TAMPA-33 Fred Dennis (1965) Camino Del Infierno
TAMPA-33 Fred Dennis (1965) Camino Del Infierno
Sólo quedaba un soldado en pie de guerra, los restantes, cinco, yacían ya en tierra. El toldo
del carromato ardía por los cuatro costados mientras una jauría de perros rojos, cabalgaban
alrededor emitiendo agudos chillidos.
August Marshall contempló todo con indiferencia. Se dijo que si hubiesen quedado los seis
con vida él hubiese intervenido a favor de la gente blanca, aunque fuesen repelentes soldados,
pero quedando sólo uno, no. Era mejor que muriese el soldado. —Es tu oficio, amigo —dijo
quitándose el sombrero con precaución.
Se había ocultado entre peñascos y chaparras.
Nada tenía que hacer allí; iba de paso y al escuchar la algarabía que lanzaban los apaches
contra el cielo y la soledad de aquel territorio tejano, desmontó del caballo para ver qué ocurría.
Uno de los apaches que cabalgaban alrededor del incendiado carromato abrió los brazos
inopinadamente, se inclinó y cayó al suelo rodando como una pelota.
Otro más le siguió. Era bravo aquel soldado, indudablemente; y sabía disparar.
Naturalmente, ocurrió lo inevitable. Una descarga cerrada, que coincidió con la decisión de
varios apaches, concluyó con su vida. Su muerte fue gloriosa e impresionó un poco al poco
impresionable Marshall.
Después de eso los apaches se acercaron al carruaje contemplando el interior a través de las
llamas. No hicieron nada a los caídos; se limitaron a mirarles, lanzar aullidos, ejecutar cabriolas
por entre ellos y después marchar al galope dejando el suelo prácticamente sembrado de
cadáveres.
August Marshall encendió entonces un cigarrillo, dio media vuelta y quedó contemplando el
cielo plomizo pero sin nubes, escuchando el sonido de los numerosos caballos que repercutían
en la tierra. Era cuestión de tener calma y esperar a que los jinetes rojos se alejaran lo suficiente.
—Adiós, amigos; me repele vuestra presencia; en caso contrario os hubiese salido al
encuentro para saludaros.
Chupó del cigarrillo y formó un círculo que se deshizo inmediatamente destruido por un
soplo ardiente.
Cuando hubo concluido lanzó la colilla al aire dejándola caer sobre el rostro y esquivándola
cuando le faltaban pocas pulgadas para alcanzarle.
Riendo se levantó, introdujo más la camisa dentro de los pantalones, quitó el seguro de la
funda donde bailaba un moderno revólver «Smith & Wesson» y lanzó un quedo silbido tras el
cual acudió su caballo.
—Te quedarás aquí, amigo; voy a hacer una visita a los apestosos soldados.
Arrancó el rifle «Winchester» del arzón y lo apoyó campechanamente en el hombro.
Despacio, tranquilo, descendió de los riscos hasta alcanzar la llanura.
Atisbo los horizontes y completamente conforme se acercó al carro incendiado mirando por
encima de las ruinas. Sonrió al comprobar que el carro no guardaba absolutamente nada,
imaginando el chasco de los apaches, y después contempló a los soldados caídos.
Uno de ellos gemía débilmente echado sobre un charco de barro formado por el polvo y la
sangre. Era un hombre de unos cuarenta años que lucía un enorme bigote gris como el color de
su rostro.
—¿Duele?
—Ayúdeme.
August se inclinó hacia el herido. Le apartó suavemente las manos que engarfiaba en el
estómago y contempló las tres heridas que tenía y por las que manaba abundante sangre.
—Poco puedo ayudarle, amigo; y no sé confesar; de manera que...
El herido le miraba suplicante, con los ojos inyectados en sangre.
—¿Qué hacían ustedes por aquí?
—Máteme..., por favor...
—¿Para que tus compañeros me tomen la ficha? No, amigo; muérete tranquilo, que Dios te lo
premiará.
—No puedo..., es insoportable...
Marshall varió la posición del cuerpo del herido, el cual acusó inmediatamente en el postro
un gran alivio.
—¿Está mejor así?
—Sí..., sí..., gracias.
—Pues ahora cuénteme lo sucedido. ¿Dónde iban?
—Nos dirigíamos a Cerro Sonora a buscar al padre Mulrooney.
—¿Padre de qué?
—Religioso protestante.
—Amén.
—Teníamos que recogerle a él y su familia y llevarle a Fort Pecos.
—Son bromistas ustedes los soldados —bufó August Marshall—. ¿Desde Sonora al Pecos?
¿No sabe el coronel del fuerte que hay unos animales venenosos llamados apaches y que es
prácticamente imposible pasar entre ellos?
—La misión era muy arriesgada, pero el padre Mulrooney corre peligro.
—Y lo seguirá corriendo requiem eternam. ¿O acaso creían ustedes que por vestir uniforme
los apaches habían de contenerse?
—Necesitamos un sacerdote en el fuerte; era doble misión humanitaria llevarle hasta allí.
—Sí, claro; y alimentar cuervos, buitres y hienas con despojos también. ¿Desde cuándo el
ejército es tan blando y tan tonto?
—Eran muchos apaches, de lo contrario...
—En caso contrario hubiesen podido avanzar un cuarto de milla más y en lugar de morir al
mediodía hubiesen muerto a la tarde. ¿Tienen idea aproximada de los apaches que infectan estos
suelos?
—Sí.
—En este caso son ustedes tontos, y mueren como tontos.
—Oiga... Oiga...
Una de las manos del soldado asió su brazo apretándolo con fuerza inusitada.
—¿Qué le pasa, soldado?
—Usted puede contar lo sucedido en Fort Pecos.
—Querrá decir que no puedo. Yo no creo que los apaches me respeten más que a ustedes.
—Tiene que avisarles.
—¿Que han muerto? No se preocupe, después de muchos toques de retreta en los que ustedes
no aparezcan, les darán por faltos y después por muertos en acto de servicio. Una muerte
honrosa, ¿no?
—¿Irá?
—No.
—El padre Mulrooney corre peligro.
—Amén.
—Es usted un...
Marshall se incorporó y dio un corto paseo comprobando que los cinco soldados restantes ya
habían muerto. Después procedió a desenganchar los dos caballos que tiraban del carromato
dejándoles las riendas puestas.
Con las mantas de los soldados construyó unas alforjas en las cuales puso el armamento y la
munición, cargándolo todo sobre las grupas de los dos animales.
Volvió a mirar en redondo y satisfecho se acercó al herido, que ya no era herido, sino cadáver.
—Resultas tan poco sociable como tus compañeros, soldado; no conozco a nadie que se haya
despedido nunca al marchar.
Regresó junto a los dos caballos y entonces lanzó un agudo silbido tras el cual la hermosa
cabeza de su alazán apareció por entre los riscos y acto seguido todo su cuerpo, empezando a
descender por el talud con precaución y rapidez.
—Vamos, «Colorado»; te he buscado dos compañeros para que puedas distraerte durante la
travesía.
Sujetó las bridas de una montura a la otra y la primera a la silla de su alazán. Se hizo jinete,
lanzó una apagada mirada en torno y dijo:
—Si me entretengo en daros sepultura acabaría por haceros compañía, con la diferencia de
que yo quedaría fuera. Adiós.
Animó a su corcel rojo y tranquilamente fue alejándose de la siniestrada escolta.
CAPÍTULO II
La arena del desierto era rojiza, rojizas las siluetas de los cactos que salpicaban el restringido
panorama; rojo el cielo donde las nubes ensangrentadas se estiraban; intensamente rojo el sol
que herido de muerte se desplomaba contra el horizonte.
Rojos los hombres que asediaban.
—Tengo miedo, papá.
El reverendo Mulrooney miró a su hija cariñosamente, con extraordinaria tranquilidad, pese
haber sido él quien descubriera a los apaches.
—¿Tú no tienes miedo?
—Dios no nos abandonará.
Jenny no quedó muy satisfecha. Miró a su abuelo, el padre del reverendo Mulrooney, un viejo
de sesenta y cinco años, de faz redonda y rugosa; de cabellos canosos, sucios; de labios cortados
y nicotinados; manos nerviosas, de dedos huesudos.
—Abuelo...
—Déjale, Jenny; deja que tu padre rece; mientras tanto nosotros...
Cargaba por la boca una vieja carabina. Un disparo de aquellos era menos eficaz que una
flecha, pero el viejo sabía manejarla y antes de perder una bala se aseguraba bien.
—Tengo miedo..., mucho miedo—repitió Jenny.
El viejo la miró y rió con ganas. Casi siempre que miraba a su nieta reía. Recordaba,
indudablemente, hechos graciosos de la pequeña Jenny sin negarse a reconocer que ya era una
mujer; toda una mujer.
Que fuese su abuelo no quitaba que pudiera admirar su belleza en toda la extensión de la
palabra. El abuelo Donald sabía que su nieta tenía los ojos más negros, más puros, soñadores y
hermosos de todo Texas; sabía que su boquita, pequeñita, jugosa, coquetona, era el deseo de
todos los tejanos; sabía que su tipo... que su tipo era lo que más atraía como un día le atrajo a él
el cuerpo de la que fue su abuela> con la diferencia de qué Jenny era todavía más bonita.
Sabía... ¡Al diablo! Los apaches estaban allí y querían hacer daño a Jenny.
Atisbo a través de la ventana. No veía nada, sólo aquellas impávidas plantas cácteas a veces
semejantes a figuras humanas desgarbadas y fieras. Pero olía a apache; sabía que se ocultaban
en las cercanías.
—¿Nos atacarán, abuelo?
—¿Por qué no han de hacerlo?
—Dicen que por la noche...
—¿Qué no atacan de noche? ¡Estupideces de la gente!
—Son más fieles ellos a su dios —intervino el padre —que nosotros al verdadero. Si su
religión les prohíbe luchar de noche, no lo harán.
—¿No? —Al viejo le sobrevino un acceso de tos. Cuando se recuperó, dijo —: Para hacernos
daño no necesitan luchar. Entran en la casa, preparan la mesa y empiezan a comer
tranquilamente; si gritamos mucho, con ponerse barro en los oídos, asunto concluido.
—¿Y Félix? —preguntó en aquellos momentos la chiquilla.
—¿Félix? ¡Diablos! ¿Dónde está Félix? —exclamó el abuelo rascándose su blanca cabeza.
—Ha salido a por agua.
—Ya... a por agua. Rece, reverendo —dijo a su hijo.
—No hemos escuchado ningún disparo.
—Esos apaches no tienen armas de fuego; de ahí ese interés en atacarnos; creen que aquí las
encontrarán.
Soltó una carcajada al contemplar su alargada carabina, vieja y corroída. Después, sin cesar
de reír, sacó un largo cuchillo y empezó a grabar unas letras en la culata.
—¿Qué haces?
—Voy a escribir un nombre para que el apache que consiga este trofeo no quede muy
decepcionado.
—¿Y Félix?
—Dejad a Félix tranquilo. Siempre ha sabido defenderse.
—¿Defenderse?
—Vosotros ya me entendéis. No temáis; debe estar escondido entre los cactus, con el cu...,
¡perdón, reverendo!, quería decir que las posaderas llenas de pinchitos de esos...
Padre e hijo se miraron. El viejo era un hombre del Oeste, un verdadero tejano que hacía
honor a su raza; el joven era un valiente religioso siempre dispuesto a ofrecer su vida a la cual
no concedía valor alguno. El viejo no sabía si su hijo era tan valiente debido a su religión o
simplemente porque al fin y al cabo también era tejano.
El viejo Donald concluyó la grabación en la culata. Muy mal podía leerse: «Winchester».
—Quizá después de eso termine la guerra entre los perros rojos y los blancos. Supongo que
quedarán decepcionados del «Winchester», aunque lo siento por los fabricantes; mala
propaganda les hago.
Nuevamente miró por la ventana, asomando un poco la cabeza para poder ver mejor los
alrededores.
—Pésima idea tuviste al elegir este lugar, hijo —masculló achicando los ojos.
Era una casa enclavada en el nacimiento del desierto. Lugar elegido por el reverendo
Mulrooney porque desde allí «dominaba» tres pequeñas aldeas y podía atender a infinidad de
mestizos e indios convertidos a la religión.
—¿Ves algo, abuelo? —preguntó Jenny.
—Tengo hambre.
—¿Te preparo algo?
—Naturalmente. Siempre me ha gustado morir con el estómago lleno. Dice tu padre que en
la eternidad no se come.
—Si «siempre» te ha gustado morir con el estómago lleno, tú sabrás mejor que nadie lo
referente a la eternidad.
—¡Bah!
El padre Mulrooney tenía indudables cualidades para convencer. Cuando hablaba atraía a los
oyentes de forma maravillosa, como si los hipnotizara. Con el único que no lo había conseguido
era con su padre.
Jenny puso a tostar dos rebanadas de pan y mientras esperaba sacó del armario un envase
de manteca.
—Huelo a apache, pero hay algo más en el ambiente, como si Félix estuviese cerca y se
hubiese ca... bueno, perdón, reverendo.
Mulrooney recogió un libro, tomó asiento en una mecedora y se puso a leer.
—Bien hecho, hijo; así, si entran los apaches, disimularemos bien.
Jenny le entregó las dos rebanadas de pan tostado untadas con manteca de cerdo. El viejo
clavó sus cariados y escasos dientes y masticó con placer. Se interrumpió para aspirar aire y
acabó arrugando la nariz.
—Félix se ha ensuciado, seguro; y está muy cerca.
Olfateando el aire caminó por la reducida estancia hasta detenerse en la puerta. Pegó la nariz
a la hoja de madera y riendo con la boca llena de pan abrió con rapidez.
El cuerpo del mejicano se coló dentro como un perro, rodando por el suelo. Era muy moreno,
pero en aquellos momentos aparecía tan pálido como la ceniza de un buen habano.
El fétido olor aumentó.
—Ve a cambiarte Félix.
El mejicano miró a los tres y levantándose corrió hacia una puerta por donde desapareció.
Donald Mulrooney, el abuelo, se sentó en un taburete y extrayendo una pastilla de tabaco
empezó a mascarla con deleite; después advirtió que todavía no había concluido con el pan y lo
mordió, mezclándolo en la boca con el tabaco. A la hora de tragar se quedó pensativo dudando
entre pasarlo o escupirlo; lo hizo a medias, tragando a veces y escupiendo otras.
Cuando el mejicano apareció de nuevo, con ropas distintas, claro, el viejo soltó una de sus
cascadas carcajadas.
—Bien, Félix Nagores; eres un hombre entero, no hay duda; por lo menos no te faltan las
tripas.
—No se burle de mí abuelo; he pasado mucho miedo. ¡Los apaches nos rodean!
—Ya lo sabemos.
—¿Y no tienen miedo?
—¿Quién ha dicho que no? Tenemos más que tú, si no lo crees pregúntaselo al reverendo. ¿No
lo notas?
Mulrooney leía tranquilamente. El mejicano le contempló y negó lentamente con la cabeza.
No creía que tuviese miedo, aquel rostro sereno, aquel cuerpo erguido y firme, aquellas
manos blancas y suaves, no mostraban miedo en absoluto.
—Explícanos nuestra situación, Félix —rogó el viejo.
—Apaches por el norte —dijo el mejicano señalando la ventana—. Apaches por el Sur;
apaches por el Este..., apaches por el Oeste... Apaches en el cielo, en el infierno... Apaches por
todos los lados.
—Félix, no asustes a la niña.
El mejicano miró a Jenny y uniendo las manos exclamó: —Perdón.
Pero añadió seguidamente, olvidándose de todo: —Son fieras; fieras apaches, de piel roja y
ojos de fuego; gigantescos, con hachas y palos afilados.
—¿No tienen caballos?
—No.
—Simples ladrones; quieren robamos —dijo el reverendo sin levantar los ojos de la lectura.
—¿Y piensas dejar que nos roben?
El mejicano vislumbró una esperanza de salvación.
—Si sólo quieren robar... ¡je, je!, ¿no? Si nada más quieren... ¿no?...
Calló, fulminado por la mirada del viejo.
Félix Nagores era pequeño y enclenque, no excedía de los cuarenta y dos kilos de peso. De su
padre había heredado un par de cananas cruzadas que jamás pudo ponerse so pena de
arrastrarlas por el suelo. Su padre fue un gigante y un luchador. Félix salió de la otra banda... a
no ser que hubiese engaño, cosa que su padre puso muchas veces en duda.
—¿Cuántos creen que son?
—Cinco millones.
—Félix... —reprendió el padre.
—Cinco mil —rectificó el mejicano.
—Félix... —volvió a reprender.
—Cincuenta. Seguro que son cincuenta.
—Félix...
—Bueno... Caray, padre; usted es un... Creo que son cinco; cinco apaches. Pero cada uno vale
por cien. Son más altos que esta casa y...
—Félix...
—Cinco apaches, simplemente apaches; como el padre de alto; sólo como él, pero con unas...
—Félix...
—¡Caray!
CAPÍTULO III
Eran cinco apaches. August Marshall los había contado, aunque, sólo tenía ante sus ojos a tres
de ellos. Ladrones nómadas, asesinos sin escrúpulos, al igual que fieras salvajes sin cerebro. No
defendían un trozo de tierra, la patria que a sus padres usurparon los blancos. Simplemente
llevaban aquel género de vida porque les resultaba más cómodo y porque siempre era preferible
a soportar el encierro de las reservas.
Cinco apaches que le cerraban el paso hasta la casa del religioso donde quería llegar y de la
que quería salir ileso, con arreglo al plan trazado.
—Bueno, amigos; vamos a bailar un poco, ¿eh?
Extrajo el rifle del arzón de su caballo y trepó por una encrespada duna de arena y arcilla.
El sol ya se había hundido en el firmamento, aunque el cielo reflejaba todavía su
ensangrentada luz. La silueta de la cabaña se recortaba nítidamente sobre un fondo gris y frente
a ella tres apaches esperaban.
De no haberlo advertido posiblemente las bronceadas figuras pudiesen confundirse con los
cactus; inmóviles e impasibles como las ásperas plantas. Pero Marshall, además de haberles
descubierto los conocía y olía a distancia. Quizá nadie mejor que él podría adivinar dónde se
ocultaba un apache.
