0% encontró este documento útil (0 votos)
18 vistas18 páginas

Clase Introductoria

Carlos Skliar reflexiona sobre la importancia de la pronunciación y el significado de palabras clave en la pedagogía, como 'otro', 'normalidad' y 'anormalidad', enfatizando la necesidad de un lenguaje que no limite ni encasille a las personas. Propone que la educación debe centrarse en la relación y el encuentro con el 'otro', en lugar de en la identidad y el conocimiento técnico, promoviendo una práctica educativa que valore la donación y el diálogo con desconocidos. Además, critica la tendencia a normalizar y clasificar a los individuos, abogando por una revisión crítica de la educación especial y la inclusión en el contexto educativo actual.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
18 vistas18 páginas

Clase Introductoria

Carlos Skliar reflexiona sobre la importancia de la pronunciación y el significado de palabras clave en la pedagogía, como 'otro', 'normalidad' y 'anormalidad', enfatizando la necesidad de un lenguaje que no limite ni encasille a las personas. Propone que la educación debe centrarse en la relación y el encuentro con el 'otro', en lugar de en la identidad y el conocimiento técnico, promoviendo una práctica educativa que valore la donación y el diálogo con desconocidos. Además, critica la tendencia a normalizar y clasificar a los individuos, abogando por una revisión crítica de la educación especial y la inclusión en el contexto educativo actual.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 18

Clase introductoria: Acerca de la alteridad, la normalidad, la

anormalidad, la diferencia, la diversidad, la discapacidad y la


pronunciación de lo educativo. Gestos mínimos para una pedagogía
de las diferencias. Carlos Skliar
Introducción

Carlos Skliar

Esta clase contiene, por así decirlo, un ejercicio de pronunciación de algunas palabras que
habitan el lenguaje de la pedagogía. Como ejercicio no puede ser sino un gesto de libertad,
de una expresividad que no busca dar cuenta de temas y sus actualidades, si no de intentar
escribir a partir de mi propia voz, de lo que a mí me pasan con esas palabras, tanto cuando
las digo como cuando las escucho decir.

Tengo, como otras personas, algunas palabras preferidas; palabras a las cuales quiero
particularmente y por eso tiendo a soltarlas a su libre albedrío para no apresarlas o
amarrarlas en definiciones toscas o torpes, para no limitarlas a la soberbia y a la altura del
saber, para no someterlas a la hostilidad moralizante del saber. Pero también hay palabras
que no me gustan tanto, palabras que por lo general se presentan como máscaras de la
retórica, que confunden su semblante con el rostro limpio que pretenden para sí.

Sé, como dice Nietzsche, que las palabras dependen de las bocas que las pronuncian, pero
hay algunas palabras recubiertas de una suerte de pronunciación unánime algo sospechosa,
voces impostadas y demasiado enfáticas, altisonantes; palabras que se dicen sin un cuerpo
que las enuncie y sin que se hagan presentes a la hora de su enunciación, en fin, una
anegación de las palabras: “Hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades
ingentes de palabras y de imágenes.(…) El problema no consiste en conseguir que la gente
se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las
cuales podrían llegar a tener algo que decir. Las fuerzas represivas no impiden expresarse
a nadie, al contrario, nos fuerzan a expresarnos (…) Lo desolador de nuestro tiempo no son
las interferencias, sino la inflación de preposiciones sin interés alguno”.

Decir una palabra es ponerle voz, darle voz. Hacerla escuchar. Y la voz está en el cuerpo,
está encarnada. Decir una palabra y hurgar por dentro de lo dicho es el único modo que
disponemos para impedir que una palabra se nos imponga como lo que ‘debería ser’, se
volatilice en el frenesí voraz de estos tiempos y se pierda, irremediablemente, pues ya nadie
puede o desea pronunciarlas. Hay muchas palabras que se han caído al suelo. Y las
pisoteamos o disimulamos que no están allí o las escondemos impunemente debajo de la
alfombra de la voracidad del ‘progreso’ hasta abandonarlas, polvorientas, en nombre de la
‘razón creciente y progresiva’. Tal vez no hemos advertido que somos nosotros mismos
quienes estamos caídos, quienes nos escondemos detrás de las palabras caídas, quienes nos
abandonamos en la pronunciación demasiado fugaz o quienes formamos parte de ese
lenguaje que no conversa, un lenguaje deshabitado, despoblado como dice José Luis Pardo:
un lenguaje sin voz y sin nadie dentro.

Tiene razón el poeta Roberto Juarroz: las palabras están por el suelo y habría que hacer un
lenguaje con las palabras caídas: “También las palabras caen al suelo / Como pájaros
repentinamente enloquecidos / Por sus propios movimientos (…) Entonces desde el suelo /
Las propias palabras construyen una escala / Para ascender de nuevo al discurso del
hombro / A su balbuceo / O a su frase final. / Pero hay algunas que permanecen caídas / Y
a veces uno las encuentra / En un casi larvado mimetismo. / Como si supieran que alguien
va a ir a recogerlas / Para construir con ellas un nuevo lenguaje / Un lenguaje hecho
solamente con palabras caídas”.
Alteridad

‘Otro’ es sólo una palabra, no más que una palabra, de acuerdo, pero no cualquier palabra.
En realidad ninguna palabra es cualquier palabra. Pero, en el caso de la palabra ‘otro’,
parece irremediable que la pronunciación se cargue de toda su historia filosófica, cultural,
política, psicológica y pedagógica. Es decir: quisiéramos que fuese apenas una palabra, pero
por alguna razón es imposible y cada vez que se escribe o se dice ‘otro’, reaccionan
inmediatamente las filosofías del ser, las psicologías del ‘yo’, las políticas de la
confrontación vacía, las pedagogías que pretenden a toda costa hacer equivalente la
diversidad a la alteridad.

Ocurre, al fin de cuentas, como si la palabra ‘otro’ no pudiera ni dejar de decir, ni pudiera
desdecirse.

