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Lineas Fuga

El poder es una acción relacional que se ejerce en un contexto histórico y social, no algo que se posee. Se manifiesta a través de prácticas de dominio y resistencia, donde saber y poder están intrínsecamente conectados. La microfísica del poder permite entender su naturaleza dinámica y productiva, desafiando la concepción del poder como mera represión y resaltando su capacidad para generar cambios sociales.

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Lineas Fuga

El poder es una acción relacional que se ejerce en un contexto histórico y social, no algo que se posee. Se manifiesta a través de prácticas de dominio y resistencia, donde saber y poder están intrínsecamente conectados. La microfísica del poder permite entender su naturaleza dinámica y productiva, desafiando la concepción del poder como mera represión y resaltando su capacidad para generar cambios sociales.

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LINEAS DE FUGA

Capítulo 1. La naturaleza del poder

Poder: conjunto de acciones que tienen por propiedad influir sobre otras acciones; no es
algo que se posea, sino que existe únicamente en ejercicio, pues se teje en las relaciones
que esas acciones establecen entre sí. Revela un dinamismo que impide precisarlo sin
tomar en consideración los aspectos que reviste y los factores que intervienen en su
singularidad histórica; por ello, tampoco es algo fijo, ni una sucesión de estructuras (fijas)
que se relevan, sino una serie de multiplicidades inestables que se entrecruzan para dar
forma a prácticas singulares de dominio y resistencia.

Cuando Foucault plantea un problema histórico, pregunta al mismo tiempo por el hoy, por
su propia actualidad; de ahí su interés en la reflexión kantiana en torno a la Ilustración,
pues ve en ella un cuestionamiento filosófico por el hombre moderno, por la manera en
que los seres humanos actúan en su presente.

La pregunta por el poder remite a quien la formula y al campo de fuerzas en el que se


halla inmerso, pero también al lugar desde el que los historiadores plantean sus
problemas, pues convierte a la práctica en el elemento de inteligibilidad que une al
pasado con el presente. La reflexión se inscribe en una “ontología del presente”, que
busca rescatar el núcleo autocrítico de la modernidad descubierto por Kant.

La problematización que sitúa a la Ilustración como objeto de indagación de sí misma


desencadena una “actitud crítica” que retoma la posición combativa de las luchas contra
el pastorado cristiano y cuestiona toda forma heterónoma (sometida a un poder externo) de
gobierno. La puesta en marcha de este ethos filosófico implica rastrear aquella
multiplicidad que ha llegado a constituir las subjetividades y el tejido social del
presente, a partir de la conexión “entre unos mecanismos de coerción y unos contenidos
de conocimiento”.

Los conceptos de saber y poder funcionan como puntos analíticos de referencia, que
permiten comprender la singularidad, la arbitrariedad y la contingencia de todo sistema
normativo que demanda aceptabilidad. La indagación por el poder se convierte, así, en
un ejercicio cuyo objetivo no es tanto “descubrir qué somos, sino rechazar lo que
somos”, porque es necesario liberarse “de esta especie de ‘doble atadura’ política que
consiste en la simultánea individualización y totalización de las estructuras modernas de
poder”.

El reconocimiento crítico-genealógico de lo que se es en el presente tiene como finalidad


la transgresión de los límites que se imponen a la posibilidad de ser de otra manera; por
esta razón la filosofía tiene sentido en la medida en que busca “saber cómo y hasta
dónde sería posible pensar distinto”.

1
Pensar el poder implica, entonces, ocuparse de aquello que le resiste, de aquello que
franquea sus fronteras. Enmarca la búsqueda de los elementos específicos que le dan
rostro al poder en momentos determinados de la historia de Occidente.

Los cuestionamientos en torno al ejercicio del poder no se plantean en abstracto, sino


con respecto a su dispersión dentro del tejido social, en la configuración de
subjetividades y la intrincada red de relaciones singulares a la luz de las cuales adquiere
sentido. La plasticidad histórica del poder no impide, sin embargo, precisar
conceptualmente algunos de sus principales rasgos.

Identificar, en principio, no tanto un “qué” sino un “cómo” del poder, entendido como
una acción que incita, induce, seduce, vuelve más fácil o más difícil, que siempre se
efectúa sobre un sujeto o unos sujetos actuantes en virtud de su actuación o de su
capacidad de acción.

Hay un margen necesario de elección que se supone en los individuos que entran en las
relaciones de poder, un campo en el que pueden conducir sus propios
comportamientos, pero susceptible de ser condicionado sin entrar en contradicción con
la libertad, pues la constricción de los cuerpos es más un límite que un rasgo
fundamental de las dinámicas del dominio.

El objeto del poder es la conducta, la posibilidad de guiar o conducir la capacidad de


acción: el poder es menos una confrontación entre dos adversarios o el enlace del uno
con el otro, que un problema de gobierno. Pero gobernar no es limitar, es producir un
campo de acciones posibles para el desarrollo de determinadas maneras de ser y actuar.

Gobierno y libertad están vinculados; no siempre, ni necesariamente, son términos


antagónicos, y su relación funciona con más eficiencia cuando se incrementan en
proporción directa. El poder juega con la libertad, la pone a su servicio, crea para ella
espacios y tiempos, la guía y la produce, pero también la pierde: algo siempre se le
escapa.

Poner en tela de juicio la tesis según la cual el poder es algo enteramente negativo y
limitativo. El poder no es una carencia o la simple represión del deseo, es producción de
lo real y producción de saber.

El poder no se posee, se ejerce y no es exclusivo de una clase o del aparato de Estado,


sino que se teje en la inestabilidad de las estrategias que pasan tanto por dominadores
como por dominados, pues opera por funcionamientos y disposiciones que se hacen
efectivos en la práctica; su articulación es una acción que no está dada de antemano y,
por tanto, existe solo “en acto”.

Al sobrevalorar el papel de las prácticas y subestimar el peso de los individuos y las


instituciones, se deja de lado aquellos casos en los que parece que el poder es
“inseparable de los sujetos que lo representan” o en los que existe una “identidad casi
absoluta” entre él y determinados regímenes políticos.

2
La posesión del poder, como la posibilidad de disponer de los mecanismos para su
ejercicio en determinadas circunstancias no explica su naturaleza, sino que es el
fenómeno que debe ser explicado, además de que dicha posesión solo es efectiva en el
ejercicio y no en la pura posibilidad de sus instrumentos.

Es la microfísica la que explica al Estado, la estrategia la que explica los grandes


conjuntos y no al revés, pues la “macropolítica” solo traduce en índices estadísticos las
relaciones de fuerza, siempre dinámicas e inestables.

La localización del poder en el Estado asume que los procedimientos del Estado
funcionan por apropiación de tácticas que provienen de otros lugares que le sirven de
principios de inteligibilidad. Se logra descentrar el análisis del ejercicio del poder de la
óptica exclusiva del Estado, ya que concibe al Estado no como la fuente de los poderes,
sino como su punto de convergencia.

El concepto de microfísica hace referencia, en este sentido, a esa instancia singular y


relacional inestable que explica el funcionamiento de las instituciones sin hacer parte
exclusiva de ninguna de ellas, sino que las atraviesa, constituye y modifica en el marco
más o menos estable de una sociedad.

Microfísicos son, por ejemplo, los saberes locales, sometidos, en contraste consigo
mismos y con la veracidad científica un mapa de conflictos, luchas y resistencias en
contra de las pretensiones de verdad de los grandes conjuntos por imponer una unidad
superior que los abraque.

Si el poder es relación de fuerzas, si no se encuentra en un lugar determinado sino que


es disperso y existe únicamente en acto, el Estado se muestra como una lucha particular
de esas fuerzas, como una guerra librada en una serie de procedimientos y escenarios
que la modulan, pero que no la explican, ya que, por el contrario, tales procedimientos
estarían determinados por el dinamismo del enfrentamiento.

La relación de fuerzas tiende a desbordar las instancias Estatales, las surca y las
transforma, aunque en sí misma carezca de forma. Desde esta óptica el papel del poder
político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza en las instituciones, en las
desigualdades económicas, en el lenguaje. La política de las instituciones se constituye y
disuelve por acción de las relaciones de fuerza y estas son, a su vez, codificadas por la
primera.

El poder, entendido como el dominio del Estado, una “infraestructura” económica le


sirve de sustento; concibe las relaciones de fuerza como expresión ideológica de un
determinado modo de producción y a ello se opone la idea de que el poder es inmanente
(que pertenece a un ser, cuando la acción perdura en su interior, cuando tiene su fin dentro del mismo ser)
a la producción y no su reflejo desfigurado, pues es constitutivo de lo real y no solo de
su representación.

3
El poder es un rasgo de los dominadores que, en esencia, los distingue de los
dominados. Es una relación, no puede poseerse ni, por tanto, tenerse como un rasgo
específico, sino que hace parte de un ejercicio que está siempre en la tensión de un
enfrentamiento, por lo que no es exclusivo ni privativo de una clase social o un cargo,
aunque las condiciones en las que se ejerce puedan variar, y ellas sí pueden poseerse.

La violencia y la ideología le imprime una doble modalidad al poder Es la idea según la


cual el poder tiene en esencia una función negativa, asociada a la represión, a la
prohibición, el enmascaramiento o el engaño y que demanda obediencia irrestricta.

Desde esta óptica, lo negativo se convierte en un efecto y no en la finalidad del ejercicio


del poder, lo que permite explicar sus diferentes grados de eficacia y las vicisitudes de la
resistencia al mismo, pues se enmarca en conexiones múltiples de funcionamiento que
no están preestablecidas, sino que se modifican en la práctica.

Ejercer el poder no implica recurrir a la violencia, sino transitar en su límite ; no es su


efecto dañino sobre los cuerpos o las almas aquello que lo define, sino la productividad
en la que los inserta y el gobierno que los conduce.

Si se parte de que el poder es una acción que determina otras acciones, o de que es una
relación de fuerza, su práctica se aleja de la destrucción, puesto que implica siempre una
pluralidad que no cesa de modificarse y que no puede reducirse a la unidad sin perder
con ello su naturaleza.

La violencia nunca actúa sobre una acción, la violencia se ejerce sobre el soporte de una
acción, sobre el sujeto de una acción.

La capacidad para la destrucción no es sinónimo de poder, sino cuando se utiliza para


disuadir (en cuyo caso es una acción que modifica otras acciones), pues en el momento en que
algo se destruye deja de ser susceptible de que se ejerza cualquier tipo de influencia
sobre él.

La violencia es signo de que el poder no se ha podido ejercer, es el índice de su


impotencia, pues a ella se recurre cuando no se ha podido actuar sobre otras acciones,
ni conducir los cuerpos, ni disponer de los espacios ni los tiempos; de ahí la tendencia a
la destrucción de aquello que no se puede dominar.

La violencia es la pura reactividad de la fuerza. De igual manera, el poder tampoco es ni


produce ideología, sino que está ligado a la producción de verdad.

Hay estrecha relación en la que saber y poder se implican: “el poder-saber”, los procesos
y las luchas que los atraviesan y que los constituyen, determinan las formas, así como
también los dominios posibles del conocimiento. El poder es inherente al saber, aunque
su naturaleza sea distinta, y no habría algo así como un saber “no contaminado” de
relaciones de fuerzas que pueda oponerse a un presunto conocimiento ideológico, sino
saberes que se esgrimen como estrategias para perpetuar, modificar o disolver
determinadas relaciones de poder.

4
La ley es un concepto de los grandes conjuntos, pertenece al Estado y supone las
relaciones de poder que la determinan; por otro lado, sigue siendo una concepción
negativa y limitativa que parte de la escisión entre lo permitido y lo prohibido como
función esencial del poder.

¿Cuál es la razón de que se asocie tan fácilmente al poder con la ley y las limitaciones que
impone? Pertenece a la naturaleza del poder desfigurar una parte de sus mecanismos
para lograr mayor efectividad, y este encubrimiento es tan necesario para dominadores
como para dominados, pues no es posible que estos últimos puedan soportar el dominio
sin dar por hecho que pueden, por lo menos, dimensionar su límite detrás del cual
siempre parece quedar un poco de libertad.

La suposición de un poder puramente prohibitivo no sería más que una estrategia de


aceptabilidad, cuyo ejercicio oculta su carácter productivo. La ley está unida a los
mecanismos que sirven para eludirla, a los “ilegalismos” que la transgreden, de modo
que concebir el poder desde su ropaje legislativo no sería más que verlo desde su flanco
más débil, desde el eterno fracaso por contener lo incontenible.

Esta concepción jurídica es un legado de la monarquía medieval que heredaron las


formas republicanas de gobierno, una mirada que responde a objetivos de dominio
político centrados en el Estado. El concepto de poder se entiende como la interacción de
partidos en guerra, la descentrada red de confrontaciones y penetración productiva y
sujeción subjetivante de un contrario al que se tiene corporalmente presente.

A caso los dominados aceptarían el poder si no viesen en ello un simple límite impuesto
al deseo, dejando intacta una parte -incluso reducida- de la libertad, es decir, si
soportarían algo diferente a tal suposición; el poder, como puro límite trazado a la
libertad, es la forma general de su aceptabilidad.

La naturaleza relacional e inestable, así como en los rasgos productivos hace de dicho
concepto un factor dinámico y una potencia del cambio social, el poder, como un factor
que genera la desarticulación de sus propias relaciones.

La microfísica, el análisis capilar de las relaciones fluctuantes de fuerza, constituyentes


de la red de interacciones sociales de poder y saber que producen identidades
individuales y grupales, así como resistencias positivas a los procesos de dominación. No
en la perspectiva de las grandes manifestaciones del poder, sino en los límites del
ámbito de la legalidad, allí donde la ley no puede explicar las prácticas que la preceden
ni aquellas que las desbordan.

El análisis microfísico toma como punto de partida aquellas técnicas y tácticas que, con
dinámicas propias, son anteriores a cualquier tipo de captura por parte del Estado y se
enfoca en aquellas tensiones que se tejen entre los micropoderes y los procesos de
apropiación estatal de sus tecnologías, como en el caso de los dispositivos punitivos que
son asimilados por el derecho penal.

5
Esta mirada asume el poder en su carácter cambiante y connatural a la constitución de
lo social: no como una estructura invariable que organiza los flujos y las fuerzas sociales,
sino como la capacidad para movilizarlos.

De estas premisas se concluye que la plasticidad del poder impide que sus relaciones se
conciban como marcos inmóviles e inmodificables, sino que la resistencia se hace
inevitable como reverso de dicha capacidad.

Es posible distinguir niveles duros y flexibles de organización o segmentación, en los


estratos que le dan forma a la existencia humana. Todo individuo, así como toda
sociedad, se constituye a partir de la confluencia y la dispersión de flujos de diferente
índole que cada segmento intenta capturar, etiquetar y ajustar a un determinado orden.
Pero esta canalización es siempre inestable, pues involucra la articulación de elementos
heterogéneos en una serie de “cambios de ritmo y modo que, más que implicar una
omnipotencia, se hacen a duras penas.

El terror de todo tipo de organización sea “el diluvio”, el desborde de los flujos con
respecto a los diques que intentan contenerlos, pues una línea de fuga, o flujo mutante,
no es solo capaz de desestabilizar un orden dado, sino también de crear uno nuevo,
quizá más libre, quizá más perverso o más férreo.

La diferencia de naturaleza entre flujos, segmentos y sus puntos de encuentro, no


implica que se den los unos sin los otros; por el contrario son líneas que siempre
aparecen juntas, “pasan la una a la otra”, en una presuposición recíproca, pues toda
política es a la vez macropolítica y micropolítica.

La segmentación dura es la instancia molar, el efecto de la conjugación de los flujos en


un sistema de codificación que les asigna una cualidad: es la macropolítica de los
Estados, de las clases, las instituciones y la burocracia, también es la política de
individuación y dispositivos de sexualidad. La micropolítica concierne al movimiento
flexible de los flujos, a la instancia molecular de la que hacen parte las líneas de fuga
que se escapan en todo momento a las segmentaciones, también es la política de los
flujos que pasan por ellas y las constituye.

