0% encontró este documento útil (0 votos)
24K vistas392 páginas

Su Nombre Es Peligro - Adriana Rubens

El protagonista, un joven vinculado al Cártel de Comales, se reencuentra con Amanda, una antigua amiga y heredera de una fortuna, en una discoteca de Nuevo Laredo. A medida que la noche avanza, él se da cuenta de que ella y sus amigas están en peligro por unos hombres que las han drogado y planean llevarlas a un lugar oscuro. A pesar de la rivalidad familiar y el riesgo personal, decide intervenir para salvarla, con la ayuda de su primo Héctor.

Cargado por

michiluna
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
24K vistas392 páginas

Su Nombre Es Peligro - Adriana Rubens

El protagonista, un joven vinculado al Cártel de Comales, se reencuentra con Amanda, una antigua amiga y heredera de una fortuna, en una discoteca de Nuevo Laredo. A medida que la noche avanza, él se da cuenta de que ella y sus amigas están en peligro por unos hombres que las han drogado y planean llevarlas a un lugar oscuro. A pesar de la rivalidad familiar y el riesgo personal, decide intervenir para salvarla, con la ayuda de su primo Héctor.

Cargado por

michiluna
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 392

SU NOMBRE ES

PELIGRO
Adriana Rubens
Título: Su nombre es Peligro
1ª Edición: marzo 2025
© Beatriz Calvet Sánchez, 2025
Diseño de portada y maquetación: Bea Calvet
Corrección: Raquel Antúnez
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento
jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita del titular del
copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como
la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.
PRÓLOGO
Dan

Nuevo Laredo
Estado de Tamaulipas, México

N
unca he creído en el destino, y el destino me está
castigando por ello. No hay otra explicación.
Esta noche la discoteca está atestada. El curso
universitario ha terminado y muchos estudiantes
estadounidenses lo celebran haciendo una escapada a México
en busca de unas restricciones más flexibles en el consumo de
alcohol, el ambiente festivo y multicultural y los menores
costes económicos. Los de California suelen ir a Tijuana, y los
de Texas prefieren la cercanía de Nuevo Laredo, justo en la
frontera con el estado de la estrella solitaria.
En estos momentos habrá más de trescientos jóvenes,
tanto forasteros como foráneos, llenando cada rincón del lugar.
Así pues, ¿qué probabilidad puede haber de encontrarme con
ella? Estoy seguro de que la respuesta a esa pregunta es «casi
ninguna», pero, al mirar hacia la pista de baile, ahí está. Han
pasado cinco largos años desde la última vez que nos vimos;
sin embargo, la reconozco al instante.
Amanda Grayson.
Mascullo un taco.
¿Por qué la heredera de una de las mayores fortunas de
Texas está en un antro como este sin protección? La respuesta
me llega al ver a las dos chicas con las que va. Seguro que sus
amigas la han liado para hacer esa escapada; de lo contrario,
Amanda no estaría aquí, como un dulce corderito en medio de
una manada de lobos hambrientos.
Tan cerca y tan fuera de mi alcance.
La observo con detenimiento captando los sutiles detalles
que han cambiado en ella a lo largo de este tiempo. Está igual
de alta, lo cual no es decir mucho porque apenas alcanza el
metro sesenta y cinco centímetros, pero su figura ha madurado
de una forma deliciosamente voluptuosa; lleva el cabello
oscuro más largo y tiene los rasgos más definidos.
Lo que sigue igual es su aura de dulzura e inocencia. Aun
teniendo ya veinte años, la misma edad que yo, continúa
pareciendo una niña buena. No hay más que ver cómo viste.
Allá donde las dos amigas que la acompañan llevan ropa
entallada y exhiben carne, ella luce una camisa blanca sin
mangas y de escote comedido, y una falda del mismo color,
larga y vaporosa, que le da un aspecto virginal.
«Puto y sádico destino», pienso entre cabreado y excitado
sin poder apartar los ojos de ella.
—¿A quién miras con tanta atención?
El cuerpo se me tensa al escuchar la voz de mi primo
Héctor. Es dos años mayor que yo y más musculoso, aunque
yo le gano en altura por diez centímetros, cosa que le molesta
un montón porque siempre quiere superarme en todo, como si
tuviera algo que demostrar. En cierto modo es así. Nuestra
familia lleva años forzándonos a una «amigable» rivalidad.
Lo de «amigable» es pura ironía, claro. En nuestro
mundo, la crueldad, el poder y la sangre dictan las normas, y
nos han azuzado siempre el uno contra el otro como a dos
perros de presa peleando por un mismo hueso. Todo por
determinar quién de nosotros será el próximo jefe del Cártel de
Comales. Lo que todos se niegan a aceptar es que yo no estoy
interesado en ostentar tan «honroso» título.
—Nada —gruño y desvío la mirada al instante mientras
apuro mi vaso de tequila. En estos momentos no me veo con
ánimos para lidiar con su vena competidora.
—Por su expresión, yo diría que a una mujer —interviene
Carlos, uno de los sicarios a nuestro mando, al mismo tiempo
que esboza una sonrisa lasciva.
Lo fulmino con la mirada, y él se echa hacia atrás en el
sillón al tiempo que su sonrisa se apaga. Incluso levanta las
manos en señal de rendición. Solo tiene dieciocho años, pero
es lo bastante inteligente para saber que no debe cabrearme y
lo bastante precavido para no hacerlo.
Héctor, en cambio, no tiene reparos en joderme. Es más,
lo disfruta.
—Déjame adivinar —musita y sus ojos pardos otean la
pista en dirección al trío de chicas sobre el que tenía la mirada
clavada—. La rubia con aire de intelectual. La pelirroja con
pinta de modelo —tantea y me observa de reojo al añadir—: O
la morena de curvas generosas. —Me envaro al instante sin
que pueda disimularlo—. Ah, así que la morena. Siempre te
han gustado las mujeres con carne donde agarrar —añade en
tono malicioso.
Aprieto tan fuerte el vaso que temo hacerlo trizas. Es eso
o estampárselo en la cara a mi primo.
Fuerzo una sonrisa y pongo en mi regazo a una de las
chicas que nos acompañan en el oscuro reservado en el que
estamos sentados, desde donde tenemos una visión completa
del local.
—¿Para qué voy a fijarme en otra mujer si la que tengo
aquí está dispuesta a cumplir todos mis deseos? —pregunto en
tono despreocupado mientras palmeo el generoso trasero
femenino.
Ella deja escapar una risita demasiado aguda que me
chirría en los oídos, y yo mantengo mi expresión
imperturbable. Es un farol, claro, y con cualquier otro habría
funcionado, pero no con él. Héctor siempre ha sido mejor
jugador de póker que yo.
—Entonces, te dará lo mismo si me acerco a invitarla a
una copa —comenta poniéndose de pie.
Hijo de puta.
Solo es capaz de dar tres pasos antes de que me quite a la
mujer de encima y me levante para impedirle seguir
avanzando.
—Déjala en paz —gruño entretanto lo sujeto del brazo
para detenerlo.
—¿Por qué?
«Porque es mía».
«Porque te cortaré la mano si la tocas».
—Porque no se merece que la mierda de nuestro mundo la
salpique —mascullo dándole la respuesta más sincera.
Por unos segundos nos quedamos los dos inmóviles,
midiéndonos con la mirada entre la multitud de personas que
se mueven a nuestro alrededor.
Sé que es capaz de tratar de seducirla solo por ver mi
reacción.
Sabe que soy capaz de matarlo si lo intenta.
—Mientras estáis ahí parados, ese tipo se os ha adelantado
—comenta Carlos cabeceando hacia la pista.
Me giro y veo a un guaperas que se acerca a Amanda y
empieza a hablarle al oído. Tendrá unos veinticinco años; es
rubio, con cara de niño bonito y una sonrisa llena de hoyuelos.
Un chico en apariencia formal.
—El cabrón tiene buen ojo para elegir a sus presas —
comenta Héctor en tono de disgusto.
—¿Lo conoces?
—Es Miguel Suárez. Su hermano mayor es Diego Suárez
—explica.
—¿Tráfico de mujeres? —deduzco, pues ese hombre
controla la prostitución en esta zona de la frontera.
—Sí, aunque a Miguel y a sus hermanos pequeños les
gusta cazar por libre de vez en cuando. Se valen de su aspecto
para ganarse la confianza de las chicas, normalmente
estadounidenses que cruzan la frontera en busca de aventuras.
Les ofrecen alguna bebida cargada con Rohypnol y las hacen
desaparecer. Suelen divertirse con ellas y, cuando se aburren,
las colocan en alguno de los burdeles que regenta Diego
Suárez, en donde las mantienen drogadas para explotarlas
hasta la muerte. Encantador, ¿verdad? —agrega con ironía.
—Amanda es demasiado inteligente como para aceptar
una bebida de un desconocido que… —Me callo de repente al
ver cómo las tres chicas lo siguen hacia la barra, donde se
reúnen con otros dos tipos bastante atractivos, que, por el
parecido, deben de ser los hermanos de Miguel.
Reparten chupitos entre risas, brindan, y las chicas apuran
sus bebidas con total confianza.
Suelto un taco entre dientes.
—Hay que ver lo tontas que pueden llegar a ser las
mujeres inteligentes —comenta Carlos mientras coge su
botellín de cerveza y lo vacía de un trago.
—La inteligencia de las mujeres se disuelve ante una
sonrisa con hoyuelos y una mirada pícara —observa Héctor—.
Y, en el caso de los hombres, ante un buen par de tetas —
añade volteando los ojos al ver cómo Carlos desconecta de la
conversación al enterrar la cara en el pecho de la chica que
tiene al lado—. Olvida el tema, primo —aconseja mirándome
—. Las chicas están sentenciadas —musita y vuelve a sentarse
en su sillón con total tranquilidad sin importarle lo más
mínimo el destino que puedan correr.
Debería hacer lo mismo y me obligo a volver a mi asiento.
En cambio, soy incapaz de apartar la mirada del grupo, incluso
con la belleza que antes he sentado en mi regazo tratando de
subirse de nuevo en él.
Veo cómo se sirven otra ronda de chupitos de tequila.
Comparten más risas.
Cada hermano se centra en una de las chicas como si lo
hubieran decidido de antemano. Es posible que lo hayan
planeado así. Hay tonteo e intercambian miraditas.
Más alcohol.
Quince minutos después, la droga empieza a hacer efecto
en ellas y parecen más relajadas. Maleables. Es el momento en
el que los tres chicos, seguramente con la excusa de tomar un
poco el aire para despejarse, las cogen de las manos y se las
llevan con tranquilidad, como si fueran tres parejas que han
decidido salir de la discoteca. Así de fácil.
Me levanto como un resorte dispuesto a seguirlos, pero
Héctor me detiene plantándose frente a mí.
—No puedes interferir. Si tocas a esos chicos, Diego
Suárez se lo tomará como una afrenta. Él no se mete en
nuestros asuntos ni nosotros en los de él.
—Esto no tiene nada que ver con nuestro apellido. Es algo
personal —mascullo apartándolo a un lado.
—Sabes tan bien como yo que no va a ser así —insiste él
al mismo tiempo que me coge del brazo para impedirme
avanzar—. Esto puede derivar en una guerra entre nuestras
familias.
—Pues habrá guerra —gruño.
—¿Tan importante es ella para ti? —pregunta con franca
curiosidad.
—Sí —respondo sin dudar.
Héctor me observa por un segundo en silencio y me
suelta.
—Si quieres complicarte la vida, tú mismo —murmura
mientras se vuelve a sentar en el sillón. Al instante, dos chicas
se le arriman—. Yo prefiero quedarme aquí disfrutando de
estas hermosuras —añade abrazándolas.
No me entretengo más y salgo corriendo detrás del grupo.
Si pierdo su rastro, Amanda y sus amigas estarán perdidas.
Cruzo la puerta del local y busco con la mirada hasta
divisarlos. Los hombres llevan a las chicas hacia un callejón
sin que ellas opongan ningún tipo de resistencia. Es lo que
hace el Rohypnol: incapacita la mente de la persona que lo
consume, volviéndola dócil.
Corro hacia allí y llego a tiempo para ver cómo se paran
en la puerta de un pequeño almacén. Tocan tres veces, y un
tipo calvo les abre. A continuación, meten a las chicas, que ya
empiezan a tambalearse, y cierran.
Si no intervengo, nadie más volverá a saber de ellas.
Me acerco con sigilo escudado entre las sombras del
callejón mientras saco la Glock 17 que llevo siempre
escondida. Cuando estoy a punto de llegar, escucho un ligero
sonido a mi espalda. Me quedo lívido esperando ver a alguna
rata —les tengo verdadera fobia—, pero cuando me giro me
encuentro a mi primo Héctor, pistola en mano, cubriéndome
las espaldas.
—¿Ya te has cansado de disfrutar de tus hermosuras? —
pregunto arqueando una ceja.
—Las he dejado al cuidado de Carlos y he decidido
unirme a la diversión. Sabes que soy el primero que se apunta
a pegar unos tiros —repone con un encogimiento de hombros
—. Además, Ezequiel me despellejaría vivo si se enterase de
que he dejado que te pusieras en peligro sin apoyo. Eres su
heredero —añade con una mezcla de amargura, resignación y
burla.
—Nunca he pretendido serlo.
—Lo sé, pero es tu destino desde tu nacimiento.
Eso, para mi desgracia, es cierto.
Ezequiel Ventura, mi abuelo, es el jefe del Cártel de
Comales y controla con mano de hierro la parte norte de
Tamaulipas, desde San Fernando hasta la frontera con Texas.
Es temido por su crueldad y respetado porque siempre cumple
su palabra.
Tuvo dos hijos, un niño y una niña, antes de que su propia
mujer, cansada de sus maltratos, le metiera un balazo en la
entrepierna y lo dejara impotente. Hay quien dice que la mató
en el acto. Otros, que la estuvo torturando durante meses hasta
que espiró su último aliento.
Su hijo varón falleció siendo todavía adolescente a manos
de sus enemigos, que eran muchos. Solo la niña, Isabel, vivió
lo suficiente para darle un nieto: yo.
Para mi desgracia, soy el último descendiente que queda
en la línea directa de Ezequiel, aunque no el único que ostenta
el apellido Ventura. Héctor es el nieto de Felipe, el hermano
mellizo de Ezequiel y su segundo al mando.
Ezequiel y Felipe forman un buen equipo en la dirección
del cártel, aunque se enfrentan con frecuencia por sus
personalidades opuestas. Allá donde Ezequiel es carismático,
impulsivo y violento, Felipe es taciturno, frío y diplomático.
Con todo, los dos hermanos están muy unidos. Felipe es el
único capaz de templar el carácter fogoso de Ezequiel.
Mi abuelo está empeñado en que yo sea su sucesor al
mando del cártel, aun en contra de mi voluntad, sin importarle
hacer de mi vida un infierno para lograrlo. Sin embargo, hay
muchos dentro de la organización —yo incluido— que
pensamos que el candidato indicado para dirigirlo debería ser
Héctor.
Héctor es inteligente, sagaz y sabe cómo hacerse respetar
con firmeza, pero sin crueldad. Y, a diferencia de mí, él no se
ha pasado casi toda su vida huyendo de su destino. Se ha
criado en San Andrés, la antigua hacienda fortificada
convertida en la sede del cártel, y ha sobrevivido sin volverse
especialmente sádico. En mi opinión, todo un logro.
—¿Tienes algún plan? —pregunta mi primo.
—No he pensado en ello, la verdad —reconozco. Lo
único que sé es que debo sacar a Amanda de este lío cueste lo
que cueste.
—Yo optaría por una negociación amistosa. Tal vez
acepten intercambiarla por cocaína o por dinero.
—Me parece buena idea —convengo.
Un segundo después, llamo a la puerta. El tipo calvo la
abre y nos mira con cautela.
—¿Qué queréis? —inquiere bloqueando el acceso. O al
menos lo intenta, ya que solo mide un metro setenta y es
enjuto. Le saco más de veinte centímetros y otros tantos de
peso muscular.
—Soy Héctor Ventura, y este es mi primo Daniel —
responde Héctor en tono calmo—. Nos gustaría hablar con
Miguel.
—Está ocupado —gruñe el tipo.
Aunque trate de impedirlo, su escasa estatura me permite
ver lo que sucede en el interior. Miguel y sus hermanos no han
perdido el tiempo: han puesto a las chicas sobre un par de
mugrientos colchones que hay en el suelo de la habitación y ya
les están arrancando la ropa. Una de ellas, la rubia, no parece
que esté tan narcotizada como las otras y ofrece algo de
resistencia, aunque nada efectiva, pues es como si se moviera
a cámara lenta. Lo único que consigue es que el tipo que tiene
encima se burle de ella.
Enseguida mi atención se centra en Amanda. Me basta
con ver cómo el muy cabrón de Miguel está a horcajadas sobre
ella y le abre de un tirón los botones que le cierran la blusa por
delante, dejando al aire su sujetador de encaje blanco, para
perder cualquier atisbo de raciocinio.
Sin titubear, alzo la pistola y le meto una bala en la frente
al calvo. Después, me abro paso en el interior y, todavía en
movimiento, le pego dos tiros a Miguel, que se desploma a un
lado.
—¿A eso le llamas tú una negociación pacífica? —bufa
Héctor tratando de seguirme el ritmo—. No hagáis nada
estúpido si no queréis acabar como vuestro hermano —
advierte a los otros dos, que se han levantado a trompicones—.
Y, ahora, abrochaos los pantalones y poneos en ese rincón —
indica en tono duro.
Confío en que los mantendrá a raya, y yo me centro en
Amanda. Ni ella ni la pelirroja han reaccionado a los disparos.
Tienen la mirada perdida en el techo y no parecen ser
conscientes de dónde están ni de lo que sucede a su alrededor.
Mucho menos de lo que ha estado a punto de pasarles. Solo la
rubia parece algo más lúcida y se ha hecho un ovillo como si
intentara protegerse, pero no creo que sea del todo consciente
de qué o quién.
Con cuidado aparto el cuerpo sin vida de Miguel, que ha
quedado medio tendido sobre ella. Después, me arrodillo a su
lado. La sangre de ese cabrón ha caído sobre ella, salpicando
su ropa y su piel desnuda. Es una imagen que me revuelve el
estómago. Mis ojos se clavan en la crucecita de oro que lleva
colgando del cuello y que reposa entre el valle de sus senos. Al
reconocerla, siento como si me clavasen un cuchillo directo al
corazón.
Aún la conserva.
No me lo esperaba.
Ese simple detalle me crispa todavía más los nervios.
Inspiro hondo para serenarme y, con manos temblorosas, ato
los bordes de su blusa para cubrirla.
—¿Amy? —susurro en tono quedo apartando con
delicadeza el cabello de su rostro.
Su nombre la hace reaccionar por un segundo y dirige la
mirada hacia mí. Entonces, esboza una sonrisa somnolienta
cargada de tristeza. Por un momento me quedo sin respiración
al pensar que me ha reconocido, pero en el fondo sé que tiene
la mente tan turbia que es imposible. De cualquier forma,
cuando se le pasen los efectos de la droga, no recordará nada.
Mejor así. Para ella estoy muerto y es mejor que siga
pensándolo.
—Cabrones, ¡habéis matado a Miguel! —Escucho que
dice uno de los chicos. Por su aspecto, debe de tener diecisiete
o dieciocho años—. ¿Acaso no sabéis quiénes somos y quién
es nuestro hermano? —inquiere con estúpida arrogancia.
—¿Acaso sabes tú quiénes somos nosotros? —repone
Héctor con frialdad.
—Cállate, idiota —susurra el otro codeando a su
hermano. Parece tener mi edad y su expresión de miedo y
cautela me hace suponer que él sabe la respuesta—. Son
Danger y Diablo —revela aludiendo a los apodos por los que
muchos nos conocen—. Daniel y Héctor Ventura —agrega
ante la falta de reacción de su hermano.
El joven dilata los ojos. Puede que no nos haya
reconocido por esos tontos sobrenombres, pero nuestro
apellido es legendario en esta zona.
—No sé lo que Miguel ha hecho para merecer esto —
empieza a farfullar el mayor—, pero…
—Ella está bajo mi protección —gruño señalando a
Amanda.
—No sabíamos que era tuya —farfulla al instante
palideciendo—. De lo contrario, no la habríamos tocado.
«¿Amanda, mía? Más quisiera yo», pienso con amargura.
—Bueno, la cosa es simple: Miguel ha tocado a una mujer
bajo la protección de los Ventura y ha pagado por ello. Esto no
tiene que ir a más, incluso os podéis quedar con las otras dos
chicas —interviene Héctor en tono conciliador—. A no ser
que mi primo considere que también están bajo su protección
—añade mirándome y alza una ceja con expresión expectante.
Aprieto la mandíbula al intuir su intención. Otra vez está
probándome. Si digo que no lo están, las sentencio a la
violación y la muerte. Si digo que sí, me veré obligado a matar
a los hermanos.
Observo a las chicas. Aun estando medio desnudas, están
tan idas que no hacen nada por cubrirse. A una de ellas, la
pelirroja, la conozco. Es Rachel Sinclair, la mejor amiga de
Amanda. Es una buena chica. Además, su abuelo es un tipo
importante, levantaría cielo y tierra por encontrar a su nieta si
esta desapareciese.
La otra, la rubia, no sé quién es. Supongo que alguna
amiga de la universidad. Sea quien sea, no se merece el
destino que le espera si las dejo en manos de estos chicos.
Ninguna mujer se lo merece.
Ninguna tendría que pasar por eso.
—Lo están —decido y levanto la pistola.
—Nuestro hermano Diego te matará si nos haces daño —
farfulla el mayor levantando las manos.
Un disparo y se desploma.
—Solo son tres zorras —lloriquea el joven.
Son sus últimas palabras.
—Vaya, vaya. Mi primito ha sacado a relucir su vena
asesina —murmura Héctor con una risita—. No sé si Ezequiel
se cabreará porque puedas haber iniciado una guerra con
Diego Suárez o se sentirá orgulloso de ti por haberte cargado a
estos cuatro a sangre fría —comenta pensativo.
Sé la respuesta: estará orgulloso. Me ha torturado de mil
formas para lograr de mí este nivel de agresividad. Lleva años
intentando forjarme a su imagen y mucho me temo que lo ha
conseguido. Lo que acabo de hacer es prueba de ello. Ya no
tengo redención.
—No habrá guerra si nadie sabe quién los ha matado —
repongo sin darle mucha importancia—. Llama a Carlos para
que venga a ayudarnos y acerca el coche. Las llevaremos a un
lugar seguro para que puedan regresar a sus casas cuando
despierten —ordeno a mi primo.
—Pensé que, después de todo lo que has hecho por ella, te
la ibas a quedar —repone Héctor sorprendido.
Supongo que sería así de fácil. Raptar a Amanda y
llevarla a San Andrés. Tenerla a mi entera disposición. Nadie
me lo impediría. Incluso su familia, con todo el dinero que
poseen, no la podrían encontrar.
Sin embargo, la amo demasiado como para hacerle eso.
—Pensaste mal. Trae el coche —reitero en tono cansado
y, por primera vez, mi primo obedece sin rechistar. Tal vez
porque intuye que me siento tan roto que sus pullas ya no me
pueden dañar más.
Observo a Amanda con una sensación de amargura. Ella
es la protagonista de la mayoría de los momentos de felicidad
que atesoro en lo más escondido de mi corazón. El ángel que
me regaló tres años en el cielo antes de que mi abuelo y sus
hombres me encontraran y me recordaran cuál era mi lugar: el
infierno.
Mis ojos se deslizan por la figura de Amanda y la rabia
me recorre por dentro al ver el blanco puro y virginal de su
ropa manchado de sangre. Ahora es un ángel mancillado por la
violencia del mundo en el que vivo.
Después, observo a los hombres que acabo de matar. No
me arrepiento de lo que he hecho ni me arrepentí por aquel
entonces, cuando por primera vez acabé con la vida de otro
para protegerla.
Lo volvería a hacer.
Lo haré las veces que hagan falta por mantenerla a salvo
de tipos como yo, aunque, para lograrlo, deba mantenerla
vigilada lo que me queda de vida.
PARTE 1
El pasado
CAPÍTULO 1
Dan

L
a gente piensa que los monstruos habitan en la oscuridad.
Se equivocan. Los peores son los que se pasean bajo la
luz del sol, a la vista de todos. Una de dos, o son tan
poderosos que no les hace falta esconderse entre las sombras
para hacer el mal, o tan traicioneros que se mezclan con las
personas normales y no ves que te van a atacar hasta que es
demasiado tarde.
Mi abuelo Ezequiel era de los primeros.
Mis padres de acogida, de los segundos.
Los Martin vivían en una bonita casa de dos plantas en las
afueras de Canton, una pequeña ciudad de cuatro mil
habitantes situada en el condado de Van Zandt, en Texas.
Fachada de madera blanca, contraventanas rojas, un gran
sauce en el patio trasero, flores por doquier, césped de un
verde exuberante, jardín con valla blanca alrededor…
Un hogar idílico.
Pura fachada.
Eran la típica pareja muy involucrada en la comunidad a
la que todo el mundo adoraba y respetaba. Iban a misa los
domingos; se presentaban voluntarios a cualquier labor de
caridad; siempre saludaban con una sonrisa, organizaban
barbacoas vecinales, no dudaban en prestarte el cortacésped si
lo necesitabas, incluso habían sido tan piadosos de acoger a un
pobre huérfano mexicano de doce años… En fin, todas esas
mierdas que hacían pensar que tenían un corazón de oro.
De puertas para afuera, parecían una copia de los Flanders
con su «hola holita, vecinito»; no obstante, de puertas para
adentro, la verdad era muy diferente.
—¿Dónde está ese pequeño engendro del demonio?
Di un brinco en la silla al escuchar la voz furibunda de
Josh Martin y el lápiz con el que estaba haciendo las tareas de
Matemáticas se me escurrió de entre los dedos, dejando una
línea delgada atravesando la hoja de ejercicios. Miré a la
puerta con resignación, sabiendo que iba a aparecer en
cualquier momento, y no podía esconderme.
Dos segundos después, el señor Martin —«papá», como
insistía en que le llamase solo cuando estábamos delante de
alguien con el que quería quedar bien— irrumpió en mi
habitación abriendo la puerta con tanta violencia que el pomo
casi se queda incrustado en la pared.
—¡Tú! —gruñó señalándome con su grueso dedo, y
tragué saliva de forma audible. Era un hombre muy grande,
rondaría el metro noventa de altura y estaba en la línea entre
ser fornido y tener sobrepeso, por lo cual, duplicaba el mío con
creces—. Mi jefe me ha llamado. Dice que has pegado a su
hijo en la salida de la escuela.
—No he hecho nada que no se mereciese —repuse
alzando la barbilla en un arranque de valentía.
Brian Pit, el niño en cuestión, era un abusón que
disfrutaba metiéndose con los niños que veía vulnerables.
Conmigo lo hizo al principio por mi vestimenta, pues los
Martin la sacaban de los contenedores de ropa usada y muchas
veces me quedaba grande o pequeña, hasta que se dio cuenta
de que, aunque estaba escuálido, sabía defenderme y lo podía
dejar sin dientes. Entonces, centró su acoso en otros más
débiles. En especial, en un niño llamado Lance Callaghan, al
que siempre llamaba «friki afeminado» porque tenía un rostro
de facciones tan delicadas que parecían femeninas y solía
hablar de cosas de ordenadores a un nivel muy por encima de
un niño de nuestra edad. A mí me caía bien. De hecho, era el
único que se había molestado en conocerme y ofrecerme una
amistad sincera en los seis meses que llevaba viviendo con los
Martin. Por eso, cuando vi a Brian tirándolo al suelo y patearlo
en el estómago sin ninguna razón aparente más que la de
existir, no pude permanecer impasible y le pagué con la misma
moneda.
—¿Te atreves a replicarme? —siseó el señor Martin, y
supe al instante que mi pequeña muestra de valentía iba a tener
consecuencias desagradables.
Tampoco es que me sorprendiera.
La primera vez que me dio una paliza con el cinturón fue
por derramar la leche en el desayuno. Ocurrió una semana
después de mi llegada a su casa. Hasta entonces, pensé que
había sido afortunado de poder salir de Casa Padre, un hogar
para niños inmigrantes huérfanos e indocumentados y ser
acogido por una familia que me ofrecía protección.
Según dijeron los Martin, Dios no les había permitido
tener ningún niño.
Según mi opinión, Dios era sabio y sabía lo que se hacía.
No querían un niño al que poder amar. A la señora Martin
solo le interesaba cobrar el cheque que les daba el gobierno
por mi acogida y la medallita de «buena samaritana», y al
señor Martin, una espalda tierna en la que descargar sus
frustraciones diarias, aquellas que ocultaba bajo la cordial
sonrisa que esgrimía ante el mundo.
La segunda paliza fue por cometer el terrible pecado de
mancharme la camiseta. La tercera, por… Ni me acuerdo. Tal
vez por el simple hecho de respirar. En la cuarta ya entendí
que realmente no dependía de mí. Hiciera lo que hiciese,
cuando mi padre de acogida tenía un mal día en el trabajo, lo
pagaba conmigo.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo con voz
siniestra.
Mi primer impulso fue el de rebelarme, pero no iba a
conseguir nada más que un castigo peor. Mi físico espigado no
tenía ninguna posibilidad con la fuerza y corpulencia del señor
Martin.
«Sé más astuto que orgulloso y elige bien las batallas en
las que vas a luchar. No hay que gastar energía en un
enfrentamiento imposible de ganar. Es mejor retirarse y vivir
un día más para planear otra estrategia con la que ganar la
guerra», me dijo en una ocasión mi madre cuando le pregunté
por qué siempre huíamos y no le plantábamos cara a mi
abuelo. Por aquel entonces, con siete años, no entendí muy
bien lo que me quería decir. Con doce, parado frente al
corpachón del señor Martin, sí. Aquello por lo que debía
luchar, por lo que mi madre murió, era mi libertad. Y para
conseguirla debía doblegarme una vez más.
Por eso, seguí las instrucciones del hombre con absoluta
docilidad. Me fui a los pies de la cama, me quité la camiseta,
me bajé los pantalones y los calzoncillos a la altura de los
tobillos y me arrodillé en el suelo con los codos apoyados en
el colchón.
El señor Martin se desabrochó el cinturón con lentitud y
una sonrisa sádica bailó en su boca, como si estuviera
disfrutando de ese pequeño momento de anticipación. Y así
era, disfrutaba. Se recreaba en cada expresión de dolor que me
arrancaba cada vez que el cuero de su cinturón me laceraba la
piel de la espalda y las nalgas.
Supongo que debía estar asustado; sin embargo, aquella
no era más que una escena de una película de miedo de
segunda comparada con la superproducción de verdadero
terror que había vivido en el pasado. Y es que el señor Martin,
en su peor momento, no le llegaba ni a la suela del zapato a mi
abuelo en lo que a acojonar se refería. Con todo, el cinturón
dolía.
—Llevas el mal dentro. —Zas—. Lo veo en tus ojos. —
Zas—. Eres repugnante. —Zas—. Estás condenado. —Zas.
Lo cierto es que no andaba desencaminado. Llevaba la
sangre de mi abuelo en las venas y era lo más parecido al
demonio que se podía encontrar en la tierra. Como único nieto
de un monstruo como Ezequiel Ventura, a edad muy temprana
supe lo que era el infierno. Y no, no era un imbécil con un
cinturón. El tormento que yo había vivido los últimos años era
mucho peor.
—¿Por qué nunca lloras, joder? —farfulló el señor
Martin, como si ese hecho le fastidiara, y redobló la fuerza de
sus azotes.
Me mordí el labio hasta hacerme sangre con tal de no
emitir ni una sola queja de dolor y aguanté golpe tras golpe. El
hombre solo se detuvo cuando se le agarrotó el brazo de tanto
levantarlo.
—Esta noche no cenarás, no te lo mereces. Y reza para
que mi jefe no tome represalias contra mí por tu
comportamiento con su hijo o tu próximo castigo será mucho
peor —gruñó antes de dejarme solo en la habitación.
Me quedé allí, con medio cuerpo sobre la cama y los ojos
cerrados, tan dolorido que no me atrevía a moverme ni para
cubrir mi desnudez.
La puerta se abrió minutos después y vi a la señora Martin
asomarse.
—Se te ha ido un poco la mano esta vez, Josh; casi no
respira —comentó chascando la lengua con fastidio—. Por
suerte no le has dado en ningún sitio que la ropa no cubra. De
cualquier forma, en ese estado no podrá ir al colegio en unos
días. Tendré que llamar y decirles que está enfermo.
Deberías… —No escuché nada más porque cerró la puerta y
se fue.
Ni siquiera se molestó en mostrar un mínimo de
compasión. La única preocupación de Rosemary Martin era
que nadie se enterase de que su marido me pegaba. Los
maltratadores de niños no eran bien vistos en la sociedad.
Por desgracia, no le podía contar a nadie lo que me hacía
el señor Martin o me devolverían a Casa Padre. No era que el
sitio estuviese mal; de hecho, me parecía una alternativa
mucho más agradable que aquella casa. Sin embargo, sabía
que los hombres de mi abuelo terminarían buscándome allí y
necesitaba que perdiesen mi pista.
No me quedaba más remedio que escapar. Otra vez.
Mi vida había sido una evasión constante. De hecho, uno
de mis primeros recuerdos era el del rostro aterrorizado de mi
madre a través del espejo retrovisor del coche que conducía,
mientras trataba de escapar de los hombres del cártel. Por
aquel entonces yo tenía unos tres años y pensaba que mi
abuelo era como La Llorona: un espíritu malvado que podía
aparecer en cualquier momento y llevarme con él para
matarme. Tampoco era que fuese muy desencaminado.
Conforme crecía, fui haciendo preguntas.
¿Por qué no tenía padre?
¿Por qué no podía ir a la escuela?
¿Por qué no permanecíamos más de unos pocos meses en
un mismo sitio?
¿Por qué nos perseguía Ezequiel?
Llegó un momento en que a mi madre no le quedó más
remedio que responderlas y explicarme la verdad sobre nuestra
situación.
Me contó que mi abuelo era el jefe de una banda de
narcotraficantes muy poderosa en México y que mi padre fue
un exmercenario de origen alemán que trabajó de sicario para
él. No era un buen hombre, pero eso no impidió que mi madre
y él se enamoraran.
Se veían a escondidas, pues Ezequiel tenía planes para
casar a su hija con el hijo del jefe de otro cártel con el que
tenía tratos. Cuando ella se quedó embarazada, intentaron huir,
pero Ezequiel los descubrió. Por haberse atrevido a tocar a
Isabel, mi padre fue torturado, castrado y finalmente
asesinado, todo delante de ella.
Poco después, nací yo. Mi madre me puso Daniel, como
mi padre. Fue una pequeña concesión de mi abuelo para
congraciarse con ella, pero no funcionó.
Cuando mi madre me tuvo, su única obsesión fue alejarme
de mi abuelo. Sabía que, si me quedaba junto a él, la violencia
marcaría mi vida y era muy posible que acabase muerto. Como
su madre. Como su hermano. Como el hombre al que había
amado. Ezequiel destruía a todos de forma directa o indirecta.
Así pues, unos meses después de mi nacimiento, cuando
ella acababa de cumplir diecisiete años, consiguió escapar de
San Andrés y cruzar la frontera con Estados Unidos hasta
llegar a Texas. Para lograrlo, recibió una inesperada ayuda: su
tío Felipe. Mi madre nunca supo por qué la ayudó, pero
tampoco cuestionó sus motivos. Era su oportunidad para ser
libre.
Los primeros siete años de mi vida los pasamos yendo de
un lado a otro, siempre con la maleta preparada para escapar,
ya no solo de mi abuelo, sino del Departamento de
Inmigración y de Asuntos Sociales. Mi madre trabajaba de
forma ilegal en lo que podía: limpiando casas, de camarera,
cuidando niños… Había veces que dormíamos en el coche o
en algún hospicio; otras, no teníamos ni para comer.
Después, tuvo la suerte de conseguir trabajo como
cocinera para los peones de un viñedo en California. El
capataz era un hombre bastante decente y nos acogió bajo su
ala. Los dos años que pasé allí fueron los más felices y
estables de mi vida. Incluso pude hacer amigos. Y, justo
cuando pensábamos que por fin estábamos a salvo, los
hombres de mi abuelo aparecieron.
—Es mi único nieto. Mi sangre. Y no dejaré que lo alejes
de mí —espetó Ezequiel a mi madre cuando nos llevaron de
vuelta a San Andrés.
Por aquel entonces yo ya tenía nueve años y, entre lo que
me había contado mi madre y lo que yo había deducido o
imaginado, mi abuelo me despertaba una mezcla de odio y
pavor.
—¿Y si yo no quiero estar aquí? —repuse plantándole
cara, a pesar de mi miedo.
—Bien, tienes valor —murmuró complacido y sonrió por
un segundo antes de darme una bofetada que me tiró al suelo
—. Escapa de aquí, y tu madre pagará por ello —advirtió—.
No saldrás de San Andrés hasta que haga de ti un hombre
digno de ser mi sucesor como jefe del Cártel de Comales —
prometió.
Ahí fue cuando empezó mi pesadilla. Mi infierno durante
tres años hasta que a mi abuelo se le fue la mano en una de sus
continuas palizas y mató a mi madre. A partir de entonces, ya
no hubo nada que me retuviese allí. Fue otra vez Felipe el que
intervino para ayudarme a escapar. Esta vez sí intuí el motivo:
quería que su nieto Héctor ocupase mi lugar como heredero de
Ezequiel y para ello lo mejor era que yo desapareciese.
Por desgracia, la policía fronteriza me detuvo cuando iba
a cruzar a Texas y me llevó a Casa Padre cuando les di un
nombre falso y les aseguré que era huérfano. Un par de
semanas después, fui acogido por los Martin.
No supe el tiempo que pasé recostado a los pies de la
cama, sumido en mis recuerdos, hasta que por fin me sentí con
las fuerzas suficientes para levantarme. Me miré en el espejo
antes de volver a vestirme. Mi espalda y mis nalgas parecían
una pintura abstracta, estelas de morado y rojo sobre un lienzo
aceitunado. El cinturón había dejado la parte trasera de mi
cuerpo llena de verdugones y en algunos casos incluso había
abierto la piel.
Me vestí con cuidado, ya que cada movimiento me
suponía un suplicio, y esperé a que se hiciera de noche para
asegurarme de que los Martin ya se hubiesen acostado y no
volvieran a visitarme.
Después, puse en mi mochila las pocas cosas que había
traído conmigo de San Andrés: un mapa, una linterna y una
muda de ropa. También la cajita con mis tesoros que escondía
debajo del armario para que los Martin no los descubrieran y
me los quitaran: una foto de mi madre y de mí en la época que
pasamos en el viñedo de California, un billete de veinte
dólares que me había encontrado en la calle y la cadenita con
la cruz de oro que había pertenecido a mi madre. Esta última
me la coloqué al cuello para no perderla. Era el único recuerdo
que tenía de ella y lo más preciado para mí.
Escribí una nota y la puse encima de la cama.
«Regreso a mi país. Allí estoy mejor».
Era clara y concisa.
Era una burda mentira.
No tenía ninguna intención de volver a México, pero la
nota los despistaría y no me buscarían. Incluso puede que
desorientase a los hombres de mi abuelo si llegaban hasta los
Martin.
Sabía que la puerta de mi habitación estaría cerrada. Los
Martin acostumbraban a echar la llave por las noches, no por
miedo a que escapase, pues en la ventana no tenía barrotes y
podía hacerlo por ahí, sino para que no pudiera coger nada de
la cocina o entrase a su habitación a matarlos —eso último era
el temor de la señora Martin y no iba a mentir diciendo que la
idea no se me había pasado por la cabeza—. Así pues, me
dirigí directamente hacia la ventana y me deslicé por ella.
Después, corrí.
Corrí, corrí y corrí.
Hasta que las piernas me dolieron por el esfuerzo.
Hasta que las heridas de la espalda empezaron a
escocerme por el sudor.
Hasta que los pulmones ya no pudieron conseguir bastante
oxígeno.
Debía alejarme todo lo posible antes de que se hiciera de
día y los Martin se despertaran, por si, contra todo pronóstico,
les daba por buscarme.
Llegué a una gasolinera que tenía una cafetería y una zona
de descanso para vehículos. Vagué por allí y finalmente subí a
la parte de atrás de una camioneta pick-up estacionada,
ocultándome debajo de una lona, que cubría herramientas de
trabajo y sacos que, por el mal olor, debían de ser de estiércol.
Aguardé casi sin respirar durante media hora hasta que
escuché una voz que se acercaba hablando por teléfono. Era un
hombre de acento mexicano.
—Sí, he parado para tomar un café y para ir al baño.
Todavía me queda una hora y media de camino hasta Trenton.
—Silencio—. Sí, no te preocupes, respetaré los límites de
velocidad, pero solo si me prometes que me esperarás
despierta. —Se quedó callado y luego dejó escapar una
carcajada nerviosa—. Eres mala, Carmen. Ahora voy a tener
que conducir empalmado. No sabes… —La voz se dejó de
escuchar cuando el hombre entró en la cabina.
Sin pérdida de tiempo, cogí la linterna y enfoqué en el
mapa en busca de esa ciudad. En cuanto la localicé, dejé
escapar un suspiro de alivio. Estaba situada en el norte del
estado, a una hora de Dallas y cerca de Oklahoma. La
dirección perfecta para alejarme de la frontera. Desde allí,
podría encontrar la forma de seguir subiendo por el país. Tal
vez incluso consiguiese llegar a Nueva York o a Chicago.
Cualquier ciudad grande en la que un niño pudiese
desaparecer.
Justo en ese momento, la linterna empezó a parpadear
hasta que se apagó. Maldije entre dientes porque no tenía más
pilas y la guardé de nuevo en la mochila.
Unos segundos después, la camioneta se puso en marcha
con un suave ronroneo. No supe en qué momento me quedé
dormido —o tal vez medio inconsciente por la peste de los
sacos que había a mi lado—, pero me desperté cuando el
conductor cerró la cabina de un portazo y escuché que se
alejaba silbando. Un momento después, asomé la cabeza con
cautela por debajo de la lona.
La furgoneta estaba detenida en el lateral de una bonita
casa de madera rodeada de un jardincito lleno de flores. Cerca,
había cinco casas similares. Bajé con cuidado y oteé a mi
alrededor. No parecía haber nadie a la vista. Todo estaba
oscuro a excepción de varios edificios iluminados. Al fondo
había una lujosa mansión mezcla de estilo rústico y moderno,
con la fachada de piedra y madera. Era imponente y acogedora
al mismo tiempo. También distinguí varias pistas cercadas,
unos establos y lo que parecía un almacén.
Fruncí el ceño. Aquello no era un pueblo, era un rancho;
uno a todas luces de alguien con dinero.
Sabía que era mejor huir de los lugares habitados, pero,
sin linterna y siendo noche cerrada, mi movilidad era reducida,
así que opté por buscar un escondite donde pasar lo que
quedaba de noche.
Probé a buscar refugio en un pequeño cobertizo que había
junto a los establos porque parecía más destartalado, como si
ya no se le diera uso. Por suerte, la puerta estaba abierta, señal
de que no guardaban nada de valor allí. Avancé a oscuras hasta
dar con un montón de fardos de heno que olían un poco a
humedad y me escondí detrás de ellos. Al menos, había
encontrado un lugar blandito y tranquilo en el que poder
descansar.
***
Abrí los ojos con dificultad, como si los párpados se me
hubiesen quedado pegados.
Lo primero que percibí fue que la espalda me palpitaba.
Un dolor sordo y constante, incluso más fuerte que el malestar
que sentía en el estómago debido al hambre.
Lo segundo, que ya estaba amaneciendo. Un hilillo de luz
se filtraba a través de la ventana entreabierta, iluminando lo
que parecía algún tipo de almacén pequeño y abandonado.
Lo tercero, que no estaba solo. Una diminuta criatura de
ojillos negros y brillantes me miraba con fijeza a un par de
metros de distancia. Una rata.
El corazón se me detuvo al instante. Dejé de respirar. Un
sudor frío perló mi frente. No es que tuviese miedo a esos
animales. Les tenía pánico. Fobia. Terror.
Retrocedí de culo hasta que mi espalda dio contra una
pared y emití un gemido de dolor por el golpe. Recé para que
la rata se asustase tanto como lo estaba yo, sin embargo, fue lo
contrario. Como si hubiese intuido mi miedo, empezó a
acercarse.
Solté un sollozo. Lo que el señor Martin y su cinturón no
habían conseguido, aquel bicho lo logró solo con estar frente a
mí.
Entonces, apareció ella.
Me sorprendió tanto su presencia que por un segundo
logró un imposible: me olvidé de la rata y la observé con los
ojos dilatados.
Era un ángel, no podía ser otra cosa. Iba vestida con una
túnica blanca y etérea y estaba envuelta en una especie de halo
luminoso. Tenía la piel nívea, el cabello negro y largo, y los
ojos de un azul luminoso, como el del cielo en verano. Su
rostro era inocente y dulce, y sus mejillas tenían un suave
rubor.
De pronto, el ángel sacó una escoba que tenía escondida
en la espalda y atizó a la rata con ella.
El velo de misticismo que la envolvía desapareció al
instante y me di cuenta de la verdad: la túnica no era más que
un sencillo camisón y el halo luminoso no era otra cosa que
los primeros rayos de sol que se filtraban a través de la
ventana e iluminaban su figura.
No era un ángel, solo una niña.
Una niña que había espantado mi mayor miedo.
Entonces, ella me sonrió y cambié de opinión. Sí que era
un ángel después de todo. Una persona normal no podía tener
una sonrisa tan hermosa.
CAPÍTULO 2
Amanda

N
o era especialmente madrugadora, pero Blancanieves,
una de las gatas que pululaban por el rancho, había dado
a luz hacía dos semanas una preciosa camada de cinco
crías, y me encantaba estar con ellos. Eran pequeñitos y muy
monos. Así que, nada más amanecer, todavía en camisón, cogí
una bolsa con provisiones, salí de casa a hurtadillas y fui hasta
el antiguo cuarto de aperos que había junto a las caballerizas
para ponerle comida y agua a la gata y, de paso, poder estar un
ratito con los mininos antes de prepararme para ir al colegio.
No me sorprendí al entrar y encontrarme con una rata.
Estábamos en el campo. Siempre había alguna rondando por
allí. Lo que no esperaba era ver a un niño. Uno que, por su
cara pálida y su expresión de horror, sentía pánico por ese tipo
de alimañas. Sin pensarlo mucho, dejé la bolsa que llevaba en
el suelo y cogí la escoba que había junto a la puerta. Entonces,
me acerqué despacio y le di a la rata con ella. Me sabía mal
hacerle daño —era contraria a cualquier maltrato animal—, así
que no lo hice con demasiada fuerza, solo la suficiente como
para asustarla y alejarla de allí. El animal soltó un chillidito y
salió del cobertizo por un hueco entre las tablas.
Me giré hacia el niño y le sonreí para tranquilizarlo. Él me
observaba como hipnotizado, y yo también me encontré
mirándolo con cierta fascinación. Tendría más o menos mi
edad. Era de piel canela y poseía unos increíbles ojos de color
verde que estaban rodeados por unas espesas pestañas tan
negras como su cabello. Hermoso de una forma un tanto
exótica. Por otro lado, también estaba muy delgado y tenía
ojeras.
Yo era bastante tímida, pero algo en él me empujó a
traspasar mis límites y hablarle.
—Hola.
»Mi nombre es Amanda —añadí al cabo de unos
segundos al ver que no decía nada. Omití mi apellido. No me
gustaba cómo reaccionaba la gente al conocerlo. Todos
parecían sonreírme más cuando sabían quiénes eran mis
padres. Y la mayoría en Texas sabían quiénes eran.
»¿Cómo te llamas? —Silencio.
»Tengo doce años. ¿Y tú? —Silencio.
»No me suena haberte visto antes por aquí. ¿Eres el hijo
de alguno de los peones nuevos? —insistí llevada por la
curiosidad.
El niño tampoco respondió. Es más, miró hacia la puerta
de reojo, todo tenso, como preparándose para salir corriendo
en cualquier momento.
En aquel instante, Blancanieves soltó un maullido
lastimero en un intento por llamar mi atención. Eso hizo que
recordara por qué estaba allí. Sin pérdida de tiempo, me
acerqué al otro lado de la estancia abarrotada de trastos, en
donde los mininos estaban protegidos dentro de un cajón de
madera con una vieja manta.
Mi hermano Noah me había ayudado a ponerlos a
resguardo para mantenerlos a salvo de los zorros y los coyotes
que de vez en cuando se adentraban al rancho en busca de
alimento.
Me asomé a la caja y casi muero de amor.
Blancanieves estaba tumbada, y los cinco gatitos dormían
a su lado en un batiburrillo de cuerpecitos peludos. Se los veía
tan pequeños e indefensos que despertaron todos mis instintos
de protección.
—¿Qué tal has pasado la noche, preciosa? —murmuré
acariciando su cabeza. De los cuatro gatos que rondaban por el
rancho, ella era mi preferida. Era muy cariñosa y tenía un
precioso pelaje níveo, por eso le había puesto aquel nombre—.
¿Estos pequeñines te han dejado dormir? —La gata emitió otro
maullido que tomé como un «no» y me eché a reír.
»Te he traído agua, una lata de atún y un poco de jamón
para que cojas fuerza. Creo que la vas a necesitar, ¿verdad?
Mientras sacaba las provisiones de la bolsa, sentí que el
niño se me acercaba por detrás.
—¿Esperas que el gato te responda? —preguntó en tono
burlón, y contuve el aliento, emocionada porque hubiese
decidido quedarse y no salir corriendo.
Me gustó su voz. Tenía el mismo acento que Carmen, el
ama de llaves-niñera-cocinera, que era como una segunda
madre para mí. Era originaria de México, pero llevaba
trabajando para mi familia desde que mi hermano Noah nació,
de eso ya hacía quince años.
—Es una gata. Se llama Blancanieves y acaba de tener
gatitos. Mira qué chiquititos son —añadí haciéndome a un
lado para que pudiese verlos.
El niño se acuclilló a mi lado y los miró por un segundo,
pero su atención enseguida se desvió hacia mí. Más en
concreto, en dirección a la botella de agua con la que estaba
llenando el bebedero que había puesto para la gata. Vi cómo se
relamía y entonces entendí.
—¿Quieres un poco de agua?
Los ojos del niño fueron de mí a la botella y viceversa, un
tanto receloso, pero terminó asintiendo.
Con una sonrisa, le ofrecí la botella todavía llena a la
mitad, y él se apresuró a cogerla y llevársela a la boca. Lo
observé en silencio mientras bebía con ansia y mi sonrisa fue
menguando al darme cuenta de que realmente ese niño estaba
sediento. De paso, estudié su ropa. Le quedaba un poco
grande, como si no hubiese sido comprada específicamente
para él. Tal vez heredada de alguien. No era nada del otro
mundo. Una camisa de franela, una camiseta sin ningún dibujo
especial y unos vaqueros desgastados. Incluso sus zapatillas se
veían viejas. Por otro lado, estaba el olor que desprendía, que
no era agradable. Como si se hubiese rebozado en estiércol.
Las preguntas se amontonaron en mi mente.
¿Cómo se llamaba?
¿Quién era?
¿Cómo había llegado hasta allí?
No obstante, contuve mi curiosidad para no incomodarle.
—También tengo algo para comer —murmuré mientras le
tendía el jamón envuelto en papel.
El niño miró mi mano con avidez, pero luego sus ojos se
desviaron hacia Blancanieves. Se le notaba reticente.
—No estoy tan hambriento como para quitarle la comida
a un gato —bufó en tono orgulloso, aunque se relamió de
forma inconsciente desmintiendo sus palabras.
—Hacemos una cosa: la gata se come la lata de atún, y tú,
el jamón. Mientras, yo vuelvo a casa y traigo más comida para
los dos, ¿vale?
El niño asintió conforme, y lo dejé allí con Blancanieves y
los gatitos entretanto yo volvía a casa a asaltar la cocina. Cogí
una cesta y empecé a llenarla con un poco de todo porque no
sabía qué le gustaba. Una botella de agua, otra de leche, un
brik de zumo, pan, queso, más jamón, bollos dulces, chocolate,
algo de fruta…
—Buenos días, mijita. Parece que hoy has madrugado
más que yo —saludó Carmen apareciendo en la cocina. La
mujer tenía cuarenta y ocho años y poseía un carácter
protector y cariñoso. Sus ojos color chocolate, del mismo tono
que su melena corta, siempre brillaban de vitalidad—. ¿Estás
preparándote para hacer un pícnic? —comentó extrañada al
ver el despliegue de alimentos que había metido en la cesta.
Me mordí el labio. Odiaba mentir. Se me daba fatal. No
obstante, algo me decía que el niño de ojos verdes no se
tomaría a bien que hablara de su existencia.
—Voy a desayunar con Blancanieves —expliqué diciendo
una verdad a medias.
Realmente no era una mentira, iba a desayunar con la
gata, solo que omití decir que también con el niño de ojos
verdes.
—Con tanta comida bien podrías alimentar también a los
siete enanitos —repuso ella con una risita.
—Bueno, la gata acaba de tener gatitos y necesita comer
bien —alegué nerviosa.
Carmen entrecerró los ojos.
—Dime que no has vuelto a esconder a un viejo
vagabundo en el cobertizo.
Traté de mantener una expresión inocente. Un año atrás,
había encontrado a un anciano sin hogar merodeando por la
puerta del rancho y le ofrecí comida y cobijo durante un par de
días en el mismo sitio donde se escondía el niño.
Mis padres me echaron una buena reprimenda, no por
haberlo ayudado en sí, sino por colar a un adulto desconocido
dentro del rancho y ocultarlo. Me hicieron prometerles que no
lo volvería a hacer y, técnicamente, no lo había hecho. Se
trataba de un niño, no de un viejo. Además, yo no lo había
colado, solo me lo había encontrado allí.
—Claro que no —aseguré con una risita un tanto
nerviosa.
Le di un beso en la mejilla y, antes de que me pudiese
decir nada más, salí corriendo de la cocina cargada con mi
pequeño alijo.
Cuando llegué al viejo cobertizo me detuve en seco al no
ver al niño allí.
—¿Hola? ¿Niño?
Me sentí desolada por un instante cuando nadie contestó.
De repente, lo vi asomarse con cautela por detrás de un fardo
de heno. Lancé un suspiro de alivio y le dediqué una sonrisa
resplandeciente que le hizo pestañear. Tal vez pensó que
estaba un poco loca. Puede que lo estuviera.
—¡Ahí estás! —exclamé con alegría—. Por un momento
pensé que te habías ido.
—Escuché que alguien se acercaba y me escondí por
precaución —explicó el niño sin apartar los ojos hambrientos
de la cesta que llevaba.
—Traigo el desayuno. Como no sabía lo que te gustaba,
he metido un poco de todo —expliqué y le tendí la cesta.
Otra vez su rostro se volvió receloso. Me recordó a
Rocky, un cachorro de mastín que había rescatado Raúl, el
marido de Carmen, el año anterior. Lo habían maltratado y
desconfiaba de todos. Fue Noah el que finalmente logró
ganarse su confianza. Tenía mucha mano con los animales.
¿Alguien habría maltratado al niño y se había escapado?
Sentí un nudo en la garganta ante esa posibilidad.
—Puedes confiar en mí. Lo último que haría sería hacerte
daño —juré en un susurro quedo.
El niño me miró con intensidad por unos segundos y
pareció convencido porque finalmente aceptó la cesta. O tal
vez tuviese demasiada hambre como para negarse, no sé. La
cuestión era que se sentó en el suelo, junto a Blancanieves, y
empezó a comer con ansia. A pesar de que, a todas luces,
estaba hambriento, no se olvidó de compartir el jamón con la
gata.
—¿Tú no quieres comer nada de esto? —preguntó al ver
que yo no tomaba nada de la cesta.
—Luego desayunaré —aseguré. La verdad es que sí tenía
hambre, pero yo podía hacerlo en otro momento—. Puedes
guardar lo que te sobre para más tarde. —Miré el reloj e hice
un mohín de pena.
»No puedo quedarme más. Debo prepararme para ir al
colegio. ¿Tienes pensado pasar la noche aquí?
El niño se encogió de hombros.
—Si te quedas, podría traerte algo de cena —prometí—.
Creo que Carmen va a preparar pollo con patatas —añadí con
voz persuasiva.
—¿Quién es Carmen?
—La mejor cocinera del mundo —respondí con absoluta
convicción.
—El pollo con patatas me gusta —musitó finalmente y lo
tomé como una aceptación.
—Se me ocurre que podríamos pactar algún tipo de señal
para que sepas que soy yo la que se acerca —propuse
entusiasmada pensando en las películas de aventuras que había
visto.
—Vale, silba tres veces seguidas. Así. —El niño efectuó
tres silbidos de una forma pulcra y perfecta mientras yo hacía
un esfuerzo por mantener la sonrisa.
Me daba vergüenza admitir que no sabía hacerlo, así que
opté por asentir. No quería defraudarlo. Ya me las apañaría
para aprender antes de que llegara la noche.
Algo en él me gustaba y estaba dispuesta a hacer lo que
fuera para hacerme su amiga. Era más que curiosidad. Tal vez
el hecho de que todo el mundo siempre cuidaba de mí y, por
una vez, podía ser yo la que cuidase de alguien.
***
Me miré en el espejo, fruncí los labios y solté el aire despacio.
Nada. Silbar estaba resultando más difícil de lo esperado.
Llevaba todo el día probando sin un resultado digno.
—¡La cena está lista! —La voz de Carmen se oyó desde
la planta baja.
Dejé escapar un suspiro abatido. Me estaba quedando sin
tiempo. En cuanto terminase de cenar debía ir a ver al niño de
ojos verdes y era incapaz de emitir la señal acordada.
«Un último intento», me dije a mí misma.
—¿Amy? —irrumpió la voz de mi hermano Noah desde
la puerta justo cuando volví a fruncir los labios—. ¿No has
oído a…? —Su voz se cortó de repente y al girarme hacia él
pude ver cómo abría los ojos de forma desmesurada—. Dime
que no estás haciendo lo que creo qué estás haciendo.
—¿Qué crees que estoy haciendo? —pregunté con
cautela.
—Es obvio: estás simulando que besas a alguien —acusó
señalándome con el dedo y me hubiese echado a reír de su
expresión horrorizada si no estuviese demasiado avergonzada
para ello.
—No estoy haciendo nada de eso —protesté sintiendo que
me ruborizaba.
—Más te vale —gruñó—. Solo tienes doce años. Todavía
eres muy pequeña para ir besuqueándote por ahí con ningún
chico.
—¿Y a qué edad crees que podré hacerlo según tú?
—No sé, cuando tengas treinta —bufó, y yo volteé los
ojos.
Mi hermano Noah tenía tres años más que yo y era
demasiado sobreprotector conmigo. Lo quería con locura y nos
llevábamos muy bien, pero a veces resultaba difícil ser su
hermana. Nunca me sentía a su altura.
Él era Noah Grayson.
Yo, «la hermana de Noah Grayson».
Él era el más popular del instituto.
Yo apenas tenía una amiga en mi escuela.
Él sacaba las mejores notas de su clase.
Yo estaba en la media.
Él siempre había sido un chico muy guapo y parecía que
cada día que pasaba lo era más.
Yo, una niña corriente con algo de sobrepeso.
Él tenía un don para la doma de potros.
Yo adoraba a los caballos, pero se me daba fatal
mantenerme sobre una silla de montar con un mínimo de
dignidad.
En fin, que las comparaciones eran odiosas, y en todas
ellas yo salía perdiendo.
—¿Cuándo besaste tú a una chica por primera vez? —
inquirí con una ceja arqueada.
—No estamos hablando de mí —farfulló y ante su
expresión azorada supe que había sido antes de los doce—.
Además, no se nos aplican las mismas reglas.
—¿Porque yo soy una chica? —pregunté molesta.
—Porque eres mi hermanita, joder, y ningún niñato que
puedas conocer estará nunca a tu altura —gruñó entre dientes
y cualquier atisbo de enfado que pudiese sentir se esfumó.
»Venga, bajemos ya a cenar o Carmen subirá a buscarnos
armada con la cuchara de madera —agregó algo incómodo por
su arrebato.
Acepté con una sonrisa y antes de bajar por las escaleras
le di un abrazo rápido que él me devolvió con fuerza.
Noah me adoraba.
A decir verdad, tanto él como mis padres siempre me
habían hecho sentir muy querida.
Para una persona, nacer en el seno de una buena familia
era una lotería. En aquel aspecto, a mí me había tocado el
premio gordo. No por el hecho de que mis padres fuesen muy
ricos, que lo eran, sino porque tenía la suerte de que eran los
mejores que podría haber deseado y me amaban.
Mis padres, Christopher y Stella, provenían de familias de
clase media y se conocieron en su tercer año de su estancia en
la Universidad de Texas en Austin. Pronto destacaron en sus
respectivos campos: mi padre, en el sector de gestión
empresarial, y mi madre, en inversiones y finanzas. Su amistad
no tardó en dar paso al amor, y este a un compromiso, no solo
sentimental, sino también laboral, cuando decidieron asociarse
para crear la empresa G&G Corporation.
G&G hacía referencia a las iniciales de sus respectivos
apellidos: Grayson y García o García y Grayson, dependía de
si lo contaba mi padre o mi madre. No se ponían de acuerdo en
cuál era el orden correcto.
En un primer momento, la corporación se dedicó a las
inversiones y las adquisiciones. Compraban una pequeña
empresa que estuviese en las últimas por la mala gestión, pero
que tuviese potencial, y la sacaban a flote. Después,
empezaron a hacerse con pozos de petróleo. En diez años,
G&G Corporation se convirtió en una de las compañías más
ricas y prósperas de Texas.
Una vez consolidaron su pequeño imperio, adquirieron un
rancho ecuestre, al que llamaron G&G, y nos tuvieron a Noah
y a mí. A pesar de que su trabajo era absorbente, mi hermano y
yo sabíamos que éramos lo primero para ellos. Siempre
trataban de pasar el mayor tiempo posible con nosotros,
tiempo de calidad, aunque compaginar la vida laboral con la
familiar era difícil.
Uno de los compromisos familiares a los que mis padres
intentaban no faltar era a las cenas. Siempre las hacíamos
juntos en la mesa de la cocina, en un ambiente informal, y
charlábamos sobre cómo nos había ido el día.
—¡Por fin! —exclamó Carmen al vernos—. Ya pensé que
debía subir a buscaros —añadió golpeándose la mano con la
cuchara de madera con aire amenazador.
Noah y yo intercambiamos una mirada y nos echamos a
reír.
—¿Qué tal te ha salido el examen de Matemáticas? —
preguntó mi padre mientras nos sentábamos en la mesa.
Hice una mueca involuntaria. Se me daban fatal las
matemáticas. Bueno, en general todas las ciencias y la
tecnología. Lo mío eran las asignaturas de humanidades, más
en concreto, el arte y la historia. También era una friki de la
mitología. Adoraba ver documentales y leer sobre obras de
arte y leyendas de dioses de la antigüedad. De hecho, la mejor
experiencia de mi vida fue cuando mis padres me llevaron a
París dos años atrás y pude visitar el Louvre y el Museo
d’Orsay.
Supongo que todo eso me hacía una niña un poco atípica.
No estaba al día de los famosos de moda ni de los videojuegos
o las series a los que mis compañeros de colegio parecían ser
adictos, lo que era un gran obstáculo a la hora de sociabilizar
con la gente de mi edad.
—El examen ha sido difícil, pero creo que aprobaré —
respondí esperanzada.
—Más te vale o mi ego como profesor se irá al garete —
comentó Noah llevándose una mano al corazón de forma
dramática.
A él se le daban genial y siempre acababa ayudándome a
preparar los exámenes.
—No creo que tú precisamente tengas problemas de eso
—intervino mi madre con humor—. Siempre tienes una
docena de chicas alrededor que no paran de alabarte.
—Exageras, madre. Solo son cinco o seis —repuso Noah
al tiempo que me guiñaba un ojo.
Empecé a reír al ver que mis padres ponían los ojos en
blanco, aunque luego se unieron a mi risa.
—Lo importante es que te hayas esforzado —comentó mi
padre en tono animoso.
Le sonreí distraída mientras miraba el plato que Carmen
me acababa de servir. Estaba repleto de pollo con salsa y
patatas y olía de forma deliciosa, pero, al pensar en el niño que
aguardaba a que le llevase algo de comer, mi estómago se
cerró.
—¿Te ocurre algo, cariño? —preguntó mi madre.
—Nada —musité sin mirarla porque sabía que si lo hacía
descubriría que tenía un secreto. Mi madre tenía un sexto
sentido para eso.
Me obligué a engullir con rapidez para que mis padres me
dejasen levantarme pronto de la mesa.
—Despacio o te va a sentar mal.
—Quiero terminar rápido para llevarle algo de cena a
Blancanieves. Debe de estar hambrienta —farfullé con la boca
llena ignorando la advertencia de mi padre.
—Con todo lo que le has llevado en el desayuno, no creo
—bufó Carmen.
—Ha tenido cinco gatitos. Necesita recuperar fuerzas.
—¿Quieres que te acompañe? —propuso Noah.
—¡No! —Mi abrupta negativa sobresaltó a los presentes
—. Es que Blancanieves está un poco recelosa y se pondría
nerviosa al verte —balbuceé mientras sentía que mis mejillas
se calentaban.
Fui incapaz de mirar a nadie a los ojos entretanto
terminaba mi cena.
En esta ocasión, aprovechando que Carmen estaba
distraída charlando con mi madre, metí en la cesta un táper
con una ración que había sobrado, un par de manzanas, más
bollitos dulces y una botella de agua. Después, me escabullí
por la puerta y corrí hacia el antiguo cuarto de aperos. Me
detuve a un par de metros de la puerta e intenté calmar mis
nervios. Era la hora de la verdad. Traté de hacer la señal. Inflé
las mejillas, fruncí los labios y expulsé el aire, pero nada.
Probé a hacerlo un par de veces y, finalmente, opté por la
ridícula idea de crear mi propia onomatopeya de un silbido.
—Fiu. Fiu. Fiu.
A continuación, me adentré en el cobertizo con paso
cauteloso.
—¿Niño? —susurré en tono quedo, algo asustada por lo
oscura que estaba la habitación.
Pulsé el interruptor para encender la lámpara que había en
el techo, pero no funcionó. Debía de estar fundida. Tragué
saliva y di un paso vacilante hacia el interior. No me gustaba la
oscuridad. Sentí congoja por el niño que estaba aquí, solo y sin
una triste luz
De repente, por el rabillo del ojo vi una sombra moverse
con rapidez. Se me escapó un grito de sorpresa y, un segundo
después, una mano cubrió mi boca, silenciándome.
Me quedé completamente inmóvil porque sabía de quién
era la mano que me cubría la boca: del niño de ojos verdes.
Puede que no lo viese, pero lo olía. Seguía desprendiendo tufo
a estiércol. Debería haberle traído ropa limpia. Y una manta
porque estábamos en marzo y refrescaba por la noche. Y…
Estaba tan sumida en mis pensamientos que la cesta que
sostenía se me resbaló de las manos y cayó al suelo,
consiguiendo sacarme de mis pensamientos.
El niño me soltó con un gruñido.
—Eres muy ruidosa.
—Lo siento —balbucí—. No pensé que esto estuviese tan
oscuro. La bombilla debe de haberse fundido porque ayer sí
que iba.
—La he quitado. Es más seguro para mí estar con la luz
apagada.
—Entiendo. ¿Y no tienes miedo de la oscuridad? —
pregunté con verdadera admiración.
—Hay cosas mucho peores, créeme —murmuró en un
tono tan tenebroso como las sombras que lo envolvían. Sentí
que se me erizaba el vello del cuerpo.
—Te he traído la cena —farfullé con voz temblorosa
entretanto cogía de nuevo la cesta y se la tendía.
—Gracias —musitó en tono inexpresivo al tomarla.
Mi intención había sido pasar un rato con él, pero tanta
oscuridad me intimidaba y su fría actitud tampoco ayudaba.
—No puedo quedarme.
—No tienes que hacerlo —repuso al instante en tono
indiferente, como si le trajera sin cuidado lo que yo hiciese
ahora que ya tenía su comida.
Traté de enfocar su rostro en la oscuridad para leer su
expresión, pero no lo conseguí.
—Es que es tarde y mis padres verán raro que esté fuera
de casa a estas horas. —Hice una mueca porque hasta yo
misma encontraba esa excusa vacía—. Mañana por la mañana
es sábado y podré quedarme más rato, ¿vale? —No dijo nada,
aunque intuí que se había encogido de hombros.
»Bueno, pues… buenas noches.
—Buenas noches —murmuró con voz tan baja que por un
momento dudé de si en verdad lo había dicho.
***
De pequeña mis padres siempre venían a mi habitación a
contarme un cuento antes de dormir. Con doce años ya era
muy mayor para eso, aun así, se pasaban para arroparme y
darme un beso de buenas noches.
En aquella ocasión, detecté cierto pesar en sus semblantes
cuando entraron y me puse algo nerviosa, más cuando vi que
Noah entraba con ellos y se sentaba a mi lado en la cama.
—¿Qué pasa? —pregunté temerosa de que hubiesen
descubierto al niño y me fueran a regañar por esconderlo.
—Nada grave, cielo. Solo queríamos teneros a los dos
aquí para explicaros la situación —respondió mi madre en
tono calmo.
—El acuerdo que estábamos a punto de cerrar se ha
complicado, y vuestra madre y yo tendremos que ir a Nueva
York durante unos días para solucionarlo, aunque tal vez se
alargue algo más —explicó mi padre.
—Puede que incluso estemos fuera una semana —
vaticinó mi madre con fastidio porque no les gustaba
ausentarse tanto.
—¿Cuándo os iréis? —inquirió Noah para nada turbado
por la noticia.
—Cogeremos un vuelo mañana a primera hora; ya nos
habremos ido cuando os despertéis.
—No os preocupéis, yo me quedo al mando —aseguró
Noah sacando pecho.
—Más quisieras —bufó mi madre.
—Carmen y Raúl os cuidarán mientras estemos fuera, así
que portaos bien —intervino mi padre con una mirada de
advertencia hacia mi hermano.
—Yo siempre me porto bien —declaró Noah fingiendo
estar ofendido.
—Amy siempre se porta bien —rectificó mi padre.
—Nos conformamos con que no te metas en líos mientras
no estemos —terció mi madre—. Y nada de escaparse por la
ventana por la noche para quedar con alguna chica —añadió.
Le dirigí una mirada sorprendida a mi hermano. No sabía
que hubiese hecho algo así, aunque por su mueca fue evidente
que sí.
Después de un poco más de charla, y de darme las buenas
noches, me quedé de nuevo sola, bien arropada en mi cama y
abrazada a Monet, mi peluche preferido, entretanto
contemplaba las pequeñas estrellitas que proyectaba mi
lámpara de noche en el techo. Mi habitación me encantaba.
Estaba decorada en tonos lavanda, mi preferido, y era un
pequeño reflejo de mi peculiar pasión: el arte. Mis compañeras
de colegio tenían las paredes llenas de pósteres con los actores
o cantantes de actualidad. Yo, en cambio, tenía un montón de
hermosas ilustraciones de mis cuadros favoritos, un variopinto
batiburrillo de estilos que comprendía desde pinturas
mitológicas como El Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli
hasta varias obras de maestros impresionistas como Noche
estrellada de Vincent Van Gogh y Los nenúfares de Claude
Monet. Mis gustos en arte eran eclécticos.
La visión de esas maravillosas pinturas siempre conseguía
relajarme, pero no en aquella ocasión. No dejaba de pensar en
el niño. Mientras yo estaba allí, en mi mullida cama, en mi
hermosa habitación, el niño estaba solo en el destartalado
cuarto de aperos, sin luz y sin nada de abrigo.
No lo podía consentir.
Miré hacia la ventana y entonces se me ocurrió: si mi
hermano había podido escaparse por ella, ¿por qué no iba a
poder hacerlo yo?
CAPÍTULO 3
Dan

L
a oscuridad no me molestaba, pero el frío sí, y aquella
noche lo hacía. Me arrebujé con el abrigo ligero en un
inútil intento por paliar el temblor de mi cuerpo y cerré
los ojos tratando de conciliar el sueño. El palpitante dolor en la
espalda me impedía tomar una postura cómoda y relajarme. Al
menos tenía el estómago lleno. La niña me había traído un
festín digno de un rey.
Amanda. Se llamaba Amanda.
Era dulce y buena. Seguro que había sido criada entre
algodones y no sabía lo que era el sufrimiento ni la maldad.
Una ingenua.
Esas eran las presas más fáciles para los monstruos que
acechaban en los lugares más inesperados. En mi mundo, no
sobreviviría.
De pronto oí unos pasos y me puse tenso. Entonces, la
escuché.
Fiu. Fiu. Fiu.
Casi se me escapó una carcajada. Estaba claro que no
sabía silbar, aunque su orgullo le había impedido reconocerlo.
Eso lo podía entender.
Un segundo después, la puerta se abrió con un suave
chirrido, y ella se adentró con paso vacilante en la oscuridad.
Mis ojos, acostumbrados a la penumbra, distinguieron su
silueta. Desde donde estaba podía percibir su respiración
acelerada y me extrañé al no notar también el retumbar de su
corazón. Seguro que le iba a mil por hora por el miedo.
Me mantuve inmóvil y en silencio, esperando a que diese
la vuelta y saliese huyendo. Sin embargo, ella me sorprendió.
Dio un par de pasos tentativos y, a pesar de que se estaba
adentrando en las sombras que la atemorizaban, siguió
adelante.
Tropezó dos veces —no era muy sigilosa que digamos—
y escuché un último golpe seguido de un «¡Mecachis!» que me
arrancó una mueca de burla. Ni siquiera sabía decir un taco en
condiciones.
—¿Niño? ¿Estás dormido? —Su voz sonó trémula. Estaba
claro que no se sentía cómoda en la oscuridad. No como yo.
—Es imposible dormir con el ruido que haces —protesté
a modo de respuesta.
—Yo… lo siento.
—¿Qué haces aquí? —murmuré con cierto recelo.
A esa hora, una niña buena como ella debía estar ya
durmiendo en su cama y no merodeando entre las sombras.
La respuesta me llegó cuando dejó caer sobre mí una tela
cálida y esponjosa con un suave aroma a lavanda. Una manta.
—Pensé que tendrías frío —susurró—. También te he
traído esto. —«Esto» iluminó de repente su mano con un
suave resplandor que suavizó las sombras y me permitió verla
con claridad.
»Es una lamparita portátil —explicó mientras me tendía la
figurita de unos diez centímetros con forma de estrella—.
Funciona con pilas. Solo tienes que apretar el botón de la base
para encenderla o apagarla. Estando agazapado aquí no creo
que nadie se percate desde fuera de su luz cuando la uses —
añadió de forma atropellada.
La miré con sorpresa al comprender que no la había
encendido hasta ese momento por si alguien la detectaba. Esa
nueva luz me dejó ver lo que antes las sombras habían
ocultado: tenía las manos todas arañadas y el camisón
desgarrado.
—¿Qué te ha pasado?
—He tenido que salir por la ventana de mi habitación, que
está en el primer piso, y bajar por la celosía. Al parecer, mi
hermano lo hace de forma habitual y pensé que era el mejor
camino para traerte esto sin que nadie se enterase de que había
salido de casa —confesó con un mohín—. Parecía más fácil en
mi mente, la verdad. Tengo que averiguar cómo se las apaña
Noah para esquivar los rosales sin pincharse ni acabar de culo
en el suelo —añadió de forma pensativa entretanto se
acariciaba de forma inconsciente el trasero.
Me dejó sin palabras. Acababa de poner en riesgo su
bienestar y se había hecho daño por ayudarme. ¿Por qué?
«No confíes en ella. Seguro que tiene algún motivo oculto
para hacer esto», musitó una voz oscura en mi mente.
Puede que hubiese escapado del infierno, pero no de mi
demonio interior. Un demonio desconfiado, malicioso y a
veces violento que me siseaba muchas veces en el oído. Había
sido forjado por años de maltratos, humillaciones y dolor.
—En fin, voy a volver antes de que me descubran —
murmuró la niña sacándome de mis pensamientos—. Buenas
noches. —Y, sin más, se fue, no antes de volver a tropezar con
uno de los trastos que había en el suelo.
«Dios, con lo torpe que era, se podía haber matado al
bajar por esa celosía», pensé entretanto me cubría con la manta
que me había traído.
Seguro que sería sensata y regresaría a su habitación por
la puerta de entrada, aun a riesgo de que la pillaran, ¿verdad?
Solo una descerebrada se atrevería a volver a subir por la
celosía después de la mala experiencia, ¿verdad?
¿¿Verdad??
«Tienes bastante con preocuparte por tus propios asuntos,
¿por qué vas a hacerlo por ella?», me amonestó mi demonio.
No debía malgastar energías, pero hice la manta a un lado
y me levanté. Salí del cobertizo y me dirigí a la casa principal,
buscando a Amanda con la mirada. No tardé en verla, a pesar
de la oscuridad, ya que su camisón blanco brillaba bajo la luz
de la luna como si tuviese luz propia. Ni siquiera había tenido
el tino de ponerse prendas oscuras para fundirse en la noche.
Seguro que se había guiado por el impulso de ayudarme sin
pensar en los detalles. Menos mal que no había nadie más por
allí porque la habrían pillado.
Contuve el aliento mientras observaba cómo iba
ascendiendo con lentitud hacia una ventana del primer piso
que estaba semiabierta, y lo solté cuando por fin se introdujo
en ella, no sin antes enredarse en la cortina y soltar otro
«¡Mecachis!» seguido de un golpe. Debía de haber vuelto a
aterrizar de culo en el suelo.
Esperé hasta que cerró la ventana, ya a salvo en su
habitación, y luego regresé a mi escondite. No podía
demorarme mucho allí. Cuanto más tiempo lo hiciese, más
corría el riesgo de que me descubrieran. Lo mejor sería partir
al día siguiente.
Con esa decisión en mente, me cubrí de nuevo con la
manta y observé por un segundo la estrella que me había dado
antes de apretar el botón para apagarla. Cerré los ojos y traté
de conciliar el sueño mientras el olor a lavanda me envolvía.
Mi último pensamiento fue para ella. Amanda. Puede que
fuese impulsiva y torpe, pero también era valiente y muy
considerada. Me desconcertaba.
***
Al día siguiente el malestar en mi cuerpo se incrementó y no
me vi con fuerzas para abandonar mi escondite. La espalda me
dolía a rabiar y tenía sed. Mucha sed. Tanta que vacié casi de
una sentada la botella de agua que Amanda me había traído.
En cambio, casi no probé bocado. Tenía el estómago cerrado.
—Creo que ya va siendo hora de que le ponga nombre a
los gatitos —dijo la niña en tono pensativo mientras observaba
con ternura cómo empezaban a andar con paso tambaleante—.
He pensado que como su madre es Blancanieves, ellos se
podrían llamar como los enanitos. Ya sabes: Doc, Grumpy,
Happy, Sleepy, Bashful, Sneepy y Dopey. ¿Qué te parece?
Aunque, claro, son solo cinco; tendremos que elegir qué
nombres les van mejor a sus personalidades —añadió antes de
darme tiempo a responder.
Esa mañana estaba especialmente parlanchina. Como era
sábado, no tenía colegio y parecía tener todo el tiempo del
mundo para pasarlo conmigo. Lo curioso era que, en lugar de
enervarme, su compañía me hacía sentir mejor. Su voz tenía
un tono cálido y dulce que conseguía relajarme. Escuchar el
cariño con el que hablaba a la gata y a los gatitos, y la
dedicación con la que los cuidaba, me descolocaba.
En San Andrés, mi abuelo y algunos de sus hombres
jugaban al tiro al blanco con los desventurados animales que
se atrevían a pulular por allí. Incluso una vez vi a Valentín,
uno de los sicarios más sanguinarios del cártel, matar a un
cachorro de perro de una patada.
Así eran la mayoría de las personas con las que había
convivido los últimos años: crueles, violentas y malvadas.
Putos sádicos. Incluso mi madre, que era de las más buenas
que había conocido, me había educado con cierta rudeza fruto
de todos los hechos traumáticos que había sufrido a lo largo de
su vida. Era una mujer dura y, a pesar de que me amaba, me
había criado para ser un superviviente.
—Estás un poco pálido y apenas has comido —comentó
Amanda al ver que no contestaba—. ¿Te encuentras mal? —
agregó en tono afligido.
La observé con desconfianza. No terminaba de entender la
preocupación que parecía sentir por mí, un completo
desconocido, ni los riesgos que estaba tomando para
ayudarme.
De pronto, se me acercó y, antes de que pudiese
reaccionar, me puso la mano en la frente. La frescura de su
tacto casi me hizo ronronear y tuve que contener una protesta
cuando se apartó de mí.
—Estás ardiendo. Creo que tienes fiebre. —Se mordió el
labio, pensativa, y luego su rostro se iluminó—. ¡Ya sé!
Seguro que un baño te vendrá bien. Cuando tengo fiebre
siempre me hace sentir mejor. Eso y la medicina. Como sé
dónde se guardan en mi casa, puedo…
—Estoy bien —gruñí cortando sus palabras—. Además,
no creo que puedas deslizar una bañera por tu ventana como
has hecho con eso —añadí cabeceando hacia la almohada que
me había traído esa mañana.
—No, tonto, te colaré en el cuarto de baño de mi
habitación. Mis padres están de viaje, mi hermano Noah está
con Raúl en la pista de entrenamiento ejercitando a los
caballos, y Carmen tenía que ir al supermercado y estará varias
horas fuera. La casa está vacía, así que nadie se enterará. Solo
debemos tener cuidado de que ninguno de los peones nos vea
entrando. —Entrecerré los ojos, y ella enrojeció—. Lo siento,
no debí haberte llamado tonto —farfulló malinterpretando mi
expresión.
—¿Estás loca? No puedes meter a un extraño en tu casa
estando sola.
—No eres un extraño. Eres…, eres… —Me miró
consternada—. Todavía no sé cómo te llamas.
A lo largo de mi corta vida, había tenido muchos nombres
falsos: Ricardo, Miguel, Juan, Alejandro… Tantos que hubo
una época en que ni recordaba el mío propio. Por un segundo,
sentí el impulso de decirle el verdadero, pero mi instinto de
supervivencia se impuso.
—Me llamo Rafael —mentí.
—Encantada de conocerte, Rafael. ¿Ves? Ya no somos
extraños —concluyó con una sonrisa.
Parpadeé.
No sabía que existiese gente tan inocente y confiada. Tan
tonta.
Debería negarme, pero la verdad era que necesitaba un
baño y algún medicamento que aliviase mi malestar. No podía
caer enfermo. Eso era una debilidad que no me podía permitir.
No si quería seguir mi camino lo antes posible. Así pues,
terminé aceptando su ofrecimiento.
Nos escabullimos con cuidado del viejo cobertizo y
corrimos hasta que nos colamos en la casa por la puerta
principal. En cuanto cruzamos el umbral, me quedé paralizado
y sin aliento. Si por fuera era una casa bonita, el interior no se
quedaba atrás. Era lujosa, pero de una forma confortable. Me
recordaba en cierto modo a San Andrés con los suelos de barro
cocido, las vigas de madera en el techo, las alfombras y los
muebles robustos. Sin embargo, el aura que se respiraba era
muy diferente.
San Andrés era un territorio de hombres y no tenían
mucho miramiento a la hora de cuidar las cosas ni en mantener
la limpieza. Botellas vacías por los rincones, restos de cocaína
en las mesas, incluso salpicaduras de sangre en las paredes.
Las pocas mujeres que entraban lo hacían como sirvientas o
putas. A veces, las dos cosas a la vez. Y no se les tenía
demasiado respeto.
La casa de Amanda estaba impoluta, era luminosa y olía
bien. Incluso había flores frescas en un jarrón en el recibidor.
Todo allí desprendía calidez y detalles amorosos.
Me quedé mirando una foto que había de la niña junto a
una pareja de unos cuarenta y pico años, y un adolescente. Su
familia. Al igual que su hermano, Amanda había sacado el
cabello oscuro de su madre y los ojos azules de su padre.
Aunque lo que más me llamó la atención era lo bien que se
veían juntos. Todos abrazados y sonrientes.
Cómo los odié. No concebía que alguien pudiese tener
una vida tan feliz.
—Ven, sígueme —murmuró la niña y me cogió la mano
para arrastrarme escaleras arriba, ajena a las emociones que
había despertado en mí aquella foto.
Llegamos a un corredor con varias puertas. Seguro que
una de ellas era la de los padres y en ella habría joyas y relojes
caros. Con un botín así, conseguiría dinero para poder
proseguir mi viaje con más comodidad. Evalué a la niña. Era
un par de centímetros más alta que yo y también me ganaba en
peso, aunque seguro que no sabía pelear. Podía inmovilizarla o
dejarla inconsciente de un golpe y robar en su casa. Así se lo
pensaría dos veces antes de volver a colar a un extraño de
forma tan despreocupada. Solo tenía que…
—Pasa, esta es mi habitación. —La voz de Amanda me
sacó de mis pensamientos y entonces me percaté de que
habíamos entrado en su cuarto—. Ponte cómodo mientras
lleno la bañera —añadió y desapareció por una puerta que
había a un lado y que conducía a su baño privado.
Genial. Era el momento para ver si encontraba algo de
valor.
No tardé en localizar un joyero encima de una cómoda y
una hucha con forma de cerdito en una estantería. Sin
embargo, a medida que escudriñaba, me encontré observando
a mi alrededor con cierta fascinación. Su habitación era muy
femenina, pero de un modo vibrante, no empalagoso, y estaba
llena de cosas bonitas y curiosas. Pequeños detalles muy
personales, empezando por la cantidad de láminas que cubrían
las paredes. Una de ellas llamó en especial mi atención.
—¿Por qué tienes un cuadro de una mujer desnuda? —
pregunté extrañado—. Se le ve una teta.
—¿Qué? —Amanda asomó la cabeza con el ceño fruncido
y dejó escapar una risita cuando cabeceé hacia la lámina a la
que me refería—. Es El Nacimiento de Venus de Sandro
Botticelli. Un pintor del renacimiento italiano —aclaró ante mi
gesto de no saber de quién me hablaba—. ¿Te gusta?
Me encogí de hombros en respuesta. La desnudez del
cuerpo femenino no me era ajena. En San Andrés había visto a
muchas mujeres sin ropa. Incluso había presenciado en alguna
ocasión cómo los hombres follaban con ellas. Aunque la
verdad era que en esa lámina había cierta dulzura en las
formas que resultaba agradable y los colores eran bonitos.
De cualquier manera, no sabía nada de arte. Debido a mi
estilo de vida, no había tenido la oportunidad de ir mucho a la
escuela y mis conocimientos eran bastante limitados en ciertos
campos.
—No entiendo por qué está sobre una concha —atiné a
decir mientras ella volvía a desaparecer en el baño.
—Es algo simbólico. —Su voz me llegó amortiguada por
la distancia y el ruido del agua al caer—. La mujer desnuda es
Venus. Según la mitología romana, nació de la espuma de mar,
de ahí que esté sobre una concha —explicó.
Me encontré acercándome hasta donde estaba para
escucharla mejor. No era tanto porque me interesase, sino
porque me gustaba escuchar cómo lo explicaba. Me gustaba su
voz.
Entretanto la bañera se llenaba, Amanda iba de un lado a
otro por el cuarto de baño preparándolo todo: extendió una
alfombrilla en el suelo, sacó un cepillo de dientes nuevo de un
cajón y lo dejó en el lavabo y cogió una toalla limpia de un
armario.
—¿Venus? —pregunté con curiosidad. Conocí a una puta
en San Andrés que se llamaba así, pero no se parecía a la de la
lámina.
—La diosa romana del amor —aclaró—. Su pareja era
Marte, el dios de la guerra. Aunque no entiendo por qué se
gustaban si el amor y la guerra son dos cosas tan opuestas, ¿no
te parece? —reflexionó.
No supe qué contestar. Puede que tuviésemos la misma
edad, pero estaba claro que la niña me superaba en
conocimientos y en inteligencia.
«No consientas que te haga sentir inferior. Pégale un buen
puñetazo que deje a la zorrita fuera de combate, roba todo lo
que encuentres y escapa», instigó mi demonio interior y
reconocí en él el eco de la voz maligna de Ezequiel.
Lo que me frenaba a obedecer era que ella no parecía
tener la intención de hacerme sentir inferior o de dárselas de
sabionda. Solo parecía amigable.
«No te dejes manipular por su sonrisa. Atácala», gruñó mi
demonio.
Apreté el puño.
Antonio, uno de los sicarios, me había estado entrenando
durante los tres años que estuve en San Andrés. Me enseñó a
infringir el mayor daño posible cuerpo a cuerpo, a ser letal con
una navaja y hasta a disparar. Un buen golpe en el mentón la
dejaría inconsciente. Solo tenía que…
—¡Ya está! —exclamó de pronto Amanda cerrando el
grifo—. Espero que no te importe que le haya echado un
poquito de mi gel al agua. Los baños de espuma son más
relajantes, ¿no crees? —Me encogí de hombros. Nunca me
había dado uno, así que no podía opinar—. Encenderé el
calefactor para que estés más calentito, ¿vale? Ahora veré si
encuentro algo de ropa limpia que te pueda servir. Si necesitas
algo más, dímelo —agregó antes de dejarme a solas.
Miré la bañera, indeciso. El agua debía de estar
deliciosamente caliente porque el vapor ascendía de forma
sinuosa entre las volutas de espuma. Además, olía a lavanda.
Como ella.
Necesitaba bañarme, era un hecho, y ya que la niña se
había tomado tantas molestias para prepararlo… ¿Cuándo fue
la última vez que alguien me había mimado de esa forma?
«Aprovéchate de su buena voluntad. Luego déjala
knockout, roba todo lo que encuentres de valor y escapa»,
insistió mi demonio interior.
«Sí, haría eso, pero después del baño», decidí y comencé
a desvestirme con cuidado.
Me quité la camisa de franela y la camiseta y, cuando
estaba desabrochándome el pantalón, oí que llamaban a la
puerta. De repente, Amanda entró con varias prendas de ropa
en la mano.
—Creo que este chándal te quedará bien. Era de mi
hermano, pero ya no le viene y lo tenía… —Se calló de
repente al ver mi pecho y sus ojos se desorbitaron.
Había irrumpido tan rápido que no me dio tiempo a
reaccionar. Solo atiné a girarme de cara a ella para que no me
viera la espalda, pero eso solo le dio una visión clara de la
marca que tenía en el centro del pecho: una «C» grabada a
fuego.
La marca del Cártel de Comales.
Mi abuelo me la había estampado como si fuese una res
de su posesión, para que todos supiesen a quién pertenecía.
Para que yo nunca lo olvidase.
—¿No te han dicho nunca que no sirve de nada llamar si
entras sin que te den permiso? —mascullé iracundo mientras
me cubría por delante.
Fue un error porque, al percibir mi incomodidad, ella
evitó mirarme ahí y acabó desviando su atención hacia un
punto detrás de mí. Entonces, sí, su expresión de horror fue
total. Comprendí al instante lo que ocurría: había un espejo
que le daba una panorámica perfecta del estado en el que
estaba mi espalda.
Vi cómo palidecía y sus ojos se llenaban de lágrimas, y
eso me enfadó todavía más. Lo último que quería era su
compasión.
—Yo… te dejaré esto aquí —farfulló casi sin voz
entretanto colocaba la ropa sobre el taburete que había al lado
de la puerta—. Lo siento —agregó muy bajito y se fue tan
rápido como había llegado.
Supe que su disculpa venía más por el estado de mi
espalda que por su abrupta interrupción y el tono de lástima
que usó me hizo más daño que todos los golpes que me había
dado el señor Martin.
De repente, ya no me sentí tan mal con la idea de darle
una lección a la niña después del baño.
CAPÍTULO 4
Dan