Tal vez habría que intentar que esa palabra no dijera más de lo que dice, esto es, tratar que la
palabra ‘otro’ renunciara, se despojara, se desvistiera, estuviera desprovista de esos
travestismos discursivos que, pese a su espectacularidad, no acaban sino por ser vanas
fijaciones, tipificaciones, encuadramientos de un otro específico, singular, material. Se
pronuncia ‘otro’ pero en una ideología del ser que es, básicamente, una ideología de la
separación, de la exclusión, de la expulsión, centrípeta; pero también se pronuncia al ‘otro’
dentro de una ideología de la excesiva junción, de la inclusión, de la asimilación, centrífuga.

Ignoramos al otro, ignoramos lo otro. De algún modo la ignorancia acerca del otro
sobrevive a veces por demasiada proximidad, demasiado saber y otras veces, claro está, por
exceso de sospecha, por sospechar de la existencia del ‘otro’ en términos equivalentes a la
existencia del ‘uno’. Pero también puede haber una ignorancia voluntaria, deseable, es decir,
renunciar a querer conocer al otro –en los términos en que la palabra ‘conocer’ se echa rodar
en lo político y en lo educativo, claro- para comenzar a estar con el otro.

En todo caso, lo que podría resolver la posibilidad de despojar de la palabra ‘otro’ de su


herencia de culpa y castigo, de pecado y expiación, de extranjero y enemigo, de
individuación y colectividad, de bondad o maleficio, etc., es un pensamiento de lo común,
es decir, un pensamiento que se sumerja en la experiencia de la relación. Allí donde hay
relación, es decir, allí donde hay encuentro, desaparece ‘el otro’, esto es, allí donde estamos
juntos se vuelve inservible, innecesaria y hasta diría absurda, la simple mención del ‘otro’.

Pero lo que sigue al pensamiento de lo común no es, de modo alguno, la automática


percepción de que lo único pronunciable en educación es el ‘nosotros’. Como lo escribe
José García Molina (2008: 200-201): “Me parece que la educación no es el lugar adecuado
para estar siempre interrogándose sobre ¿quién somos? Ni sobre nuestra identidad. La
educación puede ser también un lugar para preguntarnos cómo comunicar o transmitir a,
cómo conversar con, desconocidos (…) Algunas veces me ha parecido detectar, en los
rostros de aquellos con quienes he ejercido la profesión de educador, una especie de
desafío: “No trates de adivinar quién soy, qué quiero, desde dónde hablo. No trates de
buscar categorías que me encierren. No te esfuerces por encasillarme de ninguna manera.
¿Qué conseguirás con eso? ¿Entenderme mejor? ¿Educarme mejor? No pierdas mi tiempo
y tus energías en intentar comprender quién soy. Soy cualquier”.

Hay la creencia que educar deviene de la adopción crucial de un conocimiento acerca de


otro, de la infancia, o de la juventud, o de ciertas comunidades, o de ciertos sujetos en
determinadas y particulares condiciones de existencia. Y se ha pensado que lo esencial del
educar resulta en una práctica derivada directamente de ese conocimiento que, en buena
medida, se adquiere en ausencia de los demás e, inclusive, muchas veces, fuera del mundo.
Las preguntas: ‘quiénes somos’ o ‘quiénes son’, pero también: ‘cómo somos’ o ‘cómo son’,
pretenden ocupar todo el espacio educativo como una suerte de juego de azar donde la
respuesta atinada sería, finalmente, la respuesta perfecta para la pregunta educativa. Así
puestas las cosas, no cabe la menor duda que la pregunta menos interesante en educación es
la pregunta identitaria.

Lo que dice sobre los desconocidos García Molina no sólo parece trascendente sino que,
además, puede ser conmovedor: ¿no será que tanta previsión y tanta planificación, que
tantos motes de designación, nos hacen perder lo infinitamente atractivo que resulta iniciar
una conversación inédita con alguien desconocido? Al desconocido, a ese desconocido que
es cualquiera, se le ofrece algo. Y eso ‘que le ofrezco al desconocido’ debería estar en el
corazón mismo de la idea de educar. El educar entendido como la donación a un
desconocido: “El donador no se preocupa por saber a quién dona, sino por el valor de su
don. El donador –el educador- podría estar más ocupado en los contenidos y formas de la
donación, de la transmisión (…). La educación, al fin y al cabo, es un arte ético antes que
una ciencia técnica” (GARCÍA MOLINA, 2008: 202).

Por eso, lo que sigue no es conocer al desconocido desde una ciencia técnica. Lo que sigue
es seguir donando a desconocidos, es decir, educando. Entre desconocidos. La inclusión
bien podría ser una bienvenida al desconocido. El recibimiento dado de un desconocido a
otro desconocido: “(…) la práctica habitual del mutuo desconocimiento de sí y del otro; del
mutuo desconocimiento entre hombres y mujeres, del mutuo desconocimiento entre sordos y
oyentes, entre capacitados y discapacitados, entre los de aquí y los de allá (…) ¿Puede
haber otro modo de incluir? ¿Podemos pensar la inclusión de las diferencias de un modo
que no signifique des-conocimiento?” (PÉREZ DE LARA, 2009: 7).
Normalidad / Anormalidad

