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Angel Rama - Ensayos Sobre Literatura Venezolana

El libro 'Ensayos sobre literatura venezolana' de Angel Rama es una recopilación de trabajos críticos dispersos que abordan diversos aspectos de la literatura y cultura venezolana. A través de su estilo apasionado y reflexivo, Rama contextualiza obras y autores, destacando su método crítico que integra literatura con fenómenos sociales y políticos. Aunque algunos ensayos son bosquejos, todos ofrecen puntos de partida valiosos para el análisis crítico de la literatura latinoamericana.

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Angel Rama - Ensayos Sobre Literatura Venezolana

El libro 'Ensayos sobre literatura venezolana' de Angel Rama es una recopilación de trabajos críticos dispersos que abordan diversos aspectos de la literatura y cultura venezolana. A través de su estilo apasionado y reflexivo, Rama contextualiza obras y autores, destacando su método crítico que integra literatura con fenómenos sociales y políticos. Aunque algunos ensayos son bosquejos, todos ofrecen puntos de partida valiosos para el análisis crítico de la literatura latinoamericana.

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Ensayos

sobre literatura
venezolana
Angel Rama
ESTUDIOS

ENSAYOS
SOBRE LITERATURA
VENEZOLANA
Angel Rama

ENSAYOS
SOBRE LITERATURA
VENEZOLANA

rólogo
RAFAEL CASTILLO ZAPATA

Monte Avila Editores


1?. edición en M.A., 1990

D.R. OMONTE AVILA LATINOAMERICANA, C.A., 1985


Apartado Postal 70712, Zona 1070, Caracas, Venezuela
ISBN 980-01-0305-8
Diseño de colección y portada: Claudia Leal
Fotocomposición y paginación: La Galera de Artes Gráficas
Impreso en Venezuela
Printed in Venezuela
CRITERIO DE LA EDICIÓN

EL PRESENTE libro es una recopilación, por una parte, de tra-


bajos dispersos en diversas publicaciones periódicas venezolanas y
no recogidos antes en forma de libro y, por otra, de trabajos cuya
reedición no se había emprendido hasta ahora y que, ciertamente,
el público interesado demandaba. Reunidos por vez primera en un
solo conjunto unitario, esperamos contribuir así a la divulgación de
uno de los pensamientos críticos más lúcidos y polémicos de la con-
temporaneidad latinoamericana.
LA DIFÍCIL AVENTURA DE LA TOTALIDAD

UNA LECTURA del cuerpo de la obra crítica de Angel Rama


produce a menudo la sensación de estar ante el desarrollo de un
movimiento serpenteante del pensamiento y del discurso. Nunca
avanzando sin revisar los pasos precedentes, la evolución de su pen-
samiento acerca de una obra, de un autor o de un período de la
historia de la literatura o de la cultura del continente, se muestra
al lector como el resultado de un desplazamiento no rectilíneo si-
no, se diría, recursivo, de amplificaciones que requieren de una
especie de vuelta atrás provisional para desarrollarse, reelaboran-
do constantemente lo ya acumulado para progresar. Así, lo que
podría ser considerado a simple vista como una perturbadora rei-
teración, no es más que el reflejo de una de las cualidades más atra-
yentes de la personalidad y del trabajo de Rama: la de la fideli-
dad de su pensamiento a una serie de ideas nucleares que, en vez
de esclerosarlo o paralizarlo, le sirven de apuntalado pivote pa-
ra, en el camino, ir apropiándose de ideas nuevas, las cuales, en
la medida en que se insertan a la columna vertebrante de aque-
llas ideas sostenidas, lo dinamizan de un modo casi automático,
como llevado por su propio impulso, consecuencia natural del pro-
10 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

ceso de su desplazamiento. De manera que, por envolvimiento y


recapitulación, el itinerario de sus reflexiones refresca siempre la
memoria de lo ya conocido y, al mismo tiempo, va descubriendo
nuevos territorios que se anexionan al conjunto sin provocar re-
chazo: conocimientos injertados, se diría, que prenden en una car-
ne desde un primer momento hábilmente preparada para ello.
Este apego por las ideas primeras, centrales de su pensamiento,
no nos habla sólo de su fidelidad; nos habla, además, de su sen-
sualidad teórica y existencial. En efecto, lo que este conjunto de
recapitulaciones que impulsan progresiones pone de relieve, es el
empecinamiento goloso del que se rehúsa a abandonar los anti-
guos placeres, saboreándolos, entonces, indefinidamente a medi-
da que reconoce otros, superponiendo y complejizando la degus-
tación. Lo cual puede explicar el hecho de que sus mejores trabajos
sean precisamente aquellos emprendidos alrededor de fenómenos
y objetos que —sensual y no sólo teóricamente— lo seducen: su acer-
camiento teórico a la realidad no es tanto el del profesional obje-
tivo, que permanece supuestamente distante, como el del enamo-
rado que recorre imperturbable los diferentes cuerpos amados. Con
esto se nos muestra, por añadidura, otra de las facetas del modus
operandi intelectual de Rama: su indisimulado y contundente apa-
sionamiento. Sólo a la pasión puede atribuírsele esa fidelidad y
esa continuidad; pero, al mismo tiempo, sólo la pasión es respon-
sable de esa inquietante versatilidad que, paradójicamente, en sus
mejores momentos, alcanza un raro equilibrio entre las asimila-
ciones y la dispersión. Sólo a una pasión que se caracteriza por
una apertura constante hacía lo nuevo, hacia los continuos cam-
bios del mundo, se le puede hacer viable ese difícil matrimonio en-
tre la tradición de lo apropiado y la vanguardia de lo recién des-
cubierto. Sólo la pasión, finalmente, puede explicar, además, la
energía de un intelecto que nunca muestra mejor sus cualidades
que en el momento de polemizar con otros. Defensa vehemente —
y elegante— de las propias convicciones, lo mejor de la crítica de
Rama siempre tiene en buena proporción, ciertamente, el ingre-
diente del cuestionamiento y de la réplica; evidencia, sin duda, de
una inteligencia nunca complaciente, siempre en trance de pro-
vocación. Todo lo cual, me parece, conforma, desde ya, lo que po-
dríamos llamar, con entera propiedad, un estilo.
Ese estilo no estaría retratado por completo, sin embargo, si no
PROLOGO 11

añadiéramos que esa pasión de Rama por su propio pensamiento


y por su propia escritura tiene también las virtudes y los defectos
de la exhaustividad. Sí; no sólo por apego sensual a los materiales
de su haber teórico recapitula Rama sobre lo hallado para acu-
mular luego nuevo material hacia adelante; es también por el de-
seo de abarcar una comprebensiva totalidad de los objetos por lo
que intenta cubrir y recubrir esos caminos ya transitados, tratan-
do de completar lagunas, de enmendar descuidos e inadvertencias.
Una totalidad que, sin embargo, no sin cierta paradoja, se pre-
senta a menudo como fragmentaria —una totalidad hecha de pu-
ros fragmentos; una gestalt, si ustedes quieren— o, en todo caso,
una totalidad siempre provisional, como a punto a cada instante
de ser desnivelada por un nuevo matiz, algún detalle, alguna nueva
precisión. Su aprovisionamiento de nueva sustancia prolonga, en-
tonces, en su avance, ese mismo gesto de ansiedad por lo total que
lo caracteriza. Ansiedad que, por exceso —y hénos aquí pisando
de frente el terreno de los vicios—, lo lleva a veces a saturar con
interpolaciones considerables la exposición de cualquiera de sus
temas, o a pespuntear el texto, otras, con referencias que pueden
resultar superfluas —cuando no francamente rebuscadas— en el
devenir de su discurso. Cuestiones éstas que, en su conjunto, pue-
den ser conectadas todavía con otra de sus señales de identidad:
esa suerte de «fiebre de informar» que se apodera de él cuando se
encuentra más seguro de su pormenorizado saber. Avido cazador
de novedades, Rama no puede nunca morderse la lengua frente
a sus hallazgos; está imbuido de una intención ostentosa de com-
partir con el lector su vasta mina de noticias, no pudiendo evitar,
por eso, algunas veces, simplemente apabullarlo. Pero la mayor
parte del tiempo Rama no es sólo un teórico o un científico; es por
encima de todo, quizás, un excelente conversador, un invalorable
divulgador.

hs

Fidelidad por lo intelectualmente asimilado y receptividad cons-


tante frente a lo desconocido; sensualidad de la reflexión y de la
frase que se detienen a madurar sus placeres al lado de un tema
siempre recurrido; afán de totalidad y de exhaustividad, furia de
informar; apasionamiento descarado de un intelecto que sólo se
12 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

siente a sus anchas poniéndose a prueba frente a cualquier oponen-


te, espontáneo o provocado, todos estos rasgos distintivos de una
manera de ser y de proceder intelectuales están presentes en los textos
—redondos algunos; otros, de desarrollo interrumpido— que Angel
Rama dedicara a entender diversos aspectos de la realidad de la
literatura y de la cultura venezolanas, y sobre la que prácticamente
se abalanzó, vicioso de lo desconocido. Con esa capacidad suya
de agotar en poco tiempo y de manera profunda los paisajes de
todo lo intelectualmente inédito para su experiencia, no dejó de
visitar los lugares más repasados de la orografía literaria nacio-
nal. Vistos por él, parecian realmente vírgenes; y de su espasmódi-
ca revisitación se iba levantando un mapa distinto de esos territo-
rios. Ocioso es decir que no pudo abarcarlo todo y que sólo en
algunas regiones muy delimitadas del espacio literario venezola-
no pudo dar lo que era natural esperar de sus capacidades; pero
su método de enfrentamiento con ese espacio y sus habitantes; es
un modelo invalorable de atinada cartografía crítica.
Desde un primer momento, el apasionamiento que lo caracteri-
zaba le hizo, no sólo emprender aventuras de vasta proyección con-
tinental —cuya huella imperecedera es sin duda la imprescindi-
ble Biblioteca Ayacucho— o de renovada ventilación académica
—como sus recordados cursos en la Escuela de Letras de la Univer-
sidad Central—, sino además acercarse a aquellos escritores vene-
zolanos con los que descubrió, al poco tiempo de haber entrado
en contacto con ellos, lo que pudiéramos llamar, sin mucho temor
a equivocarnos, «afinidades electivas». Sí; no es nada gratuito, por
ejemplo, que una de las primeras y más sustanciosas presas que
atrajeran su avidez intelectual fuera precisamente aquélla consti-
tuída por la personalidad y la obra tumultuosas de Rufino Blan-
co Fombona. Al leer las páginas reunidas aquí bajo el título de
«Rufino Blanco Fombona íntimo», podremos percatarnos de la serie
de correspondencias que, fantasmática y realmente, se establecie-
ron entre Rama, apasionado polemista intelectual, y la figura pro-
blemática, tormentosa y legendaria del libelista más corrosivo yele-
gante de la época de Gómez. Muestra de su manera de abordar un
problema literario, en las páginas de este breve como enjundioso
trabajo, la figura de Blanco Fombona se dibuja sobre el fondo de
una red de relaciones estéticas y culturales que le proporcionan
su razón de ser histórica —y hasta psicológica—. Entroncados con
PROLOGO 13

la tradición modernista de lo que Rama denomina «el egotismo


latinoamericano», la manía del «diario íntimo», el papel social
del dandy, la afición por el reto y las destempladas maneras caba-
llerescas del duelo, que constituyen rasgos resaltantes de la perso-
nalidad y de la obra del autor de Camino de imperfección, encuen-
tran un lugar en el proceso global de la literatura latinoamericana,
poniendo en evidencia esa capacidad de Rama para contextuali-
zar el cuerpo de los textos sin forzarlos, integrándolos cómodamen-
te a un conjunto plural de conexiones e interdependencias.
Pero donde esta capacidad de contextualizar el cuerpo de los tex-
tos adquiere mayor brillantez es en la serie de artículos, agrupa-
dos bajo el título de «Salvador Garmendia y la narrativa infor-
malista», que forman el corazón sustancioso y sustantivo de este
libro. Aquí confluyen idealmente las dos corrientes dinamizado-
ras más intensas del discurso crítico de Rama: una serie de no di-
simuladas correspondencias entre el crítico y el novelista marcan
un acercamiento teñido por el apasionamiento, la solidaridad, el
respeto intelectual (basta señalar una coincidencia: Rama no puede
dejar de alabar la entereza característica de la obra garmendia-
na, empecinada desde su primer peldaño en abarcar una peculiar
totalidad del mundo); eso por un lado. Por el otro, la peculiar co-
yuntura histórica que está en la base de la narrativa informalista
del autor de La mala vida; se le presenta a Rama como espacio pro-
videncial para desarrollar ese método de análisis que a fuerza de
aplicar con eficacia y verosimilitud expositiva bizo suyo con jus-
tísimo derecho, y gracias al cual la literatura, asimilada como par-
te de un todo que la incluye dinámicamente, es leída sobre el sus-
trato y la interrelación, no sólo de las demás obras de arte, sino,
además, de los acontecimientos políticos, la contienda ideológica,
las líneas de fuerza de la economía, las estadísticas, esto es: tras
afinados cotejos entre las diferentes series literarias y extralitera-
rias, en la mejor tradición del formalismo de un Voloshinov o de
un Tomacheuski. Su brillante tendido de redes entre las primeras
novelas de Garmendia y la emergencia vanguardista de El Techo
de la Ballena en el contexto de la lucha armada de principios de
la década de los sesenta en la Venezuela betancourista, no es, co-
mo pudiera creerse, un extemporáneo tour de force sociologizan-
te, sino, todo lo contrario, una de las muestras más apabullantes
de la coherencia y la efectividad de un método crítico que no se
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA ,
14

limita a la simple comparación de las líneas simultáneas de pen-


samiento y de acción que están en la base de toda producción esté-
tica, antes, por el contrario, las integra hasta el punto de verificar
en la estructura misma de la obra literaria su interdependencia
con los demás hechos que la rodean, la atraviesan y, finalmente,
la sostienen en la totalidad del universo cultural latinoamericano.
En el resto de los ensayos reunidos en este volumen, no alcanza-
rá Rama una maestría semejante. Aunque en algunos, como en
los dedicados al atractivo personaje moral e intelectual que fue Si-
món Rodríguez, pueda experimentarse la misma sensación de go-
zosa coincidencia entre el crítico y sus temas predilectos —y que
ya hemos señalado con respecto a Blanco Fombona y Salvador
Garmendia—, muchos de ellos parecen —y en efecto lo son— apun-
tes o bosquejos para futuros desarrollos más amplios y mejor ajus-
tados. El dedicado al otro Garmendia, al autor de La tienda de mu-
ñecos, es una muestra de ello: esbozado como un estudio
totalizador de la obra del cuentista venezolano en el marco del de-
sarrollo del vanguardismo latinoamericano en su vertiente fan-
tástica, el trabajo insinúa más de lo que explícitamente ofrece, pero
dispone, en esa especie de preámbulo aperitivo, las rutas y las orien-
taciones que indudablemente habría que seguir para comprender
el problema de un modo productivo. De esta forma, incluso en los
momentos en los cuales su pensamiento apenas merodea por los
lugares donde fijaría su atención, el trabajo crítico de Rama es
capaz de mostrar una fuerza incitadora siempre abierta, poten-
cialmente enriquecedora, con lo cual se hace evidente —y no hay
mejor homenaje a la perseverancia y consistencia de ese quehacer
sistemático y consecuente que fue el suyo— que también de sus le-
gados incompletos se puede aprender: útiles y valiosos puntos de
partida para la continuación de ese intento por reconstruir, teó-
rica y críticamente, el tramado de interrelaciones plurales que ha-
cen de la literatura y de la cultura latinoamericanas una vasta
totalidad orgánica, integrada, y cuyo itinerario él comenzó a re-
correr —y recorrió en buena parte— con tan envidiable como fir-
me paso.

Rafael Castillo Zapata


VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMÓN RODRÍGUEZ*

La vIGENCIA del pensamiento de Simón Rodríguez, que hoy


resplandece intacto como si acabara de formularse para las socieda-
des latinoamericanas del presente, se debe tanto a su constitutivo
fundamento democrático, elaborado en el crisol optimista del ilu-
minismo y de la revolución emancipadora, como al fracaso de los
estados nacidos de la Independencia para llevar a cabo las doctrinas
de redención social que animaron al movimiento libertador.
Los escritos sistemáticos de éste a quien deberemos llamar el Pen-
sador Americano, a la manera en que Fernández de Lizardi se llamó
a sí mismo y fue llamado por sus contemporáneos el Pensador Me-
xicano, se escalonan a partir de la fecha que él consagró en el título
de su manifiesto-programa, Sociedades americanas en 1828, hasta
las instrucciones educativas para el Colegio de Lacatunga en poco
anteriores a su muerte, aunque tales escritos admiten un período pre-
cedente, de enseñanza oral, que Simón Rodríguez situó en el año

* Ponencia presentada en el Congreso sobre el Pensamiento Político Latinoame-


ricano, organizado por el Congreso Nacional de Venezuela en julio de 1983.
16 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

18231, tanto vale decir en las vísperas de la definitiva consagración


de la independencia de la América del Sur que conquistarían los ejér-
citos patriotas en Ayacucho.
Al hacer esa referencia, Simón Rodríguez aludía a su reincorpo-
ración a América en 1823, con la primera de sus sucesivas y frustra-
das empresas pedagógicas cumplida en Bogotá, después de una ausen-
cia de vientiséis años (de 1795 a 1823), la mayoría de los cua-
les pasados en Europa. En esa fecha del retorno cumplía 52 años y
estaba en la plenitud de sus fuerzas intelectuales, preparado para la
ingente tarea educativa a la que se destinaba desde su juventud, des-
de que fuera maestro de párvulos en Caracas de 1791 a 1795, y a
la cual la Independencia y la protección de su antiguo discípulo Si-
món Bolívar parecían haberle abierto franca vía.
Pero llegaba al «tiempo del desaliento» que siguió a la Indepen-
dencia, tan bien definido en la lapidaria frase bolivariana: «He arado
en el mar». Lo que años después Sarmiento habría de llamar la «pe-
regrinación en el desierto», esas décadas posteriores a la guerra cruen-
ta con la que se había alcanzado la independencia y que durante casi
medio siglo sumirían a las sociedades nuevas en el caos, la inseguri-
dad, la incertidumbre, el retroceso hacia las estructuras previas, las
de la Colonia, que parecieron a algunos las únicas capaces de res-
guardar el «orden y conveniencia» (como diría Rodríguez) que evi-
tara el desquiciamiento de los recientes estados. «La guerra prece-
dió a la jurisprudencia y ésta a la administración» dice Rodríguez en
su primer libro, pudiendo haber agregado que además la guerra sen-
tó los principios militaristas que habrían de regir el nuevo tiempo
y que se orientarían a establecer un «nuevo orden» calcado sobre el
antiguo, aunque subrepticiamente respondiera progresivamente a las
pulsiones externas a las que irían adaptándose los grupos sociales
dirigentes.
Simón Rodríguez vivió el «tiempo del desaliento» durante los trein-
ta y un años que le quedaron de vida, deambulando por la zona an-
dina, de Chile a Ecuador, y puede decirse que no fue su voluntad si-

l «Desde el año 23 empecé a proponer verbalmente, medios de aprovechar de


las lecciones que dan los trastornos políticos, para evitarlos en lo futuro» (p. 301).
Todas las citas corresponden a la edición de las Obras completas de Simón Ro-
dríguez, editadas por la Universidad Simón Rodríguez, Caracas, 1975, bajo el cui-
dado del profesor Rumazo.
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ 17

no la del tiempo áspero que le tocó en suerte burlando todos sus es-
fuerzos, la que lo convirtió en ese irrisorio «perínclito Epaminondas
del Cauca» como lo denominó sarcásticamente Antonio de Irisarri.
Pero también puede decirse que fue el cotejo contradictorio que esos
años le impusieron, entre el impulso democrático de la doctrina
emancipadora en los amplios términos en que se formuló gracias a
los pensadores del XVII y las «ilusiones perdidas» que en el mundo
todo siguieron al triunfo de la revolución burguesa, en el clima opre-
sivo que coronó la Santa Alianza, el que le permitió formular cabal-
mente su doctrina e infundirle esa contemporaneidad con que hoy
la recibimos. Testimonio al fin del vigor de una causa social progre-
sista que a pesar de sus derrotas no cede ninguna de sus proposicio-
nes básicas, porque las encuentra asistidas por la razón y la naturale-
za, de conformidad con los criterios ya clásicos, pero también por
los intereses de la mayoría, según proclaman los que ya son crite-
rios de la modernidad. Es posible sospechar que la visión de la so-
ciedad no habría alcanzado en Simón Rodríguez, ese carácter pre-
sente, nítido y fundado, si no hubiera tenido la experiencia desastrosa
de los años desalentados; ni hubiera sido tan agudo en la percepción
de los errores que deben evitarse si no los hubiera visto entroniza-
dos en su época por los mismos lugartenientes de los libertadores.
Al mismo tiempo debe realzarse una fidelidad sin fisuras a un idea-
rio que sería injusto atribuir simplemente a Rousseau pues está mo-
delado por muy diversas lecturas e influencias, amén de reelabora-
do a la luz de una praxis lúcida de la vida americana, fidelidad a la
cual podemos atribuir el realismo adulto y hasta pragmático, del pen-
samiento de Simón Rodríguez, que lo distingue nítidamente del uto-
pismo que por las mismas fechas comienzan a poner en circulación
los románticos (Esteban Echeverría) partiendo de una experiencia,
mucho menos confiada y mucho más idealizada, de lo que era en-
tonces América.
Ocurre que Simón Rodríguez perteneció de lleno a la esplendoro-
sa generación del iluminismo americano (en la que también se debe-
rían agrupar los colegas europeos, de Alexander Humboldt a Manuel
Azara o Antonio de Ulloa) dentro del más nutrido grupo de los que
vivieron el antes y el después de la Emancipación, a diferencia de
Santa Cruz y Espejo, Manuel de Lavardén y aún Pablo de Olavide,
y por lo tanto presidieron intelectualmente el nacimiento de los nue-
vos estados y las aún más nuevas e incipientes nacionalidades, sin
18 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

todavía abandonar de sus orígenes y de su formación la concepción


unitaria y globalizadora de la América española, cosa que les permi-
tió sentirse legítimos ciudadanos de la América toda, pasar de un país
a otro y contribuir al desarrollo de las diversas partes de lo que vi-
sualizaron como un mismo cuerpo social. Esta generación, que acom-
pañó intelectualmente la acción de sus coetáneos los Libertadores
y se plegó a sus diversas líneas doctrinales, es la primera constituida
por los ciudadanos de la América libre que piensan América como
una unidad, tal como lo concibió Simón Bolívar e intentó llevarlo
a cabo en el Congreso Anfictiónico de Panamá. Pero de todos sus
miembros, fue Simón Rodríguez quien más nítida y racionalmente
respondió a esta concepción continental (o al menos globalmente
suramericana) componiendo una obra que no tenía destinatarios na-
cionales (como habría de ocurrir en la producción adulta de Fray Ser-
vando Teresa de Mier, o José Joaquín Fernández de Lizardi o aún An-
drés Bello) sino lo que él designó con el término más abarcativo
posible: las «sociedades americanas». Con lo cual, además de ser fiel
a la inicial proposición democrática del iluminismo, en la vertiente
republicana que desde 1776 se había instaurado en los Estados Uni-
dos y que él conoció personalmente, habría de ser fiel a la proposi-
ción unitaria y continentalista que pareció tan normal a quienes ha-
bían nacido como españoles-americanos y habrían de convertirse en
americanos, simplemente, antes de comenzar el aprendizaje de me-
xicanos, venezolanos, argentinos o colombianos.
Su mensaje por ello sigue siendo general, destinado a lo que des-
pués de su muerte y en una tendencia que sin duda habría de desa-
probar, se llamarían los «latinoamericanos». A todos ellos, pero des-
tinado especialmente a los que en 1842 definió bajo el rótulo «masa
del pueblo» en términos que, para vergiienza de todos nosotros, se
podrían repetir a casi siglo y medio de pronunciados, sin apreciable
variación: «Millones de hombres se pierden en la abyección, por no
conocer los medios de elevarse, o por no poder adquirirlos, o por-
que la pereza mental los abate, o porque no se les permite aspirar
a más de lo que son; de los sabios mismos se hace poco caso si son
pobres. Se cubren los campos de gente ociosa, porque la cultura no
los ocupa, las ciudades del interior se llenan de mendigos y en los
barrios de las grandes capitales, pululan los miserables». Era la in-
mensa mayoría de la población americana, puesta bajo el dominio
despótico de la que él llamó la «clase influyente» con el aditamento
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ
19

de la que llamó «ínfima clase» constituida por adláteres que pugna-


ban por sobresalir (y que con el tiempo nos habría de dar, en las co-
yunturas de la modernización, las clases medias), la que hoy sigue
siendo la mayoría, simplemente, de la población, a pesar de los pro-
gresos sectoriales del largo tiempo transcurrido.
Simón Rodríguez presenció, en esos años posteriores a la Indepen-
dencia en que recorrió Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile, lle-
vando a cabo experiencias educativas que ni siquiera obtuvieron el
apoyo de los mismos y urgidos libertadores (su conflicto con Anto-
nio José de Sucre en Bolivia) que volvieron a apelar a la lectura de
carrerilla y a la aritmética en coro para formar rápidamente a los fu-
turos funcionarios, cuando no a los sistemas de la escuela de Lan-
caster, Simón Rodríguez presenció la reestructuración social que so-
bre el viejo y denostado modelo colonial se hacía al servicio de los
nuevos señores y el interés de éstos en mantener en la ignorancia
a las mayorías «porque así debe ser, porque está en el orden, porque
no conviene instruirla» (p.362). Su insurgencia contra esta política
cultural no fue simplemente doctrinaria, apelando a principios ge-
nerosos e idealistas, sino muy concretamente realista y práctica, ha-
biendo reconocido que era perniciosa para el mismo desarrollo ma-
terial que con desesperación procuraban los dirigentes, que
imposibilitaba la estabilidad y coherencia social sembrando de re-
voluciones anárquicas y destructivas a los diferentes países y, sobre
todo, demorando largamente la edificación de avanzadas socieda-
des que pudieran parecerse a los modelos europeos o el norteameri-
cano, con que soñaban los desconsolados equipos intelectuales ro-
mánticos, hartos del atraso, la confusión y la incultura reinantes. Es
innecesario decir que en nada se equivocaba y la única discusión to-
davía abierta respecto a sus proposiciones se remite a su viabilidad
en la época en que se formularon. Se trataba, sin embargo, de algo
que hoy puede parecernos simple: sentar las bases de un desarrollo
autónomo y cohesivo de la sociedad latinoamericana, un poco a ima-
gen del que había comenzado a producirse en los Estados Unidos y
ya había reseñado persuasivamente Alexis de Tocqueville para los
europeos, sin por eso perder los rasgos idiosincráticos que asegura-
ban la permanencia y armonía de la evolución propuesta, al mante-
ner ciertos indispensables valores tradicionales que permitían evi-
tar previsibles rupturas y asperezas.
La lectura actual de este maestro socrático de América, como le
20 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

ha llamado con justicia Juan David García Bacca, lo muestra bien le-
jos de todos los excesos de teoría y carácter que la leyenda le ha ad-
judicado, dueño de un razonamiento preciso y riguroso y de un ra-
ro equilibrio para pensar los problemas «a la altura de las
circunstancias», en su inmediatez concreta, en sus posibilidades de
" realización, en el interés de las mayorías, pero más aún en el interés
de los países y aun de las clases dirigentes, a las que procuró persua-
dir de que continuar su insensata política antisocial mo hacía sino
perjudicarlas. Toda la época posindependentista funciona con un cu-
rioso presentismo derivado de la urgencia de los problemas y conta-
mina con ella a todos los actores: pareció no caber una visión de fu-
turo, ni siquiera a corto plazo, a lo que debe atribuirse el fracaso de
Simón Rodríguez, incapaz de combatir la rapacidad y el frenesí de
riquezas inmediatas en que se coaligaron los antiguos y los nuevos
señores. Era esta la que llamó «la enfermedad del siglo», a saber, «una
sed insaciable de riquezas, que se declara por tres especies de deli-
rio: traficomanía, colonomanía y cultomanía» (p.355).
Como buen iluminista, es ya un utilitarista, capaz de defender el
egoísmo humano y la búsqueda de los propios intereses, salvo que
parte de una concepción inteligente que le permite comprender que
el utilitarismo individual está mejor apoyado y robustecido por la
coincidencia en el utilitarismo colectivo: «La mayor fatalidad del
hombre, en el estado social, es no tener, con sus semejantes, un co-
mún sentir de lo que conviene a todos» (p.365) afirma en las Socie-
dades americanas en 1828, percepción que adquiere mayor rotun-
didad cuando visualiza la posible evolución ulterior americana: «La
suerte futura de las naciones, no está confiada al modo de pensar
de un hombre, ni de muchos, sino al de los más» (p.362). De ahí que
su alegato utilice las mismas consignas puestas en circulación por las
clases dirigentes (antiguas o emergentes): él abogará por el «orden
y conveniencia» que estima indispensables para el funcionamiento
correcto de los países, él combatirá las revoluciones incesantes que
consternaban a las clases propietarias, salvo que diestramente socia-
lizará estas demandas, consultando «el interés general, que es el que
constituye la civilización social, única mira de los gobiernos libera-
les» (p.344).
En nada el lúcido realismo de Simón Rodríguez se mide mejor que
en la síntesis de su pensamiento, que demuestra que no fue mera-
mente un educador, como se le ha tendido a ver, sino más amplia-
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ 21

mente un sociólogo, marco al que pienso fue llevado por una com-
prensión fundada de la función educativa. Entendía que era urgente
tras la Emancipación acometer la vasta educación popular que había
desatendido la Corona española, tanto en las colonias como en la
metrópoli, pero sabía bien que debía ser una educación para formar
ciudadanos y no meramente funcionarios como en realidad se hizo.
Su alarma ante la implementación educativa que veía en los nuevos
estados, respondía a que se estaba continuando el sistema tradicio-
nal de la Colonia con el cual simplemente se subvenía a la perviven-
cia y reproducción de la «ciudad letrada» destinada a servir el fun-
cionamiento del poder: «¿Y con quién se harán las Repúblicas?¿¡Con
Doctores!?¿¡Con Literatos!?¿¡Con Escritores!?» se pregunta, y certi-
fica de inmediato: «Del modo actual de proceder en la educación,
deben esperarse hombres que ocupen los puestos distinguidos, esto
es, quien forme cuadros políticos, civiles y militares; pero, los tres
carecerán de tropas o tendrán que estar siempre lidiando con reclu-
tas» (p.287).
Pero una educación ciudadana estaba bien lejos en su pensamien-
to, de los cursos sobre organización cívica en que ha venido a parar
ese concepto en nuestros sistemas pedagógicos actuales: consistía
en integrar al ciudadano a la sociedad civil, política y ecónomica,
dotándolo de los instrumentos adecuados para su funcionamiento,
tanto intelectuales como materiales, fijando así las bases igualitarias
que hicieran posible la concepción democrática burguesa. A partir
de esta educación sería posible formar una República. Claro está que
en ella debían contar en parejo nivel de importancia, tanto los ins-
trumentos que podía proporcionar la escuela como los que debía pro-
porcionar la estructura política y social, y es aquí donde Simón Ro-
dríguez nada podía hacer, pues había entrado en colisión con los
principios que sustentaron la reconstrucción social luego de la gue-
rra emancipadora. Lo dice claramente en una síntesis de su ideario:
«la (divisa) de las repúblicas debe ser: educación popular, destina-
ción a ejercicios útiles, aspiración fundada a la propiedad» (p.370).
Son tres componentes que, no sólo para Simón Rodríguez, habrían
de permitir que se pasara del mero establecimiento de facto de las
Repúblicas que se había logrado a través de la guerra de indepen-
dencia, a su fundación, según consignó desde la advertencia que abre
su libro. La clave de esa fundación eran las bases democráticas sobre
las cuales debía organizarse, modificando la estructura social jerár-
22 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

quica de la Colonia que había respondido a una concepción aristo-


crática. Es lo que habría de verse en los Estados Unidos mediante
el avance de la «frontera» colonizadora oeste a lo largo del siglo XIX,
la cual efectivamente afianzaría la base popular y democrática de la
sociedad y contribuiría manifiestamente a su pujanza económica.
Como en esa síntesis de sus ideas queda dicho, la «educación po-
pular» que fue el desvelo constante de Simón Rodríguez, no era sino
una de las patas que componían el trípode fundacional del nuevo
estado social, y la importancia que le concedió no disminuía en na-
da la pareja importancia de las otras dos, ya que todas eran indis-
pensables para sostener el edificio de la República democrática. Aun-
que él hubiera dispuesto de todos los apoyos oficiales y privados que
en la realidad le fueron negados, seguramente su proyecto de «edu-
cación popular» no hubiera dado los frutos esperados, si no hubiera
estado acompañado por los otros dos principios que pertenecían a
la esfera económica y social, y ya no exclusivamente a la educativa.
Uno es la «destinación a ejercicios útiles», que no sólo presupone el
indispensable entrenamiento en los oficios manuales que Simón Ro-
dríguez incorporó a los planes de sus escuelas, la mayoría de las cuales
funcionaron para los niños pobres o desheredados, sino además otras
dos cosas mayores que la sola escuela no podía establecer: la exis-
tencia en la sociedad de una demanda de esos «ejercicios útiles» a
través de una vitalidad económica modernizadora que por funcio-
nar gracias a una concepción utilitarista atendiera exclusivamente
al mérito, a la eficacia y al trabajo, evitando así el favoritismo, el clien-
telismo o las jerarquías sociales; en segundo término el reconocimien-
to por la comunidad de la conspicua dignidad de esos que en el edicto
de Carlos II todavía eran llamados «oficios viles» y que a pesar de
ese edicto así serán considerados por la sociedad hispánica durante
los siglos XIX y aun XX.
El otro principio era todavía más radical en esa sociedad de ino-
cultables tendencias aristocratizantes, la «aspiración fundada a la pro-
piedad», pues como el texto de Simón Rodríguez dice con precisión,
no se trata meramente de un derecho fijado en la letra muerta de
las leyes, sino acreditado en los hechos, que tal dice la palabra «fun-
dada», reclamando el accesoa la propiedad para la mayoría de los
ciudadanos como un medio de alcanzar la estabilidad social tan re-
clamada en la época, y obtener un desarrollo de las potencialidades
económicas de los nuevos estados.
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ 23

Este catecismo elemental de doctrina democrática, tan obvio y aun


insuficiente para quien lo examina desde la perspectiva contempo-
ránea, a siglo y medio de su formulación, cuando sin embargo en
América Latina todavía está en su infancia, fue compuesto por Si-
món Rodríguez aliando ingredientes variados y aun discordes, que
tanto procedían de su formación intelectual europea como de su lú-
cido aprendizaje americano. De ambas fuentes de su pensamiento,
es sin duda esta última, tan rara en una época poblada de intelectua-
les librescos, la que ha asegurado mejor la modernidad de su discur-
sO. La preeminencia que él concedió a la praxis sobre la teoría que
venía ya armada desde Europa y transportaban con fruición los bar-
cos, y las correcciones que en esa teoría introdujo a la luz de la pra-
xis americana, de la peculiaridad americana que conoció con una in-
timidad rica y popular que le estuvo vedada a la mayoría de los
intelectuales de su tiempo, han asegurado la frescura y la originali-
dad de una visión en la que todavía pueden reconocerse los latinoa-
mericanos.
Quizás su virtud mayor haya sido el robusto realismo democráti-
co que le permitió escapar de la convención, del engolamiento y la
retórica en que naufragaron tantosde sus contemporáneos. A lo lar-
go de su pintoresca y siempre irreverente vida, convivió con los es-
tratos bajos de la sociedad: los niños abandonados que trató de edu-
car, los vecinos y parroquianos de los negocios con que se ganaba
la vida, las mujeres que sucesivamente le acompañaron, aunque creo
que nada lo instruyó mejor sobre la condición del pueblo america-
no que su precisa atención a los problemas de la lengua, ese español-
americano para cuya pronunciación, sintaxis y prosodia, tuvo un oído
fino y alerta como sólo contemporáneamente puede encontrarse en
el mexicano Fernández de Lizardi, aunque sin la capacidad crítica
e interpretativa del lingúista que había en Simón Rodríguez.
En la nota con que concluye el pródromo de las Sociedades ame-
ricanas en 1828, señala las dos ausencias que sus lectores podrían
encontrar en el texto, ambas representativas de su desvío realista res-
pecto a las convenciones letradas que en la Emancipación asegura-
ban la continuidad de los mecanismos intelectuales cultistas de la Co-
lonia. La primera puede ser emparentada con las consideraciones aún
tímidas de Lizardi en el prólogo a El periquillo Sarniento y prece-
den en más dé medio siglo las críticas que han hecho famoso a José
Martí: «Se echará, tal vez, de menos, en este pródromo, las citas de
24 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

la antigúedad, que adornan de ordinario los discursos... En lugar


de pensar en medos, persas, en egipcios, pensemos en los indios».
La segunda es sarcástica y apunta a la insufrible retórica revolucio-
naria sobre la que se abalanzó gozosamente tras la Independencia el
estilo neoclásico, labrando la ornamentación adecuada al retroceso
democrático en curso que institucionalizaría el orden nuevo-viejo
de los estados recién creados: «Se extrañará también la falta de ex-
clamaciones contra la tiranía, ¡tan comunes en los discursos repu-
blicanos! Se omiten por lo mismo que son comunes» (p.288).
De toda esa retórica cultista, de la que ni los Libertadores se salva-
ron porque reverenciaron la lengua de sus secretarios letrados, está
ausente la escritura de Simón Rodríguez, reemplazada, aun dentro
de su esquematismo racionalista, por una frescura del habla que tam-
poco cae en el costumbrismo del que lo separaba su concepción nor-
mativa de la lengua, sabrosura lingúística que es otro de los motivos
de su modernidad.
Tal condición es mera aplicación concreta de esa mirada realista
sobre su medio americano, la cual puede medirse cabalmente en el
campo intelectual por su terca oposición al mecánico trasvasamien-
to de las soluciones políticas y sociales de Europa o Estados Unidos
a las sociedades peculiares que se habían forjado en tierras hispáni-
cas de América. No tenemos ningún tan decidido y razonado defen-
sor de la peculiaridad americana, como Simón Rodríguez. No era di-
fícil decir al finalizar el XIX, como lo hiciera José Martí, que la
imitación libresca de las instituciones liberales europeas en América
Latina había sido una perjudicial solución y, lo que es más grave, una
facilonga e interesada solución para restablecer de alguna manera el
antiguo orden. Más difícil, más lúcido, fue decirlo antes de que se
produjera, en ese momento en que concluida la guerra, ingresaba
el tiempo de la administración y la jurisprudencia, y donde la res-
ponsabilidad del intelectual (tantas veces invocada retóricamente en
vano) le imponía decir la verdad aun discrepando con todos, empe-
zando por los jefes del momento. De las muchas veces que lo dijo,
quizás la mejor fue la de ese primer libro: «La América española es
original: originales han de ser sus instituciones y su gobierno; y ori-
ginales los medios de fundar uno y otro. O inventamos o erramos»
(p.343). La cual se complementa con una crítica paralela a los hace-
dores de instituciones, frenéticamente aplicados en su tiempo a edi-
ficar sobre el papel las futuras repúblicas independientes:
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ 25

«A tres principios, como los de la ortografía, reducen estas sectas


el arte de dibujar Repúblicas. Origen, uso constante y genio.
Dividen el origen en próximo y remoto. De éste (el griego y el ro-
mano) no se sirven sino para sazonar arengas y proclamas. El que
rige en todos sus planes es el próximo (la Inglaterra). Su uso cons-
tante lo traen de los Estados Unidos, en láminas.
Y cuando ni el origen ni el uso deciden, ocurren al tercer prin-
cipio; pero en lugar de consultar el genio de los americanos, con-
sultan el de los europeos. Todo les viene embarcado» (p.267)

Aun mejor prueba de su fidelidad a la peculiaridad americana la


dan aquellas proposiciones en que opta por una solución que es con-
traria a sus ideas propias pero que ve adecuada a la contextura ínti-
ma de la sociedad de su tiempo: era obviamente partidario de la li-
bertad de cultos, y aun le tenían sin cuidado los cultos religiosos
dentro del sólido agnosticismo de quien ha prescindido de metafísi-
cas, pero sin embargo combatirá la proposición de los liberales para
instituir la libertad de cultos porque entiende que es un elemento
provocativo insertado dentro de una sociedad que no ha conocido
la multiplicidad de sectas como Estados Unidos y que sigue afiliado
a la religión católica masivamente. Aun más difícil era reconocer la
«natural» preeminencia del jefe carismático y capacitado, en cuya per-
sona el pueblo cifraba su confianza y sólo a través de quien podía
percibir «encarnada» la función directriz del poder, en oposición al
dictamen criterioso de los cultos de que «la autoridad es siempre un
ente abstracto» (p.270) como a él le constaba, y sin embargo reco-
noció la necesidad de esta unidad, estabilidad y constancia del po-
der a través de la permanencia del jefe ilustrado, a pesar de que al
hacerlo caía en el campo acervamente combatido por los intelectua-
les, el de los partidarios del poder «monárquico» de Simón Bolívar
y además contradecía su concepción democrática.
Si hemos dicho que su pensamiento sociológico aun espera cum-
plimiento un siglo y medio después, con más razón deberemos re-
petirlo respecto a esta fidelidad a la peculiaridad americana, a partir
de la cual debían «ser pintadas» las instituciones gubernativas, sobre
todo quienes creemos que las flagrantes inadaptaciones de L'esprit
des loís de Montesquieu con sus tres artificiosos poderes y con sus
dobles Cámaras (de las que se burló Simón Rodríguez no bien las vio
aparecer) a la realidad latinoamericana, no se solucionan con los tras-
vasamientos del partido único, el Comité Central y el Politburó, que
repiten forzadamente otro modelo europeo, mecánica y librescamen-
26 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

te traspuesto, tal como antaño ocurriera con las instituciones del li-
beralismo burgués, que motivaran la sensata crítica martiana: «el buen
gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el ale-
mán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su
país, y cómo puede ir guiándolos en conjunto, para llegar, por mé-
todos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apete-
cible donde cada hombre se conoce y ejerce y disfrutan todos de
la abundancia que la Naturaleza puso para todos». Razonamiento que
pertenece a este gran linaje del pensamiento democrático america-
no que tiene en Simón Rodríguez a uno de sus fundadores, y que
llevó a José Martí a extraer una consecuencia que aún es válida hoy:
«Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para co-
nocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma
de gobierno y gobernar con ellos»?2. '
Y sin embargo, aunque Simón Rodríguez criticó y, sobre todo, pro-
blematizó muchas de las soluciones en curso en su tiempo que ha-
brían de ser impuestas autoritariamente, y aunque propuso solucio-
nes propias sobre muchos aspectos de las organizaciones políticas
y sociales, no nos dejó un corpus orgánico para enfrentar sistemáti-
camente la errónea vía imitativa europea y la restauración del viejo
orden que él observaba, viendo ya cómo se enmascaraba («Repúbli-
ca aristocrática o Aristocracia republicana», «República real o Real
república», p.367) sin atender los auténticos problemas de las origi-
nales y dolorosas sociedades latinoamericanas. Fue esto consecuen-
cia de las condiciones bien precarias de su vida, sobre todo desde
la muerte de Bolívar, aunque también consecuencia del característi-
co fragmentarismo de su pensamiento que le llevó a abogar, y no
sólo por razones económicas, en favor de la publicación de los li-
bros por pliegos para adaptarlos a los tiempos del poco entrenado
lector americano, a su reflexión y discusión libre. :
Pero podrían adelantarse otras explicaciones, más profundas. Aun-
que no dejó de justificar fieramente su amor propio de autor y de
educador, aunque no dejó de recordar su persistente contribución
a la formación social, esta aportación personal fue vista como una
parte, sin duda considerable, de la causa social por la que abogó

2 José Martí, «Nuestra América» (1981) en Nuestra América, Caracas, Biblioteca


Ayacacucho, 1977, 'pp. 27-28.
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ 2

insistentemente. Es aquí donde cuenta su naturaleza de educador,


que nunca lo abandonó. La crítica a las soluciones políticas e insti-
tucionales mecánicamente importadas era, por extensión, la crítica
a todas las soluciones acabadas y hechas que se proponían como un
chorro inagotable en la época, adoptadas por individuos o por pe-
queños grupos, e impartidas o impuestas al resto de la sociedad. Bue-
nas o malas, se emparejaban todas por un rasgo común: no surgían
de la comunidad, no eran el producto de «los más», como acostum-
braba a decir. Y éstos, como sabía bien, tropezaban con insalvables
dificultades para encararlas, expresar sus legítimos intereses, razo-
nar los abstrusos problemas que las élites intelectuales desplegaban.
El problema central de la sociedad democrática no sólo estaba en
la participación creativa y original de la comunidad, sino en las ca-
pacidades de sus integrantes para cumplir esa tarea. Aquí podría in-
sertarse la cuestión de las aptitudes naturales y las adquiridas y los
complejos debates que rodean el afán de legitimación de cualquier
proyecto educativo y, más ampliamente, cualquier proyecto de trans-
formación social. No los revisaremos, para simplemente atenernos
a la visión de Simón Rodríguez.
En él, indudablemente, da un enorme paso el esfuerzo de sociali-
zación de la civilización mundial. Para él ya los asuntos capitales son
sociales, más que individuales, en lo que además es cabalmente un
americano, motivado por una revolución que había conmocionado
al cuerpo entero de la sociedad estableciendo la que sería la línea
rectora del continente en los dos siglos siguientes. Pero la causa so-
cial que era de todos y debían resolver todos, implicaba el ejercicio
intelectual de todos. A esto concurre su esfuerzo educativo y esto
explica su oposición a la escuela tradicional y a la lancasteriana, que
simplemente respondían a la estructura piramidal de la sociedad con
su exigencia técnica de formación de cuadros. Lo que propondrá,
en sustitución de la acumulación de conocimientos y de técnicas ope-
rativas, que sin embargo habrán de triunfar al fin en el continente
con la incorporación hacia 1880 de la universidad positiva, es un
arte de pensar.
Es bien conocida su curiosa distribución de los párrafos sobre el
papel y la alternancia de distintos tipos de letras para concitar la aten-
ción sobre las palabras importantes y, sobretodo, mostrar las cone-
xiones que mantenían con otras partes de la frase, para lo cual fre-
cuentemente apeló a llaves y a distribuciones espaciales que permi-
28 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

tieran, por los ojos, apresar la estructura de su razonamiento. Hay


aquí un resabio de sus tiempos de cajista de imprenta y hay, sobre
todo, un educador atento a los procesos lógicos del pensamiento que
está imbuido de una ilimitada confianza dieciochesca en la razón.
Es el momento en que la sociedad latinoamericana comienza tími-
damente a asomarse al universo de la escritura, descubriendo lo di-
ficultoso que es fijar sobre el papel las condiciones peculiares del
habla, sobre todo esa fluida, cimbreante y rica que se usaba en la vi-
da cotidiana y que carecía de códigos que la organizaran y sistemati-
zaran, por lo cual la mayoría de los «escribientes» de la época prefe-
rirán acantonarse en las estrechas y formularias maneras de una
escritura casi burocrática que era resabio colonial español.
Probablemente la observación más fructuosa y original que hace
Simón Rodríguez es la importancia que en el habla cabe a la proso-
dia. Hasta el hombre más inculto y torpe, con escaso vocabulario,
con toda suerte de defectos de pronunciación respecto a las normas
peninsulares y con más frecuentes barbarismos, era capaz de ento-
nar sus frases de tal modo que imprimía un significado a lo que de-
cía y se hacía entender de su interlocutor. La prosodia era, por lo
tanto, un sistema de ordenación del discurso que le confería senti-
do. Llegado el momento de escribir no encontraba de qué manera
hacer eso sobre el papel, lo que además se complicaba por el desvío
ya existente entre las grafías y las pronunciaciones, desvío derivado
del retraso de las formas escritas para actualizarse al mismo ritmo
que la pronunciación. Ni las palabras escritas respondían a lo que
decía su boca, ni la prosodia encontraba cómo transformarse en es-
critura.
Aunque hombre extraordinariamente atento al habla y a sus infle-
xiones, Simón Rodríguez ya pertenece de lleno al universo escritu-
rario, y, en tanto educador, acepta sin reticencias, la vía alfabetiza-
dora que promoverá en el mundo la burguesía triunfante. Su papel,
entonces, es descubrir las mediaciones entre el habla y la escritura,
eso que se llamaba, escolarmente, pintar. En la transición al texto
central de las Sociedades americanas en 1828, Simón Rodríguez lla-
ma la atención sobre este «arte de escribir» que se divide en dos par-
tes: «1. Pintar las palabras con signos que representen la boca; 2. Pin-
tar los pensamientos bajo la forma en que se conciben» agregando
complementariamente: «El que lee debe ver en el papel los signos
de las cosas y las divisiones del pensamiento» (p. 289).
VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE SIMON RODRIGUEZ 29

Muy pocas fueron las enmiendas que hizo para que las grafías re-
presentaran la pronunciación, tan pocas que puede sospecharse que
temió establecer una algarabía escrituraria que ya no fuera recono-
cida por nadie (a lo Zazie dans le métro de Raymond Queneau), la
que sembraría la confusión entre los principiantes. En cambio fue-
ron muchos los intentos de trazar una construcción gráfica sobre el
papel que remedara los procedimientos lógicos de la enseñanza, a
manera de esas cartillas escolares que habían puesto en circulación
los reformadores pedagógicos del XVIII y XIX. Hacer visible por los
ojos el razonamiento lógico y mostrar, sobre todo, las equivalencias
de un mismo modo de razonamiento aplicado a muy diversos cam-
pos del conocimiento (su brillante ejercicio es el discurso paralelo
sobre la lengua y el gobierno en América), fue parte central de su
arte de pensar.
Decir que no era la estructura del pensamiento lo que así eviden-
ciaba, sino el régimen persuasivo, simplificado y eficiente de la de-
mostración pedagógica, nada quita a esta central preocupación por
el funcionamiento de un aparato mental, a su preocupación para cla-
rificar el razonamiento al reducirlo a sus elementos constitutivos más
simples. Tal desvelo respondía a esa inquietud superior donde el edu-
cador y el demócrata se reunían: dotar de un instrumental eficaz a
los más, ya no mediante acumulación de meras informaciones, sino
a través de una clarificación del discurso intelectual, para que los
más fueran capaces de concurrir a las soluciones necesarias a sus vi-
das y se transformaran así en partes activas de la causa social.
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LA PINTURA DE LOS PENSAMIENTOS"

Había fracasado y por segunda vez en ese empeño del inte-


lectual comprometido por hacer realidad sus sueños, modificando
de acuerdo a ellos a la propia sociedad. Lo habían derrotado: los ele-
mentos retardatarios que hipócritamente decían sí a sus proyectos
para luego entorpecerlos y desfigurarlos; el estado de postración y
los escasos recursos de una república recién nacida; el simplismo de
los jefes que procuraban soluciones rápidas según los modelos reci-
bidos, por viejos e inadaptables que fueran a las nuevas situaciones;
los brutos insolentes que «siempre se entrometen y se atreven» a partir
de su convicción de que saben «sin haber aprendido». Solo, pobre,
«sin tener en qué ocuparme ni qué comer», recaló en ese pueblo fan-
tasma en que se había convertido Oruro abandonado por los mine-
ros, deambulando entre sus tapias y sostenido por la caridad de los
amigos, antes de pasar a Arequipa. Simón Rodríguez tenía entonces

* Artículo publicado originalmente bajo el título de «Sesquicentenario de una obra


maestra. La pintura de los pensamientos», en El Universal, Caracas, 9 de abril
de 1978.
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
32

57 años. Y fue entonces que concibió el proyecto de registrar por


escrito sus ideas, visto que le estaba vedado llevarlas a la práctica
en las nuevas repúblicas desprendidas del viejo imperio español. De-
cidió escribir a modo de una demanda contra el olvido, sostenido
por el afán terco de la gloria personal (lo único que le iba quedando)
y por la defensa de su originalidad, estableciendo públicamente el
copy-right de ideas que venía difundiendo desde 1823, «temiendo
que otro se apareciese primero, en público, con ellas.» Por lo tanto:
orgullo personal y confianza utópica en el futuro de América.
De ahí nació ese texto sin igual en la literatura de la época, cuyo
sesquicentenario conmemoramos en los primeros meses de 1988.
Simón Rodríguez publica en Arequipa un folleto de 28 páginas titu-
lado «Sociedades americanas en 1828» y subtitulado «Cómo serán y
cómo podrían ser en los siglos venideros». Si de la «Oda a la poesía»
de Andrés Bello ha podido decirse que funda la aspiración a la auto-
nomía de la poesía americana, de éste podrá decirse que funda la re-
flexión americana sobre su singularidad y sobre su destino, con vi-
sión original que asombra y que se corroborará en sus escritos
posteriores: «El Libertador del Mediodía de América» que escribe ese
mismo año 1828, las «Luces y virtudes sociales» (1834 y 1840), la
versión definitiva de 1842 de esas mismas «Sociedades americanas
en 1828» y los «Consejos de amigos dados al Colegio de Lacatunga»
(1844).
Pero mientras la oda de Bello reclama originalidad manejando las
formas puntualmente recibidas de la poesía neoclásica europea, el
folleto de Simón Rodríguez descubre la auténtica problemática ame-
ricana a través de una forma igualmente nueva, adaptada a los ras-
gos del medio, por él definida como un modo de «pintar los pensa-
mientos». No hubo en América, durante un siglo, nada que se le
pareciese. Recién hoy los estudios de poética, de lingúística y de se-
miótica, desarrollados en el cauce estructural, permiten calibrar una
audacia creativa que aún Lezama Lima, en las páginas memorables
que le consagró, atribuía «al cuadro sinóptico y a las modificaciones
ortográficas» de estirpe roussoniana. En este mínimo homenaje que-
remos realizar ese aspecto, entre los muchos que componen su gran-
deza porque nos parece representativo de una vía para alcanzar alta
originalidad a través de una investigación de la peculiaridad ameri-
cana. El la conoció a fondo deambulando por esas tierras azotadas
LA PINTURA DE LOS PENSAMIENTOS 33

por la guerra y el desorden, desde Caracas y Cartagena hasta el «últi-


mo rincón» del continente que fue para él la ciudad chilena de Con-
cepción.

PENSAR AMERICA

Al finalizar el siglo, José Martí encontraba la causa de tantas


vicisitudes como se habían padecido en América Latina desde la In-
dependencia, en la implantación forzosa de sistemas de gobierno y
formas de vida trasplantados de Europa e impuestos sobre poblacio-
nes distintas, en diferentes períodos de evolución. Al comenzar el
siglo, no bien consumada en Ayacucho la Independencia, esa fue la
advertencia que Simón Rodríguez dirigió a sus compatriotas, ese fue
el peligro que denunció una y otra vez, y esta fue la divisa que acu-
ñó: «La América no debe imitar servilmente sino ser original». Y cons-
ternado ante la avalancha imitativa (de constituciones, de códigos,
de costumbres, de educación, de letras y artes) llegó a pensar que
la sabiduría de Europa y la prosperidad de Estados Unidos se habían
constituído, sin quererlo, en los enemigos: «Nada quieren las nue-
vas Repúblicas admitir que no traiga el pase del Oriente o del Norte.
Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo. Los estadistas
de esas naciones no consultaron para sus instituciones sino la razón
y ésta la hallaron en su suelo, en la índole de sus gentes, en el estado
de las costumbres y en el de los conocimientos con que debían
contar».
Aquí está el origen de las vicisitudes de Simón Rodríguez. Por más
que argumentara, explicara y discutiera, entre la voz de este maes-
tro sin título que ya había cruzado los cincuenta años y no tenía más
mérito que haber sido ayo del Libertador, y los prestigiosos mode-
los que venían de Europa y Estados Unidos, no había duda posible
para los jefes militares encumbrados en los nuevos países. El mismo
Bolívar, que siempre lo protegió, no dejó de apoyar a Lancaster que
proponía su rápido y económico sistema de aprender a leer y las cua-
tro operaciones. Sus resultados se revelaban más contundentes que
el sistema de educación popular por el cual abogaba Rodríguez.
No era fácil la vida de entonces. A las guerras había sucedido el
marasmo, las luchas por el poder, el desorden generalizado, la po-
breza y la ineficacia. Una gran decepción se había apoderado de los
34 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

espíritus cultos: la revolución se había hecho bajo el impulso de las


ideas europeas pero eso no había deparado países como los euro-
peos. Simón Rodríguez hizo su retrato: «Cansados de figurarse en sue-
ños alegres, las maravillas prometidas por las revoluciones del mun-
do nuevo, quisieran retirarse al viejo, a distraer su imaginación de
las continuas pesadillas que les causan los sustos. En lo mejor del
sueño despiertan despavoridos, de haberse creído envueltos en las
guerras, en las guerrillas, en los saqueos, que realmente han presen-
ciado; o comprendidos en las conspiraciones, en los arrestos, en los
destierros, que se hacen o les hacen ver las gacetas; muchos viven
retirados, por no recoger, en las conversaciones del día, fantasmas
- que los amedrenten por la noche».
En estas condiciones, proponer vías originales, apartadas de mo-
delos conocidos o de la subrepticia repetición —bajo otros nombres—
de los modelos coloniales, contituyó un real heroísmo. Le acarrea-
ría la enemistad de los cultos y de los jefes, la oposición de los admi-
nistradores, la befa de los sempiternos brutos y le condenaría a una
especie de no mansland cuando enumerara las impropiedades de
los jefes (rodeados de cortes adulantes) y las impropiedades de las
masas (aborreciendo de toda demagogia facilonga). En ese año 1828
resolvió asumirse como una conciencia crítica de la realidad ameri-
cana apostando a los jóvenes a quienes correspondería reconstruir
sus países. A ellos dirigió su esfuerzo de persuación. Rodó hubiera
admirado esta vocación magisterial.
El problema primero y básico era pensar América a partir de su
real constitución social del estado de sus habitantes, de la composi-
ción cultural de sus pueblos mestizos, atendiendo a sus necesidades
al margen de teorías y libros más o menos sacralizados. En «Socieda-
des Americanas de 1828» estableció uno de sus fascinantes paralelis-
mos (auténticos ejercicios de pensar) vinculando, de un modo iróni-
co y ameno, en el borde de la parodia de las cartillas programáticas,
a la lengua y al gobierno de América. Intentó mostrar que puede ser
la misma cosa «pintar las palabras» que «dibujar Repúblicas», desa-
rrollando ambas demostraciones en columnas paralelas, con lo cual
proporcionaba un modelo de ese «arte de pensar» que constituyó el
meollo de su enseñanza socrática. Efectivamente, en una y otra dis-
ciplina, el problema era el mismo y se reducía a adaptar las estructu-
ras de la lengua y del gobierno a las realidades de la sociedad. Si la
ortografía atendía, en orden, al origen etimológico, al uso constan-
LA PINTURA DE LOS PENSAMIENTOS 35

te de los cultos y a la pronunciación recibida, el gobierno establecía


su origen en las instituciones inglesas, su uso en el modelo de Esta-
dos Unidos (traído en láminas) y cuando correspondía atender al ter-
cer principio, al genio particular de los pueblos, a su idiosincracia,
«en lugar de consultar al genio de los americanos consultan el de los
europeos. Todo les viene embarcado». La conclusión se imponía: «es-
críbase como se habla», por un lado, y «observando la índole de los
nativos se acertaría a darles el gobierno que les conviene», por el otro.
Para ello había una sola llave maestra, de la cual este romántico die-
ciochesco jamás se apartó: la razón, que no era un invento de la Euro-
pa burguesa, sino una herramienta de todo el género humano.

AMOR A LA GEOMETRIA DEL SISTEMA

Tantas revoluciones, al institucionalizarse, han desempol-


vado los viejos modelos e intentado transmitir mensajes nuevos con
formas esclerosadas, que resulta admirable ver a este hombre de nues-
tra revolución de emancipación negarse rabiosamente a ese engaño
y, conservando vivo el impulso de cambio que le llevó a trastornar
el edificio colonial, abogar por una forma nueva que transmitiera una
idea nueva y afirmar a modo de insignia este principio que sigue vá-
lido: «La forma es un modo de existir». Su percepción del cambio
es drástica y bastante alejada de la de Bello. Si los estudios obligados
de antaño habían sido la metafísica, la historia y la poesía, ahora ellos
habían sido reemplazados por la lógica, el idioma y las matemáticas,
con lo cual se colocaba en la línea de la más arriscada modernidad.
Pero ese nuevo campo del conocimiento exigía una nueva forma,
a la cual se aplicó tercamente, haciendo de ella su original estilo, que
ni siquiera llegó a considerar su invento particular sino la manifesta-
ción de su «ser americano». A quienes enjuiciaron su obra por estar
constituída de retazos replicó: «todos son del cajón del sastre que
la ha hecho y para acomodar y cortar, ha tomado medida a la Amé-
rica. No es un vestido, como muchos, que le traen del extranjero,
hermosos, sin duda, pero que le arrastran o le afligen».
Al concluir el pródromo (esto es, «escrito precursor») a las «Socie-
dades Americanas en 1828», recapituló sus aportaciones formales,
destacando que el arte de escribir consiste en «pintar las palabras con
signos que representen la boca» y «pintar los pensamientos bajo la
36 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

forma en que se conciben» remitiendo a la estructura del discurso.


