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EL YACARE-1 F. Mediante (1940) El Fantasma Del Valle

El relato narra la historia de Rolando Dorrego, conocido como 'El Yacaré', un héroe que lucha por la justicia en el Oeste americano. Tras la trágica muerte de su familia a manos de bandidos, Rolando jura vengar sus muertes y se convierte en un temido justiciero. A medida que se entrena y se prepara para su misión, se convierte en un símbolo de esperanza y valentía para los oprimidos.

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EL YACARE-1 F. Mediante (1940) El Fantasma Del Valle

El relato narra la historia de Rolando Dorrego, conocido como 'El Yacaré', un héroe que lucha por la justicia en el Oeste americano. Tras la trágica muerte de su familia a manos de bandidos, Rolando jura vengar sus muertes y se convierte en un temido justiciero. A medida que se entrena y se prepara para su misión, se convierte en un símbolo de esperanza y valentía para los oprimidos.

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PREÁMBULO

E
L protagonista de este emocionante relato no es un personaje
vulgar. Es más bien un héroe de leyenda. Se trata de un
verdadero rey de las praderas, que campea por sus derechos, que son
los de la justicia. Desde Oregón a Nevada y Montana, es conocido y
temido por «El Yacaré». Su principal misión es la de amparar al débil,
persiguiendo al delincuente. Y por los caminos del mundo va este
héroe legendario.
Nadie sabe en dónde está, pero aparece cuando menos se le espera.
Su presencia es motivo de admiración, de respeto y de temor.
Rolando Dorrego no es un mito.
Hace poco aún vivía en un rancho de Oregón.
De sus andanzas han quedado imborrables recuerdos, y sus
hazañas han sido cantadas por rurales trovadores.
Alrededor de los fogones, aun se cuentan las maravillosas
aventuras de este hombre extraordinario, que supo, en tiempos
difíciles, castigar al malvado, prodigando osadía, valor y astucia.
«El Yacaré» usaba frecuentes disfraces y solía cubrirse el rostro con
una delgada máscara de goma, que cambiaba por completo sus
facciones.
El autor se propone dar a conocer los hechos más salientes de la
vida de un hombre misterioso admirable, de un hombre que se hizo
temer y respetar.
«El Yacaré» es un símbolo. Representa al hombre que todo lo
sacrifica por el bien de los demás.
«El Yacaré» es una paradoja, porque busca la alegría en los otros,
mientras él sufre las amarguras de la suerte.
«El Yacaré» es optimismo porque todo lo encuentra factible y
jamás se detiene ante dificultades.
¡«El Yacaré» es el alma del Oeste, imponiendo la Ley y el Derecho a
fuerza de valentía!
Sucedió, pues…
I
VIAJE TRÁGICO

A
cinco millas escasas de la costa, en el Estado de Oregón, hay
un rancho conocido con el nombre de «Amapola», propiedad
de Frank Dorrego.
Su hijo Rolando se halla en la ciudad terminando sus estudios.
Frank, acompañado de su esposa Greta y de su hija Nelly, han ido
a Humboldt.
Es una tarde de mayo de 1904.
Regresan, en la diligencia, después de haber terminado los
asuntos que les llevaron a la ciudad.
El camino dejaba en aquella época bastante que desear, lleno de
baches y desigualdades. Por esto, la marcha de la diligencia era lenta,
demasiado lenta. Además, en aquel tiempo había otro peligro mucho
mayor que el del camino, y eran los bandidos que infestaban la
región.
Todos los pasajeros iban bien armados, temerosos de cualquier
desagradable sorpresa.
Además del postillón y los tres viajeros citados, iban en la
diligencia dos hombres de Loma Alta, el pueblo inmediato al rancho
«Amapola».
De pronto, la diligencia se detuvo.
—¿Qué pasa, Bob? —preguntó Frank.
—Nada, Sr. Dorrego; una correa que se ha desatado.
—Como sigamos así —dijo uno de los hombres, llamado Gerv—,
llegaremos de noche. No hay luna y…
Se detuvo al ver el gesto, de terror retratado en el semblante de
Nelly.
Poco después, el vetusto carricoche continuaba la marcha.
El eco de un mugido lejano vino a zumbar contra los cristales de
la ventanilla. Se había levantado viento fuerte, un viento que agitaba
las verdes cabelleras de los árboles.
Un presentimiento funesto envolvía a todos los pasajeros. Aquel
coche siempre había salido de Humboldt por la mañana, para llegar
a Loma Alta de día; pero en aquella ocasión, causas inesperadas
retrasaron su salida.
Bob, el postillón, llevaba sobre las rodillas una escopeta, y todos
los pasajeros iban armados con revólveres del 38 y del 44; sin
embargo, ninguno se sentía muy contento. Hay ocasiones en que
algo secreto nos dice que la amenaza se cierne sobre nosotros, y eso
le pasaba a todos los pasajeros de la diligencia. Iban pensativos y
sobresaltados, debido a los rumores de que algunas bandas armadas
habían aparecido por aquellos contornos.
Bob procuraba animar a los caballos, pero los animales no daban
más de sí. Eran viejos jamelgos, y además, el infame estado del
camino impedía también desarrollar una gran velocidad.
La noche se les echó encima cuando les faltaban dos millas
escasas para llegar a la población.
El cochero encendió los dos faroles del coche.
Poco después, cuando la diligencia doblaba una gran curva del
camino, un grupo de jinetes surgió de repente, ordenando el alto.
Eran lo menos diez, y todos iban armados hasta los dientes.
Temerosos de ser reconocidos, se cubrían el rostro con pañuelos.
El momento temido había llegado.
—¡Alto! —tronó una voz ronca—. Levanten las manos y no hagan
resistencia; de lo contrario, morirán todos.
El que tales palabras decía, era un sujeto corpulento, que
montaba un caballo tordillo de gran alzada, al que sujetaba de las
riendas con su mano izquierda, mientras que la derecha empuñaba
un pesado pistolón. Los demás jinetes se habían colocado a los
costados del camino, apuntando con sus armas.
Bob, en aquel momento, cometió la más grave imprudencia de su
vida. En vez de detenerse, ante fuerzas tan superiores, soltó las
riendas y empuñó su escopeta. Apenas lo había hecho, cuando un
certero disparo del jefe de los forajidos lo hirió mortalmente.
Los caballos, asustados y con las riendas flojas, emprendieron la
huida; pero no caminaron mucho. Al doblar la senda, uno de los
animales se salió del centro de la carretera, y perdiendo pie, arrastró
a los otros por un profundo barranco. La diligencia, dando terribles
volteretas, cayó al abismó entre los gritos de terror de los pasajeros.
Fue todo tan rápido, que los mismos asaltantes se quedaron
sorprendidos, e indecisos; pero la voz de su jefe los sacó de aquella
vacilación.
—Hay que bajar a recoger lo que se pueda. Uno de los pasajeros
ha ido al Banco y debe llevar moneda.
El carruaje era un montón de astillas.
De los viajeros, ninguno se salvó. Todos murieron en aquella
catástrofe.
Han pasado más de cuarenta años, y aun hoy se ve una cruz en el
mismo sitio por dónde cayó la diligencia.
La noticia no se supo hasta el día siguiente.
Un pastor descubrió la tragedia.
Douglas Dowling, capataz del rancho «Amapola», se hizo cargo
de los cadáveres de sus patrones, y acto seguido destacó a uno de los
cow-boys para que fuese a Salem (capital del Estado), a comunicar a
Rolando el terrible acontecimiento.
El joven estudiante regresó apresuradamente, llegando a tiempo
para asistir al sepelio de los seres queridos. Ya se habían retirado
todos del cementerio, y aún estaba él apoyado en un ciprés
contemplando la tierra, removida, en donde dormían el último sueño
sus padres y su hermanita.
Nadie sabe de lo que es capaz un alma atormentada por el dolor.
Rolando tenía veinticinco años y era de un carácter dulce y
simpático; pero en aquel momento, toda la amargura de su tristeza y
de su cólera impotente contra los desconocidos malhechores, lo
habían transformado en un ser muy distinto.
Fulguraban sus ojos negros, humedecidos por las furtivas
lágrimas, y sus manos se crispaban con fuerza. Vinieron a buscarle,
pero no quiso ir. Tenía algo qué hacer. Cuando se quedó solo, se
postró de rodillas junto a las tumbas de los seres amados, y después
de murmurar una ardiente plegaria, exclamó:
—¡Padres, hermana mía: en presencia del que todo lo oye y todo
lo ve, yo os prometo solemnemente no descansar un solo instante
hasta no haber castigado a los culpables de ese crimen! ¡Perseguiré
día y noche a todos los malhechores, sean de la clase que fueren,
esperando tener la suerte de que entre alguno de ellos se hallen los
autores de ese hecho vandálico! No habrá piedad para ellos. Desde
este mismo momento, me convierto en el terror de esa mala gente.
Temblarán a mi paso y mi nombre les causará miedo. Lo prometo
por vuestra sagrada memoria. Amén.
Ya más tranquilo, hizo la señal de la cruz y extendiendo el brazo
en muda despedida, salió del pequeño campo santo.
Estaba transfigurado. Sus pasos eran firmes, pero su mirada
parecía sembrar relámpagos.
A su paso, todos se apartaban con respeto, pensando que el
«doctorcito» no terminaría sus estudios. Y efectivamente; Rolando
no pensaba en eso.
Fue hasta el lugar del crimen, y en el profundo barranco registró
prolijamente todo, terminando por hallar una pequeña espuela. Era
de plata y las puntas estaban muy desgastadas. La examinó con
atención.
—Plata mejicana —dijo entre dientes—; puede ser una pista.
Y se la guardó.
De vuelta en el rancho, reunió a todo el personal, al que dijo:
—Obedeceréis al capataz en todo, puesto que él, desde ahora, es
el único dirigente. Yo estaré algún tiempo con vosotros, y cuando me
ausente, no quiero, entendedlo bien, que nadie me recuerde para
nada ni de informes de mi ausencia.
II
VALLE MUERTO

T
ODO parecía olvidado, y las gentes de los ranchos vecinos se
extrañaban de que Rolando permaneciera tan tranquilo; pero
en esto se equivocaban.
Todos los días Douglas, el capataz, se entretenía en dar a
Rolando lecciones de equitación, tiro al blanco y manejo del lazo, y
así, un día y otro día, se fue perfeccionando, hasta, adquirir un
dominio perfecto en el manejo de las armas y el caballo.
Con tan buen maestro, llegó a ser un jinete soberbio y un tirador
formidable.
Tres meses después, Rolando se dedica a enseñar a sus caballos a
obedecerle. Ha elegido dos: un zaino vivaracho, al que pone por
nombre «Saeta», y uno completamente blanco, al que llamará
«Torbellino». Son dos magníficos animales, briosos y corredores.
Los amaestra hasta convertirlos en modelos de docilidad. Un simple
silbido basta para que acudan a su lado; un ademán es suficiente
para que se arrodillen o se levanten; una ligera presión con el pie o
la mano, es señal de trote, galope o al paso.
Adquirió armas nuevas y diversas ropas, que pensaba usar según
las circunstancias.
Frecuentaba las cantinas y los cafés rurales. Sus oídos recogían
cualquier palabra indicadora de algo que pudiera interesarle.
Y seis meses después de la muerte de sus padres y hermana, se
dispuso a empezar su carrera de vengador.
Sin esperarlo, se le presentó un día la ocasión de hacer algo en
favor de los humildes.
Regresaba de Loma Alta, a caballo de «Saeta», cuando al cruzar
un pequeño arroyo tropezóse con una muchacha vestida de
amazona, que montaba una yegua baya. Era la hija de un pequeño
ranchero vecino suyo. Viendo que la muchacha llevaba los ojos
llorosos, le preguntó: —¿Qué te sucede, Norma?
La muchacha se detuvo, y disimulando su dolor respondió
después de una pausa: —Vengo del «Tajamar Grande» y no pude
encontrar huellas. Mi padre está enfermo, y para colmo de
desgracias, en el pueblo no hay sheriff.
—Sabes que no te entiendo, muchacha. ¿Huellas? ¿Sheriff? ¿Tu
padre enfermo?
—Nos han robado la mejor hacienda que teníamos. Cincuenta
terneras y vaquillonas.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Anoche.
—No te apures. Yo te las devolveré.
—¿Usted, Rolando? ¿Pero sabe en dónde están?
—No; pero eso no importa. Procura no decir nada a nadie de
todo esto y confía en mí.
Norma tenía los ojos muy abiertos; unos ojos azules muy bonitos
y expresivos, y los clavó en Rolando profundamente. No hizo ningún
gesto ni dijo nada. Cuando se separaron, ella, sin saber por qué,
confiaba en la promesa de su simpático vecino.
Al Norte de Loma Alta se encuentra un encajonado valle
conocido con el nombre de Valle Muerto. Está a unas doce millas
del rancho «Amapola». Se trata de un lugar poco poético. El agua es
salobre y la sombra escasa. Debido a esto, es poco frecuentado.
Rolando decide visitarlo; pero antes quiere dejar su tarjeta de
presentación en el pueblo.
Y aquella noche, montado en su caballo blanco, cruza la única
calle a todo galope. Una capa blanca le cubre, y blanco es el
sombrero, las botas y los guantes. Su aspecto es fantasmal.
Algunos, al verlo pasar, se hacen cruces, diciendo: —¡Es «El
Yacaré»!
—¿Pero quién es «El Yacaré»? —pregunta alguien.
Y responde otro:
—Nadie lo sabe. Aparece cuando menos se piensa, y siempre lo
hace de noche. Hay quién dice que es un alma en pena. La cuestión
es que siempre que pasa, ocurre algo. Anoche robaron en el rancho
de la «Doble H»; pero los cuatreros ya se pueden esconder bien,
porque «El Yacaré» los buscará en el último rincón del mundo…
—Es la primera vez —dijo Marcos Standiah, el herrero— que
oigo decir que un fantasma se dedica a perseguir ladrones.
—Yo no digo que sea un fantasma; pero… procede como si lo
fuera.
—Es curioso; estamos hablando de cosas ridículas. Entremos a
tomar una copa para quitarnos el susto.
Mientras tanto, «El Yacaré» galopaba en dirección a Valle
Muerto.
Por conversaciones oídas, sabía que allí existía una cabaña
abandonada, que tenía su leyenda. Se decía que en ella habían
asesinado una noche a un hombre, y desde entonces, nadie había
querido vivir en ella.
El jinete, sin hacer caso de la tormenta que se avecina, galopa
siempre; pero debido a la oscuridad, se extravía. Cuando se da
cuenta, ha llegado a un bosquecillo. Llueve. El Viento es fuerte y
algunos relámpagos surcan el espacio.
Desorientado, busca una senda, pero no la halla.
En la noche opaca, noche brava, el jinete marcha al paso
tranquilo de su caballo, como un sonámbulo, sacudido y empujado
por el ventarrón que pasa ruidoso sobre los arbustos, achatándolos
como si fuera una invisible apisonadora. De vez en cuando, el
relámpago cubre el fantástico paisaje de lívidas claridades: tintas
tétricas descompuestas, pálidas… El pajonal, movido por la racha
del viento poderoso, se deshincha, se achica, desaparece para volver
a surgir desafiador, y entonces la llanura, se encoge como si fuera de
goma; pero luego, todo vuelve a quedar como estaba, y el jinete
continúa avanzando, Sin hacer caso de la lluvia, del viento ni del
relámpago.
*
En Valle Muerto, la cabaña está iluminada.
Alrededor de un buen fuego, cuatro hombres de pésima catadura
charlan animadamente.
—Te digo, Snoll, que aquí estamos mal. Si algún vaquero nos ha
visto, corremos peligro de tener que andar a tiros. Es un mal sitio
éste.
El aludido replicó:
—No seas cabezota, Mike. Demasiado sabes que esta cabaña está
considerada como «tabú», que dicen los indios. Por eso no hay
miedo que venga nadie. Además, con esta tormenta cualquiera sale
de su casa. Bien seguros estamos aquí. Mañana continuaremos el
viaje arreando la hacienda hasta los campos de Dowland River, y
una vez allí, que nos echen un galgo.
El tercer individuo, que estaba preparando café, dijo de pronto:
—Yo no estoy muy tranquilo.
—¿Por qué, Curtis?
—Dicen que anda un fantasma por Loma Alta y que en noches de
tormenta se aparece cuando menos se le aguarda. Es muy alto y
viste todo de blanco. Hasta el caballo es blanco también.
—Los fantasmas no montan a caballo —contestó Snoll.
El cuarto individuo tomó parte en la conversación para decir: —
Algo he oído hablar de eso. Se trata, según creo, de «El Yacaré».
—Pues vaya un nombre.
—Quiere decir caimán.
De pronto, los cuatro cuatreros se miraron trémulos de emoción.
Hasta ellos acababa de llegar un soberbio ronquido, que puso terror
en sus corazones. Era como la vibración de un toque de campana,
que fue aumentando de tono hasta convertirse en un alarido de
proporciones formidables. Tan pronto se alejaba como volvía. El
extraño sonido, retumbante, aterrador y musical al mismo tiempo,
les heló los tuétanos. Parecía el lamento de un violín, aumentado
hasta las mayores proporciones. Su diapasón, partido de una base
imponente, escaló los sonidos más agudos, y sus variaciones
engendraron en ellos una punzante turbación. La nota de una
estridencia superaguda perforó la noche y se hizo el silencio cargado
de terrores.
—¿Qué será eso? —preguntó Snoll.
—El fantasma —dijo Mike.
Curtis, de pronto, lanzó una profunda y burlona carcajada.
—¿De qué te ríes? —preguntó Snoll.
—De vuestro miedo. ¿Sabéis lo que es eso? ¿No? Pues os lo diré.
Ahí en el cañón hay una roca agujereada, por dónde pasa el aire
como por un embudo, y al hacerlo, produce esos ronquidos. En el
«Colorado» pasaba algo igual, pero yo nunca tuve miedo porque…
Su voz quedó truncada. La puerta de la cabaña se estaba
abriendo lentamente, sin ruido alguno. Curtis, el hombre que no
tenía miedo, señaló con un dedo que temblaba. Seis pares de ojos
siguieron la dirección del dedo.
Como una especie de niebla, puso cortinajes a la entrada, y de
repente, una voz enérgica y varonil ordenó: —¡Levanten las manos!
Y una blanca silueta apareció ante ellos.
—«¡El Yacaré!» —exclamó Jim Rawson.
III
LA PRIMERA JUSTICIA DE «EL YACARÉ»

