Edmundo Solano (o el otro)
La tiranía del lenguaje emergió como todo mal: disimuladamente.
Los cinco pilares que constituyeron su base y que decidieron su victoria
fueron los siguientes:
1-El acaparamiento paulatino de los medios de comunicación, fueran
ya televisivos, gráficos o radiales, como método para formar un monopo-
lio mediático de carácter hegemónico.
2- La influencia que este monopolio mediático le dio sobre la opi-
nión pública.
3- El usufructo de esa influencia en favor de sus intereses.
4- La miseria humana, en este caso común a vencedores y a venci-
dos.
5- La creencia ciega del pueblo en la democracia, que la juzgó pe-
renne e inexpugnable, de la misma forma en que un iniciado en el amor
no puede imaginar que, a pesar de sus errores, decline su más sagrada
conquista.
La relación que aúna estos cinco puntos se deduce prácticamente so-
la: la formación de un monopolio mediático hegemónico supone una
especie de «monopolización de la verdad», porque a menor pluralidad de
voces se da un mayor dominio de la información por parte del —
podemos llamarle así, mordazmente— «ente regulador» de la misma. Esa
monopolización se traduce en la influencia sobre la opinión pública,
merced a una exhaustiva utilización de los múltiples recursos disponi-
bles. A su vez, esa influencia es reforzada mediante un constante flujo de
información, no siempre veraz y habitualmente abarrotada de injurias,
sensacionalismo y falacias de todo tipo. Así se logran tres cosas: la
exasperación anímica del oyente (lo cual se torna preocupante al recordar
el alcance que tiene el servicio mediático), su descreimiento en las cosas
vituperadas (un partido político, una figura, una ideología) y finalmente
una sumisión ciega a la ideología que profesa el poder dominante. Es esa
sumisión la que permitirá al poder actuar según sus intereses, pues
contará con el incomprensible respaldo de un sector (lo grave es que ni
siquiera necesitan del total de la población, les basta con la mitad, o un
poco menos) que aceptará y justificará cualquier decisión, aun si ésta no
lo beneficia. Quizá sea en esa perversa simbiosis donde se refleja explíci-
tamente la miseria del hombre capitalista, ser individualista, egoísta y
despojado de toda espiritualidad, moral y dignidad. Con la desvergüenza
para someter uno, y con la desvergüenza para permitir su sometimiento el
otro, dominado y dominante constituyen el paradigma de una sociedad
que a mayor modernización (puramente estética, claro está) opone mayor
(o en el caso de, probablemente, no haber progresado intelectualmente
desde sus épocas de cazar mamuts, idéntica) brutalidad; brutalidad que
corrompe el lazo entre el ser humano y su esencia, o entre el ser humano
y el mundo, o entre el ser humano y la naturaleza, o entre el ser humano
y el Arte, o entre el ser humano y la política, o entre el ser humano y etc.
Hecho este sucinto análisis, proseguiré hacia lo que en verdad me
dio y me da el impulso para proferir mis últimas palabras.
A pesar de su creciente poderío, los indicios que anticiparon la tiran-
ía del lenguaje se tomaron con frivolidad y con ironía en la mayor parte
de la sociedad, al principio. Una vez que ésta llegó al poder, y según las
señales se fueron convirtiendo en realidades, nació la desconfianza,
raudamente el miedo y al final el horror. Cuando antes declaré que el
pueblo creyó en la democracia candorosamente, me refería a que, al
menos la mayoría, jamás, ni en sus peores pronósticos, creyó que efecti-
vamente la democracia podía malograrse por la voluntad popular, como
tampoco ninguna madre concibe la chance de que su amado hijo pueda
fallecer por una negligencia suya. Y sin embargo pasó;nuevamente
fuimos embaucados: los que ingenuamente mordieron el anzuelo y los
que siempre, como yo, supimos lo que pasaría. El primer paso fue el
desmantelamiento de las instituciones; el segundo paso fue la modifica-
ción casi íntegra de la Constitución; el tercer y último paso fue la supre-
sión de la Constitución. Sin ninguna ley que amparase absolutamente
nada, la economía, el trabajo, la educación y la salud vieron un desplome
histórico de sus actividades. Párrafo aparte para la cultura, la gran
víctima en este asunto;pues tanto la economía como la educación y la
salud, a pesar de su realidad alarmante, seguían en juego; por debajo o en
el límite de sus posibilidades, sí, pero aun en juego, siendo parte de una
estructura, computando para una estadística, cumpliendo un rol. Lo
mismo el trabajo, que a pesar de la triste disminución del porcentaje de
empleados y del más triste aumento de la desocupación y de la precariza-
ción laboral, era inviable que mermase al punto de no haberlo para nadie.