Ese texto lleno de blancos, con incisos, corchetes, llaves, combina-
ción de letras redondas, cursivas, versalitas y mayúsculas, distribu-
ción gráfica de las ideas que fatalmente evoca lo que, al finalizar el
siglo y en otra dirección, haría Mallarmé con «Un coup de dés», es
la transcripción sobre el papel de la estructura del pensamiento, tra-
tando de evidenciar su movimiento, los valores más intensos y los
débiles, las conclusiones, las vacilaciones, la inserción de réplicas
y las respuestas adecuadas, los distintos niveles del razonamiento.
Sólo en este siglo Carlos Vaz Ferreira en su «Lógica viva» plantearía
nuevamente una escritura que no sólo trasmitiera un pensamiento
sino su peculiar modulación interior, con sus interrupciones, des-
víos, tropiezos, enlaces, etc. A fuerza de pedagogo, Simón Rodríguez
comprende que no es el discurso cerrado el que puede proponerse
en ese momento, sino su radiografía, el proceso del pensar mismo,
organizándolo de manera que se haga perceptible su estructura. Y
al tiempo percibir, con esa velocidad que lo caracterizaba para ha-
cer las analogías y vincular distintos discursos, que la estructura del
pensamiento equivale rigurosamente a la prosodia de la lengua.
Cuando el safio de turno le reprocha ese sistema, diciendo que «es
un arbitrio para vender papel», le dedica una clase sobre prosodia,
declamación y notación musical (por momentos parece oirse a Lévi-
Strauss explicando la estructura de los mitos) recordándole que «leer
es resucitar ideas y para hacer esta especie de milagro es menester
conocer los espíritus de las difuntas». Detrás de su respuesta está su
animadversión para esa «lectura de carrerilla» que se practicó en las
escuelas durante un siglo y de la que el alumno salía sin haber enten-
dido nada, porque, aplanando el discurso literario, lo transformaba
en un afantasmado conjunto de sonidos sin sentido, cosa que con-
trastaba violentamente con la capacidad que el mismo hablante te-
nía para entonar las frases de su conversación corriente, dotándolas
de sentido. Este campo de la prosodia, con sus tonos, acentos, ento-
nación, pausas, que eran constituyentes de la lengua en cuanto ésta
era un habla y no una escritura, se reencontraba analógicamente en
la estructura del pensamiento, de ahí que la forma de su escritura
tratara de reflejar, con los elementos gráficos a su alcance, la modu-
lación de las ideas.
Poeta de la razón discursiva, Simón Rodríguez es devorado por
el espíritu analógico. Del mismo modo que construye en líneas pa-
LA PINTURA DE LOS PENSAMIENTOS 37

ralelas, como en una lección escolar sobre comparaciones y metáfo-


ras, el desarrollo de la lengua y el del gobierno en América, percibe
que existen vínculos entre disciplinas dispares (lengua, ciencia, mú-
sica, sociología) y progresivamente establece que no es posible pen-
sar y resolver correctamente si no se asumen las más variadas fuer-
zas que componen un sistema. La perspicacia espiritual, dice, «no
puede ejercerse sino asociando y combinando situaciones O movi-
mientos» (en «El Libertador del Mediodía») lo que, como dice expre-
samente, constituye una semiótica, pero a su vez los elementos que
componen un sistema no son independientes y su acción depende
de la de los restantes. No vacila en abogar por las limitaciones de
la libertad personal o del derecho de propiedad, considerando que
son partes de la sociedad y «no hay facultades independientes, sien-
do así que no hay facultad propia que pueda ejercerse sin el concur-
so de facultades ajenas» (en «Luces y virtudes sociales») lo que resul-
ta ampliado si se dice «cosas en lugar de facultades» y si en lugar de
«concurso de facultades», se pone «voluntades, fuerzas, poderes, li-
bertades, derechos, funciones, empleos».
Esta percepción del conjunto interactivo, que desarrollaron lue-
go los matemáticos, adquiere en Simón Rodríguez el aspecto de una
constelación celestial, funcionando como un sistema armónico. A
partir de su reconocimiento, es posible pensar el mundo porque en
él son recogidos los elementos de la realidad y sobre él se aplican
las leyes del psiquismo. Apasionadamente visualista, Simón Rodrí-
guez construye sobre el papel, mapas del pensamiento porque en de-
finitiva cree, fervientemente, que «la geometría rectifica el ra-
ciocinio».
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EL HOMBRE Y SUS MASCARAS

CONDOTTIERO, espadachín, renacentista, Don-Juan-Gato, ca-


morrero, poeta, le llamó Rubén Darío cuando Rufino Blanco Fom-
bona era un joven que no había alcanzado los treinta años. La fama
de exaltado y de violento no le abandonará ni siquiera en los días
de su muerte a los setenta años (1944): fue una corona tempestuosa
que calzó con orgullo pues a ella le debió sus hallazgos artísticos vá-
lidos, eso que se define con las mismas palabras que él usó para otro
americano de su estirpe, el peruano Manuel González Prada: «una
prosa de electricidad que brota relámpagos».

* El presente trabajo fue publicado originalmente en forma de libro bajo el título


de Rufino Blanco Fombona y el egostismo latinoamericano, Valencia, Direc-
ción de Cultura de la Universidad de Carabobo, 1975. Ese mismo año, Monte Avila
Editores publicó bajo el título de Rufino Blanco Fombona íntimo una selección
de los diarios del escritor debida a Rama. El crítico reproduce en el prólogo a
este último libro buena parte del artículo que ahora publicamos. Puede decirse,
sin temor a equivocarnos, que, entre todos los escritos de Rama dedicados a Blanco
Fombona es éste el más completo, pues los incluye a todos.
40 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

Esa aura aventurera, novelesca y hasta rocambolesca que lo ciñe,


se coordina difícilmente con una palabra polvorienta que también
se le ajusta: polígrafo. La bibliografía de sus obras establecidas por
Edgar Gabaldón Márquez (Obras Selectas, Madrid, Edime, 1958),
comporta multitud de libros, folletos, artículos, prólogos, traduc-
ciones, ediciones críticas. El día que se coleccionen sus obras com-
pletas, tarea nada fácil por la dispersión de su voraz labor periodísti-
ca, se dispondrá de un centenar de volúmenes. En ellos se encontrará:
poesía, viajes, polémicas, crónicas históricas, diarios íntimos, nove-
las, ensayos políticos, cuentos, libelos, comentarios eruditos, cartas
políticas y familiares, crítica literaria, con la particularidad de que
todo fue hecho de paso y de viaje, en el estribo de un tren frenético
que fue su propia vida, en una inagotable, febril pesquisa de su pro-
pia identidad para la cual fraguó todos los espejos posibles. Con la
particularidad también de que casi todo lo hizo fuera de su patria,
Venezuela, y que ni en ella, ni en las restantes patrias latinoamerica-
nas, es demasiado conocido: una figura, más que una obra; un ges-
to, más que una palabra.
La historia, la política y la literatura, en ese orden jerárquico, fue-
ron las pasiones de su vida intelectual, pero empobreceríamos su ima-
gen si hiciéramos de él un historiador (por aguda que sea su inter-
pretación humana de Bolívar o su análisis del conquistador español
de América), un político (por cáusticos que sean sus libelos contra
el dictador venezolano a quien él bautizó Juan Bisonte Gómez, un
literato (por eficaces que sean sus retratos del natural), categorías
estas que resultan retóricas si se cotejan con el ascua animadora de
su fulgurante carrera y que frecuentemente resultaron formas con-
vencionales donde no llegó a imprimir, entera, su huella. De un es-
critor peruano escribió: «Le faltó una cosa simple y rara: la sal de
la vida, lo que imprime carácter al hombre y sabor a la obra: perso-
nalidad». Eso es lo que él tuvo en abundancia, lo que él procuró por
encima de cualquier otra condición humana, lo que cultivó con es-
mero y lo que compró jugando todo riesgo. Por lo cual es aceptable
que se lo defina como el mayor egotista latinoamericano, aun ha-
biendo viv.do en un tiempo (la «belle époque» del continente) don-
de brillaron los mayores egotistas, esos que sólo pueden definirse
como «artífices de la personalidad».
Tenía modelos, por cierto: es un descendiente de Julien Sorel y
de Lucien de Rubempré, pero más aún de esas almas en vilo que po-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 41

blaron el siglo XIX americano, desde su compatriota Francisco de


Miranda hasta José Martí, desde Sarmiento hasta González Prada, des-
de Montalvo hasta Euclidés da Cunha, esos temperamentos exacer-
bados que atraviesan el siglo romántico y que se trasmutan al expan-
dirse en las postrimerías del siglo de una manera hedónica, sensual
y lujosa, dentro del individualismo acrático de nuestra década ama-
rilla, cuando a la pasión de la personalidad se unió el refinamiento
de los sentidos. A diferencia del colombiano José María Vargas Vila
que se conformó íntegramente con los dones del egotismo decaden-
te que aprendió en Roma y en París, con ese culto especular del «yo»
que fue la norma del novecentismo, Rufino Blanco Fombona here-
dó una estirpe de grandes personalidades del XIX a las que tornaso-
ló en el recién aprendido hedonismo finisecular. Quiso integrar una
lista de preclaros antecesores a la cabeza de los cuales inscribió el
nombre de Simón Bolívar («soy bolivariano porque tengo el sentido
de la grandeza» explicó) y asumió conscientemente su papel, se re-
conoció como un ser único, narcisistamente procedió a examinar-
se, a componerse, a admirarse, estudiando ideas, políticas o doctri-
nas religiosas a la luz de la sacralización del «yo».
Si fue fieramente anticlerical y enemigo del cristianismo, a pesar
de su admiración por la «personalidad» de Jesús, fue porque éste «vi-
no a llenar de tristeza el murido y a suprimir, cuanto era dable, el
más humano, viril y noble sentimiento: el orgullo». Si se consideró
cercano al pensamiento de Schopenhauer fue por su visión del mundo
como campo de la voluntad, recogiendo de la obra del filósofo una
imprevista frase que repitió como monomaníaco: «Yo quiero». Y si
dio fundamentación teórica a la reconciliación de los hispanoameri-
canos con la madre patria que estaba en curso en el novecientos (de-
sarrollando una teoría de la raza que lo emparenta con formulacio-
nes que en la época hiciera José Vasconcelos en México) fue porque
en ella encontró los gérmenes de un concepto del honor, de la re-
beldía individual, de la altivez y aun de la soberbia, que estimó valo-
res peculiares de la «raza latina» y a los cuales exaltó sin tasa porque
los hizo funcionar como instrumentos de guerra contra los amena-
zadores Estados sajones Unidos.
Pretendió casar dos negaciones que se dan como opuestas y pudo
probar, fehacientemente, que el hombre ni se dobla ni se rompe. Pero
tuvo que pagarlo con veintiséis años de exilio fuera de Venezuela
y la total extinción de su nombre dentro de su patria, mientras él
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
42

en España se entregó a una labor intelectual desmesurada que impli-


có la ambiciosa empresa de difusión de la cultura latinoamericana
como hasta la fecha nadie conociera, con la publicación de cientos
de títulos de la Editorial América. Hostigado de continuo por los agen-
tes del dictador, escribiendo contra un hombre al que despectiva-
mente llamó Gomecillo de Pasamonte y contra un régimen que cam-
panudamente definió como la «barbarocracia», extrajo sus fuerzas del
sentimiento altivo de que era el único, el resistente, el gran perse-
guido, el hombre de temple, el que encarnaba lo mejor de la nacio-
nalidad mientras los demás intelectuales comían apaciblemente de
la mano del dictador. De tal modo que, positiva o negativamente,
todos los demás concurrieron a precisar su embellecido autorretra-
to. En 1933 escribía: «Dos fatalidades avillanan mi literatura: el ha-
ber tenido que contender durante un cuarto de siglo con el más soez
patán, zafio autócrata aldeano, de lodosa alpargata, y el haber incu-
rrido en ese delito feo, de lesa majestad artística, a que nos constri-
ñe nuestra época: escribir en los periódicos».
Es posible rastrear en su egotismo no sólo complacencia, sino un
afán ansioso de autoconocimiento, lo que vale como reconocer que
ignoraba el significado de los tumultuosos impulsos que lo habita-
ban. De ahí la urgencia de ponerse siempre a prueba que lo llevó
a ejercitar la consigna del futurista italiano: «Vivere pericolosamen-
te». En sus múltiples conflictos, prisiones, tiroteos, polémicas, per-
secuciones, no siempre será la inquina de gobernantes o la perversi-
dad humana la que conducirá el argumento: muchas veces habrá una
búsqueda personal de situaciones riesgosas, un ánimo que quería es-
tar en tensión, entrar al erizamiento del todo o nada cotidiano. En
cualquier aspecto: abatir a cuatro personas y un policía en New York
por un comentario insolente acerca del idioma español que hablaba
con su amigo Zumeta o la pasión del jugador que arriesgaba sin co-
dicia una fortuna sobre la mesa de bacará; las complicadas y entre-
cruzadas relaciones eróticas o su manejo subjetivizador de la litera-
tura y de la provocación literaria.
Hombres como él ha tenido América Latina y aún siguen poblán-
dola, pero no ha habido otro que, a partir de este egotismo, descu-
briera que la escritura es el mejor espejo que ha inventado la cultu-
ra. Su obra íntegra responde a una condición especular y sus mejores
momentos están constituídos por aquellas lúcidas y penetrantes ca-
las en el misterio de su personalidad, transformada en un objeto be-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 43

llo. Son textos que hubieran fascinado al Rodó de Motivos de Pro-


teo, porque son el último canto al individualismo que desbordó el
continente bajo la consigna poética del «modernismo». La condición
de «aristo» podía llevarle, como a tanto patricio que en ese filo del
novecientos iniciaba su ruina económica y su lenta desaparición, a
asumir una arrogante pose para alejarse de la «mesocracia» del am-
biente, pero Blanco Fombona agregó el uso de la letra escrita para
que sirviera, ensalzara y consolidara, contra el paso del tiempo, sus
«bellos» gestos, e incluso buscó los más audaces y rotundos para que
la literatura se ajustara teatralmente a sus imperativos.
No hay nada sorprendente en la serie de incidentes políticos que
mojonan su vida, sino en la serie de libros con que los transmuta
en operaciones exaltadas y vengativas. De la balacera en el pueble-
cito de Valle bajo el presidente Andrade, que da lugar a su primer
encarcelamiento, saldrá uno de sus furiosos folletos, Ignacio Andrade
y su gobierno (1900) al cual rotula con una fórmula que no admite
la mínima declinación: «Una página de historia». Se trata de un buen
ejemplo de oportunismo político, porque se ataca a un presidente
depuesto que es enemigo del presidente reinante (Cipriano Castro)
utilizando una artillería demasiado pesada que aún no ha sabido re-
finar: «El panfleto del señor Andrade es la obra maestra de la estupi-
dez. El señor Andrade falsea la historia, falsea la verdad, infama a
sus servidores y calumnia al hombre a quien no tuvo el valor de com-
batir. La exposición lacrimosa de este Boabdil que llora hoy como
una mujer, lo que no supo defender como un hombre, tiende a de-
nigrar el gobierno del general Castro». Pero al menos, en un texto
que está datado en Nueva York, octubre de 1899, sienta una línea
política de la cual nunca se apartará, la del antiimperialismo que de-
fiende la nacionalidad contra cualquiera potencia extranjera, pero
en especial con respecto a la rapacidad norteamericana, denuncian-
do las ingerencias de Estados Unidos y atacando a la nueva potencia
imperial desde ese ángulo aristocrático «arielista» que le llevó a lo
largo de su vida a no arredrarse ni siquiera ante la calumnia con tal
de vilipendiar a lo que veía como un paradigma de mediocridad in-
telectual, vulgaridad y espíritu comercial. Años después definirá con
estos términos a los Estados Unidos: «Es la más alta pirámide del mie-
do, de la estupidez, del respeto a las leyes, del igualitarismo, de la
hipocresía, del comercio, del mal olor».
De la balacera con los militares que por órdenes del gobernador
44 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

del Estado Zulia, Benjamín Ruiz, vinieron a prenderle en la Secreta-


ría del Congreso provincial y a uno de los cuales dio muerte, saldrá
su folleto El negro Benjamín Ruiz (1901) donde ya se ha perfeccio-
nado en el arte de la injuria, apoyado en el creciente sentimiento
de su excelsa personalidad: «Y es Benjamín Ruiz, un extranjero en
todas las tierras donde exista el honor; un miserable que ha olvida-
do su nombre a fuerza de cambiárselo; un monedero falso cuyo re-
trato se mira en las prisiones de Nueva York; es este hombre negro,
afrenta del género humano, quien me calumnia, quien intenta des-
honrarme, en mi propia casa, en mi propia tierra, donde yo he con-
sagrado mi existencia a lo más noble, a lo más puro, a lo más santo,
a lo más serio que hay en la vida». El sentimiento aristocrático de
la vida que nunca abandonó a un hombre que pertenecía a la clase
patricia venezolana y que se decía entroncado con los prohombres
de la gesta de independencia, pone de relieve aquí su franco racis-
mo, su repugnancia hacia los plebeyos, su desprecio por un bajo pue-
blo ignorante y cerril, como se ve en el inicial retrato que traza de
quien era un general del país que ocupaba un alto cargo administra-
tivo: «Este hombre se hizo notable en ciertas clases de la población
por su vivir un poco novelesco. Dicharachero, tabernario, de profe-
sión curandero, aficionado según decía a las armas, el Dr. Bolívar
juntaba a estas grandes virtudes de garito, la de ser negro de horri-
ble catadura, cosa la primera que contribuía a su celebridad en una
región como la del Táchira en donde un negro es bueno para ser ex-
hibido, por raro. El Dr. Bolívar vivía (en) una quinta, en una barria-
da, con varias mujeres de mala vida, Mesalinas de arrabal. Así, pues,
el hogar de este hombre era una casa de prostitución. Para sufragar
los gastos de su burdel, el hombre negro sentó plaza de galeno; y
provisto de aquel librejo voluminoso que se llama El médico prácti-
co se iba por campos y casucas pobres, a cambiar sus recetas por ga-
llinas, marranos, burros y buenas y sonantes monedas».
De su enfrentamiento con el presidente Juan Vicente Gómez (lue-
go de un coqueteo expectante en que él y su familia trataron de in-
corporarse al carro del Dictador) que le acarreó un año de cárcel en
La Rotunda, saldrán no sólo el Judas Iscariote (1912) con que con-
testa desde Europa al folleto infamatorio que el gobierno venezola-
no había publicado subrepticiamente el año anterior (José María Pei-
nado: Leprosería moral, Nueva York, 1911), sino también los Cantos
de la prisión y del destierro (1911) y la pretendida novela Máscara
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 45

heroica (1922) que subtituló «Intimidades de un Estado podrido» y


que aplica el régimen del vilipendio y las exageraciones caricatures-
cas a la estructura narrativa. Pero aún antes de este enfrentamiento,
el episodio de su vida como gobernador del territorio Amazonas en
1905, una zona entregada a la expoliación de hacendados y comer-
ciantes y prácticamente salvaje, que concluyó con su encarcelamiento
y su enjuiciamiento por parte de los señores de vidas y bienes de
la región, había dado lugar a los vituperios que iba consignando aten-
tamente en su diario íntimo y que sólo mucho tiempo después se
publicarían en La novela de dos años (1930), la que además contie-
ne uno de los más bellos recuentos del viaje selvático por el Orino-
co, preanunciador de la literatura de la tierra americana.
No hay tampoco nada sorprendente en sus viajes europeos, que
él hizo como tantos otros intelectuales de familias pudientes en la
época «modernista», sino en los múltiples e inmediatos libros donde
consigue transmutar la realidad mirífica de la Europa culta que iban
a buscar los latinoamericanos en un conjunto de visiones de sí mis-
mo, las cuales se cuentan entre lo mejor de su producción: Más allá
de los horizontes(1903), La lámpara de Aladino (1915). Tampoco
puede sorprender que escribiera libros de historia, cosa que fue la
apasionada moda de las primeras décadas del siglo, sino que sus es-
tudios sobre los orígenes hispánicos del continente (El conquista-
dor español del siglo XVI, 1921) resulte un detallado examen de sus
raíces personales, pues en aquel conquistador ve a su antepasado,
al modelo (en bien y en mal) de su propio temperamento, o que los
muchos libros que consagró a Simón Bolívar roten sobre sus cartas,
sobre su egotismo, (Bolívar pintado por sí mismo, 1913) o sobre
su psicología (El espíritu de Bolívar, 1943) siguiendo las pautas psi-
cologistas que dominaron el período de su formación intelectual, has-
ta el punto de hacer del Libertador un apasionante personaje de ese
hedonismo individualista que rigió al 1900. Lo sorprendente no es
que haya vivido, haya amado, encontrado múltiples aventuras oca-
sionales, discutido con sus colegas, remitido o recibido cartas, su-
frido la pérdida de seres queridos o el encono de los envidiosos, lo
sorprendente es que haya necesitado contar todo eso en los que pro-
bablemente sean sus mejores libros, aunque ninguno haya vuelto a
ser editado: La novela de dos años (1930), Camino de imperfección
(1932), Dos años y medio de inquietud (1942).
Lo sorprendente es la atención literaria que este dandy latinoa-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
46

mericano se ha dispensado. Pues si otros de sus congéneres de la épo-


ca se aplicaron a construirse personalidades aparatosas y teatrales,
viviéndolas dentro de los reducidos cenáculos del patriciado y la bur-
guesía enriquecida de la época, Rufino Blanco Fombona se consa-
gró a construirla en sus escritos, al punto de que puede pensarse que
muchos de sus actos arrojados estaban destinados a la literatura. Por-
que ésta había sido sacralizada, como la personalidad, y, con una pers-
pectiva ingenua —que el tiempo se encargó de desechar—, se había
constituido en el vehículo de la gloria y la permanencia. La existen-
cia era conferida por la letra escrita.

EL ESPEJO DEL DIARIO INTIMO

El 7 de abril de 1913, Blanco Fombona se preguntó a sí mis-


mo qué era lo que más le importaba de los libros, tanto vale decir
qué era para él la literatura a la que había consagrado un ejercicio
cotidiano, ascendiéndola a motivo aparente de su vida. Y se dio esta
respuesta en la que él mismo se estaba definiendo:

Lo que más me interesa en un libro es el autor, el alma del autor.


Por eso no leo libros tontos o vulgares; a la segunda página, sé si
débo continuarlo o no. La lectura que prefiero es la de un Diario
íntimo; o de unas Memorias, sobre todo si no son políticas ni de
algún militar: los soldados resultan prolijos y carecen de alma co-
mo las bestias. Después, me complacen las biografías de hombres
célebres; después, las biografías de hombres corrientes, es decir,
las novelas modernas; después, los estudios de crítica y, por últi-
mo, las obras de psicología, de psiquiatría y aún de lo que llaman
ahora los alemanes y austríacos, psico-análisis.

El texto literario, ese objeto autónomo logrado por la urdimbre


de un sistema lingúístico sobre el que opera la libertad combinatoria
de la parole del autor, se desvanece ante esta mirada que atraviesa
el mensaje artístico como si fuera meramente un fantasma, una cor-
porización «astral» como la de los espiritistas, la cual permite recu-
perar fugazmente al hombre real del que es simple proyección. El
receptor del mensaje lo maneja para reconstruir, hábilmente, al emi-
sor, de tal modo que el mensaje no es otra cosa que su servidor, su
sombra, su manifestación, su huella. Esta mirada arrasadora del tex-
to, reconstructora del otro que está hablando en él, explica las múl-
tiples desatenciones e improlijidades del autor para con sus propios
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 47

textos literarios, explica sobre todo que para Blanco Fombona la li-
teratura no fuera otra cosa que «expresión», equivalente de ese es-
plendoroso mito que el «modernismo» hispanoamericano heredó del
decadentismo franco-inglés, que se llamó la «personalidad».
Esta concepción de la literatura es hija de la estética modernista
porque, negándose a toda comunidad artística (taller, escuela, gru-
po) realza soberanamente lo que Rubén Darío llamara «el tesoro per-
sonal» y hace de la individualidad, aguzada hasta el delirio, la cifra
superior del arte. Ella nos explica la devoción de Blanco Fombona
por su obra poética, en la cual encontraba presente su total subjeti-
vidad, se percibía a sí mismo en su intimidad, aunque, paradojalmen-
te, su poesía testimonia los recursos literarios de la escuela poética
del 1900 y él hubiera podido decir con más razón que Cervantes:
«yo que siempre me afano y me desvelo por parecer que tengo de
poeta la gracia que no quiso darme el cielo». Ella nos explica esas
bruscas intervenciones personales que se observan en sus novelas
y que las transforman en alegatos del autor con visible desmedro de
la autonomía de los personajes o de las situaciones. Ella puede ex-
plicarnos, por último, que durante casi treinta años haya mantenido
un «diario íntimo» dejándonos en esas anotaciones, como ya lo dije-
ra Enrique Anderson Imbert, lo mejor de su obra literaria.
Aunque Blanco Fombona reservó su pública predilección para su
poesía y su orgullo para su tarea de historiador bolivariano, desde
sus comienzos concedió especial importancia al diario íntimo. En una
anotación testamentaria que le dicta la desesperación el 13 de se-
tiembre de 1905, cuando se encuentra en la cárcel de Ciudad Bolí-
var luego de haber sido depuesto de la gobernación del Territorio
Amazonas, pide expresamente: «Y que se publique el Diario ínte-
gro». Tal demanda, cuando éste sólo tenía poco más de un año de
ser llevado sistemáticamente, resultará acrecentada por los años en
la medida en que el Diario se le transforma en un confidente y en
un compañero de trabajo y de soledad, en ese «alter ego» que siem-
pre buscó.
Aparentemente el Diario fue comenzado el 3 de febrero de 1904,
en París, si atendemos a su primera entrega pública que fue Diario
de mi vida. La novela de dos años (1904-1905), editado en Madrid
por Renacimiento, en 1929, aunque la forma abrupta en que se abre,
así como los fragmentos de diario que es posible rastrear en un libri-
to anterior, Más allá de los horizontes (Madrid, B. Rodríguez, 1902)
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
48

oca-
permiten sospechar que si no en forma sistemática, al menos
antes al 3 de febrero de
sionalmente cultivó el género desde mucho
a él
1904. En todo caso Rubén Darío, sabía de su existencia, pues
alude en el prólogo cordial que le escribió para su primer volumen
de poesía, Pequeña Opera Lírica (Madrid, Fernando Fe, 1904) que
Blanco-Fombona recibe en Madrid el 2 de junio de ese año, comen-
tándolo así:

Respecto al Diario que tanto y tan a menudo me ha censurado


el gran poeta, sin conocerlo, y acaso porque imagina indiscrecio-
nes que le atañan, dice: «Apenas había comenzado a vivir verda-
deramente y ya quería escribir el libro de su vida».

Efectivamente, Darío sólo intentó una vez, por pocos días, una
suerte de Diario de viaje, cuando fue a México en 1910, prefirien-
do, al llegar a los 45 años, el género autobiográfico de las memorias,
con la serie de artículos «La vida de Rubén Darío escrita por él mis-
mo» que publicó en la revista bonaerense Caras y Caretas (de se-
tiembre a noviembre de 1912) y que sirvió para anunciar otros tex-
tos posteriores del mismo estilo memorialista. Tenía cierta
desconfianza respecto al género «diario», no sólo por las razones que
aduce Blanco Fombona, sino porque en él, como en la mayoría de
los poetas modernistas, funcionó un desdoblamiento que remitía los
valores y las exigencias al «Poeta» y dejaba en libertad plena al «Hom-
bre»: «Como hombre, he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he
claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad» dijo en
el prólogo a El canto errante y por eso prefirió escribir la historia
de sus libros más que llevar el recuento de sus pequeñas desventu-
ras. Tal disociación jamás hubiera sido aprobada por Martí en quien
la vida se ponía al servicio de los más altos ideales (poéticos o filo-
sóficos o políticos) como su consecuente respaldo. Pero los poetas
modernistas encontraron, por lo general, que entre la pulida mara-
villa de la palabra poética y la cotidiana existencia se abría una sima:
la poesía era la inversión de la vida, se nutría en «las eternas pautas
de las eternas liras», mientras que sus personas se nutrían de lo coti-
diano, de las oscuras repúblicas con presidentes vestidos de levita
negra, de la pobreza de sus casas, de los sinsabores de un medio in-
telectual regido por la «mesocracia».
El Diario de Blanco Fombona es, por lo tanto, una excepción tan-
to en la literatura americana como en la española de la época. En
el período modernista sólo puede rivalizar con los cinco tomos de
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 49

Mi Diario que llevó el mexicano Federico Gamboa, aunque éste se


aproxima al modelo que habían patentado los Goncourt, o sea al re-
gistro de la vida intelectual, al apunte de los incidentes menudos de
la sociedado la transcripción de una oralidad cotidiana que no que-
ría dejar perder. Blanco Fombona, aunque nodejó de ejercitar par-
cialmente este modelo, intentó ir más allá, emparentándose por lo
tanto con lo que ya los franceses, de Jules Renard a André Gide, co-
menzaban a hacer: la anotación franca de la vida íntima, para casti-
garse o para celebrarse. El 2 de abril de 1913, anota Blanco Fombona:

Lo poco que conozco del Diario de los Goncourt no me gusta.


Ese Diario de los Goncourt es sólo un chisme largo. Nada de inte-
rés humano. Sólo un chisme. Estamos entre comadres literarias.
Y lo peor es que no se trata de comadres perversas, ni siquiera
de chismes de mala intención.

Pero aún aceptando como fecha inicial del Diario el 3 de Febrero


de 1904, día en que recibió los primeros ejemplares del libro que
había conseguido se tradujera al francés, Contes Américains, y se
sintió impulsado a consignar con estilo blasé su brusco desinterés
por una publicación que tanto había codiciado (como los demás la-
tinoamericanos), igual el Diario es de los más extensos que se ha-
yan practicado en Hispanoamérica, pues se extiende hasta el 13 de
Agosto de 1930 y es previsible que lo haya continuado después de
esa fecha, aunque hasta el presente no se lo conozca. De ese perío-
do de casi 27 años, conservamos sólo catorce, desde 1904 hasta 1914,
ambos inclusive, y desde 1928 hasta 1930, también ambos inclusi-
ve, los cuales se han distribuído en los tres volúmenes citados. El
gran fragmento que falta, Blanco Fombona lo imputó a una conspi-
ración debida a los agentes del dictador Juan Vicente Gómez. Según
consigna numerosas veces en sus apuntes íntimos, esos agentes ur-
gaban sus papeles, sobornaban a porteros y empleadas domésticas
y le robaban sus manuscritos. La publicación de Camino de imper-
fección se justifica con una página similar donde dice expresamente:

Si no los publico van a perderse. Ya la barbarocracia imperante


en mi país nativo, comprando a los porteros, a los empleados de
mi oficina y a los criados de mi casa, por medio de sus Legaciones
y sus espías, me ha sustraído cuadernos manuscritos que corres-
ponden a doce años de trabajo y de vida: de 1914 a 1926, ambos
inclusive. Los mejores años de mi vida, los mejores años del Día-
rio y los mejores años de mi pensamiento.
50 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

En la nota final que acompaña el siguiente volumen, Dos años y


medio de inquietud, corrige su error sobre las fechas, precisando:

Como los cuadernos escritos o mecanografiados de este Diario,


desde el año de 1915 hasta 1927, ambos inclusive, me han sido
robados por los espías de Gómez, principalmente por el misera-
ble Antonio Reyes y su inductor directo José Ignacio Cárdenas, mi-
nistro de Gómez en España primero, y después en Francia y Ho-
landa, ha desaparecido lo más íntimo y más fuerte de mi
pensamiento, en lo mejor de mi vida: de los cuarenta a los cin-
cuenta y dos años.

Es difícil establecer la exactitud de las denuncias del autor. Las pro-


pias autoridades españolas a las que él dice haber concurrido para
pedir garantías contra el espionaje y los robos de que era objeto, pa-
recen haber desconfiado de sus palabras, considerándolo un mono-
maníaco o un hombre con complejo de persecuciones. Lo cierto es
que esos años fueron los más fructíferos de la vida del autor, tanto
por su producción intelectual en un período de estabilidad y madu-
rez, como por la organización de la Editorial América que durante
esos años dio a conocer no menos de trescientos títulos, en su ma-
yoría de escritores hispanoamericanos, constituyéndose en una exi-
tosa empresa comercial y a la vez en un centro de difusión del ame-
ricanismo, bien necesario y también bien insólito en la España de
aquel tiempo. El testimonio de esos años está, por ahora, perdido.
Y aún pudiera ocurrir que existieran anotaciones del Diario pos-
teriores a 1930, pues no ha proporcionado en sus años posteriores
de vida hasta 1944, ninguna indicación de que hubiera abandonado
su redacción y, por el contrario, en Camino de imperfección había
anunciado que «esta obra concluirá cuando yo muera, como la auto-
biografía de Ginesillo en Cervantes». Pero aún con los recortes ano-
tados, el Diario de Blanco Fombona es de los más extensos y de los
más inusuales entre los escritores latinoamericanos del modernismo.
Si él quiso hacer el menudo recuento de una personalidad que en-
contraba admirable, la suya, forzoso es convenir que a lo largo de
los muchos años del Diario llegó a observar que ella tenía facetas
que no estaban destinadas a rendir la admiración del lector y que
incluso, como sospechaban sus congéneres de la época, equipara-
ban demasiado al Poeta con el Hombre común, porque con él com-
partían «el camino de toda carne». Presentando su primer volumen,
La novela de dos años, que aunque referida al bieno 1904-1905 re-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO SM

cién publicó en 1929, seguramente después de haber vuelto a leer


lo escrito más de veinte años atrás y haber hecho esa comprobación,
dice:

Introducid ojos sagaces y daos el gusto de buscar en almas ajenas.


A ver si sacáis el molusco de las perlas. Tened suerte: la ostra que
cría la perla, no se distingue en nada de la ostra común.

Aunque en ocasiones él criticó el diario que llevaron los Goncourt


y también el de Stendhal, así como el de Amiel que, según dijo, se
volvía «todo pensamiento» del mismo modo que el de María Bash-
kirtseff «todo sensaciones» (19, noviembre, 1913), en el suyo hay
de todos ellos, indistintamente, según las cambiantes horas de su vi-
vir: hay sobre todo incesantes contradicciones, ataques de mal hu-
mor, caprichos que le llevan a atacar hoy a Jesucristo para alabarlo
mañana, y eso tantas veces repetido como para que concluyera des-
cubriendo, gracias a su diario, lo que sus contemporáneos supieron
desde siempre: que era un ser contradictorio, en perpetua oscilación,
un ser extremado, de rápidas pasiones, gobernado por una inclina-
ción a confiar en el espontáneo furor, en el espontáneo goce y re-
tornar de ellos bruscamente:

Debe de haber una contradicción fundamental en mi naturaleza,


que se traduce en antinomias personales...De esta educación y de
esta naturaleza personal ha salido un ser contradictorio, un hom-
bre que siente y piensa contradictoriamente (11, marzo, 1912).

En un temperamento que se define como contradictorio, llevar co-


tidianamente un diario es desafiar la coherencia y abandonarse a la
variación que ese mismo temperamento promueve o que el sistema
del Diario fomenta, ofreciendo las distintas facetas posibles, las lu-
ces cambiantes de los diversos días. Hay una entrega a ese registro
escriturario de lo variable donde se paternizan las incoherencias, vo-
lubilidades y contradicciones, y esa entrega es hedonista pues ella
revela complacencia en ese mismo girar bajo el tornasol de los días.
Se abandona gustosamente a ese juego; aunque censura sus bruscos
cambios de humor no deja de mirarlos como parte de su misterio
y hasta parece complacerse en alteraciones, desniveles y caprichos
(intelectuales o amorosos, ideológicos o literarios) en lo que es una
perceptible aceptación del concepto de personalidad fluyente e in-
cluso disgregada que tentara a Proust siguiendo la lección bergso-
niana. Contra todo eso reivindica cada tanto tiempo una línea rígida
52 : ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

de conducta, la cual no llegó a conformar su vida, aunque en algu-


nos asuntos políticos marcó una cierta continuidad.
El estremecimiento de la piel, el placer de verse, de sentirse, de
convivirse y disfrutarse, parece haber sido uno de los motores que
animaron la escritura del Diario y que él ya había detectado, en sus
comienzos, leyendo textos como el De Profundis de Oscar Wilde
que le pareció «obra de sinceridad y de martirio, el alma del poeta
al desnudo». Mientras que su poesía, aferrada a los códigos moder-
nistas, y su novela discursiva, mantenían incólumes las convencio-
nes de la escritura literaria de su tiempo, en su Diario es donde se
abre paso ese «sincerismo» que ya Darío detectara como la consigna
postmodernista y a la cual se plegara desde los Cantos de vida y es-
peranza (1905). Tal sinceridad, que toleraba buenas dosis de coque-
tería y de documentos justificativos destinados a la posteridad, pu-
do haber sido también un motivo para abandonar el Diario cuando
el registro cotidiano comenzó a corresponder a la vejez y a los sin-
sabores propios de una pugna entre su espíritu arriesgadamente ju-
venil y una realidad que ya no se plegaba con obediencia a sus
mandatos.
¿Por qué se escribe un diario íntimo? Tarde o temprano la pregunta
aparece como una exigencia de sinceridad. Si los españoles han sido
tan esquivos para el género, por pudor o por temor, dado que los
diarios están siempre destinados a la publicidad (nada más público
que un diario íntimo, dictaminó Unamuno), si los franceses en cam-
bio (quienes desarrollaron más que nadie el sentido profesional de
sus oficios intelectuales y que nunca dejaron de acatar el principio
stendhaliano de ganar la propia causa en el futuro) se han mostrado
cultores parsimoniosos del diario íntimo que entre sus manos se cons-
tituyó en un arma ofensiva-defensiva, cuando no en una bomba de
tiempo, ambas posiciones corresponden a situaciones culturales dis-
tintas pero sobre todo a la confianza puesta en el confesionalismo,
que viene desde Rousseau, en la fidelidad a la verdad de una expe-
riencia única que ocurre en cada existencia particular y, desde lue-
go, a la exacerbación a que fue sometido el egotismo romántico cuan-
do declinó el siglo XIX.
El modernismo llevaba en su seno el principio de exaltación de
la personalidad que había descubierto el romanticismo (¿Quién que
es no es romántico? todavía decía Darío y el tan recatado Martí sólo
veía, junto a la musa histórica, la musa personal) lo cual habría de
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 53

justificar la restauración de la divisa romántica: Yo me exalto para


que me exalten. La exaltación de sí mismo o la adoración de sí mis-
mo que animara el decadentismo europeo, conducía, por el agrega-
do de las nuevas técnicas del siglo científico, a la concepción que
en la década amarilla formulara Oscar Wilde acerca de la mayor im-
portancia de la vida con relación a la obra literaria, con la equipara-
ción de ambas como tareas esmeradas y pulcras. Poner el talento en
los libros y el genio en la vida, esa divisa wildeana implicaba que
la vida personal podía ser objeto de una elaboración lerita y morosa
como si fuera una obra de arte, escrita en gestos, en sensaciones, en
gustos, en pensamientos, en imágenes y que tal tarea ambiciosa ha-
cía de la literatura un oficio de ministrales, torpe e inferior ocupación.
La transustanciación de la vida del artista en una obra de arte ha-
bría de pasar por las formas exageradas y operáticas de la época, pues-
to que esa obra viva adquiría el estilo ornamentado del arte y la lite-
ratura de la época (copiar el arte, decía también Wilde) alcanzaría
el tono estentóreo de la escena teatral de entonces, ocuparía el tea-
tro de la vida con desenfado, se autovanagloriaría hasta constituirse
en una invención cuya validez dependería de la distancia real en que
se situaría esa imagen compuesta respecto a la realidad de que par-
tía. Nadie mejor que André Gide interpretó esa dimensión, aun cuan-
do él decía eludirla, buscaba alejarse del espectáculo Oscar Wilde
o del espectáculo Robert de Montesquiou, para en verdad rescatar-
los dentro de modos que serían más aceptables para el nuevo siglo
XX, pues para él todo el problema del escritor consistía en «repre-
sentar» algo y alguien y todo su arte radicaría en su capacidad para
forjar una imagen de sí que resultara apreciada, admirada, vilipen-
diada, en cualquier caso aceptada forzosamente como la adecuada
representación. La norma del artista nacido del simbolismo consis-
tirá en «representar», en forjar su vida de conformidad con un de-
terminado proyecto, para hacer de ella un espectáculo, y la sinceri-
dad, el confesionalismo, la minuciosa anotación de las variedades
de humor y hasta de las pequeñas miserias de la vida, fueron, en los
más empecinados, y también los más astutos, un modo de alcanzar
una imagen más verosímil, una representación más creíble. Pero tal
«representación», como la palabra lo dice, no podía ser sino «espec-
tacular», corresponder a un escenario, así fuera el de la letra escrita,
proyectarse hacia un público fascinado al cual conquistar, generar
54 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

una gesticulación devoradora, vestirse con fastuosos ropajes, domi-


nar la escena.
En la época existió una verdadera complicidad de los escritores,
para contribuir mutuamente a estas imágenes proyectadas. Ninguno
de ellos dejó de escribir «retratos» imaginarios de sus compañeros
—ya para recamarlos como para vilipendiarlos— de modo de con-
tribuir a la leyenda. El prólogo de Darío a la Pequeña Opera Lírica
de Rufino Blanco Fombona es de sobra conocido, con su larga evo-
cación del espadachín renacentista que aporreaba a desconocidos o
4 mesoneros poco atentos. Al mismo tipo pertenece la del servicial
Gómez Carrillo que en el prólogo a Más allá de los borizontes...di-
ce haber conocido a su autor en un baile de máscaras en que él ves-
tía como Antonello de Messina y Blanco Fombona nada menos que
como Francisco 1:

Todo hacía adivinar al poeta en aquel mancebo que, teniendo los


ojos risueños y ojerosos y los cabellos ensortijados del San Juan
de Leonardo, había escogido para vestirse, el traje severo y sun-
tuoso que ostenta Francisco 1 en el cuadro de Clouet.

No sólo el atuendo y la pose conquistadora. También el arrojo,


el desdén, el valor gratuito, el placer del riesgo, el gesto en que la
virilidad quedaba corroborada. Contestando a una encuesta de una
revista francesa sobre el duelo, decía Blanco Fombona en 1904: «Le
duel est un souvenir viril et chevaleresque du temps ou il avait moins
des lois et plus d'hommes». Y Gómez Carrillo cuenta en el mismo
prólogo su reencuentro, cuando el escritor, que no tenía aún treinta
años, llega a su casa de París para decirle:

—Vengo de Amsterdam... Y necesito que me preste usted sus es-


padas, ya usted sabe, aquellas del condotiere Antonello de Messi-
na, las anchas hojas tudescas. ¿Las tiene usted aún? Se lo pregunto
porque como aquí en París viven ustedes en una atmósfera de due-
los, un par de espadas se usa pronto...Necesito, además, que us-
ted me sirva de padrino...
Luego, en dos palabras, me puso al corriente de todo. Se trataba
de dos duelos.
—Dos por lo menos— me dijo. :
Al día siguiente, en efecto, se batió primero con el eminente no-
velista Binet-Valmer, director de La Renaissance Latine, y luego
con el joven escritor Albert Erlande.

Tal como ocurriera con otro de los grandes dandys de la época,


el uruguayo Roberto de las Carreras, la esgrima y los duelos eran parte
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO E 55

del atuendo de la «personalidad», una manera de coronar otro géne-


ro especialmente desarrollado en el tiempo, (como veremos), la po-
lémica, y de fijar el plante viril y arrollador. Tanto servían estos re-
cursos para la vida literaria como para encarecer, ante las mujeres,
las condiciones varoniles del conquistador.
Pero todo eso, que fue un tesoro compartido por muchos hom-
bres entonces, sólo adquiría su real valor cuando se trasuntaba en
un discurso literario, después de que el gesto había comenzado por
copiar atentamente los modos de la literatura, con lo cual de ella se
partía y a ella se retornaba describiendo una recorrida que se situa-
ba en la vida, en el esplendor de la personalidad actuando dentro
del mundo, pero que se destinaba oscuramente al circuito de las ar-
tes y la literatura, dioses mayores que la vida copiaba atentamente.
Si el romanticismo había comenzado por exaltar la literatura con una
desmesura que hasta hoy subvierte las jerarquías, el decadentismo
extremaría esa nota y haría de ella el absoluto respecto al cual se me-
dían y valoraban los actos de la existencia humana.
El Diario apareció, para Blanco Fombona, como el espejo (aun-
que pronto descubriría que un espejo mágico, autoritario y capri-
choso) donde encontrarse y reconocerse y la sinceridad progresiva
que se va observando en sus anotaciones es buscada y aceptada por-
que sirve al placentero registró de un ser excepcional, el artista, en
que nada por lo tanto puede perderse ni devaluarse. Si es fatal que
se pretenda contar con un espejo hermoseador, es también fatal que
se concluya descubriendo que él se independiza e impone una vo-
luntad que no es siempre amistosa para el creador. En un momento
dado, el 29 de octubre de 1913, Blanco Fombona se enfrentó a la
pregunta crucial de todo autor de diarios y contestó:

¿Para qué se escribe un Diario de vida? En realidad no lo sé. No


toda nuestra vida —en lo que significa acción ni en lo que signifi-
ca pensamiento— queda incrustada en el Diario. Con las accio-
nes que dejamos entre paréntesis y con los pensamientos que de-
jamos inéditos al paso de nuestros días, podríamos escribir otro
Diario, también nuestro y tan diferente del que llevamos, como
pueden serlo el diamante del carbono, un hombre de una mujer
y un alma de otra alma.

El escritor acaba de descubrir que el espejo mágico no siempre res-


ponde: tú eres la más bella. Es la consecuencia de una simple opera-
ción literaria. Se trata del establecimiento de una estructura signifi-
56 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cativa que se consigue utilizando la pluralidad de datos que se van


escalonando en el diario íntimo, aparentemente en forma capricho-
sa y ocasional, y que son susceptibles de una distinta combinación
por parte del receptor del mensaje. Este vincula unos datos con otros,
proyecta los que se le proporcionan sobre otro panorama interpre-
tativo que no es el del autor, desplaza y correlaciona de manera dis-
tinta las imágenes contradictorias, en una palabra, juzga.
Si la vida humana no puede ser registrada taxativamente por lo
cual desde el momento que se la selecciona, se la traiciona y desfi-
gura, la operación de correlacionar datos instaurando una estructu-
ra significativa implica coordenadas de valor, un enjuiciamiento y
una modificación respecto a la proposición que ha hecho el autor.
Es cierto que el receptor del mensaje maneja a éste para recompo-
ner a su emisor, si tal es su propósito interpretativo, pero lo que el
emisor recibe no es la imagen de sí mismo que ha ido creando el autor
para su representación, sino otra que puede desconcertarlo y tam-
bién avergonzarlo. El alarde de la sinceridad se transforma en una
peligrosa ciénaga.
Pero además, un diario íntimo es una explanación diacrónica y no
meramente el retrato de una sincronía. La vida humana va pasando
a lo largo de sus páginas como en esa palabra que él utilizó para titu-
lar su primer volumen: una novela. No sólo se escalonan y suceden
los hechos, también las diversas imágenes de un hombre que deriva
en la vida. En la «Nota Final» de Camino de imperfección, título que
dice a las claras la progresiva decepción, Blanco Fombona edifica
su teoría de las edades del hombre, trazándolas sobre el esquema tra-
dicional apenas modificado:

La vida de un hombre se compone de cuatro etapas desemejantes


de 18 años cada una: infancia y mocedad, hasta 18 años, juventud
propiamente dicha hasta 36, madurez hasta 54 y vejez hasta 72.
Los demás se llaman sobrevivencia.

Es posible cotejar tres autorretratos que nos ofrece, dentro de las


distintas etapas: uno a los 32 años cuando el 2 de abril de 1906 es-
cribe un falso epitafio con incontenible alabanza de sí mismo que
lo muestra no sólo queriéndose, sino inmensamente feliz consigo mis-
mo; otro a los 38 años de edad, cuando el 11 de marzo de 1912 com-
prende que está hecho de contradicciones que estima peculiares de
su naturaleza; otro a los 56 años de edad, cuando el 22 de julio de
1930 tiene presentimientos de muerte («Estoy enfermo y moriré acaso
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 7

pronto») y lo inunda la selfpity. Días después, el 13 de agosto, cuen-


ta un sueño:

Anoche he tenido un sueño. Me encontré de pronto acostado en


un parque hermosísimo y severo, al lado de mi padre. Los árboles
eran caobos; pero no como los del bosque con corteza y con ra-
mas, sino árboles de caoba pulida, barnizada, como los muebles.
Mi padre sabía algo que debía ocurrirme y que yo ignoraba a dere-
chas en qué consistiese. De cuando en cuando le preguntaba a mi
padre: —¿Es tiempo? Y mi padre me respondía: —Todavía no. A
un momento dado insistí:

—¿Ya? Y mi padre me respondió: —Sí.

El sueño es analizado como un anuncio de su muerte, tratando de


seguir las modalidades de la exégesis freudiana, y si se le relaciona
sx

con otros textos del mismo mes (como el bellísimo del 9 de agosto:
«Ayer a la tarde me he ido solo al fondo de nuestra finca. Me he sen-
tado en el brocal del pozo y me he puesto a ver la desaparición del
sol...») la interpretación parece plausible. Es un último retrato, pero
como los famosos de Rembrandt, siempre bajo opulentas vestidu-
ras, ya sean ahora de luto como antes eran de relumbrantes dora-
dos. La sinceridad de cada momento sólo propone máscaras acci-
dentales y se escurre por debajo de ellas. Tampoco la sucesión
diacrónica es capaz de ofrecér, como lo puede la novela planifica-
da, una «representación» coherente y persuasiva.

EL NARRADOR INSOLITO

El Diario de Rufino Blanco Fombona ejercita, sin buscar-


las, algunas normas del género, por lo cual es una cantera de apro-
vechables informaciones sobre la vida venezolana de comienzos de
siglo y el primer tercio del siglo XX en Europa. Con respecto a las
condiciones paralelas que también desarrolla el género memorialis-
ta del cual fuera maestro Saint-Simon, tiene la ventaja de la fotogra-
fía instantánea que, al parecer, no ha sido retocada posteriormente
y que conserva por lo tanto ese aire pasatista (en el encuadre, la se-
lección de los datos, el enfoque, el color y hasta la técnica emplea-
da) donde es posible leer una información sobre la época y simultá-
neamente otra sobre el modo de percibirla el autor. Los pasajes sobre
la Caracas indolente de comienzos de siglo y más aún sobre el aris-
58 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

tocrático balneario de Macuto que baila y baila mientras se prolonga


la enfermedad del dictador Cipriano Castro y tanto los militares co-
mo los políticos (entre los que se cuenta el propio autor) se dispo-
nen a repartirse sus restos, o la historia de su caída con el ascenso
de Juan Vicente Gómez al gobierno, pueden prestar inestimable auxi-
lio al historiador, como ya se ha visto en los escritos de Ramón J.
Velázquez. Del mismo modo, el ingreso del París de la «belle épo-
que» al clima de guerra en el agosto de 1914, el desgarramiento de
esa apariencia bullanguera y elegante con la emergencia del rostro
triste y torvo de los ciudadanos comunes que van al frente, le hubie-
ra podido servir al Martin du Gard de Les Thibault para recuperar
una imagen viva de ese brusco giro de la historia en que se desmoro-
na el siglo XIX y nace nuestro tiempo. Semejante es el caso del mi-
nucioso recuento de la caída de la monarquía española (en Dos años
y medio de inquietud), la participación de los intelectuales en el pro-
ceso, la visión irrisoria del monarca y la entrada violenta y popular
de la República que aviva la fe del escritor en esos cambios que pa-
recían imposibles en su país. O la repercusión del intento de derro-
car al dictador Gómez cuando la insurgencia estudiantil de 1928 en
Caracas; la visión entre alentada y desconfiada de los emigrados res-
pecto al alzamiento encabezado por Delgado Chalbaud, en que par-
ticipara Pocaterra, en 1929.
Todo eso es material para uso de historiadores, pero de alguna ma-
nera subrepticia, que el autor no previó, es también material de la
literatura. A lo largo del Diario se percibe claramente cuando el es-
critor «hace estilo», construye una escena o narra un episodio con
clara conciencia de que está produciendo «literatura», y cuando sim-
plemente anota al pasar, casi mecánicamente, un episodio, registra
un personaje, pone por escrito una emoción pasajera. En el primer
caso, el resultado se aproxima a sus novelas y cuentos y, como ellos,
responde a un manejo dócil de las convenciones estilísticas de la épo-
ca modernista, en ese momento en que ella se comienza a transfor-
mar para atestiguar la realidad americana, o sea cuando se encuen-
tra encabalgada entre el esteticismo y el regionalismo. Son sus apuntes
menos felices porque en ellos la cosmética es demasiado acentuada,
cuando describe, o si narra, su vocación interpretativa y didascálica
demasiado devorante de los personajes y situaciones. En el segundo
caso estamos en presencia del veloz y simple registro de una ima-
gen, un diálogo, un personaje, o sea en el dominio del «boceto» que
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 59

los románticos ascendieron a género artístico válido, incluso acep-


tando su fragmentarismo, su inconexión con otros textos, por lo tanto
su autonomía literaria. En estos casos, se concede a la situación una
libertad de manifestar significados, sin auxilios explicativos o sin su-
brayados de estilo, lo cual se traduce en una fuerza comunicativa más
vivaz y directa, tal como habría de producirse en la escritura beha-
viorista que se abriría camino en la literatura del XX. Pero sobre to-
do, se libera a la situación realista de las coordenadas interpretati-
vas (filosóficas, morales o sociológicas) del autor, permitiendo que
se exprese polisémicamente, al margen de la «ejemplaridad» que con
frecuencia reclamó Blanco Fombona de la escritura narrativa.
Este escritor, que defendió las arcaicas tesis racistas de los euro-
peos, aplicándoselas a su propio país, que resucitó los principios in-
migratorios que habían manejado los argentinos del Salón Literario
y que llegó a afirmar: «Estamos a dos pasos de la selva por nuestros
negros y por nuestros indios: alejémonos de la selva. Gran porción
de nuestro país es mulata, es mestiza, es zamba, con todos los defec-
tos que desde Spencer se reconocen al hibridismo; trasfundamos en
sus venas la sangre regeneradora», este mismo hombre, cuando está
preso en Ciudad Bolívar, es capaz de registrar la presencia de esos
seres desamparados con una precisión y con un margen de respeto
por la verdad humana, —a la que responde la exactitud y limpieza
de la escritura—, que hace de esos apuntes eficaces bocetos narrati-
vos. En La novela de dos años se pueden espigar múltiples ejemplos.
V

—Son unos parias. Lo ignoran todo; ni siquiera saben quién es


Bolívar. :
Creí aquello imposible. Para convencerme, Alfredo fue llamando
uno a uno a los que pasaban por delante de nuestra puerta.
—Oye tú, ¿sabes quién es Bolívar?
— ¿Bolívar?... No, señor.
—¿No sabes quién es el Libertador Simón Bolívar; dónde nació,
qué hizo?.
—¡Ah! ¿Bolívar-Libertador? Sí, el qué está en las pesetas y en los
realitos.
—Llamamos hasta seis. Todos lo mismo.
(15 de setiembre de 1905).

Once ciudadanos del Llano, once parias, detenidos por abigeato.


El robo consiste en haberse comido un becerro. Se les detiene in-
definidamente, a pesar de que uno de ellos se acusa de haber sido
el único culpable.
60 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

—Tuve hambre, dice, y maté al becerro. Para que no se perdiera


lo sobrante llamé a varios vecinos a que también disfrutaran.
(24 de octubre de 1905).

El idiota se llama José Sánchez, del Pao, Estado Bolívar y tendrá


veinte años. El onanismo lo ha idiotizado. En la cárcel los demás
prisioneros le pagaban una locha para que se diese, en público,
a la masturbación.

Pero es también la composición del material histórico, la visión


de la realidad política de su tiempo, aunque en este caso no falta el
enjuiciamiento; salvo que se trasfunde en la composición narrativa,
en la invención de imágenes, en el punto de vista con que se obser-
va, liberando al lector de la impertinente intromisión del autor:

A Castro, con quien he hablado a menudo, no le interesa nada si-


no la sensualidad del poder. No piensa sino en bailar; se baila to-
dos los días con cualquier pretexto. También piensa en acostarse
con mujeres bonitas: cada día una más joven. Los proveedores
abundan: varios de cuantos le rodean desde Juan Vicente Gómez,
vicepresidente de la República, hasta el ministro de Hacienda y
el negro sastre de Puerto Rico, Gumersindo Rivas, periodista ofi-
cial, no tienen otra ocupación de más importancia.
(30 de octubre de 1905).

Acaba de pasar en tren expreso para Caracas el general Cipriano


Castro, enfermo desde hace ocho meses y que buscaba la salud,
de meses para acá, en el balneario de Macuto. (...) Castro va maci-
lento, flaco, rojo el cerco de los ojos, caídos los párpados, hacien-
do visible esfuerzo por mantenerse firme en el asiento a la con-
templación de las curiosas multitudes que se apiñan en los andenes
y alo largo de la vía para verlo. Y en ese vagón de ferrocarril, jun-
to con ese hombre extenuado y con demacración va también, ca-
nijo y maltrecho, el destino de Venezuela.
(16 de marzo de 1907).

La ciudad es un campamento. La ley marcial impera. Tropas reco-


rren la ciudad, saqueada por las turbas furiosas. ¿Qué pasa? Ocu-
rre que el 13 de diciembre de 1908 será de hoy en más una fecha
clásica. Ese día los caraqueños hemos echado abajo al Dictador Ci-
priano Castro, cuyos tres últimos años de gobierno fueron el triunfo
de la barbarie y la orgía del banditismo. Lo más granado de la ciu-
dadanía se reunió, con anuencia del gobierno, so pretexto de una
manifestación antiholandesa, el 13, a las dos de la tarde. Los pri-
meros en llegar a la Plaza Bolívar, centro de la reunión,
fueron los
estudiantes. A las tres, rebosaba la Plaza en gente: poco pueblo
al
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 61

principio, pero mucha «gente decente», como solemos llamar a la


burguesía, a los que ejercen profesiones liberales.
(16 de diciembre de 1908).

O esta rápida serie de flashes en los cuales se ve cómo París entra


en el clima de la guerra. Aquí, la intensidad de los hechos reales ha
corroído por entero ese resto («et le reste est littérature») que tanto
abunda en la escritura ampulosa y frecuentemente pedestre, del na-
rrador.

4 de agosto. La gente toma los trenes por asalto y los coches que
se dirigen a las estaciones. Cuantos se pueden alejar de París, se
alejan.
5 de agosto. Todo el mundo le pregunta a uno cuánto tiempo va
a durar la guerra, como si uno —ni nadie— pudiera saberlo. Esas
cosas no las saben sino en aquella comedia mala, en que uno de
los personajes decía: «partamos para la guerra de los treinta años».
Todo el mundo hace provisiones —nosotros también— en previ-
sión de un sitio de París. Las mercancías han desaparecido de los
comercios y la moneda de la circulación. No se vé un Luis. No hay
quien cambie un duro.
6 de Agosto. No queda nadie en la ciudad. Todos los franceses que
pueden parten hacia el Oeste. Los extranjeros ya han volado.
Las calles desiertas de día; desiertas y oscuras de noche.
8 de agosto. V.T. parte a las dos de la mañana para coger el tren
de Dieppe. La acompaño hasta cerca de la Gare Saint-Lazare. No
se encuentra un alma en la calle, ni siquiera un policía. De cuando
en cuando se ilumina el cielo de París: los proyectores eléctricos
de la Torre Eiffel abren sus caminos luminosos en el cielo, de Nor-
te a Sur y de Este a Oeste.
10 de agosto. ¡Qué desorden en este país de orden! ¡Qué tristeza
en este país de alegría!.

Esta escritura podría ser periodística, pero más aún recuerda la de


Mariano Azuela cuando debió ponerse a contar la violencia revolu-
cionaria en Los de abajo y se vio forzado a abandonar su anterior
narrativa naturalista, todavía dominada por ese preciosismo aparen-
cialmente realista, que fue peculiar de toda la novela del XIX, sobre
todo en sus grandes modelos franceses, y debió traducir la presteza,
el contraste, la inmediatez de una nueva versión de la realidad. En
Blanco Fombona conviven y se alternan ambos regímenes de la es-
critura. Puede enfrentarse a esa nerviosa serie de anotaciones del París
de 1914, esta descripción rebuscadamente literaria y de un precio-
sismo vacuo, que también se encuentra en su Diario:
62 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

Por las ventanas abiertas, festoneadas de madreselva, y donde cuel-


gan, en sus jaulas, trinadores canarios, desde el alegre comedor
de mi casa, mi hermano Héctor, Pablo Casanova y yo, después de
almorzar, contemplamos los árboles del vecino huerto: una aca-
cia verde y cubierta de frágiles flores purpúreas, un árbol de flo-
res amarillas, un cotoperís copudo y hojoso, palmas, mangos, plá-
tanos, y, en un claro, rosales. Acaba de llover. El sol no es de oro,
sino de plata; y el cielo, pálido, se envuelve a trechos en una bru-
ma de perlas. Con el aguacero han salido de sus guaridas arbóreas
y térreas, millares y millares de insectos voladores. Una parvada
de golondrinas da caza, a nuestra vista, a los frágiles seres alados.
Los pájaros cazadores describen un amplio vuelo en curva, y de
repente pasan a todo volar junto al insecto, llevándoselo en el pi-
co o en el buche. El insecto, que parecía poco antes un móvil pun-
to negro, desaparece en el buche voraz. La nube de insectos cla-
rea poco a poco. Los cazadores continúan revoloteando en torno
a su presa. ¡Qué almuerzo heliogabálico! ¡Y qué lección, para no-
sotros, de filosofía objetiva! ¡No hay que ser insectos! ¡No hay que
ser débiles! ¡Cuándo los más fuertes revolotean, no debemos salir
de nuestras guaridas!
(20 de junio de 1909).

Todo es detestable en esta página: la inmovilidad cómoda del punto


de vista, que contamina a la escena; la elección de verbos y adjeti-
vos dentro de una estética pasatista; el convencionalismo trivial de
las imágenes; la voluntad de estilo con su retórico régimen coloris-
ta, descriptivo, sensorial; el cultismo afectado (térreas, heliogabáli-
co); el afán de conducir todo a una moraleja y la vulgaridad de su
filosofía. Los defectos del escritor se perciben de manera flagrante,
justamente cuando él está revistiendo el hábito de escritor, cuando
está escribiendo literatura. Y se los percibe porque quien siempre
deseó ser un ser original, distinto, único, no es capaz aquí de un tac-
to personal y directo con la lengua y con el espectáculo de la reali-
dad, sino que asume servicialmente y epigonalmente, los principios
de la escuela literaria en que surgió: el bien mostrenco sustituye aquí
al «tesoro personal».
Ni siquiera cuando en vez de contemplar el mundo exterior, vuel-
ve los ojos hacia adentro, se salva de esta trampa que le extendían
los principios escolares de la literatura, y hay páginas en que se le
ve retocar el autorretrato para adecuarlo al modelo imperante de su
tiempo. Es, siempre, cuando asume el «personaje» que representa-
ba. En cambio, cuando éste es por un momento abandonado, cuan-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 63

do deja de ver a su conciencia como un teatro fabuloso donde se


suceden miríficos dioramas (y eso pasa en los momentos de desa-
liento, o cuando estando solo quiere compadecerse de sí mismo) ad-
quiere una fugaz pero certera capacidad para trasladar a las acciones
que se cumplen en un universo real y objetivo las intensidades afec-
tivas que lo animan y, encuentra simultáneamente una escritura ali-
sada, precisa, como la de los «Nocturnos» de su maestro Darío:

Veo un arbolito que he hecho plantar recientemente al borde del


pOzO, para que su sombra en lo porvenir favorezca al pobre caba-
llo que da vueltas y acciona la noria. El arbolito se quiere secar.
Daré vueltas a la noria; haré la buena acción de regar aquel arboli-
to; y si reviento, nadie supondrá sino que he cometido una im-
prudencia. Y lo hago como lo pienso. Ocupo el arco de hierro don-
de se coloca el caballo y empiezo a dar vueltas, lleno de un
sentimiento inexplicable de despecho, de tristura y de miedo. El
agua corre abundante. La tarde va cayendo. ¡Si yo también cayera
al borde del pozo!
(9 de agosto de 1930)

El cotejo de textos provenientes de su Diario con otros similares


procedentes de sus novelas, ilustraría mejor aún esta modificación
de la escritura y testimoniaría hasta qué punto el «narrador insóli-
to», el que está desprevenido y sólo boceta un registro de vida, el
que no hace literatura, alcanza mayor temperatura y más rigurosa
excelencia artística que el escritor que trabaja apaciblemente en su
escritorio componiento una eventual obra de arte. Así por ejemplo,
pueden verse algunos pasajes de El hombre de hierro (1907) y si-
multáneamente leerse los fragmentos del Diario que transcurren en
Macuto, justamente en la fecha de aparición del libro. El mismo es-
cenario, personajes semejantes, fechas simultáneas, se expresan a tra-
vés de dispares resoluciones textuales: en una la letra mata y en otra
la vida anima.