EL pálido reflejo de la fogata iluminó por un momento un rostro


extraño, desigual y amarillento; un rostro bien distinto del varonil y
agraciado de Rolando. Era una cara larga, desfigurada seguramente,
en la cual sólo brillaban amenazadores unos ojos negros.
Aquel hombre sostenía un revólver en cada mano, y su actitud era
calmosa, pero decidida.
La blanca capa que lo envolvía, al moverse agitada por el viento,
dábale apariencia fantasmal, y los ignorantes cuatreros pensaron que
el espectro del valle acababa de surgir de pronto de su nicho de
piedra para aterrorizarlos con su presencia.
—¡Levanten las manos, pronto! —repitió impaciente.
Se tranquilizaron un poco al oírle hablar con voz sonora y clara.
Pasada la primera sorpresa, Mike, que era el más audaz del
grupo, echó mano a su arma, pero antes que la sacara oyóse una
detonación y el bandido, dando un grito terrible, contempló su mano
llena de sangre.
—Es peligroso desobedecer. La segunda vez apuntaré al corazón.
Los cuatro miserables, inmovilizados por la mirada sombría, del
desconocido, no acertaron a decir una sola palabra.
«El Yacaré», viendo unas alforjas colgadas de una escarpia, dijo a
Mike: —Desarma a tus compañeros y deja los revólveres en esas
alforjas. Eso es El tuyo también. Ahora ya podremos hablar más
tranquilos.
Enfundó sus armas y agregó:
—Tengo interés en saber quién de vosotros planeó el robo de la
hacienda del rancho «Doble H».
Viendo que Mike hacía esfuerzos para restañar la sangre que
brotaba de su herida, dijo a Curtis, que era el que estaba más cerca:
—Véndale esa mano con un pañuelo antes de que se desmaye este
pobre hombre.
Dicho esto, se apoderó de las alforjas que contenían las armas y
las arrojó fuera de la cabaña.
—Y ahora, hablemos con claridad. ¿Quién es el jefe de este
infame cuarteto?
Como ninguno respondiera, apremió:
—¡Contestad, malditos, si no queréis que es agujeree esa
condenada piel a balazos!
—El jefe no está aquí —respondió Jim Rawson, dirigiéndole una
mirada cargada de odio.
—¿Y dónde se encuentra?
—No lo sabemos. Le estamos aguardando.
—¿Cómo se llama?
—«El Buitre».
—¿Qué tipo tiene?
—Bastante grueso. Usa barba.
—Con esas señas hay cinco mil en Oregón. Si pensáis burlaros de
mí, acabaréis mal. Mi paciencia se termina muy pronto.
Hubo un cambio de miradas entre los cuatro perillanes. Estaban
pensando deshacerse de aquel inoportuno de un modo rápido y
decisivo. «El Yacaré» sorprendió aquellos gestos, y una sonrisa de
superioridad y de desprecio surcó su semblante. Dijo arrogante: —
Estoy viendo que sois cosa perdida. Peor para vosotros. Si pensáis
salir bien librados de mi presencia, es preferible, para vuestro bien,
que cambiéis de pensamiento. Escuchadme: No creo que vosotros
seáis tan malos como parecéis, ni tan buenos como debierais ser;
pero en el pecado llevaréis la penitencia. Por lo pronto, exijo —y
recalcó esta palabra— que me deis todas las señas de ese «Buitre»,
con quien deseo cambiar unas palabras.
Fue Snoll el que dijo:
—«El Buitre» hace poco tiempo que trabaja por estos lados. Antes
andaba por los Montes del Naranjo, cerca de Humboldt, y según nos
dijo, se separó de otros compañeros porque no se llevaban bien, pues
había uno que lo quería mangonear todo.
—Eso es muy interesante —repuso «El Yacaré»—. Sigue.
—Poco más hay que decir. Esta mañana se separó de nosotros
diciendo que volvería pronto, y lo estamos esperando. Supongo
habrá ido a Puerto Seguro, en donde tiene amigos.
—Comprendo. En busca de compradores para la hacienda
robada; pero se llevará chasco, porque la vamos a devolver ahora
mismo.
—¡Cómo! —chilló Mike, dando un salto.
Curtis y Snoll tragaron saliva, mientras Jim Rawson buscaba la
forma de escurrir el bulto; pero «El Yacaré» golpeó las culatas de sus
«bombarderos», advirtiendo: —Formalidad, muchachos, o habrá
fuegos artificiales. Tengo el mando y hay que obedecer. Desgraciado
del que no lo haga. He aquí mis instrucciones. Vamos a salir y cada
uno montará a caballo, arreando esa hacienda al sitio en donde
estaba, y nada de zancadillas, porque estoy cansado de hacer
advertencias.
Salió y recogiendo las alforjas se las puso al hombro. Después
silbó a su caballo, que vino trotando alegremente.
La tormenta había cesado, y de un montón de nubes color ceniza
salía un trozo de luna, cuya luz era suficiente para iluminar el valle.
Los cuatro gandules aun estaban bajo la impresión de que aquel
hombre vestido de blanco era un fantasma, el fantasma del valle. Y lo
miraban con supersticioso temor.
—¡Hola, amigo «Torbellino»! —dijo «El Yacaré» acariciando el
cuello de su caballo—. ¿Te has cansado de esperar?
El noble cuadrúpedo relinchó alegremente.
—Ya veo que no; pues prepárate que vamos a correr un poco.
Se volvió a los cuatro cuatreros para decir:
—Este caballo mío, corre más que los cuatro juntos vuestros. Os
lo aviso por si os da por querer escapar. No conseguiríais nada más
que obligarme a meteros en el cuerpo unas cuantas onzas de plomo.
¡Hala, ya estáis reuniendo ese ganado! Yo os ayudaré.
Colocó las alforjas con las armas sobre su caballo, y montando de
un salto, esperó a que los otros hicieran lo mismo. Poco después, la
hacienda estaba en camino.
Con unos alicates cortó las alambradas, encerrando las reses en el
campo de pastoreo del rancho «Doble H», y una vez terminada la
faena, los alambres fueron unidos de nuevo.
—Os habéis portado bien y estoy contento de vosotros —les dijo a
los cuatro sabandijas—. Ahora quiero que sepáis cuáles son mis
órdenes. No quiero volveros a ver más. Desapareceréis de la comarca
para siempre. El día que os vuelva a encontrar, no respondo del
recibimiento que os haga, pero seguramente no será nada cariñoso;
por lo tanto, si estimáis en algo la salud, ya os estáis largando.
—¿Y a dónde vamos a ir? —preguntó Snoll.
—Eso es cuenta vuestra.
—No tenemos un centavo —dijo Curtis.
—Ni conocemos a nadie —protestó Mike.
—Si queréis —propuso «El Yacaré»—, yo puedo acompañaros a
Hareville, en donde creo que hay un sheriff que tiene habitaciones
muy cómodas. Está un poco lejos, pero con tal de ayudaros, me
molestaría…
—Por lo menos, devuélvalos las armas —suplicó Jim Rawson.
—Eso sí; yo no las quiero para nada; pero cuidado con sacarlas
hasta que no estéis lejos de este sitio, porque sería peligroso… para
vosotros.
Les alcanzó las alforjas diciendo:
—Y ahí tenéis cinco dólares para que bebáis unas copas a mi
salud; pero no quiero que digáis una palabra de lo que ha sucedido
esta noche, si es que estimáis un poco vuestras orejas. Y un consejo:
buscad un trabajo honrado y no meterse en berenjenales. Sí algún
día os encuentro trabajando decentemente, tal vez me olvide de
vuestra conducta anterior y os dé la mano y con ella mi amistad; de
lo contrario… Y olvidarse por completo de que habéis visto al
«Yacaré». Hemos charlado bastante. A ver quién llega primero a los
cedros.
Los cuatro jinetes no se hicieron repetir la indicación y galoparon
hacia el bosquecillo. «El Yacaré» los estuvo mirando hasta que se
perdieron de vista. Después se despojó de la capa y de la mascarilla
de goma, y, cambiando de sombrero, se dirigió al rancho.
Al día siguiente, grande fue la sorpresa de los de la «Doble H» al
ver en los potreros la hacienda robada, paciendo tranquilamente.
Hubo preguntas y averiguaciones, pero todas resultaron inútiles. La
única que podía decir algo era Norma, y no dijo nada.
Pero en el pueblo hubo comentarios, y no faltó quien dijera que
aquello era obra del «Yacaré».
Antes de seguir adelante, debo explicar el origen de este nombre
que Rolando había buscado, y cómo fue que se hizo tan pronto
popular.
Recordó que, según ciertas leyendas indígenas, el yacaré (especie
de cocodrilo de los ríos americanos), es un anfibio que tiene la
costumbre de salir de noche a cazar, recorriendo los arenales al
acecho de su presa, y que muchas veces se esconde entre las raíces,
confundiéndose con las altas hierbas y entona unos suaves quejidos
que tienen la virtud de atraer a los monos, gamos y otros animales,
que pagan la curiosidad con la vida. También este saurio es un gran
nadador y despliega en el agua una rapidez y agilidad asombrosas.
Por esto eligió Rolando tal nombre.
Necesitaba popularizarlo pronto, y su capataz Douglas se encargó
de hacerlo. Dijo en el pueblo que un personaje fantástico,
horriblemente feo y todo vestido de blanco, se paseaba todas las
noches por valles y montañas, vigilando constantemente, y que
apresaba a los cuatreros, que desaparecían misteriosamente. Esto
mismo les contó a los cow-boys de su rancho, y éstos corrieron la
noticia, considerablemente corregida y aumentada, llegando hasta a
decir que el caballo del fantasma del valle tenía alas y echaba humo
por la boca.
Por la mañana. Rolando pasó revista a su archivo. Poco era lo que
sabía, pero su confianza en el triunfo era inmensa.
Estuvo pensando en ciertos detalles que había pasado por alto.
Cuando sus padres y hermana perecieron en el trágico accidente
provocado por los diez bandoleros, al recoger sus cuerpos nada se
encontró encima de todo cuanto llevaban. Recordó que su hermana
usaba una pulsera de oro en forma de serpiente, cuyos ojos eran dos
brillantitos. Su madre llevaba un collar de plata al cuello, con una
medalla de oro de la Virgen de Guadalupe, y su padre tenía un reloj
antiguo de acero, con los números de la esfera en rojo. Recordaba
muy bien que eran números romanos y la marca del reloj «Zerma
Patent». Ninguno de aquellos tres objetos había aparecido. Por otra
parte, su padre había sacado del Banco de Humboldt, 25 000 dólares
que tampoco se encontraron; era de suponer que el robo fuera el
motivo del asalto perpetrado.
El pastor que encontrara los cadáveres de los pasajeros, declaró,
al ser interrogado por Rolando, que la tarde anterior al dramático
suceso vio pasar por el Cañadón Grande a diez jinetes, todos muy
bien armados, y que uno de ellos montaba un caballo tordillo muy
grande. Este jinete era un hombre barbudo y parecía ser el jefe.
Rolando hizo su composición de lugar.
Con aquellos datos no podía ir muy lejos, pero contaba con la
espuela de plata. Además, ese «Buitre» forzosamente tenía que ser
uno de los diez. Si lograba echarle mano, él hablaría aunque no
quisiera.
De pronto recordó un detalle y maldijo su descuido, que le había
hecho perder una magnífica oportunidad.
«El Buitre», según dijeron los cuatro hombres hallados en la
cabaña de Valle Muerte, había quedado en venir a reunirse con ellos;
por lo tanto, pudo haberlo esperado allí. Ahora ya era tarde para
encontrarlo.
Miró su reloj pulsera. Eran las once.
Estaba en su habitación haciendo planes y repasando recuerdos,
cuando llamaron a la puerta…
—Adelante.
Entró el capataz.
—¿Qué hay, Douglas?
—La chica del «Doble H» está ahí. Quiere verte.
Rolando hizo un gesto de contrariedad. Sus nobles facciones
reflejaron su disgusto. Volviéndose a Douglas, le dijo: —He cometido
una torpeza al decirle a esa chica que yo le iba a devolver la hacienda
robada. Ahora no me dejará en paz y todo el pueblo sabrá lo que no
debiera.
—Hay un medio de evitarlo —contestó el capataz.
—¿Cuál?
—Norma es novia de Jack Harvey, uno de nuestros muchachos, y
le diremos que Jack sabía en donde estaba la hacienda y que tú lo
supiste por él.
—Valiente enredo.
—Nada de eso. Mientras tú hablas con ella, yo lo haré con Jack.
—No, no me gusta eso. Hazla pasar y ya veré lo que hago. Tengo
que andar con mucha cautela. Nadie más que tú sabe que yo soy «El
Yacaré». ¡Ah! Otra cosa. Esta tarde voy a ir a Puerto Seguro y no sé el
tiempo que estaré por allí. Si alguno te pregunta por mí, le dices que
estoy en Humboldt.
—Comprendido. Si quieres que te acompañe…
Prefiero ir solo. Anda, dile a esa chica que pase.
Rolando, para justificar la espera a que había sometido a la
muchacha, cogió una toalla, fingiendo que acababa de lavarse.
Norma penetró muy alegre y lo primero que hizo al ver a Rolando
fue correr a su encuentro y estrecharle la mano, exclamando: —Papá
está muy contento y dice que no sabe cómo podrá pagarle el, favor
que nos ha hecho.
—¿Pues qué pasa? —preguntó haciéndose el ignorante.
—¡Cómo! ¿No lo sabía?
—No sé de qué me hablas, muchacha.
—Las vaquillonas. Que han vuelto.
—¿Ah, sí?
—Claro; pero mire qué cosa rara. Nos robaron cincuenta y nos
devuelven cincuenta y cuatro.
—¡Demontre! —exclamó Rolando sin poderse contener.
—¿Verdad que es raro? Cuatro no son nuestras, son de su rancho.
—Se habrán mezclado, sin duda. A veces la hacienda salta las
alambradas y… —Viendo que estaba diciendo una tontería, agregó—:
la cuestión es que ya tenéis el ganado; lo demás no importa.
—He venido a darle las gracias; después de todo, se lo merece;
pero me gustaría saber cómo se arregló para encontrarlas tan pronto
y traerlas usted solo.
Rolando se encontraba en un verdadero aprieto, pues no quería
confesar que aquello era obra suya, porque temía, y con razón, que al
divulgarse su identidad de «El Yacaré», en lo sucesivo le fuese muy
difícil continuar operando con la eficacia necesaria.
Por eso dijo:
—Estás equivocada, muchacha. Yo no intervine para nada en la
devolución de tus reses. No podía hacerlo, aunque hubiese querido:
lo primero, porque no sabía en dónde estaba el ganado, y lo segundo,
porque un hombre solo no puede conducir cincuenta reses, y menos
de noche.
—Pues entonces no comprendo. Usted me dijo…
—Sí, te lo dije por tranquilizarte al verte tan triste, pero sin
pensar en las consecuencias de mi promesa; de todas formas, no
sabes cuánto me alegro de que todo haya salido bien. Y deseando
cambiar de conversación, añadió: —Ya me enteré que Jack te quiere.
El día que te cases con él, seré el padrino de la boda.
—Está muy lejos ese día.
—¿Por qué?
—Mi padre no consiente. Dice que con veinte dólares que gana
Jack no tiene ni para comprarme zapatos.
—Bueno, ya hablaremos de eso. Con tal de verte contenta, soy
capaz de aumentarle el sueldo a Jack. No te preocupes, pequeña, que
todo se arreglará. Sería una lástima que una chica tan linda como tú
se quedara para vestir santos. Hasta hoy no me había fijado en lo
bonita que eres.
—Rolando, ¿me está usted haciendo el amor?
—Dios me libre. ¡Qué diría Jack!
El capataz llegó, muy a tiempo para cortar el embarazoso
diálogo. Guiñando el ojo a Rolando, dijo: —Si piensas llegar con día
a Humboldt, es necesario que te apures un poco.
—Es verdad. Ya no me acordaba.
—Bueno, me voy; veo que he venido en mal momento.
—Faltaría saber si has venido por mí —contestó Rolando.
—Déjese de bromas. Cuando vuelva de Humboldt, ya hablaremos,
porque tengo muchas cosas que decirle. Adiós.
—Adiós, Norma; recuerdos en tu casa.
Al quedar solos, dijo el capataz:
—Es un diablillo.

*
Dos horas después, Rolando, montado en el zaino «Saeta», se
dirigía a Puerto Seguro.
Aquel centauro de las dilatadas llanuras era uno de esos hombres
que crecen y se agigantan ante las dificultades.
Mientras galopaba a través del campo sin sendas, iba pensando
en lo que encontraría en el Puerto. Y un entusiasmo loco se
adueñaba de todo su ser, al pensar en la próxima lucha. Viendo el
peligro cerca, su temperamento, su naturaleza y su férrea voluntad se
plasmaban en un bullir de ideas nuevas, cuya renovación era siempre
debida al anhelo de triunfar. Ésa era la única finalidad de su espíritu,
atormentado por las grandes emociones que la vida al aire libre
producen.
Un hombre así no se detiene a pensar en, las consecuencias de su
acción; al contrario, impulsivamente, con valentía, se lanza contra
todo lo que le estorba y lo arrolla.
No hay obstáculos para él.
Rolando era de ésos.
Su valor temerario y su audacia sin límites constituían los
poderosos aliados de todas sus temerarias hazañas.
Desde que saliera del rancho había ido pensando en una sola
cosa: hallar al desconocido «Buitre».
Para lograrlo, creía que lo mejor era frecuentar los tugurios del
puerto, mezclarse con el hampa, enfangarse si era preciso, hasta
lograr descubrir al badulaque que había osado ir a desafiarle
robando la hacienda de un vecino suyo.
Estaba oscureciendo cuando llegó al Puerto.
Dos hileras de casas mal construidas y peor alineadas constituían
toda la población.
Detuvo su caballo frente a una especie de posada, cuya fachada
estaba cubierta por yedras trepadoras. Una muestra colocada encima
de la puerta, decía:
«El Caballo de Madera».
Hospedaje.

Encargó al mozo de cuadra que cuidase de su caballo, y pidiendo


que le reservaran una habitación para pasar la noche, se fue a dar
una vuelta por el pueblo.
Por encima de unos barcos viejos revoloteaban las gaviotas
pasajeras, lanzando fuertes chillidos.
Vio una especie de cafetín adornado con guirnaldas y farolillos. Al
fondo, un pequeño tablado. Aquello debía ser el punto de reunión de
la resaca del puerto.
Volvió a la posada, y poco después, apenas se aseó un poco, se
hizo servir la cena.
Una mestiza barrigona, con un delantal floreado y una servilleta
de dudosa limpieza al brazo, le trajo el primer plato, dirigiéndole una
sonrisa que parecía una mueca.
Rolando, que deseaba charlar con ella, sonrió también y el
intercambio de palabras quedó establecido.
—¿El señor viene por mucho tiempo a Puerto Seguro?
—Depende… Tengo que hacer unas compras, si encuentro lo que
voy buscando. Dime una cosa. ¿Hay muchos huéspedes en esta casa?
—Todos los que usted ve en el comedor.
Rolando miró, viendo que sólo había cuatro, y ninguno de ellos
tenía barba.
—Voy a traerle el segundo plato.
—¿Qué es?
—«Stewed eggs» (huevos guisados).
—No me traigas eso; prefiero algo de carne y un poco de
ensalada.
Apenas terminó de cenar, dirigióse al cafetín, en donde penetró
decidido. Miró a los concurrentes. Ni uno sólo tenía barba. Tuvo
intenciones de salir sin tomar nada; pero lo pensó mejor y fue a
sentarse en un rincón, lo más alejado de la puerta, aunque desde
donde estaba veía perfectamente toda la sala.
Se le acercó una camarera ya madura y de buen peso,
preguntándole qué quería tomar.
—Para mí un café, y para ti, lo que quieras.
Ella, con breve reverencia, repuso:
—Generoso el forastero.
—¿Cómo sabes que soy forastero?
—Aquí todos los que calzan espuelas, lo son. Nuestros
parroquianos no montan a caballo.
—¿Entonces, qué hacen?
—Jinetean barcos. Voy por el café, simpático.
Rolando sentía un extraño presentimiento. Le estaba pareciendo
que allí iba a encontrar un punto de partida; pero también era
probable que tuviera que luchar. Eso, después de todo, no le
preocupaba mucho.
Individuos de paupérrimas vestiduras entraban y salían. Algunos
llevaban chaquetas de cuero y gorras con un ancla; otros, botas de
agua y chaquetas de dril. Verdadera amalgama en el atuendo y en la
facha. Pelambreras despeinadas, bigotes caídos, gorras grasientas…
Tipos patibularios, pero ninguno con barba. Desesperante.
Volvió la camarera con una bandeja. Y una «orquesta» compuesta
por un acordeón y una guitarra empezó a destrozar un «foxtrot».
De pronto, Rolando tuvo un estremecimiento.
Acababa de entrar un barbudo…
IV
EL CAFÉ DEL CHINO

