FranciscoLunaLucaDeTena OracionYpresenciaDeDios
FranciscoLunaLucaDeTena OracionYpresenciaDeDios
(Contraportada)
3
Francisco Luna Luca de Tena
Oración y
presencia de Dios
Madrid
1974
4
Con licencia eclesiástica.
5
ÍNDICE
PRIMERA PARTE.......................................................................................................... 10
ORACIÓN .................................................................................................................. 10
7
TERCERA PARTE ....................................................................................................... 107
BREVE DEVOCIONARIO .................................................................................... 107
8
Angelus ...................................................................................................................... 140
Regina Coeli .............................................................................................................. 140
9
Primera Parte
ORACIÓN
10
I. EL AMOR DE DIOS Y LA ORACIÓN
En este mundo hay gente para todo; por eso no debe extrañar que ha-
ya quienes vivan al margen de la realidad divina, olvidando que Dios no
sólo nos ha dado la vida, sino también que se ha hecho hombre y ha muer-
to por nosotros y que nos ha querido tanto que desea que nos llamemos hi-
jos de Dios y lo seamos (1 Jn 3,1).
Si el hecho de haber sido creados por Dios trae como consecuencia
natural que con agradecimiento y con amor nos portemos de acuerdo con
su divina voluntad, ese otro hecho de nuestra adopción divina también de-
be despertar en nuestros corazones la gratitud de los hijos con su padre.
Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con ninguna otra co-
sa. Lo que nosotros hagamos no tiene valor fundamental para Dios, por-
que El puede hacer lo mismo con un solo pensamiento; o con gran facili-
dad puede crear otros seres que hagan lo mismo que nosotros hacemos.
Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún otro
puede darle. El podría hacer otros corazones que le amasen, pero una vez
que nos ha creado a nosotros y nos ha dado libertad, el amor de nuestro
corazón particular es algo que sólo nosotros podemos darle (1).
Dios, como se ve, se empeña en querernos y es su deseo que le co-
rrespondamos en la medida de nuestras fuerzas. Por eso cuando nos mani-
fiesta su divina voluntad, lo primero que nos dice, lo primero que nos en-
seña es: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (Lev 19, 18); de ahí que
resulte encogida y raquítica una vida cristiana que no se fundamente en la
práctica del primero de los mandamientos.
1
E. BOYLAN: El amor supremo, I, p. 121, Madrid-19.
11
¿Se puede amar a Dios?
12
parecidas, en las que aparece el empeño que se tomaba en hablar con su
Padre Dios y que han quedado escritas como testimonio de su conducta.
Son tantas las escenas en las que Jesucristo habla con su Padre, que
resulta imposible detenernos en todas. Pero pienso que no podemos dejar
de considerar las horas, tan intensas, que preceden a su Pasión y Muerte,
citando se prepara para consumar el Sacrificio que nos devolverá al Amor
divino. En la intimidad del Cenáculo su Corazón se desborda: se dirige
suplicante al Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo, anima a los su-
yos a un continuo fervor de caridad y de fe.
Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en Getsemaní,
cuando percibe que ya es inminente la Pasión, con las humillaciones y los
dolores que se acercan, esa Cruz dura, en la que cuelgan los malhechores,
que El ha deseado ardientemente. «Padre, si es posible, aparta de mí este
cáliz» (Lc 22, 42). Y en seguida: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»
(Lc 22, 42). Más tarde, cosido al madero, sólo, con los brazos extendidos con
gesto de sacerdote eterno, sigue manteniendo el mismo diálogo con su Pa-
dre: •en tus manos encomiendo mi espíritu» (2).
Es la misma actitud que imitarán sin descanso todas las almas fieles:
oración, siempre oración. Los santos, los que lo son menos, cualquiera que
tenga un poco de amor, siempre ha sabido recurrir a la oración en los mo-
mentos de alegría y en aquellos otros de dolor.
Contemplemos ahora el ejemplo de la Santísima Virgen, nuestra Ma-
dre del Cielo también hace oración, en el Calvario, junto al patíbulo, reza.
No es una actitud nueva de María. Así se ha conducido siempre, cum-
pliendo sus deberes, ocupándose de su hogar. Mientras estaba en las co-
sas de la tierra, permanecía pendiente de Dios. Cristo, perfectus Deus,
perfectus homo» (3), quiso que también su Madre, la criatura más excelsa,
la llena de gracia, nos confirmase en ese afán de elevar siempre la mirada
al amor divino. Recordad la escena de la Anunciación: baja el Arcángel,
para comunicar la divina embajada —el anuncio de que sería la Madre de
Dios—, y la encuentra retirada en oración. María está eternamente reco-
gida en el Señor, cuando San Gabriel la saluda: «Dios te salve, ¡oh, llena
de gracia!, el Señor es contigo» (Lc 1, 28). Días después rompe en la alegría
del Magníficat», ese canto mariano, que nos ha transmitido el Espíritu
2
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de Oración, Ed. Palabra, Colección NORAY, n.
39, p. 11.
3
Símbolo Atanasiano.
13
Santo por la delicada fidelidad de San Lucas, fruto del trato habitual de la
Virgen Santísima con Dios.
Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de las mujeres
y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al Salva-
dor, y los sucesos de que han sido protagonistas. Ha admirado aquel cú-
mulo de prodigios, el derroche de la misericordia de Dios con su pueblo,
tantas veces ingrato. Al considerar esta ternura del Cielo, incesantemente
renovada, brota el afecto de su Corazón inmaculado: «mi alma glorifica
al Señor, y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios salvador mío:
porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava» (Lc 1, 46-48).
Los hijos de esta madre buena, los primeros cristianos han aprendi-
do de ella y nosotros podemos y debemos aprender (4).
4
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 14.
5
Catecismo Mayor de S. Pío X, n. 256.
14
Me has escrito: orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? —¿De qué?
De El, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preo-
cupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y
Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: «tratarse»
(6). En estas breves líneas se encuentra resumida la esencia de la oración,
que consiste sencillamente en eso: hablar con Dios, sin adornos ni compli-
caciones y sin intentar meter el alma en un molde que difícilmente podría
soportar. Los hijos de Dios no necesitan un método cuadriculado y ar-
tificial, para dirigirse a su Padre. El amor en inventivo, industrioso: si
amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven
a este diálogo continuo con el Señor (7).
Hay mil maneras de orar, y por tratarse de algo tan asequible a todos
no tiene por qué extrañar que la Iglesia recomiende la oración con insisten-
cia, y no debiéramos escudarnos en razones de pereza o de comodidad para
dejar de hacerla. Frases como yo no sé hacer oración o a mí no me sirve de
nada, en el fondo no son más que disculpas con las que se pretende tran-
quilizar la conciencia. Si los que hablan así fueran más sinceros con Dios y
con ellos mismos, si tuvieran el valor y la constancia que se necesita para
hacer todos los días un rato de oración, verían con claridad la equivocación
de sus argumentos y podrían decir, con verdad, que lo que les ocurre en
realidad no es que no sepan o que no puedan hacer oración, sino que no
quieren hacerla.
La oración vocal
6
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 91.
7
INEM, Vida de oración, p. 44.
15
tro Señor les dice: cuando estéis en la presencia de Dios habéis de decir
Padre Nuestro que estás en los cielos... (Lc 11, 2). Se trata de una oración
vocal en la que se nos indican hasta las palabras con que hemos de dirigi-
mos a nuestro Padre Dios.
Y esto es así porque las palabras expresan los sentimientos, y el Se-
ñor quiere que nuestro corazón tenga unas determinadas disposiciones
cuando vamos a orar. A esto habrá que añadir que los cristianos tenemos
obligación de alabar a Dios también de un modo externo —con la boca—
y no sólo con la mente y que así lo ha entendido siempre la Iglesia. Por eso
no tener en cuenta la oración vocal supone un olvido lamentable, sobre to-
do en aquellas ocasiones en las que el alma no se encuentra en condiciones
de hacer de la oración un verdadero diálogo con el Señor.
No se trata de decir que en la oración vocal se agoten las posibilida-
des de hablar con Dios, pero sí de recordar que en ella tenemos una mara-
villosa ayuda para los momentos de aridez y también que nos presta la
oportunidad de dirigimos a El muchas veces durante el día a través de las
pequeñas interrupciones que pueden hacerse en el trabajo para elevar nues-
tro pensamiento y nuestras palabras al Señor.
La oración vocal es el mejor apoyo que podemos encontrar para
cumplir la voluntad de Dios que nos pide una oración constante (Cfr. 1 Tes
5,17.). Cuando vamos por la calle, al subir las escaleras, mientras esperamos
la luz verde que nos deja el paso libre, con las oraciones vocales se encien-
de el alma y se va convirtiendo toda nuestra existencia en una continua
oración.
Junto con la oración dominical —el Padrenuestro— nos encontramos
con otras oraciones que también tienen un origen sobrenatural, así el Ave-
maría o salutación angélica formada por las palabras con que el Arcángel
San Gabriel saludó a la Virgen María y continuadas con las que Santa Isa-
bel, inspirada por el Espíritu Santo, se dirigió a Nuestra Señora.
Con el Padrenuestro y el Avemaría y aquellas otras palabras añadidas
por la Iglesia —el Santamaría—, y el Gloria al Padre, se ha formado el
Santo Rosario, arma poderosa para vencer a los enemigos de la Santa
Iglesia Romana (8). Pero en el Rosario... ¡decimos siempre lo mismo! —
¿Siempre lo mismo? ¿Y no se dicen siempre lo mismo los que se aman?
¿Acaso no habrá monotonía en tu Rosario, porque en lugar de pronunciar
8
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Santo Rosario, Madrid 1971, p. 9.
16
palabras como hombre, emites, sonidos como animal, estando tu pensa-
miento muy lejos de Dios? —Además, mira: antes de cada decena se indi-
ca el misterio que se va a «contemplar». —Tú... ¿has «contemplado» al-
guna vez estos misterios?
«Hazte pequeño». Ven conmigo y —éste es el nervio de mi confiden-
cia— viviremos la vida de Jesús, María y José (9).
Es imposible que de verdad deseemos amar al Señor y que olvidemos
ese medio tan extraordinario para tratarle que son las oraciones vocales. Y
no se diga que por la calle no se puede rezar vocalmente, porque no hace
falta que se oigan las palabras; es más, en algunas ocasiones bastará que
las recemos mentalmente, procurando mantener nuestra atención fija en el
Señor.
Recomendar esa unión continua con Dios, ¿no es presentar un ideal
tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos?
Verdaderamente es alta la meta, pero no inasequible. El sendero, que
conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender
poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más
tarde en árbol frondoso.
Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de
niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre,
que es también Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por la tarde,
no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron
mis padres: «¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente
a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos,
mis oídos, mi lengua, mi corazón»... ¿No es esto —de alguna manera— un
principio de contemplación, demostración evidente de confiado aban-
dono? ¿Qué se cuentan los que se quieren, cuando se encuentran? ¿Cómo
se comportan? Sacrifican cuanto son y cuanto poseen por la persona que
aman.
Primero una jaculatoria, luego otra y otra..., hasta que parece insu-
ficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a
la intimidad divina en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivi-
mos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con
la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limita-
ciones las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma
9
Ibídem, p. 15.
17
ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por el imán. Se
comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto
(10).
Además, la oración vocal admite un número casi infinito de posibili-
dades. Son muchas las que han compuesto los santos y han sido recomen-
dadas por la Iglesia, y a lo largo de los siglos han ido cristalizando con esa
rara perfección de las piedras preciosas.
El Bendita sea tu pureza, el Acordaos, el Angel de Dios, encierran
para casi todos los cristianos un encanto especial que nos mueve a verda-
dera devoción, tal vez porque nos recuerden la inocencia y el candor con
que las rezamos por primera vez. No olvides tus oraciones de niño, apren-
didas quizá de labios de tu madre. —Recítalas cada día con sencillez, co-
mo entonces (11).
La oración vocal es, pues, una manifestación de la piedad del corazón
que además nos sirve para mantener viva la presencia de Dios durante el
día, y una ayuda para esos momentos de la oración mental en los que nada
se nos ocurre. Entonces debemos recurrir a ella, y repetirlas con cuidado y
atención hasta que se termine el tiempo dedicado a la oración, en esos mi-
nutos que nunca deben faltar en la vida ordinaria de un hijo de Dios. Pero
hay que poner interés para que no sean una repetición mecánica y sin sen-
tido. Despacio. —Mira qué dices, quién lo dice y a quién. —Porque ese
hablar deprisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de la-
tas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho
menees los labios (12).
10
J. ESCRIVÁ DE BALACUER, Hacia la santidad, Ed. Palabra, Colección NORAY,
n. 40, pp. 10-13.
11
Camino, n. 553.
12
Ibídem, n. 85.
18
II. ORACIÓN Y SENTIMIENTOS
En un submarino
13
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 31.
14
Ibídem, p. 22.
20
Una idea que puede resultar orientadora es la de dar a nuestra oración
el tono sencillo de una conversación —incluso cuando se está a solas no
habrá inconveniente en hacerla en voz alta, pues vamos a contarle al Señor
nuestras cosas, aunque El ya las sepa, pues nos consta que se complace en
oírlas de nuestros labios. Confiadamente, como un niño que cuenta a su
padre los mil sucesos que le han ocurrido en el juego o en la escuela. Así,
por ejemplo, le diremos: hoy me he portado regular, pues el trabajo no he
sabido hacerlo bien y ofrecértelo. En toda la mañana apenas me he acor-
dado de Ti. Sin embargo, estoy más contento de mi comportamiento fami-
liar, pues he sabido dominar mi mal humor y no he contagiado a los de-
más con mis enfados.
Como se ve, cosas sencillas que nos suceden a lo largo del día, que
constituyen la jomada de una persona normal y que serían las mismas que
se contarían a un padre o a un amigo que se preocupase por nosotros.
Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus dis-
cípulos: «enséñanos a hacer oración» (Lc 11, 1). Comprobarás cómo el Es-
píritu Santo «ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué
hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el
mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplica-
bles» (Rom 8, 26), que no pueden contarse, porque no existen modos apro-
piados para describir su hondura.
¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No me he inven-
tado nada, cuando —a lo largo de mi ministerio sacerdotal— he repetido
y repito incansablemente ese consejo. Está recogido en la Escritura Santa,
de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, en-
séñame a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa —luz, juego, viento
impetuoso del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de
provocar incendios de amor (15).
Actuar así tiene la ventaja de simplificar la oración, ya que la mente
no está ocupada por lo que tiene que hacer para hablar con el Señor, sino
que directamente empieza la conversación en un ambiente cordial, y poco
a poco, ganada la confianza, se irá adentrando en temas más profundos y
en una conversación más íntima, de la cual sólo podrán salir buenos deseos
y propósitos.
15
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 20.
21
La gran palanca
Hemos llegado a uno de los apartados más interesantes del tema que
nos ocupa, pues es el amor quien nos mueve a obrar en nuestra vida coti-
diana. Esa es la gran palanca capaz de remover los mayores obstáculos.
Se ama a los padres, a los hermanos, a los hijos, a las personas y a las
cosas. Y esto se hace de tal manera que siempre que actuamos, puede de-
cirse que lo hacemos movidos por el amor. Por ello convendrá tener muy
presentes unas cuantas ideas, la primera de todas es que no siempre es lo
mismo sentimiento que amor. Es oportuno insistir en ello porque muchas
veces se identifican estos dos términos, y si esta confusión se lleva al te-
rreno espiritual, puede traer como consecuencia que las almas se desorien-
ten y se desanimen en el trato con el Señor.
Ordinariamente se dice que una persona quiere a otra cuando siente
por ella una simpatía especial, algo que le lleva a buscar su trato y compa-
ñía. Esto ocurre, por ejemplo, entre los enamorados.
Cuando esta manera de pensar se traslada al terreno de la oración, en
la mayoría de los casos incurriremos en el error de pensar que no se ama a
Dios, porque no se siente por El lo mismo que por nuestros padres o por
las personas que nos son familiares. Debido a esto, resultará muy útil ex-
plicar en qué consiste el verdadero amor.
Para aclarar este concepto, lo primero que hay que recordar es que no
se puede amar sin conocer. A una persona la vemos o la oímos hablar, en-
tonces comenzamos a conocerla, y solamente después de conocida nace en
nosotros la simpatía o el amor. Este amor, en muchas ocasiones va acom-
pañado de un sentimiento en el corazón, que nos hace estar a gusto en pre-
sencia de la persona amada. Esto es lo que sucede a los enamorados, o a la
madre que colma de caricias y de besos a su hijo. Pues bien, casi todos
creen que en eso precisamente, en el bienestar del corazón, es en lo que
consiste el verdadero amor, de tal manera que si no lo sienten piensan que
es porque no aman.
Si empleamos los gustos o sentimientos como medida de nuestro
amor, fácilmente se llegará a la conclusión de que hay muchas personas a
las que no amamos, ya que teniéndolas delante no sentimos nada especial
por ellas. Así, una madre que no siente nada por su hijo mientras éste es-
tudia o duerme podría decir que no le ama, lo que no dejaría de ser absurdo
y contradictorio, ya que estaría dispuesta a dar la vida por él.
22
Luego no se debe confundir el amor con los sentimientos. ¿Dónde es-
tá entonces el amor? ¿Cómo saber, y éste es nuestro caso, si amamos o no
amamos a Dios? Hace unos momentos se veía que primero se conocen las
cosas, y que después de conocerlas es cuando se quieren. ¿Dónde está ese
querer?, o ¿cómo se puede querer? La respuesta adecuada es que el amor
está en la voluntad. Es con la voluntad con la que se quiere a las personas
o a las cosas. Por tanto, ahí, a la voluntad habrá que mirar para saber si se
tiene o no se tiene amor, y no a los sentimientos o gustos, que pueden con-
ducimos al error. Así nos encontraremos con personas que pensaban que
querían poco al Señor, y con esta simple idea descubren que le aman sobre
todas las cosas, ya que están dispuestas a perderlas todas, antes que ofen-
derle. Y éste es un verdadero amor, aunque no vaya acompañado de un
sentimiento del corazón. Es decir: por encima de lo que se sienta, o de lo
que se deje de sentir —lo diremos una vez más—, está lo que se quiere, y a
ese querer es a lo único que de verdad se le llama amor.
¿Qué es entonces amar a Dios en la oración? De cuanto se viene di-
ciendo se desprende con claridad que no es sólo con los sentimientos que
se pueden tener en ella, sino con las decisiones de la voluntad con las que
queremos al Señor. Cuando le digo a Jesús, esto que he hecho hoy está mal
y no volveré a hacerlo, estoy amándole, pues mi voluntad está dispuesta a
no caer en la misma falta. También cuando de verdad se le dice al Señor
que le queremos, le hemos amado, porque nuestra voluntad está decidida a
quererle, aunque el corazón no nos acompañe con un movimiento sensible.
Por tanto, convendrá no desanimarse y perseverar en la oración aun-
que la sensibilidad esté dormida.
Un amor desinteresado
24
III. ¿CÓMO HACER ORACIÓN?
25
Decía que la oración es lo menos parecido que se conoce a un nau-
fragio, y es así como debería suceder en realidad. Sin embargo, en algunos
casos, quienes intentan hacer oración se parecen demasiado al náufrago de
la balsa, porque en lugar de prepararse, proveerse de víveres, etc., van a la
oración a ver qué pasa o a ver qué se les ocurre, olvidando que cuando se
acude a orar con esas disposiciones, lo más probable es que no pase nada o
que nada se les ocurra. Entonces, su cabeza se mantendrá en una especie
de vacío de ideas o perderán su tiempo luchando contra las distracciones
más inoportunas.
Así pues, no se debe ir a la oración a ver qué pasa. Conviene prepa-
rarse, y la mejor manera de hacerlo es buscar un tema de conversación. Pa-
ra ello no se necesita hacer grandes estudios o consultar varios libros, sino
sencillamente encontrar algún argumento, entre las cosas que nos han ocu-
rrido durante el día, para comentarlo con el Señor en el momento más
oportuno. No vaya a pasarnos lo que en ocasiones sucede en las visitas,
cuando decae la conversación y sobreviene un silencio molesto en el que
no se sabe qué decir, y la mente se esfuerza, en vano, en acertar con alguna
frase capaz de sacarnos a flote del aburrimiento que nos hace bostezar.
