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0bjetos Escolares

El documento explora la relevancia de los objetos escolares en la infancia, argumentando que estos no son meros utensilios, sino que desempeñan un papel crucial en la construcción de la identidad escolar de los niños. Se discuten dos tipos de objetos: aquellos que facilitan el aprendizaje y otros que pueden tener un efecto disruptivo en la experiencia escolar. Además, se plantea la importancia de estudiar la cultura material en el contexto educativo para entender cómo los objetos influyen en las dinámicas sociales y emocionales dentro del aula.

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El documento explora la relevancia de los objetos escolares en la infancia, argumentando que estos no son meros utensilios, sino que desempeñan un papel crucial en la construcción de la identidad escolar de los niños. Se discuten dos tipos de objetos: aquellos que facilitan el aprendizaje y otros que pueden tener un efecto disruptivo en la experiencia escolar. Además, se plantea la importancia de estudiar la cultura material en el contexto educativo para entender cómo los objetos influyen en las dinámicas sociales y emocionales dentro del aula.

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Clase XXI.

Los objetos
escolares en la infancia
Dr. Daniel Brailovsky

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Los objetos escolares en la infancia

Daniel Brailovsky*

Ya no soy libre, ya no puedo hacer lo que quiero.


Los objetos no deberían tocar, puesto que no viven.
Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos;
son útiles, nada más. Y a mí me tocan; es
insoportable. Tengo miedo de entrar en contacto
con ellos como si fueran animales vivos.
Sartre, La Náusea

Dados los indicios que el título de esta clase habrá


ya sentado en las expectativas de los lectores, creo
que será menester darle inicio esbozando algún tipo
de justificación respecto de la relevancia de los
objetos en el mundo escolar. O dicho de otro modo:
será necesario partir del repaso de algunos
argumentos a favor de la profundización de una
temática que, con todo derecho, algunos de ustedes
podrían considerar banal o irrelevante. Decir que
uno va a escribir algunas páginas acerca de
aquellas cositas de madera, de loza, de vidrio o de
metal que habitan paredes y estantes del edificio
escolar, puede parecer una excusa para hablar de
nada, o de nada importante. Pero no... Créanme que
hasta existe una línea de estudios e investigaciones
que teoriza lo que se ha dado en llamar la cultura
material de la escuela. Y que ni siquiera es una idea
novedosa que se le ocurrió a los pedagogos: se trata
de una idea heredera de la antropología, la historia
y la arqueología. La diferencia tal vez reside en que
ellos estudian los objetos un poco a falta de
personas vivas o próximas que den cuenta de su
experiencia, sus valores, sus representaciones, sus
energías. En el caso de los objetos escolares
actuales, como veremos, existen otras razones -
espero que igualmente válidas - para revolver viejos
estantes y cajones.

Esta clase entonces se dividirá en una serie de


secciones engarzadas de modo tal de procurar, en
primer lugar, recortar un objeto de estudio, de
reflexión o de debate alrededor de los objetos de la
escuela.

En segundo lugar me ocuparé de discutir más


específicamente cómo los objetos escolares
cumplen una función importante a la hora de pensar
la identidad escolar de los niños. O dicho de otro
modo; si los niños tienen dos trabajos (ser hijos y
ser alumnos), trataré de profundizar sobre la idea de
que los objetos que se encuentran en la escuela
desempeñan un rol más o menos fundamental en la
definición de uno de ellos. Para profundizar en esta
hipótesis analizaré dos posiciones opuestas, y a la
vez complementarias: la de los objetos que ayudan
a los alumnos a trabajar de alumnos tal como se
espera que lo hagan y, más hacia el final de la
clase, la de los objetos que cumplen una función de
algún modo disruptiva y que sostienen una especie
de anti-alumnidad crítica que sí, ya lo sé, suena raro
ya de sólo nombrarla, así que deséenme suerte y
veremos a donde nos lleva esto...
En Stuff (“cosas”), un estudio reciente (2010) sobre
la cultura material y los objetos cotidianos, Daniel
Miller analiza la relación íntima entre personas y
cosas también en la escuela. Un ejemplo lo
constituye el “sari”, vestimenta típica de la cultura
hindú. La maestra sostiene con firmeza uno de sus
extremos a su muñeca como señal de autoridad,
mientras que las niñas deberán aprender a usarlo
con gracia para su ceremonia de graduación. Sus
maestros y mayores decidirán, luego y según su
desempeño, la habilidad de cada niña para
desenvolverse en los roles sociales que deberán
ejercer en el futuro.
Dentro del primer tipo de objetos escolares se destacarán, por
supuesto: pizarrones, cuadernos, libros, campanas, banderas, mapas,
reglas y tantos otros de cuyo carácter escolar a nadie se le ocurriría
dudar... Dentro del segundo grupo de objetos, en cambio, se destacan
otros con menos aspecto de objetos investigables: figuritas, juguetes,
cartucheras y mochilas de Power Ranger y Ben 10, entre otros.
Finalmente, procuraré esbozar la idea de que las estéticas* que se
encuentran y cruzan sus fuegos en pasillos, aulas, salones de actos y
despachos escolares – representadas, por supuesto, en una serie de
objetos expuestos y desplegados - conforman otro nivel del escenario
en el que la infancia transita los desafíos y oportunidades de la
escolaridad.
Siguiente