Más o menos, personas con una ocupación habría siempre; lo contrario
no merita siquiera ser una utopía: un país sin trabajadores es como una
persona sin pulmones, algo inadmisible desde el vamos.
La cultura, a diferencia de la economía, del trabajo, de la educación
y de la salud, fue, o se intentó que fuera, borrada sistemáticamente del
mapa, como la desdichada Hiroshimaen el 45. En el engranaje, era una
tuerca de la que se podía prescindir, no tanto por su inutilidad como si
por su onerosa presencia, la cual implicaba una posibilidad siempre
latente de rebelión y de denuncia ante y del orden establecido, un portal
hacia la liberación. Esto último particularmente incomodaba a la tiranía
del léxico, cuyas acciones revelaban su intención de detentar el poder
durante décadas. Así las cosas, idearon un plan a futuro, un plan que
consideraría a todos los habitantes del país, sin discriminar opositores de
habitantes ajenos ala problemática socio-política; un plan que, irónica-
mente, malograría el futuro acasohasta extinguirlo, no tan literal como
simbólicamente, pero sí con la efectividad que acarrearía una auténtica
extinción del futuro. Pues ¿quién piensa en el mañana cuando el hoy se
convierte en una temible, mortuoria y atemporal oquedad que aparenta
reproducirse en cada grito, en cada lamento, en cada súplica desoída y
callada con el furorde las armas? El plan se anuncia en el nombre de la
organización, porque decir gobierno sería un despropósito; el plan
consistía en desaparecer, paulatinamente, los libros dispersos en el país,
de manera tal que en el lapso de cincuenta años no quedase el mínimo
rastro de ellos. Los objetivos eran predecibles: estigmatizar el saber y el
conocimiento; penar la curiosidad y el aprendizaje; cuadricular las
mentes; depauperar la inteligencia, vedar la capacidad de análisis y de
comprensión y, en consecuencia, evitar cualquier posibilidad de cuestio-
nar una realidad manipulada y manoseada en su más profunda intimidad;
atentar contra la fantasía y la creatividad, asesinar los cuentos, las
novelas, la poesía y todo lo que implicara un estímulo creador. En
síntesis: reducir las posibilidades de la palabra al hecho de la comunica-
ción, despojarla de cualquier vestigio de ilustración y de inquietud.
Cuanto más aparentase un balbuceo patético antes que una herramienta
(«la herramienta») catalizadora de expresiones artísticas loables como
Héroes y tumbas, de discursos memorables como el de Martin Luther
King en Washington, y disertaciones exquisitas como las conferencias de
Borges sobre tango, más conveniente para la tiranía del léxico.Así
obtendrían el control de una sociedad que explotarían en favor de sus
intereses, pues nada más fácil que disponer de una sociedad inculta.
Como dato llamativo, referiré que el plan solamente no consideraba
a la familia directa de los miembros de primer y segundo orden de la
tiranía del lenguaje. Este dato presupone, a su vez, una jerarquía de la
que aún no he hablado (harto elitista, por cierto) y que se compone así:
Primer grado: Presidente de la Nación.
Segundo grado: Gobernadores de las veintitrés provincias argentinas;
ministros de Argentina en sus diversas áreas (defensa, salud, trabajo,
etc.), diputados y senadores nacionales.
Tercer grado: Todo cargo político menor a los mencionados arriba.
Cuarto grado: Fuerzas militares y fuerzas policiales.
Al margen de lo dicho, el plan no descartaba la muerte, que tenía
como blanco a los rebeldes y a los insurrectos. Asegurando algunas
selectas bajas de insurgentes de renombre, la tiranía del lenguaje se haría,
sobradamente, con el temor y el respeto de la amedrentada sociedad, y
aseguraría el orden por intimidación. Yo soy de esos rebeldes que
ocasionalmentees saludable abatir, y más temprano que tarde se me
ejecutará. Así, puesto que ninguna esperanza me reserva el porvenir,
intentaré, ineficaz pero simbólicamente, concretar mi frustrada intención
de prolongar mi vida apelando al último recurso que concibo para
perpetuarme: la palabra.