C
uando salí del cuarto de baño, Amanda no estaba allí.
Tal vez fuese mejor así. Estaba avergonzado porque
hubiese visto la marca de mi pecho y los golpes de mi
espalda. Lo curioso era que, por mucho que me molestase su
compasión, no me sentía bien con la idea de hacerle daño
físico.
Con robarle, en cambio…
Sin pérdida de tiempo, fui directo al joyero. Lo abrí y cogí
todo lo que encontré en él de forma apresurada: pendientes,
colgantes, anillos… La mayoría eran piezas sencillas, pero de
oro. Seguro que podría revenderlas a buen precio.
Después, cogí la hucha, la puse sobre la cama para
amortiguar el ruido y usé la lamparita de noche, que era
metálica, para romperla. Al segundo golpe el cerdito de barro
se hizo trizas, desparramando sobre la colcha un montón de
monedas y algunos billetes. Sonreí. Al menos habría
doscientos dólares. Me los metí en el bolsillo y me dirigí
corriendo hacia la puerta, pero entonces apareció en el vano
una mujer que me bloqueó la salida.
No sé quién estaba más sorprendido de los dos al
encontrarnos cara a cara, si ella o yo.
La mujer era morena y tendría unos cincuenta años. Pensé
en darle un empujón para poder salir, pero era de complexión
robusta y sabía que no podría con ella.
En aquel momento, Amanda apareció por detrás de ella
cargada con un botiquín y se nos quedó mirando con los ojos
como platos. Tal vez si ella hubiese sabido disimular y mentir,
podría haber dado cualquier excusa: que era un compañero de
clase, un amigo, no sé… Sin embargo, la cara de culpabilidad
de la niña haría sospechar al más tonto, y aquella mujer no
parecía que lo fuera.
Me repasó de arriba abajo y luego miró con enfado a
Amanda.
—Ya sabía yo que estabas tramando algo. Tanta comida
para una gata no era normal. —Por el acento, deduje que era
mexicana—. Me mentiste —añadió chascando la lengua.
—No te mentí, Carmen —repuso la niña—. Mencionaste
si había colado a otro anciano en el cobertizo, y no lo he
hecho.
—No, esta vez has metido en casa a un chavito callejero y
espabilado que te ha destripado la hucha mientras no estabas
—contraatacó la mujer señalando hacia los restos del cerdito
que estaban sobre la colcha.
Amanda miró hacia allí y luego posó sus ojos en mí.
Durante un segundo, vi más decepción que reproche, por eso
me sorprendió tanto cuando la escuché decir:
—No ha robado nada, yo le di el dinero de mi hucha.
Se me abrió la boca por el asombro. ¿Por qué acababa de
encubrirme si me había aprovechado de ella? Sin embargo, no
era momento para preguntar. Era hora de escapar de allí.
—Bueno, ya que se ha aclarado que no he robado nada,
será mejor que me vaya —farfullé mientras sorteaba a la mujer
para salir de la habitación.
—No te puedes ir sin que te cure la espalda —protestó
Amanda de pronto cortándome el paso.
Solté un taco entre dientes al oírla porque, como era de
esperar, el comentario llamó la atención de la mujer.
—¿Qué le pasa en la espalda? —inquirió.
Le lancé una mirada de advertencia a la niña para que se
mantuviera callada, pero, o no la vio, o la ignoró.
—Le han fustigado —susurró la muy bocazas en tono
compungido.
—Lo que me hayan hecho no es asunto de nadie —
mascullé con enfado.
Antes de que me pudieran detener, empujé a Amanda a un
lado para quitarla de mi camino y bajé las escaleras corriendo.
Sin embargo, mi cuerpo no actuó como esperaba. En lugar de
descender con la agilidad que me caracterizaba, y tal vez
debido a la fiebre, cuando iba por la mitad acabé tropezando
con mis propios pies y rodando hasta la planta baja. Un dolor
agudo estalló en mi cabeza y, después, todo se volvió negro.
***
Abrí los ojos despacio y me di cuenta de que estaba tumbado
boca abajo en una cama mullida que olía a limpio. No sentía
dolor, solo la reconfortante calidez del edredón que me cubría.
De forma automática, en cuanto tuve consciencia me llevé una
mano al cuello. Suspiré de alivio al palpar la cadenita que lo
rodeaba con la pequeña cruz de oro.
—Por fin has despertado —susurró una voz femenina y
tardé un segundo en comprender que me hablaba a mí.
Me giré en la cama y la vi. Era la mujer fornida que me
había pillado saliendo de la habitación de Amanda. Estaba
sentada al lado de la cama, observándome, aunque no pude
leer en sus ojos lo que estaba pensando.
Intenté incorporarme, pero un pinchazo en la cabeza me
hizo soltar un gemido y volver a caer.
—¿Qué me has hecho?
—¿Que qué te he hecho? —repitió incrédula y bufó—.
Fue cosa tuya. Te caíste por la escalera tratando de huir —
explicó y al instante recordé el traspiés y cómo rodé hasta
acabar en el suelo—. Te hiciste un buen chichón, pero no hay
más daños que no tuvieras antes. Llevas horas durmiendo.
Tenías fiebre y tu cuerpo necesitaba reposo. Algunas de las
heridas de la espalda se estaban infectando y les he aplicado
una pomada antibiótica.
—Nadie te pidió que me cuidaras —mascullé de malos
modos. No quería estar en deuda con ella.
—En eso te equivocas. Amanda estaba muy preocupada
por ti y me suplicó que te curara —agregó cabeceando hacia
un lado.
Miré hacia ese lado y vi a la niña acurrucada en un sillón,
dormida. Estaba tapada con una manta, pero un brazo lo tenía
por fuera y pude ver que lo llevaba vendado.
—¿Qué le ha pasado?
—Cuando la empujaste se cayó al suelo y se dislocó la
muñeca —respondió y noté cierto tono de reproche—. Pero,
tranquilo, no te culpa. Es más, no se ha querido mover de tu
lado de lo preocupada que estaba por ti.
¿Se preocupaba por mí después de intentar robarle y
herirla en mi huida?
—Es tonta —mascullé molesto porque me hizo sentir
culpable.
—Amanda tiene un corazón demasiado bondadoso, que
no es lo mismo —rebatió ella—. Algún día entenderás que las
personas realmente buenas son una especie en peligro de
extinción, un raro tesoro, y hay que protegerlas. —Bufé. Me
parecía una chorrada. Las personas buenas eran débiles e
idiotas.
»Me ha dicho que te llamas Rafael y que necesitas ayuda
—comentó Carmen cambiando de tema.
—No necesito nada de nadie —farfullé de forma
automática.
—Eso sí que es orgullo y arrogancia —resopló una voz
masculina con un deje de burla.
Miré de dónde procedía y me encontré con un hombre
enjuto, bajito y con bigote. Tendría más o menos la edad de la
mujer, y el cabello y los ojos del mismo tono oscuro. Estaba
apoyado en la pared justo al lado de la puerta y supe al instante
que no estaba ahí por casualidad. Por muy relajado que
pareciese con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba listo
para bloquearme el camino si intentaba escapar.
Me tensé de golpe.
—No te asustes —comentó la mujer.
—¡No estoy asustado! —repuse al instante en tono
ofendido.
—Él es Raúl, mi marido. Te trajo hasta aquí, a nuestra
casa, cuando perdiste el conocimiento. Y, ya puestos, yo soy
Carmen.
»¿Te has escapado de tu casa porque te maltrataban? —
tanteó la mujer
—No tengo casa.
—¿Y tus padres?
—Muertos.
—Es evidente que eres mexicano —intervino Raúl—.
¿Has cruzado solo la frontera?
Apreté los labios. No pensaba decirles nada más.
—¿A dónde te diriges?
No respondí.
La mujer y su marido compartieron una mirada
significativa. Luego el hombre dejó escapar un suspiro.
—Mira, si no nos cuentas nada, tendremos que llamar al
sheriff, que se verá obligado a avisar a Servicios Sociales y…
Entonces sí, me puse a hablar. Les conté que me llamaba
Rafael Sánchez. Que mis padres eran gente humilde y fueron
asesinados por los sicarios de un cártel por estar en el lugar
equivocado, en el momento inoportuno —algo, por desgracia,
bastante habitual en México—. Que yo conseguí escapar,
aunque me marcaron el pecho con un hierro candente a modo
de advertencia. Que la policía fronteriza me descubrió al
cruzar a Estados Unidos, y que mis padres de acogida eran
unos maltratadores. Que no tenía dónde ir.
Verdades y mentiras entremezcladas de forma creíble. Y
sí, me creyeron.
Carmen y Raúl volvieron a mirarse. Era como si pudiesen
dialogar en silencio.
—Aunque no lo creas, yo pasé por una situación similar
—confesó el hombre—. Mi madre murió al poco de nacer yo,
y mi padre bebía mucho y me pegaba cada vez que se
emborrachaba. A los catorce años decidí escapar de casa y
cruzar la frontera para buscar una vida mejor en Estados
Unidos. Aunque yo no tenía tanto orgullo y agradecí en el
alma cada vez que alguien intentaba echarme una mano —
añadió con retintín.
—Raúl —reprendió la mujer chascando la lengua—. Lo
que mi marido está intentando decirte es que nos gustaría
ayudarte.
—¿Por qué querríais hacerlo? —pregunté con
desconfianza.
Otro intercambio de miradas.
—La verdad es que siempre hemos querido tener un hijo,
pero Dios no nos ha concedido ese deseo —explicó Carmen
finalmente y en sus ojos detecté el brillo de las lágrimas.
Desconfié al instante. Los Martin me habían dicho algo
parecido y luego me habían tratado peor que a su perro.
—Podemos ofrecerte un lugar seguro. Un hogar en este
rancho. Incluso ir a la escuela —intervino Raúl—. Eso sí,
tendrás que seguir ciertas reglas.
—¿Qué reglas?
—Esperamos que te comportes de forma correcta y que
nos trates con respeto.
«Eres un Ventura. Son ellos los que te deben respeto»,
masculló mi demonio interior.
—Además, se acabó lo de robar y no puedes volver a
hacer daño a ninguna de las personas que viven aquí —terció
Carmen—. Los Grayson siempre se han portado muy bien con
nosotros, incluso nos ayudaron a conseguir la residencia legal.
No me lo tragué ni por un segundo. Seguro que había gato
encerrado.
De cualquier forma, me sentía demasiado cansado como
para tratar de escapar otra vez. Necesitaba coger fuerzas.
—No tienes que darnos una respuesta ya —comentó Raúl
—. Puedes tomarte tu tiempo para conocernos antes de
decidirlo.
No había nada que decidir. No me pensaba quedar ahí.
Solo necesitaba dormir un poco más.
***
Cuando abrí los ojos de nuevo, me encontré solo en la
habitación. Aproveché para estudiarla. No era muy grande y
tenía los muebles básicos: la cama, una mesita de noche, un
armario y un escritorio con una silla; todo de madera. El suelo
estaba cubierto por una alfombra con motivos geométricos de
aspecto artesanal en tonos azules y marrones, a juego con la
cortina y el edredón.
Resultaba confortable, pero todo me parecía extraño. Todo
excepto una cosa: la lamparita en forma de estrella que
Amanda me había prestado y que reposaba sobre la mesita de
noche. Ese detalle me resultó inexplicablemente reconfortante.
La acaricié casi con reverencia.
—Te la puedes quedar si te gusta. —La voz de Amanda
me sobresaltó.
Me giré y la encontré en el vano de la puerta, sonriendo.
Eso acabó con mi paciencia.
—¡No puedes ser más tonta! Me he comportado como un
perro que muerde a la persona que cuida de él y, aun así, ¿me
sonríes y me regalas tu lamparita? —bufé entre incrédulo y
disgustado.
La sonrisa de Amanda vaciló hasta desaparecer. Clavó los
ojos azules en mí de una forma tan penetrante que pensé que
intentaba meterse en mi cabeza.
—¿Qué harías tú en mi caso? —inquirió en un susurro
calmo.
—Si un perro me muerde, lo molería a palos —gruñí con
enfado, pues era como me habían enseñado a actuar.
—Pero tú no eres un perro. Además, ¿qué sentido tiene
hacer eso? No creo que hayas actuado así porque seas malo.
Solo creo que estás solo y asustado, y desconfías de todos.
—¡No estoy asustado! —gruñí con furia.
—Pero ¿sabes qué? —prosiguió ignorando mi arrebato—.
La solución no es un castigo. Es darte el suficiente cariño
como para hacerte sentir protegido y amado. Y eso es justo lo
que he decidido hacer: voy a lograr que seas mi amigo.
Parpadeé totalmente descolocado por su absurda
declaración.
—¿Estás loca? No vamos a ser amigos.
—Ya lo veremos.
CAPÍTULO 5
Amanda

Tres años después…

S
in duda, había sido una idea nefasta preparar la
exposición para ciencias en el exterior de la casa.
Habíamos decidido sentarnos en una de las mesas de
madera que había desperdigadas por el rancho para hacer
pícnic o simplemente para pasar el rato. Estaban situadas en
los rincones preferidos de mi madre. La mesa en que nos
encontrábamos en aquel momento se ubicaba bajo un frondoso
roble y nos daba una vista perfecta del cercado en donde
paseaban las yeguas con sus potrillos. Ellos, por sí solos, ya
suponían una distracción porque eran muy monos. Con lo que
no había contado es que habría otra mayor rondando por allí.
Traté de concentrarme, de verdad que sí, pero era
imposible teniendo a Rafael en mi campo visual. Mis ojos lo
seguían en cada movimiento y mi cuerpo se inclinaba hacia él
como si fuese atraído por un imán.
Supongo que era lo mismo que le estaba pasando a
Caroline Morgan. De lo contrario, ¿por qué se estaba pegando
tanto a él?
—Se supone que a Carol le gusta mi hermano Noah, por
eso quiso formar grupo con nosotras para la exposición de
ciencias e insistió en que viniéramos al rancho G&G para
prepararla con la esperanza de poder verlo y hablar con él.
—Ajá —concedió Rachel de forma distraída sin levantar
la mirada de su bloc.
—Entonces, no entiendo por qué está coqueteando con
Rafe. ¿Crees que lo encuentra atractivo?
Qué pregunta más tonta. Claro que lo encontraría
atractivo.
Rafael había cambiado mucho desde su llegada a nuestro
rancho. Bajo el cariñoso cuidado de Carmen y Raúl, ya no
quedaba nada en él que recordase al niño bajito, desnutrido y
débil que encontré en el cobertizo.
En tan solo tres años, era casi tan alto como mi hermano
Noah, que medía un metro noventa, y todos decían que todavía
crecería más. También había cogido peso, pero todo muscular
y bien proporcionado.
Yo no había tenido esa suerte. Apenas superaba el metro
sesenta y mi cuerpo tendía a ganar peso con facilidad, pero de
un modo descompensado. Se me acumulaba todo en el pecho,
en los muslos y en el culo. Mi madre y Carmen decían que
tenía una figura muy femenina en forma de reloj de arena,
pero la mayoría de las chicas de mi clase insinuaban que
estaba gorda.
—Ajá —volvió a musitar Rachel.
Estoy segura de que ni siquiera había escuchado lo que le
había dicho. Cuando dibujaba se abstraía por completo.
—Tampoco comprendo por qué Rafe la está sonriendo de
esa manera —proseguí diciendo con cuidado de sonar
indiferente, aunque me sentía dolida por dentro—. Él no es de
los que sonríen sin más.
Podía dar fe de ello.
Me había costado más de un año lograr que Rafe se
hiciese mi amigo y me sonriera con esa calidez que parecía
salirle de forma tan fácil con Carol. Aunque, claro, hasta una
piedra sonreiría a Caroline Morgan. Tenía una cara preciosa,
una melena rubia lisa e impecable que le llegaba hasta la
cintura, un cuerpo esbelto y delicado y un carácter jovial. Era
animadora y con solo quince años ya había salido con dos
chicos. El último, el quarterback del equipo de rugby del
instituto, dos años mayor que ella, con quien se corría el rumor
de que había perdido la virginidad.
Rachel también había estado saliendo con un chico,
aunque no habían llegado más que a la segunda base, es decir,
besos y un poco de sobeteo. Lo sabía porque me lo había
contado con detalle y nos habíamos reído de ello.
Yo, en cambio, todavía no había salido con nadie. Ni
siquiera había dado mi primer beso. Y todo porque el chico
que me gustaba era inalcanzable.
Rafael Sánchez.
Primero se convirtió en mi mejor amigo y, durante meses,
nos hicimos inseparables. Me enseñó a pescar, a silbar y a
lanzar piedras al lago de forma que rebotasen en la superficie.
Así como me volvía muy tímida con otras personas, con él era
todo lo contrario, sentía la necesidad de hablarle. De compartir
mis pensamientos con él. De conocer los suyos.
Después, en poco tiempo, mis sentimientos empezaron a
cambiar igual que lo hacían nuestros cuerpos. Mi madre decía
que la adolescencia era una etapa de emociones efervescentes
y caóticas maximizadas por las hormonas. Pues bien, las mías
convergieron en Rafe. Comencé a ruborizarme cuando me
miraba, a cohibirme cuando estábamos juntos y a
estremecerme las pocas veces que me tocaba de forma casual.
Y sí, también a soñar con él. Sueños en los que nos
besábamos.
No obstante, él no parecía sentir lo mismo.
—La verdad es que hacen buena pareja —musité a
desgana viéndolos juntos. Los dos igual de bellos, pero de
formas opuestas. Él, tan masculino y moreno. Ella, tan
femenina y rubia—. ¿Crees que Rafe la encuentra guapa? —
añadí y la voz me tembló un poco.
—Ajá.
Miré a Rachel con el ceño fruncido al escuchar otra de sus
vagas respuestas afirmativas.
—¿Crees que si me tiño el pelo de rubio y adelgazo diez
kilos me pedirá salir a mí?
—Ajá.
—¡Rachel! —protesté y levanté tanto la voz que hasta
Carol y Rafe, que estaban a unos veinte metros de distancia, se
giraron alarmados.
Este último entrecerró los ojos por un segundo al
observarme antes de que la rubia volviese a captar su atención.
Bajé la mirada, mortificada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel haciéndome caso al
fin.
—No me estás escuchando.
—Claro que sí —repuso ella y empezó a argumentar:
»Ajá, Carol ha accedido a hacer el trabajo de exposición
con nosotras para ver si se cruzaba con Noah, de lo contrario,
no estaría aquí. Y como tu hermano no le ha hecho ni caso y
ha visto a Rafael, pues se ha acercado a él.
»¿Que si le resulta atractivo? Por supuesto. Rafael no es
guapo de un modo convencional, pero tiene un aspecto exótico
y un aura de rebelde malote que resulta muy sexi.
»¿Que si creo que Rafe la encuentra guapa? Sí porque
Carol es muy guapa —afirmó con convicción hundiendo mi
ánimo del todo. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas
y bajé la mirada para ocultarlas.
»Pero ¿sabes qué? —agregó en un tono suave y dulce,
dándome un toquecito en la barbilla para que la mirara—. No
hace falta que te tiñas de rubia ni que adelgaces. Estoy segura
de que a Rafael le gustas tal y como eres y acabará pidiéndote
salir.
La miré con asombro. No porque acabase de demostrar
que había estado escuchando cada una de mis palabras, sino
por su última declaración.
—¿Qué te hace pensar que le gusto?
—Oh, vamos, Amy. —Volteó los ojos—. Le gustas tanto
como él a ti, solo que él lo disimula mejor.
Esa posibilidad, aunque no terminara de creerla, hizo
aletear mi corazón. Guiada por un impulso, me lancé sobre
Rachel, la envolví entre mis brazos y le di un sonoro beso en
la mejilla. Por algo era mi mejor amiga. Siempre conseguía
decir lo correcto para animarme y para mitigar mis
inseguridades.
Rachel era de las más populares del instituto. Era guapa,
tenía una preciosa melena pelirroja y un cuerpo esbelto de
piernas interminables; su familia era tan rica como la mía,
pues su abuelo era Jacob Sinclair, un magnate muy poderoso
de Texas; también era inteligente, extrovertida y tenía mucha
personalidad.
Todavía no comprendía qué la había llevado a hacerse mi
amiga un año atrás. Bueno, tal vez sí. A pesar de nuestras
diferencias, teníamos algo muy poderoso en común: nuestra
pasión por el arte. Nos podíamos pasar horas hablando del
tema. A las dos nos fascinaba por igual, aunque lo
expresábamos de formas diferentes. A mí me gustaba
estudiarlo, y ella era una artista nata. Rachel desbordaba
creatividad y talento. No había más que ver el hermoso dibujo
que estaba haciendo en aquel momento: una yegua con su
potrillo. Los trazos ágiles y delicados parecían cobrar vida en
el papel.
Mi sueño era estudiar Historia de Arte y hacerme asesora
de arte. Tal vez trabajar para algún museo o incluso montar mi
propia galería. El de Rachel, cursar Bellas Artes y convertirse
en una gran artista.
—¿Por aquí se reparten besos? —Una voz masculina nos
hizo dar un respingo. Mi amiga y yo nos giramos al unísono y
nos encontramos con Leandro Guzmán, uno de los peones que
estaban en periodo de prueba, que se había aproximado a
nosotras por detrás. Tenía dieciocho años y llevaba solo dos
semanas trabajando en el rancho a las órdenes de Raúl. Era
alto, de cuerpo atlético y bastante guapo, con el pelo oscuro y
los ojos color miel. Además, parecía muy agradable. Siempre
que me veía me saludaba y me contaba algún chiste o anécdota
divertida que me hacía reír.
»Porque, en ese caso, yo quiero uno —prosiguió diciendo
al tiempo que me guiñaba el ojo.
Me hubiese gustado hacer alguna réplica graciosa y
desenfadada. En cambio, me ruboricé al instante y bajé la
mirada, un tanto cortada.
—Lo que se repartirá será un puñetazo como no dejes de
perder el tiempo y sigas haciendo tu trabajo —intervino otra
voz en tono malhumorado.
La reconocería en cualquier parte.
Rafael.
Me giré sorprendida al encontrarlo de repente a mi lado.
Ni siquiera me había percatado de que se hubiese acercado. Lo
miré de reojo. Tenía los puños apretados y parecía enfadado.
Por regla general, era bastante serio y no demasiado sociable,
pero nunca lo había visto mostrarse tan abiertamente hostil con
nadie hasta aquel momento.
—Relájate, chico —bufó el otro sin amilanarse—. Estaba
bromeando con la señorita Amanda y eso no es perder el
tiempo. Sobre todo, si consigo hacerla sonreír —añadió en
tono galante.
Mis labios empezaron a esbozar una sonrisa en respuesta
hasta que sentí un peso en mi hombro. Me quedé de piedra al
darme cuenta de que era la mano de Rafe. Por muy amigos que
fuésemos, siempre evitaba el contacto físico, más aún delante
de otras personas.
A pesar de que llevaba una camiseta de manga corta, la
calidez de su tacto traspasó la tela provocándome un
estremecimiento.
—La señorita Amanda no tiene tiempo para bromas.
Tiene que centrarse en preparar un trabajo de clase, así que
sigue tu camino y no molestes.
«Creo que la señorita Amanda puede hablar por sí
misma», pensé algo consternada, pero, como siempre,
contradije mi voluntad y no dije nada.
—Que seas el sobrino del capataz no te da derecho a dar
órdenes —replicó Leandro. Era lo que todos en el rancho
creían, que Rafe era el sobrino de Raúl, al que había acogido
tras la muerte de sus padres—. Además, no creo que la
estuviese molestando —añadió y me dirigió un mohín de pena
—. ¿Verdad, hermosa?
El pequeño piropo me hizo sonrojarme hasta la raíz del
pelo.
—No —farfullé porque realmente Leandro no había
hecho nada malo.
El rostro del chico se iluminó.
—¿Ves? No la he molestado —afirmó dirigiéndose a
Rafael.
Por un instante, la mano de Rafe se tensó en mi hombro,
pero después la apartó. Algo en ese gesto hizo que me
arrepintiese al instante de mi respuesta. Lo observé
sintiéndome culpable sin saber muy bien la razón. Tenía el
rostro pétreo y la mandíbula apretada mientras mantenía los
ojos sobre Leandro, como dispuesto a saltar sobre él a la
menor provocación.
Nunca lo había visto así.
—Bueno, ya es hora de que vuelva al trabajo —comentó
Leandro antes de despedirse de nosotras con una inclinación
de su sombrero y de dedicarme otro guiño que hizo gruñir a
Rafe.
Abrí la boca para preguntar a mi amigo por qué demonios
estaba actuando de esa manera, pero, antes de que pudiera
hacerlo, se marchó con paso airado sin siquiera mirarme ni
decir adiós.
No entendí nada.
Incluso Rachel y Caroline me miraron con una expresión
que no supe descifrar.
—Tal vez sea mejor seguir con el trabajo dentro de casa
—atiné a decir mientras empezaba a recoger. Al ver que las
otras no se movían, me extrañé—. ¿Qué ocurre?
—¿Es que no has visto lo que ha pasado? —inquirió
Rachel con los ojos como platos.
—¿Que Rafe está de malhumor? Le pasa de vez en
cuando, aunque nunca lo había visto así. Debe de tener algún
problema con Leandro.
Rachel y Caroline se miraron por un segundo y las dos se
echaron a reír.
—El problema que tiene con Leandro eres tú. Le gustas
—explicó Rachel.
—¿Le gusto a Leandro?
—Y a Rafael —repuso Caroline con una mueca—. Debí
haberme percatado antes. Cuando estábamos hablando no
paraba de miraros de reojo, aunque pensé que la que le
interesaba era Rachel —agregó pensativa, y no la culpé, yo
también lo hubiese supuesto así.
»Tendrías que ver lo rápido que se ha movido cuando ha
visto que Leandro se te acercaba —prosiguió diciendo—. Un
segundo estaba delante de mí, y parecía prestarme toda su
atención, y al siguiente a tu lado. Incluso me ha dejado con la
palabra en la boca, cosa un poco maleducada, todo hay que
decirlo.
—La verdad es que no comprendo por qué ha actuado así
—musité.
—Celos —respondieron Rachel y Caroline al unísono.
—¿Celos? —repetí y solté una risita de incredulidad—.
Qué va.
—Rafael se ha puesto celoso al ver que Leandro se te
acercaba —insistió Rachel.
—Solo le ha faltado mearte encima para marcar territorio
—añadió Caroline—. No hay más que ver cómo te ha puesto
la mano en el hombro. Bryan, mi ex, también hacía eso cuando
algún chico se paraba a hablar conmigo en los pasillos del
insti. Es un típico gesto posesivo, como cogerte de la cintura.
—No creo que Rafe lo haya hecho con esa intención —
objeté—. Solo somos amigos.
—Bueno, solo hay una forma de comprobarlo —comentó
Rachel y me dedicó una sonrisa que no auguraba nada bueno.
—Me da miedo preguntar cuál.
—Coquetea con Leandro delante de él para ver cómo
reacciona —respondió Carol, que parecía estar en la misma
onda que Rachel.
—No sé cómo coquetear —farfullé apocada.
—Sonríele así —indicó Carol y esbozó una sonrisa
esquiva y encantadora que traté de imitar sin mucho éxito.
—Juega con tu pelo —propuso Rachel.
—¿A qué?, ¿al parchís? —bufé.
—No, tonta, enrédate un mechón con un dedo y hazlo
girar así —instruyó Rachel entretanto enroscaba uno de los
rizos rojizos en el dedo índice.
—¿Se supone que eso es seductor? —pregunté dudosa.
—Para los chicos, sí —contestó Carol con absoluta
convicción y, como ella era la que más entendía del tema, la
creí—. Otra cosa que no falla es captar la atención sobre tu
boca —continuó diciendo—. Muérdete el labio inferior o
humedécete los labios con la lengua.
—¿Qué sentido tiene hacer eso? —inquirí confusa.
—Si le gustas, le entrarán ganas de besarte —aclaró
Rachel.
—Cuando hables con él, baja la mirada como si sintieras
algo de vergüenza —prosiguió Carol.
—¿Algo de vergüenza? ¡Sentiré toda la vergüenza del
mundo! —exclamé sofocada.
—Tal vez esa sea la clave de tu éxito con ellos —
reflexionó Carol—. Desprendes una inocencia que a algunos
chicos les resulta muy atractiva.
—Amy es atractiva de por sí —afirmó al instante Rachel,
aunque a Carol se le escapó un gesto de duda que me dolió un
poco.
—Os lo agradezco, pero no creo que sea capaz de hacer
todo eso.
—Tú misma, pero es la mejor forma de comprobar si
realmente le gustas a Rafael —concluyó Carol.
***
Era una idea pésima y no tendría que haberme dejado
convencer, pero allí estaba, en las caballerizas, portando una
jarra de limonada y unos vasos. Estábamos a principios de
mayo, pero la tarde era especialmente calurosa, y Carmen
había pensado en ofrecer a los chicos algo fresco para beber.
Normalmente se encargaba ella de llevar la bandeja con todo,
pero en aquella ocasión yo había insistido en hacerlo. Era el
momento perfecto, pues Raúl había ordenado a Rafe y a
Leandro que limpiasen juntos las caballerizas.
El plan era sencillo: estando a la vista de Rafe, acercarme
a Leandro y tontear un poco con él para ver cómo reaccionaba
mi amigo. Según Rachel y Carol, si se molestaba era porque
realmente estaba celoso, un indicativo de que yo le gustaba. Si
me ignoraba… Bueno, era una mala señal.
Cogí aire, hice acopio de todo mi valor, que no era
mucho, y me adentré en el lugar.
—Buenas tardes, os traigo un refresco —solté en lo que
pretendí que fuera un tono despreocupado mientras apoyaba la
bandeja en la repisa.
Con las manos temblando de nervios, llené el primer vaso
y me giré hacia los chicos, que estaban en lados opuestos
frente a mí.
Casi se me cae el vaso al verlos por primera vez. Leandro
se había quitado la camiseta y su torso lucía brillante por el
sudor. Era delgado, pero sus músculos estaban bien perfilados
y tenían un atractivo tono tostado. Sin duda, estaba muy
bueno.
En cuanto a Rafe… Era Rafe. Me temblaban las rodillas
solo con verlo. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba a
la vista sus brazos musculados. Nunca se quedaba con el torso
desnudo delante de otras personas, supongo que para evitar
que le viesen la marca que tenía en el centro del pecho, pues
era una prueba indeleble de lo mucho que había sido
maltratado.
¿Qué pensaría si supiese que deseaba borrarla con caricias
y besos?
En aquel momento, Leandro subió un pie en el fardo de
heno e hinchó el pecho tensando los músculos, como si
estuviese alardeando de cuerpo. Y sí, tenía motivos para
alardear.
—Me muero por un poco de tu limonada —comentó con
un guiño, y sentí que me ponía como un tomate.
Rafe le dirigió una mirada fulminante, aunque no dijo
nada. Todos mis instintos clamaron por llevarle a el vaso en
primer lugar e incluso di un pequeño paso involuntario hacia
él; sin embargo, en el último momento, decidí seguir con el
plan y me acerqué a Leandro.
Traté de recordar las instrucciones de Rachel y de Carol
para coquetear:
«Sonríele».
Esbocé una sonrisa tan grande que mis mejillas dolieron
mientras me aproximaba a él y le tendía el vaso.
«Juega con tu pelo».
Alcé la mano que tenía libre para hacerlo y entonces me
di cuenta con horror de que llevaba el pelo recogido en un
moño. Gracias a Dios, eso debilitó mi inmensa sonrisa porque
era todo un esfuerzo mantenerla.
«Muérdete el labio inferior o humedécete los labios con la
lengua».
Opté por la segunda opción y me relamí los labios. El
problema fue que exageré demasiado y noté que había dejado
babas, así que me sequé la boca con la mano, toda apurada.
Por suerte, Leandro estaba bebiendo en ese momento y no
fue testigo de esa pequeña humillación. Solo rezaba para que
Rafe tampoco lo hubiese visto.
No tuve que esforzarme en el siguiente paso: «Bajar la
mirada como si sintiera vergüenza». Realmente me sentí
mortificada por lo mal que me estaba saliendo el coqueteo.
—Muchas gracias, hermosa —musitó al terminar.
Esperé escuchar algún gruñido molesto de Rafe ante el
piropo, como la otra vez, pero no oí nada. Lo miré de reojo.
Estaba esparciendo el heno en uno de los cubículos con una
horquilla sin prestarnos ninguna atención.
En aquel momento, Leandro me tendió el vaso vacío. Se
había quitado los guantes de trabajo al tomarlo y, al
devolvérmelo, sus dedos rozaron los míos por un segundo. El
gesto me incomodó por completo y di un paso atrás. Su mirada
divertida ante mi reacción me turbó todavía más.
—Rafe, ¿te sirvo uno? —farfullé.
—Gracias, pero ahora no tengo sed —respondió mi amigo
en tono distraído sin siquiera mirarme.
—Bueno, dejaré la bandeja ahí por si luego te apetece —
atiné a murmurar.
Su absoluta indiferencia fue prueba suficiente para lo que
yo ya sabía: no estaba celoso en absoluto. No le gustaba. Solo
éramos amigos.
Con ese convencimiento en mente, salí de las caballerizas
con el ánimo por los suelos.
CAPÍTULO 6
Dan

A
un sin girarme, supe el instante justo en que Amanda
salió de las caballerizas porque mi cuerpo perdió parte
de su rigidez. Era como un sexto sentido. Cuando la
tenía cerca, me tensaba, cada partícula de mi ser vibraba, el
corazón se me aceleraba y me costaba respirar con
normalidad. Sin contar con que había perdido el control de mi
polla y cobraba vida ante cualquier atisbo de ella.
Era un hecho: estaba loco por Amanda Grayson.
No había sido algo instantáneo.
Durante los primeros meses de mi estancia en el rancho
G&G, la detesté. La consideré una pusilánime. No importaba
lo mal que la tratase o que le dijese que me molestaba y que no
la quería cerca. Ella me seguía allá donde fuese y no cejaba de
intentar congraciarse conmigo. Además, no dejaba de parlotear
de cosas que a mí me traían sin cuidado —algo curioso porque
con los demás era más bien introvertida— y se portaba bien
con todos, incluso con los que la hacían daño. Era tan absurda
que resultaba desquiciante.
Un día especialmente frío de principios de marzo, estaba
pescando en el pequeño embarcadero del lago que había
dentro de la propiedad, y ella me trajo chocolate caliente en un
termo. Ni siquiera se lo agradecí, pero eso no impidió que se
sentara a mi lado mientras me lo tomaba sin compartirlo, así
de capullo era con ella por aquella época. Durante diez
minutos me estuvo contando cómo le había ido el día en el
colegio. Mi demonio interior me susurraba que la hiciera
callar. Finalmente, le hice caso y la empujé al agua. No pensé
en que era invierno y que estaría helada. Ni que el lago estaba
a unos doscientos metros de la casa y que tendría que regresar
empapada con el frío que hacía.
Como era lógico, Amanda enfermó.
Contra toda lógica, no me culpó a mí en ningún momento.
Es más, les dijo a todos que había resbalado y había caído. Y
mantuvo aquella mentira, a pesar de que estuvo al borde de la
muerte por una neumonía grave.
Durante el tiempo que estuvo postrada en cama, la
culpabilidad y los remordimientos me reconcomieron por
dentro. Pero, sobre todo, sentí miedo. Miedo de que me
delatara y de que Raúl y Carmen se enterasen de lo que había
hecho y me echaran por haber incumplido la norma de no
volver a hacer daño a ninguno de los Grayson.
No quería perder mi vida en el rancho G&G. Me gustaba.
Me gustaba mucho. Me llevó solo un mes olvidar mis
pretensiones de escapar en cuanto pudiera y proseguir mi
rumbo hacia el norte. Raúl y Carmen me trataban con respeto
y cariño, y me ofrecieron una estabilidad que hasta entonces
no había conocido. Un hogar.
El matrimonio vivía en una casa al lado de la principal
con un bonito jardín al que Carmen dedicaba su tiempo libre.
Fue en donde se detuvo la furgoneta en la que viajé escondido
al llegar por primera vez al rancho, pues resultó ser Raúl el
que la condujo hasta allí.
La casa no era muy grande; solo tenía dos habitaciones: la
de matrimonio, en la que ellos dormían, y una individual, la
mía, aquella en la que desperté después de caer por las
escaleras. Era mi pequeño santuario. Carmen y Raúl ni
siquiera entraban sin pedirme permiso, algo que me hacía
sentir extrañamente seguro. Me gustaba que respetasen mi
espacio.
También me habían dado la oportunidad de ir al instituto
—no al mismo que Amanda, pues ella iba a Greenhill School,
una escuela privada en el norte de Dallas con un reputado
programa en artes, y yo, al instituto público que había en
Trenton—, y, si hacía tareas en el rancho, Raúl me daba una
pequeña paga que ahorraba con esmero por si los sicarios de
mi abuelo aparecían de improviso y me veía en la necesidad de
escapar. De hecho, lo guardaba en una mochila junto con otras
cosas de primera necesidad que mantenía en el fondo del
armario en caso de tener que huir de forma precipitada.
Con lo único que no contaba durante el tiempo en que
Amanda estuvo recuperándose de la neumonía fue con que la
echaría de menos. Su sempiterna sonrisa; sus monólogos sobre
arte o las anécdotas de cómo le había ido el día; la forma en
que trataba de cuidar de mí, aunque yo no se lo hubiese
pedido.
Cuando recobró la salud, algo cambió. Ella continuaba
buscando mi compañía, pero con cierta cautela, como si
temiera mi reacción. Eso me molestó. Joder, me dolió. Me
encontré esforzándome por ser más amable y por recobrar la
confianza innata que había demostrado conmigo desde un
principio. Llegué a valorar su amistad. Finalmente comprendí
lo que Carmen trató de explicarme: que Amanda era un raro
tesoro. Una persona dispuesta a darlo todo por los demás de
forma desinteresada. Una verdadera amiga. Un ángel.
Sin embargo, en aquel último año, al mismo tiempo que
mi cuerpo se desarrollaba, me encontré observándola de otra
forma. Los dos habíamos entrado de pleno en la adolescencia:
Amanda se había vuelto exquisitamente voluptuosa, y yo
estaba más salido que el pico de una mesa. Me empalmaba de
forma incómoda solo con verla.
Mi primer sueño húmedo fue con ella y con sus
exuberantes pechos.
La primera vez que me masturbé fue pensando en su boca
y en todo lo que me gustaría hacerle.
Había perdido el control por completo de mi mente, de mi
cuerpo y sí, también el de mi corazón. Estaba enamorado de
ella de forma irremediable, y no sabía muy bien cómo
gestionar todas las emociones que ese sentimiento había
despertado en mí.
Ternura.
Pasión.
Posesividad.
Celos.
Eso último era lo que peor llevaba. Fe de ello era lo
mucho que me estaba costando no clavarle la horquilla a
Leandro y destriparlo allí mismo al escuchar el tono lascivo
con el que había hablado a Amanda: «Me muero por un poco
de tu limonada».
Menudo capullo.
Aunque en aquellos momentos no estaba enfadado solo
con él. Que Amy le hubiese llevado el refresco a él primero
me había hecho sentir dolido y traicionado. Sin contar la
escenita de aquella mañana junto al cercado de los potrillos.
Me cabreaba que ella se hubiese puesto de su lado.
No me gustaba Leandro. Había conocido a muchos
indeseables en mi vida como para reconocerlos al instante.
Puede que su sonrisa aparentemente amable eclipsase su
mirada fría y calculadora, pero a mí no me engañaba. Estaba
podrido por dentro.
—No entiendo cómo has podido rechazar la limonada —
comentó en aquel momento—. Está casi tan buena como la
señorita Amanda. —Apreté el mango con tanta fuerza que la
madera crujió, pero me controlé y seguí trabajando.
»Esa chiquilla es una cosita muy dulce, ¿no crees? —
prosiguió diciendo. «Contente e ignóralo. Solo quiere
provocarte», aconsejó mi cerebro.
»Tiene un buen culo. Y menudas tetas. Cada vez que la
veo me entran ganas de estrujarlas entre…
A la mierda la contención.
Me giré y lancé la horquilla con tanta fuerza que se clavó
en la madera de la pared a menos de cincuenta centímetros de
su cabeza.
—No te atrevas a terminar esa frase —gruñí.
—¿Estás loco? —farfulló Leandro lívido—. Casi me
ensartas con ese trasto.
—Pues no vuelvas a abrir esa bocaza si no quieres que el
«casi» se convierta en un hecho —espeté—. Y ni se te ocurra
ponerle un dedo encima a la señorita Amanda. Mantente
alejado de ella —le advertí antes de girarme.
Mi intención era marcharme de allí antes de perder los
nervios y liarme a golpes con él. A Carmen y a Raúl no les
gustaba que me metiera en peleas, y yo intentaba evitarlas para
no molestarlos.
—Es ella la que me persigue como una perra en celo —
musitó Leandro.
«Joder, es que así no hay forma de no partirle la cara»,
pensé antes de hacer justo eso.
Puede que tuviéramos igual estatura y complexión, pero
yo estaba azuzado por la ira. Mi puño golpeó de lleno en su
rostro y tuve la satisfacción de escuchar el crujido de un
hueso.
—Me cago en… ¡Mierda, creo que me has roto la nariz!
—protestó en tono plañidero al llevarse la mano a la zona y
ver que chorreaba sangre.
Estaba demasiado furioso como para pararme ahí, así que
le seguí dando. Un puñetazo en el estómago, otro en los
riñones, uno más en el ojo… Leandro empezó a dar manotazos
para defenderse. Me cogió de la camiseta, desgarrando la tela,
en un intento para esquivar la golpiza, pero yo seguí hasta que
escuché una voz tajante y autoritaria.
—Rafael, ¡detente! —Era Raúl.
Lo hice a desgana justo cuando iba a asestarle otro golpe.
Mi respiración estaba agitada. Abrí y cerré las manos para
liberar la tensión y aliviar el entumecimiento en los nudillos,
que se habían magullado al impactar sobre el cuerpo de
Leandro.
Entretanto, Raúl fue hacia Leandro, cuyas rodillas habían
cedido y se retorcía de dolor en el suelo.
—¿Se puede saber qué ha pasado? —inquirió Raúl.
Mantuve los labios cerrados. No era un chivato. Lo que
había pasado era entre Leandro y yo, y esperaba haber dejado
clara mi postura. Si aquel cretino apreciaba en algo su vida, no
volvería a dirigir la palabra a Amy.
Leandro me observó mientras Raúl lo ayudaba a
levantarse. Primero con odio, pero de repente sus ojos bajaron
un poco y se tornaron cautelosos. Seguí la dirección de su
mirada y mascullé un taco. Me había desgarrado la camiseta y
la «C» que tenía grabada en el pecho estaba a la vista. Siempre
era muy cuidadoso en no mostrarla.
¿La habría reconocido?
¿Sabría del Cártel de Comales?
Así como el Cártel de Sinaloa era conocido a nivel
mundial, el de Comales era más bien discreto y solo era
conocido dentro de los límites de Tamaulipas. Y se suponía
que Leandro era de Durango.
—Será mejor que te lleve al hospital —murmuró Raúl al
ver el estado de su nariz. Después, se giró hacia mí y en sus
ojos encontré algo peor que el enfado: decepción.
»En cuanto a ti, luego tendremos una pequeña charla.
***
Durante el resto de la tarde, me escondí en mi habitación y
aproveché para estudiar. Los exámenes finales estaban cerca y,
si aprobaba el curso con buena nota, Raúl me había dicho que
en verano podría sacarme el permiso de aprendizaje para poder
hacer las prácticas de conducción con él. Incluso insinuó que
me regalaría su vieja furgoneta para mi decimosexto
cumpleaños.
¿Seguiría en pie el trato después de lo que había hecho?
—Mijito, ¡ya está la cena! —La voz de Carmen me sacó
de mis pensamientos.
Salí de la habitación con cautela y me dirigí a la cocina,
en donde ella ultimaba los preparativos. Solíamos cenar tarde,
después de que ella dejara servida la de los Grayson y de que
Raúl organizase el trabajo de los peones para el día siguiente.
—¿Puedes alcanzarme la pimienta? —demandó Carmen
al verme entretanto removía el contenido de la cazuela con una
cuchara de madera—. Quiero dejar el mole preparado para la
comida de mañana.
Se me hizo la boca agua. Su pollo con mole era mi plato
preferido. Bueno, cualquier cosa que preparaba era una delicia
porque Carmen era una excelente cocinera.
Le entregué el botecito de pimienta y, al abrirlo para
facilitarle el uso, aspiré el picante aroma y sentí un cosquilleo
instantáneo en la nariz. Estornudé una vez. Dos. Tres. No
entendía el motivo, pero, desde que podía recordar, los
estornudos siempre me venían de a tres.
Carmen se rio y me guiñó un ojo.
—Eso es que tu enamorada está pensando en ti —
rezongó.
Me puse rojo al instante. Según ella, si estornudabas una
vez es que alguien te estaba alabando, si lo hacías dos, es que
te estaban criticando y si lo hacías tres, es que había una
persona que estaba enamorada de ti.
—¿Raúl todavía no ha regresado? —pregunté ignorando
su pulla.
—Me acaba de llamar para decirme que aún le queda un
rato en el hospital. Al parecer, Leandro tiene la nariz rota.
—«¡Bien!», pensé, aunque me cuidé mucho de no mostrar mi
satisfacción—. Así que podemos ir cenando y le guardaré una
porción para cuando regrese —explicó mientras ponía el pastel
de carne en el centro de la mesa.
Saqué los cubiertos y vasos mientras la miraba de reojo
tratando de adivinar su estado de ánimo. Finalmente, cuando
ya estábamos sentados y empezamos a comer, me di por
vencido.
—¿Estás enfadada conmigo por pegar a Leandro?
—Para nada —respondió sorprendiéndome—. He visto
cómo ese muchacho mira a mi niña y no me gusta nada. Yo
misma he estado tentada un par de veces a atizarle con mi
cuchara de madera. —Empecé a sonreír hasta que ella me
dirigió una mirada de censura que consiguió hacerme tragar mi
sonrisa y supe que había un «pero»—. No obstante, nunca lo
he hecho —añadió—. Una buena persona no se hace respetar
con los puños, Rafael, y tú lo eres, así que empieza a actuar
como tal.
Sus palabras consiguieron que me atragantase.
—¿Por qué estás tan segura de que soy bueno? —farfullé.
—Llevas tres años viviendo bajo mi techo y he estado
observándote todo este tiempo —aseguró—. Sé cómo cuidas
de los gatos que rondan por aquí —agregó en referencia a la
camada que tuvo Blancanieves—. Cómo ayudaste a Amanda a
enterrar a uno de ellos cuando aquel coyote lo mató y el cariño
con el que la abrazaste después para consolarla mientras tú
mismo tratabas de contener las lágrimas. —Tampoco era algo
raro. Había conocido a aquellos gatos con unas pocas semanas
y les había cogido cariño. Incluso ayudé a Amanda a decidir
sus nombres.
»Veo la paciencia con la que ayudas a Pablo cuando no se
aclara con el móvil —prosiguió diciendo. Aquello también
tenía su explicación. Pablo era un vaquero de rodeo ya
jubilado que trabajaba en el rancho como entrenador de doma.
Era bastante hosco y gruñón, pero conmigo era amable. Como
no se le daban bien las nuevas tecnologías, siempre acudía a
mí cuando no se aclaraba al configurar algo del teléfono.
»He sido testigo de lo mucho que te ha costado ponerte al
día con tus estudios para estar al mismo nivel que el resto de tu
clase y, aun así, siempre sacas tiempo para ayudar a Amanda
con sus tareas de Matemáticas ahora que el señorito Noah no
puede porque dedica más tiempo a entrenar para los rodeos. —
Era cierto que había aprovechado al máximo la oportunidad de
ir al instituto porque tenía el convencimiento de que la
ignorancia era una debilidad que me ponía en desventaja con
los demás chicos de mi edad. Sin embargo, para mí, pasar
tiempo con Amy era más placer que sacrificio, así que
tampoco había que darle mucho mérito a aquello.
»Y no me pasa desapercibido cómo intentas quitarnos
faena en casa a Raúl y a mí cuando notas que venimos
cansados del trabajo —concluyó Carmen.
¿Cómo no iba a hacer aquello por ellos después de todo lo
que me habían dado?
—He hecho cosas malas que desconoces —musité al
recordar cómo empujé a Amanda al lago.
—Que hayas hecho cosas malas de forma puntual no
significa que seas malo; en el mundo no todo es blanco o
negro. Créeme, sé cómo eres. Tal vez mejor que tú mismo.
Tienes buen corazón, Rafael —insistió con convicción.
Su fe en mí me dejó sin palabras y quise creerla. Joder, lo
deseé con todas mis fuerzas. Tal vez así sería un poco más
digno de Amanda.
***
Cuando Raúl llegó, dos horas después, Carmen y yo
estábamos en el porche jugando al conquián[1], uno de nuestros
pasatiempos cuando estábamos juntos. No dijo nada, pero él y
Carmen tuvieron una de esas conversaciones calladas suyas
porque la mujer se levantó de repente, le dio un beso en la
boca, otro a mí en la frente y dijo que entraba a calentar la
cena de su marido. Una excusa como cualquier otra para
dejarnos solos.
Raúl se dejó caer en la silla que había estado ocupando su
esposa y soltó un suspiro cansado. A esa hora él también
hubiese estado con nosotros jugando a las cartas después de
cenar, una tradición que Carmen y él tenían como pareja y a la
que yo me había sumado.
—Siento que hayas llegado tarde a la cena por mi culpa y
todas las molestias que te haya podido ocasionar —murmuré
porque era un hombre muy ocupado y, sin duda, el incidente
había trastocado su agenda.
—Pero no sientes haberle roto la nariz a Leandro—
observó.
—No, eso no —respondí sincero.
—Ya veo —musitó. Me observó en silencio durante unos
segundos—. Dime, Rafael, ¿qué te gustaría hacer después de
terminar el instituto?
La pregunta me dejó descolocado. Nunca me había
planteado mi futuro a largo plazo. Mi único objetivo siempre
había sido escapar de mi abuelo y, desde que estaba en el
rancho G&G, vivía al día, siempre preparado por si los
hombres del cártel pudiesen llegar hasta mí.
—No lo he pensado.
—Pues piénsalo. Sabes que nos importas y que estamos
dispuestos a ofrecerte todo lo que le habríamos dado a nuestro
propio hijo —afirmó Raúl en tono serio—. Tenemos dinero
ahorrado y podríamos pagarte la matrícula de la universidad si
quisieses proseguir tus estudios. Incluso nos gustaría adoptarte
de forma legal si estás de acuerdo. —Me quedé sin palabras.
Sentí un nudo en la garganta y temí echarme a llorar como un
niño pequeño.
»No me puedo ni imaginar lo mal que lo pasaste antes de
llegar aquí —continuó diciendo—. Carmen y yo nos hemos
despertado más de una noche con los gritos que sueltas en tus
pesadillas. Sé que la violencia que debes de haber vivido te ha
dejado marca, pero no permitas que ahora dictamine tus actos
y tu vida. Todo eso ha quedado atrás y creo que todavía no
eres consciente de ello.
¿Realmente había quedado atrás?
Yo todavía no lo tenía tan claro.
CAPÍTULO 7
Dan

C
uando Raúl entró a cenar, yo me fui a dar una vuelta por
el rancho. Me gustaba el silencio y la tranquilidad que
solía haber por las noches en contraste con el
desbordante ajetreo del día a día.
El G&G era un rancho ecuestre y contaba con una
cincuentena de caballos. Para los Grayson, era algo así como
un hobby. Para Raúl, en cambio, los caballos eran su vida. Los
padres de Amanda le habían dado su total confianza a la hora
de gestionar el lugar y no había más que mirar alrededor para
ver que el resultado era impresionante.
Todo estaba impoluto y bien mantenido, y los caballos
que se criaban allí cada vez tenían mejor reputación en el
mundillo. Los peones que trabajaban en el rancho estaban bien
organizados y se les daba unas condiciones laborales más que
decentes. Al igual que Carmen y Raúl, algunos veteranos
residían en las instalaciones con sus familias, en casas que los
Grayson habían habilitado para ellos, aunque la mayoría
prefería alojarse en Trenton.
Sin duda, era un buen lugar para vivir.
«¿Tal vez para siempre?», musitó una vocecita en mi
cabeza.
Lancé un suspiro al reconocer que no. Me gustaban los
caballos, pero no me apasionaban. Y tampoco me seducía la
idea de trabajar toda mi vida para otra persona. La verdad era
que prefería dar órdenes a obedecerlas. Con todo, la idea de
abandonar el primer lugar en el que realmente me había
sentido seguro y querido me intranquilizaba. Y, sobre todo, el
miedo a perder a Amanda si me alejaba de allí.
Mis pies me condujeron por inercia a mi rincón favorito
en el rancho: el embarcadero del lago. En vista de que a varios
de los residentes les gustaba pescar en ese punto al anochecer
—yo incluido—, Raúl había mandado instalar una farola que
iluminaba sutilmente el lugar creando una atmósfera de un
encanto casi mágico.
Me senté en el borde del embarcadero y miré hacia la
oscura inmensidad del cielo que se abría frente a mí mientras
daba vueltas a la pregunta de Raúl.
«¿Qué te gustaría hacer después de terminar el instituto?».
Un crujido detrás de mí me hizo saber que ya no estaba
solo. Supe sin girarme quién era.
—Es tarde. ¿Qué haces aquí? —pregunté en un tono que
estaba lejos de ser de bienvenida.
—No podía dormir —respondió Amanda. Los tableros del
embarcadero crujían a su paso mientras se acercaba, señal de
que mi comentario no la iba a disuadir con tanta facilidad.
»Estaba asomada a la ventana y he visto que venías hacia
aquí, así que he decidido hacerte compañía —añadió mientras
se sentaba a mi lado.
Desde que nos hicimos amigos de verdad, después de que
la tirara al agua en este mismo lugar, nos encontrábamos aquí
a menudo para pescar juntos o simplemente charlar.
La observé de reojo. Se había puesto una bata de color
lavanda encima del pijama y llevaba el pelo recogido en una
trenza. Si no fuera por las curvas que sabía que escondía su
ropa, tendría la apariencia de una niña. Todavía conservaba la
inocencia de una, a pesar de que era tres meses mayor que yo.
Estudié su rostro de forma disimulada: su piel cremosa y
sus mejillas sonrosadas, sus largas pestañas negras, sus
increíbles ojos azules, la nariz respingona y esa boca en forma
de corazón. Mis ojos se detuvieron en ese punto hasta que
sentí que mi polla empezaba a reaccionar y me vi obligado a
desviar la mirada.
—Pensé que preferías la compañía de Leandro —solté
antes de poder evitarlo y hasta yo me di cuenta de lo patético
que había sonado.
Me arrepentí al instante, más aún cuando me percaté de
que Amanda abría los ojos con asombro.
—Rafe, ¿estás celoso?
—¿Celoso? ¿Yo? ¡No digas tonterías! —bufé.
—Mejor, porque no tienes ninguna razón para estarlo.
Prefiero mil veces más estar contigo que con Leandro.
—Pues hoy no lo ha parecido.
«¡Joder, cállate ya!», me reprochó mi cerebro cuando se
me volvió a escapar otra frase lamentable.
Me levanté dispuesto a irme para no hacer más el ridículo,
pero ella también se puso de pie y me cortó el camino. Verla
con los brazos en cruz delante de mí, creyendo que me podría
detener de alguna forma, era irrisorio. Puede que ella fuese
tres meses mayor que yo, pero yo le sacaba treinta centímetros
de altura.
—¡Estás celoso! —me acusó.
—No digas tonterías. Ya te he dicho que… —Me callé de
pronto. ¿Qué sentido tenía seguir negando lo evidente? Más
cuando ella podía ver la verdad.
»Vale, sí, estoy celoso. ¿Eso es lo que querías oír?
Entonces, ella me sorprendió con una enorme sonrisa.
—La verdad es que sí —admitió sorprendiéndome.
—¿En serio te alegra que me haya puesto celoso hasta el
punto de que le haya roto la nariz a ese idiota de un puñetazo?
La sonrisa de Amy se borró al instante.
—¿Le has pegado? —Como si no terminara de creérselo,
me cogió las manos con cuidado y estudió mis nudillos. Los
de la mano derecha se veían rojos y magullados—. ¡Mecachis,
Rafe! Te podías haber roto la mano —me reprendió. Seguía
sin atreverse a decir un taco en condiciones. De cualquier
forma, que se preocupara más por el estado de mi mano que
por la nariz del otro fue lo único que necesité para que se me
pasara el enfado y el malhumor.
»¿Te duele mucho? —preguntó acariciándome con
suavidad la piel, como si intentase borrar cualquier daño.
Mi cuerpo se estremeció de la cabeza a los pies. Tenerla
ahí, tan cerca y tocándome, era el paraíso y el infierno al
mismo tiempo. Solo esperaba que no se diese cuenta de que su
tacto, por muy inocente que fuera, me había empalmado por
completo.
—Me dolió más que le ofrecieras la limonada primero a
Leandro —confesé en tono ronco.
—La verdad es que lo hice a propósito para ponerte a
prueba.
—¿A prueba? —repetí confuso.
—Quería saber si te gustaba como algo más que una
amiga, y las chicas me dijeron que esa era la mejor manera de
descubrirlo.
Sentí que mi corazón se detenía en ese instante.
—¿Por qué querías saber eso? —demandé casi sin voz.
—Porque para mí no solo eres un amigo. Estoy
enamorada de ti, Rafe —respondió Amanda en tono quedo.
Incluso de noche, podía verse lo mucho que se había sonrojado
al decirlo.
Siempre había admirado eso en ella: su capacidad de abrir
su corazón y revelar sus sentimientos aún a riesgo de ponerse
en una situación vulnerable.
Yo no era tan valiente.
Mi corazón empezó a bombear tan rápido que era extraño
que no lo oyera. Abrí la boca para hablar, pero no emití sonido
alguno. Tenía la garganta demasiado cerrada.
El problema fue que ella tomó mi silencio como rechazo.
—Perdona, no he querido incomodarte. Entiendo que no
sientas lo mismo por mí —susurró bajando la mirada—. Está
bien si solo somos amigos, no te preocupes —agregó y su
barbilla tembló como si estuviese a punto de echarse a llorar.
—Te equivocas. Joder, te has equivocado en todo, Amy
—mascullé mientras le alzaba el rostro para que me mirara.
Sus ojos azules estaban brillantes por las lágrimas que trataba
de contener—. Primero, no me has incomodado; segundo, sí
siento lo mismo por ti, y tercero, no me parece bien que solo
seamos amigos porque yo también quiero más.
«Te quiero, Amy», quise añadir, pero, a pesar de sentirlo
con cada partícula de mi ser, las palabras no me salieron.
Lo que sí hice, en cambio, fue inclinarme hacia ella y
besarla.
Con suavidad.
Con dulzura.
Como tendría que ser todo primer beso.
Porque sí, aquel era el primer beso que daba.
Y lo había reservado para ella.
***
Si me preguntasen cuál ha sido la época más feliz de mi vida,
la respuesta sería el mes siguiente de aquel beso. Había estado
lleno de pequeños instantes sencillos, pero, al mismo tiempo,
mágicos. Justo como en el que me encontraba en aquel
momento.
Amanda y yo habíamos salido a cabalgar y nos detuvimos
en un pequeño bosquecillo junto a uno de los prados. Un
rincón tranquilo a salvo de miradas indiscretas, pues, de
momento, que fuésemos algo más que amigos era nuestro
secreto. Hicimos un pequeño pícnic sobre una manta a cuadros
y, después, me tumbé con la cabeza apoyada sobre su regazo.
Ella pasaba los dedos con pereza por mi cabello, de una forma
tan placentera que estaba a punto de ronronear, mientras
hablábamos de hacia dónde encaminar mi futuro.
—¿Qué tal médico? —propuso.
—No —respondí tras pensarlo durante un segundo—.
Creo que es una carrera de vocación, y yo no la tengo.
—¿Criminólogo? A lo mejor podrías convertirte en agente
del FBI. Te encanta la serie Mentes criminales —señaló.
Era cierto, me fascinaban las series que analizaban la
conducta criminal, tal vez porque en el fondo trataba de
entender a mi abuelo y a los hombres que lo rodeaban. Cómo
podían perpetrar tanta violencia de forma tan despreocupada.
No obstante, si me decantase por la opción policial, me tentaba
más la DEA para poder luchar contra los cárteles y acabar con
todo el daño que infringían. Nada me habría gustado más que
llevar a mi abuelo a la cárcel.
—No lo descarto, pero antes tendría que obtener la
ciudadanía. Aunque, pensándolo bien, no es una buena opción
—rectifiqué casi al instante—. No creo que los polis ganen
suficiente dinero.
—¿Suficiente dinero para qué? —preguntó Amanda con
el ceño fruncido.
—Para ser rico.
—No necesitas ser rico para ser feliz —observó ella con
una risita.
Por supuesto, estaba totalmente equivocada. Sí que
necesitaba ser rico para ser feliz por una simple razón: sin
dinero, dudaba de que la familia de Amy me considerara
seriamente como novio de su hija. Y, sin ella a mi lado, la
felicidad estaría fuera de mi alcance.
—Sí lo necesito si quiero que tus padres me acepten —
repuse con convicción.
Estábamos saliendo a escondidas porque tenía la certeza
de que, si su familia se enteraba de nuestra relación, todo
acabaría. Amy no lo tenía tan claro. Decía que sus padres no
eran clasistas, pues ellos mismos habían hecho su fortuna
desde cero, y que lo único que les importaba era que ella fuese
feliz. Era así de ingenua.
Yo sabía que no me podía presentar ante ellos con las
manos vacías. Puede que fuese una visión machista, pero
quería ofrecer a Amanda, como mínimo, todo a lo que estaba
acostumbrada: una casa lujosa, hacer realidad todos sus
caprichos y tener la certeza de que no le faltaría de nada a mi
lado.
Amanda abrió la boca para replicarme, pero me adelanté.
—¿Cómo es la casa en la que te gustaría formar una
familia? —pregunté para distraerla.
Se mordió el labio, pensativa, y me entraron ganas de
besarla. Si por mí hubiera sido, me habría pasado los días
besándola y explorando su cuerpo. Fantaseaba con sus pechos
y había llegado a acariciarlos de forma sutil mientras nos
enrollábamos. Sin embargo, de momento no habíamos pasado
de ahí. Ella no estaba preparada, y yo no pensaba presionarla,
por mucho que luego me tuviera que matar a pajas.
—Siempre me ha gustado el estilo español —respondió
ajena al calenturiento rumbo de mis pensamientos—. Mi casa
ideal tendría el tejado rojizo y las paredes de estuco color
claro; contraventanas y vigas de madera en los techos;
corredores llenos de arcos y un espacioso patio interior, a
poder ser con piscina.
—Me gusta —murmuré al visualizarlo en mi mente.
—¡Ah, se me olvidaba! También deberá tener una
buganvilla adornando la fachada.
—¿Una bugan… qué?
—Buganvilla. Es una planta trepadora con flores —
aclaró.
—¿Ese es un requisito indispensable? —pregunté con una
sonrisa divertida.
—Por supuesto —respondió ella muy seria—. Nuestro
hogar debe tener una buganvilla.
El corazón me dio un vuelco al escucharla decir «nuestro
hogar». Ella daba por hecho que viviríamos juntos en la casa
de sus sueños, y yo daría lo que fuese por hacerlo realidad.
Me incorporé despacio y me desabroché la cadena que
llevaba al cuello con una pequeña cruz de oro.
—Quiero que la tengas tú.
—Era de tu madre, Rafe. No puedo aceptarla —farfulló
Amy con los ojos dilatados.
Amanda era la que más sabía de mi pasado y, aun así, no
conocía ni la mitad. Le había contado la misma historia que a
Carmen y Raúl, aunque a ella sí le había explicado algunos
detalles más sentimentales que eran ciertos: como que esa
pequeña joya era todo lo que conservaba de mi madre.
—Llévala hasta que consiga ofrecerte esa casa con la que
sueñas —le propuse y era lo más parecido a una promesa que
podía hacerle, pues ella sabía lo importante que era esa cruz
para mí.
Con una expresión entre tímida y emocionada, Amanda se
movió para darme la espalda y se alzó el cabello para despejar
su nuca y que pudiera abrocharle la cadenita. Era un gesto tan
íntimo y femenino que me quedé sin respiración por un
segundo.
—Si no puedes abrocharla, lo hago por ti —sugirió al ver
que me había quedado paralizado.
—No, quiero hacerlo yo —murmuré con la voz ronca.
Fue rozar la tierna piel de su nuca y mis dedos se
volvieron torpes de repente. Lo conseguí al tercer intento y,
antes de que se girase, la abracé por detrás y hundí el rostro en
su cuello para aspirar su dulce olor. Lavanda. Se había
convertido en mi aroma favorito.
Ella dejó caer la espalda contra mi pecho con toda
confianza y, por unos minutos, ninguno dijo nada. Éramos
demasiado jóvenes para dar voz a esa intensidad de
sentimientos. Solo nos quedamos así, abrazados.
Queriéndonos en silencio.
***
Al día siguiente los dos estuvimos ocupados con nuestras
tareas y decidimos quedar en el embarcadero al anochecer,
aunque fuera para pasar juntos unos minutos y charlar de
cómo nos había ido el día. En los últimos tres años, Amanda
se había vuelto una experta en descender y trepar por la celosía
que decoraba la fachada. Lo raro era que sus padres no la
hubieran descubierto, tal vez porque confiaban tanto en ella
que la creían incapaz de escaparse por la ventana.
Amanda era la niña buena que nunca hacía nada malo…
hasta que me conoció.
A la hora acordada, me despedí de Raúl y Carmen, que
después de cenar se habían sentado en el sofá a ver una
película, y salí con la excusa de echar un ojo a uno de los
potrillos que acababa de nacer.
No había dado más que diez pasos cuando me vibró el
móvil con un mensaje..
Amy
Ya he llegado al embarcadero.
Yo
Voy para allá. Espérame.
Mis pies casi corrieron con las ganas que tenía de verla.
En lugar de ir por el camino principal, que estaba
iluminado por farolas, yo solía ir por detrás del almacén de
suministros, por el pasillo donde se situaban los contenedores
de deshechos y estaba la verja de acceso a los camiones de
suministros, porque era más directo. Aquella noche también lo
hice; con lo que no contaba era con que alguien me estuviese
esperando allí.
—Sabía que vendrías por este camino. Eres un chico de
costumbres.
Era una zona oscura tan solo iluminada por un pequeño
aplique que había en la pared trasera del edificio y en un
principio no identifiqué quién era el que me hablaba, pero
entonces se encendió un cigarro y la llama del mechero me
mostró su rostro.
Leandro.
—¿Qué haces aquí? —demandé con el cuerpo tenso.
Raúl lo había despedido después del periodo de prueba
alegando que no se había adaptado bien al trabajo, aunque yo
creo que Carmen también había tenido peso en esa decisión.
Veía en él lo mismo que yo: un depredador que tenía el ojo
puesto en Amanda.
Hacía un par de semanas que se había ido del rancho, y
nadie lo echaba de menos.
—Justo he venido a verte a ti —respondió Leandro
haciéndome desconfiar—. ¿A dónde vas con tanta prisa?
—No te importa —gruñí.
—Tal vez a él no, pero a mí sí —intervino otra voz
haciéndome saber que no estábamos solos.
Pese a no verle la cara, identifiqué a quién pertenecía de
inmediato. Todavía la escuchaba en mis pesadillas.
Un escalofrío de puro terror recorrió mi espina dorsal.
—Abuelo —farfullé.
De pronto, Ezequiel Ventura se posicionó frente a mí, y
eso también me impactó. La última vez que lo había visto,
hacía tres años, me sacaba más de dos cabezas. En cambio, en
aquel momento, era yo el que me elevaba cinco centímetros
sobre él. Por lo demás, estaba prácticamente igual: pelo negro
veteado con canas, barba tupida y bien cuidada, piel tostada y
los ojos más negros que había visto en mi vida. Tan oscuros
como su alma.
Con todo, lo que le hacía imponente no era su altura, sino
su total falta de escrúpulos para conseguir sus propósitos y su
retorcida crueldad.
—Daniel, por fin te encuentro. Veo que ya estás hecho
casi un hombre —musitó con oscura satisfacción.
Trastabillé hacia atrás y terminé cayendo de culo en el
suelo, y ahí me quedé, paralizado por el miedo, mientras
varios hombres me rodeaban. Ni al escuchar la risa de Leandro
pude reaccionar.
—Ya le dije que era él, señor Ventura —comentó Leandro
—. Antes de venir a Texas, estuve trabajando unos meses en
Reynosa y allí conocí a un par de tipos del Cártel de Comales.
Me dijeron que llevaban tres años buscando a su nieto y que
estuviera atento por si lo veía. En cuanto descubrí la «C» del
pecho supe que se trataba de él y llamé a sus hombres. Me
dijeron que había una recompensa, ¿verdad?
—La hay. Ezequiel Ventura siempre cumple su palabra —
dijo mi abuelo.
Hizo un gesto con la cabeza, y uno de sus hombres
entregó a Leandro una bolsa de mano, supuse que llena de
billetes o cocaína.
Eso me hizo pensar en la mochila de supervivencia que
escondía en mi armario con el dinero que había ahorrado.
Debía cogerla y escapar. Desaparecer.
Me levanté del suelo, pero, en cuanto di el primer paso,
dos hombres me sujetaron, uno de cada brazo. Me revolví con
energía y abrí la boca para pedir ayuda a gritos, pero mi abuelo
pareció leer mi mente.
—Tenemos dos formas de hacer esto, Daniel —ronroneó
al tiempo que sacaba el cuchillo que siempre llevaba consigo.
Lo había visto destripar a más de un hombre con él—. La
primera es que te vengas con nosotros sin montar ningún
escándalo. La segunda, que grites pidiendo auxilio y tengamos
que cargarnos a todo el que aparezca por aquí. Te garantizo
que será un baño de sangre.
Pensé en Raúl y en Carmen, pero, sobre todo, en Amanda.
Ella era la que estaba más cerca y, si me oía, no dudaría en
venir corriendo en mi rescate. La simple idea de que pudieran
matarla por mi culpa consiguió que cerrara la boca y dejara de
luchar contra mis captores.
—Así me gusta —aprobó Ezequiel al ver que me sometía
—. Y, ahora, volvamos a casa. Nos espera un largo camino por
delante.
Dejé que me arrastraran sin oponer resistencia mientras en
mi mente ya estaba pensando en cómo escapar. Como bien
había dicho mi abuelo, el camino hasta San Andrés era largo y,
sin duda, encontraría alguna oportunidad de huir. El problema
era que no podría regresar al rancho.
—No te preocupes por la dulce señorita Amanda —dijo
de pronto Leandro en tono malicioso—. Quedará desolada por
tu abandono, pero te garantizo que la consolaré. Si todavía no
la has desvirgado, me prestaré encantado.
—Ella no te va a dar ninguna oportunidad —repuse con
certeza girando la cabeza para mirarlo.
—Pues, entonces, tendré que hacerlo sin su permiso.
Siempre es más divertido cuando las chicas se resisten un
poco, ¿no crees?
Vi en sus ojos que lo decía en serio: iba a violar a Amanda
en la primera ocasión que se le presentara.
Una emoción fría y oscura me recorrió por dentro
controlando mi cuerpo y mi mente. Actué llevado por ella. En
cuestión de unos pocos segundos, me deshice de los hombres
que me sujetaban, le quité el cuchillo a mi abuelo y lo hundí
en el estómago de Leandro. Lo miré a los ojos mientras el
acero le quitaba la vida y no sentí nada. Ni satisfacción. Ni
pesar. Ni siquiera remordimiento. Era como si yo fuera un
simple espectador de lo ocurrido.
La carcajada de mi abuelo hizo que tomara conciencia de
lo que acababa de hacer.
—Por mucho que te resistas, eres un Ventura —comentó
en tono jocoso y pude detectar orgullo en su mirada, así de
retorcido era.
—Puede que sea un Ventura, pero nunca aceptaré el
destino que quieres para mí —repliqué plantándole cara—. Me
escaparé en cuanto pueda. Mi madre murió. Ya no tienes nada
con lo que retenerme.
—En eso te equivocas —murmuró y esbozó una sonrisa
que me dio escalofríos—. Leandro me contó que estabas muy
unido al capataz de este rancho y a su mujer, que incluso
estabas viviendo con ellos. Ah, y también me habló de esa
señorita Amanda, la hija de los propietarios. —Sentí ganas de
vomitar al adivinar lo que iba a decir a continuación.
»Si vuelves a escapar de San Andrés, vendré directamente
aquí y les cortaré el cuello a los tres. Palabra de Ezequiel
Ventura —añadió.
Cualquiera que conociera un poco a mi abuelo sabía que
no era un farol. Era una promesa. Una que me llevaría de
cabeza al infierno. Esta vez, sin escapatoria.
—Está bien, iré contigo —concedí finalmente
rindiéndome a lo inevitable—. Pero te quiero pedir un
pequeño favor.
—¿Cuál?
—Mátame.
PARTE 2
El presente
CAPÍTULO 8
Amanda

