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In Memoriam 2024th Edition Alice Winn
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In Memoriam Ed española 1st Edition Alice Winn
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Les ardents 1st Edition Alice Winn
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Daisy Darker 2024th Edition Alice Feeney
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A revolução chilena Peter Winn
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Wallbanger Alice Clayton
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Traducción de Bruno Álvarez
Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
Título original: In Memoriam
Editor original: Alfred A. Knopf
Traducción: Bruno Álvarez
1.ª edición: febrero 2024
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la
autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo público.
© 2023 Alice Winn
All rights reserved
© de la traducción, 2024 by Bruno Álvarez
© 2024 by Urano World Spain, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.letrasdeplata.com
ISBN: 978-84-19936-28-8
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
A mis padres.
THE PRESHUTIAN
VOL. XLIX. — N.º 739. 27 DE JUNIO DE 1914. Precio 3 peniques
Editorial
¡Ay, Dios! ¡Salva al editor del editorial! Pero el curso ha acabado, y ha sido maravilloso, de
modo que hay que sacar conclusiones para los ávidos lectores del humilde The Preshutian.
Ya ha pasado otro año espléndido, y los magníficos chicos del último curso se marchan
hacia las glorias que los esperan en Oxford, Cambridge y Sandhurst. Albergamos la
esperanza de que se acuerden de nosotros, pobres alumnos, de vez en cuando, mientras
acuden a clase y se divierten en las fiestas. ¡Que nuestro futuro sea tan brillante como el
suyo!
—S. Cuthbert-Smith
Actualidad
El obispo de Londres predicó el domingo 14 de junio.
¿Quienquiera que practique el Clave bien temperado de Bach seis veces al día al piano
cerca de la antigua sala de lectura sería tan amable de aprenderse una obra nueva? Saludos
de un caballero musicalmente frustrado.
Los tres miembros del público que asistieron a la representación de las obras menos
conocidas de Aristófanes por parte de los alumnos de primaria afirman que la experiencia
fue «justo lo que Aristófanes habría deseado».
El debate del próximo trimestre será: «Esta residencia se niega a creer en la existencia de
los fantasmas». Pónganse en contacto con H. Weeding si están dispuestos a participar con
argumentos a favor de lo sobrenatural.
Sociedad de debate
El lunes 22 de junio, el grupo se reunió para debatir el siguiente planteamiento: «Esta
residencia opina que la guerra es un mal necesario». El señor Ellwood dio comienzo al
debate. Tras ciertos comentarios insolentes sobre el pasador de latón de la corbata de la
oposición, ofreció un repaso de la historia de las guerras púnicas bastante pintoresco pero
inexacto. El señor Gaunt, que se oponía (de un modo de lo más cobarde) («¿Puedo dejar
esa frase en el texto?» —Autor. «Solo si no temes la venganza de Gaunt, que casi con toda
seguridad será violenta. Aunque sea pacifista, es un boxeador de primera» —Editor) a la
moción, señaló que la guerra aniquila el alma. Los oyentes que habían peleado contra el
señor Gaunt en el cuadrilátero susurraron agitados: «¿Qué alma?». Esto no significa que…
(cont. en la pág. 5)
Poesía
ATARDECER EN PRESHUTE
Se enfría el cielo y en el oeste turbulento
el sol se hunde soñoliento a otros mundos.
La oscuridad de la noche alivia el pecho agitado:
desde el Cielo las Nubes de los Sueños se despliegan.
El campanario de la Capilla apuñala el cielo…
«Demasiado largo otra vez, Ellwood» —Editor.
«¡Son apenas tres estrofas!» —Autor.
«Es demasiado largo, Ellwood» —Editor.
The London Gazette
del martes, 4 de agosto de 1914.
Publicado con la autorización de la Corona.
MIÉRCOLES, 5 DE AGOSTO DE 1914.
ESTADO DE GUERRA.
El Gobierno de Su Majestad informó al Gobierno alemán el 4 de agosto de 1914 de que, a
menos que se recibiera una respuesta satisfactoria a la petición del Gobierno de Su
Majestad de la garantía de que Alemania respetaría la neutralidad de Bélgica antes de la
medianoche de dicho día, el Gobierno de Su Majestad se vería obligado a tomar todas las
medidas a su alcance para mantener esa neutralidad y defender el cumplimiento de un
tratado del que tanto Alemania como Inglaterra formaban parte.
Dado que el resultado de este comunicado ha sido que el Embajador de Su Majestad en
Berlín ha tenido que solicitar sus pasaportes, el Gobierno de Su Majestad ha notificado
formalmente al Gobierno alemán que, a partir de las 23:00 de hoy, se ha declarado el
estado de guerra entre los dos países.
Ministerio de Relaciones Exteriores,
4 de agosto de 1914.
THE PRESHUTIAN
VOL. XLIX. — N.º 741. 17 DE OCTUBRE DE 1914. Precio 6 peniques
MUERTOS EN COMBATE
Beazley, L. S. W. (Subteniente), Regimiento de Wiltshire, 20 de septiembre, 22 años.
Hickman, M. E. (Teniente), Regimiento de Worcestershire, 20 años.
Milling, L. (Teniente), Gordon Highlanders, 23 años.
Roseveare, C. C. (Subteniente), Fusileros Reales de Munster, Mons, 27 de agosto, 22
años.
Scott-Moncrieff, M. M. (Capitán), Regimiento del Rey (Liverpool), 20 de septiembre, 25
años.
Straker, H. A. (Subteniente), Fusileros Reales de Munster, Mons, 27 de agosto, 18 años.
FALLECIDOS A CAUSA DE LAS HERIDAS
Conlon, G. T. (Teniente), Regimiento de West Yorkshire, 21 años.
Cuthbert-Smith, S. (Teniente), Fusileros de Northumberland, Mons, 24 de agosto, 18
años.
Hill, A. (Teniente), 19.º Lancers, Ejército de la India, 19 años.
HERIDOS
Day, H. J. (Teniente), Regimiento de Middlesex.
Hattersley, F. K. (Comandante), Artillería Real de Campaña.
Le Hunte, R. (Teniente), Fusileros Reales Escoceses.
Matterson, A. R. (Subteniente), Regimiento de Bedfordshire.
Parsonage, D. K. (Subteniente), Infantería Ligera de Somerset.
In Memoriam
TENIENTE S. CUTHBERT-SMITH
(Fallecido en Mons, el 24 de agosto, a la edad de 18 años)
Cualquiera que haya leído The Preshutian estos últimos dos años recordará a Cuthbert-
Smith como el jocoso editor de dicho periódico. Le habían concedido una beca para
estudiar en el Balliol College de Oxford, donde habría cursado Filología Clásica. Pero
Cuthbert-Smith no podría haber sido nunca un académico. Tenía demasiada alma de
soldado. La siguiente descripción de su muerte la escribió su comandante: «En un intento
alocado de tomar una ametralladora alemana, Cuthbert-Smith recibió un disparo en el
vientre. Debido al fuego enemigo, no pudimos trasladarlo a una cueva de la zona que se
estaba utilizando como hospital de campaña hasta las cinco de la mañana del día siguiente.