Objetos que sirven y objetos que


hablan

Permítanme dedicar dos párrafos a decir qué cosa


es la “cultura material” y su estudio (si los aburro,
pasen al tercero). Los trabajos escritos sobre los
objetos en la cultura se inscriben en lo que suele
llamarse “estudios sobre la cultura material”, y se
ocupan, en las palabras de algunos de sus
referentes más reconocidos, de “la manifestación de
la cultura a través de producciones materiales, (…)
y de lo material para entender la cultura” (Lubar y
Kingery, 1993; Roche, 2000). Hay un ida y vuelta en
esta doble dinámica de los objetos, a la vez
performativa y evidencial (esto es, que da forma a
la cultura y a su vez es evidencia que permite
conocerla) y existe bastante consenso alrededor del
hecho de que el estudio de la cultura material
demanda contemplar ambos aspectos. Los estudios
de la cultura material se interesan también en lo
que llaman la construcción social del lugar: el
entorno físico y los objetos se cargan de un
significado social (Low y Lawrence-Zuñiga, 2003;
Schlerett, 1992).

Los estudios de la cultura material, afirma Brown


(en Lubar y Kingery, 1993) sirven para describir las
creencias, los valores, ideas, actitudes, de una
comunidad o sociedad específica en un tiempo
dado. La premisa sobre la que reposa esta idea es
que los objetos hechos por el hombre “reflejan,
consciente o inconscientemente, directa o
indirectamente, las creencias de los individuos que
encargaron, fabricaron, diseñaron o utilizaron esos
objetos, y por extensión las de la sociedad a la que
éstos pertenecieron” (Ibíd.). La cultura material es,
así, una forma de estudio de la antropología cultural
y la historia cultural basada en los objetos. Podemos
ver claramente un enfoque antropológico y
arqueológico en estas definiciones. La apuesta
fuerte de Lubar es la afirmación y desarrollo de una
idea teóricamente audaz: la de que todo
objeto porta metáforas (“invoca múltiples
metáforas textuales”, en sus palabras) derivadas de
su forma, sus connotaciones, etc. Uno de los
trabajos que él recopila, de Jacques Maquet, explica
la posibilidad de leer los objetos como instrumentos
y como signos. Esto requiere dos perspectivas
diferentes. “En el primer caso, el observador
considera el objeto y realiza inferencias de su diseño
y su situación en el ambiente social y físico. En el
segundo, considera los significados asignados al
objeto” (Ibíd.). En este punto, dialoga con las
definiciones de Baudrillard (1974) sobre el valor
cultural de los objetos que, en oposición a su valor
de uso o de cambio, se funda en sus sentidos como
signo y como símbolo. Y hasta aquí, las obligadas
definiciones.
En Objetos evocativos. Cosas con las que
pensamos (2007), editado por Sherry Turkle, un
grupo de teóricos y ensayistas escriben sobre las
narrativas ocultas de los objetos: objetos de juego y
de diseño, objetos de disciplina y deseo, objetos de
historia y de intercambio, objetos de transición y
pasaje, objetos de duelo y memoria, objetos de
meditación. Algunos de los objetos elegidos bien
pueden encontrarse en el ámbito escolar: la laptop,
el libro, la lapicera, la valija. Para Turkle es común
pensar en la utilidad o en el valor estético de los
objetos en tanto necesidades o indulgencias de
vanidad. No es tan frecuente, por el contrario,
considerarlos en su condición de “compañeros de
nuestras vidas emocionales” o como provocadores
de pensamiento. La noción de “objetos evocativos”
quiere, precisamente, resaltar estas dos
dimensiones de los objetos, y la inseparabilidad del
pensamiento y el sentimiento en nuestras relaciones
con las cosas: “pensamos con cosas que amamos;
amamos con cosas que pensamos”.
Ahora bien, los distintos investigadores que se
ocupan de los objetos como cosas “vivas” (que se
meten y ponen reglas y condiciones a las relaciones
entre las personas) de distintas maneras se dirigen
al mismo objetivo: establecer esta distinción (ya sea
que se nombre como ambiente y estructura, espacio
y lugar, función y cultura, etc.) entre los objetos
como instrumentos (objetos que sirven) y como
metáforas (objetos que hablan).

Antes de meternos de lleno en los objetos escolares,


veamos un último ejemplo genérico que nos ofrece
Lubar acerca de esta diferencia entre lo que los
objetos aportan en su función y en su metáfora:

Un artefacto hecho con filo del colmillo de un


tiburón y una manija, un cuchillo, es un
instrumento cortante en cualquier cultura. Su
uso puede ser inferido de su diseño y de los
materiales con que fue confeccionado. Una
máquina de cuatro ruedas y movida por un
motor de combustible interno es un automóvil,
transporte terrestre de cualquier sociedad
contemporánea, cualquiera sea su cultura. Pero
del otro lado, el significado de un objeto – que
es lo que lo sostiene – es cultural, y puede
reconocerse como parte de una realidad
colectiva construida por un grupo de gente
(Lubar y Kingery, 1993).
Retomando este ejemplo de los cuchillos en la cita
de Lubar, y llevándolo a un terreno conocido,
podemos decir que estos son un atributo (de poder,
de virilidad, de fuerza y de status) exclusivo de los
cazadores en ciertas sociedades tribales, y son al
mismo tiempo un instrumento del ama de casa en
las sociedades occidentales, donde sus atributos
son diferentes, y en un punto casi opuestos.
Instrumento y signo, entonces, son dos cualidades
del objeto en tanto artefacto*.

