ARTE
HISTORIA
SOCIEDAD
Michel Lequenne
Biblioteca Virtual OMEGALFA 2022
Arte, Historia, Sociedad
Michel Lequenne
Fuente:
Cuadernos del Sur, nº.2
Abril-Junio de 1985
Maquetación:
Demófilo
2022
Procedencia
ilustración de portada:
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oeuvre-d-art-qui-denonce-la-societe.html
Edición digitalizada sin interés económico.
Su finalidad es exclusivamente cultural.
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Biblioteca Virtual
OMEGALFA
2022
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ARTE, HISTORIA, SOCIEDAD
Michel Lequenne ||
El arte... ¿qué es?
Antes de enfocar las relaciones del arte con la vida social y la
lucha de clases, hay que definir el primer término. Tal vez nin-
gún término necesite tanto una definición como el de arte, tema
de mil discusiones entre sordos. Por eso se intentará primera-
mente examinar las definiciones actuales, con el fin de entre-
sacar nuestro propio empleo del vocablo y, por ende, del con-
cepto.
Actualmente, e1 término arte es objeto de los discursos más
contradictorios. Un manual popular destinado a la juventud
manifiesta: ''El Arte (entre comillas y con mayúscula) no tiene
existencia propia. Sólo hay artistas". De esto se hace eco la
proclama gauchiste: “la idea de arte debe rechazarse, es un
mito burgués, uno de los sectores de la ideología que, como tal,
desempeña su papel en la enajenación de las clases dominadas
y en la justificación de la dominación ejercida por las clases
dominantes”.
Michel Lequenne (1921-2020) fue un militante revolucionario, político
y ensaysta francés. Autor de diversos ensayos históricos, se intereresó
especialmente en las temáticas de Cristóbal Colón y la Revolución rusa.
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La lectura de Hegel, el pensador más eminente de la burguesía,
podría justificar este rechazo. En efecto, según Hegel, el arte
es la manifestación del Espíritu o sea una verdad que es social,
que progresa y justifica así la realidad de la clase dominante.
Hay teóricos marxistas que, casi a la inversa, definen el arte
como trabajo y su producto como producción, es decir, captán-
dolo con un solo movimiento que lo subordina a su dimensión
de actividad socio-económica.
A primera vista, no existe posibilidad de conciliación entre es-
tas dos definiciones opuestas.
La primera, negativa, es principalmente la expresión de lo que
en la actualidad se llama la crisis del arte, y que tal vez sólo
sea la crisis de su noción, la cual expresa la crisis de la relación
entre arte y sociedad. El rechazo izquierdista. expresa dicha
crisis de manera distinta, más radicalmente. Pero al suprimir la
palabra no se suprime el problema, como tampoco el avestruz
suprime el peligro al meter la cabeza en la arena. Es cierto que
el arte, por ser una actividad autónoma en e1 sentido de que no
está subordinada a propósitos religiosos ni de exaltación de un
poder -también sacralizado- sólo existe desde el momento en
que la burguesía se constituye como una clase en sí.
¿Significa eso que la proyección de la palabra en épocas ante-
riores fue abusiva y carente de significado? Habría que señalar
que ya en el apogeo de la civilización griega y durante los pe-
riodos helenístico y de florecimiento del imperio romano, el
arte había gozado de una gran autonomía en relación con sus
fines esencialmente religiosos, por lo menos en cuanto a las
clases dominantes de la época.
Y si se aceptara rechazar el término, no por considerarlo cul-
pable de mistificación sino por ser un inevitable vector de
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mistificación. entonces ¿con qué podría sustituírsele para nom-
brar un fenómeno cuya unidad es innegable a pesar de todas
las desigualdades?