AQUEL hombre era de aspecto repulsivo y su catadura resultaba


siniestra. Vestía anchos pantalones metidos en unas botas cuyas
cañas le llegaban más arriba de la rodilla una camisa de franela con
lunares, chaleco de piel de antílope y un sombrero de alas
descomunales. Un verdadero paraguas. Al cinto llevaba un pesado
revólver.
El cinto era muy curioso; estaba formado por algunas tiras de
piel de serpiente, rematadas en unas hebillas de plata; las tres tiras
de que estaba formado el ciato, se unían por medio de correítas
trenzadas caprichosamente. Rolando se fijó mucho en aquel extraño
cinturón.
Pero no era el atuendo, con ser extravagante, lo que destacaba en
aquel individuo, no; era su rostro.
Además de la barba rojiza que lo cubría, veíanse unos ojos de
mirada dura, a la sombra de pobladas pestañas que formaban una
sola línea sobre su achatada y gruesa nariz. A una de las orejas le
faltaba un trozo; todo esto, daban a su fisonomía un aspecto
repelente.
El hombre paseó su mirada por el cafetín, y no viendo nada
llamativo, dirigióse al mostrador, en donde el chino Wan-Sing,
propietario del negocio, preparaba uno de sus atroces brebajes.
—Hola, señol Legland; hoy viene muy templano.
—¡Vengo cuando me da la gana, condenado sapo amarillo!
El chino se revolvió con presteza, como si fuera a tomar una
determinación agresiva; pero su decisión sufrió un cambio brusco, y
una hipócrita sonrisa trazó rayas en su ladino semblante.
Repuso humilde:
—Wan no enoja nunca; pelo no agladal sus palablas, señol
Legland.
—¡Dame un ajenjo y déjate de monsergas!
El chino sirvió lo pedido, que el barbudo paladeó sin prisas, sin
dejar de mirar hacia la puerta. Se veía que estaba nervioso y
malhumorado.
De pronto preguntó:
—¿Quién es aquel tipo que está con Dolores Carrizo, la
mejicana?
Y señaló a la mesa ocupada por Rolando.
—No conocel. Folastelo.
—Averígualo. Me interesa saberlo.
El chino llamó a una de las camareras y le habló en voz baja
varias palabras.
Mientras tanto, Rolando preguntaba a su acompañante:
—¿Quién es ese barbudo que está en el mostrador?
—Charles Legrand. Viene mucho por aquí. Es un mal hombre.
Dicen que sobre su conciencia hay tantas manchas, que no pueden
ser lavadas jamás. Según comentarios que escuché en diversas
ocasiones, vino huyendo de Nevada por varios asuntillos sucios. Ten
cuidado con él, es traidor y de mala entraña. Además, muy peligroso
con el revólver. No debía decirte esto, porque me expongo a tener un
disgusto serio; pero me has simpatizado, «muchachito», y Dolores la
mejicana, cuando siente amistad por una persona, lo sacrifica todo.
Rolando pensó que le convenía atraerse las simpatías de la
camarera para averiguar lo que tanto deseaba, y por eso acarició sus
manos gordinflonas, llenas de sortijas baratas de una bisutería de
mal gusto, al tiempo que le decía:
—Eres una buena chica y me está pareciendo que tú y yo vamos
a ser muy buenos amigos. Bebe. ¿Te gusta el anís? Pues pide otra
copa, y mientras tanto, cuéntame todo lo que sepas de ese Charles
con barba.
La camarera mejicana miró a Rolando con un guiño malicioso,
con el que le demostraba plenamente que estaba al cabo de la calle y
había comprendido el motivo de su curiosidad.
Amparada en el ansia de hacerse agradable, o en el mentido
anhelo de aparentar posibilidades imposibles, bebió un traguito del
licor transparente y aromático que le habían servido, y colgándose
del brazo de aquel hombre, según ella modelo de simpatía, habló así
bajando mucho la voz, como si temiese que sus palabras pudieran
ser oídas:
—Sólo sé que ese hombre maneja mucho dinero. Siempre anda
con los bolsillos llenos de billetes de los grandes. Algunas veces le da
por convidar a todos, y otras, en cambio, se muestra más tacaño que
un judío. Lo que sí puedo decirte es que nadie sabe de qué vive y
cómo se arregla para vivir. Suele pasar largas temporadas ausente y
de pronto aparece sembrando monedas de plata. A mí me arrastró el
ala muchas veces, pero no es santo de mi devoción. Yo prefiero a los
hombres que miran de frente, como tú, ¡guapo!… No te enfades,
cielo lindo. Dolores la mejicana no sabe decir las cosas de otro
modo. Qué más quisiera yo que complacerte en todo y saber que
acertaba contigo: pero con los hombres no sabe una nunca cómo
acertar.
Rolando no pudo menos de sonreír. El léxico de la voluminosa
camarera le hacía gracia, y, después de todo, la tenía.
En vano trató de frenar aquellos arrebatos pletóricos de
entusiasmo. Ella, al ver su risa burlona, juntaba los labios y los
alargaba en forma de hociquillo, fingiendo un enojo infantil y
poniendo cara larga; pero tan pronto como él decía una frase
lisonjera, desarrugaba su entrecejo y la risa volvía a cascabelear en
sus labios pintados.
El salón se iba llenando de humo y de carcajadas. Wan-Sing
seguía atento a su despacho, sin preocuparse del barbudo, que,
apoyado en el mostrador, libaba incansable el licor verdoso cargado
de veneno.
—Dame otro ajenjo, rata amarilla, y lléname el vaso, a ver si
todos los dragones de tu tierra me dan ánimos para sacarme de
encima esta condenada preocupación que me atormenta.
El chino se mordió los labios al oír el insultante calificativo. El
respeto al pistolón que ostentaba el barbudo, le obligó a un silencio
que hubiera deseado romper de buena gana. Sirvió el quinto ajenjo,
cobrando el importe de un billete y depositando el sobrante sobre el
humedecido cinc.
Charles Legrand, cargado de pesimismos, dirigía miradas
inquisidoras a la mesa de Dolores la mejicana. Sentía, sin saber por
qué una mortal antipatía por aquel hombre que la acompañaba. De
buena gana hubiera ido a demostrar su enojo, pero había algo que
se lo impedía. Era una especie de recelo, cuyo origen no podía
especificar. En otras ocasiones lo había, hecho, sin más razones que
el amparo de su 44, pero ahora, hasta éste le pesaba demasiado.
—Sí, me estaré volviendo flojo —pensó, y una sonrisa extraña
hizo bailotear sus malignos ojos.
De un trago terminó el contenido de su vaso de cuarto litro, y el
fuego del infame licor puso flechas incendiarias en su cuerpo. Con el
estremecimiento producido por la fuerte dosis, que hubiera bastado
para voltear a un toro, su corpachón vibró al impulso de malas
tentaciones, y sus ojos vidriosos relampaguearon.
—¡Más ajenjo, pronto! Es tan floja tu bebida, que parece cargada
de sal. Sólo produce sed, una sed terrible. Estoy viendo, maldito
escorpión, que voy a tener que asesinarte para que no sigas
envenenando a la gente.
El chino se tragó las palabras, y viendo que aquel bárbaro perdía
los estribos, le sirvió un gran vaso de seltz, que coloreó con un poco
de menta. De ajenjo no puso ni una sola gota.
El barbudo bebió un sorbo, moviendo la cabeza complacido.
—Esto está mejor. Cuando quieres, sabes complacer a tus
clientes. Has acertado a servirme bien, porque estaba decidido a
meterte un balazo en ese balón que tienes por cabeza. Salvaste tu
cochina vida, lagartija de los demonios.
Ni siquiera se dio cuenta que lo que bebía no era ajenjo.
Después de una pausa, se fijó nuevamente en la pareja que
formaban Dolores la mejicana y el forastero, y hacia allí encaminó
sus pasos.
El chino, mentalmente, rogaba a Budha que el barbudo tuviese
un mal encuentro.
Y por esta vez, Budha escuchó sus ruegos.
Charles Legrand, al llegar a la mesa, apoyó en ella sus manazas,
diciendo:
—¡Lárguese, forastero; tengo que hablar con esta mujer!
Rolando miró al gigantesco individuo, cuyas barbas temblaban a
impulsos de su nerviosismo, y al mirar sus malvados ojos,
comprendió que se hallaba frente a un verdadero criminal. Pero no
era tan temible como parecía. Aquella mole de carne se tambaleaba,
falta de control.
El chino no perdía detalle de la entrevista, y sus labios seguían
murmurando plegarias.
—¿No me ha oído? —repitió el barbudo descargando un
puñetazo sobre la mesa.
Rolando ni pestañeó siquiera. Su calma era desconcertante, y
Charles, de no haber estado envuelto en la modorra del alcohol, lo
hubiera comprendido.
—Creo —dijo Rolando mirando al coloso con una fría sonrisa—
que no hemos sido presentados. ¿Puedo saber con quién estoy
hablando?
—¡Soy Charles Legrand! ¿No le dice nada este nombre?
—Absolutamente. Creí que Goliat había resucitado y venía a
visitarnos. ¿Cómo está usted, señor Legrand? ¿Quiere sentarse? No
me gusta ver fantasmones a mi lado. Me pongo muy nervioso.
Dolores le tiró de la manga para que no irritase al feroz barbudo.
—¡Yo no me siento en compañía de usted! Si no se levanta antes
de dos minutos, no se levantará nunca más.
Algunos de los parroquianos se habían acercado, deseando
curiosear aquel «match» que se avecinaba. Era un espectáculo digno
de ser visto.
La discusión terminó de pronto porque el barbudo, dando un
paso atrás, llevóse la mano a la pistolera, pero sus ojos parpadearon
al verse encañonado.
—¡Quietas las manos! Un solo movimiento y daremos trabajo a
la empresa de pompas fúnebres.
Los ojos de Legrand se animaron bajo un brillo curioso y
maligno. Había encontrado a un individuo digno de él. No fue temor
lo que sintió en aquel momento, sino despecho y cólera al verse
aventajado por quién creía un novato y le resultaba un peligroso
pistolero.
—¡Desarma a ese hombre! —ordenó a Dolores, y ésta, esclava de
la simpatía del forastero, se apresuró a obedecer, sin que el barbudo
se opusiera.
Cuando lo vio desarmado, Rolando llamó a Wang, al que dijo:
—Guarda estos dos revólveres, el mío y el de este valiente.
Tenemos que liquidar una diferencia y las armas están de más.
Charles Legrand, al darse cuenta de que la cuestión iba a ser
solventada con los puños, sintió toda la alegría que la araña siente al
ver a la mosca enredarse en su tela.
El barbudo, con sus noventa quilos de peso, confiaba en aplastar
fácilmente a un rival de setenta.
—Vamos a ver —le dijo Rolando— si es verdad que te comes a
los hombres crudos.
—Cuando termine contigo —repuso el gordinflón— tendrán que
recogerte con tenazas.
Como por encanto habían cesado las conversaciones y la música.
El silencio era absoluto, expectante, glacial. Todos aguardaban la
derrota del joven forastero, cuyo físico contrastaba notablemente
con la voluminosa humanidad del barbudo. Sin embargo, hubo
algunos que se atrevieron a cruzar apuestas a favor de Rolando,
confiados en la esbeltez y serenidad del forastero. Dolores la
mejicana trató de disuadir a «su» muchacho, pero éste la tranquilizó
con una alegre sonrisa.
El mismo chino apartó las mesas que estorbaban, dejando sitio
suficiente para la pelea.
En aquellos tiempos, esta clase de luchas eran demasiado
frecuentes y constituía un espectáculo deseado por todos. Cuando
los contrincantes eran de peso igualado y parecida estatura, las
apuestas menudeaban.
Wan-Sing retiró copas y botellas de las mesas cercanas, y
pasando luego detrás del mostrador, frotóse las manos con la
esperanza de que el insolente barbudo recibiera su merecido.
Los dos rivales iban a luchar por distinta causa: uno, porque
estaba celoso y le molestaba, además, que ninguno le discutiese sus
estúpidos razonamientos; el otro, porque sospechaba que aquel
repulsivo sujeto pudiera ser uno de los diez que, en la noche de
triste recordación, tomara parte en el vandálico suceso.
Se despojaron de las chaquetas y, arrojando a un lado los
sombreros, se miraron como dos gallos de riña. Y con los puños
cerrados, se acometieron.
El primer golpe lo recibió Rolando, y fue de tal magnitud, que
retrocedió varios pasos. Afortunadamente para él, el puñetazo
recibido fue en un hombro, pues de haber sido en el rostro,
probablemente el combate hubiera terminado.
El barbudo sonrió pensando que, con otro golpe como aquél, su
enemigo besaría el suelo.
Dispuesto a conseguir la intención, arremetió de nuevo con los
puños en alto, hinchando el pecho y torciendo el gesto. Con los pies
muy separados, avanzó lentamente, y de pronto, dando al salto,
descargó un terrible mazazo que esta vez halló el vacío; pero su
antagonista, aprovechando aquella oportunidad, logró colocar un
directo en la mandíbula del coloso, que al sentir el golpazo movió la
cabeza como si se sacudiera de algo que le estorbara.
Desde aquel instante, menudearon los golpes por ambas partes,
con mejor o peor fortuna, pero había una diferencia en el golpear de
aquellos hombres; mientras Charles descargaba sus mazazos sin
preocuparse en donde daba. Rolando los medía y resultaban
dolorosamente eficaces.
El entusiasmo de la chusma era indescriptible. Hubo alguno que
tiró al suelo el sombrero y bailó sobre él; otros ofrecieron apuestas
desconcertantes, de doble contra sencillo, a favor del forastero.
El chino seguía implorando a Budha.
De pronto Rolando, bajo el impulso de un formidable directo,
cayó al suelo, y el otro, dando un rugido de alegría, se arrojó encima
de él, con la intención de triturarle; pero aquél, encogiendo las
piernas, las estiró de golpe y sus pies dieron de lleno en el estómago
de su contrario, que describió una voltereta, cayendo contra una
silla que se hizo añicos.
El chino dio dos chillidos de distinto significado: uno, de dolor al
ver su silla rota; otro, de alegría por el porrazo recibido por el
barbudo.
Los dos rivales se acometieron y la lucha cambió de sistema.
Charles perseguía a Rolando y Rolando evitaba a Charles, y es que el
coloso trataba de apresar a su contrario para convertir el «match»
de boxeo en un encuentro de lucha libre; pero como eso no le
convenía a Rolando, para evitar el estrujamiento de que hubiera
sido víctima, esquivaba los avances, y de vez en cuando su puño
salía disparado contra el barbudo rostro.
El gordo tenía la fuerza del elefante; el otro, la elasticidad de la
pantera. Eran, pues, dos fuerzas en tensión y en movimiento; pero
una de ellas tenía la ventaja de la rapidez.
Charles ya hemos dicho que era un hombretón de poderosa
musculatura. Su barba rojiza le daba un aspecto bestial, y más en
aquel momento, en que sus ojos de lechuzón husmeaban
amenazadores. Era el suyo un rostro difícil de olvidar, en donde
destacaban los rasgos duros y crueles.
—¡Te voy a convertir en papilla! —dijo Charles.
—¿A qué esperas? —Fue la respuesta.
El barbudo se volvió hecho una furia. Sus ojos despedían
lumbre; sus labios, apretados y sangrantes, indicaban la cólera que
le dominaba. Con el cabello revuelto y la camisa desabrochada,
mostrando un pecho de oso, parecía un verdadero gorila.
Charles dirigió un mazazo a la cabeza de su contrario, que se
agachó a tiempo, y por una fracción de centímetro el puño del
barbudo no halló blanco. La respuesta fue contundente. Un golpe
bien medido, de abajo a arriba en la barbilla, le hizo bambolearse
como una morsa cuando sale del agua.
La lucha, brutal y terca, continuó con todo su primitivo
salvajismo.
Charles no cesaba de insultar a su rival.
—Te machacaré como a una cucaracha, condenado estúpido.
—¡Cuidado! —le gritó Rolando, al mismo tiempo que le pegaba
un terrible puñetazo.
El vocerío que se armó fue formidable. Los mismos que habían
apostado por el coloso, ahora eran los primeros en insultarle.
Ambos estaban cansados; pero la resistencia de Rolando era
superior y, por lo tanto, la victoria sería suya. Todos lo
comprendieron así cuando le vieron arremeter decidido,
descargando una lluvia de golpes con los dos puños, que dieron al
traste con el valor y decisión de Charles.
Su cuerpo se dobló y buscando apoyo fue retrocediendo hasta
tropezar con la pared.
Rolando lo persiguió con la intención de repetir los golpes, pero
no fueron necesarios, porque el gigantón, inconsciente por
completo, se derrumbó, quedando sentado en el suelo. Su cabeza se
movía como un péndulo como si dijera: «no quiero más, no quiero
más». Y así terminó la lucha.
El chino dio gracias a Budha, y la mejicana abrazó al vencedor.
Todos querían felicitarle, pero él los rechazó, recordando que al
principio del combate eran muy pocos sus partidarios, y en cambio
ahora nadie se acordaba del vencido.
Rolando le ayudó a levantarse, y cuando lo vio sentado, le hizo
beber un vaso de agua, diciendo:
—Cuando descanses un poco, volveremos a empezar.
Charles abriendo un ojo, pues el otro lo tenía demasiado
hinchado para poder hacer uso de él, contestó moviendo la cabeza
en sentido negativo.
—¡Ah!, ¿no quieres más? Lo celebro. Esto te enseñará a pensar
en lo sucesivo que la prudencia es la madre de la sabiduría.
Habló con el chino, el cual le devolvió su revólver, autorizándole
a pasar al reservado, en donde, según dijo, tenía que hablar unas
palabras con el barbudo. Poco después, estaban los dos frente a
frente sentados en unos taburetes y mirándose como el perro y el
gato.
—Hay que saber perder, señor Buitre.
El barbudo parpadeó ligeramente antes de contestar:
—Te equivocas, yo no soy «El Buitre».
—¿Ah, no? ¿Y quién eres entonces?
—Todos me conocen bien en este pueblo y ya te habrán dicho
que me llamo Charles Legrand.
—El nombre es lo de menos. Hay quién lo cambia muy a
menudo por motivos especiales. Yo he venido aquí buscando algo y
no pienso marcharme sin haberlo conseguido. Demuéstrame que no
eres «El Buitre», y te dejaré marchar; de lo contrario, puedo
asegurarte que lo vas a pasar bastante mal. Tengo una cuenta
pendiente con «El Buitre» y quiero cobrarla esta misma noche.
El barbudo, que aún no había recobrado su revólver, miró al su
vencedor con curiosidad. Algo le dijo que aquel hombre era un
peligroso enemigo y trató de atajarle a tiempo.
—Es la primera vez que me sucede esto —dijo con amargo
acento—; nunca estuve tan humillado como me encuentro ahora;
pero yo tengo la culpa por haber empinado el codo con exceso. Ese
maldito chino me las tiene que pagar. En vez de ajenjo me ha dado
petróleo.
—Eso no me interesa. ¿Eres o no eres «El Buitre»?
—Claro que no.
—Tendrás que probarlo.
—No me costará trabajo.
—Sólo hay una manera.
—¿Cuál?
—Diciéndome en dónde estabas el 7 de mayo del año pasado.
—Muy lejos de aquí.
—¿Dónde?
—En San Diego.
—¿De California?
—Sí.
Rolando mostró su extrañeza, pero no se dio por vencido.
Preguntó:
—¿Puedes probar eso?
—Claro.
—¿Cómo?
—Llama al chino.
Rolando se levantó y sin perder de vista a Charles, acercóse a la
puerta, haciendo una seña a Wang.
—¿Qué quiele, amigo folastelo? —preguntó mirando al barbudo
de reojo.
Fue éste el que respondió:
—Dile a Stanley que venga un momento.
Ante el gesto de Rolando, el chino se dispuso a cumplir la orden.
No tardó en aparecer un hombre ya viejo, vestido con unos
pantalones descoloridos, una tricota de lana negra y un gorro con
borla, como los que usan algunos marineros. Usaba una faja
encarnada, por encima de la cual asomaba el mango de hueso de un
cuchillo.
El barbudo le dijo:
—Stanley: este hombre, por motivos que ignoro ni quiero saber
—y señaló a Rolando—, se empeña en averiguar algo que tú puedes
decirle, sin que yo te pregunte nada, para que no desconfíe de mí.
—¡Basta! —atajó Rolando—; no digas más. Yo haré ahora las
preguntas.
Y dirigiéndose al viejo marinero, interrogó:
—¿Puede usted decirme en dónde estaba Charles Legrand el día
7 de mayo del año papado?
Stanley hizo un guiño de extrañeza, porque todo aquello le
parecía bastante raro, y seguramente en otra ocasión no hubiera
dicho una palabra: pero después de ver la maravillosa pelea del
forastero, se sentía dispuesto a complacerle.
Levantó los ojos al techo, tratando de hacer memoria, y
mentalmente fue recorriendo con la imaginación los meses
transcurridos desde la fecha citada.
Al fin dijo:
—No quisiera equivocarme; pero la goleta «Loreto» llegó aquí en
junio; por lo tanto. Charles el 7 de mayo tenía que estar todavía en
San Diego.
—Eso me basta. Muchas gracias, amigo —dijo Rolando
despidiendo al viejo marinero—; tome algo, que yo pago. Dígaselo a
Wang.
El viejo se retiró murmurando protestas, y entonces Rolando dijo
a Charles:
—Confieso que estaba equivocado, y lo lamento. De haber sabido
este dato, probablemente no hubiera habido pelea.
Charles se sintió atraído por las rarezas de aquel hombre y quiso
saber, pero aunque hizo varias preguntas, Rolando supo eludir las
explicaciones. Se despidieron, cambiándose mutuas disculpas, y los
que habían peleado como dos energúmenos, se separaron como dos
buenos amigos. El chino se extrañó bastante cuando los vio salir
charlando tranquilamente, y más se asombró aun cuando se dieron
la mano.
Dolores trató de retener a «su» muchacho, pero Rolando se
disculpó diciendo que estaba cansado y se iba a dormir. Aunque
Wang no le quería cobrar el gasto efectuado, él no quiso permitirlo.
Y seguido por miradas amistosas, abandonó el cafetín del chino.
Al cruzar la calle, que estaba oscura como boca de lobo, no vio
una sombra que le seguía.
Cuando penetró en la posada, era media noche.
Por una escalera que había en el patio, subió a su habitación.
La sombra, desde la vereda de enfrente, le estuvo contemplando.
Después cruzó la calle…
Rolando, al hallarse en su aposento, cerró la puerta,
atrancándola con una silla. Hecho esto, fue hasta la ventana, viendo
que daba sobre un tejadillo.
Comenzó a desnudarse, y antes de apagar la vela, puso el
revólver debajo de la almohada.
Tardó bastante en dormirse, pensando en lo ocurrido aquella
noche. Decididamente no tenía suerte y todo le fracasaba, pero no
siempre iba a suceder lo mismo, y algún día tropezaría con alguno
de los que andaba buscando, y entonces, lo demás sería lo de menos.
Por el hilo se saca el ovillo, y teniendo un punto de partida…
Con aquel pensamiento se durmió.
Mientras tanto la sombra acercóse a una vieja higuera que había
cerca de la pared de la posada, y una de cuyas ramas se inclinaba
sobre el tejadillo.
Aquella sombra era un hombre que se parecía mucho al
barbudo…
Con relativa agilidad trepó por el tronco de la higuera, y cuando
estuvo en lo alto, su mirada fue hasta la ventanita de la habitación
en donde dormía Rolando.
La oscuridad nocturna impedía verlo; de lo contrario, hubiera,
asustado a cualquiera el rostro patibulario de aquel hombre y su
sonrisa siniestra.
Su mano fue hasta la cintura y acarició el mango de hueso de un
cuchillo.
Después, sin vacilaciones, con absoluta seguridad, como si fuese
un consumado titiritero, empezó a deslizarse por la rama.
Rolando, de pronto, abrió los ojos. Había despertado sin saber
por qué; pero algo le hizo interrumpir el sueño. Tal vez fuese ese
sexto sentido que todos poseemos en los momentos de peligro.
Su mano buscó a tientas el revólver, y al tropezar con la culata se
tranquilizó. Con aquel auxiliar no temía a nada. Estuvo escuchando
con atención, pareciéndole que algo rozara en la ventana.
Lentamente se fue incorporando. Trató de ver, sin ver nada. Escuchó
y todos los ruidos se apagaron. En tal situación, era mejor salir de
dudas y, empuñando su arma, saltó de la cama.
No quiso encender la vela. Prefería la oscuridad.
Paso a paso, sigilosamente, se cercioró de que la silla que
colocara contra la puerta estaba en su sitio. Por allí no podía venir
nada malo.
Fue hasta la ventana, y para recorrerlos tres metros tardó otros
tantos minutos. No quería dejar nada a la casualidad, porque estaba
persuadido que algo le acechaba. No sabía qué, pero ese algo existía,
estaba latente. Era como un palpitar del propio silencio. Una
invisible ráfaga del peligro hecho sombra.
Amparado en la pared, acercóse a la cortinilla que, como un velo,
borraba la escasa trasparencia de la noche estelar. Pocas estrellas
estaban visibles aquella noche, y, sin embargo, fijándose bien, daban
una sensación de claridad.
Rolando, con el revólver empuñado, se fue asomando poco a
poco; pero lo primero que asomó fue el cañón del arma; después sus
ojos trataron de inspeccionar el tejadillo.
¡Nada!
Y sin embargo…
Estuvo sus buenos cinco minutos aguardando. ¿Aguardando
qué? Ni él mismo lo sabía; pero esperaba algo.
Mirando por entre las cortinillas, vio moverse las ramas de la
higuera, y no obstante no corría ni la más leve brisa.
Terminó por pensar:
—Debo haberme equivocado; pero juraría… Rolando, ¿tienes
miedo acaso?…
Se avergonzó de tal pensamiento, y poco después estaba
acostado nuevamente.
Intentó dormir sin conseguirlo; pero sus ojos no perdían de vista
la ventana. Nunca supo cuánto tiempo estuvo esperando lo
ignorado, lo invisible, y sin embargo, tenía la seguridad que estaba
allí.
De pronto, una sombra dibujóse al otro lado de la ventana. Era
una silueta imprecisa, borrosa, completamente truncada, como si le
faltase relieve. Algo incompleto; pero aquella sombra tenía
movimiento. Se fue alargando, alargando, hasta llenar todo el
hueco. Entonces, Rolando pensó que había llegado el momento de
proceder y se puso en pie revólver en mano.
Aún no lo había hecho, y ya la sombra se desdibujó como por
arte de magia.
Se sentó en la cama esperando una nueva aparición, decidido a
disparar.
No tenía temor alguno, pero estaba disgustado porque le habían
interrumpido su sueño.
¡La sombra otra vez!
De un salto estuvo junto a la ventana; la abrió y alargando el
brazo apretó el gatillo.
Sucedieron dos cosas que lo dejaron embobado.
La sombra no estaba y el tiro no había salido.
Hizo saltar el tambor de su arma; y al hacerlo, un grito de
asombro salió de sus labios.
¡El revólver estaba descargado!
Encima de una silla había dejado su cinto y se apresuró a cargar
el arma nuevamente.
Ya más seguro de sí mismo, asomóse a la ventana, ahora abierta.
No vio nada, absolutamente nada; pero hasta sus oídos llegaron
los ecos de unas pisadas que se alejaban cautelosamente.
—¡El diablo anda suelto! —murmuró cerrando la ventana de
golpe, y volvió a la cama.
Las claridades del día entraban por ella cuando se quedó
dormido.
V
A BORDO DEL «EMIR»

