Bert States Fenomenología Del Teatro
Bert States Fenomenología Del Teatro
Introducción
Este es un libro sobre el fenómeno teatral. Es una extensión de notas sobre el teatro que se
han acumulado a lo largo de un tiempo. No contiene un argumento, ni se propone probar una tesis,
y no será uno de esos libros útiles que uno lee para su propia investigación. Por otra parte, ni
siquiera es una fenomenología del teatro, propiamente dicha. Tal proyecto, como yo lo entiendo,
implicaría una consideración mucho más científica y minuciosa de cada aspecto del teatro de lo que
he presentado aquí. Más bien, he intentado escribir una cierta descripción crítica que es
fenomenológica en el sentido de centrarse en el teatro haciéndose a sí mismo a partir de sus
materiales esenciales: habla, sonido, movimiento, escenografía, texto, etc. Como otras descripciones
fenomenológicas, tendrá éxito si logra despertar la memoria del lector sobre sus propios encuentros
perceptuales con el teatro. Si el libro falla en este punto, me imagino que será tan interesante como
leer una antología sobre los sueños de otra persona. De cualquier manera, no estoy tan interesado en
la pureza de mi perspectiva y método como en recuperar algo de la experiencia teatral que
considero digno de nuestra admiración crítica.
Podemos acercarnos a la naturaleza de este “algo” al proponer una vieja pregunta para cual,
seguramente, no hay una respuesta adecuada: ¿Cuál es el origen del teatro? Una explicación
histórica probablemente nos remita a la función ritual de garantizar varias ventajas para la
comunidad. Una explicación fenomenológica comenzaría por reformular la pregunta: ¿Qué tipo de
ser elegiría la suplantación/imitación (impersonation) como medio para asegurar cualquier tipo de
ventaja? Seguramente los orígenes y propósitos del teatro no se agotan en la idea de que el hombre
quiere imitar al mundo, como es o como debería ser, o para una mejor cosecha, o para honrar a los
dioses, o simplemente para entretener a sus semejantes, si por eso entendemos realizar ficciones
sobre su vida social y privada. Si la imitación tiene el poder de hacer estas cosas, entonces el poder
en sí debe ser anterior e independiente de ellas. Ya que la obra de arte, dice Heidegger, se
caracteriza por que nunca se “gasta”; a diferencia del útil, la obra de arte no “desaparece en la
utilidad”1 De cualquier manera, se trata de una afirmación de un cierto poder para crear, para
1
Martin Heidegger, Poetry, Language, Thoughts, trans. Albert Hofstadter (New York: Harper & Row, 1975), pp. 46-47.
producir. ¿Qué es lo que se produce? Encontramos este útil comienzo en el ensayo de Heidegger
sobre el origen de la obra de arte:
A primera vista, parece que nos encontramos aquí con la vieja idea, derivada de Schiller, de
la ingenuidad de los antiguos: esto es, la maravillosa habilidad del hombre de la antigüedad para
entrar directamente en la naturaleza– sin haber estado nunca separado de ella – y ver a sus dioses en
sus imágenes, y sus propósitos en sus dioses. Pero si la idea de Heidegger estuviera basada en algo
tan nostálgico no nos ayudaría con el problema de la motivación que se encuentra por atrás de la
imitación/suplantación (impersonation). Si consideramos esta interpretación romántica del
fragmento, surgen problemas obvios: ¿Acaso la capacidad para “permitir que el dios mismo se
presente” cesó cuando los dioses desaparecieron del texto y las batallas terrenales pasaron a ser el
tema de la tragedia? ¿Acaso el héroe que vino después del dios estaba “presente” de la misma
manera, y luego del héroe, el mercader y la cortesana y el soldado fanfarrón? ¿O esta capacidad
implica una creencia solemne y especial, tal como la creencia cristiana de que se está consumiendo
el cuerpo de Cristo en el santo sacramento? ¿Disminuye –esta presencia– a medida que el principio
del placer desplaza al principio espiritual en el drama?
A lo que Heidegger se refiere aquí no es a una presencia literal del dios, sino a una presencia
que hace innecesario referirse a otro lugar para el dios. Es la verdad del dios la que adviene sobre el
escenario y no el escenario el que se refiere a un dios real más allá de sí, existiendo en algún tipo de
forma no disponible.2 Pero no debemos tomar esta palabra verdad en un sentido abstracto y vacío.
De hecho, a lo que Heidegger se refiere no tiene nada que ver con dioses. El mismo principio de
presencia se aplica a la pintura de Van Gogh de los zapatos del campesino. Sabemos que estos no
2
La explicación de Hegel de este fenómeno: “[Los dioses] son creados, inventados, pero no son ficciones. Ciertamente provienen de
la imaginación humana en contraste con lo que de hecho existe, pero hacen esto como formas esenciales, y este producto de la mente
es a la vez reconocido como siendo lo que es esencial” (Hegel on Tragedy, eds. Anne y Henry Paolucci [New York: Harper & Row,
1975], p. 312).
son realmente zapatos campesinos, ni son substitutos pintados para unos zapatos campesinos que se
encuentran en otro lado. Pero ese es un factor irrelevante, pues no se trata de que nuestra visión se
mueva entre la memoria y el pigmento. Es obvio que reconocemos estas formas como zapatos, pero
eso no significa que nos refiramos conscientemente a un concepto-zapato ubicado en otro lado, o
anterior, o a algo guardado en el armario de la mente de cosas sabidas. Todo en la pintura previene
tal movimiento de la mente y nos lleva, como dice Heidegger, a su “riff”. “En la vecindad de la obra
nos hayamos de repente en otro lugar al que solemos estar” (p. 35). Este “otro lugar” no es un otro
lugar espacial en el sentido en que la mente piensa en estar en otro lugar (con el dios real, o en la
habitación con los zapatos reales de la pintura, en este paisaje que Constable ha “copiado” en su
pintura), sino en el sentido de que lo que se encuentra frente a nosotros, la pintura en sí, ofrece un
tipo diferente de aquí de aquel en el que “tendemos a estar”. La pintura es un lugar de apertura, no
un lugar de referencia. Lo que se abre en la apertura no puede hallarse en otro lado porque no existe
por fuera de la pintura. Indicios de la pintura existen en la naturaleza, quizás. Cuando miramos a un
par de zapatos gastados veremos las características “de instrumento / de útiles” que Van Gogh
pintó, ¿pero cómo es que no las vimos antes? La pintura– ¡sombras de Oscar Wilde! – ha, quizás,
alterado nuestra percepción de la realidad. No tiene sentido afirmar que todas las características de
los zapatos en la pintura de Van Gogh están presentes en los zapatos campesinos reales. Los zapatos
son constantemente repintados por artistas como teniendo características diferentes a aquellas que
Van Gogh vio. ¿Estos zapatos que estoy usando, por ejemplo, poseen cualidades que están
presentes en pinturas de zapatos que nunca he visto? Si todas esas cualidades están en los zapatos
ahora, algunas de ellas esperando dormidas a ser descubiertas por futuros pintores de zapatos,
entonces vivimos en un universo ciertamente muy extraño. Evidentemente hay algo deficiente en el
principio referencial como un fundamento del arte.
