Tomado de Psicología del Vestir. Barcelona: Lumen, 1972.
Digitalización y edición: William Cruz Bermeo para Estudios de la Moda/
Programa Diseño de Vestuario/ Universidad Pontificia Bolivariana.
EL HABITO HACE AL MONJE
Por Umberto Eco
Quien haya estudiado a fondo los problemas actuales de la semiología no
puede hacerse el nudo de la corbata, por la mañana ante el espejo, sin tener la
sensación clara de seguir una opción ideológica, o, por lo menos, de lanzar un
mensaje, una carta abierta, a los transeúntes y quienes encuentre durante la
jornada.
Es cierto que los vestidos sirven principalmente para cubrir el cuerpo. Pero bastará
un autoanálisis breve y honrado para convencerse de que, en nuestro vestido, lo que
sirve realmente para cubrir (para defender del calor o del frío y para ocultar la
desnudez de las partes del cuerpo consideradas vergonzosas por la opinión) no
supone el cincuenta por ciento del total. El otro cincuenta por ciento va de la corbata
al bajo de los pantalones, pasa por las solapas de la chaqueta y llega hasta los
ribetes de nuestros zapatos: y eso si nos mantenemos en el nivel puramente
cuantitativo, sin ampliar la investigación al porqué de un color, de un tejido, del dibujo
de espiga o a rayas en lugar de un tejido o un color uniforme.
El vestido es comunicación. Y esta observación podría mantenerse al nivel de
un lugar común razonable, que las usuarias de sexo femenino han llevado hasta
el umbral de una conciencia ingeniosa, igual que los zoólogos ya no asombran
a nadie, cuando explican la función de atracción de los plumajes y de los colores
de la piel, dentro de una dialéctica totalmente natural de los sexos.
Pero la semiología ha aumentado esa toma de conciencia y nos permite ahora
insertar nuestro conocimiento del carácter comunicativo del vestido en un marco
más amplio, en el marco de una vida en sociedad en la que todo es
comunicación. Porque, si el cura de Bernanos podía terminar su diario con la
anotación de que «todo es Gracia», el semiólogo puede iniciar el suyo
precisamente con la de que. «todo es Comunicación». Por lo menos, todo lo que
no es naturaleza en bruto, más acá de la sociedad constituida, más acá del
hombre que percibe la naturaleza y la pone al servicio de sus fines llenándola de
significados. Es cierto que una nube no es un hecho comunicativo, es una mera
condensación de vapores; pero una nube vista como presagio de lluvia, aunque
no sea precisamente un «signo» en el sentido en que lo es la palabra «nube»,
por lo menos es lo que Peirce llamaría un «indicio»: un artificio inventado para
comunicar algo; o —en el caso de la nube— un fenómeno natural elevado al
rango de artificio para comunicar. Que el hombre comunica mediante la emisión
de sonidos articulados a los que se atribuyen determinados significados (se lo
suele llamar «lenguaje verbal») es algo aceptado sin discusión. Menos
indiscutible es ya el hecho de que el hombre comunique mediante infinidad de
otras señales: los gestos de la mano, los movimientos de los ojos, las inflexiones
de la voz. O, mejor, quien acepta la idea de que, de ese modo, el hombre dice
algo, prefiere generalmente decir que, más que comunicar, lo que hace es
«expresarse». Como si comunicar fuera un proceso regular y regulado, es decir,
regido por convenciones precisas (definidas por las gramáticas y los
vocabularios), mientras que expresarse fuera algo misterioso, instintivo y natural.
Y, en realidad, apenas se estudian profundamente los fenómenos de
comunicación, en el sentido más amplio del término, se ve que la diferencia se
vuelve más sutil. Miro a la mujer amada intensamente a los ojos, ella mueve
ligeramente la cabeza de arriba a abajo... Me ha dicho que sí. Está hecho. En
modo alguno. En una zona mediterránea particular, el mismo movimiento
significa convencionalmente que no.
Lleva la minifalda: es una muchacha ligera. En Catania. Lleva la minifalda: es
una muchacha moderna. En Milán. Lleva la minifalda, en París: es una
muchacha. Lleva la minifalda, en Hamburgo, en el Eros: puede que sea un
muchacho.