El chico, que era un valiente, tan solo pidió un poco de morfina para no molestar a los
demás. Ha tenido una muerte casi indolora, ¡y nos ha entristecido sobremanera perder a un
compañero tan valeroso! Hemos perdido a un verdadero soldado». Desde Preshute solo
podemos lamentar su pérdida y envidiar su noble muerte, que cualquiera de nosotros
sufriría de buena gana por nuestro país.
S. A. WARD
SUBTENIENTE C. C. ROSEVEARE
(Fallecido en Mons, el 27 de agosto, a la edad de 22 años)
Preshute ha sufrido muchos golpes desde el estallido de la guerra, pero ninguno de ellos ha
sido tan duro como la muerte de Clarence Roseveare. Ha dejado a dos hermanos en los dos
últimos cursos de la escuela, incluyendo a nuestro ilustre delegado. El propio Clarence fue
delegado también. Pero su muerte, al igual que su vida, ha sido honorable y valiente, con
una gallardía inglesa que roza la perfección.
Fragmento de una carta de su comandante: «Pasó a mi lado con una expresión alegre,
riendo, bajo un fuego cruzado muy intenso de ametralladoras, y me gritó: “¿Continúo?”. Y
yo le contesté: “Adelante, muchacho, con todas tus fuerzas”. El pobre chico recibió poco
después un disparo en el corazón. Lo llevé hasta una trinchera con la esperanza de que la
herida no fuera mortal. Las únicas palabras que me dirigió fueron: “No te preocupes por
mí”. Cuando… (cont. pág. 3)
I
UNO
E
llwood era prefecto, de modo que ese año tenía una habitación
espléndida, con una ventana que daba a un saliente extraño del
tejado. Siempre andaba encaramándose a sitios a los que no debía
subirse. Aunque era a Gaunt a quien le encantaba de verdad el tejado. Le
gustaba ver a los chicos entrando y saliendo de Fletcher Hall para robar
galletas, a los prefectos pavoneándose por el césped en el patio o al
organista saliendo de la capilla. Lo tranquilizaba ver que la escuela seguía
adelante sin él, mientras lo contemplaba todo desde las alturas.
A Ellwood también le gustaba sentarse en el tejado. Ponía las manos en
forma de pistolas y disparaba a los transeúntes.
—¡Maldito alemán! ¡Le he dado en el ojo! Que se entere el káiser.
Gaunt, que había crecido veraneando en Múnich, no solía seguirle el rollo
con esos jueguecitos de soldados.
Con The Preshutian en equilibrio sobre la rodilla mientras pasaba la
página, Gaunt terminó de leer el último obituario. Conocía a siete de los
nueve chicos fallecidos. El in memoriam más largo estaba dedicado a
Clarence Roseveare, el hermano mayor de uno de los amigos de Ellwood.
En cuanto al amigo —y enemigo— de Gaunt, Cuthbert-Smith, un mísero
párrafo había bastado para resumirlo. Según aseguraba The Preshutian,
ambos muchachos habían tenido muertes nobles. Como todos los demás
alumnos de Preshute que habían muerto en la guerra.
—¡Pum! —murmuró Ellwood a su lado—. Auf Wiedersehen!
Gaunt le dio una calada larga al cigarrillo y dobló el periódico.
—Por lo visto, tienen bastante más que decir sobre Roseveare que sobre
Cuthbert-Smith.
Las pistolas de Ellwood volvieron a transformarse en manos, unas manos
ágiles, de dedos largos y manchados de tinta.
—Sí —respondió, distraído, acariciándose el pelo. Lo tenía oscuro y
alborotado; solía llevarlo repeinado hacia atrás con cera, pero vivía con
miedo de que se le soltara un rizo rebelde y llamara la atención de un modo
inapropiado—. Sí, me ha parecido una lástima.
—¡Un disparo en el vientre!
Gaunt se llevó automáticamente la mano a su propio vientre.
Se lo imaginó atravesado por un trozo de metal. Qué horror.
—Roseveare está destrozado por lo de su hermano —comentó Ellwood
—. Estaban muy unidos los tres.
—Parecía que estaba bien en el comedor.
—No le gustan los aspavientos —respondió Ellwood, frunciendo el ceño.
Tomó el cigarrillo de Gaunt, con mucho cuidado de no tocarle la mano. A
pesar de que el contacto físico era algo normal entre Ellwood y el resto de
sus amigos, rara vez le ponía un dedo encima a Gaunt, a menos que
estuvieran jugando a las peleas. Gaunt habría preferido morirse antes que
dejar que Ellwood supiera lo mucho que le molestaba.
Ellwood dio una calada y le devolvió el cigarrillo a Gaunt.
—Me pregunto qué diría mi in memoriam —reflexionó.
—«Muchacho vanidoso muere en un extraño accidente con un paraguas.
Seguimos a la espera de los resultados de la investigación».
—No —discrepó Ellwood—. No, creo que sería algo como: «¡La
literatura inglesa ha perdido hoy a su estrella más brillante!».
Le dirigió una sonrisa a Gaunt, pero él no se la devolvió; seguía con la
mano en el vientre, como si se le fueran a derramar las tripas como las de
Cuthbert-Smith si la quitaba de ahí.
Vio que Ellwood lo estudiaba.
—Yo escribiría el tuyo, ¿sabes? —añadió Ellwood en voz baja.
—Todo en verso, imagino.
—Por supuesto. Como hizo Tennyson con Arthur Hallam.
Ellwood solía compararse siempre con Tennyson y a Gaunt con el amigo
más íntimo de este. En general, a Gaunt le resultaba encantador, salvo
cuando recordaba que Arthur Hallam había muerto a los veintidós años y
Tennyson se había pasado los diecisiete años siguientes escribiendo poemas
de duelo. En esos momentos a Gaunt le parecía un poco morboso, como si
Ellwood quisiera que muriera para tener algo sobre lo que escribir.
Una vez Gaunt le había dado un rodillazo a Cuthbert-Smith en el vientre.
¿Sería muy diferente la sensación de recibir un golpe a la de recibir un
balazo?
—Cuthbert-Smith le parecía bastante guapo a tu hermana —comentó
Ellwood—. Me lo dijo en casa de lady Asquith, el verano pasado.
—Ah, ¿sí? —le preguntó Gaunt sin demasiado entusiasmo—. Qué bien
que confíe tanto en ti.
—Maud es genial —dijo Ellwood mientras se levantaba de golpe—. Una
chica maravillosa.
Un trozo de pizarra se desmoronó bajo sus pies y cayó al suelo, tres pisos
más abajo.
—¡La virgen, Elly, no hagas eso! —exclamó Gaunt, agarrándose al
alféizar de la ventana.