Lo molar y lo molecular son dos aspectos diferentes que, sin embargo, no dejan de
entrecruzarse, de referirse el uno al otro, de complementarse, de sabotearse y
desarticularse; no difieren en dimensión, en el sentido de que lo micro constituya una
parte del todo, mientras que lo macro sea el todo mismo, pues en ambos casos se habla
de elementos constitutivos de todo el campo social.

Molecular y molar son perspectivas de distinta naturaleza: una se aboca al detalle de las
partículas que atraviesan el todo, en líneas de flujo y fuga que se conectan haciendo
rizoma; la otra, se enfoca en las líneas duras de agrupamiento parcial, de conjugación y
captura, es la línea de integración de los flujos en grandes conjuntos, en instituciones,
Estados e individuos determinados. Aunque distintos y conciliables solo relativamente,
los flujos moleculares y los segmentos molares son inseparables.

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Los flujos “puros” son abstractos, indefinibles por sí mismos, aunque no por ello irreales,
imaginarios o subjetivos, sino que son inteligibles por los códigos que los capturan, así
sea para señalar el desfase entre unos y otros. De igual manera, los segmentos existen
solo a partir de los flujos que capturan: la línea de segmentos está inmersa y se prolonga
en un flujo de cuantos que no cesa de modificar, de agitar los segmentos.

Ningún flujo es capturado por completo, siempre lleva consigo algo indescifrable que no
puede ser definido, sino apenas captado a partir del código o del segmento que arrastra
y que rechaza al mismo tiempo.

Una sociedad puede codificar la pobreza, la penuria, el hambre. Lo que no puede


codificar es aquella cosa de la cual se pregunta al momento en que aparece: ¿Qué son
esos tipos ahí? En un primer momento se agita entonces el aparato represivo, se intenta
aniquilarlos. En un segundo momento, se intenta encontrar nuevos axiomas que
permitan, bien o mal, recodificarlos.

La noción de flujo se refiere a una dimensión “virtual” de la realidad que no se reduce a


los sistemas, a las estructuras, ni a los códigos sociales, sino que los constituye y
desborda; es una instancia que por no ser “actual” es imperceptible, dado que toda
percepción supone aquello que puede ser percibido, aquello que puede ser
comprendido o clasificado. Todo aquello que se escapa a la codificación es, entonces,
“innombrable”.

El flujo puro se infiere de un ejercicio de abstracción de los códigos, similar a la operación


por la cual Marx encuentra el concepto de trabajo abstracto* detrás de toda cosa
producida y de todo trabajo concreto. Todo valor de uso (todo flujo codificado) es una
concreción del trabajo abstracto (flujo puro), objetivado a partir del tiempo de trabajo
socialmente necesario (código).

*Marx define el concepto «trabajo abstracto», una vez ha aclarado que el valor de uso (utilidad), vinculado
a las características concretas de cada mercancía, es insuficiente para comprender cómo funciona el
capitalismo y entonces nos advierte que es necesario analizar el valor de cambio. En relegar
momentáneamente la utilidad de cada una de las mercancías, ya se abre el camino para hacer abstracción
del trabajo específico (carpintería, minería…) que se encuentra detrás de él y poner así el acento en el
aspecto común de todos estos trabajos como actividad fisiológica.

El concepto de trabajo abstracto surge como contraposición al trabajo concreto al trabajo sensible, visible
y audible (del carpintero, del dentista, del camarero…) que se pone de manifiesto a través de la producción
de un valor de uso claramente delimitado (una mesa, el empaste de una muela, servir un café…). Marx llega
a este concepto al analizar las relaciones de intercambio entre dos bienes. Se trata de saber por qué una
determinada cantidad de un bien A puede intercambiarse por otra cantidad de un bien B. Esta posibilidad
de igualar bienes completamente diferentes, debe provenir de alguna sustancia que comparten.

A primera vista, es lógico que se ponga en duda esta suposición ya que aparentemente no hay nada en
común entre las mercancías que se intercambian (sillas y empastes de muelas, por ejemplo). Esta postura
escéptica conduce a una serie de consecuencias peculiares en torno a las que se ha construido la teoría
subjetiva del valor, que afirma que el valor de la mercancía se deriva principalmente de su valor de uso
(utilidad), una concepción de la que Marx huye escopeteado, como decíamos al principio.

7
Se define el flujo como el valor de las cantidades de bienes de servicio o de moneda que
son transmitidos de un polo a otro, en una operación económica.

Pero el concepto de flujo debe ser entendido desde la distinción ontológica entre lo
virtual y lo actual, así como los conceptos de micropolítica y macropolítica.

El concepto de fuerza de trabajo aísla arbitrariamente un sector y separa al trabajo de


sus relaciones con el amor, con la creación e incluso con la producción ”, es decir,
segmenta la producción del valor de la producción deseante del inconsciente y la
convierte en el único tipo de actividad productiva, bloqueando las demás conexiones
“maquínicas” que configuran la experiencia humana.

Para liberar el potencial (virtual-real) del trabajo humano (abstracto), es necesario


efectuar una línea de fuga de los flujos productivos del deseo frente a la fuerza de
trabajo, ya que la “fuerza de trabajo” es ya una codificación del capital para extraer
plusvalor: que el intercambio sea justo o injusto es lo de menos, porque se produce
siempre una violencia selectiva mediante el pago, se da siempre una mistificación de
principio cuando hablamos de “fuerza de trabajo”.

El flujo de trabajo abstracto como descubrimiento del capital es una forma de bloqueo
que no agota su realidad. El flujo no es el valor, sino aquello que lo produce en el
circuito del capital; al mismo tiempo, es aquello que se le escapa.

El capital efectúa una descodificación de los flujos (productos y actividades productivas),


para recodificarlos como trabajo abstracto y valor, y de ello extraer, como de una sola
magnitud, el plusvalor, tasado en tiempo socialmente necesario. Pero en el límite de
este proceso se halla la esquizofrenia, que efectúa una descodificación aún más
profunda de los flujos, hasta despojarlos de todo código.

El esquizoanálisis entra en escena para reconocer la existencia de flujos puros (el deseo),
más allá de la disposición capitalista del trabajo abstracto, es decir, más allá del
fetichismo de la mercancía y del inconsciente edípico freudiano.

Hablan también de segmentaridades moleculares, para designar esa especie de polo


perceptible, codificado, de los flujos puros, en aquel momento incomprensible en el que
efectúan devenires (descodificaciones) y hacen estallar el cuerpo social, amenazando su
estabilidad al devenir flujos “indeseables”.

De igual manera, estas segmentaridades moleculares quedan recubiertas por


segmentaridades molares que efectúan recodificaciones, o devienen ellas mismas
segmentaridades que recodifican. Desde esta perspectiva, el poder es molar tanto como
molecular, pasa por las dos dimensiones y en el cruce de ambas.

Como instancia molar, el poder se define por la institución (en el amplio sentido del
término) de puntos de centralización de flujos, es una acción macropolítica que
establece los segmentos por los que determinados flujos pasan o se bloquean, se cortan
o se orientan.

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Aquí, el Estado se concibe no como el modelo o la causa eficiente de todas las
segmentaciones duras, sino como una “caja de resonancia para todos los puntos”, como
el agujero en el que confluyen y se interconectan las demás instituciones.

En el plano molecular, el poder actúa como el movimiento de conjunción de los flujos en


su aspecto más difuso e inestable; se ejerce en el detalle, allí donde los roles, las
identidades y las funciones molares se confunden y se dispersan en pequeñas acciones,
en pequeños grupos, en migraciones, etc.: es el reverso de lo molar, que permite la
sujeción de los flujos a los centros de poder y la emisión de líneas de fuga.

A este nivel, el poder es una “textura” que orienta los flujos en dirección a los puntos de
confluencia, es el funcionamiento del poder en acción y en detalle, con su eficacia y su
porosidad: No hay centro de poder que no tenga esa microtextura. Ello explica -y no el
masoquismo- que un oprimido pueda tener siempre un papel activo en el sistema de
opresión”.

En tanto que los flujos moleculares transitan entre las segmentaciones duras y las líneas
de fuga, entre la codificación y la descodificación, el poder reviste un tercer aspecto que
es al mismo tiempo su alcance y su límite: se trata de una función de los centros de
poder que consiste en “traducir, hasta donde pueden, los cuantos de flujo en segmentos
de línea”, en ajustar los movimientos micropolíticos a las modulaciones de la
macropolítica, en mantener lo molecular dentro de las líneas del plano molar.

Es el “fondo de impotencia” consustancial a los contornos del poder, el límite entre el


control de los flujos y las líneas de fuga.

Determinan tres aspectos que definen un centro de poder: primero, “zona de potencia”
en la que actúan las líneas molares; segundo, “zona de indiscernibilidad” en la que se
vislumbra todo el tejido microscópico de los flujos (o microfísica); y tres, “zona de
impotencia” en la que la relación entre lo molecular y lo molar se hace más laxa, donde
el control total sobre la emisión de líneas de fuga es imposible.

Un centro de poder es el punto simultáneo de convergencia y divergencia de lo macro y


lo micro, con sus diferencias de naturaleza. Es la manera en que se presenta realmente
el poder en la presuposición recíproca de sus aspectos, en la determinación de uno en el
otro, pero también en una necesaria desavenencia que hace que siempre huya algo.

El poder se teje en la relación entre lo molar y lo molecular: no surge como un aspecto


propio de una u otra dimensión, sino en su contacto, aunque pueda revestir, en
determinados momentos, la naturaleza de alguna de las dos.

Saber y poder se implican mutuamente, el poder es inseparable de aquellas condiciones


que le sirven para su ejercicio. El poder es, en su fundamento relacional, microfísico, y
los mecanismos a través de los cuales entra en acción, “macrofísicos”.

9
Si bien todo poder es diagramático, no todo diagrama es de poder: los “agenciamientos”
o conexiones inestables de flujos moleculares no implican siempre relaciones de poder,
“sino de deseo, deseo que siempre está agenciado”, pues el poder es “una dimensión
estratificada del agenciamiento.

El poder es la capacidad transformativa de lo social, aquel rasgo constitutivo de las


relaciones de fuerza; el poder es secundario con respecto al deseo. El diagrama es una
matriz abstracta de distribución virtual de fuerzas, acciones y flujos que configura las
conexiones y conjugaciones moleculares que atraviesan todo un campo social y lo
definen, actúa en el detalle como posibilidad real que se actualiza en instancias molares
que pueden o no solidificarlo como una relación de poder.

Lo fundamental en el diagrama o “máquina abstracta” es la emisión de líneas de fuga


que, al ser primeras, no pueden entenderse como fenómenos de resistencia o de
respuesta, sino máximos de creación y de desterritorialización. Por consiguiente, son
anteriores al poder.

El diagrama es un potencial creativo que permite que los flujos formen un tipo de “caos-
germen”: un caos del que algo sale. Es inestable y se encuentra en mutación continua,
en relación con otros diagramas que le preceden y aquellos que se le superponen.

Toda sociedad posee sus propios diagramas con grados distintos de sedimentación, y
esta inestabilidad le permite mutarlos o fijarlos en los estratos molares.

Cada diagrama es un tipo de organización posible que siguen los flujos tanto para
establecer puntos inestables de convergencia, como para producir líneas de fuga.

¿Qué hace que un diagrama se convierta en una relación de poder? Su contacto con
elementos molares, su estratificación más o menos permanente. Sin dicho contacto, no
habría poder. Todo diagrama fundamenta y supone estratos, sedimentaciones,
relaciones de saber; todo flujo molecular está en una relación problemática con líneas
molares, no todos estos contactos son iguales, aquellos que son más estables se
configuran en centros de poder y, a nivel molecular, en diagramas de poder.

Una cosa es el “devenir revolucionario” y otra muy diferente la historia de una


revolución, pues el primero se entiende como el diagrama de un conjunto de líneas de
fuga (potencial creativo), y el segundo como su resultado molar y estratificado, en un
tipo de relaciones sociales singulares establecidas en nuevas instituciones: en este
segundo nivel, el diagrama que guía su desarrollo es ya un diagrama de poder.

En la realidad concreta, habría, entonces, polos molares y polos moleculares


perceptibles que serían expresión de diagramas distintos, de diagramas de poder, más o
menos endurecidos o dispersos en los estratos, y otros diagramas que sirven de
distribución de fuerzas para la emisión de líneas de fuga, que fracturan las relaciones de
poder y que pueden o no efectuar conjugaciones de flujos y reterriolizaciones con sus
propios centros de poder.

10
Este conjunto de líneas molares y moleculares, este entramado de fuerzas, flujos,
segmentos y diagramas que convergen, se repelen y funcionan al mismo tiempo es lo
que llama un dispositivo. El lugar del poder es el diagrama, pero también es el lugar de
potencia del deseo para conectar los flujos con líneas de fuga que permiten escapar a las
relaciones de fuerza propias de los centros de poder.

De las formaciones sociales concretas es posible, por lo tanto, distinguir los diagramas
que definen las estrategias del ejercicio del poder, aquellas variaciones que hacen
posible la formación de estratos molares, y las variables de su continua mutación.

El diagrama es siempre de poder, entendido como la fuerza plástica de constitución de


lo real, aunque no como la estructura o límite en el que estuvieran encerrados los entes.

Los puntos de resistencia están presentes en todas partes dentro de la red de poder, se
anidan como un reverso inevitable y simultáneo, que permiten un redireccionamiento
continuo de las relaciones de poder.

Es inevitable la transformación social por

 movimientos que se enfrentan y desbordan los marcos estructurales (siempre


relativos) de los dispositivos concretos;
 movimientos de resistencia pueden siempre engendrar nuevas relaciones de
poder;
 las mayores líneas descodificadas de flujo molecular devienen en
recodificaciones que capturan otras líneas mutantes y las conjugan en nuevos
centros de poder;

Más lo que es un peligro inevitable, no implica un devenir necesario, ni una


predestinación, sino un límite que siempre puede ser franqueado, modificado o
estratificado.

En este cruce de fuerzas, el marco molar es irrecusable, puesto que es el reverso de lo


molecular y porque brinda una estabilidad necesaria para que las líneas moleculares no
se deshagan en su puro fluir.

Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones

Al analiza la mutación diagramática que se produce en las sociedades occidentales entre


los siglos XVII y XVIII, el conjunto de cambios que, en principio, se hacen transparentes
en los mecanismos de castigo, definen todo un campo social por ser externos a cualquier
tipo de institución. Esta transformación marca un desplazamiento con respecto al
ejercicio del poder, ya que produce un cambio en los puntos de convergencia sobre los
que se tensionan las relaciones sociales. Se rastrea el proceso por el cual el dispositivo
de soberanía pierde fuerza (aunque no desaparece) con respecto a los mecanismos
disciplinarios.

11
Las sociedades de soberanía, cuyo arraigo en Occidente data de la Edad Media,
engendran discursos de legitimidad e ilegitimidad que permiten perpetuar el dominio de
los reyes sobre el cuerpo social. Dichos discursos no tienen que ver con el
convencimiento ideológico de las masas, sino con la instauración de prácticas de saber,
obediencia y castigo, cuya racionalidad le da forma al ejercicio del poder y condiciona la
subjetividad de quienes se hallan inmersos en ellas.

Se crea toda una serie de mecanismos jurídicos que intentan mantener las relaciones
verticales entre gobernantes y gobernados, pero que termina generando efectos no
previstos por la economía del poder.

Los ilegalismos son aquellas exenciones al cumplimiento del orden legal que modulan el
funcionamiento de todo andamiaje social; su existencia no es una anomalía de las
relaciones de poder, sino una pieza clave de su ejercicio: las atraviesan, las modifican y
les permiten un estado de relativa estabilidad, en tanto que son un referente necesario
de su configuración.

