la delegación del Tercio en Melilla. Pasan unos
minutos y llegan los legionarios; el choque no se produce; los de
Asalto se rinden. Poco después, Solans y Seguí, pistola en mano,
detienen a Romerales. Cuando a las cinco de la tarde, Casares le
llama, es Solans quien responde: «No pasa nada». En realidad, se
lucha en las calles y el Tercio ha puesto ya sitio a la Casa del Pueblo
donde se han concentrado numerosos obreros. Casi al mismo
tiempo, Yagüe, desde Ceuta, ordena secundar la acción de Melilla.
En esta ciudad, Bertomeu ha proclamado el estado de guerra y los
legionarios y regulares, que han afluido de sus acantonamientos, se
hacen dueños de la situación. Los que se oponen son eliminados.
Romerales es pasado por las armas[1].
En Tetuán, el coronel Saénz de Buruaga dirige la sublevación. Al
anochecer, los regulares al mando del teniente coronel Asensio
dominan la plaza, mientras Beigbeder (que había sido trasladado de
Berlín a Marruecos) convence fácilmente al Jalifa y al Gran Visir
para que apoyen el alzamiento. Álvarez Buylla alto comisario, está al
habla por teléfono con Casares, pero se encuentra sitiado en su
residencia. El aeródromo, al mando del comandante Lapuente
(primo del general Franco) sigue fiel a la República. Al amanecer del
sábado, el campo de aviación es ocupado por los regulares de
Asensio, y Lapuente fusilado.
En Ceuta, Yagüe domina la situación antes de medianoche. Casi
al mismo tiempo, se prepara en Melilla una columna para dirigirla a
la Península. Pero el destructor Sánchez Barcáiztegui se niega a
secundar la operación y, a medianoche, abre fuego contra Melilla
antes de zarpar.
Por la noche, el Gobierno sabe lo que ocurre en Marruecos. Pero
Casares Quiroga no se inmuta y, al parecer, el presidente de la
República tampoco. Los gobernadores civiles responden a las
llamadas telefónicas del Gobierno con buenas palabras, y afirman
que todo está tranquilo.
Amanece el 18 de julio. El Gobierno anuncia por la radio que hay
un alzamiento militar en Marruecos, y que nadie lo sigue en la
Península. A esas horas se lucha duramente en Larache, donde los
insurrectos, que han comenzado su acción a las dos de la
madrugada, tropiezan con fuerte resistencia de militares
republicanos y obreros. El capitán López de Haro, con varios
grupos, resistirá cuatro días en el bosque de La Gava; el
comandante de Marina, Guimerá, es ejecutado por negarse a
entregar la clave; mueren en la lucha los tenientes Reinoso y Bozas.
El Gobierno pierde horas preciosas sin tomar ninguna medida,
pese a los requerimientos de las organizaciones obreras. La
expectación y la inquietud aumentan por instantes en Madrid.
En Barcelona, los militantes de la C. N. T. sé apoderan de las
armas guardadas en cuatro barcos surtos en el puerto, las depositan
en el Sindicato del Transporte y se niegan a devolverlas a los
guardias de Asalto enviados por la Generalidad. Sin embargo, reina
todavía la calma.
En Sevilla, a eso de mediodía, el general Queipo de Llano
(director general de Carabineros, pero enviado por los
conspiradores para hacerse cargo de la ciudad), en un golpe de
audacia, acompañado tan sólo por cuatro oficiales, detiene al
general Villabrille y luego al coronel del regimiento de Granada. Con
poco más de cien hombres de tropa y quince falangistas voluntarios
(número dado después por el mismo Queipo) desata su operación
sorpresa. Poco después se le unen los artilleros y se apodera de la
estación de la Radio. Las fuerzas de Asalto, mandadas por el
capitán Escribano, resisten por la tarde en la plaza Nueva, pero
tienen que ceder. Los rebeldes, a los que se ha unido ya la Guardia
civil, se apoderan del Ayuntamiento y de Teléfonos. Los de Asalto se
atrincheran en el Hotel de Inglaterra, pero cuando éste es batido por
la artillería, el gobernador civil decide la rendición a cambio de que
le respeten la vida. A las seis de la tarde, los sublevados dominan el
centro de la ciudad y comienzan a radiar partes de victoria. Los
obreros, que han tardado en movilizarse varias horas y no tienen
armas, se agrupan en los barrios periféricos, donde alzan barricadas
para una desesperada defensa que durará varios días.
En Algeciras, La Línea. Écija, Cádiz, la sublevación comienza y
los obreros, desarmados, responden con la huelga.
En Córdoba, el coronel Cascajo, aprovechando que las fuerzas
de Asalto pasan de su lado, hace triunfar rápidamente el alzamiento.
La situación en la provincia es de lo más confuso. Huelva está aún
en poder de los republicanos. En Granada, el general Campins
sigue fiel a la República, pero no quiere distribuir armas a los
Sindicatos.
En la base naval de San Fernando (Cádiz), el almirante jefe
declara el estado de guerra. Ese mismo día zarpan de la base de El
Ferrol los cruceros Libertad y Miguel de Cervantes con las
tripulaciones sublevadas en favor de la República. En la ciudad
reina aún la incertidumbre.
En Málaga, el general Patxot, después de haber sacado las
tropas a la calle, retrocede, y el Frente Popular se hace dueño de la
situación.
En Zaragoza, donde se cree que el general Cabanellas es
republicano, la tropa está en los cuarteles; la C. N. T. amenaza con
la huelga, pero el gobernador civil logra disuadir a sus dirigentes.
En Pamplona, Mola, al frente de la guarnición y de los requetés,
es dueño de la ciudad; el jefe de la Guardia civil, comandante
Rodríguez Medel, que hace frente a los sublevados, es eliminado de
un pistoletazo.
En Burgos, el general González de Lara ha sido arrestado ya por
las autoridades republicanas, pero los oficiales sublevados detienen
al general Mena, procedente de Madrid, mientras el gobernador civil
se niega a armar al pueblo. Por la noche del día 18, el teniente
coronel Aizpuru depone al general Batet, comandante general de la
región, al tiempo que el coronel Gistau, de la Guardia civil, y el
coronel Gavilán se apoderan del gobernador civil.
En Valladolid, el general Saliquet, que ha estado esperando por
los alrededores desde las diez de la mañana, se presenta con el
general Ponte y varios oficiales para exigir al general Molero que le
entregue el mando. Este responde con un ¡Viva la República! Hacen
fuego los oficiales y resultan tres muertos y cinco heridos, entre ellos
el general Molero. A las dos de la mañana, los generales
sublevados proclaman el estado de guerra. Los sublevados dieron
muerte al coronel Villena, jefe del Tercio de la Guardia civil.
En Oviedo, a instigación del coronel Aranda, que se dice
republicano, se organiza una columna obrera que sale por la noche
hacia Madrid; sólo unos cuantos de sus componentes llegarán a
Madrid, la mayoría será de hecho interceptada en León.
En el País Vasco, el Partido Nacionalista anuncia por la Radio su
adhesión a la legalidad republicana.
En fin, en la España insular todo es fácil para los sublevados,
Goded domina Mallorca e Ibiza antes de salir para Barcelona (sólo
en Menorca, la sublevación del general Bosch fue cortada de raíz y
la isla quedó en poder de los republicanos).
En Las Palmas, Franco y Orgaz se adueñan de todo el poder;
Franco sale por la noche en el Dragón Rapide rumbo a Tetuán, pero
antes de llegar a esta ciudad hará escalas en Agadir y Casablanca,
zona francesa del Protectorado.
El mismo día 18, por la mañana, las antenas canarias difunden
un llamamiento del general Franco al país: «¡Españoles!: A cuantos
sentís el santo amor a España, a los que en las filas del Ejército y
Armada habéis hecho profesión de fe en el servicio de la patria, a
los que jurasteis defenderla de sus enemigos hasta perder la vida, la
nación os llama a su defensa. La situación de España es cada día
que pasa más crítica; la anarquía reina en la mayoría de sus
campos y pueblos (…). Huelgas revolucionarias de todo orden
paralizan la vida de la nación (…). La Constitución, por todos
suspendida y vulnerada, sufre un eclipse total; ni igualdad ante la
ley; ni libertad, aherrojada por la tiranía; ni fraternidad, cuando el
odio y el crimen han sustituido al mutuo respeto (…). Justicia e
igualdad ante la ley os ofrecemos. Paz y amor entre los españoles.
Libertad y fraternidad exentas de libertinaje y tiranía (…). En estos
momentos es España entera la que se levanta pidiendo paz,
fraternidad y justicia. En todas las regiones, el Ejército, la Marina y
las fuerzas del orden público se lanzan a defender la patria (…).
Como la pureza de nuestras intenciones nos impide el yugular
aquellas conquistas que representan un avance en el mejoramiento
político-social y el espíritu de odio y venganza no tiene albergue en
nuestros pechos, del forzoso naufragio que sufrirán algunos
ensayos legislativos sabremos salvar cuanto sea compatible con la
paz interior de España y su anhelada grandeza, haciendo reales en
nuestra patria, por primera vez, y por este orden, la trilogía
fraternidad, libertad e igualdad. ¡Españoles: Viva España! ¡Viva el
honrado pueblo español!».
Mientras, Casares Quiroga y su Gobierno, así como el
presidente de la República, dejan pasar el tiempo sin adoptar ni una
sola medida de defensa. «Quien facilite armas sin mi consentimiento
será fusilado», afirma el jefe del Gobierno, pese a lo cual el coronel
Rodrigo Gil facilita 5000 fusiles que había en el Parque de Artillería,
con los que las Juventudes Socialistas Unificadas y la U. G. T.
organizan unidades de defensa.
Por la tarde, el Gobierno ordena un bombardeo de Tetuán por un
avión Douglas, que desmoraliza a la población marroquí, pronto
calmada por el Gran Visir. También se dan órdenes a la Flota; pero
aquí todo depende de los marineros que, fieles a la República, dan
muerte a la mayoría de los oficiales.
Acuciado por las organizaciones obreras. Casares Quiroga
dimite en la noche del 18. Son momentos decisivos. La población
pide armas. Las piden también las direcciones de los partidos
Comunista y Socialista, y de la U. G. T., que han estado en contacto
todo el día. Lo mismo piensa el general Pozas, director general de la
Guardia civil, único alto cargo en propugnar esa solución, frente al
general Miaja, comandante general de Madrid quien tampoco cree
prudente armar al pueblo.
Azaña piensa entonces en la solución de compromiso: un
Gobierno moderado presidido por Martínez Barrio, con participación
de Sánchez Román y dos amigos suyos del Partido Nacional
Republicano, que se habían negado a entrar en el Frente Popular.
Prieto no acepta formar parte, porque ése es el criterio de su
partido, que decide, sin embargo apoyar al gobierno en proyecto.
Durante unas horas está formado este gobierno. Su ministro de
Guerra, Miaja, telefonea a Mola, que responde que se ha sublevado.
En el cuarto de teléfonos de Gobernación las noticias se precipitan
angustiosas al filo de la medianoche. En Zaragoza, el general
Álvarez Arenas ha detenido al general Núñez del Prado, enviado por
Casares para convencer a Cabanellas, y el comandante Mano ha
hecho lo mismo con el gobernador civil, que había desaconsejado la
declaración de la huelga general, propuesta por los Sindicatos. Los
insurrectos son ya dueños de Valladolid y Burgos y de las otras dos
capitales de Aragón. En las calles de Madrid, una multitud cada vez
más numerosa, que reclama armas, prorrumpe en gritos de ¡traición!
al correrse la noticia de que Martínez Barrio va a formar un gobierno
que parlamente con los sublevados. Grupos de obreros, con las
raras armas que poseen, se sitúan en lugares estratégicos, lo cual
parece inquietar a los medios oficiales[2].
En este momento se sitúa la controvertida conversación
telefónica entre Martínez Barrio y Mola. Es casi imposible saber los
ofrecimientos que hizo el nombrado jefe del Gobierno, pero su
existencia parece un hecho probado[3]. Conocida es la respuesta
que se atribuye a Mola: «No, no es posible, señor Martínez Barrio.
Ustedes tienen sus masas, y yo tengo las mías. Si yo acordara con
ustedes una transacción habríamos los dos traicionado a nuestros
ideales, a nuestros hombres. Mereceríamos antes que nos
arrastrasen».
Amanece. La indignación crece en los medios populares de
Madrid, donde casi nadie ha pegado un ojo en toda la noche.
Martínez Barrio, cuyos intentos de mediación han fracasado,
comprende que no puede presidir un gobierno carente del apoyo
decidido de un pueblo con el que hay que contar para emprender la
lucha. Todavía Prieto intenta convencerle de que siga. No; él ha
comprendido. Parece que Azaña también. Se va a llamar a alguien
de Izquierda Republicana. Se piensa en Ruiz Funes, pero éste no
acepta. Por fin, Giral acepta formar Gobierno, constituido solamente
por republicanos, pero apoyado por los partidos obreros y decidido a
entregar las armas al pueblo[4].
Las primeras armas se distribuyen a las organizaciones del
Frente Popular y Sindicatos, el 19 por la mañana; pero hay 45 000
fusiles de reserva inutilizados, porque sus cerrojos están en el
Cuartel de la Montaña, donde las tropas observan una actitud hostil.
Se han perdido cuarenta horas decisivas. En esos momentos, el
general Franco llega a Tetuán y toma el mando del Ejército de
Marruecos. Por la noche, la motonave Ciudad de Algeciras,
escoltada por el destructor Churruca (cuya tripulación se sublevará
después, pasando al campo republicano), ha trasladado de Ceuta a
Cádiz un tabor de Regulares, mandado por el comandante Oliver,
primera fuerza sublevada en Marruecos que pone el pie en la
Península y, de paso, liquida la resistencia republicana en Cádiz. Al
día siguiente se hará la segunda expedición: otro tabor, embarcado
en el Cabo Espartel bajo escolta del cañonero Dato.
En la mañana del 19, Navarra y Ávila, Castilla la Vieja casi
entera, Salamanca, Zamora, Cáceres, Álava, Córdoba, Baleares y
Canarias están en poder de los sublevados. La Guardia civil se ha
apoderado de Albacete.
Resistencia en Barcelona
Pero no de Barcelona, gravísimo tropiezo de la sublevación. En
efecto, a las cuatro de la madrugada, cuando Martínez Barrio intenta
todavía negociar, han salido de sus cuarteles las tropas de la
guarnición y avanzan hacia la plaza de Cataluña, punto de
convergencia previsto de los distintos regimientos. Cuando sale el
sol diríase que el ejército sublevado va a adueñarse rápidamente de
la ciudad. No es así. La Guardia civil, con su jefe el general
Aranguren (nombrado por el Gobierno autónomo, puesto que era
fuerza de Orden público), permanece fiel a la República, y lo mismo
los guardias de Asalto, fuerza esencialmente republicana. Mientras,
los obreros se han movilizado por decenas de millares. Durruti,
Ascaso, García Oliver y otros dirigentes de la C. N. T. dirigen una
resistencia heroica. Las restantes organizaciones obreras participan
en la lucha.
Las tropas procedentes del cuartel de Pedralbes han chocado a
las cinco de la mañana con las fuerzas de Asalto, ayudadas por
obreros en el cruce entre Paseo de Gracia y Diagonal (Cinco de
Oros). Una parte de la tropa se dispersa en franca derrota por las
azoteas o se entrega y el resto, principalmente los mandos, va a
refugiarse al próximo convento de los Carmelitas de la calle de
Claris donde, después de unas horas de resistencia, son hechos
prisioneros. Mientras tanto, el 7.º regimiento de artillería ligera ha
avanzado por el Paseo de San Juan y entra por Diputación hacia la
Plaza de Cataluña. Por la Avenida de Icaria, por la zona del puerto
los militares son impotentes frente a una muchedumbre que se
lanza a cuerpo descubierto ante el fuego de las ametralladoras, y es
capaz de tomar los cañones por asalto. Hay soldados que tiran las
armas o se pasan a los grupos obreros; lo mismo hace una batería
de artillería. Los soldados del Grupo de Información de San Andrés
se han negado a salir y el cuartel de Santa Madrona ha caído en
poder de los republicanos.
El capitán López Vareta se dispone a tomar la Consejería de
Gobernación. Pero los guardias de Asalto y los trabajadores,
improvisando barricadas con bobinas de papel de periódico, salvan
la situación. Se rehacen los gubernamentales. Poco después López
Varela es herido y hecho prisionero.
Con todo, los militares han llegado a la Plaza de Cataluña y
ocupado el Hotel Colón y la Telefónica. Pero sus fuerzas están
partidas en dos y su dispositivo roto.
Se despliegan los guardias civiles al mando del teniente coronel
Escobar. Pueblo y guardias cercan la plaza de Cataluña:
«Vía Layetana arriba suben los guardias civiles, en dos líneas de
quinientos, pegados a las casas; por medio de la calle, solo, pistola en
mano, marcha el teniente coronel Escobar, el de la hermana monja…
Por la Plaza de Cataluña vuelan altas las palomas. En el arenal del
centro, dos caballos muertos y otro que patalea por los aires… Si hay quien
cuente, llegan a veinte los hombres muertos repartidos por todas partes…
Cuando desembocó la guardia civil no dispararon más que los
desesperados. Cinco minutos para tomar el Colón[5]».
Mientras tanto, los obreros de la Barceloneta cierran el paso a
nuevos regimientos que debían enlazar con los sublevados. Y el
cuartel de Atarazanas se halla sitiado por el pueblo. Las baterías
tomadas al Ejército son emplazadas contra Capitanía general,
donde Goded está instalado. Cuando comienzan a disparar, iza
bandera blanca y telefonea a la Consejería de Gobernación diciendo
que se rinde al general Aranguren. Preso, es salvado de las iras de
la multitud y conducido al palacio de la Generalidad. Allí, el
presidente Companys le dice: «General. Cuando se juega y se
pierde hay que pagar lealmente», y le invita a que, igual que él hizo
el 7 de octubre de 1934, declare que debe cesar la lucha. Minutos
después, Goded dice ante el micrófono: «Declaro ante el pueblo
español que la suerte me ha sido adversa. En adelante, aquellos
que quieran continuar la lucha no deben ya contar conmigo».
Encarcelado en el Uruguay, Goded será juzgado por un Consejo
de guerra y fusilado en el mes de agosto.
Lucha a muerte
Pero la lucha está ya empeñada a muerte en toda España. En
Madrid, se sabe que en el cuartel de la Montaña están alzados y
que han llegado allí bastantes paisanos. Fanjul llega a media tarde,
pronuncia discursos, declara el estado de guerra, pero no se atreve
a salir a la calle. El regimiento de Transmisiones de El Pardo ha
abandonado su cuartel y se dirige hacia el Norte. El regimiento de
artillería de Getafe se ha sublevado y abre el fuego contra el
aeródromo. Se lucha en el barrio del Pacífico, donde se han
sublevado el regimiento de infantería n.º 6 y el de carros de
combate. García de la Herrán se ha alzado en los cuarteles de
Campamento y Vicálvaro. Durante todo el domingo 19 la situación
está en el aire.
El Gobierno no tiene ningún control sobre el país. En muchas
ciudades son los sublevados quienes responden por teléfono al
llamar al gobernador civil. En otras, aplastada la rebelión, apenas
hay otro Poder que el de las organizaciones del Frente Popular.
En Valencia, las tropas están acuarteladas en actitud
sospechosa, por lo que los Sindicatos deciden la huelga general.
En Oviedo, el coronel Aranda ha ido dando largas al asunto y
ganando tiempo, pero sin entregar armas. El Comité del Frente
Popular vacila; comunistas, anarquistas y socialistas de izquierda
proponen que se tomen las armas por la fuerza. Se oponen los
demás. Aranda, que está reunido con ellos, sale pretextando que va
a dar un paseo (en secreto ha concentrado en Oviedo a la Guardia
civil). A las cinco de la tarde moviliza a los 3500 soldados y
guardias, y se apodera rápidamente del Gobierno civil. Correos y
Telégrafos. Teléfonos y la Radio. Se le unen 856 voluntarios, la
mayoría falangistas. Muchos obreros salen de la ciudad y se
reagrupan para comenzar el cerco. En cambio, en Gijón, al ver que
los obreros y guardias de Asalto dominan la situación, los
insurrectos se encierran en los cuarteles de Simancas y Coto.
También en Santander aborta el movimiento. En Bilbao todo está en
calma; un intento de insurrección en el cuartel de Basurto es
fácilmente aplastado. En San Sebastián, el coronel Carrasco (que
estaba comprometido) promete fidelidad a la República, pero
enterado de que ha salido una columna hacia Mondragón se echa a
la calle con las tropas y los guardias civiles. La reacción popular,
secundada por los de Asalto, es unánime. Los sublevados se ven
obligados a refugiarse en el Hotel María Cristina y el Gran Casino.
Los obreros mal armados intentan una resistencia desesperada
en las Casas del Pueblo de Valladolid, Salamanca, Palencia, etc.,
pero son aniquilados unos tras otros.
En Andalucía, el único cambio es la caída de Cádiz; en Granada
continúa la indecisión y la negativa de los gobernadores civil y militar
a dar armas. En Sevilla, la artillería bombardea el barrio de Triana.
Llegan por avión fuerzas de la Quinta Bandera del Tercio, mandadas
por el comandante Castejón. En camiones los pasean sin cesar por
la ciudad; para dar la impresión de una fuerza superior a la real.
El alzamiento ha fragmentado a España, ha deshecho los
resortes del Estado, pero no ha triunfado con la facilidad prevista.
Desde Pamplona sale hacia el Centro la columna del coronel García
Escámez, compuesta por tres batallones de infantería, una bandera
de Falange y varias compañías de requetés.
En África. Franco se encuentra sin flota y sin posibilidades
inmediatas de transportar las fuerzas a la Península, a parte de las
ya enviadas. La ayuda extranjera se impone. Habla entonces con
los ya mencionados, hitlerianos Adolf Langenheim y Johannes
Bernhardt, que salen de Tetuán dos días después (el 23 de julio),
acompañados por el capitán Arranz, que lleva una carta del general
Franco para Hitler[6].
Desde Gibraltar, el general Kindelán han enviado ya «en nombre
de Franco tres telegramas al rey Alfonso XIII, a Hitler y a
Mussolini»[7]. (No se extrañaría mucho el Führer, ya que el día 19 su
encargado de Negocios en Madrid había telegrafiado a la
Wilhelmstrasse: «Ayer estallaron en toda España las esperadas
sublevaciones»).
El día 20 va a ser todavía decisivo. Desde la caída de la tarde
del domingo se ha iniciado en Madrid el asedio al cuartel de la
Montaña, en respuesta a las primeras descargas hechas desde el
mismo. Los obreros armados se encuentran reforzados por oficiales
republicanos y guardias de Asalto. El lunes por la mañana se
organiza el sitio en regla. En vano pide Fanjul ayuda a García de la
Herrán, que muere al ser dominada su sublevación en Carabanchel.
Frente al cuartel sublevado se emplazan tres cañones y se hace
fuego además con toda clase de armas. Una vez vencidos los
sediciosos de Getafe y Cuatro Vientos, la Aviación, cuya mayoría
sigue fiel a la República, empieza el bombardeo del cuartel de la
Montaña. Por dos veces, los sitiados izan bandera blanca, pero
cuando se aproximan los milicianos son recibidos con fuego de
ametralladora. Arrecia el pueblo en su empuje y la resistencia es ya
imposible. Una muchedumbre armada toma por asalto el cuartel y
da muerte a todo el que encuentra a su paso. Los oficiales
republicanos y los guardias de Asalto logran salvar a Fanjul y a
varios oficiales. El general será fusilado en agosto después de haber
sido juzgado por un Consejo de guerra.
Por la tarde, el regimiento de infantería n.º 1, hasta ese momento
indeciso en su cuartel, reitera su fidelidad a la República.
Inmediatamente sale esta fuerza para la Sierra, mandada por
oficiales republicanos.
La misma tarde, las Milicias dominan por completo la capital de
España y se lanzan hacia Alcalá, Guadalajara y Toledo, que ocupan
con relativa facilidad. En esta ciudad, el coronel Moscardó se refugia
en el Alcázar con un grupo de cadetes, numerosos guardias civiles y
falangistas con sus familias, y, al parecer, cierto número de rehenes.
Salen los primeros batallones de Milicias hacia la Sierra de
Guadarrama, transportados en los más diversos vehículos
(camiones, autobuses, taxis, etc.) requisados a tal efecto. Se
organizan las comandancias en algunos edificios aristocráticos
abandonados por sus propietarios.
En Barcelona, vencido el último foco rebelde, el pueblo se
apodera de todo el armamento de los cuarteles, y se crea el Comité
Central de Milicias Antifascistas, con representantes de todos los
partidos y sindicatos, aunque son los anarcosindicalistas quienes
ejercen mayor preponderancia. Éstos, tras entrevistarse con
Companys, prometen acatamiento en la forma al Gobierno de la
Generalidad. Paralelamente se organizan las primeras columnas
armadas hacia Zaragoza.
En Valencia, la situación está aún indecisa: por un lado el Comité
del Frente Popular (al que se ha integrado la C. N. T.) y por otro una
Junta delegada del Gobierno, que preside Martínez Barrio. Y en
medio, el general Martínez Monge, con buenas palabras, pero con el
Ejército en los cuarteles. No se sabe en qué va a parar todo esto y,
las multitudes, disgustadas, se entregan a la quema de iglesias.
En Granada, los coroneles Muñoz y León Maestre, tras detener
al general Campins (que será juzgado en Consejo de guerra en
Sevilla y fusilado), sacan las tropas a la calle, ayudados por varios
grupos de falangistas. Los obreros —¡también aquí sin armas!— se
retiran al Albaicín, donde tiene lugar una resistencia sin esperanza.
La «escuadra negra» de Valdés organiza la «limpieza» (Federico
García Lorca está, desde hace pocos días, en «San Vicente», la
finca de sus padres[8]).
En Sevilla, la Quinta Bandera del Tercio se lanza al asalto del
barrio de Triana. Queipo de Llano publica el siguiente bando:
«¡Sevillanos! El Ejército español, fiel depositario de las virtudes de la
raza, ha triunfado rotundamente». «¡Sevillanos! ¡Viva España
republicana! ¡Españoles! Volvamos a serlo con dignidad. ¡Viva
España!».
Y para mantener el ánimo de unos y el temor de otros lanza esta
otra proclama: «Fuerzas de Regulares, tras de dominar Cádiz,
avanzan sobre Sevilla… ¡Viva España! ¡Viva la República!»[9].
La siguiente «advertencia a los vecinos de Triana» es muy
significativa: «Dentro de un cuarto de hora, a partir de esta orden,
deberán todos los vecinos de Triana abrir sus puertas, a fin de que
pueda hacerse el rápido servicio de captura de los pocos que aún
disparan desde las azoteas para producir la alarma».
En efecto, la Legión conquista el barrio de Triana por sus
habituales y expeditivos métodos al caer la tarde del día 20. Durante
tres días aún, los legionarios se entregarán a operaciones de
«limpieza» en los barrios de San Julián, San Marcos. La Macarena y
Pumarejo. Lojendio dice: «En Sevilla, la población no queda
totalmente pacificada hasta el día 25».
En San Sebastián, los militares encerrados en los cuarteles de
Loyola, después de retirarse del Hotel María Cristina, esperan en
vano los refuerzos prometidos por Mola. En efecto, éste, dueño de
la situación en Navarra y Álava, lanza tres columnas sobre
Guipúzcoa, pero sólo una consigue apoderarse de Alsasua.
Los primeros altos y bajos de la contienda
Había llegado el día 20 y la sublevación no se había producido
en Galicia. Las organizaciones obreras movilizadas, sobre todo en
Vigo y La Corona, pedían armas. Todo inútil. El alcalde de Vigo,
Martínez Garrido, llegó a convencer a los guardias de Asalto de que
no había peligro alguno. En La Coruña, el general Salcedo anunció
por teléfono al gobernador civil, Pérez Carballo, de Izquierda
Republicana, que iba a declarar el estado de guerra, a lo que
respondió la autoridad civil: «Si usted hace eso, yo doy armas al
pueblo». Salcedo retrocedió, pero Carballo también. El gobernador
militar, general Caridad Pita, estaba con él y creía todo asegurado.
El caso de Santiago fue todavía más inaudito. El alcalde convenció
a los mineros de Noya para que abandonasen sus posiciones.
Como era de esperan el 20 por la mañana, los conjurados tomaban
la ofensiva, bajo la dirección de los coroneles Pablo Martín Alonso y
Enrique Cánovas de la Cruz. Sus baterías abrieron el friego contra
el Gobierno civil, mientras que los generales Salcedo y Caridad Pita
eran detenidos, y fusilados después de rápido Consejo de guerra.
Los mineros de Noya, con unas cuantas escopetas, y los obreros
coruñeses hicieron frente a los militares en lucha desigual. Durante
dos días resistieron en el barrio de Santa Lucía y en la estación del
ferrocarril a Santiago. Al fin fueron aplastados. En cuanto a Pérez
Carballo, el exdirigente de la F. U. E. pagaba su error con la vida y la
de su esposa, que se hallaba encinta. Ambos fueron
inmediatamente ejecutados. Igual suerte corrieron los alcaldes de
Vigo y Santiago, que tanto temor habían sentido ante la
eventualidad de que el pueblo dispusiera de armas para su defensa.
En León, el movimiento se produjo el 20 por la tarde, cuando ya
se había alejado una columna de mineros que pretendían dirigirse
hacia Madrid. Tampoco habían sido armados los trabajadores que,
sin embargo, resistieron en varias horas de desigual combate de
calles. Encerráronse después en la Diputación provincial y otros
locales, que fueron conquistados por los militares.
A todo esto, los marineros habían conservado la Flota en poder
de la República. Para ello tuvieron que sublevarse contra sus jefes,
que estaban casi todos comprometidos en la conjura. En Cartagena
y Mahón, la marinería dominó la situación. Perdió, en cambio, el
combate, en la base de San Fernando, no sin que se hundiese en
llamas el cañonero Lauria. En la base de El Ferrol la lucha fue muy
dura. Después de zarpar los cruceros Libertad y Miguel de
Cervantes, ya en poder de los marineros, las tripulaciones del
España y del Almirante Cervera se sublevaron contra los oficiales
dentro del puerto y el destructor Velasco abrió fuego contra ellos. El
combate duró hasta el 21, en que, dueños los rebeldes de la
Comandancia y de toda la región, en general consiguieron dominar
a los marineros. Mientras tanto, el acorazado Jaime I había zarpado
de Vigo y navegaba hacia Ceuta para incorporarse al alzamiento,
pero durante el viaje, los marineros se rebelaron, fusilaron a los
oficiales y radiotelegrafía ron a Madrid diciendo que estaban al
servicio de la República.
La contienda empezaba con la flota dividida de la siguiente
manera: del lado de los sublevados: acorazado España: cruceros
Almirante Cervera, Baleares y Canarias (en construcción los dos
últimos); destructor Velasco: tres cañoneros, algunos torpederos y
guardacostas, y el viejo y casi inservible crucero República. El resto
de la Flota, en manos de Comités de marinos, permanecía en el
bando republicano: acorazado Jaime I; cruceros Libertad y Miguel
de Cervantes y el viejo Méndez Núñez; catorce destructores de
2120 toneladas; dos destructores ligeros; once submarinos, varios
cañoneros, torpederos y guardacostas, Al atardecer del 20 de julio
llegaban a Tánger, con objeto de impedir el paso del Estrecho a los
sublevados, los cruceros Libertad y Miguel de Cervantes, el
Churruca y varios cañoneros y guardacostas. Al día siguiente, varios
de estos buques bombardearon Ceuta, mientras que los aviones
rebeldes atacaban al Jaime I.
Desde Pamplona, Mola se esforzaba por movilizar sus fuerzas,
al mismo tiempo, sobre Guipúzcoa y sobre Madrid. La columna de
García Escámez que, como hemos visto, había salido el 19, tropezó
al día siguiente con la viva resistencia de los obreros de Logroño,
sólidamente parapetados en la Tabacalera. Lojendio añade: «Hubo
que operar en policía por los núcleos rojos de la Rioja». En efecto,
encontraron resistencia en algunas localidades. Perdieron dos días
y cuando se dirigían a Guadalajara el 22, dieron marcha atrás hacia
Aranda, desde donde se incorporaron al frente de Somosierra.
A una y otra vertientes guadarrameñas afluían fuerzas armadas;
los primeros batallones de Milicias desde Madrid, las primeras
unidades militares desde las ciudades castellanas. Desde Burgos
avanzaban hacia la Sierra dos batallones de infantería y un grupo de
artillería mandados por el coronel Gistau. En la noche del 21, salía
de Valladolid la columna del coronel Serrador, integrada por un
batallón del regimiento de San Quintín, un escuadrón de Farnesio,
dos baterías del 14 ligero, una compañía de ametralladoras y 150
falangistas. En Villacastín se les unieron varios guardias civiles y el
regimiento de Transmisiones que había huido de El Pardo. Éstas
eran las fuerzas que se dirigían hacia el Alto del León.
Mientras los acontecimientos se precipitaban vertiginosamente
en España, ocurría en Portugal un accidente que, sin poder decirse
que cambiase su rumbo, no dejaba de tener importancia. Detenido
Lizarza, fue Ansaldo el encargado de ir a Estoril a buscar a Sanjurjo.
Pero para «cubrirse» ante las reclamaciones de Madrid, las
autoridades portuguesas sugirieron a Ansaldo que despegase desde
un terreno utilizado como hipódromo, cerca de Cascaes. Allá fueron
Sanjurjo y el aviador. El general colocó en el avión una pesadísima
maleta llena de uniformes y condecoraciones para usar atuendo a
tono con su elevado cargo. Uniformes tal vez fatales, porque el
despegue se realizó pésimamente. Apenas volaron un kilómetro, sin
poder tomar velocidad, y el accidente fue inevitable. Cuando
Ansaldo, ligeramente herido, pudo sacar a Sanjurjo del avión, el
general había ya fallecido. El alzamiento, se quedaba, pues, sin su
jefe nominal.
En verdad, los candidatos a la jefatura sobraban, aunque no
estaban del todo concertados los diapasones. El general Mola, en
su bando del día 19, declaró, por ejemplo, que se trataba de
«restablecer el orden, no solamente en sus apariencias, sino
también en su misma esencia. Restablecimiento del principio de
autoridad (…) castigos ejemplares (…). Por lo que afecta al
elemento obrero, queda garantizada la libertad de trabajo, no
admitiéndose coacciones de una parte ni de otra. Las aspiraciones
de patronos y obreros serán estudiadas y resueltas con la mayor
justicia posible en un plan de cooperación, confiando en que la
sensatez de los últimos y la caridad de los primeros, hermanándose
con la razón, la justicia y el patriotismo, sabrán conducir las luchas
sociales a un terreno de comprensión con beneficios para todos y
para el país».
Se trataba, como es fácil colegir, de expresiones comunes de un
conservadurismo algo añejo. El tono difería mucho de las
alocuciones de la zona Sur que conocemos. Es más, el ABC de
Sevilla del día 22 (suplemento extraordinario) traía las siguientes
declaraciones de Queipo de Llano a uno de sus periodistas: «Ante
todo diga usted que el movimiento es netamente republicano, de
lealtad absoluta y decidida al régimen que un movimiento de opinión
legalmente expresado en tinas elecciones generales que fueron
sinceras, dio al país en el año 31».
En Tetuán, el general Franco, convencido de la necesidad de
ayudas extranjeras, envió a Bolín en el mismo Dragón Rapide a
Biarritz, para que desde allí fuese a Roma a entrevistarse con
Mussolini. De esa misión formaban parte también Sainz Rodríguez y
Federico Urrutia, a los que se unió luego Luca de Tena.
Como tendremos ocasión de ver. Mola, después de instalar su
cuartel general en Burgos, inició a los pocos días por su cuenta
gestiones para solicitar ayuda de los Gobiernos de Berlín y Roma.
Hubo un momento en que, muy preocupado, llegó a decir: «A usted
debo decírselo; la situación es muy crítica: la ayuda de Francia, el
peligro de una conflagración europea, el no poder pasar las tropas
de África nos coloca en un trance difícil, muy difícil y delicado»[10].
Lo que fracasó
En suma, aquella noche del 20 al 21 de julio, podía afirmarse
que el alzamiento, concebido como una operación de horas para
ocupar el Poder, había fracasado. El Gobierno de la República tenía
en su poder Madrid, Cataluña, Levante, el Norte, excepto Galicia y
la ciudad de Oviedo. Castilla la Nueva (salvo Albacete, que se rindió
días después), media Andalucía y la parte sur de Extremadura, una
tercera parte de Aragón y la isla de Menorca. Los sublevados
ocupaban Castilla la Vieja, Navarra, Galicia, el norte de
Extremadura, la totalidad de las provincias de Sevilla y Cádiz, las
capitales y parte de la provincia de Córdoba y Granada, casi todos
los territorios insulares y el Protectorado de Marruecos. La Flota, en
general, estaba con la República, así como gran parte de la
Aviación. El Ejército, como entidad organizada, estaba en frente, así
como la mayor parte de la Guardia civil. Con el Gobierno estaba una
población que recibía armas a través de partidos, sindicatos y
oficiales del Ejército fieles, la mayoría del cuerpo de Asalto y una
minoría de la Guardia civil. Tenía a su favor el hecho de disponer de
las grandes zonas industriales del país; en contra, la pérdida del
mayor contingente de la producción triguera en el momento crítico
de la cosecha.
A pesar de la mucha literatura que se ha hecho sobre aquellos
acontecimientos, es imposible para un historiador calificarlos de
alzamiento popular. En las ciudades de significación más derechista,
los voluntarios que se unieron al Ejército, formaron unidades o se
entregaron a labores de policía. La mayoría del Ejército fue el que
se sublevó con arreglo a un plan, el que se hizo cargo de la
situación, el que ejerció el Poder desde el primer momento[11].
No se trataba de un pronunciamiento clásico, ya que los
sublevados contaban con encontrar resistencia, pero esperaban
aplastarla en dos o tres días. Se trataba de algo menos ingenuo que
un pronunciamiento: la preparación fue minuciosa, los enlaces
políticos y diplomáticos, previstos. Fue un golpe de Estado militar,
cuyo contenido se presentó como «la defensa o restablecimiento del
orden, con la colaboración de la parte más activa y agresiva de la
derecha, así como del falangismo, que tenía, en apariencia, un
programa distinto, y con el apoyo tácito de la derecha en general,
que no se manifestó hasta, que se deslindaron los campos. No fue
el Estado endeble, apenas existente, el que resistió los embates de
la rebelión, sino la respuesta popular, en masa, que tuvo lugar
incluso donde, por falta de medios» fue a la postre aplastada.
Conviene no caer tampoco en otro lugar común, que es aquel de
«la sublevación del Ejército». No fue el Ejército, sino una parte,
mayoritaria si se quiere, la que se sublevó y consiguió hacerse
cargo de la estructura militar. Baste con recordar que en Bilbao,
Santander, Tarragona, Gerona, Ciudad Real, Jaén; Alicante, Huelva,
la mayoría de la guarnición de Valencia, de Málaga, etc., las
unidades militares no estaban con los sublevados. Éstos, que
habían conspirado durante largo tiempo, se apoderaron, en la
mayoría de las ciudades, de los regimientos, pero no sin lucha
contra sus compañeros republicanos en numerosos casos. No es
posible entrar aquí en detalles, pero además de los militares que
permanecieron fieles a la República —y que irán apareciendo
posteriormente en nuestro relato— conviene recordar que el
alzamiento se hizo pasando por los cadáveres de los generales
Batet, Romerales, Caridad Pita, Campins, Núñez del Prado,
contralmirante Azarola, Salcedo y de numerosísimos jefes y
oficiales. Incluso en Marruecos lucharon los militares entre sí, sobre
todo en Carache. Militares eran también los mandos de Asalto, de la
Guardia civil, de la Aviación, que combatieron bajo la bandera de la
República.
Otro rasgo que cabe señalar en las primeras proclamas e
intervenciones públicas de los sublevados es que no se hizo
ninguna referencia a la religión. Ya veremos cómo este fenómeno se
produjo más tarde.
Había, pues, dos Españas aquella noche del 20 de julio. No
eran, sin embargo, dos Españas delimitadas geográficamente.
Cierto que en Castilla la Vieja, donde la derecha tenía su base de
masa, dominaban los sublevados, pero esa masa no participó en el
alzamiento. En cambio, Sevilla, Vigo, La Coruña, ciudades de
izquierda, estaban en manos de los alzados; Cuenca. Guadalajara,
Santander, ciudades de derecha, lo estaban de los republicanos. Se
jugó la primera parte de una contienda en cada provincia, en cada
localidad, decidida provisionalmente de diferente manera según los
medios de defensa de que disponía la población trabajadora
resuelta a enfrentarse al alzamiento, ayudada en ciertos casos por
los cuerpos de Orden público. Día y medio de negativa de facilitar
armamento, y la persistencia de esta actitud vacilante en numerosas
autoridades provinciales de la República, permitió el triunfo de los
sublevados en varias regiones. Y eso significó la guerra civil[12].
La sublevación se transforma en guerra civil (21 de
julio-5 de agosto)
En la última semana del mes de julio, España entera estaba ya
dentro del trágico engranaje de la guerra civil. No había aún frentes
delimitados, pero las columnas que habían salido de las ciudades en
poder de cada uno de los bandos entablaban ya sus primeros
combates. Apenas podía hablarse de un poder coherente en ningún
campo; la «anarquía castrense» dominaba en el de los sublevados y
la debilidad de un Estado viejo —por no haber sido transformado
durante los años de la República— hacía que los gobernantes
compartiesen el Poder con una pluralidad de organizaciones. Si el
Gobierno parecía contar con mayores posibilidades de acción,
faltaban todavía los elementos necesarios para juzgar cabalmente la
situación y no era el menor de ellos la actitud que seguirían las
principales potencias.
En Madrid, en medio del entusiasmo popular, se organizaban
batallones y batallones de milicias. Alcalá había sido recuperada el
21 a las ocho de la noche, y al día siguiente lo era Guadalajara; las
milicias republicanas llegaban hasta Jadraque. Sin embargo, los
combates más duros comenzaban a librarse a lo largo de la sierra
del Guadarrama. El 22, la columna de Serrador, que había salido de
Valladolid, consiguió desalojar a los milicianos que habían llegado al
Alto del León. Fue todo lo que pudo hacer. Los contraataques
republicanos iban a fijar pronto el frente en esa vertiente de la Sierra
que da hacia Madrid. Por su parte, la columna García Escámez se
retiró del sector de Guadalajara y, en unión de las fuerzas
procedentes de Burgos, ocupó el puerto de Somosierra el día 23. El
mismo resultado que en el anterior sector; las milicias mandadas por
el capitán Francisco Galán impidieron que continuase el avance de
los rebeldes. Los republicanos eran dueños del puerto de
Navacerrada y de las restantes alturas. En realidad, los proyectos
de Mola de marchar sobre Madrid fueron frustrados en las breñas
del Guadarrama la última semana del mes de julio. Por ahí no era
posible hacer nada y el éxito o fracaso de los sublevados dependía
de la ofensiva que se emprendiese a partir del Sur, para lo cual era
requisito indispensable que el ejército de África atravesara el
Estrecho. Por eso, el nombre de Franco y las esperanzas en su
acción cobraban nueva importancia en las filas de los rebeldes.
Franco esperaba todavía en Tetuán el resultado de sus gestiones
con las potencias fascistas. Como la flota republicana disparara
sobre Ceuta, el mando nacionalista hizo pública una nota oficiosa
afirmando que «un mercante ruso ha disparado con ellos contra el
puerto de Ceuta»[13]. Por otra parte, el jueves 23, ABC de Sevilla
publicó una nota oficial del general Franco en la que se decía:
«Todos tenéis el deber de cooperar en la lucha definitiva entre Rusia
y España» y terminaba de la siguiente manera: «¡Españoles! ¡Viva
España y la República!». Resultaba evidente el propósito de
internacionalizar el conflicto para recibir las ayudas extranjeras
necesarias, así como la indeterminación que existía aún sobre la
futura forma de gobierno.
Al mismo tiempo, el general declaraba al periódico La Vigie
Marocaine que no se proponía imponer en España «ni la monarquía,
que ésta no quiere en modo alguno, ni una dictadura tiránica
contraria a los sentimientos íntimos del pueblo español».
La presencia de la flota republicana en Tánger inquietó a los
rebeldes, pero llegó en su ayuda la gestión hecha el día 24 por las
embajadas británica y francesa en Madrid «insistiendo sobre los
inconvenientes del mantenimiento de la flota gubernamental en el
puerto de Tánger, la cual, por lo menos hasta el jueves se servía de
este puerto internacional como base de operaciones contra los
rebeldes». En realidad, Franco se había dirigido al jefe de control de
la zona internacional de Tánger para denunciarle que la flota roja
estaba compuesta de barcos piratas y pidiendo que no fondease en
ese puerto. La petición fue atendida y por eso intervinieron dichas
embajadas. Si el Gobierno español no aceptaba esa imposición se
veía amenazado de que sus unidades navales fuesen consideradas
como prisioneras de las escuadras francesa, británica, italiana y
portuguesa surtas en la bahía. La decisión había sido tomada, pese
al criterio adverso de los representantes franceses, en el Comité
internacional. El caso es que, pocos días después, las unidades
republicanas tuvieron que abandonar Tánger[14].
Los primeros combates en la Península
Pero volvamos a los primeros combates en la Península. La
ofensiva rebelde había cejado, tras encarnizados combates en el
frente de la Sierra, bajo las órdenes, por el lado republicano, del
general Riquelme. También el coronel Mangada había avanzado con
su columna hasta Navalperal de Pinares. La situación llegó a
complicarse tanto que, según Lojendio, «el 26, Mola estudiaba las
posibilidades de un repliegue de las posiciones de la Sierra sobre
una línea de resistencia apoyada en el curso del Duero. No fue
necesario hacerlo por la tenaz defensa de las avanzadillas rebeldes
del Alto del León». El 27 se hizo cargo del mando el general Ponte,
que recibió refuerzos procedentes de Salamanca. Valladolid y
Pamplona.
El otro aspecto de la operación que intentaba llevar a cabo Mola
se proyectaba hacia el Norte, con objeto de privar a los territorios
gubernamentales de su frontera con Francia y, en primer lugar, de
ayudar a los militares encerrados en los cuarteles de Loyola.
Ocupado Vera, el coronel Beorlegui no pudo seguir avanzando
porque los republicanos habían volado el puente de Endarlaza sobre
el Bidasoa. Intentó atacar el 22 por el valle de Oyarzún, gracias a
dos columnas procedentes de Pamplona: la del coronel Ortiz de
Zárate (un tercio de requetés, un batallón de infantería y dos
baterías de montaña) y la del teniente coronel de los Arcos,
compuesta por varios centenares de guardias civiles, carabineros,
requetés y falangistas. Ocuparon Oyarzún, pero tuvieron que
retroceder hasta Rentería. En cambio, en otros sectores, los
sublevados pudieron llegar a Beasaín el día 27. Mas los 400
militares que resistían en los cuarteles de Loyola se rindieron el día
28 e Irujo, Larrañaga y otros diputados tuvieron que hacer grandes
esfuerzos para que los militares presos no fuesen exterminados por
la enfurecida población de San Sebastián. La situación de Beorlegui
empeoraba, pues, por momentos, lo que enojó sobremanera a Mola.
Sólo el 5 de agosto pudieron organizar los rebeldes sus columnas
en este sector, al que se había incorporado el comandante García
Valiño, evadido de la zona republicana. En Asturias, Aranda
consiguió atrincherarse en Oviedo, pero el resto de la provincia
estaba en manos de los republicanos. En Gijón resistía el cuartel de
Simancas y la ciudad era sometida sin tregua a los bombardeos del
crucero Almirante Cervera.
En Cataluña se organizaban columnas de milicianos para
marchar sobre Zaragoza, cuyos cuarteles fueron bombardeados el
23, por la aviación republicana. Salieron de Barcelona tres mil
hombres al mando de Durruti y del comandante Pérez Farrás. Estas
y otras formaciones, por lo general no muy preparadas militarmente,
ocuparon una serie de localidades en las provincias de Huesca y
Zaragoza. El 25 cayó Caspe, tras rudo combate. En el sector Norte,
las milicias progresaron hasta las cercanías de Huesca.
En Andalucía, las fuerzas de Queipo de Llano, vencida la
resistencia popular en Sevilla, ocuparon Utrera el día 25 y mandaron
refuerzos a Granada por vía aérea. La columna Castejón,
procedente de África como sabemos, ocupó Huelva, cuya zona
minera debía resistir todavía un mes.
En el sector de Córdoba, las milicias, mandadas por el general
Miaja, con escasísimo armamento, conseguían avanzar hacia la
capital. El día 30 de julio, los mineros se apoderaron de Villanueva
de Córdoba —que había quedado en poder de la Guardia civil—,
atacando con cartuchos de dinamita lanzados con honda.
El día 25, el Gobierno se había apuntado un tanto importante: la
toma de Villarrobledo y de Albacete, con lo cual quedaba
restablecida la comunicación ferroviaria entre Madrid y Levante y
limpia de enemigos la meseta de Castilla la Nueva. En Valencia, la
indecisión de los primeros días fue superada por el asalto dado por
fuerzas de Milicias al cuartel de Caballería, cuyos oficiales se habían
declarado en franca rebelión. Sólo en Toledo, cuya ciudad había
sido conquistada por milicianos, se organizó un importante bastión
de resistencia en el Alcázar —y Academia de Infantería— al mando
del jefe de la guarnición, coronel Moscardó. En el edificio había 150
oficiales, 160 soldados, 600 guardias civiles, 60 falangistas, ocho
militantes de Renovación española, 18 de Acción Popular, cinco
tradicionalistas, 15 independientes… y ocho cadetes, cosa natural,
pues era época de vacaciones. En total eran 1024 combatientes, a
los que había que añadir. 400 mujeres, numerosos niños familiares
de los combatientes o de familias de derechas y otras mujeres
encerradas allí contra su voluntad, consideradas como rehenes.
Mientras los españoles se lanzaban así a la más cruenta de sus
guerras civiles, se daba en ambos campos el fenómeno de
dispersión del Poder. Difícil es hablar de un Estado, en el sentido
habitual de la palabra, para caracterizar aquel momento. Si los
sublevados creaban una Junta Militar el 24 de julio, el Poder estaba
allí en manos del jefe militar de cada sector. Y si el Gobierno Giral
representaba todavía legalmente al Estado republicano, tenía que
compartir el Poder con múltiples organismos surgidos de las
organizaciones populares. En la mayoría de los frentes, los mandos
superiores republicanos estaban en manos de generales
designados por el ministro de la Guerra (el entonces teniente
coronel Hernández Sarabia, que tuvo que sustituir a Castelló, que se
había vuelto loco), pero su poder era nulo sobre el sector Cataluña-
Aragón y, naturalmente, los territorios del norte de España tenían
que organizarse autónomamente. El Gobierno, además de hacer
frente a los problemas diplomáticos —de los que hablaremos
después—, adoptó, desde los primeros días de agosto, una serie de
medidas indispensables, como la explotación de las líneas férreas
(con la colaboración de los Sindicatos), la prohibición de
enajenación o gravámenes sobre toda clase de bienes, etc. Pero le
faltaban los resortes judiciales, policíacos, aduaneros y casi se le
desmoronó el aparato diplomático, constituido, en su mayoría, por
personas desafectas a la República. Pietro Nenni ha contado que
«el fenómeno más característico de la primera fase de la guerra fue
la ausencia de un Poder, de una dirección central. El Estado no
existía. En los ministerios se esforzaban por asegurar la continuidad
del Gobierno, pero la autoridad se había hundido. Se la volvía a
encontrar, en fragmentos, en las organizaciones políticas y
sindicales». Se daba el caso curioso de que Indalecio Prieto, sin ser
nada oficialmente, se hallase instalado en el ministerio de Marina,
como primer colaborador de la obra gubernamental.
Azaña era profundamente pesimista. No creía en la posibilidad
de resistir y se sentía en desacuerdo íntimo con el giro
revolucionario que, como contrapartida de la rebelión, tomaban los
acontecimientos[15].
En Barcelona, el Comité Central de Milicias fue, durante los
primeros días, el verdadero Gobierno; las Patrullas de control
ejercían por su cuenta actividades policiacas y represivas; en cada
pueblo surgió su respectivo Comité. Pero Companys, dispuesto a
reconstituir el Poder de la Generalidad, el 31 de julio formó un
Gobierno presidido, por Juan Casanovas, que no duró más que una
semana, ya que la actitud hostil de la C. N. T. hizo que los
consejeros del P. S. U. de C. dimitiesen. Se formó entonces otro
Gobierno, también presidido por Casanovas, pero sin cenetistas ni
socialistas unificados. Desde los primeros días, la Generalidad
había tenido que adoptar medidas de orden financiero, como la
suspensión de transacciones de valores, el bloqueo de cuentas
corrientes «pertenecientes a personas o instituciones que hayan
participado en la subversión», limitación a 500 pesetas de la
cantidad que retirar de cuentas corrientes, creación de una Oficina
Reguladora del Pago de Salarios, etc. César M. Lorenzo, que ha
estudiado el problema de los anarquistas apoyándose en fuentes de
primera mano explica que, en las primeras semanas el verdadero
poder en Barcelona era el Comité Central de Milicias Antifascistas y
la Generalidad era «verdadero gobierno de paja, (que) decretaba a
posteriori lo que la calle había ya realizado y “cubría”
internacionalmente a la revolución catalana»[16].
Lorenzo señala, sin embargo que «los comités locales no
obedecían más que a ellos mismos, y que “si la C. N. T. era sin duda
la primera fuerza en Cataluña, estaba lejos de controlar el conjunto
de sus habitantes. Las clases medias, la mayoría de los
campesinos, no formaban parte de la Confederación”». De ahí y de
las contradicciones entre el anarquismo teórico y la práctica, infiere
lógicamente dicho autor que los militantes de la C. N. T. no
pudiendo, por un lado, implantar el comunismo libertario, ni por otro
retirarse a la sombra, sólo tenían el camino de la colaboración en el
Poder.
En Valencia también subsistió durante meses el conflicto entre el
Comité Ejecutivo popular y las autoridades enviadas por el
Gobierno. Estos conflictos se multiplicaron aquí y allá, sobre todo en
el período en que el Gobierno estaba compuesto exclusivamente
por republicanos de los partidos de la pequeña burguesía, sin
participación de las organizaciones obreras que, de hecho, eran
mayoritarias en el campo republicano, agravado por la debilidad de
la mayoría de los ministros y por la carencia de organismos del
Estado. Estás contradicciones revistieron aspectos más graves en
casos como el de Cataluña, donde la C. N. T. se oponía en los
primeros días de agosto a la militarización de las milicias, conforme
al criterio adoptado por el Pleno de la F. A. I. el 2 de dicho mes. O el
caso de Aragón al constituirse más tarde un Consejo de Defensa,
con poderes omnímodos, integrado por miembros de la F. A. I. y de
la C. N. T.
En las regiones en que los partidos Comunista y Socialista, y las
Juventudes Socialistas Unificadas eran la fuerza preponderante se
produjo desde el primer momento la tendencia a dar un carácter
militar, apropiado a la guerra, a las unidades de Milicias. Ése fue el
caso de Madrid, donde el Partido Comunista organizó el Quinto
Regimiento. Unidad orientada a servir de embrión a un Ejército
popular; las Juventudes Socialistas Unificadas crearon los
batallones Octubre, Largo Caballero, Joven Guardia, Pasionaria, el
Partido Socialista la Motorizada, la C. N. T., el batallón Ascaso, etc.
El Quinto Regimiento llegó a contar con más de veinte batallones,
integrados no sólo por comunistas y simpatizantes, sino por
hombres de las más diversas tendencias, es decir, con 70 000
combatientes, un verdadero cuerpo de ejército[17]. El Gobierno
guardaba el control de un territorio de 350 000 km2 y de una
población de más de 18 millones de habitantes. Sólo tenía 21
capitales de provincia, pero eran las más pobladas.
Los sublevados controlaban 175 000 km2 (además del
protectorado marroquí), unos 7 millones de habitantes y 29 capitales
de provincia, poco importantes a excepción de Sevilla y Zaragoza.
Los republicanos poseían la costa mediterránea y buena parte de la
atlántica, así como la parte de frontera más transitable con Francia
(el control de esta frontera, en la parte catalana, estaba en manos
de fuerzas anarquistas), mientras que los sublevados controlaban la
frontera portuguesa, salvo Badajoz.
El Gobierno disponía de 15 000 Guardias de Asalto (sobre un
total de 22 000), pero apenas de unos 5000 Guardias civiles
verdaderamente encuadrados, entre 34 000, aunque mirando las
plantillas, es decir, «en el papel», pueda creerse que la mitad de
esta última fuerza quedase del lado gubernamental.
Al parecer, los generales sublevados disponían, además del
Ejército de Marruecos, de 25 regimientos de infantería, 4 batallones
de cazadores, dos de ametralladoras y 16 regimientos de artillería.
No obstante, de los 145 000 hombres que teóricamente, formaban
esas fuerzas, sólo había en los cuarteles, el 16 de julio (fecha en la
que se suspendieron los permisos) unos 60 000.
En la zona controlada por el Gobierno había 14 regimientos de
infantería y 11 de artillería, pero la mayor parte desarticulados y
carentes de mandos medios o enteramente deshechos como los de
Barcelona o una parte de las guarniciones de Madrid y Valencia.
¿Cuántos militares profesionales se sublevaron? Sabido es que
un sólo general de división en activo (Cabanellas) participó
directamente en el alzamiento. Pero las sublevaciones dependen
mucho más de los coroneles y comandantes que de los generales
de división.
El ejército contaba en 1936 con 10 698 jefes y oficiales en activo
y un poco más de 4000 en la reserva. Hubo una minoría de
participantes en la conspiración activa, pero una mayoría de
participantes en el alzamiento. El general Rojo ha escrito que 2000
militares profesionales permanecieron fieles al Gobierno
republicano; Álvarez del Vayo habla de 500, cifra tal vez válida, si no
se cuenta la oficialidad de Guardias de asalto. El general Líster —
que habla de 17 000 jefes y oficiales en 1936— afirma que 2006
militares profesionales se integraron en el Ejército popular de la
República. El profesor Palacios Atard, dice que esos militares eran
«cerca de 3000».
Mientras tanto, en el territorio dominado por los sublevados se
constituyó, el 23 de julio, una Junta de Defensa, presidida por el
general Cabanellas e integrada por los generales Saliquet. Ponte,
Mola, Dávila y coroneles Montaner y Moreno. Su principal artífice
fue Mola, que se trasladó para ello a Burgos, donde consultó con los
caracterizados políticos de derecha Goicoechea y Vallellano. No se
llegó a un acuerdo sobre la participación de hombres civiles, y por
eso la Junta fue exclusivamente militar. No figuraba en ella Queipo
de Llano, cuyos poderes en Andalucía eran, sin embargo,
omnímodos. Hasta los primeros días de agosto, tampoco figuró en
la Junta el general Franco. Su nombramiento coincidió con el paso
del Estrecho por las fuerzas a su mando. Esta Junta tomó medidas
como la declaración del estado de guerra, la incautación de la
Constructora Naval, la creación de un Comité nacional de la banca
privada, etc., pero en los primeros tiempos su poder se limitó a
Castilla, Aragón, Navarra y Galicia. Había también en el campo
rebelde el problema de las milicias de partido, pero como su
proporción numérica era ínfima, no creó, por el momento ningún
problema de importancia. La acción de esas milicias tuvo más
alcance en la represión desatada en la retaguardia. Y esto nos lleva
a otro aspecto, el más terrible, de la contienda, que sé presentó
desde los primeros días: el terror, bajo la forma de «limpieza de la
retaguardia», «depuración de enemigos», etc.
El terror
Comenzó la sublevación por el procedimiento de liquidar
físicamente a los enemigos. Y la respuesta fue del mismo género.
No es posible hacer aquí una descripción de las matanzas que
tuvieron lugar durante las primeras semanas de la guerra.
La sublevación fue acompañada de medidas draconianas;
detenciones de cualquier sospechoso practicadas no sólo por la
Fuerza Pública sino por organismos de los grupos políticos que
colaboraban en el alzamiento seguidas en muchos casos de
ejecuciones irregulares. Se trataba de la eliminación radical de todo
enemigo incluso en potencia. La represión fue muy dura en
Andalucía. El 18 de agosto, Queipo de Llano decía en la radio: «El
ochenta por ciento de las familias andaluzas están de luto y no
vacilaremos en recurrir a medidas más rigurosas». La eliminación
física del adversario de la retaguardia tuvo también aspectos muy
duros en Valladolid, Navarra, etc. Algunos casos, como el asesinato
de Federico García Lorca en Granada, estaban llamados a producir
honda emoción.
Las matanzas colectivas en el territorio rebelde no excusan las
que tuvieron lugar en la zona republicana, donde la práctica del
terror empujó hacia el campo opuesto a numerosas personas de la
clase media que se vieron tratadas de «burguesas». En el campo, la
explosión revolucionaria de los trabajadores agrícolas, tratados
secularmente como seres infrahumanos, produjo episodios
sangrientos. Fue rasgo peculiar de este terror, realizado por lo
general al margen de la mayor parte de partidos y sindicatos, el
cebarse en los miembros del clero. Quien conociese el
comportamiento político de la mayoría del clero español, que había
confundido desde hacía mucho tiempo su misión religiosa con la
defensa de las más arcaicas estructuras de clase, puede lamentar,
pero no extrañar, aquella tremenda sacudida de la que hablaremos
después. La carencia de organismos del Estado permitió la
floración, en las primeras semanas de la contienda, de una serie de
supuestos servicios y brigadas de investigación que realizaron
numerosos desafueros. Las noticias de las ejecuciones sin freno en
la zona sublevada y particularmente la horrible carnicería de
Badajoz, excitaron más los ánimos y tuvieron por consecuencia que
el mes de agosto de 1936 fuera el de más numerosas ejecuciones
ilegales realizadas en la zona republicana.
La ira popular la había emprendido, como tantas otras veces en
la historia de España, contra las iglesias y edificios de comunidades
religiosas. Hubo numerosos incendios y devastaciones de templos
—no robos, por lo general, como han asegurado los del bando
adverso— y semejante estado de ánimo facilitó que la represión
ilegal descargara particularmente sobre personas del clero regular y
secular. Esta represión tuvo beneficiosos efectos para la
propaganda de los rebeldes y se exageró notoriamente. ¿Quién no
conoce el poema de Claudel hablando de los 16 000 sacerdotes
asesinados? L’Osservatore Romano era el que había dado el
número de 16 500. La Guía de la Iglesia en España, publicada en
1954 por la Oficina de Información y Estadística de la Iglesia, dio el
de 7338, y añadía que en muchos casos la víctima ha sido incluida
dos veces por ser señalada en la diócesis en que murió y en la de
su domicilio. El sacerdote Antonio Montero, que publicó en 1961 su
libro Historia de la persecución religiosa en España, hace la
siguiente clasificación de víctimas: 4184 del clero regular (incluidos
los seminaristas), 2365 religiosos, 283 religiosas, es decir, un total
de 6832 personas. En esa lista no figuran los quince sacerdotes
vascos asesinados por los sublevados, ni los franciscanos padres
Revilla y Bombín, también asesinados por los rebeldes en Burgos y
la Rioja, respectivamente.
El cubileteo con el número de asesinados en ambas zonas ha
sido por demás exagerado y los que resultaron vencedores en 1939
pudieron entregarse a él con facilidad y sin la inquietud de que nadie
discutiese sus afirmaciones. La llamada Causa general, incoada por
las autoridades vencedoras sin la menor garantía procesal en la
misma época en que los piquetes de ejecución seguían disparando
diariamente sobre los vencidos, no es un documento serio. Lo
menos que puede decirse de ella es que su veracidad está
invalidada por una tremenda carga pasional. En ella se habla de
85 940 personas ejecutadas o asesinadas en la España republicana
durante la guerra. No se trata de discutir el número, sino de señalar
las necesarias reservas sobre su autenticidad. Por el contrario, el
total de 40 000 víctimas de la zona llamada nacional dado por Hugh
Thomas es evidentemente inferior al real, si se suman las matanzas
iniciales de Navarra, Castilla la Vieja, Galicia, Marruecos, Andalucía
y Baleares, las «limpiezas» realizadas al ir conquistando Badajoz,
Toledo, Málaga, el País Vasco, Asturias… Ya en 1936 decía el
doctor Olaechea, entonces obispo de Pamplona: «No más sangre.
No más sangre que la que quiere el Señor que se vierta intercesora
en los campos de batalla para salvar a nuestra patria…». Y hay
unas palabras escalofriantes de Giménez Caballero, publicadas en
el diario de San Sebastián La Voz de España, poco después de la
toma de Bilbao: «Con todo, también ha sido indispensable en la
exinvicta villa de Bilbao el expurgo posvictoria, la limpieza, la
depuración… Pero no excusado este deber ni omitido su
cumplimiento, estoy seguro de que no llegan a mil las existencias
eliminadas en un mes, casi podría afirmar que no pasan de
ochocientas». Y añadía: «Las columnas rescatadoras, que Dios
guía, no tenían para qué actuar con el ímpetu justiciero y purificador
que en Badajoz y en Málaga».
Pierre Vilar, en su Historia de España, ha dicho: «Sería absurdo
subestimar las violencias cuyo recuerdo domina aún todas las
reacciones del español medio. Terribles en el campo “rojo” por
desordenadas, terribles en el campo blanco porque se ejecutaban
en orden y cumpliendo órdenes, dichas violencias han dado lugar
sin embargo a juicios que frecuentemente es útil revisar».
Hay, no obstante, una tendencia en numerosos autores
extranjeros a considerar que el terror fue la consecuencia del
carácter de los españoles, a quienes caprichosamente se nos
adjetiva de pasionales, violentos, etc. La segunda tendencia, que
con frecuencia coincide en los mismos autores, es la de cargar las
tintas en estos aspectos de nuestra guerra, como si fueran los más
importantes de ella. Debiera ser innecesario recordar que
conmociones como las guerras de religión, la Revolución Inglesa, la
Revolución Francesa, la guerra de Secesión de los Estados Unidos,
la Comuna de París y su represión, la guerra civil rusa, etc., fuesen
acompañadas de violencias análogas. Nada digamos de las
invasiones hitlerianas ni de los exterminios colonialistas durante
decenios y decenios.
En verdad, si en aquel verano de 1936 se perpetraron en España
crímenes execrables, hay que decir que los criminales fueron una
exigua minoría. No era eso lo que caracterizaba a los españoles, y
si pasión había —que sí que la hubo— se manifestaba en el arrojo,
en la valentía, en el heroísmo. En ambos bandos hubo muchos más
héroes que criminales. Violencia fratricida, es verdad, engendrada
durante más de un siglo, guerra desatada por el sector más agresivo
de la oligarquía, vigorosa respuesta popular. Los españoles se
mataban entre sí, pero el asesinato fue triste privilegio de minorías.
La actitud de la Iglesia
Durante las dos primeras semanas de la contienda, no hubo
otras manifestaciones externas por parte de la jerarquía eclesiástica
que la presencia manifiesta del cardenal Illundain al lado de Queipo
de Llano, y el gesto del arzobispo de Burgos, que mandó echar al
vuelo las campanas cuando se formó la Junta Militar. Iribarren
comenta así: «Pasó el Arzobispo entre dos filas de canónigos con
capas rojas y doradas… ¡Qué extraño efecto ver fusiles y boinas
rojas y camisas azules en la catedral!», En Navarra, muchos
clérigos participaron activamente en la rebelión. El cardenal Gomá
no se hallaba en su sede —Toledo—, sino en Pamplona: ¿azar o
prudencia? No se manifestó públicamente durante los primeros días,
pero ya en los primeros de agosto redactó un escrito para que lo
firmasen los obispos de Pamplona y Vitoria con carácter de pastoral,
destinado a los católicos vascos para que no hiciesen «causa
común con enemigos declarados, encarnizados de la Iglesia». Este
documento fue publicado el 6 de agosto, sin tener en cuenta las
correcciones que había hecho de su puño y letra el obispo
Olaechea, mientras que el obispo Múgica lo firmó creyendo que no
sería publicado hasta que hubieran tenido conocimiento de él los
dirigentes nacionalistas por medio de una persona que atravesaría
las líneas de fuego[18].
En cuanto al cardenal Vidal y Barraquer salió de Cataluña bajo la
protección de la Generalidad, se expatrió voluntariamente y se
instaló en Suiza, donde guardó una estricta neutralidad. Acción
Católica se sumó al campo rebelde. Así vemos que la Comisión
Gestora Nacional de la Juventud de Acción Católica se reúne en
Burgos a primeros de septiembre y en su resolución n.º 2 dice:
«Adherirse oficialmente con todo entusiasmo al movimiento
patriótico nacional en la primera ocasión que le ha sido posible
hacerlo»[19].
El conflicto en su aspecto internacional
Hemos dejado a los enviados de Franco, camino de Berlín, para
recabar la ayuda de Hitler. Las peticiones se multiplicaban. Cuando
Bolín llegó a Biarritz en el O. H. Rapide se entrevistó con Juan
March y con Luca de Tena y, en unión de éste, salió para Roma con
objeto de pedir ayuda del Duce. Mola, por su parte, había enviado al
marqués de Portago a Berlín (que no consiguió nada positivo) y a
Goicoechea a Roma (puesto que era conocido y estimado por
Mussolini por haber firmado el pacto de 1934), adonde llegó también
Sainz Rodríguez. Otras gestiones menos importantes había sido la
demanda de doce aviones de transporte hecha por Franco el día 22
al cónsul de Italia en Tánger, sin resultado, y la de Queipo, el 28, al
cónsul italiano en Sevilla.
En cuanto a Giral, desde el día 20 éste se había dirigido a Blum
para proponer la compra de armamento, en aplicación de una
cláusula del tratado de comercio hispano-francés de 1935, e instruir
en el mismo sentido a Cárdenas, embajador de España en París,
sobre la adquisición de 24 aviones de bombardeo. Pero éste y el
consejero de la embajada, Cristóbal del Castillo, eran afectos a los
sublevados, así como el agregado militar Barroso Sánchez Guerra.
En principio, Léon Blum, jefe del Gobierno, y Pierre Cot, ministro
del Aire, estaban de acuerdo. Pero al dimitir Cárdenas, negarse Del
Castillo a firmar la nota y dimitir también dos días después, más la
negativa de Barroso a firmar el cheque, demoraron la gestión. Al
mismo tiempo. Barroso entregaba copia de los documentos relativos
a la compra proyectada al derechista francés Henri de Kerillis,
director de L’Echo de París, que desató una violenta campaña de
prensa contra el Gobierno francés por su propósito de ayudar al
Gobierno español. El día 23, el embajador alemán en Francia
estaba al corriente de todo e informaba a su Gobierno. Ese mismo
día. Fernando de los Ríos llegaba a París para hacerse cargo de la
embajada, mientras que el presidente Blum y Delbos, ministro de
Asuntos extranjeros, iban a Londres a reunirse con el Gobierno
británico para estudiar el caso planteado por la violación del Tratado
de Locarno. El día 23, Edén puso en guardia a Blum sobre el envío
de armas a España. En el almuerzo de los gobernantes franceses
con Baldwin y Edén se volvió a tratar del asunto. Y Corbin,
embajador francés en Londres, de significación derechista, previno a
Delbos contra toda ayuda a España. En el vestíbulo del Hotel Savoy,
Delbos dijo a Blum: «Tenemos que elegir entre la colaboración con
la Gran Bretaña o la ayuda a la República española». No es
aventurado suponer que los estadistas británicos habían esbozado
ya la idea de «no intervención». En todo caso, cuando Blum regresó
a París, el día 25, la prensa de derechas había organizado ya el
escándalo. Cárdenas había hablado a Lebrun, presidente de la
República, con el pretexto de despedirse de él, Castillo y Barroso
impedido que se entregasen los aviones. Aquel día la Voelkische
Beobachter señaló «el peligro de un Estado soviético en España» y
atacó al Gobierno francés basándose en el rumor de que iba a
ayudar a la República española. El 26, Le Temps escribía en su
editorial La crisis española y el deber de neutralidad: «En el
momento en que la reunión anglo-franco-belga[20] de Londres
intenta un nuevo y loable esfuerzo para hacer posible una
negociación de conjunto con Alemania e Italia (negociación cuyo
éxito asegurara mejores perspectivas para la paz general) no es
posible dejarse arrastrar por la aventura española a nuevas
complicaciones de orden internacional». El criterio de la alta
burguesía francesa (y británica) quedaba así netamente expresado.
Blum no sabía qué hacer ni qué decir a Fernando de los Ríos. El
25 por la mañana. Lebrun lo llamó: el Presidente era hostil a la
ayuda a España y pidió que por la tarde se celebrase Consejo de
ministros. El mismo Herriot le aconsejó: «No te metas en ese
avispero». En la reunión de aquella tarde, el presidente Lebrun,
apoyado por Delbos, hizo pues cambiar la situación. Ante sus
preguntas, Daladier declaró que él no tomaría la responsabilidad de
enviar armamento a España. Como Pierre Cot, Vincent Auriol y
Violette defendieran el punto de vista opuesto. Lebrun zanjó la
cuestión dirigiéndose así a Cot: Monsieur, vous voulez la guerre!
A la salida de la reunión, el Gobierno francés hacía pública una
nota declarando que «había decidido no intervenir de ninguna
manera en el conflicto interior de España». Sin embargo, también
había decidió no hacer objeción, por el momento, a la venta de
material por empresas privadas.
Aquel mismo día 25 se registraban hechos de carácter bien
diverso en Roma y Berlín. Llegado Goicoechea a Roma, la
desconfianza de Mussolini y Ciano hacia la delegación enviada por
Franco se desvaneció y, reunido el Duce con los comisionados,
prometió la ayuda italiana. En efecto, doce aviones Savoia-Marchetti
despegaron de Cerdeña el día 30 con rumbo a Ceuta y Melilla;
nueve llegaron a Nador, uno se estrelló, otro cayó al mar y el último
tuvo que aterrizar forzosamente en territorio del protectorado
francés, donde las autoridades identificaron al avión y tripulantes e
incluso una curiosa hoja de ruta que databa del 15 de julio.
El 2 de agosto, según el Times de Londres, había ya 21 Savoia
en el aeródromo de Nador.
Llegados a Berlín, Arranz y sus amigos, éstos tomaron contacto
con la Organización Exterior del Partido Nazi, cuyo jefe. Bohle, les
puso en contacto nada menos que con Rodolfo Hess, quien en la
mañana del 25 de julio recibió a Bernhardt y Langenheim en la finca
de su padre donde estaba descansando[21]. Fue Hess quien
telefoneó a Hitler y organizó para aquella misma noche la reunión en
Bayreuth donde el «Führer» se encontraba asistiendo a unos
festivales de ópera; allí fueron los dos nazis de Marruecos en unión
de Kraneck, del departamento jurídico de la Organización Exterior.
Bernhardt, según él mismo dice, leyó y tradujo a Hitler la carta de
Franco. Hitler llamó inmediatamente a Goering y von Blomberg,
tomando rápidamente la decisión de ayudar a Franco, sin hacer
mucho caso de las vacilaciones de sus propios diplomáticos e
incluso del telegrama de la embajada alemana que decía «Al menos
que ocurra algo imprevisto, es difícil esperar, en vista de la situación
militar, que la rebelión pueda triunfar». Lo «imprevisto» iba a ocurrir
aquella noche en Bayreuth. Y allí mismo se planeó el paso del
estrecho por el ejército español de África en «Junkers» alemanes de
transporte, entusiasmando a Goering —al decir de Viñas y de su
«fuente», Bernhardt— la idea de «transportar por primera vez en la
historia un ejército por vía aérea de un continente a otro». En efecto,
Goering explicó después en el proceso de Nüremberg, sus razones
particulares para enviar aviones a España, «para probar, si la
ocasión se presentaba, mi joven Luftwaffe, en estos o aquellos
aspectos técnicos».
Se crearon dos compañías, la Hisma y la Rowak, que debían
encubrir todos los envíos de material a España, se cursaron toda
clase de instrucciones y comenzó la recluta de «voluntarios». Veinte
Junkers de transporte salieron para Marruecos y pocos días
después, el 31, salían de Hamburgo 85 aviadores, con seis Heinkel
de caza. El 6 de agosto llegaron más aviones a Cádiz. Los envíos
se sucedieron ya sin interrupción, y gran parte de ellos se realizaron
por vía Portugal, donde el dictador Oliveira Salazar daba todo
género de facilidades para ayudar a los sublevados.
El día 30, Franco declaraba a la agencia Reuter: «La cuestión no
es solamente nacional, sino internacional. Sin duda, la Gran
Bretaña, Alemania e Italia deben considerar nuestros propósitos con
simpatía».
Hay que decir que la actitud de Londres era harto equívoca. El
embajador británico en España, Chilton —que se trasladó aquellos
días a San Juan de Luz, como la mayoría de los jefes de misión—
apenas ocultaba su simpatía por los rebeldes. La flota británica
profesaba las mismas simpatías y sus oficiales condenaban la
ejecución de sus colegas españoles sublevados. El almirante lord
Chahtfield, como ya veremos, compartía el mismo criterio, y así los
marinos de su Graciosa Majestad tuvieron influencia decisiva en el
acuerdo del Comité internacional de Control de Tánger que obligó a
la flota republicana a alejarse de aquellos parajes. En documentos
alemanes se llegó a decir (nota del encargado de Negocios alemán
del 16 de octubre) que «la Gran Bretaña enviaba municiones a los
blancos por Gibraltar». Lo que sí es evidente es que el 28 de julio
llegaron ya a Lisboa, con rumbo a Sevilla, varios trimotores Fokker,
comprados por los sublevados en Inglaterra, y que el inventor del
autogiro, Juan de la Cierva, cumplió esta misión, en nombre de la
Junta de Burgos, y la cumplió basta su muerte, acaecida en
accidente, en diciembre de aquel mismo año.
Muy probablemente, el día 23 de julio, la idea de una política de
«no intervención» debió ser ya sugerida por Baldwin, en el almuerzo
con los gobernantes franceses. Pasados los años, nadie ignora ya
que el Gobierno conservador británico ejerció toda clase de
presiones para impedir que el Gobierno francés ayudase a la
República española. Todos los informes diplomáticos de la época
coinciden en este hecho. Para obrar así, el Gobierno de la Gran
Bretaña tenía numerosas razones: su deseo de lograr un
«apaciguamiento» a costa de entenderse con los países fascistas, y
sobre todo de llegar a un acuerdo con Italia; el temor a una
revolución popular en España, en primer lugar por los
poderosísimos intereses británicos en la Península, pero también
por razones estratégicas y naturalmente, por reflejo de clase de un
Gobierno conservador.
En París, el 30 de julio, Blum y Delbos desmentían ante las
Comisiones de Asuntos extranjeros de la Asamblea y del Senado
los rumores relativos a entrega de armas a España. Al mismo
tiempo, para pedir precisamente esa entrega, el Comité mundial
contra la guerra y el fascismo celebraba un gran mitin, en el que
participaron Hilario Arlandis, Francis Jourdain, el diputado socialista
Zyromsky y André Malraux.
El día 31 declaraba Delbos en la Cámara: «Hubiéramos podido
entregar armas al Gobierno español, Gobierno legítimo de derecho y
de hecho. No lo hemos hecho, en primer lugar por doctrina y por
humanidad, y para no dar un pretexto a los que estarían tentados a
proporcionar armas a los rebeldes».
El 2 de agosto celebró el Gobierno francés una dramática
reunión. Se conocía ya el envío de los Savoia a Marruecos. Cot y
otros ministros se apoyaron sobre este hecho para pedir el envío de
armas. Pero Delbos sugirió que, dada la actitud británica, era más
oportuno dirigirse a todos los Gobiernos para impedir que nadie
enviase armas a ningún bando. Ése fue el sentido de la nota
publicada al terminar la reunión. La No-Intervención iba a nacer,
aunque, mientras tanto, el Gobierno francés se reservaba el derecho
a exportar armas.
El día 3, De Chambrun, embajador de Francia, se entrevistaba
con Ciano, quien dio una respuesta dilatoria. El 4, se hacía idéntica
gestión en Berlín. Neurath, ministro alemán de Asuntos extranjeros,
dijo que nada se podía hacer si la Unión Soviética no se
comprometía igualmente a no intervenir. El Gobierno de Londres
respondió inmediatamente «aprobado calurosamente» la iniciativa
de no intervención. El Times del 5 comentaba: «Es absolutamente
necesario para todo el mundo que se adopte una política general de
no intervención».
Mientras tanto, el acorazado Deutschland había fondeado en
Ceuta y el almirante descendió para almorzar con Franco. Y Oliveira
Salazar había dicho al ministro sueco en Lisboa que «tenía la
intención de sostener por todos los medios a los españoles de
derechas». El embajador español, Sánchez Albornoz, se hallaba
virtualmente prisionero en sus locales diplomáticos de Lisboa. En
Moscú, el 3 de agosto, Chvernik, secretario general de los
Sindicatos soviéticos, anunciaba ante una asamblea que los
trabajadores de su país ofrecerían su ayuda a los combatientes
españoles. Tres días después anunció que habían sido recogidos
12 145 000 rublos. Sin embargo, el día 6, el Gobierno de Moscú
respondía al encargado de Negocios de Francia que aceptaba «el
principio de no intervención en los asuntos españoles», y añadía la
solicitud de que se incorporase a él Portugal y de que «cese
inmediatamente el apoyo prestado por ciertos Estados a los
rebeldes contra el Gobierno legítimo español». Pero los medios
gubernamentales británicos parecían tener prisa. Aquellos primeros
días de agosto se produjeron dos hechos esenciales. En primer
lugar, Blum y Daladier enviaron a Darían, jefe del Estado Mayor de
la flota francesa, a que se entrevistase en Londres con el primer lord
del Almirantazgo, lord Chatfield, para explicarle que era de interés
común para ambos países oponerse al triunfo de los sublevados en
España y pedirle que lo pusiera en relación con sir Maurice Hanke,
secretario permanente del Gobierno británico, con objeto de
conseguir una inmediata reunión de éste. Chatfield respondió con
una negativa rotunda y un cálido elogio al general Franco. Cuando
Darían regresó a París compartía el criterio de su colega británico.
Las cosas tomaron un cariz todavía más serio, ya que el día 7,
George Clerk, embajador británico en París, visitó a Delbos para
transmitirle un verdadero ultimátum de su Gobierno: si Francia
entraba en conflicto con Alemania por proporcionar armamento al
Gobierno español, la Gran Bretaña se consideraría desligada de las
obligaciones inherentes al Pacto de Locarno que garantizaban la
frontera francesa.
Aquella gestión tuvo efectos fulminantes. El Gobierno francés
tardó solamente veinticuatro horas en tomar la decisión unilateral de
prohibir la venta y envío de toda clase de armamento a España[22].
Mientras tanto proseguían las discusiones con los Gobiernos
alemán, italiano y portugués con objeto de llegar a un acuerdo sobre
la no intervención. Ésta, en realidad, con el sentido unilateral que la
caracterizó, había nacido el 8 de agosto, tres días después que las
fuerzas del general Franco, gracias a la ayuda aérea facilitada por
Berlín y Roma, habían atravesado el estrecho de Gibraltar y dado
lugar a una nueva fase de la guerra[23].
A todo esto, los Estados Unidos aplicaban su política de
neutralidad y de embargo de envío de armas, que había sido
aplicada a la guerra de Etiopía, con lo que se equiparaba, de hecho
el campo gubernamental con el rebelde. El embajador
norteamericano en España, Claude Bowers —como el propio
Roosevelt—, simpatizaba con el Gobierno de Madrid, pero fue
siempre Cordel Hull, secretario de Estado, quien hizo valer su
criterio. En relación con los suministros norteamericanos, se produjo
un hecho que había de tener hondas consecuencias para el
desarrollo de la guerra. Cinco petroleros de la Texas Oil Company —
que había, suscrito un contrato de suministro con la C. A. M. P. S. A.
en julio de 1935— navegaban rumbo a España. El director de la
compañía, capitán Thorkild Rieber —que tenía buenos amigos en
Alemania, como pudo comprobarse cuando estalló la segunda
guerra mundial— dio orden de que, los cinco barcos se dirigieran a
puertos ocupados por los rebeldes. Este petróleo fue entregado a
crédito y durante mucho tiempo siguió la Texas vendiendo
generosamente de fiado (más tarde cobró, naturalmente). Los
suministres siguieron durante toda la guerra, pese a que la
compañía fue multada por ello[24].
Durante todo el conflicto, un representante de la empresa
norteamericana estuvo instalado en Burgos[25].
El paso del Estrecho y el puente aéreo
El general Gallard, que fue comandante de las fuerzas aéreas de
la Alemania de Hitler, ha escrito rememorando la situación de 1936:
«La mayor parte de las fuerzas armadas ganadas a la causa de la
derecha se encontraba en Marruecos, bajo las órdenes de Franco.
El joven general —tenía entonces cuarenta y tres años— contaba
con sus moros, perfectamente entrenados y ávidos de batirse, para
socorrer a sus amigos, cercados por todas partes en la Metrópoli.
Pero la Marina había permanecido fiel a la República y controlaba
las comunicaciones marítimas. Los republicanos se mantenían
sólidamente en Madrid y Barcelona, y en tres cuartas partes del
territorio español. Los nacionalistas se defendían
desesperadamente en el Sur, el Noroeste y en algunas ciudades
aisladas. Mussolini y Hitler decidieron socorrer a Franco. Se fundó la
Hisma, empresa de transportes aéreos que, con Junkers 52 y
tripulaciones alemanas, decidió llevar a la Península los refuerzos
marroquíes volando sobre el Estrecho. Con este primer puente
aéreo de la historia, Franco pudo, desde los primeros meses de la
guerra, mejorar las posiciones nacionalistas». Su jefe, Goering, dijo
en Nüremberg: «No se olvide que Franco y sus tropas se
encontraban en África en la imposibilidad de transportar sus
soldados a España, porque la flota estaba en manos de los
comunistas o, como ellos decían entonces, del Gobierno
revolucionario español. El factor decisivo para Franco era, ante todo,
el transportar sus tropas a la Península».
En efecto, el día 25 había fracasado una expedición de
legionarios embarcados en unos faluchos. Si el teniente coronel
Asensio fue enviado a Sevilla y avanzó hacia Extremadura los
primeros días de agosto, al frente de una bandera del Tercio y un
puñado de regulares, nada más podía hacerse sin tener el grueso
de las tuerzas en la Península. Mola lo sabía bien.
El día 4 de aquel mes de agosto, tres aviones italianos habían
bombardeado la estación y el campo de aviación de Guadix y otros
dos habían atacado a dos buques republicanos en el estrecho. Otro
buque gubernamental que ese mismo día bombardeó Larache fue
atacado por dos trimotores italianos[26].
Con todas las fuerzas aéreas de bombardeo, combate y
transporte, y con un nuevo ultimátum al Comité de Control de
Tánger, el camino estaba expedito para realizar la operación
decisiva: el 5, un convoy marítimo, escoltado por el Dato y un
guardacostas, protegido por la aviación, llevaba hasta Algeciras tres
mil legionarios y regulares, tres baterías, diez caballos, dos millones
de cartuchos, tres mil obuses y doce toneladas de dinamita. El
transporte por vía aérea iba a proseguir sin interrupción. En pocos
días, el ejército de África y gran número de moros reclutados en
Marruecos estaban situados en España. Según Kindelán, se
transportaron por vía aérea hasta primeros de octubre 13 952
hombres. 11 baterías de campaña. 92 ametralladoras y más de 500
toneladas de material de guerra. Según Sanchís, los Junkers
transportaron en cinco semanas 12 500 hombres. 44 cañones. 90
ametralladoras y 216 toneladas de material[27].
CAPÍTULO XII
DE LA GUERRA DE MOVIMIENTO
A LA BATALLA DE MADRID
La pérdida de Badajoz y sus consecuencias
El mes de agosto fue desfavorable para los republicanos, cuyas
milicias no podían suplir con entusiasmo la falta de organización y
de armamentos, y con un Gobierno que seguía sin dominar la
situación. Por el contrario, las fuerzas mercenarias trasladadas de
África a Andalucía, mandadas por jefes habituados a la guerra de
movimiento en el Rif, iban a cambiar la situación militar, aunque las
fuerzas de Mola, paralizadas en la Sierra, tenían que contentarse
con avances nada fáciles en Guipúzcoa.
El día 7 llegaba Franco a Sevilla y el coronel Yagüe tomaba el
mando de las tres columnas que avanzaban por Extremadura: las
de Tello, Asensio y Castejón. Cada una de ellas estaba compuesta
por una bandera del Tercio, un tabor de Regulares, una o dos
baterías y los complementos necesarios de Ingenieros y Sanidad.
Dos columnas actuaban en vanguardia y otra quedaba de reserva,
sistema que seguía por rotación. Estas columnas ocuparon Mérida
el día 11 y cortaban así la línea férrea Madrid-Badajoz. El 13
empezaba el ataque a Badajoz. Jaques Berthet escribió desde allí a
Le Temps: «Los milicianos, que son varios millares —y cuyo número
aumenta cada día—, están llenos de entusiasmo y podrían ser una
gran fuerza, pero la ausencia de toda disciplina hace de ellos una
aglomeración desordenada, valiente, pero sin gran valor táctico».
En realidad, había sólo unos tres mil milicianos y 500 soldados.
La batalla por Badajoz duró día y medio. Los legionarios, protegidos
por el fuego de la artillería, penetraron en los arrabales la mañana
del 14. La ocupación se terminó al caer la tarde. La matanza fue
indescriptible. El corresponsal de la Hayas contó que la sangre
corría a ríos por las calles, y Reynolds Packard, corresponsal del
Herald Tribune, agregaba que «tan pronto como eran detenidos los
defensores republicanos eran ejecutados en masa». El corresponsal
de Le Temps escribió el 15: «Los milicianos sospechosos detenidos
son inmediatamente ejecutados» y daba el número de 1200 así
exterminados. «Los milicianos capturados en el coro de la Catedral
han sido ejecutados ante el altar». Yagüe declaró a este
corresponsal: «Ha sido una espléndida victoria. Antes de seguir
adelante, vamos a terminar la limpieza de Extremadura, ayudados
por los falangistas». La exterminación era un criterio táctico. Así
Yagüe precisaba a John T. Whitaker, corresponsal del New York
Herald Tribune: «Naturalmente que hemos matado. ¿Qué suponía
usted? ¿Qué iba a llevar 4000 prisioneros rojos con mi columna,
teniendo que avanzar contra el reloj? ¿O iba a dejarlos en la
retaguardia para que Badajoz fuera rojo otra vez?»[1]. También
fueron ejecutados los militares republicanos coroneles Pastor
Palacios y Cantero, y el comandante Alonso, que resistió hasta el
final con unas ametralladoras en el fuerte de Pardilleros. El jefe de la
plaza, coronel Puigdengolas, consiguió salir en los últimos
momentos con parte de sus hombres y se internó en Portugal, cuyo
Gobierno cometió la villanía de entregar gran número de ellos a los
rebeldes[2].
En los otros frentes del Sur los sublevados, al tomar Antequera y
Loja, lograron establecer contacto con las fuerzas de Granada y
comenzaron a amenazar Málaga por el Norte. En Córdoba su
situación era más difícil. El día 20 Miaja inició una ofensiva sobre la
capital que, sin suficiente organización y con inferior armamento que
el bando adverso (que podía emplear su aviación contra los
atacantes) no consiguió ninguno de sus objetivos. Miaja fue
relevado y enviado a la Comandancia militar de Valencia, de donde
pasó a la de Madrid el mes de octubre.
En el Norte, Mola había concentrado numerosas fuerzas con
objeto de apoderarse de Irún y San Sebastián, y cortar así la zona
republicana de la frontera francesa. No obstante, durante dos
semanas no consiguieron vencer la resistencia de las milicias
vascas. Mientras tanto, Mola repetía desde Burgos: «Hemos ido al
Movimiento seguidos ardorosamente del pueblo trabajador y
honrado, para librar a nuestra patria del caos de la anarquía, caos
que desde que escaló el Poder el llamado Frente Popular iba
preparándose con todo detalle al amparo cínico y hasta con la
complacencia morbosa de ciertos gobernantes».