Ya podemos ver que estudiar los objetos de la


escuela es algo más complejo que hacer un
inventario y clasificarlos. Y cuando se afirma que un
objeto de estudio es complejo (o que forma parte de
un amplio proceso) se ingresa en un tipo de
descripción que bien puede enriquecer como
empobrecer el análisis. Es cierto que de ese modo
se caracteriza y se dimensiona al objeto
desnaturalizando una mirada superficial o
mecanicista; pero a veces sucede que después de
decir que algo “es complejo” se asume el permiso
implícito de renunciar a una mirada analítica
minuciosa, como si con sólo reconocer que “es
complejo” alcanzara. Discernir entre los objetos
como “funcionales” y como “metafóricos” es, al
menos en el espacio que nos reúne en esta clase,
un modo de entrar en esa complejidad,
reconociendo que el aula es un espacio complejo en
el que tienen lugar una serie de procesos, y
asumiendo además el desafío de comprender
algunos de esos procesos. Para eso, entonces,
pasemos en limpio algunas consecuencias de esta
distinción, que se amplía al rango de dos esferas de
la situación áulica: la estructura y el ambiente.
Entre el 11 y el 12 de mayo de este año, se exhibió
en la galería de arte Wellcome Collection de
Londres, una muestra de objetos de la vida
cotidiana –lapiceras, stickers, llaveros, CDs – que un
grupo de jóvenes estudiantes de arte prepararon, a
modo de instalación, para la ocasión. La galería ya
había explorado el poder evocativo de los objetos en
otra exhibición, curada por el artista Keith Wilson,
de título precisamente: Cosas. Durante esa
exhibición los visitantes eran invitados a depositar
objetos suyos que tuvieran un significado especial
para ellos y, a su criterio, también para la sociedad.

Llevado al plano del aula, este planteo supone dos


modos posibles de mirar, donde en un caso – la
estructura - se privilegia todo aquello que ha sido
previsto en forma explícita y con la voluntad de
resguardar la seguridad, favorecer el aprendizaje,
posibilitar la enseñanza, evitar distracciones,
optimizar las condiciones de luz y ventilación y
favorecer el alcance de la mirada desde una
perspectiva puramente de la accesibilidad. Un
pizarrón es un pizarrón, en cualquier lado que éste
se encuentre será reconocido como pizarrón y
habrán aspectos de éste que serán más o menos
invariables: sirve para mostrar, contiene la escritura
del docente, supone una centralidad en la clase, es
reescriturable, etc. Hay normas explícitas para la
estructura. El otro foco es el del ambiente. Aquí no
hay una definición rígida ni universal, pues se trata
de los sentidos que las personas otorgan en la
vivencia personal y grupal a las cosas, antes que de
la definición preestablecida. El espacio es
progresivamente habitado, los rincones se
convierten en escondites, en lugares de castigo, en
íconos paradigmáticos del orden o del desorden; los
objetos se convierten en instrumentos de una
determinada disciplina, una determinada moral, y se
insertan de algún modo en las identidades y las
experiencias de las personas. El mismo pizarrón que
a nivel de la estructura es universalmente definible,
aquí es infinitamente variable: puede ser reconocido
y significado como ícono de la vocación docente, o
como espacio de cooperación democrática en la
construcción del saber, o como espacio de
humillación, premio, vergüenza o distinción para los
alumnos. Igualito que el cuchillo en el ejemplo que
vimos páginas atrás.

Los objetos, en esta dimensión ambiental, nos


ponen entonces “gestos”. Y un gesto es, por
definición, un movimiento con sentido. Para
entender estos aspectos de la cultura escolar que,
por lo general, son difíciles de estudiar y para los
que faltan términos específicos, entonces, trataré de
pensar en estos términos: ¿qué gestos nos
proponen los objetos del aula? ¿Cómo aceptamos,
rechazamos, discutimos, reinventamos, estas
propuestas de los objetos?

Quisiera contar una pequeña anécdota que me


transmitió un día Ruth Harf. No es que me esté
yendo de tema… Es que creo que tiene que ver con
esta distinción y con la necesidad de reivindicar la
estructura y revisar el ambiente de la situación de
clase. Ella me lo contó en un viaje en auto y no
recuerdo las palabras exactas que usó, pero prefiero
ponerlo en la que podría haber sido su voz, para que
sea más amable a la lectura, si ustedes me lo
permiten:

Yo comenzaba una conferencia para una audiencia numerosa en


un salón que tenía una de esas tarimas a las que llamaban
“cátedras”, una superficie se eleva por sobre el nivel del piso y
te coloca en un escalón más alto que los alumnos. Yo creo en la
enseñanza como un diálogo, y no como un monólogo, y soy una
militante de las pedagogías constructivistas. Y la cátedra es un
símbolo de la educación que impone entre el maestro y el
alumno una distancia innecesaria, que traduce la asimetría en
control, que no contempla el punto de vista del alumno. Por eso
lo que hice fue bajarme de la cátedra y dirigirme al
público desde el llano. Pero al poco tiempo de comenzada mi
exposición, los asistentes me ruegan, desde el fondo del salón,
que vuelva a subir, porque no pueden verme.

Lo que para ella era una acción correctiva sobre


algo que “se veía mal” (valoración del orden del
ambiente) dio lugar a un problema de visibilidad en
un sentido mucho más literal, y propio de la
dimensión de la estructura. Es más o menos
evidente que, como la tarima sobre la que Ruth Harf
no quería subirse, muchos objetos tienen
connotación ideológica, un conjunto de
representaciones acerca de la identidad pedagógica
de una corriente, una filosofía o un nivel de
enseñanza. Entremos en estos detalles.

