El que se mueva es gay
Mónica Ceberio Belaza
Mi hijo pequeño, que tiene nueve años, me contó la semana pasada el último juego en el patio de su clase, de
cuarto de Primaria, en un colegio público del centro de Madrid: “El que se mueva es gay”. No necesita
mucha explicación. Cuando un niño dice la frase, los demás tienen que quedarse congelados porque... el que
se mueva es gay. Me contó que había habido un “lío” porque los profesores se habían enterado de que este
juego reinaba en el recreo. Y, sobre todo, me contó cómo le hacía sentir: mal. Mal porque su prima de 20
años tiene una novia. Mal porque uno de sus mejores amigos tiene dos mamás. Y mal porque el padrino de
su hermano acaba de casarse con otro hombre.
El niño ha visto con total naturalidad a lo largo de sus nueve años de vida que cada uno ame a quien le dé la
gana: un hombre a una mujer, un hombre a otro hombre, una mujer a otra mujer... Sin embargo, en el recreo,
ese juego le estaba transmitiendo que algo no estaba bien en algunos tipos de amor que él tenía muy cerca, el
que sienten personas a las que quiere muchísimo. En 2024, y en un país en el que el matrimonio entre
personas del mismo sexo está legalizado desde 2005, en su clase se juega a que ser gay es algo de lo que
avergonzarse y algo de lo que huir.
“¿Qué más da con quién quieras estar o vivir?”, me preguntaba, honestamente sorprendido. “Victoria tiene
una novia. Luis se ha casado con Víctor. ¿Por qué va a estar mal?”. Y repetía: “Los de mi clase lo han visto
en YouTube y por eso juegan a eso, pero no está bien. No está bien”.
Yo desconocía la extensión de ese juego, pero en cinco minutos en Internet vi que el año pasado se habló
mucho de ello por un reto viralizado a través de TikTok. Y encontré también muchos vídeos de aparente
humor ligero con la dichosa frase, vídeos llenos de interacciones con emojis carcajeándose. Ahora, un año
después, el juego divertido ha llegado al patio del colegio. Mi hijo mayor, que está en sexto, de 11 años, me
dijo que era habitual en todas las clases, incluida la suya, y que los defensores y los detractores mantenían
este tipo de debates:
- Este juego está en contra de los gays, no me parece bien.
- Qué va, si no estamos en contra de los gays. Es solo que nosotros no queremos serlo.
- Pues si no queréis serlo, un poco en contra sí que estáis, ¿no?
No parece que el colegio de mis niños sea un caso único. Días después de que un compañero del periódico
leyera el borrador de esta columna, casualmente su hija le contó que en su escuela muchos niños se divertían
también con esto. Es otro barrio, entornos muy distintos... pero el mismo juego homófobo repetido por niños
que en breve empezarán a experimentar con su propia orientación sexual.
El colegio actuó bien en el caso de mi hijo. Los profesores hablaron con los niños y ahí acabó todo. Pero
maldita la gracia de estos contenidos que se van expandiendo como telas de araña por las redes sociales y
que, sin darle importancia, van configurando la mente de nuestros hijos en una dirección: la de los prejuicios,
la de que hay opciones sexuales y familiares que son correctas mientras que otras están mal y hay que sentir
vergüenza y culpa por ellas. Y todo, bajo la apariencia de un reto gracioso. La semilla del retroceso de los
derechos civiles, una de tantas, está en unos vídeos aparentemente simpáticos de YouTube y de TikTok que
circulan desde hace tiempo y que han acabado reproduciendo niños de nueve años en el recreo.
Abstemios fuera del armario del mueble bar
José Nicolás 3/1/2025 EP
Beber alcohol está demasiado normalizado. Es habitual en el aperitivo de los fines de semana, tras el
trabajo, en las fiestas... Si en una reunión de amigos alguien decide pedir agua, un refresco o una cerveza
sin, se le pregunta si se está medicando o si le ocurre algo. Ser abstemio sorprende.
Esta Nochevieja ocurrió algo insólito y que fue celebrado en redes: el brindis que dio la bienvenida al año
nuevo en Televisión Española fue sin alcohol. Los presentadores, Lalachus y David Broncano, en lugar de
descorchar el cava, el champán o la sidra que acostumbran las casas españolas, abrieron una botella de
champín, una bebida espumosa 0,0% “especialmente pensada para reuniones y fiestas juveniles”, como
reza la web de la empresa granadina que la comercializa, porque —de nuevo— lo normal en adultos es el
alcohol y por eso, cuando durante una celebración alguien levanta una copa sin, suele recibir una
reprimenda del resto porque “brindar con agua da mala suerte”.