A veces hacemos las cosas más difíciles de lo que son. Creo que to-
dos recordamos aquella vieja canción que acompañó durante algún tiempo
nuestros juegos infantiles.
¿Dónde está la llave...? Matarile
La respuesta seguramente seguirá sorprendiendo a los niños con la
misma emoción que lo hizo en nosotros la primera vez. Todos lo sabemos:
la llave está en el fondo del mar. El fondo del mar para un niño es algo in-
menso y oscuro donde no habrá forma de encontrar ninguna llave, porque
las frías tinieblas lo envuelven todo.
Para hacer oración no es preciso descender a los abismos del mar.
Los temas que pueden ocupar el tiempo dedicado a nuestra charla con el
Señor son muy variados, y todo lo que suponga una actividad, todo lo que
hacemos o pensamos debe pasar por nuestra oración. De otro modo, ¿có-
mo conseguir cambiar, vencer las malas inclinaciones o adquirir determi-
nadas virtudes, si no acudimos a pedírselo al Señor?
Para la elección de temas no es preciso esforzarse en rebuscar. Es su-
ficiente mirar a nuestro alrededor y observar las cosas espirituales y ma-
teriales entre las que se desarrolla nuestra vida. El trabajo, el comporta-
miento con los demás, la familia, los amigos, la casa en que vivimos, la co-
mida, las diversiones, el carácter, etc., serán los mejores.
27
También las escenas del Evangelio, la vida de la Virgen o de los san-
tos, el trato con los Angeles Custodios, la Santa Misa e incluso la misma
oración, y tantos otros, pueden y deben ser temas obligados de nuestra
charla con Dios.
Es muy importante observar los pasos del Mesías porque El ha veni-
do a mostrarnos la senda que lleva al Padre. Descubriremos, con El, có-
mo se puede dar relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más
pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad,
y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiem-
pos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para
alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, senci-
llamente, para estar con El (16).
No quiere decirse que siempre y de un modo sistemático haya que
someter al alma a la disciplina que supone sujetarla a un tema. Muchas ve-
ces bastará ponerse en presencia de Dios y quedar tranquilos y a gusto con
El, que por decirlo así, nos da descanso y consuelo.
Lo más corriente es que la oración cueste un poco, por eso habrá que
esforzarse en hacerla bien.
Si conviene hablar con el Señor de ciertos temas. es porque lo que se
nos pide es que le imitemos. Las prácticas de la vida espiritual, desde la
Comunión a la oración diaria, pasando por la mortificación y la lectura,
tienden a esto. Si se vive con delicadeza nos iremos pareciendo cada vez
más a El, y será la oración quien nos proporcione una de las mejores opor-
tunidades de conseguirlo.
Los hombres, hasta inconscientemente, se mueven en un continuo
afán de imitarse unos a otros. Y nosotros, ¿abandonaremos la invitación
de imitar a Jesús? Cada individuo se esfuerza, poco a poco, por identifi-
carse con lo que le atrae, con el modelo que ha escogido para su propio
talante. Según el ideal que cada uno se forja, así resulta su modo de pro-
ceder. Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de
la Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posi-
16
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 9.
28
bilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios
Uno y Trino (17).
Decía un autor español que cada uno tiene sus cadaunadas. Si por
cadaunadas se entiende la manera particular de ser de una persona, vere-
mos que esto es una realidad en lo que se refiere también a nuestros defec-
tos. Cada uno tiene los suyos: unos tendrán mal carácter, otros se sentirán
dominados por la pereza, el de más allá no cuida bien la educación de sus
hijos, o pone poco empeño en el cumplimiento de sus obligaciones pro-
fesionales, etc.; en una palabra, no siempre somos como nos gustaría ser.
Sin embargo, el conocimiento de los propios defectos no debe des-
animarnos, siempre que se esté dispuesto a cambiar. Mientras el que tiene
mal carácter desee ser agradable con los demás, el perezoso quiera salir de
su estado y el padre ponga interés en educar bien a los hijos, todo tiene so-
lución. Lo malo sería que estos defectos se hubiesen introducido en nues-
tras vidas de tal manera que no quisiéramos desprendemos de ellos.
Desde luego somos débiles, pero no siempre es debilidad lo que nos
lleva a tropezar y a caer, sino también la ausencia de un propósito firme y
decidido de cambiar, motivada por el egoísmo que, en el fondo, hace que
nos encontremos muy a gusto con nuestras faltas.
En la oración se encontrará ayuda para corregirse. No cabe duda de
que si se habló con el Señor, sencilla y humildemente, de esos tropiezos
que me apartan un poco de El, cuando me encuentre de nuevo con la oca-
sión de pecar tendré nuevas fuerzas para la lucha. En primer lugar, porque
las habré pedido, y en segundo lugar, porque mi voluntad estará decidida a
no ceder en la tentación. Esto se deberá a que al comentar estas cosas con
el Señor habré hecho un propósito más o menos decidido de enmienda. Es-
ta es la razón por la que también nuestros defectos deben ser comentados
en la conversación con el Señor. Debemos hablar de todo: de lo bueno,
porque siempre será posible mejorarlo, y de lo que no es tan bueno, para
arrancarlo de nuestra vida con la ayuda de la gracia.
Los propósitos
17
Ibidem, p. 37.
29
anteriormente, y, durante la charla con el Señor, limitarse a pedirle fuerzas
para hacerlo mejor. Pretender lo contrario sería tanto como ir acumulando
un propósito tras otro, hasta formar un montón de ellos que no habría for-
ma humana de cumplir, si tenemos en cuenta nuestra debilidad. En un mes
habríamos hecho treinta, en un año trescientos sesenta y cinco, y durante
nuestra vida su número resultaría incontable.
Desde luego sería muy bonito poder decir: propósito hecho, propósi-
to cumplido, pero la realidad se encarga de demostrar que no siempre es
así. Unas veces porque nos volvemos atrás en nuestras decisiones, otras
porque se cumplen a medias, y otras sencillamente porque nos olvidamos
de ellas.
Del hecho que no sea preciso sacar un propósito de cada rato de ora-
ción, no puede deducirse que el alma no deba esforzarse en conseguirlo. El
mejor fruto de la oración es el propósito, que consiste en esa disposición
de la voluntad para hacer lo que Dios nos pide.
Cuando se hace un propósito, la voluntad queda a la espera de que se
presente la ocasión de practicarlo. Cuando ésta llega, el alma está pre-
parada para vencer con mayor facilidad y se sentirá empujada a actuar de
acuerdo con las disposiciones que adquirió en la oración.
De esta manera el alma no sólo hablará con el Señor, sino que ade-
más vivirá en estado de oración permanente, lo que le llevará a recibir ma-
yores gracias de Dios.
Se me va el santo al cielo
18
Camino, n. 890.
19
Ibidem, n. 891.
20
Jn 15,5.
31
alma, acostumbrada a ese comportamiento caprichoso y falta de disciplina,
se sienta incapaz de portarse de un modo diferente al mostrado durante la
jornada. Y es entonces cuando las distracciones se ceban en el espíritu que
se siente impotente para dominarlas.
Por eso para hacer bien la oración resulta una ayuda eficacísima la
mortificación interior (21) acompañada de esa otra mortificación de los sen-
tidos (22) que disponen al alma para mantenerse despierta y poder atender
con delicadeza las divinas inspiraciones.
El portero
21
«Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para
quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación
con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que
conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con per-
severancia, sí que es sólida mortificación interior»: Camino. n. 173.
22
«Mortificación interior: No creo en tu mortificación interior, si veo que despre-
cias, que no prácticas, la mortificación de los sentidos»: Cambio, n. 181.
32
ra enfrentarnos con ellas. Pretender apartarlas de nosotros, no meditarlas
delante del Señor, sería tanto como huir de lo que Dios nos pide en esos
momentos. Si no se utiliza ese remedio maravilloso para conocer la volun-
tad de Dios, que es la oración, entonces ¿para qué la queremos? y, en ese
mismo caso, ¿para qué y de qué nos serviría?
Hay que hablar con el Señor de esas cosas que se nos ocurren, pero
sin caer en la exageración de obsesionarnos con los problemas; contarle lo
que nos pasa, y entonces ver, con la luz que nos da, qué es lo que El quiere
y cómo lo quiere y saldremos de la oración dispuestos a cumplir su volun-
tad con mayor generosidad.
33
IV. DISPOSICIONES PARA LA ORACIÓN
Sinceridad
23
Eccli 18,23.
24
Mt 7,21.
25
S. AGUSTÍN, En. In Ps., 139, 10.
26
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 17.
34
enriquecer a Dios, sino que vamos a ser enriquecidos por El. Pero para que
Dios se comunique con nosotros es preciso partir de la idea clara de que
somos nosotros los que tenemos algo que aprender, de ahí que la oración
no consista en un hablar de continuo, porque aunque sea cierto que Dios
sabe lo que nos pasa y que se complace en oírlo de nuestros labios, no deja
de ser también verdadero que si a El le gusta que se lo contemos es para
poder intervenir en nuestras vidas con su luz y con su amor. Cuando no se
le deja actuar así, la oración se transforma en un monólogo, y entonces no
será oración porque se convertirá en una forma más o menos disimulada de
darle vueltas a los propios problemas. ¿No habéis visto cómo tantos —
ellas y ellos— parece que hablan consigo mismos, escuchándose compla-
cidos? Es una verborrea casi continua, un monólogo que insiste incansa-
blemente en los problemas que les preocupan, sin poner los medios para
resolverlos, movidos quizá únicamente por la morbosa ilusión de que les
compadezcan o de que les admiren. Se diría que no pretenden más (27).
La sinceridad en las relaciones con Dios no consiste en que le diga-
mos la verdad puesto que ya la sabe, sino en reconocer como verdadero lo
que nos dice el Señor. Es sincero con Dios el que le deja hablar, el que está
dispuesto a escucharle y a poner por obra cuanto le pida. En la oración es
Dios quien debe llevar la voz cantante y a nosotros nos corresponde prestar
atención a lo que nos diga. ¿No habéis observado lo que sucede cuando
entre dos personas, una de ellas no quiere tratar determinado tema en la
conversación? Se hablará de pájaros y de flores, o del tiempo, de todo me-
nos de lo que verdaderamente importa. Se dirá que nadie va a la oración
con esa falta de buena voluntad porque se hace difícil pensar que haya
quienes sean capaces de semejante disposición interior, pero el hecho de
que nos cueste trabajo pensar en alguien así no significa que no exista esa
persona y ni siquiera que no sea uno de nosotros.
Esto es posible porque esas malas disposiciones no son conscientes
del todo, sino más bien un reflejo del modo de comportarse en la vida or-
dinaria que se manifiesta en la oración. Podrá parecer mentira que nos en-
gañemos a nosotros mismos, pero es verdad, y además ocurre a menudo.
En la oración no es otro el hombre que reza y habla con Dios, somos noso-
tros mismos, ese niño que nació hace tantos años y que ha vivido tan inse-
parablemente unido a nosotros que somos nosotros mismos. Ese yo es el
que va a orar, y por el hecho de dirigirse a Dios en su conversación, no de-
27
Ibidem, p. 22.
35
ja de ser el que es, con sus defectos, con sus pecados, con sus virtudes y
con todo el cortejo que acompaña la vida de cada uno. Y vamos a la ora-
ción tal y como somos y esto significa que si en nuestra vida no somos
sinceros, tampoco lo seremos en la charla con el Señor, por la sencilla ra-
zón de que esa falta de sinceridad nos impedirá ver y entender: no pode-
mos desprendernos así como así de nosotros mismos Eso no quiere decir
que en la oración no se pueda cambiar, sino que para poder cambiar en la
oración se necesita una disposición de humildad en la que se reconozcan
los propios pecados o aunque no se reconozcan, porque no se ven, que se
esté dispuesto a hacerlo. Cuando el alma acude a Dios de ese modo, enton-
ces puede ver y aprender, cosa que resulta imposible para el que se cree
que ya ve o piensa que ya sabe.
Seguramente será el amor propio. Sí, debe ser él quien hace que nos
creamos más de lo que somos. Muchas personas se imaginan que son más
inteligentes, más altas, más fuertes y más hermosas de lo que son en reali-
dad, y aunque el pudor no les permite manifestar a las claras lo que pien-
san de sí mismas, cuando son juzgadas por los demás estiman que no se les
aprecia en lo que valen. En efecto, es muy fácil para un hombre bromear
acerca de su fealdad, pero en el fondo no termina de estar convencido de
que sea tanta, y la prueba de ello es lo que le molesta que otros lo comen-
ten. Y es que una cosa es pensar que tenemos ciertos defectos, hasta el sol
tiene manchas —decimos para disculpamos—, y otra, bien diferente, acep-
tarlas como algo personal. Y este comportamiento, que muchas veces se
acepta con una sonrisa, puede tener una influencia definitiva en nuestro
trato con el Señor, porque esa visión superficial nos lleva a disimular las
propias faltas, y con ello se levanta un muro infranqueable que nos impide
acercarnos y tratar familiarmente con nuestro Padre Dios.
Por eso es tan importante reconocer los pecados con humildad, no
vaya a ser que nos ocurra como al fariseo del que nos habla Jesús en el
Santo Evangelio: Dijo a ciertos hombres que presumían de justos y des-
preciaban a los demás esta parábola: Dos hombres subieron al templo a
orar; el uno era fariseo y el otro publicarlo. El fariseo, puesto de pie, ora-
ba en su interior de esta manera: ¡Oh, Dios, yo te doy gracias porque no
soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni
tampoco como este publicano! Ayuno dos veces a la semana, pago los
diezmos de todo lo que poseo. El publicano, al contrario, puesto allá lejos,
36
ni aun los ojos osaba levantar al cielo, sino que se daba golpes de pecho,
diciendo: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador (28).
Al leer con atención estas palabras del Señor se sobrecoge el ánimo,
porque ¿no es asombroso el parecido que hay entre el fariseo y nosotros
mismos? ¿No es verdad que llegamos, como él, a creernos buenos porque
nuestra conducta está más o menos de acuerdo con una forma bastante
cómoda de entender la vida sobrenatural? El fariseo de la parábola se por-
taba aparentemente bien, pero olvidaba una cosa: amar a Dios no consiste
solamente en dar limosna y respetar la propiedad del prójimo o ayunar.
Seguramente el publicano había cometido un número mayor de pecados
que él, pero a pesar de ello volvió a su casa justificado, porque había reco-
nocido con humildad sus pecados y había pedido perdón por ellos
¿Qué quiere decirnos el Señor con esta parábola? ¿Acaso no era ver-
dad cuanto decía el fariseo, y acaso no era verdad también lo que repetía el
publicano? En los dos casos eran ciertas sus afirmaciones, pero en el pri-
mero se trataba de una verdad a medias. El fariseo solamente veía el bien
que había practicado, y comparaba su virtud, no con las enseñanzas de Je-
sús, sino con una medida que él mismo se había hecho de acuerdo con el
egoísmo, y olvidaba que la justificación solamente se alcanza cuando se
pide perdón de los pecados y se le da a Dios el corazón.
El fariseo no amaba a Dios, se amaba a sí mismo y estaba orgulloso
de su virtud. Despreciaba a los demás y no se daba cuenta de que ésta era
su falta más grave. El no podía arrepentirse de haber robado ni de ser adúl-
tero por la sencilla razón de que siempre había respetado la propiedad aje-
na y la mujer del prójimo. En esto era bueno y podía tener la conciencia
tranquila; pero no lo era cuando despreciaba al publicano, y no lo era por-
que en eso no se parecía al Señor. Dios lo perdonaba y él lo despreciaba.
Había algo de lo que tenía que pedir perdón: su falta de amor al prójimo.
Era tan grande su amor propio que pasaba por alto lo que más importaba:
amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Este era
su error y en esto consistía su ceguera: la soberbia no le permitía ver que
aunque hacía algunas cosas buenas, también él era un pecador, que si bien
cumplía la mayor parte
de los mandamientos, no era fiel al amor a los demás. Su pecado con-
sistía fundamentalmente en pensar que no tenía pecados, y como no reco-
28
Lc 18,9-13.
37
nocía su falta, no pedía perdón, y por ello volvió a su casa tal y como entró
en el templo a orar.
Tal vez sea ésta la razón por la que, a veces, se tiene la conciencia tan
tranquila: la soberbia o el amor propio, o la falta de sinceridad, nos impide
reconocer que en el fondo todos tenemos algo de que arrepentimos, algo
que se interpone entre Dios y nosotros, que destruye la posibilidad de la
verdadera oración, de un auténtico diálogo, lleno de sinceridad en el que
Dios nos habla y nosotros escuchamos. Si fuera así, no habría más remedio
que aplicarse personalmente las palabras de Jesús: este pueblo ha endure-
cido su corazón, y ha cerrado sus oídos, y ha tapado sus ojos; a fin de no
ver con ellos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón, por mie-
do de que, convirtiéndose, yo le dé la salvación (29).
No temamos a la palabra de Dios, escuchemos con atención, y se hará
la luz en el alma y se verán con claridad los obstáculos que se interponen
entre El y nosotros. No nos empeñemos tontamente en hablarle y ponga-
mos la atención en oírle, no endurezcamos nuestro corazón (30). En la ora-
ción resulta más fácil comprender la verdad de nuestras vidas, y si se tiene
buena voluntad, la gracia de Dios no nos ha de faltar en esos momentos tan
importantes de la jomada.
Sinceridad con Dios es ir dispuestos a escuchar la verdad y no sólo
eso, sino también a aceptarla de buen grado. No es sincero con Dios el que
acude a la oración a hablar y hablar, sino el que está decidido también a
escuchar, y dispuesto a poner los medios para cambiar.
Hay quienes huyen de la oración, no porque les resulte más o menos
difícil encontrar unos minutos al día para dedicarlos al Señor, sino porque
saben lo que les va a decir, que es lo que ya les está diciendo y es precisa-
mente lo que les retiene de acercarse a El con confianza. La sinceridad con
Dios puede decirse que se concreta en eso: saber escuchar. Si se hace así,
la oración discurrirá en un verdadero clima de amistad y de filiación, por-
que Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia (31).
29
Mt 13,14.
30
Cfr. Salm 94,8.
31
Prov 3,34.
38
Ayúdate y Dios te ayudará
32
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p.
33
Cfr. Jn 8, 7
39
difíciles y complicadas, o que aquellos hombres eran unos malvados que
estaban más preocupados de la ley que del perdón; y así puede continuarse
haciendo cábalas y conjeturas que suponen más un estudio del Evangelio
que una oración personal.
De lo que no cabe duda es que hay que esforzarse, con la ayuda de la
gracia, para ver ahí, en esa escena, algo más que un conjunto de senti-
mientos o emociones humanas: hay que contemplarla en la presencia de
Dios para darse cuenta y llevarlo después a nuestra vida: que la mujer era
una pecadora —como pecadores somos también nosotros—, que el Señor
la perdona —como me ha perdonado a mí tantas veces—; que cuando
aquellos hombres se retiran avergonzados, no sólo ellos han recibido una
lección de caridad, sino también yo. Y esto es lo más importante, porque
en ese momento me identifico, por decirlo así, con cualquiera de los peca-
dores mencionados anteriormente. Entonces estoy empezando a hacer viva
mi oración, y ya no son unos personajes que pasan por mi mente, sino que
soy yo quien se siente perdonado por el Señor, y soy yo quien recibe la
lección de caridad, y soy yo quien aprende a perdonar, a comprender y a
ayudar y a querer a los demás en mi vida ordinaria. A partir de ese instan-
te, nuestra oración ha dejado de ser un simple estudio para convertirse en
lo que tiene que ser la verdadera oración: una escuela para la vida.
Algunas veces, ese poner lo que esté de nuestra parte puede concre-
tarse en materializar hasta lo más espiritual. Nuestro Señor utilizaba ese
procedimiento. Le gustaba enseñar con parábolas, sacadas del ambiente
que le rodeaba: del pastor y de las ovejas, de la vid y de los sarmientos, de
barcas y de redes, de la semilla que el sembrador arroja a voleo...