Sería igual de absurdo argumentar que no hay ninguna relación referencial, o mimética,
entre el arte y la realidad, como lo sería afirmar que el arte es una imitación de la realidad. Mi
propósito al presentar el punto de vista de Heidegger no es restringir la naturaleza de la verdad (o
verdades) del arte, o defender esta posición particular frente a otras, sino, como Heidegger diría,
abrir un claro dentro del tema del arte mismo donde nos podemos liberar de ciertos prejuicios de la
teoría mimética. El problema de larga data de la teoría mimética es que se ve obligada a definir al
arte en términos de lo que el arte no es, buscar una fuente de representación artística en el tema del
arte, y señalar a un lugar donde se pueda encontrar, al menos en un conjunto de ideas o verdades
abstractas, o en un campo de esencias o arquetipos. La oración más importante jamás escrita sobre
el drama, la definición de Aristóteles de la tragedia como imitación de una acción, contiene el rango
completo de frustraciones y ambigüedades de la teoría mimética. Estos dos términos virtualmente
co-reflexivos, imitación y acción, nos llegan, en la figura de John Webster, como dos balas
encadenadas. En un sentido el término imitación de implica que la acción está por fuera del drama,
“una forma”, como dice John Jones, “que el trágico contempla, y que se haya lógica y
cronológicamente antes de la tarea de la composición.”3 Pero en otro sentido, el término acción
parece querer referir a algo interno a la obra, una “forma que habita,” un “alma,” un “orden de
eventos,” etc., y así el término imitación toma un segundo carácter como el medio en que la obra
presenta su representación. ¿Puede ser ambas cosas a la vez, anterior a y concurrente con, dentro y
fuera? No veo por qué no. Parece poco razonable intentar evitar una historia tan interesante como
aquella de nuestras revisiones de esta oración continuamente fascinante. Lo que parece importante
es que cuando leemos esta oración al derecho o al revés no caemos en la ilusión de ser científicos
alcanzando la correcta solución al problema. Y así sucede también con la descripción
fenomenológica: es sólo un medio para llegar hasta el final de uno de los caminos auto-
contradictorios del arte.
3
John Jones, On Aristotle and Greek Tragedy (New York: Oxford University Press, 1968), p. 24.
porque en ella el todo es anterior a las partes”4 Además, mientras más se trate al teatro como un
lenguaje más se asemeja a todo lenguaje. Así, el peligro de una consideración lingüística del teatro
es que podemos pasar por alto el sitio de nuestro compromiso sensorial con sus objetos empíricos.
Este sitio es el punto en donde el arte ya no es sólo lenguaje. Cuando el crítico propone una división
en la imagen artística, puede que esté afirmando algo sobre el lenguaje, pero ya no está hablando de
arte, o al menos del poder afectivo del arte.
Aun así, me parece que la semiótica es una disciplina útil, si bien incompleta. Resulta
evidente para mí, en mi propia estrechez, que la fenomenología y la semiótica deben ser
perspectivas complementarias sobre el mundo y el arte. Me gustaría ahondar en esta noción porque,
de a momentos, me encuentro, digamos, pidiendo prestadas las herramientas de mi vecino para
construir mis propias estructuras. Si pensamos en la fenomenología y la semiótica como maneras de
ver, podríamos decir que constituyen un tipo de visión binocular: un ojo nos permite observar el
mundo fenoménicamente; el otro, nos permite verlo significativamente. Estos son los anormales
extremos de nuestra visión normal. Si perdemos la visión de nuestro ojo fenoménico, nos volvemos
Don Quijote (todo es algo más que sí mismo); si perdemos la visión de nuestro ojo significativo,
nos convertimos en el Roquentin de Sartre (nada es más que sí mismo). Ciertamente el ojo
significativo es más fuerte – o al menos más estable– lo que quiere decir que tendemos a ver el
mundo como algo que atravesamos. Pero de vez en cuando, el mundo nos detiene. Por ejemplo:
estoy caminando hacia la estación para volver a casa en colectivo. De repente, mientras me acerco,
el colectivo estacionado se me aparece como obscenamente grande y rectangular. Es pesado en su
material y textura; no es un colectivo, es una figura extraña y no prevista. Esto puede ser resultado
del sol reflejándose en él de cierta manera, puede deberse a mi estado de ánimo; pero me encuentro
detenido por esta cosa. La veo casi como lo haría un artista: como un estudio de la forma. Pero debo
4
Maurice Merleau-Ponty, La Primacía de la Percepción y Otros Ensayos sobre Psicología Fenomenológica, Filosofía del Arte,
Historia y Política, ed. James M. Edie (Evanston, Ill.: Northwestern University Press, 1964), p. 15.
5
Sigurd Burckhardt, Significados Shakespeareanos (Princeton, N.J.: Princeton University Press 1968), p. 24.
subirme al colectivo, si pretendo llegar a casa. Así que me subo y, con la ayuda de mi ojo
significativo, me proyecto en casa– ¿habrá llegado alguna carta? ¿Vino hoy el plomero? ¿Qué habrá
para cenar? Todas estas anticipaciones son apaciguadas, sin embargo, porque en el colectivo leo el
diario, la cual es otra manera de no estar donde estoy.
Tal vez esta es una analogía muy personal, pero con ella quiero expresar solamente la
naturaleza cotidiana de los extremos perceptivos: la cosa, podríamos decir, cuando pierde su
pérdida y aparece ante mí, despojada de sus funciones; y la cosa en su valor de transporte– en su
utilidad, en lo que ella significa, lo que esta cosa extraña/familiar puede hacer por mí. De una
manera especial, el arte está hecho de una fusión de estos extremos. En realidad, esta es una idea
muy antigua; simplemente estamos usando términos e instancias modernos para replantear una
proposición de Horacio: la poesía fusiona lo encantador y lo útil. El sentido que Horacio le imprime
a la palabra “útil” (utile) probablemente no requiera una redefinición moderna, pero debemos
actualizar la palabra “encantador” (dulce) para aclarar el punto. Encantador, me parece a mí, se
podría traducir por un estar envuelto por la imagen– no, como el Dr. Johnson diría, por virtud de su
“gesto justo y modulación elegante,6 o por su exitosa ejecución de uso convencional, sino por su
vida autónoma, por su vivacidad (para usar una palabra particularmente pertinente para el teatro).
Así hay una tensión en la imagen entre lo útil y lo encantador. La utilidad implica la transitividad de
la imagen, su carácter de signo, o su convertibilidad en energía social, moral, o educacional; el
encanto implica su “corporalidad” y la absorción inmediata de la imagen por parte de los sentidos.
Así el signo/imagen es una cosa con dos caras: quiere decir algo acerca de algo, ser un signo, y
quiere ser algo, una cosa en sí misma, un sitio de belleza. Dichosamente ignorante de los problemas
de la estructura profunda, Horacio simplemente llamó a esto una fusión de funciones, no más
separadas que cuerpo y alma, no más explicable por una ciencia del lenguaje que la arquitectura es
explicable por las ciencias de la física y la ingeniería.
Quizás dos variaciones modernas de esta tensión, que se ocupan de proyectos muy
diferentes, ilustrarán la persistencia de esa tensión como una manera de organizar nuestras
perspectivas sobre la imagen. Recordemos la oposición de Baudelaire entre la comedia significativa
(u ordinaria) y la comedia absoluta (o grotesca): la comedia ordinaria es siempre útil, “su elemento
siendo visiblemente doble – el arte y la idea moral”; la comedia absoluta “se asemeja mucho más a
6
Samuel Johnson, Las Obras de Samuel Johnson (Oxford: W. Pickering, 1825), 5:121. El contexto de la cita es “La verdad es que los
espectadores están siempre en sus sentidos, y saben, del primer acto al último, que el escenario es sólo un escenario, y que los actores
son sólo actores. Vinieron a escuchar un cierto número de líneas recitadas con gesto justo y modulación elegante.”
la naturaleza” y “emerge como una unidad que se puede captar por la intuición.7 Baudelaire trata
exclusivamente “la esencia” de la risa, pero ciertamente no habría que alejarse mucho de su
polaridad para encontrar una conexión general entre la risa y el encanto; y una de las formas de la
risa es el encanto que nos produce la imagen. Y no sólo imágenes cómicas. Para avanzar hacia mi
segundo ejemplo; una de las tareas de Roland Barthes era desmontar el aumento de signos que
conforma el mundo recibido de nuestras mitologías modernas– esto es, el mundo compartido y, por
ende, invisible – y reconstruirlo, por así decirlo, desde adentro al capturar a los signos en su estado
de imagen más puro. Sólo una imaginación tal podría haberse acercado a la fotografía (en Cámara
Lúcida) como una interacción del studium y el punctum. El studium es lo que uno percibe en una
fotografía gracias a la preparación cultural, o a un “cierto entrenamiento,8 que uno tiene, donde nos
convertimos en los hacedores y consumidores de fotografías que portan lo que podríamos llamar
nuestras mitologías pictóricas – ocasos hermosos, contaminados, las varios estados de ánimo de la
ciudad, los niños siendo niños, animales siendo “casi humanos,” The Smiths posando alegremente
junto al Gran Cañón. El studium está “siempre codificado” (p. 51) y “siempre se refiere a un cuerpo
clásico de información” (pp. 25-26); es, en pocas palabras, lo que sabemos sin saberlo, lo que
vemos sin verlo. El punctum es un elemento mucho más raro (no todas las fotos tienen un punctum)
y, a menos que me equivoque, el punctum constituye para Barthes, el valor personal de la fotografía
y quizás incluso su valor como obra de arte. El punctum es lo que eleva a la fotografía por encima
de su studium, por encima de lo que esperamos que ella sea. Se trata de “la herida” hecha por un
“detalle”, el cual “paradójicamente, mientras que permanece 'detalle,'…llena toda la fotografía”; es,
finalmente, un aparente “accidente” o “tirada de dados” en la cual la foto parece “aniquilarse a sí
misma como medio, para dejar de ser un signo y ser una cosa en sí misma” (p. 45).