Se tumbó en tierra apoyando el estómago y los codos; accionó la palanca de su «Winchester»
para que una bala pasara a la recámara y apuntó. En el mismo instante que apretaba el gatillo un
pielroja se ponía en pie. La bala le alcanzó de lleno y empezó a agitarse gritando como un poseso.
Se volvió bruscamente encarándose con el hombre blanco; alzó al cielo su hacha temible, pero
la muerte le sorprendió cuando pretendía dar el primer paso. Se dobló bruscamente y se
desplomó en tierra de bruces.
Los otros dos desaparecieron.
August hundió la cara en la arena, movió la palanca y escuchó complacido el sonido de la bala
al penetrar en su tumba de acero dispuesta a provocar la muerte a una simple presión.
Volvió un instante la cara para ver a sus tres caballos. Seguían tranquilos, ocultos tras unas
dunas; sujetos el uno al otro los tres.
A ras de tierra vio un objeto que se movía. Sonrió sospechando lo que era y apretó el gatillo.
Escuchó sólo la detonación, un corto silbido y un impacto quedo, suave. Indudablemente, el
apache que pretendía acercarse arrastrándose por el suelo, materialmente pegado a él, había
recibido la bala en mitad de la cabeza.
—No me satisface mucho, cobrizos; pero mi sensibilidad me advierte que no debo trataros
con mucha delicadeza.
En rededor del hombre se formó un silencio sepulcral, roto un instante por el arrastrarse de
la bala hasta el nido de la recámara y el chasquido de la palanca.
Oscurecía. El cielo rosado se iba ensuciando de umbría y luces pequeñas y lejanas empezaban
a parpadear nerviosamente.
Por la arena, entre los restos de un cactus seco, tronchado por el viento, se movió una rata
negra, rechoncha. Sus ojillos se clavaron un instante en los ojos del hombre que desde el suelo la
contemplaba con indiferencia; después siguió andando, separándose del cacto muerto.
Inopinadamente se escuchó un fuerte y breve silbido; unas fauces se abrieron y la rata fue
apresada limpiamente.
Marshall se mantuvo quieto, contemplando a la serpiente de cascabel mientras apretaba el
cuerpo rechoncho del roedor con los maxilares. El rifle estaba en perfecta posición en caso de
necesitarlo para matar al crótalo.
No fue necesario. El reptil se retiró haciendo sonar sus castañuelas suavemente, con lúgubre
repiqueteo de muerte.
Marshall fijó nuevamente su atención en el enemigo. Entonces creyó recordar haber
escuchado distintos sonidos, producidos todos por el arrastrar de cuerpos por la arena.
—Temo que os hayáis acercado demasiado.
Con precaución varió de lugar. Habituado a este género de lucha no le costó desplazarse sin
provocar ruidos a excepción del suave murmullo de la ropa al arañar el suelo arenoso.
Metido en un embudo de arena vio moverse una silueta. No escuchó ni siquiera el roce que
forzosamente debía producir el cuerpo a no ser que apoyase únicamente pies y manos.
Estaba muy cerca, a menos de doce yardas. Indudablemente buscaban un cuerpo a cuerpo.
Preparó el rifle. Se despojó del sombrero y asomó con precaución la cabeza.
Inopinadamente se topó con el apache. Lo vio de rodillas en el suelo, incorporándose para
saltar, al aire el hacha temible. Disparó precipitadamente. Surgió la bala del largo cañón y en el
pecho del indígena apareció una flor roja.
Herido de muerte pudo incorporarse y arrojarse contra su enemigo blanco. August accionó
rápidamente el arma, pero no llegó a tiempo de dispararla. El apache ya estaba junto a él,
lanzando un ensordecedor alarido y arrojándose violentamente de cabeza, con el arma blanca
por delante.
August le esquivó cayendo de lado, notando que su frente era acariciada por un soplo de aire
metálico a la vez que ante sus ojos brillaban destellos, escarlata.
Se revolvió con furia. Empleó el rifle para golpear al salvaje cuando se proponía atacarle de
nuevo. El cañón le dio de lleno en el rostro y su enemigo cayó al suelo con el pecho
ensangrentado, muerto indudablemente.
Otra sombra corría hacia él. Otro apache. Este empuñaba el fatídico bowie que brillaba
inusitadamente, despidiendo ocultos reflejos rosados.
Vio la mueca de odio mortal de su rostro rojizo, todos los músculos brillantes en tensión.
Resistió la acometida sujetando el rifle por el cañón y la culata, anteponiéndolo como
infranqueable barrera a la mano armada de su rival.
Alzó la rodilla violentamente y la incrustó en el vientre del salvaje, que soltó un alarido
pretendiendo emplear, pese al dolor, nuevamente el largo cuchillo.
August sólo tuvo tiempo de esquivarle. Era corpulento y ágil, poseído de endemoniada fuerza.
Otra sombra se movió detrás de él. Se sintió acorralado. Enloquecido golpeó al más cercano
con la culata del rifle en el hombro. El indio resultó desarmado, pero no quiso abandonar la lucha.
El segundo golpe ya fue irresistible. August eligió la cabeza y el encontronazo fue tan violento
que la frente del salvaje se abrió dejando paso a un surtidor de espumosa sangre que inundó
rápidamente su satánico rostro.
Se desentendió de él para hacer frente al último, también armado de cuchillo y demasiado
cerca ya. Intentó esquivarle consiguiéndolo sólo a medias; perdió el rifle, intentó recuperarlo
pero un pie calzado con mocasín lo arrojó lejos de allí.
Esquivó nuevamente. La afilada hoja del cuchillo desgarró su camisa abriendo un largo pero
.poco profundo surco en su pecho.
Perdió el equilibrio, y puestos a caer prefirió hacerlo junto al bowie del otro enemigo vencido.
Lo empuñó y se incorporó.
El apache, que se había lanzado nuevamente al ataque, se contuvo colocándose en posición
defensiva y ofensiva.
August sudaba y respiraba agitadamente. No se sintió amilanado por el feroz gesto de su
contrario. Odiaba a los apaches que elegían la guerra y los conocía tanto que no le impresionaban
sus fieros aspectos.
—Vamos, amigo..., adelante...
Tendió el cuchillo al frente y el pielroja retrocedió. Adelantó un paso acortando las distancias
y el otro la aceptó.
El salvaje perdía fiereza; sus ojos delataron cierto temor. El hombre blanco le causaba
respeto.
—Vamos, valiente.
Inopinadamente el indio atacó. Lo hizo con tanto ímpetu que August Marshall se encontró en
un aprieto. Milagrosamente pudo esquivar un tajo mortal y encajar con entereza un brutal golpe
en el rostro provocado por la desesperación y el miedo que se adueñaba de su enemigo.
Este aprovechó para abrazarle pretendiendo estrangularle. August consiguió apoyar la punta
del cuchillo en el pecho del indígena e hizo presión. Notó como la afilada hoja se introducía en la
carne y cómo el brazo de su rival que le rodeaba el cuello debilitaba su esfuerzo.
Le empujó arrojándolo contra la arena dejándole el arma clavada.
Le contempló unos instantes mientras se recuperaba. Después dio un vistazo en rededor,
recogió el rifle, comprobó que no sufriera deterioro y abandonó la duna en busca de sus caballos.
Montó y seguido de la pequeña reata formada por los dos caballos del ejército, avanzó hacia
la casa.
Suponía que había moradores, aunque no veía signos de vida y las luces del interior estaban
apagadas.
Cuando le faltaban veinte yardas se abrió la puerta quejumbrosamente y apareció un viejo de
unos sesenta o sesenta y cinco años, de faz redonda, prematuramente rugosa, de cabellos
blancos, nicotinados y abultado estómago. En la mano derecha llevaba una larga carabina
francesa.
August le miró preguntándose si sería aquél el religioso. Tuvo que descartar la idea por
ridícula.
Detrás del viejo apareció un tipo, mejicano a todas luces, de muy corta estatura y largo y caído
bigote; de tez cetrina. Le miró con ojos asombrados e inquietos.
Tampoco aquél era el religioso.
Ni la persona que apareció después tampoco. ¡Qué va!
Era una linda muchacha que tal vez no hubiese vivido todavía veinte primaveras; de cabellos
castaños, largos, suaves, que caían sobre sus hombros débiles y torneados; de dulce y asustada
mirada; de boca pequeña, de manitas blancas.
Mientras avanzaba, August clavó en ella su mirada con curiosidad y admiración. Era quizá la
mujer más bonita que había visto en Texas. Su busto era armonioso y su talle resultaba...
«suculento»; admirables sus caderas.
Mientras la miraba y avanzaba también se arrebató el sombrero.
Detuvo su caballo y en aquel instante hizo su aparición el cuarto personaje. Un hombre alto
y enjuto, vestido de negro, moreno, de ojos grandes y bondadosos, no exentos de inteligencia.
Las facciones de su rostro tenían algo de familiar para August Marshall. Instantáneamente se
dijo que había conocido a aquel hombre en otro lugar, en otras circunstancias y en otras épocas.
—Hola, August —saludó el hombre alto mirándole francamente.
—¿Reverendo?
—Nos alegra tu visita, muchacho.
La muchacha miró a los dos hombres extrañada.
—¿Le conoces, papá?
—Creo que sí.
—¿Quién es?
—Él nos lo dirá.
August Marshall miró a los cuatro taciturnamente. Después pidió:
—¿Puedo desmontar?
—Naturalmente. Está en su casa.
Lo hizo. El viejo, acudió a ayudarle. Muy flojo, para que no le oyeran los demás, dijo al oído
del joven:
—Le felicito por el resultado de la pelea; la he seguido toda y ha sido emocionante. Yo, en mis
buenos tiempos, antes de engendrar a un hijo loco, también peleaba con...
CAPÍTULO IV
August Marshall penetró en la casa y aceptó el asiento que le ofrecían. El abuelo Donald le
entregó un cigarro y Jenny se dispuso a darle agua para beber.
—Cenará con nosotros —dijo el reverendo.
A lo que respondió el recién llegado:
—Imposible; tenemos que marchar.
El cura le miró interrogativamente.
—Soy August Marshall, del Fuerte Pecos, destacado en misión especial para dar escolta al
reverendo Mulrooney.
—¿Soldado, August?
El muchacho miró al religioso intrigado.
—¿De qué me conoce?
—No recuerdo. Sólo tu cara y tu nombre.
El abuelo intervino:
—Alerta, Caesar; eres un cura y no puedes mentir; si recuerdas algo y dices que no, mientes,
y si mientes... ¡pobre de ti!
—No recuerdo —insistió el hombre.
—Yo a usted también le he visto en alguna ocasión. ¿Desde cuándo es cura?
—Hace mucho tiempo —dijo el viejo —, desde que sufrió un ataque de meningitis y del que
salió bastante bien a excepción de una acusada tendencia a la locura.
—Abuelo, no digas eso —rogó la muchacha.
—¿Insinúas que tu padre no está loco?
—Pero ser cura no es una locura —respondió ella como si aceptase la desviación mental.
El religioso sonrió divertido.
—¿Cómo que no? ¿Conoces en Texas alguna acción más descabellada que hacerse cura y
pretender convencer a esos sapos rojos? Tu padre hubiese sido un buen vaquero, montaba bien
a caballo; hubiese...
—No sé verlo de otra manera —aseguró la hija.
—Bah...
Entregó agua al viajero y el viejo aprovechó para presentarla.
—Es mi nieta Jenny, hija de ese loco y de una desgraciada que los abandonó. Pese a todo, es
un buen fruto; lo mejor de los Mulrooney. Es bonita, ¿verdad? Fíjate qué tipo.
—Abuelo... por favor, harás que me ruborice.
—Ya lo estás. Te sienta bien el rubor. ¿Verdad, Marshall?
Jenny tuvo que huir colocándose de espaldas al forastero. Y éste se complació
contemplándola por detrás. Meneó al fin la cabeza y musitó: —Muy bonita.
—A lo que íbamos —rompió el viejo—. ¿Quién eres?
—Explorador civil del Fuerte Pecos. Hace dos semanas enviaron a seis soldados para recoger
y escoltar al padre Mulrooney, pero al atravesar el territorio apache fueron atacados y muertos.
Yo me ofrecí para llevar a cabo la misión.
El religioso parecía ausente. Meditaba.
—¿Y tú sólo piensas llevarnos? —inquirió el abuelo.
—¿Llevarles?
—Claro. Vamos todos. Hasta el apestoso mejicano ese.
Félix Nagores estaba sentado en un rincón de la estancia, en el suelo, mirando con la boca
abierta al joven.
—¿Todos?
—¿No te lo dijeron?
—Ni siquiera me lo insinuaron. Claro que como fui yo quien se ofreció a lo peor lo omitieron.
—Pues aquí nos tiene usted. Yo soy Donald Mulrooney, el mejor hombre de la familia; mi hijo
Caesar, lo peor de la familia; mi nieta Jenny Mulrooney, la hembra más hermosa y cariñosa del
apellido, y el mejicano, sucio aborto del infierno, pero con el que uno se divierte... además tiene
el defecto de ser fiel hasta la muerte... sólo que es un cobarde.
Al mejicano no le dolían las palabras del viejo. Seguía absorto contemplando al héroe.
—¿Todos? —volvió a preguntar Marshall haciendo trabajar su cerebro a presión.
—¿No contabas con ello? —preguntó el padre Mulrooney mirándole con ojos perspicaces.
—No; no contaba con eso. Y deben reconocer conmigo que ya no es tan fácil atravesar ese
desierto venenoso.
—Lo sabemos.
El abuelo ofreció fuego al joven y fumaron los dos. El viejo de vez en cuando mordía la punta
de su cigarro y lo mascaba, con lo cual lo consumió mucho antes que Marshall. Mientras tanto
prosiguieron la conversación.
—Pues ahora que estás aquí, podríamos quedarnos. Entre tú y yo les daríamos duro a los
apaches.
—En el fuerte necesitan al padre.
—¿Para qué? Mi hijo no es un soldado, es un cura... aunque no lo parezca. ¿Verdad que tiene
aspecto de tahúr con esas ropas, con esa cara, esas manos y esa tranquilidad?
Jenny salió en defensa del religioso.
—No digas esas cosas, abuelo. El señor Marshall se creerá que papá es...
—Tú calla, Jenny. Y no olvides que antes de ser tu padre fue mi hijo, yo le conozco más que
tú... ¡Y sé lo que digo!
No era la respuesta precisa, pero el viejo la encontró buena. Por lo menos serviría para que
nunca se le contradijese cuando hiciese algún comentario de su hijo.
En aquellos instantes el mejicano soltó un chillido.
—¡Está herido!
August Marshall volvió a cubrir el pecho con la raída chaqueta. Jenny le miró y se acercó.
—¿Es cierto?
No tuvo necesidad de preguntarlo ni de esperar la respuesta. La cintura de August estaba
manchada de la sangre que le había resbalado de la herida del pecho.
—¿Por qué lo oculta? —preguntó dulcemente mirando intrigada, asustada y admirada al
hombre.
—Tenemos que partir esta noche. No podemos perder tiempo.
—Aun así. Déjeme.
August Marshall apartó la chaqueta dejando al descubierto la aparatosa herida producida por
el cuchillo del indio.
—¿Dios mío!
—No es nada; sólo un rasguño en la piel. Lo mejor es dejarla como está para que la misma
sangre, al secarse, la tapone.
Jenny se separó un instante de su lado para regresar poco después con lo preciso para realizar
una cura. Empezó lavándola con alcohol repitiendo constantemente: —Soporte el escozor. Le
escocerá un poco.
Después descubrió que el hombre no había hecho ni siquiera una mueca. Cuando cubrió el
largo rasguño con una pomada utilizando las yemas de los dedos se dijo que aquellos músculos
de bronce no podían sentir dolor alguno; eran como una roca.
—Ya está.
Marshall seguía impávido, como si nada de todo aquello fuese con él.
—Cuando quieran —invitó levantándose.
—No hemos cenado —medió Mulrooney.
—Si cenan ustedes, también cenarán los apaches, y con ellos las ratas, las hienas y los buitres
del desierto.
—Hace diez años que vivo en este mismo lugar —advirtió el religioso—. No creo que ahora
unos segundos más puedan suponer la tragedia.
—Pueden suponerla.
—Yo prefiero morir con el estómago lleno —intervino el viejo.
Jenny se dispuso a servir la cena. El mejicano seguía sentado en el suelo, contemplando la
atlética figura del falso explorador.
—Tome asiento, Marshall —invitó Mulrooney—. Mi padre tiene razón; es preferible morir
con el estómago lleno.
Sin ningún entusiasmo, Marshall tomó asiento en una punta de la mesa y contempló la grácil
silueta de Jenny mientras trasteaba en la pequeña cocina.
—Sería mejor no llevarla con nosotros —musitó como si hablara consigo mismo.
—¿Y dejarla aquí?
—No sé. No contaba con eso.
—Usted no contaba con nada, señor Marshall —dijo enigmáticamente el religioso—. ¿O en
verdad ha creído que podremos atravesar las millas que median entre Fort Pecos y Cerro Sonora?
—Tengo un plan.
—Me gustaría conocerlo.
—Muy sencillo. Subiremos hasta Snyder y seguiremos la ruta Midiand hasta el Pecos.
—¿Midiand? ¿Conoce usted esa ruta, señor Marshall? —preguntó burlón y misterioso el
padre protestante.
—Sí, la conozco —respondió secamente el joven.
—Pues sabrá que a lo largo de ella se alinean los nidos de las peores cuadrillas de cuatreros,
atracadores y forajidos.
—Siempre es preferible habérselas con gente blanca que con los cobrizos.
—¿De veras? —preguntó escéptico el religioso.
Marshall le miró intrigado, temiendo que aquel hombre vestido de negro recordara ya dónde
se habían conocido y por lo tanto conociera su tenebroso pasado... y su presente.
Tal vez el cura había adivinado que les llevaba a la muerte en propio beneficio.
Temió que se negaran a acompañarle.
Hizo un repaso mental enfebrecidamente mientras clavaba sus pupilas en las reposadas
facciones de su interlocutor.
¿Dónde?