Es tarea ciclópea la de intentar desentrañar la naturaleza del binomio


normalidad/anormalidad en educación. El problema que aquí se plantea es el de la
búsqueda, a veces desesperada, de la singularidad de un cierto tipo de individuo que parece
estar perdido, omitido o suprimido, en las telarañas de los conceptos, las instituciones, las
reformas educativas, el desprecio, el temor y, porqué no, también en el remolino de la
indiferencia y el olvido. Lo diré de otro modo: frente a los infinitos y aparentemente
refinados aparatos de control y normalización, de regulación y visibilidad-invisibilidad, de
exclusión e inclusión, de sujeción y aprisionamiento, hay siempre una repetición que
incomoda y una diferencia que asusta. La repetición insistente es la de las instituciones. La
diferencia, convulsionante, perturbadora, es la de ese individuo pensado y ‘ejecutado’ como
anormal, siempre ubicado al pie del cadalso. La repetición que promete dejar de serlo es la
del control y el disciplinamiento. La diferencia, que siempre indica una relación pero no una
esencia contenida al interior del sujeto, es la del individuo juzgado sin causa aparente,
sacrificado, excluido, integrado, incluido y, la mayoría de las veces, vuelto a apartar. Tengo
la sensación de haberme anticipado muy rápidamente al corazón del problema, y me
arrepiento por ello. No todo puede leerse tan rápido, no todo puede escribirse tan sencillo,
no todo es tan banal. Aquí se pone en juego un orden de discurso y unos argumentos de
poder que merecen, por lo menos, paciencia -como quería Michel Foucault- y
deconstrucción -como quería Jacques Derrida-. Paciencia para comprender un presente
educativo que, con respecto a la idea de normalidad y la anormalidad, sólo puede verse a
través de sus fisuras y hendijas más secretas y más oscuras. Deconstrucción de la propia
hegemonía naturalizada de una ficción que se establece a propósito del cuerpo normal,
lenguaje normal, comportamiento normal, aprendizaje normal. Estamos de frente, quizá, a
un intento de ‘borrón y cuenta nueva’ de la idea de lo normal en educación. O a su
enraizamiento y fijación definitivos. Lo que no puede ni debe hacerse a este respecto es
decir, ingenuamente o no, que ‘aquí no ha pasado nada’. Sí que ha pasado. Lo hemos
indagado. Pero sobre todo nos lo han dicho, de formas diferentes, las personas apresadas -
literal y metafóricamente- en la fuerza gravitacional de la normalidad. Sí que ha pasado. Se
ha vuelto experiencia en el relato que, aún tímido, viene a recordarnos las formas violentas,
desmedidas y desmesuradas, por encausar inútilmente cuerpos, mentes, lenguas, que no se
habían desviado de ningún camino. El camino es, por ello, el problema. O la falta de
caminos. Y es que el sendero fue y es -¿será?- demasiado estrecho, demasiado abismado,
desértico. La noción de camino que elijo no es azarosa: en el Diccionario Latino-Español
(1950, 147) el término ‘diverso’, asume la forma del desviarse, del apartarse del camino,
algo que habita en distintos sentidos, algo que se dirige hacia diversas y opuestas partes,
alguna cosa a ser albergada, hospedada. Pensar en ello no conduce, ahora, al acto de sentar
en el banquillo de los acusados a la ‘razón-irracional’ de otras épocas donde se sometían y
juzgaba -y encerraba y escondía y mataba- a los locos, los degenerados, los defectuosos, los
corregibles incorregibles, los delincuentes, los atrasados, los retrasados, en fin, a los
anormales. La tentación por una historia propedéutica de ideas equivocadas a ideas correctas
sobre la normalidad y la anormalidad está al alcance de la mano, pero también se escurre
como agua entre los dedos. Esa tentación nos ha hecho caer en la trampa de creer que todo
se soluciona con sucesivos recambios de nombrar al sujeto -sin que el sujeto estuviera ahí-,
de llamarlo sin ‘llamarlo’; la trampa de la iteración de axiologías, clasificaciones,
etiquetamientos, agrupaciones sin grupos, des-agrupaciones de grupos; la trampa de
reemplazar la ‘anacrónica’ educación especial por la ‘novedosa y triunfante’ atención a la
diversidad; la trampa, al fin, de pensar que toda experiencia, que todo padecimiento y todo
sufrimiento del individuo no es otra cosa que aquello que compone su propia y auto-referida
y auto-provocada anormalidad. Es típico de estos tiempos ver cómo la educación especial
está denostada, caricaturizada, vituperada, despreciada, etiquetada como anacrónica y a la
espera de un relato que la fije a su pasado. Por eso a muchos les ha resultado tarea por
demás fácil intercambiarla por nuevos nombres disciplinares y omitiendo por completo una
historia crítica profunda y veraz. El procedimiento ha sido tan falaz como efectivo:
infantilizando la educación especial se ha infantilizado a sus poblaciones y hemos hecho
mutis por el foro. Sin embargo, habría que tener algo más de sensibilidad y lucidez para
hacer exactamente lo contrario: darle positividad a la educación especial y que ése sea el
punto de partida para ponerla de pies a cabeza; para revisar y revisitar institución por
institución; discutir formación tras formación, práctica tras práctica, prédica tras más
prédica. Además, se pretende cauterizar esta cuestión por el lugar más ambiguo en los
tiempos que corren: el de la integración educativa o inclusión. Concluir por ese sitio puede
llamar a engaños. Puede que se crea que ahí está la solución a los intensos e inmensos
problemas apenas planteados en este mínimo texto. Puede que se piense, además, que la
integración/inclusión es la salida a siglos de sujeción al par normalidad/anormalidad. Puede
que uno se imagine, inclusive, que la integración/inclusión es la respuesta afirmativa a una
pregunta negativa. No es esto lo que se encontrará. Afortunadamente. Quizá tenga razón
aquella profesora que preguntaba insistentemente: “¿Por qué no se ponen de acuerdo si son
iguales o diferentes?”1; tal vez lo único sensato sea escuchar aquello que decía una anciana
mujer recicladora de basura: “Antes nadie me veía, ahora me miran demasiado”,
conversando sobre su aparente exclusión y su aparente inclusión; quizá nadie podrá decirlo
como aquel hombre de mediana edad, con el cuerpo tomado por una paraplejía: “Lo que
más hubiera deseado es que me trataran y me educaran como a cualquiera”. La normalidad
no es nada, ni es nadie el normal. Y habrá que combatir ese par nefasto, asumiendo la
interioridad de una diferencia que pide un gesto de reconciliación. Así lo escribe Fernando
Bárcena (2009: 5): “¿Qué es la normalidad?: nada. ¿Quién es normal?: nadie. Aunque la
diferencia hiere, y por eso nuestra primera reacción es negarla. ¿Cómo combatir la
imposición de la distinción normalidad-anormalidad?: habitando en el interior de la
diferencia, ser íntimo con ella. Con un gesto cotidiano -quizá poético, en parte épico- de
reconciliación, pues la reconciliación es parte del ejercicio de la comprensión, el único
modo de sentirse en paz en el mundo. No negar la diferencia, sino modificar la imagen de la
norma”.
Diferencia