Ellwood sonrió y volvió a meterse en el cuarto.
—Entra, que fuera está todo mojado —le dijo.
Gaunt se apresuró a dar otra calada y tiró el cigarrillo por un desagüe.
Ellwood estaba tumbado en el sofá, pero, cuando Gaunt se sentó sobre sus
piernas, las apartó al instante.
—Odiabas a Cuthbert-Smith —dijo Ellwood.
—Ya, bueno… Voy a echar de menos odiarlo.
Ellwood se rio.
—Ya encontrarás a alguien a quien odiar. Como siempre.
—Seguro —dijo Gaunt.
Pero esa no era la cuestión. Había escrito poemas crueles sobre Cuthbert-
Smith, y Cuthbert-Smith (Gaunt estaba casi seguro de que había sido él)
había garabateado «Henry Gaunt es un ESPÍA alemán» en la pared del baño
de la biblioteca. Gaunt le había dado un puñetazo por aquello, pero nunca le
habría disparado en el vientre.
—Es como si creyera que va a volver el curso que viene, engreído como
él solo y contando cuentos chinos sobre el frente —dijo Ellwood despacio.
—Puede que no regrese nadie.
—Esa actitud derrotista nos va a hacer perder la guerra. —Ellwood ladeó
la cabeza—. Henry, Cuthbert-Smith era un idiota. Seguro que se puso
delante de la bala por diversión. No será así cuando vayamos nosotros.
—Yo no me pienso alistar.
Ellwood se rodeó las rodillas con los brazos mientras clavaba la vista en
Gaunt.
—Y una mierda —le soltó.
—No es que esté en contra de todas las guerras —se justificó Gaunt—.
Pero de esta sí. El «militarismo alemán», ¡como si nosotros no hubiéramos
mantenido nuestro imperio mediante la fuerza militar! ¿Por qué tienen que
dispararme a mí porque un serbio enfadado haya asesinado a un archiduque
austriaco?
—Pero Bélgica…
—Sí, sí, las atrocidades de Bélgica… —lo interrumpió Gaunt.
Ya habían hablado de todo eso antes. Incluso lo habían debatido, y
Ellwood le había ganado; 596 votos contra 4. Ellwood habría ganado
cualquier debate. Los alumnos lo adoraban.
—Pero tienes que alistarte —insistió Ellwood—. Si es que sigue la guerra
cuando terminemos de estudiar.
—¿Por qué? ¿Solo porque tú te alistarás?
Ellwood apretó la mandíbula y apartó la mirada.
—Vas a luchar, Gaunt —sentenció.
—Ah, ¿sí?
—Siempre estás luchando. Te peleas con todo el mundo.
Ellwood se frotó una pequeña zona plana de la nariz con un dedo. Lo
hacía a menudo. Gaunt se preguntó si a Ellwood le molestaría que le
hubiera dado un puñetazo allí. Solo se habían peleado entre ellos una vez. Y
no había sido Gaunt el que había empezado.
—Contigo no me peleo —respondió.
—ϒνῶθι σεαυτόν —le dijo Ellwood.
—¡Sí que me conozco a mí mismo! —exclamó Gaunt, abalanzándose
sobre Ellwood para asfixiarlo con una almohada, y durante un momento
ninguno de los dos pudo hablar; Ellwood se retorcía y se reía a carcajadas
mientras Gaunt trataba de tirarlo del sofá.
Gaunt era fuerte, pero Ellwood era más rápido, y se escurrió entre los
brazos de Gaunt y se cayó al suelo, inutilizado por la risa. Gaunt inclinó la
cabeza hacia un lado y ambos chicos juntaron las frentes.
—¿Te refieres a luchar así? —le preguntó Gaunt cuando recuperaron el
aliento—. ¿Quieres que mate a los alemanes a base de forcejear con ellos?
Ellwood dejó de reír, pero no apartó la frente. Se quedaron inmóviles un
momento, frente contra frente, hasta que Ellwood se apartó y apoyó la cara
en el brazo de Gaunt.
Todos los músculos de Gaunt se tensaron ante aquel movimiento. Sintió
el aliento caliente de Ellwood. A Gaunt le recordó a su perro, Trooper. Tal
vez por eso le alborotó el pelo a Ellwood, buscando con los dedos los
mechones que no se habían quedado fijos por la cera. Hacía años que no le
acariciaba el pelo, desde que tenían trece, en su primer año en Preshute,
cuando solía encontrarse a Ellwood acurrucado y sollozando bajo su
escritorio.
Pero ahora estaban en el último curso, y casi nunca se tocaban.
Ellwood estaba muy quieto.
—Eres como mi perro —le dijo Gaunt cuando sintió la pesadez del
silencio.
Ellwood se apartó.
—Gracias.
—Lo digo como algo bueno. Me encantan los perros.
—Ah, bueno, ¿pues quieres que te traiga algo? Ya tengo práctica con los
periódicos, aunque les dejo marcas con los dientes.
—No seas tonto.
Ellwood soltó una risita sin demasiada alegría.
—Yo también estoy triste por Roseveare y Cuthbert-Smith, ¿sabes? —
dijo.
—Ya —contestó Gaunt—. Y por Straker. ¿Te acuerdas de cuando los dos
atabais a los más pequeños a las sillas y les pegabais durante toda la noche?
Hacía años que Ellwood no se comportaba como un abusón, pero Gaunt
sabía que aún se avergonzaba de aquella vena de violencia incontrolable
que lo quemaba por dentro. Justo el trimestre anterior, Gaunt lo había visto
llorar de rabia al perder un partido de críquet. Gaunt llevaba desde los
nueve años sin llorar.
—Straker y yo no éramos ni de lejos tan crueles como los chicos del
curso superior a nosotros —protestó Ellwood, sonrojado—. Charlie
Pritchard nos disparó con balas de fogueo.
Gaunt esbozó una sonrisita, consciente de que se estaba burlando de
Ellwood porque le parecía que había hecho el ridículo al tocarle el pelo. Se
dijo que era el tipo de cosas que Ellwood les hacía a otros chicos cada dos
por tres. Sí, respondió una voz. Pero nunca a mí.
—De todos modos, tampoco es que fuera muy amigo de Straker —dijo
Ellwood—. Era un bruto.
—Todos tus amigos son unos brutos, Ellwood.
—Estoy cansado de todo esto. —Ellwood se puso de pie—. Vamos a dar
un paseo.
Tenían prohibido salir de sus habitaciones durante la hora asignada para
hacer los deberes, así que tuvieron que escabullirse a hurtadillas de
Cemetery House. Bajaron sin hacer ruido por las escaleras traseras y
pasaron por delante de la sala en la que el supervisor, el señor Hammick,
estaba reprendiendo a un chico de Shell por haberse escabullido. (Preshute
era una escuela privada relativamente nueva, y utilizaba con entusiasmo la
terminología de instituciones más antiguas y prestigiosas: «Shell» para el
primer año, «Remove» para el segundo y «Hundreds» para el tercero,
seguidos de «Lower» y «Upper Sixth», los últimos dos años de la
secundaria).