La manera, quizá, puede denotar ironía, porque desear perpetuarme a
través del canal que se me vetó y que sirvió para justificar mi persecu-
ción, equivale en menor o mayor medida a burlarme de mi destino. Por
otro lado, si se acepta que pocas cosas son más absurdas que la creencia
en el destino como fuerza real, desde luego se aceptará que no existe
ninguna ironía.
Por ahora, sólo sé que mientras escribo mi vida prosigue su impetuo-
sa marcha. Cada vez son menos los lugares adecuados para esconderme,
pues con cada noche que pasa desaparecen los refugios que podrían
cedermelos hogares y los edificiosque son intervenidos por la tiranía del
lenguaje. Del mismo modo desaparecen los símbolos, la cultura, la
vitalidad y la estrella de una cruz emplazada en una atmósfera orwelliana
de cielo sin sol y plena subordinación. Así las cosas, nada veo y nada sé.
Es por eso que destinaré mis últimas fuerzas a dar un testimonio que, a su
manera, represente lo que una luz en el lecho del mar;esto es, un destello
que trascienda la oscuridad más profunda y denuncie su exceso desde su
humilde pero muy honorable fulgor. Ignoro la importancia que mi gesto
puede tener en el futuro, ignoro si intentarán ocultárselo a la sociedad, a
la historia; lo que no ignoro es mi deber para con ellas. Pienso que alzar
la voz o escribir las palabras que, en favor de la dignidad humana,
enaltecenla libertad, debe ser el fin esencial del ser humano. Y más
cuando resuenan las campanas de la muerte y en la calle el miedo arrasa,
cuando peligran los derechos y el hecho de pensar se vuelveun acto
revolucionario, al igual que el de subsistirun accidente.
Por esas razones, entonces, contaré mis vivencias, partiendo desde
los albores de mi existencia para después extenderme hasta el instante en
que escribo la historia, inclusive.
Nací bajo el velo de una luna nacarada, en los márgenes de un po-
blado remoto, tierra de sueños estancados, copas rotas y un exacerbante
sosiego: Guatraché. Guatraché es uno de los veintidós departamentos que
integran la provincia de La Pampa, y uno de los diez más importantes en
población. La fecha exacta fue un cuatro de octubre; la hora, las 23:51
p.m. El mundo me conoció esa noche, y me conoce hasta hoy día, como
Edmundo Solano.
Mimadre fue una mujer llamada Lía, singularidad oriunda de
Utracán. De piernas largas y firmes, de cabello azabache al ras de los
hombros y tez trigueña, tendía a cultivar un aire reservado, que bordeaba
lo distante. Esto era la más nítida consecuencia de una niñezturbia,
marcada por la miseria, las palizas que le diera su padre y el suicidio de
su madre, una irremediable alcohólica. Esos agravantes influyeron en la
formación de su personalidad, moldeada por truculentos designios; mas,
también, por una ciertadosis de espiritualidad que se obtiene tras haber
enfrentado las peores tragedias. Así las cosas, quienes la conocían
(quienes creían conocerla) coincidían en que Lía era una mujer sensible,
parca, reflexiva y, ocasionalmente, huraña.
Como las de su clase, Lía era mujer de pocas palabras, pero estas
eran siempre directas y concisas. Era sorprendente su facilidad para
entender y conmover a los otros, para desnudarlos. Las primeras cualida-
des provenían de su empatía; la última, de una percepción infalible. No
por nada, además de ser una eximia confidente, era, según se decía, una
regia literata. Por la vergüenza que le causaba exhibirse, jamás pude
comprobarlo. El rumor lo instaló una tríada de ancianas que, como
asiduas lectoras de La Reforma, notaron un gran parecido entre una serie
de poemas anónimos publicados allí durante los meses octubrey noviem-
bre de un año que olvidé, y el modo de expresarse de mi madre. Del
mismo modo, las fechas de publicación de los poemas coincidían con un
lapso en que Lía sufrió un seco padecimiento que la postró en cama
sendos meses. Mientras éste fue tal, mi madre se dio a la escritura
desenfrenada en un cuaderno que a nadie, por ningún motivo, enseñaba.
Por otro lado, no pocas veces acudió a Berta (su única amiga en Gua-
traché, decía) para que le llevase cartas al correo. La tríada de ancianas
conjeturó que la correspondencia contendría los poemas, y que su destino
no podía ser otro que la redacción del diario. Pero, como ya dije, eran
más las suposiciones que las certezas.