Pero volvamos a nuestro diálogo mudo con la mujer amada. De acuerdo, la
indicación con la cabeza cambia de valor semántico según la zona étnica, pero
queda la intensidad de la mirada, la promesa sobreentendida, la pasión emitida
como una carga eléctrica. Es cierto, y diré más: los estudios más recientes han
demostrado que existe también una comunicación térmica, que, tocando la mano
de la mujer, puedo advertir que dice «sí» a través de un cambio de temperatura
insensible (pero advertido). Sin embargo, hoy esas («expresiones»
infinitesimales, esos matices de la fisonomía, se investigan como momentos de
un lenguaje articulado. Estudiosos de cinésica (la ciencia de la comunicación
somática y gestual) han intentado ya expresarlos en cifras, transcribir en una
especie de estenografía los movimientos de una ceja encolerizada, las miradas
de un ojo desconfiado. Y han empezado a advertir que ese lenguaje (porque, en
el momento en que es posible dividir la expresión instintiva en momentos
discretos, analizables, articulables, se ha salido ya de la «expresividad», tal como
la entendemos comúnmente, y se ha entrado en la zona de las «lenguas»
codificadas y convencionalizadas) tiene leyes y variaciones, que cambian según las
zonas culturales, que es menos natural y mucho más cultural de lo que se suele creer.
Precisamente, mientras escribo, el New York Times (de fecha 28-IX-1969) trae la
noticia de un grupo de estudiosos del Albert Einstein College of Medicine que están
empezando a interesarse profundamente por todo el campo de la comunicación no
verbal, desde las posiciones del cuerpo hasta las variaciones fisonómicas, porque,
hasta que no hayamos comenzado a comprendernos también mediante esos
sistemas (y conviene advertir que, de hecho, hoy esos sistemas se usan, pero no se
estudian todavía lo suficiente; se los considera todavía algo espontáneo, ajeno a un
interés lingüístico), la comunicación entre individuos y entre grupos resultará
incompleta y cargada de equívocos; y con mayor razón (por esto es por lo que
interesa el problema a los médicos) resultará difícil e imprecisa la comunicación entre
médico y enfermo, entre niño y pediatra, entre graduado social y asistido que
pertenezca a una minoría racial, a un grupo étnico recién establecido en una zona.
Dicho de otro modo: el lenguaje fisonómico, de los gestos, de las posturas, de un
portorriqueño del Bronx será diferente del de un italiano de Brooklyn, y negarse a
aceptar esa realidad significa interpretar los movimientos de uno como mensajes que
sólo tienen sentido en caso de que se lean de acuerdo con el código del otro.
Edward T. Hall, en su libro La dimensione nascosta (Bompiani, 1969), ha
demostrado con creces cómo cambia el significado de una distancia entre dos
personas según el modelo cultural a que pertenezcan: que el número de centímetros
que constituyen para un americano blanco y protestante la distancia confidencial más
razonable, para un latino o para un árabe pueden ser señal de un distanciamiento
desconfiado, y viceversa.
Hall exagera el alcance de esos dos descubrimientos al creer que, si se
comprendiera el lenguaje del comportamiento, se podrían eliminar muchas
incomprensiones interraciales, cuando, en realidad, sabemos que las causas de las
incomprensiones están escondidas más en profundidad (o más en la superficie).
Pero reducir el alcance global de un descubrimiento no quiere decir anularlo: mil
componentes diferentes separan a un italiano de un esquimal, pero no se puede
negar que, si el italiano hablase esquimal (o viceversa), los componentes de la
diversidad quedarían reducidos como mínimo a novecientos noventa y nueve.
El mundo de la comunicación no verbal insospechada (insospechada como
comunicación) es de una extensión ilimitada. La escuela de arte dramático de
Stanislavski enseñaba, si mal no recuerdo, a pronunciar la frase «esta tarde» en
cuarenta entonaciones diferentes, que le atribuyeran sucesivamente el significado
de amenaza, de ruego, de aviso, de seducción, de promesa, etc. No es necesario un
semiólogo para saber que nosotros comunicamos también con las inflexiones de voz.
Pero han sido necesarios los lingüistas (y esa categoría particular de lingüistas que
estudian hoy la llamada «paralingüística») para saber que esas entonaciones —
desde el momento que existen registradores para registrarlas y oscilógrafos para
traducirlas a curvas visibles— varían, de una civilización a otra, y pueden
clasificarse de igual forma que se clasifican los demás elementos del habla, desde
los fonemas hasta las palabras. Es un trabajo que se está haciendo, ampliando la
investigación hasta las clasificaciones del sollozo, de las emisiones vocales
interjectivas, de esos ruidos que se hacen con la boca, con los labios, con la
garganta, y que constituyen el tono de una enunciación, que la caracterizan
culturalmente (según las zonas culturales, quiero decir). Como sabe perfectamente
quien, por haber querido parodiar a un parisino, no haya dejado de reproducir esa
«vocecita» típica y sumisa, rápida y ahogada, que interviene en el habla común
de nuestros vecinos para dar cadencia a la frase, y aludir a cierta imprecisión, a
una perplejidad modesta, a una búsqueda confidencial de la palabra correcta.