ERA ya muy tarde cuando despertó. Al recordar lo ocurrido


aquella noche, se dispuso a tomar medidas, y lo primero que hizo fue
bajar al comedor.
Ya estaban comiendo. Puso el reloj en hora, pues se le había
parado por falta de cuerda, y fue a sentarse en la misma mesa en que
cenara; la misma mujer le sirvió.
—Se madruga poco —le dijo.
—Sí, anoche me acosté demasiado tarde.
—Ya le sentí venir.
Rolando aún no había terminado de comer, cuando el dueño de la
posada le trajo una carta, diciendo: —Me la entregaron esta mañana,
pero no quise despertarlo. Como verá, es una carta un poco extraña.
En el sobre no pone el nombre; sólo dice: «Para el huésped de la
habitación número 4, en la posada de El Caballo de Madera».
—Sí que es raro. En Puerto Seguro no conozco a nadie.
—Pero por lo visto le conocen a usted.
—¡Así es! Gracias.
—Buen provecho.
Rolando guardó la carta sin leerla; no sentía ninguna curiosidad.
Una vez terminado de comer, salió a dar un paseo, después de hacer
una visita a su caballo. «Torbellino» estaba bien atendido y se
marchó tranquilo.
Dirigióse a los muelles, llenos de barracones de madera. También
los embarcaderos eran de tabla. Gruesos postes enterrados en la
arena, sostenían una armazón cubierta de algas y de lapas.
Al encender un cigarrillo se acordó de la carta y se dispuso a
leerla. Rasgó el sobre y sentándose en un asiento de piedra, leyó lo
siguiente: «He sabido que me anduvo buscando y siento mucho no
haber estado en Puerto Seguro para hacer acto de presencia. No sé
quién es usted, pero pronto lo averiguaré. Ahora bien; voy a darle un
consejo de los buenos: Apártese de mi camino. Anoche le hice una
visita y pude acabar con su maldita curiosidad; pero lo dejé para
mejor ocasión. Tengo amigos por todas partes y ellos me dicen
siempre todo cuanto deseo saber; desde que llegó al puerto, no le
pierden pisada. Vuelva por dónde vino y no busque complicaciones;
de lo contrario tendrá mucho que lamentar. Es un buen consejo que
le da: «El Buitre».
Rolando tuvo un pequeño sobresalte. ¿Cómo habían podido
identificarle tan pronto? Sus sospechas fueron hasta el chino Wang, y
de él pasaron a Charles. Uno de los dos tenía que ser el confidente.
¿Y la mejicana? Desde luego, ninguno de ellos conocía su verdadera
personalidad, y sin embargo, «El Buitre» estaba sobre aviso.
—Mejor que mejor —se dijo, levantándose—. Al buscarme a mí,
yo les encontraré a ellos.
Y con aquel propósito, muy propio de un gran optimista, se
dirigió hacia el embarcadero.
Caminaba un poco distraído, cargado de extraños pensamientos,
comprendiendo que los peligros aumentarían a medida que
transcurriese el tiempo; pero lleno de confianza en sus propias
fuerzas, pensó que nada podría impedir su lucha definitiva. Y ésta,
mirándolo bien, aún no había empezado.
Al llegar a la punta del muelle, se fijó en un viejo bergantín
amarrado a la escollera. Además del ancla, dos gruesos cables lo
sujetaban a tierra. Estaba desarbolado y sin pintar. Más que un
buque, parecía una reliquia de los mares. Con aquel armatoste no se
podría ir muy lejos.
Observó el nombre medio borrado en la popa: «Emir».
No dejaba de ser un nombre raro. Mientras hacía estas
apreciaciones mentales, no se fijó en unos ojos que le estaban
mirando desde el ventanillo de un camarote. Aquellos ojos
pertenecían a un rostro astuto y malicioso.
¡Y aquel rostro estaba poblado de espesa barba renegrida, con
algunas canas!
—Tengo que ver este barco —murmuró alejándose—. Vendré esta
noche.
Y con este propósito dirigióse al cafetín del chino. Tenía algo que
solventar allí.
El salón estaba vacío y Wang le recibió con su más fina cortesía.
—Tenemos que hablar —le dijo, sin responder a su saludo.
—Wang contento de podel selvile.
—Me alegro que estés tan bien dispuesto, porque así nos
ahorraremos palabras. Anoche cuando peleé con Charles, te di mi
revólver para que lo guardaras. ¿Qué hiciste con él? Contesta y no
trates de engañarme.
—Nada, no hice nada. Lo puse encima del mostladol.
Rolando miró al chino impacientado. Tuvo intenciones de
agarrarle por las orejas y propinarle una buena azotaina; pero
comprendió que de aquel modo no sacaría nada; por eso se dispuso a
usar de toda su diplomacia antes de proceder de otra manera.
—Escucha, Wang; aquí sucede algo raro y yo quiero aclararlo.
Anoche cuando llegué a la posada, mi revólver no tenía proyectiles.
Alguno se los había sacado, y eso es lo que trato de averiguar. Yo no
digo que fueses tú; pero alguno tuvo que ser.
Los ojos del chino se abrieron con tal asombro, que su
interlocutor comprendió su inocencia; por eso agregó: —Recuerda
bien si has visto alguno acercarse adonde estaba mi arma.
El chino no cabía duda que tenía interés en complacer a su
visitante, porque se quedó pensando como si tratara de recordar,
hasta que de pronto exclamó: —El único que estuvo aquí celca del
levólvel fue Stanley.
—¿El viejo marinero?
—Sí, es muy amigo de Legland.
—¿Dónde vive ese marinero?
—No tiene casa. Duelme en un balco viejo que está en el muelle
hace mucho tiempo. Un cascajo que se llama «Emil».
—Comprendido. No digas a nadie, nada de esta conversación que
hemos tenido, si deseas vivir tranquilo.
El chino se deshizo en excusas, prometiendo ser discreto, y
Rolando se marchó decidido a poner en claro todos aquellos
misterios.
La sospecha que recaía sobre Stanley falseaba por completo los
informes que diera sobre el barbudo.
Era probable que Charles fuera «El Buitre», y si era así, las cosas
cambiaban mucho: y sus planes se alteraban por completo.
Al cruzar la calle, tropezóse con la mejicana, que venía de
compras.
Al reconocer a «su» muchacho, se iluminó su rostro con un
destello de esperanza, y acercándose a él, dijo: —Anoche te fuiste sin
despedirte de mí, y pensé que estuvieras enojado.
—¿Por qué había de estarlo?
—Ven conmigo; hablaremos en el bar.
—No puede ser, encanto. Tenga asuntos urgentes que tratar.
—¿Vendrás esta noche?
—Tal vez. Si puedo…
—Nunca he visto un forastero tan ocupado —dijo con despecho.
Y se alejó sin volver una sola vez la cabeza.
—Mejor así —murmuró Rolando—; no conviene sembrar
ilusiones que no han de florecer…

*
Aquella noche Rolando salió después de cenar, dirigiéndose al
embarcadero. La silueta del bergantín aparecía como un inmenso
cetáceo abandonado. La lucecilla que parpadeaba en el puente era
como un ojo vigilante mirando a los escasos noctámbulos que
pasaban por el muelle.
Rolando se deslizó como una sombra furtiva hasta el paredón;
inclinóse hasta quedar oculto detrás del pilote de amarre, y desde allí
avizoró los alrededores; pasaron unos marineros charlando; luego
atracó una lancha pescadora y poco después todo quedó silencioso.
Cautelosamente acercóse al cable de amarre y como un verdadero
gimnasta pasó por él a bordo del bergantín, a fuerza de pulso.
Al hallarse en proa, escuchó. Nada. Sólo se oía el ruido del oleaje
al estrellarse en los rompientes.
Pisando precavido, recorrió la cubierta del viejo armatoste. Por
una claraboya salía un chorro de luz. Al mirar abajo, vio una cara
conocida: la del viejo Stanley, que estaba cenando tranquilamente.
Y después de pensar un momento, empezó a bajar las escaleras.
Stanley no esperaba visitas, y por eso se sobresaltó al ver de
pronto frente a él la arrogante silueta del forastero.
—¡Qué demonios…! —empezó a decir, pero la voz autoritaria y
dominadora del visitante le atajó: —¡Cállese!
El viejo tenía sobre un camastro una escopeta de cañón
recortado, y la miró de reojo. Rolando, siguiendo la mirada, se dio
cuenta de lo que aquello podía significar y puso el arma a buen
recaudo, metiéndola debajo de la colchoneta, después de sacarle el
cartucho.
—Bueno, Stanley; ha llegado el momento de hablar claro. Yo
acabo de hacer con su escopeta lo mismo que hizo usted anoche con
mi revólver.
—No sé de qué me está hablando.
—No se haga el tonto, porque no le va a servir de nada. Si he
venido hasta aquí, ha sido para que me hable claro, y le conviene
hacerlo; de lo contrario, no tendré en cuenta para nada su edad y lo
aplastaré como se aplasta a una inmunda lagartija. Cuando se tienen
sus años, hay menos disculpa para delinquir, porque la vida ha dado
cuánto tenía en esa cuestión que se llama experiencia; prepárese,
pues, para hablar y no me oculte nada, porque tan cierto como hay
Dios, que lo tiro al agua con un plomo atado a los pies.
El viejo marinero tragó saliva. Su situación era comprometida,
porque si hablaba, los otros lo harían picadillo, y si se callaba, aquel
forastero era capaz de cumplir su amenaza. Procurando ganar
tiempo, alegó: —Yo estoy aquí para cuidar este barco y no sé nada de
nada. Se lo aseguro.
—¡Basta de disimulos! ¿En dónde está «El Buitre»?
Aquella pregunta le cogió tan desprevenido, que
involuntariamente hizo un mohín de disgusto, que no pasó
desapercibido. Repuso tartamudeando: —No lo conozco.
Rolando se apoderó de una cuerda y acercándose al viejo, dijo
amenazador: —Usted, sin duda, se cree que se trata de una broma;
pero yo le estoy hablando en serio. Le amarraré con los brazos a la
espalda y después lo tiraré por la borda.
—No haga eso —dijo aterrorizado.
—Pues hable. No tengo tiempo que perder. ¿En dónde está «El
Buitre»?
—Se ha marchado. Vendrá mañana.
—¿A dónde ha ido?
—Creo que a un pueblo que se llama Loma Alta.
—«El Buitre» es Charles Legrand, ¿no es cierto?
—No; Charles es su hermano.
—No espere a que le haga preguntas. Diga todo lo que sepa.
¡Pronto!
El viejo miró al tragaluz como si esperase una ayuda que no
llegaba, y Rolando debió comprender el alcance de aquella mirada,
porque cambiando de entonación y de modales, exclamó furioso: —
Espera refuerzos, ¿eh? Yo le voy a dar. Venga conmigo.
Y a empujones le hizo subir a cubierta y le condujo a la toldilla de
popa.
—Aquí estaremos mejor y al abrigo de posibles sorpresas. Y le
advierto que en cuanto abra la boca para pedir socorro, lo
estrangulo; así que mucho Cuidadito.
Lo hizo sentar sobre un rollo de cuerdas; sentóse él en un montón
de lonas y agregó imperativo: —Siga con su cuento y acabe pronto.
Cuanto más se detenga, más en peligro pone su miserable vida.
Anoche me engañó diciendo que Charles estaba el 7 de mayo muy
lejos de aquí, y eso no es verdad. Usted lo sabe; ¿por qué lo hizo?
El viejo temblaba como la hoja en el árbol.
Contestó al fin, pero con cierta vacilación, como si midiera sus
palabras: —Charles me tiene dicho que mencione ese puerto de San
Diego cuando le pregunten en donde estaba en determinada fecha;
pero yo no sé por qué lo hace.
—Yo sí; continúe.
—Su hermano Warner anda metido en malos pasos; pero Charles
no se dedica a eso.
—¿Y a qué se dedica?
—Al contrabando.
—¿Y ésos no son malos pasos?
—Peores son los de Warner, que hace de todo.
—¡Hasta asesinar gente!
—Eso no lo sé. Warner y Charles tienen continuamente grandes
discusiones. Este barco es de Charles y ayer estuvo aquí Warner. Los
dos hablaron mucho, pero yo no pude enterarme de nada.
Rolando tenía ya casi la certeza de que estaba sobre una buena
pista. No le cabía duda de que «El Buitre» era uno de los que
asaltaron la diligencia, y, por lo tanto, no cabían vacilaciones; su
justicia tenía que alcanzarlo.
Toda su sangre ardiente circulaba por sus venas
atropelladamente. Nada quería dejar a la casualidad. En aquel trance
decisivo, recordaba las palabras que su padre tantas veces le dijera:
«Hijo mío, eres de casta de hidalgos, porque tu abuelo era español;
no olvides nunca tu abolengo».
Al evocar estos recuerdos, su cólera se había disipado; pero
conservaba el reguero de odio que no le dejaba en paz.
A todo esto, el viejo Stanley creía que el interrogatorio había
terminado; pero en esto se equivocaba, porque Rolando todavía no
estaba conforme.
—Dime, viejo sabandija, ¿a quién esperas?
—A nadie.
—No mientas. ¿Vendrá Charles?
—No lo sé.
—Dijiste que «El Buitre» se había marchado a Loma Alta; ¿es eso
verdad?
—Lo es; yo mismo le vi salir a caballo.
—Está bien; por hoy has librado tu miserable pelleja; pero
escucha lo que voy a decirte: si me has engañado, volveré y me las
pagarás todas juntas. Te lo prometo.
—Te dije la verdad.
—Bueno; quédate aquí y no te muevas hasta pasado un buen rato.
Voy a marcharme y no necesito tu compañía.
En aquel momento se sintieron pisadas en cubierta y una voz
preguntó: —¿En dónde estás, Stanley?
Rolando volvióse rápido y atenazando la garganta del viejo
marinero, le dijo en voz baja: —No contestes.
Stanley, comprendiendo que había llegado el instante tan
esperado, se desasió de las manos de su opresor y dando un salto,
desapareció gritando: —¡Aquí estoy; pero cuidado, hay peligro!
—¡Ah, canalla; la culpa la tengo yo por confiarme! Pude haberte
dado un buen baño, pero no me volverá a suceder —dijo Rolando.
Una detonación rasgó el silencio de la noche, y la bala vino a
clavarse cerca de donde estaba. Comprendiendo el peligro que corría,
ocultóse detrás de una barrica llena de chatarra y se dispuso a
responder dignamente. Desenfundando el arma, quedóse a la
expectativa. No le convenía derrochar municiones, pues andaba
escaso de ellas por haberlas dejado en la posada.
Sonaron nuevos disparos, y esta vez más cerca.
Comprendió que eran varios los que disparaban y los fogonazos
partían de babor y de estribor. Varios impactos dieron en la barrica.
Entonces Rolando, apuntando al farol, disparó, y la cubierta se
envolvió en sombras.
Nada se veía, pero las pisadas llegaban hasta él, con un ruidito
inconfundible. La situación se hacía por demás comprometida.
Cada vez que disparaba, sus tiros eran dirigidos al resplandor de
los fogonazos. Cambió de sitio, y aquélla fue su equivocación, porque
tuvo que echarse al suelo y ocultarse tras de la escotilla; desde allí,
para hacer fuego, tenía que sacar la cabeza.
Le quedaban tres balas. Las llevaba de cuenta. Cuando se
terminaran, sólo le quedaría un recurso: arrojarse de cabeza al agua;
pero tampoco eso pudo hacerlo, porque de repente sintió un rudo
golpe y abriendo los brazos cayó para atrás, perdiendo el sentido…
VI
EN DONDE EL CARCELERO
SE CONVIERTE EN PRESO