Teniendo en cuenta las palabras del abuelo lo imaginó montando un caballo, pero no
cuadraba en su memoria. ¿Como sacerdote? Quizá...
Inopinadamente lo recordó. Fue al ver un gesto sombrío en el hombre consagrado a Dios, un
gesto que le recordó cierta escena que se le antojó vergonzosa.
Lo recordaba. Lo recordaba perfectamente. Y se maldijo por no haberlo advertido desde el
principio, porque aquella escena jamás podría olvidarla.
Consideraba que había sido en una de las veces que se sintió débil y pretendió encontrar la
fuerza en Dios. Fue en Yuma, la Prisión de Yuma, donde cumplía diez años de condena por
asesinato. Por lo que dieron en llamar «asesinato».
El padre Mulrooney era el cura de la prisión; un muchacho joven de mirada y sonrisa infantil
que consideraba niños a los reclusos.
Y Mulrooney le había recordado.
—¿No le parece bien mi plan? —preguntó bruscamente.
—Sí; me parece bien. Creo que es un deber obedecer las órdenes del ejército, y en estos
momentos usted lo representa.
—Exactamente.
—Haremos cuanto nos diga.
—Pues pueden empezar a recoger los trastos más precisos.
CAPÍTULO V
La cordillera era una mancha tenue recortada contra un cielo sonrosado; aparecía lejana y
silenciosa, indiferente al ansia de los viajeros por alcanzarla y sobrepasarla.
Amanecía. Los cedros adquirían un grato color mientras su delicioso aroma saturaba el aire
fresco de la mañana; las cigarras habían callado hacía rato y se escuchaba ya el trinar de
numerosos pájaros y la pésima imitación de un arrendajo.
—Nos acercaremos al bosque de pinabetes —dijo August Marshall indicando el lugar—.
Posiblemente podamos dormir tranquilos cinco horas.
Nadie objetó nada. Deseaban poner tierra por medio, pero el sueño les vencía, sobre todo a
la muchacha y al mejicano.
Marshall se adelantó para explorar el terreno y poco después hacían alto en un pequeño claro
del bosque situado casi en el mismo corazón.
—Liberten a los caballos del avío excepto de las riendas; el mejicano se encargará de darles
agua y llenar las cantimploras.
Félix Nagores mostró satisfacción por el hecho de que el héroe August Marshall le mandara.
Pero en cuanto descubrió que no había agua allí cerca cogió de nuevo el color de ceniza y
compuso música con los dientes.
—Yo puedo llevar los caballos a beber —se ofreció el reverendo.
—No, padre, no —protestó el mejicano—. Lo haré yo; para eso está Félix Nagores.
Marshall les contemplaba un tanto extrañado.
—A cincuenta yardas aproximadamente discurre un río; no existe más peligro allá que aquí.
—¿Lo ve, padre?
Félix cogió las bridas de todos los caballos y se alejó lentamente. Marshall sacó la manta y la
tendió en el suelo, junto al tronco de un pinabete.
—Acomódense. No esperen que encendamos fuego, si lo hiciésemos no tendríamos tiempo
de tomar nada.
El viejo se encargó de lo que había de ser el lecho de su nieta y el reverendo se preocupó de
Félix y de sí mismo.
—¿Tabaco? —ofreció el abuelo.
—No, gracias; no masco.
—¿Cuándo llegaremos?
—Depende de las dificultades que encontremos por el camino y de lo capaces que seamos de
soportar la travesía. Considero que usted y su nieta no debieran venir.
—Vaya; debe saber usted que somos los más fuertes de la expedición. Jenny es valiente y
decidida, y yo, bueno, a mí ya me conocerás, amigo.
La muchacha se había apoyado de espaldas a un tronco y contemplaba las elevadas copas de
los cedros que en escasa cantidad se mezclaban con los numerosos pinabetes.
El religioso también se había sentado y leía un libro. Marshall lo contempló durante un largo
minuto y acabó por levantarse y acercarse a él.
—Padre...
Mulrooney alzo la cabeza y sonrió bonachonamente.
—No incurras en el mismo error de todos, Marshall; a excepción de Jenny, yo no soy padre.
—Así lo ha dicho Félix y lo decían los soldados.
—¿Qué soldados, Marshall?
—Los soldados.
Mulrooney sonrió nuevamente. Sus ojos pacíficos inquietaron al joven.
—¿Ya recuerda de qué me conoce?
—Solamente nombre y apellido. Tampoco me esfuerzo en recordar.
—Resulta chocante eso.
—Tal vez algún día me propuse olvidarlo y lo conseguí todo menos el nombre; tiene
sonoridad, no lo neguemos.
—Yo le recuerdo a usted —dijo Marshall mordiendo las palabras.
Mulrooney permaneció indiferente.
El abuelo se acercó hasta ellos preguntando:
—¿Secreto de confesión?
—No le respondieron. Se acercó más y dijo a Marshall:
—Cuando quiero fastidiarle le digo unas cuantas cosas en secreto de confesión y se ha de
aguantar.
Mulrooney sonrió infantilmente.
—Los que menos me conocen son precisamente mi familia. Mi padre todavía no sabe que yo
no puedo confesar; que nadie de nosotros confiesa, que no soy lo que se considera padre... en fin;
por lo visto un día en su niñez escuchó a un sacerdote y las pocas palabras que escuchó tienen
mucha más fuerza que todas las tentativas mías para acercarme a él. Viene a ser la demostración
del arbolito que puede ser dominado de joven pero incorregible de adulto.
—Tú bien me escuchas cuando hablo.
—Porque adivino que tienes ganas de hablar y te dejo.
—Pero a veces las digo gordas.
—Las dices siempre.
—¿Y no te escandalizas?
—Me habitué de muy pequeño a oírte hablar y ahora ya no me extraña nada.
El viejo señaló a su hijo y, mirando a Marshall, dijo:
—¿Ves? «Eso» es mi hijo. ¿Qué hubieses hecho en mi lugar? ¡Oh, y suerte que le obligué a
casarse y rompió así con...!
—Su religión le permite desposarse —advirtió Marshall.
—Ah, ¿sí? ¡Canalla!
Se llevó a la boca una pastilla de tabaco y empezó a mascar con rabia.
—Menos mal que su mujer le abandonó; creo que se largó con un vendedor de «whisky» para
los indios, un tipo rubio como la paja húmeda y con la piel arrugada como una nuez. Ella era una...
bueno, ya sabes.
Jenny también se levantó.
—¿Y Félix?
—¿Siempre tenemos que preocuparnos por él?
—Tarda mucho —dijo mirando al falso explorador.
Marshall se quedó pensativo.
—O los caballos tenían mucha sed o una de las cantimploras debe tener un agujero y pese a
eso pretende llenarla —opinó el viejo Donald.
—No se ha llevado las cantimploras.
—Pues entonces estará escondido ensuciando los...
Apenas lo había dicho cuando August Marshall corría hacia donde se había dirigido
anteriormente el mejicano. Cruzó aquella parte del bosque sin ninguna precaución; la misma
pinocha que lo alfombraba impidió que hiciese ruido, y cuando alcanzó la margen del riachuelo
vio al mejicano acurrucado tras una chaparra mientras un indio corpulento contemplaba los
caballos que estaban en la orilla.
Marshall se detuvo y al instante el mejicano gritó contento y asustado.
—¡Jefe!
El apache se volvió. Era apache pese al disfraz. Extraordinariamente alto y corpulento. Vestía
una camisa roja, robada indudablemente a una de sus víctimas, que no podía abotonar y le dejaba
al descubierto el abultado y bronceado estómago. Los bíceps de sus brazos dilataban la ropa
extraordinariamente. Los pantalones eran azules, clásicos tejanos, y en ellos se marcaban unos
muslos poderosos.
—¡Ug!
—Tranquilo, amigo —respondió Marshall acercándose al mejicano. Miró a éste y preguntó
tranquilamente —: ¿Has visto a más?
—No, sólo a él, pero... ¡fíjese cómo es! Seguro que el padre no me cree si se lo detallo.
El apache se acercaba lentamente, lo hacía ligeramente inclinado, herencia de su raza, pero a
la vez hinchaba el poderoso torso. En sus ojos había un brillo de ansia homicida y en sus labios
una mueca de estúpida satisfacción.
—¡Ug!
—Cuida los caballos, Félix; pueden espantarse.
Observó todo a su alrededor; podría abatirlo de un disparo, pero tratándose de uno solo
merecía el riesgo de emplear únicamente las manos a condición de no delatar su presencia con
detonaciones de arma de fuego.
Seguía avanzando lentamente, apoyando bien los pies en el suelo, con bastante agilidad pese
a su extraordinaria corpulencia.
—¡Ug!
—Y ya van tres, amigo. No te entiendo.
Estaba cerca; Marshall le esperaba. El mejicano temblaba, sin fuerzas para separar los pies
de donde los tenía y acercarse a los corceles.
El indígena se detuvo, se golpeó el pecho como un orangután antes de lanzarse a la lucha y
esperó a comprobar el efecto de su acto en el insignificante enemigo que tenía delante.
Marshall seguía tranquilo.
—Utilice el cacharro, jefe —aconsejó el mejicano con voz rota.
El joven ya no pudo contestarle; el apache se le tiraba encima. Era mucho más ágil de lo que
había supuesto y aunque esquivó su embestida no pudo evitar que una de sus manazas le rozara
la cara.
Presintió que perdía una de las mejillas y el oído empezó a silbarle como una locomotora.
El indio volvía a estar de nuevo ante él dispuesto a repetir lo mismo. Marshall se anticipó y
fue él quien atacó. Pudo hundir su puño derecho en el estómago de su enemigo, pero se tropezó
con un manojo de nervios que ejercieron la misma fuerza que cuerdas tensadas.
Alzó el puño izquierdo con rapidez buscando la barbilla y consiguió únicamente acentuar la
estúpida mueca.
A cambio recibió un mazazo en la cabeza que lo arrojó contra las chaparras donde se ocultaba
el mejicano.
—Jefe... jefe... jefe...
Se restableció pronto, en el momento en que el piel roja se dejaba caer sobre él y el mejicano
empezaba a chillar asustado.
Pudo esquivarle nuevamente y evitar un temible cuerpo a cuerpo.
—No todo serán músculos lo que hay en tu cuerpo, amigo; voy a tener que buscar dónde está
la manteca.
—¡Ug!
Permitió que se acercara un poco e incluso que alzase el brazo y dejase caer la peligrosa maza
de su puño. Al esquivarlo notó cómo el aire rozaba su oído y el indio se inclinaba al fallar el golpe.
Entonces entrelazó las manos y propinándole un furibundo golpe en la nuca le obligó a besar
el suelo, lo cual hizo bruscamente.
Cayó y se levantó como construido de caucho. Pero cuando conseguía la vertical el canto de
la mano de Marshall le golpeaba en el cuello.
—¡Ug!
—Parece que te duele.
En realidad, no fue nada y Marshall se había confiado. Se sintió atrapado por un brazo y
volteado por el aire; golpeó de espaldas contra la hierba y sufrió una ligera conmoción.
Como entre sueños notó que el apache le obligaba a incorporarse para triturarlo entre sus
brazos o clavarlo en tierra mediante mazazos. Quiso desasirse, pero los dedos que le sujetaban
eran de acero; tanto presionaron uno y otro que la piel no pudo soportarlo y se desgarró como
si fuera de trapo y un surco de sangre se dibujó impresionantemente.
Se defendió como pudo, y fue alzando la rodilla, alcanzando de lleno el bajo vientre del
indígena, el cual soltó un apagado gemido abandonando la presa.
Otro rodillazo en el vientre que le hizo inclinarse. Un derechazo en la mandíbula que le hizo
retroceder pese a su corpulencia y un doble golpe que le obligó a caer al suelo.
—¡Ug! ¡Ug!
Era remiso a la horizontal, poco amante del suelo, y quiso incorporarse; le dio un acceso y
vomitó aparatosamente palpándose con las manos el bajo vientre, presionando con los muslos.
Marshall desistió de atacarle entonces, dándole unos segundos de aliento, pero en cuanto el
otro quiso seguir le estrelló la bota contra el rostro.
Era de caucho y de acero, seguro; no acusó mucho el golpe, y aunque perdió el equilibrio que
había conseguido, volvió inmediatamente al ataque. Lo hizo con una bravura que puso en un
aprieto al joven, el cual, cuando quiso organizar la defensa, un enorme puño se aplastaba contra
su boca.
La cabeza le dio vueltas y cayó de rodillas; notó que de la comisura derecha de los labios le
resbalaba un cordón de sangre. En el suelo, amenazadora, se recortó la impresionante sombra
del indio apache.
Se levantó; esquivó un golpe que hubiese sido mortal y golpeó otra vez el cuello, con ánimo
de incrustarle la nuez en el cogote. Le hizo daño y repitió el golpe.
El gigante perdió el resuello, empezando a emitir extraños sonidos. Los dos puños de
Marshall, disparados a la vez y con, terrible potencia, chocaron estruendosamente contra su
vientre obligándole a doblarse...
El inevitable derechazo fue bestial, formidable. Félix abrió la boca y desorbitó los ojos,
incrédulo ante lo que veía. Los pies del apache se habían separado del suelo elevándose su
humanidad un par de pulgadas como si perdiera gravidez; después se desplomó de plano.
De caucho.
Volvió a levantarse. Había una roca de regulares proporciones y respirando agitadamente la
cogió con ambas manos.
Marshall se lanzó como un ariete, de cabeza contra el abultado estómago. La piedra cayó al
suelo y rodaron los dos junto a la margen del río, lamiéndoles el agua.
Era impropio de un individuo como aquél que se valiera de otra arma que no fueran Sus
puños. Pero Marshall no se preocupó en considerar si era bonito o feo que lo hiciera. Trabajo
tuvo de esquivar una pedrada.
Vio un instante el rostro cobrizo delante de sí y aprovechó la ocasión lanzando su mano con
pésimas intenciones; le hirió en los ojos y de la garganta salvaje surgieron rugidos de fiera.
El indio se debatió desesperado y encolerizado. Marshall se había convertido en fiero lobo
que no abandonaba su presa. Cayeron al agua...
Y fue el final del pielroja; pese a su fuerza, a su corpulencia, a su resistencia, no pudo impedir
que el hombre blanco le mantuviera la cabeza dentro del líquido.
Su cuerpo se convulsionó agitándose desesperado. Marshall aguantó hasta que se fue
inmovilizando; esperó un poco más y abandonó el cuerpo del indio, que empezó a ser arrastrado
por la corriente.
Se incorporó limpiándose la sangre de la boca y entonces vio a Mulrooney, al viejo Donald y
a Jenny.
Caminó hacia Félix, el cual no podía cerrar ni ojos ni boca.
—Je je... —exclamó admirado.
—Da de beber a los caballos y llena la cantimplora; y si sale algún orangután de esos, lanza
un grito y aprieta a correr.
CAPÍTULO VI
Todos dormían. Marshall dio un corto paseo por el campamento y regresó junto al pinabete
donde había extendido su manta; se recostó en el tronco y lió un cigarrillo parsimoniosamente,
lo encendió y se dispuso a fumarlo tranquilamente.
Sus ojos tropezaron con la grácil silueta de Jenny que dormía cerca de él. Se recreó
contemplando la angelical expresión de su rostro, en las largas pestañas que parecían alargarse
hasta los pómulos, en los labios pequeños e infantiles.
Tristes recuerdos acudieron a su mente que quiso apartar, pero sus ojos no cejaron de ver a
Jenny. Contempló la silueta de su cuerpo que echado de lado marcaba acusadamente la curva de
la cintura y la cadera; sus cabellos oscuros esparcidos sobre la manta de colores, sus manos
entrelazadas delante del pecho.
Junto a ella dormía su padre, todavía con aquella serena expresión bondadosa e inteligente.
El reverendo Mulrooney.
Lo recordaba con nitidez. Fue una tarde que se sintió débil y requirió ayuda espiritual. Una
de las muchas tardes en las que el arrepentimiento despertaba la duda. Una de tantas tardes, de
las miles de tardes en que tuvo tiempo para reflexionar.
Requirió la ayuda del cura de la prisión. Era protestante, su religión no le permitía confesar,
pero colaboraba en el acto de la confesión, haciendo que los condenados a muerte se
arrepintieran en el último instante y se confesaran a Dios.
August Marshall no estaba condenado a muerte; sólo le impusieron diez años por el delito de
homicidio.
El reverendo Mulrooney entró en la celda. Marshall se asombró de su juventud; nunca lo
había visto y había imaginado que se trataría de un venerable sacerdote de barba blanca.
—¿Me llamabas?
—No supo qué contestarle. Sintió vergüenza por su debilidad y negó:
—No, ha habido un error.
—¿Necesitas algo?
—No, nada.
Eran los dos de edad aproximada; algo inexplicable y molesto para Marshall.
—¿Tu nombre es August, verdad?
—Así es. ¿Quiere también saber mi condena?
—La sé. Diez años de prisión por homicidio en la persona del ex teniente John Taylor.
—¿Qué más sabe?
—Que has cumplido cinco años; estás en la mitad, August. ¿Qué piensas hacer?
—¿Investigación?
—Curiosidad. A veces, cuando salgo de la prisión para acercarme a Yuma, observo el
desértico horizonte y me pregunto cuál debe ser la sensación que sufren los prisioneros al
abandonar este centro y encontrarse de cara al desierto.
—Respiran libertad.
Mulrooney sonrió.
—¿Conoces el fenómeno?
—Sé darle valor a la libertad que perdí.
El cura sacó una bolsa de tabaco; él no fumaba, pero siempre lo llevaba para ofrecerlo a los
reclusos.
August aceptó un cigarrillo; cuando lo encendía, el religioso preguntó:
—¿Era tu hermana?
—Es.
La penumbra, el cigarrillo, la voz del religioso, la artificial tranquilidad que en aquellos
momentos reinaba dentro de la celda, hizo que August Marshall recordara el pasado e incluso
que lo explicara.
*
Ya había oscurecido; los hermanos Marshall estaban sentados a la mesa, taciturnos,
silenciosos, fumando incesantemente, sorbiendo de vez en cuando de la botella que tenían
delante.
