LA JUNTA DE LOS RATONES
Una vez se juntaron los ratones para hablar de cosas importantes.
-Nuestra suerte sería feliz, si no fuera por el gato –dijo uno.
-Sí, ¡maldito gato! -dijo otro.
-Vivimos asustados, temblando todo el tiempo.
-Ya no podemos más.
-Nunca podemos comer a gusto.
-El gato llega tan callado...
-Y da unos saltos tan enormes y tan rápidos...
Otros muchos ratones tomaron la palabra, y a veces hablaban varios al
mismo tiempo. Pero a nadie se le ocurría la manera de evitar tamaños
sustos.
De repente, por encima de todas las voces, se oyeron los gritos de un
ratón que tenía fama de inteligente: -¡Yo sé lo que hay que hacer! Tengo
en mi agujero un cascabel que suena muy bien.
¡Ése es el remedio! Basta esperar que el gato esté dormido y colgarle el
cascabel al cuello.
Así, cada vez que el gato nos ande buscando, él mismo nos avisará y
podremos escapar a tiempo.
El discurso fue un gran éxito. Unos abrazaban al orador, otros lo
besaban, otros le daban palmaditas, otros le decían palabras de
felicitación, y todos los demás aplaudían.
Pero había un ratón viejito que no aplaudía ni nada. Le preguntaron por
qué, y él contestó:
-La idea no es mala, pero aplaudiré cuando sepa una cosa: quién se
animará a ponerle el cascabel al gato.
LA AMENAZA
Un día, al terminarse el mercado, Mateo no encontró a su burro, que
había dejado amarrado a un árbol. Justo hacía un momento tres
hombres se lo acababan de robar para venderlo en la ciudad vecina.
Con la mayor seriedad del mundo, Mateo trepó a una azotea y empezó a
gritar a quien quisiera oírlo:
“Regrésenme mi burro; si no, haré exactamente lo que hizo mi padre
cuando le robaron el suyo”.
La gente se juntó y se preguntó, preocupada: “¿Alguien está al tanto de
lo que sucedió?”. Pero nadie había oído hablar de aquello.
La amenaza se propagó rápido hasta llegar a oídos de los ladrones.
Presas del miedo, se preguntaron: -¿Sabes tú lo que hizo el padre de
Nasredín?
-No.
-¿Y tú?
-Yo tampoco.
-Entonces, más vale que no corramos riesgos. Vamos a devolverle su
burro.
Los tres ladrones, un poco molestos, pusieron manos a la obra:
-Ten, Mateo, sólo queríamos jugarte una broma.
Mateo tomó su burro y se preparó para regresar a su casa. Un hombre
se atrevió, finalmente, a hacerle la pregunta que a todos intrigaba:
-Y exactamente, ¿qué hizo tu padre el día que le robaron su burro?
-¿Pues qué querías que hiciera? ¡Se compró otro!
LLUEVE
Escondidos en su cueva,
los conejos, desde ayer,
asomados al boquete,
no hacen más que ver llover,
pues mientras siga lloviendo
no pueden salir a correr.
Un conejo que se llama
Colita de Algodón,
Saboreando su lechuga,
espera la ocasión
de que se sequen los campos
y de que brille el sol.
¡Llueve, llueve!
¡Llueve, llueve!
Las gotitas de la lluvia
se dejan caer.
¡Llueve, llueve!
¡Llueve, llueve!
Los conejos se divierten
viéndolas correr.
Una gotita que rebotó
a don Conejo lo salpicó.
¡Llueve, llueve!
¡Uy! ¡Y cómo llueve!
Las gotitas cuando saltan
hacen pin pin pon,
tin tin tin,
pin pin pon,
tin tin tin,
¡y pin pin pon!
LAS APARIENCIAS ENGAÑAN
En una granja convivieron una vez muchos cerditos, y aunque podían parecer
casi iguales, eran muy diferentes. Algunos eran muy grandes y lustrosos, y
otros, más débiles, eran mucho más flacuchos y escuálidos.
Los primeros, conscientes de las diferencias, se burlaban de los más débiles
insinuándoles que no valían para nada y humillándoles con burlas
constantemente.
Sin embargo, a pesar de las dificultades, procuraban levantarse el ánimo los
unos a los otros confiando en que, algún día, aquellos cerditos vanidosos
tendrían su justo merecido.
Así, llegada la Navidad, el dueño de la granja acudió en busca de un animal
para celebrar las fiestas. Entonces, los cerdos más gruesos y lustrosos
miraban con ojos de pena a sus compañeros escuchimizados, deseando
parecerse a ellos para no ser elegidos por el granjero.
Afortunadamente, el hombre cambió de opinión y no sacó a ningún cerdito
de la granja, pero los vanidosos comprendieron que las apariencias pueden
engañar y que hay que comportarse siempre con bondad.