Por ello, la ley no tiene por función principal “reprimir” la ilegalidad sino “gestionar” o
“diferenciar” los ilegalismos: La penalidad sería entonces una manera de administrar los
ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos, y
hacer presión sobre otros.

La irrupción de la disciplina responde a una necesidad de reevaluar los ilegalismos de


viejo cuño y controlar aquellos que surgen con las nuevas condiciones económicas de la
burguesía ascendente, que si bien tolera y promueve el “ilegalismo de los derechos”
(como el contrabando), se resiste al “ilegalismo de los bienes”, dado que atenta contra
los derechos de propiedad.

La verticalidad de la soberanía se sostiene, desde la Edad Media, a partir de un


equipamiento jurídico que permite desvanecer la existencia de la dominación, reducirla
o enmascararla para poner de manifiesto, en su lugar, dos cosas los derechos legítimos
de la soberanía y la obligación legal de la obediencia.

El derecho opaca las tensiones del poder, legitima sus diferencias e intenta diluir los
espacios de resistencia, dado que emana directamente de la figura del soberano,
ocupada hasta el Antiguo Régimen por el rey, pero que en las sociedades modernas es
asumida por el pacto social.

Estos esfuerzos legalistas son heredados por las democracias contractuales e inciden
directamente en la manera de ejercer y pensar el poder.

El imperio de la ley que opera en el modelo jurídico contrasta con un trasfondo


microfísico que desborda sus límites y pone en cuestión, en cada momento, el derecho
de gobernar, ya que dicha red de relaciones evidencia el marco estratégico que sostiene
a la potestad soberana.

12
La aplicación de la jurisprudencia activa el juego de la dominación y la resistencia,
sirviendo de doble filo al ejercicio del poder, ya que, por un lado, asegura la continuidad
del rey, pero, por otro, limita su influencia al establecer condiciones a partir de las
cuales es aceptable y más allá de las cuales pierde legitimidad.

El hecho de que la teoría de la soberanía esté en el centro de las luchas políticas, desde
el siglo XVI, ha permitido que tal forma de pensar el poder se mantenga vigente en los
aparatos jurídicos de las sociedades occidentales, junto a otras mecánicas como la
disciplina que cumplen la misma dinamización de las tensiones sociales y permite
“ocultar” su funcionamiento.

El problema de pensar el ejercicio del poder a partir del modelo de la soberanía es que
se circunscribe a un tipo particular de mecanismos, a una tecnología concreta, que no
hace transparente la pluralidad y el dinamismo de las tensiones que producen y revocan
las diferencias de poder que entran en juego en todo orden social.

Para las sociedades de corte feudal la forma en que se ejercía el poder podía
transcribirse claramente en términos de la relación soberano/súbdito, pero esta
“transcripción” se queda corta para otro tipo de mecanismos emergentes desde el siglo
XVII.

Incluso, se podría observar, este modelo es insuficiente también para estudiar la


mecánica del poder en las sociedades de soberanía, ya que los análisis en torno a sus
dispositivos punitivos evidencian todo un conjunto de prácticas que cuestionan de
hecho la omnipotencia de la ley y ponen en evidencia una serie de ilegalismos populares
que refuerzan el dominio soberana.

De la soberanía a la disciplina no hay una sucesión lineal, ni un relevo generacional, sino


la configuración de diagramas que imponen y redistribuyen los diferenciales de poder.
Así, el paso de una sociedad soberana a una disciplinaria implica no la aparición brusca
de una y la desaparición de otra, sino el predominio de un conjunto de técnicas sobre
otras, en el marco de las interacciones sociales.

Las reformas penales que empiezan a gestarse en el siglo XVIII apelan a otro tipo de
soberanía que no es la del rey, sino la del pacto social y constituyen: un formidable
derecho de castigar, ya que el infractor se convierte en el enemigo común. Peor que un
enemigo, incluso, puesto que sus golpes los asesta desde el interior de la sociedad y
contra esta misma: un traidor”.

Por otro lado, también se habla de un diagrama “napoleónico” que serviría de bisagra
entre los dos tipos de prácticas. Esta mutación en el seno de la soberanía implica ya un
direccionamiento distinto de los mecanismos de castigo, pero también una redefinición
de las relaciones de poder que los atraviesan: no un impulso humanitario, sino la
necesidad de regular aquello que se le escapa a las antiguas prácticas penales y prever
su mayor número de consecuencias.

13
En el diagrama disciplinario entran en escena conceptos como el cálculo de costos y
beneficios, la planificación de efectos o la potenciación de las fuerzas, que intentan
establecer las condiciones propicias para controlar de manera más eficiente los
elementos que componen el cuerpo social y permitir una mayor cohesión, propicia a las
nuevas condiciones de acumulación del capital.

Esta nueva economía del poder de castigar implica un uso eficiente de las penas, la
puesta en marcha de prácticas de canalización y corrección de las conductas anómalas
que hace más útil el castigo en términos ya no (o no solo) de la reparación del crimen,
sino en la previsión de crímenes futuros tanto del mismo individuo como de otros que,
eventualmente, quisieran seguir su ejemplo.

Junto a la corrección, la preocupación central de la disciplina penal es la prevención:


anticipación de nuevos crímenes y de la irrupción de nuevos criminales:

No se castiga, pues, para borrar un crimen, sino para transformar a un culpable (actual o
virtual); el castigo debe llevar consigo cierta técnica correctiva”. Esta mecánica produce,
a propósito de la figura del criminal, un conocimiento que ya no es solo judicial, no se
refiere solo al crimen cometido, sino al sujeto que lo comete, a las condiciones
concomitantes que lo conducen a la perpetración del delito y a las posibilidades de
convertirlo en un elemento útil para el orden social.

Con la disposición del condenado, ya no como objeto de suplicio sino de corrección, se


descubre un nuevo uso político del cuerpo que apela a su “docilidad”, a su capacidad
para ser moldeado y formado a partir de la puesta en marcha de determinados
procedimientos de “control minucioso”: se crean las “disciplinas”.

Se produce, por lo tanto, un nuevo tipo de conocimiento encaminado al encauzamiento


de los comportamientos y los hábitos, que desborda las prácticas de castigo y empieza a
alojarse en otros ámbitos como la milicia, la educación, la producción y la medicina, al
tiempo que extiende la función de juzgar a otros campos, centrados en los elementos
concomitantes al crimen. El psiquiatra y el pedagogo se convierten también en jueces.

Las disciplinas crean estructuras espaciotemporales reticuladas, establecen rangos que


organizan a los individuos en función de su grado de sumisión a las reglas y evalúan sus
progresos con respecto a la consecución de los objetivos que les han sido trazados; por
lo tanto, constituyen un conjunto de técnicas encaminadas a volver más productivos a
los individuos y a los procedimientos que los ciñen.

El diagrama disciplinario configura prácticas y saberes a partir de los cuales se dispone


de un nuevo tipo de individualidad, situada en la lente de un poder cada vez más opaco
que convierte a la inversión de la visibilidad y la individualidad en una pieza clave para
su ejercicio.

14
El individuo moderno se concibe, desde esta perspectiva, no solo como una expresión
“ideológica”, sino como el producto de la presión sobre los cuerpos que ejercen las
tecnologías disciplinarias, aplicadas en los mecanismos penales de castigo y en distintos
procesos formativos y reformativos de las sociedades occidente.

Esto no quiere decir que el poder en general y la disciplina en particular se conciban como
efectos de la infraestructura económica; por el contrario, se los piensa como ese conjunto
de procedimientos y saberes que se ciñen a los procesos económicos para hacer posible
su funcionamiento, pues la potenciación de la producción social es inseparable de la
capacidad para disponer de multiplicidades humanas.

No habría sido posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el


crecimiento de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos y de utilizarlos ;
pues, las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los hombres aceleran el
movimiento de acumulación de capital. Se trata, por tanto, de magnitudes que se
incrementan en proporción directa y se determinan recíprocamente.

Con respecto a las estructuras jurídicas las disciplinas son la contrapartida del poder
soberano, sobre todo en aquellos elementos que en este último sirven para limitar el
dominio de los reyes y que pasa a manos del pueblo como recurso de resistencia en el
derecho:

La vigilancia continua y jerárquica, la evaluación y el examen que remiten de una


instancia disciplinaria a otra, son mecanismos imperceptibles, horizontales en su
ejercicio, que, no obstante, refuerzan las condiciones desiguales en las que se enmarca
el ejercicio del poder en su eje vertical.

La puesta en marcha de mecanismos de vigilancia constante y minuciosa ha hecho


mutar el funcionamiento de instituciones como el hospital, la escuela y el taller, y las ha
convertido en espacios de producción de conocimiento útil acerca de aquellos en
quienes se ejerce el poder, haciendo que las prácticas coactivas y los saberes de registro
se refuercen mutuamente y crezcan en proporción directa.

Desde esta óptica, el individuo no solo es un producto de las presiones sobre los
cuerpos, sino el objeto de estudio que surge de un conocimiento cuyo instrumento es el
examen (registro atento, escrupuloso, estructurado) y cuyo campo de conocimiento son
las ciencias humanas.

Estos procesos económicos, jurídicos y epistemológicos, con su historia singular y su


relación específica con las prácticas disciplinarias, se articulan en distintas
composiciones espaciotemporales para dar cabida a la irrupción de fenómenos como la
criminalidad, la sexualidad o la individualidad, que no tienen una existencia por sí mismos,
sino por la acción del campo de fuerzas que los constituyen.

15
Emerge un concepto que incluye a la disciplina y configura otros matices que definen las
tecnologías operantes en las sociedades actuales: el biopoder. Un desplazamiento con
respecto al juicio de que las sociedades contemporáneas sean esencialmente
disciplinarias, agrega otra variable tecnológica, la biopolítica, que funciona de manera
diferente a la vigilancia panóptica y ya no tiene en el individuo ni en los cuerpos su
objeto directo de intervención.

Con base en esta nueva categorización, el análisis se centra en el derecho sobre la vida y
la muerte, como concepto que hace inteligible la diferencia entre el poder soberano y el
biopoder.

La soberanía se fundamenta en el derecho de muerte, en la potestad de quitar la vida o


perdonarla, derecho a partir del cual articula todos los mecanismos para su ejercicio y
por el cual se edifica como un poder de captación de riquezas, de cuerpos, acciones, etc.

El biopoder, en cambio, funciona a partir de la composición de las fuerzas, de un


imperativo de productividad que dispone de los cuerpos, ya no desde la amenaza de
muerte, sino de la administración de la vida.

La defensa de la vida y la sociedad empieza a poner en funcionamiento toda la


parafernalia del poder, se convierte incluso en la bandera y el motor de la aplicación de la
muerte, sea en la forma de la ejecución legal (cada vez menos frecuente), en la de la
prevención médica o en la de la guerra, convertida en el arma de exterminio de aquellos
que aparecen como un peligro a la seguridad y a la integridad biológica de la raza.

El poder de “hacer vivir” se desarrolla a lo largo del siglo XVIII en dos tecnologías
diferentes, aunque no mutuamente excluyentes.

La primera de ellas es la disciplina o “anatomopolítica del cuerpo”, que funciona como


técnica de aumento de las fuerzas de los individuos, bajo el estricto adiestramiento,
seguimiento y registro de sus actividades dentro de una maquinaria (formativa o
productiva) de la cuál sería una pieza fundamental.

La segunda es la “biopolítica de las poblaciones”, cuyo objeto son las regularidades que
determinan la existencia biológica de los individuos, pero no en cuanto cuerpos
singulares sino en cuanto “cuerpo-especie”, sujetos a las vicisitudes de los nacimientos,
la mortandad, las hambrunas y demás fenómenos que pueden ser objeto de “controles
reguladores.

La inserción de la vida como objeto político implica un tipo de legitimidad enraizada en


su administración y potenciación, pero las prácticas encaminadas en dicho fin son, a su
vez, una pieza cardinal en el desarrollo del capitalismo, dado que asegura la disposición
de masas trabajadoras disciplinadas en los aparatos de producción y la intervención
institucional en los procesos económicos.

16
La norma es una instancia que integra lo científico, lo jurídico-penal y lo económico, a
partir de la cual se organiza, dispone e interviene lo biológico, según escalas de
adecuación o inadecuación a un conjunto de comportamientos, respuestas y rasgos
esperados, “en un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etc.) cuyas
funciones son sobre todo reguladoras”.

La vida, pues, mucho más que el derecho, se volvió entonces la apuesta de las luchas
políticas, incluso si éstas se formularon a través de afirmaciones de derecho el
“derecho” a encontrar lo que uno es y todo lo que uno puede ser, este “derecho” tan
incomprensible para el sistema jurídico clásico, fue la réplica política a todos los nuevos
procedimientos de poder.

En este contexto, emerge la preocupación contemporánea por el sexo como objeto de


procedimientos disciplinarios y controles estadísticos que valoran sus peculiaridades y
efectos, con respecto a su desviación o no desviación de lo que se considera un
comportamiento y una constitución “normal”.

Por lo tanto, se convierte en un campo de estudio de saberes como la psiquiatría o la


medicina, que avalan los juicios normativos y validan las intervenciones correctivas
sobre el cuerpo y la población: Salud, progenitura, raza, porvenir de la especie, vitalidad
del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad y a la sexualidad”.

El sexo y la sexualidad se convierten en el punto de anclaje de la injerencia sobre lo vivo


y en la clave de la formación, fijación y control de la identidad.

La atención se centra en la ruptura que implicó, para finales del siglo XVIII, el
desplazamiento del interés político hacia fenómenos poblacionales como la natalidad, la
mortalidad, la fecundidad, la longevidad, las endemias, etc., que habían tenido poco o
nulo interés desde la perspectiva de otros dispositivos: No se trata de tomar al individuo
en el nivel del detalle sino, al contrario, de actuar mediante mecanismos globales de tal
manera que se obtengan estados globales de equilibrio y regularidad, con el objetivo de
asegurar en ellos no una disciplina sino una regularización.

Diferenciación y articulación son, pues, los conceptos operativos en el análisis de la


relación entre la disciplina y la biopolítica como estrategias surgidas para hacer frente a
los fenómenos de resistencia que enfrentaban, de manera ineficiente, los recursos del
poder soberano, tanto en el detalle como en la masa.

Foucault estaba interesado en rastrear el surgimiento del racismo de Estado en el siglo


XIX y su papel en la configuración del Nacionalsocialismo. Le permitía comprender la
inversión del uso de la historia de la lucha de razas que la convirtió en discurso racista
estatal: poder sobre la muerte del otro como prevención biológica contra la degeneración
de la raza, es decir, como una estrategia para asegurar la propia vida; de ahí concluye que
“el funcionamiento, a través del biopoder, del viejo poder soberano del derecho de
muerte implica el funcionamiento, la introducción y la activación del racismo.

17
La soberanía, la disciplina y la seguridad no se asumen como tecnologías que se suceden
unas a otras en el tiempo y que configuran épocas históricamente definibles, sino como
mecanismos distintos, cuya aplicación varía con el cambio de las relaciones de poder de
una sociedad, en un conjunto de mutaciones que afectan su correlación, esto es, el
dominio que uno de ellos establece sobre los otros.

En este sentido, se parte del entrelazamiento de los tres mecanismos, en el que una
posible “sociedad de seguridad” pone a funcionar a la soberanía y a la disciplina como
parte operativa de su propio armazón.

Cuatro aspectos son importantes para el análisis de la mecánica de la seguridad : el


espacio, su relación con elementos aleatorios, la normalización y la población. A
diferencia del territorio obediente al soberano o de la cuadrícula vacía del espacio
disciplinario, la seguridad se ocupa de la disposición de una serie de rasgos poblacionales
en el lugar concreto que les sirve de soporte vital: el “medio” y un conjunto de datos
artificiales, aglomeración de individuos, aglomeración de casas, etc. que afectan a
quienes residen en él.