Es una zona extensísima de intereses y de descubrimientos que nos obliga a
mirar a nuestro alrededor constantemente para descubrir todo lo que en nuestra
vida diaria es comunicación, a todos los niveles, incluso al nivel de la forma de
caminar o de hacer gestos con el cuerpo; y en esto también, si bien los
semiólogos están intentando hoy elevar esa conciencia al nivel del estudio
riguroso, bastaría la existencia del arte del mimo para demostrarnos que el
lenguaje «de las posturas» existe y que se puede contar, decir, expresar todo
sólo con él. Pero nada de pensar que se trate de una «expresión», en el sentido
de transmisión «natural» e instintiva, basada en las leyes misteriosas de la
fisiología, de un dato de la naturaleza. Y, para convencerse de ello, vayan a ver
un mimo chino o japonés. Mira por dónde, sus movimientos no significan nada:
parecerán expresar aburrimiento, cuando expresan pasión; histerismo, cuando
expresan hilaridad; alegría, cuando expresan agresividad. Y lo mismo le ocurriría
a un asiático que viese por primera vez en el teatro a Marcel Marceau.
Por tanto, si la comunicación se extiende a todos esos niveles, no hay que
extrañarse de que pueda existir una ciencia de la moda como comunicación y
del vestido como lenguaje articulado. Sería difícil explicar en pocas páginas las
modalidades de esa disciplina (entre otras cosas, porque se apoyan en las
modalidades de otras disciplinas, desde la lingüística hasta la lógica formal): y
no nos quedaría más remedio que remitir al lector a un clásico muy reciente sobre
el tema, Le Sisthème de la mode [El sistema de la moda] de Roland Barthes
(París, Seuil, 1967), (aun cuando la obra de Barthes, por preocupaciones de
rigor, se limita a analizar el lenguaje verbal que describe la moda en lugar de
abordar inmediatamente la formación de la moda como lenguaje visual
debidamente articulado). Pero el lector común, o, en cualquier caso, no muy
especializado, podría hacer una objeción que bloquea cualquier posible
exposición del tema posterior.
Objeción: acepto que el universo de la comunicación es más amplio de lo que se
suele creer. Y de acuerdo con que hablamos no sólo en la boca, sino también con
las manos, con los ojos, con las distancias que guardamos, con los olores.
Completamente de acuerdo. Pero la vida en sociedad (y, por tanto, la vida de la
«cultura») se compone, por un lado, de actos de comunicación, de entidades
gestuales o sonoras que «dicen algo», y, por otro, de cosas que «funcionan», es
decir, que «sirven para algo».
El hombre primitivo empieza a fundar una sociedad, cuando aprende a
expresarse a través de sonidos y de gestos, pero, por otra parte, funda sociedad
y cultura también en el momento en que inventa un instrumento, descubre la
gruta, pule su primera herramienta de piedra. Y la herramienta no comunica, sino
que «sirve para algo». Ahora bien, la piel de oso o de lobo con que nuestro hombre
se cubre por primera vez, ¿acaso no pertenece a la categoría de las cosas que
sirven para algo y no a la de las cosas que dicen algo?
Pues bien, hay que decir que la semiología es una disciplina ambiciosa, con
veleidades totalitarias. Quiere conseguir explicar todos los fenómenos de
cultura, quiere demostrar que toda la cultura puede considerarse como acto de
comunicación y que también las cosas que sirven para algo en cierto modo dicen
algo.
El objetor podría responder: de acuerdo, démoslo por demostrado, pero, aun
aceptando ese hecho, sigue siendo indiscutible que hay cosas que, ante todo,
sirven para algo y sólo en determinado momento se usan para decir algo.
Mientras que los signos propiamente dichos, las palabras o los gestos, dicen algo
inmediatamente y sin equívocos y no sirven para nada más.