7
Charles Baudelaire, “Sobre la Esencia de la Risa,” trans. Jonathan Mayne, in Comedy: Meaning and Form, ed. Robert Corrigan
(San Francisco: Chandler, 1965), p. 458.
8
Roland Barthes, Camera Lucida: Reflexiones sobre la Fotografía, trans. Richard Howard (New York: Hill and Wang, 1982), p. 26.
conocido era, en algún sentido, recreado o revisado a partir de su materia lingüística primaria.9 De
esta manera todas las imágenes, en algún punto, irrumpen encantadoramente y afirman su presencia
como un sitio de apertura, poniéndonos “en otro lado que no es en el que solemos estar.”Sin este
cambio de lugar, no hay encanto, sólo el pasaje de información.
9
Como otra instancia de este mismo pasaje, James L. Calderwood se refiere al ciclo vital de la metáfora: “Cada nueva metáfora
exitosa es una intuición creativa y por un instante brinda placer estético. En tanto exista una tensión entre el camino y el vehículo– en
tanto haya un elemento negativo en nuestra atención que no sea lo que dice ser– la metáfora permanece metafórica. Con el uso, sin
embargo, esta tensión se reduce y la metáfora colapsa en un nombre inerte– o más familiarmente 'muere'” (Metadrama en el Henriad
de Shakespeare: De Ricardo II a Enrique V [Berkeley and Los Angeles: University of California Press, 1979], p.14).
principalmente sobre la presencia del actor sobre el escenario y la cuestión de su influencia esencial
sobre el dramaturgo (¿cómo, por ejemplo, la ficción escrita para el actor difiere de la escrita para el
lector?). El Capítulo 2 (“Actor/Público”) trata a la actuación como una forma de habla dirigida a
una audiencia. Esto es, desde el lado textual el actor crea las condiciones que definen los límites del
teatro como forma artística; desde el lado de la audiencia él hace que el teatro suceda. Como
hablante, el actor puede ser escuchado de diferentes maneras; podemos verlo y oírlo en diferentes
claves perceptivas (¿qué implica, por ejemplo, que el actor hable para ser escuchado “por
casualidad” pero habla como si no fuera escuchado de esa manera?). En todo caso, este capítulo
final, que concluye en una fenomenología de la ovación final, trata menos del arte de actuar como
del acto complejo de ver y escuchar al actor como un tipo de esquizofrénico sano que está viviendo
dos vidas al mismo tiempo.
Se me ha ocurrido, de hecho, que la mayor parte del libro se escribió desde un asiento de
teatro en mi ojo de mi mente. En consecuencia, es muy posible que un actor o director que lea el
libro encuentre algunas de mis presuposiciones ingenuas, de la misma manera que un poeta
encuentra las interpretaciones de sus lectores erradas o “completamente diferente de lo que se
pretendía” – o, “completamente diferente de lo que hacemos en el teatro o cómo lo hacemos.” Un
actor– sigo escuchando a un actor mítico decir– no pensaría en los “Blow winds” de Lear como un
texto peligroso (una de mis afirmaciones). “¡Él simplemente lo haría y ya!” Ciertamente eso espero.
Pero en mi asiento de teatro estoy a la espera de este texto porque es uno gigante y espero que el
actor esté a la altura. Está expuesto al peligro de fallar en ser Lear, y yo asumiría que si piensa en
esto mientras que hace su discurso, ya está probablemente en el peligro remoto que veo que es, a la
vez, el riesgo y la emoción perceptiva de su arte.
Por último, debo advertirle al lector que el Príncipe Hamlet parece acechar en cada rincón en
esta última parte del libro. En cierto punto pensé en seguir el ejemplo de Kierkegaard en El
Concepto de la Ironía, con Referencia Constante a Sócrates y de alguna manera introducir
subrepticiamente a Hamlet en mi título, como si hubiera sido parte de mi plan desde un principio.
Dado que esto era torpe y enteramente transparente, sólo haré un breve pedido a la paciencia de mis
lectores con la terrible verdad: mi adicción a esa obra. Nunca me he podido resistir a hurgar en
Hamlet en busca de los secretos del arte de Shakespeare. Para mí, es la mejor obra del mejor
dramaturgo, y aunque no espero que el lector necesariamente comparta mi perspectiva, confío en
que lo que digo sobre ella se pueda aplicar generosamente, donde sea apropiado, a todas las otras
obras que podría haber usado para ilustrar mis ideas.
Parte Uno
La Escena
1
Sin embargo, si consideramos al teatro fenomenológicamente, hay más para decir. Pues,
entre otras consideraciones, hay un sentido en que los signos, o cierto tipo de signos, o signos en
cierto estadío de su ciclo vital, alcanzan su vitalidad– y a su vez, la vitalidad del teatro– no
simplemente por significar el mundo, sino por ser parte de él. En otras palabras, el poder del signo–
o, como me referiré a él aquí, la imagen– no se agota necesariamente en su carácter ilusorio o
referencial. Esto puede ser obvio en sí mismo, pero algunas implicaciones de esta idea son lo
suficientemente importantes como para que se desarrollen más allá de la noción semiótica de que
tales imágenes son simplemente signos con un alto grado de “identidad icónica.12 Pero dejando de
lado la semiótica, tendemos a menospreciar el hecho elemental de que el teatro– a diferencia de la
ficción, la pintura, la escultura y el cine– es realmente un lenguaje cuyas palabras consisten
increíblemente en cosas que son lo que parecen ser. En el teatro, la imagen y el objeto, el simulador
y el simulado, vehículo-sígnico y contenido, se hayan íntimamente cerca. O, como Peter Handke lo
explica de manera más interesante, en el teatro la luz es el brillo que pretender ser otro brillo, la silla
10
Jiri Veltrusky, “Hombre y Objeto en el Teatro,” en A Prague School Reader on Esthetics, Literary Structure, and Style, ed. Paul L.
Garvin (Washington: Georgetown University Press, 1964), p. 84.
11
En términos estrictamente saussureanos, el significante y el significado son aspectos indivisibles del signo. Sin embargo, algunos
protoestructuralistas de Praga estaban más interesados en la conexión referencial entre el lenguaje y el mundo de lo que se supone
generalmente, y su trabajo era, en alguna medida, de inspiración fenomenológica. (Véase, por ejemplo, las observaciones
preliminares de Veltrusky a El Drama como Literatura [Lisse: The Peter de Rider Press, 1977], donde él explica que las
investigaciones publicadas bajo la ocupación Nazi no podían reconocer deudas para con Husserl e Ingarden, entre otros.) Este es
también el caso, como el lector puede ver, con un semiólogo supuestamente saussureano como Roland Barthes. En esta investigación
no estoy tan interesado en la constitución lingüística del signo como con la relación del signo (o la imagen) y lo que Peirce llama el
referente, o la realidad denotada por el signo.
12
Keir Elam, La Semiótica del Teatro y el Drama (London: (Methuen & Co., 1980), p. 22.
una silla que pretende ser otra silla, etc.13 En pocas palabras, en el teatro siempre existe la
posibilidad de que una unión sexual entre dos de los así llamados signos produzca un embarazo
real.