La espacialidad propia de la seguridad es aquella que sirve de condición para la


existencia de la población, esto es, a la multiplicidad de individuos que están y sólo
existe profunda, esencial, biológicamente ligados a la materialidad dentro de la cual
existen.

Para examinar el tercer elemento, la normalización, se establece algunas diferencias


entre la disciplina y la seguridad:

1. La disciplina requiere de un espacio cerrado, con límites precisos, para poner en


marcha sus mecanismos, mientras que la seguridad amplía su campo de acción, es
abierta; 2. La disciplina impone restricciones, reglamenta las acciones, segmenta los
espacios, mientras que la seguridad “deja hacer, se basa en los detalles que considera
naturales en la configuración de la población, para tomar medidas de control; y 3.
Mientras que la disciplina establece normas para definir lo permitido y lo prohibido, la
seguridad toma como punto de partida la irrupción de las cosas mismas, sus rasgos y
comportamientos, para determinar la normalidad de un fenómeno, según las
características de su propia naturaleza.

La seguridad es, en este sentido, una tecnología que no constriñe la libertad, sino que
parte de ella para establecer las condiciones en las que se ejerce; sus mecanismos se
adscriben al “liberalismo”, es decir, hacer de tal suerte que la realidad se desarrolle y
marche, siga su curso de acuerdo con las leyes, los principios y los mecanismos que le
son propios.

Ahora bien, la libertad que se asocia a dicha expresión se entiende en un sentido muy
preciso: ya no las franquicias y los privilegios asociados a una persona, sino la posibilidad
de movimiento, desplazamiento, proceso de circulación de la gente y las cosas.

18
Liberalismo no significa establecer una determinada relación de los individuos con los
derechos cívicos, sino la posibilidad de “dejar hacer” y “dejar pasar”, propia del libre
cambio de mercancías.

Lo esencial en la disciplina es la norma, que perfila la adecuación o inadecuación de los


individuos a ella, a partir de índices de cercanía y lejanía, para lo que se crea toda una
mecánica que ajusta los cuerpos, las acciones, los gestos, etc., a un modelo previamente
definido.

El cuarto factor que interviene en la mecánica de la seguridad es la población, en cuanto


objeto directo de su saber normalizador y de sus intervenciones reguladoras sobre el
medio. La noción de población surge ligada al problema del dominio soberano sobre los
súbditos, pero muta hacia el siglo XVIII para ser considerada como la integración de un
conjunto de fenómenos naturales, cuya regularidad puede ser caracterizada y sujeta a la
previsión. Tres sentidos en los que puede entenderse la “naturalidad” de la población.

El primero de ellos es el que la considera como la confluencia de variables climáticas,


biológicas, políticas y culturales, cuya resistencia a la voluntad soberana de la ley no
puede compararse ni equipararse con la desobediencia individual, sino entenderse,
precisamente, como una fuerza natural que no puede plegarse a voluntad, pero que es
susceptible a un análisis económico de sus leyes internas y a la intervención política de
sus efectos.

Gracias al establecimiento de índices de normalidad sobre las variables que afectan a la


población es posible adaptar sus condiciones de posibilidad de manera eficiente: no
obtener la obediencia de los súbditos a la voluntad del soberano, sino influir sobre cosas
aparentemente alejadas de la población, pero que, según hacen saber el cálculo, el
análisis y la reflexión, pueden actuar en concreto sobre ella.

El dispositivo de seguridad reduce el enfrentamiento entre el Estado y el individuo con


el encausamiento controlado de la población y la intervención directa sobre el medio
que habita, ya que instaura unos índices estadísticos de sus rasgos biológicos que le
permiten influir en ella, en función de los juicios de normalidad (ya no desde la norma)
que se extraen de la ponderación de sus fluctuaciones.

El segundo sentido de la naturalidad de la población hace referencia al hecho de estar


compuesta por individuos que actúan según intereses diversos, pero que concuerdan en
el móvil de sus acciones: el deseo. El problema de gobierno que abordan los
mecanismos de seguridad es, a este respecto, el de cómo gestionar el deseo de los
individuos, de cómo potenciar sus posibilidades de acción y no de cómo limitarlas:

Producción del interés colectivo por el juego del deseo: esto marca al mismo tiempo la
naturalidad de la población y la artificialidad posible de los medios que se
instrumentarán para manejarla. Potenciación, coordinación y promoción del deseo en la
búsqueda del punto de equilibrio en el que, de manera espontánea y libre, se gesta el
interés general.

19
La interrelación entre elementos ambientales y sociales, de decisiones individuales,
desavenencias y coincidencias colectivas, etc., todo este cúmulo de variables azarosas y,
en apariencia, desarticuladas, se muestra a la mirada analítica de los economistas de los
siglos XVII y XVIII como una serie de fenómenos a los cuales subyace una regularidad que
puede ser determinada, como leyes de su propio desarrollo. Este es el tercer sentido de
la naturalidad de la población: la capacidad de revelar sus regularidades, incluso en sus
accidentes y en las vicisitudes de lo individual.

Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad

Foucault hace explícita la inevitabilidad de la resistencia, el hecho de que a toda relación


de poder le es congénita, como reverso, una serie de puntos de resistencia.

Toda fuerza de resistencia debe afrontar el peligro de convertirse en un nuevo poder,


que puede llegar a ser más implacable que aquel que transgrede.

Para Castro-Gómez, el modelo bélico del poder conduce al “contrasentido” de pensar


que la resistencia sólo puede darse en el poder y no contra el poder, pues esta
conceptualización, que pone en el centro del dinamismo social una guerra perpetua,
asume la subjetividad como el producto del determinismo de la relación bidireccional
entre el poder y el saber, en la que “ser sujeto” implica siempre estar sujetado tanto a
unas disciplinas corporales como a unas verdades científicamente legitimadas.

El viraje de Foucault hacia los conceptos de gobierno y gubernamentalidad implica, a la


luz de esta lectura, el acercamiento a un tercer eje, en el que la subjetividad se piensa
como irreductible al saber y al poder y permite explicar cómo es posible franquear las
líneas del poder, en la articulación de las tres dimensiones.

De acuerdo con estas lecturas es posible que lo que Kevin Heller llama la “interpretación
hegemónica” de la obra de Foucault. Según esta interpretación, la subjetividad es el
producto pasivo del determinismo de las relaciones de poder, por lo cual es imposible o
“utópico” pensar un sujeto que sea capaz de tomar distancia real frente a ellas, pues
serían sus condiciones de posibilidad.

En este sentido, habría que esperar el desarrollo del “modelo gubernamental” para que
entre en escena un tipo de sujeto que sea capaz de entablar con los demás y consigo
mismo un vínculo que no es ya la simple extensión de las relaciones de dominio, lo cual
es impensable en el anterior modelo bélico.

Foucault inscribe su propia labor investigativa en la historia de los discursos que hacen
énfasis en la guerra para dinamizar el ejercicio del poder; pero esta concepción, que
toma la forma de “lucha de razas” desde el siglo XVII, desaparece con el surgimiento del
racismo, en un proceso de captura por parte del Estado que utiliza dicho discurso ya no
para resistir a la dominación, sino para perpetrarla, a partir de la consigna de la defensa
de la sociedad contra todos los peligros biológicos de esta otra raza.

20
Poder y resistencia son de naturaleza diferente, e implica que la subjetividad no es algo
enteramente pasivo, o que no lo es siempre, sino que cuenta con la posibilidad de
modificar las tensiones de fuerza.

Así pues, el problema de la subjetividad se hace explícito tras el planteamiento de la


pregunta por la resistencia y le da una forma más definida a la idea de que atravesar los
límites del poder es una operación de naturaleza distinta e irreductible a su ejercicio,
pese a que sean dimensiones inseparables, junto al saber, de la constitución de todo
campo social.

Allí, el saber, el poder y las subjetividades configuran discursos problemáticos, en los que
emergen identidades fragmentadas cuyo destino se decidió en el registro de su vida en
los documentos oficiales.

Por un lado, se dota con palabras, giros y frases, rituales de lenguaje, a la masa anónima
de las gentes para que pudiesen hablar de sí mismas, y hablar públicamente; y, por otro,
se cumple con la condición de que tal discurso sea dirigido y que circule en el interior de
un dispositivo de poder preestablecido. Qué fácil sería sin duda desmantelar el poder si
éste se ocupase simplemente de vigilar, espiar, sorprender, prohibir y castigar; pero no
es simplemente un ojo ni una oreja: incita, suscita, produce, obliga a actuar y a hablar.

Foucault se encuentra, así, con un doble objeto de análisis: por un lado, los procesos de
dominación y, por otro, lo que llama “tecnologías del yo”, en cuyos puntos de encuentro
surge la gubernamentalidad. Con base en este nuevo concepto, el poder y la subjetividad
se configuran como ejes distintos que se interrelacionan, pero sin llegar a ejercer algún
tipo de primacía absoluta de uno sobre el otro.

El examen de las tecnologías de gobierno le permite a Foucault hacer inteligibles tanto


las prácticas de poder como las de resistencia como procesos independientes, en cuanto
pueden orientarse bien para intentar conducir la conducta de otros conforme a metas
no fijadas (aunque consentidas) por los gobernados, o bien para conducir la propia
conducta conforme a metas fijadas por uno mismo.

La premisa que entra a jugar un papel importante en la dinámica del gobierno es su


compatibilidad con la libertad, dado que las relaciones de conducción de las acciones no
se plantean como una sumisión, sino como el establecimiento de unas “condiciones de
aceptabilidad” que terminan rigiendo la conducta de los individuos, no tanto por
convencimiento ideológico, sino por el direccionamiento del deseo, intereses y
creencias.

El concepto de gobierno que utiliza no sustituye al modelo de la lucha de fuerzas, sino


que lo reelabora. Tiene sentido que cuando el autor habla del poder en términos de
gobierno y no de dominación. Una acción determina el campo posible de otras acciones,
el concepto de enfrentamiento queda despojado de su carácter esencialmente violento
y permite valorar toda relación de poder desde esta perspectiva.

21
En este orden de ideas, se entiende el ejercicio del poder, incluso en la soberanía, como
una lucha de fuerzas cuya relación esencial no es el sometimiento físico, sino el
condicionamiento de acciones posibles, en el que la violencia puede servir de medio o
emerger como su consecuencia.

Estas preocupaciones se ven en parte reflejadas, bajo la modalidad del “gobierno en su


forma política”. Si la pregunta maquiavélica se enfocaba en la inquietud soberana por la
conquista y el mantenimiento de los principados, el problema que abordaban sus
comentaristas, y en función del cual elaboraban sus críticas, es el arte de gobernar, que
desplaza la atención sobre lo que es importante saber cuándo se está al mando de un
territorio.

Conducción de cosas conforme a múltiples fines posibles y no obediencia irrestricta a la


ley es el primer contraste diagramático que encuentra Foucault entre una tecnología de
gobierno y la de soberanía.

Más que dos formas de concebir la función del Estado, son dos conjuntos de prácticas
que se encuentran diseminadas en el cuerpo social; para el caso del arte de gobernar, el
autor halla su irrupción entre los siglos XVI y XVIII en al menos tres elementos como son
“el aparato administrativo de las monarquías territoriales”, saberes estadísticos y los
procesos económicos impulsados y analizados por el mercantilismo, pero incluso mucho
antes, con la pastoral cristiana.

El interés se centra cómo llega a “gubernamentalizarse” el Estado moderno, cómo llega a


centralizar ese conjunto de racionalidades y prácticas de vieja data “en un solo aparato”.

Al ser anteriores a la formación moderna del Estado, las artes de gobierno se anclaban
en otros ámbitos de los cuales debía ser diferenciado un tipo singular, propio del
soberano. El texto un ejemplo del “desbloqueo” que tuvo que efectuar el concepto de
gobierno para instalarse en la esfera estatal, pero es con la emergencia de la población
que dicha idea, como la práctica de la economía, encuentran su campo de aplicación
fuera del marco jurídico de la soberanía.

El análisis de fenómenos poblacionales como la natalidad, la mortalidad o las epidemias


permite encontrar un conjunto de problemas que no pueden ser explicados ni
controlados a partir del funcionamiento de la familia ni de su modelo de autoridad, sino
que demandan un tipo de intervención distinta y de una ciencia de las regularidades que
no existía antes del siglo XVIII.

La economía política nace, en este contexto, como un saber que tiene por objetivo la
aprehensión de esa red continua y múltiple de relaciones entre la población, el territorio
y la riqueza, a partir de instrumentos como la estadística. Para Foucault, este campo de
conocimiento efectúa el surgimiento de un nuevo arte de gobierno que no tiene como
principio el ejercicio de la soberanía, sino el control poblacional, a partir del cual se
replantea la pregunta por el tipo de legitimidad jurídica del Estado.

22
El gobierno de las poblaciones no excluye ni a la soberanía ni a la disciplina, sino que las
reorienta a partir de sus propias tecnologías de saber y poder. La gubernamentalidad
aparece,

 como las prácticas, tácticas e instituciones que configuran el andamiaje del


ejercicio del poder a través de la economía política y la seguridad;
 como el proceso por el cual tales mecanismos se vuelven dominantes en
Occidente, por encima de la soberanía y la disciplina; y
 el proceso por el cual el Estado se gubernamentaliza.

Desde luego, tales sentidos no son contradictorios ni mutuamente excluyentes, pero sí


apelan a tres dimensiones distintas de las prácticas de gobierno. Foucault orienta su
investigación a partir del tercer punto, es decir, la gubernamentalización estatal, a
través del examen del diagrama de gobierno.

En una consideración metodológica explica cómo sus investigaciones sobre la disciplina


abordaban las relaciones de poder desde una perspectiva de “exterioridad” con respecto:

 a las instituciones, para encontrar la “tecnología de poder” que está detrás de


ellas, es decir, el “orden” que rige su organización;
 a sus funciones, que brinda una perspectiva global del puesto de cada institución
en la red de poder en la que se halla inmersa; y
 al objeto, al adoptar una posición que lo concibe como un correlato de las
relaciones de poder, algo que no preexiste a su ejercicio, sino que se constituye
en él.

Tanto la policía como la prisión, por ejemplo, poseen una existencia singular que impide
que sus mecanismos puedan derivarse del funcionamiento del Estado.

La disciplina como diagrama, como rasgo dominante en un tipo de sociedad, no depende


de ninguna institución ni del conjunto de las mismas, sino de las prácticas que la
atraviesan y que solo posteriormente convergen en los aparatos estatales.

Desde esta mirada, se analiza el surgimiento del Estado moderno a partir de prácticas de
gobierno que lo constituyen desde el exterior. Tomando como base los sentidos de la
palabra “gobierno” anteriores al siglo XVI, Foucault concluye que hay un núcleo común a
todos ellos, según el cual nunca se gobierna un Estado, nunca se gobierna un territorio,
nunca se gobierna una estructura política. Los gobernados, con todo, son gente,
hombres, individuos, colectividades.

El gobierno en su sentido político, como se entiende en la actualidad, es una herencia


moderna que no se adopta de la tradición filosófica occidental, sino del cristianismo,
cuyos orígenes semíticos lo enraízan con las religiones orientales.

23
La idea del gobierno de los hombres no la encuentra Foucault en las reflexiones políticas
decisivas que llegan hasta Maquiavelo, sino en la pastoral cristiana y en las corrientes de
resistencia religiosa contra la autoridad de la iglesia católica, que emergen desde la Edad
Media hasta la Reforma.

La metáfora del pastor no es en su origen una idea política, no está asociada al control
de un territorio, sino a la conducción de un rebaño y a la preocupación por su bienestar.
Entre los griegos, por ejemplo, dicha idea no fue dominante, sino discutida y refutada,
como en la obra de Platón.

El pastor tiene la tarea del gobierno de los hombres, no el soberano:

Al soberano le es indispensable la obligación de mantener el territorio, al pastor le es


encomendada la tarea de asumir la responsabilidad de velar por la salvación del rebaño,
tanto en lo que respecta al conjunto como a la singularidad.