De mi padre, sólo maravillas puedo decir. Ejemplo de lo que para mí
implica ser un hombre, nació en Curacó, al igual que el resto de su
familia. Dueño de un físico que, en conjunción con su tez morena, lo
asemejaba a un cacique; de una voz habilitada para desintegrar, de
unasola palabra, las capas que recubren el alma hasta su centro, y de una
sonrisa que envidiaría el mismísimo Gardel, contaba con tantas cualida-
des como estrellas tiene el universo.
Al igual que Lía, Edmundo era propenso a meditar hondamente so-
bre el sentido de la existencia, prefiriendo asuntos globales o íntimos
según su ánimo. Por ejemplo, en las tardes nubladas que signan las
estaciones frías e inspiran la soledad, la culpa o la nostalgia, se encomen-
daba a su sentir. Solitarias caminatas por el pueblo o tomar un café en un
almacén desierto (el único que funcionaba en Guatraché), con los ojos
fijos en un ventanal que le ofrecía un paisaje brumoso, desolado, como
de posguerra, alentaban el brotede emociones borrascosas, de visiones
desordenadas e indigestas, como, por ejemplo, una sucesión de imágenes
que representaban la escena de unos niños siendo atropellados por una
camioneta (dos hermanos suyos murieron así), un parto fallido (gracias a
el fueron once hermanos en lugar de doce) o una cosecha devorada por
las plagas (un año olvidable para su familia).
En las estaciones cálidas e idóneas para concertar paseos o picnics,
sin embargo, alteraba el enfoque y lo posaba sobre laraza humana. De
repente, un domingo cualquiera que lo encontrara fuera de casa, ver
tantas personas en la callele suscitaba múltiples interrogantes.«¿Cuántos
siglos y cuántos inescrutables designios habrán sido necesarios para
formar estas personas que hoy veo? ¿A qué épocas y lugares se remon-
tarán los iniciadores de sus castas? ¿Qué albures dictaminaron, perverti-
dos por las infinitas posibles vicisitudes de la existencia, que estas
personasse instalaran aquí, en este apartado e insípido pueblo pampeano,
junto a otras personas dispuestas por análogos condicionantes a los
mencionados? ¿Y cuáles otros dictaminaron que estos cuerpos sean estos
cuerpos y no esos cuerpos que tiritan por las gélidas calles de Ushuaia o
que circulan porlas siempre complicadas calles de Buenos Aires?»se
preguntaba, a veces, Edmundo, ensimismado en sus delirios. Más de una
vez me hizo partícipe de ellos, y más de una vez acabé perplejo y balbu-
ceante, sin saber qué responder.
Saliendodel eje de mis padres, crecí en un rancho humilde y singular.
Cual si se hubiese anclado en el tiempo, conservaba fielmente su esencia
gauchesca y centenaria. Sus paredes se erigían al estilo de palo a pique,
en base a maderas hundidas en la tierra verticalmente y colocadas una
junto a la otra. Revocadas en barro podrido, estaban blanqueadas con sal
gruesa y con cal. El techo era de paja, a dos aguas. Un par de ventanas
con dinteles de madera se encargaba de filtrar la luz exterior (al no tener
una fuente de iluminación propia, nos era indispensable); fijadas a cada
lado de la puerta—un hueco de altura mediana cubierto con una cortina
de cuero crudo—, embellecían la fachada. Por ésta última se accedía a la
primera de las dos habitaciones, una gran sala donde se hacían las
comidas del día y en la que mi padre disfrutaba de la compañía de sus
aparceros, sentado alrededor de un fogón que los veía charlar sobre las
vicisitudes de la vida, la rusticidad del campo y supersticiones, como por
ejemplo la luz mala o la Telesita. La decoraban una mesa hecha por
Edmundo con madera pulida a hachazos y rodeada por tres sillas de
análoga elaboración, un cráneo de caballo que oficiabade silla (si falta-
ban), una pared de la que pendían un crucifijo, dos lazos y una boleadora,
una gran chimenea, una repisa con un chifle y una guitarra apoyada en
una de las esquinas de la sala.
En la segunda habitación dormíamos Lía, Edmundo y yo, hacinados
por necesidad. Como el resto del rancho, tenía piso de tierra. Al carecer
de ventanas, era el lugar donde con más facilidad se concentraba la
oscuridad. Tan sólo una cuja compartida por Lía y Edmundo, otra que era
para mí, un arcón vacío y una cubeta ocupaban el aposento. No menos
pequeña era la ramada, dependencia de techo a un agua y paredes
quinchadas. Levantada a pocos metros del rancho, servía comorefugio,
en días lluviosos, a perros y gallinas que a veces tomábamos en nuestro
beneficio, pues nunca estaba de más la custodia de un can fiel o unos
pares de huevos frescos.