—Es algo rastrero e indecoroso, Gosset. ¿Quieres ser rastrero e
indecoroso?
—No, señor —lloriqueó el desgraciado de Gosset.
—Pobrecito —dijo Ellwood después de cerrar la puerta trasera tras ellos.
Recorrieron el sendero de grava hacia el cementerio que le otorgaba el
nombre a Cemetery House—. Los de su clase se han portado fatal con él,
solo porque el primer día les dijo a todos que era un duque.
—¿Y lo es? —le preguntó Gaunt, pasando la yema de los dedos por las
lápidas mientras caminaba.
—Sí, sí que lo es, pero ese es el tipo de cosas que hay que dejar que la
gente descubra por sí misma. Es como si yo me presentara a la gente
diciendo: «Hola, soy Sidney Ellwood y soy irresistiblemente atractivo». No
me corresponde a mí decirlo.
—Si estás esperando a que te lo confirme…
—Ni se me pasaría por la cabeza —respondió Ellwood mientras daba un
saltito alegre—. Llevo unos tres meses sin recibir ningún cumplido por tu
parte. Lo sé porque siempre los apunto en un papel y lo guardo en un cajón.
—No puedes ser más vanidoso.
—Bueno, el caso es que todos los compañeros de Gosset lo están
ignorando, y lo siento muchísimo por él.
Estaban cerca del viejo priorato en ruinas, al fondo del cementerio. A
medida que caía la noche iba haciendo más frío y había más humedad. El
cielo se fue oscureciendo hasta adoptar un tono azul marino y el viento
hacía ondear los fracs de los chicos. Gaunt se abrazó a sí mismo. Las tardes
de invierno en Preshute transmitían cierta sensación de expectación. Tal vez
fuera por el contraste entre el silencio de las imponentes colinas de detrás
de la escuela, el bosque negro y los prados azotados por el viento, y el
alboroto chispeante de los chicos en la casa. Mientras caminaban por los
campos vacíos parecía que podían ser los únicos que quedaban con vida.
Los padres de Ellwood tenían una gran finca en East Sussex, pero Gaunt se
había criado en Londres. El silencio le parecía algo mágico.
—Escucha —le dijo Ellwood, cerrando los ojos e inclinando la cara—.
¿No puedes casi visualizar a los romanos atacando a los celtas si te quedas
callado?
Se detuvieron.
Gaunt no era capaz de visualizar nada en aquel silencio.
—¿Crees en la magia? —le preguntó.
Ellwood se quedó callado durante tanto rato que, de haberse tratado de
otra persona, Gaunt habría repetido la pregunta.
—Creo en la belleza —respondió al fin Ellwood.
—Ya —dijo Gaunt con fervor—. Yo también.
Se preguntaba cómo sería ser alguien como Ellwood, que contribuía a la
belleza de los sitios, en lugar de arruinarla.
—En cierto modo todo esto es mágico —dijo Ellwood, caminando de
nuevo—. Críquet y caza y helados en el césped en las tardes de verano.
Inglaterra es mágica. —A Gaunt le dio la sensación de que sabía lo que iba
a decir Ellwood a continuación—. Por eso tenemos que luchar por ella.
La Inglaterra de Ellwood sí que era mágica, pensaba Gaunt mientras se
abría paso entre las ortigas. Pero no era Inglaterra. Gaunt había estado una
vez en el East End, un día en que su madre lo había llevado a darles sopa y
pan a los tejedores irlandeses. Allí no había críquet ni caza ni helados. Pero
a Ellwood nunca le había interesado la fealdad, mientras que Gaunt —tal
vez por Maud, porque leía a Bernard Shaw y a Bertrand Russell y escribía
locuras sobre las colonias en sus cartas— temía que la fealdad fuera
demasiado importante como para ignorarla.
—¿Recuerdas la guerra del Peloponeso? —le preguntó Gaunt.
Ellwood soltó una carcajada.
—Sinceramente, Gaunt, no sé ni por qué lo sigo intentando contigo. Nos
hemos saltado la hora de los deberes para no tener que pensar en Tucídides.
—Atenas era la mayor potencia de Europa, tal vez incluso del mundo.
Tenían democracia, arte y una arquitectura espléndida. Pero Esparta era casi
igual de poderosa. No tanto, pero casi. Y Esparta era militarista.
—¿Qué es esto, Gaunt? ¿Una parábola? ¿Eres Jesús o qué?
—Y los atenienses lucharon contra los espartanos.
—Y perdieron —añadió Ellwood mientras le daba una patada a un tronco
podrido.
—Sí.
Ellwood estuvo un buen rato sin contestar.
—Nosotros no vamos a perder —dijo al fin—. Somos el mejor imperio
que haya existido jamás.
La primera vez que se emborracharon juntos estaban en su segundo año en
Preshute. Gaunt tenía dieciséis años y Ellwood quince. Pritchard se las
había arreglado para convencer («lo mío me ha costado», les dijo en un
tono sombrío) a su hermano mayor de que le diera cinco botellas de whisky
barato. Pritchard, West, Roseveare, Ellwood y Gaunt se encerraron en el
cuarto de baño del piso superior de Cemetery House. Según descubrió
Gaunt más adelante, Ellwood había insistido en pagarle la botella a
Pritchard. A Ellwood le aterraba quedar de tacaño.
West escupió el primer trago que le había dado al whisky en el fregadero.
Era un chico torpe de orejas enormes al que todo se le daba mal: era negado
para los estudios y mediocre en los deportes, un fracasado feliz.
—¡Ay, Dios! ¡Está asqueroso! —exclamó.
Tenía la corbata torcida, como siempre; daba igual cuántas veces lo
castigaran por ir tan desastrado.
—Tú sigue bebiendo —le aconsejó Roseveare, que estaba sentado en el
suelo, relajado.
Gaunt lo miró y observó con cierta irritación que, incluso desaliñado,
tenía un aspecto impecable. Era el menor de los hermanos Roseveare, tres
chicos perfectos, cada uno más ejemplar que el anterior, y poseía un tipo de
belleza despreocupada y privilegiada que a Gaunt le daba rabia.
—Pues a mí me gusta —opinó Ellwood conforme giraba la botella para
mirar la etiqueta—. Lo mismo me doy a la bebida, como lord Byron. Hay
peores hábitos.
—Como los de los monjes —dijo Gaunt.
—Te ha quedado casi gracioso y todo, Gaunt —dijo Roseveare en un tono
alentador—. Ya irás mejorando.
Gaunt bebió un trago de whisky. No le gustaba mucho el sabor, pero lo
hacía sentirse ligero, como si nadie lo estuviera mirando. O puede que lo
hiciera sentir como si no debiera importarle que lo miraran. Se metió en la
bañera y se hundió hasta desaparecer de la vista de los demás, con la botella
apretada contra el pecho.