Tal es la división que Foucault rastrea entre el poder religioso y el poder político que
estuvo vigente en el Occidente cristiano, al menos hasta el siglo XVI. César y Cristo, el
soberano y el pastor del Imperio Romano, coexistieron en una tensión continua por la
autoridad del uno sobre el otro, pero sin confundir la función de cada quien.

El cristianismo pone en práctica un tipo de gobierno que no está relacionado


directamente con el Estado, ni con el dominio de los territorios, sino con la conducción
de los seres humanos, crea un arte cuya función es tomarlos a cargo colectiva e
individualmente a lo largo de toda su vida y en cada momento de su existencia.

El poder pastoral individualiza y totaliza, se aplica con celo al cuidado de todo el rebaño
tanto como al de cada una de las ovejas. Esta doble faz contiene el germen de la
racionalidad estatal occidental moderna que apunta al control de los individuos
(disciplina) y regulación de la población (biopolítica).

- rasgo del pastorado: la responsabilidad dual que adquiere el pastor con el


rebaño, ya que no solo debe interesarse por el bienestar del todo, sino por el
de cada uno de los individuos que lo componen. Es la “paradoja” según la
cual el pastor debe sacrificarse a sí mismo por el rebaño, pero también debe
estar dispuesto a sacrificar al rebaño completo “por cada una de las ovejas”.
- la obediencia irrestricta que el cristianismo demanda de sus fieles, para
establecer en un “lazo de sumisión personal” hacia la voluntad del pastor. La
obediencia es concebida como una “virtud” correlativa a la obligación de
servicio que el pastor establece con su rebaño.

- tipo de conocimiento que produce: un saber individual que resulta de la


aplicación del examen y la dirección de conciencia. Aunque estas prácticas
eran conocidas en la Antigüedad, el cristianismo las adopta con diferencias
significativas.

24
Toda oveja demanda un direccionamiento constante, no circunstancial, de su vida por
parte del pastor, que sirve de guía perenne de su existencia. En lo que respecta al
examen, el cristianismo busca iluminar los recovecos más oscuros del alma para hacerla
transparente no a sí misma, sino al director de conciencia. Es la sumisión al saber que
permite la adecuada conducción del individuo y refuerza su lazo de dependencia al
pastor.

- la “mortificación”, una especie de “muerte diaria” que efectúa cada quien


como renuncia del mundo y que demanda un nuevo tipo de relación de los
individuos consigo mismos, una relación de búsqueda de la interioridad en el
rechazo a la propia voluntad.

El reverso de esta renuncia es la “correspondencia alterada” en la que el pastor mismo


se “humilla” por las propias faltas y hace públicas sus debilidades, como signo de
rebajamiento y humildad ante sus fieles.

De estos cuatro elementos fundamentales del pastorado, Foucault infiere un proceso de


individuación determinante para la formación de la subjetividad en Occidente, en el que
no es la triada salvación-ley-verdad lo que diferencia al pastorado cristiano de sus
orígenes hebreos o de las relaciones de poder de la antigüedad grecolatina, sino la
interrelación entre una economía de los méritos, la búsqueda de una verdad individual
oculta y la obediencia sin restricciones.

La subjetividad moderna es, así, el producto de una serie de procesos de conducción


pastoral que se dieron a la vera del ejercicio político del poder a lo largo de la Edad
Media europea, cuyas preocupaciones centrales fueron la obediencia como “forma de
vida” y la renuncia a la voluntad propia, la manera adecuada de conducir las almas y de
dejarse conducir por otros.

Si el pastorado no logró instalarse como racionalidad política en las estructuras feudales


medievales, sí estuvo, en cambio, presente en los procesos de consolidación del dominio
de la Iglesia Católica sobre los fieles, pues era el diagrama que configuraba la red de
relaciones al interior de las comunidades cristianas.

Al ser la conducción de las almas el problema central de las preocupaciones del


pastorado, no estuvo exento de cuestionamiento, reacciones, movimientos de
resistencia que se distanciaban de directrices hegemónicas de la Iglesia; crearon
“contraconductas”, formas de conducción, conducta alternativas a la pastoral eclesiástica.

Foucault habla de formas de contraconducta medieval: el ascetismo, las comunidades, la


mística, la primacía de las Escrituras y la creencia escatológica del pastorado divino. La
preocupación pastoral por la conducción de las almas estuvo presente como factor de
lucha que enfrentó a algunos sectores religiosos con la autoridad de la iglesia romana y
su pretensión de extender su función pastoral a todo el orbe cristiano.

25
En el siglo XVI, irrumpen los mayores movimientos de insurrección religiosa, pero ellos no
buscaban la desaparición del pastorado sino su redireccionamiento, lo que produjo una
intensificación y una extensión de su influencia.

Tanto la Reforma como la Contrarreforma hicieron del pastorado una bandera de


intervención sobre la vida de los individuos que era desconocida hasta aquel momento,
pues desde entonces se empieza a hacer cargo “de toda una serie de cuestiones y
problemas concernientes a la vida material, la limpieza, la educación de los niños”. Las
discusiones doctrinales y pastorales arrastraron consigo preocupaciones de orden
político y económico, que le dieron forma a las reestructuraciones sociales que tuvieron
lugar en los albores del mundo moderno.

El surgimiento de las luchas religiosas y su enfrentamiento por el gobierno de los


hombres y sus almas, suscita dos fenómenos importantes.

- La diseminación del arte de gobernar en ámbitos distintos al religioso, como


en el de la pedagogía o la milicia, y la preocupación que en dicho sentido
empieza a ocupar al soberano. La pregunta de cómo gobernar empieza a
hacer eco en las reflexiones políticas, y el Estado comienza a colonizar
funciones que eran propias del pastorado cristiano, por lo que en vez de
pasar por un proceso de “secularización”, se encamina por la senda de la
gubernamentalización.

Lejos de buscar una continuidad con el pastorado, esta preocupación estatal por el
gobierno indaga por su propia racionalidad, en una distancia frente a otros, en especial
al gobierno cosmológico de las leyes divinas.

Foucault examina cómo la “razón de Estado” se opone a la relación analógica que Tomás
de Aquino establecía entre el gobierno de Dios y el del soberano, al asumir una división
radical entre dos tipos de gobierno, el uno sobre la naturaleza y el otro sobre la “res
publica”, que responden a racionalidades y a saberes distintos.

- Las insurrecciones religiosas es el correlato inseparable de la pregunta por el


arte de gobernar, es decir, la inquietud por “cómo no ser gobernado”. Para el
siglo XVI el pastorado había establecido ya un ethos de la obediencia,
obligación de dejarse gobernar sin cuestionar, también es cierto que la
multiplicación de ámbitos en los cuales se empezó a plantear la pregunta por
las formas específicas de gobernar la conducta, sumada a las prácticas
medievales de contraconducta, irrumpiera la cuestión de cómo no ser
gobernado de esa forma, por ese, en nombre de esos principios, en vista de
tales objetivos y por medio de tales procedimientos.

Este proceso se visualiza no como la contraposición entre una fuerza que gobierna y una
que no quiere ser gobernada “en absoluto”, sino como el dinamismo inherente a las
artes de gobierno, en la búsqueda de un tipo de direccionamiento de la conducta y en el
rechazo de otros.

26
La función de la crítica no es, pues, enfrentarse al gobierno como una especie de no-
gobierno, sino modularlo, situarse como compañero y adversario a la vez de las artes de
gobernar, como manera de desconfiar de ellas, de recusarlas, de limitarlas, de
encontrarles una justa medida, de transformarlas, pero como una parte constitutiva de
su ejercicio.

El diagrama moderno de gobierno contiene en sí mismo la posibilidad del dominio de los


otros -con la obediencia como complemento-, así como la posibilidad a partir de la cual
el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder
y al poder acerca de sus efectos de verdad, en la que la crítica se entiende como el arte
de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva.

En el contexto de dispersión de las artes de conducción de la conducta, emergen la


razón de Estado y la “teoría de la policía”, como intentos de delimitar la especificidad
del gobierno estatal frente el pastorado religioso o el gobierno de la familia.

Foucault bosqueja los principios que empiezan a caracterizar las prácticas


gubernamentales modernas, en la edificación de una ciencia de la política que tiene por
objeto la administración de los fenómenos poblacionales, es decir, un campo singular e
inmanente de intervención que no se subordina a otro tipo de finalidades exteriores a
las propiamente estatales.

En primer lugar, la razón de Estado es un “arte”, un conocimiento particular regido por


reglas, prácticas y principios que obedecen a una racionalidad y no a la guía ciega del
hábito o la arbitrariedad; su singularidad le viene dada de la especificidad de su objeto, el
Estado, el cual demarca sus pautas de funcionamiento.

El segundo rasgo de la racionalidad estatal, la autorreferencialidad de su saber y el


rechazo a toda finalidad que le sea exterior. Por ello, se desplaza la pregunta por el
origen del Estado y se pone en un primer plano la cuestión de su naturaleza, del examen
de los rasgos propios de su existencia y de sus exigencias.

La tercera característica que resalta de la razón de Estado es su preocupación por la


potenciación de los recursos del Estado mismo, en oposición al imperativo maquiavélico
del dominio del príncipe sobre el territorio.

La idea de salvación, trascendente en la confesión pastoral, se trasmuta en una


búsqueda terrena del bienestar del Estado, incluso con la inversión del principio del
sacrificio del rebaño por las ovejas individuales.

En esta lógica surge la idea de “golpe de Estado” como mecanismo de autorregulación


estatal, a partir del cual es posible pasar por encima de las leyes establecidas en
momentos de conmoción o de una inminente urgencia de orden público; no es, por
tanto, una extralimitación de sus funciones, sino una inferencia necesaria de sus
principios:

27
“la violencia del Estado no es, en cierto modo, más que la manifestación explosiva de su
propia razón.

El cuarto punto relevante de este nuevo arte de gobierno es su necesidad de producir un


tipo de saber útil que permita reconocer la realidad del Estado, sus recursos y
potencialidades, con el fin de intervenir de una manera eficiente en los elementos que
lo componen y aumentar su potencia: la estadística . Este saber concreto y preciso atañe
a la circulación de las riquezas, al establecimiento de impuestos y demás procesos
económicos, pero también a las dinámicas propias de los gobernados, el pueblo.

Saber de las cosas y no de la ley, asegura Foucault, es lo que requiere el gobernante de


la razón de Estado: mercantilismo y publicidad, atravesados por instrumentos
estadísticos que hacen hablar a la realidad económica y a la opinión pública naciente el
lenguaje de lo calculable, con el fin de controlar las insurrecciones y la rebelión.

El Estado se convierte en el lente que permite visualizar la realidad política y en el


imperativo que intenta conducirla, en un arte de gobernar que forja su singularidad a
través de su propia racionalidad. La racionalidad estatal requiere de dos conjuntos de
prácticas que le permitan arbitrar la competencia política y económica: un “dispositivo
diplomático militar” y “el dispositivo de policía”.

El dispositivo diplomático-militar funciona como principio de regulación entre los


Estados, a un nivel que rebasa el viejo derecho soberano de los príncipes y la hegemonía
pastoral de la Iglesia Católica, y contempla el choque de fuerzas políticas y económicas
que desemboca en el Tratado de Westfalia.

La búsqueda del equilibrio europeo a mediados del siglo XVII, como resultado de las
luchas religiosas modernas y la consolidación de aparatos administrativos estatales más
o menos definidos, se llevó a cabo, por consiguiente, a través de una técnica encargada
de organizar, disponer la armonización y la compensación interestatal de fuerzas,
gracias a una doble instrumentación: diplomacia permanente y multilateral, por un lado,
y por otro, la organización de un ejército profesional.

El dispositivo de policía es el segundo conjunto de técnicas que utiliza la razón de Estado


para llevar a cabo sus objetivos de gobierno. Por el término “policía” no se entiende, en
el siglo XVII, una institución concreta, sino el conjunto de los medios a través de los
cuales se puede incrementar las fuerzas del Estado a la vez que se mantiene el buen
orden de éste”: es todo el armazón de prácticas que sirven para mantener el equilibrio
de fuerzas al interior del Estado, en una relación de enfrentamiento que no las anula,
sino que las potencia.

Gracias a la policía entra en escena la población como objeto de los controles de la


administración estatal, dado que toma como punto de referencia las relaciones que
establecen los individuos entre sí, con la propiedad, con su territorio y con los aparatos
de producción.

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La policía, tal como se entendía entre los siglos XVII y XVIII, designa, por tanto, una
necesidad por controlar el bienestar de los seres humanos, por proporcionarles un
mejor vivir en el Estado: gestión de la vida en el afianzamiento de las fuerzas estatales.

El arte de gobierno de la razón de Estado, que se pone en funcionamiento con el


dispositivo de policía, pone en el centro de las preocupaciones políticas la vida y el
bienestar de los individuos, pero en función de la reglamentación, del control
omnipresente del Estado, en cuanto garante y responsable de los procesos que se dan
en su interior.

La policía, así entendida, se da en conexión con la proliferación de las disciplinas y su


lógica reticular; en ella, la población entra a jugar un papel importante, pero todavía
difuso, que bloquea la atención a la individualidad y, por tanto, la doble función
totalizante e individualizante que la razón de Estado hereda del pastorado.

Con el economicismo liberal surge la “sociedad civil” como objeto específico de


intervención gubernamental, como determinación de la población que ya era visible en
la razón de Estado, pero secundaria con respecto a la administración estatal.

La libertad y la naturalidad se ubican en el primer plano de las inquietudes del arte de


gobernar que empieza a direccionarse hacia una crítica abierta del Estado de policía: No
respetar la libertad es no sólo cometer abusos de derecho con respecto a la ley, sino
sobre todo no saber gobernar como es debido.

Nacimiento, pues, de una nueva racionalidad gubernamental que se gesta contra el


Estado para instaurar nuevos mecanismos para la conducción de la conducta,
amparados en la sacra defensa de la libertad. Nuevo poder que tiene por objeto la
espontaneidad de las poblaciones como elemento de control social.

Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo

El más importante es el hecho de que, para Foucault, el poder constituye lo real a nivel
molecular o microfísico, mientras que para Deleuze y Guattari son los dispositivos del
deseo los que definen esa dimensión.

Los dispositivos o agenciamientos de poder, a los cuales se remite siempre el deseo, son
apenas “componentes de los dispositivos” a los que no se pueden reducir las líneas de
desterritorialización, que también le son inherentes: el poder es una afección del deseo,
y, por tanto, es secundario con respecto a las conexiones de los flujos moleculares.

Si para Foucault el poder es una relación de fuerzas que produce efectos de dominio y
resistencia, para Deleuze el deseo produce lo real a través de líneas de fuga que liberan
las conexiones rizomáticas que el poder intenta bloquear. En el Anti Edipo, establecieron
una relación directa entre deseo y producción social, incluso en la reproducción de los

29
aparatos más represivos; de allí concluyeron que las preguntas más importantes de la
filosofía política seguían siendo las planteadas por Spinoza y Reich:

¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?
¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud,
hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos?

Su problema es el éxito del fascismo, a propósito de lo cual defienden que “las masas no
fueron engañadas” sino que lo desearon “en determinado momento, en determinadas
circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario”.

¿Cómo el deseo es territorializado, desterritorializado y reterritorializado por los centros


de poder y cómo ha sido conducido a desear su propia represión: no la obediencia a una
autoridad externa, sino el direccionamiento del poder desde el deseo mismo?

Para Foucault, el análisis debe ir en una dirección un poco distinta: el problema crucial
del poder no es la servidumbre voluntaria, sino aquellos mecanismos a partir de los
cuales la libertad se convierte en un elemento central del ejercicio del poder y no
necesariamente en el baluarte de su enfrentamiento.

El problema se plantea en términos de una libertad que fluctúa dentro de las relaciones
de poder, es decir, en el seno de una lucha que se caracteriza por el dinamismo y la
reversibilidad de sus procedimientos.