Hay una indecisión o una confusión habitual en los escenarios educativos, querida o no,
voluntaria o no, admitida o no, que se origina en el preciso momento en que la diferencia,
las diferencias, se hacen presentes y son nombradas. Ocurre que en el acto mismo de
enunciar la diferencia, sobreviene en verdad una derivación hacia otra pronunciación
totalmente diferente: los ´diferentes’, haciendo alusión a todos aquellos que no pueden ser
vistos, ni pensados, ni sentidos, ni al fin educados, por culpa de la curiosa y vanidosa
percepción de lo homogéneo -homogeneidad de lenguas, de aprendizajes, de cuerpos, de
comportamientos, de lenguas y, así, hasta el infinito-. En suma: lo que hay por lo general
dentro de la palabra diferencia es un conjunto siempre indeterminado, siempre impreciso, de
sujetos definidos como diferentes. Puede ser necesaria la pregunta: ¿qué es la diferencia?
Pero a poco que entramos en ella, aparece una doble cornisa: la respuesta ya mencionada y
tipificada: ‘son los diferentes’ o, en otro sentido, la derivación hacia una contestación por la
identidad. Alfredo Veiga-Neto da a entender que cualquier pregunta ‘directa’ sobre la
diferencia es mucho menos interesante de lo que aparenta ser: “En primer lugar, una
pregunta como "¿cuál es la diferencia?" remite a la vieja pregunta "¿qué es eso?",
revelando así el encantamiento en que nos dejamos aprisionar por el propio lenguaje con
que lidiamos y contestamos preguntas. En segundo lugar, por ser radicalmente
contingentes, las formas de vida no se repiten y están cambiando constantemente, de modo
que tal vez lo máximo que se pueda decir sea simplemente: la diferencia es el nombre que
damos a la relación entre dos o más entidades –cosas, fenómenos, conceptos, etc.– en un
mundo cuya disposición es radicalmente anisotrópica. De este modo, la diferencia está ahí"
(VEIGA-NETO, 2009: 124). La diferencia está ahí. Entre. No ‘en’ –en una cosa, en un
fenónemo, en un concepto, en un sujeto particular-. La traducción que traiciona el sentido
no esencial sino relacional de la diferencia a alguien definido como sujeto diferente puede
ser llamada de diferencialismo. No tiene que ver con la cosa o persona vista sino con quien
ve y nombra. Sugiere una relación con otro y con lo otro, sí, pero es una relación
fantasmagórica y violenta. Violenta porque se reduce en el otro la incapacidad de mirar
entre; porque disimula lo que el uno no es capaz de mirar en sí mismo y se omite; porque, al
fin de cuentas, impide que el otro sea visto como cualquiera y, de ese modo, inicia una
marcha hacia la separación, el abandono, la puesta bajo sospecha de cuánto el otro es tan
humano como el uno. Fantasmagórica, porque el diferente no existe. Inexiste. Es
inexistente. La descripción que se hace del diferente jamás coincide con nadie, no hay allí
transparencia, sino prejuicio: los diferentes son los incapaces a capacitar, los incompletos a
completar, los carentes a dotar, etc. La imagen del diferencialismo se vuelve, así, bien
nítida: no es otra cosa que un dedo que apunta directamente a lo que cree que falta, a lo que
entiende como ausencia, a lo que supone como desvío, a lo que configura como anormal.
Hasta hace poco tiempo ese dedo que señala a los diferentes-inexistentes era intachable,
irreprochable, un magistrado dotado de indudable capacidad para juzgar. De lo que se
trataría, tal vez, es de dejar de mirar hacia lo apuntado, hacia al apuntado y comenzar a
sospechar del dedo que apunta. Ese dedo que cree describir una realidad, una exterioridad y
no es capaz de percibir las artimañas de su propia interioridad. Porque ese otro no es nadie.
Es estructura para la percepción común, pero no se identifica con ningún sujeto particular.
Así lo expresa Gilles Deleuze (1988: 214): “Que el ‘Otro’ no sea nadie propiamente
hablando, ni usted ni yo, significa que es una estructura que se encuentra solamente
efectuada por medio de términos variables en los diferentes mundos perceptivos –yo para
usted en el suyo, usted para mí en el mío-. No basta siquiera con ver en otro una estructura
particular o específica del mundo perceptivo en general; de hecho, es una estructura que
funda y asegura todo el funcionamiento del mundo en su conjunto–”. Sin el otro como
estructura no habría mundo, no habría palabra, no habría amor. Pero con el otro apenas
sentido como diferente no ha habido otra cosa que expulsión del paraíso, diluvio universal y
caída de la torre de la conversación. La decisión acerca de cómo nos encontramos con otros,
siendo otros, entre otros, es educativa, política y éticamente educativa. En ese encuentro la
diferencia es lo que reúne no lo que distingue, no lo que confina, no lo que domina
despóticamente. En el encuentro con alguien, ése alguien nunca es igual, siempre difiere, no
de algo en particular sino de todo. No hay arquetipo ni homogeneidad ni semblante único:
“No sólo toda la gente es diferente, sino que todos difieren –no de nada, sino de otros-. No
difieren de un arquetipo o de una generalidad (…) En cuanto a las diferencias singulares,
no son sólo ‘individuales’, sino infra-individuales: nunca es a Pedro o a María a quienes
encuentro, sino a uno o a otra en tal ‘forma’, en tal ‘estado’, en tal ‘humor’, etc.”
(NANCY, 2006: 24).El encuentro es, siempre, con lo inesperado que se mueve hacia otra
parte. Con lo que difiere de uno y de sí. La diferencia entre la planificación y la conmoción.
El espacio indefinible donde todo ocurre.
Diversidad