Para establecer mi propia perspectiva, será útil comenzar con la bien conocida definición del
arte de Victor Shklovsky que servirá de punto de partida para mucho de lo que tengo para decir en
este capítulo:
“El arte existe para que uno recupere la sensación de la vida; existe para hacernos sentir
cosas, para hacer a la piedra piedrosa. El propósito del arte es comunicar la sensación de las cosas
como éstas son percibidas y no como son conocidas. La técnica del arte es volver a los objetos "no-
familiares,” dificultar las formas, aumentar la dificultad y la duración de la percepción porque el
proceso de percepción es un fin estético en sí mismo y se debe prolongar. El arte es una manera de
experimentar la artisticidad de un objeto; el objeto no es importante."15
Tal concepto de arte surge de, o al menos se apoya en, la actitud fenomenológica. Aquí se
percibe el arte como un acto de remover cosas de un mundo en el que se han vuelto inconspicuas
para verlas de nuevo. Quizás sería mejor decir “verlas como por primera vez,”porque el supuesto
detrás de la teoría de Shklovsky es que nos vamos alejando, perceptivamente, de los contenidos de
la realidad (el hábito siendo un gran momificador) y el arte es una manera de devolvernos al hogar a
13
Peter Handke, Kaspar y Otras Obras, trans. Michael Roloff (New York: Farrar, Straus and Giroux, 1969), p. 10.
14
Utilizo el adjetivo fenomenal en relación a los fenómenos o a nuestra experiencia sensible con objetos empíricos. El adjetivo
fenomenológico, por supuesto, refiere al problema analítico o descriptivo de tratar con tales fenómenos.
15
Victor Shklovsky, “El Arte como Artificio,” en Russian Formalism Criticism: Four Essays, trans. Lee T. Lemon y Marion J. Reis
(Lincoln: University of Nebraska Press, 1965), p. 12. Cursivas de Shklovsky. Se podría decir que Shklovsky (como podría sugerir la
última oracion de la cita) no considera a la artisticidad como un fin en sí mismo sino como un medio de redescubrir al objeto en su
singularidad. El sentido de su idea es casi intercambiable con el concepto de Heidegger (desarrollado después del de Shklovsky) de la
"fundamentación de la verdad" en la obra de arte. Por ejemplo: "El poner a la obra de la verdad hace que se abra bruscamente lo
inseguro y, al mismo tiempo, le da la vuelta a lo seguro y todo lo que pasa por tal. La verdad que se abre en la obra no puede
demostrarse ni derivarse a partir de lo que se admitía hasta ahora. La obra rebate la exclusividad de la realidad efectiva de lo admitido
hasta ahora. Lo que el arte funda no puede nunca, precisamente por eso, verse contrarrestado por lo ya dado y disponible. La
fundación es algo que viene dado por añadidura, un don.", ("El origen de la obra de arte", en Poetry, Language and Truth, New York
Harper & Row, 1975, p. 75. (traducción de Caminos del Bosque).
través de una ruta “no-familiar.” Esto, al menos, tienen el arte y la reducción fenomenológica en
común: si el arte es una manera de dotar al mundo de sentido, también es una manera de permitirle
al mundo que se exprese él mismo. Si los objetos de la realidad representados en el arte conservan
algo de sus sentidos mundanos– y uno tendería a negar que sea así– son ahora vistos, por un
artilugio de la perspectiva, como habiendo estado parcialmente ocultos todo este tiempo por los
sentidos. Los sentidos, en lugar de preceder a los objetos (como los anteojos preceden a la visión),
ahora van atrás de ellos, como colas de cometas. El objeto pasa al frente como en los troncos y
ramas de los árboles de oliva de Van Gogh, y experimentamos “el aumento significativo no
motivado del mundo.16 Como diría el fenomenólogo, el objeto se vuelve “auto-dado” y “algo puede
auto-darse sólo si ya no se da a través de algún símbolo; en otras palabras, sólo si no es
'intencionado' como el mero 'cumplimiento' de un signo el cual se define previamente de una u otra
manera. En este sentido, la filosofía fenomenológica es un continua des-simbolización del
mundo.”17
Si ahora volvemos a la idea de Shklovsky de que el arte comunica “las sensaciones de las
cosas como son percibidas y no como son conocidas,” vemos cómo la actitud fenomenológica
difiere de la actitud semiótica en su producción descriptiva. Aquí hay una base posible para la
distinción entre imagen y signo. Acordemos que se puede decir de ambos términos que cada uno
incluye al otro y que cada uno se puede definir de varias maneras, como observamos al movernos
desde teorías relativamente sencillas del signo (Sartre, Rudolf Arnheim, el diccionario) hacia teorías
altamente complejas (Perice, Husserl, Derrida). En cualquier caso, el término signo es, en sí mismo,
un signo de la actitud semiótica, la cual es fuertemente dialéctica (o, en el caso de Peirce, triádica):
la urgencia referencial de la palabra signo se reproduce en sus términos subsidiarios, o correlativos–
significante y significado– uno de los cuales siempre conforma el trasfondo de inteligibilidad para
el otro. Hablar del significante ya es comenzar con los chismes sobre un significado, es ser arrojado
hacia otro lugar del sentido asignable. Al adoptar el término más estético imagen– como toda
semejanza, o representación, hecha a partir del material del medio (gesto, lenguaje, decoración,
sonido, luz18)– de ninguna manera caigo en la ilusión de estar libre del problema dialéctico, ni estoy
negando que una imagen significa (es una imagen de algo) o conlleva, en términos de Peirce, una
“semiosis infinita; simplemente estoy intentando abreviar el proceso de significación y enfatizar la
respuesta empática. En la imagen, podríamos decir, uno se traga el proceso semiótico entero y la
16
Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la Percepción, trans. Colin Smith (New York: Humanities Press, 1970), p. xiv.
17
Max Scheler, Ensayos Filosóficos Seleccionados, trans. David R. Lachterman (Evanston, Ill.: Northwestern University Press,
1973), p. 143.
18
Por conveniencia, estoy excluyendo aquí el igualmente válido sentido de la imagen como imagen en la retina producida por
cualquier objeto, dentro y fuera del arte. En este sentido, por supuesto, la palabra imagen es aplicable universalmente a cualquier cosa
que uno vea.
imaginación contrae su enfermedad. Es la enfermedad la que interesa al fenomenólogo, no el
germen que la causa o las etapas de su progreso.19
O tomemos la idea de Shklovsky de que el arte vuelve a los objetos “no-familiares” (una
enunciación, incidentalmente, que nos permite fundamentar revoluciones como la de Brecht en una
ortodoxia estética20). El arte incrementa la dificultad y la duración de la percepción. Por dificultad,
por supuesto, Shklovsky no se refiere a la obscuridad estilística sino a la densidad expresiva. La
imagen detiene, captura. Conlleva, en la espléndida palabra de Gaston Bachelard, su propia
exageración, la cual la imaginación “captura” y transporta, sensacionalmente, a su “extremo
definitivo.21 A diferencia del signo, la imagen es única e irreproducible (excepto como facsímil);
mientras que el signo carece de valor a menos que se repita a sí mismo; de hecho, como afirma
Derrida, “un signo que no se repite a sí mismo, el cual no está ya divido por su repetición 'la
primera vez', no es un signo."22 En otras palabras, la inclinación del signo es volverse más eficiente,
ser fácilmente leído. En la esfera estrictamente utilitaria (la cual por supuesto que no agota la
significación) el signo se reduce a su función referencial con tan poco embellecimiento como sea
posible: por ejemplo, la luz roja de ALTO o la figura con pantalones en el baño de hombres (que de
hecho es un ícono). Pero si esta inclinación fuera aplicable estrictamente a obras y sus imágenes,
podríamos recortar una gran parte del texto de Macbeth, o incluso reducirlo, alegóricamente, al
signo de una daga con una línea roja diagonal. Pero Macbeth es extremadamente “difícil” o
ineficiente, considerado como signo. La prueba de esto no radica en su sutileza significativa sino en
el hecho de que la obra hace mucho más de lo que es necesario para significar lo que sea que
signifique (la historia de un rey escocés, un estudio sobre el crimen y el castigo). Es, además, una
experiencia sensorial de la que no se puede dar cuenta a través de sistemas semióticos (por ejemplo,
con la triple-clasificación de Peirce de signos predominantemente icónicos, indexicales y
simbólicos; o con los códigos simbólicos, culturales, proairéticos, semánticos y hermenéuticos de
Barthes). Como única ilustración, baste con las líneas inciantes del soliloquio de Macbeth:
19
Paul Ricoeur: “Se puede presentar a la fenomenología como una teoría del lenguaje generalizada. El lenguaje deja de ser una
actividad, una función, una operación entre otras: es identificado con el medio significativo en su totalidad, con el complejo de signos
que es arrojado como una red sobre nuestro campo perceptivo, sobre nuestra acción, sobre nuestra vida” (El Conflicto de las
Interpretaciones, ed. Don Idhe [Evanston, Ill.: Northwestern University Press, 1974], p. 247).