El neo-marxismo más reciente propone sustituir el vocablo
“arte” con la fórmula de “ideología gráfica”. Semejante fór-
mula, que aísla a las artes plásticas (¿habría que hablar de
“ideología sonora” al tratar de la música?) acentuando un as-
pecto esencial y encubierto de cualquier expresión artística, se
hace acreedora al reproche expresado por el crítico-historiador
Francastel contra quienes estudian el uso de la imagen “elimi-
nando todo lo que constituye su carácter estético para quedarse
únicamente con significados”. “Los interesados -prosigue- es-
tán privados del sentido de la vista”: y se siente también la
tentación de decir: y privados de la capacidad de emoción y de
participación.
El arte significa, indudablemente, más que cualquier otro me-
dio de expresión, pero de acuerdo con códigos que le son pro-
pios, en los cuales la forma, inseparable de los contenidos, po-
see su propia lógica, su propia historia. Ésta, por supuesto, es
paralela a la historia general pero su movimiento nunca está
mecánicamente determinado por los acontecimientos sociales
y políticos sino que, por e1 contrario, disfruta de una autono-
mía relativa en su desarrollo. En suma, gravita en una dimen-
sión particular aunque esté en interacción constante con todos
los elementos de la historia, en particular con la historia del
trabajo y de la ciencia, por cuanto ésta modifica la concepción
de la relación del hombre con el mundo y, ante todo, por el
hecho de que enriquece sin cesar las técnicas que el arte ob-
tiene de los medios de producción.
Y eso nos trae de nuevo hacia las concepciones marxistas-
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economistas que parten, en lo referente a las interpretaciones
del arte, del hecho de que éste, mediante un trabajo, produce
objetos de intercambio. ¡Qué teoría tan insatisfactoria! Porque
ella también examina al arte únicamente en las sociedades de
carácter mercantil.
Si se limita la definición a la producción de objetos de inter-
cambio, se dejan fuera todas las actividades artísticas espontá-
neas, todas las artes no mercantiles que todavía subsisten a
nuestro alrededor. Esa concepción, que se pretende marxista,
esquiva a un elitismo, puesto que sólo se queda con un arte que
lleve etiqueta de calidad. Pero más que nada es insatisfactoria
en tanto que la observación de las civilizaciones más primiti-
vas demuestra hasta la evidencia que, inclusive donde hay tra-
bajo (fabricación de instrumentos musicales, adornos para la
danza e inclusive elaboración de narraciones), se trata de uno
que se presenta como no-trabajo por ser liberación del trabajo,
expresión de la satisfacción del trabajo terminado, de las nece-
sidades satisfechas. E inclusive ahí donde las artes manifiestan
temores que han de ser calmados, favores que deben conse-
guirse de las potencias oscuras, las manifestaciones artísticas
más toscas reclaman tiempo liberado en relación con la satis-
facción de las necesidades elementales.
Que el arte se convierte progresivamente en trabajo, y muy
pronto en el trabajo más calificado (y esto exclusivamente
hasta nuestro siglo) es tanto más evidente cuanto que, durante
milenios, el artista, aun sin dejar de ser sacerdote, no se distin-
guirá mucho de los artesanos. Pero inmediatamente, y más alto
aún de lo que pueda alcanzar nuestro saber histórico, el pro-
ducto artístico se distingue de cualquier otro por un carácter
radical. Por ser el hombre un animal que fabrica (un homo fa-
ber), su trabajo satisface generalmente las necesidades que
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tiene en común con el animal. Por el contrario, el trabajo artís-
tico no responde a ninguna necesidad animal sino a una nece-
sidad social exclusiva de la especie humana.
Esa particularidad no planteaba problemas a las múltiples con-
cepciones sucesivas del hombre como un ser no animal. A no-
sotros nos resulta evidente que esa particularidad significa que
la producción artística está vinculada con lo que constituye la
particularidad de la especie humana entre las especies anima-
les: ''la conciencia reflexiva”. Por ser el hombre el único ani-
mal que se plantea a sí mismo la pregunta del porqué de su
existencia y de su lugar en el universo, tiene que responderse
por medio de elaboraciones mentales que estén en relación con
el grado hasta el cual se encuentre adaptado a su ámbito.