Veinte años después


Dallas, Texas

E
s un hecho: la persona que inventó el corsé era una
sádica. No tengo otra explicación. O tal vez la masoca
soy yo porque me lo estoy poniendo en pleno siglo XXI.
—Ya casi está —farfulla Carmen.
Mientras ella tira más de las cintas, yo meto tripa todo lo
que puedo para tratar de ayudarla.
Carmen está de mal humor y se nota por la fuerza con la
que estira de los cordones. Alguien ha vuelto a dejar flores en
la tumba de Raúl y eso la preocupa. No es normal que alguien
lo llore después de diez años además de su familia y amigos, y
ninguno que ella conozca ha sido. Creo que se le ha pasado
por la cabeza que pueda ser otra mujer que estuviese en la vida
de su esposo, aunque yo no lo creo. Raúl nunca le hubiese
puesto los cuernos.
—Aprieta un poco más. —Escucho que dice mi boca,
aunque es mi vanidad la que habla, no mi sentido común.
Carmen gruñe en respuesta y me deja sin respiración con
el siguiente tirón.
—Me recordáis a la escena de Lo que el viento se llevó —
comenta mi cuñada Sinclair con una risita—. Scarlett O’Hara
sujeta al poste de la cama mientras Mammy le aprieta el corsé.
Está repantigada en la chaise longue que hay frente a la
chimenea de su habitación como si fuera una patricia romana y
nos observa con diversión entretanto se come una de las
empanadillas que ha hecho Carmen.
—Ojalá yo tuviera la cintura más estrecha en tres
condados —mascullo recordando un comentario que aparecía
en el libro—. Ni siquiera quitándome un par de costillas la
igualaría.
En la imaginación de Margaret Mitchel, la autora de la
novela en cuestión en la que se basó la famosa película, la
protagonista lucía una cintura de diecisiete pulgadas (unos
cuarenta y tres centímetros) cuando llevaba corsé. Vamos, que
la pobre chica debía de tener el hígado, el bazo y los riñones
en la garganta.
—Pues yo creo que es más importante poder respirar bien
que lucir una cintura de avispa —observa Sinclair mientras se
relame los dedos después del último bocado a la empanadilla.
A veces desearía tener la seguridad en sí misma que tiene
ella.
Mi cuñada es guapa de una forma natural. Es alta y tiene
un cuerpo muy bonito, con muchas curvas, pero delgada. Es
cierto que come lo que quiere sin mirar calorías, pero lo
compensa haciendo mucho ejercicio. Con todo, lo que
enamoró a mi hermano fue su carácter fuerte y su
determinación. La admiro mucho. No lo ha tenido fácil en la
vida. Tuvo un hijo con dieciséis años y lo crio con la ayuda de
su abuela mientras compaginaba estudios y trabajo para salir
adelante. En su lugar, yo hubiese estado perdida.
Todavía me cuesta creer que Sinclair tuviese el mismo
padre que mi amiga Rachel, lo que las convierte en medio
hermanas. Nosotros desconocíamos ese parentesco hasta que
Noah lo descubrió al poco de conocerla.
La verdad es que físicamente no hay mucha similitud
porque, por lo que sé, Rachel era un calco de su madre y mi
cuñada se parece más a su difunta abuela por parte de padre.
—Suficiente —jadeo cuando Carmen vuelve a dar otro
tirón que me deja sin aliento.
Después, me ayuda a ponerme mi disfraz. Se trata de un
precioso vestido de terciopelo digno de una dama de la corte
de Maria Antonieta, con el corpiño ceñido por una lazada
cruzada en la espalda y una falda con un pannier[2] interior que
le da un poco de volumen. Las mangas son ajustadas hasta el
codo y luego se abren en una profusión de delicado encaje.
Cuando me miro en el espejo para ver el resultado, hago
una mueca. Es posible que mi cintura se haya reducido unos
cinco centímetros, pero mis tetas parecen a punto de desbordar
por el pronunciado escote cuadrado.
—Me siento tan embutida como una butifarra de las que
preparas, Carmen —farfullo con un mohín.
Cometo el delito de pesar setenta y ocho kilos en una
sociedad que aboga por las figuras estilizadas, y eso que llevo
haciendo dieta meses; bueno, prácticamente media vida. Puede
que eso no se considere un peso excesivo si eres alta, pero con
mi metro sesenta y tres de estatura, caigo en el área de
sobrepeso dentro de la dichosa escala del IMC[3].
Mis caderas son más anchas que las de la media y, aunque
cuide lo que como y haga ejercicio, no consigo reducir su
circunferencia; mis pechos son igualmente generosos, y mis
muslos tienen celulitis que ni una cisterna de mil litros de
crema anticelulítica podría eliminar.
Soy una chica curvy de manual, pero es lo que hay. Estoy
en guerra con mi cuerpo desde la adolescencia, y solo ahora,
con treinta y cinco años, estoy aprendiendo a quererlo; sin
embargo, la sombra de mis inseguridades se consolida cuando
tengo que hacer apariciones públicas.
—No digas tonterías, mi niña —bufa Carmen—. Estás
preciosa. Además, el color cobalto favorece el tono claro de tu
piel y hace que tus ojos azules resalten más.
—No creo que nadie la mire a los ojos esta noche —
murmura Sinclair con una risita maliciosa y la vista clavada en
mi escote.
—¿Es excesivo? —pregunto insegura.
—Es sensual —corrige Sinclair—. Tanto que como tu
hermano te vea…
—¿Hablando de mí a mis espaldas, preciosa? —pregunta
Noah irrumpiendo de pronto en la habitación.
—Solo tú podías ser así de oportuno y volver del trabajo
justo en este momento —reniega Sin, pero corre a su
encuentro.
Un segundo después, los dos están fundidos en un tórrido
beso.
—Señorito Noah, déjela respirar, que la va a ahogar —
refunfuña Carmen y chasca la lengua.
—Es ella la que me acosa. No soporta estar separada de
mí tantas horas —repone Noah en tono quejicoso y gruñe
cuando Sin le clava el codo en el estómago en represalia por la
broma—. Por cierto, ¿qué hacéis todas en mi habitación?
—Te recuerdo que también es mi habitación —repone Sin
con la ceja arqueada—. Tu hermana tiene un evento esta
noche, y hemos pensado que era más cómodo si se arreglaba
en nuestra casa, que queda más cerca del centro de la ciudad
—explica.
Noah y Sin viven en una preciosa mansión a las afueras
de Dallas, a tan solo una hora del rancho G&G, mi actual
residencia. Tras mi divorcio, y a punto de dar a luz a Rachel,
mis padres me convencieron para regresar a la casa familiar, y
acepté encantada. Estaba tan deprimida por el fracaso de mi
matrimonio que necesitaba rodearme de todo su amor y
protección. Además, después de nacer Rachel, me vino muy
bien su ayuda para cuidar de ella.
—Así de paso Rachel y Kate pueden pasar tiempo juntas
—añado.
La pareja tiene una preciosa niña a la que han llamado
Kate en honor a Catalina, la abuela de Sinclair. Tiene casi dos
años, uno menos que mi hijita Rachel, y las dos se están
volviendo inseparables, algo que reforzamos porque
intentamos que se vean casi a diario.
—¿Dónde están esas dos diablillas?
—Lucas les ha leído un libro y se han quedado dormidas
—respondo con una sonrisa al recordar la escena: el hijo de
Sinclair, que está en plena adolescencia y es altísimo para sus
quince años, recostado en la cama con dosel de estilo princesa
de Kate, de la que se le salían los pies, con una niña apretujada
a cada lado de él escuchando con atención, mientras él ponía
diferentes voces para narrar Jorge El Curioso.
—Entonces, ¿vendrás aquí después de la fiesta o pasarás
la noche en casa de Stuart? —pregunta Noah en un tono de
estudiada indiferencia.
—Muy sutil, mi amor —bufa Sinclair poniendo los ojos
en blanco.
—No, no me voy a quedar en su casa. Todavía no hemos
llegado a ese punto en nuestra relación —explico porque sé
que es eso lo que le interesa a mi hermano: saber cuán en serio
voy con él—. Y se llama Steve, no Stuart.
Steve Davenport es el primer hombre con el que salgo tras
mi divorcio. Nos conocimos hace seis meses cuando visitaba
el Museo de Arte de Dallas. De hecho, él trabaja allí, en el
Departamento de Marketing y Comunicación. Los dos somos
apasionados de la pintura y coincidimos en varias
exposiciones después de aquello, pero no fue hasta hace un
mes cuando empezamos a salir en plan pareja.
Admito que no estoy enamorada de él; si me decidí a
aceptar la primera cita fue porque fue bastante insistente y
porque tenemos muchas cosas en común, y creo que eso es
una buena base para que surja algo más. También es un
hombre atractivo, tranquilo y culto.
En definitiva, salir con él es fácil y carente de riesgos.
«Y de emoción», susurra una vocecita en mi mente.
—¿A qué hora pasará a por ti? —pregunta Sinclair
tratando de cambiar de tema.
—No vendrá. Hemos quedado en la fiesta.
Sinclair y yo volteamos los ojos al unísono al escuchar el
gruñido de desaprobación de Noah. Está chapado a la antigua,
como mi padre. Lo educaron para ser todo un caballero de los
que abren la puerta para dejar entrar a la mujer primero o le
corren la silla para ayudarla a sentarse. Y, por supuesto, en ese
pack también está el de recoger a tu cita con el coche.
Carmen aprieta los labios. Sé que opina como él. Incluso
estoy empezando a sospechar que no le cae bien Steve.
—De hecho, debería salir ya. Es tardísimo —añado
mirando el reloj.
—¿No se te olvida algo? —pregunta Noah.
Hago un repaso mental: le he dado un beso de buenas
noches a Rachel, llevo un bolsito con el móvil y la tarjeta de
crédito, la invitación…
—¿El qué? —inquiero al no encontrar nada.
—El trozo de tela que falta en tu escote —masculla Noah.
—Ya tardabas —suelta Sinclair—. Déjala tranquila, está
preciosa y es adulta para vestir como quiera.
—Mi problema no es que vista como quiera, sino el que
se le haya olvidado vestir ciertas partes —repone mi hermano.
—Por Dios, Noah, que tiene treinta y cinco años, no
dieciséis.
—¿Y por eso deja de ser mi hermana pequeña?
—Y por eso tienes que dejar de tratarla como si lo fuera.
No le beneficia que seas tan protector con ella.
—Alguien tiene que protegerla.
—Ella puede protegerse por sí misma.
Casi aplaudo a mi cuñada por esa réplica, aunque la
verdad es que no sé si es acertada, porque, si fuese verdad, la
tendría que haber hecho yo, no ella. De hecho, Sinclair no es
consciente, pero lo que está haciendo ahora mismo es
protegerme, aunque de una forma indirecta.
Le hago un gesto a Carmen, y las dos salimos a hurtadillas
mientras la pareja sigue discutiendo. Sé lo que va a pasar a
continuación. Se lanzarán unas cuantas pullas más y acabarán
arrancándose la ropa como posesos para hacer el amor durante
horas.
Cómo los envidio.
***
Miro a mi alrededor y una pizquita de orgullo me inunda por
dentro.
El Jardín de las Esculturas del Museo de Arte de Dallas ha
sido transformado por completo para convertirse en el
escenario perfecto de una fiesta de máscaras bajo la temática
«Francia en los tiempos de María Antonieta» con el fin de
presentar la colección itinerante de pinturas de Fragonard que
se expondrá durante el próximo mes y, sí, también para
recaudar fondos; la decoración ha sido elegida con esmero:
candelabros, telas suntuosas y alfombras engalanan cada
rincón; los invitados parecen encantados por poder
transformarse por una noche en caballeros y damas de la corte
francesa del siglo XVIII, y no han reparado en gastos en la
elaboración de sus disfraces: vestidos y trajes de seda y
terciopelo, pelucas y máscaras de lo más estrambóticas, rostros
empolvados…; los músicos, apostados a un lado, intercalan
piezas de Couperin, Rameau y Mozart con otras de actualidad,
aunando clasicismo y modernidad; el servicio de cáterin
distribuye sin descanso bandejas con champán y un extenso
surtido de deliciosos canapés, e incluso el tiempo parece estar
colaborando y nos ofrece una noche de temperatura agradable
y cielos despejados.
En conclusión: la fiesta está siendo todo un éxito.
Ojo, no lo pienso porque la haya organizado yo. La
experiencia me ha demostrado que, por mucho empeño que
pongas en hacer algo lo mejor posible, siempre corres el riesgo
de que algún hecho imprevisto tuerza las cosas.
Algo que muy bien se puede aplicar a cualquier concepto
en la vida. Un ejemplo de ello es mi extinto matrimonio. Dios
sabe lo mucho que me esforcé por ser la perfecta esposa para
Robert y… En fin, fue totalmente imprevisto que el hombre
que había jurado amarme, y estar a mi lado en lo bueno y en lo
malo, resultara ser un infiel, mentiroso, mezquino y…
«Basta, Amy», me corto a mí misma, no dispuesta a
amargarme la velada con el idiota de mi exmarido.
Respiro hondo para recuperar el control y busco con la
mirada a Steve, mi… ¿novio? Todavía es pronto para esa
etiqueta.
De pronto, escucho una risa entrecortada y algo aguda, y
miro a mi alrededor para encontrar su procedencia. Enseguida
doy con Steve, que está hablando de forma animada con una
pareja de mediana edad. Lo raro es que no lo haya visto antes.
Lleva una peluca empolvada, una casaca roja con ribetes
dorados en las solapas y unos calzones a juego.
Steve ha optado por no llevar máscara. Algunos de los
presentes tampoco las llevan, tal vez porque los que han
recibido la invitación para esa fiesta son todos importantes
mecenas de las artes o grandes fortunas a las que la directiva
del museo quiere convencer para que hagan una sustanciosa
donación y quieren dejar clara su asistencia. Otros, como yo,
se sienten más cómodos escondiendo su rostro y, sobre todo,
su identidad.
Compongo una sonrisa y empiezo a andar hacia ellos.
Debería ser una tarea simple, pero, con el volumen del vestido,
no lo es en absoluto. Y eso que parece de los más discretos y
sencillos que hay en la fiesta.
—¡Oh, llegas justo a tiempo, cielito! —exclama Steve al
verme y me recibe con un beso en la mejilla mientras yo trato
de contener mi expresión de sorpresa por el mote cariñoso.
Nunca me había llamado antes así y la verdad es que
prefiero que no lo vuelva a hacer porque me resulta bastante
cursi y forzado.
Me quedo un poco desilusionada al ver que no hace
ningún comentario sobre mi aspecto, ni siquiera presta
demasiada atención a mi escote. En cambio, se muestra más
atento a la pareja con la que estaba hablando.
—Quería presentarte a mi jefe, el señor Bradford Patel,
director del Departamento de Marketing y Comunicación del
museo. Y a su encantadora esposa Patrice —comenta en tono
formal.
»Esta es la señorita Grayson, mi novia —añade
dirigiéndose a la pareja y lo hace en un tono tan alto que llama
la atención de varias personas que tenemos alrededor.
«A la porra lo de esconder mi identidad», pienso con
fastidio mientras trato de ignorar las miradas que siento sobre
mí.
No sé por qué, que Steve me llame «novia» me chirría
casi más que su «cielito». Es como si pretendiese hacerles ver
que nuestra relación es más seria de lo que realmente es.
Aunque sobre todo me molesta la forma en que omite mi
nombre y, por el contrario, hace hincapié en el apellido de una
forma tan exagerada que incluso levanta las cejas varias veces.
—¿Grayson? ¿Está usted emparentada con Christopher
Grayson?
—Soy su hija —respondo a desgana.
El señor Patel me observa con nuevo interés. De repente,
es como si apareciese el símbolo del dólar brillando en sus
pupilas. Mi familia es bastante conocida por su filantropía y
sus donaciones a todo tipo de asociaciones, muchas de ellas
culturales. De hecho, el Museo de Arte de Dallas figura entre
sus beneficiarios.
—Por un casual, ¿su padre está aquí? ¿O su hermano? —
inquiere observando con avidez a los invitados enmascarados
que pululan a nuestro alrededor—. Me gustaría conocerlos.
—No, lo siento. Soy la única que ha venido en
representación de mi familia.
—Pero seguro que, en otra ocasión, podremos organizar
algún encuentro con ellos, ¿verdad, cielito? —interviene Steve
con premura.
Asiento, aunque estoy algo incómoda con la situación. No
me gusta que me utilicen para llegar a la fortuna de mi familia.
Y, ahora, me siento así: utilizada.
La señora Patel interviene en ese momento, tal vez al
advertir que me he molestado un poco.
—Debe de estar muy orgullosa de su novio, señorita
Grayson —comenta con una sonrisa—. Tuvo una gran idea al
proponer un baile de estilo rococó y ha hecho un gran trabajo
de organización. Sin duda, es una de las mejores fiestas en las
que he estado.
«El mérito no es mío. Es Amanda la que tuvo la idea».
«Al contrario, soy yo el que está orgulloso de Amanda
porque ha sido ella la que se ha encargado de toda la
organización. Yo no sabría ni por dónde empezar».
Steve podría haber contestado con cualquiera de esas dos
respuestas para decir la verdad. En cambio, para mi sorpresa y
decepción, lo escucho responder:
—Me alegro de que les guste. La idea fue un golpe de
inspiración fortuito y he hecho mi mejor esfuerzo en cuidar
cada detalle.
Casi se me escapa un bufido al recordar el «golpe de
inspiración fortuito». Steve estaba agobiado porque su jefe le
había pedido alguna idea sobre cómo presentar la nueva
colección de arte rococó y estaba en blanco. Yo acababa de ver
la versión de María Antonieta de Sofia Coppola y se me
ocurrió que se podía recrear uno de los bailes de la película. Su
respuesta fue: «Es demasiado complicado hacer algo así».
Tuve que convencerle de que el resultado valdría la pena y le
ofrecí mi ayuda en el proceso, aunque en verdad acabé
haciéndolo todo yo.
Que acepte el mérito es tan hipócrita…
—Si no le importa, señor Davenport, me gustaría que me
diera el contacto de la empresa que ha dispuesto el catering.
Es impresionante.
Ante la petición de la señora Patel, la nuez de Adán de
Steve sube y baja de forma visible y una sonrisa nerviosa tensa
sus labios.
—Claro, con gusto se lo daré más tarde —farfulla y me
mira de reojo.
Si fuera un poquito mala, sería el momento oportuno para
decir: «Si quieren saberlo, mejor pregúntenmelo a mí. La
verdad es que él no ha movido ni un dedo para organizar esto
y desconoce ese dato».
El problema es que no soy mala; soy más bien tonta
porque, en lugar de decirlo, guardo silencio y sé que más
tarde, cuando Steve me lo pida, le daré toda la información
que necesite para respaldar su falsa afirmación.
Esa soy yo: Amy la tonta.
La inocente.
La crédula.
Observo a Steve de reojo mientras parlotea con el señor y
la señora Patel, y no puedo dejar de preguntarme si no estoy
volviendo a cometer otro error. Si yo le gusto de verdad o si
solo es otro hombre más al que solo le mueve el interés. De
pronto, siento la necesidad de huir un poco de todo y, con una
débil disculpa para ir al aseo, me alejo de ellos.
Me dirijo al baño y me encierro en uno de los cubículos
vacíos. Con el dichoso traje, es casi imposible moverse en el
diminuto espacio. Después de varios intentos, logro maniobrar
con los metros y metros de tela de mi disfraz para hacer pis.
Estoy volviendo a recolocar todo cuando escucho la voz de
una mujer.
—¿Has visto quién acaba de llegar a la fiesta? Amanda
Grayson. —Me paralizo al oír mi nombre. Sé que no debo
escuchar, que solo me va a hacer daño, pero no logro
moverme.
—¿La hermana de Noah Grayson? —pregunta otra.
—La misma. No entiendo cómo tiene el valor de haber
venido.
—Mujer, ¿cuánto ha pasado del escándalo?, ¿dos años?,
¿tres?
—Yo estaría tan avergonzada después de lo ocurrido que
no podría salir de casa el resto de mi vida; creo que me
mudaría a otro país. Lo mejor es que se siguiera escondiendo
en el rancho de sus padres. Total, no le hace falta ni trabajar.
—Tampoco es que fuera culpa de ella que su marido se
volviese loco.
—Bueno, no estoy tan segura. Dicen que Noah lo arruinó
en venganza por ponerle los cuernos a Amanda, y eso sí es
culpa de ella.
—¿Por qué iba a ser responsabilidad suya que su marido
le fuera infiel?
—Robert Mason es guapísimo, y Amanda… Bueno,
supongo que de cara es bonita, pero te aseguro que no se casó
con ella por su hermosura, no sé si me entiendes —dijo la voz
en tono malicioso—. Siempre le han sobrado unos kilos, pero
cuando se quedó embarazada engordó un montón. Es normal
que el pobre hombre dejase de sentirse atraído por ella y
buscase a otras. Si yo fuera… —La voz se acalla con el sonido
de una puerta al cerrarse, señal de que han salido del baño.
Siento que los ojos se me llenan de lágrimas. No es la
primera vez que escucho comentarios así. De hecho, tuve que
alejarme de las redes sociales por la cantidad de comentarios
de ese tipo que leía y lo peor es que la mayoría fueron de
mujeres.
¡Viva la sororidad!
En algo tiene razón: me sentí tan humillada por lo
ocurrido que barajé la opción de mudarme a otro país. No
obstante, gracias a mi familia —y, sí, también a mi psicóloga
—, encontré la fuerza para plantar cara al escándalo y seguir
con mi vida.
Salgo del cubículo y me miro al espejo mientras me lavo
las manos. Puede que lleve una máscara que cubre
parcialmente mi rostro, y una peluca empolvada que esconde
mi cabello negro, pero, por desgracia, mi figura no pasa
desapercibida. Hay pocas chicas con sobrepeso entre los
invitados. La mayoría de las mujeres de la fiesta se mueve
entre la talla treinta y ocho o, como mucho, la cuarenta y dos.
Se puede contar con los dedos de una mano las que llegan a la
cuarenta y cuatro, o la sobrepasan, como es mi caso.
«Voy a regresar a la fiesta y a demostrarles que no tengo
nada de qué avergonzarme», me digo con decisión y salgo del
baño.
El problema es que es más fácil decirlo que hacerlo. Trato
de parecer imperturbable y que las miradas y los cuchicheos
no me afecten, pero lo hacen.
Un camarero pasa junto a mí con un delicioso surtido de
canapés y lo ignoro, pese a que tengo hambre. En cambio,
detengo al que lleva copas de champán y cojo una. No debería
porque no he comido nada desde mediodía, pero ya no le doy
el pecho a Rachel y hace tanto que no bebo alcohol…. Antes
de que me arrepienta, tomo una de la bandeja y le doy un
trago. Cierro los ojos de puro placer cuando el líquido
espumoso se desliza por mi garganta. Está tan bueno que me la
termino al segundo trago y cojo otra, esta vez para degustarla
con más tranquilidad.
Debería ir a buscar a Steve, pero me ha decepcionado
tanto su comportamiento que no tengo ganas de estar con él en
ese momento. Lo que necesito es un poco de soledad.
En concesión a los invitados de la fiesta, el museo ha
dejado abiertas varias salas de exposición. Guiada por la
sospecha de que la inmensa mayoría de los asistentes están
aquí esta noche para lucirse en el baile de máscaras, y no para
admirar las obras que se presentan, me adentro en el edificio y
cojo el ascensor para subir a la segunda planta en donde está la
sala dedicada al arte europeo, mi favorito.
Todavía no he podido admirar las obras de Fragonard, así
que aprovecho y me dirijo hacia el espacio en donde las han
dispuesto con la esperanza de poder contemplarlas sin nadie a
mi alrededor. Tal y como esperaba, el lugar parece desierto a
excepción del guardia de seguridad apostado en la entrada de
la sala.
Durante unos minutos, saboreo el champán mientras voy
de pintura en pintura, cautivada por la frescura y el dinamismo
de las escenas representadas, y por las pinceladas vibrantes y
coloridas.
Después, sigo recorriendo la hermosa colección de
pintores europeos. El arte me absorbe de tal forma que no me
doy cuenta de que ya no estoy sola hasta que escucho una voz
justo detrás de mí.
—Siento el retraso, ángel. —El tono es oscuro y ronco, y
lo percibo tan cerca de mi oído que un escalofrío recorre mi
columna vertebral en respuesta.
CAPÍTULO 9
Amanda

M
e giro de golpe con un jadeo ahogado y me topo con un
amplio pecho masculino. Levanto la mirada poco a
poco y sigo alzándola más todavía hasta llegar a su
rostro, del que solo puedo ver la mitad inferior, pues, al igual
que yo, lleva un antifaz que le cubre parcialmente la cara. Eso
es bastante para quitarme el aliento. Tiene la piel canela, los
labios carnosos, una cicatriz en la barbilla y su mandíbula
parece cincelada en granito.
Mi primer pensamiento es que es altísimo, fuerte y muy
masculino.
El segundo… Ni idea porque en cuanto me topo con sus
ojos dejo de pensar y me olvido de todo. Del lugar en dónde
estoy. Hasta de quién soy.
No solo por sus ojos verdes, que me resultan
extrañamente familiares, sino por la voracidad con la que me
recorren de arriba abajo, deteniéndose más de la cuenta en el
escote. No recuerdo haber recibido una mirada así antes, tan
apasionada y carnal, como si quisiera desnudarme y
empotrarme en la pared. Y, lejos de parecerme ofensiva, la
encuentro excitante.
—Creo que se ha equivocado de persona. No soy Ángel
—farfullo. Me quedo confundida al ver que sus labios esbozan
una sonrisa sesgada y algo enigmática, como si supiera algo
que a mí se me escapa.
»Solo soy Amanda —agrego algo nerviosa por su falta de
respuesta. Y sí, también porque el gesto me ha resultado
inexplicablemente sensual.
—¿Solo? ¿Acaso te parece poco ser Amanda? —inquiere
con sorprendente seriedad.
—La verdad es que, a veces, sí —confieso antes de darme
cuenta.
«Eso te pasa por beber champán sin haber comido nada»,
me reprende mi cerebro.
—Te aseguro que eres mucho más de lo que cualquier
hombre podría desear —responde de forma abrupta, como si
estuviese molesto por mi declaración.
Entrecierro los ojos y lo observo con más detenimiento.
No lleva peluca como los otros invitados y su cabello es
oscuro y denso. Su piel parece tostada por el sol, lo que hace
resaltar todavía más sus ojos verdes, o tal vez sea el antifaz
negro, a juego con su disfraz. Donde Steve pecaba de colorido,
el desconocido que tengo frente a mí destaca por la sobriedad
de su vestimenta.
Sé que no lo he visto antes, un hombre de ese tamaño y
con un aura tan masculina no es fácil de olvidar, pero hay algo
en él que me resulta tan familiar…
—Perdona, ¿nos conocemos?
—Tal vez en otra vida y con otro nombre. —Una
respuesta confusa acompañada por otra sonrisa enigmática.
—¿Y puedo saber qué nombre tienes ahora?
—Me llamo Dan.
—¿Sin apellido?
—¿Los apellidos son relevantes, Amanda?
—No —contesto casi sin voz.
Por primera vez en mucho tiempo, percibo que estoy con
alguien al que solo le importa mi verdadero yo, y eso me hace
sentir extrañamente desnuda y vulnerable. O tal vez sea la
intensidad con la que me observa.
De pronto, siento calor y apuro el último trago que queda
en mi copa. Lo bebo tan rápido que suelto un hipido. Me tapo
la boca, avergonzada, aunque se me escapara una risita.
—¿Cuántas de estas te has bebido ya? —pregunta
mientras me coge la copa vacía de las manos.
—Dos —musito en tono lastimero al darme cuenta de que
voy achispada. ¿Quién demonios se emborracha con dos copas
de champán?
—Tienes poco aguante —murmura con una sonrisa que se
me antoja tierna.
—Suelo tener más, pero no he cenado nada. Además,
acabo de destetar a mi hija después de dos años y medio
dándole el pecho, y es la primera vez que tomo alcohol desde
antes de quedarme embarazada.
«Cierra la boca, Amanda —me reprende mi cerebro. Me
percato de lo que he dicho y siento que me ruborizo—. Dios,
¡¿cómo he podido hablar de destetes con un desconocido?!»,
pienso horrorizada.
—Entiendo —musita él.
De pronto se lleva una mano al oído y murmura algo.
Entonces, me doy cuenta de que lleva un auricular en el oído.
—Perdona, no quiero molestarte si estás hablando con
alguien —susurro un poco cohibida.
—Lo último que haces es molestar —asegura él—. He
pedido que traigan una bandeja con comida. Te hará sentir
mejor.
—Oh, trabajas en Contact One —deduzco cuando caigo
en la cuenta de que los miembros del personal llevan un
auricular para comunicarse entre ellos y también van vestidos
de negro.
Elegí esa empresa para los servicios de catering,
seguridad y limpieza porque organizaron también la boda de
mi hermano Noah con Sinclair e hicieron un trabajo
impecable.
—¿Desilusionada?
—¿Por qué iba a estarlo? —pregunto confundida.
—Tal vez esperabas que fuese uno de los selectos
invitados a esta fiesta —comenta en un tono de estudiada
indiferencia.
—No sé si te has dado cuenta, pero estoy aquí huyendo de
esos «selectos» invitados. No me siento cómoda con ellos —
confieso.
Nunca he sido demasiado sociable, aunque sí me gusta
ayudar a mi madre a organizar fiestas benéficas y hubo un
tiempo en que hasta las disfrutaba. Sin embargo, todo eso
cambió después de mi divorcio, cuando se filtró la noticia de
que mi marido estaba en la cárcel por intentar asesinar a mi
hermano y a su mujer. Fue la comidilla de la alta sociedad de
Dallas durante mucho tiempo y copó las portadas de muchas
revistas sensacionalistas, que, para echar más leña al fuego,
sacaron a la luz a todas las amantes que Robert había tenido.
Parece que la gente disfruta de las desgracias ajenas y, más
aún, si salpican a alguien rico.
—¿Y conmigo te sientes cómoda? —pregunta Dan.
—Sí —susurro, aunque no sé si es por el champán o por
esa sensación de familiaridad que siento con él.
Mi mirada queda atrapada en el fuego que brilla en sus
ojos verdes. Lo veo acercarse a mí hasta que sus pies chocan
con el borde de la falda de mi vestido, invadiendo mi espacio
personal, pero, en lugar de retroceder, mi cuerpo actúa por
voluntad propia y se queda quieto. Expectante. Incluso
deseoso de sentir su contacto.
Contengo el aliento al ver que se inclina hacia mí. ¿Me va
a besar? Mi lado racional debería detenerle porque estoy
saliendo con alguien y no es correcto, sin embargo, parece que
cualquier atisbo de moralidad me ha abandonado, ya que en lo
único en que puedo pensar es en saborear sus labios. Y, cuando
parece que se va a cumplir mi deseo, escuchamos que alguien
se acerca.
Los dos nos separamos, yo un poco confusa por lo que
casi pasa, y él con un gruñido molesto porque no haya pasado.
Lo sé por la mirada asesina que dirige al camarero que se
acerca portando una bandeja. Es tan intimidante que el pobre
hombre se la entrega temblando y sale corriendo.
—Le has asustado —observo aguantando la risa.
—Él me ha frustrado, así que estamos a la par —repone
en tono hosco sin apartar la mirada del camarero, que casi
tropieza con su prisa por alejarse. Entonces, se gira hacia mí y,
al observar mi sonrisa, parece que su mal humor desaparece al
instante.
»¿Qué le apetece tomar, madame? —pregunta con tanto
refinamiento que me hace reír—. He pedido una pequeña
selección de los mejores bocados —explica mientras pone ante
mí los deliciosos canapés—. Hay tartaletas de queso brie con
mermelada de higos, volovanes de champiñones y trufa,
miniblinis con salmón ahumado y crema agria, profiteroles
salados rellenos de mousse de foie, y bocaditos de roast beef
con salsa Dijon —enumera y siento que la boca se me hace
agua porque todos me parecen deliciosos—. También he
pensado que te apetecería beber algo sin alcohol para
despejarte —añade señalando el vaso que hay en la bandeja—.
Es zumo de piña —aclara.
—Qué casualidad. Es el que más me gusta —comento y
veo que su boca vuelve a esbozar una de sus enigmáticas
sonrisas.
Tomo una de las tartaletas y me la llevo a la boca, pero
casi me atraganto cuando me doy cuenta de que Dan no me
quita los ojos de encima mientras la saboreo. Es como si
disfrutase mirándome comer.
—¿Está buena? —pregunta en tono ronco.
—Deliciosa —consigo decir después de tragar.
—Prueba un volován —ofrece.
Tomo uno y dejo escapar un gemidito de placer de lo
bueno que está. A continuación, me como uno de los
profiteroles y un bocadito de roast beef. Después de casi un
mes a base de ensaladas y pollo a la plancha, los elaborados
canapés me saben a ambrosía. Mi lengua relame mis labios en
busca de alguna miguita, y los ojos de Dan se oscurecen hasta
volverse casi negros.
—¿Tú no tienes hambre? —pregunto casi sin voz.
—Oh, ya lo creo que sí —murmura, pero no coge ningún
canapé, solo me mira con más fijeza, como si tuviese hambre
de mí.
Para aligerar la intensidad del momento y evitar hacer
algo escandaloso, como pedirle que me empotre contra una
pared y sacie su apetito conmigo, decido empezar una
conversación ligera sobre uno de mis temas preferidos.
—¿Te gusta el arte? —indago señalando los cuadros que
nos rodean.
—Solo soy un aficionado del tema —reconoce Dan con
una mueca—, aunque muchas de estas obras me resultan
incomprensibles. Por ejemplo, ¿qué se le ha pasado por la
cabeza al autor de esta obra para pintar a una mujer encima de
un toro? —pregunta cabeceando en dirección a la pintura
frente a la que estamos parados.
Esbozo una sonrisa al contemplar El rapto de Europa de
Jean Baptiste Marie Pierre. Supongo que, para alguien ajeno al
contexto y su simbolismo, la obra resulta rocambolesca.
—En este caso, el autor ha reflejado una escena de la
mitología griega —explico—. La mujer era una princesa
fenicia llamada Europa. Zeus la vio un día y quedó prendado
de ella. Para poder aproximarse sin que huyera atemorizada,
Zeus se transformó en toro y así se mezcló con las otras reses
que poseía su padre. Simulando ser de carácter manso, se
acercó a Europa y se ganó su confianza hasta tal punto que ella
se atrevió a montarse en su grupa. Entonces, Zeus se la llevó a
la isla de Creta. Allí le mostró su verdadera identidad y
mantuvieron un idilio, fruto del cual nacieron tres niños.
Dan me escucha con mucha atención y luego agudiza la
mirada.
—Entonces, simuló ser bueno para ganarse la confianza
de la mujer que quería.
—Eso cuenta la leyenda, sí.
—Es un buen plan —musita pensativo.
—Yo no lo tengo tan claro. Si yo fuera Europa, no sé si
me quedaría al lado de Zeus después de una estratagema así.
—¿No crees que el fin justifica los medios?
—No me gustan las mentiras. Verás, la última vez que un
hombre simuló ser un toro manso para acercarse a mí y se
ganó mi confianza para acceder a montarme en su grupa…
Digamos que acabó clavándome los cuernos, no sé si me
entiendes.
—Si me hubieses montado a mí, te habría clavado otra
cosa. —Escucho que dice por lo bajo, aunque debo de haber
entendido mal.
—¿Qué has dicho?
—Que te montaste en el toro equivocado —responde con
tanta naturalidad que me hace dudar de lo que creo haber
escuchado.
—Sí, eso parece —convengo finalmente.
—Y dime, Amanda, ¿qué debe hacer un toro para
conseguir que te montes en él? —inquiere de repente en tono
ronco.
Seguro que lo ha dicho de forma metafórica, pero siento
que me ruborizo. No me considero una mujer demasiado
sexual o al menos no lo he sido con mis parejas anteriores,
pero sus palabras me hacen imaginar su cuerpo desnudo
tendido en una cama y a mí a horcajadas sobre él.
—¿Te refieres a ganarse mi confianza? —pregunto
después de aclararme la garganta.
—Eso también —responde con esa sonrisilla rápida.
Mis ojos se quedan clavados en sus labios y no consigo
que se muevan de ahí. ¿Qué demonios me pasa? Debe de ser
él. Seguro que es uno de esos hombres que desprende
testosterona por todos los poros y consigue que las mujeres
hagan locuras.
Sé que mi hermano Noah es de esos. A lo largo de los
años he visto cómo las chicas hacían verdaderas tonterías por
llamar su atención y se doblegaban a sus deseos. Solo Sinclair
parece tener la fuerza de voluntad necesaria para plantarle cara
y cambiar las tornas.
—Para mí es clave la sinceridad.
—Entiendo. Entonces, si hubieses estado en el lugar de
Europa, ¿hubieses preferido que Zeus se acercase a ti sin
ocultarte su identidad?
—Supongo que sí.
—No pareces convencida —observa al captar el tono
dudoso de mi voz.
—A decir verdad, si yo fuese Europa y Zeus se acercase a
mí en todo su esplendor, creo que saldría corriendo en
dirección contraria —confieso con sinceridad.
—¿Y eso por qué? —pregunta mirándome con mucha
atención.
—Piénsalo por un segundo: Zeus era el dios supremo de
la mitología griega. Tenía fama de ser mujeriego y caprichoso,
y no tenía escrúpulos a la hora de imponer su voluntad o de
castigar a los que se le enfrentaran. Debía de resultar
intimidante ante una simple mortal.
—Yo creo que no era más que un hombre enamorado y
desesperado porque su amada le diese una oportunidad y no le
quedó otra que fingir al principio para poder lograr su final
feliz con ella.
—Pero mentir no está bien —insiste.
—Dime la verdad, ángel: ¿nunca has hecho algo
moralmente reprochable por captar el interés de un hombre al
que desearas?
—No —respondo de forma automática tratando de que no
note lo mucho que me ha gustado que me llame «ángel». Ya
podría aprender Steve de él a poner apodos cariñosos.
—¿Ni siquiera cuando eras adolescente? —insiste al
tiempo que da un paso hacia mí.
En esta ocasión, la palabra «no» se me queda atascada en
la boca cuando mi mente evoca el rostro de mi primer amor:
Rafael.
Sus ojos verdes.
Su sonrisa esquiva.
Mentí a mis padres y a Carmen por él; me escapé de mi
habitación en innumerables ocasiones; traté de darle celos
manipulando a otro… No puedo negar que hice cosas
moralmente reprochables para estar con él. Todavía, después
de veinte años, lo echo de menos y lamento su pérdida.
—Bueno, tal vez sí —concedo finalmente—. Pero en mi
defensa diré que tenía quince años y estaba locamente
enamorada de mi mejor amigo.
—El amor no te vuelve más cuerdo con la edad —repone
él en tono suave. Incluso su expresión parece haberse llenado
de cierta nostalgia. Tal vez anhelo.
Lo observo y vuelvo a sentir esa extraña familiaridad.
De repente caigo en la cuenta. No sé si por haber pensado
en Rafael, pero hay algo en este hombre que me lo recuerda.
Ojos verdes, pelo oscuro, piel canela, complexión grande… Es
como si una versión adulta de él hubiera aparecido frente a mí.
Pero, claro, es imposible. Rafael murió hace veinte años.
—¿Sabes? Te pareces mucho a él —confieso.
Dan tensa la mandíbula y luego entreabre los labios a
punto de decir algo, pero se detiene cuando escuchamos unos
pasos que se acercan.
—Por fin te encuentro. —Steve se aproxima con paso
rápido y parece molesto—. No me puedo creer que estés aquí
escondida. Quedamos en que aprovecharíamos la fiesta para
que me presentases a… —Se queda en silencio al ver al
hombre que está a mi lado—. Oh, veo que no estás sola —
murmura mientras lo observa con curiosidad. De repente, se
estira la casaca y se yergue un poco—. Soy Steve Davenport,
coordinador del Departamento de Marketing y Comunicación
del museo. ¿Y usted es? —añade tendiéndole la mano.
Estando juntos, es como ver a un pavo real frente a una
pantera.
—Dan —dice sin más mi misterioso acompañante
entretanto le da un rápido apretón. Tan solo dura un segundo,
pero, por la mueca de dolor que aparece en el rostro de Steve,
debe de haberle estrujado los dedos más de la cuenta.
—¿Sin apellido?
—Por esta noche, no —responde Dan.
Me guiña un ojo de forma cómplice y me encuentra
devolviéndole una sonrisa.
—¿De qué os conocéis? —inquiere Steve en tono tirante
como si hubiese percibido esa extraña familiaridad que parece
haber entre nosotros.
—Somos viejos amigos —responde Dan antes de que
pueda decir nada. Lo miro con sorpresa y más aún cuando de
repente se gira hacia mí—. Ha sido un placer volver a verte,
ángel, pero debo ir a atender unos asuntos —añade mientras
toma mi mano y se inclina hacia ella.
Una miríada de mariposas revolotea en el interior de mi
estómago cuando clava los ojos en mí al tiempo que posa los
labios en mis nudillos. Incluso a través del guante de seda que
llevo puedo sentir el calor de ese beso.
»Nos volveremos a ver —susurra al soltarme y se va antes
de darme la oportunidad de decir nada.
Siento el impulso de ir tras él, pero me contengo porque
algo en mi interior intuye que lo que me ha dicho es verdad.
Nuestros caminos se volverán a cruzar.
CAPÍTULO 10
Dan

A
veces siento como si mi vida fuese una partida de
ajedrez, pero, en lugar de mover las fichas para
salvaguardar al rey, todas las tengo enfocadas en
proteger a la reina. Es un error, por supuesto. Si el rey cae, la
partida acaba. No obstante, cuando la reina es lo más
importante para mí, ¿qué sentido tiene seguir jugando si ella
sale del tablero?
Llevo vigilando a Amanda desde aquella noche en Nuevo
Laredo, hace quince años, cuando la salvé de una violación;
aunque hasta ahora lo he hecho de un modo indirecto. Alguien
cercano a ella me pasaba fotos y un resumen mensual de cómo
le iba la vida y me avisaba en caso de problemas. Su familia
tiene muchos recursos, pero siempre dentro de la legalidad.
Por el contrario, yo no tengo problemas en ensuciarme las
manos cuando hace falta. Incluso durante los años que pasé en
la cárcel la mantuve vigilada.
Sí, soy un patético acosador, lo sé.
Solo he cedido a la tentación de acercarme a Amanda en
todo este tiempo dos veces.
La primera fue en la boda de su hermano, hace dos años.
La observé de lejos mientras ella iba de aquí para allá con su
niñita en brazos. La devoré en la distancia, pero no me atreví a
hablarle.
La segunda fue la pasada noche. Sabía que no era buena
idea abordarla de forma directa, pero al verla sola en aquella
sala del museo, envuelta en un halo de tristeza y buscando
refugio en el arte que tanto le gusta, en lugar de estar
divirtiéndose en la fiesta con su novio, no pude resistir el
impulso de conversar con ella para aligerar su ánimo. Gran
error porque ahora quiero más. Lo quiero todo.
Cierro los ojos mientras el agua cae sobre mí en una
miríada de pequeñas gotitas. Se supone que las duchas efecto
lluvia deberían proporcionar al cuerpo una sensación de
relajación, más aún después de haberme masturbado como un
adolescente rememorando su boca y la forma en que se
relamió los restos del canapé de los labios. No obstante, no
logro deshacerme de la tensión que se atenaza dentro de mí, en
un lugar tan profundo que nada logra llegar hasta allí.
Llevo años con esa sensación de hambre, de
insatisfacción, y no la consigo saciar de ninguna forma. Ni el
sexo ni el alcohol ni el ejercicio físico ni trabajar hasta la
extenuación. Nada me ha servido.
Es como si estuviese… incompleto.
Algo totalmente ridículo porque poseo todo lo que un
hombre puede desear: tengo treinta y cinco años y gozo de
muy buena salud; soy el dueño del cincuenta por ciento de
Contact One, un negocio muy lucrativo con sede en Barcelona
que ofrece todo tipo de servicios a la gente adinerada; poseo
una gran fortuna gracias a mi trabajo y, sobre todo, a los
suculentos ingresos fruto de las inversiones que gestiona mi
socio y mi atractivo físico logra que no me falte compañía
femenina.
Durante un tiempo me autoconvencí de que con eso
podría sentirme satisfecho. Qué iluso. Finalmente tuve que
enfrentarme a la verdad: mi vida carece de sentido sin ella.
Tal vez por ello decidí dar un giro de ciento ochenta
grados a la partida de ajedrez que estaba jugando y empecé a
mover mis fichas, una a una, para hacerme con la reina. ¿Qué
mejor forma de protegerla que capturarla para mí?
Metafóricamente hablando, por supuesto. En una partida de
ajedrez real, eso es imposible.
Mi movimiento inicial fue erigir la sede norteamericana
de Contact One en Texas solo para estar más cerca de ella. Lo
lógico hubiese sido situarla en Nueva York, por la cantidad de
gente rica que requieren empresas de servicios, pero la lógica
queda a un lado cuando se trata de Amanda.
De cualquier forma, Houston es un buen lugar. La «Space
City » es una de las ciudades de Estados Unidos, junto con
[4]

Las Vegas y Chicago, que ofrece más eventos y convenciones,


que son parte del pilar de nuestro negocio, además de tener un
crecimiento económico de vértigo. Al menos esa es la
explicación que le di a Marcos.
Joder, cómo lo echo de menos. Hablamos casi a diario
desde que vivo en Texas y nos vemos en persona una vez al
mes, pero, cuando se tiene una relación tan estrecha como la
que tenemos nosotros, sabe a poco.
Marcos Mengod es la única persona que se preocupa por
mí. Mi mejor amigo. Mi socio. Mi cuate. Vive en Barcelona y
gestiona allí la sede española de Contact One. Ahora es un
hombre felizmente casado y el orgulloso padre de una niña que
augura ser tan hermosa como su madre.
No lo envidio.
Mentira; claro que lo envidio. Ha conseguido formar una
familia junto a la mujer que ama y duerme abrazado a ella
todas las noches.
Ese es mi mayor deseo.
Mi anhelo más oculto.
Por ello hice mi segundo movimiento: comprar una
pequeña extensión de terreno situada cerca de la mansión de
Noah Grayson y construir una casa en ella. No una cualquiera.
Una de estilo español con el tejado rojizo y las paredes de
estuco color claro; contraventanas y vigas de madera en los
techos; corredores llenos de arcos y un espacioso patio interior
con piscina. La casa de los sueños de Amanda.
Lo más cómodo hubiese sido residir en Houston, pero sé
que Amy solo será realmente feliz cerca de su familia. Por eso
me he asegurado de contratar un buen equipo de dirección
para que mi intervención en la delegación pueda hacerse en su
mayor parte a distancia, y solo tenga que viajar a allí una vez a
la semana.
Hace solo unos días que me mudé a la nueva casa y ya me
siento más a gusto aquí que en mi lujosa residencia de
Barcelona, tal vez porque sé que ella está cerca.
Después de secarme y vestirme, voy a mi nuevo despacho
y me sirvo un vaso de whisky. Si Marcos estuviese aquí, haría
algún comentario caustico sobre un desayuno tan poco
nutritivo.
Mientras saboreo el ambarino licor en mi boca, observo el
retrato colgado en la pared acariciando con la mirada la
delicadeza de las facciones de la joven que está representada
en el lienzo. La pintora era buena y supo plasmar bastante bien
la dulzura en su expresión, la bondad de sus ojos y la calidez
de su sonrisa. Se notaba que la conocía. Con todo, nada podría
hacer justicia a la realidad. Es como ver una imagen en blanco
y negro de un arcoíris.
De hecho, así es como me he sentido últimamente: como
si mi vida se desarrollase en blanco y negro y estuviese
envuelta en una frialdad de la que no consigo escapar. Y mira
que lo he intentado. He sido tan ingenuo como para buscar el
color y el calor en un montón de mujeres que no eran más que
sombras de la que en verdad anhelo y lo único que he
conseguido ha sido acrecentar mi frustración.
Sin embargo, anoche, durante los minutos que estuve con
ella, me dejé envolver por su calidez y su color, y por unos
instantes me sentí completo. Fue un encuentro demasiado
breve por culpa del cretino de Davenport, que apareció para
interrumpirnos. Esa hiena disfrazada de tomate dejó bien claro
por qué está saliendo con ella: para aprovecharse de su
apellido y de su estatus social. Un trepa.
De repente, siento una oleada de rabia tan intensa que
escapa de mi control y lanzo el vaso contra la pared. Aprieto
los puños mientras la determinación se expande por mi cuerpo.
¡Estoy harto!
Dios sabe que lo he intentado. Le di la oportunidad de
alejarse de mí. De ser feliz con un hombre decente y bueno,
pero… ¡joder!, es que Amy tiene un gusto pésimo en lo que a
elección de parejas se refiere.
El primero fue un tipo que conoció en la universidad. No
se la merecía en absoluto, aunque, ¿qué hombre puede ser
digno de un ángel? Bueno, está claro que aquel idiota no. A
pesar de no llegarle ni a la suela de los zapatos, la ninguneaba.
No estaba enamorado de ella, solo de su apellido.
El idiota en cuestión (que tenía el mismo nombre que el
alter ego de Superman, Clark) estudiaba Económicas y quería
hacerse un hueco en G&G Corporation, la empresa que
poseían los padres de Amanda, pues era una de las más
potentes de Texas.
Cuando descubrió que Christopher Grayson, el padre de
Amanda, no era un hombre nepotista, y que su propio hijo
había tenido que empezar en la empresa como chico de los
recados, cortó la relación.
El siguiente idiota se llamaba como Batman: Bruce. Era
un intelectual o se las daba de ello; uno de esos tipos que no
hacen más que hablar, hablar y hablar sobre cosas profundas
para disimular lo vacíos que están por dentro. La trataba de
forma condescendiente y alimentó sus inseguridades. Creo que
Amanda por fin abrió los ojos con él cuando la llevó a un club
de intercambio de parejas. ¿Qué hombre en su sano juicio
desearía compartirla con otro? Lo dicho, un idiota.
Luego le llegó el turno al peor idiota de todos: Robert
(que, por otra casualidad, corresponde al nombre de
nacimiento del superhéroe Sentry). Por un tiempo me engañó.
Sabía que tampoco estaba a su altura, pero parecía que la
quería y la trataba bien. Ver fotos en las que ella lo miraba
sonriente era una sensación agridulce. Por un lado, eso era lo
que yo deseaba: su felicidad; por otro, en mi fuero interno, mi
lado egoísta quería que fuese yo el que la hiciera resplandecer,
no otro. Sin embargo, Robert no tardó en mostrar su verdadera
cara: la de un cretino infiel e interesado. Mientras Amanda
estaba embarazada, su marido se dedicó a expandir su propia
empresa gracias al dinero de ella y en cada ciudad a la que iba
se agenciaba a una amante diferente. Cuando Amanda se
enteró, se le rompió el corazón y su autoestima se hizo
pedazos. Yo lo hubiese matado con gusto por ello, pero Noah,
el hermano de Amanda, se encargó de hacérselo pagar de una
manera menos drástica, aunque bastante efectiva: arruinó su
empresa de nuevas tecnologías. El tipo la cagó aún más al
tratar de matar a Noah en venganza y acabó en una cárcel de
España, lo que propició que Amanda obtuviese un divorcio
rápido y la custodia total de su hija, de manera que pudiese
perder de vista a ese malnacido para siempre.
Cualquiera diría que Amanda debería de haber
desarrollado un radar para los idiotas después de sus
experiencias pasadas, pero mi ángel es una mujer demasiado
buena y confiada, lo que la hace una presa fácil para todos los
tipejos que se esconden bajo nombres de superhéroes, de lo
contrario, ¿por qué narices ha empezado a salir con Steve, el
Capitán América, cuando no es más que otro aprovechado?
No.
Mi paciencia ha llegado a su límite. Estoy cansado de
verla ir de idiota en idiota que no hacen más que apagar su
brillo. Ha llegado el momento de dar el paso definitivo. De
que por fin me vea.
Lo que me lleva al tercer movimiento: reclamarla como
mía.
Sí, mía.
Mi ángel desde el primer momento en que la vi.
Mi salvavidas cuando me estaba ahogando.
Mi faro en la oscuridad.
Mi arcoíris después de la tormenta.
Mi alma gemela.
Mi amiga.
Mi amada.
Dios sabe que no soy un buen hombre y que soy indigno
de ella, pero peor que los otros no lo puedo hacer. Yo marco la
diferencia porque la quiero de verdad. Fui su primer amor y
también el que le di su primer beso. Ella me entregó su
corazón antes de que todos esos idiotas apareciesen en su
camino, y eso me da cierto derecho que me pienso cobrar.
Puede que Amanda tenga predilección por los hombres
con nombre de superhéroe, pero ya es hora de que le dé una
oportunidad al villano. Aunque, claro, si intuye la clase de
persona que soy, saldrá corriendo en dirección contraria. Lo
que me lleva a la historia que me contó anoche Amanda sobre
Europa y Zeus.
Guiado por un impulso, cojo el teléfono y llamo a Marcos.
Es el único con el que puedo hablar porque solo le he contado
a él sobre el pasado que tengo con ella.
—Mierda, Dan. No has podido ser más inoportuno —
gruñe Marcos a modo de saludo—. Estaba a punto de irme a
dormir la siesta.
—¿Desde cuándo duermes tú la siesta? —bufo.
—Desde que Pauline se ha quedado dormida, y Desi me
ha dicho si nos íbamos a la cama a descansar un rato, no sé si
me entiendes.
—¿Quieres que te llame luego?
—Si no es algo de vida o muerte, sí. Necesito echarle un
buen polvo a… ¡Mierda! —masculla de pronto.
—¿Qué ocurre?
—Acabo de descubrir que la propuesta de Desi no era una
insinuación sexual. Realmente ha ido a la cama a dormir —
agrega tan frustrado que suelto una carcajada.
—¡Qué duro es ser padre de un bebé!
—Ni te imaginas —musita, aunque sé que nunca ha sido
más feliz—. ¿De qué querías hablar? —pregunta con
resignación.
—Anoche fui a supervisar la fiesta de máscaras en el
Museo de Dallas y vi a Amanda Grayson.
—Bueno, no es la primera vez que la ves. Recuerdo que
en la boda de Sinclair y Noah ibas escondiéndote por los
rincones mientras la observabas como un perrillo abandonado.
—Pues yo lo que recuerdo en esa boda es a ti acosando a
cierta rubia que ahora es tu mujer.
—Touché.
—La cuestión es que anoche no me pude resistir y acabé
acercándome a hablar con ella.
—¿Te reconoció?
—Llevaba puesta una máscara, aunque no paró de repetir
que le resultaba familiar. De cualquier forma, aunque no
llevara el rostro parcialmente cubierto, no creo que me
identificase como Rafael Sánchez.
—¿Por qué?
—Porque para todos los del rancho G&G, ese chico murió
hace veinte años.
Pedirle a mi abuelo que fingiera mi muerte fue lo único
que se me ocurrió hacer para evitar que la gente a la que le
importaba me buscara. Sabía que, si desaparecía sin más,
Carmen y Raúl moverían cielo y tierra para encontrarme
porque me habían llegado a querer como a un hijo; por su
parte, Amanda tampoco se rendiría y convencería a sus padres
para que usaran todo su poder hasta dar conmigo. También era
muy consciente de que, si lograban acercarse demasiado, los
sicarios del cártel los matarían con tal de que dejaran de
indagar sobre mi paradero.
Que me considerasen muerto fue lo más seguro para ellos.
No fue difícil. Bastó con poner mi ropa al cuerpo de
Leandro, colocarlo en el viejo cobertizo y provocar un
incendio. Como tenía una complexión similar a la mía, todos
dieron por hecho que el cuerpo calcinado que se encontró en el
lugar era el mío. La conclusión oficial fue que, yendo hacia el
embarcadero para reunirme con Amanda, divisé el incendio y
al tratar de sofocarlo, morí entre las llamas. En cuanto al
análisis forense, mi abuelo puso dinero en las manos
adecuadas para que corroborasen esa teoría.
—Entonces, ¿cuál es tu plan? —pregunta Marcos.
—¿Conoces la historia de Zeus y Europa?
—Claro, el rey de los dioses se transformó en toro manso
para ganarse la confianza de la chica y raptarla para después…
Un momento. ¿Vas a raptar a Amanda Grayson?
—No, me voy a convertir en un toro manso para
seducirla. O, lo que es lo mismo, voy a hacerle creer que soy
un buen tipo.
—Es que eres un buen tipo —afirma Marcos con lealtad
—. Solo hace falta conocerte un poco para descubrirlo.
—Seamos honestos, si de buenas a primeras me presento
como un asesino, exconvicto y emparentado con una familia
de narcotraficantes, no se detendría ni a darme la hora.
Tampoco es que la pueda culpar, tiene una hija de tres años por
la que velar.
—Así que solo le vas a dejar ver tu faceta más
convencional: la de un próspero empresario, filántropo y
mecenas ocasional.
—Exacto.
—Sabes que no va a ser tan fácil. Si Noah Grayson ve que
empiezas a rondar a su hermana y la cosa se pone seria entre
vosotros, hará que te investiguen. Está muy protector con ella
desde lo de Robert.
—Ya sabes que contraté a un hacker para que borrase mis
antecedentes penales y cualquier referencia que me relacionase
con el Cártel de Comales para poder empezar desde cero —le
recuerdo. Borrar datos en un sistema era más fácil que crear
una nueva identidad. Además, me negaba a volver a cambiar
de nombre. Ya lo había hecho en demasiadas ocasiones a lo
largo de mi vida.
»Solo tienes que asegurarme que Desi no se irá de la
lengua con Sinclair.
Desiré, la mujer de Marcos, es la mejor amiga de Sinclair,
la esposa de Noah Grayson. Las dos vivieron en Valencia y
fueron compañeras de universidad antes de conocer a sus
respectivos maridos. Pese a que ahora las separa el océano
Atlántico, me consta que siguen muy unidas y hablan a diario.
Desi sabe que Marcos y yo nos conocimos en la cárcel, de
ahí nuestra profunda amistad. Los dos nos cubrimos las
espaldas cuando estábamos en el penal de Topo Chico, una de
las peores prisiones de México. Solo así pudimos sobrevivir en
aquel infierno. También es consciente de que no dudo a la hora
de apretar el gatillo. Me vio cargarme sin ningún
remordimiento a los malnacidos que los secuestraron hace un
par de años.
—No sufras por eso —asegura poniendo la mano en el
fuego por la discreción de su mujer—. Pero ¿no crees que
Amanda sospechará que no eres tan convencional al ver lo que
escondes debajo de tus trajes a medida?
—¿Te refieres a mi descomunal polla? —repongo con
humor, aunque sé por dónde va—. Ella solo verá los tatuajes
que cubren mi piel, no las cicatrices que ocultan —agrego
finalmente al ver que se ha quedado en silencio esperando una
respuesta sincera.
Cada una de las marcas que mi abuelo me dejó en el
cuerpo las he disimulado con tinta. Ya tenía suficiente con que
me hubiera jodido la mente a muchos niveles como para
encima tener que ver su recuerdo en mi piel cada vez que me
miraba en un espejo. La peor de todas; la «C» que me grabó a
fuego en el pecho como si fuera una res de su posesión, está
oculta bajo el dibujo de un ángel con forma de mujer que, sí,
está inspirado en Amanda.
—Bueno, parece que lo tienes todo claro.
—Eso creo. Salvo por un pequeño detalle —añado con un
suspiro.
—¿Cuál?
—No quiero engañar a Amanda —confieso en tono quedo
—. Me mata ser uno de tantos que la han mentido para
acercarse a ella, aunque mis motivos sean muy diferentes a los
del resto.
—A veces una mentira es la única puerta que puede
conducir hacia la verdad.
—¿Qué coño significa eso?
—La única forma de acercarte a ella es mintiéndole,
¿correcto?
—Sí.
—Pero solo podrá conocerte de verdad si estás cerca de
ella. Así pues, aunque suene paradójico, una mentira es lo que
te conducirá a la verdad —concluye.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan profundo?
—Es cosa de la frustración sexual. Parece que tengo la
mente más despejada desde que no uso tanto la polla —
bromea, y suelto una carcajada ante el tono quejicoso que
emplea.
Es justo lo que necesitaba: que me hiciera reír.
Después de un rato más de charla, mando besos para sus
dos princesas y me despido de él.
Debo seguir preparando la estrategia para capturar a mi
reina.
CAPÍTULO 11
Amanda

N
o me gustaban las discotecas. La música era
ensordecedora y había demasiada gente. Si había
accedido a ir allí, y, ya puestos, a cruzar la frontera, era
porque Rachel y Jessica me habían convencido.
—Amy, de vez en cuando tienes que saltarte las normas —
comentó Rachel.
—Si no vivimos una aventura ahora que somos jóvenes,
¿cuándo lo haremos? —secundó Jess.
Así que allí estábamos las tres, en una discoteca de Nuevo
Laredo, México, cuando se suponía que íbamos a estar
pasando unos días con la familia de Jessica en San Antonio.
Bailábamos en la pista y sentí que alguien me observaba.
De pronto lo vi: un chico guapísimo unos años mayor que yo
me estaba sonriendo. Y qué sonrisa. Parecía un modelo de
anuncio de dentífrico. Lo raro era que tuviera puesta su
atención en mí, algo de lo más extraño cuando estaba cerca
mi amiga Rachel, pues de las tres era la más guapa con
diferencia.
Mi corazón se puso a mil por hora cuando empezó a
acercarse hasta detenerse frente a mí.
—Hola, me llamo Miguel —dijo en mi oído para que
pudiera escucharlo por encima de la música. Olía bien y su
acento mexicano me recordó al de Rafael.
—Amanda.
—¿Norteamericana? —Asentí en respuesta, y su sonrisa
se acentuó dejando ver unos encantadores hoyuelos—. ¿Qué
os parece si mis hermanos y yo os invitamos a tus amigas y a
ti a unos chupitos de tequila para daros la bienvenida a
nuestro país? —añadió cabeceando hacia la barra, en donde
dos chicos tan monos como él nos saludaron.
—No sé si… —empecé a decir, pues mi primer impulso
fue negarme, pero un codazo de Rachel me acalló.
—Nos parece genial —aseguraron mis dos amigas al
unísono como si fueran siamesas.
Así, me dejé llevar por Rachel y Jess mientras
comentaban lo guapos que eran. La verdad era que estaban
buenísimos y parecían encantadores. Nos sirvieron una ronda
de chupitos de tequila y brindamos entre risas por la menor
restricción de México en el consumo de alcohol.
Miguel parecía verdaderamente interesado en mí. Me
preguntó qué estudiaba y dónde vivía. También si estábamos
allí con alguien y le dije que no, que era una escapada
secreta. Sonrió. Después, vino otra ronda de chupitos y
volvimos a brindar.
—Tienes unos ojos preciosos —comentó Miguel
mirándome con fijeza.
En aquel momento me sentí guapa, deseada y
extrañamente relajada. Era raro porque ese tipo de
comentarios solían avergonzarme. Sin embargo, a medida que
los minutos pasaban en su compañía, empecé a sentirme como
en una nube. Mi mente desconectó de la realidad y de mi
cuerpo, y solo vi destellos de luz sin forma y voces inconexas a
mi alrededor. Perdí la noción del tiempo y la consciencia
hasta que un susurro quedo se deslizó en mi oído.
—¿Amy?
Tenía que estar en el cielo, porque solo allí podría haber
escuchado aquella voz llamándome.
Traté de enfocar la mirada y me encontré con los ojos
verdes de Rafael. Sonreí con tristeza. O estaba muerta o
dormida porque, en el mundo real, él no podía estar ahí. Y, si
era un sueño, no quería despertar.
—¡Mami!
Abro los ojos de golpe cuando oigo ese grito en mi oído y
me encuentro con el rostro de Rachel a escasos centímetros del
mío mirándome con el ceño fruncido.
—¡Despieta, mami! —vuelve a gritar y hago una mueca
cuando su voz aguda retumba en mi tímpano.
—Mijita, te dije que dejaras dormir a tu mamá, que ayer
estuvo en un baile y llegó tarde —se apresura a reprenderla
Carmen entrando en la habitación—. Lo siento, mi niña —se
disculpa la mujer al ver que la pequeña salta sobre mí tratando
de despertarme.
—Pero ya hay sol —repone Rachel y, para demostrarlo, se
baja de la cama y abre la cortina de forma que un haz de luz
me da de lleno en la cara—. ¿Ves?
—Ahora mismo no veo nada —susurro con un mohín y
pestañeo en un intento de que mis ojos se acostumbren a la
claridad—. ¿Qué hora es?
—Hora de levantarse —insiste Rachel comiéndose las
eres en el proceso.
—Las seis en punto —murmura Carmen en tono de
disculpa. Suelto un suspiro de cansancio.
—¿Noah y Sinclair ya se han despertado?
—Acaban de bajar a desayunar con Kate. ¿Quieres que
me la lleve y duermes un poco más? —pregunta Carmen al ver
que Rachel vuelve a trepar a la cama y se lanza sobre mí.
—No, tranquila, ya me hago cargo yo de esta diablilla —
respondo y empiezo a hacerle cosquillas a mi pequeña, que ríe
encantada.
Ella es lo único bueno que salió de mi matrimonio con
Robert y, por suerte para mí, no se parece en nada a su padre,
ni físicamente ni en carácter. Tiene los ojos azules de los
Grayson, la piel tan clara como la mía y el cabello castaño y
rizado de mi abuela materna. También es alegre y muy dulce,
y eso que tenía todas las papeletas para ser una malcriada
porque mis padres la consienten un montón.
Le puse el nombre de Rachel en honor a la memoria de mi
mejor amiga, que murió de forma inesperada hace cinco años.
Durante un tiempo todos pensamos que se había suicidado, y
ese hecho me dejó desolada y con un enorme sentimiento de
culpabilidad. No entendía que pudiese haber tomado la
decisión de quitarse la vida sin yo haber sospechado nada. No
hacía más que dar vueltas a nuestras últimas conversaciones,
rememorar cada detalle en busca de algún indicio,
martirizarme con la duda de si podía haber hecho o dicho algo.
Incluso la nota que dejó me confundió todavía más porque, en
ella, aseguraba que estaba enamorada de Noah y que él la
había usado y desechado. No le veía ni pies ni cabeza porque
ella nunca había mostrado ni pizca de interés romántico por
Noah, pero consiguió hacerme dudar de mi hermano, algo de
lo que me arrepiento porque luego se supo que no había sido
un suicidio, sino un asesinato, y que la nota no había sido más
que una farsa.
—Pipí —dice de pronto Rachel con los ojos abiertos de
par en par, y al segundo siguiente siento que un líquido
caliente me empapa el pijama.
La niña hace un puchero y sus ojos se llenan de lágrimas.
Lleva un par de meses sin pañal, pero todavía tiene «escapes»,
sobre todo por la noche, cuando está nerviosa… o cuando le
hago demasiadas cosquillas.
—No pasa nada, monito; todos tenemos accidentes —
aseguro para hacerla sentir mejor—. Vamos a cambiarte de
ropa y bajaremos a desayunar, ¿vale?
Rachel asiente mientras abraza a Monet con fuerza. Se
trata de un mono de trapo bastante desgastado. Era mi peluche
preferido de niña y me enternece que ella le haya cogido tanto
cariño como se lo tenía yo.
Cuando bajamos a desayunar unos minutos después,
Sinclair y Lucas están charlando de forma animada. Al otro
lado de la mesa, Noah trata de darle el desayuno a Kate, que
parece haber decidido que es más divertido escupir todo lo que
entra en su boca que tragárselo. Forman una estampa familiar
preciosa.
—¿Qué tal el baile, Cenicienta? —pregunta mi hermano
al verme.
Lo de Cenicienta no es del todo desacertado porque me
fui de allí a las doce. Es lo máximo que conseguí aguantar mi
falsa sonrisa mientras Steve se valía de nuestra relación para
que le presentase a varios conocidos influyentes y adinerados
de mi familia.
—Bien —miento, aunque sin mucho éxito porque Noah
endurece la mirada.
—¿Tengo que partirle la cara a alguien?
—Mejor aún, puedo enseñarte unas cuantas llaves de
karate para que puedas bajar los humos a quien se pase contigo
—ofrece Sinclair y, por el gruñido que lanza Noah, sé que mi
hermano ha probado alguna.
—No pasa nada, de verdad. Solo que no fue lo que
esperaba.
¿Qué esperaba?
Pues que Steve me hubiese mirado como si fuese la mujer
más hermosa del mundo. Que no se hubiese separado de mí en
toda la noche por el simple hecho de disfrutar estando a mi
lado. Que hubiésemos compartido momentos para el recuerdo
y creado cierta complicidad con la que sentar la base de una
pareja. Que me hubiese acompañado hasta la puerta de la casa
de mi hermano en lugar de dejarme coger un Uber sola,
porque, ilusa de mí, pensé que lo haría y le dije al chófer de
Noah, que me había llevado a la fiesta, que no hacía falta que
me esperase (si mi hermano se llega a enterar de que me subí
sola a un coche conducido por un extraño en lugar de llamarle
para que enviara a alguien a recogerme, seguro que la lía).
¿Qué no esperaba?
Encontrarme con un desconocido que me hizo sentir
deseada y especial, y al que busqué con la mirada el resto de la
velada sin ningún éxito.
—¿Qué planes tienes para hoy? —pregunta mi hermano.
—He quedado a comer con Jess y…, la verdad, estoy
pensando en volver a trabajar —agrego y veo que Noah se
yergue en la silla con sorpresa.
—Sabes que no tienes por qué hacerlo, tus acciones en
G&G Corporation te aseguran unos ingresos anuales más que
suficientes para que puedas vivir con todo el lujo que quieras.
—Sí, lo sé, pero adoro mi profesión y echo de menos los
entresijos del mundo del arte. Además, ahora que Rachel es
más mayor, creo que será bueno para ella empezar a ir a la
guardería para estar con más niños, así que me voy a quedar
con mucho tiempo libre.
»Aunque esta vez he pensado en enfocarlo de un modo
diferente —agrego y no puedo ocultar lo emocionada que
estoy por el proyecto que tengo en mente—. En lugar de
trabajar solo como asesora de arte independiente, quiero abrir
mi propia galería para dar visibilidad a artistas con talento y
ofrecer una oportunidad a los nuevos.
—¡Eso es genial, Amy! —exclama Sinclair
—Sí, ahora solo falta encontrar el local ideal en el que
establecer la galería de arte.
—Hablaré con Smith para que te ponga en contacto con
un buen agente inmobiliario —ofrece Noah.
Smith es su mano derecha y hace las labores de asistente y
guardaespaldas, además de ser su amigo.
—Te lo agradezco. —Dudo un poco antes de proseguir—.
También necesitaré que me busque una casa; si voy a trabajar
en la ciudad, continuar viviendo en el rancho ya no será
práctico. Además, ahora que nuestros padres estarán ausentes
tanto tiempo, no tiene sentido que siga allí.
Nuestros padres han emprendido un viaje que les llevará
un año, pues quieren dar la vuelta al mundo. Era su regalo de
jubilación y lo tenían que haber hecho hace tres años, pero lo
postergaron por no dejarme sola en plena crisis de mi divorcio
y con el nacimiento de Rachel. Me llevo sintiendo culpable
desde entonces. Hace dos meses les insistí en que ya no tenían
que retrasarlo más, que estaríamos bien, y partieron hace un
par de semanas. Con todo, estar en el rancho sin ellos ha
perdido todo el sentido.
Llevo unos días pensando en dar ese paso, pero la verdad
es que el empujón final me lo dio la voz insidiosa de la mujer
que escuché ayer: «Lo mejor es que se siga escondiendo en el
rancho de sus padres».
Por mucho que me duela, tiene razón: me había
escondido. Estaba rota y necesitaba del cariño de mis padres
para recomponerme. Sin embargo, ya no lo estoy.
Es hora de retomar mi vida.
—Mientras encuentras el local y la casa, podéis quedaros
aquí con nosotros —propone Sinclair—. A Kate le encanta
estar con Rachel.
—Di la verdad, tú lo que quieres es retener a Carmen para
que siga haciéndote sus empanadillas —bromeo.
—Todavía no he perdido la esperanza de convencerla para
que se mude aquí —admite Sinclair con una mueca.
—Puedo hacerle las empanadillas siempre que me lo pida,
señorita Sinclair, pero mi corazón y mi hogar están allá donde
vayan mis niñas —comenta Carmen con lealtad.
Desde que Raúl murió de forma súbita por un aneurisma
hace diez años, se ha volcado en mí y ahora en mi hija.
Cuando Robert y yo nos casamos, mis padres nos regalaron
una casa en la ciudad, y ella quiso dejar el rancho y mudarse
conmigo como ama de llaves. Solo Carmen sabe la soledad
que sufrí en aquella casa los últimos años de mi matrimonio,
cuando Robert empezó a viajar y a distanciarse. Más aún al
final, cuando me quedé embarazada. Los recuerdos eran tan
amargos que, tras mi divorcio, vendí aquella casa.
En ese momento, Kate se cansa de jugar con su desayuno.
—¡Papi! —exclama y alza las manos hacia Noah, que la
coge al instante y se la lleva hasta la pila para lavarle bien la
cara y las manos.
Mi hermano es un padre cariñoso, atento y protector.
Incluso ahora que está muy ocupado, pues tras la jubilación de
nuestros padres ha cogido las riendas de G&G Corporation, no
descuida a su familia ni un poquito. Sus chicas son lo primero.
De forma inconsciente, miro a Rachel, que está sentada a
mi lado, desayunando, y siento un pellizquito de tristeza en el
corazón. Ojalá ella también pudiera tener una figura paterna
así. De hecho, si en parte accedí a salir con Steve fue porque
pensé que sería un buen candidato para ocupar ese puesto. Sin
embargo, su comportamiento de anoche me ha demostrado lo
contrario.
Sin duda, me he equivocado con él en todos los sentidos y
me va a tocar enmendar mi error lo antes posible.
***
—Resumiendo: Steve es un capullo —concluye Jess después
de contarle los detalles de la fiesta de máscaras.
Estamos comiendo en un restaurante en Deep Ellum, uno
de los barrios de moda de Dallas, cerca del estudio de
restauración pictórica de Jess. Bueno, ella está comiendo, yo
jugueteo con mi insípida ensalada mientras echo miraditas de
anhelo a su plato de espaguetis a la carbonara.
No sé cómo se las apaña para no engordar con todo lo que
come. Supongo que es cosa de genética. Jess posee una figura
esbelta y delicada, el pelo corto y rubio y un rostro en forma
de corazón. Sus ojos son grises y enormes tras las gafas de
montura negra y tiene la nariz respingona y salpicada de pecas.
En conclusión: su aspecto es el de un hada intelectual.
—Y yo, una tonta por no haberlo visto antes.
—No eres tonta, Amy; solo que tiendes a fijarte más en el
lado bueno de las personas.
—Y mira a lo que me ha llevado —repongo con una
mueca—. Mañana quedaré con Steve y le diré que es mejor
que dejemos de vernos.
—Yo de ti ni me molestaría en perder el tiempo
rompiendo en persona con él después de su comportamiento.
Además, seguro que te monta una escena. Mejor mándale un
WhatsApp diciéndole «Hemos terminado» o, mejor aún, «Vete
a la porra, cielito».
—Espero que se comporte con educación —murmuro
ante la posibilidad de que se lo tome mal—. Pero, bueno, la
velada no fue del todo desastrosa —añado con una sonrisa
forzada al ver la mirada de pena que me dirige Jess—. Conocí
a alguien.
—¿Algún guapo y rico empresario interesado en que te
conviertas en su asesora de arte personal?
—Más bien un atractivo y misterioso empleado de la
empresa de catering —puntualizo.
Jess suelta un bufido de incredulidad.
—Solo tú eres capaz de asistir a una fiesta con la flor y
nata de la sociedad de Dallas y acabar relacionándote con un
camarero.
Me encojo de hombros. Nunca he sido clasista, y ella lo
sabe. Además, no creo que fuese un simple camarero. Con
todo, estoy segura de que, si Jess hubiese conocido a Dan,
también se habría sentido intrigada por él. Al evocar sus ojos
verdes, recuerdo algo.
—¿Sabes? Hoy he soñado con la escapada que hicimos a
Nuevo Laredo cuando estábamos en la universidad.
Jess se queda paralizada con el tenedor a punto de entrarle
en la boca. Su expresión es de sorpresa y de algo más que no
logro discernir antes de que baje la mano y la mirada.
—¡Uff! De eso hace siglos —farfulla.
—Sí, lo sé, y no había pensado en ello desde hace mucho.
—No le quiero decir que el desconocido de ayer me recordó a
Rafael y que, sin saber por qué, el rostro de mi primer amor
estaba presente en el sueño—. Fue una noche extraña, ¿no
crees? La forma en que nos despertamos en el hotel a la
mañana siguiente sin recordar nada…
—Cuando se bebe demasiado se tienen lagunas, y
nosotras nos pasamos con los chupitos de tequila.
Sí, debimos de beber mucho porque, a la mañana
siguiente, Rachel y yo nos despertamos completamente
desorientadas y con una jaqueca terrible. Nuestra mente estaba
en blanco. Lo último que recordábamos era estar bebiendo en
la discoteca con tres chicos muy monos.
—Menos mal que tú tenías más resistencia al alcohol que
nosotras y nos llevaste al hotel sanas y salvas —señalo con
una sonrisa de agradecimiento que parece incomodar a Jess
porque se remueve en su asiento, como si de repente tuviese
una piedra bajo el culo.
Sigo sin saber cómo se las apañó para cargar con nosotras
hasta el hotel ella sola, para quitarnos la ropa —que, según nos
contó, había tenido que tirar a la basura porque estaba toda
vomitada y apestaba—, ponernos el pijama y meternos en la
cama. Pero lo hizo.
—No le des más vueltas —insiste Jess con un ademán. De
pronto, se inclina hacia mí y entona con aire conspirativo—:
¿Qué te parece si terminamos de comer y vamos a mi taller?
Así te enseño el cuadro en el que estoy trabajando. Te daré un
adelanto: cierta influencer muuuy famosa se gastó una
millonada en una subasta para comprarlo y, en una de sus
fiestas, uno de los invitados acabó estrellando en él una copa
de vino por accidente.
Acepto encantada la propuesta y, unos minutos después,
salimos del restaurante y nos dirigimos andando hacia el taller
de Jess. Así como Rachel y yo éramos amigas desde la
adolescencia, a ella la conocimos en la universidad. Tenía la
misma pasión que nosotras por el arte y nos hicimos
inseparables. Éramos las tres mosqueteras.
De pronto, el móvil de Jess emite un pitido, señal de que
ha recibido un mensaje. Parece ser un mensaje de voz porque
me hace una señal para que espere un minuto y se lleva el
móvil al oído para escucharlo. Cuando acaba, tiene el ceño
fruncido.
—¿Malas noticias?
—Mi madre se ha roto el brazo derecho. Quiere que vaya
a San Antonio para ayudarla hasta que pueda valerse por sí
misma.
—Tus hermanos viven allí. ¿Ellos no pueden echarle una
mano?
—Ese es el problema. Mis hermanos cuentan con mi
madre para que les ayude a cuidar de mis sobrinos. Y ella está
encantada de hacer de niñera porque, desde que mi padre
murió, eso la mantiene entretenida.
»En fin, no tiene sentido lamentarse. Es lo que tiene tener
un trabajo flexible y ser la mayor: me toca cuidar siempre de
todos —añade con un mohín.
Jessica Nolan proviene de una familia humilde de San
Antonio y es la mayor de cinco hermanos. Cuando la
conocimos en el primer año, se mataba a trabajar para poder
pagarse la universidad. Sin embargo, un par de años después,
su suerte cambió y le tocó un buen pellizco en la lotería, lo que
le permitió centrarse en sus estudios e incluso pagar los de sus
hermanos. También pudo alquilar un local en el que llevar a
cabo su sueño: montar su propio taller de restauración. Su
talento hizo el resto, y ahora es una de las restauradoras de arte
más solicitada de Texas.
Y hablando de locales…
Justo en ese momento pasamos por un edificio de dos
plantas y veo un cartel de «Se alquila» pegado en el gran
ventanal de la fachada. Me detengo con el ceño fruncido.
—¿Esto no era el estudio de pintura de Paul Keynes?
—Sí, pero cerró hará cosa de un mes. ¿No te enteraste del
escándalo? —Niego con la cabeza. Estuve tan ocupada
organizando la fiesta del museo que no he prestado atención a
las noticias locales.
»Al parecer, pillaron a Keynes haciendo falsificaciones de
obras famosas y ahora está en la cárcel.
Pego la cara al cristal y diviso el interior. Es grande.
Diáfano. Luminoso.
Perfecto.
—¿Qué ocurre? —inquiere Jess.
—Es justo lo que estaba buscando para montar mi galería.
—¿Lo dices en serio? Me encantaría que fuéramos
vecinas —comenta ilusionada, puesto que su taller está al otro
lado de la calle.
Lo analizo con detenimiento. El edificio tiene un aire
industrial con el ladrillo caravista de la fachada, de un tono
parduzco, en contraste con el vibrante color rojo con el que
están pintados los marcos de las ventanas y las puertas.
Además, está situado en la esquina de dos de las calles más
populares de la zona, lo que asegura su visibilidad.
Giro la esquina para ver el otro lado de la fachada y me
quedo sin respiración. Alguien ha pintado dos figuras con la
técnica del esténcil[5] al más puro estilo de Blek le Rat o
Blanksy. Una madre y una niña de unos cinco años,
tendiéndose la mano, pero sin llegar a tocarse. La composición
es sencilla, pero desprende tanto anhelo que siento que me
revuelve por dentro.
—Apareció hace una semana, de un día para otro, y nadie
de por aquí sabe quién lo hizo —explica Jess al ser consciente
de mi interés—. Tiene algo especial, ¿verdad?
—Sin duda —susurro.
Me acerco para ver los detalles y en los pies de ambas
figuras detecto el símbolo Omega. ¿Será su marca distintiva?
Tomo nota mental para buscar por Internet mientras hago un
par de fotos a la obra.
Después, vuelvo a echar una mirada al edificio y tomo
una decisión. Entonces, cojo el teléfono y llamo a Noah.
—He encontrado el lugar en el que quiero abrir mi
galería.
CAPÍTULO 12
Amanda