Foucault insiste en que el poder no es en esencia represión ni ideología, sino que es


productor de realidad, de saberes y subjetividades. En cambio, insiste en un efecto
represivo del poder en la frontera entre lo macro y lo micro. Sin embargo, ambas
posturas apuestan por un “microanálisis” que busca la constitución del campo social en
sus relaciones inmanentes y no en el Estado ni en las instituciones.

La perspectiva diagramática sirve de punto de convergencia de los micro-dispositivos en


la configuración de las relaciones de poder dominantes en una sociedad. El diagrama
disciplinario, por ejemplo, es la síntesis de aquellos procesos aislados y parciales por los
cuales las disciplinas van estructurando el cuerpo social en diferentes ámbitos e
instituciones independientes como la prisión, el cuartel, el hospital o la escuela.

El concepto de gobierno permite a Foucault retomar el microanálisis de aquellos


procesos y dispositivos dispersos en el campo social, como es el caso del pastorado
cristiano, que se unifican en el diagrama que empieza a hacerse dominante entre los
siglos XVI y XVII: las artes de gobierno.

El establecimiento de la razón de Estado como tecnología política que permite la


gubernamentalización estatal, pero luego, con el surgimiento del liberalismo, se
consolida un nuevo diagrama de poder que deviene en la “forma empresa” que modula
las relaciones sociales en el Occidente contemporáneo.

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El liberalismo tiene por objeto la producción del deseo, la libre conexión de sus flujos al
nivel de los procesos económicos y la opinión, en un marco de regulaciones diseñadas a
partir del conocimiento del deseo mismo.

El punto de partida para la caracterización del liberalismo es el conjunto de críticas que


desde el mismo siglo XVI recibe la razón de Estado*. El derecho jugó un papel
importante en la consolidación de los aparatos estatales medievales, dado que
restringía los poderes de las aristocracias feudales y legitimaba la autoridad real. La
entrada en escena de la “racionalidad gubernamental” produjo la utilización de
mecanismos jurídicos para restringir las esferas de acción del Estado de policía.
*Estrictamente hablando, la razón de Estado es un concepto de origen italiano empleado a partir de Nicolás
Maquiavelo aunque solo con Giovanni Botero se desarrollará como doctrina, para referirse a las medidas
excepcionales que ejerce un gobernante con objeto de conservar o incrementar la salud y fuerza de un
Estado, bajo el supuesto de que la supervivencia de dicho Estado es un valor superior a otros derechos
individuales o colectivos.

El derecho al que se apelaba en el siglo XVII se situaba en los márgenes de la razón de


Estado, en un exterior que intentaba frenar la extensión de sus pretensiones con la
distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo de sus procedimientos, pero no en el
cuestionamiento interno de su lógica, ni de sus funciones gubernamentales.

Para el siglo XVIII, aparece otro tipo de crítica a la razón de Estado, una que ya no
cuestiona sus límites externos, sino su racionalidad interna. Esta crítica no proviene del
derecho, sino de la economía política, entendida como el conjunto de métodos y
saberes que buscan “asegurar la prosperidad de una nación”, a partir de la reflexión
“sobre la organización, la distribución y la limitación de los poderes en una sociedad.

Se parte del principio de que existe una serie de procesos naturales que deben dejarse
desarrollar si se quiere asegurar la riqueza de la sociedad. El problema de la economía
política no es, entonces, como en la razón de Estado, si se ha gobernado de manera
suficiente, si se han reglamentado la mayor cantidad de aspectos de la vida de los
individuos para aumentar la fuerza estatal, sino la cuestión inversa, es decir, si acaso se
ha gobernado demasiado y si se ha respetado la naturalidad de los procesos que se
gobiernan.

A este nuevo y refinado arte de gobernar, a esta restricción interna de la razón


gubernamental, es a lo que Foucault llama liberalismo. La conexión entre la economía
política y el problema de los límites del gobierno se halla en el campo de intervención
gubernamental por excelencia desde la Edad Media: el mercado.

El mercado es hasta el siglo XVII un “lugar de justicia”, un campo de reglamentación de


aquello que se intercambia, de los precios, de los procedimientos de producción, de la
procedencia de los productos, etc., cuya finalidad es evitar el fraude o cualquier otro
delito posible.

31
A mediados del siglo XVIII, el mercado empieza a verse menos como un espacio para la
administración de justicia y más como un lugar de procesos espontáneos, de los cuales
emergen los precios normales de los productos que, en cuanto se ajustan a los
mecanismos naturales del mercado, van a constituir un patrón de verdad que permitirá
discernir en las prácticas gubernamentales las que son correctas y las que son erróneas.

Se descubre en el mercado un lugar de “veridicción”, cuyo conocimiento es


indispensable para el éxito de cualquier acción gubernamental.

Pese a la tensión entre la perspectiva económica y la jurídica, se intentó conciliarlas con


la búsqueda de los límites del poder público entre los siglos XVIII y XIX. El primer camino
que tomó este proceder estuvo guiado por el establecimiento de derechos “originarios”,
a partir de los cuales se intentó definir los límites y los alcances del gobierno; la segunda
vía se concentró en poner de relieve lo que para el gobierno sería inútil tocar” y partió
del principio de utilidad para circunscribir el área de influencia estatal.

Dos caminos, el revolucionario y el radical que en su disparidad intentaron crear un


derecho a partir de la utilidad en cuyo proceso terminó primando la la utilidad sobre el
derecho y emergió el nuevo objeto del arte de gobernar: el juego de los intereses. El
liberalismo logra articular, entre los siglos XVIII y XIX, tres elementos fundamentales:

 la espontaneidad de los mecanismos económicos que la acción gubernamental se


ve obligada a respetar (veridicción del mercado);
 el cálculo de intereses en la definición de los límites del Estado; y
 la regulación de las interacciones económicas entre los Estados, que logran situar a
Europa dentro del mercado mundial.

El problema de libertad asume el papel cardinal, pero no como un problema de medida,


sino como uno de “consumo” y producción de libertad. Si ve en el liberalismo un nuevo
arte de gobierno es por el tipo particular de relación que entabla con la libertad: no
porque sea una tecnología política “más libre” que otra, sino porque se presenta como
“administrador de la libertad”, como aquel que produce las condiciones para el
desarrollo de la libertad que él mismo organiza y controla. El liberalismo implica una

 conjugación entre mecanismos que promueven la libertad y la aplicación de


controles regulativos; implica también
 la aplicación de una serie de dispositivos de seguridad, a partir de la exaltación
de la inseguridad constante de los individuos a lo largo de su existencia;
 libertad y control, riesgo y aseguramiento, no son elementos contrapuestos sino
complementarios, el uno se convierte en la condición del otro.

Encuentra una crisis de gubernamentalidad, producto de la aplicación de los principios


liberales en las primeras décadas siglo XX. La problematización del liberalismo apunta a
los excesos de gobierno que se llevaron a cabo en los años veinte y treinta, tanto USA
como Europa, como medidas para impedir la proliferación del comunismo y el fascismo,
que terminaron en la intervención coercitiva en el dominio de la práctica económica.

32
Este nuevo desplazamiento de la razón gubernamental desemboca en el surgimiento del
neoliberalismo. Foucault analiza el programa neoliberal a partir de dos vertientes, la
alemana y la norteamericana, cuyo punto de encuentro es, en principio, un enemigo
común: Keynes y las políticas de direccionamiento económico, puestas en marcha desde
comienzos del siglo XX hasta la segunda posguerra.

En el caso de Alemania, las críticas al intervencionismo estatal tenían como principal


referente al Estado nazi, que tras su derrota en 1945 había demostrado los estragos de
una regulación excesiva. Pese a ello, el periodo de posguerra apuntaba en la dirección
de una política planificadora que permitiera construir una economía de paz, sobre las
ruinas de la economía de guerra.

Ante las medidas de dichas políticas, que hacían eco del plan Marshall para la
reconstrucción europea, se alzaron las voces de economistas como Ludwing Erhard, para
exigir la desregulación del mercado y asegurar la autonomía del pueblo alemán.

El problema tras la Segunda Guerra era el inverso del liberalismo dieciochesco, que
partía de la existencia del Estado para establecer la libertad de mercado, pues la
pregunta era, más bien, la de cómo crear el Estado a partir del espacio no estatal que es
el de la libertad económica. Problema, pues, de la legitimidad del Estado fundado en una
libertad que, a su vez, lo limita.

El ordoliberalismo veía en el Estado nazi un ejemplo paradigmático de la regulación


estatal, pues no difería en esencia de otro tipo de regímenes de intervención como el
comunismo soviético o el New Deal norteamericano, que compartían una especie de
“invariante económico” de regulación keynesiana, protegida, asistencial y planificada.

Para neoliberales alemanes, la historia de este tipo de regulaciones desembocaba en los


excesos de injerencia estatal del nacionalsocialismo, por lo que su divisa era proponer
una nueva perspectiva con respecto a los procesos económicos de la posguerra, pero
también de la relación entre el mercado y el Estado de la que partía el liberalismo
clásico: “la libertad de mercado como principio organizador y regulador del Estado.

Este liberalismo de nuevo cuño no buscaba entablar una relación política de


exterioridad, en la que el Estado se viera limitado por las dinámicas del mercado, sino
una incidencia directa, en la que fueran dichas dinámicas las que guiaran el arte de
gobernar.

Lo que no implica tanto pensar en el mercado, y en la competencia en particular, como


el límite del gobierno, sino como el motor mismo de las prácticas gubernamentales. La
función del gobierno, en este sentido, es la de actuar en las condiciones de posibilidad
del mercado, en regular las reglas de juego de la competencia para evitar fenómenos
como el monopolio.

33
El ordoliberalismo también se ocupó de ciertas condiciones no económicas del mercado,
del “marco” que lo hace posible; de tal suerte que su propuesta era otro tipo de
regulación estatal que se concentrara en la población, en sus fenómenos demográficos,
condiciones educativas, culturales, jurídicas, etc.

La función del Estado es, desde la óptica analizada, la configuración de una estructura de
competencia en la cual puedan crearse las condiciones para que el ciudadano mismo se
convierta en un actor económico, que pueda moverse con independencia del Estado.

El gobierno neoliberal se opone a las medidas que apelan a la “socialización del


consumo y los ingresos” y, en cambio, se ocupa de

 garantizar que cada individuo cuente con los medios suficientes para hacer
frente a sus propias necesidades,
 promover el crecimiento económico que, por sí mismo y no desde una política
social,
 permitir a todos los individuos alcanzar un nivel de ingresos suficientes para
tener acceso a los seguros individuales, la propiedad privada, la capitalización
individual o familiar, para poder enjugar con ellos los riesgos.

Por lo tanto, la no regulación del mercado deviene en un gobierno de lo social a partir


de una concepción empresarial y competitiva de las relaciones entre individuos.

El gobierno neoliberal de lo social es importante para Foucault, porque guía cierta


concepción de la política en la Alemania de los años cincuenta que se concentra en el
funcionamiento del tejido social, en lo que se llamó “política de la vida” (Vitalpolitik).

Esta mirada tiene por objetivo la difusión y multiplicación de un ethos empresarial, más
allá de las corporaciones, que module las interacciones sociales y la competencia entre
los individuos. No es una intervención sobre las consecuencias no previstas o
“antisociales” del mercado, sino una potenciación de la capacidad competitiva de los
individuos (acceso a la propiedad, trazado urbano, políticas de empleo, etc.).

Por ello, se concibe el orden jurídico como correlativo al orden económico, y se piensa el
mercado, a diferencia del liberalismo clásico, como un campo de regulaciones
inmanentes de distinto nivel y no como un dato natural que es necesario respetar, en el
que, a través del tiempo, los procesos económicos y el marco institucional se
convocaron, se apoyaron, se modificaron entre sí, modelados en una reciprocidad
incesante.

Hacia allí apunta la introducción del Estado de derecho como garante de las condiciones
formales, aunque no concretas, del funcionamiento de la competencia en el mercado: es
un garante de sus reglas de juego.

El modelo neoliberal alemán encuentra repercusiones importantes tanto en Francia


como en los Estados Unidos, aunque ni su desarrollo ni sus resultados hayan sido
idénticos.

34
El neoliberalismo norteamericano se distancia un poco de la escuela de Friburgo. Su
crítica apunta a las políticas sociales de Roosevelt y al intervencionismo económico
keynesiano que fueron puestas en marcha desde comienzo de los años treinta. La
presencia del liberalismo en USA no es algo marginal o foráneo, sino que hace parte de
los fundamentos mismos del Estado desde la guerra de independencia: allí el liberalismo
“es toda una manera de ser y de pensar.

El “capital humano” es un concepto que nace de la problematización que el


neoliberalismo realiza con respecto al estudio de los elementos de la producción
realizado por el liberalismo clásico. Los neoliberales polemizan implícitamente con el
marxismo, en la medida en que intentan hallar la abstracción mercantil del trabajo no
en la lógica del capital (como Marx), sino en la teoría económica que la redujo a puro
gasto temporal de fuerza que se representa en el pago de los salarios.

El análisis económico del trabajo se piensa como el examen de una actividad que genera
“ingresos”, en la que el salario de los trabajadores deja de verse como el “precio de
venta de su fuerza del trabajo”.

Este giro implica cualificar el trabajo como aquello que produce valor para quien lo
posee y no solo para quien se lo apropia en el mercado laboral, es decir, se lo piensa
como capital y no como mercancía. En esta perspectiva, el trabajador se muestra como
administrador de su propio capital (su fuerza de trabajo) y como el responsable de las
rentas que de él se extraigan (el salario-ingreso).

El neoliberalismo norteamericano difunde, así, la ética empresarial que ya había sido


propuesta por la escuela de Friburgo, pues hace de cada individuo un “empresario de sí
mismo”. El capital humano se compone de dos elementos: uno genético, que hace
referencia al conjunto de rasgos y capacidades heredadas; y otro adquirido, que se
constituye por aquellas habilidades que voluntariamente el individuo va forjando para
sí, a partir de la experiencia y la educación.

Recursos que el individuo tiene que potenciar, con el fin de cualificar su actividad
productiva y convertirse en una “máquina” idónea y eficiente de percepción de
capitales, ya que de ello depende la productividad de su capital.

El análisis neoliberal se concentra en el conjunto de elementos que constituyen una


“inversión” para el crecimiento del capital humano, que pueden ser vistos como
variables económicas que, como tales, pueden ser cuantificadas y cualificadas.

La racionalidad económica que empieza a mediar la relación entre el individuo y sus


actividades cotidianas, sus roles sociales y familiares, sus capacidades y, en general, su
vida privada, es la variante norteamericana de la Vitalpolitik que organiza el campo
social de acuerdo con la lógica empresarial, en el marco de la competencia.

35
Esta racionalidad de mercado sirve al neoliberalismo como “principio de inteligibilidad”
que le permite comprender el funcionamiento de lo social y, por consiguiente,
establecer sus patologías y posibles soluciones.

La extensión de la “forma empresa” a todos los ámbitos de la existencia humana hacen


del capital humano una idea directriz de lo social y un patrón de valoración del gobierno
de los hombres: las dinámicas del mercado (en su sentido más amplio) se convierten en
el límite que ningún gobierno puede franquear.

Foucault intenta sustentar que la concepción del hombre como “homo aeconomicus” no
implica una invasión del mercado en la naturaleza humana, sino una comprensión de
sus relaciones en términos empresariales; lo cual apunta a que el gobierno sobre los
individuos debe tener los rasgos de un cálculo de costos y beneficios de las acciones, es
decir, la operatividad misma del homo aeconomicus: se explota una dimensión
económica del ser humano que puede gobernarse siguiendo su propia lógica dentro del
medio propicio para ello: el mercado.