Esas eran las características principales del lugar que, aunque no fue-
ra más que un punto en la vasta nada pampeana, apañó mis primeras
ilusiones y enseñanzas.
Al margen de las precariedades inherentes a la vida campestre, en mi
niñez predominó la bonanza. Esos años conocieron las mejores facetas de
Lía y Edmundo. Consagrados los dos a nutrirme con sabiduría, con amor
y con una gama de astucias que iban desde tocar la guitarra con la
grandeza de un Abel Fleury (Edmundo era dueño de un abrumador
talento innato en lo referido a la música) hasta predecir la lluvia tirando
un poco de pasto al aire, hicieron de mis días un llamado a lo desconoci-
do, como así también un constante descubrimiento de lo maravilloso en
lo cotidiano.
De Lía puedo mencionar sus prodigiosos guisos de lenteja y sus lo-
cros que me argentinizaban el alma de sólo probarlos; su afición por la
literatura (que Edmundo también profesaba y que yo acabé por heredar) y
su interés por iniciarme en las manualidades, enseñándome a realizar
vasijas y platos con barro, cubiertos con madera e incluso muñecos con
ramitas secas, paja, botones, tela e hilo.
De Edmundo destaco su educación «campestre». Gracias a él
aprendí a distinguir cada ave que sobrevolaba el rancho por nombre y por
especie, a domar caballos, a andar por la pampa como quien anda por el
patio de su casa y ciertos movimientos de defensa con el facón. Pero no
sólo se redujo a eso; en lo referido a ser gente me apuntaló como nadie,
inculcándome el esfuerzo, la humildad y el respeto. No obstante, inculcar
es una manera de decir. Estrictamente nunca se esforzó en inculcarme
nada. Si algo hizo, fue hacerme caminar a su lado, guiándome silenciosa
y adecuadamente desde su comportamiento intachable. Estar un día a su
lado no se comparaba con un año entero de ir a la escuela; era tanto lo
que sabía ese hombre, tanto lo que transmitía y lo que se aprendía yendo
a su paso… Había que ver cómo trataba a los vecinos, con qué empeño
los ayudaba cuando lo necesitaban, con qué mezcla de ternura y respeto
se dirigía hacia los animales, a quienes consideraba altamente. Ellos
parecían advertir y retribuir la deferencia. Por su manera de ser, quizá
nunca lo notaría, y aun si así lo hiciera, nunca haría alarde de eso. De
ninguna de sus cualidades, en definitiva. Las cualidades que para otras
personas serían admirables, para él eran comunes, tal era su bondad. Él
opinaba que todas las personas debían ser buenas y ya, porque era lo que
como especie nos correspondía. «Si las ballenas, los elefantes o las aves
viven en armonía con su entorno, ¿por qué no nosotros? Si al final
venimos del mismo lugar y somos una suerte de hermanos en lo más
hondode nuestros genes. Hermanos y a la vezguardianes y pupilos de un
mundo inefable, aunque el ego contraído en cierto maldito punto de la
historia nos haga creer lo contrario», meditó en una tarde de mates y
atardecer naranja. Nunca olvidé esa frase.
Así razonaba él, y así aprendí a razonar yo. Hasta mis trece años,
sólo tuve que preocuparme de aprender lo más que pudiera de Lía y
Edmundo.
Se dice que los años no vienen solos, y en lo que me incumbía así
fue. Entre mi infancia y mi juventud son muchas las diferencias, infran-
queables las distancias,exagerados los contrastes; si me esforcé en
reseñar fielmente la brillantez de un período fecundo como lo fue mi
infancia, lo hice para que la posteridad sepa cómo cambió mi vida
cuando la tiranía del lenguaje tomó el poder; tiempo en que, como dije
anteriormente, la palabra sufrió la persecución y la censura, al igual que
las expresiones que giraban en torno a ella (cuentos, poesías, novelas,
etc.) y al igual que quienes giraban en torno a ella (cuentistas, poetas,
novelistas, periodistas, letristas). No me detendré en el detalle de las
infinitas injurias sufridas por mis congéneres a lo largo y ancho del país;
elhecho de una tiranía en el poder presupone persecuciones, asesinatos,
exilios, torturas y otras execrables ofensas cuya descripción está muy
lejos de dar al relato más veracidad y más dolor del que ya emana. En su
lugar, prefieroirme directo al hecho capital, que bien podrá sintetizar la
infamia de un tiempo tan duro; pues el dolor, como todo sentimiento, es
esencialmente único; o sea, que es común a todos los seres, independien-
temente de la forma que adquiera.