LA CONFESION EROTICA

Hay otra zona donde Blanco Fombona demostró precisión


de narrador: porque en ella no procuraba hacer literatura y porque
además no debía imaginar vidas ajenas sino mostrar la suya íntima.
Se trata de la zona de las relaciones amorosas, contada con una fran-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
64

conocido por
queza, una objetividad y aún un desparpajo que no era
las letras latinoamerican as.
tanto
Es sabida la pudibundez de la literatura de lengua española,
hubiera esperad o más libre de la Amé-
en la península como la que se
Cortáza r ha escrito la requisit oria
rica Hispana. Recién ahora Julio
mojigat ería literaria respect o al
(Ultimo round) sobre la tradicional
erotismo, y eso ha sido posible porque se había produci do una irrup-
ción literaria (Cambio de piel de Fuentes, la Reivindicación del conde
don Julián de Goytisolo) que buscó apoderarse del Eros moderno
tal como se venía practicando desde hacía tiempo en otras comar-
cas artísticas. Con lentitud y con dificultad la literatura de la lengua
española ha abordado con franqueza el universo erótico y no es ca-
sualidad que lo haya hecho al mismo tiempo que también abordaba
un orbe lingiístico creativo y popular que las letras venían re-
chazando.
Si hubiera que rastrear los orígenes de esta expansión del erotis-
mo en la literatura, habría que remontarse hasta el modernismo que
abrió tímidamente esa puerta, aunque también habría que recono-
cer que tanto en uno como en otro período cultural presenciamos
una apropiación tardía y mediatizada de la escritura erótica europea
o norteamericana. En efecto, si la actual narrativa latinoamericana
ha comenzado a merodear (no más que eso) lo que Henry Miller, Jean
Genet, William Burroughs o Georges Bataille habían hecho hace tiem-
po en sus obras, la literatura modernista hizo suya una versión del
erotismo que se impuso en las últimas décadas del siglo XIX en In-
glaterra y Francia, proporcionando sustento a la escritura de los «mal-
ditos», de los «decadentes» y de los «raros» a los que ya a fines de
siglo dedicaba Darío un volumen. De Rachilde a Swinburne, de Lau-
treamont a Alfred Jarry, de Verlaine a Wilde, la literatura había ins-
peccionado las regiones marginales del comportamiento erótico, no
siempre utilizando todas las palabras adecuadas, pero muy escasas
huellas de esa audacia se trasladaron a las imitaciones latinoame-
ricanas.
Lo que en ellas puede recobrarse es la nueva versión de la mujer
que había adquirido un consenso público generalizado en Europa,
junto con la primera aceptación de que podía contarse y cantarse
el goce erótico de manera franca, sin justificaciones ni reticencias.
Las audacias mayores que la literatura europea frecuentó desde el
último tercio del XIX no tuvieron equivalente en las letras hispanoa-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 65

mericanas y mucho menos en las españolas: sólo se aceptó lo que


ya tenía un cierto patrocinio oficial en la Francia de la época y abas-
tecía incluso la paraliteratura narrativa finisecular. Recogiendo el ca-
mino desbrozado por el realismo y el naturalismo del XIX, la época
amarilla de fines de siglo estableció un modelo femenino que, física-
mente, quedó definido en el famoso cuadro «Salomé« de Gustave
Moreau que colgaba en las habitaciones del exquisito Robert des Es-
- seintes a quien consagró Huysmans su novela A rébours. Esta ima-
gen turbadora, apetecible y al tiempo aterradora, fijó el paradigma
femenino de los esteticistas, se apoderó de la poesía y llegó a domi-
nar la narrativa hispanoamericana generando en ella conflictos mo-
rales extremados como los que contó Carlos Reyles en El extraño
(1897) primero y en La raza de Caín (1900) después. Una suerte
de bella, suntuosa, hierática y dominante «mantis religiosa» hipnoti-
zÓ a los poetas obligándolos a construir decoraciones heráldicas pa-
ra la «zodiacal Pantesilea», venció a los prosistas que desplegaron una
cargada escritura sensual para traducir su imantación.
Ese fue el propósito que se fijó José María Vargas Vila desde la pu-
blicación de Flor de fango (1898) pero más francamente desde su
período esteticista, con Ibis o Las rosas de la tarde. Esa fue, tam-
bién, la razón de su desmedido e imperdonable éxito. La visión de
la terrible devoradora de hombres se logró mediante una descrip-
ción opulenta, cargada de referencias cultas, revestida a la manera
oriental, que hoy puede hacernos sonreír pero que entonces erizaba
sensualmente la piel del lector: «Ella era como la mujer armada de
los siete espíritus, que tortura y mata al hombre, al decir del Ecle-
siastés; era ardiente como venida del desierto, escapada a las cari-
cias de leones y de leopardos, incansable como la yegua árabe del
Faraón de que nos habla la Biblia, y sumisa al placer como la hembra
del hebreo, con las argollas en la nariz» (Ibis).
La imagen de la mujer y la nueva relación erótica, fue establecida
por los narradores mundanos franceses, en particular por sus dos glo-
rias mayores, Rémy de Gourmont y Paul Bourget, en cuyas obras en-
contraron los hispanoamericanos el catecismo de la liberación de los
sentidos. Para Rufino Blanco Fombona el maestro fue Paul Bourget,
y en general el teatro y la novela trivial francesa de fines de siglo
(Henri Bernstein, Víctor Marguerite, Arséne Houssaye, Paul de Kock,
etc.) porque en ellos encontró un tratamiento «picante» del erotis-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
66

mo y una teoría de la mujer que justificó la apertura hacia un nuevo


tipo de relaciones adultas. Leyendo Cruel enigma, acota:

De esta psicología elegante de Paul Bourget, pudiera extraerse buen


número de observaciones y consejos espirituales, y formar un bre-
viario galante para uso de vírgenes, semi-vírgenes y pecadoras de
sociedad.
(18 de febrero de 1904).

Blanco Fombona, que en sus novelas trató o pudorosa o recatada-


mente los temas amorosos, demostró en su Diario dos cosas inu-
suales entre los intelectuales de la época: franqueza para abordar sus
experiencias eróticas (sus «conquistas») con un reconocible grano de
orgullo personal pero asimismo con libertad para aceptar el nivel
adulto de las relaciones humanas; precisión narrativa para contar esos
sucesos, lo cual le liberó parcialmente de las convenciones estilísti-
cas vigentes y le permitió acceder a una escritura que comenzaba a
abrirse paso en el siglo XX anunciando a los regionalistas.
Entre los múltiples episodios amorosos que se encuentran en el
Diario, los hay que pueden ubicarse enteramente dentro de los cá-
nones del decadentismo (como la seducción de la monjita en el bar-
co que lo trae a Venezuela en 1908) y forman parte de la construc-
ción de la «imagen personalista» propia del modelo masculino
novecentista, sobre todo latinoamericano, que incluía como un ras-
go central el donjuanismo arrollador y el «machismo» que llegaría
a ser legendario en todo el continente. Son oraciones «pro domo sua»
de las que alardeó sin fin ante sus contemporáneos y en las cuales
se fundía tanto el mito personalista como el mito del latín lover que
no ha dejado de tener predicamento hasta nuestros días. Pero la ma-
yoría pertenece a una nueva visión humana y literaria que en la no-
velística latinoamericana fue fijada inicialmente por Horacio Quiro-
ga con su admirable Historia de un amor turbio (1908), la que a
su vez se inscribe en esta narrativa sincerista que suplantaba el este-
ticismo decadente. El cambio de sensibilidad y el cambio de estética
que se precipitó en la primera década del siglo puede medirse si se
coteja Santa (1903) del mexicano Federico Gamboa y la menciona-
da novela de Horacio Quiroga. En la misma década en que se difun-
dían las exitosas novelas de Vargas Vila y en que se aceptaba la no-
vela del mexicano como la versión americana de la Nana de Emile
Zola, ya Horacio Quiroga prefiguraba lo que en esos mismos momen-
tos venían investigando los escritores nórdicos e ingleses, en espe-
? RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 67

cial el más difundido, Knut Hamsun. Dentro de esa línea se sitúa el


tratamiento que da Blanco Fombona a los asuntos eróticos. Una ano-
tación como la del 26 de setiembre de 1907 da la tónica de este tipo
de materiales y revela que, en una simple consignación de sucesos
que no pretenden incorporarse a la literatura, está utilizando subrep-
ticiamente un esquema nuevo: un realismo inquieto, abocetado, que
sólo maneja un haz de datos dentro de una subjetivación que no los
distorsiona a pesar de su intensidad:

No habla sino holandés; es decir, apenas puedo entenderme con


ella. La enamoriscaba en su frutería y desde mi ventana le enviaba
sonrisas, miradas y besos. Como no accedía pronto a mi deseo,
la abandoné; quiero decir, no me ocupé más de ella. Una de las
últimas noches me llamó. Entré, me la comí a besos; y sacándole
del corpiño un lindo seno, gordo y blanco, se lo acaricié y besé.
Era la primera vez que me permitía esa caricia. No quiso acceder
a más. A la noche siguiente le di cita en la playa. Fue; pero no qui-
so pasar de los besos. La noche después volvió. A la sexta noche...
Nos sentamos en la arena. Hacía frío, soplaba un viento casi gla-
cial; y después de una dulce brega, cedió. Mala labor; pero ya per-
dió el miedo y fue adonde quise llevarla. Fresca holandesita, ¡qué
dulce eres; y cómo vas a vivir en mis recuerdos, en la noche ini-
cial, en la noche de setiembre, sobre la playa fría, mientras sopla-
ba el viento norte y se calentaban nuestras bocas a besos!
'

Si el recuento de las «conquistas» respira exaltación de sí mismo,


y comienza a tornarse obsesivo a medida que pasan los años y se mar-
chita el arrogante aire juvenil, transformándose en un modo de lu-
char contra el tiempo y mantener viva la «imagen» de sí que ha crea-
do, los momentos más auténticos son los que corresponden a esas
historias que Stendhal fue el primero en osar confesar: los «fiascos».
Como aquí no está de por medio la vanidad donjuanesca (como el
episodio de Ana que narra a 30 de setiembre de 1913) el registro res-
ponde a un deseo de autenticidad y a una capacidad creciente para
observar de modo objetivo su propia vida. En casi todos los casos
su visión de la mujer queda teñida por su estado de «celo» y por un
subyacente desdén de las otras capacidades, no sensuales, que pu-
diera tener la mujer. En ella vio el objeto del placer y aceptó que
ellas lo vieran a él del mismo modo. «Desde el principio hasta el fin
de la vida femenina, el clítoris es el rector» dice iniciando una pági-
na sobre la mujer el 12 de noviembre de 1913, cuando él está por
cumplir cuarenta años. Salvo el episodio con quien escondió bajo
las iniciales V.T. (Vida Tranquila) que fue el más permanente y el
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
68

más cercano a un hogar constituido de su vida, pues de ella tuvo a


sus hijos, su experiencia de la mujer se redujo a la violenta y fugaz
sensualidad del instante, de la que salieron sus numerosas aventuras
en hotelitos casuales, ferrocarriles nocturnos, encuentros furtivos,
constituyéndose la mujer, para él, en aventuras ocasionales o en el
reposo del guerrero. Nada hay en su Diario que evoque una gran
pasión amorosa, nada que revele el encuentro con un ser humano
cabal cuya singularidad, complejidad, atracción, den origen a ese mis-
terio profundo de la pareja humana. Ofreció un cuerpo y encontró
cuerpos y a ellos pidió no sólo sensualidad sino novedad. Experi-
mentó con ellos para confirmar su propia existencia, su energía va-
ronil, su «imagen» y los abandonó no bien cumplida esta tarea rápi-
damente agotable. Tal comportamiento puede ser objeto de censuras
morales, de poco efecto referidas a quien descreyó, en lo que atañe
a esta zona de la vida, de toda moral. Si bien él no predicó el «amo-
ralismo» como lo hiciera, y por otras razones, Vargas Vila, no per-
mitió que hubiera colisión entre esta pasión de sí mismo a través del
cuerpo femenino y los preceptos más o menos oficiales de la moral
de su tiempo, los cuales comprobó realísticamente que no funcio-
naban ya, no sólo entre los hombres, sino también entre esas nuevas
mujeres del siglo XX.
Pero lo importante no es esta experiencia, que del mismo modo
que él hicieron tantos, sino la audacia necesaria para consignarla por
escrito en un intento de des-sacralización de la palabra escrita. Esta
ruptura es más drástica que la cumplida en su vida sensorial, la cual,
como era previsible, pagó con soledad interior («turbio espejo y co-
razón vacío» sería la definición que daría Antonio Machado), por-
que las convenciones (o las virginidades) de la escritura se regían por
leyes mucho más rígidas que las costumbres. No llegó sin embargo
a tomar conciencia, como sólo se alcanzaría más tarde, de que no
era sólo el asunto francamente asumido lo que podía desvirgar esa
escritura, sino que las palabras mismas, las formas literarias, exigían
una desvergonzada revisión, un manipuleo igualmente sensual den-
tro de esta distinta manera de percibir el fugaz encuentro de los cuer-
pos. Es bien curioso, en escritor que se precia de franco en temas
eróticos, observar la reaparición solapada del pudor que veda exce-
sivas intimidades; hay una frontera que no traspasa y que está fijada
por el comienzo de la relación carnal acerca de la cual no dice pala-
bra. Lo que sí cuenta es el proceso de la conquista, con lo que testi-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 69

monia hasta qué punto era en ella donde cifraba el mayor goce; lo
que no cuenta es lo que pasa una vez lograda. Y en las palabras que
utiliza no hay ninguna que esté fuera del vocabulario que la novela
tradicional aceptaba. Esta inicial des-sacralización tiene, por lo tan-
to, estrechos límites, que no quiso traspasar. Donde se atrevió con
mayor decisión a ello fue en la otra zona de su leyenda, la del pole-
mista e implacable señor de la injuria.

EL ARTE DE LA INJURIA

El 900 ardió en polémicas. No es que ellas hayan sido aje-


nas a la vida intelectual de otras épocas, sino que en el período mo-
dernista adquirieron una virulencia no conocida y se extendieron
de los hechos públicos que las pretextaban a los privados, siguiendo
el ardiente consejo de Manuel González Prada para quien la distin-
ción entre vida pública y privada era una «invención de los astutos
para brindarse el sitio vulnerable», afirmando drásticamente: «Con
el uniforme oficial o traje casero, en el sillón de la oficina o en el
sofá del dormitorio, el hombre conserva su identidad y vive la mis-
ma vida. El criminal es tan criminal en su casa como en la plazuela,
la hiena es tan hiena en la jaula como en el desierto» (Páginas li-
bres, «En libertad de escribir», 1889). Con tal autorización, que Blanco
Fombona, admirador decidido de González Prada, no dejó de cele-
brar, los escritores manejaron la pluma como un cuchillo, lo que se
constituyó en un lugar común del pensamiento de la época.
Aunque acababa de producirse la disgregación de la unidad inte-
lectual del siglo XIX, dando nacimiento a esas especializaciones se-
paradas que observara Henríquez Ureña —una nueva fue la del polí-
tico que parcialmente se independizó del escritor, a quien se destinó
al exclusivo cultivo de las letras— , los escritores continuaron por
buen tiempo su actividad política pero ahora en franca disidencia
con los poderes de sus respectivos países. Lejos de ser esta la época
de la «poesía pura», que sólo se ejerció en unos pocos grandes escri-
tores a la cabeza de los cuales brilló como estrella máxima Rubén
Darío, presenciamos una época de agudización de la actividad polí-
tica en los escritos de los literatos, quienes no aceptaron, en su ma-
yoría, la profesionalización inocua a que pretendía relegarlos la nueva
sociedad, pero que hablaron y escribieron desde una situación aisla-
70 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

da, como meros individuos que ejercían el normal derecho a la crí-


tica, centuplicado por su capacidad para manejar la escritura. La ma-
yoría de los textos virulentos del 900 se refirieron a asuntos políti-
cos, con una visible tendencia a la personalización: más que examinar
una sociedad, una economía, una situación de dependencia, se ha-
bló de los jefes civiles y militares, se vilipendió a los dictadores o
se atacó a los dirigentes de las potencias imperiales de la hora, em-
pezando por los Estados Unidos. Estos no dejaron de contestar por
boca de amanuenses o escribas a sueldo, con lo cual se instauraron
polémicas cuyo furor personalista adquirió las notas más extrema-
das y candentes.
Fue el tiempo del arte de la injuria. El sistema sin embargo no era
invento latinoamericano. Lo habían patentado los europeos, a la ca-
beza de los cuales nada menos que el displicente pintor de la Ingla-
terra de la segunda mitad del XIX: Whistler. Este dandy agresivo fi-
jó el tipo del artista mordaz, desdeñoso e injurioso, capaz de una
irónica y brillante conversación mundana y también de una irrefre-
nable tendencia a existir mediante los ataques virulentos, hasta el
punto de escribir la cartilla del nuevo estilo: El arte de hacerse de
enemigos. Efectivamente, no bastaba con fraguar una imagen de sí
mismo, construir un personaje como una obra de arte, sino que se
debía incrustarlo en la sociedad apelando a recursos estruendosos
y hasta brutales que no hacían sino confirmar la creciente preteri-
ción del artista en la sociedad burguesa. En las nuevas urbes donde
se había comenzado a vivir la experiencia de la masificación y del
anonimato, donde triunfaba el filisteísmo burgués, donde los servi-
cios de difusión y promoción se gastaban velozmente, donde la «no-
vedad» era el alimento que se aceptaba, el artista debió apelar a con-
diciones operativas que iban desde el atuendo personal hasta la
gesticulación, desde las costumbres públicas hasta la participación
asidua en los sucesos del día, con el fin de conseguir una ubicación
social, de hacerse oir, de vender su mercancía. Walter Benjamin in-
terpretó de ese modo el comportamiento de Charles Baudelaire que
resultara tan insólito y novedoso a mediados del XIX, pero ese ca-
mino del nuevo dandy no haría sino exacerbarse hacia fines de siglo
en Europa, contaminando a los intelectuales de zonas marginales co-
mo la América Latina.
El tratamiento de los temas sentimentales, pero también de los te-
mas políticos, que encontramos en la generación modernista, seña-
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 71

la esta incorporación del artista al nuevo sistema agresivo del inte-


lectual en Occidente. Leopoldo Lugones no será meramente el autor
de Las montañas del oro, sino la imagen del anarquista que por el
terror trata de aniquilar a la sociedad, antes de pretender aniquilarla
con el sable. José Santos Chocano habrá de constituirse en uno de
los buenos ejemplos de un comportamiento histriónico, grandilo-
cuente y funambulesco, cuya pasión por la violencia y la concomi-
tante publicidad adquirió visos trágicos. Este comportamiento con-
taminó a muchos escritores y quedó definido en la preferencia por
algunas formas de vida: la polémica siempre llena de implicaciones
personalistas, el desafío a duelo muchas veces con consecuencias fa-
tales, la agresión pública del enemigo, con refinamientos como la
flagelación en el teatro a que Rafael Barret sometió a su difamador.
En todos los casos es perceptible que la violencia se sitúa dentro de
un marco individualista: es una lucha entre dos, donde el escritor
actúa a título personal y no rodeado de un grupo o sector social; aun-
que dice interpretar los derechos del pueblo o de los mejores, está
actuando por sí y ante sí, respaldado en la verdad o justicia que su
conciencia le dicta. Los escritores que siguieron a los modernistas,
o sea los regionalistas y vanguardistas, resultaron mucho más oscu-
ros, en comparación con aquellos: fueron ya profesionales consa-
grados a la literatura, maestros o profesores muchas veces y en sus
vidas no encontramos los incidentes rocambolescos que llenan las
biografías de sus antecesores: tiroteos, prisiones, raptos, desafíos,
persecuciones, infinitas polémicas, agresiones, muertos. Incluso en
aquellos modernistas de vidas apacibles, sin incidentes llamativos,
hubo el afán de inventarse singularidades escandalosas: un hombre
de vida tan poco aventurera como Julio Herrera y Reissing, se hacía
fotografiar mientras aparentaba inyectarse presuntas dosis de dro-
gas para que un colega le hiciera un reportaje impactante.
De tales tesituras epocales participó, y gustosamente, Rufino Blan-
co Fombona. Aunque, como es de norma, las presentara como legí-
timas defensas ante los ataques políticos e ideológicos, ya sus con-
temporáneos reconocieron la parte que en ellas le cabía a un
temperamento que se desbocaba, aunque al tiempo volviera frecuen-
temente por fueros más equilibrados, a lo cual se deben enemista-
des y reconciliaciones incesantes. Sin negar la naturaleza pasional
y contradictoria que lo caracterizó, es posible rastrear en su com-
portamiento la marca de un estilo cultural propio de su tiempo que
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
72

puede reencontrarse en una pléyade de intelectuales y no sólo en


él. Y puede comprobarse que esa influencia del espíritu polémico
de los escritores modernistas le permitió caldear su escritura, dotán-
dola de la energía y la aguzada provocación que estimaba las más
altas virtudes de la literatura, pues ésta debía ser, como dijo de Gon-
zález Prada, «un arma».
Tal arma puede ejercerse sobre asuntos minúsculos, en un gesto
desmesurado. Así, unas palabras del pintor venezolano Tito Salas,
residente como él en París en 1911, dan lugar a este encabezamien-
to de una carta:
He sabido por personas que me merecen fe, que usted se compla-
ce en denigrarme, en los circulitos apaches que frecuenta. Desde
el primer día que lo vi a usted formé el concepto, que después he
confirmado, de que no era usted sino un charlatán, un escandalo-
so y un borracho.
(9 de enero de 1911).

También puede dirigirse contra los propios colegas. Si en algunos


casos, como en el de César Zumeta, ello podía pretextarse en las dis-
crepancias políticas y en los profundos agravios que de él recibiera
en sus textos anónimos, en otros se refería a grandes escritores a quie-
nes nunca dejó de admirar y aún de seguir artísticamente, como es
el caso de Rubén Darío. Se enemista con él por un asunto baladí (acer-
ca del cual se explicó posteriormente y se excusó en su libro El mo-
dernismo y los poetas modernistas de América, Madrid, 1929) pe-
ro que es insuficiente para modificar abruptamente sus apreciaciones
del hasta ese momento admirado maestro y cortés prologuista de su
primer volumen de versos. En la carta que le remite a Alejandro Sux
hace suyos, de un modo beligerante, los dicterios políticos que siem-
pre acompañaron la carrera de Darío (son famosos los de Vargas Vi-
la) y a los cuales éste nunca 0só responder, aunque también no pier-
de ocasión de poner en interdicto su arte («antigua momia decadente,
delicia de señoritas cursis y de efebos provincianos»):

Rubén Darío es, en la vida, el menos poeta de los hombres. Nadie


más interesado que él. Nadie que se incline más ante el centavo.
Nadie capaz de mayores vilezas por un luis. Nadie más comercian-
te. Ultimamente se ha convertido en poeta mercenario: cantor de
la Argentina, porque la Argentina paga; cantor de aquel pobre dia-
blo de Mitre, porque los bartolitos pagan; cantor de las niñas del
judío uruguayo Guido porque el judío, bien que mal y a regaña-
dientes, paga. Darío fue siempre, además, cantor de todos los ti-
- RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 73

ranos de América: de Rafael Núñez, de Porfirio Díaz, de Santos


Zelaya. Núñez y Zelaya le dieron consulados; Porfirio Díaz lo pen-
sionó. Ahora está haciendo la barba al ex-dictador Rafael Reyes.
Pronto le llegará su turno a la bestia venezolana, Juan Vicente Gó-
mez. La cabeza de este asno, coronada ya por el oprobio, se en-
guirnaldará con las rosas venales del chorotega azul.
(20 de noviembre de 1912).

Si se recuerda que esta carta a Alejandro Sux aparece en Camino


de imperfección que es de 1932 y por lo tanto posterior a sus excu-
sas públicas al poeta (muerto en 1916) en El modernismo y los poe-
tas modernistas (1929), no sólo se apreciará el creciente respeto que
Blanco Fombona va teniendo por el testimonio de su Diario, por
las variaciones y contradicciones que en él se registran y a cuya ver-
dad del momento es fiel cuando llega la hora de publicar lo escrito
durante tantos años, sino que también se percibirá su incontenible
placer por esos textos que lo muestran como un alto ejercitante del
«arte de la injuria».
El arte de la injuria lo practicaron alegremente todos los escrito-
res. Fue parte del oficio y parte importante de la fijación de la «ima-
gen» que querían proyectar en el medio. Las polémicas derivaron fre-
cuentemente a ejercicios de infamación, proliferaron los folletos
calumniosos y anónimos, los mensajes verbales procuraban aniqui-
lar al adversario como si fueran descargas de artillería y se constru-
yó una espesa red de terrorismo verbal que comprometió a todos
dentro de sus condiciones, por razones ofensivas o defensivas que
a la postre disolvieron sus límites y se entremezclaron. Alguna vez
Jorge Luis Borges evocó como único contacto de Santos Chocano
con la literatura su capacidad para infamar, reconociendo así lo es-
pecíficamente literario de esta operación, de la cual fue maestro Ro-
berto de las Carreras cuando, para obligar a batirse a duelo a un co-
lega, enhebra cien definiciones denigrantes de su adversario.
Pero no fueron sólo los escritores quienes ejercieron este arte. To-
dos los intelectuales participaron de un modo u otro en él, especial-
mente el nuevo estrato de los políticos profesionales y el novísimo
sector de los científicos sociales que tuvo en José Ingenieros uno de
sus más vibrantes combatientes. Esta pluralidad de ejercitantes se tra-
dujo en muy dispares niveles literarios, algunos realmente paupérri-
mos y desconsoladores. De estos da prueba el folleto anónimo fir-
mado por un tal señor José María Peinado, titulado Leprosería moral,
que con pie de imprenta de New York, 1911, se repartió en ese año
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
74

por los oficios del gobierno venezolano. Siendo una contribución


al desprestigio de Cipriano Castro por parte del gobierno de Juan
Vicente Gómez y un intento por contener los intentos del ex-
presidente de recuperar el poder, fue también una venganza perso-
nal contra Rufino Blanco Fombona. Este la atribuyó a la pluma de
César Zumeta que ya para entonces había depuesto sus banderas y
servía al dictador venezolano. Es posible, aunque el texto de este ra-
rísimo folleto no certifica la capacidad literaria de César Zumeta. Véa-
se un ejemplo:

Tal es, a grandes y exactos rasgos la fisonomía moral del vatecillo


bello y vicioso, mitad hembra y mitad bandido, que ha compila-
do en un libro que es un centón de plagios, como todos los suyos,
las procacidades y naderías que quiere sirvan de pedestal a su re-
putación política y a su fama literaria. En Venezuela no habrá cier-
tamente quien reciba por buena esa moneda de mala ley. Allá es
conocido el vate como aficionado al género chico desde cuando
figuró una esquela suya en los folios de un proceso por sodomía
y corrupción de menores. Ni sus libros, ni su cara, ni sus alardes
de varonil independencia engañan a nadie; y si hemos recogido
los apuntes que nos enviaron acerca de tan ambiguo personaje,
es para que se vea por qué no habrá cosa más lisonjera para el amor
propio de cada ciudadano insultado por semejante truhán, que la
envidiosa mala voluntad de un cobarde fanfarrón, espía homicida
como esa liebre calumniadora, de quien ni los insultos ni las ala-
banzas pueden mermar ni ensalzar la honra de persona alguna. De
él no se sabe, lo mismo que de su jefe Cipriano, si ha de apartarse
la vista por asco o por honor. (pp.73-4).

Contra esa andanada de vulgares injurias, Blanco Fombona escri-


bió febrilmente su respuesta, Judas Capitolino (París 1912). Habién-
dolo conocido el 12 de marzo, en un mes compone un libro reco-
giendo las cartas contra Gómez que había publicado en la Revue
Américaine y agregado una respuesta para los escribas al servicio
del dictador. El 10 de mayo circulaba su respuesta, que él estimó de
mayor altura: «Quedan respondidas las procacidades con hechos; los
insultos, con verdades; la calumnia, con la historia. Al cobarde Gó-
mez que hiere por la espalda y sirviéndose de plumas de alquiler,
le escupo cara a cara la ignominia de su vida». Pero aún tanto como
el dictador, eran esas «plumas de alquiler» las que atizaban su ira-
cundia y perfeccionaban su arte de la injuria. En una nota puesta en
1929 a La novela de dos años, era capaz de este dicterio:
RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO 75

Bajo la feroz dictadura de Juan Bisonte, el barbarócrata, el patán,


el ladrón, el traidor, el comerciante, el matarife, el baratero, el ase-
sino, el verdugo de los estudiantes, el vendedor de la nacionali-
dad a los yanquis, el destructor de la sociedad venezolana por el
hierro, el fuego, la cárcel, el destierro, el despojo, el veneno, la
tortura, el espionaje, la mancilla en las damas, el deshonor de los
hombres, el monopolio en los negocios, la negación de todo de-
recho a opinar, a discutir, a respirar, a morir dignamente siquiera;
bajo esta dictadura la más infame, abyecta, y cruel que ha deshon-
rado a la América, ¿quiénes se han arrastrado a los pies del mons-
truo, quiénes se han prostituído al servicio y adulación del asesi-
no, sin protestar jamás contra cárceles, destierros, persecuciones,
torturas, envenenamientos, latrocinios, entrega del país y sus fuen-
tes de riqueza a los extranjeros y a la familia de Gómez? ¿Quién
ha cantado al monstruo? Los primeros «líricos» del país: Gil For-
toul, Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Andrés Mata, Vallenilla
Lanz, César Zumeta, otros, muchos, todos o casi todos.

Analizando el refinamiento y la suntuosidad de la poesía gongori-


na, que habría de ser redescubierta justamente por los poetas hispa-
noamericanos del modernismo, José Ortega y Gasset reparaba en el
trasfondo vulgar, zafio y hasta bárbaro sobre el cual estaba edifica-
da, de tal modo que esos puntos opuestos parecían conjugarse en
el verso de Góngora. Algo parecido puede decirse del modernismo
hispanoamericano. Tras la apetencia de delicadeza, de refinamien-
to, tras la tendencia al lujo para colmar el espacio interior con obje-
tos ricos, tras ese enorme bazar de objetos importados de una Euro-
pa cuya cultura fue superevaluada, hay que reconocer una
persistencia cruda, violenta, vital y procaz, que no se arredraba ante
el insulto y que en vez de diseñar un elegante e indirecto sistema
de injurias, manejaba a manos llenas las infamaciones, los insultos,
toda la carga expletiva que transporta la lengua como un gran reser-
vorio de energía. Estos escritores que querían transportar a sus paí-
ses la cultura europea y soñaban con sociedades parecidas a los co-
gollos aristocráticos que merodeaba el turismo internacional en París
o Londres, eran sin embargo, en lo bueno y en lo malo, legítimos
hijos de sus violentas y vivientes sociedades.
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LA FAMILIA LATINOAMERICANA DE JULIO GARMENDIA*

EL HOMBRE que está solo y espera, podría haberse dicho


—parodiando un título de Scalabrini Ortiz— del joven Julio Garmen-
dia que en 1927, a los veintinueve años, publicaba ese libro excep-
cional que es La tienda de muñecos. Desde hace décadas, la crítica
venezolana —que ha venido recuperándolo— destacó su condición
innovadora, la audacia de una invención entonces solitaria (y que
tampoco tendría continuación en su segundo título de 1951, La tu-
na de oro) que se constituiría, según la norma del vanguardismo, en
una apuesta al futuro. Desde la tarea de algunos narradores del 28,
pero en especial desde la obra de Meneses, él pudo ver cumplirse
gradualmente esa apuesta, más insegura por formularse en un área
cultural particularmente fiel al costumbrismo y al regionalismo.
Pero este hombre solo (preciso, austero, parvo), por una de esas
paradojas que permiten reconstruir incesantemente una literatura la-
tinoamericana por encima de las frágiles e ilusorias compartimenta-
ciones nacionales, era el representante venezolano de una gran fa-

” Artículo publicado originalmente en El Nacional, Caracas, 17 de julio de 1978.


78 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

milia formada por otros jóvenes solitarios y esperanzados en distin-


tos puntos del continente, quienes sólo tardíamente se conocieron
entre sí y trabajaron mucho tiempo con la sensación de la hostilidad
o incomprensión de sus medios intelectuales. A ellos se vincularon
algunos mayores, incluso algunos reservistas que esperaron a que apa-
recieran para optar por esa nueva familia (Julio Torri en México,
Graca Aranha en Brasil, Macedonio Fernández en Argentina) y ellos
facilitaron la emergencia de los más jóvenes que desarrollaron y aun
perfeccionaron sus proposiciones. Se trata de uno de los hemisfe-
rios de la narrativa latinoamericana (que sin embargo no cegó al rea-
lista) en ese bullente período que va de 1916 a 1930 y que con pos-
terioridad ha sido enmascarado adscribiéndolo al surrealismo cuando
no, globalmente, al ultraísmo español, que fue no obstante uno de
sus abastecedores.
La polea de comunicación originaria entre estos solitarios desper-
digados fue, en esta eventualidad vanguardista, como lo había sido
en la anterior modernista de fin de siglo, Europa, ahora con sus is-
mos generados bajo el furor de la primera guerra mundial. A través
de los viajes de los años diez y veinte podemos reconstruir la lost
generation de los latinoamericanos, paralela a la más famosa y más
historiada de los norteamericanos de su mismo tiempo y edad, co-
mo a través de las revistas juveniles de las mismas décadas podemos
seguir la incorporación de las nuevas corrientes para aquellos que
no pudieron moverse de sus grandes aldeas, quienes percibían la es-
tética de la hora de un modo indiscriminado y caótico, bien ajeno
a esos Órdenes que nos proponen los manuales contemporáneos. Véa-
se esta enumeración de «grandes figuras» que en 1920 hacía Ramón
Vinyes, educador de dos generaciones de vanguardistas colombia-
nos: «Appolinaire, Paul Dermé, Pierre Albert Birot, Max Jacob, Roch
Grey, Pierre Reverdy, Jack Mercereau, A. Breton y Pierre Drieu La
Rochelle, en Francia, y Luciano Folgore, Benozzo Stanza, Aldo Ca-
rra, Lino Cantarelli y Vicente Huidobro en Italia» (?).
El material llegaba en esa confusión, pero con la misma se recibía
en la propia Europa. A pesar del viaje de Marinetti a Brasil y el Río
de la Plata, sólo comenzó a reconocérsele cuando ya había entrado
en su delirante etapa del «tactilismo» (que con tanto humor contó
para los mexicanos Rafael Lozano) proponiendo el «toqueteo» uni-
versal. Del mismo modo, la visión americana de Max Jacob, se sinte-
tizaba en aquellos dos inmortales versos: «On fut recu par la fouge-
LA FAMILIA LATINOAMERICANA DE JULIO GARMENDIA 79

re et l'ananas / l'antilope craintif sous l'ipécacuanba». Lo que se


leía no era Kafka y Joyce, sino Paul Morand y Blaise Cendrars, Jean
Giraudoux y Raymond Radiguet. Para Julio Garmendia, como para
Fuenmayor, hay que pensar en el movimiento italiano que desde la
revista Novecento había encontrado una solución intermedia que ma-
nejaba la escritura del futurismo sumiéndola en una sutil recupera-
ción del pasado. Es sobre todo la obra de Luciano Folgore, que nos
dio en 1924 esa Desnuda pero pintada y uno de los lugares comu-
nes de la metáfora de los veinte (que resuena en «Narración de las
nubes» de La tienda de muñecos, se sistematiza en Novela como nube
(1928) de Gilberto Owen, construye el humor pimpante de La nube
en pantalones de Maiakovski), y más próximamente, la obra de Al-
do Palazzeschi, el autor de El código de Perelá (1911) y La pirámi-
de (1926) o la invención del mayor de todos, Massimo Bontempelli,
el autor de Los siete sabios (que repercute en Una triste aventura
de catorce sabios de Fuenmayor), de La última Eva (1923), de La
mujer del Nadir (1924) y tantas disfrutables comedias fantásti-
cas,quien estableció la interpretación teórica de su literatura tran-
saccional en los escritos que recogió en La aventura del siglo XX
(1928) donde desarrolla su teoría del «realismo mágico».
Para medir el tino y la sobriedad con que Julio Garmendia se mo-
vió entre esa avalancha que América Latina devoraba ansiosamente,
habría que reconstruir el proceso íntegro de esos años, abandonan-
do la pretensión de encasillarlo en una sola corriente. Refiriéndome
al solo hemisferio vanguardista, en otro ensayo he procurado dis-
tinguir las «dos vanguardias» que atraviesan nuestra cultura parale-
lamente: la que desde el adelantado Huidobro pasa por Borges y Paz
hasta los concretistas brasileños y la que desde Vallejo, por Neruda
llega a los segundos surrealistas (Molina, Parra) y desemboca en el
coloquialismo. Ese distingo, visible en la poesía, también podría se-
guirse en la narrativa aunque aquí, más acentuadamente, presencia-
mos otra tensión, la que establece el desequilibrio entre los momen-
tos iniciales de la irrupción de la vanguardia y su adentramiento
posterior en el sistema literario del continente. La diferencia es muy
nítida si se comparan dos productos iniciales como La Señorita Et-
cétera del estridentista mexicano Arqueles Vela (1922) y las Memo-
rías sentimentales de Juan Miramar del modernista brasileño Os-
wald de Andrade (escritas en 1923) con las grandes novelas maduras
de fines de los veinte: Macunaima de Mario de Andrade (1928), Los
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
80

a tan inmereci-
siete locos (1929) de Roberto Arlt y esa obrita maestr
casa de cartón (1928) del poeta pe-
damente desconocida, que es La
de unos a otros
ruano Martín Adan. Lo que de uno a otro momento,
ión a la
autores, se ha producido, es el pasaje de la talentosa imitac
por eso desdeñ ar la
investigación original de la propia cultura, sin
riqueza de una nueva perspectiva estética.
Entre ambos polos se sitúa Julio Garmendia y por eso puede em-
en-
parentarse con otros solitarios de distintos puntos, desconocidos
tre sí, como el colombiano José Félix Fuenmayor que, con Cosme
(1928), nos dio un impasible mecanismo humorístico de la vida co-
tidiana o el uruguayo Felisberto Hernández que, en los cuatro folle-
tos que van de Fulano de Tal (1925) a La envenenada (1931), hace
del género «meditación filosófica disparatada» un género narrativo,
por similar vía a los escritos de entonces de Macedonio Fernández,
o el mismo Martín Adan citado.
Ellos rompen con el ilusionismo realista, como lo hicieron todos,
haciendo suya aquella aspiración que irrumpe en los Ensayos y poe-
mas (1917) de Julio Torri: «¿Por qué no me evadí entonces de la Rea-
lidad? ¡Hubiera sido tan fácil! ¡Ningún ojo sofisticado me acechaba!
¡Ninguna de las once mil leyes naturales se hubiera ofendido! ¡Mr.
David Hume dormía profundamente desde hacía años!». Esta recu-
peración de la literatura en tanto literatura, que una década antes
había generado el Paludes de Gide (que miserablemente sigue repi-
tiéndose aún hoy) dio a la escritura esa categoría que sólo puede tra-
ducirse en términos de artes plásticas: pintura plana, sin perspecti-
vas, sin trompe l'oeil, con figuras rebordeadas toscamente, con
elementos que obedecen a sus propias leyes internas y un aparen-
cial desorden estructural. Porque ya Mariátegui había sospechado,
en el colofón que escribe para La casa de cartón, que «su desorden
está previamente ordenado».
Ellos se incorporan sin tapujos a su mismo orbe de ficción, en un
modo «autobiográfico y narcisista» como percibió Ortiz de Monte-
llano: «El autor lo es todo como en la poesía y, como en el poema,
cada palabra, cada frase vale por sí, por su propia virtud». Fatalmen-
te, tal como había sacado en conclusión Pirandello, el autor deviene
personaje, y su problema primero es su existencia como personaje,
eso que proporciona la contextura del bello texto «El cuento ficti-
cio» O permite a Garmendia, en «La tienda de muñecos» equiparar
personajes reales y muñecos en un divertido juego de espejos don-
|
P

LA FAMILIA LATINOAMERICANA DE JULIO GARMENDIA 3 81

de se trasmutan las naturalezas y se homolgan. Las fronteras se bo-


rran, la literatura cobra autonomía pero no renuncia a su capacidad
para decir algo.
Porque ellos abandonaron el énfasis y el discurso retórico para rein-
troducir en la escritura la vida cotidiana, tal como podía verla un
hombre ya ciudadano en la incipiente modernización de la posgue-
rra: vieron que el «ahora vierte su eternidad menuda grano a grano»
y eso fue para ellos suficiente maravilla como en los Cuentos de Be-
lazarte de Mario de Andrade; sin caer en el «barrismo», lo que des-
cubrieron fue el fervor o la luna de sus ciudades entre provincianas
y anhelosas de futurismo, con una jocundia y una libertad que no
había conocido la literatura. No es el humorismo, al que apelaron
como un recurso eficaz contra el engolamiento de los señores de cor-
bata y flux negro, lo que construye el resplandor jocundo de esta
escritura: es la levedad del dibujo aplicado a la humildad del asunto,
es la libertad que esponja los asuntos y los vuelve «gaseiformes» co-
mo quiso el cubano Labrador Ruiz que se llamaran sus novelas, es
la simplicidad de la escritura y el léxico que les permite abandonar
ese nivel de lo artístico que habían cultivado los modernistas para
recuperarlo en el ordenamiento de los materiales, en su interpreta-
ción en un diseño general, casi siempre breve como un aforismo.
No había llegado aún el tiempo, del «fantástico», sino que se estaba,
de acuerdo con el feliz distingo de Roger Caillois, en el tiempo del
«maravilloso», como provocativamente muestra Garmendia volvien-
do a hablar de los duendes; pero la cualidad específica de ese mara-
villoso no radicaba en el uso de los estereotipos románticos del gé-
nero, sino otra vez en el diseño, es decir, en la combinación abrupta
de un tema convencional (venta del alma al diablo) con un guardia
público que duerme en un banco de una plaza y, más ampliamente
aún, en el tratamiento tenue e irónico del asunto tradicional, como
Max Beerbhom se adelantara a proponer en un cuento antológico.
No se hubiera podido capturar ese «maravilloso», que deambulaba
por las calles de nuestras ciudades mediante la combinación de la
pérdida del «otro yo» con la ingestión de un purgante («El difunto
y yo»), sino hubiera apelado decididamente al tono menor. Para po-
der resurgir, la literatura se escamoteó a sí misma y se asumió como
un relato simple y coloquial, en el lenguaje con el cual «suele el pue-
blo hablar con su vecino», y ésta, que es de las más tenaces y repeti-
das mañas de la escritura toda vez que llega al enrarecimiento, dio ese
82 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

tono menor que implica una recepción igualmente discreta y sutil.


El camino es angosto y escurridizo: a veces se quiebra y estamos sim-
plemente en lo trivial. Otras, como en su mejor pieza, «La tienda de
muñecos», alcanza la plena alegría, porque todo ha devenido diseño
y es como el encaje rilkeano en que se ha trasmutado el productor:
su perfecta transparencia y levedad hace nuestra felicidad. Por en-
tre sus calados deambulan los equívocos que se resuelven en eso que
llamamos la gracia, pero con tal autonomía respecto a la pesada rea-
lidad, que honradamente el autor puede decir «no sé cuándo, dónde
ni por quién fue escrito el relato»: simplemente existe y es esa toda
su justificación.
MIGUEL OTERO SILVA, DE UNA A OTRA VENEZUELA”

En Las novelas de Miguel Otero Silva no sólo está testimo-


niado un hombre, según la feliz expresión whitmaniana, sino tam-
bién un vasto conglomerado de fuerzas superiores que lo han mode-
lado y que han ido orientando su quehacer literario a lo largo de
cuarenta años de tarea intelectual. Allí está implicado un proceso
ideológico, una sensibilidad, la cosmovisión de un grupo social, una
circunstancia histórica y todavía algo más: la vida y pasión de un país
con una de las trayectorias más ardientes, gloriosas, desdichadas y
contradictorias, que ha conocido América Latina: Venezuela.
Este hombre eligió tempranamente, en 1928, cuando cumplía sus
veinte años y no era sino un estudiante de Ingeniería de la Universi-
dad de Caracas, una ruta de la que no se ha apartado en sus narracio-
nes: testimoniar el momento presente y urgente de su país, registrar
con equilibrio y respeto su situación y sus luchas, aun a riesgo de

* El presente ensayo fue publicado originalmente en Qui sucede, signori, che mi


gioco la morte, Miguel Otero Silva ed., Firenze: Vallechi Editore, 1974.
84 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

no ser otra cosa que el cronista que da fe de la historia que se está


haciendo, como lo fueron aquellos que acompañaron a los conquis-
tadores en el siglo XVI, como lo son hoy los periodistas que buscan
acompañar a otra suerte de conquistadores, los de un futuro más justo
disputado al sufrimiento y a la injusticia del presente. Pero si a lo
largo de cuatro décadas, las que van del primer borrador de su no-
vela Fiebre, al comenzar los años treinta, hasta su última obra narra-
tiva, Cuando quiero llorar no lloro, de 1970, procuró contar la his-
toria viva, actual, contemporánea de su país, esa misma historia se
encargó de contarlo a él, casi sin que lo percibiera, en sus obras. En
los asuntos que trata, en la problemática e ideología que va desarro-
llando, en sus estructuras literarias y aún en su misma escritura, es
la historia de Venezuela, en tanto movimiento colectivo, la que va
escribiendo a Miguel Otero Silva, la que lo elabora como pensamiento
y también como literatura. De tal modo que sus novelas no son sino
momentos privilegiados, en el tiempo, de esa escritura que se va ha-
ciendo a sí misma a medida que se suceden las circunstancias, den-
tro de un continuum muchas veces febril (como ya su primer libro
lo anota), siempre dramático y urgente.
Creo que se necesitó honradez, y también cierta humildad y aún
ingenuidad, para entregarse a manos tan poderosas y temibles como
las de la historia y dejar que ellas escribieran su vida; que se necesi-
tó establecer cierto pacto entre el individuo y el conjunto social al
cual se integraba, confiriéndole a éste primacía, capacidad rectora,
decisión, y haciendo del primero su intérprete, incluso para aceptar
limitaciones y sobre todo para cumplir con las que entendía sus de-
mandas centrales. Si a lo largo de cuarenta años sólo ha ofrecido cinco
novelas, si hubo largos períodos en que se consagró al periodismo,
a la actividad política, a la conspiración, al humorismo teñido de cos-
tumbrismo y también de crítica social, al fomento de la cultura de
su país, es en buena parte por esta obediencia a la demanda que esti-
maba más imperiosa del medio a que pertenecía. La profesionaliza-
ción del escritor sigue siendo un proyecto dentro de América Latina
y por momentos un proyecto desconfiable para una sociedad nece-
sitada de los múltiples servicios que pueden dispensarle sus escasos
cuadros intelectuales.
A los veinte años —decía Malraux— la vida es un mercado donde
no se compra con palabras sino con acciones. Otero Silva no necesi-
tó conocer la sentencia para aplicarla en 1928, abandonando la ve-
MIGUEL OTERO SILVA, DE UNA A OTRA VENEZUELA
85

tusta Universidad de Caracas para integrarse al movimiento de insu-


rrección contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. Bajo ella el país
vivía reprimido, congelado en un viejo modelo cultural, a la vera
del progreso y aún del propio continente, a pesar que desde 1922
fluía el chorro petrolero de La Rosa que, en mítico preanuncio de
futuro, ardió sin tregua al irrumpir. El de 1928 fue un movimiento
estudiantil, con escasas Oonulas conexiones obreras o campesinas,
fue por lo tanto una de esas típicas insurgencias de las clases medias
ilustradas que, desde la Reforma Universitaria de Córdoba, una dé-
cada antes, venían anunciando varias cosas nuevas que estaban pa-
sando en América Latina: la constitución de sectores medios prepa-
rados que sin embargo veían constreñido su avance social por una
burguesía arcaica; la progresiva incorporación de un nuevo proceso
de modernización que reemplazaba en un grado más aito el de fines
del XIX, lo que tanto implicaba la introducción de las técnicas co-
mo, contrastadamente, la de las ideologías que radicalizaban el vie-
jo liberalismo o lo cancelaban; la acentuación de los nacionalismos,
al reiterarse la coyuntura económica que ya presidiera su nacimien-
to en la Europa del XIX; la resurgencia del idealismo y del emocio-
nalismo que una y otra vez vuelven a transportar los grupos sociales
emergentes, que en América Latina ya habían sido teorizados por los
miembros del Ateneo de la Juventud y se infiltrarían hasta marcar
los resultados de la revolución mexicana; la pervivencia del racio-
nalismo burgués que seguiría estructurando las cosmovisiones juve-
niles de los sectores medios en la medida en que hacían causa co-
mún con la reclamada modernización de sus naciones; en algunos
puntos privilegiados de América Latina, donde este proceso encon-
traría menores resistencias, la aparición del vanguardismo literario
y artístico.
No era este el caso de Venezuela, país cuyo signo, desde la época
de la Independencia, parece haber sido constituido en el campo don-
de más ásperos son los combates, donde más trabas se oponen a la
transformación social y política, donde las victorias cuestan más vi-
das y sufrimientos. El país dormía o se moría bajo la dictadura de
Gómez, que era incapaz de actualizarlo imprimiéndole una evolu-
ción dinámica que obligadamente comportaba el cambio de la estruc-
tura social, propiciando el ascenso de una nueva clase. Es entonces
que sus integrantes, los que entonces podían concurrir a la Univer-
sidad y desarrollar conocimientos que no estaban al alcance de los
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
86

demás, toman en sus manos la responsabilidad de promover esa trans-


formación, lo que para ellos se cifró en el derrocamiento del tirano
y les valió cárceles, torturas, trabajos forzados, destierros y muertes
en todo ese período que va desde 1928 hasta la muerte de Gómez
a fines de 1935.
No sólo disponían de la perspectiva intelectual para interpretar su
circunstancia histórica y del valor para encarar la lucha, sino tam-
bién de los recursos necesarios para contarla. Un libro como Fiebre,
la primera novela de Otero Silva que concluye publicando en 1939
y que habrá de reescribir y mejorar en 1971, antecediéndola de un
prólogo esclarecedor, es un testimonio invalorable sobre el período
y sus protagonistas que compensa las debilidades de un primer abor-
daje narrativo. El lirismo juvenil; el impulso ético que los anima, la
total inexperiencia sobre una guerra que aún se llama, —en la mejor
tradición latinoamericana— «montonera2» y no «guerrillera»; el des-
conocimiento propio de hombres de ciudad por el enorme resto del
país, sus habitantes y costumbres; la endeblez del pensamiento eco-
nómico y la curiosidad, aunada a falta de información, acerca de las
nuevas doctrinas políticas y sociales del XX, todo ello se va desple-
gando en un libro vital, fresco, inexperiente, que surge —con el vi-
gor de la edad— de las lecturas literarias a su alcance en ese momen-
to del país.
Los maestros de la época no eran otros que los jefes del regiona-
lismo, ya el ácido Pocaterra, ya el simbólico Gallegos (inscritos a su
vez dentro de la muy vigorosa tradición costumbrista venezolana que
atemperó en su época los brotes del modernismo), ya el sencillista
Andrés Eloy Blanco. Desde otras comarcas latinoamericanas les lle-
gaban, intermediados, los productos de la renovación literaria euro-
pea, frecuentemente bajo el signo de la novela social que tendrá su
auge en la década antifascista de los treinta. La obra elusiva que en
esos momentos está cumpliendo el poeta Ramos Sucre o el cuentis-
ta Julio Garmendia, sólo mucho después será recuperada, cuando a
su vez ya haya hecho su camino la prosa de Arturo Uslar Pietri y Ma-
riano Picón Salas.
Tres instrumentos servirán de base a las primeras novelas de Ote-
ro Silva: un lenguaje referencial, denotativo, preciso y seco; una dra-
maticidad de situaciones y de perspectivas literarias, que a veces se
desborda violentamente; un emocionalismo que maneja el registro
afectivo y sentimental con destreza y cauto lirismo. Tales instrumen-
po
MIGUEL OTERO SILVA, DE UNA A OTRA VENEZUELA 87
: E
tos resultarán encuadrados férreamente por estructuras racionaliza-
- das que organizan y distribuyen los materiales en moldes nítidos, ar-
ticulan las relaciones entre los personajes y sirven para forjar el en-
tramado que confiere las significaciones mayores del relato,
tornándolas claras y rotundas. De tal modo que no es necesario ex-
plicitar el mensaje porque este se desprende con nitidez de la estruc-
turación racional.
A diferencia de los maestros regionalistas, presenciamos ahora un
descenso respetuoso a las vidas particulares de los personajes a los
cuales no se pretende forzar para una servidumbre simbólica sino
- Que se busca inscribirlos con llaneza dentro de un discurso verosí-
mil. Esto conduce a transformar los personajes en el centro de la aven-
tura narrativa, tal como ocurriera con el chileno Manuel Rojas, po-
niendo a su alrededor un ancilar escenario realista. Con ello se
transporta a la planificación literaria, ese voluntarismo que está siendo
objeto de predicación por los sectores medios de la sociedad (y muy
pronto será heredado por los sectores proletarios) con la tácita afir-
mación del yo creador y la confianza en su poder de transformación
de lo real.
De las cuatro novelas correspondientes a este enfoque literario (Fie-
bre, 1939, Casas Muertas, 1955, Oficina N* 1, 1961, y La muerte
de Honorio, 1963), son las dos centrales, que de hecho forman un
díptico o una sola novela en dos partes, las que definen las mayores
virtudes del sistema narrativo construido, mostrando por lo tanto
que él se enriquece cuando se apela a una perspectiva sociológica
amplia, cuando se disuelve la pura concentración política en benefi-
cio de una visión social. En efecto, Fiebre registra la lucha política
contra la dictadura de Juan Vicente Gómez y La muerte de Honorio
hace un recuento mecanizado de las sevicias de la dictadura de Pé-
rez Jiménez (década de 1948 a 1958), en tanto que el díptico forma-
do por Casas muertas y Oficina N” 1 podría haberse designado con
un título de Arturo Uslar Pietri (De una a otra Venezuela, 1950) pues
encara un proceso notoriamente más importante que las dictaduras
y regímenes opresivos que se sucedieron en el país y que no fueron
sino la expresión de las fuerzas desencadenadas por la explotación
petrolera.
Esta provocó una de las transformaciones más radicales que pue-
dan haberse visto en lapso de vida humana. Entre las fechas de Fie-
bre y Oficina N” 1, la producción petrolera del país pasó de aproxi-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
88

madamente 300.000 barriles diarios a 3.000.000 y la ciudad de Ca-


racas, que era una aldea de poco más de cien mil habitantes, se cons-
tituyó en una ciudad de un millón de pobladores. Lo que hace justa-
mente la diferencia entre la generación de Otero Silva y las
posteriores, radica en que los primeros fueron quienes vieron ínte-
gro el proceso transformador. Nacieron y se formaron intelectual-
mente en un país y en la edad adulta desembocaron en otro, diame-
tralmente distinto, tan aceleradamente edificado que ni pudo
modificar la toponimia urbana de típica raigambre pueblerina, ni pu-
do integrar la migración rural y extranjera que hizo de la capital una
factoría dinámica, caótica y sin memoria colectiva.
Dado que uno de los signos de la nueva Venezuela, como en to-
dos los ejemplos históricos similares de violenta trasmutación, con-
sistió en el arrasamiento de la cultura pre-existente con su bien or-
ganizado sistema de valores, por la que transportaban la modernidad
con una confusión de aportes que están lejos de haberse sedimenta-
do, los escritores jóvenes surgirán desconectados de la entraña his-
tórica del país en tanto que Otero Silva pertenecerá a la última gene-
ración «religante» de la nacionalidad, la última que vivió el principio
de nacionalidad como una herencia pasible de enriquecimiento gra-
dual. Digamos: una generación intermediadora, que proveyera de
memoria nacional al nuevo crisol social y a la vez fuera capaz de darle
pautas para su evolución. Condición ésta que en el caso de Otero
Silva fue tesoneramente elevada a categoría intelectual, asumiendo
los rasgos de equilibrio, realismo y prudencia, a los cuales puede atri-
buirse que en 1963 fuera designado unánimemente como «hombre-
Congreso», o sea aquel cuyo voto zanjara los empates parlamenta-
rios entre el gobierno y la oposición.
Casas muertas es el fin de la Venezuela rural; Oficina N* 1 el co-
mienzo de la Venezuela urbana con la creación de un pueblo en tor-
no a una zona petrolífera. Un mismo personaje transita de un mun-
do a otro: Carmen Rosa. En ambas novelas maneja una condición
secreta de su escritura: una rara sabiduría para hacer que se deslice
el tiempo, para hacer visible el cambio gradual, ya hacia la decrepi-
tud en un caso, ya hacia la construcción caótica e impetuosa en otro,
utilizando recursos precisos, suaves elipsis, acentuaciones evoluti-
vas, dispersiones calculadas en el fluir de la anécdota o en el derivar
de los personajes, que son movidos por fuerzas superiores a ellos
que no llegan a percibir pero cuyos efectos viven integralmente.
|
MIGUEL OTERO SILVA, DE UNA A OTRA VENEZUELA 89

Aquí, otra vez, reencontramos a la historia escribiendo al escri-


tor, porque en esa determinada circunstancia ella expresaba la fluen-
cia del cambio incesante, su imperiosa necesidad gobernada por las
fuerzas materialistas y deterministas puestas en acción. La ambiva-
lencia que signa a los venezolanos, la inseguridad de un andar a tientas
y sin rumbo que no deja de ser un andar, ha sido recientemente con-
signada por Uslar Pietri: «Somos los peregrinos que vamos de una
a otra Venezuela, sin saber todavía adónde y cómo podemos llegar».
Miguel Otero Silva, que, al transitar él también a la opulencia de la
nueva Venezuela seguirá subterráneamente fiel a los preceptos de
aquellos sectores medios que entraron en acción hacia 1928, se li-
mitará a contar objetivamente el proceso a través del voluntarismo
de Carmen Rosa, la pueblerina que se traslada al pueblo pionero, que
construye un negocio próspero, que alcanza comodidades, pero que
no son ellas las que le importan, sino un vivir en el espíritu creativo.
De una a otra Venezuela se reitera el emocionalismo en dos idilios
amorosos, pero el segundo será menos rosado y más adulto y auste-
ro, aunque sin apartarse de ese eticismo raigal que en la novelística
de Otero Silva muestra a veces un dejo convencional, como la apli-
cación de normas aprendidas y disciplinadamente ejercitadas más que
desprendido de profundos conflictos humanos.
Pero la nueva Venezuela, la de la década del sesenta, presentaría
nuevas condiciones. Por una parte en ella no cesaría la violencia, si-
no que incluso se agudizaría, contagiando ahora a todos los estratos
de la sociedad, y nada indica que pueda desaparecer mientras siga
la aceleración del cambio y la estructura social sea incapaz de armo-
nizarla; por otra, su lenguaje había variado radicalmente al urbani-
zarse dentro de moldes modernos, y la literatura estaba forzada a
expresar la velocidad, el contraste, la colisión, la anarquía de las ha-
blas, el imaginario con su poderosa impregnación inconsciente. A
ambas condiciones impuestas por la historia en su nueva etapa, res-
ponde la última en fecha y la mejor de sus novelas: Cuando quiero
llorar no lloro.
El esquema que la respalda sigue siendo tan racionalizado como
en las obras anteriores (incluso reitera el modelo establecido en La
muerte de Honorio), lo que delata la persistencia de valores adquiri-
dos que son, en esta narrativa, los mecanismos que la significan. Pe-
ro el lenguaje se ha liberado de las rigideces y, aprovechando sagaz-
mente las aportaciones de la nueva narrativa latinoamericana, elabora
90 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

con alegría, vivacidad, agudeza, desplante y convicción, la historia


de tres jóvenes del mismo nombre, Victorino, tres vidas paralelas
que transcurren en la misma ciudad y en el mismo tiempo sin cru-
zarse jamás, porque son tres clases sociales cuya compartimentación
se ha hecho mucho más rígida bajo la modernización: la clase rica
(más aún que la burguesía oligárquica) del Country Club, la clase me-
dia de estudiantes revolucionarios de la Universidad; la clase margi-
nal de los innumerables cerros marginales de Caracas desde donde
700.000 personas, o sea la tercera parte de la población capitalina
actual, otea el desplazarse de suntuosos carros por las autopistas, en-
tre rascacielos.
Nacidos el mismo día, morirán el mismo día. Cada uno en su ley,
que no es la que pudieron elegir libremente sino la que les trazan
su clase y situación que han devenido maquinarias deterministas que
los modelan y trituran, después de haber abolido el principio mis-
mo de la libertad. Una larga introducción nos remite a la historia del
Imperio romano bajo Diocleciano, para contarnos el martirio de cua-
tro centuriones cristianos que habrán de ingresar al santoral católi-
co, uno de los cuales servirá para dar nombre a los tres recién naci-
dos venezolanos. Pero esa excursión fantasiosa, divertida, que se goza
en la palabra y el retruécano, que maneja la alusión picaresca como
un Anatole France que escribiera en moderno, cumple otra función
por la cual enlaza con las tres historias contemporáneas: en la muer-
te heroica de los centuriones se cifra la cancelación de un período
histórico, un sistema social, para abrir otro de larga descendencia.
Como tantas veces se ha sugerido, el advenimiento de la rígida mo-
ral cristiana con su sentido del deber y con el desarrollo de un nue-
vo temple humano, se emparenta con el advenimiento moderno del
socialismo y conviene no olvidar que Otero Silva, sin haberse incor-
porado al partido comunista, lo ha acompañado en su ruta desde los
sectores de la izquierda, especialmente en sus coyunturas de tipo
«frente popular». De ahí que esa larga introducción concúrre a res-
paldar al Victorino de la clase media, más que en su acción revolu-
cionaria propiamente dicha, en la eticidad que lo singulariza.
Todo esto, sin embargo, se mira desde otra perspectiva. A pesar
de la ocasional violencia de las situaciones, la novela entera es ab-
sorbida por el espíritu festivo. El humorista que siempre hubo en Ote-
ro Silva pero que vivía en un compartimento contiguo del narrador,
ahora se integra a él, recorre felizmente la obra y le confiere distinta
MIGUEL OTERO SILVA, DE UNA A OTRA VENEZUELA 91

funcionalidad. Es un medio de distanciamiento mediante el cual se


libera de la participación personal y dramática que las novelas ante-
riores le imponían, y puede contemplar estas vidas agitadas como
un gran espectáculo. Le permite empastar la pluralidad de caminos
que traza y con los cuales por primera vez aspira a recoger bajo for-
ma unitaria la dispersa totalidad viviente de su país actual; le autori-
za una mirada atenta, enamorada y a la vez distante, sobre la alboro-
tada, confusa, hirviente realidad de la historia. Por último, un poco
como ocurriera en el ya paradigmático ejemplo de García Márquez,
le proporciona la vía de la intermediación respecto a plurales lectu-
ras y a diversificadas demandas, lo que traduce el equilibrio en que
se sitúa. Se diría que mediante esta articulación literaria, el narrador
aspira a un pacto con la totalidad de la sociedad que recrea, en la
misma medida en que se rehúsa a cederle su alma.
a
eeE
GUILLERMO MENESES,
LA NOVELA EN ROTACIÓN”

Topos están concordes en que el signo de la vida venezola-


na contemporánea han sido las cataclísticas transformaciones que res-
pecto a un pasado muy reciente se han sucedido vertiginosamente,
y yo mismo he hablado más de una vez, refiriéndome a esos años
de 1945/48 en que los indicadores (económicos, sociales, políticos)
acusan una violenta alteración, de un «trienio de las mutaciones»,
porque sólo así, como «mutación», podía entender el salto de una
aldea tradicional a una urbe dinámica, de una cultura rural a una cul-
tura urbana compleja, de un sistema de valores estable y cerrado a
una dispersión confusa, ardiente y creadora. Momento privilegiado
(y doloroso) en que todo se torna inseguro: repentinamente las tra-
diciones pierden su aparencial solidez y al mismo tiempo el futuro
se presenta incierto, la duda corroe los basamentos de la existencia
incluyendo al mismo «yo» cognoscitivo y la única constancia segura
es la del movimiento mismo porque los seres humanos quedan ins-

* Artículo publicado originalmente en El Universal, Caracas, 14 de enero de 1979.