—Lord Byron era un sodomita —dijo West con la actitud de alguien que
comunica un secreto de Estado importante. Gaunt cerró los ojos—. Me lo
contó mi padre —continuó West—. Me dijo que tendrían que haberlo
fusilado.
—Tu padre piensa que hay que fusilar a todo el mundo — se burló
Roseveare.
—A todo el mundo, no —protestó West.
—Bueno, a ver —dijo Pritchard, contando con los dedos. Estaba sentado
sobre la cisterna, rodeando a West con las rodillas, que estaba sentado en la
tapa del retrete—. Lo dice de los homosexuales, de los católicos, de los
irlandeses y de cualquiera al que no le gusten los perros.
Pritchard era un muchacho con un aspecto poco memorable, y la verdad
es que la gente solía olvidarse de él, porque Charlie Pritchard era un atleta y
Archie Pritchard era un erudito, mientras que Bertie Pritchard (a quien los
chicos mayores solían llamar Mini, cosa que él odiaba) seguía sin saber qué
era lo que se le daba bien. Casi nada, según Gaunt. Pero a Ellwood le caía
bien.
—Y te has olvidado de los pobres —intervino Ellwood mientras se metía
en la bañera con Gaunt—. El «populacho».
Se acomodó entre las piernas de Gaunt y se sentó de cara a él.
—Ah, y los judíos, por supuesto —dijo Pritchard—. No nos podemos
olvidar de los judíos.
—Mala suerte, Ellwood.
—Yo soy de la Iglesia de Inglaterra —contestó Ellwood sin alterarse.
—¿Tú qué dices, West? —preguntó Pritchard—. ¿Le vale la conversión a
tu padre?
—Mira… —dijo West.
—¿Estás circuncidado, Ellwood? —le preguntó Pritchard. Ellwood
esbozó una sonrisa relajada, como si no le molestara lo más mínimo la
pregunta sobre su condición de judío—. ¿Hacemos que el padre de West lo
compruebe?
Ellwood no estaba circuncidado. Gaunt lo sabía, ya se había fijado antes,
en las duchas. Pero guardó silencio.
—No está circuncidado —dijo Roseveare—. Aunque tampoco es que
importe; el padre de West es muy categórico. Me temo que el pobre de
Ellwood no se libra de la muerte.
—Oye… —se quejó West.
—Ay —lo interrumpió Ellwood, recostándose en la bañera con una
sonrisa triste—. ¡Había tantas cosas que quería hacer! Pero… ¿Cuál es esa
cita de Eurípides en la que estoy pensando, Gaunt? Esa sobre la muerte.
—Πάσιν ημίν κατθανείν οφείλεται —contestó Gaunt.
—Justo. «La muerte es una deuda que todos debemos pagar». Si voy a
tener que morir trágicamente joven, pues que sea a manos del padre de
West.
—Bueno, bueno —dijo West—. Que yo no he dicho nunca que estuviera
de acuerdo con él, ¿eh?
Apoyó la barbilla en la rodilla de Pritchard para poder ver mejor a
Ellwood en la bañera.
—No, en serio, no me dejes disuadirte —dijo Ellwood—. Lo que necesita
este país es justo eso, derramar un poco de sangre. Estoy de acuerdo con tu
padre. Masacrar a todo el mundo. ¿Por qué no?
—Dejad de meteros con el pobre West; no le da el cerebro para tanto —
dijo Pritchard en un tono altivo que parecía sugerir que era un célebre sabio.
—¡Oye, que tengo cerebro de sobra! —protestó West.
—Por cierto, Pritchard —dijo Ellwood—, ¿qué has tenido que hacer para
que tu hermano nos suministrara una bebida tan excelente?
—No puedo ni hablar de ello —contestó Pritchard, sacudiendo la cabeza
—. Digamos que todos me debéis unos cuantos aperitivos.
—Hizo que le lamiera los zapatos delante de los de último curso —dijo
West. Pritchard le tiró del pelo—. ¡Ay! ¡Quita!
—¡Que te lo dije en privado!
—¿De verdad le has tenido que lamer los zapatos? ¿Cuáles? —preguntó
Ellwood.
—¿A qué te refieres con «cuáles»? ¿Qué más da cuáles hayan sido?
—No, tiene sentido —dijo West—. A mí no me importaría mordisquear
un cordón de zapato si fuera de la ropa de domingo de alguien.
—Es importante tener un criterio —convino Roseveare.
—Bueno, pues devolvedme el whisky. Ya encontraré a chicos más
agradecidos con los que beber.
Ellwood apretó la pierna contra la de Gaunt y esbozó una amplia sonrisa
mientras Pritchard intentaba arrebatarle la botella a West. Gaunt apoyó la
mejilla contra la porcelana fría y sonrió también.
Dos horas más tarde, Gaunt seguía solo un poco achispado, pero Ellwood
estaba completamente borracho. Se dio la vuelta en la bañera y apoyó la
espalda contra el pecho de Gaunt, con una mano en el muslo de su amigo y
agarrando la botella con la otra. Gaunt solo podía concentrarse en el calor
que irradiaba la espalda de Ellwood contra su pecho y en la mano grácil y
despreocupada sobre su muslo.
Gaunt retiró mínimamente la ingle. Una medida de protección.
—Uno de mis primos segundos estuvo en el Titanic —estaba contando
Roseveare; era 1913, y el Titanic era objeto de frecuentes conversaciones
apasionadas.
Roseveare y Pritchard estaban tumbados en el suelo. West se había
metido en el lavabo y silbaba El Danubio azul. Llevaba cuarenta y cinco
minutos silbándola.
Ellwood recostó la cabeza sobre el hombro de Gaunt.
—¿Qué? —le preguntó Gaunt.
—¿«Qué» qué?
—Te acabas de poner taciturno, como apesadumbrado.
Ellwood vaciló antes de hablar.
—Es por Maitland —dijo en voz baja—. Ya sabes que se va cuando acabe
el curso.
Gaunt se alegró de que Ellwood no pudiera verle la cara, porque no tenía
ni idea de qué expresión adoptar.
Durante todo el primer y el segundo año, John Maitland había estado
convocando a Ellwood en su habitación «para hablar sobre los equipos de
primaria». Maitland jugaba como extremo derecho en el equipo de fútbol y,
por consiguiente, toda la escuela lo adoraba, desde los maestros más ilustres
hasta los alumnos nuevos más insignificantes. Podía hacer lo que quisiera.
Aunque nadie lo decía jamás de manera explícita, claro; lo que los chicos
hacían juntos a oscuras solo era aceptable si no salía a la luz. Era algo
tácito, invisible y, sobre todo, temporal. Gaunt no tenía ninguna duda de
que tanto Maitland como Ellwood dejarían atrás su inmadurez y se casarían
con chicas respetables cuando se marcharan de Oxford o de Cambridge.