El día 10, Franco había declarado a la prensa portuguesa:
«España es republicana y seguirá siéndolo. Ni el régimen ni la
bandera han cambiado. El único cambio será que el crimen será
reemplazado por el orden y los actos de bandolerismo por el trabajo
honrado y progresivo. España será gobernada a base de un sistema
corporativo semejante al que ha sido instaurado en Portugal. Italia y
Alemania».
Cinco días después, el mismo general Franco, en unión de sus
colegas Queipo de Llano y Millán Astray, restauraban solemnemente
en Sevilla la bandera bicolor de la Monarquía. Millán Astray gritaba y
hacía gritar, por su parte, a la multitud «¡Viva la Muerte!».
Franco llegó a Burgos el 16, acompañado del general Kindelán.
Se entrevistó con Mola y Cabanellas. Días después instaló su
cuartel general en Cáceres. El centro político de los sublevados iba
a establecerse en la zona de Castilla, mientras que Queipo de Llano
gozaba en el Sur de más que amplia autonomía.
Mientras tanto, en Aragón, pese a la desorganización de los
frentes, la columna Durruti había llegado a Pina y la de P. S. U. de C.
a Tardienta. Las milicias mandadas por el coronel Villalba se
encontraban a las puertas de Huesca. En Guadarrama comenzaba
ya una guerra de posiciones y las milicias, formadas principalmente
a base del Quinto Regimiento y de los batallones de la J. S. U., eran
mucho más coherentes. El coronel Asensio (no confundirlo con su
homónimo del campo adverso) había sustituido a Riquelme en el
mando del sector, pero, sobre todo, comenzaban a sobresalir
algunos jefes de Milicias.
Desde Valencia se iniciaba la marcha de columnas hacia Teruel;
una de ellas fue aniquilada por los guardias civiles que la
acompañaban, que se pasaron al campo rebelde (en la zona
republicana, la Guardia civil fue transformada en Guardia Nacional
Republicana) y otras, con una concepción muy particular de la
guerra, eran totalmente ineficaces. Ése era el caso de la Columna
de Hierro, de filiación anarquista.
En ese tiempo, las columnas de Yagüe proseguían su avance,
reforzadas por la agrupación del teniente coronel Delgado, enviada
desde Sevilla. A fines del mes (el 23) ocuparon Navalmoral de la
Mata y quedó abierta, en la provincia de Toledo, la vía natural de
penetración formada por el valle del Tajo.
La No Intervención en sentido único
Europa entera asistía emocionada a esa contienda y presagiaba
que lo que en ella se ventilaba no le era ajeno. Y las cancillerías de
Francia y la Gran Bretaña se esforzaban por conseguir un acuerdo
de no intervención. El Gobierno de Londres previno a sus súbditos
que asistían a cualquiera de los bandos contendientes que no
podían esperar ningún apoyo de él. El editorial de Le Temps del 17
de agosto aplaudió esa medida y añadió que «este lenguaje tranco y
claro… debiera ser escuchado en otras partes».
El 14 la Deutsche Allgemeine Zeifung había escrito que «las
democracias occidentales abren los ojos sobre el peligro que
supondría la implantación del bolchevismo en España».
El Führer, sin embargo se hacía rogar para adherirse a la no
intervención. Su adhesión no llegó hasta el 24, es decir, un día
después que la de ¡a Unión Soviética. Las Izvestia del 26 explicaban
la actitud soviética encaminada a que cesase la ayuda a los
rebeldes y a «garantizar la no participación real de otros países en
el conflicto interno de España», pero no dejaba de señalar que era
una innovación en la teoría y práctica internacionales «que el
Gobierno de un país, elegido de acuerdo con sus leyes y reconocido
por las potencias, haya sido considerado en pie de igualdad, jurídica
y prácticamente, con los amotinados que se sublevaron contra él».
A fines de mes todos los países habían adoptado sus
respectivas disposiciones legales prohibiendo el envío de armas a
España y el Gobierno francés propuso que se crease un Comité,
con sede en Londres, encargado de aplicar el acuerdo de no
intervención. Éste era firmado, el 28 de agosto, por 28 Estados. Los
documentos secretos alemanes han probado con posterioridad que
los dirigentes del Eje pensaban seguir ayudando a los rebeldes sin
preocuparse demasiado de este acuerdo, al que, en cambio,
concedían la virtud de paralizar una eventual ayuda del Gobierno
francés —empujado por la opinión democrática— a la República
española. El único Gobierno que se declaró públicamente contra el
acuerdo fue el de Méjico, presidido por Lázaro Cárdenas, que se
apresuró a enviar 20 000 fusiles y veinte millones de cartuchos al
Gobierno republicano.
La Unión Soviética enviaba a Madrid su primer embajador,
Marcelo Rosenberg, que presentó el día 27 de aquel mes sus cartas
credenciales a Azaña. Como se recordará, los gobiernos del bienio
radical-cedista (y probablemente Alcalá Zamora en persona) habían
impedido el intercambio de embajadores entre los dos países
decidido en 1933.
Todas estas idas y venidas diplomáticas no impedían, en modo
alguno que Alemania. Italia y Portugal acrecentasen su ayuda a los
rebeldes.
El 12 de agosto, el cargo alemán Schleswig, escoltado por el
destructor Leopard de la misma nacionalidad, desembarcaba en
Palma de Mallorca gran cantidad de armas y municiones. El día 14
habían llegado a Sevilla dos escuadrillas de Junkers con su
personal y una semana después los barcos alemanes Kamerun y
Wigbert desembarcaban en Lisboa, con destino a la España
«nacionalista», abundante material de guerra. El 7, el barco
igualmente alemán Usaramo había desembarcado en Cádiz
(simulando un crucero de turismo de la organización nazi La Fuerza
por la Alegría) varios Heinkel desmontados y piezas de recambio.
Mientras tanto la Hisma continuaba sus actividades y Mola pedía
gran cantidad de armamento y munición que fueron desembarcados
en La Coruña. A partir del 16 del mismo mes, salieron de Italia
varias escuadrillas de bombardeo (algunas de ellas gestionadas
directamente por Juan March) que se encaminaron hacia Mallorca.
El día 28 se realizaron nuevos desembarcos de material alemán,
esta vez en Vigo[3].
Por cierto que hubo ya antes un incidente con un Junker 52
alemán que se despistó y aterrizó en Barajas el 9 de agosto. En
breves minutos reanudó el vuelo, pero falto de gasolina, se posó
cerca de Oropesa, en territorio republicano. El encargado de
Negocios alemán pidió entonces la liberación de los tripulantes y la
devolución del aparato. El Gobierno español devolvió a los
tripulantes (Delbos insistió para ello), pero retuvo el avión después
de precintarlo.
En cuanto a la actitud de Portugal era inequívoca. En realidad,
se había concluido un acuerdo entre el Gobierno portugués y la
Junta de Burgos, el 26 de julio. Según el encargado de Negocios
alemán en Lisboa, el territorio portugués servía desde los primeros
momentos, no sólo para el transporte de material desembarcado en
Lisboa hacia España, sino para transportar municiones entre las
zonas Norte y Sur ocupadas por los rebeldes y todavía
incomunicadas. La aceptación en principio del acuerdo de no
intervención por Portugal estaba matizada por una serie de
elocuentes reservas, entre las que figuraban «la defensa contra
todos los regímenes de subversión social que lleguen a
establecerse en España» y el «reconocimiento de beligerancia a las
fuerzas de lucha». También afirmaba que la inscripción de
voluntarios, aunque fuese indirecta, la simple apertura de
suscripciones o el envío de sumas para continuar la lucha con el
consentimiento de cualquiera de los Gobiernos firmantes desligada
a Portugal de todo compromiso. Esto equivalía a negarse por
adelantado a cumplir los acuerdos. Tiene razón el profesor García
Arias cuando dice: «Clara era, pues, la actitud del Gobierno de
Portugal con respecto a la España nacional: ser la retaguardia de
los ejércitos de Franco». Esa actitud está comprobada
documentalmente por la publicación oficial de documentos
diplomáticos portugueses: Ministerio dos Negocios estrangeiros:
Dez anos de política externa (1936-1947), tomos III y IV, Lisboa,
1964.
Las corrientes europeas de opinión democrática reaccionaban
contra este estado de cosas. La C. G. T. francesa defendía el
derecho de España a comprar armas; su secretario, Jouhaux, visitó
en Madrid a las autoridades españolas, a mediados de agosto. La
adhesión del Comité internacional de Escritores a la causa
republicana llevaba las firmas de André Gide, Martin-Chauffier,
Jean-Richard Bloch, Aragón, Claude Aveline, Nizan, Jouhaux,
De Brouckère, Vaillant Couturier, Jean Cassou, Langevin…
Numerosos antifascistas franceses, italianos, británicos,
alemanes, etc., se presentaron en España para combatir en las
líneas republicanas. En los primeros momentos, muchos de ellos se
integraron en unidades del frente de Aragón. Entre ellos figuraban
los italianos Rosselli, Scotti, Angeloni, Pellegrini y Nino Nanetti, del
grupo Giustizia e Liberta. En agosto y septiembre se formaron las
centurias Rosselli (italiana), Thaelmann (alemana), y en el frente de
Madrid la Commune de París (francesa) y la Zozzi (italiana). A ello
hay que añadir la escuadrilla de aviación dirigida por André Malraux,
que desplegó una gran actividad en los primeros meses de la
guerra. En Francia, el grito des avions et des canons pour l’Espagne
se hacía cada día más popular, pero Blum insistía en decir que su
política «salvará a España y mantendrá la paz». En el seno del
laborismo británico se entabló un apasionado debate sobre España,
que no llegó a ser zanjado en el Congreso del partido. Pero sus
dirigentes y los de las Trade Unions se solidarizaron poco después
con la política de no intervención y consiguieron arrastrar el
Congreso del T. U. C.
Madrid experimentó la presencia de la aviación extranjera al
sufrir la primera incursión aérea el 28 de agosto. Su efecto material
fue escaso: unas bombas en el Ministerio de la Guerra y otras en
Barajas, que produjeron la muerte de un cabo y de un soldado. Pero
los fragmentos de las bombas probaban que eran de fabricación
alemana. En Madrid, todo el mundo hablaba de ello, pero nadie
tomaba precauciones. La capital, hecha a su nueva vida
(indumentaria de mono azul por todas partes, cafés repletos de
milicianos) no parecía prestar mucha atención al peligro. Se ha
dicho que aquel mes había una fuerte represión en Madrid. Cierto:
pero también lo es que no podía alterar la vida de una ciudad de
más de un millón de habitantes, cuyas cuatro quintas partes estaban
junto al Gobierno. ¿Será preciso recordar lo que escribió Antonio
Machado aquellos días? El fenómeno de Madrid era, para el gran
poeta, «la súbita desaparición del señorito».
El 23 de agosto se produjo un incendio en la Cárcel Modelo, lo
que aprovecharon algunos reclusos para iniciar un motín. La noticia
corrió como reguero de pólvora en una población excitada por las
noticias que llegaban de las matanzas de Badajoz y una
muchedumbre enardecida asaltó el edificio. De los dos mil presos
que allí había fueron asesinados unos cuarenta. Gran número de
dirigentes de las organizaciones del Frente Popular se personaron
allí para contener a la multitud, pero sólo lo lograron al constituir
sobre el terreno un Tribunal irregular que dictó treinta sentencias de
muerte, entre ellas la de Melquíades Álvarez, Martínez de Velasco,
Fernando Primo de Rivera, Ruíz de Alda, Albiñana, Rico Avello,
Álvarez Valdés, generales Capaz y Villegas, etc. Por el contrario, no
fueron inquietados Serrano Súñer ni Fernández Cuesta. La
indignación de Azaña al conocer estos sucesos fue tal, que costó
trabajo convencerle para que no presentara la dimisión.
Una semana antes, Queipo de Llano hablaba así por Radio
Sevilla: «Al tomar San Rafael y El Espinar, las tropas del general
Mola han capturado cuarenta oficiales y soldados de aviación, que
han sido inmediatamente fusilados».
La expedición a Mallorca y la lucha en el Norte
Al mismo tiempo que esto acaecía, una columna de las Milicias
catalanas, al mando del capitán Alberto Bayo, había desembarcado
el 16 de agosto en Punta Amer. en la isla de Mallorca. Integraban
aquella columna militantes del P. S. U. de C., de la U. G. T., y de las
Juventudes Socialistas Unificadas junto con elementos de Esquerra
Republicana y de la C. N. T. Entre los mandos, figuraban López
Tienda, Zapatero, Otero, con José Matas, delegado del P. S. U.
de C., y Virgilio Llanos en calidad de delegado político general.
Como observadores embarcaron los diputados Ángel Galarza. Ruiz
del Toro y Ruiz Lecina. Formaban el convoy los destructores
Almirante Miranda y Antequera, el cañonero Xauen, el torpedero 77,
los submarinos B-2, B-3 y B-4, varias barcazas, el aljibe 5, los
transportes Ciudad de Cádiz. Mar Negro y Mar Cantábrico, el buque
hospital Marqués de Comillas y los hidros de las bases de Barcelona
y Mahón. Efectuado el desembarco. Punta Amer quedó a la
retaguardia, que se extendía más de catorce kilómetros en forma de
anfiteatro, de Porto Cristo a Punta Roja, con siete de profundidad. Y
no se pasó de ahí. No se pasó, por falta de reserva, por la
intervención del arma aérea italiana, por la presencia de
Arconavaldo Bonaccorsi, alias conde Rossi, amo de Mallorca por
cuenta de Mussolini, y porque lo impidió Indalecio Prieto. En
resumen: a las tres semanas, «inesperadamente se destacaron
sobre la neblina el acorazado Jaime I y el crucero Libertad»[4].
Creyeron los expedicionarios que, tras el fuego del acorazado contra
las alturas de Son Carrión, llegaban refuerzos, creyeron aún
después que les embarcaban con destino a Palma, y donde les
dirigieron fue unos a Valencia y el resto a Barcelona.
Veamos el Norte. En Gijón, el cuartel de Simancas fue tomado
por la Milicias. Su jefe, el coronel Pinilla, pidió al Almirante Cervera
que hiciera fuego sobre él y sus fuerzas, para morir antes que caer
en poder del enemigo. Así sucedió. En Oviedo, Aranda se aprestaba
a una dura defensa en espera de que desde Galicia se intentase
romper el cerco de la ciudad.
En los medios republicanos cundía la idea de que era preciso
disponerse a una guerra larga. Así lo declaraba Prieto a la Agencia
Havas, y el Partido Comunista en un manifiesto del 20 de agosto…
En la C. N. T. surgían voces para llamar la atención sobre la
exigencia ineludible de la guerra. El 15 de agosto escribía Juan
Peiró en Solidaridad Obrera: «A juicio mío, yerran
fundamentalmente los que creen que es ahora el momento propicio
para implantar sendas reivindicaciones proletarias de tipo social,
como son la reducción de jornadas y el aumento de sueldos y
salarios (…). Ahora no debemos pensar más que en los camaradas
que luchan en los frentes y en destruir para siempre el fascismo y
esto, además de con los fusiles de las Milicias, se logrará con una
economía potente, inagotable».
Sin embargo, subsistían grandes discrepancias sobre los
métodos a seguir; mientras republicanos, comunistas y socialistas
del centro —y otros de la izquierda— eran partidarios de constituir
un ejército eficiente, no sólo los anarcosindicalistas se mostraban
reacios a la «militarización» de las Milicias, sino inclusive el propio
Largo Caballero y el periódico Claridad, portavoz de su tendencia en
el Partido Socialista y la U. G. T.
Largo Caballero en el poder
La situación no admitía muchas contemplaciones. El 30 de
agosto, las columnas de Yagüe habían ocupado Oropesa y
marchaban sobre Talavera. En el Norte, las fuerzas de Beorlegui
forzaban, tras larga lucha, las alturas fortificadas de San Marcial.
Irún estaba en peligro inminente. Se hacía indispensable un
Gobierno representativo de las fuerzas que estaban del lado
republicano con objeto de dotar de coherencia el esfuerzo bélico.
Giral comprendió la realidad de los hechos, y Azaña cedió a la
fórmula de «Gobierno de Frente Popular», que en el fondo no le
satisfacía. Largo Caballero y Prieto habían insistido con el
presidente de la República sobre la necesidad del cambio. Lo que
pensaba Prieto era más bien una reorganización del mismo
Gobierno con entrada de ministros socialistas, pero Largo Caballero
fue más imperativo y reclamó el Poder. También exigió que
participasen en él los comunistas, que, al principio, no se mostraron
partidarios de ello para no favorecer las campañas internacionales
tachando de «rojo» al Gobierno republicano. Mas como Largo
Caballero insistiera, los comunistas terminaron por aceptar. Mientras
se negociaba la formación de este. Gobierno (el 3 de septiembre),
las columnas de Yagüe entraban en Talavera. Aquel mismo día, la
motorizada de Urrutia ocupaba Behovia, en la frontera franco-
española.
El 4 de septiembre quedaba formado el nuevo Gobierno[5].
Días después fue nombrado ministro de Obras Públicas Julio
Just (Izquierda Republicana) y ministro sin cartera, y Manuel de Irujo
(Partido Nacionalista Vasco), que aceptó el cargo después que el
Gobierno aseguró a una comisión formada por José Antonio de
Aguirre y Francisco Basterrechea su aquiescencia para proponer
inmediatamente a las Cortes la aprobación del Estatuto Vasco.
En el preciso momento en que el nuevo jefe del Gobierno
presentaba los ministros al presidente de la República, la situación
de Irún era insostenible. Sus defensores se batían
desesperadamente, casi sin armas, y a pocos metros, en la frontera,
seis camiones de municiones enviados desde Cataluña hablan sido
detenidos por las autoridades francesas en aplicación de la no
intervención. Cayó Irún, falto, pues, de municiones, y las tropas de
Beorlegui entraron en una ciudad abandonada por sus habitantes e
incendiada por sus defensores. Aquel día fue el primero de los
éxodos que habla de sufrir el pueblo español: miles de mujeres,
niños y ancianos, sin techo y sin bienes, acarreando penosamente
algunos enseres de su ajuar, atravesaron la frontera. El día 5, esa
frontera era ocupada por las tropas de la Junta Militar. El norte de la
España republicana había quedado aislado del resto del mundo por
vía terrestre.
La situación de San Sebastián era también insostenible. Las
fuerzas al mando del coronel Los Arcos (Beorlegui había sido herido
y murió a consecuencia de ello) entraban en la capital de Guipúzcoa
el 15 por la tarde, en medio de un vacío total; la mayor parte de la
población había evacuado la ciudad. Según datos de los
vencedores, sólo quedaron allí 30 000 habitantes (de una población
normal de más de 80 000). Los Arcos, con ocho batallones de
infantería y dos grupos de artillería, aprovechó la coyuntura para
proseguir el avance hasta fines del mes. Conseguía así dominar
toda la provincia, con excepción de Éibar y Elgueta. La línea del
frente seguía aproximadamente d curso del río Deva, con una
cabeza de puente de las fuerzas de Mola en la zona costera, que
comprendía Motrico y Ondárroa, primera localidad de Vizcaya. Así
quedó estabilizada durante todo el invierno.
A esta situación se añadía que los esfuerzos, por lo general
desorganizados, para apoderarse del Alcázar de Toledo, no daban
ningún resultado, tanto más cuando Moscardó sabía que sus
amigos estaban ya cerca. El defensor del Alcázar desechó las
propuestas del comandante Rojo, del embajador Núñez Morgado y
del padre Camarasa. A éste le contestó: «Todo está dicho, padre.
No habrá una sola persona que abandone el edificio como no sea
muerta o vencedora».
En Andalucía, las fuerzas de Varela habían conquistado Ronda
el día 16 y aumentaban así la amenaza sobre Málaga. A fines de
agosto se había terminado la resistencia, en forma desigual, de los
mineros de Riotinto. Y el frente de Córdoba quedaba estabilizado
después que los republicanos tuvieron que ceder Espejo y
Peñarroya. Pero donde la situación era dramática, cuestión de vida
o muerte para los republicanos, era en el frente al sudoeste d£
Madrid, por el enorme boquete abierto tras la caída de Talavera,
llanuras sin la menor fortificación, adonde se llevaban de manera
apresurada fuerzas traídas de la Sierra. El general Asensio, en su
puesto de mando de Santa Olalla, no tenía grandes esperanzas de
resistir[6].
En Castilla, el ala izquierda de las fuerzas «nacionalistas» del
Sur al mando de Delgado Serrano, ocupaba el día 8 Arenas de San
Pedro, y la columna de caballería de Monasterio, procedente de
Ávila, llegaba ese mismo día a la Parra de Arenas, a siete kilómetros
de distancia. Al día siguiente se unían las dos columnas en
Ramacastañas, así como la de Tella, procedente de Talavera. Los
atacantes de Madrid habían unido su frente. El día 21 tomaron
Maqueda y el 22 Torrijos. Tras la toma de Maqueda, Yagüe sustituyó
a Varela en el mando de todas esas fuerzas.
En aquel momento, Franco decidió marchar sobre Toledo en vez
de proseguir el avance sobre Madrid. ¿Razones? Hay muchas. Las
columnas que venían actuando desde Sevilla no estaban en
condiciones de dar un gran asalto; necesitaban ser reorganizadas,
reforzadas. Había que acercar hacia Madrid las líneas del frente del
sur de Ávila para no establecer salientes peligrosos. Franco no
quería la aventura, mientras que tomar Toledo y obtener el éxito de
prestigio de liberar el Alcázar era empresa ya fácil. Seguir con unas
cuantas columnas por la carretera de Maqueda a Navalcarnero y
Madrid era un peligroso juego de azar. Por otra parte, la historia nos
dice ya, y nos explicará mejor en el futuro, la importancia que tuvo la
liberación del Alcázar para la operación política de elevar a Franco a
la Jefatura suprema del Estado y de los Ejércitos.
¿Qué ocurría mientras tanto en Madrid? El nuevo Gobierno, muy
popular, no por eso era muy eficaz. Se discutía todavía sobre si
debía haber Milicias o Ejército popular, se hablaba de mando único,
pero tal mando único brillaba por su ausencia, no se tomaba
ninguna disposición para fortificar Madrid y sus alrededores. Y las
noticias de la no intervención —que examinaremos más adelante—
eran otra fuente de zozobras para el nuevo Gobierno.
Los anarquistas, reunidos el 15 de septiembre en Pleno Nacional
de Regionales, propusieron que el Gobierno fuese sustituido por un
Consejo nacional de Defensa —formado por cinco miembros de la
U. G. T., cinco de la C. N. T. y cuatro republicanos—, la creación de
una Milicia obligatoria de guerra y una serie de medidas de
socialización. Se trataba de un texto transaccional entre los
partidarios de la colaboración gubernamental como Juan López y
Horacio Prieto y los adversarios como Federica Montseny y otros
catalanes[7]. En realidad, se aceptaba gran parte del contenido
estatal, pero aún se rechazaba la nomenclatura. Naturalmente, la
proposición no podía prosperar. Por fin, el día 30 salió en la Gaceta
el decreto de militarización de las Milicias. Primer paso, aunque
tímido, hacia el Ejército regular.
Pero Toledo había caído en las primeras horas del día 28, y
Varela y Moscardó se abrazaban sobre las ruinas del Alcázar. Al día
siguiente, Franco prendía la Laureada en la guerrera de Moscardó.
Como éxito de prestigio era el mayor obtenido por los rebeldes en
dos meses de lucha, aunque los más eficaces habían sido el puente
aéreo sobre el Estrecho y el corte del País Vasco con Francia. La
leyenda de los cadetes del Alcázar iba a ser desde entonces un
inagotable venero de propaganda. De la «limpieza» de Toledo,
sobre la que no vamos a insistir, hay suficientes testimonios capaces
de estremecer a cualquiera.
La Junta técnica de Burgos
Pero si los rebeldes habían conseguido sustanciales progresos
militares —y diplomáticos—, su organización política adolecía aún
de la «anarquía militar» de los primeros momentos. Las «cabezas
pensantes» de la retaguardia sabían que era preciso estructurar el
Poder. Muerto Sanjurjo, era evidente que la presidencia de la Junta
por Cabañeras era puramente un fantasma y había obedecido a
razones de orden internacional, por no tener ese general
antecedentes fascistas. Mola tenía el Poder político-militar en el
Norte, Queipo de Llano en la retaguardia andaluza y Franco
mandaba los frentes decisivos. El traslado de su Cuartel general a
Cáceres daba a entender sus aspiraciones sobre la zona Norte.
Además, no era posible olvidar que había sido él el factor principal
para obtener la ayuda alemana. El general Kindelán y Nicolás
Franco (hermano del general y uno de los hombres políticamente
más activos en los primeros tiempos de la guerra) prepararon la
candidatura de Franco para jefe supremo de las fuerzas
«nacionales», cargo que, como veremos, se identificó con el de Jefe
de un Estado todavía en ciernes. Kindelán fue quien aparentemente
propuso en Cáceres, en una reunión de generales, la concentración
del mando militar en manos de Franco. El 12 tuvo lugar una nueva
reunión, a la que acudieron los generales Cabanellas, Queipo,
Franco, Orgaz, Mola, Gil Yuste, Saliquet, Dávila y Kindelán, y los
coroneles Montaner y Moreno Calderón. Insistió Kindelán en la
proposición, ayudado por Orgaz, pero la acogida fue más bien fría, y
Cabanellas estuvo en contra. Mola estuvo de acuerdo,
probablemente porque siendo el competidor más señalado, era un
problema de tacto el no oponerse. Por fin, reunidos de nuevo,
Kindelán y Orgaz se salieron con la suya, con el voto aún en contra
del viejo Cabanellas. Se convino en que los acuerdos quedasen
secretos. Días después, Kindelán, Nicolás Franco y Millán Astray
tramaron la nueva proposición consistente en que el cargo de
generalísimo de los Ejércitos llevase anejo la jefatura del Estado. Se
argüía, y no sin razón, que la junta de Burgos era pura entelequia.
Se creía próxima la toma de Madrid y había que presentarse ante el
mundo con un Poder político constituido. Llegó la toma de Toledo, y
Nicolás Franco y Kindelán redactaron el proyecto de decreto.
Las versiones de lo que entones ocurrió son pocas y
contradictorias.
Dos de los protagonistas, Dávila y Kindelán, han escrito con el
propósito de testimoniar los hechos[8]. Vaya de antemano la
observación de que Kindelán era el único de los reunidos que no
pertenecía a la Junta Militar, por lo que su presencia tenía, pues, un
carácter privilegiado. Se celebró otra reunión, en la finca del
terrateniente y ganadero Pérez Tabernero, próxima a Salamanca
(según Dávila el 27 de septiembre, según Kindelán después), y
gracias tan sólo a él, Orgaz, Nicolás Franco y Yagüe. Se desprende
de los testimonios citados —únicos de primera mano—, que la
discusión fue ardua. Se discutió toda la mañana y al cabo de ella se
aprobó por votación que Franco ejerciese el mando único de las
fuerzas de Tierra, Mar y Aire, con el título de generalísimo. Lo que
resultó más difícil de hacer pasar fue la jefatura política. Kindelán ha
dicho que casi todos se pusieron en contra, Mola el primero, pero
añade, de manera harto extraña, que después de comer «se
iniciaron conversaciones parciales en las que brilló el oro más puro
del patriotismo», lo que dio por resultado que los planes del equipo
de Franco (Orgaz, Yagüe, Kindelán y Nicolás Franco) se
convirtiesen en realidad.
Más próxima a la verdad parece la versión del general Dávila. Se
votó por la mañana a Franco como jefe militar y casi todos los
reunidos se marcharon, pues desempeñaban tareas de guerra.
Después de comer no quedaban allí más que Franco, Mola y Dávila.
(Nada dice de Kindelán, pero hay que suponer que también estaba).
Mola dijo que debía ausentarse y Dávila le replicó que estaba
pendiente el problema de la jefatura política. Súbitamente, Mola
accedió (en contraste con la versión de Kindelán) y ofreció los votos
de Saliquet y Ponte. Por la noche, en Burgos, se recabaron los
votos restantes y se encargó el exministro Yanguas Messía redactar
la minuta del texto legal (según Kindelán, él lo llevaba ya en el
bolsillo con todos sus puntos y comas). El decreto en cuestión
declaraba «aneja a la jerarquía de Generalísimo la función de jefe
del Gobierno, mientras dure la guerra…». Durante la noche un
motociclista llevó a la imprenta la nueva redacción del decreto. Éste,
fechado el 1.º de octubre decía en su art. 1.º: «En cumplimiento de
acuerdo adoptado por la Junta de Defensa Nacional, se nombra jefe
del Gobierno del Estado español al Excmo. Sr. General de División
D. Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá todos los poderes
del nuevo Estado». La operación había sido, pues rematada, con
éxito completo. El día 2 se creó una Junta técnica, presidida por
Dávila, que había de funcionar durante más de un año. El gobierno
de esta zona quedó, en realidad, distribuido entre Salamanca y
Burgos. En la primera de estas ciudades se instaló Franco (en el
palacio arzobispal puesto a su disposición por Pla y Daniel), con su
hermano Nicolás como secretado general, el diplomático Sangróniz
se ocupaba de las relaciones extranjeras y Millán Astray de la
Oficina de prensa. También colaboraban allí el conde de Mayalde, el
terrateniente andaluz Moreno Torres, el profesor Ibáñez Martín,
excolaborador de la Dictadura, y, con especial carácter de consejero
privado, él padre Menéndez Reigada. En Burgos vegetaba la Junta
Técnica con unos cuantos servicios administrativos y en Valladolid
Martínez Anido instalaba la sede de los servicios de Orden Público.
Falange y los tradicionalistas no habían sido siquiera
consultados, como no fuera para requerirles, respectivamente, una
centuria y un tercio de requeté con objeto de que presentasen
armas al nombrado generalísimo.
Por cierto que el 4 de septiembre se habían reunido en Valladolid
los supervivientes del Consejo Nacional de Falange que se hallaban
en esa zona. Se constituyó una Junta de Mandos de siete
miembros, bajo la jefatura de Manuel Hedilla, que era jefe provincial
de Santander, y estaba en muy buena relación con la tendencia
encabezada por Agustín Aznar, exjefe de sus milicias antes de la
guerra. Esta Junta se trasladó a Salamanca el 1.º de octubre y a ella
se agregó Sancho Dávila, jefe territorial de Andalucía, que había
escapado de Madrid gracias a los buenos servicios de la Embajada
de Cuba[9].
Para completar este cuadro falta añadir que el cardenal Goma,
así que tuvo noticia de la toma de Toledo, adoptó la más rotunda
posición beligerante en una alocución transmitida por Radio
Navarra: «Judíos y masones —dijo el primado— fuera de ley, y
contra ley, o con la ley cuando llegó su hora, envenenaron el alma
nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros o mongoles
aderezados y convertidos en sistema político y social en las
sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita,
y que eran diametralmente opuestas a las doctrinas del Evangelio,
que han alboreado en siglos nuestra historia y nuestra alma
nacional».
Cabe decir que también el cardenal había recibido el beneplácito
del Vaticano, ya que Pío XI, aunque con tono y expresiones mucho
más mesurados, había mostrado sus inclinaciones en audiencia
concedida el 14 de septiembre a quinientos españoles de
derechas[10]. No se tuvo por menos Plá y Daniel, al publicar su
pastoral Las dos ciudades, en fecha tan sintomática como el 30 de
septiembre, en la que se recurrió a la doctrina del padre Suárez para
legitimar el alzamiento armado y la guerra contra la República; se
calificó aquél de «alzamiento de la nación en armas»; se repitieron
todas las invectivas contra «los comunistas y anarquistas… hijos de
Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un
culto a la virtud y por ello les asesinan y les martirizan»; se prosiguió
la confusión entre nación y religión al decir «una España laica no es
ya España» y se lanzaron las siguientes e interesantísimas bases
doctrinales de la rebelión: «Reviste, sí, la forma externa de una
guerra civil; pero, en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación,
pero no para perturbar, sino para restablecer el orden». La Iglesia
seguía así su trayectoria legendaria en España: identificación con el
orden arcaico, con las más viejas estructuras, conservadurismo a
ultranza y desdén por los argumentos «revolucionarios, nacional-
sindicalistas» que iba a utilizar Falange.
Con todo, estos hechos fueron seguidos de la expulsión de
España del obispo de Vitoria, doctor Mágica, sospechoso —sin
razón para ello— de simpatizar con los nacionalistas vascos.
No intervención y realidades internacionales
El 9 de septiembre celebró su primera reunión en Londres el
Comité de No Intervención. El día 2, decenas de millares de
parisienses, reunidos en el Velódromo de Invierno, habían
reclamado des cartons et des avions pour l’Espagne! Cuatro días
después, en el Luna-Park, Blum defendió su política. Cuando llegó
la delegación del Frente Popular español (Marcelino Domingo,
Dolores Ibárruri, Salmerón, Recasens, Lata, Jiménez de Asúa) Blum
prorrumpió en sollozos, como un mes antes al abrazar a su amigo
De los Ríos. Pero, como decimos, el 9 de septiembre se reunía el
Comité de No Intervención, y el 14 se nombraba un Subcomité con
carácter ejecutivo, formado por los representantes de Bélgica, Gran
Bretaña, Checoslovaquia, Francia, Italia, Alemania, Suiza y Unión
Soviética. Fue elegido presidente lord Plymouth, que era uno de los
subsecretarios del Foreign Office. En realidad, el Comité nada podía
hacer sin contar con la adhesión definitiva de Portugal, que no llegó
hasta el 28 de aquel. Pero ya en la reunión del 14, Kagan,
representante soviético, denunció la llegada a Vigo de 24 aviones
militares. El Comité funcionaba pesadamente. Cuando el 9 de
octubre dicho Comité examinó las denuncias españolas de
intervención de Alemania e Italia, los representantes de estos países
negaron en redondo tal acusación. Pero los reunidos, a excepción
del representante soviético, se negaron a considerar esa negativa
como expresión oficial de los Gobiernos de Berlín y Roma, hasta
tanto éstos no la comunicasen por escrito. Los días pasaban y el
desarrollo de los acontecimientos militares hacía creer a los
representantes de los países occidentales que la liquidación del
Gobierno republicano era cuestión de pocas semanas. Ya el 6 de
octubre, el representante soviético denunció el paso de armas por
Portugal y propuso, por escrito, el envío de una comisión imparcial y
el establecimiento en aquella zona de un control permanente. Kagan
anunció que si las violaciones del Acuerdo continuaban, su
Gobierno se consideraría liberado de las obligaciones inherentes al
mismo.
Por otro lado, a fines de septiembre se había reunido en Ginebra
la Asamblea general de la Sociedad de Naciones, cuyo prestigio no
había salido nada bien parado por el fracaso de las sanciones
contra Italia durante la guerra de Etiopía. Álvarez del Vayo —al que
querían incluso disuadirle de plantear la cuestión no pocos
diplomáticos occidentales— denunció «la monstruosidad jurídica de
la fórmula de no intervención», así como la intervención ítalo-
alemana. Nada consiguió. La Secretaría de la S. de N. se negó
incluso a imprimir esa acusación de intervención.
Al mismo tiempo que el Comité de No Intervención celebraba
sesiones estériles, llegaba a España el primer destacamento de
carros blindados alemanes, con todo su personal, que sirvió,
además de para combatir, para instruir a los nacionalistas en la
utilización de esos vehículos, cañones y lanzallamas. Corría el mes
de octubre[11]. En ese mismo mes visitó la España de Franco el
almirante Canaris, sin duda para preparar, con conocimiento directo
de la situación, las disposiciones de nuevas ayudas que no se
hicieron esperar. En cuanto al Gobierno de Mussolini, éste envió a
España en septiembre, según Manual Aznar, 11 baterías, 22
aviones, 10 carros ligeros y varios miles de proyectiles de artillería.
Ante la creciente intervención ítalo-germana, la Unión Soviética
decidió vender armas al Gobierno republicano. Las primeras
remesas llegaron al Analizar octubre y por eso hicieron su aparición
en los frentes, coincidiendo con la batalla de Madrid.
Otro factor con que contaban los rebeldes, eran las reservas
humanas proporcionadas por sus reclutas de Marruecos. Fueron
inútiles las gestiones intentadas por los republicanos para que el
Sultán prohibiese ese reclutamiento. Hubo, sin embargo, contactos
entre los republicanos y el Comité de Acción Marroquí Nacionalista,
que propuso, en una reunión celebrada en Barcelona en septiembre,
que la República declarase la independencia de la zona jalifiana. El
Gobierno francés se negó terminantemente a aprobar ese proyecto
y el Gobierno no se atrevió a ir más adelante[12].
Al mismo tiempo, los republicanos iban a recibir otra ayuda: las
Brigadas internacionales, cuyo alistamiento se centralizó en París, a
fines de septiembre, dirigido por el comunista Giulio Cerreti. El
núcleo originario fue constituido por el puñado de voluntarios
extranjeros que estaban en España desde agosto. Pero de todos los
países y de todas las organizaciones de izquierda iban a afluir
rápidamente nuevos voluntarios que llegaron a España por sus
propios medios. La base central de encuadramiento en España se
instaló en Albacete, dirigida por los italianos Luigi Longo (con el
sobrenombre de Gallo), Di Vittorio (Nicoletti) y el francés André
Marty. Una delegación de los organizadores fue recibida con
bastante frialdad por Largo Caballero. Con todo, el jefe del Gobierno
los envió a Martínez Barrio, delegado del Gobierno en el mismo
Albacete, quien, desde el primer momento, dio toda clase de
facilidades. Los organizadores propusieron que las Brigadas
internacionales estuviesen enteramente subordinadas al Gobierno y
a las autoridades militares españolas. La proposición fue aceptada,
y el 22 de octubre el Gobierno aprobaba oficialmente la creación de
dichas Brigadas.
El Estatuto Vasco. Nuevo Gobierno catalán
Pero regresemos a Madrid. El 1.º de octubre, en cumplimiento de
la Constitución, se presentaba el Gobierno ante las Cortes. Tras un
breve discurso de Largo Caballero, los diputados (de los que
faltaban tanto los que se habían sumado a los rebeldes, como los
asesinados por éstos) votaron unánimemente la confianza. A
continuación, se dio lectura al proyecto de Estatuto Vasco. José
Antonio de Aguirre ovacionado con entusiasmo, fijó la posición del
nacionalismo vasco ante la República. El Estatuto se votó por
unanimidad. Días después, el 7 de octubre, en Guernica, bajo el
árbol sagrado de las libertades vascas, pronunciaba el presidente
Aguirre su juramento, en presencia de una multitud entusiasta y de
los batallones de las Milicias Vascas: «Ante Dios humillado, en pie
sobre la tierra vasca, con el recuerdo de los antepasados, bajo el
árbol de Guernica, juro cumplir fielmente mi mandato»[13].
De su declaración ministerial merecen destacarse los siguientes
párrafos: «Tiene (el Gobierno) por finalidad inmediata el supremo
designio de conseguir la victoria y establecer y organizar
definitivamente la paz; como Gabinete de guerra que es en toda la
significación que este vocablo encierra (…) establecerá el mando
único y militarizará rápidamente todas las milicias (…). El Gobierno
Vasco promoverá el acceso del trabajador al capital, a los beneficios
y a la coadministración de las empresas, pudiendo llegar a la
incautación y socialización de los elementos de producción que
estime necesarios para organizar rápidamente la victoria. Procurará
en todo momento evitar lesión innecesaria en los intereses de los
productores y protegerá decididamente al modesto industrial y
comerciante (…). Regulará el arrendamiento como contrato social y
fijará el traspaso de la propiedad de las tierras y caseríos a sus
cultivadores (…). Garantizará (…) la libre práctica de las
confesiones y asociaciones religiosas, la seguridad de sus
componentes y la de sus bienes, dentro siempre de las
prescripciones establecidas por la Constitución».
En lo que concierne a Cataluña, la Generalidad tenía nuevo
Gobierno desde el 26 de septiembre. En ese Gobierno participaba la
C. N. T. que, violentando sus principios, pero reconociendo los
imperativos del momento, entraba por primera vez en un órgano
estatal, aunque impuso puerilmente que se llamase Consejo y no
Gobierno. Única manera ésta de que hubiese de verdad un
Gobierno catalán[14].
Este «Consejo», que significó la disolución del Comité Central de
Milicias —y el principio del fin del Consejo Regional de Defensa de
Aragón—, en su declaración pública anunció el mando único, la
movilización militar obligatoria, la colectivización de la gran
propiedad rústica y respeto de la pequeña propiedad agraria, la
colectivización de las grandes industrias, así como de los
establecimientos abandonados por sus propietarios, el control de la
Banca y el control obrero de las industrias privadas. Demostrábase
que si el Gobierno Vasco constituía virtualmente el ala derecha del
campo republicano, el de Cataluña parecía representar la extrema
izquierda. El vasco tenía ya la guerra dentro de su territorio, y en el
bombardeo aéreo de Bilbao, el 25 de septiembre, hubo 126 muertos
y 300 heridos.
En Asturias había también, aunque sólo de hecho, un Gobierno o
Comité autónomo, a causa del aislamiento en que se encontraba
dicha región. Dirigido por Belarmino Tomás (socialista), participaban
en él dos socialistas, dos comunistas y cuatro republicanos. Los
diputados González Peña y Manso (socialista y comunista,
respectivamente) actuaban de comisarios políticos. En verdad, la
hegemonía política correspondía a socialistas y comunistas, con los
que colaboraban los anarcosindicalistas, menos numerosos. Los
republicanos pesaban poco, a despecho de su participación en el
Comité. En la práctica era un poder esencialmente obrero.
Prosigue el avance hacia Madrid
El 2 de octubre sufrió Madrid un duro bombardeo aéreo; otro el
6. El ataque se generalizó; el 8, el general Valdés Cabanillas
ocupaba Navalperal, previamente evacuado por Mangada. Dos días
después, el general Rada tomó Cebreros y realizó allí una nueva
conjunción con las tropas mandadas por Varela. Por el lado opuesto,
García Escámez se apoderó de Sigüenza el 15, tras una semana de
lucha para vencer la tenaz resistencia de las Milicias.
El mismo día 15, Varela, procedente de San Martín de
Valdeiglesias, tomó Chapinería y al día siguiente entró Saliquet en
Robledo de Chavela. Esto en el Noroeste, mientras que en el
Sudeste, la columna Barrón rompía el frente por la línea Bargas-
Toledo, y seguía tranquilamente por la carretera de Madrid.
Así llegó a Illescas el día 17. En algunos medios oficiales de
Madrid cundió el pánico, pues se creía todo perdido. Azaña que,
según Largo Caballero, preguntaba a éste diariamente cuándo salía
el Gobierno de Madrid, optó por salir solo, para instalarse en
Barcelona.
Pese a ello, se empezó a fortificar Madrid, se lanzó un violento
contraataque en el sector de Illescas, dirigido por los comandantes
Rojo. Modesto y Mena. El día 15 se había creado el Comisariado de
Guerra (las unidades del Quinto Regimiento y algunas otras más
tenían ya comisarios políticos), dirigido por Álvarez del Vayo,
aunque la verdad es que también en este aspecto el entusiasmo no
podía suplir enteramente la falta de experiencia. Largo Caballero
nombró subsecretario de la Guerra al general Asensio, medida que
no fue muy bien vista por los comunistas y parte de los socialistas,
que estimaban que este jefe militar no tenía ninguna confianza en
defender Madrid. En Albacete se formaron, no obstante, a toda
velocidad las Brigadas internacionales.
En el frente de Asturias los combates eran también adversos a
los republicanos. Los mineros tenían ya una parte de la ciudad de
Oviedo, cuando las columnas procedentes de Galicia consiguieron
establecer contacto con Aranda. Una vez más en la historia, los
regulares —mandados entonces por el coronel Pablo Martín Alonso
— entraban en la capital asturiana. Las Milicias, sin aviación, sin
intendencia (faltaba el pan), sin vestido para ponerse ni zapatos que
calzar, no pudieron evitar la ruptura del cerco. Los 15 000 hombres
de las columnas gallegas establecieron un pasillo por Pravia y
Grado hasta Oviedo. El frente quedó estabilizado hasta finales de
febrero.
El 19 de octubre firmaba Franco las instrucciones para el ataque
decisivo entra Madrid: «… concentrar en los frentes de Madrid la
máxima atención y los medios de combate de que se dispone, a fin
de precipitar la caída de la capital… Por lo tanto, dispongo que a
este objetivo principal se subordinen los futuros planes de
operaciones».
Se reorganizaron entonces las tropas de Varela, que contó con
ocho agrupaciones o columnas (nueve desde el 6 de noviembre)
más la columna de caballería de Monasterio. En primera línea iban
las mandadas por Asensio, Barrón, Tella, Castejón y Delgado
Serrano[15]. El flanco izquierdo, a partir de Chapinería; estaba
protegido por las fuerzas del teniente coronel Bertomeu. Detrás
quedaba el segundo escalón de reservas con tropas del Ejército,
Requetés, Milicias de Falange y el Cuerpo de Voluntarios de Sevilla,
así como la reserva de artillería. En Olías del Rey estaba la base
alemana de carros blindados. Desde el 10 de octubre se había
reincorporado Yagüe, pero Varela seguía como jefe, al tiempo que
Mola se trasladaba también a Ávila para capitanear la entrada en
Madrid. Había ahí sin duda un conflicto de mandos.
Los objetivos estratégicos de la primera fase habían sido
logrados: ocupación de los puntos de partida para avanzar de San
Martín de Valdeiglesias, Maqueda y Toledo, y enlace con las fuerzas
de Ávila. En ese momento se trataba de reajustar las fuerzas que
debían asaltar Madrid.
El día 21 entraban los hombres de Varela en Navalcarnero. La
situación de Madrid se agravaba y se empezó a cabildear sobre la
conveniencia de evacuar el Gobierno. En realidad, los frentes
estaban rotos. El 25 fue cortada la línea férrea de comunicación con
el Sur, a la altura de Ciempozuelos, lo que también suponía el riesgo
de envolvimiento por ese lado. El general Pozas fue nombrado jefe
de todos los frentes del Centro. Pero las columnas de Varela,
precedidas de tanques y de la caballería de Monasterio, avanzaron
imperturbablemente. Habían caído Seseña y Griñón y ya estaban a
las puertas de Getafe y de Leganés.
Pero llegaron a Madrid los primeros tanques republicanos y
entraron en fuego el 29 en un contraataque en el sector de
Seseña[16]. Durante dos días, las tropas de Varela no pudieron
avanzar un palmo, pero el 30. Madrid sufrió un violentísimo
bombardeo. El 31 atacaron no menos violentamente por la carretera
de Navalcarnero. Tres días antes; el general Miaja había sido
nombrado capitán general de Madrid, cargo puramente
administrativo.
Aquella última tarde del mes de octubre, el parte de guerra del
Cuartel general de Salamanca decía: «Nuevas baterías de artillería
pueden ahora bombardear los suburbios de Madrid, que sólo distan
16 kilómetros».
Lo que había, en realidad, era otro tremendo bombardeo que
causó 125 muertos y más de 300 heridos en la población civil. En el
de Getafe murieron más de 60 niños. Menéndez Pidal. José Gaos,
los profesores Márquez, Moles, Millares, Medinaveitia, Cuatrecasas,
Navarro Tomás, el escultor Victorio Macho, los poetas Antonio
Machado y Moreno Villa se dirigieron al mundo en protesta de los
bombardeos de la población civil de Madrid.
En medio de esta dramática situación se empezó a negociar la
participación de la C. N. T. en el Gobierno. Se forcejeó no poco
sobre las carteras que tendrían, pero el acuerdo parecía inminente.
En Barcelona se firmó un pacto solemne de unidad de acción entre
la C. N. T. y la F. A. I., por un lado, y el P. S. U. C. y U. G. T. por
otro[17]. En Asturias, los anarco-sindicalistas entraban en el Consejo
Regional.
Noviembre de 1936. La Batalla de Madrid
El día 3, seis tanques con las Milicias mandadas por Burillo
contraatacaban en el sector de Valdemoro, y Líster lo hacía ante
Pinto, pero las columnas atacantes lograron ocupar Móstoles y
Villaviciosa. Por la noche, los regulares entraban en Getafe, por lo
que el Partido Comunista difundió profusamente el llamamiento
¡Madrid está en peligro!
El día 4, las fuerzas de Vareta ocupaban el eje Alcorcón-
Leganés-Getafe[18], a 13 kilómetros de la capital. Pero en Madrid
eran incalculables las barricadas y las trincheras. Los Sindicatos y
partidos, el Quinto Regimiento, las Juventudes, la F. U. E.,
organizaban la movilización general. En realidad, las unidades que
habían combatido las últimas semanas estaban deshechas, y sólo
casi intactas las del frente de la Sierra, pero tenían que guarnecer
las líneas. Llegaban ya los legionarios y regulares a las primeras
casas de Carabanchel Alto, cuando Largo Caballero trató de
convencer a Azaña de que aceptase la entrada de ministros, de la
C. N. T. en el Gobierno. El presidente de la República, totalmente
opuesto a esa participación, había enviado a Giral para hacer
patente su negativa. Temía, sobre todo, a los dos propuestos
militantes de la F. A. I., García Oliver y Federica Montseny. La
conversación prosiguió largo rato, pero al fin Azaña cedía. Aquella
noche se hizo pública la formación del Gobierno[19].
Solidaridad Obrera explicaba que «El Gobierno, en la hora
actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha
dejado de ser una fuerza de opresión de la clase trabajadora, así
como el Estado no representa ya el organismo que separa la
sociedad en clases…».
Mientras tanto, el mundo entero esperaba la caída inmediata de
Madrid. Desde Ávila, Gastón Blanc telegrafiaba a Le Temps:
«Madrid está próximo a caer. Los nacionales han hecho todos los
preparativos para ocupar la capital. Todo ha sido previsto». En
efecto, las radios de la zona rebelde prevenían a los periodistas de
que se procurasen ya los salvoconductos para entrar en Madrid[20].
Y el editorial del mismo Le Temps del 6[21], a la vez que comentaba
«la evolución del nuevo Gobierno hacia el extremismo», añadía que
se aproximaba el momento en que Madrid caería en manos de «los
nacionalistas del general Franco», lo cual iba a plantear la cuestión
del reconocimiento de su Gobierno. Lo que tomaron las tropas de
Franco fue el Cerro de los Ángeles, en la mañana del 5. La lucha
prosiguió en casas y barricadas de ambos Carabancheles. Madrid
estaba lleno de refugiados de los pueblos próximos, de los
arrabales, que, sin rumbo fijo, arrastraban los raros enseres
familiares que habían podido salvar. El avance era mucho más lento
ahora. Sin embargo, el día 6, las columnas de vanguardia
alcanzaron la línea de Retamares-Carabanchel-Villaverde.
El Gobierno, en verdad, debiera haber salido hacía tiempo de
Madrid, pero en aquellas condiciones su marcha podía interpretarse
de manera distinta. No obstante, Largo Caballero convocó el
Consejo de ministros y, por mayoría de votos, se aprobó el día 6 que
el Gobierno saliera inmediatamente. Al terminar la reunión, Largo
Caballero despachó con Asensio, tomó el coche y partió hacia
Valencia.
El presidente del Consejo había dejado dos órdenes para los
generales Pozas y Miaja, respectivamente. Poco después le las
siete, cuando ya no quedaba un ministro en Madrid, Asensio recibió
a los dos generales, les entregó los sobres cerrados, y tomó
también la carretera de Valencia. Horas después, los despachos
estaban vacíos, sus puertas abiertas. Nadie sabía dónde se
encontraban las unidades combatientes, ni dónde estaban las
municiones, ni qué reservas había.
Miaja y Pozas se quedaron solos. Los sobres debían abrirse a
las seis de la mañana. Pero a Miaja se le ocurrió 10 esperar. Pozas
estaba de acuerdo; abrieron los pliegos y quedaron estupefactos: en
el de Miaja había las instrucciones para Pozas, y viceversa. El error
quedó reparado. A Pozas se le ordenaba hacerse cargo del mando
de todas las fuerzas del Centro e instalarse en Tarancón. A Miaja,
defender la capital y, en caso de derrota, replegarse a Cuenca[22].
No parecía muy seguro el supremo mando militar de poder resistir.
Es más, el mando había prohibido utilizar cuatro brigadas que había
de reserva en el sector del Jarama[23].
En la nota a Miaja se ordenaba la constitución de una Junta de
Defensa de la capital presidida por él e integrada por representantes
de todas las organizaciones que formaban parte del Gobierno.
A las diez de la noche. Miaja encargó a Rojo (ya teniente
coronel) hacerse cargo de la jefatura de Estado Mayor. Veamos el
testimonio de Rojo: «Se pasó la noche procurando salir de aquella
confusión inmensa, tomando contacto con las fuerzas existentes,
averiguando de qué otra podíamos echar mano, dando órdenes
para reorganizar las columnas del frente, enviando las unidades que
se improvisaban en los cuarteles de Milicias a los lugares
adecuados, designando mandos nuevos, situando las fuerzas
reorganizadas en los puestos de mayor peligro en razón de la
amenaza que pesaba sobre la capital, estableciendo un sistema de
transmisiones que hiciese posible la dirección de conjunto».
A la mañana siguiente, Ahora escribía: «Sigue dura, Feroz, la
batalla de los arrabales de Madrid. La noche no ha logrado apagar
el ardor de la lucha. Las masas de combatientes, arrebujadas en
sus mantas, acechan el día en los parapetos. Se pelea a vida o
muerte».
El Quinto Regimiento, tras lanzar una proclama que decía:
«Madrileños; la salvación, de Madrid depende de horas», puso
aquella noche a disposición de Miaja y Rojo todos sus servicios y los
técnicos de su Estado Mayor. El general Goriev actuó desde
entonces como consejero militar Je la Junta de Defensa de Madrid.
(Conviene hacer aquí un alto en el relato de la batalla madrileña
para explicar que ese mismo 6 de noviembre legaban a Sevilla las
primeras fuerzas de lo que había de ser Legión Cóndor alemana,
mandadas por el teniente general Von Sperrle: 48 aviones de
bombardeo Junkers 52, 18 de caza Heinkel 51 y Messerschmit 109,
una escuadrilla de hidroaviones, varios cañones antitanques y otros
antiaéreos, dos unidades de blindados de 16 tanques y 6500
hombres de dotación. Estas fuerzas, según se había convenido con
Franco, eran independientes y obedecían al mando alemán.
Interesante es saber que según el coronel Gómez, corresponsal de
La Nación, de Buenos Aires, en las líneas de Franco, al comenzar
noviembre éste disponía ya de 180 aviones en el frente del
Centro[24]. En el 17 de noviembre llegaron a Sevilla unos 1200
alemanes más; el 1.º de diciembre desembarcaron otros 5000 en
Cádiz y casi al mismo tiempo 2500 en Vigo).
El 7 de noviembre, a las ocho y media de la mañana. Radio
Sevilla decía: «Madrid puede considerarse tomado». El dictador de
Guatemala, Ubico, dirigía a Franco el siguiente, cablegrama,
recibido por los defensores de Madrid: «Felicito a V .E. y tropas a
sus órdenes por feliz entrada a la capital de España. Espero que su
Gobierno y el mío mantendrán las mejores relaciones».
Las fuerzas de Varela, compuestas de nueve columnas, más la
de caballería y seis grupos de artillería, tanteaban por el terreno y se
disponían, para el ataque final. La totalidad aproximada de sus
efectivos ha sido estimada por el general Rojo en unos 30 000
hombres.
Mientras tanto, la columna de Escobar y otra improvisada al
mando del coronel Clairac (sustituido, al ser herido, por el teniente
coronel Galán) cubría el boquete abierto en la Casa de Campo, y la
del coronel Prada (donde había nuevas unidades reclutadas por las
organizaciones juveniles) cumplía análoga función en el sector de
Usera y Puente de la Princesa, que, junto con el de Segovia, la radio
adversaria daba por alcanzados a la una de la tarde. Por el
contrario, aquella mañana, moros y legionarios habían intentado
avanzar por la calle General Ricardos hacia el Puente de Toledo; los
milicianos, apenas uniformados, contraatacaron al canto de la
Internacional y se estabilizaron momentáneamente las líneas a la
altura de los viejos y románticos cementerios. Por la tarde, los
blindados hicieron retroceder a la caballería mora. Pero en la Casa
de Campo se combatía ya violentísimamente. En todos los locales
de sindicatos, partidos y juventudes se reclutaban nuevos
voluntarios que, las más de las veces, marchaban sin armas a la
línea de fuego, en espera de recoger las de los defensores muertos
o heridos. Hacia las diez de la noche, los milicianos se apoderaron
de una tanqueta, cuyo capitán había muerto. Este jefe llevaba
encima la orden general de operaciones que Varela daba para el día
siguiente. La «idea de maniobra» era ésta: «Atacar para fijar al
enemigo en el frente comprendido entre el puente de Segovia y el
puente de Andalucía, desplazando el núcleo de maniobra hacia el
NO para ocupar la zona comprendida entre la Ciudad Universitaria y
la Plaza de España, que constituirá la base de partida para avances
sucesivos en el interior de Madrid».
Poco después de medianoche, Rojo preparaba también su
orden. El teniente coronel Barceló debía atacar con su columna de
flanco desde las Rozas a la Casa de Campo y, Líster por Villaverde.
Las otras fuerzas debían mantener tenazmente sus posiciones. La
brigada internacional había de entrar en reserva en el Parque del
Oeste.
Pero los titulares de ABC de Sevilla, el domingo 8 decían así:
«Las columnas del general Varela realizaron en el día de ayer las
operaciones preliminares para su entrada en el corazón de la capital
de España, que virtualmente está ya en poder de los soldados
nacionales». Su corresponsal Antonio Olmedo era más audaz: «Las
tropas españolas se adueñaron de los arrabales del sur de Madrid y
desde anoche montan guardia junto a las cabeceras de los puentes
sobre el Manzanares».
Le Temps de ese día (fechado el 9) no fue menos imprudente.
Sus títulos eran: «Se espera la toma inminente de Madrid», lo que
glosaba así: «La entrada de las tropas nacionalistas en la capital
parece una simple cuestión de horas».
Y Madrid resistió
Aquella misma tarde del día 7 se constituyó la Junta de Defensa
de Madrid, que concentraba ya todos los poderes[25].
Al amanecer del día 8 las fuerzas del general Varela y Yagüe se
lanzaron al ataque: la columna Asensio por la Casa de Campo, así
como la de Castejón (que resultó herido) y la de Delgado Serrano,
mientras que Tella y Barrón presionaban, como movimiento de
diversión, en dirección a los puentes de Toledo y Segovia. Las
fuerzas mandadas por Galán y Barceló contraatacaban desde
Humera a la Casa de Campo: los asaltantes avanzaban con
demasiada lentitud hacia el lago de la Casa de Campo, mientras
que en la carretera de Extremadura eran detenidos por las fuerzas
de Escobar. La lucha tenía lugar en el citado sector de la Casa de
Campo en plena confusión de ambas fuerzas contendientes. El
bombardeo aéreo de la capital continuaba sin cesar. Pero los
objetivos de ataque de Varela habían fracasado; lo único que
consiguieron sus columnas fue una penetración en el sector de la
Casa de Campo.
Al día siguiente, el propio Mola asumía el mando directo de todo
aquel frente. Sus fuerzas, que habían ocupado en la Casa de
Campo la importante posición del cerro de Garabitas, donde
emplazaron la artillería para disparar sobre Madrid, se aproximaron
al Manzanares por el Puente de los Franceses. En Usera,
presionaban con más fuerza. Nadie sabía lo que iba a pasar y los
mandos militares que defendían Madrid, así como la Junta de
Defensa, no tenían el menor contacto con Pozas ni con el Gobierno.
Sin embargo, Madrid entero estaba movilizado, los altavoces y las
tropillas de agitación del Quinto Regimiento no descansaban un
minuto.
El martes día 10, las columnas de Galán y Enciso, más los
batallones internacionales contraatacaban en la Casa de Campo, y
Líster en Villaverde. Rojo había pedido desde el 8 por la noche la
entrada en combate de las primeras fuerzas de Brigadas
Internacionales. Pozas no pudo atenderle porque ello exigía órdenes
directas del Ministro. Tampoco pudo conseguir nada del jefe de la
XI Brigada Internacional (Kleber) con quien se entrevistó aquella
madrugada; Por fin, el Ministro dio esas órdenes y la XI Brigada
Internacional, salió de su acantonamiento y tras desfilar por la Gran
Vía entre ovaciones delirantes, entró en linea en la mañana del día
10 en el sector de Manzanares. Estaba formada por los batallones
Edgar André (alemán), Commune de París (francés) y Dombrowski
(polaco); un total de 2000 hombres aproximadamente, que tenían
por jefe al general Kleber y por comisario a «Nicoletti»
(De Vittorio[26]). A todo esto, los aviones soviéticos I-15 y I-16 —
desembarcados en Cartagena— se presentaron en Madrid, y de su
cielo se hicieron dueños tras repetidos y brillantes combates,
seguidos con emoción y alegría por la población en plena calle, sin
temor a los obuses enemigos. Hombres, mujeres y niños gritaban:
¡Son los nuestros!, ¡son los nuestros!, y el ingenio madrileño los
rebautizaba ya con los nombres de chatos y moscas. De aquellas
escuadrillas formaban parte algunos de los mejores pilotos
soviéticos, como Anatoli Serov, Nikifor Balanov, Víctor Jolsunov y
otros. En el cielo de Madrid cayó después Alexander Minaev.
El parte de guerra de Franco del día 10 se limitaba a decir: «En
el frente sur de Madrid continúa la progresión de nuestras tropas», y
ABC del 11: «Ayer prosiguieron su avance las columnas del heroico
general Varela, realizando las operaciones preliminares para su
entrada en Madrid».
Se luchaba en todos los frentes. El marinero Antonio Coll
destruyó entonces cinco tanques con bombas de mano para caer al
fin segado por una ráfaga de ametralladora, pero su heroísmo fue
ejemplo para otros antitanquistas. El 11, según Lojendio, los
atacantes procedieron a los más espectaculares bombardeos de
Madrid.
Rojo pidió reservas. La XII Brigada internacional, procedente de
Albacete, y al mando del general Lukács (el escritor húngaro, Matei
Jalka), y por comisario Luigi Gallo (Luigi Longo, dirigente comunista
italiano), atacó por el flanco izquierdo de Madrid, en Perales de
Tajuña. Luego fue trasladada a la capital. Cuando entró en línea,
esta Brigada sólo contaba con el batallón Garibaldi (italiano) y siete
compañías más, en total, menos de dos mil hombres, aunque
después tuvo, además del Garibaldi, los batallones Franco-Belga y
Thaelmann (alemán). Hasta ese momento, apoyándose en el valor
de la población entera, las líneas fueron mantenidas por las
unidades mandadas por Líster (Villaverde), Bueno (Vallecas), Prada
(Puente de la Princesa), Escobar y, al ser este herido, Arce
(carretera de Extremadura), Clairac y, al caer herido, por Galán
(Casa de Campo), Enciso (Casa de Campo), Romero (Puente de los
Franceses), José María Galán (Pozuelo), Barceló (Boadilla) y Kleber
(Casa de Campo). En los días sucesivos fueron entrando en línea la
columna de Durruti (que había llegado el 10 a Madrid), la brigada
mandada por Sabio y otra por Arellano, la de Martínez de Aragón,
las columnas de Mera, Perea y Cavada. Los coroneles Mena y
Conque articularon además diferentes columnas, el coronel Ardid
mandó los Ingenieros, el comandante Zamarro la Artillería y el
doctor Planellas la Sanidad.
En Madrid corría la sangre, se desplomaban las casas bajo las
bombas, morían los combatientes, y asimismo los niños y las
mujeres. En Londres, impertérrito, seguía reuniéndose el Comité de
No Intervención. El 11 de noviembre, la Unión Soviética propuso que
se agregase al Pacto la prohibición de enviar tropas o voluntarios
extranjeros a España; esta propuesta fue inmediatamente apoyada
por Francia y la Gran Bretaña. Alemania e Italia demoraron las
respuestas y, a su vez, respondían a la proposición de crear un
cuerpo de observadores neutrales para controlar sobre el terreno —
propuesto por Maiski, que había sustituido a Kagan el 28 de octubre
— con una contraposición de control aéreo, cuya esterilidad era
evidente.
En las capitales europeas se seguía creyendo en la inminente
caída de Madrid. Le Temps del 11 atribuyó la lentitud de los
asaltantes a que Varela «no se decide, por simples razones
humanitarias, a poner en acción todos los medios de que dispone».
En la prensa de la zona de Franco se publicó un gran recuadro, con
el título Ante la próxima conquista de Madrid, que decía: «Por los
gobernadores civiles se dará a la publicidad la creación del Servicio
de Informaciones Urgentes sobre la situación de las personas que
se supone residiendo en Madrid, una vez que el Ejército Nacional
tome dicha capital»[27].
Desde Lisboa, Gil Robles recomendaba la unión de «todos los
nacionales» y que la entrada en Madrid lo fuese solamente por las
fuerzas militares.
El día 15, las fuerzas moras al mando de Asensio conseguían
atravesar el Manzanares y penetrar en la Ciudad Universitaria. Tras
el fracaso del primer plan Varela, habían fallado los ataques por los
tres puentes (Segovia, Toledo y Princesa). Ésta era la tercera
maniobra de penetración.
La XI Brigada internacional se batía en la Ciudad Universitaria y
el 18 entraron en fuego los de la XII. Allí estaban también las
columnas de Ortega, Sabio, Durruti[28], etc., cuyo mando articulado
corría a cargo del coronel Alzugaray. Se luchaba en cada palmo de
terreno, en cada casa, en cada piso de los edificios de la Ciudad
Universitaria. Madrid era bombardeado sin cesar por bombas de 100
y hasta de 500 kilos, o por incendiarias. Se puede decir que ardía
por los cuatro costados. Por la noche, las llamaradas de los
incendios iluminaban siniestramente la ciudad. El hospital de San
Carlos, terriblemente bombardeado, fue evacuado en condiciones
dramáticas.
En estos días había casi constantemente sobre Madrid veinte
Junkers de bombardeo protegidos por treinta cazas. La aviación
republicana, aunque inferior en número, les hizo frente. Uno de los
pilotos soviéticos, que cayó prisionero, fue descuartizado y lanzado
en una caja de embalaje sobre Madrid[29].
La ofensiva de Varela quedó paralizada para siempre en la
Ciudad Universitaria, cuyas líneas apenas oscilaron hasta el final de
la guerra.
Pero de nuevo, aquellos días las gentes «bien informadas» de
casi todos los países pudieron creer que Madrid había caído. Le
Temps del 18 anunciaba al mundo: «Los nacionales han entrado en
Madrid y aparecen decididos a llevar rápidamente su acción»[30].
Más curioso es saber lo que comunicaba su corresponsal en Ávila:
«La toma de la capital» la anunciará el mismo general Mola desde el
puesto de radio que le acompaña en todos sus desplazamientos,
con estas sencillas palabras: «Estamos en el centro de Madrid.
¡Viva España! Estas palabras serán pronunciadas desde la Puerta
del Sol y el mensaje será difundido sobre la misma longitud de onda
de Radio Madrid».
Por su parte, Radio Sevilla difundía el 17, a las 8,30: «La
situación en Madrid ha llegado a ser francamente caótica; las
mujeres y los niños buscan refugio, huyen de los crímenes y
horrores de la guerra, se ponen de rodillas, rezando en plena calle».
Con todo, a despecho de la carnicería cotidiana producida por la
aviación y la artillería, madrileños y madrileñas de todas las edades
se habían habituado al estampido permanente de los obuses que
barrían la Gran Vía, cuyos cines eran frecuentados por numeroso
público. Noviembre se puso gris y lluvioso, embarrado. La ciudad se
fue llenando poco a poco de guerra, de trincheras, de parapetos, de
sacos terreros. El paseo de Rosales, mirador de los fondos
velazqueños de la sierra, era ya toda una línea de trincheras. A
veces, no se podía doblar una calle, porque había allí un nuevo
parapeto de piedras y sacos. Lo ha dicho en un poema Rafael
Alberti: «las barricadas impiden las esquinas». En esos últimos días
de noviembre murió Buenaventura Durruti, alcanzado por una bala
en su puesto de mando. Murió también en las trincheras de Usera,
el escultor Emiliano Banal. A su memoria dedicó Machado cuatro
versos hoy universalmente conocidos[31].
La ofensiva a fondo sobre Madrid estaba articulada con otro
audaz embate diplomático. El 17 de noviembre, Franco declaró el
bloqueo de los puertos republicanos y amenazó con hundir los
barcos extranjeros que no acatasen la medida. Esto afectaba a los
buques británicos susceptibles de llevar armas embarcadas en un
tercer país y que tenían el derecho de recurrir a su flota militar para
ser protegidos. Pero Edén prefirió preparar una ley prohibiendo a
dichos buques el transporte de armas a España desde terceros
países… Cuando las casas de Madrid se derrumbaban bajo las
bombas, el jefe del Foreign Office declaraba en los Comunes: «Por
lo que respecta a la no intervención, afirmo categóricamente que
hay otros Gobiernos que merecen ser más censurados que los de
Alemania e Italia».
El 17 de aquel mes de noviembre debía ser un día decisivo.
Legionarios y regulares, con los pies puestos sobre la otra orilla del
Manzanares iban a emprender el asalto definitivo a Madrid, cuya
caída era anunciada por la prensa de «información» de todos los
países. Ese día, Von Neurath telefoneó al encargado de Negocios
alemán en Lisboa para que anunciase a Franco que, al día
siguiente, Berlín haría público el reconocimiento de su «Gobierno
nacional». Berlín y Roma obraban concertados. Berlín y Roma
reconocen el Gobierno del general Franco, publicaban en primera
página los más grandes diarios del mundo. Le Temps escribía en su
editorial: «Reconocer el Gobierno del general Franco no significa
necesariamente que Alemania e Italia intervengan sistemáticamente
en la guerra civil al otro lado de los Pirineos.»[32].
En Salamanca y Sevilla se desbordó el júbilo de la retaguardia,
que encontraba con ello una compensación a las desilusiones del
frente de Madrid. Los balcones se llenaron de colgaduras, las calles
de banderas ítalo-alemanas, se cantó la Giovinezza y se vitoreó a
Franco, Hitler y Mussolini. Un corresponsal francés en Salamanca
contaba: «Los italianos y alemanes reconocidos en la calle eran
llevados en hombros».
Ese día, Hitler nombró general a Wilhelm von Faupel
«representante del Reich ante el Gobierno del general Franco en
calidad de encargado de Negocios». Al cabo de diez días, Von
Faupel estaba en Salamanca. (Y en su primer informe, del 10 de
diciembre, pidió que Alemania aumentase su ayuda y organizase
unidades combatientes).
Una semana más tarde, el 25, Alemania y el Japón firmaban el
Pacto anti-Komintern, pieza fundamental de su política de agresión,
al que Italia se adhirió después.
El día 28, Filippo Anfuso, primer representante diplomático de
Mussolini en Salamanca, concluía con Sangróniz un protocolo
secreto firmado por el Duce y el Caudillo. Tras una declaración
liminar de «lucha contra el comunismo», establecían una alianza
total, se pronunciaban contra el artículo 16 del Pacto de la S. de N. y
el Gobierno de Franco se aseguraba la ayuda del de Mussolini.
La guerra en otros frentes. El proceso de Primo de
Rivera
El frente de Madrid recababa las máximas energías militares de
ambos bandos. Los restantes frentes quedaron inmovilizados. Sólo
cerca de Andújar, en el santuario de la Virgen de la Cabeza, quedó
un islote, con 150 guardias civiles y 900 familiares, al mando del
capitán Cortés; otro, de sesenta guardias, mandados por el teniente
Ruano, en la finca Lugar Nuevo, propiedad de los marqueses de
Cayo del Rey. El resto del frente andaluz y extremeño estuvo
inmovilizado hasta mediados de diciembre.
En cambio, en el Norte, los vascos lanzaban el 30 de noviembre
una ofensiva contra Villarreal, con el propósito de amenazar Vitoria.
Tras cuatro días de empeñada lucha, los coroneles Solchaga y
Camilo Alonso Vega, apoyándose en la superioridad de su aviación
y en la mayor potencia de fuego de su artillería, consiguieron
levantar el cerco de Villarreal y causar numerosas bajas a las
Milicias vascas.
En él mar, la flota republicana, cuya acción estaba entorpecida
por los comités de los barcos, dominados por la tendencia C. N. T.-
F. A. I., se mostró ineficaz en el Norte; perdió en el Estrecho el
Almirante Ferrándiz y tres submarinos. El 21 de octubre recibió
orden de regresar a Cartagena. El 22 de noviembre era torpedeado
el Miguel de Cervantes, por submarinos probablemente italianos, en
la misma entrada del puerto de Cartagena.
Aquel mes de noviembre, el tribunal popular de Alicante juzgaba
al fundador y jefe de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, a su
hermano Miguel, a su cuñada Margarita Larios y a seis personas
más, acusadas de rebelión militar contra el Gobierno legítimo. José
Antonio se defendió brillantemente (y también a sus familiares), y
dio a entender que había estado al margen de la preparación del
alzamiento[33], si bien estas afirmaciones eran, según su
testamento, «recursos de mi oficio de abogado»[34].
Se ha hablado mucho de una proposición hecha por José
Antonio Primo de Rivera de ir en avión a la zona sublevada con
objeto de «hacer una gestión para que cese esto» (palabras de José
Antonio en su defensa). Esta proposición fue dirigida en agosto a
Martínez Barrio y, según me han afirmado testigos directos, repetida
en conversación, el mismo mes de noviembre, a Martín Echevarría,
subsecretario de Propaganda. La proposición fue desechada o tal
vez ni siquiera planteada en Consejo de ministros. Se ha dicho que
Prieto era partidario de ella. En cuanto al jefe del Gobierno, Largo
Caballero, ha escrito en sus Memorias que cuando se recibió en
Valencia notificación de la sentencia ésta ya se había ejecutado y
que él se negó a firmar el «enterado»[35]. Condenado a muerte,
José Antonio Primo de Rivera fue fusilado el 20 de noviembre. Su
hermano fue condenado a 30 años y su cuñada a seis y un día. La
noticia se ocultó durante bastante tiempo en la zona de Franco, pero
la lucha por apoderarse de la dirección de Falange comenzó
inmediatamente.
Guerra y política
En una guerra, el primer objetivo político es la utilización del
máximo de energía y recursos para vencer al enemigo. Los
sublevados, encuadrados en una estricta organización militar,
disponían del aparato militar intacto, estado de guerra, prohibición,
por decreto del 25 de septiembre, de todas las actividades políticas
y sindicales, incautación y militarización de industrias fundamentales
de guerra, represión por Consejos sumarísimos de guerra, aparte de
la «limpieza» realizada por grupos políticos paramilitares, etc.
Había, no obstante, el problema de las milicias de partido, puesto
que en 1936 existían los requetés, las banderas de Falange, las
milicias de Renovación y otras análogas, como el Cuerpo de
Voluntarios de Sevilla, «los voluntarios de Ladrada» en Oviedo, etc.
[36].
La organización económica respondió a los rasgos más netos de
una contrarrevolución. En cada pueblo «liberado» en que había sido
aplicada la Reforma agraria se abolieron todas sus disposiciones; un
decreto de 28 de agosto de 1936 suspendía todos los planes de
dicha reforma. La Junta de Burgos, contando con el apoyo de la
mayoría de los grupos financieros o aprovechando la actitud de
expectativa de otros (no faltaba quien, como Garnica o Aledo,
permanecía prudentemente en Portugal), creó desde el 20 de
agosto un Comité nacional de la Banca privada y reunió el 14 de
septiembre una Junta extraordinaria del Consejo del banco de
España. Como la mayoría de las centrales bancadas estaban en
Madrid, Bilbao y Barcelona se procedió a obtener anticipos del
Banco de España sin otra garantía que el resultado de la guerra. La
Central instalada en Burgos anticipó 10 000 millones de pesetas. Se
restringió el movimiento de cuentas corrientes y se crearon nuevos
impuestos; se suspendieron los pagos de Deuda pública; se
estampillaron los billetes de banco que circulaban en el territorio
llamado nacional y se declaró nula toda emisión que no fuera
lanzada por la Central del Banco de España en Burgos. (La
circulación de billetes pasó de 5451 millones en julio de 1936 a 8707
millones en 1939). El bajo poder de compra de la población
mantuvo, en los primeros meses, la estabilidad de los precios.
Algunos productos comenzaron a escasear, sobre todo los textiles.
Los patronos se organizaron rápidamente y adoptaron la forma
de Central Nacional Sindicalista de Empresarios[37], que todavía
funcionaba a parte de la Central Obrera Nacional Sindicalista.
En la zona republicana coincidieron una serie de fenómenos
para que se produjeran cambios estructurales: la inexistencia de
hecho del aparato del Estado en las primeras semanas de la guerra,
la debilidad y falta de representación del Gobierno hasta septiembre,
la colaboración de numerosos propietarios y patronos con el
alzamiento o su simple huida y, naturalmente, la reacción popular
apoyada en la influencia mayoritaria de los partidos obreros y las
Centrales sindicales.
Al comenzar la sublevación y la guerra, los obreros se
apoderaron de los instrumentos de producción en todo el territorio
que quedó en poder de la República, con la excepción del País
Vasco, y de los casos de pequeñas empresas cuyos patronos de
filiación izquierdista quedaron al frente de ellas. En el campo, la
ocupación de grandes propiedades —y de algunas que no lo eran—
fue completa.
Según que en las regiones agrarias dominasen los Sindicatos de
la C. N. T. o de la U. G. T., variaron las formas de ocupar la tierra.
Paradójicamente, si tenemos en cuenta los clásicos del anarquismo,
fue en Levante. Cataluña y Aragón donde la C. N. T. impuso la
colectivización a ultranza de todas las tierras, con lo que chocaron
en más de una ocasión de los cultivadores medios y pequeños de
esas regiones. En Andalucía y Castilla la Nueva, donde predominan
los latifundios, la explotación colectiva era un fenómeno más normal.
En numerosas localidades de Levante y Aragón, en que se
colectivizaban las tierras por asambleas de campesinos, pero en
presencia de las milicias armadas de la C. N. T.-F. A. I., los Comités
de estas organizaciones procedían a lo que llamaban «experiencias
de comunismo libertario», a base de suprimir el comercio, la
moneda, los impuestos, etc. Se colectivizaban también las tierras de
pequeños propietarios y hasta las peluquerías, panaderías,
carpinterías, sastrerías, etc. A los miembros de la colectividad se les
pagaba a veces en especies y otras en vales y cupones. Fácil es
comprender las consecuencias de semejante organización para una
economía de guerra. Naturalmente, no hay que confundir estas
experiencias —por otra parte muy limitadas en número— de
«comunismo libertario», con las colectivizaciones agrícolas,
enmarcadas en la economía de cada región, que tuvieron desde
luego muy diversos resultados y eficacia según las condiciones de
explotación y gestión, así como la clase de cultivos que se tratara.
Que una colectividad cultivase una explotación olivarera o de
cereales era lógico y eficaz; además, en esos lugares, casi todos los
campesinos eran trabajadores agrícolas. Pero aplicar este sistema a
cultivos hortícolas en Levante, donde predominaba la propiedad
media y pequeña, tenía consecuencias muy diferentes. Hubo
también, para obviar estos inconvenientes, numerosos casos de
explotación cooperativa, pero el ajustamiento de la producción
agraria se produjo en época posterior a la que ahora nos ocupa[38].
El Gobierno promulgó el 7 de octubre un decreto del ministro de
Agricultura, Vicente Uribe, tendente a regularizar la situación y a
crear las bases de una nueva reforma agraria. El decreto de 7 de
octubre nacionalizaba todas las fincas rústicas pertenecientes a
personas que habían intervenido directa o indirectamente en la
sublevación y las entregaba a los campesinos, en régimen de
usufructo perpetuo, para su explotación colectiva o individual, según
decidiera en cada caso y lugar la mayoría de los beneficiados. El
Decreto fue hostigado por el sector anarquista, defensor de la
colectivización a ultranza de toda clase de propiedades, criterio
compartido por algunos partidarios de Largo Caballero en la
Federación de Trabajadores de la Tierra. Los comunistas, otro
sector de socialistas y los republicanos insistían defender tanto el
carácter voluntario de las colectivizaciones como los derechos del
pequeño propietario a seguir explotando su tierra. Además, el
Instituto de Reforma Agraria, no solamente regularizó la entrega de
las tierras incautadas de cualquier forma en los primeros momentos,
sino que inició una política de créditos agrarios, entrega de semillas
y abonos, estímulo a la formación de cooperativas, etc.
El decreto del 7 de octubre concedía el arrendamiento perpetuo
a los arrendatarios de fincas nacionalizadas cuya extensión no
pasase de 30 hectáreas de secano, cinco de regadío o tres de
huerta.
Además de las propiedades incautadas pertenecientes a
personas consideradas cómplices del alzamiento, proseguía la
expropiación por utilidad social.
En Cataluña se anularon todos los contratos de cultivo que
estaban en vigor el 19 de julio de 1936. Un decreto de la
Generalidad, del 1.º de enero de 1937, estipulaba que los ocupantes
de esas tierras pagarían la contribución al Estado, Generalidad o
Municipio, pero que nadie más estaba autorizado a cobrarles
cantidad alguna, en metálico o en fuentes. Se reaccionaba así
contra ciertos excesos de los primeros meses. Se decretó la
afiliación sindical obligatoria de los que trabajaban la tierra, y se
organizó la venta y transformación de productos, compra de
géneros, etc., a través de los Sindicatos. El citado decreto de la
Generalidad establecía, siguiendo así los principios de la legislación
central, que la tierra podía, ser explotada por el sistema individual, el
familiar o el colectivo.
Fenómenos análogos se produjeron en las empresas
industriales. Sin embargo, los problemas eran aquí más
heterogéneos; no era lo mismo la industria adaptable a fines de
guerra que la de bienes de consumo ordinario y, dentro de ésta, la
de bienes esenciales o bienes superfluos. Había todo el problema
de los servicios públicos, de las fuentes de energía, de los
monopolios estatales. Todo ello además de la enorme diferencia
entre las grandes empresas de industrias clave y las decenas de
millares de minúsculas empresas personales o familiares.
Las colectivizaciones
El primer fenómeno que se produjo fue la incautación de fábricas
por Comités de afiliados a la C. N. T. y a la U. G. T, que tomaban en
sus manos fa producción y gestión de las empresas de manera
autónoma. Se trataba de empresas cuyos dueños o administradores
hablan huido, o sido declarados enemigos del régimen o, a veces;
cerrado simplemente la fábrica. Obvio es añadir que, en el clima
pasional de los primeros momentos, la calificación de los
propietarios, sobre todo de los pequeños, fue en muchos casos
arbitraria. El hecho fue que se asistió a un fenómeno llamado de
colectivización y también de sindicalización[39], pero que en realidad
era la administración de la empresa por los obreros que trabajaban
en ella. Y esto ocurrió no sólo en fábricas metalúrgicas, químicas,
textiles, etc., sino incluso en minúsculas zapaterías, carpinterías,
panaderías, tejares, peluquerías, etc. En Barcelona y Valencia fue
donde adquirió mayores vuelos esta incautación de empresas de
pequeños burgueses, así como la colectivización de los mercados
centrales, la supresión de numerosos comerciantes intermediarios,
etc. Una parte considerable de las clases medias debía reaccionar
ante tales medidas de manera hostil, con lo que se situaban en el
bando adversario, con el cual se sentían identificados en el
momento de estallar la sublevación.
Sin duda, la incautación afectó en primer lugar a las industrias
esenciales, los servicios públicos, los ferrocarriles, los transportes
urbanos, las compañías navieras, etc., pero se generalizó a otras
ramas. En el mes de septiembre, se calculaba que había unas
20 000 empresas incautadas. El Gobierno Giral había nombrado un
Consejo Nacional de Incautación con objeto de intentar una
coordinación, pero sus resultados fueron nulos. Hay que añadir que
en el País Vasco la situación era diferente; la mayoría de las
grandes empresas continuaron como de propiedad privada, ya que
si unos de sus consejeros y directores colaboraban con los
rebeldes, otros estaban allí, dentro de la legalidad republicana. En
todas las empresas no incautadas existían, no obstante, los Comités
de control obrero.
En Asturias, todas las minas e industrias estaban en poder de los
obreros. No obstante, los territorios del Norte formaron por
imperativo de la separación geográfica, una unidad económica (con
frecuentes divergencias entre los organismos asturianos y los
vascos) que no pudo dar ni recibir nada del resto de la economía
republicana.
En Madrid, tanto por ser la sede del Gobierno, como por la
mayor influencia de socialistas y comunistas, fue posible lograr
cierta coordinación e iniciar la reconversión industrial para fines
militares. Pero, en general, el rasgo dominante en la industria
durante los primeros seis meses de guerra, fue la dispersión, la
atomización. En muchos casos se repartían los beneficios sin
reponer los depósitos ni tener en cuenta las amortizaciones.
Pasados unos meses, los Comités se veían al borde de la quiebra y
entonces recurrían al Gobierno.
En otras empresas, sobre todo en Cataluña, se imponía el
salario igualitario y se pensaba en reducir la jornada de trabajo, en
vez de intensificarla en orden a las necesidades bélicas.
El Gobierno hizo frente a algunos problemas básicos:
intervención de los ferrocarriles, de la C. A. M. P. S. A., de las
empresas de energía eléctrica, de la Telefónica, aunque en ésta, sin
rozar el aspecto financiero, puesto que se trataba de empresa
extranjera. Más tarde se decretó la militarización de industrias «con
finalidades de guerra o que pudieran relacionarse de algún modo
con las actividades militares», pero la aplicación de esta medida file
cosa harto difícil. Dado que las instalaciones industriales más
importantes se encontraban en Cataluña, Euzkadi y Asturias no era
nada fácil la coordinación de las mismas. Tanto en el País Vasco
como en Cataluña intervenía a veces el recelo de las autoridades
autónomas, pero sobre todo en Cataluña la actitud de los Comités
«colectivizadores» fue respaldada por la C. N. T. Con todo y eso, el
Gobierno de la Generalidad decretó en agosto la coordinación de
industrias bélicas, pero, según palabras del propio Companys, «este
anhelo y este deseo de la Generalidad de coordinar toda nuestra
industria, chocó con una resistencia, hasta cierto punto
comprensible, por parte de aquellos Comités que desde el primer
momento se habían apoderado de las fábricas y que creían de
buena fe que solamente ellos podían llevar adelante la fabricación
de material de guerra».
Todavía era más grave la actitud de otros Comités empeñados
en fabricar productos en aquel momento innecesarios para lograr
«beneficios», y la tendencia de los mismos a realizar por su cuenta
el comercio exterior. En los primeros meses de guerra fue imposible
controlar el comercio exterior realizado en orden disperso en
Cataluña.
No obstante, ya en otoño de 1936, se puso allí en marcha la
fabricación de cartuchería, de obuses de pólvora, etc.
En orden a las necesidades bélicas, socialistas, comunistas y
republicanos (éstos más tibiamente) planteaban la necesidad de
nacionalizar las industrias de guerra y de que todas las industrias
básicas estuviesen bajo el control del Gobierno. El 21 de diciembre.
Pascual Tomás, en nombre de la U. G. T., propugnaba la
nacionalización de las industrias de guerra. Ese mismo mes, el
Comité Central del Partido Comunista, en un documento titulado Las
ocho condiciones de la victoria, proponía también la
«nacionalización y reorganización de las industrias básicas y
creación de una fuerte industria de guerra», además de la creación
de un Consejo coordinador de la industria y la economía.
La dirección de la C. N. T. comprendía también la necesidad de
coordinar la industria, pero prefería lo que llamaba «socialización»,
que en realidad era la «sindicalización» de industrias por ramas,
sustraídas así al poder del Estado. Uno de estos ejemplos fue el de
la industria de la madera de Barcelona; La cuestión fue muy
discutida en la industria textil, donde la C. N. T. quería la
«colectivización» y la U. G. T. la nacionalización (se trataba de las
industrias de fuera de Cataluña, pues las catalanas estaban sujetas
al decreto de Colectivización de la Generalidad, que examinaremos
más adelante).
El ministro de Industria Juan Peiró, miembro como sabemos de
la C. N. T., explicó en su conferencia del 3 de junio de 1937 la
situación a que había tenido que hacer frente en los primeros meses
de su gestión: «Teníamos todas las industrias al borde del abismo…
los más comprometidos en el complot desaparecieron del territorio
leal, abandonando las industrias y surgió la dirección de ellas por los
obreros. Unas se controlaron, otras fueron incautadas, y en lugar de
conservar la economía, la perjudicaron; otras, quedaron
colectivizadas, y había algunas a cuyo frente quedaban los antiguos
dueños, que exportaban los capitales, con el consiguiente perjuicio
para el país. Hubo un momento de tragedia. En enero de este año
(1937) había 11 000 instancias solicitando incautación o intervención
de las industrias (por parte del Estado se entiende); pero la realidad
es que se trataba de 11 000 peticiones al Estado de ayuda
económica».
Explicó también Peiró la ineficacia de lo realizado en industrias
eléctricas o, por ejemplo, en el Comité del Plomo, que se reunía una
vez al mes, sin representación obrera, tan sólo para fijar los precios.
A los problemas señalados hay que añadir que gran parte de
industrias (verbigracia, la textil) tenían gran cantidad de clientes en
territorios ocupados desde el comienzo de la guerra por los
rebeldes; como el procedimiento de venta era, por lo general, el de
letras a noventa días se encontraron con una masa de créditos
incobrables, que en muchos casos cobraban los propietarios
pasados a la zona rebelde o por sus testaferros.
La situación de la industria en Cataluña fue regulada por el
decreto de Colectivizaciones y Control Obrero, promulgado por el
Consejo de la Generalidad el 24 de octubre de 1936. Este decreto,
que tendía a legalizar una situación de hecho, disponía la
colectivización de todas las empresas que tenían más de cien
obreros el 30 de junio de 1936, de aquellas que tenían menos si el
patrono había sido declarado faccioso o si había abandonado la
empresa o también si se acordaba por la mayoría de obreros y el
patrono; en fin, también se colectivizaban las empresas de más de
50 obreros y menos de 100, si así lo decidían las tres cuartas partes
del personal.
La gestión directiva de las empresas colectivizadas correspondía
a un Consejo de Empresas nombrado por los trabajadores en
asamblea general. Había un interventor de la Generalidad y, en las
empresas con más de 500 obreros o más de un millón de capital,
era el Consejo de Economía de la Generalidad quien debía aprobar
el nombramiento de director.
En las empresas industriales o comerciales no colectivizadas se
instituía el Comité de Control para fiscalizar las operaciones
contables y las condiciones de trabajo y colaborar con el patronato
en el proceso de producción. Se crearon también los Consejos
Generales de Industria para coordinar cada rama de la producción.
Todo este sistema articulado no fue óbice para que, cuando se
trató de incautar por el Estado algunas industrias de guerra o
simplemente de plantear el mayor rendimiento de las mismas,
surgieran numerosos conflictos con los Comités o Consejos que
habían adquirido mentalidad de propietarios individuales.
En el País Vasco hubo un hecho diferencial; la regla general fue
el mantenimiento de la propiedad privada de Tos medios de
producción y, la excepción o la incautación por necesidades de
guerra o por haber sido declarado faccioso el propietario. En el resto
de la España republicana, la regla común fue la propiedad colectiva
bajo diversas formas (nacionalización, colectivización,
«sindicalización») de los medios fundamentales de producción,
subsistiendo la propiedad privada de determinadas empresas
medias y pequeñas[40].
Las empresas extranjeras
Mención aparte merece el caso de las empresas extranjeras. La
norma del Gobierno republicano fue respetar esas empresas. No
siempre le fue posible en regiones que escapaban a su control
(Huelva durante el primer mes, Asturias, después). Hubo casos,
como en el de la S. O. F. I. N. A. (Barcelona Traction) en que fueron
las empresas extranjeras las que ordenaron a sus gerentes y
personal que abandonasen toda actividad. En otras empresas, los
consulados intervinieron rápidamente para protegerlas y, por este
motivo la intervención se limitó al funcionamiento del Comité de
control obrero.
La obstrucción y sabotaje por parte de las compañías extranjeras
fue evidente en numerosos casos. Peiró se quejaba de la mala
voluntad de la Peñarroya, que tenía voluntariamente paralizada o a
media producción (a juicio del ministro) Cartagena y Linares[41].