94 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

talados sobre una de esas bisagras que hacen girar a la sociedad toda
para incorporarla forzosamente a una nueva circunstancia histórica.
¿Quién dirá entonces esa situación, que no es la del pasado pero
tampoco la del futuro, que es la inseguridad misma y el movimien-
to, que es la desintegración y el desplazamiento, que es el presenti-
miento de nuevos órdenes pero la incertidumbre respecto a su even-
tualidad? Sólo un artista de alto rigor, de aguda penetración y de una
honda fidelidad a la verdad de la realidad misma, sólo un artista
audaz, austero y devoto del esfuerzo más íntegro que reclama la es-
tética, puede ser capaz de detectar la mutación y registrarla en sus
cabales términos. Ese fue Guillermo Meneses y por eso sus narracio-
nes, de El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) a La misa de
Arlequín (1962) lo sitúan dentro de los creadores de punta de esa
generación que en América Latina integran Julio Cortázar y Juan Car-
los Onetti, José Revueltas y José Lezama Lima: la generación de quie-
nes nacieron en la década del diez y emergieron a la literatura en
los años treinta, a quienes ya no correspondió absorber ansiosamente
el vanguardismo europeo sino elaborar sobre sus presupuestos el en-
tendimiento artístico de sus confusas y dinámicas sociedades, inte-
rrogar a sus hombres y ampliar el círculo de nuestro conocimiento
del universo cuestionando los límites anteriormente estatuidos, pro-
blematizando las soluciones recibidas y recorriendo nuevos territo-
rios de la vida.
Es comprensible que los jóvenes más lúcidos que le siguieron en
Venezuela (pienso en Alicia Freilich, en José Balza, en Julio Miran-
da, entre otros) hayan reconocido en Guillermo Meneses al antece-
sor, al fundador de una visión contemporánea que ya había deveni-
do evidencia de todos los días pero que en el tiempo en que él la
diseñó era pura invención: prístina revelación, situada aún, correc-
tamente, entre dos aguas, entre dos tiempos, entre dos culturas, por-
que Meneses nos proveyó de lo que, en términos de Paz, podríamos
denominar como «la novela en rotación», aquella cuya materia pier-
de solidez al renunciar a una doctrina cerrada y segura y situarse so-
bre los desplazamientos del tiempo y del espacio, sobre los intersti-
cios de la percepción, sobre la pluralidad de los emisores semejantes
y distintos a la vez, sobre los pasajes (para usar la terminología cor-
tazariana) y no sobre los asientos fijos, arrogantemente seguros.
Podía considerársele otro de la generación del 28, de los más jó-
venes e incipientes aunque ya sus primeras producciones comporta-
GUILLERMO MENESES, LA NOVELA EN ROTACION 95

ban una instalación sobre la experiencia viva, presente, lúcida y va-


lientemente asumida, que lo singularizaba respecto a sus más retóri-
cos y «literarios» contemporáneos. Pero la aparición de El falso cua-
derno de Narciso Espejo estableció definitivamente su capacidad de
avance que creo debió a su atención (libre y desembarazada de pre-
juicios o esquemas) por el devenir de la vida misma. En vez de fijar-
se sobre los productos ya consolidados, los cuales normalmente arras-
tran una concepción fijista, atendió al sistema de producción, al
- proceso mismo en el cual resultan engendrados esos productos de
la altura, se van haciendo mediante una mutación de elementos ori-
ginarios en una asombrosa ars combinatoria. Crear la novela en ro-
tación significa justamente eso: situarse en el campo del ars combi-
natoria registrando aproximaciones, desajustes, superposiciones,
enfrentamientos, convergencias, todo ello sobre el telar huidizo que
despliega la fluidez del tiempo y que contamina a los materiales has-
ta volverlos evanescentes, inseguros, inapresables.
El momento transicional en que estaba situado se transparenta en
la contradicción perceptible en su novela de 1952. El falso cuader-
no: su originalidad radica en el manejo de diversos emisores del re-
lato, que se superponen y se trasmutan en el tiempo ofreciendo vi-
siones sustitutivas que se «reemplazan y contradicen, que se
interalimentan reflejándose mutuamente, en tanto que los materia-
les más extensos que conforman las partes autónomas de la novela
(como son el documento C, «El cuaderno apócrifo», o el documento
I, «Declaración indagatoria de Narciso Espejo») aún registran trasie-
gos tradicionales que se tornan visibles en la acuñación de frases den-
tro de un régimen de escritura artística pulcramente elaborada o en
el sistema del encadenamiento causal de los sucesos que él define
con la explícita palabra «cadena». Es cierto sin embargo que esta «ca-
dena» es cuestionada dentro del mismo documento C develándonos
que la hilación causal con frecuencia apunta a una falsificación del
auténtico y más desperdigado funcionamiento de la realidad, pero
es sólo gracias a la «Crítica del cuaderno apócrifo» que resulta inva-
lidado ese sistema narrativo por encadenamientos, el cual impregna
insidiosamente una concepción de la novela que ya le es ajena. In-
cluso la idea de «actos» capitales que Meneses maneja, apunta a esa
irrupción libre del événement que han desarrollado los modernos
pensadores franceses (Foucault) como modo de apresar el compor-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
96

tamiento más libre y espontáneo de las existencias humanas y tam-


bién del mundo natural.
La resplandeciente novedad de la obra no está, pues, en la materia
particular con que se la compone, sino en la relación de las partes,
en el ágil y dinámico orden estructural que funciona como un equi-
valente formal (un reflejo) de la teoría de los espejos que le sirve de
fuente inspiradora. Un estructuralista diría que son las «funciones»
las que han pasado a regir la novela, en detrimento de las «materias
particulares», e incluso añoraría un estado más avanzado que desin-
tegrara a estas últimas, definitivamente, dejando en libertad el puro
movimiento contradictorio (¿podríamos decir dialéctico?) de los se-
res y las cosas, capaz de traducir el proceso íntimo de la realidad
misma. Ese paso no le correspondía a Meneses, sino a los escritores
jóvenes que él convocó con generosidad. El estaba en el punto cen-
tral del giro copernicano y a. eso le debemos su puesto capital de ade-
lantado de una nueva cultura y un nuevo arte.
En su novela Meneses viene de y va a, procede de la armonía na-
tural sacralizada (la evocación de la fe religiosa infantil, el equilibrio
de la ciudad primigenia, la inocencia mágica) y avanza hacia el de-
sorden social laicizado (la sustitución de individuos, la confusión de
las personalidades, el caos de los destinos, la ciudad presidida por
la nube amarilla, el agobio del Tirano), pero aún la primera invade
repentinamente al segundo, con su nostalgia del orden y de la salva-
ción, en tanto que el segundo aún no se resuelve, como tampoco
en La misa de Arlequín, a entregarse al caos. Hay siempre una ex-
pectativa o una esperanza de un orden que no podrá resolverse ya
nunca más a través de individuos solos y abroquelados, sino que se
generará a través de una composición entrecruzada de individuos
que se escriben mutuamente y se construyen unos a los otros con
sensibles cuotas de inseguridad y de error pero con centrales per-
cepciones justas.
Y eso nos permite interrogarnos sobre el hemisferio oscuro de es-
ta invención, pues si bien un escritor como Meneses, cuando edifica
su Obra está pensando en los hombres como categorías universales,
no puede menos que trasuntar su experiencia concreta de tales hom-
bres, la cual se hizo dentro de los límites de una ciudad y de una
sociedad que le fueron íntimas e internalizadas. Su percepción de
los hombres es básicamente crítica porque parte de la desconfianza
por las apariencias (por las máscaras) así como la duda metódica so-
|
GUILLERMO MENESES, LA NOVELA EN ROTACION 97

bre sus testimonios, sobre su incapacidad para alcanzar un pondera-


ble nivel de objetividad y comprensión. Criaturas del presente, de
la novedad, seducidas por sus imágenes idealizadas subjetivamente,
débilmente religadas a una sucesión, criaturas desamparadas, débi-
les, desintegrables, con quienes juegan el destino, el azar y el tiem-
po, tal como ha contado Arlequín en su relato. Por esta vía escépti- .
ca (aunque nunca ácida o destemplada), Meneses teorizaría a sus
conciudadanos y a los hombres de América como puras imágenes
de un cuento, «una manera de existir sobre la tierra americana, una
manera de entender la vida también y también un disfraz».
Esta visión es intrínsecamente moderna y hay que ir a algunos tex-
tos claves de Cortázar («El perseguidor») o de Onetti («Para una tum-
ba sin nombre») para encontrar un equivalente. Su modernidad es
directamente hija de la lucidez y de una captación muy ávida del pre-
sente, rehusando el auxilio de los esquemas interpretativos preesta-
blecidos, por prestigiosos que fueran. Tal desnudez y tal rigor, tal
radicalismo en la búsqueda de un arte de la verdad, son las mejores
lecciones que ha legado a la cultura latinoamericana. Padre y maes-
tro mágico también él, aunque tal definición le hubiera dejado ente-
ramente indiferente.
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SALVADOR GARMENDIA
Y LA NARRATIVA INFORMALISTA*

INTRODUCCION

HaY LIBROS que se programan y se escriben como tales, res-


pondiendo a una voluntad manifiesta del escritor que encuentra su
forma en esa planificada estructura; hay otros que se van constru-
yendo por sí solos, como desatendidos organismos vivientes, gra-
cias a sucesivas aportaciones que un día se arquitecturan casi por sí
mismas también y sorprenden al autor con un libro completo.
A este género de obras pertenece el presente volumen, hijo de la
atención que el crítico ha prestado durante una década a la literatu-
ra venezolana y en particular a un narrador original, Salvador Gar-
mendia, cuya obra le pareció, desde el año 1965 en que tomó con-
tacto con ella, una de las inventivas renovadoras que se estaban
produciendo en América Latina. En su propio país, a pesar de la sa-

“El presente trabajo fue publicado originalmente en forma de libro bajo el título
de: Salvador Garmendia y la narrativa informalista, Caracas, Ediciones de la
Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1975.
100 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

bida tardanza que muestran los compatriotas por reconocer una crea-
ción original que nace en casa, la desatención que pudo tenerse ha-
cia 1959 (cuando la publicación de su primera obra Los pequeños
seres), por esa nota original, áspera y violenta que irrumpía anun-
ciando un vuelco dentro de la literatura venezolana, ha ido dando
paso a un reconocimiento, siempre tímido y desconfiado, por quien
es el legítimo representante moderno de los novelistas del siglo XX
venezolano: José Rafael Pocaterra, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar
Pietri, Miguel Otero Silva, Guillermo Meneses.
Los apartados que componen este libro pertenecen a distintos mo-
mentos y registran tanto la evolución de la obra de Garmendia, co-
mo la evolución del pensamiento crítico respecto a ella. Por tratarse
de textos que han sido escritos independientemente unos de otros,
recapitulan a veces puntos de vista e interpretaciones ya expresadas
anteriormente o introducen, sin indicarlo expresamente, correccio-
nes respecto a teorías desarrolladas en los escritos precedentes so-
bre el mismo tema. Una doble lectura se hace posible, al ser reuni-
dos en un volumen: la del examen de la obra de Salvador Garmendia
y la de una pesquisa crítica sobre la narrativa.
«Nuevo narrador en nueva literatura», se publicó originariamente
con el título de «Garmendia y la nueva literatura venezolana» en la
revista Casa de las Américas (N* 54, mayo-junio de 1969), en el nú-
mero que consagró a la literatura de Venezuela. Ese ensayo recogía,
ampliándolos, dos artículos publicados años antes en el semanario
Marcha, de Montevideo, Uruguay, con los cuales se había iniciado
el análisis de la producción de Garmendia y de la situación de las
letras venezolanas que al crítico siempre le ha parecido de las más
conflictivas de América Latina.
«El techo de la ballena», fue escrito para la revista La vida litera-
ria (México, marzo-abril 1974. No.7), órgano de la Asociación de
Escritores de México, a partir del ensayo «Sobre el techo de la balle-
na», publicado en el semanario Marcha (Año XXVII, No.1307, junio
10 de 1966), puesto al día y ampliado con el examen de la novela
Día de ceniza.
«Una cuentística esencial y concentrada», fue escrito para el ho-
menaje que le rindió a Garmendia la revista colombiana Eco, y pu-
blicado en su No.135, julio de 1971, bajo el título «El universo an-
cestral de Garmendia». Ese texto fue reelaborado para el presente
volumen.
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 101

Por último, «La novela informalista», fue escrito especialmente para


este volumen y procede a examinar la novela La mala vida y la últi-
ma producción del narrador venezolano, correspondiente al bienio
1973-1974: Los pies de barro y Memorias de Altagracia.
Salvador Garmendia se encuentra hoy en el ápice de su potencia-
lidad creativa. Habiendo llegado a esa edad que se ha considerado
como propicia a la novela, los 45 años, y habiendo asumido, dentro
de las dificultades peculiares de la vida intelectual latinoamericana,
un criterio profesional que le ha conferido disciplina de trabajo y
que ha robustecido su original concepción de las letras, puede espe-
rarse de él una obra superior. Ella ya no podrá oscurecer los libros
que ha ido aportando ni, previsiblemente, podrá modificar en lo sus-
tancial la cosmovisión del escritor, su escritura y sus procedimien-
tos creativos.
Su producción es work in progress, pero dentro de pautas y orien-
taciones que ya parecen constitutivas de su naturaleza, definidoras
de su concepción del arte narrativo. Por lo tanto, la recopilación de
los ensayos que a lo largo de estos años el crítico le ha consagrado,
siendo también work in progress, aspira a desentrañar las significa-
ciones claves de esta obra, más allá de los accidentes que las con-
figuran.
El diálogo del crítico y el nafrador no ha sido nunca fácil, menos
en América Latina, lo que no puede, sin embargo, aminorar la con-
vicción de que es útil, no sólo para ellos, sino para la construcción
de una literatura orgánica, parte central de una cultura propia y ori-
ginal. Con tales esperanzas se han escrito los textos que siguen.

NUEVO NARRADOR EN NUEVA LITERATURA

1. Renovación literaria en Venezuela

El 23 de enero de 1958 señala un giro decisivo de la vida


venezolana y por ende de su cultura y literatura. La caída de Pérez
Jiménez, que sigue en pocos años a la de Perón en la Argentina y
precede en meses a la de Batista en Cuba, registró, junto con la jubi-
losa democratización de la vida nacional, una aglutinación de muy
diversos sectores que se habían encontrado mancomunados en la lu-
102 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cha contra la dictadura y que habrían de enfrentarse antes de trans-


currido un quinquenio. Como en la Argentina, como en Cuba, co-
mo es propio de su concepción liberal burguesa, los intelectuales ha-
bían militado casi unánimemente contra la dictadura que había .
derrocado a uno de los suyos en el poder: Rómulo Gallegos. Perse-
guidos, exiliados, dificultados en su tarea, recuperaban ahora la ple-
nitud de sus derechos, se sentían responsables de la «imperiosa re-
construcción que reclama nuestro país después de la abismante
década de la pasada dictadura», y habían de contribuir a la rica, tur-
bulenta, confusa floración intelectual que se iniciaba, que daría mul-
titud de revistas, movimientos, obras y tanto más debates y discu-
siones, y que hallaría en la Universidad uno de sus mayores centros
operativos.
Fue natural que quienes por ese entonces eran además jóvenes,
bordeando los treinta años, consideraran que un nuevo mundo na-
cía, en el cual les correspondía un papel protagónico. Aunque com-
partiendo las líneas políticas generales propias de los mayores, a la
vez aportaban una audacia , espontaneidad —también gratuidad—
y lucidez que les permitía comprender más a fondo la conflictuali-
dad de la sociedad recién liberada de la dictadura y, para el caso de
que sus teorías no la interpretaran a cabalidad o no fueran capaces
de reorientarla, aportaban simultáneamente una creación artística que
la expresaba con mayor autenticidad. Quiero decir que, si a partir
de enero de 1958 el verbalismo opinante de la intelectualidad vene-
zolana llega a convertirse en una luciente selva tropical, a veces en
desmedro del entendimiento objetivo de una sociedad más que di-
námica, vertiginosa, ello puede ser compensado con un rico acierto
intuitivo en las apresuradas obras que se fraguan en la década ya trans-
currida (1958-1968). Sus insuficiencias no esconden la energía y la
verdad que les dan vida y, sobre todo, son compensadas, a veces,
por la dramática originalidad; otras, por el ardor inventivo de que
son registro.
Entre las múltiples revistas juveniles que surgen a la caída de la
dictadura —particularmente interesantes Tabla Redonda y Crítica
Contemporánea—, hay una de corta vida que tendrá fuerte ascen-
diente sobre la renovada vida intelectual. Es Sardio, que publica ocho
números (en seis entregas) entre 1958 y 1961 (aunque ya en 1959
se segmenta y paraliza a consecuencia de las distintas posiciones de
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 103

sus integrantes respecto a la revolución cubana), y cuyo comité de


redacción se integra, a partir del tercer número, con Adriano Gon-
Zález León, Luis García Morales, Guillermo Sucre, Gonzalo Castella-
nos, Elisa Lerner, Salvador Garmendia, Rómulo Aranguibel, Rodol-
fo Izaguirre, Ramón Palomares, o sea, algunos de los narradores,
críticos y poetas que constituyen la primera línea de la actual litera-
tura venezolana. Bajo el mismo sello aparecerán cuatro libros: El reí-
no, de Ramón Palomares, quien será el poeta mayor de la promo-
ción; Las hogueras más altas, primer libro de Adriano González
León, que todavía no anuncia su premio Biblioteca Breve de Seix Ba-
rral en 1968; Los pequeños seres, de Salvador Garmendia, libro que
establece el aparte de aguas en la narrativa venezolana contemporá-
nea —lo que fue para el Uruguay £l pozo, de Juan Carlos Onetti—,
cerrando una época artística y abriendo los tiempos modernos; por
último, una traducción de Saint John Perse, Estrechos son los na-
víos, que firma uno de los críticos literarios más agudos y precisos
de Venezuela, Guillermo Sucre.
El movimiento de Sardio, imbuido del sartrismo a la moda, recla-
mará la responsabilidad del intelectual ante la hora. En un manifies-
to dulcemente literario, afirmará que «ser artista implica tanto una
voluntad de estilo y un ejercicio del alma como una reciedumbre mo-
ral y un compromiso ante la vida», definiéndose con esta mellada
fórmula: «Es menester quemarse un tanto en el fuego devorante de
la historia». Proclamarse afiliados a «un humanismo político de iz-
quierda» no disimula la concepción elitesca que les será reprochada
—como a sus congéneres colombianos de Mito ya desde antes— y
que se evidencia en esa proclividad de los intelectuales a esperarlo
todo de la pura y exclusiva enunciación de las ideas en un reiterado
obsesivo afán de conducción ilustrada. Tantas veces en tierras lati-
noamericanas, desde su primera aparición en el «Salón Literario» ro-
mántico de 1837 en Buenos Aires, hemos visto repetir esta esperan-
za, que no nos sorprende su previsible fracaso. En la misma Caracas,
fue el movimiento de la revista Tabla Redonda, cuyas principales
figuras fueron Rafael Cadenas, Jesús Enrique Guédez, Arnaldo Acos-
ta Bello y Jesús Sanoja Hernández, el que surgió para determinar la
vía que entendían más correcta en la nueva circunstancia venezola-
na. Procedentes de una militancia partidista de izquierda y con una
formación teórica más desarrollada, renovaron las tesis de la respon-
sabilidad intelectual peculiares del comunismo, poniendo en eviden-
104 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cia el fenómeno que escapaba a Sardio: la lucha de clases. Artística-


mente podían emparentarse ambos grupos, pero mientras Cadenas
y su grupo proclamaban una apertura del campo social, los «sardia-
nos» se circunscribían a sus orígenes medioburgueses, a su rebeldía
de tipo individualista y a su devorante preocupación por los niveles
de capacitación intelectual y artística. En este aspecto debe recono-
cerse la imperiosa necesidad de élites rigurosas que tenía la cultura
venezolana, no para educar a las masas solamente, sino para moder-
nizar al país y ponerlo al día. Si en la primera de estas misiones fra-
casaron —y debía ocurrir así porque partían del batiscafo intelec-
tual y no de la historia como realidad concreta en el nivel y
circunstancia de la vida de un pueblo—, en la segunda obtuvieron
el más amplio éxito, incluso el más excesivo que se conozca en Amé-
rica, porque pagaron la modernización con una mimetización daño-
sa para el creador.
Es cierto que la abundancia de recursos económicos de que el país
dispuso contribuyó a la concepción de la cultura como importación
de lujo. El auge de una economía de exportación reiteró, en otras
coordenadas y tiempos, un fenómeno que en el Buenos Aires finise-
cular se llamó modernismo, estableciendo la pasiva aceptación de
los valores externos. Su brillo ocasional, su airecito presuntuoso de
estar á la page, no disimula la endeblez de muchas aportaciones li-
terarias de esta modernización violenta —característica que Marta
Traba ha denunciado en el campo de las artes plásticas—, las cuales
muy, pero muy pronto, nos resultarán tan vacuas y anacrónicas co-
mo las baratijas del bazar modernista.
Si hubo deformación, tristemente frivolona a veces, del afán de
modernización, respondía éste, sin embargo, a una exigencia real y
auténtica del momento. Las remanencias folklóricas resultaban ago-
biantes, así como la literatura moralizadora a la que sigue adherida
una clase burguesa cuando ya de facto la ha invalidado en la estruc-
tura económica y social que consigue crear. Los jóvenes de Sardio
hicieron un distingo correcto: «No confundimos universalidad con
cosmopolitismo, pero se nos hace evidente que el exceso de color
local, con todas sus derivantes, ha viciado de raíz gran parte de nues-
tras manifestaciones artísticas», con lo cual apuntaban al agobiante
modelo de Rómulo Gallegos o Andrés Eloy Blanco que, válidos en
su tiempo y respetables en su honrada invención artística, ya no ser-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 105

vían a los jóvenes creadores. De ahí estas enunciaciones lírico-


programáticas:

Es imperioso elevar a perspectivas más universales los alucinantes


temas de nuestra tierra. La anécdota, el paisajismo, la visión pin-
toresca de la realidad, no son más que fraudes a los requerimien-
tos de la época. Debemos alimentar una firme voluntad de estilo,
una vigilante dedicación al estudio y una ideología más original
y moderna. Nuestra cultura aparece ayuna de ideas y problemas,
como si aún viviéramos en una Arcadia de imperturbables regoci-
jos. Hay que poner de relieve una conciencia más dramática de
la realidad y del hombre. Pero una conciencia rigurosa, estreme-
cida de lucidez y de exigencias

A pesar de tales altivas razones, no fue en el campo de las ideas


donde se destacó el movimiento de Sardio. Eso se debe buscar en
el equipo de Crítica Contemporánea, donde se aglutinaron, bajo el
omnímodo patrocinio de Sartre, escritores y profesores universita-
rios (los Carrera Damas, Di Prisco, Duno, Nuño, etc.), adoptando
una actitud de crítica militante de la realidad del país que pasó por
delante de las aportaciones creativas. Los «sardianos», en cambio, fue-
ron básicamente literatos: poetas y narradores, ante todo; en segun-
do lugar, críticos de letras y artes, más el previsible descubrimiento
del cine artístico y de las escuelas plásticas. Como el primer paso
consistía en ponerse al día, romper con el pasado insertando corrien-
tes universalistas que lo cancelaran bruscamente, y como al mismo
tiempo su formación cultural todavía se hizo en la órbita de la in-
fluencia francesa con muy escasos atisbos de la aportación renova-
dora norteamericana, se remontaron a las vanguardias de la primera
postguerra en París: es el largo estudio sobre Dadá, de Georges
Ribbemont-Dessaignes que traducen, es la incorporación al español
de textos de Antonin Artaud o de Tristán Tzara; luego, de la segun-
da postguerra, también francesa: Adamov, Samuel Beckett, etc. Tar-
díamente aparecerán Thomas Wolfe o Dylan Thomas, asimilados por
su impetuoso frenesí. Habla en esos elementos la predilección por
un nihilismo explosivo que habría de cultivar —en otras circunstan-
cias históricas y políticas— un movimiento que se desgaja de Sardio
por 1961, cuando la publicación y el grupo se disgregan, y genera
«El Techo de la Ballena» (González León, Edmundo Aray, Efraín Hur-
tado, Juan Calzadilla, Pérez Perdomo, Contramaestre, Caupolicán
Ovalles, etc.), en tanto que otros escritores ejercitan el rappel l'or-
dre que ya ofreciera como alternativa la vanguardia francesa de en-
106 : ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

treguerras: es el caso de Guillermo Sucre, que se incorpora a Zona


Franca, la revista de Juan Liscano.
Si el esfuerzo de modernización tomó por el lado del dadaísmo
y el surrealismo, como ya fuera perceptible en la generación mexi-
cana de Octavio Paz, o argentina de Enrique Molina, esto no es obra
del mero capricho, como no lo ha sido en los otros lugares de Amé-
rica Latina donde se lo registra, y correspondió a la situación tanto
de los escritores como del universo en que se movían. Es evidente
que el irracionalismo subterráneo de aquellas corrientes se corres-
pondía con el vitalismo ardiente y la confusión intelectual —la falta
de sistemática y clara capacidad interpretativa de lo real— de los jó-
venes escritores que emergían de la vida literaria. Pero a la vez, el
mundo que veían y que los formaba parecía amasado con imágenes
surrealistas, al punto que un profesor de filosofía que después toma-
ría un rumbo político, Pedro Duno, comenzaba a definir el drama
de la cultura nacional partiendo de la incoherencia de la comunidad
venezolana, pensando subrepticiamente en ese bello retrato del in-
fierno que se llama Caracas. Decía:

De hecho, es posible apreciar algunos datos elocuentes: la desin-


tegración del campo y la ciudad, la supervivencia de diferentes épo-
cas, la total ruptura entre los intelectuales y los demás sectores de
la vida nacional, la carencia de una evolución sistemática, la quie-
bra de toda tradición activa y en proceso, la discontinuidad gene-
racional aniquilante del pasado, la anarquía de valores, el anacro-
nismo o la exaltada pasión por estar al día, el tener que plantearnos
como problema nuestra relación con la nacionalidad, el no saber
—en suma— en qué consiste o debe consistir nuestra manera de ser.

Si tal se presentaba la realidad, resultaba obvio que los mecanis-


mos expresivos de los escritores que trataran de expresarla, enten-
derla, recrearla o reinventarla, debían ser también nuevos, afines a
esa esfera turbulenta y contradictoria. Por lo mismo, resultaron apro-
piadas las técnicas derivadas del surrealismo, en especial su gran fa-
cilidad para el montaje simultáneo y su acarreo indiscriminado de
materiales del inconsciente, así como la explosividad voluntaria de
sus asuntos. Irrumpirán en la poesía. También, aunque no son nove-
dad (basta recordar a Márquez Salas y a Guillermo Meneses), en la
narrativa, donde adquirirán ahora agresividad y realismo de un mo-
do exasperado, para traducir los «alucinantes temas». Quien lo con-
sigue en un nivel alto es Salvador Garmendia (1928), un escritor que
de un modo diríamos disimulado y secreto, sin manifiestos ni teo-
“SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA
107

rías construirá entre sus treinta y Sus cuarenta años una obra narrati-
va de rara unidad y originalidad que en ese período integran cinco
títulos: Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Dia de ce-
niza (1963), Doble fondo(1966), La mala vida (1968). Su obra de
una década lo sitúa a la cabeza de la nueva narrativa venezolana, con
una literatura difícil, sin concesiones, tercamente personal y
auténtica.

2. Garmendia: Una década narrativa (1959-1 968).

No es lo que propiamente llamaríamos un intelectual, el


homme de lettres que cultivan los franceses, y aún podría pensarse,
vista alguna juvenil anotación crítica —sobre Schónberg—, que pron-
to se rehusó al ejercicio eventual de la crítica literaria o el comenta-
rio artístico, para resguardarse en el campo excluyente de la crea-
ción narrativa, como quien se inserta en un laberinto oscuro,
subjetivo, obsesivo e inexplicable, donde bucear en una misma y úni-
ca dirección hacia el encuentro consigo mismo, con una realidad úl-
tima que concluya por dar explicación y ordene el caos vital, tal co-
mo se lo ve afirmado explícitamente en su novela La mala vida, que
cierra ese período inicial de diez años y que quiere ser la suma inter-
pretativa de un destino y un mundo.
Este alejamiento de la vida intelectual se apunta también en la con-
versión de su literatura a un orbe cerrado casi monotemático. En la
primera entrega de Sardio, todavía podía contribuir con un texto
camusiano, «Crusoé», que respiraba ambición mental acompañándose
de limpias imágenes poéticas. Pero ya a comienzos de 1959, lo que
entrega es una fragmento de su novela Los pequeños seres, donde
están en semilla las fuerzas tenaces de su invención literaria: en ade-
lante, sólo novelas y ocasionalmente cuentos (Doble fondo) que pa-
recen fragmentos de novelas será lo que dé a conocer, consiguiendo
que esos cinco títulos puedan hilvanarse unos con otros en una so-
la, larga, parsimoniosa exploración, que quizás desaliente al lector
apresurado, pero que al perspicaz le proporciona el hallazgo exal-
tante del «universo otro». Aparentemente es el recuento cansino de
la realidad, y, sin embargo, no es la realidad: es su contextura secre-
ta perseguida con la implacable objetividad del microscopio.
No es la fabulación el campo de la creación narrativa donde se dis-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
108

tingue Salvador Garmendia. Sus peripecias novelísticas se articulan


sobre un esquema simple acuñado en su primer libro y que, más O
menos encubierto, se reencuentra en los volúmenes posteriores del
período inicial. Su reiteración, casi obsesiva, delata esas experiencias-
nudo contra las cuales golpea una y otra vez el autor con afán, apa-
retemente fracasado, de desentrañarlas. Subyace a sus construccio-
nes narrativas un esquema simbólico que hereda del existencialis-
mo francés —particularmente Camus—, y que si bien ha ido
desvaneciéndose a lo largo de su producción, establece en sus pri-
meros títulos una dependencia forzada de la materia creativa respecto
a la planeación ideológica.
Los pequeños seres nos cuenta un día largo de la vida del burócra-
ta Mateo Martán: asiste al velatorio y entierro de un empleado supe-
rior cuya muerte le abre el camino a un ascenso que consagra su ca-
rrera funcionarial. Implica el triunfo de una vida signada por la
creciente grisura y achatamiento burocráticos, pero también su fin.
Los signos anteriormente percibidos de un desequilibrio psíquico —
originado en la alienación que años y años de oficina han introduci-
do en su naturaleza— sufren ahora repentina aceleración. La muerte
del superior y los comentarios de sus compañeros durante el velato-
rio preanuncian su propia muerte. Al descubrirse un ser-para-la-
muerte, se le patentiza la vacuidad de su existencia burocrática, no
- de un modo racionalmente consciente sino en el oscuro afán de un
comportamiento distinto, en el desconcierto que sigue a la cancela-
ción de los órdenes establecidos. Se pierde en el cementerio y este
extravío denuncia el otro, grande, vital, de su existencia ya quema-
da; deambula por la ciudad, ausente de su casa, mujer e hijo, trans-
formados en seres ajenos —la técnica del flashback servilmente apli-
cada le permite insertar paneles de vida anterior—, se emborracha
y, atraído por las luces, entra a la carpa de un circo donde presencia
el espectáculo y la caída, a su lado, de un trapecista. En la confusión
que sigue al accidente mortal va a parar, sin saber cómo, a una habi-
tación prostibularia donde despierta al día siguiente. Su conciencia
culposa, como la del homo domesticus de Kafka, le recuerda sin ce-
sar sus obligaciones funcionariales, lo martiriza con la evocación de
la inquietud de su mujer y de sus superiores ante la ausencia insóli-
ta, pero carece de fuerzas para integrarse al cansino carril. Ronda
su propia casa y contempla a su familia, tal como si fuera un fantas-
ma; no sabe que ella comienza a organizarse para su inminente muerte
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA
109

y que su mujer restablecerá sobre el hijo la antigua y rígida estructu-


ra. Vaga por la ciudad y concluye recostándose a un árbol para des-
cansar. Definitivamente.
Algunos elementos de esta novela primera se reencontrarán en las
siguientes. Fundamentalmente, la escritura que empastará unitaria-
mente todas sus Obras, pero además recursos de ambientación y per-
sonajes, de estructuras y ritmos que Garmendia irá desarrollando.
Es, ante todo, el medio urbano. Aunque Garmendia no nació en Ca-
racas, toda su obra está incrustada en la ciudad y en el tiempo pre-
sente, con un esfuerzo de objetivación de la realidad inmediata que
ha concluido por transformar su literatura más que un reflejo artís-
tico, en un fragmento concreto, casi físico, de la vida verdadera de
esa ciudad. En Los pequeños seres, está vista en escorzo, generaliza-
dor de sus rasgos particulares; en Los habitantes, son las barriadas
pobres de los cerros; en Día de ceniza, el ambiente pulcro de la ciu-
dad nueva de los ejecutivos; en Doble fondo y La mala vida, las
oficinas, los barrios populares, los empleos oscuros, los circos po-
bretones, las costumbres rutinarias. Es, desde luego, un decorado so-
bre el cual se proyecta la acción, con su despareja y caprichosa ree-
laboración permanente de casas, calles, viejos salones, modernos
despachos oficinescos, pero es sobre todo un sistema de vida al cual
no logran adaptarse totalmenté los personajes, insatisfechos por la
febril artificiosidad urbana. Las evocaciones de infancia que irrum-
pen bruscamente en un decurso ardoroso, arrastran la nostalgia de
un perdido ambiente natural; equivalen a esas hostiles construccio-
nes modernas de Caracas que no consiguen borrar totalmente los jar-
dines de antaño, las viejas casonas apacibles. Martán espía por una
rejilla de madera y descubre un solitario y adormecido interior: «un
corredor alto —demasiado alto— de pilares delgados y pisos relu-
cientes, se extendía tras la angosta ranura. Sobre los mármoles, al-
gunos muebles de mimbre parecían meditar en su vejez bien conser-
vada, una vejez sin roces, fría y lustrosa como cuerpos de maniquíes».
No se trata de volver al pasado, sino de comprobar austeramente la
pérdida de una esencia, cuya frescura, cuya oscura vitalidad, centro
de toda existencia y de toda posible renovación, la ofrece bajo las
especies de una materia nutricia. Ella está en el pasado, en los oríge-
nes, de ella se procede como el árbol del barro donde introduce sus
raíces: «En algún lugar oculto entre raíces, estaba la tierra pantano-
110 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

sa, el barro tibio donde los dedos penetraban provocando un ruido


de ventosas».
Esa materia parece todavía cercana en Los pequeños seres. Está di-
rectamente vinculada a la infancia de tal suerte, que morir es recu-
perarla: «Una voz lejana comienza a llamarlo: —¡Mateo! ¡Mateo!...
Yo me tendía bajo los árboles, cerraba los ojos. El mundo era todo
negro con pequeños globos rojos y uno comenzaba a remontarse...
olía a tierra. ¡Mateo!... ¡Mateo! Mamá venía a buscarme. Sus sanda-
lias sonaban en las hojas secas. Pronto me halará por el brazo... me
hará caer...». En los libros posteriores, esa materia alimenticia, ese
barro original —que traduce en su realidad concreta la condición na-
tural originaria del hombre y conjuntamente una estructura social
previa a la modernización o a una vida aldeana en oposición a una
voraz vida urbana—, se irá distanciando, sin dejar por ello de ser
una nostalgia duradera. Se clausura la posibilidad del retorno que
era el engaño querible de Los pequeños seres, en esa imagen recu-
rrente de los orígenes que Idea Vilariño ha definido como la «lejana
infancia, paraíso, cielo» y que Garmendia, en su universo material,
presenta como un «barro tibio», a veces como un compuesto muci-
laginoso que evoca los primeros tramos celulares de la vida acuáti-
ca. Esa clausura es una pérdida que se verá en el enajenamiento de
los personajes de Los habitantes, en la neurosis de los de Día de ce-
niza, en la distorsión pesadillesca de los relatos de Doble fondo. La
pérdida es sólo aparencial, en verdad jamás podrá desaparecer dado
que es la vida misma del hombre en su corporeidad. Pero se deterio-
rará hasta que, de modo desesperado, se la ve transformarse en la
materia fecal que en La mala vida pone la repulsiva nota con la cual
se reconoce el fracaso último de la aventura humana: «Jimmy, con
la boca abierta, sin aliento, sacude los dedos. Luego reponiéndose,
lleva la mano debajo, la regresa ahuecada, lenta, pesadísima, cargando
una enorme porción y de un golpe se la aplasta en la cara. Cualquie-
ra que esta noche, igual que yo reposara en silencio sonriendo para
sí de alguna travesura de su mente, podría oír, entre tantos sonidos
distantes, el dúo fantástico de nuestras carcajadas».
La ciudad acarrea sus criaturas. Los personajes de las obras de Gar-
mendia son fracasados: desde «los habitantes» de los cerros míseros
hasta los febriles ejecutivos de Día de ceniza, supervivientes de los
poetas que quisieron ser, pasando por el ancho sector de los «pe-
queños seres» fraguados en las oficinas, con sus vidas mezquinas, re-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA > 111

sentidas, angostadas. Es el fracaso de la gran posibilidad natural del


hombre corroída por su propia incapacidad de vuelo o por el em-
bretamiento de la estructura social que lo lleva a girar incesantemente
como una polea loca (Antúnez en Día de ceniza) o a someterse al
cansino tranco de la rutina (Martán en Los pequeños seres). Ambos
mueren, como inmolándose para oponerse al largo error de sus vi-
das; en esos coronamientos trágicos hay un cierto despectivo heroís-
mo que el autor maneja a favor de ellos. Más terrible y austero es
el fracaso que asumen complacidas otras criaturas narrativas: en La
mala vida, el protagonista ha aceptado vivir en el permanente des-
precio de sí mismo, se complace en la poquedad reconocida de sus
compañeros, se acantona en la medianía del club, reconstruye una
biografía de constantes frustraciones donde siempre se ha ido que-
mando la carta salvadora y concluye paladeando una ensoñación de
tipo masturbatorio que le dispensa las coartadas indispensables para
sobrevivir. Esta entrega al desenfrenado ilusionismo de la imagina-
ción quedó consolidada en uno de los cuentos más feroces de la li-
teratura hispanoamericana —de una intensidad no alcanzada por Sar-
tre en el manejo de lo abyecto en El muro— que cierra el volumen
Doble fondo. «Muñecas de placer» es la instancia de un hombre que
se masturba dentro de una iglésia, mientras va leyendo un librito de
barata pornografía y con la imaginación se apropia de mujeres que
ha visto en la calle. La sordidez del asunto, la provocación situacio-
nal, son reforzadas por la impasibilidad narrativa, aparentemente sólo
atenta a la felicidad a que se eleva el protagonista del cuento hasta
lograr el perfecto encierro en sí mismo.
Ese fracaso, conviene anotarlo, es interior. Responde a una frus-
trante existencia cuyas causas son psicológicas o incluso metafísi-
cas, más que sociales. Al menos, en la connotación de la crítica y
denuncia que esta palabra comporta. Ni siquiera entre los persona-
jes pobres de Los habitantes se registra una concreta problemática
social, ni ellos parecen ver o plantearse posibilidades modificantes
de su estado que pasen a través de un cambio de la estructura social
y comporten el reconocimiento de una estratificación en clases so-
ciales. La explicación social de la enajenación se desprende de los
planteos de Garmendia, pero él no busca voluntariamente destacar
el esquema social. No hay aquí ni siquiera el funcionamiento de una
visión sociológica como subyace en la narrativa de Vargas Llosa, o
concede la contextura de los relatos de García Márquez, pero tam-
112 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

poco un recorte prescindente como se observa en Cortázar. Garmen-


dia reconoce y registra la frustración, el fracaso, la imposibilidad de
una vida plena, en todos los seres de su enorme ciudad y no les con-
cede conciencia lúcida de ese estado sino un padecimiento generali-
zado que los atormenta y destruye. Ese vacío interior, ese sinsenti-
do o gratuidad de la existencia, esa aguda soledad, esa insatisfacción
que no se sacia en el hedonismo, es un modo de cuestionar el siste-
ma todo, responsable de la pluralidad de situaciones en la plurali-
dad de los niveles sociales. No se explica de dónde viene, cómo se
produjo, quiénes instauraron el sistema: existe, es un imperativo ca-
tegórico, es un infierno y dentro de él ninguno se salva de las llamas.
En Los pequeños seres, en Los habitantes, en Día de ceniza, el
esquema es similar, y sólo distintos los ambientes y personajes: a lo
largo de un período reducido de tiempo —pocas horas, pocos días—,
algunas criaturas narrativas van alcanzando la verdad de su fracaso.
El autor las conduce de la mano atravesando una sucesión nada lla-
mativa de peripecias, generalmente sucesos cotidianos comunes, y
van intensificando un ritmo reiterativo, obsesionante, hasta lograr
una explosión de violencia y locura. Si en Los pequeños seres la ena-
jenación del personaje es sostenida y levantada con alcohol, desva-
río y aquelarre circense, en Día de ceniza también reencontramos
alcohol, fiesta, frenesí carnavalesco. No son recursos originales. De-
latan la preocupación de Garmendia para no despegarse enteramen-
te del funcionamiento verosímil de lo real y a la vez conseguir una
distorsión de sus elementos que transmute esa realidad en un espec-
táculo fantasmagórico, hecho de la materia de las vidas humanas y
de las cosas del mundo terrenal pero a la vez recorrido por fuegos
infernales, por extrañas y febriles resonancias. Se trata de una técni-
ca emparentada con el expresionismo alemán, que tiene su equiva-
lente en el estilo apeñuscado de Garmendia y especialmente en su
admirable capacidad de retratista. A lo largo de esa progresión na-
rrativa que lleva de la vida común a una modificación inquietante
de su materia constitutiva, Garmendia encuentra el modo de refor-
zar el reconocimiento de la verdad e instaurar el delirio como clima
apropiado a tal operación. Más serenamente, en La mala vida, em-
prende una investigación caótica, llevándola por diversos caminos
que sólo mediada la novela comienzan a componerse significativa-
mente. En un determinado momento se detiene y se interroga:
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 113

No es nada fácil contar una historia y mucho menos la propia his-


toria: porque uno llega y se pregunta a la mitad, ¿dónde está el
asunto, verdaderamente? y de seguro se queda sin respuesta. Sé
que hay algo por allí, hacia el fondo; un sedimento que el tiempo
se ha encargado de ocultar; una salsa, quizás, y su temple, su sa-
bor que por momentos nos hiere las papilas y se va de golpe hacia
adentro impregnando de una vez todas las celdas y cavidades y
las regiones húmedas y templadas del cuerpo donde se oculta la
memoria, guarda secretos de nostalgia, de viejos y sordos latidos,
de pálpitos oscuros y de fatigadas recurrencias.

El desorden es sólo aparencial: orgánicamente van apareciendo los


recuerdos y los presentes que entre sí se equilibran para reconstruir
una vida. Pero si de ella puede darse, en la alegoría fecal con que
se la hace culminar, el instante trágico de la derrotada vida adulta,
el hilo de esa madeja entreverada tendrá que ir a buscarse a la infan-
cia, a una experiencia también mucilaginosa y de repugnante vértigo.

Sé que es sólo el viejo pantano domesticado con su olor ácido de


desperdicio, en cuya superficie flotan medio sumergidos, cásca-
ras, huesos y platos sin fregar. Allí voy a hundir enseguida las ma-
nos hasta las muñecas para atrapar en la tiniebla, el mango de un
cuchillo, sobar la porcelana y el metal, resbalar poco a poco los
dedos en el último fondo limoso; y aún más, acercar gradualmen-
te la cara conteniendo el aliento como única precaución, hasta rom-
per la superficie fría con la punta de la nariz y sentirla temblar al
borde de los labios como una flema; y al fin, en un postrer impul-
so, pensando que aquello fuese verdaderamente un vientre tasa-
jeado, y adentro, debajo de las capas recién abiertas, estuviese to-
da la materia palpitando con su baba íntima y fragante llena de calor
animal, hundirla toda de una vez hasta las orejas y soplar dentro,
provocando en esta forma un excitante burbujeo.

3. Primero, la matería

Esta experiencia nos sitúa en la línea central de la creación


de Garmendia: su pesado tacto para el mundo material, su lenta, mo-
rosa y regustada descripción de cuerpos, su adentramiento en un uni-
verso visceral poblado de malos olores, malos sabores, deformida-
des. Los hombres y mujeres que pasan por sus novelas parecen
descendidos de una galería pictórica expresionista; rostros y cuer-
pos deformados donde una excesiva gordura, una escoriación de la
114 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

piel, una verruga agresiva establecen el punto focal en torno al cual


los demás rasgos se ordenan ancilarmente: «llevando hacia los labios
el cigarrillo que era apenas visible entre los dedos —cada uno de ellos
tan grueso y redondo como un embutido— y, por último, mientras
sorbía la brasa con fuerza y el humo bajaba por el labio inferior ten-
so y colgante, de un color violeta oscuro de carne descompuesta»
(Los pequeños seres); «El sudor le corría por entre los cabellos, le
bañaba la cara, se le empozaba en la hendidura profunda del men-
tón y parecía que todo el cráneo se le derritiera como un queso, mien-
tras a grandes tragos, remataba una botella de cerveza» (Los habi-
tantes); «un moreno achatado con cara de gruñido y el cabello
adherido a la terraza del cráneo como una capa de alambre chamus-
cado» (Día de ceniza), «Seguía pareciéndome una cucaracha, mas aho-
ra, con la camisa fuera del pantalón, la corbata rodada y el pelo en-
desorden era como si hubiese recibido un pisotón y corriera sin ti-
no arrastrando las tripas» (La mala vida).
No se trata de una selección previa y rigurosa de feísmos; esa vo-
luntariedad nos daría un fantástico Walpurgis cuando en cambio es
preocupación terca de Salvador Garmendia no alejarse de la reali-
dad. Su mirada es distinta y nos fuerza a ver distinto un panorama
común y hasta vulgar, apelando a dos sistemas: a una aproximación
detallada a la realidad, observando con una lupa la textura de la piel,
las ínfimas anomalías corporales («Roja, granulada, amoratada a ra-
tos, compuesta por dos pequeñas migas que van pegadas una sobre
la otra en forma irregular siendo más pequeña y de tinte más fuerte
la de encima, su verruga sigue siendo la única...»); a un régimen de
comparaciones —trasmutaciones— que remite las formas triviales
a perspectivas alucinantes («En la mesa vecina, un perfil de barro fres-.
co, humeante, en cuya superficie vidriada podría imprimir sus de-
dos con sólo una suave presión, si no los abrasara en el acto el calor
excesivo de la pasta»). Por uno u otro camino, consigue que los se-
res humanos normales y hasta rutinarios asuman aspectos insólitos,
apariencias sobrecogedoras, un aire alucinante, que sean muchas ve-
ces repugnantes como los monstruos del circo: «el maniquí viviente
se ha despojado de la careta, que ahora cuelga en una de sus manos
recias de obrero como un pellejo de lagarto. Sobre sus hombros rec-
tos y poderosos se levanta un muñón rojizo, lustroso en partes y en
otras cubierto de arrugas con algunas zonas arenosas y blancas. Sólo
A

- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA : 115

sus ojos se mueven, perfectamente vivos en medio de aquella tierra


devastada, como gusanos en sus capullos» (Doble fondo).
Estos dos sistemas se aplican igualmente a cualquier otra zona del
relato, y no sólo a los personajes: los registramos en la descripción
de una calle, en el apresamiento de un gesto, los sentimos dentro
de un fragmento destinado a una meditación que siempre se presen-
tará incrustada de datos concretos o referencias personales. El em-
pastamiento uniforme de todo el relato opera como si la realidad se
abalanzara sobre el lector, lo inundara e integrara en su decurso, o
como si el lector se proyectara —tal como a veces la cámara cine-
matográfica nos lleva velozmente hacia las cosas— en la realidad,
perdiera la lejanía con la cual la detiene, calma y asegura, la tuviera
pegada a los ojos, a la piel, al tacto, se metiera por fin dentro de ella
chapoteando en su corporeidad pantanosa y deviniera por último
elemento que se disuelve en ella.
Son aspectos de una técnica narrativa más expresionista que su-
perrealista, pero que tampoco alcanzaría su pleno rendimiento si no
estuviera regida por una concepción de creciente dinamismo, apo-
yada en verbos restallantes de fuerza, en un uso vivaz de las asocia-
ciones bruscas, en un manejo de los desplazamientos temporales y
espaciales que es de los más aúdaces de la novelística hispanoameri-
cana actual. Para obtener la restallante vivacidad que el autor codi-
cia, esa zona de incandescencia del relato que justifica sus tramos
lentos anteriores, Garmendia apela muchas veces a los delirios, más
frecuentemente a la levedad caprichosa e intensa de la embriaguez,
y por fin, en La mala vida, a una pasmosa capacidad para manejar
libremente la materia narrativa fluyendo en el tiempo, en las situa-
ciones, en los sentimientos y las imágenes acumuladas, con impeca-
ble rigor y a la vez con una desgarrada manera de ensamblar los más
altos valores y las más inconfesables acciones hasta encontrar su pun-
to de articulación.
Un solo ejemplo: las páginas 237 a 242 de La mala vida unen un
episodio de la adolescencia —los paseos con su amigo Ciro por los
barrios prostibularios—, la escena con una prostituta barata, el ex-
cusado de la infancia donde se esconde luego de romper un jarrón,
la repentina impotencia ante la mujer desagradable tendida en la ca-
ma, la escena del castigo por parte del tío donde la correa se trans-
forma en el miembro erecto, la imagen repetida en dos momentos
de la madre muerta pero tendiendo la ropa y la madre muerta en
116 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

el ataúd, su propia erección ante el tío, el fracaso con la prostituta,


una imagen callejera, su erección mientras orina junto a un árbol.
Todo pertenece a la realidad pero ella es alucinante, atroz, dolo-
rosa; a veces perversa. Ninguna confianza puede depositarse en sus
formas, ya que ellas no son otra cosa que manifestaciones protoplas-
máticas de una materia intestinal, en constante transformación y des-
caecimiento. Las criaturas humanas, sus orgullosas construcciones,
delatan sin cesar sus secretos orígenes: la mucilaginosa materia gra-
sa, el barro chorreante, las exudaciones epiteliales, el flujo coloidal,
las materias fecales. Delatan también su destino de pudrición: el de-
tritus, la gusanera ardiente, la fermentación y el deterioro incesan-
tes. Aquello que presuntuosamente llaman el «espíritu» no parece aquí
sino un débil chispeo que acompaña la evolución autónoma de la
materia, y en pocas obras latinoamericanas se encontrará tan drásti-
co ateísmo como en estos libros, enteramente ajenos a los proble-
mas tradicionales del espiritualismo. Los personajes narrativos nun-
ca llegan a despegarse de esta fluencia incontenible de la materia que
se va plasmando en la obra literaria y alimenta todos sus órdenes:
las descripciones, los diálogos, las articulaciones narrativas, los asun-
tos de los diversos episodios, todo queda contaminado por ese mag-
ma incesante, esa lava vital que arrasa con las formas establecidas
y se despliega incontenible, victoriosa. El autor vive íntegramente
la experiencia, la sufre y sigue, por último trata de comprenderla.
Anotábamos que La mala vida, su última producción de la década
está planeada como un teorema que precede a una reconstrucción
experimental acuciosa de la vida humana. El problema es descubrir
la clave de ese universo. Su primera sospecha se produce cuando yen-
do de prisa encuentra en el borde de la acera un amontonamiento
de desperdicios y excrementos. Bruscamente se detiene:

La tarde se cierra a mis costados, se estrecha como una caja y el


envoltorio destrozado entre mis pies, los codos en las rodillas
y
la cara cogida entre las manos, escarbando con la mirada sobre
aquellos desperdicios húmedos; pasando de uno a otro como si
entre todos formaran un conjunto de signos que no tardarán en
ordenarse y hacerse legibles. Todo está, pues, allí. Es épico, des-
garrado y fantástico, y lo demás es apenas un lastre que me impi-
de ascender.

Lo que está allí es la totalidad, acentuando dentro de ella todas


esas partes que una larga costumbre de la literatura trató de dejar
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 117

fuera, porque era lo reprobado, lo feo, lo prohibido, lo secreto, lo


temible. Es cierto que esas partes van incorporándose a las letras,
desde Baudelaire, con capacidad creciente de invasión y dominio.
Las letras hispanoamericanas fueron, sin embargo, de rara pudibun-
dez, y creo que sólo Garmendia ha sido capaz de avanzar tanto en
territorios siempre temidos. No hay, sin embargo, aquí ninguna per-
versión y, al contrario, la insistencia está puesta en el mundo nor-
mal, cotidiano, compartible, en su contextura íntima, ésa que se es-
conde tras el paquete tranquilizador dentro del cual se la envuelve
y escamotea. Para él es suficiente maravilla, aunque su significado
siga siendo oscuro y enigmático como la imagen en el espejo pauli-
no, y parece improbable que pueda llegar a una revelación mayor,
racionalmente comprensible, dado que en definitiva está interrogan-
do un turbión incesante que abarca todo, que tiene millones de años,
infinitas formas, indomeñable energía, y es la materia viviente.