CUANDO recobró el conocimiento, hallóse ligado de pies y


manos como un fardo. La cabeza le dolía extraordinariamente, y
hasta él llegaba un desagradable olor a humedad y a otras cosas que
no pudo definir.
La más densa oscuridad le rodeaba.
Hizo desesperados esfuerzos para romper sus ligaduras, pero no
pudo conseguirlo. Los nudos estaban hechos de mano maestra. Ni
un solo momento se desesperó. Situaciones como aquélla eran de
esperar y necesitaba ir acostumbrándose para resistirlas con
paciencia.
Pensó que el viejo Stanley debía ser apuntado en el libro de sus
desquites, y esto le dio valor para sonreír.
Sentía, desde luego, haberse dejado cazar tan tontamente, pero
ya no había remedio. Para otra vez sería más cauto.
A fuerza de intentarlo, consiguió rodar hasta el costado del
barco. Apenas podía mover los dedos y, sin embargo, advirtió por el
tacto que se hallaba en una bodega bastante sucia y con muy poca
respiración, pues el aire se hacía pesado. Seguramente la escotilla
estaba tapada por la lona encerada; y con las cañas puestas.
El sudor humedecía su rostro.
—Otra cuenta que tendré que cobrarme —murmuró—. He sido
un imprudente y me está bien empleado, por fiarme de ese viejo
bacalao.
Cansado de dar vueltas en vano, terminó por dormirse.
Le despertó una viva claridad. Abriendo los ojos, miró a lo alto y
vio la cara de Charles.
—¿Hemos descansado bien? —preguntó con voz burlona.
—¡Eres más falso que un coyote! —Fue la respuesta—. Anoche, o
mejor dicho, anteanoche, me diste la mano ofreciendo una amistad
que no eres capaz de comprender.
—Y tú, condenado entrometido, vienes a husmear lo que no te
importa. ¿Qué tenías que hacer en mi barco?
—No sabía que fuese tuyo.
—Pues ahora ya lo sabes. Permanecerás ahí hasta que venga una
persona que tendrá mucho gusto en verte.
—Cuánto siento no haberte partido la cara.
Charles dijo un gruñido y cerró la escotilla de golpe.
Rolando iba sintiendo una extraña debilidad en todo el cuerpo, y
pensó si aquellos canallas tendrían la intención de tenerlo allí sin
darle de comer nada.
Tenía la garganta seca y el incesante sudor le molestaba
enormemente.
Durante un buen rato estuvo pensando mil cosas a cual más
descabellada, y se dijo que aquella cárcel no podía ser su sepultura.
El dolor de la herida en la cabeza era un tormento insufrible.
Pasaron lentos los minutos.
Al fin volvió a abrirse la escotilla y un hombre con un cesto en la
mano empezó a bajar por la angosta escalerita de hierro, cuyos
peldaños eran sólo un barrote.
—Te traigo de comer, amigo —dijo una voz ronca y desagradable
—: pero tienes que ser formal; si no, tengo orden de darte el
pasaporte.
Aquel individuo le era desconocido, pero tenía la cara más
rufianesca que había visto en su vida.
Llevaba un pistolón en la cintura y vestía pobremente.
Puso la cesta en el suelo, sacando de ella una tortilla, un trozo de
pan y una botella de agua.
—Lo que es aquí no se arruinan dando de comer —dijo Rolando,
recobrando su buen humor.
—No te quejes. También te traigo una manzana. Voy a desatarte
las manos para que puedas comer; pero después te las tendré que
atar de nuevo. No olvides que en cuanto hagas un movimiento, te
encajo un balazo. No me gusta disparar contra un hombre
desarmado, pero es la orden. La necesidad tiene cara de hereje, y
cada uno es cada uno. Hay que vivir y a mí me pagan.
—Eso es un contrasentido. ¡Vivir! ¿A qué llamas vivir,
badulaque? ¿A la necesidad de matar a uno que nunca se metió
contigo?
—Oye, oye; como me vuelvas a llamar badulaque, no te doy de
comer.
—Perdona, José.
—Yo no me llamo José. Mi nombre es Ralf, aunque todos me
dicen «Candelero».
—Y eso, ¿por qué?
—Nunca pude saberlo. Desde que era chico me dicen así. Ni yo
lo sé, ni los que me lo llaman tampoco; pero no gastemos tiempo.
«Candelero» le hizo volverse de espaldas y le desató las manos,
hecho lo cual apartóse rápidamente diciendo: —Ten cuidado porque
te estoy apuntando. Ya sé que eres un tipo peligroso, pero a mí no
me madrugas tú. Date vuelta y come. Si hubiera tenido dinero te
hubiese traído una cerveza, pero si das vuelta a mis bolsillos no
encuentras ni para hacer cantar a un ciego.
—¿Tan pobre estás?
—¡Como una rata!
—Si quieres, yo te puedo ayudar. Dinero no me falta.
—Gracias. No tengo ganas de que «El Buitre» me arruine la
factura.
—¿Tan malo es?
—Peor que un terremoto.
—¿Más que Charles?
—Charles a su lado es un corderito inocente.
Rolando se puso a engullir y a beber lo que le habían traído,
calmando su sed y el apetito que sentía.
Su guardián le miraba con cierta admiración, pues le habían
dicho que había vencido a Charles a puñetazos, y éste estaba
considerado como el mejor boxeador de los muelles.
Rolando se tocó la cabeza, notando que tenía una herida
superficial bastante extensa, con desgarro del cuero cabelludo.
—El bruto que me pegó lo hizo sin lástima.
—Fui yo, pero lo siento. No tuve más remedio. Otra vez te daré
más despacio.
Rolando no pudo menos de sonreír, y deseando congraciarse con
aquel mastodonte, repuso: —Lo mismo digo. Cuando tenga que
atizarte lo haré muy suavemente.
—No creo que llegue esa ocasión.
Rolando había estado pensando mientras comía la forma de
librarse de aquel zángano. Había varias maneras, pero todas le
parecían poco factibles. Sin embargo, la herida de la cabeza le dio la
solución.
—Oye, «Candelero», ¿por qué no me haces un favor?
—Si puedo… Siempre que pueda, ¡eh! No se te vaya a ocurrir
escaparte, porque te meto una bala enseguida.
—Ya lo sé. No pienso en eso.
—Places bien; es lo mejor que podías pensar. Bueno, dime lo que
quieres y acaba pronto porque tengo otras cosas qué hacer.
—Verás; la herida de la cabeza me duele mucho, y puesto que
fuiste tú quien me la hiciste, podías curarme.
«Candelero» soltó una grosera carcajada, diciendo:
—¿Me has tomado por boticario? Si yo de eso no entiendo ni
jota.
Es muy fácil, yo te lo explicaré. Sacó un pañuelo y un dólar.
—¿Ves? —agregó—. Con este pañuelo me lavas, aprovechando el
agua que ha sobrado, y con este dólar te tomas un par de cervezas
en el cafetín del chino. ¿Es bien fácil, verdad? Hasta un ciego lo
haría…
«Candelero» miró el dólar. Era una moneda de plata de las que él
había tenido muy pocas; pero también miró a los ojos de su
prisionero, intentando leer en ellos sus intenciones; sin duda era un
mal lector, porque no leyó nada; pero el más tonto suele ser
desconfiado en tales trances, y ya sabemos que «Candelero» no
rebosaba inteligencia.
Después de breve vacilación, contestó:
—Te curaré, pero tienes que estarte quieto.
Los ojos de Rolando reflejaron tal alegrón, que estuvo a punto de
denunciarse.
—Descuida —dijo torciendo el gesto—; con tal de que se me
quite este dolor, soy capaz de no moverme en todo el día.
—Siendo así, espera.
Se enfundó el pistolón y cogiendo la botella y el pañuelo se puso
a practicar de enfermero: pero sin duda era bastante torpe para ello,
porque el herido lanzó de repente un grito de dolor tan bien fingido,
que parecía real, y «Candelero» se sobresaltó hasta el punto que,
inclinando un poco la cabeza, puso el revólver al alcance de la mano
de Rolando, y ¿qué iba a hacer este sino apoderarse de él? Eso fue lo
que hizo, y con la rapidez del rayo, empuñándolo por el cañón, le
dio un fuerte culatazo en la frente, y el pobre y confiado
«Candelero» se arrodilló no sabemos si arrepentido de sus errores o
doblegado por el porrazo, aunque yo creo que fue lo último. La
cuestión es que se desmoronó como un saco de patatas que se cae de
un carro.
Al verlo convertido en un guiñapo, Rolando no perdió tiempo y
desatando la ligadura que amarraba sus pies, la volvió a ensayar,
pero en las manos del desvanecido «Candelero». También le ató los
pies, y, siempre atento y ceremonioso con sus víctimas, lo puso
cómodo, arrimándolo al maderamen.
Contempló su obra y hallóla perfecta. Un cambio de personaje en
el drama, puede mejorar la representación.
Aún quedaba agua en la botella y la volcó sobre la cabeza del
excancerbero, el cual, al sentir la ducha, sacudióse como un
cuzquito mojado y abriendo los ojos, aquellos ojos tan cándidos, se
estremeció al verse impotente para ir a beber la cerveza al cafetín
del chino. Y con amargo acento dijo el muy bobo: —¡Desátame
enseguida y déjate de bromas! En cuanto venga «El Buitre» se
enfadará mucho si me ve atado.
—¡Más me enfadaré yo cuando lo vea a él!
«Candelero», aunque tarde, acudió a la lógica:
—No debía hacerte caso: por curarte tu herida, me has hecho
otra a mí.
—Estamos en paz, simpático.
Rolando se registró, viendo complacido que no le habían quitado
nada más que el revólver. Tenía el de «Candelero», que podía servir.
Había perdido en el cambio, pero qué se le iba a hacer. Gajes del
oficio.
Iba a marcharse, cuando vio el dólar tirado en el suelo. Lo
recogió y sacando otro, puso los dos en el bolsillo del nuevo
prisionero, advirtiéndole: —Dos monedas de plata: una, para
cerveza, y la otra, para árnica. Adiós, amigo, dale mis recuerdos al
«Buitre».
«Candelero», cansado sin duda de tanta frescura, tuvo un rasgo
de ingenio al decir: —Dos dólares y te llevas mi revólver que me
costó cuatro.
Tienes razón, valiente —y sacando un billete de cinco lo juntó
con las dos monedas, agregando—: Las cuentas claras conservan las
amistades.
Subió la escalera y al hallarse en cubierta registró todo con la
vista; pero al no ver a nadie, tuvo una idea. Fue hasta la puerta del
camarote y con un pedazo de carbón escribió en letras grandes:
«BUITRE: ME LLEVO A TU PRISIONERO. YA TENDRÁS
NOTICIAS MÍAS.
EL YACARÉ».

Sin pensarlo más, saltó a tierra y apresuradamente dirigióse a la


posada. No podía perder tiempo. Si era verdad que «El Buitre»
había ido a Loma Alta, allí lo encontraría, aunque tal vez el
encuentro tuviese lugar por el camino, al regreso del forajido.
El posadero le dijo apenas le vio que habían estado a preguntar
por él.
—Sí —agregó confidencial—; vino un hombre a quién no
conozco, muy interesado en hablar con usted. Dijo que era muy
importante.
—Es extraño. Aquí nadie me conoce.
—Pues él debe conocerlo bastante, porque me dio hasta las señas
del caballo. ¡Ah! y dejó una cosa para usted, diciendo que
seguramente iba a precisarla mucho.
—¿Qué cosa?
—Un rifle y una caja de municiones. Aquí están.
Y de debajo del mostrador sacó lo dicho.
Rolando, al ver el arma, supo enseguida lo ocurrido. Su capataz
se la había remitido, seguramente temiendo que la pudiera
necesitar. Desde luego —se dijo—, nunca ha hecho nada ese
buenazo de Douglas con más sentido, porque con este armatoste de
«Candelero» iba a pasar un mal rato si me atacan.
En voz alta agregó:
—Gracias, amigo, ya sé quién es. Deme la cuenta y que saquen
mi caballo. Yo mismo lo ensillaré. Me marcho enseguida.
—¿Tan pronto? —preguntó, lamentando perder tan buen cliente
—. Creí que se quedaría más tiempo.
—También yo; pero a veces los negocios no se presentan a
medida de nuestros deseos.
Sacó el revólver que llevaba en la cintura y depositándolo sobre
el mostrador, añadió: —Esta arma queda en su poder hasta que vea
a un sujeto que le dicen «Candelero», ¿lo conoce?
—¡Quién no conoce a ese vago!
—Pues se la da, diciendo que se la devuelvo por no cargar con
ella. A propósito, ¿qué sabe usted del dueño de ese bergantín
anclado en la punta del embarcadero, que se llama «Emir»?
—Poca cosa. Hace más de un año que está ahí pudriéndose. En
cuanto a su dueño, mejor será que no hablemos de él. Es un tipo
camorrista y borracho, cuya vida es un misterio —y bajando la voz
agregó—: Hasta dicen que tiene un hermano cuatrero, pero no me
haga mucho caso. La gente, a veces, habla demasiado.
—Comprendido. Ah, cuando vuelva por aquí, procure darme otra
habitación. Esa que he ocupado no me gusta.
—¿Por la higuera quizás?
—Justamente; por la higuera.
—Ya se me han quejado otros huéspedes. Tendré que hacer
cortar ese árbol. De todas formas no da fruto.
Trajeron el caballo y mientras lo ensillaba, el posadero le
presentó la cuenta. Rolando, antes de marcharse, subió a la
habitación para lavarse un poco.
Frente al espejo se curó lo mejor que pudo la desgarradura de la
cabeza, producida por el porrazo que le dieran a bordo.
Examinó el aposento. Todo estaba revuelto, como si algún
curioso hubiera estado buscando algo.
Cuando poco después bajaba al despacho, tenía la certidumbre
de que no llegaría al rancho sin tener desagradables tropiezos; pero
casi lo deseaba.
Aquella situación resultaba demasiado misteriosa para que fuese
de su agrado.
Se hizo preparar una abundante merienda. Comería por el
camino. La tortilla de patatas que le trajera «Candelero» no era muy
grande.
El zaino resoplaba impaciente, y Rolando lo acarició.
—A ver cómo te portas, «Saeta». Vas a tener ocasión de mostrar
tu ligereza.
El posadero le entregó la merienda, consistente en un par de
bocadillos y una pequeña cantimplora con whisky.
Antes de montar a caballo, Rolando quiso hacer otra pregunta:
—¿Conoce usted a un viejo marinero llamado Stanley?
El posadero torció la boca y escupiendo repuso:
—Me está preguntando por toda la resaca de los muelles. Ese
viejo es el crápula más grande que hay bajo la capa del cielo. Debe a
todo el mundo. Con decirle que hasta me debe a mí, que no fío a
nadie, está dicho todo.
—Me lo habían recomendado para un trabajo que tenía qué
hacer.
—¿Para un trabajo? Si Stanley encuentra al que inventó el
trabajo, le pega cuatro tiros.
—No me había equivocado. Le quedo muy agradecido. Hasta la
vista.
—Buen viaje.
Jinete y caballo se perdieron entre una nube de polvo.
La criada de la posada se había quedado mirando la
desaparición del gentil forastero. Se metió para dentro
murmurando: —… y se va. ¡Qué lástima de hombre!
Mientras tanto, Dolores la mejicana no cesaba de asomarse a la
puerta del cafetín en espera de ver aparecer al caballero de sus
sueños. Pero «su» muchacho galopaba, incansable, a través de los
verdes cañaverales, pensando en todo menos en, aquellas dos
mujeres que creyeron haber despertado una ilusión.
VII
CINCO REVÓLVERES CONTRA UN RIFLE

«Para mí, la vida de un hombre vale


menos que la ceniza de mi cigarrillo».
—(Palabras de «El Buitre»).

CERCA de Hoyo Hondo, viniendo por el camino de Montana, un


poco antes de llegar al Valle Muerto, hay una quebrada, en cuyas
cimas verdegueantes florecen las más curiosas trepadoras. Aquel
paraje se llama Quebrada de Ytahó, y su paso es evitado por los
muchachos de los ranchos, a causa de la cantidad de peligrosos
reptiles que por allí se arrastran.
Ytahó, en lenguaje de los sioux, quiere decir serpiente. Más era la
fama que la realidad. En un tiempo, sí hubo bastantes reptiles en la
quebrada, pero hoy, debido a las inundaciones y a los incendios de
los campos vecinos, apenas quedan algunos.
Las dos jorobas roqueñas que marginan el paso dan grata
sombra y abrigan de los vientos.
Un pequeño arroyo llena de savia a una fila de álamos y sauces.
Todo esto hace aquel lugar encantador.
Allí tenía su cuartel general «El Buitre».
¿Quién era «El Buitre»?
El peor engendro humano que puede concebirse. La palabra
humana hecha maldición; una amalgama de traiciones, villanías y
atentados. La lava de un volcán amasada con sangre; eso era «El
Buitre».
Tenía prosélitos en todas partes. En Montana, Oregón y Nevada.
Su fama, mala fama de facineroso sin entrañas, había recorrido
largas distancias. Se le temía y se le admiraba. Le admiraban sus
hombres y le temían sus víctimas.
«El Buitre» es un tipo de buena estatura, un poco mayor que
Charles, su hermano, a quién ya conocemos.
Muy fornido y grueso, siempre estaba con el cigarrillo colgado de
los labios, y aunque estuviera apagado lo movía de un lado a otro
nerviosamente. Tenía un rostro ancho, de cejas muy pobladas, y su
barba redonda era negra y canosa, la nariz, muy chata, y el labio
inferior un poco caído, daban a su fisonomía un desagradable tono
de ferocidad. Su palabra era insinuante y de timbres metálicos; pero
a veces se transformaba en altiva y desagradable. En todo momento
calzaba altas y fuertes botas, con espuelas de plata de pequeña
rodaja, y de su cinto pendían dos pesados revólveres de grueso
calibre. Era enemigo del rifle y sólo lo usaba en caso de necesidad.
Sus ojos de hurón, siempre inquietos y desconfiados, eran de
color pardo, y cuando miraban con recelo, parecían lanzar chispas.
Su carrera de crímenes era muy larga. Desde joven había estado
en Utah con unos pistoleros, hasta que cierto día mató a uno de sus
propios compañeros y tuvo que pasar la frontera. Desde entonces se
hizo jefe de banda y fue el terror de los ranchos y de los pueblos.
Cuando le encontramos, se hallaba sentado sobre una gran
piedra cuadrada, en la que había puesto una manta en varios
dobleces, y su eterno cigarrillo colgaba de los labios. Lo encendió
por sexta vez y mirando a uno de sus hombres, que se entretenía en
lavar el caballo en las aguas del arroyo, le dijo:
—Escucha, Mike; ese fantasma del valle tiene mucha gracia y
ardo en deseos de conocerlo; ¿cómo dices que se llama?
—¡«El Yacaré»!
—Bonito nombre se ha buscado para asustar a tontos como
vosotros. ¿Y dices que os dio cinco dólares para que bebierais a su
salud? Es humorista el condenado. Pero yo le quitaré el humor y las
agallas…
—Ya puedes andar con cuidado, porque es duro de pelar.
Se acercó a ellos otro de los bandidos. Era Curtis. En lo alto de la
plataforma rocosa, Jim Rawson estaba de centinela. Snoll, junto a la
fogata, preparaba la comida. Como se ve, los cuatro forajidos de la
cabaña de Valle Muerto se hallaban de nuevo con su temido jefe.
Éste dijo de pronto:
—Hemos de volver por esa hacienda que os habéis dejado quitar.
No concibo cómo un solo hombre pudo obligaros a devolverla a sus
potreros. Estoy viendo que la raza degenera. Hace menos de un año
tenía yo a mis órdenes a nueve hombres capaces de las mayores
hazañas. Por los campos de Humboldt hicimos temblar a todo el
mundo. Aquéllos eran buenos tiempos. Apenas han transcurrido
nueve meses, y sin embargo qué lejos están. Recuerdo que una
noche asaltamos una diligencia que se despeñó por un barranco.
Murieron todos sus ocupantes, pero nosotros hicimos un buen
acopio. Además de las alhajas, tocamos a cinco mil dólares cada
uno.
Se calló, evocando sin duda la terrible noche, y viendo que sus
hombres le miraban medio embobados, agregó:
—Todos aquellos compañeros me abandonaron cuando se vieron
con la bolsa llena, y hoy están repartidos por ahí, pasando por
personas decentes. Yo soy el único que ha seguido en la brecha.
—¿Y qué hacen, «Buitre»? —preguntó Mike.
—Pues verás: Sam Garfield, está de tabernero en Mood Sprigs;
Dimas Castle, tiene un garito en Cañada Negra; Albert Holmes, es
capataz del rancho «Triángulo»; Cedric Gibons, se ha hecho
consignatario de cereales en Salem; Pat Parker, se ha casado con
una viuda rica de Humboldt y se dedica a pasear y divertirse; Juan
Hooper y Francis Zótico, se asociaron para poner una posada en Río
Lincoln; Salv Merit y Louis Stresmen, creo están en Montana, pero
no sé en qué se ocupan. Como veis, todos desertaron, y, sin
embargo, cualquiera de ellos valía más que todos vosotros. Yo no les
guardo rencor, porque sé muy bien que si necesitara de ellos, no
negarían ayuda a su antiguo jefe.
Calló el bandido abrumado por los recuerdos, y entonces dijo
Mike:
—Lo que nos pasó a nosotros en Valle Muerto, le sucede a
cualquiera. Aquello no era un hombre. Era un fantasma.
—¡Pamplinas! Que lo tenga yo al alcance de mi revólver, y ya
veréis de qué le sirve ser fantasma.
—Pues yo —dijo Curtis—, mejor quisiera enfrentarme con media
docena de sheriffs y no con ese tipo.
En aquel momento, Jim Rawson hizo seña desde el promontorio
anunciando que se acercaba un jinete. «El Buitre» se apresuró a
subir y durante un rato estuvo contemplando al hombre que
avanzaba al trote de su caballo zaino.
—¡Es él! —dijo muy alegre—. No podía llegar en mejor ocasión.
Vamos a divertirnos un poco, y además, nos haremos con un buen
caballo.
—¿Quién es, jefe? —preguntó Jim.
—Un condenado curioso que ha ido a Puerto Seguro a revolver
las cosas. Le avisé que no se metiera en dibujos, y no me ha hecho
caso. Peor para él.
Los cinco bandidos estaban armados de revólver, pero ninguno
llevaba rifle y creían que el jinete que se acercaba tampoco lo
llevaría, y ése fue su error; de haberlo sospechado siquiera, hubiesen
procedido de otro modo.
Por su parte «El Yacaré», pues era él, no fue tan ingenuo para
pasar por el desfiladero, sitio muy a propósito para una emboscada;
dio la vuelta buscando una senda practicable por el otro lado. Los
forajidos, al ver aquello, treparon apresuradamente y descendieron
por la parte opuesta. «El Buitre» dispuso sus fuerzas, dando las
siguientes instrucciones:
—Tú, Mike, te colocarás allí, detrás de aquel peñasco, para
hostilizarle cuando haya pasado; Curtis y Snoll se pondrán en esa
zanja, y Jim y yo le esperaremos junto a esos matojos. Si cuando le
demos el alto levanta las manos, no disparar. Prefiero capturarle
vivo, porque muerto no me serviría para nada. Antes de mandarle a
los infiernos quiero interrogarle. Debe saber muchas cosas y me
interesa conocerlas. Atención, ya llega.
Rolando, «El Yacaré», marchaba ahora al paso de su caballo,
mirando los agrestes roquedales. Desconfiaba. Su instinto le decía
que aquél era un paso de peligro. Por no rodear demasiado, había
venido por allí. Iba cruzando a unos veinte metros del peñascal,
cuando «Saeta» se detuvo en seco, olfateando el viento y con las
orejas muy levantadas.
—¿Qué te pasa, compañero?
El zaino movió la cabeza varías veces, relinchando débilmente.
«El Yacaré» sabía muy bien lo que aquello significaba, y no tardó
en demostrarlo. Otro en su lugar hubiera picado espuelas, tratando
de huir del desconocido peligro que le acechaba; pero él no hizo eso.
Era de los hombres que jamás vuelven la espalda cuando de
combatir se trata. Desmontando de un salto, corrió a guarecerse
detrás de una pequeña desnivelación del terreno, llevando al caballo
de la rienda.
Una voz vibrante llegó entonces hasta él:
—¡No te muevas, forastero! ¡Te estoy apuntando!
—Ya lo he advertido —contestó riendo—, y por eso trato de
buscar un sitio más seguro.
—Somos cinco hombres y no podrás librarte de nuestras balas.
—¿Cinco nada más? ¿Y cómo os habéis atrevido siendo tan
pocos?
Diciendo esto, tocaba al caballo en el pecho, y el animal,
comprendiendo lo que le ordenaban, se arrodilló, quedando oculto
por el desmonte, mientras «El Yacaré» sacaba el rifle de la silla.
«El Buitre», al darse cuenta de la maniobra, gritó a sus
compinches:
—¡Fuego, muchachos! Convertir en una espumadera el cuerpo de
ese idiota.
Los cuatreros se miraron un poco desconcertados, no sabiendo a
quién disparar, pues no veían a nadie. No comprendían cómo jinete
y caballo hubiesen desaparecido tan rápidamente.
Mike fue el primero en abrir fuego, y los proyectiles levantaron
un poco de tierra.
Mientras tanto, «El Yacaré» construía una especie de tronera,
valiéndose de unos gruesos guijarros. En aquella improvisada
defensa colocó el cañón de su rifle.
Desde allí dominaba por completo el espacio ocupado por los
cinco bandidos que frente a él estaban situados, formando una
especie de triángulo obtuso; es decir: Mike, a la izquierda; Curtis y
Snoll, en el centro, y Jim y «El Buitre», a la derecha.
Según los planes del quinteto, el acorralado jinete no tenía
escape; pero «El Yacaré» pensaba todo lo contrario, o sea: que los
cinco asaltantes estaban perdidos.
«Saeta», tan tranquilo como si estuviera en el pesebre,
mordisqueaba unas hierbas mirando a su amo.
Éste, arrodillado en dos huecos que había abierto, no perdía de
vista a sus sitiadores, esperando que asomasen para enviarles un
mensaje de plomo; pero ellos preferían permanecer ocultos.
«El Buitre» comenzó a impacientarse y dijo a Jim, que estaba a
su lado:
—Tenemos que hacerle salir.
—¿Y cómo?
—Muy fácilmente. Tú irás arrastrándote hasta aquel montón de
piedras que se ve ahí a la derecha, y yo te guardaré la espalda. En
cuanto aparezca ese tipo, lo dejo seco.
—Es un peligroso experimento —protestó Jim—, y yo no quiero
servir de «carnada».
—¡Cobarde! ¿Tienes miedo? Iría yo si confiara en vuestra
puntería. Soy vuestro jefe y no puedo exponerme, porque si os
faltara yo, ¡pobres de vosotros! Es una vergüenza que un solo
hombre nos tenga a todos agazapados como si fuéramos conejos.
Lo mismo pensaban los otros tres, pero ninguno quería dar el
ejemplo abandonando el escondite.
Por fin, Jim se decidió, y encargando a «El Buitre» que vigilara
bien, se fue arrastrando en dirección al montón de piedras.
«El Yacaré» lo vio, y también supo por qué lo hacía.
Era al caer de la tarde y pronto sería de noche. Esto pensó «El
Buitre», suponiendo, y con razón, que en cuanto oscureciese, aquel
hombre se les escaparía.
Al desasosiego natural del bandido, vino a unirse el peso de la
inquietud En el opresivo silencio del llano temblaban los arbustos
movidos por una fresca brisa. La decepción de su impotencia le hizo
pensar en tiempos mejores. En otra ocasión, él hubiera salido a dar
el pecho, desafiando al hombre acorralado, pero dispuesto a morder.
Ahora enviaba a uno de sus hombres en busca de la muerte.
Y así fue.
Antes de que Jim llegara al refugio señalado, detonó por primera
vez el rifle de «El Yacaré» y vióse a Jim incorporarse un poco para
caer herido mortalmente, toda vez que la bala le había alcanzado el
parietal izquierdo.
Se oyeron voces de asombro y un grito de cólera.
—¡Tiene rifle! —dijo uno.
Al ver caer muerto a su compañero, Snoll, dando muestras de un
valor suicida, salió de su escondite revólver en mano, gritando como
un loco:
—¡Ven a pelear conmigo, si te atreves!
Aquella audacia cautivó a «El Yacaré». Pero estaba decidido a
terminar con la banda y no podía perdonar. Además, acababa de
reconocer a uno de los hombres de la cabaña a los cuales les
perdonara la vida, y los miserables, en vez de arrepentirse de sus
errores, volvían a las andadas; por eso contestó:
—Si estuvieras tú solo, lo haría; pero hay tres revólveres que me
están apuntando.
Snoll había visto moverse algo entre unas piedras, y supo que allí
estaba el hombre. Levantando rápidamente el arma, y casi sin
apuntar, disparó. El proyectil chocó con uno de los guijarros,
levantando diminutas partículas. Casi al mismo tiempo, la
detonación del rifle puso interrogantes en el pensamiento de los tres
bandidos ocultos. En el pecho de Snoll se fue dibujando una
manchita roja, y al caer el arma al suelo, los ojos del audaz
facineroso se abrieron desorbitados por el dolor. Doblóse su cuerpo
y cayendo de rodillas, llevóse una mano a la herida, giró lentamente
y después fue a caer de cara al suelo, con los brazos en cruz, sin un
grito ni un lamento…
—Ha muerto como un hombre —murmuró «El Yacaré».
Mike y Curtis se estremecieron aterrorizados ante la trágica
puntería de aquel hombre.
Por su parte, «El Buitre» tuvo que reconocer, a pesar suyo, que
estaban perdidos, y que, de seguir allí mucho tiempo, acabaría con
todos. Era una lucha desigual, en la que un arma larga llevaba
notable ventaja sobre las cortas de ellos; pero tampoco podían
abandonar el combate cobardemente. Una huida en tal situación
representaría, más que una derrota, la cruda evidencia de la
inutilidad de unos hombres avezados a enfrentarse con la muerte a
cada paso.
No; era menester hacer algo, pero pronto.
Ya, las violáceas tintas del crepúsculo iban oscureciendo el
horizonte.
El terrible bandolero estaba a merced de las circunstancias y
comprendía que aquel cow-boy era capaz no sólo de vencer, sino de
humillarlos, y eso no. ¿Quién podría ser aquel hombre? En aquel
instante pensó en las palabras de sus satélites, cuando dijeron: «es
un demonio»… «es un fantasma»… Sí, todo eso podía ser. Sólo un
demonio o un fantasma eran capaces de conseguir poner temor en
el corazón de los cuatreros del valle.
Esto decía «El Buitre» mientras pensaba en la forma de hacer
callar aquel rifle, que enviaba la muerte en cada uno de sus disparos,
porque había detonado dos veces y dos de sus hombres estaban
muertos.
«El Yacaré», en aquella breve pausa, también estuvo pensando, y
su pensamiento fue directamente al hombre que capitaneaba aquel
grupo. Si era «El Buitre», como creía, aquélla era la ocasión para
acabar con él. ¿Pero cómo? Si salía del refugio ocasional que la
suerte le había deparado tan oportunamente, lo acribillarían a tiros.
Pasaron unos minutos.
El cielo fue cambiando de color y las verdes plantas se fueron
oscureciendo La brisa se hizo más fresca. Algunos pájaros pasaron
graznando, seguramente en busca de su cobijo. La onomatopeya de
los grillos puso notas discordantes en el pentagrama de la noche, y
el palpitar de la inmensa pradera fue como un rumor incontenible
que llenó todos los espacios.
Entre aquel latir de incesante vida, «El Yacaré» comprendió que
había llegado el momento de cambiar de postura.
Seguir allí era demasiado aventurado. Al amparo de las sombras,
los «sin ley» podían intentar un movimiento de ataque por sorpresa.
Empezaron las estrellas a reflejar sus guiños.
El zaino había cambiado de postura varias veces. También él se
sentía incómodo.
«El Yacaré» disparó su rifle esperando una respuesta para poder
localizar a sus enemigos, pero ninguna detonación le contestó.
Entonces atrevióse a incorporarse, y lo mismo hizo «Saeta».
—Es hora de que nos marchemos, compañero. Esa gente ha
escurrido el bulto.
Montó de un salto, y en vez de dirigirse en línea recta, torció a la
derecha y dando un gran rodeo, fue a salir al Valle Muerto.
La cabaña tenía la puerta abierta, pero en su interior no había
nadie.