Gobierno tan respetuoso de la propiedad privada como era el del
país Vasco tuvo que destituir al gerente y altos cargos de Tranways
et Electricité de Bilbao. En cambio, la Babcok & Wilcox hacía
donativos para hospitales de sangre en octubre del año 1936.
Muy significativo para situar la posición de grandes empresas y
comerciantes extranjeros fue un texto de Arthur F. Lovedey,
presidente de la Cámara de Comercio británica en España[42], en el
que no se ocultaba que los intereses de los negociantes británicos
prosperaron más en la zona «nacional» —que Lovedey visitó—,
donde «La industria y la agricultura marchan prósperamente». Igual
ocurría en el Norte, que exportaba más hierro a la Gran Bretaña
desde que había sido ocupado por los llamados nacionales. En
cambio, Lovedey se quejó amargamente de que «la zona
gubernamental ha colectivizado, salvo raras excepciones. Los
súbditos británicos han sido privados de sus propiedades, mientras
que en la zona de Franco las conservan… El informe de la
Barcelona Traction se queja de que el Comité obrero, compuesto de
representantes sindicales, y autorizado por el Gobierno de Cataluña,
ha nombrado a su vez un interventor. Pocas semanas después —
seguía Lovedey— la empresa era intervenida y el Comité obrero
asumía todo el control», sin que las protestas diplomáticas dieran
resultado[43].
Este criterio de las compañías extranjeras se reflejaba también
en la obra de Brassillach y Bardeche: «En los territorios sometidos a
Franco se restablecía en seguida el orden y se reanudaban los
negocios. Este hecho ha sido expresado en los informes de las
compañías extranjeras Wagonlits, Río Tinto, Tharsis Sulphur and
Cooper, Anglo-Spanish Construction, Sociedad Francesa Minero-
Metalúrgica de Peñarroya, etc.»[44].
La economía
Pero si el problema de las industrias era arduo, no lo era menos
el financiero, tanto en el plano de la banca privada como en el de la
Hacienda pública y las relaciones entre ambas. Desde los primeros
momentos, el Estado conservó el control del Banco de España,
apoyado por los Sindicatos. Se tomaron medidas, restrictivas en el
movimiento de cuentas corrientes, se prohibieron las transmisiones
de bienes inmuebles y derechos reales, etc. Ya en el mes de agosto
se declararon cesantes a los consejeros de administración de
empresas que no se hubiesen presentado desde el 18 de julio y se
prohibió la acumulación de cargos de consejeros en empresas
industriales, comerciales, navieras o bancarias.
La banca privada continuó como tal, pero sujeta al control obrero
por medio de los Sindicatos y a la intervención oficial. A fines de
año, los Consejos de Administración se modificaron; la mitad fueron
integrados por los consejeros que habían permanecido en sus
puestos y los demás por los representantes sindicales de los
empleados, amén de un interventor del Estado. Los
cuentacorrentistas estaban también representados en el Consejo de
Administración. Naturalmente, desde el primer momento se dio el
caso de que la banca privada fue escindida según su situación
territorial, pero en la primera parte de la guerra todas las centrales
(Madrid, Bilbao, Cataluña) se hallaban en territorio republicano.
El problema de la Hacienda era fabuloso, tanto para el Gobierno
central como para los autónomos: había que hacer frente a los
gastos de guerra, a las pagas de los combatientes (que habían sido
establecidas a diez pesetas diarias para los milicianos rasos, luego
soldados), a los créditos que solicitaban sin cesar las industrias
colectivizadas, a las importaciones de todo género en una situación
difícil para el comercio exterior, etc. En los primeros meses de
guerra se registró una caída vertical en la recaudación de impuestos
y se empezó a sentir el efecto de la inflación (el criterio inequívoco
que tenían sobre la guerra las fuerzas hegemónicas de la Bolsa en
los países extranjeros contribuyó en mucho a la depreciación
monetaria).
En orden a la política financiera se situó un problema que ha sido
muy discutido: el envío a la Unión Soviética de la mayoría de las
reservas de oro existentes en el Banco de España. (Otra cantidad
se había enviado al Banco de Francia desde los comienzos de la
guerra, como garantía del pago de armas que no se vendieron
nunca). Al comenzar el asedio de Madrid, Negrín, ministro de
Hacienda, y Largo Caballero decidieron sacar el oro de las cajas del
Banco y trasladarlo a la base naval de Cartagena, con objeto de
impedir que cayese en manos del enemigo si éste conseguía ocupar
la capital.
Fue días después cuando se decidió enviar a la Unión Soviética
más de la mitad de las reservas de oro del Banco de España, cuyo
valor aproximado era de 578 millones de dólares[45]. Largo
Caballero explica en sus Memorias esta decisión: «Inglaterra y
Francia eran el alma de la no intervención, ¿se podía tener
confianza en ellas? ¿En dónde depositarlo? No había otro lugar que
Rusia, país que nos ayudaba con armas y víveres».
¿Quién tomó esta decisión? Está fuera de duda que Largo
Caballero y Negrín, pero los criterios difieren al tratarse de los otros
ministros. Prieto ha dicho que conoció el embarque del oro, pero no
su destino, lo que no deja de resultar extraño, mientras que Álvarez
del Vayo dice que el ministro de Marina y Aire estaba al corriente de
todo. Lo mismo afirma Galarza, entonces ministro de la
Gobernación. Zugazagoitia escribió que la operación la inició Negrín
como gestión de consulta y que fue aprobada, como conveniente,
por el Gobierno.
Largo Caballero escribía en 1946: «De ese oro se pagaba todo el
material que enviaba Rusia, a cuyo efecto se abrió una cuenta
corriente. También se utilizaba lo necesario para otras compras,
cuyas operaciones se hacían con un banco de París…».
El Gobierno soviético servía de intermediario para compras de
armamento en terceros países, procedimiento al que tuvo que
recurrir Largo Caballero después de lamentables experiencias con
algunos países. El testimonio citado de Largo Caballero es apoyado
por el general Hidalgo de Cisneros[46].
A las compras de armamento debe añadirse el saldo de la
balanza comercial entre España y la Unión Soviética, de gran
cuantía, pues España se convirtió en el segundo cliente —después
de la Gran Bretaña— de aquel país. En el primer semestre de 1937,
las exportaciones soviéticas fueron de un valor de 51 442 000 rublos
(contra 2 582 000 en el primer semestre de 1936) y las
importaciones procedentes de España sumaron 16 943 000 rublos
(900 000 en el primer semestre de 1936). España compró, sobre
todo, carbón, petróleos, abonos y algodón, y vendió plomo y
naranjas[47].
Sabido es que la opinión de que el oro sirvió para saldar deudas
no ha sido compartida por otras personalidades (entre las que
sobresalió Araquistain) y por ciertos medios oficiales del Estado
español surgido a consecuencia de la guerra[48].
Volviendo a nuestro tema central conviene añadir que los
fenómenos financieros apuntados y la rareza de algunos productos
determinaron rápidamente un alza de precios sin que al principio
fuera contenida tan siquiera por medidas de tasación y
racionamiento (que se hicieron de evidente necesidad en los meses
siguientes). La presión de la demanda que suponía la masa
dineraria lanzada con el pago de milicianos, algunos aumentos
salariales —además de la enorme demanda del Estado por
necesidades de guerra—, sin contrapartida en la producción, iba a
precipitar el alza, así como la escasez de ciertos productos, que en
los primeros meses se hizo sentir tan sólo en Madrid y territorios del
Norte. Se daba el caso de que en 1936 se consumían en Cataluña y
Levante toda clase de productos, cuando se estaba ya en los
umbrales de la escasez y se habían agotado prácticamente las
reservas.
El Estado
Sabemos ya que el Estado, con pocos resortes en marcha, debía
hacer frente a la movilización de la población en tiempo de guerra.
Los resultados obtenidos durante 1936 no fueron sino muy
fragmentarios. Ante la insistencia de los comunistas, Largo
Caballero se decidió a llamar a Filas los reemplazos de 1932 a 1935
(decreto de 29 de septiembre). Si ese llamamiento dio sobre el
papel unos cuantos millares de reclutas, no se tradujo
momentáneamente en cambio de Milicias a Ejército que tardará aún
varios meses en llegar. En plena defensa de Madrid (puedo aportar
mi propio testimonio) se reclutaba voluntariado sin formalidades de
ninguna clase para integrarlo en las columnas y unidades de Milicias
que estaban en línea y se organizaban incluso nuevas unidades de
Milicias de voluntarios, con todos sus mandos incluidos. La prueba
de que los reclutas presentados en octubre tardaron mucho en ser
«operacionales» es que incluso se organizaron administrativamente
en regimientos, mientras que ya se preparaba la organización del
Ejército en brigadas mixtas. En realidad, el Gobierno tenía el
problema inicial de la militarización de las Milicias, que también fue
decretada, pero qué tropezó con no pocas resistencias,
principalmente en las unidades de orientación, anarquista. Una de
ellas, la Columna de Hierro, en discrepancia con el propio Comité
regional de la C. N. T. de Levante, que se regía por la asamblea
general de milicianos, se indisciplinó repetidas veces y provocó
sangrientos desórdenes en Valencia. Por el contrario, las unidades
del frente de Madrid —inclusive las de matiz anarquista—
comprendieron rápidamente la necesidad de la militarización. A fines
del año se comenzaron a organizar las Brigadas mixtas a modo de
embrión del Ejército regular, tas primeras brigadas surgieron de las
unidades del Quinto Regimiento, de las Juventudes Socialistas
Unificadas y de algunas unidades socialistas, como la Columna
Sabio.
Otro problema básico de orden militar era llegar al mando único,
cosa que se logró por primera vez en Madrid, cuando el asedio
había comenzado, pero que era todavía peliaguda cuestión para los
restantes frentes.
En fin, el Gobierno creó a fines de noviembre las Escuelas
Populares de Guerra para la formación de oficiales en cursos de tres
meses, así como en el seno del mismo Gobierno, a propuesta de los
anarco-sindicalistas y comunistas, un Consejo Superior de Guerra,
integrado por Largo Caballero, Prieto, Álvarez del Vayo, Just, Uribe
y García Oliver, pero que en realidad desempeñó una función de
poca importancia.
En el orden militar hay que señalar, desde los últimos meses de
1936, la presencia de asesores soviéticos a los que se dio el título
de «consejeros». No eran muy numerosos, pero su función, fue, en
ocasiones, de mucha utilidad. Aunque actuaban bajo seudónimo,
hay se conocen ya los nombres de los más calificados: el general
Stern (Grigorievich, que no hay que confundir con Lazar Stern,
nombre del general Kleber, que era de origen austríaco), Goriev,
Meretzov, Rodimtsev, Malinovski, Berzin, el general
J. W. Smuchkievich (consejero de la Aviación con el seudónimo de
Douglas), N. Kutnezov (Kolia, consejero de la artillería) y otros cuya
personalidad es más difícil de precisar.
Problema nada leve para los órganos de gobierno republicanos
fue el de organizar una administración de Justicia que había
desaparecido el 19 de julio y cuya urgencia era evidente, tanto para
suprimir los excesos del terror, como para dotarla del carácter que la
situación exigía. Ya el 26 de agosto fueron creados los Tribunales
Populares, compuestos por tres funcionarios judiciales y catorce
jurados, que afirmaron luego su jurisdicción, precisamente cuando
García Oliver fue ministro del ramo.
De la misma manera, se hizo frente al caos de Patrullas de
control. Comités de investigación y otras policías más o menos
particulares. El primer paso fue la unificación de todos esos grupos
en las Milicias de vigilancia de la retaguardia (20 de septiembre),
seguido poco después por la unificación total de la Policía bajo el
control del ministro de la Gobernación y del director general de
Seguridad, Wenceslao Carrillo y del Consejo Superior de Seguridad,
creado el 15 de diciembre. La última irregularidad grave cometida al
margen del Estado fue la de Paracuellos del Jarama, lugar de la
matanza de presos sacados de Madrid, en los primeros días de
noviembre, cuando muchos creían en la caída inminente de la
capital.
Este comienzo de restauración del Poder estatal, orientado hacia
las necesidades bélicas, tuvo que ser completado por la
desaparición del poder de vigilancia, control de carreteras, etc., de
los Comités locales, sustituidos al finalizar el año, por Consejos
municipales integrados por representantes de los partidos políticos y
organizaciones sindicales. Estas reformas respondieron al criterio
unánime de los ministros y de sus grupos políticos respectivos. Fue
notoria la crítica que Juan Peiró hizo en su conferencia de Valencia
el 28 de diciembre sobre la labor desorganizadora de los Comités
locales.
Los cambios operados en las estructuras político-económicas de
la zona republicana, tras la ausencia de Poder estatal durante las
primeras semanas de la guerra, tuvieron indiscutible importancia.
Desde el punto de vista jurídico, el Gobierno, la Presidencia de la
República, las Cortes y, en general, las Instituciones, conservaron la
normalidad constitucional. Pero esas formas tuvieron otro contenido
socioeconómico: la estructura agraria del país (nos referimos al
territorio republicano) había cambiado radicalmente y lo mismo, en
gran parte, la industrial. La moneda, el crédito y el comercio exterior
estaban rigurosamente intervenidos, a pesar de la subsistencia de la
banca privada. El Ejército, los cuerpos de Seguridad y de
administración de justicia tenían una composición política y social —
y una concepción— completamente diferente de la vigente hasta
julio de 1936. Por otra parte, en el Gobierno estaban representadas
todas las organizaciones obreras y republicanas de izquierda,
además de los nacionalistas catalanes y vascos. Sin duda alguna,
las tres organizaciones obreras en el Poder tenían serias
discrepancias entre sí, lo que conducía a que el peso numérico de la
clase obrera en el Estado fuera mayor que el político y su función de
dirección gubernamental; pero era harto evidente la presencia en el
Estado de los representantes de los trabajadores, no como
colaboradores apendiculares o «fuerza de sostén» de los
republicanos de la pequeña burguesía y cierta burguesía media,
sino como copartícipes del Poder, del que tenían en sus manos
resortes esenciales.
El fenómeno señalado tenía que dar particular relieve e interés
(que hoy guarda desde el punto de vista histórico) a la tarea de
reconstrucción del Estado, llevada a cabo principalmente a lo largo
del año 1937[49].
La cultura
Al producirse el estallido de Julio, los intelectuales de mayor
prestigio testimoniaron su adhesión a la causa republicana:
Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Antonio Machado, Gregorio
Marañón, Juan Ramón Jiménez, Teófilo Hernando. Otros, como
Fernando de los Ríos, Araquistain, Jiménez de Asúa, Wenceslao
Roces, etc., a su vez militantes políticos, desempeñaban funciones
de embajadores o altos cargos. Poetas y escritores lanzaron el
semanario El Mono Azul, y escribieron el Romancero de la guerra
civil, etc. (Rafael Alberti, María Teresa León, Bergamín, Altolaguirre,
Herrera Petere, Serrano Plaja, Aleixandre, Miguel Hernández,
Ramón J. Sender, Emilio Prados y tantos otros).
La represión ejercida desde los primeros momentos contra
numerosísimos maestros, profesores y médicos en los territorios
dominados por los sublevados —que culminó con el asesinato de
García Lorca— produjo la natural reacción en los medios
intelectuales. Hubo escritores como Pío Baroja, que huyó de su
pueblo natal. Vera de Bidasoa, para instalarse en Francia (más tarde
regresó a la zona «nacional» para huir de nuevo) o Azorín, que pasó
también desde San Sebastián a París.
En el territorio rebelde descollaban por su adhesión al
movimiento el poeta y dramaturgo José María Pemán[50], Manuel
Machado, y jóvenes falangistas como Rosales, Sánchez Mazas,
Ridruejo, Laín, etc., y, como primera figura intelectual, la de Eugenio
d’Ors[51].
La acción colectiva de mayor trascendencia en el campo
republicano fue la de las Alianzas de Intelectuales por organismos
como Cultura Popular, Guerrillas del Teatro. La Barraca. Altavoz del
Frente, etc., encaminadas a desarrollar una obra de difusión cultural,
tanto en los frentes como en la retaguardia. El Quinto Regimiento
tuvo pronto su sección cultural, que sirvió de ejemplo a otras
unidades. Las bibliotecas, la enseñanza en los frentes y la edición
de periódicos de cada unidad importante se convirtieron en una
nueva función auxiliar del Ejército regular.
Mas, según evolucionaba la guerra, ciertos intelectuales
cambiaron de posición: José Ortega y Gasset salió de España con
un pasaporte del Gobierno republicano y luego escribió que había
firmado en Madrid amenazado a punta de pistola; Marañón, que
había hablado por una emisora comunista de Madrid y en diciembre
se había inscrito en la C. N. T. de Barcelona, marchó también a
Francia para escribir un ensayo, según el cual lo esencial del drama
español era la lucha del comunismo contra el liberalismo.
En cambio otros intelectuales, al arreciar el sitio de Madrid y los
devastadores bombardeos aéreos sobre la población civil,
endurecieron su actitud. Fue el caso de la mayoría de profesores
universitarios, cuyo manifiesto de 1936 hemos mencionado.
Miguel de Unamuno siguió una trayectoria opuesta a la de
Ortega y Gasset. Al inaugurar el curso en la Universidad de
Salamanca, el 12 de octubre, en su calidad de rector, don Miguel
opuso enérgicamente a los gritos de ¡Viva la Muerte!, lanzados por
Millán Astray, palabras que se han hecho célebres: «Venceréis
porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para
convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo
que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros
que penséis en España. He dicho».
Unamuno no volvió a salir de su domicilio. Poco después hizo
unas declaraciones publicadas en el periódico católico Vers, de
Namur:
«El tiempo ha pasado. He visto otros excesos, cometidos éstos por la
extrema derecha, he visto otro peligro; y los he denunciado al mismo Franco
(…). Se cometen crímenes, venganzas y ejecuciones sumarías, no aquí, en
Salamanca (Unamuno desconocía el asesinato del diputado socialista
Manso, y otros análogos, pero había sabido el de su amigo el doctor Vilar,
rector de la Universidad de Granada), sino en Valladolid, por ejemplo, y en
los pueblos apartados donde reinan la fuerza y la arbitrariedad (…). Hace,
ocho días que me han destituido de mis funciones de rector sin una palabra
de explicación. Sin duda, hablo demasiado. Pero continuaré hablando, pase
lo que pase… Se trata de la salvación y de la libertad de España».
El 31 de diciembre de 1936 moría Unamuno, enclaustrado en su
casa de Salamanca. Horas antes de morir había dicho, ante un
falangista, al que «agradeció que no fuera a verlo con la camisa
azul»: «A pesar de todo, España se salvará»[52].
CAPÍTULO XIII
DURANTE LA SEGUNDA FASE
DE LA BATALLA DE MADRID
Primer intento de ataque envolvente a la capital
Madrid no se podía tomar de frente. El mando de las fuerzas
asaltantes concibió entonces la primera maniobra envolvente: atacar
por el NO para cortar la carretera de La Coruña y las
comunicaciones entre Madrid y la Sierra. El ataque comenzó el 29
de noviembre por Garabitas, Humera y Pozuelo, con carros
alemanes y protección aérea, pero pasada la sorpresa inicial, el
asaltante no logró sus objetivos. Se reanudó la ofensiva con mayor
violencia el 13 de diciembre en dirección de Boadilla del Monte. Se
trataba también de liquidar la bolsa republicana que amenazaba el
sector de las fuerzas de Varela situado en la Casa de Campo y parte
de la Ciudad Universitaria. Bajo el mando supremo de Orgaz. Varela
puso en línea 17 000 hombres, que atacaron el sector defendido por
la columna Barceló y consiguieron ocupar Boadilla del Monte y
Villanueva de la Cañada. La lucha fue encarnizada y las tropas de
Barceló fueron reforzadas por la XI y la XII brigadas internacionales.
El Tercio tomó el castillo de Boadilla, el día 15, en lucha cuerpo a
cuerpo, habitación por habitación. Lojendio comenta así esta acción:
«De cuál fue la naturaleza del encuentro que allí se libró da idea el
hecho de que al ocupar el castillo, de sus habitaciones hubo que
retirar más de un centenar de cadáveres enemigos». No obstante,
los republicanos, al contraatacar, salvaron la línea Pozuelo-Las
Rozas. El 20, Orgaz, que sólo había conseguido una penetración de
ocho kilómetros, desistió, de esta operación hasta el mes siguiente.
Un día antes, el general Franco había ordenado el plan general
consistente en cortar todas las carreteras entre Madrid y la Sierra
por el Norte, llegar hasta Arganda, Loeches y Alcalá de Henares por
el Sur, avanzar desde Jadraque a Guadalajara y cercar así Madrid e
impedirle toda posibilidad de resistencia. Ésta era su idea de
maniobra, que fracasó, como veremos más adelante, durante los
meses de febrero y marzo.
Al mismo tiempo, por iniciativa de Queipo de Llano, se lanzaba
una ofensiva con objeto de descongestionar el frente de Córdoba y
tratar de acercarse, al santuario de Nuestra Señora de la Cabeza.
Esta ofensiva dio lugar a la toma de El Carpió, Montero, Villa del Río
y a una penetración en el extremo occidental de la provincia de
Jaén, por la ocupación de Porcuna y Lopera. En esta localidad
quedó frenado el avance —sin lograr su objetivo máximo de llegar a
Andújar y el Santuario— por las fuerzas mandadas por Martínez
Cartón, Galán y por la XIV brigada internacional, mandada por el
polaco Wisniewski (Walter) que entraba en fuego por primera vez.
En los últimos días del año se señalaron también algunos
movimientos de diversión por iniciativa republicana en los frentes de
Huesca y Teruel.
La diplomacia
El 10 de diciembre, Álvarez del Vayo señalaba ante el Consejo
de la S. de N. los numerosos casos de intervención ítalo-germana.
El Consejo se limitó a condenar en abstracto la intervención y a
aconsejar que los miembros de la S. de N. se esforzasen por dar
eficacia a la acción del Comité de Londres. El Comité seguía
arrastrando su penosa existencia; el Gobierno de la República
aceptaba el plan de control, pero el de Salamanca no daba más que
respuestas dilatorias. Los Gobiernos de Alemania, Italia y Portugal
siguieron el mismo método obstruccionista. Igual suerte corrió,
durante el mes de diciembre, la propuesta de prohibir el envío de
voluntarios. Durante el mes de enero, sólo aceptaron el «principio»
de la prohibición de voluntarios, sujetándolo a numerosas
condiciones previas.
La táctica dilatoria se explica al conocer qué realidad se
escondía tras ella. Le Temps del 6 de diciembre anunciaba que
habían sido enviados en varias piezas 50 Junkers modelo 1934 por
la vía Múnich-Roma-Nápoles-Mallorca. El 17 de diciembre,
Mussolini decidía enviar a Cádiz una expedición de 3000 camisas
negras, seguida el día 29 de otra de 1500 especialistas y 3000
combatientes. Kindelán dice que el 26 de diciembre desembarcaron
3000 «voluntarios» italianos; Von Faupel, en su despacho del 7 de
enero, se refería a 4000 italianos llegados en diciembre y a 2000 en
camino. La prensa británica del 5 de enero hablaba de 22 000
italianos llegados a Cádiz el 22 de diciembre. Roma desmentía la
noticia, pero, al día siguiente, el Foreign Office la confirmaba y
añadía que estaba enterado por las autoridades navales de
Gibraltar. Los documentos oficiales italianos de la época que hoy se
conocen estimaban sus fuerzas en España, en enero de 1937, en
211 pilotos, 238 especialistas, 777 jefes y oficiales, 995 suboficiales
y 14 745 soldados. En cuanto a los alemanes, según el testimonio
del general Sperrle, eran 6500 al acabar el año. Los envíos de
hombres y armamento iban a proseguir sin interrupción. Para
completar el cuadro hay que añadir la presencia de unos 15 000
«Voluntarios» portugueses, los llamados Viriatos, amén de
extremistas de derecha de diversos países que se sumaban al
ejército de Franco. Ése fue el caso del general rumano Cantacuzene
y de varios miembros de la organización fascista de aquel país
Guardia de Hierro y de 96 rusos blancos, entre ellos dos generales.
Pero no se trataba tan sólo de intervenir, sino de contraatacar. El
14 de diciembre era hundido en aguas del Mediterráneo el barco
soviético Konsomol. En cambio, cuando unos navíos republicanos
se apoderaron del barco alemán Palos, que llevaba armas a los
rebeldes (que ya eran Gobierno reconocido para Roma y Berlín),
Alemania amenazó con represalias y el Admiral Graf Spee se
apoderó de un mercante español.
El Gobierno británico (por lo demás muy preocupado por la crisis
que acarreó la abdicación de Eduardo VIII) estaba dispuesto a
tolerar todo con tal de poder entenderse con Mussolini. Este
propósito quedó enteramente revelado cuando el 4 de enero de
1937 se firmó un acuerdo ítalo-británico por el que se reconocía la
soberanía italiana en Etiopía y se establecía el compromiso de
mantener el statu quo en el Mediterráneo. La coincidencia en el
tiempo con los desembarcos italianos en Cádiz daba la medida de lo
que se escondía tras la actitud británica en el Comité de No
Intervención. En sus Memorias, Eden se queja amargamente de que
los italianos «habían utilizado el gentleman’s agreement como una
cobertura para intensificar su intervención». Nunca es tarde para
reconocer los errores, aunque tal vez sí para reparar los daños.
En verdad, la benevolencia del Gobierno británico se extendía a
la Junta de Salamanca. El embajador británico ante el Gobierno de
la República, Chillón, instalado con carácter permanente en San
Juan de Luz, mantenía relaciones constantes con Sangróniz, hasta
el extremo de que éste dijo a Faupel que las declaraciones de Eden
en los Comunes sobre la cuestión española «habían sido
comunicadas previamente al Gobierno nacionalista». Chilton fue
quien solicitó de Franco que el agregado comercial británico en
Madrid, Pack, residiera en Salamanca. Cantalupo, entonces
embajador italiano en aquella ciudad, ha hablado de un coronel
británico, agregado a la embajada en París, que en realidad se
encontraba eh Salamanca, pero esta afirmación no se encuentra
confirmada por otras fuentes[1].
No se detuvo ahí la política llevada a cabo por los Gobiernos de
Londres y París, que decidieron aplicar unilateral mente la
prohibición del envío de voluntarios, exactamente en los mismos
días que se instalaban en España varias divisiones de Mussolini. El
11 del mismo mes de enero, el Gobierno de Su Graciosa Majestad
británica prohibía, bajo pena de prisión, el alistamiento voluntario
para España. El News Chronicle y el Daily Herald, al comentar la
disposición, denunciaban que sólo favorecía a los rebeldes y que
hacía el juego a las dictaduras. Los laboristas negaron validez legal
a esa disposición, aunque, come se recordará, sus instancias
superiores habían aprobado la política de la no intervención. Dos
días después, la Cámara de Diputados francesa autorizaba
unánimemente a su Gobierno para que «impida el alistamiento de
voluntarios en las fuerzas que combaten hoy en España» y que la
disposición afectase a los extranjeros residentes en territorio
francés, españoles inclusive, según aclaró Blum en respuesta a una
pregunta del diputado Desbons[2]. Esta decisión, que tenía la forma
de «autorización al Gobierno», venía, no obstante, atenuada por el
criterio de no ponerla en ejecución mientras no fueran adoptadas
medidas análogas por otros países.
Por su parte, el Congreso norteamericano había aprobado el día
6, por unanimidad (con la sola excepción del senador Jean
Toussaint Bernard, de origen corso), la propuesta del senador
Pittman, presidente de la Comisión de Asuntos extranjeros del
Senado, de proceder al embargo de armas destinadas a España.
Naturalmente, esta política estaba lejos de ser compartida por
extensos sectores de la opinión en esos y otros países. El 18 de
diciembre, el conocido escritor norteamericano Waldo Franck dirigía
una carta a Léon Blum en la que decía: «Ésta no es una guerra civil
de España, es la guerra civil de Europa. Es una guerra de conquista,
Léon Blum, emprendida contra los valores que usted más respeta,
por los elementos contra quienes usted ha combatido toda su vida…
¡Abra las fronteras de Francia para ayudar al Gobierno legítimo de
España antes de que sea demasiado tarde!». Numerosos diputados
laboristas se dirigieron al agente oficioso de Franco en Londres,
duque de Alba, para que transmitiera a Salamanca su protesta por
los bombardeos de Madrid (389 muertos y 1703 heridos —muchos
de ellos muertos después— entre la población civil, eran los datos
que daba la prensa moderada de Francia y la Gran Bretaña).
La respuesta del duque de Alba tenía el valor de un símbolo:
«Me niego a comunicar su protesta contra las operaciones militares
indispensables a las que se ha visto obligado el general Franco por
la obstinación inútil de las autoridades de Madrid y su
transformación de ciudad abierta en una fortaleza defendida por
tropas extranjeras».
En Bélgica se producía una crisis en el seno del Partido
Socialista, porque algunos de sus jefes (Huysmans, Vandervelde,
Isabelle Blum) se oponían a la política de no intervención de Spaak
y los socialdemócratas del Gobierno. En Francia, el Partido
Comunista y un sector socialista minoritario combatían igualmente
aquella política y el asunto de España constituyó, a la postre, la
principal línea de fractura que dio al traste con el Frente Popular. La
Internacional Socialista había terminado por reconocer que la no
intervención había fracasado, pero, al mismo tiempo rechazaba las
proposiciones de la Internacional Comunista para emprender una
acción común en favor de la República española.
Batalla de la carretera de La Cortina
A las seis de la madrugada del 3 de enero, las fuerzas del
general Orgaz —unos 10 000 hombres—, apoyadas por aviación y
carros, conseguían romper el frente republicano y llegar hasta
Villanueva del Pardillo. Se trataba de repetir, empleando esta vez
mayores medios, la operación frustrada el mes anterior y cortar las
comunicaciones entre Madrid y la Sierra. Cogido por sorpresa el
mando republicano, las unidades de ese sector quedaron
momentáneamente dispersas y rotas las comunicaciones. El día 6
caía Pozuelo, el 7 Humera, el 8 Aravaca. Las fuerzas de Orgaz
llegaban a la carretera de La Coruña (una de las vías de
comunicación con la Sierra). Había, sin embargo, unidades que
resistían con valor ejemplar. El batallón Thaelmann, que no pudo
recibir la orden de repliegue, resistía todos los ataques de los carros
y de la caballería rifeña. De sus 200 hombres quedaban 32, que se
replegaban el 9 hacia Galapagar.
Las fuerzas de Líster contraatacaron en el Sur por el sector del
Basurero. Por fin se logró concentrar en ese sector la mayor parte
de los efectivos de que disponía el mando en Madrid, y el día 11
pudo comenzar el contraataque republicano que desbarató la
penetración hacia El Pardo: Orgaz estableció una línea que iba del
kilómetro 9 al 19 de la carretera de La Coruña, pero no consiguió su
objetivo esencial de cortar las comunicaciones con la Sierra. Las
pérdidas por ambas partes fueron cuantiosas y se había empleado
más material que en batallas anteriores.
La caída de Málaga
Dos columnas salidas de Ronda el 14 de enero ocuparon en tres
días, con apoyo de la flota, Estepona y Marbella, y se aproximaron
así a Málaga por la costa. Una semana después, la ocupación de
Alhama de Granada amenazaba a Málaga por el Nordeste. Como
explica Lojendio, quedó tendido un arco Marbella-Antequera-
Alhama, que se cernía sobre Málaga. El peligro era inminente, pero,
el mando central de Valencia parecía no darse cuenta de ello.
Cuando a finales de enero, el comisario de Guerra y diputado
comunista Bolívar pidió armamento y municiones para Málaga
tropezó con la negativa de Largo Caballero y Asensio, obsesionados
con preparar una ofensiva en el frente del Jarama, dirigida por el
ejército mandado por Pozas. Ya en los angustiosos días en que se
combatía en Las Rozas, hubo un penoso incidente entre Miaja y
Largo Caballero, cuando éste repuso a las peticiones de munición y
reservas: «Usted, general, lo que quiere es cubrirse con la pinta».
Parece ser que sólo la intervención de Rojo logró que Miaja no
abandonase su puesto. Por añadidura, el general Cabrera, entonces
jefe del Estado Mayor Central, no parecía prestar mucha atención a
aquel frente andaluz, por no considerarlo eficaz en sentido
estratégico.
Así andaban las cosas cuando las unidades italianas
desembarcadas, estructuradas ya en divisiones y brigadas, bajo el
mando supremo del general Roatta (Mancini) ocuparon la primera
línea en el sector del arco que iba desde Ronda hasta Alhama; el
coronel Borbón, duque de Sevilla, mandaba las fuerzas que debían
operar a partir de Marbella, y una columna mandada por el coronel
Espinosa tenía la misión de cortar la retirada republicana por Motril,
partiendo de posiciones de Orjiva. Operaban, en conjunto, tres
divisiones con 28 baterías, tres compañías de carros ligeros
italianos y una de blindados. Coadyuvaban a la ofensiva 69 aviones,
los cruceros Baleares, Canarias y Almirante Cervera, dos cañoneros
y, vigilante a lo lejos, el crucero alemán Graf Spee y algunas
unidades navales italianas. Los batallones de Milicias de Málaga,
mandadas por el coronel Villalba, no sólo estaban mal pertrechadas,
sino en la fase primaria de su organización. La transformación de las
unidades de Milicias en brigadas del Ejército regular, que ya había
sido decretada, sólo había encontrado aplicación en el Ejército del
Centro.
El 5 de febrero comenzó la ofensiva definitiva, emprendida por
tres columnas italianas, que sumaban 20 000 hombres, mandadas,
respectivamente, por el general Rossi, el coronel Rivolta y el coronel
Guassardo. El día 6, los italianos llegaban a Vélez-Málaga y el
duque de Sevilla a Fuengirola. Prácticamente era el copo. En
Málaga, bombardeada por la aviación y la flota, cundió el
desconcierto, y el coronel Villalba no pensaba sino en dar la orden
de evacuación y ponerse personalmente a salvo. El 7, los italianos
se encontraban en los arrabales de Málaga, pero esperaron hasta el
día siguiente a las tropas del duque de Servilla, cuyo avance fue
más difícil El 8 por la mañana, la ciudad era ocupada y acto seguido
empezaron las ejecuciones sumarias. Por la carretera hacia Motril y
Almería huía una columna interminable de hombre, mujeres y niños,
sobre los que se cebaron la aviación y la marina de los vencedores.
«La carretera es un calvario de infinitas cruces —ha escrito
Zugazagoitia—… Los gritos de las víctimas, el balido angustioso de
tanta criatura inocente por miedo a la muerte, deben estar prendidos
en las zarzas de las cunetas y a los arbustos del paisaje».
En fin, y para proseguir el relato de los hechos militares, los
refuerzos de tropas republicanas consiguieron establecer una línea
de resistencia delante de Albuñol, en la costa, acción combinada
con ataques de diversión en Sierra Nevada y por Alcalá la Real. El
18 del mismo mes de febrero se libraba ya en las orillas del Jarama
la hasta entonces mayor batalla de la guerra.
La batalla del Jarama
El mando central republicano había planeado, durante el mes de
enero, una ofensiva desde el Jarama para cortar las
comunicaciones entre Toledo y el frente de Madrid, operación
dirigida por el general Pozas, jefe del Ejército del Centro, mientras
que las fuerzas de Miaja debían atacar hacia Brunete y
Navalcarnero.
El Estado Mayor de la defensa de Madrid tenía informaciones
que permitían suponer la ofensiva enemiga —que probablemente
esperaba tan sólo a que mejorase un poco el tiempo—, y lo
comunicó al Estado Mayor Central, que aquí no parecieron
prestarles mucha atención.
La verdad era que él general Orgaz tenía preparada su
operación, precisamente para el 22 de enero en el Jarama, pero,
como suponía Rojo; había sido aplazada a causa de la lluvia. Cinco
divisiones y dos brigadas de reserva debían ocupar Arganda, La
Poveda y Loeches, y cortar, como objetivo final, todas las
comunicaciones de Madrid, con Valencia.
Los republicanos Asensio y Cabrera tenían preparada la ofensiva
para el día 27, pero se fue aplazando sucesivamente. Por fin, la
iniciativa correspondió a Orgaz, cuyas columnas (mandadas por los
coroneles García Escámez, Rada, Asensio, Cabanillas, Barrón,
Sáenz de Buruaga y Cebollino, éste para la caballería) pasaron al
ataque en el sector comprendido entre Perales de Tajuña y
Ciempozuelos, rompían el frente y ocupaban esta localidad y La
Marañosa. El mando republicano envió a primera línea las unidades
que se estaban concentrando en aquel sector, pero su número era
mucho menor que el de los atacantes. Por otra parte, dado que el
sector correspondía al Ejército del Centro, el Estado Mayor de
Madrid se veía privado de iniciativa, con lo que se produjo una
peligrosa dualidad de mandos. En las primeras horas del 11, las
fuerzas de Orgaz y Varela atravesaban el Jarama por el puente de
Pindoque. Entre este puente y el de Arganda no hay más de cuatro
kilómetros. La división de Listen la V Brigada, las brigadas
internacionales XI, XII, XIV y la XV, que entraba en línea por primera
vez, libraron una difícil batalla defensiva, en la que intervino la
artillería de precisión alemana y el mayor volumen de material y
hombres empleado hasta entonces en la guerra. Ambos bandos se
desangraron literalmente. El 14, los carros de Varela avanzaron
todavía un poco en la dirección de Arganda-Chinchón.
El día 15, se decidió que el Ejército del Centro fuese puesto a las
órdenes del Estado Mayor de la defensa de Madrid (Miaja-Rojo). Se
reorganizó el mando y se llevaron tropas escogidas sacadas del
frente de la capital. El cuerpo de ejército dirigido por el teniente
coronel Burillo se organizó en tres divisiones, mandadas,
respectivamente, por el teniente coronel Arce,, el general Gal y el
comandante, Güemes, además de la división de Líster, y de la
cooperación, hacia el Norte, de la división de Modesto y, hacia el
sector de Aranjuez, de unas brigadas al frente de las cuales figuraba
el teniente coronel Rubert.
El 17, las tropas republicanas pasaron al contraataque y
concentraron sus esfuerzos sobre La Marañosa y las alturas del
Pingarrón. Al cabo de tres días de combates de inusitada violencia
no conseguían su objetivo, pero la capacidad ofensiva de las
fuerzas de Orgaz había quedado deshecha. Aznar ha explicado que
Franco desistió de alcanzar la línea del Tajuña, y Lojendio afirma
que Orgaz no recibió las reservas que esperaba.
La lucha prosiguió aún varios días. Las colinas, transfiguradas
por el machaqueo artillero y de la aviación estaban llenas de
cadáveres, de restos de cuerpos humanos. Los combates aéreos
alcanzaron también tal intensidad que hubo momentos en que
ocupaban el espacio más de cien aparatos. Se emplearon allí todos
los tipos de armamento conocidos y se llegó a una potencia de
fuego hasta entonces nunca alcanzada.
Todavía duró la lucha hasta los últimos días de febrero, pero las
posiciones quedaron invariables. Las fuerzas de Franco
mantuvieron su cabeza de puente, pero no lograron su objetivó.
Como dice el citado Lojendio, la ofensiva se proponía algo más que
mejorar los flancos; se trataba de una maniobra de envolvimiento,
que fracasó. El resultado de aquella batalla, que causó más de
40 000 bajas entre ambos bandos, fue nulo en el orden táctico, pero
una victoria estratégica de los republicanos, al hacerse cada vez
más difícil la maniobra de cercar Madrid.
El frente de Asturias
Si durante todo el invierno no habían cesado los combates en
torno a Oviedo, éstos adquirieron mucha mayor intensidad en el
mes de febrero. A randa disponía de 50 batallones y 10 baterías. El
21, las Milicias asturianas pasaron a la ofensiva y ocuparon varias
posiciones en el Naranco. Lo mismo hicieron por el Escamplero y el
frente de Grado hasta entrar en varios arrabales de Oviedo. En siete
días; las bajas de las fuerzas de Aranda eran, según el propio
coronel. 143 oficiales y 3527 soldados. Oviedo fríe reforzado con
dos batallones más, un tambor de Regulares y una batería. El día
27, las unidades republicanas avanzaban por el barrio de San
Lázaro. Sin embargo, las fuerzas iban a equilibrarse pronto, por lo
que los combates de durante todo el mes de marzo no cambiaron la
fisonomía general de los frentes asturianos. Cuando a fines de aquel
mes, Mola lanzó su ofensiva contra Vizcaya, las fuerzas asturianas
no podían mantener ya la iniciativa.
España y Europa
El primero de febrero, Hitler hablaba en el Reichstag, y declaraba
con respecto a nuestro país: «Nuestras simpatías por el general
Franco y su gobierno son de orden general. Se basan, además, en
la esperanza de que la consolidación de una España
verdaderamente nacional dará a Europa nuevas posibilidades
económicas… Estamos dispuestos a hacer todo lo que pueda
contribuir, de cualquier manera, a restablecer el orden en
España»[3].
Al día siguiente, el corresponsal de la Agencia Havas en
Salamanca telegrafiaba: «Los medios oficiales, que son siempre
aquí muy reservados, expresan su satisfacción sin restricciones».
Días después, Ciano recibía el parte del mando italiano que
anunciaba la victoria de Málaga. Mussolini, informado
inmediatamente por teléfono, dispuso el ascenso de Roatta a
general de división.
Al mismo tiempo, en los Comunes, Atlee preguntaba a lord
Cranborne si podía dar a la Cámara informaciones sobre recientes
desembarcos de importantes contingentes italianos en España. Lord
Cranborne confirmó los desembarcos, pero añadió que; a su juicio,
no se trataba de una intervención unilateral.
El Gobierno de la República hizo por su parte un nuevo esfuerzo
para disipar los resquemores de las potencias occidentales. El 9 de
febrero dirigió una nota a los Gobiernos de Francia y Gran Bretaña
en la que precisaba que el Gobierno de la República «desea que la
futura política internacional española, en todo aquello que se refiera
a Europa occidental, asuma la forma de una activa colaboración con
el Reino Unido y Francia».
El Gobierno republicano prometía tomar en consideración los
intereses militares y económicos de ambos países e incluso la
posibilidad de reexaminar la situación del Protectorado español en
Marruecos.
Se trataba, en verdad, de una propuesta de alianza con la
perspectiva de una posible conflagración entre los países fascistas y
las democracias europeas. Esa perspectiva parecía no entrar: por
aquel invierno de 1937 en la penetrante visión diplomática de los
gobernantes británicos y franceses.
El Gobierno de la República no pedía, en contrapartida, más que
la aplicación estricta de la no intervención. Sólo obtuvo
declaraciones corteses de Eden y Delbos, pero ninguna atención a
la propuesta ni cambio de actitud. Aunque es ocioso escribir la
historia en pasado de subjuntivo («si hubiese ocurrido esto o
aquello»), es fácil suponer que la política de Europa (y el desarrollo
de la guerra mundial) hubieran tomado derroteros muy diferentes en
la hipótesis de haberse aceptado la proposición española de febrero
de 1937.
Los desembarcos continuaron. Y el 24 de febrero, los
republicanos derribaron en Andújar un Junker con todos sus
ocupantes alemanes: tres muertos y un prisionero, llamado
Simeher-Lohning.
El 20, el Comité de Londres decidió por unanimidad que el Pacto
de No Intervención se extendiese al reclutamiento y envío de
voluntarios extranjeros a España. Declaración estéril, porque seguía
sin llegarse a un acuerdo sobre el control.
Al mismo tiempo, la Junta de Salamanca afirmaba sus
posiciones diplomáticas. Pedro García Conde era nombrado
encargado de Negocios en Roma y Luis Álvarez de Estrada en
Berlín. Al comenzar el año, Sangróniz había nombrado cónsules en
Hamburgo, Frankfurt, Múnich, Trieste y Ginebra. La publicación del
Anuario Pontifical confirmaba que el Vaticano había reconocido al
marqués de Magaz como «encargado de Negocios oficioso» del
Gobierno de Franco. El 11 de febrero llegaba a Salamanca Roberto
Cantalupo, embajador del Duce.
La batalla de Guadalajara
Desde diciembre estaba prevista la maniobra de atacar la línea
Jadraque-Almadrones hasta ocupar Guadalajara y Alcalá, lo que, en
combinación con las fuerzas del Jarama, debía complementar el
cerco de Madrid y determinar en brevísimo plazo la caída de la
capital. El alto mando de Salamanca pudo contar ya en febrero con
unidades completas italianas, perfectamente equipadas, y en buen
estado después de la fácil conquista de Málaga. A este nuevo hecho
obedecía la instrucción reservada del 15 de febrero que, en realidad,
concedía la función esencial de la operación a «un grupo de
banderas legionarias con su artillería correspondiente», y limitaba la
acción de la división Soria (mandada por el ya general Moscardó) a
una colaboración secundaria por el flanco derecho. Se trataba en
verdad, de una operación a cargo del Cuerpo expedicionario
italiano. Bajo el mando superior del general Roatta, lo formaban las
divisiones I, II y III, a las órdenes, respectivamente, de los generales
Coppi, Rossi y Nuvolari; la división Littorio, mandada por el general
Bergonzoli; las brigadas mixtas Flechas Azules y Flechas Negras, el
batallón de carros de combate, la artillería divisionaria y de Cuerpo,
las de antitanques y antiaéreas, los lanzallamas, moto-
ametralladoras y todos los Servicios, con un total aproximado de
50 000 hombres. Su plan consistía en la ruptura del frente por unas
unidades, y el desbordamiento del mismo y consolidación de flancos
por otras motorizadas. Se preveían tres días para tomar
Guadalajara y cuatro para estar en Alcalá.
En efecto, la división Coppi rompió el frente republicano en la
mañana del 8 de marzo. Al día siguiente, ocupó Almadrones, donde
las líneas republicanas eran casi inexistentes. En Madrid y Valencia
se consideraba la situación como muy grave. El mando del Ejercito
del Centro movilizó lo mejor de sus fuerzas (sacando muchas de
ellas del Jarama, donde habían estado combatiendo) y formó un
IV Cuerpo de Ejército, mandado por el teniente coronel Jurado,
cuyas primeras unidades fueron al encuentro del enemigo la noche
del 9 al 10. Pero no se sabía dónde estaban las líneas, cuál era la
verdadera situación del frente, ni dónde, exactamente, se podría
entrar en contacto con el enemigo. Llovía y hacía frío. Ese noche los
italianos habían entrado en Brihuega. Moscardó estaba ya en
Cogolludo. Líster instaló su puesto de mando en Torija y Cipriano
Mera (de cuya división formaba parte la XII Brigada Internacional
con el batallón italiano Garibaldi) se situó en la carretera de Torija a
Brihuega. Pese al mal tiempo, la aviación actuó por ambas partes
(Roatta disponía de 100 aparatos). Las líneas republicanas se
reorganizaron durante del día 10; la 12 División cubría el flanco
izquierdo, y la 72 Brigada el derecho. Se fortificó apresuradamente
entre Guadalajara y Alcalá. El avance italiano era ya mucho más
difícil. El batallón Garibaldi (con el que iban Luigi Longo, inspector
general de las Brigadas internacionales, y el comisario Vittorio
Vidali[4]), se enfrentó con la división Coppi. Los fascistas italianos
penetraron en el palacio de Ibarra y, en el bosque próximo, los
italianos antifascistas, los garibaldinos, a los que se rindieron 31
soldados y un mayor.
No obstante, el día 11, los Flechas Negras conseguían ocupar
Trijueque, pero el frente ya no seK rompió. Los garibaldinos
mantuvieron sus posiciones en la carretera de Brihuega a Torija y,
por la noche, cayeron allí no pocos hombres de Roatta. Durante el
12 y el 13 prosiguió la lucha sin grandes cambios. Bajo la dirección
de Longo, se desplegó un inmenso trabajo de propaganda por
medio de potentes altavoces y de octavillas entre los soldados de
Roatta: «¡Italianos! ¡Soldados y camisas negras! ¡Volved a vuestros
hogares! ¡Pasaos a las filas republicanas; venid con los
garibaldinos! ¡Seréis acogidos como hermanos!».
Esta propaganda dio sus frutos; cada vez eran más numerosos
los desertores. El empuje de los atacantes se convertía en defensiva
cada vez más débil. El día 13 por la tarde, fuerzas de la XI Brigada
internacional, mandadas por Hans y de Valentín González, el
Campesino (pertenecientes todas a la 11 División de Líster)
recuperaban Trijueque. Roatta sacó de la línea las divisiones de
Coppi y Nuvolari, ya impotentes, y las sustituyó con la Littorio y la
segunda, mandada por Rossi. Todo inútil, pues los garibaldinos se
apoderaron el domingo, día 14, del palacio de Ibarra, tras
encarnizada lucha que había durado todo el día. La situación de la
batalla cambió en aquel momento en favor de los republicanos. Los
italianos, abandonaron toda clase de material y pertrechos en su
retirada de Trijueque, pero no había fuerzas suficientes para
marchar, precedidos de los tanques en su persecución[5].
Al cabo de tres días de relativa calma, el mando republicano
organizó la contraofensiva, añadiendo a las divisiones de Líster y
Mera algunas fuerzas extraídas de los frentes de Madrid y del
Jarama. A pesar de la lluvia torrencial, a las dos de la tarde del día
18 empezó la preparación artillera. Cuarenta minutos más tarde,
ochenta aviones, dirigidos personalmente por el coronel Hidalgo de
Cisneros, machacaban las posiciones de Roatta. Minutos después
se emprendía la ofensiva, en un suelo enfangado en que tanques y
hombres avanzaban con dificultad. Sin embargo, el avance fue
incontenible. Las divisiones fascistas abandonaban armamento,
material… ¡todo! Se reconquistó Brihuega, Villaviciosa, Masegoso,
Grajanejos. La orden de retirada dada por Roatta se llevó a cabo en
forma de huida. Moscardó recibió también orden de retirarse, pero
«despegó» con facilidad. Durante la noche, las unidades
republicanas continuaron su progresión. Al día siguiente, los
hombres no podían más de fatiga. Y no había fuerzas para
relevarlos. Aún avanzaron el día 20 hasta el kilómetro 94 de la
carretera nacional para fijar el día 21 la nueva línea entre
Hontanares y Cogollor[6].
La batalla de Guadalajara, al frustrar una vez más el intento de
cercar y tomar Madrid, daba fin virtualmente a la gran batalla de
Madrid comenzada en octubre de 1936.
En la zona de Franco se produjo una reacción hostil contra los
expedicionarios italianos. Lojendio refleja ese estado de espíritu
cuando dice: «Un apasionamiento, feroz envolvió la guerra
informativa desarrollada en torno a la batalla. Diríase en cierto modo
que España era ajena a aquel conflicto».
No es ajeno a esa actitud de desinteresarse de Guadalajara el
general Asensio Cabanillas, cuando veinticinco años más tarde se
refiere despectivamente a «las contemplaciones que fue necesario
tener con un país que quiso enviar en su representación a esos
voluntarios para que tomasen parte en nuestra guerra»[7]. El mismo
general Franco se negaba a enviar tropas para que relevasen el
Cuerpo expedicionario italiano, lo que sólo pudo conseguir el
embajador Cantalupo, ante la gravedad de la situación, el 21 de
marzo.
Pasaron los años y Guadalajara ha quedado como un hecho
nacional. Por eso, no le falta razón al general Rojo al escribir: «En la
historia de nuestra guerra, cualquiera que sea quien la escriba, la
batalla de Guadalajara será siempre un airón de gloria»[8].
Guerra en Andalucía
El 5 de marzo, tres columnas nacionalistas marchaban sobre
Pozoblanco con el doble objeto de llegar al santuario de la Virgen de
la Cabeza y a la región de Almadén. Las Milicias que había en aquel
sector, formadas en buena parte por mineros de la cuenca de
Linares, resistieron encarnizadamente durante tres semanas,
delante de Pozoblanco. Los asaltantes desistieron de su empeño en
los últimos días del mes, pero fueron alcanzados en la primera
semana de abril por una violenta contraofensiva realizada por la VI y
la 86 brigadas y la XIII Internacional. Las fuerzas republicanas
ocuparon La Granjuela, Los Blázquez, Valsequillo, las alturas de
Sierra Noria y amenazaron gravemente la región minera de
Peñarroya. Mas el día 7 de abril fracasaron en el asalto de Sierra
Mulva, a causa, principalmente, de su inferioridad aérea. El frente
quedaba establecido a 50 kilómetros al oeste de Pozoblanco, que ya
no peligró más en el transcurso de la guerra.
En el santuario de la Virgen de la Cabeza, la situación del
capitán Cortés y sus guardias civiles se agravaba por momentos. En
la noche del 12 al 13 de abril, los defensores de Lugar Nuevo,
mandados por el teniente Ruano, tuvieron que evacuar la posición y
refugiarse también en el Santuario, que fue sitiado por la
XVI Brigada, al mando de Martínez Cartón. El día primero de mayo
caía herido Cortés y los defensores tuvieron que rendirse. Los
supervivientes fueron hechos prisioneros y las mujeres y niños
fueron trasladados en camiones a la retaguardia. El capitán Cortés
murió a consecuencia de las heridas recibidas el último día de lucha.
Ofensiva de Mola en el Norte
Si Madrid no había caído, era preciso que Bilbao cayese. La
riqueza industrial de esta zona, el efecto que su caída haría en
ciertos medios extranjeros —sobre todo en Londres—, el interés por
liquidar un Gobierno democrático dirigido por católicos y la parte del
territorio republicano que tenía sus templos abiertos y donde las
transformaciones sociales habían sido mínimas, eran otras tantas
razones para que Mola y su jefe de Estado Mayor, coronel Vigón,
lanzasen el 31 de marzo la ofensiva contra Vizcaya. Comenzó la
operación con cuatro brigadas navarras (algo más de 30 000
hombres) y ocho grupos de artillería y la cobertura aérea de la
Legión Cóndor. La primera brigada mandada por García Valiño
rompió el frente por Mondragón, mientras que al Sur, tras cinco días
de lucha y protegidos por un «techo» de aviones alemanes, pudo
tomar Ochandiano. Sin embargo, los vascos se batían
denodadamente. Se produjo entonces el bombardeo de Durango
por la aviación alemana, el más atroz que hasta entonces había
conocido la historia militar del mundo. Un convento de monjas fue
pulverizado con las religiosas dentro. Los sacerdotes Billalabeitia y
Morilla perecieron bajo los escombros cuando decían misa, el
segundo en el momento de la elevación.
El País Vasco tenía particulares dificultades para defenderse. La
más importante era su aislamiento de la zona central, pero a ella se
unían otras o tal vez se derivaban de dicha situación. Teóricamente,
el Ejército del Norte estaba mandado desde enero por el general
Llano de la Encomienda, enviado por el ministro de la Guerra, pero
en la práctica había las fuerzas vascas, dependientes del consejero
de Defensa del Gobierno Vasco, las de Santander y las de Asturias,
cada una por su lado[9]. Por aquella época no se había realizado
aún la transformación de las Milicias vascas en Ejército regular.
Recíprocas incomprensiones entre organismos del Gobierno central
y del Gobierno vasco aumentaban a veces las dificultades. Las
fuerzas aéreas de la República eran allí infinitamente inferiores a las
de los atacantes y escasos los aeródromos. Para colmo, las
dificultades alimenticias se agravaron seriamente en el mes de abril.
El Gobierno Vasco llamó a todos los hombres aptos para
movilizarlos en tareas de defensa y se negó a las proposiciones de
paz separada que se le hicieron. La primera fue la del secretario de
Estado del Vaticano, cardenal Pacelli, en telegrama dirigido al
presidente Aguirre, para aconsejarle, en nombre del Papa, que
cesara la resistencia y ofreciéndole que Franco se conduciría con
humanidad y, respetaría las industrias bilbaínas. Este telegrama fue
dirigido por error a Valencia y comunicado no a Aguirre, sino a Largo
Caballero. Más tarde, dos semanas después del bombardeo de
Guernica. Franco —al parecer por deferencia a una iniciativa italiana
— autorizó las gestiones del cónsul italiano en San Sebastián,
Cavalletti, que se sirvió del Padre Pareda como intermediario,
encaminadas a obtener la rendición de Bilbao. Las propuestas
fueron rechazadas.
Durante las primeras semanas de abril, las fuerzas de Mola
tropezaron con la resistencia de los vascos. Entonces entraron en
línea las brigadas navarras y la brigada italiana de Flechas Negras.
En mayo se les agregó la división italiana 23 de marzo. Estas
fuerzas disponían de 140 aviones alemanes.
Destrucción de Guernica
Para seguir avanzando, los asaltantes no encontraron otro
procedimiento que pulverizar literalmente los núcleos de población.
Se produjo entonces, el 26 de abril, un hecho que estremeció al
mundo: la destrucción de Guernica por los aviones de la Legión
Cóndor, Guernica, la ciudad sagrada de los vascos, símbolo de sus
libertades, estaba llena aquel lunes de campesinos de los
alrededores y contemplaron con terror, cómo algo después de las
cuatro de la tarde, verdaderas nubes de aviones lanzaban repetidas
veces sus explosivos sobre la ciudad y ametrallaban
metódicamente, volviendo una y otra vez, a hombres, mujeres y
niños horrorizados y sin refugio posible[10].
La destrucción de Guernica, crimen contra la humanidad
(reconocido por Goering «como banco de pruebas» y confesado por
el jefe de la Legión Cóndor), que no iba a ser sino, el anuncio de
otros todavía más atroces en otras latitudes, causó honda emoción
en la opinión mundial. Noel Monks, enviado de París Soir y del Daily
Express, comunicaba: «He visto muchas escenas de espanto en
España desde hace seis meses, pero no he visto nada más terrible
que la destrucción de Guernica, la antigua capital de los vascos,
aniquilada por los bombarderos extranjeros al servicio del general
Franco». Steer, corresponsal del Times, confirmaba la misma
impresión de horror. Por su parte, el corresponsal de Il Messagero
en la zona de Franco cometió la indiscreción de anunciar el
bombardeo de Guernica.
Mientras el presidente Aguirre denunciaba los hechos a los
cuatro vientos, la Radio Nacional de Salamanca repetía una y otra
vez: «Aguirre miente, nosotros no hemos incendiado Guernica. La
España de Franco no incendia». Gay, que había sustituido a Millán
Astray en los servicios de Prensa y Propaganda, declaró en
Salamanca que eran «los rojos» quienes habían destruido Guernica.
Dos días después, cuando los soldados de Mola entraron en las
ruinas de Durango y Guernica, se repitió desde Burgos la misma
versión. Pero, aquel mismo día. Emmanuel Mounier escribía en
París: «Guernica ha sido arrasada hoy sin razones de guerra, con el
más extremo salvajismo. Hombres, jóvenes, niños, sacerdotes, una
masa católica ha sido ametrallada por aviones católicos al servicio
del catolicismo».
Y François Mauriac decía: «Puede que llegue un día en que se
reconozca que ese pobre pueblo (los vascos) sufría y moría por
nosotros. Dios quiera entonces que no encontremos sus muertos en
el mismo lugar en que haya que enterrar los nuestros».
Jacques Maritain escribía en la N. R. F.: «… en estas
civilizaciones de tipo profano (en que lo temporal está perfectamente
diferenciado de lo espiritual), la noción de guerra santa pierde toda
su significación. La guerra no se hace santa, sino que corre el riesgo
de hacer blasfemo lo que es santo».
Mas esas protestas no tenían ninguna influencia en el desarrollo
de los acontecimientos militares. Las tropas de Mola conseguían
alcanzar el 8 de mayo las alturas del Sollube. De esa manera se
aproximaban por el Nordeste a Bilbao, por el valle de Munguía e
iban a establecer contacto con el llamado «cinturón de hierro», línea
fortificada que protegía la capital. El famoso «cinturón» había creado
en muchos de los defensores una falsa idea de invulnerabilidad. Por
otra parte, opiniones de técnicos de ambos bandos, como los
generales Gámir Ulíbarri y García Valiño, estiman, respectivamente,
que su construcción era defectuosa. Para colmo, el ingeniero que lo
había construido, capitán Goicoechea, se pasó a las fuerzas
rebeldes. Lojendio dice por eso, púdicamente: «El mando nacional,
por su servicio de información, conocía exactamente el trazado y las
circunstancias de la obra».
Después de la deserción de Goicoechea se intentaron algunas
modificaciones, pero ya era tarde. Por otra parte la falta de reservas
había hecho que cuando el «cinturón» desempeñaba la función de
línea de última resistencia, de segundo escalón, estaba
desguarnecido. Las Milicias Vascas —transformadas en Ejército
regular por decreto del mismo día del bombardeo de Guernica—
sólo disponían de 29 300 hombres, con el único refuerzo, en mayo,
de tres brigadas procedentes de Asturias. Con todo, los ejércitos de
Mola y Mussolini no avanzaron sino lentamente a causa de la
resistencia que se les oponía.
El 9, Aguirre tomaba personalmente el mando del Ejército de
Operaciones Vasco y nombraba al comandante Lafuente jefe de
Estado Mayor. El Gobierno central envió numerosos mandos
militares y cierto número de aviones de caza, pero más de la mitad
no llegaron a su destino. «Pocos saben cuántos aparatos se
perdieron tratando de salvar Bilbao…», ha escrito Constancia de la
Mora, esposa del jefe de la Aviación republicana.
Evolución de la situación política en la zona rebelde
Al comenzar 1937, la dirección política de la zona rebelde
residía, como hemos visto, en el núcleo que se agrupaba en torno al
Cuartel General de Salamanca, apenas contrapesado por los
departamentos administrativos instalados en Burgos, y con la
semiautonomía andaluza, donde Queipo de Llano llegó hasta a
crear una Junta para exportaciones e importaciones. Falange, que
aumentaba no sólo sus Milicias, sino sus afiliados, no tenía
participación decisiva en aquel embrión de Estado. Su dirección se
había reforzado con la llegada de Sancho Dávila, jefe territorial de
Andalucía, escapado de la zona republicana gracias a la embajada
de Cuba, y, de otros militantes de relieve, como Vicente Cadenas y
Roberto Reyes. Mas en el seno de Falange luchaban varias
tendencias: los partidarios de métodos enérgicos y «sociales»,
seguidores de Hedilla; los que sobre todo querían continuar al pie de
la letra el espíritu de José Antonio, tales como Garcerán y Aznar, y
la muy importante de los oportunistas, llegados recientemente y
procedentes de los sectores conservadores, clericales,
monárquicos, todos vinculados en los medios sociales más
poderosos. Dentro de esta tendencia había viejos falangistas, como
el citado Sancho Dávila, que parecía dirigirla, y personas de
capacidad pertenecientes a la oligarquía, como Gamero del Castillo.
Este sector preconizaba la necesidad de crear un partido único. Con
ese fin, durante el mes de enero, celebraron los primeros contactos
en Sevilla, Sancho Dávila y el conde de Rodezno, en representación
éste de los tradicionalistas y autorizado por Fal Conde, que residía
en Portugal desde que fue desterrado. En Lisboa se prepararon
entrevistas más amplias que tuvieron lugar en febrero, con la
asistencia, en nombre de Falange, de Sancho Dávila. Gamero del
Castillo y José Luis Escario[11]. Aunque las reuniones se celebraron
en términos cordiales, no se llegó a ningún resultado práctico. Los
tradicionalistas temían ser absorbidos y se obstinaban en el
establecimiento de una monarquía con regencia de don Javier de
Borbón.
A primeros de febrero, Gil Robles escribía a su delegado en
Valladolid, Luciano Calzada, diciendo que su movimiento (se trataba
de Acción Popular, columna vertebral de la C. E. D. A.) cesaba toda
actividad política y que «no es más que una milicia cuyos miembros
están orgullosos de combatir bajo la disciplina del Ejército»[12]. El 8
de marzo, Renovación Española anunciaba su disolución. Se iban
así eliminando los obstáculos para crear un partido único.
Naturalmente, el régimen no era otra cosa que una dictadura
militar, como lo probaba un decreto del 21 de febrero en el Boletín
Oficial del Estado, de Salamanca, en el que se decía: «Los
generales y oficiales superiores mandando las fuerzas armadas en
la zona de guerra nombrarán, con carácter provisional, todas las
autoridades civiles de ciudades, pueblos y provincias (…). La
autoridad superior corresponderá siempre a los militares…».
La Iglesia acentuaba su fidelidad al régimen instaurado en la
zona rebelde. El cardenal primado, doctor Gomá, que en diciembre
había sido recibido por el Papa, publicó, a primeros de febrero, una
pastoral en la que afirmaba: «Toda criatura tiene derecho a entrar en
guerra contra otra cuando esta última se pone en guerra contra
Dios». Y el mismo papa Pío XI, en su Encíclica Divini Redemptoris
(19 de marzo de 1937), decía: «También allí donde, como en
nuestra queridísima España, el azote comunista no ha tenido aún
tiempo de hacer sentir todos los efectos de sus teorías, se ha
desquitado desencadenándose con una violencia más furibunda
(…). Ningún particular que tenga buen juicio, ningún hombre de
Estado consciente de su responsabilidad, no puede dejar de temblar
de horror al pensar que lo que hoy sucede en España tal vez pueda
repetirse mañana en otras naciones civilizadas».
A todo esto, un acontecimiento, en apariencia poco importante,
iba a tener hondas consecuencias en la política de Salamanca: la
llegada de Ramón Serrano Súñer (al que ya conocíamos como
diputado de la C. E. D. A. en el período anterior a la guerra), cuñado
del general Franco. Serrano Súñer había conseguido de Irujo su
traslado de la cárcel a una clínica, de la que consiguió evadirse,
para pasar al campo opuesto. En cambio, sus hermanos habían sido
asesinados, lo que acrecentó su odio contra los republicanos, así
como contra Francia, pues pretendía que los diplomáticos de este
país les habían negado asilo.
Hombre de indiscutibles dotes, tenía a su favor su ascendiente
personal cerca de su cuñado, el ya Generalísimo, que le envió a
San Juan de Luz un coche de su Cuartel General para trasladarse a
Salamanca. Desde su llegada. Serrano Súñer y su familia se
instalaron en la planta alta del mismo Cuartel General de Franco y,
sin tener cargo oficial alguno, se convirtió en la más subyugante
eminencia gris. En largas conversaciones con Franco lo convenció
de que había que proceder a la organización política de la nueva
situación, hasta entonces desatendida, en aras de las
preocupaciones militares, naturalmente prioritarias. Se entrevistó
con Rodezno (tradicionalista), Sainz Rodríguez y Amado
(monárquicos), Hedilla, Gameto y Valdecasas (falangistas los dos
primeros y exfalangista el último), con el cardenal Gomá y con
Molares decir, con lo que podría llamarse, para repetir una expresión
común, «las fuerzas vivas» del Movimiento. Pronto llegaron los dos
cuñados a la convicción de que según palabras de Serrano Súñer
«urgía proceder tácticamente a la configuración del Movimiento
como un Estado (…), definir el contenido político del Movimiento y
echar las bases para la creación de un nuevo Estado Español». No
ocultó Serrano Súñer que el Movimiento «carecía de dogma mínimo
positivo», que había sido tan sólo una reacción de signo negativo.
Surgió entonces la idea de la Falange unificada y franquista que,
según Payne, fue patrimonio de Ladislao López Bassa, ayudado por
Giménez Caballero y por Miranda. Todos estos hechos
contribuyeron a gestar la organización de una fuerza política
unificada, que necesitaba la oligarquía, pero con un revestimiento
ideológico susceptible de conseguir una base social. No obstante,
antes y después de la llegada de Serrano Súñer a Salamanca, las
personalidades que ejercieron funciones decisivas pertenecían,
salvo rara excepción, a la «gente bien», a las familias de una de las
dos grandes ramas de la oligarquía (la agraria y la financiera, tan
frecuentemente entrelazadas) o en todo caso, a sectores de las
clases medias que tenían ya una historia en los partidos
monárquicos y conservadores.
Pero dejemos Salamanca, para ver qué ocurría en Valencia y
Barcelona.
En la zona Republicana
El Gobierno se había presentado nuevamente ante las Cortes,
reunidas en Valencia el primero de febrero. Largo Caballero
proclamó que había dejado de lado, momentáneamente, sus
ideales, para consagrarse al único fin de ganar la guerra y pidió a
los partidos y organizaciones sindicales que, sin abandonar sus
respectivas ideologías, se unieran todos con ese mismo y único fin.
La realidad distaba, sin embargo, de los discursos
parlamentarios. Las resistencias a la transformación de las Milicias
en Ejército regular (decretada al finalizar el año), al establecimiento
del mando único, a la aplicación integral de las industrias afines, de
guerra, etc., surgían con frecuencia. La caída de Málaga aumentó el
disgusto reinante contra las negligencias en la política militar. En
Valencia tuvo lugar una gran manifestación, organizada por la
U. G. T., para pedir urgentes medidas militares. En el Gobierno, los
ministros comunistas y Álvarez del Vayo pidieron la destitución del
general Asensio. Largo Caballero se negó, pero Asensio dimitía días
después y era sustituido en la Subsecretaría de Guerra por Carlos
Baraibar. También se decretó aquellos días el servicio militar
obligatorio y la movilización de cinco quintas. La actitud de los
anarco-sindicalistas respecto al Ejército regular era aún bastante
equívoca; los comunistas y numerosos socialistas (Prieto, Negrín,
Álvarez del Vayo) estimaban que el jefe del Gobierno y ministro de
la Guerra obraba negligentemente sobre este particular. En cambio,
Largo Caballero y otros amigos suyos temían la absorción de su
partido por los comunistas, a quienes acusaban de «proselitismo».
Prieto, que condenaba también las actividades políticas en el seno
del Ejército y miraba con cierto recelo a los jefes militares no
profesionales, coincidía entonces con muchas de las críticas que
aquéllos hacían al mando militar. Por su parte, los ministros
anarcosindicalistas criticaron severamente la conducta de Asensio.
Largo Caballero reaccionó a su vez y destituyó de puestos
importantes a militares afiliados al Partido Comunista y nombró a
seis amigos políticos suyos para vigilar a todos los jefes, oficiales y
comisarios del Ejército[13]. Y el 17 de abril subordinó a su autoridad
todos los nombramientos, destituciones y ascensos del Comisario
de Guerra, con lo cual anulaba de hecho al comisario general,
Álvarez del Vayo. También, dictó otra disposición, extraña por venir
de un viejo militante obrero, según la cual los jefes militares no
profesionales no podrían ascender a grados superiores al de
comandante. La disolución de la Junta de Defensa de Madrid (23 de
abril de 1937), sustituida por un Ayuntamiento de dirección
socialista, respondía al mismo estado de espíritu.
En esta situación no podía sorprender que la prensa extranjera
se hiciese eco de rumores de crisis a fines de febrero[14]. Y era
cierto. Largo Caballero y algunos de sus amigos habían tenido la
idea de formar un «Gobierno sindical», con representantes de la
C. N. T. y de la U. G. T., pero sin republicanos y comunistas, por ser
éstos minoritarios en la dirección de la U. G. T. Los partidos políticos
—incluida la Ejecutiva del Partido Socialista— reaccionaron contra
el proyecto de Gobierno sindical, que desapareció pronto de los
cabildeos políticos.
Otra serie de problemas tenían su origen en las relaciones entre
el Gobierno central y los Gobiernos y Consejos autónomos, así
como en su propio funcionamiento. El Gobierno de la Generalidad
había atravesado diversas crisis. El 14 de diciembre de 1936 se
había formado un Gobierno dirigido aún por Tarradellas, pero sin
participación del P. O. U. M.[15]. Este Gobierno tuvo varios
rozamientos con el central y recabó una serie de derechos en
entrevista que sostuvieron Companys y Largo Caballero en
Valencia, el 18 de enero. La verdad es que la centralización de
industrias de guerra tropezaba allí con toda clase de dificultades.
Había también discrepancias económicas, pues la Generalidad
recababa una cierta libertad financiera.
Una nueva crisis del Gobierno de la Generalidad fue resuelta el
17 de abril con un ligero cambio de carteras[16]. Justo es decir que
en marzo de 1937, el Gobierno catalán había disuelto el Consejo de
Seguridad interior, las Patrullas de control, de fronteras, etc., y
sometido todas las funciones policiales a la Dirección de Seguridad
de Cataluña, creada por decreto del 3 de aquel mes.
No pocos quebraderos de cabeza daba el Consejo de Aragón
(reconocido por el Gobierno central en diciembre) bajo la hegemonía
de los anarquistas, con residencia en Caspe, que tenía jurisdicción
sobre casi medio millón de habitantes. En cuanto al Consejo de
Asturias-León, también reconocido por decreto de 23 de diciembre,
tenía absoluta autonomía a causa de su aislamiento geográfico.
El presidente de la República había dicho en un discurso
pronunciado en Valencia, el 21 de enero, el primero desde el
estallido de la contienda: «Nos batimos por la independencia de
España y por la libertad de los españoles». Su declaración, lo
mismo que la de Largo Caballero pías después, remachaba el
objetivo de defensa de la legalidad del régimen como denominador
común de las fuerzas que integraban el bando republicano. A este
objetivo común se supeditaban los particulares y, en verdad, las
transformaciones operadas en el transcurso de la guerra no exigían
ruptura alguna del orden institucional.
También tenía que preocupar al Gobierno el hecho de que el jefe
del Estado, no sólo tenía su concepción particular de la política
exterior, sino que obraba por su cuenta con objeto de ponerla en
práctica. Creía Azaña que había llegado el momento de obtener una
mediación con que poner fin a la guerra, y para ello utilizó los
buenos oficios de su cuñado y cónsul general en Ginebra, Cipriano
Rivas Cherif[17] y de otras personas, entre ellas el republicano
catalán Amadeo Hurtado, residente entonces en París.
Llegó en esto la coronación del rey Jorge VI de Inglaterra. Había
que enviar a la ceremonia un representante de España y Azaña
designó a Besteiro, al que dio ciertas instrucciones para sondear el
ambiente internacional para lograr la mediación[18]. Cuando regresó
Besteiro, el Gobierno Largo Caballero había sido sustituido por el de
Negrín. Desde luego, el Gobierno de Franco se negaba a toda
mediación, pero Besteiro no pareció muy satisfecho de la acogida
que le reservó el Presidente. Regresó a Madrid, de donde no había
salido hasta entonces y sin que hubiese participado en ninguna
actividad relacionada con la guerra[19].
La crisis de abril en Salamanca. Él Partido único
En la zona de Franco había más bien grupos políticos que
partidos, con la única excepción de Falange, que había
aprovechado la coyuntura para realizar un amplio reclutamiento. Los
tradicionalistas tenían una base real en el Norte y, relativamente, en
Sevilla. Sus importantes núcleos de Cataluña y Levante habían
quedado en zona republicana.
El Poder estaba en manos del Ejército. Sin embargo, la fuerza
social cuyos intereses eran defendidos a sangre y fuego desde
hacía nueve meses, que daba dinero, hombres e influencias para la
lucha, necesitaba ya un aparato u organización política que, a la vez
pudiera hacerse cargo de un Estado todavía embrionario y revestir
la acción emprendida con un ropaje ideológico o repertorio de ideas
políticas que, entre otras funciones, cumpliese la de lograr una base
social que no fuera la adquirida por la coacción, la indiferencia o la
rutina. Serrano Súñer, que había comprendido muy bien estos
problemas, compartía además, con hombres como Gamero del
Castillo y González Bueno y otros vinculados en la «buena
sociedad», la preocupación de eliminar a los «extremistas» de la
dirección de Falange. A esta cuestión de fondo se unían las luchas
intestinas en la organización a raíz de la muerte del joven Primo de
Rivera.
La formación de un partido único por decreto fue preparada por
Franco y Serrano Súñer y fueron consultados, que se sepa, Mola y
Queipo de Llano. Pero no se consultó en absoluto a los dirigentes
de los partidos que iban a ser integrados en uno solo. Las luchas
internas de Falange desembocaron en una grave crisis política,
entre el 12 y el 15 de abril, esmaltada de sangrientos incidentes. No
puede excluirse la hipótesis de que esa crisis fuese provocada o
acelerada desde el Poder, sobre todo cuando se lee de la pluma de
Serrano Súñer que el Cuartel General «no se decidió a dar el paso
de unificación que laboriosamente iba gestando sino en virtud de los
sucesos que se produjeron en Salamanca en los primeros días de
abril… En el Cuartel General se consideró intolerable lo sucedido, y
el decreto de unificación de partidos en un Movimiento político
acaudillado por Franco fue publicado el día 19 de abril de 1937»[20].
Resulta demasiado pueril creer que en 48 horas se había decidido la
publicación del decreto. En el mejor de los casos se pensó que
había llegado la ocasión propicia. Como se ve, la formación de un
partido único tenía su segunda parte, consistente en descabezar los
movimientos existentes (empresa facilitada por la desaparición de
José Antonio Primo de Rivera) y acentuando la preponderancia de
la institución militar en el organismo político que se creaba.
Pero ¿qué fue lo sucedido en Salamanca? Digamos de
antemano que más de un cuarto de siglo después los hechos se
presentan aún bastante confusos y las fuentes son muy
contradictorias[21].
Al convocar Hedilla el Consejo Nacional, respondieron Sancho
Dávila, Aznar y Garcerán. Reunidos el 12 de abril, los convocados le
presentaron un pliego de cargos y acusaciones. El día 16 de abril
por la mañana, se reunieron Agustín Aznar, José Moreno, Jesús
Muro, Sancho Dávila y Rafael Garcerán, quienes nombraron un
triunvirato compuesto por Dávila, Aznar y Moreno. Luego se
presentaron en el despacho de Hedilla, quien convocó con carácter
de urgencia el Consejo Nacional y se entrevistó con el Caudillo, acto
que también realizaron los miembros del triunvirato (en algunas
fuentes quedan en entredicho estas entrevistas). Cada bando tomó
sus disposiciones y la tensión era ya dramática en Salamanca la
noche del 16 al 17 de abril. En las Cartas de Hedilla se da la fecha
del 14 de abril, al referirse a estos sucesos. José María Alonso
Goya, jefe de Falange de Salamanca, y Daniel López Puertas
salieron de casa de Hedilla acompañados por una escolta de
falangistas (más o menos numerosa, según los testimonios) y se
dirigieron a la pensión donde vivía Sancho Dávila; según unos, con
intenciones de discutir (para lo cual no hace falta escolta), según
otros, con propósito de detenerlo o incluso ejecutarlo. Hoy es el día
en que resulta difícil establecer cómo ocurrieron los hechos. ¿Quién
tiró primero? ¿Quién mató a quién? ¿Tiraron Goya y los suyos una
granada de mano? El caso es que Alonso Goya fue muerto de un
pistoletazo en la cabeza disparado, según se dice, por alguien de la
escolta de Sancho Dávila. Ciertas versiones afirman que fue
entonces cuando los acompañantes de Goya respondieron con una
bomba de mano que mató a otro escolta de Dávila, desarmaron a
éste y dominaron la situación hasta la llegada de la Guardia civil.
El 18 de abril se celebraba el Consejo Nacional (Hedilla lo había
convocado para el 25). Hedilla fue nombrado Jefe Nacional por 10
votos contra 8 en blanco y 4 a favor de diversos nombres. Mayoría
relativa, situación frágil para el jefe de un partido totalitario.
El día 19 se publicaba el Decretó de Unificación. «Falange
Española y Requetés —decía el artículo 1.º—, con sus actuales
servicios y elementos, se integran, bajo mi jefatura, en una sola
entidad política de carácter nacional, que, de momento, se
denominará Falange Española Tradicionalista y de las J. O. N. S.».
Todas las milicias de partido quedaban tundidas en una sola bajo el
mando supremo del jefe del Estado y al mando de un general.
Hedilla sale al balcón, junto a Franco, la noche del 18 cuando el
Caudillo pronuncia el discurso sobre la unificación. ¿Sabía ya el
texto del Decreto promulgado el 19? En todo caso cursó un
telegrama para que sólo se acatasen órdenes de su Mando.
Dos días después. Hedilla rechazaba un puesto en el
secretariado de la nueva organización[22] y se nombraba una Junta
de la que formaban parte Pilar Primo de Rivera. José Sáinz. Dionisio
Ridruejo y varios más. La Junta expidió un telegrama a las Jefaturas
provinciales ordenándoles que «no acatasen más órdenes que las
que reciban por conducto jerárquico» y envió a Arrese como
delegado a Andalucía. El Cuartel General de Franco ordenó
entonces la detención de Hedilla, de Arrese y de veinte falangistas
más. El comandante Doval (al que ya hemos conocido cuando la
represión de la revolución de octubre de 1934) abrió causa contra
ellos por rebelión. Hedilla fue condenado a muerte e indultado
después. Arrese, sancionado con una pena leve, pronto se
reconcilió con Franco. Serrano Súñer se dedicó a coordinar el nuevo
Movimiento y a captarse a los descontentos que seguían agrupados
simbólicamente en torno a Pilar Primo de Rivera.
Hasta aquí lo que puede afirmarse de aquella enrevesada
maraña de intrigas. El resultado fue más claro: partido único, con
reconocimiento programático (como veremos más adelante) de la
casi totalidad de los postulados falangistas, pero con una fuerte
carga real procedente de la Iglesia, del Ejército y del tradicionalismo,
además de la integración de políticos simplemente conservadores.
Todos los generales, jefes, oficiales y clases de los ejércitos de
tierra, mar y aire adquirieron automáticamente, pocos meses
después, la calidad de militantes de F. E. T. y de las J. O. N. S.[23].
Sucesos de mayo en Barcelona
Al empezar el mes de mayo la tensión política había subido de
punto en Barcelona. El sector extremista de la F. A. I., la agrupación
Los Amigos de Durruti, que seguía las consignas faístas[24], y el
Partido Obrero de Unificación Marxista (P. O. U. M.) estaban
obsesionados por la idea de la prioridad de lo que llamaban
«desarrollo de la revolución». Si sus ideales políticos parecían muy
distintos, sus objetivos tácticos, dirigidos a la ruptura del Frente
Popular y a estimular una «revolución proletaria», parecían
coincidentes. Tropezaban con el criterio adverso del P. S. U. C. y su
Central sindical U. G. T., de la Esquerra e incluso de buen número
de confederales. Por otra parte, los anarquistas estimaban que no
estaban suficientemente representados en el Gobierno de la
Generalidad. El que éste respaldase las medidas de militarización
del Gobierno central, así como que hubiera unificado los servicios
de Seguridad en un cuerpo regular, dependiente del Gobierno
catalán, había producido en los citados sectores extremistas un
aumento del malestar. Estos sectores hacían también propaganda
apoyándose en el inevitable aumento del coste de la vida en la
retaguardia. Durante todo el mes de abril, la prensa del P. O. U. M.
hizo campaña, contra la coalición antifascista y por una revolución
de «obreros y campesinos» a basé de Comités, opuestos a los
órganos del Estado. Una manifestación de esta tendencia era el
Frente de la Juventud Revolucionaria, creado en Barcelona el 11 de
febrero por las Juventudes Libertarias, la Juventud Comunista
Ibérica (poumista), la Agrupación de Mujeres Libres y unas tituladas
Juventudes Cooperatistas.
La situación se agravó a finales de abril cuando las fuerzas de
Carabineros consiguieron establecer la soberanía del Estado en las
fronteras y fueron definitivamente sustituidas las Patrullas de control.
Por otra parte, él día 25 había sido asesinado en Molins de
Llobregat (antes Molins de Rey) el dirigente de la U. G. T. catalana y
militante del P. S. U. C. Roldán Cortada, secretario político del
consejero de Trabajo. Rafael Vidiella. Su entierro dio lugar a una
imponente manifestación popular que La Batalla, órgano del
P. O. U. M., calificó de contrarrevolucionaria.
Con ocasión del Primero de Mayo, ese periódico invitó a los
obreros a estar vigilantes con el arma al brazo y publicó además un
manifiesto en que se decía: «Consciente de su responsabilidad
histórica, el P. O. U. M., partido de la Revolución, invita a todos los
trabajadores a formar, en este Primero de Mayo, el Frente Obrero
Revolucionario, por la lucha contra el enemigo común, que es el
capitalismo, por el socialismo, por la destrucción de todas las
instituciones burguesas y por la constitución de un Gobierno obrero
y campesino».
Solidaridad Obrera, actuando con más prudencia, si bien
protestando de lo que calificaba de «cruzada contra la C. N. T.»,
recomendó serenidad a los trabajadores y les recordó que la guerra
no estaba ganada. «Hemos de deponer actitudes violentas entre
hermanos que no pueden beneficiar más que al enemigo común».
Al día siguiente, Indalecio Prieto llamó por teléfono al Gobierno
de la Generalidad y oyó con sorpresa la siguiente respuesta: «Aquí
no hay más que el Comité de Defensa de Barcelona». ¿Qué había
pasado? La Central Telefónica de Barcelona, controlada
teóricamente por un Comité sindical C. N. T.-U. G. T., pero en
realidad en manos de la Central anarco-sindicalista, estaba ya
ocupada por los Amigos de Durruti[25]. El día 3, Rodríguez Sala,
comisario general de Orden público, se presentó en la Telefónica y
fue recibido con hostilidad. La presencia de fuerza pública no hizo
sino agravar la situación. El sector extremista de la F. A. I., el Comité
Ejecutivo del P. O. U. M. y parte de las Juventudes Libertarías
lanzaron la consigna de huelga y de levantar barricadas. Por la
noche, Barcelona asemejaba un campo de batalla. El cuartel del
Batallón de Montaña había sido asaltado por grupos anarquistas y
los ya insurrectos controlaban las comunicaciones y vías de
transporte. Aquella tarde los representantes de la C. N. T. habían
visitado al Gobierno de la Generalidad para exigirle la dimisión de
Artemio Aguadé, consejero de Seguridad, y de Rodríguez Salas, y
que esos puestos pasaran a sus partidarios, así como las
Consejerías de Defensa y de Industria. Al anochecer, ambos bandos
se habían fortificado en barrios y edificios estableciéndose una
verdadera línea divisoria dentro de la ciudad. Las baterías
antiaéreas de Montjuic (controladas por la C. N. T.-F. A. I., según
cuenta Peyrats) apuntaban sobre el palacio de la Generalidad.
Ante la gravedad de la situación, el Gobierno se reunió en
Valencia con carácter extraordinario. A nadie se le ocultó la
necesidad de atajar rápidamente el movimiento armado, que ya era
aprovechado por las radios de la zona de Franco. Zugazagoitia ha
dicho que, al salir del Consejo, un ministro de la C. N. T. afirmó:
«Esto no es más que el comienzo. El ataque va a ser a fondo y
definitivo». Pero también aclara que Peiró estaba en contra y García
Oliver y Federica Montseny se prestaron a actuar de mediadores.
Por su parte. Galarza enviaba por carretera tres mil guardias de
Asalto, que tuvieron que liquidar unos ligeros focos insurreccionales
en Tarragona y Reus antes de llegar a Barcelona.
El día 4, los insurrectos pasaron al ataque de los edificios oficia
les y cuarteles de fuerza pública, mientras que sus delegados
continuaban negociando con el Gobierno de la Generalidad.
Companys lanzó un llamamiento en tono conciliador. Pero ya el
Comité Regional de la C. N. T. había invitado a los obreros alzados a
deponer las armas. Por la tardé llegaron García Oliver, Federica
Montseny. Mariano R. Vázquez, secretario del Comité Nacional de la
C. N. T., y el socialista Hernández Zancajo. García Oliver aconsejó
por la radio: «Hay que terminar esta lucha fratricida», pero al
anunciar que el «Gobierno tomará las medidas necesarias», dejó
traslucir también la posibilidad de una mediación con Largo
Caballero, poco deseoso de recurrir a la fuerza.
Mas de nada sirvieron esos llamamientos y, el día 5, el Gobierno
de la Generalidad estuvo a punto de claudicar. Continuaron las
agresiones armadas y los. Amigos de Durruti pedían nada menos
que el fusilamiento de los policías que ocuparon la Telefónica.
Aquella tarde caían muertos Antonio Sesé, dirigente del P. S. U. C.,
secretario general de la U. G. T.[26] y Camilo Berneri, anarquista
italiano.
Sin embargo, la insurrección iba perdiendo fuerza. Los
batallones de la 46 División (anarquista) y de la 29 (poumista), que
habían abandonado el frente e iniciado la marcha sobre Barcelona,
no prosiguieron su marcha, a excepción de un reducido número de
combatientes del P. O. U. M. El 6, se reanudaban las hostilidades a
partir de las diez de la mañana. Los insurrectos tiroteaban y
lanzaban bombas de mano contra algunos tranvías que habían
empezado a circular. También atacaban con granadas a los guardias
de Asalto en la plaza de Ferrer Guardia, asaltaban el Casal de
Esquerra en el Distrito Sexto e intentaban lo mismo en la
Conserjería de Trabajo. El coronel Escobar resultó seriamente
herido de un balazo. Por la tarde llegaron varias unidades de la
Flota enviadas por el Gobierno con más refuerzos. Pero la rebelión
estaba ya vencida y sus últimos estertores eran los disparos de una
batería de costa que un grupo de jóvenes libertarios había sacado
del frente. Aquella tarde, el general Pozas tomaba el mando del
Ejército y asumía las funciones de consejero de Defensa, y Martí
Feced se hacía cargo de la Consejería de Seguridad. La C. N. T. se
dirigió de nuevo por la Radio a sus afiliados y simpatizantes a fin de
restablecer la normalidad. Ésta era ya un hecho en la mañana del
día 8[27]. La insurrección había costado más de 400 muertos y unos
2000 heridos.
El orden se había restablecido, pero las consecuencias políticas
de estos sucesos no se hicieron esperar.
Las organizaciones del Frente Popular y la inmensa mayoría de
la prensa repudiaron enérgicamente el movimiento de Barcelona. En
Madrid, cuya población civil tuvo que soportar precisamente en
aquellos momentos dos días sin abastecimiento de pan. Las
reacciones fueron violentas. El Socialista escribía: «A esos
incontrolados, con los cuales ha tenido ocasión de chocar todo el
que ha viajado por tierras de Cataluña, alguien les ha entregado el
carnet que les servía de amparo, y alguien les entregó las armas
que esgrimen —¡cuándo el enemigo nos ataca más duramente!—
contra el Gobierno de la República…». Claridad no era más
benévolo y decía: «¡A muerte los agentes del fascismo! ¡Disolución
inmediata del P. O. U. M., avanzada fascista en la España leal!
¡Disciplina en las organizaciones antifascistas!».
No era sólo la prensa comunista la que calificaba al P. O. U. M.
de colaborador del fascismo. Desde luego, esa tesis fue sostenida
por José Díaz en su discurso de Valencia el 9 de mayo, al mismo
tiempo que afirmaba sus deseos de unidad con la C. N. T. y añadía:
«Queremos ganar la guerra y la revolución».
En ciertos medios socialistas se habían ahondado, sin embargo,
las discrepancias con los anarquistas. Zugazagoitia, refiriéndose a
aquella situación, ha escrito: «El P. O. U. M. pagó los vidrios fotos
por la F. A. I. La convicción que yo formé y que ninguna información
posterior logró quebrantar es que la insurrección fue fomentada por
los anarquistas». Naturalmente, era un poco aventurado hablar así
de los anarquistas, en general. Los órganos de dirección nacional de
la C. N. T. mantuvieron una actitud prudente. Había toda clase de
tendencias: Solidaridad Obrera del 13 de aquel mes decía: «Parte
de la prensa se ha lanzado a una campaña de desprestigio en
contra del sector antifascista a cuya serenidad y buen juicio se debe
el que la lucha no terminara en hecatombe».
En cuanto a Adelante, de Valencia, que expresaba el criterio de
los amigos de Largo Caballero, atacaba a los comunistas, porque
éstos pedían la disolución del P. O. U. M.
En realidad, la cuestión de concentrar todas las energías para la
guerra, de obtener un verdadero Ejército regular, con mando único y
reservas y, en general, un verdadero Estado que respondiese a las
exigencias bélicas, quedó planteada con toda crudeza después de
los sucesos de mayo. Aquella insurrección tenía que merecer duros
juicios de personas de las más diversas tendencias. Y si Azaña,
desde su punto de vista que ya conocemos, habló del «asalto al
Estado». Pietro Nenni, por ejemplo, ha escrito: «Hubo momentos en
que la actitud de los anarquistas bordeó la provocación, para caer
en ella de lleno cuando los acontecimientos de Barcelona en mayo
de 1937».