Tampoco vemos mal que uno vuelva al trabajo tras la pausa de la comida con cierto grado de alcohol en
sangre por haber bebido con el menú del día. Una enfermera hablaba de esto en X hace tiempo: contaba
que vio bebidas alcohólicas en todas las mesas de un bar y que en todas había personas con ropa de
trabajo. “Si vas a trabajar después de haber bebido, tu capacidad se va a ver mermada. ¿Qué os parecería si
yo cojo una vía a un niño después de haberme bebido una cerveza y un carajillo? ¿A que os parecería
fatal?”, tuiteaba.
Según la Organización Mundial de la Salud, cada año se registran 2,6 millones de muertes atribuibles al
consumo de alcohol. En España, la Monografía sobre el alcohol 2024, elaborada por el Observatorio
Español de las Drogas y las Adicciones y la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas,
estimó que en el año 2021 fallecieron 13.887 personas por esta causa, la gran mayoría por cáncer o
enfermedades digestivas provocadas por la ingesta de bebidas alcohólicas.
Según ese documento, la frecuencia del consumo en los 16 años —la edad en la que los jóvenes españoles
comienzan a beber— ha descendido entre 2012 y 2021. Es un dato positivo: parece que son cada vez más
conscientes de los efectos negativos del alcohol y no todos optan por emborracharse para divertirse. Hay
muchos que no beben y no tienen miedo de decirlo. Incluso le han puesto nombre al movimiento
abstemio, sober curious, una tendencia a la que se apuntan cada vez más miembros de la generación Z.
@elojoquetodolov escribió hace unos días en X: “Tengo primos de 18-20 años y en su grupo de amigos
hay muchos que no beben alcohol de fiesta y en general. Es algo que yo no vi de casi nadie cuando tenía
esa edad. No sé si es una casualidad o se está dando cada vez más, pero me alegra oírlo”, y compartía un
vídeo de la influencer Marta Díaz contando a sus 5,7 millones de seguidores en TikTok que no bebe
porque ni le gusta ni es bueno para la salud: “La combinación perfecta para no beber”. “No entiendo por
qué tenemos que justificarnos tanto cuando no bebemos alcohol”, le respondía una seguidora; “Yo soy
igual que tú y cuando salgo de fiesta lo paso de maravilla y bailo como la que más. No necesito beber para
bailar, hablar con desconocidos o reírme a carcajadas”, rezaba otro comentario.
En 2024, numerosas celebridades han dicho haber dejado el alcohol. Una especie de salida del armario del
mueble bar: Dani Martín y Jorge Javier Vázquez lo confesaban en estas páginas, Mario Casas y Nathy
Peluso lo hacían en La Revuelta con David Broncano, que tampoco bebe una gota. Tampoco bebe la
excelente viñetista de este diario Flavita Banana, que cuenta que desde entonces es más creativa y controla
y ordena mejor sus ideas y, por tanto, su vida. Ojalá calen sus mensajes en los jóvenes y no tan jóvenes.
La lástima encendida
Juan José Millás
El país, 3 de enero de 2025
Me pregunto por la posibilidad de que no haya muchas neuralgias, sino una, una sola neuralgia universal que
algunas cabezas sintonizamos al disponer de sensores de los que otros carecen. Es lo que viene a decir de la
conciencia el hinduismo: que está ahí, no sé dónde, en la atmósfera, y que en cada individuo se manifiesta de
una forma del mismo modo que yo veo las imágenes de mi tele con más o menos brillo, según la programe, o
la escucho con más o menos volumen apretando un botón. No es fácil dar con el botón de las neuralgias
individuales para anularlas o para rebajar su intensidad, pero es lo que hace el acupuntor con la aguja: buscar
la llave capaz de regularlas.
Cuando uno logra quitarse el dolor de cabeza, el dolor no desaparece. Sigue en otras cabezas, aunque uno ya
no lo capte, igual que una radio apagada deja de dar las noticias, aunque las noticias no hayan dejado de
existir: las reciben otras personas que no se tomaron el ibuprofeno o el paracetamol a tiempo. Significa que
el dolor del mundo sucede y sucede y sucede por más que uno desconecte la tele. Se sigue matando a las
mujeres, en fin, continúan naufragando cayucos y el hambre hace estragos por doquier. En cuanto al frío,
está deseando meterse en todas las casas como las migrañas en todas las meninges. Pero solo entra en las
aquejadas de pobreza energética. O de pobreza a secas, porque esto de poner adjetivos a la pobreza es una
trampa, un timo. Si no tienes dinero para la calefacción, tampoco podrás desayunar como es debido.