A
l día siguiente, quedo a comer con Steve en un
restaurante en el Distrito Histórico de Dallas, que suele
estar frecuentado por altos ejecutivos. Ha sido una
recomendación de Jess: elegante, aunque tal vez demasiado
para la ocasión; buena comida y un ambiente íntimo, pero
nada romántico. Vamos, el ideal para una ruptura. Está
ubicado en el subterráneo de un edificio con vistas a un
frondoso jardín vertical que le otorga mucho encanto.
Solo espero no encontrarme con mi hermano Noah aquí
porque la sede de G&G Corporation está justo al otro lado de
la calle.
Casi no he dormido por los nervios de ver a Steve. Tal vez
debería haber hecho caso a mi amiga y mandarle un escueto:
«Hemos terminado». Sin embargo, yo no soy así. Creo que
debo tener un mínimo de cortesía y explicarle las razones por
las que no quiero seguir saliendo con él. Pienso que es mejor
una ruptura amistosa y civilizada.
Quince minutos después, observo el reloj con un suspiro
de enfado. Desde luego, no voy a echar de menos su
impuntualidad, aunque sí nuestras conversaciones sobre arte y
que me acompañara a ver exposiciones.
Mis ojos se pasean por las mesas que tengo alrededor sin
mucho interés, hasta que atisbo por el rabillo del ojo que
alguien acaba de entrar en el restaurante. Por un segundo creo
que es Steve que por fin ha llegado, sin embargo, en cuanto lo
veo bien, me doy cuenta de que no es él.
El hombre que ha cruzado el umbral es más alto, más
ancho de hombros, más moreno, más atractivo, más… Levanto
el menú de golpe y me encojo en el asiento en un intento por
esconderme detrás para que no me vea. Porque, si no me
equivoco, creo que el hombre que acaba de entrar es el
desconocido enmascarado del baile.
«Vamos, Amy, sé sensata. ¿Qué posibilidades hay de que
sea él?», señala mi lado lógico.
Echo una miradita disimulada por encima del menú y
compruebo que tiene los ojos verdes y la inconfundible
cicatriz en la barbilla, y vuelvo a enterrar la cara en el menú
con el corazón a mil por hora. Es él. No hay duda.
Me muerdo el labio sin saber cómo actuar. Tal vez debería
bajar el menú, encontrar su mirada como si lo viese por
primera vez y saludarle con naturalidad. O quizá…
—Nos volvemos a encontrar, ángel.
Me quedo sin aliento al escuchar esa voz bronca justo
delante de mí. Alzo la mirada, y ahí está, parado frente a mi
mesa, con una sonrisa torcida que es puro morbo.
Con máscara era atractivo; sin ella es demoledor. No de
un modo convencional, puesto que su nariz tal vez es
demasiado grande, su mandíbula demasiado dura y sus
mejillas demasiado afiladas, pero todos esos «demasiado»
juntos consiguen un equilibrio arrollador. Sin duda, no es un
rostro que pase desapercibido. Y, como colofón, además de la
cicatriz en la barbilla, detecto una más en la ceja, que le
confiere a su mirada cierto aire perverso.
Estoy tan embobada mirándolo que el menú se me resbala
de las manos y se me cae al suelo. Me inclino a cogerlo al
mismo tiempo que se agacha él para lo mismo, y nuestros
rostros quedan a escasos centímetros. Y, cuando nuestros ojos
se vuelven a encontrar, parece que el tiempo se detiene.
Es todo: su aspecto, su aura, su voz, su forma de mirarme.
Incluso su olor es delicioso y seductor. Nunca me había
sentido tan afectada por nadie desde…, bueno, desde que era
una adolescente enamorada.
Me tiende el menú y cuando lo cojo nuestros dedos se
rozan por un segundo provocándome un ligero
estremecimiento, como si me hubiese dado una descarga
eléctrica.
—Gracias, Dan —consigo farfullar y me dedica una
sonrisa que forma pequeñas arruguitas en las comisuras de sus
ojos. Dios, ¡incluso eso me fascina!
—Me alegra que te acuerdes de mi nombre. Por un
momento he pensado que no me habías reconocido.
—Eres el único que me llama ángel —atino a decir.
—Entonces soy el único que te ve de verdad —repone él
volviéndome a dejar sin respiración.
—¿Cielito?
Hago una mueca involuntaria al escuchar la voz de Steve
y me incorporo al tiempo que Dan se levanta.
Steve nos mira con el ceño fruncido, aunque enseguida
centra su atención en Dan.
—¿Nos conocemos? —pregunta tratando de ubicar de qué
le suena. De pronto, sus ojos se dilatan—. ¡Oh! Eres el
camarero, ¿verdad? Dan sin apellido —agrega con cierto
retintín.
—¡Oh! Y tú eres el que iba con el disfraz de tomate,
¿verdad? Stuart no sé qué —replica Dan devolviéndole sus
propias palabras.
Se me escapa la risa y bebo agua para disimular.
—No me llamo Stuart. Soy Steve. Steve Davenport —
puntualiza molesto—. Y no iba de tomate. Para que lo sepas,
el color rojo en la vestimenta masculina de aquella época era
un símbolo de poder y riqueza. Aunque, claro, no creo que un
simple camarero entienda de los protocolos de la clase alta.
Abro la boca para puntualizar que, aunque el color rojo se
podía llevar en ciertas ocasiones de pompa, resultaba
extravagante e incluso podía rayar en el mal gusto si se
abusaba de él, como en el caso de Steve, pero Dan se me
adelanta.
—¿Qué te hace pensar que soy un simple camarero? —
replica él con una sonrisa sesgada.
En ese momento, el metre del restaurante se acerca.
—Señor Ventura, es un placer volver a verlo por aquí —
saluda con cortesía—. Su mesa de siempre ya está preparada y
su acompañante ya ha llegado.
—Gracias, Christopher. Por favor, encárgate de que la
señorita y su amigo reciban el mejor trato y que su factura
corra a mi cuenta —indica.
Después, se gira hacia mí, que no puedo apartar los ojos
de él.
—Me ha alegrado volver a verte, ángel —musita
acariciándome con la mirada—. Adiós, Stan —añade y, sin
esperar respuesta, se va hacia una mesa que hay en el fondo,
en donde le espera un hombre trajeado de aspecto serio que me
recuerda al señor Smith, el asistente de mi hermano.
—Steve. Me llamo Steve. —Escucho que masculla mi
futuro exproyectodenovio mientras toma asiento frente a mí—.
Si piensa que voy a dejar que nos pague la comida con esa
arrogancia que ha mostrado… —musita mientras abre la carta,
pero, al empezar a leer los precios, se calla de golpe—. Bueno,
tampoco hay que despreciar una invitación —rectifica con una
tosecita—. Y, ya que él se va a hacer cargo de la cuenta,
pidamos el vino y los platos más caros del menú; eso le dará
una lección.
Volteo los ojos.
¿Por qué de repente todo lo que hace Steve me molesta
tanto? ¿Siempre ha sido tan insufrible? Una de dos, o estaba
fingiendo para parecer majo, o he pasado por algún tipo de
ceguera temporal respecto a él, porque no me explico que no
me haya dado cuenta antes del tipo de hombre que es.
Pedimos la comida, y Steve empieza a parlotear sobre el
éxito de la fiesta y lo contento que está su jefe. Yo trato de
prestar atención, de verdad que sí, pero mis ojos insisten en
desviarse hacia Dan.
¿Quién será?
El metre lo ha llamado señor Ventura.
Dan Ventura.
Saboreo el nombre en mi mente mientras lo observo con
disimulo. Va vestido en plan arreglado, pero informal, con
pantalones chinos, americana y un suéter fino. Su semblante es
serio y su expresión, autoritaria mientras habla con el doble
del señor Smith. ¿Tal vez sea algún tipo de encargado de
Contact One?
De pronto, Steve chasquea los dedos delante de mi cara
para llamar mi atención.
—¿Me vas a responder o no? —inquiere en tono
frustrado.
—Perdona, ¿cuál era la pregunta? —farfullo.
—¿Cuándo te viene bien que organicemos una comida
con tu hermano y tus padres? —repite—. Ahora que estamos
saliendo, creo que ya va siendo hora de que los conozca y
así…
Dejo de escuchar lo que dice. Si tenía alguna duda de si
yo le interesaba de verdad a Steve, o estaba conmigo solo por
interés, me la acaba de resolver, porque, puestos a querer
conocer a mi familia, la primera en la lista tendría que ser mi
hija Rachel, ya que es la persona más importante en mi vida.
—Creo que deberíamos dejar de vernos —suelto de
sopetón.
—¿Qué?
—No creo que debamos seguir saliendo juntos —sostengo
—. Está claro que solo estás conmigo por el interés que tienes
por mi familia y su círculo social.
—Cielito, no estoy contigo solo por interés —repone en
un tono paternalista que me hace rechinar los dientes—. Eres
una mujer agradable y culta. Disfruto mucho con nuestras
conversaciones sobre arte.
Su alegato me parece tan desapasionado que hago una
mueca.
—Lo siento, pero busco algo más que un hombre con el
que poder hablar de arte y visitar exposiciones.
Me gustaría encontrar una figura paterna para Rachel,
pero también un compañero de vida para mí en el que poder
confiar y con el que compartir momentos apasionados y
especiales. Y está claro que Steve no es ninguna de las dos
cosas, así que no tiene sentido que siga perdiendo el tiempo
con él. A partir de ahora, voy a tener que ser más selectiva con
los hombres con los que salgo. No quiero llevarme más
sorpresas.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? —farfulla y su rostro
empieza a enrojecer de indignación al ver que sí—. Seamos
sinceros, tú apenas llegas a un seis; yo soy un ocho —espeta y,
para mi fastidio, sus palabras me hieren. Ha levantado tanto la
voz que varios comensales de los alrededores nos observan
con curiosidad, y bajo la mirada sintiéndome humillada—.
¿Dónde vas a encontrar a alguien mejor que yo que quiera salir
contigo?
—Pues aquí mismo —gruñe una voz de repente.
Levanto los ojos y me encuentro con Dan parado al lado
de nuestra mesa. Ni siquiera me he percatado de que se había
aproximado y, por la forma en que mira a Steve, debe de haber
escuchado su comentario. Tiene la mirada clavada en Steve y,
y aprieta los puños, como si estuviera conteniendo las ganas de
pegarle. Sin embargo, no lo hace. Respira hondo y se gira
hacia mí. Su expresión muda al instante al mirarme y lo que
antes era ira se suaviza hasta la ternura.
—¿Qué me dices, ángel? ¿Me concederías una cita?
No lo conozco de nada y no debería actuar guiada por la
mera atracción física. Tengo treinta y cinco años y una hija,
debería ser más racional y…
—Sí —digo antes de darme cuenta.
Dan esboza una sonrisa que hace relucir sus ojos verdes
como dos piedras preciosas.
—Pues vamos —murmura tendiéndome la mano.
—¿Ahora? —farfullo con los ojos dilatados.
—Lo sé, puedo parecer un poco impulsivo, pero siento
que llevo toda la vida esperando este instante y no quiero
postergarlo más.
Sus palabras están cargadas con una extraña intensidad,
aunque es más raro todavía darme cuenta de que siento lo
mismo que él.
Sin decir nada, coloco la servilleta sobre la mesa, acepto
su mano y me pongo en pie.
—Adiós, Steve —atino a farfullar antes de que Dan me
arrastre fuera del restaurante.
Puede que Dan sea una apuesta arriesgada, pero
permanecer en mi zona de confort hasta el momento no me ha
traído más que decepciones. Solo espero no estar saltando de
la sartén para caer en las brasas.
***
Salimos del restaurante sin decir palabra.
Estoy de los nervios, dándole vueltas a lo que acabo de
hacer y, sobre todo, a las intenciones que pueda tener él. Soy
sincera conmigo misma y sé que no soy del tipo de mujer que
provoca flechazos allá donde va. Ese es más bien el perfil de
Desiré Anderson, la mejor amiga de mi cuñada Sinclair. La
conocí en su boda y debo concederle a Robert su buen gusto
en la elección de amantes. Es despampanante, de ese tipo de
belleza que no pasa desapercibida en ningún sitio. Y no es
mala persona. Cierto que Robert y ella estuvieron liados, pero
Desiré no sabía que él estaba casado. Fue tan víctima de sus
mentiras como yo.
En ese momento se me ocurre algo y me paro de repente
en mitad de la calle. Dan se detiene al instante y me observa,
pero sin soltarme la mano, como si tuviera miedo de que
pudiera escapar.
—¿Estoy yendo demasiado rápido? —pregunta.
No sé si se refiere a su ritmo de paso, pues una de sus
zancadas equivale a dos de las mías, o a la situación en sí. De
cualquier forma, necesito aclarar las cosas.
—Te agradezco que hayas salido en mi rescate con Steve.
La cara que ha puesto cuando te has plantado al lado de
nuestra mesa y me has pedido una cita no tiene precio, pero no
te sientas obligado a pasar tiempo conmigo ahora. Entiendo
que lo has hecho solo porque has sentido lástima por mí y…
—¿Lástima por ti? —corta él y sacude la cabeza mientras
se ríe entre dientes—. Ángel, el único que me podría dar
lástima es ese idiota por estar ciego como para no ver la suerte
que tenía.
—¡Oh! Entonces, ¿lo de que tengamos una cita lo decías
de verdad?
—¿Tan extraño te parece que me sienta atraído por ti y
que quiera conocerte mejor?
—La verdad es que sí. No soy del tipo de mujer que
levanta pasión al primer vistazo.
—Te sorprendería lo levantada que la tengo cada vez que
te veo —murmura él entre dientes. Mis mejillas se incendian,
y él lanza un suspiro—. Lo siento, eso ha estado fuera de
lugar.
Puede que sí, que haya sonado vulgar, pero ha parecido
tan sincero que no me ha ofendido, solo impresionado.
—Está bien, no tienes que disculparte. Solo quería saber
si esto es real.
—¿Necesitas una demostración de lo real que es? —
inquiere con la mirada fija en mis labios para que no me quepa
duda de a lo que se refiere.
Debería decir que no. Siempre he sido bastante cortada en
el aspecto íntimo y me gusta tomarme las cosas con calma.
Necesito sentirme cómoda con mi pareja antes de dar el primer
beso, cosa que no suele pasar en la primera cita, y una
confianza total antes del sexo.
Sin embargo, por una vez, deseo arriesgarme. Lo deseo.
—Tal vez —susurro. No pretendía sonar provocativa, pero
mi tono se oye juguetón.
Dan inspira de golpe y sus ojos destellan.
Un segundo después, posa una mano sobre mi cadera, otra
sobre el lateral de mi rostro y se inclina hacia mí.
El primer roce de sus labios sobre los míos es tentativo.
Una caricia dulce.
Después, se separa unos centímetros y me mira, como
tratando de leer mi reacción.
Creo que me está dando una oportunidad para detenerlo
ahí. ¡Como si yo quisiera parar!
Guiada por un impulso, deslizo una mano por su nuca y lo
acerco a mí para besarlo. Tal vez más tarde me avergonzaré
por mi atrevimiento, pero en este momento solo puedo pensar
en explorar más las sensaciones que está despertando en mí.
Mis labios se deslizan por los suyos mientras él permanece tan
rígido que parece tallado en piedra.
De repente, Dan gruñe y toma posesión del beso. Sus
brazos me rodean con fuerza, aplastándome contra su cuerpo,
mientras su lengua se abre paso en mi boca con una voracidad
que me roba el aliento. Siento que me mareo. Que me
humedezco. Que tiemblo.
Pese a nuestra diferencia de altura, nuestros cuerpos se las
apañan para encajar y lo hacen a la perfección. Nunca fui una
niña de las que les gustaba subir a los árboles, pero me
encuentro tratando de trepar a la figura del hombre. De
enroscarme en él. De…
—¿Amanda?
La voz de mi hermano Noah es como un jarro de agua
fría. Me separo de Dan con tanto ímpetu que trastabillo hacia
atrás o tal vez sea que tengo las rodillas temblorosas por el
beso; por suerte, él me sujeta del brazo antes de que pueda
caerme.
Miro a mi alrededor y tomo conciencia de dónde nos
hemos detenido: justo delante del edificio de G&G
Corporation. Estaba tan absorta en Dan que no me he
percatado de ello hasta ahora.
Mi hermano me observa totalmente atónito. Va con Smith
y con dos de sus ejecutivos, seguramente para comer juntos,
aunque todos se han quedado paralizados mirándome.
—Noah, qué casualidad —balbuceo, aunque no creo que
me haya escuchado porque, en cuanto se recupera de la
impresión, se separa de su grupo y avanza hasta detenerse
frente a Dan.
Los dos hombres se miden por un segundo con la mirada.
Normalmente mi hermano intimida a cualquiera con su mera
presencia, pero Dan permanece impertérrito frente a él. Y no
creo que sea porque le saque varios centímetros de altura y sea
más ancho de hombros; no, el aspecto físico está en un
segundo plano en este momento. Creo que es más el aura de
poder que desprenden los dos hombres, que parece estar al
mismo nivel.
—Me resultas familiar, aunque no sé de qué —comenta
Noah observándole con atención—. Soy Noah Grayson, el
hermano de Amanda —saluda tendiéndole la mano, pero su
tono es duro.
Contengo el aliento esperando la reacción de Dan ante el
apellido Grayson, ya que cualquiera en Dallas lo conoce; sin
embargo, él ni se inmuta.
—Dan Ventura —responde.
Sus manos se entrelazan y se aprietan con fuerza.
Demasiada fuerza. Lo sé por las marcas que lucen los dos al
soltarse. Estoy segura de que mi hermano ha intentado
intimidarle con ese gesto tan infantil y, por la forma en que
ahora abre y cierra la mano, sé que Dan le ha dado una
lección.
Casi me entra la risa.
Observo a Dan con más aprecio. Es la primera vez que
estoy con un hombre que no se deja intimidar por mi hermano.
Incluso Robert se andaba con pies de plomo cuando Noah
estaba cerca.
—Amanda, me gustaría hablar unos minutos contigo —
musita Noah—. A solas.
Volteo los ojos. Sé que quiere saber qué hago con un
hombre del que nunca me ha oído hablar. Más aún, besándole
de buenas a primeras. Y me va a echar la bronca por correr
tantos riesgos. Noah siempre ha sido muy protector conmigo,
pero, desde lo de Robert, roza la tiranía. Si por él fuera, me
tendría encerrada en un castillo. Si en verdad quiero recuperar
las riendas de mi vida, debo hacerle entender que no puede
seguir interfiriendo en todo lo que hago.
Dan se tensa porque sabe lo que Noah está tratando de
hacer: que elija entre ellos dos.
—Tendrá que ser más tarde —repongo—. En este
momento Dan y yo estamos en medio de una cita.
No sé quién está más anonadado, si Noah o Dan. Los dos
me miran como si me hubieran salido dos cabezas.
Antes de que mi hermano se recomponga, y diga nada
más, me despido con un gesto, cojo la mano de Dan y lo
arrastro tras de mí para alejarnos de allí.
No es que esté eligiendo a Dan antes que a Noah.
Es que me estoy eligiendo a mí.
CAPÍTULO 13
Dan

M
e dejo guiar por Amanda sin rechistar, aunque tengo
que recortar mis pasos para no pisarla. No sé lo que me
asombra y me complace más: que haya aceptado la
cita, que me haya besado o que haya parado los pies a su
hermano cuando ha intentado interferir entre nosotros. Que
haya hecho las tres cosas, una detrás de otra, me tiene en una
nube de felicidad.
¡Todavía no me puedo creer que la haya besado! Y qué
beso. Los que compartimos de adolescentes estaban cargados
de ternura. Este ha sido puro fuego. Si no fuese por la
interrupción de Noah, nos habrían terminado deteniendo por
escándalo público.
Desde luego, el día no está saliendo como esperaba.
De entrada, no debí ir al restaurante. Tenía que haber
esperado la llamada que me confirmara que Amanda había
roto con Steve para hacer mi siguiente jugada. Sin embargo, a
última hora, sentí la necesidad irrefrenable de verlo con mis
propios ojos. Así que quedé allí con uno de mis ejecutivos con
la excusa de ultimar unos detalles de la empresa.
Tampoco debí acercarme a hablar con ella, la idea era
entrar con disimulo y ocupar una mesa en el fondo sin que me
viera, pero al llegar y encontrarla esperando sola y muerta de
nervios, quise distraerla de alguna manera. Una charla ligera.
Aunque, claro, con ella todo se vuelve intenso enseguida. Y
cuando llegó Steve… En fin, que con gusto lo hubiese echado
a patadas del restaurante. Casi lo hice cuando soltó aquella
estupidez del seis y del ocho.
¿Amanda, un seis? Joder, ella se sale de cualquier escala.
Lo peor es que el comentario la hirió. Si no hubiese tenido
que interpretar mi papel de caballero, con gusto le hubiese
estampado un puñetazo en la cara a ese capullo. Pero me
contuve, y mi recompensa es que ella ha accedido a tener una
cita conmigo.
Esta es mi oportunidad.
—¿Piensas arrastrarme a algún lugar en concreto o solo
estamos andando sin más? —pregunto al ver que ya hemos
perdido de vista a su hermano, pero seguimos andando.
No es que me queje. Teniéndola de espaldas tengo una
vista perfecta de sus caderas y su culo al moverse de forma
enérgica. Sus curvas siempre me han vuelto loco.
Mi comentario consigue que se detenga de golpe.
Se gira, me mira y parpadea. Por un momento creo que se
ha olvidado de que me estaba llevando de la mano.
—Lo siento —farfulla. Al darse cuenta de que seguimos
cogidos, sus mejillas se encienden al instante y me suelta—.
Mi hermano tiene un don especial para alterarme cuando se
pone en plan protector. Es peor que mi padre. Y ya ni te cuento
cuando están los dos juntos.
—No necesitas disculparte por eso. Ni dejar que un
simple instante arruine nuestra primera cita. Pero, sobre todo,
no tienes por qué soltarme —añado volviéndola a coger de la
mano—. Y, bien, ¿qué te apetece hacer?
Su estómago ruge en ese instante respondiendo a mi
pregunta.
—Lo siento. Estaba nerviosa, casi no he podido comer y
me acaba de llegar un olor delicioso —añade olfateando el
aire.
—Ya te lo he dicho, nada de disculpas. El olor viene de
ese foodtruck de burritos. ¿Te apetece que compremos un par y
nos sentemos en ese parque a comerlos?
El rostro de Amy se ilumina.
—Me parece un plan perfecto.
***
Unos minutos después, estamos sentados en un banquito en el
parque que hay frente a The Joule Hotel, contemplando un
monstruoso ojo hiperrealista de nueve metros de altura que no
sé qué hace allí.
—Es una escultura de Tony Tasset, un artista
estadounidense —explica Amanda mientras saborea su burrito.
Soy un pervertido, lo sé, pero verla metérselo en la boca
me pone a cien.
—¿Y se supone que tiene algún significado además de
impresionar? —inquiero entretanto me revuelvo en mi asiento
tratando de acomodar mi erección.
—¿No te parece que impresionar a todo el que lo vea ya
es de por sí un logro? —repone ella—. Hay a quien le encanta,
otros lo odian, pero no deja indiferente a nadie.
—Supongo que eso es cierto.
—Y, respondiendo a tu pregunta, te diré que el artista no
la hizo con ningún significado en concreto, aunque los
expertos ya se han encargado de dárselo. Muchos la
interpretan como una ventana a la sociedad moderna bajo el
lema «observar y ser observado». Otros no ven en ella más
que un elemento que busca romper los esquemas cognitivos
que tenemos.
—Veo que eres una entendida del arte.
—Es mi pasión —admite con una sonrisa tímida que me
provoca la necesidad de abrazarla—. Soy asesora de arte y
tengo pensado abrir mi propia galería.
Me gusta que haya sido leal a sus sueños de adolescente.
Siempre ha tenido claro lo que quería y nada ha logrado
hacerla desviarse de su meta.
—De hecho, ayer encontré el emplazamiento perfecto. —
Empieza a describirme el lugar y yo me quedo absorto
escuchándola. Es como cuando éramos jóvenes. Me encantaba
oírla hablar y me sigue pasando.
De pronto se queda callada y hace una mueca.
—Siento el monólogo.
—Nada de disculpas —le recuerdo, y ella vuelve a
sonreír.
—De normal no soy muy habladora, solo con la gente con
la que me siento cómoda y, por extraño que parezca, contigo lo
estoy —murmura. Siempre he admirado la forma tan abierta
que tiene de transmitir sus emociones, aun a riesgo de
quedarse en una posición vulnerable.
»¿Te estoy aburriendo?
—En absoluto. Todo lo contrario, me pareces fascinante.
De repente, ella entrecierra los ojos con desconfianza.
—¿Qué buscas, Dan? —inquiere en tono serio,
descolocándome.
—¿Qué quieres decir?
—Seamos claros. Tengo treinta y cinco años, estoy
divorciada, tengo una hija que acaba de cumplir tres años, soy
una friki del arte y no soy lo que se dice una belleza. ¿Por qué
un hombre como tú me encontraría fascinante? No te ofendas,
pero la experiencia me ha enseñado que todos los que se
interesan por mí buscan dinero o contactos, por lo que no
puedo dejar de preguntarme qué puedes querer tú.
En ese mismo instante siento el impulso de buscar a todos
los idiotas con los que ha estado y meterles una bala en la
cabeza, empezando por Robert, por haberle hecho pensar que
carece de valor por sí misma.
—Para empezar, la belleza es subjetiva, y a mí me pareces
espectacular —replico—. Respecto al resto, creo que eres una
persona inteligente, íntegra, empática y sensible. Has
demostrado tener un corazón generoso cuando has comprado
dos burritos de más para dárselos a los dos vagabundos que
había en la entrada del parque. —En eso tampoco ha
cambiado, no puede permanecer impasible ante el sufrimiento
ajeno.
—Parecían hambrientos —musita ella encogiéndose de
hombros, como si fuera motivo suficiente para intervenir.
—En cuanto a lo que quiero de ti… —prosigo. Me
gustaría decirle la verdad, que lo quiero todo: mente, cuerpo y
alma. No obstante, sé que es demasiado pronto—. No te voy a
engañar diciéndote que no sabía que eras Amanda Grayson en
el baile. Más que nada porque fue mi empresa la que organizó
la boda de tu hermano hace dos años y te vi allí. Sin embargo,
tu dinero y tu apellido me traen sin cuidado. Creo que lo he
dejado bastante claro: te deseo. A ti. Quiero conocerte, pasar
tiempo contigo y ver hasta dónde puede llevarnos esta
atracción que hemos sentido desde el primer instante. Porque
tú también la sientes, ¿verdad?
—Sí —responde Amy y lo admite con tanta valentía que
me siento obligado a besarla otra vez.
Con la mano que tengo libre, la tomo de la nuca y la
acerco hacia mí. No es un beso romántico. Es uno con sabor a
burrito, carnal y lleno de morbo. Mi lengua ahonda en su boca
sin remilgos dispuesto a degustarla como si ella fuera el
postre.
Cuando nos separamos unos segundos después, los dos
estamos sin aliento.
—Guau, eso fue intenso —musita abanicándose con la
mano y no puedo evitar una sonrisa de orgullo masculino.
—Si te sirve, por mi parte estoy a punto de hacer un
agujero en el pantalón. —Amy desvía la mirada hacia mi
entrepierna y se pone como un tomate, lo que me arranca una
carcajada.
»¿Te he escandalizado?
—Un poquito. No estoy acostumbrada a comentarios de
ese tipo, la verdad.
—¿Te sientes ofendida? —tanteo.
—No —dice con rotundidad.
—Bien, porque suelo ser bastante directo en el sexo —
confieso.
Puede que trate de contenerme en muchos aspectos con
ella para parecer más civilizado, pero en el sexo no lo pienso
hacer. Soy apasionado y dominante, y quiero que ella me
acepte así. Que lo disfrute.
La siguiente mirada que me dirige Amy está cargada de
curiosidad y deseo, y me sacude por dentro.
—Si me sigues mirando así, ángel, es posible que te
arrastre hasta ese hotel y pase el resto de la tarde buscando
maneras de hacerte sonrojar —advierto con voz ronca.
Amy se muerde el labio como si en verdad estuviese
valorando mi propuesta y me toca besarla otra vez. En esta
ocasión, la siento sobre mi regazo para sentirla más cerca y
poder profundizar el beso. Ella protesta diciendo que pesa
mucho —menuda tontería— y se remueve buscando una
mejor posición cuando no la dejo apartarse. En el proceso sus
nalgas friccionan mi polla de una forma tan deliciosa que casi
me hace perder el control. Me toca cogerla de la cintura para
inmovilizarla y así no correr el riesgo de correrme en los
pantalones como un adolescente. Hasta ese punto me afecta.
Damos por terminado el beso a desgana, pero sigo
abrazándola para que no se aparte. Porque he anhelado tanto
su cercanía que soy reacio a soltarla. Nos quedamos así, frente
con frente, tratando de recuperar el aliento.
—Creo que deberíamos dejarlo aquí por hoy —musita.
Tiene las mejillas encendidas, los ojos brillantes y los labios
hinchados y enrojecidos. Nunca la he visto tan hermosa—. No
sé qué impresión te estoy dando, pero nunca he hecho esto en
una primera cita.
—La única impresión que me estoy llevando es que tu
deseo por mí está casi a la altura del mío por ti.
—¿Casi?
—Ay, ángel, ni te imaginas las ganas que te tengo —
musito bronco. Mis manos se ciñen todavía más a su cintura y
la aprieto contra mí para que sienta toda mi excitación—. Pero
estoy dispuesto a ir más despacio si eso es lo que necesitas —
añado besándole la punta de la nariz.
—Creo que sí. Dios, ¡ni siquiera sé nada de ti y ya estoy
sobre tu regazo! —exclama con una risita avergonzada. De
pronto, se queda seria y se yergue—. Un momento, antes has
dicho que fue tu empresa la que organizó la boda de Noah.
Entonces…
—Soy el director de Contact One. Bueno, el codirector —
puntualizo—. Mi socio y yo llevamos el negocio a partes
iguales. Ahora él dirige la sede de España, en Barcelona, y yo
la de Estados Unidos, en Houston.
—Así que tú eres el socio de Marcos Mengod, el marido
de Desiré Anderson, la mejor amiga de Sinclair —deduce ella
atando cabos.
—Exacto. —Ese dato parece tranquilizarla un poco.
Supongo que, al tener conocidos en común, me convierto
en alguien más fiable para ella.
—Entonces, ¿eres español?
—No, mi madre era mexicana y mi padre, alemán, pero
nací en México —respondo.
—¿Era?
—Murió cuando tenía doce años, y a mi padre ni siquiera
lo llegué a conocer —explico. Como Rafael, no le pude dar
esos datos para no desmentir la historia que le había contado a
Raúl y a Carmen.
—Lo siento —murmura Amy, y no son dos palabras
vacías cuando las dice ella, están llenas de sentimiento—.
¿Tienes más familia?
Pienso en Héctor.
Tras la muerte de mi abuelo, mi primo finalmente se hizo
con la jefatura del Cártel de Comales y me consta que lo está
haciendo muy bien. Es listo y trata de mantener un perfil bajo
con las autoridades, aunque su negocio está en auge.
No lo veo desde hace ocho años, cuando vino a visitarme
a la cárcel unos días antes de que me diesen la libertad, pero
de vez en cuando nos mandamos algún mensaje. Nuestra
relación es complicada, algo normal después de cómo
crecimos. Ya no sé si soy yo el que está en deuda con él o es él
el que está en deuda conmigo. Sea como sea, ninguno ha sido
capaz de romper el contacto del todo.
Con todo, es mejor que Amy nunca conozca su existencia.
—No, todos fallecieron —miento y me siento incómodo
haciéndolo.
—¿Cómo os conocisteis Marcos y tú?
—Nos conocimos en México. Él estuvo viviendo allí una
temporada.
Concretamente dos años y cinco meses en el penal de
Topo Chico, pero ella no tiene que saberlo.
Recuerdo la primera vez que vi a Marcos. Era un niñato
rico de veintidós años al que habían metido en la cárcel con
falsas acusaciones. Estaba cagado de miedo. Joder, normal. El
penal de Topo Chico era un puto infierno. Sin embargo, no
dudó en salvarme cuando un guardia corrupto intentó atacarme
con una navaja por la espalda. Si sobrevivimos en aquel lugar
fue porque decidimos confiar el uno en el otro. Desde
entonces, eso no ha cambiado. No dudaría en poner mi vida en
sus manos.
—Entonces, ¿estás aquí, en Dallas, por trabajo?
«Estoy aquí por ti».
—No, la verdad es que vivo aquí.
—Pero la sede de Contact One está en Houston —repone
ella confusa.
—Sí, decidimos establecerla allí porque encontramos una
buena oferta inmobiliaria y a nivel logístico es más ventajoso,
ya que concentra un mayor número de eventos. No obstante,
tengo un buen equipo de dirección y lo he organizado para
poder teletrabajar la mayor parte del tiempo. Solo me hace
falta volar allí una vez a la semana para las juntas directivas.
—En cualquier caso, ¿no te sería más cómodo establecer
tu residencia en Houston?
—Tal vez, pero encuentro que Dallas tiene algo especial.
«Te tiene a ti».
—Así que tu empresa se dedica a la organización de
eventos.
—Realmente es una empresa de servicios y somos muy
flexibles para satisfacer las necesidades de nuestros clientes.
Podemos organizar un evento de forma íntegra o bien solo
proporcionar servicios especializados de todo tipo: limpieza,
catering, alquiler de vehículos con conductor, seguridad,
etcétera.
Dentro de ese «etcétera» hay también una sección que se
dedica a la contratación de escorts. De hecho, así es como el
hermano de Amanda conoció a Sinclair, pero dudo que Noah
haya compartido ese dato con su familia.
—¿Y sueles supervisar tú mismo los eventos que
organizáis?
—¿Lo dices por mi presencia en la fiesta de máscaras? —
Ella asiente—. Bueno, tuviste una idea muy original con la
ambientación en la corte francesa de María Antonieta y quería
ver el resultado.
«Quería verte a ti deliciosamente embutida en un corsé».
—¿Cómo sabes que fue idea mía?
—Porque el equipo de organización con el que trabajaste
me pasó un informe detallado. Me contaron que habías sido
muy amable con ellos y que, aunque tenías ideas bastante
claras de lo que querías, habías estado abierta a sus propuestas
o las limitaciones. Ni te imaginas con la gente que tienen que
lidiar en los eventos. Hay quien piensa que el dinero les da
derecho a ser maleducados con las personas a las que
consideran que están bajo sus órdenes.
Eso siempre me ha gustado de ella, que, aun habiendo
sido criada en una cuna de oro, es humilde y amable con
todos. Tal vez demasiado.
En ese momento, el teléfono de Amanda empieza a vibrar.
Ella mira la pantalla y hace un mohín de pena.
—Lo siento, pero no me puedo quedar más. Tengo un
compromiso que no puedo postergar —explica, y la suelto a
desgana para que se ponga en pie.
—¿Necesitas que te lleve en coche a algún sitio? —
propongo renuente a separarme todavía de ella.
—No hace falta, he venido en el mío. Está al lado del
restaurante donde nos hemos encontrado.
—Pues te acompaño hasta él.
Por suerte, sus pasos son pequeños y todavía tenemos
unos minutos hasta nuestro destino.
—¿Sueles comer allí a menudo? El metre parecía
conocerte.
—He estado probando varios de la zona. Siempre es
bueno estar al tanto de los locales autóctonos por si se ajustan
a las necesidades de algún evento, tanto restaurantes como
clubs nocturnos.
—¡Uff! Hace años que no voy a un club y menos ahora,
que tengo a Rachel.
—Háblame de ella.
Amanda me mira con sorpresa.
—¿Sabes que Steve nunca me preguntó por mi hija en el
tiempo que salimos juntos? Y, cuando le hablaba de Rachel,
enseguida me cambiaba de tema.
«Menudo capullo».
—¿Rachel se parece a ti? —tanteo, aunque sé la
respuesta.
El rostro de Amanda se ilumina con una sonrisa tan
amorosa que me deja sin aliento.
—Es muy linda y supongo que sí se parece a mí. Ha
sacado mis ojos y mi piel clara, aunque su tono de pelo es
castaño y rizado, como el de mi abuela materna. Además, es
muy dulce y cariñosa —añade rebosando de orgullo materno.
Escucho con atención cómo me habla un poco más de la
pequeña hasta que llegamos a nuestro destino.
—Gracias por acompañarme hasta aquí —murmura y abre
la puerta de su coche.
—Apúntame tu número de teléfono —digo entretanto le
tiendo mi móvil— y ve pensando qué día de esta semana te
viene bien para que tengamos nuestra segunda cita.
—¿Vas a hacerme un hueco en tu agenda tan pronto?
—Ángel, mi agenda está a tu completa disposición —
aseguro, y ella se sonroja mientras teclea los números.
Antes de que se meta en el coche la vuelvo a besar. Me
como su boca sin remilgos. Quiero que se acuerde de ese beso
hasta que nos volvamos a ver. Que se masturbe pensando en él
como yo lo voy a hacer. Que esté impaciente por más. Cuando
por fin nos separamos, está temblorosa y jadeante.
—Te llamaré —prometo.
***
Mi teléfono suena justo después de que el coche de Amy
desaparezca de mi vista. Miro la pantalla y no me sorprende
ver que es Marcos.
—¿Es cierto lo que me han dicho? ¿Estabas besando a
Amanda Grayson en la jodida puerta del edificio de G&G
Corporation?
—Las noticias vuelan —musito.
Una de dos: o Noah reconoció mi nombre y lo ha
asociado al de Marcos, o ya me estaba investigando.
—¿Y bien?
—Sí, la estaba besando y que fuera justo allí fue una
coincidencia. La verdad es que ninguno nos dimos cuenta de
dónde estábamos cuando nos empezamos a besar. De lo
contrario, habríamos buscado un lugar más discreto en donde
su hermano no nos pudiera pillar.
—Esto se parece al teléfono encadenado: Noah se lo ha
contado a su mujer, Sinclair a Desi, y ella a mí. Hasta ahí todo
normal. Pero ¿adivina quién me acaba de llamar directamente
hace un minuto?
—Noah Grayson —gruño.
—¡Bingo! Al parecer, tu nombre le era familiar y, en
cuanto ha descubierto que éramos socios, me ha llamado para
indagar sobre el tipo de hombre que eres. No me extrañaría
que le haya pedido a Smith un informe completo sobre ti. Y
ese tío era miembro del MI5, el Servicio de Seguridad inglés.
Tiene contactos y sabe cómo sacar a la luz los trapos sucios de
cualquiera. Espero que tu hacker sea bueno.
—Lo es —aseguro sin rastro de duda.
Lance Callaghan era un friki de la informática de pequeño
y se ha convertido en una leyenda dentro de los hackers. Me
demostró lo bueno que es cuando traté de contratarlo para que
borrara mis antecedentes y cualquier rastro en Internet de mi
relación con el Cártel de Comales, y él me dijo que aceptaba el
trabajo como deuda por haberlo defendido de aquel abusón
cuando era joven. Todavía no sé cómo pudo averiguar que
aquel niño que vivía con los Martin era yo.
—Que sepas que mi encantadora esposa me está pidiendo
que te diga que, como le hagas daño a Amanda Grayson, te las
tendrás que ver con ella. Y te recuerda que ya es una experta
en kick boxing.
—Dile que yo también la quiero y que no se preocupe.
—¿Todo bien entonces por allí? —pregunta cambiando el
tono a uno de verdadera preocupación. Sabe lo importante que
es esto para mí.
—¿Bien? ¡Joder, cuate, he besado a Amy! —mascullo
con tanta emoción que no me cabe en el pecho.
Después de veinte años, mi vida vuelve a tener color.
***
Aquella misma noche, voy de caza. Agazapado en las
sombras, espero a mi presa. No ha sido difícil averiguar la
dirección de Steve Davenport; en mi equipo cuento con varios
frikis de la informática y la tecnología. No están al nivel de
Lance Callaghan, pero sí pueden conseguir los datos
personales básicos de cualquiera y no les ha costado averiguar
que Davenport vive en un pequeño apartamento alquilado en
un edificio de clase media-alta situado en una calle tranquila
de la zona de Oak Lawn.
En apariencia parece un buen partido: culto, atractivo, de
clase acomodada y con un buen trabajo. Sin embargo, mis
hombres lo están siguiendo desde que empezó a salir con Amy
y han descubierto que no es oro todo lo que reluce. El
ambicioso coordinador del Departamento de Marketing y
Comunicación del Museo de Dallas se está esforzando por
chuparle la polla a su jefe para que le dé un aumento que
pueda costear sus dos secretas aficiones: el juego y las putas.
De hecho, viene de visitar a una.
En cuanto Davenport estaciona su coche en la plaza que
tiene asignada, empiezo a acercarme con sigilo. Abre la puerta
del vehículo para salir, apoya el primer pie en el suelo y en
cuanto asoma la cabeza, lo cojo del cogote y lo saco arrastras.
—¿Pero qué…? ¡Socorr…! —Le estampo la cabeza
contra la carrocería del coche con la suficiente fuerza como
para que deje de hablar, aunque no tanta para que pierda el
sentido.
Lo quiero bien consciente.
—Hola, pequeño Steve, ¿te acuerdas de mí? —siseo
cogiéndole del pelo para que me mire.
Sus ojos casi se salen de sus órbitas al mirarme con una
mezcla de sorpresa y miedo.
—Sí —gimotea.
—Bien, porque vengo a ajustar cuentas —gruño.
—No he hecho nada malo —farfulla.
—En eso te equivocas. Tu primer error fue acercarte a
Amanda Grayson, y el segundo, hacerle daño —expongo en
tono casual—. Venga, cuéntame a mí esa mierda de que tú eres
un ocho y ella es apenas un seis.
—Estaba enfadado porque me estaba dejando —lloriquea.
—Así que crees que un enfado te da derecho a tratar de
humillarla, ¿eh? —repongo con voz sedosa, y él comete la
estupidez de asentir—. Me alegro, porque en ese caso
comprenderás que mi cabreo me dé derecho a darte una paliza.
Visualizo el rostro herido de Amanda cuando Steve le
soltó sus mierdas y veo todo rojo. En otra época le hubiese
pegado un tiro sin más. Ahora, me conformo con que le quede
claro lo que sucede cuando alguien hace daño a mi chica.
»Te crees un ocho, ¿verdad? Pues ocho puñetazos serán
—sentencio.
El primero le da en el estómago.
El segundo en el riñón.
El tercero y el cuarto en la cara.
Voy a darle el quinto, pero cae de rodillas en el suelo,
llorando y escupiendo sangre.
—Mírate. Apenas te he dado cuatro. No aguantas ni la
mitad de lo que dices ser —rezongo con desprecio.
—¡Me has roto la nariz! —se lamenta—. Te voy a
demandar por agresión. Voy a hacer que…
—No vas a hacer nada —gruño cogiéndole del pelo y
cortando así sus absurdas amenazas—, porque como vayas a la
policía o le cuentes algo a alguien, haré públicas estas fotos y
todos los directivos del museo serán los primeros en recibirlas
—advierto mostrándole mi móvil, en el que se puede ver una
clara imagen de él dando por detrás a una chica rubia. La ha
sacado mi hombre esta misma noche—. ¿Sabes que tu
amiguita solo tiene dieciséis años? —Sus ojos se llenan de
cautela y miedo. Está claro que sí sabía que se estaba tirando a
una menor—. Te gustan las crías, ¿eh? Ahora entiendo que no
supieras qué hacer con un pedazo de mujer como Amanda.
»Escúchame bien porque solo te lo voy a repetir una vez.
La próxima vez que te cruces con ella, te comportarás como
un perfecto caballero. Serás amable y educado, y le dirás lo
justo para hacerla sentir bien —instruyo. Sé que, siendo los
dos unos interesados del arte, es muy posible que se
encuentren en alguna exposición o evento, y no quiero que el
idiota le monte ningún numerito o la haga sentir incómoda.
»En cuanto a lo que ha pasado esta noche, cerrarás la puta
boca. Puedes poner la excusa que quieras a tus conocidos de
por qué tienes la nariz rota y el ojo hinchado: te has dado
contra una puerta, tropezaste y te fuiste de morros… Me da
igual. Pero como le hables a alguien de nuestro encuentro,
haré de tu vida tal infierno que desearás estar muerto. ¡Qué
demonios, puede incluse que te mate! —exclamo con una
sonrisa sesgada como si disfrutase de la idea.
»¿Te ha quedado claro, Steve? —agrego tirándole un poco
más del pelo para enfatizar mi pregunta. El hombre asiente
mientras sus lágrimas se mezclan con la sangre que brota de su
nariz.
»Bien —murmuro y lo suelto.
No le digo nada más. Ni siquiera lo vuelvo a mirar antes
de alejarme. Ya le he dejado claro lo que espero de él. Lo que
haga a partir de ahora es lo que determinará que acabe
matándolo o no.
CAPÍTULO 14
Amanda

Q
ue tu familia sea rica tiene sus inconvenientes, como el
de que la gente se te acerque por interés, pero también
tiene muchas ventajas, no lo voy a negar. Una de ellas es
lo rápido que puedes conseguir todo.
El abogado de mi hermano no ha necesitado más que un
día para cerrar el contrato de alquiler del local que quiero y
ahora he quedado con el agente inmobiliario para que me
enseñe un ático que me ha asegurado que se ajusta a mi listado
de necesidades. La ubicación ya es de por sí perfecta: está
situado en el Distrito Histórico, cerca del local en donde voy a
abrir la galería y justo enfrente de un parque infantil. Además,
en la misma manzana, hay una guardería de la que me han
hablado muy bien.
Recorro el ático con una sensación de entusiasmo porque
me parece realmente perfecto. Es de concepto abierto y muy
luminoso, con tres habitaciones y una amplia terraza. Además,
tiene anexo un pequeño apartamento de una habitación con
entrada independiente que es ideal para que Carmen tenga su
propio espacio.
De todas las opciones que me ha pasado el agente esta
mañana, este es la que más me había gustado, pero al visitarlo
me parece incluso más bonito. Tiene techos muy altos, una
pared en el salón de ladrillo caravista desgastado que le da un
toque industrial y los ventanales de perfilería negra son
arqueados. Incluso los muebles se adaptan a mis gustos.
—¿Qué te parece, Carmen? —pregunto.
He querido que ella y Rachel vinieran a verlo conmigo
porque ellas también van a vivir en él.
—La cocina me gusta, está muy bien equipada; y el suelo
es precioso —observa, y le doy la razón.
—Es de roble blanco americano —detalla el agente—. Tal
y como le dije por teléfono, señorita Grayson, el ático acaba de
ser reformado de forma íntegra con los mejores acabados.
Además, el edificio cuenta con garaje privado, servicio de
conserjería y seguridad, según las indicaciones del señor
Grayson.
Volteo los ojos. Cómo no, mi hermano tenía que
inmiscuirse. Estoy convencida de que ha filtrado las opciones
antes de que yo las viera para que el agente me mostrara solo
lo que él consideraba adecuado.
Lo recorro una vez más con Rachel curioseando a mi
alrededor en cada rincón. Siendo sincera, no es el lugar en que
me gustaría vivir. Preferiría más una casa unifamiliar en las
afueras como en la que viven Noah y Sin, pero soy consciente
de que se nos quedaría grande. Este ático es mucho más
práctico y cómodo para este momento de mi vida, más ahora
que voy a tener que pasar muchas horas en la galería para
ponerla en marcha. Tal vez en un futuro…
—¿A ti también te gusta, monito?
—Sí —responde Rachel asintiendo con la cabeza con
tanto énfasis que casi acaba de culo en el suelo.
—Pues parece que es unánime. Nos lo quedamos —
informo al agente.
***
Cuando regresamos a casa de mi hermano, Noah me está
esperando recostado al lado de la puerta con los brazos
cruzados en el pecho y el ceño fruncido.
—Hola —saludo con cautela mientras Carmen y Rachel
se adentran en la casa.
—¿Hola?, ¿eso es todo lo que tienes que decir? —bufa.
Abre la boca para añadir algo más, pero Sinclair aparece y
lo interrumpe.
—Hemos quedado en que te lo tomarías con calma y me
dejarías llevar a mí la conversación —le regaña en un susurro
que no debería haber escuchado. Acto seguido, me sonríe—.
Ignórale; está de mal humor. ¿Qué tal ha ido el día? —
pregunta mientras enlaza el brazo con el mío.
Empezamos a andar hacia el salón con Noah siguiéndonos
con mirada ominosa.
—Bien, esta tarde he estado visitando un par de pisos y al
final he decidido alquilar el ático de las ventanas arqueadas —
informo, pues ellos también han visto las fotos que nos mandó
el agente.
—Me alegro, tenía muy buena pinta —repone
palmeándome la mano—. ¿Y qué tal la comida con Steve?
—No tan bien. Ha llegado veinte minutos tarde y se ha
puesto un poco borde cuando le he dicho que era mejor que
dejáramos de vernos.
Miro por el rabillo del ojo a Noah, que acaba de mascullar
un «hijo de puta» entre dientes, pero Sinclair enseguida
reclama mi atención.
—Lo siento, ha debido de ser difícil. Espero que no te lo
haya hecho pasar mal.
—Ha sido incómodo —resumo porque, si cuento lo del
seis y el ocho, Noah es capaz de ir a buscar a Steve y darle un
puñetazo—, pero estoy bien y no pienso perder más tiempo
pensando en él.
—Bien por ti —aprueba Sinclair—. La vida es muy corta
como para estar perdiendo el tiempo con gente que no se lo
merece. —Noah carraspea en ese momento. Le está poniendo
de los nervios que su mujer no esté abordando el tema que a él
más le importa, pero se está conteniendo de una forma
sorprendente. Hasta ese punto lo controla Sinclair.
»¿Te apetece contarnos algo más? —prosigue ella—. Te
prometo que, si dices que no, dejamos aquí la conversación.
A Noah se le descuelga la mandíbula de tal forma que casi
me echo a reír, aunque se recompone enseguida.
—La dejarás tú —replica adusto— porque yo…
—Tú vas a respetar la intimidad de tu hermana y darle
espacio para que ella cuente lo que crea conveniente cuando
esté preparada para hacerlo —corta Sinclair en un tono que no
admite réplica.
¿He dicho ya lo mucho que adoro y admiro a mi cuñada?
Noah aprieta la mandíbula con tanta fuerza que la oigo
crujir mientras Sinclair lo encara con mirada serena. Es un
duelo en toda regla y me resulta fascinante ver cómo mi
imponente hermano finalmente suelta un suspiro derrotado y
cede ante ella.
Noah se pasa la mano por el cabello y me mira con
impotencia. No veo enfado en sus ojos, solo expresan tanta
preocupación que me conmueven.
—Está bien, hablemos de mi beso con Dan Ventura —
concedo finalmente con un suspiro.
—¡Uf! Menos mal, porque me muero de curiosidad —
suelta Sinclair con una risita—. ¿Desde cuándo estás saliendo
con él?
—¿De qué lo conoces? —inquiere Noah al mismo tiempo.
—Hoy ha sido nuestra primera cita y lo conocí en la fiesta
del museo.
—Pues, si os besáis así en la primera cita, no quiero ni
imaginarme lo que haréis en la segunda —gruñe Noah con
sequedad y se estremece de disgusto—. Ahora en serio, Amy.
¿No estás yendo demasiado rápido? Hoy mismo has roto con
Steve y ya estás saliendo con otro hombre al que apenas
conoces. Sin contar el cambio de casa y el proyecto de la
galería de arte. Muchos cambios al mismo tiempo, ¿no?
Sé que tiene razón y entiendo su preocupación, pero
también quiero que me comprenda a mí.
—Necesito esos cambios. Necesito dejar de esconderme y
pasar página. Necesito tomar las riendas de mi vida otra vez y
darle sentido —enumero—. Sé que parece todo muy
atolondrado, pero es como si, después de mi ruptura con
Robert, hubiese hibernado durante un largo invierno y, de
pronto, saliese de mi cueva en plena primavera con ganas de
comerme el mundo —explico—. Tengo hambre, Noah.
Hambre de vivir.
»En cuanto a Dan, se ha cruzado en mi camino de repente
y no sé si será solo un compañero de viaje momentáneo o
recorrerá conmigo una larga distancia, pero es un imprevisto
que no puedo obviar. Nunca nadie me había impresionado ni
atraído tanto en un primer encuentro. Siento como si ya lo
conociera de antes. Con él me comporto de una forma ajena a
mí y, al mismo tiempo, me siento más yo que nunca. No sé si
puedes llegar a entenderlo.
Noah mira con intensidad a Sinclair durante unos
segundos y, después, lanza un suspiro.
—Lo entiendo perfectamente —admite—. Pero ten
cuidado, ¿vale? Sabes que puedes contar conmigo para
cualquier cosa, ya sea ayudarte con la mudanza, colgar un
cuadro… o romperle las manos a cualquiera que se sobrepase
contigo —agrega en tono seco.
Se me llenan los ojos de lágrimas y le doy un rápido
abrazo. Mi hermano tiene un carácter difícil y es
sobreprotector, pero siempre ha estado a mi lado, tanto en lo
bueno como en lo malo, y siempre lo estará.
—Bueno, pues ahora que hemos dejado las cosas claras
—interviene Sinclair—, vayamos a lo más importante: ¿cómo
besa Dan?
—¡Eso es algo que no quiero escuchar! —farfulla Noah
tapándose los oídos—. Creo que será mejor que os deje a solas
y vaya a jugar un rato con las niñas. Con ellas no me tengo que
preocupar por temas de chicos —agrega con una sonrisa.
—De momento —puntualiza Sinclair, y la sonrisa de
Noah se borra al instante.
—Preciosa, tú sí que sabes cómo martirizarme —masculla
mientras se aleja.
Sinclair se sienta en el sofá y palmea el hueco al lado del
suyo para que lo ocupe.
—¿Y bien? —insiste sin pérdida de tiempo y un brillo
pícaro en los ojos—. Quiero todos los detalles de esa primera
cita.
Sinclair se ha convertido en una de mis mejores amigas y
con ella siempre puedo hablar de todo, así que le cuento cómo
fue mi primer encuentro con Dan en el museo y cómo salió en
mi rescate en la comida con Steve.
—Por lo que dices, parece que ha habido un flechazo
entre vosotros dos —concluye—. Con Noah y yo todo fue
muy rápido también, así que me hago una idea de la cantidad
de emociones e incertidumbre que estarás experimentando en
estos momentos —comenta y me da un pequeño apretón en la
rodilla en señal de ánimo—. Si te sirve, tu hermano ha hecho
un par de llamadas y no ha encontrado nada raro en él. Es rico,
su empresa es solvente y no parece ser un playboy mujeriego
—murmura en tono confidente—. Por mi parte, he hablado
con Desi, que lo conoce muy bien, y me ha asegurado que,
aunque Dan es intenso, es de los buenos. Lo que no he
conseguido que me explicara es a qué se refería con lo de
intenso —agrega pensativa.
Yo sí sé a qué se refiere. Dan tiene un aura que resulta tan
imponente como subyugante. Y cuando estoy con él… ¡Buf!
Estoy deseando que llegue esa segunda cita.
Como si supiera que estoy hablando de él, mi móvil emite
un tintineo y, al mirar, veo que tengo un mensaje de WhatsApp
de un número desconocido.
Número desconocido
No tardes en llamarme, ángel. Estoy
impaciente por volver a verte.

Sonrío como una boba al leerlo. Al menos ya sé que no es


de los que dicen que van a llamarte y luego no lo hacen.
Ojalá por fin haya encontrado un hombre en el que poder
confiar de verdad.
***
La siguiente semana estoy ocupada con la mudanza al ático y
la puesta a punto de la galería. Por suerte, el local está en
perfectas condiciones y solo he tenido que comprar los
muebles, que no son muchos. También he encargado un
sistema de paredes modulares que me permitirán ir variando la
distribución de las salas según las necesidades expositivas.
El local dispone de una zona de entrada con un escritorio
para la persona que designe como ayudante, que también hará
las veces de recepcionista; un par de sofás con una mesita
auxiliar para que los clientes se sientan cómodos y una
cafetera de diseño que prepara hasta capuchinos con solo darle
a un botón. Desde ahí, se da acceso a dos salas diferentes: una
de unos doscientos metros cuadrados y otra de cien, lo que me
dará juego para poder organizar dos colecciones distintas cada
vez. También tiene dos baños diferenciados, uno para mujeres
y otro para caballeros; un almacén bastante grande y un altillo
sobre este en el que he ubicado mi despacho, con un pequeño
aseo solo para mí. El altillo es amplio y tiene un gran ventanal
desde el que puedo controlar la zona de abajo.
Lo que sí me está suponiendo un quebradero de cabeza es
encontrar a un ayudante. He entrevistado a tres personas y
ninguna se adapta a lo que tengo en mente.
La cuarta candidata tiene veinticinco años y ha estudiado
Arte. Según su currículum, habla español fluido además de
inglés. También es guapa y elegante, de esas chicas que visten
siempre de forma impecable y no salen de casa sin maquillar.
Sin embargo, su actitud deja mucho que desear.
—Nuestro horario de apertura va a ser de martes a sábado,
de diez a seis, y tendrás una hora en medio de libre disposición
para poder comer o hacer lo que necesites —informo—. Tal
vez…
—¿Y no se puede cambiar el horario de la galería? —
interrumpe—. Es que no me viene bien trabajar el sábado. Y,
ya puestos, el viernes por la tarde tampoco.
Estaba a punto de decirle que tal vez hubiese que trabajar
algún domingo esporádico o incluso puede que una noche en
viernes o sábado si se organiza alguna inauguración o evento,
pagándolas como extra, pero su comentario me descoloca.
—¿Qué horario se acoplaría a tus gustos? —pregunto, y
ella no detecta mi ironía porque contesta con toda seriedad.
—De lunes a jueves, de diez a cuatro o algo así,
manteniendo esa hora libre que dices en medio, claro.
—Eso solo serían veinte horas semanales.
—Mejor, porque trabajar más sería agotador.
La miro con una ceja arqueada.
—Lo siento, pero el horario es inamovible. Si no se
adapta a ti, no tiene sentido seguir con la entrevista.
Mi decisión parece irritarla.
—De cualquier forma, no creo que mi perfil encaje en
este lugar —dice levantándose de la silla—. Tengo demasiada
clase para ti —añade mirándome de arriba abajo con disgusto.
Después, se va con paso enérgico y atino a escuchar algo
que suena como «puta gorda» mientras baja las escaleras del
altillo con un repiqueteo enérgico de los tacones sobre los
escalones metálicos.
Me muerdo el labio sintiéndome mal. Tal vez me tenía
que haber arreglado más para hacer las entrevistas, pero he
estado muy liada toda la mañana organizando el almacén y no
me ha dado tiempo a cambiarme de ropa. Voy con una
camiseta maxi, unas mallas negras y unas deportivas blancas,
y ni siquiera me he maquillado.
—No le hagas ni caso, niña. Es una maleducada —bufa
Carmen asomándose a mi despacho.
Por su mirada de disgusto, creo que también ha oído el
comentario de la chica.
Carmen ha decidido venir a echarme una mano después
de que hayamos dejado a Rachel en la guardería. Hoy ha sido
su primer día y, mientras la niña se iba con su profe dando
saltos de felicidad y sin mirar atrás, Carmen y yo hemos
acabado llorando a lágrima viva.
Como es una experta en plantas, y yo quería darle un
toque más natural a la galería, se ha ofrecido para comprar
varias y colocarlas en los lugares adecuados.
—¿Qué te parece si pedimos algo de comer? —propone
—. Empiezo a tener hambre.
—Buena idea. Así luego…
De pronto, mi móvil empieza a sonar. Miro la pantalla y
siento un vuelco en el corazón al ver que se trata de Dan.
Hemos estado intercambiando mensajes a diario desde nuestra
primera cita y hemos tenido varias conversaciones telefónicas
que se han alargado durante horas. Me siento en una nube de
ilusión con él.
—Hola.
—Hola, ángel. —Su voz tiene un tono bronco que acaricia
mi oído—. ¿Qué haces?
—Estoy en la galería poniendo un poco de orden.
—¿Te apetece comer conmigo?
La pregunta me pilla totalmente descolocada. Abro la
boca para decirle que sí, pero, al recordar que voy hecha un
desastre, lanzo un suspiro.
—No voy vestida como para ir a ningún sitio a comer.
—¿Acaso vas desnuda? —inquiere Dan en tono morboso.
—Claro que no.
—Entonces sí vas vestida —contrapone él—. No me
importa que no vayas arreglada, pero, si te vas a sentir
incómoda, puedo coger algo de comida para llevar y comemos
juntos en la galería.
—Eso suena bien como segunda cita, aunque te advierto
que no estoy sola. Carmen está aquí —agrego, pues ya le he
hablado en varias ocasiones de ella.
—Entonces la cosa cambia —murmura tras un segundo de
vacilación y no puedo evitar decepcionarme por ese rechazo.
Robert trataba a Carmen como a una empleada doméstica
y era bastante frío con ella. No entendía que para mí Carmen
era un miembro más de mi familia ni le cabía en la cabeza que
me regañara o me diera alguna orden, algo habitual en ella.
También se negaba a que se sentara a comer con nosotros bajo
ningún concepto. Incluso llegó a recriminarle que me llamara
«niña» en lugar de señora Mason cuando estábamos casados.
Creí que Dan sería diferente en ese aspecto y podría ver a
Carmen como yo la veo: como a una igual.
—No vamos a poder contarlo como una segunda cita —
prosigue diciendo—, para eso te quiero a solas toda para mí —
puntualiza—, pero será un honor conocer a alguien tan
importante para ti. —Siento que mi corazón da un saltito de
alegría al comprender que lo había malentendido—. Mándame
la ubicación de la galería y enseguida voy, ¿de acuerdo?
Me despido de él y, después de mandarle la ubicación,
miro a Carmen.
—Dan va a venir a comer aquí con nosotras.
—¿El Dan con el que no te paras de mandar mensajitos y
que te tiene suspirando toda la semana?
—El mismo.
—¿Prefieres que os deje a solas?
—No, me ha dicho, y cito textualmente, que será un honor
conocer a alguien tan importante para mí.
—Humm —murmura Carmen complacida.
—Va a traer la comida y… —En ese momento me
acuerdo de lo desaliñada que voy y me llevo una mano al pelo,
sujeto con una coleta—. Será mejor que intente adecentarme
un poco.
Robert odiaba que fuese con coleta y sin maquillar. Decía
que era muy descuidada en mi aspecto. No quiero que Dan
piense eso por mucho que haya dicho que no le importa que no
vaya arreglada.
—Niña, no vas hecha un desastre, vas al natural. Si le
gustas de verdad, le encantará verte así porque eres así —
afirma antes de bajar las escaleras y dejarme a solas.
Sé que tiene razón, aun así, me meto en el aseo a tratar de
mejorar mi aspecto. Con la ropa no hay mucho que pueda
hacer, pero sí me suelto el pelo y me lo cepillo hasta dejarlo
brillante. Luego me aplico un poco de brillo labial y de
máscara de pestañas que llevo en el bolso. Tengo la suerte de
tener la piel de porcelana, por lo que casi nunca me pongo
base de maquillaje, aunque sí me aplico un poco de colorete.
El resultado es bastante aceptable.
Mi teléfono vuelve a sonar y lo cojo al instante al ver que
es Dan.
—¿Comida mexicana, italiana, china o tailandesa? No sé
qué os puede gustar más a las dos —comenta y por el ruido de
fondo intuyo que va conduciendo.
—Mexicana, no. Carmen es de allí y se vuelve muy crítica
cuando no cocinan como a ella le gusta. Tal vez mejor la
comida tailandesa —agrego pensando en que se adapta mejor
a mi dieta.
—Tailandesa entonces —acepta y cuelga.
Dos segundos después, el teléfono vuelve a sonar. Es Dan
de nuevo.
—¿Sí?
—No tengo ni idea de lo que se pide en un tailandés.
Nunca he probado ese tipo de comida —confiesa, y se me
escapa una risita ante su tono lastimero. Su sinceridad me
gusta.
—Mejor ven directo a la galería y decidimos desde aquí,
¿OK?
—Vale, pues en dos minutos estoy ahí, que ya estoy por la
zona —advierte y corta la llamada.
Al instante, vuelve a llamar, y lo cojo ya con una
carcajada burbujeando en mi garganta. Parece un niño
nervioso y entusiasmado.
—Estoy hambriento. —Y, por su tono, intuyo que no se
refiere a comida—. Espero que Carmen no se escandalice,
porque pienso besarte nada más verte —promete y vuelve a
colgar, dejándome con una sonrisa tonta en la boca y un
cosquilleo entre las piernas.
El móvil suena de nuevo cuando estoy bajando las
escaleras para recibirle y esta vez acepto la llamada sin mirar
dando por hecho que vuelve a ser él.
—¿Se te ha olvidado decirme algo más? —pregunto en
tono juguetón.
—Hola, Amy. —Casi se me cae el teléfono de las manos
cuando reconozco la voz de Robert.
Me quedo paralizada en el último escalón y dejo de
respirar.
Desde que ingresó en una cárcel española, no había vuelto
a hablar con él. Según el acuerdo de divorcio al que llegamos,
él renunciaba a la paternidad de Rachel a cambio de que Noah
intercediera para reducir su condena. Mi hermano le buscó el
mejor abogado y alegaron enajenación mental. El trato
también incluía una buena suma de dinero para poder empezar
desde cero en algún sitio fuera de Texas cuando le diesen la
libertad. Otra de las condiciones era que no volviera a
contactar conmigo ni que intentara acercarse a Rachel.
Lo que no entiendo es cómo ha conseguido llamar desde
la cárcel. Se supone que solo pueden contactar con ciertos
números permitidos y el mío no lo está.
—Mi compañero de celda ha colado un móvil, así que no
puedo hablar mucho sin que me pillen —susurra contestando
mi duda sin saberlo.
»Te he echado de menos, amor. —Aprieto el móvil con
tanta fuerza que se me clava en la mano, pero no digo nada.
»Sé que la cagué hasta el fondo y no tengo perdón —
prosigue diciendo en tono contrito al ver que yo no respondo
—, pero quiero que sepas que durante este tiempo he asistido a
terapia como parte de mi condena y he cambiado.
En ese momento escucho que Carmen resuella un «Por
santa Clara» con la mirada fija en la puerta de entrada. Mis
ojos vuelan hacia ese lugar con el temor irracional de que
pueda ser Robert, que se ha materializado allí, pero me
encuentro con los ojos verdes de Dan que me observan con
intensidad. No sé por qué, su presencia me insufla fortaleza.
—¿Qué quieres, Robert? —consigo preguntar y me
enorgullezco cuando mi voz suena impasible.
—No tardaré en salir y me gustaría poder conocer a mi
hija.
Corto la llamada con manos temblorosas. Siento que un
sudor frío perla mi piel al tiempo que el corazón se me
dispara; el estómago se me revuelve y siento ganas de vomitar,
pero trato de calmarme antes de tener un ataque de pánico
delante de Dan.
No lo consigo.
CAPÍTULO 15
Dan

S
é que solo hace unos días desde nuestra primera cita y
que hemos estado en contacto desde entonces, pero,
cuando uno lleva hambriento tanto tiempo, un bocadito
no es suficiente. Pensaba aguardar a que ella tomara la
iniciativa para proponer la segunda cita, pero no he
conseguido controlar mi impaciencia y he acabado haciéndolo
yo.
Lo que no me esperaba era que Carmen entrase en la
ecuación. Debo ser muy precavido con ella porque es la que
tiene más posibilidades de reconocerme; después de todo,
Amy tiene el recuerdo idealizado de su amor de juventud, pero
Carmen me cuidó como una madre. No obstante, es un
encuentro que tarde o temprano debía pasar; la mujer es una
parte importante en la vida de Amanda y no la puedo obviar.
Tampoco quiero hacerlo. La he añorado muchísimo.
Al entrar en la galería, es a la primera que veo.
—¡Por santa Clara! —exclama al poner los ojos en mí,
aunque no logro descifrar su expresión porque mi atención
enseguida se dirige a Amy, que está detenida en las escaleras.
Me había imaginado su rostro sonriente y lleno de ilusión
al verme. Lo que no esperaba es que me mirara con cara de
absoluto espanto. Por un segundo creo que el temor que
detecto en su semblante es por mí y me quedo paralizado,
como si estuviese en el borde de un precipicio y el mínimo
movimiento pudiera hacerme caer al abismo, pero entonces me
doy cuenta de que está hablando con alguien por teléfono.
¿Quién puede ser para provocarle semejante reacción?
—¿Qué quieres, Robert? —Escucho que dice y lo
entiendo todo.
Aprieto los puños con fuerza.
Maldito cabronazo.
¿Cómo se atreve a llamarla? Debe de haber conseguido
algún móvil. Yo mejor que nadie sé lo fácil que es colar uno en
la cárcel si cuentas con los contactos adecuados. Debe de
haber hecho amigos en prisión.
No sé lo que le dice, pero, cuando Amanda corta la
llamada un segundo después, está tan blanca como el papel.
—Mi niña, ¿estás bien? —demanda Carmen en tono
preocupado.
Amy no responde en un primer momento y baja el último
escalón con la mirada perdida. Después, como si se hubiese
activado el botón de encendido en su cerebro, empieza a andar
de un lado a otro, mientras balbucea frases inconexas.
—No puede hacerlo. No quiero que se acerque a nosotras.
Robert solo la haría sufrir como me lo hizo a mí. No es su hija,
renunció a ella por dinero. No soy su amor. No lo soy.
De pronto rompe a llorar. Intento abrazarla, pero, en
cuanto la toco, se revuelve y me aparta. Su piel se perla de
sudor y empieza a jadear. Entonces, se lleva una mano al
pecho como si temiese que se le fuera a salir el corazón de él.
—Es un ataque de pánico —musita Carmen.
Me vuelvo a acercar a Amanda y en esta ocasión me
quedo a un paso de distancia, para que sienta mi cercanía, pero
sin avasallarla.
—Todo está bien, ángel. Carmen y yo estamos aquí
contigo. Estás a salvo —musito en tono calmo para
reconfortarla.
—Me estoy ahogando —farfulla con los ojos dilatados y
una expresión tan agobiada que se me encoge el corazón.
—No te estás ahogando. Mírame, Amy, y respira
conmigo, ¿de acuerdo?
Inspiro lentamente, sostengo el aire un par de segundos y
lo suelto con calma. Con mucho cuidado, le cojo la mano y
apoyo su palma en mi pecho para que sienta el movimiento de
mis pulmones. Para mi alivio, al cabo de unos segundos
empieza a seguir la respiración conmigo.
—Eso es, ángel. Todo está bien —repito. Poco a poco su
respiración se normaliza, pero las lágrimas siguen cayendo por
sus mejillas.
»¿Puedo abrazarte? —pregunto al ver que está empezando
a temblar.
Amy asiente con un pequeño movimiento de cabeza y es
lo único que necesito para envolverla en mis brazos. Ella
entierra el rostro en mi pecho mientras la estrecho contra mí.
Es tan bajita que puedo apoyar el mentón en la parte alta de su
cabeza, encajando a la perfección.
Cierro los ojos saboreando ese momento. Su cercanía. Su
confianza. Pierdo la noción del tiempo, puede que hayan
pasado solo unos segundos o tal vez minutos, pero, cuando los
vuelvo a abrir, veo que Carmen tiene la mirada clavada en mí.
No sé cómo interpretar su expresión. Por un momento temo
que me haya reconocido, sin embargo, como no dice nada, doy
por hecho que solo está observando mi comportamiento para
decidir si soy apropiado para su niña o no.
Finalmente, Amy se recompone lo suficiente como para
levantar el rostro y mirarme.
—Lo siento —farfulla avergonzada.
¿Por qué las personas que menos faltas tienen son las más
propensas a disculparse mientras que las que tienen verdaderos
motivos para pedir perdón se escaquean de hacerlo en la
mayoría de los casos?
—No has hecho nada malo —le aseguro acariciándole la
mejilla y me encanta la forma en que ella inclina la cabeza
para apretarse más contra mi mano, como una gata mimosa
que busca maximizar el roce.
—Se supone que mi exmarido no puede contactar
conmigo, pero lo ha hecho, y… he sentido pánico.
—Mi niña, sabes que tu hermano no va a permitir que ese
desgraciado se te acerque —interviene Carmen chascando la
lengua.
—Ni yo tampoco —juro, aunque tenga que matarlo. De
hecho, creo que disfrutaría haciéndolo—. Por cierto, no hemos
tenido ocasión de presentarnos —comento mirando a la mujer
—. Soy Dan —agrego y, manteniendo el brazo izquierdo
alrededor de Amy, le tiendo la mano.
—Carmen —dice y toma mi mano para apretarla con una
fuerza sorprendente. Entrecierra por un segundo los ojos sin
dejar de mirarme y, justo cuando estoy empezando a sospechar
que en verdad me ha reconocido, me suelta y sonríe.
»¿Por qué no te llevas a Amanda a comer fuera? —
propone—. Creo que le vendrá bien tomar el aire un par de
horas. Mientras, yo vigilaré esto.
—Oh, no, no, no. —Amy sacude la cabeza de un lado a
otro con énfasis—. No me apetece nada meterme ahora en un
restaurante. Si antes estaba hecha un desastre, ahora, con los
ojos hinchados de llorar, estaré espantosa. —Ay, si se viera
como yo la veo, se daría cuenta de lo hermosa que es.
»En cambio, tú… —prosigue diciendo. Me mira de arriba
abajo y se pone roja.
—Yo, ¿qué?
—Eres muy atractivo —admite y por primera vez en mi
vida siento que me ruborizo.
—Ven conmigo —gruño en tono ronco y le cojo de la
mano para arrastrarla hacia la puerta.
—Pero de verdad que no quiero ir a un restaurante —
protesta Amy resistiéndose.
—¿Confías en mí? —pregunto.
—Sí —responde ella al instante. Tendría que reprenderla
por no haber dudado en decirlo, ya que no debería depositar su
confianza de forma tan abierta en las personas. Sin embargo,
su respuesta solo me provoca un calorcito en mi interior.
—Pues ven conmigo —insisto y, siendo como es Amy, se
deja llevar.
***
Media hora después estamos en una mesa de pícnic en el
parque del lago White Rock, comiendo Pad Thai[6]. Bueno,
Amy está comiendo. Yo no consigo atrapar los fideos con los
palillos. Nunca me he sentido tan torpe.
—¿Te está gustando la comida tailandesa? —pregunta.
—No sabría decirte, todavía no he conseguido probarla —
respondo frustrado—. ¿Cómo haces para que no se te escurran
los fideos?
Amy suelta una risita. Después de un poco de charla
intrascendental, vuelve a ser ella misma.
—Es cuestión de práctica —asegura y mueve mis dedos
para enseñarme a colocarlos de manera correcta. Con un
simple toque me estremezco.
Pruebo a hacerlo como ella me dice y consigo atrapar un
trozo de pollo, pero al llevármelo a la boca se suelta y acaba
sobre la mesa. Dejo escapar un gruñido y, con mi paciencia
totalmente acabada, ensarto otro trozo con el palillo y me lo
meto satisfecho en la boca. Amy empieza a reír mientras yo
mastico con aire triunfal.
—Anda, deja que te ayude —murmura y, con toda
familiaridad, mete sus palillos en mi recipiente de cartón, coge
un buen pellizco de fideos y me lo ofrece.
Cuando nuestros ojos se encuentran el aire parece
condensarse a nuestro alrededor. Abro la boca despacio sin
dejar de mirarla y, cuando ella me acerca el bocado, atrapo una
de las puntas de un fideo con la lengua antes de meterme en la
boca el resto.
Amy observa hipnotizada el movimiento.
—¿En qué piensas cuando me miras así?
—En lo mucho que deseo tu boca sobre mí —suelta, y
parece que lo ha dicho sin ser del todo consciente de sus
palabras, porque de repente abre los ojos de golpe al tiempo
que se tapa la boca—. Dios, no quería decir eso —farfulla
ruborizada.
—¿No quieres mi boca sobre ti?
—Sí, claro, pero… —Se lleva las manos a las mejillas,
que están al rojo vivo—. ¡Oh, qué vergüenza! —exclama en
tono lastimero—. ¿Qué vas a pensar de mí?
—Que nadie me ha excitado tanto en la vida como lo
haces tú con cualquier gesto inocente. Eres la mujer más sexi
que he conocido, Amy.
Ella parece resplandecer ante mis ojos. A veces pienso
que es como un capullo al que no han regado lo suficiente para
que florezca, pero con los cuidados necesarios puede
convertirse en la flor más sublime.
Ese es mi objetivo en la vida: conseguir que florezca.
—Si te soy sincera, todavía no me creo que seas real.
—¿Qué quieres decir? —pregunto súbitamente alerta.
—La última vez que alguien se mostró tan interesado por
mí fue Robert y resultó que lo hizo solo por mi dinero. Estaba
tan enamorada de él que no me percaté de que me manipulaba
y de que, en cierto modo, fue un maltratador psicológico.
Definitivamente voy a matar a Robert Mason.
—¿Te maltrató? —gruño.
—Sí, pero lo hizo de una forma tan sutil y progresiva que
no me di cuenta hasta que, yendo a terapia después del
divorcio, la psicóloga me lo hizo ver —confiesa—. Cuando
teníamos que decidir algo, y no nos poníamos de acuerdo, él
siempre se salía con la suya: «Hazme caso, sé mejor que tú lo
que es más apropiado para ti». Cuando me ponía guapa, me
miraba y comentaba: «Eres bonita, pero estarías mejor si
adelgazaras». O si no le gustaba lo que llevaba puesto me
espetaba: «¿No te da vergüenza salir a la calle de esa facha?».
Cuando le preguntaba por qué necesitaba tanto dinero para su
empresa, me respondía: «Es demasiado complicado para que
lo entiendas». Si íbamos a alguna fiesta, y me lo pasaba bien,
comentaba: «Cuando te ríes tanto pareces tonta»… En fin,
cosas así —concluye encogiéndose de hombros, e intuyo que
solo ha mencionado los comentarios más inofensivos.
Siento un dolor agudo en las palmas de las manos y me
doy cuenta de que, a cada comentario que ha mencionado, he
ido apretando los puños sin ser consciente hasta llegar a
clavarme las uñas en la piel.
—¿Tu familia tampoco se percató de nada?
—A Noah nunca le cayó bien, aunque, claro, a él nunca le
han caído bien ninguno de los chicos con los que he salido. De
cualquier forma, Robert era muy cuidadoso y se guardaba sus
comentarios para cuando estábamos solos. Delante de los
demás, se mostraba como el marido perfecto y era muy atento,
al menos los primeros años. Por eso también me sentía confusa
y daba por hecho que yo era la que hacía algo mal cuando su
humor cambiaba. —Ahora empiezo a entender la costumbre
de Amy de disculparse por todo.
»Sin embargo, cuando me quedé embarazada, se volvió
un poco más cruel —continúa relatando Amy—, o tal vez fue
que yo estaba más sensible y cualquier comentario que me
hacía me afectaba el doble. Una vez me recriminó: «Como
sigas comiendo así no vas a caber por la puerta», y me pasé
una hora llorando. —En ese momento decido que voy a
torturar a Robert antes de matarlo.
»Lo peor es que hubiese seguido con él si no hubiese
descubierto que me era infiel. Robert llevaba un par de años
viajando mucho, y yo me sentía sola y cada vez más
desdichada, pero entonces me quedé embarazada y volví a ser
feliz. Ilusa de mí, pensé que eso cambiaría las cosas, pero lo
único que hizo fue empeorarlas.
»Él realmente no quería ser padre, ¿sabes? Siempre que le
planteaba que quería tener un niño, me decía que no era el
momento y que era muy egoísta por mi parte presionarlo; así
que dejé de hacerlo. Mirándolo en retrospectiva, adivino que si
cambió de idea y quiso embarazarme fue para mantenerme
atada y entretenida mientras él viajaba.
»Mi madre suele hacer una fiesta el día de San Valentín
para recaudar fondos para la fundación benéfica que dirige —
prosigue contando—. En aquel momento yo estaba
embarazada de cinco meses y me sentía muy sola porque
Robert estaba por Europa expandiendo su empresa. Para
mantenerme entretenida, mi madre me pidió que la ayudara
con el discurso que iba a dar. Justo cuando iba a hacer la
última revisión para imprimirlo, mi ordenador no arrancaba,
así que decidí usar el de Robert. Él nunca me dejaba entrar en
su despacho y mucho menos que utilizase su ordenador, pero
era algo urgente y, total, como estaba de viaje, pensé que no se
iba a enterar. Lo encendí y me pidió una contraseña numérica.
Tonta de mí, pensé en alguna fecha que pudiera ser
significativa para él: la de nuestra boda; pero no era. Después,
probé la de mi cumpleaños y tampoco. Era la del suyo propio
—concluye y no me sorprende.
»Me puse a revisar el discurso y, de pronto, se abrió una
notificación de WhatsApp. Al parecer, Robert tenía la
aplicación para PC vinculada al móvil y por eso pude acceder
a ella —explica—. El mensaje lo mandó una mujer. Una tal
Sonya, que resultó ser Desiré. Al parecer, usaba un apodo para
la aplicación de citas. —Lo que Amy no sabe es que Robert no
conoció a Desiré en una aplicación de citas como le contaron,
sino que la contrató como escort a través de Contact One, pero
no es un dato que tenga sentido ahora revelarle.
»¿Sabes qué es lo peor de todo? Que mi hermano, siendo
como es, se fue a buscarlo a España para tomar venganza por
hacerme daño, y Robert la emprendió a tiros con él en el hall
de un hotel. Por suerte, Smith intervino, y el que acabó herido
fue mi exmarido.
»Cuando lo detuvieron, Noah lo presionó para que firmara
el acuerdo de divorcio y luego negoció con él para conseguir
que renunciara a Rachel a cambio de conseguirle una
reducción de condena y dinero.
»Y esa es mi historia —finaliza con un suspiro. Se queda
por un segundo callada y luego me mira con una sonrisa triste
—. Debes de pensar que soy patética por haber tenido un
ataque de pánico con solo escuchar la voz de Robert.
—Pienso que eres dulce y sensible —contradigo.
—A veces desearía ser como mi cuñada Sinclair. Ella
nunca hubiese dejado que un hombre la maltratara de ninguna
forma. Tendrías que verla enfrentarse a mi hermano —añade
en tono de admiración—. Con lo cabezota y dominante que es
Noah, y ella le planta cara sin inmutarse.
—No todas las personas sirven para ser guerreras, y eso
no es malo. De cualquier forma, que seas dulce y sensible no
te hace débil. Tu fortaleza está en que sigues siéndolo pese a
las malas experiencias.
»Cuando estés conmigo quiero que te sientas libre de ser
como eres —agrego con seriedad—. Si lloras, abrazaré tus
lágrimas. Si te ríes demasiado alto, me reiré contigo. Pero
nunca me ocultes cómo te sientes por miedo a lo que pueda
pensar.
Amy me mira con intensidad por un segundo y sus ojos
parecen una extensión del cielo.
—¿Y si te digo que me gustas? —suelta a bocajarro.
Todavía no he decidido si la sinceridad es su virtud o su
condena, porque en ese momento tengo la absoluta certeza de
que ya no hay vuelta atrás. Al igual que ella me robó el
corazón hace años, yo no voy a rendirme hasta volver a
conseguir el suyo.
—¿Y si te confieso que tú me gustas más a mí? —replico
en el mismo tono, porque pensará que estoy loco si le digo a
estas alturas que la amo.
Quiero que no tenga duda de que estoy implicado en esta
relación al cien por cien. Que no dude de mí.
***
Para mi frustración, nuestro rato juntos se acaba demasiado
pronto porque Amy debe regresar para llegar a tiempo de
recoger a Rachel de la guardería.
Como sé que no se puede entretener más, detengo el
coche en la puerta de la galería para que baje.
—No te he dado las gracias por todo lo que has hecho hoy
por mí —comenta un poco cohibida mientras se desabrocha el
cinturón de seguridad.
—Si te soy sincero, prefiero que me des un beso a que me
des las gracias —bromeo con una sonrisa ladeada.
—Eso tiene solución —repone Amy y, antes de que pueda
reaccionar, se inclina sobre mí y me besa.
Joder, esta mujer me va a matar.
A ratos se muestra dulcemente vergonzosa y otros es
seductoramente impulsiva.
Suelto un gemido de puro deseo cuando su lengua acaricia
mis labios, para después adentrarse en mi boca de forma
tentativa. Me mantengo quieto disfrutando de su iniciativa
durante tres segundos. Es todo lo que consigo contralarme
hasta que, con un gruñido, planto una mano en su nuca y
ahondo el beso.
Para cuando nos separamos los dos estamos jadeando.
—Será mejor que te vayas antes de que decida arrancar el
coche y llevarte a algún sitio en el que podamos tener
intimidad. —Amy asiente toda ruborizada y, justo cuando está
bajando de mi Lexus, la llamo.
»En cuanto a la tercera cita, ve pensando en qué partes de
tu cuerpo quieres mi boca —murmuro haciendo alusión a lo
que ha dicho en el parque.
***
Mantengo mi sonrisa y mi actitud relajada hasta que ella se
mete en la galería y, una vez la pierdo de vista, me dejo llevar
por la preocupación.
No me gusta nada que Robert la haya llamado. Me da
mala espina.
Tendré que mantener vigilada a Amy y a su niña para
asegurarme de que están bien protegidas.
CAPÍTULO 16
Robert