El niño, el alumno y los objetos

Empieza la clase. La maestra nombra a los chicos


por su apellido. “Presente”, contestan al escucharse
nombrados. El concepto de “presente” en la escuela
puede significar tanto la literal colocación del
cuerpo en tiempo y espacio de la clase, como el
registro del alumno en la lista (“¿estoy presente?”,
“acá figurás ausente”, o “la próxima vez que llegues
tarde, tenés ausente”) o la propia pronunciación de
esa palabra en el rito matutino de la toma de
asistencia. La lista, un primer objeto que reclama
ser escuchado. Seguirán el pizarrón, el cuaderno, el
libro, la campana…

Los objetos más próximos a los alumnos y los


maestros, como veremos, también forman parte en
algún sentido de esta demanda física,
administrativa y volitiva de presencia. Maestros y
alumnos habitan el aula en forma íntima, sostenida,
e invisten ese espacio de reglas implícitas, de una
estética que diferencia a cada aula de las demás, y
en la que hallan resquicios, escondites, lugares
preferidos y otros que se tratan de evitar. ¿Qué es el
aula? ¿un refugio? ¿un escenario intenso de
construcción de la relación pedagógica? ¿un campo
de batalla? ¿un amplificador de las voces? ¿cómo
ayudan los objetos allí presentes a enfatizar estas
representaciones?
Entre el 19 de junio y el 3 de agosto de 2009, el
Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires
inauguró la exposición
Escuelismo. Arte
argentino de los 90. La
muestra se propuso
indagar “la influencia
del modelo formativo
de la escuela primaria
argentina en el arte
contemporáneo local”.
Entre los 40 artistas
que formaron parte de
la exhibición se
encontraban notables
maestros como Liliana
Porter, Alfredo Prior y
Guillermo Kuitca,
cuyas estéticas
evocan, sin duda, cierta retórica de la escuela. En
este caso, no se trató tanto de pensar los objetos
escolares en la infancia como en el imaginario de la
escuela y la infancia devenidos objetos de arte.

El aula es, entre otras cosas, el lugar que la maestra


elige para discutir problemas de interpretación de la
legalidad institucional y el escenario en el que se
constituye, por excelencia, la situación de clase, con
sus objetos y procedimientos propios. En un artículo
para la revista La Tía hace algún tiempo analicé
cómo el “estado de aula” es de una tesitura tan
intensa que admite rituales* muy específicos
para “salir” del aula. Allí discutía la idea de que ser
maestro es, literalmente: moverse como maestro,
hablar como maestro, permitirse caminar al frente
del aula sintiendo la potestad de demandar la
mirada y la escucha de los otros, encarnar en el
propio cuerpo los movimientos que se asocian al
lugar del maestro, y que ya se asociaban al lugar
del maestro antes de que ésta maestra decidiera
ocuparlo. Un tono de voz (“hablar a uno como si
fueran todos y a todos como si fuera uno”, como
dice la Didáctica Magna), un vestuario, y un menú
de reacciones y de expresiones típicas que sólo
pueden ser dichas desde ese lugar.

Algunos ejemplos de expresiones reconocidas como


signos del lugar de docente y que cualquiera que
haya pasado por la escuela reconocerá como
indiscutiblemente “escolares”:

 Señor, se sienta derechito por favor.


 Una vez más que te llamo la atención y te vas
afuera. Y no lo repito más.
 A ver, Franco, ¿querés seguir dando la clase
vos?
 ¿La terminamos, señores?
 La fila mejor ordenada va a ser la que va a salir
al recreo.
 Ya saben por qué me enojé. Yo estudié para
maestra, no para generala.
 Son grandes como para andar diciéndoles las
cosas diez veces.
 Por-fa-vor…
 Sigan perdiendo el tiempo. Sigan perdiendo el
tiempo, nomás. Yo no tengo ningún apuro.
 Al que no le interese quedarse en la clase tiene
la libertad de ir y quedarse sentado en el
pasillo, pero del mismo modo yo tengo la
libertad de no contestarle después, cuando no
entienda.
 “Atiendan porque después no van a saber lo
que hay que hacer”
 “No copien nada. Lean, interpreten y escriban.
Cuando les pregunte, quiero que sepan lo que
pusieron”.
 ¿Están en una taberna, con ese palillo en la
boca?
 No estás en una cancha de fútbol.
 ¿Vos en tu casa tirás las cosas así por el aire?
 [para llamarlos grupalmente] Sexto… sexto
grado… uno, dos, tres… Voy a contar segundos
y cada segundo que cuente es un minuto que
se pierden de recreo: uno, dos, tres (¡eeeh,
esos no son segundos!)
 Y atiendan, eh, que este es un tema nuevo. A
ver, hago silencio y me callo, y escucho a la
señorita. Hago silencio como ya saben para
poder escuchar.
 La seño está muy triste por lo que hicieron.