El TECHO DE LA BALLENA

1. Nacimiento y fundamentación de una vanguardia

De los numerosos movimientos artísticos venezolanos que


confirieron su peculiar nota tumultuosa a la década del sesenta en
Caracas, hubo uno que se distinguió por su violencia, su espíritu anár-
quico, su voluntaria agresividad pública, haciendo de la provocación
« un instrumento de investigación humana». Fue el que libérrima-
mente se autodenominó El Techo de la Ballena.
Tanto o más importante que esas condiciones estrepitosas, que lo
definieron como un estallido más que como una escuela o una esté-
tica coherente, fue su capacidad para aglutinar por breve tiempo a
un conjunto de creadores jóvenes entre quienes se contaron algu-
nos de los narradores y poetas que habrían de llevar a cabo la reno-
vación literaria contemporánea de Venezuela. El solo hecho de que
en ese movimiento hayan militado, con diverso grado de participa-
ción, narradores como Adriano González León o Salvador Garmen-
dia, que habrían de constituirse en figuras centrales de la nueva pro-
sa narrativa del país, o poetas como Juan Calzadilla, Francisco Pérez
Perdomo, Efraín Hurtado, Caupolicán Ovalles, Dámaso Ogaz, Edmun-
118 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

do Aray, entre otros, prueba la imantación mostrada en el primer


quinquenio de los sesenta por El Techo de la Ballena, la cual puede
realzarse más si se toma en cuenta la contribución capital que le pres-
taron artistas plásticos como Jacobo Borges o Carlos Contramaes-
tre, siendo este último quien más ostensiblemente definió sus ras-
gos iniciales y algunas de sus posiciones artísticas centrales.
El movimiento se constituyó a comienzos del año 1961: en marzo
de ese año abrió, en un simple garaje de la urbanización El Conde,
de Caracas, una exposición titulada «Para restituir el Magma» y pu-
blicó su primer manifiesto-revista que era una simple hoja plegada,
bajo el título Rayado sobre el techo, al tiempo que en el diario La |
Esfera daba a conocer un breve texto programático. Tras esta inau-
guración se sucedieron diversas actividades: declaraciones, hojas suel-
tas, pequeñas plaquettes de poesía y prosa, con una visible y poco
usual tendencia a la teorización apodíctica que encontraba en los ma-
nifiestos su instrumento preferido y que delataba la concepción van-
guardista que habían asumido sus integrantes.
Pero sus hitos centrales estuvieron representados por exposicio-
nes de artes plásticas, de las cuales dos alcanzaros resonancia. El «Ho-
menaje a la cursilería» (junio de 1961), que fue presentado como «un
gesto de franca protesta ante la permanente e indeclinable farsa cul-
tural del país» o, en la versión de Caupolicán Ovalles, como un «tes-
timonio sobre farsantes con aires de comprometidos y hacedores de
cultura», constituyó el primer intento de demolición de la concep-
ción pequeñoburguesa que dominaba a la cultura venezolana, hasta
el grado de impregnar no sólo sus manifestaciones oficiales sino tam-
bién las opositoras. Más eficaz, la escandalosa exposición de Carlos
Contramaestre, «Homenaje a la necrofilia» (noviembre de 1962), mar-
có el ápice del movimiento, su más pleno ejercicio de la provoca-
ción, porque obtuvo la anhelada respuesta por parte de los indigna-
dos burgueses caraqueños a quienes iba dirigida de hecho la muestra.
A sólo tres años de su constitución, El Techo de la Ballena comen-
zÓ a desintegrarse luego de publicar su ambicioso tercer manifiesto
artístico, Rayado sobre El Techo No. 3(1964). No obstante, sus más
tesoneros animadores (Carlos Contramaestre y Edmundo Aray) le pro-
porcionaron una irregular supervivencia que cubrió casi toda la dé-
cada del sesenta, apelando al funcionamiento de galerías de arte, ex-
posiciones de pintura informal, publicaciones literarias signadas por
una tónica surrealista que comenzó a devenir anacrónica a medida
“SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA y 119

que se disolvía el complejo político-cultural que había prohijado el


movimiento, pero que aseguró la difusión de sus principios genera-
dores junto con una previsible retorización.
Cuando en 1968, luego de un período de intensificación de su ac-
tividad editorial, El Techo de la Ballena publica el volumen Salve,
amigo, salve, y adiós, con colaboraciones de Edmundo Aray, Efraín
Hurtado, Juan Calzadilla, Dámaso Ogaz, Xavier Domingo, Marcia Ley-
seca, Carlos Contramaestre, Tancredo Romero, se puede considerar
cerrado su ciclo. Sus integrantes han venido dispersándose, agrupán-
dose de distinta manera, constituyendo otros grupos con nuevas de-
finiciones ideológicas o siguiendo caminos individuales atendiendo
a su creación artística propia. Ese año claroscuro es el que marca la
práctica extinción de la actividad guerrillera en Venezuela, la gran
decepción de la izquierda revolucionaria ante la muerte en Bolivia
del Che Guevara, pero también la violenta agitación universitaria den-
tro del espíritu difundido al mundo por el «mayo francés», que ha-
brá de promover en la Universidad de Caracas el llamado movimiento
de renovación que puede emparentarse con algunos lineamientos es-
téticos y con algunas concepciones sobre la creación artística sus-
tentados por El Techo de la Ballena. -
La mayoría de los escritores del movimiento se habían dado a co-
nocer en las páginas de la revista Sardio (ocho números entre 1958
y 1961), cuyo equipo se fragmentó y rearticuló en la última fecha,
bajo el impacto de los sucesos políticos del momento: la recién es-
trenada democracia venezolana, luego de la década de dictadura de
Pérez Jiménez, que se ofreció como una explosión de tumultuosas
energías y propósitos renovadores; las resonancias de la revolución
cubana de 1959, que en este período hace su incorporación a las doc-
trinas socialistas; por último, los problemas internos del país deri-
vados de la línea insurreccional adoptada por los agrupamientos de
la izquierda en oposición a la represión instaurada por el gobierno
de Rómulo Betancourt.
La agresividad de El Techo de la Ballena, surgido de esa fragmen-
tación de la revista Sardio, nació o se pretextó en el clima general
de violencia que dominó la vida venezolana entre los años 1960 y
1964, período de su mayor virulencia en el cual se sitúan las accio-
nes vigorosas de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, así co-
mo las drásticas represiones policiales que concluyeron haciendo de
la ciudad de Caracas, según las definiciones del poeta Juan Calzadi-
120 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

lla, un lugar «donde la coexistencia pacífica debe interpretarse es-


trictamente como un acto mortuorio» o, dicho con humor aún más
negro, «una ciudad donde las pólizas de vida son artículos de prime-
ra necesidad». Escribiendo en el año de la pacificación (1968), Or-
lando Araujo titula Venezuela violenta a su libro, dedicándose a ras-
trear en la historia del país desde la Conquista, en sus estructuras
agrarias feudales, en su composición social, en la penetración del ca-
pital extranjero, en la conformación de la burguesía asociada a ese
capital y en la estructura presente de la sociedad venezolana, las cau-
sas profundas de un estado permanente de violencia, para concluir
así: «La violencia en Venezuela no ha concluído. Sus raíces históri-
cas alimentan todavía su follaje profundo. Venezuela sigue siendo
un país de minorías explotadoras sobre mayorías explotadas, y si-
gue siendo, dentro de un proceso dinámico de enajenación, un país
que no tiene la autonomía ni de su vida, ni de su fortuna, ni de su
destino».
Esas causas remotas y profundas de la violencia, tuvieron su ma-
nifestación política en el primer quinquenio de los sesenta, motivando
que se viviera «una situación ambivalente de violencia y un estado
virtual de guerra civil» (O. Araujo) que habrá de servir como encua-
dre a la tarea de El Techo de la Ballena. El movimiento funcionó co-
mo equivalente literario y artístico de la violencia armada venezola-
na de la época betancourista y aun podría agregarse que sus acciones
imitaron las tácticas de una lucha guerrillera, con sus bruscas aco-
metidas, su repentinismo, el manejo de una exacerbada y combativa
imaginación. Del mismo modo que los grupos insurgentes urbanos
y rurales, durante todo el período de mayor beligerancia, compen-
saron lo magro de sus fuerzas con acciones imprevistas, soluciones
espontaneístas, invenciones que tenian sus raíces en un imaginario
en ebullición, muchas veces ajeno a cualquier medición objetiva de
las fuerzas enfrentadas, El Techo de la Ballena aplicó condiciones
similares al ejercicio literario y artístico forzando los rasgos provo-
cativos que pueden encontrarse en cualquier creación hasta hacer
de ellos el centro de la aventura intelectual. Sus integrantes tenían
clara conciencia de este comportamiento y al concluir el «Segundo
Manifiesto», publicado en mayo de 1963, uno de los períodos de más
aguda lucha y represión, afirmaban: «no es por azar que la violencia
estalle en el terreno social como en el artístico para responder a una
vieja violencia enmascarada por las instituciones y leyes sólo bené-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 121

ficas para el grupo que las elaboró. De allí los desplazamientos de


"la Ballena”. Como los hombres que a esta hora se juegan a fusilazo
limpio su destino en la Sierra, nosotros insistimos en jugarnos nues-
tra existencia de escritores y artistas a coletazos y mordiscos».
En este aspecto conviene deslindar nítidamente las aportaciones
de El Techo de la Ballena respecto a los materiales que comenzarán
a publicarse desde 1968 por parte de los actores de la insurgencia
revolucionaria: estos tendrán un carácter testimonial e incluso his-
tórico, recontando las peripecias de la lucha armada o construyen-
do, a partir de datos reales, estructuras narrativas que las interpre-
tan y explican, situándose siempre en las proximidades de una
literatura-testimonio o una literatura-documento, con evidente in-
clinación hacia el género literario más propicio a tales fines: el na-
rrativo. En cambio, la producción literaria del período insurreccio-
nal, que en forma central ocupa El Techo de la Ballena, aunque admite
otras contribuciones (escritores de Tabla Redonda, Crítica Contem-
poránea, etc.) nunca es testimonial y siempre es combativa, prefie-
re la poesía o el texto breve en prosa, el manifiesto o el artículo de
circunstancias, unifica las letras y las artes y no se plantea la exigen-
cia historicista ni la permanencia de las creaciones, sino su efectivi-
dad del momento, su capacidad de agredir y de soliviantar la estruc-
tura cultural vigente.
Por eso la narrativa-testimonio posterior a 1968 (y no es casual
que en la fecha, agotándose un movimiento surja otro que revisa la
misma temática desde otro ángulo), salvo los ejemplos de los mayo-
res narradores del país (González León, Garmendia, Otero), se ca-
racterizará por un retroceso en las formas artísticas, un manejo algo
simple de los recursos literarios, en tanto que el período insurrec-
cional implicó una radical modificación de la literatura y el arte. No
sólo en el sentido de un abordaje militante de los temas del momen-
to, políticos o revolucionarios, sino como reconsideración de los sis-
temas expresivos heredados de los mayores, aun tratándose de ade-
lantados del tipo de Guillermo Meneses, y postulando una urgente
modernización para dotar a las obras de su buscada capacidad co-
municativa y de posibilitar la apropiación amplia de la realidad del
período. A esto llamó entonces Edmundo Aray, «una poesía acción»,
y González León «un dispositivo polémico, colocado a veces con mé-
todos terroristas».
Lo que posteriormente trató de teorizarse en forma separada y aun
122 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

contradictoria, como una literatura al servicio de la revolución, dis-


tinguiéndola de una literatura revolucionaria que al mismo tiempo
que asumía esa temática procedía a cumplir su propia revolución for-
mal, se ofreció en el período de El Techo de la Ballena como una
unidad inescindible y ello llevó a algunas polémicas accidentales con
los representantes de las posiciones estéticas del partido comunista
que se mostraban apegados a los modelos literarios del «realismo so-
cialista» o, con mayor generalidad, a los principios de una «literatu-
ra para el pueblo» que transitaba por el manejo de formas recibidas
o aun esclerosadas como las que practicara la narrativa social lati-
noamericana. La tesis que confusamente trató de reinstaurar Oscar
Collazos (motivando una ponderada respuesta de Julio Cortázar) ya
había sido aducida en este período inicial venezolano por Jesús Sa-
noja Hernández en forma coherente, ya que se articulaba en torno
a la filosofía política y a la estética del realismo socialista que con-
fiere mormatividad a los partidos comunistas.
A diferencia de esas posiciones, El Techo de la Ballena propuso
una revisión drástica de los valores culturales vigentes y una tras-
mutación de la literatura y el arte que se ejercían en el país, todo
ello al servicio de un proyecto militante, contemporáneo, de apoyo
a la insurgencia revolucionaria. Es fácil detectar en este tipo de mo-
vimiento, como en la acción armada de los grupos urbanos proce-
dentes mayoritariamente de los centros universitarios, una rebelión
de la clase media educada, de una baja pequeña burguesía cuyas di-
ficultades sociales y políticas la condujeron a un intento subversivo
visiblemente minoritario, desconectado de los sectores proletarios
Oo campesinos, así como del grueso de su misma clase social. Por eso
se apoyó en el exclusivo funcionamiento del espíritu vanguardista,
lo que previsiblemente condujo a teorizaciones «foquistas» tal como
se registraron en toda América Latina en la década del sesenta y cu-
ya insuficiencia debió pagarse duramente.
El origen social de estos movimientos, su escasa formación doc-
trinaria, su aislamiento respecto a los sectores sociales productivos
cuya específica y distinta estructura cultural parecen no ver, pero
al mismo tiempo su más alto nivel en la preparación intelectual por
ser los destinatarios de la educación nacional, su libertad para fun-
cionar dentro de los parámetros nacionales sin ataduras dogmáticas,
su sensibilidad alerta para los procesos peculiares de la región don-
de se han desarrollado y sobre todo ese desborde de la imaginación
- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 123

que es la gloria y la condena de su paradojal ubicación dentro de


la pirámide social, todos esos factores pueden aducirse para expli-
car el espíritu anárquico que similarmente ha signado a todos esos
movimientos en los distintos puntos de América Latina. De la com-
posición de esas diversas líneas de fuerza procede su asombrosa ca-
pacidad inventiva, su eficacia artística y su ineficacia revoluciona-
ria, su contundente violencia, que si interpretan cabalmente las
circunstancias de una sociedad no logran arrastrarla a un proyecto
de trasmutación drástica.
Por todos esos factores, El Techo de la Ballena se presentó como
un típico movimiento vanguardista, emparentable con los que reco-
rrieron América Latina en ese período de mediados de los cincuenta
y la década de los sesenta (los «nadaístas» colombianos, los «concre-
tistas» brasileños, los «mafiosos» mexicanos), pero distinguible de to-
dos ellos porque las circunstancias nacionales los forzaron a estable-
cer una mancomunidad entre la renovación artística y la renovación
social, de tal modo que si coincidieron con los citados en la moder-
nización de las formas expresivas y aun en la imitación de procesos
y sistemas que ya habían sido propuestos cuarenta años antes por
dadaístas y surrealistas europeos, recogieron de esa misma tradición
extranjera la consigna de vincular ambos proyectos según la fórmu-
la asociativa de André Breton: cambiar el mundo, transformar la vida.
Si fueron menos cultos que los escritores de la «mafia» mexicana
(Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Salvador Elizondo) o que los je-
fes de la «poesía concreta» de Sao Paulo (Haroldo y Augusto de Cam-
pos, Decio Pignatari) y por consiguiente su esfuerzo de moderniza-
ción se situó preferentemente en la adopción de las contribuciones
ya consolidadas del surrealismo francés, con el agregado del descu-
brimiento de la poesía beatnik norteamericana (Ferlinghetti, Gins-
berg), en cambio fueron capaces de un planteo político y social (a
diferencia, por ejemplo, de los «nadaístas» que lo ignoraron) y de
un esfuerzo sistemático para integrar los distintos orbes de la vida
humana —social, político, estético, vital— en un solo movimiento
urgido.
El reproche que se les formuló respecto a su obediencia a los ya
viejos «ismos» del siglo XX merece algunas precisiones: uno de los
signos del comportamiento cultural caraqueño, ya que no venezola-
no, ha sido desde siempre una novelera aceptación de las corrientes
estéticas foráneas (Martí lo detectaba en 1880 y en el campo ideoló-
124 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

gico puede detectárselo desde el período de la Revolución de Inde-


pendencia), cosa que fatalmente habría de resultar incentivada por
el violento progreso económico que se registra a mediados del siglo
XX y coincide con la conciencia de una apertura al mundo que ex-
perimenta la sociedad al concluir el ciclo de las dictaduras que ha-
bía comprimido la cultura nacional dentro de formas arcaicas y pro-
vincianas. No sólo en El Techo de la Ballena, sino en todos los
movimientos intelectuales de la época, se registra una rápida y mu-
chas veces superficial o indiscriminada apropiación de valores euro-
peos, trátese de André Breton, de T.S. Eliot o de Jean Paul Sartre,
de Antonio Gramsci o de Pablo Neruda. Pero además, la incorpora-
ción tardía de los «ismos» de la primera posguerra es propia del fun-
cionamiento de la nueva vanguardia que irrumpe en el mundo occi-
dental en la década del cincuenta y cuyo centro más calificado estará
representado por el arte y las letras norteamericanas. Conscientes
de ello, en esa suerte de «Pre-Manifiesto» que dan a conocer en 1961,
los miembros de El Techo de la Ballena dicen que: «Pareciera que
todo intento de renovación, más bien de búsqueda o de experimen-
tación en el arte, tendiera, quiérase o no, a la mención de grupos
que prosperaron a comienzos de este siglo, tales Dadá o el Surrealis-
mo». Y en 1963, cuando ya tenían detrás suyo un período probato-
rio de la empresa acometida, podían reconocer ese abastecimiento
universal que para ellos significó la manera de vencer el provincia-
nismo que aún seguía rigiendo el medio nacional:

El Techo de la Ballena reconoce en las bases de su cargamento fre-


cuentes y agresivos animales marinos prestados a Dadá y al surrea-
lismo. Así como existen en sus vigas señales de esa avalancha acu-
sadora de los poetas de California. O como habita en los polos de
su armazón un atento material de los postulados dialécticos para
impulsar el cambio. (Rayado sobre El Techo, N* 3).

Como el movimiento se caracterizó por asociar estrechamente la


literatura y el arte y aun por conferir a éste una capacidad de signifi-
cación y de transformación de lo real más vigorosa y categórica que
a las letras, es en la órbita de la plástica donde habrán de definirse
sus primeros propósitos. Lo que explica el puesto destacado que ini-
cialmente asumió Carlos Contramaestre.
La exposicion de apertura «Para restituir el magma», implicó la ávi-
da incorporación de ese vasto complejo expresionista que dominó
en la segunda posguerra a los centros mundiales, especialmente en
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 125

la vertiente española del informalismo que habría de tener variada


y rica descendencia entre los artistas venezolanos en la conclusión
de los años cincuenta. La influencia de Tapies, Saura, Millares, que
se registraría en diversos creadores venezolanos, promoviendo en
todos ellos una búsqueda y redignificación de la materia, alcanzaría
notas agresivas en la obra de Contramaestre, Gabriel Morera, Cru-
xent, que son algunos de los participantes en la exposición inaugural.
El Rayado sobre El Techo de la Ballena, cuyo primer número se
publica a modo de catálogo de la exposición, en marzo de 1961, pre-
senta a un equipo de redactores donde domina la inclinación plásti-
ca (Gonzalo Castellanos, Juan Calzadilla, Carlos Contramaestre, Ed-
mundo Aray, Rodolfo Izaguirre, Gabriel Morera) y donde los temas
considerados pertenecen también al universo de las artes plásticas,
en especial a través de dos encuestas sobre la pintura y el salón ofi-
cial. Respecto a esta última, Salvador Garmendia contesta: «en 1958
reinaban los geométricos, en 1959 reinaban los geométricos, en 1960
reinaban los informalistas, en 1961 reinaban los informalistas». Da
la pauta del cambio operado en las artes venezolanas: acaba de sur-
gir el grupo informal y se define en oposición a las tendencias geo-
métricas y cinéticas que habían signado la década del cincuenta y
se habían trasuntado en la construcción de la Ciudad Universitaria,
según apuntará Juan Calzadilla (prólogo a VIII Bienal de Sao Paulo,
Caracas, Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, 1965) y tiene
en esos momentos los rasgos agresivos propios de un ingreso polé-
mico a la vida nacional.
En cierto modo puede estimarse que el informalismo, más que una
afiliación estética definitiva, fue una toma de posición rebelde con-
tra el medio, así como lo fueron las posteriores incursiones en la nue-
va figuración. El pasaje de la dominante mental combinatoria a la
dominante vital turbulenta que mueva el traspaso del abstracto, del
geométrico y del cinético al expresionismo y al informal de ese mo-
mento, se acompañó en el caso venezolano con una agresividad no
conocida en América Latina. Contra una cultura provinciana, con-
tra los productos almibarados de un arte pequeñoburgués, pero tam-
bién contra la inserción domesticada del artista en la estructura de
una sociedad enriquecida y modernizada, siempre dispuesta a acep-
tarlo en la medida de su neutralidad y de su abstención de la crítica
o la protesta. Mientras el geométrico habría de continuar su desa-
rrollo triunfal hasta lograr la aceptación y consagración oficial, el
126 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

informalismo de la hora se adheriría a una posición opositora y pro-


testataria —confusa, ardiente, vulgar, caótica— y buscaría enfren-
tar los valores que sostenían a la nueva sociedad burguesa venezola-
na, transformándose en un instrumento de choque y provocación.
En el «Segundo Manifiesto» del movimiento (mayo de 1963) se de-
finen con nitidez las tres corrientes contra las que insurge la Balle-
na, en materias de artes plásticas: los rezagos del costumbrismo tipi-
ficados en los paisajistas tradicionales, los rezagos de la geometría
a quienes se acusa de oportunismo y oficialismo y por último, el «rea-
lismo barato de muchachitos barrigones con latas de agua o revolu-
cionarios empuñando un fusil parecidos a policía», o sea, la pintura
del realismo socialista a la que se considera igualmente inocua y acep-
tada por el establishment. Respecto a un cuarto sector, de artistas
individuales, los acusan de carencia de espíritu investigatorio y ex-
perimental. En todos los casos, el común denominador de la repro-
bación pasa por la inculpación de pasatismo, reclamando lo que en
el momento se presentaba como una modernización, homologando
las búsquedas nacionales con las que se registraban en los centros
mundiales de mayor influencia sobre el país.
No sería otra cosa que la coincidencia con un período histórico
universal, condenado a su reemplazo y sustitución como los ante-
riores, si no fuera que él proporcionó una eficaz coyuntura para pro-
ceder a una toma de contacto con la materia, con lo concreto de las
vidas cotidianas en una especial circunstancia —distorsionada y
caótica— del país, con los rasgos peculiares de la trasmutación que
venía sufriendo la capital, Caracas, bajo el impacto modernizador.
En pocas décadas había acarreado la decrepitud y destrucción de sus
rasgos prototípicos y la emergencia de una factoría apresurada, he-
cha de cemento y de autopistas cubiertas de automóviles, donde la
historia viviente quedaba impresa sobre los muros.
Ese intento de recuperar la materia y la vida que en ella queda im-
presa, estará en la obra de Cruxent, de Contramaestre, de Borges,
según diversas instancias y concepciones. Será también la que movi-
lizará la escritura de Edmundo Aray, de Adriano González León y
en forma casi paradigmática la construcción narrativa de Salvador
Garmendia. Se trata, como bien se tituló la exposición inicial, de «res-
tituir el magma», cosa que se definió en el «Primer Manifiesto» ape-
lando a una prosa que trataba de reflejar el torbellino de la materia
informe:
- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 127

es necesario restituir el magma la materia en ebullición la lujuria


de la lava colocar una tela al pie de un volcán restituir el mundo
la lujuria de la lava demostrar que la materia es más lúcida que el
color de esta manera lo amorfo cercenado de la realidad todo lo
superfluo que la impide trascenderse supera la inmediatez de la
materia como medio de expresión haciéndola no instrumento eje-
cutor pero sí medium actuante que se vuelve estallido impacto la
materia se trasciende la materia se trasciende las texturas se estre-
mecen los ritmos tienden al vértigo eso que preside al acto de crear
que es violentarse-dejar constancia de que se es.

Lo visible en los diversos textos que acompañan la emergencia del


movimiento y en sus aportaciones plásticas, más allá del juicio artís-
tico que no siempre puede ser favorable, es el incontenible afán de
libertad que los mueve, la renuncia a toda exigencia impuesta, el des-
dén por todo orden establecido, el rechazo casi visceral de cualquier
imposición o régimen de prestaciones como los que con la premura
comienza a exigir la sociedad burguesa en expansión.
La autenticidad que el movimiento manifiesta, por debajo de sus
malabarismos lúdicros e irreponsables, puede filiarse en la situación
real a que se enfrentan los artistas jóvenes del momento, que debe
interpretarse leyendo los índices económicos, demográficos, edu-
cativos y urbanísticos de la época que marcan el pasaje «de una a
otra Venezuela» tal como un escritor de la generación del veinte, Ar-
turo Uslar Pietri, titulaba sus reflexiones pesimistas en 1949. Esa co-
yuntura real a que se enfrentan es también la que justifica la apela-
ción que hacen a la tradición surrealista que para el mundo europeo,
en otras fechas, debió construir una respuesta a similares incitacio-
nes transformadoras y fundó el reclamo de la libertad (lo único que
exaltaba a Breton) en oposición a la estructura económica y tecno-
lógica que irrumpe tras la Primera Guerra Mundial.
Este espíritu de libertad, con su afirmación rotunda hasta el grado
del irracionalismo, responde, sin embargo, a precisas coordenadas
sociológicas que rigen el impulso y el frenesí del movimiento. So-
ciológicamente estamos en presencia del proceso de macrocefalia
urbana con sus ritmos acelerados, o sea, el vertiginoso e incompleto
pasaje de la sociedad tradicional a la sociedad industrial. Venezuela,
y en particular la ciudad de Caracas, vivió aprisionada dentro de un
modelo arcaico y provinciano durante toda la dictadura de Juan Vi-
cente Gómez, al grado de postergar su acceso a la modernidad hasta
una fecha tan tardía como el fin de la década del treinta y entrar a
128 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

ella sin ninguna gradual preparación. Hacía dos décadas que venía
manando el petróleo que serviría de gestor de la nueva sociedad mo-
derna, pero sus efectos habían sido comprimidos y retardados. De
tal modo que en sólo dos décadas más, las que van de la muerte de
Juan Vicente Gómez (1935) a la caída de Marcos Pérez Jiménez (1958),
la sociedad caraqueña cumple una de las más violentas modificacio-
nes que se conozcan en América Latina, que prácticamente parte en
dos períodos a su historia, archiva su pasado y, sin suficientes bases
educativas, se lanza a la conquista tumultuosa de la modernidad. El
efecto previsible habría de ser un desquiciamiento de valores, la par-
cial destrucción de los heredados y la imposibilidad para rearticular
nuevos y coherentes, sobre todo, habida cuenta de los rasgos de una
sociedad burguesa cuyos elementos dominantes se enriquecen en un
período diez veces menor que el de los modelos burgueses europeos
del XIX. De ahí procede una turbia mezcla de tradicionalismo que
enmascara con dificultad a los modos modernos recién incorpora-
dos, pero también, en el campo opuesto, una denuncia acre de ese
tradicionalismo que también aglutina a diversos elementos contra-
rios porque mezcla los valores pervivientes de la vieja estructura pue-
blerina y hasta familiar con los comportamientos del régimen de pres-
taciones de una urbe desarrollada.
Si corresponderá a la generación de los años 40 el primer intento
de modernización de la literatura (que en la poesía estará represen-
tada por el grupo «Viernes» con su figura más destacada, Vicente Ger-
basi (1911) y en la prosa por la obra tesonera de Guillermo Meneses
(1913) cuyos textos relevantes recién aparecen en los años cincuen-
ta, a partir de La mano junto al muro, de 1951), esa tarea será ace-
lerada por la generación siguiente que emerge a la caída de Pérez
Jiménez, a la cual no sólo corresponderá la apropiación apresurada
de las corrientes literarias de la modernidad, sino también la toma
de conciencia de la nueva realidad urbana en que se despiertan sus
vidas. La experiencia de la ciudad se hará todavía más dramática al
ejercerse sobre los jóvenes provincianos a quienes la succión de la
macrocefalia capitalina ha desplazado de sus enclaves rurales y ha
incorporado violentamente a sus modos de crecimiento caótico, de
radical destrucción de la herencia del pasado y de reconstrucción
sobre modelos que acaban de ser importados. Estos jóvenes no pre-
sencian simplemente una ciudad en crecimiento, sino un organismo
desmesurado que se aniquila a sí mismo y se rehace torpemente con
ASALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 129

un tempo acelerado y con un desconcierto sin igual, de conformi-


dad con esos típicos rasgos de las «factorías» O de las boom towns.
Por eso serán ellos quienes descubrirán la ciudad moderna y a tra-
vés de ella las técnicas literarias que sirvieron para expresarla en Euro-
pa o Estados Unidos, muchos años antes.
En el prólogo a una ingeniosa colección de fotos urbanas y textos
literarios enfrentados (Asfalto-Infierno, de Daniel González y Adriano
González León, Caracas, El Techo de la Ballena,enero de 1963) el
poeta Francisco Pérez Perdomo señala que «no obstante el crecimien-
to impresionante de nuestra capital, los escritores venezolanos, con
contadas excepciones, han permanecido al margen de este hecho real
y avasallante y esas técnicas contemporáneas, y desde sus escrito-
rios de Caracas, como restos románticos, han seguido vagamente in-
vocando las tragedias rurales». Las fotos de Daniel González, como
las más precisas de Paolo Gasparini sobre el caos urbano latinoame-
ricano, descubren el nuevo folklore ciudadano, los escaparates atro-
ces, los luminosos siniestros, los anuncios macabros («Se preparan
cadáveres», «Se venden vestidos para difuntas»), los muros leprosos,
sobre todo las forzadas aproximaciones de elementos disímiles que
han pretextado la vulgarización del adjetivo «surrealista» y que tu-
vieron ya una larga aplicación en la literatura y en el arte, así como
en el cine y la fotografía. Esos elementos disonantes serán recogidos
por los textos y exposiciones de El Techo de la Ballena, tal como
se producen en la vida cotidiana, con aceptación franca de su feís-
mo (a la manera pop) intentando compaginarlos en estructuras ar-
tísticas que reflejen la variedad y contradicción de la realidad urba-
na. Estas composiciones tendrán mucho de ejercicios de bricolage
por cuanto se apelará a elementos ya elaborados que el artista reor-
denará libre y subjetivamente dentro de estructuras de sentido que
nunca destruyen por entero la autonomía de los materiales elegidos.
El esfuerzo de captación de la totalidad urbana implicó la renuncia
a una teoría previa de lo bello y es allí donde con más claridad se
tiende el abismo que los separa de los precursores de la moderniza-
ción. Los integrantes del movimiento se resolvieron a hacer suyos
todos los ingredientes de esta realidad tumultuosa a la que se aso-
maban, sin detenerse en jerarquías y clasificaciones estéticas, incor-
porando en un aparente horizonte igualitario (que sin embargo, no
puede escamotear el espíritu provocativo que lo estatuye) lo feo, lo
desagradable, lo escondido, lo sórdido, lo nauseabundo, todo lo cual
7 130 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

habrá de trasuntarse en las mil formas que adopta la materia vital


a lo largo de sus procesos transformadores. Esto justificaba, como
dijo Adriano González León, presentando la obra de Caupolicán Ova-
lles, una «investigación de las basuras» que habría de permitir que
se descubriera «la ineficacia de la palabra tradicional, lo inoportuno
del ejercicio culto, la triste invalidez de lo literario».
En el ápice del movimiento, el poeta Caupolicán Ovalles pudo es-
tablecer una asociación insólita entre la «ballena» y la ciudad de Ca-
racas, forzando la metáfora:

Pero también esa ballena es nuestra ciudad, en la cual no hubo mas-


turbatorio para el loco. Es nuestra ciudad que prostituye no a un
adolescente sino a una anciana, con su perrita muy amada. Nues-
tra ciudad, rosa del monopolio, doncella del monopolio, adúltera
del monopolio y señora de bien (...) Después de muchos años, de
mucha historia en este país —de mucho irse Gallegos Rómulo pa-
ra el interior a buscar la verdad— nos hemos convencido que so-
mos marinos, balleneros, arponeros, descendientes del Capitán
Achab. Que esta ciudad, Caracas, es del mar y de los océanos, y
por más que se haya interpuesto el Avila, siempre hemos respira-
do aire de mar, y porque siendo ella del mar y perteneciendo no-
sotros a él, tenemos la evidencia de que algún cataclismo —norma
de conducta de la tierra— permita el ejercicio del baile de la balle-
na sobre nuestras tumbas.

Pero esta ciudad no es una entelequia, ni un modelo abstracto que


se construye en cualquier lugar del planeta, siempre igual a sí mis-
mo, sino que es el producto concreto de una determinada sociedad,
tanto de una tradición cultural por soliviantada que haya sido por
el impacto modernizador, como una precisa estructura social en un
determinado momento de su rapaz evolución. La ciudad es el retra-
to físico de una sociedad, de un sistema socioeconómico, de una cos-
movisión regida por sectores dominantes que la aplican sobre los de-
más grupos sociales coactivamente. De ahí que recuperarla como
totalidad, en todas sus manifestaciones, es un acto de rebeldía con-
tra los poderes dominantes, pues repone sus efectos distorsionantes
sobre el conjunto de hombres que conforman la ciudad.
En uno de los primeros análisis teóricos del movimiento, el chile-
no Dámaso Ogaz buscó interpretar su espíritu (en La ballena y lo
majamámico, Caracas, El Techo de la Ballena, 1967) como una re-
beldía permanente contra la inautenticidad de la realidad impuesta
o convencional. Insertándolo en una línea que fuera de Jarry a Ar-
4
- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 131

taud, en una corriente que denomina «majamamismo», asegura que


ella «busca y espera reconquistar una realidad sepultada y declarada
ilegal» agregando: «Restituir esa realidad y ponerla en uso, no a tra-
vés de la acción del subconsciente ni del incontrolable onirismo ni
el juego quiromántico, sino a través de la acción ilícita». En el prólo-
go a esta tesis, Edmundo Aray, que ya había recorrido su camino po-
lítico, busca traducir las afirmaciones de Ogaz al campo social para
subrayar el carácter revolucionario, y ya no simplemente rebelde,
del movimiento, cuando de éste ya han desertado muchos de sus ani-
madores de la primera hora:

De repetidos, el lenguaje y la vida se han hecho ininteligibles, apre-


sados por la racionalidad cartesiana que en nuestro entendimien-
to significa racionalidad burguesa. El sistema exige la racionalidad
colectiva para contrarrestar la anarquía productiva. De allí que toda
ebriedad colectiva —la transformación violenta de la sociedad, el
arte hecho por todos, el amor, por ilegal, un acto purificante y
corrosivo— aterra a los capataces y a la propia maquinaria instala-
da del sistema.

A esta altura, del retrato de una ciudad se ha pasado al retrato de


una sociedad, a la que no se trata de denunciar sino de hacer explo-
tar. Tales propósitos deben transitar por las palabras y por las for-
mas, por la literatura y por el arte. Esta difícil coyuntura es la que
debe buscarse en las más resonantes contribuciones que en sus pri-
meros años efectuó El Techo de la Ballena, para saber en qué medi-
da la práctica de la creación respondió a los propósitos de la teoría.

2. Del terrorismo en las artes

El comportamiento de cualquiera vanguardia (sea políti-


ca, religiosa o artística) ha sido determinado con frecuencia por la
tensión que se establece entre su flagrante minoridad, pues la inte-
gran grupos extremadamente reducidos de la sociedad, y la fuerza
centuplicada de sus convicciones, ya que se decreta depositaria de
verdades indiscutibles, totalizadoras, que han llegado a hacerse de-
rivar del absoluto divino o de fuerzas humanas previamente absolu-
tizadas como la Historia.
Si de estas convicciones arraigadas parte la energía doctrinaria pro-
selitista, transformadora, que anima a las vanguardias, también és-
132 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

tas encuentran insuperable escollo en el escaso poder real de que


disponen. En ese campo de fuerzas creado entre ambos polos es don-
de se genera, en determinadas circunstancias, el terrorismo, enten-
diéndolo como un conjunto de métodos para imponerse coactiva-
.mente, venciendo por la fuerza las resistencias que se oponen al
avance y sobre todo, apresurando la conquista con golpes eficaces
sobre la estructura —política, religiosa o artística— que domina en
ese momento.
En lo que respecta a las artes, Dadá y el Surrealismo fijaron el mo-
delo que luego siguieron las restantes vanguardias del siglo XX, el
cual a su vez se manifestó como mera imitación de las vanguardias
revolucionarias del siglo XIX. Sus métodos de acción resultan pre-
determinados por esa minoridad que por definición caracteriza a las
vanguardias, lo que las lleva a eludir las formas reconocidas del com-
bate (las cuales han sido legisladas desde las posiciones de poder pa-
ra la conservación de ese poder) buscando descubrir otras que, por
lo apuntado, habrán de ser ilegales, y que además deberán ser efica-
ces, tanto vale decir, imprevistas, desconcertantes, incontenibles, ca-
paces de tocar puntos vulnerables de la estructura de dominación.
Lo que se ha llamado terrorismo es este sistema de lucha, que tan-
to puede asumir la forma de la bomba anarquista arrojada a la carro-
za de la monarquía, como el insulto personal, la apelación a la vida
privada del enemigo por parte del escritor, tal como lo justificó Ma-
nuel González Prada, en el Perú de fines del XIX. En uno y otro caso
lo característico del comportamiento vanguardista radica en la eli-
sión del campo operativo preestablecido, trátese del debate demo-
crático o de la discusión de las ideas, por cuanto en él carece de fuer-
zas para imponerse; junto con el hallazgo, que mide su dinámica
creativa, de otro campo operativo donde el adversario es tomado
por sorpresa y donde visiblemente carece de defensas o de capaci-
dad de respuesta.
Estos rasgos exigen de la vanguardia una alta cohesión interna, lo
que fatalmente se traduce en ásperas disputas entre sus miembros
—con frecuentes exclusiones y con permanentes redefiniciones teó-
ricas que funcionan a manera de dogmas— y una solidaridad com-
bativa que se extiende aun al error circunstancial ya que es impres-
cindible para dotar de fuerza unitaria al grupo reducido. Pero también
estas condiciones son las que fijan el corto tiempo de funcionamiento
eficaz de una vanguardia. Este concluye, en caso de fracaso, con la
j
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 133

disolución, y en caso de triunfo, con la institucionalización que per-


vierte sus notas peculiares. Son verdaderos fogonazos, de los cuales
se apropiael oscuro cuerpo social en distinto grado, aprovechándo-
los o distorsionándolos en su beneficio, aunque resultando casi siem-
pre fecundado de alguna manera por sus aportaciones.
El movimiento vanguardista que en la Venezuela de los años se-
senta encarnó el grupo autotitulado El Techo de la Ballena, recorrió
varios tramos de este proceso y en la medida en que funcionó a con-
tracorriente de fuerzas mucho más poderosas y ricas, las que desa-
rrollaron el proyecto de una cultura burguesa en que se mezclaban
rezagos provincianos o folklóricos con modernizaciones de escasa
o nula crítica al sistema como lo fueron el arte geométrico y cinéti-
co, debió intensificar los actos terroristas para combatir a su enemi-
go. La intensidad de esta nota explosiva, que se observa en sus escri-
tos o en sus contribuciones plásticas, tuvo su origen en esa minoridad
pero también en lo desparejo de las fuerzas en pugna que anuncia-
ban su previsible fracaso, es decir, su imposibilidad para arrastrar
al cuerpo social a la tormenta transformadora. Asimismo, puede re-
gistrarse esta incapacidad en la evolución posterior de algunas de
sus figuras iconoclastas, que las llevó hasta la coronación de los pre-
mios nacionales discernidos por la misma sociedad a la que inicial-
mente combatieron ácidamente.
En los comienzos el terrorismo fue impuesto por su situación y
debe convenirse que fue teorizado y practicado con una decisión que
no puede detectarse en los movimientos paralelos latinoamericanos
de la época. Sólo admite parangón con el modelo surrealista del pe-
ríodo exasperado de Breton, cuando encaraba bajar a la calle revól-
ver en mano. El hecho de que se formulara sobre el trasfondo de
la insurgencia armada que en ese momento pudo parecer viable, acre-
centó sus fuerzas y la energía demoledora de los golpes contra la cul-
tura oficial.
Los dos ejemplos categóricos, uno en las letras y otro en las artes,
de este terrorismo, fueron representados por el poema de Caupoli-
cán Ovalles ¿Duerme usted señor presidente? (Caracas, El Techo de
la Ballena, 1962) con prólogo de Adriano González León y la expo-
sición de Carlos Contramaestre, «Homenaje a la necrofilia», de ese
mismo año, presentada por un artículo de Juan Calzadilla. Ninguno
de estos productos alcanzó el nivel artístico que puede pesquisarse
en la obra poética de Juan Calzadilla o Francisco Pérez Perdomo, o
134 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

en la pintura de Jacobo Borges, para hablar de figuras del mismo mo-


vimiento, o en la prosa de Salvador Garmendia que lo acompañó mar-
ginalmente. Pero en cambio ellos evidenciaron en estado puro el acto
terrorista, tal como puede concebirse en la órbita de la palabra y de
la imagen.
Hay que reconocer que en las sociedades fenicias latinoamerica-
nas es raro triunfo conseguir que un poema se constituya en el cen-
tro de la vida de una ciudad o al menos de su cogollo cultural y de
esa esfera mundana que circunda al poder. Claro que la plaquette
que en mayo de 1962 publicó El Techo de la Ballena no afectó a la
sociedad caraqueña —y bueno fuera— por sus virtudes literarias si-
no por la brutalidad de la requisitoria política y personal contra Ró-
mulo Betancourt, entonces presidente de la República. La adopción
de un tema contemporáneo, de los que llamarían los gacetilleros «de
palpitante actualidad», el uso de un lenguaje franco, directo y hasta
callejero, el manejo del impudor y la grosería como instrumentos
corrosivos, la introducción de fórmulas realistas, irónicas o antipoé-
ticas como ya cultivara Nicanor Parra, combinaron eficazmente el
«desusado desafío» del tema con formas expresivas renovadas.
El fragmento inicial define tema, lenguaje, clima, propósito:

El presidente vive gozando en su palacio,


come más que todos los nacionales juntos
y engorda menos
por ser elegante y traidor.
Sus muelas están en perfectas condiciones;
no obstante, una úlcera
le come la parte bondadosa del
corazón
y por eso sonríe cuando duerme
Como es elegido por voluntad de todos
los mayoritarios dueños de inmensas riquezas
es un perro que manda,
es un perro que obedece a sus amos,
es un perro que menea la cola,
es un perro que besa las botas
y ruñe los huesos que le tira cualquiera
de caché.
Su barriga y su pensamiento
es lo que llaman water de urgencia.

Para quien recuerde los apóstrofes de Pablo Neruda a Gonzáles Vi-


dela en el Canto General, para quien evoque los momentos coléri-
E
A 4

% SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 135

cos de Dante en su viaje infernal, los ejercicios del poeta venezola-


no son simplemente el aprendizaje del género. La fuerza sólo se al-
canza por el insulto directo, aunque debe reconcerse que la preci-
sión seca y rítmica de sus imágenes, construye un espacio desusado,
categórico, de insólita virtualidad poética:

Si en vez de dormir
bailara tango
con sus ministros
y sus jefes de amor,
nosotros podríamos
oír
de noche en noche
su taconeo
de archiduque
o duquesa.

Sin embargo, pocas veces alcanza en ese primer texto, el ámbito


creativo, veraz y cálido que habrá de distinguir a su mayor creación
del período, la Elegía en rojo a la muerte de Guatimocín, mi pa-
dre, alias El Globo (Caracas, El Techo de la Ballena, 1967) que reto-
ma en una tesitura moderna el repetido tema tradicional del «planto
por la muerte de su padre». La más ajustada instalación poética de
Caupolicán Ovalles, es la que responde al manejo de los recursos su-
rrealistas que a partir de la obra de Juan Sánchez Peláez han de ser-
vir de guía a la poesía venezolana contemporánea, sobre todo cuan-
do el poeta abandona el discurso público en beneficio de una revuelta
descripción de sí mismo, de su vivir en un mundo subvertido, sin
aparentes valores.
De ahí que el segundo texto que publica Ovalles en julio de 1963,
En uso de la razón (Caracas, Ediciones Tubulares de El Techo de
la Ballena) y que puede considerarse continuación y complemento
del ¿Duerme usted señor presidente? marque un sensible ajuste de
esta Óptica subjetiva, ardorosa y caótica. El poema fue presentado
bajo la forma de un mural diagramado por Aray e Izaguirre, ornado
de dibujos, presidido por la conocida insignia surrealista (cambiar
la vida, transformar la sociedad) tal como será costumbre edito-
rial del movimiento y se lo verá en la publicación de poemas pro-
pios (Twist presidencial, de Edmundo Aray) o ajenos (Topatumba,
de Oliverio Girondo). En este segundo texto de Caupolicán Ovalles,
un ritmo frenético, envolvente, desesperado dentro de su crispado
humor, maneja el torbellino de la conciencia a la manera joyceana
136 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

y busca en la irrisión, en el confesionalismo, en el grotesco, la re-


construcción de un autorretrato que simultáneamente sea el regis-
tro del país.
Un solo fragmento permite valorar este vértigo poemático:

Y como dijoJ. S. Peláez, «toco la botella pues soy aguardientoso»


toco la frente del licor toco la boca del licor toco el ombligo del
licor toco la teta del licor toco la puerta de entrada me cuido de
la puerta de salida cierro el callejón sin salida del licor y soy el
policía de orden que me apreso me encierro como un bar o en la
botella me engordo como un chinche en la botella sueno como
una guitarra en la botella bailo como un despaletado en la botella
me envuelvo en mantequilla en la botella me lleno de gases me
enriquezco glicliclakeo glicliclakono glicliclacuño en la botella y
hago ris ris ris y ras robacho robacho robacho Aquí tienes mis hi-
jos Botella Primera Botello Segundo Botello Tercero Botella Cuarta
Aquí tienes mi madre: Botelleba Aquí tienes mis hermanos: Bote-
llovíctor Botellonené Botellolautaro Botellatibisay Aquí mi país:
Botellavenezuela.

A partir de estos ejemplos podremos señalar que el campo opera-


tivo descubierto por esta vanguardia no fue meramente el del insul-
to personal bajo cobertura de ataque político, sino algo más que pue-
de pensarse como inquietante y que Adriano González León en su
prólogo al poema definió como «investigación de las basuras». A sa-
ber, la incorporación de pleno derecho a la creación poética, de un
universo —social e íntimo— vital, vulgar también, donde lo que se
entendía como suciedades, palabrotas, experiencias verdaderas y co-
tidianas rechazadas por el ámbito poético estatuido, habrían de ser
elevadas a material propicio a la invención verbal. Tal importancia
cobraba este campo operativo recién descubierto, que para Gonzá-
lez León justificaba la escritura misma:

Existe una posibilidad fulminante que justifica el hecho de escri-


bir. Se trata de un afilado propósito hormonal que hace trizas to-
das las placas aceitosas de la literatura, porque extrae su materia
de los fondos viscerales, tan vilipendiados, donde estamos segu-
ros que brota una posibilidad de resurrección.

Esta toma de posición autoriza un análisis en distintos niveles. En


primer término aparece como rechazo de la situación literaria vigente,
cuando se percibe disminuida la renovada capacidad de comunica-
ción que había conquistado la generación del 40 y retorizadas sus
primigenias invenciones. Se trataría de una nueva coyuntura dentro
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 137

de ese proceso alucinante de la modernidad que exige la revisión


incesante del instrumento poético, de sus formas, ritmos, palabras,
imágenes, para superar el fatal anquilosamiento en que caen, no por
sí mismos, sino por el cambio permanente que rige a la sociedad y
que remite al pasado sus propias aportaciones originales, lo cual se
había agudizado en este período venezolano por la violenta trasmu-
tación sufrida por el país a la caída de la dictadura de Juan Vicente
Gómez, bajo la inyección modernizadora que propició el boom eco-
nómico. Pero como una renovación equivalente se produjo con si-
multaneidad a la tarea de El Techo de la Ballena, en otros grupos
literarios de la época (Sardio, Tabla Redonda, Crítica Contemporá-
nea) sin producir esos mismos efectos, puede considerarse esta op-
ción en otro nivel, sociológico, que apunta a la irrupción de nuevos
sectores sociales que emergen y se incorporan al desarrollo caraque-
ño, concitados violentamente por las demandas ampliadas de la nueva
sociedad dinámica recién aparecida, requeridos por ella sin tiempo
para someterlos a sus condiciones educativas aunque tratando a la
vez que se ajustaran a los imperativos de una cultura burguesa en
plena expansión a pesar de su escaso valor.
Estos sectores, donde puede detectarse una importante contribu-
ción de provincianos atraídos por la inmigración interna hacia la ca-
pital, así como un vasto proletariado externo, toman contacto con
la cultura (o seudocultura) vigente capitalina más que a través de sus
beneficios para los núcleos dirigentes, por los prejuicios y distorsio-
nes que acarreaba a un conjunto social sometido. Lo que registran
a lo largo de su incorporación a la ciudad o su lento ascenso en las
capas medias,es ese ámbito que la cultura vigente no quiere ver y
sobre el cual, sin embargo, se sostiene, como son las barriadas mise-
rables, los basurales, la violencia legalizada, la brutalidad y concu-
piscencia del poder. Entran por la puerta de servicio del régimen y
no por la principal.
No puede decirse que esta realidad se les esconda a otros grupos
de la renovación. La diferencia está en que no la hacen suya viven-
cialmente porque la interpretan como un deshecho, producto de la
cultura burguesa al que hay que hacer desaparecer junto con sus cau-
santes. En cambio, El Techo de la Ballena busca dignificar artística-
mente un material descalificado, en una operación obviamente cues-
tionadora pero de estrecha y casi personal, rencorosa rivalidad con
los agentes de esa realidad. Intenta devolverle a la cultura burguesa
l

138 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

dominante esos desperdicios que ella origina pero de los cuales se


distancia abroquelándose en un sistema de valores de aparente in-
tangibilidad, aprovechándose de que ellos conforman el teatro de
las experiencias vitales de los integrantes de las bajas capas de la me-
dia burguesía, la materia auténtica de sus vidas. En vez de desdeñar-
los, como hacen los señores, o de reinterpretarlos para abolirlos del
panorama, como hacen grupos opositores, los asumen como un va-
lor de desafiante positividad. Más aún: los revisten de un valor úni-
co, como si fueran el exclusivo tesoro que se les ha abandonado: lo
que no se ve, no se siente, no se oye, no se dice, será lo que ellos
verán, sentirán, oirán y dirán.
La nota vulgar y grosera que resonará en sus textos puede equipa-
rarse a la que ha designar un movimiento rebelde paralelo, en Bue-
nos Aires, a la caída del peronismo en 1955, donde un grupo de es-
critores jóvenes, cuya figura más notoria será David Viñas, intentará
también una recuperación franca de las condiciones humilladas, ver-
gonzosas, materiales, de las vidas de la baja clase media, apelando
a una doble oposición: contra los sectores dominantes y sus escrito-
res refinados pero también contra los sectores populistas que con-
forman el peronismo y sus escritores folklóricos. Los escritores de
El Techo de la Ballena no sólo se distanciarán de sus legítimos ante-
cesores, adelantados de una nueva literatura (basta cotejar el trata-
miento del tema del burdel en Guillermo Meneses y en Salvador Gar-
mendia, para medir ese alejamiento), sino también de los
agrupamientos contemporáneos con los cuales tienen coincidencias
políticas. Estos se negarán a aceptar un arte que se les aparece como
teñido de elementos naturalistas dinamizados por modos expresio-
nistas, por considerar que no interpreta cabalmente la cosmovisión
de los sectores productivos, cuya eticidad y normatividad es cono-
cida. De ahí nace una ruptura con la orientación artística del parti-
do comunista, tal como también se manifestara en el grupo existen-
cial de Buenos Aires, que no hace sino reflejar una ruptura política
generalizada en toda América Latina entre la izquierda revoluciona-
ria y castrista y los núcleos del tradicional partido comunista, aun-
que ella haya tenido en Venezuela manifestaciones más complejas
y menos dicotómicas que en otros lugares del continente.
En el citado prólogo al poema de Caupolicán Ovalles, ya Gonzá-
lez León arremete contra «la fácil demagogia de cierta poesía llama-
da social, donde lo subversivo pierde fuerza por el manejo de todos
7
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 139

los lugares comunes del orden burgués que se pretende minar», po-
sición que puede rastrearse en diferentes textos de Juan Calzadilla
y Edmundo Aray y que ha de intensificarse como epifenómeno de
la disputa creciente entre la línea política que asumirá el comunis-
mo y la tendencia revolucionaria que responde a la orientación in-
surreccional que hasta 1968 acaudillará La Habana. Esos textos sir-
ven de antecedente y explicación a la polémica que inaugurará Jesús
Sanoja Hernández el 8 de marzo de 1963, en Clarín de los Viernes,
al comentar el libro de Héctor Silva, Arácnidas, implicando conjun-
tamente la obra de algunos «balleneros».
Una parte de esa polémica puede leerse ordenadamente hoy en
la excelente recopilación de Alfredo Chacón (La izquierda cultural
venezolana 1958-1968, Caracas, Editorial Domingo Fuentes, 1970)
que es la mejor guía para rehacer la historia viva del período. El artí-
culo de Sanoja Hernández, intelectual comunista, repudiaba «en nom-
bre de la temporalidad y de lo auténtico (...) la literatura que haga
centro metafísico de la impureza y el asco». Motivó diversas reac-
ciones, entre ellas una larga respuesta de Edmundo Aray («Contra
el arpón el mordisco de la ballena», en Rayado sobre el Techo N*
2, mayo de 1963), donde se arguye que la obra artistica del movi-
miento «es una poesía testimonio de un sector, amplio,por cierto,
de la vida social de esta época. Pero es tambíen acción. Descubrien-
do la úlcera, enseñándola sin temor, sin hipocresía, valientemente,
groseramente, si se quiere, se cumple una acción». Lo que valía co-
mo una elusión del problema candente, ya que en este texto, evi-
dentemente más politizado, no se reivindican estéticamente las «ba-
suras», sino que se admite su consideración como un testimonio
revelador de la deformación instaurada por la cultura burguesa, sin
intentar valorarla positivamente.
Con ¿Duerme usted señor presidente? el movimiento consiguió
remover el medio, irritar a los «sacerdotes de la cultura», llamar la
atención sobre el grupo poético juvenil e incluso iniciar, a pesar del
soberbio dictamen de González León en ese momento, «el manso es-
calonaniento de honores» que llevaría a los Premios Nacionales. Pe-
ro el golpe más violento lo dio, en noviembre de ese mismo año 1962,
la exposición de «Homenaje a la necrofilia», de Carlos Contramaestre.
Al parecer la componían trece obras. La primera se titulaba «Erec-
ción ante un entierro» y la última «Canto de fe y alegría (succio ma-
mae)». Por el medio quedaban unas «Ventajas e inconvenientes del
140 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

condón» junto a un «Gabinete de masaje servido por sobadoras di-


plomadas». El texto de Alfred Jarry que empieza «La costumbre de
fornicar con los muertos ha sido considerada como el más alto gra-
do sano y moral» servía de introducción a algunas páginas escogidas
y siniestras, como la historia de Ardisso, contada por el doctor
Krafft-Ebing:
Acostumbraba a ingerir su propio esperma. Bebía los orines de las
mujeres. No veía nada malo en ello. Con el tiempo llegó a la ne-
crofilia. Desenterraba cadáveres femeninos, desde niñas de tres
años hasta mujeres de sesenta. Practicaba sobre el cadáver el «suc-
cio mamae», el «cunnilinctus» y raramente el coito y la mutilación.
Una vez trasladó a su casa la cabeza de una mujer. Otra vez el ca-
dáver de un niño de tres años y medio. Se hizo sepulturero. Gus-
taba alimentarse con gatos y ratas. Después del entierro de una
joven de diecisiete años que tenía senos hermosos, el deseo de de-
senterrar cadáveres se apoderó nuevamente de él. Cometió des-
pués muchísimas de estas profanaciones...Su inteligencia no es dé-
bil; tiene un alto sentido moral.

Ignoro lo que serían los cuadros, pero así fueran estampitas sacras
el efecto de provocación se había logrado por la mera incursión en
uno de esos temas vedados, en cualquiera sociedad, porque desen-
cadenan la riesgosa inseguridad sobre la cual se asienta el orden es-
piritual de las comunidades modernas. Se había tocado una de las
zonas débiles, oscuras que pretextan los tabúes amparadores del or-
den social y que corresponden al intento de preservar la conserva-
ción y desarrollo de la especie humana.
Ciertas imágenes demasiado reales, como las de la descomposición
cadavérica que aquí se asociaron a su antípoda amorosa, han sido
concitadas fugazmente en algunas épocas pasadas, particularmente
revueltas, como la que interpretó el arte barroco europeo, y apun-
tan a los procesos de disolución de las cosmovisiones aparentemen-
re archi-seguras de que se jactaban sus sociedades. La resurgencia
del tema resultó embozada en este caso, como en los modelos euro-
peos del siglo actual, por un desparpajo lúdicro que diseñaba un or-
be irresponsable y provocativo como el de los niños. Tal inclinación
lúdrica funcionó de hecho como la cautela del oficiante para no re-
sultar contaminado por el material que manejaba, la túnica con que
el cirujano se preserva en el quirófano. Era difícil de que el públi-
co aceptara el esfuerzo de liberación que subrepticiamente se reve-
laba en la asociación de la muerte y el placer, de conformidad con
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 141

el pensamiento de Sade que sin cesar practica el humor popular: «No


hay mejor manera de familiarizarse con la muerte que asociarla con
una idea libertina». Por el contrario, sintió que estaba ante una «pro-
fanación», lo que era textualmente exacto, ya que se buscaba la des-
sacralización del tema de la muerte, apelando, si nos atenemos a la
presentación de la muestra, al uso de un material que procedía de
esas basuras reivindicadas y a la irreverencia del humor negro que
suspende los juicios éticos:

Tripas, mortajas, untos, cierres relámpagos, asbestina o caucho en


polvo, desparramados sobre cartones o trozos de madera, confi-
guraban un empaste violento y el cuadro deja de ser un bello obje-
to de coleccionista o un orgullo de museo para transformarse en
una presencia de la materia humana, justamente en el corazón mis-
mo de la sordidez.

A semejanza de algunos productos del barroco necrofílico euro-


peo, había en esta exposición la búsqueda de una realidad a ultran-
za, el afán de hacer más real que la realidad, tal como lo pretendie-
ron los santeros españoles del XVII y sus descendientes informales
del siglo XX: penetrar en la entraña de la realidad para evidenciar
su traza material de un modo tan extremado que resultara imposible
sobrepasar el intento, pesquisar su constitución secreta donde se des-
vanecen las formas de la vida y sólo queda un oscuro alimento. Del
mismo modo que Unamuno pudo razonar poéticamente el Cristo ya-
cente de Palencia, diciendo que «el Cristo de mi tierra es tierra», alu-
diendo a que la estatua es simplemente un cadáver momificado, los
jóvenes de El Techo de la Ballena pudieron estimar que habían al-
canzado ese linde insuperable: «ya en nuestro país, después de Con-
tramaestre, para lograr (alarmar) sería necesario presentar un hom-
bre apuñalado contra un cuadro», decían en su «Segundo Manifiesto».
El escándalo en los periódicos y en el cogollo cultural, certificó
ese alto punto alcanzado por la provocación. Repentinamente emer-
gieron las sociedades de moralidad, descubriéndose que lejos de ha-
ber sido destruidas por la industrialización y el comercio, vivían alo-
jadas en sus estructuras. Si el movimiento alcanzó la efímera
notoriedad periodística, en un país cuyos diarios se la conceden no-
velera y fugazmente a cualquier suceso por insignificante que sea,
también atrapó en su fascinación al movimiento que insistió poste-
riormente en la misma línea (exposición de Jorge Camacho sobre el
tema «La Inmaculada Concepción», publicación de textos irreveren-
ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
>>
142

tes bajo el título Para aplastar al infinito) que muy pronto habría
de mecanizarse en el estéril juego de acciones y reacciones menores
operando sobre los sectores más retrasados: previsibles injurias y pre-
visibles respuestas del «Consejo Supremo Cívico de Damas Venezo-
lanas», la «Junta a favor de los leprosos de Venezuela» o la «Asocia-
ción de Guías de Venezuela».
Tales experiencias, repetidas durante tres años, concluyeron de-
finiendo un comportamiento original, propiciando una distinta fun-
ción del escritor y a la vez revelaron las secretas complicidades y
las flaquezas de la estructura cultural. Al concluir esos tres años, en
el Rayado sobre El Techo N* 3 (agosto de 1964) González León pudo
intentar en el excelente editorial del número un balance jactancioso:

Para tanta seguridad ponzoñosa, para tantos tejes y manejes, para


el esteticismo anquilosador que sólo admite la «obra realizada», o
para la seguridad tapizada de los dogmáticos, fue necesario, en un
momento dado, la estrategia del sabotaje. Ello volvió locos a los
pescadores razonables. El golpe de aleta que trastocó el curso tra-
dicional de la pelea, desmembró viejas armazones a las que no se
les había desanudado con suficiente fiereza y desorientó a los que
con vocación para el cambio, manejaban para lograrlo métodos
ya aletargados por el orden que se pretendía minar. Y es que en
la tarea de cambiar la vida y transformar la sociedad, el uso mecá-
nico de las recetas nada podía conseguir porque justamente se tra-
taba de una cuestión dialéctica: para un determinado país los re-
cursos de la lucha obedecen a una necesidad.

Quizás en ese texto resuene despaciosamente la nota de despedi-


da. En todo caso lo que estos jóvenes todavía no conocían eran los
límites infranqueables que la realidad pondría a su aventura, la fuga-
cidad de estos fastos periodísticos ante la marcha pesada y segura
de la sociedad burguesa. Y además se había llegado a un punto don-
. de las opciones individuales comenzaron a primar sobre las grupa-
les, poniendo en entredicho, desde adentro, a todo el movimiento.
Si desde 1964 disminuye, simultáneamente con el declinar de la in-
surrección armada, la capacidad de irritación del medio desarrolla-
da por El Techo de la Ballena, si desde 1968, junto con la proclama-
da pacificación del país, el movimiento prácticamente se desintegra,
todo ese período de auge y decadencia no ha sido en vano para una
creación artística menos estrepitosa pero más calificada. El primer
período fue rico en aportaciones líricas, en especial por la creación
de los dos poetas centrales del movimiento, Juan Calzadilla y Fran-
a
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 143

cisco Pérez Perdomo, correspondiendo a momentos posteriores los


libros de Efraín Hurtado y Edmundo Aray; el segundo período per-
mitió la floración de textos narrativos, pues mientras González León
está escribiendo la novela que concluirá llamándose País Portátil
y obteniendo un premio en 1968, Salvador Garmendia ha publicado
una novela, Día de ceniza, en 1963 y una colección de cuentos, Do-
ble fondo, en 1966, mientras escribe La mala vida, que aparecerá
en 1968, definiendo en esa trilogía el ámbito temático y la tensión
espiritual del movimiento.
Se produce, como antes en el surrealismo francés, el reconocimien-
to tardío de su naturaleza de literatos, que hacen los integrantes del
movimiento, decidiéndose a acometer esas obras ambiciosas y reali-
zadas que antes aborrecieron. Por lo mismo, la dominante grupal de
la primera época, deja paso a la inclinación individual hacia el reco-
nocimiento de la especificidad literaria de cada uno y a la búsqueda
de la creación propia. Así es que ingresan a la literatura, aunque ella
ya no sea igual a la que atacaron en sus comienzos.
El movimiento, como hijo directo de una circunstancia histórica,
se diluye a medida que ella se trasmuta, pierde sus características y
cede a las formas más tradicionales de la creación: el libro, la tarea
individual, el arte. Es la confirmación del fracaso y una derrota en
que se inicia el sálvese quien pueda consabido. El terrorismo ha con-
cluido su ciclo, al menos por ahora, y los terroristas han sobrevivi-
do a sus atentados: deben vivir en la sociedad y en la cultura que
intentaron derribar. Aquí se inicia otra historia.

3. Un intérprete narrativo: Salvador Garmendia

En declaraciones y entrevistas de las publicaciones de El Te-


cho de la Ballena, entre 1961 y 1964, aparece el nombre del nove-
lista Salvador Garmendia. Pero, de igual modo que en fechas ante-
riores en las páginas de la revista Sardio, y ahora en las de Cal,
ocupando un lugar discreto, nada protagónico, casi marginal, como
el de un compañero de ruta que sigue cordialmente pero sin frenesí,
con cierto escepticismo, las andanzas ruidosas de los integrantes de
la más explosiva vanguardia venezolana. Su única contribución lite-
raria es un texto titulado «Maniquíes», que apareció en el número
144 | ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

tercero de Rayado sobre El Techo (agosto de 1964) y que habría de


integrar su volumen de cuentos Doble Fondo (Caracas, Ateneo, 1966).
Cuando el movimiento «ballenero» irrumpe, ya Salvador Garmen-
dia tenía dos libros publicados —Los pequeños seres (1959) y Los ha-
bitantes (1961)— que lo señalan como iniciador de la renovación
literaria que crece a la caída de la dictadura de Pérez Jiménez; en los
años centrales del vanguardista Techo de la Ballena, da a conocer
una novela, Día de ceniza, que se publica originalmente como fo-.
lletín en la revista Cal que dirigía Guillermo Meneses, en 1963, y
escribe los cuentos del mencionado Doble Fondo. Ambos libros pue-
den considerarse una precisa versión narrativa del espíritu que sig-
nó a El Techo de la Ballena, de sus temas y de su investigación esté-
tica, siendo a la vez registro del clima en que se fraguó el movimiento,
de su avance en zonas pantanosas de la realidad, de sus hallazgos es-
téticos y de sus voluntarias provocaciones.
Hay, no obstante, diferencias notorias: en primer término la ausen-
cia de toda problemática política y la visible elusión del combativis-
mo social que desplegaron los «balleneros». Pero estas diferencias,
lejos de distanciar a Garmendia del espíritu peculiar del movimien-
to, parecería que lo liberan de los asuntos accidentales y de la servi-
dumbre a circunstancias episódicas, para permitirle concentrarse en
el meollo de su aventura, sobre todo en aquella representada por la
obra plástica de Carlos Contramaestre más que la perteneciente a los
polémicos jóvenes del movimiento. Comparte con todos, algunas ex-
plosivas investigaciones sobre la sexualidad, algunas técnicas de la
nueva escritura (asociacionismo libre, flashback, onirismo, monta-
je surrealista, violencia verbal), algunos personajes reales elevados
a perfiles literarios, pero fundamentalmente la oscura adhesión al
«magma» cuya restitución también procura y que signa a su obra na-
rrativa con una intensidad y una obsesión que no se encontrará in-
cluso en narradores más integrados al Techo de la Ballena o en los
auténticos conductores como Adriano González León.
Si se buscara en la narrativa del período 1961 a 1964, algún equi-
valente de las ideas expresadas en los textos teóricos «balleneros»
o de las obras plásticas que surgen dentro del movimiento gracias
al impacto del nuevo arte informal, o construcciones emparentables
con la poesía de Pérez Perdomo, Juan Calzadilla o Caupolicán Ova-
lles, hay que ir a los libros de este escritor, que si no ha protagoniza-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA A 145.
e

do esa vanguardia, sí la ha interpretado fehacientemente: Salvador


Garmendia.
Dentro de su narrativa, Día de ceniza ocupa un lugar central: es
su primera novela lograda; es el modelo sobre el cual rotará su pos-
terior tarea novelista; en su intento sistemático para apropiarse de
una experiencia total proveyéndola de una interpretación persuasi-
va; es un equilibrio, inusual en su producción, entre las estructuras
contemporáneas de la narrativa, su personal aportación estilística y
la ponderación del factor público-lector que dejará de percibirse en
sus Obras posteriores.
En Los pequeños seres había recorrido, dentro de una concepción
fuertemente subjetivizada, la vida de la pequeña y rutinaria burocra-
cia; en Los habitantes, que es la novela donde fue tentado por la
problemática social capitalina, la vida de las barriadas miserables de
los cerros y de sus desgonzados pobladores. Ahora, en su tercera no-
vela, acomete directamente la ciudad moderna en que parcialmente
se ha transformado Caracas en las dos últimas décadas y los sectores
sociales de la media burguesía ascendente (profesionales) que en esos
escenarios desenvuelven sus vidas, aunque todavía están a horcaja-
das entre los pueblos de donde proceden o los barrios pobretones
donde cumplieron sus períodos estudiantiles y las formas asépticas,
funcionales, nuevorricas en que empiezan a instalarse trabajosamente.
El núcleo de personajes de su novela está integrado por profesio-
nales (abogados), funcionarios de empresas, burócratas de estima-
ble nivel económico y comerciantes o industriales. Representan el
progreso económico del país y al mismo tiempo son sus servidores
e ignoradas víctimas. Los lugares que transitan son los estudios pro-
fesionales, los modernos despachos de las oficinas privadas, los ba-
res, restaurantes y prostíbulos, las mansiones de las colinas o las ca-
sas de las playas, los grandes edificios de apartamentos recién
construidos. Como en el esquema balzaciano que definía a la pen-
sión Vauquer, sus vidas explican la ciudad y la ciudad explica sus
vidas, en un régimen simbiótico que bajo cobertura de libertad y hol-
gura económica, esconde una opresión carcelaria.
La extrañeza y la ajenidad del escenario de cemento, acero, vidrio,
carros, bullicio, luces artificiales, son auténticas constantes que re-
corren la obra. Sus personajes viven en un medio que, en sentido
hondo y definitivo, no les pertenece; más aún, les es enconadamen-
te hostil bajo su apariencia acogedora y moderna. En sus concien-
146 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cias —y mejor aún en la del narrador— la ciudad aparece como sor-


presa constante, lo que implica una también constante asimilación
de datos, hijos del chorro siempre fluyente de novedades propio de
la visión provinciana de la capital y también de la mecánica creativa
específica de ésta. Producción incesante de impulsos externos y apro-
piación ansiosa de ellos por la conciencia, es la ley del sistema na-
rrativo de Garmendia, construido sobre la estructura de los proce-
sos urbanos, vistos siempre desde una sorprendida posición marginal.
En este aspecto, Día de ceniza se presenta como la primera nove-
la radicalmente urbana de la literatura venezolana, no porque otras
(y desde el siglo XIX) no hubieran instalado sus peripecias narrati-
vas en los centros ciudadanos, sino porque aquí aparece la ciudad
típica del hoy, signada por el demoledor afán de modernidad, y por-
que gracias a esos rasgos se convierte en protagonista de la narra-
ción: ella comanda la vida y las acciones de los personajes, ella forja
la inconformidad en que se encuentran. Cuando hablamos de ciu-
dad, no nos referimos exclusivamente a un decorado de cemento,
sino tanto a él como al modo de vida de la sociedad. No se trata de
un sistema edilicio o urbanístico sino de un sistema social, que pre-
determina el comportamiento de las unidades o complejos que lo
integran, homologándolos a todos: tanto a la importación de carros
como a la construcción de edificios, a los horarios de trabajo, como
a las tareas, gustos y emociones de los seres humanos. Dicho siste-
ma se rige además por otra coordenada, temporal, que dice su esca-
sa antigiiedad, y por la energética, que revela su violenta fuerza ex-
pansiva.
Pero es en las imágenes de una realidad física donde se tornan evi-
dentes y concretos los rasgos del sistema social, donde se materiali-
zan e irradian sobre la lectura. Se pueden seleccionar fugaces ejem-
plos dentro de Día de ceniza, en una galería de imágenes donde lo
nuevo y reluciente vive rodeado de lo sucio y lo decrépito.