Con el empirismo todo individuo se concibe como un “sujeto de interés” y la sociedad,


al igual que el mercado, como un juego de intereses que escapa a cualquier tipo de
mirada soberana. El “sujeto de derecho” que emerge en la idea del contrato social no
sustituye al sujeto de interés, sino que subsiste como dato empírico al lado de la lógica
jurídica.

En el marco de la tensión entre el devenir de los procesos económicos y las estructuras


jurídicas del Estado se debía buscar un campo propio de gobierno que no interfiriera con
las dinámicas del mercado, pero que mantuviera la unidad soberana de la ley y su
autonomía con respecto a la economía.

Ese dominio, esa nueva realidad sobre la cual ese arte de gobernar ha de ejercerse, es la
“sociedad civil”, entendida como el punto de convergencia de los sujetos económicos de
interés en el espacio político del Estado.

La sociedad civil es una realidad “transaccional” que nace como correlato de la


tecnología liberal de gobierno, y existe como campo de circunscripción, de auto
limitación, económica y jurídica que exige la racionalidad liberal para administrar de
manera adecuada al homo aeconomicus como sujeto de derecho.

Foucault señala algunas características importantes de la sociedad civil, tales como la


espontaneidad de su existencia, la simpatía recíproca de las relaciones intersubjetivas
que la conforman, la “naturalidad” de las jerarquías del poder y su constancia histórica.

La diagramática neoliberal aparece como un tipo de poder que subyace a las estrategias
biopolíticas, se muestra como un campo molecular que atraviesa no solo el dominio del
Estado, las instituciones, el mercado o sus discursos operativos, sino también los
mecanismos a partir de los cuales cada quien se relaciona con los otros y consigo mismo.

36
De modo que la “forma empresa” se convierte en un elemento clave en el control de las
relaciones sociales desde sí mismas y no solo de las magnitudes medibles de la
población, el objetivo del poder es, entonces, el gobierno de la intimidad, el gobierno de
los intereses y el deseo.

El gobierno sobre los hombres se postula, bajo la óptica neoliberal, como una tecnología
que busca crear las condiciones de posibilidad para el encausamiento del deseo, para lo
cual se interviene el medio sobre el que se desarrolla el homo aeconomicus y se hace
más competitivo.

El neoliberalismo norteamericano radicaliza la propuesta ordoliberal de intervenir las


reglas de juego de la competencia, desmantelando cualquier tipo de “seguridad
ontológica” que pueda interferir con las dinámicas de la administración del capital
humano de cada quien. Esto conduce a la disposición controlada de un ambiente de
riesgo en el que las personas se vean obligadas a vérselas por sí mismas, pues la
inseguridad es el mejor ambiente para estimular la competitividad y el autogobierno.

La diagramática liberal conjura y subordina otros tipos de tecnologías de poder, como la


soberanía y la disciplina, operando en la intervención de las condiciones de vida de
individuos y poblaciones.

En la lógica empresarial, cada quien se concibe como una máquina productiva que
administra su propio capital, en un marco de posibilidades que le ha sido dispuesto.

El “control” se convierte en el concepto que describe la forma de conducir el deseo en


las sociedades contemporáneas: Los encierros (fabricacárcel) son moldes o moldeados
diferentes, mientras que los controles constituyen una modulación, como una suerte de
moldeado auto-deformante que cambia constantemente y a cada instante.

Frente a la disciplina, el control cuenta con una plasticidad que se ajusta a los intereses
de aquellos sobre quienes se ejerce, desdibujando su carácter imperativo y resaltando la
“espontaneidad” de las elecciones particulares.

La crisis de los espacios disciplinarios no implica su desaparición, sino la subordinación


de su disposición al control, pero ello significa que su lógica distributiva y coactiva entra
en desuso frente a los sistemas abiertos, cuyo margen de libertad parece más amplio.

El modelo cerrado de la fábrica cede el paso a uno más dinámico, el de la empresa , que
instituye entre los individuos una rivalidad interminable a modo de sana competición,
como una motivación excelente que contrapone unos individuos a otros y atraviesa a
cada uno de ellos.

Esta mutación del poder sitúa en el individuo la responsabilidad de tomar parte activa
en las dinámicas sociales en las que se halla inmerso y hace recaer por completo en él el
éxito o el fracaso de su posición en ellas. La lógica empresarial que condiciona la
cohesión de los individuos al control atraviesa todos los ámbitos de la existencia.

37
La “formación permanente” no solo se muestra como la captura de la educación por las
empresas, sino también como el mecanismo por el cual los individuos quedan sujetos a
un proceso interminable en el que los espacios y los tiempos de formación se
superponen unos a otros. Nueva forma de disposición espacio-temporal que no funciona
por codificación sino por la axiomatización operada por el capitalismo, conforme a las
mutaciones de su funcionamiento.

El poder a la vez individualizante y totalizante, que marca los cuerpos y mide las
poblaciones, se ve desplazado por un sistema de “contraseñas” y “cifras” que “marcan o
prohíben el acceso a la información”.

El capitalismo decimonónico tiene como eje central la concentración de la producción y


la propiedad; en él, la fábrica funciona como una forma de encierro privilegiada que se
aúna a otras como el cuartel, la escuela o la prisión, en la potenciación de las fuerzas
productivas (incluida el trabajo).

El cambio del capitalismo, a finales del siglo XX, está relacionado con el énfasis que se
pone ya no en la producción (capitalismo de “superproducción”), sino en el mercado, en
cuanto gira alrededor del “departamento de ventas”: en el estado actual del
capitalismo, el instrumento de control social es el marketing, y en él se forma la raza
descarada de nuestros dueños.

Si las máquinas sociales “primitivas” y “despóticas” operaban por codificación y


territorialización de los flujos de deseo, el capitalismo demanda la descodificación y
desterritorialización de los mismos, pues también las supone.

El dinero es la traducción fluctuante equivalente de cantidades abstractas de fuerza de


trabajo despojadas de todo código social particular, toda cualidad referida a lo
producido o trabajo que lo produce.

El circuito del capital muta los intercambios de mercancías cualitativamente distintas


por la extracción de plusvalor a partir de la compra y venta de fuerza de trabajo, y en tal
caso, se empieza con dinero y se termina con dinero: D-M-D; es imposible codificar esta
relación, porque los flujos cualitativos son reemplazados por un flujo de cantidad
abstracta del que lo propio es la reproducción infinita del tipo D-M-D. Ningún código
puede soportar este tipo de reproducción.

El capitalismo conjuga flujos de capital y flujos puros de trabajo sin la consideración de


ninguna cualidad específica, puesto que la fuerza que lo anima es la extracción de
cantidades abstractas de trabajo traducidas en medidas dinerarias: pura “mecánica de
los flujos” que se edifica en la ruina de las codificaciones sociales. No implica que el
capitalismo se haya despojado, a la larga de todo código social, sino que los ha
subordinado a su lógica y se ha desarrollado de manera simultánea con ellos: entre más
descodifica y axiomatiza la máquina capitalista, tanto más sus aparatos burocráticos y
policiales, vuelven a territorializarlo todo absorbiendo una parte creciente de plusvalía.

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La liberación capitalista del deseo desencadena sus flujos con respecto a los códigos
establecidos, pero organiza sus conexiones conforme a condiciones sociales que
establecen sus límites. En efecto, el capital se apropia de la producción social para
volcarla sobre sí mismo (capital industrial) y traducirla a los términos de una operación
de intercambios entre magnitudes equivalentes (capital mercantil).

Si toda actividad humana se reduce a una cantidad abstracta de trabajo medible en


términos de tiempo socialmente necesario, el problema del capitalismo no es otro que
la conectividad de dichas cantidades al sistema con independencia de cualquier código
que las defina, aunque disponiendo de determinados códigos para propiciar su propia
reproducción.

El capitalismo se convierte en el límite de todo tipo de sociedad, en el umbral que


deshace todos los códigos, según los desplazamientos de los límites que se impone a sí
mismo. No obstante el capitalismo constituye un límite “relativo” para toda clase de
sociedad, ya que, si bien fractura los códigos, en cambio los reemplaza por una
axiomática extremadamente rigurosa que mantiene la energía de los flujos en un estado
de ligazón al cuerpo del capital como socius desterritorializado, pero también e incluso
más implacable que cualquier otro.

El capital opera una conjugación de los flujos descodificados para acoplarlos a su


sistema, libera el deseo para capturarlo y redireccionarlo, según su mecánica de
expansión mercantil y de extracción de plusvalor, que puede siempre agregar nuevos
axiomas a los anteriores. El campo social deviene circuito económico que traduce sus
relaciones a los términos de la producción de cantidades abstractas.

Los individuos mismos se conciben como “funciones derivadas”, como


“personificaciones” de dichas cantidades en sujetos privados: el capitalista y el
trabajador como derivaciones de los flujos de capital y de fuerza de trabajo.

Todo pasa por la mediación del dinero. Incluso la reproducción humana queda
subordinada a la axiomática capitalista, que efectúa una fractura con el campo social al
crear a la familia burguesa como algo “privado” que se teje al margen de la
reproducción social.

La ventaja de la máquina social axiomática frente a aquellas que funcionan a partir de


codificaciones es que permite extender sus conexiones a elementos heterogéneos, cada
vez más alejados de los centros de poder; y, en este sentido, se configura como un
campo de inmanencia que se reproduce a una escala siempre mayor, que no cesa de
multiplicar sus axiomas cuando los necesita.

Al subordinar lo cualitativo a lo cuantitativo, al reducir lo cualitativo a una sola


magnitud cuantificable, el capitalismo funciona como una fuerza que devora cualquier
tipo de realidad, siempre y cuando pueda anexarla a su propia cadena.

39
Pero esta equiparación entre cantidades no es una homogenización de lo múltiple, sino
una “isomorfía”, una misma disposición dentro del mercado que, por un lado, permite
conectar Estados de distinta naturaleza (democráticos, socialistas, autoritarios, etc.) y,
por otro, exige una cierta polimorfía periférica, en la medida en que no está saturada, en
la medida en que rechaza activamente sus propios límites.

En la nueva fase del capitalismo, el endeudamiento, y no el encierro, se convierte en el


mecanismo de conexión de los seres humanos al sistema, cuya producción de riqueza
corre siempre paralela a una continua producción de la “extrema miseria, en la que
están comprometidos hasta los regímenes más democráticos.

Sistema flexible, adaptable y tolerante con lo heterogéneo, pero no menos violento con
respecto a los flujos que no logran adaptarse a sus conexiones o que se desconectan a
cada momento.

El Estado no desaparece, se subordina a la axiomática capitalista que, a su vez, lo


supone, pues se encarga de su regulación: organiza sus fallos como condiciones de
funcionamiento, vigila o dirige sus progresos de saturación y las ampliaciones
correspondientes de límite.

Los aparatos estatales no son causa sino consecuencia de las relaciones que se tejen en
el campo social de los cruces y conjugaciones de flujos. El Estado moderno no es el
principio de un diagrama de poder, sino un mecanismo por el cual se actualizan las
ondas de dispersión molecular de determinadas relaciones de fuerza; también es un
agente que desencadena flujos descodificados como reverso de las codificaciones que
lleva a cabo.

El ejercicio del poder en el control está asociado a factores dinámicos como las
fluctuaciones del mercado, las técnicas de comunicación, la propaganda, la publicidad,
etc., que se desterritorializan de las instituciones disciplinarias y del Estado de policía, al
tiempo que se pliegan, se reterritorializan y se ponen al servicio de un nuevo diagrama.

La sociedad de control no aparece como un tipo de poder autoritario, ligado a un


aparato estatal despótico, sino como una dinámica microfísica que demanda del Estado
y sus instituciones una serie de modificaciones que permitan determinadas
conjugaciones de flujos, cruces entre flujos de información, flujos de capital, flujos de
persona, de trabajo, pero también de desempleo y de pobreza.

Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia

La resistencia es el reverso del poder, el efecto de contra-poder con respecto a una


fuerza constituyente de lo real con su mismo estatuto; pero esta opción más que ofrecer
una salida, creo que nos cierra todas las puertas, puesto que este tipo de oposición no
proporciona una alternativa cualitativamente distinta, como sí lo hacen las líneas de
fuga del deseo, al ser anteriores al ejercicio del poder.

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El poder no es constitutivo del campo social, sino una modulación que contiene y
bloquea las líneas de deseo que, en determinados momentos, comienzan a asumir una
variedad de códigos transgresores, en movimientos reales de desterritorialización.

Las líneas de fuga, los dispositivos [agencements] de deseo no son creación de los
marginados. Son líneas objetivas que atraviesan la sociedad y en las cuales se instalan
aquí o allá los marginales para hacer con ellas un bucle, un remolino, una recodificación.
Para describir los movimientos de contrapeso a las codificaciones del poder,

Apelar al sexo como si fuera un reducto de la resistencia implica caer en las dinámicas
del biopoder que exigen hablar de la sexualidad humana: Contra el dispositivo de
sexualidad, el punto de apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo, sino los
cuerpos y los placeres.

La lucha contra la represión social no puede venir exclusivamente de una liberación de


la sexualidad, que ha sido ya traducida por el psicoanálisis a los términos familiares que
bloquean las conexiones sociales del deseo, sino del desbloqueo del deseo..

La resistencia, desde esta perspectiva, está anclada no solo al reverso de las relaciones
de poder, como si fuera un elemento pasivo, sino que está a la base de las conquistas
que los sujetos logran hacer frente a las tecnologías políticas imperantes, en la
capacidad de asumir la plasticidad del poder para lograr hacer de sí mismos una obra de
arte que logre revertir las condiciones del dominio social. Resistir es crear nuevos
diagramas que problematicen el diagrama dominante de poder.

La subjetividad debe ser producida en cada momento, es resultado de una lucha de


fuerzas, pero no un producto pasivo de presiones externas, sino un ejercicio constante
del sujeto consigo mismo, dado que el poder es una potencia creativa poblada de puntos
de resistencia, no menos creativos.

La subjetividad como proceso implica un condicionamiento por las relaciones de poder,


pero también la posibilidad de ser objeto de pliegue y de transformación por parte del
sujeto sobre sí.

La subjetividad emerge de un choque de fuerzas, el carácter fluido de esta relación


impide que los sujetos sean productos masificados y uniformes: una vez constituidos,
entran en los juegos del poder como elementos activos cuyo devenir no está
predeterminado.

Como pliegues de los diagramas de poder, su naturaleza es heterogénea con respecto a


la red de relaciones que le dieron origen, por lo que su posición en ellas es virtualmente
variable.

Toda subjetividad (de subjetivo: que se basa en los sentimientos de la persona) es en potencia una
línea de fuga a los poderes que le dan origen, pero no como fuerzas reactivas, sino como
fuerzas activas en la búsqueda de la autodeterminación.

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La resistencia es una fuerza que emerge de las profundidades de la vida, algo vivo que
permite al hombre desplegar su libertad, encontrar el grado cero en el que el hombre es
fuerza vital transgresiva, instintiva y deseante

La visión microfísica del poder estaría presa de sí misma, en cuanto ignora variables
importantes para entender la evolución del Estado, así como la evolución del derecho,
en términos de su defensa de los intereses de los gobernados.

El poder no es una unidad ni una totalidad, es una multiplicidad que se activa en el


marco de los enfrentamientos sociales, dentro de unas condiciones singulares, sin los
cuales no puede darse: se trata de pensarlo siempre de tal manera que se lo vea
asociado a un dominio de posibilidad y, en consecuencia, de reversibilidad.

El poder es un factor dinámico, no estático, y habría que pensarlo más como un


movimiento que como un encierro. Lo único permanente es la tensión entre las fuerzas,
pero incluso ella varía con la naturaleza de aquello que se enfrenta, de las circunstancias
y, desde luego, no determina la resolución final de la tensión, salvo de manera
probabilística.

En una relación de poder los individuos son a la vez sujetos y objetos, pues no son
enteramente conscientes de los procesos sociales en los que se hallan inmersos y que
los determinan, pero tampoco actúan de manera inconsciente o involuntaria, sino a
partir de su particular percepción de las circunstancias que enfrentan.