Cuatro conjunto de preguntas respetuosas para hacerle a la diversidad: 1. ¿En qué sentido
es posible afirmar que la diversidad configura por sí misma y en sí misma un discurso más
o menos completo, más o menos esclarecedor y más o menos revelador acerca del otro, de
la alteridad? O dicho de otro modo: ¿diversidad está, acaso, en el lugar de alteridad, ocupa -
y por lo tanto desocupa- su sentido?; 2. ¿Qué sugiere esa identificación recurrente,
insistente, que se produce entre diversidad y pobreza, desigualdad, marginación, (cierto tipo
de) sexualidad, (cierto tipo de) extranjería, generación, raza, clases sociales, y, un poco más
recientemente, su notorio apego a la discapacidad?; 3. ¿Qué grado de sinonimia o
antinomia puede pensarse entre la diversidad con la diferencia? 4. Y, por último: ¿En qué
medida el anuncio y el enunciado de diversidad ofrece una perspectiva de cambio
pedagógico? ¿Cambia la educación en ese pasaje tan ‗publicitado‘ que va desde la supuesta
homogeneidad hacia la supuesta diversidad? ¿Se transforma la educación, justamente, en la
travesía misma de ese pasaje? Y además: ¿se esfumaría, de ese modo, la separación radical
entre lo común y lo especial, no solo desde el punto de vista de las instituciones, los
programas y las poblaciones, sino sobre todo en su dimensión más simbólica? La
diversidad ha entrado en la escena educativa muy recientemente. Por eso no es tarea fácil,
todavía, comprender y juzgar qué es lo que haremos con ella y qué es lo que ella hará con
nosotros. De más antigua data era su pertenencia al mundo de la antropología y su
utilización, más o menos coherente, más o menos eficaz, como categoría meramente
descriptiva de las razas, las culturas y los pueblos humanos. Su entrada al terreno educativo
tuvo que ver, sobre todo, con un dispositivo que pretendía transformar las imágenes
demasiado homogéneas de los grupos escolares en otras algo más ‗coloridas‘, tal vez un
poco más ‗folklóricas‘, o bien decididamente ‗multiculturales‘, y que intentaba desterrar la
inveterada figura de exclusión por la más seductora y políticamente correcta noción de
integración y, luego, de inclusión

Da la sensación que hablar de la diversidad se ha convertido en una suerte de recitado que


apunta insistentemente hacia ‗otros extraños‘, en tanto mero ejercicio descriptivo de una
determinada exterioridad compulsiva: así, ‗ellos‘ son los diversos, ‗ellos‘ poseen atributos
que hay que remarcar y denotar como ‗diversidad‘. Si la palabra diversidad no contribuye a
borrar de una vez esa violenta frontera que separa el ‗nosotros‘ del ‗ellos‘, estaría yendo
entonces en la dirección opuesta, esto es, haciendo de la diversidad un extraño y peligroso
exceso de alteridad, de ‗alteridad fuera de la alteridad‘ o bien: de ‗alteridad todavía más
allá de la alteridad‘.

La diversidad provoca una inclinación hacia la desigualdad y la mirada hacia el otro se


torna especialmente problemática: el otro diverso acaba por ser un otro desigual. Ocurre
con la diversidad aquello que antes había sucedido con otros eufemismos que suelen surgir
en contextos de reformas y contra-reformas educativas.

En todo caso se ha producido un descuido o un cierto olvido o un encubrimiento o bien un


silencio cómplice acerca del sentido del ‗nosotros mismos‘ frente a la idea de diversidad.
Si los otros son los diversos y si la diversidad está familiarizada con la desigualdad, la
fórmula se cierra perfectamente sobre los demás. Pero ¿y nosotros? ¿No somos, por acaso,
diversidad? ¿No vivimos, no pensamos, no estamos allí, en esa experiencia de la
diversidad?

El abuso del término diversidad podría promover la presencia de un concepto no sólo vacío,
sino fundamentalmente vaciado de experiencia. Como aquella profesora que afirmó,
decidida: “yo tengo cuatro diversos en mi clase” -haciendo referencia, luego, a aquellos que
siempre se le escapaban al patio-; o como aquel profesor que insistía en establecer
tipologías de alumnos diversos según su capacidad de escribir o copiar su escritura.

A propósito: dejo a continuación una rápida puntuación acerca de lo que ‗hay‘ por lo
general en la literatura de la diversidad: la diversidad es presentada como alguna cosa
reciente, de reciente data; hay una cierta continuidad discursiva entre educación especial y
atención a la diversidad, como si se tratara de un eufemismo en un nuevo contexto
educativo; hay una cierta continuidad discursiva entre atención a la diversidad e integración
escolar de los alumnos llamados con ‗necesidades educativas especiales‘; hay una cierta
continuidad discursiva entre diversidad y heterogeneidad; diversidad es siempre el otro, un
otro que asume diferentes rostros, nombres, colores, cuerpos, etc.; diversidad es todo y, a la
vez, no es nada, ya que en muchos momentos se define tautológicamente como ‗todo es
diversidad‘ o ‗todos somos diversos‘; diversidad está muchas veces asociada a deficiencia,
patología, problemas de aprendizaje y de comportamiento; hay una continuidad discursiva
entre diversidad y deficiencia; diversidad, también, está fuertemente vinculada a
inmigración en los países europeos; diversidad hace referencia muchas veces al no dominio
de la lengua nacional; la diversidad es considerada, por lo general, un problema; la atención
a la diversidad resulta en un tipo de atención individualizada, aunque esté definida en
relación a una pluralidad; la atención a la diversidad es vista como la necesidad de una
modificación en los ambientes escolares de aprendizaje; las cuestiones que más se reiteran
en el discurso de la atención a la diversidad son las de tolerancia, diálogo, respeto,
aceptación, reconocimiento del otro; esas cuestiones se tornan contenidos curriculares, en
tanto son abordadas como temáticas o tópicos a ser desarrollados y evaluados
programáticamente; la tolerancia, por ejemplo, es vista y reducida como el resultado de un
conjunto de técnicas de adaptación a la comunicación o bien de consciencia del acto
comunicativo; las expectativas vuelven a centrarse en la mejora del rendimiento escolar,
esto es, en el avance en el dominio del conocimiento curricularizado; supone a la vez un
cambio de actitud, un cambio curricular, un cambio de sistema educativo, un cambio en los
profesores, un cambio en las modalidades de evaluación; el cambio anunciado es sobre todo
textual y de cambio de códigos escolares, en tanto se somete a una anacrónica táctica de
planificación, puesta en actividad y evaluación.