Respuesta: no es del todo cierto. Existen infinidad de signos que
aparentemente se emiten para decir algo, pero que, de hecho, tienen una función
práctica, tanto como una herramienta de piedra o una colcha. Cuando saludamos
a alguien y le decimos: «¡Qué día más hermoso hace!», nuestro deseo (y el suyo)
de comunicar algo sobre la situación meteorológica es mínimo: lo que deseamos
es crear un contacto, y esa frase equivale a una palmadita en la espalda o al
ofrecimiento de una flor o de una taza de café. Se responderá que, en ese caso,
la palmadita, la flor y la taza son, de hecho, instrumentos de comunicación, más
allá de su función específica: pero eso es exactamente lo que se quería
demostrar.
Con frecuencia la distinción entre decir algo y servir para algo es mínima.
Un martillo sirve para golpear, pero si lo agito a distancia
amenazadoramente, equivale a la frase: «¡Como te coja! ...» Por otra parte,
la frase: «¿Cómo está, señor Fulano?», pronunciada con frialdad a quien
hasta hace poco hablábamos afectuosamente de tú equivale a un martillazo
en la cabeza. Los instrumentos de comunicación equivalen a una serie de
funciones que se interponen en el plano de la modificación física de los
acontecimientos («esa frase ha sido como una ducha helada, he ido a casa
y me he metido en cama con fiebre), mientras que los instrumentos
destinados a desempeñar funciones, y, por tanto, destinados a modificar
físicamente las cosas, se interponen en el universo de la comunicación y se
convierten en actos de comunicación, de igual forma que un tipo particular de
sombrero que se llama mitra no sirve tanto para proteger de la lluvia cuanto para
decir: «yo soy un obispo».
Con eso no queremos decir que no exista diferencia entre signos nacidos
expresamente como tales (las palabras, por ejemplo) y objetos funcionales
nacidos expresamente como tales (el martillo o la mitra). Queremos decir que,
así como el psiquiatra, al analizar a su paciente, intenta ver también los signos
que éste ha recibido como agentes físicos que han modificado su estructura
neurofisiológica, así también el semiólogo tiene derecho a considerar también
los objetos funcionales como signos. Y hay casos en que el objeto pierde hasta
tal punto su funcionalidad física y adquiere hasta tal punto valor comunicativo,
que se convierte ante todo en signo y sigue siendo objeto sólo en segunda
instancia. La moda es uno de esos casos. Basta el ejemplo de la pelliza que se
ponía nuestro hombre primitivo por razones exquisitamente funcionales. Tenía
frío y se cubría, es indudable. Pero igualmente indudable es que, al cabo de
pocos años de la invención de la primera pelliza, debió de surgir la distinción
entre los cazadores valientes provistos de pelliza conquistada con esfuerzo y los
otros, los incapaces, desprovistos de pelliza. Y no es necesaria mucha
imaginación para figurarse la circunstancia social en que los cazadores debieron
de ponerse la pelliza, ya no para protegerse del frío, sino para afirmar su
pertenencia a la clase hegemónica.
Por lo demás, es inútil hacer prehistoria-ficción. La señora que hoy se pone
un abrigo de pieles no lo hace para protegerse del frío; al contrario:
probablemente hace frente a la incomodidad de un calor excesivo para poder
manifestarse como «portadora de abrigo de pieles». La cuestión de los status
symbols no la han inventado los semiólogos. Así, pues, el vestido es expresivo.
Es expresivo el hecho de que yo me presente por la mañana en la oficina con
una corbata ordinaria a rayas, es expresivo el hecho de que de repente la
substituya por una corbata psicodélica, es expresivo el hecho de que vaya a la
reunión del consejo de administración sin corbata. El vestido descansa sobre
códigos y convenciones, muchos de los cuales son sólidos, intocables, están
defendidos por sistemas de sanciones e incentivos capaces de inducir los
usuarios a «hablar de forma gramaticalmente correcta» el lenguaje del vestido,
bajo pena de verse condenados por la comunidad. Hemos dicho que «muchas»
de las convenciones indumentarias son sólidas y que están bien articuladas. Por
consiguiente, queremos decir que no lo son ni lo están todas. Y, efectivamente,
mientras que los códigos (es decir, los sistemas de reglas y de equivalencias)
que rigen la comunicación verbal (por ejemplo, la lengua italiana, la lengua
alemana, etcétera) son sólidos y robustos, otros códigos comunicativos (como
los relativos a la comunicación por imágenes) están sujetos a mutaciones y a
reajustes continuos, presentan lagunas, son constrictivos en un punto y débiles
en otro.