LA FOCA LECTORA.
Érase una vez una pequeña foca que se pasaba el día pegada a los libros. Se
decía que era muy lista y muy instruida, gracias a todo lo que había
aprendido, y es que se pasaba el día leyendo sin parar.
Su madre comentaba orgullosa a todo el mundo cómo su hija devoraba más
de cuatro y cinco libros en una sola tarde.
Un día fueron a casa de unos amigos, que también tenían un hijo muy
estudioso, pero a este le llevaba mucho tiempo terminarse un solo libro.
"¡Qué vergüenza!" Decían los papás de la pequeña foca, convencidos de que
su hija era la mejor de mundo.
Así, un día hicieron una prueba de lectura a ambos para comprobar quién era
el más listo y mejor lector. Tras esto, realizaron una serie de preguntas a las
que la pequeña foca no fue capaz de contestar. ¡No recordaba nada de lo que
había leído!.
Por el contrario, su amiguito sí que pudo hacerlo a la perfección. Y es que,
queridos lectores, los buenos resultados no se consiguen de forma
atropellada, sino despacito y sin prisa.
EL RATÓN ANTONIO
Había una vez un ratón que tenía seis años y que era muy bonito. Se llamaba Antonio. Antonio era muy simpático e
iba muy contento a la escuela.
Un día otro ratón se sentó en su silla y Antonio empezó a empujarle para que se quitara. Como el ratón no se
quitaba, Antonio se puso muy furioso y lo mordió en el brazo. El otro ratón empezó a llorar porque le había hecho
mucho daño.
Al oír los gritos, la maestra ratita preguntó qué pasaba. El ratón le dijo llorando que Antonio lo había mordido en
el brazo. La señorita ratita le levanto la playera y vio que estaban todos los dientes marcados y la piel poniéndose
morada.
La maestra llamó a Antonio . Éste le dijo a la señorita que el ratón se había sentado en su sitio y no se quería quitar.
La maestra le dijo muy seria:
—Se muerde a los alimentos, pero no a los demás. Que sea la última vez que haces eso.
Pero no fue la última vez que lo hizo. Antonio tenía esa costumbre, siempre mordía a los demás ratoncitos de la
clase. Que no le prestaban un juguete. Si le empujaban en la fila, Antonio daba otra mordida. Si se metían con él,
también mordía. Pero además, en su casa también lo hacía. A su hermanito también le dio un día una mordida,
porque le estaba molestando.
La maestra ya no sabía qué hacer con él. Unas veces lo dejaba reflexionando y no podía jugar. Otra vez se lo dijo a
su mamá, pero nada: Antonio seguía mordiendo. Una vez, le dio un mordisco tan fuerte a una ratita de la clase que
se llamaba Sarita, que le hizo muchísima sangre. Fue una herida muy grande. La llevaron al médico y le tuvieron que
coser un poco la herida. Además los papás de la ratita la tuvieron varios días en casa, sin ir a la escuela, para que la
herida se le curara mejor.
Desde ese día ningún ratón quería jugar con el ratón Antonio, porque tenían miedo de que mordiera como hizo a
Sarita y le tuvieran que coser la herida.
Pero Antonio seguía mordiendo. Hasta que un día ocurrió lo siguiente: en una discusión, fue a morderle a otro
ratoncito en el brazo, se lo agarró y le mordió como siempre, con todas sus fuerzas; pero resulta que el ratoncito al
que le mordió llevaba puesto un reloj y Antonio mordió el reloj. Como lo hizo con tanta fuerza, a Antonio se le
partió el diente y empezó a echar mucha sangre. La señorita tuvo que llamar a sus papás y se lo llevaron al médico.
Estuvo varios días sin ir a la escuela. Le tuvieron que pinchar porque la herida del diente se puso muy fea, y claro,
como se le rompió al morder a otro, el «ratoncito Pérez», no le trajo nada.
Cuando volvió a la escuela, la maestra ratita, habló con él: — ¿Has visto Antonio lo que te ha pasado por morder a
los demás? Además, ningún ratón quiere estar contigo. Se muerde a los alimentos, pero a los demás no.
Antonio miraba a la maestra muy avergonzado. Y la maestra siguió diciéndole:
—A partir de ahora, en lugar de morder, pide las cosas por favor, o di que te están molestando, pero no hay que
morder.
Luego delante de todos los ratoncitos, le preguntó al ratón Antón si iba a volver a morder. Y dijo que ya no mordería
más. Entonces la señorita que era muy buena, le dijo a los otros ratoncitos que fueran sus amigos y se juntaran con
él. Y así fue. A Antón algunas veces le daban gana de morder, pero cuando iba a hacerlo, los otros ratoncitos le
recordaban: —¡Se muerden los alimentos, a los demás no! Y entonces no mordía. Y colorín colorado, este cuento se
ha acabado