Pero si de lo que se tratara con la palabra diversidad, si lo que se deseara pronunciar al


pronunciar la palabra diversidad es hacer de las escuelas lugares de acogida, de bienvenida,
de recibimiento, tal vez valga la pena pronunciar una palabra nuestra, una palabra que de
verdad forme parte de nuestra lengua común, una palabra que habilite la conversación. Y
que sea un gesto de hospitalidad. Porque: ¿Qué otra cosa podremos decir de la diversidad si
no que, en efecto, ‗hay diversidad‘? ¿Qué más hay aparte del dato descriptivo, un golpe de
ojos, la memoria presente y evidente que sabe todo el tiempo de las enormes variaciones
humanas que habitamos y nos habitan? ¿Qué mas suponer más allá y más acá de la
evidencia que todo escenario humano muestra su diversidad, es diversidad?

La otra opción es menos atractiva, más publicable pero mucho más decepcionante: la
fabricación, la invención de una hipotética lista que ejemplifique y tipifique la diversidad
en todas sus versiones y variaciones. En ese caso habrá siempre seis, siete u ocho ejemplos
para dar: diversidad de raza, sexo, generación, edad, género, religión, aprendizaje, lenguas,
y enseguida, como un bostezo, como una exhalación desanimada y extenuada, ese
profundo, solitario y salvador etcétera que ya no puede ni sabe cómo seguir enumerando la
diversidad.

Tal vez el etcétera sea el límite último de la diversidad y a partir de allí comience la
alteridad incognoscible, la alteridad per se, el nacimiento de ese otro que, como decía
Lévinas, se retira en su misterio. Con su misterio.
Discapacidad

Todo ha sido demasiado lento o nulo para algunos y demasiado rápido para otros. Todo ha
estado demasiado claro y lleno de luminosidad para algunos, todo ha estado atravesado por
piedras sobre piedras para otros. Todo fue visto apenas como fatalidad para algunos; todo
fue padecido hasta la muerte para otros. Alguien sube una montaña y eso es llamado de
proeza. Alguien es arrojado desde una montaña hacia el vacío y eso es considerado religión
o derecho. Alguien recibe toda su herencia y ni siquiera le importa. Alguien es nombrado
incapaz de heredar y a nadie parece importunarle. Todo ha sido medianía de la normalidad
para unos, todo sigue siendo extrema fragilidad para otros. Todo fue trazado, en cierto
sentido, bajo la severa división y fractura entre el ‘hay normalidad’ y el ‘hay discapacidad’.
La batalla entre Narciso y Hefesto aún pervive. Narciso, ya se sabe, es la expresión máxima
del ideal de lo normal asociado a la belleza y con resultados que sólo ofenden y desprecian a
los demás. Hefesto, en cambio, simboliza la ardua tarea que supone ser acogido ‘así como
uno es’ y ni siquiera poder conseguirlo. Se cuenta que Hefesto, el dios herrero, era tan feo,
tan malhumorado y débil, que su madre Hera dejó que se cayera del Olimpo. Sobreviviente
de la vergüenza materna, dedicó su vida a la herrería, oculto, escondido en una grieta. Si
bien la reconciliación con Hera sobrevino gracias al descubrimiento de sus preciosas joyas
fue Zeus quien, furioso ante el reproche del herrero, volvió a arrojarlo desde el Olimpo:
“Estuvo todo un día cayendo. Cuando dio contra la tierra en la isla de Lemmos se rompió
las dos piernas, y aunque era inmortal le quedaba poca vida en el cuerpo cuando los
habitantes de la isa lo encontraron. Después, una vez perdonado y de regreso en el Olimpo,
sólo pudo andar con la ayuda de unos soportes de oro” (GRAVES, 1984:37). La
discapacidad fue alterizada sin remordimientos y su alteridad fue puesta bajo el violento
microscopio de un proceso estadístico y eugenésico, matemático y moral, físico y social.
Ese otro fue alterizado y con ello gran parte de su cuerpo quedó pulverizado, anatomizado,
deshumanizado. Ese otro fue el otro de una norma de la mismísima mismidad. Norma, que
por provenir de una cierta altura inventada y afirmadas por especialistas, estableció
discursos y prácticas, espacialidades y temporalidades, que determinaron la configuración
de lo que puede llamarse discapacidad. La discapacidad fue alterizada, convertida en lo otro
pero ni siquiera tuvo la autorización de constituirse en un otro, así, sin más, en un otro
cualquiera como cualquier otro. Fue alterizada pero no autorizada a ser jamás cualquieridad.
Fue alterizada sin siquiera un resquicio exterior. Todo en su vida pasó a ser convergencia
hacia la idea de lo normal. A cada paso, a cada sílaba, a cada gesto, la discapacidad fue
condenada a tener que asumir como propia la auto-referencia de la mismidad normal. Lo
normal está es un grupo que se atribuye una medida común de acuerdo con su propia
mismidad, con mirarse hacia sí mismo, con la rigurosidad y exactitud de quien se sabe y se
cree normal. Lo normal es la exacerbación de la permanencia interna, sin dejar que nada ni
nadie se relacione con alguna exterioridad. Y el grupo erige e institucionaliza un lenguaje
que produce una mismidad que sólo se entiende a sí misma; un lenguaje común que es
monolingüe. La institucionalización de un espejo común; de un espejo que sólo refleja el
hombre-medio; de un espejo que sólo sabe y puede reflejar imágenes normativas,
integracionistas, inclusionistas, sin que nada ni nadie pueda reclamar otra imagen, otro
reflejo y, menos aún, otros espejos. Y la discapacidad ya no puede entrar en una relación de
diferencias, pues la norma todo lo captura, todo lo nombra, lo hace suyo, lo hace únicamente
alteridad vaciada de alteridad. Lo normal es un concepto difuso y difundido, escurridizo,
arenoso, que califica negativamente aquello que no cabe en la totalidad voraz de su
extensión. Una norma que al expurgar todo aquello que en su referencia no puede ser
considerado normal, posibilita la inversión de los términos. Una norma que encuadra al otro,
que lo hace escuadra. Ahora bien: si lo normal es lo preferible, lo deseable, aquello que está
revestido de valores positivos, su contrario deberá ser inevitablemente aquello que habrá
que considerar como detestable, aquello que hay que “repeler” o “enclaustrar” para repeler.
Desde el momento en que todo valor supone un dis-valor, deberemos afirmar que entre
normalidad y anormalidad no existe exterioridad sino polaridad. Una se reconoce y se
afirma por la mediación del otro.¿Y donde está el otro que no se encuadra, que no es
escuadra? ¿Aquel otro que se aleja de la presión de la norma o que, inclusive, ignora tal
presión y tal norma? Allí y aquí está el otro. No es un otro que sólo cuestiona las normas y
las necesidades sociales, sino un otro que se vuelve antagónico, dual, irreductible a la
interioridad de lo normal. Es, sobre todo, el quiebre de la totalidad, la totalidad hecha
añicos, la normalidad traicionada, la totalidad desvanecida.Por eso lo normal insiste en
atraer hacia sí todas las identidades y a todos los que considera como diferentes. La norma
quiere ser el centro de la gravedad. El eje divino a partir del cual todo se ordena y organiza,
todo se cataloga y clasifica, todo se nombra y define, todo se ampara del diluvio que
provocaría el dar lugar, el hacer lugar a la ambigüedad y la ambivalencia. Lo normal es, al
fin y al cabo, una mirada tan insistente como impiadosa. Pero la discapacidad no es su
resultado sino, quizá, aquello que comienza cuando esa mirada ya no pueda ver, de tanto
creer que ya lo ha visto todo.
Gestos mínimos