August tenía entonces dieciocho años, Bert diecinueve. Vivían con una hermana de veintidós,
bastante agraciada, fuerte y decidida, que reemplazaba perfectamente a los padres ausentes.
—¿Ha dicho que tardaría?
—No —respondió Bert agriamente—. Sólo me ha dicho que el teniente Taylor la había
invitado a dar un paseo.
— ¿ Y a qué hora han salido?
—No sé. Supongo que al mediodía.
—Ya debería estar aquí.
—¡Oh, claro que debería estar en casa! Algo debe haberle sucedido.
August Marshall se levantó y dio un corto paseo por la estancia. Entonces era un muchacho
alto y nervioso, ancho de hombros y extremadamente estrecho de cintura.
Miró a través de los cristales y sólo vio la noche; noche cerrada, intensa, llena de presagios.
—Es extraño.
—No me gusta ese tenientito.
—Haberle prohibido que saliera sola.
—Si, muy bien. ¿Y quién le ponía los cascabeles al gato? Hellen es mayorcita, bastante más
que nosotros... e iba camino de solterona.
—¡No tenía necesidad de buscar novio!
—No seamos ambiciosos, August; ella tiene tanto derecho a la felicidad como cualquier
mujer; más que cualquier mujer, porque lo ha sido antes de tiempo, sufriendo la carga que hemos
representado para ella.
August clavó el mentón en el bravucón pecho; volvió a mirar a la ventana, pero sólo vio
reflejada su taciturna figura.
Regresó a la mesa y se sentó. Sumergió el rostro entre los antebrazos meditando; los nervios
en tensión le produjeron un agotamiento y quedó dormido.
Despertó al abrirse la puerta y escuchar el grito que lanzó Bert.
Hellen acababa de aparecer. Llegaba con el vestido roto por varios sitios, con manchas de
sangre; le quedaban al descubierto los hombros, en los que lucía profundos arañazos; una
mancha rojiza en el rostro y una ligera hinchazón en la frente demostraban que había sido
vilmente maltratada; llevaba los cabellos revueltos y sus ojos tenían una mirada enloquecida.
Se detuvo en el umbral y Bert corrió hacia ella tomándola entre sus brazos, temiendo que se
desmayara. Ella, negó con la cabeza haciendo un esfuerzo para recuperarse.
—Estoy bien, Bert... Lamento haber llegado tan tarde.
Su voz sonó falsa, ronca, rota, amarga.
—¿Qué ha ocurrido?
—Dios ha castigado mis tonterías.
Era valiente, resignada, buena...
—¿Taylor?
Ella no contestó. Se limitó a contemplar a sus hermanos con aquellos ojos de demencia, los
cuales se inundaron repentinamente de agua.
Bert rompió la mesa de un puñetazo. August salió precipitadamente a recoger su caballo.
Cuando montaba Bert le llamó:
—Debe estar en el pueblo, August; no le des ocasión a defenderse si le encuentras... que si le
encuentro yo maldecirá el día en que su madre le abortó.
También Bert recogió su montura, pero August no le esperó. Hundió las rodelas de las
espuelas en los ijares del corcel y partió al galope. Cuando alcanzó el pueblo, el animal estaba a
punto de morir reventado.
Empezó por el primer local, siguiendo a lo largo de la calle. Bar, cantina, prostíbulo y «saloon»
vieron al muchacho rubio, alto y nervioso, con una escopeta en la mano y un temblor convulsivo
en los labios.
—¿Dónde puedo encontrar el teniente Taylor?
—¿Teniente? ¡Je! —se burló un soldado—. Hace tiempo que dimitió; sólo se pone el uniforme
para cazar a chicas incautas.
August reventó de un culatazo la boca del soldado y salió del bar.
En la calle se encontró con su hermano Bert. No se dijeron nada; era inútil reconocer que la
búsqueda resultaba vana.
August recibió una confidencia; se la proporcionó un mejicano.
—El ex teniente Taylor vive con una ramera en una de las habitaciones del «saloon».
Entró en el local como un huracán. La gente se inmovilizó y le contempló asombrada cuando
atravesaba la sala ascendiendo las escaleras que comunicaban con la parte interior.
A golpes de culata y con el hombro derribó las puertas de dos habitaciones. En ninguna de
ellas encontró al hombre que buscaba.
A la tercera se encontró con Taylor. Estaba en la cama y posiblemente ya estuviese
durmiendo, habiéndole despertado el estrépito provocado por el joven. Dentro también una
mujer empezaba a desnudarse para meterse en la cama.
August, ciego, no vio nada, no pensó nada; no escuchó el grito terrorífico de la mujer.
Alzó la escopeta y apretó un gatillo. Taylor, que Je miraba con los ojos desorbitados, embutido
entre la blanca sábana, se estremeció. La ropa del lecho empezó a mancharse de sangre.
Disparó el otro gatillo y la bala se introdujo por la cuenca del ojo derecho del ex militar.
Después de eso August arrojó la escopeta al suelo y contempló el cadáver sin hallar la
satisfacción deseada.
La mujer había vuelto la espalda al lecho; parecía asustada, pero no dolorida; nada había
pedido.
August se retiró. En el pasillo se topó con mucha gente; apenas advirtió que le apresaban. En
la calle vio a su hermano que gritaba y pretendía rescatarlo, pero sus esfuerzos fueron vanos.
Un mes después se celebraba el juicio y era condenado a diez años de presidio.
*
El reverendo Mulrooney escuchó el relato en silencio. Después, con voz normal, como si no le
hubiese impresionado, dijo:
—Fueron justos contigo. Tuviste atenuantes y agravantes; por un lado, el brutal
comportamiento de John Taylor, y su merecimiento de máximo castigo; por otro tienes el
agravante de haberle matado sin ni siquiera darle oportunidad de defensa.
A August le extrañó no escuchar un sermón, una censura, un ruego. Le asombraba la
personalidad de aquel religioso.
Siguieron hablando durante una hora. Una hora que fue suficiente para Mulrooney, pues supo
tratar al muchacho, supo convencerlo y acercarlo a Dios, aunque sólo fuera por unas horas.
El régimen del presidio malogró su obra; hubo una revuelta y August, inocentemente, purgó
por los causantes siendo encerrado en la celda de castigo.
Allí hizo votos de maldad, rechazando los pocos vestigios de bondad que albergaba su
corazón.
CAPÍTULO VII
Cuando salieron del bosque el sol caía a plomo sobre el suelo calcinado. Había pasado el
mediodía y el ciclo se mostraba limpio, con un color acerado que hería los ojos.
Los caballos acusaron pronto el calor y sus movimientos eran indolentes; sin embargo, podía
exigirse de ellos un esfuerzo en cualquier momento. Así lo afirmó el falso explorador.
—Si tropezamos con apaches podemos estar seguros que nuestros corceles aventajarán a los
suyos, pues ninguno de ellos puede hacer ni hace campamento en este territorio, y llegar hasta
aquí exige un esfuerzo que ni un buen caballo puede soportar si lo hace bajo este sol.
Atravesaron el collado juntos y en silencio; al alcanzar la primera cañada August dijo: —La
jornada que nos aguarda es tal vez la más peligrosa; me adelantaré y en caso de que escuchasen
tres disparos de rifle es que el peligro es inminente y deberán defenderse por sí solos; si la
situación no es tan apurada confío en poder acercarme para advertirlo.
Cuando iba a espolear a su corcel, Jenny pidió: —Lléveme con usted.
—¿Por qué?
Jenny le miraba de una manera que August sospechó que quería decirle algo. Sin embargo,
ella respondió: —Siempre me han hablado de exploradores y guías, y me gustaría saber si su,
cometido es tan interesante como resulta serlo en los relatos.
August no respondió; dejó los dos caballos del ejército a cargo del mejicano y partió al galope.
Jenny le siguió.
Atravesaron la cañada y alcanzaron un pequeño valle sembrado de verde y alta salvia, sin
obstáculos que privaran la visión, a excepción de los mismos montes.
Jenny detuvo su caballo junto al del joven.
—¿Cree que corremos serio peligro?
—Más que allí.
—¿Dónde?
—En la cabaña que habitaban. ¿Cómo es posible que hasta la fecha no hayan sufrido daño?
—¡Oh! ¡Ya nos hemos visto apurados! —protestó la muchacha—. En una ocasión nos
rodearon los apaches con ánimos de robarnos. Mi padre salió a hablar con ellos y cuando regresó
los apaches se fueron.
—Creo que ese cuento lo he oído explicar en alguna ocasión.
—¿No me cree?
—Quizá sí; pero tenga en cuenta que no fue la única vez que les rodearon.
—No, claro —Jenny sonrió azorada—. Nunca podré olvidar lo que sucedió en la tarde de ayer.
—Yo también hablé con los apaches y les convencí.
Lo dijo sonriendo burlón. Después volvió la espalda a la mujer y, tras obligar a su caballo a
dar una cabriola, lo hizo avanzar unas yardas más, acabando por desmontar.
—Creo que podremos cruzar el valle, pero no confío mucho en poder librarnos de los apaches
al amanecer. Forzosamente tendremos que toparnos con ellos.
Jenny se acercó y también desmontó.
—¿Cómo lo sabe?
—Mire.
La salvia que alfombraba el suelo aparecía muy aplastada; hebras verdosas, rotas
indudablemente por los cascos de unos caballos, cubrían las partes holladas casualmente. August
las arrastró con el pie y se quedó pensativo.
—Han atravesado el valle, indudablemente en dirección a Spokane; pero han de regresar, y
nada mejor para ellos que hacerlo al amanecer.
—¿Y no podemos burlarlos?
August volvió a contemplar las holladuras.
—No nos conviene.
—¿Por qué?
—Son menos que los que hallaríamos a nuestro paso en caso de desviamos.
—¿Cuántos son?
—Veinte.
Jenny mostró miedo por la cantidad expresada y a la vez asombro por la exactitud de la
respuesta, o por lo menos por lo muy rotunda que resultó ser.
El hombre pareció no advertir el cambio de su rostro. Estudió más el suelo, llevando su
caballo de las bridas; en cierta ocasión se inclinó para examinar un hoyo producido por una
herradura.
—¿Ladrones?
—Seguro; necesitan caballos, y para conseguirlos son capaces de todo. Uno de ellos monta un
corcel bien herrado; el resto son caballos viejos, e incluso uno de ellos es un pesado percherón.
—Parece usted conocer mucho...
—No olvide que soy explorador.
—¿De verdad?
La ironía de la voz de la mujer obligó al hombre a volverse violentamente y preguntar: —
¿Qué insinúa?
—Nada.
—¿Quiere que le diga la verdad?
—Me gustaría mucho.
—He trabajado para los apaches, les he vendido cuanto «whisky» han querido y he tenido
que matar a muchos de ellos cuando los negocios no iban bien.
Lo dijo con rabia, sintiendo de pronto el deseo de herirla. Le molestaba la pureza de los ojos
de ella, la forma de su boquita juvenil, el óvalo perfecto, angelical...
La miró fijamente, tanto que ella se asustó un poco.
—Vamos, pequeña; empieza a hablar.
—¿Hablar?
—¿Por qué has querido venir conmigo?
—¿Yo? Pues a eso... a ver lo que usted hacía; a comprobar que ustedes son capaces de leer en
el suelo.
La mano de August se cerró en torno a uno de los torneados brazos. Los labios rojos,
pequeños y rugosos, se contrajeron en una mueca dulce de dolor.
—¿Qué sabes de mí, Jenny? Has querido acompañarme para hablarme. ¿De qué?
—No se enfade conmigo.
Lo dijo de una manera que desarmó a Marshall, el cual soltó el brazo que mantenía prisionero,
aunque no dejó de mirarla.
—¿Qué sabes de mí?
—Mi padre me explicó lo que le había sucedido.
August Marshall quedó pensativo un instante; después sus labios dibujaron una mueca de
burla.
—Finge no reconocerme.
—No quiere molestarle con el recuerdo.
—Muy caritativo; pero el pasado ya no me importa; mi vida es muy distinta a la que fue
entonces. De no ser así tal vez me molestase que emplease mi historia para hacer dormir a las
niñas cuando se meten en la cama.
—Mi padre se quedó solo cuando yo tenía muy pocos años; pero su historia me la contó
mucho después; en cierta ocasión que yo quise abordar el tema. Mamá no se comportó bien con
él pese a que la quiso mucho; siempre la perdonó y excusa su proceder diciendo que
indudablemente mediaron motivos poderosos para que ella le abandonara.
Las mandíbulas de August se encajaron con fuerza.
—¿De veras lo cree así tu padre? Debe ser un hombre muy imbécil.
—Por eso él me habló de usted —dijo Jenny encendidamente, sabiendo que tenía puesto el
dedo en la llaga—. Asegura que en los comportamientos más incomprensibles existe una razón
lógica y humana. En el caso de su hermana existía esa razón y yo soy capaz de comprenderla.
—¿Qué sabe de mi hermana?
—La verdad.
Nuevamente Jenny fue herida por las pupilas del hombre. Después August inclinó la cabeza
pensativamente.
—Lo cual quiere decir que su padre se inclina a favor de ella.
Recordó lo sucedido.
Habían transcurrido diez años. August Marshall, con el alma lacerada, regresaba a su pueblo,
batallando en su interior dos tendencias, el odio y la paz. Dos ansias distintas, una de luchar a
sangre y fuego para desbordar las pasiones que hervían dentro de su pecho, otra la de reposar,
apaciguar su odio, para lo cual contaba con la tranquilidad de su casita de campo, la serenidad
de su hermano Bert y el cariño de Hellen.
No encontró ni siquiera la casa, como si un huracán la hubiese arrancado del suelo; su
hermano hacía tiempo que había abandonado aquellos lugares. Su hermana...
La vio en el pueblo, riendo loca entre los brazos de dos mineros; con el rostro tan
pintarrajeado como un pielroja, un vestido fastuoso, escotado, que dejaba al descubierto parte
de los hombros y los senos...
La mano de August se cerró en torno a la culata del revólver que llevaba en la cadera; de
haberlo extraído tal vez Hellen hubiese sido la primera en morir, a la que seguirían los dos
mineros.
Se contuvo, y a través de las amargas lágrimas que empañaban sus ojos, la vio entrar en el
prostíbulo que había junto al «saloon».
Quedó clavado en mitad de la calle, bajo la mirada de todo un pueblo que esperaba con
intranquilidad su reacción de hombre herido. Por ella había matado, por ella había sufrido diez
años de condena...
Montó a caballo y le destrozó los ijares espoleándolo sin piedad, emprendiendo una loca
huida; una carrera hacia lo que podía ser la definitiva perdición.
—Papá piensa en los motivos que pudo tener su hermana, señor Marshall —respondió
Jenny—. Por lo menos a mí me los expuso tan claramente que llegué a comprenderla. Todo .el
mundo conocía lo que le había sucedido, la despreciaban o demostraban de forma tan ofensiva
su compasión que se sintió acorralada; necesitaba vivir y siguió el sendero al cual había sido
empujada.
—Haciendo estéril mi sacrificio.
Jenny desvió su mirada. Su cara de ángel reflejó la pena —Matando al hombre que le hizo
daño, no borró usted lo sucedido, señor Marshall; sino todo lo contrario, la dejó sola.
—Quedó Bert.
—No pudo soportar la vergüenza; también la dejó.
—Aun así, no debió hacerlo.
Jenny volvió a mirarle desafiante, con entereza.
—¿Acaso enderezó usted su vida al salir de Yuma? ¿Qué hizo usted, señor Marshall? Se
precipitó por el camino del mal y no precisamente por el afán de lucro; usted hubiese sido capaz
de ganar mucho más dinero en otra cosa que vendiendo alcohol a los indios. Lo hizo por odio, se
dejó empujar por el odio. Sin embargo, no cree posible que la misma mano que le impulsaba a
usted, empujaba también a Hellen.
Marshall sé sintió desarmado; no había esperado ni sospechado que aquella muchachita
pudiese hablar con tanta firmeza y profundidad; que poseyera aquella diabólica facilidad para
tocar las heridas abiertas.
—Tienes un buen maestro, Jenny; pero si tu padre encuentra el bien en los actos malos, yo
no; él nació para religioso y yo para darle la guerra; puntos opuestos; él ha sacado una enseñanza
al ser burlado por una mujer y yo saqué otra de una hermana.
Dicho esto, pasó las bridas por encima del cuello de su corcel y con el pie buscó el estribo.
—Señor Marshall...
Quedó con el pie apoyado en el estribo, no volvió ni siquiera la cabeza para corresponder a la
llamada de la mujer. Esperó a que hablase.
—Señor Marshall... ¿Qué quiere hacer con nosotros?
Siguió inmóvil. Jenny se puso delante de él.
—¿Dónde nos lleva?
Tardó en responder; lo hizo siniestramente.
—Al infierno.
Montó, y sin comprobar si ella le seguía, lanzó su caballo por el camino que habían llevado.
CAPÍTULO VIII
La silueta de un coyote se recortaba nítidamente contra el cielo enrojecido por el sol; se
movió un instante descomponiendo la bella estampa para mirar a los cinco jinetes que se
acercaban y acabó por desaparecer entre encinas.
Atravesaron la cañada y ante ellos apareció un largo sendero que serpenteaba siguiendo los
montes, perdiéndose en la lejanía. La luz del amanecer otorgaba grandiosidad al espectáculo y
hacía nacer un sentimiento de soledad.
El religioso, que cabalgaba al lado de su hija y del abuelo Donald, comentó: —La Creación
debió ser algo tan hermoso como eso.
Intervino el abuelo:
—No comprendo cómo puedes pensar esas cosas teniendo las posaderas hechas un asco. Yo
estoy cansado de tanto caballo; cuando baje no sabré andar.
—Dentro de dos horas nos detendremos —anunció August Marshall —y podremos
descansar hasta el atardecer... si nos dejan.
—Pues procura que sea antes, amigo; por lo menos hazlo por Jenny, que la pobre está que no
aguanta, y una chica con durezas en ciertos sitios pierde todo su encanto.
Hijo y nieta le lanzaron tal mirada que el abuelo tuvo que tirar de las bridas de su caballo para
retrasarse. Se colocó al lado del mejicano.
—Mira qué nietecita tengo, Félix. ¿Qué chica conoces tú que en esta época se ruborice, eh?