Hay que hacer la distinción entre códigos fuertes y códigos débiles. Pero creo
que sería inexacto decir que un código es débil cuando no prevé en ningún
aspecto suyo la modalidad de una comunicación determinada. Si vamos a
estudiar la estructura de una modalidad comunicativa cualquiera, se ve, antes y
después, que en aquella ocasión existían las convenciones, bien articuladas,
coherentes en todos sus aspectos. Pero hemos dicho precisamente «en aquella
ocasión». Así, pues, diremos que una convención es débil no tanto porque no
esté bien estructurada en un momento dado, sino porque se modifique con
rapidez y, antes de que se la pueda captar y describir, ya haya cambiado.
El código del vestido puede estar tan articulado que no permita ninguna
variante facultativa: piénsese en el código del vestido militar: no se deja a la
fantasía del usuario la posibilidad de hacer la más mínima invención, ni siquiera
la inclinación del sombrero, que se puede dejar a la opción individual en ciertos
momentos de relajación de la disciplina, pero nunca en momentos de
recuperación global del código, como en los desfiles.
Frente a un traje militar, el traje civil parece abierto a un número mayor de
variaciones individuales, desde el color del tejido hasta la elección de la camisa
o la forma de los zapatos. Pero, aparte de que esas variaciones existen también
en códigos fuertes como las lenguas (puedo decir la misma cosa en varias
formas diferentes, siempre que me mantenga dentro de la corrección gramatical
y léxica), basta con observar una revista de modas al comienzo de una
temporada para ver que hasta las variaciones están previstas con cierta rigidez:
la cintura más alta, el botón más bajo, la combinación de un zapato determinado
con un tipo determinado de pantalón pueden revelarse desviaciones tan graves
del uso lingüístico como el dialectalismo o el anacoluto sintáctico.
Se dirá que, sin embargo, no se mete a nadie en la cárcel por haber
combinado zapatos marrones y un smoking negro. Completamente de acuerdo,
no se impone la observación de todos los códigos recurriendo al mismo tipo de
sanción: y no se mete a nadie en la cárcel por decir «que yo vayas» en lugar de
«que yo vaya». Pero por una trasgresión de esa clase se puede perder un
empleo; por la misma razón que el empleado de banca que empiece a ir al trabajo
vestido como Lin Piao. Y, por otra parte, basta con recordar lo que significaba en
Turquía, en tiempos de Kemal Ataturk, llevar el fez en lugar de la gorra de visera,
para comprender que las sanciones existen siempre, cuando se hace coincidir
un código indumentario con una opción ideológica. Y ésa es la misma diferencia
que media, en Grecia, entre quien escriba en lengua culta o en lengua demótica;
o entre llevar, hoy en Pekín, un mono sencillo como la mayoría de la población
o aparecer vestido como un mandarín.
En esta imagen todos
llevan un fez en la
cabeza. La imagen
muestra a la Asamblea
Nacional de Angora
notificando al Califa de su
destronamiento, tras la
fundación de la República
Turca por Mustafa Kemal
Ataturk (1881-1938).
Portada del periódico
francés Le Petit Journal
Illustre, 1924. ©
Leemage/ Universal
Images Group.
Porque el lenguaje del vestido, como el lenguaje verbal, no sirve sólo para
transmitir determinados significados mediante determinados significantes. Sirve
también para identificar, según los significados transmitidos y las formas
significantes que se hayan elegido para transmitirlos, posiciones ideológicas.
Si deseo atraer la atención de un auditorio puedo decir: «Escuchadme,
compañeros», o puedo decir: «Tengan los señores la amabilidad de prestarme
su atención»; pero está claro que la diferencia de estilo (es decir, que sobre el
código lingüístico propiamente dicho se injerta un código estilístico-retórico
igualmente convencional) manifiesta una diferencia de opción política y
establece un contacto mío diferente con el auditorio.
El problema se complica todavía más, si digo «compañeros» en una asamblea
de accionistas de la Montedison o «señores» en una asamblea de marxistas-
leninistas que estén ocupando una fábrica; no sólo manifiesto mi posición
ideológica, sino que también manifiesto un deseo de provocación con respecto
al auditorio.
Lo mismo ocurre con el vestido. Si participo en un consejo de administración
con boina y barba al estilo de Guevara, chaquetón militar y zapatos de tenis, será
difícil demostrar a los presentes que mis intenciones no eran polémicas y que
me he vestido así por pura casualidad.
