Fragmento Frankenstein
Eran alrededor de las siete de la mañana y yo solo suspiraba por conseguir un poco
de comida y abrigo. Al final vi una pequeña cabaña que sin duda había sido
construida para acoger a algún pastor. Aquello era nuevo para mí, y estudié la
estructura de la cabaña con gran curiosidad. Encontré la puerta abierta, y entré.
Había un anciano allí sentado, cerca de la chimenea sobre la cual estaba
preparándose el desayuno. Se volvió al oír el ruido y, al verme, dio un fuerte alarido
y, abandonando la cabaña, huyó corriendo por los campos con una velocidad de la
que nadie lo hubiera creído capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me
sorprendió un tanto, pero yo estaba encantado con la forma de aquella cabaña. Allí
no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y aquello me parecía
un refugio tan excelente y maravilloso como les pareció el Pandemónium a los
señores del infierno después de asfixiarse en el lago de fuego. Devoré con avidez
los restos del desayuno del pastor, que consistían en pan, queso, leche y vino…
pero esto último, de todos modos, no me gustó. Entonces me invadió el cansancio,
me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.
Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por el calor del sol, decidí
reemprender mi viaje; y, colocando los restos del desayuno del campesino en un
zurrón que encontré, continué avanzando por los campos durante varias horas,
hasta que llegué a una aldea al atardecer. ¡Me pareció un verdadero milagro…! Las
cabañas, las casitas y las granjas, tan ordenadas, y las casas de los hacendados,
unas tras otras, suscitaron toda mi admiración. Las verduras en los huertos y la
leche y el queso que vi colocados en las ventanas de algunas granjas me
cautivaron.
Entré en una de las mejores casas, pero apenas había puesto el pie en la puerta
cuando los niños comenzaron a gritar y una de las mujeres se desmayó. Todo el
pueblo se alarmó: algunos huyeron; otros me atacaron, hasta que gravemente
magullado por las piedras y otras muchas clases de armas arrojadizas, pude
escapar a campo abierto y, aterrorizado, me escondí en un pequeño cobertizo,
completamente vacío y de aspecto miserable, comparado con los palacios que
había visto en la aldea. Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo a una casa
de granjeros que parecía muy cuidada y agradable, pero después de mi última
experiencia, que tan cara me había costado, no me atreví a entrar en ella. El lugar
de mi refugio se había construido con madera, pero el techo era tan bajo que solo
con mucha dificultad podía permanecer sentado allí dentro. De todos modos, no
había madera en el suelo, como en la casa, pero estaba seco; y aunque el viento
se colaba por innumerables rendijas, me pareció una buena protección contra la
nieve y la lluvia. Así pues, allí me metí y me tumbé, feliz de haber encontrado un
refugio ante las inclemencias de la estación y, sobre todo, ante la barbarie del
hombre.