20
Sobre este punto, véase Terence Hawkes, Estructuralismo y Semiótica (Berkeley and Los Angeles: University of California Press,
1977), pp. 62-63.
21
Gaston Bachelard, La Poéitca del Espacio, trad. Maria Jolas (Boston: Beacon Press, 1969), pp. 219-20.
22
Jaques Derrida, “El Teatro de la Crueldad y la Clausura de la Representación,” en Escritura y Diferencia, trad. Alan Bass
(Chicago: University of Chicago Press, 1978), p. 246.
(I, vii, 1-2)
Estas palabras ciertamente expresan la colisión de la duda con el impulso de Macbeth: detrás
de las palabras yace el hombre moral en conflicto con su propia ambición. Pero esta no es la razón
por la que un actor quiere “recitar el texto” o porqué, habiéndolo escuchado, nos emociona, o
porqué es uno de los momentos más preciados de la obra. Es fenomenalmente, una enunciación
única apoyada sobre el habla por medio del sonido, como si el sonido hubiera perdido un poderoso
instinto de auto-preservación. Aquí, de hecho, la repetición conjura la interminabilidad de la propia
utilidad del sonido (tres usos constituyen una estructura, y una estructura es un infinito potencial).
En pocas palabras, el sonido no se consume en su sentido: el sonido simplemente cede ante el
lenguaje, como el mármol cede ante el cincel; da su consentimiento para ser el suelo de una
expresividad posible. Finalmente, ninguna explicación semántica– tal como que el sentido pasa a
través del sonido o que sentido y sonido son inextricables– puede agotar la maravilla de lo que
permanece por debajo: el hecho de que el cuerpo, al poseer el sonido, es “agarrado” por sus
vibraciones; podemos decir de hecho lo que Merleau-Ponty dice de la palabra alemana rot (rojo):
"se abre paso a través de mi cuerpo. Tengo la sensación, difícil de describir, de un tipo de plenitud
adormecida que invade mi cuerpo, y que a la vez le imprime a mi cavidad bucal una forma
esférica.”23 Y lo mismo sucede con la obra entera: desde su código musical– ¿o deberíamos decir
código visceral? – es un campo de sonido (tal como, la conexión escénica es un campo de espacio y
forma) en la cual los sentidos hormiguean parasitariamente.
Concedo, que esta es una cuestión profundamente subjetiva. Más que nada, estoy intentando
“exagerar” el medio del teatro, su corporalidad afectiva como la portadora de significados. Ante
todo, la línea significa algo: proviene de la boca del personaje de la obra sobre el asesinato y sus
consecuencias; Macbeth es la imagen de un hombre hipotético. Y aquí descubrimos otra raíz
fundamental entre signo e imagen, expresada con claridad por Sartre: “El material del signo es
totalmente indiferente para el objeto significado... Pero la relación entre el material de la imagen
física y su objeto es completamente diferente; ambos se asemejan el uno al otro.”24 Y otra
implicación absolutamente fundamental para el teatro: “En toda imagen, incluso en aquella que no
pone que su tema exista, hay una determinación tética. En el signo, como tal, esta determinación
está ausente…El signo…no da su objeto” (pp. 29-30). Aquí llegamos al origen de la “dificultad”
peculiar de las imágenes escénicas: el sentido, por ejemplo, de Macbeth estando aquí ante nosotros
y sin embargo ausente, de su historia irreal pero aprisionada "posicionalmente" en tiempo y espacio
23
Merleau-Ponty, Fenomenología de la Percepción, p. 236.
24
Jean-Paul Sartre, “La Psicología de la Imaginación”, trad. Bernard Frechtman (New York: Washington Square Press, 1968), p. 27.
reales. Además, la densidad particular de la imagen teatral descansa sobre el hecho de que el
conjunto perceptivo completo del teatro introduce una resistencia a la reunión de ciertos niveles de
significado. Si uno estuviera interesado en Macbeth por la densidad de sus significados, sería mejor
quedarse en casa y leer el texto– no, como frecuentemente se afirma, porque la lectura permite la
libertad de retroceder y examinar (aunque este es ciertamente un factor), sino porque la lectura casi
no presenta distracciones fenoménicas. En cierto sentido, una obra leída y representada en el ojo de
la mente es más “real” que una vista en el escenario. Por “real” no quiero decir algo palpable u
objetivamente real, por supuesto, sino sólo que nuestra representación mental de Macbeth, por más
vaga y fugaz, tiene algo del realismo de una sucesión de imágenes oníricas; es una experiencia
actual imaginada la que flota ante mí hacia dónde sea que la dirija el texto. En la lectura, todo es
susceptible de ser visualizado; la mente puede perder de repente su imagen de Macbeth hablando y
ver sólo sus “multitudinarios mares carmesí” o “el bebé recién nacido desnudo” sobre el destello de
su imaginación. Pero por más fantástica o surreal que sea la imagen, es completamente real en el
sentido de su salto a una actualidad imaginada. Mientras que una presentación teatral del texto está
precisamente demarcada por los límites del artificio: la rigidez frontal de nuestra visión, la
determinación posicional de todo lo que está sobre el escenario, la condensación de Macbeth en una
forma real, el hecho de que la obra ya ha sido matizada por una interpretación por parte de
directores y actores.
Naturalmente lo que los críticos literarios estudian tan asiduamente es su propio texto
soñado de la obra, y por esta razón sus interpretaciones tienden a tratar a Macbeth como un hombre
que fue (y es) real cuya vida, gracias a Shakespeare, es un libro abierto. Es debido a que las palabras
en la página no tienen semejanza con aquellas cosas que conjuran que la lectura es un proceso tan
transparente. En la lectura, el ojo es un órgano anestesiado, poco más que una ventana hacia la
conciencia que espera y sobre la cual se imprime un mundo de significados con apenas un mínimo
de los significantes que porta. En el teatro, sin embargo, el ojo despierta y confisca la imagen. Lo
que el texto pierde en poder significativo en el teatro lo gana en presencia corporal, en la cual hay
una extraordinaria satisfacción perceptiva. De aquí la necesidad de conjugar una semiótica del
teatro con una fenomenología de sus imágenes– o, si me permiten, una fenomenología de su
semiología.
Comencemos desde el principio con ciertas instancias que se resisten a ser signos o
imágenes, al menos en el sentido que hemos considerado hasta aquí. Esto puede ser difícil de
documentar convincentemente porque todos tenemos distintas capacidades para sumergirnos en la
ilusión teatral. Además, es un simple hecho que prácticamente todo, bajo las condiciones
sociológicas correctas, puede ser “obviado” y visto en su carácter convencional, siendo la más
indignante la convención sobre la sangre real en los juegos de gladiadores romanos. Lo que
intentamos aprehender aquí, en palabras de Bachelard, es “el asombro original del observador
ingenuo.” Y, como añade inmediatamente, “el asombro de este tipo, rara vez es vivido dos veces.
La vida lo desgasta rápidamente.”25 A esta finalidad, he elegido unas pocas cosas que tienen una
durabilidad anormal y pueden ilustrar la idea de que la imagen escénica (actores incluidos) no
siempre o no enteramente ceden su naturaleza objetiva a la función signo/imagen. Retienen, en otras
palabras, un alto grado de en soi.
Tomo la primera del ensayo de Walter Benjamin, “La Obra de Arte en la Época de su
Reproductibilidad Técnica.” “Un reloj que funciona,” afirma Benjamin, “siempre será una
perturbación sobre el escenario…incluso en una obra naturalista, el tiempo astronómico colisiona
con el tiempo teatral.”26 Dudo que tal colisión de hecho tuviese lugar en una obra naturalista en la
que el tiempo astronómico y el teatral sean básicamente el mismo. ¿Por qué, entonces, en la escena
se toma la precaución de remover la aguja de los minutos o de enmascarar la cara del reloj?