Y por eso, durante muchísimos milenios, el arte no ha sido más
que la manifestación duradera de la magia y la religión. Así
pues: ¿ideología? Sí y no.
Sí, con tal de que se defina la ideología como el conjunto de
las representaciones mentales surgidas de la sociedad, inclu-
yendo las más espontáneas, por ejemplo la del niño que repre-
senta esquemáticamente a su familia y su casa. Pero entonces
se quedan fuera los dos problemas más importantes que el arte
nos plantea: el del sentimiento estético y el de la eficacia dura-
dera de las obras de arte.
El problema de la estética lo sortean los teóricos neomarxistas
mandándola, a ésta también, con la ideología. Su especificidad,
que por mucho tiempo ha sido tratada como el problema de lo
bello, sigue sin embargo en pie, una vez que ha sido rechazada,
por considerarse esta última palabra-concepto como dema-
siado inadecuada. Inclusive en la inversión negativa (maso-
quista) de ciertos aspectos del romanticismo y de gran parte del
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arte moderno, subsiste en la producción del placer que ha pro-
porcionado. No cabe duda de que el sentido de lo bello y lo
agradable también está socializado. Pero Kant no estaba total-
mente equivocado cuando le encontraba cierta autonomía.
El placer estético tiene raíces que le son propias, más profun-
das que lo mental, que las tiene físico-fisiológicas y sin las cua-
les, por cierto, el arte no podría significar. Si, por ejemplo, los
colores adquieren socialmente significados simbólicos, no será
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esta función la que funde su valor sino, a la inversa, este valor
espontáneo será el que funde las funciones que les sean atri-
buidas. De esa manera, el rojo ha podido ser el color del za-
rismo y el de la revolución; este color, que llamará la atención
de cualquier niño, seguirá siendo elemento importante en cual-
quier cuadro refinado. Otros ejemplos serían igualmente cla-
ros, como el de la relación entre simetría y asimetría. Digan lo
que digan quienes sostienen la teoría de la estética como ideo-
logía, ignorar su especificidad no dejará de ser "marxismo vul-
gar".
El segundo problema, al cual la teoría del arte como ideología
no proporciona respuesta alguna, es el de la perennidad de cier-
tas obras mucho más allá de su adecuación ideológica, inclu-
sive en el rechazo tajante de los valores que las fundamentaban
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como conjunto significativo.
En cuanto al marxismo auténtico, conviene dar una definición
del arte que no sólo sea valedera para la estatuilla mágica, el
dios más espiritualizado, el paisaje impresionista y el ready
made de Duchamp, sino que explique, además, porqué tal o
cual de esas obras sigue conmoviéndonos.
El denominador común de toda obra de arte es que expresa,
quiérase o no; porque el cuadro más abstracto, la música más
''pura" expresan, aunque sólo sea en hueco ... como el arte de
las civilizaciones iconoclastas ... y casi siempre expresan in-
conscientemente mucho más que figuraciones pobres cuyo
contenido sea explícito.
El arte expresa y, por ende, es un lenguaje o, más exactamente,
lenguajes múltiples, pero cuyo código casi nunca suele ser ex-
plícito. E inclusive, apenas puede dudarse de que la explicita-
ción de un código artístico sea el más importante elemento de
esclerosis y muerte de un arte dado. El arte expresa, pues, tanto
más fuertemente cuanto que es un lenguaje cuyo código cam-
bia con la misma frecuencia que el discurso. Y eso se debe a
que el código saca su fuerza de lo que constituye la debilidad
de un lenguaje práctico corriente: de su esoterismo o, por lo
menos, del hecho de presentarse como un acertijo cuya inter-
pretación acentúa su sentido a la vez que provoca el gozo del
misterio descubierto y adquiere valor en sí como forma per-
fecta del mensaje que transmite. Sin embargo, el autor de la
obra nunca conoce por completo el sentido de su mensaje ci-
frado, e inclusive puede ignorarlo totalmente. Y eso se debe a
que el cifrado, en toda la espontaneidad que encierra, es obra
del inconsciente.