*
¿Qué había sido de los tres cuatreros?
Apenas vieron asomar la noche, como si se hubiesen puesto de
acuerdo, retrocedieron arrastrándose silenciosamente y fueron a
salir cerca del arroyo; pero para eso caminaron durante un buen
rato, sin acordarse para nada de aquellos dos compañeros que
quedaban tendidos en medio del campo.
—Nos vamos de aquí ahora mismo —dijo «El Buitre».
—¿A dónde? —preguntó Mike.
—¡Al infierno!
Ensillaron los caballos, y entonces Curtis se acordó de Jim y
Snoll.
—Debiéramos enterrarlos —propuso, vacilante—; es lo menos
que podemos hacer por ellos.
—Puedes ir, si quieres —repuso «El Buitre»—, y de paso me traes
a ese condenado «riflero» que nos ha puesto en ridículo. Ah, pero
por todos los diablos del infierno, no he de parar hasta no verlo
colgado de los pies y balanceando de un abedul bien alto.
Montó a caballo, ordenando:
—Cada uno de vosotros puede conducir el caballo de «ésos».
Sólo siento los revólveres abandonados, porque, después de todo, la
vida de un hombre vale mucho menos que la ceniza de mi cigarrillo.
¡Ésa fue la oración fúnebre de aquel malvado!
VIII
NIDO DE TAHÚRES

EN el rancho «Amapola», el capataz Douglas decía aquella tarde


a Peter Moning, uno de los cow-boys:
—Vete a Loma Alta y procura hablar con el patrón; lo
encontrarás en el bar, seguramente. Si no estuviera allí, lo buscas en
casa de Clayton.
—¿Y qué le digo?
—Que venga enseguida.
—¿Y si no quiere venir?
—Vendrá. En cuanto le digas que necesito hablarle.
Pero Peter no le encontró. Rolando, «El Yacaré», había salido
aquella mañana del rancho en dirección al pueblo, y ninguno le
había visto.
Pero nosotros le encontraremos. Bastará para eso que vayamos a
Neale City, pequeño pueblo situado a veinte millas al Este de Loma
Alta.
Neale City era a la sazón un pueblo maderero que atraía a
tahúres y gentes sin escrúpulos.
Había un sheriff, pero era un pobre diablo puesto allí por
indicación de Ram Doyler, dueño del «salón» con pretensiones de
bar-café; pero, en realidad, garito y casa de baile.
En aquellos tiempos las cosas no andaban nada bien en Oregón.
Los medios de comunicaciones eran escasos y peligrosos. La fuerza
pública brillaba por su ausencia en los pequeños pueblos alejados de
la costa, y los aventureros se multiplicaban, de un modo alarmante.
No era de extrañar que en Neale City, un hombre como Doyler, se
hubiera hecho el amo.
«El Yacaré» había averiguado la clase de gentuza que se juntaba
en aquella población maderera y decidió darse una vuelta por allí.
Se había disfrazado convenientemente.
Al llegar a la fonda sacó de sus alforjas un curioso atavío. Era
como un uniforme en aquella época: el atuendo del tahúr. Todos los
de esa calaña vestían igual.
«El Yacaré» se miró al espejo. Estaba irreprochable, con una
levita negra de faldones muy amplios, chaleco de fantasía con
botones de metal muy brillantes, pantalón de color gris perla,
sombrero tipo chambergo y corbata chalina con un abundante lazo
que le caía sobre el pecho.
En sus dedos se puso abundantes sortijas, y aun cuando eran
vulgares imitaciones, de noche y a la luz de las lámparas podían
«dar el golpe».
Como es natural, no se olvidó de colgarse a los costados un par
de revólveres de los de «peso pesado».
Con la cabellera cayendo sobre las orejas y un buen puro entre
los dientes, nadie podría decir que él no era un aficionado a los
naipes.
De bolsillo a bolsillo del chaleco, una gruesa cadena de metal
dorado anunciaba que aquel hombre, además de usar reloj por
partida doble, sabía emplear bien su dinero, pues la cadena sola
valía un capital… si hubiese sido de oro.
«El Yacaré» sabía muy bien que para acreditar su «mercadería»
iba a tener necesidad de imponerse, porque otros tahúres con más
derechos que él, por haber llegado primero, no le cederían el puesto
tan fácilmente.
Aquella noche cuando entró en el café, bailaban. Buscó un lugar
donde sentarse.
Al ver al «caballero de industria», le miraron con desconfianza;
pero él se mostró tan risueño, rendido y cortés, que las muchachas
lo aceptaron inmediatamente, y los del sexo feo no tuvieron más
remedio que alternar con él.
¡Era tan generoso pagando siempre las consumiciones!
Bailó con una muchacha.
Se llamaba Pola y era delgaducha y parlanchina; sin ser una
belleza, no estaba mal…
—¿Piensa quedarse mucho tiempo por aquí? —preguntó ella.
—Seguramente. Mis negocios no se resuelven tan pronto.
—¿Negocios? Yo creí que usted era un jugador de oficio.
—Y lo soy —mintió descaradamente—; pero es que además
tengo otros asuntos que atender.
Mientras bailaba, «El Yacaré» se estaba fijando en un tipo que,
arrimado al mostrador, conversaba con una de las muchachas.
Vestía de un modo ostentoso y calzaba unas bien lustradas botas de
caza, sujetas a las cuales tenía unas pequeñas espuelas de plata. Y
entonces Rolando recordó que él guardaba una espuela tan pequeña
como aquéllas y muy semejante. Sería coincidencia, pero era
menester indagar algo sobre el particular.
Cesó el baile y «El Yacaré» y su pareja fueron a sentarse muy
cerca del mostrador.
—¿Cómo te llamas? —preguntó a la chica.
—Me llamo Pola, ¿y usted?
—Frank.
—¡Qué nombre tan raro! No he conocido a ninguno que se
llamara así…
—¿Qué vas a tomar?
—Cerveza, ¿y usted?
—Una limonada.
—No beba eso.
—¿Por qué?
—Se reirán de usted. Aquí los hombres sólo beben bebidas
fuertes: whisky, ginebra o coñac.
—Pues yo beberé limonada y nadie podrá impedirlo. Dime una
cosa, Pola; ¿quién es ese que está recostado en el mostrador
hablando con esa chica tan pintada?
—¿El del bigote?
—Sí.
—Es Edgar Curwood, el coimero de Ram Doyler, o sea el que
cobra el barato en la sala de juego.
—¿El matón de la casa?
—Una cosa parecida. Hace poco tiempo que está aquí. Según
dicen, vino de Humboldt. No mire… Es capaz de enfadarse y
enseguida saca el revólver.
—¿Ah, sí?
Cortó el diálogo el camarero, preguntando si deseaban tomar
algo.
—Desde luego, a mi tráigame una limonada, y a la chica,
cerveza.
En aquel momento, Edgar los miró.
Era un tipo alto y delgado, que presumía de físico y de elegante.
Siempre andaba muy acicalado y los peones del obraje solían decir
que era un frasco de perfume caminando. Desde que llegara a Neale
City, se había impuesto por su majeza y bravura, motivo por el cual
Ram Doyler le había confiado el control de la casa. Por lo tanto,
Edgard era el encargado de guardar el orden. Pistolero a sueldo del
garito, de vez en cuando también hacía de tallador, para lo cual se
daba muy buena maña.
Desde que entrara «El Yacaré» lo había estado mirando, y al ver
su vestimenta, pensó que se trataba de un peligroso tahúr y, por lo
tanto, era necesario echarlo del pueblo. Las competencias no le
convenían.
Había hablado con Doyler y éste, como es natural, le contestó
que él sólo necesitaba, la gente que tenía. Aquello era una
autorización para expulsar al intruso.
Cuando vio a «El Yacaré» beber limonada, creyó haber hallado el
motivo para armar gresca.
Acercándose a él, dijo despectivo:
—Aquí sólo beben limonada las mujeres.
Pola se apretó contra él como sí tratase de defenderlo, pero «El
Yacaré» la apartó suavemente y encarándose con el provocador
repuso altanero:
—Aquí y donde sea, yo bebo lo que me da la gana.
Edgard sonrió jactancioso y con las manos en la cintura quedóse
mirando al supuesto tahúr, cuya rivalidad le molestaba.
Evidentemente tenía plena confianza en su superioridad física y
también en su habilidad de pistolero. Paseó la mirada por el salón.
Todos los ojos reflejaban el asombro, porque enfrentarse con aquel
fenómeno de hombre era, según el criterio de la mayoría, ir en
busca de la muerte.
Cuando habló Edgard, su voz tenía cierta dureza, sus ojos
parpadeaban nerviosos y hasta los dedos de sus manos estaban
inquietos.
—Será mejor que beba otra cosa —aconsejó con diabólica
sonrisa.
La respuesta de «El Yacaré» fue como un explosivo para el
camorrista Edgard:
—Me gustaría saber —dijo con escalofriante calma— si usted
está aburrido de la vida.
Al oír tales palabras, el tahúr agarró a «El Yacaré» por el brazo y
tironeando con fuerza lo hizo levantar bruscamente. Aquella acción
le valió recibir la mayor sorpresa, y eso que había recibido muchas.
El puño de «El Yacaré» salió disparado, encajando un feroz directo
en la mandíbula de Edgard, que le hizo retroceder varios pasos, y
gracias al mostrador, con el que tropezó en su retroceso, no cayó de
espaldas. Entre los concurrentes se escuchó un murmullo de
admiración. El aporreado, demostrando la rapidez de sus
decisiones, llevó la mano a la culata de su arma, y aunque lo hizo
con admirable rapidez, aún no había conseguido sacarla cuando ya
un cañón negro y brillante le apuntaba.
La voz de «El Yacaré» dijo amenazadora:
—Si no retira las manos de la pistolera, mañana habrá funerales
por un alma pecadora. No amenazo en balde…
Ram Doyler acababa de aparecer y al contemplar a su
guardaespaldas en tan crítica situación, miró al desconocido con
curiosidad. Nunca le había visto y, sin embargo, él conocía a todos
los tahúres habidos y por haber, desde Montana a Nevada. ¿De
dónde había salido aquel hombre y quién era?
Edgard estaba pálido de coraje y de temor. En los ojos del
forastero leía una fría decisión.
Éste se acercó y le dijo con desconcertante sonrisa:
—¿Quiere tener la bondad de levantar las manos?
Edgard, tras breve pausa, obedeció.
«El Yacaré» despojóle del revólver, diciéndole al encargado del
mostrador:
—Guarde ese chisme por ahí. En manos de criaturas suelen ser
peligrosos, porque pueden matar a cualquiera ajeno a la cuestión.
«El Yacaré» tenía en la boca un puro a medio consumir, que
estaba apagado. No le agradaban los puros, pero aquel cigarro
formaba parte de su disfraz y, por lo tanto, por fuerza había de
soportarlo.
Volvióse al camarero que le había servido y pidió:
—¡Otra limonada!
A todo esto Ram Doyle, el dueño del garito, no salía de su
asombro. Ver a Edgard Curwood vencido y humillado, era algo que
no le cabía en la mollera. Sin querer intervenir, siguió mirando la
escena.
El camarero puso la limonada sobre la mesa, trajo un vaso, y
después de pasar un paño al hule retiróse sin decir una palabra.
«El Yacaré», sin abandonar el revólver, continuaba dirigiendo el
cañón al cuerpo del tahúr. Llenó el vaso de limonada y señalándolo,
dijo:
—¡Beba!
Edgard saltó como si una apisonadora pasase por su lado.
Algunas risitas se dejaron oír. El buen humor del desconocido
divertía extraordinariamente a los rudos contertulios.
—¡Beba! —repitió «El Yacaré», indicando el vaso lleno de
limonada.
—Yo no bebo esa porquería.
La sonrisa del hombre tan estrafalariamente vestido, se hizo más
expresiva.
Todos comprendieron que allí iba a ocurrir algo, y no se
equivocaron. Edgard sudaba como si estuviera dentro de un horno,
y sus ojos en vano buscaban una salida para trance tan apurado.
Tuvo una esperanza, al ver que el desconocido enfundaba el revólver
y aflojando la hebilla del cinto, entregaba éste con las dos armas a la
señorita Pola, diciéndole:
—Cuídame eso, preciosa.
Después habló. Sus palabras hallaron eco en muchos oídos,
porque lo que dijo era muy razonable:
—Yo soy un hombre pacífico; pero cualquiera se altera si le pican
las moscas. Vine aquí con la intención de pasar un rato agradable, y
me encuentro con este moscardón, que quiere impedir que yo beba
lo que quiero. Como la vida está llena de compensaciones, he
pensado lo siguiente para complacer a este elegante pendenciero.
Los dos beberemos juntos, brindando por nuestras respectivas
preferencias; pero beberemos cambiando de bebida: yo, whisky, que
es lo que bebía mi provocador, y él, limonada, que era lo que bebía
yo.
—¡No será verdad! —dijo Edgard avanzando un paso, decidido a
terminar aquella escena.
—¡Quieto! —le advirtió su antagonista—; aún no he terminado.
En cuanto concluya, usted será dueño absoluto de tomar una
determinación… si no toma la limonada, porque le aseguro que
estoy decidido a que la beba, aunque tenga que hacérsela tragar con
un embudo.
Se oyeron risas y alegres comentarios. Aquello se estaba
poniendo bueno y valía la pena de presenciarlo.
Ninguno se acordaba del baile ni del juego. Hasta el dueño del
garito se había acodado en el mostrador, curioso, por saber en qué
paraba aquello.
Edgard midió las posibilidades de obtener alguna ventaja, pero
no encontró ninguna. Su revólver lo había guardado el mozo del
despacho, mientras que su rival los tenía, demasiado cerca.
Quedaba como única solución emprenderla a mamporros con el
atrevido intruso, pero «El Yacaré», que sin duda adivinó sus
intenciones, dijo de pronto:
—No me gustan las ventajas, y por eso me despojé
voluntariamente de los revólveres; porque entre dos hombres
desarmados, todas las cuestiones pueden arreglarse con palabras o
con los puños. Yo pude matar a este hombre; estaba en mi derecho
porque, según las leyes del Oeste, que todos conocéis, él echó mano
al arma primero, pero no quise; no porque su vida valga gran cosa,
sino porque consideré que semejante rival no era hombre para mí.
—¡Basta! —rugió Edgard pálido de cólera.
—No basta, no. Aún no he acabado y tendrá usted que
escucharme, quiera o no quiera. Por última vez le invito a beber este
vaso de limonada.
—¡He dicho que jamás lo bebería!
—Peor para usted, porque tendrá que beberlo igual. ¿En dónde
está el dueño de esta casa?
Ram Doyle, al verse reclamado, salió de detrás del mostrador,
diciendo:
—Yo soy el dueño; ¿qué se le ofrece?
—Poca cosa; pedirle permiso para darle a este fanfarrón una
buena paliza.
Edgard, al oír aquello, ya no se pudo contener más y saltando
enfurecido, levantó el puño y lo dejó caer sobre la cabeza del
hombre que le humillaba, pero el puño no llegó al lugar adónde iba
dirigido, porque una mano poderosa le salió al encuentro y cinco
dedos que parecían garfios de acero trincaron aquella muñeca con
tal fuerza que, al torcerse, Edgard se dobló como débil caña, y de un
empujón fue a dar con su cuerpo sobre una mesa, derribando copas
y botellas con terrible estruendo.
—No hay que precipitarse —dijo «El Yacaré» muy tranquilo—,
porque la función aún no ha empezado. Faltaba el permiso de la
«autoridad competente» —y señaló a Ram Doyler.
Éste dirigió una mirada despreciativa a su «hombre malo», al
tiempo que decía:
—Por mí no hay inconveniente. Estuve creyendo tener en casa
un terrible jaguar y sólo era un inofensivo cuzquillo. ¡Cómo se
equivoca uno!
Edgard rechinó los dientes. Toda la furia de sus nervios
endemoniados, reflejóse en sus ojos crueles. Todo el veneno de su
corazón salió a la superficie. Crispando los puños en un gesto de
cólera, exclamó:
—¡Alguno se acordará de este momento!
—Seguro —dijo «El Yacaré» frotándose las manos.
El tahúr se hizo a un lado buscando el sitio libre de obstáculos, y
«El Yacaré» le siguió.
Ambos se estuvieron contemplando de muy distinta manera:
Edgard, con todo el odio de su alma perversa; el otro, sin abandonar
su desconcertante sonrisa. Antes de atacarse, se midieron como si
buscaran el sitio vulnerable.
—¡Vamos! —invitó «El Yacaré»—; usted primero.
Ante aquellas tres palabras, que constituían una burla, el tahúr
arremetió con los puños cerrados y en posición de ataque y defensa.
Se veía que en cuestiones de boxeo no era un profano; pero iba a
enfrentarse con el campeón de las Olimpiadas Estudiantiles, que
había vencido a muy buenos atletas. Así era, en efecto: «El Yacaré»,
durante el tiempo que estuviera en el colegio y en la Facultad, nunca
pudo encontrar a un contrincante que resistiera de pie más de tres o
cuatro «rounds». Además, siempre había sido un excelente
deportista y sus músculos estaban fuertes. Por otra parte, el tiempo
que llevaba correteando por el campo le había servido de excelente
entrenamiento.
Recibió a su rival evitando la embestida y descargando un golpe
de izquierdo: que fue a dar en una oreja. Todos comprendieron
desde el primer momento que el forastero era un boxeador de goma;
tal era la elasticidad de sus movimientos.
No pudo evitar, sin embargo, un puñetazo de su antagonista, que
le hizo retroceder un paso; pero aquello solo sirvió para que, en dura
réplica, le machacara las mandíbulas con dos soberbios directos.
—¡Cuando tenga bastante, avise! No quiero ser responsable de
un asesinato.
Esto dijo «El Yacaré».
Y le respondió Edgard:
—¡Pelee y no charle tanto, que parece una cotorra!
—¡Antes de poco usted parecerá un tomate maduro!
Como sucede en esta clase de encuentros, las simpatías siempre
van detrás del más sereno y del más valiente. Además, Edgard no
tenía muchas amistades en el pueblo, debido a su fanfarronería y
excesivo uso y abuso del revólver, que esgrimía por cualquier
insignificante motivo.
Ahora había llegado uno que le estaba «apagando todos los
faroles», y, como era natural, aquello les servía de regocijo.
Por esto, «El Yacaré» escuchaba voces de aliento y frases
animadoras.
—¡Dale duro!
—¡No le regatees las tortas, que tiene hambre!
—¡Anda con él!
—¡Desnúcalo de una vez!
«El Yacaré» comprendió que su antagonista era muy inferior,
luchando, a Charles Legrand, el hermano de «El Buitre», a quién
venciera en Puerto Seguro; pero quería prolongar un poco la pelea,
porque eso entraba de lleno en sus planes.
Por eso se atajó varios directos del furioso tahúr, que en vano
quería resultar vencedor en aquel encuentro, en donde se lo jugaba
todo: prestigio, amor propio y posición. Pero era imposible vencer a
un hombre que tenía una vista de lince y la agilidad de la ardilla,
unidas a una fuerza prodigiosa.
Cada vez que atropellaba descargando potentes golpes que iban a
dar en el vacío, recibía una dolorosa caricia. Durante unos minutos
que le parecieron horas, «El Yacaré» jugó con él como juega el gato
con el ratón.
La confianza, o tal vez un pequeño descuido, hicieron que el
puño del acicalado tahúr acertara un directo en la barbilla de su
contrincante; esto tuvo por resultado un fuerte castigo que le obligó
a cubrirse y a retroceder, poniéndose a la defensiva.
Los puños de «El Yacaré», como potentes mazas, golpeaban el
rostro del camorrista, que enrojecía a simple vista. Éste, viéndose
perdido, recurrió a una vieja treta que en otras ocasiones le había
dado excelente resultado. De pronto, dejándose caer hacia adelante,
se abrazó a las piernas de su antagonista, y éste, sorprendido por
aquella presión fuera de las reglas del boxeo, cayó para atrás,
quedando encima Edgard.
—Ya te tengo —rugió el tahúr, intentando atenazar la garganta
del otro con sus manos.
—¡Todavía no! —Fue la respuesta.
Y entonces Edgard tuvo otra sorpresa.
El brazo derecho de su antagonista hizo palanca en su pecho,
mientras el izquierdo, envolviendo su cuello, se lo doblaba,
haciéndole soltar inmediatamente. Y sin saber cómo ni cuándo, su
escurridizo rival ya estaba de pie esperando que se levantara para
seguir el combate, demostrando su nobleza de luchador.
Cuando Edgard se incorporó, fue para volver a caer derribado
por un formidable directo. Hecho un ovillo, en vano trató de
ponerse en pie. No pudo conseguirlo, y su vencedor tuvo que
ayudarle.
Como un pelele desarticulado, se tambaleó.
Todo el salón giraba a su alrededor. Sentía un mareo extraño y
unos deseos muy grandes de dormir; vio a su rival «desdoblarse», y
en vez de uno, eran tres los contrincantes que le amenazaban con
los puños.
Dando una voltereta, cayó al suelo.
Cuando recobró el sentido, parecióle que estaba lloviendo. Era
un sifón que regaba su cabeza.
Al abrir los ojos, hallóse frente al endiablado forastero, que tenía
un vaso en la mano y se lo ofrecía siempre sonriendo.
Su voz burlona llegó hasta él:
—¡La limonada!
Vencido y sin voluntad, su maño cogió el vaso y bebióse su
contenido.
Como ecos lejanos llegaron ahora hasta él muchas risas,
torrentes de carcajadas y la voz siempre sugestiva y burlona de su
vencedor, que decía:
—La limonada es excelente en estos tiempos: pero hay que
beberla a sorbitos y sin precipitaciones.
Poco después Edgard, ya restablecido de las emociones un poco
bruscas de aquel encuentro, se levantó, dirigiéndose a la puerta que
comunicaba con el interior del establecimiento; pero Ram Doyler le
atajó el paso diciendo:
—¿A dónde vas, Curwood?
—A dormir. Me siento un poco indispuesto.
—Está bien; pero desde mañana tendrás que buscar otro
aposento. No quiero gallinas en mi casa. ¡Tanto cacarear para esto!
Todos rodearon a «El Yacaré», deseando estrechar su mano,
aquella mano que les había librado de una pesadilla.
Pero él rehusó cortésmente a los halagos y dijo que sólo había
tratado de defenderse. Se ciñó nuevamente el cinto con los dos
revólveres, y dijo, mirando a Pola:
—Y ahora podríamos bailar un rato.
—¿No está cansado? —preguntó uno.
—¡Cansado! ¿Por qué?
Poco más tarde, Ram Doyler le decía:
—El puesto de Curwood queda vacante. Si quiere aceptarlo, no
tiene más que abrir la boca. En esta casa se juega fuerte y yo
necesito un guardador del orden. ¿Quiere serlo usted? Estoy seguro
que servirá para ello. Además, tengo curiosidad por saber algo de su
vida.
—Lo siento, pero las cosas de mi vida sólo a mí me interesan.
—¿Entonces no acepta mi propuesta?
—Lo pensaré. Pienso quedarme unos días en Neale City y
tendremos tiempo de volver a tratar del asunto. Pero le advierto que
soy un poco exigente.
—No se preocupe, no habrá diferencias entre nosotros.
—¿Está seguro?
—¡Digo! Si conoceré yo a los hombres. Cuando veo que son de
mi clase, no vacilo en sacrificarme. Curwood me engañó, pero no
volverá a suceder.
—¿De veras?
—Claro. En cuanto lo vi a usted, supe de qué pie cojeaba y me
dije: Éste es de los míos. Seguro que viene huyendo de algún lado
por diferencias que no se pueden evitar. Cuando uno es zorro viejo,
como yo, se da cuenta de todo, y yo conozco a la gente.
—Así es —aceptó «El Yacaré» con su enigmática sonrisa—; ya
veo que es usted un buen fisonomista.
IX
UNA PARTIDA DE «POCKER»