Si acaso son expresiones claramente “escolares” –


¿y por qué será que siento necesario escribir
“escolares” entre comillas? - lo son porque son
obedientes de esas reglas que definen al aula y que
los objetos celosamente vigilan, recuerdan y
promueven. En todas las aulas hay lugares físicos
previstos para el alumno ejemplar (típicamente, el
primer banco), para el revoltoso (el fondo de la
clase), para el castigado (el rincón, la puerta del
aula, o un sector muy próximo a la maestra, al que
llega tras un “ponete donde te pueda ver”). Y en
todas las aulas hay formas de asumir una posición
de docente asociada a la severidad (como caminar
entre las filas de asientos inspeccionando la tarea) o
a las posiciones más “libertarias” (como sentarse
informalmente sobre el escritorio, o hacer una ronda
con las mesas de los alumnos). En cada aula, claro,
estos lugares asumen diferentes formas, nombres,
contenidos y estéticas.

Allí podemos constatar que ya en el siglo XVII existía


la idea de una geografía del aula donde se
observaba el lugar del alumno destacado, los que
atienden y los alborotadores.

En este escenario tan bien definido, además, cada


alumno porta un kit que lo define como tal:
uniforme, mochila, cartuchera, cuaderno, libro de
lectura o manual, etc. Se trata del conjunto de
objetos que el alumno porta, acarrea diariamente,
usa, y que permiten además reconocerlo como
alumno. Cada uno lo personaliza y asume alguna de
las posibles envolturas de “estilo” que estos objetos
permiten. El guardapolvo puede estar desabrochado
o abrochado, o al revés, o con los bolsillos repletos
de cosas. La cartuchera con stickers o imágenes de
sus personajes favoritos, el lápiz con el borde
“rebanado” y el nombre escrito.

Cada maestro, asimismo, porta su kit-maestro. Libro


de asistencia, plan semanal, objetos de escritura en
el pizarrón (tizas, borrador, instrumentos de
geometría a escala), libros. La elección de estos
objetos y los ajustes que a los mismos realiza cada
docente son indicadores de profundas concepciones
en el modo de asumir y ocupar el lugar de maestro.
En una nota publicada en el diario Clarín en abril de
2005, la ensayista argentina Beatriz Sarlo
mencionaba la historia de una mujer que todos los
días se ocupa de rescatar de la basura alimentos
para su familia. La mujer está siempre acompañada
de sus hijos pero, aún en esas condiciones de
indigencia, se preocupa por mandarlos a la escuela.
Esta decisión, señala Sarlo, nada tiene de reflejo o
de respuesta automática de supervivencia; su
cumplimiento exige persistencia y responsabilidad.
La mujer, concluye Sarlo, esta fuera del mercado
pero decide no quedar del todo fuera de la sociedad:
“Los guardapolvos blancos y las mochilas de esos
chicos cirujas expresan una idea de futuro, que la
madre conservó en sus condiciones más miserables,
a la intemperie”.
La estética del kit y del aula en el caso de maestros
y alumnos, cumple una doble función, por un lado
solidaria con una política cotidiana de definiciones
estables, desde la que se puede dar sentido a lo que
se mira, se esconde, se muestra, y que define al
alumno como “buen” alumno, vago, revoltoso, etc. y
al maestro como “severo”, “piola”, etc. Y a la vez,
una suerte de estética de las identidades
diferenciadas, que permite alumbrar diferentes
modos de ocupar el lugar del docente y el lugar del
alumno, a partir de singularidades estéticas. O lo
digo de otro modo: estos objetos amigos, que
llevamos encima todo el tiempo, nos sirven para
“ser” maestros o alumnos, y también nos sirven
para ser “éste” maestro o “éste” alumno que soy,
diferente de los demás. Nos ayudan a pertenecer a
una categoría y también nos ayudan a transitarla de
un modo singular.

Desde este punto de vista, la estética es una


medida del cambio escolar, y no es un dato menor
ni un detalle accesorio. Los “mensajes” que salen de
los objetos de la escuela, de las mochilas, de las
cartucheras, se organizan en grandes coros de
voces colectivas que dicen, por ejemplo:

 Que en la escuela es totalmente necesario


sostener un tono solemne, respetuoso, de
obligación. Esto lo dicen ciertos objetos que
emulan el valor, con marcos dorados, que
emulan la quietud, objetos con un reconocido
valor simbólico como las banderas y los
escudos, donde resuenan lo religioso, lo militar.
 Que en la escuela es también lícito expresarse
con un tono alegre, de disfrute, que de cuenta
de que el aprendizaje ha sido placentero, que
ha aparecido allí el juego. Que los que
aprenden, además de alumnos, son niños.
 Que en la escuela existe también un lugar para
el ejercicio de un disenso sostenido con orgullo,
para ejercer una distancia respecto de una
norma en cuestión, y que se legitima en objetos
que resuenan a pedagogías críticas, a
revisionismos históricos, a discursos sindicales.
 Que en la escuela se transmite un saber
legitimado en la escritura, y que la escuela
como institución de la modernidad expresa la
racionalidad científica, a veces reelaborada con
ribetes tecnológicos.

Hay, digamos, una serie de matrices estéticas en las


que se va agrupando este mensaje acerca de lo que
la escuela es, lo que quiere ser, lo que se espera
que seamos cuando en ella estamos.