Ninguna, ¿verdad que no?
—No, patrón.
—Mira su rubor.
Jenny no sabía dónde meterse para ocultar su vergüenza; el abuelo rió divertido.
Mulrooney se acercó a August Marshall.
—¿Cree de verdad que nos toparemos con los apaches?
—Resulta inevitable. Los habremos burlado de momento, pero en cuanto descubran las
huellas de nuestros caballos regresarán, persiguiéndonos hasta alcanzarnos, y ahora nuestros
caballos están agotados.
—Todo cuanto usted diga debe ser lo mejor —aceptó el clérigo con convicción.
A August le extrañó esto, y tras una pausa en que cabalgaron en silencio, preguntó: —
¿Conocían verdaderamente el riesgo que corrían si abandonaban la cabaña y me seguían?
—Suponía que era menor que el de allí; sabía que no podría contener a los apaches por mucho
tiempo. Son simples ladrones que cualquier tontería les atrae y no vacilan en matar; hasta ahora
había podido apaciguarlos y contentarlos... pero sospecho que la otra tarde hubiese sido la
última.
—¿Y confían en mí?
La pregunta fue maliciosa y chocó contra la absoluta frialdad e indiferencia del religioso, el
cual contestó con firmeza tras una reflexión: —Sí, ¿por qué no?
—¿Me recuerda ya o todavía no ha conseguido bautizar a alguien de su memoria con mi
nombre?
—Sí, te recuerdo perfectamente; es más, nunca te he olvidado.
—Lo cual es un elogio, aunque ya esté demasiado habituado a ello; las viudas de mis víctimas
tampoco pueden olvidarme. ¿Me recordaba ya aquella tarde?
—Sí.
—¿Por qué mintió?
—No quería delatarte a mi hija y a mi padre.
—¿Qué saben ellos?
—Jenny ha escuchado tu historia narrada por mí; mi padre ha escuchado tu nombre en alguna
ocasión, pero su memoria es quebradiza y olvida fácilmente. Pronuncié tu nombre
involuntariamente y tuve que encerrarme en aquella excusa.
—Jenny me ha recordado.
Mulrooney pretendió variar la conversación.
—¿A qué te dedicas actualmente?
—Ya se lo he dicho: a enviudar a mujeres.
—¿A cambio de qué?
—De nada, por puro placer; me satisface ver morir a la gente, me proporciona un goce
morboso, excitante...
—No te sienta bien la ironía, August.
—Amén.
—¿Sigues vendiendo «whisky»?
—Sabe usted muchas cosas... demasiadas para un hombre que vive en una cabaña aislada del
mundo.
—Aislada, no; más bien unía a distintos mundos. Allí acudía mucha gente a pedir consejo u
hospitalidad; esa gente me hablaba y algunos eran de las montañas... Por cierto que la última
noticia que tuve fue la de que los negocios no le marchaban muy bien a August Marshall; al
parecer intervinieron los soldados.
—Eso sólo puede habérselo dicho...
—Es mejor que no lo sepas, August; muchas veces se vive mejor en la ignorancia, como los
indígenas, ¿no te parece?
—Quiero saberlo.
Mulrooney clavó sus ojos al frente.
—Parece que hoy va a ser un día más caluroso que el de ayer; apenas ha salido el sol y ya se
hace notar su áspera caricia.
—Quiero saberlo —insistió Marshall.
—Si pudiéramos alcanzar aquella alameda —dijo el religioso señalando el punto —,
podríamos descansar allí, ¿no?
—¿Quién? Quiero saberlo, padre.
—No soy padre... a excepción de Jenny, claro.
—¿Quién?
—No le conocía. Me habló y yo le escuché.
—Miente usted demasiado para estarle prohibido.
—A todos se nos prohíbe mentir; sin embargo, lo hacemos, unos porque diciendo una mentira
hacen bien, y otros porque hacen mal encubriendo una verdad.
—¿Quién?
—Eres tozudo, August.
—¿Quién?
La última insistencia fue acompañada por un movimiento de la mano de August Marshall, en
la cual apareció, como por obra de brujería, el revólver que antes colgara en su cadera.
Los ojos del religioso brillaron un instante; después sonrieron burlones y pasmosamente
tranquilos.
—¿Crees que puedes asustarme?
—Ama usted tanto la vida como yo.
—Eso no es cierto, August; amo más a la muerte que a la vida, porque cuando finalice
empezará para mí la felicidad, pero para ti...
—Ahórrese sermones, padre; de momento sólo quiero conocer el nombre de quien le brindó
tanta información.
—No quisiera decírtelo, August, porque me temo que será contraproducente, y podría
callarlo, porque ni mi padre ni Jenny saben la verdad, pero...
—Escupa, reverendo.
—Bert.
El rostro de Marshall se demudó.
—Repita.
—Bert.
—¿Mi hermano?
—Sí.
Marshall se pasó una mano por la cara.
—¿Cuándo se lo contó?
—Dos días antes de venir tú.
El joven se excitó.
—¿Cómo supo Bert lo que me había sucedido?
Acompañó la pregunta con un movimiento del revólver, que ocultaba con su cuerpo a las
miradas de Jenny, Donald y el mejicano.
—Conteste.
—Dejémoslo, August; no te gustará oírlo.
—Hable, o de lo contrario...
—¿Me matarás?
—No perderé el sueño si lo hago.
—Tú también mientes, eres incapaz de matarme, lo sabes bien.
—¿Lo comprobamos?
—No será necesario. Cada vez te haces menos merecedor de mi silencio. Bert ha ingresado
en el cuerpo de los Rurales de Texas.
—¡No!
—Le costó mucho, por cierto; el apellido estaba sucio por las acciones de su hermano, pero
pudo demostrar que ese pormenor no tenía importancia, y realizó labores magníficas. Hoy es un
rural... y le desespera conocer las andanzas de su hermano. Precisamente le encargaron a él de
tu captura cuando llegó la noticia de tu derrota.
—Muevo la cola todavía, reverendo.
—Solamente la cola.
—Porque el cuerpo duerme, y voy a resucitarlo; para eso le llevo a usted a cierto lugar. Bert,
mi querido hermano traidor, seguirá escuchando nombrar su apellido a donde quiera que vaya.
Lo dijo con odio saturado de ironía. Volvió a pasarse la mano por la cara con gesto
preocupado; entonces reparó en que todavía mantenía el revólver y lo enfundó. Donald y Jenny
charlaban y reían con Félix.
—Soy la oveja negra, ¿verdad, padre? —murmuró roncamente August Marshall.
—Eres el que necesita más atención y cariño. Has vivido demasiado solo últimamente,
August.
—¿Opina que soy malo, padre?
—No.
Le miró fieramente.
—¡Claro que no! ¿Qué concepto tienen ustedes de las obligaciones de un hombre? ¿Hice mal
en matar a Taylor? ¿Hice mal en no creer más en los hombres y seguir mi propio impulso?
—August...
—Bert partió detrás de mí para matar a Taylor... «No le des ocasión de defenderse», me dijo.
Él también lo hubiese matado, pero yo le encontré antes...
—La verdad es que no le mató.
—Llegó tarde.
—¿Pero estás seguro que le hubiese matado? Todavía recuerdo tu relato, muchacho. Hiciste
dos disparos y arrojaste la escopeta. Quizá Bert la hubiese tirado antes de realizar esos dos
disparos.
—¿Y hubiese sido bueno?
—Por lo menos habría impedido ser malo.
Nuevamente Marshall se pasó la mano por la cara; era un gesto maquinal que demostraba la
lucha que sostenía en su interior. No quería reflexionar, hacerlo representaba la reestructuración
de todas sus ideas.
—Comprendo murmuró—. Mi hermana cae, puede levantarse porque es vengada, sin
embargo se sumerge por su propio deseo en el abismo haciendo estéril el sacrificio de su
hermano. Bert me lanza a la muerte alentándome, me acompaña, clama indignado cuando me
apresan; después diez años le hacen olvidar lo sucedido y de pronto descubre que él está limpio
de toda culpa y llega a la conclusión de que hasta puede representar a la Ley.
—Hasta ahora te has escuchado a ti solamente, August; no has oído otra voz que no sea la
tuya-ellos tuvieron unas razones y tú otras, necesitarías a alguien más para que te ayudara a
combatir contra esas razones.
—Lo siento, reverendo; las cosas siguen bien así. Acepto mi papel de oveja negra. Y si alguna
vez Bert se pone delante mío, le enseñaré cuál debe ser el comportamiento de un hombre.
Dijo esto y tiró de las bridas de su caballo. Cuando volvía grupas para ocupar la retaguardia
Félix Nagores gritó: —¡Jefe! ¡He visto un apache!
Marshall se acercó a él.
—Le he visto que nos seguía; monta un caballo muy gordo, se esconde entre las chaparras, lo
he visto, lo juro por...
—Apresuren el paso —ordenó el falso explorador.
—Detrás va una legión de demonios —mintió el mejicano—, con las caras pintadas, con
hachas en las manos, con...
—Félix...
—Perdón, reverendo.
August ocupó la retaguardia guardando la espalda a los cuatro. Poco después Mulrooney se
reunía con él.
—¿Dónde nos llevas, August?
—¿Tienes miedo?
—Sólo por mi hija; desde el principio acepté mi sacrificio, pero me resisto a aceptar el de
Jenny.
—No tema por ella, no le haré ningún daño, a ella menos que a nadie.
Lo dijo encendidamente, pero sus palabras, en lugar de tranquilizar al religioso le inquietaron
más.
CAPÍTULO IX
August Marshall fue reteniendo su corcel, de manera que se retrasase; faltaban pocas yardas
para alcanzar la alameda aludida por el reverendo Mulrooney. Era indudable que podrían
alcanzarla antes de que los apaches les atacaran, pero también resultaba innegable que les
facilitarían el asalto.
Eran gente habituada a emboscadas y escaramuzas, para lo cual la alameda sería un
magnífico escenario de sus hazañas.
Olía a apache, el aire contenía algo de su fétido aliento; el sol aparecía intensamente rojo de
cólera, como si los satánicos ladrones fueran capaces de indignarle.
No consiguió descubrir a nadie, sin embargo estaba seguro que les seguían. Eran cobardes,
asesinos sin escrúpulos, sin espíritu guerrero, simples nómadas dedicados al pillaje.
Alcanzaron los primeros álamos y le esperaron. August se colocó de nuevo en cabeza
penetrando en la espesura. El sol se colaba por entre el ramaje iluminando el suelo
suficientemente.
—Aquí nos cazarán como a conejos —profetizó el viejo Donald—. Claro que con Félix se
llevarán un chasco porque es una gallina.
El mejicano se había colocado a espaldas de Marshall y no se separaba de él ni una yarda, los
cascos de los caballos pisaron tierra encharcada y August buscó la fuente que proporcionaba
aquel, agua; la encontró situada entre peñascos blancos, surgiendo de entre un mar de musgo.
—Éste es un buen sitio —dijo—. Pueden desmontar y encender fuego; nos darán tiempo a
tomar café y comer algo. Han de estudiar la forma de ataque que invariablemente realizarán
escondiéndose entre los álamos.
El mejicano fue el encargado de recoger ramas y hojas secas, encender fuego y mientras
calentaba agua para el café, preparaba unas viandas. Marshall se dedicó a extraer el arsenal
robado a los soldados y que guardaba en las mantas convertidas en alforjas.
—¿Si le doy un rifle —preguntó al religioso—, será capaz de dispararlo?
—Soy capaz, pero no lo haré.
—Yo lo haré por él —se ofreció el viejo—. Dame todas las armas que quieras y verás cómo
soy capaz de dispararlas a la vez.
Dio un rifle y municiones al viejo, el cual lo contempló orgulloso, no creyendo verdad que sus
manos pudiesen tener un arma de aquéllas.
Otro rifle pasó al mejicano.
—Oh, jefe... yo sólo se cocinar.
—No te lo doy para que ataques, sino para que defiendas tu vida, y eso sabe hacerlo
cualquiera.
—Pero si solamente era un apache.
—¿Quieres que mate yo al apache que has visto y tú te encargues del resto?
—No, jefe.
—Hombre —intervino el viejo—; hoy comprobaremos si Félix es capaz de disparar un arma.
¿Te has traído ropa para cambiarte?
August Marshall estudió el hormazo donde nacía la fuente y llamó a la muchacha.
—Usted se refugiará aquí; no asome la cabeza para nada en absoluto, esos apaches son
aficionados a las prisioneras blancas, ¿comprende?
La respuesta de Jenny fue un estremecimiento.
—Tengo miedo.
—Yo también, y su padre, y su abuelo, y el criado mejicano, y también tienen miedo los
apaches que nos siguen, pero debe vencerse ese miedo, y usted lo vencerá, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Haga lo que le digo, póngase cómoda y no se mueva para nada ni por nada.
—¿De verdad son veinte?
—Si son los que grabaron las huellas en el valle, sí.
—Estamos perdidos —gimió ella—. Y tengo miedo... miedo por mi padre y por mí, por...
—No tema por su padre, puede estar segura que si se ve en un aprieto matará a cuantos
apaches se le pongan por delante.
—¿No podemos huir sin hacerles frente? —suplicó temerosa.
—Entonces se nos echarían encima sin darnos cuartel.
—De todas maneras son muchos.
Jenny ya se había acurrucado entre las rocas. August la contempló un tanto conmovido al ver
su carita de miedo y de pena.
Iba a decir algo cuando sonó un disparo y el sombrero le voló de la cabeza. No se inmutó.
Como si nada hubiese sucedido se inclinó junto a la joven y musitó: —Necesito que vivan, de sus
vidas depende mi éxito y pienso defenderles y salvarles al coste que sea.
—Señor Marshall...
Quería decirle algo; el hombre inclinó más la cabeza y entonces ella preguntó: —¿Nos quiere
bien?
Se incorporó violentamente para dejarla, fastidiado por el candor y la pureza de ella, ofendido
por su inocencia. Se contuvo, volvió a inclinarse y musitó: —A ti, sí, Jenny... por lo menos a ti, sí.
Cuando se levantó tenía grabados en los ojos la figura de los labios de ella, aquellos labios que
le llenaban de asombro y admiración, como si condensaran toda la belleza de la muchacha, todo
su candor y su pureza, pero que a la vez delataban la llama que podía abrasarlos de un momento
a otro.
El mejicano estaba llorando asustado por el disparo, el abuelo Donald pretendía cargar el rifle
por la boca, el religioso leía su libro recostado en la rama de un árbol.
August contempló desolado el espectáculo. Se inmovilizó y esperó a que le miraran; los tres
alzaron la cabeza a la vez y entonces dijo: —¿Creen que ésta es la mejor forma de defender sus
vidas? Uno llorando, otro pretendiendo cargar un rifle por la boca y otro leyendo el libro. Jenny
está muriéndose de miedo porque sabe qué será de ella si cae en manos de los apaches. ¿Acaso
no la quieren?
—Nada conseguiremos asustándola, y nada mejor para conseguirlo que mostrarnos
asustados también nosotros —respondió el religioso.
—No se predica empleando el cinismo, reverendo.
Les volvió la espalda y giró la vista en rededor clavándola con más insistencia en el lugar por
donde calculaba que había llegado la bala. No vio ningún signo de vida.
Tranquilamente recogió su sombrero y se lo caló hasta las cejas, después se acercó al viejo, le
arrebató el rifle de las manos y tras comprobar que el cañón no estaba obstruido accionó la
palanca para que la primera bala pasara a la recámara.
—Es automático, no tiene más que apretar el gatillo y descender la mano para que quede
nuevamente en posición de disparo. Vea.
Apuntó a una rama de un álamo y apretó el gatillo. Donald apenas pudo ver el movimiento de
su mano, y cuando iban cuatro disparos empezó a escuchar el ruido producido por la rama
cuando se resquebrajaba segada en parte por las balas.
Surgió el sexto trozo de plomo y la rama cargada de hojas cayó al suelo estrepitosamente.
Marshall devolvió el rifle al viejo y se acercó al mejicano.
—¿Cómo va el café?
—¡Nos rodean los apaches! —gimió el mejicano.
—Todavía no. Aquel individuo debía hacer una señal y ha pretendido aprovechar la bala;
todavía tienen que llegar los otros.
—¡Pues tenemos tiempo de huir!
—Aquí tenemos alguna posibilidad de salir airosos.
—¿De verdad, jefe?
—Anda, prepara el café.
El mejicano cobró valor, se levantó y siguió su trajinar junto al fuego. Marshall recogió su rifle
y sin decir nada se alejó del campamento en dirección a donde considerada que se había
emboscado el pielroja. Lo hizo con tranquilidad, pero en un momento dado se agazapó
avanzando con rapidez. Serpenteó entre los álamos y desembocó en un pequeño claro donde se
veían claramente las huellas dejadas por unos mocasines.
Apenas las había visto cuando ya sabía dónde se ocultaba el pielroja. Alzó la cabeza en el
preciso instante en que movía la palanca del rifle. Tuvo que dar un salto de costado y rodó por
tierra aparatosamente mientras un abejorro de plomo mordía rabiosamente el suelo que habían
hollado sus pies.
Disparó dos veces contra la rama del corpulento álamo enano y el apache que se encontraba
encaramado entre las ramas sufrió una sacudida, lanzó un agónico chillido y cayó como un fruto
maduro, rebotando en la tierra de bruces.
August se aseguró de que estuviese muerto y le arrebató el rifle. Buscó su caballo sin
entusiasmo, sabiendo que no lo encontraría y después se alejó tranquilamente en dirección
opuesta a la del campamento. Al desembocar en otro pequeño claro apoyó el oído en el suelo
para escuchar, permaneciendo un largo minuto.
Puso dos balas más en el cargador y reanudó su incursión por la alameda, buscando la salida
empleando la luz del sol como guía. Cuando la alcanzó recogió ramas y hojas secas hasta formar
un regular montón; después lo cubrió con hojas verdes en abundancia y prendió fuego.
Contempló la pira unos instantes, hasta ver que una columna blanca de humo se elevaba al cielo,
y entonces regresó.
Félix acababa de dar café a la muchacha y al religioso cuando alcanzó el campamento.