T
omo aire mientras bajo los brazos y los suelto al volver a
extenderlos. Hago un total de cinco repeticiones y, como
colofón, aguanto unos segundos el peso en lo alto hasta
que los músculos me empiezan a quemar y me tiemblan. Solo
entonces deposito la barra en el soporte de seguridad.
El press de banca es parte de mi rutina diaria de
ejercicios.
Llevo tres años en la cárcel y lo único bueno de mi
estancia aquí es que me estoy poniendo más cachas. Me paso
todo el tiempo que puedo en el gimnasio o realizando
actividades deportivas, y también leo para entretener la mente.
Es un puto aburrimiento, aunque supongo que podía ser
peor.
Brians 2 es un centro penitenciario moderno ubicado en
San Esteban Sasroviras, en la provincia de Barcelona, España,
y ofrece una estancia muy cómoda a los presos. Sobre todo,
cuando haces amigos que hacen que la condena sea más
llevadera.
Me incorporo y muevo el hombro en círculos cuando
siento que se me ha agarrotado un poco por el esfuerzo. Desde
que Smith me disparó para neutralizarme cuando trataba de
matar a Noah, lo tengo resentido, y eso que la operación fue
un éxito.
—Ey, Bobby, no te canses demasiado, que esta tarde
tienes visita conyugal —comenta mi compañero de celda con
tono de humor.
—Todo lo contrario, o quemo un poco de energía, o
cuando vea a mi «novia» la partiré en dos —repongo ufano
mientras me seco el sudor con la toalla.
Esa es una de las cosas que peor llevo: solo puedo tener
compañía femenina una vez al mes, y la zorra a la que me tiro
tiene que simular ser mi novia para que la dejen entrar, ya que,
si se supiese que solo es una puta que me ha conseguido el
Pastor, no la dejarían tener el vis a vis íntimo conmigo.
Mi compañero deja escapar una carcajada profunda y me
palmea el hombro con tanta fuerza que casi me lo desencaja.
Después, me hace un gesto para que me levante y pueda
ocupar mi lugar, no sin antes añadir más peso a la barra.
Aunque estoy en forma, comparado con él parezco un tallarín.
Todos lo llaman el Pastor y es un tipo que infunde miedo,
ya no solo por la profusión de músculos tatuados de su cuerpo,
sino porque tiene un temperamento volátil y nunca sabes cómo
puede reaccionar. Siempre va con una sonrisa llena de
hoyuelos que puede confundirse con jovialidad si eres tonto. Y
en esta cárcel ha habido unos cuantos tontos que han acabado
en la enfermería por tocarle las narices.
Tiene cuarenta y dos años, el cabello rubio y los ojos
color avellana. Es mexicano, pero viajó a España por negocios
y lo detuvieron cuando mató a un hombre en la calle, a la vista
de todos.
Al parecer, el Pastor chocó con un coche en un accidente
fortuito. El propietario del vehículo, un pobre desgraciado
cualquiera, se bajó y le dijo: «Joder, ¿es que estás ciego? ¿No
has visto que tenías un stop?» y, como el Pastor estaba de mal
humor, le estrelló la cabeza contra la luna del coche hasta que
le partió el cráneo, según dicen, con una sonrisa. Vamos, un
puto psicópata.
Se dedica al tráfico de mujeres y tiene muchos contactos;
de hecho, proporciona «novias» a todos aquellos presos que
puedan pagarlo.
Compartimos celda desde hace seis meses. Al principio
me acojonaba tanto que evitaba incluso su mirada, pero
empecé a caerle bien cuando se percató de que tenía fondos
para costear los servicios que él proporcionaba. Sobre todo,
cuando le conté que mi exmujer es multimillonaria y que
puedo conseguir mucha pasta de ella porque tenemos una hija
en común. Al Pastor le gusta el dinero fácil tanto como a mí, y
camelarme a Amanda puede ser jodidamente sencillo…
siempre y cuando Noah Grayson no se vuelva a meter en
medio.
Amanda es tan tonta y confiada como su hermano es un
hijo de puta soberbio y vengativo. Tiene un corazón blando
que sé cómo usar para mi conveniencia. Lo he hecho desde
que la conocí. En cuanto descubrí que su familia era
multimillonaria, se convirtió en mi objetivo. No es que yo
estuviera en la miseria. Mi familia era acomodada y no me
había faltado nunca de nada, pero no era bastante. Quería vivir
de putolujo.
Fue irrisoria la facilidad con la que conseguí que se
enamorara de mí y me diera el «sí, quiero». Bueno, también
hay que achacarlo a mis dotes de actor. Me tendrían que haber
dado un óscar por mi interpretación del marido perfecto en
nuestros primeros años de matrimonio, hasta que conseguí
sacarle el dinero necesario para dar alas a mi negocio y pagar
todos mis caprichos. Después, me descuidé, la verdad. Pero,
joder, es que Amanda es tediosa. Además, cuando podía follar
con modelos y mujeres realmente hermosas, tener que simular
que me gustaba hacerlo con una gorda mojigata resultaba
frustrante.
La cagué. Le solté comentarios hirientes por puro rencor
y, aunque traté de compensarlo dejándola embarazada como
sabía que deseaba, no fui tan cuidadoso como debería a la hora
de tratar con mis amantes.
Y la cagué todavía más cuando intenté matar a Noah
cuando hundió mi empresa en represalia por lo que le había
hecho a su hermana.
El cabrón se aprovechó de mi desventaja para conseguir
un divorcio rápido y mi renuncia a la paternidad de mi futura
hija. Lo de la cría me tiene sin cuidado. Nunca me han gustado
los niños y tampoco es la primera que engendro. Una de mis
amantes en Italia se quedó embarazada, y me he desentendido
por completo; si ella fue tonta de no tomar precauciones, es su
problema. Lo que más me jode de todo este asunto es que
firmé un acuerdo de divorcio que me deja prácticamente sin
nada. Sí, me he llevado dos millones de dólares, pero, con el
estilo de vida que me gusta, no es bastante ni de lejos. Quiero
conseguir más.
Ahí es donde Noah Grayson cometió un error. Pensó que
con obligarme a firmar todo quedaría zanjado. Incluso apeló a
mi «humanidad» para que estampara mi firma en el
documento.
«Amanda no se merece sufrir más por ti. Sabes lo buena
persona que es. Te quería con todo su corazón. Si alguna vez
has sentido el mínimo afecto por ella, firma los putos papeles
y sal de su vida».
Y sí, firmé los putos papeles. No porque hubiese sentido
el mínimo afecto por Amanda, sino porque, en aquel
momento, su hermano me tenía cogido por los huevos. Me
enfrentaba a una acusación por intento de asesinato con
agravantes —liarme a tiros en el vestíbulo de uno de los
hoteles más lujosos de Barcelona no fue una gran idea— y,
solo si bajaba la cabeza y le daba lo que quería, conseguiría
que redujeran mi condena.
Han pasado tres años de eso. He cumplido mi parte del
trato manteniéndome lejos de Amanda desde entonces, pero ya
es hora de empezar a trabajar en mi redención. Tengo mucho
que enmendar, pero nada irreparable si consigo volver a
camelarme a Amanda. Su estúpida bondad es la mejor arma
que puedo esgrimir contra ella.
—¿Podrías volver a dejarme el móvil, por favor? —
pregunto más tarde a mi compañero cuando estamos en la
intimidad de nuestra celda.
—Sabes que eso tiene un precio.
Todo con él tiene un precio. Cada vez que me deja su
teléfono, me cuesta cien dólares. Su protección, una tarifa
mensual de mil dólares. Y cada visita mensual de mi supuesta
«novia», una belleza de veinticinco años de origen ruso que se
deja hacer de todo, quinientos dólares la hora.
—Añádelo a mi cuenta.
El Pastor lo saca con cautela de su escondite. Tiene
sobornados a un par de guardias que se lo consiguieron y que
le ayudan a ocultarlo en las inspecciones.
—¿Vas a hablar con tu exmujer? —Asiento—. ¿De
verdad crees que puedes sacarle pasta después de ponerle los
cuernos y de intentar matar a su hermano? —pregunta un tanto
escéptico.
—Sí, si me muestro arrepentido y la convenzo de que fue
solo un episodio de locura transitoria y de que he cambiado —
aseguro con una sonrisa confiada—. Amanda es de esas
personas a las que les das una bofetada y te ofrece la otra
mejilla —explico en tono de desprecio—. Si simulo interés
por nuestra hija, seguro que acaba cediendo y me deja tener
contacto con ella. Y, una vez eso suceda, podré empezar a
sacarle pasta otra vez.
—¿Sabes? Me recuerdas a mi hermano Miguel —comenta
el Pastor mirándome de forma analítica—. También tenía cara
de niño bonito, pero era un cabroncete de cuidado. —Algo
oscuro brilla por un segundo en su rostro, como si estuviera
rememorando un mal recuerdo—. Tal vez puedas unirte al
negocio —agrega de repente esbozando una sonrisa, así de
cambiante es su humor—. Siempre se necesitan hombres
ambiciosos y sin escrúpulos, y puedes conseguir mucho
dinero.
—Por desgracia, falta mucho para que podamos salir de
aquí —mascullo.
Mi condena es de siete años y la de él, de quince.
—A lo mejor queda menos de lo que crees —musita—.
Tú sigue trabajándote a tu ex y tal vez dentro de poco pueda
organizaros un encuentro que propicie vuestra reconciliación
—añade con una sonrisa que me provoca un escalofrío.
CAPÍTULO 17
Amanda

A
l día siguiente, dejo a Rachel en la guardería hecha un
mar de lágrimas. Parece que no lloró el primer día
porque no llegó a entender que nos iba a perder de vista
tanto tiempo.
—Tal vez deberíamos esperar un poco para llevarla —
comenta Carmen.
—¿Te refieres a que no madrugue tanto?
—Me refiero a cuando tenga uno o dos años más, ya
sabes, cuando realmente sea obligatorio.
—Es bueno que empiece a sociabilizar con otros niños de
su edad —repongo, aunque he tenido el mismo pensamiento
que Carmen un par de veces durante la mañana. En el fondo,
me gustaría tener a Rachel siempre bajo mi ala, bien protegida,
pero no quiero que tenga los problemas para sociabilizar que
tuve yo.
»Además, piensa en todo el tiempo libre que vas a tener
ahora —añado guiñándole un ojo.
—La verdad es que me gustaría apuntarme a un gimnasio
para hacer zumba o algo así, pero, hasta que no encuentres un
asistente en condiciones, iré contigo a la galería para ayudarte
en lo que necesites.
—Sabes que no tienes que hacerlo.
—Quiero hacerlo —puntualiza.
De pronto, mi móvil emite un pitido y veo que es un
mensaje de WhatsApp de Dan. Son solo tres palabras:
«Buenos días, ángel», pero que me tenga en su pensamiento es
lo que me hace sonreír como una boba.
—Por tu cara diría que es Dan —adivina Carmen con un
guiño.
Que le haya caído bien es algo que me tranquiliza porque
tiene buen ojo para determinar el carácter de una persona. En
su momento me advirtió que Robert era un lobo con piel de
cordero, pero le quería tanto que pensé que se equivocaba. Me
convencí de que estaba en un error.
Lo que me inquieta es lo que Carmen me dijo cuando
regresé de mi cita con Dan y le pregunté qué le había parecido
él.
—Es otro lobo con la piel de cordero —aseguró—, pero
este es de los buenos; de los que, una vez encuentran a su
compañera de vida, se entregan por completo a ella con
devoción y fidelidad absoluta.
Con lo de la devoción y la fidelidad absoluta no tenía
ninguna pega; es más, me tuvo toda la noche construyendo
castillos en mi mente sobre un posible futuro con él. Lo que no
terminé de comprender fue lo de que era un lobo con piel de
cordero. ¿Es que acaso Carmen ha detectado algo que a mí se
me escapa? ¿Dan me oculta algo?
Justo cuando giramos la esquina, diviso a un chico parado
frente a la obra de Omega. He llamado así al misterioso artista
que creó las dos figuras con esténcil. Y digo misterioso porque
he estado preguntando por la zona y no he obtenido ninguna
pista de su identidad. En cambio, he descubierto dos más de
sus obras: una de una niña mirando a través de una ventana,
como si esperara a alguien, y otra de una mujer encerrada
detrás de unas rejas. Las dos igual de emocionales que la que
está en la fachada de la galería.
Algo en él me llama la atención y ya no solo por su
apariencia, que es curiosa. Medirá cerca del metro ochenta,
pero es delgado como un junco; debe de tener unos
veintipocos años y es de rasgos asiáticos; su cabello es tan
negro como la ropa que lleva y le cae lacio hacia delante de
forma asimétrica, tapándole media cara, de manera que su piel
parece casi fantasmal. No obstante, lo que en verdad despierta
mi interés en él es la intensidad con la que observa la obra en
contraste con la indiferencia de su expresión.
—¿Qué te parece?
—Aumenta mi vacío interior —responde en tono ausente
sin apartar los ojos de las figuras.
—Entonces, ¿no te gusta? —interviene Carmen con el
ceño fruncido.
—Por supuesto que sí, era un cumplido —aclara el chico
como si fuera evidente.
Carmen me mira con cara de «¿está loco?», y yo contengo
la risa.
Al girarse hacia nosotras, lo observo con más detalle.
Tiene las facciones tan delicadas que parecen femeninas.
Además, lleva los ojos delineados con kohl negro, al menos el
que no está oculto por el pelo, y un piercing en mitad del labio
inferior. En su camiseta se puede leer la frase: «La belleza del
arte está en su capacidad de mostrar lo que no alcanzan a decir
las palabras».
—¿Entiendes de arte?
—Todo lo que el arte se pueda entender —responde
encogiéndose de hombros, y creo que es una respuesta muy
adecuada—. De hecho, vengo a hacer una entrevista de trabajo
en esta galería.
—Oh, entonces debes de ser Kim Hyun —deduzco al
recordar el nombre del primer candidato que tenía que
entrevistar esta mañana—. Yo soy Amanda Grayson, la
propietaria. ¿Pasamos dentro para hablar? —agrego y le hago
un gesto para invitarle a entrar.
Mientras se adentra en la galería, el chico mantiene una
postura como aburrida, sin embargo, sus ojos miran alrededor
casi con avidez, e intuyo que realmente está interesado en el
trabajo, pero no lo quiere demostrar.
Carmen se coloca a mi lado con disimulo.
—Por favor, no lo contrates; tiene pinta de ser un
adorador del demonio —murmura en mi oído.
—No es satánico, es emo.
—Niña, tampoco hace falta insultarle.
—No he dicho memo, he dicho emo —corrijo al adivinar
su confusión.
Por el rabillo del ojo veo que Carmen coge su móvil y
escribe en él. Apuesto a que está buscando qué es un emo
porque, después de unos segundos, suelta un pequeño «¡Oh!»
en tono de entendimiento.
Subimos a mi despacho y le hago sentarse frente a mi
escritorio, en donde tengo su currículum. Lo ojeo para hacer
memoria.
—Me gustaría dejar a un lado los formalismos. ¿Te puedo
llamar Kim?
—En verdad Kim es mi apellido. En corea se invierte el
orden y se coloca primero el apellido y luego el nombre —
aclara—. Puedes llamarme Hyun.
—Hyun es un nombre muy bonito. ¿Tiene algún
significado?
—En coreano significa luminoso o claro —responde.
Parpadeo, y él lanza un suspiro hastiado—. Sí, lo sé, es tan
contradictorio con mi personalidad que resulta patéticamente
hilarante.
—Aquí pone que has estudiado Historia del Arte. ¿Alguna
especialidad en particular?
—El Romanticismo oscuro —contesta y es muy coherente
con su estilo.
—¿Tienes algún pintor preferido?
—Creo que Caspar David Friedrich es el que mejor refleja
la soledad y el frío que hay en mi interior —responde en tono
sobrio.
Se me escapa una sonrisa involuntaria que me apresuro a
disimular con la mano. El chico es tan dramático que me está
empezando a caer bien.
—Dime, ¿conoces la obra Comediante de Maurizio
Cattlelan?
—Sí.
—Si la tuviéramos expuesta aquí, ¿cómo se la venderías a
un cliente?
—¿Cómo le vendería a un cliente un plátano pegado a la
pared con cinta americana? —Asiento. Es una pregunta que he
hecho a los candidatos y que me han respondido de varias
formas, algunas bastante satisfactorias y otras no tanto.
»Le explicaría que, en el arte moderno, el concepto es más
importante que la obra en sí. Busca más despertar un debate o
una reacción que ser un ejemplo de virtuosismo técnico —
explica—. Aunque una obra tan polémica realmente no
necesita que nadie la venda, se vende sola.
—¿Y qué piensas tú de esa obra? Sé sincero, por favor.
—Es sublime a la hora de reflejar la triste realidad de la
sociedad en la que vivimos. La aborrezco —concluye, y puede
que su respuesta parezca contradictoria, pero la entiendo
perfectamente porque opino igual.
Sin dudar, es el que mejor ha contestado a mis preguntas.
Le detallo el horario, el sueldo y sus obligaciones para
que no haya malentendidos, y él parece de acuerdo en todo.
Debería entrevistar más candidatos, pero algo me dice que
Hyun es el adecuado.
—Me gustaría que hicieras un mes de prueba y, si
congeniamos bien y te gusta el trabajo, ya hablaríamos de un
puesto fijo —decido guiada por mi corazonada—. Si te parece
bien, podrías empezar mañana.
—Antes de aceptar, tengo una duda: ¿voy a tener que
cambiar mi aspecto? —inquiere—. He estado en un par de
galerías y me pedían que… mejorara mi presencia —añade, y
detecto cierta vulnerabilidad.
Supongo que no todos aceptan su estética.
—No veo nada de malo en tu aspecto, Hyun —aseguro en
tono serio—. De hecho, creo que es parte de lo que te hace
especial.
Los ojos del chico brillan por un segundo antes de que
baje la mirada.
—Entonces, sí, empezaré mañana.
***
Durante el resto de la mañana me dedico a organizar la
inauguración: contrato a una empresa de marketing para que se
encargue de diseñar el cartel informativo y las invitaciones, y
para que gestione la promoción; elaboro un listado con las
obras que voy a exponer con los detalles para elaborar los
cartelitos informativos y hago un plano de ubicación para
decidir dónde voy a colocar cada una para que los instaladores
puedan ponerse a trabajar lo antes posible, ya que quiero abrir
en tres semanas.
Por suerte, tengo muy claro quién será la artista que
protagonizará la primera exposición: Rachel Sinclair. Ella será
el punto de partida para dar a conocer la galería a los artistas
locales y a los potenciales clientes.
Mi amiga fue una gran pintora, pero nunca llegó a mostrar
sus obras al público. Era muy crítica consigo misma y siempre
decía que, hasta que no crease su obra maestra, no expondría.
Al morir de forma tan repentina, finalmente nunca llegó a
hacerlo, y eso que, en mi opinión, la peor de sus obras era
mejor que muchas que se muestran en las galerías.
Hablé con su abuelo de mi idea y está encantado con ella.
Piensa, al igual que yo, que será una bonita forma de mantener
viva su memoria. Big Jack, como así se apoda su abuelo, ha
accedido a prestarme todas las obras que conserva de Rachel y,
junto con las que yo poseo, cuento con una treintena. La única
relevante que nos falta es uno de los primeros retratos que
pintó. En concreto, uno mío de cuando era adolescente.
Formaba parte de una exposición en la que Rachel participó
cuando estaba en el último año de universidad y alguien lo
robó.
De entre todas las obras de Rachel, hemos seleccionado
cinco que pondremos a la venta y lo que se recaude se
destinará a una beca que voy a abrir en su nombre para pagar
los estudios de arte a una joven promesa. A partir de ahora, he
pensado en que, cada año, puedo usar un porcentaje de mis
ganancias para ello. Será bonito.
De repente, mi teléfono empieza a sonar. Miro la pantalla
y me estremezco al reconocer un número internacional. Estoy
segura de que es Robert; que ayer le colgara no le debe de
haber sentado bien. Al poco de dejar de sonar, me llega un
aviso de que tengo un mensaje en el buzón de voz.
Debería borrarlo directamente, pero al final acabo
escuchándolo.
«No me ignores, amor, por favor. Te prometo que he
cambiado, pero si no me das una oportunidad, no podré
demostrártelo. Sabes que Rachel necesita un padre».
Su voz suena contrita y dulce. Persuasiva. Tal vez en el
pasado me hubiese hecho dudar, pero ya no. Sí, sé que Rachel
necesita un padre, aunque sé todavía con más certeza que él no
es el adecuado. Y ni loca le voy a dar otra oportunidad.
El teléfono vuelve a sonar, pero, esta vez, la sonrisa
asoma a mi boca al ver que es Dan.
—¿Te apetece que comamos juntos? —pregunta a modo
de saludo—. Si estás liada, puedo llevar comida a la galería.
Así de paso me la puedes enseñar, que ayer al final no la vi.
Siento un burbujeo de felicidad en mi interior. Es una
sensación muy placentera salir con alguien que parece estar
igual de interesado en mí que yo en él. Con los chicos que he
salido desde la universidad, era yo la que daba siempre más
cariño del que recibía, y siempre me había generado mucha
inseguridad.
—Justo estaba pensando en pedir algo para que me lo
trajeran aquí —reconozco.
—Entonces me ofrezco a ser tu repartidor. ¿Qué te
apetece?
—Italiano —respondo. A la mierda la dieta.
—¿Llevo también algo para Carmen? —inquiere y que
piense en ella solo hace que sume puntos a su favor.
—Carmen ha quedado a comer con una amiga. Estoy sola
en la galería —añado y, para mi sorpresa, mi tono suena
seductor.
—Pues espero que hayas pensado ya en qué partes de tu
cuerpo quieres mi boca, porque te voy a comer de postre —
promete.
***
Cuando Dan entra en la galería un minuto después, estoy
hecha un manojo de nervios, pero de los buenos. Al verlo
aparecer, me quedo sin aliento.
Va con gafas de sol y viste una americana gris, un suéter
negro y unos vaqueros oscuros. Me gusta un montón su estilo
arreglado, pero informal. Podría pensar que las gafas le dan un
aspecto sexi, pero es cuando se las quita y sus ojos verdes se
posan en mí cuando me estremezco de pies a cabeza.
Gracias a Dios, hoy me he arreglado un poco más al salir
de casa y me he puesto un vestido camisero blanco con un
cinturón fino y unas botas camperas. También llevo el pelo
suelto y un toque de brillo labial.
Hoy me siento bonita, pero, al ver cómo él me mira de
arriba abajo y sus ojos se llenan de deseo, la sensación se
incrementa.
No me hace ningún cumplido ni piropo. Lo suyo es más
directo. Deja la comida en la mesa de recepción sin dejar de
mirarme, se acerca a mí y me besa. Se come mi brillo labial
mientras enreda las manos en mi cabello, desordenándolo, y
me trae sin cuidado que cuando acabe pueda estar hecha un
desastre. Como tampoco me importa que su barba incipiente
esté raspando mi delicada piel. Ni que me apriete tanto contra
su cuerpo que casi me haga crujir los huesos, como si temiera
que pudiera escapar.
Esa pasión descarnada que siente hacia mí es lo más
excitante que me ha pasado nunca.
—No tenía intención de avasallarte de esta manera, pero
estás tan guapa con ese vestido que no me he podido contener
—murmura.
Empieza a dar besitos en mi mentón en dirección al
cuello.
—No me quejo —farfullo y me estremezco cuando Dan
atrapa mi lóbulo con los dientes y lo mordisquea.
—Eres demasiado sexi para mi cordura —dice con la voz
enronquecida—, aunque será mejor que nos detengamos aquí
o la comida se enfriará.
Comemos mientras le cuento sobre Kim Hyun y los
avances que he hecho en la galería, y después hacemos un
pequeño recorrido para que la vea.
—Y este es mi despacho —concluyo cuando subimos—.
Es bastante espacioso, ¿verdad? —prosigo diciendo mientras
veo cómo Dan anda por él sin perder detalle.
Tiene unos treinta metros cuadrados y dos mesas, una más
pequeña que uso de escritorio y la otra más grande para tener
una superficie más amplia de trabajo en caso necesario.
También hay un sofá de tres plazas con una mesita auxiliar
delante. Sin embargo, la atención de Dan pronto se ve atrapada
por el lienzo que corona la pared frente a mi escritorio.
Se trata de un paisaje pintado por Rachel. Uno de los
primeros que hizo y que me regaló hace tiempo. En el cuadro
se ve el rancho de mis padres al atardecer. En concreto, el
cercado de los potrillos. Hay varios de ellos pastando con sus
madres. Sobre la valla de madera, se puede ver a un chico
contemplando la escena.
Sé que Rachel se inspiró en su recuerdo de Rafael para
pintarlo y por eso se ha convertido en una pieza muy especial
para mí. De forma inconsciente, acaricio la cruz que llevo en
el cuello.
Dan lo observa con intensidad por unos segundos, pero no
dice nada, y luego vuelve a recorrer el despacho. Mira por
unos instantes el sofá; a continuación, se para frente a la mesa
de trabajo y apoya las manos en ella, como comprobando su
resistencia. Después, hace lo mismo con el escritorio, y
compone un gesto de aprobación.
—¿Te gusta el escritorio? —inquiero sin entender muy
bien su actitud.
—No está mal… —empieza a decir mientras se acerca a
la pared acristalada desde donde se puede ver la galería y
activa el botón que cierra las cortinas venecianas—, aunque
mejorará un montón contigo desnuda sobre él —agrega y
viene hacia mí.
Suelto un jadeo ahogado cuando, de pronto, me coge por
los glúteos, me levanta y me insta a que le rodee la cintura con
las piernas. Robert nunca me cogía así, decía que le podía
lesionar la espalda, aunque la verdad es que nunca lo intentó.
—¡Peso demasiado! —protesto.
—No pesas demasiado para mí —contradice Dan de un
modo rotundo. Me lleva hasta el escritorio sin ningún esfuerzo
aparente y me deja en el borde con suavidad—. Bien, es hora
de tomar mi postre —murmura.
Sin apartar los ojos de los míos, empieza por desabrochar
mi cinturón. Contengo el aliento, nerviosa. Hace tanto que un
hombre no me ve desnuda… Creo que la última vez fue
cuando concebí a Rachel, y mi cuerpo no ha mejorado desde
entonces. Mis pechos están menos turgentes y mi abdomen ha
sumado otra lorcita de la que no consigo deshacerme, sin
contar con…
—Ey, ángel —musita Dan sacándome de mis
pensamientos—. No quiero que te agobies. Solo deseo
probarte un poco, no vamos a llegar hasta el final porque, la
primera vez que hagamos el amor, será sobre una cama y
tendremos todo el tiempo del mundo para que pueda adorarte
como mereces —declara—. Y ahora, dime, ¿quieres que siga?
Muevo la cabeza arriba y abajo, y Dan me recompensa
con un beso que me hace encoger los dedos de los pies.
De pronto, me pone la mano en la rodilla y me tenso por
un segundo, pero entonces empieza a hacer círculos sobre mi
piel, calmándome. Mientras su lengua ahonda en mi boca de
una forma deliciosa, sus dedos empiezan a subir por el interior
de mi muslo, despacio, provocando un cosquilleo que asciende
directo a mi clítoris.
Siento que me humedezco, tanto que temo haber mojado
no solo las braguitas sino también los pantis. Me da miedo
que, al notarlo, Dan se burle de alguna manera; sin embargo, él
solo emite un sonido de pura satisfacción cuando su mano
alcanza mi ropa interior.
—¿Sabes lo jodidamente halagador que es sentirte tan
excitada por mí? —murmura instándome a que abra las
piernas para meterse entre ellas.
Su torso, tan duro como una piedra, se aplasta contra el
mío y sé que debe de sentir lo erizados que tengo los pezones.
No obstante, no dice nada, solo me vuelve a besar mientras su
mano se cuela debajo de mi ropa hasta encontrar mi carne
desnuda.
Cuando me roza el clítoris por primera vez, clavo las uñas
en sus hombros y suelto un jadeo de gusto que él saborea. Mis
pechos vibran de necesidad. Siempre los he tenido muy
sensibles y me gustaría que los acariciara, aunque no me
atrevo a pedírselo. Lo que sí hago en cambio es restregarme
contra él al tiempo que abro más las piernas para darle mejor
acceso a todo lo que quiera hacerme.
Más.
Deseo más.
Necesito mucho más de todas las sensaciones que
provocan sus manos sobre mi cuerpo.
Como si hubiese escuchado mis pensamientos, su mano
alcanza mi pecho y me aprieta con suavidad el pezón al mismo
tiempo que un dedo de la otra incursiona por primera vez en
mi interior.
El placer por partida doble me hace emitir un pequeño
gritito. Me arqueo sin pudor presa de una necesidad febril.
—Eso es ángel, entrégate a mí —masculla él sin dejar de
tocarme.
Su dedo se convierte en dos mientras ahonda cada vez
más profundo, más rápido y, cuando pienso que estoy a punto
de alcanzar el orgasmo, ralentiza el ritmo.
—Dime, Amy, ¿dónde deseas mi boca?
Después me moriré de vergüenza, pero ahora estoy
completamente enajenada y solo pienso en que me encuentro
al borde de un orgasmo que promete ser brutal.
—En mis pechos —balbuceo.
—Pues desnúdalos para mí —demanda en tono
persuasivo, pero inflexible—. Hazlo y te daré lo que deseas —
añade penetrando de nuevo en mí.
Me lleva solo unos segundos decidirme y, con manos
temblorosas, comienzo a desabrochar los botones delanteros
que cierran mi vestido bajo la atenta mirada de Dan.
Es curioso, pero, al ver cómo se relame los labios y cómo
sus ojos siguen con avidez cada movimiento de mis dedos, voy
olvidando mi timidez botón a botón. Me desea de verdad, no
hay más que ver su expresión, el enorme bulto que evidencia
sus pantalones y lo tenso que tiene el cuerpo, y tomar
conciencia de ello me hace sentir poderosa.
Abro los botones de mi camisa uno a uno, y Dan me
ayuda a deslizarla por mis brazos hasta que cae como una nube
blanca alrededor de mi cintura, dejándome el torso cubierto
solo por el sujetador de encaje blanco. Siempre me ha gustado
la lencería de ese color, aunque Robert decía que le parecía
soso.
—Si hubiese sabido que pasaría esto, me habría puesto
algo más sexi.
—¿Más sexi que esto? —pregunta como si fuese lo más
seductor que hubiese visto en su vida—. ¿Quieres que muera
por combustión espontánea? —Y así, sin más, borra otra de
mis inseguridades de un plumazo—. No obstante, por muy
bonito que sea, me gustaría que te lo quitaras —agrega.
Me armo de valor y llevo las manos hacia atrás para
desabrocharlo. Cierro los ojos, respiro hondo y lo tiro a un
lado. Dan contiene el aliento de forma audible y eso me da el
empuje necesario para mirarlo.
Deseo.
Hambre.
Lujuria.
Sus ojos arden con todo eso y más.
—Joder, Amy, eres la mujer más hermosa que he visto en
mi vida —masculla con la voz desgarrada, y en ese momento
le creo.
Le creo tanto que soy yo la que tira de él para alcanzar sus
labios y lo besa.
Soy yo la que, unos segundos después, guía su boca hasta
mis pechos.
Y soy yo la que mueve las caderas exigiendo que me siga
penetrando con los dedos hasta alcanzar por fin el orgasmo.
CAPÍTULO 18
Amanda

T
res días después, todavía me sonrojo al mirar mi
escritorio y recordar lo que Dan me hizo allí. No
contento con arrancarme un orgasmo con los dedos, acto
seguido procedió a darme placer con la boca hasta llevarme de
nuevo a la cúspide.
En mi vida había disfrutado tanto con el sexo oral. Me
cogió de los muslos sin importarle que tuvieran celulitis ni que
fueran demasiado rollizos, y hundió la cara entre mis piernas
para acariciarme con la lengua con una maestría que me hizo
gritar su nombre y tirarle del pelo. Perdí tanto la compostura
que casi lo dejo calvo, sin embargo, a él no pareció importarle;
es más, rebosaba felicidad.
«Si supieras el tiempo que llevo fantaseando con tenerte
así», susurró y lo dijo como si llevara haciéndolo años cuando
solo nos conocemos desde hace una semana.
El problema fue que no pudimos seguir porque se hizo
tarde y tenía que recoger a Rachel de la guardería; así que me
quedé con las ganas de explorar su cuerpo y hacerle lo mismo
a él.
En un momento se arremangó y mostró los antebrazos
llenos de tatuajes. Eso me sorprendió, aunque, pensándolo
bien, no resulta tan extraño. Incluso Noah los tiene en la
espalda y eso que mi hermano es el típico playboy elegante. A
Dan le pegan más porque tiene un aura más dura, como de
malote. Tal vez por la cicatriz de su ceja, que le otorga un
toque diabólico a su mirada. Por lo demás, solo lo he palpado
por encima de la ropa y es como tocar un muro de ladrillos.
Otra cosa que descubrí de Dan fue que es generoso: no
exigió nada ni se frustró por no poder llegar a más; de hecho,
parecía la mar de satisfecho solo con haberme dado placer a
mí.
Y también que es paciente. No me ha presionado para ir a
más en estos días, parece no tener prisa; en cambio, yo estoy
deseosa de dar un paso más y hacer lo que ha prometido: hacer
el amor sobre una cama.
Ahora me cuesta un montón centrarme en el trabajo
cuando estoy en el despacho. De hecho, tendría que estar en
estos momentos revisando la información de los carteles en
lugar de estar pensando en Dan y el sexo; no obstante, no lo
consigo.
No logro entender por qué no ha dicho nada de acostarnos
juntos después de tres días, y eso que hemos hablado un
montón por teléfono.
Me muerdo el labio y tamborileo con los dedos sobre la
superficie de madera mientras le doy vueltas al tema. Hasta
ahora, él ha tomado la iniciativa en todo. Tal vez estaría bien
que fuera yo la que lo hiciera en esta ocasión para variar.
No quiero parecer desesperada, pero…, sí, estoy
desesperada. Llevo tanto tiempo sin sexo que me tienen que
haber salido telarañas ahí abajo. Prueba de ello es lo cerrada
que estaba cuando me penetró con los dedos. Aunque también
podía ser porque sus dedos eran grandes.
Pensar en ellos me hace rememorar sus manos. Enormes.
Fuertes. Sexis.
«¿Su pene será igual de imponente?».
El pensamiento se materializa en mi mente y me reprendo
al instante.
Estoy divagando. Y lo que es peor: estoy salida. Una mala
combinación.
Le doy una vuelta más al tema y tomo una decisión. Antes
de echarme atrás, lo llamo. Por suerte o por desgracia, lo coge
enseguida. Eso también me gusta de él. Siempre esté ahí para
mí o, en el caso de no poder cogerlo porque está trabajando,
me llama en cuanto está libre.
—Hola, ángel —saluda, y me derrito al escuchar ese
apodo dicho con tanta ternura—. ¿Pensando en mí?
—La verdad es que sí.
—Bien, porque yo no puedo dejar de pensar en ti —
confiesa.
Eso es otra cosa que me gusta de él; que siempre me hace
sentir que estamos igual de implicados en la relación.
—Me preguntaba si te apetecería quedar a cenar mañana
—suelto antes de perder el valor.
Dan se queda en silencio por un segundo.
—Lo siento, pero mañana por la noche tengo planes.
El estómago se me atenaza al instante. ¿Planes? ¿Se
refiere a una cita? Lo cierto es que no hemos hablado de
exclusividad, pero daba por hecho que no veía a otras mujeres.
—De acuerdo, pásalo bien en tu cita —musito con el
ánimo por los suelos.
—¿Qué? No, no, Amy, no es una cita —se apresura a
aclarar—. Joder, ¿de verdad piensas que podría estar con otra
mujer que no fueras tú? —Mi silencio es una respuesta que no
le gusta porque suelta un taco—. Para que te quede bien claro,
tú y yo tenemos exclusividad absoluta —afirma en tono
categórico—, nunca te voy a hacer dudar de mi fidelidad —
promete.
»Lo que tengo mañana es un evento en Houston, y con
gusto me escaquearía si pudiera porque prefiero mil veces más
pasar la noche contigo, pero estoy obligado a acudir.
—Claro, no pasa nada, lo entiendo —farfullo de forma
atropellada entretanto me contengo por no dar saltos de alegría
por lo de «exclusividad absoluta».
—A no ser que… —Lo escucho decir.
—A no ser que, ¿qué? —apremio al ver que duda.
—¿Te gustaría venir a Houston conmigo el fin de semana?
Aunque te advierto que tendríamos que hacer noche allí y
quiero que te quede clara una cosa: si decides venir, no te
dejaré dormir hasta el amanecer.
—¿Jugando al Scrabble? —bromeo con una sonrisa
mientras me echo hacia atrás en la silla y pongo los pies en el
escritorio. Le estoy cogiendo el gusto a coquetear con él.
—No, primero te haré el amor para demostrarte que soy
todo tuyo y luego te follaré hasta que no tengas ninguna duda
de que eres mía.
Pierdo el equilibrio por la impresión y me caigo de la
silla.
—Mecachis —musito con una mueca de dolor por el
golpe que me he dado en la cadera.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —pregunta Dan con
preocupación.
—Sí, solo ha sido un pequeño accidente.
—¿Qué tipo de accidente?
—Me he caído de la silla —confieso entretanto vuelvo a
sentarme, esta vez como toca.
—¿Te he escandalizado, ángel? —inquiere con ternura.
—Un poco sí, la verdad —reconozco sincera—. No estoy
acostumbrada a abordar el tema del sexo de una forma tan
cruda.
Es algo que me confunde de él. Por un lado, es muy
educado y atento conmigo. El perfecto caballero. Por otro,
dice cosas que rozan la vulgaridad. No es que me queje, solo
que me choca. Y también lo encuentro sorprendentemente
excitante. Tal vez a eso se refería Carmen con lo de que era un
lobo con piel de cordero.
—Ya te advertí que era muy directo en lo referente al
sexo.
—Me acostumbraré —le aseguro o al menos eso espero.
Sé que soy bastante anticuada en ciertos aspectos, y ya es hora
de que me modernice un poco—. De cualquier forma, tengo
que pensarlo. Nunca he pasado una noche entera separada de
Rachel y…
—Lo entiendo, Amy. Por eso no te había dicho nada,
porque no quería que te sintieras presionada. Tu hija es lo
primero.
Que acepte de esa manera la relevancia de Rachel en mi
vida hace que me guste todavía más.
Me despido de él con la promesa de que le mandaré un
mensaje con mi decisión lo antes posible y salgo del despacho
en busca de Carmen. Al empezar a bajar las escaleras, la
escucho hablar con Hyun. Está absolutamente fascinada con él
porque no lo entiende en absoluto. Es más, debe de pensar que
tiene algún tipo de problema y lo está pasando mal porque la
escucho comentar:
—Muchacho, pareces siempre triste. Si me dices qué te
ocurre, podría intentar ayudarte.
—No estoy triste, solo tengo una relación complicada con
la felicidad.
—Oh, pues lo pareces. Tal vez si vistieras algo más
colorido
—No podría lidiar con tanto optimismo visual —responde
Hyun en tono de hastío.
—¿Y si te echaras el pelo hacia atrás para despejar la
cara? Debe de ser incómodo llevar siempre un ojo tapado por
esas greñas.
—No estoy preparado para mirar el vacío que hay en el
mundo con los dos ojos.
—Me rindo —suspira Carmen y le tiende un táper que ha
traído—. ¿Te apetece una croqueta?
—¿Croqueta? ¿Qué es eso?
—Tú pruébalas.
Hyun coge una y, después de estudiarla y olerla, le da un
bocado tentativo. Al cabo de un segundo, su rostro resplandece
e incluso se aparta un poco el pelo de la cara para comerla con
avidez.
—¿Quieres otra?
—Sí —acepta sin dudar.
Carmen deja el táper delante de él para que se sirva, y veo
con asombro que el chico estira un poco la comisura de los
labios en agradecimiento.
La mujer se me acerca con una sonrisa satisfecha.
—Croqueta, uno; emo, cero —murmura en tono triunfal.
Se me escapa una carcajada que me apresuro a disimular
con una tosecita.
—Carmen, necesito hablar contigo de algo. Verás, Dan
me ha propuesto que vayamos a pasar el fin de semana en
Houston y eso incluiría hacer noche.
—¿Te apetece ir?
—La verdad es que sí.
—¿Y cuál es el problema?
—Nunca he pasado una noche separada de Rachel y me
da apuro.
—Rachel tiene ya tres años, no ocurrirá nada, y sabes que
yo la cuidaré bien —asegura, aunque sigue habiendo algo en
mí que duda—. Has vivido los últimos tres años volcada al
cien por cien en tu faceta de madre; no hay nada malo en que
te tomes un pequeño respiro para ti misma. Eso no te convierte
en egoísta —agrega al intuir mi dilema.
Lo pienso durante unos minutos más y vuelvo a subir al
despacho para llamarlo.
—Iré contigo a Houston —suelto antes de arrepentirme.
—Tú sí que sabes cómo alegrarme el día, ángel —
murmura en tono complacido y sonrío como una tonta.
—¿Cuál es el plan? Necesito saberlo para decidir qué ropa
llevar.
—Mañana pasaré a recogerte a las cinco de la tarde y
tomaremos un vuelo privado a Houston para asistir a un
evento empresarial en el hotel Double Tree by Hilton, así que
toca ir elegante. La cena será formal, aunque no de gala —
advierte y entiendo que lo ideal será un vestido de cóctel—.
Tengo reservada una suite en ese mismo hotel para pasar la
noche. Al día siguiente, comeremos en casa de unos amigos.
Es el cumpleaños de su hijo, cumple doce años, y van a hacer
una barbacoa para celebrarlo. Será informal, así que lleva
vaqueros o cualquier cosa con la que te sientas cómoda.
»Por cierto, no necesitas llevar camisón, mientras estemos
en la habitación del hotel te prefiero desnuda —añade en tono
seductor.
—¿Entonces solo llevo lencería sexi?
Me tapo la boca al darme cuenta de lo que acabo de decir.
Ha sonado demasiado provocativo. Además, no sé ni por qué
lo he dicho. Mi lencería es cómoda, pero nada sexi. Sin
embargo, Dan no me da opción a retractarme.
—Por favor, llévala, aunque dudo de que dure mucho
sobre tu cuerpo. Voy a disfrutar arrancándotela —añade en
tono ronco.
El teléfono se me resbala de la mano.
—¡Mecachis! —farfullo al cogerlo del suelo.
—¿Te has vuelto a caer de la silla? —pregunta Dan en
tono tierno.
—No, esta vez se me ha caído el teléfono de la mano —
admito con un mohín.
Dan suelta una pequeña carcajada ante mi confesión y
suena tan bonita que sonrío en respuesta.
Después de despedirnos, vuelvo a bajar del despacho
dándole vueltas a la ropa interior y, más en concreto, en cuánto
deseo que él me la arranque.
—Mi niña, ¿tienes fiebre? —pregunta de pronto Carmen
—. Estás muy roja.
—No, no, estoy bien —balbuceo sintiendo que me
ruborizo todavía más—. Voy a tener que salir durante un par
de horas a hacer un recado. ¿Te importaría quedarte con
Hyun?
—Claro que no. Tenías razón con él: me gusta —agrega
en tono confidente.
Le doy un beso en la mejilla y salgo de la galería con una
misión: conseguir lencería sexi.
***
Media hora después, estoy en una tienda de lencería que hay a
un par de manzana de la galería junto a Sinclair, que ha
accedido encantada a ayudarme a elegir un modelito que me
siente bien.
—Así que volaréis hasta Houston para asistir a una cena
empresarial —resume después de contarle los planes que
tenemos.
—Lo bueno es que, como pasará a por mí por la tarde,
tengo todo el día para la sesión de belleza preparatoria.
«Y para morirme de los nervios», añado mentalmente.
—¿Ya sabes qué vestido vas a ponerte?
—Sí, eso no me preocupa. Tengo varias opciones a elegir.
El problema está en lo que llevaré debajo —agrego pensando
en la ropa interior sexi que le he dicho a Dan que llevaría—.
No creo que aquí encuentre nada para mí, Sin —musito
mientras tomo del perchero un minitanga de encaje de Agent
Provocateur. Lo visualizo en mi cuerpo y lo vuelvo a dejar
donde estaba.
—¿Por qué no? Tienen cosas preciosas.
—Para lucirlas en un cuerpo como el tuyo —mascullo
entre dientes.
Cojo otro y lo miro pasmada. Está compuesto por una
delicada profusión de tiras y encaje, pero que deja los labios
vaginales solo cubiertos por un pequeño trocito de seda tan
fino y delicado que resulta transparente. Vamos, que para
llevarlo debes estar como mínimo depilada por completo.
¿Quién en su sano juicio se compraría algo así?
—¡Uy, ese lo tengo en rosa! —suelta Sin.
—¿Y no es incómodo ir tan… al aire?
—Solo me lo pongo cuando quiero volver loco a Noah, y
nunca falla. Si vieras cómo…
«Tal vez no haya sido tan buena idea venir con mi
cuñada», pienso tapándome los oídos.
—No digas más. No quiero pensar en la vida sexual de mi
hermano.
—Pues yo no dejo de pensar en ella —repone Sin en tono
malicioso.
—No creo que tenga el valor para lucir nada de esto. Lo
mío no es ser sexi.
—El primer paso para ser sexi es sentirse sexi —alega
Sinclair—. ¿Acaso crees que la sensualidad es exclusiva de las
tallas pequeñas? Para nada —responde antes de que yo pueda
hacerlo—. Yo creo que tiene más que ver con la seguridad en
ti misma que poseas.
—Pues en eso ando corta —suspiro.
—Pero estás trabajando para mejorarla, que es lo
importante —replica—. Tómatelo como un pequeño reto para
ti misma.
—La verdad es que tengo miedo de ver la reacción de
Dan si me pongo algo así.
—Si te presentas ante él con uno de estos modelitos y no
dice algo que te haga sentir bien o tenga serios problemas en
controlarse para no arrancártelo del cuerpo, es que no te
merece.
—No es solo que pueda soltar alguna palabra hiriente en
cuanto a mi aspecto, eso lo podría soportar. Dios sabe lo
mucho que aguanté con Robert —agrego y desvío la mirada,
incómoda, para no ver la lástima en la expresión de Sinclair—.
Es el hecho de que he puesto tanta ilusión en Dan que me
aterra descubrir que pueda ser igual al resto.
—Tendría que haberle roto la nariz a Robert cuando tuve
ocasión —gruñe Sinclair y no hay señal de lástima hacia mí,
solo furia hacia lo que me hizo.
»Entonces, ¿Dan te gusta de verdad?
—Mucho. Desde el primer momento sentí como si lo
conociera de antes, ¿sabes? Una especie de conexión. Solo con
mirarme me estremezco de pies a cabeza y, cuando me besa, el
suelo parece temblar bajo mis pies. Es emocionante y
aterrador a partes iguales, no sé si me entiendes.
—Totalmente —murmura Sinclair con una sonrisa. A
Noah y a ella les pasó algo parecido: un flechazo absoluto,
aunque se enfrentaron a muchos imprevistos para llegar a estar
juntos. Los dos tuvieron que arriesgar sus corazones para
lograr su final feliz.
»Tal vez puedas encontrar un término medio para
empezar. No un tanga superfino y revelador, sino una braguita
que resulte sensual y con la que te sientas más cómoda.
De pronto, veo un precioso conjunto de sujetador y
braguita de Savage X Fenty en color lavanda, mi preferido,
elaborado en encaje y seda. El diseño de la braguita deja más
carne al descubierto de la que suelo llevar, pero al menos no es
un minúsculo tanga.
Pienso en Dan y en cómo se ha comportado conmigo
hasta este momento. Ha sido detallista, cariñoso y apasionado.
Muy apasionado. Por lo poco que lo conozco, no parece cruel.
Además, no para de ensalzar mi cuerpo y hacerme sentir bien
conmigo misma.
Me muerdo el labio y al final tomo una decisión.
—Me probaré este.
***
Cuando salimos de la tienda casi una hora después, voy
cargada con cuatro conjuntos de ropa interior, un picardías,
dos ligueros, un par de saltos de cama y una bata de seda. Yo
creo que es demasiado, pero Sinclair me ha dicho que es el kit
mínimo para darle un poco de salsa a una relación incipiente.
Como la galería está cerca, decidimos ir andando hasta
allí mientras hablamos de cómo le va a Rachel en la guardería,
y ella me cuenta un par de anécdotas sobre los primeros días
de Lucas en el cole.
De pronto, un chico choca conmigo. No llego a verle la
cara porque lleva una gorra de beisbol embutida hasta las cejas
y, al tener la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, la
visera le tapa el rostro. Solo capto que es unos centímetros
más bajo que yo y mucho más delgado. No obstante, el
inesperado impacto me hace trastabillar un par de pasos hacia
atrás.
—Perdone —masculla el chico entretanto me ayuda a
estabilizarme.
—No pasa nada —le aseguro con una sonrisa—. ¿Tú estás
bien? —Él asiente de forma apresurada y sigue su camino.
—Seguro que iba mirando el móvil —deduce Sinclair
encogiéndose de hombros cuando reanudamos la marcha—.
Lucas llegó a estrellarse con una farola cuando…
De repente, escuchamos un grito y nos giramos.
Un hombre de aspecto corriente vestido todo de negro
tiene cogido al chico del brazo mientras él trata de liberarse
dando patadas. Entonces, veo el rostro del chico por primera
vez. Parece muy joven, tal vez unos dieciséis años. Es bastante
guapo, con la piel tostada, los ojos dorados y las cejas negras.
El pelo lo lleva cubierto por la gorra, aunque deduzco que
tiene que ser también oscuro.
—¿Se puede saber qué hace con el chico? —demanda
Sinclair con el entrecejo fruncido.
El tipo lo tira al suelo para inmovilizarlo y empieza a
cachearlo.
—¡Eh, no puede tratarlo así! —increpo acercándome con
paso airado. Él me ignora mientras saca algo de uno de los
bolsillos del chico—. Si no lo suelta ahora mismo, voy… —
Me quedo callada de golpe al distinguir el objeto que ha
cogido: una cartera de Dior de piel blanca con un peculiar
estampado en el que figuran un batiburrillo de motivos florales
y marinos, junto con varios animales e insectos.
—Amy, ¿esa no es tu cartera? —pregunta Sinclair al
reconocerla.
—Caminaba detrás y he visto cómo el chico chocaba
adrede con usted para robarle la cartera sin que se diera cuenta
—explica el hombre y me la tiende.
—Gracias —balbuceo sintiéndome como una tonta.
—Será mejor que llame a la policía, señorita —aconseja
el hombre.
Es escuchar la palabra «policía», y el chico parece
volverse loco. Empieza a revolverse con energías renovadas.
La gorra se le cae y deja al descubierto una cascada de cabello
azabache. Entonces, me doy cuenta de que es una chica. Y no
soy la única sorprendida, porque su captor afloja por un
segundo su agarre al descubrirlo, y ella aprovecha para
estamparle un codazo en la nariz, desestabilizarlo y escapar.
—Dios mío, ¡está sangrando! —exclamo al ver la cara del
hombre y me apresuro a darle un pañuelo—. Será mejor que le
acompañe al hospital, a lo mejor le ha roto la nariz. Y no se
preocupe por la factura, yo se la pagaré; después de todo, lo ha
herido por ayudarme —añado sintiéndome culpable.
—No es necesario, señorita, estoy bien. Solo ha sido un
golpe, no está rota —asegura el hombre mientras usa el
pañuelo para tratar de detener la hemorragia—. Que pasen un
buen día —añade y se va apresurado antes de que pueda
decirle nada más.
CAPÍTULO 19
Dan

T
odavía no sé cómo me he podido contener durante tres
días para no plantarme delante de Amy, cargármela sobre
el hombro y llevármela a algún lugar íntimo para
follármela hasta que perdiera el sentido. Ni siquiera entiendo
cómo pude reunir la fuerza necesaria para separarme de ella
cuando la tenía desnuda sobre su escritorio, completamente
entregada a mí. Creo que me están saliendo callos en la mano
de las veces que me he masturbado rememorando su sabor y
los sonidos que hacía al deshacerse en mi boca.
Sin embargo, me he contenido porque quería que fuera
ella la que decidiera si me deseaba lo suficiente como para
dejar a un lado sus inseguridades y pedirme una cita. Tener la
certeza de que estaba preparada para acostarse conmigo con
todas las consecuencias. Y por fin lo ha hecho.
El problema es que el tiempo está pasando tan lento que
siento que voy a enloquecer. Estoy en mi despacho, tratando
de concentrarme en mi trabajo, cuando recibo una llamada de
Mathew Cross, mi jefe de seguridad.
—Ha ocurrido un pequeño incidente —informa.
Pese a que lo dice en tono calmo, me pongo de pie al
instante con el cuerpo todo en tensión.
—¿Ella está bien?
—Sí, no le ha pasado nada. —Me dejo caer en la silla con
alivio—. Al parecer, una ladronzuela le quitó la cartera
mientras iba por la calle, pero Pedro intervino y consiguió
recuperarla —explica Mat—. El problema es que Pedro ha
acabado en el hospital; al parecer, la chica le rompió la nariz al
escapar —agrega y noto cierto tono de burla en su voz.
—A Pedro le va a doler más el ego que la nariz —adivino
con una sonrisa.
—Ya sabes cómo son nuestros hombres: van a estar
bromeando a su costa una buena temporada.
He formado un buen equipo de seguridad compuesto en
su mayoría por expolicías y exmilitares, aunque el mejor
fichaje, sin duda, ha sido Mat. Es de padre estadounidense y
madre mexicana, pero vivió la mayor parte de su vida en
México. De hecho, lo conocí hace años, cuando mi abuelo
todavía dirigía el cártel.
Mathew era uno de los pocos policías fronterizos que no
se dejaba sobornar, y mi abuelo nos mandó a Héctor y a mí
que acabáramos con él y con su familia como ejemplo de lo
que podía pasar a los que iban contra el cártel. Cuando
entramos en su casa, y planté el cañón de la pistola en su sien,
empezó a llorar. No por su vida, sino por la de su familia. Nos
rogó que no hiciéramos daño a su mujer, que estaba
embarazada, ni a sus dos hijos pequeños. Era un buen hombre
y fui incapaz de apretar el gatillo.
En lugar de hacer la matanza que mi abuelo había
ordenado, ayudé a Mathew y a su familia a escapar a un lugar
seguro en Texas y provoqué un incendio en su casa para
simular su muerte.
Héctor me cubrió a cambio de un favor. Fue el primero de
muchos que los dos intercambiamos en beneficio mutuo.
Hace dos años, cuando decidí crear la nueva sede de
Contact One en Houston, me puse en contacto con Mathew
para ofrecerle el puesto de jefe de seguridad. Es un hombre
íntegro y leal, y en mi mundo eso se considera toda una rareza.
Además, sabe cómo dirigir el equipo.
—Por cierto, tu chica tiene a Tomás y a John medio
enamorados —comenta en tono divertido.
Desde que Robert llamó a Amy, he aumentado su
vigilancia para garantizar su protección. Siempre hay alguno
de mis hombres siguiéndola allá a donde va, mientras otro
hace guardia en la galería. Y, para que nadie sospeche de su
continúa presencia, se disfrazan muchas veces de mendigos.
También me consta que su hermano tiene a un hombre
vigilando su casa y que hace las veces de chófer cuando Amy
lo necesita.
»No paran de contarme maravillas de ella —prosigue
relatando Mathew—. Dicen que no solo les da algún billete
cada vez que los ve, sino que también les ofrece café y algo de
comer por las mañanas. —Sonrío con ternura al visualizarlo.
Esos detalles son muy propios de Amy.
»¿Cuándo la voy a conocer?
—Si Elena y tú no tenéis inconveniente, había pensado
llevarla el domingo a la barbacoa.
—¿Inconveniente? ¡Mi mujer estará encantada! Aunque te
advierto que irá también Lauren —agrega en tono de disculpa.
Contengo un pequeño taco. Lauren es una amiga de Elena
con la que me estuve acostando cuando residía en Houston,
mientras montaba la sede. Aunque le dejé bien claro desde un
principio que no quería nada serio, que mi corazón pertenecía
a otra, ella intentó formalizar nuestra relación. Finalmente,
opté por dejar de verla.
Solo espero que no monte ninguna escena que perjudique
a Amanda, aunque, conociéndola, todo es posible.
De pronto, veo un coche por el monitor de la cámara de
vigilancia que hay ubicada en la puerta de mi propiedad. La
parcela en donde he construido mi residencia está delimitada
por una vaya con cámaras y hay dos guardias de seguridad las
veinticuatro horas del día. Aunque trato de vivir de forma
discreta, he cosechado muchos enemigos durante los años que
formé parte del cártel, y ninguna precaución es poca.
Me sorprende recibir una visita porque hay muy pocas
personas que sepan que vivo aquí, y me asombra todavía más
cuando Jack, uno de los guardias, me anuncia por el interfono
que Noah Grayson solicita verme. Le digo que lo deje pasar y
me despido de Mathew.
Mierda, no esperaba que Noah apareciera aquí. ¿Cómo
habrá descubierto mi dirección? Entonces, recuerdo lo que me
dijo Marcos sobre Smith, que tenía recursos para encontrar
información de la gente.
Aunque la pregunta que más me preocupa es: ¿qué lo ha
traído aquí?
Sé que no me ha reconocido. En el rancho apenas tuve
trato con él, solo me veía como un crío que era amigo de su
hermana. Además, en aquella época, él ya estaba empezando a
despuntar en los rodeos y siempre estaba ocupado entre los
estudios, los entrenamientos y las chicas.
Lo que temo es que Smith pueda haber descubierto algo
de mi pasado.
Observo por un segundo el retrato de Amy que tengo en la
pared frente a mí y suelto un taco. No puedo dejar que entre en
el despacho porque, si lo ve, se activarán todas sus alarmas.
Para que eso no ocurra, salgo y lo cierro con llave. Después,
voy a recibir a Grayson en la puerta como buen anfitrión.
Noah detiene el coche en la puerta y se baja. Con las gafas
de sol y el traje, parece un puto modelo masculino. Observo
cómo estudia la fachada por un segundo y luego viene hacia
mí con paso decidido.
—Tienes un buen dispositivo de seguridad montado —
observa.
—Nunca se sabe cuándo pueden venir visitas indeseadas
—comento con ironía—. ¿Vienes solo? —inquiero al no ver a
Smith.
—No lo he creído necesario. Lo que he venido a decirte es
entre tú y yo —declara.
Tiene huevos, hay que reconocérselo.
—Pues pasa, y hablemos —murmuro y lo invito a entrar
con un ademán.
Noah se para en el vestíbulo y mira alrededor.
—Bonita casa.
—Gracias.
—Muy grande para una sola persona, ¿no?
—Espero no estar solo mucho más.
—Ya veo. Lo que me lleva a por qué estoy aquí. ¿Qué
intenciones tienes con mi hermana? —inquiere sin más rodeos.
—Las intenciones que tenga con Amanda son cosa entre
ella y yo; no deberías entrometerte —repongo con calma.
Tengo que poner límites al carácter controlador de Noah.
—Lo hago cuando mi hermana se pasa dos horas en una
puta tienda de lencería porque va a pasar la noche contigo —
masculla irritado—. Así que te lo repito: ¿qué intenciones
tienes con ella? Y, por favor, deja de sonreír de esa forma, me
están dando arcadas —añade hosco.
Ojalá pudiera, pero pensar en Amy en una tienda de
lencería me pone feliz. Y duro, aunque mejor que Noah no se
dé cuenta de eso o entonces sí vomitará.
—Lo único que necesitas saber es que mi último deseo es
hacerle daño —declaro y es la única concesión que voy a
hacer para aliviar su preocupación. No quiero que interfiera de
ninguna forma en mi relación con Amy, aunque entiendo que
es su hermano y se inquiete.
»¿Por qué te parece tan extraño que me pueda interesar
Amanda? —pregunto.
—Eso no me extraña, mi hermana es una mujer
maravillosa —afirma de un modo rotundo—. Lo que me
mosquea es que hayas aparecido en su vida tan de repente y
que todo vaya tan rápido entre vosotros.
—Bueno, estarás de acuerdo conmigo en que, cuando se
cruza la persona adecuada en tu camino, no se la puede dejar
escapar.
Mi comentario consigue que Noah apriete la mandíbula.
Sé toda la historia con su mujer, así que eso me da cierta
ventaja sobre él que no le debe de gustar.
—Hay algo en ti que me escama —confiesa demostrando
que tiene buen instinto—, y no lo digo porque tengas más
aspecto de luchador de la UFC que de empresario —añade con
una mueca—. De cualquier forma, Marcos me ha dicho que
eres una persona en la que se puede confiar, y supongo que es
cierto porque, en caso contrario, no serías su mejor amigo. Así
que voy a darte el beneficio de la duda, pero con una
advertencia —agrega y da varios pasos hacia mí hasta
detenerse a escasos centímetros—: como le hagas daño a Amy,
te destruiré.
Sabiendo lo que hizo Robert Mason, sé que no es una
amenaza vacía.
—Lo tendré en cuenta, cuñado —agrego en tono burlón
solo para que vea que no me da ningún miedo.
Noah entrecierra los ojos. Es impactante lo mucho que se
parecen a los de Amy, salvo que los de ella son una ventana
abierta a sus emociones y los de Noah son totalmente
herméticos.
Después de un par de segundos más midiéndonos en
silencio, Noah empieza a andar hacia la puerta.
—¿No te apetece tomar algo antes de irte?
—No he venido aquí a sociabilizar —gruñe. De pronto se
gira hacia mí—. Por cierto, Amy no sabe nada de que Desiré
antes trabajaba como escort para tu empresa y mi mujer está
preocupada por su amiga, así que te agradecería que le
guardaras el secreto.
—Mmmm, una amenaza y un favor al mismo tiempo, qué
paradójico —rezongo.
—O también le podría contar que su nuevo amigo tiene
una empresa que ofrece escorts a los hombres adinerados.
—Ofrezco todo tipo de servicios a los que pueden
pagarlos, y que yo sepa eso no es nada ilegal —replico
encogiéndome de hombros—. Las acompañantes de lujo que
trabajan para mí no están obligadas a nada que no quieran
hacer. Tú mejor que nadie tendrías que saberlo, ya que no eres
ajeno a ese servicio, ¿verdad?
Sé que conoció a su mujer cuando contrató los servicios
de una escort, y esta se hizo pasar por una para cubrir a su
mejor amiga y, por la manera en que aprieta los puños, ahora
sabe que lo sé.
—Te estaré vigilando —advierte antes de volver a girarse.
—¡Vuelve a visitarme cuando quieras! —exclamo en tono
alegre diciéndole adiós con la mano.
Noah me saca el dedo corazón a modo de despedida.
Suelto una carcajada. Va a ser divertido tener a Noah
Grayson de cuñado.
CAPÍTULO 20
Amanda

L
as horas pasan con una lentitud frustrante hasta que por
fin Dan me avisa de que ya ha llegado. Le he dicho que
espere abajo porque no quiero que suba y Rachel lo vea.
No porque se conozcan tan pronto —es un paso demasiado
importante en nuestra relación que todavía tengo que decidir
—, sino porque no quiero que la primera impresión que tenga
de él sea la de un hombre que se lleva a su madre durante más
tiempo del que está acostumbrada.
Cuando por fin me encuentro con él, lo miro con una
sonrisa cohibida y el aliento contenido en espera de su
reacción. Me he pasado toda la mañana en un salón de belleza
haciendo un paquete completo: depilación, hidratación
corporal, peluquería, manicura, pedicura y maquillaje. Llevo el
conjunto de lencería lavanda y un vestido de cóctel en el
mismo tono, hecho de seda y chiffon, con el corpiño ajustado y
la falda ligeramente acampanada. El escote en V tiene un
suave drapeado y favorece mi voluptuoso pecho, con una uve
más pronunciada en la parte trasera que le da un toque sexi.
Para rematar, lleva un cinturón fino hecho con hilos de plata a
juego con los zapatos de tacón y el pequeño bolsito de mano
que he cogido.
Dan me observa de arriba abajo y otra vez de vuelta, y su
expresión no da lugar a duda: le gusta lo que ve. Mucho. Con
solo una mirada, todas mis dudas sobre la lencería que llevo
puesta y la que tengo en la maleta desaparecen.
—Hoy, más que nunca, pareces un ángel —murmura
bronco.
La seguridad de sentirme deseada me afecta más de lo que
pensaba. De forma automática, mis hombros se ponen más
erguidos y mi sonrisa resplandece.
Entonces, él se yergue y camina hacia mí, y llega mi turno
de admirarle. Es la primera vez que lo veo trajeado y con
corbata. Es tan grande que nunca pensé que ese tipo de
atuendos le sentaran bien, pero debe de estar hecho a medida
porque le queda como un guante. Resalta la anchura de sus
hombros y sus piernas largas y potentes. No obstante, pese a
verse elegante, se las arregla para seguir desprendiendo esa
aura intimidante.
Llega hasta mí, posa un dedo sobre mi barbilla para
alzarme el rostro y deposita un beso sobre mis labios con la
suavidad de una pluma.
—Estás preciosa —susurra. Después, da un paso hacia
atrás y me ofrece el brazo de forma caballerosa—.
¿Preparada?
«Para ti, siempre», pienso, pero solo asiento.
***
No soy ajena a la ropa elegante, las limusinas y los jets
privados, y he asistido a más eventos formales y de gala de los
que puedo recordar. Con todo, creo que este es el que más
estoy disfrutando.
Todo gracias a mi acompañante.
Dan es atento y detallista, y me lleva del brazo con
naturalidad, sin que parezca que me está paseando como si
fuera un trofeo. O tal vez sea porque en Houston nadie me
asocia a G&G Corporation, así que, cuando Dan me presenta
como Amanda Grayson, no me preguntan por mi familia. Por
una vez, puedo ser yo misma sin la sombra de mi apellido.
El evento en cuestión está organizado por la Cámara de
Empresarios Latinos de Houston y parece ser que es una gala
anual para entregar reconocimientos a los empresarios más
destacados de la ciudad.
Después de la cena, los dos anfitriones de la noche
empiezan a hacer entrega de los premios. En ese momento
estoy hablando con la mujer que tengo al lado, que es más o
menos de mi edad y ha resultado ser encantadora. Tiene una
tienda de artesanía tradicional y le gusta el arte tanto como a
mí.
De pronto, escucho que pronuncian «Daniel Ventura» y
solo lo asocio a Dan cuando veo que él se levanta entre
aplausos y me guiña un ojo. Miro pasmada cómo recoge el
premio y da un breve discurso para agradecérselo a su equipo
y a su socio, Marcos Mengod.
—El Premio a la Excelencia Empresarial es el más
importante de la noche —explica la mujer que tengo al lado en
tono confidente.
Asiento tratando de recomponerme de la sorpresa.
Cuando Dan se acerca, me dedica una sonrisa entre tímida
y avergonzada, y algo se enciende en mi interior.
—Estoy muy orgullosa de ti —murmuro emocionada por
él—. Enhorabuena por el premio —añado y le doy un beso en
la mejilla.
Los ojos de Dan brillan con deseo y algo más que no
logro descifrar.
—El premio que más me interesa me lo tienes que dar tú
cuando subamos a la habitación —declara, y me ruborizo al
instante.
—¿Hay alguna sorpresa más que te tengas guardada para
esta noche? —pregunto y le doy un sorbo a mi copa de vino
porque de pronto siento mucho calor.
—Solo una —murmura con una sonrisa canalla que me
acelera el corazón. Entonces, acerca la cabeza y baja la voz—
y te prometo que disfrutarás cada duro centímetro de ella.
Me atraganto con el vino y empiezo a toser.
Dan me da palmaditas en la espalda con gesto perverso.
Le encanta provocarme y sé que encuentra cierto placer
retorcido al escandalizarme, y ya es hora de que pruebe una
muestra de su propia medicina. Nunca he sido descarada, pero
con él me siento libre para serlo, así que me inclino hacia él y
le susurro al oído:
—No veo el momento de subir a la habitación. Si supieras
las veces que me he imaginado dándote placer con la boca
como me hiciste tú el otro día…
Dan suelta un gruñido que corta mis palabras, deja sobre
la mesa la servilleta que tenía en el regazo y se pone de pie
con ímpetu. Cualquier atisbo de humor o de juego ha
desaparecido de su rostro.
—Si nos disculpan, nos ha surgido un imprevisto y
debemos irnos ya —informa con rigidez a los demás
comensales sentados en nuestra mesa y, para mi total
desconcierto, me coge de la mano de forma brusca y me insta
a que me levante.
Solo consigo esbozar una sonrisa de disculpa y coger mi
bolso antes de que me arrastre fuera del salón. Sus zancadas
son tan rápidas que trastabillo para seguirlo por el pasillo hasta
llegar al ascensor.
Una pareja de ancianos que está esperando nos sonríe,
aunque, cuando ven a Dan aporrear el botón, dan un par de
pasos precavidos hacia atrás. Por suerte, el ascensor se abre
casi al instante y me veo arrastrada al interior de un tirón.
—¿Suben? —gruñe Dan a la pareja al ver que
permanecen mirándonos inmóviles.
Los ancianos niegan con la cabeza al unísono con cara de
susto.
Yo tampoco subiría, ahora mismo Dan parece fuera de sí.
—Dan, ¿qué ocurre? —demando nerviosa.
Me da miedo haber ido demasiado lejos con mi pequeña
vendetta y que lo haya molestado por vulgar o…
De pronto, se gira y me encara. Más que molesto, parece
enfadado.
—Joder, Amy, no puedes pretender que guarde la
compostura cuando me dices que tienes ganas de chuparme la
polla en un salón abarrotado de gente. ¡Estaba intentando ser
un caballero! —exclama lleno de frustración.
—Pero si acabas de decirme que disfrutaré de cada duro
centímetro de ti —le recuerdo.
—Siempre te digo cosas así porque me pone ver cómo te
sonrojas, pero que tú me las digas a mí… —Emite un sonido
entre gemido y gruñido, y empieza a andar hacia mí de forma
que me obliga a retroceder y mi espalda acaba estrellándose
contra la pared.
»¿Te haces una idea de lo cerca que he estado de sacarme
la polla ahí mismo y hacer que te arrodillaras? —revela
entretanto planta las manos a cada lado de mi cabeza,
acorralándome. Su cuerpo me domina y me hace sentir
pequeña.
»¡Dios sabe lo mucho que me he contenido todos estos
días para no empotrarte contra la primera superficie plana que
encontrase y follarte duro! Cada minuto que paso sin saber lo
que es estar dentro de ti es una puta tortura —añade, y me doy
cuenta de que hasta ahora él no me había mostrado esta parte
más salvaje de su personalidad—, así que…
—Pues hazlo.
Dan se calla de golpe, baja los brazos y da un pequeño
paso hacia atrás, como si lo hubiese golpeado.
—¿Qué?
—No te comportes como un caballero. No te contengas.
Quiero que lo hagas: que me empotres contra la primera
superficie plana que encuentres y…
Y no puedo decir nada más porque Dan coge mi rostro
entre sus manos y me besa. Magulla mis labios con su ardor y,
en lugar de quejarme, enrosco los brazos en su cuello y trato
de trepar por él.
Dice que lleva días conteniéndose. Bien, pues yo llevo
años deseando sentir una pasión tan arrolladora como esta.
Una emoción que me nuble el juicio. Que me haga desear
cosas prohibidas. Que me saque de mi papel de niña buena y
me tiente a traspasar mis límites.
Es como si llevara años esperándolo a él.
Dan desliza las manos por debajo de mi falda hasta
posarlas en mis nalgas, me alza para que enrosque las piernas
en su cintura y me aprieta contra él, rozando su dureza contra
mí de una forma tan directa que suelto un ronroneo de puro
gusto.
—Mierda, Amy, te has puesto un puto liguero —masculla
contra mis labios al palpar lo que escondo bajo la falda—. Vas
a matarme —gruñe mordisqueándome el labio antes de volver
a tomarme la boca con la lengua.
El mundo parece girar a mi alrededor mientras me besa,
aunque luego me doy cuenta de que es él el que se mueve para
sacarnos del ascensor, que ya ha parado en nuestra planta. A
tientas, nos mete en la habitación.
No deja de sorprenderme la facilidad con la que me carga,
como si mis casi ochenta kilos de peso no fueran nada para él,
y que no deje de besarme mientras lo hace. Parece que mi
aliento es lo único que necesita para respirar. De pronto noto
una superficie plana debajo de mi culo y me doy cuenta de que
me ha apoyado sobre la mesa redonda de mármol que hay al
lado de la puerta.
Este hombre parece tener un fetiche con las mesas.
Con manos impacientes, me baja la cremallera y me quita
el vestido por la cabeza.
La frialdad de la piedra me estremece al contactar con mi
piel y contrasta con el calor abrasador que siento cuando su
mano se cuela debajo de la braguita y me acaricia, mientras la
otra se deshace del sujetador, todo eso sin dejar de besarme.
«Para que luego digan que los hombres no pueden hacer
dos cosas a la vez», pienso divertida, aunque cualquier atisbo
de hilaridad se esfuma de mi mente cuando uno de sus dedos
penetra en mí.
Gimo. Y lo hago otra vez cuando su boca encuentra mis
pechos y se da un festín con ellos. Estruja. Acaricia. Absorbe.
Lame. Muerde. Parece que disfruta de su excesivo tamaño y le
trae sin cuidado su flacidez o las pequeñas estrías que tienen.
—Si supieras todo lo que deseo hacerte, saldrías corriendo
—masculla mientras captura un pezón entre los dientes y
tironea suavemente de él, provocándome un ramalazo de
placer que siento directamente en la entrepierna—. Pero
¿sabes qué? —añade en tono oscuro. Escucho el sonido de una
cremallera y trago saliva—. No te voy a dejar escapar —
gruñe.
Entonces, sin más preámbulos, acerca mis caderas al
borde, hace a un lado la tela de mi braguita y me penetra.
Es tan grande que solo consigue adentrarse unos
centímetros, pero la sensación es deliciosa.
—Tan apretada y húmeda… Tan mía. Por fin —susurra
desviando los ojos hacia abajo por un segundo mientras sale
de mí. Después, me mira a la cara y vuelve a empujar. Cada.
Duro. Centímetro.
»Eso es, ángel, déjame entrar —persuade cuando cimbreo
las caderas tratando de darle cabida.
Pensé que después de tener a Rachel mi vagina estaría
más dilatada, pero me siento como si fuese virgen otra vez.
Dan se vuelve a deslizar hacia afuera y da una nueva
estocada, ahondando, aunque la braguita le entorpece el
movimiento.
De pronto, suelta un gruñido y saca algo del bolsillo. Por
un momento pienso que es un preservativo, porque no se lo ha
puesto, pero entonces oigo un clic y planta ante mí un filo
acerado. Una navaja retráctil.
Me quedo de piedra.
«Era demasiado bueno para ser real. Es un psicópata.
Ahora me va a matar».
Sin embargo, antes de que pueda reaccionar y empujarle
para huir, Dan desliza el filo por el lateral de mis braguitas y
las corta con un movimiento tan rápido y preciso que no dura
más que un parpadeo, dejándome solo sobre la piel el liguero y
las medias.
Tengo un segundo para lamentarme mentalmente por la
corta vida que ha tenido mi ropa interior nueva antes de que
Dan vuelva a penetrarme de forma tentativa.
—Mucho mejor —gruñe satisfecho, y no puedo más que
darle la razón, aunque solo consigo emitir un sonido gustoso.
Me sujeta por la nuca y me besa. Entonces, vuelve a
ponerse en movimiento. El siguiente envite lo clava por
completo en mí con tanto ímpetu que el placer se mezcla con
el dolor. Me arqueo con un gritito, y él suelta un taco.
—Lo siento, ángel, ¿he sido demasiado brusco?
«Sí», pienso, pero entonces él hace un movimiento sutil
con la cadera, como tratando de acariciar mi interior para
compensarme, y esa excesiva plenitud me provoca tal placer
que acabo negando.
Vuelve a mirar hacia abajo, hacia donde nuestros cuerpos
ahora están unidos por completo.
—Dios, Amy, estoy dentro de ti —musita con tono de
asombro, como si no terminara de creérselo—. Mira —me
pide, y clavo los ojos en ese punto en donde el vello de su
pubis acaricia mi entrepierna—. ¿Ves lo bien que encajamos?
—agrega mientras sale y vuelve a entrar con una deliciosa
lentitud. Contengo el aliento. Es lo más excitante y morboso
que he visto nunca.
Dan capta de nuevo mi atención pasando la mano por mi
cabello y tirando de él para que lo mire a los ojos. Para mi
total asombro, esa brusquedad que muestra en el sexo, lejos de
disgustarme, me excita un montón.
—Dime, ángel, tomas la píldora.
—Sí.
—Bien, porque deseo correrme dentro de ti. Y necesito
hacerlo ya —agrega puntualizando la última palabra con una
estocada dura de sus caderas.
La primera de muchas.
Arremete una y otra vez contra mí con golpes de cadera
secos y profundos. Sin descanso. Sin control. Se muestra
implacable hasta que consigue arrancarme un orgasmo
mientras grito su nombre. Al instante, sus movimientos se
hacen erráticos y siento el momento justo en que se corre
dentro de mí gimiendo el mío al mismo tiempo.
Esto es lo que quería de él: su pasión sin contención. Y es
mejor de lo que había soñado.
Me desplomo contra él o él lo hace contra mí, no logro
decidirlo, entretanto recuperamos el aliento. Sus manos me
acarician la espalda haciendo círculos y siento sus labios sobre
mi rostro. Un beso. Dos. Tres. Suaves caricias sobre mis
mejillas, mi nariz, mi frente, mi mentón, mi boca, hechas con
dulzura y mimo que me hacen ronronear como una gatita.
Esta parte también me gusta: la ternura después de la
pasión.
Me complace descubrir que no es un hombre que se aparta
una vez recibe su placer. De hecho, cuando me levanta y me
lleva a la cama, todavía lo noto en mi interior, medio erecto.
Me deposita en la cama y solo entonces se aparta. Mis
ojos lo siguen con avidez cuando empieza a desnudarse.
Primero los pantalones, que ya lleva desabrochados, y los
calzoncillos. Sus piernas son velludas, largas y musculosas.
Muy masculinas. Después empieza a desabotonar la camisa.
Dilato los ojos cuando, botón a botón, va dejando al
descubierto la piel de su torso. Jadeo por la impresión, y no
solo por el despliegue de poderosos músculos, sino por la
profusión de tinta que hay sobre ellos. Esperaba tatuajes, ya
que había visto sus antebrazos, pero la verdad es que no tantos.
Cubren la mayor parte de su torso, subiendo por los hombros
y, por lo que veo en el espejo que hay detrás de él, también de
su espalda.
—Espero que los tatuajes no te desagraden —murmura y
noto cierta vulnerabilidad en su voz, a pesar de que se yergue
con orgullo ante mí.
Descubrir que tiene cierto recelo a que no acepte su
cuerpo me hace empatizar con él por completo.
La verdad es que nunca he sentido atracción por ningún
hombre tatuado, pero hay algo en esos dibujos sobre su piel
que desafía mis prejuicios. Son como un mapa intrincado
repleto de historias por descubrir y secretos que no
comprendo. Deseo explorarlo. Necesito entenderlo.
Dan es como una obra de arte que sacude mis emociones
sin que pueda llegar del todo a interpretar su significado.
—Los tuyos me gustan —aseguro mientras recorro con la
mirada cada centímetro.
Una elaborada hoguera parece nacer de la base de su
espalda, mezclado con otros muchos elementos: estrellas, un
gato, plantas, cartas, una cruz… Todos envueltos en llamas.
Una figura en especial en el centro de su pecho capta mi
atención. Se trata de una mujer voluptuosa vistiendo una
especie de túnica o camisón que delinea sus curvas con
sensualidad. Por las alas que luce en la espalda, parece un
ángel. Lo curioso es que tiene cierta similitud conmigo.
¿Será por eso por lo que me llama ángel?
Estiro el brazo para tocarlo, pero él intercepta mi mano.
—Si me tocas ahora, perderé el control de nuevo, y esta
vez quiero explorar tu cuerpo con más calma —susurra.
—Pero es mi turno de darte placer —protesto.
—Más tarde —promete y me besa.
CAPÍTULO 21
Amanda