Habría que dar algunas vueltas en torno de una idea no del todo confesable o quizá no
totalmente expresable, relacionada con la posibilidad de hablar acerca de una gestualidad
mínima para pensar la educación, para pensar en el interior mismo de la educación. Se trata,
quizá, de un pensamiento que iría en dirección opuesta, o en una dirección diferente a buena
parte de esos lenguajes apocalípticos, o heroicos, o híper-trágicos, o redentorios, o
salvacionistas, o benéficos, que configuran una significativa parte del relato pedagógico
contemporáneo. Puede decirse, en principio, que esa ‘gestualidad mínima’ dice algo sobre el
lenguaje en que formulamos lo educativo, pero también dice algo sobre los modos en que se
produce lo educativo, es decir, abre la posibilidad hacia una cierta forma de pensar sobre
‘eso qué pasa’, ‘eso que nos pasa’ en la educación a diario. Voy a servirme de tres
sensaciones diferentes para intentar hilar más fino en esa idea de gestualidad mínima, esa
suerte de secreto sobre lo pequeño que a toda hora quiere expresarse. La primera de esas
sensaciones surge a partir de una lectura al margen del texto de Nietzsche: ‘De mi vida.
Escritos autobiográficos de juventud’. En ese texto el filósofo alemán se pregunta una y otra
vez cómo sería posible esbozar el retrato de vida de una persona con justicia. Piensa, en un
primer instante, que todo procede igual como si fuera el esbozo de un paisaje que hemos ya
visitado, esto es, recordando y describiendo sus formas, sus colores, sus olores, pero
evitando a la vez toda tentación por las primeras impresiones, por aquellas impresiones que
él mismo llama de ‘fisonómicas’. Enseguida hace una fuerte apelación a no dejarse atrapar
por los dones de la fortuna o por los giros caprichosos del destino de una persona, sino más
bien incorporando aquellas experiencias mínimas, aquellos acontecimientos interiores a los
que por lo general no se les da importancia y que son, para el filósofo alemán, los que con
más claridad muestran la totalidad del carácter de un individuo. Nietzsche pone en juego
aquí una suerte de oposición entre el gran relato, el relato elocuente, exacerbado, exagerado,
incluso hiperbólico y aboga por una detención más bien suave, nada altanera, de lo pequeño,
de aquello que puede ser confundido con lo intrascendente, con lo fugaz y que, sin embargo,
resulta decisorio, se vuelve enfático por su tibieza, esclarecedor, en cierto modo, cuando se
trata de alguien que quiere decir algo de alguien o algo de ‘algo’. La segunda sensación
deviene de una cierta interpretación acotada acerca de la noción de hospitalidad a partir de
una determinada lectura de Lévinas y, sobre todo, de Jacques Derrida. Como se sabe, es
posible encontrar una serie de resonancias acerca de la relación íntima entre acogida y ética,
justicia y alteridad, cierto sentido de lo propio, lo mismo y la extranjería, entre la bienvenida
al otro y la amenaza que proviene del otro, etc. Tengo la sensación que ha habido un exceso,
una desmedida, en la interpretación de una Ley mayúscula de hospitalidad, esto es, en
aquello de dar un lugar, una acogida, un espacio al otro, a cualquier otro, sin imponerle
ningún tipo de condiciones. Como si esa hospitalidad expresara un matiz casi religioso, casi
mítico, para recibir a alguien inclusive más allá de las posibilidades y capacidades del ‘yo’,
del “uno mismo”. Pero si en la bienvenida al otro se le exigen condiciones: ¿hay
hospitalidad? ¿Es hospitalidad? Por eso es que siento una desmesura, una acentuación
excesiva. Como si todo acto de hospitalidad tuviera que recubrirse de un halo de bondad
inmenso, de un virtuosismo excelso, de una acción casi inhumana. La referencia a un breve
texto de Laurence Cornu da la posibilidad de retomar la idea de gestualidad mínima. En un
apartado, titulado justamente ‘Gestos de hospitalidad’, la autora expresa que: “La
hospitalidad acoge a la mesa, en casa, etc. a quien viene de fuera. En las prácticas y los
relatos de numerosas culturas la hospitalidad es la acogida que se hace de la persona de
fuera, es el conjunto de gestos y de ritos del umbral, de la entrada, de la estancia y de la
salida de un espacio habitado, conjunto que permite convertir el hostis en hospes, la
hostilidad del enemigo en la hospitalidad de los anfitriones (…) Una oportunidad que se
basa en gestos sencillos (subrayado por mi), en palabras y también silencios, con
paciencias y respiraciones” (CORNU, 2007, 63).Es notorio que en este breve párrafo el
pasaje de ser-hostil a ser-hospedado se resuelva bajo la forma de gestos sencillos: saludar,
acompañar, posibilitar, dar entrada, habilitar, conversar, callarse, respirar, dar, ser paciente,
estar allí, decir, callar, etc. En otras palabras: ser hospitalario tal vez consista en ser
comedido y no desmedido, en ser austero, en no subrayar ni enfatizar la propia gestualidad.
Vayamos, entonces, a una tercera sensación. Hoy se habla demasiado de una educación para
todos, pero en ése Todos sin excepción –donde se marca en demasía lo substantivo, lo
mayúsculo, otra vez la totalidad- no parece caber un cualquiera: cualquier niño, cualquier
niña, cualquier joven, en fin, cualquier otro, con cualquier cuerpo, cualquier modo de
aprender, cualquier posición social, cualquier sexualidad, en fin: cualquier cualquiera. Lo
que quiero decir es que hay la pretensión de un gesto siempre desmesurado, siempre
excesivo en esa enunciación del “todos” y nos faltan, nos hacen falta, hacen falta los gestos
mínimos para educar. Para educar a cualquiera. Me quito aquí de la necesidad de ciertos
actos heroicos para incluir al diferente, al diverso, al excluido; no hablo de la necesidad de
las grandes transformaciones reformistas; no sugiero la regeneración de currículum, de
didácticas, programas, capacitaciones, manuales, etc. Digo, de nuevo, una vez más: dar la
bienvenida, saludar, acompañar, permitir, ser paciente, posibilitar, dejar, ceder, dar, mirar,
leer, jugar, habilitar, atender, escuchar.Así, quizá, sería posible educar no ya a todos, en
sentido abstracto, sino a cualquiera y a cada uno. La cualquieridad y la cada-unicidad con
las que venimos al mundo. Y con las que nos marchamos de él.
Referencias bibliográficas