En nuestra alma ha caído la Palabra de Dios. ¿Qué clase de tierra le
hemos preparado? ¿Abundan las piedras? ¿Está colmada de espinos? ¿Es
quizá un lugar demasiado pisado por andares meramente humanos, pe-
queños, sin brío? Señor, que mi parcela sea tierra buena, fértil, expuesta
generosamente a la lluvia y al sol; que arraigue tu siembra; que produzca
espigas granadas, trigo bueno.
«Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (34). Ha llegado septiembre
y están las cepas cargadas de vástagos largos, delgados, flexibles y nudo-
sos, abarrotados de fruto, listos ya para la vendimia. Mirad esos sarmien-
tos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han po-
34
Jn 15 5.
40
dido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y
el corazón de la gente (35), aquellos minúsculos brotes de unos meses an-
tes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados.
Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más grá-
fico de la esterilidad. «Porque sin mí no podéis hacer nada» (36).
El tesoro. Imaginad el gozo inmenso del afortunado que lo encuen-
tra. Se terminaron las estrecheces, las angustias. Vende todo lo que posee
y compra aquel campo. Todo su corazón late allí; donde esconde su rique-
za (37). Nuestro tesoro es Cristo: no nos debe importar echar por la borda
todo lo que sea estorbo, para poder seguirle. Y la barca, sin ese lastre inú-
til, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios (38).
35
Cfr. Salm 103,15.
36
Jn 15.5.
37
Cfr. Mt 6,21.
38
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 41.
41
V. LAS CIRCUNSTANCIAS DE LUGAR Y DE TIEMPO
¿En la calle?
39
Lc 18,1.
42
Junto al Sagrario
Por tanto, hay que buscar el lugar más adecuado para poder hablar en
paz y con tranquilidad con el Señor.
En cierta ocasión me contaron que se celebraban los exámenes de ca-
bo entre los reclutas de un regimiento. Uno de ellos, al preguntarle el ca-
pellán, dónde estaba Dios, respondió: estar estar, en todas partes, pero
mayormente donde más «para» es en la Iglesia. Indiscutiblemente, el me-
jor lugar para hacer la oración será siempre una iglesia recogida donde se
encuentre el Señor Sacramentado. Y esto por dos razones. La primera,
porque si el Señor se ha quedado con nosotros en la Eucaristía, es porque
quiere que le acompañemos. La segunda, porque una iglesia recogida evi-
tará que se pierda el tiempo de la oración luchando contra las distraccio-
nes.
Es ahí, junto al Sagrario, donde se debe acudir siempre que sea posi-
ble para hacer la oración. Sin embargo, no siempre lo será. Unas veces por
razones de tiempo, otras por necesidades familiares o urgentes obligacio-
nes profesionales que nos impedirán conseguir el ambiente propicio para
orar. Nótese bien que se dice necesidades y obligaciones, porque no se tra-
ta de disculpas, sino de verdaderas razones: no de pereza, comodidad o
desorden, sino de argumentos de peso. En la mayoría de los casos bastará
ejercitar la iniciativa para superar esas dificultades. Solamente cuando se
hayan puesto los medios con espíritu de sacrificio para poder orar junto al
Señor Sacramentado, y no se ha obtenido el resultado apetecido, se acudirá
a otro lugar, el más recogido que encontremos, para hacer la oración.
¿En casa?
40
Mt 6,6.
44
Si de verdad queremos hacer bien la oración, se procurará poner los
medios a nuestro alcance para evitar que nos ocurra lo que se acaba de de-
cir.
41
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, p. 23.
45
Encerrarse en una habitación, decir que no interrumpan, o salir a la
calle y marcharse a algún lugar donde no puedan molestarnos, son solu-
ciones que nos permitirán conseguir el recogimiento necesario.
Hay que aprender a hacer esto. Se conseguirá creando también una
barrera protectora que impida las interrupciones más frecuentes. En deter-
minados momentos bastará con no estar en casa, o con hacer esperar unos
minutos a la visita que se adelanta, o retrasar la gestión que íbamos a ha-
cer.
Para ello, se requiere tener la voluntad decidida a no dejarse dominar
por las circunstancias, tener la idea clara de que lo más importante que hay
que hacer en el día es cumplir los deberes para con Dios, entre los que se
encuentran los de piedad, junto con el resto de las obligaciones de estado,
que también son deberes para con É1.
Normalmente no pasa nada porque la visita que espera aguarde a que
terminemos nuestra oración, o porque determinado trabajo se retrase unos
minutos. ¿Cuál es la razón por la que siempre es la oración o cualquiera de
nuestras prácticas de piedad las que tienen que esperar? ¿Por qué no espera
el trabajo, o el amigo, o la diversión? La razón suele ser que nos parece, o
actuamos como si fuera así, que el trabajo, o la diversión, no pueden espe-
rar, y, en cambio. Dios sí puede esperar. Esto nos ocurre porque Dios no
protesta tan ruidosamente como el jefe o el amigo o el egoísmo. En el fon-
do, se trata de una falta de consideración con el Señor, al que situamos en
un segundo plano.
Este modo de obrar puede observarse en cualquier circunstancia. Se
puede orar por la calle, en casa, en el despacho. Si no hay otro remedio se
hace la oración durante un viaje en tren o en autobús; bastará cerrar los
ojos y, mientras parece que se da una cabezadita —sin llegar a darla—,
conversar familiarmente con el Señor. Otras veces, se puede mirar el paisa-
je, y mientras lo contemplamos —como hacen tanto otros que no piensan
en nada—, llenar el tiempo de la oración de jaculatorias y de actos de amor
de Dios.
El tiempo de la oración
Las circunstancias de las personas varían tanto de unas a otras que es-
ta cuestión del tiempo dedicado a la oración mental se hace difícil de res-
ponder. En efecto: no puede darse una respuesta comprometida porque
46
mientras algunos dan sus primeros pasos, otros se encuentran ya suficien-
temente ejercitados en esta práctica de piedad, y esto sin tener en cuenta
los demás factores ambientales en los que se desarrolla la vida de cada
uno.
Por eso no debemos limitarnos a la consideración estricta de esas cir-
cunstancias personales que son imposibles de resumir en una fórmula que
las abarque a todas, sino fijar la atención en aquello que la oración tiene de
esencial para cualquier cristiano. La oración consiste en hablar con Dios,
en conocerle de tal modo y aprender a vivir de tal manera que cada día nos
parezcamos un poco más a Jesucristo. Ese es el ideal que se busca con la
práctica de la oración, de ahí que a la hora de concretar su duración no se
pueda dar una solución absoluta. La respuesta será siempre condicionada y
dependerá del tiempo que se disponga y de la marcha de la vida interior.
A los que están empezando se les recomendará que vayan poco a po-
co, que al principio dediquen unos minutos solamente, que después au-
mentarán en la medida en que se vayan ejercitando en esta norma de pie-
dad. En la vida espiritual sucede algo parecido a lo que ocurre con la vida
del cuerpo; los niños no pueden tomar el mismo alimento que los adultos,
ni en cantidad ni en calidad. Quizá no falten quienes piensen que Jesucris-
to hacía mucha oración; no les faltará razón, pero si se trata de imitar a Je-
sucristo, y ése es nuestro ideal, no podemos empezar de una vez, sino que
habrá que hacerlo en la medida de las fuerzas de cada uno. Los primeros
días unos minutos, más adelante se llegará a colmar la medida de las nece-
sidades espirituales del alma. En algunos casos serán quince, treinta, cua-
renta y cinco o sesenta minutos del día los que se dediquen a la oración
mental, en otros tal vez más, porque hemos de pensar en la necesidad de
alimentar la vida interior en un trato con el Señor que se busca en la ora-
ción, y esas necesidades varían de persona a persona y de unas épocas de
la vida a otras. En cualquier caso, cada cual estará en condiciones de de-
terminar ese mínimo imprescindible que hace falta para progresar en la vi-
da espiritual. Y no se piense que esto es difícil, pues de la misma manera
que la vida corporal se pueden fijar las calorías necesarias para mantener la
existencia y para conseguir el desarrollo, también en la del alma puede no-
tarse si ésta, tiene mayor necesidad espiritual, a la que se acudirá con un
aumento del tiempo que de ordinario se dedica a la oración.
De todas maneras, como el espíritu propio es mal consejero, bueno
será pedir orientación de una persona experimentada en la dirección espi-
ritual, que además de indicarnos lo que nos con viene en nuestro caso con-
47
creto, podrá ilustrarnos acerca de las dificultades que se suelen encontrar,
amén de animarnos en los momentos de desaliento que seguramente no
faltarán.
Se trata, en la oración, de que llegue un momento en el que se puedan
repetir personalmente las palabras de San Pablo, ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí (42). Mientras no se haya alcanzado esta meta no podrá
hablarse de otra cosa que de la necesidad de la oración, tanto en cantidad
como en calidad, porque es evidente que así como hay que dedicar un
tiempo diario a la oración mental, también es necesario pensar en la cali-
dad de ese tiempo. No es lo mismo emplear para ella los últimos minutos
del día, en los que el cansancio empieza a hacer presa en nosotros, que
aquellos en los que la mente se encuentra en mejores disposiciones. Hay
veces en las que resulta complicado disponer de esos momentos en los que
se está más despejado, pero en la mayoría de los casos es una cuestión de
generosidad con Dios. Depende de esta generosidad que lo mejor del día
se dedique a la oración o al desempeño de otras tareas profesionales o al
descanso o al esparcimiento. Los estudiantes suelen emplear las horas
buenas del día o de la noche en preparar los temas más difíciles, y en cam-
bio aquellas otras que son las menos adecuadas para esos menesteres en
otros trabajos que requieren menor atención; pues así se ha de hacer tam-
bién con la oración.
Para hacer la oración mental las mejores horas suelen ser: por la ma-
ñana, las primeras, claro está que a condición de que se haya destinado el
tiempo conveniente al descanso; por la tarde, en cambio, aquellas que se
encuentran algo distanciadas de la comida del mediodía. Pero eso es en
general: hay casos en los que no será así. Como siempre, habrá que recurrir
a la responsabilidad personal para que cada uno decida si será por la ma-
ñana o por la tarde, o en ambos momentos, ya que es aconsejable dividir la
oración en un rato por la mañana y otro por la tarde, porque esto ayudará a
mantener viva durante toda la jornada la presencia de Dios.
Sea la que sea la solución adoptada convendrá determinar no sólo el
tiempo que se va a emplear, sino también el momento, concretando incluso
la hora, pues la experiencia enseña que sea por el demonio o por la tenden-
cia natural que se encuentra dentro de nosotros, si no se hace así, se corre
el riesgo de que lo que es un propósito laudable nunca termine de conver-
tirse en realidad.
42
Gál 2,20.
48
Una vez fijado el momento y la duración, ya no queda más que per-
severar en la oración, sin desanimarse ante las pequeñas o grandes dificul-
tades que puedan surgir; lo importante será la constancia de no abandonar-
la ningún día, ni siquiera en tiempo de enfermedad. Y no importa que en
ella se tenga más o menos espontaneidad, o que se nos ocurran más o me-
nos ideas: Cuando vayas a orar, que sea éste un firme propósito: ni más
tiempo por consolación, ni menos por aridez (43).
43
Camino, n. 99.
49
VI. LA RESPUESTA DE DIOS Y EL EJEMPLO DE LA
VIRGEN
¡Dios no me oye!
Oración de petición
44
SAN GREGORIO MAGNO, Ps. 6 Pacnitentiales, n. 2.
51
La oración de petición de ninguna manera va contra las enseñanzas
de Jesucristo que nos invita a pedir: Pedid y recibiréis (45). El Señor no se
siente ofendido porque nos acerquemos a El en la oración con el deseo de
conseguir algo, y la prueba está en que cuando sus discípulos le dijeron en-
séñanos a orar (46) nos dio una fórmula sencilla llena de confianza filial en
la que se entrecruzan los deseos de la gloria de Dios con la petición por
nuestras necesidades: El pan nuestro de cada día dánosle hoy... (47). Y esto
sin tener en cuenta que ese modo de orar es una de las maneras que tiene
Dios de atraer a las almas y de hacerles ver que solamente El tiene el re-
medio de nuestros males
Para movemos a esa oración de petición, que tanta falta nos hace, Je-
sús quiso damos la garantía de que siempre nos escucha, a la vez que nos
enseña las condiciones que deben adornar nuestras súplicas con ejemplos
que pudieran ser entendidos por todos. Si entre vosotros un hijo pide pan a
su padre, ¿acaso le dará una piedra?; o si pide un pez, ¿le dará en lugar
de un pez una serpiente?; o si pide un huevo, ¿por ventura le dará un es-
corpión? Pues si vosotros, siendo malos como sois, sabéis dar cosas bue-
nas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, da-
rá el espíritu bueno a los que se lo piden! (48).
Esa misma confianza nos lleva a ser perseverantes en la petición, a
insistir, seguros de que al fin recibiremos, pues para eso pedimos, como
nos dice San Agustín: Rogué una vez, dos, tres, diez, veinte veces, y no re-
cibí nada. No ceses, hermano, hasta que recibas; el fin de la petición es el
don recibido. Cesa cuando recibas; más aún, ni siquiera entonces, sino
persevera todavía. Si no recibes, pide para que recibas; cuando reciban,
da gracias por haber recibido (49).
Hay que insistir como el amigo inoportuno de que nos habla Jesucris-
to en otra de sus parábolas, o como la viuda indefensa que clamaba día y
noche para que el juez le hiciera justicia (50).
No es atrevimiento la perseverancia en la oración de petición, es se-
guir a la letra el consejo de Jesucristo, seguros de que al fin nos escuchará:
45
Mt 7,7.
46
Lc 11,2.
47
Lc 11,3.
48
Lc 11,11-13.
49
S. AGUSTÍN, In dimissionem Chananae. 10.
50
Cfr. Lc 18,1.
52
Porque todo aquel que pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se
le abrirá (51).
Ciertamente la palabra de Dios no puede faltar (52), y por tanto cuan-
do el Señor no nos concede lo que le pedimos, la razón habrá que buscarla
no en El, sino en nosotros, en que no sabemos pedir. A veces sucede que
no alcanzamos lo que pedimos a Dios: así es verdad; pero entonces mira
Dios mucho más por nuestro bien, porque nos da otros bienes mejores y
más excelentes, o porque no nos es necesario ni provechoso lo que pedi-
mos; antes bien habría de ser, sin duda, superfluo y perjudicial si nos lo
concediese. «Porque Dios —dice San Agustín— niega benigno algunas
cosas que concede irritado» (53). Sucede también algunas veces que ora-
mos con tanta tibieza y distracción, que no estamos atentos ni aun a las
palabras que pronunciamos. Y siendo la oración la elevación de nuestra
mente a Dios, si al hacer oración, el espíritu que debe estar fijo en Dios
está divagando y se pronuncian las palabras ligeramente, v sin ningún
buen sentimiento y sin poner cuidado alguno, ¿cómo diremos que el mero
sonido de tal oración sea una oración cristiana? Por consiguiente, no es
de extrañar que Dios no atienda nuestros deseos, cuando hasta nosotros
mismos damos casi a entender con nuestra negligencia y descuido en la
oración que no queremos lo que pedimos, o también cuando pedimos co-
sas que nos han de perjudicar (54).
La respuesta de Dios
51
Lc 11,10.
52
Cfr. Mt 24,35.
53
S. AGUSTÍN, Serm. 33 de Verbis Dom. et in epist. CXXX, c. 14, n. 26.
54
Catecismo Rom., P. IV, c. II, n. 4.
53
¿Qué pasa entonces en la oración? ¿Es que el Señor no nos habla? Sí,
pero habitualmente lo hace de una manera mucho más sencilla, sin necesi-
dad de apariciones ni de fenómenos místicos. Este modo de contestar que
tiene el Señor puede llevarnos a pensar que Dios no responde y que sali-
mos de la oración exactamente igual que antes de empezarla.
La fe enseña que el hombre, por sus propias fuerzas, no es capaz ni
siquiera de un buen pensamiento. Esta afirmación es la que aclara un poco
lo que ocurre en la oración. En efecto, lo normal en la oración será que no
se oiga de un modo sensible la voz de Dios, que no podamos contemplar
su rostro ni admirar su figura. Sin embargo, Dios habla siempre al alma
que se esfuerza en orar. Si no, ¿de dónde salen esos buenos pensamientos
que nos vienen en la meditación? ¿De dónde esos deseos de cambiar de
vida o de ser más generosos? ¿De dónde nace la repugnancia que nos pro-
duce nuestra vida vacía? ¿Acaso se puede pensar que somos nosotros solos
quienes producimos esas reacciones virtuosas? Sería un enorme error creer
que esos pensamientos, deseos o propósitos, son fruto de un esfuerzo per-
sonal, porque no es así. Es Dios mismo, que con su gracia hace que nazcan
en nuestro interior.
Así pues, con toda sencillez Dios va poniendo en el alma la semilla
de una vida superior. Y un día vemos en la oración que hay que cambiar
—ésta es la respuesta de Dios—, o que somos egoístas y que las cosas no
pueden seguir así —ésa es la respuesta de Dios—, o que ha de haber más
generosidad en la vida. Todos esos pensamientos y deseos son las pruebas
de que se está en el camino de la verdadera oración y de que Dios nos con-
testa.
No faltarán, sin embargo, momentos en los que ni siquiera se nos
ocurra esto. A pesar de todo debemos quedar tranquilos porque en muchas
ocasiones esos pensamientos o deseos que nacen en la oración pueden pa-
sarnos inadvertidos, y aunque al terminarla no se pueda decir que hayamos
sacado un fruto concreto, o que hayamos cambiado de un modo radical, sin
embargo siempre existirán esos propósitos no formulados, o esos deseos
casi inconscientes —o inconscientes del todo—, que verán la luz en el
momento oportuno, porque son como la semilla que entierra el labrador
con la reja de su arado.
54
La Santa Misa, escuela de oración
A veces se hace realidad aquello de que los árboles no nos dejan con-
templar el bosque. Y esto en lo que se refiere a la oración quiere decir que
sería un error reducirla al campo de las peticiones. La oración no debe
considerarse exclusivamente como un medio para alcanzar las gracias del
Cielo: nuestra oración debe ser al modo de la de Jesucristo Nuestro Señor,
que la empleó en dar gracias, para desagraviar por nuestros pecados y por
los de todos los hombres, así como también para ofrecerse incondicional-
mente para cumplir la voluntad de Dios Padre y para adorarle con todo el
corazón.
Si nos fijamos bien, esa oración de Jesucristo se hace particularmente
patente en el Calvario y, en virtud de la identidad del Sacrificio de la Cruz
con el de la Santa Misa, cada vez que ésta se celebra. Por eso la Santa Mi-
sa es una de las formas más hermosas de orar que pueden encontrar los
cristianos, ya que en ese encuentro personal con Dios: adoramos, damos
gracias, expiamos y pedimos y nos sentimos una sola cosa con Cristo.
Adoramos porque: Desde su nacimiento hasta su muerte, Jesucristo
ardió en el celo de la gloria divina; y desde la Cruz, la oferta de su Sangre
subió al cielo en olor de suavidad. Y para que este himno jamás termine,
los miembros se unen en el Sacrificio Eucarístico a su Cabeza divina, y
con El, con los Angeles y Arcángeles, cantan a Dios alabanzas perennes
(cfr. Misal Romano, Prefacio), dando al Padre Omnipotente todo honor y
gloria (Misal Romano, Canon) (55).
Damos gracias porque: El Divino Redentor, como Hijo predilecto del
Eterno Padre cuyo inmenso amor conocía, es el único que pudo dedicarle
un digno himno de acción de gracias. Esto es lo que pretendió y deseó
«dando gracias» (Me 14,23) en la Ultima Cena, y no cesó de hacerlo en la
Cruz, ni cesa jamás en el augusto Sacrificio del altar, que significa acción
de gracias o acción eucarística; y esto porque «digno y justo es, en ver-
dad, debido y saludable» (Misal Romano, Prefacio) (56).
Expiamos y satisfacemos porque: Nadie, en realidad, excepto Cristo,
podía ofrecer a Dios Omnipotente una satisfacción adecuada por los pe-
cados del género humano. Por eso quiso El inmolarse en la Cruz «víctima
de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino
55
Enc. Mediator Dei, n. 20.
56
Ibidem.