AQUELLA noche «El Yacaré» durmió en la pequeña posada que


había en el pueblo. Por la mañana levantóse fuerte y ágil, dispuesto
a reanudar sus investigaciones, siempre envueltas en aventuras.
Supo que Edgard no se había marchado y que lo habían visto
hablando con Doyler largo rato. Supuso que tal vez hicieran las
paces, y esto le contrarió bastante, porque alteraba sus planes.
Bajó a ver su caballo, y al comprobar que estaba bien atendido,
dirigióse al encuentro de Doyler.
—Tenemos que hablar, Ram —le dijo, y sentándose, agregó—: Yo
no tengo interés en ocupar el sitio de Edgard, porque mis planes son
otros. Se lo digo para su gobierno, no vaya a creer que ando en
busca de ayudas. Tengo dinero y, por lo tanto, puedo esperar
tranquilamente mejores oportunidades.
—¿Sabe lo que dice? Mejores oportunidades que en mi casa no
las encontrará en parte alguna, y si no, haga la prueba. Esta noche
vendrán varios del aserradero, y también aguardo algunos viejos
conocidos.
—Bien; creo que por probar nada se pierde; y hablando de otra
cosa, quisiera hacerle una pregunta: ¿Usted sabe en dónde venden
estas espuelas?
Al decir esto, sacó la que encontrara en el lugar en que pereciera
su familia, y se la mostró.
—Quisiera conseguir un par igual a ésta.
Doyler examinó la espuela con gran atención, terminando por
decir:
—Son mejicanas. Edgard tiene unas iguales, y que yo recuerde,
sólo ha visto otras a Warner, une que le dicen «El Buitre». ¿Lo
conoce?
—Nunca lo he visto; pero lo oí nombrar mucho.
—Casualmente esta noche vendrá por aquí. Me mandó aviso con
uno de sus hombres. Ha tenido mala suerte, pues creo que le
mataron a dos de los suyos. No sé qué cuento me han contado de un
fantasma que anda por el valle.
—No es cuento —se apresuró a decir «El Yacaré», poniendo cara
seria—; yo también lo vi.
—Si usted lo dice, habrá que creerlo. ¿Y cómo es ese fantasma?
—No tiene cara de persona y viste todo de blanco, y hasta el
caballo que lleva es blanco también… como el mío.
«El Yacaré» había traído a «Torbellino».
Doyler seguía con la espuela de plata en la mano y se la devolvió
al desconocido, diciendo:
—Que yo sepa, nadie ha tenido espuelas como ésta, más que
Edgard y «El Buitre». Ellos sabrán en dónde las han comprado. Y a
propósito, aún no sé su nombre; ¿cómo se llama usted?
«El Yacaré», tras leve vacilación, dio el nombre de su padre.
—Me llamo Frank; pero en todas partes me conocen por «El
Forastero».
—Es curioso —dijo Doyler riendo—; cuando «El Buitre» vino
aquí por primera vez, también tenía las mismas pretensiones y
quería que lo llamasen «El Forastero».
—De esta vez —repuso «El Yacaré» con ojos llameantes—, ni él
ni nadie me disputarán este nombre.
—Tenga cuidado, amigo. «El Buitre» es bastante más peligroso
que Edgard y no le aconsejo que le busque pelea. Es un tipo que
hace lo que quiere con el revólver.
—No pienso buscar pelea; pero si es él quien lo hace, me
encontrará dispuesto. Voy a dar una vuelta por ahí hasta la hora de
comer.
—¿Vendrá esta noche?
—Desde luego. No faltaría a esa jugada por todo el oro de
California.
«El Yacaré» había traído en sus alforjas la mascarilla de goma y
la capa blanca de «fantasma».
Tenía pensado darle un susto al «Buitre» si venía; pero era
necesario proceder con gran astucia, pues no ignoraba que en
semejante sitio el cuatrero debía tener numerosos partidarios.
Al doblar la calle para dirigirse a las afueras del pueblo, vio a
Pola que le hacía señas desde una empalizada que servía de
separación al bar con la casa de al lado.
Acercóse preguntando:
—¿Qué hay, Pola?
—Debe marcharse enseguida, porque su vida corre peligro. Pase
aquí dentro, que no nos vean juntos.
Lo condujo entre unos árboles frutales, y una vez allí le dijo:
—Esta mañana, Edgard y Doyler estuvieron hablando, y yo les oí
todo lo que decían. Lo de anoche fue una comedia cuando Doyler
dijo a Edgard que tendría que buscarse otro aposento. Mentira nada
más.
—Explícate, muchacha.
Bien sabía «El Yacaré» que estaba solo y que nadie podría
ayudarle. Eso no le asustaba, porque él sólo temía una cosa: ¡la
traición! Mientras la muchacha hablaba, él iba barajando posibles
acontecimientos. Neale City era un infierno, y al meterse en él, había
que luchar fuese como fuese. De todos modos, ahora ya sabía algo.
La espuela de plata le daba al fin una buena pista.
Dijo Pola:
—Le hablo así porque siento por usted un verdadero afecto. No
hace falta tratar mucho a las personas para comprender que se las
estima. Esta mañana, decía Doyler: Tenemos que suprimir a ese
condenado forastero que ha venido a curiosear nuestros asuntos. Su
vestimenta es sólo un disfraz y a mí no ha podido engañarme. Las
sortijas que lleva son falsas, y lo mismo la cadena del reloj, y un
jugador de oficio no usa joyas de imitación.
—¿Y qué haremos? —preguntó Edgard—; ya viste lo peligroso
que es. Cuando yo intenté sacar el revólver, ya me vi encañonado, y
con los puños no te digo nada. Me dominó fácilmente, y eso que yo
no soy de manteca.
—No te preocupes. Esta noche llega «El Buitre»; los
enfrentaremos a los dos en la mesa de juego, y el resultado ya lo
puedes suponer. «El Buitre» tiene malas pulgas y antes de que el
otro rechiste…
—Comprendido; y si es necesario, nosotros le echaremos una
mano.
—¿Eso dijeron? —preguntó «El Yacaré».
—Eso mismo.
—Pues no te apures, que no me pasará nada. Llevo conmigo un
poderoso auxiliar.
—¿Quién es?
—¡La venganza!
Estrechó cariñosamente la mano de Pola, a la que dijo antes de
retirarse:
—Si fuera un hombre libre, serías mi novia, porque eres una
buena chica; pero estoy atado a un juramento y no puedo disponer
de mis acciones. Tal vez algún día pueda agradecer tu buena
voluntad.
Dicho esto se alejó, y saltando la empalizada dirigióse a las
afueras. Necesitaba estar solo para pensar libremente en lo que
tenía que hacer aquella noche.
Como un atormentado, iba de un lado para otro, hablando solo.
La venida del «Buitre» alteraba sus planes, porque él había pensado
quedarse en el garito de Doyler para poder observar a la clientela:
pero eso ya no tenía objeto. Por fin iba a enfrentarse con el siniestro
facineroso. Hasta entonces, todas sus redes se habían ido
rompiendo por falta de consistencia: pero ahora, el pez gordo caería
en ellas.
Había estado estudiando la topografía del terreno. La sala de
juego estaba en la planta alta, y eso tenía sus inconvenientes; pero al
lado de la ventana llegaban las ramas de un nogal negro.
Después de pasear un buen rato, regresó a la posada. Por
segunda vez aquel día, fue a visitar a su blanco corcel.
Necesitaba que estuviese bien cuidado. «Torbellino», al ver a su
amo, relinchó alegremente.
—¡Hola, amigo! ¿Cómo te tratan?
Acarició la inteligente cabeza y viendo que en el pesebre había
bastante alfalfa y cebada, marchóse tranquilo.
Había elegido una mesa en la posada cerca de una ventana que
daba al camino. Estaba terminando de comer, cuando vio pasar a
tres jinetes, a los que reconoció inmediatamente. Dos de ellos eran
Mike y Curtis. En cuanto al otro, no cabía duda posible: «El Buitre».
Se tranquilizó pensando que ninguno de ellos podría
reconocerle. Mike y Curtis le habían visto con el disfraz de
«fantasma» y la mascarilla de goma. En cuanto al otro, no creía que
le reconociera, pues no se habían visto nunca. En esto se
equivocaba. «El Buitre» le había visto desde el ventanillo del
«Emir», aunque había sido un solo momento.
Claro que ahora, con el ropaje que vestía, estaba completamente
desconocido.