A
l día siguiente soy incapaz de mirar a Dan a la cara sin
ruborizarme, cosa que él encuentra la mar de divertida.
Se ha despertado con demasiada energía como para
haber estado toda la noche despierto usando mi cuerpo como
si fuese un instrumento para su placer.
Yo, por mi parte, me siento agotada. Apenas me ha dejado
dormir unas horas. Cada vez que me muevo siento un
dolorcillo entre las piernas que me recuerda lo profundo que
entró en mi cuerpo. Sin contar con las agujetas que tengo en
lugares en los que no sabía ni que tenía músculos.
Mientras me pone en antecedentes sobre los anfitriones de
la barbacoa, mi cerebro divaga recordando las cosas
escandalosas que me dijo anoche.
«Las cosas escandalosas que hicimos anoche», corrijo.
Basta con escuchar una palabra adecuada para tener un
flashback:
—Mathew Cross es uno de mis subdirectores ejecutivos y
tiene un profundo sentido del deber. —«Eso es, ángel, déjame
entrar más profundo en tu boca», dijo mientras me cogía del
pelo para ahondar en mi boca con su miembro cuando le hice
sexo oral.
»Está a cargo del departamento de seguridad de Contact
One —prosigue diciendo. —«Si quieres podemos establecer
una palabra de seguridad porque ahora te voy a follar tan duro
que vas a gritar», advirtió cuando usó su corbata para atarme
al cabecero de la cama.
»Es muy buena persona. —«Buena chica, ábrete más para
mí», susurró entretanto hundía la lengua en mi interior.
»Su mujer se llama Elena y es profesora de música. De
hecho, toca varios instrumentos. —«Tócate, Amy; quiero ver
cómo te das placer», me persuadió para que me atreviera a
masturbarme delante de él.
»Además, cocina delicioso. —«Acabaré haciendo mío
cada delicioso agujero de tu cuerpo», prometió al acariciar mi
ano de forma tentativa con un dedo.
En mi vida he hecho sexo anal ni me lo he planteado, sin
embargo, cuando dijo aquello, me excité un montón con la
posibilidad de practicarlo con él. No tenía ni idea de que el
morbo pudiese ser un afrodisíaco tan potente.
—¿Quieres que ponga el aire acondicionado? Pareces
acalorada.
—Estoy bien —musito y las mejillas me arden todavía
más.
Siento sus ojos sobre mí, pero estoy demasiado cohibida
para mirarle.
Dan conduce durante unos minutos más y luego detiene el
coche en una calle residencial frente a una bonita casa de
ladrillo caravista pardo. Baja y me abre la puerta de forma
cortés. Sin embargo, en cuanto salgo, me acorrala contra la
carrocería del coche, con una mano apoyada a cada lado de mi
cuerpo.
—¿Vas a evitar mi mirada siempre? —pregunta al ver que
mis ojos están fijos en su pecho. Sin esperar a que responda,
levanta mi mentón con sus dedos para que no pueda rehuirle
más.
»¿Te incomodó algo de lo que hicimos anoche? —insiste.
—Todo —respondo con sinceridad.
El rostro de Dan se contrae con una expresión de dolor,
como si esa única palabra le hubiese asestado una puñalada
mortal.
—Lo siento, fui demasiado bruto. Lo último que quería
era que te arrepintieras de lo que hicimos.
Da un paso atrás dispuesto a apartarse, pero lo agarro del
suéter y se lo impido.
—Me has malinterpretado; no me arrepiento de nada de lo
que hicimos ayer —aclaro—. Me has preguntado si me
incomodó, y la respuesta es sí, pero no de un modo malo.
Yo… lo disfruté mucho. Todo. Nunca me he visto como una
mujer sensual ni ardiente, y me hiciste sentir así —explico un
tanto avergonzada—. Me enseñaste una parte de mí que
desconocía y eso es desconcertante. Fue todo tan intenso que
me cuesta digerirlo. Además…
—¿Además?
—Se me hace difícil mirarte sin evocar la noche pasada y
sin desear que vuelva a ocurrir —me atrevo a admitir con un
pequeño suspiro.
Dan contiene la respiración de golpe, de igual modo que
si hubiese recibido un puñetazo en el estómago.
—Joder, Amy, consigues que pierda el control —masculla
y, acto seguido, me besa.
Mi cuerpo se derrite contra él al instante, como si después
de una sola noche juntos ya supiera a quién pertenece.
Justo cuando Dan empieza a profundizar el beso, al
mismo tiempo que me aprieta contra él para que sienta cómo
su cuerpo ya se ha endurecido por el deseo, se escucha un
fuerte carraspeo.
—No seas bruto y deja a la pobre chica respirar.
Dan gruñe al oírlo y se aparta a desgana de mí. Yo tengo
que apoyarme un momento en el coche mientras mis rodillas
se vuelven a estabilizar.
—La culpa es de ella, que me ha provocado —suelta Dan
con un mohín.
Lo observo con asombro.
—Yo no he hecho tal cosa, solo estábamos hablando —
farfullo indignada.
—Pero hay conversaciones y conversaciones —alega él
—. ¿Te recuerdo el tema de la nuestra? —añade en tono
juguetón.
Abro los ojos de golpe, pero, en lugar de bajar la mirada,
muerta de vergüenza, me atrevo a hacer algo inusual en mí:
ando hacia él y lo encaro.
—Hazlo y no habrá más tema del que hablar —advierto
con voz acerada.
Lejos de molestarse porque le haya replicado, Dan sonríe
complacido.
—Vaya, y yo que pensé que no existiría una mujer en la
tierra capaz de plantarte cara. —La voz admirada del hombre
nos recuerda que no estamos solos.
—Y no la hay. Ella ha caído directa del cielo —bromea
Dan mirándome con adoración y, entonces sí, me sonrojo—.
Mathew, te presento a Amanda.
Sin apellidos. Solo yo.
—Encantada —murmuro y le ofrezco la mano, pero el
hombre la ignora directamente y me da un pequeño abrazo que
hace gruñir a Dan.
Mathew Cross tendrá unos cincuenta años. Es moreno con
ojos castaños, piel tostada y rostro anodino. Su figura también
es del montón: de estatura media y complexión atlética, pero
con algo de tripa. Sin embargo, hay algo en su mirada
avispada, por la que intuyo que no es un hombre del montón.
Para empezar, que Dan lo haya elegido para dirigir el equipo
de seguridad es prueba suficiente de que tiene un férreo
carácter.
—Llevo tanto tiempo escuchando hablar de ti que es
como si te conociera de toda la vida —comenta, y me
descoloca un poco porque Dan y yo nos conocemos de apenas
dos semanas—. Ven, te presentaré a mi familia —agrega y me
conduce dentro de su casa como si yo fuese la invitada de
honor.
***
Suelo sentirme algo cohibida ante la gente que no conozco,
más aún en una fiesta en la que habrá unas cincuenta personas
entre adultos y niños; sin embargo, Mat y Elena me ofrecen un
recibimiento tan caluroso que consiguen que me sienta a
gusto. Aunque debo admitir que también es gracias a Dan, que
permanece a mi lado en todo momento, como una sólida
sombra que espanta mis inseguridades. Y no lo digo en sentido
físico, ya que hay momentos en los que nos distanciamos, pero
siento que está pendiente de mí en todo momento. Siempre
que lo busco con la mirada, él me dedica un guiño o algún
gesto que tiene el poder de tranquilizar mis nervios.
Me gusta ver cómo sociabiliza con los demás. No se las
da de jefe, como si estuviese por encima de Mat o de otros
invitados que también parecen trabajar para él. Habla con los
hombres de tú a tú y es educado con todos. Sin embargo,
detecto cierto respeto en la forma en que los demás se dirigen
a él.
Mientras él charla con Mathew de forma animada
entretanto preparan la carne en la barbacoa, yo estoy sentada
debajo de una sombrilla junto a Elena tomando una limonada.
La mujer de Mathew es realmente encantadora. Tiene cuarenta
años, diez menos que su esposo, y ofrece clases privadas de
violín y guitarra. En estos momentos estamos hablando del
tema más recurrente entre madres: los hijos. Y, en ese aspecto,
ella tiene mucho que contar, puesto que tiene cinco y otro en
camino.
—Queríamos tener una niña, y Dios nos puso a prueba —
comenta con una mueca—. Cinco niños. Cinco —reitera
silabeando la palabra—. Y ahora, por fin, en nuestro último
intento, parece que ha cedido a nuestros deseos —agrega
acariciándose la abultada tripa—. Mat se puso loco de
felicidad cuando la ginecóloga nos confirmó que será una
niña.
Esa última frase la escucho distraída porque algo ha
llamado mi atención.
No algo. Alguien. Dan.
Una docena de niños están jugando a la pelota y, sin
querer, esta golpea a Dan en la espalda con fuerza cuando está
hablando con otros dos hombres junto a la barbacoa que
prepara Mat. Contengo el aliento cuando se gira con los ojos
entrecerrados.
Robert protagonizó una escena similar cuando fuimos al
cumpleaños del hijo de unos amigos y acabó gritando al
culpable hasta el punto de que lo hizo llorar. Me sentí tan
avergonzada por su reacción que tuve que disculparme por él
con sus padres. Nunca le gustaron los niños, por eso tardamos
tanto en tenerlos.
—¿Quién ha sido? —demanda Dan con voz ominosa.
Los niños señalan a Johny, uno de los hijos de la pareja,
que tiene siete años.
—Entonces, serás tú el que pague las consecuencias —
gruñe y se lanza a por él.
El chiquillo lanza un gritito y empieza a correr, pero Dan
lo alcanza apenas ha dado tres pasos. Para mi total asombro, lo
alza, se lo carga al hombro como si fuese un saco de patatas y
empieza a hacerle cosquillas, provocando las carcajadas del
pequeño.
—¡Yo también he sido! —exclama Peter, de cuatro años,
alzando las manitas hacia él. Es el pequeño de la familia y está
claro que solo quiere que le haga lo mismo que a su hermano.
—¡Y yo! —grita otro que quiere el mismo trato.
En unos segundos, el jardín se convierte en una algarabía
de niños corriendo, gritando y riendo mientras Dan los
persigue haciendo gruñidos de monstruo.
Lo observo pasmada. De pronto, varios niños se lanzan
sobre él intentando derribarlo, y Dan les deja hacerlo con
exagerado dramatismo. Es tan teatral que no puedo más que
sonreír mientras los niños tratan de inmovilizarlo como si
fuera Gulliver rodeado de los liliputienses.
Me parece una escena tan adorable que no puedo apartar
los ojos de él.
—Le gustan mucho los niños, y ellos lo adoran —
comenta Elena al seguir la dirección de mi mirada—. Quién lo
diría con su aspecto de malote, ¿verdad? —añade con una
risita—. Pero Dan es la prueba viviente de que las apariencias
engañan. Puede parecer un tipo duro por fuera y en algunos
aspectos supongo que lo es de verdad, pero tiene un corazón
de oro. Si no fuera por él… —Se calla de golpe.
—Si no fuese por él, ¿qué? —azuzo al ver que no dice
nada más.
—Solo puedo decirte que es el padrino de mi hijo Daniel,
el cumpleañero, y le pusimos ese nombre en su honor por todo
lo que hizo para ayudarnos en un momento difícil para nuestra
familia. Le debemos mucho, y me alegra un montón ver que
por fin está con la persona de sus sueños y es feliz.
¿De verdad soy la persona de sus sueños? Porque está
claro que él es la de los míos.
En ese instante, como si intuyese que estamos hablando
de él, Dan me mira y me guiña un ojo. El corazón me da un
vuelco inesperado y noto un calorcillo por dentro que se
propaga por todo mi cuerpo. Me conozco lo suficiente para
saber de qué se trata: me estoy enamorando de él.
Darme cuenta de ello me turba. Es demasiado repentino.
Demasiado rápido. Demasiado intenso.
Puede que haya salido con varios hombres, pero solo me
he enamorado de dos.
El primero fue Rafael. Con él me movía en los dos
extremos: me sentía muy cercana a él y, al mismo tiempo,
sabía que me ocultaba muchas cosas. Cosas feas de su pasado
que nunca quiso compartir conmigo, como el origen de la C
que habían gravado a fuego en su pecho. Lo perdí de forma tan
inesperada que me costó años superarlo. Fue como si me
hubiesen arrancado el corazón de cuajo. Pese a que era solo un
muchacho cuando murió, siempre comparé a mis parejas con
él. Lo curioso es que se llevó tantos secretos consigo que no sé
si realmente lo llegué a conocer de verdad, algo que no
impidió que me enamorara.
El segundo fue Robert. Era tan guapo que quitaba el
aliento. Tenía el cabello rubio, los ojos de un intenso tono
aguamarina y una sonrisa perfecta llena de hoyuelos. Además,
era elegante y muy carismático; solía ser el centro de atención
en las reuniones. Que alguien como él mostrara interés en mí
fue tan inesperado como halagador. Tal vez fue eso lo que me
cegó: mis estúpidas inseguridades que me decían que debía
estar agradecida por estar con alguien como él, aunque no
siempre me tratara bien. Me enamoré de sus mentiras y de la
ilusión que creó en mi cabeza, por eso la realidad me golpeó
con tanta fuerza.
Se supone que he aprendido de mis errores pasados y he
ido a terapia para vencer mis inseguridades, aunque sé que es
una lucha que me va a llevar toda la vida. Sin embargo, aquí
estoy otra vez, enamorándome de un hombre al que apenas
conozco.
Me da pánico que todo sea un espejismo como lo fue con
Robert, o de que guarde tantos secretos que siempre tenga la
duda de si lo conozco de verdad, como con Rafael.
De pronto, siento la necesidad de estar un minuto a solas
para asimilar mi descubrimiento y, con una disculpa, me
escabullo al baño que hay en el interior de la casa. Sin
embargo, cuando enfilo por el pasillo que da acceso a él,
alguien me entorpece el paso. Una mujer.
—Vaya, vaya, qué casualidad. Justo la persona con la que
quería hablar —rezonga con voz sedosa—. Eres la nueva,
¿verdad? Bueno, no hace falta que respondas. No hay más que
verte —añade mientras sus ojos azules me recorren de arriba
abajo.
Yo hago lo mismo y en ese momento me percato de algo:
se parece un montón a mí. El mismo color de pelo y ojos, la
misma piel blanca y cremosa, una altura similar y con un
cuerpo lleno de curvas.
—Perdona, estoy siendo grosera. Me llamo Lauren —dice
y me tiende la mano.
—Amanda —respondo y la acepto con cautela. No
debería preguntar, pero supongo que la curiosidad humana es
así de destructiva—. ¿Qué has querido decir con «la nueva»?
—La nueva amiga de Dan —aclara con cierto retintín en
la palabra «amiga». Destila un tono de amargura que me hace
deducir que ellos dos han estado juntos en el pasado.
Se me hace un nudo en el estómago. La vuelvo a mirar, y
el nudo se vuelve asfixiante. Si esta es su ex, no hace falta ser
muy listo para deducir por qué llamé la atención de Dan: soy
un calco de ella.
—Tranquila, no es que seas mi clon. De hecho, las dos lo
somos, ¿sabes?
—No tengo ni idea de lo que hablas —atino a decir.
—No me extraña. Dan es bueno guardando secretos. Diría
que incluso es hermético en lo personal. Sin embargo, hace
poco conocí a una chica que había trabajado en la sede que
tiene Contact One en España, y que ahora estaba en la de
Houston, y me estuvo contando sobre él. Según me dijo, solo
salía con chicas que tenían cierto perfil. Uno muy concreto:
morena, ojos azules, piel clara, bajita y con curvas generosas.
Al parecer, así es la mujer con la que está obsesionado, y
nosotras no somos más que meros clones de ella.
»De cualquier forma, que lo que te he dicho no te
amargue y disfruta lo que puedas del sexo con él. Eso es lo
único que vas a sacar de ese hombre: buenos polvos —añade
con una risita y se pierde por el pasillo con toda la tranquilidad
del mundo, como si no me acabase de asestar una puñalada
mortal.
Me meto en el baño con paso tambaleante y apoyo las
manos en el lavabo para sostenerme, pues estoy temblando de
pies a cabeza. Cierro los ojos y respiro despacio en un intento
por tranquilizarme. Un minuto después, ya más calmada, me
lavo el rostro para refrescarme y devolverle algo de color
entretanto doy vueltas a lo que me ha contado esa mujer.
¿Esa es la razón de que se hubiese sentido atraído hacia
mí desde el principio?, ¿que le recuerdo a otra persona?
Me viene a la mente el ángel que lleva en el pecho. En el
momento en que lo vi, me di cuenta de que se parecía a mí, y
la forma cariñosa en que me llamaba «ángel» cobró un nuevo
sentido.
¿Acaso se lo hizo para mantener viva la memoria de una
mujer que perdió? Tal vez esa mujer murió, y él todavía no lo
ha superado, por eso busca un parecido con ella en las demás
mujeres. Eso lo entiendo muy bien porque yo lo viví con
Rafael. De hecho, lo primero que pensé cuando conocí a Dan
fue que me lo recordaba y tal vez por eso me sentí tan a gusto
con él desde el principio.
La verdad es que esa opción puede ser posible porque
apenas me ha hablado de su pasado ni de sus otras relaciones.
Sé que nació en México, que sus padres murieron y que
no le queda más familia con vida. Que es un hombre hecho a
sí mismo. Y deduzco, por lo bien que se le da el sexo, que ha
estado con muchas mujeres.
También sé que es atento, amable y generoso; que es
provocador y divertido; que es implacable en lo que se
propone; que es inteligente y trabajador; que es considerado,
no es clasista y le gustan los niños.
Y que guarda secretos. Los tatuajes que descubrí anoche
son prueba de ello. Entiendo de arte y sé que no eran simples
elementos decorativos. Contaban historias que no ha
compartido conmigo, empezando por el ángel en su pecho.
Historias que necesitan de tiempo y confianza para ser
contadas.
«Espabila, Amanda. ¿Vas a dudar de lo que él te ha
demostrado solo por las palabras maliciosas de una
desconocida? Al menos se merece el beneficio de la duda»,
plantea mi cerebro y mi corazón está de acuerdo.
Clavo la mirada en el espejo y tomo una decisión. A pesar
de todo lo que sé y lo que no de Dan, voy a arriesgarme y a
darle una oportunidad. Voy a confiar en él y a luchar porque
nuestra relación funcione. Sin preguntas. Solo espero que, con
el tiempo, confíe en mí lo suficiente como para contarme sus
secretos.
CAPÍTULO 22
Dan

S
iento un instante de pánico cuando veo a Lauren salir de
la casa un minuto después de que Amy entrara. Y más al
observar que, cuando regresa, Lauren le dedica un guiño,
como si compartiesen algún secreto. Amy se pone tensa por un
segundo al verlo y en ese momento tengo la certeza de que ha
hablado con ella.
«Jodida Lauren», pienso ofuscado. A saber lo que le habrá
dicho.
No obstante, cuando Amy me ve, me dedica una sonrisa
sincera y viene directa hacia mí.
—¿Todo bien? —murmuro entretanto la sujeto de la
cintura para acercarla a mi cuerpo y deposito un beso en su
sien.
Cierro los ojos al aspirar su aroma a lavanda y la estrecho
un poco más contra mí.
—Bien —asegura ella.
Sin embargo, cuando levanto la mirada, mis ojos se
cruzan con los de Lauren, y ella alza su copa hacia mí en un
brindis burlón.
Algo ha hecho, lo sé, y que Amy no diga nada al respecto
creo que me preocupa más que si me estuviera acribillando a
preguntas. El odio que siento en estos momentos hacia ella
debe de verse en mis ojos porque Lauren palidece y aparta la
mirada.
En mi vida he estado tan asustado como ahora. Por fin he
conseguido a Amy y estoy aterrado con la idea de perderla.
Que mi pasado ensombrezca nuestra relación. Que mis
mentiras lo estropeen todo.
Invitarla a la fiesta ha sido demasiado arriesgado, pero era
el cumpleaños de mi ahijado y no podía faltar, y venir sin ella
tampoco era una opción.
Este fin de semana ha sido breve, pero intenso. Muy
intenso. Incluso el honor de recibir un reconocimiento
profesional ha quedado en un segundo plano por la increíble
noche que pasé con Amy después.
Me ha sorprendido, aunque no sé por qué me extraña
cuando ella siempre ha sido una sorpresa constante. Sin
embargo, anoche fue otro nivel. Sé que tiene un carácter
apasionado. Amy es de las que van con el corazón por delante
sin importar las posibles consecuencias y se deja guiar por los
sentimientos más que por la razón. Con todo, en lo referente al
sexo, creí que se cohibiría más. Y sí, en ocasiones lo hizo,
sobre todo al principio, pero eso no le impidió continuar.
Parecía realmente deseosa de probar todas mis propuestas y
explorar nuevas sensaciones. Más aun cuando descubrió cosas
que le gustaban, se volvió exigente. Y yo perdí por completo
el control. Si es que en algún momento lo tuve, claro.
Temía convertirme en uno de esos niños que llevan
soñando años con un juguete y, en cuanto lo consiguen, lo
rompen a los pocos minutos por ser demasiado impetuosos al
jugar con él, pero me equivoqué por completo. Para empezar,
y como es evidente, porque Amy no es un juguete. Y sí,
aunque fui impetuoso, tal vez demasiado, no se rompió. Todo
lo contrario. Hubo momentos en los que me alentaba con
susurros que eran pura viagra para mí.
«Sigue».
«Más fuerte».
«Así».
«No pares».
«Más».
Joder, ¿qué puede hacer un simple hombre cuando está
enterrado hasta los huevos en el lugar más cálido y acogedor
del mundo y oye esas cosas de la mujer que ama? Pues eso,
volverse un bruto.
Además, cuando Amy me ha reconocido esta mañana que
lo disfrutó y que deseaba repetirlo… Vamos, que estaba en la
cima del mundo hasta que ha aparecido Lauren y me ha
recordado que, cuanto más alto subes, más dura puede ser la
caída.
Tal vez ha llegado la hora de sincerarme con ella.
Haciendo alusión a la leyenda mitológica, digamos que Europa
ya confía en el toro y se ha montado en él. Ahora falta ver si,
cuando descubra que el toro es Zeus, va a ser capaz de amarlo
o va a salir corriendo.
—¿Seguro que estás bien? —insisto cuando veo que
rehúye mi mirada.
—Ajá —musita ella, aunque no me engaña ni por un
segundo.
Lanzo un suspiro exasperado, cojo de la mano a Amy y la
arrastro al interior de la casa de Mat y Elena ignorando sus
protestas. He estado muchas veces allí como para saber que en
la planta baja tienen una habitación de invitados que nos dará
la intimidad necesaria para conversar.
En cuanto llegamos, cierro la puerta y la encaro.
—Te lo preguntaré una última vez: ¿estás bien?
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Déjame formular la pregunta de otra forma: ¿qué te ha
dicho Lauren?
Los ojos de Amy se abren de golpe componiendo una
expresión de absoluta sorpresa.
—¿Cómo sabes que he hablado con ella?
—Lo he intuido al ver cómo te guiñaba un ojo, y tú te has
sentido incómoda.
—Más que incómoda me he sentido molesta —reconoce
Amy finalmente—. Entiendo que me advierta por sororidad
sobre un hombre potencialmente peligroso, pero creo que no
ha sido la finalidad con la que me ha abordado. Lo ha hecho
por simple malicia. Pienso que se sintió rechazada por ti en el
pasado y ahora ha querido turbarme. Ha intentado hacerme
pensar que no soy nada para ti, solo soy una entre muchas —
suelta la parrafada casi sin respirar.
»De hecho, me ha dicho que las mujeres con las que sales
son clones de alguien de tu pasado —agrega mirándome
directamente a los ojos, como evaluando mi reacción ante sus
palabras.
—Te juro que no eres el clon de nadie, Amy —aseguro
con toda sinceridad.
—Puedo entenderlo, ¿sabes?
—¿El qué? —inquiero confuso.
—Que alguien de tu pasado te haya marcado y busques su
reflejo en otras mujeres. Si te soy sincera, en un primer
momento creo que me sentí conectada a ti porque me
recordaste a alguien que fue especial para mí, por eso no soy
quién para juzgarte.
»Lo que en verdad me da miedo es que solo me
consideres una más de muchas —añade de forma atropellada
—. Que no sea especial para ti. Porque yo…, yo…
Doy un paso al frente y cojo su rostro entre mis manos.
—Tú eres la persona más jodidamente especial que he
conocido nunca —mascullo incapaz de seguir callado.
Por sus palabras, me imagino lo que Lauren le habrá
dicho: que no soy un hombre que se ate a nadie, que solo
busco sexo de las mujeres y que después de unos cuantos
polvos pasaré de ella. Hasta ahora es lo que había hecho con
las demás.
—No te voy a negar que he estado con muchas mujeres,
pero solo ha sido sexo. Sin entrega ni promesas ni
exclusividad.
—Pero dijiste que tú y yo sí teníamos exclusividad —me
recuerda ella con el ceño fruncido.
—Exacto. Porque tú eres diferente al resto. A ti te voy a
ofrecer todo lo que soy y te voy a hacer promesas que viviré
para cumplir.
—¿Por qué?
—Porque eres tú, Amy. Porque siempre has sido tú. —Me
mira sin entender y sé que decirle la verdad es la única forma
de que comprenda lo especial que es ella para mí y lo diferente
que es al resto. Ella es el original de todos los clones insípidos
que han llegado después—. Es hora de que Zeus le muestre a
Europa quién es de verdad.
»Verás, Amy… —empiezo a decir, pero justo en ese
momento el teléfono de ella empieza a sonar.
—Perdona —musita mientras mira la pantalla y frunce el
ceño al ver que es Carmen.
»Hola, Carmen, ¿todo bien? —pregunta al coger la
llamada. Un segundo después, su rostro se llena de congoja y
preocupación—. Está bien, llegaré lo antes posible —farfulla
—. Mantenme al corriente si hay alguna novedad, ¿de
acuerdo?
—¿Qué ocurre? —inquiero en cuanto corta la llamada.
—Rachel se ha caído de un columpio en el parque y se ha
hecho una herida en la barbilla —explica con voz temblorosa
—. Carmen la va a llevar al hospital porque sangra bastante.
La niña está muy asustada y no deja de llamarme —añade y
sus ojos se llenan de lágrimas—. Lo siento, pero tengo que
irme ya, no podré quedarme a la barbacoa.
—Tranquila, haré una llamada para que tengan preparado
el avión. En un par de horas estaremos allí.
—No hace falta que vengas conmigo, Dan. Te perderás la
celebración de tus amigos.
—Vas a estar nerviosa y preocupada todo el camino. Te
vendrá bien que esté a tu lado. Además, Mat y Elena lo
comprenderán mejor que nadie porque también son padres. —
Amy abre la boca para protestar, y la corto antes de que pueda
decir nada.
»Parece que todavía no te ha quedado claro. Tú vas a ser
siempre mi prioridad, Amy —afirmo.
Mi tono no le da opción a réplica, y Amy termina
asintiendo.
***
Una hora después, estamos sobrevolando el estado de regreso
a Dallas. Es una de las ventajas de que Contact One posea tres
jets privados para alquilar a los clientes: que puedo usar
cualquiera de ellos para desplazarme con rapidez y comodidad
por todo el país. Es un extra que la delegación de España no
posee, pero que decidimos probar en Estados Unidos con
bastante éxito, por lo que no descartamos aumentar pronto la
flota.
Amy está en el sillón enfrente de mí mirando por la
ventanilla. Cualquiera que no la conociese pensaría que está
tranquila, pero que no haya hablado casi desde la llamada de
Carmen es señal de lo preocupada que está. Se muerde el labio
de forma inconsciente mientras mantiene la mirada perdida en
algún punto del exterior. Seguro que se está fustigando
mentalmente por lo ocurrido.
Yo, por mi parte, no he dejado de parlotear para
entretenerla, hablándole de mi experiencia con la cultura
española, de los entresijos de Contact One y de cualquier
anécdota que se me ocurriese y que pudiese resultarle
divertida, aunque dudo de que haya escuchado mucho.
Ya he recibido en mi móvil un pequeño informe sobre el
accidente. Me lo ha enviado el hombre que tengo vigilando a
la niña. De hecho, ha sido él mismo el que se ha ofrecido a
llevar a Carmen y a la pequeña al hospital simulando ser un
buen samaritano que ha presenciado el incidente por
casualidad y se ha quedado allí con ellas para mantenerme al
tanto de las novedades.
Al parecer, Rachel se ha resbalado cuando estaba
subiendo un tobogán con tan mala pata que se ha dado con uno
de los peldaños en la barbilla y se ha hecho un corte. Nada
grave, el médico ha dicho que solo necesitará dos o tres
puntos, pero ese tipo de heridas son bastante escandalosas
porque suelen sangrar profusamente, y la niña estaba muy
asustada.
El teléfono de Amy vibra notificando la recepción de un
mensaje, y Amy lo coge con manos temblorosas.
—Es Carmen. Dice que le han puesto dos puntos en la
barbilla y que ya regresan a casa —anuncia y su voz, además
de alivio, esconde algo más que no se me escapa.
—Ey, no te sientas culpable —murmuro y por fin consigo
que me mire.
—¿Cómo sabes que me siento culpable? —pregunta con
sorpresa.
—Porque te conozco —respondo.
—Tienes razón, supongo que sí me siento culpable —
reconoce con un suspiro—. Sé que solo ha sido un accidente y
podía haberle pasado estando yo allí, pero me siento mal al
pensar que ahora no estoy a su lado para consolarla —explica.
De repente frunce el ceño.
»Parece que soy como un libro abierto para ti.
—¿Eso te molesta?
—No sé si molestar es la palabra adecuada. Más bien me
siento en desventaja porque tú eres más difícil de interpretar.
—Sus ojos se desvían hacia mis antebrazos. Me he
arremangado y mis tatuajes son visibles.
Joder, no es el momento para revelarle la verdad sobre mí.
No cuando ella tiene los nervios a flor de piel por lo de su hija
y falta poco para aterrizar. Sin embargo, sé que debo darle más
de mí si no quiero que se sienta mal.
—Mi vida no ha sido fácil —empiezo a decir con voz
queda—. Mi abuelo no era un buen hombre. Me maltrató —
añadí, aunque la palabra «maltrato» no alcanza a abarcar el
infierno por el que me hizo pasar—. Tengo algunas cicatrices
de aquella época y se me ocurrió disimularlas con tatuajes.
Mi abuelo fue un puto sádico conmigo cuando era niño y,
cuando me llevó de regreso a San Andrés a los quince años, la
cosa no mejoró. Para empezar, como castigo por haberme
escapado durante tres años, me torturó durante un mes.
Latigazos, quemaduras de colillas, palizas… Uno de sus
entretenimientos favoritos era que sus hombres hicieran un
corro a mi alrededor para ir atacándome por turnos. Al
principio, solo lograba vencer a uno o dos antes de acabar
inconsciente por el cansancio y los golpes. Con los años, me
hice imbatible.
—Por ejemplo, cada una de las estrellas que hay en mi
piel esconden la marca de la quemadura de un cigarrillo —
confieso y al hacerlo siento como si desnudara una parte de mí
que siempre había mantenido oculta.
—Pero tienes muchas estrellas —musita Amy con los ojos
llenos de lágrimas.
—Treinta y dos.
—¿Por qué estrellas? —pregunta Amy con voz queda tras
unos segundos en silencio—. ¿Tienen algún significado?
—Mi abuelo me mantenía encerrado en la hacienda
familiar —explico—. Solo cuando miraba las estrellas sentía
cierta libertad, ya que me transportaban a otro lugar del que
tenía un buen recuerdo.
Los recuerdos de mi tiempo en el rancho G&G fueron lo
único que me dio fuerzas para seguir viviendo. Mi consuelo.
En concreto, cada vez que miraba el cielo estrellado me
transportaba a las noches que pasaba junto a Amy en el
embarcadero y el dolor que sentía se hacía más llevadero.
—Cada tatuaje que llevo tiene un simbolismo especial
para mí —prosigo revelando—, y algún día te juro que los
entenderás todos. Vas a ser la persona que más me conozca en
este mundo, pero… dame tiempo, por favor. Hay cosas de mi
pasado de las que me costará hablarte.
Le estaba confesando que tenía secretos y, al mismo
tiempo, le pedía confianza absoluta. Sabía que era difícil
que…
—Te daré el tiempo que necesites para que me hables de
ello cuando estés preparado —asegura Amy sin reservas.
Así de simple.
Así es ella.
El corazón casi me estalla en el pecho.
—Eres demasiado buena para mí, ángel —mascullo.
Cansado ya de la distancia que mantenemos, la cojo de la
mano y tiro de ella para sentarla en mi regazo. Amy protesta al
principio con la absurdidad de que pesa demasiado, pero
termina rindiéndose a lo inevitable y se acomoda. En cuanto
sus nalgas friccionan contra mi ingle, mi polla empieza a
despertar.
—¿Por eso no me dejaste tocarte anoche?, ¿por si percibía
las cicatrices? —inquiere volviendo al tema de los tatuajes.
Chica lista. Deseé sentir sus manos sobre mi piel, pero me
daba miedo que descubriese la «C» grabada en mi pecho,
porque es una marca que ella reconocería de inmediato, así
que, cada vez que intentó acariciarme el torso, terminaba
cogiéndole las manos y al final hasta la até.
—Por eso y porque, si te hubiese dejado tocarme, habría
perdido todavía más la cabeza —respondo—. No sé si te has
dado cuenta, pero tu tacto tiene un efecto inmediato sobre mí
—añado y la sujeto de la cintura mientras me muevo bajo ella
para que sienta de lo que estoy hablando.
—¿Estás…? —pregunta con asombro con las mejillas
encendidas y no consigue terminar la pregunta.
—Duro —termino por ella—. Mi cuerpo siempre
reacciona así cuando te tengo cerca —añado encogiéndome de
hombros—. Te aseguro que, si no estuvieras dolorida, ya
estaríamos cumpliendo con el requisito para entrar en el Mile
High Club.
—¿Mile High Club?
—Es un club ficticio compuesto por personas que han
follado en un avión —explico.
—Oh —musita y me mira entre las pestañas antes de
añadir—: ¿Y tú todavía no formas parte de él?
—La verdad es que no.
Nunca una mujer me ha excitado tanto como para perder
la compostura y necesitar follarla en cualquier sitio, como me
pasa con Amy. Las relaciones sexuales para mí siempre han
sido fruto de la necesidad física o la frustración, más que del
deseo.
Veo que los ojos de Amy se desvían por un segundo a la
puerta que separa el cubículo en donde están situados nuestros
asientos de la zona del personal y suelto un taco al adivinar el
rumbo de sus pensamientos.
—¿Estás imaginando lo que pasaría si tuviéramos un poco
de intimidad? —susurro en su oído, y ella asiente con timidez.
La mano que tengo sobre su muslo se tensa—. Dime, ángel, si
meto ahora mismo los dedos entre tus piernas, ¿te encontraría
húmeda, cálida y deseosa? —añado con voz ronca y no puedo
evitar mordisquear un poco el tierno lóbulo de su oreja.
Amy se estremece y suelta un pequeño jadeo antes de
asentir.
Gruño sintiendo que la polla se me endurece todavía más
al saber que me desea. Por más que lo intento, con ella soy
incapaz de comportarme de forma civilizada. Sin pérdida de
tiempo, aprieto el botón del intercomunicador para decirle al
auxiliar de vuelo que necesitamos intimidad. Sin mediar
palabra, el hombre, de unos treinta años, sale de la zona de
personal y cierra la puerta que intercomunica con la de los
pasajeros.
—¡Qué vergüenza! ¿Qué va a pensar? —farfulla Amy
soltando una risita nerviosa.
—Va a pensar que soy tonto por tener a una mujer tan
hermosa en mi regazo y no haberlo hecho antes —murmuro
mientras la muevo de forma que quede sentada con la espalda
apoyada en mi pecho y con las piernas abiertas a horcajadas
sobre las mías. A continuación, mi mano se cuela por dentro
de los leggins que lleva buscando mi premio. Una deliciosa
humedad me recibe.
»Joder, Amy, estás empapada para mí —jadeo mientras
acaricio sus pliegues. Mi dedo corazón se adentra en ella, y
Amy deja escapar un quejido mientras sus manos se aferran a
los reposabrazos con tanta fuerza que clava las uñas en ellos.
»Lo siento, ángel —susurro. Después de los excesos de
anoche, su cuerpo está demasiado sensible para aceptar la
penetración, incluso la de un dedo—. Seré muy suave, te lo
prometo. Solo voy a darte placer —añado mientras mi dedo se
mueve despacio en su interior en un vaivén amoroso. Al
instante, me recompensa con un gemido de gozo.
Mi otra mano se cuela bajo el suéter oversize que lleva
para buscar sus pechos. Me vuelven loco. Son grandes,
dúctiles y parecen hechos de seda pura. Pellizco sus pezones
con suavidad, y ella se arquea, clavando su culo en mi regazo.
Gruño de puro gusto y más aún cuando Amy empieza a mover
las caderas contra mis dedos, friccionando mi miembro en el
proceso.
—Dan —farfulla y es música para mis oídos.
—Dime, ángel, ¿qué necesitas?
—Bésame —demanda girando su rostro hacia mí.
Hago justo eso. Mi lengua incursiona en su boca al ritmo
perezoso que lo hace mi dedo entre sus piernas mientras mi
otra mano adora sus pechos. Mis caderas empiezan a mecerse
contra sus nalgas, buscando mayor roce. El cuerpo de Amanda
se pone rígido y siento cómo las paredes de su vagina me
aprisionan un segundo antes de correrse con fuerza. Pierdo el
control por completo y embisto contra sus nalgas. Una vez.
Dos. No hace falta más. Suelto un taco cuando me derramo
dentro de mis vaqueros.
«Es como regresar a la adolescencia», pienso consternado
ante la total falta de dominio sobre mi cuerpo.
Amy está despatarrada sobre mí intentando recuperar la
respiración y me encanta verla así: completamente deshecha y
saciada por mi toque. Saco la mano de sus leggins y, al ver el
brillo de su humedad en mis dedos, me los llevo a la boca y los
lamo despacio.
Ella contiene el aliento.
—Eso es obsceno —musita casi sin voz.
Está sonrojada, sin embargo, sus ojos siguen el
movimiento de mi lengua con avidez.
—Yo diría que es delicioso —repongo—. ¿Quieres
probarlo?
Su rubor aumenta. Abre la boca y la cierra sin saber qué
contestar. Me estoy volviendo un adicto a provocarla. Deseo
que se sienta libre y desinhibida en mis brazos para disfrutar
del sexo como nunca antes lo ha hecho. Darle seguridad en sí
misma para que ponga voz a sus deseos más oscuros porque sé
que Amy es pura pasión, y yo quiero ser el fuelle que avive
ese fuego que lleva dentro.
En ese instante, la luz de aviso para abrochar los
cinturones de seguridad se enciende y la voz del capitán nos
anuncia que vamos a empezar el descenso.
—Salvada por la campana —murmuro depositando un
beso en su nariz y se me escapa una risita maliciosa cuando
Amy regresa a su asiento con un suspiro de alivio.
CAPÍTULO 23
Dan

L
a siguiente semana nos vemos a diario para comer juntos.
Como Amy sigue volcada en los preparativos para la
inauguración de la galería, cogemos la rutina de que le
llevo la comida y la tomamos allí juntos. Después, si da
tiempo y tenemos algo de intimidad, disfrutamos del postre en
su despacho. Y cuando digo postre es que me la como entera.
Su cuerpo es una puta adicción para mí, tanto como su
espíritu bondadoso y su carácter voluntarioso y alegre. A
veces le hago el amor despacio, disfrutando de un ritmo
perezoso, de caricias lentas y de la dulzura con la que
constriñe mi polla cada vez que la penetro centímetro a
centímetro. Otras, me la follo como un energúmeno. En todas
ellas, Amy me corresponde con una entrega que me hace sentir
el hombre más afortunado del mundo.
No obstante, cuanto más me da, más ansío. Pasar un par
de horas al día a su lado no es suficiente, y menos cuando las
noches se me hacen eternas. Deseo tenerla en mi cama, poder
abrazarla al dormir y que sea mi primera visión al despertar.
Quiero que se mude a mi casa, la que he construido para
ella, y que creemos un hogar. Formar una familia junto a
Rachel, Carmen y los niños que hagamos juntos. Sin embargo,
soy consciente de que no puedo precipitar las cosas.
Lo que sí hago es invitarla a cenar el sábado en casa.
Necesito ver con mis propios ojos si se ajusta a sus deseos.
—Vaya, nunca pensé que alguien pudiese ser tan fanático
de la seguridad como mi hermano —comenta con una risita
cuando traspasamos la puerta del recinto de la propiedad y el
guardia que la custodia me saluda con un gesto.
—Me gusta mantener protegida mi intimidad —repongo
mientras enfilo mi coche por el camino arbolado que lleva a la
casa.
He insistido en pasar yo mismo a recogerla por su casa,
aunque Amy alegaba que era una tontería porque tenía un
chófer a su disposición. Creo que no es consciente de lo
importante que es para mí cada segundo que paso a su lado.
Me he convertido en un experto en robar minutos al día para
compartirlos con ella.
—Eso mismo dice mi hermano —musita ella—. ¿Sabes?
Creo que os vais a llevar muy bien cuando os conozcáis mejor
—agrega y casi se me escapa un bufido.
Solo ella es capaz de ser tan optimista.
No he vuelto a coincidir con Noah desde que vino a mi
casa, pero sé que me tiene vigilado y estoy convencido de que
sigue buscando mis trapos sucios.
»De cualquier forma… ¡Oh! —exclama cortando ella
misma sus propias palabras justo en el momento en el que
detengo el vehículo frente a la puerta.
Amy observa con avidez la casa a través de la ventanilla
mientras yo la miro a ella. Como vea una mínima señal de
desagrado, soy capaz de derribarla hasta los cimientos y volver
a levantarla.
Después de lo que parece una eternidad, se gira hacia mí
con una sonrisa de deleite.
—Es muy hermosa, Dan —asegura y solo entonces dejo
escapar un suspiro de alivio.
—Vamos, estoy deseando enseñártela por dentro —
murmuro con una extraña mezcla de nerviosismo, excitación,
impaciencia y un poco de inseguridad.
Amy se adentra despacio en la casa mientras observa
curiosa a su alrededor. Sé qué está viendo: paredes desnudas,
pocos muebles y ningún elemento decorativo. El único cuadro
que tenía colgado era su retrato y lo he escondido para evitar
que lo vea. Mi despacho ha quedado extrañamente vacío sin
él.
—Me acabo de mudar y todavía no he encontrado el
momento para encargarme de comprar el mobiliario y la
decoración —explico y es una verdad a medias, porque lo que
deseo es que lo hagamos juntos—. Aunque la verdad es que no
sé por dónde empezar, tal vez podrías ayudarme.
—Claro, ¿qué estilo te gusta?
—Uno que te haga desear vivir aquí —respondo en tono
quedo.
Algo brilla en los ojos de Amy antes de que aparte la
mirada y vuelva a ojear a su alrededor.
—Si te soy sincera, esta casa se parece mucho a como
siempre he deseado que fuese mi hogar —confiesa con timidez
—. Es como si hubieses entrado en mi mente para copiar mis
gustos. Es… perfecta. —Mi corazón se hincha de alegría y
orgullo por haberlo hecho bien.
La veo recorrer cada estancia y la sangre se me va
concentrando en la polla a cada paso que da, impaciente por
celebrar que está aquí y que es mía.
—¿Te apetece ver la habitación principal? —inquiero con
voz ronca.
Amanda debe de intuir el rumbo de mis pensamientos
porque sus mejillas se encienden.
—Lo estoy deseando —responde mirándome entre las
pestañas.
***
Creo que no hay una visión más espectacular en el mundo que
Amanda montándome con abandono. Lo sé porque estoy
medio recostado en el cabecero de la cama para verla mejor.
Su largo cabello oscuro cae en cascadas de ónice sobre su
pálida piel y sus pechos se mueven de una forma hipnotizante
mientras mece las caderas en círculos. Aunque lo mejor es su
rostro de puro éxtasis al acariciarse ella misma el clítoris
siguiendo mis instrucciones. Ha cerrado los ojos y tiene el
mentón alzado, concentrada en su propio gozo.
—Mírame, ángel —demando en tono bronco.
Todavía no sé ni cómo puedo hablar con el gusto que me
está dando la cadencia lenta con la que se mueve y la dulzura
con la que envuelve mi verga, pero necesito ver sus ojos.
Amy está tan sumida en su placer que no me escucha, así
que la cojo de las caderas para inmovilizarla y arremeto contra
ella.
—Te. He. Pedido. Que. Me. Mires —puntualizo cada
palabra con un golpe de cadera seco que me adentra todavía
más en ella.
Al primer envite profundo suelta un sonidito, mezcla de
quejido y gemido, que es música para mis oídos.
Al segundo, abre los ojos, aturdida, y los clava en mí.
Al tercero, le tiembla todo el cuerpo.
Al cuarto, el orgasmo la alcanza.
Al quinto, las paredes de su vagina me constriñen tanto
que siento que voy a estallar.
Al sexto, se desploma sobre mí jadeando.
La abrazo contra mí mientras el eco de su orgasmo vibra
en mi polla y dejo que se recomponga durante unos segundos,
aunque estoy muy lejos de haber acabado con ella.
De pronto, noto sus labios sobre mi pecho. Una caricia
tierna tan placentera que cierro los ojos durante un instante y
sonrío feliz. En ese momento podría ronronear. Sin embargo,
mi sonrisa se esfuma de golpe cuando siento que sus dedos
comienzan a recorrer el tatuaje del ángel, justo por encima de
la cicatriz. Abro los ojos y la encuentro observando el dibujo
con el ceño ligeramente fruncido, como si se hubiese
percatado de la irregularidad en la piel que esconde.
Reprimo un taco y me muevo con rapidez.
—Dan, pero ¿qué…?
En un abrir y cerrar de ojos, paso de tenerla a horcajadas
sobre mí a estar bocarriba sobre la cama conmigo encima.
Amy abre las piernas de forma automática para acomodarme.
Hay que ver la naturalidad con la que su cuerpo acepta el mío.
—Buena chica, mantén las piernas bien abiertas para mí
—rezongo y, dispuesto a hacerle olvidar la puta marca
escondida en la cicatriz, la penetro con una fuerte embestida
que la hace jadear. Amy lleva las manos a mis hombros, pero
en estos momentos no quiero que me toque.
»Sujétate a los barrotes del cabecero y no te sueltes —
ordeno.
Ella frunce el ceño ante el tono autoritario, pero obedece
sin decir nada. Por la forma en la que se muerde el labio, y en
base a las anteriores veces en que hemos hecho el amor, sé que
se excita cuando me pongo mandón. Mi dulce angelito tiene
un lado morboso escondido.
Planto las manos a cada lado de su cabeza, estiro los
brazos y empiezo a moverme con golpes contundentes de
cadera que la hacen arquear el cuerpo. Miro hacia abajo y la
observo. Joder si la observo. Es un puto espectáculo y no me
canso de hacerlo desde cualquier perspectiva, aunque así, en
mi cama y debajo de mí, la siento más mía que nunca. Sobre
todo, con mi colgante de la cruz en su cuello.
Doblo un poco las piernas para cambiar de ángulo y llegar
más profundo, rozando en cada embestida el punto de su
interior que la hace volar. Una vez. Dos. Diez. La penetro con
desespero.
Amy busca mi mirada con los ojos dilatados y susurra mi
nombre. Está a punto de volver a deshacerse.
—Lo sientes, ¿verdad? —mascullo con otro envite—.
¿Sientes lo bien que encajamos? —inquiero con otro golpe de
cadera—. Responde, ángel —gruño enterrándome en ella
todavía más.
—¡Sí! —jadea Amy arqueándose debajo de mí.
—Pues que no se te olvide. Pase lo que pase, recuerda que
estás hecha para mí. Que. Eres. Jodidamente. Mía —
puntualizo martilleando en su interior a cada palabra, hasta
que Amy se corre de gusto, y yo con ella.
Me trago sus gemidos de placer con un beso, y ella se
bebe los míos hasta que caigo agotado a un lado para no
aplastarla. Como quiero evitar que explore mi pecho, la pongo
de lado y me coloco detrás de ella, haciendo la cucharita. Su
cabeza encaja bajo mi mentón y mi corpulencia se convierte
en su abrigo. Es extraño lo bien que encajan nuestros cuerpos
pese a la diferencia de altura. O tal vez sea gracias a eso.
Durante los siguientes minutos, Amy permanece callada,
señal de que algo le está rondando por la cabeza. Espero que
no haya percibido la C que tengo grabada en el pecho porque
me obligaría a contarle la verdad, y no me gustaría hacerlo
hasta después de la inauguración. No quiero que ese momento
tan especial por el que ha trabajado tanto quede empañado por
mi culpa.
—¿Y tú eres mío, Dan? —musita de pronto muy bajito en
tono inseguro.
La tensión me abandona al instante. Así que era eso.
La hago girar para quedar cara a cara con ella y, pese a
que la habitación está poco iluminada, percibo el rubor en sus
mejillas y lo mucho que le cuesta mantener mi mirada. Intuyo
lo vulnerable que se siente al hacer esa pregunta y que ha
tenido que vencer sus inseguridades para poder exteriorizarla.
Y es ese valor lo que siempre he admirado de ella.
—Fui tuyo desde el primer momento en que nos vimos.
Te quiero, Amy —confieso incapaz de continuar retrasándolo
porque quiero darle la seguridad que necesita.
Sus ojos se agrandan y se llenan de lágrimas mientras deja
escapar un pequeño suspiro entrecortado, como si hubiese
estado aguantando la respiración.
—Yo también te quiero —susurra—. Es aterrador lo
rápido que está yendo todo, ¿no? —añade y deja escapar una
risita nerviosa.
—Aterrador, ¿por qué?
—Porque parece irreal.
—Sí, está yendo rápido, pero no por eso debes dudar. Ten
por seguro que esto es real, ángel. No hay nada más
jodidamente auténtico y perfecto que nosotros cuando estamos
juntos.
Amy asiente y se muerde el labio, pensativa. Un segundo
después toma aire.
—Creo que estoy preparada —suelta de forma
atropellada.
—¿Para qué?
—Para que conozcas a Rachel —responde—. ¿Quieres
venir a nuestra casa a comer mañana?
—Me encantaría —susurro con el corazón en un puño.
***
Hay pequeños pasos que determinan el rumbo de una relación.
A veces son fáciles y se dan de forma casi inconsciente, y
otros hay que abordarlos con precaución porque son de gran
relevancia. El que voy a efectuar ahora es de esos últimos. De
hecho, creo que es determinante para mi futuro con Amy.
Me paro frente a la puerta de su apartamento con los
nervios a flor de piel. Mi corazón late a toda hostia y trato de
apaciguarlo inspirando y espirando de forma pausada. Noto el
cuerpo tan tieso que me extraña que no cruja al moverme.
Ladeo la cabeza a izquierda y derecha estirando el cuello para
descongestionarlo.
Finalmente, contengo el aliento y llamo al timbre.
Al cabo de un par de segundos, la puerta se abre y aparece
mi ángel, que me recibe con una brillante sonrisa.
—Bienvenido —saluda y me da un beso rápido antes de
invitarme a entrar con un ademán—. Vas muy cargado —
comenta al verme con las manos llenas de flores.
—He traído un pequeño detalle para vosotras —explico y
en ese momento Rachel aparece trotando seguida de cerca por
Carmen.
Al verme, la niña se detiene de golpe y abre los ojos como
platos. Los tiene tan azules como Amy e igual de expresivos.
Es adorable. Tiene el pelo castaño recogido en dos coletas y
lleva un suéter de unicornios con una falda de tul y unas
mallas. Por la rara combinación, adivino que ha sido ella
misma la que ha elegido su ropa. En un primer momento temo
que se asuste por mi presencia y no la culparía, pues su altura
apenas me sobrepasa las rodillas. Es diminuta y parece tan
delicada… Sin embargo, en su mirada solo detecto curiosidad.
—Hola. Me llamo Achel Gayson —saluda comiéndose las
erres en el proceso. No me sorprende, Amy ya me había
advertido de que todavía no sabía pronunciarlas de forma
correcta y que a veces resultaba difícil entenderla. Lo que me
asombra es que avanza hasta mí sin miedo y me tiende la
mano con toda naturalidad.
Es tan abierta y confiada como su madre.
Bajo la atenta mirada de Amy y de Carmen, que se
mantienen en un segundo plano sin querer interferir en mi
primer encuentro con la niña, me pongo de cuclillas intentando
quedar lo más cerca posible de su altura y acepto su mano con
solemnidad. Se siente tan pequeña y frágil, tan inocente, que
mi cuerpo tiembla por miedo a poder apretarla demasiado.
—Encantado. Yo soy Dan Ventura, aunque puedes
llamarme Dan —añado con una sonrisa, y cuando me la
devuelve es como si volviese al pasado, al momento en que
Amy me sonrió por primera vez.
No sé lo que había esperado sentir al conocerla, pero no el
instinto de protección tan brutal que me despierta, y sí,
también de posesividad. Esta niña va a ser tan mía como lo es
su madre y con gusto dedicaré mi vida a que nada ni nadie la
haga sufrir jamás.
»Toma, esto es para ti —prosigo diciendo mientras le
entrego un pequeño ramo de alegres gerberas en diferentes
tonos de rosa.
La expresión de sorpresa y alegría de la niña me provoca
un vuelco en el corazón. Coge el ramo con sus dos manitas y
se gira hacia su madre.
—¡Mira, mamá, Dan me ha traído flores!
—Son preciosas, cariño. ¿Qué se dice cuando te hacen un
regalo? —le recuerda Amy. Su tono se vuelve muy dulce
cuando habla con la pequeña.
—¡Gracias, Dan! —exclama la niña sin pizca de
vergüenza. En eso sí es diferente a su madre. Se lleva el ramo
a la nariz y lo aspira con fuerza—. Huelen muy bien. Mira qué
bien huelen —añade y, antes de darme cuenta, me clava el
ramo en la cara.
La sorpresa casi me hace perder el equilibrio porque
todavía permanezco de cuclillas. Siento un cosquilleo en la
nariz y estornudo. Una vez. Dos. Tres.
Me pongo en pie con una risita y me encuentro con dos
pares de ojos que me observan con atención. Amy y Carmen
se han quedado mirándome con una extraña expresión y
entonces lo entiendo: los tres estornudos.
Ellas saben mejor que nadie que Rafael estornudaba así.
Contengo un taco por el descuido y fuerzo una sonrisa
tratando de disimular.
—Esto es para vosotras —comento en tono relajado
mientras le tiendo un ramo a cada una.
El de Amy es de rosas rojas.
El de Carmen, de claveles blancos, y ahí está mi segundo
error. Lo elegí porque siempre la he asociado a esa flor. Es su
preferida, y Raúl le regalaba un ramo una vez al mes. Pero,
claro, es un dato que solo sabría alguien que la conociera.
La mujer me observa con una expresión que no consigo
descifrar mientras coge el ramo. Joder, ¿sospechará algo? ¿Me
habrá reconocido? Soy incapaz de leerle el semblante.
—Muchas gracias, Dan. —Escucho que dice Amy y solo
entonces consigo despegar la mirada de Carmen—. Son
preciosas.
—¡Flores para todas! —exclama Rachel alegre dando
saltitos a nuestro alrededor. Está agitando tanto el ramo que ya
han caído varios pétalos.
—Carmen ha preparado comida mexicana —explica Amy
haciéndose oír por encima del alboroto de la niña.
—Pollo con mole —aclara la mujer—. Algo me dice que
te va a gustar —añade entrecerrando los ojos de una manera
que diluye mis dudas.
Lo sabe.
Sabe que es mi plato preferido.
Porque sabe que soy Rafael.
***
Durante la comida trato de comportarme con naturalidad, pero
es difícil porque siento la mirada analítica de Carmen sobre mí
a cada movimiento que hago. Hasta el momento no era
consciente de los pequeños detalles que me podían delatar y
que solo una persona con la que has convivido durante años y
que te ha cuidado con la dedicación de una buena madre es
capaz de percibir. Compartimos cientos de comidas, y conoce
mis costumbres en la mesa. Joder, fue ella la que me inculcó
las básicas para ser educado: ofrecer los platos compartidos
antes de servirme, llenar los vasos de los demás antes que el
mío… Sin embargo, hay manías que son muy mías, como mi
inclinación de usar el cuchillo con la mano izquierda al comer,
la forma de desmenuzar el pollo antes de llevármelo a la boca
o la de doblar la servilleta con dos pliegues.
No era consciente de ellas hasta que veo cómo los ojos de
Carmen brillan al percatarse de mis movimientos.
Mierda. Cada cosa que hago no hace sino confirmar mi
identidad.
Por suerte, Amy no se da cuenta de nada, pues está más
pendiente de que Rachel no meta las flores en su plato que de
todos esos detalles, pues la pequeña no ha querido
desprenderse de ellas bajo ninguna circunstancia.
En ese momento está contándome cómo se hizo daño en
la barbilla y he de reconocer que, a pesar de que se come las
erres, se la entiende mejor de lo que esperaba. Y también es
más parlanchina de lo que había supuesto.
—Dolía mucho y lloré. Y Carmen se asustó y lloró. Y
mami no estaba. Y un señor nos ayudó. No está bien hablar
con desconocidos, pero era un desconocido bueno —añade en
tono conspirativo, sin duda repitiendo algo que había
escuchado—. Y fuimos al hospital. Y lloré más. Y cuando
mami llegó lloró también. Y me dejó dormir en su cama. Y…,
mami, tengo caca.
Me atraganto ante el súbito cambio de tema, y Amy
esboza una sonrisa de disculpa.
—Niños… —musita un poco ruborizada—. Si nos
disculpáis… —Amy coge a Rachel de la trona alta en la que
está sentada.
—¿Quieres que vaya yo con la niña? —pregunta Carmen.
—No, tranquila, yo ya he acabado de comer, y tú todavía
no. Volveremos… cuando termine —añade con una mueca.
—Puede que tarden un poco —me explica Carmen—. A
Rachel le da por hablar cuando se sienta en el inodoro y se
entretiene más de la cuenta. ¿Quieres un poco más de pollo
con mole, mijito?
Hago una mueca al escuchar el término cariñoso con el
que me llamaba cuando era Rafael.
Cierro los ojos y lanzo un suspiro de derrota.
—Lo sabes.
—Lo sé.
—¿Ha sido por los estornudos?
—Tenía mis sospechas desde nuestro primer encuentro en
la galería. Puede que hayan pasado veinte años, y hayas
cambiado mucho, pero el parecido sigue estando ahí. La
complexión grande, los ojos, el tono de piel… Pero, claro,
pensé que era imposible porque Rafael murió. Achaqué
vuestra similitud a una mera coincidencia genética. Ya se sabe
que hay «dobles» de cada persona en algún lugar del mundo.
Sin embargo, había algo en la forma en la que trataste a
Amanda cuando tuvo el ataque de pánico… Solo tú la has
mirado siempre con esa devoción.
»No obstante, hasta hoy no lo he tenido claro: los
estornudos, los claveles, tu manera de coger los cubiertos…
Eres Rafael.
—Sí —admito porque no tiene sentido negarlo—. ¿Se lo
vas a contar a Amy?
—La cuestión es: ¿por qué no se lo has contado tú?
—Es… complicado.
—Supongo. No sé qué ocurrió hace veinte años, pero te
lloramos mucho. Amy lo pasó muy mal. Raúl y yo… —Se le
quiebra la voz—. Te llegamos a querer como a un hijo y te
tuvimos que enterrar —añade finalmente—. Se nos rompió el
corazón.
—No me dejaron otra opción —susurré con la voz
desgarrada y le conté de forma breve la verdad.
Le hablé del Cártel de Comales, de mi abuelo y de que no
me quedó más remedio de irme con él cuando me encontró
para proteger a la gente del rancho. También le confesé que
había matado a Leandro para que no pudiera hacer daño a
Amy.
Carmen escuchó todo en silencio y luego preguntó:
—¿Por qué has vuelto a nuestras vidas?
—Porque amo a Amanda, nunca he dejado de hacerlo, y
quiero hacerla feliz.
—Nunca será feliz con alguien que forma parte de un
cártel —objeta.
—Me desvinculé del cártel hace años —repongo—. Mi
empresa está limpia, y yo trato de comportarme de forma
honrada. —«Siempre y cuando nadie amenace a alguien que
me importa», añado mentalmente.
»Quiero ser digno de Amanda —concluyo.
—Te creo —murmura finalmente y se me escapa un
suspiro de alivio—. Es evidente lo mucho que la amas y estoy
convencida de que podrías hacerla feliz. Pero dile la verdad —
añade en tono duro.
—Quiero hacerlo. Solo estoy esperando el momento
adecuado. Pensaba contárselo después de la inauguración.
—Después de la inauguración entonces. No lo alargues
más o tendré que intervenir —advierte. Sus ojos me recorren
el rostro en silencio durante unos segundos, comparando mis
rasgos con el recuerdo que tiene de mí.
»Es una lástima que Raúl no pueda ver el hombre en el
que te has convertido. Murió de una aneurisma hace diez años
—agrega y puedo discernir todavía dolor en sus palabras.
—Lo sé y lo siento muchísimo.
Se me queda mirando con intensidad y luego los ojos se le
abren un poco por la sorpresa.
—Tú eres el que pone flores en su tumba.
Asiento y noto un extraño calor en las mejillas. Es lo
menos que podía hacer.
Me hubiera gustado hablar con él antes de su
fallecimiento para agradecerle todo lo que hizo por mí, pero su
muerte fue tan repentina como fulminante.
Para mi sorpresa, Carmen esboza una sonrisa de alivio,
como si descubrir ese dato le quitase un peso de encima.
—Gracias.
Va a decir algo más, pero Rachel llega saltando con Amy
a la zaga dando por terminado nuestro momento de
confesiones.
CAPÍTULO 24
Amanda

S
abía que a la inauguración de la galería acudiría gente,
pues llevo años en el mundo del arte y tengo muchos
conocidos del sector. Además, cuento con el reclamo del
apellido Grayson. Mandé invitaciones hasta cubrir aforo; sin
embargo, no esperaba que todos acudieran. Y cuando digo
«todos» es que no ha faltado nadie. Point Of View, como he
llamado a la galería, acaba de abrir las puertas y ya está al
límite de su aforo. Incluso ha venido la prensa local a hacer
eco de la apertura como si fuese un gran acontecimiento,
aunque creo que eso es obra de mi hermano. Tal vez también
sea cosa suya que nadie haya rechazado las invitaciones que
mandé.
Todos los invitados parecen disfrutar del catering y el
champán, aunque eso sí que no es una sorpresa. He contratado
los servicios de Contact One para que se encargue de ello,
además del equipo de seguridad y la posterior limpieza. Y,
como siempre, su desempeño está siendo perfecto.
Mi miedo real es que el local y la forma de presentar las
obras no guste. Me he esmerado por cuidar cada detalle de la
exposición, pero mi temor a los imprevistos no me permite
disfrutar el momento, y es que soy consciente de que un
pequeño contratiempo, como que un cuadro se desnivele por
accidente, puede ser carnaza para los críticos y entendidos del
mundillo, ensombreciendo incluso la obra del artista.
Me acerco a Hyun, que mantiene una expresión aburrida
mientras sus ojos recorren atentos la sala. Como es propio de
él, va vestido todo de negro, aunque se ha puesto una chaqueta
estilo casaca para la ocasión que le da un toque elegante y
diferente.
—Hyun, por favor, vigila que las obras se mantengan
perfectamente colocadas. Esa es tu misión para esta noche —
le indico por enésima vez.
—Pues es una misión imposible —repone con su habitual
tono monocorde—. Los cuadros colgados en la pared son un
reflejo de la vida: te pasas el tiempo tratando de nivelarlos y,
cuando te descuidas, se vuelven a torcer.
—Gran verdad, chico —interviene una voz grave.
La reconozco al instante: es Big Jack, el abuelo de mi
amiga Rachel y de mi cuñada Sinclair. El hombre, que tiene la
complexión de un oso, palmea el hombro de Hyun y, aunque
no lo hace demasiado fuerte, el cuerpo enjuto del chico se
tambalea.
—No seas bruto, Jacob —le reprende Catalina, la abuela
de mi cuñada. Es una mujer tan menuda como Big Jack es
grande, pero se igualan en fortaleza de caracteres—. Acabas
de espantar al muchacho —añade al ver que Hyun se aleja de
forma precavida.
—Estas nuevas generaciones son muy blandas —masculla
contrariado.
—Enhorabuena por la inauguración —comenta la mujer
dándome dos besos.
—Es hermoso —añade Big Jack mirando a su alrededor.
—Me alegra que te guste la galería.
—Aunque te ha quedado muy bien, no lo digo por la
galería; ni siquiera por la exposición. Lo que es hermoso es el
gesto que has tenido con la memoria de Rachel —aclara con
los ojos brillantes y me abraza.
—Afloja un poco ese abrazo, que vas a ahogar a mi
hermana. Además, si acaparas a la anfitriona de esa manera,
los demás no podemos felicitarla por su éxito —rezonga Noah.
Big Jack me suelta refunfuñando y de pronto me
encuentro rodeada de mi familia: Noah; Sinclair; Kate;
Carmen, y mi pequeña Rachel, que se ha vestido de princesa
para la ocasión. Durante unos minutos todos son besos,
abrazos y felicitaciones. Los ojos se me llenan de lágrimas al
sentirme rodeada por su cariño.
La única pega es que no estén mis padres ni Jess, pues me
hubiese encantado poder compartir con ellos este momento.
Mi amiga sigue en San Antonio echando una mano a su
familia. En cuanto a mis padres, no quería que se sintiesen
obligados a interrumpir su viaje, así que ni siquiera les he
hablado de la fiesta de inauguración.
—¿Dónde está nuestra niña?
Doy un respingo al escuchar la voz de mi padre y abro
mucho los ojos cuando me giro y lo veo junto a mi madre.
—¡Aquí! —grita Rachel dando un gritito de felicidad al
ver a sus abuelos y se lanza a abrazarlos con entusiasmo.
—Habéis venido —susurro llena de asombro, pues hablé
con ellos hace dos días y estaban en Finlandia.
—Era una sorpresa —dice mi madre.
—¿De verdad pensabas que nos íbamos a perder este
momento? —pregunta mi padre en tono de reproche.
Busco a mi hermano con la mirada mientras mis padres
me abrazan con cariño. Siento que los ojos se me llenan de
lágrimas por la emoción de tenerlos aquí.
—¿Ha sido cosa tuya?
—Para nada, estoy tan sorprendido como tú —responde
desconcertado—. Dijiste que preferías no hablarles de que ibas
a celebrar la inauguración, y no quise entrometerme en tu
decisión.
—Pues sería la primera vez —susurra Sinclair en tono
irónico, lo que le vale una mirada ceñuda de su marido.
Miro a Carmen, y ella me hace un gesto como que
tampoco estaba enterada del asunto.
—Contactó con nosotros un amigo tuyo y nos dijo que te
haría feliz vernos aquí hoy, pero que te sabía mal molestarnos
—aclara mi madre—. Que te daríamos una bonita sorpresa si
veníamos y no tuvo que decirnos más.
—Solo tú podrías pensar que compartir contigo un
momento especial nos podría importunar —agrega mi padre
volteando los ojos.
—Va a ser una visita relámpago, mañana regresaremos a
Finlandia con nuestro grupo, pero vale la pena por pasar este
rato con la familia —concluye mi madre.
—¿Qué amigo?
—Dijo que se llamaba Dan.
—Dan Ventura —puntualiza mi padre.
El corazón me da un vuelco.
Busco a Dan con la mirada y lo encuentro apoyado en la
pared, a unos cinco metros de distancia, observándome.
Supongo que está intentando pasar desapercibido, aunque eso
para él es imposible; ya no solo por su envergadura, sino por la
energía que desprende. Al igual que Hyun, va vestido todo de
negro, no obstante, en Dan el color parece una extensión del
aura de peligrosidad que lo envuelve. Está en la galería desde
que abrimos las puertas, pero se ha mantenido en un segundo
plano para, según él, no estorbarme mientras daba la
bienvenida a los invitados. No busca que le presente a nadie ni
aprovecharse de mis contactos para hacer sus propios clientes.
Simplemente está ahí, con sus ojos clavados en mí, como si
disfrutase solo con eso.
Me acerco a Dan despacio. Como si estuviera en un túnel,
todo a mi alrededor se desdibuja y solo lo veo a él,
esperándome al final de mi camino. Me detengo a un paso de
él y levanto el rostro para mirarlo. No se mueve. Creo que es
consciente de que toda mi familia nos está mirando y no quiere
dar ningún paso en falso.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunto porque, a pesar de
todo, una parte de mí teme que haya tenido ese detalle para
congraciarse con mis padres.
—Has trabajado mucho para que la inauguración fuera
perfecta para los demás. Yo solo quería que también fuese
perfecta para ti, y sé que solo lo sería rodeada de toda tu
familia.
Ahí está mi respuesta: lo ha hecho solo por mí.
—Gracias —susurro.
Entonces, lo cojo de la camisa con las dos manos y tiro
hacia mí para alcanzar sus labios. En el primer segundo, Dan
se tensa por la sorpresa y no consigue reaccionar. En el
segundo, me sujeta el rostro con las manos y toma posesión de
mi boca como solo él sabe hacerlo.
Dos fuertes carraspeos, sincronizados al unísono, nos
traen de vuelta a la realidad. Sin girarme, sé que provienen de
mi padre y de Noah. Están cortados por el mismo patrón.
—Creo que ya va siendo hora de una presentación formal
—susurro mientras cojo la mano de Dan.
—No tienes por qué…
—Sí tengo —contradigo y tiro de él para arrastrarlo con
los míos.
La primera en reaccionar es Rachel.
—¡Dan! —grita y se lanza hacia él. Ver el cariño con el
que Dan la atrapa reafirma mi decisión.
—Familia, este es Dan Ventura, mi novio.
***
La inauguración transcurre sin contratiempos y me alegra ver
que los invitados disfrutan. Todo está saliendo a la perfección
y los cinco cuadros de Rachel que pusimos a la venta fueron
adquiridos en tiempo récord por lo que ya hay dinero para
cubrir la beca Rachel Sinclair. Solo falta encontrar a la persona
indicada para recibirla.
Observo a Dan, que en este momento está hablando de
forma animada con mi padre. Y cuando digo «hablando» es
que mi padre no para de hacerle preguntas que él responde
impertérrito.
La verdad es que Dan está demostrando tener la paciencia
de un santo. Ha pasado de tener a una niña de tres años
abrazada a su pierna —hasta que a mi pequeña le ha entrado
sueño y se ha ido con Carmen a dormir— a sufrir el
interrogatorio de mi padre, sin contar con las miradas ceñudas
que no para de dirigirle Noah.
Cuando estaba con Robert, y Noah lo miraba así, mi
exmarido se ponía nervioso y comenzaba a farfullar y bajar los
ojos, intimidado. Dan, en cambio, le aguanta la mirada sin
inmutarse. Incluso lo he visto guiñándole un ojo, lo que ha
hecho que mi hermano apretase los dientes.
De pronto, a través de la cristalera veo un pequeño
alboroto en el exterior. Dos de los miembros de seguridad han
retenido a un muchacho, y este forcejea con ellos para
liberarse.
Sin pararme a pensar, salgo de la galería y me acerco a
ellos. La noche no es especialmente fría, pero sí lo parece en
contraste con la temperatura del interior, más aún cuando el
vestido que llevo es de tirantes. Mi piel se eriza y me abrazo
para entrar en calor.
—¿Qué está ocurriendo? —inquiero al alcanzarlos.
—Lo hemos pillado a punto de hacer una pintada en la
fachada —explica uno de los guardias, el más alto de los dos
—. Tenía la mochila abierta, y hemos visto varias carteras y un
par de móviles.
—Además de tratar de infringir daños en una propiedad
privada, también es carterista —gruñe el otro con disgusto.
—No estaba dañando la propiedad de nadie —masculla el
muchacho.
Aunque cuando lo veo bien descubro que no es un
muchacho.
Lo reconozco: es la chica que me robó la cartera. Va
vestida toda de negro, con una gorra de lana encasquetada
hasta las cejas, aunque se aprecian sus facciones delicadas e
indiscutiblemente femeninas.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —saludo con una sonrisa
amable.
—Recuperó su cartera. Estamos en paz —murmura en
tono cauto—. Y esto es mío —agrega tratando de recuperar su
mochila de las manos de uno de sus captores.
En el forcejeo, el contenido de la mochila cae al suelo.
Junto al pequeño alijo robado, también detecto un par de botes
de pintura en espray y lo que parecen ser varias plantillas de
acetato.
Observo a la chica con más atención y veo que lleva un
colgante al cuello: la letra griega omega.
En ese momento tengo una corazonada.
—Tú eres la autora de la obra que está en el lateral de mi
galería, ¿verdad? Firmas tus creaciones con la letra omega —
añado, y una expresión de sorpresa cruza su rostro.
—¿Y qué si he sido yo? —masculla de malos modos—.
¿Me van a detener también por eso? Podría haberla borrado o
pintado encima si afea la inmaculada fachada de esta galería
pija. ¿O es que es tan pendeja que me va a hacer limpiarla a
mí? —añade en tono arisco.
—Al contrario. Me encanta, por eso la he mantenido. Soy
muy fan tuya.
La chica me mira ojiplática por un segundo, pero se
recompone al instante.
—Se me ocurren tres opciones: o me está tomando el pelo
o está drogada o solo es una jodida loca.
—Cuidado con lo que dices, chiquilla —advierte una voz
dura detrás de mí. Al instante, siento algo cálido que me
envuelve y el aroma de Dan, una mezcla entre ámbar y
sándalo, inunda mis sentidos. Me ha puesto su chaqueta sobre
los hombros, aunque mantiene la mirada clavada en la chica.
»Es de tontos insultar a la persona que trata de ayudarte
—prosigue diciendo.
La chica abre la boca para replicar, pero, al ver a Dan,
palidece y se queda callada. De pronto, toda su bravuconería
se esfuma. Su rostro se llena de cautela y termina bajando la
mirada.
Supongo que, para una adolescente, la figura de Dan
resulta imponente, sobre todo cuando frunce el ceño.
—Señor Ventura, ¿llamamos a la policía o quiere tratar
este incidente de otra forma? —inquiere el alto de los guardias
de seguridad.
La chica parece encogerse sobre sí misma y empieza a
temblar visiblemente.
Dan dirige sus ojos verdes hacia mí.
—Tú decides, ángel. Lo trataremos como desees.
—No hará falta llamar a la policía. Localizaremos a los
respectivos dueños de las carteras y los móviles, y los
devolveremos —resuelvo. Después, centro mi atención en la
chica—. He visto varias de tus obras de arte callejero por la
zona y me han impresionado —explico tratando de
tranquilizarla—. Por cierto, me llamo Amanda Grayson —
añado tendiéndole la mano.
Ella duda un momento, mira de reojo a Dan y termina
aceptando el saludo con reticencia.
—Yo soy Ana —musita con voz queda sin dar su apellido.
—Soy la dueña de esta galería —prosigo diciendo—.
Estamos de inauguración. ¿Te apetece entrar?
Niega con la cabeza.
—Hay demasiada gente —murmura.
—Pues pásate otro día y hablamos —ofrezco sin querer
presionarla, pero no dispuesta a darme por vencida—. Si tienes
algunas fotos de tus obras, me gustaría verlas. Creo que tienes
mucho potencial. Tal vez hallemos la forma de que puedas
ganarte la vida sin tener que robar —agrego en tono
persuasivo.
Ana me observa por unos segundos con una expresión que
no consigo descifrar y luego asiente.
El guardia alto inspecciona la mochila para sacar todos los
objetos robados y luego se la da. Un instante después, la chica
desaparece.
—Me sabe mal decírtelo, ángel, pero no creo que la
vuelvas a ver —comenta Dan abrazándome—. Está claro que
es una ilegal y, además, menor. Parecía demasiado asustada
para confiar en alguien. Créeme, sé de lo que hablo.
Lo miro con sorpresa.
—¿Tú también viviste una situación similar de joven?
El cuerpo de Dan se tensa contra mí y su rostro se vuelve
pétreo. Creo que ha revelado algo de sí mismo sin pretenderlo.
—Sí —admite finalmente—, aunque no es el momento
para hablar de ello.
Asiento conforme, aunque noto un nudo en el estómago.
De cada secreto que me confiesa, creo que se guarda diez más.
Ya me advirtió que necesitaba tiempo para abrirse, y estoy
dispuesta a dárselo, pero eso no quita que sienta un poco de
desasosiego al respecto.
Solo espero que, en un futuro no muy lejano, los secretos
se acaben entre nosotros.
***
Dan se equivocaba. Al día siguiente, me encuentro a Ana
mirando a través del ventanal de la galería. Vuelve a ir vestida
de negro, pero, en esta ocasión, se ha puesto un pantalón de
tela y una camiseta con el logo de un restaurante cercano
grabado en el pecho. También lleva el cabello suelto en una
brillante cascada azabache hasta media espalda.
Hago un gesto para que entre, pero no parece muy
convencida. Ojea a través del cristal como si buscase a alguien
y finalmente accede.
—Buenos días —saluda con cautela.
Hyun la mira con hastío.
—¿Buenos días? Más bien otro capítulo más de este
drama existencial —rezonga.
Ana parpadea.
—No hagas ni caso a Hyun —intervengo para que no
huya espantada por ese recibimiento—. Se ha vuelto un adicto
a las croquetas de Carmen y los días que no le traigo se pone
de mal humor.
—Esas croquetas son la única evidencia de que puede
haber luz en la oscuridad.
Ignoro a Hyun y le dedico una sonrisa de bienvenida a
Ana.
—Me alegra que hayas decidido venir. ¿Te apetece tomar
algo? Tenemos café e infusiones y también bollitos dulces.
Son caseros y están muy buenos —agrego en tono persuasivo.
La chica se muerde el labio como si dudase en aceptar ese
simple gesto de amabilidad.
—Un bollito estaría bien —accede finalmente—. Gracias.
—¿Has traído las fotos que te pedí? —Ana asiente con
timidez—. Pues, si quieres, subimos a mi despacho —
propongo señalando al altillo—, me las enseñas con
tranquilidad y así me hablas un poco de ti. ¿Te parece bien?
Ella mira hacia el despacho y luego a su alrededor, como
buscando algo. Parece indecisa. Atemorizada incluso.
—¿Su amigo va a venir?
La pregunta me descoloca.
—¿Te refieres a Hyun?
—No, a Ventura.
«Vaya, sí que la impresionó», pienso entre divertida y
curiosa.
—Dan está en Houston —explico. Ha tenido que irse de
madrugada por una urgencia en su empresa y puede que tarde
un par de días más en regresar—. Y no es mi amigo, es mi
novio —aclaro—. Aunque llevamos tan poco tiempo juntos
que todavía no estoy acostumbrada a decirlo en voz alta. —
Dejo escapar una risita.
Ana me mira con el ceño fruncido.
—No lo entiendo. Usted parece buena persona, y él… —
Se calla de golpe.
—Él, ¿qué? ¿Lo conoces?
—Los Ventura son demonios —susurra con voz
temblorosa.
Ahora me toca a mí arrugar el entrecejo.
—¿Por qué dices eso? —inquiero y tal vez mi tono es
demasiado brusco, porque la muchacha da un respingo y me
mira con horror.
—Lo siento, no tendría que haber dicho nada —farfulla y
parece aterrorizada.
—¿Podrías explicarme por qué has hecho ese comentario?
—insisto. Me ha dejado totalmente descolocada y con un
vacío en el estómago.
—Olvide lo que he dicho. Por favor, no se lo cuente a su
novio. No hablaré más.
Balbucea las tres frases de forma atropellada mientras
empieza a retroceder hacia la puerta. De pronto, se gira y sale
corriendo, tropezando con la persona que en ese momento está
entrando en la galería.
Noah.
Mi hermano observa con asombro cómo la chica choca
con él y cae de culo, pero, antes de que pueda reaccionar, ella
se levanta y empieza a correr alejándose calle abajo.
—Eso sí que es espantar a la clientela —comenta Noah en
tono irónico—. ¿Hay fantasmas aquí dentro o es que tu
asistente le ha soltado una de sus frases existenciales?
Hyun levanta una ceja y lo mira de una forma
condescendiente que es una réplica en sí.
—No es una clienta, es una artista. Y ha pasado algo raro.
Creo que ha confundido a Dan con alguien, porque ha hecho
unos comentarios… desconcertantes —concluyo a falta de una
palabra mejor.
—¿Qué comentarios?
—Ha dicho que los Ventura eran demonios. Además,
parecía aterrorizada cuando ha creído que estaba hablando más
de la cuenta, como si Dan fuese a hacerle daño. Menuda
tontería, ¿verdad? —agrego con una risita, aunque hasta a mí
me resulta forzada.
La escena me ha dejado un mal sabor de boca.
—Claro, seguro que ha confundido a Dan con otra
persona. El apellido Ventura es bastante común en México —
comenta Noah encogiéndose de hombros—. ¿El uniforme que
llevaba la chica era del restaurante que hay al final de la calle?
—inquiere en tono casual.
—Sí, supongo que trabaja allí. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, solo era curiosidad —responde, pero no me
lo creo ni por un segundo. Algo está tramando. Voy a
preguntarle, pero en ese momento me cambia de tema.
»Por cierto, ¿has visto la prensa local?
—Sí, en la sección de cultura hay una página entera
hablando de la galería, de la exposición de Rachel y de la beca
de arte que se va a hacer en su nombre —respondo con una
sonrisa orgullosa.
—Me refería a la revista digital asociada al periódico —
puntualiza Noah—. Te he pasado un enlace por WhatsApp.
Han publicado una galería de fotos al respecto, incluidas un
par de fotos un tanto personales.
—¿Fotos personales? —musito con desasosiego.
Tras mi divorcio he tratado de mantener mi vida personal
fuera del radar de los chismorreos de la prensa sensacionalista.
Abro mucho los ojos cuando, al coger el móvil y clicar en
el enlace, entre las diez fotos que han publicado sobre el
evento, encuentro las que Noah ha hecho referencia.
En una aparecemos Dan y yo en el momento en el que nos
besamos. En la otra, uno junto al otro, con su mano sobre mi
cadera en un gesto posesivo; es un instante robado en el que
yo estoy riendo, y él me observa con tanta intensidad, con una
mezcla de hambre y adoración, que me provoca mariposas en
el estómago.
Debo reconocer que, si no estuviera contrariada por el
hecho de que hubiesen publicado fotos íntimas, serían dos
imágenes para enmarcar.
—¿Quieres que llame a la revista para que las borren de
internet? —pregunta Noah con voz queda. Sé de lo que es
capaz por protegerme. Nuestros abogados podrían hacer rodar
las cabezas de los responsables de esa publicación.
—No te molestes —decido con un suspiro—. No creo que
mucha gente les preste atención.
CAPÍTULO 25
Robert

L
lego a mi celda sintiendo que la sangre me hierve. Acabo
de recibir una llamada de mi primo, que vive en Dallas.
Es el único miembro de mi familia que todavía me habla
y me telefonea de vez en cuando.
No tengo hermanos y, en cuanto a mis padres, no han
vuelto a contactar conmigo desde que estoy en la cárcel. No
me perdonan por lo ocurrido. Para ellos, soy una decepción y
el causante de su declive social.
Como suegros de Amanda Grayson, disfrutaban de un
buen estatus en la sociedad de Dallas. Tras «mi estúpido
arrebato», como ellos llamaron al incidente en el hotel en
donde traté de matar a Noah, se convirtieron en unos parias.
Lo último que sabía de ellos por mi primo es que se habían
mudado a Florida para huir del estigma al que les había
condenado.
—Bobby, pareces enfadado —comenta el Pastor cuando
entro en la celda. Él está leyendo encima de su cama, en la
parte de debajo de la litera que compartimos—. ¿Te han dado
malas noticias?
—Dame el puto teléfono.
El Pastor levanta una ceja y me doy cuenta al instante de
mi error. Sonríe y es una sonrisa que me provoca un escalofrío.
—Algo estoy haciendo mal para que creas que puedes
darme órdenes —rezonga con voz sedosa mientras cierra el
libro.
Un segundo después, se abalanza sobre mí y me empotra
contra la pared. En un abrir y cerrar de ojos, tengo una navaja
en el cuello y su rostro a escasos centímetros del mío.
—Lo siento. Tú eres el que da las órdenes, por supuesto.
Perdóname. Me he dejado llevar por el mal humor. No lo
volveré a hacer —lloriqueo esa retahíla de frases en un tono
tan lastimero que hasta a mí me resulta patético.
El Pastor entrecierra los ojos y, finalmente, aparta el filo
de mi cuello.
—Bobby, Bobby, Bobby —canturrea en tono paternalista
entretanto me palmea el rostro—. Ese temperamento tuyo
siempre te mete en problemas. Deberías aprender a
controlarlo. —Chasca la lengua—. Tienes suerte de que me
caes bien o ahora mismo tus intestinos estarían
desparramándose por el suelo. —Suelto un suspiro de alivio
cuando por fin se aparta de mí—. Y, ahora, sé un buen chico y
dime qué te ha cabreado tanto como para faltarme al respeto.
—Mi primo me ha dicho que mi ex inauguró anoche su
galería de arte y que hay fotos del evento en internet. Al
parecer, en una de ellas se la ve besando a un tipo —mascullo
con rabia.
—Así que por eso la zorrita no ha respondido a tus
llamadas; ya tiene a otro hombre. Y tú pensando que sería fácil
camelártela —comenta en tono burlón.
Aprieto los puños. La jodida Amy me ha hecho quedar en
ridículo. Llevo semanas dejándole mensajes en el móvil,
rogándole que me perdonara, explicándole que iba a terapia y
fingiendo que me interesaba por la cría y, mientras, ella seguro
que se reía de mi intento de redención.
—Puta gorda de los cojones —gruño iracundo—.
Necesito saber quién es el cabrón que intenta arrebatarme lo
que es mío. —Y no hablo de Amy ni de la niña. Me refiero al
dinero que representan.
»Por favor, ¿podrías dejarme el móvil? —añado
cambiando el tono de hostil a humilde.
—Claro, lo apuntaré a tu cuenta. —Saca el teléfono y me
lo tiende—. Aunque te daré un consejo: el dinero fácil no da
tantos dolores de cabeza. Tal vez tendrías que olvidarte de ella
y centrarte más en la cría.
Ignoro el consejo, me meto en Google y hago una
búsqueda rápida entretanto siento la presencia del Pastor a mi
espalda, mirando por encima de mi hombro a la pantalla. No
tardo más que unos segundos en encontrar un artículo con
fotografías sobre la inauguración.
Amanda Grayson, la hija del multimillonario Christopher
Grayson, celebró anoche la inauguración de su nueva galería de
arte, Point Of View. La joven empresaria anunció además que va a
instaurar una beca artística anual de doscientos mil dólares y que
espera que su galería sea el trampolín para muchos jóvenes artistas,
así como un espacio comunitario en el que…