55
también por los de todo el mundo» (57). Asimismo se ofrece todos los días*
sobre los altares por nuestra redención, para que, libres de la condena-
ción eterna, seamos acogidos en la grey de los elegidos, y esto no sólo por
nosotros, los que vivimos aún esta vida mortal, sino también por «todos
los que descansan en Cristo... que nos precedieron con la señal de la fe y
duermen el sueño de la paz» (Misal Romano, Canon), porque tanto vivos
como muertos «no nos separamos, sin embargo, del único Cristo» (S.
Agustín, De Trinitate, 13, 19 y 76) (58).
Pedimos porque: Jesucristo, «ofreciendo plegarias y súplicas, con
gran clamor y lágrimas... fue oído en vista de su reverencia» (Hbr 5,7), y
en los sagrados altares ejerce la misma eficaz mediación, a fin de que
seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones (59).
Si se entienden las cosas así, se comprenderá fácilmente que la Santa
Misa sea una escuela para la oración y para la vida porque en este Sa-
crificio se encierra todo lo que Dios quiere de nosotros. Asistiendo a la
Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas: al
Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al
Espíritu Santo, que de los dos procede. Tratando a cualquiera de las tres
personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad,
tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero (60).
57
1 Jn 2,2.
58
Enc. Mediator Dei, n. 20.
59
Ibidem.
60
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Madrid, 6.a ed., n. 91.
56
la presencia de Dios, sino que precisamente ahí encontraba la ocasión de
dialogar constantemente con El.
Hay quienes se imaginan que la Virgen, por ser tan buena, por tener
una vida de oración —de amor— tan intensa, permanecía al margen de la
vida ordinaria, y hablaba con el Señor de unas cosas tan elevadas que no
tendrían nada que ver con la realidad de cada día.
Sin embargo, ahí está esa página del Evangelio en la que se nos cuen-
ta su estancia en Caná de Galilea para demostrarnos lo aventurado de esta
suposición.
María es la primera en notar que falta el vino. Una persona absorta en
esa oración que nosotros imaginamos llena de cosas absolutamente espiri-
tuales y subidas, seguramente sería incapaz de darse cuenta de un hecho
tan prosaico. A pesar de todo, Ella es la única que, de un suceso, material
en apariencia con tan escasa relación con Dios, consigue hacer un diálogo
con El.
Para ello hace lo más sencillo, algo que todos podemos hacer. Se di-
rige a su Hijo, y le dice lo que ocurre —eso es la oración—. No tienen vino
(61), y empieza su conversación a partir de esa contrariedad que ni siquiera
le afecta a Ella de un modo directo.
Debemos aprender de Nuestra Señora a hacer la oración. Todo puede
servirnos, un suceso venturoso o una pena, pero siempre comentarlo con el
Señor para enriquecer nuestra vida espiritual. Esta es la recomendación del
Concilio a todos los cristianos.
Ni los cuidados familiares, ni las ocupaciones seculares, deben caer
fuera del contenido de su vida espiritual, según las palabras del Apóstol:
«Todo cuanto hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nom-
bre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre por medio de El»
(62).
Modelo perfecto de esta vida espiritual y apostólica es la Santísima
Virgen María, Reina de los Apóstoles, quien, llevando en la tierra una vi-
da como la de todos, llena de cuidados familiares y de trabajos, permane-
cía siempre íntimamente unida a su Hijo y cooperaba de modo singular en
la obra del Salvador. Y ahora, asunta al cielo, su amor maternal le lleva a
cuidarse de los hermanos de su Hijo, que aún peregrinan y se ven envuel-
61
Jn 2,1.
62
Col 3,17.
57
tos por peligros y angustias, hasta que alcancen la patria feliz. Todos de-
ben honrarla devotísimamente y encomendar su vida y apostolado a su so-
licitud maternal (63).
63
Conc. Vat. II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 4.
58
Segunda Parte
PRESENCIA DE DIOS
59
I. DIOS ESTÁ EN TODAS PARTES
60
nal que es lo más lejano que se conoce a la pura pasividad del oyente. Se-
ría un error pensar que Cristo vino a la tierra para predicar un reino cómo-
damente asequible (64); Jesús no alabó la tranquilidad de los comodones,
sino la victoria que se alcanza sobre los enemigos del hombre con esa vida
que nace de la oración en un trato personal con Dios.
Cuando el Señor nos da su gracia, y la fe que se nos infundió en el
bautismo es una gracia de Dios, no es para que la arrinconemos en el fon-
do del alma, sino para que con la correspondencia personal se manifieste
en obras concretas de apostolado, de preocupación por los demás, de santi-
dad personal. Por eso sería un error lamentable pensar que la oración del
cristiano se reduce a buscar a Dios en la intimidad del corazón: hay que
buscarle también en la vida ordinaria, en el trabajo, en la familia y en las
relaciones con los demás. La oración no se agota con ese diálogo personal
en el que se le habla a Dios y en el que se esperan las divinas inspiracio-
nes; el cristiano no puede sentirse satisfecho con dedicarle al Señor unos
minutos, un tiempo más o menos largo durante su jornada. No es suficiente
que con mayor o menor espíritu de sacrificio se consigan ésos momentos
que se van a emplear únicamente en tratar con el Señor. Por existir una
verdadera relación causal entre hacer bien la oración —encenderse por
dentro— y tener presencia de Dios —mantener ese calor— en las adversas
situaciones de la vida es preciso que ese encuentro con Dios, que es la ora-
ción, se repita a lo largo del día en otros nuevos encuentros, que toda nues-
tra actividad se convierta en una continua oración.
Es posible que haya quienes, como hombres fuertes, a los que basta
hacer sólo una gran comida al día, mantengan la tensión interior gracias
a un largo rato de oración; nosotros somos niños que necesitan para man-
tenerse de muchas pequeñas comidas: tenemos siempre necesidad de nue-
vo alimento.
Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con
Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el
latir del corazón: jaculatorias, actos de amor; acciones de gracias, actos
de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar
o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia,
al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo re-
ferimos al Señor. Estamos obligados a hacer de nuestra vida ordinaria
64
Cfr. Mt 11,12.
61
una continuada oración, porque somos almas contemplativas en medio de
todos los caminos del mundo (65).
65
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 24-III-1930
62
No está lejos de nosotros
66
Jn 20,29.
67
Hech 17,28.
63
La mayoría de las personas solamente se han escondido en ese lugar
cuando eran niños, para evitar que los encontrasen sus hermanos, o para
huir de una riña de los padres. Sin embargo, no resulta difícil imaginar el
miedo que tienen los ladrones, generalmente actúan de noche y a oscuras,
se encuentran en una casa que no es la suya y siempre corren el peligro de
tropezar con uno de sus habitantes, que puede terminar dándoles un susto.
Seguramente ni la misma Policía tiene tan presente como ellos la existen-
cia de los que se dedican a castigar al malhechor, pero a pesar del peligro
que corren, y del pensamiento angustioso de lo que pueda sucederles, no
hacen lo más mínimo por corregirse. Esto es un ejemplo de lo que podría
llamarse presencia de la Policía, que resulta ineficaz.
Al pensar en Dios no debe ocurrimos lo mismo que al ladrón de nues-
tra aventura; que se acuerda de la Policía, que tiene presente de un modo
constante lo que puede pasarle de un momento a otro, pero que, a pesar de
todo, no deja de robar. No basta acordarse del Señor; hay que hacer algo
más. El que peca se da cuenta de que obra mal, pero al darse cuenta de que
no está haciendo las cosas como debe, tendría que dejar de hacerlo.
Por eso para que la bendición que Jesús dirige a los que creen sin ha-
ber visto descienda sobre nosotros y podamos sentirnos verdaderamente
bienaventurados —felices—, es preciso que se conviertan en algo vivo las
palabras que el Señor dirige a Abraham: Anda en mi presencia y sé perfec-
to (68).
Como un padre
68
Gén 17,1.
64
casi siempre sale convencido de que no le han entendido bien, porque a él
no le gusta mentir.
Supongamos que hace caso del consejo y que por las noches examina
su conciencia. Entonces se da cuenta de que ha mentido: dos veces el pri-
mer día, una el segundo, y puede que muchas más en los que le siguen. De
este modo descubre, por fin, que tenían razón en aconsejarle una atención
especial para evitar estas faltas.
Algo parecido puede ocurrir a los que creen que ya tienen bastante
presencia de Dios; si se fijan bien, tal vez descubran que, de las veinticua-
tro horas de la jornada, solamente durante unos minutos o unos segundos
le han tenido presente, y que no se acuerdan de El tanto como pensaban.
Para llegar a tener presencia de Dios es preciso esforzarse. No quiere
decirse con ello que haya que estar todo el día obsesionados con esta idea,
pero sí que se necesita un interés especial para poder conseguirlo.
Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de conti-
nuo. Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estre-
llas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado (69).
De un modo general es fácil llegar a este convencimiento, pero es
muy distinto incorporarlo a nuestra vida. Como todo lo que vale, puede
costamos conseguirlo, y será cuestión de ir correspondiendo a la gracia con
nuestro esfuerzo personal para poder alcanzar una continua presencia de
Dios a lo largo del día. Y cabe preguntarse: pero ¿es posible conducirse
siempre así? Lo es. Esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mun-
do, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiem-
pos.
Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto
de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (cfr. Jn 3, 16), si nos espera
—¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pró-
digo (cfr. Lc 15,11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosa-
mente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de El, olvidarle,
desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la
gracia (70).
69
Camino n. 267.
70
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, pp. 36-37.
65
El asombro de la gente
Hato, a veces, no nos resulta tan fácil como quisiéramos. La vida con
sus mil afanes nos atrae y se lleva muchas de nuestras mejores fuerzas,
empleadas en conseguir una mejor posición social, un mayor prestigio pro-
fesional, o sabe Dios qué escondidas ilusiones del corazón.
Pura vivir bien la presencia de Dios es preciso conservar fresca esa
ilusión de los niños ante todo lo nuevo. Si nos mantenemos siempre jóve-
nes en la vida espiritual, si no permitimos que nuestras fallas y pecados os-
curezcan la visión de Dios, la presencia del Señor será algo grato que nos
llenará el alma de alegría.
Hace algún tiempo leía la carta de una abuela. Las abuelas son tan
buenas como las madres, solamente que a ellas no les corresponde direc-
tamente la tarea de educar a sus nietos. Decía en su misiva lo siguiente: El
otro día salí de paseo con mi nieto el mayor. Íbamos por la calle, y, de
pronto, se paró delante de un cartel de esos que anuncian las películas.
Señaló con su dedo una de las letras y dijo: abuelita, ésta es la «o». Y
añadía la abuela, y la gente se paraba, asombrada de que un niño tan pe-
queño supiera tanto. Ante estas palabras tan deliciosas, no se sabe qué
admirar más, si la ingenuidad del pequeño o el cariño de la abuela.
Las cosas de Dios siempre tienen capacidad para asombrar, pero ocu-
rre que, a veces, nos hacemos viejos antes de tiempo al considerar que hay
ciertas prácticas de piedad que son más para niños que para mayores. En-
tonces se cae en una especie de orfandad que es algo así como si de pronto
hubiésemos perdido a nuestro Padre Dios. Y no es que se le haya perdido,
porque Dios siempre es nuestro Padre, sino que se ha empezado a vivir
como si no lo fuera. Los que actúan así se han hecho viejos sin serlo, y han
empezado a vivir una vida espiritual en la que falta el amor.
Afortunadamente no somos huérfanos de Dios. El está siempre con
nosotros y no hay ninguna razón para que la tristeza se apodere de nuestras
vidas.
66
II. BUSCAR A DIOS
El tesoro
71
Mt 6, 19-21.
67
canzar mayor éxito profesional o social. Quién lo tiene en estrenar una
prenda de vestir, otros en conseguir un reloj o en poseer un libro o un au-
tomóvil. Hay respuestas para todos los gustos.
Pero ¿cuántos son los que tienen su corazón puesto en el Señor?
¿Cuántos hay que, viviendo la fe, ponen en primer lugar a Dios, y después,
en un segundo término, sus ambiciones personales?
En cierta ocasión escuché las siguientes palabras, durante estos días
me he ocupado más de mí que de Dios. No era ciertamente la primera vez
que las oía, pero a pesar de todo consiguieron impresionarme.
Seguramente, de un modo ideal, Dios es lo primero para nosotros, pe-
ro ¿ocurre lo mismo en la realidad de cada día? ¿En qué pensamos? ¿Dón-
de están nuestras ilusiones? ¿A qué afanes se dedica lo mejor de nuestro
tiempo? ¿Cuántas veces me detengo para ofrecer mi trabajo, o las alegrías
y las contrariedades que me suceden? ¿Cuántas otras levanto mi corazón
en acción de gracias?
No sé cuál será la respuesta a estos interrogantes, pero si se contesta,
por escrito, en una cuartilla a estas preguntas u otras parecidas que pueden
plantearse, tal vez se compruebe, con tristeza, que nuestro pensamiento es-
tá en otros tesoros que no son los que Jesús nos aconseja amontonar.
Sería una pena no entender la importancia que tiene seguir las ense-
ñanzas del Señor, y consolarse pensando que después de todo no nos por-
tamos tan mal con El, porque no tenemos razón, especialmente cuando, en
la vida ordinaria, no se le busca en todo momento, y cuando se pretende
hacer compatibles nuestro egoísmo con el cumplimiento de su voluntad,
porque a continuación es el mismo Señor quien nos amonesta con unas pa-
labras que deberían meditarse con más frecuencia. Nadie puede servir a
dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o si se sujeta
al primero, mirará con desdén al segundo (72).
Compartir
Hay quienes piensan que desde que el Señor nos dijo aquello de dad
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (73), la vida se ha
simplificado mucho. Bastará, así se imaginan ellos, mantener una cierta
72
Mt 6,24.
73
Mt 22,21.
68
vida de piedad, y después, el resto del tiempo dedicarlo, con toda tranqui-
lidad, a lo que mejor le parezca a cada uno.
Desgraciadamente no han sabido interpretar las palabras del Señor.
Jesús no quiere decirnos con esto que una vez cumplidos determinados de-
beres para con El: dar limosna, no murmurar, hacer un rato de oración,
confesarse de vez en cuando, etc., se dedique el resto del tiempo a nuestras
cosas, como si quedase un tiempo libre en el que no habría por qué preo-
cuparse de cuanto se refiere a Dios.
Los hijos de Dios somos siempre hijos suyos, y por tanto, no hay ra-
tos, horas o días en los que se esté libre de todo compromiso amoroso con
el Señor, pensando que ya dimos a Dios lo que es de Dios, y que ahora to-
ca dar al César —a nuestro egoísmo, a nuestra pereza, a nuestra comodi-
dad— lo que es del César.
Se equivocan los que piensan así. Una madre se ocupa siempre de los
suyos por la sencilla razón de que el amor no admite vacaciones. ¿Qué
pensaríamos de una mujer que se limitase a cumplir un horario con sus hi-
jos, les llevase a la escuela, los arreglase, y después de dedicarles unas ho-
ras, se olvidara de ellos? ¿Qué se podría decir de los enamorados que no se
acuerdan de que se aman más que en los momentos en que se ven? No, el
amor está fuera del tiempo, se ama siempre o no es verdad que se ame.
Lo mismo ocurre con el Señor, o se le quiere siempre, en todo mo-
mento, o no es cierto que se le ame. Por eso no hay que conformarse con
vivir algunas prácticas de piedad, y después, con la satisfacción del deber
cumplido, dedicarse a lo que llamamos nuestras cosas; nuestras aficiones,
nuestras diversiones, etc. No, un hijo de Dios no se queda contento con el
cumplimiento de unos cuantos deberes, sino que procura mantener, a lo
largo del día, un diálogo constante con el Señor.
¿Cuándo se entenderá esta verdad tan sencilla y que puede hacernos
tan felices? Porque ¿cabe pensar en algo más bonito que en la idea de
compartir nuestro día, nuestro trabajo, nuestras diversiones, toda nuestra
vida con el Señor?
La pala
69
mucho que hablar, porque verdaderamente los vagos andan por todas par-
tes.
Pero vayamos al caso que nos ocupa. Se trataba de un muchacho pe-
rezoso. Era sevillano, cordial y simpático. Todo el mundo lo conocía.
Siempre se había distinguido por su falta de amor al trabajo. Terminó, co-
mo pudo, el bachillerato y después se dedicó a estar en su casa. Sus her-
manas y hermanos se fueron situando en la vida, pero él seguía, siempre
fiel, viviendo en el hogar de sus padres. Cuando iba a casarse su hermana
pequeña, la única que quedaba ya en la casa, se planteó el problema de lo
que iba a ser de nuestro hombre. La niña se casaba con un ingeniero de
Bilbao, que se ofreció a solucionar la cuestión.
Decidieron entre todos buscarle un trabajo apropiado a las circuns-
tancias de su vida. Como no tenía mucha costumbre de esforzarse, le dije-
ron que lo mejor sería trabajar con los americanos de una base aérea pró-
xima a la ciudad. Le explicaron que no tenía por qué preocuparse, que
aquellos hombres estaban muy adelantados y que casi todo el trabajo lo
hacían con máquinas automáticas; que se apretaba un botón y un aparato
excavaba, que se apretaba otro y se amontonaba la arena, etc. El hecho es
que ante estas razones nuestro amigo se vio forzado a trabajar para ser al-
guien en la vida.
Le sacaron el billete, lo montaron en el tren y le dijeron que al llegar
al establecimiento militar preguntase por el capataz, que ya le estaría espe-
rando. Cuando llegó a su destino, se presentó al encargado de las obras,
que le dio una pala. Nuestro amigo la miró de arriba abajo y de derecha a
izquierda, y al ver que no tenía mecanismo alguno, lo único que se le ocu-
rrió fue preguntar al compañero que tenía más cerca: Oiga uzté, ezto ¿dón-
de se enchufa?
Algunos creen que la presencia de Dios es algo que se puede alcanzar
apretando un botón. Que basta haber entendido las cosas para que éstas
salgan solas. La realidad es algo distinta: se necesita una correspondencia a
la gracia de Dios que se manifestará en el esfuerzo que nos toca hacer per-
sonalmente para poder conseguirla.
Es verdad que la gracia de Dios lo puede todo, pero también es cierto
que a un cristiano se le pide que corresponda a esa gracia con una lucha
personal que tiene como objeto hacer lo que está de nuestra parte para po-
der alcanzarla.
70
Y no se piense que esta correspondencia nos exige demasiado, por-
que se trata de algo que está al alcance de todas las almas. A nadie le pare-
ce un exceso trabajar durante ocho horas diarias —muchos tienen que ha-
cerlo durante diez o doce o más—, y desde luego ninguno se considera un
héroe porque para poder sobrevivir deba acudir durante todo ese tiempo a
una oficina, a un despacho o a un taller. Tampoco se considera heroica una
madre que dedica todo el día a la atención de la familia. Y, sin embargo,
puede parecemos que es muy difícil llegar a tener presencia de Dios a lo
largo de la jornada, o que los esfuerzos que hemos de realizar quedan lejos
de nuestras posibilidades.
Si no es heroico trabajar, tampoco lo es preocuparse por alcanzar esa
presencia de Dios que nos llenará el corazón y nos hará sentir la felicidad
de estar aquí, en la tierra, empezando a disfrutar de las alegrías del cielo.
72
Y así les va en la vida. Son como flores de invernadero, y les falta el
amor de quien encuentra al Señor en el trabajo, en la vida de familia, en
sus diversiones y en el trato con los compañeros de profesión. En una pa-
labra, puede que sepan lo que es amar a Dios, pero su corazón lo tienen se-
co, porque carecen de esa intimidad con El que es la que verdaderamente
presta calor a nuestra vida.
73
III. EN MEDIO DE NUESTRAS DIARIAS OCUPACIONES
El sueño de Icaro
El valor de la vida ordinaria, tal vez sea uno de los temas en los que
más hay que insistir a los cristianos. Algunos piensan que para amar a Dios
hay que sentir la misma ternura con que una madre se conmueve ante su
hijo. Otros, en cambio, se imaginan que el amor de Dios es algo tan inma-
terial que en él solamente interviene el alma, con lo que caen en ese error
que consiste en hacer de la vida espiritual algo que no tiene nada que ver
con nuestro mundo y que sólo los ángeles serían capaces de vivir.