He de remontarme a mis diecisiete años. Una tarde aproveché el rato
donde los pueblos sólo duermen y me escurrí entre los recovecos de un
antiguo almacén del pueblo. Desde que tengo memoria me interesan las
antigüedades y los edificios en ruinas, dada mi afición por el pasado y mi
tendencia a la melancolía. Como la vetusta fachada del almacén satisfi-
cieraambos aspectos, me urgió visitarlo. La idea merodeaba por mi
cabeza hacía tiempo, y esa mañana se me antojó no postergarla más.
Apenas llegado me embelesó la atmósfera tétrica, yerma y estática del
almacén. Rápidamente comprendí que allí dentro el tiempo estaba tan
relegado al olvido como las sillas apiladas en una esquina, las mesas
enmohecidas y los esqueletos de varias ratas;las repisas con botellas
cubiertas de una gruesa capa de polvo, las lámparas sin luz y los espejos
sin reflejo,las cucarachas, el contenido de una jarra con un café que
jamás será servido y una repisa que, por un milagro, se mantenía fijada
en la pared. En ese momento, es decir, cuando advertí la repisa, se fugó
como en un indómito pasmo toda maravillación anterior, y en mi interior
comenzó, paulatinamente, a brotar una fiebre de los sentidos comparable
a una alucinación. Entonces mi visión se nubló, mi tacto se adormeció
hasta anularse, mi audición cesó, mi olfato pasó a ignorar el tufo de la
humedad con una facilidad que minutos atrás hubiese agradecido, y mis
papilas gustativas me cuidaron de catar la saliva pastosa que mi boca
comenzó a segregar sin tregua.El acicate del desbarajuste interno fue ni
más ni menos que la presencia de un libro, el cual yacía sobre la repisa.
De lomo grueso y de un considerable tamaño; de una portadacarmesí
estampada con unas grandes y rubias letras, como teñidas en oro, y
sorprendentemente inmaculado, cual si no lo afectaran el tiempo espacial
ni atmosférico, me recordó a mis viejas lecturas: a Payró, a Güiraldes, a
Quiroga, a las civilizaciones romana y egipcia, al misterio del triángulo
de las Bermudas, al universo y a la fauna y la flora del litoral, entre tantas
cosas que debo atesorar. Mitad por el destape de mi memoria emotiva y
mitad por el miedo a ser descubierto, surgió de mí, pletórico de emoción
y de vértigo, la reacción que detallo. El asombro queda al margen de esa
fracción, porque su dosis fue, es y siempre será inmedible.
Pasado el miedo, que pronto pasó a importarme un carajo, y espolea-
dopor la memoria, entendí que quería salvarlo. No ignoraba que la
decisión me convertía en un potencial mártir; tampoco ignoraba queun
acto de fe, de humanidad y de amor me esperaba detrás de la decisión.
Tomar el libro no sólo significaba salvarlo de la destrucción, significaba,
también,honrar la memoria, los ideales y el esfuerzo de todos los que
dieron su vida por la libertad, por quienes ya la daban y por quienes
habrían de darla. Si alguna razón me faltaba para acometer la redentora
empresa, quizá nunca hubiese sido tan humano como siempre yo pensé.
Está de más decir que acepté las condiciones. Con suma cautela tomé el
libro y salí del almacén.Aunque el pueblo dormía la siesta y ni un alma
había afuera, me sentí más observado que nunca.
Los meses posteriores al descubrimiento del libro, la tiranía del léxi-
co accionó contra Guatraché con una vileza inefable. Se rumoreaba que
tan sólo un libro había en el departamento, y que era el que yo había
rescatado del antiguo almacén, el que ahora cuidábamos todos: Lía y
Edmundo, los vecinos y yo. Todos comprendíamos que el cuidado del
libro era una causa que nos involucraba sin excepción; también com-
prendíamos que acaso la tiranía del lenguaje no pensaba gastar demasia-
do tiempo en desaparecer el último libro en el departamento. Cada vez
que una zona específica de x provincia quedaba libre de libros, los
integrantes de la organización, desde el estrato más bajo al más alto,
recibían gratificaciones acordes a su puesto. Quienes más esperaban por
ellas eran las categorías inferiores, que solían recibir compensaciones
económicas considerables, alimentos de calidad y, ocasionalmen-
te,vacaciones de entre quince y treinta días. Dado el origen humilde y
tormentoso de esos combatientes ignorantes, veían en aquellas compen-
saciones somerasel mayor galardóna que podían aspirar en vida; era
«entendible» su apuro y su agresividad.