—No está tan mal como me la habías descrito —comenta


el Pastor mirando la foto de una Amy sonriente y elegante—.
Es bonita y tiene unas tetas estupendas —añade con lascivia.
Gruño a modo de respuesta. Supongo que a algunos
hombres les pueden gustar las mujeres con su aspecto, pero a
mí me van los cuerpos esbeltos.
Empiezo a pasar las fotos que han publicado del evento.
Champán. Risas. Lujo. Mi rabia va en aumento en cada
imagen, sobre todo al ver en una de ellas a Noah Grayson
junto a su hermana. Esos dos me lo han arrebatado todo.
De pronto, una foto llena la pantalla y aprieto los dientes
con enfado. Un hombre alto y corpulento está besando a Amy
mientras la abraza contra sí como si quisiera fundir sus
cuerpos.
Paso a la siguiente y mi cabreo aumenta al encontrarme
con otra imagen de la pareja. Amy sonríe feliz mientras el tipo
se la come con los ojos. Debo reconocer que nunca la había
visto tan guapa y eso me molesta todavía más. Es como si
hubiese florecido mientras yo me estoy marchitando en esta
puta prisión.
Centro mi atención en su acompañante y mi disgusto se
multiplica. Me había imaginado que sería algún idiota
escuchimizado, con poco pelo y aire culto, del estilo de los
amigos interesados en el arte que tiene, pero es todo lo
contrario. Es una mole de puro músculo con más pinta de
mafioso que de intelectual.
Dirijo los ojos al pie de foto para ver si indican su
identidad.
—Daniel Ventura —empiezo a leer en tono bajo—,
director de…
De pronto, el Pastor me arrebata el móvil con un gesto
brusco. Abro la boca para protestar, pero la cierro al ver la
expresión sanguinaria que tiene en el rostro. Agranda la
imagen de forma que la cara del acompañante de Amanda
inunda la pantalla del móvil y luego esboza una sonrisa que
me provoca un escalofrío.
—Ventura… —murmura y parece que saborea cada letra.
—¿Lo conoces?
—Tengo una cuenta pendiente con él —responde y suelta
una carcajada de puro gozo—. Olvida mi consejo de pasar de
tu ex. De hecho, vamos a cambiar de táctica. Ya que tu plan de
persuasión ha sido todo un fiasco, será mejor que pasemos a
una actuación más drástica.
—¿A qué te refieres?
—Secuestro y extorsión.
Trago saliva de forma sonora. Joder, eso son palabras
mayores.
—¿Lo vas a organizar desde aquí?
—No, quiero hacerlo personalmente.
—¿Cómo? Recuerda dónde estamos.
Como única respuesta, el Pastor sonríe. Coge el móvil y
marca un número.
—Necesito salir de aquí ya —gruñe a la persona que está
al otro lado de la línea—. Ah, y no escaparé solo. Mi
compañero de celda también vendrá conmigo —añade
dirigiéndome un guiño cómplice.
Lo miro ojiplático.
¿Una fuga?
CAPÍTULO 26
Amanda

A
l día siguiente amanezco con una extraña sensación,
como si estuviese en el ojo de un huracán sin ser
consciente de que todo se está destruyendo a mi
alrededor. No dejo de darle vueltas a las palabras de Ana: «Los
Ventura son demonios», pero, sobre todo, no se me olvida la
expresión de miedo en su cara cuando vio a Dan por primera
vez la noche de la inauguración.
Su manera de temblar, de encogerse sobre sí misma y de
bajar la mirada, no era por su aura intimidante como había
supuesto. Ni por el miedo a que la pudiera denunciar a la
policía. Ahora, viéndolo desde otra perspectiva, es como si la
mera presencia de Dan la aterrorizase. Es a la conclusión a la
que he llegado repasando en mi mente aquel momento durante
toda la noche.
Tampoco ayuda que Dan no esté en Dallas para poder
hablar de ello y aclarar el malentendido. Porque estoy
convencida de que lo es. Anoche me llamó para decirme que
no podrá regresar hasta dentro de varios días. Al parecer, su
empresa está pasando por una inspección sorpresa o algo así, y
se le necesita en las oficinas de Houston.
—Buenos días —musito al entrar en la cocina en donde
Carmen está ya preparando el desayuno.
—Tienes mala cara, mi niña. ¿No has dormido bien?
—No demasiado, la verdad —respondo y le cuento
brevemente sobre la visita de Ana a la galería.
—¿Se lo has contado a Dan? —pregunta con el ceño
fruncido.
—No, esperaba hacerlo en persona cuando vuelva de
Houston. Estoy segura de que será algún tipo de error. Tal vez
Ana lo haya confundido con alguien, ¿no te parece? Noah dijo
que el apellido Ventura es bastante común en México.
—Sí, lo es —coincide Carmen, aunque titubea.
—¿Ocurre algo?
Carmen abre la boca, pero en ese momento mi teléfono
empieza a sonar.
—Voy a ir despertando a Rachel —comenta Carmen, y yo
asiento con la cabeza mientras cojo la llamada.
—Hola, Amy. Soy Sin. Necesito que me hagas un favor.
Bueno, el favor me lo tiene que hacer Carmen.
—¿Ocurre algo?
—Me acaba de llamar la niñera para decirme que no se
encuentra bien y no podrá venir a cuidar a Kate. Si es posible,
¿podría pasarse Carmen por mi casa cuando deje a Rachel en
la guardería? Buscaría a otra niñera, pero Kate está en la fase
en la que recela de los desconocidos. Solo serán un par de
horas, tal vez tres. Es que tengo una reunión que no puedo
posponer.
—Carmen estará encantada. Adora a tu hija.
—Gracias. Me salváis la vida. Es que justo hoy se han
alineado los astros para complicarlo todo —comenta—. Noah
se fue ayer de viaje, mi abuela tiene médico, y Lucas, un
examen.
—¿Mi hermano se ha ido de viaje? —inquiero extrañada
porque ayer no me comentó nada al respecto.
—Sí, se fue con Smith ayer por la tarde de forma
imprevista. Y encima fue extrañamente evasivo sobre el
motivo de que se fuera tan de repente. Solo me dijo que tenía
que hacer unas comprobaciones.
—¿Dónde han ido? —musito con una amarga sensación
en la boca del estómago.
—A México.
«No puede ser una coincidencia», pienso cada vez más
desconcertada.
En cuanto cuelgo a Sinclair, llamo a mi hermano, pero me
salta un mensaje informando de que su móvil está apagado o
fuera de cobertura.
¿Qué demonios está tramando Noah?
***
Durante toda la mañana miro una y otra vez el móvil
esperando una llamada de Noah, pero nada. Lo que sí recibo
poco antes de la hora de comer es un mensaje de voz de mi
amiga Jess: «Tenemos que hablar, Amy. En persona. En
quince minutos llegaré a la galería».
Frunzo el ceño al escuchar su tono nervioso.
La última vez que hablé con ella fue justo antes de la
inauguración cuando me llamó para decirme que le era
imposible acudir porque seguía en San Antonio y que me
deseaba mucha suerte. Estuvimos charlando varios minutos y
no noté nada extraño en ella. Incluso bromeamos sobre si Dan
tenía algún hermano cuando le confesé lo bueno que era el
sexo con él.
Jess está impaciente por conocerlo. Dice que ni siquiera lo
ha buscado en internet para evitar lo que ella llama «spoilers»
sobre lo que se va a encontrar.
¿Qué puede haber ocurrido tan importante como para
hacer el viaje de San Antonio a Dallas?
Y, cuando pienso que el día no puede ir a peor, aparece un
hombre con un uniforme de control de plagas en la puerta de
la galería.
—Buenos días.
—Más bien días a secas —repone Hyun con su habitual
tono apático.
—Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar? —pregunto con
una sonrisa amable y miro de reojo a Hyun para que entienda
que es así como hay que recibir a todas las personas que
cruzan el umbral de la galería.
—Espero no molestar. Solo quería advertirle que hemos
recibido un aviso de una plaga de ratas en el edificio de al
lado. El propietario es el mismo que el de este lugar y nos ha
pedido que nos cercioremos de que aquí no tienen el mismo
problema.
—De momento, no.
—Bien. De cualquier forma, pondré un par de trampas por
si alguna de esas alimañas decide pasearse por su galería de
arte. Y también le voy a dejar una tarjeta para que me llame si
ve alguna, ¿de acuerdo?
El hombre coloca las trampas en rincones discretos para
que los clientes no puedan apreciarlas, deja su tarjeta y se va.
Solo espero que no aparezca ninguna en presencia de ninguno
porque eso puede hundir la imagen de la galería.
Miro el reloj. Jess debe de estar al caer.
—Hyun, esta tarde voy a cerrar la galería. —Decido
pensando en que así puedo hablar tranquilamente con Jess,
comer con ella y tal vez incluso irnos a tomar algo. Necesito
una charla de chicas para desahogarme—. Puedes irte ya y
tomarte el resto del día libre.
—Genial, así tengo más tiempo para pensar en el vacío
existencial que me rodea —comenta cáustico, aunque luego
me dedica una pequeña sonrisa—. Gracias, jefa. Nos vemos
mañana —musita.
Diez minutos después de irse, aparece Jess por la puerta.
—Llegas justo a tiempo. Estaba pensando que…
—Es él —suelta a bocajarro cortando mis palabras.
—¿Él?
»¿Puedes ser más específica? —inquiero al ver que no
dice nada más.
Se frota las manos y tiene la respiración alterada, como si
hubiese venido corriendo desde San Antonio. Creo que no la
he visto nunca tan nerviosa.
—Mentí, ¿vale? Sobre lo que pasó aquella noche en
Nuevo Laredo —aclara al ver que la miro desconcertada—.
Bueno, también te he mentido sobre un montón de cosas, pero
ya no puedo más. No ahora que él ha vuelto a aparecer en tu
vida.
—¿Quién?
—Dan Ventura. —Doy un respingo—. Lo siento mucho,
Amy —musita Jess y empieza a sollozar.
La miro perpleja porque no entiendo nada. Solo sé que la
oscuridad que siento a mi alrededor desde que Ana entró en la
galería y me advirtió sobre los Ventura está cerrando su cerco
sobre mí y cada vez resulta más asfixiante.
—¿Por qué no me explicas desde el principio qué ha
pasado para que pueda comprender la situación? —inquiero
con más calma de la que siento.
—La noche que pasamos en Nuevo Laredo y conocimos a
aquellos tres chicos en la discoteca… Ellos nos drogaron,
Amy —revela con voz temblorosa—. Nos sacaron del local y
trataron de violarnos.
—No…, no puede ser —balbuceo y siento que empieza a
faltarme la respiración—. Lo recordaría —musito, aunque tan
pronto lo digo tengo la certeza de que es cierto.
Algo raro pasó en Nuevo Laredo. He soñado varias veces
con aquella noche, como si mi cerebro intentase encajar las
piezas de un puzle y tratara de advertirme de que faltaba
alguna. Nunca llegué a entender del todo cómo Rachel y yo
acabamos tan borrachas como para que parte de aquellas horas
quedaran en blanco ni como Jess pudo llevarnos a las dos sola
a la habitación.
La voz de Jess me llega de fondo mientras mi mente trata
de procesar la información.
—Nos invitaron a chupitos y aprovecharon para meternos
algo en la bebida. Burundanga o Rohypnol, no lo sé. La
cuestión es que las tres caímos como tontas y nos convertimos
en sus marionetas —masculla con rabia—. No sé por qué, a mí
no me afectó tanto y solo me quedé atontada. Era como estar
en una pesadilla sin poder controlar mi cuerpo, pero mi mente
sí funcionaba —explica y las lágrimas caen por sus mejillas—.
Nos llevaron a un lugar, nos tiraron en colchones y empezaron
a desnudarnos. Fue aterrador. Tenía a un hombre encima de mí
arrancándome la ropa y no conseguí detenerlo. En mi mente
gritaba y me resistía con energía, pero mi cuerpo funcionaba
como a cámara lenta.
»Entonces, se escuchó un sonido atronador. Luego otro.
Más tarde, deduje que habían sido disparos —revela con una
mueca—. El hombre que estaba encima de mí desapareció.
Escuché voces, luego más disparos y luego los vi a ellos. Eran
dos hombres de nuestra edad, pero de aspecto duro e
intimidante. En un primer momento temí que fueran a terminar
lo que los otros habían empezado, pero pasó justo lo contrario:
nos salvaron. Nos sacaron de allí y nos llevaron al hotel.
»El más alto de los dos hombres era Dan —concluye.
—¿Estás segura?
—Sí, recuerdo su rostro perfectamente. Esa noche me ha
perseguido durante años. Además, sabes que soy muy buena
fisonomista. Cuando he visto las fotos de la inauguración, lo
he reconocido al instante. Y, al ver vuestro beso, he entendido
que era tu Dan.
Intento procesar todo lo que me ha contado y, poco a
poco, la sensación de opresión empieza a menguar. Si en
verdad aquel hombre es Dan, la situación no es tan horrible
como había imaginado. Después de todo, nos salvó de una
violación y nos puso a salvo. Ni siquiera tiene por qué
haberme mentido actuando como si no me conociera de antes.
Han pasado quince años. Lo normal es que no me haya
reconocido.
Sin embargo, hay algo que no me cuadra de todo eso.
—¿Por qué no nos contaste nada a Rachel y a mí de lo
sucedido? ¿Por qué nos hiciste creer que solo habíamos bebido
demasiado en lugar de llamar a la policía?
—Porque él me lo pidió.
»No lo entiendes, Amy. Él te conocía —afirma con tal
seguridad que hace que el suelo se tambalee bajo mis pies—.
Lo escuché murmurar tu nombre. Te llevó en brazos como si
fueras lo más valioso para él. Estabas cubierta de sangre, no sé
muy bien por qué, pero él te metió en la ducha para limpiarte y
luego te puso el pijama sin meterte mano ni hacer nada
indebido. ¡Incluso te cepilló el puto pelo!
Me quedo en silencio. No me salen las palabras. No las
encuentro porque no entiendo nada.
»Eso no es lo más extraño de todo —prosigue diciendo
Jess.
—¿Luego le salieron alas y se fue volando? —repongo
con un bufido porque no concibo que pueda haber algo más
confuso que todo lo que me ha contado.
—Luego hizo un trato conmigo —responde Jess bajando
la mirada como si se avergonzara de ello.
—¿Qué trato?
—Me dio una dirección de e-mail y me dijo que me
pagaría bien si le escribía una vez al mes contándole cómo
estabas. Si te iban bien o mal las cosas. Si tenías novio. Si eras
feliz. Cosas así. Parecía algo inocente, así que acepté.
»Por favor, compréndeme —ruega al ver que permanezco
en silencio—. Mis padres apenas podían hacer frente a los
gastos que suponían cinco hijos; no son ricos como los tuyos.
—No lo dice en tono de reproche; solo expone un hecho—.
Tuve que matarme a trabajar para pagar la universidad, y
quería que mis hermanos pudieran tener mejores opciones que
yo.
—Entonces, lo de que ganaste la lotería fue otra mentira.
Conseguiste el dinero de él.
—Sí —admite hundiendo los hombros.
—Todos estos años, has vendido mi confianza a un
extraño —resumo tan conmocionada que no consigo
reaccionar como debería. Supongo que tendría que estar
gritando o llorando, pero solo siento apatía y entumecimiento
—. ¿Acaso tu amistad también fue fingida?
—No, claro que no. Y quiero que sepas que rompí el trato
hace cinco años. No he vuelto a tener contacto con él.
—Por favor, te agradecería que te fueras —musito y no
reconozco el tono hueco de mi voz.
—Amy, por favor…
—Vete, Jess.
Jess se dirige cabizbaja hacia la puerta. Justo antes de
salir, se detiene.
—¿Crees que podrás perdonarme algún día?
—No lo sé. —Y eso, viniendo de mí, es prueba evidente
de lo dolida que estoy.
»Pero te voy a pedir un favor si nuestra amistad ha
significado algo para ti: no le digas a Dan que lo sé todo.
—No lo haré —promete y se va.
Pongo el cartel de cerrado y bloqueo la puerta para que
nadie pueda entrar. Después, subo las escaleras hasta mi
despacho con pesadez, como si cargase cien kilos más sobre
los hombros. Mis ojos recorren la habitación llena de
recuerdos compartidos con Dan en las últimas semanas. Dios,
si el CSI pasase una de esas luces ultravioleta, creo que
encontrarían evidencias de sexo en todas las superficies. No
hemos dejado mueble por probar.
No sé por qué, ese pensamiento me hace gracia y empiezo
a reír. Mi risa pronto se convierte en una carcajada vacía hasta
que un sollozo la rompe. Las lágrimas se deslizan una tras otra
por mis mejillas.
Me aprieto el pecho con fuerza.
¿Cuántos golpes puede recibir un corazón antes de
romperse del todo?
Porque duele tanto que siento que lo tengo hecho trizas.
***
Cuando abandono el despacho varias horas después, me siento
vacía y rota.
Muero de ganas por llegar a casa y abrazar a mi pequeña
Rachel y que su amor incondicional, su ternura y su inocencia
me envuelvan para mitigar el frío que me agarrota por dentro.
No obstante, al mismo tiempo, temo que me vea tan hundida y
odiaría que me viera llorar.
Es por eso que he permanecido tanto tiempo encerrada en
el despacho, tratando de construir un muro de ladrillos
alrededor de mi corazón al que, desde ahora, solo tenga acceso
mi familia.
Desciendo las escaleras, me dirijo hacia la puerta
acristalada y entonces lo veo. Está parado en el otro lado, con
la mirada pétrea y una expresión indescifrable en el rostro.
Dan.
El Dan que me enamoró con sus palabras, sus muestras de
cariño y su carácter apasionado.
El mismo Dan que me ha espiado durante años para
acercarse a mí y poder manipularme.
No sé cuánto tiempo nos quedamos ahí parados uno frente
al otro con la puerta de cristal en medio, separándonos,
mientras nuestros ojos tratan de descifrar un mínimo destello
de nuestros pensamientos. Y, por supuesto, estoy en
desventaja, porque los ojos de Dan son como los de un experto
jugador de póker. No revelan nada.
Sé que no debería, pero finalmente extiendo la mano y
desbloqueo la puerta para dejarle entrar.
CAPÍTULO 27
Dan

P
uto Noah Grayson.
Tengo la certeza de que ha sido él el que ha movido
los hilos para poner a Contact One en el punto de mira de
la Comisión de la Fuerza Laboral de Texas, la Administración
de Seguridad y Salud Ocupacional, el Departamento de
Trabajo y hasta de la Agencia de Protección Ambiental.
Parece que no le gustó que su hermana hiciera oficial
nuestra relación y lo ha demostrado tocándome las narices.
De la noche a la mañana, nos hemos visto inmersos en un
montón de auditorías e inspecciones, y no podía ser en peor
momento. Tuve que dejar Dallas justo después de la
inauguración de la galería y no he podido sincerarme con
Amy, tal y como le prometí a Carmen. Por mucho que me
jodiese, se me necesitaba en Houston.
Sin embargo, todo eso ha quedado en un segundo plano al
recibir una llamada del hombre que tengo vigilando a Amy.
—¿Qué ocurre? —suelto a bocajarro, pues sé que no me
llamaría si no hubiese algún problema.
—No sé verdaderamente si pasa algo —comenta John—,
pero la señorita Grayson está actuando de forma extraña.
Cerró la galería y permanece dentro, con todo apagado. Lleva
así desde que se fue su amiga, hace ya tres horas.
—¿Qué amiga?
—Jessica Nolan.
El nombre cae sobre mí como un puñetazo en el
estómago.
He sido un tonto.
Un completo imbécil.
Debería haber hablado con la rubia al decidir volver a la
vida de Amy. Advertirle de mis intenciones para que cuando
Amy nos presentara, cosa que iba a suceder tarde o temprano,
estuviera preparada para simular que no nos conocíamos. No
obstante, al irse de la ciudad, decidí posponerlo hasta su
regreso.
Lo que nunca imaginé era que Jessica pudiera confesarle
la verdad a Amy cuando eso podía significar perderla como
amiga. De hecho, estaba convencido de que seguiría
manteniendo la boca cerrada, ya que no le había hablado
nunca a Amy de nuestro trato, incluso después de haberle
puesto fin hace algunos años.
Supongo que fue un poco inmoral de mi parte
aprovecharme de la necesidad económica de la chica para
usarla como espía, pero ella podía darme información personal
de Amy que ninguno de mis hombres podría alcanzar jamás.
—Está bien, sigue vigilando y mantenme informado si
hay algún cambio. Voy para allá —añado porque necesito
asegurarme de que Amy está bien.
En menos de dos horas, me presento en la puerta de su
galería. John me ha asegurado de que sigue dentro, aunque
parece que no hay nadie porque todo está a oscuras.
Voy a coger el móvil para llamarla y, de repente,
vislumbro su silueta descendiendo por la escalera. Contengo el
aliento al ver que se acerca a la puerta y, cuando la luz de las
farolas que hay en la calle golpean su rostro, sé que todo está
jodidamente mal.
Sus ojos azules, que siempre brillan vivaces y son una
ventana abierta a sus emociones, se han vuelto vacíos y
opacos.
Sus labios plenos, que tienen una tendencia natural a
sonreír, están tensos.
Sus mejillas, que suelen estar rosadas, lucen pálidas y con
rastros de lágrimas.
Nos quedamos así, uno frente al otro, observándonos a
través de la puerta transparente.
Una puta puerta de cristal que solo puedo traspasar si ella
me abre.
¿Ha existido una barrera más cruel que esa?
Puedo verla y no puedo alcanzarla, no si ella no quiere.
Sería capaz de romperme las manos dando puñetazos al
cristal que nos separa con tal de poder abrazarla, pero soy
consciente de que no serviría de nada porque la he perdido.
Ella nunca me va a perdonar.
No va a volver a confiar en mí.
Es imposible que…
De pronto, Amy extiende la mano y abre. Es algo tan
inesperado que no consigo reaccionar.
—¿No quieres entrar? —pregunta con una indiferencia de
la que no le creía capaz.
—Sí, claro —farfullo y tropiezo con mis propios pies en
la prisa por traspasar el umbral—. Amy… —empiezo a decir
sin saber muy bien qué palabras usar para disculparme y
rogarle que me perdone.
Ella me hace callar con un ademán regio. La galería está
en semipenumbra, solo iluminada de forma indirecta por la luz
que entra de la calle y la de los faros de los coches que pasan
de forma intermitente. Con todo, puedo ver que sus ojos azules
cobran vida por un momento y por fin distingo una emoción
en ellos: determinación.
—Te voy a hacer varias preguntas y quiero que las
respondas con absoluta sinceridad —masculla.
Asiento.
—Hoy ha venido mi ami…, Jessica Nolan —se corrige
con una mueca y se me cae el alma a los pies al ver que mis
sospechas son ciertas y, contra todo pronóstico, la rubia se ha
sincerado con ella. Mi ángel no solo carga con el dolor de mi
engaño, sino también con la traición de su amiga.
»¿Es cierto que nos salvaste hace quince años de una
violación en Nuevo Laredo?
—Sí.
—¿Y que le estuviste pagando para que te mandara
información sobre mí?
—Sí.
—¿Querías manipularme?
«Joder».
—No.
—¿Chantajearme?
«Joder. Joder».
—¡No! —respondo en un tono ofendido que solo
consigue que Amy eleve una ceja en un gesto escéptico muy
propio de su hermano.
—¿Con qué propósito entonces?
—Me preocupabas. Solo quería saber que estabas bien y
que eras feliz. Toda la información que me pasaba era
inofensiva.
—¿Por qué te preocupaba?
Es la hora de decirle la verdad. Me llevo la mano a la nuca
y la froto casi con desesperación.
Una respuesta tan sencilla como: «Porque soy Rafael y
siempre te he llevado en mi corazón».
Abro la boca, pero no consigo emitir más que un
vergonzoso graznido. Estoy tan nervioso que boqueo como un
pez durante unos segundos.
Amy suelta un suspiro de impaciencia y pasa a la
siguiente pregunta como si fuese una experta interrogadora.
—¿Nuestro encuentro en el museo fue casual?
—Sí y no. Mi presencia allí no era casual, pero tampoco
había planeado acercarme a ti justo en aquel momento.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Porque parecías triste y sola.
—Por lástima entonces.
—Yo no he dicho eso.
—Me viste vulnerable y decidiste poner en práctica todo
lo que habías aprendido de mí a través de Jess. Sabías que
tengo la autoestima baja y me estuviste regalando los oídos.
Me hiciste creer que te parecía hermosa y…
—Te equivocas —gruño incapaz de dejar que piense eso
ni por un segundo más—. Te he mentido sobre quién soy, no
sobre cómo te veo ni en lo que me haces sentir. Para mí, eres
la mujer más hermosa del mundo y te amo. Siempre te he
amado. Que yo no sea el hombre que crees no cambia eso.
Amy suelta un pequeño sollozo y sus ojos brillan por las
lágrimas que está tratando de contener.
—¿Sabes lo mucho que desearía poder creer eso? —Está
temblando y me muero por abrazarla, aunque intuyo que se
desmoronaría entre mis brazos si lo hiciera, y no quiero eso—.
No te haces una idea de lo patética que me siento por mantener
una pequeña esperanza de que lo nuestro haya sido real.
—Ha sido real. Todavía lo es.
—¿Cómo puedes decir eso después de espiarme,
acecharme y mentirme? ¿Por qué quisiste protegerme en
Nuevo Laredo? ¿Por qué te preocupaba? —vuelve a hacer la
pregunta que he sido incapaz de contestar antes. Joder, es una
interrogadora de la hostia.
»Jess está segura de que me conocías —añade al ver que
me quedo otra vez callado. De pronto, entrecierra los ojos,
como si se hubiese dado cuenta de algo—. Un momento, has
dicho que siempre me has amado. ¿A qué te refieres con
«siempre»?
Cojo aire. Allá vamos.
—Sí que nos conocíamos de antes. De hecho, lo hicimos
hace veintitrés años, cuando me encontraste escondido en
aquel cuartucho del rancho de tus padres y me… —Por el
rabillo del ojo detecto una sombra pequeña que se desliza por
el suelo. Tardo un segundo en darme cuenta de lo que es.
Una rata.
Una puta rata.
El pánico se apodera de mí al instante. Trastabillo hacia
atrás mientras un gemido aterrorizado escapa de mis labios y
acabo de culo en el suelo. El roedor se espanta por el
movimiento y vuelve a desaparecer tan rápido como ha
aparecido, pero eso no quita que los latidos de mi corazón se
hayan disparado ni que mi cuerpo siga temblando.
Es patético que a estas alturas de mi vida siga teniendo
tanto miedo a esos bichos, pero es una fobia que no puedo
controlar. De hecho, las ratas siguen apareciendo de vez en
cuando en mis pesadillas, como un macabro recordatorio de
las torturas que sufrí en mi niñez.
—Rafael —susurra Amy con voz ahogada.
Mi atención se desvía hacía ella. Se ha llevado las manos
a la boca, tapándola, al tiempo que sus ojos se abren tanto que
parecen a punto de salirse de sus órbitas, componiendo una
expresión digna de salir junto a la definición de «asombro» en
un diccionario.
Lo sabe.
Por fin lo sabe.
Me pongo de pie despacio sin quitarle los ojos de encima
y contengo el aliento aguardando su reacción. Esperaba que
me acribillara a preguntas una vez pasada la impresión, no que
viniera hacia mí, se detuviera a un paso, me subiera el suéter
que llevo y sus manos se deslizaran por la piel de mi torso.
Adivino al instante su motivo: está buscando la marca que
sabe que tengo en el pecho. Pese a las circunstancias, en
cuanto me toca, me pongo duro. Tengo que morderme el labio
para contener el gemido de placer que pugna por salir de mi
boca al sentir sus manos sobre mí. Así de jodido estoy.
Amy explora mi pecho y no tarda en encontrar la C
grabada a fuego enmascarada por el tatuaje. Sus dedos se
deslizan por ella una y otra vez, como si no terminase de creer
que esté ahí.
De pronto, levanta los ojos hacia mí y me mira como si
me viese por primera vez.
—Eres Rafael —susurra y las lágrimas empiezan a rodar
por sus mejillas.
»Eres Rafael —repite una y otra vez como una letanía
mientras delinea mis facciones con sus dedos.
—Rafael solo fue un nombre inventado —confieso con
voz bronca—. Siempre he sido Dan —añado sujetándole el
rostro entre mis manos para que no pueda apartar la mirada de
la mía. Para asegurarme de que me ve de verdad—. ¿Entiendes
hasta qué punto lo nuestro es jodidamente real, Amy? —
mascullo.
Ella me observa en silencio durante unos segundos que se
me hacen eternos y, finalmente, asiente.
Entonces, la beso.
La beso con alivio y temor.
La beso con ternura y pasión.
La beso como el Rafael que fui y como el Dan que soy.
La beso porque es mi derecho y mi privilegio.
La beso porque la siento tan mía como yo siempre he sido
suyo.
La beso como si no fuera a tener otra oportunidad de
hacerlo.
Tal vez no la tenga.
Todavía queda mucho que aclarar entre nosotros. Muchas
preguntas por responder y pecados que confesar. Sin embargo,
ahora está entre mis brazos y es lo único que me importa.
CAPÍTULO 28
Amanda

R
ecuerdo la primera vez que me sentí fascinada por el
arte. Fue en el primer viaje a Nueva York que hice con
mis padres. Un humilde artista callejero en un rincón de
Central Park pintaba manchas sin sentido aparente sobre un
lienzo. Terminó y preguntó al pequeño grupo que se había
congregado a su alrededor: «¿Qué veis?». La gente empezó a
responder según su impresión, como si se tratase de una de
esas láminas de Rorschach. Una decena de respuestas de lo
más variopintas: un árbol, un cohete, un tigre, un pájaro…
Entonces, el artista giró el cuadro, y todos nos sorprendimos al
reconocer claramente la figura de dos personas abrazadas.
Por aquel entonces yo solo tenía seis o siete años, pero
nunca se me ha olvidado aquella pequeña lección: todo es
cuestión de perspectiva.
Así es como me siento ahora. He tenido el lienzo delante
de mí, sin terminar de entender su significado. Y mira que he
tenido pistas.
Mi mente rememora nuestro encuentro en la galería de
arte:
«Perdona, ¿nos conocemos?».
«Tal vez en otra vida y con otro nombre».
Ahí ya me percaté del parecido con Rafael, pero lo
achaqué a un capricho genético. Un sosia de mi primer amor.
Una broma agridulce del destino.
En aquel momento, no entendí la magnitud ni la veracidad
de su respuesta.
Ahora, sí.
Evoco la casa que me mostró hace una semana. Cuando la
vi, pensé que era una representación perfecta de la casa de mis
sueños. Y lo era porque yo misma le había dado las directrices
de cómo construirla cuando éramos adolescentes.
Incluso cuando vino a casa a conocer a Rachel y
estornudó tres veces seguidas como lo hacía Rafael, me resultó
curioso, pero lo achaqué a otra coincidencia más.
Una a una, algunas frases de Dan empiezan a cobrar
sentido como piezas de un puzle que encajan unas con otras.
«Somos viejos amigos».
«Lo sé, puedo parecer un poco impulsivo, pero llevo toda
la vida esperando este instante y no quiero postergarlo más».
«Si supieras cuánto tiempo llevo fantaseando con tenerte
así».
«Tan mía. Por fin».
«Te juro que no eres el clon de nadie».
«Porque siempre has sido tú».
«Siempre te he amado».
En el momento en que las dijo, eran como las manchas del
lienzo de aquel artista callejero. No tenían un sentido más allá
de esas palabras. Sin embargo, al saber que Dan es Rafael, las
palabras cambian de perspectiva y cobran un significado
global.
Todo es real.
No sé cómo, ha vuelto de entre los muertos y ha
encontrado la forma de regresar a mi vida, y lo único que me
importa ahora es que está conmigo.
Abrazándome.
Besándome.
Amándome.
Una parte de mi cerebro me alerta de que tengo que
exigirle disculpas y respuestas, pero la magnitud del
descubrimiento de que es Rafael eclipsa todo lo demás. Más
aún cuando su lengua incursiona en mi boca. Sus brazos me
rodean y me aprietan contra él con tanta fuerza que casi no
puedo respirar.
No me importa.
¿Quién quiere respirar cuando me está besando?
Me coge de las nalgas, me alza con esa facilidad que
siempre me impresiona y, sin dejar de besarme, empieza a
subir las escaleras hacia mi despacho. Debería detenerlo y
pedirle explicaciones; no obstante, lo único que atino a hacer
es enroscar las piernas a su cintura y devolverle el beso con
voracidad.
En cuanto entramos en la estancia, y cierra la puerta,
empezamos a arrancarnos todas las prendas hasta quedarnos
en ropa interior. Sin embargo, al ver a Dan, me quedo
paralizada. Su cuerpo me sobrecoge, ya no solo por la
profusión de músculos y tatuajes —es una verdadera obra de
arte escultórica—, sino porque me acabo de dar cuenta de
algo.
—Cuando trataba de acariciarte, siempre me sujetabas las
manos —musito—. ¿Temías que pudiera percibir la marca que
tienes en el pecho?
—Sí, y ha sido una puta tortura no poder sentir tu tacto
sobre mi piel. —Dan me coge una mano y se la lleva a la boca
para depositar un beso en la palma que me estremece por su
ternura. Después, la posa sobre el surco esternal, justo encima
del ángel que cubre la marca de la C.
»Tócame. Acaríciame. Explórame. Abrázame. Bésame.
Ámame, Amy. Soy tuyo.
Detecto un deje de súplica en su voz enronquecida, atisbo
el miedo en sus ojos al rechazo, y eso termina por
desarmarme.
Mis ojos se dirigen al tatuaje que le cubre el pecho y paso
los dedos por las líneas de tinta. Cuando lo vi por primera vez,
pensé que tenía cierta similitud conmigo. Ahora tengo la
certeza de que el parecido no es casual.
Las palabras de Lauren, su antigua amante, resuenan en
mi cabeza:
«Hace poco conocí a una chica que había trabajado en la
sede que tiene Contact One en España, y que ahora estaba en
la de Houston, y me estuvo contando sobre él. Según me dijo,
solo salía con chicas que tenían cierto perfil. Uno muy
concreto: morena, ojos azules, piel clara, bajita y con curvas
generosas. Al parecer, así es la mujer con la que está
obsesionado, y nosotras no somos más que meros clones de
ella».
—Nunca pude olvidarte —murmura Dan como si intuyese
el rumbo de mis pensamientos—. Tampoco quise hacerlo —
añade como si le arrancasen las palabras—. Eras lo mejor que
me había pasado en la vida y decidí llevarte en mi piel tal y
como siempre te había visto: como mi ángel salvador. Como
no podía tenerte, traté de buscar consuelo en otras mujeres que
se te parecieran. —Hace un mohín de disgusto con la boca—.
Fui un jodido imbécil. ¿Sabes por qué?
—¿Por acostarte con un montón de mujeres? —siseo algo
molesta al imaginarlo.
—Porque no hay nadie como tú. Nadie podría sustituirte
jamás en mi corazón. Siempre has sido tú. Siempre serás tú.
Inspiro hondo y cierro los ojos por un segundo
saboreando las palabras. Tratando de reconciliar el pasado y el
presente. Rafael y Dan. Los dos convergen en el hombre que
tengo frente a mí.
Me muevo a su alrededor entretanto mis manos se
deslizan por su piel y mis dedos delinean sus tatuajes. Ahora,
en perspectiva, muchos de ellos cobran sentido e incluso los
identifico.
El gato que lleva en el hombro diría que es Dopey, su
favorito entre los hijos que tuvo Blancanieves.
La cruz que lleva en el centro de la espalda es la copia de
la que todavía llevo colgada al cuello y que pertenecía a su
madre.
Varias cartas de la baraja española en el costado, sin duda
recuerdo de las veladas que pasaba con Carmen y Raúl
jugando al coquián, a las que yo me uní en alguna ocasión.
Un ramillete de lavanda, otra alusión a mí.
Incluso las estrellas… Recuerdo que me contó por qué se
las había tatuado.
«Mi abuelo me mantenía encerrado en la hacienda
familiar. Solo cuando miraba las estrellas sentía cierta libertad,
ya que me transportaban a otro lugar del que tenía un buen
recuerdo».
—¿El lugar al que te transportaban las estrellas era al
rancho G&G? —pregunto.
—Era a tu lado, en el embarcadero —especifica.
De pronto, también recuerdo que se tatuó esas estrellas
para esconder quemaduras de cigarrillos. Al igual que se había
tatuado el ángel para esconder la marca de la C.
Guiada por un mal presentimiento. Vuelvo a delinear los
tatuajes, ya no fijándome en el dibujo en sí, sino en la textura
de la piel.
La cruz esconde una cicatriz delgada y fina que le recorre
la espalda de forma transversal.
—Me atacaron por detrás con un cuchillo —explica Dan
con voz queda al percatarse de que he percibido la cicatriz.
La baraja de cartas esconde una marca ovalada.
—Me dispararon —aclara Dan.
El gato en el hombro, una cicatriz irregular.
—Me agredieron con una botella rota.
Recorro las llamas que cubren su piel y descubro más de
una decena de cicatrices lineales. Un par las reconozco. Son de
las heridas que tenía en la espalda cuando lo conocí. Dos de
las más profundas le dejaron marca. El resto…
—Me azotaron con un látigo —revela con voz queda.
Los ojos se me llenan de lágrimas.
«Me atacaron».
«Me dispararon».
«Me agredieron».
«Me azotaron».
¿Por qué infringieron tanta violencia sobre él?
—¿Quién te hizo todo eso? —Y no me doy cuenta de que
lo he preguntado en voz alta hasta que lo escucho responder.
—Ya te conté que mi abuelo no era un buen hombre. Era
violento y se rodeaba de gente violenta. Mataban, violaban,
robaban, extorsionaban y traficaban con drogas. Él era el jefe
del Cártel de Comales, y yo, su heredero —añade mientras me
mira atento a mi reacción.
Suelto un jadeo y dejo de tocarlo.
Doy un paso atrás y me alejo.
Tengo miedo, no lo voy a negar. Lo único que sé de los
cárteles es lo que he visto o escuchado en las noticias, y bien
se podría resumir en dos palabras: violencia y muerte.
También son tema recurrente en libros y series y, aunque
algunas los romantizan, sé que es un mundo del que no me
gustaría formar parte, menos aún exponer a Rachel a ese tipo
de vida.
No sé cómo esperaba Dan que reaccionase ante semejante
revelación, pero sus ojos se entrecierran.
—Oh, ángel, haces bien en temerme —ronronea en un
tono que nunca le había escuchado antes. Dulce y amenazante
al mismo tiempo.
Me gustaría poder decirle que no tengo miedo de él, sino
del mundo al que pertenece. No obstante, siendo sincera, me
está acojonando un poco este cambio en su actitud, así que no
consigo decir nada. Solo doy otro paso precavido hacia atrás.
En consecuencia, su mandíbula se endurece.
Empieza a avanzar hacia mí al tiempo que yo retrocedo,
hasta que mi espalda choca con la puerta. Un segundo
después, él planta las manos contra la superficie de madera,
una a cada lado de mi cuerpo, y se cierne sobre mí. No me
toca, pero es evidente que me tiene atrapada.
También soy consciente de que los dos vamos en ropa
interior, y de que sus calzoncillos negros no pueden contener
el bulto que crece por momentos en su entrepierna. Lo peor de
todo es que no es el único que está excitado. Pese al miedo, mi
cuerpo reacciona a su cercanía y siento que me humedezco.
—¿Sabes cómo pude sobrevivir, Amy? —pregunta. Su
rostro está tan cerca que puedo ver cómo sus ojos verdes se
vuelven casi negros, y siento su aliento sobre mi boca. No me
da tiempo a responder antes de responderse a sí mismo—:
Convirtiéndome en el peor de todos. —De pronto, lleva una
mano a mi cuello y lo rodea. No aprieta, aunque el gesto es lo
suficientemente significativo como para activar todavía más
mis alarmas.
»No sabes cuánto he tenido que luchar contra mis
demonios. Lo fácil que hubiese sido dejarme arrastrar por la
vida del cártel. Allí un hombre en mi posición es como un
dios. Toma y posee lo que quiere. A quien quiere. Cuando
quiere —agrega y su pulgar me acaricia el cuello. Su mano
desciende entonces por mi piel y mis pezones se endurecen al
instante en respuesta. Y, cómo no, Dan lo percibe en el acto.
»Mírate, ángel —susurra con una sonrisa sesgada, aunque
es casi cruel—. Puede que tu mente me tema, pero tu cuerpo
me desea. Seguro que si meto una mano en tus bragas te
encontraré chorreando para mí —añade burlón, y suelto un
pequeño jadeo tanto por la crudeza de sus palabras como por
lo acertadas que son.
Reacciono por instinto y le doy una bofetada que resuena
en toda la habitación. Nos miramos a los ojos por un segundo.
Estoy estupefacta por haberle pegado. Es la primera vez que
agredo a alguien. Él, en cambio, suelta una carcajada.
—Siempre he sabido que debajo de esa fachada de dulce
gacela eras toda una tigresa —musita complacido—. Tienes
agallas, aunque de poco te pueden servir contra un hombre
como yo —masculla antes de apresarme las manos con una de
las suyas por encima de mi cabeza con una facilidad que
resulta insultante. Me revuelvo intentando liberarme, pero es
demasiado fuerte y no lo consigo.
»No puedes escapar de mí. Podría saquear tu cuerpo sin
que pudieras impedirlo. —Sus dedos me pellizcan uno de los
pezones y tengo que morderme el labio para no emitir un
gemido por la inesperada mezcla de placer y dolor.
»A pesar de las protestas de tu boca, podría lograr que tus
piernas se abrieran para mí. —Como para dejar claro que es
cierto, su mano baja hasta mis braguitas y mis piernas
traidoras se abren un poco para darle mejor acceso.
»Podría arrancarte un orgasmo tras otro mientras me
miras con odio. —Sus dedos me rozan el clítoris y se me
escapa un quejido de placer.
Es tan humillante que siento que las lágrimas me
desbordan los ojos y empiezan a resbalar por mis mejillas.
Al darse cuenta, el rostro de Dan se contrae en una
pequeña mueca. Dura solo un segundo, pero lo percibo y lo
identifico: dolor.
Le duele verme llorar.
De repente, mi corazón late con la fuerza imparable de
una certeza.
—Sí, podrías hacer todo eso —convengo con voz firme
—. Pero no lo harás porque me amas. Nunca harías nada que
pudiera hacerme daño.
—¿Tan segura estás de eso, ángel?
—Sí —afirmo sin ninguna duda—. Tú mismo lo has
dicho. En tu mundo, un hombre toma lo que quiere cuando
quiere. Y, aun así, no te veo capaz de violar a una mujer. ¿Me
equivoco?
—No, esa es la única línea que nunca llegué a cruzar —
admite.
—Pudiste secuestrarme en Nuevo Laredo, y nadie lo
habría impedido —prosigo deduciendo—. Has podido hacerlo
durante todos estos años. Secuestrarme y mantenerme presa y
a tu absoluta disposición, pero nunca te has impuesto a mí. Me
has dejado ser libre y vivir mi vida.
»Y, ahora, suéltame —ordeno tratando de liberar mis
muñecas de su agarre.
—¿Tanto poder crees tener sobre mí que esperas que haga
lo que me pidas sin rechistar?
—Sí —respondo, esta vez con más convicción en el tono
de la que siento en verdad.
El pecho de Dan se expande en una respiración profunda
y luego, sin más, me suelta y da un paso atrás.
—Bien, eso era justo lo que quería hacerte entender —
comenta y me quedo de piedra al comprender que todo ha sido
una pequeña representación por su parte—. Lo siento —añade
contrito al ver cómo me froto las muñecas algo doloridas por
la fuerza de su agarre.
El tiovivo de emociones que acabo de experimentar se
transforma en cabreo.
Estoy tan cansada de poner la otra mejilla que algo se
rebela dentro de mí.
—Me has hecho daño —espeto y no hablo del dolor de
mis muñecas. Planto las manos sobre su pecho desnudo y lo
empujo con todas mis fuerzas, lo que se traduce en que da un
paso hacia atrás y creo que solo porque lo he pillado
desprevenido. Salvo esa pequeña distancia y lo vuelvo a
encarar.
»Me has estado mintiendo. —Otro empujón rabioso. Otro
paso hacia atrás de Dan. Un paso adelante mío.
»Me has asustado —le acuso. Lo empujo de nuevo y
vuelve a retroceder para dejarme avanzar. Creo que ahora se
muestra dócil para compensarme por haberse impuesto
físicamente a mí antes.
»Me has excitado en contra de mi voluntad —le recrimino
con otro empellón. Esta vez, al dar otro paso hacia atrás,
tropieza con el sofá y cae encima de él.
»¿Te haces una idea de lo humillante que es no poder
controlar las reacciones de tu cuerpo? —farfullo avergonzada.
—Créeme, sí —rezonga él con ironía entretanto cabecea
hacia su regazo. Su miembro se alza de forma impúdica
tensando la tela de sus calzoncillos—. Desde los catorce años
mi cuerpo ha reaccionado así a tu cercanía. Se suponía que era
algo normal para un adolescente, pero… mírame. Con treinta y
cinco años y todavía no he conseguido controlar mi polla
cuando te tengo cerca.
Antes de que pueda oponerme, planta sus grandes manos
sobre mis caderas y me lleva hacia él, hasta quedar a
horcajadas sobre sus piernas. Me muerdo el labio cuando
siento su sexo rozando el mío y tengo que hacer un esfuerzo
supremo para no frotarme de forma desvergonzada contra él.
—Dan…
—Sé que lo de espiarte a través de Jess estuvo mal, y te
aseguro que no te volveré a hacer algo así. Sé que te tenía que
haber dicho la verdad sobre mí desde el primer momento, pero
necesitaba que me conocieras para que pudieras darme una
mínima oportunidad. Esa historia que me contaste de Zeus y
Europa me dio la idea, y pensé que sería la mejor forma de
abordarte —añade con una mueca. Parpadeo al darme cuenta
de que yo misma planté la semilla de aquel plan absurdo. La
expresión de Dan se torna mucho más seria.
»Te juro que no te volveré a mentir, pero, por favor, dame
otra oportunidad. Me pondré de rodillas si hace falta para
lograr que me perdones. Me arrastraré ante ti. Lo que
necesites, Amy, pero, por favor… —La voz se le quiebra—.
Por favor, por favor, por favor, no me apartes de tu lado —
murmura con voz rota y los ojos se le vuelven acuosos—. No
sé cómo ser feliz sin ti —añade mientras una lágrima se
desliza por su mejilla, seguida de otra y otra.
Verlo llorar ante mí derrumba por completo el muro de
ladrillos que había construido alrededor de mi corazón. Tal vez
no debería perdonarlo con tanta facilidad, pero supongo que es
parte de mi esencia como persona. Por mucho que quiera
hacerme la dura, mi corazón es blando. Así que sí, lo perdono,
como también soy consciente de que terminaré perdonando a
Jess con el tiempo.
Con la esperanza de detener su llanto, cojo su rostro entre
las manos y lo beso.
Un beso lento que sabe a lágrimas y a redención.
Pensé que Dan tomaría el control enseguida de la
situación, como es habitual en él, pero, para mi sorpresa, me
deja a mí llevar la batuta del beso y de todo lo demás.
Soy yo la que profundiza en su boca mientras mis dedos
se hunden en su cabello.
Soy yo la que mueve las caderas buscando la fricción de
nuestros cuerpos.
Soy yo la que desnuda su miembro y echo a un lado mis
braguitas para poder empalarme centímetro a centímetro en su
dureza.
Soy yo la que le ofrece mis pechos para que los lama y
mordisquee.
Soy yo la que cabalgo sobre sus caderas hasta que
alcanzamos juntos el orgasmo.
Sin embargo, es él el que me abraza después mientras
recupero la respiración desplomada sobre su pecho. Cierro los
ojos y lanzo un pequeño suspiro. Me siento tan segura y
protegida entre sus brazos… Pertenencia. Esa es la palabra.
Solo la he sentido con Rafael y con Dan. Aunque, claro, son la
misma persona. Todavía estoy procesando el descubrimiento.
De pronto, caigo en la cuenta de algo.
—Si tú no moriste en el incendio, ¿de quién era el cuerpo
que se halló?
Dan se tensa debajo de mí.
—De Leandro Guzmán —murmura finalmente.
Tengo que hacer memoria antes de visualizar el rostro de
un chico atractivo que estuvo trabajando en el rancho durante
un tiempo. Recuerdo que lo usé para dar celos a Rafael con él.
—Pero él se fue del rancho. No pasó el periodo de prueba.
—Regresó y amenazó con hacerte daño.
Me contó que Leandro había visto la C que tenía grabada
en el pecho, que había avisado a su abuelo y que lo habían
emboscado en el rancho.
No sé lo que me impresiona más de la historia, que el
abuelo de Dan fuese capaz de marcar a su nieto como si fuese
una res, algo que por otro lado fue solo una gota más en un
mar de maltratos, o que Dan me acabe de confesar que le clavó
un cuchillo a Leandro.
—¿Lo… mataste? —jadeo.
—Sí, y no me arrepiento —responde Dan con un brillo
acerado en la mirada.
Siento un escalofrío al recordar lo que dijo: «¿Sabes cómo
pude sobrevivir, Amy? Convirtiéndome en el peor de todos».
Es como recibir un chorro de agua fría cuando tu cuerpo
está envuelto en la calidez del sol. La realidad me golpea en la
cara con fuerza.
¿Cómo he podido pasar por alto el tipo de hombre que me
ha dicho que es? ¿A cuántas personas habrá matado?
—¿Sigues perteneciendo al cártel de tu abuelo? —
inquiero mientras me bajo de su regazo. De pronto, siento la
necesidad de tomar un poco de distancia con él para pensar
con claridad, algo imposible cuando me toca.
—No, dejé el cártel después de salir de la cárcel.
Otra revelación que me llena de incertidumbre. Lo miro
de hito en hito.
—¿Has estado en la cárcel? —farfullo.
—Pasé tres años en el penal de Topo Chico por un cargo
de agresión —explica—. Me has pedido la verdad y te la voy a
dar: como miembro destacado dentro del cártel, hice muchas
cosas inmorales, pero todo eso quedó atrás. Desde que salí de
la cárcel hace ocho años, me he esforzado por llevar una vida
dentro de la legalidad.
«Cosas inmorales» comprendía un abanico muy extenso
de todo tipo de vilezas. Sé que es mejor pasarlo por alto, pero
necesito saber más. Dan me ha mostrado lo mejor de sí en
estas semanas, el toro manso que yo necesitaba; sin embargo,
quiero conocer al verdadero Dan. Sin filtros.
—Me has dicho que nunca has violado a una mujer.
—Nunca.
—Pero… ¿qué otras cosas has hecho, Dan?
Un músculo vibra en su mandíbula.
—Trafiqué con drogas, robé, extorsioné, maté…
—¿Has matado a muchas personas?
—Sí, pero solo en defensa propia o a gente que lo
merecía. —Me mira de forma intensa y hace una mueca—.
Puedo darte una lista detallada de todos mis pecados si eso te
ayuda a decidir si soy digno o indigno de formar parte de tu
vida —añade mordaz, aunque puedo ver la tristeza en sus ojos,
y eso me provoca un pequeño vuelco en el corazón.
—No se trata de que seas digno o indigno.
—¿De qué entonces?
—No es una decisión que me afecte solo a mí. Tengo que
pensar también en mi hija. Si lo nuestro sigue adelante, serás
su figura paterna.
—Y crees que sería un mal padre para Rachel —musita
Dan en tono quedo.
—No lo sé —respondo con sinceridad.
—Entiendo —gruñe y empieza a vestirse con
movimientos tensos.
Lo observo en silencio, aunque no consigo decidir si está
enfadado o dolido. Tal vez las dos cosas.
Mi corazón me impulsa a salvar la distancia que nos
separa y abrazarlo. Decirle que es más que digno de formar
parte de mi vida, que lo amo y que en el fondo creo que sería
un buen padre para Rachel, pero mi cerebro me detiene.
En el pasado, guiarme por el corazón no siempre me
ayudó a tomar buenas decisiones, así que me contengo.
Dan se viste sin decir nada, me dirige una última mirada
que no consigo descifrar y se dirige hacia la puerta.
—Avísame cuando te hayas decidido —murmura sin
mirarme.
Aprieto los puños para no extender las manos hacia él.
Me muerdo el labio para no decir las palabras que pugnan
por salir de mi boca.
Y dejo que se vaya sin impedirlo.
CAPÍTULO 29
Amanda

P
ese a mis buenas intenciones de regresar a casa cuando
estuviera más recompuesta anímicamente, cruzo el
umbral con la garganta cerrada y los ojos anegados en
lágrimas.
—¡Por fin! —exclama Carmen desde la cocina—. El
mensaje que me has enviado decía que ibas a llegar tarde, pero
no sabía cuánto, así que he seguido con el horario normal de
Rachel y ya está dormida. Te he guardado cena porque no
sabía si… —Se calla de repente al verme aparecer. Supongo
que debo de tener un aspecto horrible. Todo el trayecto de la
galería hasta aquí lo he pasado llorando y no soy de las
mujeres a las que les sienta bien llorar. Mis ojos se hinchan
enseguida y la nariz se me enrojece tanto como las mejillas.
»¿Qué pasa, mi niña?
—Hay algo que tienes que saber. Algo increíble. —Mi
voz sale entrecortada por los nervios. Tomo aire y suelto—:
Dan es Rafael. —Esperaba una reacción de estupor.
Incredulidad. Negación. No sé, cualquier cosa que evidenciase
asombro. Sin embargo, el rostro de Carmen me desconcierta
por su impasibilidad. Algo que solo es posible si…
»Lo sabías —deduzco finalmente y no puedo evitar el
tono acusatorio en mi voz. ¿Qué demonios está ocurriendo?
¿Es que toda la gente que me rodea ha conspirado contra mí?
Dan, Jess y ahora Carmen. La mujer asiente contrita.
»¿Desde cuándo?
—Lo supe cuando vino aquí a comer. Me fijé en pequeños
detalles que eran propios de Rafael y empecé a sospechar. Más
tarde, cuando tú te fuiste al baño con Rachel, lo encaré, y él
me lo confesó.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Lo siento mucho, mi niña, pero no me correspondía a
mí hacerlo. Me pidió un poco de tiempo, y quedamos en que te
lo contaría después de la inauguración de la galería. —La
sensación de traición se mitiga al escuchar su razonamiento.
»¿Estás bien? —añade Carmen acercándose a mí.
—No —respondo y, en cuanto me abraza, rompo a llorar.
***
Media hora después, me siento más tranquila, aunque la
sensación de vacío que noto dentro de mí no se me va. Carmen
me ha preparado una tila y estoy en la mesa de la cocina
bebiéndola despacio mientras ella me observa con
preocupación.
—No sé qué hacer, Carmen. Estoy enamorada de él,
pero…
—¿Te da miedo que la violencia que ha vivido pueda
haber hecho de él un hombre imposible de redimir?
—Me dan miedo las posibles secuelas que le haya podido
dejar, y no hablo de las cicatrices. Un hombre que ha sufrido
semejante infierno, y que ha hecho cosas tan cuestionables,
¿puede luego adaptarse a una vida normal?
Carmen me mira con fijeza por unos segundos.
—Mi niña, ¿crees que yo he llevado esa vida «normal» a
la que te refieres?
—Supongo que sí —respondo con cautela, pues la
pregunta me ha descolocado un poco. Hasta donde yo sé,
Carmen ha tenido una vida bastante convencional: un
matrimonio feliz, un trabajo que le gusta y amigos que la
adoran.
—¿Y si te dijera que mi vida antes de conocer a Raúl no
distaba mucho de la de Dan?
—¿Qué quieres decir?
—Mis padres tuvieron siete hijos, cinco niños y dos niñas.
Vivíamos en Guadalajara y nuestra situación era muy precaria.
Cuando se les hizo muy difícil alimentarnos a todos,
decidieron vendernos a mi hermana y a mí al cártel de la zona.
No éramos más que dos crías: mi hermana tenía catorce años y
yo, doce. Dos corderitos entre una manada de lobos. —La
miro con horror al imaginar la situación.
»Te garantizo que cualquier cosa que puedas imaginar no
se acerca a lo que sufrimos allí —comenta en tono apagado—.
Fuimos sus esclavas en todos los sentidos. Limpiábamos,
cocinábamos y también nos violaban cada vez que les
apetecía. Me encontré en situaciones en las que tuve que matar
y lo hice. Sin remordimientos —confiesa y su voz no tiembla
en ningún momento. Es como si estuviese relatando la vida de
otra persona.
»Con el tiempo, nos reclutaron para hacer de mulas. No
nos dieron ninguna opción a negarnos —prosigue relatando—.
¿Sabes lo humillante y turbador que es que te metan bolsitas
llenas de cocaína en el ano y en la vagina? Era como tener una
bomba dentro. Si alguna se rompía, morías por sobredosis. Es
lo más aterrador que he hecho nunca. Saber que tu vida vale
menos que la droga que llevas dentro, y que si algo sale mal
puedes acabar muerta o en la cárcel. Nunca fue por dinero,
sino por sobrevivir. Yo lo conseguí. Sobreviví. Mi hermana…
no tuvo mi suerte —agrega y ahí sí su voz se quiebra por un
segundo.
—¿Cómo lograste dejar atrás aquello?
—Después de que mi hermana muriera, ya no tenían nada
con lo que retenerme, así que escapé y me fui a Estados
Unidos esperando tener una vida mejor. Sin embargo, no fue
fácil. Tuve que vender mi cuerpo para poder comer y acabé
trabajando para un proxeneta en Los Ángeles. El tipo resultó
ser un monstruo, así que fue como salir de la sartén para
acabar en el fuego. Una noche se le fue la mano y me dio tal
paliza que me dio por muerta. Raúl me encontró tirada en un
callejón y me salvó. Ya sabes que siempre iba rescatando
animales heridos —añade con humor negro—. Por aquel
entonces, era capataz en un rancho en California. Pagó las
facturas médicas y me ofreció trabajo como cocinera. No te
haces una idea de lo que me costó aceptar su amabilidad —
relata con una mueca—. Ni siquiera tenía veinte años, y ya me
consideraba un despojo humano. Me sentía sucia y rota.
Indigna. —Las palabras de Dan se deslizan en mi mente:
«Puedo darte una lista detallada de todos mis pecados si eso te
ayuda a decidir si soy digno o indigno de formar parte de tu
vida».
»Si logré vivir con la normalidad de la que hablas, fue
porque Raúl me ofreció su amor incondicional. Apostó por mí
y me ayudó a sanar en cuerpo y alma. Incluso cuando nos
enteramos de que la paliza que me dieron imposibilitaba que
pudiera concebir, no se apartó de mi lado. Me amó hasta el
final. —Se me llenan los ojos de lágrimas. La conozco de toda
la vida y, aunque siempre ha hablado poco de su pasado, nunca
había imaginado algo así.
»Por eso acogimos a Rafael. Los dos nos sentíamos muy
identificados con él y queríamos darle una oportunidad en la
vida —explica—. Ya sabes cómo era al principio: tenía
impulsos violentos, pero, en cuanto se sintió seguro con
nosotros y querido, cambió. Puede que en ocasiones se
mostrara hosco, pero el chico tenía buen corazón. Tú más que
nadie lo sabe.
Asiento recordando el pasado y extendiendo mis
pensamientos hacia el presente. Carmen está en lo cierto.
Siendo Rafael, al principio se mostraba desconfiado e incluso
me hizo cosas cuestionables, como la vez en que me empujó al
lago. Sin embargo, con el tiempo, me mostró su lado dulce y
protector. Siendo Dan, siempre me ha tratado con respeto y me
ha dado su apoyo en todo. Nunca ha tenido ningún gesto
violento hacia mí (quitando la escenita de hoy, que fue puro
teatro).
—Raúl siempre me dijo que no debía dejar que mi pasado
definiera mi futuro y también se lo decía a él —comenta
Carmen—. Creo firmemente que ciertas personas son capaces
de redimirse, y tengo el presentimiento de que Dan es una de
ellas —afirma—. Dale el beneficio de la duda y no lo
descartes solo por su pasado. Permítele demostrarte que
merece una oportunidad. El amor es el mayor redentor, y si de
algo estoy segura, mi niña, es de que los dos os habéis querido
siempre —concluye y me besa la frente antes de dejarme sola
para que medite mi decisión.
Respiro hondo varias veces mientras las palabras de
Carmen van penetrando en mi interior y apaciguan mis
miedos. Estoy enamorada de él, de eso no tengo duda, y estoy
convencida de que él también me ama a mí. Así pues, si en
verdad Dan ya no está dentro del cártel y ha rehecho su vida,
¿por qué no darle una oportunidad?
No se me va de la cabeza la última mirada que me dedicó
antes de irse de mi despacho. No he conseguido descifrar del
todo su significado, pero, por la forma en que hundía los
hombros, parecía derrotado, como si hubiese perdido cualquier
esperanza conmigo.
Lo imagino solo en esa casa tan hermosa que construyó
para mí y mi desazón aumenta. Tal vez podría escribirle un
mensaje para decirle si quedamos mañana para vernos.
Después de todo, solo si paso tiempo con él podré saber si ha
dejado atrás su pasado violento. Si en verdad el hombre tierno,
generoso y apasionado que he conocido estas últimas semanas
es real.
Cojo el móvil y me muerdo el labio mientras pienso en lo
que voy a escribir.
De pronto, veo el rostro de Noah en la pantalla. Por fin me
está devolviendo la llamada.
—A buenas horas —rezongo a modo de saludo—. Te
he…
—¿Estás con Dan? —corta Noah sin rodeos.
—No, estoy en casa.
—Menos mal —musita con alivio.
—¿Qué ocurre?
—No quiero que te vuelvas a acercar a él, ¿me oyes? No
es el hombre que crees conocer, Amy.
Nunca he sido de las que se rebelan ante la autoridad,
pero, en este momento, su tono autocrático me molesta más de
lo normal.
—Ya lo sé todo sobre él, Noah. Me lo ha confesado justo
esta tarde. Y todavía no tengo claro si quiero dejar de verlo.
Estoy pensando en darle una oportunidad.
—No me jodas, Amy —suelta Noah en tono incrédulo—.
No sé qué te habrá contado, pero es un puto asesino.
—Sé que ha matado a gente, pero solo en defensa propia o
si lo merecían.
—¿Eso es lo que te ha dicho? —resopla con desprecio—.
Miente, Amy. Ha matado a familias enteras. Mujeres. Niños.
Casi se me cae el teléfono de las manos.
—No puede ser —susurro con voz desgarrada. No me
puedo haber equivocado tanto con él, ¿verdad?
—Escúchame, Amy. Estoy en Reynosa, a punto de coger
un avión hacia Dallas. Llegaré a tu casa en un par de horas.
Espérame despierta. Tengo mucho que contarte.
Su voz me llega como un eco lejano. Estoy tan
conmocionada que permanezco con el teléfono pegado al oído
aun después de que Noah haya cortado la llamada.
Mujeres.
Niños.
Dan ha matado a niños.
***
Cuando Noah entra en mi apartamento dos horas después, lo
veo cansado y tenso. Es evidente que anoche no durmió. Tiene
el cabello despeinado, como si se hubiese pasado la mano por
él demasiadas veces, ojeras y la mandíbula oscurecida por la
barba incipiente. Va vestido de modo informal y sin marcas
visibles, algo inteligente para no llamar la atención en su viaje.
También lleva una carpeta negra bajo el brazo, aunque no le
presto demasiada atención.
Desde su llamada, creo haber dejado un surco en el suelo
del salón de las veces que he andado de un lado a otro
mientras ponía en orden toda la información que poseía y,
sobre todo, mis emociones.
Estoy de los nervios, pero tengo una cosa clara.
—Dan no ha podido hacer eso que dices —declaro sin
titubeos.
Lo he pensado mucho y no concibo que sea capaz de
matar a un niño indefenso. No el hombre que creo haber
llegado a conocer.
—Sé que siempre tratas de ver el lado bueno de la gente,
cielo, pero te digo que Dan Ventura es un cabronazo y un
asesino. Ni te imaginas las cosas que Smith y yo hemos
descubierto de él.
—¿Por eso has ido a México? ¿Para investigarlo?
—Me quedé inquieto después de lo que me contaste sobre
Ana y fui al restaurante en el que trabaja a hablar con ella —
relata—. Estaba tan asustada que al principio no quiso soltar
palabra, incluso intentó escapar de mí, pero al final la
convencí de que la protegería. Entonces, sí, empezó a hablar.
Me explicó que su madre había trabajado como mula para el
Cártel de Comales, asentado en Tamaulipas, llevando droga de
allí a Texas, pero que la habían detenido en uno de sus viajes y
ahora estaba en la Cárcel del Condado de Dallas. Ana decidió
venir a Estados Unidos para estar cerca de ella.
»Me contó que los Ventura habían dirigido el cártel desde
sus comienzos, que ahora el jefe era un tal Héctor Ventura, al
que llaman Diablo, y que Dan se parecía tanto a él que era
imposible que no fuesen familia. De hecho, cree que él es
Danger.
—¿Danger? —repito y no se me pasa por alto el
significado: peligro.
—Es el apodo que tenía el nieto del antiguo jefe del cártel
y que es primo de Héctor. Al parecer era toda una leyenda y no
en el buen sentido. Tenía ese apodo porque era letal. Su abuelo
lo usaba como arma para exterminar a cualquiera que
supusiera un peligro para el cártel. Según parece, Danger
escarmentó a varios policías fronterizos que no se dejaban
sobornar. Los mató junto a sus familias y quemó sus casas.
»¿Adivinas cuál era el nombre real de Danger? Daniel
Ventura —responde él mismo a su pregunta.
Las palabras de Dan resuenan en mi mente: «Ya te conté
que mi abuelo no era un buen hombre. Era violento y se
rodeaba de gente violenta. Mataban, violaban, robaban,
extorsionaban y traficaban con drogas. Él era el jefe del Cártel
de Comales, y yo, su heredero». Aun así, me resisto a creer
que haya podido matar a los policías y a sus familias.
—¿Tienes pruebas de que fuera él el que matara a esas
familias? —inquiero.
—Ni cadáveres ni testigos ni pruebas. Solo rumores —
añade pasándose la mano por el cabello oscuro con frustración
—. Smith ha movido hilos para comprobar las bases de datos
de la FGR, la DEA y el FBI, y el nombre de Daniel Ventura no
aparece en ningún sitio. Es como si alguien hubiese borrado su
huella digital. Smith asegura que debe de haber recurrido a
algún hacker. Uno jodidamente bueno. Por eso fuimos a
México, esperando hallar informes en algún archivo físico de
la policía de allí.
—¿Encontrasteis algo?
—Nada. Creo que alguien los hizo desaparecer también.
Algo que supongo que no es difícil si se tiene dinero y
contactos, y los Ventura, según parece, son los dueños de
aquella zona.
»Sin embargo, conocimos a un policía fronterizo en
Reynosa que estuvo más que encantado de contarnos lo que
sabía de Danger a cambio de una pequeña compensación
económica. Aunque tampoco me extrañaría que el tipo fuese el
que hiciera desaparecer los antiguos informes —añade con una
mueca—. Parecía capaz de vender a su madre por un soborno
fuera de quien fuese.
—¿Qué te dijo ese hombre? —azuzo impaciente.
—Que además de ser el nieto de Ezequiel Ventura, el
anterior jefe del Cártel de Comales, Dan era uno de sus
sicarios más temidos. Pese a que estaba en el punto de mira de
las autoridades, nunca pudieron recabar pruebas contra él para
inculparle por asesinato o tráfico de drogas. Sin embargo,
estando en Monterrey, se emborrachó y agredió a un hombre
de forma pública, así que pudieron condenarle a tres años de
cárcel. Poco antes de quedar libre, su abuelo murió. Se
pensaba que Dan tomaría el control del cártel en cuanto saliera
de la cárcel, pero sorprendió a todos cediendo la jefatura a su
primo Héctor y luego desapareció. No se le ha vuelto a ver por
allí desde entonces.
—Lo que Dan me ha contado esta tarde cuadra con lo que
me estás diciendo —musito reflexiva mientras me dejo caer en
el sofá, pues ahora mismo siento las piernas temblando de algo
parecido al alivio. Al menos, no me ha mentido en nada de eso
—. Me confesó que su familia pertenecía a un cártel, que
estuvo en la cárcel y que ya se ha desvinculado de esa vida.
Creo que Noah se da cuenta del alivio de mi voz porque
su rostro se endurece.
—Joder, Amy, ¿es que no me has escuchado? ¡Ese
hombre es un puto asesino de mujeres y niños! —Creo que ve
la duda en mi rostro porque deja escapar un taco bastante
grosero y me lanza en el regazo la carpeta que tiene en la
mano—. Es absurdo que busques el lado bueno de ese tipo
cuando no lo tiene. Mira las fotos y dime qué clase de
monstruo ha podido matar a sangre fría a esas familias.
Abro la carpeta con manos temblorosas y un nudo en el
estómago.
Hay copias de lo que parecen ser noticias de algún
periódico local. Leo el primer titular:
Incendio arrasa vivienda. No hay ni rastro de la familia
ocupante. Se teme que haya sido escarmentada por el cártel
narcotraficante de la zona.

Va acompañada por una pequeña foto de la familia. Un


hombre, una mujer y dos preciosas niñas, una de ellas no
mucho mayor que Rachel.
El nudo en el estómago se hace más grande cuando paso a
la segunda noticia, con un titular parecido, pero esta vez
acompañado de una foto de un hombre, una mujer y tres
chiquillos.
Cuando paso al tercer titular estoy a punto de vomitar:
Policía local y su familia desaparecidos. Sus conocidos temen
que hayan sido asesinados por el Cártel de Comales.

Observo la foto en blanco y negro, horrorizada, al ver a


una embarazada junto a dos niños pequeños. Sin embargo,
frunzo el ceño porque hay algo en ella que me resulta familiar.
Entonces, me fijo en la foto del policía y parpadeo al
reconocerlo sin lugar a duda: puede que tenga un corte de pelo
diferente y lleve barba, pero es Mathew Cross, el amigo de
Dan.
Vuelvo a mirar a la mujer embarazada y reconozco a
Elena. Lleva el cabello de su castaño natural en lugar de teñido
de rubio, pero es ella.
Me viene a la mente la conversación que tuvimos en el
cumpleaños de su hijo:
—Dan es la prueba viviente de que las apariencias
engañan. Puede parecer un tipo duro por fuera y en algunos
aspectos supongo que lo es de verdad, pero tiene un corazón
de oro. Si no fuera por él…
—Si no fuese por él, ¿qué?
—Solo puedo decirte que es el padrino de mi hijo Daniel
y le pusimos ese nombre en su honor por todo lo que hizo para
ayudarnos en un momento difícil para nuestra familia. Le
debemos mucho, y me alegra un montón ver que por fin está
con la persona de sus sueños y es feliz.
Miro la fecha. La noticia es de hace algo más de doce
años. Justo los años que cumplía su hijo Daniel, así que intuyo
que debe de ser el bebé que lleva en el vientre. De hecho,
aseguraría que los dos pequeños que aparecen en la imagen
son sus hermanos mayores.
Leo la noticia. Pone que el policía se llamaba Mateo Cruz
y que tenía fama de ser incorruptible, y que su mujer era una
profesora de Música muy querida en el pueblo donde vivían.
Mateo Cruz. Mathew Cross. Hago una mueca. No se
calentó mucho al cambiar de nombre.
—¿Qué ocurre? —pregunta Noah.
—Conozco a esta familia y te aseguro que no han muerto
—comento tendiéndole la copia de la noticia—. De hecho,
Mat es el jefe de seguridad de Dan.
—No es posible —masculla Noah mientras coge la hoja y
la lee de forma detenida.
—Te digo que sí —musito y vuelvo a fijarme en las de las
otras familias. Para mi sorpresa, reconozco a dos más que
estaban en la fiesta de cumpleaños a la que asistí con Dan. El
nudo del estómago se me diluye y el corazón me empieza a
latir con fuerza.
»Mira, desconozco los detalles, pero creo que Dan fingió
la muerte de estas personas y los ayudó a empezar una nueva
vida en Estados Unidos —declaro guiada por una corazonada.
»Y no, no me digas que estoy loca sin comprobar lo que
te digo —le corto cuando lo veo abrir la boca para replicar—.
Supongo que a Smith no le costará nada verificarlo.
Me levanto del sofá, incapaz de permanecer por más
tiempo sentada. Siento el cuerpo vibrando de emoción, pero
esta vez de la buena. Me acerco a mi hermano y le doy un
abrazo que lo pilla desprevenido porque da un respingo.
—Gracias por abrirme los ojos.
—¿En qué sentido?
—Estaba dudando sobre él, pero, si lo que creo es cierto,
Dan no es el monstruo que temía. De hecho, es mejor persona
incluso de lo que esperaba.
—No tomes conclusiones precipitadas. Hasta que Smith
no compruebe lo que me has dicho, no quiero que te acerques
a él.
—Pues espero que lo compruebe en los próximos veinte
minutos porque, si a Carmen no le importa quedarse esta
noche con Rachel, voy a ir ahora a su casa a verlo —repongo
decidida.
—No me importa en absoluto —interviene Carmen desde
la puerta. No sé cuánto ha escuchado, pero su amago de
sonrisa es todo lo que necesito para saber que me apoya
completamente.
—Amy… —empieza a decir mi hermano.
—La he cagado con él, Noah —le interrumpo antes de
que me dé una charla sobre mi actitud impulsiva—. Le pedí
sinceridad y cuando fue sincero le hice sentir que no era lo
suficientemente bueno como para formar parte de mi vida.
Puede que no sea un santo, y haya hecho cosas reprochables,
pero no ha parado de demostrarme una y otra vez que me ama.
Y sí, te puedo asegurar que lo amo tanto como para darle una
oportunidad. Así que haz lo que tengas que hacer mientras yo
trato de tomar las riendas de mi felicidad otra vez.
—Al menos deja que te lleve.
—Tranquilo, ya sabes que prefiero conducir —replico y le
doy un beso en la mejilla a modo de despedida.
No obstante, cuando el ascensor me deja en el piso
subterráneo en el que está ubicado el garaje del edificio, siento
un poco de aprensión ante el silencio reinante. Son las doce de
la noche y no se ve ni un alma entre el mar de vehículos de
lujo que llenan el lugar.
Noah ha puesto a mi disposición un chófer que hace las
veces de guardaespaldas, como Smith, pero yo soy reacia a
tomarlo como rutina y solo lo llamo en contadas ocasiones.
Me gusta sentirme normal y, dentro de esa normalidad, está la
de conducir mi propio coche. Solo veo necesario el uso de un
chófer en ciertos momentos puntuales, pero no en mi día a día.
Así pues, me dirijo a paso rápido hacia mi Mercedes GLS.
Me encanta conducirlo. Es amplio, cómodo y lujoso. Además,
lo compré en tono antracita para que resultase más discreto.
Los tacones de mis botas camperas repiquetean en el
silencio y, no sé por qué, eso me intranquiliza. De repente, me
siento en una de esas escenas de película en la que alguien
acecha a la mujer en el garaje. Miro a mi alrededor con
nerviosismo y acelero el paso.
Ni siquiera tengo que sacar la llave. Mi coche cuenta con
el sistema Keyless-Go, por lo que solo con tocar la manilla se
abre, pues detecta que llevo la llave encima. Subo y solo
cuando activo el cierre me siento aliviada.
Entonces, dejo escapar una risita. Por Dios, es ridículo
que me haya asustado de esa forma por cruzar un garaje. Los
nervios del día me han afectado más de lo esperado.
Arranco y me dirijo a la garita de seguridad de la puerta
de acceso al parking. El vigilante me reconoce, me saluda y
levanta la barrera para que pueda salir del edificio.
Enfilo por la calle mientras tamborileo con los dedos en el
volante. Estoy impaciente por verlo. Por suerte, es medianoche
y el tráfico es muy fluido, así que no tardaré mucho en llegar a
casa de Dan.
Después de unos minutos, se me ocurre que debería
llamarlo para decirle que voy hacia allí. Presentarme así sin
avisar… Además, puede que ni siquiera esté. A lo mejor ha
vuelto a Houston.
Me detengo en un semáforo mientras pido al asistente del
coche que llame a Dan. Escucho una grabación diciendo que el
teléfono se encuentra desconectado y que deje un mensaje en
el buzón de voz, así que tomo aire y empiezo a hablar con voz
temblorosa:
—Dan, soy Amy. Voy hacia tu casa. Espero que puedas
recibirme, a pesar de las horas, porque me gustaría… —Suelto
un jadeo cuando, de pronto, algo impacta contra mi coche por
detrás—. ¡Qué demonios! —mascullo mirando por el espejo
retrovisor. Solo veo las luces de unos faros, pero es evidente
que alguien ha chocado conmigo—. Mecachis. Dan, otro
vehículo me ha golpeado por detrás —comento al darme
cuenta de que se sigue grabando mi voz—. Iré hacia allá en
cuanto lo solucione —añado y termino la llamada.
Salgo del vehículo al mismo tiempo que un hombre
desciende del otro. Se trata de un tipo rubio de unos cuarenta
años y de rostro agradable. Aun así, me acerco a él con
precaución porque la calle en la que estamos está desierta.
—Lo siento mucho, señorita —comenta contrito y solo
entonces me relajo porque parece educado—. Iba despistado y
no me he dado cuenta de que se había detenido.
—No pasa nada, a todos nos puede ocurrir —comento
restándole importancia—. Tampoco es que el golpe haya sido
fuerte. Como mucho tendré el parachoques trasero algo
abollado y para eso están los seguros. Lo importante es que
ninguno de los dos nos hayamos hecho daño —añado.
El hombre me mira con sorpresa y sonríe de una manera
encantadora que deja entrever sus hoyuelos.
—Vaya, señorita Grayson, realmente es usted tan buena
como me ha contado su exmarido. —Todavía estoy
procesando esa frase cuando se me acerca—. Casi me sabe
mal tener que hacer esto.
Un instante después, siento un pinchazo en el cuello y
todo empieza a verse borroso y confuso. Cuando pierdo el
conocimiento, el hombre todavía está sonriendo.
CAPÍTULO 30
Dan