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Casi todos los críticos que se dicen avalados por el marxismo
tropiezan con esta cuestión. Uno de los más eminentes la ha
rechazado reduciendo el psicoanálisis al acto de evidenciar al
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Edipo del autor de la obra. Otros consideran que esa mediación
es insignificante y se ven obligados a interpretar la totalidad de
las obras como si su elaboración correspondiera enteramente a
la conciencia clara y, por lo tanto, como si los artistas fueran
ideólogos que codificasen su mensaje por capricho.
En realidad, la razón por la cual el mensaje descifrado de las
ideologías se vuelve obsoleto, ilegible, ridículo u odioso, mien-
tras que la obra de arte sigue viviente, se debe precisamente a
que, por expresar al inconsciente colectivo, transmite muchí-
simo más que ideas: la vida tal como se experimenta con sus
conquistas parciales, sus problemas, sus límites e inclusive ...
su crítica.
El inconsciente colectivo no existe fuera de los miembros de
la colectividad. Los inconscientes individuales matizan hasta
el infinito los datos que la historia y la vida social les propor-
cionan. Por eso, cuando el artista encuentre la autonomía indi-
vidual en la sociedad burguesa, la manera en que cada incons-
ciente particular filtre el inconsciente social se diferenciará de
modo creciente. El logro artístico dependerá entonces de la
particularidad individual para expresar, con mayor agudeza, al
grupo o subgrupo al que pertenezca o al que se dirija, o ambas
cosas. Y eso explica las posibles diferencias que hay entre un
artista y su época. En cambio, ahí donde el encargo social im-
pone al artista criterios y exigencias rigurosas, la mediación del
individuo tiende a cero, por ejemplo en un arte como el del
Tíbet donde no sólo los temas del arte (religioso) sino las for-
mas, hasta sus más ínfimos detalles, los colores mismos y sus
relaciones pletóricas de significados fijos. le son impuestos al
artista sin que éste disponga de la menor posibilidad de salirse
de ellos; lo que tiene por consecuencia la imposibilidad de dis-
tinguirse de otros como no sea por la perfección formal mayor
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o menor de la ejecución; lo cual, digámoslo de paso, reduce su
contribución a lo que, en nuestro lenguaje, llamaremos estética
pura. ya que de ese modo demuestra su existencia.
La obra de arte como totalización
Un cuadro de Gauguin -uno de los grandes maestros del arte
moderno- se titula: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos?
¿Adónde vamos? Puede decirse que toda obra de arte es un in-
tento de responder a esas preguntas.
Y ahí tenemos lo que permite vincular ambos extremos de la
contradicción de las definiciones modernas: la obra de arte es
producto de un trabajo, del único trabajo cuya producción
exige la colaboración de fines conscientes y de impulsos in-
conscientes, y se encuentra precisamente el punto donde coin-
ciden las intenciones conscientes y los impulsos inconscientes.
La finalidad de ese trabajo es la única finalidad de un trabajo
que sólo se conoce por su acierto eventual, el cual es la ade-
cuación más o menos evidente, más o menos provisoria, a las
eternas preguntas que se hace la humanidad. Más exactamente:
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la flecha tiene por finalidad matar a la presa, es un medio aun
cuando sea objeto de ritos mágicos que le atribuyan poderes.