Claramente, hay algo acerca de un reloj que funciona sobre el escenario que perturba mínimamente
a la audiencia. Pero tiene menos que ver con el tiempo en sí que con nuestra percatación de que el
tiempo teatral está siendo medido por un reloj real– un instrumento que está visiblemente
obedeciendo sus propias leyes de comportamiento. Dudo que esta sea una distracción seria, o que lo
sea por mucho tiempo, o que algún proyecto teatral no pueda sacar ventaja de un reloj real
atendiendo a su propio ritmo. Simplemente sostengo que ciertas cosas, por virtud de su propia
naturaleza, retienen un grado excepcional de auto-donación en el escenario. Un caso todavía mejor
sería el del fuego o el agua fluyendo. Una fuente funcionando, por ejemplo, es levemente
distractora, en el sentido de ser “interesante.” No se trata de que el agua fluyendo (como el fuego)
sea un peligro para la ilusión, como lo sería un vaso de agua accidentalmente volcado por un actor;
de hecho, ha sido una mejora estándar del espectáculo teatral por un largo tiempo. Pero es el tipo de
detalle que uno recordaría al describir la puesta en escena a otros porque el agua real– a diferencia
de las sillas reales, ropa, floreros, o las fachadas de una plaza de pueblo– mantiene cierta extrañeza
originaria: su función estética no agota su interés. Es un acontecimiento que tiene lugar dentro del
mundo estético: con agua fluyendo algo indisputablemente real se sale de la ilusión.
Un ejemplo todavía mejor es el niño actor. ¿Quién ha visto a un niño sobre el escenario sin
pensar, “¡Qué bien que actúa, para un niño!”? O, de los niños condenados en Medea, “¿Entienden la
25
Bachelard, La Poética del Espacio, p. 107.
26
Walter Benjamin, Illuminations, ed. Hannah Arendt (New York: Schoken Books, 1977), p. 247.
obra?” Indudablemente las audiencias isabelinas en St. Paul o en Blackfriars estaban acostumbradas
a ver niños en roles adultos y, en algún punto, sólo los veían convencionalmente, como veían a los
actores masculinos (frecuentemente niños) interpretar roles femeninos. Pero la compañía de niños
no se lucían por ser magníficos actores. Su éxito– su raison d'etre– dependía fuertemente de la
“doble visión” de la audiencia, incluso al punto en que las compañías se especializaban en comedia
o sátira, los géneros más cercanos al mundo inmediato de la audiencia. Además, a diferencia de las
compañías de adultos, se les permitía excepcionalmente provocar a la audiencia, la realeza incluida.
Se han ofrecido varias explicaciones para este privilegio, entre ellas la “inocencia inherente” de los
niños, pero Michael Shapiro está en lo cierto al afirmar, en su libro sobre las compañías de niños,
que se reduce a “la disparidad entre actores y sus roles.”27 Podemos expandir esta idea,
fenomenológicamente, añadiendo que hubiera sido un desperdicio limitar a los niños a la actuación
de tragedias y obras serias que dependían de una suspensión de la no-creencia– algo que las
compañías de adultos podían lograr más fácilmente. Pero en la comedia y la sátira, donde los
actores pasan gran parte del tiempo jugando con la audiencia, los niños estaban en su mejor
momento. El punto no radica tanto en que sean niños sino en que conspicuamente no son idénticos
con sus personajes. En consecuencia, el medio se convierte en el mensaje: la forma le guiña un ojo
al contenido. Así que podríamos decir que el objetivo del abuso no era ser abusivo con la audiencia,
sino llevar a la perfección el potencial excitante de un medio que por su propia naturaleza inocula a
la audiencia en contra de la creencia; paradójicamente, el abuso es alejado (de manera brillante) por
el hecho de que es abiertamente consentido por los “actores” ostentando su “insinceridad”– todo
esto nos recuerda que la sátira es más brutal cuando está subrepticiamente tapada en la ilusión (por
ejemplo, la trama de “Politic Would-Be” en Volpone), donde su sinceridad se vuelve ensordecedora.
Lo que nos sorprende, por supuesto, es que el perro pueda ser usado en la obra, que él, sin
saberlo, coopere en crear la ilusión. Y esta sorpresa surge de nuestra observación del perro como un
perro-en-sí-mismo. Preguntas como las siguientes pueden surgir: ¿No es interesante que el perro se
someta a estar en el escenario? Entonces, obviamente, la respuesta: No se está sometiendo,
simplemente está siendo él mismo. ¿Qué sucede si ladra? ¿Orina? Obviamente, incluso estos actos
naturales, como el abuso por parte de los niños actores, contribuiría aún más a la comedia. Así la
ilusión se ha convertido de repente en un campo de juego, de “¿qué tal sí?” La ilusión ha
introducido algo en sí misma para demostrar su tolerancia a las cosas. No es el mundo el que ha
invadido la ilusión; la ilusión se ha robado algo del mundo para demostrar su propio poder.
Finalmente, uno sospecha que un elemento de auto-parodia ingresa a la obra con el perro. Toda la
empresa de ilusionismo teatral queda gentilmente desenmascarada, una libertad que agradaba a
Shakespeare (la auto-parodia siendo una de las mejores pruebas de humildad). El teatro ha
encontrado, por así decirlo, a su digno rival: el perro está felizmente por encima, o por debajo, de la
empresa teatral, y nos encontramos elogiando su interpretación precisamente porque no es una
interpretación..
Por debajo de estos ejemplos se haya, por supuesto, el piso fenomenal entero de la ilusión
teatral– la realidad física de actor y escenario– el cual, en su mayor parte, aceptamos como
perceptivamente dado. Mi propósito ha consistido en sugerir instancias en las que ese piso se agrieta
y somos sorprendidos, aunque desagradablemente, por el surgimiento de lo real en el interior del
círculo mágico donde las convenciones de la teatralidad nos han asegurado que lo real ha sido
28
Arthur Koestler, El Acto de Creación (New York: MacMillan, 1969), p. 45.
29
No hay evidencia de que de hecho haya aparecido un perro en el rol de Crab en la versión temprana de Dos Caballeros. Mi
argumento aquí no imposibilita que pueda ser igualmente gracioso permitirle al actor crear un perro imaginario sobre el escenario.
superado y trascendido. De pronto, vemos lo familiar en la des-familiarización. La pregunta ahora
es: ¿Hasta qué punto se puede seguir llamando a estos nodos de realidad, que brotan de la ilusión,
imágenes o signos? Si la imagen, por definición, es una semejanza o una representación de algo,
¿cómo puede ser la cosa misma? Nuevamente, nuestro enfoque se apoya en la apertura especial del
teatro al mundo de los objetos. Un perro en el escenario es ciertamente un objeto (como los muebles
que la compañía teatral pide prestados a los empresarios); pero el acto de teatralizarlo– ponerlo en
un espacio intencional– neutraliza su objetividad y se lo apropia como una semejanza de un perro.
Esencialmente, es lo mismo que sucede cuando un pintor pinta a su perro en el lienzo, excepto que
en el teatro no hay diferencia ontológica entre la imagen y el objeto. Consideremos, como otro
ejemplo, a Molière interpretando a Molière en The Impromptu of Versailles. Lo que nos fascina
aquí es la idea a la Escher de un trompe-l´oeil invertido: la ilusión dando lugar a su propio creador,
creando así una excepción a la regla estética de que la imagen no es la cosa. Por supuesto, en el
fondo se trata de una falsa excepción puesto que Molière sigue sin ser Molière; o, más bien, es
Molière más un Molière-texto, o Molière menos la libertad de “ser él mismo.” El interés
fenoménico yace en la distancia entre los dos Molières y el ir y venir del ojo de la mente entre uno y
otro. O, para abandonar esta forma teatral y avanzar hacia otra, ¿acaso no vemos a los animales en
el espacio intencional del zoológico como vagamente oscilantes entre animales e imágenes o signos
de animales? Incluso el nombre en la jaula– “DINGO: Perro Salvaje de Australia…”– implica que
el animal ha sido atrapado en su desierto empírico y traído a este pseudo-ambiente para servir de
ilustración de cómo es el animal real. La pedagogía del zoológico nos dice: “este es el tipo de perro
que verías en Australia.” No se trata de que el animal pierda su realidad, sino sólo de qué cambio
perceptivo sufre algo cuando, como afirma Cleopatra (temiendo un destino similar en Roma), “es
elevado ante la mirada.” En otras palabras, un objeto se vuelve un significante, el caso
paradigmático siendo la imagen, sólo en una conciencia. Percibimos al perro sobre el escenario
imaginativamente, así como percibimos al perro en el zoológico indicativamente. Por ende, en
aquellos momentos en que sólo vemos al perro real en vez de al perro de Launce, nuestra conciencia
simplemente cambió de engranaje. Podemos ver al perro como perro o como imagen, o podemos
permitirle a nuestra mente que oscile rápidamente entre ambos tipos de percepciones, como con el
pato/conejo de la Gestalt.