Pero, por ahora, eran amigos particulares.
—Le tengo mucho cariño —dijo Ellwood.
Pritchard y Roseveare seguían charlando sobre el Titanic.
—Me avergonzaría sobrevivir a algo así —dijo Pritchard.
—Parece algo poco varonil —convino Roseveare.
—Pero… —seguía diciendo Ellwood— no es el mismo tipo de cariño
que siento por…
Se interrumpió.
—¿Mi hermana? —sugirió Gaunt.
Ellwood dejó escapar una carcajada bastante desagradable.
—Sí, Gaunt, tu hermana —respondió.
Roseveare se incorporó de repente y les echó un vistazo a los chicos de la
bañera.
—Qué cómodos se os ve ahí juntitos.
Gaunt intentó apartar a Ellwood, pero su amigo no se movió.
—No lo avergüences, Roseveare, que no va a querer ser mi cojín nunca
más.
Roseveare se rio.
—Solo tú te atreverías a usar a Gaunt de cojín.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Gaunt, cerrando los puños
automáticamente.
—Nada, que le darías una paliza de muerte a cualquier otro que lo
intentara —contestó Roseveare.
—A ti sí que te voy a dar una paliza como no dejes de meter las narices
donde no te llaman —lo amenazó Gaunt.
Ellwood lo mandó callar entre risas, y Gaunt aflojó las manos.
—¿De qué estáis hablando, por cierto? —preguntó Roseveare.
—De chicas —respondió Ellwood.
—Mmm. Sigue, Pritchard —dijo Roseveare tras apoyarse de nuevo sobre
los codos.
—Pon que estás en un barco que se está hundiendo —continuó Pritchard,
como si Roseveare no hubiera abandonado nunca la conversación—. ¿No
preferirías ahogarte a vivir, sabiendo que has sido un sucio cobarde?
—Ah, pues claro —dijo Roseveare—. Como cualquiera.
—Me pregunto cómo estarían las chicas cuando el barco se estaba
hundiendo —dijo Pritchard.
—Bastante desesperadas por que alguien las reconfortara, supongo —
opinó Roseveare.
Pritchard soltó una carcajada lasciva.
Gaunt llevó los labios al oído de Ellwood hasta casi rozarlo para que
nadie pudiera oírlo.
—Seguro que Maitland siente lo mismo —le dijo—. Solo te estás
entreteniendo hasta que puedas casarte con Maud, ¿no?
Ellwood suspiró.
—Sí, supongo que sí. —Apoyó la frente en el cuello de Gaunt. Gaunt se
aferró a los bordes de la bañera—. Lo siento, sé que te incomoda que te
hable de él.
Sí que lo incomodaba. Según lo que Ellwood le contaba a Gaunt sobre
Maitland, y según lo que Gaunt había podido ver por sí mismo, Maitland
era prácticamente un príncipe del Renacimiento. Era guapo y brillante y
tenía mucho talento, y sin embargo Ellwood no lo quería. Si Maitland no
era capaz de mantener el afecto de Ellwood…
Ellwood solía entregarse a la gente, siempre había sido así, pero a Gaunt
nunca le había parecido una muestra verdadera de sus sentimientos. Era
solo que a Ellwood le gustaba que lo quisieran.
—No me incomoda —respondió Gaunt, incómodo.
—Claro que sí. Se nota que estás tenso —dijo Ellwood. Le puso una
mano en el cuello a Gaunt—. Como si estuvieras esperando a que te pegara.
—No me importa que me incomodes, Elly —dijo Gaunt con delicadeza.
Ellwood giró la cabeza sobre el hombro de Gaunt para mirarlo. Tenía los
párpados pesados por el alcohol, pero los mismos iris de siempre: marrones,
luminosos. A Gaunt lo embargó el impulso —quizá motivado por el
alcohol, quizá por valentía o quizá por estupidez— de inclinar el rostro
hacia delante.
Pero se contuvo.
Ellwood enroscó los dedos sobre el muslo de Gaunt y le provocó un
cosquilleo insoportable en la pierna. Solo los separaban unos centímetros de
aire cargado de electricidad. Gaunt se alegró de haber pensado en apartarse
para entonces. Habría sido catastrófico dejar que Ellwood sintiera lo que
aquel movimiento de los dedos le había provocado.
—Solo quiero… —dijo Gaunt; Ellwood cerró los ojos— ser tu amigo.
Ellwood giró la cabeza hacia delante.
—He bebido demasiado —dijo.
—¿A la cama? —le preguntó Gaunt.
Ellwood soltó una carcajada seca.
—¿Me estás proponiendo algo, Gaunt?
Gaunt se sonrojó.
—Pues claro que no —respondió.
—Pues claro que no —repitió Ellwood. Salió con cuidado de la bañera y
estuvo a punto de pisar a Pritchard por el camino—. Hasta luego, chicos,
tengo una cita con el catre.
Gaunt cumplió dieciocho años en diciembre de 1914, cuatro meses después
de que se declarara la guerra. Los chicos se apelotonaron en su habitación,
dirigidos por Ellwood, y lo envolvieron en su manta. Lo llevaron en brazos,
hecho un ovillo, hasta el vestíbulo de techos altos de la residencia y,
agarrando los bordes de la manta, lo lanzaron dieciocho veces por los aires.
—¡Y una más para que te traiga suerte! —gritó Ellwood, y Gaunt,
sonriendo, tensó el cuerpo en posición de hombre muerto, con los brazos
cruzados.
Los chicos bajaron la manta, gritaron «¡Diecinueve!» a la vez y lo
lanzaron tan alto que Gaunt tuvo que estirar las manos para no chocarse
contra el techo.
El señor Hammick esbozó una sonrisa indulgente mientras los muchachos
subían a los dormitorios.
—¡Solo falta un año para que puedas alistarse, Gaunt! —le dijo.
Gaunt le dirigió una sonrisa incómoda.
—¿Qué ocultas debajo del pijama, Gaunto? —le preguntó West,
rodeándolo con el brazo—. Parecía como si estuvieras hecho de ladrillos.
—La verdad es que sí que estás rollizo —dijo Pritchard.
—Casi atraviesa el techo de un puñetazo —añadió Roseveare.
—La próxima persona que me llame «rollizo» se lleva una paliza —los
amenazó Gaunt.
—¡Uuuh! —gritaron los chicos con voces agudas y burlonas.
—Feliz cumpleaños, viejo amigo —le dijo Ellwood en voz baja.
La madre y la hermana de Gaunt llegaron a la hora del almuerzo. Gaunt le
estaba contando a Ellwood un fragmento interesante que había encontrado
al leer a Tucídides (el odio de Ellwood hacia los estudios era en realidad
fingido) cuando West le lanzó una cucharada de guisantes. O al menos lo
intentó; la mayoría le dieron a Pritchard, que suspiró y se los sacudió del
pelo con una mirada de resignación martirizada.