Y Francesco Fausto Nitti, en su libro Il maggiore e un rosso,
juzga así aquella situación: «Las jornadas de Barcelona en mayo de
1937 revelaron que el P. O. U. M. era un instrumento de división de
la clase obrera y que la acción de este grupo, que podía contar en
su seno con militantes de muy buena fe, representaba un grave
peligro para el pueblo español empeñado en la más dura lucha de
su historia».
Hay que reconocer que los documentos alemanes conocidos
muchos años después han venido a apoyar la tesis según la cual los
sucesos de Barcelona fueron inspirados por los adversarios de la
República. En efecto, Faupel informaba el 11 de mayo a su ministro
que el general Franco le había dicho que «los combates callejeros
(de Barcelona) habían sido desatados por sus agentes», uno de los
cuales había informado de que «la tensión entre comunistas y
anarquistas era tan grande que podía garantizar provocar el
estallido de la lucha entre ellos»[28]. Se trataba de 13 agentes, no
obstante, según Nicolás Franco había dicho anteriormente a Faupel.
Estos datos —e incluso las expresiones que se usan— inducen a
creer en una de las habituales exageraciones de los servicios
secretos y de sus agentes, así como el deseo de apuntarse un tanto
en una conversación diplomática.
Crisis gubernamental y subida de Negrín al Poder
En la primera reunión del Consejo de ministros, los comunistas
plantearon las cuestiones de fondo sobre política de guerra y orden
público. Además, desde hacia algún tiempo existía una manifiesta
tensión entre Largo Caballero y el embajador soviético Rosenberg.
(Por aquel entonces había surgido otra divergencia; Largo Caballero
quería hacer una operación por Extremadura con el propósito de
llegar hasta la frontera portuguesa y cortar en dos el campo
adverso; pero los comunistas y varios socialistas estimaban
irrealizable y perjudicial esa operación, y aconsejaban otra en el
frente del Centro para descongestionar Madrid). El jefe del Gobierno
estimó que no eran cuestiones que discutir entonces[29]. Chocó
también con los ministros comunistas cuando éstos pidieron la
disolución del P. O. U. M. e impuso la discusión del orden del día que
él había preparado. Uribe y Hernández abandonaron entonces la
reunión. Largo Caballero quería continuar despachando los asuntos
de trámite. Prieto le hizo ver que era imposible, pues se acababa de
romper la coalición ministerial y que había que comunicárselo al
presidente de la República. La crisis estaba abierta.
Azaña, tal vez por cumplir una simple fórmula, encargó a Largo
Caballero que formase un nuevo Gobierno. El Partido Comunista
puso como condiciones que todos los asuntos se discutiesen y
solucionasen colectivamente con el Gobierno: el funcionamiento
efectivo del Consejo Superior de Guerra, la reorganización del
Estado Mayor con el nombramiento de un jefe (no había ya jefe del
Estado Mayor Central), la reorganización del Comisariado, la
dimisión del ministro de la Gobernación y la separación del cargo de
presidente del Consejo y de ministro de la Guerra.
Esto se oponía a los proyectos de Largo Caballero, que no
solamente se proponía seguir acumulando esos dos cargos, sino
también los de Marina y Aire, reunidos, con Guerra, en un ministerio
de Defensa.
La ejecutiva del Partido Socialista pidió que se modificase la
política de orden público y que ese ministerio de Defensa fuera
regentado por Prieto. Además, tanto el Partido Socialista como
Izquierda Republicana no estaban dispuestos a formar un Gobierno
sin comunistas.
La Ejecutiva de la U. G. T. pidió, por el contrario, que Largo
Caballero continuase acumulando la Presidencia y Guerra. Esa
actitud era secundada por la C. N. T., que ponía también como
condición para colaborar que esas dos carteras siguiesen en manos
de Largo Caballero.
Azaña reunió a Largo Caballero. La moneda, Prieto, Martínez
Barrio, José Díaz y Salvador Quemados. Las posiciones eran
irreductibles: de un lado, el presidente saliente y, del otro, los
demás. Entones fue cuando el presidente de la República encargó
al doctor Juan Negrín la formación de Gobierno, que contaba con la
confianza de todos los partidos del Frente Popular, pero sin el
concurso de la C. N. T. y de la dirección de la U. G. T.[30].
El 17 de mayo Negrín presentaba al presidente de la República
el nuevo Gobierno[31].
El día 28 se reunió el Consejo de la S. de N., ante el que Álvarez
del Vayo presentó un recurso con pruebas fehacientes de la
intervención alemana e italiana. Sólo fue secundado por Litvinov.
Eden, apoyado por el representante de Francia, se declaró
satisfecho de los progresos de la No Intervención.
En aquellos días Chamberlain sustituía a Baldwin en la
presidencia del Gabinete británico, pero Eden continuaba en el
Foreign Office. Un mes después, en Francia, el Senado impedía la
aprobación de una ley de plenos poderes financieros, por lo que
Blum dimitió el 21 de junio y se formó un Gobierno presidido por el
radical Camille Chautemps, aunque con colaboración socialista. Si
bien el Frente Popular subsistió en el papel, la realidad era que ya
estaba agonizando.
Bombardeo de Almería por el «Deutschland»
El 28 de mayo, el delegado italiano en el Comité de No
Intervención, conde Grandi, presentó una queja peregrina. Un
bombardeó de la aviación republicana en el puerto de Palma de
Mallorca había alcanzado al crucero italiano Barletta, agregado a las
patrullas navales de control de la no intervención, y le causó seis
bajas. Lo sorprendente era que no había razón alguna para justificar
la presencia de dicha unidad en el puerto de Palma, por lo qué el
Comité se limitó a deplorar el caso.
Mucho más grave fue lo ocurrido el día siguiente, por la tarde,
cuando dos aviones republicanos lanzaron doce bombas contra el
puerto de Ibiza. Esos proyectiles cayeron en el acorazado alemán
Deutschland, que se encontraba ilegalmente allí, ya que los buques
extranjeros encargados de controlar la no intervención debían
permanecer a una distancia mínima de diez millas de la costa y, por
añadidura, el control de Ibiza correspondía a la escuadra francesa y
no a la alemana. Según la versión alemana, habían resultado
muertos 23 tripulantes y 74 heridos. El Gobierno de Berlín anunció
el día 30 que retiraba sus unidades navales de las patrullas de
control. Italia, a instancias de Alemania, adoptó idéntica actitud.
Pero Hitler estaba loco de furor, en la madrugada del 31 tomó
represalias: varias unidades de la flota alemana se situaron frente al
puerto indefenso de Almería y dispararon doscientos cañonazos
contra la población civil. Total: 39 muertos, más de un centenar de
heridos y decenas de casas en ruinas eran la consecuencia de un
acto de provocación, de una agresión premeditada que rasgaba el
ya arrugado papel del Derecho internacional.
En la zona republicana la emoción fue inmensa. El Gobierno se
reunió inmediatamente y Prieto propuso bombardear todos los
barcos alemanes, aun a trueque de provocar una guerra mundial.
Jesús Hernández ha escrito: «Me sentí electrizado por la propuesta.
¿Que aquello fuera la conflagración mundial? ¡Que fuera el
diluvio!»[32]. Sin embargo, la reflexión se impuso y todos los partidos
integrantes del Gobierno desecharon aquella sugerencia. El
Gobierno encaminó sus propuestas por la vía diplomática. Pero las
potencias temían irritar a Hitler. Eden criticó el bombardeo de
Almería como susceptible de engendrar una guerra mundial, pero
quedó intimidado cuando el Gobierno alemán le respondió que eso
dependía de la actitud que la Gran Bretaña siguiese con el
«Gobierno rojo». En realidad, lo que más preocupaba entonces al
jefe de la política exterior británica era que una retirada prolongada
de Alemania y de su país del Comité de No Intervención agravase la
tensión internacional. Y cuando el embajador español. Azcárate lo
visitó el 1.º de junio para protestar del bombardeo de Almería, se
condujo de manera malhumorada y dio a entender que aceptaba la
versión alemana. Fueron tímidas también las críticas francesas. En
cuanto a Cordel Hull, que dirigía el Departamento de Estado
norteamericano, se limitó a desear que Alemania «no fuera más
allá» del bombardeo de Almería, con objeto de «preservar la paz».
El 12 de junio, Francia y la Gran Bretaña llegaron a un acuerdo
(sin contar con la U. R. S. S.) con Alemania e Italia por el que se
reconocía el derecho de autodefensa de las unidades navales de
control, pero no el de represalia. No obstante, los dos Gobiernos
fascistas, pretextando un ataque submarino —jamás comprobado—
contra el crucero Leipzig, se retiraron definitivamente del control
naval el 22 de aquel mismo mes.
La caída de Bilbao
La guerra continuaba con toda su dureza. El 8 de mayo, cuatro
brigadas navarras, apoyadas por la Legión Cóndor, habían tomado
las alturas del Sollube. El 28 ocupaban las Peñas de Lemona.
La situación en Bilbao era angustiosa al comenzar el mes de
junio. La superioridad aérea del enemigo había creado una
sensación de inferioridad en gran parte de la población. El general
Ulíbarri fue enviado a sustituir a Llano de la Encomienda, e
igualmente lo fueron los consejeros soviéticos Goriev y Berzin. Pero
apenas podían ir aviones ni podía llegar ya material.
En esto sucedió un hecho cuyas consecuencias fueron más
políticas que militares: la muerte del general Mola, cuyo avión se
estrelló, el 3 de junio, cerca de los montes de la Brújula, en la
Cordillera Ibérica, sin que jamás se hayan conocido las causas del
accidente. El entierro se celebró con gran solemnidad en Burgos
(Prieto tuvo un momento la idea de bombardearlo), pero el cuerpo
de Mola, atrozmente mutilado, no fue mostrado a nadie.
Hay que señalar, aunque el hecho, dado el desarrollo que había
alcanzado la batalla de Bilbao, no fuera esencial, que al morir Mola,
Franco tuvo las manos libres para planear con más libertad la
prosecución de las operaciones[33].
El mando republicano comprendía que la mejor manera de
defender Bilbao era atacar en otros frentes. A este criterio
respondieron dos operaciones que, sin embargo, no dieron los
resultados apetecidos: las de Balsaín y Huesca. El 30 de mayo, la
35 División, mandada por Walter (compuesta por las brigadas
españolas 31 y 69 y por la XIV internacional) atacó por la Sierra
hacia La Granja y ocupó Cabeza Grande. Pero la operación falló en
los días sucesivos[34]. Si el 31 las brigadas 31 y 69 llegaban a La
Granja y rodeaban el Palacio (donde se alojaba el propio general
Varela), los internacionales se estrellaban una y otra vez frente a
Balsaín. La lucha continuó hasta el 3 de junio, pero Varela,
reforzado con siete batallones más impidió que las fuerzas
republicanas lograsen sus objetivos.
Pocos días después (12 de junio), dos brigadas internacionales
(entonces con numerosos soldados españoles), más la 149 Brigada
y dos batallones atacaron Chimillas y Alerre con el propósito de
cortar la carretera Huesca-Zaragoza. Su empeño fue inútil y, tras
una semana de combates, tuvieron que retirarse con grandes
pérdidas. El día anterior a la ofensiva, un obús había dado muerte a
Mate Zalka (general Lukacs), jefe de la división internacional, cuyas
altas cualidades humanas le habían hecho acreedor al afecto de
cuantos habían tenido ocasión de tratarlo.
En el Norte se había reemprendido el día antes la ofensiva
contra Bilbao. Los vascos se defendieron tenazmente y cerraron el
paso a las brigadas navarras en el monte Uzcullu, pero, faltos de
reservas, vieron su frente roto por los altos de Cantobairo «al
término —según cuenta el general García Valiño— de la más
formidable preparación artillera y de aviación que se había visto en
la campaña». Los republicanos se retiraron sin dejar de combatir, a
la orilla izquierda del Nervión, después de volar algunos puentes,
pero toda la industria pesada quedaba allí intacta, pues éste parece
que fue el criterio de la mayoría de los consejeros del Gobierno
vasco. El 17, se procedió a la evacuación de Bilbao, donde quedó
una Junta compuesta por Leizaola, Aznar y Astigarrabía. Pero el
general Dávila —que había sustituido a Mola— estaba ya en Las
Arenas, con lo que Bilbao quedaba casi rodeado. No obstante, la
mayoría del Ejército pudo retirarse el 18. Ese mismo día, la Junta
liberó a los presos políticos de derechas. Por la tarde, una brigada
navarra mandada por Juan Bautista Sánchez penetró en la ciudad.
En los últimos momentos salieron los miembros de la Junta y el
general Gámir Ulíbarri. Bilbao había caído y con él Euzkadi[35]. Este
hecho tuvo un triple alcance militar, económico y político favorable al
Gobierno del general Franco.
La Pastoral colectiva de los prelados españoles
La caída del País Vasco acrecentó la inquietud de los medios
católicos liberales de todo el mundo, ya muy conmovidos por las
matanzas de Guernica y Durango. En cambio suprimía de los
primeros planos de actualidad a un Gobierno de mayoría católica,
como el vasco, que perdía de hecho su jurisdicción territorial. En
Salamanca se creyó que había llegado la hora de que el alto clero
español jugase una baza decisiva en favor del general Franco. El 1
de julio se hizo pública la carta colectiva que el episcopado español
dirigió a los católicos del mundo entero. Como es sabido, este
documento trató de justificar el alzamiento que recurría al argumento
de que se preparaba «una revolución comunista», al cual nos
hemos referido en el capítulo que precede al del estallido de la
guerra. Los prelados calificaban el conflicto de «plebiscito armado»,
afirmaban el carácter «nacional» del movimiento y terminaban
criticando la conducta de los sacerdotes vascos. Pero señalemos
que también declaraban: «Afirmamos que la guerra no se ha
emprendido para levantar un Estado autocrático sobre una nación
humillada…»[36].
Sobre los orígenes de este documento arroja luz la carta circular
del cardenal Gomá dirigida a todos los obispos el 7 de junio, a la
que se adjuntaba el proyecto ya redactado de la Pastoral. En esa
carta decía: «Excelencia y amigo: El 15 de mayo escribía a los
Reverendos Metropolitanos para ponerles al corriente de una
indicación que había recibido pocos días antes del Jefe del Estado y
pedirles su opinión sobre la conveniencia de secundarla».
No hay, pues, duda sobre el autor de la iniciativa de tan
importante documento que, según afirmaba el cardenal primado en
la misma carta, había sido puesto luego en conocimiento de la
Santa Sede. No se ha sabido si Pío XI aprobó la Pastoral; en todo
caso no la prohibió ni desautorizó. En cambio se negó a aceptar la
sugerencia de su secretario de Estado, cardenal Pacelli,
encaminada a que se publicase en el Acta Apostolicae Sedis. Aquel
verano, el Vaticano reconoció oficialmente al Gobierno de Franco y
envió a su zona a Monseñor Antoniutti en calidad de legado
apostólico.
El cardenal Vidal y Barraquer y el obispo Múgica, ambos
exiliados, se negaron a firmar la pastoral colectiva.
El movimiento obrero internacional y la guerra de
España
Desde los primeros meses de la guerra, la Internacional
Comunista había propuesto a la Socialista un acuerdo de acción
común en ayuda de la España republicana. Pero la Segunda
Internacional no se había decidido a aceptar. De sus directivos,
Adler, Citrine y Schevenels eran opuestos a esa iniciativa. Otros,
como su presidente. De Brouckère, Vandervelde y Pietro Nenni, que
luchaba en España, eran partidarios de la ayuda a la República
española. Vandervelde dimitió del Gobierno belga por
disconformidad con la política de no intervención y el 1.º de mayo
dirigió una carta abierta a Léon Blum en la que decía: «¿Hasta
cuándo una imparcialidad irrisoria pretenderá mantener nivelada la
balanza entre el Gobierno reconocido de una nación amiga y los
rebeldes de 1936?».
Por su parte, la U. G. T. de España se había dirigido a la
Federación Sindical Internacional (de matiz socialista) para reclamar
una acción común. Esto coincidió con un acercamiento de
socialistas y comunistas en el plano interior español, que plasmó, en
el mes de abril, en la formación de un Comité de Enlace de los
órganos directivos de los partidos Socialista y Comunista, así como
en todas las direcciones provinciales. Esta orientación, propugnada
con insistencia por los comunistas, era combatida por el sector
socialista que seguía a Largo Caballero. No obstante, el desarrollo
de la crisis de mayo mostró la convergencia de las direcciones
comunista y socialista para solucionarla. En aquel momento, los
comunistas, queriendo ir demasiado lejos, hicieron nuevas
propuestas encaminadas a una unificación total de ambos partidos,
que no encontraron eco en los medios directivos del Partido
Socialista.
Sin embargo, la acción concordante en el Gobierno, en los
Sindicatos y a través de los Comités de Enlace (hubo incluso un
programa de acción conjunta firmado por ambos partidos en agosto
de 1937), no solamente tenía, repercusión en el plano interior, sino
también en el internacional.
Por fin, el 21 de junio ambas Internacionales celebraron una
reunión común en Annemasse. De Brouckère y Adler representaban
la Internacional Socialista: Cachin, Checa, Longo, Dahlem y Bonte la
Comunista. Se llegó a un acuerdo de principio para protestar del
bloqueo de la España republicana y para actuar de común acuerdo
en la medida de lo posible a su favor. Tan frágil acuerdo encontró
serios obstáculos en la práctica. En el sector juvenil también
celebraban una reunión común (pero ésta en España), las
Internacionales de jóvenes socialistas y comunistas, cuyas
delegaciones estaban presididas, respectivamente, por Erich
Ollenhauer y Michail Wolf, ya que la J. S. U. de España estaba
adherida a ambas organizaciones.
La economía en la zona de la junta militar
Hemos visto cómo en ambos bandos —desde sus respectivos
puntos de vista y concepciones— se solidificaban los andamiajes de
la organización estatal. El Ejército, la economía de guerra, la
administración, etc. Hemos mencionado las principales actividades
de los órganos de gobierno, del legislativo (sólo existente, en
sentido jurídico, en la zona republicana), de mando militar, etc. Falta
que sigamos examinando las bases de los esfuerzos de guerra,
según ya lo hicimos para el primer semestre de la contienda.
En la zona de Franco, el mantenimiento de las estructuras
económicas tradicionales y del bajo poder de compra de la
población (sobre todo la de zonas agrarias) evitó trastornos
económicos importantes. Sin duda, escasearon ya una serie de
productos y durante el verano, la conquista de zonas importantes de
población (Málaga en invierno, Vizcaya en junio) empezó a plantear
la cuestión de la «austeridad». La creación del Servicio Nacional del
Trigo, en agosto de 1937, respondía sin embargo a la necesidad de
controlar la producción, la distribución y los precios, más que a un
problema de escasez que sólo se planteó al terminar la guerra. En
las zonas industriales se producía también otro fenómeno: un
elevado tanto por ciento de familias obreras habían visto disminuido
su poder de compra a causa de las medidas represivas o de la
movilización, que en ambos casos determinó la ausencia de los
jornales habituales. En resumen, el fenómeno de alza de precios no
se produjo en esta zona hasta un año después.
La banca privada y grandes empresas se acomodaban a la
situación y obtenían facilidades con el pretexto de la situación de
guerra. No tenía otro sentido el decreto de 17 de febrero de 1937,
según el cual «quedan en suspenso las disposiciones legales y
normas estatutarias relativas a la obligación que afecta a la banca y
sociedades de formalizar los balances al final del ejercicio
transcurrido y de convocar juntas generales de accionistas para
someter a la aprobación de los mismos la memoria, inventario,
cuentas y demás documentos de contabilidad, siempre que se
encuentren en la imposibilidad absoluta de cumplirlos».
La medida, que se explica por el hecho de que numerosas
empresas trabajaban fuera de su sede central (que había quedado
en zona republicana), así como la que eximía a las mismas de todas
las deudas cuyos acreedores se encontrasen en la zona adversa,
facilitaba sin duda sus negocios. También eran éstos estimulados
por el hecho de que la guerra había convertido el Estado en el
principal cliente de la industria.
Los problemas más intrincados de esta zona se relacionaban
con la preponderancia que hubieran de tener las empresas
extranjeras. Las aspiraciones alemanas encontraban sólido respaldo
en sus suministros de armas y hombres para la guerra. Pero ya
hemos visto que la Gran Bretaña enviaba representantes
encargados de defender sus intereses económicos.
La cuestión de las negociaciones económicas, ya prevista en el
protocolo secreto de alianza entre Alemania y la España de Franco,
firmado en Salamanca el 20 de marzo, cobró mayor importancia
durante la primavera, cuando ya se perfilaba la toma del Norte. En el
mes de mayo, una delegación comercial alemana fue a Burgos y
Salamanca con objeto de obtener una serie de concesiones
internacionales. En una reunión celebrada a primeros de junio en
Berlín, Goering planteaba la cuestión de repartirse alemanes y
británicos el hierro de Vizcaya[37]. Por fin, a mediados de julio, se
firmaron varios protocolos comerciales hispano-alemanes en
Burgos. Días antes, el representante de la Rowak había visitado las
instalaciones siderúrgicas y mineras de Vizcaya, que había
encontrado en perfecto estado y con grandes existencias. Bethke,
que así se llamaba el tal representante, había señalado que el 40
por ciento de las minas pertenecía a los británicos. En cuanto a los
propietarios vascos, añadía en su informe, mostraban la mejor
voluntad para enviar sus minerales a Alemania. En lo concerniente a
los protocolos en cuestión, agregaba que: el Gobierno Nacional
Español pagaría sus deudas en marcos alemanes y con un interés
del cuatro por ciento como garantía de la liquidación de sus
obligaciones; Burgos enviaría a Alemania productos alimenticios y
materias primas; el Gobierno alemán se prestaba a «cooperar en la
reconstrucción económica de España» a base de utilizar sus
minerales y materias primas, tanto de la Península como del
Protectorado de Marruecos, y con el personal técnico necesario; el
Gobierno Nacionalista Español se comprometía a facilitar el
establecimiento de compañías españolas, con participación de
firmas y ciudadanos alemanes, para la explotación de recursos
minerales y otras materias primas.
En la zona republicana
Mientras tanto, en la zona republicana, la cuestión central era el
acoplamiento de las necesidades de la guerra a las nuevas
estructuras. Los sectores más importantes de la industria,
concentrados en Cataluña, debían ser la clave de la producción.
Pero, aun en 1937, había muchas fábricas —colectivizadas— que
producían objetos de uso civil para los que ni siquiera existía un
mercado en las condiciones de guerra. Faltaba la coordinación de
las industrias, sobraba el «cantonalismo» de esta o aquella fábrica.
Las palabras del que fue ministro de Industria hasta la crisis de
mayo, Juan Peiró, sobre algunos aspectos del problema, eran bien
elocuentes:
«Teníamos todas las industrias al borde del abismo… Los más
comprometidos en el complot desaparecieron del territorio leal,
abandonando las industrias y surgió la dirección de ellas por los
obreros. Unas se controlaron, otras fueron incautadas, y en lugar de
conservar la economía, la perjudicaron; otras quedaron
colectivizadas y había algunas a cuyo frente quedaban los antiguos
dueños…»[38].
El mismo ministro había expuesto así el problema de las
materias primas de la industria textil catalana, en una nota oficial del
14 de mayo: «Falta de materias primas que hasta ahora han sido
facilitadas por el Ministerio de Industria, pero que en lo sucesivo ya
no se podrán facilitar, porque la actitud de Cataluña, que sigue un
camino unilateral y exclusivista en materias económicas, ha puesto
al ministro de Hacienda de la República en el trance de negarse a
dar divisas para la adquisición de fibras textiles».
«Hace pocas semanas el ministro consignó un crédito de 20
millones para que el Comité Industrial Algodonero tuviera una masa
de maniobra y de 2 800 000 pesetas para el Comité Internacional
Lanero y para compensación a la exportación de tejidos de Cataluña
un crédito de 24 millones al C. I. A., y de 8,5 al Comité Industrial
Sedero (…) El ministro de Hacienda ha intentado comprar a
Cataluña tejidos por valor de 200 millones de pesetas (…) y
Cataluña se ha negado, porque quiere que la venta se efectúe
directamente de Cataluña a los países compradores, sin otro objeto
que quedarse con las divisas. Y la lógica del ministro de Hacienda
es incuestionable: con las divisas de sus tejidos, Cataluña puede
comprar las fibras para tejerlas».
En resumen, los Comités de cada industria (es un poco
exagerado hablar de Cataluña, como hacía Peiró) pedían divisas
para comprar materia prima, pero exportaban por su cuenta y se
quedaban con las divisas producto de las ventas.
Esa ausencia de coordinación fue poco a poco mejorando, no
sólo por disposiciones oficiales, sino por el esfuerzo de las
organizaciones obreras. Con independencia de otro juicio de valor,
hay que reconocer la tenacidad con que el Partido Comunista
propagó la idea de trabajar nueve horas. En muchas fábricas, sobre
todo del Centro y de Valencia, se organizaron con el mismo criterio
brigadas de obreros de choque y se impulsó la producción.
Naturalmente que ese punto de vista era compartido por todas las
personas y organizaciones que daban absoluta prioridad al objetivo
de ganar la guerra como factor condicionante de los problemas
político-sociales.
Pese a las deficiencias señaladas, la producción industrial en el
primer semestre de 1937 señaló un progreso considerable sobre la
del segundo semestre de 1936, a causa del mayor esfuerzo de las
industrias de guerra. Por fin, el 16 de junio, se decretaba la
nacionalización de las industrias de guerra.
En el País Vasco continuó el régimen de propiedad industrial
privada y las sociedades anónimas celebraron normalmente sus
Juntas generales. Las expropiaciones no afectaron más que a
personas determinadas, como el marqués de Urquijo, el conde de
Motrico, etc. La Central Siderúrgica siguió funcionando y fue
autorizada en el mes de marzo a aumentar en 20 por ciento el
precio de los laminados[39]. A finales del mismo mes se creó una
Ponencia coordinadora de industrias, que debía inspirarse en las
necesidades bélicas de la producción, pero no tuvo tiempo de
realizar una acción eficaz. Por otra parte —y como ya hemos visto—
el criterio de dejar intactas las instalaciones (y de no evacuar con
tiempo aquellas que pudieran ser desmontables) favoreció en gran
manera a quienes ocuparon Vizcaya desde fines de junio.
En Asturias, prácticamente aislada, y en Santander (sobre todo
en Trubia y Reinosa) continuaba la fabricación de material de
guerra, aunque las necesidades de materia prima se hicieron sentir
tras la caída de Vizcaya.
En el campo, la situación fue mejorando a pesar de los estragos
de algunas experiencias sociales verdaderamente infantiles. El
Instituto de Reforma Agraria otorgó créditos, aperos, semillas y
fertilizantes a las colectividades y a los propietarios[40] que
trabajaban sus rieras. La extensión de tierra cultivada aumentó en
seis por ciento y se realizaron grandes esfuerzos para la recogida
de cosechas. Pero la economía agraria de la zona republicana, si
bien concentraba productos esenciales de exportación (toda la
naranja, gran parte del aceite) era deficiente en cereales, a
excepción de arroz. Además, los grandes núcleos de consumo
constituidos por las aglomeraciones urbanas de mayor importancia
seguían en poder de la República durante el primer semestre de
1937. Se hizo necesaria una verdadera política de abastecimientos
y en el mes de marzo ya estaba organizado el racionamiento en
todo el territorio republicano. Esta situación y el incremento de los
gastos públicos —sin disminución del poder de compra de la
población— acarreó el alza de precios y, en ciertos casos, la
aparición de un mercado «negro». El aumento de precios en
Cataluña, del primer trimestre de 1936 al primer trimestre de 1937,
fue de 77 por ciento en las subsistencias y de 41 en el conjunto de
precios al por mayor.
En fin, tanto el Gobierno central como el de la Generalidad
hicieron grandes esfuerzos por regularizar la situación financiera, la
recaudación de impuestos, etc.
Otro tanto puede decirse de la administración de justicia y
régimen penitenciario. He aquí el testimonio de un preso político
relevante, Antonio Lizarza, refiriéndose al mes de abril de 1937: «De
esta prisión (la de Portier, en Madrid) habían desaparecido “las
sacas” y solamente había condenados por los Tribunales
populares».
La cultura
Un rasgo peculiar de la actividad oficial en la España republicana
fue la preocupación por la cultura. A esta época corresponden la
inauguración de los Institutos Obreros de Valencia y Madrid, la
formación del cuerpo de Milicianos de la Cultura, cuyos miembros,
integrados a las distintas unidades del Ejército, desplegaron una
inmensa actividad en la alfabetización de soldados, formación de
bibliotecas en los frentes, organización de actividades culturales en
primera y segunda líneas, etcétera. Al mismo tiempo fue
desarrollándose la prensa de las grandes unidades militares. Al
despuntar cada mañana llegaba a las trincheras la prensa
madrileña, que se convirtió en expresión de un fenómeno peculiar:
un ejército en línea de combate con una población de más de un
millón de habitantes a tiro de cañón —cuando no de fusil— de las
líneas enemigas.
En orden a las publicaciones estrictamente culturales, conoció
aquella época la aparición de Hora de España, revista en la que
colaboraron asiduamente Antonio Machado (en ella escribió la
segunda parte de su Juan de Mairena), José Bergamín, Moreno
Villa, Altolaguirre, Dieste, Serrano Plaja, María Zambrano, etc. La
Casa de la Cultura, organizada en Valencia con la participación de
los decanos doctores Márquez y Carrasco (de las facultades de
Medicina y Ciencias de Madrid), el subsecretario de Instrucción,
profesor Roces, León Felipe, Gómez Nadal, Rioja, Núñez Arenas y
tantos otros, publicó sus cuadernos, titulados Madrid, que además
tuvo colaboraciones plásticas de Solana, Ateta, Souto, Prieto, etc.
En fin, es indispensable, señalar la importancia de dos textos de
Antonio Machado: uno muy conocido, dirigido a la Conferencia
Nacional de la J. S. U. (enero 1937); otro, más breve y menos
conocido, dirigido a los estudiantes[41]. Por último, ¿quién podrá
ignorar que Pablo Picasso respondía a la matanza de Guernica al
tomar los pinceles y dar al mundo una de sus mejores obras? Su
Guernica figuró aquel verano de 1937 en el Pabellón español de
Exposición Internacional de París. Entonces fue cuando Marinetti, el
futurista-fascista italiano, se le acercó con la mano tendida. Picasso
le volvió la espalda, al tiempo que le decía: «Estamos en guerra».
CAPÍTULO XIV
DE BRUNETE A TERUEL
Primer intento ofensivo del ejército de la República
Pronto iba a cumplirse un año de la tremenda lucha abierta entre
españoles, agravada por las intervenciones extranjeras. España
estaba partida en dos y frente al Estado republicano surgía otro
Estado. La caída del País Vasco y la dificilísima situación en que
quedaban Santander y Asturias suponía para la República la
pérdida de una región industrial que podría ser utilizada plenamente
por el Gobierno de Franco en mucho mejores condiciones por no
tener el problema de discontinuidad territorial. Suponía también
mayores reservas humanas. El objetivo de liquidar el frente del
Norte estaba también fundado en la perspectiva de poder dominar
mucha mayor extensión de costa y en poder concentrar las fuerzas
militares en las zonas centrales.
El mando republicano, dada la extrema dificultad de
comunicaciones, apenas podía aportar mayor defensa directa al
frente del Norte. Las líneas habían quedado momentáneamente
estabilizadas al comenzar el mes de julio, desde diez kilómetros al
este de Castro Urdiales hasta Valdecebollas, donde enlazaban con
el frente asturiano, pasando por los montes de Ordunte y el puerto
del Escudo. No cabía, pues, sino la defensa estratégica, con el
ataque por otros frentes. Así tuvo lugar la primera ofensiva del
Ejército republicano, que ha pasado a la historia con el nombre de
batalla de Brunete.
Sabemos que este plan había sido preparado desde algún
tiempo atrás por el Estado Mayor de la Defensa de Madrid, con el fin
táctico de separar el frente adversario de la capital, aceptado en ese
momento por el nuevo ministro de Defensa. El general Rojo ha
explicado las ventajas que ofrecía proceder a esa operación en el
frente de Madrid y no en otro cualquiera, a saber: emplear el
máximo de tropas sin debilitar la defensa de Madrid, a la vez que se
resolvía el problema táctico de alejar la amenaza sobre la capital,
emplear tropas buenas y numerosas que atacasen a unidades
enemigas ya desgastadas. En efecto, se estaban creando las
unidades de maniobra y la que ya existía, con preparación
suficiente, era el V Cuerpo de Ejército, creado en Madrid. Para
emprender la ofensiva se movilizaron dicho Cuerpo, al mando de
Modesto (cuyas tres divisiones eran mandadas por Líster,
Campesino y Walter); el XVIII, a las órdenes de Jurado y después
de Casado (sus tres divisiones lo estaban, a las de José María
Galán, Enciso y Gal): el II Cuerpo de Ejército, que estaba en Madrid,
dirigido por el teniente coronel Romero y dos divisiones de reserva
(las de Kleber y Durán) y cuatro brigadas más, situadas también en
la capital. La aviación estaba mandada por el coronel Hidalgo de
Cisneros y la D. C. A. por el coronel Hernández Sarabia[1]. El total
de fuerzas se elevaba a cerca de 50 000 hombres, apoyados por
más de 100 tanques, 150 aviones y 136 cañones.
«Brunete está en una llanura seca, sin árboles y sin agua, donde
no crece más que trigo, cebada, garbanzos y algarroba. Hay que
buscar el agua con burros a tres kilómetros del pueblo, a un
barranco —que es una grieta en el campo— que se pierde a lo lejos,
camino de la sierra»[2].
En aquellas estepas, bajo el sol abrasador del mes de julio, iba a
librarse la batalla. El plan era el siguiente: los Cuerpos V y XVIII,
debían llegar a Brunete y Sevilla la Nueva, y proseguir hasta la
carretera entre Móstoles y Navalcarnero. Parte del XVIII debía
atacar hasta alcanzar Villanueva de la Cañada y Boadilla, y enlazar
con el II Cuerpo —encargado de iniciar el ataque desde Vallecas—
a la altura de Alcorcón, y cortar de esa manera el frente enemigo.
La batalla de Brunete
El 5 de julio se hizo una operación de diversión en el sector de la
Cuesta de la Reina (Aranjuez). En la noche del 5 al 6 comenzó la
ofensiva. El éxito de sorpresa fue plenamente conseguido: la
II División rompía el frente y sus primeras unidades entraban en
Brunete a las siete y media de la mañana. El mando dudaba;
Villanueva de la Cañada, Villanueva del Pardillo y Quijorna
resistieron. Las avanzadas de Líster estaban ante Sevilla la Nueva y
pedían proseguir tranquilamente hasta cortar la carretera de
Navalcarnero. Pero se temía ese avance en flechas sin los flancos
protegidos. Los minutos eran preciosos, pues el adversario movilizó
refuerzos apresuradamente: a las primeras unidades dispersas de
legionarios y regulares y de fuerzas de la 13 División
(Iruretagoyena), se sumó inmediatamente la 13 División, mandada
por Barrón. En ese momento había ya nuevos refuerzos en camino.
Villanueva de la Cañada no cayó hasta la noche del 6. Las banderas
falangistas que la guarnecían recibieron refuerzos y conservaron
durante todo un día sus posiciones. Para ocuparlas, la 15 División
republicana tuvo que sumarse a la 34, que combatía desde la
madrugada. Entonces, parte de las fuerzas de la II División
desviaron hacia su izquierda y llegaron a atravesar el río
Guadarrama en dirección a Boadilla. Pero a la mañana siguiente, las
órdenes del mando eran de continuar el avance inicial hacia el Sur.
Comenzó entonces el ataque secundario por el II Cuerpo de
Ejército, que hizo una profunda penetración en el sector de la
carretera de Toledo, pero por la tarde se produjo una situación
momentánea de pánico que dio al traste con la operación, y fue
preciso replegarse a la base de partida. En cambio, esa misma
tarde, los carros de Líster llegaban hasta las cercanías de Boadilla.
Pero Quijorna y Villanueva del Pardillo seguían resistiendo. Varela
se hizo cargo del mando de los defensores, y el día 8 ya había otra
división más mandada por Asensio. Se trasladaron tropas del Norte:
la 150 División, mandada por Buruaga, la IV y V Brigadas navarras,
la 108 División (que estaba en Galicia) y la aviación de la Legión
Cóndor. El Alto Mando de Salamanca estaba preocupado por la
situación.
La lucha fue violentísima, la potencia de fuegos enorme; la
intervención de numerosos carros y de la aviación la hicieron más
impresionante. No había un árbol ni apenas un matorral; el campo
reseco, más bien quemado por el sol y por el fuego, estaba
desprovisto de todo manantial. El calor aguijoneaba la sed.
Ante Quijorna, bien defendida, la división del Campesino recibió
refuerzos de, la Brigada internacional. Las pérdidas eran
sangrientas. Al cabo, el día 9, penetraron los soldados en el pueblo
lanzando bombas de mano y precedidas de los carros. Quijorna
había caído, pero sólo al cuarto día de combate y tras cuantiosas
pérdidas. El factor sorpresa había desaparecido ya de la batalla.
Al día siguiente, Villanueva del Pardillo era conquistada por
fuerzas de la XII Brigada (con los garibaldinos cabeza) y otras de la
34 División, que hicieron 600 prisioneros.
El 10, dos brigadas de la 35 División llegaban hasta el kilómetro
23 de la carretera entre Brunete y Alcorcón, mientras que la 15
División se batía en el sector de Mosquito y Romanillos. En la
extremidad izquierda del frente republicano se luchó aún por
conquistar Villafranca del Castillo, que sólo quedó 24 horas en poder
de los republicanos. Reinaba la confusión en aquel sector en el que,
junto a los veteranos, habían entrado en fuego reclutas apenas
instruidos. A veces, los proyectiles de la artillería republicana caían
sobre sus mismas filas. Las dos aviaciones libraron una batalla
infernal. El equilibrio de fuerzas frustró por el momento los empeños
de uno y otro bando[3].
Varela, al mando de unos 45 000 hombres, inició la
contraofensiva el día 18, al cumplirse el año de la sublevación. Tras
las pérdidas sufridas por los republicanos, la correlación de fuerzas
había cambiado en su perjuicio. También su aviación era entonces
inferior en número. En cuanto a la artillería de Varela pasaba de 200
piezas. Pero sus primeros esfuerzos se saldaron por un fracaso. Las
fuerzas mandadas por Barren se estrellaron ante Brunete, así como
las divisiones de Asensio y Buruaga, que pretendían cerrar la bolsa.
Asensio ha comentado así esta fase de la batalla: «El 18 comenzó
la contraofensiva proyectada, que fracasó. Hubo que disminuir el
radio con que se quería cerrar la bolsa, en vista de la resistencia
enemiga»[4].
El 23, la enorme concentración artillera y de aviación acabó por
quebrar la resistencia de los republicanos en el sector del río
Guadarrama, donde se creó una situación de desbandada en el
momento en que la violencia del ataque enemigo coincidía con un
relevo de fuerzas de los defensores de Brunete. Aquella tarde, en
medio de una tal tempestad de fuego, pudo hundirse todo el frente
republicano. Los carros enemigos llegaban ya a las primeras casas
del pueblo, donde resistían pequeñas unidades, pegadas al terreno.
En unas horas, jefes y comisarios organizaban grupos escogidos,
contenían la desbandada y reorganizaban las líneas. Se abandonó
Brunete, pero se resistió en el cementerio durante más de
veinticuatro horas. Al día siguiente, se efectuó el repliegue desde
Quijorna. Pero el dispositivo de Valdemorillo había permanecido
intacto. El 26, las tropas de Varela fracasaban en su intento de
apoderarse de Villanueva de la Cañada y de Villanueva del Pardillo.
El 28, la línea quedaba estabilizada con el entrante conquistado por
los republicanos en esos dos pueblos hasta las proximidades de
Quijorna, es decir, tal como había de permanecer hasta el final de la
guerra. La batalla de Brunete, sangrienta y atroz, había terminado.
Como ha comentado el general Rojo, «Brunete había sido un
éxito táctico de resultados muy limitados y un éxito estratégico
también de carácter restringido, pues si se logró plenamente la
suspensión de la ofensiva en el Norte, carecíamos de potencia para
mantener activa nuestra ofensiva, y la del adversario en aquella
región podría reproducirse en cuanto rehiciese sus fuerzas».
El éxito inicial no fue enteramente aprovechado, pues cuando se
había ensanchado la base de los flancos, ya era tarde para lograr
los objetivos de maniobra. La falta de reservas preparadas para
entrar en línea había, esterilizado la operación Brunete preparada
por el Estado Mayor republicano. Esa falta de reservas preparadas
—que ya había impedido sacar más partido de la victoria de
Guadalajara— seguirá siendo un punto débil de los republicanos
durante toda la guerra, unido al más grave —y en parte, relacionado
con él— de la inferioridad de armamento.
Congreso Internacional de Escritores
Un acontecimiento de muy diversa naturaleza, pero coincidente
con la batalla de Brunete y que hacía trascender la guerra de
España a los planos universal e intelectual, fue el Congreso
Internacional de Escritores, que abrió sus sesiones el 4 de julio en el
Ayuntamiento de Valencia[5]. El doctor Negrín saludó a los
congresistas para darles la bienvenida, le respondió el decano de
los reunidos. Andersen Nex, y José Bergantín habló en nombre de
la delegación española. Luego intervinieron Ludwig Reno, Alexis
Tolstoi, Eremburg, Miguel Hernández, Álvarez del Vayo, Julien
Benda, Brauer, Mancisidor, González Tuñón, etc. Antonio Machado
leyó su ya clásico texto El Poeta y el Pueblo. «Era una mañana alta
y clara de sol mediterráneo —ha contado luego Nicolás Guillén—,
después de una noche de bombardeo. Don Antonio estaba vestido
de negro… o de verde, de un verde problemático. Su aspecto era
desaliñado como suele ocurrirles a los que tienen orden en su
cabeza. En su rostro denso, bajo una frente inmensa, lucían sus
ojillos que necesitaban la ayuda de una lupa. Don Antonio hablaba
ante un auditorio atento. Su voz era lenta, grave, llena de ideas y de
imágenes».
Los jóvenes escritores y artistas españoles (Miguel Hernández,
José Herrera Petere, Lorenzo Varela, Arturo Serrano Plaja, Antonio
Aparicio. Miguel Prieto, Arturo Souto, etc.) presentaron, una
«ponencia colectiva» en la que se decía: «Consideramos el
humanismo como una tentativa de restituir al hombre la conciencia
de su valor, por limpiar la civilización moderna del capitalismo…».
Se leyeron innumerables mensajes, entre los que descollaron los
de Romain Rolland y Albert Einstein. El autor de Juan Cristóbal
decía; «Envío a mis compañeros escritores reunidos en Valencia.
Madrid y Barcelona, mis más calurosos saludos. En esas capitales
está reunida en estos momentos la civilización del mundo entero
amenazada por los aviones y las bombas de los bárbaros fascistas,
como lo estuvo la Antigüedad por la invasión de los bárbaros…».
Y el autor de la teoría de la relatividad afirmaba: «Lo único que,
en las circunstancias que enmarcan nuestra época, puede
conservar viva la esperanza de tiempos mejores es la lucha heroica
del pueblo español por la libertad y la dignidad humanas»[6].
El día 7, cuando el cañón tronaba en los campos de Brunete, el
Congreso reanudaba sus sesiones a pocos kilómetros de allí, en el
Auditorium de la madrileña Residencia de Estudiantes. Hablaron
María Teresa León, Koltsov, Marinello, Moussignac, Winlevski,
Renn, Córdoba Iturburu, Strachey, Vicente Sáenz, Nicolás Guillén,
Cortacao, Malraux, Ana Luisa Strong, el chino Seng Ring-hai, de
nuevo Bergamín, Tristan Tzara, Eugenio Imaz, el indio Yalty,
Gustavo Regler, Denis Marion y muchos otros más. El Congreso fue
saludado por el delegado de Instrucción pública, profesor Aguilar, y
por representantes del VI Cuerpo de Ejército, de la F. U. E. y de la
J. S. U. Los delegados regresaron a Valencia y Barcelona. Además
de los citados se encontraban también allí César Vallejo, Octavio
Paz, Anna Seghers, Claude Aveline, André Chamson, Spender, Dos
Passos, Hemingway, el yugoeslavo Teodoro Balk, el checo Erwin
Kisch, el ruso Kelin, el italiano Donini… En la última sesión,
celebrada en París, intervinieron Louis Aragón, Hugues, Heinrich
Mann y Pablo Neruda.
Problemas de gobierno
Tras muchas discusiones en el seno del Gobierno, el 16 de junio
se decidió la detención de los miembros del Comité Central del
P. O. U. M. y la disolución de este partido[7]. Si estas medidas podían
encontrar su explicación y justificación en necesidades de la política
de guerra y en el alzamiento de mayo en Barcelona, no ocurría lo
mismo con la amalgama hecha por los servicios de Seguridad entre
las actividades de ese partido y la de una organización fascista
auténtica descubierta en Madrid por aquel entonces.
Tras una larga instrucción procesal, más de un año, los
dirigentes del P. O. U. M. fueron condenados por los sucesos de
mayo de 1937; pero por atentar contra el orden público y la legalidad
republicana, no por delitos de traición o inteligencia con el enemigo.
En aquellos días surge una complicación más: Nin desaparece de
entre las manos de la policía sin explicación alguna. Los comunistas
afirman que se ha fugado y en las reuniones ministeriales reiteran
su ignorancia de lo sucedido: los anticomunistas, a su vez, han
afirmado siempre, que Nin fue liquidado en la cárcel de Alcalá de
Henares por agentes de la N. K. V. D. soviética; la opinión de
izquierdas se mostraba perpleja.
Una hipótesis serena, con un cieno distanciamiento histórico,
podría encuadrar la muerte de Nin en el mismo capítulo sangriento
que, por aquel entonces, inauguraba el stalinismo. No se olvide que
cayeron comunistas (muchos de ellos veteranos de la guerra de
España) que estaban limpios de toda sospecha. No era éste el caso
de Nin, dedicado, además, desde hacía años, a una labor de
oposición a Rusia y a la política frente-populista; elementos que
abonan, aún más, nuestra hipótesis. En todo caso, hay algo cierto:
la ignorancia de los ministros comunistas españoles. No se trata de
una afirmación aventurada; el clima de confusión y desconcierto del
movimiento obrero internacional llegó a dar por válida la condena de
Tukhachevski y dudó, incluso, de las circunstancias que rodearon la
muerte de Gorki. El marxismo internacional vivía la época de las
grandes crisis: al tiempo que la Unión Soviética apoyaba las
formaciones de frente popular, ayudaba a España y se oponía a la
no-intervención, el stalinismo se lanzaba a la práctica de la
violencia, alimentado así la propaganda ideológica del fascismo
internacional.
En el caso concreto de España, esta conducta política sólo
servía para debilitar y romper el frente unido del pueblo español, con
su gobierno, en defensa de la República.
Dentro de la misma preocupación de establecer una disciplina
sólida de guerra, pero sin matices inquietantes, afrontó el Gobierno
el escabroso asunto de la disolución del Consejo de Aragón, que
asumía aún poderes de orden público, economía, hacienda, etc., y
llegó a ser un verdadero cantón independiente[8].
El Gobierno era de criterio unánime de acabar con aquella
situación de Aragón. La urgencia de las medidas que adoptar se
hizo patente cuando, tras la operación de Brunete, se pensó en
montar una ofensiva en el frente aragonés. Zugazagoitia redactó el
10 de agosto el decreto de disolución del Consejo, al mismo tiempo
que se concentraban en Caspe fuerzas del V Cuerpo de Ejército.
Acontecimientos políticos
En esos meses, si bien se produjo cierta tirantez entre los grupos
políticos que participaban en el Gobierno y un sector de la C. N. T. (y
los amigos políticos de Largo Caballero), se observó, por el
contrario, una tendencia a la unión entre la mayoría de los sectores
políticos que integraban el campo republicano. El 17 de agosto se
publicó el programa de acción conjunta elaborado por el Comité de
Enlace de los partidos Socialista y Comunista, programa mínimo
encaminado a cumplir los objetivos de guerra y la política de buenas
relaciones entre obreros, campesinos y clases medias, a base de la
unidad en los planos sindical, juvenil e internacional, con la consigna
de que los grupos de ambos partidos en el Parlamento, Consejos
provinciales, Ayuntamientos y Sindicatos obraran conjuntamente.
Firmaron este texto, en nombre del Partido Socialista, Juan
S. Vidarte, Ramón Lamoneda, Ramón González Peña y Manuel
Cordero; por el Comunista. José Díaz, Dolores Ibárruri, Pedro
Checa y Luis Cabo Giorla.
Celebróse los días 2, 3 y 4 de julio la Conferencia Nacional de
Estudiantes de la F. U. E., que eligió presidente de la organización
estudiantil a José Alcalá-Zamora. Esta Conferencia invitó a las
organizaciones juveniles a establecer unos lazos orgánicos de
coordinación. Respondiendo a ese llamamiento hablaron en ella
Serafín Aliaga, por las Juventudes Libertarias; Santiago Carrillo, por
la J. S. U.; Noguera, Álvarez y López por las distintas Juventudes de
los partidos republicanos. La Conferencia estudiantil fue seguida de
varias reuniones de las organizaciones juveniles en los meses de
julio y agosto, que dieron lugar a la creación de la Alianza Nacional
de la Juventud, integrada por las J. S. U., Juventudes Libertarias,
Juventudes de Izquierda Republicana, de Unión Republicana,
Federales y la F. U. E.
En Salamanca también se producían acontecimientos políticos.
Serrano Súñer continuaba pacientemente su tarea de modelar los
futuros órganos de gobierno. Las primeras consecuencias de la
unificación fueron de orden militar (sumisión de milicias, calidad de
militante falangista atribuida a todo jefe u oficial del Ejército); las de
orden político precisaban mayor ductilidad. Los objetivos
perseguidos desde la primavera anterior se lograron plenamente
con la publicación del decreto de 4 de agosto de 1937 que aprobaba
los Estatutos de Falange Española Tradicionalista y de las
J. O. N. S., es decir, el partido único. El nuevo partido, organizado
jerárquicamente, tenía como jefe supremo al del Estado. El artículo
47 precisaba: «… el Jefe asume en su entera plenitud la más
absoluta autoridad. El Jefe responde ante Dios y ante la Historia».
La Junta política y la Secretaría, así como el Consejo Nacional, no
pasaban del rango de organismos consultivos. Aun así, la lucha fue
áspera por la secretaría general, a la que accedió Fernández
Cuesta, que si bien representaba a la vieja solera falangista,
también parecía acomodarse al pragmatismo del momento.
Se había llegado a la trilogía Estado-Partido-Jefe carismático,
con la característica de que el segundo de estos elementos estaba
supeditado al primero.
La guerra en el mar
Las posibilidades navales de los republicanos continuaron casi
sin explotarse. Tal vez sea un índice de lo que ocurría el hecho de
que, al caer Bilbao, desertó el jefe de las fuerzas navales del Norte y
fue nombrado para sustituirle el capitán de navío Valentín Fuentes,
quien, al mando de los destructores José Luis Diez, Ciscar y de tres
submarinos, mantuvo durante el verano una de las raras acciones
eficaces de la flota republicana, que rompió repetidas veces el
bloqueo de aquellos puertos por unidades navales de Franco, más
numerosas. Tuvo lugar por aquel entonces el hundimiento del
España, que no se ha sabido si obedeció a ser alcanzado por
bombas de la aviación republicana o a otras causas. En cambio, en
otro acorazado también viejo del campo republicano, el Jaime I, se
produjo una explosión que lo inutilizó definitivamente.
El único combate naval de importancia de este, período fue el de
Cherchell, en que varias unidades republicanas que iban hacia
aguas de Argel, para proteger un convoy de víveres, fueron
sorprendidas por el Canarias, al que se agregaron otras unidades en
el transcurso de la jornada, pues la lucha duró todo el día. Al final, la
presencia de la aviación «nacionalista», sin competidores en el aire,
salvó a sus unidades de una situación delicada.
Batalla y caída de Santander
Franco trasladó su Cuartel general a Burgos, que fue
denominado Terminus. A sus órdenes directas se encontraba el
generar Juan Vigón, mientras que la jefatura de Estado Mayor
estaba a cargo del general Francisco Martín Moreno, El segundo
jefe de Estado Mayor era el coronel Luis Gonzalo y el jefe de
operaciones, el teniente coronel Barroso. Para ese Estado Mayor, el
primer objetivo era liquidar la zona republicana del norte de España,
muy debilitada tras la caída de Bilbao. Así, pues, una vez pasado el
peligro de Brunete, se inició la ofensiva contra Santander. Se
concentraron a tal efecto el Cuerpo de Voluntarios Italianos,
mandado por el general Bastico, compuesto de tres divisiones,
destacamentos de carros y 80 cañones, seis brigadas de Navarra
mandadas por Solchaga y la Brigada de Castilla. Un total de 250
piezas de artillería, la aviación Cóndor y la «legionaria» italiana
apoyaban la operación, en la que participaban algo más de 50 000
hombres. El general Dávila mandaba el Ejército del Norte.
El general Gámir Ulíbarri, que mandaba por su parte el ya
unificado Ejército del Norte republicano, disponía en total de cuatro
cuerpos de Ejército (16 divisiones, de las cuales seis en el frente de
Santander, tres en línea y tres en reserva). Estas unidades estaban
deficientemente armadas y escasas de munición. Su artillería estaba
formada por 102 piezas. Los carros eran pocos y muy usados, de
tipo Renault fabricados en Trubia. Contaban con 36 aviones, la
mayoría viejos y 17 piezas de la D. E. C. A.
Las fuerzas de Gámir Ulíbarri emprendieron ofensivas locales de
diversión en el frente de Asturias, mientras que las acciones de
artillería proseguían en los restantes frentes.
Por fin, las brigadas navarras e italianas se lanzaron al asalto al
despuntar el 14 de agosto y concentraron su ataque no por el sector
de Vizcaya, sino por el Sur y el Sudoeste, tras lo cual lograron
ocupar al final de la jornada el macizo de Peña Labra. La ofensiva
prosiguió al día siguiente hacia Reinosa, con gran lujo de fuerzas; el
16 entraban en la ciudad, cuya fábrica de la Constructora Naval
(adaptada a fines de guerra) era volada por el mando republicano.
La batalla fue encarnizadísima en el puerto del Escudo, donde los
italianos atacaron protegidos por un «techo» de cien aviones. La
situación se agravaba por horas y hubo que proceder a la
evacuación de industrias, material de transporte y heridos. El 22, día
en que cayó Ontaneda, se reunieron los mandos militares, la Junta
delegada de Gobierno del Norte de España y representantes del
Frente Popular. No acudió el delegado del Partido Nacionalista
Vasco, que alegó haber recibido tarde la convocatoria[9]. Se
suspendió la reunión hasta la tarde y entonces se presentó el
presidente Aguirre. Aquel día. Prieto había telegrafiado pidiendo que
se extremase la resistencia, pues la ofensiva de Aragón debía
comenzar en el plazo de 72 horas. Sin embargo, la situación
apurada se agravó más por la conducta de tres batallones
nacionalistas vascos (Padura, Murguía y Arana Goiri),
pertenecientes a la 50 División, que abandonaron el frente,
«concentrándose seguidamente en la débil Santoña, en clara actitud
de indisciplina, alegando que, perdido Euzkadi, ellos no se batían
con quien no tuviese aviación»[10].
En dicha reunión, la mayor parte de los asistentes se
manifestaron por la resistencia a ultranza (el presidente Aguirre, el
comisario de XV Cuerpo de Ejército, el representante de los
socialistas, comunistas y J. S. U.), pese a la opinión del general
Gámir Ulíbarri, partidario del repliegue, por lo que se decidió resistir
por lo menos las 72 horas pedidas desde Valencia. Pero aquella
decisión no pasó de los buenos propósitos, porque el dispositivo se
hundió por todas partes. La misma noche, la caída de Cabezón de
la Sal suponía que la línea férrea y la carretera principal con
Asturias estaban ya cortadas. Hubo jefes que desertaron, mientras
que la actitud de los batallones vascos acampados en Santoña y
Laredo, junto al pánico de la población civil que deseaba evacuar
(otros esperaban alborozados la entrada de las tropas de Franco,
pues Santander era ciudad de matiz derechista), etc., hacían casi
imposibles los esfuerzos por resistir. En la tarde del día 24
quedaban definitivamente cortadas las comunicaciones por
carretera entre Santander y Asturias. Gámir Ulíbarri decidió
inmediatamente la evacuación de las fuerzas hasta una línea
situada en San Vicente de la Barquera, utilizando para ello la flota
pesquera y todo otro barco o motora fondeado en la bahía. Al
anochecer se luchaba con inaudita violencia en el paso de Barreda,
pero fue el último esfuerzo. El 26, cuando ya los republicanos
habían pasado a la ofensiva en Aragón, las unidades italianas y
navarras hacían su entrada en Santander.
Entretanto prosiguió el lamentable incidente de los batallones
vascos que, en Laredo y Santoña, tomaron en serio que iban a
hacer una rendición separada ante los italianos. En efecto, el
dirigente del Partido Nacionalista Juan de Ajuriaguerra fue a
parlamentar con el mando italiano y se firmó un acuerdo según el
cual los soldados vascos, después de rendirse, quedarían libres y
exentos de toda obligación de participar en la guerra. También se
prometía que la población vasca no sería perseguida. El 25 por la
noche entraron los italianos en Laredo y fijaron copias de la
convención en todas las esquinas. La Junta de Defensa, formada
por varios nacionalistas vascos, entregó la ciudad al coronel italiano
Fergosi, al tiempo que dos barcos británicos fondeaban en Santoña
para transportar a quienes prefirieran trasladarse a Francia. Otros
hubo que embarcaron en pesqueros surtos en aquel puerto. Pero el
día 28 se desmoronaron todas las ilusiones. La convención no era
sino un papel mojado y el Cuartel General de Burgos había
ordenado que de allí no saliese nadie. Los italianos emplazaron sus
ametralladoras frente al puerto para obligar a desembarcar a los que
ya estaban a bordo de los buques británicos. Algunos de sus jefes
estaban indignados por el triste papel que les habían obligado a
representar. Y los vascos allí concentrados fueron conducidos a
cárceles y campos de concentración en espera de que se decidiese
su suerte[11].
La consecuencia política de la caída de Santander fue la
desaparición automática de la Junta delegada de Gobierno del
Norte. El día 29, el Consejo provincial de Asturias, al asumir las
funciones de Consejo soberano, destituyó a Gámir, nombró para
sustituirlo al coronel Prada, y llegó hasta dirigirse por telegrama a la
S. de N. que, asombrada, reexpidió el despacho al ministerio de
Estado de Valencia. Prieto se indignó ante esta situación, que no
parecía aclararse. Sin embargo, Belarmino Tomás, gobernador civil
y primera autoridad de Asturias, telegrafiaba a Negrín para
informarle: «Jamás rehuiremos órdenes Gobierno. Dirección guerra
está a sus órdenes como siempre».
La batalla de Belchite
El frente de Aragón, estabilizado desde hacía un año, no era una
verdadera línea, sino una serie de puntos de resistencia y de
observatorios. Creyó, pues, el mando republicano que era aquel el
lugar indicado para emprender una ofensiva cuyo fin estratégico era
la ayuda al frente del Norte. Se trataba de romper el frente por tres
puntos, amenazar seriamente Zaragoza y envolverla si no se
llegaba a ocupar.
Fueron movilizados: el V Cuerpo de Ejército, mandado por
Modesto (con sus tres divisiones de Líster, Campesino y Walter); la
27 División, al mando de Trueba; la 35 por Kleber; el XII Cuerpo de
Ejército, a las órdenes de Sánchez Plaza, con la división de
Vivancos y otras fuerzas, además de las brigadas en línea, de diez
brigadas de reserva, y los servicios generales de tanques y
blindados, D. E. C. A., etc. Dirigía la operación el general Pozas —
jefe del Ejército del Este— con el teniente coronel Antonio Cordón
como jefe de Estado Mayor y Virgilio Llanos de comisario. El general
Vicente Rojo era ya jefe del Estado Mayor Central.
Empezó la lucha el 24 de agosto. A mediodía, la 27 División
había roto el frente y entrado en Zuera. Más al Sur, también avanzó
la 45 División, pero lentamente, por encontrarse muy dificultada su
tarea, puesto que parece ser que el mando divisionario dio tan sólo
órdenes orales y que los de brigada las transmitieron sin previo
reconocimiento del terreno[12].
Al Sur, el V Cuerpo abrió el frente entre Quinto y Belchite. La
primera de estas localidades, sólidamente fortificada, en el altiplano
que domina la seca llanura, resistió toda la mañana, aunque quedó
cortada de Zaragoza por un movimiento envolvente de la caballería
republicana. El combate duró varios días, en medio de un calor
asfixiante. Se ocupó Codo, cuyos defensores (guardias civiles y
requetés) se refugiaron en Belchite. Al anochecer del 25, el ejército
republicano había avanzado por un inmenso boquete que iba desde
las proximidades de Fuendetodos hasta Mediana y el Ebro, pero su
poca costumbre de la guerra de movimiento y la dificultad de
comunicaciones impidieron que la marcha hacia Zaragoza fuese
más sensacional. Por otra parte. Belchite y Quinto, situados en los
dos lados del boquete, seguían resistiendo, y el mando republicano
concedía excesiva atención, una vez más, a vencer las resistencias
de flanco e impedir un eventual estrangulamiento de la bolsa. El día
27 era ya tarde cuando se intentó la marcha motorizada hacia
Zaragoza.
En el Cuartel general Terminus estaban preocupados. El general
Franco salió hacia Zaragoza, pero no llegó a esta capital. Pasado el
pueblo de Alfaro organizó una reunión de jefes militares en la casilla
del Portazgo. Además, Santander ya había caído, y las reservas
iban a afluir sobre el frente de Aragón.
Belchite resistió hasta el 3 de septiembre. (Quinto había caído el
26 de agosto). Sin agua y sin luz, sus defensores se batieron hasta
el último momento. El alcalde murió luchando y su hija fue hecha
prisionera con las armas en la mano[13]. La 35 División, luchando
con análogo coraje, conquistó el pueblo casa por casa e hizo
quinientos prisioneros. En cuanto a la división de Barrón, que había
intentado salvar Belchite, fracasó en su empeño, pero allí se había
cortado el alcance de la ofensiva.
Así terminó la verdadera batalla de Belchite. Aunque desde la
línea Fuentes de Ebro-Mediana-Fuendetodos, la ciudad de
Zaragoza seguía amenazada, los combates que tuvieron lugar a
mediados de octubre en el sector de Fuentes de Ebro no cambiaron
en nada la situación.
La Conferencia de Nyon y la Sociedad de Naciones
Durante el verano de 1937, los submarinos italianos torpedearon
numerosos barcos de países neutrales que se dirigían a los puertos
de la España republicana. Hoy se sabe que actuaban así por
decisión expresa de Mussolini. El Gobierno republicano recurrió ante
el Consejo de la S. de N. y envió una nota a los Gobiernos europeos
denunciando los hechos. Pero los Gobiernos de Londres y París,
sobre todo el británico, temían irritar a los dictadores. Chamberlain
buscaba infatigablemente un acuerdo con Italia. Sin embargo,
después que los submarinos «desconocidos» atacaron el 31 de
agosto al cazatorpedero británico Havok, y hundieron un mercante
de la misma nacionalidad el 2 de septiembre, tal vez también para
evitar que el asunto se plantease en la Asamblea de la S. de N. que,
debía tener lugar el 13 del mismo mes (y de la que estaban
ausentes Alemania e Italia), los Gobiernos de la Gran Bretaña y
Francia propusieron una reunión para el día 6, en la que
participasen además los países ribereños del Mediterráneo y del
mar Negro. Alemania e Italia se negaron a asistir. La Conferencia
tuvo lugar en Nyon —localidad cercana a Ginebra— en la fecha
prevista y participaron en ella los representantes de la Gran Bretaña,
Francia, Unión Soviética, Grecia, Yugoslavia, Turquía, Bulgaria y
Egipto. La U. R. S. S. había pedido que el Gobierno de España, país
mediterráneo, participase en la Conferencia, pero esta sugerencia
no fue aceptada. En verdad, el Gobierno francés, que había tomado
la iniciativa de la reunión, propuso al de Londres que se convocase
también al Gobierno republicano de España, pero Eden disuadió a
sus colegas franceses de tal propósito.
El 14 se firmó el Acuerdo de Nyon que autorizaba a las patrullas
navales franco británicas a atacar a partir de Malta todo submarino
sospechoso que se encontrase en el Mediterráneo. Un acuerdo
suplementario, firmado el día 17, extendió este género de medidas a
la conducta a seguir con los aviones igualmente sospechosos. Pero,
como señala el tratadista norteamericano David T. Cattell, «los
Gobiernos británico y francés abrieron inmediatamente
negociaciones con Italia para convencerla de entrar en el nuevo
sistema de control. Italia —añade—, muy alarmada por los
progresos hechos en ausencia suya y de Alemania, aceptó sin
vacilar la invitación de participar en las patrullas navales. Las
conversaciones sobre el particular se abrieron en París el 21 de
septiembre, y la participación efectiva de Italia comenzó el 11 de
noviembre».
Mientras Italia actuaba así y sus diplomáticos prometían a
Delbos y Eden que no enviarían más ayuda a España, Mussolini
decía a Hitler que la actuación de los submarinos continuaría a
despecho de cualquier decisión internacional.
El 18 de septiembre, Negrín habló ante la Asamblea de la
Sociedad de Naciones en estos términos: «Hemos llegado a un
punto en que empeñarse en mantener la ficción de la no
intervención es trabajar, conscientemente o no, para prolongar la
guerra (…). He aquí lo que el Gobierno de la República se considera
con derecho a pedir: 1.º Que se reconozca la agresión de que
España es objeto por parte de Alemania y de Italia; 2.º Que sobre
esa base, la Sociedad de Naciones examine con toda urgencia los
medios de poner fin a la agresión; 3.º Que se devuelva íntegramente
al Gobierno español el derecho de procurarse libremente todo el
material de guerra que estime necesario; 4.º Que los combatientes
no españoles sean retirados del suelo de España; 5.º Que las
medidas de seguridad adoptadas en el Mediterráneo sean
extendidas a toda España y que se asegure a España la
participación que legítimamente le corresponde».
Sólo los representantes de la Unión Soviética y de México
insistieron en que se condenase cómo agresores a Italia y Alemania.
Litvinov puso de relieve —y no sin razón— la paradoja de que en el
informe de la Secretaría de un organismo consagrado
estatutariamente a salvaguardar la paz y el orden internacionales no
se dijese una palabra de los casos de España y de China, en que la
guerra era ya un hecho.
El asunto se envió a la VI Comisión, que redactó un proyecto de
resolución en otro punto, en el que las aristas hirientes se habían
limado de tal manera que no tenía ninguna finalidad práctica. Se
reconocía de hecho la intervención extranjera y el fracaso de la
política de no intervención[14], pero se perseveraba en ella y se
limitaba a hacer un llamamiento a la buena voluntad de los
gobiernos. La resolución fue aprobada por 32 votos a favor, dos en
contra (los de Portugal y Albania) y 14 abstenciones.
El Comité de Londres
El Comité de Londres vegetaba. Se hablaba de nuevas tropas
italianas enviadas a España, donde el general Bastico pretendía ser
forjador de la victoria de Santander (Franco pidió a Mussolini su
relevo); se sabía que una Compañía Franco-Ibérica, cuyos
armadores residían en Marsella, fletaba barcos noruegos que
desembarcaban material en Lisboa. El 21 de octubre pasaron de
Portugal a España, por Elvas, más de doscientos camiones con
armamento. Y el 29 del mismo mes llegaron por análoga vía 25 000
fusiles le Alemania, que eran la primera parte de un pedido de
80 000.
Mas para Londres el objetivo esencial era ganarse las simpatías
de Italia. La víspera de la reunión del Subcomité, el 15 de octubre,
publicó el Times un editorial cuya inspiración se suponía de fuente
gubernamental: «… La intervención extranjera es en gran parte
responsable de haber provocado y prolongado la guerra civil. Gran
parte del resentimiento que ha causado la rebelión contra el
Gobierno ha sido debido a la influencia de los agentes de la
Komintern, cuya actividad era tanto más notoria cuanto que era
deletérea. Esta interferencia de Rusia en los asuntos españoles, no
menos dañosa por ser secreta y no oficial, ha empujado a Alemania
e Italia a enviar ayuda a la otra parte…».
Como puede verse, ésta era la tesis de los alzados el 18 de julio
y la de Roma y Berlín. Sin embargo, el Foreign Office combinaba los
halagos y las amenazas. Lord Plymouth amenazó, al día siguiente,
con liquidar la No Intervención si no se avanzaba en la cuestión de
la retirada de voluntarios.
En efecto, no se avanzaba ni un palmo. El 4 de noviembre se
aprobó el plan británico de retirada de voluntarios, que debía
someterse a los dos bandos contendientes. En aquel momento, el
Gobierno francés parecía decidido a modificar su actitud. Pablo de
Azcárate cuenta que el 13 de noviembre visitó a Pierre Cot, quien,
no sólo le acogió muy favorablemente —su actitud personal era
inequívoca—, sino que también le declaró que el propio jefe del
Gobierno francés le había hablado de «la conveniencia de estrechar
las relaciones con la República española en el plano militar». Como
consecuencia de sus gestiones en París, Azcárate envió a Negrín
una carta cuyo borrador decía: «Sobre la frontera y el tránsito me
informó ayer Laugier lo siguiente: “Todos los ministros, incluso
Chautemps, están de acuerdo para dejar pasar el contrabando que
quieran”. Eden ha dicho a Delbos: “Que no se abra la frontera, pero
que pasen todo lo que quieran”».
El 20 de noviembre, el general Franco aceptaba el principio de la
retirada de voluntarios, pero con una serie de limitaciones y
condiciones (entre ellas que los voluntarios fueran reintegrados a su
país natal) y a condición de obtener los derechos de beligerancia. El
Gobierno de la República aceptaba por su parte la propuesta el 1.º
de diciembre. La frontera francesa se cerraba de nuevo poco
después.
El Comité de Londres nombró Comisiones y Subcomisiones, y se
discutía sobre los detalles del Plan (la respuesta de Burgos
consideraba como una «retirada sustancial» sólo la de 3000
voluntarios). El mes de enero de 1938 transcurrió en interminables
discusiones. El Gobierno francés se mostraba más enérgico, pero
en el seno del británico Chamberlain, cada vez más decidido a
pactar con los dictadores, pesaba con mayor fuerza que Eden, que
ya se daba cuenta del fracaso de la No Intervención.
La realidad de la política británica se mostraba con mayor
claridad en sus relaciones con la Junta de Burgos. Después de la
caída de Bilbao, Chilton pidió a Sangróniz (en una entrevista
personal) el exequatur para mantener un cónsul británico en la
capital vasca. Sangróniz respondió que la condición para ello era el
reconocimiento de los derechos de beligerancia. Londres respondió
indirectamente, a través de Portugal, que el reconocimiento podría
efectuarse en breve plazo.
Por fin, durante el mes de octubre, tuvieron lugar conversaciones
entre la Gran Bretaña y la Junta de Burgos, que condujeron a un
acuerdo para intercambiar misiones semioficiales. Se firmaron un
acuerdo de clearing, uno sobre pagos del mineral procedente de Río
Tinto y otro sobre ventas de minerales de Vizcaya. Por el lado
rebelde, las negociaciones fueron realizadas por Gómez Jordana,
Sangróniz y Nicolás Franco[15].
El 16 de noviembre fue nombrado «agente comercial británico en
la España nacionalista» sir Robert Hodgson. En realidad era el jefe
de una misión diplomática. Llegó a Salamanca (y después se
trasladó a Burgos) el 16 de diciembre de 1937, acompañado del
consejero comercial y de un secretario de la Embajada británica
ante el Gobierno de la República. Su misión estaba integrada,
además, por dos militares: el coronel De Ronzy-Martin y el mayor
Desmond Mahony. Sir Robert Hodgson fue recibido, por primera
vez, por el general Franco el 1.º de febrero de 1938.
Este acercamiento inquietó en más de una ocasión al Gobierno
de Hitler, pero sus representantes fueron siempre tranquilizados por
el general Franco y los miembros de la Junta Técnica, como consta
en numerosos documentos diplomáticos alemanes de la época.
Realmente, la Junta de Burgos ganaba puntos en el orden
diplomático. En agosto había sido reconocida por el Vaticano como
Gobierno de España y su representante oficioso transformado en
embajador. Hungría siguió el ejemplo británico y nombró un
representante «comercial», y si Austria no llegó a hacerlo fue porque
antes pereció engullida por Hitler. El Japón reconocía a la Junta el
1.º de diciembre, al tiempo que Holanda y Suiza firmaban con ella
acuerdos comerciales.
La caída de Asturias
La guerra seguía implacable. Los hechos de armas en los
sectores de Aragón y del Centro eran de segundo orden frente a la
desigual batalla que se libraba en el Norte, a consecuencia de la
caída de Bilbao y Santander. Comenzó Aranda su ofensiva el 1.º de
septiembre, al frente de tres divisiones (las 81, 82 y 83) y dos
brigadas navarras, mientras que Solchaga atacaba por la costa con
otras cuatro también navarras, más la Brigada de Castilla. El día 9.
Aranda inició la maniobra sobre Pajares y se intensificó la lucha en
el sector de La Robla. Pese a la superioridad de material, Aranda
avanzó muy difícilmente; el 14 ocupó Celleros y el 17 la altura de
Las Perrucas. A partir de ese momento estaban abiertas las bajadas
de los puertos hacia la zona minera, pero la resistencia era tenaz, y,
Aranda, prudente. Por otra parte, Solchaga apenas avanzaba en el
sector del Este. Para avanzar desde Llanes a Posada, es decir,
menos de seis kilómetros las brigadas navarras emplearon trece
días. Las unidades asturianas y otras procedentes del frente vasco
(el batallón Larrañaga, Isaac Puente, etc.) se batían cuerpo a
cuerpo, y contraatacaban, bajo el fuego de la aviación enemiga,
dueña del cielo.
A fines de septiembre, las fuerzas de Aranda, al atacar partiendo
de Riaño, encontraron tenacísima resistencia en la sierra de
Mataporquera. Hasta el 4 de octubre no consiguieron ocupar el
puerto de San Isidro. El 10, las fuerzas de Solchaga ocupaban
Cangas de Onís; ¡a ocupación de Arriondas, el 14, colocó a los
republicanos en una situación muy comprometida, por lo que el
Consejo Soberano de Asturias decidió evacuar el mayor número de
combatientes. En cuanto a la evacuación de la población civil era ya
dificilísima. La aviación no cesaba de bombardear los puertos de
Gijón y Avilés y había hundido el vapor Reina (que había llevado
material de guerra), el destructor Ciscar y el submarino C-B, La flota
de Franco bloqueó los muertos y ningún barco extranjero se atrevía
a evacuar a aquellas mujeres y niños. A esto se añadió la necesidad
de evacuar los combatientes y el 19, las unidades fueron
abandonando las posiciones en dirección a los pitados puertos de
Gijón y Avilés. El día 20 embarcó el Consejo Soberano, pero
decenas de millares de personas quedaron allí y muchas de las que
huían fueron apresadas en alta mar y enviadas a campos de
concentración.
Aquel mismo día las tropas de Aranda y Solchaga tenían
establecido un arco ofensivo Villaviciosa-Infiesto-Pola de Laviana. El
21, desfilaban por las calles de Gijón. La plaza de Toros estaba
atestada de presos. La «limpieza» comenzó en toda la región.
Durante semanas, los piquetes de ejecución funcionaron sin
descanso. Las mujeres de los mineros fueron objeto de
innumerables vejaciones. Las unidades de Regulares tenían carta
blanca en la zona de Mieres. El odio de clase contra los mineros
asturianos estaba cargado de resabios. Durante años, diga lo que
quiera una propaganda unilateral, Asturias vivió un régimen de
ocupación. En contrapartida, varios millares de combatientes que no
pudieron embarcar se replegaron a las montañas, donde durante
largos meses prosiguieron una lucha de guerrillas.
Las radios de Burgos y Salamanca proclamaron: «El trente del
Norte ha desaparecido». Puertos, minas y zonas industriales
pasaban así a su poder; el bloqueo de la zona republicana podía
concentrarse fácilmente en el Mediterráneo. El considerable
aumento de población, si bien planteaba serios problemas de
abastecimiento, ofrecía también nuevas reservas para la guerra.
Además, los 65 000 hombres que habían operado en el Norte (sin
contar las divisiones italianas) podían trasladarse entonces a un
frente ininterrumpido desde el Pirineo hasta Sierra Nevada.
En Valencia, Prieto, considerándose fracasado, presentó la
dimisión, pero Negrín no se la aceptó.
La vida política
El 1.º de octubre se reunieron las Cortes en la Lonja de Valencia.
Martínez Barrio abrió la sesión ante doscientos diputados, algunos
de los cuales pertenecían a los partidos del centro no adheridos al
Frente Popular, entre ellos Portela Valladares. Por primera vez iba a
explicar las presiones de que fue objeto la noche del 16 al 17 de
febrero de 1936. También estaba Guerra del Río.
Negrín leyó la declaración ministerial. Nadie habló en contra. Se
había rumoreado que algunos amigos de Largo Caballero
expresarían su oposición, pero no hubo nada de eso. Intervinieron
los representantes de las minorías: González Peña, Velao, Dolores
Ibárruri… y el Congreso otorgó plena confianza al Gobierno Negrín.
El Gobierno decidió, por fin, el 31 de octubre trasladarse a
Barcelona. Desde mayo, Negrín estaba convencido de que era la
solución más eficaz de emplazamiento del Gobierno. La instalación
del Gobierno central en Cataluña acarreó los inevitables conflictos
de jurisdicción e hirió no pocos sentimientos. Sin embargo, los
conflictos no adquirieron demasiado carácter dramático y la
economía catalana dio un rendimiento más eficaz[16].
Pocos días después (13 a 16 de noviembre) se reunía en
Valencia el Pleno de Comité Central del Partido Comunista.
Los comunistas concentraron su atención en la política de guerra
(reservas, fortificaciones, industrias militares) y se pronunciaron
contra todo intento de compromiso, es decir —y sin decirlo—, contra
la política de Azaña y de ciertos republicanos moderados
(secundada en el exterior por Miguel Maura y Salvador de
Madariaga, entre otros) coincidente con el criterio británico. En esto
coincidían con Negrín y la inmensa mayoría de socialistas,
cenetistas y republicanos. En verdad, este planteamiento era
necesario para evitar la desmoralización sembrada por los eternos
buscadores del compromiso, pero era innecesario en cuanto al
objeto del debate, pues el general Franco había repetido una y otra
vez, en respuesta a ese género de sondeos, que sólo admitiría la
capitulación sin condiciones.
El pleito de la U. G. T. se agravó en el mes de octubre. Largo
Caballero pronunció un violento discurso de oposición, mientras que
la mayoría del Comité Nacional nombró otra Ejecutiva presidida por
González Peña y con Rodríguez Vega de secretario. La anterior
Ejecutiva, presidida por Díaz Alor, con Largo Caballero de
secretario, no reconoció a la nueva. Por fin, gracias a la intervención
de la C. G. T. francesa, se llegó en enero de 1938 a una fórmula
conciliatoria, sugerida por León Jouhaux, y se nombró una Comisión
Ejecutiva integrada por representantes de ambas tendencias, pero
con Rodríguez Vega de secretario.
En Burgos y Salamanca también menudeban los problemas
políticos. La Junta Técnica, esparcida por varias provincias, sin
verdadero poder político, tenía menos peso que el Cuartel general,
donde Sangróniz y Nicolás Franco eran los primeros colaboradores
del Generalísimo. Pero otro colaborador muy inmediato Serrano
Súñer, estimaba que ya era hora de disponer de un Gobierno de
apariencia normal. Legalmente había ya un partido único, pero esa
unidad era muy relativa. En su informe confidencial del 25 de
octubre, el embajador alemán Stohrer (que había sustituido a
Faupel) hablaba de cinco tendencias en el seno de la F. E. T.: los
«camisas viejas» falangistas; los provaticanistas y requetés; los
intelectuales de Acción Española; los de Acción Popular (que él
asimilaba al Centro católico alemán) y los tradicionalistas o
monárquicos puros.
El problema más complicado que se presentó en esta zona en el
orden económico fue el de las negociaciones con Alemania sobre
las minas. Goering, a través de la Hisma y la Rowak, proseguía su
labor de penetración. El Plan Montaña, establecido por los altos
funcionarios de la Hisma, preveía el control alemán de 73 minas
españolas. Pero el acercamiento de Burgos y Londres, después de
Ta caída de Bilbao, inducía a la prudencia a los españoles. Un
decreto del 9 de octubre anuló todas las concesiones hechas desde
el 18 de julio de 1936. Los alemanes se inquietaron, tanto más
cuanto que todavía no habían recibido ni un céntimo en pago a su
cuantiosa ayuda bélica. En Burgos se les dijo que los derechos de la
Hisma no serían afectados, pero la inquietud de Goering «no había
desaparecido enteramente por las declaraciones del generalísimo
Franco sobre la salvaguardia de los intereses alemanes»[17]. Stohrer
y Bernhardt hicieron múltiples gestiones y conversaron de nuevo
con el general Franco, su hermano Nicolás y Sangróniz. Hacia
Navidad se llegó al acuerdo de que una Comisión mixta germano-
española estudiase el asunto. En un memorando de la Embajada
alemana, del 10 de enero de 1938, se dice que el trabajo en las
minas «continúa en gran escala con el consentimiento tácito de los
españoles». Como tendremos ocasión de ver, el asunto Montaña
siguió en primer plano durante todo el año 1938. Por otra parte, y
según los datos facilitados por Bernhardt al ministro alemán de
Asuntos extranjeros, durante el año 1937 se habían enviado de
España a Alemania 2 584 000 toneladas de mineral, de las cuales
1 620 000 de hierro. Los envíos se habían aumentado en el
transcurso del año y la mayor parte procedían de Marruecos (minas
del Rif) y de Bilbao desde que esta zona pasó a poder de Franco.
La batalla de Teruel
El Cuartel general de Burgos preparaba una nueva ofensiva
sobre Guadalajara encaminada, como en marzo de 1937, a envolver
Madrid para provocar su caída. En aquel momento había doce
divisiones escalonadas en el valle del Jalón hasta Medinaceli. El
general Valiño ha explicado así la situación: «Se iba, pues, a
reproducir en gran escala la fracasada operación sobre Madrid que
desde la región alcarreña se intentara en el mes de marzo del
mismo año». Dice también que se habían concentrado tres cuerpos
de ejército en el frente Cogolludo-Salices, entre ellos el italiano,
compuesto de cuatro divisiones.
Pero el Consejo Superior de guerra de la República se había
adelantado a esa operación y, el 8 de diciembre, había decidido
atacar por Teruel, con el objetivo táctico de envolver y tomar esta
ciudad, y el estratégico de impedir el ataque sobre Guadalajara-
Madrid, del que había tenido conocimiento por sus servicios de
información.
Disponía ya el mando republicano de un ejército de maniobra
formado por cinco cuerpos de ejército, de los cuales tres fueron
utilizados para esta ofensiva, en unión de fuerzas pertenecientes al
Ejército de Levante. Los hombres puestos en línea eran 40 000,
distribuidos así: XVIII Cuerpo de Ejército, mandado por el teniente
coronel Heredia (compuesto por las divisiones 34 y 70, cuyos jefes
eran, respectivamente, Etelvino Vega y Toral); XXII Cuerpo, a las
órdenes del teniente coronel Ibarrola, formado por las divisiones 11
y 25, de Líster y Vivancos; XX Cuerpo, dirigido por el teniente
coronel Menéndez, que sólo disponía de la 68 División (al mando de
Trigueros), a la que luego se le unió la 40, de Nieto, todas unidades
del Ejército de maniobra. Al Ejército de Levante pertenecían la
64 División, de Martínez Cartón, y la 39, de Malibrera. Otras dos
divisiones del Ejército de Levante sólo entraron en fuego más tarde,
en el transcurso de la lucha. La artillería estaba mandada por el
teniente coronel Gallego, los ingenieros por el comandante Carrer,
los tanques y carros por el coronel Parra y la D. E. C. A. por el
coronel Jurado. Otras fuerzas del V Cuerpo de Ejército tuvieron que
entrar en línea en fases posteriores de la batalla.
El Ejército republicano consiguió la ventaja inicial de la sorpresa.
En la madrugada del 15 de diciembre, con una temperatura de
varios grados bajo cero, se pusieron en marcha el XXII Cuerpo por
la derecha desde Villalba Baja, y el XVIII por la izquierda, que lo hizo
desde Rubiales. Las fuerzas de Líster, después de infiltrarse por el
río Alfambra y las estribaciones del Muletón, ocuparon Concud poco
después de las diez de la mañana y a mediodía cortaban la
carretera de Teruel a Zaragoza a la altura del kilómetro 173. Al
atardecer, los dos cuerpos de ejército se encontraban delante de
San Blas y cerraban así la bolsa que envolvía ya Teruel. Esta vez de
había avanzado sin preocuparse de los flancos y focos locales de
resistencia, y se había ocupado cuatro pueblos. La 68 División atacó
frontalmente y penetró entre Castralvo y Vallaespesa, por el
Sudeste, en línea recta hacia Teruel.
El frente se derrumbaba: el 17 cayó todo, el entrante de Villastar,
el 18 la Muela de Teruel, el 19 el puerto del Escandón y el
cementerio de la capital. Rey d’Harcourt, coronel que mandaba las
fuerzas de Teruel, replegó sus fuerzas hacia el interior del casco
urbano. Todo inútil; el día 22 las tropas republicanas entraban en la
ciudad. Rey d’Harcourt encastilló a sus hombres en varios reductos:
el Seminario, el Banco de España, el Gobierno civil, la Diputación…
Franco, que tenía ya su Cuartel general en Medinaceli en espera
de la «segunda ofensiva» de Guadalajara, se encontró sorprendido
por la nueva situación. Por fin, el 22 de diciembre, decidía organizar
dos cuerpos de ejército, uno al mando de Aranda y otro al de Varela.
El día 25 puso en línea once divisiones, apoyadas por 296 piezas de
artillería, más del doble de las republicanas. Se ordenó a Rey
d’Harcourt que resistiese a toda costa.
El 29, Varela y Aranda conseguían avances sustanciales y el 31
llegaban a la Muela de Teruel. Pero Rey d’Harcourt había llegado al
límite de sus fuerzas: «No podemos resistir más —comunicó ese
mismo día—. Si mañana no llegáis hasta nosotros nos rendiremos al
enemigo».
La helada noche del Año Viejo fue decisiva. Los republicanos
habían llegado a evacuar Teruel, pero de madrugada habían vuelto
a sus posiciones sin que nadie se enterase. Acudieron reservas a
aquel frente, con lo cual se restablecía momentáneamente la
situación, pero se imposibilitaba toda acción coordinada con otros
sectores, y se condenó la proyectada maniobra. Militares y políticos
de ambos bandos han discutido mucho sobre si era o no posible
otra salida al mando republicano. En definitiva, la falta de
perspectivas, y el llevar y traer desconsideradamente al Ejército de
maniobra contribuyeron en gran medida a desgastar el potencial
militar republicano durante la batalla de Teruel[18].
Durante, los primeros días de enero, las fuerzas de Aranda se
estrellaban en los sectores de Celadas y el Muletón. Este fracaso
impidió a Varela continuar sus ataques en las cercanías de Teruel.
Nevaba cada vez más y las operaciones eran penosísimas. Los
hombres de Rey d’Harcourt eran batidos por la artillería, que
disparaba a cero. El 8, se rindió el coronel, «con noventa por ciento
de bajas en la oficialidad, perdida la moral de la tropa, en la que es
continua la deserción y con mil quinientos heridos sin asistencia por
falta de material sanitario y amenazados de muerte por modernos
medios de combate», dice el acta de rendición firmada por Rey
d’Harcourt y sus oficiales. Al mismo tiempo, caía el reducto de Santa
Clara, mandado por el coronel Barba[19].
Durante todo un mes de enero de durísimos combates, las
posiciones de ambos ejércitos operando en terreno helado no
experimentaron grandes cambios. La contraofensiva tuvo lugar a
partir de la constitución —el 30 de enero— de un Ejército de
operaciones integrado por los cuerpos de ejército Marroquí (con
cinco divisiones), el de Galicia (cuatro divisiones y media), el de
Castilla (tres divisiones y media) y una reserva formada por la
V División y la División de Caballería.
En aquel momento, el mando republicano había sacado fuerzas
del frente. La debilidad de su guarnición es subrayada por García
Valiño, que cita, como ejemplo, que «la totalidad del frente a atacar
por el Cuerpo de Ejército Marroquí estaba cubierto por dos brigadas
mixtas».
El 5 de febrero, ya entrada la mañana, pues la operación se
retrasaba a causa de la niebla, comenzaba aquella gigantesca
ofensiva de 125 000 hombres, apoyados por 400 piezas de artillería.
El frente fue roto y las tropas de Aranda y Yagüe ocuparon
Alfambra, Villalba y una gran extensión de terreno.
Ya era hora, porque los aliados de la Junta de Burgos
empezaban a inquietarse. Stohrer había dicho (informe secreto del
13 de enero) que no bastaba dar a Franco más hombres y material,
sino un número mucho mayor de personal técnico y de oficiales. En
cuanto a Mussolini, estaba irritado, por lo que su embajador
comunicó a Franco que seguirían prestándole ayuda, pero no
indefinidamente. Las cosas no podían alargarse más de seis meses.
Al comenzar febrero, el Duce escribió una nueva carta a Franco,
que debí llevarla el general Berti, pidiéndole una acción, enérgica,
pero en vista de que había comenzado la contraofensiva en Teruel,
Berti y el embajador italiano decidieron no entregarla.
Por otra parte, al finalizar enero se constituía en Burgos, bajo la
jefatura del general Franco, el primer Gobierno con nombre de tal,
del que nos ocuparemos más adelante. La aviación «legionaria»,
partiendo de sus bases de Baleares, comenzó los bombardeos en
gran escala contra Barcelona. También se reprodujeron los ataques
a mercantes de varios países por submarinos «desconocidos» que
surcaban el Mediterráneo.
Después de consolidar la orilla derecha del Alfambra, los
cuerpos de ejército marroquí y de Galicia emprendieron la maniobra
de envolver Teruel. «El enemigo se defendió con tesón en todas
partes —cuenta García Valiño—, sufriendo el día 17, durante seis
horas, los más potentes bombardeos en picado de la aviación
conocidos hasta entonces, con bombas de 200 y 500 kilos».
Añadamos que los Stukas acababan de comenzar su historia militar
en el cielo aragonés. Una vez más, la superioridad de material era
aplastante en favor de las fuerzas de Franco.
Los defensores de Teruel, mandados entonces por Valentín
González (Campesino) quedaron cercados el 20 de febrero. El 21,
cuando ya habían perdido la Plaza de Toros y no tenían otra
munición que bombas de mano, el Campesino, montado en un
tanque, rompió el cerco y regresó al anochecer al puesto de mando
de la División, sito en la Plaza del Torico, después de haberse
entrevistado con Modesto. Quedaban allí dos mil hombres atacados
por todo el Cuerpo de Ejército de Castilla y bajo el fuego de
cincuenta baterías. En Junta de mandos se decidió intentar la salida
y a las diez de la noche los republicanos atravesaron el Tuna a
nado, donde sufrieron no pocas bajas. Con bombas de mano se
fueron abriendo paso, pero más de mil cayeron prisioneros, entre
ellos Palacio, jefe de Estado Mayor de la 46 División. Un puñado de
hombres guiados por el Campesino fueron los únicos que pudieron
llegar a las líneas republicanas[20]. Las líneas se estabilizaron pocos
días después, delante de Alfambra, Valdecebro, Castralvo… El
general Aranda ha comentado así el final de la batalla: «La situación
final fue tablas. El enemigo sólo retrocedió lo indispensable para
ocupar buenas posiciones sólidamente, sin perder el contacto. Los
contendientes se pararon tácticamente, dejando para mejor ocasión
la lucha decisiva»[21].