El otro día, en Gaza, se murió de frío una bebé de tres semanas. No somos capaces de imaginar cómo es
morirse congelada a los 20 días de nacer, con ese cuerpo de gorrión de las recién llegadas a este mundo. Da
dolor de cabeza pensarlo. Bueno, se lo da a quien se lo da, es decir, a quien tiene encendida la lástima.
Netanyahu, en cambio, tiene encendido el genocidio. De ahí su necesidad de bombardear paritorios.
Nuestros discos duros externos
Delia Rodríguez
02 ene 2025
La capacidad de recordar experiencias relacionadas con nuestra propia vida se llama memoria
autobiográfica. La mía es pésima, así que me fascinan aquellas personas que conservan bien en su mente la
película de lo vivido y pueden reproducirla a voluntad hacia adelante y hacia atrás. En su libro La memoria y
la vida, el profesor José María Ruiz-Vargas explica que este tipo de memoria ―hay otras― forja nuestro
carácter e identidad, nos hace a cada uno distinto del resto y nos distingue a su vez de las demás especies.
Solo los humanos poseemos memoria autobiográfica, solo nosotros construimos con ella una narración
coherente. Es también, además de una factoría de significado, una máquina del tiempo. Podemos, dice,
resumir la experiencia de un año de lucha en un chispazo de nuestro cerebro.
Todo el mundo cree sufrir una mala memoria autobiográfica, sobre todo quienes la tienen excelente. Pero si
ni siquiera me acuerdo de qué llevaba puesto el día de mi 18 cumpleaños, te dicen, cuando tú ni siquiera
sabes quién eras a esa edad. Nosotros, los desmemoriados de verdad, viajamos ligeros por la vida hasta que
llega la época de los reencuentros navideños. Estas fiestas tuve la suerte de comer con mis amigas del
instituto, a quienes hacía muchos años que no veía juntas (23, precisó una de ellas). Fue una tarde preciosa,
como si nos hubiéramos reunido para desenterrar juntas un valioso disco duro externo con información
perdida hace mucho tiempo.
La sobremesa transcurrió más o menos así durante horas:
―¿Os acordáis de cuando fuimos a Shanghái y saltamos de un tren en marcha para asesinar al espía ruso
aquel pero al final nos invitaron a una fiesta y nos hicimos amigas de Brad Pitt?
En estas ocasiones, las personas con la memoria autobiográfica de una bacteria solo podemos decir una cosa:
―Claro que sí, tía, qué guapo estaba con el pelo largo, volvía de grabar Entrevista con el vampiro.
Hace unos años se hizo muy popular un bonito texto de Jorge Carrión citado por Manuel Vilas en Ordesa:
“Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a
ellos dos. Ese idioma privado, lleno de neologismos, inflexiones, campos semánticos y sobreentendidos,
tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos
T parejas, inventan nuevos lenguajes, superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son
encuentran nuevas
o
millones, las lenguas muertas”.
d
Todos dependemos del otro para construir el prisma de nuestras vidas, pero los desmemoriados somos más
a
conscientes de ello, y sabemos que con cada relación que se aleja se esfuman no solo lenguas diminutas, sino
s
también gigas y gigas de almacenamiento compartido sobre nosotros mismos. Cuando el yo pesa, lo
delegamos en cada encuentro del camino.
l
Ojalá sea cierto lo que proponen algunas teorías, que las memorias nunca desaparecen y solo flaquea la
a
forma de acceder a ellas; así nuestras amistades serían más un valioso cable para ayudarnos a recuperarlas
s
que un disco duro externo que almacena datos con perfección. “La memoria humana ni miente ni engaña a
nadie, porque no res su función restaurar realidades, sino vivencias”, escribe Ruiz-Vargas. Como nos han
enseñado las charlas
e que hemos mantenido en los últimos años con las inteligencias artificiales generativas,
en la conversación
a no solo buscamos verdad, anhelamos la coherencia esquiva entre lo que el otro recuerda
de sí mismo y el reflejo
c de nuestra propia, volátil, identidad.
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