Si de verdad se quiere que no ocurra cuanto acaba de decirse, es pre-
ciso disponerse a descubrir en los mil sucesos de la vida corriente la opor-
tunidad de dialogar constantemente con el Señor, sin necesidad de hacer
cosas especiales que nos distinguirían de nuestros amigos y conocidos con
los que compartimos los trabajos y afanes de cada jornada: allí donde es-
tán vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiracio-
nes, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuen-
tro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la
tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hom-
bres.
Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa:
el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es
criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (Cfr. Gén 1,7 y
ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros peca-
dos y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de
evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y
mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
74
Por el contrario, debéis comprender ahora —con nueva claridad—
que Dios os llama a servirle «en y desde» las tareas civiles, materiales,
seculares de la vida humana: en el laboratorio, en el quirófano de un hos-
pital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller,
en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del
trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay «un algo» santo, di-
vino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de
vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que ve-
nían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber «materializar»
la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente en-
tonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de
relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida fa-
miliar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no po-
demos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una
única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el
alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible lo encon-
tramos en las cosas más visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos; o sabemos encontrar en nuestra vida
ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros
que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que
parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio
del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de
nuestro encuentro continuo con Jesucristo (74).
Al pretender convertir la vida interior en algo puramente espiritual, se
pierde la oportunidad de dialogar con el Señor a través de los sucesos de la
vida ordinaria y, además, es fácil que al vivir de ese modo tan al margen de
la realidad cotidiana, nos ocurriese lo mismo que le sucedió a Icaro. Según
nos cuenta la leyenda, Icaro se construyó unas alas con las que consiguió
remontar el vuelo y elevarse por encima de las cosas de la tierra, pero
cuando más cerca se encontraba del sol, el calor fundió la cera que las cu-
bría y terminó en el suelo, roto ♦ deshecho.
No debe construirse la vida espiritual fuera de la realidad de cada día,
y no podemos elevarnos por encima de todas estas cosas por la sencilla ra-
74
ESCRIVÁ DE B ALAGUER, Conversaciones, 9ª ed., Madrid 1973. n. 114.
75
zón de que Dios nos ha hecho así, con cuerpo y con alma, y es El quien
nos ha puesto en este mundo para que sea el lugar de nuestra santificación,
por eso, pongamos al Señor como fin de todos nuestros trabajos, que he-
mos de hacer «non quasi hominibus placentes, sed Deo qui probat corda
nostra» (1 Tes 2,4); no para agradar a los hombres, sino a Dios que son-
dea nuestros corazones. Además, hemos de buscar la presencia de Dios:
«quaerite Dominum et confirmamini, quaerite faciem eius semper» (Salm
104,4); buscad al Señor y haceos fuertes, buscad siempre su rostro.
Levantad el corazón a Dios, cuando llegue el momento duro de la
jornada, cuando quiera meterse en nuestra alma la tristeza, cuando sinta-
mos el peso de este laborar de la vida, diciendo: «miserere mei Domine,
quoniam ad te clamavi tota die: laetifica animan serví tui, quoniam ad te
Domine animan levavi» (Salm 85,3); Señor, ten misericordia de mí, por-
que te he invocado todo el día: alegra a tu siervo, porque a ti, Señor, he
levantado mi alma (75).
La música misteriosa
75
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta, 9-I-1932.
76
Se equivocan los que piensan así. No se nace con presencia de Dios,
y para conseguir alcanzarla es preciso que, poco a poco, vayamos ejerci-
tándonos en esta práctica hasta conseguir acordarnos del Señor en los mil
sucesos de la vida ordinaria.
Con la presencia de Dios ocurre lo mismo que nos sucedió cuando es-
tábamos aprendiendo a hablar. Los primeros sonidos que conseguimos ar-
ticular eran más bien oscuros, pero podrían sonar a algo parecido a ah.
Cuando al decir ah nos dimos cuenta de que hacíamos sonreír a nues-
tros padres, seguramente lo repetimos y dijimos ah, ah. Entonces fue
cuando surgió la pequeña discusión entre ellos. Nuestra madre dijo: ha di-
cho «mamá». Nuestro padre, en cambio, añadió: no, ha dicho «papá». En
realidad, solamente habíamos dicho ah, ah, pero cada uno de ellos lo in-
terpretaba según su punto de vista personal, entendiendo, por supuesto,
que nos habíamos referido a él.
Desde que sucedió aquello hasta que realmente aprendimos a pro-
nunciar las palabras y a leer y escribir pasó mucho tiempo. Todo o casi to-
do se aprende, y esto es lo que ocurre con la presencia de Dios, que puede
adquirirse a fuerza de practicarla y de corresponder a la gracia...
Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en
agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el
amor de Dios se palpa —aunque no es cosa de sentimientos—, como un
zarpazo en el alma. Es Cristo que nos persigue amorosamente: «he aquí
que estoy a tu puerta, y llamo» (Apoc 3,20). ¿Cómo va tu vida de oración?
¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con
El? ¿No le dices: luego te ¡o contaré, luego conversaré de esto contigo?
En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el
corazón se explaya y la voluntad se fortalece, la inteligencia —ayudada
polla gracia— penetra de realidades sobrenaturales, las realidades hu-
manas. Como fruto, saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de me-
jorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de
emplearte a fondo —con el afán de los buenos deportistas— en esta lucha
cristiana de amor y de paz.
La oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pul-
so. Sin esa presencia de Dios no hay vida contemplativa; y sin vida con-
77
templativa de poco vale trabajar por Cristo, porque en vano se esfuerzan
los que construyen, si Dios no sostiene la casa (Cfr. Salm 126,1) (76).
Tendría que ser la presencia de Dios algo así como esa musiquilla
misteriosa que, sin saber cómo ni por qué, nos encontramos tarareando en
el momento más inesperado. Se canturrea al esperar el autobús, o al subir
las escaleras, o al levantar la mirada del periódico, y siempre es la misma
canción. Es una tonadilla que se ha metido tan dentro, que no hay forma de
olvidarla, y que no nos abandona de día ni de noche.
Si el Señor nos ha dicho que le amemos con todo el corazón (77) no
estará contento con que se dediquen unos minutos a cualquiera de las prác-
ticas de piedad y después se le olvide en el trabajo, en la vida de familia,
en los ratos de esparcimiento o en cualquiera de nuestras actividades:
mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial
de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circuns-
tancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cris-
tiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso ex-
tremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas
que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente
las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua pre-
sencia. Pues así con Dios.
Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en
una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito
tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos ha-
ce ver —con su ejemplo— que ése es el comportamiento certero: oración
constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando
todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega el momento di-
fícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, «manso y humilde de corazón»
(Mt 11,29) no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, por-
que El ha afirmado: «pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y
se os abrirá» (Lc 11,9).
Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatu-
ral, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo
desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un
ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al
Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse
76
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 8.
77
Cfr. Mt 23,37.
78
como una pequeñez, de poca monta: es una manifestación clara de vida
interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos
producirá deformación psicológica, porque —para un cristiano— debe
resultar tan natural como el latir del corazón (78).
78
J. ESCRIVÁ DE BALACUER, Es Cristo que pasa, n. 8.
79
IV. LAS INDUSTRIAS HUMANAS
Recordar
79
Camino, n. 272.
80
Habló con el sacerdote, y le expuso su problema. Yo no me acuerdo,
no sé qué es lo que me pasa, pero no me acuerdo, decía. Llegaron a la
conclusión de que tenía que emplear un truco, una de esas industrias hu-
manas que le sirviese para no olvidar aquello en lo que se empeñaba por
las noches y que luego olvidaba por las mañanas. Decidieron poner una
piedrecita en el zapato, y así, cuando se lo calzase, la presencia del cuerpo
extraño y molesto le recordaría que tenía que ofrecerle el día, todo su día al
Señor.
A pesar de ello, tanta prisa se dio aquella mañana, que ni por esas lo
recordó. Pero cuando en compañía de su padre, y a todo correr se dirigía al
colegio, de pronto, empezó a cojear y a decirle a su padre: la piedrecita, la
piedrecita. El padre no entendía nada hasta que le preguntó, «¿qué es eso
de la piedrecita?». A lo que el niño contestó: la piedrecita del ofrecimiento
de obras, que, como no me acuerdo de hacerlo al levantarme, me meto
una «china» en el zapato.
No cabe duda de que utilizando estos medios podremos conseguir lo
que con una atención más general se olvidaría fácilmente. Es preciso esfor-
zarse en encontrar «nuestra piedrecita».
Cada uno tiene sus ocupaciones. Un trabajo distinto o igual al de
otras personas, un horario de acuerdo con sus necesidades profesionales,
pero todos, absolutamente todos, podemos buscar algo que de un modo
concreto nos ayude a mantener la presencia de Dios durante las ocupacio-
nes cotidianas.
Siempre cosas sencillas, pero de una eficacia grande. Cualquiera tie-
ne el ingenio suficiente para saber encontrar lo que necesita y acordarse a
tiempo de lo que le conviene. Si se pone interés en mantener viva la pre-
sencia de Dios durante el día, éste se llenará de pequeños recuerdos, de pe-
queñas ideas que nos llevarán a acordarnos de El.
El padre de familia que posee un automóvil suele llevar una fotogra-
fía de la familia, con una leyenda que dice. Papá, no corras; te esperamos.
El encargado de una oficina anota en una libreta los asuntos que deben re-
solverse, y el que quiere despertarse por las mañanas, aunque tenga mucho
sueño, pone el despertador que le va a dar el primer sobresalto de la jorna-
da. Y todo por sacar adelante el asunto que le preocupa o por ganar unas
pesetas más. Y no es que esté mal actuar así, sino que esos mismos afanes
y ese mismo interés habrá de ponerlos también en recordar que Dios está
siempre a nuestro lado.
81
El novio lee y relee las cartas de la mujer a quien ama. El cobrador de
recibos ordena sus papeles para no tener que hacer viajes inútiles, y noso-
tros mismos, muchas veces damos vueltas por las tiendas hasta encontrar
el producto que se busca a un precio más económico.
Definitivamente, si se quiere amar a Dios, no queda otra solución que
poner, en todo lo que se refiere a El, el mismo o mayor interés que pone-
mos en sacar adelante nuestras cosas.
La escalera
82
llanto se escuchaba más próximo, la madre dijo: Esperen un momento v
verán cómo ahora se calla. Efectivamente así sucedió. El niño enmudeció
por unos segundos. Todos estaban asombrados de aquella intuición feme-
nina. Pero a continuación añadió: Y ahora volverá a gritar con nuevas
fuerzas. Cosa que se cumplió al pie de la letra. Los circunstantes quedaron
callados también, hasta que la mujer explicó que desde que eran muy pe-
queñitos les había enseñado a decirle alguna cosa a una imagen de la Vir-
gen que tenían en el descansillo de la escalera, cada vez que pasaban por
delante de ella.
Nuestro héroe de cuatro años había estado llorando mientras bajaba.
Al llegar al rellano se detuvo durante unos segundos para decirle a la Vir-
gen, te quiero mucho, y después, renovadas sus fuerzas, emprendió con
nuevos bríos sus llantos y sus quejas.
Tal vez no todos han tenido la fortuna de haber aprendido desde pe-
queños estos medios para mantener la presencia de Dios, pero todavía es-
tán a tiempo de empezar a practicar algo parecido a lo que hacía el prota-
gonista de nuestra historia.
Hay que detenerse. Hay que aprender a mirar a la Virgen al entrar y
al salir de las habitaciones, en aquellos lugares donde se encuentre su ima-
gen, y hay que conseguir que esto sea algo tan habitual que ni siquiera las
cosas que nos preocupan y nos hacen sufrir sean capaces de hacernos olvi-
dar algo que se ha hecho tan nuestro, que cuando nos falte lo echemos de
menos como al aire que se respira.
No es fácil de conseguir en unos días. Se requiere dedicarle tiempo,
examinar nuestras obras, con objeto de comprobar si de verdad existe un
progreso en este campo. No se trata de hacerlo un día o una semana, sino
de que esta costumbre sea tan natural en nosotros, que llegue un momento
en el que sin necesidad de pensarlo nos salga de dentro. Algo así como lo
que nos ocurrió al aprender a leer. Todos sabemos leer, pero no se recuerda
cuánto trabajo nos costó conseguirlo, y cuánto tiempo se tardó en distin-
guir unas letras de otras.
Poroso convendrá ejercitarse frecuentemente en la práctica de esas
industrias, que nos servirán como recordatorio de la presencia de Dios que
pretendemos adquirir.
La cantidad de recursos que cabe emplear es innumerable. Cada uno
tiene su manera de ser, y por ello convendrá que personalmente se busquen
los que le vayan mejor en sus circunstancias y en su ambiente.
83
No es lo mismo un abogado que tiene que resolver un problema jurí-
dico, que una madre que tiene como trabajo profesional sacar adelante su
casa. No es lo mismo trabajar en un taller de costura que conducir un auto-
bús. Tampoco es lo mismo trabajar en el teatro que preparar una clase, sea
cual fuese nuestra situación, nuestra edad o nuestra salud, todos podemos y
debemos practicar la presencia de Dios, que no es más que hablar o mirar o
dirigirse de algún modo a Aquel que tanto hizo por nosotros.
Si volvemos a la situación anterior, en la que nos referíamos a la con-
veniencia de saludar a la imagen de la Virgen que suele estar en la habita-
ción de todos los cristianos, no bastará con hacerse el firme propósito de
saludarla al entrar o al salir de ella, sino que además convendrá ejercitarse
en esta práctica.
Es fácil que, al principio, no siempre nos acordemos de mirarla y de
decirle alguna cosa, pero no por eso hay que desanimarse, y convendrá
apurar la situación hasta el extremo en el que ya no se nos ocurra ninguna
nueva solución.
Así, por ejemplo, será utilísimo, en el caso de no haberse acordado de
Ella hasta que se lleve un rato dentro de la habitación, tomarse la pequeña
molestia de salir de nuevo, con el exclusivo objeto de entrar para saludarla.
Es una pequeñez, pero de una eficacia sorprendente. Parece que la Virgen
lo agradece, y lo premia dándonos un poquito más de memoria.
Como se ve, no es demasiado complicado luchar en estas cosas. Es
cuestión de practicar y fomentar toda iniciativa que pueda ayudarnos a
conseguir lo que se pretende, con la seguridad de que Dios nos ayudará
con su gracia.
El fantasma
84
De pronto, al tomar una curva, las luces del coche me hicieron descu-
brir uno de esos seres provistos de sábana y acompañados de una luz. El
susto, la sorpresa, se la puede imaginar fácilmente cualquiera. Por un mo-
mento parece que todo ese mundo de tinieblas y aparecidos va a convertir-
se en realidad. Pero afortunadamente no fue así. Como el automóvil conti-
nuó su marcha, al aproximarse a la aparición se descubrió que se trataba
de una de esas bromas de los mozos del pueblo que querían, sin duda,
asustar a alguno de sus amigos.
En la vida espiritual tampoco existen los fantasmas. Quiere decir que
no tenemos por qué asustarnos de las dificultades que puedan encontrarse
en el ejercicio de la presencia de Dios, y que tampoco hay que inventarse
cosas raras —fantasmas— para considerarla con la mayor frecuencia que
nos sea posible. Es cuestión de aprender a querer al Señor, y para ello, lo
mismo que en el amor humano, no es preciso hacer las cosas fuera de lo
ordinario, sino cuidar con esmero de lo corriente, de los detalles; porque el
amor de Dios no está en lo mucho que podamos hacer, sino en el amor con
que se haga. Porque todo —personas, cosas, tareas— nos ofrece la oca-
sión y el tema de una continua conversación con el Señor: lo mismo que a
otras almas, con vocación diversa, les facilita la contemplación el aban-
dono del mundo —«el contemptus mundi»— y el silencio de la celda o del
desierto. A nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior
—acallar ¡as voces del egoísmo del hombre viejo—, no el silencio del
mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros (80).
La atención en las cosas de la vida ordinaria será lo que más podrá
ayudarnos a mantener viva a lo largo del día la presencia de Dios. Casi
siempre se tratará de detalles pequeños que nos proporcionarán la ocasión
de dialogar con el Señor.
Hay mil modos diferentes de conseguirlo. Unos se valdrán, con inge-
nio, de las cosas que deben hacer durante el día para acordarse de Dios.
Otros, quizá busquen la manera de conseguirlo haciendo algo extraordina-
rio que les sirva al mismo objeto. Parece más aconsejable aprovechar el
primero de los procedimientos, entre otras razones, porque no todos ten-
drán la ocasión de hacer algo grande en su jornada laboral, y en cambio
encontrarán en esas mismas cosas que ya tienen que hacer por obligación
la oportunidad de dialogar con el Señor.
80
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta, II-III-1940.
85
¿Quién de entre nosotros no tiene que consultar el reloj con frecuen-
cia? La madre de familia, el abogado, el médico, la empleada del hogar, el
estudiante, el conductor de un automóvil e incluso los que tienen que tocar
los clarines en la fiesta de los toros. Todos debemos hacerlo, por unas ra-
zones o por otras.
Pues bien, ¿por qué no aprovechar cada mirada al reloj para hacer al-
guna jaculatoria, o un acto de amor de Dios, o recitar una comunión espiri-
tual? Se trata de procurar asociar la vista del reloj al recuerdo de Dios, y de
este modo tenerle presente muchas veces durante el día.
Puede ser que a algunos no les vaya bien el sistema, pero a la mayo-
ría de las personas les resultará muy eficaz.
Lo que se dice del reloj puede referirse también a todas esas cosas
menudas que se hacen sin darles ninguna importancia, y que, sin embargo,
podrían servir para levantar nuestro corazón a Dios en medio del trabajo y
de las diversiones.
El sonido de un timbre, la llamada telefónica, las puertas que hay que
abrir —y cerrar después— pueden conducirnos a elevar nuestra visión de
las cosas de la tierra y llevarlas al Señor.
La cantidad de páginas que hay que leer de una en una, si se quiere
llegar a ser alguien en la vida, no cabe duda de que nos servirán para tener
más presencia de Dios, si cada vez que se hojea una de ellas se aprovechan
los escasos segundos que so tarda en pasarla para decirle al Señor que le
queremos, o para ofrecerle nuestro estudio, o el buen rato que nos propor-
ciona la lectura de un libro.
Son muchas las oportunidades que la vida nos ofrece. Se trata de con-
seguir que esas oportunidades no se nos escapen de las manos.
Los que tengan la ocasión de hacer cosas grandes, que las hagan, pero
si somos de los que no se encuentran en esa situación, no despreciemos lo
pequeño que nos da Dios para ofrecerle nuestro corazón.
86
V. LA VERDADERA PRESENCIA DE DIOS
Todavía más
Uno de los misterios del cristianismo menos tenido en cuenta por par-
te de los fíeles es el de la inhabitación trinitaria. Sin embargo, es una de las
verdades que nuestro Señor nos manifestó más claramente.
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y ven-
dremos a él, y en él haremos nuestra morada (81). La inhabitación trinita-
ria, como ya se habrá entendido, consiste en que las tres divinas Personas
vienen a vivir dentro de nosotros.
Esto quiere decir que Dios habita en nuestras almas como en un tem-
plo. San Pablo nos dice: ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Es-
píritu de Dios habita en vosotros? (82).
Se trata, pues, de una realidad: Dios está con nosotros, haciéndonos
participar de su propia vida.
De esta verdad se deduce que el alma no debe limitarse a buscar a
Dios en las mil situaciones de la vida, sino que por haber más —la inhabi-
tación trinitaria—; también debe buscarle dentro de sí misma, con la segu-
ridad de que estará allí mientras se mantenga en estado de gracia.
Recógete. Busca a Dios en ti y escúchale (83). Es verdad que en la vi-
da espiritual no siempre las cosas van a salir a la medida de nuestros de-
seos. Hay momentos en los que nos resulta difícil poder escuchar al Señor;
es entonces cuando hay que emplear las industrias humanas para acordarse
81
Jn 14,23.
82
1 Cor 3,16.
83
Camino, 319.
87
de El. Pero también es cierto que existen otros en los que fácilmente po-
dremos hacerlo, porque las circunstancias nos permiten recogernos y oírle.