El primer Gobierno de Burgos
El 30 de enero, la Junta Técnica de Burgos era sustituida por un
Gobierno, presidido por el general Franco[22]. Este tipo de gobierno
respondía al conglomerado de tendencias que en julio de 1936 se
alzó contra «la anarquía», sin que nada permita hablar de
tendencias «sociales». Monárquicos, carlistas, colaboradores de la
dictadura de Primo de Rivera, algún que otro tecnócrata y, sobre
todo, la fuerte personalidad del cuñado del Generalísimo, Serrano
Súñer, hizo saltar literalmente la Secretaría General del Estado,
condición que sin duda requería para ejercer sus dotes de mando.
Sangróniz fue políticamente triturado al enviarle de ministro… a
Caracas (!). Nicolás Franco fue enviado como embajador a Lisboa,
puesto en el que había de permanecer largos años.
También parecía ya engrasado el mecanismo de la nueva
Falange (F. E. T. y de las J. O. N. S.) y su Consejo Nacional se reunió
en Burgos. Sus miembros, designados por el Jefe, fueron
reclutados, para decirlo con palabras de Serrano Súñer, «entre las
personalidades oficiales más destacadas del régimen —generales,
ministros— y los falangistas y requetés que en breve etapa de
prueba se habían dado a conocer con más relieve». Se observará
que el secretario general de la Falange. Fernández Cuesta, se había
visto asignado en el Gobierno un modesto puesto de ministro de
Agricultura, desde el que podía presidir a sus anchas la
contrarreforma agraria.
Mientras tanto, Chamberlain, que tenía sus ideas, inició desde
comienzos de febrero conversaciones con el embajador italiano
Grandi para llegar a un acuerdo general con Mussolini. Eden, que
no compartía el criterio del jefe de su Gobierno, estimaba que tos
italianos no habían hecho honor al gentlemen’s agreement del año
anterior. Todavía el 1.º de febrero, el mercante británico Endymion,
que llevaba carbón a Cartagena, había sido torpedeado por los
submarinos italianos y perdido nueve de sus hombres, más el oficial
de no intervención, de nacionalidad sueca. Eden sostenía que
cualquier pacto con Italia debía ir precedido de un progreso
sustancial en la aplicación del plan de retirada de «voluntarios» en
España, del cual el Gobierno de Roma no quería ni oír hablar.
Chamberlain (apoyado, entre otros, por Samuel Hoare) no veía
más solución que entenderse con el Gobierno fascista, por lo que
Eden presentó la dimisión el 20 de febrero. Chamberlain tenía las
manos libres.
En Francia, los socialistas habían provocado la crisis, al
abandonar el Gobierno el 13 de febrero, y Chautemps formó otro
Gabinete sin ellos.
Aspectos económicos de la situación
Conocemos ya algunos rasgos esenciales de la evolución del
estado económico en ambas zonas. La agricultura producía en
ambas con notorio rendimiento, pese a las dificultades inherentes a
la guerra. En la zona republicana, aunque había déficit de cereales,
ganadería y sus derivados, etc., se disponía de la cosecha de agrios
para la exportación. En la zona llamada nacionalista, el aumento
demográfico producido por la toma del Norte acarreaba un aumento
de la demanda cerealística, pero suponía una aportación de
productos de ganadería, sin referimos, claro está, a la muy esencial
de minas e industria pesada.
En la zona republicana, a pesar de algunos balbuceos y
experiencias fallidas, las nuevas relaciones de propiedad
determinaron un esfuerzo productivo; la cosecha de trigo en esos
territorios fue en 1937 superior en un 9 por ciento a la del año
precedente. En ese verano, se habían distribuido 3 856 020
hectáreas y el Instituto de Reforma Agraria había prestado
72 464 398 pesetas a los campesinos. Según el Instituto, en mayo
de 1938 había 2 432 202 hectáreas expropiadas por abandono o
responsabilidades de guerra. 2 008 000 por utilidad social y
1 253 000 ocupadas provisionalmente, sujetas a revisión.
Al acabar 1937, la producción industrial de la zona dependiente
de Burgos se veía estimulada por la marcha de las operaciones
militares. Sin embargo, comenzaba ya a plantearse un problema
que años más tarde había de ser grave: el desgaste de utillaje y la
baja inversión.
En la zona republicana se realizaron progresos notables en la
coordinación y control de industrias de guerra. Pero aún en otoño de
1937, muchas fábricas catalanas no trabajaban a pleno rendimiento
y otras producían artículos sin objeto ni mercado en plena guerra.
Por el contrario, en otras muchas, tanto en Cataluña como en
Madrid y Levante, se trabajaba en varios turnos, se multiplicaban las
iniciativas obreras, se ayudaba a la industria por equipos de
adolescentes que recogían chatarra, etc. La mayoría de los
dirigentes sindicales comprendían la necesidad de dedicarse los
principales esfuerzos a la industria de guerra.
La Hacienda había vuelto a entrar en orden bajo la dirección de
Negrín. Se volvieron a reanudar los impuestos y los ingresos del
Estado por este concepto fueron, en el segundo semestre de 1937,
superiores en 130 millones de pesetas al segundo semestre de
1936. La restauración del control de fronteras por parte del Estado
mejoró los ingresos de Aduanas: 19,5 millones de pesetas en julio a
diciembre de 1936, 52,8 en el mismo período de 1937 y 98,7 en el
segundo semestre de 1938. Puede decirse que, a fines de 1937, el
Gobierno central controlaba enteramente el comercio exterior y el
funcionamiento de los habituales monopolios del Estado (petróleo,
tabacos, etc.).
En cuanto al comercio exterior de ambas zonas, si tenemos
algunos elementos, aunque incompletos, de los intercambios
respectivos con Alemania y la Unión Soviética, el informe de Arthur
F. Lovedey nos ofrece los referentes al comercio hispano-británico,
pero con el inconveniente de que las cantidades dadas en libras
esterlinas representan sin distinción el comercio con las dos zonas:
Concepto 1935 1937
Importaciones de España 7 035 000 7 310 000
Exportaciones a España 3 430 000 1 179 000
Algunos datos sobre las importaciones son significativos:
aumentaron las naranjas (en 26 por ciento), tomates (en 22), vinos
(en 45), piritas (en 40), pero disminuyeron las patatas (46), nueces y
almendras (en 30). Lovedey añadía que las importaciones de hierro
procedente de España habían aumentado desde que Franco ocupó
el norte del país, lo que él consideraba «un buen augurio para
Inglaterra».
La cuestión eclesiástica
Situada en las antípodas de la cuestión precedente, la relación
del Poder con la Iglesia siguió ocupando un plano importante en
ciertos aspectos de la contienda. También en este punto favoreció a
Franco la toma del Norte y no fue extraño a ella el reconocimiento
de jure de la Junta por parte del Vaticano. Sin embargo, la
instalación del Gobierno Vasco en Barcelona y la orientación del
Gobierno Negrín coincidieron en un espíritu de tolerancia religiosa
en la zona republicana. Varios millares de sacerdotes vivían
libremente en ella y estaban exentos de cumplir el servicio militar.
En la capital de Cataluña se celebraba el culto en numerosas
capillas privadas y se dio el caso de que el padre Torrents, vicario
general «clandestino» de Barcelona, llegó a ser confesor del
ministro Irujo y a bendecir su capilla personal, cuando el ministro de
Justicia de la República le preguntó por el paradero del obispo Irurita
—con objeto de sacarlo de España—, Torrents contestó que lo
ignoraba, falsedad que ha quedado evidenciada por el libro del
padre Montero, varias veces citado, en el que se cuenta como
Torrents actuaba según instrucciones del obispo barcelonés.
También el vicario general «clandestino» de Valencia mantenía
relaciones con Irujo[23].
El 31 de julio de 1937, un texto legal emanado del Gobierno
insistía en el principio constitucional de libertad de cultos y precisaba
lo siguiente; «No existe inconveniente alguno para realizar el culto
en capillas privadas, siempre que tanto las mismas, como sus
ministros, sean autorizados previamente por el Departamento de
Justicia a tales efectos…».
El 7 de agosto se abrieron las dos primeras capillas y el 9 del
mismo mes apareció una Orden en La Gaceta según la cual sería
sancionada toda persona que «denuncie a un ciudadano por ser
sacerdote».
Estos hechos no favorecían en nada la opción que el Vaticano
había hecho en favor de Franco, siguiendo así la política del
cardenal Pacelli, quien, a causa del estado de salud de Pío XI tenía
cada vez mayor hegemonía en la vida diplomática de la Santa Sede.
Por eso no es de extrañar que fuera el Vaticano el que se negase a
la propuesta del Gobierno español de evacuar al obispo de Teruel
(prisionero por su comportamiento beligerante), en las mismas
condiciones que habían sido las de Múgica —esto es, permanecer
en Roma—, con el pretexto de que, en caso de salir debía regresar
a su diócesis.
En cuanto al padre Torrents fue él mismo (probablemente
inducido por el obispo Irurita y las organizaciones políticas
clandestinas) quien negó el permiso para que se abriesen
públicamente iglesias en Barcelona, en un momento en que el
Gobierno estaba dispuesto a ello, y llegó a amenazar con la
suspensión de licencias a los sacerdotes que fuesen a esos
templos.
En verdad, el tema religioso, olvidado o ignorado en las primeras
proclamas de los sublevados de julio de 1936, se había convertido
en una de las mejores armas de propaganda, gracias, en parte, a la
errónea reacción anticlerical de numerosos grupos e individuos de la
zona republicana en los primeros meses de la guerra. Cuando el
general, Franco expuso los fines de su combate a L’Echo de París
(16 de noviembre de 1937), ya se habían hecho públicos la opción
del Vaticano y la Pastoral colectiva de los prelados españoles. Por
eso el Generalísimo no vaciló en decir: «Nuestra guerra es una
guerra religiosa. Nosotros, todos los que combatimos, cristianos o
musulmanes, somos soldados de Dios y no luchamos contra
hombres, sino contra el ateísmo y el materialismo, contra todo lo
que rebaja la dignidad humana, que nosotros queremos elevar,
purificar y ennoblecer».
Aspectos culturales
No es una figura retórica ni una preocupación de rutina, la que
nos obliga a observar reiteradamente estas o aquellas
manifestaciones culturales en la España republicana durante la
guerra. La preocupación cultural y didáctica había sido —y ya lo
hemos visto— un rasgo saliente del régimen desde 1931. La
mayoría de sus gobernantes fueron —antes y durante la guerra—
hombres, de profesión y vocación intelectuales; la mayoría de los
escritores, profesores, médicos, maestros, científicos, artistas, etc.,
estuvo al lado de la República.
Un hecho sintomático es el que durante el primer año y medio de
guerra se aumentasen las escuelas de primera enseñanza, además
de las 800 creadas en los frentes por las Milicias de la Cultura, en
cuyo trabajo participaban más de dos mil educadores (en octubre de
1937 más de 75 000 soldados habían aprendido a leer y a
escribir[24]). Se crearon un millar de bibliotecas en hospitales y
cuarteles, se publicaban regularmente 150 periódicos de unidades
militares en muchos de los cuales colaboraban regularmente
escritores jóvenes como Rafael Alberti, Miguel Hernández, Serrano
Plaja, Herrera Petere, Antonio Aparicio, Sánchez Barbudo, Emilio
Prados, Garfias, Chabás, Altolaguirre, Izcaray, Sánchez Vázquez,
Rejano, etc. En todas las regiones de Levante y Cataluña se
organizaron colonias y guarderías para más de 60 000 niños
evacuados de las zonas próximas a los frentes.
En septiembre de 1937 apareció en Valencia un libro de poemas
que había de señalar una fecha en la historia literaria de España:
Viento del pueblo, del ya citado Miguel Hernández. El libro, editado
por Socorro Rojo, estaba, dedicado a Vicente Aleixandre: «Nuestro
cimiento será siempre el mismo: la tierra. Nuestro destino es parar
en las manos del pueblo… El pueblo espera a los poetas con la
oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo».
CAPÍTULO XV
DE TERUEL AL EBRO
Se inicia la maniobra de Levante
La batalla de Teruel había desgastado las fuerzas republicanas,
entre ellas el Ejército de maniobra traído y llevado en el curso de la
misma sin un criterio fijo del mando supremo. El ministro de
Defensa, Indalecio Prieto, se hallaba evidentemente deprimido. Al
Evacuarse Teruel, antes de que los franquistas se diesen cuenta de
que la ciudad había sido enteramente abandonada. Prieto lo hizo
público en el parte de guerra. Como Rojo le preguntase la causa de
tan extraña actitud, el ministro respondió que: «no quería que la
ocupación de Teruel por los rebeldes se diese exclusivamente a
través de las radios facciosas…»[1].
El momento era, pues, poco propicio para los republicanos, y
cada día que pasaba contaba para tomar la iniciativa. Sin duda,
había acontecimientos favorables a los republicanos, pero eran
menos importantes que la correlación de potenciales militares al
comenzar marzo de 1938. Entre ésos debe citarse, en primer lugar,
la intensa actividad guerrillera en el Norte. A primeros de marzo,
Franco decía a Stohrer que 18 000 republicanos que habían
quedado armados en Asturias sólo habían sido capturados dos mil,
y cuya actividad había retrasado la proyectada operación sobre
Madrid en el mes de diciembre. En realidad, la actividad guerrillera
se desarrollaba también por Extremadura y Andalucía, pero se
trataba de grupos reducidos con la misión de volar puentes y líneas
férreas, dar golpes de mano aislados, etc. La guerrilla como unidad
de combate no llegó nunca a desarrollarse.
Otro acontecimiento, más espectacular que eficaz, fue el
hundimiento del crucero Baleares, el 5 de marzo. Dos cruceros y
tres destructores de la flota republicana se encontraron cerca de
Ibiza con el Almirante Cerrera, Baleares y Canarias. Los
destructores lanzaron por dos veces sus torpedos. Cinco minutos
después saltaba el Baleares y se hundía con la mayoría de su
dotación. Ubieta, que mandaba las fuerzas republicanas, no quiso
perseguir a los otros dos cruceros, y ordenó el regreso a Cartagena.
En verdad, la flota republicana había sido bien poco eficaz, si se
exceptúan algunos casos aislados. Atemorizada o ineficaz, no hizo
frente al enemigo cuando la caída de Málaga, ni jamás hizo acto de
presencia en el Mediterráneo para atacar, a los barcos que
transportaban material para el enemigo o para defender los que
venían a los propios puertos. En el momento que nos ocupa, el
crucero Miguel de Cervantes, completamente renovado, se
incorporó a la flota y fue desde entonces el buque insignia. Pero la
escuadra permaneció inactiva cuando, al llegar las tropas
adversarias a la costa levantina, en abril de 1938, hubiera podido
actuar con eficacia. Una excepción fue la del destructor José Luis
Diez, que forzó el paso del Estrecho, a fines de 1938, y fue luego
internado en Gibraltar.
El día 9, cien mil hombres integrados en los cuerpos de ejército
Marroquí (Yagüe), de Galicia (Aranda), de Tropas Voluntarias
(italianos) y la División de Caballería, apoyados por 150 piezas de
artillería, rompían el frente republicano por la línea Viver-Rudilla-
Belchite-Quinto, en dirección al Este, para alcanzar el Guadalope,
donde Rojo concentró los refuerzos que pudo desde Alcañiz a
Caspe. Pero el mando nacionalista lanzó a su vez tres nuevas
divisiones traídas de otros frentes. La desproporción de fuerzas era
evidente, y además el desconcierto y la falta de coordinación
dominaban en el alto mando republicano, aunque algunas de sus
unidades se batían locamente con ejemplar valor. Aranda sólo pudo
tomar Montalbán el día 13, tras penosos esfuerzos. Mas Alcañiz ya
había caído. Se dio el caso de que la 35 División recibió la orden de
defenderlo cuando ya estaba en poder del enemigo. En ausencia de
Walter, el italiano Luigi Longo tuvo que hacerse cargo del mando de
la División y marchar hacia Caspe sin saber en manos de quién
estaba esta ciudad. Pero aún estaban allí los republicanos, que
durante una semana contuvieron las fuerzas de Yagüe hasta el día
17.
(Al mismo tiempo [el 13] las divisiones hitlerianas habían
invadido Austria y realizado el Anschluss bajo el signo de la cruz
gaznada. Chamberlain se aterraba cada día más, y en París el
nuevo Gobierno formado por Léon Blum 48 horas antes, se inquietó
sobremanera por el giro que tomaba la situación. Mas en el Palais
Bourbon, la derecha, por boca de Flandin, le negó su apoyo y
declaró que el único peligro era el comunista).
Por otra parte, aquellos días se reunió la Ejecutiva del Partido
Socialista y Prieto declaró que todo estaba perdido y que la guerra
se acababa en unas semanas. El ministro repitió lo mismo ante el
Consejo Supremo de Defensa. «He escrito una carta a mis hijas —
precisó Prieto— diciéndoles que hemos entrado en el último
episodio. Preveo el desenlace para el mes de abril… La frontera nos
será cerrada con bayonetas, y se podrán contar con los dedos los
españoles que consigan alcanzarla».
Negrín tomó el avión para París, donde tuvo que esperar a que
se resolviese la crisis. Encontró buena acogida y a la pregunta de
«¿qué podemos hacer por vosotros?» respondió: «Necesitamos el
envío de divisiones, de 200 cañones pesados y 150 aviones de
caza». Le respondieron que lo de las divisiones era imposible;
tampoco podían dar aviones. Darían los cañones «que no es
material nuevo, pero sí bueno» y facilidades para el paso de armas
por la frontera.
Nada se concretó[2]. El frente del Este se hundía por momentos.
Prieto repetía a todo, el que quería oírlo que la guerra estaba
irremisiblemente perdida y, al final, enteramente aplanado, ni
siquiera respondía a los telegramas que llegaban del frente. Azaña
tenía la misma opinión, y entre ambos habían convencido a Giral,
ministro de Asuntos extranjeros.
Mientras tanto, el mando militar de Burgos había ordenado ya el
paso del Cinca o del Segre por el Norte y el avance, desde el Ebro
hacia el Sur, para tomar Castelló, Sagunto, separar Cataluña del
resto de la zona republicana y caer sobre Valencia. La acción debía
comenzar simultaneando la ofensiva al norte del Ebro, desde el
Gállego al Cinca, con el comienzo de la maniobra de Levante
(ruptura de la línea del Guadalope y avance por Alcorisa hasta
Morella).
Hundimiento del frente republicano de Aragón
Esta segunda parte de la ofensiva fue precedida de bombardeos
para sembrar el terror en Barcelona, como jamás hasta entonces,
había conocido la historia militar. El Gobierno de Mussolini estaba
sumamente inquieto por las noticias que teñía de una posible
intervención francesa en favor de la República[3]. Y sus aviadores,
que salieron de la base de Mallorca (pero también acompañados de
algunos alemanes) atacaron Barcelona la noche del 16 al 17 de
marzo con bombas de enorme potencia. El bombardeo se repitió
varias veces durante los días 17 y 18. Mil trescientos muertos, más
de dos mil heridos, centenares de casas pulverizadas, las calles
llenas de una mezcla de sangre, escombros y piltrafas humanas,
fueron el resultado. «Barcelona bombardeada. La ciudad abierta por
los cuatro costados al azar trágico de los aviones italianos,
esparrancada en las laderas del Tibidabo y Montjuic, llana hacia San
Andrés. Festoneada del mar traidor que no deja distinguir los
aviones hasta que se avistan (…). Desde hace tres días, las bombas
van subiendo por la ciudad como una marea…»[4]. Este género de
guerra aérea de exterminio despertó la indignación en todas partes.
Stohrer anunciaba a su Gobierno que esos procedimientos sólo
servían para estimular la resistencia de los «rojos». El embajador
alemán añadía que los bombardeos habían sido realizados por
italianos y que no habían tenido objetivos militares. El propio Franco
hizo decir a uno de sus oficiales de enlace que «estaba muy
indignado» y llegó a decirle a Stohrer que ese bombardeo «era una
torpeza». Llovían sobre Burgos las protestas de todas las partes del
mundo y el embajador nazi decía que la Legión Cóndor no era
responsable del crimen. Sin embargo, en otras incursiones análogas
fueron derribados aviones alemanes y hechos prisioneros sus
pilotos. Uno de ellos, Kurt Kaener, que estaba en España desde
octubre de 1936 y pilotaba un Heinkel 111, respondió riendo, al
preguntarle por qué bombardeaban ciudades abiertas: «¿Otra vez el
cuento de las mujeres y los niños? (mujeres y niños lo decía en
español). ¡Cuánto ruido! Hace poco, después de un bombardeo, vi
unas columnas de humo. ¡Probablemente era humo de mujeres y
niños!»[5].
La ofensiva continuaba. Diez divisiones (un total de 110 000
hombres, 404 piezas de artillería) atacaban en un extenso frente,
desde Huesca a Quinto, sector defendido por 35 000 soldados
republicanos y 87 piezas de artillería. Delante de Huesca, el
X Cuerpo de Ejército resistió más allá de los límites humanos.
Muchos de sus hombres se dejaron aplastar por los carros
enemigos, pero finalmente sus líneas fueron desbordadas. El
Cuerpo de Ejército de Navarra, mandado por Solchaga, entraba el
día 28 en Barbastro y se unía al día siguiente, en Monzón, con el
Cuerpo de Ejército de Aragón, que ya había ocupado Sariñena y
alcanzado así el objetivo del río Cinca. El Cuerpo de Ejército
Marroquí, a las órdenes de Yagüe, avanzó por Pina y Bujaraloz,
precedido por 60 carros y cubierto por 160 aviones. El 28 de marzo,
los moros ocuparon Fraga. Lérida, defendida por la 46 División, fue
atacada por todas partes desde el 31 de marzo. La población huyó
casi en su totalidad y gran parte de la ciudad no era ya más que un
montón de ruinas. Estas ruinas deshabitadas fueron ocupadas por
los tanques de Yagüe el 3 de abril, no sin tener que vencerlas
últimas y enconadas resistencias de los hombres de la 46 División.
El frente quedó allí estabilizado, pero más al Norte, las fuerzas de
Solchaga acababan de conquistar el Valle de Arán. No obstante, en
la bolsa de Bielsa, la 43 División iba a resistir durante varios meses,
al cabo de los cuales se vio obligada a pasar la frontera. Una vez en
Francia, de sus 4500 hombres, 185 eligieron, pasar a combatir a la
zona de Burgos; los 4315 restantes regresaron a Barcelona para
proseguir la lucha[6].
Al sur del Ebro, la Agrupación de Divisiones mandada por García
Valiño y el Cuerpo de Ejército italiano atacaron en el sector del
Guadalope el 26 de marzo, tras una «preparación artillera —dice
García Valiño— de dos horas, en la que intervinieron 21 baterías en
un frente de un kilómetro». La infantería avanzaba apoyada por
«cadenas» de aviones que volaban a escasísima altura. Intervino
otra vez la artillería y, según el jefe de las fuerzas atacantes, «al
terminar esta nueva preparación, el enemigo seguía inconmovible,
rompiendo el fuego de armas automáticas con la misma densidad
cada vez que nuestra infantería intentaba el avance».
Solamente, al final de la jornada, consiguieron los hombres de
Valiño ocupar algunas cotas. Al día siguiente, la situación seguía
invariable y sólo por la noche se ocuparon otras cotas. Pero las
tropas que así se defendían eran unidades improvisadas que
gracias al coraje de jefes y soldados, cubrieron un boquete de 60
kilómetros abierto días antes por el desmoronamiento del XII Cuerpo
de Ejército. Hacia el Norte, también quedaron deshechos los
Cuerpos X y XI. La situación se agravaba por momentos debido a la
confusión, la falta de enlaces y comunicaciones, la desorganización
de bastantes unidades y la depresión de ánimo del Mando de
Barcelona. Rojo ha explicado que a estos cuerpos de Ejército las
faltaba el 30 por ciento de hombres y el 40 de armamentos. «Habían
construido un esqueleto de ejército con el propósito de irlo
rellenando gradualmente con los elementos necesarios para
combatir; pero aún no habíamos alcanzado la meta porque nunca
veíamos llegar los medios que para ello eran precisos».
Rota la línea del Guadalope, los italianos y la Agrupación Valiño
avanzaron hacia Gandesa, pero fracasaron en el ataque frontal. No
obstante el 3 de abril, con fuerzas netamente superiores, entre las
que figuraban dos divisiones italianas, consiguieron ocupar dicha
plaza. A partir del día 4, la XI División libró una batalla en el vértice
del Rey para permitir el repliegue general de las unidades
republicanas al otro lado del Ebro. Todavía contraatacó Líster para
tomar Cherta el día 7, de donde, sólo se replegó el 13. En la otra
orilla iba a organizarse el Ejército del Ebro. Durante estos días, en el
extremo sur del frente, el Cuerpo de Ejército de Galicia consiguió
llegar hasta Morella.
Crisis en Barcelona
El ambiente político se cargaba en Barcelona. El mismo día del
infernal bombardeo de la ciudad (16 de marzo), el Partido
Comunista y el P. S. U. de C. habían convocado al pueblo para exigir
al Gobierno la continuación de la guerra y la sustitución de los
ministros remisos a la lucha. Se adhirieron a la manifestación la
C. N. T., la U. G. T. y la J. S. U. Los manifestantes fueron al palacio
de Pedralbes, donde se celebraba Consejo de ministros y una
comisión fue recibida por Negrín[7]. Prieto pensó que la
manifestación había sido aconsejada a los comunistas por el propio
jefe del Gobierno. Pero además se había declarado incompatible
con Jesús Hernández, a quien atribuía, no sin razón, unos artículos
contra su política en Defensa nacional, firmados con el seudónimo
de Juan Ventura y publicados en el diario comunista Frente Rojo.
La U. G. T. y la C. N. T. decidieron respaldar la política de resistir
a toda costa. Mas ése no era el ambiente en ciertos medios
ministeriales. El desánimo de algunos ministros había llegado a
tales proporciones que el 27 de marzo, cuando Negrín pedía al
embajador de Francia, Labonne, la aplicación de las decisiones
adoptadas en París con Blum y Boncour (es decir, abrir la frontera),
el embajador le respondió que el ministro de Defensa y el de Estado
no creían posible prolongar la resistencia más allá de quince días.
Labonne, con la mejor voluntad, no tenía otra idea que poner un
buque de guerra a disposición de los miembros del Gobierno para
que pudieran salvarse (propuesta que también hizo a Giral).
También ofreció una mediación franco británica, pero cuando Negrín
le preguntó si esa gestión podría dar algún fruto, le respondió que
no.
En estas condiciones se reunió al día siguiente el Consejo
Supremo de Guerra con los altos mandos, mientras las posiciones
del frente se hundían una tras otra. Prieto estuvo más pesimista que
nunca y atacó con tremenda rudeza a los jefes militares e intentó
hacerles responsables de lo ocurrido. Al final de la reunión, Negrín
se esforzó por asegurar a dichos jefes —que realizaban ímprobos
esfuerzos para evitar el hundimiento total de los frentes— que
gozaban de la confianza del Gobierno.
El día 29, al reunirse el Consejo de ministros, Negrín habló de la
propuesta de mediación hecha por Labonne. Prieto insistió en su
criterio de que no había nada que hacer; Azaña habló en términos
pesimistas; Irujo mostró sus dudas…, pero el Gobierno decidió que
no había más salida que continuar la lucha.
Aquella noche misma, el jefe de Gobierno pensó que tenía que
prescindir de Prieto como ministro de Defensa. El día 31, Negrín
propuso a Azaña las siguientes modificaciones en el Gobierno: el
presidente se encargaría además de la cartera de Defensa; Méndez
Aspe, de la de Hacienda; Álvarez del Vayo, de la de Estado; Giral
iría a Instrucción pública y Prieto sería ministro sin cartera o de
Obras Públicas. Azaña pidió dos días para reflexionar. Mientras el
presidente de la República reflexionaba caían Lérida, Gandesa…
Azaña habló con Prieto, luego con Negrín. Citó para el día 4 los
representantes de las organizaciones políticas y Negrín se negó a
asistir, a la reunión. El 5, Azaña aceptó, por fin, lo propuesto por el
presidente del Concejo, aunque Prieto se opuso terminantemente:
Defensa o nada. No quería ser un ministro «decorativo»[8]. Pero el 6
de abril quedó formado el nuevo Gobierno[9].
La política de resistencia que caracterizaba a este Gobierno
encontró el apoyo de la mayoría de las organizaciones, sobre todo
las obreras. La J. S. U. lanzó una campaña para reclutar dos
divisiones de jóvenes voluntarios. En pocos días, pese al
escepticismo de unos e incluso a los frenos puestos por algunas
autoridades de nivel medio, miles y miles de muchachos que por su
edad no habían sido aún llamados a quintas, fueron así
encuadrados y enviados rápidamente a las unidades militares[10]. La
frontera continuó abierta, por el momento, lo que permitió traer por
vía terrestre (la única posible desde hacía ya tiempo) el material
soviético y algún, otro comprado en diferentes países. Sin embargo,
a los dos días de formarse el nuevo Gobierno Negrín, la negativa del
Senado francés a otorgar plenos poderes financieros al Gobierno
Léon Blum-Paul Boncour provocaba su caída. El día 9 se formaba
en París un Gobierno, mucho más moderado, presidido por
Daladier, con Georges Bonnet en Asuntos extranjeros. No obstante,
la frontera seguía abierta. ¿Iba a durar mucho esa situación? Se
aprovechó desde luego para reponer fuerzas.
El nuevo Gobierno de la República no estaba ya en condiciones
de impedir lo que era punto menos que irreparable: la llegada de las
fuerzas de Franco al Mediterráneo y el consiguiente tajo que dividía
en dos el territorio republicano. Desde Morella, el Cuerpo de Ejército
de Galicia aprovechó la situación para marchar en línea recta hacia
el mar. La división mandada por Alonso Vega llegó a Vinaroz el día
15. El mando republicano había tenido, con todo, tiempo de tomar
medidas militares y administrativas para adaptarse a la nueva
situación creada.
En la parte meridional, la ofensiva continuaba. Los italianos
ocuparon Tortosa el 18, pero no pudieron avanzar más. El día 21,
tres divisiones de las que habían llegado al Mediterráneo atacaban
hacia el Sur y llegaban a ocupar la línea Chisvert-Cuevas de
Vinromá, a costa de combates durísimos en los que sufrieron tres
mil bajas. Simultáneamente, el Cuerpo de Ejército de Castilla
(mandado por Varela), pasaba a la ofensiva, partiendo del sector
Montalbán-Ejulve, y lograba una importante penetración hasta
Alcalá de la Selva, con lo que situaba las líneas a una altura paralela
a Teruel. Se creaban así las premisas para librar la batalla del
Maestrazgo, con los objetivos finales de Castellón. Sagunto y
Valencia. Mas la ofensiva sufrió un alto de varias semanas.
Pacto ítalo-británico y vida política
Un día después de que Alonso Vega alzase la cruz al llegar
victorioso al mar, Chamberlain veía cumplido el sueño acariciado
desde tiempo atrás, y que se había convertido en obsesión después
de la entrada de los hitlerianos en Austria: el pacto ítalo-británico.
Éste era firmado el 16 de abril y, tras confirmar el Acuerdo de enero
de 1937 sobre el statu quo en el Mediterráneo. Italia se
comprometía a retirar todos sus voluntarios de España, «cuando
terminase la guerra española», a no dejar tropas en la Península ni
ocupar las Baleares; declaraba, además, que no tenía ningún
interés territorial en la Península. Esta fórmula, que implicaba la
aceptación de la presencia de tropas italianas en España mientras
durase la guerra, tenía como contrapartida —si la expresión no es
demasiado irónica— el reconocimiento del Imperio italiano en
Etiopía por el Gobierno de Londres. Gran parte de la opinión
británica —y entre ella Churchill, que empezaba a cambiar de
criterio sobre la cuestión española— recibió mal esta claudicación
ante Mussolini. En cambio la sustitución de Paul Boncour por
Georges Bonnet en el Quai d’Orsay era favorable a los designios del
jefe del. Gobierno británico.
El mejor comentario a esta política de Chamberlain no salió de
labios de un estadista, sino de la pluma de un gran poeta y escritor:
Antonio Machado: «Aludiendo a la cuestión española, ha dicho
Chamberlain (escribía Machado en La Vanguardia del 27 de marzo
de 1938): “no seré yo quien se queme los dedos en esa hoguera”.
Es una frase perfectamente cínica y perversa. Por fortuna Inglaterra,
un gran pueblo de varones, no puede hacer suya la frase que está
pidiendo a gritos el fuego que abrasó a Sodoma».
Y un mes después: «La paz circundante es un equilibrio entre
fieras y un compromiso entre gitanos (perdón, ¡pobres gitanos!),
llamémosle mejor un gentlemen agreement… El patriotismo
verdadero de esas dos grandes democracias, que es el del pueblo,
está decididamente con nosotros, pero quienes disponen aún de los
destinos nacionales están en contra nuestra».
Mientras tanto, la ayuda ítalo-alemana continuaba en aviadores y
personal especializado. A fines de mayo señalaban la salida de
aviadores de Roma y a primeros de junio salían de Berlín, con
rumbo a España, aviadores acompañados por ingenieros
especializados del ministerio alemán del Aire. Durante ese mismo
mes llegaron nuevas tropas italianas. La frontera de Francia con la
de Cataluña republicana siguió abierta durante el mes de abril. Pero
las presiones de Chamberlain sobre Daladier eran cada vez
mayores. A fines de aquel mes se establecieron contactos entre
París y Burgos con el fin de que Francia nombrase un agente
diplomático oficioso para representarla en la zona rebelde, donde la
situación política no era tan buena como podía hacerlo suponer la
progresión de sus ejércitos. Cada vez que éstos volvían a detenerse
y frustraban las esperanzas de un rápido fin de la guerra (y ése era
el caso desde las últimas semanas de abril) se producía una
decepción en la opinión fatigada de guerra, de movilizaciones,
afectada además por la subida considerable de precios que, por
primera vez, se producía en gran escala en esta zona.
Por otra parte, continuaban las disensiones entre los diversos
grupos que habían integrado el Movimiento. Un discurso de Yagüe
—conocido por sus preferencias falangistas— pronunciado el 19 de
abril, con motivo del primer aniversario de la Unificación, produjo
mucho revuelo: criticó la represión, la ausencia de medidas sociales,
la conducta de alemanes e italianos, y alabó el valor de los «rojos» y
«azules». El resultado inmediato fue que se le quitó durante cierto
tiempo el mando de fuerzas combatientes. Sin embargo, ese tipo de
incidentes, los rumores que corrían sobre la enemistad de Queipo
con Franco, la posibilidad de una restauración monárquica, la ayuda
francesa a los «rojos», etc., contribuían a mantener cierto clima de
inquietud.
Por lo que se refiere a «reformas sociales», el 9 de marzo había
sido promulgado el Fuero del Trabajo, documento que reunía, junto
a declaraciones de principio la naturaleza fascisto-tradicionalista,
otras concernientes a derechos sedales y, por último, la
institucionalización del Sindicato Vertical (que agrupaba a obreros y
patronos) como instrumento al servicio del Estado[11].
El contenido del Fuero, cuyo parentesco con la Carta di Lavoro
italiana es difícil de refutar (salvo en diferencias de nomenclatura y
que el texto español es más tradicionalista y su organización sindical
más cerrada), fue objeto de debates y querellas entre Consejo
Nacional y Gobierno, aunque se trataba más bien de una
declaración programática, algo así como la llamada parte dogmática
de una Constitución[12].
El interés del asunto residía en la organización de los Sindicatos,
prevista ya en la ley de Administración Central del Estado, de 30 de
enero de 1938, al crear un Ministerio de Organización y Acción
Social (para el que fue nombrado González Bueno), que debía
encargarse, entre otras cosas, de los Sindicatos. Quedó pues, bien
claro, que el Sindicato Vertical (del que jamás había hablado la
Falange primitiva[13]), iba a ser una Corporación de Derecho público,
verdadero apéndice del Estado. En cuanto a los derechos
«sociales», éstos cuadraban mal, en aquellos momentos, con el
aumento de horario de trabajo en las minas de Río Tinto y el
restablecimiento de la semana de 48 horas en la siderurgia y
metalurgia.
La influencia eclesiástica se hacía sentir cada vez más. Ejemplo
de ella fue el decreto de 5 de mayo otorgando nueva autorización
legal a la Compañía de Jesús, en condiciones tan favorables como
no las había conocido ni en tiempos de la Monarquía. En torno a la
persona misma del Generalísimo, la presencia de los padres
Menéndez Reigada y Luzurika tenían sus consecuencias políticas.
En general, la influencia de los medios de la extrema derecha en el
nuevo Gobierno no hacía sino confirmar las tendencias
fundamentales observadas desde julio de 1936.
Por otro lado continuaban las discusiones económicas con
Alemania. Al finalizar el mes de marzo, Hitler había adelantado 338
millones de marcos en material y personal, del que sólo había sido
reembolsado una mínima parte (26 millones en mineral de hierro y
19 en divisas). El asunto Montaña de las 70 minas seguía en pie. El
Gobierno de Burgos daba largas al asunto; el momento era delicado
y se comprendía que había que tener todo género de miramientos
para no herir a la Gran Bretaña. El general Franco insistía en que
los acuerdos comerciales hispano-alemanes del año anterior
continuasen secretos. En el mes de mayo, el Gobierno británico
había dado a entender al duque de Alba que se estaba esforzando
para que Francia cerrase de nuevo la frontera[14].
En Barcelona y Valencia, tras las sacudidas políticas de fines de
marzo, las organizaciones se agrupaban en tomo al Gobierno. El
pacto U. G. T.-C. N. T. estaba consagrado a la movilización de todas
las fuerzas de producción, para obtener el máximo rendimiento con
fines bélicos[15].
El Gobierno, con objeto de subrayar el carácter nacional de su
acción y fines, así como de despejar equívocos sostenidos por la
propaganda adversa y echar las bases de una futura convivencia
entre los españoles, elaboró un programa, conocido con el nombre
de Los Trece Puntos de Negrín. El programa significaba, de hecho,
una oferta de bases para poner fin a la guerra: independencia e
integridad territorial de España; Gobierno basado en el sufragio
universal con Ejecutivo fuerte, y estructura jurídica y social del
Estado determinada por un plebiscito, realizado con todas garantías,
al término de la guerra; respecto de las libertades regionales sin
comprometer la unidad española; respeto a la propiedad privada
dentro de los límites dictados por los intereses superiores de la
Nación; indemnización a los extranjeros cuyos bienes hubieran
sufrido daños a causa de la guerra; libertad de conciencia y de
religión; reforma agraria radical; respeto a los derechos de los
trabajadores; ejército al servicio de la nación, libre de toda influencia
de tendencia o partido; política de paz, de seguridad colectiva y de
apoyo a la S. de N.; amnistía para todos los españoles que
desearan participar en la reconstrucción de España. Se trataba,
como puede verse, no ya de una política de Frente Popular, sino de
Unión Nacional, dictada por la evolución de los acontecimientos.
El Gobierno español se presentó una vez más ante la Sociedad
de Naciones, en la reunión del Consejo celebrada el 13 de mayo.
Álvarez del Vayo recordó que la Asamblea general había decidido
que si no se podía conseguir, «en breve plazo», la retirada
inmediata y completa de los combatientes no españoles, habrían
que considerar el fin de la No Intervención, y propuso que se
estimase llegado ese momento. Nada consiguió. Sólo su voto y el
de la Unión Soviética fueron favorables, frente a cinco en contra
(entre ellos Francia y Gran Bretaña) y nueve abstenciones, entre
ellas las de Nueva Zelanda y China, que se mostraron en todos
modos favorables a la tesis de España. Los pequeños Estados se
agitaban, pero los grandes conseguían mantener lo que, según
frase afortunada de Azaña, fue la única «no intervención» en la
guerra de España; la no intervención de la Sociedad de
Naciones[16].
La batalla de Levante
Finalizaba mayo cuando las fuerzas de Varela y Aranda atacaron
desde Morella hasta Villafranca del Cid, mientras que por el sector
de Teruel conseguían llegar a la Puebla de Val verde, después de
largos días de combate y de sufrir cuantiosas bajas. Había, pues, ya
un arco que formaba el frente entre la Puebla de Val verde y Alcalá
de Chisvert, pasando por Alcalá de la Selva y Albocácer. Las
direcciones de ataque iban a proyectarse hacia Castellón y el eje
Viver-Segorbe-Sagunto.
El mando del Ejército de Levante y el del Ejército de Maniobra
(que se fundieron en junio bajo la jefatura del coronel Menéndez), en
vez de lanzar grandes fuerzas a la acción crearon una línea
fortificada de resistencia que pasaba por las sierras de Javalambre y
de Toro hasta llegar a la costa por los altos de Almenara.
Al mismo tiempo, con las unidades reorganizadas al norte del
Ebro se había intentado una ofensiva por el sector de Balaguer.
Pero esa reorganización, demasiado precipitada, no había dado aún
consistencia a las unidades, que fracasaron en su empeño. Había
que empezar de nuevo. El Estado Mayor Central republicano, que
tenía el problema de contener la ofensiva en el Maestrazgo y
recuperar la iniciativa, elaboró entonces un plan para el segundo
semestre del año, que comprendía la resistencia en Levante, la
ruptura del frente enemigo por el Ebro y el llamado Plan P., la
ofensiva de Andalucía y Extremadura, cuyo objetivo militar era cortar
las comunicaciones entre el norte y el sur de la zona de Franco y
facilitar un posible levantamiento de Andalucía, donde se observaba
mayor descontento.
Se combatía tenazmente en el Maestrazgo y, por fin, las fuerzas
de Aranda llegaron junto al río Mijares, que atravesaron luego, para
quedar paralizadas frente a las defensas republicanas de la sierra
de Espadán. Pero la maniobra sobre Castellón era ya fácil. El 13 de
junio caía Castellón y el 14 Villarreal.
Por otro lado, desde finales de mayo se reprodujeron los ataques
aéreos contra Barcelona, Valencia, Alicante y otros puertos. Y otra
vez, los mercantes británicos alcanzados por las bombas. Y de
nuevo la opinión mundial se sensibilizaba. El Generalísimo se
explicaba sobre el particular en una interviú, concedida al Times. De
Londres, y reproducida por ABC, de Sevilla, del 28 de junio: «—¿A
qué atribuye V. E. la considerable repercusión que en los medios
internacionales tienen las noticias relativas al bombardeo de puertos
de la zona roja y de los barcos surtos en ellos? —Esa repercusión a
que usted se refiere obedece a las siguientes causas: 1.º a la
intensa campaña de propaganda rojo-soviética encaminada a la
difamación de los nacionales; 2.º a la explotación política de esa
misma campaña por parte de los partidos de oposición de los países
llamados democráticos, los cuales, acuciados o estimulados, directa
o indirectamente, por los agentes soviéticos, procuran el rápido
desgaste de sus Gobiernos respectivos; 3.º al intento, por Rusia y
sus agentes, de crear un clima favorable a una guerra que, a su
juicio, sólo había de favorecer a Rusia; 4.º a que los rojos
españoles, que a fin de cuentas no son otra cosa que un
instrumento manejado por los rusos y por los comunistas franceses,
pretenden, con sus campañas y sus actos, desencadenar esa
misma guerra europea, propósito de que es clara muestra el
reciente bombardeo de pueblos y territorios franceses por la
aviación roja».
Al día siguiente, el editorial de ABC insistía: «Los bombardeos
aéreos de los puertos rojos son una medida de legítima defensa».
A pesar de estos incidentes, el Gobierno de Burgos consolidaba
sus posiciones diplomáticas. El 2 de junio había sido reconocido de
facto por Checoslovaquia; el 22 del mismo mes, el agente general
del Gobierno suizo presentaba sus cartas de gabinete al conde de
Jordana; el 24 llegaba a Burgos monseñor Gaetano Cicognani,
primer Nuncio del Vaticano (en sustitución de Antoniutti, que era
delegado apostólico) y el 30, Yanguas Messía presentaba sus cartas
credenciales a Pío XI. Todo ello coincidía con el cierre de la frontera
de Francia con la República, ordenado con carácter definitivo por el
Gobierno Daladier, el 13 de aquel mes. Sin embargo, para Burgos,
la situación interior no era tan buena. Resultaba evidente que la
guerra estaba lejos de su fin y la propaganda de la política de los 13
Puntos, España para los españoles, hacía mella en muchas gentes.
Esta opinión era expresada incluso por Stohrer, que se refería
también a los efectos nocivos del terror desatado por Martínez
Anido[17]. La idea de que era necesario poner fin a la guerra se iba
abriendo paso en algunos medios políticos y militares.
Tanto esta cuestión como el malestar originado por el aumento
del coste de la vida se reflejan en los comunicados de prensa de la
reunión del Gobierno, celebrada en Burgos el 4 de junio: «El
Gobierno, ante los acentuados rumores que por diversos conductos
llegan a él, relacionados con nuevos manejos del Comité de
Barcelona y sus secuaces, para lograr un armisticio y una tregua en
la contienda española, declara una vez más que no aceptará como
fin de la guerra otra solución que no sea la rendición sin condiciones
del enemigo»[18].
En la misma reunión se acordó «no tolerar bajo ningún concepto
la carestía de la vida». Esta segunda declaración se quedó en la
esfera de los buenos propósitos, como tendremos ocasión de ver al
examinar el índice de precios de la época.
La propaganda de los católicos demócratas en el extranjero, que
también preocupaba al Gobierno de Burgos, dio lugar a un
resonante discurso de Serrano Súñer al conmemorar el aniversario
de la toma de Bilbao. Tras afirmar que no se podían admitir «ni
pactos, ni abrazos, ni transacciones», se expresó así: «Maritain (…),
el presidente del Comité para la paz civil y religiosa de España (…).
Este judío converso, que comete la infamia de lanzar a los vientos
del mundo la especie de las matanzas de Franco y la necedad
inmensa de la legitimidad del Gobierno de Barcelona, y La Croix,
periódico hoy pacifista y como tal enemigo nuestro (…) La sabiduría
de Jacques Maritain tiene acentos que recuerdan la de los sabios de
Israel, y tiene las falsas maneras de los demócratas judíos. Nosotros
sabemos que él está en trance de recibir o recibe ya el homenaje de
las logias y las sinagogas. Y tenemos derecho a dudar de la
sinceridad de su conversión y, ante el mundo católico denunciamos
este peligro tremendo de traición…»[19].
En fin, Martínez Anido dictaba el día 28 una orden que parecía
confirmar los resquemores de los medios oficiales. Decía así: «No
se permitirán manifestaciones patrióticas sin la debida autorización».
De Levante a Extremadura
Y la batalla de Levante proseguía. El 6 de julio, Stohrer informó a
Franco de la decisión de su Gobierno de renovar el material
terrestre y aéreo de la Legión Cóndor. Al día siguiente, Ciano
declaraba a Mackensen (embajador alemán en Roma) que el
Gobierno italiano quería retrasar la retirada de voluntarios, porque
se preparaban operaciones le importancia en las que habían de
participar todas las unidades disponibles de voluntarios italianos.
En efecto, el Cuerpo de ejército italiano y otro nuevo español, el
del Turia (formado por cuatro divisiones) habían sido puestos en
línea por el Mando de Burgos, que concentró en ese frente más de
125 000 hombres. El XVIII Cuerpo republicano, amenazado de cerco
en Mora de Rubielos, tuvo que retirarse. Las fuerzas de Varela.
García Valiño, Aranda y el Cuerpo italiano atacaron ya desde el 22
de junio en el frente de Caudiel a Onda. Su avance resultó
dificilísimo. Cuenta García Valiño que la Primera División empleó
cinco días en tomar Onda, en cuyo castillo quedaron los cadáveres
de 225 de sus defensores[20].
Las unidades franquistas se estrellaban en la línea de defensa
prevista por el Mando republicano. El 2 de julio, los republicanos
contraatacaban. Sólo el saliente de Caudiel fue ocupado por los
italianos. Pero la línea general de resistencia permaneció
inconmovible. El 10, frente a la sierra de Espadán —cuenta García
Valiño— «las tropas son detenidas y puestas bajo el fuego de un
sistema potente de armas automáticas y de artillería de calibres,
medios… La 1.ª División es rechazada con sensibles pérdidas al
tratar de ocupar las cotas 850 y la misma suerte corren las tropas de
la D. I. 84, que tratan de apoderarse de la posición fortificada de
Castillo de Castro». El 14, un contraataque republicano llegaba
hasta la Peña de Marcos, pero el 16 perdían Albentosa y evacuaban
el sector norte del río Mijares. Nada cambió sin embargo. La sierra
de Espadán seguía inexpugnable. García Valiño dice: «Se mete más
artillería y la aviación de la Legión Cóndor, pero el enemigo no sólo
resiste sino que contraataca»[21].
A partir del 15, los asaltantes, situaron una línea de 600 piezas
de artillería, gran número de carros, todas las divisiones italianas y
de Vareta, 400 aviones; se empeñaron por Viver hacia Segorbe y
Sagunto (las fuerzas de Aranda habían quedado paralizadas entre
Nules y Sagunto) con el objetivo de desviarse también una vez
llegados a Segorbe, hacia Liria-Valencia, donde se trataba de estar
el 25, día de Santiago.
El bombardeo, destructor y tenaz de un frente de veinte
kilómetros no consiguió nada. Cada vez que los tanques y la
infantería se lanzaban al ataque eran barridos por las defensas
republicanas. La lucha adquirió violencia inusitada del 20 al 23, bajo
un sol abrasador. Pero cada vez que pasaban al asalto carros e
infantes (la mayoría italianos, otros navarros, etc.) eran segados por
las ametralladoras, destrozados por las granadas de mano.
Al atardecer del 23, los asaltantes, con cerca de 15 000 bajas,
habían desistido de su empeño. La batalla de Levante había
terminado, no porque empezó la del Ebro (dos días después), sino
por el desgaste de las fuerzas que, habiendo emprendido la
ofensiva, no pudieron pasar de aquella línea.
Lo más probable es que sin la ofensiva republicana del Ebro, él
Mando de Burgos, tras una o dos semanas de descanso, hubiera
concentrado nuevas fuerzas para intentar la maniobra sobre
Valencia. En cuanto a las fuerzas republicanas, si bien habían
resistido con éxito, estaban ya sin reservas, porque se habían
sacado todas las unidades posibles de los otros frentes de la zona
central.
El Mando de Burgos tenía interés por acercarse a Almadén,
precisamente cuando se discutía con Italia un nuevo acuerdo para
distribuirse el monopolio del mercado mundial de mercurio. Se decía
en la zona Norte de Franco que esos frentes estaban inmovilizados
por culpa de Queipo de Llano (cuya «autonomía virreinal» subsistía
en Andalucía), pero los militares del Sur se quejaban del Alto Mando
y atribuían a mala voluntad que sus ejércitos no dispusiesen de
bastante material. Hubo incluso una carta de Queipo a Franco, el 12
de abril de 1938, quejándose de que, por falta de medios, el Ejército
del Sur (que había tenido 4675 bajas desde octubre de 1937) no
podía aprovechar los éxitos locales y rectificaciones de línea.
Por fin, en junio, el Alto Mando puso en línea cerca de cuatro
divisiones, que le sirvieron para una ruptura parcial de frente y dio
por resultado la ocupación de Peraleda del Zaucejo, defendida por
una sola brigada republicana.
A mediados de julio se preparó la ofensiva con el propósito de
ocupar todo el territorio extremeño en poder de los republicanos,
comenzando por el saliente de Don Benito y Castuera y llegar hasta
Belalcázar e Hinojosa del Duque para amenazar Almadén por su
flanco izquierdo. Para ello se movilizaron cinco divisiones, una de
Caballería, más una brigada de la misma arma, las reservas del
frente y un destacamento de maniobra que, como parte de estas
fuerzas, fue sacado al frente del Centro. El frente republicano,
cubierto por una división, fue fácilmente desbordado. Entre el 20 y el
24 caían Don Benito, Castuera y Villanueva de la Serena. La llegada
de refuerzos republicanos y la marcha de una división franquista
hacia el frente del Ebro redujo la operación a la liquidación del citado
saliente.
Debates en Londres
Los hombres morían en la tierra de España y los diplomáticos
seguían discutiendo en Londres bajo la imperturbable presidencia
de lord Plymouth. El 5 de julio, el Comité de No Intervención
aprobaba por unanimidad, tras no pocas y prolijas discusiones, el
plan de retirada de voluntarios. Faltaba, sin embargo, lo más
importante: obtener el asentimiento de los contendientes. El
Gobierno de la República contestó el día 26 en sentido afirmativo. El
Gobierno de Franco comenzó a consultar a los embajadores de
Alemania e Italia, que no tenían instrucciones de sus gobiernos,
pero Stohrer señaló que el plan no podría aplicarse a la Legión
Cóndor. Todos estuvieron de acuerdo en que convenía ganar
tiempo. Pasaron los días, comenzó la batalla del Ebro y la respuesta
de Burgos no llegaba. La frontera de Francia con la República
seguía cerrada, mientras los puertos portugueses permanecían
abiertos. Las cancillerías de Berlín, Roma y Burgos pensaban y
retocaban los proyectos de repuesta. Por Fin, ésta llegó a Londres
el 15 de agosto. El Gobierno de Burgos aceptaba en principio el
plan, pero con dos condiciones: reconocimiento del derecho de
beligerancia, previo a la salida del primer voluntario, y que el número
de voluntarios retirados fuese igual por ambas partes.
«De un solo golpe —comenta Cattell— los nacionalistas y sus
aliados habían conseguido hacer retroceder un año entero de
negociaciones». Lord Plymouth propuso que se enviase a Francis
Hemming secretario del Comité, a Burgos para persuadir a Franco y
que modificase sus contrapropuestas. La unión Soviética se opuso,
lo cual no fue óbice para que Hemming se diese una vuelta por
Burgos a primeros de octubre.
En agosto y septiembre, los combates seguían, la Legión Cóndor
se renovaba, mientras Daladier y Bonnet no dejaban pasar nada por
la frontera. La República no volvió a recibir material. En el frente
diplomático, Franco obtenía nuevos éxitos. No fue el menor de ellos
la sentencia del Tribunal de París negándose a devolver al Gobierno
de la República el oro que tenía depositado en Francia con el
pretexto de que «pertenecía a una sociedad privada llamada Banco
de España, que no era un Banco del Estado». Tal vez se comprenda
mejor el criterio de los magistrados franceses al leer el editorial de
Le Temps del 2 de agosto, una semana antes de hacerse pública la
sentencia: «El interés francés exige que el incendio español no se
propague más allá de las fronteras de la Península; exige que no
nos indispongamos por adelantado y sin salida con el bando que
tiene más posibilidades de convertirse en dueño de toda España».
Al cumplirse el segundo aniversario del alzamiento, Doriot
visitaba a Franco, quien, por su parte, explicaba en un discurso que
el Frente Popular quería «bolchevizar a Europa. Por eso, nuestra
empresa desborda los límites de lo nacional para convertirse en
Cruzada en el que se debate la suerte de Europa».
Ese criterio era, sin duda, el del Gobierno portugués, cuyo
embajador conmemoró aquel día pasando revista a las Banderas de
Viriatos en el frente del Pirineo.
No obstante, otros hombres políticos sentían mayor simpatía por
los republicanos, en función de la crisis europea a todas luces
evidente. Ése era el caso de Lloyd George, que en aquellos mismos
días se dirigió al Gobierno de la República «expresando su
admiración por la resistencia heroica de los españoles de ambos
sexos contra la formidable conspiración de los enemigos de la
libertad en numerosos países. Su lucha —continuaba— puede
todavía salvar la democracia europea de la perversidad de sus
enemigos y de la traición y la cobardía de sus tibios amigos».
El paso del Ebro
En la mañana del 24 de julio se reunía el Consejo Supremo de
Guerra, bajo la presidencia de Negrín. El general Rojo expuso el
plan de una ofensiva consistente en pasar el Ebro entre Fayón y
Benifallet, tomar los montes de Fatarella, las sierras de Pándols y
Cavalls y avanzar hacia Batea, Corbera y Gandesa. Este plan era
más modesto que el proyectado en junio, cuando se creía contar
con más posibilidades materiales, antes del cierre de la frontera. El
coronel Azcárate, inspector general de Ingenieros explicó las
medidas tomadas relativas a los puentes, su construcción,
reparación, etc. Se adoptó la decisión en el mayor secreto. Por la
tarde se impartieron las últimas órdenes de operación, pero en
realidad todo estaba dispuesto desde la madrugada del día 24.
Al otro lado del Ebro, guarnecido por el Cuerpo de Ejército
Marroquí, mandado de nuevo por Yagüe, los servicios de
información habían observado algún movimiento en el campo
adverso. Pidió Yagüe refuerzos, el 23, al mando del Ejército del
Norte (Dávila), pero éste, empeñado en la batalla de Valencia,
desatendió la petición[22].
Llegó la noche. A las 0,15 del 25 comenzó el paso del Ebro: se
tendieron puentes y pasarelas sobre barcas, e iban pasando en
silencio al frente de sus hombres los jefes de pequeñas unidades.
Realizó la operación el ya creado Ejército del Ebro, a las órdenes de
Modesto, con el V Cuerpo de Ejército, a las de Líster, y el XV
mandado por Tagüeña. A la 1,30, la 13 Brigada mixta (de la
35 División, bajo el mando de Mateo Merino) había pasado el río. En
el sector del V Cuerpo —que lo atravesó por la parte Sur— sonaron
los primeros tiros. Empezó a disparar la artillería de Yagüe. Las
unidades cruzaban el Ebro, unas con viva lucha, otras por sorpresa;
los cañonazos hacían saltar algunas barcas. A las tres de la mañana
había ya varios jefes de brigada en la otra orilla. Amanecía. Estaban
pasando el río la artillería y los tanques, pero la aviación abrió el
fuego sobre ellos. Sin embargo, la D. C. A. republicana obligó a los
aviones a que lanzasen sus bombas desde mucha altura. No
obstante, de vez en cuando era alcanzado un puente. Las fuerzas
de Líster habían ocupado ya Miravet. La penetración era rápida y
había órdenes de no entretenerse en reducir las resistencias
locales. A las siete de la mañana, el jefe del sector en el cruce de
Camposines, fue despertado por los soldados de la XIII brigada, que
le hicieron prisionero.
Nitti ha descrito así el alba de aquel 25 de julio: «El cielo estaba
clarísimo, el sol achicharraba apenas salir, la tierra parecía
agrietarse bajo nuestros pies. Ni una nube, ni una gota de agua
desde hacía meses…».
La 50 División, del Cuerpo Marroquí, mandada por el coronel
Campos Guereta, «se replegaba con innegable desorientación»,
dice Lojendio, y añade que «las noticias de aquella mañana fueron
bien confusas». La otra división, la 13, no corría mejor suerte, Aznar
también reconoce la sorpresa. En realidad, aquella mañana el
general Dávila comunicaba: «El enemigo ha logrado arrollar
nuestras líneas de vigilancia del Ebro y se propone, al parecer,
organizarse en una cabeza de puente entre Miravet y Fayón».
Así era, en efecto, sólo que la cabeza de puente era más
extensa e iba de Benifallet a Fayón. Por la tarde del primer día, el
avance era en algunos puntos de más de 15 kilómetros de
profundidad y se habían ocupado Flix, Ascó, Ribarroja, Fatarella,
Miravet, Pinell…
Al mismo tiempo, se realizaban dos operaciones de diversión: al
Sur, entre Tortosa y Amposta y, al Norte, cerca de Mequinenza, se
establecían unas cabezas de puente, con objeto de fijar fuerzas
enemigas durante algunos días.
El día 26 llegaban, para contener la ofensiva, siete divisiones
mandadas, respectivamente, por Alonso Vega, Galera, Rada, Barrón
Serrano, Castejón y Arias. Todo inútil. El V y el XV Cuerpos
realizaban su unión, se apoderaban de Mora de Ebro, Benisanet,
Corvera y de la Sierra de Caballs. El día 27 limpiaban la bolsa (se
habían hecho 5000 prisioneros) y atacaban Villalba y Gandesa.
ABC, de Sevilla, decía el 26 de julio: «Unas partidas que en las
inmediaciones de Fayón y de Aseó consiguieron infiltrarse con la
complicidad de parte de la población civil roja de estos pueblos
fueron acosadas por nuestras tropas, que han causado al enemigo,
en este sector, varios millares de bajas». Y el día 27: «Cruento
descalabro marxista al intentar pasar el Ebro por tres puntos (…). El
enemigo ha persistido en sus ataques en el valle del Ebro al amparo
de destacamentos ligeros que cruzaron el río durante la noche del
24 al 25».
Aquella noche, el parte de guerra del Cuartel General
«nacionalista» se limitaba a decir: «En el sector del Ebro han
continuado las operaciones de limpieza de las partidas que pasaron
el río entre Fayón y Mequinenza». Durante dos días, el parte sólo
habló de los frentes de Extremadura y de Valencia.
Le Temps, de París, no era más explícito. El número de la tarde
del 26 de julio (con fecha 27) se dedicó a explicar extensamente «el
éxito de los nacionalistas en Extremadura». Luego, en breves
líneas, se lee el siguiente título: «Un contraataque de los
gubernamentales en el sector del Ebro». En realidad, había
empezado la batalla más importante de la historia militar en el
período comprendido entre la primera y la segunda guerra
mundiales.
La batalla del Ebro
Por espacio de cuatro días las fuerzas de Modesto no cesaron
de penetrar en la bolsa del Ebro, aunque en los dos primeros no
pudieron utilizar los tanques y gran parte de la artillería por las
dificultades de pasar el río. Luego, la entrada en línea de dos
cuerpos de ejército (además del Marroquí, que había sido
sorprendido) dificultó la penetración que, a partir del día 30, no pudo
ir más allá de las inmediaciones de Villalba y Gandesa. La batalla
del Ebro se convertía en una batalla de desgaste[23].
Las tropas de Franco desistieron en los primeros días de pasar
al contraataque en la bolsa central (se ha dicho que Yagüe era de
ese criterio) y prefirieron liquidar la bolsa secundaria creada por la
42 División al pasar el río entre Fayón y Mequinenza. Sin embargo,
no habían de conseguirlo hasta el 6 de agosto, con el doble de
fuerzas, un batallón de carros y 100 piezas de artillería.
La batalla continuaba. El mando republicano dio órdenes de
fortificarse sólidamente en el terreno conquistado y organizó, en la
medida de lo posible, el relevo de tropas desgastadas. Contaba,
también, con tres divisiones del Ejército del Este. Las ofensivas de
Levante y Extremadura habían sido enteramente paralizadas, pero
la transformación de la batalla del Ebro en defensiva exigía una
acción cooperativa en los distintos frentes expresada por acciones
ofensivas en el Centro y en el Sur. Entrado el tercer año de la guerra
no era posible que un solo Ejército —el del Ebro— llevase la lucha y
que los restantes permaneciesen inactivos. La empresa no era fácil,
ya que exigía una previa organización de las fuerzas de la zona
central, muchas de ellas desgastadas tras la batalla de Levante y
todas faltas de armamento y material. A esos problemas técnicos se
unían otros de naturaleza política que examinaremos más adelante.
Por unos u otros, o por ambos a la vez, los restantes frentes no se
movían y no se movieron más, con la sola excepción de la batalla de
Extremadura.
Todo esto no dejaba de tener sus consecuencias sobre la
retaguardia inmediata —población civil próxima a los frentes—. En
Madrid, por ejemplo, se vivía desde hacía veintiún meses bajo el
fuego de la artillería enemiga. Niños, mujeres y ancianos morían por
igual de la explosión de un obús, de gripe o de dolencia
cardiovascular, es decir, el bombardeo era una causa natural de
muerte. Aunque la aviación hacía incursiones de vez en cuando —
menos que antes, pues la D. E. C. A. era potente—, el bombardeo
del 14 de julio fue particularmente sangriento y produjo 14 muertos y
68 heridos. No era, sin embargo, la mortandad atroz de 1936. La
ausencia de grandes combates —que no excluía las acciones
locales, los golpes de mano; etc.— repercutía sobre el estado de
ánimo de la población. La unidad política era mucho menor que en
el invierno 1936-1937; en la capital de España afloraban las
querellas «provincianas»; las mejores unidades del Ejército, que
tanto habían contribuido a restablecer la moral de la población, no
estaban ya en los frentes del Centro. Mandaba este Ejército el
coronel Segismundo Casado —al que ya vimos mandando un
Cuerpo de Ejército en la operación de Brunete—, que había sido
jefe de la Escolta presidencial. El comisario general Piñera era del
Partido Socialista (en diciembre fue sustituido por Edmundo
Domínguez, del mismo partido, pero de criterio político distinto) y el
gobernador civil, Gómez Ossorio, también. La fatiga de la guerra y
las discordias entre los republicanos favorecían, sin duda, la acción
de los partidarios de Burgos, de la Falange clandestina, que
actuaron verdaderamente en el duro invierno de 1938-1939.
Pero volvamos al Ebro. El mando militar de Burgos dio las
directivas para contraatacar. Los primeros intentos de recuperar la
sierra de Pándols, ocupada por la 11 División republicana, resultaron
estériles tras varios días de fallidos combates. En las crestas de
Pándols y Caballs, destrozadas por la guerra, se batían los hombres
clavados verdaderamente en cada metro de terreno. La Legión
Cóndor y la aviación «legionaria» italiana pasaban una y otra, vez
bombardeando a lo largo de ambas sierras: «Volando sobre la
espina dorsal de las sierras, desde Puig Caballé —Pándols— al
vértice de Gaeta, repobló el monte de espoletas. Por cada espoleta
una bomba; por cada bomba un cráter; por cada cráter un
cementerio sin paredes y cónico…»[24].
Aquellas sierras, entre grises y cárdenas, sin pizca de hierba,
talladas en rocas y pedregales, que apenas ofrecían protección a la
infantería (las piedras más duras que los picos) eran teatro de la
lucha desesperada de los hombres que, tras cada castigo de la
aviación y la artillería, permanecían en sus parvos abrigos de
ametralladoras, las cuales segaban una y otra vez los avances
impetuosos de las brigadas navarras.
La batalla del Ebro había tenido consecuencias en Extremadura.
El general Saliquet lanzó de nuevo tres divisiones y la de Caballería
para tomar Cabeza de Buey, pero dos divisiones del Vil Cuerpo de
Ejército republicano contraatacaron y recuperaron gran parte del
territorio perdido en julio, con lo que impidieron toda posibilidad de
penetración hacia Almadén (según el general Monereo, las fuerzas
de Saliquet tuvieron en aquel mes de agosto 5129 bajas).
Las repercusiones del Ebro en Burgos
Los contratiempos del Ebro agravaron la situación política en la
zona «nacionalista». En el seno de la Falange, la oposición dirigida
por Agustín Aznar y Martínez Vélez (que había sido jefe territorial de
Melilla) entró en una fase conspirativa, después de haber fracasado
en su intento de ganarse a Fernández Cuesta. Aznar y Vélez fueron
detenidos, procesados y condenados a cinco años de prisión. Las
críticas brotaban por todas partes. Se sabe que las hubo incluso en
las más altas esferas militares. También las había en el hombre de
la calle. Más contra éstas que contra aquéllas iba dirigido un violento
artículo de Ernesto Giménez Caballero, aparecido en ABC, de
Sevilla, el 9 de agosto: «¡Ay del que murmure! Esa cosa, vil,
comadrera, cobarde, asquerosa del murmurar…».
Las recomendaciones imperativas con que terminaba el artículo,
así como la separación implícita entre dos categorías de españoles
que suponía, le convirtieron en un trozo de antología para quien
quiera estudiar las ideologías dominantes en aquel bando: «Así que,
¡a tomar café en pocos minutos! ¡A charlar de lo que convenga al
Estado! ¡A reglamentar las comidas y sus horas! ¡A limpiarse menos
las botas y más las conciencias! ¡A recluirse más en el hogar! ¡A
casarse! ¡A tener hijos que sean los soldados del Imperio de
mañana! ¡Abajo los zánganos! ¡Abajo los residuos que quedan de la
chulería y del señoritismo burgués y socialista! ¡A trabajar y crear!
¡Todo el mundo! (…). Y nosotros, arma al brazo: vigilantes».
En Roma, Mussolini se impacientaba, y decía al Generalísimo,
por conducto del general Berti, que Italia no podía continuar
ayudando indefinidamente. El embajador italiano aclaró a Stohrer,
«muy confidencialmente», que se trataba de exagerar algo para
inducir a Franco a actuar más enérgicamente. Pero el jefe del
Gobierno de Burgos no necesitaba tales presiones, porque él hacía
cuanto podía, pero la situación no era nada fácil. Como señalaba
Stohrer, en su informe del 19 de septiembre, militarmente había
fracasado la ofensiva de Almadén y la contraofensiva del Ebro, las
pérdidas eran muy grandes, los «rojos» demostraban incluso una
superioridad de mandos militares. En suma, para Stohrer, diez días
justos antes del pacto de Múnich, «la situación militar presente tiene
que ser, por consiguiente, muy poco satisfactoria. Sin embargo, no
es peligrosa…». No creía que la guerra pudiera terminarse en plazo
breve, a menos que uno de los contendientes recibiese una ayuda
sustancial.
El embajador alemán hablaba igualmente de «violentas escenas
entre Franco y sus generales». Por otra parte, Serrano Súñer se
llevaba mal con varios ministros que compartían con numerosos
militares su criterio «antisuñerista». Los falangistas se quejaban de
que nombraban gobernadores civiles a monárquicos y sostenían
una oposición, real o ficticia, entre Yagüe y otros generales.
Los productos manufacturados faltaban, los precios no podían
ser ya contenidos y los aumentos de salarios eran poco importantes.
Por otro lado todos los hombres jóvenes y de mediana edad estaban
en el Ejército y el poder de compra de sus familias era bajísimo.
En resumen, pese a las apariencias, el corte del territorio
republicano, la dominación del Norte y de Aragón no habían sido
decisivos para inclinar la balanza en favor de los insurrectos de
1936, convertidos en Gobierno de hecho de más de media España.
Por si faltaba poco, en los medios de dicho Gobierno crecía la
inquietud por «la propaganda roja» en su zona, dirigida contra el
fascismo alemán e italiano y encaminada a buscar esta solución:
«Los asuntos de España deben ser solucionados por los españoles
solos».
En Barcelona
Sería erróneo creer que en la zona republicana no existían
problemas análogos. No solamente existían, sino que aumentaban.
Diversos medios internacionales presionaban a personalidades
republicanas con objeto de que se pusiera término a la guerra, fuese
como fuese, aunque a dichas personalidades se les hacía creer en
la posibilidad de una mediación, a sabiendas de que el Gobierno de
Burgos rechazaba de plano esa posibilidad. Por otra parte, los
fenómenos de ruptura del Frente Popular en el orden internacional
(que hallaron su expresión más acusada en el período 1939-1940) y
las tendencias a nuevos reagrupamientos de fuerzas políticas se
manifestaban ampliamente e incidían en los medios políticos
españoles.
El presidente de la República no cejaba en sus empeños. Su
discurso del 18 de julio, en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de
Barcelona, centrado sobre los temas «Paz, piedad, perdón», había
sido interpretado como un gesto de debilidad[25]. Las relaciones
entre Azaña y Negrín se hicieron tirantes. Ya lo habían sido con
Largo Caballero, pero en ese momento, el enérgico jefe del
Gobierno soportaba mal el carácter pesimista del presidente de la
República. Por añadidura, Negrín pudo enterarse confidencialmente
de que Azaña había celebrado una entrevista secreta con el señor
Litch, encargado de Negocios de la Gran Bretaña.
El 7 de agosto se reunió en Barcelona el Comité Nacional del
Partido Socialista. Negrín explicó toda su conducta en la crisis de
marzo y abril. Prieto afirmó, en un largo discurso, que había sido
«expulsado» del Gobierno por orden de los soviéticos, ya que él no
se prestaba a obedecer los mandatos de Moscú. La mayoría de los
reunidos piensan que Prieto eludía así el fondo de la cuestión[26].
Prieto dimitió su cargo de la Ejecutiva. Se cubrieron los puestos
vacantes en ésta con el criterio de que todas las tendencias
estuviesen allí representadas. Se designó a Besteiro y Largo
Caballero como vocales natos, pero ambos rechazaron; también se
negaron a participar en un acto público. Al hacerlo así, Besteiro
declaró: «Los españoles nos estamos asesinando de una manera
estúpida, por unos motivos todavía más estúpidos y criminales». A
pesar de todos estos incidentes, en el Comité Nacional tuvieron
mayoría los partidarios de la resistencia[27], al mismo tiempo que se
expresó «el deseo de que las relaciones entre el Partido Socialista y
el Comunista, lejos de enfriarse, sean cada día más cordiales y
estrechas»[28].
El mar de fondo era grande y no iba a dejar de manifestarse,
precisamente cuando los combates del Ebro eran más intensos.
El subsecretario de Armamento, Otero (miembro del Partido
Socialista), propuso que pasaran a depender de su departamento
todas las fábricas dedicadas a la producción de material de guerra.
El momento era duro. Rojo ha contado después que «durante largos
períodos algunas unidades de artillería las del calibre 10,5) sólo
podían disparar diariamente los proyectiles que se fabricaban en la
jornada». Los camiones esperaban a la puerta de las fábricas de
Barcelona para ir transportando los proyectiles al frente, según eran
fabricados. También eran angustiosos los problemas de Reparación
de piezas de artillería (la sustitución no era posible) y de puentes y
pasos del río[29].
La medida, pues, de someter todas las fábricas a la jurisdicción
de la Subsecretaría de Armamento estaba muy lejos de parecer
descabellada. Sirvió, sin embargo, de pretexto para que se desatase
una operación contra el Gobierno de Negrín, preparada de
antemano y que no aguardaba más que aquella u otra ocasión para
producirse. Ya se venía hablando de un Gobierno Besteiro-Martínez
Barrio. La marejada era honda y arrastraba fracciones de diversos
partidos. El viejo socialista Amador Fernández estuvo sondeando a
Zugazagoitia. De él son estas palabras: «He hablado con Blanco (el
ministro de Instrucción Pública, de la C. N. T.). …Su enemistad
contra los comunistas es profunda y están dispuestos a unirse a
nosotros para destrozarlos». Por su parte, Besteiro decía al senador
australiano Elliot que estaba dispuesto a formar Gobierno «para
terminar la guerra» si le dejaban elegir libremente sus
colaboradores. En suma, la política que llevó a Múnich, también
tenía sus representantes en los medios políticos de la España
republicana. El «anticomunismo» pasó a ser la preocupación
primordial de esas tendencias. Refiriéndose a las actividades de
aquellos elementos de la zona central, y sobre todo en Madrid,
comentaba Zugazagoitia: «La hostilidad anticomunista había pasado
de sentimiento difuso a organización secreta».
Las rivalidades políticas en el seno del Ejército habían creado ya
no pocos problemas. «Ninguno podía ascender —comenta Ramos
Oliveira— sin disgusto o sospecha de sus émulos, que veían en ello
medro político o aumento de la influencia de partido. El ascenso de
Líster, comunista, a teniente coronel, como premio a su brillante
intervención en la batalla de Teruel, fue seguido días más tarde del
ascenso de Mera, anarquista, al mismo grado».
Lo que eran primero recelos, se fue convirtiendo en cuestión
política al ser aprovechados por quienes creían posible obtener una
mediación con el enemigo a base de sacrificar a los comunistas y a
sus amigos. El general Rojo comenta —refiriéndose al otoño de
1938— que, «aquella pugna que de largo tiempo venían
sosteniendo los partidos, celosos del predominio que en el Ejército
tenían los comunistas, se recrudeció, llegando a manifestarse en
forma difamatoria».
La primera manifestación de esta tendencia política se produjo
con la crisis del 17 de agosto, planteada por los ministros Aguadé e
Irujo, nacionalistas catalán y vasco, respectivamente, que so
pretexto de salvaguardar atribuciones de las regiones autónomas
(aunque no existía ya más que Cataluña), intentaron provocar así la
caída del Gobierno de Negrín. No se atrevió o no quiso Azaña
seguir esa corriente en el momento en que era más dura la batalla
del Ebro y en que los republicanos contaban con mayores
posibilidades que hacía un año. La crisis fue, pues, resuelta con la
sustitución de los ministros dimitidos por José Moix, del P. S. U. de
Cataluña, y Tomás Bilbao, de Acción Nacionalista Vasca (grupo
nacionalista de izquierda).
Comenzó septiembre y con él una nueva ofensiva de varios
cuerpos de ejército decididos a romper el frente republicano entre un
eje de avance Gandesa-Camposines. Esta acción, que duró hasta el
16, es comentada así por García Valiño: «La maniobra desbordante
por Gandesa no fue realizada, y así la batalla se convirtió en una
serie ininterrumpida de ataques frontales, en el que se fue
empujando materialmente al enemigo de loma en loma, con el
flanco derecho siempre amenazado por haber fracasado el intento
de escalar las cimas de la sierra de Caballs… En vista de la gran
resistencia enemiga y de la profundidad de su posición de
resistencia decidió el Mando del Ejército trasladar definitivamente el
centro de gravedad del ataque al ala derecha del despliegue».
Esta decisión se tomó después de haber fracasado otra ofensiva
que duró desde el 18 de septiembre hasta primeros de octubre.
Durante todo el mes de septiembre prosiguió aquella lucha con
toneladas de material y técnica de aplastamiento. Se trataba de
probar que la artillería conquista el terreno y la infantería lo ocupa.
Pero esos cálculos fallaron porque posiciones republicanas, tras
horas de bombardeo aéreo y más horas aún de machucamiento
artillero que llegaban a «cambiar la topografía del terreno», seguían
defendidas por sus hombres y sus máquinas, cuando los tanques y
la infantería se lanzaban al asalto creyendo que no quedaba allí
ningún ser viviente. Una y mil veces se repitieron estas escenas
dantescas en cada cota del terreno. Hubo casos como el de la cota
que dominaba Corbera, tomada y vuelta a tomar cuatro veces, hasta
que por falta de tropas de refresco, fue abandonada por los
republicanos cerca de medianoche.
Retirada de los voluntarios extranjeros del lado
republicano
Mientras las pretensiones de Hitler sobre Checoslovaquia
agravaban peligrosamente la situación europea, la Sociedad de
Naciones celebraba reunión de su Asamblea general. El espíritu de
claudicación dominó todos los debates. Pero el Gobierno español
dio la nota sensacional declarando, por boca de su presidente,
doctor Negrín, el 21 de septiembre, «qué había decidido el retiro
inmediato y completo de todos los combatientes no españoles que
tomaban parte en la lucha de España del lado gubernamental». El
Gobierno español pedía que la Sociedad de Naciones controlase
esta retirada de voluntarios, pero se negaba a que esa función fuese
ejercida por el desacreditado Comité de Londres. La Gran Bretaña
hubiese preferido esa solución (así lo sugería el Times del 23 de
septiembre), pero el tándem Chamberlain-Halifax, dedicado a la
poco gloriosa tarea de preparar la capitulación ante Hitler y el
abandono de Checoslovaquia, cedió en este asunto a todas luces
secundario. La Asamblea aceptó la propuesta española y el Comité
para controlar la retirada quedó constituido el 14 de octubre y entró
en España dos días después[30].
Los combatientes extranjeros eran retirados del frente en todo el
Ejército republicano. Apenas eran 13 000 y el Gobierno pensaba
que estratégicamente nada perdía, mientras la baza política que
jugaba podía ser interesante. El Gobierno de Burgos decidió, por su
parte, en el mes de octubre, la retirada de 10 000 «voluntarios»
italianos, cuando los de esta nacionalidad que luchaban junto al
ejército de Franco eran el 1.º de julio 40 075, a los que había que
añadir 8000 —de los cuales 300 oficiales—, llegados entre esta
fecha y el 11 de agosto[31].
La capitulación de Múnich
No entra en el objeto de este libro la descripción de la
capitulación franco-británica frente a los dictadores fascistas, que
había de facilitar los preparativos de la guerra de agresión, pero sí
examinar la influencia decisiva que el acuerdo de Múnich tuvo en el
desarrollo y fin de la guerra de España.
Hitler había pedido en Nüremberg el desmembramiento de
Checoslovaquia con el pretexto de la existencia de minorías
alemanas (sudetes). Una vez más, los Gobiernos de la Gran
Bretaña y Francia vacilaron, retrocedieron… En la asamblea de
Ginebra. Litvinov había recordado que su país estaba dispuesto a
respetar su pacto con Francia. Nadie parecía haber tomado en serio
el asunto, a excepción de los delegados de España (Álvarez del
Vayo). México y Colombia. La partida no se jugaba allí, sino en las
cancillerías. El 22 de septiembre, Benes sabía ya que la Gran
Bretaña y Francia no irían a la guerra por defender a
Checoslovaquia. Pero Hitler quería más y exigió la ocupación militar
inmediata de todos los territorios que se le cedían.
Según se agravaba la crisis, igual crecía la ansiedad en los
medios oficiales de Burgos. Si la Gran Bretaña y Francia no cedían,
podía ser ya la guerra, y entonces las divisiones francesas
reforzarían el Ejército del Ebro y atacarían también la frontera de
Irún. Y si no era el conflicto armado, y Hitler retrocedía, no cabía
pensar en un rápido final victorioso de la guerra civil. (Stohrer mismo
y, desde luego, Hodgson, presionaron para la mediación). Había que
realizar, pues, más que nunca el juego de báscula. El general
Franco habló con el oficial alemán de enlace en su Cuartel General
y éste declaró no saber nada de las intenciones de su Gobierno en
caso de que estallase la guerra europea. ¿Qué iba a ocurrir con la
Legión Cóndor? ¿Qué hacía el Deutschland en el puerto de Vigo?
¿Tenía Alemania el propósito de hacer que sus buques se
abasteciesen en los puertos españoles? El duque de Alba y
Quiñones de León recibieron instrucciones para informar a los
Gobiernos de Chamberlain y Daladier, respectivamente, que la
España de Franco permanecería neutral. No le quedaba otra opción:
Gamelin acababa de comunicar que, en caso de guerra, sus
divisiones atacarían el Ejército franquista por los Pirineos y en
Marruecos, si éste no guardaba estricta neutralidad. Stohrer,
comprensivo, comunicó a su Gobierno que «la situación de España
era muy difícil». Magaz, embajador en Berlín, expuso también el
criterio de neutralidad. Se le contestó, tras consultar con Roma, que
se comprendía la necesidad para España de permanecer neutral en
caso de conflicto europeo (en el cual, por otra parte, no creían), pero
que esperaban que observaría esa neutralidad con entera
benevolencia hacia Alemania e Italia. Jordana insistió, al hablar con
Stohrer, en que este asunto de la neutralidad española había sido
una iniciativa de Francia y la Gran Bretaña, y en modo alguno del
Gobierno de Franco[32]. El día 29, Chamberlain y, Daladier se
sometieron a las exigencias de Hitler y Mussolini. No solamente se
decidió allí la suerte de Checoslovaquia, sino la de toda una política
internacional. La política de seguridad colectiva y del frente
internacional democrático fue rematada por dos malos puntilleros.
Ello significaba que se había decidido también la suerte de España:
nadie se atrevería ya a inquietar a los Gobiernos de Berlín y Roma.
Por otra parte, el cerco que ya se perfilaba contra la U. R. S. S.
obligó a que Moscú extremase su prudencia en el asunto español.
¿Qué importaba todo eso a hombres políticos y a multitudes
acongojadas por un miedo insuperable y que creían comprar su
mezquina paz cotidiana por el «razonable» precio de
Checoslovaquia y España? Chamberlain y Daladier fueron
aclamados a su regreso, pero parece que el presidente francés, más
consciente de lo que sucedía, se horrorizaba de aquellos aplausos.
El mismo día de la claudicación de Múnich, el ministro francés de
Asuntos extranjeros. Georges Bonnet, recibía en el Quai d’Orsay a
Álvarez del Vayo y al embajador de la República española,
Marcelino Pascua. Bonnet insinuó con mayor energía que nunca
que los republicanos debían examinar cómo poner término a la
guerra de España. Álvarez del Vayo respondió que «su deseo de
paz era inmenso, pero que el que España recobrase la paz
dependía más de los Gobiernos de Londres y París que de nosotros
mismos»[33].
A los pocos días, cuando el embajador de Francia en Barcelona,
señor Labonne, anunció al presidente Lebrun que iba a despedirse
del Gobierno español antes de incorporarse a su nuevo destino de
Residente general en Túnez, el jefe del Estado francés le dijo: «¿Y a
qué va usted a España ya?»[34].
En Burgos, la «solución pacífica» de Múnich fue considerada —
con razón— como un triunfo. Se estimaba que el momento era
propicio para rechazar todo intento de mediación, como sugería
Hodgson. Pero Stohrer comprendía que la guerra no estaba
militarmente decidida y el mismo 2 de octubre insistía, en un
memorando secreto a Ribbentrop, en que, «según los medios
militares alemanes e italianos… es inconcebible que Franco pueda
ganar la guerra en un futuro previsible, al menos que Alemania e
Italia no tomen una vez más la decisión de hacer en España nuevos
y grandes sacrificios de material y hombres». Stohrer creía que era
preferible buscar «un arreglo favorable a Franco», que no proseguir
una guerra de resultados inciertos.
Al mismo tiempo, Magaz reclamaba en la Wilhelmstrasse,
temeroso por lo que hubiera podido hablarse en Múnich sobre
España. Se habló, pero nada se decidió. El tema fue tratado más
particularmente por Chamberlain y Mussolini, que prometió la
retirada de 10 000 italianos, pero añadió que no quería dar la
impresión de que se abandonaba del todo a Franco. Chamberlain
pareció satisfecho. Al menos esto era lo que decía dos días después
Ciano al embajador británico, lord Perth.
En San Sebastián. Jordana expresaba a Stohrer su regocijo por
«la solución pacífica del conflicto checo» y por «la severa derrota
infligida a Moscú». Pero el Cuartel General pedía más armas a
Alemania. Y en Berlín se estimaba que esa nueva ayuda debía ser
pagada accediendo a todas las peticiones económicas alemanas,
como así se hizo finalmente.
Chamberlain creía llegado el momento de poner en aplicación el
pacto ítalo-británico firmado en abril. Contentóse el Gobierno
británico con la retirada de los 10 000, italianos y la promesa verbal
de Mussolini de que no enviaría más tropas a España. A primeros
de noviembre, el pacto ítalo-británico fue ratificado por los Comunes
(Edén estuvo en contra), a pesar del fracaso de la gestión de
Hemming en Burgos, en nombre del Comité de No Intervención. La
tarde del 3 quedaron claras las cosas, cuando lord Halifax declaró,
en nombre del Gobierno: «Mussolini ha dicho siempre claramente,
desde las primeras conversaciones entre el Gobierno de Su
Majestad y el Gobierno italiano que, por razones conocidas por
nosotros, que podíamos comprobar o no, no está dispuesto a dejar
que Franco sea derrotado».
¿Qué importaba? Los miopes, política y moralmente, creían
haber firmado un seguro de vida tranquila.
Coventry y Oradour iban a entrar en la historia.
Negrín en las Cortes
Múnich era un fenómeno de la política europea, y el espíritu de
Múnich se reflejaba en todas partes. Los medios políticos españoles
no estaban indemnes del contagio. El «espíritu de Múnich» existía
con caracteres acusados en la España republicana desde marzo de
1938.
Las Cortes, fieles a los preceptos constitucionales, reuniéronse
al comenzar octubre, esta vez en el monasterio de San Cugat del
Vallés, a las puertas de Barcelona. Algunos creyeron que había
llegado el momento de acabar con Negrín. Las intervenciones de los
representantes de Izquierda Republicana (Palomo). Nacionalistas
Vascos (Irujo), Esquerra (Santaló) contenían velados ataques al
Gobierno y a su política de resistencia. Sólo las intervenciones de
Lamoneda y de Dolores Ibárruri, en nombre de socialistas y
comunistas, respectivamente, habían sido de apoyo incondicional al
Gobierno.
Negrín, en un ambiente harto hostil, solicitó una suspensión de
sesión. Se creyó que iba a dimitir. Pero Negrín volvió para decir que
el Gobierno no estaba dispuesto a secuestrar las prerrogativas
parlamentarias. Si no se estaba de acuerdo con él había que decirlo
claramente y formar otro Gobierno, pero si se estaba de acuerdo, el
apoyo no podía ser condicionado. El jefe del Gobierno exigía un
voto de confianza sin reservas. Los críticos quedaron un tanto
desconcertados. Hubo un momento de vacilación general. Indalecio
Prieto, tal vez porque comprendió que no era posible otra solución, o
por uno de los sobresaltos emotivos que tenía, trató de arreglar la
cuestión. No hubo más remedio que votar la confianza. Ello se debía
a que el Ejercito del Ebro seguía firme en sus posiciones bajo
tempestades de fuego y hierro.
Fin de la batalla del Ebro
Otra vez el otoño, y la batalla del Ebro seguía en su tercer mes.
La lucha tuvo las mismas características de desgaste durante todo
octubre. Una nueva ofensiva con tropas de refresco lanzada por el
Mando franquista delante de Corbeta, del 8 al 20, consiguió mínimos
resultados. Como dice Aznar, «el terreno es conquistado metro por
metro».
Al acabar el mes de octubre, los cuatro cuerpos de ejército
(Maestrazgo, Marroquí, Navarro, Italiano, más las unidades selectas
de legionarios y regalares) consiguieron un avance máximo en una
cuña de ocho kilómetros, a partir de las líneas del 30 de julio. En
cuanto a los flancos de las líneas republicanas, éstas continuaban
inconmovibles. El 19 de octubre. Stohrer comunicaba a su Gobierno
que «la situación militar no había cambiado (…), los pequeños y
laboriosos avances de las tropas nacionalistas en el Ebro no tienen
importancia real». Los agregados militares alemanes hablaban del
descontento de varios generales por la manera de llevar la guerra.
En aquel momento, los Gobiernos de Hitler y Mussolini habían ya
decidido «reconstruir íntegramente la potencia de combate de las
tropas que se encuentran en España, enviándoles los refuerzos
necesarios en material y munición». A mediados de aquel mismo
mes, el general Franco pidió 50 000 fusiles. 1500 ametralladoras
ligeras, 500 pesadas y 100 cañones de calibre 75. Esa ayuda se le
envió en noviembre, a condición de que cumpliese sus promesas de
orden económico[35].
Mientras los tres cuerpos que constituían el Ejército del Ebro y
varias divisiones del Ejército del Este soportaban todo el peso de la
guerra, los ejércitos de la Agrupación Centro-Sur (mandada por
Miaja) en los frentes del Centro, Extremadura, Andalucía y Levante
permanecían inactivos, con la única excepción de las mencionadas
operaciones del mes de agosto en Extremadura. Esta falta de
cooperación de ejércitos iba sin duda a influir en el desarrollo de las
operaciones.
A fines de octubre, tras un Consejo de Guerra presidido por
Franco, se decidió atacar por la sierra de Caballs con cuatro
divisiones. 16 grupos de artillería, tres compañías de morteros del
81 y un grupo de carros de combate. «El día 30 —según García
Valiño— se inició la más potente preparación artillera conocida
hasta entonces»; el 1.º de noviembre quedaron rotas las líneas
republicanas en la sierra de Caballs. Sin embargo, se rehicieron las
unidades y se efectuó el repliegue sin dejar de combatir. El día 8,
tras la evacuación de Mora de Ebro, todavía conservaban las
fuerzas de Modesto una bolsa de unos trescientos kilómetros
cuadrados. Pero allí no era posible organizar una resistencia sólida;
el 15, la cabeza de puente quedó reducida al arco Ribarroja —en las
proximidades de Fatarella—, Ascó. El 16, se efectuó el repliegue a
las posiciones de partida ocupadas el 25 de julio; otra vez se
tendieron los puentes y, sin dejar de combatir, las unidades se
retiraron en orden, sin abandonar material ni depósitos.
La batalla del Ebro había terminado. En el cuartel General de
Franco informaron a los alemanes que la batalla les había costado
35 000 bajas. Por su cuenta, Stohrer consideraba exagerado el
número de 75 000 atribuidas por la prensa falangista a los
republicanos. Líster ha escrito que las bajas fueron 55 000 y calcula
en algo más de 60 000 (haciendo una estimación que tiene por base
las 19 763 declaradas por el Cuerpo de Maestrazgo) las
adversarias.