Batallas estéticas

Me gustaría retomar ahora algunas reflexiones


sobre uno de los próceres que más ha aportado a la
construcción de estos mensajes estéticos*: Domingo
Faustino Sarmiento, el gran prócer educativo
argentino que no sólo vivió en la fructífera transición
del siglo XIX al XX, sino que vive en retratos sobre
los pizarrones (allí donde las escuelas católicas
colocan un crucifijo), en bustos de yeso o bronce, en
estampas para pegar en el cuaderno de clases,
entre otras locaciones destacadas. En cada país
suele haber un prócer educativo: José Pedro Varela
en Uruguay, José Escalada en Paraguay, son parte
de una metáfora a cuyo alrededor es posible
reconocer vestigios de antiguas antagonías y
debates muy actuales de la escolaridad. Sostener o
renovar la “estética sarmientina”, entonces, tiene
que ver con mucho más que con los debates en
torno al papel histórico del prócer como hombre. Es,
más bien, una discusión sobre qué queremos hoy
para nuestras escuelas.
La figura de Sarmiento, más allá de todo atributo
histórico, teórico o político funciona, a un nivel
subjetivo profundo, como organizador de algunos
sentidos actuales de lo escolar. Hablar de poner o
no un cuadro del prócer aquí o allí, es hablar
(también) de la transformación de las relaciones
intergeneracionales, de la “irrupción” de las nuevas
tecnologías en la escuela, del acartonamiento sacro,
del “respeto” escolar, entre otras cosas que su
figura representa, antagoniza u obtura.

Uno de los collages recientemente exhibido en la


escuela de arte IUNA en Buenos Aires para una
muestra conjunta del Colectivo de Hijos (un grupo
de hijos de desaparecidos abocados al arte y a la
discusión de políticas públicas) puede leerse como
el relato opuesto al implícito en los numerosos
bustos de Sarmiento que frecuentemente
encontramos en la escuela. Ya desde la técnica
elegida, el collage, se opone al monumento: uno
solemne y duradero, el otro de carácter lúdico y
frágil. La imagen en cuestión superpone el rostro del
Padre de la Patria junto a una de sus frases más
infelices: “se debe exterminar [a los indios] sin
siquiera perdonar al más pequeño que tiene ya el
odio instintivo al hombre civilizado”. La frase se
publicó originalmente en el diario El Nacional en
1876 y era, en verdad, mucho más larga y cruel:
“‘¿Lograremos exterminar a los indios? Por los
salvajes de América siento una invencible
repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no
son más que unos indios asquerosos a quienes
mandaría a colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y
Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son
todos. Incapaces de progreso, su exterminio es
providencial y útil, sublime y grande. Se los debe
exterminar…”.
De los que enumeré párrafos atrás, quizás el
conjunto perceptible de objetos más
tradicionalmente asociado a la vivencia de la
escuela es el de los tonos solemnes, respetuosos o
de obligación: cuadros, bustos y estatuas de héroes
nacionales, escudos, placas y banderas que muchas
veces están además asociados a la realización de
rituales (actos, izamientos de bandera, promesas,
etc.). La propia idea del ritual como práctica grupal
en cuya realización se hace explícita una
significación y se reafirman valores y principios
(Amuchástegui, 1995) presume esta asociación
entre objetos y subjetividad. Esto es evidente en el
acto escolar, la formación matutina o los saludos
escolares. Este conjunto de objetos y ritos “sacros”
contribuyen (por medio de una serie de mecanismos
cuyo análisis profundo excede los alcances de esta
clase) a promover en las personas actitudes de
seriedad y de quietud. En presencia de cuadros,
bustos y banderas, diríamos, el maestro y el alumno
reciben algún grado de consigna tácita dirigida a su
corporalidad, actitud, disposición al acto, al uso de
cierto tono de voz, a la adopción de ciertas
convenciones en el trato con otros, a los permisos
tácitos de la situación. En síntesis: a la vez que los
objetos “sacros” de la escuela expresan
determinados hitos históricos o identidades
culturales, ofrecen algunos indicios acerca de la
dinámica de las relaciones, los diálogos, los tipos de
encuentro que se instauran como posibles y
deseables en el ambiente escolar.

Esta matriz “sacra” está, presuntamente, en


retroceso. Hoy por hoy no sostenemos con mucho
orgullo la función ordenadora, de resonancias
religiosas y militares, en la escuela. Sin embargo,
existe y tiene una fuerza considerable como energía
que nos convoca, nos organiza, nos reúne.
Adentrarnos en los detalles de ese universo
simbólico que rodea (y se nutre de) la figura de
sarmiento es entonces un modo de entender a qué
dilemas actuales sirve y cuánto conserva o desecha
de su mística originaria. ¿A favor y en contra de qué
modos de vivir la experiencia escolar se expone hoy
el severo rostro de Sarmiento tras los óleos y las
vitrinas?

Tres datos sobre Sarmiento


Primero, que se suela aludir a Sarmiento como el
“padre del aula”, lo que apela en primer lugar al
tipo de posicionamiento asimétrico propio de la
relación parental. Si el extremo más visible del tono
“sacro” es la idea escolar de respeto (respeto a los
mayores, a los símbolos patrios, a la maestra, a la
directora…), la figura del padre es un paradigmático
recipiente que hace del prócer un símbolo ideal.
Otro prócer argentino, San Martín, es el “padre de la
Patria”, el “libertador”, lo cual lo eleva como héroe
de la libertad, pero a la vez, al extenderse
indefinidamente los dominios de su paternidad
(pues la patria es extensa) se diluye su mirada, su
capacidad de vigilar desde sus cuadros y estatuas la
corporalidad del alumno. Desde arriba de su caballo
blanco y sobre la lejanísima cordillera, San Martín es
un símbolo del afuera y la conquista, la fuerza
juvenil con que lo muestran sus retratos lo
confirman como artífice de la libertad ganada y las
travesías audaces, pero su autoridad carece de la
“intimidad intimidante” de Sarmiento, del que es
mostrado un rostro severo y maduro.