Sus ojos calaban el panorama árido e inmóvil de los edificios, ex-


puestos como una gigantesca fotografía detrás de los cristales (p.
43, Caracas, Monte Avila, 1968, 2a ed.).
Una galería blanca colmada de escritorios grises, de un gris ter-
so y aséptico; máquinas, cestos para el papel, sillones giratorios
y vista general a la calle, a través de una fachada de cristal (p. 47).
El tablero niquelado brillaba como una vitrina de dentistería (p.
120).
AR

hs a
a GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 147

Una nube de rostros incompletos se mueve a través de la acera,


bajo el primer resplandor nebuloso de los anuncios fluorescentes
y el aturdimiento de las marquesinas, que es, a un tiempo, laxo
y febril (p. 135).
Desde el balcón se abría una vista límpida, un paisaje luminoso,
trabajado al detalle, donde todo parecía nuevo, barnizado, lustro-
so y distribuido minuciosamente como en una maqueta (p. 185).

Estas imágenes definen el minuto moderno de la ciudad, pero co-


mo éste es incesantemente roído por el tiempo, son apenas unas no-
tas distintivas dentro de otras mucho más numerosas, que recogen
los mismos objetos en algún instante posterior de su fatal proceso
de decrepitud:
La calle que flanquea la plaza por el lado derecho, es una muralla
de edificios enanos, grises y de apariencia contrahecha, todos car-
gados de balaustradas, escalinatas y arabescos de mampostería que
simulan viejas adiposidades (p. 143).
Aquella era una calle de aspecto ruinoso cuyas edificaciones, mu-
cho tiempo atrás, habían sido víctimas de algún abominable asal-
to y, finalmente, ocupadas por una horda de traficantes y de todo
género de personajes heterogéneos y hostiles. Las fachadas habían
podido mantener alguna apariencia de ancianidad ofendida, algún
resto de esplendor de vajilla descalabrada, mientras que hacia aden-
tro la carcoma, la lepra en la madera y los muros empapelados,
la corrupción de toda la materia escamoteada por el estuco y la
tapicería, el óleo y el mosaico ofendidos por la farsa, habían ani-
quilado ya toda memoria de una vida anterior (p. 120).

Anverso y reverso de la ciudad coinciden, no obstante, porque am-


bos muestran relidades objetivadas; sensaciones, deseos, sueños que
se han tornado objetos; son ristras infinitas de cosas, unas pulcras
y recientes, otras sucias y deterioradas, pero siempre cosas. Coinci-
den por lo tanto en hacer patente la cosificación que es norma de
lo urbano, por su carácter artificial, fabricado, muerto, hecho a má-
quina, en contraste con lo natural, orgánico y vivo. Tal línea recto-
ra de las urbes es también consecuencia del sistema social que las
configura, como puede comprobarse en el desenfreno del objeto de
las llamadas sociedades de consumo contemporáneas, que han he-
cho la deificación de los productos cosificados y de los procesos de
cosificación de lo humano que los deparan, experiencia que ingresa
a la capital venezolana al producirse el boom económico. El tema
de la cosificación, que en la literatura y particularmente en la cuen-
tística de Salvador Garmendia, tendrá una elaboración acuciosa y pro-
148 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

funda, es trabajado en Día de ceniza en su directa relación con la


urbanización y con las formas de vinculación de la conciencia al me-
dio físico en que habita.
La cosificación se traduce en la narrativa de Garmendia mediante
dos procedimientos característicos de su arte. En primer término,
todos los objetos irrumpen en la conciencia de una manera agresi-
va, incorporándosele como elementos extraños a su naturaleza que
se insertan en ella con manifiesta violencia. Esta concepción se tra-
duce en la escritura por la creación de una atmósfera de extrañeza
que los circunda parejamente y les confiere un resaltante halo de in-
comprensibilidad. Los objetos no ingresan como apoyos de un de-
corado armónico o como puntos de referencia obligados de una ac-
ción que los compagina, sino que se presentan rotundamente,
desligados tanto de las criaturas narrativas como de la ilación gene-
ral del discurso, tanto del conjunto urbano al que pertenecen como
de la conciencia que los registra. Son elementos insólitos, recorta-
dos nítidamente sobre un fondo homogéneo, un poco a la manera
de la técnica surrealista de la que aquí se hace uso servicial, y desco-
nectados entre sí, lo que subraya más su autonomía arbitraria e in-
comprensible.
Esta insistente acumulación de objetos y esta atención para desta-
car su fragmentarismo, que puede deparar las más abigarradas acu-
mulaciones pero nunca organismos o estructuras coherentes, impo-
ne a la escritura de Garmendia un segundo procedimiento típico: el
uso y el abuso de la descripción, que crece y se ramifica en detri-
mento de la acción o de la equilibrada presentación de situaciones
y que en cualquier momento irrumpe paralizando un desarrollo na-
rrativo o demorándolo sin justificación aparente; la demora y la par-
simonia con que el autor parece forzado a pintar cada irrupción de
objetos, no bien ellos han excitado algún sentido del narrador; la in-
clinación por las cosas que con más destreza rompen la convicción
de realismo seguro, las que introducen lo raro dentro de lo cotidia-
no, las que rompen lo habitual con figuraciones insólitas.
En ambos procedimientos es visible la influencia de la cosmovi-
sión surrealista y, por ende, de las técnicas artísticas en que ella se
resolvió. Tanto en sus teorizaciones como en sus creaciones (Nadja
es un buen ejemplo) André Breton ha pesquisado las rupturas más
discordantes de lo real, las aproximaciones entre datos carentes de
ilación lógica o causal, acechando en ellos la revelación de ese se-
HA

- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 149

gundo universo que cancelaría y explicaría el aparencial en que pa-


recemos entrampados, resolviendo sus contradicciones. Este último
propósito no es igualmente perceptible en Garmendia: en cambio
es visible la utilización del repertorio surrealista, algunas veces en
sus formas ya esclerosadas (maniquíes, circos, tiendas funambules-
cas) pero otras veces, las válidas de su arte, descubriendo distintas
asociaciones de objetos insólitos como los que puede deparar la cir-
cunstancia intransferible de ciudad moderna porque atraviesa su ca-
pital Caracas.
Pero aún más importante y original es la extensión que Garmen-
dia confiere a la cosificación: en su novela ella no aparece como la
sola expresión de una realidad construida, fabricada por el hombre
y acumulada arbitrariamente en las ciudades, sino que se descubre
como ley de la ciudad (tanto vale decir, de la sociedad) que, idénti-
ca, sin variaciones, se aplica a la producción como igualmente a los
seres humanos. Estos se cosifican como réplica fiel de la cosifica-
ción del decorado urbano; también como él se fragmentan, se par-
ten, se desmenuzan. Salvo el reducto viviente que ofrece una con-
ciencia secreta, débil, como sumergida en un continente
objetivado,un punto focal que alienta suavemente desde el fondo le-
jano como unidad irreductible'de la personalidad, todo lo que es hu-
mano y no es esa conciencia, resulta cosificado parejamente: el cuer-
po, las manos, los órganos, internos, la cara sobre todo, de los otros
y de sí mismo. El personaje narrador verá las caras y figuras de los
demás hombres, como las suyas propias bajo forma de una ristra de
objetos desconectados entre sí, dueños de incoercible tendencia a
la fragmentación sucesiva, entremezclándose con los objetos físicos
de la realidad en un mismo plano homologante. De ahí que las caras
sean casi siempre máscaras en la novela de Garmendia y máscaras,
como la denominación lo indica, que escamotean la realidad; bajo
sus falaces apariencias funciona ese punto insobornable que es la con-
ciencia, quien no obstante es incapaz de modificarlas o imprimirles
su energía. Pues la conciencia está prisionera del objeto cuerpo, es-
tá agobiada porque no obstante su encarcelamiento dispone de una
independencia incomprensible, está martirizada porque vive dentro
de una cosa y ella no es ni puede ser cosa.
Si el ámbito que rodea al hombre ciudadano se ha cosificado con
ajenidad y falsedad de decorado de cartón piedra, si el hombre ha
devenido un objeto alguna vez fabricado y ya desgastado y decrépi-
150 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

to por el uso, si estos objetos son multitudinarios hasta colmar el


espacio y borrar toda huella natural y si además se fragmentan in-
conteniblemente como ya lo hiciera otro objeto mítico (la escoba
del aprendiz de brujo que prefigura la lucha contra los objetos que
se independizan en los tiempos modernos), es forzoso volver a defi-
nir qué alcance tiene y en qué condiciones se ejerce la escritura na-
rrativa. Sobre todo en un país, Venezuela, que se mantuvo apegado
más que otras áreas culturales latinoamericanas, al concepto de que
la narrativa duplicaba especularmente la realidad, tal como lo hicie-
ron creer los maestros regionalistas (Pocaterra, Gallegos).
Para ellos ese proyecto no presentaba dificultades porque previa-
mente rebajaron el dato realista a la categoría de coyuntura externa
de un discurso interior y verbalizado que se elaboraba con los do-
bles fantasmales de los objetos, o sea, con las transposiciones sim-
bólicas libremente decretadas por el autor; eso permitió otorgar a
la realidad referida una notable y férrea unidad significativa, donde
objetos, seres humanos, datos, aparecieron como argumentos de una
demostración coherente, lógica y precisa, porque cada uno de esos
elementos duplicaba las pertinentes articulaciones del discurso sim-
bólico, primero y paralelo, que ése sí, por su naturaleza, podía dis-
frutar de toda la logicidad y racionalidad que el autor quisiera, aun
como para llegar a extrapolarlas luego a la realidad misma, a la que
se forzaba a aceptarlas.
De los narradores regionalistas a los vanguardistas de los años cin-
cuenta, se fue desintegrando ese código que unificaba las dos lectu-
ras paralelas: la de los datos realistas (imágenes, fenómenos, obje-
tos) y la simbólica (estableciendo significaciones). Al desaparecer el
código, esta última se esfumó, no dejando más que la nostalgia del
apetecido orden mágico que concitan siempre las estructuras sim-
bólicas y la primera se trasmutó en simple enumeración caótica, en
la línea que ya analizara persuasivamente Leo Spitzer para la poesía
contemporánea. La disolución del código fue inicialmente produc-
to de la corrosión del agnosticismo sobre la cosmovisión religiosa,
pero en la medida en que ésta, antes de morir, se trasladó a la cos-
movisión humanística a la que decretó su solapada heredera, la co-
rrosión agnóstica volvió a ejercerse sobre este ersatz, obviamente
menos justificado y legítimo, paralizando toda posibilidad de que en-
gendrara un nuevo sucedáneo.
En Día de ceniza es muy visible ese desfibramiento del código, den-
1 A

g SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 151

tro de la corrosión que sobre el viejo humanismo ejerció el existen-


cialismo y, aún mejor, las corrientes del absurdo, con sus consecuen-
cias nudas: una infinita e incoherente sucesión de fenómenos y co-
sas que con sobresalto golpean la conciencia del narrador y por otro
lado una vaga, confusa, irresoluta nostalgia de un orden donde ins-
talar ese panorama inconexo. De esta situación procede la nueva fun-
ción de la escritura narrativa. A diferencia de los maestros regiona-
listas y sus elusivos discípulos de la generación del 28, los narradores
vanguardistas, entre los que se encuentra Garmendia como su cons-
picuo representante, no tuvieron otro modo de apropiarse de lo real
que concentrándose en los procesos fenoménicos puros, en el emer-
ger de los objetos, en su transitar y desaparecer, que los llevaría fa-
talmente al indicado régimen de las morosas descripciones en que
siempre parece acecharse la revelación que habrá de producirse en
el devenir de las cosas y que no obstante siempre frustra las expec-
tativas.
El único modo de apropiación de lo real que le queda a este escri-
tor, es la descripción minuciosa de sus manifestaciones, de los obje-
- tos en que se expresa, de las operaciones de desintegración o de rup-
tura, de su sustitución y reemplazo incesantes. Lo cual no hace sino
subrayar la estricta correspondencia existente entre los recursos li-
terarios y las cosmovisiones, porque vista la pérdida de unidad sig-
nificativa del universo que se ha producido con la desintegración de
los códigos simbólicos, vista la carencia de un lazo que religue y ex-
plique y dé sentido a la aventura de los hombres y visto el opaca-
miento de las interpretaciones espiritualistas tradicionales que sólo
perviven ya como elegantes giros artísticos, sólo queda como real
la sucesión fenoménica que siempre parecerá incomprensible, insó-
lita, absurda. ;
En la misma medida en que no resulta posible inquirir en el futuro
(pues la cosificación del presente cierra toda expectativa del porve-
nir), sólo queda abierto el camino del retorno al pasado, pero aun
éste, ahogado por la acumulación de los objetos en que la cosifica-
ción convierte al mundo. La incesante asimilación de la ciudad mo-
derna cosificada genera la apetencia turbia de la vida pasada. Según
sucesivas etapas, ella será la de la casa de la juventud en los barrios
suburbanos, la de la casa natal en los barrios pueblerinos del inte-
rior del país, la de la naturaleza misma recobrando sus fueros, en fin,
la de la materia viviente. Podemos seguir estos tramos para compren-
152 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA —

der que el personaje protagónico de Día de ceniza funciona en la


línea divisoria que separa y aísla un pasado impregnado de una nu-
tricia humedad natural y un presente bloqueado, seco y cosificado.
Con claridad se lo percibe cuando se observa qué elementos conci-
tan las imágenes del pasado. Así la casa del período de estudiante,
el viejo Hotel Beyrut, es vista desde la perspectiva del tiempo trans-
currido como un potente centro vitalizador donde parecen resonar
los versos que Antonio Machado consagró a este tema: «Nosotros ex-
primimos/la penumbra de un sueño en nuestro vaso y algo que es
tierra en nuestra carne siente/la humedad del jardín como un hala-
go». De similar manera, dice Garmendia:

El Hotel Beyrut era un caserón de dos plantas, un quiste de albañi-


lería arraigado y ramificado en medio de aquel barrio de casas an-
cianas, y en cuyo interior proliferaba una densa vegetación de pal-
mas y helechos. El olor a tierra mojada estaba en todas partes y
la humedad pudría el papel de las paredes, un papel con rosas lilas
desvanecidas (página 69).

Y si continuamos retornando en el tiempo y de la adolescencia


pasamos a la infancia y volvemos al pueblo donde se ha nacido, a
la evocación de padre y madre, encontraremos que se reinstala una
- imagen romántica, la de las ruinas, que consagra el triunfo de la na-
turaleza sobre las construcciones artificiales del hombre:

A poco, la calle comienza a desintegrarse rápidamente: la ruina car-


come las paredes y aparece, en grandes peladuras, el bizcocho del
bahareque. Largas tapias protegen solares vacíos, olores calientes
de cují, de chivos, de excrementos secos; y el monte acaba por
tragarse las calles que llegan a ser senderos tortuosos, hasta que
se impone la sabana de tierra rojiza y agrietada (p. 83).

Como vemos, aun las puras descripciones fenoménicas a que el


narrador ha quedado reducido, no son suficientes para cubrir la so-
terrada demanda de sentido que sigue alentando una vez esfumada
la lectura simbólica de los textos literarios. Estos siguen reclaman-
do, si no símbolos interpretativos, sí significados, que sólo parecen
alcanzables si se intenta el retorno al pasado, operando una inver-
sión de la actitud cognoscitiva: en vez de registrar incesantemente
las insólitas novedades del proceso presente de la cosificación, bus-
car compensarlas con imágenes antiguas que han sido sometidas a
la elaboración del tiempo. Pero en esa búsqueda en el pasado, tam-
poco se encuentran sino cosas, con la diferencia de que sobre esas
- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 153

cosas ha pasado el tiempo, han envejecido, se han deteriorado. Y


esta circunstancia inevitable hace que el intento de apropiación de
la realidad, otorgándole algún sentido, se convierta en una «investi-
gación de las basuras» como la que propusiera Adriano González León
en el período afiebrado de El Techo de la Ballena. Un universo de
objetos, un universo en fragmentación, un universo que ha sido fuer-
temente usado y sobre el cual pasa vigorosamente el tiempo, es obli-
gadamente un basural. Cuando en vez de mirar a los puntos limpios
y asépticos de la ciudad moderna, se vuelve la cabeza a la ciudad
elaborada por el tiempo, se efectúa una inmersión en el basural, des-
cubriéndose entonces un sistema de proporciones estrictas, que per-
mite atisbar alguna unidad dentro del conjunto. La sociedad opera
con los objetos, como el tiempo opera con los individuos y como
el cuerpo opera con los alimentos. El paralelismo de estos tres nive-
les, la reproducción en cada uno de ellos de los mismos procesos,
establece equiparaciones sorpresivas: la sociedad del consumo que
se abastece de innúmeros objetos y cosas y los trasmuta en un dese-
cho igualmente innúmero, es de la misma naturaleza que la materia
viva de que están hechos los hombres y que se transmuta en horri-
bles formas y degenera sin desaparecer y también semejante a la ela-
boración digestiva de los alimentos con su complementaria tarea ex-
cretoria. Todo es lo mismo. Cada nivel está aferrado a los otros en
situación de dependencia. Si en uno se produce una alteración tam-
bién se la reencontrará en los restantes.
Ya fue demostrado por el psicoanálisis contemporáneo (Norman
Brown) el lazo que unifica la estructura de la sociedad capitalista mo-
derna con la ideología religiosa protestante que la ampara y con las
funciones digestivas y excretorias, partiendo para ello de la conoci-
da asociación del dinero y la mierda que fundamentó Sigmund Freud.
En Día de ceniza el novelista maneja esta equivalencia sociológica
y psicológica, dotándola de una persuasiva manifestación artística.
Las basuras son triples: los desechos de la sociedad cosificada, las
decrepitudes de los cuerpos humanos, la mierda que arroja el tubo
digestivo, pero también esas basuras podrán reencontrarse metafó-
rica o simbólicamente, en las capas de la vida espiritual: podrán ser
los fracasos en que se han tornado las ambiciones de antaño, podrá
ser «la pérdida del reino que estaba para mí», podrá ser la esterili-
dad, el vacío, la desintegración del punto focal de la conciencia que
aún resistía a la cosificación. Investigar las basuras es buscar armo-
154 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

nizar los diversos niveles y en definitiva es ejercitar la única forma


de apropiación de la realidad que le resta al ser humano. Se trataría
de una humanización de las cosas, de una religación, entre las para-
lelas estructuras de cosas, materias, espíritus, atendiendo a sus equi-
valentes procesos de transformación y fatal decrepitud:
Leopoldo se movía en medio del sucio como en nicho tibio y cul-
tivaba pequeñas fruiciones lentas y estudiadas. (p. 147).

De ahí que la amplitud que asume en Día de ceniza la investiga-


ción de las basuras, consigue un serio y responsable (aunque vano
y condenado) esfuerzo por la humanización del universo cosificado
en que se han encontrado encerrados el autor y los personajes de
la novela. Como si todos ellos, llegados del fondo de la provincia,
de un remoto pasado que remeda lo natural, hubieran desembocado
en una ciudad destructora, toda hecha de presente y de moderni-
dad, sin valores de ninguna especie, sometida por entero a la cosifi-
cación de una sociedad implacable. No se detiene esta humanización
en los retornos al pasado, sino que se percibe en la aprehensión sos-
tenida de los desechos humanos que van apareciendo periódicamente
en la novela como resplandores gratificantes. Porque su horror apa-
rencial es, paradójicamente, certificación de la pervivencia de lo hu-
mano tras las atroces perversiones que el tiempo, la evolución de
la materia, el cambio, introducen en los seres vivos. Un solo ejemplo:

—Dame un tabaco de a real —dijo una voz de gargarismo—. Aca-


baba de asomar al nivel de la barra el busto de un viejo; hombros
vencidos, polvorientos y una cara de gran tamaño roturada por
arrugas profundas y secas. Venía murmurando un regaño ininteli-
gible, y cuando el isleño le extendió el tabaco, puso a la vista dos
muñones pulidos que apenas le sobresalían de los codos. Con esos
dos bulbos barnizados capturó hábilmente el tabaco llevándolo a
los labios. Encendió con el fósforo que le acercó el isleño, y allí
permaneció un momento mirando la brasa, volviendo a sorber,
sumiendo los carrillos y expulsando torrentes de un humo leñoso
y pesado. Los dedos gruesos del isleño le escarbaron el bolsillo de
la camisa hasta encontrar una moneda. Al desprenderse del tabu-
rete, el viejo desapareció por completo bajo el mostrador. Sus pan-
talones, largos y holgados, descendían anillados como gusanos (p.
37).

Pero este esfuerzo tenaz de humanización, mediante la investiga-


ción reiterada de las basuras, no alcanza. Podría decirse que está con-
denado a la superficialidad, porque atañe a objetos autónomos e in-
A

SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA


UA 155.
l

conexos cuyo descaecimiento individual registra pero sin lograr vin-


cularlos entre sí dentro de una estructura. Lo que se percibe es la
nostalgia de un orden, de una cosmovisión, que confiera unicidad
a las peripecias sueltas, a los personajes inconexos, a las situaciones
ocasionales, a los decorados insólitos. En el punto en que se encuentra
el narrador, esa cosmovisión no parece posible como emanación de
la problemática moderna y contemporánea, sino como residuo y re-
cuperación del pasado. Y tan antigua como que procede de la pano-
plia cristiano-católica, aunque ya no ostenta la intensidad de la creen-
cia, sino más bien una supervivencia estética todavía capaz de
transportar significaciones. Esa cosmovisión antigua, a la que apela
el autor para coordinar el material suelto de la novela, ese particular
hervor de situaciones dispersivas de la narrativa de Garmendia, den-
tro de una armazón que le confiera unidad y sentido, está represen-
tada por el título de la obra: Día de ceniza.
Antes de considerarla en detalle, registremos la conclusión a que
llegamos: la realidad presente del universo cosificado no es posible -
aprehenderla significativamente si no es apelando a imágenes del pa-
sado (proceso de decrepitud de los objetos) o a cosmovisiones igual-
mente pasadas y lejanas, que vuelven a resonar o a servir para dar
cohesión. Es interesante observar que la cosmovisión antigua, neo-
católica, a que apela Garmendia para dar unidad a su novela y redu-
cir la pluralidad reiterativa a significado, le llega a través del tema
de las máscaras que ya apuntamos como una de las manifestaciones
de la cosificación.
El tema de las máscaras, que desde Nietzsche ha tenido caudaloso
despliegue, no es manejado explícitamente por Garmendia. Sin em-
bargo, lo provee de múltiples coyunturas el relato, cuando los ros-
tros, las manos, los cuerpos, se figuran máscaras, objetos reales que
no están conectados a personalidades, sino que funcionan como adi-
tamentos ajenos a ellas, ingobernables, por lo común sórdidos. Vis-
to que a través de ellas se formulan los juicios sobre los seres huma-
nos, al punto que Garmendia muchas veces no va más allá de la
descripción de una cara o una figura para situar a un personaje, pue-
de inferirse la inseguridad que acecha a lo real y a las interpretacio-
nes intelectuales correspondientes, que sólo serían discursos sobre
máscaras.
Del mismo modo, puede pensarse que la ciudad toda es también
una máscara, aplicada sobre el rostro de la naturaleza y tampoco li-
156 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

gada a ella como veraz emanación sino impuesta sobre su realidad


peculiar. Con lo cual la sociedad urbana estaría formada por másca-
ras de lo humano que deambularían por un universo de enmascara-
mientos de la naturaleza. Como si esta confusión fuera poco, en una
vuelta de tuerca, todo el conjunto es sometido a otro enmascaramien-
to, aquel propio de la fiesta de carnaval.
El «día de ceniza» que da título a la novela, será el día final que
cierra este baile de máscaras o aquelarre; es el día en que, según la
liturgia profana o según la católica que la heredó o según la huma-
nística que la prolonga, se impone el retorno a la verdad luego del
extravío de los días consagrados a la carnestolenda, la vuelta al tra-
bajo, a la costumbre, a la vida de siempre, abandonando el goce de
la carne y el enmascaramiento de esa carne bajo atuendos ficticios.
El «día de ceniza» es aquel en que los hombres deponen sus másca-
ras y simbólicamente corresponde a una despedida de la carne, a una
recuperación del espíritu. La novela va manejando desde las prime-
ras páginas el tema del carnaval y lo va graduando en cada vez ma-
yores intensidades, con participación más vigorosa e interior de los
personajes, en especial del protagonista Antúnez que establece la lí-
nea dorsal de la novela. Hay una locura que va creciendo, que se
va sosteniendo con alcohol y sexo, muletillas imprescindibles para
conservar el tono realista en que está impostada la obra, pero que
se va desbordando en pesadillas, sueños, fantasmagorías, donde mu-
chas veces el autor se desprende de la búsqueda de las coyunturas
realistas indispensables. En el capítulo XIV hará aparecer una tienda
de disfraces, atendida por sórdidos personajes, en un boceto de ese
incipiente aquelarre a que quiere llevar a su personaje, y será desde
ese escenario, ahora arrasado al concluir el carnaval, que nos será
dada la noticia de la inesperada muerte de Antúnez:

Las falsas palmeras, cuyo papelaje engrudado disfrazaba las colum-


nas, lo mismo que los muñecos panzudos y el Momo borracho mon-
tado en una burro de trapos, todo había quedado desmembrado,
pateado, escarnecido; mientras la tripa de papel pintado, el dese-
cho pisoteado del cotillón, formaba matorrales bajo el desorden
de las mesas y las sillas de hierro; era una masa humedecida, un
vómito apenas digerido, con olores de melaza y lúpulo (p. 201).

La novela puede definirse como una narración que se concentra


sobre el largo fin de semana que corresponde al carnaval, desde el
último día hábil anterior a la fiesta, hasta el día posterior, «de ceni-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA : 157

zas», que la clausura, tiempo que sucesivos flashbacks duplican con


la incorporación del pasado, el período anterior de las vidas de An-
túnez y demás amigos, que juega contrapuntísticamente con la rea-
lidad hipertrofiada que muestran los días carnavalescos. Durante estos
días, rige el principio que sarcásticamente fue definido por el após-
tol (San Pablo) para aquellos que no creían en la resurrección de la
carne, en la vida perdurable, en el perdón de los pecados: «Coma-
mos y bebamos porque mañana moriremos». Durante ese tiempo no
es el alma (o la conciencia o el yo) la que vive exultante, sino los
cuerpos entregados a su concupiscencia, al alcohol, al sexo, a la di-
versión, a una trasmutación cuyo signo es dado por ese enmascara-
miento que apaga por un tiempo a la que en la Edad Media llamaban
los poetas «la Señora». Una ciudad que es máscara deformada de la
naturaleza, unos hombres que son máscaras de sus conciencias, se
reenmascaran para alcanzar el punto más alto de la enajenación, se
atiborran de alcohol y de comida, corren tras los acoplamientos oca-
sionales, buscan fervientemente alcanzar el tono jubiloso de la fa-
rándula, de tal modo que la mutación que se produzca cuando irrum-
pe el «día de ceniza», que es el del desenmascaramiento, del
reencuentro con la verdad, se constituye en un salto literalmente mor-
tal. Al menos para Antúnez, el protagonista de la novela.
Lo propio de las máscaras es su intensidad discorde: cada una un
orbe distinto, cada una un objeto independiente, irreductible a otro,
cada una la potenciación extremada de lo distinto, lo raro, lo exage-
rado, lo irreal. Las máscaras son la imposible unidad del universo,
remplazada por la acumulación abigarrada de efectos, de trazos dis-
cordantes, de notas inarmónicas. Las máscaras postulan la disgrega-
ción de todo lazo que vincule y explique a la realidad, pero son a
la vez la exaltación más furiosa, por irresponsable y ajena a la etici-
dad, de las energías demoledoras que hay en los objetos y en los se-
res humanos cosificados. Para un análisis católico, las máscaras mar-
carían el episódico triunfo de lo demoníaco; para un análisis
humanístico, la enajenación del cuerpo y sus consumos de desme-
dro del equilibrio espiritual de la vida; para un análisis sociológico
marxista, una nueva trasposición simbólica, por la cual los produc-
tos de la sociedad burguesa envenenan al hombre alienándolo de su
humanidad. Dentro de la novela los distintos análisis se alternan, su-
perponen y confunden: si por el título es una lectura católica la que
parecería propiciar el autor, los contextos en cambio apuntan fre-
Ca
158 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA
A

cuentemente a las otras lecturas, aunque ninguna de las tres restrin-


ge otras posibles, vista la asombrosa labilidad de las imágenes, su di-
recta fluencia desde un rico inconsciente que les otorga múltiples
significaciones posibles.
Si, como apuntamos al comienzo, el comportamiento de los per-
sonajes queda en esta novela prefijado por la ley que rige a la ciu-
dad, deberíamos reencontrar en las peripecias de los personajes los
temas que en este universo cosificado hemos reconocido: el pasaje
del tiempo sobre los objetos, la pretendida y sórdida humanización,
el descaecimiento en la decrepitud. Y así es: el signo que marca a
estos hombres jóvenes, miembros de una ascendente clase media,
gozadores de la vida, es claramente el fracaso. Son fracasados en un
sentido profundo y oscuro cuando más triunfadores de la sociedad
se presentan. En algún momento corresponderá vocearlo (in vino
veritas), develando lo que evidentemente es una temida verdad si
atendemos a la furiosa reacción del inculpado.
Es un singular fracaso que casi resulta simbolizado en el hecho de
que la mayoría de los personajes (profesionales, burócratas, indus-
triales) son poetas frustrados: del Paredes que copia desvaídamente
a Neruda hasta el comerciante Belandia que en pleno martes de car-
naval no vacila en desenterrar sus manuscritos, todos ellos han es-
crito en su juventud, han confiado en esta disciplina del saber y de
la belleza, pero han seguido adheridos a esa esperanza aun después
de haberla desertado, porque no se han atrevido a destruir los pape-
les, porque reencuentran los poemas juveniles en la cartera de la mu-
jer enamorada, porque siguen soñando con que volverán a la litera-
tura y al arte luego de este período en que todos han debido ceder
a las demandas de la sociedad, a la necesidad de vivir, de comer, ves-
tir, enriquecerse, dando la espalda a las ambiciones líricas en prove-
cho de los buenos negocios que propone la vida adulta.
Pero estos presuntos beneficios que comienzan a coronarlos (aun-
que todavía están a la búsqueda ansiosa del buen cliente) no acarrean
satisfacción sino, exactamente al contrario, vacío espiritual, descon-
cierto, tedio vital, angustia, descontento. En el nivel de la vida espi-
ritual se reproduce el proceso anotado en los demás niveles y la de-
cepción es el producto que equivale al descaecimiento, a la
decrepitud, que observábamos. La sucesión de pequeñas, mínimas
acciones, en que se resuelve el avance de la novela, y que son repe-
titivos encuentros, comidas, acoplamientos, diálogos insustanciales,
É
¡A

-SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA ; 159

borracheras feroces, trámites para conseguir influencias o dinero o


negocios, relaciones públicas, todas ellas funcionan como coartadas
del tedio vital, como maneras de llenar el vacío, como calmantes de
la insatisfacción y la angustia.
La novela propone parejamente una diagnosis de una sociedad,
atravesando todos los niveles en que puede situarse un problema glo-
bal, desde los edificios que conforman la ciudad hasta el sentimien-
to de vacío y la conciencia oscuramente e inexplicablemente culpo-
sa de los personajes. La coherencia con que se plantea la misma
interrogante en todos los campos, revela la unidad de significación
a que aspira el autor y que directamente se contrapone y contrarres-
ta la dispersión y variedad de los materiales, su inconexión y su irre-
solución.
La experiencia significante es desalentadora: nada concreto, cla-
ro, nítido, se alcanza por esta vía. La confusión es la norma que rige
la vida citadina como también la psiquis de los personajes y también
sus destinos: es la confusión del basural en que se trasmuta lo real
y en un estrato aún más hondo y enigmático, esa confusión se llama
«el magma». Reaparece aquí un tema que fue especialmente querido
por los integrantes de El Techo de la Ballena y que sirvió de orienta-
ción al arte informal de Contramaestre. El primer manifiesto del mo-
vimiento fue en verdad el titulado «El gran magma», que apareció
en Rayado sobre el Techo N” 1 (marzo 1961), habiéndolo escrito
en colaboración, siguiendo la técnica del «cadáver exquisito», Con-
tramaestre, Gonzalo Castellanos, Caupolicán Ovalles, Juan Calzadi-
lla, Salvador Garmendia y Edmundo Aray. Ese texto concluye dicien-
do: «El techo de la ballena reina entre los amantes frenéticos, dueño
de una irreconquistada materia». Esa materia puede ser la del «Ho-
menaje a la Necrofilia», o la de la Exposición «Los Tumorales», don-
de se pesquisaba «su sentido oculto, su contenido (llámese pus), su
expresión como pústula salvaje y descarnada, su grito, su glu-glu de
cuerpo ahogado que dialoga hacia la superficie a sabiendas de la sor-
dera del mundo. Es evidente que el tumor, en la desesperación de
su crecimiento mortal, invade nuestras calles y un aliento de carro-
ña oscurece las ciudades» (Contramaestre, 1967).
La investigación de las basuras puede servir de antecedente para
la investigación de la materia, del «magma» informe, de la pura y ra-
biosa explosión de la materia que subvierte el mundo de las formas,
en una rebelión que tiene hondas raíces en las demandas del
160 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

inconsciente, restaurando conjugadamente diversas apetencias. Con-


tramaestre define a Alberto Brandt diciendo que «su pintura se halla
a punto de orgasmo, al borde de la lactancia», agregando que «suc-
ciona las mamas de la ciudad, la piel colgante de la ballena», «su pin-
tura fascina al intestino, es sabor pesado de ingle que no respira por
encima de las ropas», donde los diversos términos apuntan a esa vi-
viente, interior e incontenible energía de la materia.
Simultáneamente a este nuevo campo diseñado por la pintura in-
formal, la literatura había abierto la posibilidad de las zonas prohibi-
das del asco y la abyección (como diría Gide) a través de los inicia-
les textos de Jean-Paul Sartre (Le mur), a los que se agregaría la
experiencia «viscosa» de Roquentin en La nausée. Aquí está la pro-
puesta, decididamente, la investigación de la materia, a través de su
manifestación «magmática», o sea, en su viscosidad e informidad, ha-
biendo sido esta línea del pensamiento sartreano la que malbaratada
por las interpretaciones superficiales hizo del existencialismo de la
segunda posguerra una suerte de naturalismo redivivo, una nueva
complacencia en la suciedad, la brutalidad, lo material por oposi-
ción a la concepción tradicional y algo hipócrita del espíritu.
La narrativa de Garmendia en este período «ballenero» está sote-
rradamente marcada, más que por la lectura de Sartre, por la apertu-
ra que sus libros produjeron en las experiencias que podían ingresar
a la literatura y en los tropismos que podían examinarse para pes-
quisar las atracciones y repulsiones de la conciencia. Pero se inscri-
be en una búsqueda que desborda una restricta influencia literaria,
porque pertenece a una manera de la imaginación en contacto con
las materias blandas, viscosas o resinosas, tal como lo percibe Ba-
chelard (en La terre et les réveries de la volonté, cap. V), lo que cons-
tituye una vía para detectar la singularidad del inconsciente-tipo.
La apelación al «magma» bajo las diversas manifestaciones con que
puede presentarse esa materia primaria, desde el barro húmedo has-
ta la mierda tibia pasando por la viscosa conformación de órganos
internos o la sociedad mucilaginosa, mantiene una conexión estre-
cha con la imagen de la «ballena» y con los mitos que la han venido
circundando a lo largo de la historia (como el bien conocido de Jo-
nás), de tal modo que puede pensarse que la elección del nombre
que se dio El Techo de la Ballena, responde a un asociacionismo psí-
quico cuyas raíces están en el erizamiento o la actividad del incons-
ciente en un determinado momento de la vida de un grupo de jóve-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 161

nes intelectuales enfrentados a las circunstancias de su ciudad y tiem-


po. Aunque habría que cernir con más precisión la imagen compuesta
inicial (que incluye una ballena y un techo de ella), las frecuentes
alusiones de los miembros del movimiento al tema de Jonás que puede
vinculársele y su manejo interpretativo, ya social, ya psicológico, de
la deglución y la liberación de Jonás del vientre de la ballena, permi-
ten investigar la secreta conexión del «magma» con el complejo de
Jonás. Acerca de éste, dice Gastón Bachelard en el capítulo que le
consagra (V) en su libro La terre et les réveries du repos:

Si on leur demande (aux psychanalystes) d'ou vient l'intéret, plus


ou moins sérieux, aporté aux images de Jonas, ils répondent: «c'est
un cas particulier du processus d'identification». L'inconscient a,
en effet, un étonnant pouvoir d'assimilation. 11 est animé par un
désir, sans cesse renaissant, d'assimiler tous les événements, et cette
assimilation est si complete que l'inconscient ne peut plus, com-
me le fait la mémoire, se détacher de ses acquisitions et ramener
au jour le passé. En lui le passé est inscrit, mais il ne le lit pas. Cela
rend d'autant plus important le probléme de l'expression des va-
leurs inconscientes.

Como anotamos a lo largo del análisis de Día de ceniza, la refluen-


cia hacia el pasado, hacia períodos lejanos de la infancia y aún más
distantes, embebidos en la prehistoria de la materia viva, que se re-
gistra en las experiencias de los personajes centrales de la novela,
es un esfuerzo de compensar la multiplicidad devorante de los da-
tos nuevos que provee a la conciencia la vida urbana y que se for-
mulan en desmedro de la identificación honda de la personalidad.
En este sentido, puede entenderse el movimiento titulado El Techo
de la Ballena, como un oscuro, ardiente, revuelto intento de recu-
peración de la identidad (de la personalidad profunda) en el momento
en que ella resulta subvertida por la estructura de la nueva sociedad
urbana que se ha desencadenado sobre el país siguiendo mimética,
servilmente, el modelo que le proponen las grandes ciudades mo-
dernas de la época. En la subversión y destrucción de la personali-
dad preexistentes, a consecuencia de la acumulación de datos reno-
vados y de propuestas ajenas que se le formulan a la conciencia, el
esfuerzo de aferrarse al punto de identificación genera una rebeldía
confusa e inerme, provoca un grito de protesta incomprensible, de-
sencadena una agresión rabiosa contra todo lo que está socavando
las bases firmes de la conciencia. Y por lo mismo origina una afluen-
cia brusca de materiales del inconsciente, una defensa rabiosa de esos
162 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

valores, más allá de todo análisis racional o discursivo, una impreg-


nación con ellos de todas las jerarquías intelectuales, una inmersión
en sus pulsos veraces e incomprensibles.
La misma problemática es la que registramos en Día de ceniza (y
que podría ampliarse mediante la consideración de los cuentos de
Doble fondo), por lo cual la novela se ofrece como el paradigma li-
terario de una época de la cultura venezolana, como la interpreta-
ción siguiendo sus napas más profundas, de una circunstancia per-
sonal del escritor, de la circunstancia afín de un grupo de escritores
y de artistas y, en lo que tiene siempre de privilegiada la experiencia
de estos seres, de la circunstancia que vive una totalidad social o al
menos un importante sector de ella, puesto en trance de transfor-
mación que arrasa sus valores, desintegra su personalidad y subvier-
te las bases de su identificación.
Si Garmendia no sigue los esquemas políticos o sociales que inte-
resaron a los «balleneros», en cambio comparte las bases de esos es-
quemas, las grandes fuerzas que los movilizaron y les llevaron a ha-
cer de centro de su aventura, la restitución del magma, «la materia
en ebullición, la lujuria apagada de lava». Y aunque en su «pre-
manifiesto» se negaron a ser interpretados como «mediums de nin-
gún irracionalismo ni de ninguna idea que pueda tener relación con
la subconsciencia», de hecho fue eso lo que revalorizaron al afirmar
a renglón corrido que vivir no es saber, que lo importante es vivir,
o sea, movilizar todas las energías actuantes de la vida, lo que inclu-
ye las procedentes del inconsciente, aunque no se pueda razonar con
claridad respecto de ellas. En efecto, decían: «Demostrar que la ba-
llena, para vivir, no necesita saber de zoología, pues toda vértebra
tiene su riesgo, y ese riesgo, que todo acto creador incita, será la única
aspiración de la ballena». Cuando años después (agosto 1964) Gon-
zález León trata de contestar a la pregunta enigmática y central, ¿por
qué la Ballena?, apelará al concepto de totalidad («porque la ballena
está en el medio de la bondad y el horror, sujeta a todas las solicita-
ciones del mundo y cielo»), que visiblemente responde a una racio-
nalización que no es suficiente para desentrañar las pulsiones incons-
cientes que depararon ese símbolo. Es mucho más rico, misterioso
y sugerente que las explicaciones que de él pueden darse, y tiene
mucho más que ver con las reclamaciones creadoras del inconscien-
te en un momento en que se lo intentará domesticar bajo el régimen
de prestaciones y de racionalización extremada de la nueva socie-
- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 163

dad neocapitalista que emerge en Caracas, provocando una rebelión,


un atroz golpe de sus aletas natatorias contra los obstáculos que lo
embridan demostrando su potencia, más fuerte que la de los rasca-
cielos y autopistas de Caracas, más libre que todo el sistema social
que allí rige, más bella, lúdrica y gozosa que todo lo que puede ofre-
cer esa irrisoria sociedad del consumo en germinación.

UNA CUENTISTICA ESENCIAL Y CONCENTRADA

1. El género «cuento»

El universo original de Salvador Garmendia puede percibir-


se, perfilado y concentrado, como en la imagen que ofrece un espe-
jo convexo, en sus libros de cuentos!, de tal modo que una totali-
dad narrativa que dispone ya de cinco novelas, logra en la cuentística
reducir las dimensiones, acrecentar las calidades intrínsecas, definir
nítidamente los contornos de una experiencia literaria singular. To-
do ello sin perder nada de la complejidad de las obras mayores y pro-
porcionando, a la vez, un secreto laboratorio para la búsqueda de
nuevas fórmulas artísticas, al grado de que los libros de cuentos se
constituyen en el terreno propicio para los cambios temáticos, para
las invenciones extremadas, que luego más ortodoxamente se des-
pliegan en las novelas.
Esta esencialidad responde al manejo intensificado, en los volú-
menes de cuentos, de los temas y las estructuras estilísticas típicas
de Garmendia, y no a una adecuación de ellos a las condiciones es-
pecíficas del género cuento. Al contrario, en Doble fondo (1966),
en Difuntos, extraños y volátiles (1970) y en Los escondites (1972),
el género cuento no alcanza sino dificultosamente ese nivel autóno-

1 La cuentística de Salvador Garmendia comprende, a la fecha, tres volúmenes:


Doble Fondo, Caracas, Ateneo de Caracas, 1966 (con segunda edición: Buenos
Aires, Galerna, 1968), recopilación de doce cuentos breves con manifiesta inspi-
ración unitaria; Difuntos, extraños y volátiles, Caracas, Tiempo Nuevo, 1970,
colección heteróclita de veintidós textos de dimensiones irregulares y que tien-
de un abanico entre sus cuentos de Doble fondo y una inspiración formalmente
renovada que signa a los cuatro primeros textos; Los escondítes, Caracas, Monte
Avila, 1972, veinticuatro cuentos breves que prolongan la búsqueda del volumen
" de cuentos anterior, confirman los libérrimos procedimientos literarios puestos
en práctica y se incorporan decididamente al género fantástico.
164 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

mo que ha defendido la crítica venezolana, estudiando y teorizando


el cuento separadamente de las demás formas de la narrativa como
el relato, la novela corta, la novela, el apólogo, etc. Cuando Garmen-
dia apela a las formas recibidas de la cuentística hispanoamericana
y compone cuentos sobre los modelos del realismo y el costumbris-
mo tradicionales, con su exposición, desarrollo y desenlace lógica-
mente tramados y su apelación al detalle verosímil («El occiso» en
Doble fondo, «Sábado por la noche» en Difuntos, extraños y voláti-
les), se debilita la peculiar energía de su escritura y la amplia impreg-
nación de atmósferas que la caracteriza, con lo cual presenciamos
un opacamiento de la original visión que sirve de aglutinante de su
creación.
Al contrario, cuando sus cuentos resultan menos «cuentos» en su
sentido retórico consagrado y pueden confundirse con fragmentos
narrativos, descripciones obsesivas o son meros retratos de perso-
najes —así titula, «Personaje», una serie de Difuntos, extraños y
volátiles— o apuntes que podrían estar destinados a la composición
de obras mayores, se alcanza una tensión estilística y una nerviosa,
inquietante captación de la realidad, que los dota de superior esta-
tura artística. Si se examina desde el ángulo del género literario, la
totalidad de cuentos contenidos en los tres volúmenes publicados,
se comprueba una evolución gradual y persistente que ha llevado al
autor del modelo convencional, heredado de la cuentística regiona-
lista, a un sistema de prosas independientes, equiparables a las con-
centraciones líricas de la poesía por su fuerza y su capacidad de sig-
nificar, simples diálogos a veces o veloces bocetos de situaciones
insólitas, para pasar por último a una narración breve que rota so-
bre una situación o un personaje, sometidos a un tratamiento libé-
rrimo que con frecuencia utiliza las técnicas de la narración fantásti-
ca o simplemente maneja climas oníricos, bizarros, extravagantes,
en los lindes de un realismo algo debilitado.
Los primeros textos son cuentos tradicionales, donde se produce
una tensión entre las estructuras literarias rígidas, apoyadas en la enu-
meración realista y la valoración psicológica, por una parte, y por
otra los temas peculiares de Garmendia donde lo extraño, lo mor-
boso, lo descompuesto, buscan manifestarse; ambos materiales son
contradictorios y sus respectivas modulaciones frustran con frecuen-
cia la plenitud artística. Los textos segundos señalan una primacía
de los temas profundos y obsesivos de Garmendia, en detrimento
/
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA ; 165

de las estructuras literarias recibidas, las que se resquebrajan, se amol-


dan torpemente a la necesidad expresiva que mueve al escritor. Los
textos últimos, que ya aparecen en Difuntos, extraños y volátiles,
pero que sobre todo dan la tónica de Los escondites, señalan la ade-
cuación de formas y asuntos, la cual se logra mediante el manejo de
un nuevo modelo, el del cuento fantástico, que tiene en la literatura
del siglo XX una larga elaboración, pero que Garmendia al parecer
recibe por la mediación de la cuentística de Julio Cortázar, vista la
aplicación de alguno de sus recursos (el arte de la transición, por ejem-
plo) y también de algunas de sus obsesiones temáticas.
Por lo anterior, la cuentística de Garmendia no revierte obligada-
mente a un estudio general de su obra narrativa. Reconocemos que
marca a estos cuentos una nota autonómica. Ella autoriza una lectu-
ra independiente: la libertad de la composición, el arrojo y soltura
en el manejo de los materiales, la caprichosa combinación de ele-
mentos con aire experimental, la audacia para el uso de las sensacio-
nes nauseantes pero también de una purificada y aérea fantasía, re-
velan comportamientos literarios específicos. Posiblemente puedan
atribuirse a las más breves dimensiones del género cuento que, se-
gún enseñaba Edgar Allan Poe, propicia más altas intensidades, ten-
siones más extremadas, pero también pueden atribuirse al carácter
fragmentario que frecuentemente se percibe en estos textos y que,
al dislocarse de sus contextos mayores, autoriza el desarrollo de las
leyes internas de la narración, cuando no de la escritura, al margen
de las imposiciones narrativas globales.
Aun en los casos en que podemos reinsertar los cuentos (es el ca-
so de los mencionados de Doble fondo) dentro de la series de las
novelas, siempre funcionarán como entremeses ardientes donde se
acrecientan y resuenan excesivamente los temas y las situaciones que
en las novelas insumen un tiempo y se mueven según circunstancias
más próximas al verosímil psicológico. Se trata, nuevamente, de la
brevedad y la libertad peculiares de esta concepción del género del
cuento, las que conducen a Garmendia hacia territorios desprendi-
dos de las leyes del discurso verista, permitiéndole operar súbitos
desplazamientos en esas dos coordenadas que maneja alternativamen-
te para su escritura: la temporal, que es siempre de escaso brillo y
decisión, y la espacial, donde alcanza un virtuosismo, nada usual en
la narrativa latinoamericana.
La irregularidad con que funcionan esas dos lanzaderas, alterando
166 “ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

repentinamente las normas a que venían plegándose, confiere a los


cuentos de Garmendia, sobre todo desde el segundo período, una
carga explosiva: pareciendo invenciones sacadas de la realidad y tra-
tadas realísticamente, evidencian una tensión interna, una rebelión
con esas ataduras, como si fueran a estallar o se volaran. Efectiva-
mente, esos textos parecieran globos, siempre prontos a volarse, de
tal modo que uno de los temas de esa cuentística —el vuelo, en sus
variadas manifestaciones oníricas y con su flagrante carga sexual—
puede representar en el plano temático el funcionamiento de esa li-
beración del verismo lento, pormenorizado, mustio, que recorría los
primeros escritos.
Así se lo registra en «El vacío», un cuento de Doble fondo, donde
el tema de la caída espantable e incesante en el vacío, de clara inspi-
ración pesadillesca, todavía se organiza con apariencia realista aun-
que admite disociaciones psicológicas. Con mayor libertad reapare-
ce en Difuntos, extraños y volátiles: en «El viaje», «Vuelo y
colisiones», «Difuntos y volátiles»; en este último, la caída se tras-
muta en vuelo y el vuelo en felicidad, plenitud de una recuperada
entrega: «pero yo no podía saber más nada, porque me había solta-
do de la ventana y andaba por ahí, volando». En una literatura tan
penetrada de las imágenes materiales, como es la de Garmendia, es-
ta aprehensión del vuelo sutil y gozoso parece marcar un cambio in-
terior de la cosmovisión que se traduce en múltiples soluciones ar-
tísticas concretas. Así, la mencionada felicidad para la transición,
sustituyendo las anteriores soluciones basadas en el asociacionismo
libre o en el flashback cuando no en el racconto, revela la conquis-
ta de un funcionamiento aéreo, leve, una escritura dibujada con di-
seño pulcro y fino. Si en el volumen Los escondites no se hallan ejem-
plos de vuelo tan categóricos como los citados de Difuntos, extraños
y volátiles, en cambio la mayoría de los textos está penetrada de la
liviandad del fantástico, de la variación constante de escenarios, si-
tuaciones, personajes, dentro de brevísimos relatos cuya esponjosa
levedad responde a una contaminación del espíritu del vuelo.
Lo que en este último volumen se presenta como una conquista
fundamental, es una destreza de la imaginación para articular la mul-
tiplicidad de sensaciones o de imágenes en un tejido único, lo que
al nivel de la escritura se manifiesta por una acrecida capacidad de
precisión, una superación del sistema acumulativo y repetitivo que
en las novelas establecía las intensidades narrativas, y un desarrollo
-- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 167

de las conexiones entre elementos disímiles que se religan gracias


a la libertad para barajarlos que instaura el fantástico. No implica que
necesariamente esas virtudes correspondan sólo a tratamientos fan-
tásticos, dado que algunos de los mejores cuentos manejan historias
realistas que al ser abreviadas en las dimensiones del cuento, fuer-
zan resoluciones irreales para traducir largos paneles discursivos, co-
mo es el caso de «Las Órdenes» o del cuento que da título al volu-
men, «Los escondites».
Más claramente que en sus novelas —donde sobreabundan los ma-
teriales de sostén o de relleno de la exposición realista pormenori-
zada, que equivalen al famoso y denostado «La marquesa salió a las
cinco»—, en los cuentos de Garmendia se vuelve ostensible la ten-
dencia obsesiva de su creación, lo que él mismo ha llamado la acti-
tud «maniática» o, lo que vinculado a las formas de la observación,
ha definido como una «ansiedad maníaca». No aborda la narración
para exponer una totalidad real con su pluralidad de criaturas e inci-
dentes, sino para proporcionar atisbos fragmentarios de una obse-
sión intensa, reiterada, morbosa a veces, angustiosa las más de las
ocasiones, que le sobreviene inexplicablemente y que se le impone
por encima de la vigilancia racional de su conciencia, concentrán-
dolo en un único punto que lo hipnotiza.
Por lo tanto, la literatura asume en él la función de realizadora y
al tiempo de exorcizadora de alucinaciones o neurosis, tal como se
ha visto en maestros anteriores, del tipo de Onetti o quizás de Rul-
fo, que a pesar de sus incursiones por realidades variadas han con-
cluido siendo monotemáticos. Detrás de la mayoría de los cuentos
de Garmendia, éste podría determinar, tal como lo hizo Cortázar para
Bestiario, una génesis apoyada en experiencias obsesivas, salvo aque-
llos pocos relatos donde tal génesis ya ha sido objeto de reelabora-
ción mecánica, deviniendo retórica. Los cuentos auténticos nacen
de una hendidura entre una experiencia atormentada de la realidad
y la trasmutación que cumple la imaginación para compensar o aca-
so extremar aquella inicial irritación que resultaba incomprensible
y no obstante —o por lo tanto— torturadora.
Convendría, sin embargo, desentenderse de este aspecto genético
—por el cual nos remontaríamos dentro de la modernidad, a Kafka,
y en la historia de la literatura, a los románticos alemanes—, ya que
nos remitiría solamente a una psicología del arte. Conviene sustituir
esa pesquisa genética por una primera descripción caracterológica
168 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

del material que nos permita enfrentarnos a la experiencia del texto


más que a las vaguedades o confusiones de la pesquisa psicológica
de los motivos. Antes de hacerlo, no obstante, recojamos de esa zo-
na genética sus manifestaciones más evidentes sobre la expresión li-
teraria. Ellas son: repetición de asuntos sobre la fórmula consagrada
de «tema y variaciones»; alta temperatura emocional que inunda las
estructuras estilísticas y a través de ellas permea significados oscu-
ros; ininteligibilidad estricta de la peripecia que se vierte en las in-
decisiones del relato, en el fragmentarismo que merodea al creador
y que por último desemboca en la sorda resonancia de los cuentos,
cuyos puntos de conflagración muchas veces son bien anteriores a
su desenlace y poco tienen que ver con él.
Tanto la tensión neurótica como el crecimiento ingobernable de
las obsesiones, tienen manifestaciones literarias claras, cuya defini-
ción se alcanza cuando se procede a hacer la descripción externa más
simple de los cuentos. Esas manifestaciones son la consecuencia del
manejo simultáneo y coordenado de los siguientes ingredientes: te-
mas morbosos o alucinatorios o francamente fantásticos; restriccio-
nes del campo de la acción, drásticamente comprimido y, por la mis-
ma operación, exacerbado; utilización insistente del enfoque
subjetivista, ya apelando a la primera persona, ya a una contigiiidad
cómplice del narrador con el personaje literario; resquebrajamiento
generalizado —de la identidad del personaje, de la continuidad lógi-
ca del relato, de la coordinación de referencias ambientales— de tal
modo que el discurso literario resulte discordante de la mera reali-
dad, que es sugerida dentro del texto con alusiones a lugares y for-
mas conocidas por la experiencia cotidiana del lector; ruptura de la
jerarquía verista de los elementos, liberándolos y reinjertándolos en
un montaje que responde a otro orden, lo que se obtiene por el sis-
tema de la concentración descriptiva que permite ampliar un panel
en detrimento de otro, o por las bruscas apelaciones emocionales
—asco, excitación erótica— que subvierten una exposición, por or-
denada y minuciosa que sea, poniendo fuego en los momentos más
inesperados.
Tales ingredientes se evidencian en toda la cuentística de Garmen-
dia y están expuestos sobre su superficie narrativa. Desentendién-
donos del origen psicológico de tales recursos literarios, podemos
atender a estos como los únicos reales y concretos sobre los que pue-
de ejercerse nuestra investigación.
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 169

Debe reconocerse, por último, que los temas obsesivos de que ha-
blamos también atraviesan las novelas de Garmendia -——su obra to-
da, es sabido, respira una coherente y personalísima cosmovisión—,
pero es en los cuentos donde adquieren rotundidad, una a modo de
desnudez provocativa. Se manifiestan por distintos conductos: el va-
cío, la alteración brusca e inmotivada de proporciones, la descom-
posición, los objetos en que se cosifica la vida, los sadismos, la dis-
persión, etc. No están coronados por las habituales represiones
sexuales que alimentan a la mayoría de los productos literarios de
esta índole, aunque la sensualidad, más que el sexo, tiene entre ellos
un puesto inminente. Pero si hubiera que buscar el punto de incan-
descencia de estas obsesiones, el que interpretara su pluralidad des-
cubriendo el común denominador, habría que situarlo un poco an-
tes de la consolidación rígida de las formas, cuando todavía ellas
sirven para delimitar dos zonas que han de tornarse enemigas: lo ex-
terno y lo interno.

2. Memoria ancestral de la materia

Leyendo a Salvador Garmendia he pensado muchas veces


que él arrastra una memoría ancestral, que más que la suya indivi-
dual, incluyendo la tan indiscernible de la infancia olvidada o la de
su familia o linaje, es la memoria de la especie. Y aún antes de que
ella existiera, o sea, antes de que la especie se hubiera conformado
en sus individuos, la memoria de la materia viva que alimenta a la
especie. Como si en él ese inconsciente colectivo ya no respondiera
a una psiquis humana sino a un vago y tenaz recuerdo del animal
prehistórico y, todavía más allá, una vasta, informe, oscura laten-
cia, que es como la respiración y el hedor de la materia aún no es-
tructurada en las formas vegetales, animales, de los tiempos inicia-
les de la creación.
Las tensiones, movimientos, atracciones y repulsiones de esa ma-
teria originaria —que la palabra «tropismos» que utilizara Nathalie
Sarraute teñirían de un falso humanismo— resultan recuperadas por
la memoria, lo que equivale a reconocer que vuelven a ser guiado-
ras de la vida, desbordando las barreras y articulaciones intelectua-
les, racionales, que por millones de años se han ido elevando en las
mentes de los homínidos, en su proceso de ascensión de lo huma-
170 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

no, apartándolos de la concreta experiencia que puede pensarse tu-


vieron, antes que ellos, los estados anteriores de la especie. Las pul-
siones primitivas que han seguido siendo básicas, se redescubren en
determinados estados donde les es posible florar con mayor nitidez:
son aquellos en que no es la inteligencia sino la materia la que juega
su supervivencia, y, por lo tanto, existe y actúa como embozada en
una forma.
Salvador Garmendia se maneja con los mismos recursos del recuer-
do involuntario que constituyó el descubrimiento clave de Proust
para la aventura espiritual que postula A la recherche du temps per-
du, a partir del sabor de una magdalena. Sólo esa memoria involun-
taria es capaz de recuperar lo que la lucidez del recuerdo no puede
atrapar del pasado vivido, o sea, su sensibilidad concreta y real, su
capacidad para resonar en el presente con una contracción del orga-
nismo humano entero parecida a la que se vivió originariamente al
producirse la experiencia que luego fuera olvidada. La afición de Gar-
mendia por los escenarios cochambrosos, las casas decrépitas, los
muros leprosos, no responde meramente a una romántica afición por
el laboreo del tiempo sobre las cosas, sino a que esos fragmentos de
ciudad son verdaderos bancos de memoria, religadores del hombre
presente con el mundo ya ausente del pasado. Dice en «Personaje
Il», de Difuntos, extraños y volátiles:

Sé que un día acabarán por derribar, moler y arrojar bien lejos,


convertido en polvo y cascajos, lo poco que todavía permanece
en pie de una albañilería marchita. Una ciudad habrá muerto y otra
ocupará su lugar. Sus habitantes irán de un sitio a otro como en
una trampa descomunal, sin sosiego posible. El recuerdo despoja-
do de ese elemento, será humo de memoria (p. 136)

A través de esos escenarios, Garmendia no se vuelve hacia el pa-


sado histórico, visto que ellos muy pocas veces destapan el recuer-
do de lo ya vivido (como la baldosa de El tiempo recobrado), sino
que concitan sensaciones anteriores, estados confusos, gratos o in-
gratos, pero propios de una disposición hedonística del cuerpo, os-
cura y vagamente percibida. No sólo la diferencia proustiana entre
el recuerdo y la memoria involuntaria, sino que dentro de ésta una
profundización entre aquélla que puede fijarse en sucesos concre-
tos de la vida individual y la que apunta a la reviviscencia de sensa-
ciones, simplemente sensaciones sin percepción objetiva del mun-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 171

do exterior, que corresponden a períodos indiscernibles de la vida


individual, a su vez rememorantes de períodos anteriores.
Es normal que la memoria involuntaria se trasmita, preferentemen-
te, por los sentidos secundarios —el gusto, el tacto, el olfato—, pe-
ro cuando irrumpe el centelleo confuso de una evocación, un tenaz
esfuerzo de la inteligencia trasmuta el sabor de la magdalena en las
mañanas dominicales de Combray. En Garmendia la pulsión de los
sentidos secundarios, especialmente intensa, no concurre a develar
formas históricas precisas, sino a reavivar sensaciones increíblemente
primitivas, placeres que se dirían anteriores a los entendimientos
mentales del cuerpo. En sus cuentos, el tacto, y más agudamente,
el olfato, abastecen las evocaciones, desempeñándose con cierta auto-
nomía como dueños que orientan tras de sí al cuerpo. En Doble fon-
do, el cuento significativamente titulado «Estrictamente personal»,
muestra una serie de alucinaciones del espacio y de las proporcio-
nes, a partir de una experiencia táctil de las texturas:
En esos momentos, el enervamiento parcial de los sentidos o, por
el contrario, la lúcida excitación de los mismos mediante una exa-
cerbación de las texturas más próximas y un grado de iluminación
enteramente plana —a base de poderosos spots—, que hace desa-
parecer los medios tonos, descubre, al vuelo de un segundo, sor-
bos inquietantes, variaciones de luz y de color y roces que perdu-
ran sobre la piel (p. 39)

Más explícito, en su segundo volumen de cuentos, anota que la


composición literaria misma responde a una incitación de las texturas:

Estoy tratando de escribir un cuento con la Madama de personaje


principal. Siento moverse en mi cabeza todo el asunto, percibo la
textura de la pasta, el calor de esa masa con vida que palpita allí
dentro y presiona con deseos de salir... (p. 138).

En el mismo cuento ya citado, «Personaje Il», Garmendia alude al


«juego del ciego», del que existe versión anterior minuciosamente
desarrollada en «Menos Julia», de Felisberto Hernández, y que con-
siste en confiarse a «las delicias del tacto y establecer por esa vía una
relación personal con los objetos». En el cuento «Un hombre de»,
de Los escondites, ya resulta elaborado con sentido de las estructu-
ras más que de las texturas como todavía se lo registra en el mencio-
nado Difuntos, extraños y volátiles. Mientras el personaje de Felis-
berto Hernández (del volumen Nadie encendía las lámparas) saborea
en silencio, sin confesiones, las sensaciones que el juego le propor-
172 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

ciona, Garmendia no sólo explicita el placer oscuro, primitivo, que


extrae de las experiencias táctiles, sino que además las asocia con
las procedentes del olfato, emparejando las dos. Anota que ambas
concurren a una excitación de los genitales, con lo cual subraya el
carácter hedonístico de estos impulsos de los sentidos secundarios,
la sensualidad que de ellos se desprende y que puede cotejarse con
la que dependerá de la sexualidad ya localizada que es propia del
universo adulto.

Un roce cualquiera era capaz de despertar, sólo por una vez, sen-
saciones insospechadas, regresiones insólitas en el olfato o en los
genitales (p. 134).