El asunto Montana y otras cuestiones económicas
La ley de Minas promulgada por el Gobierno de Burgos en junio
concedía la posibilidad de inversiones extranjeras hasta el 40 por
ciento del capital de cada empresa, así como inversiones superiores
con previa autorización gubernamental. En el fondo, quedaban
satisfechas las peticiones alemanas, y aun lo fueron más cuando se
autorizó la formación en Marruecos de una sociedad alemana para
explotar recursos mineros y la liberación del contravalor en pesetas
de 15 millones de marcos, destinado a pagar la participación del
capital alemán en las empresas mineras. Éstas eran la Aralar, S. A.,
de Tolosa; la Montes de Galicia, S. A., de Orense; la Santa Tecla, de
Vigo; la Sierra de Gredos, S. A., de Salamanca, y la Montañas del
Sur, S. A., de Sevilla, todas creadas por la Hisma. En diciembre, la
participación alemana en las dos primeras y en Montañas del Sur
ascendía a 75 por ciento y en Sierra de Gredos al 60, además de la
propiedad total de la S. A. Mauritania, fundada en Marruecos
español.
Por otra parte, la Hisma creó la Sofindus, trust de empresas de
importación y exportación, cuyo capital era alemán en el 90 por
ciento (a fines de 1938 había 25 millones de marcos invertidos en
Sofindus). También se creó en Salamanca la Nova, S. A., destinada
a facilitar el trabajo de empresas alemanas en tareas de
reconstrucción económica de España[36].
En cuanto a la nota de gastos de la Legión Cóndor, presentada
al Gobierno de Burgos en noviembre de 1938, se elevaba a 190
millones de marcos.
Desde el punto de vista del comercio exterior. Alemania se
aseguró también la preeminencia: en 1938 importó de España por
valor de 1.9 millones de dólares y exportó por valor de 22. Pero no
hay que olvidar que la Gran Bretaña (que comerciaba con ambas
zonas) importó por valor de 12 millones y exportó por el de 16. Por
el contrario, Italia apenas obtuvo ventajas de orden económico.
Cuando Mussolini se hundió, los vencedores de la guerra de España
distaban mucho de haberle pagado los 5000 millones de liras a que
ascendió su deuda de guerra con Italia. (La deuda de guerra con
Alemania —que cobró toda Hitler en los años sucesivos a la guerra
de España— ha sido estimada en 1200 millones de pesetas oro[37]).
Por otra parte, el Gobierno de Burgos tuvo que hacer frente en
1938 a numerosos problemas económicos que no eran sino la
primera parte de los que se presentaron en años sucesivos. Las
medidas de invalidación de los billetes lanzados a la circulación por
el Gobierno republicano durante la guerra podían atenuar, pero no
evitar, la propia inflación creada por los gastos de guerra. Los 4836
millones de pesetas de billetes en circulación que había al acabar el
año 1935, se convirtieron en 12 000 millones al terminar la guerra.
En 1938 fue imposible contener el alza de los precios, que
pasaron de 164,15 en 1935 (base 100, año 1913) a 212 en 1938. El
precio de la carne subió el 80 por ciento desde el comienzo de la
guerra; el de las legumbres, patatas y aceite, entre el 40 y el 50
según los casos. Los productos textiles eran raros y caros; los
metalúrgicos subieron, pero en menor proporción. Como los salarios
no aumentaron en más del 20 por ciento, el empeoramiento del nivel
de vida fue evidente. Todo ello sin contar con la baja del poder de
compra provocada por la mano de obra movilizada, por la situación
de las familias afectadas por el encarcelamiento de más de 100 000
personas y el confinamiento de más de 130 000 en «batallones de
trabajadores» y campos de concentración, pertenecientes en su casi
totalidad a la población activa.
Sin embargo, la marcha de la guerra había devuelto la confianza
a los capitalistas y las grandes empresas mejoraban sus posiciones.
Le Temps del 18 de agosto de 1938 ofrecía esta comparación entre
las cotizaciones en la Bolsa de Madrid en julio de 1936 y las del
Bolsín de Bilbao en julio de 1938[38]:
Valores 1936 1938
Cía. Sevillana de Electricidad 60 80
Minas del Rif 337 725
Altos Hornos 59 114
Constructora Naval 19 25
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CAPÍTULO XVI
EL FIN DE LA GUERRA
Las fuerzas en presencia en el frente catalán
Al terminar la batalla del Ebro, ambos ejércitos estaban
desgastados y con graves quebrantos de material. Pero la
orientación de la política europea iba a ser decisiva en el desarrollo
militar y político de los acontecimientos en España. El Gobierno de
Burgos había cedido en cuanto a las concesiones mineras y envío
de minerales y, en compensación, obtenía la ayuda decisiva de
Hitler. Hugh Thomas afirma que «el envío de nuevo material de
guerra que siguió a estos acuerdos constituyó el acto más
importante de intervención extranjera en la guerra civil española»[1].
En verdad, si el alzamiento de 1936 se había convertido en una
guerra fue a causa de la primera intervención alemana e italiana a
finales de aquel mes de julio. Ahora, en otoño de 1938, el espíritu
político de Múnich tenía sus partidarios y representantes,
conscientes o no, en numerosos grupos republicanos y en algunos
de sus jefes militares. A ese estado de espíritu no era ajeno el
propio presidente de la República. Por aquel entonces llamó a
Besteiro para que, con un pretexto, se presentase en Barcelona.
«No hay nada que hacer», dijo después Azaña. Besteiro estaba de
acuerdo con él, pero dijo encontrarse solo. Participó también en una
reunión de la Ejecutiva del P. S. O. E. y tuvo una violenta escena con
Negrín: «Antes de que le cuenten a usted nada —le dijo— quiero
que sepa usted por mí lo que he dicho en la Comisión Ejecutiva. Le
tengo a usted por un agente de los comunistas»[2].
Mientras tanto, Azaña se sentía herido por cuestiones de rango
entre el presidente de la República y el de la Generalidad, al tiempo
que Companys estaba obsesionado con la idea de que el
comportamiento de Negrín, como jefe del Gobierno central,
restringía indebidamente la esfera de autonomía del Gobierno
catalán.
No obstante, la vida en la capital accidental de la República tenía
aspectos más normales que en la primera mitad de la guerra: se
abrieron iglesias para celebrar matrimonios y funerales, y la
tolerancia religiosa era cada día mayor[3]; ya no se ejecutaba
ninguna pena de muerte; los dirigentes del P. O. U. M. fueron
condenados a penas de prisión por el levantamiento armado de
mayo de 1937, pero en modo alguno por traición o complicidad con
el enemigo, cargo que rechazaron los tribunales de la República. En
cambio, la situación alimenticia se hacía muy difícil. En cuanto a la
posibilidad de renovar el armamento y material, todas las gestiones
hechas con el Gobierno francés para levantar el cierre de la frontera
no habían dado resultado. Sin embargo, había numerosos envíos
soviéticos que estaban ya en Francia y el Gobierno no perdía la
esperanza de obtener un gesto de condescendencia por parte de
Daladier y Bonnet.
Barcelona hizo una emotiva despedida a los combatientes de las
Brigadas internacionales y la Comisión de la S. de N. comprobó que
en los frentes de la zona republicana no quedaban ya combatientes
extranjeros.
La visita de Vincent Auriol a Barcelona confirmó a los
gobernantes republicanos lo poco que podían esperar del Gobierno
francés (con cuyos ministros había hablado Auriol, aunque su viaje
tenía carácter oficioso). Parecía como si la resistencia republicana
constituyese un engorro para los atemorizados Gobiernos de
Europa occidental.
Negrín, que desplegaba una actividad sobrehumana, hacía lo
que podía, como la mayoría de los ministros. Pero el jefe del
Gobierno chocaba a menudo con los partidos políticos, a los que
llegó a juzgar como obstáculos en la tarea gubernamental. A
primeros de diciembre había sugerido una especie de suspensión
de los partidos, reunidos en un «frente nacional», idea que los
comunistas y otros rechazaron[4].
El 23 de noviembre, el general Rojo había redactado un informe
sobre la situación militar, en el cual preveía la próxima ofensiva del
enemigo contra Cataluña. Sus posiciones básicas eran las
siguientes: a) evitar que el enemigo montase libremente esa
maniobra y, para ello, operar ofensivamente en un frente sensible; b)
poner en actividad todos los demás frentes; c) trazar un plan de
defensa de Cataluña, basado en la resistencia y en la maniobra. En
ese momento, el Ejército republicano en Cataluña contaba con un
total de 220 000 hombres (de los cuales sólo 140 000 encuadrados
en brigadas mixtas; había los de las quintas recién llamadas sin
encuadrar, etc.), 250 piezas de artillería, 40 tanques, 80 carros
blindados, 46 piezas de la D. E. C. A., 80 aviones de caza, 26 de
bombardeo, seis mixtos y tres patrullas de vuelo nocturno. Este
ejército tenía enfrente otro de 320 000 o 340 000 hombres. 800
piezas de artillería, 300 tanques y carros, de 80 a 100 piezas de
D. E. C. A. y entre 500 a 600 aviones.
En el Centro había tres ejércitos, más los efectivos de maniobra,
que sumaban unos 80 000 hombres. Teniendo en cuéntalas
unidades de Asalto, de Carabineros, los reclutas, etc., podía
contarse con más de 500 000 combatientes, pero no había
armamento para todos.
Maniobras para salvar a Cataluña
El 6 de diciembre, Rojo comunicó a Negrín su impresión de que
la ofensiva enemiga contra Cataluña era inminente. Se estableció
entonces el siguiente plan de operaciones:
1. Realizar un ataque al sur de Granada, por el sector de Motril,
con la flota y una brigada de desembarco;
2. Un ataque principal sobre el frente Córdoba-Peñarroya, hacia
Zafra, con un mínimo de tres cuerpos de ejército, que debería
iniciarse cinco días después;
3. Un ataque complementario en el frente del Centro con el
objetivo de cortar las comunicaciones enemigas de dicho
frente con Extremadura, que debería tener lugar doce días
después.
Pero a las cuarenta y ocho horas, el general Miaja, jefe de la
zona Centro-Sur, respondió negándose en redondo a realizar la
operación de Motril, al tiempo que manifestaba que el jefe de la flota
estaba de acuerdo con él. Sin embargo, la flota se había hecho ya a
la mar, así como los barcos que transportaban la brigada de
desembarco, cuando Negrín, cediendo a la desobediencia,
suspendió la operación. «La batalla de Cataluña —dice Rojo—
comenzamos a perderla al suspender la operación sobre Motril».
Éste fue el primer traspiés de una serie de vacilaciones que
acabaron mal. Al suspenderse lo de Motril, el Estado Mayor. Central
dio orden de que en vez de atacarse por Extremadura, el día 18,
como estaba previsto, se atacase por el frente de Granada el 24. La
situación se hizo cada vez más confusa: las malas comunicaciones,
unidas a una crisis de abastecimientos de Madrid, complicaron la
cuestión. En esto llegó el 23 de diciembre: seis cuerpos de ejército
(mandados por Cambara, García Valiño, Solchaga, Moscardó,
Yagüe y Muñoz Grandes) iniciaban la gran ofensiva contra Cataluña,
con 600 piezas de artillería y toda la aviación Cóndor y Legionaria.
Las líneas republicanas fueron rotas por el Segre, al sur de Lérida,
en el sector de la 179 Brigada de Carabineros y la 56 de Marina.
También retrocedió la reserva formada por la 16 División. El 25 se
lanzaron al contraataque los V y XV cuerpos de ejército. El primero
paralizó varios días a los italianos delante de Castelldans, pero el
frente fue desbordado por varios puntos.
Ante situación tan grave, el Estado Mayor Central dejó en
libertad, al del grupo de ejércitos Centro-Sur para que, tras resolver
el problema de abastecimientos, realizase la ofensiva prevista por
donde juzgara más útil (el Estado Mayor del Centro-Sur se decidió,
al fin, por Extremadura).
Al comenzar enero de 1939, la situación de Cataluña era
dificilísima. El día 4, los cuerpos de ejército italiano y navarro
ocupaban Borjas Blancas, en la carretera de Lérida a Tarragona, y
los del Maestrazgo y Urgel entraban en Artesa, por el sector del
Segre. En el sur de Cataluña se luchaba en campo abierto, con
mínimas posibilidades de defensa. Al transcurrir la primera semana
de enero, los republicanos sólo disponían en realidad, de 90 000
combatientes y 60 000 fusiles; la proporción artillera era de una
pieza contra seis, y la aviación estaba absolutamente dominada. Se
tomaron medidas extremas, entre otras la formación de batallones
de ametralladoras formados por voluntarios. Uno de ellos, el de los
metalúrgicos ugetistas barceloneses, se batió valientemente en el
Bruch, pero la retaguardia comenzó a vacilar.
Ya era muy tarde, cuando el día 5 se emprendió la ofensiva de
Extremadura. El XXII Cuerpo de Ejército, mandado por el teniente
coronel Ibarrola, rompió el frente y avanzó en una profundidad de
veinte kilómetros. En cuarenta y ocho horas, el XXII Cuerpo y la
Agrupación Toral habían conquistado Balsequillo, Los Blázquez, La
Granjuela, Fuenteovejuna, Aldea de Cuenca, La Coronada y la
Granja de Torrehermosa, en total 600 kilómetros cuadrados. Pero al
llegar ahí, el Mando, teniendo en cuenta que los flancos no cedían,
no se atrevió a profundizar la brecha ni a realizar una posible
maniobra envolvente sobre uno de dichos flancos. Un ejército de
90 000 hombres quedó paralizado, con dificultad de transporte por
las pésimas vías de comunicación, y dando tiempo a que el enemigo
concentrase reservas. En efecto, el Mando de Burgos envió como
refuerzos una agrupación de tres divisiones y media, mandada por
García Escámez, además de la 11 División, la de Caballería y nueve
grupos de reserva general de artillería. Los republicanos realizaron,
sin embargo, un segundo esfuerzo ofensivo hasta el día 13. A
primeros de febrero, perdida ya la razón estratégica de la batalla, se
replegaron a las posiciones de partida.
La tardía ofensiva de Extremadura fue acompañada por la que
se había previsto en el Centro, pero en condiciones harto extrañas
que los historiadores no han conseguido aclarar. El Estado Mayor
del Grupo de Ejércitos proyectó la operación como una repetición de
la de Brunete. Se preparó en Madrid, sin ninguna convicción, y se
utilizaron 25 000 hombres (dos divisiones y una reserva). El ataque,
realizado el 15 de enero, fracasó desde el primer momento, pese a
la acometividad de las fuerzas en línea, que sufrieron 900 bajas. Se
habló de que el enemigo conocía los planes de la operación.
Casado se indignó ante esta sospecha, pero en su Estado Mayor
figuraba Garijo, que fue ascendido por los vencedores al terminar la
guerra.
En suma, todos los planes de diversión para contrarrestar la
ofensiva de Cataluña habían fracasado. Se había comenzado por la
indisciplina, luego se había operado tarde y el Estado. Mayor
Central había dejado de controlar los movimientos del de la zona
Centro-Sur, en cuya actuación intervinieron factores de difícil
esclarecimiento.
La caída de Barcelona…
El mismo día 15, un rápido movimiento de las fuerzas de Yagüe
dio por resultado la caída de Tarragona, Se abrió una brecha por la
que se precipitaron varios cuerpos de ejército. El republicano se
batió encarnizadamente en desigual batalla. No había fusiles, ni
ametralladoras, ni cañones. Barcelona era bombardeada de nuevo.
La moral de la población civil se había roto. En Francia había miles
de ametralladoras, 500 piezas de artillería y 30 lanchas torpederas
vendidas por la Unión Soviética a la República española. En aquel
momento, cuando caía Tarragona, se consiguió que el Gobierno
francés autorizase el paso de parte de ese material. Con ello se
pensó en constituir una cabeza de puente en la frontera catalana
incluso si se perdía Barcelona. Pero ya era tarde. Casi todo ese
armamento se quedó en Francia (que no dejó salir nada desde que
cayó Barcelona) y del poco que llegó la mayor parte no estaba
siquiera desembalado cuando cayó en poder de los vencedores[5].
Entre tanto Chamberlain había visitado a Mussolini en Roma. El
Consejo de la Sociedad de Naciones se reunía una vez más, y otra
vez Álvarez de Vayo defendió los derechos de la República
española. Bonnet aparentó no escuchar y Halifax se levantó del
asiento. Álvarez del Vayo declaró con más energía, apoyando cada
una de sus palabras: «Sí, señores; malherido, abandonado, el
pueblo español continuará la resistencia. No se ha podido
restablecer la paz en la justicia y no nos queda más que combatir
hasta la muerte. Pero llegará un día en que se acuerden de nuestras
advertencias y en que se den cuenta de que España era el primer
campo de batalla de la segunda guerra mundial, que se aproxima
inevitablemente».
No obstante, el 6 de aquel enero, Roosevelt, en su mensaje al
Congreso, había reconocido que el embargo de armas decretado
por los Estados Unidos había sido un error y que «había favorecido
al agresor». En muchos medios políticos de Londres y París se
había cambiado de criterio con respecto al asunto de España, pero
los Gobiernos no hacían nada por impedir su desenlace.
En la noche del 21 al 22, el Estado Mayor tuvo que comunicar al
Gobierno que el frente ya no existía en tres direcciones: la de
Solsona, la de Garraf y por el eje Igualada-Manresa, ocupadas por
el Cuerpo de Ejército italiano y el del Maestrazgo. Al día siguiente, el
Gobierno dispuso que todos los organismos del Estado salieran de
Barcelona.
La defensa de Barcelona, ante un enemigo muy superior en
número y armamento, era muy difícil, pero el clima de derrota
precipitó su caída. El día 25 no se sabía quién mandaba allí En
principio debía ser el general Hernández Sarabia, jefe del Grupo de
Ejércitos de la zona, pero al mismo tiempo asumió la defensa de la
plaza el teniente coronel Romero, al cual sustituyó con rapidez
cinematográfica el coronel Velasco[6]. La confusión de jurisdicciones
puso las cosas peor de lo que estaban. Para acabar de
complicarlas, el ministro de la Gobernación daba orden el día 25 por
la noche de que evacuaran Barcelona los Guardias de Asalto: dos
mil hombres, con ametralladoras y carros blindados se retiraron en
dirección de Gerona, con lo que contribuyeron a desmoralizar a la
población.
Sin líneas ya, las fuerzas de Yagüe, Solchaga y Gambara
marchaban sobre la capital, después de haber atravesado el
Llobregat. Aquí y allá, unidades del V Cuerpo y algunos grupos
aislados oponían resistencias locales al avance. Ese día. Ciano
escribió en su Diario: «Nuestros voluntarios están venciendo la
resistencia final de la División Líster. Barcelona está ya a su
alcance».
Así era. En la mañana del 26, los camisas negras italianos y
boinas rojas navarros ocupaban la altura del Tibidabo. A las cuatro
de la tarde, varias tanquetas italianas avanzaban
desacompasadamente por las calles laterales de Sarriá y llegaban al
paseo de Pi y Margall. Los vencedores (Cambara, Yagüe, Solchaga)
entraban protegidos por sus aviones, en una ciudad silenciosa
cuyos habitantes se guarecían en el Metro o tras las ventanas
cerradas de sus casas. Sólo al cabo de varias horas, cuando los
Mandos «nacionales» se habían instalado en la plaza de Cataluña,
sus partidarios salieron a la calle para manifestar su regocijo por la
victoria.
Mientras tanto, el Estado se encontraba ambulante desde
Gerona a la frontera. Muchos funcionarios no habían parado hasta
llegar a Francia. Negrín se esforzaba por reunir en Figueras a todos,
los miembros del Gobierno. Azaña se había instalado a seis
kilómetros, en el castillo de Perelada. Álvarez del Vayo consiguió del
Gobierno francés, que había cerrado herméticamente la frontera,
que autorizase el paso de heridos y de población civil. El general
Rojo, con el Estado Mayor, estaba en La Agullana y había dejado
escapar el timón de sus manos. Sólo el subsecretario, coronel
Cordón, y el comisario general de Guerra, Ossorio y Tafall (de
Izquierda Republicana) hacían frente, junto a Negrín, al
derrumbamiento casi general. En Perelada se reunieron Azaña,
Rojo J Negrín. El informe de Rojo fue pesimista: todo lo más, según
él, se podría resistir cincuenta días aún, si las circunstancias
internacionales no cambiaban en sentido favorable. Azaña estimaba
que no quedaba «sino requerir los buenos oficios de Francia y la
Gran Bretaña para ver de obtener una paz humanitaria», y opinó
que la cuestión debía plantearse en Consejo de ministros.
A todo esto, el Gobierno francés cerró de nuevo la frontera;
decenas de millares de mujeres, niños y ancianos se aglomeraban,
durante aquellas noches heladas de finales de enero, en los puestos
fronterizos. Llovía torrencialmente…, muchos heridos marchaban a
pie y no había curas de repuesto para sus llagas…, las mujeres se
arrastraban penosamente por los senderos helados llevando en sus
brazos a los pequeñuelos… Por fin, la frontera fue abierta otra vez
pero también se abrieron, próximos a ella, los campos de
internamiento de Argelès, Saint-Cyprien, Prats de Molló… Una
nueva tragedia comenzaba para centenares de miles de españoles
que habían perdido su patria.
… y la de Cataluña
Volvamos por un momento a Figueras. El 1.º de febrero debían
reunirse las Cortes. Y las Cortes se reunieron a medianoche en las
caballerizas del Castillo de Figueras.
Estuvieron presentes 64 diputados; hubo otros que, habiendo
pasado ya la frontera, no creyeron conveniente regresar por unas
horas.
Aquella noche expuso Negrín las condiciones en que su
Gobierno aceptaría la paz. Eran tres: independencia del país,
garantía de que el pueblo español decidiese cuál sería su régimen y
que, «liquidada la guerra, habrá de cesar toda persecución y toda
represalia, y esto en nombre de una labor patriótica de
reconciliación, base necesaria para la reconstrucción de nuestro
país devastado».
Se trataba en realidad de obtener la tercera garantía, sin la cual
no quedaban más salidas que la resistencia a ultranza (cuyos
objetivos podían ser diversos, como ya veremos) o entregarse
inermes al aniquilamiento.
Comentando aquellas condiciones, afirmó más tarde Negrín:
«Sabíamos que a los dos primeros puntos los facciosos argüirían
que ellos, eran sus genuinos defensores, y aunque no lo
creyéramos, tendríamos que conformamos con tal declaración; pero
respecto al tercer punto, el referente a garantías contra represalias y
persecuciones, ahí sí que exigíamos de las potencias mediadoras,
que estaban insistentemente haciendo presión sobre el Gobierno de
la República para que termináramos la lucha, para que cesáramos
el combate, que esas potencias asumieran la responsabilidad de
que tal cosa se iba a cumplir (…). Debo confesar que el plan
presentado por el Gobierno al Parlamento no era de mi agrado, por
no corresponder a mi política de imperturbable resistencia. Pero se
presentaban las cosas de tal manera… que no teníamos más
remedio que hacer esas concesiones»[7].
Hablaron aquella noche los diputados Fernández Clérigo,
Lamoneda, Mije, Irujo y Zulueta, en nombre de sus respectivos
grupos políticos. El Gobierno obtuvo la confianza unánime, así como
sus tres puntos para la paz. No parece que tales decisiones
coincidiesen con el criterio de Azaña, que hubiera preferido que
Negrín hubiese comunicado a las Cortes el contenido de la reunión
que ambos tuvieron con el general Rojo. Para el presidente de la
República, los tres puntos de Figueras significaban «la continuación
de la guerra a ultranza».
No habían transcurrido muchas horas desde que Martínez Barrio
levantara la sesión en los sótanos del castillo de Figueras, cuando
de nuevo el embajador de Francia, Henry, apremiaba a Álvarez del
Vayo para que el Gobierno cesase toda resistencia. Se le comunicó
la decisión de las Cortes y se preparó otra reunión para el 5 de
febrero, en la que debía tomar parte también el representante de la
Gran Bretaña, Stevenson.
Salió Azaña del territorio nacional, con su esposa y su cuñado,
Martínez Barrio y Giral. Negrín le acompañó hasta el primer pueblo
de Francia, donde fue recibido por un delegado del prefecto de los
Pirineos Orientales. No ocultó Azaña que salía dispuesto a dimitir y
que, de ninguna manera volvería a la zona central. Aceptó, sin
embargo, residir cierto tiempo en la embajada española en París
para no obstaculizar los sondeos y eventuales negociaciones de
paz. El Gobierno francés aceptó la ficción jurídica de que el
Presidente se encontrase, como de incógnito, en el territorio
jurisdiccional español de la Embajada.
Pocas horas después que Azaña, abandonaron el territorio
nacional los presidentes Companys y Aguirre. Transcurridos otros
dos días, los ministros que quedaban en la «cabeza de frontera»
catalana eran Negrín, Álvarez del Vayo, Uribe y Méndez Aspe.
Él día 4 cayó Gerona. Se dio entonces la orden de repliegue
general y se previno —tardíamente— el transporte de hombres y
material a la zona central, por la ruta Marsella, Orán, Cartagena, por
el internamiento decretado por el Gobierno francés hizo que esa
orden no se cumpliese. Cada hora contaba entonces por años. El
día 6, en La Agullana se reunía Negrín. Álvarez del Vayo, Henry y
Stevenson. Expuso Negrín el sentido de los «tres puntos» que en
realidad se reducían a uno solo, y llegó a prometer que, si era
necesario, el Gobierno se ofrecería en la persona de su presidente
como víctima propiciatoria para que fuera la única que hubiese, una
vez terminada la guerra. Prometieron los diplomáticos extranjeros
hacer todo lo posible, ion sus respectivos Gobiernos, para obtener
una solución viable.
Mientras tanto, la situación militar no permitía ya ninguna
esperanza. Al atardecer del día 7, los partes acusaban la
imposibilidad de resistir. A las tres de la madrugada del 8 se dio la
última directiva ordenando el repliegue sobre la frontera.
En la mañana del 9, después de presenciar el paso de las tropas
republicanas que se replegaban, Negrín y los otros tres ministros
pasaban la frontera por Le Perthus. El coronel Morell, agregado
militar de Francia, estaba allí y lo saludó en posición de firmes y las
fuerzas francesas presentaron armas. Pero centenares de miles de
españoles, de ambos sexos y de todas las edades, internados en
los campos en pésimas condiciones, comenzaban la amarga
experiencia del destierro.
El mismo día 9, se reunió el Gobierno en el Consulado español
de Toulouse y decidió su reinstalación en la zona Centro-Sur. Se
dieron órdenes a los mandos militares de regresar también. Las
acataron Ossorio Tafall, Modesto, Líster… Se negaron los generales
Rojo y Jurado.
También aquel mismo día, Mahón capitulaba tras una extraña
maniobra. En Palma se negoció entre el cónsul de la Gran Bretaña y
las autoridades franquistas el procedimiento para imponer la
rendición de Menorca, con las condiciones que los dirigentes
republicanos serían evacuados y de que la isla sería exclusivamente
ocupada por tropas españolas y no italianas o alemanas. El crucero
británico Devonshire se presentó en Menorca el día 9, como para
realizar una visita protocolaria. Su capitán fue a saludar al jefe de la
base, almirante Ubieta, y éste devolvió la visita a bordo del buque
británico. En ese momento comenzó un ataque aéreo contra la isla y
se sublevaron en ella los partidarios de Franco. Cuando Ubieta llegó
al Devonshire se enteró, con la natural sorpresa, de que estaba allí
el conde de San Luis. Gobernador civil de Mallorca, para «negociar
la rendición de Menorca». Quiso el almirante regresar a tierra, pero
pronto se dio cuenta de que se hallaba secuestrado. Aunque la
sublevación en la isla había sido dominada, Ubieta acabó por ceder.
El Devonshire se llevó 400 republicanos, a los que desembarcó en
Francia, y el conde de San Luis se hizo cargo de Menorca[8].
El día 10 regresaban Negrín y Álvarez del Vayo a España,
seguidos, poco después, por los demás ministros, a excepción de
los que tenían misiones exteriores que cumplir. Faltábale al
Gobierno el aparato administrativo, que tenía que organizar sobre la
marcha. Otra cuestión esencial era fijar su residencia.
Cuatro semanas de reuniones
Lo primero que hizo Negrín fue reunirse con los mandos militares
para explicarles el alcance de las decisiones de Figueras y recabar
su opinión sobre la situación de sus ejércitos. El estado de espíritu
de los generales no era muy optimista, Casado era el que veía el
horizonte más oscuro, aunque Menéndez, jefe del Ejército de
Levante, Escobar y Moriones, jefes, respectivamente, de los
ejércitos de Extremadura y Andalucía, confiaban más en la situación
de sus frentes. En el transcurso de aquella larga junta parecía que
Negrín convencía a sus interlocutores. Sólo Buiza, jefe de la flota,
insistió rotundamente en que la resistencia era imposible. Al
terminar, Moriones trató duramente a Buiza. En cambio. Casado y
Matallana se le acercaron para decirle que, en el fondo, estaban de
acuerdo con él. La reunión, que había tenido lugar en Los Llanos
(Albacete), se había prolongado durante más de cinco horas. Los
allí presentes, militares profesionales, no estaban animados por el
mismo espíritu de los mandos republicanos de un año o dos antes.
A las graves dificultades de hecho se unían una evidente influencia
desmoralizadora que actuaba sobre ellos, reservas mentales en
orden político, etc. En suma, el espíritu de Múnich, traspasando las
fronteras, había llegado hasta los Estados Mayores del Ejército
republicano.
No obstante, aquellos generales tenían un ejército en pie de
guerra de más de 500 000 hombres, una flota, varios puertos
importantes (entre ellos una base naval), una población de diez
millones de personas. El armamento era deficiente, sin duda, pero
mayor que el de la última época en Cataluña. Negrín les explicó que
el Gobierno había tomado las medidas adecuadas para que llegase
el material de guerra ya comprado que estaba en otros países.
Había más: en previsión de que las grandes potencias reconociesen
al Gobierno de Burgos, se había transferido ese material a países
cuyos Gobiernos eran amigos (Méjico, Colombia, China) con objeto
de que el enemigo no pudiera incautarlo.
Por otro lado se fabricaba armamento ligero y munición en las
industrias de guerra organizadas en Valencia, Alicante, Murcia,
Albacete, etc.
El 13 de febrero, los ministros fueron a Madrid. Desde allí
lanzaron una proclama al país, llamando a la resistencia por
«asegurar la independencia de España y evitar que nuestro país se
sumerja en un mar de sangre, de odio y de persecuciones…».
El Gobierno decidió unánimemente pedir a Azaña que se
reintegrase al territorio nacional. Para realizar esa gestión fue a
París Álvarez del Vayo, quien no ocultó a Negrín las serias dudas
que tenía sobre el éxito de la misión que se le encomendaba.
¿Qué ocurría, mientras tanto, en el mundo?
El día 13 el embajador en Londres, Pablo Azcárate, presentaba
una nota al Foreign Office, en la que se insistía en que el Gobierno
republicano estaba de acuerdo con el cese de hostilidades siempre
y cuando el Gobierno británico garantizase, por su acción cerca del
de Burgos, que no habría ningún género de represalias.
Al mismo tiempo, la preocupación esencial del Gobierno de
Franco era que se acelerase su reconocimiento por parte de Francia
y la Gran Bretaña. El Gobierno francés envió a Burgos a Léon
Bérard con objeto de preparar una amplia negociación (el
memorando de las conversaciones Bérard-Jordana fue
inmediatamente transmitido a Stohrer). Jordana y sus agentes
Quiñones de León y duque de Alba insistían en la necesidad de que
su Gobierno fuese reconocido de jure. En cuanto al cese de
hostilidades, Franco no admitía otra fórmula que la rendición
incondicional. La Gran Bretaña, fiel a su táctica de «echar por
delante a Francia», pretendía que fuese París el que primero
reconociese el gobierno de Burgos, a fin de no herir la sensibilidad
de la opinión pública norteamericana.
Todos estos conciliábulos, preparativos y devaneos de los
correveidiles diplomáticos incitaban al Mando de Burgos a esperar
que, con tan valiosas colaboraciones internacionales y teniendo en
cuenta el estado de espíritu que reinaba en Europa, el enemigo se
hundiría sin necesidad de nuevas acciones militares que azuzasen
la impaciencia de la retaguardia nacionalista. Sin embargo, para el
caso de que la guerra continuase, el Estado Mayor pensaba en una
eventual ofensiva contra Madrid, aunque también se decía que el
Generalísimo quería proseguir la ofensiva contra Valencia. No
estaban horros de problemas internos aquellos que estaban tan
cerca ya de convertirse en titulares del Estado español: se hablaba
mucho de posible restauración monárquica, pero en realidad quien
tenía el máximo poder no pensaba en ella; los falangistas «puros»
seguían descontentos: los militares jugaban su baza y Serrano
Súñer la suya personal, que, siendo opuesta a la de los generales
podía coincidir momentáneamente con la de los camisas viejas. La
jerarquía eclesiástica comprendía, por su parte, que el huevo Estado
tenía mucho que agradecerle y deseaba acrecentar sus poderes en
el orden temporal. Frente a todo esto, regiones enteras «liberadas»
eran todavía «rojas», a pesar de la represión. En cuanto a Cataluña,
privada (con el País Vasco) de sus derechos de autonomía y del
libre uso de su lengua vernácula, en cuya capital continuaba la
represión, inspiraba también inquietud a los medios
gubernamentales de Burgos.
Por último, la promulgación en Burgos de la ley de
Responsabilidades políticas[9] revelaba inequívocamente cuál era el
criterio de los cuasivencedores sobre exención de represalias y
pacificación de espíritus. Su artículo primero decía: «Se declara la
responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como
físicas, que desde el 1.º de octubre de 1934 y antes del 18 de julio
de 1936 contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo
orden de que se hizo víctima a España y de aquellas otras que, a
partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se
opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con
pasividad grave».
Seguía una relación exhaustiva de organizaciones y un largo
articulado para sancionar con inhabilitación absoluta, confinamiento,
pérdida total de bienes, etc., etc., a cualquiera que hubiese hecho el
más mínimo gesto opuesto a la rebelión de 1936, como, por
ejemplo, permanecer en el extranjero sin pasar a la llamada zona
nacional, haber aceptado un cargo de consejero o gerente en una
compañía económica (ésta era la venganza de las «grandes
familias»), haber realizado cualquier acto en favor del Frente
Popular y en contra del Movimiento Nacional, aunque no se
hubiesen desempeñado cargos directivos, ni misiones o cargos de
confianza, ni se fuese afiliado a esas organizaciones.
¿Resistencia o rendición?
Los republicanos sabían, pues, a qué atenerse. ¿Podía
prolongarse la resistencia? Ya hemos visto los elementos militares
con que contaban. También sabemos que las dificultades
alimenticias eran grandes. La cuestión era saber si se podía resistir
varios meses; cinco o seis. En realidad, en la reunión de Los Llanos,
tanto Matallana, jefe del Estado Mayor de la zona Centro-Sur, como
Menéndez no habían negado la posibilidad de resistir cuatro o cinco
meses, pero no comprendían qué objeto podía tener esa resistencia
prolongada. En cuanto a Casado, creía que Madrid no se podía ya
defender. Negrín creía que la resistencia era posible durante seis
meses o más. Los partidarios de la resistencia la creían posible en
los frentes de Madrid y Valencia, pero también, si llegaba «el caso
improbable de que Madrid tuviera que ser abandonado»[10], se
contaba establecer una línea defensiva en la región meridional de
Valencia y al sur de la meseta central. Esto es, se pensaba, en el
peor de los casos, en un repliegue organizado. Pero ¿por qué la
resistencia?, ¿por qué unos meses más?
En primer lugar, para decirlo con palabras del embajador Pablo
de Azcárate: «Era obvio que el único medio de que disponía el
Gobierno español para ejercer una presión sobre el Gobierno
británico consistía, primero, en demostrar sus posibilidades reales y
positivas de continuar la lucha, y segundo, en afirmar su decisión de
hacerlo si el Gobierno británico no conseguía hacer aceptar por los
jefes rebeldes las condiciones razonables y moderadas contenidas
en los tres puntos enunciados por el jefe del Gobierno español en su
discurso ante las Cortes».
La verdad era que la situación internacional, a pesar de los
progresos del fascismo después de Múnich, estaba lejos de
definirse, y qué muchas fuerzas políticas consideraban que el
sostenimiento de la República española era el único medio de
enmendar los errores del «apaciguamiento» tembloroso ante Hitler y
Mussolini. Ésa era la actitud, al comenzar 1939, de Churchill y Edén
(además, naturalmente, de la del Partido Laborista británico), la de
Roosevelt, que se había convencido de lo erróneo que era su
política de «neutralidad», de los socialistas franceses que, por boca
del propio León Blum, atacaron violentamente en la Cámara la
política de no intervención (paradoja, si se quiere, pero realidad
política), coincidiendo en ello con la constante actitud de los
comunistas, pero también con conservadores franceses que, por
interés nacional, no querían ceder ante los Estados fascistas ni
tener en la frontera del Sur, en Marruecos, Baleares, etc., unas
líneas que vigilar, con vecinos si no hostiles con las armas, (que
salían de una agotadora guerra civil), sí en potencia, y que preferiría
tener allí un aliado: ésa era la posición de un Georges Mandel, de
un derechista como De Kerillis (partidario de la sublevación militar
en 1936) y la que, a veces, sin atreverse luego a mantenerla,
compartían Daladier y Reynaud. La Unión Soviética estaba
dispuesta a continuar su ayuda, siempre y cuando la Gran Bretaña y
Francia no tratasen de aislarla y entenderse a sus espaldas en el
Eje. Por eso había aún una esperanza de que la política de
seguridad colectiva diese señales de vida. La opinión pública
también se agitaba en los principales países occidentales. Había,
pues, en primer lugar, la posibilidad de un cambio de la política
mundial que parase en seco la carrera hacia la catástrofe iniciada
por la guerra en España y China, seguida por la ocupación de
Austria, impulsada decisivamente en Múnich. Hoy es fácil escribir la
historia, cuando ya se conocen los resultados, pero en febrero de
1939 se podía pensar en que los países democráticos de Occidente
pondrían punto final a sus claudicaciones.
En segundo lugar, y si así no era, debía suceder lo contrario: la
guerra mundial. En ese caso, la situación debía cambiar totalmente
a favor de los republicanos españoles. Si Negrín lo creía así,
también en Burgos se temía (ya se había temido durante la crisis
que preludió el acuerdo de Múnich) y Serrano Súñer lo ha
confirmado más tarde: «Me parece seguro que Negrín —al contrario
que Prieto— no deseaba la mediación. Deseaba alargar la guerra
civil y conseguir el incidente para que la guerra europea se
conectase con nuestra guerra civil (…) para nosotros y para España,
esa complicación era la catástrofe»[11].
No ha faltado alguien para afirmar que si la guerra española se
hubiese prolongado, la mundial no habría comenzado tan pronto. La
afirmación revela un desconocimiento total de la política de Hitler,
para quien no era de primer orden la batalla de España. ¿Acaso le
detuvo ésta, para invadir Austria? ¿Y para despedazar
Checoslovaquia? Es más, la ocupación total de Checoslovaquia,
realizada en marzo de 1939, preparada cuando no se sabía si la
guerra de España duraría aún varios meses, hubiera tenido lugar de
todos modos. En todo caso precedió en dos semanas a la
terminación de la guerra de España.
En último término, e independientemente de la situación
internacional, la política de resistir durante algunos meses todavía
era la única que podía permitir un repliegue, una evacuación sin
desbandada de las personas que corrieran mayor peligro de ser
víctimas de represalias: un repliegue combativo y no un desplome
(complicado con luchas intestinas) permitía también la
transformación de la lucha de frentes en lucha guerrillera, con
unidades de guerrilla importantes que —ésas sí, sin duda alguna—
hubieran estado en perfectas condiciones de acción al iniciarse la
guerra mundial; permitía, igualmente, a las organizaciones del
Frente Popular que así lo deseasen, dejar montados los andamiajes
de una actividad clandestina sólidamente organizada.
La política de resistencia no era acto de locura, sino el intento de
jugar las últimas cartas posibles. Pero esa política, preconizada por
el Gobierno, particularmente por Negrín y Álvarez del Vayo, no la
sostenía en su totalidad más que el Partido Comunista. Las
restantes organizaciones tenían su fracción partidaria de resistir y la
que sostenían el criterio opuesto, si bien la mayoría de la dirección
del P. S. O. E. defendía igualmente la tesis de la resistencia. Esta
distribución de las corrientes políticas en torno al problema de cómo
terminar la guerra facilitaba argumentos a los partidarios de la
capitulación para matizar erróneamente el comportamiento de
quienes, como Negrín, se oponían a sus propósitos. (Ya lo había
expuesto claramente Besteiro en noviembre de 1938). Ante una
población fatigada por cerca de tres años de guerra era fácil
presentar a los partidarios de resistir como deseosos de proseguir
una lucha suicida. Además, esa oposición de fuerzas políticas había
despertado en muchos de los partidarios de la rendición un cálculo
de naturaleza análoga al de los gobernantes franco-británicos que
estamparon su firma en el acuerdo para despedazar
Checoslovaquia: «puesto que nuestros adversarios se declaran ante
todo anticomunistas, bien pudiera ser que solamente ejerzan
represalias contra hombres y organizaciones de la tendencia que
dicen combatir. Además, si damos garantías de anticomunismo.
Francia y la Gran Bretaña podrán influir en nuestro favor con mayor
comodidad y eficacia». A esto se añadía, por último, el criterio de
algunos militares profesionales de que «al fin y al cabo, todos somos
compañeros, los de Burgos y nosotros».
Los efectos de la capitulación de Múnich
Tal era la situación, extremadamente difícil, cuando Negrín y sus
ministros buscaban dónde instalarse por las provincias que
quedaban en poder de la República, se reunían con los no bien
avenidos Comités provinciales del Frente Popular y preparaban una
reorganización militar. Se había pensado en crear un nuevo Ejército
de maniobra y utilizar los mandos que habían regresado de Francia.
Pero algunos militares, y en particular Casado, estaban inquietos
por esos proyectos. El jefe del Ejército del Centro temía ser
sustituido por Modesto y estaba dispuesto, si llegaba el caso, a no
acatar esa orden[12]. Casado tenía frecuentes entrevistas con
Cowen, cónsul británico en Madrid, quien se le había ofrecido para
sondear la opinión del Gobierno de Burgos sobre una posible
negociación de paz. «El coronel Casado, que mantenía frecuentes
contactos con el cónsul británico en Madrid, Cowen, busca ya en
febrero de 1939 contactos con el Gobierno de Burgos para negociar
una paz. Se le presenta entonces el teniente Coronel Centaño (que
estaba a sus órdenes en el taller de artillería n.º 4) que en realidad
era agente secreto del SIPM de dicho Gobierno. Tiene lugar
entonces la primera entrevista Casado-Centaño, de las varias que
se celebraron. Por consiguiente, un mes antes de alzarse, el coronel
Casado estaba ya en negociaciones secretas con el Mando
adversario a escondidas, naturalmente del Mando republicano»[13].
También se entrevistaba Casado con numerosos mandos militares
de territorios ajenos a su jurisdicción. Insistía en que había que
replegarse a la provincia de Murcia. Casado, a juzgar por lo que él
mismo ha escrito, creía que si Negrín no conseguía las condiciones
mínimas para obtener la paz, otras personas como él mismo podían
iniciarlas con éxito.
Mientras esto acaecía en el perímetro Madrid-Valencia-Almería-
Albacete-Jaén, el ministro Álvarez del Vayo se esforzaba en París
en conseguir que Azaña regresase a España. Vano empeño. El
presidente de la República perseveraba en el criterio que tenía al
salir de Cataluña. Quiso que Rojo, Jurado e Hidalgo de Cisneros le
expusiesen por escrito su opinión sobre la situación militar. Hidalgo
de Cisneros respondió que sólo podía hacerlo por conducto
reglamentario, es decir, por medio del ministro de Defensa. Tampoco
confirmó Rojo por escrito su informe pesimista hecho en la reunión
de La Agullana (que sin embargo fue mencionado luego por el
Presidente en su escrito de dimisión). El general se extrañaba
aquellos días, de que el ministro de Defensa no respondiese a sus
comunicaciones. En efecto, parte de la correspondencia diplomática
no llegaba a su destino, puesto que era interceptada en Madrid por
agentes a las órdenes del socialista Ángel Pedrero, jefe del S. I. M.
del Centro[14]. Estas interferencias, como luego veremos, iban a
tener importancia.
El 16 de febrero, a las siete de la tarde, entregó lord Halifax a
Azcárate la copia de un proyecto de telegrama en el cual se pedía a
Franco «que diera facilidades para que pudiera salir de España toda
la personalidad republicana de relieve, que no se tomaran
represalias políticas contra personas que en una u otra forma
aparecieran identificadas con el Gobierno republicano, y que toda
persona acusada de actos criminales fuera juzgada dentro de un
plazo razonable, y según un procedimiento establecido por una ley
española». Azcárate salió para París, donde comunicó este asunto a
Álvarez del Vayo, que el mismo día 17 expidió un telegrama urgente
a Negrín, por estimar que una decisión de esta naturaleza sólo
podía tomarla el jefe del Gobierno. «La respuesta favorable al
telegrama urgente, que fue varias veces repetido —cuenta Pablo de
Azcárate—, no llegó a nuestras manos hasta el 25 de febrero.
Demasiado tarde… El Foreign Office me hizo saber el día 21 que si
no recibía una respuesta el 22, recobraba su libertad de acción; los
franquistas hicieron llegar al Gobierno británico una declaración el
23, cuyo texto me comunicó el Foreign Office al día siguiente…»[15].
Los cables enviados por Azcárate y Álvarez del Vayo
conteniendo la proposición británica no llegaron a poder de Negrín.
La primera respuesta del jefe del Gobierno lo fue a la carta que le
llevó personalmente Hidalgo de Cisneros, que había regresado por
avión a España desde Toulouse.
El Gobierno francés, sometido al mismo tiempo a la presión
británica y a las amenazas italianas, no aguardaba más que a la
conclusión de las conversaciones Jordana-Bérard para reconocer el
Gobierno de Burgos. Mussolini apremiaba; su portavoz en la prensa,
Virginio Gayda, hablaba de las «vacilaciones, maniobras, regateos y
chantajes» que se escondían tras la aparente sinceridad de los
Gobiernos francés y británico, e insistía sobre la negativa de Franco
a toda mediación. En Il Popolo d’Italia denunciaba a los
«instigadores y cómplices del Gobierno rojo».
El Gobierno francés, conocedor de las intenciones de Azaña,
prefería que éste dimitiese previamente para que la postura de
París, al reconocer a Franco, fuese menos delicada. Así se lo hizo
saber al presidente de la República, por medio del embajador Henry.
Naturalmente, Azaña no podía acceder a semejante petición; muy al
contrario, estimaba que su dimisión sería facilitada por el previo
reconocimiento del Gobierno de Franco por Francia y la Gran
Bretaña. Contra lo que hubiera podido creer Azaña[16], el Gobierno
francés, que tenía aquellos días su representante. Bérard,
negociando en Burgos, no había hecho gestión alguna para lograr
una mediación que supusiera la exclusión de represalias, sin duda
porque la actitud negativa sobre el particular del Gobierno de Burgos
no dejaba lugar a dudas.
Llegó la última semana de febrero. El día 21, más de 80 000
soldados desfilaron ante Franco por las calles de Barcelona.
El 22, cara al Mediterráneo, «casi desnudo como los hijos de la
mar», en el pueblecito francés de Collioure, moría don Antonio
Machado. Don Antonio el Bueno, que había atravesado la frontera
participando en el éxodo de su pueblo, del que jamás se separó. Al
día siguiente, unos oficiales de un escuadrón de caballería del
ejército republicano, internados en el castillo de los Templarios,
llevaron a hombros su ataúd, envuelto en la bandera tricolor del
pueblo de España. Hoy, Collioure es lugar de peregrinación de todos
los españoles de buena voluntad.
Entonces, el drama colectivo lo anegaba todo.
En Madrid, se conspiraba sin reparo. Casado insistía en que la
capital no podría resistir el primer embate enemigo. Así se lo dijo al
ministro de la Gobernación, Paulino Gómez. Según Edmundo
Domínguez, comisario general del Ejército del Centro, González
Peña asintió: «Es verdad. No sirve el vivir de ilusiones»[17]. Sin
embargo, la mayoría de los jefes de Cuerpo de Ejército no
compartían ese criterio.
El día 23, los dirigentes comunistas que se encontraban en
Madrid (Dolores Ibárruri, Uribe, Checa, Delicado, Diéguez y otros)
daban a la publicidad un documento en el que se decía: «La
resistencia es posible y será un hecho que nos permitirá salvar la
vida y la libertad de millares y millares de hermanos nuestros».
La hostilidad de Casado hacia los comunistas se evidenciaba por
momentos, por medio de la censura de su periódico, Mundo Obrero,
de detenciones de algunos de sus militantes e incluso estuvo a
punto de prohibirles la celebración de la Conferencia provincial de
Madrid[18]. Al mismo tiempo insistía en que no tenía nada contra
ellos[19], pese a lo cual, el día 24 celebraba una reunión con dos
representantes de Izquierda Republicana y convenía con ellos en
que irían a París para llevar un mensaje a Azaña para invitarle a
regresar a España con objeto de destituir a Negrín y formar otro
Gobierno, compuesto de republicanos y socialistas[20]. También se
entrevistó con Besteiro, al que expuso la imposibilidad de resistir.
Besteiro le respondió lo mismo que a una delegación de Unión
Republicana que se dirigió a él por aquellos días: «El Ejército de la
República tiene en sus manos la única posibilidad de salvar, cuando
menos, además del honor de la causa, la vida de los combatientes y
evitar sufrimientos innecesarios y hasta la posible muerte de gran
parte de la población civil (…). No hay, pues, otra salida a la difícil
situación creada, que buscar la paz y terminar con el mantenimiento
de la lucha, estéril ya que sólo conduce a la catástrofe»[21]. Añadió
Besteiro que la opinión de la Gran Bretaña le había sido expresada
por su enviado, señor Stevenson.
Se conspiraba, se susurraba, pero nadie se decidía a nada.
Tampoco en los medios del Gobierno. Negrín se encontraba
literalmente desbordado. El Gobierno seguía sin sede fija. El Partido
Comunista supo que algo se preparaba en Madrid. Los miembros
de, su dirección nacional, acompañados de Palmiro Togliatti (que
también había regresado a la zona central después de la caída de
Cataluña), se trasladaron a El Palmar (Murcia). En aquellos mismos
días, Negrín se resolvía a fijar en Elda (Alicante) la residencia del
Gobierno, que recibió el nombre de «Posición Yuste».
El día 27, los Gobiernos de la Gran Bretaña y Francia se
decidieron a dar el paso de reconocer de jure al Gobierno de
Franco[22]. Los embajadores de la República fueron previamente
informados, así como el presidente Azaña, quien pudo así salir con
antelación para su residencia de Collonges-sous-Salève (Haute-
Savoie).
Todo sucedió con vertiginosa rapidez, como en el tablado de un
teatro dirigido por mano maestra. Aquella misma tarde redactaba y
firmaba Azaña su renuncia, basándose en que el jefe del Estado
Mayor Central (Rojo) le había informado en Cataluña que la guerra
estaba perdida para la República, lo que le condujo a recomendar
«el inmediato ajuste de una paz en condiciones humanitarias» y a
trabajar por ello personalmente. «Nada positivo he logrado —añadía
—. El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de
las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva de la
representación jurídica internacional…». También daba por
desaparecidos «el aparato político del Estado, Parlamento,
representaciones superiores de los partidos, etc.»[23].
Al día siguiente, en la Cámara de los Comunes, tenía Jugar un
debate sobre el gesto del Gobierno británico. Chamberlain leyó
entonces el documento del Gobierno de Burgos del día 23 —ya
citado— y, apoyándose en su contenido, declaró «que antes de
haber sido reconocido el Gobierno de Franco, éste había dado
garantías en cuanto a la renuncia por su parte de toda represalia
política».
El 1 de marzo. Claude G. Bowers, embajador de los Estados
Unidos en España, era llamado «a consulta» por su Gobierno.
Bowers había repetido sin cesar durante tres años: «Nuestro
embargo sobre la venta de armas y la no intervención representan
una contribución muy importante a la victoria del Eje sobre la
democracia en España…». Cuando Bowers regresó a Washington,
Roosevelt reconoció: «Hemos cometido un error; usted ha tenido
siempre razón». Pero Cordell Hull ha dejado escrito en sus
Memorias: «Sugiero que se ordene al embajador Bowers que venga
a consultar a fin de tener las manos libres para el establecimiento de
relaciones con el Gobierno de Franco». Cordell Hull y Dunn, su
asesor para Europa occidental, no discrepaban mucho de la política
de Chamberlain.
Negrín comunicó cablegráficamente a Martínez Barrio que,
según la Constitución, debía hacerse cargo interinamente de la
presidencia de la República, ya que el Gobierno estaba a sus
órdenes. Martínez Barrio respondió que era preciso esperar a la
reunión de Cortes. Según él la sucesión no era un acto automático.
Aquello terminó en una reunión de la Diputación permanente de
Cortes en el restaurante La Perousse, del quai des Grands Agustins,
de París. Asistieron 16 diputados y el Presidente. No acudió Portela
Valladares, por encontrarse enfermo, ni la representación
comunista, que no fue convocada (Martínez Barrio afirmó que «no
había sido posible por ausencia de miembros de la misma»). La
Diputación se dio por enterada de la renuncia de Azaña y consideró
«la eventualidad de que el señor Presidente de las Cortes acepte la
Presidencia interina de la República, previa la prestación de la
promesa constitucional…». Eso fue todo. Era el 3 de marzo. Por
iniciativa de Martínez Barrio se consultó a Negrín, pero la respuesta
del jefe del Gobierno no pudo llegar a París. Dos días después, la
Diputación permanente decidía que «se había impedido resolver
definitivamente sobre la sustitución interina del presidente de la
República». Al morir, como al nacer, la segunda República española
no podía prescindir de una «juricidad» tan complicada como poco
realista.
El reconocimiento del Gobierno de Burgos por las grandes
potencias occidentales y la renuncia de Azaña constituían un doble
golpe asestado a los últimos defensores de la República. Ya el día
26, Negrín había reunido nuevamente a los mandos para exponerles
sus proyectos y algo de lo que pensaba decir en una alocución
radiada el 6 de marzo. El jefe de Gobierno iba a pasar a la acción.
Demasiado tarde. Había perdido dos semanas preciosas.
El día 2, Casado había invitado a comer a Hidalgo de Cisneros
en el Cuartel General del Ejército del Centro, la Alameda de Osuna,
conocida entonces militarmente bajo el nombre de «posición Jaca».
Casado, que el día antes habló con Menéndez, expuso su tesis al
jefe de la Aviación: Franco no negociaría nunca con Negrín, pero
«nosotros los militares podemos lograr un acuerdo». Relató sus
entrevistas con representantes británicos e informó al mismo tiempo
de que se había ofrecido inútilmente a Negrín para tomar parte en
las negociaciones de paz que se entablaran, ya que se creía «muy
respetado en el campo enemigo»[24]. Casado llegó a decir a
Hidalgo: «No puedo entrar en detalles, pero le doy mi palabra de
honor de que puedo conseguir de Franco mucho más de lo que
pueda lograr Negrín». También, bajo palabra de honor, aseguró que
podría obtenerse del adversario que no hubiese represalias, que no
entrasen en Madrid tropas extranjeras ni marroquíes y… ¡hasta que
los militares profesionales verían reconocidos sus grados! Esto o el
hundimiento a las cuarenta y ocho horas de que atacase el
enemigo. Casado parecía obseso en su idea.
No pensó Hidalgo de Cisneros que era objeto de un sondeo por
parte de un conspirador y, con toda ingenuidad, recomendó a su
interlocutor que lo repitiese al jefe del Gobierno.
La sublevación de Cartagena
El Gobierno debía tener una reunión trascendental, con
asistencia de los jefes del Ejército, en la que Negrín explicaría el
plan de resistencia «para obtener del adversario una paz tolerable».
Se trataba de discutir las grandes líneas del discurso que Negrín
debía pronunciar el 6 de marzo para explicar la posición del
Gobierno sobre la paz y decidir el comportamiento a observar para
obtener un armisticio sin represalias. Para hacer frente a las
contingencias de proseguir la resistencia, el Gobierno empezó a
establecer una combinación de mandos. El teniente coronel
Francisco Galán era nombrado jefe de la base naval de Cartagena y
el comandante Etelvino Vega, de la comandancia militar de Alicante.
Se suprimía el Grupo de Ejércitos de la zona Centro-Sur (ya sin
razón de ser, puesto que esa zona se identificaba con la totalidad
del territorio republicano), parte de cuyas funciones serían asumidas
por la Subsecretaría de Defensa y el resto por el Estado Mayor
Central. Miaja pasaba a un puesto de inspector general de Ejércitos;
Matallana al de jefe del Estado Mayor Central reorganizado; los
coroneles Modesto, Casado y Cordón eran ascendidos a generales.
Garijo era separado del Ejército del Centro y puesto a las órdenes
de Miaja.
Esta combinación de mandos es lo que algunos han llamado
«golpe de Estado comunista» y a otros sirvió para justificar el
verdadero golpe de fuerza, igual que les sirvieron la renuncia de
Azaña, las vacilaciones de Martínez Barrio y las vagas promesas de
funcionarios británicos o franceses.
No obstante, aquellos nombramientos enconaron las pasiones.
En las provincias se hablaba, por algunos grupos políticos, de
negarse rotundamente a aceptarlos. En Cartagena, la situación de la
escuadra era por demás confusa. A las tres de la tarde del día 2, el
almirante Buiza había reunido a los mandos en el buque insignia
Miguel de Cervantes y les informó de que los jefes militares habían
dado un plazo a Negrín para terminar la guerra, y que ese plazo
expiraba dentro de 24 horas. Al día siguiente llegó el ministro de la
Gobernación, Paulino Gómez; el jefe de la Base, Bernal, y el jefe de
Estado Mayor, Ramírez, le dijeron sin preámbulos que todo estaba
perdido y no había más que entregarse. El ministro tuvo un
altercado con Barreiro, jefe de la flotilla de destructores, que le
respondió que la guerra estaba perdida y que había que tratar con
Franco inmediatamente[25]. «Tenga usted en cuenta —le respondió
Gómez— que eso lo podrán decir los que dan su vida en los frentes
de Madrid y Extremadura, pero no usted, en este camarote». Bruno
Alonso, comisario general de la flota y correligionario del ministro,
asistía silencioso a la escena. Poco antes había negado obediencia
al comisario general, Osorio Tafall[26].
Llegó el 4 y Bernal, aconsejado por los jefes de la flota, se negó
a traspasar el mando a Galán. Hacia las siete comenzó una intensa
agitación en la ciudad y se oyeron algunos gritos de ¡Viva Franco! A
las nueve estallaba una sublevación dirigida por Fernando Oliva,
jefe del Estado Mayor de la Marina en tierra —que «tenía detenida a
su familia y estaba emparentado con el enemigo»[27]—, el general
de la reserva Barrionuevo y el coronel Armentía, con el concurso de
fuerzas de infantería de marina, de artillería y civiles vestidos de
uniforme. Armentía estableció su puesto de mando en el Parque de
Artillería, mientras que otros grupos ocuparon la emisora de Radio
de la Base, A medianoche, los sublevados, que gritaban ¡Arriba
España! y ¡Viva Franco!, dominaban la ciudad y habían practicado
más de 3000 detenciones de republicanos. Los jefes de la flota, para
no perder la costumbre, vacilaron horas y horas. Por fin, Buiza
anunció que iba a hacer fuego contra la Base si Galán y Ramírez no
eran liberados, pero éstos se pusieron al teléfono e informaron de
que todo iba a arreglarse. Pasó la noche del 4 al 5 en la mayor
confusión. A las ocho y media de la mañana, las baterías de costa
(sublevadas) amenazaron con disparar contra la escuadra si ésta no
se rendía en el plazo de un cuarto de hora. La amenaza no se
cumplió, pero pocas horas después se presentaron cinco trimotores
italianos que, con sus bombas, hundieron el Sánchez Barcáiztegui y
el Alcalá Galiano. Las baterías de costa renovaron su ultimátum y
Buiza, al mediodía, ordenó formar una columna de desembarco. En
esto. Galán y Morell anunciaron por teléfono que todo estaba
perdido en Cartagena: leyeron además un teletipo de Negrín en que
se pedía no derramar más sangre. Ramírez subió a bordo y declaró:
«No hay nada que hacer; Cartagena es de Franco». Sin embargo,
en aquellos momentos, una división con fuerzas del Ejército y de
Asalto, mandadas por el comandante Rodríguez, estaba a pocos
kilómetros de Cartagena. Todo inútil. Galán, Morell y varios más se
embarcaron con unas 500 personas de población civil y Buiza dio
orden de levar anclas. Antes de la una de la tarde, la escuadra
abandonaba España.
Hacia el anochecer, las fuerzas republicanas habían
reconquistado la mayor parte de la ciudad: los sublevados,
atrincherados en la Base Naval, el cuartel de Artillería y el Arsenal
pedían refuerzos al ejército de Franco. La lucha iba a durar hasta el
amanecer del día 6, en que se rindieron los dos mil insurrectos
parapetados en el Arsenal. Armentía se suicidó con una granada de
mano al grito de ¡Viva España! En ese momento, desde la posición
Yuste radiotelegrafiaron a Buiza que la escuadra podía volver a
Cartagena. Pero Casado —que ya se había sublevado— les
comunicó que había baterías de costa en poder del enemigo[28]. La
flota estaba ya a la vista de Argel, pero allí les informaron de que no
podían entrar, puesto que era un puerto comercial, y que debían
dirigirse a Bizerta. Dudaron en si volver a Cartagena o dirigirse a
Bizerta. Sólo había petróleo para uno de los dos trayectos.
Decidieron entonces proseguir hacia Bizerta. Las autoridades
francesas internaron los buques (que veinte días después fueron
entregados al nuevo Gobierno reconocido como de España) y sus
hombres. De los cuatro mil que componían la dotación, 2400
optaron por volver a España. Todos los comandantes, salvo cinco,
manifestaron también su deseo de reintegrarse al país. No deja de
ser interesante la comparación entre esta opción de la tripulación y
los jefes de la Flota, y la que hicieron en los campos franceses, los
jefes, oficiales y soldados del Ejército de Tierra.
El Consejo de ministros fue a reunirse en la posición Yuste.
Casado debía asistir a la reunión, pero una y otra vez se negó a salir
de Madrid y convenció a los ministros que había allí para que dijeran
a Negrín que lo mejor era reunirse en la capital. No se convenció el
jefe del Gobierno —tanto más receloso cuanto que Cartagena
estaba sublevada— y envió un avión para que los ministros y
Casado se dirigieran a Elda. Miaja, por su parte, opuso varios
pretextos para no asistir a la reunión, mientras los de Casado eran
la situación de Madrid y su enfermedad crónica (padecía una úlcera
de estómago que le obligaba con frecuencia a guardar cama).
Respondió negativamente a Giner de los Ríos y a Negrín, que le
ofrecían mardarle de nuevo un avión, lo siguiente: «La situación de
Madrid hace imprudente mi desplazamiento, pero en fin, yo me
pondré de acuerdo con los ministros».
El golpe de Casado y el fin de la Guerra
Los ministros tomaron el avión para Elda, y Casado con quien se
puso de acuerdo fue con Besteiro, Wenceslao Carrillo, Cipriano
Mera, Martínez Cabrera (gobernador militar de Madrid), Pedro
Girauta (director general de Seguridad), etc. Todos fueron
reuniéndose en el Cuartel General de los sótanos del ministerio de
Hacienda: allí estaban también García Pradas, Del Val y Marín, de la
C. N. T.; San Andrés de Izquierda Republicana, y los coroneles
López Otero y Prada. Llegó, sin saber nada, el comisario del Centro.
Edmundo Domínguez, que se encontró en una posición muy
incómoda. Casado le dijo lisamente que se había sublevado. Pero la
noticia no era conocida por nadie. Eran poco más de las nueve de la
noche del domingo. En Elda —posición Yuste— estaba reunido el
Consejo de ministros, que interrumpió su reunión para cenar, tarde
ya. Daban las doce de la noche, cuando se oyó la voz del popular
locutor de la Radio. Augusto Fernández: «Señores radioyentes —
dijo—, van ustedes a oír a don Julián Besteiro, que por su gran
popularidad no precisa presentación». Habló Besteiro, con voz
entrecortada, para declarar que la República, tras la renuncia del
Presidente, estaba decapitada, que el Gobierno Negrín carecía de
legitimidad, pero que los representantes de Izquierda Republicana,
Partido Socialista y Movimiento Libertario y él mismo estaban
«dispuestos a prestar al Poder legitimo del Ejército republicano la
asistencia necesaria en estas horas solemnes… Yo os pido,
poniendo en esta petición todo el énfasis de la propia personalidad,
que en estos momentos graves asistáis, como nosotros lo asistimos,
al Poder legítimo de la República, que Transitoriamente no es otro
que el poder militar».
Luego tomó la palabra Cipriano Mera, jefe del IV Cuerpo de
Ejército. Trató a Negrín de perjuro, traidor y otros calificativos
análogos, para terminar diciendo que quería «la paz honrosa,
basada en postulados de justicia y de hermandad», pero que si esto
no era posible lucharía «hasta sucumbir defendiendo la
independencia de España».
Por fin. Casado, dirigiéndose a los «españoles de allende las
trincheras», declaró: «Nuestra guerra no terminará mientras no
aseguréis la independencia de España. El pueblo español no
abandonará las armas mientras no tenga la garantía de una paz sin
crímenes. ¡Establecedla!».
Lo más importante fue, sin duda, el Manifiesto del Consejo
Nacional de Defensa, que así se llamaba oficialmente el organismo
constituido aquella noche. Dicho documento negaba base jurídica al
Gobierno Negrín y anunciaba la constitución del Consejo. Sus
componentes afirmaban de sí mismos su «propia autoridad de
auténticos y genuinos defensores del pueblo español». En su parte
esencial, el Manifiesto decía: «Propugnamos La resistencia para no
hundir nuestra causa en el ludibrio ni en la vergüenza. Para esto
pedimos el concurso de todos los españoles. Y para esto, también
damos a todos la seguridad de que nadie, absolutamente nadie,
escapará al cumplimiento de los deberes que le corresponden. “O
nos salvamos todos, o todos nos hundimos”, dijo el doctor Negrín. Y
el Consejo Nacional de Defensa se impone, como primera y última,
como única tarea^ convertir en realidad estas palabras».
Ciertamente, un observador que no estuviera en antecedentes
no hubiera captado otra diferencia entre lo que proponían el
Gobierno y el Consejo que las injurias de sus miembros a Negrín y a
sus colaboradores. Sabemos, no obstante, que la realidad era muy
otra.
Wenceslao Carrillo expidió inmediatamente telegramas a los
gobernadores conminándoles para que se pusieran a las órdenes
del Consejo[29]. «Los tres teléfonos —cuenta Domínguez— eran
chorros de noticias y consultas, peticiones de refuerzos, noticias
generales, adhesiones al Consejo. Todo mezclado».
Llamó Miaja para felicitarlos y decirles «que se le habían
adelantado». Casado le invitó a ir a Madrid para ocupar la jefatura
del Consejo (como así sucedió, aunque esa jefatura fuese nominal).
Pero en Madrid la situación era confesa. Ascanio, Comunista y jefe
de división, se había hecho con el mando del Segundo Cuerpo de
Ejército (el del frente de la capital misma), cuyo jefe, Bueno, se
hallaba enfermo. Por otra parte, el comisario de este Cuerpo, Molina
(socialista), había detenido al comisario general de Artillería, Girón
(comunista) y lo había entregado a Pedrero, jefe del S. I. M.
(socialista de tendencia Prieto); pero a su vez Molina era detenido
por Ascanio y Conesa, comisario éste de la 7 División. Se
esperaban fuerzas de Mera, enviadas desde el frente de
Guadalajara, pero tardaban en llegar.
En la posición Yuste alguien informó de que desde Madrid
radiaban ataques al Gobierno. Negrín llamó a Casado. El diálogo es
conocido, en lo esencial: «—¿Qué pasa? —Que nos hemos
sublevado. —¿Contra quién? —Contra usted. —¿Contra mí? ¡Qué
locura! ¡Queda usted destituido!»[30]. Fueron inútiles los diálogos
telefónicos de Paulino Gómez con Casado y de Segundo Blanco
con su compañero Del Val. Giner de los Ríos tardó media hora en
conseguir comunicar con Besteiro, que le respondió: «Vosotros no
podéis hacer ya nada. Tu obligación, como republicano, es estar
aquí, con nosotros, contra los comunistas».
Negrín ordenó a Cordón que sondease a los jefes de Cuerpo de
Ejército. El resultado fue confirmar que la situación era difícil. Se
decían leales, pero no estaban dispuestos a realizar ningún acto
contra Casado. Menéndez fue más violento: amenazó con «dar
órdenes para que las fuerzas se retiren del frente» si el Gobierno
intentaba resistir. Y creyendo que Matallana se hallaba en Yuste en
calidad de prisionero amenazó con «ametrallar la posición para
liberarlo». Durante largo rato, el Gobierno no pudo comunicar con
nadie. A las dos de la madrugada, Casado llamó a Hidalgo de
Cisneros. Casado decía que el gobernador de Alicante había
informado que la aviación iba a bombardearlo. «Por esto telefoneo»,
añadió. «Toda la aviación está a mis órdenes», respondió Hidalgo.
«Pero hay que evitar un choque, a toda costa», insistió Casado. «De
acuerdo, pero para eso necesito poder comunicar con todos los
aeródromos», replicó Hidalgo. Así fue posible que las
comunicaciones siguiesen más o menos funcionando. Pero, al
amanecer, el Gobierno comprobaba su aislamiento. El Gobierno no
tenía más protección que la de ochenta guerrilleros. A las primeras
horas de la madrugada, Negrín y Álvarez del Vayo llegaron a la
posición Dakar, donde se encontraban Dolores Ibárruri, Checa,
Jesús Hernández, Togliatti, Modesto, Líster… Fueron llegando
Uribe, Moix, Cordón, Hidalgo de Cisneros, el coronel Núñez
Mazas…
Negrín estaba decidido a marcharse. Discutieron. Negrín accedió
por fin a hacer un último llamamiento a Casado para evitar la
ruptura; si ésta se consumaba, era evidente que la guerra se perdía
en las peores condiciones, y se puso a escribir. Llamó a Hidalgo de
Cisneros. Ya no se podía comunicar por teléfono. El general fue a
expedir el mensaje por teletipo. Sin embargo, Negrín llamó en un
aparte a Álvarez del Vayo y le dijo en alemán: «Yo, de todas
maneras, me voy».
Hidalgo empezó a transmitir: «El Gobierno de mi presidencia se
ha visto dolorosamente sorprendido por un movimiento que no
parece justificado ni por las discrepancias en los propósitos que
anuncia ese Consejo en su manifiesto al país, a saber: una paz
rápida y honrosa sin persecuciones ni represalias que garantice la
independencia patria, ni por la manera en que las negociaciones
habían de iniciarse. Si impaciencias que en los no conocedores de
la situación real de nuestras gestiones pueden justificar
interpretaciones equivocadas de actos de gobierno, que sólo ha
buscado que se conserve el espíritu de unidad que informa su
política, hubieran permitido aguardar a la exposición que sobre el
momento actual iba a hacerse, la noche de hoy en nombre del
Gobierno, a buen seguro que este infortunado episodio habría
quedado inédito. Si una inteligencia entre el Gobierno y los sectores
que aparecen discrepantes se hubiera establecido a tiempo, a no
dudarlo hubieran aparecido borradas toda clase de diferencias. No
se puede corregir el hecho, pero sí es posible evitar que acarree
males graves a los que fraternalmente han combatido por un
denominador común de ideales y sobre todo a España. Si la semilla
del daño se depura a tiempo, puede dar frutos debidos. En aras de
los intereses sagrados de España debemos todos deponer las
armas y si queremos estrechar las manos de nuestros adversarios
estamos obligados a evitar toda sangrienta contienda entre quienes
hemos sido hermanos de armas. En su virtud, el Gobierno se dirige
a la Junta constituida en Madrid y le propone que designe uno o
más personas que puedan amistosa y patrióticamente zanjar las
diferencias. Le interesa al Gobierno, porque le interesa a España,
que en cualquier caso toda eventual transferencia de poderes se
haga de manera normal y constitucional. Solamente de esta manera
se podrá mantener enaltecida y prestigiada la causa por qué hemos
luchado. Y sólo así podremos en el orden internacional conservar
las ventajas que nuestras escasas relaciones aún nos preservan.
Seguros de que al invocar el sentimiento de españoles esa Junta
prestará oído y atención a nuestra demanda, le saluda, Negrín».
Cuando el teletipo fue recibido en los sótanos de Hacienda, en
Madrid, estaba allí Rodríguez Vega, secretario general de la U. G. T.,
que se ofreció para una mediación. Casado estaba de acuerdo, pero
Besteiro se negó terminantemente. E igual Wenceslao Carrillo y
Mera. En unos segundos se esfumó la última posibilidad de «paz
honrosa». Al aniquilarse mutuamente, las fuerzas de la República se
suicidaban sin remedio[31].
Mera trasladó a Madrid la 70 Brigada que, con los carabineros
mandados por Luis del Val[32] y fuerzas de Asalto, ocupó algunos
locales comunistas y detuvo a algunos miembros de este partido.
Pero los comunistas reaccionaron. Blindados y guerrilleros de la
base de Alcalá, unidos a una brigada de Carabineros del III Cuerpo,
ocuparon la posición Jaca, Ascanio, dueño de El Pardo con la
Octava División, avanzó sobre Madrid. La población civil
contemplaba, casi indiferente, el emplazamiento de cañones,
tanques y ametralladoras en distintos puntos de la ciudad.
En Valencia, Menéndez afirmaba que ya no había más Poder
que el de la Junta, «reconocida por el Frente Popular». Así se lo dijo
a Jesús Hernández. Burillo procedió a la detención de algunos
comunistas. Pero la 47 División del XXII Cuerpo de Ejército,
mandada por el teniente coronel Recalde, desarmó a los batallones
de Etapas y cortó las comunicaciones telegráficas y telefónicas
entre Madrid y Valencia, y aseguró el control de las terrestres antes
de llegar al puerto de Contreras. Menéndez, que había prometido
enviar refuerzos a Casado, no pudo tan siquiera dominar el
XXII Cuerpo, mandado ya por Recalde, al que las otras fuerzas del
Ejército de Levante no hostilizaban. En el Estado Mayor del Grupo
de Ejércitos, situado en Torrente (Valencia), llamado posición Pekín,
los partidarios de Casado dominaban la situación y detuvieron a
Sendín, comisario de la Agrupación de Fuerzas Blindadas, fiel al
Gobierno.
Así transcurrió el lunes 6 de marzo. Dolores Ibárruri tomó un
avión que despegó de la posición Dakar. El Gobierno esperaba
todavía por si la Junta contestaba. Negrín descansó un poco.
Álvarez del Vayo y Modesto mataban la espera jugando a las cartas.
A las dos de la tarde, se supo que Alicante estaba en poder de la
Junta, es decir, apenas a treinta kilómetros de la posición del
Gobierno a disposición del cual Hidalgo puso dos Douglas. Los
ochenta guerrilleros protegían la salida. Más tarde salieron Modesto,
Cordón y los demás jefes… Hidalgo de Cisneros, el último de todos.
Togliatti y Checa se quedaron —como Claudín, dirigente de la
J. S. U.— para organizar la evacuación del mayor número posible de
militantes, así como la continuación de la lucha. (Su situación fue
extremadamente difícil y sólo salieron de España el 25 de marzo).
Aquel día, la prensa hitleriana decía que la formación de la Junta
obedecía a maniobras franco-británicas y que «Burgos no se dejaría
engañar por el gesto anticomunista de Madrid».
En París. Quiñones de León decía a Bullit, embajador de los
Estados Unidos, que después de algunas negociaciones de pura
forma «la Junta transmitiría el poder a Franco».
La impresión en el mundo era que la guerra de España estaba
prácticamente liquidada por la ruptura de la coalición republicana.
Azaña[33] a pesar de su criterio sobre el cese de hostilidades,
juzgó duramente el golpe de fuerza de Casado. No se le ocultaba
que, una vez más. España era víctima de un golpe militar, de una
intervención de los militares profesionales en la política, ni tampoco
que sus argumentos contra los partidarios del Gobierno —tratados
de «rebeldes» y «sediciosos» por Casado— se asemejaban
extrañamente a los de sus colegas sublevados en 1936.
El martes 7, Madrid fue teatro de cruentas batallas entre
partidarios y enemigos del Consejo de Defensa. Éste se reunió por
la tarde[34] e hizo pública una nota en la que daba cuenta de las
adhesiones que recibía y de «las alteraciones de orden público»,
causadas en Madrid «por determinados elementos del Partido
Comunista». La verdad era —y Casado lo ha escrito después— que
se habían tomado medidas previas contra ese partido y sus
simpatizantes, «anticipándose a la agresiva actitud que el Partido
Comunista adoptaría posiblemente con las fuerzas militares que le
siguieran». En realidad, la combinación política preparada desdé
hacía meses, alimentada en el espíritu anti-Frentepopulista de
Múnich, exigía la represión anticomunista para obtener un acuerdo
con el campo adverso[35]. Otras personas y grupos no se
solidarizaban con la Junta, aunque permanecían indiferentes por
comprender que todo había terminado, pero Casado y sus amigos
no arremetían, contra ellos, porque políticamente no le interesaba.
Ése era el caso de los jefes de Ejército Escobar y Moriones, del
comisario general Ossorio Tafall, del secretario general de la
U. G. T., Rodríguez Vega, del jefe de Estado Mayor de Levante,
coronel La Iglesia…
Besteiro seguía hablando por radio: «El Consejo Nacional de
Defensa quiere impedir que el gobierno de España caiga
definitivamente en poder del comunismo que tiraniza al pueblo».
El día 8, la situación del Consejo era muy difícil: las fuerzas del
coronel Barceló y del comandante Ascanio dominaban gran parte de
Madrid e hicieron, prisioneros al gobernador civil. Gómez Ossorio, y
alcalde, Henche de la Plata. Los comunistas proponían un
compromiso: Mendezona y el coronel Ortega se entrevistaron con
Casado. Se acordó que cesase la lucha y que ambas partes
soltaran a los detenidos. Por la noche. Casado dio un plazo por la
radio para poner término a las hostilidades, pero no liberó a nadie;
los otros tampoco. Casado obraba así porque ya le llegaban
refuerzos del IV Cuerpo. Por cierto que esas fuerzas que venían de
Cuenca, donde estaban de reserva, pasaron por el puente de
Arganda, batido por las ametralladoras enemigas, sin ser
molestadas. Otro caso insólito fue el de la 7 División, que defendía
la Casa de Campo, atacada al mismo tiempo por fuerzas de la Junta
(que avanzaron desde la Puerta del Sol al Paseó de San Vicente) y
por las tropas de Franco. El comandante González, que mandaba la
División, rechazó fácilmente a los «casadistas», pero tuvo que
replegarse hasta la misma puerta de la Casa de Campo. Sin
embargo, al día siguiente, contraatacó, restableció sus líneas e hizo
noventa prisioneros del Ejército sitiador[36].
En Valencia, el XXII Cuerpo seguía cortando las comunicaciones
con Madrid y la Agrupación de Fuerzas Blindadas amenazó con
marchar sobre la ciudad. Liberaron entonces al comisario Sendín y
los de blindados se fortificaron en su base de Calabarra, y
rechazaron un ataque de guardias de Asalto enviados por
Menéndez.
En Cartagena, el barco Castillo de Olite, enviado desde
Castellón con un regimiento, para ayudar a los sublevados, fue
volado por los disparos que las baterías de costa le hicieron a
bocajarro[37]. Aquel día se rindió Oliva con los sublevados que
quedaban en la Base naval. Pérez Salas, su nuevo jefe, liberó a los
sublevados cinco días después.
El viernes día 10 terminó la lucha en Madrid. Casado prometió
poner en libertad a los detenidos, no perseguir al Partido Comunista
como entidad política y sancionar tan sólo a los militares que
hubiesen quebrantado la disciplina. Pero no cumplió las
condiciones. Si bien es verdad que muchos detenido^ fueron
liberados, otros, los más importantes (el pretexto de que casi todos
eran militares) quedaron presos hasta ser entregados a los
vencedores el 28 de marzo (Girón, Mesón, Ascanio, Calvo, que
fueron fusilados dos años después). El teniente coronel Barceló y el
comisario Conesa fueron juzgados sumarísimamente y fusilados por
orden del Consejo de Defensa. Los combates de Madrid habían
costado la vida a dos mil personas.
Tras la semana de luchas callejeras en Madrid, la Junta tenía
que hacer frente a la «paz honrosa», motivo o pretexto de su
nacimiento. No faltaban quienes se daban cuenta de la realidad de
la situación. Otros, como Besteiro, no abandonaban sus viejas
ilusiones. «Mire usted. Cañas —le dijo al gobernador de Murcia, el
11 de marzo—, los hombres que tenemos una responsabilidad,
sobre todo en la organización sindical, no podemos abandonar ésta.
Tengo la seguridad de que casi nada va a ocurrir. Esperemos los
acontecimientos, quizá podamos reconstituir una U. G. T. de carácter
más moderado; algo así como las Trade-Unions inglesas. Quédese
usted en su puesto de gobernador, que todo se arreglará, yo lo
aseguro»[38].
Otro exponente de las ideas que dominaban en el Consejo eran
los editoriales de El Socialista. El del día 13 defendía la política de la
No Intervención y los acuerdos de Múnich.
El Poder ya no existía, el aparato del Estado era una cosa
inexistente, a pesar de los nombramientos que para satisfacción
tardía de algunos aparecían diariamente. Los cuerpos de ejército
obraban autónomamente. Gobernadores, jueces y policías actuaban
no poco a su antojo. Los consejeros nacidos del golpe militar del 5
de marzo se embriagaban con un Poder que no iba más allá de sus
despachos. El llamado Consejo de Defensa vivía sencillamente
porque ya no había Gobierno y, a aquellas alturas, a nadie se le iba
a ocurrir nombrar otro. Para nadie era un secreto que la situación no
podía durar más que breves semanas. Fuera de España se había
organizado un Comité Internacional de Coordinación con el fin de
evacuar el mayor número de republicanos susceptibles de ser
víctimas de represalias. Pero el Consejo no preparaba nada y en las
provincias las personas que no estaban militarizadas buscaban la
manera de poder abandonar el país. Todo esto ocurría en el mayor
desorden. El día 17 llegó a Cartagena un barco británico dispuesto a
embarcar refugiados, pero Pérez Salas se negó a ello: «Mientras yo
esté aquí, no saldrá nadie».
El Consejo de Defensa sólo se preocupaba de negociar la paz
que él creía honrosa. Para iniciar las negociaciones elaboró un
documento de nueve puntos en los que pedían garantías de que no
se ejercerían represalias; respecto a la vida y a la libertad de
militares tanto profesionales como de Milicias que no hubiesen
cometido delitos comunes; distinción clara y terminante entre los
delitos políticos y los comunes; concesión de un plazo mínimo de
veinticinco días para cuantas personas quisieran abandonar el
territorio nacional, etc. El Consejo de Defensa, deshecha ya la
unidla política y militar de la República, pedía mucho más que lo que
el Gobierno Negrín no había podido conseguir.
Según algunas fuentes hay entonces otra entrevista de Casado
con Cendaños y otra persona. Cendaños y la persona que le
acompañaba insistieron en que el Caudillo sólo admitía la rendición
incondicional y entregaron un documento en el que se mantenían
los «ofrecimientos de perdón hechos por medio de proclamas y de
la radio» y de generosidad «para cuantos, sin haber cometido
crímenes, hayan sido arrastrados engañosamente a la lucha».
Durante una semana reinó la incertidumbre en el Consejo, El 17,
Wenceslao Carrillo, consejero de Gobernación, telegrafiaba a los
gobernadores: «Proceda V. E. a la detención de todos los
comunistas significados en la provincia de su mando»[39].
Dos días después se presentó Cendaños en los sótanos del
ministerio de Hacienda: Franco estaba dispuesto a recibir a los
«negociadores» pero rechazaba a Casado y Matallana (de rango
militar demasiado elevado) para ir a Burgos como tales. El Consejo
nombró entonces al teniente coronel Garijo y al comandante Ortega.
Casado imploró la opinión del cónsul británico, quien sentó plaza de
lucidez al contestar que su opinión particular era que no había otro
camino.
Había, pues, que pensar en la evacuación. Y fue el mismo
Wenceslao Carrillo quien telegrafió en la madrugada del 23 (el
mismo día en que Garijo y Ortega estaban en Burgos) para que se
formasen las Juntas de evacuación en las provincias, «compuestas
por representantes de los partidos políticos y organizaciones
obreras y del Frente Popular y por militares, debiendo participar en
ellas los comunistas».
Muy tarde. Esas Juntas no se formaron nunca.
En Burgos, los mensajeros de Casado nada consiguieron.
Habían pedido facilidades para quienes deseasen salir de España,
entregar la zona republicana por zonas de operaciones en el término
de veinticinco días y habían prometido ayuda para la alimentación
de la zona central. No sólo tropezaron con la más rotunda negativa,
sino con la exigencia de que la aviación se entregase el día 25 y el
resto del Ejército republicano el 27. Además les comunicaron que
allí no se firmaba nada.
El Consejo pidió otra entrevista y Franco la concedió
precisamente para el día 25. A las seis de la tarde, los
representantes del Generalísimo dieron por rotas las negociaciones,
puesto que la Aviación republicana no se había entregado.
Imploró, en vano el Consejo, que radiografió al día siguiente a
Burgos para ofrecer la entrega inmediata de la Aviación (la que
quedaba, muchos aviones habían abandonado el territorio nacional).
La respuesta fue que la ofensiva ya ordenada no se podía detener y
que aconsejaban a los republicanos izar bandera blanca para enviar
rehenes con objeto de entregarse.
Aquella misma noche, el Consejo, por boca de su secretario,
José del Río, tuvo que explicar por radio lo que ocurría y prometió
todavía ocuparse de la evacuación «de los ciudadanos de la zona
republicana que deseen expatriarse». Habló Casado diciendo que
todo lo que había sucedido estaba en los planes concebidos al
tomar el Poder el 5 de marzo (!).
Al día siguiente, los ejércitos de Franco avanzaron hacia
Almadén y Mora de Toledo. Nadie opuso resistencia.
El 28, a primera hora de la mañana, Casado y los demás
miembros del Consejo, con la única excepción, de Besteiro (que se
quedó en Hacienda esperando que fuesen a detenerlo) tomaron el
avión para Valencia. Casado ordenó al coronel Prada que rindiese el
Ejército del Centro. Pero ya los soldados habían abandonado los
frentes[40].
Al llegar a Valencia, Casado declaró que, «según las promesas
de Franco, todo el que no haya cometido crímenes de sangre
quedará en libertad».
Poco después, en un despacho de la Comandancia Militar,
sentado ante su habitual vaso de leche, Casado recibía a los
miembros del Consejo de Defensa y les daba a entender que la
resistencia iba a durar tres, cuatro o seis días. La delegación
convino con él en que se anunciaría a todos los barcos de que
pudiese disponerse que se dirigieran al puerto de Alicante que;
según Casado, era el último que debían ocupar las tropas
vencedoras. Y añadió: «El generalísimo Franco me ha prometido
que no se opondría a esta evacuación; no ha firmado ningún papel
porque eso sería una humillación que no puede pedirse a un
vencedor, pero pueden ustedes creer en su palabra; todas las
promesas que me ha hecho las ha cumplido»[41].
Por las carreteras que van hacia Alicante desfilaba una
interminable hilera de camiones y coches de toda clase. Hubo
quienes desde puertos de refugio consiguieron salir en pequeños
grupos en improvisadas embarcaciones. Otros, los más, regresaron
a sus hogares para aguardar allí lo irremediable o buscar cobijo por
unas horas. La política de la «paz honrosa» había privado a los
republicanos de todas las posibilidades de repliegue ordenado, de
evacuación y de defensa.
Casado llegó a Gandía, donde un buque de guerra francés y otro
británico se habían negado a ir a Alicante. Allí estaba todavía
cuando los falangistas ocuparon la ciudad. Y no sólo no le
molestaron, sino que le enviaron un pequeño refrigerio. Poco
después, Segismundo Casado embarcaba en el buque británico
Galaica, que zarpó hacia Inglaterra.
En Burgos, Franco recibió al mariscal Pétain, primer embajador
enviado por el Gobierno francés presidido por Daladier. El día 27 se
firmó en aquella ciudad la adhesión de España al Pacto Anti-
Komintern, decidida desde mediados de febrero y solamente dada a
la publicidad el 7 de abril.
La política de Múnich daba sus frutos en todas partes. El 15 de
marzo, las divisiones del III Reich habían borrado del mapa
Checoslovaquia como Estado independiente.
Mientras, los españoles pensaban sólo en la guerra que
terminaba, alivio para unos, alegría para otros, lágrimas y sangre
para muchos en ambos lados de las trincheras… En Alicante había
más de 15 000 personas —militares, políticos, mujeres, niños,
simples combatientes— que escrutaban ansiosamente el horizonte
esperando columbrar la silueta de unos barcos que impidiesen caer
en manos de los vencedores. Allí estaban, entre otros, Rodríguez
Vega, Larrañaga, Toral, Etelvino Vega… Así como Ángel Pedrero y
Burillo.
Al atardecer del día 30 —un día gris de llovizna— entraban las
tropas italianas, al mando de Gambara, en columna de camiones
que serpenteaba junto al mar. Iban cantando la Giovinezza.
Intervinieron los cónsules de Argentina y Cuba y los miembros de la
Delegación internacional para crear una zona neutral en el puerto. El
ministro de Asuntos extranjeros de Francia telegrafió a su cónsul
para anunciarle la llegada de un torpedero autorizado para el
embarque de las personas más comprometidas. En Gandía, el
almirante británico accedió a enviar al Sussex a Alicante (donde
fueron el señor Forcinal, de la delegación internacional, lord
Faringdon, sir George Young y el mayor Thomson) para que
embarcasen dos señoras inglesas y, si era posible, algunos
españoles.
A las ocho de la noche, el cónsul británico en Mallorca señaló
que «la evacuación sería considerada por el general Franco como
un acto inamistoso». Poco después el Almirantazgo prohibía que
ningún británico visitase un puerto español con el exclusivo objeto
de evacuar súbditos españoles. Mientras tanto, Charles Tillon y
André Ulmann, de la delegación internacional, habían conseguido
establecer una zona neutra en el puerto de Alicante, en el cual el
gran buque de carga Winnipeg estaba dispuesto a entrar y embarcar
hasta 6000 personas, pero no podía hacerlo sin una protección
naval, puesto que ya había unidades de Franco. Pero las flotas
británica y francesa se abstuvieron de intervenir. En París, parece
ser que Bonnet, ministro de Asuntos extranjeros, no se había puesto
de acuerdo con su colega el ministro de Marina. La abstención de
las flotas fue interpretada como un cambio de política. La zona
neutra desapareció y la llegada de tropas de Franco, que enfilaron
sus baterías hacia el puerto (una pieza llegó a disparar), hizo
desaparecer la última posibilidad de evacuación. El último reducto
de la República se entregaba a los soldados de Gambara. En la
mañana del 1.º de abril salían del puerto —hacia los campos de
concentración de los Almendros, Albatera, de la Plaza de Toros y del
castillo de Alicante— los últimos jefes militares. Aquella noche, la
última de libertad, la habían pasado conversando, en tomó a las
hogueras que encendieron bajo las techumbres del puerto. De vez
en cuando, el silencio de la noche era roto por las ráfagas de alguna
ametralladora. La guerra había terminado. Esta vez era cierto el
parte del Cuartel General de Burgos. La guerra, la de los frentes,
había terminado.
BIBLIOGRAFÍA
No es, probablemente, el denominador de bibliografía el que más
conviene a estas páginas finales, ya que bien pudiera inducir a
confusión. Faltos, sin embargo, de encontrar otro más adecuado,
estamos obligados a precisar su dominio y sus fronteras.
Es harto evidente que no se trata de una bibliografía completa de
los períodos históricos estudiados, empresa que exigiría una obra
igual a ésta. Se trata, sencillamente, de una exposición de las
fuentes de trabajo utilizadas para escribir esta obra. De modo que si
no es una bibliografía completa, tampoco es esa lista de obras de
las que se tuvieron referencias o se supo su existencia que se
encuentra al final de ciertas obras, induciendo a error al lector poco
avisado. Insistimos, pues, en que se trata de exponer el material
bibliográfico y hemerográfico con que se ha trabajado.