Quizás puedo ilustrar estos puntos adaptando una idea de Nelson Goodman. En Ways of
Worldmaking Goodman sugiere que algo puede ser una obra de arte en un momento y no serlo en
otro. No se trata, afirma, de qué es arte sino cuándo es arte. Una piedra puede ser un objeto utilitario
en una caja de herramientas y una obra de arte en un museo donde la atención es convocada por las
propiedades simbólicas (forma, color, textura).31 Es, entonces, el viaje al museo, y no
necesariamente la técnica, lo que hace a la piedra pedrosa (para volver a Shklovsky). ¿Podemos
afirmar tan sencillamente, sin embargo, que “todo lo que está en un museo es una obra de arte” y
30
Antonin Artaud, El Teatro y su Doble¸ trans. Mary Caroline Richards (New York: Grove Press, 1958), p. 63.
31
Nelson Goodman, Ways of Worldmaking (Indianapolis, Ind.: Hackett Publishing Company, 1978), p.67.
darnos por satisfechos? Tomemos un ejemplo más ambiguo, aunque tan familiar a esta altura para la
gente que frecuenta museos que será difícil recapturar su transición de objeto a imagen. Digamos
que encontramos una pila de escombros en el museo. No tenemos manera de saber si este desastre
fue creado por un artista o causado por un custodio descuidado, pero está claramente a la vista.
¿Acaso la pila de escombros no está diciendo ópticamente algo como esto?
Soy una obra de arte incluso a pesar de que no lo soy. Nada me califica de arte excepto el
hecho de que he sido arrojado aquí, donde se te ha enseñado a ver las cosas artísticamente:
aquí ves a los escombros escombrosamente. A diferencia del matafuego que está encima de
mí en la pared, soy arte simplemente porque estoy anunciado como arte (¿por qué otra razón
estaría aquí?), mientras que el matafuegos está anunciado como una obligatoriedad del
código de seguridad (aunque mi presencia en su cercanía tal vez te hace pensar dos veces
acerca de eso). Lo que soy, de hecho, no es importante. Lo que importa es que provengo
desde fuera del arte: oscilo entre la realidad y la posibilidad; soy una exageración invisible
de la cuestión del arte.
Hay pocas tales exageraciones exageradas en el teatro. Pero el motor del teatro– o, para
reconocer su multiplicidad de funciones, uno de sus motores– deriva del principio del “escombro.”
En el teatro estamos, técnicamente, dentro del museo: todo lo que está sobre el escenario es arte;
pero lo que ingresa al teatro se origina, por así decirlo, fuera del teatro. Esto es, entre los múltiples
apetitos del teatro encontramos la necesidad de dosis de realidad cruda que nutre continuamente al
sistema ilusorio. Podría describirse al teatro como una institución infinitamente tolerante que puede
incorporar prácticamente todo a su dieta. Y, probablemente, no es tanto a través de hallazgos
antropológicos sino de agitaciones nostálgicas que siempre hemos pensado sobre el teatro temprano
como habiendo comenzado sobre el piso circular sobre el cual la comida de la comunidad era
ganada a la naturaleza. Lo que importa no es si éste fue efectivamente el caso, sino que la imagen
del suelo circular justifica nuestra sensación de que hay una conexión entre el teatro, como ritual, y
el simbolismo de la comida. Más allá de esto, el significado del círculo es que es la figura esencial
de toda concentración, no sólo en la óptica sino también en la naturaleza física (las fuerzas
centrífuga y centrípeta, la naturaleza como un suavizado de los bordes afiladas). Pero el significado
especial de la metáfora del círculo es que el teatro es el único lugar donde la sociedad se reúne para
verse a sí misma como un otro en tercera persona. Por debajo de todas las explicaciones posibles de
la utilidad del teatro como imagen del hombre, yace esta co-sustancialidad básica de la forma entre
su tema y su proceso. El teatro (derivado de theatron, “ver”) es un medio para ver objetivamente a
la vida subjetiva de la raza como algo preparado para la comunidad a partir de la sustancia de su
propio cuerpo. Así el teatro tiene los lineamientos de un sacrificio secular en el sentido implícito de
la afirmación de Grotowski acerca de que el actor no está ahí para nosotros sino en vez de nosotros.
El teatro es el medio, por excelencia, que consume a lo real en sus formas más reales: el hombre, su
lenguaje, sus habitaciones y ciudades, sus armas y herramientas, sus otras artes, animales, fuego, y
agua– incluso, por último, al teatro mismo. Su espectáculo permanente es el desfile de objetos y
procesos en tránsito desde el medio ambiente hacia las imágenes.
Hay una maravillosa parábola de Kafka, que me llamó la atención hace algunos años a partir
de un ensayo de Geoffrey Hartman, que expresa esta misma idea de una manera menos carnívora.
Además, es un modelo excelente de la metamorfosis que sufre la nueva imagen del teatro al
transformarse en una fórmula convencional.
Los leopardos irrumpen en el templo y beben de los cálices sacrificiales; esto ocurre
repetidamente, una y otra vez: finalmente, se puede prever y se vuelve parte de la
ceremonia.32
Por supuesto que el templo es el teatro y los leopardos son la realidad exterior, o aquello de
la realidad que todavía no ha sido articulado en imágenes teatrales pero está, por así decirlo,
deambulando por los alrededores buscando la manera de entrar. Como una ilustración de la que
podemos derivar una estructura estándar que ocurre una y otra vez, tomemos una imagen básica con
un comienzo más bien dramático– uno, además, que es uno de los momentos claves de un viraje
masivo en las posibilidades miméticas del teatro moderno.
En la primera mitad del Siglo XIX el teatro francés, como en otros lados en Europa, no se
acostumbraba a amueblar el escenario de las obras serias– la comedia, nuevamente, es otra
cuestión– sino a pintar sillas y mesas. Primero, estaba el problema de la correcta iluminación para
iluminar el área escénica; pero los muebles eran básicamente obsoletos de todas maneras, a
excepción de unas pocas piezas indispensables, porque la infame “línea del escenario” de la era
neoclásica tenía a los actores firmemente ubicados en un semicírculo en torno al apuntador. Pero el
realismo empezaba (o aparecía de nuevo) y directores como Baron Taylor y (posteriormente)
Montigny comenzaron a insistir en que el escenario se tenía que asemejar más al mundo. Montigny,
por ejemplo, revolucionó lo que ahora llamamos planificar la puesta en el ensayo (en la década de
1850) al poner una mesa y sillas directamente en el escenario por encima del apuntador como una
32
Geoffrey Hartman, “Estructuralismo: La Aventura Anglo-American,” Yale French Studies 36-37 (1966): 167.
manera de forzar a los actores a salir del semicírculo y tomar posiciones más realistas.33 En base a
los registros, esto creó un caos temporal entre los actores, dado que el arte de actuar– o, al menos,
de la gran actuación– nunca había requerido habilidad para moverse entorno a objetos hogareños.