U
nas voces lejanas me despiertan. Siento un latido sordo
martilleándome en las sienes y tengo la boca pastosa.
Abro los ojos y los vuelvo a cerrar con un gemido
cuando una puñalada de luz los atraviesa.
Parpadeo con pesadez tratando de aclimatar mi visión y
poco a poco voy tomando conciencia de dónde estoy. Tengo la
mejilla sobre una cálida superficie que plasma el dibujo de un
patrón geométrico en tonos cálidos. La reconozco. Es la
alfombra de mi despacho y parece que estoy tumbado sobre
ella.
¿Cómo demonios he terminado durmiendo en el suelo?
Entonces, los recuerdos de anoche me acribillan de golpe
el cerebro.
Después de separarme de Amy, vine directo a casa y me
bebí una botella entera de whisky. Embotar mis sentidos con
alcohol fue la única forma de no sucumbir a la desesperación y
al miedo. Supongo que perdí el conocimiento en algún
momento o incluso que mi mente embriagada pensara que
dormir sobre la alfombra era más divertido que hacerlo en el
cómodo sofá de al lado. Y ahora, otra vez sobrio, la cruda
realidad me desgarra por dentro.
Creo que la he perdido.
Es imposible que Amy quiera seguir conmigo si piensa
que no soy una buena figura paterna para su hija. Ni siquiera
puedo culparla ni un poquito por ello ni mucho menos odiarla.
Todo lo contrario. Admiro que anteponga el bienestar de su
hija de esa forma, aun sabiendo que me quiere. Y eso es lo
más jodido de todo: saber que me quiere. O al menos me
quería antes de que me sincerara con ella.
La verdad está sobrevalorada y estar sobrio es una puta
mierda.
Miro mi reloj. Son las diez de la mañana. Tendría que ir a
Houston a terminar de solucionar el lío en el que me ha metido
Noah, pero no soporto poner más distancia todavía entre Amy
y yo. Prefiero quedarme en casa y ahogarme en whisky
mientras espero su decisión como un condenado que aguarda
su sentencia.
Me pongo en pie con torpeza y estiro los músculos
agarrotados por haber dormido sobre el suelo. Hacía tiempo
que no me emborrachaba tanto. Cuando bebo, suelo mantener
el control, de lo contrario, me convertiría en un blanco fácil.
Solo lo he perdido una vez antes y lo pagué caro.
Aquel día en cuestión bebí demasiado y estaba tan
cabreado y dolido que perdí el dominio sobre mí mismo y me
lie a golpes con un idiota en una discoteca mientras estaba de
viaje en Monterrey.
Fue el día de la boda de Amy con Robert y pensé que
había perdido toda esperanza de que algún día fuese mía.
Pensar en ella me provoca un vuelco en el corazón.
Necesito más alcohol. Con urgencia.
Doy un paso hacia el mueble-bar cuando vuelvo a
escuchar voces, esta vez más cerca. Discuten furiosas.
Alguien grita mi nombre. Un hombre.
Frunzo el ceño cuando creo reconocer la voz.
¿Noah Grayson?
Los gritos se van acercando. Escucho un par de golpes y
algo de cristal o cerámica que se rompe.
Salgo del despacho y suelto un gruñido ante la escena con
la que me encuentro.
Noah y su guardaespaldas están en el recibidor inmersos
en una pelea con tres hombres de mi equipo de seguridad, y
otra yace en el suelo inconsciente junto a un jarrón roto que
costó un dineral. Mis hombres combaten bien, pero he de
reconocer que Smith es un fuera de serie, y Noah sabe
defenderse.
—¿Se puede saber qué cojones ocurre aquí? —mascullo.
Hoy no tengo paciencia ni estoy de humor para lidiar con
Noah. Mucho menos porque temo la razón de que esté en mi
casa: Amy habrá decidido que no quiere volver a verme, y su
hermanito querido se habrá ofrecido encantado a decírmelo y
asegurarse de que no vuelvo a acercarme a ella.
—Señor Ventura, les he negado la entrada y se han colado
saltando la valla —explica Darío, uno de los vigilantes que
suelen estar apostados en la puerta exterior.
Arqueo una ceja. Me parece un acto un poco peliculero
incluso para ser Noah Grayson.
—¿No podías solicitar una cita como una persona normal?
—rezongo.
—Te he llamado varias veces, pero tienes el móvil
apagado —repone Noah. No miente porque recuerdo que lo
apagué al llegar a casa y lo metí en un cajón de mi escritorio
por si se me ocurría llamar a Amy borracho y rogarle que me
diera una oportunidad.
»Solo quiero ver a mi hermana —gruñe.
—Ya le hemos dicho que no se encuentra en la casa —
interviene Darío.
—Y yo os he dicho que prefería comprobarlo por mí
mismo.
—Comprueba lo que quieras, pero Amy no está —
comento con voz seca—. Ayer descubrió ciertas cosas de mi
pasado y…
—Ya sé todas tus mierdas —me corta con un bufido—. Y
todavía no entiendo cómo decidió venir a verte en mitad de la
noche en lugar de poner una orden de alejamiento contra ti.
Tardo unos segundos en procesar sus palabras y me yergo
de golpe.
—¿Qué? Creo que hay un malentendido. Amy no vino a
verme anoche. La última vez que la vi fue en su galería a eso
de las ocho de la tarde. ¿Has hablado con Carmen?
—Carmen es la que me ha alertado esta mañana de que
Amy no ha vuelto a casa y de que no consigue localizarla
porque su móvil está apagado. Está preocupada. Mi hermana
siempre está atenta a su teléfono por si hay alguna emergencia
con Rachel. Y tampoco es de las que pasan la noche fuera y
mucho menos sin avisar.
Eso lo sé muy bien. He intentado que se quede a dormir
conmigo en más de una ocasión y siempre se acaba yendo al
amanecer para estar en casa cuando Rachel despierte. De
cualquier forma, su comunicación con Carmen siempre es muy
fluida y la informa de todos sus pasos para coordinarse con la
niña. Nunca se ausentaría tantas horas sin avisarla. Y que
tenga el móvil apagado es ciertamente inusual.
Siento un cosquilleo de preocupación en el estómago.
—¿Dices que vino a mi casa a medianoche? —pregunto
extrañado, y Noah asiente. Por muy borracho que estuviera, si
hubiese venido, lo recordaría. Miro a Darío—. ¿Hay registro
de que Amanda Grayson quisiera visitarme?
—Ninguno —responde Darío—. Los vigilantes nocturnos
me lo hubiesen notificado de ser así.
—¿Estás seguro de que vino aquí? —insisto dirigiéndome
a Noah.
El rostro del hombre se tensa. Intercambia una mirada
rápida con Smith, y su guardaespaldas frunce el ceño. Creo
que están empezando a creer que en verdad su hermana no está
aquí.
—Eso dijo —murmura y me hace un breve resumen de su
visita a casa de Amy. Esperaba que Noah me hubiese
investigado. Tampoco me sorprende que haya viajado hasta
México para recabar información sobre mí. Lo que sí me
asombra es lo que me cuenta sobre la reacción de ella.
»Afirmó que te amaba lo suficiente como para darte una
oportunidad y que tenía que verte de inmediato para arreglar
las cosas entre vosotros —concluye y por su mueca de
disgusto sé que es contrario a la decisión de Amy.
El corazón me empieza a latir con fuerza y siento un
montón de mariposas en el estómago. Joder, si hasta podría
bailar de felicidad. ¡Mi ángel ha decidido darme una
oportunidad!
Sin embargo, el subidón desaparece al instante cuando
recuerdo por qué está Noah aquí: Amy ha desaparecido.
—Todo está bien, chicos. Podéis volver a vuestros puestos
—indico a mi equipo y luego me dirijo a Noah y Smith—.
Seguidme.
Voy hacia mi despacho con los dos hombres pisándome
los talones y cojo mi móvil del cajón. Cuando lo activo, veo
que tengo un mensaje en el buzón de voz.
«Dan, soy Amy. Voy conduciendo hacia tu casa. Espero
que puedas recibirme, a pesar de las horas, porque me
gustaría… —De pronto se escucha un fuerte golpe—. ¡Qué
demonios! ¡Mecachis! Dan, otro vehículo me ha golpeado por
detrás. Iré hacia allá en cuanto lo solucione».
Mi sensación de ansiedad se vuelve opresiva mientras
vuelvo a reproducir el mensaje, esta vez con el altavoz puesto
para que los otros dos lo escuchen.
—Tuvo un accidente —gruño—. Pero parecía estar bien
—agrego porque ese pequeño detalle es lo único que me
consuela.
—Joder, tuve que haber insistido en acompañarla hasta
aquí —se lamenta Noah, y me abstengo en decirle que sí. No
gano nada haciéndole sentir más culpable.
—Su coche tiene GPS integrado —tercia Smith—. Es
fácil de localizar.
Es bueno que él pueda mantener la mente fría y razone
porque yo ahora mismo estoy tan intranquilo que no consigo
pensar con claridad, y creo que a Noah le pasa lo mismo.
—Bien, vamos —musita Noah. Smith y él se dirigen a la
salida con paso rápido.
»¿A dónde crees que vas tú? —inquiere al darse cuenta de
que les piso los talones.
—Con vosotros.
—Ni hablar.
—O voy con vosotros u os sigo con mi coche, pero no me
voy a quedar aquí cruzado de brazos si tenéis una pista para
localizarla. Créeme que me apetece tan poco como a ti hacer
algo juntos, pero, hasta que Amy no aparezca, sería de tontos
no aunar nuestros esfuerzos por encontrarla —añado en tono
razonable.
—Está bien —concede finalmente Noah—, pero no
estorbes —agrega con desdén solo para tocarme los huevos.
Aprieto los puños. No es el momento de pegarle.
Me la guardo para otra ocasión.
***
Smith localiza el coche de Amy en una calle poco transitada a
medio camino entre su casa y la mía. Está solo a diez minutos
en coche, pero el trayecto hasta allí se hace eterno. Sobre todo,
porque Noah me utiliza como distracción para hacer más
llevadera su preocupación.
—¿Tu socio sabe la clase de persona que eres?
Volteo los ojos. Es la cuarta pregunta que me hace. Las
tres anteriores han tenido que ver con mi pasado y en las tres
he contestado de forma escueta.
¿Por qué salvé a las familias que todos creían que había
asesinado?
Mi respuesta: «Porque no se merecían morir».
¿Por qué me había desvinculado del negocio familiar?
Mi respuesta: «Porque no me interesaba».
¿Cómo logré borrar mis antecedentes penales?
Mi respuesta: «Gracias a un conocido».
Por suerte, todavía no se ha enterado de que en otra época
fui Rafael o habrían sido muchas más.
—Marcos sabe lo suficiente —contesto finalmente.
Noah suelta un gruñido, y yo sonrío. Mis contestaciones
vagas le están molestando y eso mejora mi humor.
Al llegar, vemos que el vehículo está bien aparcado y no
hay ni rastro de ella. Ni bolso ni móvil. El parachoques trasero
está abollado confirmando que alguien la golpeó por detrás,
pero nada más.
Smith mira alrededor analizando el entorno.
—Si tuviéramos acceso a las cámaras de tráfico,
podríamos encontrar alguna pista de su paradero. Tal vez ese
conocido tuyo pueda ayudarnos con eso —comenta
mirándome—. Sería más rápido que ir por el camino legal.
No ha terminado de decirlo cuando ya estoy mandando un
mensaje a Lance Callaghan indicándole el nombre de la calle y
la hora aproximada para que pueda enviarnos las imágenes con
urgencia.
Me contesta que solo tardará cinco minutos, aunque no sé
si es una forma de hablar o es una medida real, así que me
quedo mirando el reloj.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Mi teléfono suena de repente y lo cojo sin mirar, pensando
que es él.
—¿Lo tienes?
—¿A qué te refieres? —La voz de Marcos suena confusa.
—Lo siento, cuate, pero ahora no puedo hablar contigo —
refunfuño—. Estoy esperando…
—Es importante —me corta y me tenso al instante al
escuchar la seriedad en su tono—. Según parece, Robert
Mason ha escapado de la cárcel.
—¡¿Robert Mason se ha fugado?! —repito incrédulo y
siento las miradas de Noah y Smith clavadas en mí—. ¿Cómo
cojones ha pasado eso?
—Al parecer hubo un pequeño motín hace dos noches en
la cárcel, y los presos tomaron el control de uno de los
módulos —explica Marcos—. Cuando por fin se calmaron las
aguas, se dieron cuenta de que faltaban dos presos. Uno de
ellos era Robert Mason y el otro, un tipo mexicano con el que
compartía celda. Han montado dispositivos de búsqueda, pero
se teme que ya puedan estar fuera del país.
—¿Quién era su compañero? —pregunto por pura
curiosidad.
—Hmmm. No lo sé seguro. Tenía un apodo cutre. El
Ganadero o algo así.
—Averígualo y mantenme informado —gruño antes de
colgar.
Casi estampo el móvil contra el suelo de la rabia que
siento por dentro. He sido un verdadero estúpido. Tenía que
haber acabado con ese capullo cuando me enteré de que le
había puesto los cuernos a Amy. Luego me planteé pagar a
alguien para matarlo en la cárcel, pero deseaba hacerlo
personalmente. Al final, decidí esperar a que cumpliera su
sentencia y, cuando quedase libre y estuviese confiado en
retomar su vida, hacerle pagar lentamente por cada lágrima
que había hecho derramar a mi ángel.
—¿Robert Mason se ha fugado? —inquiere Noah
buscando una confirmación a lo que ha escuchado de mi
conversación.
—Eso parece, aunque no sé cómo ha podido hacerlo. Hoy
en día, con los adelantos en seguridad, es casi imposible
escapar de una cárcel a no ser que tengas ayuda externa.
Ayuda profesional —especifico—. ¿Robert tenía algún amigo
importante que pudiera hacerlo?
—Su familia prácticamente lo ha repudiado y no tenía
amigos demasiado íntimos. Tiene un primo, pero es un pelele;
no sabría organizar una fuga —responde Noah. Mira a Smith y
puedo intuir lo que están pensando.
—Es mucha coincidencia que Robert se haya fugado poco
antes de que Amy haya desaparecido —declaro sin rodeos—.
Más después de haberla llamado intentando congraciarse con
ella.
—¿Ese desgraciado llamó a mi hermana? —masculla
Noah sorprendido.
—No te lo contaría para no preocuparte, pero tuvo un
ataque de pánico tras su llamada —revelo. Siento el estómago
revuelto al pensar en que le haya podido llamar más veces y
ella nos lo haya ocultado para no crear revuelo.
»¿Lo ves capaz de organizar un secuestro para sacarte
dinero?
—Ya lo creo que sí —gruñe Noah tensando todo el cuerpo
—. El muy hijo de puta sería capaz de vender a su madre si lo
encuentra beneficioso. Joder. Joder. Joder. Como le haya… —
El tono de mi móvil corta sus palabras.
He recibido un mensaje de Lance Callaghan.
«Creo que esto es lo que estás buscando».
Lo acompaña un vídeo.
En otras circunstancias, sería inaudito que nosotros tres
juntásemos las cabezas para mirar la pequeña pantalla, pero,
cuando pulso el play, nuestros corpachones se apretujan sin
reparos.
El vídeo muestra la imagen en blanco y negro, aunque con
más nitidez de la que había esperado. Enfoca justo el cruce en
el que estábamos. Durante casi un minuto, no vemos nada más
significativo que varios vehículos circular, hasta que, de
pronto, el coche de Amy aparece y se detiene en el semáforo.
Un instante después, otro coche la golpea por detrás.
Amy sale al mismo tiempo que el otro conductor. Se trata
de un hombre rubio demasiado corpulento para ser Robert. Su
actitud no es nada amenazante, y Amy se acerca confiada a él.
Parece que intercambian varias frases antes de que el tipo dé
un par de pasos rápidos y extienda la mano hacia ella. Al
instante, mi ángel se desploma en sus brazos.
Siento que dejo de respirar.
—Cabrón, ¿qué le ha hecho? —farfulla Noah fuera de sí.
—Le ha inyectado algo —murmura Smith en tono tenso.
—¿Quién cojones es ese malnacido? —masculla Noah
poniendo en palabras justo lo que estoy preguntándome ahora
mismo.
Los dedos me cosquillean por la necesidad de coger mi
cuchillo y rajarle el cuello. Y me prometo a mí mismo que lo
haré en cuanto dé con él.
Inspiro y espiro varias veces. Tengo que dejar las
emociones a un lado y mantener la mente fría si quiero serle
de utilidad a Amy.
—Robert no se ensuciaría las manos con un secuestro —
razono—. Debe de haber contratado a alguien.
La pregunta es: ¿a quién?
De momento, no han llamado pidiendo dinero para el
rescate. Estamos en blanco.
Mi móvil vuelve a sonar con otro mensaje entrante. Es
Lance Callaghan otra vez.
«Puede que esto ayude».
Manda una foto. Es una captura ampliada del rostro del
tipo y debe de haberle pasado algún filtro porque tiene la
suficiente nitidez como para ver sus rasgos con detalle. Unos
cuarenta años. Atractivo. Algo en él me resulta familiar,
aunque no consigo ubicarlo.
—Mándame la foto —comenta Smith—. Un amigo del
MI5 puede pasarla por el programa de reconocimiento facial
y… —Mi móvil se pone a sonar cortando sus palabras.
Es una llamada de Marcos.
—Vale, error mío —comenta con una risita—. No es El
Ganadero. Es El Pastor, un tal…
—Diego Suárez —susurro antes que él.
A mi mente llega una serie de flashbacks.
El cuchitril en Nuevo Laredo.
Los tres hombres jóvenes a punto de violar a las tres
chicas.
Yo disparándoles a uno tras otro.
«Nuestro hermano Diego te matará si nos haces daño».
Era una amenaza real. Diego Suárez, el Pastor, era un
psicópata y en aquel momento supe que tomaría represalias
contra el que había matado a sus tres hermanos. Es por ello
que no dejamos testigos.
¿Cómo se habrá enterado de que fui yo?
—¿Lo conoces? —pregunta Marcos y debe de haber
intuido que algo grave ha sucedido porque ha borrado
cualquier atisbo de humor en su voz.
—Es él el que ha secuestrado a Amy —respondo en tono
quedo.
Un frío denso entumece cada uno de mis músculos y
siento que el mundo se tambalea bajo mis pies al darme cuenta
de que, por mucho que Robert Mason pueda estar implicado,
el secuestro de Amy es un acto de venganza contra mí.
—¿Han secuestrado a Amanda Grayson? —inquiere
Marcos.
—Anoche.
—Cogeré el jet y en unas doce horas estaré en Dallas —
masculla—. No hagas tonterías hasta entonces —añade antes
de colgar.
Siento un escalofrío recorrer mi cuerpo al pensar en todo
lo que le puede pasar a Amy en doce horas junto a ese
psicópata. En todo lo que le puede haber pasado ya.
De pronto, Noah se acerca como una tromba y me coge
del suéter, de forma que su rostro queda a escasos centímetros
del mío.
—Es cosa tuya, ¿verdad? Ese Suárez tiene algo que ver
con tu pasado y ha secuestrado a mi hermana por venganza —
deduce.
—Sí.
—Hijo de puta —gruñe justo antes de estamparme el
puño en la mandíbula. Se lo permito. Igual que le permito
darme un segundo golpe en el estómago.
»Sabía que tus mierdas la salpicarían. Nunca debí permitir
que te acercases a ella —añade.
Justo cuando echa el brazo hacia atrás para darme un
tercero, mi móvil vuelve a sonar.
Nos quedamos de piedra al ver el rostro sonriente de Amy
en la pantalla. Es una foto que le hice una de las veces que
llevamos a Rachel al parque, poco antes de la inauguración.
Tenía las mejillas ruborizadas y los ojos brillantes al jugar con
la niña y necesité inmortalizar esa felicidad en una imagen.
—Amy… —susurro al aceptar la llamada y activo el
micrófono para que Noah y Smith también escuchen la
conversación.
—Tu Amy no puede hablar en estos momentos —
comenta una voz en tono animoso—. Tendrás que conformarte
conmigo. ¿Sabes quién soy? —añade juguetón.
—Un cabrón que puede darse por muerto —sentencio con
voz dura.
Suelta una carcajada divertida.
—No esperaba menos del hombre al que llamaban Danger
—rezonga—. ¿De verdad pensaste que quedarías impune
después de matar a mis hermanos? —sisea perdiendo toda
hilaridad—. Debo reconocer que he pasado años frustrado sin
conseguir pistas. ¿Cómo es que nadie había visto nada de lo
sucedido aquella noche? Ni los porteros de la discoteca ni los
trabajadores. Era como si tuviesen miedo a hablar. Y fue eso
mismo lo que me hizo caer en algo. Solo había una familia
más temida en Nuevo Laredo que los Suárez. Los Ventura —
añade con absoluto desprecio.
Smith me hace una señal para que siga dándole
conversación mientras él habla por el móvil con cuidado de no
hacerse oír. Entiendo que uno de sus colegas ingleses está
intentando localizar el origen de la llamada.
—Y, de todos los Ventura, ¿qué te hace pensar que fui yo?
—Hace tres años tuve una charla «amistosa» con uno de
los sicarios del Cártel de Comales. —Por la forma en que
pronuncia la palabra «amistosa», da a entender que fue de todo
menos eso. Supongo que sería una tortura en toda regla—. Un
tal Carlos Menéndez —aclara—. Me costó toda una semana
que confesara. Finalmente, tuve que amputarle los dedos de
los pies uno a uno, y la mitad de una mano antes de que me
contara lo sucedido quince años atrás. Me reveló que habías
matado a mis hermanos para impedir que se divirtieran con
tres zorritas americanas.
»Lo que no conseguí que me dijera fue dónde podía
encontrarte —prosigue diciendo—. Te habías desvinculado del
cártel y nadie sabía de tu paradero. —Solo mi primo Héctor
tenía esa información, y él moriría antes de darla. Ya no tanto
por protegerme como por orgullo.
»Pensé que te habías cambiado de nombre y escondido. Y
cuando ya había perdido toda esperanza de encontrarte,
Bobby, mi compañero de celda, va y me muestra una foto de
su exmujer… contigo. ¡No me digas que no es una jugada
maestra del destino! —exclama con entusiasmo.
»Debo concederte el buen gusto que tienes en mujeres. Yo
también las prefiero con carne donde agarrar. —Aprieto tanto
el teléfono que temo partirlo—. ¡Y menudas tetas!
Noah abre la boca, pero lo acallo con un ademán.
Tapo el micro para que Diego no pueda escucharme y le
susurro:
—Mantén la calma. Cuanto más nos vea perder los
nervios, más disfrutará. No le des ese gusto.
Noah me mira con una mezcla de rabia e impotencia que
muy bien puede equipararse a la que yo estoy sintiendo. Por
un momento creo que me va a mandar a la mierda, sin
embargo, al final asiente y permanece en silencio.
A continuación, quito la mano y me vuelvo a dirigir a
Diego:
—Los Grayson son una familia muy rica. Te
recompensarán muy bien si la liberas sin sufrir ningún daño.
—¿Y tú, Danger?, ¿qué estarías dispuesto a hacer por
ella?
Smith me mira de pronto y alza el pulgar hacia arriba. Ha
localizado la llamada.
—Acabemos de una vez —mascullo sin pérdida de
tiempo—. ¿Qué es lo que quieres?
—A ti. Su vida por la tuya.
—Hecho —acepto sin dudar.
—Bien —ronronea Diego—. No te separes del móvil. En
breve te volveré a llamar con los detalles para el intercambio.
Por cierto, no creo que haga falta que te diga lo que le pasará a
tu chica si se te ocurre llamar a la policía o al FBI para que
intervenga —advierte antes de cortar la llamada.
—Están en México —informa Smith al instante, y Noah
suelta un taco muy impropio de alguien de su educación—. La
señal proviene de una casa en un lugar llamado Rancherías —
especifica.
Lanzo un suspiro de alivio. Rancherías es un pueblo
pequeño a solo veinte minutos de San Andrés.
—Pásame la ubicación —ordeno y al segundo siguiente
ya la tengo en mi móvil.
—Ya he dado orden de que preparen el jet —anuncia
Smith mientras subimos al coche. Su eficiencia me
impresiona.
—Necesito pasar por mi casa antes a coger un par de
cosas que necesito para el viaje. Solo nos llevará un minuto —
agrego al ver que Noah hace amago de protestar.
—Si en verdad estás pensando en huir en cuanto nos
despistemos para salvar el pellejo… —masculla Noah en tono
receloso.
—No voy a huir. Tu hermana es mi prioridad.
Mientras el vehículo avanza, siento su mirada clavada en
mí.
—Te veo muy tranquilo para dirigirte a una muerte segura
—observa y, si me conociera un poco, vería que no es así en
absoluto. Estoy aterrado, no porque yo pueda morir al rescatar
a Amy, sino porque no llegue a tiempo para hacerlo.
»Por lo que he podido deducir, ese hombre es un sádico y
está deseando ponerte las manos encima. Y tú has aceptado
intercambiarte por mi hermana sin vacilar —continúa diciendo
y frunce el ceño como si no terminase de creérselo.
»¿De verdad estás dispuesto a dar tu vida por la suya sin
más? —insiste desconfiado.
—Si es necesario, sí —asevero—. Aunque, la verdad,
espero no tener que llegar a ese punto. Guardo un as en la
manga —añado mientras llamo a la única persona capaz de
llegar hasta Amy antes que nosotros.
Noah estaba en lo cierto: mi pasado ha salpicado a Amy.
No obstante, en mi pasado también está la clave para salvarla.
CAPÍTULO 31
Amanda

A
bro los ojos con lentitud. Siento los párpados tan
pesados que moverlos me supone todo un esfuerzo.
Cuando lo consigo, tardo unos segundos en enfocar la
mirada y ver dónde estoy. En una habitación. Una que no
conozco. Me incorporo despacio y miro a mi alrededor. Es
sencilla, pero está limpia: paredes blancas y desnudas, suelo de
azulejo cocido en tono rojizo, una ventana, una puerta y la
cama en la que estoy tumbada, con sábanas níveas. También
hay una bacinilla en una esquina.
¿Dónde narices me encuentro?
Entonces, en mi mente aparece el rostro sonriente de un
hombre rubio y siento un escalofrío. Lo recuerdo todo al
instante. El golpe en mi coche y el tipo que me clavó algo en
el cuello. Me froto la zona con la mano y siento un pequeño
dolorcillo. No fue un sueño. Me inyectó algún tipo de droga
que me hizo perder el sentido.
Observo mi cuerpo buscando señales de que me haya
podido agredir de alguna forma cuando estaba inconsciente.
Siento alivio al comprobar que sigo vestida con la ropa con la
que salí de casa: unos leggins, una sudadera oversize y las
botas camperas. Si me hubiese violado, no se habría tomado la
molestia de volverme a vestir, ¿verdad? Al menos, eso quiero
creer.
Me levanto con cuidado y me dirijo hacia la ventana con
paso tambaleante. Siento una sensación de mareo y algo de
angustia, ya no sé si por lo que sea que el hombre me inyectó o
por el miedo que estoy empezando a sentir al entender que me
han secuestrado.
Miro a través del cristal para hacerme una idea de mi
ubicación. No estoy en Dallas, eso seguro. La habitación está
en el primer piso de una casa con un jardín amplio y cercado
por un muro de dos metros. Más allá del muro, solo distingo
una extensión infinita de tierra árida. No sé cuánto tiempo
llevo aquí, pero, por la altura del sol, debe de ser mediodía.
De pronto, diviso a un par de hombres con fusiles que
pasean junto al muro. Parecen estar haciendo una ronda para
vigilar el perímetro. Eso me lleva a deducir que no se trata de
un loco que me ha secuestrado. Es un grupo armado.
No sé si mi descubrimiento me alivia o me aterra más.
Mis pensamientos se dirigen a mi familia. Seguro que ya
se han percatado de mi ausencia y estarán preocupados. Y mi
pequeña Rachel… Siento una opresión en el pecho solo de
pensar que puedo no volver a verla.
Voy hacia la puerta con la absurda esperanza de que esté
abierta y pueda salir por ahí. Sin embargo, antes de poder
alcanzarla, oigo pasos que se acercan. Sin pérdida de tiempo,
busco un arma con la que poder defenderme y, a falta de algo
mejor, termino cogiendo la bacinilla, que resulta ser de hierro
y pesa bastante. En cuanto oigo que alguien hace girar una
llave en la cerradura de la puerta, me pego a la pared para
poder sorprenderlo cuando entre.
Contengo el aliento mientras la puerta se abre. A
continuación, un hombre un poco más alto que yo, delgado y
de pelo moreno se adentra en la estancia. Desde donde estoy
no puedo verle la cara, pero debe de tener una expresión de
asombro al ver la cama vacía porque se detiene y exclama:
«¡Qué carajo! Se suponía que estaba aquí».
No pierdo el tiempo y aprovecho su momentánea parálisis
para atacarlo. Me acerco con sigilo a su espalda, alzo el brazo
sujetando bien el asa y con todas mis fuerzas estrello la
bacinilla en su cabeza.
El hombre cae desplomado y la sangre comienza a
extenderse por el suelo.
No me paro a comprobar si lo he matado. Salgo de la
habitación, cierro con la llave que encuentro introducida en la
cerradura y me la guardo en el bolsillo. Observo lo que me
rodea. Estoy al final de un largo pasillo con varias puertas a
los lados. Por suerte, está vacío. Lo recorro con paso rápido en
busca de una escalera por la que bajar y, cuando la encuentro,
desciendo con cautela mientras sigo aferrándome a la bacinilla
como si fuese mi salvavidas. Abajo puedo ver lo que parece un
amplio hall y la puerta de entrada. ¡Bingo!
Cuando estoy llegando al final de la escalera, escucho
unas voces. Parecen dos hombres. Están cerca, posiblemente
en alguna sala que está abierta al vestíbulo. Centro mi atención
en la puerta. Está a unos cinco metros de la escalera. Si soy
rápida y silenciosa, tal vez pueda cruzar el hall y llegar a ella
sin que me vean.
Las voces suben de tono y decido aprovechar que están en
plena discusión para hacer mi movimiento. Me preparo y…
me quedo paralizada al reconocer una de las voces. La más
furiosa.
—¡¿Qué quieres decir con que no has pedido rescate?!
Esa voz la tengo grabada en mi memoria tanto entonando
falsas promesas de amor como críticas destructivas e hirientes.
Robert.
«No puede ser. Debo haber escuchado mal. Mi exmarido
sigue en la cárcel», me digo a mí misma.
De cualquier forma, aguzo el oído tratando de
comprobarlo.
—Lo que has escuchado —repone una voz calma. Esa
también me resulta conocida: es la del hombre que me ha
secuestrado.
Entonces, recuerdo lo que dijo antes de drogarme.
«Vaya, realmente es usted tan buena como me ha contado
su exmarido».
—¿No lo entiendes? Su familia la adora. Pagarán lo que
sea para recuperarla. ¡Joder, nos darían cien millones de
dólares sin pestañear! —masculla Robert. Porque sí, ahora
estoy convencida de que es él. No sé cómo es posible ni de
qué conoce al rubio sonriente, pero los dos parecen haberse
confabulado para secuestrarme.
De todos modos, necesito una confirmación visual y me
acerco a la esquina que da acceso a la habitación en donde
están hablando. Por suerte, no tengo que asomar mucho la
cabeza porque hay un espejo desde donde puedo ver el reflejo
de los dos hombres. Están en medio de una sala de estar, de
pie uno frente al otro.
Mi exmarido lleva el pelo más corto y está más
musculado que la última vez que lo vi, pero sin duda es él. El
rubio sonriente se mantiene erguido frente a él y hace justo
eso: sonreír impertérrito mientras Robert despotrica.
—Ya te lo he dicho. Las cosas han cambiado. Me interesa
más el hombre que sale con ella que el dinero de los Grayson
—manifiesta el rubio con el tono paciente de un adulto que
está tratando con un niño.
—Me da lo mismo quién sea su novio y que tengas una
cuenta pendiente con él. Eres un estúpido por anteponer la
venganza al dinero, y no pienso permitir que…
Con toda la tranquilidad del mundo, el rubio sonriente
saca una pistola y dispara a Robert en plena cara. Suelto un
jadeo horrorizado al ver cómo las hermosas facciones que en
otro tiempo amé se convierten en un segundo en un amasijo de
carne desfigurada y sanguinolenta.
Me tapo la boca con la mano para amortiguar el sollozo
incontrolable que sale de mi garganta mientras veo su cuerpo
caer sin vida. No obstante, debo de haber emitido algún sonido
porque el rubio gira la cabeza hacia mí como un resorte y
luego se acerca.
—Por fin has despertado —observa en tono casual—.
Temí haberme pasado con la dosis y, al ver que no
despertabas, envíe a Mario, que es enfermero, a ver si
conseguía reanimarte —explica. Retrocedo con precaución a
cada paso que da él—. Por lo que deduzco, le has debido de
atacar por sorpresa para escapar de la habitación —agrega con
cierto tono de admiración al ver mi improvisada arma y suelta
una risita. Me descoloca tanto que alguien que parece tan
jovial sea un asesino y un secuestrador que no consigo
reaccionar.
»Después de lo que Robert me contó de ti, pensé que eras
una llorona pusilánime, pero ya veo que estaba equivocado.
Siento haberte subestimado.
—Lo has… matado —farfullo
—Sí, y es una lástima porque habría sido muy útil para mi
negocio como gancho para mujeres. Era muy guapo y podía
ser encantador. Sin embargo, no tolero las faltas de respeto y él
lo olvidó —explica y se encoge de hombros.
»Ya que estás aquí, ¿te apetece comer o beber algo? Hasta
que venga tu novio, eres mi invitada. Y todavía puede tardar
un par de horas.
—¿Y qué pasará cuando venga? —musito.
—Eso es lo más gracioso de todo. Danger piensa que me
voy a conformar con un simple intercambio: él por ti. Sin
embargo, no es así en absoluto. Me voy a quedar con los dos
—revela y noto cierto entusiasmo en sus palabras.
»Verás, hace quince años, él mató a mis tres hermanos por
salvar a tres zorritas estadounidenses que eran insignificantes,
así que he pensado que mi mayor venganza será que sea
testigo de lo que te voy a hacer a ti. —Sus ojos toman un brillo
sádico—. Voy a profanar cada centímetro de tu cuerpo delante
de él y, cuando me aburra, dejaré que vea cómo mis hombres
se divierten contigo. Y, si por un milagro llegas a sobrevivir, te
meteré en el peor burdel que tengo. Luego mataré a Dan y me
encargaré que su último pensamiento sea que te ha dejado
abandonada para que pases el resto de tus días abriéndote de
piernas para la peor escoria —declara con voz dura, y siento
un estremecimiento de repulsión en todo el cuerpo. De pronto,
su rostro vuelve a mutar y otra vez aparece en sus labios esa
sonrisa vacua—. Es un buen plan, ¿a que sí?
Lo miro de hito en hito.
O está como una cabra o es un psicópata. Tal vez las dos
cosas.
Sin embargo, lo que más me afecta de ese discurso es
darme cuenta de que sus hermanos debían de ser los tipos que
intentaron violarnos a mis amigas y a mí. Por suerte, el rubio
no sabe eso.
De pronto, se oye una detonación fuera de la casa, seguida
de disparos y gritos.
—Pero ¿qué…? —empieza a decir el rubio desconcertado
y suelta un taco al darse cuenta de que alguien ha venido a
rescatarme antes de lo que él pensaba.
Dirige su mirada en mi dirección y sé lo que está
pensando. Si me atrapa, me usará como escudo humano. Con
esa intención, se lanza hacia mí y extiende la mano para
agarrarme. No obstante, olvida que voy armada.
Mi brazo derecho se mueve con velocidad y estampo la
bacinilla contra el costado de su cabeza.
Gong.
El golpe resuena en el vestíbulo.
Es casi irrisoria la estupefacción con la que me mira antes
de poner los ojos en blanco y caer desplomado en el suelo.
Dos segundos después, la puerta de entrada se abre con
violencia y aparecen varios hombres armados.
Suelto un grito y estiro el brazo para apuntarles con la
bacinilla como si fuese una pistola. No sé quién está más
asombrado, si ellos o yo.
Uno de los hombres se adelanta y por un momento pienso
que es Dan. El rostro y la complexión son muy parecidos,
salvo que este hombre es un poco más bajo, sus ojos son
marrón oscuro en lugar de verdes y tiene las facciones más
armoniosas.
El hombre observa por un segundo el cuerpo tendido del
rubio y luego levanta los ojos hacia mí con un brillo de
admiración en la mirada.
—Se suponía que veníamos a salvar a una dama en
apuros, pero ya veo que la dama en cuestión sabe salvarse
sola. Ya puedes bajar el arma —rezonga con una sonrisa
bailando en los labios.
—De momento, prefiero conservarla —replico
desconfiada—. Supongo que eres Héctor Ventura, el primo de
Dan —deduzco por el parecido.
Aunque con esos ojos oscuros, y el cabello algo largo,
también me recuerda a Eric Bana en su personaje de Héctor en
la película 300.
—Ya veo que mi reputación me precede —murmura con
una sonrisilla bailándole en los labios. Debería estar prohibido
que los criminales fuesen guapos—. Daniel te debe de haber
hablado de mí porque dudo que me recuerdes —añade.
—¿Nos hemos visto antes? —inquiero frunciendo el ceño.
—Yo estaba con mi primo en Nuevo Laredo hace quince
años. Lo ayudé a dejaros a tus amigas y a ti sanas y salvas en
vuestro hotel. Créeme, lo tengo grabado en la memoria porque
tu amiga, la rubia, me vomitó encima —añade con una mueca
de disgusto.
—¿Dónde está Dan?
—Pues en estos momentos debe de estar sobrevolando
Texas —dice mirando el reloj—. Como San Andrés está a solo
veinte minutos de aquí, me ha llamado y me ha pedido el favor
de que organizase un rescate sorpresa. Ni siquiera sabía que
Diego Suárez había escapado de la cárcel hasta que mi primo
me lo ha dicho —comenta cabeceando hacia el rubio que
continúa inconsciente—. Como este idiota no contaba con que
Daniel recurriría a mí, lo hemos podido coger desprevenido.
»¡Joder, ni siquiera yo podría imaginarme que Daniel me
llamaría para pedirme un favor! —añade con regocijo.
—¿Tan extraño es?
—Ni te imaginas —responde y me mira pensativo durante
unos segundos—. Verás, la última vez que lo vi fue cuando fui
a visitarlo a la cárcel unos días antes de que le diesen la
libertad. De hecho, juró que no volvería a pisar nunca San
Andrés. Será interesante comprobar si te quiere lo suficiente
para ir allí a buscarte.
—¿Qué es San Andrés?
—Mi hogar y su infierno.
—¿Y no podrías llevarme a otro sitio? Tal vez incluso al
aeropuerto donde vayan a aterrizar —añado en tono razonable.
—Podría —conviene y esboza una sonrisa oscura antes de
añadir—: Pero, entonces, ¿dónde estaría la diversión?
***
No sé cómo esperaba que fuera San Andrés después de cómo
Héctor la había descrito: «Mi hogar y su infierno», pero, al
traspasar las puertas del muro que la rodea, solo aprecio la
hermosura de lo que debió de ser una antigua y rica hacienda
española, ahora reformada con mucho gusto.
Es un recinto enorme, en el que se puede apreciar varias
construcciones, entre ellas una capilla y, en el patio, varios
niños juegan a la pelota y se los ve sonrientes y
despreocupados. Felices. También me fijo en que saludan a
Héctor con respeto, no con temor.
Desde luego, no es como había imaginado la sede de un
cártel de la droga.
—Te puedo asegurar que esto no era así cuando Daniel y
yo éramos pequeños —comenta intuyendo lo que estoy
pensando—. En aquellos tiempos, los niños no jugábamos ni
sonreíamos. Ezequiel, mi tío abuelo, era bastante sádico y
disfrutaba poniéndonos a prueba o simplemente torturándonos.
»Bueno, si has follado con mi primo, habrás visto las
marcas que tiene en la piel —añade, y no puedo evitar
sonrojarme cuando asiento—. Pues créeme que las que no se
ven son mucho peores.
—¿Qué quieres decir?
—No sé cuánto te ha contado mi primo sobre su niñez,
pero fue de todo menos bonita. Su madre escapó de aquí al
poco de tenerlo y estuvieron huyendo durante años hasta que
Ezequiel dio con ellos. Recuerdo la primera vez que lo vi. Yo
tenía nueve años, y él, siete. Estaba aterrorizado, pero no dudó
en interponerse entre su abuelo y su madre tratando de
protegerla. Joder, ni yo mismo me atrevía a plantar cara a
Ezequiel como lo hizo él y eso que yo contaba con la
salvaguarda de mi abuelo Felipe.
»Siempre ha sido extremadamente protector con las
personas que ama, y Ezequiel se aprovechó de ello para
retenerlo aquí y conseguir su obediencia con la amenaza de
dañar a su madre —explica—. Lo primero que hizo mi tío
abuelo fue marcar a fuego una C en el pecho de Daniel como
si fuese una res para que todo el mundo supiera que era de su
propiedad. Después, se dedicó a templarlo para moldear su
carácter.
»¿Ves ese pozo de ahí? —Señala un bonito pozo
cilíndrico con las paredes de piedra y una polea de hierro
forjado de la que cuelga un cubo de madera. Está rodeado de
flores. Parece muy bucólico—. Una de las torturas a las que
sometía Ezequiel a Daniel era ahí. Tiraba un montón de ratas
al agua y antes de que se pudieran ahogar, ataba a Daniel boca
abajo y lo introducía en el pozo. Imagina lo que es tener a un
montón de esas alimañas histéricas a pocos centímetros de tu
cabeza y el miedo a que pudieran alcanzarte y desgarrarte la
piel en su necesidad por salvar la vida. Los gritos de mi primo
se escuchaban en toda la hacienda —concluye. Mis ojos se
llenan de lágrimas y siento angustia al visualizar a un niño tan
pequeño sometido a esa tortura. No me extraña que Dan siga
teniendo fobia a las ratas siendo adulto.
»Cuando la madre de Daniel murió, ya no lo retenía nada
aquí y pudo ser libre para escapar. Por aquel entonces ya tenía
doce años y supusimos que nunca lo volveríamos a ver. Me
consta que es cuando tú lo conociste.
—Sí, apareció en el rancho de mis padres, y el capataz y
su mujer lo acogieron —explico brevemente—, pero, tres años
después, hubo un incendio y lo dimos por muerto. Dan me ha
contado que fue cosa de su abuelo.
—Ezequiel estaba obsesionado con encontrarlo y movió
cielo y tierra hasta dar con él tres años después y traerlo aquí.
Después de eso, ya no tuvo elección ni escapatoria. Ezequiel
lo controló a partir de entonces.
—No entiendo por qué no volvió a huir —susurro.
—Supongo que Daniel evitó contarte esa parte para que
no te sintieras culpable, pero yo no soy tan bueno. Quiero que
seas consciente de todo lo que mi primo ha sacrificado por ti
—añade con voz dura.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes lo que el cabrón de su abuelo usó para
controlarlo? —pregunta a su vez Héctor—. A ti —responde él
mismo un segundo después—. Ezequiel le dijo a Daniel que, si
volvía a escapar, iría al rancho G&G y os mataría a ti y a los
tuyos. —Me llevo una mano al pecho cuando siento un
pinchazo en el corazón. Tengo la sensación de que se me está
desgarrando. Dan no para de decirme que fui su ángel de la
guarda, pero no es cierto. Fui su condena.
»Tú siempre has sido su debilidad. Su talón de Aquiles —
prosigue diciendo Héctor como si me hubiese leído la mente
—. Por eso sé que, por muchas pesadillas que guarde de este
lugar y aunque haya jurado no volver a pisarlo, si sabe que tú
estás aquí, vendrá.
—¿Y si no quiero esperarlo aquí? —repongo, ya que no
deseo que Dan tenga que pisar este sitio si le va a causar
cualquier malestar.
El hermoso rostro de Héctor esboza una sonrisa que solo
puede calificarse de diabólica.
—¿Qué te hace pensar que tienes elección?
CAPÍTULO 32
Dan

R
ecibo el mensaje de mi primo cuando estamos
sobrevolando la frontera entre Estados Unidos y México.
Cuando lo leo, casi me pongo a llorar del alivio.
Héctor
Tengo a tu chica.
Ilesa.

—Héctor ha rescatado a Amy sana y salva —informo a


Noah y Smith, y no me extraña que la voz me salga
temblorosa.
Al igual que yo, los dos hombres parecen derretirse en sus
asientos. Saber que está bien ha eliminado de golpe toda la
tensión que estábamos acumulando desde que nos enteramos
de que la habían secuestrado.
Llamar a mi primo para que me ayudase ha sido un acto
total de desesperación, pero me alegra ver que, a pesar de
todo, no me ha fallado.
«Tal vez Héctor ha cambiado con el tiempo», pienso antes
de recibir otro mensaje.
Héctor
Antes de darme las gracias has de saber
que, si quieres recuperarla, tendrás que
venir a San Andrés a por ella.
Te esperamos aquí.

Hijo de puta.
Ya sabía yo que con Héctor nada era nunca sencillo.
***
La última vez que pisé San Andrés, mi abuelo vivía, y yo
todavía no había entrado en la cárcel. Cuando me enteré de su
fallecimiento, ni siquiera volví a recoger las pocas cosas que
tenía allí. Después de salir de prisión, me fui con Marcos
rumbo a España.
La muerte de mi abuelo supuso mi libertad. No solo de
aquel lugar, sino de la vida que me obligaron a vivir.
Detenemos el coche alquilado frente a las imponentes
puertas de madera maciza y uno de los guardias se acerca a
comprobar nuestra identidad. No lo conozco y es buena señal.
Si mi primo ha sido listo, se habrá deshecho de la mayoría de
los hombres que eran fieles a Ezequiel. Muchos eran escoria.
El tipo clava los ojos en mí y hace una seña para que nos
dejen entrar. Supongo que el parecido con Héctor delata mi
identidad. Siento que el corazón comienza a retumbarme como
un tambor cuando por fin traspasamos las puertas.
El comité de bienvenida no se hace esperar y, una vez
entramos en el recinto, una decena de hombres armados nos
rodean y nos hacen bajar. Después, nos obligan a pasar uno a
uno por un detector de metales.
Noah es el primero y hace saltar la alarma. Suelta un
gruñido, pone los ojos en blanco, y saca una pistola y un
cuchillo. Sé que no es el típico empresario multimillonario,
pero, teniendo un guardaespaldas que lo acompaña a todas
partes, no pensé que fuese armado.
Smith opta por desarmarse antes de pasar por el detector.
No me asombra ver que lleva una pistola y dos cuchillos.
Después de todo, es un profesional.
Cuando llega mi turno, comienzo a sacar mis juguetes. Mi
fiel Glock 17, que llevo en una funda en la cintura. Una Sig
Sauer P365, que llevo en la parte baja de la espalda. La navaja
retráctil que siempre llevo oculta en el bolsillo. Un cuchillo en
cada antebrazo, otro en cada tobillo y otro que llevo en la
cintura junto a la Glock 17; todos de tamaños reducidos, pero
letales si sabes cómo usarlos. Y yo sé.
Normalmente solo llevo la navaja y. como mucho, la
Glock, pero me he «vestido» para la ocasión.
Noah me observa con una ceja arqueada.
—¿Todo eso es «el par de cosas» que has ido a recoger a
tu casa antes de ir al aeropuerto? —bufa.
—Soy un hombre previsor —repongo encogiéndome de
hombros y sonrío al escuchar su bufido.
Una vez todos cruzamos el detector, nos lleva al interior
de la casa principal. Estoy tan concentrado buscando a Amy
con la mirada que tardo un poco en percibir la realidad de lo
que me rodea.
Violencia. Miedo. Tensión. Resignación. Dolor. Opresión.
Esos eran los sustantivos que venían a mi mente al recordar
San Andrés. Más de una vez pensé en hacer arder hasta los
cimientos este lugar y luego demoler los restos hasta que no
quedase ninguna evidencia de mi abuelo. Borrarlo del mapa
por completo.
Sin embargo, este no es el San Andrés que yo recordaba.
En época de Ezequiel, la atmósfera de este lugar era
lúgubre y amenazante. Como si las paredes hubiesen
absorbido parte de las atrocidades aquí cometidas y
desprendiesen maldad. Todos los que residían aquí vivían con
la presión de saber que, si mi abuelo estaba en un mal día y se
cruzaban por él, podían sufrir las consecuencias de su mal
talante o incluso morir.
Lo primero que me llama la atención son las carcajadas de
los niños jugando a la pelota. El sonido alegre y desenfadado
flota en el aire e impacta en mí con la fuerza de un disparo.
Entonces es cuando verdaderamente observo lo que me rodea.
Todo está limpio, bien cuidado y lleno de flores. Putas
flores por doquier. Incluso las hay rodeando el pozo donde fui
torturado en más de una ocasión.
De pronto, Héctor sale del edificio principal y se acerca
sonriente. No ha cambiado demasiado con los años. Yo
también esbozo una sonrisa mientras avanzo hacia él.
—Daniel, cuánto tiempo —comenta y abre los brazos
antes de empezar a decir—: Bienven…
Estrello el puño contra su cara sin dejarle acabar la
palabra y cae hacia atrás despatarrado en el suelo.
Al instante, diez hombres aparecen a mi alrededor y me
apuntan con sus pistolas.
—¿Es que quieres que nos maten a todos? —masculla
Noah entre dientes, pero no se aparta para cubrirse. Al igual
que Smith, se queda a mi lado haciendo frente unido contra el
resto.
Ignoro las armas y me cierno sobre mi primo.
—¿Dónde está Amy? —inquiero.
—Tú siempre tan cordial, Danger —murmura diciendo mi
apodo con retintín mientras se limpia el hilillo de sangre que le
discurre del labio que le acabo de partir—. Bajad las armas,
esto solo es un reencuentro familiar —comenta entretanto se
levanta. A continuación, descarga un puñetazo en mi estómago
que me hace doblarme sobre mí mismo—. Yo también me
alegro de verte —agrega palmeándome el hombro.
Levanto el rostro para decirle que el sentimiento no es
mutuo, pero en ese momento veo una mujer de unos
veinticinco años, morena y atractiva, saliendo de la casa con
un niño en brazos. Tras ella, aparece Amy. Cuando nuestras
miradas se cruzan el corazón me da un vuelco. Héctor ya me
había dicho que estaba ilesa, pero necesitaba verlo con mis
propios ojos para creerlo. Y sí, parece estar bien.
—¡Estáis aquí! —susurra al vernos y se lanza a correr
hacia nosotros.
Noah avanza un paso y abre los brazos, esperando que su
hermana vaya hasta él, pero, para su desconcierto y mi
asombro, Amy viene directa a mí y se estrella contra mi pecho.
La estrecho contra mi cuerpo y entierro el rostro en su cabello
aspirando su esencia. Cierro los ojos por un segundo para
saborear más la sensación de su cercanía y, al abrirlos, capto
una mirada de inquina que me lanza Noah. Mentiría si dijera
que no me hace sentir jodidamente bien. Creo que se acaba de
dar cuenta de que me va a tener en su vida lo quiera o no
porque Amy me ha elegido. Ella ha visto lo peor de mí y, aun
así, me quiere.
—Lo siento —farfulla mi ángel con los ojos azules
arrasados de lágrimas—. Siento tanto lo que… —Cojo su
rostro entre mis manos y la beso acallando su innecesaria
disculpa.
Y así, sin más, el color y la paz vuelven a mi vida.
***
Si me hubiesen dicho hace unas horas que estaría disfrutando
de una cena de celebración en San Andrés, nunca lo hubiese
creído. Sin embargo, aquí estamos, y esta vez sí que es por
culpa de Amy. Cuando Clara, la mujer de Héctor, que resultó
ser la morena atractiva que vi con el bebé, insistió en que nos
quedásemos a cenar, ella aceptó, a pesar de que tanto Noah
como yo nos opusimos a ello.
Para la cena, se han unido varias mesas y se han dispuesto
a lo largo del patio para dar cabida a más de cincuenta
personas. Después, cuatro hombres se han armado con un
violín, una guitarra, una trompeta y una vihuela, y han
empezado a tocar instando a los presentes a bailar. Por la
naturalidad con la que todo se desarrolla, algo me dice que
aquí es habitual este tipo de reuniones festivas. Otra de las
cosas completamente impensables en época de Ezequiel.
No puedo relajarme por mucho que quiera. No en este
lugar. En cambio, a mi alrededor, todos parecen estar
pasándoselo bien mientras yo observo apoyado en uno de los
postes de la pérgola de madera que hay en el patio.
Amy ha hecho una videollamada con Carmen y Rachel y,
aunque está impaciente por regresar, ahora está en medio del
patio, bailando con Felipe y Tomás, los dos hijos mayores de
Héctor, de cinco y cuatro años respectivamente. Clara le ha
dejado uno de sus vestidos, ya que tienen una talla similar, y
está preciosa. Es blanco, con un volante que bordea los
hombros descubiertos y otro rematando la falda larga. El toque
de color se lo da el elaborado bordado de flores que hay en los
volantes. Tiene el cabello suelto y las mejillas encendidas de
dar vueltas con los niños. Preciosa es decir poco.
Nos ha relatado entre lágrimas lo sucedido desde que se
despertara en la casa en la que la tenían secuestrada y estoy
jodidamente orgulloso de su valentía al escapar. Al mismo
tiempo, solo de pensar en los riesgos que corrió armada solo
con una bacinilla… Me estremezco al imaginarlo y apuro el
vaso de whisky que tengo entre las manos sin apartar la mirada
de ella.
Como si intuyese que la estoy mirando, dirige los ojos
hacia mí y me dedica una sonrisa que prende mi corazón y
hace palpitar mi polla.
—Deja de mirar así a mi hermana —gruñe la voz de Noah
justo cuando estoy a punto de ir hacia ella.
Estaba tan absorto contemplando a Amy que no me he
dado cuenta de que se me ha acercado por detrás.
—¿Y cómo crees que la miro?
—Como si quisieras desnudarla y follarla contra la
primera superficie que encuentres —espeta Noah y hace un
exagerado estremecimiento de repulsión.
—Eso es justo lo que estaba pensando hacer —repongo y,
aunque es verdad, lo verbalizo solo para fastidiarlo.
Noah suelta un gruñido, pero no se va. Se queda a mi lado
mientras los dos observamos a Amy disfrutar de ese pequeño
momento.
—También la observas como si fuese la única mujer en el
mundo para ti —prosigue diciendo después de unos segundos
en silencio. Es como si le hubiesen metido una mano en la
boca y le hubiesen arrancado esas palabras en contra de su
voluntad.
—Porque lo es —reconozco sin más.
Noah me evalúa con la mirada. Parece tenso.
—Amy me ha contado que eres Rafael —confiesa al fin
—. De hecho, me ha contado muchas cosas que desconocía.
Dice que hace quince años las salvaste a ella y a sus amigas de
ser violadas y a saber qué más. Que por eso Diego Suárez
quería venganza: porque sus hermanos fueron los
responsables, y tú los mataste.
—Mataré a cualquiera que trate de hacer daño a Amy —
admito por mucho que se pueda escandalizar.
Sin embargo, más que escandalizado, parece satisfecho.
—Bien —musita. Después lanza un suspiro—. No eres el
tipo de hombre que me gustaría para mi hermana, pero al
menos sé que la amas y que darías tu vida por ella, y eso es
más de lo que puedo decir de los capullos de su pasado.
Lo miro de reojo un poco sorprendido por ese
reconocimiento.
—¿Esa es tu retorcida forma de darme tu bendición,
cuñado? —inquiero con una sonrisa ladeada.
—Vete a la mierda —gruñe y se aleja.
Suelto una risita. Disfruto un montón picando a Noah.
—La familia política es como un dolor de muelas,
¿verdad? —comenta Héctor acercándose por el otro lado.
—Ni te imaginas.
—Oh, créeme que sí. ¿Ves a esa mujer de pelo cano que
me está fulminando con la mirada desde el otro lado del patio?
—Miro en la dirección que me indica y enseguida sé a quién
se refiere por la forma en la que frunce el ceño con los ojos
clavados en mi primo.
»Es la madre de Clara. No le caigo demasiado bien —
agrega con un suspiro—. Aunque tampoco la puedo culpar. Su
hija era demasiado joven cuando la conocí; Clara tenía
dieciocho años, y yo estaba a punto de cumplir treinta.
—Bueno, una diferencia de edad de doce años no es tan
extraño por aquí.
—No, el gran problema fue que Clara tenía la firme
convicción de dedicar su vida a Dios hasta que me conoció y
terminó entregándosela a un demonio —confesó mi primo con
una mueca.
—¿Te has casado con una monja? —farfullo con
incredulidad.
Solo Héctor podía ser así de retorcido.
—Una novicia —aclara en tono digno—. Todavía no
había formalizado los votos. De cualquier forma, si mi suegra
no me ha envenenado todavía, es porque adora a sus nietos y
sabe que todavía puedo darle más. De hecho, ya hay otro en el
horno —declara lanzando a su mujer una mirada acariciadora.
En ese momento, Clara está junto a Amy y los dos niños,
y da vueltas con el precioso bebé de dos años, otro chico
llamado Juan.
—Tienes una familia preciosa —murmuro con sinceridad.
—Gracias.
—Aunque, por tu afición a las putas cuando éramos
jóvenes, nunca imaginé que terminarías casándote con una
monja —agrego incapaz de desaprovechar una ocasión para
picarlo.
—Novicia —rectifica entre dientes y me fulmina con la
mirada al verme sonreír.
Por unos segundos nos quedamos en un silencio relajado
mientras observamos a nuestras respectivas mujeres. Si lo
analizo un poco, se puede ver el parecido en ellas, ya no físico,
sino en esencia. Las dos son de naturaleza amable, tranquila y
dulce.
—Supongo que es cosa de la atracción de los polos
opuestos —comenta como si me hubiese leído la mente—.
Para dos hombres como nosotros, que hemos vivido rodeados
de violencia, la bondad es como un oasis. Cuando la conocí,
estaba sediento de amor, y ella me lo ofreció en todas sus
facetas. Clara es mi oasis en medio del desierto. Es el
equilibrio que necesita mi alma. Suena cursi, pero sé que tú,
más que nadie, me entiende —añade mirándome de reojo.
—Perfectamente —admito porque para mí Amy es justo
eso.
Mi oasis.
Mi equilibrio.
Mi ángel.
—Te he echado de menos, primo —murmura en tono
quedo.
Joder. Y digo «joder» porque me acabo de dar cuenta de
algo.
—Yo también.
Puede que tuviéramos nuestros roces, pero siempre
estábamos ahí el uno para el otro. A nuestra manera, los dos
nos protegimos siempre.
Recuerdo como si fuera ayer la visita que me hizo en la
cárcel una semana antes de que me dejaran salir.
—Ya sabes que durante el tiempo que has estado aquí, me
he implicado más en la organización del cártel —comenzó
diciendo—. Ya no solo como ejecutor, sino como cabeza
pensante. He mejorado los acuerdos con nuestros proveedores
y he conseguido nuevos clientes. Muchos han empezado a
verme como el claro heredero de Ezequiel, cosa que a él no le
hacía nada de gracia.
—¿Hacía? —pregunté al darme cuenta de que hablaba en
pasado.
—Ayer lo maté —confesó sin rodeos y con la mirada
clavada en la mía—. Cuando se enteró de que te iban a dar la
libertad, Ezequiel insistió en que tú eras el que iba a tomar el
mando de todo. Yo estaba delante cuando Felipe y él
empezaron a discutir sobre eso. Fue lo de siempre. Mi abuelo
defendía que yo estaba demostrando ser mejor candidato como
jefe, y que tú no estabas implicado en cuerpo y alma con el
cártel. La discusión se les fue de las manos. Ezequiel perdió la
cabeza y le pegó un tiro entre ceja y ceja. A su propio hermano
mellizo, joder —gruñó y bajó la mirada, tal vez intentando
esconder el dolor que le había producido esa pérdida—. Así
que le pagué con la misma moneda. Le disparé en la puta
cabeza. —Clavó de nuevo sus ojos en mí—. Quiero que sepas
que no lo hice por hacerme con el control del cártel. Lo hice
porque había matado a mi abuelo y porque estaba dispuesto a
destruirte a ti con tal de salirse con la suya.
»Si quieres ser el jefe del Cártel de Comales, me
convertiré en tu mano derecha y te seré fiel hasta la muerte. Si
quieres dejar el cártel en mis manos, alejarte de San Andrés y
no mirar atrás, no te detendré. Eres libre para elegir, pero hazlo
ya y sin arrepentimientos.
La elección estaba clara para los dos.
Aquel día, me desvinculé por fin del cártel.
Aquel día, Héctor me dio por fin la libertad.
—Por cierto, gracias por cuidar de Amanda hasta que
llegamos —comento volviendo al presente.
—Ha sido un placer. Se la tenía jurada a Suárez desde que
me enteré de que había matado a Carlos. Además, casi no ha
hecho falta mi intervención. Tu chica noqueó a ese cabrón con
una puta bacinilla —relata con un deje de admiración.
»Lo que sí me tienes que agradecer es el regalo que tengo
preparado para ti —añade con una sonrisa maliciosa.
***
Bajamos al sótano que hay bajo el edificio principal de San
Andrés y, en la habitación del fondo, está mi regalo. Colgado
de un gancho en el techo por las muñecas. Desnudo y medio
inconsciente.
Diego Suárez.
Levanto una ceja al ver que le han amputado los dedos de
los pies y la sangre gotea en el suelo.
—Ojo por ojo —comenta Héctor encogiéndose de
hombros y entiendo que se refiere a la tortura que sufrió
Carlos por parte de ese hombre.
»En ese rincón tienes todo lo necesario para divertirte con
él. Disfruta —agrega y se va, dejándome solo con mi regalo.
Voy al rincón en cuestión en donde hay una mesa que
parece más la de un contratista que la de un torturador. Un
martillo, un par de sierras, alicates, tenazas, destornilladores…
Es irónico que las herramientas que la mayoría asocia a
construir o reparar también se usen para infringir el mayor
dolor posible.
También hay un panel con diferentes cuchillos colgados,
un látigo, un bate de béisbol y varias pistolas. Cojo una de
ellas y me coloco frente a Suárez.
El malnacido levanta la cabeza con lentitud y trata de
enfocar la mirada en mí. En cuanto lo consigue, y me
reconoce, levanto la pistola y le pego un tiro en la frente. No
pienso perder el tiempo con él. No lo merece. Además, nunca
me ha gustado recrearme en el dolor ajeno. Solo quiero borrar
del mapa a cualquiera que quiera dañar a Amanda.
Salgo del sótano y voy en busca de mi ángel.
Necesito que su amor me envuelva. Literalmente.
La encuentro en un lado de la pista bebiendo una cerveza
mientras charla con su hermano. Todavía tiene la piel brillante
y sonrosada por haber estado bailando con los niños.
Voy hacia ella y tomo su mano.
—Ven, ya es hora de ir a dormir.
—¿A dormir? Pero si todavía… —Levanto una ceja y le
lanzo una mirada que es toda una declaración de intenciones
—. ¡Oh! —exclama y las mejillas se le incendian todavía más.
Para mi satisfacción, Amy le pasa su cerveza a Noah, que
en estos momentos me mira como si quisiera arrancarme la
cabeza de cuajo, y me sigue con una sonrisa cuando tiro de
ella para conducirla a la habitación que Héctor ha dispuesto
para nosotros.
***
Diez minutos después, la tengo desnuda en la cama,
retorciéndose de gusto y tirándome del pelo mientras la llevo
al orgasmo con la boca y los dedos. Es tan receptiva a mis
caricias que enseguida llega al orgasmo mientras gime mi
nombre.
Sin poder esperar ni un segundo más, me deslizo sobre su
cuerpo y me coloco entre sus piernas.
—Tal vez deberíamos usar protección —musita poniendo
las manos sobre mi pecho para detenerme justo cuando voy a
entrar en ella—. Con lo que ha pasado, me he saltado dos
veces la píldora, y las probabilidades de quedarme
embarazada… —Me hundo en ella con un gruñido, y Amy
suelta un jadeo ahogado que le impide seguir hablando.
La necesidad de correrme en su interior y preñarla es tan
fuerte que temo hacerlo en ese mismo instante, pero me obligo
a contenerme y salir de ella. Esta no es una decisión que pueda
tomar yo solo.
—Sería el hombre más feliz del mundo si te dejase
embarazada, ángel —confieso y hasta mi miembro palpita
entusiasmado por esa posibilidad—. Pero tú decides: ¿sigo o
busco un condón?
Amy me mira. Y cuando digo que me mira es que se
adentra en lo más profundo de mí. Ve mis defectos, pero
también, mi entrega, mi fidelidad, mi amor y el futuro de
felicidad que me muero por darle.
—Sigue —decide.
Suelto el aire que estaba conteniendo y me vuelvo a
impulsar en su interior. La penetro una y otra vez con embates
largos y profundos mientras me la como a besos. Sin embargo,
esta vez necesito llegar más hondo mientras observo su rostro
contorsionado de placer al llenarla.
Con ese propósito, cojo un almohadón y se lo pongo
debajo del culo. A continuación, planto las manos a ambos
lados de su cabeza para alzar mi torso y vuelvo a penetrarla. A
fondo.
Amy suelta un gemido intenso y me clava las uñas en los
hombros.
—¿Es demasiado, ángel? —musito consciente de mi
tamaño y de lo estrecha que es.
—Es perfecto. —Sin salir de ella, roto las caderas en
círculos contrayendo las nalgas para ganar mayor profundidad.
Buscando mayor roce. Una y otra vez—. ¡Joder! —suspira
Amy con los labios entreabiertos.
La sorpresa hace que me detenga.
—Vaya, mi ángel ha aprendido a decir tacos.
—¡Mecachis, Dan! Como no sigas moviéndote ahora
mismo… —farfulla tratando de alcanzar mi culo para
alentarme.
Tomo sus manos y se las sujeto por encima de la cabeza,
inmovilizándola.
—¿Qué? ¿Qué harás? —susurro contra sus labios,
desafiándola
Amy me mira con seriedad y, para mi total asombro,
confiesa:
—Te amo.
Mi corazón se salta un latido y mi cuerpo se pone a
temblar.
—Eso es jugar sucio —protesto y empiezo a moverme
dándole lo que necesita.
Dándole todo de mí.
Mi cuerpo y mi alma.
Como siempre.
Para siempre.
EPÍLOGO 1
Amanda

Cinco semanas después…

L
a felicidad está compuesta por momentos salpicados en el
tiempo. Cada instante feliz yo lo visualizo como una
estrella en la noche. Cuanto más oscuro es el cielo, más
brillantes resultan. Hay momentos en la vida en los que ves
tantas estrellas que solo encuentras luz en la oscuridad, pero es
algo efímero, ya que las nubes pueden cubrirlas en cualquier
momento.
Yo ahora mismo estoy en un momento de mi vida en el
que hay tantas estrellas en mi firmamento que todo
resplandece a mi alrededor. Y una de lo más inesperada acaba
de abrirse paso entre las demás, brillando de forma casi tímida,
pero llena de esperanzas.
Estoy embarazada.
Lo he intuido esta mañana, cuando me he levantado con el
estómago algo revuelto y casi vomito al oler el café que me
suelo tomar a primera hora. Durante el embarazo de Rachel
me pasó igual, aborrecí uno de los aromas que más me gustan
en el mundo y tuve que pasarme a las infusiones durante esos
nueve meses.
No sé cuánto tiempo llevo mirando el test de embarazo
tratando de asimilar la magnitud del significado de esas dos
simples rayitas.
Una sensación de calidez me empieza a palpitar en el
pecho y termina expandiéndose por todo mi cuerpo.
«Dios, cuando Dan se entere…», pienso y sonrío como
una boba.
He quedado a comer con Jess, pero le mando un mensaje
para cancelarlo. Por suerte, hemos recuperado nuestra amistad
y ahora es más fuerte que nunca. Dan ayudó en eso. Me
enseñó toda la información que Jess le había pasado a lo largo
de los años y pude comprobar que, aunque eran detalles
íntimos, no eran dañinos ni perjudiciales. Se centraban más en
la percepción que tenía mi amiga sobre mi estado de ánimo.
Así que finalmente la perdoné.
Impaciente por contarle mi descubrimiento a Dan, salgo
de mi despacho y bajo las escaleras.
Hyun está atendiendo a un cliente, un chico de unos
treinta años, y el tono de su voz me lo dice todo: está tratando
con un tonto.
—A ver si lo he entendido —musita Hyun y en esas seis
palabras parece reunir toda la paciencia de la que dispone—.
¿Me está diciendo que, de entre todas las obras de arte que
tenemos en la galería y que llevo una hora enseñándole, esta
es la única que le ha llamado la atención?
Me quedo descolocada ante el tono algo desdeñoso con la
que dice «esta». Puede que tenga sus preferencias respecto a
las obras que tenemos expuestas, pero nunca denosta unas de
otras ante los clientes. Es muy consciente de que el arte es
subjetivo.
—Sí, tengo muy buen ojo para estas cosas y entiendo
bastante de arte, ¿sabes? —asegura el cliente en tono
condescendiente—. Justo estaba buscando algo conceptual, y
esta me parece una crítica magnífica a los peligros que
acechan en la vida y a que debemos ser precavidos porque
todo puede arder en cualquier momento —declara con la
rotundidad de un crítico experto—. Además, la decoración de
mi casa es minimalista, en tonos blanco y negro, y creo que un
color rojo tan vibrante como el que tiene esta obra marcaría un
punto focal muy atrayente en la pared del comedor. Por cierto,
¿quién es el creador?
—Amerex —responde Hyun después de unos segundos
de vacilación.
—Hmmm. Me suena bastante —murmura el cliente.
Frunzo el ceño porque a mí no me suena de nada y he
elegido personalmente todas y cada una de las obras que
tenemos expuestas. Además, ¿conceptual, minimalista y en
color rojo vibrante? No tenemos nada así.
Guiada por la curiosidad, me acerco a ellos.
Hyun suelta un suspiro de alivio al verme aparecer.
—Jefa, el señor Kane, que es un evidente entendido en
arte, está interesado en llevarse esta obra —murmura y señala
a la pared.
Entonces, veo la «obra de arte» en cuestión y lo entiendo
todo. Porque realmente no es una obra de arte, es el extintor. Y
Amerex es el fabricante.
Volteo los ojos, aunque solo en mi mente para no ofender
al «entendido». De vez en cuando entra gente así. Hace una
semana una mujer afirmó que quería comprar el perchero
porque lo consideraba artísticamente ideal para su casa.
Aunque, claro, nuestro perchero es realmente una obra
preciosa de un artesano del metal que conozco y no un simple
objeto fabricado en cadena.
No puedo dejar que se lleve el extintor y lo luzca en su
casa como una obra de arte, aunque tampoco puedo decirle la
verdad —que tiene un ojo nefasto para el arte— o se sentirá
avergonzado y puede dejar malas críticas en la galería. Así que
opto por una solución diplomática.
—Antes de decidirse a adquirirla, tal vez le gustaría ver
una obra muy especial que acabamos de recibir —comento en
tono persuasivo—. Sería el primer cliente en verla y le puedo
asegurar que es una maravilla. —Los ojos del señor Kane
brillan al instante por el interés.
»Por favor, Hyun, ¿puedes traer la pintura de Omega?
—¿Omega? —pregunta el señor Kane.
—Es una joven que va a dar mucho que hablar en el
mundo del arte —aseguro con confianza—. Solo tiene
dieciséis años, pero ha conseguido la beca Rachel Sinclair de
Bellas Artes.
—Entonces es una artista novel —repone y noto un poco
de desdén en sus palabras en lugar de admiración por ese
logro.
—Todos los artistas han sido noveles alguna vez —alego
con un tono que le hace ver que acaba de decir una tontería.
Hyun trae la obra con cuidado. Se trata de un lienzo de
cincuenta por cien centímetros compuesto por una explosión
de manchas y líneas en tonos blanco, negro y rojo. La figura
esquiva de una mujer se diluye entre violentos trazos.
Como todo lo que hace Ana, es apasionado y vibrante. No
deja indiferente, y hasta este idiota puede darse cuenta de ello.
Aun así, es evidente que necesita un empujón más.
—Siempre he pensado que tiene un mérito increíble
descubrir la calidad de un artista antes de saltar a la fama.
Aunque no todo el mundo es capaz de tener esa sensibilidad.
Hace falta un ojo muy experto para ver el potencial de un
novato. Además, ahora mismo tiene un precio razonable.
Dentro de un par de años le puedo asegurar que habrá
triplicado su valor —añado y no hace falta más.
—Me lo quedo.
Casi me da pena vendérselo porque sé que este tipo no va
a saber apreciar bien el tesoro que acaba de adquirir, pero
intuyo que es un hombre sociable y, con todo lo que le gusta
presumir, ayudará a promocionar a Omega.
No mentía cuando le he dicho que Ana va a dar mucho
que hablar en el mundo del arte, y yo espero estar ahí para
ayudarla en el proceso. El primer paso fue concederle la beca.
No fue una decisión que tomé a la ligera. En verdad creo en
ella y en su potencial.
Dan también me ayudó a buscarle una buena casa de
acogida entre sus amigos mexicanos hasta que su madre
consiga la libertad. Por lo que me contó, Héctor no obligaba a
nadie a hacer de mula, aunque la gente se prestaba a ello
porque pagaba bien por trasportar la droga. Y, como la mujer
necesitaba dinero en su empeño para darle una vida mejor a su
hija, se ofreció a espaldas de Ana. Fue una de esas malas
decisiones que se toman fruto de la desesperación y que tienen
consecuencias nefastas.
Pensar en Dan me recuerda que tengo algo de suma
importancia entre manos, así que dejo que Hyun ultime la
venta con el cliente y salgo de la galería, en donde me espera
mi guardaespaldas.
Desde el secuestro, siempre voy acompañada de uno de
los hombres de confianza de Dan, a veces incluso de dos.
Normalmente es Pedro, que, por cierto, es el mismo que
rescató mi cartera la vez que Ana me la robó y que, además,
llevó a Rachel y Carmen al hospital cuando la niña se golpeó
con el columpio. Ya que me van a proteger lo quiera o no, he
terminado por aceptar su presencia constante. Sé que están ahí
por mi seguridad, como además sé que son necesarios para la
salud mental de Dan y, ya puestos, también de mi hermano.
Es una de las pocas cosas en las que Dan y Noah están de
acuerdo.
—¿Todo bien, señorita Grayson? —pregunta Pedro al
verme salir de la galería fuera de mi hora habitual.
—Sí, aunque necesito ir a casa.
A casa.
El hogar que Dan construyó para mí y en el que vivimos
ahora.
Rachel, Carmen y yo nos mudamos hace dos semanas. No
tenía sentido vivir en dos casas diferentes cuando lo que
queremos es estar juntos.
¿Demasiado pronto? Puede. Aunque, como Carmen dice:
«Cuando el tren está en marcha, lo mejor es dejarse llevar y
disfrutar del viaje».
Minutos después, el coche se adentra en la propiedad
fortificada. Digo fortificada porque Dan ha extremado las
medidas de seguridad desde que mi hermano se coló por la
valla. Dice que tiene demasiados tesoros en esta casa como
para descuidarlos. Y lo bonito de eso es que se refiere a
nosotras.
Me paro un segundo a contemplar la fachada antes de
entrar. La semana pasada plantamos una buganvilla, el toque
final para ser el hogar de mis sueños. Aunque, en verdad, el
determinante a que sea mi hogar es el hombre que me espera
aquí: Daniel Danger Ventura. Y realmente es un peligro, pero
solo para cualquiera que quiera hacernos daño.
Entro en el despacho y me lo encuentro ahí, en su
escritorio, frente a mi retrato. El mismo que Rachel pintó hace
años y que le robaron. Cuando Dan me confesó que había sido
él, y que lo había conservado todos estos años, no supe si
reprenderlo o abrazarlo. Al final, terminé haciendo las dos
cosas.
Cuando el amor es muy intenso, la línea que lo separa de
la obsesión se desdibuja y puede llegar a ser abrumador, pero,
seamos sinceros, ¿qué mujer no querría ser amada de esa
forma tan absoluta por un hombre como Dan? Yo, desde
luego, sí.
Él levanta la mirada en cuanto me ve llegar y sus ojos
brillan con sorpresa y placer al tiempo que esboza una sonrisa
de bienvenida.
—Ángel, ¡qué alegría más inesperada! —susurra
poniéndose de pie, aunque frunce el ceño al ver que no me
acerco a él—. ¿Ocurre algo? —Detecto cierta cautela en su
voz.
El otro día me confesó que tenía miedo de descubrir que
estaba viviendo un sueño y que podía despertar en una
realidad en la que no estuviéramos juntos. Que le aterraba
meter la pata de alguna forma y estropear nuestra relación.
Supongo que sus inseguridades son normales en una persona
que ha tenido una vida afectiva tan inestable. Por eso no me
corto a la hora de demostrarle mi amor. Soy una persona muy
cariñosa y con él me siento libre para mostrarme efusiva y
entusiasta a la hora de expresar mis sentimientos.
—¿Te acuerdas de que acordamos dejar tres habitaciones
vacías hasta que nos decidiéramos a ampliar la familia? —
pregunto y trato de contener la sonrisa que pugna por curvar
mis labios—. Pues me temo que vamos a ocupar una de ellas
antes de lo previsto.
Hemos estado decorando la casa. Bueno, Dan me ha dado
carta blanca para que yo lo haga a mi gusto y he disfrutado un
montón dando vida a cada estancia. Sin embargo, como es una
casa muy grande, hay habitaciones que hemos decidido dejar
cerradas de momento.
Creo que intuye lo que trato de explicarle porque, de
repente, inhala de forma visible y se queda paralizado.
—¿Qué quieres decir? —Su voz se oye bronca y forzada.
Me acerco despacio a él como quien se aproxima a un
animalillo que se puede asustar y salir corriendo si se ve
amenazado, aunque sé que Dan no va a huir.
—Esta mañana he sentido náuseas al oler el café y he
tenido una corazonada —revelo—, así que me he comprado
una prueba de embarazo y… —Dan palidece—. Ha dado
positivo —concluyo enseñándole el test.
Dan se queda mirándolo sin parpadear. Sin respirar. Sé
que necesita tiempo para asimilarlo y se lo doy.
Unos segundos después, su mirada se clava en mí.
—Estás embarazada —musita tan bajito que casi no le
oigo.
Asiento sin esconder mi sonrisa, aunque él no me la
devuelve.
Cierra los ojos, alza el rostro e inspira con tanta fuerza
que su pecho se expande de forma visible. Entonces, veo cómo
empieza a rodar una lágrima por su mejilla. Luego otra y otra.
Se me estruja el corazón.
—Dan… —empiezo a decir.
Suelto un jadeo sorprendido cuando deja escapar un
sollozo profundo y cae de rodillas ante mí como si las piernas
ya no le pudieran sostener. A continuación, hunde la cara en
mi tripa entretanto me rodea con sus brazos. Fuerte. Llora con
tanta intensidad que su poderoso cuerpo tiembla y se
estremece contra mí, y lo único que puedo hacer es acariciarle
el pelo y abrazarle hasta que se recomponga.
Sonrío interiormente. Dan se ve como un villano, pero no
puede estar más equivocado. Es un hombre con un corazón
tierno y sensible. Y es mío.
EPÍLOGO 2
Dan

A
lgo me despierta. Mejor dicho, alguien, pues tengo la
certeza de que una persona se ha colado en nuestra
habitación. De pronto, escucho unos pasos titubeantes
que se aproximan a la cama al amparo de la oscuridad. Mi
cuerpo se tensa al instante, alerta, al tiempo que llevo una
mano despacio hacia el lateral del colchón, en donde tengo
escondida una pistola.
—¿Mami?
Escucho la voz temblorosa justo cuando mis dedos
acarician la culata y los aparto al instante del arma al
reconocer la voz de Rachel. Lo que hago, en cambio, es
encender la lamparita de noche.
Rachel está a los pies de la cama, con su pijama de
unicornios y abrazando a Monet. Tiene los ojos llorosos y la
barbilla le tiembla.
—¿Qué ocurre, princesa? ¿Has tenido una pesadilla?
Ella niega con la cabeza.
—Me he hecho pipí —admite y parece avergonzada.
Miro a Amy. Está a mi lado, abrazada a la almohada.
Debo tener una seria conversación con ella sobre esa mala
costumbre. Si tiene que aferrarse a algo mientras duerme,
quiero que sea a mí. Últimamente tiene el sueño muy
profundo, Carmen dice que es por el embarazo.
Como no se ha despertado con nuestras voces, decido
dejarla dormir y ocuparme yo mismo de la niña.
—¿Te parece bien si dejamos dormir a tu mamá y te
ayudo yo? —propongo.
Rachel se lo piensa durante unos segundos, pues a todas
luces prefiere a Amy, pero termina aceptando, así que me
levanto y la acompaño de vuelta a su habitación. Hemos
instalado a la niña en la más próxima a la nuestra para que no
tenga miedo, aunque, al ser una casa nueva y grande, se siente
un poco intranquila por las noches y de vez en cuando se hace
pipí en la cama.
Por suerte, ayudé a Amy la última vez que sucedió y sé
cómo proceder. Le quito el pijama, la aseo y le pongo uno
nuevo, esta vez de estrellitas. Como hemos puesto una funda
impermeable en el colchón, el líquido no ha calado y solo
tengo que cambiar las sábanas para que la niña pueda volver a
acostarse.
—Lista —comento mientras la arropo—. Ahora a cerrar
los ojos y a dormir.
—¿Me lees el cuento de Jorge el Curioso, papi?
Bastan solo esas dos sílabas para que el suelo tiemble bajo
mis pies.
«Papi».
Es la primera vez que Rachel me llama así y, joder, cómo
me gusta.
La niña me observa expectante con esos ojazos azules que
son idénticos a los de su madre, completamente inconsciente
de cómo me acaba de desestabilizar.
Tengo que aclararme la garganta dos veces para poder
hablar y, aun así, mi voz sale ronca.
—Claro, princesa.
Cojo el cuento y me voy a sentar en el sillón que hay al
lado de la cama, pero Rachel palmea el espacio a su lado.
Observo el colchón infantil con un suspiro de resignación y
me tumbo, tratando de embutir mi corpachón en él.
En un intento por buscar una posición cómoda, pongo el
brazo alrededor de la niña, y ella se recuesta contra mí con
toda confianza, apoyando la cabecita en mi pecho. Es una
sensación tan cálida que mi corazón se estremece de ternura.
Sin poder contenerme, le beso la coronilla.
Entonces, empiezo a leer.
—Un día Jorge vio a un hombre…
EPÍLOGO 3
Dan

Seis meses después…

A
bro y cierro las manos entretanto cambio el peso de mi
cuerpo de un lado a otro. Tengo la respiración
entrecortada y el corazón retumba con tanta fuerza en mi
pecho que no entiendo cómo no hace eco en las paredes de la
pequeña iglesia en la que nos encontramos. Es como si hubiese
corrido una maratón sin moverme del sitio.
Inclino la cabeza de izquierda a derecha tratando de
eliminar la tensión, aunque no lo consigo.
¿Por qué parece que el tiempo se ha detenido? Joder, cada
segundo que pasa se me está haciendo eterno.
De pronto, siento una mano en mi hombro.
—Relájate, hermano —murmura Marcos dando un ligero
apretón que trata de reconfortarme—, y, por lo que más
quieras, cuando la veas, contén las lágrimas.
—Y me lo dice el hombre que me confesó que había
llorado en la suya —rezongo.
—Por eso mismo —repone y hace una mueca—. Mis
primos todavía se burlan de mí por ello, y sé que Noah
disfrutará un montón si montas una escena.
Mis ojos se clavan en Noah, que está sentado en la
primera fila sin quitarme los ojos de encima. Marcos tiene
razón. Mi inminente cuñado no es de las personas que dejan
pasar algo así sin regodearse de ello de por vida.
De pronto, los murmullos que hay en la iglesia se acallan
de golpe y todos los presentes centran su atención en el largo
pasillo central, en donde Rachel y Kate han hecho su
aparición.
Las dos niñas llevan idénticos vestidos de color lavanda
con la falda acampanada, las mangas abullonadas y un enorme
lazo en la cintura. Están preciosas. Tienen el honroso título de
ser las niñas de las flores y llevan practicando un mes entero
para la ocasión.
Sinclair les hace una señal, y las primas empiezan a
avanzar por la alfombra roja que cubre el pasillo esparciendo
los pétalos a su paso. Los nervios, el entusiasmo y su infantil
espontaneidad las hace actuar con cierta torpeza que resulta
adorable.
Entonces, aparece Amy al final del pasillo cogida del
brazo de su padre. Lleva un vestido color lavanda y su
avanzado embarazo redondea sus curvas. Un ramalazo de
posesividad me recorre por dentro.
Siento que la garganta se me cierra.
«Mantén la compostura», me digo.
La música suena y empieza a andar hacia mí. Su rostro
refleja tanta alegría que ilumina todo a su alrededor. Es tan
hermosa que me quita el aliento. Y es mía.
Las lágrimas anegan mis ojos.
«Mantén la compostura», me repito.
De pronto, Amy clava los ojos en mí y me sonríe con
tanto amor que sé que estoy perdido.
«A la mierda la compostura».
Empiezo a llorar sin poder evitarlo.
Sin querer hacerlo.
Que todo el mundo se dé cuenta de lo jodidamente feliz
que ella me hace.
AGRADECIMIENTOS

Lo primero es daros las gracias por vuestra paciencia y


comprensión. Sé que esta novela se ha retrasado mucho del
plan previsto, pero a veces cuesta conseguir el resultado
deseado y me niego a daros menos que lo mejor de lo que soy
capaz. Solo espero que el resultado haya estado a la espera de
vuestras expectativas.
Gracias a Carmen, mi lectora cero, por vivir con ilusión
cada una de las historias que escribo. Y a Raquel Antúnez, mi
maravillosa correctora, siempre te estaré agradecida por tu
apoyo constante y por tu profesionalidad.
Y finalmente, mi agradecimiento eterno a Erika Gael.
BIOGRAFÍA

Adriana Rubens nació en Valencia en 1977 y se licenció


en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia,
dónde le concedieron diferentes becas de estudios en el
extranjero, que le permitieron vivir unos años entre Italia e
Irlanda.
Apasionada de la novela romántica desde muy joven,
intenta compaginar su trabajo como escritora a tiempo
completo con la crianza de dos niños pequeños, llamados
Adrián y Rubén, de cuyos nombres sacó la inspiración para su
seudónimo.
Su primera novela, Detrás de la máscara, fue galardonada
con el VI Premio Vergara-RNR. A esta le siguen varias
novelas más que han conseguido excelentes críticas entre sus
lectores, entre las que se encuentran Detrás de tu mirada,
ganadora del Premio Rincón Romántico al mejor romance
histórico nacional del 2018 y La sombra de Erin, que
consiguió el Premio Rincón Romántico al mejor romance de
fantasía nacional del 2018.
En la actualidad, se dedica a autoeditar sus propias
novelas en Amazon, siendo best sellers en España en su
categoría.
Si quieres conocer más de sus libros, visita su página en
Amazon: https://www.amazon.es/Adriana-
Rubens/e/B01N90RDWC

[1]
Juego de naipes.
[2]
Es una estructura de aros y tela que se usaba debajo de las faldas para darles
volumen lateral, dejando la parte delantera y trasera prácticamente plana. Fueron
muy comunes en la época de Maria Antonieta.
[3]
Índice de Masa Corporal.
[4]
Sobrenombre por el que se conoce a la ciudad de Houston debido a que es la
sede de la NASA.
[5]
Método de creación artística que consiste en usar una plantilla o molde para
aplicar pintura de manera precisa sobre una superficie.
[6]
Plato típico tailandés a base de fideos de arroz cocinado en wok.

También podría gustarte