*
Y llegó la noche.
Antes de acudir al garito, «El Yacaré» hizo sus preparativos.
Ensilló su caballo y lo dejó suelto frente al bar. No temía que se lo
robaran. «Torbellino» no se dejaba montar por cualquiera.
Debajo del nogal negro escondió la capa y la mascarilla.
Al penetrar en el garito, comprobó si los revólveres iban bien
colocados y salían fácilmente de sus fundas. Los había estado
limpiando aquella tarde, y también les puso proyectiles nuevos.
Había poca gente en el despacho; pero en una de las mesas vio a
«El Buitre» y a sus dos satélites. Los tres forajidos ya debían tener
noticias suyas porque lo miraron con descarada fijeza. Él aguantó la
mirada, y haciendo gala de una audacia sin límites, acercóse a su
mesa.
—¡Hola, amigos! —saludó cordial, y empujando un taburete con
el pie, sentóse, agregando—: Si me lo permiten, me sentaré un poco.
«El Buitre» arrugó la nariz y escupiendo la colilla del cigarrillo,
hizo girar la banqueta, enfrentóse con «El Yacaré» y tamborileando
con los dedos sobre la mesa, replicó:
—¿Amigos? No creo que nos hayamos visto nunca. Las
amistades las elijo yo mismo.
—Lo mismo me pasa a mí —repuso «El Yacaré», sin perder su
aplomo.
«El Buitre» miró a sus dos compinches creyendo que ellos
conocerían al extraño individuo, pero ambos se encogieron de
hombros, en vista de lo cual dijo con malos modos, mientras
encendía un nuevo cigarrillo:
—Como nadie le ha llamado a nuestra mesa, ya se está largando
antes que lo eche.
—Para eso tendríamos que pelear, y no he venido en plan de
armar camorra. Cuando haya dicho lo que tenga que decir, yo
mismo me despediré de ustedes si mis palabras no les convienen,
porque yo he venido a proponerles un buen negocio.
—¿Sabe acaso quiénes somos nosotros? —preguntó «El Buitre»
un poco escamado.
—Pues claro. ¿Quién no conoce al famoso Warner Legrand «El
Buitre»?
—Ésa, ventaja nos lleva, porque nosotros no le conocemos a
usted —dijo Mike.
—¡Yo soy Frank «El Forastero»!
Hubo un cambio de miradas, un mover de taburetes, un agitado
respirar y un disimulado arreglo de cinturones; pero, por fin, todos
se aquietaron y «El Buitre» dijo con expresivo gesto y maligna
intención:
—Sepamos ese proyecto de negocio.
El plan de «El Yacaré» empezaba a desarrollarse con arreglo a
sus intenciones. Hizo seña al mozo del mostrador para que le trajera
de beber, y cuando tuvo el vaso a mano, bebió un trago, diciendo:
—Yo sé en donde se esconde «El Yacaré».
Los tres forajidos saltaron como si los hubiera picado una
tarántula.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó «El Buitre».
Un millonario de Sacramento. Si conseguimos capturarle,
podremos pedir un rescate de cien mil dólares. Cincuenta mil para
mí y cincuenta mil para ustedes.
—Un momento. ¿Por qué tres han de cobrar igual que uno?
—Por que uno puede hacer la parte de los cuatro si no hubiese
arreglo entre nosotros.
—No me convienen esas condiciones.
—Pues lo dejamos. Ya encontraré otros ayudantes menos
exigentes.
Por primera vez habló Curtis:
—Espera, «Buitre»; este negocio nos conviene, por la siguiente
razón: Si conseguimos librarnos de ese condenado fantasma del
valle, podremos «trabajar» libremente, sin obstáculos, porque
mientras ese «Yacaré» de los demonios ande por aquí, no
encontraremos a nadie que quiera ayudarnos. Ya viste lo que dijeron
aquellos dos de Puerto Seguro.
—Tal vez tengas razón, Curtis. Suprimiendo estorbos, se
«trabaja» mejor. Si no nos pagasen el rescate, siempre saldríamos
ganando, porque acabaríamos con ese tipo que ha venido a estorbar
nada más. Hecho, amigo; nos conviene su proposición. ¿Dónde lo
atraparemos?
—¡En Valle Muerto! Allí tiene su escondrijo: pero yo los
conduciré. Solos no darían con el refugio, aunque buscasen un año.
La desconfianza brilló en los ojos de «El Buitre».
—¿No será una encerrona, «Forastero»?
—¡Qué tontería! ¿Iba yo a meterme entre ustedes para
engañarles, sabiendo lo que me esperaba?
—Es que anoche pasó algo aquí, según me contaron, entre usted
y Edgard, que no me da buena espina. Además, también me dijeron
no sé qué de una espuela de plata.
Había llegado el momento esperado. Ahora iba a saber «El
Yacaré» si aquel facineroso era uno de los diez.
Con gran indiferencia sacó la espuela de plata y la mostró en la
palma de la mano, diciendo:
—La tenía un individuo que tuve que matar en Salem.
—¡Es la misma! —dijo «El Buitre»—. Lo que son las cosas. ¡Con
lo que yo la he buscado…!
—¿La reconoce? —preguntó «El Yacaré» con voz sorda.
—Naturalmente. La perdí yo mismo. ¡Démela!
—Primero le regalaría mi caballo. Ésta espuela es mi mascota.
Desde que la tengo, todas las cosas me salen bien.
—Bah, después de todo, yo para qué la quiero. Oye, tú, trae de
beber. Dentro de un momento subiremos a la sala de juego. Supongo
que irá usted también.
—Desde luego. Y después, ¡a Valle Muerto!
—¿Esta noche?
—Claro. De día no lo encontraríamos. «El Yacaré» sólo sale por
las noches.
—De acuerdo.
Sellaron el pacto con un apretón de manos y, vaciadas las copas,
subieron al reservado.
Alrededor de una mesa cubierta con paño verde, se encontraban
varios hombres, y entre ellos, «El Yacaré» vio a Edgard. Doyler
estaba de pie presenciando la jugada. Los jugadores levantaron la
cabeza y Edgard frunció el entrecejo al ver a su vencedor. Doyler
hizo un gesto de extrañeza al ver al «Forastero» entrar con «El
Buitre», pero éste hizo una señal disimulada que no pasó
desapercibida para «El Yacaré»; éste se puso en guardia y, decidido
a todo, fue a sentarse, lo que hicieron también los tres bandoleros.
Se hizo el silencio.
Colocados para nueva jugada, «El Buitre» dio cartas. Ahora líos
puntos eran sólo cuatro: «El Yacaré», Edgard, Ralph Murphy,
capataz del aserradero, y «El Buitre».
Los demás se levantaron y fueron saliendo. Sólo quedaron de
mirones Mike y Curtis.
Doyler hizo traer bebida, bajó un poco más la lámpara que
estaba colgada de un alambre y se situó detrás de Edgard.
La partida era de «póker» y «El Buitre» abrió juego con diez
dólares, mientras «El Yacaré» subía a veinte. Ralph y Edgard no
aceptaron el envite.
Ganó «El Yacaré» y siguió el juego con varias alternativas; pero
flotaba en la atmósfera un denso velo de amenaza. Los dos rufianes,
Mike y Curtis, detrás de su jefe, no sacaban las manos de la cintura.
Doyler paseaba impaciente. El único que no sabía nada de lo que se
estaba preparando era Ralph.
De pronto dijo «El Buitre»:
—Estoy de malas; hasta con «escalera» pierdo. Toma tú la
baraja, Edgard.
El tahúr, con sus dedos finos y ágiles, barajó, mezclando las
cartas con maravillosa rapidez, mientras su maliciosa mirada no se
apartaba del rostro de su vencedor. «El Yacaré», por su parte, cada
vez más impasible, no cesaba de, morder el apagado puro que tenía
en la boca.
Para que el lector se dé cuenta de lo que allí se tramaba, le diré
que Edgard y Doyler, de acuerdo con «El Buitre», habían acordado
desvalijar al «Yacaré», y cuando éste protestase, coserlo a tiros; pero
debido a lo hablado abajo entre los dos últimos, el bandido había
decidido alterar los planes, pensando que para despachar al intruso
siempre quedaría tiempo; por eso Doyler se extrañó cuando «El
Buitre» hizo cesión del naipe a Edgard, porque aquello no era lo
tratado.
El odio más negro se reflejaba en los ojos del tahúr, que no podía
olvidar la paliza recibida.
Dio cartas. Cada punto examinó las suyas y Edgard extendió
sobre el tapete cinco monedas de plata, que era su envite.
«El Yacaré», con tres ases, dobló la postura y se descartó de dos
cartas, una de las cuales era el siete de corazones.
«El Buitre» y Ralph no aceptaron la jugada.
«El Yacaré» se había sentado de espaldas a la ventana y los dos
revólveres descansaban sobre sus rodillas, con los cañones casi
juntos.
Los dos jugadores ligaron sus cartas y «El Yacaré» tuvo que
conformarse con su trío de ases, pues no pudo hacer «póker».
Edgard, sonriendo burlón y alegre al mismo tiempo, dio vuelta a
sus cinco cartas, mostrando una escalera de color.
«El Yacaré» abrió mucho los ojos al ver que el siete de corazones
figuraba en aquella escalera.
—¡Maldito fullero! —gritó—; hasta para hacer trampas hay que
ser listo. Me he descartado del siete de corazones, y sin embargo lo
veo ahí en tu mano.
¡Y revolviendo los naipes descartados, mostró el otro siete!
Edgard, al verse descubierto y confiando sin duda en la ayuda de
«El Buitre», echó mano al revólver; pero antes de que lo sacara, «El
Yacaré» ya había disparado y el tahúr caía hacia atrás, arrastrando
la silla consigo.
En su camisa de seda apareció una mancha roja.
«El Yacaré» se había incorporado, con un revólver en cada
mano. Vio a Mike y Curtis dispuestos a empezar el tiroteo; entonces
los encañonó, diciendo:
—¡Mataré al que se mueva!
Todos se habían quedado sorprendidos del inesperado desenlace,
que era muy distinto a como fuera planeado.
«El Buitre» quiso intervenir, pero no tuvo tiempo de hacerlo,
porque «El Yacaré», de un segundo balazo, acababa de apagar la
lámpara, quedando la habitación a oscuras.
—Es un demonio —murmuró Doyler encendiendo una cerilla.
Poco después brillaba la luz de nuevo, pero el forastero había
desaparecido.
Edgard estaba muerto.
Doyler, dirigiéndose al «Buitre», preguntó furioso:
—¿Cómo no has intervenido?
—Tengo otros planes que me convienen más —y dirigiéndose a
sus dos satélites que seguían con las manos puestas en las culatas de
sus armas, agregó—: Vámonos, muchachos. Tenemos que llegar a
Valle Muerto lo más pronto posible.
Y los tres bandidos salieron, dejando a Doyler con la boca
abierta.
X
«EL YACARÉ» CONTRA «EL BUITRE»

EN la planta baja cesó el baile de improviso al oír el ruido de los


disparos, y Gervasio D’Angers, el sheriff de la población maderera,
subió apresuradamente, seguido por dos hombres.
Al ver el cuadro, preguntó mirando a Doyler:
—¿Qué ha pasado aquí, Ram?
—Un forastero mató a Edgard.
—¿Dónde está?
—Ha huido.
—No lo he visto salir.
Doyler señaló la ventana abierta.
Los dos hombres que habían acompañado al sheriff eran Rex
Beck y Barry Moriyz, pequeños comerciantes de Neale City.
Rex examinaba el cadáver de Edgard, cuando dijo Barry:
—Poco se ha perdido, después de todo. Curwood era un mal
sujeto y ha tenido el final que merecía. Siempre estaba desafiando a
la muerte con sus desplantes de matón.
—No hables así, Barry —le advirtió Doyler— nadie tiene derecho
a matar por una simple discusión. Hay otras maneras de solventar
las diferencias. Anoche pelearon a puñetazos, y no dije nada; pero lo
de hoy ha sido un asesinato.
Murphy, el capataz del aserradero, intervino diciendo:
—Eso no es verdad. Edgard echó mano al revólver primero, y si el
otro no hubiese disparado, el muerto habría sido él. No hay que
juzgar las cosas con pasión. Además, la trampa era manifiesta.
—Tú nunca has querido bien a Edgard —replicó el sheriff.
—Ni bien ni mal. Para mí era un jugador de ventaja y un
peligroso camorrista.
—Dejemos eso —se apresuró a decir Doyler—; yo sé a dónde ha
ido el forastero. Tenemos que perseguirle. Lo encontraremos en Valle
Muerto.
—Mañana iremos allá —contestó el sheriff.
—Mañana sería tarde. Hemos de salir ahora mismo. Busca a tres
o cuatro muchachos que quieran acompañarnos, y cuando estén
listos saldremos. Yo, mientras tanto, voy a disponer que saquen esto
de aquí —agregó señalando el cadáver.
Murphy, Rex y Barry salieron haciendo gestos de disgusto, pero
dispuestos a no intervenir en aquel asunto.

*
A todo esto, «El Yacaré» había saltado por la ventana, y
deslizándose por el nogal, silbó a su caballo. «Torbellino» no tardó en
aparecer.
Montando de un salto, alejóse prudencialmente, yendo a
detenerse a unos quinientos metros de la salida del pueblo.
Una vez allí, aguardó, sabiendo que no tendría que esperar
mucho. Todo su plan se iba realizando a medida de sus deseos. Desde
luego sentía haber tenido que matar al tahúr, pero leyó en sus ojos
anhelos homicidas, y vida por vida, antes era la suya.
Ahora le tocaba el turno al «Buitre», aquel criminal empedernido,
capaz de todas las maldades.
Él mismo se había descubierto al reconocer la espuela de plata
como de su pertenencia.
¡Con qué ansia lo estaba esperando!
Recordó su pasiva actitud en el garito, prueba demostrativa y
concluyente de que había aceptado su alianza para conseguir la
captura del «Yacaré».
¡Buena jugada!
«El Yacaré», ayudando a prenderse a sí mismo…
Una risita sorda acompañó este pensamiento.
Sobre su blanco caballo estuvo mirando las casas del pueblo;
parpadeaban algunas veces y hasta él llegaron voces de alarma.
Indiferente a todo aquello, estaba atento a la llegada de los tres
forajidos, y temía que Mike y Curtis reconocieran su caballo blanco,
puesto que lo habían visto en Valle Muerto montado por el fantasma.
Surgían de la llanura embriagadores perfumes de madreselvas y
amapolas. Eran como invisibles incensarios. La brisa, meciendo la
florida alfombra, ponía en el llano temblores de marejada.
El jinete comenzaba a impacientarse cuando sintió él paso de
varios caballos que venían al trote. Antes de que lo alcanzaran, aflojó
las riendas de «Torbellino» y el plateado corcel galopó intrépido y
vigoroso.
—Allí va —dijo Mike señalando la sombra del centauro, pues eso
parecía «El Yacaré»…
—¿Y por qué no nos espera? —preguntó «El Buitre».
—Tendrá prisa por llegar —agregó Curtis.
—También nosotros. Vamos a alcanzarle.
Pusieron los caballos al galope, cruzando como exhalaciones la
llanura; pero no era fácil tarea competir con «Torbellino».
Durante un buen rato los tres jinetes procuraron alcanzar al que
les precedía: pero este cada vez se alejaba más de ellos.
Atravesaron juncales y médanos, lomas y cañadas; pero la
distancia siempre era la misma.
—Creo —exclamó «El Buitre» de pronto— que ese tipo se está
burlando de nosotros. En vez de esperarnos, procura poner mayor
distancia entre nosotros.
—No tenemos prisa —dijo Mike—; llegaremos a tiempo. Yo sé
muy bien el sitio en donde nos estará esperando.
Frenaron los caballos para darles un pequeño descanso y los
pusieron al paso.
La inconfundible silueta del «Yacaré» seguía percibiéndose aún,
pero cada vez más pequeña.
—Ya tengo ganas de conocer a ese «fantasma del valle» que tanto
os asustó. Ya veréis cómo «El Buitre» le ajusta las cuentas.
Al decir esto, de un zurrón que llevaba colgando de la montura
sacó una botella, y con los dientes le arrancó el corcho. Después de
beber un buen trago, preguntó:
—¿Queréis un poco de «brandy»?
Los dos compinches no rehusaron la invitación. Bebieron
largamente y «El Buitre» tuvo que quitarles la botella para evitar que
le devolvieran el casco vacío.
Las estrellas, esos ojos movedizos de la noche, parecían espiar el
paso de los tres malhechores.
Poco sabían ellos que se iban acercando a la zona de peligro, de la
cual no sabrían salir.
Atravesaron grupos de algodoneros y pinabetes. La flora era
prolífica en aquellos parajes.
Al coronar una loma, vieron las cresterías de unos montes.
¡Detrás de ellos estaba el Valle Muerto!
—Estoy pensando —dijo de pronto «El Buitre» que era
desconfiado por naturaleza—, que ese hombre pudiera jugarnos una
mala pasada. Si veis algo sospechoso, no esperéis a que dispare él;
hacerlo vosotros. Ya visteis de lo que es capaz; de manera que no
andarse con paños tibios.

*
Mientras tanto, «El Yacaré» había llegado a la cabaña del valle.
Escondió el caballo entre un macizo de arbustos, y encendiendo un
trozo de puro, se puso a darle fuertes chupadas.
No tardaron en aparecer los bandidos. Venían en fila y parecían
un poco desconcertados.
El valle estaba triste. Era como un oasis de abandono y de
maldición. De pared a pared, el suelo presentaba un aspecto de playa
surcada por plantitas efímeras. En cambio más allá, la vegetación era
exuberante.
La capa azul del firmamento, salpicada de innumerables
luciérnagas, era como un inmenso lienzo lleno de lentejuelas.
Algunas nubes bajas ponían el contraste de su gris oscuro sobre el
fondo azul.
—¿Por qué no nos esperaste? —preguntó «El Buitre» con
aspereza—. Supongo no pensarás jugar sucio.
—Tenía que preparar el terreno para él drama que se va a
desarrollar. Va a ser una cosa emocionante.
«El Buitre» tuvo una especie de sacudimiento, como si algo le
dijera que un grave peligro le amenazaba. En cuanto a sus dos
satélites, miraban a todos lados esperando ver salir de pronto al
temido fantasma.
—¿Dónde está «El Yacaré»? —preguntó el jefe del trío con
marcada impaciencia.
—No hables tan alto. Es necesario sorprenderle y no darle tiempo
a defenderse. Un tigre acorralado es más peligroso cuando no tiene
salida a su alrededor, y «El Yacaré» es peor que un tigre.
La escena no podía ser más extraña. Tres jinetes escuchando a un
hombre desmontado, y este dándoles consejos, en una situación
confusa e intrigante que ninguno comprendía. La táctica de «El
Yacaré» estaba clara, pero ellos no supieron verla. Trataba de
impresionarlos excitando sus nervios, y lo iba consiguiendo
perfectamente. Los tres hombres se miraban de vez en cuando, y en
sus pupilas se reflejaba el temor.
—Ese «Yacaré» —dijo él mismo—, es el mismo diablo en persona,
y a veces se hace invisible. Cuanto más se le mira, menos se le ve.
También dicen que no le entran las balas. Asusta a cualquiera porque
tiene una cara horrible, una cara que no debe ser de este mundo.
—¿A qué viene eso? ¿Quieres asustarnos? —preguntó «El
Buitre»—. Que se ponga al alcance de mi revólver, y ya verás si le
entran las balas. Además, tú mismo nos dijiste que era un millonario
californiano.
—Sí; pero debe estar embrujado Se pasa días enteros sin comer ni
beber nada.
—¿Cómo lo sabes?
La voz de «El Buitre» se iba haciendo débil y temblorosa. El
forajido era un ignorante y no estaba exento de supersticiones.
—Lo sé, porque lo he espiado. Una vez, vi que salía humo de su
escondrijo. Creyendo que estaría haciendo de comer, me acerqué
muy despacio y lo vi sentado. Estaba arañando las paredes del
peñasco. El humo seguía saliendo, pero no había fuego ninguno.
Tanto Mike como Curtis, temblaban como afiebrados, y de buena
gana hubieran huido de allí. «El Buitre» aun conservaba su audacia,
pero se estaba arrepintiendo de haber venido.
—¡Acabemos de una vez! No vamos a estar aquí toda la noche
diciendo tonterías.
—Un momento —aconsejó «El Yacaré»—; ponerse en fila y un
poco más atrás, mientras yo voy a ver si encuentro el fantasma.
—Puede venir uno de vosotros conmigo, si quiere.
—Vete tú, Mike —indicó «El Buitre».
—Que vaya Curtis —propuso Mike.
—¿Por qué no vienes tú, «Buitre»? —indicó «Yacaré».
—Bueno, vete solo, pero no tardes. Nosotros vigilaremos el paso,
y por aquí no saldrá nadie.
—¡Nadie! —dijo aquel hombre extraordinario con voz sorda…
Se alejó, internándose en la espesura. Lo primero que hizo fue
cambiar los dos proyectiles usados. Después se puso la mascarilla,
cubrióse con la capa y montando a caballo dio la vuelta para ir a salir
por la parte contraria de donde había venido.
Antes de hacerse ver, lanzó un grito prolongado, muy parecido al
aullido del lobo.
Hecho esto, golpeó las manos repetidas veces, y aquellas
palmadas repercutieron en los oídos de los tres cuatreros como
terribles cañonazos. Aún no se habían extinguido sus ecos, cuando
gritó cambiando la voz:
—¡¡Aquí está «El Yacaré»!!
Y como una flecha pasó al galope por delante de los bandidos.
Sus revólveres detonaron casi al mismo tiempo; pero aquellos pulsos
temblaban demasiado para poder acertar. ¡¡El fantasma había
desaparecido!!
Lo vieron un poco después, pero a pie. Se paseaba por el fondo
del valle. Se había subido a una especie de cornisa, y desde allí los
miraba sin cesar de dar paseos.
—¡Seguidme! —dijo «El Buitre», y desmontando dirigióse,
revólver en mano, al encuentro del fantasma.
Sus dos compañeros le siguieron.
Al llegar al palco roqueño, oyeron la voz de «El Yacaré» que decía:
—Vais a morir.
Vieron la siniestra silueta envuelta en su blanca capa que abría
los brazos.
«El Buitre» hizo fuego dos veces.
Le respondió una horripilante carcajada.
Un sudor frío iba inundando los rostros de los tres facinerosos.
Tanto Curtis como Mike, descargaron sus armas casi sin apuntar
siquiera, y los ecos de sus disparos se confundieron con otras dos
detonaciones.
Mike y Curtis cayeron como cañas dobladas por el viento.
—¡Y ahora, nosotros, «Buitre» maldito! —dijo la voz, y al bandido
le pareció reconocerla.
Ya no tenía aquel timbre ronco. Era una voz natural, muy
parecida a la del «Forastero».
«El Buitre» levantó el revólver con intención de disparar, pero no
pudo hacerlo. Una dolorosa punzada en el brazo derecho le hizo
comprender que estaba herido. Empuñando el arma con la otra
mano, trató de defenderse. Vano empeñe.
Un fogonazo, una detonación, y el brazo izquierdo quedó
colgando, inerte…
La voz dijo entonces:
—¡Criminal, acuérdate de la noche del 7 de mayo!
«El Buitre» estaba vencido. Como entre nieblas, vio una sombra
blanca que se iba acercando poco a poco, agrandándose
amenazadoramente.
Después, sintió dolorosas y extrañas sensaciones, como si cayera
muy hondo, muy hondo. Un descenso a cuyo final no se llegaba
nunca…

*
Estaba amaneciendo cuando llegaron al valle Ram Doyler,
D’Angers, el sheriff y tres jinetes más, y un grito de asombro se
escapó de sus gargantas al ver el cuadro espeluznante y macabro que
apareció ante sus ojos.
Caídos muy cerca uno del otro, estaban Mike y Curtis.
Ambos tenían la frente señalada por un agujerito, apenas visible,
debido al manchón rojo que lo cubría.
Colgado de un árbol vieron el cuerpo de «El Buitre».
Se balanceaba trágicamente. Tenía los ojos desorbitados.
La muerte no pudo borrar el espanto de sus ojos; pero lo que más
llamó la atención de todos fue una espuela de plata, muy desgastada,
que pendía de su cuello…
—¡Otro crimen! —dijo Ram Doyler.
—O una venganza —agregó el sheriff.
—Miren lo que dice aquí —exclamó uno de los acompañantes,
señalando la húmeda arena del suelo.
Con un palito probablemente, alguien había escrito:

Justicia de «El Yacaré».

Los tres caballos de los bandidos, un poco alejados del lugar del
hecho, pacían tranquilamente.
Sobre el pisco revoloteaban, graznando, algunos cuervos.

*
En el rancho «Amapola» tenía lugar otra extraña escena.
A la puerta del edificio principal había un secular cedro de grueso
tronco, que ya estaba allí cuando los primeros Dorregos vinieron de
Méjico y fundaron aquel rancho.
Rolando, armado de un hacha, estaba marcando en el viejo
tronco una profunda muesca.
—¿Qué haces? —le preguntó el capataz.
—Ya lo ves. Una marca.
—¿Qué significa?
—El final de una vida cargada de delitos. El hombre de la espuela
de plata ya no existe.
—¿Quién lo mató?
—¡El fantasma del valle! Y no me hagas más preguntas, Douglas.
Voy a descansar, que bien merecido lo tengo. Toma, guarda esa hacha
hasta que vuelva a necesitarla.
Hasta ellos llegaba el perfume del tomillo y de la margarita.
El sol, como globo de fuego, coloreaba de rojo las nubes azules…

FIN

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