Pero la finalidad del dios esculpido consiste en manifestar su
existencia y su poder. No es el medio para obtener lo que de él
se solicita; en cambio, su escultor se considerará como el me-
dio de su surgimiento, lo cual -de manera desacralizada- ex-
presaba también Miguel Ángel al decir que tenía que despren-
der la forma que el mármol ocultaba. Actualmente, junto a no-
sotros, muchísimos escultores modernos manifiestan que su
precursor fue el cartero naif Cheval, que se ponía al servicio de
la forma sugerida por la piedra en bruto del camino, diciendo:
"La Naturaleza ha hecho la escultura; yo me hago su arquitecto
y su albañil”
Precisamente porque nada que le sea extraño en su entorno res-
ponde a la pregunta del hombre: ¿De dónde venimos? ¿Qué
somos? ¿Adónde vamos?", las respuestas que a sí mismo se da
-y eso sin llegar a las eras históricas- sólo podían antojársele
como procedentes del más allá, como revelaciones, y eso con
mayor razón puesto que las respuestas se imponían con la evi-
dencia de los resplandores súbitos. Ese sentimiento, que ha lle-
gado hasta muy cerca de nosotros en forma de inspiración, no
tiene nada de charlatanería (por lo menos, no en sus formas
originales) sino que es la expresión inmediata de la relación del
hombre con su inconsciente cuya estructura es histórica y so-
cial. En ese sentido, es correcto plantear la obra de arte autén-
tico como totalización de un saber y de una utopía, forzosa-
mente puesta sin cesar en tela de juicio por el movimiento de
la historia y, por consiguiente, constantemente vuelta a cues-
tionar.
Antes del arte (en el sentido propio), la divinidad aparece como
si dictara, es la que restituye como un eco el orden social
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proyectado en su fuera-del-mundo. Para comprender este paso
primitivo del arte basta con meditar sobre las artes espontáneas
que nos rodean: el arte de los niños, de los auténticos naifs, de
los enfermos psíquicos. Esos reflejos del mundo, que en oca-
siones pueden alcanzar la más alta calidad plástica, manifies-
tan clara y simultáneamente, por lo general, la potencia de las
determinaciones inconscientes de la obra de arte, el carácter
social de la estructuración de ese inconsciente y la espontanei-
dad de la preocupación estética. Los "autores” de esas obras
nunca tienen una clara conciencia de las motivaciones que ha
tenido la elección de sus temas, del valor que otorgan a los ele-
mentos representados de su universo, del carácter histórico de
éste y, cuando tienen una teoría (a menudo rudimentaria) de
sus opciones estéticas, ésta suele ser pocas veces estética y
muy a menudo ideológica (valor de los colores, proporción de
los elementos figurados, etc.).
Como en cualquier obra de arte, las obras de los niños, de los
naifs y de los locos son proyecciones totalizadoras de su
mundo, modeladas por las particularidades de su psiquismo.
Las principales diferencias de fondo entre tales obras y otras
cuyo código está altamente elaborado (digamos, por ejemplo,
la representación esculpida de un dios), consisten en que, por
una parte -en el primer caso- las totalizaciones son pobres de
contenidos y, a la inversa la individualización de las represen-
taciones es ampliamente dominante aunque poco original
(composición orgánica que no impide, cabe señalarlo aquí, la
capacidad de resonancia de masa que tales obras pueden tener);
y por otra parte, en que la realización estética espontánea pocas
veces proporciona al espectador el sentimiento de plenitud que
da la obra que expresa la culminación de cada momento histó-
rico del arte; a pesar de que, en este último caso, la totalización
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es a la vez compleja y refinada, mientras que la mediación del
autor, aunque esencial, tiende a borrarse en su cohesión con el
inconsciente social, y la ejecución manifiesta una destreza que,
no obstante ser personal, concreta todo el saber y el saber-hacer
de una cultura.