Efectivamente, el tacto parece un sentido demasiado evoluciona-


do, comparado con el olfato, que es uno de los contactos con el mun-
do exterior más atrofiados en el hombre. Sin embargo, en esta lite-
ratura el olfato adquiere principalía, delatora, como en otros
escritores recientes —recuérdese el García Márquez de La bojaras-
ca o de Cien años de soledad— de una capacidad de religamiento
con el pasado ancestral. O, dicho de otro modo, la supervivencia
de fuerzas primitivas que se manifiestan dentro de las artificiales for-
mas de la cultura moderna.
Consciente de esta sensibilidad, Garmendia ha explicado en sus
cuentos esa capacidad mnemotécnica del olfato. En «Cuentas viejas»,
de Difuntos, extraños y volátiles, dice:

Este escenario ha vivido pegado a mí a la manera de ciertos olores


viejos que se nos atraviesan entre las ideas y, de año en año, apro-
vechan cualquier resquicio para hacerse sentir (p. 75);

pero lo reciente en su literatura es el manejo obsesivo de lo que él


llamó en Doble fondo con fórmula feliz, el olor vivo de cosas co-
rruptibles, donde se establece como prueba de vitalidad el proceso
de pudrición que signa a toda materia orgánica. Lo vivo es lo co-
rruptible y sólo es posible la descomposición en aquellas cosas que
tienen, que han tenido, vida; al punto que también podría pensarse
que la corrupción, ese olor nauseabundo, es la memoria involunta-
ria de la vida perdida y olvidada. Cuatro años después, al publicar
Difuntos, extraños y volátiles, insistirá en esta idea del olor como
índice de lo viviente, asociándolo a lo humano:
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 173

olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los


vestidos de mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas
descompuestas (p. 12).

Tomando los libros de cuentos de Garmendia se podría hacer un


catálogo de referencias olfativas: «el olor viejo de su uniforme», «un
olor de fruta podrida», «el olor tibio de las heces», «el vaho de en-
cías podridas», «cierto olor denso y bien dosificado, producto de los
agujeros y porosidades de los cuerpos», «un estiércol antiguo de don-
de se desprende el olor de incienso, de suciedad humana, de esper-
ma y de aceite quemados» (todos de Doble fondo); «el olor que se
siente en las frazadas y los trajes usados», «un rancio olor de podre»,
«aquella fetidez mohosa desprendida de las paredes», «el olor a vieja
muerte que debe estar dentro de mí» (de Difuntos, extraños y volá-
tiles), en Los escondites se ha producido una notoria disminución
de los datos olfativos, en beneficio de los visuales y de los auditivos
(el cuento que da título al volumen) pero aún se conservan textos
que están consagrados al tema, como «Un ángel! de alas sucias» don-
de hay «un aroma como de flores secas y líquidos que envejecieron
y se enturbiaron agrios, en sus frascos» y un «vapor azufroso» y un
«ángel grueso y pestilente». Toda esta serie apunta siempre a la mis-
ma experiencia de obsesiva reiteración (aunque ella sufre de un apa-
gamiento a lo largo de los textos de los tres libros) representada por
el olor de la descomposición de la materia viviente: su prototipo es
el olor de las defecaciones, que es el que contribuye con mayor ener-
gía al religamiento con el tiempo prehistórico. Así lo dice, irónica-
mente, el hombre flaco de «Ensayo de vuelo» en Difuntos, extraños
y volátiles:

hubo una edad postdiluviana en que estos mastodontes se pasea-


ban a sus anchas por un planeta enfangado y oscuro, llenando el
aire de mugidos y pestilencias. Es posible que la idea de sus enor-
mes deyecciones provoque en las mentes glotonas la envidia por
los fabulosos hartazgos que seguramente cometerían aquellos que
posteriormente ocuparon una tierra prodigiosamente fecundada
por tales inmundicias (p. 57-8).

Pero es en «Maniquíes», de Doble fondo, donde un repentino parén-


tesis sobre la excitación que le producen las letrinas al personaje na-
rrador patentiza esa oscura regresión. El placer es tan intenso que
envuelve, colma, al personaje, lo recorre con corrientes placente-
ras, y le confiere entonces conciencia primaria elemental, de qué es
174 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

el cuerpo. Como si avivara una percepción material, exclusivamen-


te material, de la sustancia íntima de la vida:

Encontrarme entre sus maculadas paredes, es efectuar un suave pro-


ceso de inmersión en un pozo de tibios vapores. Pronto esa caja
sellada se encuentra a kilómetros de profundidad en los limos de
la memoria; pierdo entonces los hilos de la trama y mi verdadero
personaje sale a flor, festejado y alabado por todos mis deseos se-
cretos sin importarle este cuerpo semidesnudo que me pertenece
tan fielmente, con toda la materia húmeda que se mueve dentro
como una ostra en su valva (p. 69).

Si creyéramos que esta terca presencia de la materia en descom-


posición corresponde a un voluntario efecto de provocación por par-
te del autor, como es característico de algunas experiencias de lite-
ratura abyecta existencial, habríamos perdido de vista aquella
característica obsesiva que rige su creación.
De acuerdo con lo propio de esta vía inventiva, las imágenes fun-
cionan como cristalizadoras y real-izadoras de los fantasmas obsesi-
vos destinados a la operación de exorcismo que reclama urgente, an-
siosamente, el creador. Frecuentemente estas imágenes aparecen
impregnadas de sensaciones placenteras a modo de oscuras viven-
cias primitivas, pero a su vez insertadas en estructuras de riesgo, de
bruscas caídas, de angustiosas experiencias inminentes.
La descomposición maloliente está rodeada, en la literatura de Gar-
mendia, por un círculo de prevenciones y de agoreros maléficos.
De hecho esta descomposición funciona como un extraño enlace
entre la urgencia vital, el codicioso mordisco sobre las carnes, y el
otro gran tema, el de la cosificación de la vida. Del mismo modo
como se pasa constantemente de lo interno a lo externo, se pasa,
en la constelación temática de la cuentística garmendiana, de lo vi-
viente a lo muerto, del cuerpo humano a los objetos. Ese proceso,
que es el de la cosificación hasta hacer de ésta una temible fuente
de perversiones, transita por la descomposición de la materia, por
el olor que de esa experiencia se guarda como un recuerdo involun-
tario y distorsionado de la vida.
Resonancias de esta problemática pueden recuperarse en textos
muy posteriores. Así, en la novela Los pies de barro, se encuentra
una descripción de cómo se le presenta al autor la forma novela, que
puede emparentarse con estas imágenes que trazan la constelación
de sus temas profundos.
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 175

había empezado a escribir una larga historia, divisable en su tota-


lidad a modo de una amplia cobertura vítrea, en cuyo interior de-
bía circular cualquier materia cálida y sanguínea (p. 95).

3. El proceso de cosificación

En la cuentística de Salvador Garmendia se instaura un uni-


verso de objetos independientes, separados entre sí y suspendidos
en el eterno vacío, los cuales son acrecentados por extendidas cosi-
ficaciones: por entre ellos flota deambulante, como único elemento
vivo e intelectivo, una conciencia que observa, describe y mide. Es-
ta conciencia que es el último reducto de un yo atenuado, actúa des-
prendida de su cuerpo, el cual se cosifica y fragmenta a imitación
del resto del universo, asumiendo pareja autonomía a los objetos.
Estos, como los astros, seguramente se rigen por leyes —aunque ellas
aún siguen siendo impenetrables— y su autonomía no se identifica
con la propia del fantástico, sino que se manifiesta en una reordena-
ción de las proporciones de los elementos del sistema general don-
de están insertos, alcanzando tamaños y colocaciones que descalifi-
can la función reguladora del observador. A la conciencia
observadora le será imposible comprender las leyes de los desplaza-
mientos, cambios de forma, variaciones de tamaños o disociaciones
que se producen en el objetivamente mundo exterior, limitándose
a observar los fenómenos y consignarlos: esa es la función de la lite-
ratura. Pero la extrañeza con que contempla ese universo que le es
ajeno y enajenante, su cauto retroceso o rechazo de sus efectos lite-
ralmente mortales, genera un clima que impregna al sistema de ex-
trañeza, emparentable aunque no asimilable con la específica de los
estados oníricos de la literatura surrealista.
La génesis de esta experiencia y algunos de sus momentos privile-
giados pueden encontrarse en el cuento «Estrictamente personal»,
cuyo título quizás apunte a la confesión de los estados psicológicos
de que parte el autor. La excitación del sentido del tacto por la tex-
tura áspera de una corbata provoca la inmovilización de los objetos
habituales del baño y su alejamiento, generando la angustiosa y re-
pentina desproporción de los elementos de una realidad que simul-
táneamente se petrifica. Sucesivamente tendremos: la visión de un
parque geometrizado que tiene un observador situado en un balcón
176 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

alto, pero con dimensiones suficientes como para que pueda despla-
zar los árboles alargando simplemente el brazo o derribe de un gol-
pe de uña una glorieta; una grieta escondida —como la aspereza ini-
cial de la corbata— crece, recorre circularmente la habitación y la
parte en dos mitades que flotan en el vacío; un resquebrajamiento
generalizado de las paredes y revestimientos de mármol del edifi-
cio, hace de las baldosas hojaldre que se pulveriza bajo el peso hu-
mano; por último se asiste a la cosificación del propio cuerpo. Rígi-
do sobre una cama es observado por la conciencia, mientras los
enfermeros lo lavan para colocarlo en la carroza negra que espera
afuera.
La extrañeza inicial, el súbito alejamiento de los objetos, su creci-
miento o disminución, su destrucción por leyes internas siempre re-
lacionadas con oquedades (resquebrajamiento) y la inclusión del pro-
pio cuerpo en la cosificación, son expuestos en el cuento como una
predisposición de la imaginación, capaz de una acción transforma-
dora de lo real sólo comparable a la que en estos mismos cuentos
generan las imágenes de la caída en el vacío. Ni siquiera necesitará
a veces de la excitación sensorial que la desencadena. En cualquier
momento del día la conciencia-narrador registrará el repentino fun-
cionamiento autónomo de los objetos, pero tal vivencia resultará pri-
vilegiada por una participación emocional, expectante, angustiosa,
hedonística. En el cuento «Toc-Toc» (Doble fondo) explica esta sen-
sibilización de los objetos:

Todo el ámbito a mi alrededor se ha sensibilizado como si una co-


rriente conectada al piso lo reactivara, alimentando los objetos que
se han hecho ahora más aguzados, más nítidos y llenos de un agre-
sivo brillo...

Este proceso se extiende a la cosificación de los seres humanos,


que se produce de modo repentino y crece en forma alucinante has-
ta dominar íntegramente la realidad. La cosificación humana nos re-
mite a la imagen de los maniquíes, solución por la cual Garmendia
pide disculpas en su cuento «Maniquíes» (Doble fondo), sabedor
de
su vulgarización por el abuso que de ella hizo el surrealismo francés
y sus dóciles discípulos universales. No es la imagen del «maniquí
»
por lo tanto la que nos pueda dar la pista de la originalidad
de la
operación cosificadora en esta cuentística, sino su funcionamiento
posterior dentro de la peripecia narrativa.
De hecho el maniquí es una solución literaria romántica para tra-
Y

SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 177

* suntar el conflicto que genera a una cultura tradicional la emergen-


cia de la sociedad maquinista y burguesa contemporánea. Por ser una
solución en los orígenes le ha sido legada a todas las instancias pos-
teriores del proceso evolutivo de esa sociedad, cada vez que la am-
pliación de su base humana o el progreso interno han reiterado la
conflictualidad originaria. Posiblemente no haya ejemplo más pul-
cro de esa imagen inicial que la Coppelia de Hoffmann, a la cual Gar-
mendia rinde un indirecto y disimulado homenaje en el cuento «An-
cianas» (Difuntos extraños y volátiles), al reponer, dentro de una
sucesión abierta e inconexa de imágenes de la rutina y de la cosifica-
ción, un episodio clave del relato hoffmaniano al cual no creo que
haya llegado por lectura directa sino por impregnación similar de
atmósferas.
Este homenaje a los orígenes románticos, se prolonga con invo-
luntarias asociaciones a instancias históricas del tema. Otro de sus
grandes momentos corresponde al novecentismo italiano dentro del
cual se fragua tanto la adhesión entusiasta a la máquina del futuris-
mo de Marinetti como la ambigua retracción ante ella que describe
Bontempelli en su comedia Minnie la cándida. El cándido persona-
je de Bontempelli descubre con horror que todos los seres humanos
son fingidos, falsos, mecánicos y por lo tanto in-humanos, salvo aque-
llos torpes, ridículos, imperfectos, porque esas, concluye, son las con-
diciones específicas de lo humano, las que lo distinguen del perfec-
cionismo maquinístico. Del mismo modo, en el cuento «El señor
duro» (Doble fondo) Garmendia asume el más objetivante punto de
vista para describir a un hombre dormido como si fuera un ser me-
cánico, al punto de dudar por un instante de si no es así. El redescu-
brimiento de la humanidad se hará por un equivalente de la imper-
fección bontempelliana, donde se patentiza la sensibilidad de
Garmendia: por su olor.

Semejante imagen del señor Duro, convertido tras su aparente ves-


tidura humana, en mecanismo de relojería, podría llegar a envol-
vernos si voluntariamente nos concentráramos en ella: ruedeci-
llas, engranajes, áncoras... Pero es inútil. La toalla sombreada por
la grasa, el cuello recogido de una camisa, cierto olor vivo de co-
sas corruptibles que flota en el aire...¿Cómo extraviarnos enton-
ces en caprichos?

La primacía otorgada a los olores, la atracción por el hedor de lo


corrupto, las imágenes reiteradas de los detritus fecales, se vinculan
178 ¡ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

a la experiencia de cosificación como sus elementos oponibles. Sólo


puede entendérselos en este contexto, o sea dentro de un universo
de objetos inconexos que se duplica como un universo de hombres
cosificados. La prueba de la humanidad es el recuerdo —el olor—
de la existencia orgánica; es el proceso de desintegración de la for-
ma mediante una progresiva inventiva, inesperada evolución: la del
cadáver que se corrompe. !
En «Maniquíes» y en «Muñecas de placer» (Doble fondo), así como
en «El impostor y su víctima» y «Estar solo» (Difuntos, extraños y
volátiles) se desarrollan distintos momentos de esta cosificación en
su vertiente bien garmendiana. El universo se va poblando de seres
de pasta, semejantes a los que sonríen detrás de los escaparates de
los negocios. La imagen de la figura humana tras un vidrio, de la cual,
por lo tanto, sólo recibimos gestos incomprensibles y con la cual no
mantenemos relación afectiva, establece el tránsito con las imáge-
nes de los maniquíes en los escaparates. En «El impostor y su vícti-
ma», las parroquianas de la pastelería se van envarando («la dama rusa
esquelética», «una rígida profesora de canto o maestra de ballet») y
devienen muñecos mecánicos encerrados en recintos de vidrio a los
que se podría dar cuerda, imagen que se repite en «Estar solo» cuan-
do el personaje mira «a la gente que pasa en carrerita, las vidrieras,
los gestos danzantes de los maniquíes», encontrando repentinamen-
te en ellos a su propia cara duplicada en otro ser, cosificada y enaje-
nada, por partida doble.
En estos casos y más notoriamente en los de Doble fondo, Gar-
mendia maneja una subrepticia explicación psicológica que reduci-
ría el campo de la experiencia a la perversidad de un destripador de
mujeres o de diversos tipos de onanistas. Efectivamente, en los ca-
sos extremos que exponen estos cuentos, el autor se siente obligado
a apelar más que estrictamente a perversiones, al funcionamiento de
la imaginación en libertad total, como si dijéramos a su libertinaje,
en lo que parece una obligación de verosimilitud del relato cuando
éste pertenece a una tesitura realista. Mientras el autor se mantenga
apegado, como ocurre en Doble fondo, a conformaciones veristas
de la literatura, debe obedecer sus reglas, aunque ya advierte que
en la mera realidad, fuera de los delirios de la imaginación, también
se produce la cosificación. «Maniquíes» concluye así:

Pero, ¿es que acaso vale la pena seguir forzando la imaginación


hasta límites tan extremos, cuando desde esta mesa de café
al aire
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA / 179

libre, bajo el trazo inagotable de las luces y el paso de tantos ros-


tros macerados en agua de colonia, sigo viéndolos detrás del cris-
tal, con sus cuellos tensos, sus líneas angulosas, sus ojos petrifica-
dos, realizando ahora e interminablemente su juego?...

La experiencia de cosificación de lo humano, en efecto, contagia


a diversos cuentos por múltiples accesos laterales, delatando su am-
plitud y generalidad, que si bien se torna visiblemente mórbida en
sus situaciones límites, no deja de integrar como dato capital la cos-
movisión sustentadora de esta narrativa.
Esa cosificación se produce paralelamente a la pérdida de la iden-
tidad y de la vitalidad, siendo seguro preanuncio de muerte:

segunda faz, rígida y dominante, que va brotando desde atrás, ape-


nas se disipa el amoroso calor, la audaz y artificial temperatura del
primer impulso; que es un tallado verídico de mis propios rasgos
en que la realidad se adensa, se congela, se cierra en su propia du-
reza como una escueta y parca simulación de muerte. («Estar solo»)

Del maniquí en que la cosificación trasunta al ser humano, Gar-


mendia recoge una nota afín a sus Otras preocupaciones, merced a
la cual puede apropiarse originalmente de un tema tradicional, ya
que lo inflexiona dentro de su cosmovisión: es la percepción aguda
de la costra rígida del contorño, la apreciación de la forma endure-
cida en torno a un vacío, al hueco que esconde pero que a la vez
delata. «Sus cuerpos, por supuesto, son huecos» dice de los seres co-
sificados (en «Maniquíes») y al ponerse a imaginar la «animación» de
una de estas figuras, encuentra la causa de aquel agrietamiento que
en «Estrictamente personal» dominaba a la totalidad real:

se esfuerza terriblemente y consigue que sus labios soldados se res-


quebrajen en silencio, su pequeña frente se agriete como una cás-
cara de huevo.

La cosificación produce cáscaras. No petrificaciones, sino vacia-


dos. Meras formas congeladas, de tan escasa consistencia, que fácil-
mente se las destruye:

Acabo de pisar un torso completo. Lo he golpeado con la punta


del zapato y el sonido hueco que produce se mezcla al gran mur-
mullo humano donde ahora se oculta ese continuo astillamiento.

Gracias a esta sustantivación, una imagen tan trivial como la del


«maniquí» adquiere representatividad, es una nueva instancia del de-
sarrollo secular del tema. La cosificación, pues, sólo proporciona para
180 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

Garmendia, objetos aparenciales, simples superficies rígidas que se


quiebran como endebles cáscaras; proporciona huecos disfrazados
bajo endebles formas humanizadas. Es ese el tratamiento de «Los pe-
ligros de Paulina», aunque el tema en este caso, como en los demás
cuentos de Los escondites, se ha revestido de una pizca de humoris-
mo que evapora la dramaticidad del tema y le concede una vertien-
te lúdrica.
Que esta experiencia supera el radio personal y trasunta una co-
yuntura social amplia se le puede sospechar a través de un cotejo
entre dos modelos de prosa que hace Garmendia superponiéndolo
al de dos modelos de ciudades —el europeo y el caraqueño.

...Construida, diríamos, como de largos y uniformes períodos de una pro-


sa educada y fácil de imitar, tan diferente a la despedazada sintaxis ur-
bana que me he acostumbrado a leer sin desconcierto.
(«Impresiones de viaje»)

La «despedazada sintaxis urbana» corresponde a un estado inter-


medio entre la destrucción de un orden anterior y la instauración
de un nuevo orden, los que obviamente tienen su representación en
sectores sociales diversos y en formas particulares del violento pro-
ceso de modernización cumplida en Venezuela en las últimas déca-
das. Garmendia es el testigo —y el narrador— de esa transferencia
que se objetiva en el despedazamiento del antiguo barrio de El Si-
lencio, en Caracas, con la violenta incorporación de la moderniza-
ción urbana que ha creado la superposición visible e inestable de am-
bos órdenes. Estos edificios que surgen de viejos jardines, esas
avenidas que arrasan antiguas casas señoriales, son manifestación de
cambios sustanciales en el seno de la burguesía nacional, incorpora-
ción de nuevas capas sociales, adopción de costumbres modernas
—y por ende, universales— de modo epidérmico, homogenizacio-
nes culturales conforme a patrones extranjeros, destrucción de tra-
diciones vivas, criollas y nacionales, modificación de la sensibilidad
social, arrasamiento de su tempo y de su ceremonial, superficializa-
ción de los valores morales. La experiencia de cosificación que se
registra en la cuentística de Garmendia debe verse sobre ese trasfondo
que más explícitamente se puede seguir en sus novelas. Lo vivo y
lo muerto de una sociedad, lo que se descompone y lo que se cosifi-
ca lo que se mimetiza superficialmente y lo vivo, original, intenso
y secreto, todo ello tiene su expresión en estas construcciones de
Garmendia, que diseñan su personal apropiación del conflicto so-
y

SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 181

cial de su tiempo como una angustiosa destrucción de valores


humanos.
Pero ese plano sociológico de la explicación, no agota los signifi-
cados de esta literatura. De él, Garmendia recoge como evidencia
vital, a la cual se ha ido plegando despacio y hasta dificultosamente
pero que por último ha absorbido e integrado a su literatura, la per-
cepción del cambio incesante, el pasaje rápido de un estado a otro,
el imbricamiento de una situación en otra, la alternancia urgida que
la movilidad social de la ciudad y las estructuras culturales urbanas,
imponen. Lo que en literatura se ha llamado el arte de la transición,
después de haber sido en sus comienzos el arte del montaje.

4. Dialéctica dentro-fuera

Si recorremos la obra de Garmendia desde Los pequeños se-


res hasta Los escondites comprobamos una evolución que lo lleva
de un fijismo inicial casi paralítico (regodeíndose morosamente en
las situaciones, empozándose en los estados de ánimo, deteniéndo-
se parsimonioso en el lento discurrir de las cosas) a una pasmosa ve-
locidad y armonía para la transición (sostenida por una impune li-
bertad) como la que en el primer cuento de Difuntos extraños y
volátiles le permite atravesar puertas, volverse invisible, deslizarse
por una cuerda, caer al vacío, flotar, por último aterrizar en el pa-
raíso y pasar la hoja del libro mayor, o en Los escondites perderse
en escenarios paralelos a la realidad y dentro de ellos tener amores
y peleas.
Es cierto que Garmendia se pliega a una línea rectora del arte na-
rrativo contemporáneo, el cual ha llegado casi a confundirse con el
mero arte de lo transicional, con maestros avezados como Cortázar
o Fuentes o Vargas Llosa, en Hispanoamérica. Dentro de su genera-
ción venezolana, donde tanto se ha logrado en esta dirección, él ha
alcanzado envidiable soltura, facilidad de encadenamiento y flota-
ciones a través de distintas zonas de la realidad y la fantasía, aprove-
chando incluso las personales tendencias a la fragmentación y la di-
sociación que estaban en sus primeros libros para reconvertirlas al
sistema de la transición.
Este arte se vincula en su cuentística a los temas del viaje, del trán-
sito, del pasaje y, hondamente, a una tensión temática —que €s si-
ki
182 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

multáneamente estilística— de su literatura, a la cual ya hemos alu-


dido: la que expresa la dicotomía dentro-fuera y que puede estimarse
central de su cosmovisión y su escritura. En La poética del espacio,
Gastón Bachelard ha definido esa tensión como una dialéctica:

Dentro y fuera constituyen una dialéctica de descuartizamiento


y la geometría de dicha dialéctica nos ciega en cuanto la aplica-
mos a terrenos metafóricos. Tiene la claridad afilada de la dialéc-
tica del sí y del no que lo decide todo. Se hace de ella, sin que
nos demos cuenta, una base de imágenes que dominan todos los
pensamientos de lo positivo y de lo negativo,

y citando a Jean Hyppolite, ha establecido que el «mito de la forma-


ción de lo de fuera y lo de dentro es el de la alienación que se funda
sobre esos dos términos». En pocas literaturas como en la de Gar-
mendia, la tensión dialéctica dentro-fuera está tan presente, abar-
cando zonas plurales de la realidad exterior que él elige para su lite-
ratura así como la instalación de las criaturas narrativas con relación
a las fuerzas externas. La existencia de un conflicto entre ambas zo-
nas y la tensión subsiguiente son las que contaminan las peripecias
narrativas, aun las aparentemente triviales, con secreta angustia que
tanto puede ser paralizante como activante. Esa tensión agudiza so-
bre todo la percepción de lo fronterizo, del linde que separa ambos
campos y a través del cual se opera, o se acecha, la transición. Su
sensibilización mayor es hacia esa zona de contacto por una pode-
rosa razón: en Garmendia lo vasto-exterior está siempre a punto de
devorar o disolver lo concreto-interior, debido a la distinta natura-
leza, concentración y esencia de ambos, por lo cual el límite se trans-
forma en región de tensiones y de resoluciones definitivas. La opo-
sición dialéctica de lo dentro y lo fuera se resuelve por eso a través
de una teorización de las fronteras, la cual, dado que hablamos de
arte, se traslada 2 una teorización de las formas: ellas resuelven los:
límites, las extensiones, los modos, las presencias; ellas protegen,
consolidando la existencia independiente de lo dentro, salvándolo
como vida.
Como es propio de la literatura de Garmendia, el conflicto se ex-
presa trasladado a percepciones corporales:
este cuerpo semidesnudo que me pertenece tan fielmente, con to-
da la materia húmeda que se mueve dentro como una ostra en su
valva. («Maniquíes»)
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA , 183

Lo de dentro se equipara a una materia viviente mucilaginosa, ex-


pandida libremente en un espacio que cerca un límite rígido, indis-
pensable para conferirle forma y evitar su disgregación. En la expe-
riencia humana profunda, la percepción de lo dentro está asociada
a «la humedad y el calor de las fibras, esa tentadora y palpitante des-
nudez como un órgano secreto» («Toc-Toc»), sensibilización que cla-
ramente intensifica la idea de materia, pero de una materia diríamos
original, anterior a las formas, el protoplasma viviente que luego se
va consolidando en estructuras cada vez más complejas y por lo tan-
to en formas cada vez más cerradas e invariables. Lo de dentro vie-
ne regido por esa memoria ancestral que permite conservar la sensi-
bilidad para lo vivo in-forme, capacidad que resultó avivada por
circunstancias concretas de la evolución de la sociedad caraqueña,
si pensamos especialmente en las aventuras plásticas (Contramaes-
tre) y algunas aventuras poéticas (Pérez Perdomo, Calzadilla) del gru-
po El Techo de la Ballena.
Como esta dialéctica de lo dentro-fuera y esta concentración so-
bre el límite están contaminadas por la experiencia de la cosifica-
ción que reproduce otra instancia de la tensión dentro-fueray pres-
ta el puente para el pasaje de lo privado a lo social, la percepción
de la frontera se hará bajo la forma de una cáscara que a veces con-
tiene la materia viva, como en el caso de la valva, y otras veces es
sólo la costra rígida del maniquí vacío:

en realidad toda su figura era como una cáscara: su pelo engoma-


do, la cara redonda soldada a los hombros, el flux negro de paño
grueso. Una cáscara dura que debía esconder algo. («Personaje»l)

La imagen vuelve una y otra vez en los cuentos, con las mencio-
nes obsesivas propias de esta literatura: «y él vuelve a encontrar allí
su rostro paralizado, seco como una cáscara»; «el maniquí viviente
se ha despojado de la careta»; «entonces floto y siento cada una de
mis partes y toda mi cáscara».
Pero en ningún texto esta dialéctica y esta frontera en que se re-
suelve, se explanan con tanta minuciosidad y rigor como en «No-
che, 9.30» de Doble fondo. Aquí la experiencia de la forma —como
cáscara de un contenido— se produce primero en el caso concreto
de uno de los monstruos del circo; en segundo término absorbe gra-
dualmente al narrador que pasa a ser él también materia viva dentro
de una cáscara más amplia que lo contiene junto con todos los mons-
truos circenses y hasta con sus espectadores. El «fenómeno» exhibi-
184 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

do a la curiosidad «esconde bajo esa careta de goma un rostro repul-


sivo y deforme» nos dice inicialmente el narrador, quien percibe el
cuerpo de ese ser expuesto como «tieso y duro —creo que si lo toca-
ra con los nudillos en el pecho daría un sonido hueco— y soldado
con la rigidez de un maniquí de sastre». Pero en este caso no es hue-
co y diríamos que su cosificación es incompleta; debajo de la costra
hay materia. Cuando el monstruo de circo se arranca la careta, la
descripción de la cabeza subraya esa presencia de la íntima materia
viva, informe:

se levanta un muñón rojizo, lustroso en partes y en otras cubierto


de arrugas con algunas zonas arenosas y blancas. Sólo sus ojos se
mueven, perfectamente vivos en medio de aquella tierra devasta-
da, como gusanos en sus capullos.

Es una descripción muy similar a la del brazo despellejado en «Toc-


Toc», puesto que en ambos caso se avizora la intimidad de lo den-
tro, tras la pérdida de la cáscara o de la forma.
Pero decía que esta experiencia se amplifica. Más adelante «la ne-
gra carpa gris con su estruendo de chatarra» deviene la cáscara don-
de se sumen como materia viviente los espectadores:

estamos atrapados bajo el caparazón de una enorme tortuga y nos


movemos en el fango de sus intestinos como en una cámara regia.

Dentro de ella, sumido en el vientre del animal, entre sus excre-


mentos, se repite aquel alzar de los ojos del hombre-monstruo, quien
los movía hacia fuera como gusanos. El narrador asume ahora esa
situación tipo, anteriormente expuesta en el cuento, ya que también
él emerge un poco de la cáscara:

saco la cara, entonces, fuera de la concha, como una lombriz por


un agujero, y siento el aire frío de la noche, el olor de la noche,
un olor vegetal.

Frecuentemente en las novelas de Garmendia los rostros huma-


nos son descritos como pellejos arrugados, como cáscaras de frutas
podridas, apuntando a una contaminación de las formas por el flujo
y descomposición de la materia viva interior. La inestable tensión
de lo dentro-fuera se traduce en los distintos tipos de formas que
asume la cáscara: en esas formas «informes» de los rostros está pre-
sente la vitalidad y la verdad como en los malos olores, del mismo
modo que en las formas tersas, pulidas y endurecidas, de los mani-
A - SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA
$e

185

E,
quíes y los muñecos, se ha trasuntado la enajenación cosificante. Las
formas rígidas testimonian aquí lo muerto, lo hueco, en tanto que
la corrupción da testimonio de la vida. Creo que en esa dilemática
debe filiarse el alejamiento cada vez mayor de Garmendia respecto
a las estructuras rígidas que todavía presidían sus primeros libros:
en La mala vida la organización general de la novela resulta conta-
minada de estos impulsos de descomposición, de este arrugarse y
plegarse de la materia, más como pellejo que como cáscara.
Sin embargo, el tránsito entre ambas zonas se ha ido acentuando,
junto con la mayor pericia en el arte de la transición. Se pasa vivaz-
mente del estrépito de la ciudad de sol y ruido a los intereses som-
bríos y muelles, estáticos y silenciosos; se pasa de las apariencias bu-
rocráticas congeladas a las manías y perversiones secretas gozadas
en una ansiosa intimidad; se pasa de la extensión ajena y homogé-
nea a la intensidad particular; se pasa de una imaginación prolonga-
da y ramificada a una inmediatez disonante, siendo la mayoría mo-
vimientos hacia dentro, rescates de lo vivo.
En los Difuntos, extraños y volátiles, aparecen más movimientos
hacia fuera, entregas intrépidas a procesos de inmersión en lo vasto,
a pérdidas de la materia que no son equiparables a cosificaciones res-
quebrajantes. En el cuento inicial del libro, la puerta —que es uno
de los temas analizados por Bachelard como equivalente metafórico
del límite— se atraviesa con soltura para disolverse en lo extenso
que es lo invisible:

Siempre había por delante una puerta, un espacio claro, abierto,


que era necesario atravesar —eran puertas altas y angostas— con
la seguridad de quedar imantado por el fluido que ocupaba por
completo la delgada capa de aire blanco detenido en el marco.

El narrador ha agudizado el arte del tránsito, lo que implica una


salida, un afuera. Ha cedido la tensión dialéctica; la misma frontera
se ha tornado elástica, permite la expansión hacia el exterior, pero
eso no acarrea pérdida de la vitalidad, apenas sí de su materialidad
que resulta trasfundida a una liviandad gozosa que si bien es vista
humorísticamente en «Ensayo de vuelo» (Difuntos, extraños y volá-
tiles) con impostación literaria bien inusual en Garmendia, es tam-
bién explicada interiormente en «Difuntos y volátiles» (Difuntos, ex-
traños y volátiles) como una verdadera transustanciación. Estamos
evidentemente ante una aceptación y superación de los conflictos
que exponía su arte narrativo.
186 y ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

LA NOVELA INFORMALISTA

1. El narrador monotemático

El venezolano Salvador Garmendia es ejemplo de narrador


monotemático, de escritor que se concentra sobre un único tema pro-
fundo, el cual lo preocupa en grado suficiente como para atenderlo
con exclusividad, respondiendo a las que parecen insistentes deman-
das de ese núcleo. Por eso sus novelas se presentan como sucesivas
reelaboraciones de ese tema central que tiende a devenir único y que
se percibe transparentado bajo el nivel de la realización que es don-
de funcionan las variables literarias: asuntos, personajes, ambientes,
tiempos, técnicas, etc. Pero incluso este nivel, que es donde se ex-
presa con mayor soltura la buscada singularidad de los asuntos con
sus plurales peripecias y sus variados personajes, recibe la imanta-
ción del tema profundo. Este influjo puede medírselo por la tenden-
cia de ciertas líneas creativas a reducir la gama de variaciones argu-
mentales, constriñendo los asuntos a límites que los aproximan a
repeticiones.
Tal tendencia reductora, sin embargo, se ejerce de manera más no-
toria sobre los procedimientos estilísticos, más que sobre los asun-
tos, visto que aquellos (y el tema básico) se encuentran frecuente-
mente más cerca de ese lenguaje autárquico que, como dice Barthes,
«sólo se sumerge en la mitología personal y secreta del autor». En
la zona de los procedimientos de composición se puede registrar una
restricción dentro de las variaciones posibles que los conduce a pre-
ferir un solo acorde. De modo tal que el monoacorde estilístico tra-
duce el monotematismo profundo, en una suerte de paralelismo. En-
tre ambos puntos extremos de la creación literaria, queda
comprimido ese campo de la escritura donde cada novela o cada
cuento es una invención única e irrepetida, o sea, el nivel de la in-
vención argumental y situacional, que habrá de resultar sitiado por
la homologación que se establece entre estilo y tema.
El término tema no acarrea, forzosamente, una precisa conceptua-
ción, lo que permitiría traducirlo a un lenguaje intelectualizado, si-
no que alude a un complejo donde hay ideas, sensaciones, sentimien-
tos. Más estrictamente, podría definírselo como una constelación de
imágenes que, como tales, convocan y eluden la conceptuación. Ellas
guardan entre sí conexiones estructurales —visibles o soterradas—
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, SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA , 187

que vinculan sus diferentes elementos componentes, incluso aque-


llos que parecen discordantes.
La consideración crítica de esas constelaciones es una vía que lle-
va a aprehender, simultáneamente, dos órdenes complementarios:
uno imaginario y una cosmovisión. La constelación de imágenes, en
efecto, es consecuencia de la actividad del imaginario que sobre ella
imprime sus formas y funciones, pero además en ella puede leerse,
interpretativamente, una cosmovisión, en la medida en que resulte
posible inferir el código que rige las equivalencias y las valoraciones
de las diversas imágenes. Pero como ni uno ni otra pueden enten-
derse como absolutos, ni siquiera como hallazgos invariables que de-
terminarían de una vez para siempre al escritor, es sobre la articula-
ción de imágenes que conforman la constelación que se proyecta la
acción dinamizadora del tiempo, del espacio, de la circunstancia, en
una palabra, de la historia. No sólo porque se trata de la experiencia
constante de la vida, con su cambiante sucesión de imágenes, sino
porque éstas traducen momentos de la evolución de una concien-
cia, las transformaciones y las convicciones que en ella se han ido
implantando. Por eso la historia no será simplemente un dato gené-
tico, externo a la composición de imágenes, sino un constituyente
de la constelación; será una de las normas internas que sirven para
edificar la realidad artística; más aún, una de las funciones que regu-
lan la estructura de la constelación de imágenes.
En la operación de la escritura, el monotematismo no responde
a ningún tipo de fuerza superior que rija al escritor, encarcelándolo,
tal como se teorizó en el siglo pasado. Es una proposición concreta
que el autor formula y que por lo tanto él ha resuelto considerar con
asiduidad o incluso con exclusividad. Puede que psicológicamente
el autor se sienta dominado por las pulsiones del tema (Je suis han-
té...etc.) abandonándose oscuramente a la mistificación de la inspi-
ración romántica, pero de hecho la escritura implica una elección
responsable y libre. Del mismo modo que en la historia de la narra-
tiva contemporánea el monotematismo es de adquisición reciente,
vinculándose a la llamada crisis del realismo, alejándose de lo que
seguía siendo, tras la enseñanza del siglo XVIII, el proyecto creador
de los escritores del XIX (románticos, realistas O naturalistas), con
lo cual aparece como una aportación históricamente datable y gené-
ticamente filiable en el campo de la cultura, del mismo modo la op-
ción monotemática del escritor resulta consentida por la estructura
188 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cultural en que él se encuentra inmerso y es paradójicamente una


manera de su adecuación a ella, visto que la entrega o refluencia ha-
cia el universo interior responde, tal como paradigmáticamente lo
instituyera el período romántico, a la contextura de la sociedad re-
cién instaurada por la burguesía y a las demandas que ella formula.
El progreso de una narrativa hacia el monotematismo implica la
entrega creciente a esa «mitología personal» y puede emparentarse
con el acercamiento de algunos pintores al monocromatismo. El an-
tecedente de este proceso de Garmendia fue ilustrado con anteriori-
dad, en la pintura venezolana, por Armando Reverón. Este, en la me-
dida en que se desentendió del medio encerrándose fuera de sus
solicitaciones, desarrolló una pintura sobre unas pocas proposicio-
nes temáticas profundas, con ayuda de técnicas afines, reiterativas,
que hicieron del color blanco y del mínimo contraste de la tela des-
nuda sus expresiones preferidas. En el caso de Salvador Garmendia
las explicaciones son distintas: el monotematismo avanza progresi-
vamente en su narrativa en tanto el autor conquista resonancia en
su medio cultural: es cuando sus primeros libros vuelven a reeditar-
se, cuando la curiosidad de las páginas informativas de los diarios
se dirigen hacia él, cuando recibe el Premio Nacional de Narrativa
(1972), que sus obras van marcando un adentramiento tesonero en
el monotematismo: Los pies de barro, de 1972, se ofrece como una
duplicación de La mala vida, de 1968, o como una instancia agudi-
zada de una misma pesquisa, sobre un mismo material, en una mis-
ma circunstancia. Memorias de Altagracia, prolonga, en 1974, el
movimiento de recuperación de ese pasado que había sido vivido
enigmáticamente, tal como se lo venía exponiendo en los dos libros
citados, de tal modo que desde La mala vida hasta estas fragmenta-
rias memorias de infancia dadas a conocer en 1974, se puede seguir
un desplazamiento armonioso que por etapas progresivas, casi cro-
nológicas, lleva al autor desde la vida adulta hasta la propia infan-
cia, retornando ordenadamente a los orígenes. Los dos volúmenes
de cuentos del período (Difuntos, extraños y volátiles, de 1970, y
Los escondites, de 1972) permiten descargar lateralmente el circuns-
tancial interés por los asuntos variados, pero sobre todo sirven de
laboratorio al perfeccionamiento de los recursos estilísticos.
La novela La mala vida, que cerró un primer período de la obra
de Salvador Garmendia, se presenta como auténtica línea divisoria
dentro de su producción. Por una parte reitera el esquema de Día
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SALVADOR
ao
GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 189

de ceniza (1963), con lo cual pone fin al principio de variaciones


sucesivas de los asuntos novelescos que singularizó la composición
de las tres primeras novelas del venezolano (Los pequeños seres, 1959,
Los habitantes, 1961 y Día de ceniza) mostrándolas como exáme-
nes de diversas agrupamientos de seres humanos, lo que autorizaba
incluso, una vaga clasificación sociológica. Por otra parte, esa nove-
la apunta a la iniciación de una investigación que ya no se dirigirá
a determinar la situación de ciertos seres, en lo que esto implica de
aceptación de esquemas sociológicos, sino la pura condición huma-
na, lo que nos transporta a los lindes de una cierta metafísica de la
materia a partir del examen de la experiencia vital recorrida por el
autor, a la que éste apela directamente.
Este segundo período narrativo, que va de 1968 a 1974, se carac-
terizará tanto por el monotematismo como por un refinamiento de
las técnicas expresivas. Estas se tornan más sutiles y eficaces para
desentrañar el tema profundo, con lo cual se vuelven también reite-
rativas. Por su parte, dentro del monotematismo se deberá incluir
un esfuerzo (más intelectivo y racional que en las obras anteriores)
para considerar críticamente esa misma tendencia, como si el autor
hubiera asumido, con mayor rigor, en la conciencia, los rasgos pri-
vativos de su arte, y se decidiera a rastrear su génesis, explicar sus
motivaciones, explanar sus significados ulteriores.

2. El informalismo en literatura

En la constelación de imágenes que traduce el tema profun-


do de la narrativa de Garmendia, se encontrarán varias que apuntan
a ese «magma» original que constituyó la obsesión de los artistas y
escritores que se agruparon inicialmente en el movimiento vanguar-
dista El Techo de la Ballena (1961-1968): la materia viviente en sus
estados primigenios, la sustancia elemental con su textura íntima,
la descomposición de lo orgánico que mediante un pasaje por lo sór-
dido y repugnante permite avizorar el principio de sus trasmutacio-
nes formales.
Estas imágenes en sus diversas inflexiones concretas, que van des-
de la carne despellejada hasta la materia fecal, pueden articularse en-
tre sí gracias a un elemento que les sirve de eje, a lo largo del cual
se nos van revelando como instancias de un proceso de significación:
190 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

aquel que podríamos designar como «informalista», entendiéndolo


fuera de su impreciso significado en las artes plásticas aunque con
él vinculado. Siendo una incesante pesquisa de lo que permanece fue-
ra o por debajo o por encima de la construcción definitoria que otor-
gan las formas, deviene al fin una pura suma de diversas y variadas
formas que han adquirido equivalencia, pudiendo intercambiarse co-
mo datos de una analogía perfecta. Con lo cual el concepto de for-
ma queda cuestionado. Y a la vez superpotenciado el principio ana-
lógico, característico de la poesía.
Dado que ni en las artes plásticas ni en la literatura tiene cabida
el concepto de «informe», éste sólo puede alcanzar sentido dentro
de una relación proposicional interna (de las letras o las artes) que
vincule y oponga una determinada estructura formal a otra estruc-
tura igualmente formal. Así, las dicotomías que desde la inaugura-
ción de los tiempos modernos vienen enfrentando bajo una ley de
oposición a las fórmulas estéticas que se producen sucesivamente
en juego de acciones y reacciones (el clasicismo y el barroco, el neo-
clásico y el romántico, el realismo y el impresionismo) apuntan a
ese tipo de relaciones internas; no hacen sino mostrar la superación
de un diseño pulcramente dibujado, que maneja formas ya estable-
cidas y reconocidas colectivamente como tales, por otro diseño que
a los beneficios del contorno prefiere la intensidad y expresividad
de los materiales, haciendo que sean éstos los que imponen una for-
ma en apariencia «informe». Sólo en este enfoque que subraya el juego
de oposiciones internas, adquiere sentido la concepción «informa-
lista» pues en ella simplemente se establece unlazo de enfrentamiento
con una expresión artística inmediatamente anterior: en este caso
el arte geométrico, el abstracto o las diversas manifestaciones del ci-
netismo que estaba en boga cuando su aparición y contra las cuales
insurgió.
El «informalismo» es una denominación que dentro de la plástica
contemporánea designa una operación estética perfectamente deli-
mitada y precisa, pero no ocurre tal cosa en la literatura. Los recur-
sos técnicos del «informalismo» en la pintura son conocidos y están
inventariados por la crítica, en particular la española, pero no se los
ha detectado en la literatura y aún podría pensarse que ésta rechaza,
por su naturaleza, tales procedimientos. Pero del mismo modo que
las categorías establecidas por Wólfflin para definir el arte barroco
europeo han podido trasladarse parcialmente de la plástica a la lite-
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8 SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA POE


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ratura del mismo período histórico, también podrían manejarse equi-


valencias entre los recursos artísticos del «informalismo» plástico y
las técnicas literarias que nos resultan emparentadas a su misma ór-
bita de valores.
El «informalismo» de la obra de Salvador Garmendia, puede ras-
trearse en cada uno de los tres niveles de su escritura (tema, asunto,
estilo) para observar en qué medida los contamina a todos con una
misma impregnación que en cada uno de ellos se traduce bajo meca-
nismos específicos y diferentes. En primer término está representa-
do por el tema profundo. Quizás el más acuciosamente observado
y analizado en sus novelas, a medida que ellas, desde Día de ceniza,
cobran magnitud y plantean ambiciosas búsquedas, es el tema del
«magma» originario, de la lava material que forma el mundo, de los
estados coloidales y mucilaginosos que hacen la interioridad de los
cuerpos. Dentro de la constelación de imágenes que expresan el te-
ma profundo, numerosas son las que elaboran una materia «infor-
me». Es curioso observar que surgen dentro de las novelas como re-
pentinos puntos de apoyo de una ilación oscura que se va tramando
por debajo de la peripecia narrativa más visible. No desempeñan una
función visible, ancilar, de los argumentos, ni contribuyen a las di:
versas articulaciones que hacén progresar el asunto novelesco, sino
que irrumpen al margen de esos andariveles, impregnan la narración,
aromándola y aun pervirtiéndola, y actúan como señaleros de otra
articulación, más profunda, menos lógica y casual, en la cual se re-
vela el tema esencial de estas novelas.
Pero además de expresarse en los temas, el «informalismo» afecta
otros niveles de la creación: visiblemente se ejerce sobre las formas
estilísticas; también sobre la zona intermedia y más flagrante de la
obra, representada por los asuntos, personajes, etcétera.
Respecto a las primeras pueden señalarse algunos comportamien-
tos característicos de Garmendia que destruyen todo diseño dibuja-
do y racionalizado de las escenas o de los personajes, en beneficio
de una construcción barroca, con bruscos centros de luz y color y
también con bruscas sombras y trasmutaciones. Con métodos des-
criptivos que tienen deudas superficiales con Faulkner y Céline, el
narrador atenta sin cesar contra la estructura causal de las escenas
o la continuidad lógica de la exposición, procurando en cambio que
tanto las situaciones como el decurso narrativo se organicen respon-
diendo a irrupciones emocionales que dominan y arrastran los ma-
192 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

teriales contiguos, o por el manejo de detalles que son magnificados


hasta la deformación, contaminando con sus condiciones visuales
al resto de los objetos. Es la característica manera descriptiva de Gar-
mendia que define, desde la primera línea, la novela:

Entonces vino el tipo aquel de los bigotes de cepillo, con su gorro


de pelo malo, porque el cabello era un auténtico gorro negro y
carrasposo encajado en la frente y me dijo como si...(p.7).
tipito de los anteojos, tan horrorosamente limpio que llega a re-
cordarme una de esas salas de baño impecables, aromatizadas con
pastillas de olor (p. 8).
expresarse en un español correcto aunque perfectamente reseco,
compuesto de palabras de madera que se le atarugaban en la boca
(p.9).
el precario juego de bielas y pistones (esta manera de manosear
palabras y más como éstas que en el acto trasmiten un sabor acei-
toso, me deleita) que desde hacía un rato tartamudeaba en mi fosa
torácica (p.12).

A esto debe agregarse que no sólo se quiebra la exposición narra-


tiva o el posible decurso lógico, sino que los golpes de intensidad
muestran una especial afinidad para evocar imágenes, sensaciones
o elementos de tiempos pasados, religando los datos de diferentes
tiempos sin anuncio previo, asociándolos en un funcionamiento re-
vitalizado y creando, por lo tanto, un amasijo confuso donde las imá-
genes de un tiempo resultan animadas y distorsionadas por las imá-
genes de otro tiempo, éstas encubiertas bajo aquéllas, pero
irrigándolas y manipulándolas secretamente.
Tales operaciones se complementan con otras, afincadas en los ras-
gos privativos de la escritura de Salvador Garmendia, las cuales con-
curren en el campo de los recursos estilísticos a la misma tendencia
«informalista» que revela el tratamiento de los temas. El estilo de Gar-
mendia es dominado por la pasión de las descripciones que sin ce-
sar paralizan la acción y levantan dentro de la ilación narrativa gran-
des paneles estáticos, como cuadros o fotos fijas que el autor se
complace en traducir a palabras. Esas descripciones se concentran,
barrocamente, sobre un único detalle definidor del objeto (cosa, pai-
saje, persona), el cual es elaborado minuciosamente y completado
con la colaboración de comparaciones, metáforas, asociaciones li-
bres. Respecto a él todo el resto del objeto se suma en una confusa
niebla, se transforma en la cola de un cometa del cual sólo se paten-
tiza su cabeza ígnea.
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 193

La mala vida, por ejemplo, se inicia con la descripción de los ojos


de un personaje enteramente ocasional, la señorita Stela. Esos ojos
son vistos morosamente y la descripción que de ellos se ofrece es
suficientemente explícita como para tornar innecesarios otros da-
tos respecto al personaje. Un solo detalle, magnificado, duplica su
capacidad de individuación física con una subrepticia individuación
psíquica, mediante un sistema de correspondencias no explicitado.
De similar manera, la verruga del personaje Level será presentada
como una definición del funcionario capaz de concentrar sobre sí
la atención hedonística del protagonista-narrador.
En Los pies de barro se aplica el mismo sistema, aunque con una
libertad operativa mucho mayor, una destreza y velocidad para com-
poner la imagen que recuerdan los mejores efectos de los cuentos
fantásticos de Garmendia, pero con la misma concentración en el
detalle revelador que se extiende hasta transformarse en retrato glo-
bal. Ejemplo, esta descripción de Pancho:

Es una larga reunión de huesos afilados que aparecen a punto de


descuadernarse cuando, por ejemplo, una rara especie de tic ner-
vioso lo obliga a estregar la cara contra el hombro izquierdo, a tiem-
po que fuerza un movimiento como de alas ahuecadas, elevando
ambos brazos (p. 33). +

Ambas tensiones de la novela (la correspondiente a las imágenes


evidenciadoras del tema y la propia de los recursos estilísticos), se
armonizan en esta dirección «informalista». Entre las dos queda co-
mo comprimido el nivel de la peripecia: argumento, acción, conflicto,
personajes, decorados, comienzan a ser objeto de una reducción, co-
mienzan a resultar entorpecidos, desfibrados. Pierden su autonomía,
su capacidad para incidir independientemente sobre el suceder na-
rrativo; devienen elementos sordos, pesados monocordes, confusos
y registran una incipiente parálisis. Del mismo modo que desde Día
de ceniza (inicial postulación) y desde La mala vida (ya francamen-
te) la narración se detiene y empoza, rotando sobre ese imán que
le otorga la constelación de imágenes que articulan el tema profun-
do, del mismo modo se va registrando paralelamente una fatiga in-
terior de la acción y de los personajes, un ablandamiento de sus per-
filados nítidos, incluso una progresiva disolución.
Dentro de esa inclinación, llegados a Los pies de barro compro-
bamos la disgregación acrecentada del nivel argumental: se da un paso
decidido dentro de la tendencia esbozada anteriormente. Todavía
194 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

en las novelas anteriores podía registrarse una cierta planificación


argumental, con el manejo de estructuras de la acción que encauza-
ban y limitaban la orientación protoplasmática de la escritura, fun-
cionando como continentes formales para contenidos en expansión
informe. Pero en La mala vida y sobre todo en Los pies de barro,
se registra un notorio descaecimiento de esos elementos conforma-
dores, tanto los que confieren la forma narrativa a través del enca-
denamiento causal de una peripecia, como los que cumplen idénti-
ca tarea mediante el desarrollo metódico de la vida de uno o varios
personajes.
Los pies de barro hacen honor al título: la novela carece de un
asunto preciso que se proponga desenvolver en sus trescientas pági-
nas y por lo tanto de una motivación explícita que articule la suce-
sión de los episodios con criterio finalista (tal como lo ha teorizado
Forster al definir el género novela); pero además tampoco dispone
de una personalidad cuya aventura individual pueda reemplazar con
ventaja esa carencia de asunto y motivación argumental. En ese ni-
vel de los asuntos la novela registra un empobrecimiento, que ha de
beneficiar simultáneamente el nivel de los temas profundos y de las
operaciones estilísticas armonizadas con ellos, pero que visiblemente
desatiende algunas de las atracciones fundamentales del género na-
rrativo como lo son la variedad de las acciones y la originalidad de
las personalidades (la suma de ambas explica buena parte del éxito
rotundo de Cien años de soledad) y que, como ya ocurriera con La
mala vida, desdibuja la obra, apaga su nitidez y precisión, la dota
del leve aire confuso de una fotografía flou, borrosa.
Es difícil determinar cuál es el asunto central de la novela, el que
da sentido motivador a las pequeñas situaciones. También es difícil
desentrañar las motivaciones de los personajes, inclusive del prota-
gonista, Miguel Angel, y en todo caso ni el asunto utilizado ni las
motivaciones de personajes responden a las formas recibidas en la
literatura para producir el interés novelesco, desdeñan francamente
esos criterios que han seguido empleándose en la narrativa contem-
poránea y muy especialmente en la latinoamericana. En apariencia
el personaje central es Miguel Angel: efectivamente es su conciencia
la que permite construir la novela, sirviendo de espejo a diversos
sucesos que en ella van irrumpiendo sin que participe su voluntad,
lo que implica un traslado expectante al devenir de la realidad. Mi-
guel Angel es el escritor que observa y registra el mundo circundan-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA : 195

te, acechando en sus operaciones y no dentro de sí las motivaciones


para sus textos literarios. Es un escritor inexperiente, torpe, prime-
- rizo, que avanza tanteando por un camino que aún desconoce, que
sobre todo no sabe por qué ni para qué escribe, habiendo recortado
de su tarea toda motivación explícita, como si la escritura se justifi-
cara por el solo hecho de estar escribiendo o reflejando lo que si-
multáneamente se produce en la realidad objetiva y en la subjetiva
de su conciencia.
Lo que Miguel Angel escribe no es el diario del novelista ni en la
obra se debaten los problemas del escritor ante la creación artística
(salvo incidentalmente), ni se procede a teorizaciones sobre la com-
posición, sino que la novela que presuntamente escribe Miguel An-
gel es el recuento de su vida en los mismos días de la escritura. Esas
páginas que va escribiendo concluirán titulándose Los pies de ba-
rro, de tal modo que si debiéramos establecer en el nivel de los asun- .
tos alguna motivación de la novela tendríamos que decir que ella se-
ría la escritura de una novela. Entendiendo por tal función el registro
inconexo de las actividades corrientes del escritor improvisado (Mi-
guel Angel), de sus relaciones con otras criaturas accidentales (Gra-
ciela, Julio, etc.) y de sus esfuerzos por aprender la escritura narrati-
va. Todo eso es recogido por este narrador primerizo en forma
periódica, a medida que el material se va produciendo, según lo ve
y lo padece, sin pretender buscarle ningún otro sentido ni aparente-
mente interpretarlo. Hay una actitud ascética, como de investigación
de laboratorio, que veda al narrador toda intervención prejuiciosa
en el material que está observando: no interpreta, no propone, no
organiza, no da forma, no elabora. Si la novela, según la famosa de-
finición de Stendhal es un espejo que se pasea a lo largo de un cami-
no, aquí, mucho más que en los textos stendhalianos, eso se ha tor-
nado verdad y en apariencia al narrador sólo le cabe una función
especular.
Ese proyecto ya se había evidenciado en La mala vida, confirién-
dole su específica condición errabunda. Desde las primeras páginas
se confesaba explícitamente su inmotivación, haciendo que la nove-
la surgiera a partir de hechos y personajes comunes e insignificantes
en cualquier momento no previsto del tiempo, como un ejercicio
de registro verbal de la realidad que puede emparentarse con algu-
nos mecanismos de la escritura automática de los superrealistas. Co-
mo en ellos, Garmendia trata de generar un vacío de la motivación,
196 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cuyos efectos son conocidos en la experiencia poética de aquellos:


una renovación de lo cotidiano, una espontaneidad creativa, un des-
cubrimiento de lo insólito, de las energías operantes fuera de los cua-
dros intelectualizados y convencionales de las sociedades. No bien
en La mala vida, ha hecho la descripción inicial de los ojos de Ste-
la, agrega:

Advierto de una vez que no poseo ningún motivo deliberado para


haber echado a andar mi relato a partir precisamente de Stela (co-
mo no sea por el hecho inmediato, acaso dominante en extremo,
de ser ella quien se mueve en este momento ante mis ojos); pude
haber elegido cualquier otro punto de partida para establecer el
impulso inicial y es posible que todo hubiera empezado a mover-
se al mismo ritmo (Level, por ejemplo, ahora que cambio hacia
él la mirada y distingo, por fuerza, su verruga en la frente pues
a fin de cuentas permanezco aquí en mi reluciente escritorio gris,
en mitad de un buen día que a nuestros ojos se divisa perfecta-
mente plano y consistente (p. 8).

La misma operación se reencontrará en Los pies de barro, donde


constantemente se nos informará de lo accidental del comienzo de
la novela con la descripción de la reunión intelectual en casa de Edith.
Miguel Angel no sólo será el narrador, sino el único que imbrica los
dos planos, el de la realidad que sigue desenvolviéndose y el de la
novela donde la registra. La planificación argumental resulta así sus-
tituida por su contrario: el escritor no planifica ninguna novela, no
compone un argumento, no inventa unos personajes, no estructura
una acción ni desenvuelve sus motivaciones, sino que, bajo un es-
fuerzo por aprender a escribir, por llegar a ser algo que cree se pare-
ce a un escritor, se limita a llevar registro de la vida que hace él y
sus amigos, partiendo de cualquier punto de la sucesión (que en este
caso es la escena del coctel intelectual) que sirve para dar inicio a
la novela, para seguir acopiando los incidentes no interesantes de
la vida de estos seres comunes a la espera que de ella se desprenda
algún motivo o significación.
La acción de la novela pasa a ser la falta de acción programada de
la vida. La planificación narrativa pasa a ser el caos mismo de la exis-
tencia cuando ésta se percibe al nivel de su acaecer inmotivado. Las
rígidas formas del arte literario pasan a ser las informes modulacio-
nes del suceder cotidiano, azaroso, inseguro, imperfecto, amorfo.
La literatura, en fin, pasa a ser la vida, quiere tercamente ser nada
más que vida corriente con su materia prima y su constante hacerse
SALVADOR GARMENDÍA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 197

y deshacerse informe. En este tránsito es visible la búsqueda de ese


estado «informal» que abastece la temática profunda de la narrativa
de Garmendia y que ahora es elevada (o concientizada) al plano de
asunto mismo de la novela. Esta, por lo tanto, tratará de lo «infor-
me» de la vida humana en una determinada ciudad, tiempo y circuns-
tancia, y hará de este «informalismo» el cuerpo integral de la narra-
ción, al edificarse ese asunto en una manera acumulativa, insegura,
variable, improlija, en una palabra, «informe», siempre que esa pala-
bra sirva para definir la existencia humana y también para explicar
el aspecto aparente de la creación artística.
No puede esconderse que hay en esta proposición un sutil proce-
so de elaboración artística, que ella exige una tarea acuciosa del es-
critor para que la «forma» narrativa exprese lo «informe» narrativo
y éste, a su vez, traduzca lo «informe» vital. Todo esto no puede lo-
grarse si no es a través del más esmerado artificio. Pero eso no impi-
de que los distintos niveles en que se va desarrollando la concep-
ción «informalista», desde los temáticos hasta los estilísticos pasando
por los argumentales y de personajes, queden marcados por tal ex-
periencia, asuman trayectos inconexos, cambiantes, repetitivos, que
resultan necesarios para traducirla y el lector viva la impresión de
que asiste, a lo largo de las' páginas, al desenvolvimiento de un
«Magma».
Para conseguir esos efectos, Garmendia ha apelado en ambas no-
velas a un no desdeñable conjunto de datos autobiográficos, referi-
dos a uno de los períodos de su vida en que se repartía entre el tra-
bajo en la emisora radial y sus primeras luchas con la expresión
literaria de donde habría de salir su primer título, Los pequeños se-
res. De estos años ha extraído, para estas novelas, personajes, situa-
ciones, decorados, pero además de estos materiales objetivos, ha res-
catado inquietudes, sensibilidades, atmósferas, una problemática
general. A través de esta percepción subjetiva de un tiempo pasado,
la lucha por la creación artística se ofrece tan dificultosa y confusa
como la lucha por la vida auténtica; ambas son la misma cosa y am-
bas se producen dentro del barro original al cual no logran modelar
de una sola vez en formas categóricas, únicas y definitivas, por lo
cual apelan a incesantes ensayos, fracasos, pruebas, correcciones,
agregados, que se presentan como una serie de sucesivas formas, pa-
recidas entre sí y a la vez distintas; acercamientos discontinuos a una
soñada forma perfecta y por lo tanto bocetos formales que guardan
198 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

entre sí cierta equivalencia, cuando no pueden considerarse sinóni-


mos y por lo tanto sustituibles mediante una cómoda operación ana-
lógica.
Esta sinonimia posible de formas que entre sí son distintas, origi-
nadas en diferentes tiempos y en puntos renovados de una sucesión
temporal, constituye la base teórica de la concepción «informalista»
que esta literatura aplica. Gracias a ella es posible desdibujar los lí-
mites rotundos que distinguen unas cosas de otras y las hacen autó-
nomas, irreductibles a una sustitución, dotándolas en cambio de ad-
herencias, imprecisiones, leves modificaciones permisibles, que
concluyen desdibujando sus límites, su independencia, confundién-
dolas. Sobre el rigor de una precisión formal única vence en ellas
la energía voluntariosa, oscura y espesa de un contenido emocional
y material. Sería posible a partir de esta comprobación, ir a la bús-
queda de las relaciones que puedan existir entre tal concepción «in-
formalista» y la sociedad latinoamericana en la circunstancia concreta
vivida por el escritor, lo que posiblemente permitiría inquirir sobre
la génesis, social y no sólo individual y psicológica, de una paradóji-
ca forma literaria que se expresa por lo «informal». Con lo cual tam-
bién haríamos un atestiguamiento de autenticidad latinoamericana
en el comportamiento creador del escritor y simultáneamente vol-
veríamos a comprobar de qué manera una estética o una escuela ar-
tística externa al continente puede ser aprovechada para expresar
cabalmente una circunstancia espiritual específica de su evolución
histórica interna.
Los pies de barro y La mala vida señalan la conquista de una ho-
mologación generalizada, de una estricta equivalencia entre los tres
niveles de su narrativa: temático, de asuntos y personajes, estilísti-
cos. En los tres se ha logrado, paralelamente, el abandono previo de
toda planificación y de toda rotundidad formal. En cambio se ha ele-
gido con lucidez un desenvolvimiento reiterativo pesado, terco, de
las múltiples aproximaciones formales que van engendrando la con-
cepción de lo «informe».
Para estatuir esa unificación Garmendia forzó los tres niveles a de-
pender de un solo hilo conductor, colocado al nivel de los asuntos
y personajes y gracias al cual puede retrotraer a todos a la confusa,
repetida, oscura, amorfa experiencia de la vida. Consistió en contar
un presente que voluntariamente no es nada interesante, en el mo-
mento de su germinal formulación en la conciencia; a medida que
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 199

se compone confusamente dentro de ella según los azares y las cir-


cunstancias casuales, sin pretender rescatarlo con una capacidad ex-
presiva (lingúística o literaria) que supla sus imprecisiones, borrosi-
dades o insuficiencias, sino, al contrario, exagerándolas mediante el
empleo de un personaje que quiere ser escritor pero que todavía ca-
rece de dominio del instrumento expresivo. El proyecto es bien ries-
goso: el proyecto de tal imprecisión y tal confusión fácilmente pue-
de dejar de ser un proyecto formalmente perfilado, para ser
meramente imprecisión y confusión, desprolijidad.