Nosotros, por nuestro lado,formamos una especie de bloque humano:
nos conteníamos, nos dábamos refugio,comida,y más de una vez hicimos
frente a los ataques de las divisiones enemigas, matando a sus integrantes
en base a estrategias no tan elaboradas como efectivas;al fin y al cabo,
los soldados no eran menos brutos que el, supuestamente, más bruto de
los campesinos de Curacó. Más de una vez, también, les robamos
armamento, información importante sobre intervenciones futuras pro-
gramadas en la zonao la ubicación de cuarteles clandestinos que, libresde
pudor, hicimos crepitar, aprovechando la baja guardia de sus ocupantes
durante el sueño. Algún cabecilla también volteamos, y ganamos noto-
riedad. Con el tiempo se nos igualó con los espartanos de Leónidas,
aunque ninguno se identificó con el ejemplo. Sospecho que todoslos
pobladores desconocían los hechosde la batalla de las Termópilas;
sospecho que el más capacitado de nuestros combatientes apenas sabía
esgrimir con alguna habilidad el facón. No nos habían sido dadas ni la
astucia ni la inteligencia de tan valientes hombres, nos bastaba con
nuestro amor propio y nuestra dignidad. Y nos bastó hasta que se tornó
inviable la resistencia, hasta que desde la cúpula del poder se dictó la
fumigación definitiva de los insurrectos, es decir de todos nosotros.
Agentes especializados en estropear la vida devastaron Guatraché como
una plaga los cultivos. Melómanos de la muerte, ensalzaban la música de
las detonaciones, de las balaceras y del crepitar de la carne en las piras.
En poco menos de un mes, ya sóloquedábamos decenas;los demás habían
sido borrados casisin esfuerzo, como la escritura sobre un pizarrón. Los
que seguíamos en carrera, seguíamos por azar, porque a ellos los deleita-
ba ir matándonos dea poco, cazar algunos por día e intimidar a los demás
o enloquecerlos mediante la tortura psicológica, alentando el suicidio en
quienes ya no podían o no querían soportar la incertidumbre respecto a su
futuro. Yo estuve cerca de engrosar lalista de suicidados en más de una
ocasión, y fue una tarde, mientrasescapaba con Lía, Edmundo y el libro
de las ruinas de Guatraché, que me decidí o al menos creí hacerlo. En
esta zona del relato se intersectan mi memoria y la realidad, lo que
recuerdo y lo que sucedió, lo que creo y lo que es. Dejando de lado
elparalelismo entre memoria y realidad, recuerdo y hecho y creencia y
verdad, esto me salva de cualquier ambigüedad y objetividad simultá-
neamente, por lo que la pureza de los hechos está garantizada.
Como decía, una tarde tomé la decisión. Con Lía y Edmundo esca-
paba de lo que supo ser Guatraché, triste y desganado; íbamos ocultos
entre unos fardos de heno, dentro de un vagón herrumbrado, sucio,
oloroso y minado de presumibles heces de rata. En una de las esquinas,
Lía vio un pulgar que debía llevar ahí poco menos de un día, dado su
color y unos todavía débiles signos de descomposición.Nada en el aire
nos reparaba en cierto grado, la congoja que nos invadía era única y
lapidaria, como un tiro en la sien. Nos pesaba el recuerdo de los vecinos
que ya no eran y de su descendencia que tampoco era. Nos preguntamos,
con sobrada rabia, si el libro había valido alguna vez tanto la pena; si no
hubiera sido mejor entregarlo y vivir como borregos en lugar de preser-
varlo y ser testigos directos de la podredumbre de la raza humana.
Disertamos sin descanso, entonces, sobre las cuestiones más trascenden-
tales del ser humano, y concluimos que la rebelión contra el despotismo
es un derecho humano, por lo quesu ejercicio no debe nunca contemplar
la muerte; si así lo hace, esta no es una consecuencia como si una deci-
sión política.«Sólo hay una diferencia entre nuestros vecinos y noso-
tros:ellos están muertos, nosotros no. Pero es sólo cuestión de tiempo que
les sigamos el rastro. No sientan culpa, lo nuestro es pura azar», señal-
óEdmundo para cerrar la disertación, y nos llenó de un vago pero necesa-
rio alivio.