—¡Lo siento, lo siento! —se disculpó West—. ¿No es esa tu madre,
Gaunt?
Gaunt no esperaba visitas. Esa tarde lo dejarían comer un trozo de tarta y
sabía que Ellwood le daría un regalo; con eso le bastaba. Siempre resultaba
extraño ver a los padres en la escuela; era como ver a un zorro en la ciudad.
—¿Quién es la chica? ¿Nos has estado ocultando que tenías una
hermana? —le preguntó West.
—Una hermana gemela —respondió Ellwood a traición.
—No es posible que sea tu gemela. Es guapa —dijo West.
Gaunt le dio un ligero golpe en la cabeza y salió corriendo hacia el patio.
Ellwood lo siguió de cerca.
—¡Henry! —lo saludó Maud, y luego, más bajo, añadió—: Sidney.
Ellwood esperó a que Gaunt hubiera abrazado a Maud para contestar.
—Hola, Maud. ¿Has encogido?
Maud rio. Ellwood siempre la hacía reír. Cuando iba a su casa a pasar las
vacaciones, solía tumbarse en el jardín, intentando ligar con ella. Nunca lo
conseguía —a Maud no le iba eso de coquetear—, pero Gaunt había notado
que le agradaba que lo intentara.
—Es un bobo —había dicho una vez sobre él, con cariño.
—¿Tú crees? —le había preguntado Gaunt, a quien aquello le había
parecido una interpretación de lo más errónea, como decir que Napoleón
era «muy gracioso».
—Pues claro, a Ellwood no le importa nadie —había respondido Maud, y
Gaunt se había quedado demasiado destrozado como para contestar, como
siempre que Maud decía alguna verdad nueva y espantosa.
—No, Sidney, no he encogido —le respondió Maud a Ellwood—. Tú has
crecido, y estás esperando que te haga un cumplido.
—¿Y no me vas a lanzar ninguno? —le preguntó Ellwood con una
sonrisa.
Maud volvió a reír y sacudió la cabeza.
—Feliz cumpleaños, Heinrich —le dijo a Gaunt su madre.
Varios chicos que pasaban por allí se giraron al oír el acento alemán.
—Vamos adentro, ¿os parece? —les dijo Gaunt.
No necesitaba avivar más los rumores de que era un espía alemán. Ya
tenía bastante con que su segundo nombre fuera Wilhelm.
—Podéis ir a mi habitación —les ofreció Ellwood.
—Gracias —respondió Gaunt, que tenía pensado utilizar la habitación de
Ellwood con o sin su permiso.
Gaunt agarró a su madre del brazo. Maud y Ellwood caminaban por
delante, sin tocarse. Maud iba riéndose de todo lo que decía Ellwood, y en
un momento determinado Ellwood dio un saltito, satisfecho de sí mismo.
Ellwood los acompañó hasta Cemetery House, los llevó por la gran
entrada principal que casi nadie utilizaba y los condujo hasta su habitación.
—Qué bonita —dijo Maud, mirando los cuadros que Ellwood había
comprado en el pueblo.
—Es una habitación magnífica —dijo Ellwood—. Odio la idea de que se
la vaya a quedar otra persona el año que viene. ¿Te gusta ese cuadro, Maud?
No es que esté pintado demasiado bien, pero me recordó a la batalla del
Nilo, así que tuve que comprarlo.
—Me encanta —contestó Maud—. Siempre me ha gustado Nelson.
—No empieces a hablarle de Nelson a Ellwood —le pidió Gaunt.
Ellwood se lanzó contra la pared y se llevó las manos a una herida
imaginaria en el pecho.
—¡Bésame, Hardy! —gritó.
—No te rías —le ordenó Gaunt a Maud—, que así lo animas. Lárgate,
Elly, que no nos hace falta ningún espectáculo.
—Ah, bueno, vale —dijo Ellwood. Le ofreció una pequeña reverencia a
la madre de Gaunt y le dirigió una sonrisa a Maud—. Me alegro de haberos
visto a las dos. Os podéis quedar todo el tiempo que queráis, Henry; yo voy
a estar fuera un buen rato.
Gaunt asintió y Ellwood se marchó.
La madre y la hermana de Gaunt se acomodaron en el sofá y Gaunt se
apoyó en el alféizar de la ventana, frente a ellas.
—¿Cómo estáis?
Su madre se echó a llorar. Gaunt buscó un pañuelo en el bolsillo del traje
y se alegró cuando Maud sacó uno antes que él. Le había dejado el suyo a
Pritchard esa mañana, cuando le había sangrado la nariz después de que el
señor Larchmont le tirase un libro a la cara. (Pritchard se lo había
merecido).
Siguió haciendo como que buscaba el pañuelo hasta que oyó que su
madre iba dejando de sollozar.
—Ay, Heinrich, es horrible, horrible… A tu tío Leopold lo han…
Una nueva oleada de sollozos le impidió continuar.
Gaunt se estudió las uñas.
—Han acusado al tío Leopold de espiar para los alemanes —dijo Maud.
Gaunt alzó la vista. Maud tenía la mirada clavada en él mientras le
acariciaba la espalda a su madre.
—¿Y ha estado espiando para los alemanes? —preguntó, dirigiéndose a
Maud.
—¡Pues claro que no! —exclamó su madre, y Maud trató de calmarla.
—Deja de llorar, Mutter —dijo Gaunt—. Todo irá bien.
—Papá cree que no acabará pasando nada, pero esta mañana han lanzado
un ladrillo contra la ventana del salón —dijo Maud—. Y la mitad de los
criados ha presentado su dimisión.
Gaunt sentía en las yemas de los dedos la necesidad de tener un cigarrillo,
pero no iba a insultar a su madre y a su hermana fumando delante de ellas.
—Ya pasará todo —dijo—. Dentro de tres semanas nadie se acordará.
Maud lo miró incrédula, pero su madre se sonó la nariz y se enderezó.
—A tu padre lo tienen vigilado en el banco por todo esto. Has de alistarte,
Heinrich. Si tenemos un hijo en el ejército, nadie se atreverá a decir que no
somos patriotas.
Gaunt parpadeó antes de recuperar el control de su rostro.
—Todavía no tengo diecinueve años —respondió sin alterarse.
—¡Como si eso importara! Mides casi uno noventa.
—Voy a ir a Oxford a estudiar los clásicos.
Su madre se levantó. Gaunt se incorporó y se separó de la ventana.
—¿Quieres que Maud muera siendo una solterona? —le preguntó.
Maud emitió un pequeño sonido de protesta desde el sofá.
—La guerra acabará en unos meses. Para cuando Maud se vaya a casar,
ya habrá quedado en el olvido.
—¡La gente nunca olvida la cobardía! —le espetó su madre con tanta
agresividad que Gaunt parpadeó de nuevo.
El chico sonrió.
—¿Y tú, Maud? ¿Quieres que muera para mejorar tus posibilidades de
casarte?