Segundo: para Sarmiento, cercado su dominio al


aula y representado en espacios cerrados, la
extensión es una valla a vencer, no sólo en
referencia al dato histórico (pues Sarmiento ha
escrito que “el mal que aqueja a la República
Argentina es su extensión”) sino en cuanto al poder
performativo del símbolo que encarna: Sarmiento,
es un héroe del orden, y esa cualidad se capitaliza
en el efecto de su estética sobre el ambiente
escolar.

Finalmente, en el mito escolar, el Sarmiento


niño, no faltaba jamás a la escuela. En la
construcción más estereotipada de su figura, los
horizontes utópicos del prócer se circunscriben a las
paredes del aula, a las que seguirá haciendo
referencia durante sus viajes de conocimiento,
plagados de documentos, cartas y escritos de todo
tipo que lo impregnan literalmente de una
legitimidad a partir de lo escritural.

A partir de estas asociaciones podríamos conjeturar


que “civilizar a la barbarie”, reconocido y
controversial lema de la filosofía política asociada a
su figura, tiene un nivel de lectura estético-
discursivo, en la cotidiana intimidad del ambiente
escolar, donde la dicotomía que se guarece al
amparo de esa frase es más próxima: civilización es
clase, barbarie es juego; civilización es disciplina
escolar y racionalidad científica (expresada en las
asignaturas escolares), barbarie es transgresión a la
estructura escolar. La cosmovisión política se
traduce, en el símbolo cotidiano, en una regulación
disciplinaria y de legitimidad mucho más inmediata.

Dentro del amplio menú de símbolos educativos, la


figura de Sarmiento concentra las aspiraciones de la
escuela de mantenerse “sacra”, cientificista y
letrada, rigurosa y performativa, y de resistir al
avance de elementos que, desde cierta visión, se
avizoran como amenazas a esos pilares de “lo
escolar”. Las nuevas pedagogías tanto como las
nuevas formas de lo infantil y el trastocamiento de
las relaciones intergeneracionales (como amenaza
al respeto “sacro”) y la circulación fluida del saber
por ámbitos extraescolares, especialmente sobre
soportes tecnológicos (como amenaza a la cultura
letrada y científica que, en relación con estas
nuevas tecnologías, se resignifica y se reelabora)
son ejemplos de tensiones que podrían atravesarse
de estos sentidos.

En la escuela de nuestros días, entonces, reestetizar


a los Sarmientos que nos miran desde los cuadros y
remetaforizar el espacio escolar a la luz de los
nuevos desafíos es un modo potente de pensar a la
escuela como herramienta de cambio y como
promotora de futuro.

¿Conclusiones?

Creo que este apartado final es un buen lugar para


retomar algo que anticipé al comienzo: la idea de
que los objetos escolares pueden servir (también)
como un medio para que los chicos reconstruyan o
elaboren críticamente su posición como alumnos. Si
no recuerdo mal, dije también que era una hipótesis
un poco aventurada y que veríamos a dónde nos
llevaría. Ahora bien, habiendo recorrido toda una
serie de argumentos a favor de la posibilidad de
pensar los objetos como soportes de cultura e
ideología, como portadores de metáforas que nos
atraviesan y condicionan nuestras decisiones y
nuestros modos de sentir y pensar en la escuela,
estamos tal vez en condiciones de avanzar sobre
esa hipótesis.

Cuando los chicos van a la escuela llevan todo lo


que la maestra les pide que lleven: cuaderno, libro,
lápiz negro, goma de borrar, sacapuntas… Pero
existen también algunos objetos que ellos eligen y
pueden personalizar a su gusto: la cartuchera, la
mochila, los juguetes que eligen para jugar en el
recreo. Lo que suelen hacer los chicos para ocupar
este pequeño espacio de libertad, es colmarlo de
sus estéticas personales bañadas de personajes
provenientes del mundo del cine, la televisión, los
cuadros de fútbol y los juegos de computadora.

Uno de los momentos más esperados por los


alumnos argentinos del último curso del secundario
es cuando se les permite dibujar, recortar, en suma
“personalizar” sus blancos guardapolvos. El ritual
pueda acaso leerse como una respuesta creativa a
“la matriz sacra que (…) sostienen las paredes,
himnos, cuadros y voces adultas, dentro de la
escuela”.
Una primera lectura de esta opción que los chicos suelen
tomar es la que podríamos llamar la lectura progresista anti-
neoliberal: los chicos están más o menos presos y embobados
por una cultura mediática que los oprime, y les impide
explorar su inventiva, creatividad e imaginación “auténtica”
que, por supuesto, está más cerca de los trompos, las
rayuelas y los baleros que de Ben-10, los Power Rangers o
Boca Juniors o River Plate.

La otra lectura que quiero proponer, y que no desmiente a la


primera sino que se posiciona desde otra perspectiva, es la
que sugiere la posibilidad de reconocer en esas expresiones
del niño en posición de alumno una forma de respuesta a la
poderosísima matriz sacra que – como vinimos viendo en esta
clase - sostienen las paredes, himnos, cuadros y voces
adultas, dentro de la escuela. ¿Cómo responder a semejante
arsenal simbólico, sino apelando a otro, igualmente poderoso
y disponible, como lo es el de los personajes de la televisión,
el fútbol, etc.? Estos personajes, estas estéticas, ofrecen a los
chicos en posición de alumnos un repertorio estable de
guiones, historias y símbolos, que los reúnen en una
experiencia común de espectadores. Esto no significa que no
haya un efecto de rebaño en la propuesta cultural lavada que
propone el mercado audiovisual, hegemonizado por las
multinacionales. Pero es preciso reconocer en esas elecciones
estéticas de los chicos, también, un contenido político
ideológico y de resistencia.