—He oído dos disparos, jefe... ¿ha sido usted?
—Sí, ha sido una manera como otra cualquiera de saludar al indio que nos seguía.
—¡Pues he pasado un miedo! —bufó—. Repartía café y me decía: ¿Para qué? y me he
contestado que usted me había dado esta orden para que cuando los apaches nos maten no
puedan robar tanto, ¿verdad?
—Los apaches no nos matarán; tienen demasiado miedo.
—¿Miedo? ¡Usted ha dicho que eran veinte!
—Y ellos creen que somos más. Somos cinco y llevamos siete caballos...
—Pues creerán que somos siete... contra veinte.
—Diecinueve.
—Pues diecinueve contra cinco... o contra... ¿contra cuántos, patrón? Yo apenas sé disparar...
quise que mi padre me enseñara, pero él decía que para utilizar un arma de fuego hacen falta...
eso, riñones, y decía que yo no tenía riñones... no sé si tengo, pero si usted quiere que dispare, lo
haré, y que salga la bala por donde quiera y que la, Virgencita me ampare.
Lo último lo dijo en voz muy baja, para que el religioso no le oyera.
Marshall se acercó a donde estaba Jenny. Ella tenía los ojos clavados en él.
—¿Te sientes más animada?
Negó lentamente, pero forzó una celestial sonrisa. Marshall, al verla, volvió la espalda.
Los labios de aquella mujer...
CAPÍTULO X
Ya estaban allí, infectaban la apacible alameda con su presencia; se escuchaba el murmullo
de sus cuerpos al atravesar la maleza, se sentía el clásico olor del apache que Marshall era capaz
de percibir, el ambiente era letal, de odio y de muerte.
Félix Nagores, acurrucado junto a un árbol, tiritaba de miedo; abría los ojos
desmesuradamente, los cuales clavaba en el explorador con ahínco.
El padre Mulrooney rezaba; apenas se notaba el movimiento de sus labios, pero la expresión
de su rostro era la del que se entrega totalmente a Dios. Sus ojos permanecían bajos, sus manos
entrelazadas sin nervio, serenas, su cuerpo apaciblemente recostado en el árbol.
El viejo Donald agitaba el rifle, deseando entrar en acción; mascaba incesantemente tabaco
el cual no escupía, realizando un trabajoso movimiento para engullir el jugo.
Jenny no estaba visible. Marshall acababa de separarse de ella tras un nuevo intento para
tranquilizarla.
Ahora él estaba en el centro del campamento, con la rodilla derecha clavada en tierra, dejando
vagar los ojos por entre los frondosos árboles, sin miedo aparente, con una seguridad
tranquilizadora.
Por entre un claro del ramaje vio el humo blanco que se elevaba al cielo y de nuevo descendió
los ojos para estudiar la situación.
—Félix.
—Sí, jefe.
—Coge el rifle y apóstate cerca del padre Mulrooney. Tenemos suficientes municiones, de
manera que puedes gastarlas sin temor, por lo menos conseguirás intimidarles, pero procura
apuntar.
—Sí, jefe.
—Hueles mal, enano —protestó el viejo cuando el mejicano pasó cerca de él.
—¿Preparado, abuelo? —preguntó August Marshall.
—Siempre.
—Usted, apóstol, reúnase con su hija.
Mulrooney lo hizo así. Entonces August se incorporó y avanzó unos pasos con el rifle presto
para disparar.
Hundió de pronto la rodilla en el suelo encharcado, se echó el rifle a la cara e hizo un disparo.
El eco retumbó entre la maleza y cuando se apagó, la alameda siguió en silencio, y después,
cuando parecía que nada había sucedido, apareció el cuerpo de un hombre tras un álamo; llevaba
el pecho desnudo y en él se mostraba una flor roja que se iba dilatando. Soltó el rifle que
empuñaba e intentó llevar ambas manos a la herida; no lo consiguió, avanzó unos pasos y cayó
de bruces a tierra.
August volvió a incorporarse; causaba escalofríos su seguridad y sangre fría, aquel desprecio
total a la muerte y la tranquilidad de que hacía gala frente a un enemigo salvaje, muy superior en
número.
Se detuvo un momento para girar poco a poco sobre sus talones. Después sus movimientos
cobraron más agilidad y cautela. Se ocultó tras una enorme raíz muerta que surgía del suelo como
fósil antediluviano. Desde allí hizo dos disparos y al instante la arboleda se llenó le gritos
infrahumanos.
Todo adquirió movimiento. Cuerpos ágiles, salvajes y a la vez cautelosos, cruzaron de árbol a
árbol, aproximándose al campamento.
Félix vio uno de ellos y frenético disparó su rifle hasta agotar el cargador. Supo llenarlo de
nuevo y siguió disparando. La lluvia de fuego detuvo al enemigo elegido obligándole a
permanecer tras el árbol.
Perdió el miedo repentinamente al recrearse en los impactos que recibía el árbol. Así
descubrió que era capaz de acertar al indio si éste asomaba la jeta. Esperó... y tuvo suerte. El indio
se revolcó por el suelo chillando desesperado, con las manos ensangrentadas sujetando el bajo
vientre.
Lo remató de dos balazos más.
—Perdone, padre...
Se interrumpió; un hacha de afilada piedra se estrelló contra las rocas en las que se refugiaba,
a la vez que varios abejorros de plomo pasaban por encima de su cabeza.
Repiqueteando de dientes se agachó permaneciendo absolutamente inmóvil.
—Félix... —llamó el sacerdote luteriano—. Félix, ¿te han tocado?
—Calle, reverendo, que pueden oírle y entonces...
Donald ya sabía cómo disparar el rifle y ya sabía hacia dónde salía la bala. Se dio cuenta que
apuntando unas pulgadas más abajo el plomo se colaba donde él quería.
Y lo practicó con un enemigo. Fue enemigo muerto.
Pero a cambio recibió la ardiente caricia de otra bala en la mejilla. Sintió, al principio un agudo
quemazón y después notó cómo un líquido caliente y espeso le resbalaba hasta la barbilla.
—¡Ah! Puercos... puercos, hijos de puercas...
Se escondió, pese al enfado y a su bravura. Volvió a emerger y llegó a tiempo de ver la satánica
danza que realizaban dos apaches ante el rifle de August Marshall.
—¡No pueden! —gritó satisfecho.
Vio a otro pielroja y disparó precipitadamente fallando dos balas. A la tercera le alcanzó en
mitad del pecho y se complació viéndole abrir los brazos, dar un abrazo al aire y desplomarse
como si se arrojara al agua.
Tanto le entusiasmó la escena que, cuando vio otro, su enemigo ya no tenía tiempo de
disparar.
Se ocultó apresuradamente y una vez lo había hecho descubrió que no había sido prudente.
Era como si hubiese quedado encerrado, privado de todo movimiento; en cuanto pretendiese
asomar...
Pero el apache corrió a su encuentro sesgando el terreno para que quedara al descubierto.
También fue tarde cuando lo advirtió y mascando con furia el tabaco se dispuso a vender cara su
vida cuando el otro ya alzaba el rifle.
Solamente pudo alzarlo. Su cabeza estalló de pronto como si dentro de ella hubiese explotado
un cartucho de dinamita.
Donald quedó sobrecogido por el espectáculo, no creyendo posible haber salvado la vida.
El apache quedó en pie un instante, con el rostro monstruosamente desfigurado, con los ojos
en blanco, como si las pupilas miraran al cerebro. Después se desmoronó como un monigote de
aire que revienta.
—¡Abuelo!
Había sido el mejicano, el apestoso y cobarde mejicano, con su rifle, con su bigote caído, con
los calzones...
—¡Maldito! —protestó el viejo—. ¡Ya era mío!
—Sí, abuelo.
—¡Bah! Toda la vida serás un mejicano.
Félix sonrió contento. Halló suficiente recompensa en la agradecida mirada del reverendo y
en la tímida sonrisa de Jenny.
Se envalentonó y salió a pecho descubierto.
—¡Huyen! —gritó loco de contento—. ¡Huyen!
—¡Ocúltate! —ordenó Marshall desde lejos—. ¡Es una escaramuza!
Félix fue más obediente que nunca.
Segundos después la alameda volvía a estar sumida en silencio. Rayos de sol que se filtraban
entre el ramaje iluminaban charcos de sangre sobre los que yacían unos cuerpos bronceados, sin
vida.
—Por lo menos hemos matado a veinte —calculó el mejicano.
—Félix —gimió Jenny—. ¿Y... y el señor Marshall?
—El jefe está bien, patroncita; a ése no hay quien lo tumbe. Me gustaría comprobar si delante
de él mi padre hubiese tenido tantas agallas o... eso, riñones.
—Félix...
—Perdón, padre.
Guardaron silencio. Jenny dijo después, suavemente: —Papá... el señor Marshall es bueno...
¿verdad que es bueno?
—Sí, Jenny.
—Y tiene algo que...
Félix se levantó y salió de entre las rocas al descubrir la herida que el viejo tenía en la mejilla.
—No me toques, apestoso. Te debo la vida, pero ni un centavo más, ¿comprendes? de manera
que ¡largo!
—Está malherido.
—¿Yo malherido? No hay suficientes apaches para herirme a mí. Soy Donald Mulrooney,
aunque haya engendrado un hijo tan...
Félix llevó una botella de «whisky» que el viejo aceptó satisfecho; sólo después de saciar su
sed permitió que le empapara la herida.
El joven Mulrooney y su hija no lo habían advertido. En aquellos momentos ella decía: —
Antes me ha mirado de una manera que... Papá... papá, me he estremecido cuando el señor
Marshall me miraba a los labios... hasta he creído que...
—Habrá sido una suposición, hija mía.
—No, papá; ha sido una mirada muy intensa y yo he tenido ganas de sonreír y de... de acercar
mis labios como si deseara ardientemente que él... papá...
Mulrooney tomó entre sus manos las de su hija y sonrió tristemente.
—Ya eres una mujer.
—Papá... tengo miedo de pecar.
—Amar no es pecado.
Jenny abrió los ojos asombrada, después se ruborizó.
—Yo no he dicho que...
Mulrooney sonrió despreocupadamente y pellizcó con cariño una de las sonrosadas mejillas.
Pero en realidad no se sentía tranquilo. Reconocía que la virilidad del forajido era muy
acusada y capaz de apasionar a una muchacha como Jenny... y eso no era bueno.
Como tampoco era bueno el sentimiento que nacía en el explorador y del que Mulrooney se
consideraba testigo.
August Marshall llegó en aquellos momentos avanzando inclinado y permaneciendo
agazapado.
—¿Están bien?
—Sí, muy bien. ¿Qué hacen ahora?
—Están un poco escarmentados; deben estudiar el nuevo sistema de ataque porque éste les
ha dejado maltrechos; ha habido, siete bajas, más el anterior suman ocho; demasiado para ellos.
—Aun así son muchos.
—No cometan imprudencias e irán cayendo.
Sin mirar a Jenny se separó de ellos yendo hacia donde estaban el viejo y el mejicano.
—¿Cómo ha ido?
—Estupendo, muchacho, por lo menos hemos matado a...
—¡A veinte! —juró el mejicano —; los he contado mientras caían.
—He visto la actuación de ambos y debo felicitarles. Si están dispuestos a continuar así
acabaremos con ellos.
—¿Seguro, jefe?
—Sí, y para ello debemos evitar que me rodeen. Tenemos que dispersarnos sin separarnos
del campamento. Elijan puesto.
—Juntos.
—No; deberán hacerlo por separado para poder vigilar todas las entradas.
—Yo junto al padre —eligió el mejicano.
—Pues yo con los apaches, para romperles el cráneo a culatazos.
—Procuren pasar inadvertidos. Los apaches no deben saber cuántos somos ni dónde nos
ocultamos.
CAPÍTULO XI
Eran ladrones, no eran guerreros. Muy pocos de ellos usaban rifle, el resto hachas
pésimamente trabajadas. El próximo ataque lo hicieron solapadamente, colándose por entre los
árboles sin mostrar el pecho, cerrándose en cerco en torno al campamento donde había un
enemigo del que desconocía su número y su poder.
Eran hábiles y astutos, habituados a aquel tipo de lucha. Asesinos sin escrúpulos.
August Marshall no alcanzaba a verlos y pese a su aparente tranquilidad sentía una zozobra
muy semejante en efectos a los del miedo. Conocía el peligro que corrían y aunque no temía
mucho por su propia muerte, sí temía por la de aquella muchacha llamada Jenny.
Le interesaba la vida de Mulrooney porque de él dependía el éxito de su empresa; morir el
religioso significaba el fracaso... solamente el fracaso; si era Jenny... si era Jenny se le
representaba como una catástrofe.
Y carecía de razón, de lógica... sin embargo tenía miedo, miedo atroz por lo que a ella pudiese
sucederle. Jamás se había inquietado tanto por nadie a excepción de en cierta ocasión por su
hermana.
Le roía el temor, como si fuera la conciencia que se agitara revuelta. Ella era inocente, también
lo era su padre, pero era distinto. Jenny era tan dulce, tan inocente, tan niña...
Apretó con fuerza las mandíbulas al escuchar un rumor. No descubrió nada y alzó los ojos en
busca de la columna de humo blanco que ya se iba disipando.
Si la hubiesen visto...
Si acudieran a tiempo...
Jenny...
¿Por qué le preocupaba Jenny? ¿Acaso simplemente porque poseía aquella flor por boca?
Había visto a muchas mujeres y todas tenían la boca bonita. Pero la de Jenny era distinta, era una
promesa, un anhelo, un sueño.
Jenny...
¿Enamorado? ¿Acaso se había enamorado de ella?
El corazón le latió desesperado. Era posible, muy posible. Resultaba lógico mirar a Jenny y
enamorarse de ella.
Contemplarla era tener mil sueños, añorar otra clase de vida, de honradez, paz y felicidad.
Le estaba vedada.
Relajó la presión de los músculos maxilares y nuevamente buscó la columna de humo blanco
poniendo en ella las esperanzas que le faltaban.
Inopinadamente escuchó un grito agudo y la silueta de un apache apareció ante él, a una
distancia máxima de cinco yardas. Blandía un hacha de piedra en la mano derecha, la cual tenía
alzada.
Se incorporó rápidamente mientras pretendía poner el arma en posición. No tuvo tiempo y
acudió al recurso de la esquiva. El hacha segó el aire y parte de la empuñadura le rozó la frente.
Se dejó caer de rodillas mientras el apache, burlado, obedeciendo a la inercia, le rebasaba.
Entonces disparó sin importarle hacerlo contra la espalda. El indígena se agitó como si le
hubiese mordido un bicho mientras que entre las paletillas aparecía una mancha roja. Tropezó
con sus propios pies y cayó de bruces con un ronco gemido.
No tuvo tiempo de recuperarse de la sorpresa ni del aliento cuando escuchó ruidos a su
espalda. Se volvió rápidamente y en el preciso instante en que un nuevo enemigo se arrojaba
contra él.
El rifle le cayó al suelo; el filo de un hacha brilló herido por un rayo de sol y después descendió
velozmente buscando su cabeza. Se ladeó, el hacha golpeó su hombro produciéndole una
dolorosa herida, aunque sin gravedad. Cayó al suelo. Vio las piernas del apache que se acercaban
a él y entonces extrajo su revólver e hizo cuatro disparos a ciegas, sin tiempo para afinar la
puntería.
La sangre apache le salpicó el rostro; las piernas se doblaron y un cuerpo corpulento cayó
encima de él. Lo apartó sin ningún miramiento y recuperó el rifle, llenando el depósito y
volviendo a cargar el revólver.
Más ruidos. Otro apache. Jenny gritaba, el rifle del viejo tronaba incesantemente. Se volvió a
tiempo de ver que un apache cogía al pequeño mejicano por los pantalones y la camisa
arrojándolo contra un árbol. Félix rebotó cayendo al suelo, donde permaneció absolutamente
inmóvil.
Marshall apuntó su rifle contra el indio, sin importarle el peligro que pudiese rodearle a él,
teniendo en cuenta únicamente que allí se encontraba Jenny.
El, piel roja se abrazó a una roca herido de muerte, quedando aplastado sobre ella, muerto,
con la cabeza taladrada.
Donald tenía el rostro ensangrentado; estaba de rodillas en el suelo, con el rifle apoyado en
el hombro; mascaba tabaco, paraba un instante para apuntar, disparaba y volvía a mascar
rabiosamente. Delante de él dos apaches yacían quietos.
Marshall intentó retroceder, pero no pudo; una barrera compuesta por dos apaches se
interpuso en su camino. Tuvo que arrojarse violentamente al suelo para no morir acribillado a
balazos. Los dos empuñaban rifles.
Rechazó la ayuda del suyo prefiriendo utilizar el revólver a tan corta distancia. Una bala le
rozó el cuello abriendo un surco sanguinolento. Se revolcó en el charco, esquivando y buscando
la posición para disparar.
Lo hizo casi a quemarropa. Vació todo el tambor contra los dos cuerpos, apuntando al
estómago. Los indígenas ejecutaron una macabra danza, retorciéndose dolorosamente,
inclinándose hacia el suelo, negándose recalcitrantemente a yacer sobre él. La muerte les empujó
y cayó uno encima del otro, moviéndose levemente todavía.
No tuvo tiempo de contemplar su obra ni recrearse en la victoria. Un grito de Jenny requirió
toda su atención.
Vio a Mulrooney que se incorporaba anteponiendo su cuerpo al de un apache armado de
hacha. Fue un acto heroico el del religioso; el hacha descendió y el padre de Jenny fue arrojado
contra las rocas.
El apache hinchó el tórax mientras sus ojos se clavaban en la joven mujer blanca. No pudo
hacer ningún movimiento. Su pecho se deshinchó al clavarse en él un trozo de plomo.
Marshall volvió a disparar, nuevamente el rifle en sus manos, con odio en el corazón. La piel
del salvaje se tiñó de rojo herida por rabiosos mordiscos de plomizos dientes.
El chillido que lanzó Jenny al caer el apache tranquilizó a Marshall.
Pero tampoco pudo acudir a su lado. El enemigo todavía estaba presente, furioso, herido de
gravedad. Salieron al descubierto impulsados por el fanatismo, dispuestos a vengar su propia
muerte.