Pocos kilómetros nos separaban de Puán cuando el tren se detuvo en
medio del inconmensurable campo, anaranjado por el poniente. Antes de
que pudiésemos conjeturar un por qué, oímos disparos: alguna de las
tantas divisiones de la tiranía del lenguaje había dado con nosotros, sin
duda. Así lo entendimos, y empezamos a darle la espalda a toda esperan-
za. Un abrazo entre los tres nació espontáneamente, y yo pude sentirme
parte de un Todo perfecto, eterno e inviolable. Las balas hendirían
nuestra carne, no nuestra esencia, que perduraría en el aire y en la
historia. Ver las cosas así nos envalentonó de cara al enigma de la
muerte, enigma que nuestros cuerpos, como los géiseres el agua, emanar-
ían con violencia y con altura. Nada ni nadie podía opacar nuestra
dignidad, nada ni nadie podía llevársela consigo. Estábamos convencidos
de eso; en la memoria de los hombres a cargo perduraría por siempre el
resquemor de la cobardía. O quizá no, pero a mí me gustó conjeturar en
ellosun signo arrepentimiento, en algún momento. Mientras tanto, vagón
por vagón se iban recortando las distancias entre nosotros y el fin.
Cuando se oyeron algunos disparos en un vagón lindero, no pude aguan-
tar el miedo. Las ideas anteriores me fueron de contención nula frente al
inminente peligro. Recuerdo haber cerrado con fuerza mis ojos e implo-
rado enérgicamente por un milagro; recuerdo haber ofrendado, en un
arrebato de desesperación, mi vida a cambio del bienestar de Lía y
Edmundo. Creo que también pensé cuan diferentes serían los hechos si
yo estuviera en el lugarde, por lo menos, uno delos soldados. Me figuré
como un lobo con piel de cordero, atacando al rebaño con saña pero
también con inteligencia; de lo contrario, podrían descubrirme. Me vi
disimulado en la pradera, disparando un arma con silenciador, diezmando
poco a poco la división. Me figuré sigiloso, furtivo, dotado de puntería y
de prudencia. Los pobres diablos de mis compañeros se morirían todos
antes de poder sospechar de mí. Cuando quise volver a la realidad, me
encontré con que ya era un traidor y con que ya había asesinado a mis
compañeros. La boca de mi revolver humeaba y el cañón ardíarecalenta-
do por el arduo cometido de eternizar a quince soldados en menos de tres
minutos. Me encontré de frente a un vagón, también; estaba cerrado. Me
pareció oír un rumor desde dentro de el. La turbia voz me resultó fami-
liar: era la mía. Decidí entrar. Al abrir la puerta, vi a Lía y a Edmundo
tiritando como hipotérmicos. No tenían frío, sino miedo. Naturalmente
yo no temía por el desenlace. Sabía que el soldado no les haría daño,
porque yo era el soldado. De quien sí desconfiaba era de Edmundo, es
decir, del soldado. Ensu mascullar soez y en su mirada desafiante notéel
germen del mal. Hice lo más sensato: le disparé. Podría decirse, entonces,
que me suicidé. Explicarles esto a Lía y Edmundo hubiera sido imposi-
ble. ¿Cómo podrían entender que dentro del cuerpo del asesino moraba el
hijo que lloraban, y que en el cadáver que abrazaban con amargura
comenzaba a marchitarse una incipiente flor del mal? ¿Cómo, en un tris
de irrefrenable sufrimientoy cordura infinitesimal, podría yo haberles
explicado que si esta realidad que percibimos es una proyección de la
mente, bastaría con direccionar el pensamiento hacia una realidad x, en la
cual uno crea como cree en su realidad, para modificarla? Lía y Edmundo
no podrían haber entendido eso con ninguna explicación, en aquel
entonces. Sospecho que nunca lo harán. Yo sueño con explicarlo algún
día en una novela; menos pretenciosamente, en un ensayo; y más vana-
mente, en un mero garabato literario, como lo hago ahora.Pero sueño,
principalmente, con el tiempo en que la tiranía del lenguaje sea un
recuerdo y la escritura y la lectura no pertenezcan al ámbito de la clan-
destinidad, de las actividades execrables o por las que uno puede perder
la vida. Mientras esa época sea una utopía, seguiré custodiando el libro
por el que me escindí de Lía y Edmundo en un movimiento ajedrecístico
ymisterioso, aunque sé que tarde o temprano me encontrarán. La digni-
dad no sabe de razones.
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