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2 vols. 1968.
B. — SELECCIÓN DE NOVELAS Y LIBROS
DE POESÍA
ALBERTI, Rafael: La arboleda perdida. Buenos Aires, 1959.
AUB, MAX: La calle de Valverde. México, 1961.
—, Campo cerrado. México, 1943.
—, Campo abierto. México, 1944.
—, Campo de sangre. México, 1945.
—, El remate. México, 1962.
—, Campo del Moro. México, 1963.
—, Campo de los almendros. México, 1968.
BAREA, Arturo: La finja. La ruta. La llama. Buenos Aires, 1951.
FERNÁNDEZ de la Reguera, Ricardo: Cuerpo a tierra. Barcelona,
1954.
HEMINGWAY, Ernest: For whorn the bells tolls. New York, 1940.
HERNÁNDEZ, Miguel: Viento del pueblo. Madrid, 1937.
LERA, Ángel María de: Las últimas banderas. Barcelona, 1967.
MACHADO, Antonio: Obras poesía y prosa. Edic. reunida por Aurora
de Albornoz y Guillermo de Torre. Buenos Aires, 1964.
—, Prosas y poesías olvidadas, recogidas y presentadas por
R. Marrast y R. Martínez-López. París, 1963.
MALRAUX, André: L’Espoir. París, 1937.
MARCH, Susana: Algo muere cada día. Barcelona, 1955.
MATUTE, Ana María: Primera memoria. Barcelona, 1960.
NERUDA, Pablo: España en el corazón. Buenos Aires, 1939.
ORTAS, F. M.: Soldado y medio. México, 1961.
PUCCINI, Darío: Miguel Hernández. Milán, 1962.
—, Romancero de la resistencia española (1936-1965). México,
1967.
SENDER, Ramón J.: Contraataque. Barcelona, 1937.
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du Soleil. París, 1947.
Notas
[1]
Sobre estos temas, ver Tuñón de Lara, Medio siglo de cultura
española, 1970, y Costa y Unamuno en la crisis de fin de siglo,
1974. <<
[2] Sobre este tema en general, véase mi trabajo: «La oposición
juzgada por el poder, como fuente de la Historia». Boletín del
Seminario de Derecho Político de la Universidad de Salamanca,
n.º 29-30. <<
[3] La España del siglo XIX, pág. 399. <<
[4] Cálculo de la Comisión de Renta Nacional, en 1944, por
extrapolación, partiendo de 1929, a su vez estimada sobre datos un
tanto problemáticos. <<
[5]
El País, de Madrid, publicaba el 23 de agosto un cuadro detallado
de producción y beneficios de la industria del carbón durante los
años de guerra, del que hemos extraído los siguientes datos:
Año Beneficio en ptas. por t. Beneficios totales en pts.
1914 8 28 900 000
1915 21,80 100 600 000
1916 42 230 500 000
1917 60 418 000 000
1918 64 455 000 000
El citado periódico añadía: «Si fuera preciso podríamos citar tales y
cuales propietarios que durante los tres últimos años han amasado
una fortuna de más de 50 millones de pesetas». <<
[6] Ver autor, op. cit., pág. 285. <<
[7]
Fernández de Almagro, Historia del reinado de Alfonso XIII, pág.
número 256. <<
[8] Ver España, 25 de junio de 1915. <<
[9] Declaración del señor López Ferrer ante la Comisión
parlamentaria de Responsabilidades en 1923. <<
[10] Ver autor, op. cit., pág. 319. <<
[11] Publicado en España el 16 de septiembre de 1916. <<
[12] Declaración del general Riquelme ante la Comisión
parlamentaria de Responsabilidades en 1923. <<
[13]
«Datos para una historia de la estrategia patronal en España»,
en S. Roldán y J. L. García-Delgado, La formación de la sociedad
capitalista en España, Madrid, 1973, vol. I, cap. V. <<
[14] Los detenidos fueron Besteiro, Llaneza, Aragonés, Acevedo,
etc., y los confederales Salvador Seguí y Ángel Pestaña, Largo
Caballero y Remigio Cabello lograron escapar. <<
[15] Este Comité lo formaban: presidente, Pablo Iglesias;
vicepresidente, Julián Besteiro; secretario-tesorero, Daniel
Anguiano; vicesecretario, Andrés Saborit; secretario de actas,
Francisco Núñez Tomás; vocales, Virginia González, Luis Torrent,
Francisco Largo Caballero, Toribio Pascual, Luis Araquistain y Luis
Pereira. Director de El Socialista, Pablo Iglesias. <<
[16]Este Comité quedó compuesto así: presidente, Pablo Iglesias;
vicepresidente, Francisco Largo Caballero; secretario-tesorero,
Barrio; vicesecretario, Daniel Anguiano; vocales, Julián Besteiro,
Andrés Saborit, Virginia González, Eduardo Torralba Beci, Modesto
Aragonés, José Maeso y Manuel Cordero. <<
[1]
Juan José Morato, El Partido Socialista Obrero, Madrid, s. f, pero
1918. <<
[2]Eran éstos: el coronel Benito Márquez; teniente coronel Silverio
Martínez Raposo; comandante Rafael Espino: capitanes Leopoldo
Pérez Pala, Miguel García Rodríguez y Manuel Álvarez Gilarranz:
tenientes Emilio González y Marcelino Flores. <<
[3]
Salvador Canals, Crónica de política interior en Nuestro tiempo,
Madrid, junio de 1917. <<
[4] Emilio Mola, Obras completas, Valladolid, 1940, pág. 1003. <<
[5]Constituían este gobierno: Presidencia, Eduardo Dato; José
Sánchez Guerra, Gobernación; Marqués de Lema, Estado; general
Fernando Primo de Rivera, Guerra; Manuel Burgos Mazo, Gracia y
Justicia; Gabino Bugallal, Hacienda; Vizconde de Éza, Fomento;
Rafael Andrade, Instrucción Pública, y Manuel Flores, Marina. <<
[6]Dé aquella moción entresacamos estos párrafos esenciales: «La
política del actual gobierno, sobre significar una provocación a
Cataluña y a España entera, constituye a la vez un agravio al
Parlamento y un obstáculo a que las ansias de renovación que
siente el país puedan obtener una normal satisfacción…
considerando la Asamblea que es urgente deliberar y resolver sobre
la organización del Estado, la autonomía de los municipios y los
demás problemas que las circunstancias plantean con apremio
inaplazable para la vida del país, enciende que es indispensable la
convocatoria de uñas nuevas Cortes que, en funciones de
Constituyentes, puedan deliberar sobre estos problemas y
resolverlos… Las Cortes constituyentes no pueden ser convocadas
por un Gobierno de partido… sino por un Gobierno que encarne y
represente la voluntad soberana del país. Que es indispensable que
el acto realizado por el Ejército el primero de junio vaya seguido de
una profunda renovación de la vida pública española, emprendida y
realizada por los elementos políticos». <<
[7] Ante la insistencia del público que no cesaba de aplaudir,
Melquíades Álvarez apareció en uno de los balcones del Gran Hotel,
y pronunció estas palabras: «Ciudadanos, a despecho de los
propósitos del Gobierno, la Asamblea se ha celebrado. Ha triunfado
el derecho contra la arbitrariedad del Gobierno. Tened confianza en
nosotros y estad seguros que no acataremos más soberanía que la
del pueblo» (grandes, aplausos). Acto seguido apareció el diputado
losé Zulueta, que declaró, en catalán, entre estruendosos aplausos:
«Ciudadanos, nuestra serenidad ha vencido la impremeditación del
Gobierno. El Gobierno no sabe cómo hacer uso de lo que cree
poseer: la fuerza. Nosotros empleamos lo que tenemos: la razón.
Hoy hemos escrito el prólogo de un libro voluminoso. Estamos
satisfechos del prólogo. Queríamos reunirnos y nos hemos reunido.
Queríamos tomar acuerdos y los hemos tomado. En esencia estos
acuerdos son: que el Gobierno, al calificar de sedición esta
Asamblea de parlamentarios que cumple con su deber de fiscalizar
la conducta del Gobierno, ha injuriado a Cataluña y a España, y
nadie más que él fue el sedicioso. Queremos que se reúnan las
Cortes constituyentes, presididas por un Gobierno que no sea de
partido: queremos que sea respetada la soberanía de la nación. Y
ahora, ciudadanos, no deis ocasión a que el Gobierno se salga con
sus planes». Por su parte, Dato había declarado en Madrid: «He
decidido impedir la celebración de esa Asamblea, y todas las
noticias que he recibido me confirman en la opinión de que todo ello
se reducirá a una sencilla cuestión de guardia civil». <<
[8] «Yo, además, no veía, y así lo expresé en Consejo, razón
ninguna para que la Compañía se negase a admitir como uno de los
temas de discusión, el despido de algunos ferroviarios de Valencia…
La Compañía se mantuvo cada vez más intransigente en este
punto», Manuel de Burgos Mazo, Vida política española. Páginas
históricas de 1917. <<
[9]
Confirmado por Indalecio Prieto en su discurso parlamentario en
1918 sobre la huelga y por Dolores Ibárruri en sus Memorias. <<
[10] «Se había preparado una huelga revolucionaria, pero ahora se
cursaban nuevas órdenes para que fuese pacífica, aunque dichas
órdenes no pudieron llegar a todas partes», Juan José Morato, op.
cit. <<
[11]
Ver Andrés Saborit, Asturias y sus hombres, Toulouse, 1964,
páginas 137-220. <<
[12] Nuestro Tiempo, núm. 27, noviembre de 1917. <<
[13] Carta leída por Indalecio Prieto en el citado discurso
parlamentario. <<
[14] Nuestro Tiempo, ibid. <<
[15] Virginia González fue absuelta. <<
[16]Este Gobierno lo formaban: Presidencia y Estado, García Prieto;
Gobernación, Vizconde de Matamala; Guerra, Juan de La Cierva
(impuesto por las Juntas y a indicación expresa del Rey); Fomento,
Niceto Alcalá Zamora (liberal demócrata); Gracia y Justicia, Manuel
Fernández Prida (maurista); Marina, Amalio Gimeno (liberal
romanonista); Hacienda, Juan Ventosa y Calvell (lugarteniente de
Cambó y capitalista de primera magnitud); Instrucción Pública,
Felipe Rodés (republicano catalán hasta el día antes). <<
[17] Andrés Saborit, Julián Besteiro, México, 1961. <<
[18] Jesús Pabón, Cambó, Barcelona, 1952. <<
[19]
Formaban este Gobierno: Antonio Maura, presidente; Eduardo
Dato, Estado; Manuel García Prieto, Gobernación; Conde de
Romanones, Gracia y Justicia; Francisco Cambó, Fomento;
Santiago Alba, Instrucción Pública; Augusto González Besada,
Hacienda; general Marina, Guerra; almirante Pidal, Marina. <<
[1]Tratando de este Gobierno, el primero de España en que se habló
de nacionalización de industria. Ramos Oliveira dice en su Historia
de España II, pág. 450: «Como cabía aguardar, los nuevos
consejeros llegaban con incontenibles deseos de acometer reformas
y, por el lado de los de la Lliga, no sólo para Cataluña, sino para
toda España. Dióse Cambó con entusiasmo al estudio de los
grandes problemas económicos nacionales con ánimo de ponerles
remedio. Trazó un ambicioso plan de obras públicas, visitó las zonas
mineras, propuso la nacionalización de servicios públicos. Acertado
o no el detalle de los proyectos, era evidente que había entrado en
el gobierno de España una fuerza nueva, progresiva y despierta. La
plana mayor de la Lliga, como imbuida de nuevo espíritu, recorrió
las demás regiones españolas con el designio de crear un
movimiento político hermano. Cambó, Ventosa, Abadal y otros
primates del catalanismo visitaron Andalucía, Galicia, el Levante y
hablaron a las multitudes. Querían otra España. Pero sólo la clase
media industrial —que no existía realmente en las regiones visitadas
— podía entender a Cambó, y el llamamiento de la Lliga no despertó
el eco deseado. Había que empezar, no con discursos, sino con
reformas revolucionarias». <<
[2] El ministerio estaba constituido así: Presidencia y Fomento,
Manuel García Prieto; Estado, Conde de Romanones; Gobernación,
Silvela; Guerra, Dámaso Berenguer; Marina, Almirante Chacón;
Gracia y Justicia, José Roig y Bergadá; Hacienda, Santiago Alba;
Instrucción Pública, Julio Burell; Abastecimientos, Pablo Garnica. <<
[3]
Cálculo de Vandellós y del Banco Urquijo sobre la renta nacional.
<<
[4] Y un notable progreso de acumulación de capital. <<
[5]Conviene señalar que las importaciones de maquinaria, que se
multiplicaron por tres, ascendieron a 76 600 toneladas en 1920
(cantidad sólo comparable a 1913) y a 79 300 en 1921, para
descender a 44 000 en 1922, y seguir en el marasmo durante varios
años. <<
[6]José Díaz del Moral, Historia de las agitaciones campesinas
andaluzas, Madrid. 1929. <<
[7]
París Eguilaz, El movimiento de precios en España, Madrid, 1943.
<<
[8]El Banco de Bilbao, el de Vizcaya y el de Santander llegaron a
repartir en 1920 dividendos de un 20 por ciento. <<
[9]Formaban este ministerio los siguientes: Presidencia y Estado,
Conde de Romanones; Gobernación, Amalio Gimeno; Guerra,
Dámaso Berenguer; Marina, Almirante Chacón; Hacienda, Fermín
Calbetón; Fomento, Marqués de Cortina; Gracia y Justicia, Alejandro
Reselló; Abastecimientos, Baldomero Argente, e Instrucción Pública
el catalán Joaquín Salvatella. <<
[10]
Este ministerio estaba formado por: Presidencia, Antonio Maura;
Estado, González Hontoria; Gobernación, Goicoechea; Guerra,
General Santiago; Marina, Almirante Miranda; Hacienda, Juan de La
Cierva; Fomento, Ángel Ossorio y Gallardo; Gracia y Justicia,
Vizconde de Matamala; Instrucción Pública, César Silió;
Abastecimientos, Maestre. <<
[11]Los socialistas electos fueron: Pablo Iglesias y Julián Besteiro,
por Madrid, y Teodomiro Menéndez, Indalecio Prieto, Fernando de
los Ríos y Saborit. <<
[12]Este ministerio lo formaban: Presidencia, Joaquín Sánchez de
Toca; Estado, Marqués de Lema; Guerra, General Tovar; Marina,
Almirante Flórez; Gobernación, Manuel Burgos Mazo; Gracia y
Justicia, Pascual Amat; Hacienda, Gabino Bugallal; Fomento, Abilio
Calderón; Instrucción Pública, José Prado Palacio; Abastecimientos,
Marqués de Mochales. <<
[13]
Constituían esto Gabinete: Presidencia, Manuel Allendesalazar;
Estado, Marqués de Lema; Gobernación, Fernández Prida; Guerra,
General Villalva; Marina; Almirante Flórez; Hacienda, Gabino
Bugallal; Fomento, Amallo Gimeno; Instrucción Pública, Natalio
Rivas; Gracia y Justicia, Pablo Garnica; Abastecimientos, Terán. <<
[14] Formaban este ministerio: Presidencia, Eduardo Dato;
Gobernación, Francisco Bergantín; Estado, Marqués de Lema;
Guerra, Vizconde de Eza; Gracia y Justicia, Gabino Bugallal;
Hacienda, Domínguez Pascual; Fomento, Ortuño; Instrucción
Pública, Luis Espada. <<
[15]
Más tarde corrió la versión de que el autor era Inocencio Feced,
que se pasó luego al Sindicato Libre y fue en 1923 uno de los
asesinos de Salvador Seguí. <<
[16]Las principales fuentes utilizadas para este asunto han sido los
textos de Juan José Morato, Andrés Saborit, García Venero, Amaro
del Rosal, José Peirats, Gerald Brenan, Largo Caballero, Historia del
P. C. de España, y prensa francesa y española de la época. <<
[17]Formaban el Comité Nacional: Presidente, Pablo Iglesias;
vicepresidente, Julián Besteiro; Secretario, Daniel Anguiano;
vicesecretario-tesorero, Francisco Núñez; secretario de actas,
Andrés Saborit; secretario de estudios, Manuel Núñez de Arenas;
secretaria femenina, Virginia González; secretario agrario, Andrés
Ovejero; vocales, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. <<
[18]
Este Congreso eligió la siguiente Comisión Ejecutiva: presidente,
Pablo Iglesias; vicepresidente, Antonio García Quejido; secretario,
Daniel Anguiano; vicesecretario, Ramón Lamoneda; secretario de
actas, Rodríguez González; vocales, López Baeza, Manuel Núñez
de Arenas, Manuel Fibra Ribas, Andrés Ovejero, Luis Araquistain y
Fernando de los Ríos, Besteiro y Largo Caballero, que habían sido
elegidos, dimitieron en el transcurso del Congreso, por no
permanecer en la Ejecutiva en la que tenían mayoría los partidarios
de la Tercera Internacional, contra los cuales se dedicaron a luchar
desde la Agrupación de Madrid. <<
[19]
Ver M. Tuñón, El movimiento obrero en la historia de España,
1972. <<
[20]
El Comité Nacional Provisional estaba formado por Antonio
García Quejido, Manuel Núñez de Arenas, Daniel Anguiano,
Facundo Perezagua y Virginia González. Su órgano de prensa fue
Guerra Social, semanario. <<
[21]Esta Comisión la formaban: presidente, Pablo Iglesias (enfermo,
no asistió al Congreso, pero estaba contra la Tercera Internacional);
vicepresidente, Julián Besteiro; secretario-tesorero, Andrés Saborit;
vicesecretario, Núñez Tomás; secretario de actas, Fermín Blásquez;
vocales, Francisco Largo Caballero, Indalecio Prieto, Fernando de
los Ríos, Antonio F. Quer, Toribio Pascual y Lucio Martínez. <<
[22]Ver sobre este asunto el informe de Graziadei a la I. C.
reproducido en Archives de Jules Humbert-Droz: Origines et débuts
des partís communistes des pays latins, 1919-1923. Dordrecht-
Holanda, 1970. <<
[23] Para llevar esta adhesión provisional a Moscú, el Comité
Nacional decidió delegar a Eusebio C. Carbó, Salvador Quemades y
Ángel Pestaña, que marcharon por vías diferentes, y el único que
logró burlar la vigilarás internacional fue Pestaña. <<
[24] Ver Autor, op. cit., pág. 328. <<
[25]«Pero amo mucho más la edad que se avecina —decía el gran
Machado— y a los poetas que han de surgir, cuando una tarea
común apasione las almas… Los defensores de una economía
social definitivamente rota seguirán echando sus viejas cuentas, y
soñarán con toda clase de restauraciones; les conviene ignorar que
la vida no se restaura ni se compone como los productos de la
industria humana, sino que se renueva o parece». <<
[1]Gabriel Maura Gamazo, Bosquejo histórico de la dictadura,
Madrid, 1930, pág. 15. El Informe fiscal en la causa que siguió al
Expediente Picasso dice: «La Policía, equivocando su labor política,
o no apercibida de su verdadera misión, parece haber ido no a la
compenetración con el país, sino a la dominación del mismo». <<
[2] Expediente Picasso, folio 540. <<
[3] Declaración del teniente coronel Fernández Tamarit. <<
[4]Informe de la Comisión de Responsabilidades, Madrid, 1931,
página 385 y siguientes. <<
[5]Declaraciones del sargento Dávila y el soldado Ruiz López, del
regimiento de Ceriñola. <<
[6]
Es impresionante este relato del capitán Chacón: «Al embocar la
angostura se agolpaban las unidades, individuos sueltos montados,
camiones rápidos y otros vehículos, artolas con heridos,
determinando en la estrechez del camino una revuelta confusión
que hizo imposible desde aquel momento distinguir ni reformar las
unidades, ni regularizar la marcha…», folio 1178 del Expediente. <<
[7] Arturo Barea, La ruta, Buenos Aires, 1954, pág. 165. <<
[8]Componían este Gobierno: Antonio Maura, Presidencia; Juan de
la Cierva, Guerra; González Hontoria, Estado; Francisco Cambó,
Hacienda; Marqués de Cortina, Marina; Conde de Coello de
Portugal, Gobernación; José Francos Rodríguez, Gracia y Justicia;
César Silió, Instrucción Pública; Maestre, Fomento; Leopoldo Matos,
trabajo. <<
[9] En el mes de enero se había conjurado ya una crisis del
Gobierno. Entonces Sanjurjo, comandante general de Melilla,
recorrió los campamentos con objeto de recoger firmas para un
telegrama de los militares al Rey, exigiendo la continuación del
ministerio Maura, con La Cierva en Guerra. Este acto se realizó en
complicidad con el alto comisario, general Berenguer, que cursó el
telegrama en cuestión. <<
[10] Este Ministerio lo constituían: Presidencia, José Sánchez
Guerra; Estado, Fernández Prida; Gobernación, Ordóñez; Guerra,
general Olaguer Feliu; Hacienda, Francisco Bergamín; Instrucción
Pública, César Silió; Trabajo, Abilio Calderón; Gracia y Justicia, José
Bertrán y Musitu. <<
[11]El último Ministerio de la restauración estaba formado así:
Presidencia, Manuel García Prieto; Estado, Santiago Alba; Guerra,
Niceto Alcalá Zamora; Gracia y Justicia, Conde de Romanones;
Marina, Luís Silvela; Hacienda, Manuel Pedregal; Gobernación,
Almodóvar del Valle; Fomento, Rafael Gasset; Instrucción Pública,
Joaquín Salvatella; Trabajo, Joaquín Chapaprieta. <<
[12]
Memoria del Alto Comisario, general Hurguete, elevada al
Gobierno el 19 de diciembre de 1922. <<
[13]Ver nota autógrafa de Maura para su entrevista con el Rey,
reproducido por su hijo Gabriel en el ya citado libro, Bosquejo
histórico de la Dictadura, pág. 20. <<
[14]
General Eduardo López Ochoa, De la Dictadura a la república,
Madrid, 1930, pág. 27. <<
[15] El llamamiento Al país y al Ejército sacaba buen provecho
denunciando los «asesinatos de prelados, exgobernadores, agentes
de la autoridad…». Condenaba el «separatismo» y el régimen de
partidos políticos. Enarbolaba la bandera de un «somatén, hermano
y reserva del Ejército» y arriaba las responsabilidades. Prometía
solución «pronta, digna y sensata» al problema de Marruecos y, en
los inevitables párrafos de demagogia que siempre contienen los
documentos de esta índole, arremetía contra Santiago Alba para
agradar a Cambó y Puig y Cadafalch, cómplices de categoría en el
golpe de Estado, y estimulaba las denuncias, prometiendo la
impunidad de los delatores. <<
[1]Componían el Directorio los generales: Luis Navarro, Dalmiro
Rodríguez Pedré, Mario Muslera, Luis Hermosa, Francisco Ruiz del
Portal, Antonio Mayandía, Francisco Gómez Jordana, Adolfo
Vallespinosa, y contraalmirante Marqués de Magaz, Secretario:
coronel Godofredo Nouvilas. <<
[2]Alfonso XIII, ya destronado, concedió una interviú al gran duque
Alejandro de Rusia, que fue publicada por La Nación de Buenos
Aires, a la que pertenecen estos párrafos: «De 1921 a 1923, el
Gobierno español no cumplió su deber con la nación, y el
Parlamento español no cumplió tampoco el suyo con el Ejército…
No es necesario que encarezca la indignación de los generales,
oficiales y soldados…». «¿Qué hacía el Rey? Le creían amigo suyo,
y había tolerado, sin embargo, que el Parlamento rechazara los
créditos militares. Era el gobernante de España y había permitido,
sin embargo, que los crímenes de Barcelona quedaran impunes…
¿Qué podía yo responder a mis guerreros? Reducido, a la inacción,
me hallaba también atado por otro deber constitucional: el que
obligaba a la Corona a guardar un silencio espléndido y a no
pronunciar más discursos que los que le preparaban de antemano
los ministros». <<
[3]El Somatén, organizado a la manera de Cataluña, fue creado «en
todas las provincias españolas y en las ciudades de soberanía del
territorio de Marruecos» por Real Decreto del 18 de septiembre de
1923. <<
[4] Ignacio Hidalgo de Cisneros, Cambio de rumbo, Bucarest, 1963,
t. I, página 165. <<
[5] Eduardo López Ochoa, op. cit., pág. 58. <<
[6] El Consejo de Guerra condenó a cadena perpetua a los
catalanistas Jaime Comte, Marcelino Perelló y Miguel Badía, y a
otras penas a los jóvenes Civit, Ferrer, etc. Emilio Granier-Barrera
fue absuelto. <<
[7]León Gabrielli, Abd el-Krim et les événements du Riff,
Carablanca, 1953, págs. 98 y 118. <<
[8]He aquí las variaciones experimentadas durante aquellos años en
la producción por kilos y habitantes de los productos industriales
básicos:
Artículos 1923 1926 1929
Carbón 328 346 412
Cemento portland 22,89 40,65 64,59
Acero 20,93 23,14 43,67
Lingote hierro 17,73 21,77 31,32
Ácido sulfúrico 10,11 12,48 6,04
Energía eléctrica 54 kwh 71 kwh 104 kwh
<<
[9]
Dio mucho que hablar el hecho de que la compañía concesionaria
para los Saltos del Alberche, que era la Electro-Metalúrgica Ibérica,
estaba presidida por el ministro de la Guerra, duque de Tetuán. Por
añadidura, la citada compañía vendió la concesión por cinco
millones de pesetas a una empresa suiza. <<
[10]Los colaboradores de Primo de Rivera eran: Guerra, duque de
Tetuán; Marina, almirante Cornejo; Estado, José Yanguas;
Gobernación, Severiano Martínez Anido; Hacienda, José Calvo
Sotelo; Fomento, conde de Guadalhorce; Gracia y Justicia, Galo
Ponte; Instrucción Pública, Eduardo Callejo; Trabajo, Eduardo
Aunós. <<
[11] Eduardo López Ochoa, op. cit., págs. 110-111. <<
[12]Cortés Cavanillas, La caída de Alfonso XIII, Madrid, 1932,
pág. 86. <<
[13]
Nota de Pétain reproducida en el libro del teniente coronel Laure,
La victoire franco-espagnole dans le Riff, París, 1927, págs. 212-
213. <<
[14]
Abd el-Krim permaneció allí hasta 1947. Trasladado a Francia se
fugó a El Cairo, donde falleció en 1963. <<
[15]En el botín de guerra confiscado en el puesto de mando de
Macià (la Villa Denis) figuraban 3 ametralladoras, 200 fusiles, 24 000
cartuchos y 393 bombas. <<
[16]Resulta pintoresca la idea que el dictador tenía de Juan March,
expresada por la siguiente nota oficiosa de 5 de Julio de 1929:
«Podrá ser cualquiera el origen inicial de la cuantiosa fortuna del
señor March, pero lo cierto es que desde que advino el Directorio la
puso a su disposición para cuantos fines patrióticos o benéficos se
le solicitara, y que en tal sentido ha atendido sin titubeo
requerimientos que significan importantes sacrificios, pues unos han
sido donaciones puramente benéficas y otros intervenciones en
asuntos de interés público, que sólo pueden liquidarse con pérdida,
pero siempre en beneficio del prestigio nacional. Indudablemente el
nombre del señor March era de los más discutidos en España al
advenir el Directorio, y aún tenía entonces asuntos pendientes con
la justicia, de los que salió absuelto libremente y con
pronunciamientos favorables. A nadie ha cerrado el régimen el
camino de la restitución de su buen nombre, y menos si por alcanzar
la digna aspiración de legado a sus hijos limpio de toda imputación,
se impone sacrificios compensadores para el interés público de
posibles daños inferidos anteriormente. Éste es el caso del señor
March». <<
[17] Ver David Ruiz: El movimiento obrero en Asturias, Oviedo, 1968.
<<
[18]Este Congreso eligió la siguiente Comisión ejecutiva: presidente,
Julián Besteiro; vicepresidente, Francisco Largo Caballero;
secretario, tesorero y director de El Socialista, Andrés Saborit;
vicesecretario, Lucio Martínez; secretario de actas, Wenceslao
Carrillo; vocales, Fernando de los Ríos, Tritón Gómez, Manuel
Cordero, Andrés Ovejero, Anastasio de Gracia y Aníbal Sánchez. <<
[19]El Congreso eligió la siguiente Comisión ejecutiva: presidente,
Julián Besteiro; vicepresidente, Andrés Saborit; secretario,
Francisco Largo Caballero; secretario-tesorero, Wenceslao Carrillo;
vocales, Manuel Cordero, Anastasio de Gracia, Tritón Gómez, Lucio
Martínez, A. Gana, Rafael Henche y Enrique de Santiago. <<
[20]
Conviene señalar el caso de la Federación de Trabajadores del
Puerto de Barcelona, organización autónoma creada por cenetistas
—para salir al paso de los Sindicatos Libres—, y cuya cabeza visible
fue Desiderio Trillas, que murió comunista en 1936. Lo mismo
ocurrió en el ramo textil de Barcelona, con los Murtra, Guardiola, etc.
<<
[21] Publicado en la revista Europa núm. 61, París, enero de 1928. <<
[22]Aquella noche, por consejo del comandante Pérez Farrás, el
doctor Jaime Aguadé y Luis Companys llamaron inútilmente a la
puerta del cuartel de los artilleros de plaza (Atarazanas). «Aquí Luis
Companys, diputado por Sabadell» dijo el que ofrecía el concurso
de los numerosos trabajadores que esperaban sumarse al
pronunciamiento y por esto estaban en la calle. <<
[23]Se ha dicho que se volvió atrás Castro Girona, porque,
conociendo su esposa lo que se tramaba, fue a confesarse con el
arzobispo, y el doctor Meló, rompiendo el secreto de confesión,
amenazó al capitán general con revelarlo todo al Gobierno. <<
[24]El acróstico era éste: «Paladín de la Patria redimida, /Recio
soldado que pelea y canta, /Ira de Dios que cuando azota es santa,
/Místico rayo que al matar es vida. /Otra es España, a tu virtud
rendida; /Ella es feliz bajo tu noble planta, /Solo el hampón, que en
odio se amamanta, /Blasfema ante tu frente esclarecida. /Otro es el
mundo ante la España nueva. /Rencores viejos de la edad medieva,
/Rompió tu lanza, que a los viles trunca, /Ahora está en paz tu grey
bajo el amado /Chorro de luz de tu inmortal cayado. /¡Oh, pastor
santo! ¡No nos dejes nunca!». <<
[25]Aquella, última nota oficiosa, en el más genuino estilo de Primo
de Rivera, comenzaba así: «La madrugada del sábado, en que,
dando suelta al lápiz, escribí a toda prisa las cuartillas de la nota
oficiosa publicada el domingo, y sin consultarlas con nadie, ni
siquiera conmigo mismo, sin releerlas, listo el ciclista que había de
llevarlas a la Oficina de Información de Prensa, para no perder
minuto, como si de publicarlas en seguida dependiera la salvación
del país, sufrí un pequeño mareo que me ha alarmado y me ha
obligado a hacer todo lo posible para prevenir la repetición de caso
parecido, sometiéndome a un tratamiento y plan que fortalezca mis
nervios y dé a mi naturaleza dominio absoluto de ellos… Creo, con
el pensamiento puesto en Dios y en España, que por muchos años
debe seguir gobernando la Dictadura o cosa parecida…». Y como
voto de Año Nuevo deseaba a los españoles «paz, cordialidad de
clases, cultura y trabajo», no sin agregar que hasta el momento «la
verdadera libertad… necesita ir acompañada de guardias civiles». El
hombre que en sus «notas oficiosas» había polemizado a diestro y
siniestro, que prohibió el piropo callejero para practicarlo en su
prosa, que aconsejó a los soldados que lavasen bien la ropa y a los
españoles que cambiasen su horario de comidas e «hiciesen un
desayuno de tenedor», resaltando además el ahorro que haría un
«carbón y lavado de mantelería», el hombre sin dotes de estadista,
pero de innegable sinceridad, que hacía la política como la hubiera
pensado en el casino de su Jerez natal, escribía con ésta su última
nota, a la que sobrevivió mes y medio. <<
[1]
Lo constituían: Presidencia, Guerra y Estado, Dámaso Berenguer;
Hacienda, Manuel Arguelles; Gobernación, general Enrique Marzo;
Fomento, Leopoldo Matos; Justicia, José Estrada; Trabajo, Pedro
Sangro y Ros de Olano; Instrucción Pública, Duque de Alba; Marina,
contralmirante Carvia. El 3 de febrero era nombrado Julio Wais
ministro de Economía, el 22 el Duque de Alba pasó a Estado, y el
entonces rector de la Universidad Central, Elías Tormo, ocupó la
cartera de Instrucción Pública. <<
[2]
Ángel Ossorio y Gallardo, Mis Memorias, Buenos Aires, 1946,
página 156. <<
[3] Emilio Mola, op. cit., pág. 288. <<
[4]Después de las discrepancias registradas entre los detenidos
comunistas en la Modelo de Barcelona, su organización en Cataluña
se limitaba a los restos de la Federación Catalano-Balear.
Convertido Oscar Pérez Solís por el padre Gafo, y Joaquín Maurín
en París, tras casi tres años de cárcel, un grupo de trabajadores
catalanes, haciendo caso omiso de aquellas peleas, creó el 2 de
noviembre de 1928, en el depósito ferroviario de Lérida, el Partit
Comunista Català, cuyo desdoblamiento legal era el Partit Obrer i
Camperol Català con Treball como órgano semanal desde 1930.
Como en este año Maurín, de vuelta a Barcelona, se encontrase sin
partido, por no aceptar la disciplina impuesta por la Federación
Catalano-Balear, provocó una escisión en el Partit Comunista
Català, y el resultado fue la fundación del Bloc Obrer i Camperol,
con L’Hora como portavoz semanal. En 1936, el Bloc se fusionó con
el Partido de Izquierda Comunista de Andrés Nin, y de esa fusión
nació el Partido Obrero de Unificación Marxista (P. O. U .M.), con La
Batalla, semanario y luego diario. Y entre un buen número de
militantes que no quisieron seguir a Maurín en 1930 se hallaba en
1936 el principal núcleo que dio vida al Partit Socialista Unificat de
Catalunya (P. S. U. C.). <<
[5] Andrés Saborit, op. cit., pág. 266. <<
[6]
Las estadísticas de la Oficina Internacional del Trabajo señalaban
un total de 247 460 huelguistas para el año 1930. Se trataba, sin
duda alguna, de «conflictos de trabajo», con exclusión de las
numerosas huelgas políticas que tuvieron lugar. <<
[7]
Ver Graco Marsá, La sublevación de Jaca (relato de un rebelde),
París, 1931. <<
[8]Casares Quiroga decía que se alzarían a las cinco de la mañana
del día 12, puesto que así lo había comunicado Galán a Azaña, por
intermedio de Rafael Rodríguez Delgado, que mantenía el contacto
entre Jaca y el Comité revolucionario de Madrid y que se había
entrevistado dos días antes con dicho Comité. Azaña confiaba en
que Casares llegaría a tiempo para prevenir a Galán, quien desde
luego parecía dispuesto a aplazar la echa del alzamiento si se
trataba sólo de unos pocos días. El hecho de que el coche en que
Rodríguez Delgado se dirigía desde Madrid a Jaca sufriera una
avería y no llegara a su destino hasta las ocho de la mañana del día
12, cambió tal vez el curso de los acontecimientos; era el único de
los «ateneístas» llegados de Madrid para colaborar en el alzamiento
que sabía que este mismo día se dirigía a Jaca un miembro del
Comité revolucionario. Si hubiera hablado con Galán la noche antes,
el movimiento habría sido aplazado. (Testimonio facilitado
cortésmente por el propio Rafael Rodríguez Delgado). <<
[9] Ver Graco Marsá. <<
[10]Dice Miguel Maura: «Pregunté si no estaba en la lista don
Alejandro, y el inspector, sin la menor vacilación, exclamó: “Oh, no,
a don Alejandro no le molestarán”. Don Alejandro tenía bula, sin
duda». Así cayó Alfonso XIII, México, 1962, pág. 105. <<
[11]La falta de participación socialista en el movimiento del 15 de
diciembre en Madrid fue objeto de enconadas disputas en el seno
de las organizaciones del P. S. O. E. y los diversos testimonios, con
frecuencia orientados a justificar actitudes personales, no deben ser
acogidos sino con cierto espíritu crítico. <<
[12] Emilio Mola, op. cit., pág. 556. <<
[13]
Para diciembre de 1930 es de consulta interesante el libro de
Eduardo de Guzmán, 1930, historia política de un año decisivo,
Madrid, 1973, págs. 249-510. <<
[14]En este manifiesto se decía: «Pero como es ilusorio creer que la
Monarquía va a ceder galantemente el paso y sólo ha de rendirse
ante una formidable presión de la opinión pública, debe de
organizarse esta presión y ellos (los firmantes) se ponen a su
servicio, sin forma de partido, con afán de unificar, proponiéndose
suscitar una amplísima agrupación al servicio de la República, cuyos
esfuerzos tenderán a unificar a todos los españoles de oficio
intelectual para que formen un copioso contingente de
propagandistas y defensores de la República española». <<
[15]De la entrevista de Sánchez Guerra con los dirigentes
encarcelados dieron una versión muy discutible Berenguer y Mola
en sus respectivos libros de Memorias: la de que iba a pedirles que
suspendieran Un movimiento revolucionario que debía estallar de un
momento a otro. Hoy está comprobado que se trató de una oferta de
colaborar en el Gobierno como ministros sin cartera. <<
[16]
Era ésta: Presidencia, José Sánchez Guerra; Vicepresidencia y
Estado, Melquíades Álvarez; Justicia, Francisco Bergantín;
Gobernación, Manuel Burgos Mazo; Hacienda, Miguel Villanueva;
Economía, Joaquín Chapaprieta; Instrucción Pública, Pío Piniés;
Guerra, Manuel Goded; Marina, almirante José Rivera. <<
[17]
Estaba formado así: Presidencia, almirante Juan Bautista Aznar;
Estado, conde de Romanones; Gobernación, marqués de Hoyos;
Gracia y Justicia, Manuel García Prieto (marqués de Alhucemas);
Ejército, general Dámaso Berenguer (conde de Xauen); Marina,
almirante José Rivera; Hacienda, Juan Ventosa y Calvell; Instrucción
Pública, José Gascón y Marín; Fomento, Juan de La Cierva;
Trabajo, Gabriel Maura (duque de Maura); Economía, conde de
Bugallal. <<
[18]
Sin embargo, continuaron existiendo Acció Catalana, dirigida por
Nicolau d’Olwer y Acció Republicana de Catalunya que dirigida por
Routra y Virgili, se había separado de aquél otro grupo. <<
[19] Ángel Ossorio y Gallardo, op. cit., pág. 176. <<
[20] «Minutos después —escribe Mola— por orden expresa del
ministro de la Gobernación las fuerzas de la Guardia Civil se
retiraban a Antón Martín y el doctor Recasens, con todos los
honores de un héroe, a la cabeza de sus discípulos, entre los que se
hallaban una legión de “pistoleros”, abandonaba tranquilamente la
Facultad…». (Mola, op. cit., página 787). <<
[21]Los firmantes de la Junta de Gobierno eran: rector (dimisionario),
Blas Cabrera; vicerrectores, Clemente de Diego y Cardenal;
decanos, Altamira, O. de Toledo, O. Fernández, Daza de Campos;
secretario de la Universidad, Amat; delegados de las Facultades,
Sánchez Román, Beceña, H. de Castro, Barras, M. Márquez,
J. Negrín, J. Giral, C. González y Gil y Fagoaga. <<
[22] Miguel Maura, op. cit., págs. 143-144. <<
[23] En Barcelona, Esquerra Republicana de Catalunya había
triunfado en toda la línea. Las «candidaturas de Macià», como
decían los electores, pulverizaron no sólo la Lliga Regionalista, sino
Acció Catalana, que no se dio cuenta de que se trataba de
elecciones políticas más que administrativas. He aquí la relación de
concejales de la Conjunción Republicano-Socialista elegidos en
Madrid: Distrito de Buenavista: Fernando de los Ríos, Miguel Maura
y Pedro Rico; Distrito del Centro: Rafael Sánchez Guerra, Honorato
de Castro y José Mouriz; Distrito del Congreso: Manuel Muiño,
Celestino García y Julián Talanquer; Distrito de Chamberí: Niceto
Alcalá Zamora, Fernando Coca y Cayetano Redondo; Distrito del
Hospicio: Eduardo Ortega y Gasset, Antonio Fernández y Lucio
Martínez; Distrito del Hospital: Rafael Solazar Alonso, Andrés
Saborit y Trifón Gómez; Distrito de la Inclusa: Álvaro de Albornoz,
Eugenio Araúz y Manuel Cordero; Distrito de la Latina: Julián
Besteiro, José Nogueras y Rafael Henche; Distrito de la
Universidad: Ángel Galana, Francisco Largo Caballero y Wenceslao
Carrillo; Distrito de Palacio: Eduardo Álvarez, Miguel Cámara y
Francisco Cantos. <<
[24]
Javier Tusell: Sociología electoral de Madrid: 1903-1931, Madrid,
1969, pág. 209. <<
[25]Miguel Martínez Cuadrado: Elecciones y partidos políticos de
España 1868-1931, Madrid, 1969, tomo II, pág. 885. Ciertamente,
esta estadística tiene en cuenta que millares de concejales se
declararon «republicanos» entre el martes 14 y el jueves 16 de abril,
día de la firma de actas de resultados electorales. <<
[1] Marqués de Hoyos, Mi testimonio, Madrid, 1962, pág. 147. <<
[2]Este relato está tomado de Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII…
El autor no indica las fuentes de las conversaciones entre el Rey y
Marfil; cabe suponer que es el testimonio del segundo, persona
vinculada por vieja amistad con la familia Maura. <<
[3]He aquí la traducción del texto del Bando de la proclamación de la
República Catalana: «Catalanes: Interpretando el sentimiento y los
anhelos del pueblo que acaba de dar su sufragio, proclamo la
República Catalana como Estado integrante de la Federación
ibérica. De acuerdo con el presidente de la República federal
española, señor don Niceto Alcalá Zamora, con quien hemos
ratificado los acuerdos tomados en el pacto de San Sebastián, me
hago cargo provisionalmente de las funciones de presidente del
Gobierno de Cataluña, esperando que el pueblo español y el catalán
expresarán cuál es en estos momentos su voluntad. Al hacer esta
proclamación, con el corazón abierto a todas las esperanzas, nos
juramos y pedimos a todos los ciudadanos de Cataluña que se
conjuren con nosotros para hacerla prevalecer por los medios que
sean, aunque precise llegar al sacrificio de la propia vida. Rogamos
que cada catalán, así como todo ciudadano residente en Cataluña,
que se haga cargo de la enorme responsabilidad que pesa en estos
momentos sobre nosotros. Todo aquel, pues, que perturbe el orden
de la naciente República catalana será considerado como un agente
provocador y como un traidor a la Patria. Esperamos que sabréis
todos haceros dignos de la libertad que nos hemos dado y de la
justicia que, con la ayuda de todos, vamos a establecer. Nos
apoyamos en cosas inmortales como son los derechos de los
hombres y de los pueblos y, muriendo si es necesario, no podemos
perder. Al proclamar nuestra República, hacemos llegar nuestra voz
a todos los pueblos de España y del mundo, pidiéndoles que estén
espiritualmente a nuestro lado y frente a la monarquía borbónica
que hemos derrocado, y les ofrecemos aportar todo nuestro
esfuerzo y toda la emoción de nuestro pueblo renaciente para
afirmar la paz internacional. Por Cataluña, por los demás pueblos
hermanos de España, por la fraternidad de todos los hombres y de
todos los pueblos, sabed haceros dignos de Cataluña. Barcelona, 14
de abril de 1931. El presidente, Francesc Macià». <<
[4]«Las elecciones celebradas el domingo, me revelan claramente
que no tengo el amor de mi pueblo… Espero a conocer la auténtica
y adecuada expresión de la conciencia colectiva, y, mientras habla
la nación, suspendo deliberadamente el ejercicio del Poder Real y
me aparto de España, reconociéndola así como la única señora de
sus destinos…». <<
[5]El infante Don Juan, acompañado de su profesor, el capitán de
corbeta Fernando Abárzuza, embarcó en un torpedero en el arsenal
de La Carraca (Cádiz) con rumbo a Gibraltar. <<
[6]General Díaz Villegas, Franco frente a la República y en el
alzamiento nacional, en Reino, núm. 7, Madrid, 14 de diciembre de
1957. <<
[7]Las Memorias de Azaña demuestran que éste conocía, en buena
parte al menos, la animosidad contra la República de numerosos
mandos militares y las conspiraciones que ya se esbozan en 1931:
ver principalmente Obras completas, págs. 5-109 y, sobre el
incidente Goded-Mangada en el campamento de Carabanchel las
págs. 413-420 del mismo volumen (IV). <<
[8]Gil Robles ha explicado así la formación de Acción Nacional:
«Liquidados los partidos políticos conservadores, imposible la
reacción de los elementos monárquicos dispersos, era urgente
establecer un fuerte núcleo de resistencia e intentar prepararse para
las elecciones constituyentes anunciadas. Con ese doble propósito
se fundó Acción Nacional, y se trazó el plan de una serie de viajes
por provincias, con el propósito de agrupar a las fuerzas no
republicanas, destrozadas y maltrechas». Más adelante añade que
a partir del 11 de mayo Acción Nacional se convirtió «en el reducto a
que se acogieron tedas las fuerzas de derecha, haciendo
abstracción del problema de la forma de gobierno». José M. Gil
Robles, No fue posible la paz, Barcelona, 1968, págs. 35-36. <<
[9]
Téngase en cuenta que entonces la Generalidad no disponía aún
de los servicios de Orden público. <<
[10] Para situar mejor la personalidad económica de algunos de los
allí reunidos, puede recordarse su participación en la dirección de
grandes empresas: Conde de Gamazo, presidente de Azucarera
Peninsular, Carburos Metálicos, Arnús-Garí, Constructora
Ferroviaria, Banco Vitalicio, Seguros Covadonga S. A., Tranvías de
Barcelona; consejero del Banco Industrial, Asfaltos Portland,
Compañía Colonial de África, Compañía de Marismas del
Guadalquivir, S. I. del Nitrógeno, Prensa Española, S. E. de
Construcción Naval, C. H. A. D. E., Ferrocarril de Aragón,
Constructora Nacional Eléctrica, Compañía Trasatlántica, etc.;
Arsenio Martínez Campos, consejero del Banco Español de Crédito,
del Banco Hipotecario, de la Unión y el Fénix, de Seguros el Fénix, y
vicepresidente del Consorcio Nacional Almadrabero; Gabriel Maura,
consejero del Banco Español de Crédito, Presidente de Ediciones
Calleja; Leopoldo Matos, vicepresidente de Pirelli y consejero de la
Sevillana de Electricidad. <<
[11] Miguel Maura, op. cit., pág. 251. <<
[12]
Para detalles sobre este asumo pueden consultarse: Iturralde, El
catolicismo y la cruzada de Franco, Aubin, 1955; y Joan Comas,
L’Església contra la República espanyola, Toulouse (1962). La
postura de la Iglesia puede verse en Església i Estat davant la
segona república espanyola, archivos de Vidal i Barraquer
presentados por los PP. Batllori y Arbeloa, Barcelona, 1971. <<
[13]El decreto de 8 de mayo establecía el escrutinio de lista por
provincia, a razón de un diputado por cada 50 000 habitantes, y las
ciudades de más de 100 000 formaban circunscripción aparte. Cada
elector podía votar por cierto número de puestos a proveer,
alrededor del 80 por ciento. El partido o candidatura que obtenía la
mayoría conseguía el 80 por ciento de los puestos, con tal de que
hubiese tenido un mínimo del 20 de suframos expresados, es decir,
había un sistema de prima a la mayoría. En cambio, había un
remedo de sistema proporcional, puesto que el 20 por ciento de los
puestos eran reservados a las «minorías», esto es, la candidatura
que llegaba a segundo lugar. Este sistema, en sus fincas esenciales,
duró todo el tiempo de la República, con la diferencia de que para
obtener la prima a la mayoría en primera vuelta se necesitaban el 40
por ciento de sufragios. <<
[14]Los diputados de la Conjunción elegidas por Madrid fueron, por
orden de votos, los siguientes: Lerroux, Castrovido, Sánchez
Román, Rico, Largo Caballero, Besteiro, Luis de Tapia, Juarros,
Sanchís Banús, Ovejero, Marial, Cordero, Saborit y Tritón Gómez;
por las minorías fueron elegidos Ossorio y Gallardo y Sánchez-
Guerra (padre) que formaban parte de la candidatura llamada
«Apoyo a la República». En dos elecciones parciales fueron
elegidos Luis Bello y Manuel B. Cossío, candidatos ambos de la
conjunción (para detalles ver J. Tusell: La segunda república en
Madrid, Madrid, 1970). <<
[15]Miguel Maura exclamó aquel día: «Así da gusto ser ministro de
la Gobernación». <<
[16]Este Gobierno lo formaban: Presidencia y Guerra, Manuel
Azaña; Estado, Luis de Zulueta; Gobernación, Casares Quiroga;
Justicia, Álvaro de Albornoz; Hacienda, Jaime Carner; Obras
Públicas, Indalecio Prieto; Instrucción Pública, Fernando de los
Ríos; Trabajo, Francisco Largo Caballero; Agricultura, Industria y
Comercio, Marcelino Domingo; Marina, José Giral. <<
[17]Luis Jiménez de Asúa, La Constitución de la democracia
española, Buenos Aires, 1946, págs. 75-76. <<
[18] Carrión calculaba que unas 10 000 familias poseían la mitad de
la tierra catastrada.
El Anuario Estadístico daba en 1933 este cuadro de tanto por ciento
de fincas de más de 250 hectáreas en provincias catastradas y la
extensión media por propietario:
Provincia Porcentaje Extensión
Badajoz 61,94 694,73
Cáceres 64,24 870,04
Ciudad Real 75,28 846,79
Córdoba 53,39 684,61
Huelva 50,54 861,52
Jaén 48,85 774,82
Sevilla 59,23 663,48
Toledo 60,62 823,44
<<
[19]
Después de escrito este libro se ha publicado una obra capital
sobre el tema: E. Malefakis: Reforma agraria y revolución
campesina en la España del siglo XX, Barcelona, 1970. <<
[20] Mauricio Carlavilla, La anti-España, Madrid, 1959, pág. 25. <<
[21]Según se desprende de las actas del Congreso de la C. N. T.
celebrado en 1936, el Comité nacional rechazó la paternidad del
movimiento de enero de 1933, por lo que la F. A. I. recabó toda la
responsabilidad del mismo. Sin embargo, numerosos delegados de
Andalucía y Levante lo consideraron, en dicho congreso, como un
movimiento de carácter «cenetista». El representante del «Comité
nacional de Defensa del 8 de Enero», perteneciente a la F. A. I.
declaró: «Caímos por un movimiento preparado por la C. N. T. Y
tuvimos que contemplar cómo el propio órgano de la Confederación
nos desautorizaba. Pero no renunciamos a la responsabilidad de
aquel movimiento». <<
[22]El capitán de Estado Mayor Bartolomé Barba, que se hallaba de
guardia en la División orgánica de Madrid la noche de los sucesos,
puso en boca del jefe del Gobierno, en declaraciones privadas, la
tan repetida frase de «¡Tiros a la barriga!». Este militar fue el
iniciador, a principios de 1934, de la Unión Militar Española
(U. M. E.), organización militar clandestina destinada a luchar contra
el régimen. <<
[23]Santiago Galindo Herrero, Historia de los partidos monárquicos
bajo la Segunda República, Madrid, 1954, pág. 117 <<
[24]Este ministerio estaba formado así: Presidencia y Guerra,
Manuel Azaña; Estado, Fernando de los Ríos; Justicia, Álvaro de
Albornoz; Gobernación, Santiago Casares Quiroga; Hacienda,
Agustín Virtuales; Obras Públicas, Indalecio Prieto; Agricultura,
Marcelino Domingo; Industria y Comercio, José Franch y Roca;
Marina, Luis Companys; Instrucción Pública, Francisco J. Barnés;
Trabajo, Francisco Largo Caballero. <<
[25]
J. A. de Oropesa, Las relaciones comerciales entre Rusia y
Esparta, en Blanco y Negro, de Madrid, 22 de octubre de 1933. <<
[26]Estaba así formado: Presidencia, Alejandro Lerroux (radical);
Estado, Claudio Sánchez Albornoz (Acción, Republicana);
Gobernación, Diego Martínez Barrio (radical); Guerra, José Rocha
(radical); Marina, Vicente tranzo (independiente); Hacienda, Antonio
de Lara (radical); Justicia, Juan Botella Asensi (Izquierda radical-
socialista); Obras Públicas, Rafael Guerra del Río (radical);
Agricultura, Ramón Feced (radical-socialista); Industria y Comercio,
Laureano Gómez Paratcha (O. R. G. A.); Instrucción Pública,
Domingo Barnés (radical-socialista), hermano de Francisco; Trabajo,
Ricardo Samper (radical); Comunicaciones, Miguel Santaló
(Esquerra Republicana). <<
[27] Lo componían: Presidencia, Diego Martínez Barrio (radical);
Estado, Claudio Sánchez Albornoz (Acción Republicana);
Gobernación, Manuel Rico Avelló (independiente); Guerra, Vicente
tranzo (independiente); Marina, Leandro Pita Romero (autonomista
gallego); Hacienda, Antonio de Lara (radical); Justicia, Juan Botella
Asensi (Izquierda radical-socialista); Agricultura, Cirilo del Río
(progresista, grupo formado a base de la antigua Derecha liberal
republicana); Industria y Comercio, Félix Gordón Ordax (radical-
socialista); Instrucción Pública, Domingo Barnés (radical-socialista);
Obras Públicas, Rafael Guerra del Río (radical); Trabajo, Carlos Pi y
Súñer (Esquerra Republicana); Comunicaciones, Emilio Palomo
(radical-socialista). <<
[28] A este respecto no deja de ser certero Jaime Vicens Vives: «Sólo
en Cataluña, a pesar de la preponderancia de la C. N. T. detectada
allí entre el elemento obrero, el régimen republicano contaba con
una base sólida; de tal índole que incluso había llegado a llevar a la
C. N. T. hacía una zona de polémica legal. Este fenómeno se explica
por la actitud más liberal de la burguesía, la fe republicana de los
pequeños burgueses y la convicción, difundida durante 1930 y
confirmada luego por los hechos, de que el nuevo régimen
resolvería el problema autonomista planteado desde 1901», Historia
social y económica de España y América, t. V. pág. 231. <<
[29]Citado por Víctor Fragoso del Toro en La España de ayer,
Valladolid, 1955, pág. 410. <<
[30]Si ninguna candidatura obtenía el 40 por ciento de los votos
expresados en el primer tumo, se procedía a un segundo tumo de
elección dos semanas después, del que eran excluidas las
candidaturas que no hubiesen obtenido el 8 por ciento de los votos
de los electores inscritos. No se permitían nuevas coaliciones entre
el primero y segundo turnos. <<
[31]
Pueden consultarse los mapas electorales establecidos por Jean
Bécarud en su estudio, La deuxième république espagnole, París,
1962. <<
[32]Para, todos estos temas, ver el trabajo de Jeanne Pastor,
«Estructura social y movimiento obrero en Zaragoza y provincia,
1916-1936», Universidad de Pau, 1971-1972 (ejemplares
mecanografiados). <<
[1]La producción de carbón en 1929 y 1930 fue excepcional. Lo
mismo puede decirse de la textil y de la de aceite en 1930. <<
[2]
El descenso que se observa en 1934 es debido a que baste 1933
he utilizado los datos del Anuario Estadístico de 1934 y a partir de
este año los del Anuario Financiero de 1935, que difieren del
anterior tan sólo en lo referente a 1933. Cabe suponer que los datos
del Anuario Financiero tengan la misma fuente, pero sean más
verídicos porque han sido establecidos con más tiempo, mientras
que los del Anuario Estadístico pudieran ser provisionales. <<
[3] Resulta de interés conocer los nombres de alpinas
personalidades que ejercían puestos de dirección en compañías
dominadas, de hecho, por capitales extranjeros. Entre ellas estaba
el marqués de Hoyos, tos hermanos Oriol, Ignacio Herrero (marqués
de Aledo), el conde de Gamazo, Miguel Mateu, el marqués de
Urquijo, Ibarra, Cambó, Ventosa, el marqués de Foronda, Mariano
Marfil, Arteche, Romanones, García Prieto, Garnica, Martínez
Campos, Coll, Garí… <<
[4]
Ver Ramón Tamames, Estructura económica de España, Madrid,
1960, página 490. <<
[5]Compárese en pesetas los precios indicados con los siguientes
de Madrid en 1933 publicados por el Anuario Estadístico (Tos
precios corresponden a kilos, salvo para el vino, aceite y leche, que
son los de un litro): vaca de segunda, 3,78; cordero, 3,97; cerdo,
5,12; bacalao, 2,46; sardinas, 1,57; merluza, 4,70; manteca de vaca,
1,46; pan candeal, 0,65; ama, 1,18; garbanzos, 1,42; patatas, 0,22;
judías 1,55; lentejas, 1,32; azúcar, 1,51; racha, 0,70; vino, 0,60;
aceite, 1,87; una docena de huevos, 253. <<
[6]
Causa extrañeza que el promedio de salarios de tipógrafos sea
superior al de linotipistas. Puede tratarse de un error. Véase, en
sentido contrario, los salarios publicados por la O. I. T. <<
[7] 36 horas en Madrid. <<
[8] En Barcelona 60 horas. <<
[9] 48 horas en Bilbao y Valencia, 60 en Barcelona, 72 en Madrid. <<
[10]La primera estadística oficial del paro apareció en agosto de
1933, publicada por la Oficina de Colocación y Defensa contra el
Paro, dependiente del Ministerio del Trabajo y daba un total de
544 837. En el mes de septiembre era de 619 000, de los cuales
395 000 pertenecían a la agricultura, 78 000 a la construcción,
21 000 a la siderometalurgia y 12 000 a la madera. El 30 de abril de
1934 asciende a 703 814, que baja en julio —estación de cosechas
— a 438 994, para subir el 30 de noviembre a 611 124, de los cuales
365 381 eran trabajadores agrícolas, 79 109 de la construcción y
18 400 de la siderometalurgia. En el mismo año 1934 el número de
parados en Gran Bretaña era de 1 807 000 obreros en paro total y
314 600 temporal. Una estadística incompleta realizada por la
U. G. T. en 1931 había dado 500 000 parados. Hay que saber que la
emigración al extranjero, que en tiempos de la Dictadura ofrecía un
promedio de 50 000 obreros que abandonaban España cada año
(antes fueron aún más), cayó verticalmente a 10 000 el año 1932.
<<
[11] Urquijo tenía además sus bancos Urquijo vascongado,
guipuzcoano y catalán. El establecimiento central se resiente de la
crisis siderúrgica y minera, base de sus negocios en el Norte. <<
[12]
Los beneficios del Banco de España están calculados antes del
pago de impuestos y de la percepción de la parte de Estado. <<
[13]Índice de cotización en Bolsa de acciones de renta variable:
1930: 100; 1931: 78,50; 1932: 62,69; 1933: 53,03. En 1934 y 1935
hubo una recuperación general de las acciones. En cuanto a los
Fondas Públicos, a partir de 1934 llegaron a cotizarse al nivel de
1930, signo evidente de que el Estado ofrecía mayores garantías a
los poseedores del dinero. <<
[14]Para más detalles sobre este Congreso, donde también se
debatió ampliamente el comportamiento de los dirigentes socialistas
en diciembre de 1930, ver Manuel Tuñón de Lara: El movimiento
obrero en la historia de España, Madrid, 1972. <<
[15]Ver sobre el particular el trabajo de A. Balcells, El socialismo en
Cataluña durante la segunda república, en el libro Sociedad, política
y cultura en la España de los siglos XIX-XX, Pau-Madrid, 1973. <<
[16]A. Elorza, El sindicalismo católico en la segunda república en su
libro La utopía anarquista bajo la segunda república española
Madrid, 1973, págs. 295-350. <<
[17]Fascismo en España, escrito por Ramiro de Ledesma Ramos
bajo el seudónimo de Roberto Lanzas, Madrid, 1935, pág. 127. Sin
embarco esta opinión es controvertida por otros colaboradores de
José Antonio Prono de Rivera, entre ellos su hermano Miguel, que
hacen valer la negativa de José Antonio a asistir a un llamado
Congreso Internacional fascista que tuvo lugar en Montreux. <<
[18]
Sobre estos temas es muy interesante la consulta del libro de
Ángel Viñas, La Alemania nazi y el 18 de julio. Madrid, 1974,
págs. 152 a 159. <<
[19]
José R. Marra López, Narrativa española fuera de España,
Madrid, 1963. <<
[20]
Probablemente escapó a Ortega la posible relación entre su idea
de aceración y la de alienación, puesto que cercenaba sus raíces
sociales. Ver Ensimismamiento y alteración, Madrid, 1939. <<
[21]«Campesinos de Zorita / iban a los encinares, / a coger esas
bellotas / que ni los cerdos ya pacen. / Con tres civiles Juan López /
llegó a las tres de la tarde. / Un tiro arrancó tres ayes». <<
[22]Ver Patronato de Misiones pedagógicas, Madrid, 1934, 190
páginas. <<
[1]Integraba este gabinete: Alejandro Lerroux, Presidencia; Pita
Romero, Estado; Manuel Rico Avello, Gobernación; Álvarez Valdés,
Justicia; Diego Martínez Barrio, Guerra; José Rocha, Marina;
Antonio de Lara, Hacienda; Rafael Guerra del Río, Obras Publicas;
Ricardo Samper, Industria y Comercio; Cirilo del Río, Agricultura;
José Pareja, Instrucción Pública; José Estadella, Trabajo; José
María Cid, Comunicaciones. <<
[2] El documento, firmado el 31 de marzo de 1934, dice
principalmente: «1.º Que está dispuesto (Mussolini) a ayudar con la
asistencia y medios necesarios a ambas partes de la oposición al
régimen existente, con el fin de derrumbarlo y reemplazarlo por una
Regencia que prepararía la restauración completa de la Monarquía.
2.º Que como demostración práctica y previa de esta intención está
dispuesto a contribuir inmediatamente con 20 000 fusiles, 20 000
granadas de mano, 200 ametralladoras y 1 500 000 pesetas en
metálico…». <<
[3] El Gobierno del 28 de abril de 1934 estaba formado así:
Presidencia, Ricardo Samper; Estado, Leandro Pita Romero;
Gobernación, Rafael Salazar Alonso; Guerra, Diego Hidalgo;
Marina, José Rocha; Justicia, Vicente Cantos; Hacienda, Manuel
Marraco; Industria y Comercio, Vicente tranzo; Agricultura, Cirilo del
Río; Obras Públicas, Rafael Guerra del Río; Trabajo, José Estadella;
Instrucción Pública, Filiberto Villalobos; Comunicaciones, José María
Cid. <<
[4]La huelga fue decidida por los trabajadores agrícolas sindicados
mediante un referéndum cuyo resultado fue de 70 000 votos a favor
y 350 en contra. Pese a que los oficios de huelga se cursaron en
forma legal, fueron encarcelados varios millares de campesinos y
clausuradas casi todas las Casas del Pueblo de las localidades en
que la huelga se llevó a efecto. No obstante, los efectivos de la
Federación de Trabajadores de la Tierra eran mucho más elevados.
<<
[5]Las bases esenciales de la ley de Contratos de Cultivos eran las
siguientes: El plazo de contrato de arrendamiento no sería nunca
inferior a seis años y podía ser prorrogado, por tácita reconducción,
de año en año a voluntad del cultivador. El propietario podría
desahuciar, al cultivador por falta de pago, o por mal cultivo de la
tierra, así como cuando él o sus familiares fuesen a cultivar por sí
mismos la tierra. El propietario quedaba obligado a pagar al
cultivador al término del contrato, Tas mejoras hechas en la tierra.
La transferencia de la propiedad no era causa de interrupción del
contrato. Se establecía la revisión periódica de los precios a petición
de cualquiera de las partes. El cultivador (arrendatario) tendría
derecho de comprar la tierra después de 18 años de cultivarla, así
como el de tanteo y retracto sí el propietario vendía la finca. La
rabassa morta se convertía en censo enfitéutico, redimible a
voluntad del rabassaire. Se constituía un Tribunal paritario de
propietarios y cultivadores. <<
[6]Según Ledesma Ramos, «nada más sencillo, ni más falso, que
ligar los dos asesinatos, en el sentido de atribuir el de Casaux a una
venganza de los fascistas». Ése es, sin embargo, el criterio de
Fragoso del Toro, veintiocho años después, quien titula los hechos
Diente por diente en una serie de artículos en La España de ayer.
Ver op. cit. <<
[7]Presidencia: Alejandro Lerroux (radical); Estado, Ricardo Samper
(radical); Gobernación, Eloy Vaquero (radical); Guerra, Diego
Hidalgo (radical); Marina, Juan José Rocha (radical); Justicia, Rafael
Aizpún (C. E. D. A.); Hacienda, Manuel Marraco (radical); Obras
Públicas, José María Cid (agrario); Industria y Comercio, Andrés
Orozco (radical); Agricultura, Manuel Jiménez Fernández
(C. E. D. A.); Trabajo, José Oriol Anguera de Sojo (C. E. D. A.);
Instrucción Pública, Filiberto Villalobos (liberal demócrata);
Comunicaciones, César Jalón (radical); ministros sin cartera, José
Martínez de Velasco y Leandro Pita Romero. <<
[8]Ver Historia del Partido Comunista de España, París, 1961,
pág. 90. <<
[9]Del resto de la prensa, El Liberal y La Libertad protestaban contra
la participación de la CEDA, en el Gobierno. El Sol pedía la
disolución de las Cortes, mientras que Ahora, ABC y El Debate
aprobaban la formación de un gobierno, conforme a la mayoría
parlamentaria, con participación del partido de Gil Robles. En París,
Le Temps decía en su editorial, titulado El nuevo Gabinete español:
«Los grupos de derecha no se han sumado a la República más que
de labios hacia fuera». <<
[10]La C. N. T. de Cataluña declaró después que la Alianza Obrera
se había dirigido a ella para prevenirla del movimiento tan sólo dos
días antes de comenzar y que ellos exigieron para poder participar
que se rompiese con Esquerra y Estat Català. <<
[11]Unión Republicana decía en su nota que la «constitución del
Gobierno que acaba de formarse, integrado, entre otros, por un
grupo político cuyo pretendido republicanismo no ha recibido la
sanción del voto popular, le obliga a apartarse de toda colaboración
y a romper toda solidaridad con los órganos del régimen». Izquierda
Republicana declaraba que «el hecho monstruoso de entregar el
Gobierno de la República a sus enemigos es una traición; rompe
toda solidaridad con las instituciones actuales del régimen y afirma
su decisión de acudir a todos los medios en defensa de la
República». El Partido Republicano Conservador concluía así su
nota: «A nadie sorprenda, pues, que declaremos desde ahora
nuestra esencial incompatibilidad con esta República desfigurada,
antesala de una reacción incivil y antidemocrática y que rompamos
toda solidaridad y trato con los órganos de un régimen desleal a sí
mismo y a quienes por él lucharon victoriosamente». <<
[12] Escamot: grupo, no individuo. <<
[13]Cuando los mineros asaltaron el día 6 la finca de Pedregal en
Avilés detuvieron a su esposa e hija, pero las liberaron horas
después. Pedregal fue conducido a Trubia, donde estuvo prisionero
hasta el 18 de octubre, sin sufrir ningún mal trato. <<
[14]Ángel Ossorio y Gallardo: Vida y sacrificio de Companys, Buenos
Aires, 1943, pág. 126. <<
[15] «¡Catalanes! Las tuerzas monarquizantes y fascistas que de
tiempo atrás pretenden traicionar la República han logrado su
objetivo y han asaltado el Poder. Los partidos y los hombres que
han hecho públicas manifestaciones contra las menguadas
libertades de nuestra tierra, los núcleos políticos que predican
continuamente el odio y la guerra a Cataluña, constituyen hoy el
soporte de las actuales instituciones… Todas las fuerzas
auténticamente republicanas de España y los sectores sociales
avanzados, sin distinción ni excepción, se han levantado en armas
contra la audaz tentativa fascista… Cataluña enarbola su bandera y
llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al
Gobierno de la Generalidad, que desde este momento rompe toda
relación con las instituciones falseadas. En esta hora solemne, en
nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido
asume todas las facultades del Poder en Cataluña, proclama el
Estado Catalán dentro de la República Federal Española, y al
establecer y fortificar la relación con los dirigentes de la protesta
general contra el fascismo, les invita a establecer en Cataluña el
Gobierno provisional de la República, que hallará en nuestro pueblo
catalán el más generoso impulso de fraternidad en el común anhelo
de edificar una República Federal libre y magnifica. El Gobierno de
Cataluña estará en todo momento en contacto con el pueblo.
Aspiramos a establecer en Cataluña el reducto indestructible de las
esencias de la República… Catalanes: la hora es grave y gloriosa.
El espíritu del presidente Macià, restaurador de la Generalidad, nos
acompaña. Cada uno en su lugar y la República en el corazón de
todos. ¡Viva la República y viva la libertad!». <<
[16]En el Tercio de extranjeros, La bandera es equivalente a
batallón. <<
[17]ABC del 7 de octubre decía: «Hoy no hay monárquicos ni
republicanos. No hay más que españoles y traidores que merecen
dejar de serlo». <<
[18] Díaz de Villegas, art. cit. <<
[19]Como en todo movimiento revolucionario se ha discutido mucho
sobre la extensión y alcance del «terror rojo» impuesto por el Poder
obrero durante aquellas dos semanas de octubre de 1934. No es
superfino facilitar algunas precisiones sobre el particular. La
represión más dura por parte de los revolucionarios se ejerció contra
los miembros de la fuerza pública que resistieron. Ése fue el caso de
tres tenientes y veintidós guardias civiles fusilados en Sama y de
algunos guardias capturados después de haber huido de los
cuarteles. En Mieres fusilaron al ingeniero Rafael de Riego y al
presidente de Acción Popular. En La Veguina (valle del Turón) lo
fueron, sin otra justificación que el sempiterno anticlericalismo, ocho
hermanos de la doctrina cristiana. También lo fue el cura de
Valdecuna, que se había distinguido durante varios años por sus
actividades políticas de extrema derecha y sus violentas disputas
con los trabajadores. Fueron igualmente pasados por las armas d
párroco de La Rebolleda y el cura ecónomo de San Esteban de
Oviedo. En cambio, el párroco de Sama murió de un balazo al
atravesar la calle en medio de la refriega. En Oviedo, los canónigos
Gómez Puertas y Gago, sorprendidos en el palacio de la marquesa
de Ferrara, donde se habían refugiado, fueron fusilados en el
antiguo mercado del barrio de San Lázaro.
Otros sacerdotes fueron detenidos durante el movimiento. Pero de
entre ellos, siete, un ingeniero y varios guardias civiles que
estuvieron en la cárcel de Laviana «hablan del buen
comportamiento que han tenido con ellos en la prisión sus
guardianes y el Comité revolucionario». En el mismo sentido se
expresa el padre Valcarce, párroco de Lada.
Son muy interesantes los testimonios recogidos después de la
revolución por un hombre conservador, Aurelio de Llano Roza de
Ampudia, y publicados con autorización de la censura, relativos al
comportamiento de los obreros con las religiosas y en los conventos
que ocuparon. He aquí algunos de estos testimonios:
La madre superiora de las Adoratrices declara el 1.º de noviembre:
«Cuando entraron aquí los revolucionarios sólo había 25 alumnas;
hablaron con nosotras y no han pasado del portal ni nos han
molestado. Un día nos trajeron pan, que buena falta nos hacía».
La madre Florentina, superiora del convento de las Dominicas, hacía
el siguiente relato, el 1.º de noviembre: «Se presentaron a ellos —
después que habían hablado con la demandadora— vestidas con su
hábito blanco, las veinticinco monjas que había.
»—No se asusten ustedes, señoras, les dijo el jefe del grupo; ni a
ustedes ni a las alumnas les pasará nada; nosotros buscamos
curas; ¿hay aquí alguno?
»—No, señor.
Registraron el convento y como no encontraron lo que buscaban, las
dejaron tranquilas».
A las monjas del Servicio doméstico y a las niñas las trasladaron al
convento de las Salesas. «Y cuando quemó el convento de San
Pelayo —me dice la monja encargada de las muchachas— trajeron
a esta casa las monjas que allí había y a las Agustinas que estaban
con ellas. Los revolucionarios estuvieron aquí hasta que entraron las
tropas en la ciudad. No nos estropearon nada. Vea usted, todo lo
dejaron en orden; la capilla y las imágenes están intactas» (pág.
51).
Datos facilitados por el canónigo de la catedral, Rodríguez
Santamarina, que fue testigo de los hechos: «Entran por la tarde los
rojos en el convento de San Pelayo, en cuya comunidad se
encuentran las Agustinas… Las dos comunidades rezan en el
oratorio. El Santísimo está expuesto. Las superiores determinan dar
la comunión a las monjas para evitar la posible profanación de las
sagradas formas. En esto aparecen los revolucionarios a la puerta
del oratorio y se detienen silenciosamente, a pie firme, ante la
solemnidad del acto. Las superioras colocan el cáliz en el sagrario.
Entonces un revolucionario les dijo:
—Vaya. Esto se acabó. ¿Hay por aquí algún hombre?
—No hay ninguno (el canónigo estaba escondido).
—Pues no tengan ustedes miedo.
Once monjas salieron del convento y se quedaron veintitantas. Los
revolucionarios les pidieron que les hiciese la comida la
demandadora. Las monjas se refugiaron en una habitación de la
planta baja y de vez en cuando bajaba uno a ver si se les ofrecía
algo. Una de las veces, el revolucionario llegó con una jaula en la
mano y les dijo:
—Cuiden ustedes este canario que se dejaron arriba, en la galería».
<<
[20]
Ver José Pla, Historia de la Segunda República española, vol. III,
pág. 306, Barcelona, 1940. <<
[21] Aurelio de Llano Roza de Ampudia, Op. cit. <<
[22] El bando decía así: «Hacemos saber: Que el Comité
revolucionario, como intérprete de la voluntad popular, y velando por
los intereses de la Revolución, se dispone a tomar, con la energía
necesaria, todas las medidas conducentes a encauzar el curso del
movimiento. A tal efecto, disponemos: 1.º El cese radical de todo
acto de pillaje, previniendo que todo individuo que sea cogido en un
acto de esta naturaleza será pasado por las armas; 2.º, todo
individuo que posea armas debe presentarse inmediatamente ante
el Comité a identificar su personalidad. A quien se coja con armas
en sil domicilio o en la calle, sin la correspondiente declaración, será
juzgado severamente; 3.º, todo el que tenga en su domicilio
particular producto de pillaje o cantidades de los mismos que sean
producto de ocultaciones, se le conmina a hacer entrega de los
mismos inmediatamente. El que así no lo haga se atendrá a las
consecuencias naturales, como enemigo de la Revolución; 4.º,
todos los víveres existentes, así como artículos de vestir, quedan
confiscados; 5.º, se ruega la presentación inmediata ante este
Comité de todos los miembros pertenecientes a los Comités
directivos de las organizaciones obreras de la localidad, para
normalizar la distribución y consumo de víveres y artículos de vestir;
6.º, los miembros de los partidos y Juventudes obreras de la
localidad deben presentarse inmediatamente con su
correspondiente carnet para constituir la guardia roja que ha de
velar por el orden y la buena marcha de la Revolución. En Oviedo, a
9 de octubre de 1934, El Comité Revolucionario». <<
[23] ABC del 9 de octubre publicaba el siguiente despacho fechado
en Bilbao el lunes 8, a las tres de la tarde: «La noche del sábado al
domingo fue de verdadera inquietud en Bilbao. Hacia las nueve de
la noche apenas si se veía luz en balcones y ventanas. Todo
contribuía a aumentar la inquietud de la gente, pero sobre todo los
tiroteos, que no tardaron en oírse y que se sucedieron frecuentes e
intensos durante toda la noche. Había circulado el rumor de que los
mineros avanzaban sobre Bilbao… La noticia, por fortuna, no se
confirmó. Por el contrario, parecen mejores los que se reciben de la
zona minera, donde los revoltosos, cercados por las fuerzas
gubernativas y del Ejército, han huido al monte…». <<
[24]La radio instalada en la Cuarta División Orgánica emitió la orden
de vuelta al trabajo para el martes 9, dada por la Federación Local
de la C. N. T. de Barcelona. Este asunto fue discutido en d Congreso
confederal de 1936.Los delegados del Comité regional de Cataluña
se disculparon diciendo que no sabían lo que pasaba en Asturias y
que por eso dieron orden de volver al trabajo; que dieron la orden
por radio, porque de otra manera había dificultades para hacerlo y
como la radio estaba intervenida, se imprimió en un disco la
declaración de la C. N. T., a la que se agregó, sin que ellos lo
supiesen: «Radiada desde la Cuarta División, etc.». <<
[25] Ramos Oliveira, op. cit., vol. III, pág. 209. <<
[26]El Comité revolucionario de La Felguera decía, el 17 de octubre:
«… por el momento no tenemos quejas de médicos, farmacéuticos,
practicantes y otras profesiones que parecían alejadas de nuestras
inquietudes espirituales. En cambio, panaderos y comerciantes de
ciertos artículos de abastos parece como si quisieran poner un
grano de arena en el carril que recorre la locomotora de la
revolución». <<
[27] El programa del movimiento revolucionario de 1934 sólo fue
dado a la publicidad el 11 de enero de 1936 por El Liberal de Bilbao.
Sus puntos esenciales eran: nacionalización de las tierras, pero
respetando la posesión de los pequeños campesinos; disolución del
Ejército y reorganización del mismo sobre una base democrática;
disolución de la Guardia civil, sustituida por milicias obreras;
reformas fiscal y de la enseñanza; mejoramiento del nivel de vida de
los trabajadores, pero sin modificar en nada la estructura capitalista
de la economía. Naturalmente, este programa desconocido, no
desempeñó papel alguno en la revolución de 1934. <<
[28]De 27 604 mineros, más de 20 000 lucharon con las armas, en la
mano y los restantes en otros puestos. Las mujeres colaboraron
activamente. <<
[29]X. de Sandoval, José Antonio (biografió apasionada), Barcelona,
1941. Esta carta fue confirmada por Miguel Primo de Rivera en un
artículo de Es Así (1936). Está reproducida en la edición de Obras
Completas de José Antonio Primo de Rivera, Madrid, 1945,
pág. 623. <<
[30]
Con él fueron indultados el teniente coronel Ricart y el capitán
Escofet, también condenados a muerte en Barcelona. <<
[31]El ministerio estaba formado así: Gobernación, Manuel Portela
Valladares; Justicia, Vicente Cantos; Guerra, general Carlos
Masquelet; Marina, vicealmirante Francisco Salas; Hacienda,
Alfredo Zavala; Obras Públicas, Rafael Guerra del Río; Industria y
Comercio, Manuel Marraco; Agricultura, Juan José Benayas;
Trabajo, Eloy Vaquero; Instrucción Pública, Ramón Prieto Bances;
Comunicaciones, César Jalón. <<
[32]El Gobierno era éste: Presidencia, Alejandro Lerroux; Estado,
Juan José Rocha; Gobernación, Manuel Portela Valladares; Justicia,
Cándido Casanueva; Hacienda, Joaquín Chapaprieta; Guerra, José
María Gil Robles; Marina, Antonio Royo Villanova; Obras Públicas,
Manuel Marraco; Industria y Comercio, Rafael Aizpún; Agricultura,
Nicasio Velayos; Trabajo, Federico Salmón; Instrucción Pública,
Joaquín Dualde; Comunicaciones, Luis Lucia. <<
[33]
El general Díaz de Villegas se ha referido así a la actuación del
Jefe del Estado Mayor: «Durante la estancia de Franco en el Estado
Mayor Central, se había realizado una labor realmente eficiente.
Todo había entrado en orden; se comenzaba a trabajar temprano y
se inició una tarea inteligente y tenaz para restaurar el Ejército.
Dióse destino a los generales residenciados, que servirían luego de
puntales importantes del Alzamiento; a Orgaz, a Varela, a Mola, que
estaban desterrados en el ostracismo. Y se montó —¡cómo no!—
una eficiente sección de información anticomunista. Se artilló la
costa ¡incluso Sierra Carbonera!». <<
[34]Francisco Bravo, historiador de la Falange, lo cuerna así: «José
Antonio hizo saber que disponía de un ofrecimiento de fusiles y
armas y de la asistencia de técnicos militares, y hasta de un general
decidido a ponerse al frente de nuestras milicias». Se trataba de
«concentrar unos miles de hombres en un punto de la frontera
portuguesa, en la provincia de Salamanca y alzar la bandera
insurreccional». Estaban presentes: José Antonio Primo de Rivera,
Ruiz de Alda, Sancho Dávila, José Sáinz, José M. Alfaro, Aizpurúa,
Valdés, Sánchez Mazas, Onésimo Redondo, Luna, Aguilar, Mateo,
Gil Ramírez y el propio Bravo, que añade había «otros camaradas
que no eran dirigentes», Historia de la falange Española y de las
J. O. N. S., Madrid, 1940, págs. 97 y ss. <<
[35]El Gobierno que proyectaba José Antonio Primo de Rivera, para
el caso de salir triunfante un movimiento Falange-U. M. E., era una
coalición de falangistas con otras fuerzas de derecha. Véanse
algunos ministerios: Defensa, Franco; Justicia, Serrano Súñer;
Educación, Aunós; Interior, Mola; Economía, Carceller;
Comunicaciones, Ruiz de Alda; Corporaciones, Manuel Mateo. <<
[36]
El nuevo Gobierno quedó formado así: Presidencia y Hacienda,
Joaquín Chapaprieta; Estado, Alejandro Lerroux; Gobernación,
Joaquín de Pablo-Blanco; Guerra, José María Gil Robles; Marina,
Pedro Rahola; Justicia y Trabajo, Federico Salmón; Agricultura,
Industria y Comercio, José Martínez de Velasco; Instrucción Pública,
Juan José Rocha; Obras Públicas y Comunicaciones, Luis Lucia. <<
[37] Dimitrov, Ceuvres choisies, París, 1952, pág. 137. <<
[38]Estos párrafos están inspirados en el documentado libro de
Ángel Viñas, La Alemania nazi y el 18 de julio, Madrid, 1974. El
autor de dicho libro parece haber tenido todo género de facilidades
para acceder a los archivos oficiales de Bonn. <<
[39] Op. cit., pág. 172. <<
[40]Ibid., pág. 172-173. Sin duda, las fuentes de que se hace
mención no permiten sino un conocimiento fragmentario del asunto,
pero ya son de una importancia de primer orden. Dejamos,
naturalmente, al autor la responsabilidad de las afirmaciones de
grave alcance que se hacen. <<
[41] Estas afirmaciones revisten enorme gravedad ante la historia.
Resulta que en el Gobierno Lerroux de diciembre del 33 era Rico
Avello ministro de la Gobernación y Martínez Barrio de la Guerra.
¿Les acusa Viñas de pedir intercambio policial en la Gestapo?
Hidalgo entró en Guerra en enero de 1934. En cuanto a Salazar
Alonso, entró como ministro de la Gobernación en febrero del 34. De
todos modos ese comportamiento radical-cedista viene en apoyo de
la tesis socialista de «justificación de la República». <<
[1]Estaba formado así: Presidencia y Gobernación, Manuel Portela
Valladares; Estado, José Martínez de Velasco; Guerra, general
Nicolás Motero; Marina, almirante Francisco Salas; Hacienda,
Joaquín Chapaprieta; Justicia y Trabajo, García Arguelles; Obras
Públicas, Cirilo del Río; Agricultura, Industria y Comercio, Joaquín
de Pablo Blanco; Instrucción Pública, Manuel Becerra; ministro sin
cartera, Pedro Rahola. <<
[2]Portela Valladares seguía con Presidencia y Gobernación; Molero
en Guerra; Cirilo del Río en Obras Públicas; Álvarez Mendizábal
(radical disidente) iba a Agricultura, Industria y Comercio, y Manuel
Becerra pasaba a Justicia, Trabajo y Sanidad, Manuel Rico Avello
en Hacienda; el contraalmirante Antonio Azarola en Marina; Joaquín
Urzáiz en Estado y Filiberto Villalobos en Instrucción Pública
completaban el Gobierno. Para una interpretación del papel de
Alcalá Zamora, Gil Robles y Alba en estas dos crisis, ver Joaquín
Chapaprieta: La paz fue posible, Barcelona, 1971. <<
[3]Ansaldo ha explicado en su libro ¿Para qué?, que Calvo Sotelo,
por intermedio suyo, pidió a Franco, Fanjul y Goded que se
opusieran a la formación del Gobierno Portela, pero que los
generales, especialmente Franco, respondieron que no creían aún
llegado el momento. <<
[4]La nota de la Jefatura de la Falange del 11 de febrero decía así:
«Falange Española no ha concertado pacto electoral de ninguna
clase en ninguna provincia de España. Conste, para que cada cual
acepte su responsabilidad, que no sólo no se ha hecho a la Falange
ningún ofrecimiento, sino que ha existido la consigna de prescindir
de ella». <<
[5]Es sabido que cuando varios diputados nacionalistas vascos
fueron a Roma, en enero de 1936, el secretario de Estado, cardenal
Pacelli, se negó a recibirlos, y que monseñor Pizzardo les recriminó
porque no se unían a las derechas: «¿Por qué no se unen ustedes
con la C. E. D. A.? Porque les repito que de estas elecciones
depende que España sea de Cristo o de Lenin. Si las ganan Azaña,
Alcalá Zamora y los socialistas es el fin de la Iglesia, de la Religión y
de Cristo». <<
[6]N. del editor digital: en el libro original (editorial Laia, 1974)
supuestamente hay un error, y el texto dice: «La propaganda fue
más apasionada que nunca. Grandes multitudes acudían a los actos
públicos de una u otra resumen, la mecánica de los polémica en la
prensa eran asaz violentos». <<
[7]
Según Fernández Cuesta fue él quien sirvió de emisario de Primo
de Rivera cerca de Portela Valladares. Ver La guerra de liberación
nacional, Zaragoza, 1961. <<
[8]Ver sobre este asunto Ricardo de la Cierva: Historia de la guerra
civil española. Antecedentes, Madrid, 1969, págs. 639-641, donde
se explica el intento de golpe militar a raíz de las elecciones. <<
[9]«Si se gana será por tan pocos votos y con tal fuerza de
oposición, que no habrá quien gobierne con un Parlamento así», dijo
Azaña (Cfr. Rivas Cherif, Retrato de un desconocido, México, 1961,
pág. 237. <<
[10]Sobre los resultados electorales de 1936 pueden consultarse las
obras citadas de Bécarud, Venegas, Brenan, Rama, Tusell y las
historias de carácter general. Para los acontecimientos de aquellos
días pueden también consultarse las obras de Pla, Ramos Oliveira,
Iturralde, Bowers, Valdesoto y Galindo Herrero. <<
[11]
José Venegas: Las elecciones del Frente Popular, Buenos Aires,
1942. <<
[12]Jackson, pág. 193 de la edición en lengua inglesa. Obsérvese
que estos cálculos cambian el número de votos de la izquierda, pero
no los del centro y derecha. <<
[13]J. Bécarud: La Segunda República española, págs. 156 y ss., ha
realizado sus evaluaciones más importantes a base de El Sol y El
Debate del 3 de marzo. <<
[14]Ver también, Javier Tusell, Las elecciones del Frente Popular,
Madrid, 1971, 2 vols. Según este autor el Frente Popular y aliados
obtienen 4 654 000; derecha y aliados 4 503 000; centro 525 000, de
los cuales 125 000 de nacionalistas vascos. <<
[15]Así explicaba Fernando de los Ríos la situación preelectoral en
Granada: «En los días que inmediatamente anteceden a la elección
llegan a Granada una compañía de guardias de Jaén, una compañía
de guardias de Asalto de Málaga, una sección de la Guardia civil de
Burgos, un tanque ametralladora procedente de Madrid… Entre
enero y febrero, el Gobierno civil da cuatro mil licencias de uso de
armas». <<
[16]La candidatura de Falange por Madrid, que obtuvo 5000 votos,
estaba integrada por José Antonio Primo de Rivera, Ruiz de Alda,
Sánchez Mazas y Fernández Cuesta. <<
[17]
Formaban aquel Gobierno: Presidencia, Manuel Azaña; Estado,
Augusto Barcia; Gobernación, Amós Salvador; Guerra, general
Carlos Masquelet: Marina, José Giral; Justicia, Antonio Lara;
Hacienda, Gabriel Franco; Obras Públicas, Santiago Casares;
Industria y Comercio, Plácido Álvarez Buylla; Agricultura, Mariano
Ruiz Funes; Trabajo, Enrique Ramos; Instrucción Pública, Marcelino
Domingo; Comunicaciones, Manuel Blasco Garzón. <<
[18]La Historia de la Guerra de liberación, redactada por el Estado
Mayor Central, y citada por Galindo Herrero (pág. 159), dice: «El
mismo general Franco, que hasta entonces no quiso dar oídos a los
que hablaban de sublevaciones, se puso en contacto con los jefes
del cuerpo para declarar por su cuenta el estado de guerra cuando
le fue negada la autorización». La misma obra dice, en su pág. 429:
«Se acordó también en principio, a propuesta del primero, (el
general Franco), que tal movimiento fuese exclusivamente por
España, sin ninguna etiqueta determinada, pero sin cerrar el camino
a que una vez triunfante aquél y establecido el orden, pudiere
instaurarse el régimen que más conviniese a la Nación». Otras
fuentes: Bertrán Guell, Galindo, Iribarren… <<
[19]Joaquín Arrarás asegura que se entrevistaron en casa de
Serrano Súñer. Este último lo confirma y da como fecha de la
entrevista el 12 de marzo. <<
[20]«Se preparaba pues, el clásico pronunciamiento absolutista
respaldado por la parte más poderosa de la oligarquía agraria, como
en el siglo XIX, momento en que aún vivía políticamente España…»,
comenta Ramos Oliveira, op. cit., t. III, pág. 269. Para una tesis
contraria ver Ricardo de la Cierva, op. cit., págs. 637 y ss., para
quien la sublevación es la obra de un «frente cívico-militar». <<
[21]
Ver La misma obra de Ramos Oliveira (pág. 270), que cita textos
de «Pertinax». <<
[22] Ver las obras de Iribarren y Lizarza. <<
[23] Santiago Galindo Herrero, op. cit. <<
[24]Según Brassillach y Bardeche en su Histoire de la guerra
d’Espagne, París, 1939. <<
[25] Bowers, op. cit., pág. 220. <<
[26]La nota de la U. M. E. decía así: «Ante la situación anárquica
actual, el Ejército, con la vista puesta en los intereses supremos de
la Patria, espera de los Poderes públicos: 1.º Respeto máximo a
todo el personal de generales, jefes, oficiales, suboficiales y tropas
que, alejados de toda política, sólo desean la paz pública, para
llegar por cauces legales al engrandecimiento de la nación; 2.º Para
conseguirlo necesitarnos, en primer término, el desarme, llevado a
efecto principalmente por el instituto de la Guardia civil, de todas las
organizaciones y sus individuos, ajenas a las instituciones armadas
o policía gubernativa; 3.º Libertad inmediata de aquellos militares
que, en cumplimiento de su deber, tomaron parte en las alteraciones
de orden público o movimientos subversivos, y sobreseimiento de
los procedimientos y reintegro a sus destinos; 4.º Que de lodos los
hechos en que estén incursos los militares por su actuación
profesional, entiendan única y exclusivamente tribunales
constituidos por militares: 5.º Las medidas conducentes a la solución
de los puntos antes expuestos han de llevarse a efecto en el plazo
máximo de veinticuatro horas contadas desde la presentación de los
mismos al señor ministro de la Guerra». <<
[27] Por entonces se desechó un proyecto de alzamiento
exclusivamente carlista —preparado después de una entrevista de
Sanjurjo con Javier Borbón Parma— que debía comenzar en las
sierras de Aracena (Huelva) y Gata (Cáceres). Sanjurjo se había de
poner al frente de los Tercios de Extremadura que deberían avanzar
sobre Madrid. <<
[28] Ver El Congreso confederal de Zaragoza (mayo 1936),
conteniendo el resumen de las actas, 1955, y la obra de Peirats, La
C. N. T. en la revolución española, Toulouse, 1951-52. <<
[29]La Asamblea de compromisarios y diputados estaba así
compuesta: socialistas, 242; Izquierda Republicana, 201; Unión
Republicana, 99; C. E. D. A., 91; Esquerra, 69; comunistas, 52;
republicanos conservadores, 35; Lliga, 26; centristas, 17;
independientes de izquierda, 16; agrarios, 14; radicales, 13;
monárquicos, 12; nacionalistas vascos, 11; tradicionalistas, 11;
independientes de derecha, 9; independientes de centro, 8; «alcalá
zamoristas», 6; republicanos federales, 5; sindicalistas, 5;
monárquicos independientes, 2; nacionalistas (extrema derecha), 1.