Tenía dos apaches más delante de él; uno empuñaba un rifle por el cañón, con la intención de
utilizarlo como porra; el otro el temible «bowie». Le miraban con odio, abriendo los brazos para
ocupar más puesto e impedirle el paso.
August Marshall jadeaba, le dolía la frente herida, el cuello herido, el hombro herido. Le dolía
el alma por el cariz que había tomado la batalla.
Esquivó un peligroso culatazo con un esfuerzo sobrehumano y fue a chocar de espaldas
contra el tronco de un álamo. Disparó el revólver alcanzando al más cercano, alojándole una bala
en mitad del estómago.
Sin embargo, el apache siguió en pie, tuvo fuerzas para alzar nuevamente el arma.
El segundo disparo le entró por la garganta, atravesándole el cuello. Emitió un sonido gutural
y sus ojos se velaron; el rifle cayó encima de su cabeza libre de las manos que lo sujetaban y
pareció hundir con él al apache muerto.
Quedaba uno, el del «bowie», el de la satánica mirada, de piel enrojecida y curtida, agrietada
por la sequedad del sol. Su rostro causaba espanto mientras se acercaba al hombre blanco.
Se arrojó de pronto contra su enemigo con el cuchillo por delante. Marshall lo esquivó y la
afilada hoja segó un trozo de tronco escamoso. El segundo golpe pudo pararlo August con el
antebrazo. No tuvo compasión de su enemigo, no eran momentos para practicar la nobleza. Le
disparó el contenido del tambor a quemarropa, apoyando la boca del cañón en el vientre del
pielroja.
Murió abrazado a él y se lo quitó de encima bruscamente. Giró enloquecido la cabeza.
Félix yacía en tierra, Donald yacía en tierra, el padre seguía sobre las rocas...
Y había otro apache más, dos apaches más...
Buscó un rifle, vio muchos, todos demasiado separados.
No lo necesitó. Alguien disparó desde su espalda y los apaches cayeron cerca de sus pies,
materialmente taladrados por las balas.
Volvió la cabeza hacia atrás. Hudson y Dennis sonreían.
Apoyó de nuevo la espalda en el álamo y respiró agitadamente, cerrando los ojos con dolor y
cansancio.
—¿Llegamos a tiempo, jefe?
—No sé... me temo que no.
—Tú vives, aunque parece de regalo. ¿Cómo ha ido todo?
—Tenemos que comprobarlo.
Le alcanzaron y se plantaron delante de él. August abrió los ojos y resopló.
—Temía que no vinieseis nunca.
—No es muy tarde y ha sido preferible. ¿Y el cura?
—Está junto a la fuente, comprobad si ha sido malherido.
Los dos hombres contemplaron los alrededores. Dennis soltó un silbido, Hudson murmuró
algo.
—¡Vaya matanza! ¿Cuántos han intervenido?
Dennis se acercó al viejo Donald y le golpeó con la punta de la bota.
—Ése vive. Mirad que jeta tiene, parece que está riendo.
August Marshall se recuperó. Se acercó a sus compañeros y advirtió:
—Estad alerta, todavía quedan apaches. Dad una batida si es necesario.
—¿Cuántos?
—No sé; presiento que deben quedar por lo menos dos.
Le obedecieron. Entonces él se acercó al lugar donde yacía el reverendo Mulrooney. No pudo
comprobar si vivía; el corazón le dio un vuelco mucho antes de que descubriera lo que lo había
motivado.
Jenny no estaba allí.
—¡Jenny!
Le respondió un silencio letal. Hudson y Dennis se volvieron extrañados y le contemplaron.
—¡Jenny!
Enloquecido recogió un rifle del suelo y sin comprobar si estaba cargado apretó a correr.
—¡Jefe! ¿Dónde vas? —chilló Dennis.
—¡Encargaos de los caídos! ¡Regresaré inmediatamente!
Siguió el camino que por intuición creía que habían seguido los raptores... Estaba seguro que
Jenny había sido raptada.
—¡Jenny!
No importaba advertir a los apaches que eran perseguidos. Sus gritos por lo menos podían
consolar a la frágil muchacha.
Ya no sentía ni cansancio ni dolor. La sangre se le antojaba sudor, y se licuó realmente con el
sudor del cuerpo Pero sí se sentía enfebrecido, desesperado...
—¡Jenny!
CAPÍTULO XII
Después de una búsqueda que amenazaba con ser infructuosa, descubrió las huellas dejadas
por los mocasines correspondientes a dos apaches; en un lugar donde la tierra era húmeda, y por
ende blanda, pudo leerlas y saber que uno de ellos cargaba con el cuerpo de Jenny.
Se lanzó a la carrera. Sus perseguidores serpenteaban por entre los álamos con el indudable
afán de despistar a un posible seguidor y hubo momentos en que casi lo consiguieron.
Terminó la alameda y ante August Marshall apareció el valle desierto.
—¡Jenny!
Sospechaba que no podían estar lejos, no habían tenido tiempo material para ello. Sin
embargo, no alcanzaba a verles; no había desniveles en los que pudiesen ocultarse, ni un solo
parapeto ante la vista a excepción de la hierba alta.
Hierba alta...
La sospecha laceró su cerebro. Las huellas habían desaparecido dificultándole mucho la
búsqueda; sin embargo, estaba seguro que podía encontrar a Jenny.
Sumergió los pies en la hierba; cerca dos caballos, indudablemente pertenecientes a los
indios muertos, pastaban tranquilamente, sin asustarse por su presencia.
—¡Jenny!
Un simple movimiento de ella podía ayudarle. Sospechaba que la habrían obligado a tenderse
en el suelo y permanecer oculta. Pero también sospechaba que ese simple movimiento que él
requería, podía costarle la vida a la muchacha.
Dejó de llamarla. El suelo formaba ondas y eligió la prominencia más elevada para observar
la verde sabana y buscar un sitio hollado.
Fue en aquel preciso momento cuando vio un cuerpo hundido entre el verdor que se movía.
—¡Jenny!
Era ella, y estaba sola; se incorporó hasta quedar de rodillas al escuchar su nombre y se volvió
hacia él.
—¡Señor Marshall!
Se levantó y apretó a correr hacia donde él estaba. Marshall descendió del montículo de un
salto; apenas lo había hecho cuando dos balas partieron en busca de su cuerpo sin hallarlo.
—¡A tierra, Jenny! —gritó mientras se sumergía entre la salvia y la alfalfa.
Ella no le obedeció, siguió corriendo hasta alcanzarle y caer de rodillas a su lado.
—Señor Marshall...
—Jenny, ¿estás bien? ¿No te han causado daño?
—Quieren matarle. ¡Dios mío! Les he oído hablar y quieren matarle, uno de ellos es blanco.
Lo decía muy agitada, verdaderamente asustada. Y se apretaba contra él, como si pudiera
transmitirle su vida pensando en la muerte. Le abrazaba con sus manos tras la nuca, como si
quisiera ampararle de un peligro al que ella no temía.
—Refúgiate, Jenny.
—Le estaba esperando. Me han pegado para que me estuviese quieta y se han alejado para
salirse al encuentro.
—Sepárate de mí, Jenny; pueden herirte.
Ella negaba con la cabeza. No le importaba, nada parecía importarle si, a cambio de resultar
ilesa, él podía morir.
Se apretó más, más...
Marshall se estremeció cuando la frente de ella se hundió en su hombro herido y la frágil
espalda se agitaba impulsada por un sollozo.
Quedó anonadado. Se dijo que era un estúpido, que era una estupidez su comportamiento y
sus sentimientos, se dijo...
—Jenny...
Sintió la irresistible tentación de acariciar sus cabellos y lo hizo; empleó tanta dulzura que no
creyó que fuesen sus manos las que acariciaban.
La mujer separó la cara, tenía la frente ensangrentada y los ojos llenos de lágrimas.
Y las lágrimas resbalaron hasta alcanzar los labios de color rosa, aquellos labios que le
fascinaban.
—Jenny...
No hubiese querido hacerlo, antes se habría matado, pero...
Alcanzó los labios de la muchacha con los suyos, bebió fuego y lágrimas, amor y miedo.
Y aquellas manitas acariciaron su cuello... y apretaron... y la boca vibraba, aceptando el beso,
prolongando el beso que jamás hubiese querido porque se consideraba indigno de ellos.
Una bala segó la hierba, otra pasó por encima de ellos. Jenny se estremeció, pero siguió igual,
como si toda su vida estuviese en aquel beso, o como si el beso le defendiera la vida.
August tuvo que hacer un esfuerzo. Un esfuerzo sobrehumano para imponerse a toda clase
de pensamientos, sensaciones y sentimientos. Apartó a la muchacha con un gesto decidido,
exento de brusquedad y después se alejó reptando por entre la hierba, sin importarle que su
movimiento pudiese ser descubierto por el enemigo, más bien provocándolo ex profeso.
Ya no pensaba en su suerte, ni en la muerte. Sólo una pregunta taladraba su cerebro con el
recalcitrante machacamiento de una cigarra.
¿Qué está sucediendo?
¿Qué le estaba sucediendo?
Ya no era él. August Marshall había quedado junto a los cinco soldados muertos. Después,
apenas había descubierto una sonrisa de ángel, todo había cambiado; no era el mismo pese a
haber seguido adelante con su plan, que también ahora se le antojaba estúpido.
Había armado una coraza en torno a la verborrea del cura luteriano sabiendo que podía ser
herido muy fácilmente porque era vulnerable. Sin embargo, no se había preservado contra los
ojos y los labios de una mujer.
La tercera bala le arrancó de sus reflexiones al silbar muy cerca de él. Trozos de salvia
saltaron al aire para después posarse encima de su cuerpo inmóvil.
Calculó éste disparo y los dos anteriores, adivinando el lugar donde se ocultaban sus
enemigos; apenas distanciados entre sí por veinte yardas.
Calculó asimismo que si uno de ellos era de raza blanca debía ser el último en disparar.
Carecía de lógica, pero atribuía más puntería al blanco. Comprobó el cargador del rifle y un
escalofrío recorrió su espina dorsal, solamente, quedaba una bala en el depósito, la otra ya estaba
colocada en la recámara.
Dos balas y dos enemigos.
No podía mantener una refriega con la esperanza de que alguna bala les alcanzara, no podía
intimidarlos con disparos ni podía permitirse el lujo de herirlos.
—¡Señor Marshall! —llamó la angustiada voz de Jenny.
—Estoy bien, calla.
Escuchó rumor de hierba.
—Detente. ¡Quieta, Jenny! ¡Por el amor de...!
La joven se contuvo y August se alejó apresuradamente de ella. Nuevos abejorros segaron la
alfalfa como si fueran diminutas hoces. No se detuvo y siguió su avance arrastrando el pecho por
el suelo.
Al tropezar contra unas rocas se inmovilizó y muy poco a poco emergió los ojos por encima
de la hierba alta.
Vio a un hombre agazapado, se tocaba con un sombrero de estrechas alas y llevaba camisa de
chillones colores; sobre el hombro reposaba una espesa trenza. Estaba a demasiada distancia,
pero August se dispuso a probar suerte poniendo de su parte cuanto fuese posible para que ésta
se inclinara a su favor.
Apuntó cuidadosamente, pero en cuanto iba a apretar el gatillo el otro le descubrió y se
movió.
No perdió la bala, prefirió esconderse. Apenas lo había hecho cuando tres trozos de plomo
rozaron las rocas tras las que se ocultaba emitiendo agudos chillidos que se alejaron aciagamente
Aquel parecía ser el enemigo más peligroso, indudablemente el hombre blanco aludido por
Jenny, otro ladrón, de la misma cualidad que los apaches.
Asomó nuevamente la cabeza para apartarla rápidamente.
Tres plomazos más que produjeron tres secos impactos en la masa pétrea.
Entonces consideró llegado el momento. Tal vez se equivocase y el otro siguiese armado o en
su arma quedase alguna munición. De todas formas, ahora o después tendría que apostar.
Invirtió el mínimo tiempo posible en apuntar y disparar. Palpitó su corazón al escuchar la
detonación. El rostro estaba inmóvil y siguió inmóvil, pero por la relajación de su cuerpo August
adivinó que le había acertado de lleno.
El segundo no dio señales de vida. indudablemente era más astuto que su compañero muerto.
Pero August ya estaba dispuesto a apostar hasta el fin. Se incorporó hasta quedar de pie y
pretendió descubrir desde su altura a su enemigo sin conseguirlo.
Un cuerpo tendido sobre la hierba debía dejar un claro en ésta y por lo tanto fácil de
descubrir.
Se subió a la roca. Cuando conseguía la vertical Jenny gritó desgarradamente. Había visto al
apache.
August también. Se apuntaron los dos.
August Marshall, más desesperado, más frío, lo hizo a conciencia, dispuesto a aprovechar la
última bala. El otro no pudo soportar la mutua amenaza y se precipitó; tal vez con el afán de
atemorizar a su enemigo, tal vez porque no pudo contener el dedo.
La bala ni siquiera rozó al joven. Entonces disparó y el apache, que se hallaba arrodillado, se
incorporó a medias, le pesó la cabeza y la hundió en la hierba, desapareciendo acto seguido el
resto del cuerpo como si se hubiese zambullido en un mar verde.
Jenny se había levantado y corría hacia él. August la contempló impresionado, notando que
su corazón se estrujaba y que en su garganta se formaba un nudo asfixiante.
Y tampoco quiso en esta ocasión, sin embargo, abrió los brazos y albergó entre ellos el
cuerpecito de Jenny que se pegó a él con ansia extraordinaria.
Después se miraron con alegría y miedo.
Y llegó el beso, un beso encendido, cargado de pasión.
Algo extraño estaba sucediendo; como si una fuerza misteriosa se hubiese apoderado de los
dos corazones y jugara con ellos obligándoles a amarse, aunque no existiera lógica y aunque los
motivos permanecieran ausentes;
—Jenny... ¿Qué ocurre, Jenny? ¿Qué me pasa?
—August ...¿qué me pasa a mí?
Nuevamente se unieron las dos bocas. Necesitaban hablar, pero de momento no podían, era
más importante besar.
Obedecer al frenesí de aquel amor.
CAPÍTULO XIII
Dennis y Hudson regresaron al campamento después de una breve exploración.
—Veamos si vive el reverendo —propuso Dennis —, supongo que es el único que le interesa
al jefe.
Se acercaron al inanimado religioso y lo contemplaron un poco divertidos.
—Mala hierba nunca muere, viven más que las tortugas.
Mulrooney tenía una aparatosa herida en la frente producida, indudablemente, al rozar un
arma afilada, la cual supusieron un hacha apache. Le bañaron la cara con «whisky» y el mismo
escozor devolvió los sentidos al herido.
—Buenos días, reverendo. ¿Ha dormido bien?
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó abriendo y cerrando los ojos repetidamente.
—Angeles del cielo. ¡Oh, no se extrañe; también hay ángeles con barba allí arriba!
—¿Y Jenny?
Dennis y Hudson se miraron.
—¿Jenny?
—Mi hija.
—El jefe ha ido a buscaría.
Mulrooney no entendía nada. Se incorporó trabajosamente llevándose la mano a la frente, de
la cual manaba abundante sangre.
—Tomé este pañuelo. ¿Quiere que se lo sujete yo?
Lo rechazó de momento y acudió presuroso junto a donde estaba su padre. Un suspiro de
alivio se escapó de su pecho al ver que tenía los ojos abiertos y sonreía complacido.
—¿Qué te ha parecido la pelea, muchacho? —preguntó el abuelo.
Tuvo que ayudarle a incorporarse.
—Parece que a ti también te han dado, ¿eh?
—¿Qué sabes de Jenny?
—¿Dónde está Jenny?
Dennis tuvo que explicarlo.
—En cuanto hemos llegado el jefe ha encontrado a faltar a una tal Jenny y se ha largado
corriendo como un poseso. Supongo que regresará con ella.
—¡La han raptado!
—Eso no tiene importancia —medió Hudson— Donde el jefe mete la zarpa...
—No temas —medió el viejo apoyando una mano en el hombro de su hijo—. Confía en el
muchacho.
Inopinadamente recordó al mejicano y preguntó: —¿Y Félix?
—No sé...
—Allí hay un guiñapo junto al árbol.
Corrieron hacia donde se encontraba el mejicano. Había sufrido una conmoción y tenía el
brazo izquierdo doblado al revés.
—¿Vives?
—¡Sí, patrón!
—¡Qué asco! ¿Dónde te duele?
—El brazo... ¡Uy! El brazo.
—A ver... a ver...
Quiso ponerlo recto sin conseguirlo. Ensordeciéndole los gritos de Félix.
—Yo lo haré —se ofreció Mulrooney—. Tú búscame una rama recta para trabarle el brazo.
—Cuídese de usted mismo, padre —rechazó el mejicano fervorosamente —; está muy
malherido.
—Calla y déjame.
Cinco minutos después los tres estaban en pie, atendiéndose mutuamente. Hudson y Dennis
tomaban café del que había quedado y fumaban displicentemente.
Se reunieron los cinco y Dennis dijo:
—Compórtense honradamente y les dejaremos tranquilos, ¿eh? No intenten ninguna
jugarreta.
—¿Qué dice ese hombre? —protestó el viejo.
—Somos sus prisioneros —anticipó Mulrooney.
—¿Sus qué?
—Prisioneros.
—¿Se hacen de nuevas? —preguntó Hudson arrojando la colilla a las ascuas que quedaban—
. Claro que usted, reverendo, es un prisionero distinguido y que nada debe temer.
El religioso fue el primero en sentarse como si nada de aquello le importara.
—¿Dónde vamos?
—De momento a nuestra guarida; después de pende de lo que decida el coronel del Fuerte
Pecos.
Ni el viejo ni el mejicano entendían nada de aquello. Iban a preguntar algo cuando escucharon
el primer disparo.
—Ése es el jefe —aventuró Hudson—. Donde mete el ojo, mete la bala. ¿Han conocido a
alguien igual?
—Temo por Jenny.
—Está más segura que en sus manos, reverendo. No tema.
Guardaron unos instantes de silencio, escuchan do los disparos. Después el viejo, tranquilo
respecto a aquellos dos individuos, preguntó; —¿Quién me explica lo que sucede?