Antes del arte (en el sentido moderno de origen burgués de la
palabra), el arte es aquello en lo cual el hombre se sorprende
más de sí mismo. Por consiguiente, quien se revela (a sí mismo
y a los demás) capaz de crear una obra no lo experimentará
como su expresión propia sino como poder de expresar al
grupo social. Y en efecto, eso es. Tanto más cuanto que la in-
dividualización psicológica y la diferenciación cultural son fe-
nómenos relativamente modernos, y que, a la inversa, la
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creación de obras que hoy nos parecen artísticas responde, en-
tonces y por mucho tiempo, a un pedido social preciso y cui-
dadoso en que la calidad estética está subordinada o, más exac-
tamente, implicada como evidente, como la forma necesaria
del contenido. Y el autor tendrá por mucho tiempo la función
social de hechicero o sacerdote.
Las primeras ar-
tes conocidas son
anteriores a las
sociedades de cla-
ses propiamente
dichas. Y expre-
san entonces al
grupo social en-
tero. Pero lo esen-
cial de las artes
que podemos es-
tudiar en su rela-
ción con la socie-
dad es que son ar-
tes que, bajo for-
mas religiosas o
por lo menos sa-
cralizadas, expre-
san a clases domi-
nantes, al sistema del mundo y a la estructura social tales como
los han elaborado dichas clases.
Algunos ejemplos separados por inmensos espacios de tiempo
demostrarán cómo, de maneras infinitamente distintas, podían
totalizarse sistemas sociales en obras cuyo acierto plástico es
tal que sigue fascinándonos.
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Una etnia africana ha reproducido en muchísimos ejemplares
una extraña escultura cuya base es un cráneo humano bajo una
forma circular labrada en que se sostiene una pequeña forma
humana cabeza abajo, con brazos y piernas extendidos. Por en-
cima de ese círculo hay un pájaro. Lo que a primera vista po-
dría antojarse un conjunto reunido por la imaginación es, en
realidad, un sistema cosmogónico de la mayor riqueza puesto
que cada parte de la escultura está cargada de significado: el
cráneo es el del antepasado que es la muerte y el elemento tie-
rra en que reposa. Sobre él se encuentra el elemento agua que
se yergue bajo la forma de la vida física del niño en el vientre
de su madre; el pájaro representa al elemento aire y al espíritu.
Esta explicación, en términos que se refieren a nuestros con-
ceptos filosóficos occidentales, empobrece el carácter de vin-
culación dinámica del conjunto y, sin el menor lugar a dudas,
de sus resonancias para quienes participan en ese sistema. Pero
la armonía de la construcción, su equilibrio, vale para nosotros
y nos prepara para la riqueza de su significación alcanzada me-
diante una sorprendente economía de medios.
Conocemos todos los dioses egipcios, animales o de rostro ani-
mal. Sabemos que ese panteón fantástico reúne lo que podría
calificarse como dioses-tótem de las ciudades reunidas en el
doble imperio del alto y el bajo Egipto (cuyos símbolos están
igualmente reunidos en los adornos del faraón), y que su jerar-
quía, variable en las representaciones pintadas o esculpidas,
manifiesta en realidad predominancias político-religiosas.
Todo el arte egipcio se encuentra sometido de ese modo al sis-
tema, extremadamente complejo, de los signos del poder sa-
cralizado que ordena los conjuntos. Ahí también, la adecuación
de la invención plástica con fines ideológicos se sale de éstos,
llega a lo más profundo, y así es como nos alcanza.
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Demos un salto hasta mediados de la Edad Media: en Gante,
el retablo del Cordero místico, obra de los hermanos Van Eyck,
representa igualmente todo un sistema del mundo y la sociedad
que funda la jerarquía terrestre de las clases sobre la del cielo
que la reproduce. La maravillosa perfección formal de esa obra
manifiesta a la vez un momento de equilibrio inestable entre la
joven burguesía y el mundo feudal en decadencia, y la culmi-
nación de un arte que pronto desaparecerá. Como imagen del
universo feudal, resulta apasionante comparar ese retablo con
obras que representaban la pirámide social más antiguamente,
y cuyas variaciones son paralelas a las de las relaciones de
fuerza entre clases sociales. Para nosotros, esa obra restituye
un momento del pasado humano, pero en forma más profunda,
sensual y por ende humana, que cualquier bloque de documen-
tos históricos.