Las relaciones de poder son a la vez intencionales y no subjetivas; no es posible


comprender este tipo de relaciones a partir de una instancia trascendente que las
determine, sino de la singularidad que las suscita, de un choque de cálculos individuales,
de “tácticas”, que en su mutua interrelación van creando “grandes estrategias
anónimas”, es decir, dispositivos de poder cuyo devenir y funcionamiento ya no es tan
claro para la consciencia individual.

Las acciones individuales no están condicionadas por una estructura fija que sirva de
molde único para el comportamiento, sino que se teje en el marco de las interacciones
mismas. En este sentido no es posible comprender las transformaciones sociales del
siglo XVIII, sin tomar en serio la idea de que las relaciones de poder cambian como
resultado de un ejercicio intencional del poder por individuos y grupos específicos,
situados históricamente.

El proyecto de la modernidad, abanderado por los filósofos del siglo de las luces,
buscaba el enriquecimiento de la cotidianidad a partir del desarrollo autónomo de la
razón, pero el efecto contrario, el empobrecimiento del mundo de la vida, fue
desencadenado por ese mismo proceso de especialización de la razón e hizo de este
proyecto algo inacabado.

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El objetivo del análisis de las racionalidades a partir de las cuales opera el poder no es
hallar lo irracional o lo opresivo que hay en ellas, sino indagar por las condiciones que la
hacen posible. El objetivo no es realizar una crítica de “la Razón”, como ha intentado
hacerse desde el siglo XIX hasta la Escuela de Frankfurt, sino mostrar el surgimiento y la
estructura de las racionalidades operantes en determinados aparatos de poder.

Foucault muestra cómo la modernidad asume una forma de ver el mundo, una forma de
relacionarse con él y con la tradición, que se convierte en una “virtud”, en un imperativo
que va más allá de su uso instrumental: la “actitud crítica. Dicha actitud está relacionada
con una manera de afrontar los métodos de gobierno del poder pastoral, en un campo
que de lo religioso conduce a lo político a lo largo de los siglos XVI y XVII.

Cierta tendencia a no querer ser gobernado de determinada forma, de buscar en el


derecho un medio contra la injusticia y el dudar de verdades preestablecidas son rasgos
del ethos crítico moderno que desemboca en la Ilustración kantiana.

La actitud crítica es una práctica ética que los individuos asumen como un estado de
insubordinación a la tutela irreflexiva de toda verdad, pero también una demanda por
las condiciones políticas para el ejercicio público de la razón.

Quizás sea posible producir por una revolución la caída del despotismo personal o de
alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará una verdadera reforma
del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos,
servirán de andaderas para el montón que carece de pensamiento.

La crítica adquiere un sentido político como examen de las prácticas que configuran el
comportamiento humano a partir de los ejes del saber, el poder y la ética, como
analítica de las condiciones de sociabilidad de los individuos y como una ontología
crítica de nosotros mismos que es a la vez análisis histórico de los límites que nos son
impuestos y prueba de su posible transgresión.

La razón de la poca luz con la que aparece la praxis política moderna radicaría en que no
distingue la ética, la estética y la política, sino que parece referir estos tres ámbitos a
una misma “actitud crítica” que combina la transgresión de las normas coercitivas, el
uso de reglas facultativas para gobernar la conducta y transfiguración de la subjetividad.

La posición de Foucault con respecto a esta problemática no es la de reducir la


modernidad a sus relaciones de poder, sino de cartografiar sus tensiones y concluir que
en la red misma que constituye su tejido ético y político se encuentran los puntos de su
reversibilidad, pero esta no es macropolítica, sino microfísica.

Los análisis arqueológicos y genealógicos que constituyen la obra de Foucault no son, en


este sentido, teorías políticas a las cuales se les deba exigir un modelo de organización
social deseable a partir de las instituciones, sino perspectivas o “indicadores tácticos”
que pueden o no ser utilizados.

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El sujeto solo puede empezar a resistir cuando logra desprenderse de aquello que lo ha
constituido y empieza a pensar y a vivir por sí mismo. En este punto, la constitución ética
de los individuos se cruza con la capacidad estética de asumir la tarea de hacer de sí
mismos una obra y, para decirlo en términos kantianos, salir de su minoría de edad con
el uso de su propia razón.

Si las tecnologías de gobierno neoliberales, si su forma empresarial y sus controles


flexibles han colonizado la subjetividad, es allí donde comienza la resistencia; pero de
ello no podría concluirse que es ahí donde termina.

La disposición para arriesgarse a pensar distinto y a rechazar el presente, a tomar


distancia de la relación problemática no solo del sujeto consigo mismo sino con las
relaciones de poder y saber que lo atraviesan, implica asumir la posibilidad de
reinventar y redefinir su posición particular dentro del campo social.

Foucault considera que la posición política del intelectual ha mutado a finales de los
años sesenta con respecto a la que ocupaba antes: si su papel era el de proscrito de la
sociedad burguesa, también asumía la responsabilidad de revelar algún tipo de verdad,
situándose como la conciencia” de los oprimidos, como aquel que hablaba en su
nombre.

No obstante, con las revueltas de mayo del 68 y los procesos de presión social aunados a
ellas, el intelectual se ve inmerso en un sistema oficial de comunicación que les niega la
palabra a las masas, que, al contrario de lo que podría pensarse, conocen muy bien sus
condiciones y no necesitan intermediarios que las representen.

En este sentido, el intelectual debe luchar contra las formas de poder allí donde éste es a
la vez objeto e instrumento: en el orden del saber, de la verdad, de la conciencia, del
discurso.

La apuesta de la teoría no es, entonces, la de traducir las prácticas micropolíticas en una


explicación global, sino ser ella misma una práctica de resistencia al poder.

Por tanto, las luchas devienen regionales, parciales, y el intelectual mismo, que asumía
el papel de representante, debe tomar parte en la lucha, pero desde su propia
singularidad, desde su propia manera de poblar el espacio-tiempo.

La resistencia al poder comienza con la experiencia subjetiva de las líneas que la


atraviesan, solo a partir de las cuales el intelectual puede librar sus propias luchas para
no adjudicarse la representación de otros, ni delegar en otros la suya.

Foucault propone una nueva forma de entender la labor del intelectual, asumiendo
también ese papel; frente a una figura como la de Sartre, que comprendía su papel de
intelectual como una defensa de valores universales, se erige una personalidad distinta,
la del intelectual que habla en nombre de su propia singularidad de intelectual.

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De cierta manera, ya no sería nunca más en nombre de los derechos, ni siquiera de los
derechos del hombre, sería en nombre de la vida, y de una vida singular pueda utilizarla,
para quien pueda conectar con ella su propia lucha.

La micropolítica identifica e instaura “todo un sistema de redes, de base popular” que se


escapa de la política en sentido tradicional de competición y de distribución de poder”
así como de las instancias representativas de los partidos.

Por esta razón, la lucha comienza en la subjetividad, puesto que busca aquello que es
constitutivo de los individuos, aquellas potencias impersonales, físicas y mentales con
las que uno se confronta y contra las que se combate desde el momento en que se
pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia más que en la lucha.

La resistencia al poder no puede darse si, al mismo tiempo, no se libra en el sujeto, si se


mantienen intactas las determinaciones que hacen a cada quien lo que es y si no se
experimenta con uno mismo para crear nuevas formas de existencia que redefinan las
relaciones de fuerza.

El acto reflexivo y creativo del pensamiento no es un alejamiento del sujeto con


respecto al campo constitutivo de lo social, sino una forma de situarse críticamente
frente a él y modificarlo, es menos una apuesta por un cambio individual que por uno
parcial para redefinir las multiplicidades en pugna, dado que lo histórico, lo económico y
lo político están dados en las conexiones que el deseo establece con las máquinas
sociales.

Cuando hay que inventar conceptos nuevos, para tierras desconocidas, los métodos y las
morales se derrumban y pensar se convierte en un “acto peligroso”, una violencia que
se ejerce, para empezar, sobre sí mismo.

Para Focault la resistencia atraviesa las relaciones de poder, no es exterior a ellas, sino
que se sitúa en puntos en los que pasa y se bloquea, es el otro polo de dicha relación ;
para Deleuze, en cambio, la resistencia es el afuera del poder, preexiste a sus relaciones,
para él la posibilidad de una modificación efectiva de los diagramas de poder esta dada
de antemano en la capacidad de los flujos de deseo para convertirse en líneas de fuga.
La óptica de Deleuze permite matizar el estatuto político de la resistencia, al mostrar
cómo los movimientos de lo singular desencadenan ondas expansivas que devienen
líneas de fuga frente a la tendencia a naturalizar determinadas relaciones de poder.

El deseo y las líneas de fuga no son datos naturales, no apelan a un presunto


desenvolvimiento del deseo como dato crudo o puro. No son los instintos que en su
perversa y demoníaca virginidad se enfrentan a unas relaciones de poder artificiales. El
deseo produce y pasa por conexiones tan sociales y políticas como las relaciones del
poder, es el agenciamiento, en la conectividad rizomática, en la libre asociación de
flujos, en lo que se distinguen de las relaciones de poder que intenta capturarlas,
preestablecerlas, bloquear conexiones posibles, marcarlas; el deseo, en cambio, las
produce.

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La apuesta de Deleuze y Guattari (en el Anti Edipo) es encontrar el lazo inconsciente que
liga las máquinas deseantes de cada quien con el campo social con el que se conectan,
porque el triángulo familiar al que el psicoanálisis reduce la producción del inconsciente
desdibuja la esencial apuesta política que implican las líneas de fuga del deseo.

Si el deseo está reprimido no es porque sea deseo de la madre o el padre; al contrario, si


se convierte en ese tipo de deseo es debido a que está reprimido, y sólo adopta esta
máscara bajo la represión que se la modela y se la aplica.

El deseo es revolucionario, es una fuerza que escapa por todas partes a los bloqueos del
campo social que él mismo constituye, pues su carácter fluido no se deja traducir por
completo a los códigos que lo sujetan a una determinada máquina: toda posición de
deseo, por pequeña que sea, tiene motivos para poner en cuestión el orden establecido
de una sociedad no hay máquina deseante que pueda establecerse sin hacer saltar
sectores sociales enteros.

La propuesta de Deleuze apunta, por tanto, al desbloqueo del deseo, a rescatar el


carácter rizomático de sus conexiones, sin desvirtuar su naturaleza política. Las líneas de
fuga del deseo no son apuestas individuales y subjetivas, son devenires revolucionarios
que hacen temblar a todo orden que intente contenerlo. Toda conexión de deseo
descubierta y experimentada es a su vez una fisura abierta en el tejido social que puede
dispersarse, seguirse o rechazarse.

Estos movimientos de flujo de deseo configuran el ámbito de lo molecular, un orden que


no es menos político por el hecho de rechazar en cada momento las segmentaridades
duras; es la micropolítica de las masas que no siempre se ajustan a las organizaciones de
clase, sino que se deslizan por ellas, en cuanto potencia de los cambios sociales.

Para Deleuze y Guattari el poder se entiende como el desfase continuo entre lo molar y
lo molecular que no cesa de encontrarse y repelerse, es decir, se define más por aquello
que se fuga que por la potencia de sus puntos de encuentro, pues estos ajustes entre los
códigos y los flujos son siempre relativos.

El deseo fluye, como línea mutante de fuga, a la vez que los códigos siempre intentan
recodificarlo y redireccionarlo a determinados puntos de convergencia.

La máquina de guerra se entiende como una potencia de creación, como una apertura
frente al control en las formas de habitar el espacio-tiempo, es la posibilidad de
movilizar el deseo sin tener verdaderamente la guerra por objeto, sino el paso de flujos
mutantes, lo cual implica que toda creación pasa por una máquina de guerra.

Si se hace énfasis en los flujos moleculares es porque en el movimiento de sus líneas se


efectúa lo político, es la dimensión de la movilización del deseo que se organiza en los
segmentos molares, pero también es la que desencadena las líneas de fuga que
permiten la reorganización del campo social.

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Los movimientos de descodificación y desterritorialización del deseo son devenires
revolucionarios, lo que no puede asegurarse es que su solidificación en segmentos
molares, en instituciones y Estados, pueda seguir siéndolo, dado que una vez constituido
ese punto de conjugación de los flujos no se puede evitar que capture para sí los flujos
para recodificarlos y reterritorializarlos, pues toda organización molar cuenta con su
propia textura molecular sin la cual no podría existir.

No todo diagrama es de poder, sino que es posible crear distribuciones de fuerza que
produzcan líneas de fuga positivas, que solo como efecto puede decirse que reaccionan
contra él. Tal es el caso de la filosofía, que sin ser un poder se enfrenta siempre a ellos,
pues los poderes, tanto micropolíticos como macropolíticos, se introducen en cada uno
de nosotros, ante lo cual ella nos mantiene en conversaciones o negociaciones y en
guerra de guerrillas con nosotros mismos.

Un ejemplo son las “minorías”, que se definen no por su cantidad, ni por su codificación,
sino por ser conjuntos “no numerables” cuya axiomatización es complicada de efectuar,
por lo que constituyen auténticas líneas de fuga del sistema, pues la axiomática sólo
maneja conjuntos numerables incluso infinitos, mientras que las minorías constituyen
esos conjuntos ‘difusos’ no numerables esas ‘masas’, esas multiplicidades de fuga o de
flujo.

Estos flujos difusos, codificados con vaguedad como comunidades étnicas, separatistas,
campesinas, etc., cuentan con la posibilidad de estar siempre en los intersticios de la
regulación estatal y las capturas del capital, en un tránsito confuso entre el abandono y
la autonomía.

Las minorías se hallan, pues, en una situación problemática, puesto que imponen un
límite que la axiomática del capital siempre intenta franquear: el de traducir su
naturaleza a cantidades que puedan integrarse al sistema.

No obstante, las minorías irrumpen siempre en el cuerpo social para recordar que
ninguna codificación y ninguna axiomática es invulnerable.

La apuesta por una práctica micropolítica o microfísica choca con la intervención del
Estado, en la medida en que cristaliza determinadas relaciones de poder que, en su
dinamismo propio, son reversibles.

Lo molecular modifica lo molar, para evitar que las vindicaciones microfísicas “caigan en
la trampa” de los partidos políticos o las organizaciones reformistas, se exige que la
posibilidad se mantenga “pura”, esto es, que los flujos microfísicos quedaran al margen
de toda codificación institucional.

Una lectura alternativa podría sugerir que el énfasis en la dimensión microscópica de lo


social implica un llamado a la desestructuración de la macropolítica, que asuma las
instancias molares como momentos ineludibles, pero modificables, del devenir de lo
real.

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Sería posible comprender la microfísica como un llamado a la modificación de lo social
desde sí mismo, desde su praxis política inmanente y no como un mero llamado a la
disolución del Estado sin más, sino asumir la naturaleza reversible de toda relación de
poder: una perspectiva más clara y no solo una “retórica de la revolución”, en lo que
respecta al carácter modificable de lo institucional y la capacidad de lo molecular para
efectuarlo, el contacto entre instancias molares y moleculares, allí donde emerge y se
modifica el poder.

No obstante, lo que no parece muy claro es el aspecto concreto que asumiría aquella
zona de inestabilidad molar-molecular y el papel del Estado en ella.

La respuesta a este problema es pensar en los movimientos sociales como aquellas


líneas de fuga que transitan en los intersticios del Estado, que logran interpelarlo,
negociar con él e incluso modificarlo, no sin ser capturadas o recodificadas, pero cuya
irrupción se da siempre al margen de su influencia, cuando se las captura, desaparecen,
para volver a aparecer en brotes siempre nuevos, desligados de las líneas anteriores y
haciendo rizoma con otras líneas problemáticas que atraviesan el campo social
(hambre, abuso de la fuerza, falta de servicios, etc.).

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