Los objetos, entonces, deberían poder pensarse no sólo por su


diseño objetivo, su finalidad didáctica, su eficacia*, sino
también por el sentido que, ya sea por circunstancias
asociadas a la institución, a la vida en cada aula particular o a
los rasgos del grupo, los alumnos le otorgan a nivel
metafórico.

Me gustaría despedirme, por ahora, con un pedacito de texto


tomado de mi tesis doctoral, la investigación que me acercó
al fascinante mundo de la cultura material, ya que creo que
expresa en forma adecuada el espíritu que acompaña al
estudio de los objetos escolares.
Todos podemos pensar y actuar de modo tal que ante
eventuales conflictos o contradicciones, cualquier lugar
común del lenguaje pueda sacarnos del apuro. Ante la
muerte: no somos nada. Ante el amor: son todas iguales. Ante
el peligro, ante el asombro: mirá vos. Pero también podemos,
y a veces nos resulta más o menos inevitable, buscar más allá
o más acá, en lugares que no por ser más lejanos e
infrecuentes sino por mostrarse más nítidamente propios, nos
dejen saber de qué se trata. Tal vez en eso consiste
investigar: en construir palabras nuevas para alumbrar
realidades oscuras por ser demasiado conocidas. Estudiar la
escuela de este modo invita a pensar que algunos de aquellos
lugares comunes y lejanos, en la escuela, son objetos que
portamos, usamos, construimos, prescribimos, prohibimos…,
y transitamos el desafío, quizás pretencioso pero finalmente
noble, de hacer un aporte al conocimiento para seguir
pensando y construyendo una experiencia escolar más plena
de posibilidades y oportunidades.
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Bibliografía citada

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En: Textos para repensar el día a día escolar: sobre
cuerpos, vestuarios, espacios, lenguajes, ritos y
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https://www.asyp.org.ar/construccion_relaciones_aut
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Schlerett, T.: Cultural history and material culture.


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University Press of Virginia, 1992
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Foro

Leer esta clase me llevó directo a un recuerdo que, aunque cotidiano, guarda una carga
emocional y simbólica fuerte: la mapoteca de mi escuela. Aquellos grandes mapas enrollados,
que la maestra sacaba con solemnidad o, lo más lindo, nos mandaba a buscarlos, para explicar
los relieves, los ríos o las provincias, eran más que herramientas pedagógicas: eran el umbral
hacia la imaginación geográfica. Recuerdo también la biblioteca, con esos muebles enormes
llenos de libros encuadernados en tela o cuero, olor a papel antiguo y una sensación de que ahí
se escondían tesoros. Brailovsky dice que los objetos no sólo sirven, sino que hablan, evocan,
configuran la escena escolar y la identidad del alumno. Y tiene razón. Yo no era sólo “una
alumna” en presencia de esos objetos: era parte de una trama más grande, de una escuela que
me enseñaba a habitar el mundo, a descubrirlo en las paredes, en los estantes, en cada gesto
que los objetos proponían. Hoy, como maestra, me detengo a pensar qué objetos están
presentes en el aula y qué dicen de nosotros. ¿Qué guardamos? ¿Qué mostramos? ¿Qué
evocamos sin darnos cuenta?
Con estas breves notas y una fotografía de Jamie
Johnson llamada "Kiss" acompañada de una
sugerente pizarra con la leyenda: "I Will Not Kiss
The Boys" ("No besaré a los muchachos") les dejo
con la lectura de esta clase que, advierto, habrá de
agradarles
mucho. www.doctorojiplatico.com/2014/03/jamie-
johnson-vices.html
Hace poco la escuela donde pasé una hermosa etapa de ingancia y adolescencia, cumplió 70
años. Entre los objetos que evocaron , se lucieron los uniformes. Entre los objetos que
evocaron en el acto de los 70 años de mi escuela, se lucieron los uniformes. No sólo como
vestimenta, sino como símbolo de época, de pertenencia, de identidad compartida. Como
dice Brailovsky, los objetos escolares nos ayudan a ser alumnos, pero también a ser “ese
alumno que fui”, con sus singularidades, emociones y memorias. El uniforme, en este caso,
condensaba el paso del tiempo y nos devolvía una imagen común, afectiva, quizás idealizada,
de lo que fue habitar la escuela en comunidad. En esa tela, en ese corte, en esos colores, no
solo había una prenda: había una infancia.

Les propongo una reflexión acerca de aquello que


una estudiante de otra cohorte denominó
la "materialización de lo ausente" en las
escuelas. Para ello les dejo una fotografía de David
Seymour.

En el año 1948, David Seymour (Chim) recibió el


encargo de UNICEF de fotografiar los efectos de la
Segunda Guerra Mundial sobre los niños. Para ello el
fotógrafo viajó por Austria, Italia, Polonia, Hungría y
Grecia.

https://fotograficasoleograficas.blogspot.com/
2012/09/los-ninos-de-posguerra-by-david-chim.html

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