La presencia de Dios no va a consistir siempre en una búsqueda del
Señor. Hay minutos, horas, días y épocas enteras de nuestra vida en los
que la consideración de la presencia de Dios en nuestro corazón nos permi-
te un diálogo constante con El. En esos momentos no se trata de buscarla a
través de las cosas que nos rodean, sino de vivir de ese Dios en ti del alma
en gracia.
Si Dios está en nuestro corazón, está ahí para que se viva de ello y no
para que nos limitemos a pensarlo. Yo he venido para que tengan vida (84),
nos lo dice Jesús, y no estará contento hasta que esa vida que nos da se
convierta en una realidad mediante las buenas obras que son la prueba de
nuestro amor.
Por eso, la mejor presencia de Dios que puede tenerse consistirá so-
bre todo en vivir de acuerdo con sus divinas enseñanzas, y que esto se ha-
ga de tal modo que podamos repetir en todos los momentos de nuestra vida
lo que nos decía S. Pablo: Ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí (85).
Este debe ser nuestro ideal: conseguir que Cristo viva en nosotros
iluminando nuestro camino y llenando de esperanza nuestras obras y traba-
jos. Para conseguirlo se necesita la correspondencia personal a la gracia, ya
que como nos enseña el Concilio Vaticano II: Solamente con la luz de la fe
y con la meditación de la palabra de Dios puede una persona reconocer
siempre y en todo lugar a Dios, «en quien vivimos, nos movemos y existi-
mos» (Hech 17,28), buscar su voluntad en todo acontecimiento, ver a
Cristo en todos los hombres, sean vecinos o extraños, y juzgar con rectitud
sobre el verdadero significado de las cosas temporales y en relación con
el fin del hombre (86).
La voluntad de Dios
84
Jn 10,10.
85
Gál 2,20.
86
CONC. Vat. II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 4.
88
Jesucristo, según nos relata San Mateo en el capítulo quinto de su
evangelio, al final del mismo y después de hablarnos de las bienaventuran-
zas, hace un resumen de la doctrina expuesta con las siguientes palabras:
Sed, pues, perfectos, como vuestro Podre celestial es perfecto (87).
Tenemos, pues, un deber que cumplir: hacer bien las cosas, con la
mayor perfección posible; aspirar a la santidad. Y esto no es algo que el
hombre haya descubierto con su razón, sino la expresa manifestación de la
divina voluntad. San Pablo cuando se dirige a los fieles de Tesalónica lo
hace en unos términos que no dejan lugar a la más ligera duda: Esta es la
voluntad de Dios vuestra santificación (88).
Se podría especular cuanto se quisiese, se podrán escribir libros acer-
ca de nuestro trato con Dios y de la conducta del hombre como respuesta
al mensaje divino, pero el punto de partida no puede ser otro que esta idea
de la llamada universal a la santidad. Nadie, absolutamente nadie, podrá
encontrar en la Sagrada Escritura una sola cita en la que se diga que el
hombre no debe ser santo. No es a unos cuantos a quienes llama Dios c
santidad, sino a todos los hombres. El Espíritu Santo apremia al Apóstol a
insistir una y cara vez en la misma idea: Dios mismo nos escogió antes de
le creación del mundo, pera ser santos y sin mancha en su presencia (89),
con una santidad que no será otra cosa sino el comportamiento digno de la
vocación con que habéis sido llamados (90).
¿Qué es la santidad?
87
Mt 5,48.
88
1 Tes 4,3.
89
Efes 1,4.
90
Efes 4,1.
89
sotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya «alter
Christus», sino «ipse Christus», ¡el mismo Cristo! (91).
La santificación es un proceso de cristificación, es decir: una trans-
formación interior por la que cada vez nos parecemos más a Jesucristo en
nuestro modo de pensar, comprender, trabajar y amar al prójimo. Una
transformación que se alcanza mediante la correspondencia a la gracia di-
vina que va configurándonos a la medida del entendimiento y de la volun-
tad de Jesús. La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a
sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: «Cualquiera que me ama, obser-
vará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y hare-
mos mansión dentro de él (Jn 14 23). El cristiano debe, por tanto, vivir se-
gún la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de mane-
ra que pueda exclamar con S. Pablo: «Non vigo ego, vivit in me Christus»
(Gál 2,20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí (92).
Esta es la meta, éste el objeto de la llamada a la vida de la gracia que
se nos hizo en el bautismo. El cristiano no puede, no debe permanecer
inactivo ante el requerimiento divino. Dios nos llama a la santidad y la
respuesta no ha de ser otra que la correspondencia personal mediante pe-
queños esfuerzos —heroicos a veces— por conseguir llegar a una perfecta
adaptación al plano de lo que nos pide el Señor, abandonando al hombre
viejo de que nos habla S. Pablo para convertirnos en ese hombre nuevo que
es Cristo viviendo en nosotros.
El ideal del cristiano es identificarse de tal modo con Cristo que pue-
da decirse que convive su vida con El (93). Se trata de reproducir, de repetir
su vida en nosotros: es decir, de aprender a reaccionar como El lo hizo en
mil circunstancias diferentes; de amar como El amó, de comprender como
El comprendió, de cumplir la voluntad del Padre celestial como El, que se
hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (94). Y ¿qué es esto sino
vivir en la presencia de Dios?
91
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, El Cristo que pasa, n. 104.
92
Ibidem, n. 103.
93
Cfr. 2 Tim 11.
94
Cfr. Filip 2,8.
90
Del mismo modo que quien tuviese un libro donde estuviese toda la
ciencia no buscaría más que aprender ese libro; así también nosotros no
necesitamos buscar más que a Cristo (95).
Jesús se nos presenta como modelo acabado de todas las situaciones
en que podamos encontramos: perfecto Dios desde toda la eternidad, se
anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, reduciéndose a la condición
de hombre (96). Al encamarse en las entrañas virginales de nuestra Señora,
nacer en Belén y llevar una vida de trabajo y de obediencia, se convirtió en
ejemplo vivo de lo que los cristianos deben hacer para santificarse; porque
el Hijo de Dios tomó carne mortal como la nuestra, una carne que necesita
alimento y descanso. A veces pensamos en un Cristo espiritualizado, algo
así como si sólo fuera Dios y nos olvidamos que también fue hombre: el
Señor, lo mismo que nosotros, necesitaba levantarse por las mañanas y ga-
nar el pan con el sudor de su frente.
Desde que vino a la tierra, nadie podrá decir que nuestro modelo sea
lejano e inasequible: Jesucristo es el Enmanuel, Dios con nosotros. El es
nuestro norte y hacia El debemos dirigir siempre nuestra mirada. Antes de
tomar cualquier decisión de importancia deberíamos preguntarnos ¿qué
haría Cristo ahora? y actuar en consecuencia. Perfecto Hombre, su paso
por la tierra nos muestra el camino que hay que recorrer para lograr la san-
tificación personal que se espera de nosotros. Al pasar por la suerte, el do-
lor, las alegrías, el hambre, la soledad y la traición, por la que pasan los
que tienen nuestra misma condición, nos señaló la senda a seguir para san-
tificarnos en medio del mundo.
Ego sum via, Yo soy el camino (97); quien de veras desee cumplir la
voluntad de Dios no tendrá que hacer otra cosa sino seguir las huellas de
Jesús a su paso por la tierra.
La palabra y el pan
95
STO. TOMÁS DE AQUINO, In epist. ad Colos, c. 2, Lec. 1.
96
Cfr. Filip 2,7.
97
Jn 14,6.
91
enseñanzas se encuentran recogidas con toda fidelidad en el Evangelio, y
para leerlo basta tener la mirada limpia como la tienen los niños. El Evan-
gelio debería ser nuestro libro de cabecera, libro que se tiene siempre al
alcance de la mano y que se consulta en un momento de duda, con la cer-
teza de encontrar en él la solución a los problemas planteados. Su medita-
ción nos proporcionará el conocimiento suficiente de nuestro Modelo, y
raro será, por no decir imposible, que no hallemos en sus palabras o en sus
obras luz sobrenatural para cualquier circunstancia de la vida. Y ese cono-
cimiento es indispensable para que se haga posible el amor, y ese amor
despertará en nosotros el deseo de conocerle mejor. Cuando se ama a una
persona se desean saber todas las cosas de su vida, de su carácter, para
así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la vida de Jesús, des-
de su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección. En los
primeros años de mi labor sacerdotal solía regalar ejemplares del Evan-
gelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la
conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el cora-
zón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro,
cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma
que, en las diversas situaciones de nuestra vida, acudan a la memoria las
palabras y los hechos del Señor.
Así nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de
pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos
de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa
María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como
aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así,
si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo
del alma y nos transformarán. Porque la «palabra de Dios es viva y efi-
caz, y más penetrante que espada de dos filos, y se introduce hasta en los
pliegues del alma y del espíritu, hasta en las junturas y tuétanos, y dis-
cierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebr 4,12) (98).
No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la nece-
sidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la
oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los si-
glos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa pie-
dad eucarística. Unas veces, con prácticas multitudinarias, profesando
98
J. ESCRIVÁ DE BAIAGUER, Es Cristo que pasa, n. 107.
92
públicamente su fe; otra con gestos silenciosos y callados, en la sacra paz
del templo o en la intimidad del corazón.
Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de
nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de
la jorrada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no aparta-
mos de su presencia, para trabajar como él trabajaba y amar corno él
amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza
suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio
del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se
reserva en el Tabernáculo, ero el Sagrario (99).
99
Ibidem, n. 154.
100
Jn 2,5.
93
ayudarán a profundizar en la verdad revelada. Lo que Cristo nos pide es
que vivamos su vida en las ocupaciones propias de la existencia. No basta
recibir su doctrina con buen deseo, se trata, además, de convertir en reali-
dades esas enseñanzas; eso es hacer lo que El nos dice. Solamente si ac-
tuamos de este modo, si le confesamos delante de los demás, y no hay otro
modo de hacerlo que, viviendo en la presencia de Dios, el Señor nos reco-
nocerá como suyos: todo aquel que me reconociera delante de los hom-
bres, yo también le reconoceré delante de mi Padre que está en los cielos.
Pero a quien me negare delante de los hombres, yo también le negaré de-
lante de mi Padre (101).
Es el mismo Jesucristo quien nos habla de ese modo de comportarse
que nos lleva a vivir en todo momento en la presencia de Dios, y lo hace
de un modo que no deja lugar a falsas interpretaciones. Al dirigirse a los
que escuchan su doctrina, les dice: vosotros sois la luz del mundo: no se
puede encubrir una ciudad edificada sobre un monte, ni se enciende la luz
para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que
alumbre a todos los de la casa; brille así vuestra luz ante los hombres, de
manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen así a vuestro Padre
que está en los cielos (102).
No quieren decir estas palabras que el cristiano —otro Cristo— haya
de hacer sus buenas obras delante de los demás en un alarde de virtud, que
no es ése el espíritu del Evangelio, sino que las obras bien hechas tienen
tal proyección exterior, tal entidad, que son imposibles de ocultar, como no
se puede esconder una ciudad edificada sobre un monte.
El Señor nos amonesta para que nos guardemos de hacer nuestras
buenas obras delante de los hombres con el fin de que nos vean (103); pero
eso no significa que la presencia de Dios sea, en modo alguno, algo pura-
mente interior, que permanece en el santuario de la conciencia. La presen-
cia de Dios es algo real y concreto. Tan concreto y tan real como la luz que
alumbra a los que viven en una casa. La alusión a la luz y a la ciudad no
son más que un término de comparación con el que se quiere indicar que la
buena conducta, el amor de Dios con que se hacen las cosas, resulta impo-
sible de esconder cuando ese modo de actuar es constante en una persona.
101
Mt 10,32-33.
102
Mt 5,13-16.
103
Cfr. Mt 6,1.
94
Pero hay veces en las que por falta de claridad de ideas o por desco-
nocimiento del Evangelio, se piensa que las buenas obras son algo extraño,
ajeno a la vida diaria, cosas que el Señor desea de nosotros, pero que de
suyo deberán consistir en algo extraordinario. Es posible que esto se deba
a que la vida de los santos se ha escrito con una mentalidad que no es la
del hombre de la calle. Desde luego, al leerlas puede observarse el amor
que tenían a Dios, pero los autores de esas biografías se han fijado más en
lo extraordinario que en lo ordinario. Se diría que han buscado más sor-
prender al lector que edificarlo, y con ello han conseguido presentarnos un
modelo de virtud difícil de alcanzar y de imitar, porque sus grandes peni-
tencias o sus prodigios sobrenaturales responden a unas gracias especiales
de Dios para caminar por un camino también excepcional que no es el que
el Señor quiere para aquellos que por vocación divina permanecen en el
mundo.
Es en la vida real, entre los afanes de lo ordinario, donde hay que
identificarse con Jesucristo. Recuerdo lo sucedido en un instituto con mo-
tivo de un examen de Religión. Entre los alumnos había un chico pequeño,
de unos diez años, que junto con sus compañeros recibió la explicación de
la lección correspondiente. Para facilitar el ejercicio escrito, las preguntas
fueron muy sencillas y con pocas palabras se podía responder. Una de las
cuestiones estaba planteada en forma de interrogación personal: ¿Cuál de
las obras de misericordia te gusta más practicar? Y el chaval, sin pensár-
selo dos veces, contestó de su puño y letra: ¡Enterrar los muertos!
Nadie tendría el valor de negar que efectivamente se trata de una de
las obras de misericordia, pero tampoco se atrevería a afirmar que sea una
de las formas de vivir la caridad más al alcance de nuestras posibilidades.
Una de las condiciones de las buenas obras es que éstas sean posibles. Po-
drá parecer una perogrullada, pero es que a veces nos trasladamos con la
imaginación a un terreno tan lejano de la realidad, que cuando se trata de
poner por obra lo pensado la labor se hace imposible.
No es en lo extraordinario donde normalmente nos espera el Señor,
sino en lo ordinario. Porque no es la vida corriente y ordinaria la que vi-
vimos entre los demás ciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin re-
lieve. Es precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que
se santifique la inmensa mayoría de sus hijos (104). Por eso hay que apren-
der a vivir en la presencia de Dios y con presencia de Dios lo que nos su-
104
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 110.
95
cede en nuestro caso particular y concreto. Jesucristo no pide que se le imi-
te en los milagros, sino en las virtudes que se ejercitan en la vida cotidiana.
96
VI. VIDA DE ORACIÓN
105
Jn 15,5.
97
convivimos, en los afanes humanos y de nuestros compañeros, en las me-
nudencias de la vida de familia (106).
Es aquí, si no es otra la vocación recibida de Dios, en medio de los
afanes de la vida, en las inquietudes del día, en el ejercicio de la profesión,
en el descanso, en el triunfo o en el fracaso que nuestra condición de hom-
bres nos depara, donde hay que permanecer unidos a la vid.
No es fácil recoger el agua con las manos y sin embargo se consigue.
Y eso o algo parecido es lo que hay que lograr con la ayuda de la gracia
que todo tenga sentido, que el trabajo, que las relaciones sociales, que las
mil actividades de la vida individual o social no sólo no nos separen de la
Vid. sino que nos incorporen y nos unan a ella con un vínculo cada vez
más fuerte.
Es necesario que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer
en Dios y a mantener un constante diálogo con El. La vida cristiana debe
ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor
de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es
nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios,
que está junto a nosotros y en los cielos. «Sine intermissione orate», man-
da el Apóstol, orad sin intermisión (1 Tes 5, 17). Y recordando ese precep-
to apostólico, escribe Clemente Alejandrino: «se nos mandó alabar y hon-
rar al Verbo, a quien conocemos como salvador y rey; y por El al Padre,
no en días escogidos, como hacen otros, sino constantemente a lo largo de
toda la vida, y de todos los modos posibles» (Clemente Alejandrino, Stro-
mata, 7,7, 35, PG 9,450).
En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer
la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros
hombres, en todos esos instantes el cristiano tiene acceso a la intimidad de
Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este
mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara (107).
¿Dificultades?
106
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 110.
107
Ibidem, n. 116.
98
ción personal que a lo que esa condición de cristiano corriente tiene de po-
sitiva. Si se observa la vida desde las ventanas de un convento, indis-
cutiblemente no se verá en la sociedad de los hombres otra cosa que difi-
cultades; porque la esencia de la vida de los religiosos consiste pre-
cisamente en dar testimonio de desprendimiento ante las realidades terre-
nales.
Pero es que Dios no llama a todos los hombres al silencio del claus-
tro. Durante demasiado tiempo y con demasiado énfasis se ha insistido en
las dificultades que las preocupaciones terrenas, seculares, pueden repre-
sentar para la vida de oración. Frases como «los afanes de la vida», «el
tráfago del mundo», «el ruido del trabajo», «las tentaciones del siglo»,
son otros tantos tópicos que una apología superficial del estado religioso
—superficial porque no llega a la raíz divina del fenómeno que se trata de
explicar—, y una contraposición tajante, intelectualista en exceso, entre
vida activa y contemplativa, han contribuido a popularizar.
Se ha fomentado así una espiritualidad laical —si espiritualidad
puede llamarse— basada en la división, en la contraposición interior: ha-
béis de santificaros —se venía a decir a los laicos— «a pesar» de estar en
el mundo, «a pesar» de vuestro trabajo. El medio ambiente en que se vive,
el trabajo que ocupa las horas del día, son así vistos, como una situación
en la que no se puede por menos de permanecer, pero que ata y cohíbe.
Más aún, como una cadena que nos impide acercarnos del todo a Dios y a
la que —triste paradoja— hemos de continuar ligados por voluntad de
Dios, que no se ha dignado a llamarnos a caminos más altos, más dignos,
más viables (108).
La santidad no es algo restringido a unos cuantos seres excepciona-
les. Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo
de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios.
Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De
todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición so-
cial, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de po-
co valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuen-
tro con Cristo, que nos llama a identificarnos con El, para realizar —en el
lugar donde estamos— su misión divina (109).
108
J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, Ed. Palabra,
Madrid 1967, p. 79.
109
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 110.
99
Cuando se observa la vida desde este punto de vista de la llamada
universal a la santidad, todo adquiere un sentido y un color nuevo, porque
a partir de esa visión sobrenatural de la vida ordinaria, las dificultades de-
jan de ser un obstáculo que nos impide llegar a nuestro fin, para conver-
tirse en el peldaño que nos facilita la ascensión a esa cumbre que es el
amor a Dios.
Es así como hay que mirar la vida: Jesucristo no se apartó del mundo,
sino que permaneció en él. Y cuando se dirige al Padre para pedir por los
suyos, le ruega, no que los saque del mundo, sino que los preserve del mal
(110).
Y no es que se niegue la existencia de dificultades, sino que se afirma
que en ellas precisamente es donde hay que vivir la presencia de Dios,
donde hemos de encontrarnos con Cristo que nos llama a identificamos
con El.
Algunos piensan que alcanzar la santidad supone conseguir una in-
mensa paz interior. En eso llevan algo de razón, pero no toda la razón. Sea-
santo no significa que las pasiones dejen de revelarse, que la envidia se
apague, que el amor propio se muera, que la sensualidad y la ira se ex-
tingan, que los bienes materiales dejen de atraernos, que el qué dirán deje
de importarnos, que la propia vida no nos interese más, que el trabajo no
nos preocupe. No, la santidad no consiste en eso: eso es la muerte. La san-
tidad no es algo negativo. La santidad tiene signo positivo. La santidad no
es un no, sino un sí.
Ser santo no es dejar de amar al mundo y a las criaturas, sino amar a
Dios por encima de él y de ellas. Ser santo es vencer las tentaciones, no
dejar de tenerlas. Ser santo es nadar en el torrente de la vida sin permitir
que sus aguas nos arrastren. Ser santo es luchar y vencer con la ayuda de
Dios.
Quiere decirse con todo ello que, en esa lucha con nosotros mismos,
contra nuestras pasiones y malas inclinaciones, y en ese esfuerzo por vivir
como Cristo vivió y como Cristo viviría la situación concreta en que me
encuentro, es donde hay que aspirar a la santidad.
La santidad se presenta como un ideal que hay que alcanzar, y si bien
es cierto que para conseguirlo habrá que superar los obstáculos que se in-
terponen en el camino, esos obstáculos serán precisamente los que nos se-
110
Cfr. Jn 17,15.