Mas ¿cuál es la relación entre los movimientos de la historia y
las modificaciones de las concepciones estéticas?
Periodos de arte y ciclo de las clases
Por lo menos, se puede desprender una importante ley que pro-
porciona una base para la comprensión de los periodos del arte:
cada nueva sociedad de clases produce un primitivismo artís-
tico que no debe considerarse de manera peyorativa sino en el
sentido de una expresión primera, sin tradición o rompiendo
con una tradición o distorsionando una tradición anterior, y
cuya espontaneidad de la forma es comparable en algo a la de
la infancia -lo cual justifica, por cierto, la idea de infancias his-
tóricas, con la condición de que se entienda "infancias", en plu-
ral, como infancias renovadas de sociedades y no como
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desenvolvimiento único de la humanidad a la manera positi-
vista.
Luego, cuando esa sociedad alcanza un alto grado de equilibrio
social en la armonía entre el nivel de sus fuerzas productivas y
sus relaciones de producción, mientras la clase dominante
desempeña el papel progresivo que la hace surgir y todavía no
experimenta las manifestaciones de la lucha de clases como
una amenaza contra su existencia, el sentimiento profundo de
la concordia social y la buena conciencia se reflejan en el arte
en lo que por extensión se puede llamar: un clasicismo.
Si ese equilibrio social se paraliza por la incapacidad en que
está una clase dominada para sacudir sus cadenas y erigirse
abiertamente como candidata a la dominación social, el arte se
paraliza igualmente en lo que pudiera llamarse -también por
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extensión- un academismo.
Pero cuando la lucha de clases trastorna profundamente a la
sociedad sin que la clase dominada que afirma su fuerza sub-
versiva pueda aún derribar a la antigua clase dominante, las
convulsiones sociales se expresan entonces en arte por medio
de lo que -aquí mediante una extensión, más insólita aún que
las anteriores, de un término fechado históricamente al reci-
birse su acepción- llamaremos un barroquismo, el cual tam-
bién puede conocer cierta academización durante un periodo
de reflujo.
Las artes que llamamos "barrocas" están producidas por artis-
tas al servicio de las clases dominantes pero que, más o menos
inconscientemente, no pueden dejar de expresar las contradic-
ciones sociales, lo cual se traduce antes que nada en sus obras
mediante combinaciones formales contradictorias (aunque con
posibilidades frecuentes de resultados fascinadores a causa de
la reflexión formal de contradicciones vivientes).
El arte, pues, se desarrolla constantemente, partiendo de primi-
tivismos, en un balanceo más o menos rápido entre clasicismo
y barroquismo, lo que Apollinaire ha traducido de manera ad-
mirable al expresar la fórmula: "esa prolongada pugna entre el
orden y la aventura" -de la cual probablemente no vio el fun-
damento social, ya que el orden y la aventura también pueden
congelarse en el entumecimiento de una rigidez cadavérica o
en las muecas de los días de barbarie.
(Traducción de Leonor Tejada.)
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Michel Lequenne: Ha publicado artículos en L’unité (periódico sindical),
colaborando en la versión francesa de las obras de Cristóbal Colón (Ma-
drid, 1980), y en la revista Satellite con una crónica sobre los "precursores
de la ciencia ficción que integrará un libro: Défense de l’Utopie. Ha parti-
cipado en la filmación de Setubal, ville rouge, en Portugal, y en dos cor-
tometrajes: Le peintre Jean Ponsy La mort de León Sedov, jils de Trotzky.
Sus críticas literarias para la Revue de la 4 Internationale han versado prin-
cipalmente sobre la obras desamizdat traducidas al francés; desde 1974 se
encarga de la sección de crítica de arte en Rouge, y desde 1975 es redactor
de Critique communiste.
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