Dennis mostró su extrañeza:
—¿No lo sabe?
El religioso negó y el bandido se acarició la espesa barba rojiza pensativamente.
—Usted sí —dijo al cura.
—Sí.
—¿Lo contamos a ésos?
—Hágalo usted.
Dennis consultó a Hudson con la mirada y después, retrepándose bien en el pétreo asiento
elegido, dijo: —Marshall es nuestro jefe. Éramos seis hombres, pero seis «hombres» ¿eh? Nada
de medianías. Nos dedicábamos a negocios muy prolíferos hasta que algo falló, Joe murió y James
y Louis fueron apresados por los soldados de Fort Pecos. Gajes del oficio.
—Siga.
—Quisimos rescatarlos, naturalmente, pero, ¿quién asalta un fuerte donde hay casi
quinientos soldados? ¡Nadie! Ni August Marshall tampoco. Pero el jefe es astuto; supo que el
coronel se interesaba por el reverendo Mulro... Maltron... bueno, como sea, y él también se
interesó.
—¿Para qué? —preguntó el mejicano.
—¡Buf! Es fácil de adivinar, ¿no?
—No.
—Lo peor era atravesar ese camino que infaliblemente conduce al infierno. Sólo un hombre
podía conseguirlo y triunfar donde no habían triunfado los soldados: August Marshall, el jefe.
—Ya.
—El resto ya lo conocen, les trajo hasta aquí, nos hizo una señal de humo para que
acudiéramos, y aquí estamos.
—¿Y ahora?
—A la madriguera. Tendremos que sortear quién es el encargado de negociar con el coronel.
—¿Qué clase de negocio?
—La vida del reverendo Mulkr..., la vida del cura luteriano a cambio de James y Louis.
—¡Eso es una...!
—Una buena idea, ya lo sabemos, viejo.
—¡El coronel no les hará caso!
—Sí, ya lo creo que sí, de lo contrario pesará sobre él la vida del religioso y toda su familia.
Marshall nunca se retracta dé lo que dice y cumple la promesa, tanto como para entregarlos
vivitos si en el fuerte aceptan, como el de matarles para que todos sepan que es un hombre
entero.
El viejo miró desolado a su hijo.
—¿Tú crees eso?
Mulrooney inclinó la cabeza.
—¿No es un explorador?
Recordó de pronto el nombre del bandido y apretó las mandíbulas; más que odio sintió
profunda decepción.
Félix seguía sin comprender nada, lloraba por el dolor que sentía en el brazo y por la suerte
de Jenny, alargando las orejas cada vez que se realizaba un nuevo disparo.
Guardaron nuevamente silencio. Lo rompió Dennis para hacer un comentario: —A lo peor
esos tipos no conocían las intenciones del jefe.
—No te preocupes —respondió Hudson—. Tarde o temprano se hubiesen enterado.
Y nuevamente el silencio, pendientes todos de los disparos que todavía escuchaban. Hasta
que cesaron al parecer definitivamente.
Mulrooney estaba pálido. El pañuelo que circundaba su frente estaba empapado de sangre;
el viejo se ponía saliva nicotinada a la herida de la mejilla y Félix seguía llorando.
—Podríamos preparar más café, ¿no te parece, Hudson? —ofreció Dennis.
Cuando el agua empezaba a hervir aparecieron Marshall y Jenny.
La mirada de la muchacha era radiante. Sujetada del talle por el brazo del bandido. Su alegría
no tuvo límites al verles a todos reunidos. Se separó de Marshall y corrió hacia ellos contenta.
Su padre la abrazó murmurando palabras de cariño junto a su oído; lo mismo hizo su abuelo,
solo que en lugar de frases cariñosas soltó algún taco que otro. El mejicano demostró su alegría
aumentando el llanto.
—Gracias a Dios... ¡Qué alegría, papá!
—¿Estás bien?
—Sí, muy bien; no me han hecho nada. August me ha defendido.
La familiaridad con que la muchacha había pronunciado aquel nombre hizo comprender al
atribulado padre que algo había sucedido, que aquello que temía se había realizado.
—Tú estás malherido.
—No es nada, pequeña; un simple rasguño que ha sangrado al no poder cubrir la herida.
Quien parece haberlo pasado mal es el señor Marshall.
Dennis y Hudson estaban junto al jefe.
—Traiga, nosotros le dejaremos nuevo. Quítese la camisa.
Antes de dejarse curar cursó algunas órdenes, concluyendo: —Dormiremos seis horas y
saldremos al anochecer hacia las montañas. Mañana llegaremos al fuerte.
—Querrás decir a «casa» —corrigió Dennis.
—He dicho al fuerte, y me refiero a Fort Peco». Dennis y Hudson sostuvieron una inteligente
mirada.
—Sí, jefe.
CAPÍTULO XIV
Cuando todos se acostaron para dormir, August Marshall se dedicó a recoger el armamento
disperso por el suelo, consiguiendo hacer un impresionante montón al añadir el de los indios.
El reverendo Mulrooney extrajo su libro y empezó a leerlo. Marshall se acercó situándose a
su espalda.
—¿Es muy importante lo que contiene?
—Según quien lo lea puede considerarlo importantísimo, y según quién, puede encontrarlo
ridículo. A quien le cuesta hacer el bien debe significarle un gólgota la realización de los
preceptos que impone.
No quiso discutir; se alejó y se detuvo cuando le llamó.
—¿Por qué no duerme un rato? Debe estar muy agotado y está malherido.
—Me encuentro perfectamente.
—Ayer tampoco durmió.
—No importa.
Tomó asiento en una roca. Dennis y Hudson dormían uno al lado del otro, junto a los restos
de la hoguera. El mejicano lo hacía enrollado y encogido dentro de una manta de chillones colores
y el abuelo a pecho descubierto, de cara al cielo.
August fumó tranquilamente un par de cigarrillos; antes de concluir el segundo, Mulrooney
dormía plácidamente.
Meditó sobre lo que había de hacer, pero solamente lo consiguió durante unos segundos, no
le interesaba ahondar en el pensamiento ni escuchar en el pensamiento ni escuchar a la
conciencia.
Jenny se movió y la incomodidad del lecho elegido la hizo despertarse. No tenía mucho sueño
y permaneció con los ojos abiertos fijos en la copa de un árbol, después los desvió hacia August
y al verle sonrió dulcemente.
Se miraron un largo rato.
—August —siseó.
Fingió no oírla; pretendió volverle la espalda.
—August...
Se levantó y se acercó.
—Duerme, Jenny.
—Soñaba contigo.
—Duerme.
—Quiero decirte una cosa.
August se sentó a su lado. No contestó, limitándose a mirarla.
—Acércate más.
Inclinó la cabeza.
—Más.
—Dime.
—Te quiero.
—Calla, Jenny.
—Es verdad.
—Pues no debería serlo.
—¿Por qué?
—No preguntes; duerme.
—No tengo sueño.
Le cogió la mano y la acarició suavemente.
—Estás temblando, August. ¿Tienes frío?
—Tengo miedo.
—¿De qué? Ya ha pasado todo el peligro, ¿verdad?
—Para nuestra empresa sí. Conozco el terreno que vamos a pisar y sé que nada puede
sucedernos, pero...
—August...
—No puedes quererme, Jenny.
—¿Estás casado?
Marshall sonrió amargamente.
—No, Jenny.
—¿No me quieres?
Calló.
Jenny insistió:
—¿No me quieres?
Un relámpago cruzó por los ojos del hombre.
—No.
Ella quedó inmóvil, petrificada. Sólo se movieron sus ojos, algo en sus ojos, un velo cristalino
que se trocó en lágrimas. Lágrimas que saltaron por encima de las largas pestañas, colgando un
instante de ellas para después precipitarse por las mejillas.
—Jenny... Jenny; sí que te quiero. ¡Oh, cielos! ¡Duerme, Jenny!
Presionó más su mano; temblaron sus labios rojos.
—¿No quieres que te lo diga?
—No, no quiero.
Ella aceptó el trato. Pero tiró de las manos de él obligándole a inclinarse como antes,
prometiendo un beso con sus labios de ángel.
Y se besaron. Había ansia en los dos corazones, había mucho amor, pasión; ardía fuego.
Intuitivamente Jenny comprendía que aquel hombre la necesitaba. No lo sabía, pero su padre
lo había dicho: August vivía demasiado solo, nunca había tenido un alma que sufriera por él y por
la que sufrir, una mujer que se dejase amar y le amara y por la que luchar.
La mujer necesita saberse necesitada, es imprescindible este convencimiento en el alma
femenina. Nace con el instinto del amparo, de la protección; con la ternura presta a ser ofrecida
a quien necesita de ella.
Hacía pocas horas que se conocían, pocos días; pero era suficiente; un instante hubiese
bastado para amar intensamente.
Y por su parte August se encontraba en el momento más maravilloso y trascendental de su
vida: Descubría que amaba. Que era capaz de volver a amar e incluso más, mucho más que
entonces.
Él, que había rechazado toda ilusión, se encontraba con la puerta del cielo abierta y que un
ángel le sonreía. Un ángel blanco, inmaculado, puro... que cerraba los ojos y ofrecía su boquita
como muestra de pureza y a la vez de absoluta entrega.
Era demasiado, increíble...
Oyó una risa burlona y regresó a la tierra, volvió a la realidad.
—Se le da bien, jefe —bromeó Dennis.
Se volvió como mordido por un crótalo. Dennis y Hudson se habían incorporado y reían
satisfechos.
—Se entrega bien —aceptó Hudson pasándose la lengua por los labios—. ¿Qué tal sabe,
Marshall?
—¡Imbéciles!
—Tranquilo, jefe; de momento nos conformamos con ser simples espectadores. Después ya
discutiremos...
August Marshall se levantó colérico y llevó la mano a la cadera donde tenía el revólver. Pero
era tarde; los otros dos estaban de acuerdo y esperaban esta reacción. Le apuntaban ya con sus
respectivos «Colts».
—Tranquilo, tranquilo, jefe; es malo indignarse, produce heridas en el corazón; las cosas
deben tomarse con más resignación.
—¿Qué pretendéis? —preguntó apretando los dientes.
Hudson no pareció entenderle y prosiguió:
—Comprendemos que debe fastidiarte ser interrumpido en un idilio tan dulce, pero como ya
ha sucedido, nada se gana enfureciéndose uno; además, debes tener en cuenta que las mujeres
se han de tomar en caliente, igual que la ardilla en salsa; si se enfrían... ¡miau!
Fue Dennis quien contestó la pregunta del bandido.
—Queremos salvar a James y Louis.
—¿Qué insinuáis?
—Estás torpe, jefe; la chica te ha consumido el encéfalo. ¿No lo comprendes? Si llevas de
verdad a esa gente al fuerte -nos quedaremos sin jefe, sin James y sin Louis, lo cual es decir que
la banda queda disuelta; sin embargo, con ellos podemos empezar de nuevo; ya encontraremos
jefe entre nosotros mismos.
—¡No lo conseguiréis nunca!
—¿Seguro? —preguntó Dennis moviendo significativamente él revólver—. ¿Lo dices de
veras?
Mulrooney, su padre y el criado mejicano se habían despertado y contemplaban la escena en
silencio.
Ellos, los dos bandidos y Jenny tenían los ojos clavados en la impotente figura de Marshall, el
cual tenía desnudo el torso bravucón en el que se destacaban unos músculos bronceados, con el
hombro herido cubierto con un trozo de camisa a modo de vendaje, el cuello manchado de sangre
y el surco de una herida en la frente.
Contemplarle impresionaba y Hudson y Dennis eran impresionables, por lo menos delante
de un hombre.
—Podríamos llegar a un trato.
—¿Cuál? —concedió.
—Volver con nosotros. Queremos seguir como hasta ahora, explotando el negocio y
ampliándolo.
—He decidido entregarlos al coronel sanos y salvos en nombre de cinco soldados que
murieron al intentarlo.
—Sigo opinando que tienes revuelta la masa encefálica. A ti te ha pasado algo.
Dennis miraba curioso, preocupado y divertido, todo mezclado, al que fue su jefe.
—La chica, Dennis —opinó Hudson.
—Claro, la chica. Pues será nuestra, jefe, ¿qué te parece? Primero usaremos de ella, después
la devolveremos al coronel junto con su padre a cambio de Louis y James.
August apretó las mandíbulas y miró con infinito odio a los que fueron sus secuaces.
Inopinadamente todos sus músculos se relajaron y tras un momento de inmovilidad, dijo: —Está
bien, vosotros ganáis.
Hudson y Dennis se consultaron con la mirada.
—De acuerdo —aceptó el segundo—. Despójate del revólver.
En el preciso instante en que August obedecía, se escuchó un disparo y el viejo Donald soltó
un gemido. De sus manos es escapó el rifle que había empuñado y se las contempló estupefacto
mientras Dennis reía del éxito conseguido.
—Siga, jefe; estábamos en lo mejor.
Acabó por quitarse la hebilla y dejó caer la canana a sus pies. Después adelantó dos pasos y
tendió una mano que Dennis se apresuró a estrechar.
Hudson le imitó.
—A nuestro lado, ¿eh, jefe? Nada de sentimentalismos, si lo hacía por la chica puede ser suya
igualmente.
Fue muy efusivo el apretón de manos de Hudson.
Demasiado.
Cuando quiso separar la mano sus pies dejaron de tocar suelo, dio una vuelta de campana
aterrizando de cabeza. En cuanto tocaba tierra de su cadera desaparecía el revólver que llevaba.
Dennis advirtió pronto el peligro y desenfundó con extraordinaria rapidez su revólver. Lo
amartilló y buscó el cuerpo de August Marshall.
Pese a ser tan rápido, resultó lento. Llegó tarde.
August hizo un disparo y Dennis soltó el revólver llevándose ambas manos al pecho. De entre
ellas surgieron hilos de sangre; sus ojos se dilataron extraordinariamente y miraron
enloquecidos de asombro al hombre que acababa de matarle.
—Je...
De su boca surgió un chorro de sangre que inundó su camisa. Sus piernas se torcieron y
perdiendo el equilibrio cayó de bruces sobre el charco de agua.
Apenas caía cuando Hudson pretendía, forzar la suerte. Se arrojó hacia el revólver del otro.
No tuvo que amartillarlo, sólo empuñarlo y...
Nuevo disparo de Marshall. En la frente de Hudson apareció otro ojo, la pupila solo, un punto
oscuro situado entre ceja y ceja. Los otros ojos se desorbitaron un instante para después
entrecerrarse velándose. Cayó sin emitir ni un solo sonido, cadáver ya.
El eco de los disparos se perdió entre las copas de los álamos. Un silencio denso se formó en
el campamento.
—Recoja todo —ordenó August Marshall roncamente—. Descansaremos al llegar al fuerte.
Todos le miraban, el mejicano con alegría y admiración, el viejo Donald con sorpresa y
extrañeza, el reverendo Mulrooney inexpresivamente, Jenny... Jenny de la única manera que
podía mirar.
Arrojó el revólver que empuñaba y recogió la canana que había dejado caer, ciñéndosela a las
caderas. Después empezó a levantar el campamento siendo secundado a los pocos segundos.
Cuando emprendieron la marcha se situó en cabeza dispuesto a no hablar con nadie hasta
alcanzar el Pecos.
Jenny, en contraposición, quedó rezagada, un lugar donde no podían verla llorar.
*
August Marshall esperaba conocer su suerte, el veredicto del coronel de Fort Pecos.
De momento le habían permitido esperar en el salón donde había una amplia biblioteca y una
pequeña barra de bar, aunque se encontraba completamente solo, atento a los sonidos que le
llegaban del otro lado de la puerta.
Media hora después se abría ésta y aparecía el coronel del Fuerte.
Se acercó lentamente, mirándole con nobleza. Inopinadamente le tendió la mano y musitó:
—Me alegro tenerle a mi servicio, August Marshall.
—¿No comprendo? —balbució aceptando la mano que le tendían.
—Es usted un buen explorador, lo ha demostrado y lo atestigua el reverendo Mulrooney. ¿No
quiere trabajar para nosotros en calidad de civil?
—Sí, pero...
—No tengo nada contra usted, si es esto lo que quiere saber. Y no recuerdo si antes había
algo. De todas maneras como se alejará del fuerte...
—Sigo sin entender.
—Tiene que partir una expedición hacia Pearson, al sudoeste de El Paso. ¿Acepta usted la
conducción de una caravana compuesta por diez carros y en la que irá una escolta de quince
soldados?
—Sí, pero...
—En ella van Donald Mulrooney y su nieta.
—¿Jenny?
—Exactamente. Dice que quiere casarse allí con...
August no pudo evitar la excitación. Era extraordinario lo que le estaba sucediendo,
increíble...
Ya no escuchó al coronel. Reparó en que había percibido el ruido de los carros en el patio del
cuartel.
Se precipitó hacia la puerta y salió al exterior. Se topó con el cura luterano y empezó a
pronunciar torpes palabras.
—No me digas nada ahora, August. Vete y cuando lleves un tiempo al lado de Jenny, es decir,
cuando hayas gozado de una buena compañía, volveremos a hablar, ¿quieres?
Sus ojos se nublaron. Temblaron sus labios.
El viejo Donald y su nieta estaban en el pescante del primer carro. Le sonreían los dos...
—Reverendo...
—Tienen prisa por marchar, August; no les hagas esperar. Ya nos veremos.
—Reverendo...
—Adiós, August.
Un soldado le traía su caballo alazán bien ensillado, descansado, un rifle en el arzón...
Anonadado montó lentamente y contempló la hilera de carros. Hombres, mujeres y niños le
esperaban.
Abrieron la puerta del patio que daba a la pradera, el coronel hizo una señal...
—Suerte.
August Marshall, sin ser él, alzó una mano al aire y gritó: —¡Adelante!
El viejo Donald agitó las riendas y los dos percherones que debían tirar del carro se pusieron
en marcha.
Jenny sonrió dulcemente.
Algo raro estaba ocurriendo, muy raro... Una mano misteriosa había mediado en todo aquello.
Bien sabía Dios que lo que el necesitaba era una oportunidad.
Naturalmente, Dios lo sabía.
FIN