100
ñalen la dirección a seguir. Para ser santos no hace falta hacer cosas raras,
sino hacer con amor de Dios lo que tendríamos obligación de realizar,
aunque no tuviéramos fe. Esto es lo maravilloso de los planes de Dios, que
no hay que inventarse dificultades ni crearlas artificialmente para encontrar
la oportunidad de convivir con el Señor. Es la vida misma, la actividad
propia del hombre en sus ocupaciones, la que nos brinda la ocasión de un
encuentro con Cristo. Es en la iniciativa personal, en el trabajo que yo
mismo tengo, en medio de Ja gente que me rodea a mí, en la ciudad que
amo, en el mundo en que vivo donde Dios me llama a la santidad.
Se puede ser santo empuñando una raqueta de tenis o una guitarra,
construyendo un puente o contemplando una obra de arte, escuchando una
sinfonía o leyendo una novela, enamorándose con un amor que lleva al
matrimonio o dejando todas las cosas por seguir a Jesucristo. Y esa santi-
dad no es incompatible con la alegría. La verdadera virtud no es triste y
antipática, sino amablemente alegre (111). La alegría que produce la santi-
dad no es algo que pertenece al otro mundo y que sólo los ángeles son ca-
paces de sentir, sino una alegría que se tiene en éste y que no nos impide
gozar del deporte y de las diversiones, sino todo lo contrario porque le da a
todas las cosas su verdadero sentido.
Esa alegría de Dios que nos llega por la santidad no es otra cosa que
un anticipo de la que tendremos en el cielo para siempre si sabemos ser fe-
lices aquí en la tierra conviviendo nuestra vida con Cristo. Porque ¿qué es
la felicidad sino la posesión del bien y dei amor? Y ¿hay mayor bien que
Dios? Y ¿hay mayor amor que el de Dios? Y ¿hay algún modo de poseer
ese bien y ese amor, que no sea identificándonos con Cristo en la vida dia-
ria? Seremos felices si amamos al Señor, y amar al Señor es cumplir su vo-
luntad rodeados de todas las criaturas, y cumplir su voluntad es aspirar a la
santidad.
No, la santidad no es incompatible con la alegría. Lo difícil no es ser
santo y ser feliz, sino ser feliz sin ser santo. Ser santo no significa pasarse
la vida amargado, sin ninguna dase de estímulos humanos. La gracia no
destruye la naturaleza, sino que la perfecciona; y esto, algunos parece que
lo han olvidado. La felicidad que da Dios a los que aspiran a la santidad no
es algo que viene después de la aniquilación de los anhelos y aspiraciones
de la naturaleza humana, sino algo que perfecciona y ayuda a esa naturale-
za a encontrar su plenitud en Dios.
111
Camino, n.657.
101
Por eso hay que aprender a ser felices en la tierra buscando a Dios a
través de los acontecimientos de la vida. Todo lo que sucede en la vida de
los hombres, los imprevistos, el deseo de situarse en la sociedad, la estre-
chez económica, los triunfos o fracasos en la profesión, estrenar un traje o
desecharlo, la victoria de nuestro equipo en el campeonato nacional o su
descenso a una división inferior, las fiestas de Navidad, las vacaciones de
verano, los lunes con el cansancio del domingo y la perspectiva de una
semana de trabajo sin un solo puente, la alegría de los sábados por la tarde,
la enfermedad, el sacrificio para hacer cada día una visita a Jesús Sacra-
mentado, el minuto heroico con que se vence la pereza de la mañana al le-
vantarse; todo eso es lo que hay que santificar y ahí es donde hemos de en-
contrarnos con Jesucristo que nos espera para hacemos felices compartien-
do su vida con nosotros.
En el trabajo
112
Tit 1,16.
102
especial a ese aspecto de la actividad personal sobre el que se ha de cons-
truir la vida humana en el terreno natural y en el sobrenatural, ya que sobre
él se han de convertir en realidad los deseos de santidad que nacen en el
hombre al escuchar la llamada divina.
El trabajo que ha de acompañar la vida del hombre sobre la tierra es
para nosotros a la vez el punto de encuentro de nuestra voluntad con la
voluntad salvadora de nuestro Padre celestial. Os digo una vez más: el
Señor nos ha llamado para que, permaneciendo cada uno en su propio es-
tado de vida o en el ejercicio de su propia profesión u oficio, nos santifi-
quemos con el trabajo. Es así como ese trabajo humano que realizamos
puede, con sobrada razón, considerarse «Opus Dei, operatio Dei», traba-
jo de Dios. El Señor da al trabajo de la inteligencia y de las manos del
hombre, al trabajo de sus hijos un valor inmenso. Actuando así, de cara a
Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal, toda la ac-
ción del hombre cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene
unida nuestra vida a la fuente de todas las gracias... Almas contemplativas
en medio del mundo: eso habéis de ser siempre para asegurar vuestra per-
severancia, vuestra fidelidad a la vocación recibida. Y en cada instante de
nuestra jornada, podremos exclamar sinceramente: «loquere, Domine,
quia audit servus tuus» (1 Rey 3,9); habla, Señor, que tu siervo escucha.
Dondequiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes
humanos —en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en
el hogar—, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un
constante diálogo con Dios (113).
Pero para que ese trabajo sea santificante y santificador es preciso
que se haga con presencia de Dios: Unir el trabajo profesional con la lu-
cha ascética y con la contemplación —cosa que puede parecer imposible,
pero que es necesaria para contribuir a reconciliar el mundo con Dios—,
y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal
y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande por el que vale la pe-
na dar la vida? (114).
El trabajo por el trabajo no santifica; santifica el trabajo que se hace
por Dios y en Dios, y esto significa que, aunque en él debe existir la recti-
tud de intención que nos lleva a hacerlo con sentido sobrenatural, no por
ello se le debe considerar como una meta inasequible. Nada más ajeno a la
113
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 11-III-1940.
114
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Instrucción, Madrid, 19-I-1934.
103
realidad: nuestra vida es trabajar y rezar, y al revés, rezar y trabajar.
Porque llega un momento en el que no se saben distinguir estos dos con-
ceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por sig-
nificar lo mismo en la mente y en la conciencia. Mirad lo que dice Santo
Tomás: «cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la ocupación del
alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra... Y como
Dios es aprehendido por los santos como la razón de todo cuanto hacen o
conocen, su ocupación en percibir las cosas sensibles, o en contemplar o
hacer cualquier otra cosa, en nada les impide la divina contemplación, ni
viceversa» (Supl., q. 82, a. 3, ad. 4) (115).
A la vuelta de los siglos hemos recordado a la humanidad entera que
el hombre ha sido creado para que trabajara: «Homo nascitur ad labo-
rem», et avis ad volatum (Job 5, 7), nace el hombre para el trabajo y el
ave para volar (116). Al ser esa la voluntad de Dios: que el hombre trabaje,
es en el perfecto cumplimiento del trabajo donde nos debemos santificar
con la ayuda de la gracia, es ahí donde se debe buscar al Señor, sin olvidar
el valor que tienen también las situaciones tan diversas en las que nos en-
contramos en la vida ordinaria (117).
Con este espíritu se recuerda a todos los hombres la maravillosa po-
sibilidad de acercarse a Dios en el ejercicio de la propia profesión, con una
doctrina que, al ser aceptada y promulgada por el Magisterio solemne de la
Iglesia en el Concilio Vaticano II, adquiere un valor universal: Una cosa
es cierta para los creyentes: que el trabajo humano, individual o colectivo,
es decir el conjunto ingente de los esfuerzos realizados por el hombre a lo
largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado
en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Esta enseñanza vale igual-
mente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres
que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo
de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón
pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven
115
J. ESCRIYÁ DE BALAGUER, Carta 9-1-1932.
116
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 31-V-1954.
117
Cfr. el trabajo de J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro
tiempo, Cuadernos Palabra, n. 1, En este interesante estudio nos muestra el autor la ri-
queza teológica y ascética de la espiritualidad del Opus Dei en lo que se refiere a la
santificación del trabajo, y en el que se hace ver, por consiguiente, la importancia de
su aportación a la vida de la Iglesia que la recoge y aprueba solemnemente en el Con-
cilio Vaticano II.
104
al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan
los designios de Dios en la historia (118).
118
CONCILIO VATICANO II. Constitución Past. Gaudium et spes, n. 34.
119
Lc 24,13-23.
105
dos, pero que, a pesar de todo, nos habla con la misma o con mayor fuerza
que ellos.
Los que tienen fe, seguramente no habrán visto al Señor en su figura
corporal, pero en cambio le han visto de otra manera, tan cierta, que les
lleva a poder decir que realmente han visto a Dios. Nadie se engañe pen-
sando que necesita otra visión, nos basta la de la fe. ¿Acaso no sentimos
como los de Emaús, que arde nuestro corazón? o ¿es que esa voz interior
que nos da tanta firmeza no es digna de tenerse en cuenta?
Jesús está junto a nosotros, y nuestros ojos están también como des-
lumbrados para que no le reconozcamos, pero está ahí, en el alma en gra-
cia, y está también escondido, detrás de tantas cosas como nos suceden ca-
da día. Y aunque no le veamos, no por ello deja de estar a nuestro lado.
Por eso nuestra actitud ante las situaciones, tan distintas en las que nos co-
loca la Providencia, debe ser la de decir' al Señor esas mismas palabras con
que los discípulos le rogaron que no se marchase: Quédate con nosotros. Y
estas palabras deberían ser una jaculatoria que se repite muchas veces du-
rante el trabajo, las diversiones, la vida de familia, y en cualquiera de las
circunstancias de nuestra vida. Mane nobiscum, quédate con nosotros, Se-
ñor.
106
Tercera Parte
BREVE DEVOCIONARIO
107
1. ORACIONES DE SIEMPRE
La señal de la Cruz
Ofrecimiento de obras
¡Dios mío y Señor mío! Te doy gracias por haberme creado, redimi-
do, hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, pa-
labras y obras de este día, a honra y gloria tuya. No permitas que te ofenda
y dame fortaleza para huir de las ocasiones de pecar. Haz que crezca mi
amor hacia Ti.
A la Sagrada Familia
Al Angel de la Guarda
108
Actos de fe, esperanza y caridad
— Creo en Dios Padre; creo en Dios Hijo; creo en Dios Espíritu San-
to; creo en la Santísima Trinidad; creo en • mi Señor Jesucristo, Dios y
Hombre verdadero.
— Espero en Dios Padre; espero en Dios Hijo; espero en Dios Espíri-
tu Santo; espero en la Santísima Trinidad; espero en mi Señor Jesucristo,
Dios y Hombre verdadero.
— Amo a Dios Padre; amo a Dios Hijo; amo a Dios Espíritu Santo;
amo a la Santísima Trinidad; amo a mi Señor Jesucristo, Dios y Hombre
verdadero; amo a María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, y amo
a ¡mi prójimo como a mí mismo.
Padrenuestro
109
Pater noster, qui es in coelis, sanctificétur nomen tuum. Advéniat
regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in coelo et in térra. Panem nostrum
quotidiánum da nobis hódie. Et dimítte nobis débita nostra, sicut et nos
dimíttimus debitóribus nostris. Et ne nos indúcas in tentationem: sed libera
nos a malo. Amen.
Gloria
Al Espíritu Santo
Gloria in excelsis
110
tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás
sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros: porque sólo tú eres
Santo, sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en
la gloria de Dios Padre. Amén.
Credo de la Misa
Aceptación de la muerte
Señor, Dios mío, ya desde ahora acepto de buena voluntad, como ve-
nida de vuestra mano, cualquier género de muerte que os plazca enviarme,
con todas sus angustias, penas y dolores
El Credo
120
Camino, n. 691.
112
Credo in Deum Patrem Omnipotentem, Creatorem Coeli et Terrae. Et
in Jesum Christum, Filium ejus unicum, Dominum nostrum. Qui conceptus
est de Spiritu Sancto, natus ex María Virgine. Passus sub Pontio Pilato,
crucifixus, mortuus et sepultus. Descendit ad ínferos; tertia die resurrexit a
mortuis. Ascendit ad coelos; sedet ad déxteram Dei Patris omnipotentis.
In- de venturus est judicare vivos et mortuos. Credo in Spíritum Sanctum.
Credo Sanctam Ecclesiam cathólicam, Sanctorum communionem. Remis-
sionem peccatorum. Carnis resurrectionem. Vitam aetemam. Amen.
Vía Crucis
1.ª ESTACIÓN.
Jesús es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos; que por tu santa Cruz redi-
miste al mundo.
(Se repite en cada estación.)
Siendo Dios inmortal, Jesús quiso morir para librarme del pecado.
2.ª ESTACIÓN.
Jesús carga con la Cruz
El Señor lleva a cuestas la Cruz, para enseñarme a llevar yo las mías.
3.ª ESTACIÓN.
Jesús cae bajo el peso de la Cruz
Son mis pecados los que hacen que el Señor caiga por tierra.
4.ª ESTACIÓN.
Jesús se encuentra con su Santísima Madre
Madre mía: no me faltes nunca en mi camino.
5.ª ESTACIÓN.
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz
Llevando con ánimo mis cruces, ayudo a Jesús a llevar el peso de la
suya.
113
6.ª ESTACIÓN.
La Verónica limpia el rostro de Jesús
Tengo que consolar a los demás, cuando sufren, viendo en ellos al
Señor.
7.ª ESTACIÓN.
Jesús cae la segunda vez.
Señor, dame fuerzas y amor para levantarme cada vez que caiga.
8.ª ESTACIÓN.
Jesús consuela a las hijas de Jerusalén
El Señor vuelca sobre nosotros su misericordia, aunque esté sufriendo
por nuestra culpa.
9.ª ESTACIÓN.
Jesús cae la tercera vez
Aunque yo caiga muchas veces, el Señor me perdonará siempre por
medio de la Confesión.
10. ESTACIÓN.
Jesús es despojado de sus vestiduras
La vergüenza que pasó el Señor al quedar desnudo, debe hacerme es-
timar la virtud de la modestia y el pudor.
11. ESTACIÓN.
Jesús es clavado en la Cruz
Los tremendos dolores del Señor me recuerdan que he de ser mortifi-
cado.
12. ESTACIÓN.
Jesús muere en la Cruz
114
«Nadie ama más a su amigo, que el que da su vida por ese amigo.»
13. ESTACIÓN.
Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre
Madre mía, quiero acompañarte en tu dolor con el dolor de mis peca-
dos.
14. ESTACIÓN.
Jesús es puesto en el sepulcro
Me dice San Pablo que he sido sepultado con Cristo, para no cometer
más pecados.
Responso
116
R. Amen.
V. Réquiem aetémam dona ei (eis). Dómine.
R. Et lux perpétua lúceat ei (eis).
V. Requiéscat (-ant) in pace.
R. Amen.
V. Anima eius (Animae eórum) et ánimae ómnium fidélium defunc-
tórum per misericórdiam Dei requiéscant in páce.
R. Amen.
Otras oraciones
Por los padres difuntos:
Oh Dios que nos mandaste honrar al padre y a la madre, apiádate
clemente de las almas de nuestros padres, y perdónales sus pecados; y haz
que los veamos en el gozo de la eterna caridad. Por nuestro Señor Jesucris-
to. Amén.
ALIAE ORATIONES
Pro parentibus Orémus.
Deus, qui nos patrem et matrem honoráre praecepfsti: miserére cle-
ménter animábus paréntum nostrórum, eorúmque peccáta dimítte; nosque
eos in aetérnae claritátis gáudio fac vidére. Per Chrístum Dóminum nos-
trum.
R. Amen.
117
Orémus.
Fidélium, Déus, ómnium cónditor et redémptor, animábus famulórum
famularúmque tuárum remissiónem cunctórum tríbue peccatórum: ut in-
dulgéntiam, quain semper optavérunt, píis supplicatiónibus consequántur.
Per Chrístum Dóminum nóstrum.
R. Amen.
Símbolo Atanasiano
(Quicumque)
Ant. Gloria a Ti, Trinidad igual, única Deidad, antes de los siglos, y
ahora, y siempre (T. P. Aleluya)
Símbolo Atanasiano
1. Todo el que quiera salvarse, es preciso ante todo que profese la fe
católica:
2. Pues quien no la observe íntegra y sin tacha, sin duda alguna pere-
cerá eternamente.
3. Y ésta es la fe católica: que veneremos a un solo Dios en la Trini-
dad Santísima y a la Trinidad en la unidad.
4. Sin confundir las personas, ni separar la substancia.
5. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del
Espíritu Santo.
6. Pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola divinidad,
les corresponde igual gloria y majestad eterna.
7. Cual es el Padre, tal es el Hijo, tal el Espíritu Santo.
8. Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo.
9. Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo.
10. Eterno el Padre, eterno el Hijo, Eterno el Espíritu Santo.
11. Y sin embargo no son tres eternos, sino un solo eterno.
12. De la misma manera, no tres increados, ni tres inmensos, sino un
increado y un inmenso.
118
13. Igualmente omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipo-
tente el Espíritu Santo.
14. Y sin embargo no tres omnipotentes, sino un omnipotente.
15. Del mismo modo, el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu
Santo es Dios.
16. Y sin embargo no son tres Dioses, sino un solo Dios.
17. Así, el Padre es Señor, el Hijo es Señor, el Espíritu Santo es Se-
ñor.
18. Y sin embargo no son tres Señores, sino un solo Señor.
19. Porque así como la verdad cristiana nos obliga a creer que cada
persona es Dios y Señor, la religión católica nos prohíbe que hablemos de
tres Dioses o Señores.
20. El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado.
21. El Hijo procede solamente del Padre, no hecho, ni creado, sino
engendrado.
22. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no hecho, ni crea-
do, ni engendrado, sino procedente.
23. Por tanto hay un solo Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hi-
jos; un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.
24. Y en esta Trinidad nada hay anterior o posterior, nada mayor o
menor: pues las tres personas son coeternas e iguales entre sí.
25. De tal manera que, como ya se ha dicho antes, hemos de venerar
la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad.
26. Por tanto, quien quiera salvarse, es necesario que crea estas cosas
sobre la Trinidad.
27. Pero para alcanzar la salvación eterna es preciso también creer
firmemente en la Encamación de Nuestro Señor Jesucristo.
28. La fe verdadera consiste en que creamos y confesemos que Nues-
tro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre.
29. Es Dios, engendrado de la misma substancia que el Padre, antes
del tiempo; v hombre, engendrado de la substancia de su Madre Santísima
en el tiempo.
30. Perfecto Dios y perfecto hombre: que subsiste con alma racional
y carne humana.
119
31. Es igual al Padre según la divinidad; menor que el Padre según la
humanidad.
32. El cual, aunque es Dios y hombre, no son dos Cristos, sino un so-
lo Cristo.
33. Uno, no por conversión de la divinidad en cuerpo, sino por asun-
ción de la humanidad en Dios.
34. Uno absolutamente, no por confusión de substancia, sino en la
unidad de la persona.
35. Pues como el alma racional y el cuerpo forman un hombre; así,
Cristo es uno, siendo Dios y hombre.
36. Que padeció por nuestra salvación: descendió a los infiernos y al
tercer día resucitó de entre los muertos.
37. Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todo-
poderoso: desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
38. Y cuando venga, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos, y
cada uno rendirá cuentas de sus propios hechos.
39. Y los que hicieron el bien gozarán de vida eterna, pero los que hi-
cieron el mal irán al fuego eterno.
40. Esta es la fe católica, y quien no la crea fiel y firmemente no se
podrá salvar.
Gloria al Padre...
Ant. Gloria a Ti, Trinidad igual, única Deidad, antes do los siglos, y
ahora, y siempre (T, P. Aleluya).
V. Señor, escucha mi oración.
R. Y llegue a Ti mi clamor.
120
ñor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu
Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos.
R. Amén.
Ant. Gloria tibi, Trínitas acquális, una Déitas, et ante ómnia saécula,
et nunc, et in perpétuum (T. P. Allelúia).
Symbolum Athanasianam
1. Quicumque vult salvus esse, * ante ómnia opus est, ut téneat cathó-
licam fidem:
2. Quam nisi quisque íntegram inviolatámque serváverit,* absque dú-
bio in aetérnum períbit.