Bárcena, Fernando (2009). Diario de un aprendiz. Barcelona: Páginas Centrales, La Central.


Cornu, Laurence (2007). Lugares y compañías. En Jorge Larrosa (ed.) Entre nosotros. Sobre
la convivencia entre generaciones (pp. 51-65). Barcelona: Fundació Viure i Conviure,
2007.Deleuze, Gilles (1988). Diferencia y repetición. Barcelona: Júcar Universidad.
Diccionario Latino-Español (1950). Barcelona: Publicaciones y Ediciones Spes.García
Molina, José (2008). Imágenes de la distancia. Barcelona: Editorial Laertes. Graves, Robert
(1984). Los mitos griegos. Barcelona: Editorial Ariel. Nancy, Jean-Luc (2006). Ser singular
plural, Madrid: Arena Libros.Pérez de Lara, Nuria (2009). De la primera diferencia a las
diferencias otras. Clase virtual del Curso: Pedagogías de las diferencias. Buenos Aires:
FLACSO. Román Pérez, Gilda Carola (2010). Evaluación de la Política de Educación
Especial: juicios de valor y representaciones discursivas de estudiantes con discapacidad y
docentes sobre el proceso de integración educativa. Pontificia Universidad Católica de
Chile, Tesis de Doctorado en Ciencias de la Educación. Veiga-Neto, Alfredo. Nietzsche y
Wittgenstein: herramientas para pensar la diferencia y la Pedagogía. Revista Mutatis
Mutandis. Vol. 2, No 1. 2009, págs. 122 – 133.
Nota sobre las imágenes

Iván Castiblanco Ramírez

Tal vez resulte un poco extraño comenzar el recorrido visual del curso con este tipo de
imágenes, pero quería comenzar con algo que pudiera disparar una reflexión sobre la
mirada, la alteridad y las diferencias desde un lugar diferente al de la representación de la
alteridad deficiente. Las imágenes publicadas junto con esta clase fueron tomadas de la
página web del artista Jens Hesse (http://www.jenshesse.com/index.html). Su trabajo
consiste en pinturas basadas en imágenes distorsionadas de televisión satelital, video, entre
otros. No hay, sin embargo, en su página ningún texto que intente justificar su producción
artística pero, desde mi punto de vista, hay algo que tiene mucho que ver con una crítica a la
creación de imágenes estereotipadas de la belleza, la mismidad, la alteridad, la normalidad y
la anormalidad.

Interesante esta idea de distorsión en las imágenes, en la mirada. Podríamos pensar que la
forma como se han desplegado, desde la mismidad, formas estereotipadas de mirar,
representar, visibilizar e invisibilizar la alteridad deficiente, se constituye en sí misma como
un tipo de distorsión normalizada, es decir, una manera de imponer imágenes y formas de
mirar que antes que representar la realidad la someten a filtros que trastocan la experiencia
de la mirada. Pero, al mismo tiempo, me parece interesante pensar que ejercer una nueva
distorsión de estas imágenes estereotipadas podría permitirnos llevar a cabo una suerte de
subversión de la mirada, demostrando que las imágenes de lo normal y lo bello no están
hechas más que de fragmentos, y no de la captura de instantes de realidad, como nos han
querido hacer creer.

También podría gustarte