<<
[30]«Azaña quería un gabinete doméstico, y yo no servía para
funciones domésticas, por lo cual, implícitamente, estaba rechazado
por él, aunque al día siguiente de la escena que te refiero me
llamase a Palacio a fin de encargarme oficialmente del Gobierno,
pero bajo la seguridad de que yo no podía ni debía aceptar»,
(Indalecio Prieto, Cartas a un escultor, Buenos Aires, 1961, pág. 45).
No parece desprenderse lo mismo de las Memorias de Azaña: ver
«Obras Completas», tomo IV, pág. 714. <<
[31]Su composición era la siguiente: Presidencia y Guerra, Santiago
Casares; Estado, Augusto Barcia; Gobernación, Juan Moles;
Marina, José Giral; Justicia, Manuel Blasco Garzón; Hacienda,
Enrique Ramos; Obras Públicas, Antonio Velao; Industria y
Comercio, Plácido Álvarez Buylla; Agricultura, Mariano Ruiz-Funes;
Instrucción Pública, Francisco Barnés; Trabajo, Juan Lluhí y
Vallescá; Comunicaciones, Bernardo Giner de los Ríos. <<
[32]«Antes de ir a la huelga es necesario agotar todas las formas
posibles de lucha… estamos en un período en que los patronos
provocan y atizan las huelgas por conveniencias políticas de
sabotaje…», declaró José Díaz, en su discurso de Zaragoza, el 1.º
de junio de 1936. <<
[33]Para este asunto pueden utilizarse como fuentes las obras de
Lizarza, Iribarren, Francisco Bravo, Bertrán Guell, Galindo Herrero,
la de Stanley G. Payne, Falange: A history of a spanish fascism,
Londres, 1962, la de García Venero, Falange-Hedilla, París, 1967.
<<
[34] Don José María Gil Robles en la página 730 de sus Memorias,
tituladas No fue posible la paz, piensa que ni Jackson ni nosotros
estamos en lo cierto sobre la participación de Calvo Sotelo en la
conspiración: «según mis noticias (dice) el líder monárquico no
estableció contacto personal con ninguno de los militares
responsables del movimiento hasta unos días antes de ser
asesinado».
Historiadores del Alzamiento, como Bertrán Guell y Maíz, se refieren
a reuniones de Calvo Sotelo con militares y civiles que conspiraban,
y concretamente, a una de las últimas, celebrada con el general
Villegas, perteneciente a la Junta de generales. En los días en que
tuvo lugar su asesinato, los conspiradores de Navarra esperaban
que Calvo Sotelo, que había dado en el mes de junio su adhesión
explícita, llegase de un momento a otro a la capital navarra.
Se trata, tal vez, de una cuestión de fechas, pero además, en este
género de hechos hay siempre dificultad para valorar las fuentes
históricas, por lo que dejamos constancia de la afirmación del Sr. Gil
Robles que, en el fondo, no excluye, sino que retrasa, la
participación de Calvo Sotelo en la conspiración. <<
[35]En realidad las alteraciones del llamado orden público habían
sido mayores en varios momentos de la Monarquía (período
1918-1920 y en 1930) y el hábil manejo de despachos y de prensa
daba una imagen exagerada del clima moral del país. Un juicio
completamente opuesto es el del embajador norteamericano Claude
G. Bowers, en su obra citada: «Al día siguiente llegamos a Madrid.
Otra vez, por todas partes, oímos hablar de los atropellos que
sucedían en las carreteras, de coches detenidos por gente armada
de pistolas, de peligros y disturbios por doquier, y de nuevo me
sorprendí. Habíamos recorrido centenares de kilómetros, durante
muchos días, casi a todo lo largo de la costa del Mediterráneo, y
hacia arriba desde Sevilla, a través de Córdoba, Málaga, Granada,
en febrero, marzo, mayo y junio de 1936, con tanta seguridad como
si hubiéramos viajado por Westchester en Nueva York», pág. 244).
<<
[36]
La Comisión Ejecutiva quedo integrada por: Ramón González
Peña, Ramón Lamoneda, Manuel Albar, Jerónimo Bugeda, Manuel
Cordero, Cruz Salido, Anastasio de Gracia, Luis Jiménez de Asúa,
Fernando de los Ríos y Tomás Vidarte. <<
[37]Ver Stanley G. Payne, op. cit., que también se refiere, cómo
fuentes, a los documentos de la Wilhelmstrasse publicados en
Washington en 1950. Y sobre todo, el ya citado Ángel Viñas, La
Alemania nazi y el 18 de julio. <<
[38]
Lizarra, Memorias de la conspiración, Pamplona, 1954, 3.ª ed.,
página 90. <<
[39]Sobre estos aspectos pueden consultarse las obras de Lizarza,
Iribarren y Maíz, Alzamiento en España, Pamplona, 1952. <<
[40]Hay bastante imprecisión sobre cómo estaban repartidas las
responsabilidades entre los jefes militares que constituían la Junta
encargada del alzamiento en Madrid; ¿Villegas? ¿Fanjul? ¿García
de la Herrón? ¿Álvarez de Rementeria? Sobre este particular ver
Máximo García Venero, Madrid, julio 1936, Madrid, 1974. <<
[41]Hugh Thomas asegura, en cambio, que los agresores eran
falangistas y da a entender que conoce la identidad por lo menos de
uno de ellos. <<
[42]Sobre la muerte de Calvo Sotelo pueden consultarse La causa
general que es la fuente de que se sirven todos los historiadores
que simpatizan con la sublevación (y también Thomas, en lo
esencial); Romero Solano, Vísperas de la guerra en España; Manuel
D. Benavides, El crimen de Europa, que reproduce íntegramente
F. Almagro en su Historia de la Segunda República, e Indalecio
Prieto, Cartas a un escultor. El relato de Prieto termina así:
«Fernando Condés, lo digo en honor suyo, pretendió efectuar una
detención, desde luego arbitraria, porque a Calvo Sotelo le
amparaba su inmunidad de diputado, pero luego nunca pensó que el
detenido iba a ser asesinado. Se lo oí de sus propios labios,
mostrándome propósitos de suicidarse como castigo al deshonor en
que había caído, y fui yo quien le disuadió de ese propósito,
diciéndole que la sublevación era inminentísima y que en vez de
quitarse la vida debía jugársela en el campo de batalla. Y así fue. En
uno de los primeros combates librados en Somosierra, Condés cayó
mortalmente herido, y en ese mismo combate quedó muerto sobre
el campo, Cuenca, autor material del asesinato» (págs. 40-41). Ver
También: Indalecio Prieto: Convulsiones de España, I, México, 1967,
págs. 157-162 en que confirma y detalla el anterior relato. <<
[43]Ver León de Poncins, Historie secrete de la révolution espagnole,
París, 1938, obras citadas de Brassillach y Bardeche, Galindo
Herrero, la Pastoral colectiva de los obispos españoles, el libro de
David T. Cattell, Communisme and the Spanish Civil War, Univ. de
California, 1955. Al citar lo hago sobre la edición italiana, I comunisti
e la guerra civile spagnola, Milán, 1962. <<
[44]Ver Cattell, op. cit., págs. 72-76 principalmente. Hugh Thomas,
aunque cree auténticos los documentos de la reunión de Valencia,
del «soviet» de Largo Caballero y de instrucciones a milicias, juicio
tan sólo comprensible por el conocimiento demasiado superficial
que tiene de la España de preguerra, no cree, sin embargo, que
respondieran a un plan «revolucionario, ni que influyeran en nada
como causa de la sublevación». <<
[45] Galindo Herrero, op. cit., pág. 161. <<
[46] Un autor norteamericano, Herbert Rutledge Southworth, ha
realizado muy recientemente un análisis casi exhaustivo sobre la
pueril leyenda de unos «documentos» encaminados a justificar una
rebelión. Southworth ha subrayado también algo que hasta ahora
nadie había puesto de manifiesto en este debate: la reproducción,
en el número del diario Claridad del 30 de mayo de 1936, de dos de
los famosos «documentos confidenciales» con el «soviet» que debía
presidir Largo Caballero, etc., etc. El diario socialista estimaba que
se trataba «de una pieza más en el plan de agitación y terror que los
fascistas están desenvolviendo con el fin de crear el clima propicio
para sus siniestros designios». Se trataba, pues, del secreto de
Polichinela, y quienes luego hicieron gala de una imaginación
folletinesca para describir el hallazgo de tales documentos, no se
tomaron la molestia de consultar las publicaciones de la prensa
española. <<
[47]
José María Gil Robles: No fue posible la paz, Barcelona, 1968,
página 647. <<
[48] Uno de los raros jefes militares que teorizó en tiempo de la
República, el general Mola, en su libro El pasado. Azaña y el
porvenir, escribió: «La guerra… constituye una necesidad
biológica… La guerra es sobre todo una consecuencia de la vida
misma; por eso subsistirá mientras el hombre aliente sobre la tierra.
Esta afirmación no necesita ser demostrada, porque es evidente,
axiomática» (págs. 1134-1135 de sus Obras completas). «El
militarismo, donde existe, constituye en sí una sociedad que
desarrolla una civilización, es decir, una moral» (ibid., pág. 945).
«Esta moral tiene por fin el engrandecimiento de la patria, por un
sistema simple: la guerra… Los pueblos que por considerarse
débiles, degeneran hasta carecer de ambiciones, se tragan de
buena fe el anzuelo de la democracia y del parlamentarismo». <<
[1]Asensio Cabanillas en El avance sobre Madrid… (de La guerra de
liberación nacional, Zaragoza, 1961) dice que el alzamiento se
adelantó porque el general García Morato se había trasladado a
Melilla por avión para hacerlo fracasar. La realidad parece ser que
se trasladó tan sólo cuando el alzamiento había comenzado, y que
fue detenido al llegar al aeródromo de Melilla. <<
[2]Según declaración de Sánchez Román, citada por Bolloten en su
libro La revolución española, México, 1962, pág. 30, cuyo texto
original inglés lleva por título The grand camouflage, Londres, 1961
<<
[3]Conversación confirmada por Iribarren, Bertrán Guell, Largo
Caballero y Clara Campoamor en sus respectivos textos. Conviene
precisar que a la hora en que tenía lugar, Mola no había proclamado
aún el estado de guerra. <<
[4]
El Gobierno de la mañana del 19 de julio fue éste: Presidencia y
Marina, José Giral; Estado, Augusto Barcia; Gobernación, general
Pozas; Guerra, general Castelló; Justicia, Manuel Blasco Garzón;
Hacienda, Enrique Ramos; Trabajo, Sanidad y Abastecimientos,
Juan Lluhí Vallescá; Industria y Comercio, Plácido Álvarez Buylla;
Agricultura, Mariano Ruiz Funes; Educación, Francisco Barnés;
Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los Ríos. <<
[5] Max Aub, Campo cerrado. <<
[6]El hecho es conocido por los documentos de los archivos
secretos alemanes publicados después de la segunda guerra
mundial, recogido también por las obras de Cattell y Payne y
corroborado por el general Asensio Cabanillas y Luis García Arias,
en sus respectivos textos de La guerra de liberación nacional. <<
[7]
Ver Alfredo Kindelán. La aviación en nuestra guerra, pág. 356 de
La guerra de liberación nacional y Mis cuadernos de guerra, Madrid,
1942, página 19. El 22 de julio, Franco se dirigía en demanda de
ayuda a Kühlental, agregado militar alemán para Francia, Portugal y
España, cuya residencia era París. El mensaje iba también firmado
por el teniente coronel Beigbeder, que había acompañado a
Kühlental en el viaje que éste hizo a Marruecos en octubre de 1935.
(Ver Ángel Viñas, op. cit.). <<
[8]
Ver Claude Couffon, A Grenade, sur les pas de García Lorca,
París, 1962. Ver también Ian Gibson: La represión de 1936 en
Granada y la muerte de Federico García Lorca, París, 1971. <<
[9] ABC de Sevilla. 21 de julio de 1936. <<
[10] Iribarren, El general Mola, Zaragoza, 1938, pág. 131. <<
[11]
Carlos M. Rama ha estudiado con acierto este fenómeno en lo
que llama la era militar. Ver La crisis española del siglo XX, México,
1960, páginas 206 y ss. <<
[12]Las fuentes esenciales para el relato de los días 17 al 20 de julio
han sido los textos de Aznar, Asensio, Bertrán Guell, Bolloten,
Brassillach y Bardeche, Cattell, Cuesta Monereo, García Arias,
García Valiño (en La campaña del Norte), Ibárruri, Iribarren,
Iturralde, Kindelán, Largo Caballero, Lojendio, Maíz, Pérez Solís,
Peyrats, Zugazagoitia, etc.; las colecciones de Le Temps, de París, y
de ABC, de Sevilla, los textos de Bruno Alonso y del Almirante
Bastarreche para lo referente a la Flota y, en fin, numerosos
testimonios personales. <<
[13]
Pravda del 25 de julio comentaba duramente la noticia y añadía:
«¿Qué tipo de nave era preciso que llegase de la lejana Rusia para
participar en el cañoneo de las fortificaciones de costa del
Marruecos español? ¿Una nave de línea, un cazatorpedero o un
submarino? Nada de eso. Parece como si la U. R. S. S. no hubiera
podido encontrar nada mejor que un petrolero para una operación
naval frente a las costas del Marruecos español». <<
[14] Ver Le Temps. París, 25 de julio de 1936, García Arias: La
política internacional en torno a la guerra de España, Brassillach y
Bardeche: op. cit. El incidente de Tánger tuvo funestas
consecuencias para los republicanos en el futuro desarrollo de los
acontecimientos militares y diplomáticos. <<
[15]Rivas Cherif cuenta en su biografía de Azaña que éste, a los
pocos días de empezar la guerra le dijo, asomados a un balcón del
Palacio de los que dan al Campo del Moro: —¿Ves aquel humo? Y
me señalaba la línea azul de la sierra, hacia el Alto del León. Ahí
están ellos. Un día nos los encontraremos en la Plaza de Oriente.
Ossorio y Gallardo dice en sus Memorias: «Este (Azaña) era sin
duda el gobernante de la paz. ¿Era también el de la guerra? Creo
que no. Y no hay que censurarle, sino que compadecerle. Porque lo
que le pasaba era que no creyó en nuestra victoria nunca. Y que
desde el primer momento nos vio perdidos. Además, los inevitables
y justificadísimos extravíos que se producían en nuestras filas, a
impulsos de la bien explicable indignación de los primeros instantes,
le sublevaban y le descomponían. Frecuentemente me llamaba a mí
su secretaria en septiembre de 1936: —Don Ángel, venga usted que
este hombre se nos hunde» (pág. 226). El propio Azaña lo ha escrito
en La Velada de Benicarló: «Por rechazo de la insurrección militar,
hallándose el Gobierno sin medios coactivos, se produce un
levantamiento proletario, que no se dirige contra el Gobierno… La
obra revolucionaria comenzó bajo un Gobierno republicano que no
quería ni podía patrocinarla». Éste era, al menos, su criterio. <<
[16]
Ver César M. Lorenzo: Les anarchistes espagnols et le Pouvoir.
París, 1969 (págs. 116-117). <<
[17]Salas Larrazábal, en su Historia del Ejército Popular de la
República, juzga esa cifra muy exagerada. En cuanto a los
batallones de Juventudes, en realidad, no eran todavía unificados
sino que emanaban de las respectivas direcciones nacionales que
se unificaron mes y medio después. <<
[18]Más tarde, el obispo Olaechea se doblegó ante la presión de
quienes llevaban las de ganar. En cambio, el obispo Mágica explicó
años después en su libro Imperativos de mi conciencia que había
obrado sin tener una visión completa de lo que era la guerra. <<
[19] ABC de Sevilla, 10 septiembre de 1936. <<
[20]
Spaak había participado en la reunión de Londres en nombre del
Gobierno de Bruselas. <<
[21]En esta nueva redacción hemos tenido en cuenta el relato que
de la entrevista de Bayreuth hace Ángel Viñas (op. cit., págs. 408-
422) cuya aportación consiste en el testimonio de Bernhardt. Añade
dicho autor que la carta de Franco «no se ha localizado nunca en
los archivos alemanes». En cuanto a los aspectos anecdóticos de
este episodio, preferimos dejarlos de lado. <<
[22]Pese a todo, gracias a la actitud personal de Pierre Cot, el
Gobierno de la República pudo obtener 12 cazas Dewoitine y 6
Potez de bombardeo, de modelo bastante anticuado y sin
armamento. <<
[23]Las fuentes sobre las primeras ayudas militares y el preludio de
la No Intervención son hoy numerosísimas y, en primer lugar, hay
que citar Les archives secretes de la Wilhelmstrasse, vol. III,
L’Allemagne et la guerre civile espagnole (1936-1939), París, 1952,
el Journal potitique, de Ciano, Les archives secretes du comte
Ciano. Les événements survenus. Son de gran valor la parte que se
refiere a este tema en La guerra civil española, de Hugh Thomas, el
trabajo citado de García Arias, los dos libros de David T. Cattell,
Freedom’s Battlle, de Álvarez del Vayo, Misión en España, de
Claude G. Bowers. He utilizado también la colección de Le Temps.
<<
[24]
Estos suministros alcanzaron: año 1936, 344 000 toneladas;
1937, 420 000; 1938, 478 000; 1939, 624 000. <<
[25]Herbert Feis, The Spanish Story, Nueva York, 1948. El hecho ha
sido confirmado, aunque con menos precisiones, en textos de
Serrano Súñer y de Doussinague. <<
[26] Ver Brassillach y Bardeche, op. cit. <<
[27]
Miguel Sanchís, artículo de la revista Avión. Madrid, 1959. Pero
Aznar da una cantidad mayor de fuerzas aerotransportadas en tres
meses y medio: 24 930 hombres. <<
[1]
Iribarren relata su conversación con unos legionarios: «Era el uno
un gigante barbudo de dientes feroces. Otro chaparro, quijarudo,
moreno. Un tercero sin dientes, feotón. Todos con el pecho y los
brazos signados de tatuajes.
»—¿De dónde venís? —De Badajoz. —¿Cuántos has apiolao tú?…
Y el legionario de barbas sonríe con un gesto de ¡Vaya usted a
saber!, en que la gloria del asalto se une a una pesadilla sangrienta»
(op. cit., página número 300). <<
[2] Blackfrieirs, revista de los dominicos inglesa, decía sobre la
operación de Badajoz: «Todo católico tiene que simpatizar con los
católicos españoles. Pero es falso y rotundamente anticristiano el
situarse por esta razón al lado de los insurrectos, y rehusar su
simpatía a quienes resisten porque estiman —con razón— que se
encuentran ante una tiranía reaccionaria feroz… En Badajoz, los
rebeldes han celebrado la Asunción con una terrible matanza». <<
[3]
Según los Foreign Relations of the United States, citados por
Dante A. Puzzo en su obra Spain and the Great Powers. <<
[4]
Manuel Benavides, Guerra y Revolución en Cataluña, México,
1946, págs. 323 y ss. <<
[5] Fue el siguiente: Presidencia y Guerra, Francisco Largo
Caballero; Estado, Julio Álvarez del Vayo; Gobernación, Ángel
Galarza; Hacienda, Juan Negrín; Marina y Aire, Indalecio Prieto;
Industria y Comercio, Anastasio de Gracia (todos ellos socialistas);
Justicia, Mariano Ruiz Funes (Izquierda Republicana); Agricultura,
Vicente Cribe (comunista); Instrucción Pública, Jesús Hernández
(comunista); Trabajo, Sanidad y Previsión, José Tomás y Piera
(Esquerra); Comunicaciones y Marina mercante, Bernardo Giner de
los Ríos (Unión Republicana); ministro sin cartera, José Giral
(Izquierda Republicana). <<
[6]«He estado en Santa Olalla —cuenta Pietro Nenni, el 13 de
septiembre—, donde se encuentra el puesto de mando del general
Asensio. El general está pesimista. Dice que las Milicias están
desmoralizadas». Op. cit., pág. 145 (edición italiana). <<
[7] César M. Lorenzo, op. cit., págs. 224-227. <<
[8]Aquel primero de octubre, entrevista del general Dávila publicada
por La voz de España de San Sebastián (1 de octubre de 1961). La
versión del general Dávila y la del general Kindelán difieren en
múltiples aspectos: fechas de las reuniones, orden de discusión,
redacción del decreto, etc. Ambas fuentes confirman, sin embargo,
la oposición de Cabanellas y Mola, aunque Dávila atenúa la de éste.
También confirman ambos que las decisiones políticas se obtuvieron
en reuniones parciales después de la comida de mediodía. <<
[9]Las embajadas en Madrid, a excepción de la de los Estados
Unidos, acogieron a millares de partidarios de los rebeldes,
basándose en el derecho de asilo establecido por la Convención de
La Habana, que jamás se había aplicado en Europa. Para acoger a
los asilados habilitaron, además de las embajadas, otros locales que
gozaban de extraterritorialidad: por ejemplo, el Liceo Francés de
Madrid. <<
[10] Los despachos del Ministro de Portugal en el Vaticano a su
Ministro de Asuntos Exteriores de 24 y 29 de julio y de 11 de agosto,
demuestran la posición beligerante del Vaticano. A la «aprensión»
de Pío XI a propósito de la situación en España reflejada en el
telegrama del día 24 sucede que «los medios del Vaticano
consideran la situación como muy peligrosa, sobre todo por la
significación subversiva y por el gravísimo hecho de que el Gobierno
haya armado a todo el pueblo, obreros, campesinos, jóvenes y
mujeres», según telegrama n.º 23, confidencial y reservado del
citado ministro (Quevedo). El 11 de agosto, siempre según el
diplomático portugués. «El Vaticano ha protestado con energía ante
el Gobierno de Madrid contra el incendio de iglesias, asesinato de
religiosos, violaciones y profanaciones de cadáveres realizados por
los comunistas» (sic). (Ver op. cit., t. III, págs. 27-52-53 y 122). <<
[11] Informe oficial reproducido en 1939 por la prensa alemana y
citado por Bolloten, op. cit., págs. 96-97. También en octubre se creó
en Berlín el Estado Mayor Espacial W para organizar la ayuda a la
España de Franco, organismo que, a partir de noviembre, fue
dirigido por el general Jaenecke. <<
[12]Este asunto ha sido relatado por Alai el-Fasi en su libro Los
movimientos de independencia en el Magreb árabe, y recogido por
García Arias, op. cit., págs. 524-527. Se dice allí que llegó a existir
un pacto entre el Comité de Acción Nacionalista Marroquí y los
partidos políticos catalanes. <<
[13]Aguirre fue elegido presidente por 291 471 votos contra 100
obtenidos por Ramón de Madariaga. El Gobierno vasco quedó así
constituido: Presidencia y Guerra, José Antonio de Aguirre
(nacionalista); Justicia y Cultura, Jesús María de Leizaola
(nacionalista); Gobernación, Telesforo de Monzón (nacionalista);
Obras Públicas, Juan de Astigarrabía (comunista); Industria,
Santiago Aznar (socialista); Comercio y Abastecimientos, Ramón
María de Aldaroso (Izquierda Republicana); Hacienda, Eliodoro de la
Torre (nacionalista); Trabajo, Previsión y Comunicaciones, Juan de
los Toyos (socialista); Sanidad, Alfredo Espinosa (Unión
Republicana); Agricultura, Gonzalo Nárdiz (Acción Nacionalista). <<
[14] Quedó formado así: Primer consejero, y Hacienda, José
Tarradellas (Esquerra); Defensa, Felipe Díaz Sandino (militar);
Seguridad Interior, Artemio Aguadé (Esquerra); Justicia, Andrés Nin
(P. O. U. M.); Economía, Juan P. Fábregas (C. N. T.); Agricultura,
José Calvet (Unió de Rabassaires); Abastecimientos, Juan
Doménech (C. N. T.); Trabajo, Miguel Valdés (P. S. U. C.); Cultura,
Ventura Gassol (Esquerra); Sanidad, Antonio García Birlán (C. N. T.);
Servicios Públicos, Juan Comorera (P. S. U. C.); consejero sin
cartera, Rafael Glosas (Acció Catalana). <<
[15]Cada columna estaba compuesta por dos labores de Regulares
o Mehala (450 hombres cada uno), una bandera del Tercio (600
hombres), una o dos baterías de artillería y los elementos
necesarios de ingenieros, sanidad e intendencia. El conjunto de
tuerzas en primera línea era de, unos doce mil hombres. <<
[16]Este contraataque fue anunciado la noche precedente por el
Ministerio de la Guerra. <<
[17]Este pacto se estableció a raíz del famoso mitin celebrado en la
plaza de toros La Monumental, y allí Rafael Vidiella se abrazó con el
confederal Vázquez. <<
[18]
Las fuentes esenciales utilizadas para la historia de la batalla de
Madrid han sido los textos de Aznar, Brassillach, Koltsov, Colodny,
Lojendio, Longo, López Fernández y Rojo: las colecciones de ABC
de Sevilla, Ahora de Madrid y Le Temps de París, así como
numerosos recuerdos personales. El texto de Asensio sirve tan sólo
para los preliminares: más carde, para las batallas del Jarama.
Guadal ajara y Brunete. <<
[19] Era éste: Presidencia y Guerra, Francisco Largo Caballero
(socialista); Estado, Julio Álvarez del Vayo (socialista); Marina y
Aire, Indalecio Prieto (socialista); Hacienda, Juan Negrín (socialista);
Gobernación, Ángel Galarza (socialista); Justicia, Juan García Oliver
(C. N. T.-F. A. I.); Industria, Juan Peiró (C. N. T.); Agricultura, Vicente
Uribe (comunista); Obras Públicas, Julio Just (Izquierda
Republicana); Comercio, Juan López (C. N. T.); Trabajo, Anastasio
de Gracia (socialista); Instrucción Pública, Jesús Hernández
(comunista); Comunicaciones, Bernardo Giner de los Ríos (Unión
Republicana); Sanidad, Federica Montseny (C. N. T.-F. A. I.);
Propaganda, Carlos Esplá (Izquierda Republicana); ministros sin
cartera, José Giral (Izquierda Republicana), Manuel de Irujo
(nacionalista vasco), Jaime Aguadé (Esquerra Republicana de
Catalunya). Azaña, en sus Memorias, va más lejos: «Que no
solamente contra mi opinión, sino contra mi protesta más airada, se
impuso la modificación ministerial de noviembre, con la entrada de
la C. N. T. y los anarquistas, aconsejada como inevitable y útil por
Los mismos republicanos». Op. cit., tomo IV, pág. 592. <<
[20]Es curioso señalar que ya estaba impreso el número del diario
Arriba anunciando la entrada en Madrid. <<
[21]La fecha es posterior a la real (un día), como en toda la prensa
parisiense de la tarde. <<
[22]La orden que correspondía al general Miaja decía así: «El
Gobierno ha decidido, para poder continuar su primordial cometido
de defensa de la causa republicana, ausentarse de Madrid, y
encarga a V. E. la defensa de la capital a toda costa. A fin de que se
le auxilie en cometido tan trascendental, al margen de los
organismos administrativos, que continuarán actuando como hasta
ahora, se constituye en la capital una Junta de Defensa de Madrid,
con representaciones de todos los partidos políticos que forman
parte del Gobierno (…). En caso de que, a pesar de todos los
esfuerzos que se realicen para conservarla, haya que abandonar la
capital, ese organismo quedará encargado de salvar todo el material
y elementos de guerra (…). En tal caso desgraciado, las fuerzas
procederán a la retirada en la dirección de Cuenca, para establecer
una línea defensiva en el lugar que indique el general Jefe del
Ejército del Centro…». <<
[23]Zugazagoitia ha escrito que Prieto le dijo: «Dentro de tres días
estarán en la Puerta del Sol». Tengo por testigo presencial esta otra
opinión de Prieto. Acababa de llegar el Gobierno a Valencia; en el
Hotel Inglés de aquella ciudad se sentaban a cenar Prieto,
Lamoneda y algún otro dirigente más. El ministro de Marina y Aire,
sacudiéndose —con un gesto muy suyo— las rodillas con la
servilleta, dice: «Dos meses… y a palmar». <<
[24]El ministro de la Guerra, Von Blomberg, daba instrucciones el 30
de octubre, sobre la ayuda militar alemana a la España
«nacionalista». En mayo de 1939 publicaba la revista Die
Wehrmacht un estudio del general alemán, de aviación Sperrle,
precisando que a principios de noviembre de 1936 llegaron a Cádiz
6500 voluntarios alemanes. Sperrle añadía: «Alemania creó
igualmente en España una organización de instrucción muy
ramificada, que instruyó en primer lugar a los jefes de Infantería, y
luego a las tropas de las otras armas. Los instructores alemanes
dieron igualmente cursos sobre el uso de lanzaminas, servicios de
exploración, protección contra gases, etc. (…). Incluso la Marina de
guerra española recibió para sus aspirantes y suboficiales una
educación alemana de Infantería». Y precisaba que el número de
militares españoles que recibió esa instrucción era de 56 000. En
cuanto a los blindados, el coronel barón Von Funck explicó en 1939
en Die Wehrmacht que desde septiembre de 1936 se envió a
España una sección de carros… y que «los soldados alemanes
tomaron Darte en los combates en sus propios tanques». <<
[25]Formaban la Junta; Presidencia, general José Miaja; Secretaría,
Fernando Frade (socialista); Guerra, Antonio Mije (comunista);
Orden Público, Santiago Carrillo (Juventudes Socialistas
Unificadas); Industrias, Amor Nuño (Juventudes Libertarias);
Abastos, Pablo Yagüe (U. G. T. comunista); Comunicaciones, José
Carreño (Izquierda Republicana); Hacienda, Enrique Jiménez (Unión
Republicana); información, Mariano García (C. N. T.); Evacuación,
Francisco Caminero (partido Sindicalista). Cada miembro de la
Junta tenía su respectivo suplente. Durante los once primeros días
de su existencia, la Junta se reunió cotidianamente. A la reunión del
día 11 asistió también el ministro Álvarez del Vayo y a las del 12 y
13, los ministros García Oliver y Montseny. También asistió el
general Pozas a la reunión del día 11. No obstante, el día 15 hubo
dos conferencias por teletipo muy tensas entre el general Miaja
(sostenido por la Junta) y el subsecretario de Guerra, general
Asensio, y un telegrama muy crítico dirigido por Largo Caballero a
Miaja el día 17, acusándole de no obedecer sus órdenes. Miaja
respondió ofreciendo su cargo. El asunto se suavizó,
momentáneamente, mediante la visita a Valencia, de una comisión
de La Junta, que parlamentó con Caballero. <<
[26]Se ha convertido en objeto de debate histórico la cuestión de la
fecha de entrada en fuego de las Brigadas Internacionales, después
de que el general Rojo explicó la versión que, en líneas generales,
reproducimos en nuestro texto (Vicente Rojo: Así fue la defensa de
Madrid, México, 1967, págs. 82-87). Salas Larrazábal afirma que la
XI Brigada estaba en línea el 7 de noviembre (op. cit., t. I, pág. 584)
apoyándose en una orden firmada por el mismo Rojo. Lo que se
reproduce en el tomo III de la misma obra es un estadillo de fuerzas
del 8 de noviembre, donde está la XI Brigada, pero no se indica la
fuente. Delperrie de Bayac sitúa también en el día 7 la entrada en
línea de la XI Brigada. Luigi Longo (Le Brigate Internationale in
Spagna, pág. 73) es muy preciso. Es el 9 de noviembre cuando los
batallones «Commune de París» y «Dombrowski» de la XI Brigada
entran en línea delante de la Ciudad Universitaria, y su E. M. se
instala en la Facilitad de Filosofía y Letras. <<
[27] ABC, de Sevilla. 10 de noviembre de 1936. <<
[28]
Este había llegado el día 14 a Madrid, procedente del frente de
Aragón, al mando de 3000 hombres perfectamente equipados. <<
[29] Sin embargo. Salas Larrazábal (op. cit., t. I, pág. 621) trata este
hecho de «patraña» y de «increíble anécdota… recogida por Koltzov
y reproducida por multitud de escritores…». (Salas sitúa «el
invento» el día 14). En efecto. Koltzov habla de ello en su diario (15
de noviembre, página 233) y también Hidalgo de Cisneros. La
prensa diaria publica la noticia y fotos (ver Ahora, 17-11-1936). El
general soviético Prokofiev (que combatía entonces en España),
relata este hecho (Bajo la bandera de la España republicana,
pág. 385) afirmando que la víctima era Primo Gibelli, de origen
italiano, pero aviador soviético ya que vivía en aquel país desde
1921. Sin embargo Prokofiev dice que Gibelli fue derribado en las
cercanías de Pinto y que se lanzó en paracaídas, mientras que
Koltzov e Hidalgo hablan de «aterrizaje forzoso» hacia Segovia. Nos
limitamos a dar los elementos del debate que no por versar sobre
tema trágico deja de ser episódico. <<
[30]Le Temps del 18 de noviembre comentaba así los bombardeas
contra la población civil de Madrid: «Se adivina que el generalísimo
Franco habrá tenido penosas dudas antes de resignarse a un acto
tan cruel Pero le era imposible esperar más, a menos de
comprometer el éxito final de su empresa. Por otra parte, los
horribles desórdenes de que Madrid viene siendo teatro desde hace
algún tiempo, le obligan naturalmente a precipitar su acción». Según
consta en las actas de la Junta de Defensa, las fuerzas de Durruti,
sostenidas por el responsable político de días (y contra el criterio de
Durruti) se negaron a entrar en línea en la mañana del 14 de
noviembre; al día siguiente —siempre según dichas Actas— esas
fuerzas y las de la Brigada Catalana fueron presas de pánico
cuando un grupo de moros atravesó el río Manzanares por lugares
fuera de los puentes. La preocupación por la situación de dichas
fuerzas se expresa en la conferencia por teletipo que el general
Miaja celebra con el general Asensio a primeras horas de la noche
del día 15. <<
[31]¡Madrid. Madrid!, ¡qué bien tu nombre suena, / rompeolas de
todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena. / Tú
sonríes con plomo en las entrañas. <<
[32]Ver «Dez anos de política externa» (documentos diplomáticos
portugueses), t. III, págs. 546-553. <<
[33]En el juicio oral José Antonio Primo de Rivera dijo que trabajó
«para impedir que se produjera» (el alzamiento) y que «había sido
deliberadamente aislado». <<
[34]«Pero como el deber de defensa me aconsejó no sólo ciertos
silencios, sino ciertas acusaciones fundadas en sospechas de
habérseme aislado adrede, en medio de una región que a tal fin se
mantuvo sumisa, declaro que esta sospecha no está ni mucho
menos comprobada por mí…». Sin embargo, hubo dos testamentos
de José Antonio Primo de Rivera y sólo se ha conocido uno de ellos.
<<
[35]Esta afirmación es contradicha por José María Mancisidor en su
libro Frente a frente (Madrid, 1963), que contiene los documentos
del proceso. El autor sostiene que Largo Caballero firmó el
«enterado». <<
[36]Los principales jefes de milicias falangistas eran, al parecer.
Girón, González Vicén y Castelló, que crearon unas pequeñas
escuelas militares en Salamanca y Sevilla. Los profesores de la
Primera eran oficiales alemanes. Es curioso señalar que
precisamente por haber intentado crear una escuela militar fue
desterrado de España, por el General Franco, el jefe tradicionalista
Fal Conde. <<
[37]
Ver Francisco Villena, Las estructuras sindicales de la guerra civil
española, Madrid, 1963, que todavía funcionaba aparte de la Central
Obrera Nacional Sindicalista. <<
[38]El total de tierras expropiadas durante la guerra (sin contar
Cataluña) fue de 5 458 885 ha, de ellas 2 928 975 en forma de
colectividades. Éstas fueron 2213; 823 de la U. G. T., 284 de la
C. N. T. y 1106 mixtas. (Pascual Carrión, La reforma agraria de la
Segunda República, Barcelona, 1973, págs. 135-136). <<
[39]
En la colectivización la empresa es propiedad colectiva de todos
los que trabajan en ella; en la sindicalización la empresa es
propiedad del sindicato y los derechos del trabajador hacia ella lo
son en tanto que sindicado. <<
[40]
En Bilbao continuaron sus operaciones financieras empresas
como la Basconia, Altos Hornos de Vizcaya, Sierra Menera, etc. <<
[41]Nota del ministro de Industria anunciando la incautación
provisional por el Estado de todas las minas de carbón y plomo,
aparecida en La Vanguardia, de Barcelona, el 24 de abril de 1937.
<<
[42]
Lovedey, British Trade Interests and the Spanish War, Londres,
año 1938. <<
[43]Lo que ya no dice es que la empresa ordenó a su personal que
se negase a toda colaboración y que abandonase sus puestos, a
pesar de que se trataba (o precisamente a causa de ello) de una de
las más importantes fuentes de suministro de energía en Cataluña.
<<
[44]Los siguientes datos sobre la evolución de las cotizaciones en
Bolsa de las acciones de Río Tinto son más elocuentes que una
docena de discursos del representante del Foreign Office: 20 julio
1936 (los mineros ocupan las minas), 975: 1.º de septiembre
(Queipo ocupa las minas), 1000; fines de septiembre (toma de San
Sebastián), 1200; noviembre-diciembre (asedio a Madrid), 2600;
febrero 1937 (toma de Málaga), 2700 a 3000; marzo 1937 (batalla
de Guadalajara), 2500. <<
[45]Es decir. 1 581 642 400 pesetas oro, de un total de 2 558 569 908
que constituían las reservas. Es interesante señalar que el entonces
joven y ya prestigioso economista Jesús Prados Arrarte,
preconizaba la exportación del oro en un artículo, Economía de
guerra, publicado por El Mono Azul del 17 de septiembre de 1936:
«Contando, pues, con un déficit de nuestra balanza de comercio,
que en forma alguna podrá ser compensado por un superávit de la
balanza de pagos, no queda otro remedio que la exportación del oro
del Banco de España (…). El metal amarillo no juega otro papel que
el de reserva para casos de extrema gravedad (en una ordenación
monetaria como la española) y no creo pueda dudarse que la lucha
a muerte contra el fascismo representa un caso de esta índole».
También señalaba Prados Arrate la necesidad de organizar
rápidamente el racionamiento de la población. <<
[46] Hidalgo de Cisneros, Memorias, t. II, págs. 394-396. <<
[47]Datos dados por el Financial News de 7 de octubre de 1937 y
por el Daily Telegraph del 30 del mismo mes, transcritos por Cattell,
op. cit. <<
[48] De primer interés es un testimonio reciente del que fue entonces
embajador de España en la U. R. S. S., Dr. Marcelino Pascua: Oro
español en Moscú. «Cuadernos Data el Diálogo», n.º 81-82, junio-
julio 1970. Véase también el estudio del profesor Juan Sarda, El
Banco de España 1931-1962 en el libro El Banco de España: una
historia económica, Madrid. 1970. <<
[49]
Contribuyó en buena parte a consolidar la autoridad del Estado,
el desarrollo y organización que dio Negrín, como ministro de
Hacienda, al cuerpo de Carabineros, muy disciplinado, cuyas
unidades alcanzaban 30 000 hombres al comenzar el año 1937. <<
[50]Pemán iba con el ejército que avanzaba sobre Madrid. La
primera página de ABC de Sevilla, del 7 de noviembre de 1936, está
ocupada por una fotografía en la que se ve a Pemán, en unión del
marqués de Luca de Tena, García Sanchiz y Sánchez del Arco,
todos con el general Varela, momentos después de la ocupación de
Griñón. <<
[51]Algunos, como Salvador de Madariaga, se colocaron en una
posición aparentemente neutra. <<
[52]
Prólogo del profesor Loscertales al libro de Aragonés, Economía
corporativa, Salamanca. 1939. <<
[1]Roberto Cantalupo dice en su libro Embajada en España (Fu la
Spagna, Milán, 1948): «A cada salto hacia adelante de las fuerzas
franquistas, correspondía otro de los agentes de Eden cerca de
Franco». A fines de enero de 1937, el Foreign Office envié a
Salamanca al capitán D. Winterbottom para discutir con Franco
sobre acuerdos comerciales y de la situación de las minas de Río
Tinto (Ver Le Temps, del 27 de enero de 1937). <<
[2] Dos semanas antes, Luis y José Alcalá Zamora, hijos del
expresidente de la República, habían abandonado Francia para
alistarse en las filas del Ejército republicano. Las gestiones que hizo
su padre ante las autoridades francesas para frustrar este viaje
resultaron a la postre infructuosas. El 29 de enero de 1937, Gregorio
Marañón Moya, hijo del sabio médico, salía de París, rumbo a
Salamanca, para incorporarse a las fuerzas franquistas. Aquel
mismo día. José de Unamuno, hijo de don Miguel, era ascendido,
por méritos de guerra, a teniente de la Artillería republicana. <<
[3]Días antes, Faupel había informado a su Gobierno de la buena
marcha de las negociaciones para disponer del 60 por ciento de la
producción de Río Tinto, lo que sin duda estaba relacionado con la
misión británica enviada a España, de la que hemos hecho mención.
<<
[4]
Vittorio Vidali, conocido en España por el nombre de Comandante
Carlos, fue uno de los organizadores del Quinto Regimiento. <<
[5]El total de las fuerzas puestas en línea por los republicanos no
llegó a 30 000 hombres, de los cuales sólo unos 5000 pertenecían a
Brigadas internacionales. <<
[6]«Carecíamos de reservas para relevar aquellas tropas —dice el
general Rojo—, pues todas estaban empeñadas en la lucha desde
trece días antes. Por ello las jornadas siguientes tuvieron de
invertirse en restablecer un frente de combate y un dispositivo de
fuerzas que habían quedado desorganizados por la victoria». <<
[7] Asensio Cabanillas, op. cit., pág. 182. <<
[8] Vicente Rojo. España heroica, 2.ª ed., México, 1961, pág. 76. <<
[9]Ver la correspondencia sobre el particular cruzada entre el
general Llano de la Encomienda y el presidente Aguirre, reproducida
por Dolores Ibárruri en su libro El único camino, París, 1962,
pág. 375 y ss. <<
[10]El Padre Alberto Onaindía ha relatado así los hechos: «Llegué a
Guernica el 26 de abril, a las cuatro cuarenta de la tardé. Apenas
había bajado del coche cuando comenzó el bombardeo. La gente
estaba aterrorizada. Los campesinos huyeron, abandonando sus
animales en el mercado. El bombardeo duró hasta las siete cuarenta
y cinco. Durante ese tiempo no pasaban cinco minutos sin que el
espacio se viera ennegrecido por los aviones alemanes. El método
de ataque fue siempre el mismo. Primeramente hacían fuego de
ametralladora; después lanzaban las bombas explosivas y,
finalmente, las incendiarias. Los aviones volaban muy bajo,
arrasando los caminos y bosques con fuego de ametralladora, y en
las cunetas de las carreteras se amontonaban juntos, tirados al
suelo, hombres, mujeres y niños… Se oían gritos de dolor por todas
partes, y las gentes, llenas de terror, se arrodillaban, levantando sus
manos al ciclo, como si implorasen a La Divina Providencia». <<
[11]
Según Hugh Thomas, que ha consultado los archivos carlistas
de Sevilla, fue Garcerán y no Gamero quien asistió a estas
reuniones. Añade que Hedilla estaba informado de su celebración.
Por el contrario, Payne afirma que Hedilla sólo se enteró después
que habían tenido lugar. <<
[12]La evolución de Acción Popular durante los primeros seis meses
de la guerra fue muy significativa: representaba el criterio de una
parte de la derecha que no había participado, por Jo menos de
manera activa, en la preparación del alzamiento, pero que al
transformarse éste en guerra, con todas sus consecuencias político-
sociales, abrazó la causa de los insurgentes. <<
[13] Ver Bolloten, op. cit., págs. 278 y ss. <<
[14] Ver Le Temps, del 28 de febrero de 1937. <<
[15] Estaba, formado así: Primer consejero y Finanzas, José
Tarradellas (Esquerra); Gobernación, Artemio Aguadé (Esquerra);
Cultura, José María Sbert (Esquerra); Defensa, Francisco Isgleas
(C. N. T.); Economía, Diego Abad de Santillán (C. N. T.); Sanidad,
Pedro Herrera (C. N. T.); Abastecimientos, Juan Comorera (P. S. U.);
Justicia, Rafael Vidiella (P. S. U.); Trabajo, Miguel Valdés (P. S. U.);
Agricultura, José Calvet (Unió de Rabassaires). <<
[16]
Era éste: por la Esquerra, José Tarradellas, primer consejero y
Finanzas; Artemio Aguadé, Gobernación; José María Sbert, Cultura.
Por el P. S. U.: Juan Comorera, Justicia; Rafael Vidiella. Trabajo;
José Miret, Abastecimientos. Por la C. N. T.: Francisco Isgleas,
Defensa; Aurelio Fernández, Sanidad; Juan Doménech, Servicios
Públicos; Andrés Capdevila, Economía. Por la Unió de Rabassaires:
José Calvet, Agricultura. <<
[17] Cipriano Rivas Cherif, op. cit., pág. 275. <<
[18] Azaña ha escrito sobre su entrevista con Besteiro, en el
aeródromo de Manises: «… hablamos cerca de una hora… Le
inculqué mis ideas sobre la llamada mediación, suspensión de
hostilidades, etc. Pareció encontrarlas acertadas». Op. cit., tomo IV,
pág. 588. <<
[19]
Azaña da a entender que Besteiro no había acertado a expresar
su posición a Eden. Op. cit., tomo IV, págs. 555-556. <<
[20]Serrano Súñer, Entre Hendaya y Gibraltar, Madrid, 1974,
páginas 30-31. <<
[21]Las principales fuentes utilizadas para relatar la crisis de abril en
Salamanca son: Payne, Falange: a history of spanish fascism (que
se basa no sólo en textos, sino también en numerosos testimonios
orates); Serrano Súñer. Entre Hendaya y Gibraltar de Hedilla y
Serrano Súñer, con varias cartas más sobre los sucesos de abril
(1947); Luis Pagés, La traición de Franco. ¡Arriba España! Sin
fecha, impreso en Madrid, probablemente a fines de 1937; Archives
secretes… núm. 248, 1 de marzo de 1937. Textos del discurso de
unificación (Franco) y del Decreto con su preámbulo. Testimonios
que Dionisio Ridruejo ha tenido la amabilidad de comunicar al autor.
M. García-Venero: Falange-Hedilla y H. R. Southworth: Antifalange.
<<
[22]El decreto 260, de 22 de abril de 1937 decía en su artículo único:
«Son miembros del Secretariado político de F. E. T. y de las
J. O. N. S. don Manuel Hedilla, don Tomás Domínguez Arévalo, don
Darío Gazapo, don Tomás Ruiz Espejo, don Joaquín Miranda, don
Luis Arellano, don Ernesto Giménez Caballero, don Pedro González,
don Ladislao López Bassa». <<
[23]Quedaba suprimido el Punto 27 del Programa original de
Falange, que decía así: «Nos afanaremos por triunfar en la lucha
sólo con las fuerzas sujetas a nuestra disciplina. Pactaremos muy
poco. Sólo en el empuje final para la conquista del Estado
gestionará el mando las colaboraciones necesarias, siempre que
este asegurado nuestro predominio». <<
[24]
Los Amigos de Durruti representaban la tendencia anarquista
opuesta a la militarización y publicaban el periódico El Amigo del
Pueblo. <<
[25]La C. N. T. había interferido más de una vez las comunicaciones
telefónicas del Gobierno Central con el de Cataluña, con el
presidente de la República y con los embajadores en el extranjero.
<<
[26]Sesé cayó en la calle de Caspe cuando se dirigía a tomar
posesión de su cargo de consejero de la Generalidad en el nuevo
Gobierno de compromiso, formado por cuatro consejeros: Sesé, por
la U. G. T.; Valerio Mas, por la C. N. T.; Carlos Martí Feced, por la
Esquerra: Joaquín Pou, por la Unió de Rabassaires. <<
[27]El llamamiento del Comité Regional de la C. N. T., publicado por
Solidaridad Obrera del 8 de mayo, empieza así: «Terminado el
trágico incidente que ha llenado de luto a Barcelona, y para que todo
el mundo sepa a qué atenerse, el Comité Regional de la C. N. T. y la
Federación Local de Sindicatos Únicos manifiestan su voluntad
unánime de colaborar con la mayor eficacia y lealtad al
restablecimiento del orden público en Cataluña, cesando con la
etapa de actuación partidista que llevó precisamente a la situación
insostenible que desencadenó la tragedia». <<
[28]Archives secretes… núm. 254, que condene el informe del
embajador en España al ministro de Asuntos Extranjeros, fechado
en Salamanca, el 11 de mayo de 1937. <<
[29]Largo Caballero confirmó su acritud en un discurso de octubre
de 1937. En cuanto a la querella sobre el proyecto de operación en
Extremadura, las Memorias de Azaña son bastante explícitas.
Según el Presidente, Largo Caballero y Casado habían planeado
conjuntamente dicha operación, y el primero acusaba a Miaja de
insubordinación por haberle enviado un escrito —firmado por los
jefes militares más importantes de la defensa de Madrid— opuesto a
dicho proyecto. El criterio de Azaña era muy distinto, tanto más
cuanto que pudo comprobar que las órdenes de Caballero habían
sido cumplidas por el Mando de Madrid, pese a no estimarlas
oportunas (se trataba de sacar siete brigadas del Frente de Madrid y
enviarlas para la proyectada operación de Extremadura). (Ver
Azaña, op. cit., y tomo V, págs. 589-591). El documento en cuestión
(que hemos podido consultar en su primera copia existente en la
Biblioteca del Congreso de Washington) estaba firmado por Miaja.
Rojo, el Comisario del Ejército del Centro Francisco Antón y los
Jefes y Comisarios de los Cuerpos del Ejército X, XX, XXX, IX, V
y VI. Tras consideraciones sobre los inconvenientes de las medidas
dictadas, se llega a las siguientes conclusiones:
1. —Que el Ejército del Centro facilite cuantos medios considere
necesarios al Mando Superior para el éxito de las operaciones
proyectadas, aunque éstas se ignoren.
2. —Que se considere conveniente, para la mayor eficacia en
nuevas operaciones que puedan planearse, una colaboración más
estrecha entre los Mandos superiores. V. E. y su E. M.
3. —Que se tenga en cuenta la situación defensiva en que queda
este Ejercito, la posibilidad de una ofensiva enemiga en sus frentes,
y la falta de medios para contenerla.
4. —Que se tenga en cuenta la situación moral de los combatientes
para abrir cauce a operaciones ofensivas en todos los frentes y
principalmente con la finalidad de alejar la presión sobre Madrid.
5. —Que se imponga una inmediata movilización de hombres para
asegurar con tiempo suficiente la instrucción y que las unidades
puedan conservaren todo momento su plantilla.
6. —Que a falta de otras unidades con que aumentar sus reservas,
se dote a este Ejército de un mínimo de 15 000 fusiles, artillería
pesada, ametralladoras y fusiles ametralladores en cantidad
suficiente para dejar dotadas a sus Brigadas como lo están las
recientemente organizadas. <<
[30]El Comité Nacional de la U. G. T., reunido a fines de mayo,
desautorizó la conducta de la Comisión Ejecutiva, por 24 votos
contra 14, y decidió prestar apoyo al Gobierno Negrín. La Comisión
Ejecutiva replicó con la expulsión de 29 Federaciones (de las 42 que
constituían la U. G. T.) con el pretexto de falta de pago de
cotizaciones. A su vez, el Comité Nacional reunido en Valencia, en
octubre no aceptó esa medida y nombró otra Comisión Ejecutiva.
Esta situación de escisión duró hasta enero de 1938.En cuanto a la
C. N. T., el Pleno Nacional, reunido el 1.º de junio, se mostró de
acuerdo en colaborar con el Gobierno Negrín. <<
[31] Estaba formado así: Presidencia y Hacienda, Juan Negrín;
Estado, José Giral; Defensa (Guerra. Marina y Aire), Indalecio
Prieto; Gobernación, Julián Zugazagoitia; Agricultura, Vicente Uribe;
Instrucción Pública, Jesús Hernández; Justicia, Manuel de Irujo;
Trabajo, Jaime Aguadé; Comunicaciones y Obras Públicas,
Bernardo Giner de los Ríos. Álvarez del Vayo no era ministro, pero
seguía de Comisario general de Guerra y de representante de
España en la S. de N. <<
[32]Jesús Hernández. Yo fui ministro de Stalin. México, 1953,
pág. 115. <<
[33] Faupel reprodujo las palabras del general Franco sobre
discrepancias con Mola en la dirección de las operaciones, en su
informe fechado en Salamanca el 9 de julio de 1937. Núm. 390 de
los Archivos de la Wilhelmstrasse. <<
[34]Esta es la operación descrita por Hemingway en Por quién
doblan las campanas. <<
[35] Ver pág. 422 de esta misma obra. <<
[36]El texto íntegro, editado en trece lenguas, puede consultarse en
la obra del Padre Antonio Montero, Historia de la persecución
religiosa en España 1936-1939, Madrid, 1961. <<
[37] Archives secretes, núm. 301, 11 de junio de 1937. <<
[38]Conferencia de Peiró sobre su gestión en el ministerio de
Industria. La Vanguardia, de Barcelona. 4 de junio de 1937. <<
[39]Un botón de muestra del régimen de propiedad en el País Vasco,
lo obtenemos consultando el Boletín Oficial del País Vasco del 10 de
marzo de 1937. He aquí un anuncio, como cualquier otro de tiempos
normales: «Don Manuel Romero Jiménez solicita permiso para
instalar una fundición de metales en el barrio de Ecalde, pabellón
conocido por La Cacharrería, situado en la calle particular, sin
nombre, contigua a La Tonelera del Norte» (…). El Boletín del día
siguiente (otros ejemplos) convocaba las Juntas generales de
accionistas del Banco Urquijo Vascongado y de la Naviera Muncada.
<<
[40]
Diose el caso curioso de numerosas colectividades dominadas
por la C. N. T. que no aprovecharon estas ventajas «por no ver
comprometida su independencia». <<
[41]El texto de Machado, publicado en Ahora, de Madrid, el 1.º de
mayo de 1937, dice así: «A los estudiantes os está reservado un
gran papel en la revolución, ya que toda revolución no es sino una
rebelión de menores. Además: yo he tenido siempre un alto
concepto de vosotros. He expresado ya en otras ocasiones que la
enseñanza española no podía reformarse, encauzarse de manera
eficaz, sin la colaboración de los estudiantes. Tampoco he creído
justa la idea del estudiante apolítico. Los estudiantes deben hacer
política, si no la política se hará contra vosotros». <<
[1] General Vicente Rojo, op. cit., págs. 82-83. <<
[2] Arturo Barea, La Forja. <<
[3]Testimonio del catedrático Ángel Palacio Gros, en aquel tiempo
jefe del Estado Mayor de la 46 División: «Cuando atacábamos
Quijorna se presentó José María Galán en nuestro puesto de
mando. Se quejó de que Casado, a cuyo Cuerpo de Ejército
pertenecía la División que mandaba Galán, le tenía atado de pies y
manos, le cortaba toda iniciativa y hasta le había ordenado situar las
ametralladoras en aquellos lugares que él estimó oportunos
haciendo caso omiso de la opinión de Galán. Galán opinó que, con
las medidas de tipo militar ordenadas por Casado (y que él tenía
que obedecer necesariamente), le parecía muy dudosa la
posibilidad de tomar Villafranca del Castillo. Las predicciones de
Galán se cumplieron (…) Una vez terminada la batalla de Brunete,
fuimos a Valencia Modesto, el Campesino y yo; allí nos hospedamos
en un hotel de la calle Ribera y en la habitación de Modesto, éste
nos rogó que sacase un informe que había dentro de su maleta y
que lo leyese —con la finalidad de que el Campesino tuviese
conocimiento de él—. En dicho informe, dirigido al general Rojo, se
analizaban las causas del fracaso parcial de la ofensiva; mientras el
V Cuerpo cumplió todos los objetivos que el Estado Mayor le había
asignado, el XVIII Cuerpo, mandado por Casado, no cumplió parte
de la misión que se le había encomendado, incurriendo en proezas
desde el punto de vista militar que resultaba difícil creer fuesen
involuntarias». <<
[4] Asensio, op. cit., pág. 191. <<
[5]
La Asociación Internacional de Escritores había decidido, antes
de que comenzase la guerra, que este Congreso se celebrase en
Madrid. <<
[6]José Ortega y Gasset, instalado en el extranjero, criticó
ásperamente a Einstein por esta adhesión. <<
[7] Prieto sostuvo después que él ignoraba la decisión. Esta
ignorancia resulta extraña, tratándose del ministro de Defensa, si
bien es verdad que la orden fue firmada por Zugazagoitia y que
fueron los ministros comunistas quienes más insistieron para llegar
a ese resultado. <<
[8] En su última etapa, el Consejo de Aragón comprendía, no
obstante, representantes de todas las organizaciones y partidos:
republicanos, comunistas, socialistas, C. N. T. y U. G. T. La
hegemonía, sin embargo, seguía siendo anarquista. El Consejo fue
disuelto por las fuerzas de la 11 división, en cumplimiento de
órdenes directas del Ministro de Defensa, Prieto, y del General
Pozas, Jefe del Ejército del Este. Fue nombrado Gobernador
general de Aragón, José Ignacio Mantecón. Dos versiones
contradictorias de este asunto pueden verse en Líster: Nuestra
guerra, (págs. 151-162) y C. M. Lorenzo: Les anarchistes espagnols
et le pouvoir (págs. 305-310). <<
[9] General Gámir Ulíbarri, Guerra de España, París, 1939, pág. 84.
<<
[10] Gámir Ulíbarri, op. cit., págs. 83-84. <<
[11]Cuando Prieto, enterado a posteriori de la capitulación de
Santoña, planteó el asunto en Consejo de Ministros, nadie, ni
siquiera Irujo, defendió el comportamiento de aquella minoría vasca.
<<
[12] Giacomo Calandrone. La Spagna brucia, Roma, 1962, pág. 193
<<
[13]Cuenta Francesco Fausto Nitti que las mujeres de Belchite,
creyendo que los vencedores eran rusos, gritaban aterradas a la
puerta de sus casas: «¡Viva Rusia! ¡Viva Stalin! ¡Vivan los
cosacos!». Un comisario les respondió: «Somos españoles,
compañera» y con un gesto cómico añadió: «Y yo soy de la
Barceloneta». Les hablan dicho que Belchite estaba sitiado por
cuatro divisiones rusas. Ver Francesco Fausto Nitti, Il Maggiore e un
rosso, Milán, 1953. <<
[14]«La Asamblea… 4.º Lamenta que, pese a los esfuerzos de la
mayoría de sus miembros, a cuyos esfuerzos rinde homenaje, no
sólo el Comité de Londres no ha conseguido asegurar la retirada de
voluntarios no españoles que participan en la lucha de España, sino
que actualmente hay que reconocer la existencia en territorio
español de verdaderos cuerpos de ejército extranjeros, lo que
constituye una intervención extranjera en los asuntos de España».
<<
[15]Archives secretas y, particularmente, el núm. 454, informe
enviado por Stohrer a su Gobierno el 24 de octubre de 1937. <<
[16] El Gobierno de la Generalidad, desde mediados de 1937 hasta
el fin de la guerra, estuvo formado así: Presidencia, Luis Companys;
Gobernación, José María Sbert (Esquerra); Finanzas, José
Tarradellas (Esquerra); Cultura, Carlos Pi y Súñer (Esquerra);
Economía, Juan Comorera (P. S. U.); Trabajo y Obras Públicas,
Rafael Vidiella (P. S. U.); Abastecimientos, Miguel Serra Pàmies
(P. S. U.); Justicia, Pedro Bosch Gimpera (Acció Catalana);
Agricultura, José Calvet (Unió de Rabassaires). <<
[17] Archives secretes, núm. 472, 27 de noviembre de 1937. <<
[18]Veinticinco años más tarde, Eremburg ha contado en sus
Memorias (ver vol. IV, de la edición italiana, Roma, 1963, pág. 208)
que el general Grigorievich le dijo la noche del segundo día de la
ofensiva en Teruel: «Tomaremos Teruel, pero no conseguiremos
conservarlo. Nosotros nos reforzamos por kilos, mientras que los
alemanes e italianos se refuerzan por quintales». A propósito de
refuerzos y reservas, es interesante conocer la estimación hecha
por el Estado Mayor alemán al comenzar el año 1938: Fuerzas de
Franco: 470 000 hombres en el frente, 87 000 de reservas y 25 000
de fuerzas de Seguridad. Total: 582 000 hombres. Fuerzas «rojas»:
342 000 hombres en el frente, 120 000 de reservas y 30 000 de
fuerzas de Seguridad. Total: 492 000 hombres. El Memorando
alemán en cuestión (núm. 502) dice que se trata de cantidades
aproximadas. Es probable que el número Fuera ligeramente
superior por ambas partes. <<
[19]Rey d’Harcourt Fue tratado duramente por sus compañeros, por
haberse rendido. Once años después, todavía escribía García
Valiño en su libro que «hubiera sido factible prolongarla (la
resistencia) mayor tiempo mediante un adecuado plan de defensa».
En el momento final de la retirada de Cataluña, Rey d’Harcourt fue
asesinado por unos incontrolados en unión del obispo. Los restantes
prisioneros de Teruel (entre ellos el gobernador civil y el coronel
Barba) fueron entregados al pasar la frontera a las autoridades
francesas, que los devolvieron poco después al Gobierno de Franco.
<<
[20]Testimonio del jefe de Estado Mayor de la 46 División, Ángel
Palacio Gros. El general Modesto en sus Memorias («Soy del Quinto
Regimiento», págs. 150-151) confirma la entrevista con «El
Campesino» y dice que él se negó al abandono de la plaza y da a
entender que el 21 no se había consumado el cerco. Hay aquí, sin
duda, algunos aspectos que deben ser todavía objeto de una
investigación histórica más rigurosa. <<
[21] Op cit., pág. 339. <<
[22] Además de Franco, el primer Gobierno de Burgos estaba
integrado así: Vicepresidencia y Asuntos Exteriores, teniente
general Jordana; Interior, Ramón Serrano Súñer; Justicia, conde de
Rodezno; Ejército, general Dávila; Orden Público, general Martínez
Anido; Hacienda, Andrés Amado; Obras Públicas, Alfonso Peña
Boeuf; Educación Nacional, Pedro Sáinz Rodríguez; Agricultura,
Raimundo Fernández Cuesta; Trabajo, Pedro González Bueno;
Industria y Comercio, Juan A. Suances. <<
[23] No está de más recordar que el doctor Eguino, obispo de
Santander, fue salvado por el Gobierno Vasco y después evacuado
a Francia, así como el doctor Gandasegui, que se encontraba en
San Sebastián en julio de 1936, no fue inquietado y pudo volver
tranquilamente a su diócesis de Valladolid. Por cierto que se negó a
declarar que había sufrido malos tratos «bajo el dominio rojo», como
se le pidió con mucha insistencia. En cuanto al obispo auxiliar de
Valencia, doctor Lauzarica, también pudo salir de España gracias a
las autoridades republicanas. <<
[24]En el transcurso de la guerra, más de 300 000 personas en edad
adulta aprendieron a leer y escribir en las ciudades y pueblos de la
retaguardia republicana. <<
[1]Se ha dicho que por aquellos días renovó Prieto sus intentos de
obtener una mediación, para lo que había encargado a uno de sus
secretarios, Ángel Baza, de establecer contactos desde el sur de
Francia con las autoridades francesas. Baza no logró ningún
resultado interesante. <<
[2]
En la reunión del Comité Francés de Defensa Nacional, Gamelin
puso reparos a toda presión sobre Franco que exigiere una
movilización en el Sur para la cual no estaba Francia preparada.
Daladier y Alexis Léger señalaron igualmente el peligro de que sus
medidas desatasen una guerra europea. <<
[3]
El Alto mando de la Wehrmacht, probablemente mejor informado,
«no creía probable una intervención militar de Francia en el conflicto
español», sino, en todo caso, una intervención política. <<
[4] Max Aub, op. cit., págs. 495 y 497. <<
[5] Eremburg, op. cit., pág. 228. <<
[6] Robert Mesplé-Somps, apoyándose en la prensa regional
francesa de aquellos días, señala que los nacionalistas ocupan
Bielsa el miércoles 15 de junio a las once de la mañana. A partir de
las once de la noche, las fuerzas de la 43 División entran en
Francia. Beltrán, jefe de la 43 División declara según el diario Le
Patriote de Pau del día 17: «No queda tras nosotros, ni un herido, ni
un prisionero, ni una acémila. La ofensiva franquista, ha sido de las
más duras, realizada por 20 batallones y 9 baterías de artillería,
sostenida por 48 trimotores alemanes. Para resistir a esos ataques,
no teníamos más que 3 cañones, casi sin municiones, nuestros
fusiles y ametralladoras… Ante la tenaz resistencia de nuestros
soldados, el enemigo, que no podía romper el frente, cambió, su
dispositivo y atacó sobre nuestro flanco izquierdo ante San Juan y
Gistain». Según las mismas fuentes, el referéndum organizado por
las autoridades francesas en la estación de Arrau, dio por resultado:
411 soldados que deseaban entrar por la frontera de Irán y 6889 que
pidieron ir a Barcelona por Port-Bou: R. Mesplé-Somps: «La guerre
d’Espagne a travers de la presse des Basses-Pyrénées et des
témoins personnels». Diploma E. S. Universidad de Burdeos. 1970,
págs. 100 y 101 de ejemplares multicopiados. <<
[7]La comisión estaba formada por Vidarte, en nombre del Partido
Socialista; Dolores Ibárruri, por el Partido Comunista; Santiago
Carrillo, por la J. S. U.; Mariano R. Vázquez, por la C. N. T.; Felipe
Pretel, por la U. G. T.; Guerrero, por la F. A. I. y Serra Pàmies, por el
P. S. U. C. <<
[8]Se pensó en que Prieto fuera de embajador a México y él aceptó.
Pero Azaña, que quería tenerlo en reserva, le telefoneó a París
diciéndole que no aceptara. Prieto le respondió: «En tanto que el
partido en que milito no rectifique su posición en orden a la guerra,
yo no puedo encarnar la política que a S. E. le interesa que haga».
Sin embargo, volvió a Barcelona y habló con Azaña, que le dijo que
se negaría a firmar el nombramiento, y Prieto, en definitiva, se negó
a aceptar, cuando ya el presidente Cárdenas de México había dado
el placet. <<
[9]Estaba formado de la manera siguiente: Presidencia y Defensa,
Juan Negrín (P. S. O. E.); Estado, Julio Álvarez del Vayo (P. S. O. E.);
Gobernación, Paulino Gómez (P. S. O. E.); Justicia, Ramón
González Peña (U. G. T. y P. S. O. E.); Hacienda, Francisco Méndez
Aspe (independiente y amigo personal de Negrín); Trabajo, Jaime
Aguadé (Esquerra); Agricultura, Vicente Uribe (P. C.); Obras
Públicas, Antonio Velao (Izquierda Republicana); Comunicaciones y
Transportes, Bernardo Giner de los Ríos (Unión Republicana);
Instrucción Pública, Segundo Blanco (C. N. T.); ministros sin cartera:
José Giral (Izquierda Republicana), Manuel Irujo (Partido
Nacionalista Vasco), Julián Zugazagoitia era nombrado secretario
general del Ministerio de Defensa, el teniente coronel Antonio
Cordón, subsecretario del Ejército y Jesús Hernández, comisario
general de la zona central. <<
[10]Hubo casos de notorio entusiasmo entre los jóvenes. Por
ejemplo, d de una expedición de varios batallones (en potencia),
enviados desde Valencia en un tren especial organizado gracias al
esfuerzo de la J. S. U., venciendo todo género de resistencias
pasivas. Salió, por fin, el tren, y a las pocas decenas de kilómetros
era bombardeado por la aviación. Numerosos muchachos cayeron
muertos y heridos, pero el grueso de la fuerza se reorganizó y
prosiguió la marcha hacia su punto de destino. <<
[11]«Renovando la tradición católica, de justicia social y alto sentido
humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado
Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la
integridad patria, y sindicalista en cuanto representa una reacción
contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista emprende la
tarea de realizar —con aire militar, constructivo y gravemente
religiosos— la Revolución que España tiene pendiente y que ha de
devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan
y la Justicia». (Preámbulo del Fuero del Trabajo). El Fuero considera
el trabajo como un deber social y un honor: establece los principios
de descanso dominical, vacaciones pagadas y retribución mínima
«para proporcionar al trabajador y a su familia una vida moral y
digna». En el Titulo XII se reconoce y ampara la propiedad privada:
en el XIII se define el Sindicato vertical como «Corporación de
derecho público que se constituye por la integración en un
organismo unitario de todos los elementos que consagran sus
actividades al cumplimiento del progreso económico, dentro de un
determinado servicio o rama de la producción, ordenado
jerárquicamente bajo la dirección del Estado». Se añade que «las
Jerarquías del Sindicato recaerán necesariamente en militantes de
F. E. T. y de las J. O. N. S.», y que «el Sindicato Vertical es
instrumento al servicio del Estado, a través del cual realizará
principalmente su política económica». <<
[12] Este carácter está perfectamente explicado por Carlos M. Rama,
que cita, para demostración, textos de Beneyto y otros. Rama, op.
cit., págs. 354 y siguientes. <<
[13] F. Villena Villalón, op. cit., págs. 56 y ss. <<
[14]
Comunicado por Stohrer —a quien se lo había dicho Franco— el
19 de mayo. Llevaban razón, puesto que Daladier cerró la frontera el
13 de junio. <<
[15]
En abril de 1938, la U. G. T. contaba con 1 904 569 afiliados en
zona republicana. <<
[16] «La voz de España —comentaba Antonio Machado en La
Vanguardia del 22 de mayo— ha sonado serena, cortés y varonil en
boca de Álvarez del Vayo. Por fortuna la voz de Francia y de
Inglaterra, dos grandes pueblos orgullo de la Historia, no es la que
ha sonado en labios de los homúnculos que pretenden
representarlos». <<
[17]Informe sobre la situación interna de la España nacionalista,
enviado el 1.º de julio de 1938. <<
[18] ABC de Sevilla, 5 de junio de 1938. <<
[19] ABC de Sevilla, 21 de junio de 1938. <<
[20] García Valiño, op. cit., pág. 137. <<
[21]
El autor —y protagonista de los hechos— estima que fue una
obstinación del Mando querer tomar Segorbe de frente. <<
[22] «Es cierto, además, que no se creía demasiado verosímil la
posibilidad de un ataque en la región del Ebro, pues no ha de
olvidarse que en aquellas fechas los ríos caudalosos eran
considerados como obstáculos casi infranqueables por la mayor
parte de los reglamentos y tratadistas militares». García Valiño, op.
cit., págs. 224 y 225. <<
[23]En esta apreciación coinciden jefes del Ejército de la República
como Rojo y Líster. Éste dice: «Desde el tercer día de la ofensiva
estaba claro para nosotros que el avance quedaba cortado y que la
operación entraba en una fase de batalla de desgaste». Líster. La
batalla del Ebro, en Nuestras Ideas, núm. 4, Bruselas. 1958. <<
[24] Orta, Soldado y medio. México, 1961. <<
[25]Hay en él, sin embargo, trozos de alcance histórico, como éste:
«En una guerra civil no se triunfa contra un contrario, aunque éste
sea un delincuente. El exterminio del adversario es imposible; por
muchos miles de uno y otro lado que se maten, siempre quedarán
los suficientes de las dos tendencias para que se les plantee el
problema de si es posible o no seguir viviendo juntos». <<
[26] Esa era, por ejemplo, la impresión de Zugazagoitia. Hugh
Thomas, al referirse a esto dice: «Prieto manifestó más tarde que
había abandonado el ministerio de Defensa porque se decía harto
de soportar el control comunista… Sin embargo, no sugirió ninguna
otra política social o militar que, desde el punto de vista del
desarrollo de la guerra, hubiera sido mejor que la propugnada por
los comunistas», (op. cit., pág. 443). Fue más emotiva la declaración
de Negrín en respuesta a las acusaciones de Prieto, hecha en la
conferencia que pronunció en el Palacio de Bellas Artes de México,
el 1.º de agosto de 1945: «Se ha hecho circular que mi decisión (la
de encargarse del ministerio de Defensa y el cese en éste de Prieto)
se debió a presiones extrañas. Quiero concretar: del Partido
Comunista y del Gobierno soviético. Eso es falso, absolutamente
falso. Eso es no conocerme. ¡Yo os aseguro por los muertos en
nuestra guerra que en ello no hay una palabra de verdad!». <<
[27]La Comisión Ejecutiva quedó constituida así: Presidente, Ramón
González Peña; vicepresidente, Otero; Secretario, Ramón
Lamoneda; vicesecretario, Juan S. Vidarte; secretario de actas, Cruz
Salido; vocales: Manuel Cordero, Indalecio Prieto (que había
presentado la dimisión), Albar, Huerta, Zabalza y Lucio Martínez. <<
[28]
En verdad, esas relaciones se enfriaban y los Comités de Enlace
creados un año antes, en algunas provincias existían más en el
papel que en la realidad. <<
[29] También en el campo adverso había dificultades de
municionamiento. A mediados de agosto, Bernhardt informaba a
Stohrer que se habían agotado las reservas de obuses de 38 mm
del Ejército nacionalista. Urgía, pues, el envío, desde Alemania, de
obuses y de motores de avión B. M. W. para no comprometer
gravemente la situación en el frente del Ebro (Archives secretes…,
núm. 651). <<
[30] No todos los grupos políticos británicos seguían la política de
Chamberlain y Halifax. Un grupo de parlamentarios laboristas y
liberales dirigió una carta, el 13 de septiembre, al jefe del Foreign
Office, en la que se decía: «… Los abajo firmantes, miembros del
Parlamento británico, pedimos urgentemente que la delegación
británica apoye en Ginebra toda proposición para que se levante el
embargo sobre la compra de armas, municiones y material por el
Gobierno legítimo de España La continuada intervención de
Alemania e Italia representa un acto de agresión contra un Estado
miembro de la S. de N. que debe retener la atención de la Sociedad,
so pena de que la adhesión a los principios de la misma pierda toda
significación. Creemos, además, que la heroica resistencia del
Gobierno español, lejos de poner en peligro la paz de Europa,
constituye una influencia moderadora y que previene, otros actos de
agresión contra países democráticos. Estimamos que, aunque sólo
fuera por razones estratégicas, el triunfo de la intervención de las
dictaduras en España pondría en peligro la seguridad de las
democracias occidentales». Firmaban, entre otros, Richard Acland.
Lord Cecil, S. O. Davies, R. Fletcher, D. Grenfell, James Griffiths,
Georges Hicks, Morgan Jones, lord Listowl, Wilfrid Robert, lord
Strabolgi, Edith Summerskill, F. C. Watkins, J. C. Wedwood, Ellen
Wilkison. <<
[31] Informe de Stohrer a su Gobierno (Archives secretes…
núm. 648). Los datos de Ciano sobre fueras italianas en España, de
acuerdo con la estimación del War Office eran los siguientes: 40 000
combatientes de Infantería, 250 aviones y 2200 hombres de
personal aéreo. Documento of British Foreign Policy. 3.ª serie,
vol. III, doc. núm. 326. <<
[32]Telegrama del 30 de septiembre. (Archives secretes…
núm. 670). <<
[33]
Julio Álvarez del Vayo, Freedom’s Batle. Nueva York, 1940, pág.
número 253. <<
[34]De la conversación entre Labonne y Azaña, según Rivas Cherif,
op. cit., pág. 295. <<
[35]El Memorando del subsecretario de Estado alemán, del 22 de
octubre, señalaba que si se quería ayudar a Franco hasta su victoria
final, «tendrá necesidad de una ayuda militar importante, superior,
incluso, a la que ahora nos pide». <<
[36]
Ver documentos sobre inversiones alemanas del ministerio de
Asuntos Exteriores alemán. <<
[37]Según Juan Sardá (que cita la obra de Glenn T. Harper) ha
explicado que en 1939 aún adeudaba España 378 millones de
marcos, pero durante la guerra mundial España presentó una
cuenca a Alemania de 220 millones de marcos por gastos de la
División Azul y de trabajadores españoles en Alemania. España y la
República Federal Alemana renunciaron a ulteriores reclamaciones
por un Convenio de 10 de mayo de 1948. J. Sardá, El Banco de
España, 1931-1962 en «El Banco de España: una historia
económica». Madrid, 1970. <<
[38]
Tal vez sea interesante recordar, para un enfoque sociológico de
la guerra, que entre los dueños efectivos de esas empresas se
encontraban familias de la Oligarquía (los Urquijo, Motrico, Garnica,
Gamazo, Romanones, Herrero, Foronda, Ibarra, Gandarias, Zubiría,
Bustillo), así como poderosas firmas británicas y francesas. <<
[1] Hugh Thomas, op. cit., pág. 456. <<
[2]
Declaración de Besteiro ante el Consejo de guerra que lo juzgó
en 1939, reproducida en la biografía escrita por Andrés Saborit,
pág. 421. <<
[3]
A primeros de diciembre de 1938 se creó el Comisariado General
de Cultos. <<
[4] Dolores Ibárruri, op. cit., pág. 409. <<
[5] En diciembre de 193, la U. R. S. S. vendió al Gobierno
republicano, mediante una operación de empréstito, gran cantidad
de material de guerra, que fue embarcado en siete buques en
Murmansk con dirección a Burdeos. La lentitud y las trabas
opuestas por el Gobierno Daladier hicieron que aquel material no
sirviese para nada. Cuenta Hidalgo de Cisneros que, cuando
llegaron —en piezas— los primeros aviones, de los 250 que enviaba
la U. R. S. S., ya no había en Cataluña aeródromos donde poder
montarlos. <<
[6]
Después de la evacuación de Barcelona, el general Hernández
Sarabia fue relevado y sustituido por el general Jurado. <<
[7]
Conferencia en el Palacio de Bellas Artes de México, agosto de
1945. <<
[8] Ver Archives secrètes… núms. 730, 731 y 732. <<
[9]
Boletín Oficial del Estado. Burgos, 13 de febrero de 1939. Es una
consecuencia del Decreto 108 de la Junta de Burgos (13 de
septiembre de 1936) declarando fuera de la ley a los partidos y
agrupaciones del «llamado Frente Popular, así como cuantas
organizaciones han tomado parte en la oposición hecha a las
fuerzas que cooperan al movimiento nacional». <<
[10] Discurso de México en 1945, ya citado. <<
[11] Serrano Súñer, op. cit., pág. 76. <<
[12]
Edmundo Domínguez, Los vencedores de Negrín, México, 1940,
página 119. <<
[13] Ricardo de la Cierva, Historia ilustrada de la Guerra Civil Madrid,
t. II, pág. 494, quien dice tener bases documentales para probar que
esta primera entrevista tuvo lugar en esa fecha, y no en el mes de
marzo como se había creído hasta ahora. <<
[14]En la última semana de febrero, el general Rojo envió a uno de
sus ayudantes a la zona central con determinada misión. Cuando el
teniente J. R. aterrizó en Barajas, los policías del S. I. M. a las
órdenes de Pedrero lo detuvieron y encarcelaron sin más
explicaciones. Sólo fue liberado el 28 de marzo por la mañana. El
teniente se dirigió entonces al puesto de mando del Ejercito del
Centro (Ministerio de Hacienda) y no tuvo más tiempo que el de ver
cómo salía en su coche el coronel Prada para ir a rendirse al
general Ríos Capapé, en el frente de la Ciudad Universitaria. <<
[15] El texto en cuestión decía; «La España nacional ha ganado la
guerra y el vencido no tiene más que rendirse incondicional mente.
El patriotismo, la caballerosidad y la generosidad del Caudillo, de los
cuales ha dado tantos ejemplos en las regiones liberadas, así como
el espíritu de equidad y justicia que inspira todos los actos del
Gobierno nacional, constituyen una firme garantía para todos los
españoles que no sean criminales. Los Tribunales de Justicia se
limitarán a procesar y juzgar a los autores de crímenes, aplicando
las leyes y los procedimientos existentes antes del 16 de julio de
1936 y dentro de los límites fijados por ellos. Si prolongando una
resistencia criminal, los jefes rojos continúan sacrificando más vidas
y vertiendo más sangre exclusivamente en sus propios intereses
personales, y como el Gobierno nacional y el Caudillo están exentos
de todo espíritu de represalias, lo único que conseguirán será
provocar el aplazamiento de esa demencial resistencia y agravar
sus propias responsabilidades». <<
[16] Rivas Cherif, op. cit., pág. 322. <<
[17] Edmundo Domínguez, op. cit., pág. 131. <<
[18]
El 1 de enero de 1939 se había declarado el estado de guerra en
todo el territorio de la España republicana, por vez primera desde el
comienzo de la guerra. Esta medida de última hora, cuyos móviles
no quedaron muy claros, puso en manos de los jefes militares
profesionales una serie de atribuciones políticas. <<
[19]Conversación entre Casado y Dolores Ibárruri, según ésta, en su
op. cit., pág. 428 y ss. <<
[20]
Segismundo Casado. The Last Days of Madrid, Londres, 1939,
página número 182. <<
[21]De un artículo de José del Río, miembro que fue del Consejo
Nacional de Defensa en marzo de 1939, reproducido en la ya citada
biografía de Besteiro escrita por Saborit, págs. 416-417. <<
[22]El reconocimiento por parte de Francia iba acompañado de un
repertorio de concesiones, entre otras la entrega del oro del Banco
de España que los Tribunales franceses habían negado en 1938 al
Gobierno de la República: entrega de armas, material de guerra,
flora mercante y pesquera, etc. Además, en los Acuerdos Bérard-
Jordana se estipulaba lo siguiente: «El Gobierno francés adoptará
de modo especial las medidas necesarias para prohibir en las
proximidades de la frontera toda acción de los españoles que pueda
perturbar esa tranquilidad». En verdad, cerca de la frontera había
centenares de miles de republicanos españoles, en una particular
circunstancia, es decir, la de hallarse internados en los campos de
concentración. <<
[23]
La Dépêche, de Toulouse, publicó una rectificación del general
Rojo, que se puso a las órdenes del presidente de las Cortes,
Martínez Barrio. <<
[24]En el prólogo del libro Ocho días, la revuelta comunista, de
A. Bouthelier y J. López Mora, Madrid, 1940, se llega a decir:
«Efectivamente, ya hacía más de un año que, conocidos los
antecedentes que concurrían en sus familiares, algunos de ellos, su
propia mujer entre otros, horrorizados por las enormidades que de
continuo cometían los rojos, se habían hecho gestiones cérea de
Casado para que, valiéndose de su posición como jefe del Ejército
del Centro, facilitase la labor de quienes, en la misma entraña de la
zona roja, trabajaban, silenciosa y abnegadamente, por la causa
eterna de España. A todos los requerimientos contestó con
evasivas, cuando no con negativas rotundas…». No obstante, estas
afirmaciones deben ser tomadas con todo género de reservas, dado
el carácter panfletario y apasionadamente partidista del libro de
referencia. <<
[25]Luis Abárzuza, del Estado Mayor de la Rota, actuaba a las
órdenes del Gobierno de Burgos, secundado por los miembros de la
Falange clandestina Meroño, Armada, Núñez de Castro y Ahumada.
<<
[26] Después de escrito este libro se ha publicado uno de
indispensable consulta: Desastre en Cartagena, de Luis Romero,
Barcelona 1972 <<
[27]
Ver Bruno Alonso, La flota republicana y la guerra civil de
España, México, 1944. <<
[28] Casado ha dado una versión diferente. Besteiro condenó la
salida de la flota. <<
[29]
«Diga rápidamente V. E. si acata Junta Gobierno recientemente
constituida. En caso negativo aténgase consecuencias. Firmado:
W. Carrillo». Texto del telegrama recibido por el gobernador civil de
Murcia, Eustaquio Cañas, a las 0,05 del 6 de marzo. <<
[30]Decimos que es lo esencial, ya que hay otras versiones y resulta
difícil la comprobación y más aún el acoplamiento de unas con
otras. No sólo es diferente la versión de Casado, sino también la de
Edmundo Domínguez, que pone en boca de Casado frases como
«usted ha engañado al pueblo» y «ustedes ya no son Gobierno ni
tienen fuerza ni prestigio para sostenerse y menos para
detenemos». Domínguez sólo oía las palabras de Casado. Quizás la
última frase citada sea dirigida a Paulino Gómez. <<
[31] Esta versión de un testigo presencial parece confirmada por
Saborit (partido del Consejo de Defensa) en su obra citada
(pág. 409): «Cuando Negrín requirió a Casado para llegar a una
inteligencia entre el Consejo y el Gobierno reunido en la posición
“Yuste”, en Elda, provincia de Alicante, ¿será cierto que estuvo a
punto de ceder y que Besteiro fue quien lo impidió? No me
extrañaría. Besteiro sólo intervenía para hacer la paz, no para
proseguir la guerra». <<
[32]Estudiante de las Juventudes Socialistas, que no hay que
confundir con su homónimo de la C. N. T. <<
[33] «Pero él (Azaña) no podía admitir que lo que sucedía tuviera
mucho ni poco que ver con su manera de pensar, y, desde luego,
nada en absoluto con su modo de proceder», cuenta Rivas Cherif…
«No se le alcanzaba cómo Besteiro… podía sumar su esfuerzo al de
un militar que, al rebelarse también contra el Gobierno legalmente
en funciones, repetía el golpe de Estado de Franco y, lo que era
peor, con el mismo pretexto: la preponderancia excesiva o la
demasía intolerable de los comunistas». Rojo, en su Alerta los
pueblos, califica de «error lamentable» el golpe de Casado. «Pudo
tener intenciones honradas, pero fue torpe En esencia se trataba de
dirigir una acción contra un partido del que estaban celosos, es
decir, de una ruptura del Frente Popular». <<
[34]El Consejo quedó, por fin, constituido así: Presidente, José
Miaja; Estado, Julián Besteiro; Defensa, Segismundo Casado;
Gobernación, Wenceslao Carrillo; Hacienda, González Marín
(C. N. T); Comunicaciones, Eduardo Val (C. N. T); Justicia, Miguel
San Andrés (Izquierda Republicana), a quien sustituyó por
enfermedad José del Río (Unión Republicana); Trabajo, Antonio
Pérez (U. G. T.); Secretario, Sánchez Requena (C. N. T). En
resumen: tres socialistas, tres anarcosindicalistas, un republicano y
dos militares. <<
[35]Ramos Oliveira comenta los hechos en su Historia citada: «Pero
otra cosa era el pleito con los comunistas. Casado tenía que
reducirlos a la impotencia si había de moverse con absoluta libertad
en sus tratos con los fascistas» (t. III, pág. 387). <<
[36]Cañas reproduce el relato de Wenceslao Carrillo, en una cena, el
10 de marzo, en la que también participan Casado, Gómez Ossorio,
Tritón Gómez (estos dos liberados por los comunistas, que los
tuvieron prisioneros en El Pardo) y él mismo. Carrillo dice: «Lo
sucedido ha sido asombroso. Para sofocar la resistencia comunista,
hemos tenido que retirar tropas de los frentes. Los soldados de
Franco nos alentaban, asegurándonos que no sólo no avanzarían,
sino que cuidarían de nuestras trincheras. Por la carretera de
Arganda no podía pasar un vehículo sin servir de blanco a las
ametralladoras enemigas. Pues estos días han pasado docenas de
camiones con soldados nuestros, y los fascistas no han disparado
un tiro». En el libro de Bouthelier y López Mora se mencionan unas
entrevistas cuya autenticidad no es segura mientras otras fuentes no
las confirmen. En la página 91 se dice: «Las entrevistas que durante
estos días celebró Matallana con los agentes del Servicio de
Información de la Policía Militar (S. I. P. M. clandestino de Franco)
fueron verdaderamente angustiosas. Sobre todo en una de ellas,
casi con lágrimas en los ojos, rogaba Matallana, en los pasillos del
ministerio de Hacienda, comunicasen urgentemente a los Mandos
nacionales la crítica y desesperada situación en que se
encontraban, y les rogaba que ocuparan Madrid, pues solamente
veían una posible solución a sus cuitas en la entrada de las tropas
de Franco en la capital». Desde luego, la personalidad del general
Matallana no ha sido todavía bien definida. El 4 de marzo, de
acuerdo con Menéndez, le dice a Hidalgo de Cisneros que no hay
otra solución que rendirse. El 5 es el único de ese grupo de
generales que va a la reunión del Consejo de ministros en Yuste, en
la que se manifiesta leal, incluso cuando Menéndez, hablando con él
por teléfono, cree que está prisionero. Se despide de Negrín con
lágrimas (otra vez las lágrimas) y los allí presentes lo han
considerado como leal. Regresa a Valencia y dos días después se
halla en Madrid colaborando con Casado e incluso hablando por la
radio. Los autores del tendencioso librito citado lo presentan en
tratos con agentes del otro campo. Nada autoriza a creerlo, pero sí a
pensar en la compleja personalidad de este general. <<
[37] Cañas cuenta el hundimiento del Castillo de Olite así: «Cuando
ya está el barco tan cerca que se ven los rostros de los soldados,
tira una batería costera y le alcanza en pleno puente. Hombres y
pertrechos vuelan a cincuenta metros de altura. Casi
simultáneamente suena un segundo cañonazo que también le
alcanza en el puente, y por fin un tercero que hace explotar las
calderas. Hombres, chapas, ametralladoras y hasta un cañón vuelan
por los aires envueltos en una nube de ardiente vapor. El barco se
hunde en un instante. El vocerío es aturdidor. Numerosos heridos
ganan a nado la isla, donde se los acoge para trasladarlos al
hospital». <<
[38]Del Diario. El último mes —inédito— de Cañas. El punto de vista
aquí expresado coincide con el de las cuartillas reproducidas por
Saborit en su biografía de Besteiro y que dice escritas por éste en
los primeros días de marzo de 1939 op. cit., págs. 411-412): «La
reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la
“línea” bolchevique la representan genuinamente, sean los que
quieran sus defectos, los nacionalistas, que se han batido en la gran
cruzada anticomintern Para construir la personalidad española
mañana, la España nacional, vencedora, habrá de contar con la
experiencia de los que han sufrido los enormes errores de la
República bolchevizada o se expone a perderse por los caminas
extraviados que no conducen más que al fracaso. La masa
republicana útil no puede pedir, sin degradarse, una participación en
el botín. Pero si puede y debe pedir un puesto en el frente de trabajo
constructivo». <<
[39]En muchos sitios no se cumplió. Cañas cuenta, por ejemplo, lo
ocurrido en Murcia. Discutieron él y el comandante militar de la
plaza y, por último, decidieron «remitir su ejecución a lo que acuerde
el Frente Popular». Prosigue; «Después de una discusión de más de
dos horas, violenta pero sensata, convinimos en que sería absurdo
dejar en la cárcel, como holocausto ofrecido a los fascistas, a
hombres que hasta ayer colaboraron con nosotros, y que no hablan
turbado el orden público en Murcia. Se acordó, pues, sin divulgar la
decisión, no cumplimentar la orden». Otros gobernadores civiles,
como David Antona en Ciudad Real, ejecutaron celosamente
aquellas instrucciones. <<
[40]Como ha escrito el poeta Rafael Alberti: «El soldado soñaba,
aquel soldado / de tierra adentro, oscuro: —Si ganamos, / la llevare
a que toque la mar, que nunca ha visto, / y se le llene el corazón de
barcos. / Pero vino la paz. Y era un olivo / de interminable sangre
por el campo». <<
[41]Resulta curioso, y es una prueba de su autenticidad, que la
versión de Casado y la de Ulmann coincidan con exactitud casi total.
<<