Así pues, decíamos: los códigos indumentarios existen. Sólo que suelen ser
débiles. Pero débiles quiere decir que cambian con cierta rapidez, por lo que
resulta difícil ampliar sus respectivos «diccionarios» y lo más frecuente es que
haya que reconstruir el código en el momento, en la situación dada, inferirlo de
los propios mensajes.
Hubo un período en que escoger los pantalones con bajo, siguiendo el
ejemplo —me parece— del príncipe de Gales, constituía una opción de
dandy. Pero, después, la convención llegó a estar tan establecida, que
cuando, muchas decenas de años después, alguien adoptó los pantalones
sin bajo, la suya fue la elección de dandy. Hoy estamos en un período en que
la elección en ese terreno no constituye (como dirían los semiólogos) una
oposición pertinente. Preferir el pantalón con bajo al que no lo lleva no
significa gran cosa, de igual forma que, en italiano, se puede decir bene en
lugar de béne sin que esa opción fonética (salvo en pocos ambientes
sofisticados, o en la radio, o en una compañía teatral) contribuya a modificar
la opinión que los otros tengan de nosotros (pero un matiz semejante de
pronunciación en lengua inglesa, en Oxford, bastaría para excluir a
cualquiera de un club). La publicidad dada a las opciones, y la
correspondiente carrera conformista a la adaptación, privan con frecuencia a
las opciones indumentarias de su significado primitivo.
La llegada de estudiantes con jersey, en lugar de con chaqueta, a las aulas
universitarias, no hace más de dos años manifestaba una opción subversiva que
hoy ha quedado extraordinariamente atenuada; quizás los propios profesores
hayan adoptado el jersey y la diferencia entre los que llevan corbata y los que no
la llevan no constituya una oposición muy significativa. Pero en otros ambientes
(una recepción en el Quirinal) la opción tendría todavía un gran potencial
comunicativo.
Otras veces es el propio decurso histórico, con el establecimiento de modelos
ejemplares, el que cambia el sentido de la opción. Hace diez años llevar barba
significaba: o ser un artista del estilo antiguo o ser un fascista nostálgico (pero, en
éste caso, se requería la barba con un corte particular, al estilo de Italo Balbo).
Después de la impugnación estudiantil, la barba se ha convertido en una opción «de
izquierdas». Gradualmente, ahora está convirtiéndose en una opción más «de
moda» y está perdiendo su significado.
Muchas veces la elección de vestido cambia de significado según el contexto
en que se inserte. Para un jefe comunista como Togliatti la elección de un traje
cruzado azul, después de la Liberación, manifestaba una promesa de legalidad,
anticipaba la aceptación del pacto constitucional e incluso la votación del artículo
7. La cosa no pasó desapercibida a un periodista como Gorresio, que escribió
artículos precisamente sobre la carga de significado de esa opción indumentaria.
Pero, cuando Kruschev, invitado a no recuerdo qué recepción de sociedad en
Estados Unidos, apareció en medio de una multitud de personas en traje de
noche con un traje cruzado azul, su opción tuvo en aquella ocasión un significado
opuesto al de la de Togliatti. Los ejemplos podrían continuar, pero el lector está
en condiciones de buscarlos por sí solo.
Postal conmemorativa de los treinta años de fundación del Partido Comunista Italiano en 1951.
Aparecen Gramsci y Togliatti, sus directores. © Fototeca Gilardi/ Getty Images.
El aspecto que nos interesaba revelar es que existen códigos indumentarios.
Sólo que son extraordinariamente fluctuantes, de modo que el analista del traje
que desee inducir las opciones ideológicas o psicológicas de los
comportamientos indumentarios, debe estar listo para captar los códigos
mientras se manifiesten, pues inmediatamente se deshacen. Pero el hecho de
que sean tan inestables no quiere decir que no sean importantes. Y, en cualquier
caso, son más importantes de lo que se suele aceptar. Y su investigación,
aunque sea en formas intuitivas y no rigurosas, suele dejarse a los analistas del
traje (del traje como mores, naturalmente, que se estudia también analizando el
traje como vestimenta). Cuando, en realidad, el problema debería interesar a
quienquiera que decida vivir en la sociedad escuchándola hablar en todas las
formas de que es capaz. Porque la sociedad, sea cual sea la forma como se
constituya, «habla». Habla porque se constituye y se constituye porque empieza
a hablar. Quien no sabe escucharla hablar en los casos en que habla, aun sin
usar el habla, la atraviesa a ciegas; no la conoce. No la modifica.