(Quizás sólo un actor pueda apreciar la seriedad de este problema). Uno sólo puede imaginar cómo
habrán reaccionado las primeras audiencias a esta innovación. Pero podemos suponer que tanto
mueble, irrumpiendo insolentemente este espacio sagrado reservado por una larga tradición para los
grandes discursos del drama, no habrá sido recibido simplemente como signos e imágenes de sillas
y mesas pertenecientes al mundo ficticio de la obra sino como cosas importadas desde el reino de lo
real, tan imprevistas sobre el escenario como el desnudo en Le Déjeuner sur l'Herbe de Manet. No
hace falta decir que los muebles en el escenario pronto (entre 1850 y 1870) perdieron cualquier
valor de shock que puedan haber tenido (¡a diferencia del desnudo de Manet!) y fueron
incorporados a la ilusión porque, como los leopardos de Kafka, seguían reapareciendo: los
escritores y directores seguían produciendo obras que requerían de sillas y mesas como parte de su
contenido “realista.” En pocas palabras, los muebles– quizás para nuestra época las más inocuas de
todas las propiedades escénicas– era, como diría Hartman, una de esas “profanaciones permitidas y
necesarias” por medio de las cuales el teatro equilibra periódicamente la tensión entre el mundo real
y su propio ritual.
33
Marvin Carlson, “La Composición Francesa de la Escena desde Hugo a Zola,” Educational Theatre Journal 23 (diciembre 1971):
368. Estoy en gran deuda con el Profesor Carlson por su investigación y asesoramiento en este período.
fundamentos, una reconstrucción que cambie algunas de las generalizaciones teóricas más
elementales del campo así como también muchos de sus métodos y aplicaciones paradigmáticos.”34
Probablemente Montigny no buscaba revolucionar el teatro. Podemos asumir que, como muchos
directores con un instinto para los callejones sin salida inminentes, simplemente quería hacer algo
más interesante con sus materiales. Pero una vez que una imagen– especialmente una tan
fundamental como son los muebles– comienza su vida bajo condiciones nuevas y abiertas,
comienza a transformar las posibilidades del arte: “transforma nuestra visión,” como afirma Kuhn,
y a su vez es transformada por nuestra visión, al menos en su intento por evitar degenerar en un
signo vacío. Las cosas son al principio interesantes porque son nuevas; luego (sino eran simples
modas) porque encajan en un orden o ayudan a crear un orden nuevo; finalmente, desaparecen en el
orden como uno de los ladrillos invisibles desde los cuales nuevas imágenes, y eventualmente
nuevos paradigmas, son construidos. Por sobre todas las cosas, en el teatro, como en cualquier arte,
siempre está la necesidad de des-familiarizar todas las viejas des-familiarizaciones familiares.
Hay una observación pertinente en La Risa de Bergson que puede aclarar la idea: “Tan
pronto como se manifiesta la ansiedad en el cuerpo, debe temerse la intrusión de un elemento
cómico. Por esta razón, el héroe en la tragedia no come, bebe o se abriga. Ni siquiera se sienta más
de lo absolutamente necesario.”35 La observación de Bergson nos lleva directamente a la oposición
34
Thomas S. Kuhn, La Estructura de las Revoluciones Científicas (Chicago: University of Chicago Press, 1970), p. 85.
35
Henri Bergson, La Risa: un Ensayo sobre el Sentido de la Comedia, trad. Cloudesley Brereton y Fred Rothwell (New York:
MacMillan, 1928), p. 52. En el acto 1 del Phèdre de Racine, por ejemplo, hay una extraña didascalia, ella se sentó, siguiendo a la
línea de Phèdre, “Mis ojos se deslumbran al ver la luz nuevamente, / y mis rodillas tiemblan y ceden debajo de mí.” Esto es
escasamente una contradicción de lo que Bergson quiere afirmar. Más bien, yo sostendría que conlleva un valor de shock
completa del “arriba” y “abajo,” de lo metafísico y lo social, la cual ha mantenido separados a los
dos géneros supremos del teatro desde el mundo antiguo. ¿Por qué el héroe de la tragedia no se
sienta “más de lo absolutamente necesario”? Aparte del hecho de que es difícil ser trágico estando
sentado, hay otro factor, el de la ansiedad sobre el cuerpo; siempre hay un riesgo cómico de que las
esferas física y metafísica se encuentren cara a cara, como sucedería si la silla de Hamlet se cayera
mientras él pondera su destino. Aquí yo trataría a la ansiedad sobre el cuerpo no como un riesgo
cómico sino como el suelo de comportamiento desde el cual surge el realismo: sentarse es estar,
existir súbita y plenamente en el mundo material (“Me siento, por ende estoy aquí); y en este
sentido los personajes clásicos carecen de cuerpo: existen en una vaga intersección de otros-lugares
establecida por la poesía. Pero cuando los personajes comienzan a sentarse con la misma
naturalidad con la que están de pie, el cuerpo aparece entero como centro de una nueva
preocupación espacial, y es en este sentido que realismo y comedia son dos caras de la misma
moneda. La proliferación de muebles sobre el escenario en el Siglo XIX no fue simplemente una
concesión a la verosimilitud, sino una clausura del mundo social de la comedia sobre el drama del
alto individualismo. Podemos ir aún más lejos y añadir que con la silla vemos la atrofia gradual de
la escenografía verbal: la representación escénica deja de ser una construcción del lenguaje, un
cualquier lugar entre otros-lugares, y está ahora amarrado a un aquí y ahora en el cual está alojado
el determinismo del personaje y del destino. Lo que hacía posible la silla, en una palabra, era la
conversación: la conversación exploratoria o casual que llevaba a la tensión y a la crisis; el tallado
del verdadero sujeto del encuentro aparentemente fático (“Bueno, tengamos una agradable charla,
Sra. Tesman”). Dicho todo esto, el habla deambulando a la velocidad del entorno: mesas, tazas de
té, hogares y ventanas, la fuerza entera del mundo material como el dominio del estatus, el gran
tema del drama moderno. Pero por sobre todo, la silla, locus operandi de la charla, el centro
indispensable sin el cual el resto sería pura decoración. En el teatro moderno la silla (o derivados
tales como el banco de parque de Edward Albee y las urnas de Beckett) se convierte en: el coto
territorial, arma y escudo (Ibsen y Pinter); la maldición del mundo material (Ionesco); el asiento de
la ansiedad, del tiempo y del lugar como enemigo, de la naturaleza problemática de la existencia
entre “las cosas” (Chekhov y Beckett). En suma, en la economía gráfica del simbolismo del teatro,
las habitaciones, como todas las imágenes, tienen que justificar eventualmente su presencia: deben
habitar a las personas que las habitan.
considerable surgiendo de su notoriedad. Seguramente pensar en el personaje de Racine típicamente descansando en sillas generaría
una contradicción cómica con la formalidad extrema de su escena.
Por supuesto que el paradigma realista no nos acerca más a verdadera base fenomenológica
del teatro de lo que lo haría cualquier paradigma estilizado. Como en todas las artes esta base
descansa en última instancia sobre la inmediatez de la percepción en su encuentro con el mundo.
“La visión,” afirma Mereleau-Ponty, “no es un cierto modo de pensamiento o presencia de sí; es el
medio que me es dado a mí por estar ausente de mí mismo, por estar presente en la fisión del Ser
desde el interior– la fisión a cuya finalización, y no antes, vuelvo a mí.”36 Merleau-Ponty se refiere
aquí al arte de la pintura. ¿Pero no es esta una descripción perfecta de esa desorientación en el
mundo de la obra a la que nos referimos en algún punto como la voluntaria suspensión de la no-
creencia? El actor nos lleva a un mundo dentro del mundo mismo. En el fondo, no es una cuestión
de lo ilusorio, lo mimético o lo representacional, sino de un cierto tipo de real, de tener algo frente a
la visión– y en el teatro, también ante el oído– al cual unimos nuestro ser. El actor nos permite
reconocer lo humano “desde dentro”: Olivier despierta ese gesto particular en mí; estoy viendo a
Olivier existir como Macbeth, y a través de esta confusión ontológica única existo yo mismo en una
nueva dimensión. Todo esto tiene que ver con la significación y se puede estudiar como tal. Pero el
compromiso real implica un acrecentamiento del ser. Lo que pasa, cuando pasa, en el teatro es,
como el Polínices de Shakespeare podría decir, arte. Pero el arte mismo es naturaleza.
36
Merleau-Ponty, La Primacía de la Percepción, p. 186.