3. Fides autem cathólica haec est: * ut unum Deum in Trinitáte, et
Trinitátem ia unitáte venerémur.
4. Neque confundéntes personas, * neque substántiam separántes.
5. Alia est cnim persona Patris, alia Fílii,* ália Spíritus Sancti:
6. Sed Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti una est divínitas, * acquális
gloria, coactérna maiéstas.
7. Qualis Pater, talis Fílius, * talis Spíritus Sanctus.
8. Increátus Pater, increátus Fílius,* increátus Spíritus Sanctus.
9. Imménsus Pater, imménsus Fílius, imménsus Spíritus Sanctus.
10. Actérnus Pater, aetérnus Filius, * aeternus Spíritu Santo. Sanctus.
11. Et tamen non tres aetérni, * sed unus aetérnus.
12. Sicut non tres increáti, nec tres imménsi,* sed unus increátus, et
unus imménsus.
13. Simíliter omnípotens Pater, omnípotens Fílius, * omnípotens Spí-
ritus Sanctus.
14. Et tamen non tres omnipoténtes, * sed unus omnípotens.
15. Ita Deus Pater, Deus Fílius,* Deus Spíritus Sanctus.
16. Et tamen non tres Dii, * sed unus est Deus.
17. Ita Dóminus Pater, Dóminus Fílius, * Dóminus Spíritus Sanctus.
18. Et tamen non tres Dómini, * sed unus est Dóminus.
121
19. Quia, sicut singillátim unamquámque persónam Deum ac Dómi-
num confitéri christiana veritáte compéllimur: * ita tres Déos aut Dóminos
dícere cathólica religióne prohibémur.
20. Pater a nullo est factus: * nec creátus, nec génitus.
21. Fílius a Paire solo est: * non factus, nec creatus, sed génitus.
22. Spíritus Sanctus a Patre et Filio: * non factus, nec creátus, nec
génitus, sed procédens.
23. Unus ergo Pater, non tres Patres: unus Fílius, non tres Fílii: *
unus Spíritus Sanctus, non tres Spíritus Sancti.
24. Et in hac Trinitáte nihil prius aut postérius, nihil máius aut minus:
* sed totae tres persónae coaetérnae sibi sunt et coaequáles.
25. Ita ut per ómnia, sicut iam supra dictum est,* et únitas in Trinitá-
te, et Trínitas in unitáte veneranda sit.
26. Qui vult ergo salvus esse,* ita de Trinitáte séntiat.
27. Sed necessárium est ad aetérnam salútem,* ut Incarnatiónem
quoque Dómini nostri Iesu Christi fidéliter credat.
28. Est ergo fides recta ut credámus et confiteámur, * quia Dóminus
noster Iesus Christus, Dei Fílius, Deus et homo est.
29. Deus est ex substántia Patris ante sáecula génitus: * et homo est
ex substántia matris in saéculo natus.
30. Perfectus Deus, perfectus homo: * ex ánima rationali et humána
carne subsístens.
31. Aequális Patri secúndum divinitátem: mínor Patrc secúndum hu-
manitátem.
32. Qui, licet Deus sit et homo, * non dúo tamen, sed unus est Chris-
tus.
33. Unus autem non conversióne divinitátis in carnem, * sed assum-
ptióne humanitátis in Deum.
34. Unus omníno, non confusióne substántiae, * sed unitáte persónae.
35. Nam sicut ánima rationális et caro unus est homo: * ita Deus et
homo unus est Christus.
36. Qui passus est pro salúte nostra: descéndit ad inferos: * tértia die
resurréxit a mórtuis.
122
37. Ascéndit ad cáelos, sédet ad déxteram Dei Patris omnipotentis: *
inde venturus est iudicare vivos et mórtuos.
38. Ad cuius advéntum omnes hómines resúrgere habent cum compó-
ribus suis: * et reddituri sunt de factis própriis ratiónem.
39. Et qui bona egérunt ibunt in vitam aetémam: qui vero mala, in ig-
nem aetérnum.
40. Haec est fides cathólica, * quam nisi quisque fidéliter firmitérque
credíderit, salvus esse non póterit. Glória Patri.
Ant. Glória tibi, Trinitas aequális, una Déitas, et ante omnia saécula,
et nunc, et in perpétuum (T. P. Allelúia).
V. Dómine, exaudí, oratiónem meam.
R. Et clamor meus ad te véniat.
Sacerdotes addunt:
V. Dóminus vobíscum.
R. Et cum spíritu tuo.
Oremus:
Omnípotens sempiterne Deus, qui dedísti fámulis tuis, in confessióne
vcrac fídei, aetérnac Trinitátis glóriam agnósccre, et in poténtia maiestátis
adorare unitátem: quaésumus; ut, eiúsdem fídei firmitáte, ab ómnibus
semper muniámur advérsis. Per Dóminum nostrum Iesum Christum Fílium
tuum: qui tecum vivit et regnat in unitáte Spíritus Sancti Deus, per ómnia
saécula saeculórum.
R. Amen.
123
A la Santísima Virgen
A San José
Bienaventurado eres, glorioso San José, pues te fue dado, no sólo ver
y oír a Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oye-
ron, sino también tenerlo en tus brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo, y.
V. Ruega por nosotros, San José.
R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo.
Oración: Oh Dios, que nos diste un real sacerdocio, te pedimos que,
así como San José mereció acariciar y llevar en sus manos reverentemente
a tu Hijo Unigénito, nacido de María Virgen, así hagas también que noso-
tros te sirvamos en tus santos altares con limpieza de corazón c inocencia
de obras, para que hoy tomemos dignamente el Sacrosanto Cuerpo y la
Sangre de tu Hijo, y que merezcamos tener el premio eterno en la vida fu-
tura. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
ORACIONES PARA DESPUÉS DE LA SANTA MISA
Alma de Cristo
125
In saecula satculórum.
Amen.
Acto de entrega de sí
126
Oración al Patriarca San José
Adoro te devote
1. Adoro te, devote, látens déitas, quae sub his figuris vere látitas. Ti-
bi se cor meum totum súbiicit, quia te contémplans totum déficit.
2. Visus, tactus, gustus. in te fállitur, sed audítu solo tuto créditur;
credo quidquid dixit Dei Fílius: nil hoc verbo veritátis vérius.
127
3. In Cruce latebat sola déitas, at hic latet simul et humánitas; ambo
tamen crédens atque cónfitens; peto quod petívit latro poénitens.
4. Plagas, sícut Thómas, non intúeor, Deum tamen meum te confí-
teor; fac me tibi semper magis crédere, in te spem habére, te dilígere.
5. O memoriále mortis Dómini! Pañis vivus, vitam praestans hómini;
praesta meae mentí de te vívere, et te illi semper dulce sápere.
6. Pie pellicáne, Iesu Dómine, me immundum inunda tuo sánguine:
cuius una stilla salvum fácere totum mundum quit ab omni scélere.
7. Iesu, q u c m velatum nunc aspicio, oro, fíat illud quod tam sitio; ut
te revelata cernens fácie, visu sim beátus tuae gloriae. Amen.
Comunión espiritual
Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devo-
ción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor
de los santos.
129
Pange, lingua, gloriósi
Córporis mysterium,
Sanguinisque pretiósi,
Quem in mundi pretium Fructus ventris generosi
Rex effudit gentium.
Tantum ergo, sacramentum Veneremur cernui;
Et antiquum documentum Novo cedat ritui;
Praestet fides supplementum
Sensuum defectui.
Genitori, Genitoque
Laus et iubilatio,
Sálus, honor, virtus quoque
Sit et benedictio:
Procedenti ab utroque
Compar sit laudado.
Amen.
Alabanzas de desagravio
Bendito sea Dios.
Bendito sea su santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo, Dios y Hombre verdadero.
Bendito sea el nombre de Jesús.
Bendito sea su Sacratísimo Corazón.
Bendita sea su Preciosísima Sangre.
Bendito sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar.
Bendito sea el Espíritu Santo Paráclito.
Bendita sea la excelsa Madre de Dios, María Santísima.
130
Bendita sea su santa e inmaculada Concepción.
Bendito sea el nombre de María Virgen y Madre.
Bendito sea San José, su castísimo Esposo.
Bendito sea Dios en sus Angeles y en sus santos.
Laudáte Dóminum
Alabad al Señor todas las naciones; alabadle todos los pueblos.
Porque ha confirmado su misericordia con nosotros; y la verdad del
Señor permanece eternamente.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los si-
glos. Amén.
Avemaría
131
Salve
Santo Rosario
134
V. Señor, ten misericordia de nosotros.
R. Señor, ten misericordia de nosotros.
V. Cristo, ten misericordia de nosotros.
R. Cristo, ten misericordia de nosotros.
V. Señor, ten misericordia de nosotros.
R. Señor, ten misericordia de nosotros.
V. Cristo, óyenos.
R. Cristo, óyenos.
V. Cristo, escúchanos.
R. Cristo, escúchanos.
V. Dios, Padre celestial.
R. Ten misericordia de nosotros.
V. Dios Hijo, Redentor del mundo.
R. Ten misericordia de nosotros.
V. Dios Espíritu Santo.
R. Ten misericordia de nosotros.
V. Trinidad Santa, un solo Dios.
R. Ten misericordia de nosotros.
Bajo tu protección
Bajo tu protección nos acogemos, Sama Madre de Dios; no desoigas
nuestras súplicas en nuestras necesidades; antes bien. líbranos de todos los
peligros, Virgen gloriosa y bendita.
V. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.
R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor
Jesucristo.
Oración: Te suplicamos. Señor, que derrames tu gracia en nuestras
almas, para que los que por el anuncio del ángel hemos conocido la Encar-
nación de tu Hijo Jesucristo, por su Pasión y su Cruz, seamos llevados a la
gloria de su Resurrección. Por el mismo Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.
139
Angelus
Regina Coeli
(Sustituye al Angelus durante el tiempo pascual)
V. Alégrate, Reina del cielo; aleluya.
140
R. Porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya.
V. Ha resucitado, según I predijo; aleluya.
R. Ruega por nosotros a Dios; aleluya.
V. Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya.
R. Porque ha resucitado Dios verdaderamente; aleluya.
Oración: Oh Dios, que por la resurrección de tu Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, te has dignado dar la alegría al mundo, concédenos que por su
Madre, la Virgen María, alcancemos el goce de la vida eterna. Por el mis-
mo Cristo nuestro Señor. Amen.
4. PARA LA CONFESIÓN
Yo pecador
141
samiento, palabra y obra: por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima
culpa.
(Aquí se da tres golpes de pecho pidiendo a Dios perdón)
Por tanto, ruego a la bienaventurada siempre Virgen María, al biena-
venturado San Miguel Arcángel, al bienaventurado San Juan Bautista, a
los santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, a todos los Santos, y a vos,
padre, que roguéis por mí a Dios nuestro Señor.
142
¿He practicado la superstición o el espiritismo? ¿Pertenezco a alguna
sociedad o movimiento ideológico contrario a la religión?
¿Me he acercado indignamente a recibir algún sacramento?
¿He leído o retenido libros, revistas o periódicos que van contra la fe
o la moral? ¿Los di a leer a otros?
¿Trato de aumentar mi fe y mi amor a Dios?
¿Pongo los medios para adquirir una cultura religiosa que me capaci-
te para ser testimonio de Cristo con el ejemplo y la palabra?
¿He hecho con desgana las cosas que se refieren a Dios?
144
¿Soy envidioso doliéndome si destacan más que yo en algún aspecto?
¿He dado mal ejemplo a mis hermanos?
Padres
¿Desobedezco a mis superiores en cosas importantes?
¿Permanezco indiferente ante las necesidades, problemas, sufrimien-
tos, etc., de la gente que me rodea, singularmente de los que están cerca de
mí por razones de convivencia, trabajo, etc.?
¿Soy causa de tristeza para mis compañeros de trabajo por negligen-
cia, descortesía, mal carácter, etc.?
¿He dado mal ejemplo a mis hijos no cumpliendo con mis deberes re-
ligiosos, familiares o profesionales? ¿Los he entristecido con mi conducta?
¿Los he corregido con firmeza en sus defectos o se los he dejado pa-
sar por comodidad? ¿Corrijo siempre a mis hijos con justicia y por amor a
ellos o me dejo llevar por motivos egoístas o de vanidad personal, porque
me molestan, porque me dejan mal ante los demás, porque me interrum-
pen, etc.?
Los he amenazado o maltratado de palabra o de obras, o les he desea-
do algún mal grave o leve?
¿He descuidado mi obligación de ayudarles a cumplir sus deberes re-
ligiosos, de evitar las malas compañías, etcétera?
¿He abusado de mi autoridad y ascendiente forzándoles a recibir los
sacramentos, sin pensar que por vergüenza o excusa humana, podrán ha-
cerlo sin las debidas disposiciones?
¿He impedido que mis hijos sigan la vocación con que Dios les llama
a su servicio o les he puesto obstáculos o les he aconsejado mal?
¿Me preocupo de un modo constante de su formación en el aspecto
religioso?
¿Al orientarles en su formación profesional, me he guiado por razo-
nes objetivas de capacidad, medios, etc., o he seguido más bien los dicta-
dos de mi vanidad o egoísmo?
¿Me he opuesto a su matrimonio sin causa razonable?
¿Permito que trabajen o estudien en lugares donde corre peligro su
alma o su cuerpo? ¿He descuidado la natural vigilancia en las reuniones de
145
chicos y chicas que se tengan en casa evitando dejarlos solos? ¿Soy pru-
dente a la hora de orientar sus diversiones?
¿He tolerado escándalos o peligros morales o físicos entre las perso-
nas que viven en mi casa?
¿Me he preocupado de la formación religiosa y moral de las personas
que viven en mi casa o que dependen de mí?
¿Sacrifico mis gustos, caprichos, diversiones, etc., para cumplir con
mi deber de dedicación a la familia?
¿Procuro hacerme amigo de mis hijos? ¿He sabido crear un clima de
familiaridad evitando la desconfianza y los modos que impiden la legítima
libertad de los hijos?
¿Doy a conocer a “mis hijos el origen de la vida, de un modo gradual,
acomodándome a su mentalidad y capacidad de comprender, anticipándo-
me ligeramente a su natural curiosidad?
¿Evito los conflictos con los hijos quitando importancia a pequeñeces
que se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor?
¿Hago lo posible por vencer la rutina en el cariño a mi consorte?
¿Soy amable con los extraños y me falta esa amabilidad en la vida de
familia?
¿He reñido con mi consorte? ¿Ha habido malos tratos de palabra o de
obra? ¿He fortalecido la autoridad de mi cónyuge, evitando reprenderle,
contradecirle o discutirle delante de los hijos?
¿Le he desobedecido o injuriado? ¿He dado con ello mal ejemplo?
¿Me quejo delante de la familia de la carga que suponen las obliga-
ciones domésticas?
¿He dejado demasiado tiempo solo a mi consorte?
¿He procurado avivar la fe en la Providencia y ganar lo suficiente pa-
ra poder tener o educar más hijos?
¿Pudiendo hacerlo Re dejado de ayudar a mis parientes en sus nece-
sidades espirituales o materiales?
146
¿He dejado de hablarme con alguien y me niego a la reconciliación o
no hago lo posible por conseguirla?
¿Evito que las diferencias políticas o profesionales degeneren en in-
disposición, malquerencia u odio hacia las personas?
¿He deseado un mal grave al prójimo? ¿Me he alegrado de los males
que le han ocurrido?
¿Me he dejado dominar por la envidia?
¿Me he dejado llevar por la ira? ¿He causado con ello disgusto a otras
personas?
¿He despreciado a mi prójimo? ¿Me he burlado de otros o les he cri-
ticado, molestado o ridiculizado?
¿He maltratado de palabra o de obra a los demás? ¿Pido las cosas con
malos modales, faltando a la caridad?
¿He llegado a herir o quitar la vida al prójimo? ¿He sido imprudente
en la conducción de vehículos a motor?
¿Con mi conversación, mi modo de vestir, mi invitación a presenciar
algún espectáculo o con el préstamo de algún libro o revista, he sido la
causa de que otros pecasen? ¿He tratado de reparar el escándalo?
¿He descuidado mi salud? ¿He atentado contra mi vida?
¿Me he embriagado, bebido con exceso o tomado drogas?
¿Me he dejado dominar por la gula, es decir, por el placer de comer y
beber más allá de lo razonable?
¿Me he deseado la muerte sin someterme a la Providencia de Dios?
¿Me he preocupado del bien del prójimo, avisándole del peligro ma-
terial o espiritual en que se encuentra o corrigiéndole como pide la caridad
cristiana?
¿He descuidado mi trabajo, faltando a la justicia en cosas importan-
tes? ¿Estoy dispuesto a reparar el daño que se haya seguido?
¿Procuro acabar bien el trabajo pensando que a Dios no se le deben
ofrecer cosas mal hechas? ¿Realizó el trabajo con la debida pericia y pre-
paración?
¿He abusado de la confianza de mis superiores? ¿He perjudicado a
mis superiores o subordinados o a otras personas haciéndolas un daño gra-
ve?
147
¿Facilito el trabajo o estudio de los demás o lo entorpezco de algún
modo, vg., con rencillas, derrotismos, interrupciones, etc.?
¿Tolero abusos o injusticias que tengo obligación de impedir?
¿He sido perezoso en el cumplimiento de mis deberes? ¿Retraso con
frecuencia el momento de ponerme a trabajar o estudiar?
¿He dejado, por pereza, que se produzcan graves danos en mi traba-
jo? ¿He descuidado mi rendimiento en cosas importantes con perjuicio de
aquellos para quienes trabajo?
148
¿Tengo amistades que son ocasión habitual de pecado? ¿Estoy dis-
puesto a dejarlas?
En el noviazgo ¿es el amor verdadero la razón fundamental de esas
relaciones? ¿Tengo el constante y alegre sacrificio de no poner el cariño en
el peligro de pecar? ¿Degrado el amor humano confundiéndolo con el
egoísmo y con el placer?
El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el co-
nocimiento mutuo ¿mis relaciones están inspiradas no por afán de pose-
sión, sino por el espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delica-
deza?
¿Me acerco con más frecuencia al sacramento de la Penitencia duran-
te el noviazgo para tener más gracia de Dios? ¿Me han alejado de Dios
esas relaciones?
Esposos
¿He usado indebidamente del matrimonio? ¿He negado su derecho al
otro cónyuge? ¿He faltado a la fidelidad conyugal con deseos o de obra?
¿Hago uso del matrimonio solamente en aquellos días en que no pue-
de haber descendencia? ¿Sigo este modo de control de la natalidad sin ra-
zones graves?
¿He tomado fármacos para evitar los hijos? ¿He inducido a otras per-
sonas a que los tomen? ¿He influido de alguna manera —consejos, bro-
mas, actitudes, etc.— en crear un ambiente antinatalista?
149
¿He hecho daño de otro modo a sus bienes? ¿He engañado cobrando
más de lo debido? ¿He reparado el daño causado o tengo la intención de
hacerlo?
¿He gastado más de lo que permite mi posición?
¿He cumplido debidamente con mi trabajo, ganándome el sueldo que
me corresponde?
¿He dejado de dar lo conveniente para ayudar a la Iglesia?
¿Hago limosna según mi posición económica?
¿He llevado con sentido cristiano la carencia de cosas necesarias?
¿He defraudado a mi consorte en los bienes?
¿Retengo o retraso indebidamente el pago de jornales o sueldos?
¿Retribuyo con justicia el trabajo de los demás?
¿Me he dejado llevar del favoritismo, acepción de personas, faltando
a la justicia, en el desempeño de cargos o funciones públicas?
¿Cumplo con exactitud los deberes sociales, vg., pago de seguros so-
ciales, etc., con mis empleados? ¿He abusado de la ley, con perjuicio de
tercero, para evitar el pago de los seguros sociales?
¿He pagado los impuestos que son de justicia?
¿He evitado o procurado evitar, pudiendo hacerlo desde el cargo que
ocupo, las injusticias, los escándalos, hurtos, venganzas, fraudes y demás
abusos que dañan la convivencia social?
¿He prestado mi apoyo a programas de acción social y política inmo-
rales y anticristianos?
Acto de contrición
151