3. La narrativa como psicoanálisis

La falta de planificación, la estricta dependencia del hecho


presente, la libertad aparencial con que la conciencia registra sus es-
tados, la recuperación de la expresión espontánea que se acepta y
valora por su autenticidad sin atender a sus torpezas o insuficien-
cias, todo eso no configura una situación realista, normal o prome-
dial, objeto de la elucidación literaria y por lo tanto puente para des-
cubrir la realidad intrínseca, el secreto fondo de la vida y del arte,
la materia secreta de que están ambos compuestas, la estructura ver-
dadera que los explica. Nada de eso. Tales rasgos definen, por el con-
trario, una situación experimental, casi podría decirse que de labo-
ratorio, visiblemente conectada con los estados de suspensión
propios de la investigación terapéutica psicoanalítica.
El personaje Miguel Angel, que trabaja en una emisora radial, se
ve con amigos y compañeros de tarea, es invitado a participar de
reuniones políticas, se enamora de una muchacha universitaria con
quien tiene una relación satisfactoria, participa lateralmente de los
problemas de un estrecho amigo, Julio, intenta varias veces ponerse
a escribir cumpliendo con su oscura y frustrada vocación, recorre
la ciudad, evoca amistades, recupera paneles del pasado, vive, en fin,
no se nos presenta, sin embargo, como muy diferente del hombre
que se acuesta en el diván verde y con similar libertad e impunidad
aparenciales, habla sin cesar de lo que quiere, le gusta o le atormen-
ta. La operación de escritura libre y automática que aborda, hacien-
do su novela, es equivalente al discurso espontáneo, caprichoso y
ocasional del paciente psicoanalizándose. Miguel Angel nos explica
cuál es el principio psicológico-narrativo que adopta para escribir
200 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

su novela, al concluir un largo episodio (el de Viloria) que, como


reconoce, está débilmente conectado a la materia inicial de que tra-
taba: «Resulta que hablo y gesticulo como me parece» dice enton-
ces, y agrega que «mi único propósito, por el momento, repito, es
sentirme cómodo» (p. 111).
El deambular errátil e inmotivado de esta existencia humana; la
equivalente libertad caprichosa del discurso literario, remedan am-
bas la libertad de la conciencia que se expresa en la terapia psicoló-
gica. Una y otra concurren a un mismo punto soterrado, que sin que
el dicente o narrador lo prevea, va atrayéndolos y va estableciendo
las líneas de fuerza que estructuran un material «informe»: las raíces.
Desde las primeras páginas de Los pies de barro se pone en fun-
cionamiento un mecanismo literario que Garmendia practica desde
sus comienzos pero que ha ido puliendo con esmero a lo largo de
casi década y media de trabajo: el asociacionismo libre. Este funcio-
namiento mental, que desde los superrealistas adquirió prestigio entre
los recursos de la literatura y que en la obra de Joyce obtuvo magni-
ficente utilización, ha venido adquiriendo en la narrativa de Garmen-
dia una prontitud y liviandad que lo transforma en un recurso pre-
dilecto del autor. Toda sensación habida en el presente se transmite
como excitación al pasado; dentro de éste moviliza diversos momen-
tos temporales junto con diferentes planos del espacio que se vincu-
lan entre sí y rearticulan un fragmento original y autónomo gracias
a la energía asociativa que ha venido de un inesperado presente y
de un objeto con frecuencia distante. Las sensaciones muestran una
pasmosa capacidad irradiadora y asociadora y desde ellas se entre-
mezclan, construyéndose, imágenes de distinta procedencia, hasta
configurar una totalidad nueva y distinta que parece obra de una de-
licada taracea de tiempo y de espacio.
Se trata de un caso más de uso de la sinestesia, pero de un caso
tan extremado como para constituirse en una clave del arte narrati-
vo de Garmendia. La ligazón sinestésica de las imágenes consiente
la más amplia libertad asociativa de las evocaciones. Prácticamente
cualquier elemento de la realidad, como cualquier sensación circuns-
tancial, pueden devenir vías de acceso a percepciones del pasado,
escasamente vinculadas con sus incitadores sensoriales. En La mala
vida, cuando se debe evocar a uno de los personajes centrales, Bel-
trán, se nos dice:
as

SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 201

Conservo, por cierto, una imagen tan veraz de la escena de nues-


tro primer encuentro en aquel bar, que puedo rehacerla ahora mis-
mo y cuando se me antoje tomando como punto de partida cual-
quier ornamento exterior (p. 156).

La primera escena de Los pies de barro, de la página 7 a la 20 del


libro, se sitúa en una reunión social y artística que el narrador mues-
tra en el presente. Pero dentro de ella, y utilizando el alcohol como
elemento que favorece la visión empastada, presenciamos el discur-
so interior del protagonista Miguel Angel donde se reconstruye su
relación con Julio, su amigo, utilizando no menos de cinco planos
temporales que se enhebran y barajan con el presente, el cual a su
vez se resquebraja espacialmente, como en un boceto cubista, en
otros tantos ambientes. El análisis de esa docena de páginas puede
construir el modelo de funcionamiento sinestésico de las asociacio-
nes libres de la literatura de Garmendia. Y no es un procedimiento
literario ocasional, sino que habrá de intensificarse a medida que la
novela progresa.
Tampoco se tratará de una consecuencia exclusiva de los opera-
dores del estilo, sino que invadirá ese nivel argumental donde las
opciones de la escritura son voluntarias y en él se mostrará como
una aplicación sistemática. El protagonista, Miguel Angel, llevará a
su enamorada, Graciela, a todos los lugares que componen el vía cru-
cís de su pasado, utilizándola como un reactivante de las sensacio-
nes para concitar las imágenes anteriores de su vida. Graciela devie-
ne una «magdalena» proustiana, que atiza la memoria involuntaria
de aquellas sensaciones que en el pasado estuvieron vinculadas a otra
mujer (Inda) o a lugares, personas y hechos de un tiempo que pare-
ce perdido como tiempo vivo, sólo manejable como materia de evo-
cación convencional y al cual el protagonista (y el narrador) quiere
reactivar, quiere atravesar, retornando hacia sus fuentes.
Este propósito será ampliado y puesto en práctica de manera co-
herente en toda la novela: Miguel Angel irá retornando progresiva-
mente a los testigos de su pasado, yendo de los que todavía lo acom-
pañan en el presente (Julio) a los que han quedado atrás (el Tuerto)
para recuperar paneles enteros de su vida anterior. Este camino lo
conducirá poco a poco a encontrarse a la intemperie de un tiempo
para el cual carece de reactivadores presentes, porque se trata de lu-
gares que no pertenecen a la ciudad ni quedan testigos humanos de
esa época. Es un tiempo en la provincia, en su pueblecito de infan-
202 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

cia, es su medio familiar y su relación con la madre y el padre. Para


eso carece de «magdalenas», aunque a trávés de un desvío complejo
habrá de llegar también a ese tiempo perdido.
La libertad inicial de la proposición «informalista» que hace el autor
resultará entonces vinculable a la libertad inicial de la proposición
psicoanalítica, pues ambas cumplen, a través de un discurso errabun-
do, no planificado, amorfo, una inmersión asociativa que las trans-
porta a las fuentes primigenias del psiquismo. En esas pulsiones que
persisten bajo las imágenes del presente, que son aquellas que las in-
tensifican y cargan de emotividad inexplicable, se pesquisan las raí-
ces de la vida psicológica. Por esa vía el autor remonta el tiempo
hasta llegar a revivir ciertas experiencias definitivas de su infancia,
las que pueden superponerse sobre los esquemas interpretativos de
nacimiento y muerte. Para él será la muerte de (y en) su madre, que
es la muerte de una vida eterna en que se encontraba alojada su in-
fancia pueblerina, junto al nacimiento por (y en) el padre que es el
nacer dentro de la ciudad moderna, bulliciosa, hostil y, sobre todo,
siempre cambiante:

.. Sabía que estaba entrando en un espacio saturado de otra me-


moria, de otra vida. Luego, las cosas alrededor apenas si se modi-
fican; los objetos permanecían años en los mismos lugares y por
eso se cargaban de vida y uno, en cierta forma, podía comunicar-
se con ellos, tenerles cariño y temerles. Entonces todavía vivía-
mos en un pueblo del interior pues nos vinimos a Caracas después
de la muerte de mamá. Era otra vida, créeme, algo que no tenía
nada que ver con esto. Todo eso lo recuerdo ahora como si en
esos años hubiera permanecido en un lugar cerrado, donde todo
era espacioso y tranquilo y las voces y los ruidos de la gente se
oían de lejos. Además, el tiempo no tenía medida: era como un
solo día muy largo. Nos echábamos a dormir y al abrir los ojos
todo estaba igual, esperándonos... (p. 264).
Nos vinimos a Caracas y papá me llevaba de la mano por las ca-
lles del centro. Me parecía que no hubiera acabado de despertar
del todo. Aquel mundo de antes estaba por dentro de mí y me lle-
naba. No entendía el ruido, la multitud de gente, las máquinas tum- .
bando las casas, toda esa gente amontonada en las tiendas, corrien-
do, hablando a gritos. Estaba convencido de que algo anormal tenía
que haber pasado, que todo no podía seguir así siempre. Tenía que
llegar el momento en que todo eso se calmara y uno pudiera vivir
adentro de uno como antes (pp. 264-5).

Es el texto más explícito y confesional que haya proporcionado


Salvador Garmendia acerca de la génesis de su cosmovisión. Si bien
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA , 203

la expresa bajo la máscara de sus personajes, esa máscara ha ido pa-


reciéndose cada vez más al autor. Tratándose de los temas de infan-
cia se ha producido una interpretación, fijando en ese período la
emergencia de la cosmovisión. En el texto citado queda establecido
que ella nace en el filo de una brusca colisión de mundos, en el cru-
ce de una experiencia de vida o muerte, en forma cruzada y antagó-
nica, situando definitivamente al escritor en esa inhóspita situación
fronteriza de la cual no puede partir para ningún lado, a la cual per-
manece clavado. La padece en carne viva. De un lado queda el he-
misferio de la eternidad, de la armonía, del equilibrio de los elemen-
tos, del tiempo que fluye en paz; del otro lado está el hemisferio de
lo cambiante, de lo dinámico, de la muerte por lo tanto, de la varia-
ción que hace que todo sea inseguro pues ni los objetos, ni los senti-
mientos, ni los rostros, ni las creencias, son capaces de evitar la co-
rrosión del tiempo. De un lado está el hemisferio maternal y del otro
el paternal, aunque ambas figuras son casi irrecuperables en la lite-
ratura y pasan por la narrativa de Garmendia como fugaces fantasmas.
La fuerza de las imágenes no deriva exclusivamente de ellas, con-
sideradas como entidades autónomas desvinculadas de las restantes
articulaciones del discurso, sino de su ubicación dentro de él y de
su relación con otras imágenes. Su significación plena sólo se alcan-
za si recuperamos el contexto en que aparecen, las pulsiones de atrac-
ción o rechazo que manifiestan respecto a las restantes imágenes que
componen el texto.
Las imágenes de infancia que aparecen en los tramos últimos de
La mala vida, pero sobre todo en Los pies de barro donde damos
pasos más decididos dentro de ese territorio, sólo pueden medirse
en relación a las que se han ido acumulando a lo largo de la novela
y le han conferido su tonalidad peculiar. En Los pies de barro, las
que rodean la vida erótica propiciada por las inclinaciones del Tuer-
to, las que traducen la ronda incesante que pasa por bares-fiestas-
camas, las que tejen la inseguridad ante las discusiones políticas y
las reuniones subversivas, las que con fuerza y hasta brutalidad van
mostrando enamoramientos, acoplamientos, separaciones, todas esas
imágenes variadas se acumulan y unifican gracias a que en todas es-
tá viva la insatisfacción y la frustración, todas evidencian la agita-
ción y a la vez el sinsentido. Con ellas se teje el desplazamiento de
la novela, pero hay una primera expresión que se podría decir que
sintetiza lo que la obra habrá de reiterar de mil maneras distintas me-
204 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

diante el régimen de aproximaciones insistentes a una forma defini-


tiva: es una imagen inicial que surge cuando los personajes toman
conciencia de la «vaina de tener cuarenta años, la vaina jodida». Es
la percepción del tiempo transcurrido, de su viscosa adherencia y
a la vez de su insatisfactoria relación con el ser humano. Miguel An-
gel piensa de Julio lo que evidentemente piensa de sí mismo, puesto
que en la novela su conciencia se muestra angustiada por ese tiempo
que ha pasado, más exactamente, por ese tiempo que se ha perdido,
se ha malgastado, cuando dice:

Pero el tiempo es una gota de aceite en la mano: ella puede que-


darse tranquila si la dejas reposar en paz como un animalito satis-
fecho, atajada en cualquier hendidura de la piel, pero tú no sabes
estarte quieto y la pones a correr arriba y abajo, fustigándola para
desesperarla, la empujas hasta el mismo borde sometiéndola al te-
rror inútil de una caída en el vacío y no le das un momento de
reposo, la acosas, la sofocas achicando el puño, la fatigas hasta la
exasperación y después, porque te ha enfebrecido ese juego ma-
niático pretendes deshacerte de ella sacudiendo la mano con fuer-
za, restregándola contra cualquier superficie, aplastando la bur-
buja entre los dedos hasta que te das cuenta de que nunca podrás
eliminarla, ni siquiera dejarla a un lado y olvidarte de ella, porque
siempre sentirás su irritante cosquilla en la piel (p. 16).

Esta imagen del tiempo como una pesada, apacible gota de aceite
(que puede equipararse a las plurales imágenes de la eternidad que
los escritores han buscado en diversos elementos de la realidad na-
tural, ejemplo, el árbol que evoca Kazantzakis) que el hombre res-
triega para sacarse de la mano, puede servir de conductor del cuer-
po de la novela, del universo febril, descompuesto, caótico,
inconexo, siempre en movimiento, que ella va desarrollando como
quien expone en sistema de tortura aceptado pasivamente.
En contraste con esa mano que agita la gota de aceite, emergen
las imágenes que reconstruyen el tiempo realmente apacible, dura-
ble y eterno, que ya no puede acecharse en un presente real ni mu-
cho menos en un futuro posible, sino en el remoto pasado: un tiem-
po que forzosamente debe buscarse en la infancia, en un período
anterior al traslado a la capital bajo la conducción eterna paterna,
o sea, en el tiempo provinciano, bajo la presencia de la madre y qui-
zás, más lejos aún, en los diversos momentos del sentirse vivo.
Lo que notoriamente liga a las dos novelas, La mala vida y Los
pies de barro, es su propósito de transformarse en recuperaciones
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 205

de un tiempo que, no por simple imitación del arquetipo proustia-


no, se adjetivará de «perdido». Las dos utilizan similares recursos (un
personaje central narrador en primera persona, novelista en ciernes
que va contando su vida y que enhebra diversos episodios de un tiem-
po presente con un tiempo pasado mediante la escritura) que las trans-
forman, por debajo de esa apariencia errátil y confusa, en precisas
investigaciones de la existencia humana por la consideración, en la
memoria, del tiempo perdido. Los personajes y las situaciones va-
rían de un libro a otro; el modelo que utilizan es el mismo y las con-
secuencias a que llegan también idéntica, como se había apuntado
en Día de ceniza: el tiempo perdido es el tiempo del fracaso, de las
ilusiones perdidas, desgastadas por el diario vivir.
Ese tiempo pasado puede definirse también como inmotivado: su
entero fluir está lleno de episodios inconexos, que también carecen
de justificación interna y de orientación finalista, constituyéndose
en meros accidentes de la vida. El tiempo en que ello sucede asume
la condición de gratuito y su devenir se torna parejamente absurdo.
Esa visión de la existencia humana en el tiempo se trasladará pun-
tualmente a la concepción de la obra literaria, en aplicación de los
principios homologantes ya vistos. Apelando a un sistema de analo-
gías simples, la novela también se ofrecerá como sucesión de episo-
dios flojamente articulados gracias a los diversos recursos del aso-
ciacionismo, que si bien son capaces de solucionar las bisagras y
conexiones superficiales no pueden establecer un veraz ensamblaje
interno.
Tal como aparece en La mala vida y en Los pies de barro, el gé-
nero novela es una serie de episodios que entre sí se conectan por-
que sobrevienen en la conciencia del personaje protagónico, en la
cual se suman sin hallar una significación que los organice. Lo que
queda resuelto es el mecanismo superficial que los asocia, pero no
la motivación interna. Así lo reconoce Miguel Angel, el narrador de
Los pies de barro, cuando reflexiona transcurrida la mitad de la obra
sobre lo que tiene ya escrito:

Finalmente he comprendido que me encuentro ante un almacena-


miento de piezas seccionadas de algún imaginario organismo prin-
cipal, las cuales, si bien siguen siendo capaces de conservar algu-
na autonomía de movimiento, éste no consigue hacer memoria de
lo que pudo ser un probable impulso inicial (p. 245).

Junto a esta comprobación del incoherente fragmentarismo de la


206 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

novela, también queda certificada, en el texto anterior, la existencia


de un impulso inicial que por serlo debió comportar un sentido pe-
ro el cual, al parecer, la memoria ha perdido. Ese «impulso inicial»
significativo que desencadena la acción de escribir y que a medida
que ella progresa se esfuma de la conciencia, es precisamente el que
debe rastrear el autor mientras va escribiendo, de tal modo que rea-
liza una tarea creativa cuyo sentido no se le hace perceptible en ese
mismo momento pero que espera que habrá de desprenderse de esa
materia por su simple acumulación incesante, quizás restaurando el
«la» inicial, quizás desentrañando una nota superior que la absorbe.
En esa vía empírica ocurre que con frecuencia roza, por mera apro-
ximación casual, el perdido impulso: eso queda registrado en repen-
tinas imágenes de poderosa carga emocional que irrumpen por lo
común en la conclusión intensa de algunas escenas o en bruscas ten-
siones a mitad de episodios aislados. Su repetición ha acostumbrado
al narrador a ser paciente y esperar que ellas se manifiesten por sí
solas, sin forzarlas en nada, simplemente acechando su subterráneo
proceso de emergencia:
Ahora mismo, creo que no sabría juntar dos palabras, no obstante
que algo sigue sonando en mi cabeza. Eso, lo que quiera que sea,
está allí, y aunque por el momento la masa de sonidos prevea una
trama indescifrable, cualquier anticipo que llego a percibir, se me
anuncia veraz y consistente. La hoja, por lo tanto seguirá en blan-
co, hasta el momento en que alguna de esas imágenes repentinas
llegue a obtener la masa suficiente para hacerse dueña del espacio
(entendiendo que el espacio, en todas sus dimensiones previsibles
sea, provisionalmente también, esa hoja en blanco) (p. 114)

La recuperación del «impulso inicial» tendrá peso definitorio para


la concreción del «impulso final», o sea, para la determinación de
la extensión de la novela y del fragmento que la concluya. Si se re-
flexiona acerca de las condiciones en que Salvador Garmendia plan-
tea la novela en estos dos ejemplos, se comprende que, tratándose
de creaciones gobernadas por una ciega acumulación asociativa, pue-
den deparar fácilmente relatos inextinguibles, series ininterrumpi-
das de episodios desconectados entre sí, extensos paneles narrati-
- vos de equivalente intensidad, un poco dentro de las características
que tuvo el género en sus orígenes prerrenacentistas. En ese caso,
las dimensiones de una novela no responden a necesidades internas
de su materia y tratamiento, sino a imposiciones externas, de tipo
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 207

editorial: tantas páginas, tanta cantidad de lectura, tanta extensión


convencionalmente ajustada.
En los orígenes de la novela europea, cuando ella todavía no se
había ajustado al criterio orgánico burgués, se resolvía su dimensión
y su fin apelando a una sucesión objetiva y externa de episodios de
los cuales el autor se apartaba a cierta altura, cuando consideraba
cumplido el propósito de entretenimiento o adoctrinamiento de que
había partido. En la novela del XIX esa duración y esa clausura deri-
van del desarrollo interno del asunto propuesto. En una novela mo-
derna, del cumplimiento de una motivación interior que envuelve
al asunto y a los personajes y los configuran. Cuando esa motiva-
ción parece faltar o es un impulso que la memoria ha perdido, la no-
vela puede continuar indefinidamente. Si se le fijan dimensiones con-
vencionales, ellas no corresponderán a lo que se entiende como la
culminación y conclusión de un relato: en cierto sentido puede re-
conocerse que La mala vida y Los pies de barro resultan partes de
un solo, insistente, largo, empecinado relato del escritor, a la bús-
queda de un significado de las cosas de la vida que sin cesar se le
escapa. Si en vez de integrarse en una sola novela más extensa, ha
deparado dos, no es sólo por esas imposiciones convencionales o
editoriales, sino porque a cierta altura de cada uno de esos relatos
se percibe una acumulación (gracias a las sucesivas imágenes que han
sido rozadas a lo largo de la narración y han encendido fugazmente
la comprensión de los significados) que precipita una verdadera coa-
gulación del tema profundo sobre el cual rota el escritor. A su vez
ella facilita el hallazgo de una conclusión, al menos provisoria, visto
que nunca podrá ser definitiva porque en ese caso habría concluido
el afán mismo de escribir.
La novela se concluye para el escritor, cuando él ha logrado evi-
denciar para sí mismo el tema profundo que lo acecha y que ha de-
sencadenado el impulso inicial de narrar. La constelación de imáge-
nes que lo interpreta se va construyendo a lo largo de la novela: las
imágenes van apareciendo y se van colocando en los puntos que per-
miten rearticular el sistema que integran. Habiéndose planteado la
búsqueda a partir del tiempo perdido, habiéndose constituido esa
búsqueda en una tesonera reconstrucción del tiempo transcurrido,
O sea, que siendo el tejido progresivo de la novela misma un tiempo
recobrado, la consecución última de esa constelación de imágenes
208 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

funciona como un tiempo interpretado, es decir, como un tiempo


que al fin ha alcanzado a tener significación.
Tal proceso interpretativo responde, como señalamos, a recorri-
das vigorosas y zigzagueantes que van dando vueltas por distintos
momentos del pasado, acometiendo o eludiendo los episodios vivi-
dos, para concluir ingresando vertiginosamente en los territorios de
la infancia por donde parecen correr y caer jubilosamente.
Del mismo modo que en la terapia psicoanalítica, muchos asun-
tos, quizás los más candentes, son escamoteados por la narración.
Esta parece incapaz de abordarlos directamente. Sólo los roza, a ve-
ces por casualidad, otras apelando a aproximaciones oblicuas, con
la atracción y el rechazo que inspira una parte doliente del propio
cuerpo. Así, en ambas novelas, hay una visible elusión de ciertas mu-
jeres que han desaparecido en el pasado anterior al presente de la
narración y que han ocupado un lugar central en la vida emotiva del
narrador: Inda, en Los pies de barro; Aurora, en La mala vida. Res-
pecto a esta última, el narrador reconocerá con lucidez que la ha pos-
tergado voluntariamente a lo largo de un tiempo narrativo en que
ha ido cobrando fuerzas para ese reconocimiento final que sabía que
habría de producirse fatalmente pero al cual no se podía llegar sino
mediante vericuetos y caminos enredados:

Finalmente me aventuro a hablar de Aurora. He venido aplazando


el tema, olvidándolo por largas estancias, rechazándolo cuando
de sorpresa se presentaba como una punzada, como un repentino
mal sabor que llegara para recordarnos la inminencia de una cita
desagradable, y ahora, al fin, aceptándolo como inevitable y dis-
puesto a emprenderlo, protegido por una buena dosis de esa re-
signación, un tanto desdeñosa, que nos envuelve la víspera de la
última postergación de un plazo (p. 191).

Pero estas postergadas imágenes femeninas, aceptadas después de


tantas vacilaciones, no son la estación en que concluye el recorrido
desencadenado por el inicial impulso. Al contrario: son mediadoras
de otras imágenes a las que sólo se puede llegar a través de ellas, pe-
ro que acechan desde un territorio distinto: el de la infancia. En am-
bas novelas las últimas páginas empiezan a ser merodeadas por la
irrupción de imágenes de infancia, por la presencia, a veces insólita,
de personajes familiares, decorados pueblerinos. Surgen desdoblán-
dose tras imágenes más previsibles de diversos momentos de su vida.
En La mala vida el episodio de Aurora permite evocar un episo-
- SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 209

dio de infancia, con la extraña mujer Ana Julia. A partir de ese mo-
mento, como si se hubiera producido una impregnación generaliza-
da que predispone a los materiales, la evocación de los episodios de
la vida juvenil del narrador es entrecruzada por repentinas excur-
siones a la infancia: tía Jacinta y tío Luis emergen dentro de un clima
que se ha erizado gracias a los asuntos eróticos, combinándose gro-
tescamente con ellos. Se devela entonces que hay secretas ramifica-
ciones que los asocian: el niño que recorre el pueblo de su infancia
interesa al joven estudiante capitalino y al hombre adulto y viejo que,
escapándose de la fiesta, defeca junto a su amigo Jimmy. Esta con-
junción violenta de distintos planos temporales que a su vez arras-
tra espacios fragmentados, imprime desasosiego y vértigo al desa-
rrollo narrativo. El escritor siente sensibilizada la materia que trabaja
como si la atravesara una corriente eléctrica reveladora. Entonces,
recién entonces, reconoce la coherencia interna de su intento na-
rrativo:

He buscado por todas partes el punto perdido, el núcleo o la


sustancia de todo, un compuesto plural y omnisciente donde se
juntan y conviven todas las esencias

En esa acechanza de una sustancia del todo se resuelve repentina-


mente la estructura significativa de la novela. Cuando ella ha sido
encontrada (en una experiencia jubilosa de la materia fecal) la nove-
la ya puede ser abandonada. Se ha logrado, parcialmente, la consu-
mación de la empresa. Sin duda se trata de una solución provisoria,
no definitiva, como se lo demuestra con la próxima novela, Los pies
de barro, que de nuevo recomienza el mismo proceso, con idénti-
cos recursos artísticos, logrando un avance de grado, por lo tanto
sólo relativo, respecto a la investigación anterior. Pero es, con toda
su precariedad, una solución y sólo mediante sucesivas soluciones
el escritor va ascendiendo en este proceso de recuperación de las
raíces que se extienden en el territorio de la infancia,
Entre La mala vida y los pies de barro hay una variación en las
soluciones-desenlaces a que se llega, que marcan un progreso gra-
dual de la segunda respecto a la primera: una entrada más íranca en
la infancia, una revisión más honda de las raíces. En La mala vida,
la evocación de la madre roza fugazmente al niño que se masturba
en el excusado (p. 241) mientras que en Los pies de barro surge des-
de el fondo de la memoria, vista y reconocida, la imagen de la ma-
dre muerta y se concede además un fragmento a la presencia del pa-
210 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

dre. Como si se desmoronara, de a golpes, un poderoso cerco de pie-


dras que no permitía avizorar el universo infantil, registramos en Los
pies de barro una búsqueda decidida, movida por un hondo hedo-
nismo,de la perdida vida infantil. El narrador comienza a percibir
allí una felicidad,por la que está dispuesto a pelear y para llegar a
ella hace y rehace sin cesar el camino difícil de la memoria, la lucha
contra el tiempo perdido. Un hermoso texto, en que vuelve a su-
marse el trabajo dentro de la vida con el trabajo dentro de las pala-
bras para construir una novela, lo dice en Los pies de barro:

Presiento, sí, la proximidad de un goce ilimitado, el más her-


moso despliegue de fuerzas y al mismo tiempo el temor a perder-
las, la frustración anticipada, la dañosa ineptitud que lo deforma
todo; de modo que regreso al comienzo una vez más, preparo un
arranque distinto teniendo en cuenta que en cualquiera de los ca-
sos debo apuntar con cuidado para dar en el punto debido y per-
forar el globo colocado en el centro de todo aquel temor, zozo-
bra, deseo, esperanza, que al estallar liberará todas las fuerzas
reprimidas y la gran historia podrá fluir en adelante sin término
posible (p. 190). y

4. La recuperación de la infancia

Los pies de barro se clausura con la aparición de una pala-


bra mágica que habrá de servir para abrir la puerta que conduce a
otro libro que es también otro mundo, al fin recuperado después de
la dura brega que el narrador entablara consigo mismo. Es una de
esas palabras que han pasado a ser consideradas santo y seña de la
mitología contemporánea. En Citizen Kane esa palabra era «Rose-
bud»: un periodista reconstruía la vida de un hombre para averiguar
su oculto significado, descubriendo en las últimas imágenes del film,
que era la llave con la cual el hombre adulto abría el distante recinto
de su plenitud infantil, como quien retorna al paraíso del cual fuera
expulsado por el tiempo.
En la obra de Garmendia esa palabra es «Altagracia». Surge inme-
diatamente después que, en Los pies de barro, la evocación del ado-
lescente que estrena sus primeros pantalones largos, consigue una
vivencia de rara intensidad: «Yo mismo me siento más vivo, como
si cargara luz y todos debieran mirarme». Tras esa sensación, con-
vocada por ella, irrumpe la palabra que mienta un lugar concreto
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 211

y que se aloja dentro de una imagen que reconstruye el sitio y la ac-


ción con nitidez, precisión, una claridad que no es habitual en el es-
tilo de claroscuro del narrador:

Ya dan tercero para misa de ocho y camino llevándome de cuatro


en cuatro los ladrillos de la plaza de Altagracia (p. 270).

El discurso errabundo que es la novela ya se había precipitado ha-


cia su punto de secreta incandescencia —la infancia—, pero sólo con
esta palabra redescubre esa clave perdida, que en su anterior novela
La mala vida, no había logrado cristalizar de manera tan precisa y
pura a pesar de rondar por el mismo territorio. La manera «informa-
lista» de ir tanteando el camino, repitiendo torpemente las aproxi-
maciones hasta acertar plenamente en un solo impulso, ha logrado
su efecto. La palabra «Altagracia» es una palabra mágica, porque gra-
cias a ella se abre una puerta cerrada, se accede a un cielo.
El verso de Idea Vilariño define cabalmente esta concepción: «Le-
jana infancia paraíso cielo», cuatro palabras iguales e intercambia-
bles, que trazan un insólito camino: partiendo de la percepción del
alejamiento permiten llegar a la experiencia celestial a través del des-
vío O aparente retroceso que proporciona la infancia, equivaliéndo-
se a un paraíso. Varias obras de la narrativa latinoamericana se han
edificado para mostrar diversas vías de acceso al cielo: ya sea jugan-
do una «rayuela» infantil, como en el paradigma que ha proporcio-
nado Julio Cortázar y en el cual la infancia y el cielo del juego de
niños se superponen al «mandala» simbólico, ya sea persiguiendo la
frontera de la pubertad dentro de un pueblecito imaginario, como
se revela en la narrativa de Juan Carlos Onetti.
Utilizando una vía bastante similar a la cortaziana, o sea, saltando
desparejamente de un asunto a otro, de una evocación pasada a una
imagen presente, de un accidente a una significación, el protagonista-
narrador de las novelas de Garmendia ha ido componiendo una «ra-
yuela» personal que repentinamente lo proyecta en el «cielo» que es
la infancia. Esta, que se había mostrado esquiva a las diversas pene-
traciones que procuraron las novelas anteriores, repentinamente se
abre ante la palabra mágica pronunciada ante la pared de rocas: alta
gracia.
Con una morosa descripción de la infancia recuperada debió ha-
berse coronado Los pies de barro (entendiendo a su vez esta novela
como la segunda parte de otra intitulada La mala vida), proporcio-
212 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

nándonos en su finalización una recorrida detallada por el «cielo»


de la infancia. Pero Garmendia prefirió desglosar ese largo fragmen-
to destinándolo a un libro independiente, quizás considerando la im-
portancia del hallazgo y su relativa autonomía y lo bautizó con el
nombre de Memorias de Altagracia. De tal modo que las tres obras
(La mala vida, Los pies de barro, Memorias de Altagracia), debido
a sus títulos particulares y a su publicación por separado han adqui-
rido un airecillo de independencia y aun desconexión que sin em-
bargo, no puede esconder que estamos en presencia de un tríptico
severamente enlazado. Las tres obras configuran un solo texto insis-
tente y repetitivo que avanza por caminos indirectos y confusos hasta
llegar a una culminación representada por la recuperación plena, aun-
que no por ello menos fragmentaria, del universo infantil.
La palabra elegida (alta gracia) con su flagrante alusión poética
bien inusual en la narrativa de Garmendia, con su transparente sig-
nificación que hace de la infancia la inagotable fuente de la vida y
del bien, con su violenta carga emocional que subvierte las peculia-
res estructuras estilísticas del autor, da testimonio de los varios tra-
mos de un proceso: la intensidad de la búsqueda, el deslumbramien-
to que depara su hallazgo, la subversión que introduce en un universo
sistemáticamente cerrado como es el de esta literatura. En otros es-
critores se lo percibe: Onetti bautizó a su propia Yoknapatawpha con
el simbólico nombre de «Santa María», consiguiendo introducir en
la designación del pueblo esa nota virginal que para él signa el pe-
ríodo de la pubertad haciendo de él un paraíso permanentemente
añorado. De manera similar, Garmendia bautiza «Altagracia» (o eli-
ge Altagracia en vez de Barquisimeto o cualquier otro nombre) ese
lugar de la infancia y aun cubre su título bajo un título que podría
codiciar cualquier poeta, Memorias de Altagracia, porque percibe
que ha traspasado un límite hasta ahora infranqueable y que ha lo-
grado incorporarse a un orbe exclusivamente poético, es decir que
ha hecho suya en puridad la situación poética.
Ella fue siempre una añoranza soterrada dentro de la obra de Sal-
vador Garmendia, un territorio del cual se sintió excluido pero que
sin embargo supo recorrer acuciosamente a través de lo que su
com-
patriota Adriano González León designó lúcidamente en un momento
como la «investigación de las basuras». Recuperó con sentido actual
y con tensión moderna el universo de lo poético a través de los
des-
perdicios que ofrecía una violenta, brutal factoría urbana, demos-
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 213
/

trando que su ángulo de penetración de la literatura respondía bási-


camente a una conciencia poética.
Pero ahora, en Memorias de Altagracia, enfrenta otra tonalidad
de lo poético, más tradicional y también más convencional, más ex-
pandida y por lo mismo más engañadora, que viene representada por
el tema de la infancia. Como es sabido, se trata de una sutil trampa:
bajo el mullido y tentador prado verde, un pantano donde la crea-
ción artística se torna convención retórica. La idealización de la in-
fancia a que por lo común se entregan los escritores, depara frecuen-
temente productos almibarados cuyo esteticismo está en proporción
inversa a su autenticidad. De falsedad semejante es otro producto,
simétrico e inverso al anterior, que procura esa autenticidad trasmu-
tando en adulto y en sórdido al universo infantil en desmedro de
su vertiente imaginaria.
Ambos peligros resultan eludidos en las Memorias de Altagracia,
porque la dirección del esfuerzo creativo, por primera vez en Gar-
mendia, no se fija sobre la materia que elabora, su textura y su se-
creta composición, sino sobre los procedimientos, las tensiones, la
dinámica de la elaboración. De otro modo: no se fija sobre la sus-
tancia sino sobre las formas.
Habiendo acechado sin cesar una constelación de imágenes que
tradujera los temas profundos que lo obsedían y habiendo otorgado
entre éstos un lugar preferencial a los que traducían la materialidad
de la vida, cuyas fuentes se retrotraían a las experiencias capitales
de la infancia, sin embargo, una vez que su literatura ha conseguido
tras ingentes esfuerzos remontarse a esos orígenes, descubre que no
es la sustancia sino la forma la que da sentido a toda la aventura, que
no es en las diversas manifestaciones de un único «magma» reviviente
donde está la clave (así lo intuyó al nivel de La mala vida) sino en
la estructura de la constelación de imágenes, más estrictamente en
su funcionamiento, en la dinámica que rige sus cambios y trasmuta-
ciones sin que por ello pierda su presencia constante y segura sobre
el firmamento de esta narrativa.
Para apreciar esta modificación capital debe procederse a una des-
cripción de la obra que dé cuenta de sus caracteres nuevos dentro
de la producción garmendiana.
Aunque insólitamente la editorial la define como una novela, Me-
morias de Altagracia es una colección de textos narrativos indepen-
dientes (dieciocho en total) que oscilan entre las tradicionales for-
214 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

mas del género cuento y las del género estampa, cuya versión mo-
derna quizás debería designarse, más correctamente, aprovechando
la lección introducida por Rimbaud, como «iluminación». En gene-
ral estas últimas tienen escasas dimensiones y se concentran sobre
unas pocas notas entrelazadas, mientras que los primeros pueden ser
extensos y desarrollan una línea argumental con cierto orden expo-
sitivo. Pero todos ellos componen una unidad literaria y de sentido
gracias al funcionamiento de diversos factores narrativos que se re-
piten en cada uno: una época de la vida (la infancia); un mismo lu-
gar geográfico (un barrio de Barquisimeto); un tiempo histórico co-
mún (los años treinta y el comienzo de los cuarenta); una pequeña
sociedad pueblerina con sus peculiares tradiciones, lo que en la Ve-
nezuela que ve morir a Gómez implica la presencia de un arcaico
pasado; pero más que nada una manera de percibir la realidad que
por lo general se ha adscrito a la infancia, con su opacamiento de
los límites concretos y su libre manejo de lo maravilloso, con su apro-
piación tumultuosa de lo real y su arrebatado lirismo subjetivo.
El funcionamiento de estos factores confiere aire unitario al volu-
men oponiéndose a esa tendencia a lo variado y heteróclito que ha
venido distinguiendo a los volúmenes de cuentos de Garmendia pos-
teriores a Doble fondo (o sea, Difuntos, extraños y volátiles y Los
escondites) y acentuando también en los libros de cuentos la incli-
nación progresiva hacia el monotematismo que se comprobó en las
novelas últimas, probando por lo tanto que éste se ha presentado
como una obsesiva atracción que subsumió toda la producción de
Garmendia en la hipnotizada contemplación de una sola constela-
ción de imágenes. Con todo, debe reconocerse que algo persiste de
la tendencia heteróclita anterior, vista la variedad de formas narra-
tivas que aún se encuentran en las Memorias de Altagracia y que
resultan discordantes respecto al monotematismo que, imponiéndo-
seles, trata de unificarlas.
De esas variadas formas narrativas, las más endebles están repre-
sentadas, otra vez como en los libros anteriores, por las que mane-
jan el modelo cuentístico tradicional aunque en este caso, por estar
incorporado al territorio de lo maravilloso, en vez de corresponder
a una tesitura psicológica como se viera en los primeros ejemplos,
corresponde a la tesitura «real-maravilloso» que en la literatura lati-
noamericana culminó con y fue expropiada por Gabriel García Már-
quez. Se trata de cuentos como el número 15 sobre el Coronel Beli-
3

“ SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 215

sario Terán y su participación en las contiendas civiles, o el número


13 sobre el padre Azueta enterrando a los muertos de la guerra con
la ayuda de las prostitutas. Ambos elaboran una materia histórica re-
cogida al nivel de su acuñación legendaria, mediante los mecanis-
mos narrativos del surrealismo, tal como desde Asturias hasta Gar-
cía Márquez quedó fijado en América Latina. De la misma naturaleza
hiperbólica pero aplicada al maravilloso anacrónico en sustitución
del maravilloso legendario, es el cuento número 17 sobre la cons-
trucción por Canela del camión llamado Peligro Amarillo, el cual se
resiente de la misma utilización de mecanismos que han devenido
estereotipos en la narrativa del continente y que con fortuna (Rey-
naldo Arenas) o sin ella (Germán Espinoza) han venido siendo ma-
nejados por los más jóvenes.
Tal como ya ocurriera con los anteriores libros de cuentos de Gar-
mendia, es la primera serie de materiales la que muestra más alta tem-
peratura, homogeneidad y tensión narrativa, la que confiere la tóni-
ca del volumen y marca su alta ambición estética. La apertura de todos
los libros de cuentos de Garmendia responde a un poderoso impul-
so creativo, como el desencadenamiento de una fuerza largamente
comprimida que estalla con rica violencia, alto chisporroteo inven-
tivo, vivacidad y soltura narrativa, sufriendo posteriormente con des-
fallecimiento de esa inicial inspiración y recayendo en el manejo me-
canizado de algunas estructuras que en los primeros cuentos muestran
descubrimientos originales. (Cuando no se produce el aprovecha-
miento ocasional de materiales destinados a otros fines: en Los es-
condites se incluye un cuento P.R.N.D.12 que será un capítulo de
la serie de materiales intercalados en Los pies de barro).
Esos primeros textos de Memorias de Altagracia son los consagra-
dos a personajes mayores de la familia del narrador o a sus cercanos
visitantes o amigos, como los números 1: sobre tío Gilberto el botica-
rio, 2: sobre Marinferínfero, el castrador de cabras, 3: sobre Don Abe-
lito el fotógrafo, 4: sobre Adelmo y las lluvias, a los que puede su-
marse el 8 sobre el alemán Fritz y su bombardino. De similar confor-
mación literaria y de equivalente rigor artístico son otras «ilumina-
ciones», éstas sobre los asuntos típicos de la infancia, como la 9: sobre
una imaginaria masacre durante la siesta, la 11: sobre la función de
cine en el circo, la 12: sobre la lectura de Salgari con su complemen-
to, la 14: sobre Alí enamorado según el modelo Sandokan, quedan-
do para un tercer apartado el conjunto de estampas consagradas
216 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

a los tipos característicos del pueblo, como la 5: sobre Absalón y los


vuelos, la 6: sobre los Andarines, la 7: sobre Eddie el garantizado,
la 10: sobre Segunda la Chamusquina. Si es posible distinguir dentro
de éstos materiales, atendiendo a los asuntos a que visiblemente se
consagran, en cambio es difícil hacerlo en mérito a los recursos lite-
rarios utilizados. Estos trece textos, que hacen el meollo del libro
y representan sus más altas virtudes, están compuestos respondien-
do a idénticas técnicas literarias, con una felicidad expresiva corres-
pondiente a los mejores momentos de la narrativa de Garmendia.
- Son verdaderos «morceaux de bravoure» en que la conocida tendencia
de Garmendia a las acuñaciones fragmentarias es enriquecida por el
virtuosismo de la escritura, por una plenitud de su suntuosa capaci-
dad descriptiva, por la soltura con que maneja el arte de la transi-
ción y por un nuevo en él, y además inesperado, refinamiento lírico.
La energía asociativa de la sinestesia adquiere en estos textos su
plenitud: ningún sentido, ningún sector de lo real, ningún recoveco
de la conciencia, quedan exentos de ese rápido toque que los reco-
rre y enhebra los más dispares elementos, transitando de uno a otro
por una oscura sistematización de las correspondencias que reitera
la lección baudelairiana.

Toda una masa vegetal se crispa en una misma ráfaga de temor


y se advierte que la luz ha descendido en una inesperada altera-
ción de tono que conduce la melodía a la más oscura zona del te-
clado (p.35).

La agudización de estas trasmisiones entre diferentes Órdenes de


lo real traduce el avance que se ha cumplido hacia el encuentro de
una unidad que religue las apariencias discordantes, que unifique lo
distinto y variado. La conocida, terca, insistente demanda que vino
haciéndose en el arte de Garmendia hacia el encuentro de lo uno
que permitiera cancelar lo otro, hacia esa materia o sustancia única,
madre de todas las cosas, ahora comienza a percibirse fuera de los
marcos de la materialidad. Pero donde la nueva visión de la unidad
se percibe de manera manifiesta, en este nuevo texto, es en la trans-
posición de los procesos mentales imaginativos a la sustancia de la
realidad; en el traslado de un sistema energético, que traduce e in-
terpreta el psiquismo, al universo material sobre el cual opera con
desenvoltura amasándolo a su antojo. Es el pasaje del sueño al cuer-
po que debe plegarse a las exigencias del soñar.
Podría anotarse que ese es el procedimiento más frecuente de la
SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 217

literatura sobre temas de infancia, para traducir el peculiar desequi-


librio de esa edad entre el hemisferio del sueño y el de lo real, ha-
biendo quedado teorizado por André Breton desde sus manifiestos
pero siendo ya practicado durante siglos en las más variadas litera-
turas. No es por lo tanto un invento sino, al contrario, una simple
reiteración. Pero su aplicación en las estampas de Memorias de Al-
tagracía es de un vigor, de una frescura y una precisión que disimu-
lan su antiguedad y le confieren la sorpresa de un reciente descubri-
miento. Si en sus cuentos anteriores Garmendia había refinado el arte
de la transición que le permitía despegar de la excitación concreta
con una infinita delicadeza para continuar viaje por universos ima-
ginarios, construidos con obsesiones, deseos, apetencias, como un
doble fantasmal de lo real, ahora se encuentra autorizado en regla
para dar aplicación a las formas más elaboradas de ese arte, visto que
su tema es la superposición o sustitución de los hemisferios del sue-
ño y de la realidad. Sin embargo, habrá de manejarlo con extremada
prudencia: más que perderse por el universo doble y fantasmal, bus-
cará imbricar los dos hemisferios, real y maravilloso, en un solo teji-
do narrativo, de tal manera tenso e impecable, que sus imágenes cons-
truyan un tercer universo posible. Contrariamente a lo que se
observara en sus novelas y en algunos cuentos paradigmáticos, don-
de el alejamiento de la realidad a partir de una oscura excitación era
la norma que permitía desprenderse totalmente de sus imposiciones,
aquí, en estas estampas, el constante alejamiento, funcionando ya
como una norma creativa, no conduce a ninguna pérdida sino a un
reencuentro, a una reincorporación a la realidad, toda ella traspasa-
da por una revitalización lírica.
Ese tercer universo generado por la fusión armónica de los opues-
tos, ha nacido de la extremada sensibilización de lo real (que susti-
tuye la negación implícita en anteriores textos) y de su paralela ca-
pacidad para trasmitir su energía concreta a la función intelectual,
la cual ahora habrá de asociarse en vez de superponerse a esa irriga-
ción vivificante que sólo puede provenir de la experiencia concreta
del mundo. En una de las estampas donde ese procedimiento es más
rico (la número 3, sobre Don Abelito) el escritor confiesa:

De esa manera, cada cosa se volvía tan sensible y atenta, que el


más ligero ruido, un roce de la mano, la mirada que se fija de in-
tento o por azar en un objeto o solamente en una sustancia indefi-
nida que acaba de disiparse más atrás, en la sombra, se inflamaba
218 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

vibrando aceleradamente y aquella vibración pasaba a través de la


fibra del cuerpo, hasta más arriba de los ojos, donde podía expan-
dirse alrededor con toda su fuerza, como si la caja de la cabeza se
hubiese evaporado.(p.32).

El producto obtenido, o sea, la representación verbal de un uni-


verso tercero (que no es el de la realidad ni el de la imaginación en
libertad sino el que ambos son capaces de componer), podría apro-
ximarse a las proposiciones teóricas (ya que no a los resultados prác-
ticos) de la investigación surrealista en cuanto a obtener la intersec-
ción de la vigilia y el sueño, la realidad y la fantasía, pero aquí ese
procesamiento descansa sobre otra búsqueda que se ha venido ha-
ciendo dentro de la narrativa de Garmendia: su esfuerzo por llevar
a la conciencia, críticamente, el funcionamiento de los instrumen-
tos literarios, incorporarlos a la narración sin escamotearlos, confe-
rirles un lugar como materia de la narración misma, con lo cual pro-
gresivamente ha contribuido a ese cambio capital que se ha producido
en su obra reemplazando la consideración de la materia por la aten-
ción acerca de su elaboración, buscando aquí el significado de la aven-
tura espiritual.
Por esta vía se ha alcanzado, como nunca anteriormente, las fuen-
tes primigenias de la imaginación, el reducto más secreto de lo ima-
ginario, tanto vale decir, los mecanismos específicos de donde sur-
ge en Garmendia la necesidad de la expresión mediante la articulación
de palabras en una estructura cognoscitiva. En el proceso que desa-
rrollan las novelas informalistas de Garmendia y que a través de un
discurso errátil y confesional lo transportan hacia los orígenes, ha-
cia las imágenes de la infancia, es evidente que se reconstruye una
vía psicoanalítica para recuperar los impulsos psicológicos origina-
rios, las pulsiones madres; pero también, y casi sin percibirlo, se re-
construye una vía hacia las imágenes primeras, aquellas proposicio-
nes claves que llevaron a un hombre a la literatura y al arte.
Porque el tema profundo que esta literatura ha venido rondando
en sus últimos títulos es no sólo una percepción existencial del uni-
verso, al que el hombre se siente arrojado, sino una simultánea e
in-
separable percepción de la función literaria que ha sido asumida co-
mo manera de expresar su particular situación, su enclave vital. De
tal modo que en el sucesivo aproximarse al tema profundo, por rei-
terados enviones, por borrosos impulsos, está contenida también
la
A E

SALVADOR GARMENDIA Y LA NARRATIVA INFORMALISTA 219


p

aproximación a las fuentes de la creación literaria, al sistema parti-


cular de una imaginación erizada.
La felicidad de las Memorías de Altagracia no está sólo en su pe-
ricia narrativa, en su invención libérrima, en las correctas articula-
ciones de las imágenes de la infancia pueblerina del autor, sino en
el simultáneo acercamiento a la estructura del imaginario que es im-
plicada en sus diversas operaciones creativas, el hallazgo de un per-
suasivo diseño de su funcionamiento. Concomitantemente, el em-
paste estilístico de Garmendia se ha ido aclarando, hasta el grado de
volver a recurrir a elementos simples y aun podría temerse que tri-
llados para dibujar las situaciones, pero en cambio ha perfecciona-
do el ardiente entrecruzamiento de las imágenes, ha puesto en fun-
cionamiento una precisa, pulida, reluciente maquinaria que moviliza
esas imágenes con una dinámica potente.
Tanto como esas imágenes, importa ahora su tensión, su movili-
dad, su construcción siguiendo las líneas de fuerza que se han he-
cho ostensibles, su coronación y también su disolución, desagregán-
dose y volviéndose a recompensar por repentinas asociaciones en
nuevas imágenes. La energía creadora es ahora parte del diseño de
la imagen, y una parte fundamental. Con lo cual, puede pensarse que
Salvador Garmendia ha rozadó las fuentes energéticas de la vida en-
tendiéndolas como más significantes que las fuentes de las sustan-
cias nutricias y perecibles a las cuales consagró su narrativa infor-
malista.
et
E

de
A entr , $
z á
LA EXPERIENCIA EN ABISMO DE RAFAEL CADENAS”

EN LA CULTURA venezolana de los últimos veinte años ha de-


sempeñado principalía la poesía, dando la medida de su más alto ri-
gor. Aunque todavía no se le ha hecho justicia en el ámbito de la len-
gua, ya desde la famosa antología de Aldo Pellegrini se reconoció
su capital aportación, la cual se ha ido ampliando con nuevas voces
que se integran al nivel de excelencia de la lírica hispanoamericana
posnerudiana, contribuyendo ella con una modulación propia, cla-
ramente discernible. Dentro de esa poesía venezolana ocupa un pues-
to eminente Rafael Cadenas que ahora, después de una década de
silencio, ha entregado dos libros que reconstruyen su meditación en
el período de 1970 a 1976: Memorial e Intemperie.
Tras sus adolescentes Cantos iniciales (1946) de aura vallejiana,
dos libros maduros aunque juveniles certificaron su asombroso don
poético: Los cuadernos del destierro (1960) de impronta narrativa,
que se abren con esos versos entonados a lo Rimbaud y que se han
vuelto legendarios («Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedo-

* Artículo publicado originalmente en El Universal, Caracas, 19 de marzo de


1978.
DAS ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

res de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para en-


loquecer de amor») y Falsas maniobras (1966) que, aunque prolon-
gándolos, ya acusan la crisis del sistema de valores que, acrecentada
por lo que José Balza ha llamado «su tendencia a desagregarse», ha-
brá de originar la experiencia en abismo de esta última década que
se recoge en los dos nuevos volúmenes.
Como saliendo por el otro lado del túnel, en otro tiempo y otra
estética, esos libros son el diario íntimo de una experiencia crucial
que ha sido llevada valerosamente y que sometió a la poesía al des-
pojamiento y renunciamiento que se exigía de la vida. La quiebra del
juvenil sistema de valores (más que íntimamente macerado, acepta-
do como un traje de confección que proporcionaba la época y las
circunstancias) acarreará una esforzada búsqueda que rige una terca
autenticidad y a la que servirán de compañeros (más que de guías)
algunos poetas de distintos tiempos y algunos orientalistas como
Krishnamurti y Watts. De ellos se aprovecha la lección moral de exi-
gencia, austeridad, veraz autoconocimiento, porque lo propio de esta
vía es su carácter insustituíble, personal y profundo, nunca reem-
plazable por un discurso ya elaborado por otros. Esa crisis que abar-
ca al hombre íntegro, necesariamente incluiría la lengua, la poética
y la estética practicadas, por lo cual el poeta Cadenas al ingresar a
esa búsqueda progresivamente dará la espalda a la cosmética de la
moda, a sus exitosos y cómodos trucos y aun a la gramática de la
modernidad que extiende su fingido manto igualitario sobre muchos
productos efímeros. No sólo en su vivir, sino también en su poeti-
zar, acometerá un proceso de esencialización cuya primera etapa,
como ya percibiera Juan Ramón en su transitado poema, sería la
desnudez.
Lo primero es el abandono de máscaras, ornamentos, recursos
aprendidos, según atestigua esta declaración inicial llamada a vol-
verse también legendaria: «He quemado las fórmulas. Dejé de hacer
exorcismos. Lejos, lejos queda el antiguo poder, mi legado». El pri-
mer conjunto poético de Memorial se titula «Zonas» (podría haber-
se llamado «Exploraciones») y está datado en 1970. En unas declara-
ciones del 69, Cadenas había encontrado justificación a la poesía en
el hecho de que «vive en una zona del ser que la necesita como su
medio propio de expresión» por lo que puede pensarse que su su-
pervivencia en estas condiciones de despojamiento, se debe mucho
a esa virtud expresiva.
LA EXPERIENCIA EN ABISMO DE RAFAEL CADENAS 223

Estas «Zonas» son aún las del trabajo sobre la memoria para disol-
verla, pues aunque el poeta voluntariamente renunciara a las viven-
cias y fórmulas anteriores, siguen floresciendo en la memoria («De
repente traes lo que olvidé»), se infiltran tras las imágenes renova-
das («Río que repite nombres»), generan la hora ceremonial del «Re-
cuento», hacen visible que la transmutación no es todavía nada más
que deseo ardiente de ella, sólo necesidad vital y conciencia utópi-
ca como desarrolló el espíritu vanguardista: «Soy lo que extraño, soy
mi propio vivero, soy el revés de mi mismo. No quiero repetición
sino novedad». Por esta circunstancia intermedia, «Zonas» aún sigue
manejando las formas narrativas anteriores, aún apela a los persona-
jes fabulosos o al verso grandilocuente, aún compone escenarios so-
brerreales: «Yo me secaba en medio de lo sagrado», «Agrio portero
nos aturde ahora», etc.
La belleza de tales formulaciones lapidarias, tan características de
la poesía venezolana que se abasteció en el surrealismo, dan prueba
de la pugna instaurada en el poeta, quien está moviéndose entre dos
aguas. La vía de avances a veces se la proporciona un descendimien-
to a la simplicidad de lo cotidiano pero sobre todo una operación
que practicara J. J. Tablada: la ruptura de la sucesión que quiebra
todo encadenamiento causal, aboliendo la narratividad y el discur-
so. La experiencia se concentra en un flash repentino que ciega a
la memoria: «Cada encuentro nos protege de la memoria. Entre no-
sotros ningún momento es rey. Todos nacen, resuenan y desapare-
cen». Es una observación trivial del zen, pero su efecto sobre la poe-
sía es grande. A partir de allí nace el segundo conjunto de poemas,
de 1973, que correctamente se define como Notaciones, las que no
rehusan su clasificación entre los «haikú», aunque en ellas no sea la
naturaleza la que bruscamente es recogida en una iluminación signi-
ficante, sino que sea el pensamiento el que habla en medio del silen-
cio, sin memoria y, sobre todo, sin futuro, atrapando las imágenes
que le sirven. :
Son «notaciones» del puro instante, sobre el cual se concentra una
atención tensa hasta borrar todo su contorno, lo anterior y lo poste-
rior, restringiéndose a la exclusiva constancia de existencia que se
produce cuando en vez de reflejar el objeto real se le asume como
verdad. Es la visión ocular la que ofrece su mejor ejemplo («La única
doctrina de los ojos es ver»), aunque esa experiencia de inmediatez
224 ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA

y plenitud convoca la subyacente eternidad: «Un momento separa-


do de todos los momentos tiene años esperándote fuera de los años».
Fatalmente esta vía conduciría al cuestionamiento del «yo», asun-
to capital que Cadenas comparte con un buen sector del pensamien-
to occidental y no sólo del oriental que él ha preferido recorrer. «¿Qué
hago yo detrás de los ojos?» preguntará, percibiendo que sus visio-
nes de lo real, sus iluminaciones, sus éxtasis tienden, como en la mís-
tica a la cual están asociados, a una disgregación de ese «yo» que en-
torpece y enturbia la entrega. Quizás más que el yo, quede aquí
cuestionada su prototípica concepción decimonónica, la que desde
Foucault hasta Levi-Strauss ha sido duramente revisada. Del mismo
modo que San Juan quedaba «no sabiendo, toda ciencia trascendien-
do», Cadenas dará todo por esa integración súbita con lo real viviente:
«Sé que si no llego a ser nadie, habré perdido mi vida».
Las Notaciones evocan los versículos de William Blake, los aforis-
mos del Matrimonio del cielo y del infierno, como también las for-
mas tradicionales de la poesía gnóstica. Marcan el punto culminante
del cuestionamiento de la poesía misma, o, para ser más precisos,
de la escuela poética dominante en la lírica moderna venezolana. En
la lírica hispanoamericana se abren hacia un territorio que sólo ha-
bía tocado, aunque en otras coordenadas, el Parra de los «artefac-
tos». En todo caso imponen la redefinición de la poesía, secundan-
do el solipsismo que es capaz de reclamar de la vida: «redúceme a
ser sólo una crudeza frente a ti». Y se constituyen en un punto avan-
zado de la experiencia poética.
Pero aquí no se cierra el proceso: aquí comienzan experiencias aún
más riesgosas, porque la vida continúa. En Nupcias (1975) es la con-
sumación amorosa dentro de una nueva tesitura. La unión mística
se desvía de la unión corporal, en la apetencia de unas bodas que
superan la contradicción, tal como diceun admirable poema: «Eres
la llama que alguien retira para la transacción a oscuras». En Intem-
perie (1976) es la supervivencia del «extraño» entre los derrumbes
de la vida social devenida una comedia funambulesca: «Como, an-
do, me acuesto sobre lo que me sostiene sin pedir una aclaración,
sin esperar nada. Soy un cuerpo». En este maravilloso libro, la poe-
sía parece replegarse, sin por eso repetir antiguos usos. Curiosamente
se diría que, a pesar de algunas anotaciones en diversos momentos
del proceso, el objeto palabra sigue manejándose como significación,
continúa siendo aceptado en el mismo plano que la vida y respetado
Adi!

LA EXPERIENCIA EN ABISMO DE RAFAEL CADENAS 225

como modo de vinculación con lo real, sin que sea focalizado como
la realidad misma a la cual interrogar.
Una búsqueda de tal autenticidad y osadía no podía proporcionar
sino una obra mayor de la poesía hispanoamericana. Es un aconteci-
miento que debe celebrarse con júbilo.
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ción Angel Rama, 1985.
INDICE

CREFERIO DE LASEDICIONS o o an

LA DIFICIL AVENTURA DE LA TOTALIDAD. ...........

VIGENCIA DEL PENSAMIENTO


DE¿SIMONPRODRIGUEZ: he aca itae ni de anti a 15

LA PINTURA DE LOS PENSAMIENTOS ............... 31

RUFINO BLANCO FOMBONA INTIMO ................ 39

LA FAMILIA LATINOAMERICANA DE
JULIO "GARMENDIA O a ad vis E a 17)

MIGUEL OTERO SILVA,


DEFUNACACOTRA VENEZUELA asii
dai elias ases 83

GUILLERMO MENESES, LA NOVELA EN ROTACION ...... 93

SALVADOR GARMENDIA
Y LA NARRATIVA INFORMALISTA ..............«.... 99

LA EXPERIENCIA EN ABISMO DE RAFAEL CADENAS ..... 221

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Esta edición de ENSAYOS SOBRE LITERATURA VENEZOLANA Se
terminó de imprimir el día 28 de Junio de 1990 en los talleres
de Editorial Torino, Calle El Buen Pastor, Edificio Urbasa,
Piso 2, Local C, Boleíta Norte, Caracas, Venezuela. Impresos
en papel Venelibro de 67 gramos.
48d ego a
iempre atento a los cambios del mun-
do que le tocó vivir, el crítico urugua-
yo Angel Rama (1926-1983), periodista
polémico además, amén de conferencis-
ta, catedrático itinerante y, sobre todo,
estudioso lúcido y consecuente de la rea-
lidad cultural latinoamericana, no más
llegar a Venezuela inicia una intensa y
"productiva labor intelectual. Al tiempo
que ejerce actividades como profesor
universitario y contribuye a la creación
de la revista Escritura y del proyecto edi-
torial de la Biblioteca Ayacucho, se de-
dica a estudiar diversos aspectos de la li-
teratura del país. Prueba de ello es la se-
rie de ensayos que contiene este volumen
y en los que se pone de manifiesto su vo-
luntad de producir una visión totaliza-
dora del fenómeno literario al integrar-
lo al conjunto de relaciones que consti-
tuyen el sistema global de una cultura.
Desde la apasionante y precoz mira-
da lingúística de Simón Rodríguez has-
ta la ““experiencia en abismo”” de Rafael
Cadenas, pasando por la “narrativa in-
formalista”” de Salvador Garmendia y la
“novela en rotación”? de Guillermo Me-
neses, este conjunto de ensayos sobre li-
teratura venezolana es un recorrido crí-
tico brillante donde el lector encontra-
rá, aunado al saber, un inusual aprecio
por el sabor de la propia lengua.
A

ESTUDIOS
MONTE AVILA EDITORES

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