Maud apartó la mirada. A Gaunt le pareció que se sentía culpable.
El día en que se había anunciado la guerra habían estado juntos en una
fiesta al aire libre en Londres. Había varios aristócratas alemanes rondando
las fresas con nata.
—¿Tengo el deber patriótico de apuñalar a alguno con el tenedor? —
había preguntado Ellwood.
—Calla —le había dicho Maud, furiosa—. No seas tan frívolo. ¿No te das
cuenta…?
Maud se había marchado antes de acabar siquiera la frase, y Ellwood
había silbado mirando a Gaunt con expresión divertida. Pero a Gaunt no le
había hecho ni pizca de gracia.
—Es aterrador que te odien —estaba diciendo ahora Maud.
Gaunt volvió a la ventana. Vio a Ellwood en el patio, sentado sobre los
hombros de Roseveare, y a Pritchard sobre los de West; se estaban peleando
con unas reglas largas que blandían como sables en una batalla de
caballería.
No estaban allí para replicar,
no estaban allí para razonar,
tan solo para vencer o morir.
En el valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.
Al igual que todos los estudiantes ingleses, se sabía de memoria «La
carga de la Brigada Ligera», de Tennyson. Ellwood tenía la costumbre de
recitar el poema entero con voz sonora cuando estaba demasiado cansado
como para hacerse el interesante.
—Es una guerra estúpida —dijo Gaunt.
—Papá dice que no va a durar mucho —comentó Maud—. Que es
probable que ya haya acabado para cuando tengas que unirte al frente.
Gaunt se preguntó si su hermana se creería lo que estaba diciendo. Maud
leía The New Statesman; Gaunt sabía que, si no hubiera sido por las
atrocidades de Bélgica, Maud podría haber sido objetora de conciencia.
—Tienes que alistarte antes de que sea demasiado tarde —le pidió su
madre—. Si te alistas cuando ya esté terminando la guerra, la gente dirá que
no tenías intención de luchar.
Gaunt cerró los puños y dio unos pequeños golpes contra el alféizar de la
ventana.
—¡Ya me gustaría a mí ver como se alistan ellas! —bramó Gaunt, dando
zancadas de un lado a otro por Fox’s Bridge.
Ellwood estaba sentado con las piernas cruzadas en el parapeto de piedra.
—Me moriría si alguien me diera una pluma blanca —dijo.
Gaunt había ido al pueblo con la intención de comprarse unos guantes de
boxeo nuevos con el billete impecable de una libra que llevaba en el
bolsillo. Se había detenido frente al escaparate de Wyndham & Bolt, y
estaba debatiéndose sobre si no sería mejor en realidad comprarse un bonito
palo de hockey cuando se le acercaron dos jóvenes. Eran muchachas de lo
más elegantes, con sombreros londinenses nuevos. La más guapa de las dos
le preguntó:
—¿Cómo es que no estás en el frente?
Los transeúntes se detuvieron para escuchar su respuesta.
—Aún no he cumplido diecinueve años.
Las dos mujeres se miraron.
—Eso es lo que dicen todos —dijo la que era menos agraciada, y le
tendió una pluma blanca.
Gaunt la miró sin comprender nada.
—Para un soldado valiente —dijo la mujer más atractiva con una risa
desagradable.
Gaunt no podía moverse. Se había quedado clavado en el suelo, sentía
fuego en las entrañas y le escocía la piel por las miradas despectivas de la
multitud que lo rodeaba. Al ver que no iba a aceptarla, la mujer le metió la
pluma blanca en el ojal.
—Menuda vergüenza —oyó que murmuraba alguien—. Un joven tan
fornido…
—No se habrían atrevido jamás a decirte eso si fueran hombres —dijo
Ellwood—. Los habrías dejado sin dientes.
—No podía ni reaccionar.
Había sido como si se hubiera vuelto de piedra. La vergüenza lo había
paralizado por completo. Daba igual que pensara que la guerra iba a
perjudicar al imperio, que no estuviera de acuerdo con ella por principios.
Al enfrentarse a todos esos rostros desdeñosos que lo observaban, lo único
que había deseado era desaparecer. Era como si él fuese el enemigo.
Se oía el ruido del arroyo corriendo bajo ellos y estaban hablando por
encima de la cacofonía del canto de los pájaros. Resultaba difícil imaginar
que en Francia hubiera hombres disparándose unos a otros con
ametralladoras.
—No soy ningún cobarde —dijo Gaunt; había pretendido sonar enérgico,
pero en realidad le salieron las palabras como una pregunta.
Ellwood bajó de un salto del parapeto.
—Henry.
Gaunt levantó la mirada y Ellwood le posó una mano en el hombro.
Gaunt se quedó inmóvil, luchando al instante contra el instinto de apartar el
hombro, pero el contacto físico de algún modo le hizo volver en sí. En el
pueblo se había sentido como si fuera contagioso. Ellwood tenía los ojos
marrones y acuosos abiertos de par en par, sorprendidos.
—Claro que no eres ningún cobarde.
—Puede que sí lo sea —dijo Gaunt con una risita—. Es solo que… Ernst
y Otto…
Ellwood conocía a los primos de Gaunt de Múnich. Había ido a visitarlos
en 1913. Se habían emborrachado todos juntos con cerveza elaborada por
monjes y habían cantado canciones bávaras. A veces Gaunt se preguntaba
cuánto de su pacifismo supuestamente noble provendría en realidad del
miedo a que lo obligaran a matar a sus primos. Se imaginaba clavándole
una bayoneta a Ernst o lanzándole una granada a Otto.
—No tienes miedo a morir, Henry. Es solo que te niegas a matar. Eso no
es cobardía.
Gaunt asintió con vigor. Había estado bebiendo y le costaba concentrarse
en algo que no fuera la mano de Ellwood sobre su hombro. No se habían
tocado desde el día en que había fallecido Cuthbert-Smith. Aunque tampoco
es que Gaunt llevara la cuenta de esas cosas.
No podía llevar la cuenta de nada. Tan solo miraba a Ellwood,
hambriento, fijándose en el modo en que sus pestañas largas y negras se
extendían ligeramente hacia los lados y en el blanco impoluto de sus ojos.
Los labios de Ellwood eran los más increíbles que había visto Gaunt jamás,
con el arco de Cupido muy marcado, como si se los hubiera pintado una
mujer en la cara con carmín.
Ellwood, vacilante, dirigió la otra mano hacia la mandíbula de Gaunt.
Gaunt se resistió a inclinarse hacia ella, pero cerró los ojos tras pestañear.
—Henry —le dijo Ellwood en una voz tan baja que Gaunt tuvo que
inclinarse hacia delante para oírlo (por eso se había inclinado hacia delante:
para oírlo) y entonces la nariz de Ellwood le rozó la suya.
Gaunt sintió un cosquilleo en los labios. No podía pensar. Apartó la boca
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