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Me Van A Tener Que Disculpar

El autor reflexiona sobre la dificultad de mantener la imparcialidad al juzgar a las personas, especialmente cuando se trata de un deportista que le ha dejado una profunda huella emocional. A través de su experiencia personal y el impacto del tiempo, se siente en deuda con este jugador, quien representa más que un simple partido de fútbol, simbolizando una victoria emocional y colectiva. Finalmente, el autor acepta que su aprecio por el deportista lo lleva a evitar críticas y a recordar con gratitud ese momento significativo en la historia del fútbol.
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Me Van A Tener Que Disculpar

El autor reflexiona sobre la dificultad de mantener la imparcialidad al juzgar a las personas, especialmente cuando se trata de un deportista que le ha dejado una profunda huella emocional. A través de su experiencia personal y el impacto del tiempo, se siente en deuda con este jugador, quien representa más que un simple partido de fútbol, simbolizando una victoria emocional y colectiva. Finalmente, el autor acepta que su aprecio por el deportista lo lleva a evitar críticas y a recordar con gratitud ese momento significativo en la historia del fútbol.
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l壱Me van a tener que disculpar

l弐Eduardo Sacheri

Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de
bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de
ser a determinadas estipulaciones aceptadas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere
ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, siempre con la misma
idéntica vara.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos
por el solo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de
sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos
en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse
demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen
irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que
lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero
de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la
humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi
patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos
trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista.
Imagínense, señores. Llevo escritas 263 palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones,
y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota.
Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez
tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si
me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le
debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar
moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito
de evitar siempre cualquier eventual reproche.
El no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es
la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes
esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a
menudo. Es que hablar de él, entre los argentinos, es casi uno de nuestros deportes
nacionales. Para ensalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de
los infiernos. Los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí
es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me
impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi
turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando
de sus perpetuos halagadores, nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y
rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los
muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, tomo aire, hago
como que pienso y digo alguna sandez al estilo de: Y, no sé, habría que pensarlo; o tal vez
arriesgo un vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta;. Es que tengo
demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de
condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones
para ellos.
Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo
escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería
permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos,
inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los
seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de
las ínfimas traiciones tan propias de nosotros, los mortales. Y en realidad es por ese carácter
tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como la hago. Como un modo de subsanar, en
mis modestos alcances esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión
en la que mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de
adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la
memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día
inolvidable en el que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta el presente, he mantenido
en secreto. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése.
Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo
ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca
vamos a lograr desprendernos. Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la
tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones
de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta.
Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido.
Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumulada en todos esos
tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En
un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los
de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque
somos pocos, estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son
ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de
terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más
grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras,
diciéndonos en silencio “te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros”.
Así que están ahí los tipos. Los once tuyos y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más
que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te
apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de
tragedia, va ese tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta
enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana.
Y, aunque sea, les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más
enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus
calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que
el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso sólo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te
afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que
esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga “bueno, es suficiente, me doy
por hecho”, hay más. Porque el tipo, además de piola es un artista. Es mucho más que los
otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que
está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una
mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno
por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten
la música, pero van sintiendo un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y
el tipo sigue adelante. Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca.
Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano.
Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va
a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a
entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le
amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la
historia y las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como
en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se
miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso,
porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo
aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a
evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos,
los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para
siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a
abrazarse con todos y a levantar luego los ojos hacia el cielo. Y hace bien en mirar al cielo,
porque no sé si sabe, pero ahí están todos, todos los que no pueden mirarlo por la tele ni
comerse los codos.
Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado
grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que
ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre en cada rincón del mundo. Ellos
volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos
pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose
definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e
inolvidable. Así que, señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara
con la que suponen debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a
Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas.
Porque, ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por dejar
que los ingleses tuvieran todavía los otros días de su vida para tratar de olvidarse de ese, al
menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida.

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